El Discernimiento. Cómo Leer Los Signos de La Vida Diaria - Henry J. M. Nouwen

May 6, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Descripción: El Discernimiento. Cómo Leer Los Signos de La Vida Diaria - Henry J. M. Nouwen...

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HENRI J.M. NOUWEN Michael J. Christensen / Rebecca J. Laird

El discernimiento Cómo leer los signos de la vida diaria

SAL T ERRAE 2

Título del original: DISCERNMENT: Reading the Signs of Daily Life © 2013 by the estate of Henri J.M. Nouwen with Michael J. Christensen and Rebecca J. Laird Publicado en español mediante un acuerdo con HarperOne, an imprint of Harper Collins Publishers www.harpercollins.com Traducción: Blanca Arias Badia © Editorial Sal Terrae, 2014 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 942 369 198 / Fax: +34 942 369 201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: Mons. Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 24-02-2014 Diseño de cubierta: María José Casanova Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida, total o parcialmente, por cualquier medio o procedimiento técnico sin permiso expreso del editor. Edición Digital ISBN: 978-84-293-2167-8

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Agradecimientos Este tercer volumen completa la trilogía espiritual que presenta el distintivo enfoque de Henri Nouwen sobre la contemplación, la comunidad, y la compasión en el mundo a través de la dirección espiritual, la formación espiritual, y el discernimiento. Los tres volúmenes se prepararon a partir de materiales originales hallado en los Archivos de Henri J. M. Nouwen en la Biblioteca Kelly del Saint Michael’s College, en la Universidad de Toronto, con la ayuda y la cooperación del Henri J. M. Nouwen Estate y del Nouwen Legacy Trust. En especial, queremos dar las gracias a Kathy Smith y a Maureen Wright por la labor realizada con el Nouwen Legacy Trust, y a Jessica Bar, archivista auxiliar de los Archivos Nouwen, por el tiempo y el apoyo que nos ha brindado generosamente a la hora de facilitarnos el acceso a materiales de la biblioteca. También estamos agradecidos al equipo de publicaciones de HarperOne, en especial a nuestro incansable editor, Roger Freet, sin cuya persistencia no se habría completado este último volumen. Igualmente, queremos recordar a nuestra excelente editora de producción, Alison Petersen, a la publicista Julie Baker y a Janelle Agius, del departamento de marketing. Sue Mosteller, albacea literaria que ya había participado activamente en los dos volúmenes anteriores, trabajó con especial empeño en este último, que todos consideramos el más difícil de compilar y de proyectar a partir de los diarios de Nouwen y de los recursos disponibles. Le agradecemos profundamente a Sue sus múltiples revisiones, sus críticas constructivas, su comprensión y su generoso apoyo. John Mogabgab, profesor ayudante de Henri en Yale y actualmente editor de la revista Weavings, nos pasó el testigo que supuso el comienzo del desarrollo de este trabajo. John, el editor de Henri en «The Genesee Diary», reveló que solo alrededor de un tercio de lo que Henri escribió en su diario se había publicado finalmente, y sugirió que los tres volúmenes originales de «The Genesee Diary» serían un buen punto de partida para estudiar su proceso de discernimiento espiritual y sus reflexiones inéditas. Quedó demostrado que su afirmación era cierta, lo que supuso la publicación de muchas de tales reflexiones acerca del discernimiento en otros diarios de Nouwen. Gracias, John, por abrirnos el camino y por tus ánimos a lo largo de este proceso de tres años. Le agradecemos a Robert A. Jonas haber aceptado escribir el preámbulo (y un apéndice) de este volumen. Este antiguo estudiante de Harvard y buen amigo de Henri Nouwen, al que ahora también nosotros consideramos un buen colega y amigo, nos ayudó a procesar la estructura y el enfoque de esta obra. Ofrece su propia percepción del discernimiento mediante la maravillosa metáfora de navegar los mares hacia el verdadero norte, marcado por el viento, el mar y las velas, así como por la compañía con la que viaja a bordo de la embarcación. Esperamos que la reflexión que preparó para esta obra llegue a formar parte esencial de sus propios escritos sobre la práctica espiritual. 4

Por último, queremos dar las gracias a nuestra hija pequeña, Megan, por haber mecanografiado muchos pasajes y haber urdido el texto que finalmente ha dado .lugar a este libro. Ahora estudia ya en la universidad; pero cuando Megan tenía tres años y medio, estando un día en casa sentada en el regazo de Henri, dos meses antes de que este muriera en 1996, le hizo una pregunta importante: «¿Cómo es Dios de grande?» Henri respondió con la perspicacia de un místico: «Dios es tan grande como tu corazón; y tu corazón es tan grande y ancho como el universo». Una respuesta preciosa que a menudo repetimos en casa. De modo que a la memoria de Henri Nouwen y a la imagen de este sosteniendo a una pequeña en su regazo y guiándonos hacia el inconmensurable amor de Dios, dedicamos este trabajo de amor titulado, simplemente, Discernimiento.

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Preámbulo De qué trata este libro La premisa de este libro es que Dios nos habla constantemente –como individuos y como pueblo de Dios– en momentos distintos y de formas diversas: a través de sueños y visiones, de profetas y mensajeros, de las Escrituras y la tradición, de la experiencia y la razón, de la naturaleza y los acontecimientos. Y ese discernimiento es la práctica espiritual que busca entender qué es lo que Dios trata de decirnos. Cuando estamos arraigados en la oración y la soledad y formamos parte de una comunidad de fe, en el día a día percibimos ciertas señales a medida que nos esforzamos por hallar respuesta a cuestiones espirituales. Los libros que leemos, la naturaleza de la que gozamos, las personas con quienes nos relacionamos y los acontecimientos que vivimos contienen en sí mismos señales de la presencia y guía de Dios en el día a día. Cuando algún poema o versículo de las Escrituras nos habla de un modo especial, cuando la naturaleza canta y la creación revela su gloria, cuando personas concretas parecen haber sido escogidas para cruzarse en nuestro camino, cuando un acontecimiento crítico o actual se percibe como especialmente significativo, es el momento de prestar atención a los designios divinos hacia los que apuntan. El discernimiento es una forma de leer las señales y reconocer los mensajes divinos. Henri Nouwen es un guía digno de confianza en esta antigua práctica espiritual. Discernimiento: Leer los signos de la vida diaria, el tercer y último volumen de la trilogía espiritual póstuma de Nouwen, está construido sobre los volúmenes anteriores, en cuanto que traslada al lector desde las preguntas hacia los movimientos y hasta las señales. El primer volumen, Dirección espiritual (Sal Terrae, 2007), trata acerca de cómo vivir las preguntas de la vida espiritual (¿Quién soy yo? ¿Qué estoy llamado a hacer? ¿Quién es Dios para mí?). El segundo volumen, Formación espiritual (Sal Terrae, 2011), gira en torno al modo de seguir los impulsos del espíritu (movimientos que van del resentimiento a la gratitud, del miedo al amor, de la negación a la aceptación de la muerte). Este tercer volumen, Discernimiento, enseña a leer los signos de la vida diaria (fundamentalmente observados en los libros, la naturaleza, las personas y los acontecimientos). Discernimiento sigue tanto los diarios como otros escritos de Nouwen, centrándose en lo que el autor dice acerca del discernimiento y de la vocación en nuestro tiempo. Complementado con puntos de vista bíblicos y siguiendo alguna pautas sugeridas por el año litúrgico, el libro está dividido en tres partes: 1) la naturaleza del discernimiento, incluidos el don espiritual y la práctica escriturística de distinguir entre los espíritus de la verdad y la mentira; 2) el proceso de búsqueda de la guía divina en los libros, en la naturaleza, en las personas y en los acontecimientos; y 3) modos de discernir la vocación, la presencia, la identidad y el tiempo propicio para el designio divino.

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Para Henri Nouwen, el discernimiento espiritual consiste en percibir un sonido más profundo por debajo del bullicio de la vida ordinaria y en descubrir a través de las apariencias la interconexión de todas las cosas, con el fin de obtener una perspectiva de cómo las cosas dependen unas de otras (theoria physike) en nuestras vidas y en el mundo. En sentido bíblico, el discernimiento consiste en entender espiritualmente y saber a partir de la experiencia, mediante una práctica espiritual disciplinada, que Dios está activo en nuestras vidas, lo que conlleva una vida «digna de nuestra vocación» (Col 1,9). Es un don y una práctica espiritual que «determina y afirma la manera única de manifestar el amor y la dirección de Dios en nuestras vidas, de forma que podamos conocer la voluntad de Dios y cumplir nuestra vocación y misión, gracias a las misteriosas interconexiones del amor de Dios» 1. Sin embargo, como bien saben todos los que tratan de vivir las preguntas y seguir los movimientos del Espíritu, el discernimiento no es un programa que deba seguirse paso a paso, ni es tampoco un modelo sistemático. Se trata más bien de una disciplina regular de escucha de una débil voz, casi inaudible, que subyace al fragor cotidiano, una práctica de oración que consiste en leer las señales sutiles del día a día. Discernir no es tomar decisiones tajantes en momentos críticos de la vida (¿Debería aceptar este trabajo? ¿Con quién debería casarme? ¿Dónde debería establecerme?), sino comprometerse de por vida a «recordar a Dios» (memoria Dei), a saber quién eres y a prestar atención a lo que el Espíritu trata hoy de transmitirte. Dado que Nouwen sitúa el discernimiento en un contexto tanto personal como comunitario, hemos organizado su enfoque en tres partes, según unos temas comunes del camino de fe. Más que ofrecer una presentación sistemática del proceso, los temas presentados están condensados y adaptados a partir del corpus completo de Nouwen, de escritos publicados e inéditos, seleccionados sobre todo a partir de sus diarios y de reflexiones anteriormente inéditas, pero complementados con fragmentos de obras ya publicadas. En la primera parte, Nouwen define el don y la práctica del discernimiento como enraizados en las disciplinas centrales de la vida cristiana: la oración, la comunidad, la adoración, y el ministerio. Comparte su experiencia de primera mano de lo que él llama «luchar contra el demonio» como parte de la antigua práctica bíblica del «discernimiento de espíritus». Invita a sus lectores a aceptar la lucha, a confiar en el poder de Dios –y nos enseña cómo hacerlo–, a resistir al espíritu de la oscuridad y a vivir bajo la luz de Dios, que nos recuerda que somos personas amadas. La segunda parte describe lo que Nouwen aprendió de su mentor, Thomas Merton, y de su propia experiencia en la lectura de las señales de la presencia de Dios, encontrando una guía diaria en la Biblia y en otros libros, en la belleza de la naturaleza, en las personas con quienes nos cruzamos y en los acontecimientos actuales y críticos de nuestra vida.

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La tercera parte aborda lo que podríamos llamar «espiritualidad del discernimiento» de Nouwen. Los lectores familiarizados con sus temas principales en otras obras reconocerán al clásico Nouwen en estas páginas y obtendrán nuevas percepciones sobre nuestra identidad esencial en tanto que hijos amados de Dios; que experimentan la presencia divina en el corazón humano (memoria Dei) a través del discernimiento; y que saben cuándo actuar, cuándo esperar y cuándo dejarse guiar, de acuerdo con el tiempo de Dios (kairós), que es la finalidad del discernimiento

Cómo se escribió este volumen Los dos primeros volúmenes de esta trilogía se desarrollaron esencialmente a partir de apuntes de lecciones magistrales y reflexiones para los cursos que impartió en la Yale Divinity School y en la Harvard Divinity School en los años ochenta. En cambio, el presente volumen se construye sobre todo a partir de secciones inéditas de sus diarios de discernimiento escritos a lo largo de más de veinticinco años: «On Retreat: Genesee Diary» (1974), publicado como The Genesee Diary; «South American Diary» (19811982), publicado como Gracias!; «The L’Arche Journal» (1985-1986), publicado como The Road to Daybreak; «Ukrainian Diary» (1996), inédito; y «Sabbatical Journal» (1996), publicado como Sabbatical Journey. Pretendíamos compilar en un volumen la mayoría de las aportaciones de Nouwen sobre el discernimiento, entrelazando los fragmentos con lecciones que aprendió de autores cristianos clásicos como Teresa de Jesús y Jean-Pierre de Caussade, mentores contemporáneos como Thomas Merton y Jean Vanier, y sus místicos y santos preferidos. Una redacción de este tipo requería el apoyo y la cooperación de la Nouwen Literary Trust, sin la cual el libro no sería más que una compilación del material citado.

Cómo puede leerse este libro La mayoría de los libros de Nouwen son lo bastante breves como para leerlos en uno o dos días, o bien lentamente a lo largo de unas pocas semanas de práctica piadosa. Recomendamos leer esta obra en tres fases, a lo largo de un periodo de varias semanas, tal vez durante la época de Adviento o de Cuaresma. Una buena forma de empezar consiste, simplemente, en decidir qué parte se lee primero. Aunque no es necesario leer las tres grandes partes por orden, se recomienda leer los capítulos de cada una de las partes de forma secuencial. Si perteneces a un grupo de lectura o de práctica espiritual, intenta leer un capítulo cada semana durante diez semanas. O bien vincula la lectura a una época del año eclesiástico. Al final de cada capítulo se incluyen ejercicios para un discernimiento más

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profundo que pueden ser útiles para quien lleve un diario propio o quiera compartir ideas en grupos reducidos. El material de los apéndices seguramente resultará de ayuda a quienes lean este libro como parte de un curso académico, o bien para obtener algún título en dirección o formación espiritual, y quieran comprender el singular enfoque que Nouwen otorga al discernimiento. El prólogo de Robert Jonas, «La forma de discernimiento de Henri», así como su apéndice, «Amistad espiritual y discernimiento mutuo», ofrecen un buen material para ahondar en el tema. El apéndice de Michael, «Henri Nouwen o la escucha de un latido más profundo», extiende su uso de la metáfora del discernimiento de Henry David Thoreau como alguien que «escucha el ritmo de un tambor diferente» y «baila al ritmo de la música que escucha, sin importar su compás ni la distancia desde donde surja ese sonido» (Walden, capítulo 8). Por último, queremos señalar que, al igual que los volúmenes anteriores, la mejor manera de leer este libro es con devoción y acompañando la lectura de una práctica espiritual regular. Nouwen proporciona minuciosas indicaciones sobre cómo llevar a cabo la lectio divina (lectura espiritual) y la visio divina (mirada espiritual) en la oración contemplativa y la meditación. Si tienes acceso a una grabación de Nouwen, tal vez quieras probar la audio divina (escucha espiritual) y combinarla con tu lectura. Por ejemplo, el capítulo 10, «Conoce el momento: cuándo actuar, cuándo esperar, cuándo dejarse guiar», mejoraría bastante si se escucha la cinta de Nouwen A Spirituality of Waiting (Crossroads, 1995). Viviendo las preguntas, siguiendo los movimientos del Espíritu, y leyendo las señales de la vida diaria, somos capaces de vivir en mejores condiciones una vida espiritual en un mundo con demasiadas respuestas sencillas, movimientos contradictorios, y señales confusas.

MICHAEL J. CHRISTENSEN y REBECCA J. LAIRD Festividad de la Epifanía 2013

1. Notas escritas a mano en «God’s Will, Acceptance of» (1990), un breve manuscrito de Henri Nouwen.

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Prólogo La forma de discernir de Henri por Robert A. Jonas

Henri fue un sacerdote católico fuera de lo común. Se sentía a gusto con los ministros protestantes, con los campesinos sudamericanos, con los intelectuales de las grandes ciudades, con los senadores estadounidenses, con los patrones acaudalados y con los disminuidos físicos y psíquicos. Millones de lectores de todo el mundo tienen en gran estima sus obras, incluidas algunas celebridades, como Fred Rogers y Bill Moyers, o líderes políticos, como Hillary Rodham Clinton, quien declaró públicamente que la obra de Henri El regreso del hijo pródigo la marcó en un momento crítico1. La parroquia de Henri estaba en todas partes, y su congregación era todo el mundo. Fue un sacerdote para todo tipo de personas y para todas las etapas de la condición humana. A lo largo de sus casi cuarenta años de vida como sacerdote, Henri presidió la eucaristía casi cada día y bendijo cientos de nacimientos, bodas y funerales en toda América del Norte, América del Sur y Europa. Fue un consejero, mentor y guía muy solicitado y, como tal, participó en encuentros pastorales con incontables personas. No sabía escribir a máquina ni enviar correos electrónicos, pero prácticamente cada día escribía cartas personales a mano, con una cuidada caligrafía. Los seguidores de Henri saboreaban su manera reverente de contar la historia de Jesús. Lo hacía con destreza y de tal forma que quedaba de manifiesto su convicción de que «la historia de Jesús es nuestra historia» y de que, al igual que Jesús, también nosotros somos seres amados por Dios. La vida de Henri no siguió una trayectoria típica ni se limitó a un camino predecible. Su trayectoria únicamente se entiende mirando atrás en el tiempo. Si se piensa en este camino mirando hacia delante, Henri rompía moldes con cada opción que tomaba. Para Henri, el discernimiento era una práctica diaria. De hecho, era una práctica de cada momento, porque no encontraba modelos ni pautas que le guiaran en lo que él se sentía llamado a hacer. Se adentró en lo desconocido como un equilibrista que camina sobre la cuerda floja, o como alguien que, para cruzar un arroyo, saltara de roca en roca rodeado por una niebla impenetrable. De algún modo, Jesús, su roca, salía siempre a su encuentro para mantenerlo a flote. Henri aprendió de líderes espirituales como Dom John Eudes Bamberger, abad de la abadía de Genesee, y Jean Vanier, fundador de El Arca, y tuvo muchas amistades, aunque al final no confiaba más que en Jesús para que le mostrara el camino hacia Dios. Para Henri, Jesús era el arquetipo de la persona capaz de discernir, sensible y receptiva a la presencia de Dios en cada acción que emprendía. Henri era un genio en el arte de la espeleología espiritual cuando exploraba la sima del corazón. Con la linterna del Espíritu Santo supo utilizar todas las herramientas 10

disponibles para abrir nuevos caminos: el conocimiento teológico, las reflexiones psicológicas, las Escrituras, los escritos de místicos y santos cristianos, las enseñanzas de otras tradiciones religiosas, la literatura, el arte, la oración, la investigación académica y los viajes por todo el mundo. Henri creyó que había descubierto las aguas vivas del despertar espiritual en Jesucristo, y dedicó toda su vida al proceso de invitar a otros a beber de aquella fuente de agua viva. Para Henri, Jesús era la luz que resplandecía en la oscuridad –la puerta, el sanador, el salvador, la inspiración y guía para cualquiera que pretenda vivir del espacio infinito del corazón del que vivió Jesús. Henri señalaba que el discernimiento cristiano no es lo mismo que tomar decisiones. Decidirse por algo puede ser sencillo: tenemos en cuenta nuestros objetivos y opciones; tal vez elaboremos una lista de pros y contras de cada opción posible; y entonces escogemos actuar del modo que mejor sirva a nuestro propósito. El discernimiento, en cambio, consiste en escuchar y responder a esa parte de nosotros mismos donde nuestros deseos más profundos se alinean con el deseo de Dios. En tanto que personas discernientes, revisamos concienzudamente nuestros impulsos, propósitos y opciones para averiguar cuáles nos acercan más al amor divino y a la compasión por nosotros mismos y por los demás, y cuáles nos alejan más de estos. En los sermones y retiros de Henri, así como en sus treinta y cinco libros, estuvo siempre su visión de Jesucristo, profundamente fundamentada en las Escrituras y en la teología católica. Para entender lo que Henri quería decir con discernimiento, es importante recalcar que, para él, el nombre de Jesús significaba la presencia eterna de aquel que es la encarnación continua de Dios en forma humana. A Henri le interesaba la dimensión atemporal de Jesucristo, la vida que Jesús crucificado y resucitado comparte hoy con nosotros. Según él, la vida histórica de Jesús abría una nueva frontera en la experiencia humana, de tal modo que la encarnación de Cristo –que no tiene principio ni fin– podría convertirse en un acontecimiento en curso para todos los seres humanos y, en realidad, para toda la creación. Al final, somos capaces de discernir el rostro de Cristo en todo lugar y en todo momento. A menudo, la percepción de Henri me recordaba al fraile dominico medieval Meister Eckhart, quien advirtió: «Esperad a Dios en todas las cosas por igual». Henri entendía el nombre de Jesús como la realidad del Cristo resucitado que une a la humanidad y a la divinidad. Jesús es la vida de lo divino que aspira a estar presente en cada momento de nuestra existencia ordinaria. Henri confiaba en que una relación con ese Jesús atemporal transformara gradualmente nuestras vidas y supusiera una reconciliación completa entre nuestra voluntad y la voluntad de Dios. Tal vez esta convergencia se diera por completo únicamente tras nuestra muerte, pero en cualquier caso llegaría a completarse. Para Henri, el lenguaje litúrgico cristiano del tiempo que se usa para Cristo –el que fue, es, y será– describe la complejidad de la presencia de Jesús. Para quienes tienen fe, Jesús fue, es, y será el arquetipo divino que motiva nuestras vidas.

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Según la concepción de Henri, el discernimiento debería hallar su origen en la vida establecida y ordinaria de una persona. No quería que la gente pensara que nuestro objetivo es huir lo que a diario nos produce conflicto y estrés. Al contrario, deberíamos invitar al Espíritu Santo a participar de nuestra experiencia directa, de nuestros pensamientos, recuerdos, preocupaciones y planes. En lugar de buscar una vida libre de dolor y sufrimiento, deberíamos confiar en que Jesús está presente en ese dolor y en ese sufrimiento. Hemos de aceptar con honestidad nuestro sufrimiento –nuestra soledad, arrepentimiento, tristeza, desesperanza y rabia– y abrir luego nuestros corazones a quien nos ama en cada detalle de nuestras vidas. De este modo, como Henri solía decir, nuestro pesar puede convertirse en dicha; nuestra hostilidad, en hospitalidad; y nuestra soledad, en una vida a solas llena de posibilidades. Si lamentamos la pérdida de una persona a quien apreciamos, no deberíamos limitarnos a aguantar o forzarnos a dirigir nuestra atención a cosas más agradables, sino permitir que Jesús soporte esa pérdida con nosotros. Al fin y al cabo, como diría Henri, Jesús también habrá perdido a esa persona a la que tú apreciabas. Para Henri, el viaje del discernimiento comienza tan pronto como una persona se embarca en la búsqueda de Dios, del misterio que es la fuente de todo cuanto existe. ¿Qué tradición me ayudará a encontrar el camino hacia mi verdadero yo, hacia mi verdadera vocación y mi verdadera comunidad? ¿En qué punto se conecta mi pleno desarrollo como ser humano con las necesidades del mundo? Henri nunca dijo que el cristianismo fuera el único ni el mejor camino. Era su camino; su propio y verdadero norte. Estaba profundamente convencido de que mediante la fe en Jesús y con la ayuda de un guía y de una comunidad de fe, todos y cada uno de nosotros podemos alcanzar una vida que manifieste las cualidades que vemos en la vida del Jesús histórico. Para Henri, tales cualidades incluían los llamados frutos del Espíritu (Gal 5,22-23): amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, modestia y dominio de sí. El propio Henri ansiaba encarnar estas cualidades, y su ministerio se centraba con fervor en la cuestión de «cómo puedo difundir la palabra sobre el camino transformador de Jesús y cómo puedo crear contextos en los que la gente sea capaz de oír el mensaje de amor del evangelio de forma renovada» Las comunidades de El Arca están arraigadas en la tradición católica, y durante los diez años que pasó como pastor de la comunidad Daybreak de El Arca, en Toronto, Henri celebró misas diarias y frecuentes bautizos, bodas y funerales. Le gustaba introducir a potenciales conversos en la Iglesia católica, pero también colaboraba con el resto del personal para honrar las tradiciones de fe no católicas de algunos miembros de la comunidad. Ser católico fiel era su camino, pero estaba en paz con la certeza de que ese nunca sería el camino de todo el mundo. Henri prestó apoyo a centenares de personas en todo el mundo, actuando como amigo, sacerdote y consejero espiritual. Se le partía el corazón cuando veía a alguien sufrir por no ser consciente del don del amor de Cristo. Ansiaba ayudar a todos –incluso a sí mismo– a recordar quiénes eran en realidad: seres amados y escogidos por Dios. 12

Henri solía decir: «Que yo haya sido elegido no significa que otros no lo hayan sido. Cuando comprendo de veras este don de ser alguien amado por Dios, miro a mi alrededor y veo que todos los demás son también personas amadas». En una de sus obras más conocidas, El regreso del hijo pródigo, Henri reflexiona acerca del hijo pródigo que, a pesar de haber desperdiciado su vida, es recibido en casa con la acogida incondicional de un padre cuyas manos amorosas representan la naturaleza dual, paternal y maternal, de Dios. Si experimentamos esa acogida última como la nuestra propia y si somos capaces de captar esta verdad en nuestros corazones, el discernimiento llega cada vez más fácilmente. Llega más fácilmente porque, al recibir el amor que se nos profesa, recibimos al Espíritu Santo en nuestros corazones como centro de todo cuanto sabemos, sentimos y decidimos. El Espíritu Santo nos guía sin desplazar nunca nuestro propio centro fortalecido de decisión y discernimiento. Henri comprendía que es imposible madurar espiritualmente de la noche a la mañana. Consideraba que somos herederos de una cierta tendencia a olvidar nuestra verdadera identidad de criaturas de un Dios piadoso y comprensivo. Nuestra verdadera identidad es que estamos creados a imagen y semejanza de nuestro Creador, y que cada uno de nosotros es un ser elegido y amado por Dios, igual que Jesús fue elegido y amado. Sin embargo, se nos olvida: pecamos, nos volvemos caprichosos y, sobre todo cuando sentimos miedo, somos egocéntricos. Nos resistimos a darnos cuenta de quiénes somos realmente ante Dios. Henri creía que solo somos capaces de discernir las profundidades de nuestra vida y nuestra vocación si renunciamos a nuestra visión egocéntrica de la realidad. Como todos sabemos, eso es algo difícil de conseguir. El dejar de aferrarnos a lo que tenemos y a las cosas que hacemos resulta inquietante y hasta da miedo. Da miedo adentrarse en la dimensión oculta y desconocida de nuestras vidas, en la que nos encontramos con Dios. Obviamente, podemos optar por seguir un camino espiritual que se centre en una conformidad perfecta con las normas externas de una iglesia o confesión determinadas, pero la lealtad al dogma y a la doctrina, a las reglas religiosas y al comportamiento externo, solo nos llevará hasta ese punto. Únicamente cuando renunciemos interiormente a nuestras identidades más pequeñas, formadas culturalmente, podremos abrirnos al Espíritu que nos espera y que ansía inculcar en nuestro conocimiento y discernimiento el amor divino. Una vez atravesada la estrecha puerta de esa abdicación del ego, encontramos nuestra verdad, nuestro verdadero yo y nuestra vocación. En este esfuerzo por aceptar nuestro yo más grande en Dios, Henri siguió fielmente la afirmación de Jesús de que «quien se aferre a la vida la perderá, y quien la pierda por mí la conservará» (Mt 10,39). La renuncia suena a pérdida, pero, en este caso, ese abandono lleva paradójicamente a la libertad y al descubrimiento de nuestro verdadero yo. Esto ocurre porque el centro profundo de nosotros mismos es el Espíritu Santo. Henri solía decir que Jesús tuvo vívidas experiencias del Espíritu Santo, que el Espíritu estuvo con Jesús en su bautizo y condujo a Jesús a una profunda soledad con Dios y a 13

una confrontación victoriosa con el mal (cf. Mc 1,12 y Lc 4,1). Cuando nos adentramos en la historia de Jesús, vemos que el Espíritu Santo actúa de su lado; y cuando nos adentramos en las profundidades de nuestra propia historia, descubrimos que el Espíritu Santo también nos acompaña en nuestras vidas. Recuerda, dice Jesús, que «el Espíritu de vuestro Padre [está] hablando por vosotros» (Mt 10,20). Henri creía que el Espíritu Santo es una presencia interior que constituye el centro profundo de nuestra nueva vida en Cristo, un centro a partir del cual germina el discernimiento. Con el tiempo, el discernimiento se hace más fácil a medida que llegamos a confiar en el saber del Espíritu que hay dentro de nosotros; pero siempre necesitamos disciplina para mantenernos centrados. Como navegantes en alta mar, sentimos la necesidad de recordar nuestro objetivo e intención, de poner nuestra confianza en Dios y de meditar sobre las cualidades del Espíritu que queremos encarnar. Y necesitamos seguir buscando en nuestra vida interior y exterior para asegurarnos de que no pasamos nada por alto, seguir buscando señales de la presencia del Espíritu, percibir sus invitaciones y escuchar lo que Henri llamó «la voz del amado». El discernimiento es una disciplina y una práctica que nos invita a cultivar la confianza, el amor, la fe, la esperanza, y el coraje. No podemos ver con claridad diáfana lo que nos aguarda. Y no podemos ver al Espíritu Santo que llevamos dentro. De hecho, no tenemos ninguna prueba tangible de que el Espíritu Santo habite en nosotros. Aceptar y atreverse a poner nuestra confianza en esta posibilidad es una cuestión de fe. No podemos controlar al Espíritu: «El viento sopla donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así sucede con el que ha nacido del Espíritu» (Jn 3,8). Nacer del Espíritu es entrar en una libertad que nunca antes habíamos imaginado. Es confiar en que el Espíritu nos conoce mejor que nosotros mismos y que, por tanto, podemos renunciar a nuestras identidades menos significativas para ser personas que van más allá de nuestro entendimiento. Ahora aceptamos que el misterio de Dios, que una vez pareció ajeno y lejano, habita dentro de nosotros. Cuando nos aceptamos como seres amados, dejamos de juzgarnos y de juzgar a los demás, de modo que otras personas comienzan a sentirse a salvo a nuestro lado. Cuando abrimos la hospitalidad de nuestros corazones al Espíritu, el Espíritu nos libera para extender la hospitalidad al resto de la humanidad y a toda la creación. La hospitalidad del Espíritu se vuelve nuestra, y experimentamos la convergencia de nuestra voluntad con la de la voluntad divina –una definición tradicional de discernimiento exitoso–. Lo que queremos es lo que Dios quiere. Paradójicamente, nos sentimos más nosotros mismos de lo que nunca nos hemos sentido. ¿Adónde nos lleva el camino del discernimiento de Henri Nouwen? Poco a poco, nos damos cuenta de que nuestras vidas se vuelven menos caóticas y menos melodramáticas. Notamos que sentimos menos ansias y miedos. A pesar de que a veces tal vez nos asalten el miedo o la ansiedad, vemos que, aun así, somos capaces de seguir adelante y adentrarnos en lo desconocido para crear algo nuevo, para ofrecer ayuda o 14

para pedirla. Nos percatamos de que nos sentimos más cómodos en soledad y con la aceptación del misterio y de la incertidumbre, de la paradoja y de la ambigüedad. Vemos que tenemos más paciencia al escuchar a quienes luchan por seguir adelante. Descubrimos que la profunda paz interior que a veces experimentamos en soledad está también presente cuando nos encontramos en compañía de otros. Vemos que mantenemos menos diálogos interiores en los que culpamos o sometemos a juicio a nosotros mismos o a otras personas. Todos estos son signos de la presencia del Espíritu. El Espíritu que habita en nosotros está libre de confusiones y enredos manipulados por el ego. El Espíritu Santo es eterno e invariable, pero, aun así, se vacía a sí mismo con devoción y entra en nuestras vidas, cobrando la forma y el dinamismo de nuestra vida concreta e iluminando cada aspecto de nuestra experiencia: nuestra conciencia, así como la cualidad y la profundidad de nuestro sentimiento, pensamiento, imaginación y escucha. El Espíritu que habita en nosotros nos lleva a una profunda interconexión con los demás en el amor. Así, nuestros cuerpos y nuestras vidas participan del cuerpo de Cristo, y el Espíritu es la presencia dinámica, elástica, que continuamente nos hace uno. Henri Nouwen creía que podemos confiar en nuestra experiencia interior a medida que crecemos hasta la estatura que nos es propia en Cristo. Como los navegantes en el mar de la vida, si mantenemos la vista fija en el lejano horizonte desde donde Jesús nos hace señas, podemos confiar en que él nos guiará al verdadero norte. Si mantenemos las manos en el timón del velero y permitimos al Espíritu henchir nuestras velas y guiarnos, encontraremos bendiciones incluso en nuestro dolor, en nuestra rabia y en nuestra soledad. Nuestra identidad más profunda es ese lugar donde el Espíritu Santo vive, conoce, ama y guía dentro de nuestra propia conciencia. Es el horizonte tácito de todo cuando sabemos y discernimos. Henri cierra uno de sus sermones (pronunciado en la Catedral de Cristal de Garden Grove, California) con una declaración que sienta las bases de cualquier cuestión relativa al discernimiento: «Dios nos ha creado a ti y a mí con un corazón que solo el amor de Dios puede satisfacer. Y cualquier otro amor será parcial, será real pero limitado, será doloroso. Y si queremos que el dolor nos pode, que nos dé un sentido más profundo de hasta qué punto somos amados, entonces podremos ser tan libres como Jesús y andar por el mundo proclamando el primer amor de Dios, allá donde vayamos»2 .

1. Kenneth L. WOODWARD, «Soulful Matters»: Newsweek, 31 de octubre de 1994; y el artículo de Oprah.com de 2000, que puede consultarse en www.oprah.com/omagazine/Hillary-Clinton-On-The-Return-Of-The-ProdigalSon ixzz207mkposo. 2. Robert A. J ONAS (ed.), Henri Nouwen: Writings (Orbis Books, Maryknoll, NY, 1998), p. 28.

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Introducción Luz en medio de la oscuridad por Henri Nouwen

En estos últimos años he experimentado un creciente deseo de escribiros a todos los que os habéis convertido en parte integrante de esa red mundial en la que me visto atrapado: buenos amigos, antiguos y nuevos estudiantes, feligreses, amigos por correspondencia, familia, y miembros de la comunidad. Hoy, más que nunca, pienso en todos vosotros como en una comunidad. Soy parte de vosotros, y vosotros lo sois de mí, todos lo somos del resto, nos conozcamos o no personalmente, nos hayamos visto o no, nos hayamos o no abrazado. Estamos unidos por la bondad de Dios por razones que escapan a nuestras elecciones y por los designios de Dios. Me encuentro en Saint Martin d’Aout, una pequeña localidad al sur de Lyon, donde dedico mi tiempo al descanso y a la oración. Este diminuto pueblo en las pequeñas colinas de la Drôme es un puro paraíso. Brinda unas vistas sobrecogedoras de ondulantes tierras de labranza, con su variación infinita de amarillos, verdes y azules que constantemente cambian de tono a medida que el Sol avanza hacia la cordillera de montañas de la parte del Ródano. Mientras miro los amplios y ondeantes campos de girasoles, me hago una idea de lo que sintió Vincent van Gogh al posar sus ojos en los campos de trigo de Arles. Sentado en esta tranquila iglesia francesa ante el altar, rodeado de santos silenciosos de eras pasadas, tomo conciencia de que ha llegado el momento de reuniros a todos en mi corazón como no había sido capaz de hacerlo hasta ahora. Emerge en mí una nueva visión sobre la que deseo hablaros: una visión de quiénes sois vosotros, quién soy yo y quiénes somos en conjunto. Así que os llamo a mi lado en esta iglesia vacía: desde Holanda, Bélgica, y Francia; desde Bolivia, Perú, Nicaragua, y México; desde Estados Unidos y Canadá; y desde muchos otros tiempos y lugares. Sois estudiantes, profesores, sacerdotes y ministros, abogados, médicos, banqueros, e ingenieros. Sois ricos y pobres, parados y activos, y jubilados. Sois personas felices y desdichadas. No me considero vuestro maestro. Me considero un amigo que ha recorrido un largo camino y ha aprendido algo tan importante que no quiere guardárselo para sí. He llegado a un punto en mi vida en que estas obvias y preciosas diferencias entre nosotros parecen pequeñas en el contexto de la unidad que nos mantiene unidos. Nuestra unidad es incluso más profunda y más fuerte que nuestras divergencias. A la mayoría de vosotros, queridos amigos, os he conocido con motivo de vuestras preguntas, vuestro dolor, vuestras preocupaciones y vuestro intenso anhelo de una comprensión profunda del sentido de vuestras vidas. Me habéis hecho partícipe de vuestra soledad, de vuestros sentimientos de desapego y aislamiento, de vuestro sentido de desarraigo, de vuestra inquietud emocional, de vuestra frustración sexual, de vuestra 16

confusión mental, de la rabia que os suscitaban vuestros padres, vuestros profesores, vuestra iglesia, vuestra sociedad... Habéis compartido conmigo los muchos modos en que habéis tratado de conseguir la paz en vuestras mentes y corazones. Os reunisteis con consejeros, psicoterapeutas y guías espirituales. Participasteis en todo tipo de terapias, talleres, y retiros. A menudo llevasteis a cabo cambios radicales en vuestras formas de vida, estudios, y profesiones. Algunos de vosotros rechazasteis vuestro pasado, y otros aceptasteis antiguas tradiciones ya olvidadas. Algunos viajasteis al Lejano Oriente y allí encontrasteis a hombres y mujeres sabios a quienes os confiasteis. Algunos habéis llegado a la conclusión de que toda religión es una ilusión. Algunos os habéis deshecho de restricciones afianzadas desde hacía tiempo sobre la propia expresión y habéis optado por dar rienda suelta a las necesidades más profundas de vuestro cuerpo y vuestra mente. Algunos habéis vuelto la espalda a los conocidos placeres del mundo y habéis impuesto severos límites a la expresión de vuestras necesidades físicas y emocionales. Algunos tenéis todavía grandes ambiciones de éxito y fama. Algunos no buscáis ya el elogio humano y os habéis acostumbrado a una existencia más oculta del Espíritu. Conozco bien todas las direcciones que habéis tomado, todas vuestras elecciones. Son pocos los caminos de los que no sé nada. Si os sentisteis oprimidos, yo también. Si consultasteis a vuestros mentores, yo hice lo mismo. Como vosotros, me he emocionado ante nuevos libros y nuevas teorías, he puesto mi esperanza en un nuevo movimiento psicológico o espiritual, he confiado en un nuevo héroe y he invertido mi energía en una nueva forma de cambiarme a mí mismo o a los demás. Vosotros y yo no somos tan diferentes. Pertenecemos a un tiempo y una sociedad en los que penas hay fronteras o vías prohibidas. Dentro de las iglesias hay tantas opiniones y percepciones como fuera de las iglesias. No hay virtud que no se considere pecado en algún lugar, ni determinados pecados que no se consideren virtud en alguna otra parte. A una distancia de apenas dos kilómetros, las personas dicen y piensan cosas diametralmente opuestas, llevan vidas diametralmente opuestas, y actúan de formas diametralmente opuestas. Existe una libertad enorme a la hora de escoger tu propia forma de pensar, de hablar o de actuar; y sea cual sea tu opción, habrá quien te elogie y quien te culpe, pero lo más probable será que muy pocos intervengan. Vosotros y yo estamos solos en un mundo que nosotros mismos nos construimos. Una libertad que da miedo. ¿Quién puede vivirla y no perderse? Parece que, en conjunto, vosotros, mi extensa comunidad, representáis todos los posibles rumbos que un ser humano puede tomar. Entre vosotros hay amigos casados y divorciados, homosexuales que viven con su pareja estable, y algunos que no quieren limitarse a una sola pareja, amigos célibes que están profundamente comprometidos con sus vidas determinadas y devotas, y otros que experimentan su celibato como algo opresivo y molesto. Entre vosotros hay amigos que experimentan una profunda oscuridad interior y apenas saben cómo superar el día a día, y otros tan radiantes de 17

felicidad que el futuro les parece lleno de promesas maravillosas. Entre vosotros hay amigos con grandes fortunas, grandes puestos de trabajo y grandes responsabilidades, pero también hay amigos que tienen dificultades para sobrevivir, que se preguntan qué hacer con su tiempo y que tienen muy poco de lo que estar sentirse orgullosos. Quienquiera que seáis o dondequiera que estéis, cuando os veo ante mí al orar, me siento muy cerca de vosotros. No de una forma sentimental, sino como un hombre que ha vivido vuestras vidas interiormente y conoce el dolor y el júbilo que albergan vuestros corazones. Cuando dejo que mis ojos miren en el fondo de mi corazón y del vuestro, cada vez soy más consciente de lo perdidos que estamos. Los que somos ricos y hemos vivido el éxito no estamos menos perdidos que los que somos pobres y concebimos la vida como un fracaso. Los que gozamos de buena salud y somos fuertes no estamos menos perdidos que los frágiles y débiles. Los que somos sacerdotes y ministros no estamos menos perdidos que los abogados, médicos, o empresarios. Los que estamos activos en la iglesia y en la sociedad no estamos menos perdidos que los que nos hemos resignado a esperar con pasividad el fin de nuestros días. Los que nos emocionamos ante nuevos proyectos o rebosamos energía para producir numerosos cambios no estamos menos perdidos que los que nos hemos vuelto escépticos o cínicos ante la posibilidad de un mundo mejor. Si prescindimos del amor de Dios en nuestras vidas, somos personas perdidas en el mar, sin anclas. Estamos solos y sin muros de apoyo, sin un suelo sobre el que caminar, sin un techo que nos proteja, sin una mano que nos guíe, sin unos ojos que nos miren con amor, sin un compañero que nos muestre el camino. Queridos amigos, debemos conocer la oscuridad para poder buscar la luz. Primero tenemos que descubrir la pérdida, si pretendemos encontrarle significado, propósito y sentido a la vida. Lo que quiero compartir con vosotros es una vía de escape de la oscuridad, una vía para hallar la luz. El camino del discernimiento empieza por la oración. Orar significa rasgar el velo de la existencia y dejarte guiar por la visión que se ha vuelto real para ti, comoquiera que llames a esa visión: «la Realidad Invisible», «el Numen», «el Poder Superior», «el Espíritu», «el Cristo»... Nuestras oraciones no se dirigen a nosotros mismos, sino a Otro, que quiere que miremos hacia Él, que anhela hacerse presente, y que es capaz de guiarnos. Quien ora a Dios perfora la oscuridad y siente la fuente de todo ser. Este es un libro sobre el discernimiento espiritual. Comienza con el contexto para el discernimiento en soledad y en comunidad, y la práctica de lo que en la Biblia se define como la capacidad de distinguir entre el «espíritu de la verdad y el espíritu de la mentira». Acogiendo la oscuridad, en soledad y en comunidad, finalmente encontramos la luz. La guía divina puede encontrarse en los libros que leemos, en la naturaleza de la que disfrutamos, en las personas que conocemos y en los acontecimientos que vivimos. Podemos descubrir quiénes somos realmente. Y podemos determinar cuándo actuar, cuánto esperar y cuándo dejarnos guiar. El discernimiento espiritual es una antigua 18

práctica cristiana con muchas fuentes de sabiduría de las que beber. Estos son los temas y capítulos que quiero compartir con vosotros en las siguientes páginas. Espero y pido que os toméis un tiempo para escucharlos. Vuestro amigo en la vida y en la muerte, Henri1.

1. Nouwen escribió este texto en 1991, durante unos días en que se retiró a escribir en Saint Martin d’Aout, Francia, como una carta abierta a sus amigos sobre la amistad, las relaciones, Marthe Robin, las adicciones, la muerte y la oscuridad espiritual. Se edita y publica aquí por primera vez.

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Primera Parte:

¿QUÉ ES EL DISCERNIMIENTO? Capítulo 1 Acoge la práctica en soledad y en comunidad

«Por eso nosotros, desde que nos enteramos, no cesamos de orar por vosotros, pidiendo que os colméis del conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual».

– Colosenses 1,9-10 El discernimiento es una comprensión espiritual y un conocimiento experimental de cómo Dios está activo en la vida diaria, y se adquiere mediante una práctica espiritual disciplinada. El discernimiento implica una vida de fe y la escucha atenta al amor y la voluntad de Dios, para que de ese modo podamos cumplir nuestra vocación individual y la misión compartida. Las definiciones son un buen punto de partida, pero antes voy a esbozar una serie de afirmaciones y prácticas centrales que resultan indispensables para el discernimiento. De la época que pasé como monje en un monasterio trapense1, tratando de discernir si mi vocación era la de llevar una vida contemplativa o bien una vida más activa de enseñanza y ministerio, recuerdo haber paseado por un edificio donde nunca antes había estado. Me topé con una reproducción del magnífico cuadro de Hazard Durfee El flautista, acompañado de un texto antiguo, pero muy conocido, de Henry David Thoreau: «¿Por qué tanta prisa por tener éxito, y por qué nos embarcamos en empresas tan desesperadas? Si un hombre no va al ritmo de sus acompañantes, tal vez sea que oye un tambor diferente. Dejad que baile al ritmo de la música que escucha, sin importar su compás ni la distancia desde donde llegue ese sonido»2 .

Mientras estudiaba el rostro sereno y concentrado del músico de Durfee, me di cuenta de que el discernimiento es como escuchar un tambor diferente. Recordé que uno de los libros sobre Thomas Merton se titula A Different Drummer («Un tambor diferente»)3. Merton se apartó de la vida activa y académica y optó por una vida contemplativa. Me pregunté si yo estaba llamado a dar también ese paso. Al reflexionar sobre El flautista, me percibí inquieto y anhelante. Me pareció que estaba tropezando demasiado a menudo con mis propias obsesiones e ilusiones. Durante el tiempo que pasé en Genesee, empecé a comprender que, cuando escuchamos al Espíritu, oímos un sonido más profundo, una pulsación distinta. El gran avance de la vida espiritual es pasar de una vida sorda, que no oye nada, a una vida de escucha. De una vida en la que nos sentimos apartados, aislados y solitarios, a una vida en la que oímos la voz sanadora y orientadora de Dios, que está con nosotros y nunca nos 20

abandonará. Las muchas actividades en que participamos, las muchas preocupaciones que ocupan nuestro tiempo, los muchos sonidos que nos envuelven... nos lo ponen difícil a la hora de oír el «suave susurro» a través del cual se hacen patentes la presencia y la voluntad de Dios (1 Re 19,12). Vivir una vida espiritualmente madura exige escuchar la voz divina dentro de nosotros y entre nosotros. La buena nueva de la revelación de Dios no es solo «yo soy», sino también que Dios está presente de forma activa en los distintos momentos de nuestra vida, en todos los espacios y tiempos. Nuestro Dios es un Dios que se preocupa, que sana, guía, dirige, reta, confronta, corrige. Discernir significa, ante todo, escuchar a Dios, atender a su presencia activa y obedecer sus indicaciones, así como sus directrices, mandatos y orientaciones. Dejé la enseñanza para aminorar la marcha durante cierto tiempo viviendo en comunidad. Me resultaba difícil ver a Dios en el trabajo en una vida en la que corría de clase en clase y viajaba de un lugar a otro. Tenía tantas clases que preparar, conferencias que dar, artículos que terminar, personas con las que encontrarme, que prácticamente me creía imprescindible. A la vez, me aterrorizaba la idea de estar solo y de no tener planes para algún día, a pesar de que ansiaba la soledad y el descanso. Estaba lleno de paradojas. Cuando estamos espiritualmente sordos, no percibimos si algo importante sucede en nuestra vida. Huimos constantemente del momento presente e intentamos crear experiencias que den sentido a nuestras vidas. De modo que ocupamos nuestro tiempo en evitar un vacío que, de lo contrario, sentiríamos. Cuando escuchamos de verdad, sabemos que Dios nos habla, nos señala el camino, nos muestra la dirección a tomar. Lo único que debemos hacer es mantener los oídos abiertos. El discernimiento es una vida que consiste en escuchar un sonido más profundo y en marchar a un ritmo distinto, una vida en la que nos volvemos «todo oídos».

¿Qué dice la Biblia sobre el discernimiento? El apóstol Pablo expresa el discernimiento de forma concisa en su Carta a los Colosenses: «Por eso nosotros, desde que nos enteramos, no cesamos de orar por vosotros, pidiendo que os colméis del conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual» (Col 1,9-10). Por «inteligencia espiritual» se refiere Pablo a la sabiduría discerniente, intuitiva y perceptiva, que a menudo se da en soledad y cuyo fruto es una profunda comprensión de la interconexión de todas las cosas entre sí, mediante la cual podemos situarnos en el tiempo y en el espacio para conocer la voluntad divina y llevar a cabo la misión de Dios en el mundo. El discernimiento como «ver a través de» 21

Ejercitando la comprensión espiritual, llegamos a ver con más claridad y a oír más profundamente la interconexión de todas las cosas (lo que los padres del desierto llamaron theoria physike, una percepción de cómo las cosas dependen unas de otras). El discernimiento nos permite «ver a través de» la apariencia de las cosas hasta su significado más profundo y llegar a conocer los entresijos del amor divino y nuestro lugar único en el mundo. El discernimiento nos ayuda a conocer nuestra verdadera identidad en la creación, nuestra vocación en el mundo y nuestro lugar único en la historia como una expresión del amor divino. Percibir, ver a través de, comprender y ser consciente de la presencia de Dios es lo que se entiende por «discernimiento». Abrir el corazón a lo que real y verdaderamente está «ahí» es un fruto de la contemplación y la vida espiritual. Quienes practican el discernimiento son a menudo más contemplativos que aquellos cuya excesiva actividad no les permite reflexionar acerca del sentido interno de las apariencias. Las cosas más interesantes de la vida son imperceptibles para nuestros sentidos, pero son visibles para nuestra percepción espiritual. En gran medida, pueden pasar inadvertidas para la persona distraída y superocupada en la que todos podemos convertirnos fácilmente. La contemplación no mira tanto a las cosas cuanto a través de ellas, a su corazón, a su centro, y a través de ahí trata de descubrir ese mundo de belleza espiritual que es más real, tiene más masa y densidad, más energía e intensidad que la materia física en su aspecto más burdo y crudo. Por eso se conoce a los padres griegos, que fueron grandes contemplativos, como los «padres diaréticos» (diarao significa «mirar adentro», «mirar a través de»). Por eso sabían leer los corazones y las almas atormentadas de aquellos que les consultaban; porque a través de las apariencias sabían ver el yo más recóndito. Obviamente, Jesús tenía esta capacidad de ver verdaderamente. Juan, por ejemplo, nos dice: «Pero Jesús no se fiaba de ellos, porque sabía lo que había en sus corazones» (Jn 2,24). Este conocimiento intuitivo y perceptivo constituye la naturaleza del discernimiento. El discernimiento como «ser visto» Me impresiona el modo en que Jesús «vio» a Natanael bajo el árbol en el Evangelio de Juan. Incluso antes de conocerlo, Jesús dijo de Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, sin falsedad». Cuando ambos se encontraron en el camino, Natanael le preguntó asombrado a Jesús: «¿De qué me conoces?» Jesús le contestó: «Antes de que te llamara Felipe, te vi debajo de la higuera”. La forma en que Jesús vio a través de Natanael bajo la higuera fue un acto tan poderoso de discernimiento de lo que había en su corazón que le hizo a Natanael proclamar: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, el rey de Israel”. A lo que Jesús respondió: «¿Crees porque te he dicho que te vi bajo la higuera? Cosas más grandes que estas verás». Y añadió: «Os aseguro que veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn 1,47-51).

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Este maravilloso relato que habla de ver a través del corazón de las cosas suscita una cuestión más profunda: ¿Quiero que Jesús me vea por completo? ¿Quiero que me conozca? Si quiero, puede crecer una fe que abra mis ojos al cielo y me revele a Jesús como el Hijo de Dios. Veré grandes cosas cuando esté dispuesto a ser visto. Tendré una mirada nueva que pueda ver los misterios de la propia vida de Dios, pero solo cuando permita que Dios me vea por completo, incluso aquellos aspectos de mí que ni siquiera yo quiero ver. Mientras estuve en la abadía de Genesee descubrí que mi rabia y mi deseo de ser especial y de ser objeto de admiración crecían y se hacían más evidentes en mis momentos de soledad. Empecé a darme cuenta de que, en muchos sentidos, había estado viviendo para mi propia gloria y no para la mayor gloria de Dios. Una vez que estamos dispuestos a ver y a ser vistos por Dios, podemos buscar señales de la presencia y la guía de Dios en cada apariencia que se presenta a nuestros sentidos. El discernimiento se convierte en una nueva forma de ver (y de ser visto) cuyo resultado es la revelación y la dirección divinas. Este conocimiento del corazón nos permite proceder como pide nuestra vocación (Ef 4,1). El propósito del discernimiento El propósito del discernimiento es conocer la voluntad de Dios, es decir, encontrar, aceptar y afirmar la manera única en que el amor de Dios se pone de manifiesto en nuestra vida. Conocer la voluntad de Dios es defender activamente una relación íntima con Dios, en cuyo contexto descubrimos nuestra vocación más profunda y el deseo de vivir al máximo dicha vocación. No tiene nada que ver con una sumisión pasiva a un poder divino externo que se nos impone. Se trata de una espera activa con respecto a un Dios que nos espera4. Encontrarnos a nosotros mismos en una relación con Dios es un prerrequisito para el discernimiento de la voluntad y la dirección divinas. Como en cualquier relación, habrá sentimientos de rechazo, así como de atracción; de resentimiento, así como de gratitud; de miedo, así como de amor. Habrá altibajos en la fidelidad a medida que descubramos nuevas cosas sobre nosotros y sobre Dios. En nuestra relación dinámica con Dios, podemos estar seguros de algo: «si le somos infieles, él se mantiene fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13). Aceptar la voluntad de Dios no significa ser sumisos ni resignarse pensando que «lo que tenga que ser será». Al contrario, esperamos activamente que el Espíritu se mueva y nos dé entrada, y luego discernimos qué hacer a continuación. Cuando nos vemos en una relación de amor con Dios, siempre hay algo del dilema del amante, una lucha entre dar y recibir, entre confiar y responder a la llamada.

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Renacidos en el Espíritu Jesús observaba la condición humana con los ojos del amor y trataba de enseñarnos a mirarnos a nosotros mismos y a los demás «desde arriba», no «desde abajo», donde las nubes oscuras nos enturbian la visión. «Te aseguro que, si uno no nace de nuevo, no puede ver el reinado de Dios», dijo Jesús a sus discípulos (Jn 3,3). De esto trata precisamente la teología: de observar la realidad con los ojos de Dios. Y hay mucho que observar: la tierra y el cielo; el sol, la luna y las estrellas; los seres humanos en toda su diversidad; los continentes, países, ciudades, y pueblos; los acontecimientos del pasado, del presente y del futuro... Por eso hay tantas teologías. Las Sagradas Escrituras nos ayudan a observar la rica variedad de todo cuanto existe con los ojos de Dios y, de ese modo, a discernir el modo de vivir con mayor claridad de visión el aquí y ahora. Los que viven una vida digna de su vocación han «nacido de nuevo» y son capaces de ver con los ojos de la fe y de oír con oídos espirituales. Sus vidas de discernimiento se caracterizan por la resolución. Tienen un solo deseo verdadero: conocer el corazón de Dios y cumplir la voluntad de Dios en todos los aspectos. En palabras de Jesús a Nicodemo, «quien procede lealmente se acerca a la luz para que se manifieste que procede movido por Dios» (Jn 3,21). Esas personas están tan inmersas en el amor divino que todo lo demás solo cobra su significado y propósito en el contexto de ese amor. Formulan una única pregunta: «¿Qué le resulta gratificante al Espíritu de Dios?» Y tan pronto como escuchan el sonido del Espíritu en el silencio y la soledad de su corazón, siguen las indicaciones de este, a pesar de que pueda disgustar a sus amigos, afectar a su ambiente o confundir a sus admiradores. Las personas que nacen de nuevo en el Espíritu Santo con comprensión espiritual parecen muy independientes, no por una formación o individualización psicológica, sino por el fruto del Espíritu, que «sopla donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8). El renacer espiritual es una apertura perenne para dejar que el espíritu de Jesús sople en nosotros donde mejor le venga. Quienes de verdad «renacen» desean renovarse continuamente, porque el Espíritu no deja de revelar, dentro y en torno a ellos, lugares de oscuridad que la luz no ha transformado todavía. Y es que durante toda nuestra vida necesitamos renacer e intensificar nuestra comprensión espiritual, mientras caminamos juntos bajo la luz.

Discernimiento en soledad La comunión con Dios en la oración lleva inevitablemente a la comunidad con el pueblo de Dios y, más allá, al ministerio en el mundo5. Pero comenzar este movimiento espiritual en soledad es bueno. Nuestro primer cometido en soledad consiste simplemente 24

en permitirnos a nosotros mismos tomar conciencia de la presencia divina: «¡Rendíos y reconoced que soy Dios!» (Sal 46,10). Cuando estamos a solas con Dios, el Espíritu ora en nosotros. El reto consiste en desarrollar una sencilla disciplina o práctica espiritual que cada día ocupe momentos y espacios vacíos. Cuando fui a la abadía, había empezado a ver el domingo como un día especial, mientras que todos los demás días se desdibujaban en medio del trabajo y el estudio. Mediante el ritmo sagrado de las oraciones comunitarias, empecé a verme abocado a una nueva manera de percibir el tiempo y a una nueva manera de experimentar la presencia divina. De nuevo era capaz de abrazar la soledad, con todos los pensamientos desorientadores y descorazonadores que comporta, como una vía regia hacia la presencia de Dios. Al principio pasaba la mayoría de mis momentos en soledad en la biblioteca, pero, con el tiempo, aprendí a estar solo ante Dios en el sosiego de mi propia habitación. Os invito a que os comprometáis de forma similar a pasar cada día un tiempo a solas con Dios para orar y meditar. La meditación bíblica es un método tradicional de oración en solitario. Seleccionando un versículo concreto de la lectura diaria del evangelio, o un salmo favorito, o bien una frase de una carta de Pablo, podéis construir un muro seguro alrededor de vuestros corazones que os permitirá prestar atención. Leer y recitar un texto sagrado no supone llenar vuestro espacio vacío o limitar vuestros pensamientos espirituales, sino establecer unos límites en torno a él. A veces ayuda tomar una palabra o frase del texto y repetirla durante los momentos de oración individual. A algunas personas les va bien sentarse en silencio para concentrarse en la oración. Otras necesitan moverse y caminar lentamente para abrir la mente y el cuerpo a la presencia divina. Sobre todo al principio, cuanto te distraes fácilmente, ayuda recordar y repetir la palabra o frase que llamó tu atención. Así, la concentración y conciencia la pueden descender de forma gradual desde la mente hasta el corazón y permanecer ahí durante un extenso periodo, junto al corazón de Dios6. La lectio divina 7, o lectura espiritual, es otro ejercicio útil que puede practicarse en soledad. Leyendo un texto bíblico tres veces y deteniéndonos a ponderar la palabra, frase o imagen que llama nuestra atención, tomamos mayor conciencia de la presencia activa del espíritu de Dios dentro de nosotros. No se trata de leer para adquirir nuevas informaciones o para aprender a desarrollar una habilidad importante. Más bien, es una forma de lectura devota en la que permitimos a Dios que nos «lea» y responda a nuestro deseo más profundo. La lectura espiritual, por tanto, es una lectura detenida, deliberada, meditativa, en la que dejamos que las palabras penetren en nuestro corazón e interroguen a nuestro espíritu. La lectio divina significa leer la Biblia con veneración y apertura hacia lo que el espíritu nos dice en el momento presente. Aparte de la Biblia, se pueden usar muchos otros libros para la lectura espiritual, como textos religiosos judíos y cristianos, autobiografías espirituales y vidas de los santos, o relatos sobre nuevas comunidades de fe, entre otros. Lo más importante es cómo leemos: no para comprender o controlar a Dios, sino para ser comprendidos y formados por Dios.

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Es bueno reservar una parte del tiempo de oración para la intercesión: recordar ante Dios a personas concretas cuyo sufrimiento y dolor conocemos bien, sobre todo aquellas con quienes convivimos o trabajamos. Las personas por las que oramos regularmente ocupan un lugar muy especial en nuestro corazón y en el corazón de Dios, y se las ayuda. A veces ocurre de inmediato, y a veces se necesita más tiempo. Además, una comunidad interior comienza a brotar en nosotros, una comunidad de amor que nos fortalece en el día a día. Para concluir nuestro momento de oración, podemos recitar despacio un Padrenuestro. O bien recurrir a otras oraciones de la iglesia y de la tradición cristiana. Tales oraciones «formales» nos conectan con el pueblo de Dios y con el conjunto de la iglesia orante. En Genesee y durante los años siguientes descubrí que a menudo también sentía la necesidad de rezar a partir de los periódicos. Todas las tragedias y triunfos del mundo eran parte del mundo por el que rezaba. El Espíritu trabaja en lo más hondo de nosotros, tan adentro que no siempre somos capaces de identificar su presencia. El efecto del espíritu de Dios es más profundo que nuestros pensamientos y emociones. Por eso resulta tan importante reservar un momento y un espacio especial a la oración. Muchas veces no tenemos ganas de rezar, y nuestra mente está distraída. La falta de motivación y la dificultad para concentrarnos nos lleva a pensar que el momento de oración es tiempo que se emplea en balde o tiempo perdido. Sin embargo, es muy importante mantenerse fiel a esos momentos y aferrarse al compromiso de estar con Dios, aun cuando nada en nuestra mente, en nuestro corazón o en nuestro cuerpo quiera estar ahí. La simple confianza en la oración dota al Espíritu de Dios de una oportunidad real de llevar a cabo su misión en nosotros, de ayudarnos a renovarnos en las manos de Dios y adaptarnos a la voluntad de Dios. Durante esos momentos y espacios sagrados, podemos vernos afectados en lugares profundos, ocultos y tiernos de nosotros mismos. Podemos tomar plena conciencia de la presencia divina y abrirnos más a la orientación de Dios a la vez que somos guiados a nuevos lugares de amor. El tiempo de reloj puede convertirse en tiempo sagrado. Podemos escoger quince minutos, media hora o incluso unas cuantas horas, y reservárselas a Dios. Para una vida física, emocional y espiritual sana, tenemos que estructurar nuestro tiempo. Necesitamos saber de antemano cuándo rezaremos, cuándo haremos lectura espiritual, cuándo participaremos en cultos comunes, etcétera. Un ritmo de vida en que se programen momentos y espacios sagrados nos aporta un gran apoyo espiritual y nos hace esperarlos como «momentos de renovación» para el discernimiento.

Discernimiento en comunidad Aun cuando el discernimiento comienza en soledad, quienes buscan a Dios siempre se unen en comunidad, porque el Espíritu reúne a todos los creyentes en un solo cuerpo

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para la responsabilidad y el apoyo mutuo. Una persona que pretende con honestidad conocer la voluntad y el camino de Dios escogerá estar en comunidad. En la abadía de Genesee empecé a percibir la absoluta necesidad de la vida en comunidad. Aprendí a hornear pan, a acarrear piedras y a orar con los hermanos. Mi capacidad de intimidad con Dios estaba interrelacionada con mi habilidad de amar y vivir con los demás de mi comunidad. Aquellos meses en el monasterio me enseñaron que la vida espiritual está hecha para vivirla juntos. Desde entonces he buscado crear comunidad en todos los lugares donde he vivido. En los últimos años, he decidido residir en la comunidad Daybreak, en Canadá, donde vivo rodeado de los pobres de espíritu para formarme espiritualmente, encontrar apoyo y responsabilidad sobre mis decisiones personales y ser de ayuda. Daybreak es una comunidad de El Arca y pretende ser un lugar donde las personas con discapacidades físicas, emocionales e intelectuales y sus asistentes viven juntos como un signo de esperanza para el mundo. Daybreak, a pesar de ser un lugar pequeño y recóndito, quiere proclamar que el amor es más fuerte que el miedo, que la alegría es más profunda que la tristeza, que la unidad es más real que la división, y que la vida es más fuerte que la muerte. Estar en Daybreak significa sentirse llamado a tomar opciones habituales que contradicen radicalmente a los poderes y principados de nuestro mundo. Aprendemos a discernir viviendo a fondo juntos el desafío del evangelio. Vivir en comunidad cristiana ofrece modos concretos de tomar opciones que colaboran al discernimiento, sobre todo la escucha profunda del camino y la voluntad de Dios. A menudo, las opciones a las que nos enfrentamos son bastante específicas y requieren una conversación reflexiva en torno a cuestiones fundamentales que contradicen nuestros propósitos y planes individuales y colectivos: ¿Trabajamos con los pobres o escogemos estar en solidaridad con ellos? ¿Desperdiciamos el tiempo o lo aprovechamos como una oportunidad constante para descubrir más sobre nosotros mismos, sobre el prójimo y sobre nuestro Dios? ¿Organizamos nuestra jornada para distraernos y entretenernos o para permitir que nuestros corazones maduren y se fortalezcan? ¿Damos respuesta a nuestros miedos y dolores interiores o los ignoramos, o bien elegimos afrontarlos y vivir con nuestros miedos y dolores con la ayuda de quienes nos acompañan? ¿Hablamos o rezamos, nos preocupamos o damos las gracias, miramos imágenes que nos inquietan o aquellas otras que nos producen alegría, nos obsesionamos con nuestra ira o con lo que puede procurarnos paz? Todas estas preguntas demuestran que constantemente tomamos decisiones que pueden llevarnos a seguir el camino y la voluntad de Dios. Estas decisiones son difíciles, porque vivimos en un mundo que cree que perdemos el tiempo, que hay formas más estimulantes de cultivar nuestros talentos, que se puede ganar más dinero, adquirir más prestigio, una educación de más calidad y mayor éxito, así como más respeto y honor, con tan solo apartarnos de nuestro idealismo espiritual y siendo realistas a la hora de tomar decisiones como los demás.

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Sugerencias concreta para el discernimiento en comunidad Existen prácticas espirituales concretas que forman un contexto y una estructura para el discernimiento en comunidad en distintas épocas del año litúrgico, así como en momentos críticos de nuestro itinerario diario de fe. Aun cuando no podamos ofrecer demasiadas indicaciones válidas para cualquier persona o comunidad de fe, las siguientes sugerencias concretas, basadas en la praxis de la comunidad Daybreak, pueden ser útiles para otras comunidades de fe. Tiempo y espacio sagrados La primera tarea de una comunidad de fe consiste en crear un tiempo y un espacio sagrados a partir de los cuales podamos permitir a Dios reconfigurar nuestros corazones, nuestras vidas y nuestras comunidades. La comunidad ofrece tiempos sagrados (un horario regular para el culto, la oración, el ayuno, la lectura de las Escrituras y la fraternidad) y espacios sagrados (capillas, santuarios, lugares de retiro, hogares y la propia naturaleza) que nos permiten alejarnos de las prisas y urgencias de nuestras ajetreadas vidas y escuchar a Dios y a los demás como hijos de Dios. La comunidad Daybreak, por ejemplo, tiene una capilla y un centro de retiro que nos invitan a permanecer tranquilos y serenos, a descansar y a restablecernos, a leer sobre la vida espiritual, a compartir nuestro viaje con los demás, a venerar en privado o en oración en común. Es un buen lugar donde reunirse para impartir clases o talleres, para compartir en grupos reducidos la formación espiritual y, simplemente, para abrirnos más a la presencia de Dios. Culto comunitario En Daybreak, el culto está centrado en la capilla, un sencillo y accesible edificio lleno de luz y color. Cada día, la comunidad se reúne en la capilla para la eucaristía y la oración conjunta. Personas de muy distinta extracción social y procedente de muy diferentes tradiciones religiosas comparten sus dones espirituales únicos y ofrecen sus particulares formas de culto, además de desarrollar nuevas formas y estilos comunes de culto. Juntos, sacamos a relucir nuestras penas y alegrías, compartimos sonrisas, derramamos lágrimas y abrimos nuestros corazones a Dios. Escuchamos la Palabra de Dios y palabras de ánimo, advertencia, y esperanza. Así, en el momento de culto la capilla se convierte en una morada sagrada y en un lugar especial para la formación y el discernimiento. Sentados en silencio después de rezar juntos, escuchamos lo que Dios tiene que decirnos. En el culto común (servicio de la Palabra y Sacramento), evitamos las ocupaciones y las distracciones. Nos reunimos para transformarnos en un cuerpo espiritual en el que pueda manifestarse la presencia de Dios. Cantamos, leemos, danzamos, nos sentamos en 28

silencio y oramos, dejando que nuestras acciones litúrgicas abran entre nosotros un espacio en el que Dios pueda actuar. Tratamos de no hacer nada con prisas, dando espacio al silencio y promoviendo la sencillez. Enseñanza espiritual Las comunidades de fe ofrecen intrínsecamente enseñanza formal e informal sobre la vida espiritual. Hemos constatado que merece la pena exponerse a la erudición bíblica clásica y contemporánea y a la reflexión teológica, a las distintas escuelas de espiritualidad, a autores espirituales históricos y a aspectos contemporáneos de justicia y de vida espiritual. Animamos a todos los miembros de la comunidad a exponer sus ideas, a compartir sus percepciones sobre la Biblia y a referir historias de su propia vida. Para las personas que tienen poco tiempo para leer y estudiar sistemáticamente y que, aun así, aspiran a una comprensión más profunda de sus vidas y su trabajo, es importante tener la oportunidad de recibir una enseñanza y una formación espiritual sanas. Si no ven el contexto amplio de sus vidas, existe el riesgo de que algunos pierdan contacto con las raíces espirituales y las tradiciones teológicas de su comunidad de fe. Una buena enseñanza afecta a la vida de oración personal, a la liturgia conjunta, al deseo de lectura espiritual, y así a la práctica del discernimiento. Querer conocer el plan y el propósito de Dios sin una oración regular y un compromiso con las Escrituras y con el pueblo de Dios es como intentar hornear un pastel sin reunir antes los diversos ingredientes. El discernimiento brota de la vida de fe arraigada en la comunidad. Tales son los dones de la comunidad cristiana: escuchar, compartir, el culto, la oración, la música, los libros, las imágenes, los modos de descansar y de comer, caminar y charlar, reír y llorar –tiempos y espacios reservados para «gusta[r] y aprecia[r] qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).

Una nueva forma de ver Cuando la comunidad cristiana ofrece espacios y tiempos sagrados para el discernimiento, poco a poco ascendemos hasta la morada de Dios y llegamos a vernos a nosotros mismos, al prójimo y a nuestro mundo bajo una nueva luz. Esta «visión» no requiere conocimiento intelectual, perspicacia articulada ni una opinión concreta. No; es una participación del corazón de Dios, una sabiduría más profunda, una nueva forma de vivir y de amar. El discernimiento revela nuevas prioridades, indicaciones y dones de Dios. Nos damos cuenta de que lo que antes parecía tan importante para nuestras vidas pierde su poder sobre nosotros. Nuestro deseo de éxito, de gustar a los demás y ser influyentes, es cada vez menos importante a medida que nos acercamos al corazón de Dios. Para nuestra sorpresa, incluso podemos experimentar una extraña libertad interior que nos 29

lleva a seguir una nueva llamada o indicación, mientras preocupaciones anteriores se difuminan en el trasfondo de nuestra conciencia. Empezamos a ver la belleza de la pequeña y escondida vida que Jesús vivió en Nazaret. Lo más gratificante de todo es descubrir que, a medida que oramos más cada día, la voluntad de Dios –es decir, los modos concretos en que Dios nos ama a nosotros y a nuestro mundo– se nos da a conocer poco a poco.

Darle a Dios una oportunidad El discernimiento espiritual proviene del Espíritu de Dios. La parte humana es el esfuerzo concentrado por crear tiempos sagrados y espacios vacíos, así como estructuras y límites concretos, desde donde Dios pueda hablarnos. La comunidad cristiana ofrece oportunidades únicas para la formación espiritual y el discernimiento. Juntos, somos llamados a dejar que Dios sea el centro de nuestras vidas, nos hable, nos guíe, nos abrace, nos renueve en lo más profundo. Tenemos la libertad de decir sí a la llamada de Dios y de escoger vivirla de formas muy específicas. Nuestras comunidades nos ayudan a tomar y mantener esa opción. Así, Dios tiene una oportunidad real de convertirnos en luces en medio de la oscuridad, en fuente de esperanza para muchas personas en el mundo. Ese y no otro es, al fin y al cabo, el verdadero objetivo del discernimiento espiritual. El discernimiento encuentra sus raíces en la práctica espiritual, aunque no se trata de un proceso paso a paso. Requiere aprender a escuchar y reconocer a lo largo del tiempo la voz y el carácter de Dios en nuestros corazones y vidas diarias. En el próximo capítulo veremos lo que Pablo denomina «el discernimiento de espíritus». Aprender a escuchar al Espíritu exige distinguir qué es y qué no es de Dios en nuestras vidas. ***

Ejercicios para un discernimiento más profundo 1. De lo que se trata en el discernimiento es de ver, conocer y ser conocido. ¿Quieres ser visto por Dios? ¿Quieres darte a conocer por verdaderamente, exponiendo todos tus pensamientos y actividades ante un Dios que lo ve todo y es omnisciente? Escribe abiertamente y con honestidad una carta personal a Dios en la que describas los ámbitos de tu vida sobre los que no estás seguro de querer que Dios indague. Claro que Dios ya sabe todas esas cosas. Este es un ejercicio para que tú veas qué aspectos de tu vida te gustaría mantener en privado. Una vez los hayas identificado, reza para que Dios te ayude a verte a ti mismo (y esos frágiles aspectos) tal como Dios te ve. 30

2. Las personas que «nacen de nuevo» (Jn 3,7) son aquellas que buscan hacer lo que agrada al Espíritu de Dios. Elabora una lista de todas las actividades y deseos de tu corazón que crees que puedan agradar a Dios. Intenta escribir un poema o himno de alabanza o gratitud por toda la bondad de Dios que inunda tu vida. 3. Define tu comunidad espiritual. ¿Quién puede conocerte y hacerte responsable? Si has identificado a personas que te conocen profundamente, tómate un momento para escribirles una nota de agradecimiento por el papel que han desempeñado en tu vida. Si no has identificado a nadie capaz de entrar en tu vida sin condiciones y animarte, empieza a tener en cuenta en tus oraciones a quién cultivarías como compañero espiritual, y cómo hacerlo. El discernimiento realizado a solas puede convertirse en una mera ilusión. Tenemos necesidad unos de otros. 4. ¿Qué prácticas compartidas (meditación, plegaria, canciones, eucaristía, silencio, servicio en el mundo) son tus sendas más naturales hacia la escucha de Dios en tu vida diaria? Reflexiona sobre los momentos en que discerniste la presencia divina. ¿Qué estabas haciendo? ¿Dónde estabas? ¿Qué percepción pueden darte estas reflexiones acerca de tu necesidad de tiempos y espacios sagrados?

1. J UAN CLÍMACO, Escalera del paraíso, citado en el Genesee Diary de Nouwen (1974). 2. Henry David T HOREAU, Walden (Ticknor and Fields, Boston 1854), capítulo 8. 3. Nouwen también había leído el libro de Robert J. VOIGT , Thomas Merton: A Different Drummer (Liguori Publications, Barnhart, MO 1972). 4. Cf. la grabación de Nouwen Spirituality of Waiting, parte 2, publicada como The Path of Waiting (Crossroad, Eau Claire, WI 1995). 5. Para un tratamiento conciso de la triple espiritualidad de Nouwen –soledad, comunidad y ministerio–, cf. Henri NOUWEN, Spirituality of Living (Upper Room Books, Nashville, TN 2011). 6. Para más instrucciones de Nouwen sobre la práctica de la oración meditativa, cf. Spiritual Formation (HarperOne, San Francisco 2010), pp. 25-28. 7. Para instrucciones concretas de Nouwen sobre la práctica de la lectio divina, cf. Spiritual Direction (HarperSanFrancisco, 2006), pp. 90-94.

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Capítulo 2 Distingue entre los espíritus de verdad y de falsedad

«El discernimiento de espíritus es una tarea que dura toda la vida. No se me ocurre otra forma de discernimiento que la que consiste en estar comprometido con una vida de oración y contemplación incesantes, una vida de comunión profunda con el Espíritu de Dios».

– Henri Nouwen, en «¡Gracias!», p. 13 Mientras me encontraba retirado en la abadía de Genesee, tuve ocasión de leer en Escalera del paraíso, de Juan Clímaco, acerca de los vicios y las virtudes y de cómo vencer a los poderes del mal y acoger a los poderes del bien. En mi lectura de oración, me sentí obligado a reflexionar sobre las siguientes palabras: «Si algunos [monjes] se ven aún dominados por sus antiguos malos hábitos, pero, aun así, pueden enseñar con meras palabras, dejad que sigan enseñando. Pero no deberían tener también autoridad. Porque quizá, si se les avergüenza con sus propias palabras, al final empezarán a practicar lo que predican».

Esta graciosa cláusula en medio de un libro tan serio supone tanto consuelo como advertencia, pero, sobre todo, parece resumir mi propia historia y mi preocupación: ¿Cómo puedo poner mejor en práctica lo que enseño y predico? ¿Cómo puedo superar mis propias contradicciones y enseñar la vida espiritual tanto con mis palabras como con mi ejemplo? Sin embargo, incluso cuando fracaso a la hora de practicar lo que enseño o me pongo en evidencia con mis propias palabras, ¿es posible que mi esfuerzo por liberarme de la «ley de la carne» y vivir según los «caminos del Espíritu» les sea a otros de ayuda cuando se enfrenten a conflictos similares? Juan Clímaco señala que incluso aquellos que están «atrapados en el lodazal y en el barro» tienen algo que enseñar a los demás: «A pesar de lo embarrados que estuvieran, les referían a los transeúntes cómo se habían hundido hasta ese punto, y lo explicaban para la salvación de estos, para que no cayeran del mismo modo. Sin embargo, por salvar a los demás, Dios todopoderoso los liberó también a ellos del lodo»1 .

Al reflexionar hoy acerca de mi vida, muchos años después de ordenarme sacerdote y de aquella temporada de vida monástica en la abadía de Genesee, sigo sintiéndome el último miembro del pueblo santo de Dios. Echando la vista atrás, me doy cuenta de que sigo lidiando con los mismos problemas que tenía hace tantos años. A pesar de mis muchas oraciones, retiros, consejos de amigos y conversaciones con guías espirituales y confesores, parece ser muy poco, si es que es algo, lo que ha cambiado. Sigo siendo la persona inquieta, nerviosa, intensa, distraída e impulsiva que era cuando emprendí este itinerario espiritual. Sigo buscando paz y unidad interior y una resolución para mis muchos conflictos internos. En ocasiones, esta falta evidente de madurez espiritual me deprime, ahora que entro en la edad «madura». El esfuerzo que tan bien describe Pablo en su Carta a los Romanos es también mi relato: «Lo que realizo no lo entiendo, porque 32

no ejecuto lo que quiero, sino que hago lo que detesto [...] Querer lo tengo al alcance, ejecutar el bien no. [...] Y me encuentro con esta fatalidad: que deseando hacer el bien, se me pone al alcance el mal. En mi interior me agrada la ley de Dios, en mis miembros descubro otra ley que guerrea con la ley de la razón y me hace prisionero de la ley del pecado que habita en mis miembros». Así que «¿Quién me librará de esta condición mortal?», oro con San Pablo, «¡Gracias a Dios por Jesucristo Señor nuestro!» (Rom 7,15-25).

Diferenciar los espíritus Soy consciente de mi tendencia a dividir a las personas en buenas y malas, como si pudiera ver en el corazón de cada una de ellas y saber con certeza por qué actúan como lo hacen. Pero entiendo que todos estamos tocados por el mal y la limitación, y todos tenemos necesidad de compasión y de gracia. Sabiendo que todas las personas y situaciones tienen múltiples motivos y opciones, es preciso aprender a discernir los espíritus. El discernimiento no consiste en juzgar los motivos de los demás, sino en distinguir lo que es una buena orientación de lo que son mensajes nocivos; distinguir al Espíritu Santo de los malos espíritus. Esta distinción esencial, conocida como discernimiento de espíritus, pretende protegernos, no juzgarnos. El discernimiento (del griego diakriseis: juicio espiritual, comprensión, evaluación, estimación o separación) es tanto un don como una disciplina espiritual. En el Nuevo Testamento, el concepto aparece en Rom 12,2, 1 Cor 1,19; 4,4; 11,29; 11,31; 12,10 y Heb 4,12. La expresión discernimiento de espíritus aparece en tres textos del Nuevo Testamento: en 1 Cor 12,10, como uno de los dones del Espíritu; en Heb 5,14, como un ejercicio de los espiritualmente maduros «que, por la costumbre, tienen las facultades ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal»; y en Rom 14,1 como recordatorio de la necesidad de «acoger al que es débil en la fe, sin discutir sus opiniones». tomado en conjunto, el discernimiento es la capacidad espiritual de distinguir o discriminar entre fuerzas opuestas. «Porque la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí tan opuestos que no hacéis lo que queréis» (Gal 5,17). Quien practica el discernimiento es capaz de distinguir si una acción o un mensaje determinado es del Espíritu de Dios y evaluar si alguien dice la verdad o miente. Aunque Pablo lo presenta como un don espiritual individual, ha de practicarse, como todos los dones, en comunidad. El discernimiento de espíritus dura toda la vida. No se me ocurre otro camino hacia el discernimiento que no sea el comprometerse con una vida de oración y contemplación incesantes, una vida de profunda comunión con el Espíritu de Dios. Y esa vida se 33

desarrollará poco a poco dentro de nosotros, como una sensibilidad interior que habrá de permitirnos distinguir entre la ley de la carne y la ley del Espíritu. Cuando se acercaba mi quincuagésimo cumpleaños, viajé a Bolivia para aprender español. De nuevo intentaba esclarecer mi vocación. ¿Debía seguir enseñando a los brillantes alumnos del seminario o estaba siendo llamado a vivir entre los pobres? Allí me esforcé por discernir los espíritus que sentía en la vida diaria. Recuerdo haberme sentido rodeado por fuerzas destructivas un día en Cochabamba. Sabía por propia experiencia que mi sensibilidad hacia lo que las Escrituras llaman «poderes y principados» era más fuerte unos días que otros. Yendo en bicicleta por el centro, vi a unos jóvenes merodeando por las esquinas esperando a que empezara la siguiente película. Me detuve y anduve paseando por delante de una librería atestada de revistas que mostraban escenas de violencia, sexo y cotilleos, formas infinitas de publicidad provocativa y artículos innecesarios importados de otras partes del mundo. Tuve la oscura sensación de estar rodeado por poderes mucho más fuertes que yo y sentí que me envolvía la seductora atracción del pecado. Pude entrever el mal que subyace a todas las horrendas realidades que invaden nuestro mundo –hambre extrema, armas nucleares, torturas, explotación, violaciones, abuso de menores y diversas formas de opresión– y cómo casi todas tienen su inicio, aparentemente insignificante y a veces inadvertido, en el corazón humano. El demonio es paciente en su empeño por devorar y destruir la obra de Dios. Sentí intensamente cómo me rodeaba la oscuridad del mundo. Tras caminar un buen rato sin rumbo, fui en bicicleta a un pequeño convento carmelita cercano a la casa de mis anfitriones. Una amabilísima hermana carmelita estuvo hablando conmigo y me invitó a rezar en la capilla. Irradiaba alegría, paz y, sí, luz. Sin decir una sola palabra sobre el tema, me habló de la luz que brilla en la oscuridad. Mirando a mi alrededor, vi imágenes de Teresa de Jesús y de Thérèse de Lisieux, dos santas que en su tiempo enseñaron cómo Dios habla de forma sutil y cómo la paz y la certeza son el resultado de saber escuchar. De pronto, me pareció que esas dos santas me hablaban de otro mundo, de otra vida, de otro amor. Arrodillado en aquella sencilla y pequeña capilla, supe que el lugar estaba lleno de la presencia divina. Como consecuencia de las oraciones que allí se ofrecían día y noche, la capilla era un espacio de luz, y el espíritu de la oscuridad no tenía cabida en ella. Mi visita al convento carmelita me ayudó a constatar de nuevo que allí donde parece predominar el mal, Dios no está lejos, y que allí donde Dios muestra su presencia, puede que el mal no esté ausente por mucho tiempo. Siempre hay que elegir entre el poder creador del amor y de la vida y el poder destructivo del odio y de la muerte. También yo debo hacer esa elección una y otra vez. Nadie más, ni siquiera Dios, va a hacerlo por mí. Reflexionando, me ha resultado cada vez más claro que conozco perfectamente la diferencia entre la oscuridad y la luz, aunque no siempre tengo el coraje de llamarlas por su verdadero nombre. Resulta sumamente tentador tratar con la oscuridad como si fuese 34

luz, y con la luz como si fuese oscuridad. Conocer a Jesús, leer sus palabras y orar crea una creciente claridad acerca del mal y del bien, del pecado y de la gracia, de Satán y de Dios. Esta claridad me invita a elegir sin temor alguno y directamente el camino hacia la luz. La vida transparente es una vida en la que el corazón, la mente y las mismísimas entrañas se unen para escoger la luz.

Resistirse a la oscuridad ¿Cuál es la mayor tentación: el dinero, el sexo, el poder...? Desde luego, parecen ser las más evidentes, y fácilmente nos dejamos atrapar por una de ellas o por todas. En las tradiciones monásticas, los votos de pobreza, castidad y obediencia pretenden ayudar a los monjes y monjas a resistir las tentaciones del dinero, del sexo y del poder y a seguir la senda de Jesús. Sin embargo, con los años, he llegado a la conclusión de que tal vez la mayor y más destructiva tentación no sea ninguna de estas tres. Me pregunto si la mayor tentación no será el autorrechazo. ¿Acaso por debajo del enorme atractivo del dinero, el placer y el éxito no subyace un gran temor a no estar nunca a la altura o a no ser digno de ser amado? En lugar de considerar detenidamente las circunstancias o de tratar de entender mis propias limitaciones y las de los demás sin rechazarlas o juzgarlas, cuando caigo en la tentación, suelo culparme a mí mismo –no solo por lo que hice, sino también por quién soy–. Mi lado oscuro dice: «No valgo para nada. Merezco que me dejen de lado, que me olviden, me rechacen y me abandonen». Pero el autorrechazo es el peor enemigo de la vida espiritual, porque contradice la voz sagrada que nos dice que somos seres amados por Dios. Ser uno de los amados expresa la verdad central de nuestra existencia2. ¿Cómo discierno la voz que dice «sé humilde» de la que dice «no eres nadie»? La humildad no tiene nada que ver con el autorrechazo. Solo puedes ser humilde si cuentas con un profundo autorrespeto. El autorrechazo no puede sentar las bases para una vida humilde. Tan solo ocasiona quejas, celos, rabia e incluso violencia. Es una tentación de lo más peligroso. Lo sé por propia experiencia. Cada vez que me siento inútil o inepto, un «don nadie», sé que estoy en el callejón sin salida del aislamiento y los sentimientos oscuros. Solo sé que doy esperanza a los demás cuando yo mismo he encontrado esa esperanza en medio de mi propia desesperación. A veces me siento tan sumido en mi propia oscuridad que la esperanza se me escapa. ¿Cómo voy a hablar de esperanza con el corazón en la mano si sigo siendo víctima de mi propia desesperación? ¡Qué incapaz soy de controlar mis sentimientos y emociones...! Muchas veces, lo único que puedo hacer es dejarlos pasar y confiar en que no tarden en desaparecer. Considero que la llamada de santa Teresa a centrarme en la bondad divina cuando necesito discernir me ayuda a combatir los demonios de la desesperación, del 35

autorrechazo y del miedo, y en muchas ocasiones ha vencido a los poderes de la oscuridad con el poder divino. A menudo he rezado la oración de santa Teresa, Nada te turbe, cuando he sentido la necesidad de discernir si era Dios o no era Dios lo que estaba oyendo y experimentando. Repetir en oración estas palabras, despacio y en voz alta, puede ayudarme a adentrarme en la presencia divina, donde hay paz y existe la certeza de que Dios está siempre conmigo y me ama. «Nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta» 3.

Descubrir la luz Solo podemos resistir a las fuerzas del mal y de la muerte cuando estamos en pleno contacto con las fuerzas de la bondad y de la vida. Cuando yo intento hacer frente a los poderes de la oscuridad directamente, a menudo me siento tan impotente que pierdo el contacto con la fuente de mi propia vida. ¡Con qué facilidad me convierto en víctima de las mismas fuerzas contra las que lucho...! Si todo mi empeño se centra en manifestarme contra la muerte, tal vez la propia muerte termine recibiendo más atención de la que merece. Los monjes del siglo IV del desierto egipcio ya nos advirtieron: «No combatáis a los demonios directamente». Según estos sabios del desierto, una confrontación directa con las fuerzas del mal requeriría tal madurez espiritual que muy pocos estarían preparados para ella. En lugar de prestar tanta atención al príncipe de la oscuridad, aconsejaban a sus discípulos que se centraran en el Señor de la luz, para así, indirecta pero inevitablemente, desbaratar el poder de la oscuridad. En medio de nuestra oscuridad y vulnerabilidad al miedo y a la desesperación, san Juan de la Cruz, amigo espiritual de Teresa, escribe acerca de una luz demasiado brillante para nuestros ojos. Aunque no seamos capaces de mirar directamente a su resplandor, en esta luz divina encontramos la fuente de nuestro ser. En esta luz vivimos, incluso cuando no alcanzamos a verlo. La luz nos hace libres y nos permite resistirnos a todo mal y mantenernos fieles en medio de la oscuridad, esperando siempre el día en que la presencia de Dios nos sea revelada en toda su gloria. Sé por experiencia que no siempre puedo por mí mismo descubrir la luz o andar bajo la luz divina. Necesito el amor y el apoyo de mis hermanos y hermanas de la comunidad de fe. Mi propia vida espiritual habría sido impensable sin las oraciones de intercesión de otras personas. Son muchas las decisiones cruciales que he tenido que adoptar, las clases que he tenido que impartir y las promesas que he tenido que cumplir, 36

en momentos en que me sentía tan cansado, alicaído o melancólico que me preguntaba cómo iba a superar tales momentos. A menudo, mis plegarias parecían inútiles y vacías de contenido. Durante uno de estos periodos en que trataba de discernir entre el bien que quería hacer y la tentación de abandonarme al autorrechazo y a la oscuridad, decidí escribir a doce amigos cuyo afecto por mí era tan real como sus oraciones, y les pedí que rezaran por mí cada día durante un mes. Les hablé de mi sequedad espiritual y de mis miedos más profundos. Al cabo de poco tiempo, me sentí distinto. A pesar de que mis propias oraciones seguían resultando exasperadamente estériles, poco a poco me sentí rodeado por una red de apoyo de oración. Supe que formaba parte de una familia espiritual que me elevaba a Dios y sentí que pertenecía a una comunidad activa de oración. Era como si los demás oraran por mí y yo no tuviera que preocuparme. Una tarea cuya realización parecía imposible se hizo posible; personas que temía me juzgaran resultaron ser amigos; y profundas tentaciones que habían parecido insalvables resultaron ser distracciones pasajeras. Durante aquel mes, no dejé de sentir la presencia real de mis amigos orantes. Ahora sé mejor que nunca que las oraciones que me rodean me dotan de vida.

Rezar a los santos ayuda Más allá de la fuerza que recibí de los amigos que se acordaron de rezar por mí durante una época horrorosa de mi vida, he experimentado también una cercanía especial con ciertos santos o personas que han dejado una estela de santidad en la Iglesia y que me hablan del testimonio fiel y de la fuerza, a veces sirviéndome de guías en momentos de necesidad. Cuando estoy en apuros, no dudo en pedirles que recen por mí, ya que me alientan a practicar el discernimiento y a vivir una vida espiritual. Aunque solemos pensar en los santos como seres sagrados y piadosos, y los concebimos gráficamente con un halo en torno a su cabeza y una mirada extasiada, los verdaderos santos son mucho más accesibles. Ya sigan vivos o se hayan unido a «la gran nube de testigos», están dispuestos a ayudarnos en los momentos de necesidad. Los santos son hombres y mujeres como nosotros, que llevan vidas corrientes y se enfrentan a problemas corrientes. Lo que los hace santos es su clara e inquebrantable atención a Dios y al pueblo de Dios. Los santos son nuestros hermanos y hermanas y nos invitan a ser como ellos. El apóstol Pablo habla de todos aquellos que pertenecen a Cristo en tanto que «hombres y mujeres de la santidad» o «santos». Dirige sus cartas a «aquellos que han sido consagrados en Cristo Jesús y llamados a ser el pueblo santo de Dios» (cf. 1 Cor 1,2; Ef 1,1). Como santos, pertenecemos a esa gran red del pueblo de Dios que brilla como una multitud de estrellas en el cielo oscuro del universo.

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Tener parte en la comunión de los santos significa estar conectado con todas las personas transformadas por el Espíritu de Jesús. Esta conexión es profunda e íntima. Es una familia de personas a las que Dios ha puesto aparte para que haya luz en la oscuridad. Acoge a personas de tiempos y lugares lejanos. Quienes han vivido como hermanos y hermanas de Jesús siguen viviendo entre nosotros aun cuando hayan muerto, tal como Jesús sigue viviendo entre nosotros a pesar de haber muerto como ser humano. Siempre me ha fascinado cómo algunas personas –llamadas santos o personas santas– realmente nunca nos dejan cuando mueren. De algún modo, su muerte las libera de las limitaciones de la existencia terrenal y las acerca a más personas de las que podrían haber conocido en la Tierra. Dios sigue hablándonos a través de la vida, la muerte y el recuerdo de estas personas para que podamos acercarnos a Él. Los santos son personas que se convierten en un prójimo distinto cuando pasan a estar en la gloria de Dios. La palabra prójimo deriva del latín proximus («cercano»). Quienes han vivido plenamente en el Espíritu de Jesús pueden acercarse y guiarnos, tanto en la vida como en la muerte. A su muerte, se convierten en un nuevo prójimo. A Teresa de Lisieux, por ejemplo, apenas se la conoció en vida; pero ahora es alguien cercana a muchos que siguen su ejemplo de vida santa. Lo mismo ocurre con san Francisco de Asís, san Benito y san Ignacio de Loyola. Y es también el caso de muchos hombres y mujeres santos que tal vez nunca sean canonizados por la Iglesia –como Óscar Romero, Dorothy Day, Marthe Robin y muchos otros cuyos nombres quizá nunca conozcamos–, pero que vivieron entre nosotros siendo nuestros prójimos, y ahora, tras su muerte, se han convertido en personas «cercanas» a nosotros.

Las intercesiones de Marthe Robin ¿Alguna vez has orado en un lugar donde se hubiera librado una gran batalla entre el bien y el mal, entre la luz y la oscuridad? Eso sentí yo en una capilla de Bolivia: que precisamente la capilla donde yo oraba había sido preparada por los fieles que habían orado allí antes que yo. Lo experimenté de nuevo orando en un lugar habilitado para el discernimiento, cuando visité por primera vez la casa de Marthe Robin (1902-1981), que nació, vivió y murió en una sencilla granja situada en una colina, no lejos de la pequeña localidad francesa de Châteauneuf-de-Galaure. Visité la comunidad de El Arca en Trosly, Francia, en 1984. Su fundadora, la madre de Jean Vanier, me había hablado de Marthe Robin –una santa poco común del siglo XX que, de algún modo, había experimentado en su propio cuerpo parte del dolor físico y el sufrimiento de Jesús–. Se la recuerda por todo el mundo y se convirtió en una de las guías espirituales más importantes durante el año que viví en El Arca. Arrodillado en su habitación, pequeña y oscura, donde solamente una lamparilla me permitía distinguir los objetos que me rodeaban, tuve la sensación de encontrarme en un lugar donde una de las seguidoras de Jesús libraba la gran batalla de este. Me hallaba en un lugar donde una 38

humilde campesina había tenido que elegir –cada segundo de su vida– entre el bien y el mal, entre Dios y Satanás, entre la vida y la muerte. De pronto, vi con mirada renovada lo que san Pablo quiso decir cuando escribió: «Vestíos la armadura de Dios para poder resistir los engaños del Diablo. Pues no peleáis contra seres de carne y hueso, sino contra las autoridades, contra las potestades, contra los soberanos de estas tinieblas, contra espíritus malignos del aire. Por tanto, requerid las armas de Dios para poder resistir el día funesto y manteneros venciendo a todos» (Ef 6,11-13) .

Después de orar allí una vez, decidí regresar a menudo y pasar más tiempo orando en aquel lugar y con mayor profundidad. Ahora Marthe es una de las guías más importantes de mi vida. Pensar en su vida y orar donde ella solía hacerlo me ayuda a resistir al mal y buscar la sabiduría divina. Me resulta más fácil orar en lugares donde otras personas llevan orando mucho tiempo, y más difícil hacerlo en lugares donde rara vez se ha pronunciado una oración. Para mí, esto es algo importante, ya que me muevo mucho de un lado a otro. En el compartimento vacío de un tren, en una habitación de hotel o incluso en un estudio tranquilo, a menudo parece haber un espíritu que me contiene. Podría haberme quedado horas orando en la habitación de Marthe. Pocas veces he sentido tanta paz interior. Me gustaría referir algo de su curiosa historia. Su vida es un ejemplo de las vidas de los fieles que demuestran cómo puede llevarse una vida de oración que enseñe a discernir el bien del mal. En 1918, una joven Marthe Robin tomó conciencia de su vocación de vivir en plena solidaridad con los sufrimientos de Jesús. En 1926, sus padres pensaron que iba a morir a causa de una rara enfermedad. Marthe experimentó tres veces la aparición de santa Teresa de Lisieux, la cual le decía que no solo sobreviviría, sino que estaba llamada a continuar en su vida la misión de Santa Teresa en el mundo. Poco después de estas apariciones, Marthe quedó paralítica. Como ya no podía mover brazos ni piernas, sus padres la sentaron en un pequeño diván, donde permaneció hasta su muerte, ocurrida más de cinco décadas después. En 1930, refirió cómo había oído a Jesús decirle: «¿Quieres ser como yo en todos los aspectos?» Se trataba de una invitación a experimentar no solo el dolor físico que Jesús sufrió en la pasión, sino también el inmenso sufrimiento de su corazón. Marthe respondió con un simple «sí» a aquella invitación divina. Durante aquella época, cada semana, desde el jueves por la noche hasta el lunes, se concentraba en vivir en solidaridad con la agonía de Jesús en Getsemaní, de camino al Calvario, su muerte en la cruz y el gozo de su resurrección. Los martes y miércoles recibía visitantes a los que hablaba de forma sencilla e ingenua sobre sus vidas, llamándolos a convertirse y haciéndolos partícipes de lo que Jesús había previsto para ellos. A algunos les indicó que fundaran escuelas cristianas para chicos y chicas, y a otros que fundaran centros de retiro o pequeñas comunidades, que aún hoy existen. También recibió muchas cartas de personas que solicitaban su consejo e intercesión. 39

El 10 de febrero de 1936, Marthe mantuvo la siguiente conversación con un sacerdote visitante, el padre George Finet. Según este relato, Marthe era una mujer visionaria que sufría enormemente y que era capaz de discernir poniéndose en el lugar de otros: – Reverendo, Dios me ha pedido que le diga lo siguiente: debe usted venir a Châteauneuf a fundar el primer Foyer de Charité [hogar de retiro]. Totalmente sorprendido, el padre Finet respondió: – ¡Pero yo no formo parte de esta diócesis...! – ¿Qué importa eso, si Dios así lo quiere? – ¡Vaya! Disculpe: no había pensado en eso... ¿Y qué tengo que hacer allí? – Muchas cosas, sobre todo retiros. – Pero si yo no sé hacer eso... – Aprenderá. – ¿Retiros de tres días? – No, ya que no se puede cambiar un alma en tres días, Dios pide cinco días. – ¿Y qué habría que hacer durante esos cinco días? ¿Reuniones? ¿Convivencia? – No... Un silencio absoluto. – ¿Un silencio absoluto? ¿Cómo voy a conseguir que un grupo de mujeres y chicas jóvenes guarden semejante silencio? – Porque Dios así lo pide. – ¿Y cómo puedo dar a conocer esos retiros? – No debe decir nada. Dios le traerá a los participantes. El padre Finet me confirmó el contenido de esta conversación. Con ochenta y cuatro años, se ofreció a guiarme por las instalaciones de la primera casa de retiro construida durante la Segunda Guerra Mundial en Châteauneuf-de-Galaure, cerca de donde Marthe vivía. Hoy en día existen ya cincuenta y siete centros de retiro, diseminados por todo el mundo, que ofrecen retiros espirituales para adultos. Lo que comenzó como una conversación se convirtió en un movimiento de retiros a escala mundial para la formación espiritual de los laicos. Cientos de seglares trabajan a tiempo completo en estas casas de retiro para ayudar a las personas a descubrir sus dones y el misterio de la presencia redentora de Dios en el mundo. Puesto que Marthe discernió el deseo de Dios de una misión como aquella, le hizo llegar las instrucciones divinas a un sacerdote fiel y muy receptivo. Sospecho que algunos de vosotros estáis tentados de pasar rápidamente por esta sección del libro. Es fácil menospreciar el ejemplo de quienes sufrieron enormemente y oraron fervientemente en el pasado, pensando que se trata de personas que no saben en 40

qué consiste seguir a Dios y sentir tentaciones en el mundo de hoy. Sin embargo, en la vida de Marthe se encuentra el deseo de dejar que Dios viva a través de ella. Ofreció su propio cuerpo como medio para que Dios hablara a través de él4. Igual que el orar con santa Teresa de Jesús me ayudó a centrarme en la bondad de Dios, di con una oración de Marthe Robin que me brindó palabras para pasar de estar en la presencia de Dios a rendir mi vida a la guía de Dios, incluso en momentos de sufrimiento y confusión: «Que Dios me quite la memoria y todo cuanto recuerda, que me quite el corazón y todos sus afectos, que me quite la inteligencia y todos sus poderes; que sirvan solo a tu gran gloria. Quítame la voluntad, porque siempre la vuelco en la tuya. Que no sea más lo que yo quiera, buen Jesús, ¡sino lo que tú quieras! Tómame, recíbeme, dirígeme. ¡Guíame! ¡Me rindo y me abandono en tus manos! ¡Me entrego a ti como pequeño sacrificio de amor, de alabanza y gratitud, para la gloria de tu Santo Nombre, para el disfrute de tu amor y el triunfo de tu Sagrado Corazón, y para el perfecto cumplimiento de tus designios en mí y en cuanto me rodea» 5.

Jesús y sus santos Jesús, por supuesto, es el guía supremo para una vida en la presencia de Dios. La muerte y la resurrección de Jesús lo acercaron tanto a sus discípulos que estos sabían vivir no solo con él, sino también en él y a través de él. El envío del Espíritu de Jesús en Pentecostés permitió a los discípulos acercarse a él más de cuanto habían podido hacerlo antes de su muerte, y recibir orientación mediante el Espíritu. También nosotros podemos. Aprendiendo a ser sensibles a los poderes de luz y oscuridad de nuestros corazones y de nuestro mundo, podemos hallar lugares que nos ayuden a orar allí donde otros fieles han orado antes. Cuando nos quedamos sin palabras, podemos pronunciar en oración palabras que estos nos han legado, y podemos vivir cerca del prójimo en la fe, tanto junto a los vivos como junto a aquellos que conocemos a través de los libros, cuyas palabras de guía penetran directamente en nuestras vidas. ***

Ejercicios para un discernimiento más profundo 41

1. Nouwen echó la vista atrás en su vida y se dio cuenta de que había algunos retos persistentes con los que había lidiado durante años. Siguió siendo una persona inquieta, nerviosa, intensa, distraída e impulsiva. Retiros y oraciones no atenuaron esa lucha. Con todo, hallaba libertad creyendo que Dios le amaba, le guiaría y le permitiría ofrecer orientación a otros, aun cuando estos retos no desaparecieran. ¿Sabrías nombrar los retos persistentes en tu vida que te mantienen en la necesidad de discernimiento y guía? ¿En qué sentido te han servido esos mismos retos para ser de ayuda a los demás? 2. Durante un periodo de discernimiento cuando estaba en Bolivia, Nouwen se escapó a una pequeña capilla en busca de paz y ayuda, al sentir que la oscuridad sobrecogedora de los medios provocadores y las distracciones fútiles lo tentaban a dejar de escuchar la voz divina. ¿Adónde te escapas o vas cuando te sobrecoge una sensación de oscuridad o confusión? Esta capilla, y más tarde la habitación de Marthe Robin, se convirtieron en santuarios de paz a los que Nouwen acudía para orar en busca de orientación. ¿A qué lugares acudes tú? Si no se te ocurre, ¿cómo buscarías un refugio que ya esté bien preparado con las plegarias de personas que acudieron a él antes que tú? 3. Nouwen confiaba en las palabras de oración de otros, como las de santa Teresa de Lisieux y las de Marthe Robin, en momentos de tentación y desesperación. ¿En qué oraciones o lecturas confías tú cuando no cuentas con palabras propias o cuando la oscuridad resulta especialmente impenetrable? Prueba con una de las plegarias que aparecen en este capítulo. Siéntete libre de adaptarlas y hacerlas tuyas. 4. La orientación que Nouwen recibió de su experiencia sigue una pauta general: cuando seas consciente de la oscuridad y la necesidad de discernir, encuentra un refugio donde puedas orar sabiendo que otros también lo han hecho allí antes; concéntrate en tus oraciones sobre la bondad y la luz divinas, más que en la oscuridad; deja que los demás intercedan por ti y encuentra a «personas cercanas» en la fe, vivas o ya fallecidas, que puedan servirte de guías para vivir con fe en momentos de sufrimiento y confusión. ¿Coincide esta pauta con tu experiencia? Si no, ¿sabrías identificar tus propias lecciones para discernir en el pasado? Puede serte útil entender cómo la orientación divina ha llegado hasta ti en épocas de oscuridad en que discerniste el modo de vivir y seguir adelante. 5. Pasaje recomendado para una lectio divina: 1 Jn 1,1-10. 6 .Plegaria del Salmista: «Soy tu siervo, instrúyeme, y comprenderé tus preceptos» (Sal 119,125).

1. Nouwen también había leído el libro de Robert J. VOIGT , Thomas Merton: A Different Drummer (Liguori Publications, Barnhart, MO 1972). 2. Cf. el capítulo 9 para ampliar la información sobre el discernimiento de nuestra propia y verdadera identidad. 3. Citado en un fragmento inédito de L’Arche Journal, lunes, 14 de octubre de 1985, Festividad de Santa Teresa de Jesús, p. 85.

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4. Nouwen dedicó muchas páginas de su diario a Marthe Robin, la cual, según él escribe, «sigue inspirando a otros hoy día, a personas que la recuerdan en la vida y en la muerte. Es la fuente de grandes renovaciones espirituales que se están dando hoy en Francia. Apenas hay comunidades cristianas nuevas que no estén vinculadas a ella de alguna manera. ¡Qué raro, que esta mujer inválida, aparentemente insignificante, haya hecho más por nuestro mundo que los grandes hombres y mujeres que salen a predicar en los estadios o alzan sus voces en la televisión...!»: L’Arche Journal, 14 de abril de 1986; 15 de abril de 1986, pp. 492-496. 5. Versión de Henri Nouwen de la oración de Marthe Robin, publicada en inglés en L’Arche Journal, 15 de abril de 1986.

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Segunda Parte:

DISCERNIR LA GUÍA EN LOS LIBROS, EN LA NATURALEZA, LAS PERSONAS Y LOS ACONTECIMIENTOS Capítulo 3 Lee la manera de proceder

«Dios nos habla sin cesar y de muchas formas, pero el discernimiento espiritual es un requisito para oír la voz de Dios, ver lo que Dios ve y leer los signos de la vida diaria».

– Henri Nouwen Nadie puede discernir los signos de la vida diaria en soledad. Recurrimos a nuestras tradiciones religiosas, así como a la sabiduría que otros han adquirido y recogido de sus propios itinerarios. Por eso las personas, en su mayoría, acuden a libros y otros tipos de lectura cuando tratan de descubrir la manera divina de proceder. Con frecuencia, leer significa hacer acopio de información, obtener nuevos conocimientos y perspectivas y dominar un campo nuevo. Puede dar lugar a estudios universitarios, diplomas y certificados. Sin embargo, la lectura espiritual es algo distinto. Significa no solo leer sobre temas espirituales, sino hacerlo, además, de un modo espiritual. Lo cual requiere la voluntad no solo de leer, sino también de que lo lean a uno; no solo de dominar las palabras, sino también de dejarse dominar por estas. Si leemos la Biblia o un libro espiritual simplemente para adquirir conocimientos, la lectura no nos ayudará en nuestra vida espiritual. Podemos llegar a ser grandes conocedores de cuestiones espirituales sin ser personas verdaderamente espirituales. A medida que aprendemos a leer espiritualmente sobre temas espirituales, abrimos nuestros corazones a la voz divina. El discernimiento requiere no solo leer con el corazón, sino estar dispuestos a apartar de nuestra vista el libro que estamos leyendo, tan solo para escuchar lo que Dios nos comunica a través de las palabras escritas en ese libro. Quiero compartir con vosotros lo que aprendí de Thomas Merton, uno de los pioneros espirituales más relevantes del último siglo, acerca de leer los signos orientadores de Dios en los libros. Refiriendo algunas de las influencias e interpretaciones de Merton, así como las mías propias, espero mostrar cómo el leer a los sabios que vivieron mucho antes que nosotros, o que viven a vuestro lado, puede ayudarnos a encontrar el camino a casa.

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Signos de la orientación divina Cuando conocí a Thomas Merton en el transcurso de un breve retiro en la abadía de Getsemaní, en 1967, sentí una profunda afinidad con el hombre a quien había admirado durante tanto tiempo a través de sus escritos. Aunque me impresionó enormemente, toda su influencia fue en una misma dirección1. Con todo, escribí un libro en holandés sobre el planteamiento de Merton de la vida espiritual, y todo cuanto sé acerca de leer los signos que nos envía la vida diaria lo aprendí de él. Merton sigue siendo un modelo para mí en cuanto a cómo encontrar la orientación divina en los libros, incluyendo lo que monjes y místicos llaman «el libro de la naturaleza». También me explicó cómo leer a las personas con las que te cruzas en el camino, así como los acontecimientos y los signos de los tiempos. Dios nos habla sin cesar, pero el discernimiento espiritual es un requisito para oír la voz de Dios, ver lo que Dios ve y leer los signos de la vida diaria. Haciendo caso a una llamada a romper con su pasado y abandonar el mundo seglar para vivir entre los muros de la abadía trapense de Kentucky, Thomas Merton eligió un camino difícil. Creyó que una serie de signos lo habían llevado hasta allí. Los libros que leía, las experiencias en la naturaleza, las personas a las que había conocido a lo largo del camino y los acontecimientos críticos en su propia vida y en el mundo impresionaron espiritualmente a un hombre joven que buscaba orientación. También para nosotros prestar atención a los signos de la vida diaria puede ser un punto de partida para un discernimiento más profundo y sistemático y para la reflexión espiritual. Cuando preguntamos, tal como hizo Merton, «¿Qué es lo que revela de Dios este libro o esta experiencia?», nos vemos llevados a una nueva forma de ver las cosas y a nuevos modos de decir «sí» a la orientación divina en nuestras vidas.

Cómo nos habla Dios a través de los libros El santo del siglo XVI y fundador de los jesuitas, Ignacio de Loyola, se convirtió a Cristo leyendo libros sobre la vida de los santos. Entiendo por qué, ya que cada vez que leo la biografía de un santo siento una poderosa llamada a ser tan amante y devoto de Dios como lo fue ese santo en su vida. Pero no solo los santos canonizados nos invitan a la conversión, ni la «nube de testigos» que entran en contacto con nuestras vidas espirituales. Todos cuantos viven fielmente la vida cristiana –ya sigan vivos o formen parte de nuestros recuerdos– pueden ejercer una profunda y positiva influencia en nuestra vida espiritual. Leer breves biografías de personas como Ignacio de Loyola, Teresa de Calcuta, Francisco de Asís, Teresa de Lisieux, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, el hermano Lawrence, el hermano Roger de Taizé o cualquier fiel servidor de Dios, es como salir de este mundo y volver a entrar en él bajo la guía de estos hombres y mujeres tan especiales. Todos ellos conocieron las mismas luchas que yo, pero las vivieron de un modo distinto. 45

Jean-Pierre de Caussade, más de doscientos años después de su muerte, sigue hablándome de lo que él llamó el «sacramento del momento presente». En su librito sobre la oración nos asegura que Dios habla y revela su voluntad en cada instante de cada día, y que todos los días podemos discernir la presencia y la guía de Dios mediante oraciones sencillas: «Cuando nos abandonamos a Dios en la oración, cada momento se convierte en un sacramento de gozo, gratitud y gozosa aceptación de la voluntad de Dios manifestada en ese momento» 2. Asimismo, el ejemplo y legado espiritual del hermano Lawrence, en el siglo XVII, sigue ayudándome a «orar sin cesar», reconociendo con gratitud la presencia divina en las actividades ordinarias y las rutinas del día a día3.

Libros y autores que guiaron a Merton hacia Dios He aquí lo que Thomas Merton escribió al comienzo mismo de su obra autobiográfica La montaña de los siete círculos: «El último día de enero de 1915, bajo el signo de Acuario, en el año de una gran guerra y en la parte baja de unas montañas francesas en la frontera con España, llegué al mundo» 4. Estas simples palabras me enseñan que todos debemos ser capaces de discernir nuestra identidad nuclear en medio de los tiempos en que vivimos. Durante muchos años, Merton se sintió huérfano; viajaba constantemente por Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, y en ningún lugar conseguía sentirse «como en casa». No es de extrañar que buscara refugio en el monasterio, donde podía sentirse en casa –un lugar de base espiritual que tal vez pusiera en orden su infinita serie de ideas contradictorias, y un lugar atractivo, enriquecedor, donde los libros, así como las imágenes y el arte religiosos, seguirían hablándole de Dios–. Todo cuanto leía, veía y experimentaba imponía la gran pregunta: ¿A qué puedo decirle «sí» sin reservas? Cuando, en 1935, Merton entró como estudiante en la Universidad de Columbia, ya estaba familiarizado con los clásicos de la literatura. Los conocía de cerca, porque su padrino le había introducido a ellos en su anterior entorno londinense. Ernest Hemingway, James Joyce, D. H. Lawrence, Evelyn Waugh, y Graham Greene se habían convertido en nombres familiares para él. Sus primeros diarios están repletos de comentarios críticos a libros de William Blake, san Agustín, santo Tomás y Dante. Leyó mucho para nutrir su intelecto, pero también para encontrar compañeros de viaje. Dos volúmenes de filosofía, sobre todo, lo llevaron a un nivel de conocimiento más profundo que el ofrecido por el círculo literario de Londres: El espíritu de la filosofía medieval, de Étienne Gilson, y El fin y los medios, de Aldous Huxley. Una de las ideas primordiales que aprendió de Gilson fue el concepto escolástico de aseitas5 –que Dios es puro ser, independiente y no supeditado a ningún acto de existencia–, que describe en La montaña de los siete círculos como un vigoroso y convincente atributo de Dios: «En esta palabra, que solo puede aplicarse a Dios y que expresa su atributo más característico, descubrí un concepto completamente nuevo de Dios, un concepto que me enseñó enseguida que la creencia de los

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católicos no era en absoluto el vago y más bien supersticioso vestigio de una era sin rigor científico que yo había creído. Al contrario, aquí se daba una noción de Dios que era al mismo tiempo profunda, precisa, simple y certera y, lo que es más, estaba cargada de implicaciones que yo no podía siquiera empezar a apreciar, pero que podía al menos estimar remotamente, incluso con mi propia falta de formación filosófica»6 .

A Merton le atrajo el concepto de Dios como ser supremo, puro, necesario, base de toda vida y fuente de toda existencia, y no simplemente como la figura antropomórfica del venerable anciano que mora en el cielo. Este concepto le invitó a una reflexión teológica más profunda sobre el misticismo cristiano. Fundamentado en unos firmes cimientos de teología filosófica escolástica, Merton se sintió seguro a la hora de explorar las fronteras de la espiritualidad en los escritos de una gran variedad de buscadores espirituales, desde Meister Eckhart y Chuang Tzu hasta los budistas zen, los hindúes y los sufíes musulmanes7. Otro autor a quien Merton apreciaba en gran medida fue Aldous Huxley, cuya obra El fin y los medios lo puso en contacto con el misticismo oriental. Merton dice que Huxley «había leído abundantemente, con profundidad e inteligencia, todo tipo de literatura mística cristiana y oriental, y había llegado a la asombrosa verdad de que todo ello, lejos de ser una mezcla de sueños, magia y palabrería, era muy real y muy serio» 8. Huxley, para su sorpresa, también transformó la concepción de Merton del ascetismo (autonegación). «Si queremos vivir de manera distinta de como lo hacen las bestias salvajes, debemos liberar al espíritu por medio de la oración y el ascetismo», concluyó Huxley. Hasta entonces, la palabra ascetismo había significado una contorsión de la naturaleza a través de la negación de lo que parecían deseos humanos, pero Huxley le demostró que solo mediante el ascetismo puede el espíritu conocerse a sí mismo y hallar a Dios. Merton vaciló ante esto, pero empezó, no sin dudas, a sentir que el Espíritu lo guiaba por este camino.

Siguiendo a Merton Lo que dio pie a Merton a seguir el camino ascético del autoconocimiento que lleva al conocimiento experimental de Dios en el corazón, estoy seguro, es la misma perspectiva espiritual a la que llegué yo al leer algunos de los libros que más influyeron en Merton. Siguiendo su ejemplo, leí todo cuanto pude tanto del misticismo occidental como del oriental, especialmente la tradición cristiana mística sobre el ascetismo. Recurrí a los escritos de autores patrísticos de Oriente y bebí a fondo en sus fuentes. Según los padres del desierto del siglo IV, decimos «no» a ciertas ideas y acciones para decir «sí» al Dios que está más allá de toda idea y acción. Como dijo uno de los padres: «Al igual que es imposible ver el reflejo de tu rostro en aguas turbias, también el alma, a menos que esté libre de pensamientos ajenos, es incapaz de orar a Dios en contemplación» 9.

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Los abbas y las ammas del desierto norteafricano habían abandonado este mundo de compromiso, adaptación y espiritualidad indiferente y habían optado por la soledad, el silencio y la oración como la nueva vía para convertirse en testimonios vivos del Señor crucificado y resucitado. Se retractaron de las acciones compulsivas y manipuladoras de su sociedad consumista, ávida de poder, para enfrentarse a demonios y hallar el amor de Dios en el desierto. Al decir «no» a una sociedad cristiana «normal», cargaron sobre sí la cruz de la autonegación y el ascetismo y siguieron la vocación radical de dejar al padre, a la madre, al hermano y a la hermana para ir adonde Dios los guiara. Así se convirtieron en los nuevos mártires, una vez concluida la época de persecuciones, dando testimonio no con su sangre, sino con su decidida dedicación a una vida humilde de trabajo manual, ayuno y oración. El desierto de la autonegación y del ascetismo –el desierto egipcio de los abbas y las ammas, pero también nuestro propio desierto espiritual– tiene una doble cualidad: es jungla y es paraíso. Es jungla, porque en el desierto luchamos contra las «bestias salvajes» que nos atacan, los demonios del aburrimiento, la tristeza, la ira y el orgullo. Con todo, es también paraíso, porque allí podemos encontrarnos con Dios y probar ya su paz y su gloria. Amma Syncletica dijo: «Al principio, hay lucha y mucho trabajo para aquellos que se acercan a Dios. Pero después hay una alegría indescriptible. Es como prender un fuego: al principio es humeante y se te empañan los ojos, pero luego consigues el resultado deseado. Así, nosotros deberíamos prender el fuego divino en nosotros mismos con lágrimas y esfuerzo» (Sabiduría del desierto, pp. xii-xiii). Estos padres y madres del desierto del siglo IV se dieron a conocer por su sabiduría, y es fácil entender por qué muchas personas de ciudades y pueblos –laicos, sacerdotes, y obispos– iban a visitarlos y a pedirles consejo, orientación o una simple palabra de alivio. También es bastante comprensible que ellos mismos consideraran siempre que su obligación principal era la de ser hospitalarios con sus visitantes y ayudar a los pobres y necesitados. Hasta la forma más severa de ascetismo se consideraba menos importante que el servicio al prójimo. Por eso uno de los sabios del desierto dice: «Aun cuando se colgara a sí mismo de la nariz, el hermano que ayuna durante seis días no podría equipararse al que sirve al enfermo». Merton se hizo también con el primer volumen de las obras de san Juan de la Cruz, para aprender más sobre el ascetismo y la oración contemplativa; pero no tenía ni idea de por dónde empezar a leer: «Estas palabras que subrayé, aunque me impresionaron y deslumbraron por su trascendencia, eran demasiado simples como para que yo las entendiera. Estaban demasiado desnudas, demasiado desprendidas de toda duplicidad y compromiso por mi complejidad, pervertidas por muchos apetitos» 10. Sin embargo, escarbó más hondo y pronto se autoimpuso un estilo de vida estrictamente ascético en el Saint Bonaventure’s College, donde enseñó antes de hacerse monje, cuando empezaba a comprender aquella «noche oscura», la desnudez descrita por el místico español del siglo XVI.

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Con la lectura de las obras de santa Teresa de Lisieux, del siglo XIX, descubrió que los requisitos para la santidad y la contemplación estaban también presentes en la sociedad civil normal. No hacía falta retirarse al desierto para encontrar a Dios. Ni la profundidad espiritual estaba reservada en exclusiva a una élite. Sobre ella escribió: «Lo que me parecía más o menos imposible era que la gracia penetrara la gruesa y resistente piel de la petulancia burguesa y arraigara verdaderamente en el alma inmortal que se encuentra bajo esa superficie, para conseguir algo en ella. En el mejor de los casos, me decía yo, esas personas se convertirían en mojigatos inofensivos. Pero ¿una gran santidad? ¡Jamás!... Sin embargo, un breve vistazo a la figura real y a la espiritualidad real de santa Teresa me bastó para sentirme fuertemente atraído hacia ella –una atracción que era obra de la gracia, porque, de un golpe, me liberó de mil repugnancias y obstáculos psicológicos.

Su “caminito” de espiritualidad demostró que un alma abandonada por entero al amor de Dios, que lleva a una respuesta de actos fieles en la vida diaria, puede agradar a Dios». Si Aldous Huxley introdujo a Merton en el ascetismo, y Teresa le mostró el camino de la espiritualidad del día a día, Ignacio de Loyola lo adentró plenamente en la oración contemplativa. Los Ejercicios Espirituales llevaban mucho tiempo en su estantería, pero le asustaban un poco, por «haber adquirido en algún lugar la falsa impresión de que, si no ibas con cuidado, te metían de cabeza en el misticismo antes de que te dieras cuenta». Con todo, se sentía atraído por la plegaria y la contemplación e instauró su propia disciplina: «Si no me falla la memoria, dediqué una hora al día, durante un mes entero, a los Ejercicios. Elegía un momento tranquilo, a primera hora de la tarde, en mi habitación de Perry Street, donde, al hallarse en la parte trasera de la casa, no me molestaban los ruidos de la calle. La verdad es que era un lugar bastante silencioso. Con las ventanas cerradas, porque era invierno, ni siquiera oía ninguna de las cinco mil radios de los vecinos. El libro decía que la habitación tenía que estar prácticamente a oscuras, y yo bajaba las persianas hasta que solo entraba la luz justa para ver las páginas y para mirar el crucifijo colgado de la pared, sobre mi cama. El libro me invitaba también a considerar qué postura adoptar para la meditación. Me daba mucha libertad de elección; la única indicación era que, una vez preparado, me quedara más o menos en la misma postura, y que no fuera paseando por la habitación rascándome la cabeza ni hablando solo. Así que lo pensé y recé por algún tiempo para hallar respuesta a este problema trascendental, y finalmente decidí meditar sentado sobre el suelo con las piernas cruzadas. Creo que a los jesuitas les habría dado un patatús si hubieran entrado en aquella habitación y me hubieran encontrado haciendo sus Ejercicios Espirituales sentado como Mahatma Gandhi. Pero funcionó muy bien. La mayor parte del tiempo tenía la mirada fija sobre el crucifijo o el suelo, cuando no tenía que mirar el libro. Y así, habiendo rezado, sentado en el suelo, empecé a considerar el motivo por el que Dios me había traído al mundo»11 .

Escuchar los textos Aprendí mucho de Merton acerca del modo en que la vida espiritual se desarrolla en la vida de un individuo, pero había diferencias que también iluminaban mi propio viaje con Dios. Leer las obras de otros nos puede ayudar en el discernimiento, pero no existe 49

un solo libro que podamos descubrir y nos sirva de guía. Al contrario que Thomas Merton, yo no tuve que llegar al límite de mí mismo para convertirme y bautizarme como cristiano. Me bautizaron nada más nacer, con lo que establecí un vínculo con Dios a través de la Iglesia católica, y a una edad temprana sentí ya el deseo de ordenarme sacerdote. Sin embargo, mi descubrimiento, en parte a través de los escritos de Merton, de la «naturaleza pura de Dios» y de mi propia existencia, eternamente mantenida en la «memoria de Dios», comenzó a hacerse más profundo con la lectura espiritual, a medida que abría mi corazón a los signos de la presencia y la orientación divinas en los libros y textos que llamaban mi atención. El antiguo método de lectura espiritual, tanto escuchando textos leídos en voz alta como leyéndolos reflexivamente uno mismo, se encuentra en las instrucciones de San Agustín, San Bernardo, Jean-Pierre de Caussade y muchos otros12. El tiempo ha probado la eficacia de esta forma de escuchar el movimiento del Espíritu en nuestras vidas. Por ejemplo, en el siglo V, san Agustín aconseja a su congregación que «escuche el evangelio como si el Señor mismo estuviera presente. [...] Las preciadas palabras que salieron de la boca del Señor fueron escritas y salvaguardadas para nosotros, y nos son leídas en voz alta, al igual que las leerán nuestros hijos, hasta el fin del mundo» 13. En el siglo XII, san Bernardo indicó a sus monjes que leyeran tanto la Sagrada Escritura como la literatura devota «desde el corazón», para devorar su verdad y preservarla en la memoria, del mismo modo que se come pan para sobrevivir: «Porque esto es pan de vida y alimento del Espíritu. Mientras el pan terrenal se guarda en la despensa, un ladrón puede robarlo, un ratón roerlo, o simplemente puede estropearse por no comerlo. Pero si lo comes, ¿qué hay que temer? Guarda así la palabra de Dios, porque benditos son los que la guardan... Come lo que es bueno, y tu alma gozará de prosperidad. No olvides tomar tu pan, no sea que tu corazón se reseque. Si guardas así la palabra de Dios, no hay duda de que ella te guardará a ti»14 .

Jean-Pierre de Caussade, en sus cartas a aquellos para quienes ejercía de director espiritual, escritas en el siglo XVIII, ofrece instrucciones específicas sobre cómo leer un libro espiritualmente: «Si quieres asimilar todo lo bueno que anticipo, no debes lanzarte sobre ello con avaricia ni dejarte llevar por la curiosidad de lo que viene después. Fija tu atención en lo que estás leyendo sin pensar en lo que sigue. [...] Haz breves pausas de vez en cuando, para dejar que esas agradables verdades penetren más y más en tu alma, y da tiempo al Espíritu Santo para que lleve a cabo su labor. [...] Simplemente, deja que las verdades penetren en tu corazón y no en tu mente»15 .

Merton me enseñó cómo el leer atentamente le había brindado el lenguaje para comprender su identidad nuclear en medio de la época que le había tocado vivir. La lectura espiritual expandió su visión de Dios como fundamento de toda la vida y le hizo ahondar en su comprensión del papel de la oración y el ascetismo en el desarrollo espiritual. A lo largo de mi vida, he seguido leyendo la Biblia y a los maestros espirituales, así como biografías y volúmenes sobre acontecimientos de actualidad. La lectura y la escucha espiritual para el movimiento del Espíritu me ha ayudado a aprender que Dios sí que habla a través de distintas voces. Y, lo que es más importante, Dios a menudo revela 50

los contenidos de mi propio corazón, a medida que yo aminoro el ritmo y leo, no para saber más, sino para darme a conocer más a Dios. ***

Ejercicios para un discernimiento más profundo 1. ¿Qué libros han dado forma a tu vida, a tu historia con Dios? Escribe tres párrafos sobre los libros o ideas que han dado forma a tu «historia sagrada». 2. La biografía de Merton tuvo un significativo impacto en la forma que Nouwen tenía de ver a Dios. De verlo como como la figura antropomórfica del venerable «anciano», pasó a verlo como la fuente y el fundamento de toda vida. ¿Qué autores o qué obras han influido en tu percepción de Dios? ¿De dónde sacas los nombres y las imágenes que empleas cuando describes y te diriges a Dios? ¿En qué sentido podría afectar el nombre que empleas y tu visión de Dios al modo en que entiendes la orientación divina?

1. Nouwen se encontró con Merton una sola vez, en 1967, con ocasión de un breve retiro en la abadía de Getsemaní, en Kentucky, de la que Thomas Merton era miembro. Aquella reunión dejó una huella profunda en Nouwen, aunque solo se menciona brevemente en el diario de Merton (vol. 6), que además registra el nombre con un error («padre Nau»). Merton falleció en 1968, y Nouwen comenzó a publicar en 1969. Nouwen escribió un libro sobre Merton en holandés (Bidden om het leven) en 1971, cuando enseñaba en Amsterdam. El libro se publicó al año siguiente en inglés con el título Pray to Live (Fides, 1972), y se volvió a editar como Encounters with Merton (Crossroads, Watsonville, CA 2004) [trad. esp.: Encuentros con Merton, Edibesa, Madrid 2007]. Ha sido una fuente básica para este capítulo. 2. Jean-Pierre DE CAUSSADE, The Sacrament of the Present Moment (HarperSanFrancisco, San Francisco 1989), libro 1, capítulo 2, sección 3. 3. Para una reflexión ampliada de Nouwen sobre el ejemplo de oración diaria del hermano Lawrence, cf. Spiritual Formation, p. 24. 4. Thomas MERTON, The Seven Storey Mountain (Harcourt Brace, New York 1948) [trad. esp.: La montaña de los siete círculos, Edhasa, Barcelona 1981]. 5. La aseidad es el poder de existir absolutamente en virtud de ello mismo; la realidad de Dios como la esencia de la existencia, o el «puro hecho de existir» en la filosofía cristiana clásica. La doctrina católica romana de que esencia y existencia son lo mismo en Dios está fundamentada en Éxodo 3,14, cuando Dios declara su verdadero nombre a Moisés: YO SOY QUIEN SOY. Escritores patrísticos y teólogos escolásticos coinciden en que el pasaje de Éxodo 3,14 recoge cómo Dios se declara a sí mismo como un ser puro y simple. La esencia metafísica de Dios es la existencia. 6. Th. MERTON, The Seven Storey Mountain, p. 172. 7. The Way of Chuang Tzu [trad. esp.: Por el camino de Chuang Tzu, ed. Debate, Barcelona 1999], Zen and the Birds of Appetite [trad. esp.: El Zen y los pájaros del deseo, ed. Kairós, Barcelona 1984] y Mystics and Zen Masters son tres de las exploraciones de Merton sobre la sabiduría oriental. 8. Th. MERTON, The Seven Storey Mountain, p. 185.

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9. Yushi NOMURA (ed.), Desert Wisdom: Sayings from the Desert Fathers (Doubleday, New York 1982), p. 4. 10. Th. MERTON, The Seven Storey Mountain, p. 354. 11. Ibid., pp. 268-269. 12. Nouwen trató el tema de la disciplina de la lectura espiritual en «An Introduction to the Spiritual Life», Yale Divinity School, 1981. 13. Aelred SQUIRE (ed.), Asking the Fathers (Paulist Press, Mahwah, NJ 1976), p. 121, citado en el apéndice de Nouwen sobre lectura espiritual, «An Introduction to the Spiritual Life» (Yale Divinity School, 1981). 14. «San Bernardo en Adviento», sermón 5, citado en Aelred SQUIRE (ed.), Asking the Fathers, p. 127; citado a su vez en «An Introduction to the Spiritual Life» (Yale Divinity School, 1981). 15. J.-P. DE CAUSSADE, Letters, vol. 3, p. 10; citado en Aelred SQUIRE (ed.), Asking the Fathers, p. 125; citado a su vez en «An Introduction to the Spiritual Life» (Yale Divinity School, 1981).

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Capítulo 4 Lee el libro de la naturaleza

«Aun cuando es cierto que Dios es una presencia oculta, solo tenemos que dejar que la naturaleza nos hable del Dios que está en todas partes».

– Henri Nouwen, en «The Genesee Diary» Aparte de los libros y las personas, también la naturaleza apunta hacia Dios y nos ofrece señales y misterios que indican la presencia y la voluntad divinas. El libro de la naturaleza, que no puede reducirse a palabras, revela características de Dios y de la actividad divina1. ¿De qué modo el Sol y las estrellas, las plantas y los animales y los ritmos naturales hablan de la gloria, los misterios y los caminos de Dios? Con todo, a medida que empecé a conocer a otras personas que estaban en mayor sintonía con Dios trabajando sobre los misterios del mundo, empecé a leer los evangelios de forma diferente y a ver cómo lo que me rodea es también un medio a través del cual Dios puede hablarme.

Caminar con Jesús sobre la tierra Al haber transcurrido toda mi existencia adulta ejerciendo de sacerdote, profesor y escritor, no he tenido que caminar mucho en mi vida. Siempre ha habido automóviles, aviones, trenes y autobuses que me han llevado de un sitio a otro. Mis pies no han entrado demasiado en contacto con caminos polvorientos; siempre ha habido ruedas que me lo han puesto más fácil a la hora de desplazarme de un lugar a otro, sin pensar demasiado en el mundo creado que me rodeaba. Pero cuando releí los evangelios, prestando atención al modo en que Jesús caminó sobre el polvo de la tierra, empecé a entender que él sintió el calor del día y el frío de la noche. Él conoció la hierba que se marchita y se desvanece, la tierra pedregosa, los arbustos espinosos, los árboles desnudos, las flores de los campos y la abundante cosecha. Conoció todo aquello por lo mucho que anduvo... y porque experimentó en su propio cuerpo tanto la dureza como la vitalidad de las estaciones. Jesús se encuentra en profunda conexión con la tierra sobre la que camina. Observa las fuerzas de la naturaleza, aprende y enseña acerca de ellas y revela que el Dios de la Creación es el mismo Dios que lo envió a dar la buena nueva a los pobres, la vista a los ciegos y la libertad a los presos. Camina de aldea en aldea, unas veces solo y otras en compañía, y se encuentra con pobres, pordioseros, ciegos, enfermos, dolientes y desesperanzados. Escucha atentamente a aquellos con quienes camina, y les habla con la autoridad de un verdadero compañero de viaje. Se mantiene muy pegado al suelo.

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Por tanto, si quiero seguir a Jesús, también yo tengo que mantenerme pegado al suelo. A menudo, alzo la vista a las nubes y fantaseo con un mundo mejor. Pero mis sueños nunca darán fruto, a menos que siga devolviendo la mirada al polvo de esta tierra y escuchando lo que Dios me dice en el camino de la vida. Porque estoy conectado a la tierra y a todos los que conmigo caminan sobre ella. La naturaleza no es el telón de fondo de nuestras vidas; es un don viviente que nos adoctrina sobre los caminos y la voluntad del Creador. Mis amigos más conscientes del modo en que la naturaleza nos adoctrina me han enseñado a aminorar el paso y a saborear la forma en que la presencia divina se entreteje en el mundo natural.

Pasear por el bosque con los amigos Recuerdo un largo paseo que di hace unos años en compañía de mi amiga Jutta, durante el cual atravesamos el bosque francés de Compiègne un día de niebla y lluvia. No había hojas que vistieran los árboles, ni rayos de sol que se filtraran a través de las oscuras ramas. Pero el bosque se nos reveló con una nueva belleza: tonos interminables de gris y verde, la neblina rodeando silenciosa los troncos de los altos árboles, abrazándolos amorosamente. Nos deteníamos de vez en cuando solo para mirar los caminos y las pequeñas zanjas que se desvanecían en la niebla, tal vez guiándonos a algún lugar misterioso. Por doquier, árboles altos y rectos nos hablaban de paz, estabilidad, armonía, descanso, vida y muerte, de idas y venidas, de la permanencia y el abandono. Estos árboles magníficos llevaban allí desde mucho antes de que nosotros naciéramos, y seguirán en ese lugar hasta mucho después de que desaparezcamos. Pero también ellos caerán algún día y se fundirán con la tierra de la que un día nacieron, para nutrir otra vez nuevos brotes. De pronto, llegamos al borde de un valle desde donde nuestra vista abarcaba una gran distancia. Vimos cómo el inmenso bosque se extendía ante nosotros. La niebla, que se acercaba y nos rodeaba, formaba pequeñas nubes o densas columnas de humo. No se oían pájaros ni se veían ciervos, pero la niebla bailaba como un espíritu amable que ofrecía su compañía a los árboles. Los árboles decían cosas buenas, los espíritus sonreían, y no teníamos miedo ni nos sentíamos solos. Este recuerdo no es nada extraordinario, pero es profundo. Caminar por el bosque con los ojos y el corazón abiertos me recordó que un paseo con un amigo puede recordarnos la presencia y la paz divinas incluso en momentos convulsos. Al igual que la niebla no es nada infrecuente en el mundo natural, tal vez la confusión y la falta de claridad sean también parte de la vida. Una de las personas que me ayudaron a empezar a ver la maravilla del mundo natural fue mi buen amigo Robert Jonas, un ecologista comprometido. En el transcurso de otro viaje a Europa, pasamos un día juntos en la Selva Negra de Alemania, en el pueblecito de Horben, a treinta minutos de Freiburg, situado en una zona preciosa, en medio de colinas cubiertas de pinos, y nos sentimos transportados a otro mundo. Campos, árboles, valles y montañas, casas y graneros se habían tornado blancos con las 54

recientes nevadas. El Sol brillante convertía la nieve blanca en una manta inmaculada, decorada con incontables estrellas relucientes. A medida que avanzábamos por los campos, todo estaba en tal calma y silencio que, sin pretenderlo, empezamos a hablarnos en susurros, como si no quisiéramos interrumpir el silencio de la naturaleza. El silencio era el más profundo que yo pudiera recordar, y entramos en el esplendor de la creación. Sentíamos gratitud en nuestros corazones y, al mismo tiempo, a nuestro alrededor. El misterio de la presencia de Dios nos envolvía. Se nos hacía difícil romper el silencio y seguir nuestro camino. Es extraordinario ver cómo la oración y la contemplación abren tus ojos a la naturaleza, y cómo la naturaleza te hace prestar más atención a la orientación divina. Una vez vi la contemplación como algo que idealmente se llevaba a cabo en el silencio de un monasterio o a puerta cerrada. Ahora sé que la naturaleza puede ser una compañera de contemplación. En lugar de intentar controlar y manipular las circunstancias de tu vida y del mundo que te rodea, te vuelves más receptivo a Dios en el mundo. Ya no ignoras la naturaleza ni la tomas como si fuera algo que dominar o poseer, sino que la acaricias; ya no la examinas, sino que la admiras. A cambio, la naturaleza se revela transformada y renovada –ya no es un impedimento para la oración, sino un medio de discernimiento; en lugar de ser un escudo invulnerable, se convierte en un velo que permite un anticipo de horizontes desconocidos. Dejar hablar a la naturaleza abre nuevos aspectos relacionados con el discernimiento de la presencia divina en lo que vemos muy remotamente. ¿Qué dicen los árboles y las estrellas? A veces necesitamos dar un largo paseo a través del bosque, ya esté decorado con nuevos matorrales y colores brillantes o con sencillos tonos grises, y pedirle a Dios que revele algo de sus caminos, de su voluntad y de su carácter.

Que canten el cielo y la naturaleza Cuando empecé a tomar conciencia y a ver la naturaleza como algo más que una metáfora –como una revelación viva de los caminos de Dios–, eché la vista atrás y me di cuenta de lo bien que me habían enseñado a experimentar a Dios en la naturaleza, aun cuando me llevara algún tiempo madurar del todo en este nuevo modo de buscar a Dios. «La lluvia es un signo de la bendición divina», dijo el abad John Eudes en cierta conversación un domingo especial, durante la eucaristía en la abadía de Genesee, encontrándome allí de retiro hace algunos años. Lo que dijo sobre Dios en la creación me dio una idea más completa acerca de cómo Dios está siempre presente. «La palabra hebrea para «bien» y «bendición» significa a veces «lluvia», explicaba el padre John. «Dios no se encuentra tan lejos de nosotros como para que tengamos que descender a las profundidades marinas o ascender a las nubes para encontrarlo. La presencia de Dios está en las cosas que tenemos más cerca, en las cosas que tocamos y sentimos, que movemos y con las cuales convivimos todos los días. Si bien es cierto que 55

Dios es una presencia oculta, solo tenemos que dejar que la naturaleza nos hable del Dios que está en todas partes». «Cuando entro en un jardín», prosiguió, «soy capaz de abrazar el momento presente pensando en una sola flor. Cuanto más bella y rebosante de vitalidad es la flor, tanto más escurridiza y frágil es su vida. La belleza es frágil por su propia naturaleza. Tócala con demasiada brusquedad, y desaparecerá; sujétala con demasiada firmeza, y sus pétalos se desprenderán. Debemos asirla con delicadeza y mirarla con atención, si no queremos que desaparezca. No puedes analizarla ni desmenuzarla para ver de qué está hecha o cómo llegó hasta allí, si quieres experimentar la flor silvestre. Así son también nuestras vidas. Concretas y a la vez tan vagas. Porque ¿quién puede analizar del todo nuestras vidas o entender todos sus caminos? Sin embargo, podemos probarlas y sentirlas en el momento y no desarmarlas como hacemos con los pétalos de una flor». El padre John Eudes expresaba lo que Juliana de Norwich y otros sabían perfectamente: que «todo vive con el amor de Dios». Ya sea en una florecilla, en una avellana o en cualquier otra cosa creada, algo de Dios puede hallarse en todas las cosas.

La lengua materna de Dios es la naturaleza El holandés es mi lengua materna, aunque a menudo escribo en inglés. Podría decirse que la lengua materna de Dios es la naturaleza, aun cuando Dios se revele a través de nuestros antiguos e imperecederos textos espirituales. Los caminos y la voluntad de Dios pueden leerse en los ritmos estacionales y en los ciclos de la creación: vida y muerte, siembra y cosecha, la espera y el disfrute de una nueva vida y en la resurrección. «Os aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Muchos de nosotros, que amamos los libros y la búsqueda del conocimiento espiritual, necesitamos que ser instruidos poco a poco en el lenguaje de la naturaleza. Antes de unirse a los trapenses, Thomas Merton estaba demasiado ocupado con su propia vida y su viaje interior como para abrirse por completo a Dios en la naturaleza. Aunque le costaba experimentar los placeres de la naturaleza en la ciudad, la naturaleza empezó a hablarle mientras se encontraba en una casa de campo con sus amigos, y él empezó a comprender un lenguaje que nunca había encontrado en los libros. Sus ojos iban de las páginas a los árboles y se alzaban al oscuro cielo. En su autobiografía escribió: «Era una tarde fresca de verano... Con el libro en el regazo, bajé la vista para observar las luces de los coches que avanzaban lentamente por la carretera desde el valle. Miré el contorno oscuro de las colinas arboladas y las estrellas que empezaban a aparecer en el cielo por el Este. Las palabras de la Vulgata sonaron y crearon un eco en mi corazón: “Qui fecit Arcturum et Oriona...”; “Quien hizo a Arturo y a Orión y a Híades y las partes interiores del Sur”»2 .

Más tarde, en la abadía, después de haber vivido durante muchos años en las montañas de Kentucky, Merton gozó de una intimidad con la naturaleza que nutrió su 56

vida de oración. Esta facilidad creciente tuvo un profundo efecto en su vida. Aparte de su anhelo de un estilo de vida más disciplinado, experimentaba una creciente apertura hacia la belleza de la naturaleza y hacia la libertad respecto de su entorno. Se volvió menos serio, nervioso, ansioso e inquieto. El entorno natural en el que vivía –del que apenas había sido antes consciente– abrió ante él una magnífica y transformada belleza y una visión más rica del mundo de Dios: «Cuando contemplo tu cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él? [...] Señor, dueño nuestro, ¡qué grande es tu Nombre en toda la tierra! (Sal 8,4.10) Cuando nos relacionamos con los árboles, los ríos, las montañas, los campos y los océanos en su condición de objetos que podemos usar en función de necesidades reales o imaginarias, la naturaleza es opaca y no nos revela su verdadero ser. Cuando un árbol no es más que una silla en potencia, deja de hablarnos de crecimiento; cuando un río es tan solo un vertedero de residuos industriales, ya no puede hablarnos de movimiento; y cuando una flor no es sino un objeto decorativo, apenas tienen algo que decirnos acerca de la belleza de la vida. Nuestra difícil y ahora urgente misión es caer en la cuenta de que la naturaleza no es una posesión por conquistar, sino un don que hemos de recibir con respeto y gratitud. Solo cuando somos capaces de reverenciar los ríos, océanos, colinas y montañas que nos brindan un hogar, y solo entonces, pueden volverse transparentes y revelarnos su verdadero significado. Toda la naturaleza oculta grandes secretos que no pueden revelarse si no escuchamos atenta y pacientemente el lenguaje oculto de Dios. La naturaleza desea que discernamos la gran historia del amor divino que nos muestra. Las plantas y animales con los que convivimos nos aleccionan sobre el nacimiento, el crecimiento, la madurez y la muerte, sobre la necesidad de atentos cuidados, y en especial sobre la importancia de la paciencia y la esperanza. E incluso, más profundamente, las propiedades del agua, el aceite, el pan y el vino apuntan, más allá de sí mismas, a la gran historia de nuestra re-creación. Comida y bebida, montañas y ríos, océanos y cielos: todos ellos se vuelven transparentes cuando la naturaleza se revela a quienes tienen ojos para ver y oídos para escuchar lo que el Gran Espíritu de Dios nos dice.

La llamada a renovar la creación Con el tiempo, empecé a comprender que toda creación pertenece y descansa en los brazos de su Creador, y que quien comulga con Dios comiendo y bebiendo en la mesa 57

debe antes escuchar y celebrar las voces de la naturaleza y traducirlas para provecho de otros. Cuando pensamos en los océanos y montañas, bosques y desiertos, árboles, plantas y animales, el sol, la luna, las estrellas y todas las galaxias como en una creación divina que espera ansiosa su renovación (Rom 8,20-21), no podemos dejar de admirar el plan de redención global de la majestad de Dios. Los seres humanos no somos los únicos que aguardamos la salvación en medio de nuestro sufrimiento: toda la creación gime y se lamenta con nosotros, esperando alcanzar su plena libertad. Así, no cabe duda de que somos hermanos y hermanas no solo de todos los demás hombres y mujeres del mundo, sino también de todo cuanto nos rodea. Sí, debemos amar y respetar los campos llenos de trigo, las montañas cubiertas de nieve, los rugientes mares, los animales salvajes y los mansos, las enormes secuoyas y las pequeñas margaritas. En la creación, todo, al igual que nosotros, pertenece a la gran familia de Dios. ¡Qué expansiva es la visión de lo que Dios hace en mi vida y en la tuya cuando podemos aceptar la realidad de que nuestra llamada final y vuelta a casa abarca no solo a nosotros mismos y a nuestro prójimo humano, sino a toda la creación...! La plena libertad de los hijos de Dios debe ser compartida por toda la tierra, y nuestra renovación en la resurrección supone la renovación del universo. Esta es la gran visión de la obra redentora de Dios a través de Cristo. Esta es la percepción de Isaías de la nueva creación: «El lobo y el cordero pastarán juntos, el león como el buey comerá paja. No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo, dice el Señor» (Is 65,25). Y debemos intentar mantener viva esta percepción. El verdadero discernimiento nos involucrará en la gran llamada de Dios de la que participamos. A mí no me basta con discernir la voluntad de Dios respecto de mi vida; debo discernir los deseos divinos respecto de esa misma vida como una pequeña pero importante parte de la gran llamada divina a renovar y redimir toda la tierra. Por eso, en todas las épocas santos y profetas han intentado vivir lo más cerca posible de la naturaleza, en su búsqueda del significado oculto de la vida. San Benito trasladó a su comunidad a la cima de Montecassino en el siglo VI; san Francisco consideró en los siglos XII-XIII que los elementos eran el Hermano Sol y la Hermana Luna, y que los animales eran parte de su extensa familia; san Bruno se retiró a los escarpados Alpes en el siglo XI; pero también está el caso de Thomas Merton, que vivió en el bosque de Kentucky, y de los monjes benedictinos, que siguen construyendo sus monasterios en lugares tales como un remoto cañón de Nuevo México. Aún hoy, muchos jóvenes abandonan las ciudades y se marchan a vivir al campo para encontrar la paz escuchando las voces de la naturaleza. ¡Y vaya si habla la naturaleza...! Los pájaros le hablaban a san Francisco, los árboles a los nativos americanos, el río a Siddharta, las estrellas a Merton... Cuanto más nos acercamos a la naturaleza, tanto más tocamos el espíritu de la vida. 58

Quienes nos hemos sido forjados en el ámbito del cristianismo occidental tenemos mucho que aprender de los nativos americanos acerca de cómo escuchar las voces de los ríos, los árboles, los pájaros y las flores, que constantemente nos hablan de nuestra condición vital, de nuestra belleza y mortalidad. Un indio wintu dijo en cierta ocasión: «El hombre blanco nunca se ha preocupado de la tierra, del ciervo o del oso. Cuando los indios matamos carne, nos la comemos toda. Cuando cavamos raíces, hacemos pequeños agujeros. [...] Lo aprovechamos todo de la bellota y del piñón. No talamos árboles. Empleamos tan solo madera muerta. Pero el hombre blanco ara la tierra, arranca los árboles, lo mata todo. El árbol dice: “No lo hagas. Me duele. No me hagas daño”. Pero los blancos lo talan y lo echan abajo. El espíritu de la tierra los odia. [...] Los indios no le hacen daño a nadie, pero los blancos lo destruyen todo»3 .

Los nativos americanos se sienten parte de la naturaleza, hermanos y hermanas de todas las criaturas. Sus obras artísticas son acordes con la naturaleza. En sus máscaras se funden rostros humanos y animales; para la cerámica emplean vegetales, como la calabaza, que les sirven de modelos. La naturaleza les enseña las formas que pueden crear con sus propias manos. La tierra es el cuerpo de Dios, y saben cómo escuchar lo que el cuerpo de Dios tiene que enseñarles. Una vez nos volvemos sensibles a las voces de la naturaleza, podemos oír sonidos de un mundo en el que tanto la humanidad como la naturaleza encuentran su forma. Una vez somos más conscientes de las voces de todo cuanto nos rodea, creciendo en el respeto y la reverencia por el Dios de toda creación, también somos capaces de cuidar verdaderamente de todas las criaturas, integradas en la naturaleza como un zafiro en un anillo de oro. «Amado Señor, Tú eres la Palabra de Dios mediante la cual toda la creación cobra vida: ríos y árboles, montañas y valles, pájaros y caballos, trigo y maíz, sol y estrellas, lluvia y trueno, viento y tormenta y, sobre todo, personas –hombres y mujeres, jóvenes y viejos, blancos y negros, morenos y pelirrojos, agricultores y maestros, monjes y empresarios–. Tú, oh, Señor, te encuentras en toda tu creación. Te doy las gracias por la belleza de todo cuanto existe»4 .

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Ejercicios para un discernimiento más profundo 1. Camina con Jesús sobre la tierra. Conduce por un camino apartado y polvoriento. Desciende del coche y camina sobre el polvo de la tierra, como lo hizo Jesús. Escoge una de las parábolas de Marcos 4. Léela en el exterior y escucha lo que Dios puede estar diciéndote a través del libro de la Biblia y del libro de la Naturaleza. Reflexiona sobre cómo disciernes de forma distinta cuando «lees» estos dos libros al mismo tiempo. 2. Camina con amigos por el bosque. Descubre una senda y emprende un viaje en busca de belleza. En lugar de tener una conversación, guardaos las palabras y permaneced en 59

silencio. Observad y estad atentos a lo que veis y oís. Bebed profundamente del pozo de la creación. «Probad y ved qué bueno es el Señor». 3. Escucha el canto del cielo y de la naturaleza. Ya sea a solas o con amigos, acércate a la naturaleza. Lee Isaías 55,12 en voz alta: «Saldréis con alegría, os llevarán seguros: montes y colinas romperán a cantar ante vosotros, y aplaudirán los árboles silvestres». Mientras escuchas la música de la naturaleza, ¿eres capaz de discernir el canto de los árboles? ¿Qué significaría para ti aplaudir con los árboles o bailar con las montañas? ¿Te resulta natural o forzado este compromiso con la naturaleza? Reflexiona sobre tu relación con el mundo creado. ¿Te parecen el Sol y las estrellas tus hermanos y hermanas? ¿Te ves a ti mismo como parte de la obra de Dios para redimir el conjunto de la creación? ¿Qué puede estar enseñándote Dios sobre tu lugar y tu tarea en su gran misión? ¿Añade perspectiva esta visión de gran angular a tu intento de discernir el papel que desempeña Dios en tu vida?

1. Quizá Nouwen diría ahora que es fácil pensar en los libros como en páginas impresas unidas con cola y cubiertas por tapas duraderas o como en un texto digital que se puede descargar electrónicamente a cualquier dispositivo móvil. Pero los antiguos, como Agustín, entre otros, a menudo hablaban del Libro de la Naturaleza como un libro digno de nuestro estudio. Nouwen coincidía con la idea de lectores premodernos de que la lengua materna de Dios era la naturaleza, y escribió sobre los mensajes que Dios nos deja en la naturaleza. 2. Th. MERTON, The Seven Storey Mountain, p. 293. 3. Theodore ROSZAK, The Making of a Counter Culture (Anchor Books, New York 1969), p. 245; citado en Nouwen, Creative Ministry (Doubleday, New York 1991), p. 104. 4. A Cry for Mercy: Prayers from the Genesee (Doubleday, New York 1981), p. 94.

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Capítulo 5 Presta atención a las personas con las que te tropiezas

«Dios nos habla a través de las personas que nos hablan de las cosas de Dios».

– Henri Nouwen Si bien es cierto que Dios revela sabiduría y orientación a través de la Biblia y de los libros y artículos que leemos, así como del libro de la naturaleza, no menos cierto es que nos habla también a través de las personas que conocemos en la vida diaria. Cuando me uní a Daybreak, donde personas discapacitadas constituyen el núcleo de la comunidad, a nadie le importó que yo escribiera libros o diera clases en el ámbito universitario o en grupos eclesiales alrededor del mundo. Mis logros no les impresionaban. Lo que de verdad les interesaba era hasta qué punto me implicaba con ellos y les mostraba mi cariño. En las rutinas del día a día y en las conversaciones de la vida, empecé a oír de forma diferente la voz de Dios. El Espíritu de Dios parecía hablarles directamente y hacerlo a través de ellos, sin mediación de libros o de debates intelectuales. Probablemente, algunos miembros de mi comunidad no cuentan con demasiadas capacidades y habilidades físicas o mentales, pero en su pobreza y simplicidad están más abiertos a Dios que yo. Como el centro de su ser está ampliamente abierto a Dios, parecen capaces de ver y hablar directamente al corazón de mis preocupaciones. «Henri, ¿me quieres? ¿Vendrás a casa esta noche? ¿Me llevarás contigo? ¿Me cuidarás?». Me ayudaron a ver que, aunque supiera escribir acerca de ser amado por Dios, era en mis relaciones con ellos donde descubriría lo que significaba ser amado y amar como parte del aprendizaje de lo que significa amar a Dios, a uno mismo y al prójimo, como Dios ordenó. Las personas que conocemos, algunas grandes a los ojos del mundo y otras casi invisibles para la mayor parte de la sociedad, son conductos de la sabiduría divina. Cuando conocí a la Madre Teresa en una visita a Roma, inmediatamente vi que su atención interior se centraba exclusivamente en Jesús. A través de él, ella llegó a ver a los más pobres entre los pobres, a quienes dedicó su vida. Cuando se le planteaban cuestiones corrientes de tipo social, psicológico o médico, no respondía al mismo nivel al que se le planteaban dichas cuestiones. Al contrario, las abordaba con una lógica divina y desde un lugar y una perspectiva espirituales que a la mayoría de nosotros nos son desconocidos. Por eso muchos consideraron simplistas, ingenuas, y desfasadas sus formas. Como Jesús, retó a sus seguidores a acompañarla a ese lugar donde las cosas pueden verse como Dios las ve y a mirar, más allá de la superficie, hacia el lugar de la llamada o el encuentro divinos.

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En mi caso, le había pedido consejo en relación con mis distracciones y tentaciones espirituales. Después de escuchar mis singulares complicaciones y elaboradas explicaciones de mis problemas vitales, me dejó cortado con solo decirme: «Bueno, cuando dediques una hora al día a adorar al Señor y no vuelvas a hacer cosas que crees que están mal... ¡estarás bien!». Su respuesta me dejó perplejo. Yo contaba con que ella hiciera un diagnóstico de mis apremiantes preguntas, que las analizara; pero de pronto me di cuenta de que yo había hecho preguntas «desde abajo», y ella me había dado una respuesta «desde arriba», apuntando en dirección a la presencia divina. Ella sabía que, aunque yo entendiera mejor mis distracciones y problemas, algo quedaba siempre: una llamada a vivir más cerca del corazón de Dios. Al principio, su respuesta no pareció ajustarse a mis preguntas; pero luego empecé a ver que aquella respuesta venía del lugar sanador de Dios y no del lugar de mis quejas. Obtener respuestas a mis preguntas no es el objetivo de la vida espiritual. Vivir en presencia de Dios es la gran vocación. El don del discernimiento es la habilidad de oír y ver desde la perspectiva divina y ofrecer esa sabiduría a otros desde arriba. En verdad, Dios me habló a través de los labios de la Madre Teresa. Ella me invitó a recuperar la disciplina de la oración y a estar en presencia de Dios, lo cual es el punto de partida y de llegada del que emerge la orientación divina. Alguien que me enseñó lo importante que es aprender a escuchar no solo a personas como la Madre Teresa, venerada por muchos, sino también las voces de las personas con quienes convivimos más íntimamente, fue el padre Thomas Philippe. El padre Thomas es un sacerdote dominico que, junto con Jean Vanier, cofundó la comunidad de El Arca en Trosly, Francia, a mediados de los sesenta. Aunque ha fallecido, se le sigue considerando el padre espiritual de la comunidad. Pasamos muchas horas hablando de cómo una relación íntima e intensa con la pareja, los padres, los hijos o un amigo crea una relación interpersonal dinámica que es también transpersonal y espiritual y que, por tanto, puede convertirse en vehículo para la presencia y la dirección divinas, aunque con limitaciones. En muchos casos, las relaciones primarias de las personas que llegan a El Arca se han visto dañadas o deterioradas a causa de la dificultad que supone el vivir con una discapacidad. Uno de los aspectos más curativos de El Arca es la forma en que todos los miembros de la comunidad –los físicamente capaces y los discapacitados, los que pueden hablar y los que no– son considerados mediadores de amor y de gracia por las personas de la comunidad. Conocí al padre Thomas en El Arca en 1985, cuando él tenía ochenta años y seguía plenamente activo en sus funciones de sacerdote de la comunidad. Dadas sus extraordinarias dotes para el discernimiento y la sabiduría, algunos lo llamaban el «Juan de la Cruz de nuestro tiempo». Entendía en lo más hondo el modo en que Dios habla a través de la imperfección. Para mí fue una experiencia muy profunda estar ante alguien cuyo francés apenas entendía, pero que, aun así, comunicaba con profundidad y convencimiento el misterio de la presencia divina en las personas que nos rodean.

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Como la Madre Teresa, hacía preguntas que te llevaban más allá de los problemas superficiales en que muchos de nosotros nos centramos. Por ejemplo, cuando hablábamos acerca de cómo nuestros padres nos hicieron daño y cómo Dios era el único padre verdadero, preguntó: «¿Por qué no podemos pensar en nuestros padres biológicos como seres creados que reflejan sobre nosotros algo de la paternidad y la maternidad divinas, en lugar de pensar en Dios como una creación de nuestras mentes que compensa la imperfección de nuestros padres?». Este tipo de preguntas profundas sobre la existencia y la naturaleza de Dios no pertenecen tan solo al campo de la psicología, ya que inciden en el modo en que Dios está encarnado y se hace presente en personas de carne y hueso. El padre Thomas entendía teológicamente el corazón confiado: que todas las expresiones humanas de amor que nos llegan en la vida, a pesar de ser limitadas e imperfectas, son en realidad manifestaciones del amor perfecto e ilimitado de Dios. «De algún modo», decía, «incluso de pequeños estamos en contacto con un amor más grande, profundo y fuerte que el que nuestros padres y profesores pueden ofrecernos». Como teólogo, percibía todas las relaciones humanas como «signos que apuntan a la vida interior de Dios». A menudo, nuestros tres tipos primarios de relaciones son con los padres que nos han criado, con amigos cercanos a los que consideramos iguales, y con la familia más cercana con la que convivimos (pareja o comunidad). Estas relaciones primarias reflejan nuestra relación (o falta de relación) con Dios en tanto que Padre/Creador, Hijo/Redentor y Espíritu/Apoyo. Estas relaciones, para bien o para mal, pueden llevarnos a una comunión más íntima con el Dios trino. Al principio, esto puede parecer idealista. Pero, una vez que estamos dispuestos a ver a las personas como signos vivientes, y toda la vida como la manifestación continuada del amor divino, podemos empezar a ver a través de las relaciones de nuestra vida como dones de Dios que ayudan a moldearnos y darnos forma, recordándonos la calidad interna del propio amor de Dios. Aun cuando nuestra madre, padre, hermano, hermana, cónyuge o amigo no fuera capaz de amarnos tal como nosotros desearíamos que lo hicieran, el padre Thomas empezó a enseñarme que cada uno de ellos reflejaba un aspecto del amor de Dios, y cuando se reunían reflejaban la plenitud de Dios de un modo que yo muchas veces había pasado por alto al centrarme en lo que no sabía ofrecerme cada uno. En este convencimiento, Thomas Philippe coincidía esencialmente con Thomas Merton, que también escribió abundantemente acerca de la necesidad de prestar atención a las personas que Dios pone en tu camino si quieres discernir el papel de Dios en tu vida.

Señales vivientes: personas que indicaron a Merton el camino hacia Dios El Diario secular y La montaña de los siete círculos, de Thomas Merton, están repletos de nombres de personas a las que conoció en su juventud. Junto con los libros, fueron determinadas personas las que se convirtieron en «señales vivientes» que 63

indicaron a Merton el camino hacia Dios y hacia su vida en la abadía de Getsemaní. Tres nombres en concreto destacan como especialmente influyentes en la constitución de su forma de ser y como figuras iluminadoras: Daniel Walsh, el Dr. Bramachari y Bob Lax. Cuando leí la autobiografía de Merton, empecé a darme cuenta de cómo profesores y amigos trajeron a la vida de Merton la verdad de Dios de un modo en que nunca pudieron hacerlo los libros. Daniel Walsh, profesor visitante de la Universidad de Columbia, inició a Merton en el estudio de Tomás de Aquino (1225-1274) y de Duns Scoto (1266-1308), dos de los grandes filósofos y teólogos de finales de la Edad Media. Estos filósofos y sus respectivas ideas sobre Dios como la «fuerza primigenia» y el «ser infinito» inspiraron su imaginación e impusieron cierto orden en su infinidad de ideas y sentimientos. Según Merton, Walsh «no tenía nada de la confianza altanera del profesor común: no necesitaba esa coraza frágil y artificial para cubrir sus insuficiencias. No necesitaba esconderse detrás de trucos y vanidades; ni siquiera necesitaba ser brillante. En su sonriente sencillez, solía eclipsarse a sí mismo por completo en la sólida y poderosa mente de santo Tomás» 1. Aun antes de que empezara a acudir a las clases de Walsh, Merton lo había visitado y le había planteado su idea de ser sacerdote. Juntos hablaron de todas las distintas órdenes y, finalmente, llegaron a la conclusión de que la de los franciscanos era la más apropiada para Merton. Pero luego Walsh le habló con entusiasmo de Getsemaní y le animó a retirarse allí. Esta conversación llevaría a Merton a discernir su llamada a unirse a los trapenses. Años más tarde, Walsh fue a Getsemaní a impartir clases de filosofía, y en 1967 él mismo fue ordenado sacerdote en la diócesis de Louisville. Los roles de profesor y estudiante ayudaron a ambos a discernir su vocación a medida que aprendían juntos. Una figura completamente diferente y que dejó también una profunda huella en Thomas Merton fue el monje indio conocido como Dr. Bramachari (que es el término que emplean los hindúes para «monje»). Merton escribió sobre él con mucho humor, enorme respeto y profunda veneración. La primera vez que vio a Bramachari en la estación Grand Central de Nueva York, escribió: «Allí estaba un hombrecillo tímido, muy feliz, sonriendo de oreja a oreja y con todos los dientes en medio de un bronceado rostro. Sobre su cabeza llevaba un turbante amarillo con letras rojas que reproducían oraciones hindúes, y en los pies, como era de esperar, zapatillas deportivas». Merton y Bramachari enseguida se hicieron amigos. Merton admiraba la simpatía con que Bramachari criticaba a Occidente y relativizaba todo lo que los demás consideraban tan importante en la universidad. «Nunca había sarcasmo, ironía ni desprecio en sus críticas: de hecho, no emitía juicio alguno, y menos aún juicios adversos. Se limitaba a afirmar hechos y luego se echaba a reír –su risa era tranquila e ingenua y expresaba su total asombro ante la mera posibilidad de que las personas tuvieran que vivir tal como él veía que vivían a su alrededor»2 .

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Bramachari no intentaba en absoluto que Merton hiciera suyas sus propias creencias, ni mucho menos lo forzaba a adquirir ningún tipo de convicción. Al contrario, le dijo a Merton: «Hay muchas obras místicas maravillosas escritas por los cristianos. Deberías leer las Confesiones de San Agustín y La imitación de Cristo». Así que aún quedó más impresionado al ver que aquel monje hindú le orientaba hacia la tradición mística cristiana. Más tarde escribió: «Ahora que echo la vista atrás hacia aquellos días, me parece muy probable que una de las razones por las que Dios lo trajo desde la India fuera tal vez para que me dijera aquello». Paradójicamente, aquel monje hindú contribuyó a orientar la curiosidad de Merton con respecto a Oriente y le hizo sensible a la riqueza de la tradición mística cristiana de Occidente. ¡Qué propio de Dios, hablar a través de una fuente inesperada de manera sorpresiva...! De todas las personas que desempeñaron un papel en el viaje de Merton a Getsemaní, Bob Lax es con toda seguridad la figura más fascinante y tal vez la principal. El nombre de Bob Lax aparece frecuentemente en La montaña de los siete círculos, y esta destacada figura emerge una y otra vez en momentos críticos. No era profesor como Walsh, ni un extranjero interesante como Bramachari. Lax formaba parte del pequeño círculo de amistades literarias con las que Merton compartió sus años de estudiante en la Universidad de Nueva York. De hecho, era un amigo íntimo, pero lo describe con tal admiración y simpatía que resulta evidente que Merton se vio constantemente influido por él. La primera vez que Merton vio a Lax, este se hallaba sentado en medio de un grupo de editores de la revista estudiantil Jester. Así trató de describirlo más adelante: «Era una especie de combinación de Hamlet y Elías. Un profeta en potencia, pero no airado. Un rey, pero también un judío. Una mente llena de intuiciones tremendas y sutiles, y cada día encontraba menos y menos cosas que decir sobre ellas y se resignaba a callar. Cuando vacilaba, aunque fuera sin mostrar vergüenza ni nerviosismo, enroscaba las piernas a la pata de la silla de siete formas distintas, mientras buscaba una palabra con la que empezar su discurso. Como mejor hablaba era sentado en el suelo. Y creo que el secreto de su firmeza ha sido siempre una especie de espiritualidad natural e instintiva, una especie de orientación innata hacia el Dios viviente. Lax siempre ha temido encontrarse en un callejón sin salida, aunque ha sido en parte consciente de que, al fin y al cabo, tal vez no se tratara de un callejón sin salida, sino de Dios, de la eternidad. Ya desde la cuna, su mente tenía una predisposición natural para una cierta afinidad con Job y Juan de la Cruz. Y ahora sé que nació siendo tan contemplativo que probablemente nunca sabrá hasta qué punto lo es.

En suma, aun las personas que siempre han pensado que era “demasiado poco práctico” lo han venerado... de la forma en que las personas que valoran la seguridad material inconscientemente veneran a las personas que no temen la inseguridad» 3. En muchos sentidos, Lax fue un profeta y un guía para Merton. Su relación se caracterizaba por una enorme sencillez y, al mismo tiempo, una gran intensidad. De todas las personas que Merton conoció en su juventud, Lax fue sin duda la más cercana a él. Lax fue su mejor amigo, pero nunca lo utilizó para eludir su vocación a la soledad. Al 65

contrario, lo describe como una de las muchas señales en su camino hacia Dios. El poder de la amistad es extraordinario si no encuentra todo su significado en sí mismo. Si las personas esperan demasiado unas de otras, pueden hacerse daño mutuamente; la decepción y la amargura pueden dominar el amor e incluso reemplazarlo. Pero en la práctica del discernimiento en la vida cotidiana podemos aprender a apreciar a nuestros mejores amigos, a nuestros familiares e incluso a completos desconocidos, en ocasiones, como postes indicadores que nos señalan la dirección hacia Dios. Los amigos pueden ser guías que ven lo que nosotros quizá no sepamos ver por nosotros mismos.

Señales vivientes que me ayudaron a encontrar un hogar En mi caso, algunas de las personas críticas para mi vida que me ayudaron a seguir mi vocación de unirme a El Arca fueron Robert Jonas, Nathan Ball y Sue Mosteller. Únicos entre los muchos, muchísimos queridos amigos de distintas épocas de mi vida, los tres se cruzaron en mi camino en momentos críticos y me ayudaron a oír la voz interior del amor4. Quiero reflexionar aquí sobre el modo en que cada uno de ellos me orientó hacia Dios.

Robert Jonas: el don de la amistad espiritual Dejar la Harvard Divinity School fue una decisión difícil. Durante muchos meses oré anegado en lágrimas y pasé noches enteras sin dormir, traté de distinguir las múltiples voces que oía en mi cabeza. Si me iba, ¿estaba siguiendo mi vocación o traicionándola? Las voces exteriores no dejaban de decirme: «Puedes hacer mucho bien aquí. ¡La gente te necesita!». Las voces interiores insistían una y otra vez: «¿De qué te sirve predicar el evangelio a los demás si pierdes tu alma?» La situación requería el discernimiento de espíritus, y mi querido amigo y antiguo alumno, Robert Jonas, se convirtió para mí en un compañero y guía espiritual en un momento crítico de confusión y exploración personales. Me llevó más de un año decidirme a explorar una nueva vocación posible y un nuevo hogar con personas física e intelectualmente discapacitadas. Al final, después de muchas conversaciones con Jonas, discerní que mi creciente oscuridad interior, mis sentimientos de rechazo, mi necesidad excesiva de afirmación y afecto y mi profunda sensación de desapego eran señales claras de que debía irme. La fuerte conexión que sentí con Jean Vanier y su comunidad de El Arca en Francia me facilitaron la salida de Harvard y la llegada a Trosly-Breuil en 1985, donde pasé un año de oración y discernimiento. El Arca resultó ser un lugar maravilloso no solo para recuperarse de una «academitis terminal», sino también para explorar una nueva vocación. Cuando Madame Vanier, la madre de Jean, que tenía ochenta y siete años, me estrechó entre sus brazos al poner un pie en su casa de El Arca, fue como volver a casa. 66

Aquel mismo día, oí algo parecido a una llamada que me urgía a volver a comenzar un diario. Después de mi viaje a América Latina, cuatro años antes, había dejado de escribir todos los días. Pero de pronto me di cuenta de que, si aquel año iba a ser un año de oración, lectura, escritura y recuperación, mientras escuchaba atento las mociones interiores del Espíritu, ¿qué mejor manera de ponerme en contacto con la obra de Dios en mí que llevar un registro de lo que me ocurría día tras día? Si de verdad iba a ser un año de discernimiento, un diario sincero podría ayudarme tanto como lo había hecho en el pasado. Pasé menos de un mes en Francia antes de que empezara a echar en falta a mis amigos de Boston. El 10 de septiembre escribí en mi diario: «Un día muy duro. Había estado esperando a mi buen amigo Jonas, que me llevó al aeropuerto de Boston con la promesa de venir a visitarme a Francia... Tuve la impresión de que tenía ganas de verme y de que encontraría la forma de hacerlo. Cuando lo llamé, me dijo que había cambiado de planes y que había tenido que posponer su visita... Me dolió mucho”. Mientras lidiaba con aquellos sentimientos conocidos de rechazo, me dije: «Henri, si de verdad quieres ser menos visible para el mundo, menos conocido y más olvidado, intenta aprovechar esta experiencia para convertirte en una persona más agradecida y más espiritual. Confía en que la ocultación te dotará de nuevos ojos para observarte a ti mismo, a tu mundo, y a tu Dios. Las personas no pueden darte ojos nuevos, sino únicamente aquel que te quiere sin límite». Mi diario dejó constancia de lo que yo sabía que debía hacer y de lo que, en cierto modo, deseaba hacer; pero mis actos siguieron lentos a esas intenciones durante el primer mes que pasé en Francia. Oré por unos pocos momentos de tranquilidad, pidiéndole a Jesús que me ayudara, e intenté hacer mi trabajo como mejor supe. «Señor, dame la paz y la alegría que solamente tú sabes dar». Dos semanas después, Jonas volvió a llamar desde Cambridge para decirme: «¡Quiero ir a verte en octubre!» Una vez concretadas las fechas y el lugar del encuentro, me desprendí del resentimiento y sentí de nuevo su amistad solícita y fiel. Jonas vino a pasar diez días conmigo en El Arca, visitando a miembros de la comunidad, asistiendo a talleres, reuniéndose con especialistas y conociendo conmigo las zonas cercanas. Tuve la sensación de estar enseñándole a un extranjero mi ciudad, a la vez que la descubría yo mismo. Como psicólogo, Jonas era el tipo de amigo que hacía preguntas, se percataba de los acontecimientos y establecía comparaciones distintas de las mías, y me ayudó a revelar una comunidad de El Arca diferente de la que yo había visto hasta entonces. Durante el tiempo que pasamos juntos, tuvimos ocasión de hablar de las expectativas que teníamos depositadas en esta amistad espiritual. Me costaba hablar de mis sentimientos de rechazo y subyugación, de mi deseo de aserción, así como de mi necesidad de espacio, de la inseguridad y de la desconfianza, del miedo y del amor. Sin

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embargo, a medida que me adentraba en estos sentimientos, descubrí también el verdadero problema: esperar de un amigo lo que solo Dios puede dar. Jonas me desafió a salir del centro y a dejar de comportarme como si mi vida fuera la única afectada por la verdadera amistad. También él tenía una vida; también él tenía sus problemas; también él tenía necesidades insatisfechas e imperfecciones. Al intentar comprender su vida, sentí una profunda compasión por él. Dejé de sentir la necesidad de juzgarlo por no prestarme suficiente atención. Aprendí que, cuando eres capaz de ver a otra persona de cerca, reconociendo sus necesidades insatisfechas y sus problemas, parecidos a los tuyos, puedes tomar una cierta distancia respecto de tu propia vida y comprender que, en la verdadera amistad, hay un dar y recibir como el de dos personas que aprenden a bailar. También aprendí de nuevo que la amistad requiere una disposición constante a perdonarse mutuamente por no ser Cristo, y una disposición a pedirle a Dios que sea el centro de la relación. Cuando Cristo no media en una amistad, esa relación fácilmente se vuelve exigente, manipuladora y opresiva, y fracasa a la hora de dejarle al otro espacio para crecer. La verdadera amistad requiere cercanía, cariño, apoyo y ánimo mutuo, pero también distancia, espacio para crecer, libertad para ser distinto y soledad. Para nutrir ambos aspectos de una relación debemos experimentar una seguridad más profunda y duradera de lo que ninguna relación humana es capaz de ofrecer. Mientras me esforzaba por comprender mi necesidad de amistades cercanas, me di cuenta de por qué Jesús envió a sus discípulos a recorrer el mundo de dos en dos. Juntos, podían mantener el espíritu de paz y amor y la seguridad que encontraban en su compañía, y podían compartir estos dones con todas las personas que conocieran.

Nathan Ball: la invitación a convertirme en hermano Uno de los miembros de la comunidad que conocí aquel año en El Arca fue Nathan Ball, con quien, poco a poco, entablé una estrecha amistad. Hasta hoy, le considero más cercano que a un hermano. Siempre he considerado que la amistad espiritual es uno de los dones más maravillosos que Dios me ha otorgado. Es el don que confiere más vida, hasta donde alcanza mi imaginación. Conocí a muchas personas increíbles, cariñosas y devotas en El Arca Trosly –en conjunto, una fuente de gozo para mí– y recuerdo a cada una de ellas con gratitud y afecto. Con todo, dentro de esas muchas amistades, había algo bastante especial en mi relación con Nathan. Era un oyente estupendo, sabio y fiel a los caminos de Dios. Tenía la profunda sensación de que se convertiría en un nuevo compañero de vida, en una nueva presencia que seguiría conmigo adondequiera que fuese. Nathan es un canadiense criado en la iglesia bautista, que entró en la Iglesia católica justo antes de llegar a El Arca para vivir y trabajar como asistente. La primera vez que lo vi con sus amigos en el vestíbulo de la capilla, me conmovió hondamente su compasión y 68

el generoso cariño que mostraba por los pobres e impedidos. Era el fruto de haber cuidado de un hermano físicamente discapacitado que había fallecido. No fui consciente de lo significativa que se había vuelto nuestra relación hasta que se fue un mes a Canadá para visitar a su familia y a sus amigos. Echaba enormemente en falta su presencia. Cuando hablamos de planes futuros, quedó claro que Dios nos había unido por una razón. Nathan pretendía iniciar sus estudios de teología en Toronto el otoño siguiente y vivir en Daybreak –una comunidad cercana afiliada a El Arca–. Y a mí se me había llamado a mudarme a Daybreak para ser el sacerdote residente de la comunidad. No pude evitar sentir que con su amistad se hacía mucho más fácil seguir aquella llamada. En diciembre de 1985, recibí una carta muy larga desde Daybreak (Canadá), en la cual se me invitaba formalmente a unirme a su comunidad, cercana a Toronto. Era la primera vez en mi vida era explícitamente llamado a un nuevo ministerio. Todo mi trabajo como sacerdote, desde mi ordenación, había sido el resultado de mi propia iniciativa. Yo mismo decidí trabajar en la clínica Menninger, Notre Dame, Yale, Harvard y América Latina. Mis obispos de los Países Bajos siempre habían estado de acuerdo con mis elecciones y las habían apoyado. Ahora, una comunidad de fe me decía: «Te llamamos a vivir con nosotros; a darnos y a recibir de nosotros». Sabía que la invitación no era una oferta de empleo, sino más bien una llamada genuina a vivir con los pobres. No tenían dinero que ofrecer, ni un alojamiento atractivo, ni prestigio. Se trataba de algo nuevo, maravilloso e imperioso: una llamada concreta a seguir a Cristo, a dejar el mundo del éxito, del logro y del honor, y confiar solo en Jesús. En mis oraciones, yo había dicho muy a menudo: «Señor, muéstrame tu voluntad, y yo la cumpliré”. Si alguna vez había querido una señal concreta de la voluntad de Jesús para mí, ahí estaba. Me invadía la sensación de que algo terminaba y de que algo nuevo iba a comenzar. Terminaba mi etapa académica, y se me pedía que me moviera en otra dirección. A finales de agosto de 1986, me fui de Francia y llegué a Daybreak, la comunidad de El Arca en Canadá, donde me instalé en la residencia New House junto con seis residentes discapacitados: Rose, Adam, Bill, John, Trevor y Raymond. Tanto ellos como sus asistentes me acogieron amablemente en mi nuevo hogar y en mi rol de pastor. A medida que me establecía en mi nueva vocación y comunidad, llegué a pensar en mi amistad con Nathan como en un lugar seguro en medio de todas las transiciones y cambios. «Pase lo que pase», me decía a mí mismo, «al menos tengo un amigo en quien confiar, a quien pedir apoyo, para que me consuele en los momentos difíciles». Pero, de algún modo, en el camino yo había convertido a Nathan en el centro de mi estabilidad emocional. Mis antiguas necesidades y mi deseo de atención y de seguridad afloraron de nuevo. Mi nueva dependencia e inseguridad me impedía hacer de Cristo y de la comunidad el verdadero centro de mi vida. La comunidad Daybreak se fue convirtiendo poco a poco en mi hogar, pero no sin gran esfuerzo. Llegado cierto punto, Nathan me dijo que ya no podía ser amigo mío, 69

debido a mi posesividad y dependencia. Nuestra amistad se rompió, lo cual nos complicó la vida y la volvió confusa, ya que convivíamos en esta pequeña comunidad. Caí en una depresión que me obligó a abandonar la comunidad durante algunos meses. Ya he referido mi historia de desesperanza y recuperación en otro lugar5; pero lo que quiero decir aquí es que mi relación con Nathan se restableció maravillosamente y sanó. Que aquel milagro de reconciliación se diera en nuestra comunidad supuso tres años de trabajo espiritual intencionado, fuerza, coraje, fidelidad, aceptación de consejos y apoyo de la comunidad. Alcancé un espacio sano en el que era capaz de dejar de proyectar mis necesidades sobre otro ser humano. Ambos comprendimos que cada uno de nosotros es limitado en su capacidad de ser lo que el otro necesita, y aprendimos a perdonarnos por no ser Dios. Así, Nathan y yo éramos libres para ser verdaderos amigos y hermanos. Aprendí que las personas pueden ser señales y compañeros que ayudan, pero que solo Dios puede guiar y sanar por completo las heridas que hay en cada uno de nosotros.

Sue Mosteller: la oportunidad de ser la figura paterna Precisamente en aquel largo periodo de inmenso dolor interno y de sentimientos de rechazo, otra amiga me brindó una palabra de aliento que necesitaba escuchar desesperadamente, con lo que abrió una nueva fase de crecimiento en mi camino a casa. Cuando me fui de la comunidad para trabajar directamente en mi sanación interior, las únicas cosas que llevé conmigo fueron unos pocos libros y pequeñas reproducciones de mis obras de arte favoritas. Me llevé una reproducción del cuadro de Rembrandt de la parábola del hijo pródigo, y encontré un cierto consuelo leyendo acerca de la atormentada vida del gran artista holandés y el difícil itinerario que, en último término, le permitió pintar esta magnífica obra. La belleza y el dolor de su vida estaban profundamente representados en sus obras. Sue Mosteller, una hermana de la Comunidad de San José que había estado con la comunidad Daybreak desde principios de los setenta y había desempeñado un papel crucial en mi invitación a unirme a ellos, me había dado un apoyo indispensable cuando las cosas se pusieron difíciles. Me había animado a enfrentarme a lo que fuera necesario para alcanzar una verdadera libertad interior. No me dejaba culpar a nadie más ni pensar que había una forma fácil de recuperar mi sensación interior de ser una persona querida. Cuando vino a visitarme en mi vida de «ermitaño», no solo me recordó cuánto se me quería y echaba de menos, sino que me entregó un fuerte mensaje que de verdad necesitaba escuchar. Me habló de la parábola del hijo pródigo y del cuadro que la representaba y tanto significaba para mí, y me dijo: «Ya seas el hijo mayor o el menor, tienes que darte cuenta de que estás llamado a convertirte en el padre. Eso es lo que necesitamos que seas en Daybreak». Sus palabras me paralizaron como un rayo, porque, después de todos los años que había pasado viviendo con el cuadro y observando al anciano que estrechaba en sus 70

manos al hijo, nunca se me había ocurrido que el padre, el que daba a los demás la bienvenida a casa, era el que expresaba de forma más completa mi vocación en la vida. Sue apenas me dio ocasión de contestar y siguió hablándome directamente sobre la verdad de Dios: «Te has pasado la vida buscando amigos; has anhelado muestras de cariño desde que te conozco; te han interesado miles de cosas; has suplicado atención, aprecio, y seguridad a diestro y siniestro. Ha llegado el momento de reclamar tu verdadera vocación: la de ser un padre que sepa acoger a sus hijos en casa». Continuó diciendo lo que Dios necesitaba decirme: «Ni nosotros en Daybreak, ni la mayoría de personas que te rodean, necesitamos que seas un buen amigo nuestro, ni siquiera un hermano amable. Necesitamos que seas una figura paterna que sepa reivindicar para sí la autoridad de la verdadera compasión. Mira al padre de tu cuadro y sabrás quién estás llamado a ser» 6. Volví a mirar el cuadro de Rembrandt y vi las dos manos: una de un hombre, y otra de mujer. El artista pintó la mano femenina a partir de un cuadro anterior de la novia judía –delicada, gentil, tierna, protectora y cuidadora. La mano masculina es la del propio Rembrandt. Expresa quién es él como padre, apoyo, defensor y dador de libertad. Ambas son manos de amor que sostienen pero no oprimen. Me acordé de Jean Vanier hablando de las manos. Él describió las manos que protegen con ternura a un pájaro herido como manos que están también abiertas para permitir el movimiento y la libertad de volar. Jean cree que cada uno de nosotros necesita que lo rodeen ambas manos. Una dice: «Te tengo y te mantengo a salvo porque te amo, y nunca me separaré de ti. No temas». La otra dice: «Vete, hijo mío, encuentra tu camino, comete errores, aprende, sufre, madura y conviértete en quien necesites ser. No temas. Eres libre, y yo siempre estaré cerca”. Estas son las manos del amor incondicional. Además de Jonas, Nathan y Sue, que estuvieron a mi lado en momentos críticos, cuento con muchos buenos amigos y conocidos, miembros de la comunidad y mentores que son señales vivientes del amor y la guía de Dios en los buenos y en los malos momentos7. Más allá de mi familia y amigos, también me siento especialmente cerca de algunos «santos» del recuerdo de la iglesia que me hablan de un testimonio fiel y de fuerza y a veces me brindan guía en momentos de necesidad. Reunido, el pueblo de Dios me asienta en la realidad y en la plenitud de Cristo y su iglesia, manteniéndome firme y a salvo en los amantes brazos divinos. Dios nos habla con frecuencia a través de personas que nos cuentan las cosas de Dios. Algunas personas se convierten en señales vivas que nos dirigen hacia Dios. Ya sea en vida o en el recuerdo, las personas que Dios pone en nuestras vidas pueden servirnos de guía y mostrarnos el camino. ***

Ejercicios para un discernimiento más profundo 71

1. Piensa en la semana o el mes pasados y repasa las palabras que otros han dicho que sigan en tu memoria. Todos tenemos expresiones, observaciones o cumplidos que otros han dicho y se quedan con nosotros. Anótalas y piensa si te dicen algo sobre esta etapa de tu vida. En conversaciones con amigos como Jonas, Nathan y Sue, Nouwen identificó su oscuridad interior, sus sentimientos de rechazo, su necesidad irracional de seguridad y cariño, y una profunda sensación de desapego como síntomas claros de que necesitaba un cambio. Lo que recuerdes de conversaciones de tu propia vida no tiene por qué estar tan cargado emocionalmente como la experiencia de Nouwen para ayudarte a discernir a qué se te llama ahora. 2. Identifica a tres personas de tu vida con quienes compartas dudas y preguntas. Intenta describir lo que cada una de ellas te ofrece. En el caso de Nouwen, Jonas le trajo una visión psicológica y una llamada a percibir la empatía como la clave para una amistad mutua; Nathan le aportó una profunda paz y una perspectiva teológica; y Sue le trajo una llamada profética a superar el dolor para convertirse en una compasiva figura paterna para los demás. ¿Qué se refleja en ti de las tres personas de tu vida? Podría ser útil que le pidieras a cada una un par de horas de conversación para que compartieran cariñosamente contigo sus dones de la amistad. Atiende a lo que cada una te diga, porque tal vez te ofrezcan señales para guiarte en el camino. 3. Cuando se rompió la amistad de Nathan con Henri, este último tuvo que aprender a perdonarlo por no ser Dios ni satisfacer todas sus necesidades, para así poder aceptar los grandes dones que podía ofrecerle sin imponerle exigencias imposibles que ningún otro ser humano podía cumplir. ¿Hay alguien a quien necesites perdonar o con quien quieras reconciliarte para que podáis de nuevo ofreceros mutuamente el gran don de la amistad?

1. Th. MERTON, The Seven Storey Mountain, p. 219. 2. Ibid., pp. 195–96. 3. Ibid., p. 181. 4. En Wounded Prophet [trad. esp.: Henri Nouwen, el profeta herido, Sal Terrae, Santander 2000], Michael Ford ofrece un catálogo de al menos 1.500 de los «mejores amigos» de Henri. Cuestiones de espacio y los objetivos establecidos para el presente libro no permitieron a los editores incluir a más de tres en el círculo más íntimo de Henri, pero muchos otros amigos podrían haber aparecido en esta sección. 5. La experiencia de Nouwen de pasar varios meses en un centro terapéutico y su recuperación de la depresión y la pérdida se narran en el epílogo a The Road to Daybreak, The Inner Voice of Love [trad. esp.: La voz interior del amor, PPC, Madrid, 2001], y en el primer volumen de esta serie, Spiritual Direction, pp.120-23, sobre la que se basa esta versión. 6. Henri Nouwen no escribió tanto acerca de su buena amistad con Sue Mosteller como lo hizo sobre su amistad con Jean Vanier, Robert Jonas, y Nathan Ball. Sue le acogió en Daybreak en 1985-1986, oró fielmente junto a él en la capilla cada mañana a primera hora en Daybreak, viajó con él a Francia, Holanda y Ucrania, y lo visitó mientras él estaba recuperándose. La voluntad de Sue de hablarle a Henri sobre la verdad de Dios fue más significativa que el don de la amistad de Jonas y el ofrecimiento de Nathan de convertirse en su hermano; por eso sirve como una señal viva de discernimiento.

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7. En la introducción al último libro de Henri, Sabbatical Journey, Sue Mosteller dice que Henri Nouwen nombró a más de seiscientos amigos en el diario de setecientas páginas de su último año, y anotó relaciones con más de mil amigos y conocidos. Realmente, las señales humanas de la presencia y dirección divinas eran de la mayor importancia para Henri Nouwen.

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Capítulo 6 Discierne los signos de los tiempos

«Determinados hechos –acontecimientos actuales o históricos, episodios decisivos y circunstancias vitales– sirven de signos indicadores que remiten a la voluntad de Dios y a la nueva creación a quienes tienen ojos para ver y oídos para escuchar».

– Henri Nouwen Con cierta frecuencia, aparecen en los informativos personas que afirman que vivimos el final de los tiempos. El miedo y la preocupación pueden incidir en nuestra interpretación de los acontecimientos que presenciamos o de los que oímos hablar. Yo sí creo que vivimos el final de los tiempos, pero lo entiendo como una forma de decir que vivimos supeditados a la promesa de Dios de que «todas las cosas se renovarán». Para mí, vivir el final de los tiempos no significa que el final de la creación sea inminente, sino que todas las señales del final que Jesús menciona están ya entre nosotros: guerras y revoluciones, conflictos entre naciones, terremotos, plagas, hambre y persecuciones (cf. Lc 21,9-12). Jesús describe los acontecimientos de nuestro mundo como advertencias de que este mundo no es nuestra última morada y de que el «Hijo del Hombre» vendrá para dotarnos de total libertad. «Cuando comience a suceder todo eso», dice Jesús, «erguíos y levantad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación» (Lc 21,28). Entonces, ¿cómo empezamos a discernir qué acontecimientos de nuestros tiempos revelan algo acerca de los buenos propósitos de Dios para nosotros y cuáles lo hacen para toda la creación?

El tiempo de Dios es atemporal Thomas Merton identificaba los «signos de los tiempos» como kairós –una cualidad del tiempo que es eterna, cuando el tiempo está lleno de significado y los acontecimientos apuntan a los propósitos divinos–. En una de sus muchas reflexiones sobre el tema, escribió: «La Biblia se ocupa de la plenitud del tiempo, el tiempo durante el que ocurre un acontecimiento, el tiempo durante el que se experimenta una emoción, el tiempo de cosechar o de celebrar una cosecha» 1. La Biblia puede ser una buena guía para nuestra interpretación de los acontecimientos, si pretendemos discernir lo que Dios está haciendo y recordamos que el designio y el propósito final divinos son que Dios reine finalmente y que prevalezcan los caminos de amor divinos. Los caminos de Dios no siempre son nuestros caminos. El horario de Dios no siempre es nuestro horario. El discernimiento nos llama a adaptarnos a las formas de Dios de medir el tiempo. El tiempo de reloj (khrónos) se divide en minutos, horas, días y semanas, y sus compartimentos dominan nuestras vidas. En el tiempo cronológico, lo que nos ocurre es una serie de incidentes y accidentes inconexos que tratamos de controlar o manejar para 74

sentir que tenemos el control de nuestras vidas. El tiempo se convierte en una carga, a menos que lo convirtamos en tiempo divino. El tiempo divino (kairós) tiene que ver con la oportunidad y la plenitud de significado, con momentos que están maduros para su particular propósito. Cuando observamos el tiempo a la luz de nuestra fe en el Dios de la historia, vemos que los acontecimientos de este año no son tan solo una serie de acontecimientos felices o desdichados, sino parte de las manos artesanales de Dios, que quiere moldear nuestro mundo y nuestras vidas. Incluso cuando la vida parece ser hostil y plagada de momentos difíciles, siempre podemos creer que algo bueno va a ocurrir. Podemos atisbar cómo Dios llevará a cabo sus propósitos en nuestros días. El tiempo ya no es algo que hay que pasar, manipular o dominar; es el terreno donde tiene lugar la obra buena de Dios en nosotros. Pase lo que pase –bueno o malo, agradable o problemático–, nos preguntamos: «¿Qué puede estar haciendo Dios aquí?» Vemos los acontecimientos del día como otras tantas ocasiones para cambiar el corazón. El tiempo señala más allá de sí mismo y empieza a hablarnos de Dios. El tiempo de Dios es atemporal. El kairós contiene tanto acontecimientos pasados como futuros en el momento presente. Palabras como después y antes, o primero y último, pertenecen a la vida mortal y a la cronología. Al fin y al cabo, Dios es el principio y el final de los tiempos y el significado más profundo de la historia. Para adquirir esta perspectiva más amplia debemos echar primero la vista atrás y observar cómo determinados acontecimientos aparentemente inconexos de nuestras vidas nos han traído adonde nos encontramos ahora. Como el pueblo de Israel, que repetidamente reflexionó sobre su historia y descubrió la mano de Dios en los muchos sucesos dolorosos que lo llevó hasta Jerusalén, también nosotros nos detenemos a discernir la presencia de Dios en los acontecimientos que hemos vivido o dejado de vivir. Porque, si no recordamos, entonces permitimos que ciertos recuerdos ya olvidados se inmiscuyan en el presente y se conviertan en fuerzas independientes con efectos nocivos para nuestras vidas. Olvidar el pasado es como volver contra nosotros a nuestro maestro más íntimo. Recordar el pasado de esta forma nos permite vivir en el presente y sembrar esperanza para el futuro, hasta que el khrónos se convierta en kairós. Esta percepción del tiempo nos ayuda a practicar la paciencia en el discernimiento. Si somos pacientes, podemos pensar que los hechos –esperados e inesperados– del día a día nos brindan una promesa. La paciencia es la actitud que dice que no podemos forzar la vida, sino que debemos dejarla crecer a su tiempo. La paciencia nos permite ver a las personas que conocemos, los acontecimientos del día y la historia que se desarrolla en nuestro tiempo, como parte de ese lento proceso de desarrollo y liberación final. Dada la naturaleza del kairós, veamos cómo ciertos acontecimientos – acontecimientos críticos, acontecimientos actuales, acontecimientos históricos e incluso circunstancias vitales– pueden servirnos de señales que remiten a la voluntad de Dios y a la nueva creación a quienes tienen ojos para ver y oídos para escuchar. 75

Acontecimientos críticos pueden revelar propósitos divinos La vida es iniciativa de Dios y puede terminar o cambiar de repente, sin previo aviso, impredeciblemente. Cuando los humanos estamos listos para abandonar la esperanza y nos resignamos a lo inevitable, Dios interviene y revela comienzos completamente nuevos. La resurrección de Jesús es una señal de Dios que se abre camino a través de cualquier forma de desesperanza y fatalismo humano. Cada acontecimiento crítico encierra la oportunidad de que Dios actúe creativamente y revele una verdad más profunda que la que vemos en la superficie de las cosas. Dios puede también dar la vuelta a incidentes críticos y a situaciones aparentemente insalvables de nuestras vidas y revelar la luz en la oscuridad. Por ejemplo, casi un año antes de instalarme en El Arca Daybreak, pasé unos días de visita con la comunidad. Tuve ocasión de conocer a todos los auxiliares y miembros de la comunidad y celebré la eucaristía con algunos de ellos. Durante mi estancia allí, a Raymond, uno de los enfermos de la comunidad, lo atropelló un coche mientras cruzaba una calle muy transitada, y saltó por los aires. Se rompió varias costillas y sufrió la perforación de un pulmón. Acudí un par de veces al hospital para ver a Raymond, orar con él y hacerle ver que no debía dudar de nuestro amor. Daba mucha pena verlo con el respirador, incapaz de hablar con nosotros. Su estado era crítico, y la muerte parecía inminente. Más tarde, volvimos al hospital y encontramos a Raymond fuertemente sedado, pero el médico y la enfermera nos dijeron que aún había esperanza. La comunidad se unió en su apoyo y sus oraciones por Raymond. A la mañana siguiente, alrededor de las diez, el padre de Ray llamó para darnos una gran noticia: su hijo mejoraba. No había riesgo inmediato de muerte. Antes de irme de Toronto según lo que tenía previsto, regresé al hospital una última vez para despedirme de Raymond y de sus padres. Le enseñé al padre de Ray a hacerle la señal de la cruz en la frente a su hijo. Él nunca lo había hecho antes y lloró al persignar a su hijo en nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. La bendición de un padre puede ser muy sanadora. Tanto a mí como a la comunidad de El Arca Daybreak, Dios nos habló claramente a través de este incidente crítico que requirió apoyo pastoral. Durante aquellos nueve días en Daybreak, llegué a sentirme como una parte íntima de las intensas alegrías y contratiempos de la comunidad. Desarrollé un profundo cariño por sus enfermos y sus asistentes, que me acogieron con tanta hospitalidad. No se guardaron nada para sí. Me dejaron ver sus miedos y su amor. Me sentí profundamente agradecido por haber sido parte de todo aquello. Los meses siguientes, mientras reflexionaba acerca de tan hermosos días, me di cuenta de que Dios me había concedido el primer atisbo de una nueva vocación y un nuevo lugar donde podría madurar en sus propósitos para conmigo. Dios utilizó aquellos días para plantar en El Arca Daybreak las semillas para mi posterior ministerio pastoral en aquel lugar. La comunidad de Daybreak también reflexionó sobre el tiempo que pasamos juntos y discernió que sería buena idea llamarme a ser su pastor.

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Un año después, tras lo que podría considerarse un discernimiento doble, me uní a la comunidad como sacerdote y pastor asistente y residente. Mirando atrás, constato cómo muchas de las cosas buenas e importantes que me han pasado en la vida fueron completamente inesperadas. Y muchas cosas que creí que me ocurrirían no llegaron a ocurrir. Cuando reflexiono acerca de esta realidad, me resulta evidente que Dios está presente en los acontecimientos de mi vida, aunque yo actúe y hable como si fuera yo quien los domina. Pero si el futuro no está en mis manos, tengo aún más motivos para quedarme en el presente y dar honor y gloria a Dios desde donde me encuentro, confiando en que Dios es el Dios de la vida que todo lo renueva. ¿Quién sabe dónde estaremos tú o yo el 7 de junio del año que viene? Entonces, ¿para qué preocuparse? Dios nos sorprenderá. Thomas Merton también percibía los acontecimientos críticos de su vida como señales que le indicaban la voluntad de Dios. Por ejemplo, tras su primera visita a la abadía de Getsemaní en 1941, Merton escribió en su diario: «Solo deseo una cosa: amar a Dios [...] para cumplir su voluntad [...] ¿Podría eso querer decir que algún día llegaré a ser monje en este monasterio?» Más tarde, escribió: «¿Por qué no me abandona esta idea de los trapenses?» Reflexionar sobre esta persistente idea le llevó a interpretarla como una señal a la que debía prestar atención2. La primera inquietud de Merton fue la escritura, y sus dudas consistían en si podría seguir practicándola si se marchaba de Harlem y entraba en el monasterio. «Quizá lo que me asusta es escribir y ser rechazado. [...] Quizá me aferro a mi independencia, a la oportunidad de escribir, de ir adonde yo quiera en el mundo». En el discernimiento de la oración, concluyó: «Si Dios quiere que escriba, puedo escribir en cualquier lugar. [...] Pero la idea de ir al monasterio es estimulante. Me llena de emoción y deseo. No dejo de darle vueltas a la idea: “¡Déjalo todo!”». Dos semanas más tarde, acudió a Getsemaní para iniciar su vida monacal. Acontecimientos, ideas, y circunstancias vitales aparentemente insignificantes pueden ser otras tantas ocasiones para discernir la voluntad y la vocación divinas en tu vida. Hechos y circunstancias tanto interiores como exteriores pueden leerse e interpretarse como señales que guían hacia una comprensión más profunda del modo en que el Espíritu de Dios actúa en nuestra vida diaria. Cuanto más reflexionamos sobre ello, tanto más claro resulta que somos incapaces de comprender la providencial obra divina que se realiza en nosotros. En un último análisis, todo cuanto nos queda son señales que nos llevan a sospechar algo tan grandioso que no puede expresarse con palabras. «Como está escrito, “Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió, lo que Dios preparó para quienes lo aman”» (1 Cor 2,9). Aunque veamos a través de un cristal oscuro, sí que vemos algo. Tenemos la libertad y la responsabilidad de mirar a nuestras vidas con los ojos de la fe y con un corazón confiado, creyendo que Dios cuida de nosotros y está activo en nuestras vidas.

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Acontecimientos actuales pueden contener mensajes divinos para el mundo Merton también interpretaba los acontecimientos de todo tipo que se producían en el mundo como señales divinas dirigidas no solo a él, sino a toda la población. Por ejemplo, un año después del estallido de la Segunda Guerra Mundial en 1939, Merton ingresó en la orden trapense. Las premoniciones de la guerra y su ominoso comienzo lo inquietaban intensamente, como revelan con claridad sus libros y diarios. En su proceso de discernimiento, empezó a comprender el fascinante poder de destrucción que lo rodeaba como una invitación meridiana a convertirse voluntariamente en nada y a apartarse del mundo. Las ansias nacionales de expansión geográfica y de enriquecimiento convirtieron para él en una llamada a desprenderse de posesiones e ir desnudo durante el resto de su vida. La violencia ciega que dividiría al mundo fue para él un aliciente para seguir el camino de la no-violencia y aceptar las consecuencias. El 16 de junio de 1940 escribió en su diario: «Por eso, aunque no quiero hacer ver, como otras personas, que entiendo la guerra, sí sé esto: que saber lo que está pasando solo hace que parezca indispensable ser voluntariamente pobre, desprenderse de todas las posesiones en este instante. A veces me asusta poseer algo, incluso un nombre, no digamos ya dinero, o acciones de compañías petrolíferas o de fábricas de armamento. Me asusta que me interese ser el propietario de algo, por miedo a que mi amor a lo que tengo vaya a matar a alguna otra persona en otro lugar»3 .

Merton veía claro que la pobreza voluntaria no solo impide la violencia, sino que además lo libera a uno para trabajar por la paz en medio del peligro. El desapego y la distancia ofrecen también una oportunidad única para aguantar sin miedo en un mundo violento. Como escribe en My Argument with the Gestapo: «Sé que estoy en peligro, pero ¿cómo puedo temer el peligro? Si recuerdo que no soy nada, sabré que el peligro no puede arrebatarme nada. [...] Sí, tengo miedo porque se me olvida que no soy nada. Si recordara que no tengo nada propio que pueda perder, que no lo que no es mío, sino lo que es de Dios, vivirá por siempre, entonces no abrigaría tantos falsos miedos»4 .

Dada su habilidad espiritual para discernir la voluntad y la vocación divinas para sí mismo en el contexto de un gran acontecimiento, así como su mensaje ominoso para el mundo, como «signos de los tiempos», no resulta sorprendente que se considere a Merton uno de los escritores más importantes en relación con la paz y la no-violencia y que cuestiona constantemente lo que el desapego y la kénosis, el vacío de uno mismo, significan para la persona de hoy. El desapego no significa eludir las propias responsabilidades. Al contrario, es una actitud radical en el mundo que nos capacita para adentrarnos sin miedo en el centro del mal sin que este nos destruya. Si no reivindicas nada como propio, ni siquiera tu vida, puedes desvelar la ilusión del control y la falsa base de la guerra y la violencia rechazando cualquier compromiso con el mal. Así, la persona vacía de sí misma es la verdaderamente revolucionada del mundo. ¿Cómo podemos apartarnos de todas nuestras exigencias y deseos en esta era de consumismo y militarismo y buscar la paz que queda – paz para nuestra comunidad inmediata y paz en el mundo? 78

Cuando millones de personas experimentan el mismo acontecimiento o serie de acontecimientos críticos en el mundo, estos acontecimientos se convierten, según Merton, en ocasiones para discernir los signos de los tiempos. Y los mensajes que contienen no son solo para el individuo, sino también para la comunidad de fe y para el todo el mundo. ¿Cuáles fueron las señales en los acontecimientos críticos de su época? Durante los años que Merton pasó en el monasterio trapense, escribió al menos treinta y cinco libros, además de muchas cartas y diarios. Cuando tomamos en consideración su extensa obra, parece que su mayor poder y conocimiento se reflejó en su comentario de los hechos concretos y acontecimientos contemporáneos de su época, nacidos del silencio y del discernimiento. Resulta instructivo ver cómo leyó las señales de los tiempos y discernió lo que Dios intentaba decir y hacer en el mundo5. En Conjeturas de un espectador culpable, Merton ofrece su visión de los años sesenta y de los estremecedores y tumultuosos acontecimientos de su época. Cuando el conflicto racial estalló con toda su vehemencia, cuando la conciencia de América sufrió con la guerra de Vietnam, cuando la pobreza se convirtió en una pesadilla nacional, Merton fue una voz que la gente escuchaba para hallar alguna luz en medio de la oscuridad y algo de claridad en medio de la confusión de la época. De 1960 a 1968, Merton siguió las noticias sobre los asesinatos de niños en Birmingham y sobre los trabajadores por los derechos civiles de Mississippi; el asesinato de ministros en Selma, Alabama; el incendio de iglesias en el sur; las revueltas en Watts, Newark, Chicago y Cleveland; la larga marcha de Selma a Montgomery y la dramática marcha hasta Washington, donde Martin Luther King Jr. proclamó su sueño. Estos fueron acontecimientos críticos que se siguieron en una rápida sucesión y dañaron la unidad de una gran tierra. Él no pretendía dar la espalda a las noticias o acallar los horrores que suponían; pretendía ver más allá de los crudos hechos para atisbar el poder de la obra divina incluso en los tiempos más tumultuosos, tanto en lo personal como en lo cultural, de nuestras vidas. En 1963 fue asesinado el presidente de Estados Unidos; en 1964-1965, fueron líderes negros los que se convirtieron en blanco de francotiradores. La figura del Dr. King se presentó como un signo de esperanza, y miles de personas caminaron con él en una manifestación no-violenta. Pero cuando lo mataron de un disparo en 1968 y lo enterraron en Atlanta, la opción de la no-violencia activa pareció quedar enterrada con él6. El caluroso verano de 1968 comenzó con incendios en Detroit y Chicago y con un creciente miedo al caos. En junio de 1968, Robert Kennedy, un líder blanco que aún sabía inspirar confianza, fue también asesinado. Homicidios, odio, anarquía, caos, desesperación, miedo y ansiedad: estos eran los signos de los tiempos. Los Estados Unidos se quedaron cojos y esperaban el final o, cuando menos, un tiempo de restauración. Merton no se sintió llamado a cambiar el jardín de Getsemaní por las primeras líneas del movimiento de derechos civiles, a unirse al movimiento pacífico, ni a participar activamente en las manifestaciones callejeras. Tampoco le dio la espalda al mundo 79

despectivamente. Su tarea como monje consistía en orar y discernir, en «desenmascarar la ilusión» –primero, la suya propia; luego, la ilusión del orden social7. Para Merton, los incendios, la destrucción, la muerte y las revueltas de los sesenta apuntaban al kairós –una oportunidad histórica para que la cultura mayoritaria confesara su culpa y se retractara de la opresión tan incrustada en la economía y en las estructuras de poder de la época, para que el país hiciera las cosas bien–. En Semillas de contemplación, escribe: «Lo paradójico es que el negro [...] le ofrece al hombre blanco un “mensaje de salvación”; pero el hombre blanco está tan cegado por su autosuficiencia y engreimiento que no alcanza a ver el peligro en que se pone a sí mismo al ignorar la oferta» 8. Kairós significa que la ocasión es la correcta. Es el momento apropiado, el momento real, el acontecimiento crítico, la oportunidad de nuestras vidas. Cuando nuestro tiempo se convierte en kairós, abre infinitas posibilidades nuevas y nos ofrece una oportunidad constante de cambiar nuestro corazón. Los acontecimientos de la vida – incluso los hechos más oscuros, como la guerra, el hambre y las inundaciones, la violencia y los homicidios– no son fatalidades irreversibles, sino que conllevan la posibilidad de convertirse en un momento de cambio. Empezar a ver que las muchas cosas que nos suceden en un día, una semana o un año no están en el camino de nuestra búsqueda de una vida plena, sino que son el camino hacia ella, es una verdadera experiencia de conversión. Se puede decir mucho más acerca del modo en que Dios nos habla a través de los acontecimientos de nuestras vidas y del mundo, y tú tienes mensajes divinos que discernir en tu propia historia. Citando ejemplos de la vida de Thomas Merton, así como de mi propia experiencia, he intentado mostrar cómo los libros, la naturaleza, las personas y los acontecimientos pueden ser señales a lo largo del camino de la vida. No nos aportan una explicación completa de nuestra vocación, pero son expresiones de la misma. Tal vez no revelen con total claridad la voluntad de Dios, pero sí que conforman el contexto para el discernimiento. Como signos y señales, nos dotan de una guía diaria, propician la toma de decisiones personales, dan apoyo a los actos y ofrecen confirmación de la nueva dirección que vemos tan vagamente. Quizás al principio resulte un poco desalentador que, al buscar respuestas claras a las preguntas acuciantes de nuestras vidas, contemos solo con títulos de libros, experiencias en la naturaleza, nombres de personas y una serie de hechos aparentemente inconexos. Parecen demasiado austeros y superficiales como para constituir una doctrina del discernimiento. Dios no puede plasmarse de una vez por todas ni estar contenido por siempre en un sistema de títulos, nombres, naturaleza y acontecimientos. ¡Pero sí deja que sospechemos de él! Por eso, cuando oramos a Dios o lo buscamos en el silencio, aprendemos a reconocerlo en las muchas pequeñas ideas, reuniones, sucesos, señales y maravillas con que nos topamos en el camino.

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Ejercicios para un discernimiento más profundo 1. Toma un trozo de papel y dibuja una primera piedra a modo de base en la parte inferior de la página que represente tu nacimiento. Escribe sobre la piedra tu fecha de nacimiento y las circunstancias. Luego construye sobre esa piedra, añadiendo otras piedras que representen los principales acontecimientos de tu vida. Siéntete con la libertad de incluir tanto los acontecimientos más alegres como los que supusieron gran dolor o fracaso. Cuando hayas terminado esta parte del ejercicio, vuelve al principio y añade anotaciones sobre los principales acontecimientos mundiales o culturales que hayan tenido lugar en tu vida: cambios políticos, guerras, desastres naturales, etcétera. Cuando hayas terminado, observa todo el dibujo y reflexiona sobre esta cuestión: ¿Qué puede estar haciendo Dios en mi vida y en el mundo? 2. Apunta en tu diario y comparte con tu grupo el modo en que Dios te ha hablado en un momento crítico: tal vez alguno que se encuentre entre los del ejercicio anterior y que te reveló un mensaje. Después de escuchar al grupo, lee y comparte lo que has aprendido o averiguado sobre la forma en que Dios actúa en nuestras vidas.

1. Th. MERTON, The Literary Essays of Thomas Merton, ed. Brother Patrick Hart (New Directions, New York 1981), p. 500. 2. Th. MERTON, The Secular Journal of Thomas Merton (Dell, New York 1980), p. 172. 3. Ibid., p. 98. 4. Th. MERTON, My Argument with the Gestapo (Doubleday, New York 1969), p. 138. 5. Es interesante comparar el papel bíblico de la tribu de Isacar, quien «comprendía los signos de los tiempos y discernía lo que Israel debía hacer» (1 Cr 12,32), con la concepción de Merton del discernimiento de los signos de los tiempos. 6. La descripción de Nouwen como testigo ocular de las acciones por los derechos civiles en Selma y su presencia en el funeral de Martin Luther King Jr. en Atlanta están registrados en The Road to Peace [trad. esp.: El camino hacia la paz, Sal Terrae, Santander 2003]. 7. Sobre «desenmascarar la ilusión», Merton escribe: «El mundo como objeto puro es algo que no existe. No es una realidad exterior a nosotros por la que existamos. [...] Es un misterio vivo y autocreador del cual yo mismo soy parte, para el que soy yo mismo, mi única puerta. Cuando encuentro el mundo en mi propio terreno, se me hace imposible ser ajeno a él»: Contemplation in a World of Action (University of Notre Dame Press, Notre Dame, Indiana 1999), pp. 154-55. 8. Seeds of Contemplation (Farrar, Straus and Giroux, New York 1990), p. 53; [versión ampliada en español: Nuevas semillas de contemplación, Sal Terrae, Santander 2003].

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Tercera Parte:

DISCERNIR LA VOCACIÓN, LA PRESENCIA, LA IDENTIDAD Y EL TIEMPO

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Capítulo 7 Pon a prueba la llamada: discernir la vocación

«Antes de decirle a mi vida qué deseo hacer con ella, debo oír cómo mi vida me dice quién soy yo».

– Parker Palmer ¿Qué me llama Dios a hacer? ¿Adónde me llama Dios a ir? ¿Dónde debería estar? Estas acuciantes preguntas han sido objeto de mis oraciones muchas veces durante toda mi vida. Desde un principio, dos voces interiores me han estado hablando. Una me decía: «Henri, asegúrate de que lo haces por ti mismo. Asegúrate de ser una persona independiente. Asegúrate de poder estar orgulloso de ti mismo». La otra, por su parte, me decía: «Henri, hagas lo que hagas, aun cuando no tenga ningún interés a los ojos del mundo, asegúrate de permanecer pegado al corazón de Jesús, cerca del amor de Dios». Estoy seguro de que todos oímos estas voces en mayor o menor medida. Una que dice: «Haz algo con tu vida: haz una buena carrera»; y otra que dice: «Asegúrate de no perder de vista tu vocación». Hay una lucha, una tensión. Al principio, traté de resolverla convirtiéndome en una especie de sacerdote de manual, un sacerdote- psicólogo. Cuando la gente decía: «La verdad es que no nos agrada la presencia de sacerdotes », yo podía responder: «Bueno, pero yo soy psicólogo. Estoy en contacto con las cosas, así que no os riáis de mí». Me esforzaba en mantener juntas aquellas dos voces: la voz que me llamaba a ascender hacia el éxito en la iglesia y el mundo académico, y la voz que me llamaba a descender a la solidaridad con los pobres y vulnerables. Desde niño, siempre fui motivo de satisfacción a mi padre y mi madre, primero como estudiante, y luego como profesor; posteriormente, adquirí cierto prestigio con mi paso por Notre Dame, Yale y Harvard. A mucha gente le gustaba lo que yo hacía, y a mí mismo también me gustaba. Pero en llegó un momento en que me pregunté si no habría perdido de vista mi vocación. Empecé a sentirlo cuando me encontré hablando a miles de personas sobre la humildad y preguntándome, al mismo tiempo, qué estarían pensando de mí. No me sentía en paz. De hecho, me sentía solo. No sabía cuál era mi sitio. Se me daba bastante bien hablar desde la tarima, pero no tanto hablarle a mi propio corazón. Comencé a plantearme si era posible que mi carrera se hubiera desviado de mi vocación. Así que empecé a rezar: «Señor Jesús, dime adónde quieres que vaya, y te seguiré. Pero, por favor, dímelo con toda claridad». No dejaba de repetir estas palabras en mis oraciones. He vuelto esta plegaria en muchas ocasiones y épocas de mi vida, siempre que sentía que Dios me llamaba ejercer el ministerio en otra parte. 83

«¿Qué quiere Dios de mí?» es una pregunta que todos nos hacemos, no una sola vez, sino constantemente a lo largo de la vida. ¿Debería ponerme a trabajar o seguir estudiando, ordenarme o ejercer un ministerio laico, enseñar o predicar, trabajar en el extranjero o cerca de casa, casarme o seguir soltero, formar una familia o unirme a una comunidad...? Hay muchas facetas de una vida totalmente comprometida con la voluntad y la acción divinas. Lo que les digo a otras personas que se hacen estas preguntas, y me lo recuerdo a mí mismo con sorprendente convicción, es lo siguiente: «Dios tiene una misión muy especial para ti. Dios quiere que te mantengas cerca de su corazón y te dejes guiar por él. Sabrás qué estás llamado a hacer cuando tengas que saberlo». Las nuevas vocaciones siempre son muy prometedoras. Algo muy importante nos aguarda. Hay un tesoro oculto por descubrir.

Todos estamos llamados al ministerio Cada uno de nosotros tiene una misión en la vida. Jesús ora al Padre por sus seguidores, diciendo: «Como tú me enviaste al mundo, yo los envié al mundo» (Jn 17,18). Pocas veces nos damos perfecta cuenta de que hemos sido enviados para realizar tareas encomendadas por Dios. Actuamos como si tuviéramos que escoger cómo, dónde y con quién vivir. Actuamos como si hubiéramos sido abandonados tras la creación y tuviéramos que decidir qué es lo que debemos hacer hasta que muramos. Pero fue Dios quien nos envió al mundo, al igual que a Jesús. Una vez que empecemos a vivir la vida con esa convicción, enseguida sabremos para qué se nos ha enviado. Estas tareas pueden ser muy específicas o puede reducirse, por el contrario, a la tarea general de amarnos en la vida diaria. El evangelio refiere la historia de Andrés y otro discípulo de Juan que siguieron a Jesús. Este les preguntó: «¿Qué buscáis?». Ellos dijeron: «Maestro, ¿dónde vives?». Cuando Jesús les dijo: «Venid y lo veréis», se quedaron con él. Más tarde, Andrés compartió con su hermano Simón lo que habían visto y oído, y de esta forma Simón acudió a Jesús (Jn 1,38-42). Esta historia ofrece tres verbos importantes sobre los que reflexionar a la hora de discernir sobre la llamada divina: buscar, quedarse y compartir. Cuando buscamos a Dios, nos quedamos con Él y compartimos con otros lo que hemos visto, tomamos conciencia del modo único en que Jesús nos llama. Durante mi estancia más larga en la abadía de Genesee, en 1974, leí un artículo sobre el nuevo oleoducto que estaba construyéndose en Alaska. El estado de Alaska se había convertido en la tierra de la fiebre del petróleo, con efectos similares a los que la fiebre del oro había producido el siglo anterior. En Alaska, pensaba yo, hay conglomerados de aventuras, nuevos buscadores de riqueza inmediata, nuevos bares y delitos, y tiroteos de «hombres del crudo» que se daban la gran vida. Deben de ser duros, pero se sentirán solos, y seguramente tendrán grandes necesidades espirituales. 84

Me imaginé viajando hasta allí e iniciando una especie de misión de campo ecuménica. Me imaginé predicando y celebrando la liturgia en los barracones, que iría seguida de largas charlas con los trabajadores alrededor de una hoguera o en la taberna. Recordé aventuras espirituales anteriores en las que había predicado a personas que vivían en una presa en los Pirineos y conducido «camiones-capilla» por Alemania Occidental para predicar retiros a refugiados católicos de Alemania Oriental cuando era joven. Viejos recuerdos de hacía ya mucho tiempo, aunque no parecieran tan remotos. Aunque espiritualmente me atraía la idea del ministerio en regiones salvajes, ¿cómo iba a saber si Dios me llamaba a ser sacerdote en Fairbanks? Thomas Merton se planteó ir a Alaska para vivir como ermitaño. Esa fue una de sus fantasías durante su viaje por la India como peregrino en 1968. Sé que a veces una llamada divina se instala en nuestra imaginación, y si persiste, necesitamos incorporar a otras personas a nuestro proceso de discernimiento para comprobar si se trata de algo por lo que luchar o de una simple distracción. En concreto, mi deseo de ir a Alaska resultó ser una distracción. Hablar con mis amigos me ayudó a ver que mi vocación estaba en otra parte. Regresé a mi carrera de docente, que siguió siendo fructífera durante muchos años más.

Poner a prueba una llamada a vivir y trabajar en Latinoamérica con los pobres Después de diez años impartiendo teología espiritual en la Yale Divinity School, me sentí con la libertad de afrontar abiertamente una cuestión que me había perseguido durante mucho tiempo: ¿Por qué me siento tan fuertemente llamado por los pobres de Latinoamérica? Al contrario de lo que había sucedido con mi idea del ministerio en Alaska, esta atracción por Latinoamérica no era pasajera. Solo puedo decir que nunca abandoné el impulso y la profunda convicción de que debía aprender español a toda costa. Nunca he sido del todo capaz de explicar esta convicción, ni a mí mismo ni a nadie. ¿Por qué? No lo sé. Espero averiguarlo antes de morir. ¡Una pasión tan extraña tiene que significar algo! Leí un artículo sobre las comunidades Maryknoll de Perú que me provocó una intensa sensación de déjà vu. Paul Blustein describía el encuentro del padre Peter Ruggere con una niña que padecía malnutrición «y probablemente no viviría más allá de su quinto cumpleaños. Cuando el sacerdote estrecha a la niña entre sus brazos, balbuceando mimos en español, la niña no se ríe ni llora; simplemente, le dedica una mirada inexpresiva con sus ojos marrón claro». Al leer esto, volví a sentir una llamada a acudir a Perú y me di cuenta de que el artículo hablaba de mis futuros compañeros de Lima. Supe que tenía que ir a ver por mí mismo lo que Dios estaba haciendo en Perú y tratar de descubrir si Dios me había reservado allí un lugar donde servirle. Después de debatirme durante mucho tiempo con cuestiones vocacionales, por fin abandoné Yale, donde me había ganado un cierto prestigio y un nombre, para poner a 85

prueba una nueva llamada. Visité a mis amigos trapenses en la abadía de Genesee, en el norte del estado de Nueva York, y empecé a prepararme para un discernimiento más sistemático de una posible vocación en Latinoamérica. Para mí era importante despedirme, desprenderme de lo pasado antes de embarcarme en un ministerio y una vocación totalmente nuevos. Parecía paradójico, pero las expresiones de amistad de antiguos estudiantes y colegas de Yale y aquellas profundas conversaciones personales me proporcionaron una honda sensación de misión. Me di cuenta de que me iba, no porque me pareciera una buena idea, sino porque quienes más me querían me animaban a seguir mi camino con su cariño, su apoyo y sus oraciones. Cuanto más consciente era del amor que me brindaban, con tanta mayor intensidad sentía la libertad interior de irme en paz y sosegar todo debate interno. Mi amigo John Vesey, a quien conocí en Bolivia en 1972 y que vino desde Brooklyn a New Haven para ayudarme a preparar mi partida, me manifestó su entusiasmo ante mi decisión de regresar a Bolivia para seguir aprendiendo el español y unirme a los padres de Maryknoll en Perú. Gracias a nuestra amistad y a mi confianza en su conocimiento de la orientación divina, acabé más convencido que nunca de que irme era bueno para mí. A veces, la forma de saber dónde estás llamado a estar consiste en ir adonde sientas necesidad de ir y personarte en ese lugar. Pronto sabrás si ese lugar es el que Dios ha elegido para ti. En octubre de 1981 volé a Lima, Perú, para conocer a mis anfitriones de Maryknoll, y de allí a Cochabamba, Bolivia, para asistir a un cursillo de tres meses diseñado para mejorar mi español. Durante esa etapa de transición, escribí un diario en el que tomaba nota de la infinidad de impresiones, sentimientos, ideas y encuentros que llenaban mi corazón en aquel viaje de seis meses hacia el discernimiento. Lo cual me ayudaba a poner un cierto orden en todo ello1. Pero, sobre todo, intenté hallar respuesta a una pregunta: ¿Me llamaba Dios a vivir y trabajar en Latinoamérica en los años venideros? Desde el momento en que pisé Perú, sentí un profundo amor por este país. Caminando por las ajetreadas calles y observando a hombres, mujeres y niños, tuve la extraña sensación de haber llegado a mi hogar. «Este es mi sitio. Aquí debo estar. Esta es mi casa». Para mí fue un día de alivio y consuelo, un día en que se ratificó mi decisión de venir a este país. Perú, como una gran parte de Latinoamérica, exhibe a la vez una riqueza impresionante y una pobreza degradante; flores espléndidas y carreteras polvorientas; personas adorables y crueles torturas; niños sonrientes y soldados asesinos. Aquí, en la lucha, buscamos el tesoro de Dios en medio de toda clase de paradojas y sufrimientos. Durante mis años en Yale había impartido una asignatura sobre la sabiduría de los padres del desierto del siglo IV en Egipto. Releer las enseñanzas del desierto en el contexto peruano las dotaba de un poder extraordinario. Uno de los relatos dice así: «Un día, Abba Arsenio le preguntó a un hombre egipcio qué pensaba. Alguien se dio cuenta e 86

intervino: “Abba Arsenio, ¿qué lleva a una persona como tú, con grandes conocimientos sobre griegos y latinos, a preguntarle a un campesino lo que piensa?” Él respondió: “Es cierto: he aprendido la sabiduría de los latinos y de los griegos. Sin embargo, ni siquiera conozco el alfabeto de este campesino”». Aprender el alfabeto del campesino es la primera tarea de un agente de pastoral llamado a ejercer su ministerio entre los pobres. Los campesinos de Perú tienen un gran tesoro que compartir, y lo comparten con quienes están dispuestos a escuchar y aprender. En Latinoamérica aprendí que quienes están verdaderamente llamados a servir a los pobres en otro país son personas que buscan el tesoro divino escondido en los corazones de las personas con quienes quieren compartir la Buena Nueva. Siempre esperan contemplar cómo la belleza y la verdad de Dios resplandecen a través de aquellos con quienes conviven y trabajan. El Espíritu de Dios en nosotros reconoce a Dios en el mundo. Los ojos y oídos con que vemos a Dios en los demás son en realidad sensibilidades espirituales que nos permiten recibir al prójimo como mensajero de Dios. Así, acudir junto a los pobres es acudir junto al Señor. Tenía que descubrir si sabría ver y servir a Dios durante muchos años en Perú.

¿Estoy llamado a vivir entre los pobres? Para mí, la gran pregunta era: ¿Realmente puedo vivir entre los pobres? Durante poco menos de un año, viví con los pobres en Latinoamérica y compartí sus vidas en cierta medida, pero yo disto mucho de ser pobre. Me gusta comer bien y disponer de tiempo para leer libros y dar largos paseos. Me gusta ducharme con agua caliente. Me gusta dormir hasta tarde de vez en cuando, tomarme un día libre cada cierto tiempo y viajar. De modo que vivir con los pobres apenas me convierte en pobre. Hay quienes piensan que para ejercer el ministerio entre los pobres no tiene por qué ser diferente de ellos; otros opinan que tal solidaridad no es realista ni auténtica. Mi experiencia como ministro en Latinoamérica me demostró que física, mental y espiritualmente yo era incapaz de sobrevivir sin la oportunidad de romper con todo aquello de vez en cuando. Las tareas cotidianas, que tan poca atención por mi parte habían requerido en mi apartamento de Estados Unidos –lavar, cocinar, escribir, limpiar, etcétera–, se hacían complicadas y consumían mucho tiempo en la casa de la comunidad de Perú. El viento lo cubría todo de gruesas capas de polvo; había que hervir el agua para poder beberla; apenas había un momento de privacidad, con niños que entraban y salían constantemente; e incontables ruidos de todo tipo hacían del silencio un sueño inalcanzable. Me encantaba estar allí, y me enamoré de aquellas personas extremadamente pobres; pero con gusto me escapaba, en cuanto se presentaba la ocasión, para pasar un rato con otras personas más parecidas a mí.

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Hace falta un cierto realismo para cumplir con una llamada a trabajar y vivir entre los pobres. Tienes que aceptar tu propia historia y tus limitaciones. Tienes que recordarte a ti mismo que Jesús dijo: «Bienaventurados los pobres», y no «bienaventurados los que tratan de ayudar a los pobres». Al mismo tiempo, tienes que lidiar con la llamada del evangelio a reducir tu movilidad, aceptando que el camino de Dios es un camino de vaciamiento de uno mismo. Lo que eso signifique en tu propia situación concreta, seguramente será una pregunta que no dejes de hacerte durante toda tu vida. Mis preguntas vocacionales no fueron más fáciles de responder cuando llegué a Latinoamérica. Había días en los que me sentía profundamente atraído por la idea de vivir y trabajar entre los pobres. Pero otros días me sobrecogían tanto la lengua y la cultura, los retos diarios y la naturaleza interminable de la labor pastoral, que me costaba sentirme en casa. Mis emociones eran una montaña rusa que pasaba, en cuestión de horas, del entusiasmo más genuino a una profunda desconfianza en mí mismo. Planté cara a esta dificultad hablando con tantas personas como pude acerca de mis planes de irme o de quedarme. Me concedí más tiempo para que las ideas maduraran en mí antes de tomar una decisión. Fue un proceso gradual de discernimiento. Confiaba en que sabría lo que debería hacer cuando me sintiera como en casa y experimentara una llamada de Dios y del pueblo. Tenía que llevar mi búsqueda con mayor intención a la presencia de Dios y pedirle más directamente su luz. El 26 de marzo de 1982 fue un día crítico para mí. Volví a encontrarme con el padre Matias Siebenaller, un sacerdote luxemburgués que servía como pastor en Caja de Agua, uno de los barrios de Lima. ¡Nos pasamos tres horas hablando! Sentí en mi corazón que las muchas piezas de mi puzzle volvían a su sitio. Me ofreció consejos concretos con cariño y apoyo, y me aportó una verdadera sensación de llamada. Me ofreció su propia parroquia como un buen lugar donde llevar a cabo mi idea de formar una pequeña comunidad de hospitalidad radical, ministerio mutuo, contemplación y acción en el seno de un barrio. Matias estaba además profundamente convencido de que yo llevaba ya suficiente tiempo en Perú como para tomar una decisión en firme acerca de si debía irme o quedarme. No era necesario otro periodo de búsqueda y ferviente oración. Aunque era imposible estar completamente seguro, y el tomar decisiones siempre entraña riesgos, necesitaba quedarme hasta que tuviera la información suficiente como para aclararme. Matias me hizo ver la importancia de no cortar del todo las relaciones con el mundo académico de los Estados Unidos. Aunque insistió en el hecho de que debía comprometerme firmemente con la iglesia peruana y estar dispuesto a trabajar al servicio de esa iglesia, también pensaba que me vendría bien seguir comunicándome, mediante cartas y conferencias, con el mundo del que provenía. Mi discusión matutina con Matias comenzó a darme una sensación de desenlace. Sentí que mi estancia en Perú tocaba a su fin, que mis impresiones del ministerio 88

empezaban a mostrar pautas para un trabajo futuro. Me sentí llamado a formar parte de una comunidad radicalmente hospitalaria de fe, pero seguramente no en Sudamérica. No me parecía que pudiera ni debiera vivir allí de forma permanente. Aquel día, adquirí una sensación de armonía, de que las cosas encajaban, de arraigo... y, sí, de claridad vocacional. Para encontrar mi vocación había acudido a Perú como paso necesario en el proceso de discernimiento, aun a pesar de que no se convirtiera en mi nuevo hogar. Gracias a una serie de circunstancias, conversaciones e impresiones contemplativas a lo largo de un periodo de seis meses, tomé plena conciencia de que mi deseo de vivir y trabajar entre los pobres de Latinoamérica no respondía a una llamada concreta. Sabía que la universidad ya no era el lugar donde continuar con mi vocación, pero también empezaba a darme cuenta de que ni Dios ni el pueblo de Dios me pedían que hiciera de Bolivia, Perú, Guatemala o Nicaragua mi hogar permanente. Mis experiencias en aquellos lugares, por muy estimulantes y gratificantes que fueran, nunca me llevaban a ese profundo imperativo interior que conforma el centro de una verdadera llamada. Mientras trataba de discernir una respuesta a la pregunta «¿Me llama Dios a vivir y trabajar en Latinoamérica?», poco a poco me di cuenta de que la palabra gracias que brotaba de los labios de la gente contenía la respuesta. Todo es gracia. La luz y el agua, el cobijo y la comida, el trabajo y el tiempo libre, los hijos, padres y abuelos, el nacimiento y la muerte...: todo nos es dado. Nuestra primera vocación es recibir estos dones y agradecerlos. Si tengo una vocación en Latinoamérica, es la vocación de recibir de las personas los dones que tienen que ofrecernos y devolver al norte estos dones para nuestra propia conversión y sanación. Una vez que fui consciente de que no estaba llamado a vivir entre los pobres en Latinoamérica, vi clara la necesidad de regresar a los Estados Unidos para ofrecer mi voz y hablar a otras personas acerca de las necesidades y la belleza de mis amigos peruanos. Como amigo mío que era, Jean Vanier me dijo más adelante que mi tarea era hablar por los pobres y no tanto comprometerme en un servicio directo al pueblo. Mi vocación y mis dones primarios eran escribir, hablar y vivir en solidaridad con mis amigos de Latinoamérica. No se me había concedido la gracia de vivir allí por mucho tiempo. Y para acometer una tarea hay que tener el don y la gracia necesarios para que sea una llamada vocacional de Dios. Aunque no fui llamado a permanecer por mucho tiempo en Latinoamérica, conocí a alguien que sí lo fue. La historia de cómo descubrió su vocación ilustra la necesidad de madurar en las cuestiones que surgen cuando sentimos el impulso de explorar una nueva forma de vida en el mundo. Pilar es una auxiliar mexicana que vivió dos años con discapacitados psíquicos en El Arca en Trosly, Francia, antes de sentirse llamada a vivir y trabajar entre los pobres de Latinoamérica. Pilar combina una profunda vida espiritual con grandes dotes de liderazgo. Es amable y contundente, devota y activa; Dios es el centro de su vida, y ella, a su vez, está comprometida en la lucha por los derechos de los pobres. «Siempre me he sentido llamada a trabajar con los pobres», me dijo. «Ahora 89

estoy segura de que las personas discapacitadas son los pobres con quienes estoy llamada a estar». En el caso de Pilar, la duda no era «quién» ni «qué», sino «dónde». Jean Vanier le había dicho que se planteara Brasil y Guatemala como lugares donde iniciar una nueva comunidad de El Arca en América Central. Pilar lo escuchó atentamente y al final dijo: «No quiero ir a un sitio únicamente para tener mi propio proyecto. Tengo que estar segura de que Dios me llama a estar allí. Si no, no dará frutos». Me propuso que pasáramos algo de tiempo juntos en una pequeña capilla para pedir a Dios más claridad. Mientras rezábamos en silencio, me sentí profundamente dichoso ante la idea de ser parte de algo muy frágil, muy nuevo y muy esperanzador. Lo que aprendí en Latinoamérica acerca de poner a prueba una llamada es que mi vocación más amplia consiste, simplemente, en gozar de la presencia divina, cumplir la voluntad de Dios y dar gracias dondequiera que me encuentre. La cuestión de dónde vivir y qué hacer es verdaderamente insignificante, comparada con la cuestión de cómo mantener los ojos del corazón centrados en el Señor. Puedo estar impartiendo clases en Yale, trabajando en la panadería de la abadía de Genesee, paseando con niños pobres en Perú o escribiendo un libro... y, aún así, sentirme del todo inútil. O puedo hacer esas mismas cosas y saber que estoy cumpliendo con mi llamada. No hay nada como el lugar o el trabajo indicados. Puedo estar triste o contento, inquieto o en paz, en todas las situaciones. Es una verdad muy sencilla que descubrí en un momento en el que tenía que tomar una decisión sobre mi futuro. Vivir o no en Lima durante cinco, diez o veinte años no era objeto de una decisión trascendental; volverse hacia el Señor por completo, incondicionalmente y sin miedo, sí lo es. Él me recuerda que no tengo una morada permanente en la tierra, que soy un caminante que se dirige al lugar sagrado en que Dios me sostendrá en la palma de su mano. Esta profunda conciencia me hace libre para ser un peregrino, para orar sin cesar y para estar agradecido.

Camino de Daybreak: una llamada al hogar Regresé de Perú para dar clases en Harvard, sabiendo que estaba llamado a dar testimonio de la preocupación de Dios por los pobres y los oprimidos, sobre todo en Latinoamérica. También me sentí llamado a formar parte de una comunidad radicalmente hospitalaria que sirviese a los pobres, pero aún no tenía ni idea de dónde debería estar esa comunidad. Sin embargo, como había ocurrido en el pasado, Dios me habló a través de las personas que hablaron conmigo, plantando semillas y preparando el camino para un futuro aún no revelado. Poco después de mudarme a Cambridge, alguien a quien no conocía llamó a mi puerta una mañana. Fue durante una época difícil, en la que anhelaba una comunidad

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donde llevar una vida de oración y ministerio que parecía imposible de conseguir en Harvard. Abrí la puerta y vi a una joven que aguardaba afuera. – ¿Es usted Henri Nouwen? – Sí, soy yo. – Le traigo recuerdos de Jean Vanier –continuó ella. Yo sabía que Jean Vanier era el fundador de la comunidad de El Arca en Francia y que trabajaba con discapacitados psíquicos. Había leído uno de sus libros y lo había incluido en la lista de lecturas obligadas de una de las asignaturas que impartía sobre la vida espiritual. Pero nunca lo había conocido personalmente. – ¡Vaya! Muy amable. Muchas gracias. ¿Qué puedo hacer por ti? –dije. – No, no, no –respondió ella. –He venido a traerle recuerdos de Jean Vanier. – Gracias, es muy amable por tu parte. ¿Quieres que hable en algún sitio, o que escriba algo, o que dé una clase? – No, no –insistió ella. –Solo quería que supiera que Jean Vanier le envía recuerdos. Me dijo que se llamaba Jan Risee, y cuando se hubo marchado, me senté en una silla y pensé: «Esto es algo especial. De algún modo, Dios está respondiendo a mi plegaria haciéndome llegar un mensaje y llamándome a algo nuevo». No se me pedía que aceptara un nuevo puesto de trabajo ni que iniciara otro proyecto. No se me pedía serle útil a nadie. Simplemente, se me invitaba a conocer a otro ser humano que había oído hablar de mí. Había algo de inesperado y de sorprendente en aquel encuentro. Casi tres años después de que Jan Risee me visitara, por fin conocí a Jean Vanier. Jean y yo nos conocimos en un retiro durante el que no se pronunció una sola palabra. Al término del mismo, Jean me dijo de una forma muy sencilla y sin exigencias: «Henri, tal vez nuestra comunidad de personas discapacitadas pueda ofrecerte un hogar, un sitio donde te sentirás muy seguro, donde puedes encontrarte con Dios de un modo completamente nuevo». No me pidió que les fuese útil; no me pidió que trabajara con los discapacitados; no me dijo que necesitaba otro sacerdote. Simplemente, me dijo: «Tal vez podamos ofrecerte un hogar». Entonces supe que hablaba en el nombre de Dios. Poco a poco, me di cuenta de que tenía que tomarme en serio aquella llamada y empecé a explorar una nueva posible vocación entre personas con problemas mentales. De nuevo abandoné la universidad y me dirigí a la comunidad de El Arca en TroslyBreuil, Francia. Después de pasar un año con esta comunidad de discapacitados mentales y sus auxiliares, que tratan de vivir en el espíritu de las bienaventuranzas, respondí a la llamada a convertirme en un sacerdote de Daybreak, una comunidad de El Arca cercana a Toronto, una comunidad formada por unas cien personas: cincuenta discapacitados y cincuenta auxiliares. Nunca habría imaginado que acabaría en una comunidad de Canadá, 91

en lugar de una comunidad de Latinoamérica. Mi época de discernimiento en Perú me enseñó más sobre quién soy yo y mis limitaciones, y me preparó para escuchar más adelante la llamada a conocer a Jean Vanier y explorar la idea de unirme a la comunidad de El Arca. Aquellos meses y años me llevaban adonde nunca habría podido predecir.

La vocación: un propósito que cumplir En retrospectiva, supe que estaba llamado a vivir no en Latinoamérica, sino en Toronto, en Norteamérica. Y no iba a hallar mi hogar permanente como profesor de Yale ni de Harvard, sino como pastor de la comunidad Daybreak. Al principio, parecía que no podía haber un contraste más grande que el existente entre Lima y Toronto –entre los pobres de Pamplona Alta y los discapacitados mentales de Daybreak; entre la intensa lucha por la supervivencia en Suramérica y la vida protegida y segura de nuestra comunidad de El Arca; entre los feroces debates teológicos sobre la teología de la liberación y las tranquilas sesiones de intercambio de opiniones sobre nuestra vida comunitaria. Pero al echar la vista atrás a mis seis meses en Latinoamérica y a la búsqueda de una vocación que tanto me ocupó allí, puedo decir sin el menor atisbo de duda que sin las experiencias que registré en mi diario no estaría hoy donde estoy. En Lima, Perú, discerní la preocupación preferencial de Dios por los pobres y me afiancé en la convicción de que también yo tenía que tomar esa elección. Fue allí donde escuché la inequívoca llamada a dedicar mi futuro a la vida de pastor. Fue allí donde por primera vez descubrí que aquellos marginados por nuestra sociedad acarrean consigo un gran tesoro. Y fue en Lima donde aprendí que sin la oración y la comunidad todas mis actividades pastorales desembocarían en un agotamiento inútil. Ahora veo que mi deseo de abandonar la universidad para vivir en comunidad entre los pobres fue un deseo inspirado por Dios, aunque su realización concreta requirió una cierta y auténtica purificación. Necesité tiempo para descubrir que la llamada de Dios era en realidad una respuesta divina al deseo más profundo de mi corazón: el deseo de encontrar un hogar entre los pobres de Dios. Necesité mucho tiempo para entender que mi lugar era la comunidad Daybreak. Yo creía que mi vocación consistía simplemente en servir a los pobres, pero aprendí que mi vocación más profunda es anunciar el amor de Dios a todas las personas. También tomé conciencia de que mi destino final no es un lugar físico, sino el abrazo eterno de Dios. Con esa idea clara, puedo estar con cualquier persona en cualquier lugar y disfrutar de la bondad, la belleza y el amor que observo mientras estoy en casa con mi Dios, que me envió al mundo para hablar y actuar en nombre de Jesús. Discernir mi vocación me ha llevado por todo el mundo y me ha supuesto muchas oraciones y conversaciones con numerosas personas. Con todo, cada paso implicaba reafirmarme en quién soy yo en Dios y en que tengo un propósito que cumplir y que es únicamente mío. Todos lo tenemos. 92

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Ejercicios para un discernimiento más profundo 1. ¿Qué «voces interiores» han formado parte de tu vida hasta ahora? Henri oyó la llamada a llevar una vida de éxitos que estaba en tensión con su llamada a permanecer cerca del corazón de Jesús y de los pobres. ¿Sabrías describir las tensiones que sientes entre las expectativas que otros depositan en ti y tu deseo de seguir plenamente los planes que Dios tiene para ti? Una vez hayas distinguido estas voces distintas, intenta mantener una conversación con cada una de ellas. Te ayudará a aclarar la forma en que esas expectativas discrepantes inciden en lo que haces con tus energías vitales. 2. En Perú, Nouwen aprendió que no era capaz de vivir por mucho tiempo entre los más pobres. Estaba acostumbrado al tiempo de ocio y a comodidades imposibles en la vida en solidaridad con su prójimo de Lima. ¿Qué limitaciones o compromisos previos tienes tú? ¿Cómo afecta este factor a la llamada de Dios respecto de tu vida? ¿Sabes aceptarlas como parte del proceso de discernimiento? ¿Qué necesitarías para estar seguro de quién eres –con tus fortalezas y debilidades– en tanto que persona llamada y dotada de dones divinos? 3. Al final, Henri discernió el quién (personas con discapacidades), el qué (anunciar los dones de los pobres y el amor de Dios) y el dónde (la comunidad Daybreak) de su vocación definitiva. ¿Cuáles de esas tres partes de tu propia llamada tienes claras y cuáles estás explorando? Los distintos aspectos de tu llamada se entrelazan como piezas de un puzzle cuando descubres a quién tienes que servir, qué tienes que hacer y dónde hallarás tu verdadero hogar. ¿De qué estás seguro y sobre qué cosas albergas dudas? Anota en un diario ideas sobre cada uno de estos aspectos de tu vocación. Compártelas con tu grupo de oración o con tu guía espiritual.

1. El «South American Journal» de Nouwen, de octubre de 1981 a marzo de 1982, fue publicado con el título Gracias! (HarperCollins, New York 1982).

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Capítulo 8 Abre el corazón: discernir la presencia divina

«En Dios vivimos, nos movemos y existimos».

– Hechos 17,28 «Hay algo de Dios en cada persona; y algo de Dios en todo».

– Tradición cuáquera de la luz interior Cada mañana, a solas o en compañía de otros, paso una hora rezando y meditando en silencio. He dicho «cada mañana», pero en realidad hay excepciones. De hecho, el cansancio, el ajetreo y las preocupaciones a menudo me sirven de excusa para no orar, si bien es cierto que sin esa hora diaria dedicada a Dios, mi vida pierde su coherencia, y empiezo a vivir los días como una serie de incidentes y accidentes inconexos, más que como citas y encuentros divinos. Mi hora diaria con Dios no es un momento de oración profunda en el que contemple los misterios divinos o sienta una especial cercanía de Dios. Al contrario, está llena de distracciones, nerviosismo interior, confusión y aburrimiento. Casi nunca satisface mis sentidos, si es que alguna vez lo consigue. Pero a pesar de que no siento el amor de Dios del modo en que siento un abrazo humano, a pesar de que no oigo una voz como escucho palabras humanas de consuelo, a pesar de que no veo una sonrisa como veo un rostro humano..., a pesar de todo eso, el Señor me habla, me mira y me abraza allí. La forma en que tomo conciencia de la presencia divina es ese gran deseo de regresar a aquel lugar tranquilo y pasar allí un rato sin ninguna satisfacción real. Y me doy cuenta, quizá retrospectivamente, de que mis días y semanas son distintos cuando los unen estos momentos comunes e «inútiles». Dios es más grande que mis sentidos, más grande que mis pensamientos, más grande que mi corazón. Sí creo que Dios me toca en lugares que incluso para mí son desconocidos. Y también creo que, cuando oro, estoy en contacto con la presencia divina reflejada en mi corazón. A menudo, la presencia de Dios es sutil, pequeña, silenciosa y escondida. «Pero retoñará el tocón de Jesé, de su cepa brotará un vástago» (Is 11,1-2). Nuestra salvación viene de algo pequeño, tierno y vulnerable, de algo apenas perceptible. El Señor, que es creador del universo, nos llega en lo pequeño, lo débil y lo escondido. Cuando no tengo ojos para las cosas pequeñas de la presencia de Dios –la sonrisa de un bebé, el juego despreocupado de los niños, las palabras de apoyo y los gestos de amor ofrecidos por un amigo–, sigo ciego espiritualmente. La promesa de la presencia divina se oculta en el retoño que brota del tocón.

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Hallarse presente a la Presencia en la oración En su maravilloso folleto sobre la oración, Anthony Bloom cuenta cómo el staretz Silouan, el sencillo campesino ruso fallecido en 1938 en el Monte Athos, oraba por su compañero Nicholas, que trabajaba con él en el taller del monasterio: «Al principio rezaba con lágrimas de compasión por Nicholas, por su joven esposa, por su criatura; pero a medida que seguía rezando, el sentido de la presencia divina empezó a crecer en mí, y perdí de vista a Nicholas, a su esposa, a la criatura, sus necesidades, su pueblo... Y solo era consciente de Dios y me dejé llevar más y más profundamente por la sensación de la presencia divina, hasta que de pronto, en medio de esa presencia, me encontré con un amor divino que abrazaba a Nicholas, a su esposa y a la criatura. Entonces, con el amor de Dios comencé a orar de nuevo por ellos, pero otra vez me dejé llevar a lo más profundo, y en las profundidades volví a encontrar el amor divino»1 .

Según lo refiere el arzobispo Bloom, el padre Silouan trabajaba en los talleres del monasterio junto a los muchos campesinos que iban a pasar uno o dos años allí con la esperanza de ganar dinero para formar una familia, construirse una casa y comprar tierras para sembrar. Bloom escribió: «Un día, los otros monjes que estaban a cargo de los demás talleres dijeron: “Padre Silouan, ¿cómo es que las personas que trabajan en sus talleres trabajan tan bien aunque nunca las supervise, mientras que nosotros nos pasamos el tiempo detrás de los operarios y constantemente tratan de escaquearse del trabajo?” El padre Silouan respondió: “No lo sé. Solo puedo decirles lo que hago al respecto. No hay mañana en que no rece por esas personas antes de ponerme en marcha; llego al trabajo con el corazón repleto de compasión y de amor por ellos, y cuando entro al taller mi alma llora por el amor que les profesa. Y entonces les indico la tarea que tienen que llevar a cabo ese día y, mientras trabajan, rezo por ellos. Voy a mi celda y me dedico a rezar por cada uno de ellos individualmente. Me presento ante Dios y le digo: ‘Oh, Señor, acuérdate de Nicholas [y de los demás]’”»2 .

¿En qué consiste esa experiencia interior de la presencia divina que a veces se produce cuando oramos con compasión por los demás? ¿Cómo podemos cultivarla en nuestra vida diaria? La respuesta bíblica, a mi modo de ver, se encuentra en la experiencia de los dos discípulos de Jesús camino de Emaús.

¿No ardía nuestro corazón? Escucha atentamente este pasaje para discernir la verdadera presencia de quien nos acompaña en el camino. Tal vez prefieras leerlo en voz alta para escuchar cosas que tus ojos podrían pasar por alto: «Aquel mismo día, dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén. Iban comentando todo lo sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona los alcanzó y se puso a caminar con ellos. Pero ellos tenían los ojos incapacitados para reconocerlo. Él les preguntó: – ¿De qué vais conversando por el camino?

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Ellos se detuvieron con semblante afligido, y uno de ellos, llamado Cleofás, le dijo: – ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que desconoce lo que ha sucedido allí estos días? Jesús preguntó: – ¿Qué cosa? Le contestaron: – Lo de Jesús de Nazaret, que era un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo. Los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte y lo crucificaron. ¡Nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel! [...] Jesús les dijo: – ¡Qué necios y torpes para creer cuanto dijeron los profetas! ¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que en toda la Escritura se refería a él. Se acercaban a la aldea adonde se dirigían, y él fingió seguir adelante. Pero ellos le insistieron: – Quédate con nosotros, que se hace tarde y el día va de caída. Entró para quedarse con ellos; y mientras estaba con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista. Se dijeron uno al otro: – ¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba la Escritura? Al punto se levantaron, volvieron a Jerusalén y encontraron a los once con los demás compañeros, que decían: – Realmente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.

Ellos, por su parte, contaron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan» (Lc 24,13-36). Las dos personas que caminan juntas han perdido el rumbo. Sus rostros están tristes y apesadumbrados, sus vidas están rodeadas de oscuridad, y su conversación las lleva a sentir una desesperación cada vez más profunda. Habían depositado su esperanza en Jesús, en quien veían al redentor de Israel. Sin embargo, temían haberse equivocado, ya que las autoridades lo habían condenado, ejecutado y apartado de su lado. Cuando me imagino a mí mismo en ese oscuro camino a Emaús, me veo inmerso en un diálogo deprimente con el otro discípulo. A veces estamos absortos en nuestros dramas y preocupaciones personales. Envenenamos la capacidad de amor y de transformación del otro. Ya incapaces de experimentar la vitalidad interior y la confianza exterior para cambiar el mundo, corremos el peligro de sufrir una muerte espiritual. 96

Incapaces de reconocer el don de Dios en nosotros o en los demás, estamos perdidos. Nuestra desesperación nos ha llevado a la tumba. Jesús camina con nosotros de incógnito; se une a nosotros en la tristeza y la desesperación. Habiendo pasado tres días en el sepulcro, entiende lo que significa estar allí encerrado. Escucha nuestro relato de confusión, desorientación, profundo dolor, pérdida de rumbo, fracaso humano y oscuridad interior. Sí, nos acompaña en nuestra perdición. Al final, nos habla. Jesús habla desde el sepulcro. Revela con su información de primera mano que el amor de Dios es más fuerte que nuestra desesperación, que la lealtad de Dios va más allá de la experiencia de la ausencia divina, y que Dios arranca de la oscuridad del sepulcro a aquellos a quienes ama para llevarlos a la luz de la resurrección. Por eso los corazones que se han vuelto fríos pueden arder nuevamente de gozo. Pero esta historia y la nuestra tienen aún más cosas en común. El relato de los discípulos camino de Emaús no trata únicamente de la superación del dolor o de la desesperación en momentos difíciles. Es un relato evangélico que revela una pauta espiritual para descubrir la verdadera presencia de Cristo en el camino de nuestra vida. Dicha pauta para discernir la oculta presencia de Dios supone al menos cuatro prácticas espirituales: 1) interpretar las Escrituras, o reflexión teológica; 2) quedarse, lo que a veces se denomina perseverar en la oración; 3) partir el pan, o reconocer la presencia de Cristo en la eucaristía; y 4) recordar a Jesús, o la experiencia de «el corazón ardiente». Estos componentes forman una práctica del discernimiento de la presencia divina en la vida diaria; una práctica fundamentada bíblicamente y concebida tradicionalmente.

Interpretar las Escrituras Mientras hablaba con los discípulos que se dirigían a Emaús, Jesús les preguntó: «¿No tenía que padecer eso el Mesías para entrar en su gloria?» (Lc 24,26). Estas palabras son unas de las más conocidas de los evangelios, porque modifican radicalmente nuestra percepción del sufrimiento. El dolor y el sufrimiento dejan de ser obstáculos hacia la gloria de la vida eterna para convertirse en el camino ineludible hacia ella. Cuando adoctrina a los discípulos acerca del sufrimiento de Abrahán, Moisés y los profetas, Jesús les muestra poco a poco que lo que más los deprime –el sufrimiento de un amigo al que consideraban el Mesías– se ha convertido en la fuente de una nueva vida. Cuando Jesús les abre las Escrituras, sus corazones arden. Lo que les había hecho abandonar la esperanza y retornar a su antigua forma de vida se transmuta. Lo que les había impedido reconocer al Mesías en el camino se transforma. Ya están preparados para recibir lo nuevo que Dios realiza en el mundo. En lugar de esperar una vida sin decepciones o momentos de depresión, ven cómo Jesús sale a su encuentro en esos momentos, con esperanza y con el potencial de una nueva manera de ver y de creer. 97

En la vida de la iglesia, el «servicio de la Palabra» en cada eucaristía trata de ponernos en contacto con esta misteriosa presencia. Estas lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento y la homilía que las sigue nos son dadas para discernir la presencia de Cristo mientras él camina junto a nosotros en nuestras penas y en nuestras alegrías. La presencia eucarística es, ante todo, presencia a través de la Palabra. Sin la presencia a través de la Palabra, somos incapaces de reconocer la presencia divina en la partición del pan. Es importante recordar que la mejor forma de interpretar las Escrituras es hacerlo con otras personas. Leer un pequeño fragmento en soledad no nos permite adentrarnos por completo en el misterio de la promesa de Cristo de estar presente cuando dos o más se reúnen.

Quedarse El desconocido les había escuchado, lo cual les permitió escucharle a él cuando interpretaba las Escrituras. En el proceso se restablecieron sus corazones. Redescubrieron el don del amor en lo más profundo de su ser, dando lugar a nueva vida, nueva esperanza y nueva energía que abren paso a un mundo completamente nuevo. El desconocido se ha convertido en amigo, y los discípulos quieren que se quede más tiempo con ellos. Él no pide ser invitado. No ruega que le ofrezcan un lugar donde quedarse. De hecho, actúa como si quisiera seguir adelante. Pero ellos le insisten hasta que entra; incluso lo presionan para que se quede con ellos. Él acepta su invitación a «quedarse». La palabra quedarse está relacionada con el verbo acatar y tiene un significado espiritual en los evangelios. Hace referencia al estar interiormente, que es liberador y dador de vida. Recuerda lo que Jesús dijo antes en sus palabras de despedida a los discípulos: «Como el sarmiento no puede dar fruto por sí solo si no permanece en la vid, tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15,4). La gran promesa final de Jesús es: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Quedarnos con Jesús y él con nosotros requiere andar juntos el camino, no volver hacia atrás, estar preparados para ver a Jesús de formas inesperadas en nuestros corazones.

Partir el pan Después de que Jesús entra en la casa con sus compañeros del camino y «se queda» con ellos, estos, de pronto, lo reconocen en la mesa cuando él pronuncia la bendición. Jesús tenía una manera especial de tomar el pan, bendecirlo, partirlo y ofrecerlo a los demás. Una manera tan sencilla, tan corriente, tan evidente y, aún así, ¡tan distinta...! El velo que les había impedido verlo en el camino se alza de pronto cuando bendice y parte el pan, come y bebe con ellos a la mesa. Ahora saben quién es y que él sigue con ellos.

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La eucaristía –tanto en el sentido común como sacramental del término– es reconocimiento. Es ser plenamente consciente de que quien toma, bendice, parte y ofrece es aquel que desde el principio de los tiempos ha deseado entrar en comunión con nosotros. Hacerlo es recibir y reconocer el don de la presencia divina. Conviene advertir que esta comida de acción de gracias, camino de Emaús, no fue un servicio eclesiástico, sino una comida con personas cansadas de un viaje. Reconocieron a Jesús en la hogareña hospitalidad de la profunda compasión y el compañerismo.

Recordar «Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron»; pero en cuanto lo reconocen, él desaparece de su vista. En el mismo momento en que los dos amigos lo reconocen al partir el pan, él deja de estar con ellos. Precisamente cuando se les hace más presente espiritualmente, también se ausenta físicamente. Aquí topamos con uno de los aspectos más sagrados de la teología eucarística: la más profunda comunión con Jesús es una comunión que acontece en ausencia del propio Jesús. Se trata de un misterio de fe. Cristo está con nosotros; y, sin embargo, esperamos su retorno definitivo. Después de que Jesús se desvanezca de su vista, ellos se preguntan el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?» Misteriosamente, después de este encuentro, en el que se abren sus ojos y sus corazones, ambos discípulos dejan de necesitar la presencia física de Jesús para saber que él sigue allí con ellos. Ahora pueden «recordar» a aquel que mora entre ellos. El milagro que aconteció con estos dos discípulos es algo que también puede ocurrirnos a nosotros hoy en día. No hace tanto, yo tuve un encuentro parecido. Algunos acontecimientos de mi vida pesaban duramente sobre mí y me estaban llevando a una depresión. Pero Dios me envió a alguien: un amigo inesperado en quien fácilmente pude depositar mi confianza. Compartí con él los detalles de los acontecimientos que me habían llevado a aquel oscuro estado mental. Me escuchó largo rato y luego, amablemente, me enseñó que mis pies andaban sobre el mismo camino que los suyos; que pasando por mucho dolor, estaba siendo llevado a un nuevo lugar. De hecho, este nuevo lugar había sido creado en el encuentro evangélico entre los dos discípulos y el desconocido. Cuando abrí mi corazón a esta nueva realidad, dejé de ser un individuo aislado y solitario que regresa al antiguo lugar de su juventud. Ya no estaba solo; había encontrado a un amigo, un compañero, una voz de amor. A medida que me confesaba, una pesada carga se apartó de mí. Más tarde, mientras almorzaba con él, supe que Dios me había enviado a su ángel para ofrecerme apoyo y consuelo y convertir mi desesperación en esperanza. El gran acontecimiento del camino de Emaús es la nueva comunión. Alguien escuchó, entendió y se convirtió en amigo. Los dos discípulos perdidos encontraron un nuevo lugar donde los acontecimientos que habían llevado a la tristeza se transformaban en acontecimientos que traían alegría. Se dieron cuenta de que ya no estaban solos. Tras 99

partir el pan con ellos, Jesús desapareció de su lado, porque ellos ya no lo necesitaban allí. Ahora lo conocían con el corazón y lo recordaban y eran libres de volver a Jerusalén a dar la buena nueva a otros. Hay reciprocidad en lo que a recibir la presencia de Dios se refiere. Brindar apoyo y fortalecer a otra persona que lucha en el camino nos aporta apoyo y fortaleza a nosotros mismos. «Recordar a Jesús –recuperar la esperanza y el sentido a través de un encuentro con el Cristo resucitado– liberó a los discípulos para regresar a su comunidad a infundir esperanza: “Al punto se levantaron, volvieron a Jerusalén y encontraron a los once con los demás compañeros [...] Ellos, por su parte, contaron lo que les había sucedido en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan”».

Discernir la presencia divina leyendo las Escrituras (lectio divina), quedándonos con Cristo (atendiendo a su presencia en la oración), partiendo el pan (eucaristía), y recordando a Jesús (anamnesis) lleva a la experiencia del corazón abrasado (de memoria divina, o memoria Christi). Estos cuatro movimientos en el relato del camino a Emaús conforman la estructura de la celebración eucarística de la presencia divina que discernimos o reconocemos en el sacramento. Cada vez que nos acercamos a la mesa en adoración, podemos esperar tocar la historia del camino de Emaús, representado y recordado como una realidad presente.

En la eucaristía recordamos a Cristo En una ocasión anterior escribí acerca de la lectio divina, o lectura sagrada3; pero hay algo más en cuanto a la partición del pan y el recuerdo de Cristo en relación con el discernimiento. En la celebración de la Cena del Señor discernimos la verdadera presencia de Cristo resucitado entre nosotros, no solo en el pan y el vino, sino en el centro de nuestras vidas, en el núcleo de nuestro mismo ser, en el corazón de nuestra comunidad y en el corazón de la creación. El padre John Eudes pronunció estas palabras en una homilía en la abadía de Genesee: «El Señor está presente de verdad, aunque sea de una forma silenciosa, sutil, discreta, e imprecisa. Cristo vive en nosotros, incluso físicamente, pero no del mismo modo físico en que otros elementos están presentes en el cuerpo humano. Una presencia física espiritualmente trascendental es lo que caracteriza a la eucaristía. Es ya el otro mundo presente en este cuando recordamos a Cristo».

Filósofos y teólogos cristianos usan a menudo el término anamnesis para explorar la realidad de lo que ocurre cuando evocamos y recordamos a Cristo, no como una persona histórica del pasado, sino como alguien pleno en el momento presente. «Hay una especie de enclave en nuestro mundo de espacio y tiempo». Y prosigue el padre John: «Cristo está aquí realmente. Y, sin embargo, su presencia física no se caracteriza por las mismas limitaciones de espacio y de tiempo que nosotros conocemos».

El filósofo Heidegger atribuyó el término Dasein a la realidad que se oculta tras la apariencia: «Tras la apariencia hay una realidad de presencia que es distinguible, perceptivamente separada del ser físico puro que tenemos delante» 4. No quiero 100

adentrarme aquí en abstracciones, pero espero ser capaz de enfatizar el hecho de que la esperanza cristiana descansa sobre la realidad de que el espíritu y la presencia de Jesús trascienden el tiempo. Creemos que el Cristo resucitado, el espíritu de Jesús, puede encontrarse en cualquier lugar y en cualquier momento5.

Discernimiento y recuerdo sagrado San Agustín empleó la expresión memoria Dei, el recuerdo de Dios, para expresar la idea de que Dios está presente eternamente en la humanidad a través del recuerdo sagrado. Según san Basilio, el recuerdo de Dios es gnosis espiritual: el saber verdaderamente que Dios se encuentra en el corazón. Cuando «recordamos» a Dios, tocamos la naturaleza divina de nuestras mismas almas. Porque Dios nos conoce desde la eternidad y para la eternidad, nos ha amado con amor incondicional y nos lleva grabados en la palma de su mano. Mediante la práctica espiritual de aprender a ser conscientes y a estar expectantes, recordamos a Dios como amor, y a nosotros mismos como seres amados por Dios. Los padres de la antigua Iglesia escribieron a menudo acerca del «recuerdo de Dios» para subrayar la presencia de Dios en toda la humanidad. Los seres humanos descubrimos a Dios porque reconocemos el reflejo de Dios en nuestro yo más interior e íntimo. Y por eso ansiamos reunirnos plenamente con la fuente del reflejo, que recordamos. En los fieles existe un profundo deseo de unión con Dios, la fuente de la vida, la fuerza6. Existe también un concepto específicamente cristiano de memoria Christi que se refleja en la historia sagrada y en la vida de fe. Dios se hizo hombre y, de este modo, entró en la historia. El nacimiento de Cristo, su muerte, su resurrección y su ascensión ocurrieron al mismo tiempo. Podemos hablar de Jesús en pasado –vino, vivió, murió– y también podemos hablar del recuerdo del advenimiento de Cristo en el momento presente. Celebramos la memoria Christi en la eucaristía cuando recordamos su vida y reconocemos su presencia entre nosotros «hasta que vuelva». En el sentido cristiano de la palabra, el conocimiento y el recuerdo de Dios les son dados a todos, recibidos en el bautismo y celebrados con la partición del pan cada vez que se reúne el cuerpo de Cristo7. Es interesante ahondar en ambos conceptos de recuerdo –el neoplatónico (filosófico) y el cristiano (histórico)– para llegar a un entendimiento más profundo de la oración y el discernimiento. Un buen lugar por donde empezar son las obras de San Agustín, en especial las Confesiones y su obra sobre la Trinidad.

El dolor, el poder y el misterio del recuerdo 101

Leer y pensar con los cristianos del pasado es una manera útil de expandir nuestra percepción de la fe y consolidar nuestra confianza en que Dios obra a veces de formas misteriosas. Con todo, en momentos de crisis, muchos de nosotros no somos capaces de pensar demasiado en las obras divinas, porque nos consumimos rememorando y recordando nuestro dolor pasado en la experiencia del momento presente. Volvemos atrás una y otra vez para mirar y sentir de nuevo momentos dolorosos. El recuerdo de acontecimientos infelices en mi vida personal puede llevarnos a emociones dolorosas y muchas veces dañinas. El recuerdo de acciones pasadas puede hacernos sentir remordimiento, ¡cuya raíz morfológica, mordere, significa literalmente «morder»! El remordimiento es la sensación mordaz que me hace decir: «¿Cómo pude hacer eso? ¿Por qué me comporté así? ¡Qué estúpido fui! ¿Cómo dejé que ocurriera?» El remordimiento puede mantenerme despierto por la noche, tenerme inquieto durante el día y robarme la paz mental.

El dolor del recuerdo El dolor del recuerdo también puede avergonzarme. La vergüenza me hace tomar conciencia de lo que me rodea y me vuelve susceptible a los juicios negativos de los demás. Si tengo vergüenza, digo: «¿Qué dirán los demás de mí? ¿Qué pensarán? ¿Me he vuelto loco? ¿Se reirán de mí por lo que hice o por causa de quien soy?» Llega entonces la culpa, que me hace caer en la cuenta de que he herido a otra persona. Si me siento culpable, digo: «He hecho daño a mis amigos. He destrozado algo precioso. He herido a otra persona». Cuando me relaciono con mi pasado con remordimiento, con vergüenza o con sensación de culpa, el peligro consiste en que endurezca mi corazón y sea incapaz de discernir la presencia divina en mi interior y en mi exterior. Cuando mi corazón está endurecido, se cierra y se vuelve inalcanzable y frío. Un corazón endurecido es un corazón en el que el remordimiento se ha convertido en introspección morbosa, la vergüenza en baja autoestima, y la culpa en actitud defensiva. Cuando no dejo de pensar en mí mismo y en mis motivaciones, comparándome constantemente con otros e intentando justificar mi comportamiento, me vuelvo más y más egocéntrico, y el amor divino disminuye en mí. Los de Emaús prácticamente pasaron por alto la presencia de Cristo por estar tan obsesionados con su pérdida. Se parecen mucho a nosotros. Fácilmente pasamos por alto que no estamos solos cuando una actitud defensiva y la desesperación han arraigado en nuestros corazones. Estas tres reacciones ante recuerdos dolorosos nos hacen infelices y pueden perjudicar o reprimir la vida espiritual. Despertar a la presencia de Cristo puede sanar las heridas de nuestros recuerdos. Abrir nuestros corazones a la presencia divina en el momento presente, y así transformar nuestras emociones y sanar nuestros recuerdos, es un gran desafío de la vida espiritual. El recuerdo de la imagen de Dios en el alma puede

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convertir mi corazón de piedra en corazón de carne y hacerlo flexible, receptivo, abierto y libre. Recordar a Cristo transforma el remordimiento en contrición, porque «un corazón roto y contrito, tú, oh Dios, no lo desprecias» (Sal 51,19). La remembranza de Cristo convierte la vergüenza en compasión, que nos permite llegar a otros que comparten nuestros problemas. Y el recuerdo de Cristo impide que la culpa nos sobrecoja y nos hace receptivos al perdón. El recuerdo de Cristo es, por tanto, un recuerdo sanador y espiritualmente terapéutico. Recordando mi vida y mis problemas a la luz de la presencia de Cristo, mi pasado se redime y puede convertirse en una ocasión para el agradecimiento y la alabanza.

El poder del recuerdo Aunque a veces el recuerdo traiga a nuestro presente un pasado doloroso, crea también un profundo deseo de reunión con aquellos a quienes recordamos y de reconciliación con ese pasado. El poder del recuerdo no consiste tan solo en que me permite revivir el pasado, sino en que, además, transforma el pasado en el presente y en el futuro. Por ejemplo, me siento muy cercano a muchos amigos que han fallecido. Los recuerdo con la fe y la esperanza de volver a verlos. El recuerdo de aquellos a quienes amo me hace desear una reunión, un nuevo encuentro cara a cara. De algún modo misterioso, en ausencia de un ser querido del pasado siento una cercanía espiritual en el presente que me prepara para una reunión futura que es más profunda y plena que su presencia en el pasado o en el presente. Puedo incluso decir que debo recordar a las personas del pasado para reunirme plenamente con ellos en el futuro. Su recuerdo es, en cierto sentido, la preparación para verlos de nuevo. Recordar a abuelos, padres, hermanos y amigos que han fallecido o que se han marchado no es solo una costumbre sentimental y piadosa de quienes no saben seguir adelante; es la continuación de una relación que aún existe y que debe aún terminar de cumplirse. De hecho, es el Espíritu de Cristo el que nos advierte de que está por llegar una reunión más profunda que la relación del pasado o del presente. ¿Nos equivocaríamos si dijéramos que recordar a un amigo o a un familiar fallecido nos permite desarrollar una comunión espiritual que no se realizó del todo mientras estuvo presente físicamente? ¿Podemos decir que el recuerdo nos une en el espíritu con una conexión más profunda que la unión física? Si es así, debemos confesar que la presencia física no solo nos revela a la verdadera persona, sino que también nos la oculta. La presencia física de alguien revela y oculta a la vez lo más profundo, el yo más auténtico que deseo encontrar. En la ausencia física, la presencia espiritual ya no está bloqueada. Este misterio arroja luz sobre la vida y la muerte. Estar completamente vivo significa estar verdaderamente presente ante Dios y los demás en la medida en que 103

podamos. Morir significa no solo irse, sino además entrar en una relación más íntima y una presencia espiritual más profunda que la que era posible durante la vida física.

El misterio del recuerdo Si recordar a un ser querido que ha fallecido me acerca a veces a la realidad espiritual de la esencia de su presencia en el recuerdo, entonces el recuerdo de Cristo igualmente me acerca más a Jesús de lo que su misma presencia física en la tierra podría lograr. Su muerte, su abandono, nos ha permitido recibir su Espíritu y vivir en él y con él siempre. El recuerdo de Cristo me adentra en la comunión espiritual con él y con su cuerpo, la Iglesia. Como san Pablo –el único apóstol que no conocido físicamente a Jesús antes de su muerte y resurrección– dijo con profundo convencimiento: «Pues mi vida es el Mesías –es decir, Cristo–, y morir es ganancia» (Flp 1,21). Esta percepción aporta fuerza y sentido a las palabras de Jesús: «Os conviene que yo me vaya. Si no me voy, no vendrá a vosotros el Valedor» (Jn 16,7). En el recuerdo de Jesús, recibimos su Espíritu y entramos en una comunión misteriosa con él más profunda e íntima de podría serlo si hubiera estado con nosotros física e históricamente. En cada eucaristía, el pueblo de Dios proclama el misterio de la fe: «Cristo ha muerto, Cristo ha resucitado, Cristo regresará». En el propio acto de recordar a Cristo, no solo rememoramos la realidad pasada, sino que de algún modo vemos a Cristo en el acontecimiento futuro. Discernimos a Cristo en el momento presente cuando dejamos de sentir miedo.

Recuerda: no estamos solos Voy a resumir este capítulo sobre la búsqueda de la presencia divina en medio de las decepciones y dificultades vitales con otro ejemplo de las Escrituras. ¿Recuerdas la historia del evangelio sobre los discípulos en la barca en el Mar de Galilea (Mt 14,2223)? Por la noche, una tormenta sorprende a los discípulos, y estos sienten miedo. Jesús se acerca a ellos caminando sobre las aguas. Ellos creen que se trata de un fantasma y empiezan a temblar. Jesús les dice: «¡Ánimo, soy yo, no temáis!». Pedro responde: «Señor, si eres tú, mándame ir por el agua hasta ti». Jesús dice: «Ven». Pedro sale de la barca y empieza a caminar sobre el agua hacia Jesús. Pero cuando Pedro es consciente de la fuerza del viento y de las olas, empieza a hundirse. Entonces llama a gritos al Señor, y este inmediatamente le tiende la mano y lo sostiene. Le pregunta: «¿Por qué has dudado?» Cuando suben juntos a la barca, el viento amaina. Entonces los de la barca se postran ante él, diciendo: «Ciertamente, eres Hijo de Dios». Este es un relato sobre el paso del temor al discernimiento en el momento presente, un relato que todos necesitamos escuchar. Ocurren muchas cosas en nuestras vidas: 104

nuevos rumbos, viejos temores y aprensiones y grandes incertidumbres. Siempre hay tristeza y alegría, miedo y amor, resentimiento y gratitud; hay nervios por la semana que viene, por el mes que viene, por el año que viene. Sí, suceden tantas cosas bajo nuestros pies que nos preguntamos si podemos seguir andando sobre todas esas olas. Pero Jesús está con nosotros aquí y ahora. Si Pedro mantiene la vista fija en Jesús, puede andar sobre el agua. Los problemas son pequeños, y los miedos soportables, cuando sabemos quién nos llama. El Señor mira dentro de nosotros, sonríe, extiende las manos y nos invita a salir de la barca: «Venid a mí; no temáis». Si nos quedamos en la barca, no lo conseguiremos. No sobreviviremos si bajamos la vista hacia las olas. Pero no tenemos por qué bajar la vista y ahogarnos. Jesús nos llama a mantener alzada la vista y mirar hacia delante, a aquel que espera de pie en medio del temporal. Está con nosotros ahora, estará con nosotros mañana y seguirá estándolo en nuestro futuro, tanto inmediato como lejano. En medio de la tormenta, él es la presencia tranquila; en medio de todas las dudas y temores, él es la morada donde estamos a salvo; en medio de nuestra inquietud, él es nuestro hogar. ¿Por qué estar nerviosos en la presencia cuando nos extiende la mano? ¿Por qué preocuparse por el futuro cuando Cristo dice: «Estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo»? Por favor, Señor, acompáñame en el camino, entra en mi habitación cerrada y líbrame de mi insensatez. Abre mi mente y mi corazón al gran misterio de tu presencia activa en mi vida y dame el coraje necesario para ayudar a los demás a descubrir tu presencia en sus vidas. Amén. ***

Ejercicios para un discernimiento más profundo 1. Reflexiona sobre la historia del camino de Emaús de Lucas 24. Si tienes un pequeño grupo o un compañero de oración, comenta cuatro formas en las que podemos experimentar la presencia divina en el camino de la vida. 2. Lee las Escrituras. Dedica un rato a leer varias veces en voz alta el relato del camino de Emaús, dejando que ciertos aspectos de la Palabra te hablen y vayan de tu cabeza a tu corazón. Esto implica ir despacio y escuchar lo que Dios nos dice a través de las Escrituras. 3. Parte el pan (eucaristía). Comparte una comida con tus amigos espirituales y recuerda cómo el comer, la hospitalidad y la presencia de Cristo están conectados entre sí. 4. Cumple. «Quédate» en el momento presente. Intenta no huir de tu dolor ni vivir en el pasado. Trabaja activamente durante esta semana para mantener tu mente y tu corazón en el momento presente, donde no estás solo. 5. Recuerda a Cristo. Recibe la comunión esta semana. Presta atención al modo en que se te invita a unirte a Cristo en la mesa mientras tus pies emprenden el camino hacia 105

Emaús.

1. Citado en «The Genesee Diary», 23 de septiembre. 2. Anthony BLOOM, Beginning to Pray (Paulist Press, Mahwah, NJ 1970), p. 75. 3. Cf. capítulos 1 y 3 sobre la práctica de la lectio divina. 4. Filosóficamente, Dasein es uno de los términos centrales de la obra Ser y tiempo, de Heidegger, y se refiere a una entidad que es consciente del significado de su propia existencia o presencia. John Eudes, refiriéndose a la filosofía del ser de Heidegger, aplica el término a la concepción católica de la «presencia real» de Cristo en la eucaristía bajo la «apariencia» del pan y el vino. La apariencia es algo que se anuncia o revela sin exponerse del todo a sí mismo. Para profundizar en el concepto de Dasein, cf. M. HEIDEGGER , Ser y tiempo (Trotta, Madrid 2009). 5. Resumen inédito de la reflexión de John Eudes sobre la eucaristía en la Festividad del Corpus Christi en la abadía de Genesee, editado y adaptado del diario de Nouwen, vol. 1, 11 de junio de 1974, pp. 41-43. 6. En la espiritualidad de Evagrio Póntico, Doroteo de Gaza, Diadoco, Juan Clímaco, Casiano y san Benito, encontramos destacada esta perspectiva filosófica. Para ellos, la presencia divina se revela en el corazón en la oración, la meditación y la ascesis (palabra griega derivada de askein («ejercitar») –el ejercicio espiritual de autodisciplina en busca de los ideales contemplativos con fines religiosos–. Apuntes de investigación de Nouwen en «The Genesee Diary», 21 de septiembre y 12 de octubre de 1973. 7. En la espiritualidad de san Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia y, más tarde, Bernardo de Claraval, prevalece este concepto de recuerdo, según Nils A. Dahl. En la teoría psicológica aristotélica del recuerdo, recordar (mnemoneuein) solo puede aplicarse propiamente a acontecimientos del pasado, mientras que en el Nuevo Testamento se refiere también a hechos presentes o futuros. Así, además de significar «rememorar», también puede significar pensar en alguien o en algo (Col 4,18), o mencionar en la oración (Rom 1,9; 1 Tes 1,2; Ef 1,16). Según Dahl, «esta extensión de la noción griega en el Nuevo Testamento refleja las influencias de la tradición y el culto judíos. En el Antiguo Testamento, Dios recuerda a su Pueblo, y este, a su vez, es invitado a recordar los poderosos hechos salvíficos de Dios y sus mandamientos». El análisis de Dahl de la bibliografía le lleva a la conclusión de que el recuerdo y la conmemoración ocuparon un lugar central en la adoración, la predicación de las iglesias y la plegaria del cristianismo temprano. A partir de las notas de investigación y la síntesis de Nouwen del ensayo del profesor de Yale Nils A. DAHL, «Anamnesis: Memory and Commemoration in Early Christianity», publicado originalmente en francés en Studia Theologica 1 (1947), pp. 69-95.

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Capítulo 9 Recuerda quién eres: discernir la identidad

«Tú no puedes decirme quién soy yo, y yo no puedo decirte quién eres tú. Si tú no sabes cuál es tu propia identidad, ¿quién va a identificarte?»

– Thomas Merton ¿Quién soy yo? Esta es una pregunta central que todo el mundo se hace y que se responde a lo largo de la vida. Darnos un nombre, observar los cambiantes roles que desempeñamos durante nuestra vida y tratar de vivir de acuerdo con los valores y creencias que llevamos en el corazón de nuestra existencia son desafíos que duran toda la vida. ¿Somos quienes los demás dicen que somos? ¿Somos lo que podemos escribir en una tarjeta de visita, lo que podemos grabar en una medalla? ¿Quién soy yo? ¿Quiénes somos nosotros? En cuanto cristianos, hermanos y hermanas, podemos gritar gozosamente que somos como Jesús, el cual se hizo como nosotros en todo, aunque sin el pecado. Según la carta a los Hebreos: «Como los hijos comparten carne y sangre, lo mismo las compartió él, para anular con su muerte al que controlaba la muerte, es decir, al Diablo, y para liberar a los que, por miedo a la muerte, pasan a la vida como esclavos. Está claro que no vino en auxilio de los ángeles, sino del linaje de Abrahán. Por eso tenía que ser en todo semejante a sus hermanos: para poder ser un sumo sacerdote compasivo y acreditado ante Dios para expiar los pecados del pueblo. Como él mismo sufrió la prueba, puede ayudar a los que son probados» (Heb 2,1418).

Si es así, y yo creo que lo es, entonces también nosotros somos los hijos e hijas amados de Dios. No hay ninguna diferencia esencial entre Jesús y nosotros. Somos tan hijos de Dios como lo es Jesús. A través de Jesús nos convertimos en «coherederos» – todo lo que Dios le enseñó a Jesús lo ha compartido este con quienes lo siguen–. El término hijos adoptivos (Rom 8,15-17; 9:4) no significa que estemos en un segundo plano de importancia con respecto a Jesús, que es el «hijo único de Dios». Se refiere a nosotros, hechos hijos de Dios para disfrutar plenamente de la herencia de Jesús y participar de la vida divina.

Más que nosotros mismos Toda la misión de Jesús en la tierra consistía en guiarnos a su propia vida divina. Jesús no quiere en absoluto que sepamos o hagamos menos que él. Estamos llamados a ser como él y a hacer las cosas que él hizo. Y es que Jesús dijo: «Quien cree en mí hará 107

las obras que yo hago, e incluso otras mayores» (Jn 14,12). Jesús quiere que todo nuestro ser esté allí donde él esté, que nuestra identidad más profunda se fundamente en su propia identidad, y que nuestra vida espiritual esté sincronizada con la suya, para que podamos vivir como él vivió: plenamente en Dios. La Segunda Carta de Pedro afirma que el poder divino nos ha sido dado para trascender la mortalidad humana al convertirnos en «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4). En otras palabras, somos más que nosotros mismos: somos tanto humanos como divinos, ¡igual que Cristo era tanto divino como humano! Jesús afirmó su verdad en Jn 10,30-34, cuando dijo a los líderes religiosos de su tiempo: «El Padre y yo somos uno». Cuando le acusaron de blasfemia, «porque, siendo hombre, te haces Dios», él, por si fuera poco, afirmó ser el Hijo de Dios. Y citando el Salmo 82,6, dijo: «¿No está escrito en vuestras leyes?, “Yo he dicho: ‘Sois dioses; todos vosotros sois hijos del Altísimo’”» 1.

Somos los hijos amados En el centro mismo de mi fe anida el convencimiento de que somos los hijos e hijas amados de Dios. Lo que el Padre le dijo a Jesús, el Hijo, Dios nos lo dice también a nosotros: «Tú eres mi Hijo querido, mi predilecto» (Lc 3,22). Deseo, querido amigo, que oigas esto: lo que se dice de Jesús se dice de ti. Sé que esto puede ser difícil de afirmar: eres el hijo amado de Dios. ¿Puedes creerlo? ¿Puedes oírlo no solo en tu cabeza, a través de tus oídos físicos, sino en tus mismas entrañas, de modo toda tu vida experimente un vuelco radical? Acude a las Escrituras y lee: «Con amor eterno te amé. Escribí tu nombre en la palma de mi mano desde toda la eternidad. Te moldeé en las profundidades de la tierra y te tejí en el vientre de tu madre. Te amo. Te abrazo. Tú eres mío, y yo soy tuyo, y me perteneces». Tienes que escuchar esto, porque si eres capaz de escuchar cómo te habla esta voz divina desde toda la eternidad, tu vida será cada vez más la vida del hijo amado, porque es lo que eres en verdad. Cuando empieces a creerlo, esta sabiduría espiritual crecerá hasta transformar tu vida diaria. Seguirás experimentando el rechazo, el dolor y la pérdida, pero ya no lo vivirás como quien busca su identidad, sino como el amado. Vivirás tu dolor y tu angustia, tus éxitos y fracasos, como quien sabe quién es. Y eso no es fácil. La mayoría de nosotros fallamos constantemente a la hora de afirmar la verdad acerca de quiénes somos realmente.

Afirmar nuestra condición de amados Poco después de mi llegada a la comunidad Daybreak de El Arca, donde desempeñaría mi ministerio, viví la conmovedora experiencia de impartir a otra persona la bendición del amor sentido y vivido como tal. Poco antes de que dar comienzo a una 108

liturgia de oración, Janet, un miembro de nuestra comunidad, me dijo: «Henri, ¿puedes bendecirme?» Yo reaccioné de un modo casi automático, trazando con el pulgar la señal de la cruz sobre su frente. «No, así no funciona», me dijo ella. «¡Yo quiero una bendición de verdad!» De pronto fui consciente de lo inadecuado de mi respuesta y dije: «¡Vaya!, lo siento. Permíteme que te dé una bendición de verdad cuando estemos todos juntos en la liturgia de oración». Ella asintió con una sonrisa, y yo fui consciente de que se me estaba pidiendo algo especial. Acabada la liturgia, y con unas treinta personas sentadas en el suelo, dije: «Janet me ha pedido una bendición especial. Siente que la necesita aquí y ahora». Janet se puso en pie y se acercó a mí. Yo me levanté y abrí mis brazos para acoger a Janet mientras ella se acercaba y puso su cabeza sobre mi pecho. Con mis manos sobre sus hombros, las amplias mangas de mi alba la envolvieron. La miré y le dije: «Janet, quiero que sepas que eres una hija amada de Dios. Eres preciosa a sus ojos. Tu hermosa sonrisa, tu amabilidad con los tuyos y todas las cosas buenas que haces nos muestran el maravilloso ser humano que eres. Sé que no estás pasando por un buen momento y que una cierta tristeza anida en tu corazón, pero quiero que recuerdes quién eres: una persona muy especial, profundamente amada por Dios y por todos cuantos estamos aquí contigo». Mientras pronunciaba estas palabras, Janet levantó su cabeza, me miró y me dijo sonriendo: «Gracias, Henri. Esta bendición ha sido mucho mejor que la primera». Las bendiciones que nos ofrecemos unos a otros son otras tantas expresiones de la bendición que gravita sobre nosotros desde toda la eternidad. Es el halago definitivo, la afirmación más profunda de nuestra verdadera identidad en Dios. La verdad es que Dios nos amó antes de que naciéramos y seguirá amándonos después de que hayamos muerto. Dios nos moldeó en las profundidades de la tierra. Dios nos tejió en el vientre de nuestra madre. Dios nos ha inscrito en la palma de su mano. Cada cabello de nuestra cabeza está numerado y contado por Dios. Dios nos sostiene en un abrazo eterno. Pertenecemos a Dios desde la eternidad y para la eternidad. Porque somos las hijas y los hijos de Dios. En tanto que hijos amados, nuestra identidad nuclear está segura en el recuerdo de Dios. Aunque no hagamos nada que valga la pena, ni descubramos nada importante, ni aportemos nada de valor, Dios nos sigue amando incondicionalmente. Es un tipo de amor paternal y maternal fuerte, vital y activo, que nos mantiene a salvo y confirma nuestro valor, adondequiera que vayamos y hagamos lo que hagamos. Nuestra primera y más importante tarea espiritual es afirmar el amor incondicional que Dios nos profesa. Recordar quiénes somos verdaderamente en la memoria de Dios. Lo sintamos o no, lo comprendamos o no, podemos tener en el corazón el conocimiento espiritual –una profunda seguridad que supera toda comprensión– de que somos seres amados por Dios. No es una identidad fácil de reivindicar, porque para ser amados nuestra sociedad nos obliga a tener éxito, popularidad o poder. Pero Dios no necesita nuestro éxito, 109

nuestra popularidad ni nuestro poder para amarnos. Una vez discernimos nuestra identidad y aceptamos el amor incondicional de Dios, somos libres de vivir en el mundo sin que el mundo nos posea. Podemos perdonar a quienes nos hacen daño o nos decepcionan, sin permitir que la amargura, la envidia o el resentimiento penetren en nuestro corazón. El fruto más hermoso de la reivindicación de nuestra condición de seres amados es una alegría que nos permite compartir con los demás el amor incondicional de Dios. Por extraño que pueda parecer, podemos ser como Dios los demás. Desde el momento en que afirmamos la verdad de ser los hijos amados, nos topamos con la llamada a ser quienes somos. ¡Ser los amados, recordar quiénes somos, es la mayor bendición de nuestra vida! En latín, bendecir es benedicere, que significa «hablar (dictio) bien (bene)» o decir cosas buenas de alguien. Necesito escuchar cosas buenas que se dicen de mí, y sé que tú tienes la misma necesidad. Necesito aprender a hablar bien de la obra que Dios realiza en mi vida y en la tuya, no de manera autocomplaciente, sino humildemente consciente de la acción divina. Bendecir a alguien es la afirmación más significativa que podemos ofrecer. Es algo más que una frase de aprecio; algo más que elogiar las dotes o las buenas obras de otro. Bendecir es afirmar la identidad nuclear del otro, decir sí a su condición de ser amado. Reivindicar tal condición no es fácil para muchos de nosotros, pues constantemente escuchamos voces contradictorias. Cuando una voz dice que no somos más que pecadores, y otra voz afirma que somos los amados de Dios, estamos obligados a discernir los espíritus y a seguir la voz interior del amor2.

Restaurados en nuestro verdadero yo Jesús vino al mundo para darnos vida espiritual (zoe), una nueva identidad, un verdadero yo; un yo no dependiente ya de las frágiles estructuras del mundo, sino más bien del amor eterno entre el Padre y el Hijo, entre un padre amoroso y un hijo bienamado; un amor recibe el nombre de «Espíritu Santo». Es como si hubiéramos estado vagando por tierra extraña buscando la paz y un propósito para nuestra vida, así como el auténtico sentido de quiénes somos. Jesús está en medio de nosotros y nos llama a casa para recuperarnos y ser restaurados en nuestro verdadero yo. Cuando pertenecemos a Dios en cuanto hijos, en cuanto hermanos y hermanas de Jesús, respirando el Espíritu que une al Padre y al Hijo, al Creador y al Redentor, en una unidad perfecta de amor, entonces tenemos un conocimiento espiritual del corazón de Dios que nos permite saber quiénes somos realmente y ver el mundo tal como Dios lo ve. ¿A qué me refiero cuando hablo de ver el mundo tal como Dios lo ve? Esto es importante para discernir –para ver correctamente. En los evangelios hay muchos casos 110

en los que Jesús no da una respuesta directa a determinadas preguntas que le hacen sus discípulos y otras personas. (Por ejemplo, cuando la madre de Santiago y de Juan le pregunta si sus dos hijos se sentarán a su derecha y a su izquierda en su reino, y Jesús le responde: «¿Podéis beber la copa que yo he de beber?» [Mt 20,20-23].) Y si actúa de este modo, no es porque no tenga paciencia con ellos, sino porque sus preguntas no son las adecuadas; no son las preguntas que bullen en el corazón de Dios, sino que son propias del temor y la ansiedad de quienes no saben quiénes son. A medida que vamos haciéndonos conscientes de que pertenecemos a Dios y somos parte de la vida de Dios, llegamos también a conocer el corazón de Dios. Algunas de nuestras desesperadas preguntas –¿Qué debo hacer? ¿Cómo puedo conseguir lo que necesito?– se desvanecen cuando nos acercamos al corazón de Dios. Entonces empezamos a oír las preguntas y a ver los problemas con que nos topamos desde ese lugar sagrado. En Dios obtenemos nuevos oídos para oír, nuevos ojos para ver y nuevos corazones para discernir lo que realmente ocurre. Las preocupaciones que en el pasado ocupaban por completo nuestras mentes pierden su sentido. Las distinciones que nos parecían tan importantes se disuelven cuando las miramos desde nuestro punto de observación en Dios. Lo que parecía una razón para tener miedo ya no se apodera de nosotros; lo que nos hacía viajar lejos ya no nos atrae. Al contrario: nuestro ser se llena de un profundo deseo de ver que la voluntad de Dios se cumpla tanto en la tierra como en el cielo.

Recuerda quién eres Cuando la verdad de nuestra identidad empieza a descender desde nuestras mentes hacia nuestros corazones, puede que no sintamos paz y alegría. ¡Qué fácil resulta rechazar una parte de ti pensando que no eres tú realmente, y reivindicar tan solo tu yo ideal como tu yo verdadero...! ¿Somos tú y yo capaces de recordar que somos seres amados por Dios cuando fracasamos? ¿Y cuando herimos a alguien? Incluso en esos casos, somos seres amados por Dios, llamados a recordar que bajo nuestra vulnerabilidad o fragilidad está la llamada más profunda a vivir de las riquezas inagotables del amor de Dios. A menudo, como afirman los padres y madres del desierto y los contemplativos de la tradición cristiana, en la soledad y en la meditación nuestro lado oscuro y herido, que sigue necesitando curación, suele reclamar atención y tiene que ser reconocido como una parte de pleno derecho de nuestro yo idealizado. Todos tenemos la engañosa tendencia a vivir selectivamente, optando por ver únicamente aquellas experiencias con las que nos identificamos como experiencias verdaderas, y dejando de lado las demás. Atendiendo a todo el yo, no solo reivindicamos nuestro lado oscuro, sino que cambiamos nuestro ideal de ego, el personaje o yo ideal que solo es parte de quienes somos. En cierto modo, en el

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silencio que cultivamos nos hacemos libres para presentarnos tal como somos ante Dios y trascender nuestra visión limitada de nosotros mismos. El yo ideal se forma a menudo a partir de expectativas autocreadas y aspiraciones que tienen que ver con la inteligencia, la carrera profesional, la belleza física, la estatura moral, etcétera. Sin embargo, el misterio de la vida no es solo que tengamos un lado oscuro que pretendamos negar, sino también... ¡que somos mejores que nuestro yo ideal! Nuestra verdadera identidad se encuentra en Dios, que nos creó a su imagen. Somos portadores de la imagen y el espíritu de Dios. Esa es la revelación de Dios dentro de nuestro yo más íntimo. Con frecuencia, en la meditación y la reflexión silenciosa descubrimos que somos algo más que nuestro yo individual y nos percatamos de quiénes somos realmente. Poco a poco, aprendemos a ver dentro de nuestro corazón el reflejo de quien nos dio vida con su aliento. Entonces llegamos a la remembranza de Dios, que nos amó antes de que naciéramos y antes de que pudiéramos amarnos a nosotros mismos o intentar demostrarnos a nosotros mismos ser merecedores de amor. La verdad sobre nosotros mismos es que somos más que nosotros mismos, más de lo que podamos pensar o expresar, más que nuestra presencia física, más que nuestra personalidad y nuestro carácter. El actual problema de la excesiva dependencia de la psicología (y yo soy psicólogo) es que tendemos a conceder a esta la última palabra. Pero lo bueno de la conciencia psicológica es que sabe apuntar, más allá de las cualidades del carácter que describe, hacia la persona que revela. Detrás de cada diagnóstico o problema de salud mental hay una persona que lleva a Dios dentro de sí. La psicología puede brindarnos un lenguaje que nos ayude a la hora de describir las diversas partes que componen nuestro ser; pero necesitamos la teología para recordarnos que no se nos puede definir por la personalidad o por algún desorden. Nos define algo más profundo y más amplio que esos aspectos. Esto es lo que queremos decir cuando hablamos del alma, esa identidad en la que somos más personales y más semejantes a Dios.

Vivir nuestra verdadera identidad Reivindicar nuestra condición de seres amados supone un gran esfuerzo. Vivir en medio de un mundo lleno de exigencias, atracciones y presiones hace difícil que recordemos quiénes somos en Dios y cómo vivir esta vida divina aquí y ahora. Nuestras identidades están tan enfrascadas en las estructuras y en el espíritu del mundo que vivimos como si fuéramos quienes el mundo dice que somos: ricos o pobres, capacitados o discapacitados, buenos o malos, emocionalmente estables o vulnerables. Fue para mí de gran ayuda un encuentro que tuve con personas discapacitadas en Francia. Cuando llegué allí, estaba totalmente exhausto y necesitaba descansar. Cuando di con personas que no solo no me conocían, sino que además eran incapaces de evaluarme a mí o mis logros, o bien no tenían interés alguno en hacerlo, y en cualquier 112

caso me acogieron con profundo y sincero cariño, se abrió un nuevo espacio en mí. Su aceptación incondicional se abrió camino en mi autorrechazo y me dotó de una nueva percepción de un amor que era más profundo que mi rechazo de mí mismo. Yo lo llamo una experiencia de ese «primer amor» de Dios desde la eternidad y para la eternidad. El amor de aquellas personas vulnerables, que a diario me mostraban su sincero aprecio por ser yo quien era –un profesor, un escritor y un sacerdote exhausto que deseaba amar a otras personas sin reservas–, me embarcó en un viaje cuyo destino no era otro que recordar quién era yo desde el punto de vista de Dios. Poco después de mi visita a Francia, visité Ucrania, donde hablé en un retiro sobre la importancia de discernir la identidad –de «reivindicar nuestra condición de personas dignas de amor» y «proclamar a otros que son personas amadas» como hijas e hijos de Dios–. Un joven ucraniano se acercó a mí con un ejemplar de La imitación de Cristo de Tomás de Kempis en la mano y me mostró el texto que dice que no somos nada y que solo podemos vivir una buena vida espiritual si recordamos que no somos nada. El joven estaba bastante perplejo ante mi visión positiva de la persona humana. Manteniéndome en su propio marco de referencia, le expliqué que Dios «había mirado la humillación de sus siervos» y nos había elevado a la grandeza al revelarnos que nos ama tanto como a su propio hijo Jesús. Me esforcé por transmitirle que estamos llamados a vivir, no desde ese espacio en el que pensamos que no somos nada –meros seres inútiles o pecadores–, sino desde el lugar de nuestro renacimiento, el lugar donde podemos reivindicar nuestra nueva identidad como hijos elegidos de Dios. Él intentó entenderlo, pero distaba mucho de creerlo de veras. Creo que aquel joven no era el único que pensaba de ese modo. A muchos cristianos se les enseña que no son merecedores del amor de Dios y que nunca habrán de ganárselo. Aunque es verdad que nunca nos mereceremos el amor de Dios, eso no significa que tengamos que olvidar que Dios vino en Jesús para regalarnos la plenitud de vida. Podemos madurar en esa verdad, porque es un misterio del tipo de amor que realmente excede todo lo imaginable. Aquel joven leía en aquel libro maravilloso, La imitación de Cristo, acerca de un aspecto de nuestra identidad: que necesitamos a Dios y no podemos obligar a Dios a amarnos. Deseé que descubriera también en su propia tradición que el cristianismo ucraniano ha hecho inmensas aportaciones a la tradición contemplativa cristiana, especialmente poniendo el acento en la fulgurante luz del Tabor y la oración del corazón. Esta tradición encierra una gran belleza, porque celebra la gracia de Dios frente a la pecaminosidad del hombre. Los cristianos de Occidente tenemos mucho que aprender de nuestros hermanos y hermanas de Oriente en este sentido. En Occidente, a menudo se minusvalora la conciencia de la pecaminosidad humana. Muchas personas creen que son suficientemente buenas y que no tienen necesidad de Dios. Por otro lado, la depravación humana se acentúa demasiado en algunas tradiciones cristianas, al menos desde mi punto de vista. El evangelio proclama la libertad y la 113

dignidad humanas, más que la esclavitud y la depravación humanas. Lo que hace falta es conseguir un equilibrio de los valores bíblicos e insistir en la capacidad fortalecedora del evangelio. Los valores espirituales de la humildad, del sufrimiento continuo, del aguante y de la obediencia deben afirmarse junto a la confianza en uno mismo, la libertad, la proclamación, la misión y la autoridad. El evangelio que proclama el merecimiento intrínseco, el valor sagrado y la dignidad esencial de los seres humanos nos anima a trabajar por la igualdad de derechos, una vivienda digna, una asistencia médica y una educación de calidad, así como a luchar en favor de la justicia y de la paz en el mundo. ¿Quién soy yo, entonces? ¿Quién eres tú? Somos los amados de Dios, portadores de la imagen divina y seres humanos capaces de la gloria y la bondad, así como del dolor y el alejamiento. Necesitamos escuchar constantemente que somos amados por Dios y que Jesús nos guía en el camino de ser amados. Nos muestra, de maneras cada vez más profundas, cómo escuchar a Dios, cómo pronunciar las palabras de Dios y cómo llevar a cabo las obras que Dios nos encomienda. Jesús nos invita claramente a no poner límites a nuestro amor, del mismo modo que nuestro Padre celestial no los pone al suyo (Mt 5,43-48). Jesús nos llama a hacer de toda nuestra vida una vida en comunión con el Padre, ya comamos, durmamos, oremos, juguemos, hablemos o actuemos, para que en todos nuestros pensamientos, palabras y obras revelemos al mundo que vivimos en el inmenso amor de Dios hacia todos sus hijos –un amor que abraza a todas las personas–. Cuando comprendemos el misterio que supone el hecho de ser amados no por lo que hacemos, sino por quiénes dice Dios que somos, quedamos libres para amar a los demás de forma parecida. El discernir qué hacer y a quién servir cambia radicalmente cuando sabemos que amamos desde el amor de Dios y servimos desde el corazón de Dios. Los mismos lugares a los que podemos ser llamados se abren más de par en par cuando comprendemos que anunciar el amor de Dios por los pobres, los heridos y los enfermos está en el centro de todas las respuestas a la verdad y que todos somos criaturas amadas por Dios. ***

Ejercicios para un discernimiento más profundo 1. ¿Cuál fue tu primera reacción al leer: «No hay ninguna diferencia esencial entre Jesús y nosotros. Somos tan hijos de Dios como lo es Jesús»? ¿Es eso lo que te han enseñado? Anota en un diario tu impresión inicial y lo que eso te haya podido ayudar a discernir acerca del amor que recibes de Dios. 2. El joven que se acercó a mí en Ucrania creía que «solo podemos vivir una vida espiritual apropiada si recordamos que no somos nada». Si el joven acudiera a ti, ¿qué le dirías? Escríbele una carta en la que describas cómo entiendes la visión que Dios tiene de ti y cómo influye eso en el modo en que tratas de vivir en el mundo. (Si estás 114

en un grupo reducido, compartid estas cartas y debatid acerca de cómo vuestra visión de la percepción que Dios tiene de vosotros influye en vuestra comprensión de vosotros mismos y en vuestra sensación de haber sido llamados). 3. Henri describe la petición de Janet de recibir una bendición especial. ¿Qué palabras de bendición ansías escuchar? Si tuvieras que pedir a alguien que te ofreciera una bendición en la que dijera cosas buenas de ti, ¿qué esperarías que dijera? ¿Serías capaz de aceptar esas cosas? Dedica palabras de bendición a personas de tu grupo, y que los demás lo hagan contigo. Tratad de abrir vuestros corazones para oír lo que dicen los demás sin restar valor a cuanto digan de bueno. 4. Durante una semana, comienza y termina el día diciéndote: «Soy el amado de Dios”. Al final de la semana, escribe en tu diario cómo sonaron estas palabras en tu corazón al principio y al final de la semana. ¿Cómo afectan a tu apertura al discernimiento de la obra sanadora de Dios en tu vida?

1. La theosis o deificación (literalmente, «convertirse en Dios») es el concepto teológico empleado antiguamente para describir el proceso por el que los cristianos se van asemejando a Dios hasta llegar a ser totalmente divinos. Para una historia exhaustiva de esta doctrina cristiana, cf. Michael J. CHRIST ENSEN y Jeffery WIT T UNG (eds.), Partakers of the Divine Nature: The History and Development of Deification in the Christian Traditions (Baker Academic, Grand Rapids, Michigan 2008). 2. Para la enseñanza completa de Nouwen sobre este tema, cf. Life of the Beloved (Crossroad, Eau Claire, WI 2002); y Spiritual Direction, capítulo 10.

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Capítulo 10 Conoce el momento: cuándo actuar, cuándo esperar, cuándo dejarse guiar

«Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo».

– Eclesiastés 3,1 ¿Cómo saber cuándo hemos de actuar y cuándo debemos esperar? ¿Cómo saber cuándo es el momento de guiar, más que de seguir? El discernimiento nos llama a la comprensión espiritual, pero también a la acción. Primero buscamos la presencia de Dios, escuchamos lo que dicen los libros, las personas y las señales de la vida diaria, y exploramos la vocación; pero siempre llega el momento en que debemos tomar una decisión y actuar. En su obra Conjeturas de un espectador culpable, Thomas Merton escribió: «Hay un tiempo para la acción y un momento para el “compromiso”, pero nunca para involucrarse totalmente en las complejidades de un movimiento. Hay un tiempo de inocencia y de kairós, en que la acción tiene mucho sentido. Hay [también] un tiempo para escuchar, tanto en la vida activa como en cualquier otra situación, y lo mejor de la acción es esperar, no saber qué es lo que viene a continuación y no tener una respuesta fácil»1 .

Actuar o no actuar. Esperar o mover ficha. Hablar o callar. Todos ellos pueden ser actos de fe. Vivir en la presencia de Dios y confiar en el Espíritu nos ayuda a discernir la acción apropiada en la vida diaria.

Un tiempo para actuar En la Yale Divinity School, durante una Semana Santa, un pequeño grupo de estudiantes de teología me invitó a unirme a ellos en una vigilia de oración en el Electric Boat, un astillero de submarinos nucleares en Groton, Connecticut, donde estaba construyéndose un nuevo submarino nuclear Trident que recibiría el nombre de... ¡Corpus Christi! El Jueves Santo nos reunimos todos con el fin de prepararnos para el acto en favor de la paz del Viernes Santo. Durante muchos meses, aquellos estudiantes trabajadores, inteligentes y profundamente creyentes se habían reunido para orar una vez por semana, y en ese tiempo se habían ido convirtiendo, poco a poco, en una comunidad de personas atentas a la guía de Dios. Juntos habían leído las Escrituras, habían hablado de sus miedos y aprehensiones y habían intentado encontrar palabras que expresaran sus convicciones más profundas. Les pareció que su vocación cristiana de anunciar el amor divino estaba reñida con el hecho de designar semejante arma de guerra con el nombre de «el cuerpo de Cristo».

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¡Qué paradoja! El cuerpo de Cristo está llamado a reforzarnos en el amor. Al final, decidieron manifestarse públicamente en contra de lo que el gobierno consideraba necesario para la protección de la nación. Algunos se sentían llamados a quebrantar la ley y dejarse arrestar. Otros, entre los que me contaba yo, no veíamos con tanta claridad esa opción. Pero todos estábamos encendidos por la llamada interior a decir «no» a la muerte y «sí» al Dios de la vida de una forma que fuera excepcional y visible, con la esperanza de que otros reaccionaran. El grupo discernió que era el momento de actuar. El día de Viernes Santo, acudimos a Groton para manifestarnos en favor de la paz ante el edificio de Electric Boat. Los líderes del grupo me pidieron que guiara a la comunidad a lo largo de las estaciones del vía crucis2 por las calles de Groton en actitud de resistencia orante a la carrera armamentista nuclear. Oramos fervientemente con palabras y canciones, y también en silencio. Escuchamos el relato del sufrimiento de Jesús como no habríamos podido escucharlo en una iglesia. Sentí muy adentro que la oración ya no era un acontecimiento religioso pasivo que tuviera lugar en un santuario, sino un hecho activo, incluso peligroso y subversivo, que desafiaba a las estructuras mismas del mundo. Además, las palabras que yo había pronunciado tan a menudo desde los púlpitos sobre la muerte y la resurrección, sobre el sufrimiento y la nueva vida, adquirieron de pronto un nuevo poder: el poder de condenar inequívocamente la muerte y convocar a la vida3. Fue un momento crucial para mí. Ya no podía hablar de la paz de Cristo sin resistirme activamente a la guerra y a la violencia sistemática. El culto ya no podía seguir siendo un asunto privado de los fieles: a mí, personalmente, me llevó cada vez más allí donde las personas sufrían a manos de los poderosos. Muchos años después, fui a Centroamérica y presencié la inmensa agonía del pueblo, que exigía una respuesta inmediata. Llegué a la dolorosa conclusión de que la Palabra de Jesús que los misioneros católicos habían llevado a Centroamérica a comienzos del siglo XVI había servido en ocasiones para quebrantar y torturar a las mismas personas que estaban llamadas a ser testigos de su capacidad reconciliadora. Hubo cristianos que aprisionaron, torturaron o asesinaron a otros cristianos, la Palabra encarnada se vio envuelta por una inmensa oscuridad4. El cuerpo de Cristo fue fracturado, y sus diversas partes quedaron heridas. Y yo sé que Cristo llora cuando su cuerpo no ama. En cuanto percibí los trágicos conflictos políticos, económicos, militares y religiosos de Nicaragua, Guatemala, y Perú, en muchos de los cuales se hallaban implicados la iglesia y los respectivos gobiernos, sentí el desafío de vivir una espiritualidad más activa. Después de regresar a Norteamérica, emprendí una gira en favor de la paz para llamar la atención sobre las graves injusticias cometidas en nombre de Cristo y de la democracia y para dar testimonio de que Dios nos llamaba a la acción espiritual y política5. No podía hablar del amor en general y quedarme luego de brazos cruzados, viendo cómo el gobierno y los dirigentes religiosos ignoraban el sufrimiento de los más pobres. Había vuelto de Centroamérica con una convicción que sorprendió a quienes me escuchaban e incluso a mí mismo, en ocasiones. «Lo que el gobierno e, indirectamente, el pueblo de 117

los Estados Unidos están haciendo en Centroamérica es injusto, ilegal e inmoral», me sentí llamado a proclamar en la iglesia y en la universidad. «Es injusto, porque intervenimos en unos países que en modo alguno constituyen una amenaza; es ilegal, porque quebrantamos todas las leyes internacionales contra la intervención en un país autónomo; y es inmoral, porque ocasionamos destrucción, tortura y muerte a personas inocentes. Que “Cristo ha resucitado” significa que somos un pueblo de reconciliación, no de división; un pueblo que sana, no un pueblo que hiere; un pueblo de perdón, no de venganza; un pueblo de amor, no de odio; un pueblo de vida, no de muerte». Cuando llega el momento de actuar, debemos hacerlo con arrepentimiento y gratitud. Cuando me uní a la protesta contra el Corpus Christi, y a medida que me sentía más y más forzado a recordar a mis amigos norteamericanos la demoledora pobreza de Sudamérica y a señalar cómo el bienestar del norte se obtenía en gran parte gracias al esfuerzo de los más desfavorecidos, me preguntaban a menudo por qué deberíamos emprender acciones en favor de los derechos civiles. ¿Por qué no orar para que sea Dios quien actúe? Y llegué a la conclusión de que estaba llamado a hablar de parte de los sin voz para que encontraran esperanza, pero también para que el opresor se convirtiera. Actuar desde el discernimiento no hará que todo el mundo esté de acuerdo con nuestras acciones, pero sí hará que se vea la necesidad de transformar nuestras vidas y la sociedad en la que todos vivimos. ¿Por qué deberíamos actuar en el movimiento pacifista? Para poder descubrir la fuente de la violencia en nuestros propios corazones. ¿Por qué actuar para paliar el hambre? Para poder desenmascarar nuestra propia codicia. Y es que todas las acciones por los demás pueden convertirse en actos de contrición que nos lleven a una mayor solidaridad con el prójimo y, de ese modo, sentar las bases para la reconciliación. De hecho, Dios es el único que actúa, y con nuestra contrición podemos acelerar la acción divina. En este sentido, está muy claro que nuestra acción es parte de la venida de Cristo; que, de un modo misterioso, depende de nosotros el que se hagan realidad los nuevos cielos y la nueva tierra. Sin embargo, la acción está relacionada no solo con el arrepentimiento, sino más aún con la gratitud. La acción es una respuesta agradecida que brota de nuestra conciencia de la presencia de Dios en el mundo. Todo el ministerio de Jesús fue una gran acción de gracias a su Padre. Y es a la participación activa en dicho ministerio a lo que estamos llamados. Insistiendo cada vez más en anunciar el amor de Dios a los pobres y ensanchando mi sentido de la vocación para incluir a las personas discapacitadas, descubrí que estaba siguiendo un camino ya trillado: Pedro y Pablo viajaron de un lugar a otro con una energía inagotable; Teresa de Jesús no se cansó de crear más y más conventos; Martin Luther King Jr. predicó, planificó y organizó con un entusiasmo insaciable; y la Madre Teresa de Calcuta anticipó audazmente la venida del Señor cuidando a los más pobres de entre los pobres. Todo cuanto hicieron estos personajes lo hicieron sin ningún tipo de coacción; se trató, por tanto, de una reacción espontánea a la

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experiencia de la presencia activa de Dios en sus vidas. También nuestros actos pueden ser una desbordante demostración de acción de gracias.

Un tiempo para esperar En Yale, cuando llegó el momento de manifestarse contra el Corpus Christi, tuve muy claro que tenía que actuar. No podía permanecer inactivo y en silencio. Pero había habido muchas otras ocasiones en que las cosas no habían estado tan claras. Cuando falta claridad o se dan circunstancias ambiguas, es el momento de esperar. La espera activa es esencial en la vida espiritual. En nuestras vidas, predominantemente activas, y en nuestra acelerada cultura el esperar no es precisamente un pasatiempo muy popular. No es algo que anticipemos ni que experimentemos con excesivo gozo. De hecho, para la mayoría de nosotros constituye una pérdida de tiempo. Quizá sea porque la cultura en la que vivimos nos dice básicamente: «¡Venga! ¡Haz algo! ¡Demuestra que sabes marcar la diferencia! ¡No te quedes ahí sentado esperando!» Pero lo paradójico de la espera es que requiere prestar plena atención completa al momento presente, con la expectativa de lo que está por venir y con paciencia para aprender del hecho mismo de esperar. Los discípulos tienen mucho que enseñarnos acerca de seguir el camino de Jesús. Esperar como discípulo de Jesús no es una espera baldía. Es esperar la promesa escondida en nuestros corazones, que hace ya presente lo que esperamos. De hecho, los cristianos tenemos perfectamente establecidos determinados momentos de espera a lo largo del año litúrgico. Durante el Adviento, esperamos el nacimiento de Jesús, manifestado en el mundo y en nuestros corazones con ocasión de la Epifanía. Durante la Cuaresma, esperamos en el desierto de la soledad la nueva vida que debe revelarse. Después de la Pascua, esperamos la llegada del Espíritu en Pentecostés, y después de la ascensión de Jesús esperamos su regreso. Siempre estamos esperando; pero es una espera desde el convencimiento de que ya hemos escuchado las promesas de Dios y hemos visto las huellas de Dios en Jesús. Esperar el cumplimiento de las promesas de Dios para nosotros nos permite prestar toda nuestra atención al camino que recorremos. Nos permite mantener la mirada fija en Jesús y vivir en el momento presente de Dios. Incluso cuando discernimos a largo plazo, estamos llamados a seguir el consejo de que debemos orar, permanecer tranquilos, vivir en comunidad y estar al servicio de cuantos se crucen en nuestro camino. Caminar con Jesús nos mantiene en el presente. Y este tipo de espera es lo contrario a la preocupación por el futuro. Consiste en gustar al máximo la presencia, a sabiendas de que «este es el día en que actuó el Señor: ¡exultemos y gocémonos en él!» (Sal 118,24). Esperar la promesa significa siempre estar atentos a lo que sucede ahora mismo ante nuestros ojos y ver en ello los primeros rayos de la gloria de Dios.

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Los Salmos abundan en referencias a este tipo de espera: «Mi alma aguarda al Señor. Me fío de su palabra. Mi alma ansía al Señor más que el centinela a la aurora; más que el centinela a la aurora, aguarde Israel a Yahvé. Yahvé está lleno de amor, su redención es abundante» (Sal 130,5-7). Y otro tanto ocurre con los evangelios. El relato del nacimiento de Jesús en el Evangelio de Lucas nos presenta a cinco personas que esperan expectantes: Zacarías e Isabel, María, Simeón y Ana. Además de ser personas amadas por Dios, son representativas del Israel que espera. Son capaces de esperar a que se cumpla la promesa, de esperar prestando atención a la Palabra y de esperar con una expectativa esperanzada. Zacarías espera en el templo con una sensación de promesa: «Zacarías, [...] tu mujer Isabel te dará un hijo». María, la madre de Jesús, escuchó al ángel: «Concebirás y darás a luz a un hijo». Luego se fue a esperar en compañía de Isabel, donde sopesó lo que había oído y lo que se le había anunciado. Simeón, el sacerdote del templo, había pasado gran parte de su vida esperando ver al Mesías. Esperó con la confianza de que no habría de morir antes de haber visto al Mesías (Lc 1,13; 1,31; y 2,26). Quienes esperaron, como el resto del Israel creyente, fueron objeto de una promesa que les llenó de coraje y les permitió esperar con expectación. Zacarías e Isabel, María, Simeón, Ana...: todos ellos estuvieron presentes y atentos al momento. Estuvieron alerta y receptivos a la voz que les habló y les dijo: «No temas. Algo va a sucederte. Presta atención». María se mostró especialmente paciente y atenta en su espera. «Que se cumpla en mí tu palabra» (Lc 1,38). Esta espera obediente conduce a la oración contemplativa y nos permite entrar en la plenitud del tiempo. «Pero María guardaba y meditaba todo en su corazón» (Lc 2,19).

Esperar con paciencia ¿Cómo esperamos a que se cumpla la promesa? Esperamos con paciencia. Pero «paciencia» no significa pasividad. Esperar pacientemente no es como aguardar a que llegue el autobús, a que deje de llover o a que salga el sol. Es una espera activa, en la que vivimos al máximo el momento presente para descubrir en él las señales de aquel a quien esperamos. Una persona que espera es una persona paciente. La palabra paciencia proviene del verbo latino patior, que significa «sufrir». Esperar pacientemente es sufrir el momento presente aprovechándolo al máximo, con el convencimiento de que algo oculto en él se manifestará ante nosotros. Cuando sabemos que somos amados por Dios y que libres para vivir en el hogar del amor, toda paciencia es co-paciencia: sufrir con el Dios que sufre; un sufrimiento compasivo que da origen a una nueva vida. «Os aseguro que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se 120

convertirá en gozo» (Jn 16,20). Esta co-paciencia no es solo una secuencia cronológica, sino también una experiencia de la plenitud del tiempo, en la que desparecen las divisiones entre gozo y tristeza, plenitud y vacío, presencia y ausencia, e incluso entre vida y muerte. El término griego hypomone (que se traduce como «paciencia, resistencia, perseverancia y fortaleza») alude a un «permanecer en el momento» (Lc 8,8 y 15; 21,16-19), a entrar activamente en el espesor de la vida. Cuando somos impacientes, experimentamos el momento presente como algo vacío y deseamos distanciarnos de él. Gran parte de nuestra cultura comercial explota hábilmente nuestra impaciencia y nos induce a avanzar hacia «lo real», que se encuentra siempre en otro tiempo o en otro lugar. Vivir con impaciencia es vivir de acuerdo con el reloj (krónos), que es de una despiadada imparcialidad y no da lugar a la espontaneidad o a la celebración. Vivir con paciencia es vivir en la plenitud del tiempo (kairós), sabiendo que los acontecimientos de la vida real tienen lugar en dicha plenitud. Y el gran acontecimiento de la aparición de Dios se reconoce en la plenitud de los tiempos (Mc 1,15). La paciencia –un permanecer activamente en el momento presente– es la madre de la expectación. Una forma de parafrasear «esperar pacientemente expectante» es «permanecer vulnerable en la presencia de nuestro Dios amoroso». Esto, que constituye el núcleo de toda oración, me ha ayudado a constatar que, cuando oro, estoy viviendo mi vida ante Dios, haciendo lo que sé hacer, ofreciendo al Santo mis pensamientos y mis actos, esperando que Él me guíe adonde necesito ir y me proporcione el coraje preciso para hacer lo que necesito hacer porque, sé quién soy yo en Dios. Esperar activamente es estar abierto a la promesa que aún está por cumplirse. Esperar pacientemente es permanecer plenamente en el momento presente. Esperar con expectación es confiar en que este largo proceso dará frutos. Como escribe una figura representativa de nuestro tiempo, Simone Weil, «Esperar pacientemente y con expectación constituye el fundamento de la vida espiritual» 6.

Un tiempo para dejarse guiar Hay un tiempo para actuar, un tiempo para esperar y un tiempo para dejarse guiar. Cuando somos jóvenes, deseamos actuar y controlarlo todo; pero cuando envejecemos o maduramos espiritualmente, aprendemos a esperar, a abrir nuestras manos en oración y a dejarnos guiar «adonde no querríamos» (Jn 21,18). De este modo, llegaremos a conocer la libertad del Espíritu de Dios, que conduce hacia una nueva vida, aun cuando la única señal que vemos sea la cruz. Cuando enseñaba en Harvard, me pidieron que visitara a un amigo que se encontraba muy enfermo. Se trataba de un hombre de cincuenta y tres años que había 121

llevado una vida muy activa, fecunda, fiel y creativa. Era un activista social que siempre se había preocupado profundamente por los demás, en especial por los pobres. A los cincuenta años, supo que tenía cáncer. Durante los tres años siguientes, su situación fue agravándose, hasta quedar prácticamente impedido. Cuando fui a verle, me dijo: «Aquí me tienes, Henri, tumbado en esta cama, y ni siquiera sé qué pensar acerca de lo que es estar enfermo». Me explicó que solo podía pensar acerca de sí mismo en términos de acción, de hacer algo por los demás; y que, por tanto, su vida ya no le parecía tener valor alguno, obligado como estaba a permanecer inactivo e incapaz de hacer nada, ni siquiera para sí mismo. «Por favor, ayúdame a pensar en esta situación de otra manera», me pidió. «Ayúdame a entender lo que significa ahora el que toda clase de personas hagan cosas por mí sobre las que yo no tengo ningún control». Mientras hablábamos, me di cuenta de que no dejaba de preguntarse: «¿Qué cosas hay todavía que yo pueda hacer?» De algún modo, mi amigo había aprendido a pensar sobre sí mismo como un hombre cuyo valor se medía únicamente por lo que hacía. Le acechaba la tentación de desesperar, porque padecía un cáncer que no iba más que a agravarse para, al final, morir irremediablemente. ¿Qué podía decirle yo? En el contexto de estos pensamientos y oraciones, leímos juntos un conmovedor libro titulado The Stature of Waiting, de W. H. Vanstone. El autor escribe sobre la agonía de Jesús en Getsemaní y su camino a la cruz, y nos ayudó a mi amigo y a mí a entender mejor lo que significa pasar de la acción a la pasión. Esta es una clase de espera a la que la mayoría de nosotros nos resistimos y que nuestra cultura niega a menudo. Sin embargo, es una realidad de la vida espiritual. La vida nos ha sido dada para vivir en respuesta al amor de Dios, aunque durante el tiempo que vivimos en este mundo nos visita inevitablemente el sufrimiento y estamos llamados a vivir en compasión, a «sufrir con» los demás. La espera en un momento de aflicción o de sufrimiento puede suponer uno de los momentos más difíciles, pero también más fructíferos, de nuestra vida. Nos acercamos al estilo de Jesús cuando nos adentramos en nuestro propio dolor y en el de los demás. A menudo nos vemos empujados al sufrimiento; nos entregan a él.

De la acción a la pasión Un tema central en el relato del arresto de Jesús es que fue «entregado». En Getsemaní, Jesús fue entregado a las autoridades romanas. Algunas traducciones dicen que fue «traicionado», pero la versión griega dice que Jesús fue «entregado» por Judas (cf. Mc 14,10). La misma palabra se emplea no solo con relación a Judas, sino también con relación a Dios: «Jesús fue entregado por nuestros pecados» (Rom 4,25); «El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros..”. (Rom 8,32). De modo que este término, entrega, es importante en el movimiento espiritual que va de la acción a la pasión.

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El drama de su entrega divide radicalmente la vida de Jesús en dos partes. La primera parte de su vida está plagada de actividad e iniciativa. Jesús habla, predica, sana, viaja... Pero inmediatamente después de ser entregado, Jesús se convierte en aquel a quien le hacen cosas: lo detienen, lo llevan ante el sumo sacerdote, lo conducen ante Pilato, le ponen una corona de espinas, lo clavan en una cruz... Le hacen cosas sobre las que él no tiene ningún control. Este es el significado de pasión («sufrir»): ser el receptor de las acciones de otras personas. Conviene que caigamos en la cuenta de que, cuando Jesús dice: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30), no quiere decir simplemente: «He hecho todo cuanto quería hacer», sino también: «He permitido que me hicieran cosas que debían hacerme para que se cumpliera mi vocación». Jesús realiza su vocación no solo en la acción, sino también en la pasión. En nuestra cultura preocupa, y mucho, el mantener el control. Nuestra autoestima se basa en gran medida en nuestra capacidad de permanecer activos, tomar la iniciativa y establecer el rumbo de nuestra vida. Consideramos la vida activa como una señal de ser plenamente humano («Sí, aún está muy activo/a...»). Pero lo cierto es que apenas tenemos control alguno sobre nuestras vidas. La mayoría de las cosas nos las hacen, o bien no las decidimos nosotros (el color de la piel, la nacionalidad, el estatus social, la familia de origen, la educación, etcétera). Y nuestro destino común es la muerte. En determinados momentos, podemos ocultar mejor que en otros nuestra falta de control, pero lo más frecuente es que no tengamos más opción que permitir que otras personas, circunstancias y acontecimientos determinen en gran parte la orientación de nuestra vida. El desafío consiste en ver como vocación tanto nuestra pasión como nuestra acción. ¿Cómo eres llamado a seguir el camino de Jesús hacia la cruz? ¿Cómo eres llamado a seguir a Cristo a una nueva vida? Ambas llamadas forman parte del seguimiento de Jesús en la vida y en la muerte. Después de unirme a Daybreak con cincuenta y pico años, empecé a ver hasta qué punto vivía con la ilusión de controlar. A medida que me integraba más y más en la comunidad, comencé a aprender de aquellos miembros de la comunidad que apenas si tenían algo que decir acerca de lo que comían, de la ropa que vestían, de lo que hacían, o de adónde iban. Empecé a pensar más en mi propia vida y en lo escasamente que es determinada por lo que yo pueda pensar, decir o hacer. Me siento inclinado a quejarme de ello y preferiría que todo fuera acción, una acción originada por mí como dueño de mi destino. Pero lo cierto es que el sufrimiento por causa del amor forma una parte de mi vida mucho mayor que la acción. Si no lo reconociera, estaría autoengañándome, y no aceptara amorosamente mi pasión, estaría rechazándome a mí mismo. Por eso es cada vez más importante reconocer que nuestra vocación se realiza no solo en nuestra acción, sino también en la pasión. La pasión es una forma de esperar: esperar lo que otras personas vayan a hacer. Toda acción termina en pasión. Amar a otro es ser consciente de que ese otro tiene el 123

poder y la libertad de entregarnos al sufrimiento, intencionadamente o no. Cuando somos entregados, esperamos a que otros actúen sobre nosotros. Llegado el momento, nos desprendemos de nuestros deseos y aspiraciones y esperamos indefinidamente que sea otros quienes otros actúen, que sea Dios quien nos entregue, renunciando a controlar nuestro propio futuro y dejando que Dios defina nuestra vida. Esta clase de consideraciones sobre la pasión de Jesús fueron muy importantes en las conversaciones que mantuve con mi amigo enfermo de cáncer, el cual cayó en la cuenta de que, después de haber trabajado tanto y tan duramente, le había llegado el tiempo de esperar. Comprendió que su vocación como ser humano se realizaría no solo en su acción, sino también en su pasión. Y juntos comenzamos a entender que precisamente en esta espera brotaría, poco a poco, una nueva esperanza, una nueva paz e incluso una nueva alegría.

De guiar a dejarse guiar Después de casi veinte años en el mundo académico, empecé a sentir un cierto desasosiego que interpreté como una nueva llamada a la vocación que habría de llevarme a Daybreak. En aquel momento acababa de cumplir cincuenta años, por lo que muy probablemente había pasado ya el ecuador de mi vida, y me vi obligado a afrontar una sencilla pregunta: ¿me acercaba más a Jesús el hecho de envejecer? De algún modo, yo había llegado a creer que el madurar y envejecer significaba que sería cada vez más capaz de ejercer el liderazgo. De hecho, con los años había ganado confianza en mí mismo. Tenía la sensación de que sabía algo y que poseía la habilidad de expresarlo adecuadamente y ser escuchado. En este sentido, mi sensación de tener el control era cada vez mayor. Con todo, estaba persuadido de que mi oración era muy pobre, que vivía un tanto aislado de los demás y que me preocupaba en exceso ciertas cuestiones polémicas. Todo el mundo decía que lo estaba haciendo realmente bien, pero algo en mi interior me decía que mi éxito estaba poniendo en peligro mi propia alma. En medio de esta crisis, no dejé de orar: «Muéstrame, Señor, adónde quieres que vaya, y te seguiré; pero, por favor, ¡házmelo ver de manera clara e inequívoca!» El caso es que Dios me hablaba muy claramente, aunque a mí me llevó mucho tiempo discernir que debía vivir entre los pobres de espíritu, tanto por mi propio bien como por el de ellos. Mi paso de Harvard a El Arca –de «las mejores y más brillantes» personas, llamadas a gobernar el mundo, a unos hombres y mujeres que apenas si tenían palabras que quisiera escuchar nuestra sociedad– lo viví como un paso, de guiar, a ser guiado. Después de veinticinco años de sacerdocio, de ser libre para ir adonde quisiera y de hacer lo que yo decidiera, encontré mi lugar en una vida sencilla y escondida con unas personas cuyas mentes y cuyos cuerpos quebrantados requerían una estricta rutina diaria. Cuando me uní a la comunidad, mi independencia se vio en entredicho. Me di cuenta de que cada hora, cada día y cada mes estaban llenos de sorpresas para las que 124

muchas veces no estaba preparado. Cuando Bill, uno de mis amigos y miembro esencial de la comunidad, estaba de acuerdo o en desacuerdo con mis sermones, muchas veces no esperaba a que terminara la misa para decírmelo, sino que me lo decía sobre la marcha. Las ideas lógicas no obtenían respuestas lógicas. Los sentimientos presentes y las emociones profundas no podían ya refrenarse con bellas palabras y argumentos convincentes. Sin darme cuenta, las personas con las que empecé a convivir me hicieron ser consciente de hasta qué punto mi liderazgo se basaba todavía en un deseo de controlar las situaciones complejas, las emociones confusas y las mentes inquietas. Tardé mucho en sentirme cómodo en este ambiente impredecible. El Arca me ofrecía la solución divina a mi agotamiento y me ponía en contacto con el misterio de que la vocación y el liderazgo significan, en gran medida, dejarse afectar por las realidades de la relación y los desafíos del amor7. Para conocer la voluntad de Dios tengo que escuchar su voz, ser receptivo a sus llamadas y seguirle allí donde Él desee guiarme, aun cuando no me guste, aun cuando no se trate de un lugar confortable, aun cuando Él me pida que vaya adonde tal vez yo no he elegido ir. Jesús aprendió la obediencia de su sufrimiento (Heb 5,7-9). Lo cual significa que sus dolores y sus luchas le hicieron capaz de escuchar a Dios más perfectamente. En sus sufrimientos, y gracias a ellos, llegó a conocer el corazón de Dios y pudo responder a su llamada. Para mí, introducirme el sufrimiento de los pobres es una forma de ser obediente, es decir, de escuchar a Dios. El sufrimiento aceptado y compartido en el amor echa por tierra mis defensas egoístas y me hace libre para aceptar ser guiado por Dios.

El desafío de Jesús a Pedro He leído infinidad de veces el relato del encuentro entre Jesús y Pedro tras la resurrección. Después de encargarle por tres veces que «apaciente [sus] ovejas», Jesús le dijo a Pedro: «Te lo aseguro, cuando eras mozo, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; cuando seas viejo, extenderás las manos, y otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18).

Las profundas palabras de Jesús a Pedro tocan el núcleo mismo de la obediencia cristiana y nos ofrecen nuevas formas de desprendernos del poder y de seguir el humilde camino de Jesús. El mundo dice: «Cuando eras joven, eras dependiente y no podías ir adonde quisieras; pero cuando seas mayor, podrás tomar tus propias decisiones, seguir tu propio camino y ser dueño de tu propio destino». Pero Jesús tiene una idea distinta de la madurez, que es para él la capacidad y la determinación de dejarse llevar adonde uno no querría ir. Mi paso de Harvard a El Arca me hizo ser consciente de hasta qué punto se había visto afectada mi forma de pensar por el deseo de ser alguien importante, popular y poderoso. La , sin embargo, verdad es que esas no son vocaciones, sino tentaciones. 125

Jesús pregunta: «¿Me amas?» Jesús nos envía a ser pastores y nos promete una vida en la que cada vez deberemos extender más las manos y dejarnos llevar adonde tal vez preferiríamos no ir. Nos pide que pasemos de la preocupación por ser importantes a una vida de oración; de las ansias de popularidad al ministerio comunitario y mutuo; y de un liderazgo basado en el poder a un liderazgo en el que discernimos críticamente adónde nos lleva Dios. Dado que mi vocación, como la de Pedro, es dejarme guiar adonde Jesús quiera que «apaciente [sus] ovejas», debo estar dispuesto a dar la vida por ellas (cf. Jn 10,11). Lo cual, en determinadas circunstancias, puede significar morir por los demás, pero significa, ante todo, poner nuestras propias vidas –nuestras preocupaciones y nuestras alegrías, nuestra desesperación y nuestra esperanza, nuestra soledad y nuestra experiencia de la intimidad– a disposición de los demás como fuentes de nueva vida. Uno de los mayores dones que podemos ofrecer a los demás somos nosotros mismos. Ofrecemos consuelo y apoyo, especialmente en momentos de crisis, cuando decimos: «No tengas miedo; yo sé por lo que estás pasando y lo vivo contigo. No estás solo». De este modo, nos convertimos en pastores semejantes a Cristo. El desafío de Pedro nos recuerda que la transición de Jesús de la acción a la pasión debe ser también la nuestra si deseamos seguir su camino. También nosotros tenemos que dejarnos «entregar» y, de ese modo, realizar nuestra vocación. A medida que crecemos o maduramos espiritualmente, también nosotros podemos ser entregados y conducidos, con las manos extendidas, a lugares adonde preferiríamos no tener que ir. Lo que fue realidad para Pedro lo será también para nosotros. Nos aguarda el sufrimiento. Una difícil obediencia. Sentiremos la tentación de pensar que hemos escogido el camino equivocado. Pero, en lugar de vernos sorprendidos por el dolor, nos veremos sorprendidos por la alegría de la obediencia. Sorprendidos por el inmenso poder sanador que no deja de brotar de las profundidades de nuestro dolor. Sorprendidos por la florecilla que muestra su belleza en medio de un desierto baldío. Mi amigo Jean-Louis se sorprendió al comprobar cuánto había cambiado tras regresar de Calcuta, donde había convivido con la comunidad de El Arca y trabajado en uno de los hogares de la Madre Teresa para enfermos terminales. Me dijo: «Cuando regresé a casa, me sentí agradecido, lleno de energía y dispuesto a seguir trabajando. Pero luego, al cabo de unos días, ocurrió de pronto algo que casi no tengo palabras con que describirlo. No fue un choque cultural, ni fue tampoco que de repente fuera consciente de todo cuanto había visto, ni se trató de recaer simplemente en una crisis. Fue algo mucho más profundo. De pronto, me di cuenta de que había visto a Dios en Calcuta y de que, debido a ello, me había convertido en una persona diferente. Sentí como una invitación a rendirme, a dejarme llevar, a confiar plenamente, a ser remodelado por el amor». Mientras Jean-Louis trataba de encontrar palabras para describir su experiencia de ser guiado, deseé llorar con él, pero no lágrimas de tristeza, sino de alegría. La alegría por 126

el hecho de que el «hombre viejo» que desea planificar, organizar, controlar, hacer cosas y proyectar el futuro moría poco a poco, al tiempo que nacía el «hombre nuevo», completamente maleable en las manos del Alfarero. En algún lugar de mi interior sentí una cierta envidia. Yo deseaba estar tan abierto, flexible y ser guiado por el Espíritu como lo estaba Jean-Louis, pero mi principal sentimiento era de simple agradecimiento por ver a un amigo tan profundamente bendecido.

La práctica de la reflexión teológica Mi amigo aprendió a vivir dispuesto a dejarse guiar por el Espíritu sin necesidad de controlar su propio futuro. Había aprendido a rendirse al movimiento de Dios. ¿En qué consiste, pues, la disciplina espiritual requerida para vivir con las manos extendidas? Mi amigo aprendió a rendirse viviendo con los más pobres y reflexionando sobre su vida a la luz de la llamada de Dios. Yo sugiero que la práctica de un laboriosa reflexión teológica nos permite discernir críticamente adónde somos guiados. La verdadera reflexión teológica consiste en pensar con la «mentalidad de Cristo» (1 Cor 2,16), en reflexionar sobre las realidades dolorosas y las realidades gozosas de cada día con la mentalidad de Jesús, elevando así la conciencia humana hasta el conocimiento de la suave y amorosa guía de Dios. Es esta una dura disciplina, porque la presencia de Dios es a menudo una presencia escondida que necesita ser descubierta. Cuando pienso sobre el futuro del liderazgo cristiano, estoy convencido de que es preciso que se trate de un liderazgo teológico. Para que tal cosa ocurra, tienen que producirse cambios en los seminarios, en las facultades de teología y en las comunidades cristianas. Necesitamos centros donde la gente se adiestre en el verdadero discernimiento de los signos de los tiempos. Unos centros que no pueden limitarse a ofrecer una formación intelectual. Se requiere una profunda formación espiritual que implique a la persona en su integridad: cuerpo, mente y corazón. Una formación en la mentalidad de Cristo, «el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres» (Flp 2,6-8), no es precisamente lo que ofrecen la mayoría de los seminarios. Pero en la medida en que tal formación se busque y se lleve a cabo, hay esperanza para la iglesia del siglo XXI. La más antigua y tradicional visión del liderazgo cristiano sigue siendo una visión que aguarda su realización en el futuro. Los líderes cristianos que ejercen el servicio practican, pues, una reflexión teológica sólida, conocen el corazón de Dios y están equipados –por medio de la plegaria, el estudio y un análisis minucioso– para manifestar la obra salvadora de Dios en medio de los acontecimientos aparentemente inconexos de su tiempo. Pueden pensar, hablar y actuar en nombre de Jesús. Son capaces de discernir en cada momento el modo en que Dios actúa en la historia humana y cómo los acontecimientos personales, comunitarios, nacionales e internacionales que se producen durante nuestra vida pueden hacernos más

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sensibles a las formas en que somos guiados hacia la cruz y, a través de la cruz, hacia la resurrección. Jesús apareció llegada la plenitud de los tiempos y retornará igualmente en la plenitud de los tiempos. Dondequiera que esté Cristo, el tiempo ha llegado a su plenitud. Nuestra tarea espiritual consiste en «ocupar el tiempo»: el tiempo apropiado para el propósito de Dios aquí y ahora. Todos los grandes acontecimientos de los evangelios tienen lugar en la plenitud del tiempo (como lo muestra claramente una traducción literal de la palabra griega kairós): «Cuando a Isabel se le cumplió el tiempo del parto, dio a luz a un hijo» (Lc 1,57). «Se ha cumplido el tiempo, y está cerca el reinado de Dios» (Mc 1,15). «Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4,4), y en la plenitud del tiempo, Dios «lo reunirá todo bajo Cristo como cabeza, cuanto hay en los cielos y en la tierra» (Ef 1,10). Es en la plenitud del tiempo cuando nos encontramos con Dios y sabemos lo que estamos llamados a hacer. ***

Ejercicios para un discernimiento más profundo 1. El kairós es la plenitud de la presencia divina, y el tiempo cronológico está marcado por periodos predecibles. ¿Qué significa para ti actuar de cuerdo con el kairós? ¿Te resulta un concepto fácil o difícil? ¿Recuerdas alguna ocasión en que hayas actuado «cumplido el tiempo»? Descríbelo. 2. Esperar con paciencia, ser «entregado» para ir adonde no querrías ser llevado, introducirse en la pasión y el sufrimiento de la vida, todo ello se ve en este capítulo como parte de la madurez espiritual. ¿Coincide esta visión con tu propia experiencia? ¿Hay algún ejemplo que puedas compartir con tu grupo? 3. El amigo de Nouwen regresó de Calcula diciendo que el tiempo que había pasado allí «fue como una invitación a rendirse, a confiar plenamente, a ser remodelado por el amor». ¿Crees que sufrir y vivir cerca de la vulnerabilidad supone una «invitación a la rendición»? ¿Es esta una visión romántica o realista del sufrimiento? 4. ¿Cómo te sientes llamado a seguir el camino de Jesús hacia la cruz? ¿Cómo eres llamado a seguir a Cristo hacia la nueva vida? Escribe sobre estos dos aspectos del discipulado. ¿Cómo se entrecruzan en tu vida? 5. Este libro comenzaba con una definición: «El discernimiento es un tipo de vida y de escucha fiel que determina y afirma la forma específica de manifestarse el amor y la guía de Dios para que podamos conocer su voluntad divina y hacer realidad nuestra vocación individual y nuestra misión compartida». ¿Cómo has aprendido a vivir y 128

escuchar fielmente para mejor discernir la actividad de Dios en tu vida? Elabora una lista de formas concretas en las que seguirás discerniendo tu vocación y orientación.

1. Conjectures of a Guilty Bystander (Image Books, Colorado Springs 1968), p. 156 [trad. esp.: Conjeturas de un espectador culpable, ed. Sal Terrae, 2011]. 2. Orar en las estaciones del vía crucis es una práctica devota de la Iglesia católica para conmemorar los catorce acontecimientos entre la condena a muerte de Jesús por parte de Poncio Pilato y su enterramiento en una tumba prestada, a menudo representados vívidamente en cuadros y esculturas. 3. Los primeros años ochenta en los Estados Unidos fueron años de miedo cultural y de riesgo creciente de una guerra nuclear. A medida que el movimiento por el desarme nuclear progresaba, Nouwen se mostró cada vez más involucrado y socialmente activo en la denuncia del militarismo estadounidense, los arsenales nucleares y la guerra. Escribió un libro sobre la espiritualidad de la pacificación y se manifestó públicamente contra las pruebas de armas nucleares en Nevada y contra el intervencionismo de los Estados Unidos en los países latinoamericanos. Sin embargo, como ciudadano holandés residente en los Estados Unidos, nunca quiso dejarse detener ni ir a la cárcel con motivo de su lucha por la paz. «Siempre me he preguntado si el que yo fuera a la cárcel apartaría a la gente de la causa pacífica, en lugar de atraerla a ella», afirma en el manuscrito titulado «Peaceworks». «Pero quizá me preocupa demasiado influir en los demás, y no lo suficiente el ser fiel a mi propio compromiso espiritual». The Road to Peace, Orbis Books, Marynoll, NY, p. 54. 4. Entre los muchos acontecimientos de Centroamérica que Nouwen describe en sus escritos sobre acción social está el ascenso al poder en Guatemala, en 1982, del general Ríos Montt, que se proclamaba ferviente seguidor de Jesús y a quien muchos dirigentes de las iglesias evangélica y pentecostal consideraban uno de los suyos. Sin embargo, durante sus meses como líder cristiano del ejército, al menos 2.600 campesinos fueron asesinados bajo sus órdenes (cf. The Road to Peace, p. 13). Nouwen escribió sobre lo que vivió y sobre las historias que oyó en Guatemala en Love in a Fearful Land: A Guatemala Story (Ave Maria Press, Notre Dame, Indiana 1985). 5. Nota biográfica: en el verano de 1983, Nouwen pasó un mes en Nicaragua y se unió a una delegación de Testigos por la Paz en la frontera de Honduras. Allí fue testigo del conflicto entre los «contras», apoyados por los Estados Unidos, y los sandinistas, y escuchó relatos de muchas madres sobre la tortura y el asesinato de sus hijos. Tras su regreso a los Estados Unidos para dar clases en la Harvard Divinity School, se sintió obligado a llamar a la comunidad cristiana estadounidense a oponerse a la invasión que la administración Reagan estaba llevando a cabo en Centroamérica. Con el apoyo de algunos grupos pacifistas, se embarcó en un recorrido de seis semanas de conferencias por todo el país, con el fin de concienciar acerca de las injusticias que se cometían en los países donde él había visitado a líderes de la iglesia y a personas pobres. Una de las iglesias donde predicó durante su recorrido fue nuestra iglesia –Iglesia Golden Gate, de la comunidad de los nazarenos de San Francisco–, donde compartió su llamada a la contemplación y a la acción. 6. Simone WEIL, First and Last Notebooks (Oxford University Press, New York 1970). 7. Para una amplia reflexión acerca de la vocación y el liderazgo, cf. la obra In the Name of Jesus (Crossroads, Watsonville, CA 1989), en la que se basa esta sección.

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Epílogo Discernir la totalidad escondida Soy un miembro de la comunidad de El Arca, Daybreak, en Toronto, que forma parte de una red mundial de comunidades en las que personas con discapacidad física e intelectual y sus asistentes conviven en el espíritu de las bienaventuranzas. El canadiense Jean Vanier y el dominico francés Thomas Philippe la fundaron en 1964 en la pequeña localidad de Trosly-Breuil. Aunque originalmente los miembros de la comunidad eran católicos, pronto se formaron nuevas comunidades en las que protestantes de distintas confesiones, junto con católicos y judíos, empezaron a compartir sus vidas y su ministerio. Cuando El Arca llegó a la India, musulmanes e hindúes pasaron también a formar parte de la familia de El Arca. Actualmente, El Arca es una comunidad de fe interreligiosa que, en términos generales, se define como buscadora del discernimiento de lo que Thomas Merton denominó un «ecumenismo profundo» y una «totalidad escondida» que yace bajo la superficie de obvias diferencias. Reconocer la realidad y la presencia de Cristo en medio de nosotros es un proceso continuo de discernimiento en el que los miembros participan a distintos niveles. Para mí, como sacerdote y pastor de El Arca, es una experiencia y una participación en lo que la iglesia llama la «comunión de los santos». También he visto cómo Dios me habla a través de los pobres. Ellos me enseñan que ser es más importante que hacer, que el corazón es más importante que la mente, y que realizar cosas juntos es más importante que realizarlas solo. El discernimiento es una forma de reconocer que Dios no está limitado por nuestra concepción de quién le pertenece y quién no, o de quién hace lo correcto y quién actúa mal. Como dicen las Escrituras, «en [Dios] vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). El misterio del discernimiento es que «lo profundo llama a lo profundo», y el corazón le habla al corazón. Quienes han recibido la «mentalidad de Cristo» en lo más profundo de sus corazones saben discernir la presencia de Cristo en cualesquiera personas y cosas. El lugar donde se cruzan el corazón de Jesús y nuestros corazones es la totalidad escondida del cuerpo de Cristo. No se trata de una realidad que vaya a ser tal en el futuro, sino de un don ya presente aquí y ahora, aun cuando no sea del todo visible. Con los ojos de la fe, poco a poco podemos discernir esta unidad ya presente que se manifiesta en nuestras comunidades de fe concretas. Esta totalidad esencial se evidencia de formas muy prácticas cuando personas de buena voluntad de distintas tradiciones de fe se reúnen en el espíritu de la unidad para escucharse verdaderamente unas a otras, orar o meditar juntas, estudiar las Escrituras en grupos reducidos y descubrir unos los dones de otros. Y aunque parece imposible que cristianos de diferentes confesiones y personas pertenecientes a distintas tradiciones de fe 130

participen en la misma Eucaristía, sigue en pie la realidad aún más profunda de que la celebración de la Palabra y del Sacramento está anclada en la totalidad, que un día adquirirá una forma más visible. Estoy convencido de que aquí está naciendo algo nuevo y que transformará el rostro de las iglesias y de las comunidades de fe en los siglos venideros. El don de la totalidad ya se revela del modo más visible a través de las vidas de los pobres. Donde están los pobres, allí está Cristo. En palabras del cántico de Taizé: «Ubi caritas et amor, ubi caritas Deus ibi est («Donde hay caridad y amor, ¡allí está Dios!)». Gracias a nuestra común preocupación por los pobres, muchas personas que parecen alejadas en lo que respecta a formulaciones doctrinales, estilos litúrgicos y prácticas espirituales se encuentran viviendo y trabajando juntas en la unidad; son capaces de no prestar atención a lo que, de otro modo, las dividiría. La buena noticia para la iglesia es que, siempre que dirigimos nuestra atención a los pobres, descubrimos la totalidad del cuerpo de Cristo. Las cuestiones prácticas siguen siendo: ¿Cómo vivimos nuestra vida común como una comunidad de fe centrada en Dios y motivada por el amor? ¿Cómo vamos a expresar nuestra fe concreta en unas oraciones y un culto que incluyan a todo el mundo? ¿Cómo vamos a vivir nuestra unidad de un modo auténtico, reconociendo plenamente las divisiones y separaciones que aún se dan entre nosotros? Cada vez soy más consciente de que las necesidades y los deseos espirituales están presentes y son comunes a todos, que compartimos la búsqueda universal de un significado y un propósito más profundos, y que todos somos hijos amados de Dios. Veo cómo nuestra comunidad se orienta hacia la práctica de diversos y sencillos principios de unidad espiritual: 1) reconocemos la presencia de Dios en los pobres como pieza esencial del culto; 2) afirmamos las diferencias y la unicidad de cada tradición presente; 3) nos reunimos regularmente para la oración y la meditación; 4) descubrimos formas de celebrar la Palabra y el Sacramento; y 5) vivimos la vida espiritual en formas del todo normales y cotidianas. Todos juntos, estos son los pórticos que dan acceso a la unidad y al discernimiento de la presencia divina entre nosotros. La clave del éxito consiste en vernos a nosotros mismos como servidores de Dios y del prójimo. «Yo soy tu siervo, oh Dios; concédeme saber discernir para poder comprender tus preceptos» (Sal 119,125).

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Apéndice A Bebemos de nuestros propios pozos. Discernimiento y liberación por Henri Nouwen

«Todo el mundo tiene que beber de su propio pozo», observó san Bernardo de Claraval. Pero nadie bebe solo. Todos hemos bebido de pozos que no hemos excavado, y todos hemos disfrutado de agua fresca que no era nuestra del todo. Según Gustavo Gutiérrez, el padre de la Teología de la Liberación, «la espiritualidad es como agua viva que brota en lo más hondo de la experiencia de fe» 1. Beber de tu propio pozo es beber tu propia vida en el Espíritu de Jesús tal como lo has descubierto en tu realidad histórica concreta. Lo cual nada tiene que ver con opiniones, convicciones o ideas abstractas, y tiene todo que, en cambio, ver con la experiencia tangible, audible y visible de Dios. Como dice la Primera Carta de Juan: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os anunciamos: la palabra de vida» (1 Jn 1,1). Sumergiéndonos en el pozo de nuestra propia vida, podemos discernir los movimientos en ella del Espíritu de Dios. El discernimiento cuidadoso es una tarea que dura toda la vida. No se me ocurre otra forma de discernimiento que no sea una vida en el Espíritu, una vida de oración y contemplación incesantes, una vida de comunión profunda con el Espíritu de Dios. Una vida así desarrollará en nosotros, poco a poco, una sensibilidad interna que nos permitirá distinguir entre la ley de la carne y la ley del Espíritu. Por supuesto que cometeremos constantes errores y que rara vez tendremos la pureza de corazón necesaria para tomar siempre las decisiones apropiadas. Pero si tratamos continuamente de vivir en el Espíritu, estaremos al menos dispuestos a confesar nuestras debilidades y limitaciones con toda humildad, confiando en aquel que es más grande que nuestros corazones. Al mismo tiempo, no practicamos nuestro discernimiento solos, sino en comunidad. La cuestión no es simplemente: «¿Adónde me lleva Dios como persona individual que trata de hacer su voluntad?» Más básica y significativa es esta otra: «¿Adónde nos conduce Dios como pueblo?» Esta cuestión nos exige prestar cuidadosa atención a la guía de Dios en nuestra vida común a buscar juntos una respuesta creativa a la forma en que hemos escuchado la voz de Dios en medio de nosotros. Asimismo, el discernimiento espiritual está basado en una espiritualidad concreta y dinámica que exige escuchar cuidadosa y constantemente al pueblo de Dios, y en especial a los pobres. No admite una teoría fija y definitiva que pueda aplicarse en todo momento y lugar, sino que exige prestar gran atención a los movimientos continuamente nuevos del Espíritu entre los hijos de Dios. Lo cual, a su vez, requiere un oído perfectamente 132

adiestrado por la escucha de las Escrituras y la comprensión de las mismas por parte de la iglesia. Es necesario un diálogo constante entre el «viejo conocimiento» de las Escrituras y de la Tradición y el «nuevo conocimiento» de las experiencias concretas y cotidianas del pueblo de Dios. Recuerdo un curso de verano al que asistí en Lima, Perú, en 1982, donde Gustavo presentó por primera vez los principales temas de su espiritualidad de la liberación. Aquel curso fue una de las experiencias más significativas de mi estancia de seis meses en Latinoamérica. Fe para mí ocasión de participar en un evento de aprendizaje fuera de lo común, al que asistieron unos dos mil trabajadores comunitarios y «agentes de pastoral» de numerosos países. Aquellos jóvenes hombres y mujeres habían vivido la realidad latinoamericana, se habían encontrado con el Señor y habían bebido profundamente de las «fuentes de agua viva» que fluían de sus corazones (Jn 7,38). La mayoría de ellos habían nacido y crecido en barrios pobres y se habían convertido en activistas en sus comunidades de liberación. Conocían a los suyos y habían aprendido a pensar con un ojo en el evangelio, y el otro en la dolorosa realidad que compartían con el pueblo. Trabajaban en sus distintos distritos y países como catequistas, trabajadores sociales o coordinadores de proyectos. Todos ellos tenían un profundo y vivido conocimiento de la Biblia y habían llegado a verse a sí mismos como el pueblo de Dios llamado a la Tierra Prometida. Al haber estado familiarizado con numerosos estilos de liberalismo teológico en el Norte, me impresionó la ortodoxia de aquella espiritualidad cristocéntrica del hemisferio sur. Los cristianos de Latinoamérica, como me dijo el propio Gustavo, habían llegado a comprender la dimensión social de su fe sin necesidad de pasar por una fase modernista. Por ejemplo, el arzobispo Óscar Romero, un eclesiástico realmente tradicional, gracias a su contacto directo con el pueblo sufriente de El Salvador, se había convertido en un implacable crítico social, sin negar jamás, ni siquiera criticar, su pasado tradicional. Su comprensión bíblica de la presencia de Dios en la historia y en la comunidad de fe fue la base y la fuente de su valiente protesta contra la explotación y la opresión del pueblo, una propuesta que le condujo al martirio. El trato con Gustavo Gutiérrez y sus alumnos durante aquel verano me hizo ser consciente de lo individualista y elitista que había sido mi propia espiritualidad. En muchos aspectos, mi idea de la vida espiritual se había visto profundamente influenciada por mi entorno norteamericano, con su énfasis en la vida interior y en los métodos y técnicas para desarrollar esa vida. Solo cuando me vi frente a lo que Gustavo denomina la «irrupción de los pobres en la historia», fui consciente de lo «espiritualizada» que había sido mi espiritualidad. De hecho, había sido una espiritualidad para personas introspectivas que tienen el privilegio de contar con el tiempo y el espacio necesarios para desarrollar un paz y armonía interior. La espiritualidad de la liberación de Gustavo no permite tal reduccionismo2.

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Lo que aprendí de Gustavo fue que la espiritualidad liberadora debe hundir sus raíces en una fe activa y reflexiva, no en una experiencia contemplativa pasiva, privada o privilegiada. Y ese discernimiento espiritual no es tan solo un don individual, sino que es parte de la lucha del pueblo de Dios. Eso es lo que Gustavo quiere decir cuando habla de que debemos «beber de nuestro propio pozo» 3. Aunque yo viva y ejerza mi ministerio con personas física e intelectualmente discapacitadas, mis viajes y misiones en otros países me han revelado otro tipo de «handicap»: la discapacidad de las naciones nacidas a partir de una historia de quebranto, de siglos de opresión y explotación, del abandono y la indiferencia de las naciones más ricas, de los pecados sociales de la injusticia, la guerra, y la codicia. No hay en nuestro mundo únicamente individuos pobres, discapacitados o marginados, sino naciones enteras (personas y estructuras sociales) pobres, oprimidas y necesitadas de compasión y transformación. Al final, seremos juzgados por el modo en que hayamos tratado tanto a los individuos como a las naciones (cf. Mt 25). Si reconocemos la presencia divina en medio de la lucha, podemos discernir que la batalla ya ha sido ganada. Ya poseemos aquello que anhelamos. Ya degustamos aquello de lo que tenemos hambre. Simplemente, pretendemos hacer plenamente visible una victoria que ya se ha producido. Esta realidad hace posible una vida comunitaria caracterizada por el amor, la alegría y la paz verdaderas y revelada en Jesús, el cual nos invita a «venir y ver» lo que Dios ha hecho y sigue haciendo en medio de nosotros. «Seguir los pasos de Jesús», dice Gustavo, sin apartarse del mundo real y de «los caminos de solidaridad con los marginadas e insignificantes de la sociedad», es la que se requiere a la hora de discernir la voluntad de Dios para la humanidad y la llamada de Cristo a la acción en este mundo. Lo que él denomina la «irrupción de los pobres» –su presencia y su lugar en la historia– es una auténtica irrupción de Dios en el mundo. Y nuestro encuentro físico con los pobres de Dios es un encuentro espiritual con el propio Cristo. Como escribe Gustavo: «Este Dios, que monta su tienda entre nosotros, nos interpela. Esa irrupción es la fuente de nuestra espiritualidad, nuestro viaje hacia Dios».

1. La obra fundamental de Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación (Orbis Books, Maryknoll, NY 1972) apareció en Latinoamérica a finales de los sesenta y había sido ya publicada en español en 1971 (CEP, Lima; en España fue publicada por Ed. Sígueme, Salamanca 1972). La obra se convirtió enseguida en una apremiante llamada a una «opción preferencial por los pobres». Gustavo ha llegado a ser conocido como el padre de la Teología de la Liberación, una teología práctica nacida de la solidaridad con el pueblo. Sus libros y cursos resultaron proféticos en el movimiento de la Teología de la Liberación en Latinoamérica y en todo el mundo. En la dialéctica entre la espiritualidad más contemplativa de Nouwen y la fe más activista de Gustavo se articuló un nuevo tipo de espiritualidad liberacionista que se refleja en la obra de Gustavo Beber en su propio pozo y en el prólogo de Henri a dicha obra. 2. Aunque Nouwen siguió mostrándose crítico sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación, lo que más le impresionó fue el modo en que Gustavo Gutiérrez integraba misticismo y activismo, la lucha por el crecimiento espiritual y la lucha por la libertad política. En su desarrollo de una «espiritualidad de la

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liberación», Gutiérrez bebe en las aguas primordiales de la experiencia espiritual: relatos orales y textos escritos, vidas y comunidades de fe concretas, todo ello dentro del esfuerzo común por la libertad. 3. A su regreso, en la primavera de 1982, la Harvard Divinity School le propuso impartir conferencias sobre los aspectos espirituales de la Teología de la Liberación. En el otoño siguiente, le nombraron profesor de teología, con la condición de que impartiera clases durante un semestre de cada curso académico, lo cual le dejaba en libertad para viajar a Latinoamérica y cultivar otros intereses durante el otro semestre. Dos años después, retomó la cuestión de la vocación, discernió que era el momento de abandonar la vida académica y empezó a buscar un hogar espiritual entre personas física y mentalmente discapacitadas en la comunidad de El Arca, en Francia. Cf. The Road to Daybreak, el diario donde Nouwen relata el discernimiento que le condujo de Harvard a Daybreak, en Toronto.

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Apéndice B Henri Nouwen y la escucha de un latido más profundo por Michael J. Christensen

«Que cada cual siga el ritmo que oiga, no importa cuál sea ni de dónde provenga».

– Henry David Thoreau Para Henri Nouwen, el discernimiento es a la vez un don espiritual y una práctica consistente en «averiguar y afirmar la manera realmente única en que el amor y la guía de Dios se manifiestan en nuestra vida, de modo que podamos conocer su voluntad y realizar nuestra vocación y misión en el seno de las misteriosas interacciones del amor divino» 1. El uso que Nouwen hace de este término se basa en la noción bíblica de «discernimiento de espíritus» como un don del Espíritu (1 Cor 12,10) arraigado en las disciplinas nucleares de la vida cristiana –oración, comunidad, liturgia, y ministerio– y que nos lleva a una vida «digna de nuestra vocación» (Col 1,10). Como indica Robert Jonas en el prólogo, «el discernimiento consiste en escuchar y responder a esa parte de nosotros mismos donde nuestros deseos más profundos se alinean con el deseo de Dios». Yo añadiría lo siguiente a la definición del discernimiento: comprensión espiritual y percepción intuitiva que se descubre en soledad y en comunidad, y gracias a la cual podemos situarnos en el tiempo y en el espacio para conocer la voluntad de Dios y llevar a cabo su obra en el mundo. En el capítulo 1 de este libro, Nouwen describe el discernimiento como «la escucha de un sonido más profundo» que subyace al bullicio de la vida ordinaria y como un «ver a través de» las apariencias la interconexión de todas las cosas, con el fin de obtener una visión de «cómo las cosas dependen unas de otras» (theoria physike) en nuestras vidas y en el mundo. La metáfora de la escucha de un sonido o latido más profundo es lo que deseo explorar en esta breve reflexión; en concreto, cómo el autor escucha e interpreta las señales de la vida diaria. Aunque hay multitud de métodos y enfoques, el método de discernimiento de Nouwen puede resumirse como sigue: 1) detente y escucha el latido; 2) marcha al ritmo de la música que oyes; 3) coordina tus pasos con los de los santos; y 4) lee las señales a lo largo del camino.

Detente y escucha el latido La pulsación tiene algo de primordial. El discernimiento espiritual, escribe Henri Nouwen, significa «escuchar a Dios, prestar atención a la presencia activa de Dios. [...] Cuando escuchamos de veras, caemos en la cuenta de que Dios nos habla, nos señala el 136

camino, nos muestra la dirección. Nosotros, simplemente, tenemos que aprender a mantener los oídos abiertos. El discernimiento consiste en escuchar un sonido más profundo y marchar a un ritmo diferente; es una forma de vida en la que somos «todo oídos» (capítulo 1). En Berkeley, donde yo vivo, hay una iglesia llamada The Table («La mesa»), donde una vez al mes nos reunimos los miembros de un grupo de percusión para ensayar. El grupo tiene un líder que comienza a golpear su instrumento, y el resto de nosotros nos unimos a él siguiendo un ritmo que hemos estado aprendiendo aprendido. Pero al cabo de un rato estamos todos siguiendo los movimientos de los demás, en sincronía con un ritmo más profundo, hasta que todo el grupo, poco a poco, deja de tocar. Entrando en contacto con nuestro propio tambor interior, por así llamarlo, encontramos resonancia unos con otros y con un tambor oculto2. Henri Nouwen adaptó la metáfora del tambor al discernimiento espiritual en 1974, hallándose de retiro en la abadía trapense de Genesee, al norte del estado de Nueva York. Allí, en aquel silencioso monasterio, contempló una reproducción del cuadro de Hazard Durfee en el que aparece representado un flautista con una cita ya muy conocida de Henry David Thoreau: «¿Por qué tenemos que andar buscando tan desesperadamente el éxito y persiguiendo tan tremendos objetivos? Si alguien no sigue el ritmo de sus compañeros, tal vez sea porque escucha un tambor diferente. Que cada cual siga el ritmo que oiga, no importa cuál sea ni de dónde provenga» (Walden, capítulo 8)3. La profunda sabiduría de Thoreau, así como la de Emerson y otros trascendentalistas, apunta a la posibilidad de romper la cadencia con pensamientos convencionales (lo que la Biblia llama el «espíritu del mundo»), escuchando un ritmo diferente (intuición) y siguiendo el ritmo de la música que oiga (coraje). Extendamos esta metáfora del discernimiento espiritual.

Sigue el ritmo de la música que oyes Una vez que oyes el ritmo de un tambor diferente, puedes marchar al ritmo de la música que oyes. Piensa en la composición de los Salmos. ¿Qué tipo de música escuchaba el salmista cuando compuso los versos del Salmo 146? «¡Aleluya! Alaba, alma mía, al Señor. Alabaré al Señor mientras viva, tañeré para mi Dios mientras exista. No confiéis en los nobles, en un hijo de hombre que no puede salvar: su soplo exhala, y él retorna al polvo, y en ese día fenecen sus proyectos. Dichoso aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, 137

cuya esperanza es el Señor su Dios, que hizo el cielo y la tierra, los mar y cuanto hay en ellos; que mantiene su fidelidad por siempre, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos, que libera a los encadenados. El Señor abre los ojos a los ciegos, el Señor endereza a los encorvados, el Señor protege al forastero, a la viuda y al huérfano sustenta. El Señor ama a los justos pero tuerce al camino de los impíos. El Señor reina eternamente, Tu Dios, oh Sión, de edad en edad». Muchos salmos de la Biblia hebrea se han atribuido tradicionalmente al joven pastor David, que oyó cantar a Dios e interpretó las canciones de este con su arpa. Cuando escuchamos y cantamos un salmo como este –tan distinto de lo que solemos pensar acerca de los pobres–, ¿no estamos acaso en sintonía con la voz del Dios vivo? Ampliando la metáfora musical, sugeriría que concibiéramos al hacedor del cielo y de la tierra y de todos los peces del mar como un músico magistral, un arpista celeste o un excepcional percusionista. Como tal, el Señor Dios y cuantos se hallan en sintonía con Él interpretan cánticos de justicia para los pobres, de alimentación para los hambrientos, de libertad para los cautivos, de vista para los ciegos, de protección para los extranjeros y de solicitud para con los huérfanos y las viudas. Tales cánticos humillan al soberbio y enaltecen al humilde. El discernimiento espiritual nos obliga a aplicar nuestros oídos al suelo para escuchar las notas graves que vibran por los pobres y nos mantienen centrados en lo importante, es decir, en aquellos por quienes más se preocupa Dios. Una vez que escuchamos y prestamos atención a ese profundo sonido, podemos marchar al ritmo de una música que tal vez solo escuchemos levemente, «no importa cuál sea ni de dónde provenga». Pero ¿qué ocurre si nos saltamos un compás o una simple nota? Detengámonos y volvamos a escuchar... «Con tus oídos oirás detrás de ti estas palabras: “Ese es el camino, id por él, ya sea a la derecha, ya a la izquierda”» (Is 30,21). Dicho de otro modo, cuando llegues a una encrucijada, oirás una voz detrás de ti –lo que Nouwen llama «la voz interior del amor»– que te recuerde la presencia de Dios y te revele su voluntad; incluso a veces te dirá el camino concreto que has de tomar.

Dirige mis pasos

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«Dirige mis pasos en la Palabra», cantan a menudo los coros de música gospel4. Este himno está basado en Proverbios 20,24 (de la compilación de dichos sapienciales auspiciada por el rey Salomón). El proverbio dice simplemente: «El Señor dirige los pasos del varón; ¿cómo puede el hombre comprender sus caminos?» Obviamente, no podemos comprender plenamente los caminos de Dios, ni siquiera nuestros propios caminos; simplemente, nos abandonamos en las manos amorosas del Dios vivo, el único que sabe y comprende los pasos que damos. Como dice Henri Nouwen, «No puedes ver todo el camino que tienes ante ti, pero normalmente hay luz suficiente como para dar el siguiente paso»... y entonces confiar en la orientación de Dios en el momento. En cuanto a «dirigir nuestros pasos en la Palabra», Nouwen recomienda la práctica de la lectio divina, la lectura espiritual. ¿Qué es lo que brilla y resuena en ti cuando lees un texto con devoción? «La lectio divina consiste en leer la Biblia con reverencia y apertura a lo que el Espíritu nos dice en el momento presente. Cuando nos acercamos a la Palabra de Dios (logos) como una palabra dirigida a nosotros (rhema), podemos conocer la presencia y la voluntad divinas» 5. Nouwen añadiría, además, que es importante «dirigir mis pasos con los santos». Ciertamente, la Biblia nos ayuda a dirigir nuestros pasos, pero tenemos también a los santos (tanto vivos como muertos) en nuestras vidas para que nos ayuden a oír y a caminar en la senda del Señor. De modo que no caminamos solos y a tientas en la fe: «Por eso nosotros, rodeados de una nube tan densa de testigos, desprendámonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala; corramos con constancia la carrera que nos espera, fijos los ojos en el que inició y consumió la fe, en Jesús. El cual, por la dicha que le esperaba, sufrió la cruz, despreció la humillación y se ha sentado a la diestra del trono de Dios» (Heb 12,1-2). Si Dios dirige mis pasos, diría Nouwen, entonces ya no estoy solo a la hora de decidir qué pasos debo dar. Todos formamos parte del cuerpo de Cristo, la comunidad de fe, y no actuamos solos. Como parte de la iglesia universal, estamos conectados a otros en el cuerpo de Cristo –pasado, presente y futuro–. La comunión de los santos está a nuestro alcance cuando dirigimos nuestros pasos en el viaje de la fe, como explica Nouwen en el capítulo 2 del presente libro: Aunque solemos pensar en los santos como seres sagrados y piadosos, y los concebimos gráficamente con un halo en torno a su cabeza y una mirada extasiada, los verdaderos santos son mucho más accesibles. Ya sigan vivos o se hayan unido a «la gran nube de testigos», están dispuestos a ayudarnos en los momentos de necesidad. Los santos son hombres y mujeres como nosotros, que llevan vidas corrientes y se enfrentan a problemas corrientes. Lo que los hace santos es su clara e inquebrantable atención a Dios y al pueblo de Dios. Los santos son nuestros hermanos y hermanas y nos invitan a ser como ellos.

Leer las señales Hay muchos tipos de señales: señales de tráfico, anuncios comerciales, rótulos de «se vende», señales y prodigios bíblicos, signos de los tiempos en los acontecimientos actuales, así como señales espirituales para la toma de decisiones, para encontrar 139

confirmación, para saber adónde ir, qué hacer con nuestra vida y cómo tratar al prójimo. Nouwen nos muestra cómo leer las señales de la vida diaria en orden al discernimiento. Uno de los cursos que imparto en la Drew University versa sobre C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien, que compartieron un común interés por la semiótica (la interpretación de los signos). Para ellos, al menos en sus obras de ficción, aprender a leer signos es cuestión de vida o muerte. Por ejemplo, en las Crónicas de Narnia de Lewis, Aslan enseña a la joven Jill Pole a leer y recordar las señales de las que depende su vida: «Pero primero recuerda, recuerda, recuerda las señales. Repítetelas cuando despiertes por la mañana, cuando te acuestes por la noche y cuando te despiertes a mitad de la noche. Y por extrañas que sean las cosas que te sucedan, no permitas que nada distraiga tu mente de seguir sus indicaciones» 6. Las señales cobran vida y apuntan, más allá de sí mismas, al significado oculto y al propósito que subyace a la superficie de las meras apariencias. Las señales están ahí, en el camino de nuestra vida, llamando nuestra atención, confirmando o poniendo en entredicho el rumbo que seguimos. Obviamente, hay innumerables signos ahí fuera, esperando únicamente ser interpretados, y no es posible construir la fe sobre «signos y prodigios». Espiritualmente, sin embargo, al menos según Nouwen, podemos orar a Dios para que confirme o cuestione nuestras inclinaciones mostrándonos señales7. Por ejemplo, un amigo mío, Jeff Markay, me contaba que, cuando pidió a Henri Nouwen consejo espiritual para tomar una decisión vocacional, Nouwen le dijo con su severo acento holandés: «Reza esta oración: “Señor, házmelo ver claramente, házmelo ver muy, muy claramente”». Nouwen creía que Dios nos habla todo el tiempo y de muchas maneras: a través de los sueños y de la imaginación, a través de amigos y conocidos, a través de buenos libros y grandes ideas, a través de la belleza de la naturaleza y de los acontecimientos críticos y actuales. Pero se requiere discernimiento espiritual para escuchar la voz de Dios, para ver lo que Dios ve y para leer las señales de la vida diaria8. Lo que aprendió de su mentor, Thomas Merton, y trata de comunicar en esta obra es cómo leer las señales de la orientación divina en los libros, en la naturaleza, en las personas y en los acontecimientos. Nouwen sugiere que el lugar para empezar a buscar la guía divina está en lo que leemos –la lectura espiritual, no solo de la Biblia, sino también de literatura humanista y de buenos libros que el Espíritu ensalza para convertirlos en vehículos de comunicación divina. Lo cual incluye también el Libro de la Naturaleza. Las señales de la presencia de Dios en la creación –árboles y flores, sol y estrellas, nieve y lluvia, etcétera– nos recuerdan que el primer lenguaje de Dios es la naturaleza y que Dios nos llama a amar y cuidar la creación. Dios también nos habla «a través de las personas que nos hablan sobre las cosas de Dios», como apunta Nouwen en el capítulo 5. Según él, las personas con las que mantenemos una relación primaria, íntima o intensa son otros tantos vehículos humanos 140

de la presencia y la orientación divinas. Son ellas a menudo quienes plantan las semillas y preparan el camino para un futuro aún por revelar. Desde una perspectiva espiritual, determinadas personas están en nuestras vidas por una temporada, o por alguna razón, o por toda una vida. Una de las maneras en que el Espíritu guía y configura nuestras vidas es a través de aquellos con quienes nos encontramos en el camino. Cuando recibimos como un don de Dios a quienes entran en nuestras vidas, se convierten en señales vivas que indican el camino hacia Dios, hacia casa, hacia la vocación o hacia nueva dirección. Además de mostrar cómo los libros, la naturaleza y las personas pueden interpretarse como señales que indican la sabiduría y la orientación divinas, Nouwen añade los acontecimientos a la lista de señales diarias. Él aprendió de Merton que determinados acontecimientos –acontecimientos actuales, acontecimientos históricos, incidentes críticos y circunstancias de la vida– pueden servir de postes indicadores que señalen la voluntad de Dios a quienes tienen «ojos para ver y oídos para oír». A partir de lo ocurrido en el pasado pueden aprenderse lecciones espirituales que revelen nuevas verdades y perspectivas sobre los acontecimientos históricos. En cada acontecimiento crítico, dice Nouwen, «Dios tiene una oportunidad de intervenir creativamente y revelar una verdad más profunda de lo que podemos ver en la superficie de las cosas» 9. Dios nos habla también en las circunstancias y acontecimientos aparentemente fortuitos de nuestras vidas, dotando a estas de un mayor sentido. El discernimiento es el arte espiritual de reconocer a Dios en los numerosos acontecimientos, encuentros y situaciones que experimentamos en la vida diaria. Más allá de los cinco sentidos y de la facultad razonadora, el corazón tiene sus propias formas de oír, ver y conocer. En algún punto del hemisferio derecho de nuestro cerebro, o tal vez en lo más hondo de lo que llamamos «el alma humana», hay un órgano espiritual que puede ser adiestrado para escuchar el latido, seguir ritmo de la música e interpretar las señales. Dios rara vez nos habla directamente o cara a cara. En lugar de ello, Dios habla en susurros, con señales y símbolos, con una voz queda apenas audible que requiere reflexión teológica e interpretación espiritual. Los mensajes que encontramos en los libros, en la naturaleza, en las personas y en los acontecimientos constituyen el contexto para el discernimiento. A través de la reflexión orante y el apoyo de la comunidad, somos llevados a tomar decisiones, a comprometernos con nuestros actos y recibir confirmaciones de lo que esperamos y confiamos en que sea la voluntad de Dios. «En último análisis», concluye Nouwen, «todo cuanto tenemos son señales que nos llevan a sospechar algo indeciblemente grandioso»: «Como está escrito: Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió, lo que Dios preparó para quienes lo aman, nos lo ha revelado Dios por medio del Espíritu; pues el Espíritu lo explora todo, incluso las profundidades de Dios» (1 Cor 2,9-10)10 .

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1. Síntesis de las notas de Nouwen escritas a mano en «God’s Will, Acceptance of» (manuscrito inédito, 1990). 2. Según Mickey Hart, batería del grupo Grateful Dead, «el círculo de tambores ofrece igualdad, porque no hay entrada ni coda. Incluye a personas de todas las edades. Su principal objetivo es compartir un ritmo y estar en sintonía con el resto y con uno mismo. Formar un grupo de conciencia. Resonar. [...] Una nueva voz, una voz colectiva, emerge del grupo cuando tocan juntos». Testimonio ante el Comité Especial del Senado de los Estados Unidos sobre el Envejecimiento, 1991. 3. Henry David Thoreau (1817-1862) fue un pensador, escritor y activista inconformista. En un momento en que otros estaban eufóricos por las perspectivas del desarrollo industrial, él defendió la protección del medio ambiente. Mientras otros aprobaban la práctica de la esclavitud, él fue un abolicionista declarado. Fue a prisión por negarse a pagar los impuestos antes que apoyar a un gobierno que pretendía expandir la esclavitud a México. Filosóficamente, era trascendentalista y deísta. Creía que el mejor camino para conocer a Dios era la intuición personal, no la doctrina religiosa. 4. «Pon en orden mis pasos en Tu palabra. [...] Quiero ser digno de andar, cumplir mi llamada. Por favor, pon en orden mis pasos, Señor, y yo cumpliré Tu bendita voluntad. El mundo cambia de continuo, pero Tú sigues siendo el mismo; si Tú pones en orden mis pasos, alabaré Tu nombre”. Traducción de la letra de la canción «Order My Steps», de Glen Bruleigh. 5. Spiritual Formation, p. xxiii. Las cuatro fases de la lectio divina: leer, meditar, orar, descansar. 6. C. S. LEWIS , The Silver Chair (HarperCollins, 2001), p. 560 [trad. esp.: La silla de plata, Planeta, Barcelona 2012]. 7. En la Biblia, Gedeón «extiende en la era la zalea» para discernir la voluntad de Dios (Jc 6,36-40). «Gedeón dijo a Dios: “Si realmente vas a salvar a Israel por mi medio, como aseguraste, mira, voy a extender en la era esta zalea: si cae el rocío sobre la lana mientras todo el suelo queda seco, me convenceré de que vas a salvar a Israel por mi medio, como aseguraste» (Jc 6,36-37). 8. Para los metodistas, Dios habla esencialmente a través de las Escrituras, de la tradición eclesial y de la razón. Según Nouwen, Dios tiene muchas maneras de llegar hasta nosotros e iluminar nuestro camino para que no nos perdamos. 9. Thomas Merton: Contemplative Critic (Harper & Row, San Francisco 1981), p. 37. 10. Cf. capítulo 6.

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Apéndice C Amistad espiritual y discernimiento mutuo por Robert A. Jonas

A comienzos del verano de 1985, me senté junto a mi prometida, Margaret, en la popa de un velero de diez metros mientras nos alejábamos de la costa del Atlántico al norte de Boston. El propietario del barco era mi entonces futuro suegro, John Marshall Bullit, un profesor jubilado de inglés en Harvard y experto marinero. Sufría cáncer de pulmón y sabía que probablemente no le quedaba mucho tiempo de vida. Después de pasar una hora los tres juntos a bordo, John me invitó a tomar el timón. Me dio unas cuantas instrucciones básicas y se sentó enfrente de Margaret. Mientras padre e hija reflexionaban sobre su pasión compartida por la poesía y se turnaban a la hora de escoger poemas que recitar, yo asía con fuerza el timón y contenía unos cuantos amagos de miedo. Nunca había pilotado un barco. Las ráfagas de viento empujaban las velas de lado a lado, y de vez en cuando olas especialmente grandes amenazaban con golpearnos de costado. ¿Y si yo cometía un error y volcaba el barco? Vi que John me echaba un ojo cada cierto tiempo, así como a las velas; pero su aparente voluntad de no centrarse en mí, sino en otra cosa, surtió un efecto calmante. Si confiaba en mí como timonel, que era un perfecto novato, tal vez estuviera haciendo algo bien. Quizá sus instrucciones, sumadas a mi experiencia, podrían enseñarme lo que necesitaba saber sobre la navegación. Aquel día aprendí un par de lecciones no solo sobre navegación, sino también sobre discernimiento. Para empezar, me sirvió para recordar hasta qué punto tengo necesidad de orientación y apoyo y cuánto los agradezco. Enfrentarnos a lo desconocido puede confundirnos y darnos miedo si no contamos con un mentor; podemos asustarnos, estar demasiado alterados como para aprender, y obtener un resultado deplorable. Es más, en mi caso, mientras nos conducía a los tres hacia un horizonte que aparecía y desaparecía tras las olas, se me ocurrió que navegar, al igual que vivir, requiere toda nuestra atención. Podemos marcarnos objetivos y tener una idea general de nuestra posición, pero las condiciones cambian de continuo, tanto dentro como fuera de nosotros. Para llegar a nuestro destino debemos mantener una conciencia alerta y panorámica, mientras pensamos adónde queremos ir y evaluamos nuestra situación constantemente cambiante. Mientras sostenía el timón, tenía un ojo fijo en el horizonte hacia el que nos dirigíamos, aunque a veces me esforzaba por localizarlo en medio de las fuertes olas barridas por el viento. Era consciente de que la cubierta estaba escorada y de que el peso de mi cuerpo se balanceaba; también era consciente de la altura de las olas, de la dirección, velocidad y sonido de las ráfagas de viento, de la distancia y orientación del horizonte, y del aspecto y el sonido de la vela mayor y del foque. Al mirar la brújula, me di cuenta de que no era capaz de mantener el rumbo firme todo el tiempo. Dado aquel 143

ambiente dinámico, tuve que hacer lo que los marineros llaman «virada». Tuve que abrirme paso zigzagueando hacia aquel horizonte, que desaparecía a cada momento. Como la vida misma, me dije: pierdo el rumbo momentáneamente, estudio la brújula y busco la N grande y roja en la esfera, recalibrando el rumbo y reajustando mis manos sobre el timón. Qué fácil es olvidar quiénes somos, por qué estamos aquí y adónde creemos que vamos, en medio de los cambios y desafíos de la vida. Cada religión, cada camino espiritual y cada programa de mejora personal ofrece a sus seguidores un mapa conceptual del viaje, dotándolos de un destino, de una cierta estructura y de una pauta para llegar a la meta. El discernimiento ha sido un tema importante de la reflexión cristiana durante más de dos mil años, y cada confesión o secta adopta un enfoque ligeramente distinto. El objetivo o el destino de la vida cristiana puede sonar bastante directo: ser seguidor de Jesucristo. ¿Pero qué significa eso, y cómo determina uno si verdaderamente está llevando una vida cristiana? ¿Qué desea Dios de mí y para mí? ¿Cómo sé si cumplo la voluntad de Dios? Hay cristianos que subrayan la dimensión moral del discipulado, es decir, el aprender a comportarse de acuerdo con los valores y los principios éticos que defendió Jesús; principalmente, amar a Dios y al prójimo, incluidos los enemigos, centrándonos en las medidas que tomamos o dejamos de tomar. Otros cristianos enfatizan la dimensión subjetiva del discernimiento, centrándose menos en el comportamiento externo y más en los sentimientos, ideas e intenciones, así como en la conciencia general que se tiene a lo largo del día. Por supuesto, tanto la experiencia subjetiva como el comportamiento objetivo son importantes, y también aquí resulta útil la metáfora de la «virada». Mientras discernimos nuestro camino, desplazamos nuestra atención entre la experiencia interna y la externa, y ajustamos y corregimos nuestro rumbo en función de las necesidades. Para los cristianos que subrayan la moral y el comportamiento, el discernimiento supone una evaluación diaria de los propios actos. Al final del día, podemos preguntarnos: ¿He sido amable hoy con los demás? ¿He defendido la justicia de manera concreta? ¿He ayudado a los pobres? ¿He hecho lo que Jesús habría hecho en esta situación? ¿Qué me llama Dios a hacer ahora? Idealmente, esta evaluación o discernimiento se lleva a cabo no simplemente en soledad, sino también en compañía. Para los cristianos es importante responder ante una comunidad más grande –nuestra comunidad de fe, por ejemplo, y la familia o las personas con quienes convivimos–. Las Escrituras nos animan a decir la verdad en el amor cuando percibimos que el comportamiento de los demás perjudica a estas mismas personas o a otras. Y los relatos y enseñanzas de Jesús nos instan a preguntarnos (y a veces a preguntar a otros) si nos comportamos con amor y empatía y si estamos dispuestos a modificar nuestras actitudes egoístas o destructivas en respuesta a lo que aprendemos. Para los cristianos que practican el discernimiento poniendo el énfasis en la experiencia subjetiva, el discernimiento evoca dudas que se centran en el flujo interior de 144

la experiencia. Cuando analizo el día que he vivido, ¿cómo y cuándo he sentido la presencia de Dios? ¿Cómo he respondido? ¿Qué he sentido a lo largo del día y cómo he compartido ese sentimiento con Dios? ¿Se han obcecado mis pensamientos en juzgar a una persona en concreto o en revivir la amargura de un desaire del pasado? ¿Me he imaginado a mí mismo traicionando la confianza de alguien o incluso diciendo una mentira piadosa? ¿He percibido momentos de la paz que Jesús promete –la paz interior que subyace a nuestras inquietudes, opiniones y preocupaciones? ¿Qué me invita Dios a ver y a oír? El discernimiento subjetivo exige prestar continuamente atención al flujo de recuerdos, imágenes, pensamientos, emociones y sensaciones interiores. Nunca termina. Nuestros sentimientos e intenciones son volubles, de modo que los cristianos necesitan disciplinas de oración, meditación y contemplación que centren nuestra atención y nos den fuerza y coraje para seguir el camino hacia el destino sagrado en medio de un tiempo incierto y a menudo inestable. Durante toda nuestra vida estamos en el mar, en movimiento, dirigiéndonos hacia casa mientras nos abrimos paso por entre las olas con el barco, los compañeros y el temporal que nos han sido dados. Que un guía se acerque y nos ayude a discernir el camino es motivo de alegría.

Henri Nouwen, maestro marinero El padre Henri Nouwen fue un extraordinario navegante en los mares del camino interior. Conocí a Henri en 1983, en un momento tumultuoso de mi vida. Mi matrimonio se deshacía, y mi autoestima estaba por los suelos. Mientras cursaba los estudios de doctorado en psicología y educación en la Universidad de Harvard, tenía tres puestos de trabajo y me sentía inquieto y sin rumbo. Me encantaba lo que hacía, pero no tenía ninguna idea clara acerca de cuál era mi vocación. Algunos compañeros de doctorado me hablaron de un nuevo profesor de la Harvard Divinity School, un predicador que daba retiros, que escribía numerosos libros espirituales y que parecía poseer una especie de fuego espiritual y una cierta capacidad para inspirar a las personas a entrar en contacto con Dios. Cuando supe que Henri Nouwen iba a pronunciar una conferencia nocturna en la iglesia de San Pablo, en Harvard Square, decidí acudir. Al entrar en la cripta donde Henri iba a hablar, dudé sobre si debía proseguir mi andadura cristiana. Me habían educado en la fe luterana, y durante mis estudios en la Universidad de Dartmouth me había dedicado a la meditación taoísta y budista. Tras graduarme en 1969, los libros de Thomas Merton, el monje trapense que entendía las profundidades de la práctica contemplativa y que exploraba las conexiones entre las concepciones budista y cristiana de la realidad contemporánea, me guiaron en mi viaje espiritual. En 1975 me convertí al catolicismo e hice los votos como carmelita de la Tercera Orden, un seglar vinculado al monasterio de Peterborough, en New Hampshire. 145

Durante el tiempo que trabajé como granjero orgánico, acudí con regularidad a la celebración de la misa en el monasterio, y leí y oré con las obras de los místicos carmelitas españoles del siglo XVI, Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. Estaba convencido de que aquellas obras sintonizarían con la espiritualidad contemplativa y misericordiosa que había descubierto en el budismo y con el acento en la naturaleza que yo tanto valoraba del taoísmo. Empecé a apreciar un profundo manantial común de sabiduría viva que cubría la aparente distancia entre la «nada» de Juan de la Cruz en la cima del monte Carmelo y la enseñanza del «no yo» de Buda, entre el shunyata zen y la kenosis cristiana (Cristo que se vacía de sí mismo). A principios de los ochenta, seguía queriendo ser cristiano, pero mis cinco años de estudiante en Cambridge me habían puesto en contacto con algunos grandes maestros de la meditación budista, y no había encontrado una iglesia que me resultara apropiada. Aquella noche, en la iglesia de San Pablo, Henri Nouwen penetró en el centro de mi proceso de discernimiento, tomó una brújula invisible para el alma, que compartimos, y señaló el verdadero norte. «¿Cuál es tu deseo más profundo?», me preguntó, «¿Adónde te diriges?» Henri había encontrado su respuesta en Jesús; y mientras yo escuchaba sus emotivas palabras, de pronto vislumbré una apertura en la niebla de confusión que se había formado sobre mi corazón. Me resultó evidente que Jesús era el centro de la vida espiritual de Henri, y al instante tuve claro que yo deseaba la misma certeza sobre mi propio camino. Me di cuenta de que ansiaba volver a conectar con mis raíces cristianas. Cientos de personas habían acudido a la charla de Henri de aquella noche, y mientras este terminaba de responder preguntas y cesaban los aplausos, tuve la sospecha de que muchas personas iban a hacer cola para hablar con él. Sin pensarlo dos veces, me dirigí rápidamente hacia él y le pregunté si querría ser mi director espiritual. Henri pareció algo sorprendido, sonrió y me dijo: «No lo sé, pero comamos juntos un día en la Plaza y hablemos de ello». Sí que comimos juntos, y muchas más veces después de aquella. Y nos hicimos amigos íntimos. Con todo, nuestra amistad no fue fácil al principio. Resultó que ambos estábamos pasando por un intenso proceso de discernimiento. Henri era un sacerdote holandés con un doctorado en religión y en psicología obtenidos en su país de origen, y había estudiado psiquiatría y religión en el Instituto Menninger de Kansas. Cada año, su cardenal holandés prácticamente le daba permiso para hacer del mundo entero su parroquia y acudir adonde se sintiera llamado. Henri pasó la mayor parte de su vida en Norteamérica; pero cuando lo conocí, él no se sentía en casa cuando se encontraba en Harvard. De hecho, algunos años antes, Henri se había planteado abandonar la vida académica. A finales de los sesenta había sido profesor en la Universidad de Notre Dame, y en los setenta fue profesor titular de la Yale Divinity School (donde Michael Christensen fue uno de sus estudiantes). Aun así, Henri nunca se sintió cómodo como teólogo académico, de modo que renunció a su plaza en Yale para explorar la opción de ejercer su ministerio con los campesinos de Latinoamérica. Sin embargo, no tardó en

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darse cuenta de que extrañaba el estímulo intelectual y cultural de los Estados Unidos, por lo que finalmente aceptó un contrato a tiempo parcial en Harvard. Al contrario del trabajo de muchos profesores de Harvard, a Henri no le interesaba especialmente explorar teorías sobre Jesús y sobre Dios. Él no quería hablar de Dios; lo que quería era estar con Dios e introducir a los alumnos en lo que él sentía como la presencia ubicua y amorosa del Espíritu Santo que Jesús nos comunica. Henri buscaba puentes que llenaran el vacío entre el intelecto y el corazón, entre la educación teológica y la liturgia, entre el pensamiento y la devoción. Se inventó una asignatura nada propia de Harvard, llamada «La vida del Espíritu», y otra asignatura centrada en las enseñanzas místicas del Evangelio de Juan. Invitaba a los estudiantes a la misa de la mañana y comenzaba muchas de sus clases con un cántico contemplativo de Taizé. Estaba convencido de que, cualquiera que fuese el tipo de trabajo que buscaran los estudiantes de la escuela de teología, estos se beneficiarían profunda y duraderamente del hecho de cultivar un hábito de liturgia y oración diarias.

Buscar el verdadero norte Poco después de conocerlo, Henri me confesó que sentía pulsiones que tiraban de él en distintas direcciones. Quería vivir en comunidad, pero ya había probado la vida monástica y le había parecido una vida demasiado solitaria. Se sentía llamado a ser escritor y profesor, pero, a pesar de que el entorno académico motivaba estas vocaciones, no le proporcionaba una forma satisfactoria de ser pastor o de vivir en comunidad. ¿Cuál era su lugar? Esta pregunta le inquietaba, y la exploramos ampliamente a medida que nuestra amistad se intensificaba. Nuestros procesos de discernimiento individuales fueron parejos por algún tiempo. Mientras tanto, yo estaba a caballo entre el mundo del budismo y el del cristianismo. ¿Dónde podía encontrar una comunidad interesada en el diálogo budista-cristiano? ¿Cuánto tiempo debía dedicar a mi vida espiritual y qué prácticas –budistas o cristianas– debía adoptar? Además, a mediados de los ochenta me había separado de mi primera mujer y tenía la custodia compartida de nuestra hija, Christine. Tenía una relación con Margaret, a quien amaba, pero no sabía si podía arriesgarme a experimentar la vulnerabilidad en otro matrimonio. Cada día me planteaba si dirigirme al estribor de una vida monoparental o al babor de una vida en matrimonio. Si me decantaba por casarme de nuevo, ¿debía pedir la nulidad de mi primer matrimonio para estar en buenos términos con la Iglesia católica? Esta y otras cuestiones soplaban hacia mí como ráfagas de viento que empujan una embarcación de aquí para allá. Henri me escuchó atentamente y compartió conmigo su sabiduría. La orientación que me daba era normalmente de tipo espiritual. Me decía que, hiciera lo que hiciera, debía conocer mejor a Jesús a través de la oración y participar en más retiros.

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Los consejos que yo le daba a Henri eran a menudo psicológicos, porque, a pesar de su profundidad espiritual, se le notaba nervioso e impulsivo. Yo me preguntaba si el origen de su ansiedad se hallaría en su relación con su madre, que había fallecido pocos años antes, o de su relación incierta con su padre. También me preguntaba si el hecho de ser un sacerdote célibe y homosexual – orientación sexual que nunca reveló públicamente– era una fuente constante de ansiedad para él. Al fin y al cabo, Henri nunca había querido ser otra cosa que sacerdote católico, y su propia iglesia tildaba a los homosexuales de «desviados». Sus amigos católicos le animaban a «salir del armario», mientras que otros amigos le aconsejaban que mantuviera su orientación sexual en el ámbito privado. Henri siempre estaba tratando de discernir cómo actuar con respecto a esta cuestión tan importante, y nunca tomó ninguna determinación que lo apaciguara. Aunque quería dar testimonio de la validez de ser un hombre y un sacerdote homosexual, también quería centrar su ministerio en Jesús, no en la política sexual contemporánea. Estaba comprometido a caminar junto a Jesús en cualquier circunstancia –a predicar el evangelio y ayudar a la gente a encontrar significado en la vida de Jesús–, y temía que, de revelar públicamente su homosexualidad, las personas que le seguían desviaran inevitablemente la atención de la figura de Jesús, con lo que cambiaría el foco de su ministerio. Temía dejar de funcionar como sacerdote y que se viera comprometido su ministerio de proclamación de Jesús. Henri lidió con este dilema hasta el día de su muerte. Mi opinión sobre lo que él debía hacer variaba de una conversación a otra, porque entendía las dos vertientes de su dilema. Al final, Henri sostuvo con firmeza el timón de su barco Jesús en medio de unos vientos de costado temibles, y nunca reveló su orientación sexual en público. Aunque hubo momentos en los que deseé que hiciera pública su orientación sexual, también respetaba su absoluto compromiso para con el verdadero norte de su brújula interior. Mi papel era el de oyente empático. El norte de Henri se encontraba en Jesús y, pasara lo que pasara, él confiaba en que su Jesús lo llevaría a la presencia y paz eternas que él atisbaba en la eucaristía. Durante algún tiempo, ambos nos consideramos mentores el uno del otro. Yo, con mi reciente formación clínica, era su terapeuta, y él era mi director espiritual. Sin embargo, poco a poco, discernimos que este enfoque provocaba incomodidad y competitividad, de modo que al final optamos por no complicarnos y ser tan solo amigos. Henri era quince años mayor que yo; él era conocido, y yo no. Pero estas diferencias no parecían importar mucho: disfrutábamos y confiábamos el uno en el otro. En 1986, Henri encontró la comunidad que había estado buscando. En Harvard conoció a un conferenciante, Jean Vanier, que había organizado las comunidades de El Arca por todo el mundo, para personas discapacitadas. A través de Jean, Henri recibió una invitación para convertirse en pastor de una comunidad de El Arca llamada Daybreak, en Richmond Hill, Ontario.

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Más o menos por la misma época, Margaret y yo decidimos contraer matrimonio. Al principio, Henri se opuso a que nos casáramos, aduciendo que antes debía obtener la declaración de nulidad. Pero tras iniciar aquel proceso y descubrir que algunos de sus requisitos iban en contra de mi conciencia, decidí desistir de la solicitud. Poco a poco, a medida que Henri y yo seguimos hablando y él fue conociendo a Margaret, vio la gracia en nuestra relación y la sabiduría de nuestro matrimonio, aun cuando violara la doctrina de su iglesia. Asistió a nuestra boda y bendijo nuestro matrimonio en la celebración. A finales de los ochenta, Margaret fue ordenada sacerdotisa espiscopaliana. Invitó a Henri a predicar en el servicio, pero Henri rechazó la invitación, sabiendo que el cardenal de Boston probablemente no lo aprobaría. En lugar de pronunciar el sermón, después de la misa Henri se arrodilló en la sala de recepción y le pidió a Margaret una bendición. Ahí se dio otro movimiento de profundo discernimiento para Henri, en el que defendió el ministerio de mujeres ordenadas en la iglesia episcopaliana. Me pareció que durante los ochenta y los noventa el viaje de discernimiento de Henri serpenteaba en su recorrido hacia Jesús y lo que el amor incondicional de Jesús requiere, aun cuando su propia Iglesia avanzaba demasiado lentamente para captar el modo en que soplaba el viento del Espíritu. Entre tanto, yo asistía a servicios episcopalianos que se acercaban bastante a mis experiencias de la liturgia, tanto luteranas como católicas. Podía experimentar la presencia real en la eucaristía y, al mismo tiempo, forjar una nueva relación con la Iglesia católica. Durante algunos años, había confiado en la Iglesia como en el verdadero norte de mi brújula interior; pero cuando, por fin, admití que su percepción en temas como el papel de la mujer en la Iglesia, la anticoncepción, el crecimiento demográfico y la orientación sexual contradecían mi propio razonamiento moral, tuve que recalibrar mi brújula. De nuevo, Henri fue un amigo comprensivo y compasivo durante una época difícil de mi vida, igual que yo espero haberlo sido para él.

«Lo que de verdad importa es quién eres» Recuerdo haber hablado sobre el discernimiento con Henri en 1988, cuando terminé el doctorado en Harvard y trabajaba como psicoterapeuta. Para entonces, algunos de mis problemas espirituales ya se habían resuelto. Moldeado por la percepción, la sabiduría y la amistad de Henri durante los últimos cinco años, había decidido reafirmar mi identidad cristiana, aunque seguía asistiendo a retiros budistas. Pero me sentía inseguro e indeciso con respecto al siguiente paso que debía dar en mi carrera. ¿Era mejor que trabajara para una organización o que siguiera tratando a personas individualmente, como terapeuta? ¿Debía cumplir los requisitos del Estado para convertirme en un psicólogo clínico con licencia, o tratar de ordenarme sacerdote en la iglesia episcopaliana? La respuesta de Henri me sorprendió y me preocupó. No me acuerdo de los detalles de la conversación, pero fue más o menos así: 149

– Creo que es demasiado pronto para que te decidas por cualquiera de estas opciones –me dijo Henri. – ¿Demasiado pronto?– le pregunté yo, incrédulo–. ¡Tengo cuarenta años! –ya sentía yo el recurrente tirón de voces críticas dentro de mí: nunca seré lo suficientemente bueno. Henri no me respeta. Soy cristiano y terapeuta y aún no me conozco a mí mismo. Algo me pasa... – Has llegado muy lejos en tu vida –respondió Henri–, y no es nada malo. Se trata de un viaje. Eres inteligente y tienes un verdadero don que ofrecer, pero estás centrado en una carrera profesional, y esa no es la cuestión ahora. La cuestión de verdad es: ¿Cuál es el objetivo último de tu vida? Tienes un pie en el mundo seglar como terapeuta, y siempre has tenido una vida espiritual profunda y dinámica. Parece como si no fueras capaz de verte ni en un trabajo completamente seglar ni en un papel religioso concreto. Así que no creo que esto vaya a ser fácil. Seguramente tendrás que inventarte un papel para ti mismo, y ese papel solo puede brotar de un proceso disciplinado de discernimiento. Lo que de verdad importa es quién eres. Tienes que detenerte y preguntarte qué quieres ser realmente y qué es lo que va a hacerte feliz y va a ayudar a otros a serlo. Es necesario que dediques tiempo para orar sobre esto. Si seguimos a Jesús y confiamos en Jesús, tenemos que adaptar nuestros objetivos y reducir nuestra movilidad, en lugar de aumentarla. ¿Reducir mi movilidad? ¿No había hecho eso ya suficientemente? Confiaba en Henri como amigo y como mentor, pero me opuse a su consejo. Me había criado en el seno de una familia luterana de clase obrera al norte de Wisconsin, y había trabajado mucho, sin el apoyo económico de mis padres, para conseguir una educación de calidad en una universidad de prestigio. Tras mis años de estudiante en Dartmouth, había vivido en una comuna de objetores de conciencia en Berkeley y en la zona rural de Vermont, uniéndome al movimiento Back to the land, subsistiendo a base de trabajos esporádicos. Durante mi voluntariado en VISTA, había trabajado como gestor de comunidades en el interior de Kansas City, Missouri. Había dado clases en un instituto público de secundaria y, mientras estudiaba en Harvard, había tenido un contrato de prácticas para trabajar como psicólogo en una escuela para personas discapacitadas. La ambición me había empujado a las universidades de élite, pero también me atraía la idea de vivir al servicio de los demás. ¿Cómo podía integrar mi vida profesional de gran movilidad en medio de aquella movilidad tan reducida? Sentía la llamada cultural de los Estados Unidos hacia la ambición individual, el logro y el éxito reconocido públicamente. Muchos de mis amigos que habían imaginado una forma de vida nueva y más sostenible se habían cansado de ser pobres y se habían buscado acomodo en ámbitos tan respetables como la educación, la economía, el desarrollo organizativo y los negocios. A mí me preocupaba el bienestar de mi familia a largo plazo, y empezaba a preguntarme: ¿Qué hay de malo en esta movilidad, si eres una buena persona? Quizá 150

había llegado el momento de dejar huella. ¡Ahora o nunca! Sin embargo, ¿cómo se relacionaba mi ambición personal con el deseo de rendirme ante Dios y mis ansias de servir a los demás? Las dudas se habían apoderado de mí, y no encontraba la salida. Henri dijo: «Mira. Lo que haces es consecuencia de quién eres. Y eres un hijo amado de Dios. Tienes que escuchar la voz interior del amor. Esa voz te orientará. Como todos nosotros, te quedas parado cuando escuchas otras voces, sobre todo las de desconfianza en ti mismo. Si confías en tu identidad profunda como ser amado por Dios, tu decisión se aclarará. Dependerás menos de lo que los demás te digan que deberías desear. Te convertirás en alguien que ni tú ni la cultura americana esperáis». ¡Esta era una respuesta sin respuesta! Pero con el paso de los años comprendí la sabiduría de las palabras de Henri. Las preguntas que me planteó se abrieron paso dentro de mí. Detrás de todo lo que hago, ¿quién estoy siendo? ¿Quién soy? ¿A quién pertenezco? ¿Quién es mi gente, y cuál es mi comunidad? ¿Cuál es mi deseo más profundo, tanto para mi vida como para las vidas de mis seres queridos? ¿Qué voces interiores escucho? ¿Qué me hace feliz? A un nivel profundo, estas preguntas se encontraron con otras que emergían de mi práctica budista. En los retiros budistas, el maestro Zen nos aconsejaba investigar cuestiones sencillas, como «¿Quién es este que respira?», y respirarlas en silencio. Mientras pensamientos, preocupaciones, recuerdos y sentimientos fluían a través de nosotros, nos animaban a preguntarnos en silencio: «¿Qué es esto?» ¿Qué es este recuerdo recurrente, este temor, este ansia o este juicio personal? Estas preguntas nos desafiaban a superar la confusión frenética de nuestros pensamientos, recuerdos y deseos, y convertirla en una conciencia silenciosa e intuitiva. Este tipo de conocimiento personal en soledad parecía ser acorde con el consejo de Henri de detenerme y mirar con cuidado y profundidad a mi vida. Su recomendación de que «me hiciera amigo» de mis temores, preocupaciones y aversiones era algo que podía hacer en cualquier lugar y en cualquier momento, incluso en un retiro zen. Cuando le describí mi práctica dual de oración como cristiano zen, Henri me comprendió y me apoyó. Confiaba en mi sensación de que, de algún modo, en el vacío radical de la práctica zen se encontraba Cristo, no como objeto de mi conciencia ni como una voz interior real, sino más bien como una sensación de presencia ubicua y profunda. Me recordó algunas de las frases evocadoras de san Pablo: «[Y] ya no vivo yo, sino que el Mesías vive en mí» (Gal 2,20); «No yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15,10); «Tened los mismos sentimientos del Mesías Jesús» (Flp 2,5)... Henri me invitaba a creer que Jesús no era tan solo el Jesús de Nazaret histórico, sino también la presencia eterna de Cristo que permanece dentro de cada persona. En cierto modo, Cristo está en mi «yo» de cada día y en el verdadero fluir de ideas, sentimientos, recuerdos y sensaciones de cada momento. Mi mente racional era incapaz de comprender esto, pero yo tenía la sensación de que era cierto; la única forma de descubrir directamente la profunda presencia era la 151

práctica de la oración silenciosa y la soledad. Henri llamaba a la soledad «la caldera de la transformación», ese lugar oscuro del alma donde abandonamos toda distracción y nos limitamos a esperar, con fe y confianza, a aquel que dice amarnos. Un día, en un retiro zen en el monasterio Zen Mountain de Nueva York, atisbé algo acerca de lo que Henri y san Pablo hablaban. Al tercer día, después de bastante desasosiego y desesperanza, las compuertas de mi corazón se abrieron de par en par, y mientras las lágrimas caían sobre el cojín en que solía sentarme para meditar, sentí claramente que Cristo estaba sentado en el cojín que había a mi lado. «A Jesús no le asusta el budismo. Jesús no teme nada. Jesús es la encarnación de Dios, que comparte nuestra humanidad y quiere saberlo todo acerca de vivir una vida finita. Él es la personificación de la curiosidad y la creatividad. Está dentro de mí, y entre nosotros, trata de amar todo lo que soy y todo lo que somos cada uno de nosotros; y, al igual que mi maestro zen, quiere que reflexionemos profundamente y sin someter a juicio la pregunta de “¿qué es esto?”» Sentí la presencia de Henri. Recordé lo convencido que estaba él de que yo podía confiar en mí mismo. Las lágrimas brotaban de mis ojos como lluvia, como una amable lluvia de gracia. Henri me animó a entrar en la Facultad de Teología de los jesuitas en Weston en 1988. Aunque yo cada vez estaba más lejos del Vaticano, valoraba la concepción católica romana de la eucaristía y la tradición mística de la Iglesia. Durante mis estudios en Weston, traté de rescatar lo mejor de mi vida como católico, que se había convertido en un barco que se hundía. Formado en Harvard en psicoterapia y en la teoría de la relación de objetos, una propuesta de sanación fundamentada en la idea de que el yo individual se forma a partir de relaciones íntimas, escribí mi tesina de máster en Weston sobre la intersección de la teoría de la relación de objetos, la oración contemplativa cristiana y la meditación budista como camino hacia la sanación. Henri era uno de mis guías, y su voz era una de mis propias voces interiores; pero poco a poco yo construía mi propia teología y descubría mi propio camino espiritual. Me uní a la Sociedad de Estudios Cristiano-budistas, asistí a algunas de sus reuniones nacionales y me hice líder de práctica contemplativa en sus encuentros académicos. Más tarde, en el invierno de 1994, con la bendición de Henri, abrí Empty Bell, un espacio de retiro ubicado en una cochera restaurada junto al nuevo hogar de nuestra familia en Watertown, un barrio residencial de Boston. Fundé Empty Bell como un santuario para el diálogo cristiano-budista y para la práctica de la oración contemplativa, y se convirtió en el centro de mi ministerio. De vez en cuando, Henri pasaba unos días en casa e iba a Empty Bell a celebrar la misa. También acudió a varios diálogos interconfesionales que yo organicé en Empty Bell, en los que se reunían legos, monjes y monjas cristianos y budistas.

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Durante los diez años (1986-96) que Henri vivió y trabajó en Daybreak, nos visitamos y hablamos por teléfono bastante a menudo. A partir de que aprendí a tocar la flauta japonesa de bambú (shakuhachi), Henri me invitó en varias ocasiones a los retiros que organizaba. Entusiasmaba a la gente hablándoles de nuestro amor en Cristo, y luego yo me levantaba y tocaba una pieza zen contemplativa, poniendo énfasis en el silencio que se creaba entre las notas y sugiriendo que Dios está presente en el silencio que hay entre nuestros pensamientos. Henri añadía a menudo una enseñanza maestra sobre el valor del silencio y de la soledad, aunque yo sabía que a él muchas veces le inquietaba estar solo. A Henri no le interesaba el budismo tanto como a mí, pero le intrigaba mi misión y la apoyaba; me aseguraba que las prácticas contemplativas de Oriente y de Occidente tenían mucho que aprender la una de la otra. Cuando Henri hablaba de que la mente era «un árbol lleno de monos», un famoso dicho budista, yo sabía que se sentía atraído por Oriente. Su ministerio estaba totalmente centrado en el evangelio, mientras que el mío viraba entre la cultura zen y el cristianismo. Esta diferencia entre nosotros me ayudaba a conservar mi propia visión, en lugar de ceder por completo a la de Henri. Reconocer y aceptar las formas en que yo divergía de la Iglesia católica y del camino espiritual característico de Henri me recordaba el momento en que John Bullitt me había cedido el timón en alta mar tras un breve periodo de formación de guardiamarina: ahora estás solo, pero puedes confiar en que la presencia del mentor se ha convertido en una dimensión de tu propia conciencia de ti mismo. En el otoño de 1995, Henri pasó tres meses de su año sabático en nuestra casa de Watertown. Ocho meses después de que se fuera, la secretaria de Henri me llamó para informarme de la muerte de este, causada por un ataque al corazón en su casa de Holanda, adonde había ido a pasar unos días antes de partir hacia Rusia. Lleno de dolor, toqué el shakuhachi en su funeral, celebrado en una catedral ortodoxa de cerca de Toronto, así como en la misa que se celebró en su memoria en Nueva York. Algunos años después, entré a formar parte del comité de la Sociedad Henri Nouwen y conocí a Michael Christensen y a Rebecca Laird, así como a muchos otros amigos de distintas etapas de la vida de Henri. Con el tiempo, compilé dos antologías de sus escritos que se publicaron en las editoriales Orbis y Shambhala. A lo largo de nuestros dieciséis años de amistad, Henri y yo confiamos el uno en el otro y crecimos juntos en la fe. Nos influimos mutuamente, nos quisimos, no siempre estuvimos de acuerdo y tuvimos nuestras diferencias; debatimos acerca de todo, desde la teología y la oración mística hasta las ventajas de apuntarse a un centro de salud, y juntos construimos una relación única que jamás podría haber imaginado el día en que lo conocí. En este sentido, seguimos la convicción de Henri: el discernimiento no es solo una cuestión privada que se forje en soledad, sino también una llama viva que debe cuidarse en relación y en comunidad.

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Hoy sigo dirigiendo retiros centrados en la vida y las enseñanzas de Henri, el cual sigue siendo una presencia viva en mi día a día. Sigo saboreando su amistad y beneficiándome de nuestro discernimiento mutuo. Gracias, amigo.

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Index Portada Créditos Agradecimientos Preámbulo: De qué trata este libro Prólogo: La forma de discernir de Henri Introducción: Luz en medio de la oscuridad Primera Parte: ¿QUÉ ES EL DISCERNIMIENTO? Capítulo 1. Acoge la práctica en soledad y en comunidad Capítulo 2. Distingue entre los espíritus de verdad y de falsedad

Segunda Parte: DISCERNIR LA GUÍA EN LOS LIBROS, EN LA NATURALEZA, LAS PERSONAS Y LOS ACONTECIMIENTOS Capítulo 3. Capítulo 4. Capítulo 5. Capítulo 6.

Lee la manera de proceder Lee el libro de la naturaleza Presta atención a las personas con las que te tropiezas Discierne los signos de los tiempos

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Tercera Parte: DISCERNIR LA VOCACIÓN, LA PRESENCIA, LA 82 IDENTIDAD Y EL TIEMPO Capítulo 7. Pon a prueba la llamada: discernir la vocación Capítulo 8. Abre el corazón: discernir la presencia divina Capítulo 9. Recuerda quién eres: discernir la identidad Capítulo 10. Conoce el momento: cuándo actuar, cuándo esperar, cuándo dejarse guiar

Epílogo: Discernir la totalidad escondida Apéndice A: Bebemos de nuestros propios pozos. Discernimiento y liberación Apéndice B: Henri Nouwen y la escucha de un latido más profundo Apéndice C: Amistad espiritual y discernimiento mutuo

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