El Dios Que No Me Enseñaron de Dwight K. Nelson

March 12, 2017 | Author: José María Arrieta | Category: N/A
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Teología...

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Índice Creditos Dedicatoria Agradecimientos 1. Un Dios a quien amar 2. Dios: ¿Padre o tirano? 3. Un Dios de relaciones 4. Mentiras y verdades respecto a Dios 5. ¡Si te apuntan, huye! 6. El verdugo 7. El ayatolá y Dios 8. ¿Por qué Dios no puede dormir por las noches? 9. «No te preocupes, ¡sé feliz!»

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Título de la obra original en inglés: Outrageous Grace © 1998 by Pacific Press® Publishing Association, Boise, Idaho, USA. All rights reserved. Spanish language edition published with permission of the copyright owner. EL DIOS QUE NO ME ENSEÑARON es una coproducción de Asociación Publicadora Interamericana 2905 NW 87 Ave. Doral, Florida 33172 EE.UU. tel. 305 599 0037 – fax 305 599 8999 [email protected] – www.iadpa.org Presidente: Pablo Perla Vicepresidente Editorial: Francesc X. Gelabert Vicepresidente de Producción: Daniel Medina Vicepresidenta de Atención al Cliente: Ana L. Rodríguez Vicepresidenta de Finanzas: Elizabeth Christian Traducción M arcos Passegi Edición del texto Edward Araújo M ónica Díaz Diseño y portada Kathy Polanco Diagramación Jaime Gori Conversión a libro electrónico Daniel M edina Goff Copyright © 2012 de la edición en español Asociación Publicadora Interamericana Está prohibida y penada, por las leyes internacionales de protección de la propiedad intelectual, la traducción y la reproducción total o parcial de esta obra (texto, ilustraciones, diagramación), su tratamiento informático y su transmisión, ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia, en audio o por cualquier otro medio, sin el permiso previo y por escrito de los editores. En esta obra las citas bíblicas han sido tomadas de la versión Reina-Valera, revisión de 1995: RV95 © Sociedades Bíblicas Unidas. También se ha usado la revisión de 1960: RV60 © Sociedades Bíblicas Unidas, la versión popular Dios Habla Hoy: DHH © Sociedades Bíblicas Unidas, la Traducción en Lenguaje Actual: TLA © Sociedades Bíblicas Unidas, la Biblia de las Américas: BLA © The Lockman Foundation, la Nueva Versión Internacional: NVI © Sociedad Bíblica Internacional. En todos los casos se ha unificado la ortografía y el uso de los nombres propios de acuerdo con la RV95. Las citas de los obras de Elena G. White han sido tomadas de las ediciones renovadas de GEM A / APIA, que hasta la fecha son: Patriarcas y profetas, Profetas y reyes, El Deseado de todas las gentes, Los hechos de los apóstoles, El conflicto de los siglos, El camino a Cristo, Así dijo Jesús (El discurso maestro de Jesucristo), Testimonios para la iglesia (9 tomos), La

educación, Eventos de los últimos días, Hijas de Dios, Mensajes para los jóvenes, Mente, carácter y personalidad (2 tomos), La oración, Consejos sobre la obra de la Escuela Sabática, Consejos sobre alimentación (Consejos sobre el régimen alimenticio), El hogar cristiano, Conducción del niño, Fe y obras, Ministerio de curación. El resto de las obras se citan de las ediciones clásicas de la Biblioteca del Hogar Cristiano. ISBN 13: 978-1-61161-017-8 ISBN 13: 978-1-61161-136-6 (epub ) ISBN 13: 978-1-61161-137-3 (mobi ) Impresión y encuadernación Corporación en S ervicios Integrales de Asesoría Profesional, S .A. de C.V. Impreso en M éxico Printed in M exico a 1 edición: junio 2012 a 1 edición en libro digital: diciembre 2012 Procedencia de las imágenes: ©123RF, ©Thinkstock

Dedicatoria A Kirk y a Kristin.

Agradecimientos

En su libro Gracia divina vs. condena humana, Philip Yancey dice que leer una lista de nombres en la página de agradecimientos de un libro es algo así como oír los discursos de aceptación en la entrega de los Óscar, donde los actores y las actrices agradecen a todo el mundo, desde sus maestros de preescolar hasta sus profesores de piano de tercer grado. Bueno, cuando estaba en tercer grado, mi profesora de piano era mi madre y, por supuesto, estoy muy agradecido a ella, ¡y también a mi padre! Sin embargo, quiero reconocer que este libro es el resultado de un largo viaje compartido con jóvenes y ancianos a los cuales, durante muchos años, he tenido el privilegio de llamar mi familia y mi hogar, ¡lo que de por sí ya es un regalo maravilloso! Fue en la iglesia Pioneer Memorial de la Universidad Andrews donde se dibujó el contenido de este libro por primera vez en el lienzo de nuestras reuniones de adoración, compartidas semana tras semana. El pastor cuya iglesia es un lugar de diálogo prolífico y estudio concienzudo de Dios, ha recibido una gran bendición. ¡Me siento muy agradecido por ello!

El bosquejo de un sermón es una cosa, pero el manuscrito de un libro es otra bien distinta. Por eso quiero dar las gracias a Ken Wade, cuya capacidad profesional como editor le permitió andar la segunda milla, dado que él no solo leyó todas mis notas, sino que escuchó todas las grabaciones de estos sermones. Finalmente, deseo reconocer con gratitud al Señor por haberme dado a mi esposa Karen y a mis dos maravillosos hijos, uno que pertenece a la «Generación X» y la otra que le sigue de cerca. Es a partir del viaje compartido con ellos como voy aprendiendo —en ocasiones con lentitud y de manera entrecortada— la verdad sobre el carácter de amor irrenunciable y gracia maravillosa de nuestro Padre celestial. Supongo que desde el principio de nuestro mundo formó parte del plan divino que los niños fueran la ventana a través de la cual dirigimos nuestra mirada hacia el corazón del Padre celestial. Por esta razón les dedico este libro sobre nuestro Padre. DWIGHT K. NELSON

Capítulo 1

Un Dios a quien amar

¿

Qué puede hacer uno cuando nadie le cree? Lo único que quería el pobre

Wade Miller era un par de entradas para un partido de voleibol de los Juegos Olímpicos. Pero cuando llamó por teléfono a la oficina de venta de entradas de Atlanta, le sucedió algo insólito. Al dar su dirección de Santa Fe, Nuevo México, la agente de ventas lo dejó en espera. Cuando retomó la llamada le anunció que no podía vender entradas a nadie que viviera fuera de los Estados Unidos. —¡Pero cómo que fuera de los Estados Unidos! ¡Si estoy llamando desde Nuevo México! —Lo siento, señor. Tendrá que ponerse en contacto con el Comité Olímpico de México. —¡Pero yo no vivo en México, sino en Nuevo México! —Lo lamento, pero tendrá que llamar al Comité Olímpico de su país. Durante los siguientes treinta minutos, Wade Miller continuó en la línea, intentando demostrarle a la agente que Nuevo México estaba en los Estados Unidos. Pero nada parecía suficiente para convencerla. Miller siguió

insistiendo: «¿Ha oído usted hablar de Los Álamos, donde se han realizado pruebas nucleares? Está justo al lado de Arizona y debajo de Colorado, junto a Texas y Oklahoma; pues hay un estado de los Estados Unidos que se llama Nuevo México. ¿Y Albuquerque? ¿No le suena ese nombre? Pues es una gran ciudad de Nuevo México». No hubo éxito. La supervisora tomó el teléfono y le dijo a Miller: «Señor, no importa si está usted en Nuevo México o en “Antiguo México”. Tiene que pedir sus entradas al Comité Olímpico de su país». Únicamente cuando Miller les dio una dirección de Phoenix, Arizona, las agentes aceptaron venderle las entradas. ¿Qué hacer cuando nadie te cree? ¿Qué haríamos nosotros si estuviéramos en el lugar de Dios y, aun así, nadie nos creyera? ¿Qué tiene que hacer Dios en esas circunstancias? Porque aun cuando la gente cree, muchos, es decir, muchos de nosotros, seguimos creyendo una mentira. Seamos sinceros: la mayor parte de la humanidad es víctima de una gran mentira. Yo mismo la he aceptado más de una vez. Se trata de una mentira de dimensiones tan cósmicas que sus consecuencias, también cósmicas, han afectado a todos los seres humanos. «¿A qué mentira se estará refiriendo?», seguramente te estarás preguntando. Pues a la mentira que vio la luz en aquella gloriosa mañana primigenia cuando, a semejanza de muchos destellos de oro puro, la luz del sol atravesó las parcelas esmeralda de un huerto hermoso como ninguno. El rocío matinal aún se aferraba a las ramas cargadas de frutos. El huerto parecía una generosa fuente de resplandecientes diamantes. Eva iba caminando por el jardín y se acercó al árbol. Entonces oyó la voz: «Hey, acá arriba», oyó susurrar. La mujer levantó lentamente la vista hacia el verde follaje, y siguió buscando y buscando con la mirada. Finalmente, los ojos de ambos se encontraron. Eran los ojos de la primera mujer y los de la primera serpiente. La serpiente estaba enroscada y resplandecía. En aquel momento no era sino un instrumento en manos del ángel rebelde. Eva y Lucifer, juntos en un árbol del huerto del Edén. Fue allí cuando la gran mentira se pronunció por primera vez. «¿Conque Dios os ha dicho: “No comáis de ningún árbol del huerto”?» (Gén. 3: 1). La artera expresión, aparentemente inocente, de la serpiente no era más que la carta de presentación del ingenioso aunque insustancial modus operandi que le ha funcionado desde el mismo principio, a saber: limítate a hacer que tu víctima se decida a dialogar contigo, introduce el

debate, haz que te responda. Funcionó en el caso de Eva y, desde entonces, le ha funcionado también con todos nosotros. En efecto, entrar en diálogo con el diablo o en discusión con la serpiente es el camino más seguro para salir derrotado. Querido amigo, querida amiga, cuando oigas ese «Hey, tú», ni siquiera te detengas a responder. Sabemos que Eva respondió, porque el diablo, astutamente, la entrampó en una discusión. Pero, ¿les había dicho Dios realmente a Adán y a Eva que no podían comer de ninguno de los árboles del huerto? ¡Por supuesto que no! De hecho, Dios les había dicho exactamente lo contrario: que podían comer de todos los árboles del huerto, excepto de uno. Dios es amor, y nunca forzaría a sus hijos a amarlo. Precisamente por esa razón colocó el árbol del conocimiento del bien y del mal en medio del huerto. Aquel árbol era el lugar al cual podían ir Adán y Eva si escogían rechazar el amor de Dios y aceptar la mentira de Lucifer. «Pero, por favor, manténganse alejados de ese árbol, porque lo único que puede ofrecerles es la muerte», les había dicho Dios. No existe ningún tipo de amor (divino, humano, ni de ninguna otra clase) que pueda ser llamado realmente amor si no ofrece la posibilidad de que el objeto de ese amor lo rechace. De ahí que Dios les diera la libertad de elegir. Por dicha razón puso el árbol de la vida en medio del huerto, como también el árbol del conocimiento del bien y del mal. No obstante, Lucifer, que había tomado el aspecto de una hermosa serpiente, sacó partido de nuestro libre albedrío presentando a Dios bajo la imagen de un ser arrogante y egoísta: «Lo que pasa es que Dios no quiere que ustedes disfruten de lo bueno», insinuaba implícitamente la engañosa pregunta. —No es exactamente así —respondió Eva—. Podemos comer de todos los árboles del huerto. Dios solo nos ha prohibido comer de este. —¡Patrañas! —le contestó, siseando, la serpiente—. Lo que sucede es que a Dios le da miedo que si ustedes comen de ese fruto, lleguen a ser como él. ¡Pero mírame a mí! Yo he comido del fruto, y puedo hablar, a pesar de que las serpientes no hablan. Si ustedes también lo prueban, llegarán a ser como el propio Dios (ver Gen. 3: 2-5). La insinuación era magistral: «¿Cómo es posible amar a alguien tan cruel que deja más allá de su alcance algo tan bueno? Y si ustedes no pueden amarlo, ¿cómo podrán entonces confiar en él? Y si no pueden confiar en él, entonces debe de ser alguien a quien hay que tenerle miedo».

He ahí la mentira que aún hoy se sigue repitiendo; la mentira que pronunció la lengua viperina de la serpiente en manos del engañador. Una mentira descarada que ha sido reproducida miles de millones de veces a lo largo de la historia de la humanidad. Esta es la mentira: Dios es un ser a quien hay que tenerle miedo.

¿Hay que tenerle miedo a Dios? Aquella mentira, que había comenzado con una pregunta, funcionó a las mil maravillas, como un hipnótico hechizo. Adán y Eva se creyeron a pies juntillas las palabras del enemigo. En el relato de Génesis 3 vemos que ocurre algo inolvidable y desgarrador. Dios se acerca al huerto para su acostumbrada caminata vespertina con las dos criaturas que más ama en este planeta. Sin embargo, no los puede hallar por ninguna parte. En la penumbra de la tarde, el Creador los llama: «¿Dónde están ustedes?». Pero nadie le responde. «¡Qué extraño! ¿A dónde se habrán ido?» Entonces Dios se da cuenta de que un arbusto se está moviendo, lo cual le resulta un tanto extraño, pues él no ha creado arbustos con la capacidad de moverse por su cuenta. En ese momento el Señor llama a Adán, que está ahí con Eva,

ambos escondidos tras los arbustos. Temblando de miedo, la pareja sale a la luz, y es Adán el que decide hablar primero: «Oí tu voz en el huerto y tuve miedo» (Gén. 3: 10). He ahí la desvergonzada mentira de Lucifer: Dios es un ser a quien hay que tenerle miedo; la mentira con la que Adán y Eva fueron engañados, y por la que sigue siendo engañada toda la especie humana desde aquel fatídico día. Detente un momento a pensar en ello. Esa mentira forma parte de todas las grandes religiones del mundo. Yo nací en Japón y me crié en Asia; he visto la manera en que esa mentira es llevada a la práctica por medio de ceremonias budistas, hinduistas y sintoístas basadas en el temor. En lo más profundo de las facciones inmóviles de los adoradores, se encuentra grabado a fuego un temor sobrenatural que inspira esos movimientos meticulosos de adoración, que surgen del desesperado anhelo humano de aplacar a Dios, un ser airado y vengativo. Las instrucciones siempre son las mismas en todo el mundo: lea el Libro —todas las religiones tienen uno–, siga las instrucciones que presenta, obedezca sus exigencias y no pierda la esperanza de estar finalmente entre los salvados. Como un mantra, las instrucciones son repetidas una y otra vez hasta el cansancio: lea el Libro, siga las instrucciones y no pierda la esperanza de estar finalmente entre los salvados. «Dios es un ser al que hay que tenerle miedo». Esta mentira también ha impregnado el islamismo y el judaísmo. Y es triste decirlo, pero también se ha introducido en una gran parte de la cristiandad, ya que el padre de toda mentira, el padre de todo temor, el primer engañador, Satanás, no se ha detenido siquiera ante la Biblia, y la ha hecho lucir como una película de miedo ante los ojos de muchos seres humanos. Conozco gente que ha estudiado detenidamente la Biblia y ha analizado todas las ocasiones en que Dios castigó a seres humanos, como si con eso pudieran retratar a Dios de una forma más precisa. Algunos afirman que hay más de sesenta textos en la Biblia donde se presenta a Dios castigando o matando a gente. Con diabólico regocijo, Satanás ha adulterado el registro del amor de Dios y lo ha transformado en un testimonio de miedo. Y con infernal astucia continúa susurrando la gran mentira: Dios es un ser al que hay que tenerle miedo. «Te lo dije —afirma en tono de mofa—. Más te vale que le tengas miedo, porque si lo haces enojar, ya verás la que te espera». Así es como los seres humanos, de todas las culturas y religiones, han aprendido a tener miedo a Dios, a huir de él, a aplacarlo con la esperanza

de que no los azote con el fuego de su ira, el sufrimiento o la tragedia. Y todo esto, porque han creído la gran mentira.

El castigo y el amor Los que dicen que la Biblia describe a Dios como un ser a quien hay que tenerle miedo, están pasando por alto una realidad crucial, una pieza fundamental en el mosaico que conforma el retrato de Dios. Me refiero a un texto irrefutable que contiene una verdad que echa por tierra la mentira y desenmascara el engaño satánico. Ese versículo se encuentra en el capítulo 12 de la Epístola a los Hebreos, que es el capítulo que sigue al conocido como «El salón de la fama de la fe». En Hebreos 11 se hace un repaso de la historia de los siervos de Dios, y el capítulo 12 extrae algunas lecciones de ese relato. Es aquí donde encontramos la lección fundamental que no debemos ignorar: «Habéis ya olvidado [oh sí, qué fácil es que olvidemos] la exhortación que como a hijos se os dirige, diciendo: “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor ni desmayes cuando eres reprendido por él, porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo”» (Heb. 12: 5-6). Hemos leído de manera equivocada el Antiguo Testamento, porque nos hemos apoyado en una mentira a la hora de interpretar la verdad. El punto es que hemos ignorado la siguiente realidad sumamente importante: ¡Los relatos que presentan a Dios castigando a los seres humanos son relatos que manifiestan el amor de Dios! Supongo que casi todos los padres entendemos bien esa verdad. Karen y yo hemos sido bendecidos con dos hijos maravillosos: Kirk y Kristin. Cuando nuestros hijos eran pequeños, yo tenía que explicarles lo peligrosa que era la avenida que pasaba delante de nuestra casa. Me agachaba para estar a la altura de ellos, a fin de indicarles con detenimiento las razones por las cuales mi esposa y yo habíamos decidido que no fueran más allá de donde les habíamos permitido caminar y jugar. «Papá y mamá no quieren que salgan a la calle, por favor. Porque un auto podría doblar la esquina y atropellarlos. ¿De acuerdo?». Imaginemos que unos minutos después echo un vistazo por la ventana y veo a Kirk jugando en medio de la calle prohibida. ¿Qué tiene que hacer un padre en una situación como esa? Por supuesto, como padre, no me queda de otra que cruzar corriendo el jardín hasta el lugar donde está mi hijo, tomarlo de la mano, regresar al jardín con él, volver a ponerme a su nivel y, con amor, explicarle nuevamente las razones por las que no debe salir a jugar a la calle.

Ahora bien, si yo miro por la ventana pocos minutos después y veo que mi hijo está nuevamente jugando en la avenida, ¿qué haría en ese caso? La misma rutina anterior, solo que esta vez me mostraría más vehemente, y el final de la situación sería un poco distinto. Debido a que amo a mi hijo y quiero protegerlo del peligro y de la muerte, estoy decidido a dejar una impresión de ese amor en él al permitir que una parte de su anatomía, conocida como «músculo glúteo mayor», sufra cierto enrojecimiento que permita que esa verdad quede grabada en otra parte de su anatomía, a saber, en su mente. ¿Me entiendes ahora? «Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor […], porque el Señor al que ama, disciplina» (Heb. 12: 5-6). Todo padre sabe bien que si realmente ama a su hijo, tiene que hacer de la disciplina y el castigo una parte integral de la demostración de ese amor que busca su bienestar. Un escritor describe la metodología divina en algunos de los relatos del Antiguo Testamento como el «método de rescate de incendios» de Dios. Cuando un edificio está en llamas, todo bombero sabe bien que no dispone de tiempo para ponerse a conversar o razonar con las víctimas atrapadas en ese infierno sobre los métodos de rescate que espera aplicar. Cuando del edificio suben grandes columnas de humo y fuego, solo existe una opción de trato con las víctimas: tomarlas y llevarlas a un lugar seguro inmediatamente. Si están gritando de pánico, se requieren acciones aún más drásticas: taparles la boca con la mano, levantarlas con el brazo por las piernas aunque pataleen, y llevarlas hasta un lugar donde estén a salvo de la catástrofe. Más adelante, ya habrá tiempo suficiente para darles explicaciones. Actúa ahora, y deja las explicaciones para después. Precisamente eso fue lo que hizo el Señor a lo largo de todo el Antiguo Testamento. En muchas ocasiones tuvo que tomar a la gente y llevarla hasta un lugar seguro, por más que ellos patalearan y gritaran en el proceso. En esos momentos Dios también tuvo que decir: «Te lo explicaré después».Y cuando lo explicó, fue la aclaración más gloriosa que el universo haya podido escuchar alguna vez.

La explicación divina Una buena pista sobre la explicación divina es la que se esconde tras el relato milagroso del nacimiento de Juan el Bautista. El anciano Zacarías era sacerdote, y como tal le tocaba un turno para cumplir con los deberes del templo. Mientras oficiaba en el santuario del Señor en Jerusalén, un ángel resplandeciente se presentó ante su atónita mirada, y le hizo el increíble

anuncio de que él y su esposa Elisabet iban a tener un hijo. «Pero eso es imposible —respondió al instante el veterano sacerdote—. ¿No sabes acaso que somos ancianos?». Fue entonces cuando al incrédulo Zacarías se le dio una señal sobrenatural: «Por cuanto no creíste mis palabras […], quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que esto suceda» (Luc. 1: 20). En aquel tiempo su esposa quedó embarazada, y disfrutaría de nueve meses de paz y tranquilidad hasta que naciera el niño del milagro y se desatara por intervención divina la lengua de Zacarías. Cuando pudo hablar nuevamente, entonó un cántico de alabanza, un himno que se refiere al Mesías. En un fragmento de ese cántico expresa la esperanza de Israel: «[Nuestro Dios] nos permitiría vivir sin temor alguno, libres de nuestros enemigos, para servirle [al Mesías que pronto habría de venir]» (Luc. 1: 73, 74, DHH). Ahí está la explicación gloriosa que el Señor prometió a lo largo de los siglos. El Salvador vendría y, cuando eso ocurriera, lo adoraríamos libres de temor. Jesús, el Salvador, vendría a contarnos la verdad acerca de Dios, a exponer a la vista de todos la gran mentira, y revelar a la humanidad y al universo entero que la idea propagada por el padre de la mentira no era más que eso, una mentira. Dios no es un ser al que hay que temer. No tenemos por qué tenerle miedo. Finalmente, nació el Mesías, el Salvador del mundo, Jesús de Nazaret, otro bebé milagroso, que sería llamado Emanuel, «Dios con nosotros». Y cuando el Niño de Belén creció y llegó a ser el Hombre de Galilea, una y otra vez se dedicó a repetir: «Si me conocierais, también a mi Padre conoceríais […]. El que me ha visto a mí ha visto al Padre […]. Yo soy en el Padre, y el Padre en mí» (Juan 14: 7, 9, 11). «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar […]. Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mat. 11: 28, 29). «Al que a mí viene, no lo echo fuera» (Juan 6: 37). En cierta ocasión, una desahuciada prostituta llegó hasta Jesús. Pero no fue por su propia cuenta, sino que fue arrojada por los escribas y fariseos a los pies del Salvador. El relato nos muestra lo que sucede cuando nos acercamos al Señor. La habían encontrado en el acto mismo de adulterio. Los dirigentes eclesiásticos habían buscado la trampa perfecta con la cual hundir de una vez por todas al joven Maestro de Nazaret. Así que aquella mañana, allí en el templo, arrojaron a la desaliñada mujer a los pies de Jesús, y ante la asombrada multitud los escribas y fariseos exigieron a viva

voz que él les dijera qué recomendaba como castigo. Después de todo, la ley de Moisés ordenaba que una mujer adúltera tenía que ser apedreada hasta morir. En realidad, aquella era una verdad a medias, dado que la ley prescribía la misma sentencia para ambas partes que habían cometido adulterio. Con una actitud de suficiencia propia, los religiosos esperaron la respuesta del Maestro. Si hubiera dicho: «No la apedreen», los ancianos se hubieran vuelto hacia la multitud y hubieran exclamado: «¿No les dijimos que no respeta la ley?». Por otro lado, si Jesús decía: «Apedréenla», entonces los enemigos del Maestro saldrían corriendo a informar al gobernador romano de que había un hombre que asumía la prerrogativa que solo le correspondía a Roma de administrar la pena capital a un condenado. Jesús se encontraba en una situación muy difícil: sería acusado tanto si decía que sí, como si decía que no. Era la trampa perfecta. Jesús no respondió, sino que «inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo» (Juan 8: 6). Una bien conocida tradición afirma que lo que Jesús escribió en el polvo eran los pecados ocultos de quienes estaban acusando a la mujer. ¡Qué retrato de Dios! Únicamente en dos ocasiones las Escrituras lo muestran escribiendo con su propio dedo. En la primera escribió los Diez Mandamientos en dos tablas de piedra, y en la segunda escribió los pecados de aquellos dirigentes judíos en el suelo del templo. Escribió los mandamientos sobre la piedra para que ni siquiera el tiempo pudiera borrar la verdad de sus santos preceptos. Pero escribió los pecados privados de los hombres sobre el polvo, para que una ligera brisa pudiera borrar su registro. Jesús, el Juez de todos, no quería avergonzar ni siquiera a sus enemigos. ¡Qué amor! ¡Qué Dios! Cuando terminó de escribir, Jesús se puso nuevamente de pie y, sin estridencia alguna, dijo: «El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (vers. 7). Cuenta el relato que uno a uno comenzaron a desaparecer, y sus airadas acusaciones fueron silenciadas. Cuando la mujer levantó la mirada, sus ojos descubrieron que Jesús contemplaba su rostro anegado por las lágrimas y el maquillaje corrido. Entonces el Maestro le preguntó: «Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?» (Juan 8: 10). Ella sacudió la cabeza y, titubeante, respondió: «Ninguno, Señor». Todos sus acusadores habían desaparecido. Jesús, el Dios encarnado, el Juez de toda la tierra, le dijo: «Ni yo te condeno; vete y no peques más» (vers. 11). Lo que Jesús demostró aquella mañana, según el relato de Juan, es

exactamente lo mismo que enseñó a la luz de la luna en el capítulo 3 de Juan. Esta pieza tiene que estar incluida en el retrato de Dios que, pieza a pieza, iremos elaborando juntos. ¡Cuánto apreciamos y estimamos el tan conocido versículo de Juan 3: 16: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna»! Pero también tenemos que resaltar el versículo que le sigue: «Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él» (vers. 17).

Un ser al que no hay que tenerle miedo «No lo han entendido bien —dice el Hijo de Dios—. Lo que ustedes creen sobre mi Padre es fruto de una mentira. Mi Padre no es un ser al que hay que tenerle miedo, y yo no he venido a condenarlos, sino a darles mi amor y mi salvación para demostrarles que no deben tener miedo a Dios». Por más que muchos no quieran saber nada de él, por más que en último término muchos decidan darle la espalda, marcharse lejos o huir, aun en esas circunstancias, Dios no deja de extenderles su gracia y manifestarles su amor. Esta impresionante verdad salió a la luz en toda su maravillosa gloria durante el ministerio de nuestro Señor Jesucristo. Las flamígeras antorchas cabeceaban en la oscuridad, atravesando cruelmente la negrura de una nueva noche de Pascua. Como si de un enjambre de luciérnagas se tratara, las antorchas iban subiendo, apresuradas, por el zigzagueante sendero rocoso que llevaba al jardín de la colina. Toscas voces rompieron el silencio de la noche que, momentos antes, había servido para ocultar el llanto del Dios encarnado, que lamentaba con lágrimas de sangre las trágicas consecuencias del pecado. Pero para ese momento, las lágrimas de Jesús ya se habían secado. Y allí permaneció, solo en la oscuridad, listo para encontrarse con el traidor. No sé si has sido traicionado alguna vez por alguien muy cercano a ti, alguien a quien querías y en quien confiabas sin reservas. Si has pasado por una experiencia como esta, te pido que recuerdes el dolor que sentiste. Piensa en ese dolor punzante e intenso que va subiendo desde el estómago hasta la garganta; ese dolor que no te abandona por más que llores; ese dolor que no desaparece. Jesús se encontraba en el jardín del Getsemaní, en plena noche, cuando contempló el inquietante rostro del traidor bajo la tenue luz de la antorcha.

Al mirar a Judas, que estaba a punto de entregarlo, ¿qué crees que pasó por la mente del Señor? Jesús conocía lo que escondía el corazón de aquel discípulo desde el mismo momento en que había puesto sus habilidades al servicio del naciente grupo. ¿Acaso crees que Jesús no sabía quién era el que robaba los escasos fondos que los discípulos tenían en común? Por supuesto, el Maestro sabía muy bien que Judas había estado robando, pero Jesús jamás lo avergonzó en público. En cierta ocasión, relató una parábola que puso en clara evidencia la culpabilidad de Judas, pero nadie sino el discípulo reconoció la enseñanza velada. Jesús conocía muy bien a Judas, pero el amor divino seguía abogando por llegar a su corazón culpable. En efecto, unas horas antes, aquella misma noche, el Salvador se había inclinado a lavar los pies del que lo traicionaría. Pero Judas había ejercido su derecho inalienable a decirle que «no» a Dios. Y así fue. Ahora era de noche. Una noche sumamente oscura. Jesús estaba allí de pie, justo en el momento en que el discípulo de duro corazón —tan duro que ni siquiera respondió al amor más grande que mostró el universo— salió de las sombras y caminó hacia él. Con los brazos extendidos, como simulando afecto, Judas le dio un ruidoso beso en la mejilla. En aquel momento, rodeado por los brazos del traidor, ¿qué palabras crees que le dirigió el Maestro? ¿Tal vez «tú, corrupto, perdido y condenado pecador, ¡apártate de mí!»? ¿Habrá sido esa la respuesta del Salvador del mundo? ¡Oh, no! Jesús usó otra palabra para referirse a aquel que lo estaba traicionando. Le dijo «amigo». Lee por ti mismo la pasmosa evidencia que se registra en Mateo 26: 50: «Amigo, haz lo que viniste a hacer» (BLA). ¿Puedes creerlo? Dios miró a los ojos del que lo estaba traicionando y lo llamó «amigo». Por favor, recuerda siempre esa imagen de Dios, porque vale muchísimo más que diez mil palabras y miles de libros. Cuando Jesús llamó amigo a Judas, la verdad finalmente salió a la luz: Dios no es un ser al que hay que tenerle miedo; ¡es un ser del cual tenemos que hacernos amigos! Aquella misma noche, momentos más tarde, Pedro descubrió la misma verdad después de haber pronunciado las obscenidades más terribles que había aprendido en sus años de pescador, y de cortar el aire frío de la noche con sus palabrotas: «¡No he visto a ese [pi-pi-pi-pi-pi-pip] hombre en mi [pi-pi-pi-pip] vida!». Nadie debía confundirlo con un seguidor y amigo del condenado Jesús de Nazaret. Pero apenas habían salido de su boca aquellos improperios cuando se escuchó el canto del gallo que

anunciaba el amanecer y, al instante, Pedro recordó la predicción de Cristo, que le había asegurado que lo negaría tres veces. Se dio vuelta tímidamente para ver si Jesús había escuchado sus palabras. Lucas describe ese instante desgarrador: «En ese mismo momento […] el Señor se volvió y miró a Pedro» (Luc. 22: 60, 61, DHH). Y la mirada de Jesús le susurró a Pedro lo que el Maestro le había dicho antes a Judas: «Amigo». Jesús utilizó la palabra «amigo» para dirigirse a Judas. Pero como Judas se había criado creyendo esa mentira según la cual Dios es un ser a quien hay que tenerle miedo, salió de allí y se quitó la vida. Pedro la escuchó, pero como él había aprendido a no tenerle miedo a Dios sino a verlo como un amigo, no se quitó la vida. Salió de allí con el corazón quebrantado, y encontró la vida. Si Judas hubiera creído esa misma verdad, habría encontrado el mismo perdón que halló Pedro. A Jesús no le importó que Pedro lo negara y lo traicionara. Su gracia es una gracia que nos deja mudos de asombro. ¡Es una gracia que supera con mucho la mentira de la serpiente! La persona que ama no tiene miedo. Donde hay amor, no hay temor, porque «el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Juan 4: 18). El amor perfecto no es Alguien a quien hay que tenerle miedo, sino Alguien del que tenemos que hacernos amigos. Ya sin temor alguno, es momento de hacernos amigos. Esa es la diferencia entre la vida y la muerte.

La muerte de Dag Hammarskjold Te estarás preguntando qué tiene que ver todo esto con la muerte de Dag Hammarskjold. Dag Hammarskjold nació en Suecia y fue Secretario General de las Naciones Unidas entre 1953 y 1961. Era cristiano. Escribió una famosa colección de meditaciones espirituales titulada Marcas en el camino. Muchos consideran que fue el diplomático más destacado del siglo XX y, sin duda, el más distinguido secretario general en la atribulada historia de las Naciones Unidas. Hammarskjold falleció en un trágico accidente de aviación en 1961, y de manera póstuma se le otorgó el Premio Nobel de la Paz. Durante mucho tiempo, las circunstancias que rodearon su muerte fueron un misterio. Hammarskjold se encontraba en misión de paz en el Congo, donde por aquel entonces diversas facciones luchaban entre sí. En algún

momento de la noche del 17 al 18 de septiembre de 1961, el avión en el que volaba se cayó en Zambia y estalló en llamas. Las causas del accidente eran desconocidas, hasta que los investigadores descubrieron una clave mientras repasaban una y otra vez todas las evidencias disponibles. Alguien notó que, en lo que había quedado de la cabina del avión, había un mapa abierto de Ndolo, que era el nombre del aeropuerto de Leopoldville (actual Kinshasa), en el Congo. Era evidente que aquella fatídica noche el piloto había estado estudiando las cartas de navegación del aeropuerto de Ndolo, lo que hubiera sido muy apropiado de no ser porque el destino final del vuelo era una ciudad llamada Ndola, en Zambia. Al ponerse a estudiar el mapa de Ndolo en lugar del de Ndola, el piloto creyó que aún le faltaba descender trescientos metros antes de aterrizar en la pista de Ndola. Pero como estaba mirando el mapa equivocado, repentinamente, sin previo aviso, en lo más oscuro de la noche, el avión se desplomó contra el suelo porque el piloto pensó que aún le faltaba descender trescientos metros. Ndolo, Ndola. Hay una sola letra de diferencia entre esos dos nombres y, sin embargo, en este caso, la diferencia entre una a y una o fue la diferencia entre la vida y la muerte. Algunos creen que no hay grandes diferencias entre tenerle miedo a Dios o creer que es nuestro amigo. ¿Importa realmente si Dios es un ser al que hay que tenerle miedo o si, por el contrario, es un ser del que tenemos que hacernos amigos? Te invito a analizar conmigo todas las evidencias, porque es imperativo que encontremos el mapa correcto, ya no según la muerte de Dag Hammarskjold, sino según la vida y muerte de nuestro Señor Jesucristo. Porque su muerte es la única que tiene poder para poner en evidencia la gran mentira y restaurar la verdad: Dios no es un ser al que hay que tenerle miedo, sino un ser del que tenemos que hacernos amigos. ¿No es hora de que dejemos de lado la mentira y abracemos la verdad?

Para reflexionar y compartir • ¿Qué principios rigen tu conducta, los establecidos por el grupo o los que se encuentran en la Palabra de Dios? • Cuando ves a alguien cometer alguna falta, ¿qué piensas? ¿Qué actitud asumes frente a él? • Tu relación con el Señor, ¿se basa en cuán bien te portas, o en cuán

bueno y misericordioso es Dios? • ¿Cuál fue la diferencia entre Judas y Pedro? ¿Qué lección podemos aprender en relación con la idea que ambos tenían de Dios? •A fin de cuentas, ¿es Dios un ser del que vale la pena hacerse amigo?

Capítulo 2

Dios: ¿Padre o tirano?

Los niños de la iglesia habían estado aprendiendo los Diez Mandamientos y había llegado el momento de repasarlos para saber cuán bien conocían el material que se les había enseñado. En lugar de recurrir a la simple repetición de memoria, la maestra decidió presentarles algunos casos concretos para comprobar la capacidad de sus alumnos para aplicar los principios del Decálogo. —Niños y niñas —dijo la maestra—, escuchen atentamente porque les voy a hacer una pregunta. Juan y María eran hermanos. Una tarde, sus papás llamaron a Juan y le dijeron: «Tenemos que ir a la ciudad, y María vendrá con nosotros. Mientras estás solo en casa, ¿puedes lavar los platos? Y, por favor, no te pongas a mirar la televisión hasta que hayas terminado de hacerlo». Juan dijo que sí, pero cuando sus padres y su hermana regresaron a la casa esa noche, él estaba mirando televisión, y no había lavado un solo plato. Mi pregunta es: ¿Qué mandamiento tiene que ver con esta historia? De inmediato, un alumno levantó la mano y, cuando la maestra le permitió hablar, contestó: —Honra a tu padre y a tu madre. —Muy bien, Tomás. Ahora les voy a hacer otra pregunta. Cuando María y

sus padres estuvieron en la ciudad, pasaron por una tienda que tenía muchas golosinas en el mostrador. María extendió la mano y tomó una sin decir nada a nadie. ¿Qué mandamiento ilustra esta historia? Otra mano se levantó, y una niña exclamó: —¡No robarás! —¡Muy bien, Clarita! ¡Todos están respondiendo muy bien! Luego la maestra presentó un caso más difícil todavía… Y es que, ¿cómo se les puede ilustrar a los niños el décimo mandamiento que dice: «No codiciarás»? Sabiamente, la maestra preparó la siguiente historia para ilustrarlo: —Juan y María coleccionan sellos. Un día, mientras María está sentada en su cama con su colección de estampillas, Juan pasa por el pasillo y la ve. Entonces se detiene a observar los sellos de su hermana y se da cuenta de que ella tiene uno que a él le falta. «¡Yo quiero ese sello!», le dice. «No te lo puedo dar, porque no lo tengo repetido», responde María. «¡Pero yo quiero ese sello!», insiste Juan. Sin embargo, María le responde de nuevo: «No, no te lo puedes llevar». Juan sale enojado de la habitación de su hermana, pero regresa con el gato en los brazos. «Escúchame bien, María —dice—. ¡Si no me das ese sello, le arrancaré la cola al gato!». La maestra se da cuenta de que todos los alumnos están boquiabiertos y atentos a cada palabra y a cada gesto. Entonces les pregunta: «Díganme, ¿qué mandamiento ilustra la situación que les acabo de contar?». Los niños se quedan sentados sin decir palabra. En esta ocasión, se esfuerzan por tratar de descubrir a qué se refiere la maestra. De pronto, el pequeño Álex, que está al fondo del salón, da un salto mientras agita la mano. «¡Yo sé, yo sé la respuesta!» La maestra le permite hablar, y Álex dice: «¡Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre!». ¡Este sí que es un mandamiento nuevo! Yo no recuerdo que sea uno de los diez que menciona el libro de Éxodo, ¿y tú? A pesar de ello, esas palabras pronunciadas por Jesús para referirse al matrimonio tienen mucho que ver con la asombrosa gracia de Dios. Nunca hemos de separar nuestra comprensión de lo que es en verdad Dios de la descripción de su asombrosa gracia que se nos ha revelado por medio de la Biblia. Es una gracia que brilla en todo su esplendor cuando jugamos a las canicas con Dios. ¿Jugar a las canicas con Dios? ¿No es eso un poco absurdo? Quizás. Pero permíteme explicarlo. Un médico judío amigo mío me prestó un libro que,

según él, yo debía leer. Es una obra escrita por el exitoso rabino Harold Kushner. Ya el título mismo del libro da mucho que pensar: Cuando nada te basta. Precisamente mientras leía este libro me familiaricé con las investigaciones y escritos de Jean Piaget, el gran psicólogo suizo que se especializó en psicología evolutiva. Fui a la biblioteca y me di cuenta de que Piaget había escrito más de veinte libros. Finalmente, tomé prestado El criterio moral en el niño, en el cual Piaget describe de qué manera el niño se relaciona con los conceptos de lo que está bien y lo que está mal, es decir, de lo que le está permitido y de lo que le está prohibido. Sus conclusiones me resultaron fascinantes. Él descubrió, al caminar por las calles de Ginebra y de los pueblos cercanos, una manera muy ingeniosa de reunir los datos que necesitaba para su análisis: observar a los niños que estaban jugando a las canicas y hacerles tres preguntas. Esas preguntas eran: ¿Cuántos años tienes? ¿De qué manera juegas a las canicas? ¿Cómo sabes que esa es la forma correcta de jugar? Después de cientos de entrevistas, Piaget llegó a una conclusión reveladora: en el juego de las canicas, los niños van pasando por diversas etapas. Comencé entonces a preguntarme: ¿Pueden estas etapas enseñarnos algo en relación con nuestra manera de vivir? ¿Pueden ayudarnos a entender cuál es nuestra forma de relacionarnos, o quizás de jugar, con Dios?

Las etapas del juego En la primera etapa, los niños más pequeños se dan cuenta de que las reglas del juego y, por extensión, todas las reglas que se les imponen, han sido impuestas por una «autoridad superior incuestionable», como expresó Kushner en su libro. Para que entiendas el ejemplo, a continuación transcribo parte de un diálogo real entre Piaget y un niño suizo de cinco años llamado Fal. A ver si descubres quién era para ese niño su «autoridad superior incuestionable». El entrevistador comienza diciendo: —Hace mucho tiempo, cuando se estaba comenzando a construir este pueblo de Neuchâtel, ¿jugaban los niños a las canicas de la manera que tú me has mostrado? —Sí. —¿Y siempre han jugado de esa manera? —Sí. —¿Cómo llegaste a conocer las reglas del juego?

—Cuando era pequeño mi hermano me enseñó a jugar. Mi papá le había enseñado a él. —¿Y tu padre cómo sabía jugar? —Él ya sabía. Nadie le enseñó. —¿Soy yo mayor que tu padre? —No, usted es más joven. Mi papá ya había nacido cuando llegamos a Neuchâtel. Mi papá nació antes que yo. —Dime qué otras personas son mayores que tu padre. —Mi abuelo. —¿Y jugaba él a las canicas? —Sí. —Entonces, eso significa que él jugaba antes que tu papá. —Sí, pero no con las reglas. —Dime, ¿quién nació antes, tu papá o tu abuelo? —Mi papá nació antes que mi abuelo. —¿Dónde está Dios? —En el cielo. —¿Tiene él más edad que tu padre? —No, él no es tan viejo. ¿Verdad que es interesante este diálogo? Y es sumamente obvio quién ocupa en la vida de Fal el lugar de la «autoridad superior incuestionable», ese ser que ha sido el encargado de poner las reglas. Ni el abuelo, ni siquiera Dios, tienen tanta edad como su padre. Llamemos entonces a esta fase la etapa de las reglas. Piaget descubrió, sin embargo, que los niños que juegan a las canicas no permanecen para siempre en esta primera etapa. A medida que van creciendo, comienzan a cuestionar todas las normas de la niñez y, en consecuencia, comienzan a cuestionar también las autoridades que tenían cuando eran más pequeños. «¿Quién dice que tengo que hacerlo de esta manera?». Y así es como los adolescentes atraviesan una etapa de rebeldía cuando establecen sus propias normas, lo que hace que el juego de canicas se torne demasiado fácil o demasiado difícil. Llamemos a este período la etapa de la rebeldía, caracterizada por la rebelión contra la autoridad. Piaget descubrió que esos mismos jóvenes pasan a otra etapa en la que llegan a la conclusión de que si piensan vivir de acuerdo a sus propias reglas, es necesario que adopten las que son justas y razonables. Ahora, según Piaget, se encuentran en el «umbral de la madurez». Las reglas ya no

son aceptadas simplemente porque se han heredado de una autoridad superior. Las reglas buscan el «respeto mutuo», y tienen más que ver con las relaciones que con la autoridad. En esta tercera etapa, la relación trasciende a la regla; es la etapa de la relación.

Jugar a las canicas con Dios Ahora bien, ¿qué tiene que ver Dios con las canicas? ¡Quizá mucho más de lo que te imaginas! ¿Es el descubrimiento de Piaget sobre las etapas por las que pasan los niños en su relación con la autoridad y las reglas una descripción de nuestro peregrinaje en esta tierra, de nuestra búsqueda de Dios? ¿Será que cada una de esas etapas está, en realidad, describiendo la manera en que tú y yo nos relacionamos con Dios? El propio Piaget sugiere que la actitud de los niños al jugar a las canicas es, en efecto, un modelo de nuestras actitudes como adultos hacia la autoridad y las normas. Tras leer y reflexionar sobre las conclusiones de Piaget, me recliné en mi sillón y comencé a preguntarme si la Biblia confirmaba o no esas conclusiones de la psicología moral. Mientras me lo preguntaba, casi sin proponérmelo, recordé una historia muy antigua. Y cuanto más meditaba en ella, más pude reconocer las tres etapas de Piaget en el relato. Seguramente conoces la historia. Es la de un hijo de granjero que un día entra apresuradamente a la cocina dando un golpe a la puerta. Su rostro brilla con el sudor, pues ha estado realizando las tareas cotidianas de la granja. Se muestra enojado; su voz denota que está sumamente molesto: «¡Ya no aguanto más! —grita, dirigiéndose a su padre y a su madre, que están sentados alrededor del mantel cuadriculado de la cocina—. ¡Estoy cansado de tanto sudar, estoy harto de este olor nauseabundo, y de los pollos y de las vacas! ¡Papá, quiero irme de este lugar! He decidido dedicarme a las inversiones bancarias, por lo que me voy a vivir a Nueva York». Finalmente hace una pausa para respirar, antes de agregar: «¡Voy a hacer fortuna bien lejos de aquí!». Por un momento, el granjero observa ese rostro joven, ahora tan agitado. Entonces mira hacia el otro lado de la mesa donde se encuentra, atónita, su esposa. Sus miradas se cruzan, pero nadie dice palabra. Tras unos instantes, el padre levanta otra vez la vista y mira a su hijo a los ojos. «Está bien, hijo mío, puedes irte. Pero… —y entonces, las manos sucias y callosas del granjero se estiran hasta apoyarse sobre los hombros de su hijo—

escúchame, hijo mío, si alguna vez deseas regresar, siempre tendrás tu lugar en esta casa». Casi todos hemos oído la parábola del hijo pródigo. A pesar de ello, sin importar cuántas veces la hayas escuchado, me gustaría invitarte a analizar una vez más esta historia que contó Jesús, y ver si puedes identificar las tres etapas de Piaget en el relato, a saber: la etapa de las reglas, la de la rebeldía y la de las relaciones. Y mientras lo haces, probablemente también aprendas una lección muy valiosa en relación con tu propia vida.

¿Y qué tiene que ver conmigo? Volvamos al niño que está en la primera etapa de Piaget. Él ve las reglas como algo que le ha sido legado por una autoridad superior incuestionable, y se relaciona con ellas como la palabra última y final en lo que respecta a la recepción de las recompensas del sistema: «Si quieres recibir los beneficios, más te vale que obedezcas las normas». Esa es la forma natural de pensar de los niños pequeños. ¿Será diferente en los adultos, o es posible que en algunos aspectos aún estemos en la primera etapa? ¿Quedará algún vestigio de esta manera de pensar en la forma en que nos relacionamos con Dios? Las personas que se encuentran en esta primera etapa consideran que Dios es un ser estricto, autoritario, y el responsable de haber impuesto las normas. Es el que nos obliga a cumplir reglas, y está por encima de todos; recompensa a los obedientes y castiga a los que desobedecen. Sus mensajes se reducen a dos frases: «Haz esto o aquello» o, por el contrario, «No hagas esto ni aquello». Dios es la autoridad máxima e incuestionable. Si quieres recibir tu parte de la herencia, ¡más te vale vivir de acuerdo con lo que él pide! ¡Y si te equivocas, perderás lo que te corresponde! ¿Encaja alguno de los personajes de la parábola del hijo pródigo en esta primera etapa? Seguramente responderás que el hijo pródigo, pero piénsalo bien. Creo que no hace falta que te cuente la historia otra vez, ¿verdad? Por si no la has escuchado últimamente, puedes ir a la Biblia y repasarla, se encuentra en Lucas 15: 11-32. Pero pasemos por alto parte del relato y vayamos directamente al final. Analicemos las palabras del hermano mayor, que se encuentran en los versículos 28 al 30. El hermano mayor ha regresado del campo, está sucio de fango y bañado en sudor, y exhala un olor desagradable, ya que ha pasado todo el día trabajando. Entonces, comienza a oír risas provenientes de la casa. «¿Qué estará sucediendo?», se

pregunta. Así que llama a uno de los sirvientes, que le informa de que su hermano menor, el que había estado perdido por tanto tiempo, ha regresado inesperadamente al hogar. Llegó esa misma tarde, y ahora el padre ha organizado una fiesta para celebrar su regreso. ¿Y cuál es la reacción del hermano mayor?

Indignado, el hermano mayor se niega a entrar. Así que su padre sale a suplicarle que lo haga. Pero él le contesta: «Tú sabes cuántos años te he servido, sin desobedecerte nunca, y jamás me has dado ni siquiera un cabrito para tener una comida con mis amigos. En cambio, ahora llega este hijo tuyo, que ha malgastado tu dinero con prostitutas, y matas para él el becerro más gordo» (Luc. 15: 28-30, DHH). ¿Entiendes lo que el hermano mayor le está diciendo a su padre? «¡No te entiendo, papá! Mira lo que has hecho. Todos estos años he estado trabajando como un esclavo para ti (esas son exactamente las palabras que usa Jesús). He cumplido absolutamente todas tus normas; jamás te he desobedecido. Nunca he cometido pecados graves, y siempre he asistido a la iglesia. Me he negado muchos placeres, y todo porque suponía que eso era lo que tú querías de mí. Me hubiera gustado darme algunos caprichos de vez en cuando, pero no lo hice porque era tu esclavo. ¿Y qué recibo a cambio de todos mis esfuerzos? Que te pongas a organizar una fiesta para el infeliz de mi hermano, que huyó de aquí porque ya no quería estar contigo, gastó tu fortuna y se acostó con todas las mujeres que quiso. Muchas de ellas, quizás, con enfermedades contagiosas. ¿Y yo? ¿Qué recibo a cambio de vivir esta vida monótona y sombría de continua obediencia? ¡Nada! ¡No recibo nada! ¡Ni el becerro gordo, ni la fiesta, ni nada de nada!».

¿Soy yo el hermano mayor? ¿Te suena familiar este discurso? ¿Es posible que tú, o yo, en el pasado,

nos hayamos expresado de manera similar a este hermano mayor? ¿Será que en algún rincón de tu corazón o del mío (o en gran parte de él) nos relacionamos con Dios basados en normas, así como el hermano mayor lo hizo con su padre? ¿Puede ser que hayamos crecido con una religión que nos ha enseñado a esperar recompensas y castigos de parte de Dios sobre la base de nuestra obediencia a sus leyes? El rabino Harold Kushner se plantea estos mismos interrogantes en el capítulo 7 de su libro Cuando todo lo que usted quiso no es suficiente. Cuenta que ha conocido personas que, en su relación con Dios, al igual que el hermano mayor del hijo pródigo, parecen haber quedado atrapadas en la primera etapa. Gente que se tomaba muy en serio la religión, cuyo compromiso religioso era la más poderosa y singular fuerza que daba sentido a toda su vida, y que, sin embargo, le llevaron a él a preguntarse si aquella religión era buena para ellos. Ha conocido judíos que no pasaban el sábado en serenidad ni sentían una renovación espiritual, sino que estaban constantemente preocupados por si tal vez estaban haciendo algo prohibido, hasta que el día llegaba a convertirse en una dura prueba semanal que superar. En algunos casos existía una obsesión frenética con el pecado, un temor perpetuo de que quizás, sin quererlo, hubieran quebrantado alguna norma, o hecho algo equivocado y ofendido a Dios, perdiendo así el amor del Padre. ¿Te suena familiar? ¿Has estado jugando a ser el hermano mayor del hijo pródigo? ¿Tal vez has estado obedeciendo a Dios todos estos años como resultado de un compromiso gravoso, de una obediencia por temor que proclama una y otra vez: «Si no le obedezco, me va a sacar de su testamento»? No puedo evitar pensar que quizá alguno de nosotros está cumpliendo la función del hermano mayor, y todo porque tenemos un concepto equivocado de quién es Dios realmente. No me malinterpretes. No estoy en contra de las leyes y los mandamientos que Dios nos ha dado. Un Dios de amor, al igual que todo padre amante, obviamente prescribe normas para nuestra protección. Sin embargo, ¿no habrán estado algunos cristianos obedeciendo a Dios todos estos años únicamente motivados por una pesada obligación, sintiendo que trabajan como esclavos para Dios porque están convencidos de que es la única manera de recibir su herencia? Ese espíritu de sumisión quejosa es como hallarse atrapado en un callejón sin salida. Puede que un empeño constante en el cumplimiento de las reglas

deje satisfecha a la máxima autoridad pero, en primer lugar, nunca podremos estar seguros, y en segundo, trabajar como un esclavo para él es demasiado costoso. No tenemos gozo, ni paz, ni alegría, ni libertad. Lo único que nos queda es más y más de ese espíritu de quejas mecánicas y resentidas, sabiendo que tenemos que hacer las cosas aunque las detestemos, porque no nos queda de otra. Seamos sinceros: ¿No te parece que esa sumisión resentida y sombría está muy cerca de la rebelión total? ¡Claro que sí! Porque llegará el día en que el hermano, o la hermana mayor descubra la verdad y explote por la carga de frustración y de rebelión. Y entonces también huirá del Padre. O quizá la hermana mayor jamás tenga suficiente valentía para dar muestras externas de que ha huido, aunque por dentro cultivará sentimientos de enojo y su corazón habrá abandonado al Padre. ¿Cómo podría haber algún tipo de paz o de gozo en una vida como esa? No es de extrañar que haya tantos rostros ceñudos en la iglesia. Hermanos mayores que jamás han huido de Dios, pero que en realidad han huido de la gracia, el amor y el gozo de la casa del Padre. Hermanos que oyen la música y las danzas que salen de la casa del Padre, pero rehúsan entrar. Lo único que saben hacer es trabajar como esclavos para Dios. Y todo porque en realidad no conocen la verdad sobre el Padre.

Los hijos pródigos Piaget descubrió que, por lo general, la segunda etapa del desarrollo se produce más o menos cuando se llega a la adolescencia. Un día los niños sienten que ya están cansados de tantas normas, por lo que deciden dejarlas de lado para tratar de jugar sin ellas o, al menos, hacerlo con las suyas propias. ¿Puedes encontrar algún rebelde de la segunda etapa en la parábola de Jesús? ¡Por supuesto! El hermano menor, ese que solemos llamar «el hijo pródigo». Él es el perfecto ejemplo de la etapa rebelde. Leamos de qué manera lo describe Jesús en Lucas 15: 13: «No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada, y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente». ¿Cuál es la actitud de este hijo pródigo, el de la etapa rebelde? Más que nada se trata de una reacción temeraria a la mentalidad de la primera etapa en la que estaba el hermano mayor. Esta etapa a menudo se manifiesta con las siguientes expresiones: «Ya estoy cansado de tanto conservadurismo. No soporto más tanta autoridad, tantas restricciones, tantas normas... ¡No

necesito que nadie me diga de qué manera debo vivir mi vida; ni mi familia, ni la iglesia, ni el colegio, ni el gobierno… absolutamente nadie! Porque, ¡mírenme! Ya soy adulto, con libertad de conciencia y autónomo. Además, yo soy el único que sabe lo que realmente tengo que hacer con mi vida. De manera que me marcho ahora mismo. “¡Hasta la vista, baby!”». Una vez más, ¿no te resulta familiar? He conocido muchos de estos hermanos y hermanas menores, que no necesariamente son más jóvenes desde el punto de vista de la edad. Muchos de ellos son sumamente brillantes y muy agudos. Cuando observan la iglesia, no ven en ella más que un conjunto de normas. Estos jóvenes (y no tan jóvenes) perciben que la iglesia, y Dios, son demasiado autoritarios y están demasiado interesados en la obediencia en lugar de concentrarse en el amor. Estos hermanos menores de la segunda etapa han tomado la decisión de tirarlo todo por la borda, de desterrar de su vida la iglesia y, en realidad, todo tipo de religión organizada, o de por lo menos mantenerse un poco al margen, mirando de vez en cuando de refilón para compadecerse de los pobres que allí dentro siguen atados y sobrecargados de obligaciones. Si no resultara tan triste, sería una imagen divertida. Porque verás, en el fondo, los dos hermanos se parecen muchísimo. Sí, es cierto que los pródigos de la segunda etapa tachan de conservadores a sus hermanos mayores de la primera etapa. Y también es cierto que los hermanos mayores de la primera etapa —siempre tan obsesivos con las normas— tachan de liberales a sus hermanos menores rebeldes. Pero más allá de las etiquetas que se cuelgan el uno al otro, ambos hermanos en realidad quieren lo mismo: ser libres. Ambos ven al padre como un personaje autoritario que solo se dedica a imponer normas. Como resultado de ellas, uno de los hermanos se va de la casa y se pierde; el otro se queda en la casa, pero también se pierde. Ambos están equivocados y ambos están perdidos, porque a ambos se les ha escapado la verdad sobre su padre, una verdad que representa una tercera etapa que ninguno de los dos ha descubierto.

¿Relaciones o normas? Lo cierto es que, a la hora de la verdad, más allá de todo lo que se diga o haga al respecto, el padre valora más las relaciones que las normas. Fíjate en que el padre sale corriendo de la casa para buscar a ambos muchachos. A pesar de que el sol de la tarde le da de frente, alcanza a divisar a la distancia un estilo de caminar que le resulta muy familiar. Se da

cuenta al instante de que es su hijo el que avanza, cansado, por el camino que lo lleva de regreso al hogar. No olvidemos jamás que ese padre que corre apresurado por el camino polvoriento con los brazos extendidos para abrazar y besar a su hijo perdido, es el mismo padre que en las sombras del anochecer de ese mismo día se dirige a la puerta para dar la bienvenida a su hijo mayor. Es el mismo padre, es el mismo abrazo, es el mismo corazón anheloso y amante. ¿Por qué? Porque la verdad sobre el «Padre» es la misma verdad que siempre ha existido: tanto en el comienzo como en el fin, lo que más le importa a Dios es la relación. El padre de la parábola no sale corriendo de la casa para imponer de nuevo las normas que el hijo ha quebrantado. Por el contrario, su corazón busca con premura encontrarse con sus hijos a fin de restaurar la relación quebrantada. Porque el padre valora más la relación que las normas. Como puedes ver, nos encontramos con la misma verdad: Dios no es un ser a quien hay que tenerle miedo, sino alguien de quien tenemos que ser amigos. Por esa misma razón el Padre valora las relaciones más que las normas. Por supuesto que hay normas. Todo tipo de relaciones se hallan protegidas por normas que son necesarias. Pero la preocupación de Dios no son las normas; su preocupación son las relaciones. Lo mismo debería suceder con los hijos de Dios, ¿no te parece? No existe una iglesia en este mundo cuya misión primordial sea imponer normas. No obstante, no puedo imaginar una iglesia sobre esta tierra (al menos una iglesia que siga al Padre) que no haya recibido la misión de restaurar relaciones. Después de todo, ¿no aluden a eso los brazos extendidos del Calvario? Representan el amplio abrazo del Padre y del Hijo a todo aquel que ha huido durante su etapa de rebeldía, y a todo aquel que se concentra únicamente en las normas. Les dice: «Anhelo que regresen a casa para que entiendan la verdad sobre mí. No soy un ser al que hay que tenerle miedo, sino alguien que desea ser su amigo, porque valoro las relaciones más que las normas». ¡Imagínate la libertad que te ofrece la amistad que encierra ese abrazo divino! ¡Cómo no sentir un profundo amor por ese Dios que acepta nuestro corazón rebelde sin hacer ninguna pregunta sobre nuestro pasado cargado de culpa y resentimiento, libertinaje y vergüenza, porque lo único que le importa es que hemos decidido regresar al hogar! ¡Cómo no sentir un profundo amor por ese Dios cuyos brazos están extendidos hacia nuestro corazón resentido y absorto en las normas, con la firme seguridad de que

todo lo que él tiene siempre nos ha pertenecido! ¿No decidiremos, entonces, abandonar nuestra mentalidad de esclavos para aceptar voluntariamente su amistad, y así ingresar una vez más en el seno de su amor, gozo, paz y esperanza? ¡Oh, qué libertad encierra la amistad que nos brinda ese amplio abrazo del Padre! Y esa, si me permites que repita lo que ya he dicho, es precisamente la misión de la iglesia. Es esa imagen del Padre la que nuestro mundo carente de relaciones equilibradas está anhelando ver y conocer. Esa verdad sobre el Padre es la esencia de todo lo que Jesús enseñó y de todo lo que nos quiere transmitir la Biblia. Esa es la verdad sobre sí mismo que ha hecho que Dios literalmente muriera para compartirla con este planeta en etapa de rebeldía. Si tan solo los habitantes del mundo fueran capaces de ver sus brazos extendidos, ¿no te parece que decidirían regresar al hogar?

Una fotografía de los brazos abiertos del Padre ¿Recuerdas la fotografía en blanco y negro del día en que los primeros prisioneros de guerra estadounidenses regresaron de Vietnam en 1973? Se había firmado un armisticio, y Vietnam del Norte había liberado a prisioneros de guerra. El gigante Hércules C-140 aterrizó en una base de la Fuerza Aérea de la costa oeste de los Estados Unidos. La gris aeronave carreteó hasta salir de la pista de aterrizaje principal y llegar a la zona de descargas, y se bajó entonces la escalera de la parte trasera del avión hasta que tocó la pista. Salieron los primeros prisioneros. Uno a uno fueron bajando por las escaleras y atravesaron la pista hacia el cordón de familiares y amigos que los esperaban a la distancia. Nuestras miradas se detuvieron en un soldado en concreto. De estricto uniforme militar y con la gorra plisada, su rostro estaba un tanto demacrado pero reflejaba satisfacción. El soldado había regresado a su hogar, y había alguien entre la multitud de admiradores que ya no podía esperar más a que su padre cruzara toda la pista. Cuando el soldado y padre abandonó las escaleras de la aeronave, su hija rompió el cerco de la multitud y salió corriendo hacia él. Su rostro denotaba gran entusiasmo, y sus largos cabellos oscuros ondeaban al viento mientras corría por la pista. El padre seguramente había oído que ella lo llamaba, porque instintivamente dejó caer su talego sobre la pista y, doblándose sobre sus rodillas, abrió los brazos para encontrarse con su hija. Cuando el fotógrafo presionó el disparador de la cámara, los pies de la jovencita estaban en el aire, y sus

brazos buscaban encontrarse con los de su padre. Click. Un momento en blanco y negro detenido para siempre en el tiempo; el retrato de un encuentro inolvidable entre un padre y su hija. Para que jamás lo olvidáramos, Jesús contó una historia sobre los brazos extendidos de nuestro Padre que está en los cielos. Un par de brazos extendidos para dar a conocer la grandiosa verdad de que lo más importante para Dios es ver que los hermanos menores y mayores van al encuentro de sus brazos de amor. No se me ocurre una sola razón por la que podríamos rechazar ese abrazo. ¿Qué opinas tú?

Para reflexionar y compartir • ¿Con cuál de las etapas mencionadas en este capítulo te identificas tú? • ¿Alguna vez has experimentado el amor perdonador de Dios? • ¿A qué le das más importancia, a las normas o a las relaciones? • ¿Crees que merece la pena servir a un Dios que se preocupa más por nuestro bienestar que por nuestro comportamiento? ¿Por qué? • A la luz de tu experiencia personal, ¿es Dios un personaje amigable o autoritario?

Capítulo 3

Un Dios de relaciones

Hace

varias décadas que guardo en mis archivos el número del 4 de diciembre de 1978 de la revista Time. En la portada aparece una imagen que produce escalofríos a quien se asome a su devastador horror a todo color. El titular de la portada dice: «La secta de la muerte». En el primer plano de la fotografía puede verse una olla grande y maltrecha que contiene un líquido de color púrpura. Detrás de la olla se ven frascos y envases de productos químicos, y dentro de ella se encuentra el brebaje mortal compuesto por la mezcla para preparar refrescos, Kool-Aid, y cianuro de potasio. En el resto de la fotografía pueden verse, desparramados por todas partes, los cadáveres de los que siguieron al reverendo Jim Jones hasta Jonestown, Guyana. Donald Neff, corresponsal de la revista Time, voló hasta Jonestown, y describió la escena de esta legendaria tragedia con las siguientes palabras: «El imponente edificio central está rodeado de vivos colores; parece un estacionamiento repleto de automóviles. Cuando la aeronave se acerca a tierra, vemos que los automóviles en realidad son cuerpos. Hay decenas y decenas de ellos; cientos de cuerpos con vestidos rojos, camisetas azules, blusas verdes, pantalones rosados. Se ven parejas abrazadas, niños que se aferran a sus padres. No se mueve nada. De los tendederos cuelgan prendas lavadas. Los campos han sido arados hace poco, y los bananos y las vides están en su apogeo. Pero no se mueve nada».

¡Una tragedia de proporciones increíbles! Novecientos trece integrantes del Templo del Pueblo murieron en un ritual de suicidios en masa y asesinatos. Y todo ello a instancias de un demagogo fanático. Todos

bebieron el veneno. Por supuesto, creemos, esto no podría habernos pasado a nosotros. ¿Quién en su sano juicio renunciaría a la libertad de conciencia en beneficio de alguien que, en último término, nos exigirá tal sacrificio final? ¡Jamás beberíamos la poción mortal! Somos demasiado inteligentes, poseemos un discernimiento muy agudo y contamos con la suficiente autonomía como para permitir que alguien nos haga algo así, ¿verdad? Y, sin embargo, no puedo evitar preguntarme: ¿hemos bebido nosotros también del veneno?

Letras envenenadas ¿Qué podemos decir de las letras envenenadas que forman la palabra p-ec-a-d-o? Las Escrituras declaran que ese veneno siempre ha producido — sin excepción alguna— algo que ningún juez dudaría en catalogar como un acontecimiento final catastrófico, en otras palabras, la muerte. Ese veneno es más potente e invasivo que el cianuro de potasio. Ese veneno ha afectado a todos los seres humanos. No parece haber existido nadie con la suficiente inteligencia como para anticiparse y, de alguna manera, evitar la ingestión de ese veneno. Y esto te incluye a ti y me incluye también a mí. Ya sé, tú me dirás: «Espere un momento. Yo creía que en el capítulo anterior habíamos llegado a la conclusión de que no vale la pena vivir preocupado por el pecado, ni preguntarse incesantemente si hemos hecho algo que le resulta ofensivo a Dios. Después de todo, pastor Nelson, la premisa misma de su libro es hablar de una gracia que trasciende todo, de ese Dios que está más interesado en las relaciones que en las normas. Entonces, ¿qué sentido tiene que nos pongamos a dialogar ahora sobre el tema del pecado y del quebrantamiento de las normas?». Tengo que admitir que es una buena pregunta. Y supongo que debería disculparme por traer a colación este tema del pecado, dado que en estos días ya nadie habla mucho de él. Cuando escribí por primera vez este capítulo, en mi propio país se estaba produciendo un debate público en los medios de comunicación sobre la moralidad o inmoralidad de la conducta privada del presidente de turno. Y en esa ocasión, las encuestas señalaron con claridad que la mayoría de los estadounidenses creían que el tema tenía que ser desestimado por tratarse de una incursión innecesaria en la vida privada de una personalidad pública. Probablemente la pregunta que el reconocido psiquiatra Karl Menninger formuló años atrás en una de sus exitosas obras aún se aplique al presente:

¿Qué pasó con el pecado? Esta es la gran palabra que describe el único veneno del cual ya nadie habla. Ya nadie llama al pecado por su nombre, nadie dice cosas como «un buen pecado, como los de antes». Y por cierto, aunque el pecado no tiene nada de bueno, tampoco es algo que solo pertenezca al pasado. ¿Significa esto que ya no existe lo que solía llamarse pecado? ¡De ninguna manera! El hecho es que, si bien el pecado es algo sumamente popular a la hora de experimentarlo, no es un concepto muy popular a la hora de explicarlo, y mucho menos a la hora de hablar sobre él. No obstante, ¿está bien que optemos por dejar de lado el pecado para que acumule polvo en algún rincón de la casa con la esperanza de que, a fuerza de ignorarlo, desaparezca? Difícilmente va a ser así, en especial si volvemos una y otra vez a escondidas a ese rincón con el propósito de probar de tanto en tanto un poquito de él, para recordar los viejos tiempos. Pero el hecho es que para todos los seres humanos el pecado es tan mortífero como el cianuro. Entonces, ¿no tiene sentido confrontar con coraje esa poción mortal con el objetivo de determinar cuál es la terrible verdad de su existencia?

¿Qué es el pecado? Entonces, ¿qué es, en tu opinión, el pecado? En la lista que se presenta a continuación, siéntete libre de marcar todos los puntos que, a tu criterio, son pecado:

•Tomarse una cervecita de vez en cuando. •Quedarte con dinero de tus padres o de tus jefes. •Comer un montón de galletas de chocolate. •Ser adicto al trabajo. •Tener relaciones sexuales prematrimoniales o extramatrimoniales. •Gritarles a tus padres o a tus hermanos. •Hacer trampas y copiar en un examen. •Matar a un amigo. •Matar al gato del vecino. ¿Cuántas veces te has preguntado si una acción determinada es pecado? ¿Será que la razón por la que no podemos ponernos de acuerdo en qué es y qué no es el pecado se debe a que, en primera instancia, tenemos un concepto equivocado de la definición de pecado? Te invito a regresar al relato que analizamos en el capítulo anterior, y a

analizar a sus tres personajes principales y el concepto que ellos tenían del pecado. El hermano mayor, obviamente, no entendía nada de nada. No entendía qué es y qué no es pecado. Imagínatelo de pie en medio del granero, a la hora del crepúsculo. Allí está, con su camiseta empapada en sudor y las botas llenas de fango. Sus pantalones, e incluso su rostro acalorado, también están manchados con los vestigios de todo un día de trabajo duro en el campo. Le duele la espalda. Ha pasado todo el día inclinado sobre el volante del tractor. Tiene callos en las manos de tanto luchar con la terca palanca de cambios, hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás… todo el día en eso. Le duele todo, pero en ese preciso instante no siente dolor alguno. ¿Sabes por qué? ¡Porque se ha terminado! Se ha acabado el tiempo de partirse el lomo trabajando, total ¿para qué? ¿Me puedes decir para qué? ¡Ah, sí, ya sabes para qué! Más adelante, detrás de la hilera de álamos que se mecen al viento, se encuentra su dulce hogar. Las ventanas están abiertas; las coloridas luces se proyectan hacia la entrada del granero, hasta casi alcanzarlo. El equipo de música está encendido, y se escuchan las canciones preferidas de su padre. Apenas puede dar crédito a lo que ve. En realidad, se esfuerza por negar lo que está ocurriendo, pero no lo logra. Porque dentro de la casa están papá, mamá y algunos amigos de la familia. Han organizado una fiesta. ¿Puedes creerlo? ¡Y han comenzado la fiesta sin él! ¿Y cuál es el motivo de tanto festejo? Nada más y nada menos que el regreso a casa del inútil e innombrable de su hermano. Ha desaparecido durante meses. Papá casi termina en la bancarrota para que ese jovencito pudiera sentirse libre. Y se fue sin más, y la pasó muy bien; se dio todos los gustos que quiso. Y en el proceso, es probable que haya dormido con todas las mujeres que quiso. Pero ahora el muchachito se ha cansado de vivir por ahí sin tener a su mamá para que le cocine. Entonces no se le ocurre nada mejor que regresar a casa. ¿Y qué hace su padre? ¿Le da acaso lo que se merece? ¿Le informa de que la familia ya le ha dado todo lo que podía darle? ¡Oh, no! Papá no hace nada de eso. Al contrario, se llena de entusiasmo. ¡Llama a todos los vecinos, los invita a la casa y organiza una fiesta de bienvenida! Se oyen danzas y cantos, y se preparan platos especiales… En el patio de atrás ya está encendida la barbacoa. «¿Y yo? —se pregunta el hermano mayor—. Yo también estoy regresando a casa, pero no de andar despilfarrando mi vida por ahí. Estoy volviendo a

casa después de un largo y tedioso día de trabajo en el campo. Pero claro, ¿a alguien se le ha ocurrido alguna vez hacer una fiesta en mi honor? ¡Jamás! ¡Jamás! La fidelidad, el trabajo duro, seguir siempre un curso determinado de acción… Está claro que esas cosas no cuentan en esta familia. ¿Acaso papá ha salido alguna vez a recibirme cuando vuelvo de trabajar del campo?». Justo en ese momento, oye que la puerta trasera de la casa se cierra, y mira por entre las sombras para ver quién anda por ahí. Por supuesto, allí viene su padre, en dirección al granero. El corpulento hermano mayor cruza los brazos musculosos y bronceados sobre su pecho. Sus botas llenas de fango parecen haberse quedado amarradas al piso. Entonces mira a su padre con el ceño fruncido. La olla a presión que ha estado reteniendo vapor en su interior durante cada día de trabajo por su padre, y también por su hermano, está a punto de explotar. El padre ya está cerca, con los brazos extendidos. «Hijo mío —le dice—, estoy tan contento de que hayas regresado del campo. ¿Has oído las buenas noticias? Tu hermano ha regresado a casa. Ha llegado para quedarse. Ven rápido. ¡Date un baño, y únete a la fiesta!». En el capítulo anterior, vimos cuál fue la respuesta llena de enojo y resentimiento del hermano mayor: «Todos estos años he trabajado como un esclavo para ti. Jamás he violado tus normas. Pero claro, ¿qué he recibido a cambio? ¡Ni siquiera un mísero cabrito que pudiera comer una noche con mis amigos! ¡Nada de nada! Claro, ahora viene este derrochador, el inepto de mi hermano, ¿y qué se te ocurre hacer? Tiras la casa por la ventana, matas el becerro que habíamos estado engordando, y entonces invitas a todos los vecinos a la gran celebración. No es justo; yo no quiero saber nada de esa fiesta». ¿Qué es lo que entiende el hermano mayor de lo que es pecado? Se encuentra expresado en Lucas 15: 29: «Tantos años hace que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos». El hermano mayor está absolutamente seguro de que eso es lo que quiere su padre: una obediencia sin ningún tipo de cuestionamiento, la ausencia de conductas inapropiadas. Para él, el pecado es hacer algo incorrecto. De ahí que esté convencido de que si puede persuadir a su padre de que jamás ha hecho nada inapropiado, entonces ya nada podrá impedirle que reclame la parte de la herencia que le corresponde.

De principio a fin, el concepto de pecado que tiene el hermano mayor se basa en la conducta. Para él, la fórmula del éxito es muy simple: la ausencia de conductas inapropiadas. En términos sencillos: no hagas nada inapropiado y recibirás tu recompensa. Sin embargo, el sonido de la música que traspasa las ventanas de la casa de su padre ha derribado todo su sistema de creencias. Porque he aquí que viene el hermano menor, que literalmente lo ha hecho todo mal, pero aun así, recibe una recompensa. Ahora bien, ¿será que el hermano menor tenía una fórmula mejor y más exacta para vivir la vida? ¿Será que entendía mejor lo que es pecado? Volvamos atrás uno o dos días para observarlo y saber un poco en qué estaba pensando. Allí lo vemos, de pie, con una mazorca empapada en cada mano. Tiene las piernas bien abiertas para no caerse, y está metido hasta los tobillos en la podredumbre hedionda del chiquero. Le arde la nariz de respirar el hedor nauseabundo que le penetra hasta la garganta y le provoca náuseas. Está llorando; las lágrimas le corren por las mejillas. ¿Y qué es lo que balbucea en medio de las lágrimas saladas y el moqueo constante? Leamos cómo lo relató Jesús, según se registra en Lucas 15: 13-21: «No muchos días después, juntándolo todo, el hijo menor se fue lejos a una provincia apartada, y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Cuando todo lo hubo malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia y comenzó él a pasar necesidad. Entonces fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, el cual lo envió a su hacienda para que apacentara cerdos. Deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Volviendo en sí, dijo: “¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros’. Entonces se levantó y fue a su padre. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y fue movido a misericordia, y corrió y se echó sobre su cuello y lo besó. El hijo le dijo: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo’”».

¿Te das cuenta de qué concepto del pecado tiene el hermano menor? También se basa en la conducta. Si le pedimos al hermano mayor que nos hable de su concepto de pecado, con seguridad nos va a hablar de la ausencia de conductas inapropiadas. Si le pedimos al hermano menor que nos explique su propio concento de pecado, seguro que hablará de la ausencia de conductas apropiadas. Tanto el hermano mayor como el menor se hallan persuadidos por el modelo conductual del pecado. Ambos están convencidos de que la manera de mantener o de restaurar una relación que los lleve a alcanzar la aprobación de su padre se basa en sus conductas. El hijo mayor siente que

necesita dar muestras de la ausencia de conductas inapropiadas en su vida; el hijo menor espera ganar a su padre empezando a mostrar conductas apropiadas. Sin embargo, el padre pronto les demuestra que ambos están equivocados. Y nosotros también nos equivocamos al enfocarnos en la conducta cuando tratamos de entender qué es el pecado. ¿Recuerdas la lista de ejemplos de supuestos pecados que mencionamos anteriormente? Si nos hacemos preguntas como esas para determinar qué es pecado y qué no lo es, estamos dando muestras de que nos hallamos tan centrados en la conducta como lo estaban los hijos de la parábola. Piensa una vez más en la lista. Pecado es: beber vino, malversar fondos, comer cincuenta galletas de chocolate, tener relaciones inmorales… Y esta lista podría seguir y seguir hasta el infinito. ¿Estamos creando listas de pecados para estar libres de pecado? ¿De verdad creemos que si podemos llegar a tener una lista de pecados que sea lo suficientemente extensa, y evitamos todas las acciones concretas mencionadas en la lista, seremos libres del pecado? Ese es el problema que tiene el modelo conductual de entender el pecado. Si creemos que tenemos que entender el pecado como la participación en conductas prohibidas, entonces, el remedio para el pecado también habrá de ser conductual. No hay duda de que si queremos garantizar que el cielo organice una fiesta en nuestro honor, hemos de evitar todas las conductas inapropiadas que nos puedan venir a la mente. No obstante, permíteme que te haga una advertencia: esa es la trampa en la que cayó el hermano mayor. Es la trampa de la justificación por las obras. Y los cristianos siguen quedando atrapados constantemente en ella. Dado que creen que el pecado es una conducta, la respuesta natural es basar también el camino hacia la salvación en la conducta.

Expertos en pecados Es precisamente como resultado de esta idea que algunas comunidades, algunos matrimonios, algunas familias, algunas iglesias y algunas instituciones educativas han llegado a contar con expertos en pecados. ¿Conoces a alguno? No me refiero a gente que es experta en participar de todo tipo de conductas que para nosotros son pecaminosas. ¡En el mundo abundan personas como esas! Me refiero a una clase distinta de expertos en pecados. Hablo de personas que han hecho, de dedicarse a encontrar y señalar el pecado ajeno, la misión de su vida. Expertos en pecados, es decir, en nuestros pecados, pero jamás en los de ellos.

Estas son las almas que toman sobre sí la tarea de convertirse en la conciencia de todos nosotros. Rastrean la Biblia y otros libros cristianos con el objetivo de compilar listas de pecados, y los catalogan para ser capaces de detectarlos con facilidad. Por lo general, suelen corresponderse con el modelo del hermano mayor. De lo que no se dan cuenta es de que su actitud negativa y condenatoria a menudo tiene mucho que ver con la razón por la cual muchos —que se corresponden con el modelo del hermano menor— deciden huir de la iglesia y de Dios.

Por supuesto, estos «hermanos mayores» jamás huyen de la iglesia ni de Dios; al menos, no lo hacen en forma visible. Probablemente sienten deseos no confesados de huir. Quizá darían lo que no tienen por andar de fiesta en fiesta con los hijos pródigos. Pero no, ellos jamás se atreverán a hacer algo

así, porque están convencidos de que la única manera de recibir una parte de la herencia es quedarse con el padre y probarle la ausencia de conductas inapropiadas. No importa cuánto detesten en realidad las normas, sienten que tienen que aguantar y seguir soportando al padre. ¿No dice acaso la Biblia «el que persevere hasta el fin, ese será salvo»? Porque en última instancia, los hermanos mayores están convencidos de que las conductas apropiadas, o al menos la ausencia de conductas inapropiadas, les habrán de dar la recompensa por la cual han estado trabajando como esclavos. El problema, como dijimos en el capítulo anterior, es que una actitud de este tipo conduce a una obediencia resentida. Y eso no puede producir más que una existencia sumamente miserable. Los hermanos mayores la soportan, y también hacen miserables a todos los que viven con ellos, porque la miseria es contagiosa y, créeme, estos hermanos mayores se esfuerzan mucho para agrandar su grupo de miserables. ¡Si yo no puedo disfrutar de eso, más vale que tú tampoco lo disfrutes! Y así extraen una potente lupa que llevan a todas partes para identificar pecados. ¡Lo malo de todo esto es que la lupa funciona bien como tal, pero no sirve para mirar! Jesús describió personas como estas en Mateo 7: 3, cuando preguntó: «¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?». ¿Qué determina a las personas a actuar de esta manera? ¿Qué impulsa a los esposos a atormentar a sus esposas, y a las esposas a atormentar a sus esposos, y a los padres a atormentar a sus hijos, y a los compañeros de habitación a atormentarse mutuamente, y a los miembros de iglesia a atormentarse unos a otros? ¿Por qué tantos cristianos se muestran tan implacables con los demás una y otra vez? ¿Puede ser que, como los dos hermanos de la parábola de Lucas 15, nosotros también hayamos quedado atrapados en un modelo que concibe el pecado sobre la base de la conducta? Si es así, entonces estamos tan equivocados respecto a nuestro Padre como lo estuvieron los dos hermanos del relato respecto al suyo.

El pecado y el Padre Ahora bien, ¿te has dado cuenta de qué le preocupa al padre de la parábola? Lo que más le preocupa no son las conductas apropiadas o inapropiadas de sus hijos, sino las relaciones. El modelo del pecado que tienen sus hijos es conductual, pero el modelo del padre es claramente

relacional. Si les preguntaras a los hermanos qué es para ellos pecado, sin duda hablarían de conductas erróneas. Pero si le preguntaras al padre qué es para él pecado, hablaría de relaciones rotas. El padre define el pecado más como una relación que como una conducta. A pesar de todo, me parece que puedo oír que alguien protesta y dice: «Espere un momento, pastor Nelson. Si usted está infiriendo que el padre de la parábola se asemeja a Dios, entonces, ¿qué hacemos con la clásica definición que ofrece la Biblia de que “el pecado es transgresión de la ley” (1 Juan 3: 4)?». Muy buena pregunta. Y para responder adecuadamente hemos de reflexionar por un momento en la naturaleza de la ley de Dios, los Diez Mandamientos. En último término, ¿no constituyen acaso esas diez órdenes una protección divina de todas las relaciones que resultan importantes para el ser humano? Los primeros cuatro destacan nuestra relación con Dios como nuestro Creador, y los últimos seis tienen que ver con las relaciones con nuestros prójimos. En suma, el Decálogo es un documento relacional. De manera que si el pecado es la «transgresión» o el quebrantamiento de uno de esos mandamientos que fueron dados para proteger las relaciones, entonces, por definición y extensión, el pecado es, a fin de cuentas, un atentado contra las relaciones mismas. El pecado es, antes que nada, todo aquello que amenace y quebrante una de esas relaciones protegidas. Es todo pensamiento o conducta que haga peligrar, ya sea mi relación vertical con Dios, o mi relación horizontal con otro ser humano. Por tanto, en primera instancia, el pecado tiene que ver con las relaciones. Por eso cuando el padre sale apresuradamente de su casa, lo que tiene en mente —en ambos casos— no son las conductas equivocadas, sino las relaciones rotas. Porque el dolor de la separación lo ha provocado una relación rota, y no una conducta inapropiada. Es verdad que los dos hijos comienzan sus respectivos discursos haciendo referencia a su conducta, pero fíjate en que la respuesta que el padre da a ambos implica descartar el enfoque conductual que le presentan y, mediante sus brazos abiertos, hacerles una oferta relacional. Lo que el padre desea más que nada en el mundo es restaurar una amistad profundamente personal con ambos hijos. Nada más. Así son los padres terrenales. Y nuestro Padre celestial actúa de la misma manera. Lo sé, porque yo también soy padre. Por cierto, no soy un padre perfecto, pero sé cuánto amo a mis hijos y cuál es mi reacción cuando se caen o se lastiman.

Recuerdo lo que sucedió en cierta ocasión, hace ya unos años, cuando mis hijos eran pequeños. Una mañana estaba llevando a Kirk, nuestro enérgico muchachito de segundo grado, a la escuela. Teníamos un pequeño automóvil de dos puertas, y Kirk iba en el asiento trasero, porque su hermanita pequeña iba amarrada en su sillita junto a mí. Esto sucedió antes de que todos los automóviles tuvieran airbag y llegaran las advertencias sobre lo peligroso que puede resultar colocar a los niños en el asiento delantero de esa manera. Cuando llegamos a la escuela, me bajé para deslizar el asiento hacia adelante para que Kirk pudiera salir. Y bien que salió. El único problema era que estaba tan apurado por entrar a la escuela, que al pegar el salto para salir del automóvil no alcanzó a ver mi cinturón de seguridad, que había quedado suelto en el piso del vehículo. Al dar el salto, se enganchó el pie en el cinturón y voló por el aire, dándose de lleno en la cabeza contra el asfalto. Su lonchera voló también por el aire y todo lo que contenía —su manzana, su termo y su sándwich— quedó desparramado por todas partes. Durante unas décimas de segundo quedó tirado allí, mientras yo lo miraba, paralizado, sin saber qué hacer. Pero entonces abrió la boca y después de aspirar todo el aire del universo, dejó escapar un grito desgarrador. ¿Qué crees que pasó por mi mente en ese momento? ¿Crees que me puse a analizar cuál había sido la conducta de Kirk? ¿Que me puse a pensar en que él tendría que haber sido más cuidadoso? ¿Te parece que comencé a considerar que él había sido muy necio para tropezar y caer de esa manera? ¡Por favor! Lo único que tenía en mente en ese instante era que mi hijo se había lastimado y que solamente necesitaba una cosa: que yo estuviera a su lado, que me agachara y lo recogiera del piso, y que lo tuviera junto a mi pecho para asegurarle que todo saldría bien. Lo único que él necesitaba en ese momento era que yo lo abrazara y lo consolara hasta que dejara de sufrir y de llorar. Y eso fue lo que hice como padre. Y eso es lo que nuestro Padre celestial también quiere hacer, no solo cuando nos caemos y nos lastimamos físicamente, sino cuando fallamos moral y espiritualmente. No sé si lo sabes, pero cuando un niño se cae, su padre no se dedica a analizar la caída, solo piensa en levantarlo y sostenerlo junto a su pecho. Un padre sabe bien que lo que transforma a un hijo no es un discurso sobre conducta. Lo que transforma a un hijo es el amor de una relación. Lo mismo sucede con nuestro Padre celestial. Analicemos qué hace en este relato. ¿Por qué crees que salió corriendo por el camino polvoriento y puso en la

mano del hijo pródigo el anillo de la familia? ¡Porque era necesario restaurar una relación que estaba rota! ¿Y por qué sale de la casa iluminada a las sombras de la noche para estar con su hijo mayor? ¡Porque era necesario restaurar una relación que se había roto! En los dos casos de los dos hijos, la motivación que impulsa al padre es relacional. En ambos casos, el corazón del padre se pregunta: ¿Qué puedo hacer para restaurar esta relación rota?

Las relaciones y la redención Lo mismo sucede en el caso de Dios. No dejemos que se nos escape el punto más importante de la parábola. El relato de Jesús no tiene tanto que ver con la historia de dos hermanos, sino con el Padre. Es un Padre que observa un planeta lleno de sus hijos. Algunos de ellos han huido del hogar y están perdidos; otros se han quedado en el hogar, pero también están perdidos. Todos ellos, sin embargo, tienen algo en común: sus necesidades más profundas, su verdadera sed, solo puede ser satisfecha por el Padre. Agustín de Hipona estaba en lo correcto cuando afirmó: «Nuestro corazón no puede hallar reposo hasta que lo encuentre en ti». Para que pudiéramos hallar ese reposo que sana, el Padre se inclinó en el Calvario y nos levantó del suelo, nos colocó junto a su pecho y nos ofreció por medio de ese abrazo de gracia y amor incondicional toda la sanidad y el reposo que nuestro corazón siempre ha anhelado. «Venid a mí […], y yo os haré descansar» (Mat. 11: 28), es la invitación que nos hacen esos brazos extendidos en el madero de la cruz. «Vengan al hogar conmigo, vengan al hogar para que seamos amigos para siempre». Hace unos años, vi en un diario una fotografía que me emocionó profundamente. Era la fotografía de un letrero misterioso que había aparecido clavado a un árbol cerca de Nappanee, Indiana, Estados Unidos. No era uno de esos inmensos letreros de una avenida central de Nueva York, que suelen incluir fotografías de personas sonrientes y frases pegadizas. Era un simple letrero que contenía unas cuantas palabras escritas a mano. Y nadie sabía de dónde había salido; ni siquiera el dueño de la finca donde se encontraba el árbol. De hecho, él ya había quitado el letrero tres veces, pero tres veces había vuelto a aparecer. Era imposible pasarlo por alto si viajabas por aquella ruta. Uno no podía sino preguntarse quién lo había colocado allí. ¿Habrá sido alguna madre quebrantada por la congoja? ¿O un solitario padre en medio de la noche?

Nadie sabía quién lo había puesto, pero nadie que lo leyera podía olvidarse de él. Tenía unas cuantas y sencillas palabras: «Hijo, por favor, regresa». Son las mismas palabras que Dios pintó de color carmesí sobre una cruz hace ya mucho tiempo. Con ellas nos invitó a ir hacia él mientras extendía sus brazos sobre el madero: «Hijo, por favor, regresa». ¿No es hora de que aceptemos la invitación de esos brazos abiertos, y caminemos con el Padre de regreso al hogar?

Para reflexionar y compartir • Si has violado uno de los Diez Mandamientos, ¿crees que el Señor estaría dispuesto a perdonarte? A fin de cuentas, ¿cómo consideras que es Dios en este aspecto? • Si te tocara hacer un comentario sobre el amor de Dios, ¿qué verdades, acontecimientos y acciones resaltarías de él?

Capítulo 4

Mentiras y verdades respecto a Dios

El

incidente que se produjo en 1989 en un pueblo cerca de Detroit, Míchigan, Estados Unidos, justo después de Año Nuevo, simplemente debe ser catalogado como increíble. Leonard Tyburski era el director de asuntos estudiantiles de una escuela secundaria local. Él y su familia vivían cerca de allí, en Plymouth. Sin embargo, en el otoño de 1985, la señora Tyburski desapareció. Varios días después, Leonard denunció el caso a la policía y declaró que ella se había ido sin llevarse nada más que la ropa que tenía puesta. Llevaban casados diecisiete años. Leonard afirmó que ella se había ido de la casa tras una pelea conyugal, y que le había dicho que pensaba ir a Toledo, Ohio. La policía, por supuesto, sospechó inmediatamente del señor Tyburski, dado que era la última persona que había visto a su esposa antes de la desaparición. Le pidieron que se sometiera al detector de mentiras; él aceptó y pasó la prueba. Sin otras pistas que les permitieran continuar la investigación, los detectives concluyeron que era otro caso de las miles de personas que cada año deciden irse de su hogar y perderse en la jungla, por así decirlo. Después de todo, en un país libre, la gente tiene derecho de ir adonde le plazca. Tras dos años de investigaciones, el caso fue archivado, y

la señora Tyburski fue colocada en la lista de personas desaparecidas. El asunto pudo haberse quedado ahí, de no ser porque Kelly, la hija de ambos, comenzó a tener misteriosos sueños sobre su madre. El resto del relato parece sacado directamente de un cuento de Edgar Allan Poe. Kelly tenía una pesadilla recurrente en la que veía que su madre se hallaba en un lugar en el que no se podía mover, como si estuviera encerrada o amarrada. Por más que lo intentaba, Kelly no podía sacarse de la cabeza la idea de que los sueños eran algún tipo de presagio sobre la realidad. En el sótano de la casa había un viejo congelador. Hasta el momento de la desaparición de su madre lo habían usado para almacenar carne, pero un día la llave había desaparecido. Kelly comenzó a sospechar. Le preguntó a su padre por la llave, pero él le dijo que no recordaba dónde la había puesto. Siguió inventando todo tipo de cuentos para justificar la pérdida de la llave. Mientras tanto, Kelly seguía teniendo las mismas pesadillas. Finalmente, el lunes 2 de enero de 1989, más de tres años después de la desaparición de su madre, Kelly decidió investigar por sí misma. Aprovechó que se había quedado sola en la casa, tomó una barra de metal y la usó de palanca para abrir la puerta del congelador. Nunca hubiera imaginado lo que encontraría allí. En el interior estaba el cuerpo congelado de su madre. El juez dictó una nueva orden judicial, y Leonard Tyburski fue arrestado. Poco después confesó que había asesinado a su esposa. ¡Qué historia tan terrible, espeluznante e increíblemente triste! Pensemos en ese hombre, que vivió tres años con tan horrible secreto guardado bajo llave, en el congelador del sótano de su propio hogar. Probablemente tuvo cientos de oportunidades de deshacerse del cuerpo de su esposa sin que nadie se diera cuenta. Pero el recuerdo inquietante de su pecado oculto tuvo que haber sido demasiado para él. No lo pudo soportar. Entonces decidió dejar las cosas como estaban, y enterró su recuerdo y a su esposa en ese frío y oscuro congelador, en las profundidades de ese lugar que él y sus hijas consideraban su hogar. ¡Increíble! Sin embargo, parece que aun historias como esta ya han perdido gran parte de su poder de sobresaltarnos.

Nuestros congeladores personales ¿Qué nos ha quitado la capacidad de sentirnos impresionados o indignados ante semejante horror? ¿Tal vez el constante bombardeo de

programas de televisión? ¿El desfile incesante de violencia que presentan los periódicos y los noticieros? ¿O será más bien que cada uno de nosotros también tiene un congelador lleno en lo más profundo de nuestro frío y tenebroso corazón? Quizás tengamos nuestras propias colecciones privadas de temores obsesivos y perturbadoras premoniciones de culpas y ansiedades encerradas bajo siete llaves. Y por si eso no fuera suficiente, también tenemos que enfrentarnos con Dios. ¿Para cuántos de nosotros el recuerdo de Dios es una terrible verdad sepultada en el congelador del sótano? Porque todos tenemos esos momentos, ¿verdad? Esos momentos solitarios en alguna habitación de un apartado hotel, cuando buscamos a tientas, en la mesita de noche, la Biblia de los Gedeones. Lo único que buscamos es una palabra de esperanza, de seguridad y de paz. Cualquier cosa que nos sirva para alejar la incómoda culpa o el temor que nos asalta. Sin embargo, no hemos avanzado ni diez páginas en el Libro cuando nos chocamos de frente con el Dios del Antiguo Testamento. Repentinamente, los cerrojos del refrigerador del sótano, que esconden una gran cantidad de temores, comienzan a vibrar y nos quitan el sueño. Porque tras la tercera página de la historia de la creación comienza una horrenda letanía de males, enojos y fuegos consumidores, de inundaciones y voces atronadoras, de zarzas ardientes y vientos abrasadores, de masacres sangrientas y ángeles destructores. Una vez más, nos encontramos con el Dios del Antiguo Testamento. Y con una pesadilla como esa, ¿quién puede dormir? ¿Quién es el Ser aterrador que protagoniza esas historias del Antiguo Testamento? ¿Cómo es posible llegar a querer a un Dios semejante? ¿Se puede convivir con Alguien que es un fuego consumidor? ¿Y cómo es posible conciliar este cuadro con lo que hemos dicho respecto al Padre amante, que espera con los brazos abiertos que sus hijos vuelvan al hogar? Mientras tratamos de hallar respuestas, te invito a que me acompañes a tierras lejanas, en un viaje a dos montañas del pasado. Son dos picos similares que vamos a escalar en los siguientes capítulos. Son dos montañas en que los seres humanos se han encontrado con lo divino. Dos montañas, un solo Dios. Y una sola búsqueda para saber la verdad sobre su persona.*

Historia de tres montañas Nuestra historia comienza en realidad en una tercera montaña, aquella que

los antiguos llamaban «el monte de Dios». En algún lugar del universo, más allá de los agujeros negros y las titilantes estrellas, hay un reino que se encuentra sobre una montaña resplandeciente. Es la ciudad de Dios, donde cierta vez, hace mucho tiempo, se encontraba ante la presencia del Rey y Creador del universo una noble criatura cuya belleza y porte principesco lo distinguía como la cabeza de todo lo que había sido creado. Su Padre, el Creador, lo nombró el lucero de la mañana, Lucifer. Y a ese amado hijo suyo le otorgó el rango más elevado dentro de las órdenes angélicas; solo Dios mismo estaba por encima de él. Lamentablemente, fue en el perfecto corazón de Lucifer donde germinó el misterio del mal, surgiendo a la vida para pasar de ser una diminuta y oscura plantita a una maleza parásita asesina que invadió su mente brillante y estranguló su corazón inocente con la locura mortal del orgullo egoísta. El misterio de la rebelión del maligno, ¿quién puede entenderlo? Yo no. Lo único que tenemos es ese relato antiguo y trágico de la demoledora rebelión del ángel resplandeciente, «el hijo de la mañana», que se convirtió en la serpiente cuyo nombre es Diablo y Satanás (ver Apoc. 12: 7-9). ¿Cómo explicaremos, entonces, el misterio de la rebelión? ¿Podemos echarle la culpa a Dios por lo ocurrido? En cierta ocasión visité a una familia de mi distrito. Eran dos estimados ancianitos que ya tenían unos cuantos bisnietos. Como sucede en muchos hogares de abuelos cariñosos, tenían una pared llena de fotografías de sus hijos, de sus nietos y bisnietos. Entonces, los ancianos se dedicaron a recordar las historias de cada uno de sus siete hijos, deteniéndose en cada una de sus fotografías de la escuela secundaria para relatarme lo que habían hecho y cuáles eran sus actividades actuales. Eran historias maravillosas de servicio y fidelidad. Unos minutos después, sin embargo, llegaron al hijo menor, y un deje de tristeza se filtró en la voz de la ancianita, que comenzó a contarme la historia de ese hijo. El más joven se había criado en el mismo hogar, como el resto de sus hermanos; había compartido los mismos valores familiares, las mismas normas elevadas, pero por razones que nadie podía explicar, había decidido darle la espalda a todo. Rechazó todo lo que se le había enseñado y se rebeló. Imagina la reunión familiar en esa casa el Día de Navidad. Seis de los hijos han llegado para pasar ese día especial con sus padres. Alrededor de la mesa hay risas, sonrisas y alegría. El padre se pone de pie para elevar

una oración de gratitud pero, ¿qué se escapa de la comisura de los ojos de la madre? ¡Una lágrima! Pero querida mamá, seis de sus siete hijos han venido a casa, ¿no es razón suficiente para estar contenta? ¡Cómo puede sentirse feliz y satisfecho el corazón de una madre cuando le falta uno de sus hijos! Y lo mismo sucedió con otra familia hace mucho tiempo y en un lugar lejano. Uno de los hijos del Padre se rebeló contra todos los valores y creencias que daban sentido a la familia. ¿Qué falló? Todos tenían el mismo Padre; todos vivían en el mismo hogar. Sin embargo, ¡qué resultados más trágicos y opuestos! Dios y Lucifer. Solo el amor de un padre puede entender las profundidades de un dolor semejante.

El misterio de la rebelión Todo comenzó en el cielo. Fue allí donde este ser, el más glorioso de los hijos de Dios, comenzó a dar sus primeros pasos sigilosos por el hogar, y a colocar su brazo angélico alrededor del hombro de sus amigos y familiares, para susurrarles al oído la insinuación de que Dios en realidad no era todo lo que afirmaba ser. De ese modo sembró la duda en aquellos que estuvieron dispuestos a escucharlo. Les dijo que el Creador no era un Dios de amor; que Dios, en realidad, los había convencido de algo que no era cierto; que, a decir verdad, todos habían sido engañados por el Señor. «Ahora bien, si yo fuera Dios…». La rebelión esconde de manera inevitable ese supremo deseo. El orgullo no acepta estar en segundo lugar. Y los seductores susurros del ángel rebelde constituían la promesa de una existencia superior a lo que cualquier ángel hubiera soñado alguna vez. Les prometió que podrían vivir fuera del alcance de las leyes y las normas del Padre, lejos de la «autoridad superior incuestionable» de semejante dictadura. «Síganme —les susurró como si ya fuera la serpiente—, ¡y seremos iguales a Dios!». Y algunos de ellos decidieron seguirlo. El resto es historia; una triste historia que también se ha combinado con la lúgubre historia de este mundo. Porque, ¿qué se esperaba que hiciera Dios? ¿Qué tenía que hacer el Padre celestial? Por supuesto, estaba completamente dentro de sus atribuciones destruir por completo a Satanás y desmantelar instantáneamente la oposición. Pero si se apresuraba a destruir a su hijo rebelde, Dios saldría perdiendo, ya que el resto de sus hijos se convencerían de que Lucifer estaba en lo correcto

cuando había dicho: «Si haces que la autoridad superior incuestionable se enoje, te destruirá». El ángel rebelde había afirmado que el Creador no era el Dios amante que afirmaba ser. Por supuesto, todos lo habrían seguido adorando, pero habría de ser una adoración que provendría de corazones carcomidos por un nuevo enemigo: el temor. Y el temor y el amor no pueden coexistir. En efecto, la Biblia declara que «el perfecto amor echa fuera el temor» (1 Juan 4: 18).

Libertad de rebelarse Esto hizo que al Dios de amor le quedara una sola opción. Y he aquí que en la cima de la primera montaña, en la ciudadela cósmica de Dios, recibimos las primeras vislumbres de la naturaleza del Dios del Antiguo Testamento, ese Dios eterno que estaba ahí antes de que se escribiera el Antiguo Testamento. La única opción de Dios es la siguiente: no destruir a su hijo rebelde Lucifer. En su lugar, el Señor decide otorgar a su adversario el valioso don de la libertad, de manera que Lucifer pueda recibir tiempo suficiente para jugar todas las cartas que tiene en sus manos. Durante ese tiempo se haría realidad la manifestación —ante todo el atónito universo espectador— de la locura autodestructiva de un reino erigido sobre el orgullo de la adoración propia. Así el universo se daría cuenta de que el rechazo de la ley divina es un rechazo del amor de Dios, que es lo mismo que rechazar la Fuente de la vida, lo cual, obviamente, equivale a la muerte. Luego la historia se trasladó a un planeta recién creado en la giratoria Vía Láctea, que llegó a ser el escenario de una lucha cósmica a vida o muerte entre las fuerzas del bien y del mal, entre el amor y el odio, entre el sacrificio altruista y el instinto de supervivencia. En suma, entre Dios y Satanás. El resto es historia. Una historia triste, muy triste. Como pastor, en numerosas ocasiones tengo que subir al púlpito y ver desde allí un solitario ataúd y una familia desconsolada. Cada vez que paso por esta situación, siento el dolor de la historia en la cual tú y yo hemos visto la luz de la existencia. Es la historia de la vida que se convierte en muerte en Génesis 3, con el relato desgarrador de Adán y Eva y del jardín que ambos perdieron; como también la historia de Caín y Abel. No era el propósito de Dios que las cosas terminaran de esa manera, pero Lucifer ganó el primer asalto de la pelea.

Desde entonces la raza humana ha sido imbuida de la errónea idea de que es posible alcanzar la realización personal por medio de la adoración egoísta, de la mentira forjada en el Edén por la lengua viperina de la serpiente. Y la mentira sigue y sigue teniendo éxito: la realización personal se encuentra en creer en la adoración egoísta. Esta historia continúa hasta nuestros días. Ahí está la historia del dolor y de la muerte; semejante a un dique que se rompe, así también las compuertas de la miseria humana se han resquebrajado para arrasar este planeta moribundo con sus aguas pestilentes y nauseabundas. No sé qué pensarás tú, pero yo espero que alguien en el universo esté escuchando y observando en este preciso instante, y tomando nota de este trágico experimento de rebelión. Hace ya algunos años la NASA lanzó el Voyager II, una nave espacial no tripulada que ahora vuela a toda velocidad hacia zonas más alejadas del espacio, a dieciséis kilómetros por segundo. Y por si acaso esta nave espacial llegara a encontrar vida inteligente en algún rincón del universo, los científicos de la NASA colocaron a bordo un disco recubierto de oro con los registros de los sonidos del universo (¡siempre y cuando el disco pueda girar a una velocidad de 16.5 revoluciones por minuto!). Por si acaso, el disco está viajando.

El universo observa Desde ahora mismo ya puedo predecir que la vida inteligente del universo no tiene necesidad de contar con un disco dorado para determinar los terribles resultados de la rebelión. ¡Lo único que tienen que hacer es observar este planeta! Esta es la casa que Lucifer construyó (o usurpó). Que se pongan a observar un buen rato este teatro cósmico, para que puedan conocer las deplorables consecuencias del reino que se ha mantenido rehén del orgullo.

¿Cuáles son las obras de Lucifer que alcanzan a divisar? ¿Qué obras pueden contemplar de ese rebelde que les prometió el cielo si lo seguían? Te puedo asegurar que no hay ningún disco dorado, sino tan solo una colección terrestre de campos de refugiados con niños muertos de hambre, con los vientres hinchados y las costillas a flor de piel. Divisarán guerras, con su carnicería que deja por el camino incontables mutilados y muertos en todo el mundo. Verán el mal revelado en indescriptibles holocaustos que han dejado boquiabiertas a civilizaciones enteras. Observarán a seres humanos, creados a imagen de Dios, que encierran los cuerpos de sus prójimos en el congelador de su sótano. Se les prometió el cielo, pero se les dio el infierno. Y todo porque Lucifer quiso ser Dios. No obstante, podemos preguntarnos: «¿Dónde está Dios? ¿Dónde se encuentra en medio de esta incesante pena?». Está con el corazón quebrantado, junto al portón de un jardín vacío. Allí está solo, porque sus hijos —todos ellos— se han marchado. El mismo Padre que día tras día salía a esperar a su hijo pródigo, y que oteaba con ansiedad el horizonte con la esperanza inquebrantable e ilógica de que decidiera regresar. El mismo Padre que salió de la casa apresurado para instar a su hijo mayor a que entrara a la fiesta, a que regresara al círculo del amor familiar. Es el mismo Padre, y aún está allí. Esperando. Seis capítulos más adelante en la historia del Génesis y aún está allí, aguardando. Y vio el Señor «que la maldad de los hombres era mucha en la

tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón solo era de continuo al mal» (Gén. 6: 5). Porque tan solo unas generaciones después de Adán y Eva, la cosas fueron de mal en peor. Una vez más, el Padre amante va en busca de sus hijos, pero, ¡qué encuentro tan triste! «De continuo al mal». ¿Qué tiene que hacer un Dios, un Padre, en un caso como este? El Señor no pierde los estribos; tampoco le da una rabieta descomunal. ¿Cómo responde, entonces? Leamos el siguiente versículo: «Se arrepintió Jehová de haber hecho al hombre en la tierra, y le dolió en su corazón» (vers. 6). ¿Es esta la imagen de un Dios furioso? No, es la descripción de un Padre muy triste. Un Dios al que se le ha roto el corazón. Un Dios aplastado por el dolor y apabullado por la congoja. ¿Sabes por qué se sintió así? Porque solo el amor verdadero puede sufrir con el corazón quebrantado. Solo un corazón que conoce el amor conoce también el dolor. Sin amor, no hay dolor. Y el corazón de Dios está lleno de amor. Por eso está tan dolorido.

La mentira sobre Dios A pesar de todo este amor y de todo este dolor del corazón del Padre celestial, allí, al comienzo mismo del Antiguo Testamento, hemos recibido una imagen distorsionada de Dios, puesto que hemos recibido la imagen que el diablo mismo ha diseñado para nosotros. Esa imagen ha continuado extendiéndose a lo largo del tiempo, susurrando insidiosamente en nuestros oídos, insistiendo en que Dios ha regido la historia humana con crueldad y con mano dura, y que nos ha arrastrado a la fuerza aun en contra de nuestra propia voluntad, sometiéndonos por temor y destruyéndonos según sus caprichos. El diablo nos restriega en la cara que el gobierno divino ha sido un reinado de terror. Después de todo, ¡fíjense en lo que hizo en ocasión del diluvio! Está bien, aceptemos el desafío que nos presenta Satanás. Fijémonos en lo que sucedió en ocasión del diluvio. Analicemos por un momento de qué forma ha manejado Dios la historia humana. Reflexionemos sobre el desafío que el diablo sigue arrojando sobre el rostro mismo de Dios. ¿Qué sucedió en los tiempos del diluvio? En la Biblia, la historia del diluvio se encuentra inmediatamente después de lo que acabamos de leer en Génesis 6: 6, que habla de un Dios cuyo corazón se sentía sumamente dolorido y apesadumbrado. Dediquemos unos momentos a imaginar juntos esta escena. Imagínatelo de pie junto a la entrada del Edén, en ese mismísimo huerto que con alegría

había creado para que fuera el paraíso de la nueva raza por toda la eternidad. Un huerto que ahora está tan silencioso como una tumba y que, desde que Adán y Eva fueron expulsados, ya no ha albergado a ningún otro ser humano. El Señor se encuentra solo, a las puertas. Y a medida que van pasando las generaciones, mira toda la tierra y ve que las inclinaciones de los pensamientos del corazón humano son de continuo al mal. ¡Es imposible caer más bajo que tener pensamientos que siempre tienden hacia lo malo! ¿Qué puede hacer Dios? ¿Qué opciones tiene? Si permite que ese cáncer del pecado siga creciendo de manera desenfrenada, se pone en juego la vida misma del planeta. Tenía que adoptar un plan urgente de acción. Sabía que perdería todo a menos que el cáncer fuera extirpado. Aún recuerdo el momento cuando, hace algunos años, llamé a un amigo, que en el pasado nos había construido una casa cuando vivíamos en el otro extremo del país. Mientras hablábamos, me contó que unos meses antes había comenzado a sentir un dolor en la pierna que no lo dejaba tranquilo. Después de que le realizaran una serie de pruebas en el Centro Médico de la Universidad de Stanford, le diagnosticaron cáncer de hueso. Los doctores que lo estaban atendiendo tenían dos opciones: dejar que el cáncer siguiera su curso y terminara haciendo metástasis en todo el cuerpo, o adoptar un plan de acción urgente e inmediato que les permitiera destruir o extirpar el cáncer. ¿Cuál crees que fue la elección de los médicos y la de mi paciente? Si se le quería salvar la vida, solo había una opción: la erradicación del cáncer antes de que se extendiera por todo el cuerpo.

La verdad sobre Dios ¿Habría de ser diferente en el caso de Dios? Permíteme que te recuerde que el Dios que encontramos en la historia del diluvio es el mismo Dios que había creado a Adán y a Eva para que fueran sus compañeros y amigos por la eternidad. Es el mismo Dios que más adelante caminó con Enoc, cuando este también decidió caminar con él. Es el mismo Dios que siempre ha estado sediento por el amor de sus hijos, que anhela que todos los seres humanos sean salvos, que tiene ansias de sentir el compañerismo de todos sus hijos. No es de extrañar, entonces, que veamos a ese Dios con el corazón roto porque sus hijos prefieren estar bailando con el diablo que caminando con el Creador del universo. Si fueran tus hijos los que hubieran

huido del hogar, ¿no tendrías el corazón roto? Sin embargo, no todos sus hijos han abandonado a su Padre celestial. Hay aún algunos que siguen anhelando el compañerismo y el amor del Padre. Ahora bien, si el Padre permite que el cáncer de la rebelión siga creciendo hasta llegar a una situación fuera de control, Dios también terminará perdiendo a esos pocos fieles, y perderá entonces a toda la raza humana. Te invito a ponerte en el lugar del médico por un momento. Imagina que tú tienes que tomar la decisión. ¿Estás dispuesto a erradicar la parte enferma que ya ha sido desahuciada como un esfuerzo desesperado para salvar la vida del paciente? ¿O prefieres salvar la parte enferma y terminar perdiendo al paciente?

Tú decides Nadie dijo que la decisión fuera fácil. Sin embargo, cuando todo el organismo ha sido afectado y se dirige sin remedio a una muerte dolorosa, ¿qué otra cosa se puede hacer? Leamos el relato de Génesis 6, y analicemos cuál es la respuesta divina: «Vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón solo era de continuo al mal; y se arrepintió Jehová de haber hecho al hombre en la tierra, y le dolió en su corazón. Por eso dijo Jehová: “Borraré de la faz de la tierra a los hombres que he creado, desde el hombre hasta la bestia, y hasta el reptil y las aves del cielo, pues me arrepiento de haberlos hecho”. Pero Noé halló gracia ante los ojos de Jehová» (Gén. 6: 5-8).

Entonces, el Dios que está solo, a la entrada de su huerto vacío, escudriña la tierra en busca de un amigo fiel que le sirva de instrumento para salvar a la raza humana, o al menos a parte de ella. Tiene que ser alguien que pueda ir a ese mundo perdido para extenderle la invitación divina: «Regresen a mí, regresen a casa para estar conmigo, regresen a mí para que alcancen la salvación». Y en un constructor de barcos de barba blanca llamado Noé, Dios halló ese amigo y logró enviar su invitación al mundo. Es la misma invitación que escuchamos una y otra vez por medio de los profetas del Antiguo Testamento. Es un llamamiento que se repite de un extremo al otro de la Escritura: «Si quieren vivir y ser salvos, regresen a mí. Regresen ahora mismo; no puedo esperar para siempre. Si lo hago, voy a perder a toda la humanidad». «Volveos a mí y sed salvos, todos los términos de la tierra; porque yo soy Dios, y no hay ningún otro» (Isa. 45: 22, BLA). Estas no son palabras de un Dios consumidor; constituyen la súplica de un

Salvador compasivo. Un montón de tablones en forma de arca fue la oferta de su amor en aquella ocasión. Y en la actualidad dos tablas de madera en forma de cruz son la expresión de su amor. Nada ha cambiado. Es el mismo Dios. Es el mismo amor. Es el mismo llamamiento urgente. Es la misma decisión final: hay que cortar el cáncer de raíz antes de que toda la raza humana se pierda. Es el mismo reloj que señala los segundos de la eternidad. Es la misma imagen de dos brazos extendidos en señal de amor. Es la misma invitación de misericordia. No tiene que asombrarnos que la invitación siga siendo la misma: «Ven a casa. Regresa al Padre antes de que sea demasiado tarde». Esa es la verdad sobre Dios, sobre el diluvio y sobre el corazón divino que se vio forzado a tomar la decisión de erradicar la enfermedad antes de que destruyera a toda la especie humana. Fueron acciones radicales y precisas para salvarle la vida. Costó una muerte, la muerte de Cristo. Ven a casa. Regresa al Padre antes de que sea demasiado tarde. Nada ha cambiado. Esto significa que la decisión final y última sigue estando en tus manos y en las mías. Puesto que ya sabemos lo que le ha costado a Dios desde el mismo comienzo hacer esta invitación, ¿qué buena razón podríamos llegar a esgrimir para no responder a su oferta de la misma manera en que lo hizo Noé? ¿Cuál fue la decisión del patriarca? «Caminó Noé con Dios» (Gén. 6: 9).

Para reflexionar y compartir • ¿Tienes algún pecado en el “congelador” de tu corazón que te gustaría confesarle a Dios ahora mismo? • ¿Consideras que el Señor es digno de suprema alabanza y no un ser cruel e injusto como lo presenta Satanás? • ¿Consideras que la cruz es un argumento poderoso contra las mentiras de Satanás?

_______________ *Estoy en deuda con el teólogo Alden Thompson por esta metáfora de las dos montañas. Ver su libro Del Sinaí al Gólgota (Doral, Florida: APIA, 2011).

Capítulo 5

¡Si te apuntan, huye!

Y o era un joven pastor, lleno de entusiasmo por mostrar a los demás quién era Dios. Impartía clase de Biblia para nuevos conversos; compartía con ellos los grandes temas de la Escritura e investigábamos lo que dice sobre Dios y sobre cómo hemos de relacionarnos con él. La verdad es que disfrutábamos mucho. Pero cierto día, uno de los miembros de la clase vino acompañado de su hermana. Siempre me gusta recibir visitas, por lo que le di una calurosa bienvenida. No obstante, cuando comencé a presentar el tema, ella levantó la mano. ¡E inmediatamente me di cuenta de que iba a tener problemas! Me hizo una de esas preguntas difíciles respecto al Dios del Antiguo Testamento, una pregunta muy parecida a las que hemos analizado en el capítulo anterior: preguntas sobre la naturaleza y el carácter de Dios a la luz de algunos de los relatos del Antiguo Testamento. Me preguntó qué Dios les estaba enseñando a los integrantes de la clase. Me quedé perplejo, pero sonreí. No había razón para preocuparme. Después de todo, yo era un joven pastor recién salido del seminario, donde me habían instruido bien para tener todas las respuestas. Así que le di una. Y puedo asegurarte que me di cuenta de que mi respuesta no la había convencido. Pero la clase tenía que continuar, y eso fue precisamente lo que hice. Al concluir me acerqué a ella y, con la cortesía de un joven predicador, le

ofrecí visitarla la semana siguiente para profundizar más en la pregunta que me había hecho. Yo estaba confiado en que, con un poco más de estudio de la Biblia, ella lograría ver la luz. Aceptó mi propuesta. Unos días después llegué a su casa, pertrechado con la Palabra de Dios y preparado para hacer que aquel corazón errante volviera a la senda correcta respecto a la verdad de Dios. Se me presentó, sin embargo, una pequeña dificultad. ¡Ella se había preparado para el encuentro! Apenas me había sentado, cuando percibí que aquella joven buscadora de la verdad no pensaba de ninguna manera desempeñar el papel de alumna sumisa y afable a los pies del supuesto gran maestro que ahora escribe estas líneas. ¡Se había preparado para descargar toda su artillería! Había hecho la tarea. Había usado la Biblia. ¡Y entonces descargó sin misericordia todos sus cañones a quemarropa sobre mis defensas teológicas! «¿Qué clase de Dios es ese que usted está mostrando a la gente? ¡Es un Dios vengativo, iracundo, enojado, sangriento, criticón, cruel…!». Paró para respirar. Yo aproveché para darle apresuradamente una de mis respuestas enlatadas. No surtió ningún efecto. Ella volvió a disparar: «¿Qué clase de Dios es ese que gobierna a sus seguidores por medio de la fuerza y el temor?». Entonces se detuvo para tomar un breve descanso. Una vez más, aproveché para arrojarle otra de mis respuestas. Seguí sin hacerle mella. Al poco tiempo entendí que cuando ella tomaba un respiro era para cargarse de nuevas municiones y volver a disparar. Y la verdad es que el joven predicador se estaba convirtiendo rápidamente en carne de cañón. Por eso no me quedó de otra que recurrir a la solución final: ¡Cuanto más rápido me fuera de allí, mejor para mí! Así que decidí marcharme en franca retirada. Le di a entender que tenía otra cita y regresé a mi casa, con la cola teológica entre las piernas. Han pasado años desde aquel ignominioso día, pero esos interrogantes no desaparecieron con tanta facilidad. Eran preguntas muy serias, para las cuales necesitaba encontrar respuestas, respuestas que me satisficieran, que fueran más allá de lo que otros me habían enseñado. En ese momento no creí que alguna vez agradecería a Dios por aquel lamentable encuentro; pero ahora, al mirar atrás, le doy gracias por las preguntas que me vi obligado a enfrentar aquel día. La descarga fulminante de mi hábil alumna me forzó a profundizar una vez más en el estudio de la Biblia a fin de encontrar respuestas.

A la búsqueda de mejores respuestas La verdad es que, a lo largo de los años, he enfrentado preguntas similares una y otra vez. ¿Qué clase de Dios es ese que la Biblia nos pide que adoremos, sirvamos y amemos: un Jesús bondadoso, manso y afable, o un Padre iracundo y desenfrenado? En los años que han pasado desde entonces las preguntas han seguido siendo las mismas. Lo que ha cambiado son mis respuestas. Porque a través de los años, mi propia comprensión de Dios ha ido cambiando. Eso no significa que ya sepa todas las respuestas, pero las que he hallado responden mejor algunas de las preguntas que yo mismo me he formulado. Por eso te invito a que me acompañes en esta travesía hacia el corazón y el alma de Dios. Te invito a enfrentar juntos estos interrogantes de manera directa y sin tapujos. No salgamos huyendo de ellos. Analicemos la más terrible teofanía de todas las Escrituras. ¿Sabes qué significa «teofanía»? Es una palabra proveniente de un término griego compuesto por dos partes: theos, que significa Dios, y phainein, que significa mostrar. Se refiere, pues, a la aparición o manifestación de Dios. Durante varios de los siguientes capítulos vamos a enfocarnos en las teofanías de Dios sobre dos montes muy diferentes. En el capítulo anterior ya hemos echado un vistazo a un «monte de Dios». Ese era el tercer monte, ubicado en algún lugar incluso más lejano que los Cinturones de Van Allen, allá en el espacio exterior. Pero ahora te invito a escalar un monte aquí mismo, en el planeta Tierra. Es el monte Sinaí, esa cumbre escarpada y rocosa donde Dios se presentó ante Moisés para entregar los Diez Mandamientos a la raza humana. ¡Sin lugar a dudas, es el lugar donde se produjo la teofanía más aterradora que se haya registrado!

El monte del terror Solo tres meses antes de la teofanía del monte Sinaí, en un momento de completa irracionalidad, los hijos de Israel habían huido por sus vidas. Durante generaciones, habían sido los embrutecidos esclavos de la tierra de Egipto. Pero ahora, bajo el manto de las tinieblas del poderoso éxodo, se habían convertido en una horda de esclavos liberados, y habían dejado tras sí una tierra totalmente devastada. Todo había comenzado con la aparición repentina de un pastor de ovejas

llamado Moisés, quien era él mismo un fugitivo de Egipto, dado que había huido de la nación durante cuarenta años. Pero ahora había regresado. Y todavía con el brillo en el rostro debido a un encuentro reciente con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, Moisés había regresado para llevar a su pueblo esclavizado el anuncio de que el Dios que ellos habían olvidado durante aquellos años no se había olvidado de ellos. ¡Y ese Dios estaba a punto de liberarlos! El faraón se mantuvo inflexible. «¡Jamás los dejaré ir!», dijo. Pero en una sucesión asombrosa de diez catastróficas plagas, cada una de ellas dirigida a uno de los laureados dioses del panteón de deidades de los egipcios, el Dios de Israel hizo que el orgulloso y poderoso monarca y su nación cayeran de rodillas convencidos de que los dioses de su nación eran impostores. ¡Solo existía un único Dios viviente! Con ese clamor, Israel logra escapar de las garras de Egipto. Cruzan a través del Mar Rojo como por tierra seca, y el ejército del faraón, que decide perseguirlos, termina ahogado ante sus ojos. Ahí van, en camino por el desierto hasta el monte Sinaí, mientras a su paso se produce una emocionante serie de intervenciones sobrenaturales y liberaciones milagrosas. Cae el maná del cielo y sale agua de las rocas. ¡Qué Dios tan impresionante! ¡Qué Dios tan espectacular! ¡Qué Dios tan temible! No nos gustaría hacer enojar a semejante Dios, ¿verdad que no? Y ahora ha corrido la voz por todo el campamento de que este ser omnipotente desea encontrarse con sus hijos. Quiere hablarles, hablar realmente con ellos. En pocos días más, ha de descender hasta posarse sobre la escarpada cima del monte Sinaí. «¡Prepárense para encontrarse con su Dios!». Acompáñame, por favor, al momento en que se produce ese encuentro sin precedentes, a ese instante inolvidable, a esa teofanía que registra de manera vívida Éxodo 19: 10-13, 16-19: «Y Jehová le dijo: “Ve al pueblo, y santifícalos hoy y mañana. Que laven sus vestidos y estén preparados para el tercer día, porque al tercer día Jehová descenderá a la vista de todo el pueblo sobre el monte Sinaí. Señalarás límites alrededor del pueblo, y dirás: ‘Guardaos, no subáis al monte ni toquéis sus límites; cualquiera que toque el monte, de seguro morirá’. No lo tocará mano alguna, porque será apedreado o muerto a flechazos; sea animal o sea hombre, no quedará con vida. Cuando resuene la bocina, subirán al monte” […]. Aconteció que al tercer día, cuando vino la mañana, hubo truenos y relámpagos, una espesa nube cubrió el monte y se oyó un sonido de bocina muy fuerte. Todo el pueblo que estaba en el

campamento se estremeció. Moisés sacó del campamento al pueblo para recibir a Dios, y ellos se detuvieron al pie del monte. Todo el monte Sinaí humeaba, porque Jehová había descendido sobre él en medio del fuego. El humo subía como el humo de un horno, y todo el monte se estremecía violentamente. El sonido de la bocina se hacía cada vez más fuerte. Moisés hablaba, y Dios le respondía con voz de trueno».

¡Ten misericordia! ¿Te ha sucedido alguna vez que te has despertado en medio de la noche en plena tormenta? En el estado de Míchigan, donde vivo, sucede todo el tiempo durante la primavera. De repente te despiertas de un salto en medio de la noche, terriblemente asustado por el ruido de un trueno. Y ahí se queda uno, acostado, asimilando poco a poco la realidad de la tormenta que se ha desatado y que se puede sentir contra los cristales de la ventana. De pronto las luces de la habitación se iluminan como si estuvieras ante la presencia de la luz intermitente de un letrero de neón. La luz blanca logra atravesar las cortinas, y tú comienzas a contar los segundos de manera instintiva, mientras tratas de calcular a qué distancia se encuentra el rayo que acaba de caer. Pasan cinco segundos y entonces se oye finalmente el feroz trueno, pero no te preocupas porque está a más de un kilómetro y medio de distancia. Sin embargo, dime qué sucede cuando tu habitación se ve envuelta en una luz blanca y terrible en medio de la noche, pero antes de que atines a contar siquiera hasta uno, el trueno estalla cerquita de tu ventana. Sigue con esa imagen mental de luz enceguecedora y truenos estruendosos, pero agrégale un terremoto bajo tus pies de seis grados en la escala Richter y, a eso, añádele un trompetero misterioso que se dedica a hacer sonar su instrumento a unos niveles sonoros que taladran el oído. Entonces, si lo logras, habrás reunido en tu imaginación todos los componentes sobrenaturales de la aterradora teofanía que se produjo en el monte Sinaí en ese día inolvidable. ¿No te dan ganas de salir corriendo?

No tiene que asombrarnos entonces que a los hijos de Israel se les hubiera dado la clara advertencia de que no tenían que tocar o siquiera acercarse al monte, so pena de muerte. Era un lugar sagrado, un lugar aterrador, por obra y gracia de la presencia sonora y explosiva de Dios. Tampoco tiene que asombrarnos que el propio Moisés temblara en ese día. «Tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: “Estoy espantado y temblando”» (Heb. 12: 21). «Porque nuestro Dios es fuego consumidor» (vers. 29). Ahora, ¿por qué el Señor decide revelarse de esta manera? En los capítulos precedentes hemos visto que Dios es un Padre que nos ama profundamente. Siempre está dispuesto a tener una relación con sus hijos y a hacer todo lo que sea necesario para que ellos regresen a él. No obstante, esta visión que se nos muestra aquí en el monte Sinaí parece hallarse a una galaxia de distancia del Jesús manso, bondadoso y afable que hemos aprendido a amar. Aquí se nos habla de un fuego abrasador y consumidor. ¿Por qué Dios escogió esta clase de autorretrato para mostrarse ante los miles de hijos suyos que acababa de liberar de la esclavitud egipcia?

Sale a encontrarnos donde estamos La respuesta a esta pregunta —creo yo— revela una de las verdades más emocionantes respecto a nuestro Dios. ¡Sale a encontrarnos donde estamos, y nos toma así como estamos! Recordemos con quiénes está tratando el Señor en esta ocasión. ¡Una turba descontrolada y desordenada de esclavos fugitivos! Una nación que acaba de ser liberada tras casi dos siglos de sangrienta esclavitud. Un pueblo para el cual cada movimiento, cada pensamiento, ha sido dictado por el látigo. Son personas que, para conservar la sanidad y el instinto de supervivencia, se han visto forzadas a acostumbrarse al temor, la coacción y la obediencia ciega. Son individuos cuyos reflejos responden mejor a la fuerza bruta. Por cierto, cuatro siglos antes, su antepasado Abraham había caminado con Dios, y había llegado a tener incluso una comunión estrecha y personal con él. Pero a medida que pasó el tiempo, tras la muerte de Isaac, Jacob y José, la luz titilante del conocimiento de Dios casi había sido apagada por los amargos latigazos de los capataces de faraón. El sistema litúrgico del pueblo había desaparecido. La espontaneidad de la devoción y la adoración a Dios casi había sido extinguida por la opresión pagana de Egipto. A pesar de todo, Dios no los había olvidado. Había llegado el momento de hacer que el sueño renaciera, de volver a encender la llama de la esperanza, para restaurar a una nación que pudiera amarlo, confiar en él y seguirlo dondequiera que fueran. Pero los esclavos liberados son el combustible que alimenta ese sueño. ¿Qué se espera que haga Dios en una situación semejante? ¿Es ese Dios un verdadero Padre? Bueno, ese es el Dios que sale a encontrarnos donde estamos y nos toma así como estamos. Es el Padre de la parábola del hijo pródigo en su trato con sus dos hijos. Es el Dios de los truenos en su trato hacia sus miles de hijos esclavos. Ante una nación de esclavos liberados solo tres meses antes, el Señor logra captar la atención plena de cada uno de ellos gracias al más aterrador espectáculo de luces y sonido que este planeta haya presenciado alguna vez. Porque en unos pocos momentos, él va a proceder a escribir con su propio dedo, en tablas de piedra, los principios eternos de su reino de amor: los Diez Mandamientos.

¡Alguien tiene que estar escuchando cuando llegue la hora de dar los Diez Mandamientos! De manera que el Señor consigue que le presten atención. Entonces les habla en un lenguaje que pueden entender. Durante generaciones han estado viviendo con estrictas prohibiciones. Han sabido que apartarse un ápice del camino indicado significaba sentir en carne propia el castigo del látigo. Entienden muy bien lo que es una orden expresada de manera negativa. ¡No hagan esto… no hagan aquello… o de lo contrario morirán! Finalmente, cuando Dios desciende a encontrarse con sus hijos ahora liberados, no va hacia ellos para susurrarles al oído en voz baja: «Hoy me gustaría expresarles que deseo que sean honestos, amables entre sí, puros, bondadosos, porque yo los amo». No estaban listos para algo así. Durante siglos, no habían visto ejemplos de amor, de honestidad ni de pureza, así que no estaban listos para imitar. Por eso Dios dice: «Voy a hablarles en un idioma que puedan entender». Y entonces truena desde lo más alto del monte en medio de fuego, humo y un terremoto, diciéndoles: ¡No roben! ¡No mientan! ¡No maten! ¡No cometan adulterio! ¡Porque esas cosas los van a llevar a la muerte!

El pueblo responde Y cuando Dios les habló en el idioma que podían entender, ellos captaron el mensaje: «Ante ese espectáculo de truenos y relámpagos, de sonidos de trompeta y de la montaña envuelta en humo, los israelitas temblaban de miedo y se mantenían a distancia. Así que le suplicaron a Moisés: “Háblanos tú, y te escucharemos. Si Dios nos habla, seguramente moriremos”» (Éxo. 20: 18, 19, NVI). Dios no solamente había logrado captar la atención de aquella tropa de esclavos vagabundos que habían sido liberados, sino que también logró infundir en ellos «el temor del Señor». Fue tal la reacción de ellos que le pidieron a Moisés que, como representante del pueblo ante Dios, fuera a hablar con el Señor, y les comunicara los mensajes que Dios tenía para ellos. ¡Estaban aterrorizados por completo! Ahora que Dios había logrado captar su atención, permitió que Moisés pasara a explicarles esta aterradora teofanía. El propósito no era que el pueblo tuviera miedo de Dios. Era tan solo una demostración que tenía por objetivo dejar en ellos una huella indeleble de la realidad de la grandeza, la gloria y la santidad de Dios. No era más que una apasionada revelación,

propia de quien los había liberado para que se volvieran de los pecados que aún los esclavizaban, y para que pudieran regresar hacia aquel que tenía poder para que siguieran siendo libres. Es precisamente por eso que Moisés mismo les dijo a los israelitas que disiparan sus temores, y entonces él les enseñó la verdad. Escuchemos la reveladora respuesta que dio Moisés cuando el pueblo le expresó su gran temor: «No temáis, pues Dios vino para probaros, para que su temor esté ante vosotros y no pequéis» (Éxo. 20: 20). En otras palabras, Moisés los animó diciéndoles: «No tienen que tener miedo de Dios; teman más bien al pecado. ¡El pecado es lo que los va a matar!».

¿Hay una mejor manera de hacer las cosas? ¿Por qué Dios no les dio a los israelitas el monte Calvario en el desolado desierto, en lugar de darles el monte Sinaí? ¿No podría haber hallado Dios una mejor manera de comunicar su mensaje a su pueblo? ¿Por qué no avanzó y pasó directamente a la cumbre más gloriosa de todos los tiempos? Después de todo, ¿qué revelación podría ser más dramática, tanto para esclavos como para libres, que ser testigos del momento en que el pecado, de manera sangrienta y brutal, le quitaría la vida al Redentor del mundo? ¿Por qué Dios no les dio el corazón quebrantado de Jesús en la cruz del Calvario, en lugar de darles los truenos explosivos de la cumbre del Sinaí? Para responder esta pregunta, me ayuda pensar en un bufé de ensaladas. Permíteme que te explique lo que quiero decir. Una de las grandes invenciones de los que administran el negocio de los restaurantes ha sido el bufé de ensaladas. Un generoso y bien provisto bufé de ensaladas significa que es posible comer tan saludable cuando uno anda de viaje como en la propia casa. Por eso mi familia y yo solemos refugiarnos en esa maravillosa invención cada vez que cruzamos el país en automóvil. No obstante, cuando Kirk y Kristin eran pequeños, mi esposa y yo descubrimos muy pronto que en lo que respecta a los bufés de ensaladas y los niños, junto con la bendición viene también la perdición. Porque por lo general, la mayoría de los bufés de ensaladas viene con un espectacular bufé de postres. Esto significa, por si no te has dado cuenta, que es imposible dejar a los niños sueltos en un bufé de ensaladas sin una estricta supervisión paterna. ¿Por qué? Porque de tener la opción de elegir, los

niños siempre optarían por los helados antes que las ensaladas. Y a mis dos hijos les encanta el helado. Es por eso que cuando nuestros hijos eran pequeños, y salíamos de nuestro pequeño vehículo estirándonos y bostezando para ir a comer algo a un restaurante con un bufé de ensaladas, puedes imaginar qué era lo que los atraía y les hacía desviar la mirada. Por supuesto, la cautivante máquina expendedora automática de helados, con su mostrador adjunto con cien tipos de coberturas de chocolate, galletas y caramelo. Ahora bien, supongamos por un momento que yo quería ser un padre amable, dedicado y amante y que, en consecuencia, no quería establecer ninguna regla arbitraria y rigurosa. Podría haberme limitado a llevar simplemente a mis dos hijos al bufé de ensaladas, y allí les podría haber señalado todo el brócoli, las coles y otras verduras mientras me dedicaba a ensalzar los méritos maravillosos de las vitaminas, los minerales y las fibras que contienen esos alimentos. Podría haberme dedicado a elogiar todo lo bueno de las ensaladas hasta quedar azul de tanto hablar, pero en el caso de mis hijos, les hubiera entrado por una oreja y salido por la otra. Porque lo único que ellos tenían en la mente en aquel momento era la atractiva máquina expendedora de helados que estaba al fondo del bufé. De manera que no nos quedaba de otra que darles a nuestros hijos toda la libertad del mundo para que comenzaran con el brócoli. Si no comían brócoli, no había helado. Si no comían coliflor, no había pastel. Y se acabó. ¿Cómo pueden ser tan inflexibles y crueles los padres? Ah, claro, esto se debe a que un padre sabe que su hijo no cuenta con la suficiente información como para procesar y tomar una decisión inteligente que beneficie su salud y su vida. No puedo ponerme a exaltar los nutrientes del brócoli ante esa pequeña mente, de manera que me limito a dar una orden. Pues bien, mis hijos ya han crecido, y ya han aprendido a valorar los méritos del brócoli por su propia cuenta (¡si bien hasta un expresidente de los Estados Unidos dijo en cierta ocasión que prefería no consumirlo!). Mis dos hijos han madurado hasta el punto de que pueden tomar una decisión inteligente y sabia toda vez que estén frente a un bufé de ensaladas. Y ya no tenemos que darles la orden de que coman lo que es bueno para su salud. Dios actuó de la misma manera con sus hijos en el monte Sinaí. Si hubiera descendido a ellos como el bondadoso Jesús, es muy probable que lo hubieran pisoteado en el polvo de ese valle, y hubiesen continuado con sus

vidas pecaminosas sin pensar en absoluto en ese Dios que les había demostrado su amor. En términos espirituales, no eran sino niños, y no tenían los conocimientos suficientes como para tomar decisiones inteligentes que sirvieran para preservarles la vida. Sin algo que pudiera sacudirlos y atrajera toda su atención, seguramente habrían seguido por sus propios caminos y, en sentido espiritual, se habrían muerto de inanición. Por eso Dios, el Padre que es plena sabiduría y amor, tomó las decisiones del bufé de ensaladas en lugar de ellos, mientras los iniciaba en el camino que lleva a la salud y la madurez espiritual. Antes de que pudieran encontrarse con el Salvador, tenían la necesidad de encontrarse con sus pecados. De ahí la explicación tranquilizadora que les dio Moisés en Éxodo 20: 20: «No tengan miedo. Dios ha venido para ponerlos a prueba y para que siempre sientan temor de él, a fin de que no pequen» (DHH). Ese es el Dios que sale a encontrarnos donde nos encontramos y nos acepta tal como somos.

¿Quién tiene la culpa? ¿Entiendes que, como resultado de ese compromiso, Dios está dispuesto a llegar a extremos increíbles con tal de comunicarse contigo y conmigo, y de ganar así nuestro corazón? Analicemos qué más hace Dios con los hijos de Israel. ¿Sabías que, motivado por el amor hacia esos exesclavos, Dios se cuidó de omitir toda referencia al ángel caído que había llegado a ser el enemigo del cielo y de la tierra? En efecto, en los primeros cinco libros de Moisés, Satanás no es mencionado ni una vez por nombre. En ninguna parte de los relatos que dan inicio a las Escrituras Dios menciona a Satanás ni lo acusa de ninguno de los males que estaba sufriendo su pueblo. De hecho, Satanás casi no se menciona a lo largo de todo el Antiguo Testamento. ¿Te has preguntado alguna vez a qué se debe esto? Recuerda por favor una vez más de dónde había salido ese pueblo, esos hijos suyos a los que les hablaba en el Sinaí. Habían huido de Egipto, una tierra cuya enigmática religión presentaba un panteón de deidades tanto buenas como malas. Ahora que sus hijos han sido liberados de la esclavitud, Dios tiene que liberarlos también de toda tentación hacia el politeísmo, es decir, de la adoración de muchos dioses. Así, en lugar de mencionar a Satanás por nombre y arriesgarse a que lo adoren como el dios del mal (algo que hacían las naciones circundantes), el Señor escogió de

manera deliberada asumir la responsabilidad plena de todo el desorden que había causado el pecado. Dios estaba tan comprometido con la misión de salir a encontrarlos donde estaban y de tomarlos así como eran, que se hizo cargo de la acusación de que él era responsable de todo el mal. Por eso en Éxodo leemos que Dios endureció el corazón del faraón, por más que fuera el orgullo destructivo de Lucifer el que había hecho que el corazón del faraón no respondiera a los llamados de Dios. A través de los cinco libros de Moisés, Dios mismo es el que se hace responsable de la enfermedad, la destrucción y la devastación. Ni una sola palabra se dice del enemigo que ahora sabemos que es la causa de todos los males. El Señor estuvo dispuesto a aguardar con paciencia hasta que sus hijos fueran más maduros y pudieran entender de manera más completa el problema del pecado y del mal. Mientras tanto, les dejaría que lo acusaran por las acciones del ángel caído. ¡Y pensar que durante todos estos años tú y yo hemos señalado con el dedo a ese «Dios del Antiguo Testamento» como el que endureció el corazón de faraón con el único propósito de darle muerte! Pero nos hemos equivocado por completo en lo que respecta a Dios. Porque todo este tiempo, de manera pacífica y sin protestar, el Señor ha cargado con el sufrimiento de nuestra culpa. Y todo porque ama a todos sus hijos profundamente. Dios siente tal amor por cada uno de nosotros que está dispuesto a salir a encontrarnos donde estamos, y a aceptarnos tal como somos. No sé de qué manera lo describes tú, pero a la débil mente que escribe estas palabras se le ocurre pensar que el Dios que encontramos en el Sinaí, el Dios que podemos ver en todo el Antiguo Testamento, es un Padre cuyo corazón vibra de amor por sus hijos, por cada uno de ellos. Y eso, por supuesto, nos incluye a ti y a mí.

¡Salta o disparo! Esto hace que veamos con nuevos ojos algunos relatos muy antiguos. Pensemos por ejemplo en una historia que solía contar Charles Spurgeon de un capitán de un gran buque de guerra, que en ciertas ocasiones llevaba a su hijo a alguno de sus viajes por los océanos. El muchacho tenía un mono como mascota, y a ambos les gustaba andar de aquí para allá entre los aparejos del gran navío. Cierto día se desató una tormenta, pero el mono siguió saltando y

correteando entre los aparejos mientras el niño lo seguía de cerca a toda velocidad. Comenzaron a trepar y trepar cada vez más alto por los cabos de la nave, hasta que finalmente llegaron a la parte superior del mástil mayor, y se subieron a su pequeña plataforma. Una cosa era treparse hasta la plataforma, pero otra muy diferente era descender. El navío se sacudía con violencia, y cuando el joven trató de regresar, se dio cuenta de que sus piernas eran demasiado cortas y no le alcanzaban para aferrarse a la parte inferior del mástil. El muchacho estaba atrapado, y solo se limitaba a aferrarse con fuerza de la plataforma. Pero ya estaba cansado de luchar contra los violentos movimientos de la nave, y comenzó a perder la fuerza con la que hasta el momento había logrado mantenerse sin caer al vacío. No podría resistir mucho tiempo más. Cada sacudida del navío le anunciaba su segura condena, porque sabía que si caía sobre la cubierta, moriría como resultado del golpe. El padre miró hacia arriba y vio con horror la terrible situación en la que se encontraba su hijo. Había solo una esperanza. El muchacho tenía que saltar en uno de los momentos en que el barco se inclinara, para que no cayera sobre la cubierta sino en el océano, donde los marineros podrían rescatarlo. De otra forma, no tendría escapatoria; moriría al golpearse contra la superficie de la cubierta. De inmediato, el capitán pidió un megáfono y gritó para que su hijo lo escuchara: «¡Hijo, la próxima vez que el barco se incline a la derecha, arrójate al mar!». El joven estaba petrificado. Había una enorme distancia hasta caer sobre las olas. Por eso no se animaba a soltarse y dar el salto al vacío. Pero también sabía que no podría aguantar durante mucho más tiempo. Desesperado, el capitán pidió que le trajeran un arma de fuego. Entonces, tomó el arma, apuntó directamente a su hijo y gritó: «Hijo, la próxima vez que el barco se incline, ¡más vale que saltes, o te disparo!». El pequeño sabía bien que su padre cumpliría lo que decía, y por eso, cuando el barco se inclinó nuevamente hacia un lado, dio el salto para caer sobre las rugientes olas, que se encontraban varios metros más abajo. Pronto se encontró en los fornidos brazos de un marinero, que lo dejó a salvo sobre la cubierta. En nuestro peregrinaje cristiano, hay algunas ocasiones en las que los relámpagos y los truenos, los terremotos y el fuego son el único lenguaje que puede salvarnos. Hay momentos en los que se requiere una acción

sumamente drástica porque es lo único que puede ponernos a salvo y evitarnos la muerte. Este fue el caso de los israelitas. Moisés, describiendo la escena del Sinaí, escribe: «Ante ese espectáculo de truenos y relámpagos, de sonidos de trompeta y de la montaña envuelta en humo, los israelitas temblaban de miedo y se mantenían a distancia» (Éxo. 20: 18, NVI). Si te encuentras hoy en una situación semejante, ¡no te des por vencido! Porque en medio de la tormenta hay un Padre que con desesperación está tratando de salvarte. «¡Arrójate al mar, o te disparo!», es el último llamamiento desesperado, sincero y amoroso de un Dios que busca que nos dejemos caer en sus brazos de amor. En la cima del monte Sinaí, nos dirigió sus truenos y relámpagos mientras clamaba: «¡Salten por sus vidas!». Pero en la cima del monte Calvario, los truenos y los relámpagos estuvieron dirigidos hacia él mismo, mientras clamaba: «¡Yo soy su vida!». Los truenos y los relámpagos también cayeron sobre él. Esto constituye una prueba suficiente de que, si hoy nos decidimos a escalar cualquiera de esos dos montes, allá en la cima nos encontraremos con el mismo amor. ¡No es de extrañar, entonces, que ser amigos de este Dios sea una experiencia reconfortante!

Para reflexionar y compartir • ¿Crees que Dios te recibe tal como estás, no importa en las condiciones que te encuentres? • ¿Cómo te sientes al saber que cuentas con un Dios todopoderoso que te liberta de todo aquello que puede esclavizarte? • ¿Te resulta fascinante y alentador saber que el Dios del Antiguo Testamento es el mismo del Nuevo? Y si es así, ¿cómo influye esto en tu vida? • ¿Tiene que hablarnos Dios a veces de determinada manera para que le prestemos la debida atención porque de lo contrario no lo haríamos? • ¿Es posible que al mirar al Sinaí y al Calvario veamos al mismo Dios de amor?

Capítulo 6

El verdugo

Era el martes 24 de enero de 1989. Un exalumno de la Facultad de Derecho que había abandonado los estudios, vestido con camisa celeste y pantalón azul oscuro, entró al cuarto, en el que había un solo mueble. Llevaba la cabeza y la pierna derecha rasuradas. Con el terror reflejado en su mirada, caminó directamente a través de la habitación y tomó asiento en la silla de madera. Varios asistentes aseguraron los cinturones y las hebillas que lo fijaban a la silla, y le colocaron electrodos en las zonas rasuradas de la cabeza y la pierna. Revisaron entonces los cables que salían de los electrodos y llegaban hasta un panel apartado, y después abandonaron apresuradamente la sala. El hombre de la silla hizo un gesto a su abogado y otro a su capellán, que había pasado la noche con él en oración. «Quiero que le den mi cariño a mi familia y a mis amigos», fueron sus últimas palabras. A las 7:06 p.m., seis minutos más tarde de lo previsto, un verdugo anónimo descargó dos mil voltios sobre él. Tras un cristal, cuarenta y dos testigos presenciaron la escena. Ted Bundy, el asesino confeso de veintitrés mujeres jóvenes y sospechoso de otras decenas de asesinatos, se arqueó ligeramente en la silla eléctrica y apretó con fuerza los puños. Un minuto después se interrumpió el suministro de electricidad. A las 7:16, Bundy fue declarado muerto. Y el mundo salió a celebrarlo. Fuera de la prisión de Starke, Florida, Estados Unidos, se había reunido

una multitud de unas trescientas personas, con pancartas que mostraban frases macabras: «¡Te dedicamos este zumbido!». «Que te calcines en paz». «¡Gracias a Dios que llegó la hora de freírte!». Los residentes de Lake City, Florida, lo festejaron. En esa misma comunidad, en 1978, habían encontrado, en un chiquero abandonado, el cuerpo sin vida de Kimberly Leach, una niña de doce años que había sido víctima de los placeres dementes de Bundy. El pinchadiscos de una estación de radio de la zona había estado animando a sus oyentes a que desconectaran todos sus aparatos eléctricos a las siete de la mañana de ese día, para que al verdugo no le faltara potencia. Todo el mundo parecía feliz de haberse quitado de encima a Ted Bundy. Bueno, todos menos una persona. A casi cinco mil kilómetros de distancia, en el otro extremo del país, se encontraba una mujer, precisamente la que había recibido la última llamada telefónica de Ted Bundy. Era su madre. Ella le expresó palabras de seguridad: «Siempre serás mi precioso hijo».

Gracias… ¿a Dios? ¿Es a Dios a quien tenemos que darle las gracias? Y no me estoy refiriendo a la ejecución de Ted Bundy, sino a los seis u ocho perturbadores relatos de ejecuciones sobrenaturales que se registran en la Biblia. Relatos en los que un hombre o una mujer mueren repentinamente y el registro bíblico lo atribuye a una acción directa de Dios. ¿Cómo entender esos relatos, si es que queremos llegar a la verdad sobre Dios? ¿De qué modo pueden encajar con los otros relatos que hemos analizado? ¿Cómo conectarlos con esos pasajes del Padre que sale al encuentro de sus hijos con los brazos abiertos, sin dejar de rogarles que vuelvan a casa? ¿Cómo comprenderlos a la luz de ese Dios que sale a encontrarnos donde estamos y nos toma así como somos, con la única esperanza de finalmente ganar nuestro corazón y nuestra amistad? ¿Qué podemos decir de estos relatos de ejecuciones? ¿Hemos de aceptar que el proverbial vendedor de automóviles usados recurra a la conocida técnica de hablar a toda velocidad para distraernos, de manera que no veamos la considerable abolladura que hay en uno de los extremos del vehículo? ¿Utiliza Dios alguna vez las técnicas más conocidas de un vendedor de automóviles para vender su imagen? ¿Tenemos que ocultar

esos relatos? ¿O nos atrevemos a ser sinceros y compartir todo lo que la Biblia dice de él? Para decirlo sin rodeos, ¿cómo puede Dios salir indemne de situaciones como esas? Bueno, tenemos que recordar una vez más que la Biblia no es un jardín de rosas. También es un registro de las múltiples caídas de los seres humanos. La pregunta es: ¿Ha caído también Dios?

Una ejecución en el Nuevo Testamento Analicemos detenidamente uno de esos relatos de ejecución. He escogido este incidente porque se encuentra en el Nuevo Testamento, tras la muerte, resurrección y ascensión de Jesús, no entre las sombras más oscuras del Antiguo Testamento. El suceso quedó registrado en el capítulo 5 del libro de los Hechos, y se produjo en los días gloriosos y triunfales de la nueva iglesia que Jesús acababa de fundar. Recordemos la situación. Todo parece estar yendo de maravilla para la iglesia. A pesar de las primeras oposiciones y persecuciones, se manifiestan poderes milagrosos y hay un gran gozo. Las cifras de crecimiento son extraordinarias. Los conversos trabajan juntos en paz y armonía. Entre los cristianos no hay necesitados, porque los que tienen casas y tierras las están vendiendo para distribuir lo recaudado entre los creyentes. Nadie pasa hambre. ¡Todos están felices! ¡Un relato de una ejecución en medio de este idilio arruinaría la fiesta! Y sin embargo, eso es exactamente lo que sucede. Al igual que un repentino cortejo fúnebre, Hechos 5 interrumpe las cintas y los globos espirituales para dejar registrado un relato trágico. Te invito a revivir ese momento y a reflexionar en su significado. La historia comienza de manera muy simple: «Algo muy diferente pasó con un hombre llamado Ananías. Este hombre y su esposa, que se llamaba Safira, se pusieron de acuerdo y vendieron un terreno» (Hech. 5: 1, TLA). El nombre hebreo de Ananías era Hananiah, que significa «el Señor es misericordioso» o «el Señor es bondadoso». El nombre de su esposa Safira es un término que proviene del arameo y que significa «hermosa». De manera que tenemos aquí el relato de un hombre llamado Dios es bondadoso y de su esposa llamada hermosa. ¡Cuán irónica resulta la belleza de estos nombres en un relato tan horrible! En el versículo hay una expresión clave que relaciona lo que se va a

contar con lo que ha sucedido antes. Se dice: «Algo muy diferente», lo que conecta este relato con la parte final del capítulo 4, donde un hombre llamado Bernabé había vendido un campo que era de su propiedad y había entregado todo el dinero a los apóstoles. La mención misma de la generosidad de Bernabé parece indicar que su donación fue mirada con ojos muy favorables por esta naciente comunidad de cristianos. Por lo tanto, parece ser que parte de la motivación de Ananías y Safira para hacer lo que hicieron se basaba en la posibilidad de disfrutar también de un buen nombre dentro de la comunidad. Después de todo, un poco de filantropía de vez en cuando no le hace mal a nadie y mejora nuestra imagen pública. Sin embargo, los sucesos se tornan más complejos a partir del versículo 2: «Y sustrajo parte del precio, sabiéndolo también su mujer; luego llevó solo el resto y lo puso a los pies de los apóstoles». Ahora bien, tenemos que reconocer que no hay nada de malo en vender una propiedad y tampoco en guardarse parte de lo recaudado por la venta. Después de todo, la propiedad les pertenecía. Podrían haberse quedado todo el dinero y estarían perfectamente en su derecho. La acción de llevar parte de lo recaudado a los apóstoles era simplemente una cuestión de generosidad personal. A pesar de ello, el relato muestra que no les bastaba una parte: lo querían todo. Querían el buen nombre ante la comunidad y además quedarse con el dinero. Y fue por eso que idearon un plan: llevar solo una parte del dinero a la iglesia, mientras al mismo tiempo afirmaban estar dando todo para la causa de Dios. Todo el mundo los felicitaría y les agradecerían por la generosidad que habían demostrado, mientras que, sin que los demás lo supieran, Ananías y Safira podrían disfrutar por su cuenta de los beneficios ocultos de la transacción. Podríamos decir, en términos técnicos, que sus acciones constituyeron una codiciosa compra con financiación ajena e información privilegiada. Pero se trataba apenas de un poco de dinero a fin de tener una reserva para ellos mientras se daban a conocer en detalle sus actos filantrópicos. Es interesante destacar que la palabra que en el versículo 2 se traduce como «sustrajo», es la misma palabra que se utiliza en la traducción al griego del relato de Acán, el hombre que se quedó con algunos de los despojos de Jericó y llevó la ruina sobre la recién formada nación de Israel. Es también un término usado por el apóstol Pablo en Tito 2: 10 para referirse al robo.

De alguna forma, con asombroso discernimiento, el apóstol Pedro logra desenmascarar la perfidia de la pareja. Mira entonces a Ananías a los ojos y lee lo que está en su corazón: «Pedro le dijo: “Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieras al Espíritu Santo y sustrajeras del producto de la venta de la heredad? Reteniéndola, ¿no te quedaba a ti?, y vendida, ¿no estaba en tu poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino a Dios”» (Hech. 5: 3, 4). Pedro le da a Ananías una oportunidad de aclarar la situación. Le hace cuatro preguntas, y ante cada una de ellas, Ananías podría haberse arrepentido y confesado toda la verdad. Pero no aprovecha las oportunidades que se le presentan. Ya está decidido a seguir un determinado curso de acción, y nada lo hará cambiar. ¡Está decidido a seguir adelante, aunque le cueste la vida! Lo que Pedro quiere que entienda es imposible de pasar por alto: «Oh, Ananías, no pienses que vas a jugar de esa manera con nosotros. En realidad, estás jugando con Dios, y permíteme decirte que no es ningún juego mentirle al Espíritu Santo». En efecto, Jesús lo llamó «el pecado imperdonable». En último término, esto se refiere a cualquier pecado que haga que el corazón humano rehúse responder de manera afirmativa a la voz suplicante del Espíritu de Dios, que llega hasta nosotros por medio de la conciencia. El resto del relato es impactante: «Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró. Y sobrevino un gran temor sobre todos los que lo oyeron. Entonces se levantaron los jóvenes, lo envolvieron, lo sacaron y lo sepultaron» (Hech. 5: 5, 6). Nuestra primera reacción podría ser atribuir su muerte a un ataque cardiaco causado por la sorpresa que le había producido haber sido descubierto y, de hecho, sería una conclusión muy verosímil de no ser por el final aún más impactante que presenta la historia: «Pasado un lapso como de tres horas, sucedió que entró su mujer, sin saber lo que había acontecido. Entonces Pedro le dijo: “Dime, ¿vendisteis en tanto la heredad?”. Y ella dijo: “Sí, en tanto”» (vers. 7, 8). Esta es la segunda oportunidad que tiene Safira de dejar al descubierto el diabólico ardid. En primer lugar podría haberse opuesto al engaño planificado por su esposo, pero escogió permanecer en silencio. Ahora Pedro le da la oportunidad de confesar su velado ardid, pero al igual que su marido, ha tomado la decisión de aferrarse a su relato. Ambos buscaron ser partícipes de la mentira, y también de sus beneficios.

Ahora Safira ha de compartir la suerte de su esposo: «Pedro le dijo: “¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los pies de los que han sepultado a tu marido, y te sacarán a ti”. Al instante ella cayó a los pies de él, y expiró. Cuando entraron los jóvenes, la hallaron muerta; la sacaron y la sepultaron junto a su marido. Y sobrevino gran temor sobre toda la iglesia y sobre todos los que oyeron estas cosas» (Hech. 5: 9-11).

¿Dios el verdugo? Un marido y su mujer deciden ayudar a la iglesia, pero mienten respecto al monto de una transacción. Y con menos de tres horas de diferencia ambos mueren. ¿Será una extraña coincidencia? Lo dudo. El mismo hecho de que el libro de los Hechos registre lo sucedido, además de informarnos sobre la reacción de temor de la iglesia, indica que el incidente fue ampliamente considerado como un acto de juicio divino intencional sobre Ananías y Safira. ¿Qué clase de Dios es este? ¿Es un ser del cual tenemos que tener miedo, o alguien de quien podemos hacernos amigos?

Si ese fuera el único incidente de una muerte sobrenatural que registra la Biblia, quizá podríamos encontrar alguna manera de hallarle una

explicación lógica. Pero no hace falta que nadie nos recuerde que en el Antiguo Testamento hay unos cuantos relatos similares. Entre ellos tenemos el de Nadab y Abiú, los dos hijos del sumo sacerdote Aarón. Estos sacerdotes fueron destruidos con fuego por ser irreverentes en el santuario. Pensemos también en el relato de Coré, Datán y Abiram, y en el de sus seguidores que se rebelaron contra Moisés. Sabemos que fueron literalmente enterrados vivos cuando la tierra se abrió y los tragó. Uza murió por tocar el arca. Casi doscientos mil soldados asirios murieron en medio de la noche por una acción del ángel del Señor. Todas estas narraciones presentan esas muertes como causadas de manera sobrenatural como consecuencia directa del juicio divino. ¿Cómo podemos relacionar estos actos de ejecución de seres humanos con lo que parece ser la imagen paralela de un Dios que es un Padre solícito, que suplica y espera a que nos volvamos a él? Jesús mismo dijo: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14: 9). ¿Es también el bondadoso Jesús el Verdugo divino? Estos interrogantes me han perturbado personalmente, y he tenido que volver a estudiar y a analizar los relatos, tratando de buscar respuestas a las intervenciones dramáticas y repentinas de Dios en las que decidió quitar la vida en lugar de darla. He encontrado finalmente una respuesta que a mí me ha resultado convincente, y que me gustaría compartir contigo.

Amor y libertad incondicionales La respuesta tiene que ver con la cuestión del amor y la libertad incondicionales. Tal vez recuerdes una canción que fue muy popular hace algunos años. Parte de su letra decía algo así: «Voy a hacer que me ames, sí lo haré, sí lo haré». Pero por favor, ¿hasta dónde puede llegar la estupidez? Es imposible hacer que otra persona nos ame. De por sí la idea misma es totalmente ridícula. Escúchame bien, si obligas a una mujer a que te ame, eso no será amor. Para nada. Tú lo sabes, y ella también. Todos sabemos la verdad sobre el verdadero amor. Y la verdad es que, para que el amor sea verdadero, tiene que garantizar la posibilidad de decir que no, como también el derecho de decir que sí. Si no existe la libertad de decir que no, el amor verdadero no existe. Así de simple. Incorporemos ahora a este razonamiento las palabras de 1 Juan 4: 8:

«Dios es amor». Es el amor ágape, que en griego significa amor incondicional y abnegado. Lo que significa también que Dios sabe bien lo que sienten todo marido y mujer que estén tratando de recuperar a su compañero o compañera después de un divorcio. Como pastor suelo escuchar una y otra vez esas tristes historias que me rompen el corazón. Por eso entiendo bien la desesperación de un corazón que ha sido plantado y que quiere recuperar al que se esperaba que fuera su compañero o compañera para toda la vida. Oh, si tan solo el amor pudiera forzarse, entonces el divorcio no existiría en esos casos. Pero la dolorosa verdad es que tampoco existiría el amor. El amor forzado es una contradicción de términos. Por eso Dios garantizó a la raza humana el derecho y la libertad de decir que no a su amor. Y por cierto, bien que le hemos dicho que no. Se lo hemos dicho en el Antiguo Testamento, y se lo hemos dicho en el Nuevo Testamento. Y aún se lo seguimos diciendo en el diario testamento de nuestra voluntad. ¡No, Dios! O en algunas ocasiones, simplemente: No, Dios. Gracias a las palabras del profeta Oseas, casi es posible sentir el dolor que experimenta el corazón de Dios cuando clama, al igual que un novio al que dejaron plantado, cada vez que escucha otro rotundo «no» de nuestra parte: «Cuando Israel era muchacho, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más yo los llamaba, tanto más se alejaban de mí. A los baales sacrificaban, y a los ídolos quemaban incienso. Con todo, yo enseñaba a andar a Efraín, tomándolo por los brazos; mas ellos no comprendieron que yo los cuidaba. Con cuerdas humanas los atraje, con cuerdas de amor; fui para ellos como los que alzan el yugo de sobre su cerviz, y puse delante de ellos la comida» (Ose. 11: 1-4).

Sin embargo, ¿de qué manera respondió el pueblo al amor solícito de Dios? «Mi pueblo está aferrado a la rebelión contra mí […]. ¿Cómo podré abandonarte, Efraín? ¿Te entregaré yo, Israel?» (vers. 7, 8). No es difícil notar la profunda lucha emocional que se está produciendo en el corazón de Dios. «¿Cómo puedo permitir, hijos míos, que se vayan de esta forma?» ¡Cuánto desearía ser capaz de ganar nuevamente el amor de aquellos que lo han desterrado de sus vidas y que han huido del abrigo de su amor! Y bien que Dios puede tratar de atraerlos. Puede tratar de ganarlos nuevamente. Pero hay algo que no puede hacer: forzarlos a regresar. El amor verdadero no fuerza a nadie. Por eso, finalmente tiene que renunciar a ellos. Y en circunstancias normales, Dios hace simplemente eso: permite que los

corazones rebeldes y desafiantes lo abandonen. Y así es que miles de millones de corazones humanos le han dado la espalda a través de los siglos. ¡Cuántos han descendido al sepulcro sin haber sido jamás molestados u obstaculizados por los juicios divinos! Han ejercido así la libertad otorgada por el mismo Dios de decir que «no» hasta su último instante de vida. El Señor no les impidió que se alejaran de él. A pesar de ello, han existido a lo largo de la historia algunos momentos de crisis cuando la supervivencia misma del puñado de hijos fieles de Dios en esta tierra se ha visto amenazada, como sucedió por ejemplo en el caso del diluvio que ya analizamos anteriormente. En situaciones de crisis como esa, se torna imperativo tomar acciones drásticas. Es el único recurso que le queda a Dios.

Juicios acelerados Pensemos ahora una vez más en los trágicos relatos de ejecuciones, y lo que yo he dado en llamar los «juicios acelerados» de Dios. ¿Qué significa eso de «juicios acelerados»? Significa que el Dios que lee nuestros corazones tiene la capacidad de ver cada decisión y sus consecuencias. Hoy día, que vivimos en un mundo prácticamente gobernado por las computadoras, esta idea no tiene nada de novedosa. Si las computadoras pueden calcular las múltiples variables de una circunstancia en particular y aun predecir el resultado sobre la base de todas esas variables, ¿no es acaso posible que el omnisciente Dios del universo haga lo mismo? ¡Ciertamente! El hecho es que, al ver la dirección en que nos están llevando nuestras decisiones, de vez en cuando el Señor ha decidido interrumpir nuestra vida. Así como en cierta ocasión llegó a usar un asna para llamar la atención de una persona y cambiar así su curso de acción. ¡Y el método funcionó! Sería una acción igual de drástica como si tú estuvieras en la sala de tu casa viendo tranquilamente la televisión y tu perro comenzara repentinamente a conversar contigo. Tenemos que reconocer que ni tan siquiera uno de nosotros, después de más o menos recuperarnos del impacto de semejante situación, dejaría de escuchar con suma atención lo que nuestro perro tuviera que decirnos. A lo largo de la accidentada historia de los hijos de Dios sobre la tierra, en ocasiones él ha recurrido a medidas sumamente extremas para captar la atención de ellos e invitarlos a cambiar de dirección. Pero si le siguen

diciendo que no y no y no, una y otra vez, ¿qué puede hacer Dios? ¿Qué haría como Padre amante? Escuchemos su clamor angustioso y desesperado: «Efraín es dado a ídolos, ¡déjalo!» (Ose 4: 17). Durante siete siglos había tratado de atraer una vez más a Israel, al que llama Efraín. Pero ahora ya no hay nada que pueda hacer. El «no» del pueblo es definitivo. ¡Qué día tan triste será aquel cuando el Dios del universo tenga que pronunciar las palabras: «¡Se acabó!». «Ya no hay nada que pueda hacer por él». «Ella me ha dicho no para siempre». «No hay nada más que yo pueda hacer». «Déjenlos solos». No obstante, en medio de todos esos llamados divinos y respuestas humanas, han existido momentos críticos aislados en los cuales Dios no ha podido darse el lujo de seguir esperando. Ha habido momentos de crisis en los que estuvo en juego la supervivencia misma de la comunidad de la fe. Fue en esos momentos cruciales cuando se hizo imperativo que Dios interviniera e hiciera que las consecuencias inevitables se adelantaran. Son los momentos que yo denomino los juicios acelerados de Dios. Los relatos de ejecuciones ya mencionados en este capítulo —esos momentos dramáticos en los que el mismo Dios decidió intervenir y actuar con rapidez causando muertes entre su pueblo— me han llevado a regresar al texto para volver a analizar cada uno de ellos. Al hacerlo, he hallado que se repiten dos características muy importantes. La primera de ellas es que cada una de esas personas (Nadab, Abiú, Coré, Datán, Abiram, Uza, Ananías y Safira) había sido testigo de una intervención divina sobrenatural, ya sea en el éxodo, en el Sinaí, en Canaán o en Pentecostés. Cada uno de ellos conocía bien la conducción amorosa de Dios. Cada uno de ellos había aprendido cuáles eran las leyes de amor que tenían como objetivo protegerlos. Pero a pesar de todo lo que habían visto y de todo lo que sabían, aun así habían decidido darle la espalda a Dios y decirle «no». Lo que es más, en cada uno de esos casos, Dios les dio más de una oportunidad para que tomaran la decisión de regresar a él. Pero a pesar de todas las oportunidades recibidas, ellos le dijeron «no» a Dios. Un repaso de todas esas vidas presenta suficientes evidencias que nos permiten concluir que el amor divino había procurado todas las opciones posibles para alcanzar sus corazones recalcitrantes. La respuesta que ellos le dieron a Dios vez tras vez fue un rotundo «no».

Entendamos el corazón de Dios Hay también una segunda característica en esas historias de ejecuciones, a saber: en cada uno de los casos donde se narran ejecuciones, la vida de la naciente comunidad de la fe estaba en juego. Si Dios permitía que esos «no» se diseminaran, toda la comunidad se habría visto eventualmente afectada y se habría perdido. ¡Dios tenía que intervenir de manera drástica y veloz! ¿Recuerdas el antiguo proverbio que dice: «Una manzana podrida echa a perder todas las demás»? Cuando cierta vez mencioné ese proverbio desde el púlpito ante mi congregación universitaria, uno de los profesores de biología, el Dr. David Steen, me escribió una carta la semana siguiente donde me detallaba todas las razones y procesos científicos que le daban sentido a ese conocido proverbio. No pienso aburrirte con los cuatro párrafos que detallan las reacciones químicas que se producen en las manzanas, pero aparentemente, un mero vaho de etileno (un contaminante común del aire que liberan los automóviles y las industrias, además de otras plantas, dado que es también una hormona de las plantas) puede hacer que una manzana madura pero aún verde ingrese a la etapa de descomposición. Y cuando una manzana pasa a esa etapa, el nuevo etileno que produce puede penetrar en poco tiempo en las demás manzanas, lo que las lleva a alcanzar una maduración rápida (un eufemismo para decir que se pudren). Como expresó el profesor Steen: «En efecto, es verdad que una manzana podrida pronto echa a perder a todas las demás. Sin embargo, a menudo sucede que cuando uno halla la manzana podrida, y la retira, ya es tarde. El resto de las manzanas ya han sido afectadas por el etileno». Y lo que es verdad en términos biológicos también lo es en términos espirituales. Esa es la razón por la cual el amoroso corazón divino se mostró tan presto a la hora de actuar cuando vio que el deterioro de uno de sus hijos amenazaba con afectar a toda la comunidad. Porque la rebelión es contagiosa. Sin embargo, ¿acaso prohíbe Dios el ejercicio de la libertad? ¿Acaso no tenemos el derecho de rebelarnos? Oh, sí, por supuesto que sí. Pero ¿tenemos el derecho de privar a otros de no rebelarse? ¿En qué momento tiene que ponérsele fin a mi respuesta negativa para que otros tengan el derecho a decir que sí? Si se permite que la infección de la rebelión se disemine, todo el organismo quedará

contaminado. Cuando las células del cáncer comienzan a invadir nuestro cuerpo y a multiplicarse, tenemos que hacer frente a una decisión similar. ¿Le preservamos la vida a un pulmón canceroso a expensas de todo el cuerpo? ¿O de una vez por todas extraemos la porción enferma con el propósito de salvar el cuerpo? En esencia, ¿acaso no decide siempre el cirujano que para salvar la vida al paciente hay que quitarle la vida al pulmón? Si permite que se salve el pulmón, la vida entera se perderá. Coloca ahora esta decisión, querido lector, dentro del contexto del amor, y hazte la siguiente pregunta: ¿Cuál es la respuesta que demuestra más amor: salvar el pulmón o salvar la vida? En el caso de Ananías, como en todos los demás que hemos mencionado, el amor divino no tuvo elección, por lo que tomó la dolorosa decisión de quitar la vida a unos pocos. Todo con el propósito de salvar la vida de muchos. Es así que en casos como los mencionados, Dios ejecutó juicios acelerados. Él ya sabía, ya podía ver hacia dónde se dirigían las decisiones personales de cada uno de aquellos individuos. Pero en esos momentos no podía darse el lujo de que las rebeliones siguieran su curso natural, y de limitarse a esperar hasta el juicio final. Había demasiadas cosas en juego. Las vidas de todos sus hijos estaban en peligro. Por eso, de manera simple pero drástica, el Señor intervino y aceleró las decisiones de ellos hacia su fin inevitable. Dios dio a los rebeldes lo que ellos habían elegido: la separación de él. Les dio la libertad última, pero bien sabemos que estar separados de Aquel que es la vida siempre significa la muerte. Esos fueron casos, en efecto, de juicios acelerados. Fue la desgarradora decisión de un amor que nunca deja de ser. ¿Te parece que fue una decisión difícil? ¿Te parece que fue fácil para Dios quitar esas vidas? Analicemos por un momento otro relato. Observemos a un hombre, solo, que se tambalea mientras asciende por la ladera de un monte. Cuando llega a la cima, se acuesta y estira los brazos, y entonces expira. Allí está, clavado entre el cielo y la tierra, sobre una cruz sangrienta. ¿Por qué tiene que morir? Ese Hombre muere para que un planeta rebelde recuerde para siempre la desgarradora decisión del amor que nunca deja de ser. La salvación de muchas vidas costó la vida de Uno. Este fue un juicio acelerado, en tu lugar

y en el mío. Cuando Ted Bundy fue ejecutado, muchos festejaron e incluso dieron gracias a Dios por aquella muerte. Hoy yo también tengo motivos para agradecer a Dios por una muerte: ¡Gracias, Señor, por la muerte de Jesús!

Para reflexionar y compartir • ¿No resulta irónico que Ananías signifique «el Señor es misericordioso» y, sin embargo, el proceder de Dios no fue para nada misericordioso? •Cuando piensas en las ejecuciones del Antiguo Testamento, ¿estás consciente de que estuvieron precedidas de innumerables súplicas de un Padre que quería librarlos del castigo, y no de un Dios cruel que quería verlos morir? • Las pruebas que has tenido que pasar, ¿crees que son juicios de Dios o medios a través de los cuales puedes glorificar a tu Padre celestial, y salir victorioso? • ¿Cómo reaccionas cuando alguien te reprende, aun percibiendo que fue con amor? • ¿Cuánta gratitud sientes al saber que Jesús descendió del cielo solo para salvar a personas que no lo merecían, siendo tú una de ellas?

Capítulo 7

El ayatolá y Dios

Quizás

recuerdes la historia de Salman Rushdie, el autor del libro Los versos satánicos. Hasta 1989 Salman era un escritor más bien desconocido, un simple ciudadano británico de ascendencia india. En el otoño de 1988, cuando se publicó su libro, recibió críticas en general muy positivas, aunque no obtuvo grandes ventas. La mayoría de la gente jamás había oído hablar del libro y, dado su título, dudo que muchos cristianos hubieran salido disparados a adquirir un ejemplar. El libro probablemente habría vendido unos miles de ejemplares y se habría agotado la edición, como suele pasar con la mayoría de los libros excepto con los que gozan de una notoriedad totalmente inesperada. En febrero de 1989, el ayatolá Jomeini, el líder de los fundamentalistas islámicos de Irán, que por entonces ya tenía ochenta y ocho años, se paró ante un micrófono en Teherán y pronunció estas palabras que no presagiaban nada bueno: «Sobre el autor del libro Los versos satánicos, que es una obra en contra del islamismo, de Mahoma y del Corán, y todos los que participaron en su publicación y tenían conocimiento de su

contenido, recae una sentencia de muerte». Como podrás imaginarte, de la noche a la mañana el libro de Salman Rushdie se convirtió en un clamoroso éxito de ventas, y desapareció de un día para otro de los estantes de las librerías de todo el mundo. Se agotaron las existencias. Y Rushdie probablemente hubiera ido riéndose durante todo el camino desde su casa al banco de no ser por el hecho de que, junto con la sentencia de muerte que pronunció el ayatolá, ¡ofreció también una recompensa de cinco millones de dólares por la vida del autor! Por si esto fuera poco, el ayatolá también dio a conocer una promesa personal de que cualquier musulmán que matara a Rushdie tendría garantizada la entrada — directamente y sin escalas— al Paraíso. Rushdie, por supuesto, pasó inmediatamente a la clandestinidad, porque el mundo ha aprendido hace ya mucho tiempo que la amenaza de las brigadas de la muerte islamistas no son precisamente como para reírse. El escritor también hizo prontamente lo más sensato: presentó una disculpa pública por la agitación y el malestar que había causado su libro en el mundo islámico. El mundo esperó atentamente para saber si el ayatolá suspendería la caza y captura del escritor. Solo un día más tarde, el ayatolá hizo pública la siguiente declaración: «Aun si Salman Rushdie se arrepiente y llega a ser el hombre más piadoso de todos los tiempos, es responsabilidad de todo musulmán emplear todo recurso disponible, su vida y sus bienes, para enviarlo al infierno». Y para que no vayas a pensar que la vehemente condena que el ya fallecido ayatolá hizo en contra de Rushdie ha pasado al olvido, en 1997 la recompensa por acabar con su vida fue doblada, y el fiscal general de Irán ratificó su apoyo, y al año siguiente el presidente del Parlamento iraní, Alí Akbar Nateq-Nouri, expresó en un mensaje al parlamento la renovación de la sentencia de muerte contra el escritor británico como una lección —en palabras suyas— para «los que se oponen a Dios y a sus profetas». Sin embargo, ese mismo año de 1998 el gobierno iraní se comprometió públicamente a no buscar la ejecución de Rushdie. Todo ello no ha impedido que diversos grupos fundamentalistas sigan considerando que la sentencia de muerte (fatwa) sigue estando vigente, y con sus amenazas continúan impidiendo que el escritor lleve una vida normal y pueda viajar libremente.

¿Qué clase de dios?

Esto nos lleva a preguntarnos qué clase de dios ha adoptado y abrazado un líder religioso como este. ¿Qué clase de dios rehúsa perdonar? ¿Qué clase de dios condena a un hombre enviándolo directamente al infierno sin darle la oportunidad de arreglar las cosas y comenzar de nuevo? ¿Es el Dios de la Biblia un Dios con esas características? ¿Es el Dios de la Biblia un Dios implacable a la hora de castigar el pecado? ¿Es un Dios que no da marcha atrás una vez que pronuncia una sentencia de muerte? ¿Es ese Dios la voz suprema en el micrófono de la conciencia humana, que anuncia que no hay indulto posible, y que el condenado se va directamente al infierno? Hemos examinado juntos algunos de los relatos difíciles de las Sagradas Escrituras. Relatos de ejecuciones y de catástrofes sobrenaturales. Y espero que, junto conmigo, hayas llegado a la conclusión de que se trata de casos de juicio acelerado, tan solo raras excepciones de los métodos pacientes y misericordiosos de Dios. Existen, sin embargo, otros relatos problemáticos que también figuran en la Biblia. Son relatos que no se ajustan tan bien a ese patrón de conducta. Pensemos, por ejemplo, en el que se encuentra en Números 20. ¿Recuerdas a Moisés, el gran legislador de Israel? Él es recordado en las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el islamismo y el cristianismo. Cuando nos encontramos con él en el incidente de Números 20, ya es un anciano. Para ser exacto, tiene casi ciento veinte años. En ese momento, ha ofrecido cuarenta años de servicio agotador y dedicado a Dios y a los hijos de Israel. Ha dado vueltas y vueltas por el desierto como líder de una turba de gente difícil de tratar y terriblemente obstinada. ¡Y la ha soportado durante cuarenta años! Si hubiera dependido de él, podría haber llegado a la tierra prometida casi treinta y ocho años antes. Pero como resultado del incrédulo rechazo que mostró el pueblo a su líder Moisés y a Dios, aún están vagando por el desierto. A pesar de eso, Moisés le ha rogado al Señor que perdone la vida de esos rebeldes. Y Dios ha respondido favorablemente a la intercesión apasionada de su siervo, aunque los ha sentenciado a vagar durante cuarenta años por el desierto hasta que muera el último de los rebeldes e incrédulos. Solo entonces Israel habrá de estar listo para seguir a Dios y entrar a Canaán. Ya han pasado casi cuatro décadas, y Moisés ha tenido que caminar penosamente por las calientes arenas del desierto, limitándose a esperar, esperar y esperar. Y aunque los padres y abuelos rebeldes se han ido muriendo poco a poco, Moisés ha heredado sus descendientes. Y permíteme

decirte que la Biblia deja claro que no son mejores que sus padres.

Sed en el desierto Tengo que confesarte que cuando llego a este relato tan triste que registra Números 20, me cuesta mucho, pero que mucho, aceptar el final de la historia. Es decir, ¿qué clase de Dios es el que se nos presenta aquí? Moisés ha dedicado cuarenta años a su servicio, y ¡el Señor permite que termine de esta manera, después de todo lo que Moisés ha hecho! Te invito a repasar conmigo este difícil relato para aprender algo más acerca de Dios. ¿Es Dios como el ayatolá, duro e implacable? ¿Qué espera que pensemos al leer una narración como esta? El relato comienza con la descripción de una crisis: «Como hubo una gran escasez de agua, los israelitas se amotinaron contra Moisés y Aarón» (Núm. 20: 2, NVI). Recordemos que casi cuarenta años antes se había producido una situación muy similar. Y que en aquella ocasión, el Señor había dado la orden a Moisés de golpear la roca y que, al hacerlo, de ella saldrían raudales de agua pura y fresca, que calmarían la sed y salvarían la vida de todo el pueblo y también del ganado. Eso había pasado cuarenta años antes. Y no es que a partir de ese día hubieran deambulado de aquí para allá todos esos años con la lengua afuera, siempre a punto de morirse de sed. ¡Para nada! El hecho es que Dios se había encargado todos aquellos años de proveer de manera milagrosa para sus necesidades a cada paso del itinerario. No solo se había encargado de que no les faltara el agua, sino que también les había dado alimento. Y ahora se encontraban casi en la frontera de la tierra prometida. ¡Solo les faltaba un poquito, y finalmente llegarían al lugar soñado! Sin embargo, ¡con cuánta rapidez solemos olvidar las provisiones providenciales de Dios! El Señor decide probar la fe de esta nueva generación. Él hace que parezca que sus provisiones de agua se han agotado. ¿Recordarán esta vez su bondad y su misericordia a lo largo de todos estos años? ¿O se mostrarán exasperados por la situación, y caerán, al igual que sus antepasados, en otro momento de quejas amargas y falta de fe? ¡Dios no tuvo que esperar demasiado para conocer la respuesta! Fieles a las tendencias heredadas, al igual que sus padres, se vuelven contra Dios, y corren a las tiendas de Moisés y Aarón con los brazos en

alto, señalando y mostrándose violentos con esos venerables ancianos, mientras acusan al Señor y a sus siervos por la desdichada situación en la que se encuentran. «Y el pueblo se quejó contra Moisés, diciendo: “¡Ojalá hubiéramos muerto cuando perecieron nuestros hermanos delante de Jehová! ¿Por qué hiciste venir la congregación de Jehová a este desierto, para que muramos aquí nosotros y nuestras bestias? ¿Y por qué nos has hecho subir de Egipto, para traernos a este horrible lugar? No es un lugar de sementera, de higueras, de viñas ni de granados, ni aun de agua para beber”» (Núm. 20: 3-5). ¡Cuarenta años después, manifiestan exactamente la misma actitud de sus padres! ¡Pobres Moisés y Aarón! Después de cuarenta años de liderazgo sin recibir ninguna muestra de agradecimiento, ¿a esto han llegado? ¡Han ofrecido su corazón en el servicio, y ahora el pueblo quiere hacerlos desaparecer! Han sido y están siendo acusados, hostigados y burlados. La última vez que el pueblo se quejó por falta de agua, se habían mostrado dispuestos a apedrearlos a ambos. ¿Sabes? Oswald Chambers estaba en lo cierto. En su maravilloso libro, En pos de lo supremo, describe el elevado precio de la ingratitud que tienen que enfrentar los líderes: «Si nos dedicamos a la causa de la humanidad, pronto seremos aplastados y quebrantados, porque a menudo encontraremos que un perro suele ser más agradecido que los seres humanos». ¡Qué gran verdad encierra esta declaración! Entonces Moisés y Aarón, esos dos hermanos ya de edad avanzada, los líderes del pueblo de Dios, salen como pueden de sus tiendas. ¿A dónde pueden ir? ¿A quién pueden volverse en ese terrible momento? Ellos son los líderes. Saben muy bien que hay solo Uno al cual pueden acudir en una situación como esta. Corren entonces por las arenas cálidas y secas, hasta llegar al lugar de refugio: a la tienda de reunión, la iglesia en forma de tabernáculo donde tantas veces se han reunido con Dios. Exhaustos, frustrados y heridos, se postran en la presencia de Dios. ¿Qué nos dice la Biblia de ese momento? «Moisés y Aarón, apartándose de la congregación, fueron a la puerta del Tabernáculo de reunión y se postraron sobre sus rostros. Entonces la gloria de Jehová se les apareció» (Núm. 20: 6).

¡La gloria del Señor se manifestó ante ellos! ¿No es esta una escena conmovedora? Aquí están, postrados, aparentemente derrotados por completo, pero solo una pequeña parte de la gloria del Señor es como un destello que brilla hasta ellos para recordarles que Dios sigue siendo Dios y que sigue estando al control de todo lo que sucede. Los patriarcas reciben esa radiante confirmación, por así decirlo, directamente desde el corazón de Dios y dirigida a sus atribuladas y desconsoladas almas. «Está bien, amigos míos. No se preocupen, aún continúo en mi trono. Pueden seguir contando conmigo». Imagino a Moisés y a Aarón diciendo: «¡Qué Dios maravilloso! Justo en el momento en que pensábamos que habíamos llegado al final de la soga, ya sin esperanza, Dios desciende y desciende hasta alcanzar nuestro corazón confundido y agobiado. Y entonces oímos su voz, que a cada uno nos dice: “Está bien, amigo mío. Aún sigo siendo Dios. Aún continúo en mi trono y todavía estoy al control de tu vida. Puedes contar conmigo. ¡Confía en mí! ”». Y con mucha seguridad Dios les da a Moisés y a Aarón instrucciones muy precisas: «Y Jehová dijo a Moisés: “Toma la vara y reúne a la congregación, tú con tu hermano Aarón, y hablad a la peña a la vista de ellos. Ella dará su agua; así sacarás para ellos aguas de la peña, y darás de beber a la congregación y a sus bestias”» (Núm. 20: 7, 8). Dios habla desde su corazón de amor con interés sincero, e instruye a Moisés para que haga lo mismo. Le pide que vaya a la roca y que le hable

en nombre de él. Y es aquí donde sigo deseando tener la capacidad de volver a escribir el resto de la historia. Aun si para hacerlo tuviera que correr hasta donde se encontraba Moisés para taparle la boca con la mano antes de que pronunciara una sola palabra. Pero lamentablemente, cada vez que leo este incidente, noto que Moisés abre la boca antes de que cualquier otro tenga la posibilidad de detenerlo. Ni siquiera Dios pudo hacerlo. ¡Moisés tiene un momento de furia! Veamos lo que nos dice el relato bíblico: «Entonces Moisés tomó la vara de delante de Jehová, como él le mandó. Reunieron Moisés y Aarón a la congregación delante de la peña, y él les dijo: “¡Oíd ahora, rebeldes! ¿Haremos salir agua de esta peña para vosotros?”» (Núm. 20: 9, 10). ¡Listo! ¡Fue suficiente! ¡El daño ya estaba hecho! Los ojos de Moisés lanzaban llamaradas hacia aquel océano de rostros airados. Cuarenta años antes, la mayoría de aquellos hombres y mujeres, ahora adultos, eran tan solo criaturas cuando habían salido de Egipto. Pero observémoslos en esta ocasión. Sin dar crédito a lo que veía, Moisés observó el mar de expresiones agitadas. Uno podría pensar que después de cuatro décadas de milagros e intervenciones divinas ya habían aprendido la lección de que se puede confiar en Dios no importa lo que pase. Sin embargo, ¿habían aprendido la lección? ¡Está claro que no! Y así es que el manso y bondadoso Moisés, un anciano de casi ciento veinte años, llega al límite de su paciencia. ¡El anciano explota! Levantando el bastón en dirección al cielo, comienza a gritar cada vez más fuerte. Las cuatro décadas de frustraciones acumuladas explotan como el cráter de un volcán. «¡Escúchenme bien, rebeldes! ¿Qué es lo quieren que nosotros les hagamos? ¿No los hemos cuidado bien a lo largo de todos estos años? ¿Eh? ¿Alguna vez han pasado hambre? ¿Se han muerto acaso de sed? ¡No! ¡Jamás! ¿Por qué no? Porque nosotros siempre hemos estado aquí para ayudarlos. Les hemos dado todo lo que han necesitado. Bueno, pues ya me he cansado. ¡No quiero saber nada más de todos ustedes! ¿Quieren agua? Pues yo les voy a dar agua. Ya van a ver. ¡Atrás, atrás, rebeldes!». Acto seguido, el agotado anciano y airado patriarca se da media vuelta sobre sus gastadas sandalias y, levantando el báculo sagrado de Dios por encima de su cabeza, lo descarga con furia descontrolada sobre la peña del desierto. Se da vuelta entonces para contemplar a la multitud. Y, cargando

aún el enojo de cuatro décadas de soportar a aquella turba quejosa de desagradecidos, el pobre Moisés descarga una vez más con toda la furia la vara contra la roca. En ese preciso instante de la roca brota una explosión de agua como si fuera un pozo artesiano. El pueblo comienza a dar exclamaciones de alegría y corre hacia el agua, danzando, cantando y chapoteando. No muy lejos de ellos, sus vacas y ovejas arremeten para refrescarse también en el agua. En medio de risas y bramidos, tanto los seres humanos como las bestias se deleitan en el nuevo arroyo recién formado. Sin embargo, Moisés se queda a un lado. Podemos verlo solo, apoyado sobre su báculo y observando la escena. Todos sabemos bien lo que es estar realmente enojado, tan lleno de furia que la adrenalina se lanza a correr por todo nuestro sistema hasta que todo el cuerpo comienza a temblar. No sé durante cuánto tiempo Moisés se quedó allí mirando, pensando y preguntándose en qué terminaría ese pueblo necio y falto de fe. Pero sabemos que finalmente abandonó la escena, y se dirigió de regreso a su tienda, aunque en el camino pasó junto a la tienda de reunión. Y justo cuando pasaba junto al tabernáculo, tiene que haber oído la voz de Dios que le hablaba, quizá tan solo en un susurro: «Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no entraréis con esta congregación en la tierra que les he dado» (Núm. 20: 12). «Como resultado de sus acciones, yo no les voy a permitir que entren a la tierra prometida. Y no se hable más del asunto». ¡Qué final desgarrador para una historia que comenzó con dos individuos que se arrojaron ante la misericordia de Dios y que llevaron a cabo un milagro tan maravilloso de preservación del pueblo de Dios! La historia llega a su fin con las sombrías pero críticas palabras del versículo 13: «A estas aguas se les conoce como la fuente de Meriba, porque fue allí donde los israelitas le hicieron reclamaciones al Señor, y donde él manifestó su santidad» (NVI).

La santidad del Señor ¡El lugar donde el Señor manifestó su santidad! ¿Qué puede significar semejante frase? Si esa es la manera como el Señor muestra que es santo, ¿qué diferencia hay entre él y el ayatolá Jomeini? No parece un acto de justicia, ¿no crees? Moisés y Aarón, líderes durante cuarenta años, con una

hoja de servicio casi impecable, cometen un solo error, y Dios les dice: ¡Se acabó! ¡Un error, y están descalificados! ¡Se perdieron el viaje a la tierra prometida! ¿Qué diferencia hay entre esta actitud y el decreto de muerte que pronunció el ayatolá contra Salman Rushdie, cuando dijo: «No importa si se arrepiente, aún merece que lo manden al infierno»? Aun si tomamos en cuenta todas las evidencias que hemos examinado juntos, ¿hay alguna manera de armonizar esta imagen de Dios con todas las demás imágenes que hemos contemplado a lo largo de estas páginas? ¿O será que esta triste historia es un relato trágico que ha sido conservado en los registros bíblicos con el propósito de enseñarnos que, en apariencia, tenemos que tener cuidado, porque Dios puede castigarnos sin vuelta atrás por uno solo de nuestros pecados? Bueno, te invito a reflexionar conmigo por unos instantes. ¿Es esta en realidad una historia de la violenta reacción de Dios ante un pecado cometido por Moisés y Aarón? ¡De ninguna manera! Si este fuera el relato del momento en que estos dos líderes fueron castigados de manera definitiva por haber cometido un solo pecado, entonces habría llegado un poco tarde, ¿no te parece? Pensemos en Aarón. ¡Aarón ya tenía al menos dos grandes fracasos en su hoja de servicio! Recordemos el momento en que Moisés había ascendido al monte Sinaí para recibir los Diez Mandamientos de parte de Dios. ¿Dónde se encontraba Aarón? Allá abajo, en el valle, moldeando un ídolo, un becerro de oro para los desmemoriados esclavos. Y cuando Moisés regresó y le preguntó a Aarón qué había hecho, todo lo que pudo decir el sumo sacerdote de Dios como patética respuesta fue que, según él, había arrojado al fuego las joyas que le había dado la multitud, y como por arte de magia, había salido un becerro de oro. Ese fue un gran pecado, y para colmo, no estuvo dispuesto a admitirlo y a confesarlo aun cuando Dios le dio la oportunidad de hacerlo. Antes al contrario, se inventó toda una historia para cubrir su fracaso, de manera muy similar a lo que hicieron Ananías y Safira muchos siglos después. Con todo, ese no fue su único pecado. Porque tiempo después del incidente del becerro de oro, Aarón colaboró con su hermana María a la hora de rebelarse contra el liderazgo de Moisés, que había sido establecido por el mismo Dios. María se volvió leprosa, y Aarón recibió una reprimenda sumamente severa. No hay duda de que, a través de los años, Dios se había mostrado muy paciente con el anciano líder. ¿Y qué podemos decir de Moisés? En su caso, había sucedido lo mismo.

Si la pretensión de este relato es mostrarnos que Dios desecha a los seres humanos por haber cometido un solo pecado, entonces en el caso de Aarón, el castigo le llegó con cuarenta años de retraso y, en el caso de Moisés, con al menos ochenta. Porque ese es el tiempo que había pasado desde que Moisés había dado muerte al capataz egipcio. Y la letanía de fracasos podría incluir todos aquellos momentos en que Moisés dio muestras de falta de fe, y en que se dedicó a presentar excusas en respuesta al llamamiento de Dios; como también su falta de fidelidad a la hora de circuncidar a sus hijos. No, de ninguna manera: el pecado de Moisés en Meriba tampoco fue el primero en la vida de este hombre. El hecho es que a lo largo de los años, Dios se mostró sumamente paciente y amoroso con estos dos ancianos estadistas de Israel.

Las responsabilidades de los líderes ¿Será que hemos entendido esta historia de manera completamente equivocada? ¿Puede ser que el centro mismo del relato no sea el carácter de Moisés y Aarón? Por supuesto, el relato sí nos da una importante lección sobre las responsabilidades del liderazgo. No hay duda de ello. Porque no importa cuál sea el enfoque que le demos al relato, presenta una advertencia muy seria para todos los líderes, ¿no te parece? Todos los que ejercen el liderazgo espiritual tienen que pagar un precio muy alto. En los últimos años, las noticias han informado de la caída de varios predicadores televisivos. Esto debería ser más que suficiente como para advertirnos de todas las hemorragias destructivas que pueden resultar de un solo pecado cometido por un líder. Cuando, lívido de ira, Moisés perdió el control delante de todo el pueblo, les dio la «excusa» perfecta para la falta de autocontrol que habían mostrado ellos hacia él. Después de todo, si este gran hombre de Dios pierde el dominio propio, ¿cómo puede esperarse que nosotros seamos mejores que él? Si el líder peca, ¿qué importa si nosotros también pecamos? Él es el que recibe una paga por caminar y trabajar para Dios tiempo completo. Si él no ha podido evitarlo, ¿cómo podríamos evitarlo nosotros? ¿No es esa la manera en que la naturaleza humana, que siempre anda en busca de hallar a alguien para compartir sus miserias, se la pasa

consolándose para justificar sus errores? Si entre las filas del pueblo de Dios se filtra la trágica noticia de que uno de los líderes ha caído, ¿qué es lo que hacemos todos? Respiramos aliviados y secretamente nos felicitamos porque nuestros pecados en realidad no son tan malos, o al menos no son peores que los de él o ella. Permíteme expresar nuevamente: Cada vez que un líder cae, hay una trágica hemorragia de justicia, una trágica pérdida del bien. Porque un líder rara vez cae solo, pues otros caen junto con él. Cuando Moisés cayó, se puso inmediatamente en tela de juicio y se cuestionaron sus cuarenta años de liderazgo, como también la providencia de Dios durante ese período. Todo lo que él había escrito, dicho y hecho se cubrió de un manto de sospecha ante los ojos del pueblo. Con un solo acto arrebatado de pasión, toda la obra de su vida se vio amenazada. Tal es el resultado del fracaso de un líder. El pueblo finalmente había conseguido tener una excusa para racionalizar sus propios pecados de rebelión contra Dios. Oh, sí, este relato encierra un importante mensaje para los líderes. A pesar de lo mencionado, ¿puede ser que la historia contenga una verdad aún más grande? ¿Puede ser que, más allá de ser un relato que analiza el carácter de Moisés y Aarón, sea una historia que presenta una imagen convincente de Dios? ¿Y puede ser que esta imagen, en último término, no tenga similitud alguna con la conducta del ayatolá?

La verdad sobre Dios La clave de la verdad que buscamos se encuentra en lo que, en primer término, parece una contradicción. ¿No crees que el versículo 13 de Números 20 parece estar completamente fuera de lugar? Ese versículo nos dice que en esa ocasión fue manifestada la santidad de Dios delante del pueblo. Ahora bien, no nos apresuremos a sacar conclusiones. ¿Qué acababa de decir el Señor en el versículo 12? Al hablarles a Moisés y a Aarón, les había dicho que ellos no habían reconocido su santidad en presencia de los israelitas. Entonces, ¿cómo es eso? El versículo 12 dice que los líderes no mostraron su santidad ante los demás, pero el 13 dice que fue allí donde se manifestó la santidad de Dios. ¿Cómo es posible reconciliar estos dos versículos? Al luchar una vez más para entender esta historia, me di cuenta de que la aparente contradicción se apoya en la palabra «santidad». ¿Qué es eso de la

santidad de Dios? ¿No es acaso el carácter de Dios? ¿Y qué es el carácter de Dios? Lo hemos oído decir en muchas ocasiones. 1 Juan 4: 8 nos dice: «Dios es amor». No obstante, ¿cómo es posible hallar amor en este incidente? Analicemos una vez más la situación, porque el amor santo de Dios se mostró también en aquella ocasión. En realidad, el Señor revela en el incidente su máximo amor y pureza. Y aquí está la forma en que lo hace: Dios permite que los rebeldes entren a Canaán, pero hace que los líderes se queden del otro lado. De esta manera el pueblo jamás habría de olvidar, mientras viviera, el elevado costo de su maravillosa gracia y de su amor irrenunciable. El Señor permite que el pueblo rebelde entre a Canaán pero rehúsa permitir la entrada a los dos líderes. Es difícil de creer, ¿no te parece? Sin embargo, ¿no es esa la manera de actuar que se corresponde con el carácter de Dios? ¿No es exactamente lo que él hizo en el Calvario? ¿No es eso lo que sucedió en la cruz? Permíteme que lo diga una vez más: Dios permitió que los rebeldes se salvaran, pero hizo que el Líder quedara afuera, fuera de los portales, para morir en una sangrienta cruz romana. ¡Esto sí que es una demostración de una gracia maravillosa, de un amor sin límites! Verás, Dios jamás nos trata de otra manera que aquella en la que él desea ser tratado. Él decide que Aarón va a morir sobre la cima de un monte, Moisés ha de morir en la cima de otro monte, y el Señor Jesús morirá sobre la cima de otro monte. Así de maravillosa es su gracia, así de admirable su amor. Finalmente, la historia termina con el relato de la muerte de Aarón en la cima del monte. Y allí Moisés sepulta a su hermano. Unas pocas semanas después, le llega el turno a Moisés, pero ahora ya no hay otro líder para enterrarlo. Ya no hay nadie, con excepción, por supuesto, de Aquel que ha sido el Líder constante de Moisés, el Señor de Moisés, y el amor de Moisés durante todos estos años. Es como si Dios dijera: «No tienen que preocuparse de que no haya nadie para enterrar a Moisés, yo mismo voy a enterrar a mi amigo». Y eso fue precisamente lo que hizo el Señor. En más de una ocasión me he preguntado cómo habrá sido ese momento.

Quizás has visto el cuadro de Harry Anderson que representa la escena. Allí está Moisés, con las cejas pobladas y la barba gris, apoyándose sobre su gastado cayado en la cumbre del monte Nebo, observando el atardecer desde la cima de la montaña. Con los ojos anhelantes puede ver a la distancia la tierra prometida. Eso es todo lo que verá de ella. Y como lo sabe, aprovecha esos momentos para observarla. Y entonces, con un suspiro profundo y nostálgico, el líder busca el suelo pedregoso y apoya su espalda cansada sobre la roca. ¡La Roca! A lo largo de todos esos años de vagar por el desierto, la Roca ha sido el símbolo de su Señor, de su Dios. Y ahora apoya todo el peso de su ser sobre su Salvador. Puedo imaginar que se ha arrepentido cien veces de su pecado. Y otras cien veces se le ha asegurado que ha sido perdonado; de eso también estoy seguro. Ahora llega el momento en que el cansado guerrero se apoya contra la Roca y se queda dormido. Se queda dormido en los brazos de Aquel que nunca lo ha de abandonar. La Biblia nos dice que Dios enterró a Moisés, pero recuerda, ¡también nos dice que Dios lo resucitó! El Señor no permitió que Moisés durmiera por mucho tiempo. Porque no pasó mucho antes de que sintiera que una mano le sacudía el hombro y lo levantaba del sueño de la muerte. «¡Moisés, levántate! ¡Despiértate, amigo mío que duermes! Me he sentido solo sin tu compañía. Por eso, si te parece bien, he venido para llevarte a casa. He venido para que me acompañes a la verdadera tierra prometida. Quiero que compartas una amistad eterna conmigo. Bienvenido a casa, mi amigo caído. Mi amigo perdonado, ¡entra al hogar!» ¡Qué gracia maravillosa! ¡Qué amor sin igual! Así, cuando tenemos una porción de la Roca, recibimos la promesa del Redentor. Y esa promesa dura por la eternidad.

Para reflexionar y compartir • ¿Cómo se puede armonizar la imagen que Dios presenta de sí mismo al castigar a los rebeldes y su carácter misericordioso? • ¿Consideras que el trato que recibieron los israelitas durante cuarenta años fue justo aunque no se lo merecían? ¿Qué lección puedes aprender de esto? • Siendo que ser líder conlleva una gran responsabilidad, ¡cuán

cuidadosos, entonces, debemos ser en el desempeño de nuestras funciones! ¿No te parece? • El hecho de que Moisés haya perdido la paciencia en un momento crítico de su vida ¿podría decirnos cuánto necesitamos depender de Dios constantemente para no perder los estribos, sean cuales sean las circunstancias? • ¿Qué reveló más Dios en la cruz: su justicia, su amor infinito, o ambas cosas a la vez?

Capítulo 8

¿Por qué Dios no puede dormir por las noches?

The Road Less Traveled [El camino menos transitado] ha permanecido en las listas de éxitos de ventas durante más tiempo que ningún otro libro. La frase con la que su autor, el psiquiatra M. Scott Peck, inicia la obra, tiene tan solo cuatro palabras: «La vida es difícil». No hace falta ser científico ni psiquiatra para reconocer la verdad de esas palabras, ¿no te parece? Yo vivo en una pequeña comunidad rural. Medio pueblo está ocupado por el campus de la universidad, donde trabajo como pastor de la iglesia. Por eso, cada vez que oigo el ruido de las sirenas a la distancia, no dejo de preguntarme de manera instintiva si suenan por alguien que conozco. Siempre hay muchas probabilidades de que sea así. Una mañana estaba llevando apresuradamente a mis hijos a la escuela, cuando vi las luces rojas y azules intermitentes que anunciaban que en la calle principal de nuestro pueblo se había producido un accidente. Dejé a los niños en la escuela, regresé al cruce, estacioné el automóvil cerca del

lugar en que una camioneta y otro vehículo habían colisionado, y salí. Pude divisar al jefe de policía, que se encontraba allí, en medio de los cristales rotos y los hierros retorcidos. Como lo conozco, me acerqué rápidamente para preguntarle por la identidad de las víctimas. El jefe de policía extrajo la licencia de conducir de la mujer que estaba en el vehículo, y me dijo: «¿La conoces?». «Sí, por supuesto». Era la esposa de uno de los profesores de la universidad. Entonces, el jefe de policía agregó: —Ya que la conoces, te pido, por favor, que localices a su esposo y le informes de que su esposa está gravemente herida. —¿Cuán grave es la situación? —pregunté. —La verdad es que la cosa tiene muy mala pinta—me contestó. Salí corriendo hacia el campus, tomé un teléfono y marqué el número de su oficina. Cuando el esposo levantó el auricular del otro lado de la línea, traté de que mi voz sonara tan segura como fuera posible: «Bill, tu esposa ha sufrido un grave accidente de tránsito. En este preciso instante la están trasladando en la ambulancia. Te recojo en la puerta de tu casa para llevarte al hospital». En medio de un silencio angustioso, Bill se sentó junto a mí mientras yo manejaba a toda velocidad hasta la sala de emergencias. Había poco que decir en aquellas circunstancias. A los dos nos quedaba tan solo elevar una oración silenciosa. Por último, en medio del silencio, me dijo: «Dwight, espero por Dios que no suceda otra vez». (¿Otra vez?, me pregunté). «Ya perdimos a nuestro hijo, que fue atropellado mientras andaba en bicicleta… No puedo perderla también a ella». A las puertas del hospital estaba la ambulancia, vacía. Corrimos hacia adentro. Tras las cortinas, los médicos le estaban administrando frenéticamente los métodos de resucitación. Bill, que también es un profesional de la medicina, corrió las cortinas para ver a su esposa. Pero todos los esfuerzos de resucitación fueron inútiles. No hubo nada que hacer. La esposa de Bill había perdido la vida. En un silencio sepulcral, me quedé junto a él en una de las salas de espera del hospital. Había sucedido de nuevo. «La vida es difícil». Cada sirena que emite su penetrante sonido, cada teléfono que suena, es el precursor potencial de otra confirmación de que Peck sabía lo que decía: «La vida es difícil». Y la muerte es el último de los «choques» que nos presenta la vida. Como pastor, no me queda más remedio que enfrentarme a ese enemigo

universal de la especie humana: un ataúd tras otro… y tras otro. Tres ataúdes para tres jóvenes menores de treinta años, que habían ido a esquiar durante un fin de semana al cercano estado de Wisconsin en una avioneta privada, cuyos equipos se congelaron al despegar, por lo que se estrelló y causó tres trágicas muertes prematuras. Tres funerales, uno tras otro. Tres familias devastadas. «La vida es difícil». Un ataúd para un angelito que todavía no había cumplido los cinco años, y que luchó contra la leucemia hasta el mismo fin. Lo único que dejó fue un mar de lágrimas. La vida puede ser muy difícil. Un ataúd para una muy querida abuela que, en una agradable mañana de diciembre, había salido a hacer las compras navideñas para sus seres queridos, hasta que a solo cinco kilómetros de la puerta de su casa chocó de frente con otro automóvil. Con otro agente de policía, unos minutos más tarde, me encontré delante de la puerta de esa casa, y tuve que ser el mensajero de las desgarradoras nuevas a un esposo que apenas podía creerlo. Un ataúd para un bebé de tres semanas de vida, cuyo corazón supuestamente tenía que aguantar al menos setenta años, como sucede con la mayoría de nosotros. Pero no fue así. Y al irse dejó una familia postrada y doblegada por el dolor. Hay de todo: ataúdes pequeños, ataúdes grandes; ataúdes modernos, ataúdes antiguos, pero el mensaje es siempre el mismo: «La vida es difícil».

¿Dónde está Dios? Entonces, ¿dónde se encuentra Dios en nuestros momentos de angustia? Mientras el ser humano se retuerce de dolor, ¿dónde está ese Dios que se nos ha presentado como un superhéroe? ¿Dónde está la bienaventurada garantía del Salmo 121? «Alzaré mis ojos a los montes. ¿De dónde vendrá mi socorro? Mi socorro viene de Jehová, que hizo los cielos y la tierra. No dará tu pie al resbaladero ni se dormirá el que te guarda […]. Jehová te guardará de todo mal, él guardará tu alma» (vers. 1-3, 7). ¿Guardará realmente mi vida y tu vida de todo mal? Entonces ¿qué salió mal en todas estas tragedias que te acabo de contar? Todas eran buenas personas; hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas que andaban en los caminos de Dios. Aun así tuvieron que sufrir. Como lo expresó, una vez

más, el reconocido escritor Harold Kushner: «A la gente buena le pasan cosas malas». ¡Cuánto han sufrido estas personas! Pero, ¿por qué? Todo ese sufrimiento ¿se debió a que Dios estaba dormido? Después de todo, el salmista declara que, dado que él jamás duerme, nosotros no sufrimos, de manera que se hace evidente que, si en realidad nosotros sufrimos, se debe a que él se ha quedado dormido. Esta explicación parece muy poco racional a la luz del carácter del Dios que hemos estado examinando a lo largo de estas páginas. Entonces, ¿por qué tanto mal? ¿Por qué la vida es tan difícil? ¿Cómo es posible que defendamos a este Dios en medio de tantos males? Ese es el interrogante que está implícito en la palabra teodicea, término que usan los teólogos para describir los intentos del corazón humano de defender, de alguna manera y ante la presencia del mal y el sufrimiento, la bondad, la sabiduría y el amor de Dios. El término proviene de dos palabras griegas, a saber, theos y dike: «Dios» y «justicia». Esto quiere decir que «teodicea» es el esfuerzo humano de defender con justicia a Dios, de manera que a pesar de todo el mal y de todas las tragedias, él siga siendo aún el Dios de amor que las Escrituras siempre afirman que es. No obstante, ¿es posible defenderlo en medio de tanta masacre? Porque, no nos engañemos: el sufrimiento humano tiene muchas otras sombras además de la ominosa sombra de la muerte. En efecto, la muerte no es el sufrimiento más terrible; la muerte es la cesación de la vida, el fin del sufrimiento en esta tierra. Cuando lloramos, no lloramos por el que falleció, sino más bien por los que han sobrevivido. Porque es una gran ironía de la existencia humana el hecho de que el sufrimiento sea más grande en la vida que en la muerte. El teólogo Lewis Smedes, en su clásico Love Within Limits [El amor dentro de los límites], define el sufrimiento de la siguiente manera: «Todo sufrimiento puede ser descrito, en realidad, como la experiencia de algo que definitivamente no queremos llegar a experimentar» (p. 1). ¿Qué es lo que tú, definitivamente, no quieres llegar a experimentar? ¿Que te desaprueben una materia? ¿No encontrar trabajo? ¿Una cita con la persona equivocada? ¿Un fracaso matrimonial? ¿Un amargo divorcio? ¿Verte obligado a declararte en bancarrota? ¿Sufrir una mastectomía? ¿Tener alzhéimer? ¿Llegar a la vejez con achaques? La lista de nuestros mayores temores no tiene fin, ¿verdad? Añade además los terribles sufrimientos de la guerra, el hambre y las plagas que se producen en todo el

mundo, y tendremos que admitir que no hay idioma ni cultura que no sepa bien qué es el mal. Tengo que confesar que en este mundo de sufrimientos cada vez peores, la tarea de defender a Dios se hace cada vez más difícil, ¿no te parece? A pesar de esta impresión contemporánea, es muy probable que jamás haya sido una propuesta fácil. Desde la caída de Lucifer y de Adán y Eva «en el principio», Dios ha tenido que enfrentar la epidemia universal del mal. Pero como ya hemos subrayado en el capítulo 4, la respuesta de Dios ante el mal fue asumir voluntariamente la culpa y la responsabilidad del sufrimiento humano, haciendo así que el centro de atención se trasladara a él mismo hasta que los creyentes fueran lo suficientemente maduros como para desenmascarar al verdadero culpable del mal. Por esa razón en el Antiguo Testamento hallamos muy poco que pueda librar a Dios de la culpa por los males que nos ocurren en la tierra.

Él estuvo allí Hay una casi olvidada declaración en el corazón del Antiguo Testamento que ofrece una vislumbre impresionante de Dios en medio de todo el sufrimiento que nos rodea. Es una sola frase que descorre el velo del sufrimiento humano y nos permite hacernos un concepto de Dios y llegar a ver sus mismos pensamientos en medio de todas las dificultades de la vida. Isaías lo vio primero, y estoy agradecido de que el profeta haya dejado registradas estas palabras para que nosotros también podamos verlo. Me gusta cómo lo expresa la Versión Reina-Valera de 1995: «En toda angustia de ellos, él fue angustiado» (Isa. 63: 9). La versión popular Dios Habla Hoy traduce así: «Y él los salvó de todas sus aflicciones. No fue un enviado suyo quien los salvó; fue el Señor en persona» (vers. 8, 9). Si analizamos el contexto de este versículo, descubriremos que el profeta Isaías está repasando la historia del Antiguo Testamento y una parte de las vicisitudes por las que tuvo que pasar el pueblo de Dios. Al tratar de englobar toda la historia, nos lleva hacia una realidad simple pero profunda: cuando el pueblo sentía dolor, Dios sentía dolor; cuando el pueblo sufría, Dios sufría; cuando lloraban, Dios lloraba; cuando estaban afligidos, Dios se afligía. ¿Qué clase de misterio es esta extraña transferencia vicaria del sufrimiento humano al corazón mismo de Dios? Es el misterio de la paternidad, ¿no te parece?

Como padre, conozco en carne propia una pequeña parte de ese misterio. No entiendo tanto cómo funciona, pero sí sé que funciona. En cierta ocasión, mi familia y yo estábamos cargando el automóvil para salir de paseo. En ese entonces, mi hija Kristin tenía solo tres años, y mientras iba colocando las cosas dentro del vehículo, abrí con fuerza la puerta de atrás, y noté que de pronto esta se detuvo sobre sus goznes con un golpe suave y sordo. Me di vuelta justo a tiempo para ver que Kristin se cubría el rostro con las manos. Entonces me di cuenta de que le había dado con la puerta en la cabeza. Fue otro de esos momentos a cámara lenta, cuando uno queda suspendido como si el tiempo se hubiera detenido. Ella tenía la boca abierta, y estaba tragando grandes bocanadas de aire que pronto transformarían el irreal silencio en un llanto desgarrador. Cuando logró tener todo el aire que necesitaba para lanzar el grito de dolor, ya la había alzado y estaba en mis brazos. Y la dejé allí contra mi pecho, mientras mi preciosa niñita lloraba para mitigar su inesperado dolor. Y permíteme decirte que, mientras ella lloraba de dolor, me parecía que yo también estaba experimentando lo mismo que ella. Te lo digo de verdad. Yo sentía su dolor, aunque el sufrimiento era solo de ella. Y sus lágrimas también trajeron algunas lágrimas a mis ojos. De verdad. En su aflicción yo también fui afligido. No puedo explicar de qué manera funciona; solo te puedo garantizar que es así. Y por ello, en una medida sumamente reducida, creo que yo también puedo entender lo que dice el Señor cuando anuncia por medio del profeta Isaías: «En toda angustia de ellos, él fue angustiado». Es el misterio de la paternidad. Es el misterio de Dios, que posee un poder trascendente, pero que al mismo tiempo siempre está presente conmigo en mi dolor. Elena G. de White, en su obra clásica sobre la vida de Cristo, El Deseado de todas las gentes, expresa: «No se exhala un suspiro, no se siente un dolor, ni ningún agravio atormenta el alma, sin que haga también palpitar el corazón del Padre» (cap. 37, p. 328). En otras palabras, en todas nuestras angustias, él también es angustiado.

¿Por qué no le pone fin? No obstante, en este tema de la teodicea hay aún otro interrogante que tenemos que enfrentar. Quizá ya te lo has preguntado más de una vez. Es una pregunta obvia, un interrogante que exige una respuesta: si Dios se identifica tanto con nuestro sufrimiento y al mismo tiempo es tan poderoso,

¿por qué no detiene el sufrimiento antes de que comience? Todos podemos entender que un padre humano, con todos sus yerros, cierto día puede abrir accidentalmente la puerta del carro y darle un portazo en la cabeza a su hijita. Sin embargo, ¿dónde está el Padre omnipotente cuando nuestro mundo se desploma por completo? ¿Por qué no detuvo la camioneta para que no chocara contra el automóvil, e impidió que la avioneta se estrellara, y detuvo la enfermedad para que no avanzara? ¿Por qué no impide que millones de personas en el mundo se mueran de hambre? ¿Por qué se limita tan solo a tomar la decisión de sufrir junto con nosotros? ¿Por qué no pone fin de una vez por todas al mal y al dolor? ¿Por qué directamente no ponerle fin al problema en lugar de seguir soportando los síntomas? Estas son preguntas muy buenas y apropiadas. Es justo que nos preguntemos esto. Y la respuesta también tiene que ver con el tema de la justicia. Es aquí donde entra en escena el gran relato de la teodicea en las Escrituras: el libro de Job. Pensemos en Job, el hombre que sufrió tanto, para quien la vida fue en verdad muy difícil. Es probable que conozcas bien la historia. Cierto día Dios reúne un concilio en el cielo, y aparentemente se le permite a Satanás asistir al concilio como representante de este planeta caído. (Al fin y al cabo, Jesús lo llamó «el príncipe de este mundo»). Al ver que su hijo rebelde Lucifer también está presente, el Señor le pregunta a Satanás: «¿Has visto a mi siervo Job? ¿Te has dado cuenta de cuán buen amigo es? ¡En la tierra, no hay otro que sea tan fiel a mí como mi amigo Job!». Satanás observa a todos los presentes en el concilio y, mirando directamente hacia el trono de Dios, el príncipe rebelde responde: «Sí, Su Majestad. Usted está en lo cierto. Es verdad que él es fiel. Pero permítame que le diga por qué es fiel. Esto se debe a que usted lo ha sobornado por medio de las bendiciones que ha derramado sobre él. Usted ha construido un cerco de protección a su alrededor, y en este momento Job se siente muy seguro. Pero puedo garantizarle algo: si usted le quita el cerco protector, él será el primero en maldecirlo en su misma cara. Puede que Job sea su amigo, pero le aseguro que, en el mejor de los casos, es amigo solo en las buenas». Ese fue el primer puñetazo. Lucifer está presentando un desafío, tanto a la justicia como a la libertad de Dios. ¿Será que Job seguirá amando a Dios cuando llegue la hora de la verdad y ya no cuente con ningún cerco de protección? El Señor observa este desafío diabólico en su misma presencia. Entonces responde al desafío de Satanás: «Está bien; puedes

tocar a Job, pero consérvale la vida». Satanás desaparece y, fiel a su manera perversa de actuar, pronto desencadena una catarata de desastres sobre Job con el potencial de hacer tambalear al más piadoso de los santos. El diablo pega el gran golpe, y Job lo pierde todo. Pierde sus propiedades, sus posesiones, sus hijos y finalmente su salud. Llega a ser una mera sombra de lo que había sido antes, tirado en un rincón bajo el sol inmisericorde, quitándose con un tiesto el pus de las llagas, que no dejan de supurar. Pero Job no se vuelve contra Dios. Sigue siendo su amigo fiel. El registro bíblico nos dice: «En todo esto Job no pecó ni culpó a Dios» (Job 1: 22, BLA).

La verdadera libertad Este es el único lugar del Antiguo Testamento en el que se nos permite observar más allá del velo de los dramas humanos para ser testigos de la ferocidad de la lucha entre el bien y el mal. Vemos la furia de la ira satánica contra Dios y su creación, y la lucha desesperada de Dios, que se ve obligado a enfrentar estos ataques fulminantes mientras busca de alguna manera recuperar la lealtad y la fidelidad de la raza humana rebelde.

No obstante, a través de todas estas circunstancias, se requiere que, para conservar el sentido de equidad y libertad, el Señor permita que Satanás ejerza su poder destructivo en este planeta. ¿Por qué? Porque Satanás ha señalado a Dios con el dedo, acusándolo de que la única manera en la que él puede hacerse de amigos es sobornándolos por medio de bendiciones. «¡Quítales todas tus bendiciones, y vas a ver como se vienen conmigo!», dice Satanás. Y es triste decirlo, pero en gran medida el enemigo está en lo cierto: ante situaciones adversas, la mayor parte del mundo suele volverse, en efecto, a Satanás. Lo que está en juego aquí es el tema de la libertad humana y el amor divino. ¿Será que Dios ama lo suficiente a su pueblo como para permitirle que sean libres de tomar sus propias decisiones? Porque la libertad no es verdadera libertad a menos que pueda abusarse de ella. El amor solamente es amor si puede ser rechazado; si no puede ser rechazado, entonces no es amor. Así, por la naturaleza misma del amor y la libertad, Dios se ve obligado a permitir que el amor y la libertad sean desplegados en esta tierra

por medio de las decisiones que toman los seres humanos. Tanto Lucifer como Adán y Eva recibieron la libertad de decidir. Y han sido sus decisiones, y las incontables decisiones que han tomado los seres humanos desde entonces, las que han creado el caldo de cultivo del mal y el semillero de la miseria humana que podemos observar en nuestro planeta. Todos nosotros somos víctimas de esas decisiones. La única esperanza de Dios es de alguna manera volver a ganar nuestro corazón para que volvamos a ubicarnos bajo las alas de su amor infinito. Su única esperanza es llegar hasta nosotros con su mensaje, ese mismo mensaje que Lucifer afirma que no es más que una mentira. Desea que entendamos que él no es un tirano, que no es alguien que nos va a sobornar para que lo amemos. Dios es nuestro Padre y nuestro Amigo. Y por eso nos pide que volvamos a él. Y aun cuando tomamos la decisión de volver a él, seguimos sufriendo los efectos del mal en este mundo. Entonces, ¿por qué no nos protege el Señor? Te invito a pensar en esto por un momento. ¿Qué pasaría si, tan pronto como una persona decidiera regresar a Dios, esta se sintiera inmunizada y blindada contra todo tipo de sufrimiento y de mal? ¿Te parece que habría siquiera alguien que desearía ir al hogar a vivir con el Señor? Si lográramos hacer un cielo a partir de este infierno, ¿quién quisiera abandonarlo? C. S. Lewis explicó la situación sobre la tierra de esta manera: «Dios nos niega —por la misma naturaleza del mundo—, la felicidad y la seguridad estables que todos deseamos. Pero también ha derramado liberalmente alegría, placer y regocijo. […] En cambio, unos momentos de amor feliz, un paisaje, una sinfonía, el encuentro alborozado con nuestros amigos, un baño o un partido de fútbol no tienen el mismo desenlace. Nuestro Padre nos reconforta procurándonos albergue en posadas acogedoras, pero nos alienta a confundirlas con el hogar» (El problema del dolor, p. 117).

La realidad del sufrimiento humano nos recuerda de manera continua ese antiguo himno que dice: «El mundo no es mi hogar, soy peregrino aquí; en la ciudad de luz, tendré tesoros, sí; eterno resplandor, por siempre gozaré y la vida mundana jamás desearé». Los profetas estaban en lo cierto. Somos extranjeros y peregrinos y estamos en busca de un mundo mejor. Queremos llegar a ser ciudadanos del reino celestial. Este mundo no es nuestro hogar. Mientras sigamos viviendo en esta tierra, hemos de sufrir la furia destructora del malvado enemigo, quien afirma que el mundo y sus habitantes le pertenecen, porque estamos viviendo detrás de las líneas enemigas.

No existe otra manera de entender todas las tragedias que nos toca soportar. Ahora bien, hay personas bienintencionadas que expresan verdades de Perogrullo como la siguiente: «Bueno, estoy seguro de que por medio de esta tragedia, Dios quiere enseñarle algo a fulanito». Por supuesto, yo jamás quisiera negar la capacidad que tenemos todos los seres humanos de aprender de nuestros sufrimientos, pero el hecho es que, en muchísimos casos, el precio es con mucho demasiado elevado como para que aprendamos la lección. La posibilidad de aprender lecciones no constituye una explicación satisfactoria de nuestro dolor y sufrimiento. Otras almas con buenas intenciones a veces proponen lo siguiente: «Lo que sucede, tal vez, es que Dios está tratando de alcanzar a un ser querido, a algún amigo o vecino por medio de esta trágica muerte». Una vez más, estoy convencido de que la gracia divina tiene la capacidad de triunfar en medio de cualquier tragedia humana y, en efecto, hay personas que han sido «alcanzadas» por medio del sufrimiento de otros. Pero por favor, no transformemos a Dios en un ser que podría golpearnos en cualquier momento con una muerte trágica, con la esperanza de que nuestra desaparición pueda servir para salvar a otra persona. ¿Cómo es posible que alguna vez nos sintamos seguros si tenemos que estar todo el tiempo mirando sobre nuestro hombro para ver qué se trae Dios entre manos? El propósito divino de alcanzar a otros tampoco constituye una explicación satisfactoria para el sufrimiento humano. ¿Qué razones habremos de dar, entonces, para nuestro sufrimiento? Como destaca Richard Rice en su libro Why Bad Things Happen to God’s People? [¿Por qué al pueblo de Dios le pasan cosas malas?], es muy probable que ninguna razón nos termine resultando satisfactoria: «En una escala universal y cósmica, no existe justificación alguna para el mal. Y no podemos esperar que sus consecuencias a nivel individual siempre tengan sentido. En consecuencia, toda respuesta al sufrimiento que mire hacia atrás, que vaya detrás del asunto con el propósito de buscar una razón concreta en cada momento, está destinada al fracaso. Y el acto de tratar de explicar las desgracias que nos acontecen a menudo no hace más que empeorar las cosas» (p. 26).

El hecho es que, si bien como seres humanos sentimos la necesidad de explicar todas las cosas, de hallar una razón lógica detrás de las tragedias que nos golpean, el mal en realidad no tiene lógica alguna. El mal es el resultado de la locura de Lucifer. Así de simple. Jesús estuvo muy en lo cierto cuando expresó: «Un enemigo ha hecho esto» (Mat. 13: 28, RV60). La única explicación plausible para el sufrimiento humano es que aún

estamos viviendo detrás de las líneas enemigas.

Dios llora con nosotros Sin embargo, en medio de todos nuestros sufrimientos a menudo irracionales e inexplicables, recibimos la categórica garantía divina que dice: «En todas nuestras angustias, él también sufre junto con nosotros». Porque nuestro Dios es un Dios que sufre con sus hijos. Puede que el Señor no te exprese mucho en palabras. Puede que solo se limite a llorar junto contigo, pero de todas maneras, hay momentos en que las palabras suenan huecas e insuficientes. En el libro de Richard Rice, él cuenta la historia de un profesor que conoció en el campus de la universidad donde yo trabajo como pastor. Es una historia de algo que sucedió antes de que yo llegara allí, aunque conozco a la familia a la que se refiere el incidente. Cierto profesor de la universidad fue golpeado por una tragedia horrible e inexplicable. Su hijo falleció de manera trágica en un accidente en el patio de la escuela. El apenado padre y su familia lucharon por aceptar la terrible pérdida. Podemos preguntarnos qué decir ante la presencia de una desgracia semejante en la vida de otras personas. Pero este padre recuerda la acción más reconfortante de la que fue objeto durante esos momentos de intenso dolor y profundo sentimiento de pérdida. Una tarde, mientras el padre estaba en su oficina en el campus, un colega, también profesor de la universidad, fue a verlo. No pronunció palabra. Solamente se sentó en la oficina de su amigo y comenzó a llorar. Y lloró amargamente. Entonces, sin decir palabra, se levantó y se fue. Más tarde, ese padre sufriente testificó que el hecho de que su amigo estuviera allí, y de que durante unos minutos se dedicara simplemente a compartir su dolor y sus lágrimas, significó más para él que cualquier palabra que le pudiera haber dicho. En tu hora de sufrimiento, es probable que Dios no te diga nada más que: «Estoy llorando contigo». En todas nuestras angustias, ¡él también comparte nuestra angustia! El Señor nos sostiene de la mano, y llora con nosotros. No obstante, me gustaría recordarte que la mano que sostiene la tuya es una mano traspasada por clavos. Porque él ya ha estado en el Calvario. Y él también ha bebido los restos amargos del peor dolor humano. ¡Él sufre con nosotros!

Jesús fue al Calvario para que, por toda la eternidad, supiéramos que hay Alguien que nos entiende. Me gusta mucho la manera en que lo expresa Elena G. de White: «Pocos piensan en el sufrimiento que el pecado causó a nuestro Creador. Todo el cielo sufrió con la agonía de Cristo; pero ese sufrimiento no empezó ni terminó cuando se manifestó en el seno de la humanidad. La cruz es, para nuestros sentidos entorpecidos, una revelación del dolor que, desde su comienzo, produjo el pecado en el corazón de Dios» (La educación, cap. 31, p. 238).

Verás, en este universo hay otro ser que también sufre. Su nombre es Dios. En todas nuestras aflicciones, él también es afligido con nosotros. Porque él ya ha pasado por todo ello. Y es por eso que la última palabra en relación con el sufrimiento es que, en último término y en lo más íntimo de nuestro ser, Dios está con nosotros. Y sabemos que él tendrá la última palabra, porque llegará el día en que «enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron» (Apoc. 21: 4). El cielo será la última palabra de Dios para contrarrestar el infierno en el que Lucifer ha tratado de transformar esta vida. En uno de los dos funerales que me tocó dirigir en el caso de los jóvenes cuyas vidas fueron segadas trágicamente cuando su avioneta se estrelló una mañana de invierno, bajé del púlpito al final de la ceremonia para acompañar a los parientes, que se habían reunido por última vez alrededor del ataúd abierto y dejaban caer muchas lágrimas sobre el cuerpo sin vida de quien había sido su hijo y nieto. En presencia de lágrimas tan llenas de angustia, ¿qué es lo que se puede decir? A mi lado, se encontraba un viejo colega y amigo mío que también había estado oficiando la ceremonia. Sentíamos que las lágrimas de aquella gente también se querían colar en nuestros ojos y en nuestros corazones. Después de varios minutos de silencio, él se inclinó hacia mí y me susurró las palabras que inspiraron el título de este capítulo: «¿Por qué Dios no puede domir por las noches?». En medio de semejante suceso, en medio de tan grandes sufrimientos humanos, él ni duerme, ni se adormece, porque en todas nuestras angustias, él también sufre con nosotros. ¡Qué gracia maravillosa! ¡Qué amor más grande!

Para reflexionar y compartir

• En los momentos de dolor, ¿a dónde has recurrido? ¿Has pensado en esos instantes que tienes un Padre celestial que se preocupa por todos tus pesares y angustias? • Si se te pidiera que definieras el sufrimiento, ¿cómo lo definirías? • Con la Biblia en las manos, ¿cómo justificarías a Dios de los sufrimientos que ocurren en nuestro mundo? • ¿Crees que nuestras decisiones son las que han contribuido en mayor medida a la condición de nuestro mundo? Si es así, ¿qué podríamos hacer para tener un mundo mejor? • ¿Puedes tener fe en que Dios llora a tu lado cuando estás atravesando por un momento muy triste, como la pérdida de un ser querido?

Capítulo 9

«No te preocupes, ¡sé feliz!»

Seguramente habrás oído la canción que en 1988 se convirtió en número uno en las listas de éxitos musicales en los Estados Unidos, obteniendo al año siguiente cuatro premios Grammy. Era una canción muy sencilla, que no requería la ayuda de instrumentos ni de acompañamientos musicales, únicamente la voz del cantante y sus silbidos. A pesar de ello, no ha habido otra melodía transformada en canción comercial que haya captado de igual manera los gustos de tantos millones de personas en diversos países del mundo. Pronto se colocó en lo más alto de las listas de éxitos musicales, y en seis meses se vendieron diez millones de discos. Entonces fue utilizada en la película Cocktail, y la banda sonora de esa producción cinematográfica vendió más de ocho millones de copias en pocos meses. La pegadiza melodía y la letra de la canción fueron un éxito mundial. Bueno, tampoco había muchas opciones, porque su mensaje, sencillo y repetitivo, sonó incesantemente en todo el mundo en los oídos de hombres, mujeres y niños una y otra vez hasta el aburrimiento. El mensaje era tan sencillo (quizá «simplón» sería un mejor adjetivo para describirlo) que en poco tiempo esas palabras perdieron fuerza. A pesar de ello, se siguieron vendiendo copias de la canción, que seguía machacando el mensaje: «Don’t Worry, Be Happy!» [«No te preocupes, ¡sé feliz!»]. Este era el mensaje completo de su compositor y cantante, Bobby

McFerrin: «Esta es una nueva canción que he escrito, puede que la quieras cantar nota a nota: No te preocupes, ¡sé feliz! Cada vida tiene sus problemas, pero si te preocupas demasiado, se duplican. No te preocupes, ¡sé feliz! Cuando te preocupas, frunces el ceño, y entonces todos se deprimen. No te preocupes, ¡sé feliz!». Etcétera, etcétera, etcétera. ¿Puedes creer que una canción tan infantil y con una filosofía más bien bobalicona haya tenido tanto éxito? ¿Y qué podemos decir de su autor? ¿Es McFerrin una persona feliz? Aparentemente no. Como suele suceder cuando algo recibe demasiada atención de los medios, pronto se produjo una reacción, y hasta McFerrin se llegó a cansar de la canción. Según un artículo publicado en la revista Newsweek en su edición de febrero de 1989, ya para entonces McFerrin había decidido que nunca más la interpretaría en público. Tenemos que aceptarlo: solo es posible entonar una canción como esa una cantidad limitada de veces. Solo durante cierto tiempo se puede calmar una mente atribulada antes de que la verdad salga a la luz. Y es que el hecho de no preocuparse, en realidad, no resuelve nada. Tarde o temprano la verdad oculta sale a la luz, y nos lleva a darnos cuenta con tristeza de que ninguno de los trillados y vanos lugares comunes de este mundo podrán saciar nuestra sed. El anhelo de nuestra alma es encontrar una seguridad duradera, sentir una genuina paz interior. «Don’t Worry, Be Happy!», «No te preocupes, ¡sé feliz!». Sí, suena muy bien, pero no podemos limitarnos a entonar esa canción y esperar que todos nuestros problemas se solucionen. Así no funcionan las cosas en este mundo.

Lo que en realidad queremos Constantemente se hacen encuestas para averiguar qué es lo que realmente quiere la gente, qué cosas son las que más les preocupan, qué es lo que las despierta en medio de la noche con un sudor frío. Una de esas encuestas detallaba las diez principales preocupaciones de salud de los estadounidenses. No me sorprendieron las tres primeras de la lista, porque estaban dentro de lo que uno espera en un estudio de estas características, a saber: permanecer libre de enfermedades, no caer en el vicio del tabaco y disfrutar de un medio ambiente con aire puro y agua potable. Pero lo que sí me causó sorpresa fueron los siguientes puntos de la lista, que parecían no corresponderse con ese tipo de encuesta. A ver si te parece que esto tiene que ver con la salud: contar con alguien a quien amar,

tener una perspectiva optimista de la vida, y tener familiares y amigos que estén a nuestro lado en los momentos de necesidad. ¿Qué crees? No es lo típico que uno esperaría encontrar en un estudio sobre las preocupaciones relacionadas con la salud. Pero no cabe duda de que revela lo que se encuentra en las mentes de millones de personas. Y para quienes tienen preocupaciones como esas, no les alcanza con que les digamos: «Don’t Worry, Be Happy!». Podrías cantar esa canción hasta quedarte sin aliento, pero en lo más profundo de tu corazón seguirías anhelando algo que sea real, alguien que sea real, alguien que esté junto a ti cuando todo lo demás en tu vida te falle. Cuando nos golpea la tragedia, cuando recibimos malas noticias, queremos saber que podemos acercarnos y tener contacto con una persona real que responderá con un interés real a nuestra situación. Y agradezco a Dios por la gente compasiva y dedicada que todavía podemos encontrar. Hombres y mujeres cuyos corazones generosos nunca están a más de una llamada telefónica de distancia. Personas a las que tú y yo podemos recurrir cuando parece que a nadie más le importa nuestra situación. «Sanadores heridos», como los describió en cierta ocasión Henri Nouwen, personas cuyas propias cicatrices las han capacitado para ser amigos sanadores siempre que los necesitemos. Son personas que van mucho más allá del «Don’t Worry, Be Happy» a la hora de buscar la manera de consolarnos. Porque hay ocasiones, en realidad demasiadas ocasiones, en las que hay que llorar y dejar de sonreír, hacer duelo y dejar de danzar. Hay momentos en los que ya no sirve seguir sonriendo y aguantando como si no hubiera pasado nada.

El profeta llorón Pensemos por ejemplo en el profeta Jeremías. Es probable que este profeta sea uno de los escritores más tristes de las Escrituras. Se le llama el profeta llorón, y te puedo asegurar que tenía buenas razones para ello. Si ese pobre hombre hubiera vivido en nuestros días, habría tenido que gastarse una buena suma de dinero en pañuelos desechables. En numerosas ocasiones derramaba lágrimas no solo con los ojos, sino también con el corazón. Jeremías escribió el libro que lleva su nombre, y también el libro de Lamentaciones. Puede que si abres tu Biblia por el libro de Jeremías, tengas que sacudir el polvo de sus páginas. No eres el único; en general los cristianos no

suelen dedicar mucho tiempo al Antiguo Testamento y, si tu corazón prefiere andar por la vida con la canción a la que nos venimos refiriendo en este capítulo, se me ocurre suponer que Jeremías no ha de ser uno de tus libros preferidos, porque en sus páginas hay mucha tristeza y gran cantidad de preocupaciones. Durante varios capítulos hemos estado analizando lo que he denominado «la historia de dos montes». Hemos revivido brevemente los eventos del monte Sinaí: la espectacular teofanía por medio de la cual Dios nos entregó personalmente los Diez Mandamientos en medio de rayos y truenos y un terremoto. Y también hemos estado analizando lo que sucedió siglos después en otro monte, el del Calvario (llamado también el Gólgota). Estas son dos cimas importantes para nuestra búsqueda de ese Dios que se reveló en ambas montañas. En términos históricos y quizás filosóficos, Jeremías es un personaje que se encuentra en el punto más terrible entre una montaña y otra. Es un profeta que ha sido alcanzado por el fuego cruzado, por así decirlo. Y por eso, gran parte del tiempo lo encontramos derramando abundantes lágrimas. ¿Qué otra cosa podríamos esperar de alguien que se desayuna todos los días con titulares que solo producen dolor de cabeza? Jeremías vivió en tiempos traicioneros. Le tocó vivir en un reino que estaba en sus últimos estertores. El ejército de Babilonia, enemigo del pueblo de Dios, había acampado literalmente a las puertas de Jerusalén. Refugiados de toda la tierra de Judá llegaban a la ciudad. Era gente perseguida, atribulada y aparentemente olvidada por su Dios, que lo único que contaban eran historias de terror y masacres demasiado espantosas como para hallar consuelo. No era momento para que se pusiera a cantar: «Don’t Worry, Be Happy!». Y eso es lo que hace que el mensaje de Jeremías 31: 3 y 4 nos parezca tan extraño, tan incongruente, tan fuera de lugar. Te invito a analizarlo por ti mismo: «Jehová se me manifestó hace ya mucho tiempo, diciendo: “Con amor eterno te he amado; por eso, te prolongué mi misericordia. Volveré a edificarte: serás reedificada, virgen de Israel. De nuevo serás adornada con tus panderos y saldrás en alegres danzas”». En el capítulo anterior, Jeremías había estado dando advertencias al pueblo sobre las catástrofes, los juicios y la destrucción que habrían de venir, y entonces, de manera repentina, irrumpe con este cántico de amor y gozo ilimitados de parte del Señor. Parece demasiado bueno para ser verdad, ¿no crees? Casi parece que Dios mismo fuera el que está diciendo:

«Don’t Worry, Be Happy!».

A todos nos haría bien disfrutar de una experiencia de gozo semejante de vez en cuando. Soy el primero en admitir que me beneficiaría la posibilidad de dejar que todas mis preocupaciones se esfumaran, tomar entonces una pandereta y ponerme a bailar. No con los movimientos y giros sensuales que en la actualidad se hacen llamar baile, sino más bien con esas cadencias alegres y pletóricas de gozo que irradia la dicha en el Señor. Eso es lo que Dios está prometiendo en estos versículos, y todos nosotros podríamos disfrutar más de momentos como esos incluso cuando sentimos que las cargas de la vida nos abruman inmisericordes. El único problema es que quizá no estemos tan seguros de cuál debería ser la razón de la danza. ¿Cuál tiene que ser nuestra motivación para que disfrutemos de un cántico en el corazón?

Con amor eterno El profeta Jeremías encuentra una razón para estar gozoso en este mensaje que proviene de Dios: «Con amor eterno te he amado; por eso, te prolongué mi misericordia» (Jer. 31: 3). Y ciertamente es motivo más que suficiente para ponerse a saltar y bailar. ¡Amor eterno! ¡Qué concepto! En especial en nuestros días, cuando sabemos tan poco del amor. No se trata de un simple amor romántico. Ya sabes cómo funciona ese tipo de amor. Roberto observa embelesado los ojos seductores de Marta, y le susurra al oído: «¡Te amaré siempre!». El único problema es que hace solo tres meses le estaba diciendo lo mismo a Elisa, y es probable que dentro de

tres meses se lo diga a Susana. Y tiempo después, ¡seguramente se casará con Liliana! En realidad no sabemos qué quiere decir amar por la eternidad. Aun en el matrimonio, el amor a menudo no dura. ¿Qué significa que el Señor nos ame de esa manera? Repasemos una vez más lo que nos dice: «Con amor eterno te he amado […]. Te edificaré de nuevo; ¡sí, serás reedificada! De nuevo tomarás panderetas y saldrás a bailar con alegría» (Jer. 31: 3, 4, NVI). ¿Qué significan estos versículos? ¿Podrías decir qué es el amor eterno en este contexto? Recordemos la historia. Está a punto de desatarse un verdadero infierno sobre la ciudad de Jerusalén. El enemigo, Nabucodonosor, ya ha atacado la ciudad dos veces. ¡Un ataque más, y todo habrá terminado! La ciudad va a ser arrasada. En este contexto no podemos sino preguntarnos cómo es posible que Dios se ponga a hablar de amor eterno y de bailar al son de las panderetas ante la inminencia de semejante destrucción. La única manera en que la promesa de Dios puede tener algún sentido, la única manera en que puedo imaginar su aparente «Don’t Worry, Be Happy!» a pesar de la inminencia de la catástrofe, es llegar a la conclusión de que cuando yo siento que estoy completamente acabado, ¡Dios no lo está! No importa cuán mal me vaya o se pongan las cosas para mí, no importa el infierno personal que puedas estar atravesando en este preciso momento, el mensaje que se da aquí es que el amor de Dios es eterno. Lo que, en otras palabras, quiere decir que aun cuando yo siento deseos de darme por vencido, ¡el Señor no renuncia a mí! Puede que dejemos de amarlo, pero él no dejará de amarnos. Puede que dejemos de creer en él, pero él no dejará de creer en nosotros. Esto, como nos recuerda Jeremías, es razón más que suficiente para no empeñar nuestras panderetas ni vender nuestros zapatos de baile. Porque «de nuevo tomarás panderetas y saldrás a bailar con alegría» (vers. 4). Es triste decirlo, pero hay muchas personas que no han escuchado jamás estas buenas nuevas. Algunas estadísticas de los Centros para el Control de Enfermedades de los Estados Unidos indican que cada año más personas pierden la vida en ese país por causa del suicidio que por homicidios. Nos preocupa mucho el índice de delincuencia y la posibilidad de ser asesinados por otra persona, pero en realidad, a menudo nosotros mismos somos nuestros peores enemigos. Más gente se provoca a sí misma la muerte que quienes mueren por la acción de otra persona. Simplemente

renuncian a toda esperanza para el futuro y deciden ponerle fin a su vida. Las estadísticas sobre casos de suicidio infantil y juvenil resultan tremendamente alarmantes. Entre 1952 y 1992, la incidencia de suicidios entre adolescentes y jóvenes casi se triplicó. Entre 1980 y 1992, el índice de suicidios entre los 10 a 14 años de edad se incrementó en un ciento veinte por ciento. Cada veinticuatro horas, trece estadounidenses de entre 15 y 24 años se suicidan. Y el número de intentos frustrados de suicidio es mucho más elevado. Una estadística que leí afirma que en los Estados Unidos, cada setenta y ocho segundos, un adolescente trata de quitarse la vida. «Don’t Worry, Be Happy». Sin embargo, a pesar del pegadizo mensaje de la canción, en este mundo hay muchas personas con el corazón roto y sin esperanza. ¡Hay tantos que deciden darse por vencidos! Antes de juzgar a esas personas demasiado rápido o con excesivo rigor, admitamos que todos nosotros conocemos bien ese sentimiento. En realidad, todos sabemos lo que es renunciar. Seamos sinceros. Sabemos muy poco de lo que significa en verdad un compromiso eterno. Renunciamos a nuestro trabajo, renunciamos a los estudios, renunciamos a nuestros amigos, renunciamos y nos damos por vencidos en nuestro matrimonio, renunciamos a nuestros hijos, renunciamos a nosotros mismos, a nuestros sueños más preciados... Dejamos de cantar, dejamos de bailar, dejamos de intentarlo, dejamos de vivir. Simplemente, renunciamos. Quizás tú mismo estás pensando renunciar en el día de hoy, o mañana, o en este preciso instante. Tal vez ya te has dado por vencido. Pero antes de que lo hagas, permíteme pedirte que mires una vez más el corazón de Dios.

Miremos el corazón de Dios Después de todo, nadie podía estar en una peor situación que Israel cuando Jeremías dejó registradas esas palabras. El asediado pueblo ya se sentía derrotado y estaba listo para tirar la toalla y darse por vencido. Pero entonces sucedió que, por sobre el estruendo y en medio de la noche más negra, Dios les dijo: «¡Yo jamás me doy por vencido! ¡Jamás voy a dejar de amarlos! ¡Los amaré por la eternidad!». «Con amor eterno te he amado; por eso, te prolongué mi misericordia» (vers. 3). A un pueblo que ha malgastado su vida y despreciado las oportunidades

que el Señor les había dado, Dios le promete su amor eterno para siempre. Por eso, él literalmente murió en la cima rocosa del segundo monte llamado Gólgota para darnos ese mensaje. Cuando Jesús extendió sus brazos y fue clavado en la sangrienta cruz, sabía que había llegado el momento en que finalmente podía contar toda la verdad sobre Dios. ¿Has logrado captar el significado de la oración que Jesús pronunció en sus horas finales? «Padre —dijo Jesús— perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Luc. 23: 34). El retrato de Dios jamás resplandeció con mayor brillo que en el momento de su oración de moribundo. Cuando Jesús elevó esa oración, se reveló a nosotros como la verdad última que todos necesitamos aprender, a saber: Dios es amante y perdonador por naturaleza. Algunos prefieren pintar una imagen estricta y severa de Dios, aduciendo que necesitó la cruz para pasar de ser alguien que condenaba a alguien dispuesto a perdonar. No obstante, la imagen que refleja la oración que pronunció Cristo antes de morir en el Calvario no pertenece a Alguien que tenía necesidad de subir a ese monte para llegar a ser perdonador. Subió al monte porque ya era perdonador. Dios no necesitó el Calvario para cambiar lo que pensaba de nosotros. ¡Necesitó el Calvario para cambiar lo que nosotros pensábamos de él! «Con amor eterno te he amado», nos dice una y otra vez. ¡Qué amor sublime! ¡Qué Dios perdonador! Fíjate en que en ese fatídico viernes (que ahora llamamos Viernes Santo) no hubo un alma sobre el Gólgota que solicitara el perdón, excepto el ladrón moribundo hacia el final del día. Pero de todos aquellos por los cuales Jesús pronunció su oración, ni siquiera uno estaba orando para recibir el perdón. A la hora de maldecir y de burlarse del Perdonador, todos estaban prestos; pero para pedirle que los perdonara, ¡ni uno! Cuando Jesús miró hacia abajo desde el ensangrentado madero, su mirada triste no halló ningún corazón humano que se acercara a rogarle que lo perdonara. A pesar de ello, Jesús miró hacia la turba impenitente y desgraciada, y elevó de todas formas una oración, diciendo: «Padre, por favor, no importa, perdónalos a todos… Pobrecitos, no saben lo que hacen». Sea que lo pidas o no, y debido a que Dios es por naturaleza un ser que ama y perdona de manera incondicional, él te ofrece su perdón. Punto.

Enfrentar el pecado ¿Entiendes lo que significa esto? Cuando tropezamos y caemos, y nuestros pecados manchan nuestro corazón, y nos sentimos abrumados por un sentimiento de culpa a pesar de que ya hemos confesado el mismo pecado mil veces, cuando nuestra conciencia torturada nos tienta para que renunciemos y nos demos por vencidos respecto a Dios, no lo hagamos. En su lugar, recordemos la verdad que dice: Dios es por naturaleza (es decir, no puede ser de otra manera sin dejar de ser él) un ser que ama y perdona. En medio de nuestras angustias y nuestras culpas, ¿por qué no arrojarnos a sus brazos abiertos? ¡Si tan solo lo recordáramos cada vez que caemos en pecado! ¡Si jamás olvidáramos que nuestro Padre es por naturaleza un ser perdonador, y que en este mismo momento podemos ir a él, porque nos espera con los brazos abiertos, porque ya nos ha dado su perdón! ¡Cuántos quebrantos, angustias y sentimientos de culpa podríamos evitarnos si creyéramos esa verdad y viviéramos de acuerdo a ella! Ya no existiría esa sombra ominosa que nos quiere aplastar vez tras vez con un sentimiento de profundo fracaso y desesperación. Ahora bien, esta no es una excusa para seguir pecando, sino más bien una promesa para el pecador contrito. Nadie —y Dios menos— está buscando con esto ningún tipo de regateo que nos habilite para decir: «Mientras siga diciendo que realmente lo siento, puedo seguir pecando». ¡De ninguna manera! A pesar de ello, la promesa de Jeremías y la oración de Jesús dejan totalmente claro que Dios es por naturaleza un ser que ama y perdona, y esto no tiene nada que ver con una negociación. Por supuesto, si pecamos, tenemos que confesarle nuestro pecado. No porque alguien tenga que persuadirlo de nada, sino porque necesito que me recuerden que el Calvario fue el precio por mi pecado y el lugar para que él me diera su amor. El suyo es un amor que de veras sí dura para siempre. «Con amor eterno te he amado; por eso, te prolongué mi misericordia […]. Te edificaré de nuevo; ¡sí, serás reedificada! De nuevo tomarás panderetas y saldrás a bailar con alegría». «No estés preocupado: Cuando vengas a mí, ¡alégrate en mi presencia! “Don’t Worry, Be Happy!”». Cuando oímos la voz de Dios dirigiéndonos estas palabras, no tiene que

asombrarnos que sintamos deseos de bailar. Porque en una antigua cumbre, hemos encontrado un nuevo cántico en el corazón de Dios. Es el cántico de un amor irrenunciable. Es la melodía de su maravillosa gracia. Un cántico que todos podemos entonar y compartir con otros por la eternidad.

Para reflexionar y compartir • De haber tenido la oportunidad de decirle algo a la gente de Jerusalén cuando estaba sitiada por los babilonios, ¿qué le hubieras dicho? ¿Estarían tus palabras cargadas de esperanza? • Si Dios te dijera personalmente: «Con amor eterno te he amado», ¿cuál sería tu actitud? O mejor dicho, ¿cómo te sentirías? • Cuando has recibido una mala noticia, ¿qué es lo primero que piensas? ¿Piensas en el poder de Dios para librarte o en tus propios métodos? • ¿Crees que Dios te está diciendo en todo momento: «No te preocupes, sé feliz» porque él ha hecho todo lo necesario para que así sea? • ¿Podrías compartir con alguien una experiencia en la que pudiste palpar la maravillosa gracia de Dios?

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