El Dios de Las Sorpresas - GERARD W. HUGHES SJ

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
Share Embed Donate


Short Description

Download El Dios de Las Sorpresas - GERARD W. HUGHES SJ...

Description

2

3

4

5

6

7

8

9

10

Prefacio a la tercera edición inglesa Prefacio a la segunda edición inglesa Prefacio Prólogo 1. Donde está tu tesoro 2. Clarificar los distintos enfoques 3. Caos interior y falsas imágenes de Dios 4. Herramientas para excavar: algunos métodos de oración 5. Orientaciones generales para excavar 6. Cambiar de dirección 7. Comenzar a excavar en busca del tesoro 8. Reconocer el tesoro cuando se encuentra 9. Un Dios de lo más sorprendente 10. Conocer a Cristo 11. Su pasión y su resurrección en nuestra vida 12. La decisión en toda decisión: Dios o Mammon 13. Habla el valle: Dios y la amenaza nuclear Epílogo

11

12

13

14

QUERIDO LECTOR: Por este medio te expreso mis mejores deseos y te dedico mis oraciones. ¿Qué significa esto? Pues que leer y reflexionar, orar y hacer algunos de los ejercicios que aparecen al final de cada capítulo de este libro puede hacer que te asombres cada vez más ante la maravilla y el misterio de tu ser; que sientas un agradecimiento cada vez mayor por el don de la vida, una paz también cada vez mayor y que nada ni nadie pueda destruir, una libertad que nadie pueda arrebatarte y una gran capacidad de compartir la risa de Dios, a fin de que puedas llegar a ser lo que Dios tenía pensado para ti antes del inicio de los tiempos: una imagen única del Dios que comparte su misma vida. Todo esto puedo desearlo para ti y orar para que lo poseas. Lo que no puedo es dártelo, como tampoco puede hacerlo ninguna otra persona ni puedes conseguirlo tú por ti mismo. Dios está ofreciéndote continuamente todo esto libre y gratuitamente, no por tus virtudes, tus logros, tu educación, tu status social, tu salud y tu belleza, tu religión, tu origen étnico ni tu nacionalidad. Te es ofrecido cortésmente; no se te fuerza a aceptarlo, porque Dios es siempre cortés. Lo único que tienes que hacer es estar abierto, atento y receptivo a las mociones de tu corazón. Este libro trata de algunos modos de estar abierto, atento y receptivo a la invitación que Dios te hace. Si lo que he escrito parece exagerado, lee estas palabras de santa Catalina de Génova, mujer casada, mística y santa cano nizada: «Mi Dios es yo, y no reconozco ningún otro yo excepto mi Dios. El Diosyo». Al preparar a la gente para recibir la Eucaristía, san Agustín la instruía así: «Cuando el sacerdote dice "Esto es el Cuerpo de Cristo", tú tienes que responder: "Yo lo soy"». Y san Pablo pedía para los efesios: «Que [el Padre] os conceda fortaleceros interiormente... [para que] Cristo habite por la fe en vuestros corazones... [Gloria] a Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar». Nuestra fe cristiana es un peregrinaje en el que nos desprendemos del «yo» egocéntrico, del «yo» encerrado en mis temores, mis deseos, mi reino, que excluye a todos y a todo, que no sirve para alabar, reverenciar y servirme a mí y a los que son como yo. En lugar de ese «yo», adopto un nuevo yo, mi Diosyo, que ama a toda la 15

creación y está continuamente entregando el yo mismo de Dios para que podamos vivir en paz con nosotros mismos, con todos los seres humanos y con Dios, Corazón del Universo. Aquí es donde yo encuentro a Dios y pierdo mi «yo», descubriendo una vida llena de sorpresas. GERARD W.HUGHES, SJ Edimburgo Diciembre de 2007

16

17

DESDE que en noviembre de 1985 se publicó El Dios de las sorpresas, me he preguntado frecuentemente cómo se me ocurrió el título. La frase «El Dios de las sorpresas» la encontré por primera vez leyendo, años atrás, al P.Karl Rahner, pero no me propuse escribir un libro con este título. Fueron las circunstancias por las que atravesaba en la época en que estaba escribiendo las que me recordaron la frase de Rahner. En diciembre de 1983 partí de St Beuno, en el norte de Gales, donde había estado viviendo desde 1976. Se me había pedido que fuera a trabajar permanentemente en Sudáfrica como capellán nacional de los estudiantes católicos de las universidades sudafricanas y como Secretario para el ecumenismo de los obispos sudafricanos, trabajos que comenzaría en junio de 1984. Mientras tanto, estaba libre para hacer el trabajo que quisiera. Y yo quería tiempo para escalar montañas, pensar, reflexionar y, quizá, escribir. Había oído que había una iglesia católica en la Isla de Skye que no tenía sacerdote residente. Adosada a la iglesia había una habitación que permitía el acomodo durante la noche de un sacerdote visitante. Yo tenía la imagen de aquella iglesia en mi imaginación. Estaba situada en lo alto de una colina frente al mar y a las montañas Cuillin. La habitación era espaciosa, con grandes ventanas en tres lados, en las que se posaban toda clase de aves marinas interesantes. Cuando ofrecí mis servicios a esta iglesia durante cuatro meses, el párroco de Glenfinnan, que te nía que hacer un viaje de cerca de doscientos cincuenta kilómetros a Skye cada mes, aceptó encantado mi ofrecimiento. Llegué a Skye un sábado de marzo por la tarde, con un tiempo muy frío que me había retenido con una ventisca de nieve cuando me dirigía a la isla desde Fort William. La iglesia estaba en medio de un complejo residencial del ayuntamiento. La habitación era angosta, con dos ventanas pequeñas situadas muy arriba que se abrían empujando hacia afuera y daban a un banco de arena empinado y cubierto de musgo que se hallaba a unos seis metros de distancia, de forma que la habitación estaba casi siempre en la oscuridad. Había una mesa pequeña e inestable que servía de escritorio y de mesa de comedor. El domingo por la tarde oí el sonido de un cristal rompiéndose en la capilla y descubrí un ladrillo en el pasillo. Unos días después, arrojaron otro ladrillo, y luego el lanzador, con admirable puntería, se las arregló para meter una piedra por la pequeña ventana de mi habitación. El ecumenismo había hecho pocos progresos en Skye, acérrimamente presbiteriana; pero después de que le hiciera una visita al director del 18

colegio local dejaron de tirar piedras. Mi primer lunes por la mañana, una excavadora, una mezcladora de cemento y tres trabajadores con sus radios, permanentemente sintonizadas en Radio 2, se pusieron a construir un nuevo edificio a menos de diez metros de mi ventana. El edificio no se finalizaría hasta unos días después de mi partida, a finales de junio. En diciembre de 1983 había solicitado un visado de trabajo para Sudáfrica, así que iba todos los días a la oficina de correos de Portree, la principal ciudad de Skye, a recoger el correo, esperando una carta de la embajada sudafricana. Pero hasta finales de mayo no recibí una lacónica respuesta diciéndome que mi solicitud había sido rechazada. Como Dios está en todas las cosas, podía afirmar que el título Dios de las sorpresas me era dado por Dios. Empecé a tratar de esbozar un anteproyecto del libro que me proponía escribir. Pero el proyecto me eludía. Traté entonces de escribir unas cuantas frases introductorias para el Prefacio, y no produje nada coherente. La excavadora y las radios no ayudaban nada, excepto para sugerir dos posibles títulos: «Hallar a Dios en el caos» o «La respuesta está en el dolor». La frustración, finalmente, me hizo abandonar el intento de planificar el libro cuidadosamente, y entonces decidí forzarme a sentarme a la máquina de escribir y producir trescientas o cuatrocientas palabras al día, sin que importaran la gramática, la sintaxis o las repeticiones. Y encontré este método sumamente útil. Estaba escribiendo acerca de temas que me interesaban, y a través de la redacción el libro fue lentamente cobrando forma. Para finales de junio, el manuscrito no tenía aún una forma clara, y yo tenía ocasionalmente alguna pataleta interna y decidía dejar de escribir. Envié una versión muy provisional a Teresa de Bertodano, de Darton, Longman and Todd, preguntándole si pensaba que de aquello podría salir algo. Y en lugar de la breve respuesta que yo me temía, me envió unas páginas con comentarios detallados animándome a continuar. Sin ese estímulo, probablemente habría abandonado la tarea. Hasta que me marché de Skye y me puse a hacer otro trabajo, no empecé a ver las conexiones entre los apartados del libro. Esta fue la parte más gozosa de la escritura, como si fuera emergiendo una forma que no tenía nada que ver con mi planificación consciente, y en marzo de 1985 envié el manuscrito completo a Darton, Longman and Todd. Estaba encantado de haberlo finalizado, pero inseguro acerca de cómo sería recibido.

19

Me ha sorprendido y alegrado mucho la acogida que ha tenido el libro, así como sus grandes ventas y su traducción a otros trece idiomas, incluida una propuesta de traducción al chino. Pero lo más alentador han sido las cartas de gentes de todas las edades, de muy diferentes países y de muy distintos sectores del espectro religioso, político y social. Es alentador porque confirma la verdad de que nuestra unidad en Dios no es algo que nosotros hayamos creado, sino algo que hemos descubierto. Mucha gente me ha escrito diciéndome que hacer los ejercicios propuestos al final de cada capítulo les ha ayudado a encontrar mayor unidad en sí mismos y mayor facilidad y tolerancia en sus relaciones con los demás. En los diez años transcurridos desde su publicación, toda mi experiencia ha confirmado la verdad de que Dios está en todas las cosas, en cada acontecimiento, en cada individuo, sea creyente o no y, si lo es, sea cual sea su religión. Aunque he escrito sobre el Dios de las sorpresas, no pensaba en absoluto, como la mayoría de la gente, que unos años después de escribirlo la Unión Soviética habría desaparecido, Nelson Mandela se habría convertido en presidente de Sudáfrica, habría paz en el Líbano, acuerdos de paz entre Israel y los palestinos, un golpe incruento en Filipinas, un acuerdo angloirlandés de alto el fuego en Irlanda del Norte, o que los misiles de crucero habrían desaparecido de Greenham Common y Molesworth, reduciendo el peligro inminente de conflicto nuclear. Sin embargo, en esta segunda edición he dejado el capítulo «Dios y la amenaza nuclear» tal como lo escribí, y dice, por ejemplo: «Suponiendo, y es mucho suponer, que nuestras armas nucleares lograran librarnos de la amenaza soviética, ¿cuánto tardaríamos en encontrar otro enemigo? Hasta que afrontemos al auténtico enemigo, el holocausto nuclear es muy probable que llegue tarde o temprano». El auténtico enemigo está en nosotros, en nuestra huida del Dios de la compasión para refugiarnos en un dios de la riqueza, el poder y el status, tanto individual como nacional. Karl Jung escribió en cierta ocasión: «No puedo definirte lo que es Dios. Solo puedo decir que mi trabajo ha probado empíricamente que el arquetipo de Dios existe en todo el mundo, y que ese arquetipo cuenta con la mayor de todas las energías para la transformación y transfiguración de nuestro ser natural». El tesoro está oculto dentro de cada uno de nosotros. El Reino de Dios es como la levadura en la masa de nuestro ser. Podemos dejar esa levadura en una balda de nuestra conciencia firmemente sellada, o podemos amasarla con los confusos acontecimientos cotidianos que ocurren en nuestra vida para trabajar su poder transformador. Todo cambio duradero, o bien comienza en el individuo o no se produce en absoluto. Querría finalizar con unas palabras alentadoras con las que garantizara a los lectores 20

que, si leen El Dios de las sorpresas, todos sus problemas se solucionarán, o que la búsqueda de la espiritualidad es la respuesta a todos los problemas del mundo. Pero la verdad es menos simple. Dios es un Dios perturbador. La tentación que nosotros experimentamos en toda religión y en toda espiritualidad consiste en domesticar a Dios, crear un Dios que nos favorece a nosotros, a nuestro grupo, a nuestro país, a nuestra Iglesia... y que derrota a nuestros enemigos. Pero Dios es un Dios que siente compasión por toda la creación y cuyo espíritu vivo está en todo; un Dios que destruye en nosotros todos nuestros cómodos prejuicios y todas nuestras falsas seguridades, religiosas y seculares. Esto a nosotros nos resulta muy doloroso, pero es el dolor del renacimiento. «Dios es - en palabras de san Agustín - más íntimo a mí que yo mismo». Las palabras alentadoras con las que puedo finalizar son que Dios está en todas las cosas y en todos los individuos: el mejor deseo que puedo expresar a cualquier lector es que deje a Dios ser el Dios de la compasión en él y a través de él. GERARD W.HUGHES 1995

21

22

HACE nueve años escribí un libro titulado En busca de un camino, en el que describía dos viajes: uno, el recorrido de casi mil ochocientos kilómetros de Londres a Roma; el otro, el viaje en el que todos nos encontramos, que comienza con nuestra concepción y finaliza con nuestra muerte. Este libro es una guía para el segundo viaje que todos hacemos. Está escrito especialmente para cristianos desorientados, confusos o desilusionados, que tienen con la Iglesia a la que pertenecen o han pertenecido una relación de amor-odio. Yo soy católico, sacerdote y jesuita. Mucha gente sigue pensando que los sacerdotes católicos, y puede que especialmente los jesuitas, nunca sienten confusión, desorientación o desilusión. Yo sí. Yo pensaba que estos sentimientos negativos eran señal de un fracaso que debía superar, o al menos ignorar, si quería seguir siendo un sacerdote jesuita. Ahora comprendo lo equivocado que estaba, porque Dios es el Dios de las sorpresas que, en medio de la oscuridad y las lágrimas, destruye nuestras falsas imágenes y seguridades. Esta irrupción podemos percibirla como desintegración, pero es la desintegración de la espiga de trigo: si no muere para dar nueva vida, se marchita sola. Gracias a esta dolorosa irrupción del Dios de las sorpresas, verdades de la fe cristiana de las que estaba familiarmente aburrido o de las que dudaba comenzaron a adquirir un nuevo significado. Cuando Dios destruye la protección de nuestra mente cerrada, entra en ella, ya no remoto y en el exterior, ya no morando en tabernáculos y templos de piedra, sino que encontramos a Dios sonriéndonos en nuestra desorientación, haciéndonos señas en nuestra confusión y revelando el Diosyo en nuestro fracaso y desilusión, como nuestra única roca, refugio y fortaleza. Nuestra mente contiene muchos niveles de conciencia. Introducirse en un nuevo nivel es siempre amenazador al principio, porque tenemos un miedo natural a lo que no conocemos. El Dios que nos llama es «el sólido fundamento de nuestro ser». Nuestro recorrido por esos niveles de conciencia se verá siempre acompañado, en alguna medida, por la incertidumbre, el dolor y la confusión. Estos sentimientos negativos son la manera que tiene Dios de aguijonearnos. Los hechos son amables, y Dios está en los hechos. Decía Jesús que «el Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un 23

campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel» (Mt 13,44). Este libro tiene un único propósito: sugerir modos de detectar el tesoro escondido en lo que puede que el lector considere un campo improbable: él mismo. La mayoría de las guías son pesadas de leer, a no ser que veamos los objetos o visitemos los lugares descritos, y solo pueden leerse lentamente. Esta guía del viaje interior no es una excepción. Al final de cada capítulo hay unos ejercicios para que los lectores puedan hacer su propio viaje. Lo que descubras por ti mismo es más importante y valioso que cualquier cosa que yo haya escrito. Por eso este libro no hace descripciones detalladas, sino que se limita a proporcionar señales indicadoras. El viaje interior no es lineal; el camino hace espirales a través de nuestros estratos de conciencia. En un nivel de conciencia puedo haber ido hacia el Dios de las sorpresas; sin embargo, en un nivel más profundo puedo haber comprendido que apenas he comenzado, por lo que debo consultar de nuevo la guía. Algunos lectores familiarizados con el viaje interior estarán más interesados en unos estadios que en otros; por tanto, he aquí un resumen de los contenidos basados en la parábola del tesoro en el campo: El capítulo 1 proporciona ejemplos que ilustran la verdad de que el tesoro está dentro de nosotros. El capítulo 2 describe los estadios del viaje antes de llegar al campo donde está escondido el tesoro. El capítulo 3 describe el campo que contiene el tesoro, pero resulta ser una jungla habitada por animales salvajes y ogros disfrazados de Dios. El capítulo 4 sugiere modos de descubrir caminos a través de la jungla que conducen al tesoro: algunos métodos de oración. El capítulo 5 muestra cómo el viaje no solo se realiza con nuestra mente y con nuestra parte religiosa, sino que implica a todo nuestro ser y afecta a todos sus aspectos: nuestras relaciones con las demás personas, nuestra actitud con respecto a la salud, la riqueza, la reputación, el poder, y nuestras reacciones ante las estructuras económicas, sociales y políticas en que nos movemos. Este capítulo localiza el tesoro con mayor 24

precisión. En el capítulo 6 se empieza a excavar para encontrar el tesoro y se atraviesa el primer estrato. Este capítulo es un comentario sobre las palabras de Cristo: «Arrepentíos y creed la buena noticia». El capítulo 7 sugiere algunos métodos prácticos de atravesar este primer estrato. En el capítulo 8 se ve que, cuando la gente empieza a excavar, suele desanimarse al descubrir que el primer estrato es más duro y profundo, y que ellos son más débiles e impotentes de lo que pensaban. Este capítulo considera estas dificultades y hace sugerencias para superarlas. El capítulo 9 trata sobre el reconocimiento del tesoro cuando lo encontramos. Cristo es el tesoro. Los judíos no lo reconocieron, y nosotros seguimos sin reconocerlo. Esta verdad la ilustra una carta a un párroco imaginario en la que se expresan quejas por el comportamiento perturbador de uno de sus feligreses. El capítulo 10 trata sobre la apertura del tesoro: llegar a conocer a Cristo; y apunta a una norma básica de la vida de Cristo -y, por tanto, también de la nuestra - que se revela en los evangelios. El capítulo 11 versa sobre la necesidad de reconocer la pasión, muerte y resurrección de Cristo en los dolores y gozos de nuestra vida. En el capítulo 12 avanzamos hacia el campo y excavamos en busca del tesoro mediante las decisiones que tomamos cada día. Este capítulo no es un tratado sobre la toma de decisiones, pero sí proporciona algunas directrices básicas para las decisiones individuales y grupales. En el capítulo 13, los temas del libro se aplican a un miedo que todos sentimos: la amenaza de la guerra nuclear. En esta edición, escrita veintidós años después de la primera, nos hacemos conscientes de otras amenazas que todos tenemos que afrontar: el miedo a la extinción, no solo por la amenaza nuclear, sino por la contaminación del medio ambiente. Dedico este libro, con mi agradecimiento, a todos aquellos con los que he efectuado el viaje interior y que me han enseñado compartiendo conmigo su experiencia interna. Estoy muy agradecido a Darton, Longman and Todd, los editores, y en particular a 25

Teresa Bertodano y Victoria Wethered por sus ánimos y su paciencia leyendo los primeros borradores de este libro. Doy también las gracias a quienes me enviaron comentarios y críticas de los primeros borradores y me animaron a continuar: Kay Caldwell, Cathy Campbell, Graham Chadwick, Charles Elliot, Liz Emery, Mary Rose Fitzsimmons, Michael Ivens, Brian McClorry, Anne McDowell y Michael Taylor. Finalmente, doy las gracias a la Compañía de jesús, que me permitió conocer los Ejercicios Espirituales de san Ignacio y me guió a través de ellos, puesto que este libro está empapado de los Ejercicios; y al padre Jock Early, provincial jesuita que me concedió tiempo para escribir. GERARD W.HUGHES 1985

26

27

SE escriben muchos libros; algunos se publican; unos cuantos perduran. Este libro es de los que perduran, porque así lo ha hecho y continúa haciéndolo. Y perdura porque une lo que con frecuencia está desunido: el ser de Dios y el ser humano. Y perdura también porque cada vez que el ser de Dios y el ser humano vuelven a su unidad original, es una sorpresa. Se puede depender de Dios, pero no se le puede predecir. No hay clichés que puedan proporcionarnos la verdad acerca de Dios, ni tampoco podemos hacerlo nosotros mismos. La vida cristiana no puede explicarse a base de estereotipos. Dios es siempre El Dios de las sorpresas. El lector no bostezará ni se adormilará leyendo este libro. Esta historia me la contó un amigo mío. Estaba enseñando a un grupo de jóvenes las parábolas de Jesús. Estaban leyendo juntos las parábolas del tesoro en el campo y la perla de gran valor (Mt 13,44-46). Mi amigo les preguntó que pensaban ellos que eran exactamente ese «tesoro» y esa «perla». Los jóvenes respondieron enseguida, pero con mucho alboroto, al estilo de la gente joven. Una chica no había dicho nada, y mi amigo le preguntó: «¿Y qué piensas tú, Brenda, que significa esto?». Con su suave voz y con mucha timidez, Brenda dijo: «Yo soy la perla de gran valor». El tenor del debate cambió de inmediato. Las reflexiones se orientaron hacia el interior mientras pensaban en el reino dentro de ellos - el tesoro que eran ellos-, que, a fin de comprarlo, el granjero y el mercader lo vendieron todo. Y sí, que jesús había sacrificado todo cuanto era y me había comprado... a mí. No era el modo en que mi amigo solía interpretar estos breves pasajes, pero en aquel momento, con aquellos jóvenes, la respuesta de Brenda resultaba totalmente exacta. Esta historia me venía a la memoria cada pocas páginas cuando leía este libro, escuchando la suave voz de Gerard Hughes, ese pastor y maestro paciente, experimentado y sabio, que nos escribe a todos los que estamos viviendo la vida cristiana. Su tono es de invitación y acogida mientras nos enseña a reconocer el valor que está por encima de cualquier otra cosa, el tesoro escondido en el campo que es mi alma, la perla de gran valor que es Cristo, presente y vivo en mí justamente ahora. No alza la voz. Nos trata con inmensa dignidad, animándonos a valorar nuestra vida de manera excesiva, del mismo modo que Dios nos valora, como un tesoro eterno, pero también como un tesoro inmediatamente presente para ser disfrutado. No faltan voces que nos digan qué hacer. Incontables hombres y mujeres parecen estar compitiendo en nuestros días por aconsejarnos acerca de cómo tener una buena 28

relación con Dios, cómo tener a Dios a nuestro lado para hacer lo que queremos, cómo descubrir el plan de Dios para nuestra vida. Pero, pese a toda esa urgencia estridente y esas promesas ruidosas, la sabiduría brilla por su ausencia. El Dios de las sorpresas aporta a nuestra vida una voz suave y sabia. En nombre de Dios se han contado muchas mentiras. El mundo del consumidor de religión norteamericano está intoxicado de distorsiones y perversiones. Necesitamos un pastor experimentado que nos ayude a discernir lo que es auténticamente Dios y lo que es auténticamente humano en nuestra vida, para confiar en ello, para vivir de ello. Este libro es la voz de ese pastor. El Dios de las sorpresas no es la última moda; es sabiduría experimentada. El autor bebe de una tradición, una interpretación y una práctica de la vida de Cristo que tiene siglos de profundización. No hay nada de abstracto ni de teórico en esta sabiduría; es una guía con los pies en el suelo, configurada por la Escritura y puesta a prueba y validada en la vida de millones de cristianos de todo el espectro de denominaciones y congregaciones de todo el mundo. Este libro lleva más de veinte años siendo un «bestseller» en el Reino Unido. Pero no en los Estados Unidos. Ahora, con la nueva publicación norteamericana de esta oportuna guía cristiana, lleva camino de serlo también. EUGENE H.PETERSON Catedrático emérito de Teología Espiritual Regent College, Vancouver, BC.

29

30

«Lo saludo los días que lo encuentro, y lo bendigo cuando lo comprendo»'. Un hombre que reconoció el tesoro y lo buscaba EL tesoro está dentro de ti. En este capítulo pondré el ejemplo de un hombre que empezó a descubrir el tesoro en su interior, así como algunos otros ejemplos de personas que tenían el tesoro pero no lo reconocían. Examinaremos, pues, más detenidamente esa vida interior - su complejidad caótica - que se niega a ser ignorada y cómo afecta a todos los aspectos de nuestra vida individual y comunitaria. La orden jesuítica fue fundada el siglo XVI por un noble vasco llamado Íñigo de Loyola, conocido posteriormente como san Ignacio de Loyola. Íñigo fue educado en la corte española, de la que salió a los veinte años lleno de audacia, vivaz, vanidoso, ambicioso, lascivo, atrevido y valeroso. Era también agresivamente ortodoxo. Incluso después de su conversión, planeó matar a un moro que, en una conversación casual, ha bía cuestionado la virginidad de Nuestra Señora. Afortunadamente para el moro, Íñigo dejó la decisión a su mula, que, con mejor discernimiento que su amo, tomó otro camino, y el moro siguió viviendo. La moral y la vida devota de Íñigo no se correspondían con su ortodoxia. En 1521 estaba defendiendo la ciudad de Pamplona de las tropas francesas que eran superiores en número. El gobernador de la ciudad quería rendirse, pero Íñigo insistió en seguir luchando, hasta que le alcanzó una bala de cañón que le dañó seriamente una pierna. Los vencedores, dentro de su inexperiencia, hicieron todo lo posible por aquel prisionero herido y lo enviaron a recuperarse a su casa de Loyola. Padeció un gran dolor durante meses y mataba el tiempo con ensoñaciones que duraban tres o cuatro horas. Imaginaba las grandes hazañas que realizaría cuando estuviera mejor y a la gran dama cuyo amor obtendría; pero los días eran largos, y pidió unas novelas para distraerse. El castillo de Loyola no tenía novelas, así que tuvo que contentarse con una Vida de Cristo del cartujo Ludolfo de Sajonia y una recopilación de vidas de santos. Leyendo estos libros, comenzó una segunda serie de ensoñaciones en las que se imaginaba superando a los santos en sus austeridades. Un santo, Onofre del desierto, que parecía capaz de vivir de hierba, aire fresco y oración, le fascinaba especialmente. Ahora Íñigo se decía: 31

«Onofre hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. Santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer». Durante semanas alternó entre las dos clases de ensoñaciones, hasta que de repente notó algo que cambiaría no solo su vida, sino también la de millones de personas. Aunque ambos tipos de ensoñaciones eran agradables en el momento, descubrió que, después de haber soñado con grandes hazañas y con la dama cuyo amor obtendría, se sentía aburrido, vacío y triste, mientras que después de soñar con su perar a los santos, se sentía feliz, esperanzado y animado. Reflexionó sobre esta diferencia, y así aprendió la primera lección de lo que más tarde llamaría «Discernimiento de Espíritus», que nosotros podríamos llamar «Distinguir entre nuestros estados de ánimo y sentimientos creativos y destructivos». Esta historia de Íñigo proporciona el comienzo de la respuesta a la pregunta «¿Dónde está nuestro tesoro?». El tesoro yace oculto en nuestros estados de ánimo y sentimiento. Antes de proseguir la lectura, puede que el lector quiera tratar de examinar sus propias ensoñaciones y hacerse después la siguiente pregunta: «¿Cómo me siento cuando finalizan: aburrido y vacío o esperanzado y animado?». En este estadio, no hay que intentar hacer ningún análisis de lo que se descubra, sino contentarse con percibir los efectos posteriores de las ensoñaciones. Los ejemplos que siguen son de personas que poseen gran riqueza interior, pero no la reconocen cuando la ven. Jock Al primero le llamaré «Jock», porque era un escocés alto, rubio, pecoso y taciturno. Decorador de interiores de profesión, se hallaba en el paro. Yo me quedaba con unos amigos que estaban decorando una habitación, y Jock estaba ayudando. Trabajaba como un monje con voto de silencio, pues su conversación se limitaba a un ocasional «Sí» o «Mmm». Hacia el final de la comida, nos pusimos a hablar del norte de Gales, donde yo estaba por entonces trabajando. Jock levantó la vista del plato con obvio interés y después se puso a hablar. «Sí - dijo-. Yo estuve en Gales en verano, en mis primeras vacaciones fuera de casa». No puedo recordar los detalles, porque fue una larga historia. O su novia acababa de dejarle y él estaba tratando de encontrarla en el norte de Gales, o quizás estaba intentando olvidarla. En cualquier caso, prosiguió: «¿Sabéis lo qué me encontré 32

haciendo? Recorriendo los malditos páramos con un perrito. Mis amigos pensaron que me había vuelto loco, pero yo me sentía feliz. Iba a los acantilados al borde del mar y allí me sentaba. El mar parecía enorme, y yo me sentía muy pequeño, pero estaba feliz. Tonto, ¿verdad? Y no pude contárselo a mis amigos, porque iban a pensar que estaba como una cabra». Jock tenía un sentido innato del asombro. Poseía un conocimiento experiencial de su pequeñez frente a la creación, pero experimentaba felicidad, no terror. El asombro es el comienzo de la sabiduría, y la felicidad que él sentía suponía saborear el gozo de la humildad, que es la aceptación alegre de nuestra pequeñez y nuestra dependencia. Podía verse absorbido por la escena del acantilado y no mostrar deseo alguno de manipularla ni controlarla, de manera que poseía los comienzos del don de la contemplación; pero la preocupación indebida por la opinión de sus amigos podía sofocar su crecimiento. Jock no se consideraba una persona religiosa ni espiritual. Era consciente del gozo que su capacidad de asombrarse y su facilidad para contemplar le proporcionaban, pero no las reconocía como un don, sino que más bien se avergonzaba de ellas, por lo que no era capaz de alimentarlas para que le condujeran a una vida más plena. Mane «Jane» era una estudiante universitaria que estaba a punto de irse a España para pasar un año como parte de sus estudios de lenguas modernas. Acudió a mí claramente alterada. Cuando le pregunté qué le ocurría, me dijo que estaba preocupada por sentirse tan feliz ante la perspectiva de pasar un año en España. Yo me quedé desconcertado; pero, como había hecho re cientemente un curso de ayuda psicológica, seguí las instrucciones y me hice eco de sus palabras: «O sea, que estás preocupada ante la perspectiva de ese año en España...». «Sí - me respondió-, pero es la razón de mi felicidad lo que me preocupa. En España ya no tendré que fingir ser católica y podré faltar a misa sin ofender a mis padres ni tener peleas en casa». «Así que la razón de que sigas yendo a misa y finjas ser católica es que quieres evitar problemas con tus padres, ¿no es así?». «Y familiares y algunos amigos católicos», añadió. Entonces le pregunté qué pensaba hacer después de licenciarse, y me dijo que quería irse a dar clase a Perú. Quería irse a Perú porque había leído acerca del país, había visto algunos documentales y sabía que había una gran pobreza y pocas instalaciones educativas para los niños campesinos. «Yo he recibido tanto - dijo - que quiero compartir algo de lo que he recibido con quienes tienen poco o nada». «¿Has pensado alguna vez que tienes una vocación concedida por Dios?», le pregunté. «No sea tonto», fue su respuesta. Jane estaba convencida de que no había

33

nada de religioso en lo que experimentaba. Para ella, la religión era ir a misa los domingos y observar los demás ritos establecidos por la Iglesia. Ser religioso o espiritual, en su interpretación de estos términos, significaba comprender y apreciar las enseñanzas de la Iglesia católica. La misa le resultaba falta de sentido y aburrida, y las enseñanzas de la Iglesia, tal como ella las interpretaba, eran afirmaciones acerca de un mundo que tampoco tenía sentido alguno para ella. Jane quería abandonar todo aquello y vivir, pero no era lo bastante fuerte interiormente como para vivir sus convicciones. Pensaba en sí misma como irreligiosa y nada espiritual; sin embargo, su emoción dominante era la compasión; quería compartir lo que le había sido concedido, en agradecimiento por lo que había recibido; quería servir. Su deseo de ser compasiva, de compartir y servir se hacía eco de la descripción que Pablo hace de Cristo, que «no codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo. Asumiendo la semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre...» (Flp 2,6-7)2. Jane tenía más que agradecer de lo que ella pensaba; sin embargo, tenía una noción de Dios, la Iglesia y la religión que le hacía considerarse irreligiosa y enemistada con la Iglesia. La Asociación de Católicos Divorciados y Separados Recientemente he tenido unos encuentros de fin de semana con una organización llamada Asociación de Católicos Divorciados y Separados, y les he animado a hablar en grupo de su experiencia del divorcio o la separación. El primer fin de semana, yo estaba nervioso por la intensidad emotiva del grupo. Algunos estaban aún hirviendo de rabia contra su antigua pareja y contra la Iglesia, que los había condenado a un celibato no deseado para el resto de su vida o, si se volvían a casar, a la exclusión de los sacramentos de la Iglesia. Otros se hallaban en un estadio más avanzado y estaban demasiado heridos por sus dudas para sentir rabia por nadie ni por nada. Habían amado a su pareja y habían confiado en ella. Su confianza había sido traicionada, su amor había desaparecido, y ellos habían entrado en el peor estadio de todos: la experiencia de su propio vacío y su nada, que era el umbral de la desesperación a las puertas del suicidio. Se sentían fracasados y consideraban inútil tratar de orar, porque sentían que habían fallado a Dios, a sí mismos y a su pareja. La religión que se les había presentado, lejos de permitirles comprender y crecer mediante su agonía, intensificaba su dolor, su culpa y su sentido del rechazo, ase gurándoles que no solo habían perdido a su pareja y dividido a su familia, sino que vivían también en un estado de alejamiento de Dios. Yo sabía que no tenía respuestas para este grupo, pero ellos se ayudaban unos a otros. Los más heridos solían ser los más útiles. No había juicios ni rechazo ni

34

intolerancia ni pretensión de virtud, sino simplemente reconocimiento del dolor y un permanecer los unos con los otros en él. Dicho en lenguaje cristiano, estaban siendo «Cristo» unos para otros, permitiéndose ser cauces de su paz, su compasión y su esperanza. A partir de esa experiencia de muerte, empezaron a experimentar algo de la vida resucitada de Cristo que les fortalecía de cara al futuro con esperanza. Para muchos de ellos, sin embargo, Dios y Cristo eran figuras distantes e irreales que no podían entrar en su vida, salvo para condenarlos y sumarse a sus sentimientos de rechazo. Personas haciendo auto-stop Hace unos años, tenía yo que viajar periódicamente del norte de Gales a Londres y, cuando podía, recogía a gente que hacía auto-stop. Yo no iba vestido de clérigo ni les decía que era sacerdote, a no ser que me lo preguntaran. Trataba de hacerles hablar de sí mismos, de sus esperanzas y ambiciones. Aparte de los testigos de Jehová, que se pasaban todo el viaje tratando de convertirme, no recuerdo a nadie que practicara ninguna forma de religión. La mayoría estaba en mala situación económica, pero ninguno parecía preocupado por el dinero. No les gustaba el afán de riqueza y poder, y buscaban algo que mereciera la pena para su vida. «Quiero resultarle útil a la gente», era la frase constantemente repetida. Muchas personas hablaban en contra del materialismo y la falta de espiritualidad de nuestro tiempo, pero la espiritualidad ha sido interpretada de manera tan limitada que no la reconocemos cuando la encontramos en nosotros o en los demás. He puesto estos ejemplos para ilustrar el valor de nuestra experiencia interna, que puede decirnos la orientación que debe tomar nuestra vida y proporcionarnos la inspiración y la energía para tomarla. Íñigo reflexionaba sobre su propia experiencia, aprendía lentamente a interpretarla, y así transformó su propia vida y ha influido en la vida de millones de personas. En los demás ejemplos, todas las personas mencionadas poseían una gran riqueza interior, pero no reconocían su valor. En algunos casos la malinterpretaban, y en ningún caso consideraban que lo que experimentaban tuviera que ver con Dios o con Cristo; sin embargo, era en esa experiencia interior donde estaban encontrándose con Dios. Todo el mundo tiene esta rica y compleja vida interior de pensamientos, recuerdos, sentimientos y deseos. Su composición es única en cada uno de nosotros, como resultado de nuestra herencia y de todo lo que hemos hecho y nos ha sido hecho. No hay experiencia de nuestra vida que no se registre de algún modo en nuestro cuerpo y nuestra mente. La mayor parte de nuestra experiencia pasada está tan profundamente enterrada en nuestra memoria que ya no le resulta accesible a nuestra mente consciente; pero esos 35

recuerdos ocultos siguen afectando a nuestra percepción del mundo que nos rodea e influyendo en nuestro modo de actuar y de reaccionar. ¿Por qué prestamos tan poca atención a nuestra vida interior? Es sorprendente que prestemos tan poca atención a nuestra vida interior, que es la clave de nuestro comportamiento. Somos como jinetes a lomos de caballos salvajes. Se encabritan, caen en picado y se desvían bruscamente, y no tenemos ni idea de por qué se comportan de ese modo («No sé lo que me sucede. No sé por qué lo he hecho»), de modo que gastamos toda nuestra energía y todo nuestro ingenio en tratar de mantenernos en la silla, yendo a saltos bruscos por la vida. La respuesta obvia es comprender al caballo y hacerle amigo nuestro, pero pertenecemos a una raza de jinetes que consideran este acercamiento ligeramente morboso y acientífico. En nuestro ethos, el caballo debe ser ignorado, y debemos cabalgar con dignidad. Tengo entendido que en la armada británica solo se permiten emociones a los marineros rasos; ¡los oficiales están por encima de semejante cosa! Pero incluso en círculos religiosos se puede seguir oyendo este consejo: «No prestes atención a tus sentimientos». El caballo es nuestra vida interior, fuente de nuestra orientación y de nuestra energía para el viaje por la vida; pero tendemos a ignorarlo, porque la vida interior no puede medirse cuantitativamente, y nosotros damos por sobreentendido que son las cifras, no el amor, lo que hace girar el mundo. Hemos divinizado la razón y la cantidad y hemos tratado brutalmente a la emoción y la calidad; y la emoción, como un niño arrinconado, se venga cruelmente. A no ser que las reconozcamos y hagamos amistad con ellas, las emociones arrinconadas nos destruirán. Conexiones entre nuestra vida interior y nuestra salud corporal, mental y social Un alto porcentaje de camas hospitalarias británicas están ocupadas por pacientes psiquiátricos. La medicina occidental, que durante mucho tiempo ha tratado el cuerpo como si fuera una máquina curable sin referencia a la vida interior del paciente (del mismo modo que se repara un coche sin tener que reparar al mismo tiempo al conductor), está ahora haciéndose cada vez más consciente de la estrecha e intrincada conexión entre las enfermedades corporales y la falta de armonía interior de la mente y las emociones. Aunque no puede decirse que toda enfermedad corporal pueda curarse si se restaura la armonía interior de la mente y el corazón, sí puede decirse que muchas enfermedades corporales - tal vez la mayoría - son expresión de falta de armonía interior. El resentimiento y la amargura causados por determinadas heridas, frustraciones y deseos 36

contrariados pueden manifestarse en enfermedades como la artritis, el cáncer, las enfermedades coronarias y otras igualmente fatales. En la vida pública estamos obsesionados por cuestiones relativas a la economía, una ciencia cuantitativa, y por la defensa nacional, que se ha convertido también en una ciencia cuantitativa. Debemos tener más armamento destructivo que «ellos», a fin de preservar nuestra libertad. Pero no puede haber libertad en tanto en cuanto ignoremos nuestra vida interior. La falta de armonía interna del individuo se manifiesta en enfermedades corporales; la falta de armonía interna de una nación se manifiesta en diversas formas de enfermedad nacional. La vida interior se niega a ser ignorada, y no nos dejará en paz y puede incluso destruirnos si no la reconocemos y entablamos amistad con ella. No me he mantenido en contacto con «Jock», el decorador; por lo tanto, no sé cómo reaccionó a su experiencia junto al mar. Pero supongamos que la ignoró como algo que sus amigos considerarían una locura y decidió admitir únicamente los sentimientos que sus amigos considerarían aceptables. Habría decidido entonces ignorar una profunda parte de sí mismo; habría renunciado a su rica individualidad, a su libertad de actuar y ser como realmente quiere ser; y habría elegido conformarse a la norma de comportamiento que le proporcionará la aprobación de sus amigos. Podrá tratar de olvi dar sus sentimientos de paz y contento en los páramos y junto al mar, pero la experiencia, y los deseos internos a los que esa experiencia responde seguirán viviendo, si no en su mente consciente, sí al menos en su mente subconsciente, y se manifestarán en sentimientos de frustración, descontento e inquietud. Podrá caer en la depresión, pero no sabrá la causa. Irá al médico y recibirá tranquilizantes, como miles de personas. Esos tranquilizantes pueden reducir la intensidad de su depresión, pero también amortiguar el mensaje que su cuerpo le está enviando, de manera que es menos probable que llegue a descubrir la verdadera causa de su tristeza. La realidad es positiva, porque esos sentimientos de frustración y depresión le estarán incitando a cambiar su modo de vida. Incluso en el estado de ánimo más negro, cuando una persona siente la tentación del suicidio, la realidad es positiva, porque la depresión no está diciendo: «Quítate la vida», sino: «Tu modo de vida actual es intolerable». Cuando ignoramos nuestra vida interior Nos sentimos tentados a ignorar nuestra vida interior, porque no nos gusta lo que encontramos en ella. Supongamos, por ejemplo, el caso de una madre que experimenta un fuerte desagrado hacia su hijo, pero le avergüenza tanto tener ese sentimiento que no 37

lo reconoce ni siquiera ante sí misma. Aparenta no tenerlo, afirma demasiado su gran afecto, salpicando su conversación con «cariño» y convenciéndose de que es un modelo de madre. Pero el desagrado, aun no reconocido, encontrará salida, y el hijo lo percibirá. La madre puede volverse hiperprotectora, posesiva y dominante y puede reprochar al hijo recalcitrante: «¿Cómo puedes ser tan desagradecido, después de todo lo que he hecho por ti?». De hecho, está haciendo daño a su hijo. Si hubiera reconocido el desagrado que sen tía, podría haberlo visto como una ocasional reacción natural ante su hijo, pero también como un sentimiento muy superficial, comparado con sus profundos niveles de afecto genuino. Cuando se ignora la vida interior, hace su irrupción la violencia de una forma u otra, ya sea como enfermedad física o mental en el individuo, o como desasosiego civil en una nación, o como guerra entre naciones. Resumen de este capítulo: Nuestro tesoro se encuentra en nuestra vida interior. Es nuestra vida interior la que incide en nuestra percepción del mundo y determina nuestras acciones y reacciones ante él. Tendemos a ignorar esta vida interior, pero se niega a ser ignorada por el individuo y en la vida nacional. Si lo es, la vida interior irrumpirá en forma de violencia. En lenguaje religioso, esta vida interior se llama «espíritu», y el arte de conocerlo, sanarlo y armonizar sus fuerzas se llama «espiritualidad». La religión debe animarnos a hacernos más conscientes de esta vida interior y debe también enseñarnos a entablar amistad con ella, porque es la fuente de nuestra fortaleza y el depósito de nuestra sabiduría. La religión, tal como suele presentarse y entenderse, no solo no alimenta esa toma de conciencia nuestra, sino que a veces incluso la desanima activamente. Este fracaso a la hora de enseñar y comprender es causa de gran parte de la confusión, la perplejidad y la desilusión que atormentan hoy a muchos cristianos, encabezados por un escritor que declara: «Nada enmascara tanto el rostro de Dios como la religión». En el capítulo siguiente examinaremos más detenidamente este fracaso y las razones del mismo, intentando clarificar los acercamientos al campo donde yace escondido nuestro tesoro. Ejercicios 1.Examina los efectos posteriores de tus ensueños, tal como se sugiere en la pp. 30-31.

38

2.Escribe tu obituario. Puede parecer una sugerencia extraña y morbosa, pero prueba antes de decidir que es una pérdida de tiempo. No escribas el obituario que temes que te hagan, sino el que te gustaría que te hicieran. No lo analices ni trates de pensarlo con excesiva claridad, sino permite que tu imaginación se desborde. Una vez hecho, vuelve sobre el mismo de vez en cuanto para ver si quieres añadir o corregir algo. Puede ser un ejercicio muy útil para estar más en contacto con tu vida interior y, sobre todo, con tus deseos, que, como veremos más adelante, se encuentran en el centro de nuestra vida y determinan su orientación.

39

40

«Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño». -1 Co 13,11 ¿Dónde está el tesoro? EL tesoro está escondido en lo que tal vez consideres el campo más insospechado: tú mismo. A la mayoría nos cuesta mucho tiempo y tenemos que superar muchos obstáculos antes de empezar a reconocer el campo donde está escondido nuestro tesoro, es decir, antes de aprender a descubrir -y aceptar- donde está Dios. Hasta que lo descubramos por nosotros mismos, Dios permanecerá remoto, como una figura en la sombra, para algunos sin importancia, para otros terrorífica. Cuando yo tenía unos tres años de edad, una noche me llevó a la cama una de mis hermanas mayores. Me senté en el borde de la cama y pronuncié la palabra «Dios». Todavía recuerdo por qué lo hice: quería ver lo que sucedía. Todas las tardes, en casa, rezábamos el rosario en familia antes ir de acostarnos, arrodillados en el suelo de la sala frente a la chimenea. encima de la cual había un cuadro de la abuela con un gran marco. Llevaba un sombrero que parecía un jardín rocoso, con un velo colgando de él que hacía que su rostro pareciera un tanto triste y misterioso. En el rato de oración, yo sentía miedo de aquel cuadro, temiendo que la abuela comenzara a moverse en respuesta a nuestras oraciones. Juzgando por estos tempranos recuerdos, pienso que Dios para mí, en mi infancia, era una figura misteriosa, remota e impredecible, pero poderosa; impresión confirmada más tarde, cuando, a los siete años, aprendí de memoria la descripción de Dios del catecismo como «el Espíritu Supremo, que existe solo por Sí mismo y es infinito en todas sus perfecciones», definición que situaba a Dios muy lejos de cualquier realidad experimentada por mí. El peligro es que Dios permanezca lejano y aparte. Hallar a Dios en la experiencia humana 41

Resulta extraordinario que el cristianismo, que cree que «la Palabra se hizo carne», haga tanto hincapié en la divinidad de Cristo que descuide a menudo su humanidad. Solo podemos descubrir su divinidad en su humanidad y a través de esa humanidad, como hicieron sus primeros discípulos. A diferencia de ellos, no podemos verlo ni tocarlo en su humanidad; tan solo podemos descubrirlo en la nuestra y en la de las demás personas. Olvidar esta verdad e intentar prescindir de nuestra humanidad en nuestra búsqueda de Dios provoca mucha confusión, frustración y desilusión entre los cristianos. Encontramos a Dios en nuestro desarrollo humano. Para ilustrar esta verdad recurriré a ideas contenidas en el primer volumen de la obra de von Hügel, titulada The Mystical Element in Religion, que me ha resultado muy útil para comprender mi desarrollo religioso... y el de otras personas. Los tres estadios del desarrollo humano: infancia, adolescencia y madurez Von Hügel toma los tres estadios principales del desarrollo humano - infancia, adolescencia y madurez - y describe las necesidades y actividades predominantes que caracterizan a cada uno de ellos. Von Hügel muestra que la religión debe tener en cuenta las necesidades y actividades predominantes de cada estadio y concluye que la religión debe incluir tres elementos esenciales: un elemento institucional, que corresponde a las necesidades y actividades de la infancia; un elemento crítico, que corresponde a la adolescencia; y un elemento místico, que corresponde a la edad adulta. Al analizar cada estadio de crecimiento, tiene buen cuidado de mostrar que las necesidades y actividades de la infancia no desaparecen en la adolescencia, ni las necesidades y actividades de la adolescencia desaparecen en la edad adulta, sino que deben dejar de predominar si hemos de acceder al siguiente estadio. Muestra también los peligros inherentes a cada estadio de crecimiento. La religión debe incluir los tres elementos: el institucional, el crítico y el místico. Hay un peligro constante de hacer excesivo hincapié en un elemento, excluyendo los otros dos, o en dos elementos con exclusión del tercero, sofocando así el desarrollo religioso de sus miembros. Von Hügel aplica este análisis a todas las religiones del mundo. Al resumirlo, yo me limitaré a la referencia que hace al cristianismo. (En este capítulo y en los sucesivos, cuando escriba «la Iglesia», a no ser que haga mención concreta de una iglesia determinada, la palabra se refiere a todas las Iglesias, de cualquier denominación, que creen que «Jesús es el Señor». Al utilizar de este modo la palabra, no hago afirmación alguna acerca de quienes no son explícitamente cristianos. Como cristiano, creo que Dios ama a todos y cada uno de los seres humanos y vive en todos y cada uno de ellos). 42

Infancia: actividades y necesidades En la infancia, nuestras actividades tienen que ver predominantemente con el movimiento físico y las impresiones sensoriales; y nuestras necesidades son: alimento, calor, protección y afecto. Los filósofos medievales tenían un dicho: «Todo cuanto hay en la mente tiene su origen en los sentidos». Todo conocimiento humano, incluido nuestro conocimiento de Dios, comienza con impresiones sensoriales. Si alguno de los sentidos del niño está dañado, el niño es minusválido de por vida. Los bebes están sentando unas sólidas bases de su educación futura cuando gatean por el suelo tocando y probando todo cuanto cae en sus manos, haciendo gorgoritos de placer cuando sacuden su sonajero, mirando fijamente los colores brillantes y esperando ser abrazados y sentirse cerca de su madre. Posteriormente, a partir de esas impresiones sensoriales, el niño dará su salto educativo más importante cuando empiece a hacer señales y a pronunciar sus primeras palabras. Privar a un niño de impresiones sensoriales equivaldría a dejarlo incapacitado para toda la vida. No hay estadio alguno del desarrollo humano en el que no necesitemos impresiones sensoriales, pero en la adolescencia y en la edad adulta ya no tenemos necesidad de pasar horas gateando por el suelo. Una vez que el niño ha empezado a hablar, repetirá lo que oiga, al principio sin entender su significado. La mayoría de los niños adoran el sonido rítmico de las palabras, y su imaginación suele ser tan vívida que tienen dificultades para distinguir lo imaginario de lo real. Yo conocí a una niña que habría tenido una pataleta si no se hubiera dispuesto un sitio en la mesa para su amiga imaginaria, Frances. Cuando apareció realmente una hermana menor, le presentó también a la inexistente Frances, y la pequeña se aferró igualmente a ella e in sistía en sentarse a la mesa al otro lado de la invisible Frances, situación que se prolongó durante todo un año. La memoria del niño debe estar llena de anécdotas de su historia familiar y local. Los niños normalmente aceptarán como verdadera cualquier cosa que les digan sus padres y otras personas de su entorno. Sin esta credulidad inicial no puede comenzar el proceso de aprendizaje. Debe decírseles también lo que pueden y lo que no pueden hacer. Privar a un niño de unas instrucciones claras y coherentes, permitiendo que su mente resulte informe y desinformada, es una crueldad. Una persona muy perturbada, que había tenido una infancia traumática, me contó que uno de sus recuerdos más tristes era el de cómo jugaba con otros niños por la tarde y oía a sus padres llamarles a todos para que regresaran a casa, mientras que a ella no la llamaba nadie. 43

Las mayores necesidades emocionales de la infancia son la protección y el afecto, porque sin ellos el niño no puede aprender a confiar ni en sí mismo ni en ninguna otra persona. La capacidad de crecer, humanamente hablando, es proporcional a la capacidad de confiar. En la infancia hay muchas otras necesidades y actividades, por supuesto. El niño empezará a ver e interpretar pautas en la percepción sensorial, así como a hacer preguntas y construir teorías; pero estas actividades no son dominantes. Las necesidades de la infancia y la adolescencia siguen vigentes en la edad adulta En el adulto sano, las necesidades y actividades de la infancia siguen vigentes en alguna medida. Siempre necesitamos percepción sensorial; nuestra memoria tiene que almacenar continuamente; nuestra imaginación debe mantenerse viva; hemos de ser capaces de aceptar algunas autoridades al menos; y necesitamos afecto y atención, por muy adultos que seamos. Por más competentes que podamos ser, no podemos resolverlo todo por nosotros mismos y debemos confiar en la competencia ajena. Alcanzar un estadio de desarrollo en el que ya no necesitemos afecto ni atención de nadie supondría no pertenecer ya a la humanidad. El cristianismo debe satisfacer estas necesidades humanas y alentar las actividades del niño, especialmente en la infancia, pero asegurándose de que se atienden también en la adolescencia y en la madurez. Al llevarnos hacia Dios y presentarnos a Dios en la Palabra y los Sacramentos, la Iglesia debe hablar no solo a nuestra mente, sino también a nuestros sentidos. Solo podemos alcanzar algún conocimiento, incluido el conocimiento de Dios, a través de nuestras impresiones sensoriales, y después a través de los signos y los símbolos. Por eso es tan importante la arquitectura, el arte en las pinturas y los muebles, la luz, la acústica y la temperatura de los lugares de culto; y por eso las celebraciones tienen necesidad no solo de la belleza de las palabras, sino también de música, gestos y movimiento. Sé que esto es anatema para algunas de las Iglesias Reformadas, a las que horroriza todo cuanto pueda sonar a idolatría; y conozco también el peligro de que los elementos externos de una Iglesia y de sus celebraciones se conviertan en un fin en sí mismos, en lugar de contribuir a elevar la mente y el corazón al Dios al que no podemos ver, de manera que una vela sea el sucedáneo de nuestra obligación de ocuparnos del prójimo; pero es un riesgo que debemos asumir. Siempre se corre el riesgo de que un niño disfrute tanto de las necesidades y actividades de la infancia que tema dar el paso a la adolescencia, pero ello no es una buena razón para privarle de su infancia. 44

También la Iglesia, especialmente en la infancia, pero también posteriormente, debe introducir en nuestra memoria re latos de su historia. Del mismo modo que se transmite al niño la historia de la familia, también debe dársele a conocer las grandes historias de la Biblia, los acontecimientos de los evangelios y las vidas de los santos. En toda religión debe darse un papel docente. Los niños normalmente aceptarán como verdadero todo cuanto se les diga, y es muy improbable que en la infancia pregunten: «¿En qué te basas para decir que hay un Dios y por qué tengo yo que aceptar como verdadero lo que tú me digas?». Estos problemas surgen más tarde. A no ser que haya un estadio de aceptación, el niño no puede aprender a formular preguntas, porque no tendrá nada en que basarlas. El papel docente de la Iglesia no se limita a transmitir información factual, sino que debe incluir también una enseñanza moral, porque sería cruel dejar al niño descubrir lo que puede y lo que no puede hacer mediante el sistema de ensayo y error. Hay que enseñar al niño a no robar, a no mentir, a no dejar la comida en el plato ni arrojarla contra la pared cuando tiene una rabieta. La Iglesia debe servir también a los adultos La Iglesia debe transmitir al niño su historia y su enseñanza doctrinal y moral de modo que el niño pueda asimilarla; pero debe también proseguir su papel docente con el adolescente y el adulto. Esto es tan obvio que no parece necesario decirlo; sin embargo, esta obviedad ha sido frecuentemente ignorada, instruyendo a los niños mediante un lenguaje enormemente técnico y abstracto, por un lado, y esperando, por otro, que los adultos acepten ese mismo lenguaje misterioso con la credulidad de un niño. Atender a las necesidades y actividades predominantes del niño y seguir atendiéndole cuando es adolescente y adulto constituye el elemento institucional de la Iglesia. Aunque la adolescencia se caracteriza normalmente como un estadio de creciente conciencia sexual, esa conciencia es más que sexual. La adolescencia es el tiempo en que la mente empieza a cuestionarlo todo. Tratamos de descubrir alguna unidad y algún sentido en la multiplicidad de impresiones sensoriales, hechos, enseñanzas, creencias y experiencias que se nos presentan. Los filósofos griegos no han sido los únicos en buscar al «Uno en lo Múltiple»; todos lo hacemos de diversos modos. El club de los agnósticos Durante algún tiempo, tuve que dar clase de religión a una vivaz clase de quinceañeros que acababan de superar los «O-levels»' en «Stonyhurst College», un internado de los 45

jesuitas. El colegio seguía insistiendo en que los chicos acudieran a misa diariamente, de manera que yo preparé un curso sobre la historia y el desarrollo de la misa, estudié con gran detenimiento una obra en dos volúmenes del jesuita alemán Jungmann y traté de exponerla de forma digerible en clase. Después de cinco minutos, la mayoría de mis alumnos tenían esa mirada vidriosa reservada para la capilla y la instrucción religiosa. Al final, uno de ellos se me acercó: «Padre - comenzó a decirme-, supongo que es usted consciente de que está perdiendo el tiempo...». Yo sospechaba que tenía razón, pero no estaba preparado para reconocerlo ante él en aquel momento. «¿Por qué?». «Porque la mitad de nosotros somos ateos», fue su respuesta. «¿Qué mitad?». Él hizo una pausa y después me dijo que tendría que consultar a los demás antes de responder a mi pregunta. «A propósito - le dije-, ¿cuánto tiempo hace que eres ateo?». So lemnemente me respondió: «Unos diez días». Aquel mismo día vino a verme después de haber consultado a sus amigos ateos y me dio una lista de nombres. «¿Os calificáis de ateos - le pregunté - o de agnósticos?». Esta distinción no estaba entre sus temas para los «Olevels», de manera que le expliqué que el ateo niega toda posibilidad de que Dios exista, mientras que el agnóstico no afirma ni la existencia ni la inexistencia de Dios. Mi alumno decidió que él y sus amigos, como personas de mentalidad abierta, serían más correctamente descritos como agnósticos. Formamos un club de agnósticos y nos reuníamos periódicamente en su tiempo libre para debatir la cuestión de la existencia de Dios. Un miembro del grupo había estado leyendo a Bertrand Russell y había pasado la información a los demás. Habían, pues, decidido que todos los fenómenos pueden explicarse en términos de bombardeo de partículas de materia y que la clave de todo conocimiento se encuentra en la fórmula matemática que gobierna el movimiento de dichas partículas. En mi habitación, donde solíamos reunirnos, había un cubo de carbón metálico. En una reunión, me volví hacia uno de mis alumnos, un joven muy serio, y le pregunté: «John, ¿tú crees realmente que la única distinción real entre tu madre y ese cubo de carbón es la fórmula matemática diferente que gobierna el movimiento de sus partículas respectivas?». Él se sentó, frunciendo el ceño por el esfuerzo, y después levantó la vista: «No, no hay diferencia», dijo. Estaba decidido a ser fiel a su teoría y a sus amigos. Este es un buen ejemplo de la actividad característica de la adolescencia: la búsqueda de sentido y de unidad en la experiencia. No podemos vivir como seres humanos a no ser que podamos encontrar alguna clase de unidad y de sentido en nuestra vida. Incluso quienes son considerados locos tienen alguna pauta de unidad en su pensamiento y su actividad, aun que los «cuerdos» no podamos encontrarla. El paranoico puede estar 46

totalmente errado en su presupuesto básico de que el mundo ha sido creado para perseguirle; pero, considerado ese presupuesto, su comportamiento es lógico y coherente. El miedo más aterrador a que un ser humano puede estar sometido es el miedo a la aniquilación y al sinsentido; por eso luchamos con todas nuestras fuerzas por encontrar algún sentido y significado. La tentación consiste en conformarse con la teoría de la existencia, o la pauta de sentido, que asegure nuestra comodidad material y nos cause menos inconvenientes. Si hemos de desarrollarnos como seres humanos, debemos encontrar alguna unidad en nuestra experiencia y formular alguna teoría sobre nuestra vida, por más elemental y tosca que pueda ser; debemos tener algunos planes y sueños para el futuro y alguna idea de cómo llevarlos a la práctica, aunque el plan consista únicamente en pensar lo menos posible y asegurarnos una mínima pérdida de energía. Para encontrar sentido en nuestra vida tenemos que cuestionar, criticar, sistematizar y teorizar acerca de nuestra experiencia. Esta era la actividad del club de los agnósticos, y ninguno de nosotros puede escapar a ella, aunque lo intentemos. Debemos ser críticos La Iglesia debe atender a esta profunda necesidad humana desarrollando hipótesis y teorías para mostrar no solo la coherencia interna de su enseñanza, sino también la coherencia de su enseñanza con la vida tal como la experimentamos. Una Iglesia que se limite a concentrarse en la coherencia de su enseñanza, sin relacionarla con la experiencia de cada día, se comporta como el paranoico. Puede haber coherencia entre la enseñanza y la práctica de la Iglesia, pero si sus presupuestos básicos son falsos, entonces habrá desarmonía entre la ense ñanza de la Iglesia y nuestra vida cotidiana, y la enseñanza presentada se fraccionará, convirtiéndose en una parte de nuestra conciencia que no tiene nada que ver con el resto de nuestra experiencia humana. Una Iglesia aislada de nuestra experiencia humana solo puede sobrevivir en la medida en que logre prohibir a sus fieles hacer preguntas y pensar por sí mismos. Debe insistir mucho en la importancia de la obediencia a la autoridad religiosa - obediencia entendida como aceptación, sin cuestionamiento alguno, de todo lo presentado por la autoridad docente - y ha de hacer que sea pecado para sus miembros criticar, así como leer o escuchar a cualquiera que proponga algo contrario a su enseñanza. Un signo del verdadero cristianismo será su vigor intelectual y su búsqueda de sentido en todos los aspectos de la vida. El verdadero cristianismo será siempre crítico, cuestionando y desarrollando continuamente su interpretación de Dios y de la vida humana. El tema de la religión es toda la experiencia humana. En la interpretación

47

cristiana, Dios es inmanente, es decir, Dios está presente en todas las cosas, y la creación es signo, y signo efectivo, de la presencia de Dios: un sacramento. Por eso en la tradición cristiana se ha insistido tanto en el aprendizaje. La fe, como dijo san Anselmo, «busca comprender», porque la naturaleza de la verdadera fe es confiar en que Dios está en acción en todas las cosas y que no hay pregunta que quede fuera del ámbito de la investigación religiosa. Cuando se debilita la fe en Dios, se debilita también el elemento crítico, y hay más advertencias contra las falsas doctrinas que estímulo para desarrollar nuestra interpretación. Si no se fomenta el elemento crítico, los cristianos se quedan en la infancia en cuanto a su fe y su práctica religiosa, que tendrá poca o ninguna relación con la vida y el comportamiento de cada día. La necesidad del elemento místico Es característico de la edad adulta ser cada vez más consciente de la conciencia interna, de la complejidad de sentimientos y emociones que anidan en nuestro interior, revelados a través de nuestra actividad, nuestros encuentros y relaciones con los demás, nuestro trabajo, lo que leemos, oímos y vemos y la actividad interna que resulta de ello, nuestras esperanzas y desesperaciones, nuestra tristeza y nuestra alegría, nuestros miedos y nuestras expectativas, nuestras certezas y nuestras dudas. Al hacernos más conscientes de este mundo interior, nos sentimos a la vez atraídos y asustados por él. Nos estamos aproximando a nosotros mismos y, por tanto, a Dios, experimentado por los místicos como «tremendum et fascinan». Este mundo interior es único para cada uno de nosotros, misterioso e incomunicable incluso a nosotros mismos en toda su complejidad. Aunque no podemos comprender este mundo oculto, sabemos que encierra la clave de nuestra felicidad y nuestra personalidad, y que nuestro modo de percibir, pensar y, por lo tanto, actuar tiene su explicación en este mundo interior, que ejerce una influencia mucho mayor en nosotros que ninguna circunstancia externa. Por eso personas distintas frente a una misma situación pueden actuar de modos tan opuestos. En la edad adulta, si nos permitimos algún tiempo para pensar, nos hacemos cada vez más conscientes de la complejidad de nuestra vida interior, de su misterio y su incomunicabilidad y de las numerosas capas de conciencia que hay en nosotros. La religión debe responder a este estadio de nuestro crecimiento proporcionando aliento y orientación, fomentando nuestra fascinación y calmando nuestros temores, explicándonos este fenómeno y mostrándonos que es una fase de suma importancia en nuestro camino hacia Dios, a quien somos ahora invitados a encontrar en esos recovecos ocultos, y a me nudo tan atemorizadores, de nuestra mente y nuestra memoria: Dios,

48

cuyos caminos y pensamientos no son los nuestros; el Dios de las sorpresas, que ahora es encontrado, más que pensado; que se comunica a través de estas misteriosas experiencias internas, más que a través de frases articuladas o series de oraciones; que ahora es experimentado desde dentro, más que presentado desde fuera; que es amado y vivido, más que teorizado; que es acción y poder, más que ningún tipo de restricción ni disciplina externa - como en el estadio institucional-, ni razonamiento intelectual - como en el crítico. Para ayudarnos en la edad adulta, la Iglesia debe incluir un elemento místico. Cada uno de los tres estadios de desarrollo contiene elementos de los restantes Estos tres estadios han sido descritos sucesivamente, pero cada uno de ellos contiene elementos de los otros dos. En el niño están ya los comienzos del estadio crítico, y a veces del místico; análogamente, en el estadio crítico sigue habiendo elementos del institucional y débiles signos del místico. Pero nuestra atención se ha centrado en las necesidades y actividades que predominan en cada estadio. En el adulto, están presentes los tres elementos en alguna medida. Cuando en el adulto falta uno o dos elementos, se da un desequilibrio en la personalidad. Examinaremos de nuevo tales tres estadios, esta vez tratando de ver más claramente la necesidad y el peligro inherente a cada estadio de la vida y, por tanto, también al desarrollo religioso. Veremos también el esfuerzo que requiere pasar de un estadio al siguiente y, al hacerlo, el cuidado que hay que tener para no rechazar totalmente el estadio que acabamos de dejar. Es como si el viaje por la vida se realizara cruzando un ancho río a través de un puente formado por tres secciones. Comenzamos en la sección institucional, y después pasamos a la crítica; pero el río nos arrastrará si cortamos toda conexión con la sección institucional, aunque no estemos en ella en ese momento. Análogamente, en la sección mística del puente debemos mantener la conexión con la institucional y la crítica. Riesgos del estadio de la infancia El peligro en el estadio de crecimiento de la infancia es inherente a sus ventajas. Lo que se nos proporciona en la infancia responde a nuestras necesidades más básicas y nos permite ser relativamente pasivos al mismo tiempo que permanecemos protegidos y seguros. El peligro es que encontremos este estadio tan satisfactorio que no nos sintamos inclinados a abandonarlo, sino que prefiramos permanecer infantiles. Además, aun cuando nos movamos, podemos revertir al infantilismo si los estadios siguientes se vuelven demasiado incómodos. Podemos incluso utilizar nuestra astucia de adultos para volver a ser cuidados como un niño que finge una enfermedad. Si nuestro engaño tiene 49

suficiente éxito, puede incluso que nos pongamos seriamente enfermos. El peligro del elemento institucional de la religión es que nunca avancemos más allá del infantilismo religioso. Asistimos a celebraciones religiosas; escuchamos sermones e instrucciones religiosas; se nos dice lo que es y lo que no es; se nos expone la enseñanza moral y doctrinal de la Iglesia..., y el peligro consiste en que nos contentemos con todo ello y no queramos ir más allá, utilizando quizá nuestra astucia adulta para justificar nuestra pasividad. El modo en que solía enseñarse la religión a los católicos, por ejemplo, desde el concilio de Trento en el siglo XVI, es decir, mediante un catecismo a base de preguntas y respuestas que constituían un resumen del lenguaje teológico demasiado técnico contenido en los documentos del concilio de Trento, hacía que los católicos creyeran que la religión es una asignatura que no se espera que sea comprendida, sino a la que hay que prestar un asentimiento incondicional. Este planteamiento inculcó una actitud infantil con poco o ningún estímulo para ir más allá. Mucha de la tensión actual en la Iglesia católica es una tensión entre quienes parten de la base de que el único elemento esencial de la Iglesia es el institucional, y quienes demandan más de los elementos crítico y místico. Para quienes ostentan la autoridad en las iglesias existe también el peligro de que puedan alentar a la gente a permanecer en el estadio infantil, llamando a este estadio retardado «ser humilde, leal, fiel y observante», y amenazando con la ira de Dios a cualquiera que se atreva a disentir. No hay modo más efectivo de destruir la verdadera fe en Dios que utilizar mal palabras como «lealtad», «humildad», «obediencia» y «fidelidad», que son virtudes importantes que pueden ayudarnos a mantenernos fieles y atentos a las mociones de Dios en nosotros; pero emplear estas virtudes para el propósito opuesto, es decir, para destruir la fe que Dios pone en nuestra mente y nuestro corazón, asegurando a la gente que cualquier desacuerdo con las autoridades religiosas brota de su pecaminosidad y disuadiéndola de prestar atención alguna a su experiencia interna, lugar de su encuentro con Dios, es un pecado y un escándalo, y Cristo tiene palabras muy duras para quienes escandalizan a los niños: «Mejor le fuera si se le atase una piedra de molino al cuello y se le arrojase en el mar». No es infrecuente encontrar la actitud infantil en personas que no son en absoluto infantiles en otros aspectos y que pueden incluso ser muy destacadas en la vida pública. Pero su religión está precintada, de manera que no interfiera con su carrera ni con su modo de llevarla adelante; y suelen ser ellos quienes se oponen con más fuerza a cualquier cambio en la Iglesia. Quieren que la religión sea exactamente como cuando ellos eran niños. 50

Riesgos del estadio adolescente En la adolescencia, si no buscamos alguna forma de unidad y de sentido en nuestra vida, no podremos encontrarla en ninguna dirección. Puede que nos contentemos con encontrar la unidad suficiente para permitirnos evitar el dolor inmediato, y puede que nos neguemos a cuestionarnos más, por temor a lo que podríamos encontrar. Si seguimos cuestionando y buscando sentido, existe el peligro de que esta actividad pueda amenazar la seguridad, la protección y el afecto que disfrutábamos en el estadio de la infancia. Nuestra búsqueda puede llevarnos a rechazar los puntos de vista de nuestros padres y amigos, que previamente aceptábamos sin cuestionamientos. La tentación de dejar de cuestionarnos es fuerte, porque no solo necesitamos sentido en nuestra vida, sino también afecto, apoyo y protección por parte de nuestra familia y nuestros amigos. Es difícil mantenerse en términos de amor filial cuando uno piensa -y permite que mamá y papá sepan que lo piensa - que ellos no se diferencian sustancialmente de un cubo de carbón. En la religión se da el mismo problema. Criticar y cuestionar puede tener consecuencias sumamente serias, como supieron de primera mano las víctimas de la Inquisición. El cuestionamiento y la crítica en materias religiosas pueden romper un matrimonio y las relaciones familiares, pueden llevar a la exclusión de la Iglesia y, en algunos países, pueden llevar también a un largo tiempo de encarcelamiento. No digo que a todo el mundo dentro de una familia, Iglesia o nación deba permitírsele creer y actuar como le venga en gana y seguir siendo aceptado como miembro de pleno derecho, sino que me limito a apuntar que el cuestionamiento y la crítica en materia religiosa puede ser muy arriesgado. Y es bueno que así sea, porque, si no importara lo que creemos o el modo en que actuamos en función de nuestras creencias, de ello se seguiría que la religión carece de importancia en la vida de cada día. Uno de los signos de que el cristianismo está vigorosamente vivo en algunas partes del mundo es el gran número de cristianos que están en la cárcel por actuar en el terreno político de acuerdo con sus creencias. Necesidad y riesgos del elemento crítico La Iglesia debe fomentar en sus miembros el elemento crítico. De lo contrario, el individuo no podrá integrar su creencia religiosa con la experiencia cotidiana; en otras palabras, Dios estará excluido de la vida de la mayoría, y la religión llegará a ser considerada una excentricidad - privada, pero inofensiva - propia de una minoría.

51

Si la Iglesia fomenta el elemento crítico, entonces debe esperar que sus miembros la cuestionen y debe estar preparada para cambiar su modo de pensar y de actuar, sometiéndose a la luz de la verdad. Esta actitud solo es posible en una Iglesia que crea fuertemente en la presencia de Dios en todas las cosas. Del mismo modo que al niño que confía plenamente en sus padres su confianza le anima a hacer toda clase de preguntas, análogamente una Iglesia que realmente confíe en Dios no temerá la búsqueda ni el cuestionamiento y animará a sus miembros en ese sentido, guiándolos con su sabiduría y advirtiéndoles de los caminos que, por su larga experiencia, sabe que son callejones sin salida. Sus enseñanzas nunca se presentarán como la última palabra de ningún tema, sino como señales indicadoras, animando a sus miembros a explorar el camino por sí mismos. Si el elemento crítico desliga del institucional y el místico, producirá, en lugar de personas religiosas, racionalistas cuya devoción a un sistema teológico, moral o filosófico ocupará el lugar de su devoción a Dios. Estas personas sospecharán de todo lo emocional y aconsejarán a los demás que ignoren sus sentimientos. Quienes cultiven el elemento crítico y desdeñen los otros dos elementos, tenderán a ser rígidos y dogmáticos, tendrán poco que decir a los niños y a las personas que no tengan una refinada educación, además de estar fuera de contacto con el niño que hay en ellos y con el misterio de sus propios pensamientos y sentimientos internos, que son demasiado complejos para ser descritos adecuadamente con conceptos abstractos. Es probable que estas personas estén obsesionadas con la cuestión de la ortodoxia y la denuncia de aquellos a quienes consideran no ortodoxos. Necesidad y riesgos del elemento místico El estadio adulto, con su creciente conciencia interna, es necesario, porque el origen de todo nuestro pensamiento, deseo y disposición y, por tanto, de nuestro comportamiento, está dentro de nosotros. Si no estamos dispuestos a llegar a conocer ese mundo interior, no podemos llegar a conocernos a nosotros mismos ni, por tanto, conocer la orientación de nuestra vida. Si desdeñamos ese mundo interior o nos hacemos insensibles a él de alguna forma, nos desconectamos de Dios, de la fuente de nuestra libertad, condenándonos nosotros mismos a convertirnos en no-personas. El peligro en este estadio consiste en que nos absorba tanto ese mundo interior, su misterio y su poder, que rechacemos el elemento institucional de la vida, rechazando las tradiciones que hemos recibido, la autoridad que antes aceptábamos, y despreciando todas las teologías y filosofías abstractas como totalmente inadecuadas para expresar la riqueza de la realidad que hemos descubierto dentro de nosotros. 52

La religión debe fomentar esta conciencia interna, porque es en estas experiencias interiores donde encontraremos al Dios del misterio, el Dios de las sorpresas, cuyo Espíritu está en acción en nuestro espíritu de manera única para cada individuo. Por eso la instrucción y la guía en la oración es incluso más esencial para el adulto cristiano que la instrucción doctrinal o moral. La formación en la oración debería ser la principal preocupación de los obispos y el clero, así como el principal servicio que estos habrían de prestar a los miembros adultos de la Iglesia. El peligro consiste en que puede insistirse de tal modo en el elemento místico que se descuiden el institucional y el crítico. Ello puede llevar a un rechazo de la oración y el culto formales, a un abandono de la enseñanza moral y doctrinal y al desarrollo de una emotividad que no puede entenderse, porque no se somete al elemento crítico. En sus peores formas, el elemento místico, descontrolado y desconectado del institucional y el crítico, puede producir un extremismo desbocado y un fanatismo peligroso, y hay una larga historia de esta locura religiosa en la vida de la Iglesia. Son necesarios los tres elementos Estos son, pues, los tres elementos esenciales del cristianismo, que se corresponden con los tres estadios del desarrollo humano. En cada estadio se da una tendencia innata a rechazar los otros dos o a formar una alianza con uno de ellos excluyendo al otro. El ejemplo habitual es pasar del institucional al místico, prescindiendo del crítico, tentación constante en los movimientos carismáticos y pentecostales. Los tres elementos son necesarios, pero un grupo o miembro adulto de una Igle sia puede tipificar más un elemento sin excluir los otros dos. Von Hügel menciona a algunos de los grandes papas reformadores como ejemplo del elemento crítico, y a san Juan de la Cruz como ejemplo del elemento místico. Muestra también cómo algunas órdenes religiosas pueden poner más énfasis en un elemento que en otro, describiendo a los jesuitas como ejemplo del elemento institucional, a los dominicos del elemento crítico, y a los benedictinos del elemento místico. Y pone a santo Tomás Moro como ejemplo de hombre en quien se daban en la misma proporción los tres elementos. El objeto de este análisis ha sido clarificar los enfoques del ámbito de nuestra experiencia interna en la que está escondido nuestro tesoro. Muchos cristianos, a veces ayudados e instigados por el clero, están tan firmemente atrincherados en el elemento institucional de la Iglesia que consideran que aventurarse en el elemento crítico es una deslealtad, un paso hacia la no ortodoxia y una pérdida de fe. Hoy, el énfasis indebido en el elemento institucional es muy probable que produzca una Iglesia cada vez con menor 53

número de miembros, que serán, eso sí, leales, obedientes, dóciles, faltos de inspiración y pasivos; un pueblo de Dios petrificado. Una Iglesia que fomente los elementos crítico e institucional, pero desdeñe el elemento místico, estará viva intelectualmente hablando, pero será espiritualmente estéril y tendrá unos defensores agudos pero nada atrayentes. El espíritu de profecía de la Iglesia morirá, y el profundo simbolismo de los ritos del elemento institucional perderá su significado y será cuestionado y rechazado por su falta de sentido. Después de leer este capítulo, no hay que concluir que mientras no se haya superado por completo el infantilismo del estadio institucional y la adolescencia del crítico, no hay esperanza alguna de acceder al estadio místico. El objeto de este análisis es ayudarnos a discernir los rastros residuales de in fantilismo y adolescencia que siguen impidiéndonos ser adultos en nuestra fe. Reconocer esos rastros tal como aparecen y resistirse a ellos es un paso hacia la libertad interior. El resto de este capítulo consiste en dos ejercicios, el primero ayuda a la asimilación del análisis de von Hügel, y el segundo es la redacción de la autobiografía de fe del lector. Ejercicios 1. Sobre el análisis de von Hügel: a) Según la experiencia que tienes de tu Iglesia, ¿hay un elemento que predomina con exclusión de los otros dos, o bien hay dos elementos dominantes con exclusión de un tercero? b) Aplica la misma pregunta a tu vida cristiana. ¿Ayuda el análisis a clarificar las razones subyacentes a tus sentimientos de confusión, desconcierto y desilusión? ¿Se deben esos sentimientos a que te sentías satisfecho con un elemento de la Iglesia y sientes la introducción de los otros dos, o es que te sientes constreñido en una Iglesia que insiste en alguno o algunos de los elementos, con exclusión de otros? c) ¿De qué modo te ayuda el análisis a comprender algunas de las razones subyacentes a las actuales tensiones y divisiones en tu Iglesia y entre las Iglesias? 2. Escribe la autobiografía de tu propia fe. (El Antiguo Testamento puede ser descrito como la autobiografía de fe de Israel. 54

Los judíos reflexionan sobre su historia, una historia confusa y vergonzante, con su breve momento de gloria bajo el rey David, sus largos años de infidelidad a Dios, de derrota, humillación y cautividad. Empiezan a ver su historia de manera nueva, como una historia de salvación a través del desastre y la tribulación. Esa historia de salvación prosigue en ti y en mí. El Espíritu que vivió en Jesús y lo resucitó de entre los muertos vive ahora en nosotros y está en acción en los acontecimientos de nuestra vida. Para encontrar a Dios y reconocer nuestra historia como una historia de salvación, debemos estar en contacto con nuestra propia historia. Este ejercicio ayuda a entrar en contacto con ella). Hazte esta pregunta: ¿qué ha significado Dios para mí en mi vida? Según te vayan llegando los recuerdos, anótalos brevemente: recuerdos de la infancia o de años recientes, en cualquier orden. Si la pregunta sobre lo que ha significado Dios para ti no suscita recuerdos, sino que los bloquea, cambia esa pregunta por: ¿cuáles han sido los acontecimientos importantes y quiénes han sido las personas importantes en mi vida? Evita como la peste cualquier clase de juicio a tu persona, aprobatorio o desaprobatorio, y cualquier intento de análisis. Una vez que hayas empezado este proceso, es probable que compruebes que un recuerdo evoca otros. Anótalos según te vayan viniendo a la memoria, en el orden que sea.

55

56

«Aunque quiera hacer el bien, es el mal el que se me presenta». -Rm 7,21 EL tesoro está escondido en el campo de nuestra experiencia interior. Cuando llegamos a la edad adulta, nos hacemos más conscientes no solo del misterio y la complejidad del campo, sino también de sus peligros y, por lo tanto, de la tentación de ignorarlos. Puede que logremos hacerlo, pero nuestra vida interior permanecerá viva, influyendo en nuestro comportamiento y a menudo reaccionando vigorosamente. Abordar nuestro caos interior En este capítulo examinaremos la complejidad y el peligro de nuestra vida interior, así como el poder y la confusión de los impulsos y deseos que hay en nosotros. Los maestros religiosos nos dicen que nos volvamos hacia Dios en la oración si queremos encontrar paz y armonía interior. Aplicaremos el elemento crítico a este consejo y preguntaremos: ¿a qué Dios me estoy volviendo? Una vez que empecemos a examinar nuestros sentimientos, puede que sintamos pánico, porque es posible que no nos guste lo que encontremos y temamos que algunos sentimientos puedan abrumarnos y destruirnos. ¿Es sano examinar los sentimientos? ¿Y qué ocurre si descubro sentimientos de odio, resentimiento, amargura, crueldad y destructividad? Si los advierto y les permito la entrada en mi conciencia, pueden apoderarse de ella e inducirme a hacer algo que preferiría no hacer. ¿No es más prudente ignorarlos? Si, por ejemplo, un sacerdote, que tiene voto de celibato, examina sus deseos y desea casarse, ¿no podría ello destruir su vida sacerdotal? Si unas personas casadas examinan sus deseos y descubren que no quieren estar casadas, o al menos no con su pareja, ¿no es ello destructivo para la vida matrimonial? Ciertamente, si cuando examinamos nuestros deseos siguiéramos el primer deseo que se presenta, nuestra vida sería caótica. Somos un conglomerado de deseos en conflicto, y de la mayoría de ellos no somos plenamente conscientes; sin embargo, determinan todas las decisiones de 57

nuestra vida. El Evangelio ofrece una vívida ilustración de este conflicto de deseos, y el pasaje en cuestión es tan importante que está incluido en los tres evangelios sinópticos: la curación del endemoniado de Gerasa. Encuentro con el endemoniado de Gerasa Jesús ha cruzado el lago y, nada más descender de la barca, se le acerca un lunático desvariando. Marcos (en el capítulo 5) describe al hombre con algún detalle: moraba entre los sepulcros, y «nadie podía ya tenerle atado ni siquiera con cadenas». Aquel hombre estaba poseído por una furia tan salvaje que no había grilletes que pudieran retenerlo. «Muchas veces lo habían atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo». La fu ria se vuelve incluso contra él mismo: «Siempre, noche y día, andaba entre los sepulcros y por los montes, dando gritos e hiriéndose con piedras». Su conflicto interior está destruyéndole. Cuando ve a jesús, corre hacia él y grita: «¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes». En el interior de aquel hombre había dos dinámicas, una de atracción hacia jesús, y la otra de repulsión; y en presencia de jesús ambas dinámicas se hacen presentes: «¿Cuál es tu nombre?», le pregunta Jesús. Con gran intuición, el hombre responde: «Mi nombre es "Legión", porque somos muchos». El hombre está poseído por espíritus malignos que Jesús expulsa de él, y la escena finaliza con el hombre de nuevo en su sano juicio, completamente vestido, sentado con Jesús y rogándole que le permita permanecer con él. Podemos creer o no en la posesión diabólica; pero, sea cual sea nuestra postura al respecto, merece la pena considerar este pasaje y, absteniéndonos de juicio alguno acerca de la posibilidad o imposibilidad de la posesión diabólica, tratar de ver nuestra propia vida interior a la luz de esta historia. Morar entre los sepulcros ¿Sabemos lo que es «morar entre los sepulcros», cuando la vida parece dejar de tener sentido, y lo que antes nos causaba placer ahora nos deja impertérritos, de manera que vivimos en un estado de indiferencia y apatía? ¿Comprendemos lo que significa «dar gritos y herirse», por ejemplo, con la amargura y el resentimiento por lo que otros nos han hecho, o nosotros les hemos hecho a ellos, la agonía de sentir que no somos perdonados o la agonía de negarnos a perdonar? ¿Nos hemos sentido alguna vez como «legión» por ser tan diferentes de un día para otro e incluso dentro del mismo día, ahora llenos de dul zura, luz y buena voluntad para con todos, muy razonables y joviales; y unos minutos después sucede algo que nos irrita, nos vuelve irracionales y nos hace ser 58

un incordio para nosotros mismos y para cualquiera que tenga la desgracia de acercarse a nosotros? ¿Reconocemos en nosotros la doble dinámica de lo diabólico que se apresura a ir a Jesús, por una parte, y le ruega que se aparte, por otra? Negarse a examinar la vida interior Si pudiéramos realmente ver en lo más profundo de nosotros mismos y en nuestra mente subconsciente e inconsciente, reconoceríamos en nuestra persona todas las características de lo diabólico y nos aterraríamos; pero veríamos también otras cualidades que nos encantarían. No hay crimen ni perversión ni crueldad practicada alguna vez de la que no seamos capaces; pero tampoco hay heroísmo, generosidad o amor que esté fuera de nuestras posibilidades. Como tememos ver todas las posibilidades malignas que anidan en nosotros, dejamos también de ver nuestra verdadera grandeza. Al negarnos a examinar nuestra vida interior, ignoramos nuestro verdadero yo, renunciamos a nuestra individualidad, nuestra libertad y nuestra personalidad; o, como lo expresa la Biblia de Jerusalén, «perdemos nuestro mismo yo». Un modo de evitar examinar nuestro caos y nuestra destructividad internos es proyectarlos en otras personas. Este hábito de proyectar la culpa sobre los demás es muy sutil y destructivo. Es tan sutil que, por lo general, no somos conscientes en absoluto de lo que hacemos. Para nosotros es perfectamente claro que no es culpa nuestra, sino de otros, ya se trate de nuestro vecino de al lado o de enemigos más distantes. El hábito es destructivo, porque hace daño a nuestro prójimo, ya se trate de un individuo o de una nación, y además deja in tacta la verdadera causa de la destrucción, precisamente porque nos hemos negado a reconocerla. Nuestro miedo al rechazo Nos negamos a reconocer nuestro caos interior, porque tememos el rechazo. El rechazo de nuestra persona por otras es tolerable, siempre que haya algunas personas que sigan apoyándonos y asegurándonos que les importamos. Lo que más tememos es el rechazo total, que nos lanza al abismo del autorechazo, a la nada y a la inanidad. Si somos capaces de afrontar este miedo, podremos llegar a la verdad sobre nosotros, es decir, a que no tenemos sentido por nosotros mismos, porque somos esencialmente criaturas creadas; que no hay un «yo» independientemente de mi relación con los demás seres humanos y con toda la creación. Esta red de relaciones en la que vivimos no es ni una abstracción, ni un complejo de fuerzas ciegas e irracionales, sino la unidad del Dios en quien toda la creación vive, se mueve y existe. 59

«Vidas de silenciosa desesperación» La verdad de nuestra condición de criaturas puede antojársenos como la verdad de nuestra nada, y por eso luchamos contra ella. Cualquier cosa es preferible a afrontar esta amenaza; por eso luchamos desesperadamente por obtener de otras personas la seguridad de tener sentido. Debemos lograr el éxito en algún aspecto, debemos dejar huella, debemos asegurarnos de que la gente repara en nosotros. Para alcanzar esta seguridad, puede que tengamos que aparentar que somos distintos de lo que realmente somos, fingiendo una confianza que no sentimos, un interés por aquellas cosas que nos aburren mortalmente, una simpatía por personas a las que odiamos. Si lo intentamos lo suficiente, puede que incluso nos convenzamos a nosotros mismos de que estamos realmente interesados por esas cosas y nos preocupamos por esas personas. Un fingimiento lleva a otro, y nos vemos atrapados inextricablemente en una enmarañada red de engaños. Nos hemos vuelto unos falsos. Jugamos al juego de la vida sin interés, sin disfrute, violentando nuestro yo más profundo, aterrados por la crítica y el cuestionamiento personal. Moramos entre los sepulcros, día y noche entre los sepulcros y en las montañas aullamos silenciosamente dentro de nuestro espíritu y nos hacemos violencia a nosotros, así como a los demás. Thoreau escribió: «La masa humana vive una vida de silenciosa desesperación». Puede que lo que acabo de decir les parezca exagerado a algunos lectores, porque no pueden descubrir parecido alguno entre ellos y el endemoniado de Gerasa. Su vida es dichosa, bien ordenada, virtuosa y respetable, y no experimentan gran frustración ni anhelos inquietantes ni miedo de sí mismos. Esto puede deberse a que ya han pasado por el conflicto, han afrontado sus temores y su dolor y han reconocido su nada sin Dios, en quien han encontrado la paz; o puede también deberse a que no han pasado aún de la infancia emocional y todavía no son conscientes de lo que sucede en ellos. Reconocernos en el endemoniado de Gerasa Si eres consciente de la similitud entre tu persona y el endemoniado de Gerasa, entonces has hecho progresos y estás en el camino de la verdad, aunque puede que tú sientas lo opuesto al progreso. Es verdad que es peligroso hacernos conscientes de nuestro caos interior y de nuestros deseos en conflicto, que pue den dominarnos e inducirnos a hacer lo que no queremos. Si, como el endemoniado de Gerasa, podemos acercarnos a Cristo y mostrarle la confusión en que nos encontramos, entonces, si nos mantenemos centrados en él y le 60

mostramos nuestros problemas, él comenzará a iluminar nuestra oscuridad interior, revelándonos deseos que no sabíamos que estaban en nosotros y que van más allá de cualquier cosa que hayamos pensado o imaginado, incluso en nuestros sueños más audaces. El poder de estos deseos más profundos es lo que puede vencer, subyugar y poner en orden y armonía esos otros deseos que nos desgarran. En otras palabras, la respuesta al conflicto que hay en nosotros es volvernos hacia Dios o, para los cristianos que creemos que Jesús es la imagen del Dios al que no podemos ver, volvernos hacia Jesús. Pero ¿qué significa «volverse hacia Dios» o «volverse hacia Jesús»? ¿Puedo estar seguro de que es hacia Dios hacia quien me estoy volviendo, y no hacia una imagen particular mía, una proyección de mi ser a la que llamo «Dios»? Cuando yo daba clase en Stonyhurst, además de a la clase de ateos de quince años, también daba clase de religión a una clase muy vivaz de treceañeros que estaban siempre pidiendo pruebas de la existencia de Dios. Las «cinco vías» de santo Tomás de Aquino, el argumento ontológico de san Anselmo y otras explicaciones que pude encontrar, que habían satisfecho a las grandes mentes de la antigüedad, no lograban impresionar a aquella clase; y me exponían el argumento muy válido de que, si no estaban seguros de la existencia de Dios, entonces ¿para qué tener dos clases de religión a la semana, por no mencionar la misa diaria y otras ceremonias religiosas? Que Dios debía ser aceptado como una hipótesis de trabajo hasta el final del trimestre no les satisfacía. Tienes que estar seguro de la existencia de Dios antes de volverte hacia Él? Si insistimos en que, antes de volvernos hacia Él, debemos probar que Dios existe, entonces nunca lo encontraremos, porque estamos intentando tratar al Dios de nuestro ser como si Dios fuera un problema intelectual que debemos resolver, definir claramente y concederle después lo que consideramos que le es debido. Ese Dios no existe. Mediante la argumentación intelectual podemos llegar a la conclusión siguiente: «Por tanto, debe haber una causa incausada»; o «Por tanto, debe haber un ser necesario». Y a la causa incausada y al ser necesario les daremos el nombre de «Dios». Pero esa conclusión intelectual, aunque pueda ser un paso útil, no nos lleva a un Dios personal, al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y al Padre de Nuestro Señor Jesucristo. El Dios de los filósofos es remoto e impersonal; el Dios de los profetas es como una espada de dos filos que penetra en nuestra vida interior dejando al desnudo nuestros pensamientos y sentimientos, tanto los más bajos como los más sublimes, y los salmos están llenos de unos y de otros. Los autores antiguos de la Iglesia decían que la oración es «corazón hablando a 61

corazón». Encontramos a Dios, al verdadero, viviendo y amando a Dios, primero con nuestro corazón, y únicamente después podemos encontrar también a Dios con nuestra mente. No es que nuestro corazón carezca de discernimiento; el corazón tiene sus razones, pero a menudo están ocultas a nuestra mente consciente, que solo percibe tales razones posteriormente. «Dios es una palabra atractiva» Al volvernos hacia Dios, debemos reconocer primero que, sea lo que sea y sea como sea, Dios es misterio. Con nuestra mente finita nunca podemos captar adecuadamente quién es Dios. Si el lector está buscando una noción clara y precisa de quién es Dios, leyendo este libro no encontrará la respuesta; y si encuentra alguna vez una definición clara y nítida, puede estar seguro de que es falsa. Dios es misterio; pero ello no significa que sea totalmente ininteligible. Podemos llegar a conocer un misterio y crecer en el conocimiento del mismo; pero cuanto más nos adentramos en el misterio de Dios o, más exactamente, cuanto más se apodera de nosotros el misterio de Dios, tanto mejor comprendemos que Dios es misterio. Esta verdad acerca de Dios - que Dios es misterio - es de fundamental importancia. Al ser fundamental, cualquier religión que la ignore nos llevará por mal camino. Podemos construir un sistema religioso todo lo elaborado e ingenioso que queramos; pero si no está fundamentado en esta verdad básica de que Dios es misterio, entonces nuestro elaborado sistema se convierte en una sofisticada forma de idolatría. Sentimos constantemente la tentación de hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza. Queremos controlar y domesticar a Dios, quizá otorgándole una posición sumamente relevante en nuestro corazón, en nuestro hogar y en nuestro país, pero con el control en nuestras manos. Ahora bien, Dios es incontrolable y está más allá de todo cuanto podamos pensar o imaginar. «"Dios" - escuché una vez decir a alguien - es una palabra atractiva». Dios nos llama a salir e ir más allá de nosotros mismos; es el Dios de las sorpresas, siempre creando de nuevo. Por eso una Iglesia estática e inmutable no puede ser signo - signo efectivo - de la presencia de Dios en el mundo. Porque queremos controlar a Dios, siempre habrá seguidores de cualquier Iglesia que presente a Dios en términos muy claros y ofrezca una tarjeta de acceso que puede obtenerse siguiendo las claras prescripciones de tal Iglesia. Cualquier desviación de esas prescripciones se presentará como desviación respecto de Dios. Dios es mayor que la Iglesia

62

Cuando, en 1962, comenzó el Concilio Vaticano II, el primer borrador de documento que se sometió a consideración fue la «Constitución sobre la Iglesia». El borrador insistía tanto en el elemento institucional que su capítulo primero era sobre la estructura jerárquica de la Iglesia. Los obispos rechazaron este borrador. El primer capítulo de la versión final se titula: «El misterio de la Iglesia», y fue un comienzo de suma importancia que estableció el tono del resto del Concilio y explica los grandes cambios que han tenido y siguen teniendo lugar en la Iglesia católica desde el Concilio. La Iglesia es «sacramento de la presencia de Dios» en el mundo. Algunas denominaciones cristianas podrían plantear objeciones a la palabra «sacramento», pero la mayoría estará de acuerdo en que la Iglesia es signo, y signo efectivo, de la presencia de Dios entre nosotros. Dios no es estático. La Iglesia, si quiere ser fiel a su sentido, no puede ser estática. No podemos describir adecuadamente a Dios; no podemos, por tanto, describir adecuadamente el sentido y la naturaleza de la Iglesia. Como organización de seres humanos, la Iglesia debe tener estructuras, leyes, disciplina, un cuerpo de enseñanzas y modos de comunicarlas...; pero sus estructuras son provisionales y deben desarrollarse continuamente. Dios es siempre mayor, mayor que la Iglesia. Dios está en acción en toda la creación y mora dentro de cada persona. Como dice el libro de la Sabiduría: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si algo odiases, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo, si tú no lo quisieras? ¿ Cómo se conservaría, si no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida». -Sb 11,24-26 Dios está en acción en el corazón de todos los seres humanos, a los que ama y atrae. Dios no hace acepción de personas ni de jerarquías humanas de rango y status, que Dios trastoca: «Dios derriba a los poderosos de sus tronos y exalta a los humildes». Dios está en acción en las denominaciones cristianas, en las religiones y en el corazón de quienes afirman no tener religión. Ninguna religión puede monopolizar a Dios, aunque la mayoría tratará de hacerlo afirmando que, a no ser que sigas su camino concreto, no puedes salvarte. Sentimos constantemente la tentación de hacer a Dios a nuestra imagen y semejanza, de divinizar nuestra estrechez de miras y nuestra importancia, y después denominarlo «voluntad de Dios». Dios es misterio, una palabra atractiva, y Dios nos llama a salir de nuestra estrechez de miras. Nuestra seguridad reside en que Dios es, no en nuestra 63

formulación de cómo es. Todos participamos del misterio de Dios Como hemos sido hechos a imagen de Dios, participamos del misterio de Dios. Si todos tenemos huellas dactilares distintas, no es sorprendente que no tengamos un único modo de conocer y entender a Dios. Todos realizamos el mismo viaje, pero el camino es distinto para cada persona, y tenemos que descubrirlo en libertad. La Escritura sobre todo, pero también la tradición docente de la Iglesia, nos proporcionan líneas directrices; pero, en último término, somos nosotros quienes debemos encontrar nuestro propio camino, somos nosotros los responsables de nuestro propio viaje. Dios es el destino de nuestro viaje, pero Dios es misterio, lo que a primera vista no resulta una información muy útil. Es como si alguien nos enviara a hacer un viaje asegurándonos que no solo es necesario, sino cuestión de vida o muerte; y cuando preguntáramos por el destino de ese importantísimo viaje, nos dijera que no lo sabe, que no puede saberlo, no obstante lo cual nos deseara «Bon voyage» y «Bon courage». No basta con decir «Ora a Dios». ¿A qué clase de Dios? Dios es misterio; pero si nos volvemos hacia él, nos guía. Lo único que tenemos que hacer es confiar en que Dios lo hará. Pero ¿cómo me vuelvo hacia Dios con todo mi ser? La respuesta que generalmente encontramos en los libros y que da cualquiera que aconseje en cuestiones espirituales es: «Ora a Dios». El problema es que, después de escuchar este consejo y tal vez después de leer libros que hablan con entusiasmo acerca de las cosas maravillosas que la oración puede hacer y ha hecho por otras personas, cuando tratamos de orar, descubrimos que estamos hablando al vacío, o nos hacemos más conscientes que nunca de nuestra inquietud interior, de nuestra incapacidad de concentrarnos, y tal vez descubramos que sentimos una profunda renuencia a orar, la cual puede deberse a muy variadas razones. Enumeraré unas cuantas de las más comunes. Cuando intentamos orar, seguramente tenemos alguna idea de Dios en la mente, y esa idea influirá en las posibilidades que tengamos de orar y en el modo en que consigamos hacerlo. Cuando yo era capellán universitario, me pasaba mucho tiempo escuchando a gente que, o bien había abandonado su fe católica, o bien estaba pensando hacerlo, o bien se cuestionaba si era honrado seguir siendo aparentemente católico cuando uno sentía que ya no creía realmente en las enseñanzas de la Iglesia católica. 64

Después de escucharlos, intentaba siempre animarlos a hablar de su idea de Dios. Y al cabo de muchas conversaciones, se fue formando en mi mente un retrato-robot de Dios. Presentamos al «querido tío George» Dios era un pariente muy admirado por mamá y papá, que le describían como muy cariñoso, gran amigo de la familia, sumamente poderoso y profundamente interesado por todos nosotros. Finalmente, fuimos llevados a visitar al «querido tío George», que vivía en una mansión formidable, tenía barba y era gruñón y amenazador. No podemos compartir la admiración profesada por nuestros padres hacia esta joya de la familia. Al final de la visita, el tío George se dirigió a nosotros: «Escuchadme - comenzó diciendo con un aspecto muy severo-. Quiero veros aquí una vez a la semana, y si dejáis de venir, os voy a enseñar lo que será de vosotros». Entonces nos llevó al sótano de la mansión. Estaba oscuro; según íbamos descendiendo, hacía cada vez más calor, y empezamos a oír gritos ultraterrenos. En el sótano había unas puertas de acero. El tío George abrió una. «Mirad adentro», nos dijo. Y nos encontramos con una visión de pesadilla: una serie de hornos ardientes con pequeños demonios a la espera, que arrojarán a ellos a los hombres, mujeres y niños que no visiten al tío George o que actúen de un modo que él no apruebe. «Si no me visitáis, ahí es adonde ciertamente iréis», dijo el tío George. Después subió de nuevo las escaleras para reunirse con mamá y papá. De vuelta a casa, férreamente agarrados a la mano de mamá, por un lado, y de papá, por el otro, mamá se inclinó hacia nosotros y nos dijo: «¿No queréis ahora al tío George con todo vuestro corazón, toda vuestra alma, toda vuestra mente y todas vuestras fuerzas?». Y nosotros, odiando a aquel monstruo, dijimos: «Sí, claro»; porque decir cualquier otra cosa nos habría obligado a guardar cola ante el horno. La esquizofrenia religiosa se hizo presente a muy tierna edad, y seguimos diciendo al tío George cuánto le queremos y lo bueno que es, y que deseamos hacer únicamente lo que a él le complace. Observamos lo que se nos dice que son sus deseos, sin atrevernos a admitir, ni siquiera ante nosotros mismos, que le odiamos. El tío George es una caricatura, pero una caricatura de una verdad: que podemos construir un Dios que es una imagen de nuestro yo despótico. Los sermones sobre el fuego del infierno están pasados de moda, pero estuvieron en boga hace unas décadas y pueden volver a estarlo de nuevo. Esos sermones atraían a un cierto tipo de mentes malsanas, pero causaban estragos en las más sanas y sensibles. Detectar y exorcizar al tío George

65

Nuestra noción de Dios nos llega a través de nuestros padres, nuestros profesores y los curas. No conocemos a Dios directamente. Si la experiencia que tenemos de nuestros padres y profesores es que se trataba de personas dominantes que mostraban poco afecto o respeto por nosotros como personas y nos valoraban únicamente si nos conformábamos a sus expectativas, entonces esta experiencia va a afectar necesariamente a nuestra noción de Dios e influirá en nuestro modo de relacionarnos con él. Nuestra noción de Dios no solo es inadecuada, sino que además puede estar muy deformada. Intelectualmente, puede que yo sepa que Dios no es como el tío George, pero son mis sentimientos acerca de él los que determinan cómo me acerco a él, y estos sentimientos no cambian tan fácilmente como mis ideas. No es fácil exorcizar al tío George de mis emociones; y aunque en mi mente pueda saber que Dios no es así, puedo seguir experimentando una fuerte aversión a acercarme a él, sin saber por qué, y encontrar miles de razones para no orar: estoy demasiado ocupado, prefiero encontrar a Dios a través de mi trabajo, etc. Tenemos que orar constantemente para deshacernos de esas falsas nociones de Dios, y tenemos que rogar a Dios que nos enseñe quién es, porque na die más puede hacerlo. «Dios es conocido solo por Dios», como decía uno de los primeros padres de la Iglesia. Por lo que nosotros oramos no es meramente por un conocimiento intelectual, sino por un conocimiento experiencial que afecte a todo nuestro ser y, por tanto, al modo en que nos vemos a nosotros mismos y el mundo que nos rodea. Este conocimiento experiencial de Dios cambia nuestras pautas de pensamiento (y, por tanto, de acción), abre nuestra mente y nuestro corazón y nos libera de las constricciones que nos imponen nuestra educación y nuestro entorno actual. Algunas otras falsas imágenes de Dios El tío George es una caricatura de una falsa noción de Dios, pero hay muchas otras. Podemos deshacernos del tío George y poner en su lugar la noción de Dios como Santa Claus, una figura benévola que entra en nuestra vida ocasionalmente y nos hace regalos. Es agradable tenerle alrededor, siempre que todo vaya bien; pero cuando llega el desastre, dejamos de creer en él. Santa Claus está más cerca de Dios, que es amor, que el tío George, pero tiene poca relación con el Dios de la Escritura, que «cuenta hasta los cabellos de nuestra cabeza» y que «ha formado mis riñones, me ha tejido en el vientre de mi madre». La imagen concreta que tengamos de Dios dependerá mucho de cómo hayamos sido educados y de cómo hayamos reaccionado ante esa educación, porque nuestras ideas y nuestro conocimiento derivan de nuestra experiencia. Si nuestra experiencia nos ha

66

enseñado a pensar en Dios como en una especie de policía cuyo interés predominante lo constituyen nuestras faltas, y si nuestros encuentros con él han tenido lugar sobre todo en fríos templos donde nos aburríamos mortalmente asistiendo a celebraciones apenas audibles y escuchando sermones que presentaban a Dios como un Dios que desaprueba la mayoría de las cosas que a nosotros nos gustan, entonces no es probable que queramos volvernos hacia Dios, por muchas que sean las personas que nos digan que la oración es necesaria. Tomar conciencia de que tenemos una noción distorsionada de Dios es progresar en nuestro viaje. Al proseguirlo, descubriremos otras distorsiones de las que no éramos conscientes. Estos descubrimientos pueden ser muy dolorosos al principio, pero es como el dolor que sentimos cuando tenemos por fin las piernas libres después de haberlas tenido atadas; es el dolor de la liberación. El viaje hacia Dios es un viaje de descubrimiento y está lleno de sorpresas. He aquí un ejemplo de alguien que descubrió mediante la oración su noción distorsionada de Dios. Revelar una falsa imagen de Dios «Fred» era considerado un cristiano modélico. Era joven, estaba casado y, además de su trabajo profesional, trabajaba como voluntario en distintas organizaciones, sentía un interés inteligente por la teología, vivía una vida muy sencilla, rara vez cenaba fuera o iba al cine o al teatro, y él y su mujer pasaban la mayor parte de sus vacaciones asistiendo a conferencias. En una de sus vacaciones, decidió hacer Ejercicios personalizados. Yo le animé a orar utilizando su imaginación con escenas del Evangelio, entrando en la escena como si estuviera sucediendo ahora y como si él fuera uno de los participantes. Al final de cada día, me contaría lo que hubiera experimentado en esas escenas. Un día había estado imaginando las bodas de Caná. Tenía una imaginación muy vívida y había visto mesas llenas de comida instaladas bajo un cielo azul. Los invitados estaban bailando, y era una escena de gran alegría. «¿Has visto a Cristo?», le pregunté. «Sí - me dijo-. Cristo estaba sentado muy derecho en un sitial, vestido de blanco, con un cetro en la mano y una corona de espinas en la cabeza, a la vez que miraba con desaprobación». Cómo puede afectar a nuestra vida una falsa imagen de Dios La imaginación es una facultad maravillosa, pero no debidamente apreciada. Nos permite entrar en las escenas del Evangelio con nuestros sentidos y nuestros sentimientos, así como con nuestra mente, pero también proyecta en nuestra mente consciente pensamientos, recuerdos y sentimientos que, aunque ocultos a nosotros en nuestro 67

subconsciente, están, de hecho, influyendo en nuestra percepción, nuestro pensamiento y nuestra acción. En el caso de Fred, esa imagen de Cristo le revelaba mucho acerca de la imagen básica de Dios y de Cristo que había estado oculta para él. Antes de orar esa escena de Caná, si se le hubiera preguntado: «¿Cuál es tu noción básica de Dios y de Cristo?», probablemente habría respondido: «Dios es el Dios del amor, la misericordia y la compasión». Pero en el fondo de su subconsciente estaba operando e influyendo en su vida otra imagen de Dios. Al reflexionar sobre la imagen del Cristo desaprobador, empezó a entender muchas cosas de su vida. Vio a un Cristo que desaprobaba la alegría, que exigía una incesante aplicación a las «buenas obras», un Cristo tiránico que no permitía los placeres sencillos de la vida. Empezó a comprender que nunca se había permitido reconocer la verdad de que realmente no experimentaba alegría en sus múltiples compromisos con las buenas obras. Se sentía constantemente culpable y empujado por un Dios inexorable. Cuanto más se le aconsejaba -y él mismo lo hacía volverse hacia Dios y orar, tanto peor se sentía; pero los «debería» de su vida eran tan fuertes que no podía negarse a orar. Al principio, este descubrimiento fue muy doloroso para Fred, pero fue el inicio de su liberación de la imagen tiránica de Dios. La vida pasada de Fred no había sido un desperdicio. Había seguido sinceramente a Dios tal como lo conocía, y ese seguimiento sincero le había llevado a un nuevo camino. Dios le enseñaba mediante su imaginación y sus sentimientos. A menudo me estremezco cuando escucho o leo el consejo: «Ora y todo irá bien», porque he conocido a demasiada gente dañada por este tipo de consejo como para darlo yo a la ligera. Si en la persona está operando un Dios falso y tiránico, entonces lo que le estoy diciendo es: «Vuélvete hacia tu tirano». Freud y el «super-ego» Freud inventó el término «super-ego», que, brevemente, se refiere a esa parte de nuestra mente, consciente y subconsciente, que hasta tal punto ha asimilado los «deberías» de la infancia, proporcionados por nuestros padres y otras personas, que esos «deberías» se han convertido en una parte integrante de nuestro pensamiento y son aceptados como decisiones propias. Consideremos, por ejemplo, a un niño en quien sus padres han depositado grandes esperanzas y a quien están constantemente animando a ser el mejor. «Solo lo mejor es válido para nuestra familia», quizá reforzado con: «Solo lo mejor es válido para Dios». El niño se esfuerza y fracasa, pero el fracaso es intolerable, porque incurre en la ira de Mamá y Papá, y si se ha metido a Dios de por medio, también la ira 68

divina desciende sobre el niño. El niño, como cualquier niño, tiene una desesperada necesidad de afecto y seguridad, que son tan importantes para su supervivencia como el alimento y el hogar. El niño se esfuerza. Obtener la aprobación de Mamá se convierte en el objetivo de su existencia. Finalmente, si Mamá es lo bastante fuerte y el niño demasiado débil para acceder al esta dio crítico de su desarrollo, se convertirá en un niño modelo a ojos de Mamá. Ella verá en el éxito del niño pura docilidad y consideración para con ella. El niño asimilará las ambiciones de la madre y, mucho después de la muerte de esta, su ambición seguirá espoleándole a lo largo de toda su vida. La personalidad del niño no tendrá nunca la oportunidad de desarrollarse, de modo que vivirá una vida manipulada, frustrada y ansiosa, pero sin saber la razón de ello. Y la razón es que el ego del niño no ha tenido nunca oportunidad de desarrollarse. El niño no encontrará la libertad hasta que se libere de ese tiránico super-ego. Sin esa liberación, el niño, ahora adulto, vivirá esforzándose por alcanzar un ideal que le tortura y le desgasta física y mentalmente, porque es un ideal ajeno. En el cristianismo, la insistencia en el elemento institucional, especialmente si incluye una gran dosis de enseñanza moral impuesta con amenazas de condenación eterna por no observarla y excluye lo crítico y lo místico, puede tener el mismo efecto en sus miembros que la madre ambiciosa en su hijo. Un cristianismo impuesto de este modo desarrollará en los creyentes un super-ego religioso tiránico, sofocando su personalidad individual, privándoles de libertad interior y llevándoles a un estado de neurosis cristiana. El yugo de Cristo, en lugar de ser suave y ligero, como él prometió, se convierte en una penosa carga que nos aplasta bajo su peso de ansiedad y de culpa. Servir a Dios con todo nuestro corazón y con toda nuestra mente Este fenómeno del super-ego no es algo que se dé únicamente entre los clientes de los psiquiatras; se da en todos nosotros: es un elemento de nuestro crecimiento bueno y necesario, especialmente en la infancia; pero si queremos desarrollarnos como seres humanos, tenemos que aprender a despojarnos del super-ego. No podemos amar y servir a Dios con todo nuestro corazón, toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas si no hemos encontrado aún una mente y un corazón propios. Nuestro tesoro está escondido en el campo de nuestra propia experiencia y en la vida interior que es resultado de tal experiencia. En este capítulo hemos examinado con mayor detenimiento la complejidad de nuestra vida interior, con sus deseos y emociones en conflicto. La tentación consiste en ignorar esa vida interior, pero esta se niega a ser ignorada. Si no la reconocemos y armonizamos, tarde o temprano nos pillará por 69

sorpresa, a veces de un modo que puede dañarnos a nosotros y a los demás. Los autores espirituales nos dicen que nos volvamos hacia Dios en la oración; pero Dios puede ser para nosotros parte de esa complejidad. Las falsas imágenes de Dios que operan en nuestro interior pueden hacernos más temerosos y ejercer una tiranía implacable que sofoque la vida en nosotros. En el capítulo siguiente sugeriré algunos métodos de oración que pueden permitirnos detectar más rápidamente cualesquiera falsas imágenes de Dios que puedan estar funcionando. Ejercicio Lee reposadamente el evangelio de san Marcos 5,1-20, reflexionando sobre la descripción que de lo diabólico hace el evangelista. Anota cualquier experiencia personal que te venga a la mente al leer esta descripción. Finalmente, imagínate de pie con Jesús en el borde del acantilado y, cuando los cerdos vayan cayendo al lago, escúchale decir: «Ahí va tu tristeza, ahí va tu ira, tu amargura, tu odio...».

70

71

«Aquietaos y sabed que yo soy Dios». -Sa1 46,11 ESTE capítulo sugiere algunos métodos de oración. Son sugerencias, no prescripciones, y se limitan a describir unos cuantos métodos. Si el lector no los encuentra útiles, no deduzca que no puede orar, sino únicamente que no encuentra útiles tales métodos. Hay tantas formas de orar como seres humanos. Todo el mundo tiene capacidad de orar, y cada cual debe encontrar su propio camino. Las sugerencias de este capítulo son simplemente unos cuantos métodos que pueden ayudar al lector a comenzar, porque eso es lo único que debe hacer. He insistido en este punto porque es de fundamental importancia. Solo Dios puede enseñarnos a orar, y no debemos permitir que ningún método se interponga en su camino. ¡Cuidado con los expertos! Antiguamente, los pueblos podían ser esclavizados por reyes malvados, tiranos crueles y emperadores sádicos. En nuestros días, tanto en los países democráticos como en los totalitarios, somos esclavizados por los expertos, los cuales, si se lo permitimos, pueden controlar todos los detalles de nuestra vida. Afortunadamente, los expertos rara vez están de acuerdo entre sí. Si, por ejemplo, la profesión médica fuera siempre unánime en las aseveraciones de sus expertos, apenas habría cosas que pudiéramos comer o beber sin temor, y pocas formas de ejercicio podrían realizarse con seguridad. Los expertos en psicología y psiquiatría pueden llegar a ser una amenaza incluso mayor para nuestra libertad, si sentimos un respeto tan desmedido por sus opiniones que damos por sentado que nuestros pensamientos y sentimientos instintivos sobre cualquier tema pueden estar equivocados. Pueden dictarnos cómo educar a los niños y cómo pensar, sentir y actuar si queremos llegar a estar integrados y a ser importantes, humanos y bellos. Los gobiernos totalitarios reconocen el valor del control por parte de los expertos; por eso etiquetan a sus disidentes recalcitrantes de «pacientes psiquiátricos» y los envían a los psiquiatras para ser tratados.

72

Los emperadores romanos no necesitaban psicólogos ni psiquiatras que les ayudaran a controlar a los disidentes. Sus súbditos paganos era personas religiosas que creían en los dioses, de modo que los emperadores se proclamaban divinos, esperando así obtener un control más completo sobre la mente y el corazón de sus súbditos, no todos los cuales podían ser controlados a base de darles «panem et circenses». Cristo sintió la tentación de ejercer ese mismo tipo de control transformando las piedras en pan, dando un espectáculo saltando del Templo y, finalmente, apoderándose de todos los reinos del mundo; pero rechazó todas estas tentaciones: «Al Señor tu Dios adorarás, y solo a él darás culto». Las autoridades religiosas y los maestros siempre sentirán la tentación de controlar y dominar en nombre de Dios. Cristo advirtió a sus seguidores contra el sometimiento a este tipo de dominación: «No os dejéis llamar "Rabbí, porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie Padre" vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar "Instructores, porque uno solo es vuestro Instructor: el Cristo». -Mt 23,8-10 Necesitamos médicos, psiquiatras, maestros religiosos y especialistas en todas las ramas del conocimiento, y seríamos unos estúpidos si no los escuchásemos; pero no debemos permitir jamás que los expertos dominen nuestra vida. Necesitamos maestros y autoridades religiosas, y necesitamos también un elemento institucional en la Iglesia, lo cual incluye la enseñanza autorizada; pero el objetivo de toda la enseñanza cristiana y de toda la disciplina y las leyes de la Iglesia es hacernos más perceptivos, receptivos y obedientes al Dios que está actuando dentro de nosotros. Si en la Iglesia no se insiste en el elemento místico y si no encontramos a Dios en nuestro yo único interior, nuestra religión puede degenerar en una idolatría de la institución, o el culto en una ideología, en un sistema de ideas. Dios es nuestro maestro Dios es realmente nuestro maestro, y solo él puede enseñarnos a orar o, mejor, solo él ora en nosotros. «Vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor - dice Pablo a los romanos-; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: "¡Abbá, Padre!"» (Rm 8,15). Si en la oración te encuentras preguntándote continuamente: «¿Estoy orando bien?», es señal de que estás permitiendo que te controlen y dominen las sugerencias de otras personas. Dios quiere hablar contigo en el único ser que él te ha dado; no desea que te acerques a Él como si 73

solo respon diera a un conjunto de fórmulas prescritas para nosotros por quienes saben. Tenemos que aprender a confiar en nuestra propia experiencia, que es nuestra fuente de conocimiento más rica. Debemos escuchar a quienes puedan ayudarnos a interpretar nuestra experiencia, pero no debemos permitirles que dominen tanto nuestro pensamiento que ignoremos nuestras mociones internas, porque eso supone renunciar a nuestra libertad y «perder nuestro yo». ¿Por qué me siento poco inclinado a orar? Muchas personas no pueden comenzar a orar porque dudan de su fe en Dios, o porque ven tanto desorden en su vida que no pueden acercarse a Dios hasta haberse reformado. Si te ocurre esto, es bueno que te preguntes cuáles son los presupuestos básicos que subyacen a tu aversión a orar. ¿Partes de la base de que tu estado subjetivo de fe incierta es muy importante, o de que tus fallos son mayores que la bondad de Dios? Para empezar a orar basta con reconocer que no eres autosuficiente, que no eres el creador de ti mismo y de la creación. Si puedes hacer esto, entonces reconoces que hay algún poder - del que tal vez no sepas si es personal o no y cuya naturaleza quizá ignores por completo - mayor que tú. Escucha La oración es escucha. El salmista dice: «Aquietaos y sabed que yo soy Dios». Es difícil estar aquietado, incluso físicamente aquietado; pero es aún más difícil tener la mente aquietada. Cuanto más tratamos de aquietar nuestra mente, tanto más zumban nuestros pensamientos y recuerdos, como un enjambre de abejas airadas. Uno de los mayores obstáculos para la oración es la actividad de la mente, que envía tal cantidad de pensamientos, recuerdos e ideas que no permite entrar a Dios, cuyos caminos y pensamientos no son los nuestros. Somos como criaturas encerradas en un capullo, cuya rígida cubierta representa nuestra estrecha visión de nosotros mismos y del mundo. Cuando oramos con la mente ocupada, es como si golpeáramos dentro del capullo; cuando permanecemos inmóviles, el capullo puede empezar a abrirse. Afortunadamente, nuestra mente está tan estructurada que normalmente solo podemos concentrarnos en una cosa a la vez. Si puedo centrar toda mi atención en lo que estoy sintiendo en el pulgar, no puedo preocuparme 1 mismo tiempo por mis finanzas. He aquí, pues, una sugerencia para practicar la quietud de mente y de cuerpo. Sobre estar aquietado ante Dios 74

Siéntate en una silla de respaldo recto o, si eres lo bastante ágil, en la posición del loto sobre el suelo, con las piernas cruzadas; siempre con la espalda recta sin estar rígida, el cuerpo relajado, los pies, si estás en una silla, firmemente plantados en el suelo, y las manos descansando sobre los muslos o unidas en el regazo. Cierra los ojos o fíjalos en un punto frente a ti. Ahora deja que tu atención se centre en lo que sientes en tu cuerpo. Puedes comenzar por los pies y seguir hacia arriba, dejando que tu atención descanse, quizá solo unos segundos, en cualquier parte del cuerpo que puedas sentir, desplazando la atención de una parte a otra, aunque cuanto más tiempo puedas centrar la atención en una parte, mejor. Tu atención está en lo que estás sintiendo, no en tus pensamientos acerca de lo que sientes. Si te sientes incómodo, o tienes algún picor y quieres cambiar de postura, limítate a reconocer la incomodidad, asegúrate de que todo está bien y, sin moverte, sigue centrando tu atención en lo que sientes en tu cuerpo. La mente rara vez nos deja demasiado en paz para hacerlo, sino que co mienza a exigir atención con comentarios y preguntas. «Esto es una pérdida de un tiempo muy valioso. ¿Qué tiene esto que ver con la oración? ¿Es esto alguna cosa hindú? ¿Qué sentido tiene?...». Haz con las preguntas y comentarios lo mismo que con el picor: reconoce los comentarios y preguntas y vuelve después a sentir tu cuerpo. Al principio puede bastar con intentar este ejercicio cinco minutos cada vez; después, trata de alargar el tiempo. Empezarás a ver lo difícil que es mantener la mente aquietada y silenciosa, pero persistiendo amablemente la concentración mejora, y sentirás el efecto relajante del ejercicio. Mucha gente encuentra este ejercicio adormecedor, ¡así que puede ser útil para los insomnes! Una vez realizado este ejercicio y experimentado algún grado de quietud, puedes, si quieres, pasar a una oración más explícita repitiendo la frase de san Pablo que él tomó de los estoicos: «En él vivo, me muevo y existo». En todas las experiencias de nuestra vida encontramos a Dios. Cuanto más en contacto con nosotros mismos estemos, más en contacto estaremos con Dios. Cuando ores de este modo, evita, en la medida de lo posible, cualquier clase de juicio personal, ni aprobatorio ni desaprobatorio, porque es en esos juicios donde es más probable que funcionen de un modo más operativo nuestras falsas nociones de Dios. Si no puedes evitar los juicios personales, trata el juicio como has tratado el picor: reconoce su presencia, pero lleva de nuevo tu atención a tus sentimientos. Oración con la respiración Otro ejercicio similar consiste en sentarse en la misma postura descrita anteriormente, esta vez centrando la atención en las sensaciones físicas de la inspiración y la espiración,

75

sin cambiar deliberadamente el ritmo de la respiración. Centra tu atención en la sensación del aire frío entrando por tu nariz y del aire caliente que exhalas por la boca. Al principio, tal vez seas consciente de tu respiración y veas que se vuelve irregular, pero esto, por lo general, no dura. Si prosiguiera y te encontraras sin aliento, entonces este ejercicio no es para ti en este momento. La mayoría de la gente ve que al hacer este ejercicio su respiración cambia, se hace más profunda y lenta, y empiezan a sentirse adormilados. En sí mismo, es un ejercicio de relajación muy bueno, pero si tú quieres utilizarlo para hacer una oración más explícita, entonces deja que la inspiración exprese todo cuanto anhelas en la vida, por imposible que parezca en la práctica, y que la espiración exprese que le entregas todo a Dios, toda tu vida con sus preocupaciones, pecados, culpa y arrepentimiento. Una vez más, es importante hacer esto sin juicio personal alguno, ni aprobatorio ni desaprobatorio. Mantén fija la atención en tu deseo de entregar todas estas preocupaciones acerca de tu persona y no te aferres a ellas como si fueran una preciada posesión. Estas sugerencias para lograr la quietud deben ser aceptadas como lo que son, es decir, como sugerencias, no como imperativos. Lo que es imperativo es que finalmente encuentres quietud en la oración, pero el modo de hacerlo varía según cada persona. Algunas personas solo pueden dormirse tumbándose inmóviles; otras solo pueden hacerlo si no dejan de dar vueltas durante un rato. Hay quien logra la quietud sentándose; otros pueden tener que caminar primero. A las personas atareadas y activas, estos ejercicios de quietud pueden parecerles una pérdida de tiempo. Pero cuanto más activos y atareados estemos, tanto más necesaria y útil es la quietud. Otros modos de estar aquietado ante Dios Otra forma muy simple de oración, después de un ejercicio de quietud, consiste en orar con el propio cuerpo, ofreciendo ca da miembro y cada sentido a Dios y pidiéndole que canalice su bondad hacia cada partícula de tu ser. En un poema, «La Santísima Virgen comparada al aire que respiramos», Gerard Manley Hopkins dice de María que...

Hablamos de una «aurora gloriosa» cuando el sol naciente disipa la noche, y lo que estaba oscuro e informe se revela en toda su belleza. No podemos ver la gloria de Dios en sí misma, sino tan solo en sus efectos sobre la creación, de manera que oramos para que su gloria pueda manifestarse a través de su acción en la creación y, en particular, 76

para que la gloria de su bondad pueda canalizarse a través del trabajo de nuestras manos; su ternura y su compasión, a través de nuestros ojos; su vida y su poder pacificador, a través de nuestros labios; etc. Formas de oración breves, simples y repetitivas La tradición cristiana reconoce que la quietud es difícil para las personas atareadas y activas; por eso muchos métodos tradicionales de oración son repetitivos, porque la repetición está destinada a aquietar la mente. Si la repetición es también rítmica, acompasada con tus pasos si estás caminando, o con tu respiración si estás físicamente inmóvil, puede ser incluso más efectiva. La repetición puede consistir en una sola palabra o en una frase sencilla, como la famosa oración del peregrino: «Señor jesucristo, ten misericordia de mí»; o bien en una oración más larga, por ejemplo, el Padrenuestro, repitiendo cada sílaba al ritmo de tus pasos si estás caminando, o de la respiración si estás físicamente inmóvil. Muchas formas de oración tradicionales comenzaron siendo como la oración del peregrino. Caminando es más difícil centrar la mente que estando in móvil, pero la repetición constante de una palabra o una frase al ritmo de los pasos puede inducir la quietud de mente. En esa quietud, la repetición rítmica puede cesar. Si esto sucede, hay que dejar que así sea y no proseguir con la repetición rítmica. En general, en la oración hay que obedecer a las mociones internas, en lugar de seguir imperiosa y necesariamente un método prescrito. El Salmo 131 describe la disposición básica que debe atravesar toda nuestra oración: una confianza total en Dios:

Orar a partir de la Escritura

77

Dios está en todas las cosas. Dios está dentro de mi ser, creándolo constantemente. El objeto de todos los métodos de oración es ayudarnos a encontrar al Dios «más íntimo a mí que yo mismo». Para los cristianos, la fuente primaria de oración se encuentra en la Biblia, colección de escritos muy diversos aceptados por la Iglesia como «inspirados». Se han escrito muchos volúmenes sobre el sentido de «inspiración». Brevemente, podemos aceptarla en el sentido de que leyendo, ponderando y orando, a partir de estos textos, escuchamos cómo Dios nos habla aquí y ahora. La palabra de Dios en la Escritura es un sacramento especial de la presencia de Dios, tan real, aunque en forma distinta, como su presencia en la Eucaristía. Las palabras de la Escritura, si las leemos con fe, actúan como una luz que ilumina la oscuridad de nuestro yo interior para que podamos descubrir y reconocer que Dios - Padre de Abraham, de Isaac y de Jacob y Padre de Nuestro Señor Jesucristo - es también nuestro Dios. Yo leo y reflexiono sobre la acción de Dios en épocas pasadas, a fin de reconocer cómo la misma acción prosigue actualmente en mí. En lo que resta de capítulo sugeriré algunos modos de orar a partir de la Escritura. Al orar con la Escritura, elige un pasaje que te atraiga de alguna manera. Si eres un principiante en este modo de oración, echa un breve vistazo a algunos salmos, a unos cuantos pasajes de los profetas o a algunas de las epístolas del Nuevo Testamento, hasta que encuentres algún pasaje o frase que te atraiga. (Al final de este capítulo se ofrecen unos cuantos pasajes). Para ilustrar el método tomaré un pasaje de Isaías, originalmente dirigido por el profeta a los israelitas cautivos, exilados y desesperanzados, sin ninguna perspectiva de retornar a su propia tierra. El pasaje está incluido en la Escritura, no ante todo como una información histórica ni como un fino ejemplo de poesía hebrea, sino porque refleja la mente y el corazón de Dios para todo su pueblo y para todos los tiempos, de manera que yo, cuando leo estas palabras, escucho a Dios dirigiéndose a mí en este mismo momento. Puede resultar útil comenzar la oración dedicando unos momentos a reflexionar sobre el misterio de nuestro propio ser. Nuestro cuerpo es una estructura sumamente compleja que contiene billones de células, cada una de ellas misteriosa e intrincada en su forma, pero todas ellas interconectadas y unificadas en una maravillosa armonía: un sistema de comunicación interno que hace que, en comparación, todos los sistemas de transporte del mundo parezcan descoordinados. Los billones de células que me constituyen están coordinadas y vinculadas con todas las demás partículas del universo, como si el universo en su conjunto fuera en sí mismo un organismo gigante. «Ningún hombre es una isla». Cuando un bebé arroja el sonajero fuera de su cochecito, los cielos le acunan. Cuando leo la Escritura, es bueno que escuche las palabras no como si provinieran de una página impresa exterior a mí, sino como si fueran palabras que llegaran del misterio de mi propio ser. De este modo puedo escuchar a Isaías: 78

-Is 43,1-5 «Una bocanada de Dios» Lee el pasaje varias veces, trata de ver si hay alguna palabra o frase que te parezca especialmente sobresaliente y quédate con esa palabra o frase todo el tiempo que quieras, antes de fijar tu atención en otra. El proceso es análogo al de saborear un caramelo. No trates de analizar la frase, como tampoco normalmente romperías un caramelo ni lo someterías a análisis quí micos antes de comértelo. Con frecuencia, una frase captará la atención de nuestra mente subconsciente mucho antes de que nuestra mente consciente se percate de la razón de la atracción. Por eso es bueno permanecer con la frase todo lo posible, sin tratar de analizarla. Supongamos que la frase que destaca es «No temas, que yo te he rescatado». Después de quedarte con la frase unos segundos, puede perfectamente suceder que tu mente comience a llenarse de preguntas y aparentes distracciones. «¿Cómo sé que no me estoy engañando a mí mismo? ¿Cómo sé que estas palabras son verdaderas, que Dios se comunica realmente a través de ellas? ¿Tengo realmente fe en Dios?». Son preguntas válidas, pero es mejor no tratar de responderlas por el momento, porque si las 79

abordamos al inicio de la oración, no empezaremos nunca. «Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos». Nuestro cuestionamiento es como una descarga de artillería que mantiene a Dios alejado de nuestro corazón. Si podemos comenzar a dejar que estas palabras penetren en nuestro corazón y en nuestros sentimientos, entonces empezaremos a ver nuestras preguntas de manera distinta. Cuando un niño está asustado por la noche, su madre lo toma en brazos y le repite: «Todo está bien»; y el niño se va aquietando poco a poco. Pero si tiene un prodigio en sus manos que replica: «Pero, madre, ¿qué presunciones epistemológicas y metafísicas estás haciendo en esta frase y qué evidencia empírica puedes aducir en apoyo de tu aseveración?», entonces la madre tiene realmente un problema en los brazos. En la oración podemos actuar como el niño imposible si nos negamos a escuchar a Dios hasta que Dios haya sido adecuadamente calibrado con los criterios que nos parezcan oportunos. Con Dios nos comunicamos, ante todo, por medio del corazón. El corazón no carece de discernimiento: tiene sus razones, más profundas de lo que podemos ver al principio con nuestra mente consciente. La importancia de las distracciones Después de haber dejado las preguntas a un lado por el momento, ¿qué hago con todas las demás distracciones que inundan mi mente? Puedo empezar a preguntarme si he apagado el gas, o a recordar una carta que olvidé echar al correo, o una llamada telefónica que tengo que hacer... Si la distracción lo requiere, como en el caso del gas, lo mejor que se puede hacer es ir a verificarlo. Con otras cuestiones que pueden esperar, quizá lo mejor sea anotarlas en un papel para atenderlas más tarde. Cualquier otra cosa que venga a la mente, lejos de ser distracción, puede ser materia de mi oración. Es como si la frase de la Escritura fuera un proyector que pasara sobre mi reguero de conciencia, pensamientos, recuerdos, reflexiones, ensueños, esperanzas, ambiciones, temores..., y yo orara a partir de la mezcla de la palabra de Dios y mis pensamientos y sentimientos. El versículo que inicia la Biblia: «La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y el espíritu de Dios volaba por encima de las aguas», describe una situación actual, no un acontecimiento del pasado; y cuando oro a partir de la Escritura, permito que el espíritu de Dios aletee por encima del caos y la oscuridad de mi ser. Mi caos interior Cuando permito que el espíritu de Dios aletee sobre mis preocupaciones, entonces todo puede suceder, porque Dios es el Dios de las sorpresas. Es importante que no oculte mi 80

caos interior a la palabra a Dios o a mí mismo. Puedo, por ejemplo, tras pensar en la frase «No temas, que yo te he rescatado», sentir cómo surgen mis miedos: miedo a mi incompetencia, o a mi salud, o a mis tendencias pecaminosas, o a otras personas que son una amenaza para mí... Entonces puedo empezar a sentirme enfadado ante estas palabras tranquilizadoras de Isaías, que, lejos de calmar mis temores, simplemente los han intensificado. Las palabras me parecen huecas, y me siento indignado con Dios, o me veo confrontado a mi increencia y pienso que no tiene sentido continuar. El espíritu de Dios está aleteando sobre mi caos, y es importante que le permita hacerlo para que el Espíritu pueda sacar vida y orden de mi caos. Lo más frecuente es que se nos haya enseñado a pensar que está mal permitir que los sentimientos negativos entren en nuestra oración, en especial los sentimientos negativos acerca de Dios. Pero tenemos que aprender a superar esa enseñanza y a expresar nuestros sentimientos y pensamientos libremente ante Dios, confiando en que Dios es mayor que nuestras pataletas. Solo cuando seamos libres para expresar nuestros sentimientos negativos, podremos llegar a sentimientos más profundos en nosotros, como la ternura y la compasión. Dios está en la verdad, nunca en el fingimiento. No tiene sentido fingir en la oración ante Dios, que nos conoce mejor que nosotros mismos. Para resumir en una frase este método de oración con la Escritura: elige un pasaje bíblico, léelo varias veces, centra tu atención en una frase que te atraiga, permite que esa frase planee sobre lo que te venga a la mente y, después, habla con Dios tan sencilla y sinceramente como puedas, sabiendo que Dios ama el caos que tú eres y que su Espíritu actuando en ti puede hacer infinitamente más de lo que tú puedas pensar o imaginar. No hay pensamiento, sentimiento ni deseo en nosotros que no pueda ser materia de nuestra oración. Al decir «distracciones» no me refiero a pensamientos y sentimientos, sino a la orientación de nuestra atención. Por ejemplo, en la oración puedo recordar una pregunta de un crucigrama y ponerme a buscar la palabra. Pero puedo transformar esta búsqueda en oración: «Señor, haz que busque lo que verdaderamente importa, la clave de mi vacío y mis anhelos, la clave del sentido de mi vida». La pregunta del crucigrama ya no es una dis tracción, sino que se ha convertido en un trampolín para la oración. Solo es una distracción si permito que me preocupe tanto que aparte mi atención de la oración por completo y únicamente piense en una palabra de nueve letras para «distraído mientras piensa en otra cosa». Orar imaginativamente Ya he mencionado el uso de la imaginación en la oración. La contemplación imaginativa 81

es especialmente útil en la oración con los evangelios. Después de leer el pasaje, imagina la escena como si estuviera sucediendo en este momento y tú fueras un participante activo en la misma. Ilustraré el método con mayor detalle con unos versículos del evangelio de Juan: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encon traban los discípulos, se presentó jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, tam bién yo os envío"». -Jn 20,19-21 Como con cualquier pasaje de la Escritura, me acerco a él convencido de que a través de este pasaje puedo ver cómo Dios se dirige a mí en este momento. En este pasaje me encuentro con Cristo Resucitado, Señor de toda la creación, que me ofrece su paz. Por el momento, dejo a un lado mi cuestionamiento intelectual y las dudas acerca de mi fe: ¿sucedió realmente la resurrección?; ¿cuál es su naturaleza?; ¿qué certeza puedo tener?; ¿por qué las narraciones de la resurrec ción son tan conflictivas y a veces contradictorias?; ¿no existe el peligro de que, simplemente, me esté engañando a mí mismo empleando este método de oración?; ¿no puedo acabar siendo una especie de fanático religioso si oro de este modo?... Son preguntas válidas todas ellas; dejarlas de lado por el momento no equivale a huir de ellas, porque pueden ser consideradas más adelante. Pero si insisto en tratar de responderlas ahora, antes de comenzar a orar imaginativamente, no empezaré nunca. Trato de imaginar la escena que describe Juan. La reacción inmediata de mucha gente ante esta sugerencia es: «¡Pero si yo no tengo imaginación...!», lo que normalmente quiere decir: «Yo no soy el tipo de persona artística o creativa». Si eres capaz de recordar aunque no sea más que un acontecimiento de tu vida pasada y revivirlo en la memoria, por muy desdibujados que estén los detalles, entonces tienes capacidad para orar imaginativamente. He conocido a muchas personas que no estaban dispuestas a probar este método, pero no he conocido a ninguna incapaz de utilizar su imaginación. La capacidad imaginativa de la gente varía. Algunas personas pueden imaginar con claros detalles pictóricos y son capaces de ver el tamaño de la habitación y los muebles que tiene, el color de las paredes, la naturaleza de la luz, las expresiones de los rostros de los discípulos, etc., mientras que otras no verán ninguno de estos detalles, 82

sino que la imagen será muy borrosa e indefinida. Los detalles no son importantes. Lo importante es que, mediante el uso de nuestra imaginación, lleguemos a conocer la realidad de Jesús Resucitado, tan real hoy como el día de su resurrección, entrando en la habitación cerrada de mis miedos interiores y diciéndome: «La paz sea contigo», y mostrándome sus manos y su costado. La imaginación nunca falla No debe hacerse nada apresurado en esta ni en ninguna otra forma de oración. La reconstrucción de la escena puede llevar bastante tiempo. Habla en tu imaginación con los personajes de la escena, escúchalos y cuéntales tus temores. A veces, al orar con este pasaje la gente puede entrar en la estancia superior sin mucha dificultad, puede sentir el miedo de los discípulos y hacerse más consciente de sus propios miedos; pero en cuanto llegan a «se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros"», se quedan en blanco, y la escena desaparece; o se sienten excluidos de ella, como si la escena sucediera en otro lugar y ellos fueran ajenos a la misma. Entonces concluyen que su oración es un fracaso... y abandonan. No ha sido un fracaso, porque la imaginación revela un aspecto de su propia realidad, y es importante permanecer en la escena y seguir orando a Cristo allí donde nuestra imaginación pueda llevarnos. Del mismo modo que en el método de oración a partir de la Escritura veíamos que las llamadas «distracciones» pueden convertirse en materia de nuestra oración, también aquí las divagaciones de la imaginación pueden constituir materia de oración. Si, por ejemplo, me quedo en blanco cuando Cristo entra, y no puedo verle ni oír como me dice: «La paz contigo», ello puede revelar mi tendencia a mantenerle fuera de mi mente y de mi corazón, a ocultar mis propios temores incluso a mí mismo, a mantener las puertas de mi vida interior firmemente cerradas a Cristo Resucitado y a la paz que él proporciona. La oración me revela mi necesidad de su paz, y por eso ahora puedo orarle desde un nivel de mi ser más profundo. En general, este método de oración permite a la imaginación llevar la voz cantante, pero mantiene el centro de atención en Cristo, de manera que la imaginación no degenere en una fantasía desenfrenada, en la que el centro de atención seas tú mismo, ya sea saboreando tu heroísmo imaginario, ya sea deplorando tu maldad imaginaria. Aun cuando sucediera esto, puede seguir siendo una oración reveladora, al mostrar una tendencia a ocupar el lugar de Cristo y hacer de nosotros el centro de todo. Al contemplar la estancia superior, una persona se encontró tratando de calmar los temores de los apóstoles y alegrarlos en su depresión; y lo hizo tan bien que sintió resentimiento cuando Cristo 83

apareció y dijo: «La paz con vosotros». Para aquel hombre se trató de una experiencia destructora, porque fue capaz de reconocer la verdad de su vida que su imaginación reflejaba: la negativa a admitir sus miedos y sus necesidades personales y la tendencia a prohibir a otras personas admitir los suyos, diciéndoles tópicos y afirmaciones dogmáticas en nombre de Cristo, a quien nunca había permitido entrar en su yo interior. ¿Puede este método de oración ser peligroso para alguien con una imaginación muy viva y poca estabilidad emocional? Podría ser peligroso para una persona así, especialmente si lo practica sin hacer referencia constantemente a Cristo; pero para la mayoría de la gente no hay ningún peligro. Tenemos un sistema de defensa psíquica muy sólido, que no permite la entrada a recuerdos, sentimientos o pensamientos de los que no podemos hacernos cargo. Una buena máxima espiritual general es: «No te hagas nunca violencia». Mientras la observemos y no nos forcemos con una oración imaginativa que sepamos que es muy probable que nos abrume, es escaso el riesgo de sufrir algún daño. El método ha sido practicado desde los primeros tiempos de la tradición cristiana y ha inspirado a generaciones de artistas, poetas y autores espirituales. Ignacio de Loyola y Ludolfo de Sajonia Cuando Ignacio de Loyola pidió unas novelas durante su convalecencia y, en lugar de ellas, le dieron un ejemplar de la Vida de Cristo, de Ludolfo de Sajonia, el prólogo del libro le introdujo a este método de contemplación imaginativa. Ludolfo advertía al lector: «Léase lo que ha sido hecho [en los evangelios] como si estuviera sucediendo ahora... Ofrézcase uno mismo como presente en lo que fue dicho y hecho a través de Nuestro Señor jesucristo con todo el poder afectivo de la mente... Escúchense y véanse estas cosas que están siendo narradas como si se estuvieran escuchando con los propios oídos y viéndose con los propios ojos». Fue este método de contemplación imaginativa el que inició Ignacio en su conversión, y sus Ejercicios Espirituales (una serie cuidadosamente escalonada de pasajes basados en la Escritura destinados a permitir que nuestro yo oculto se fortalezca) consisten en gran medida en contemplaciones imaginativas. En nuestro tiempo, psicólogos y psiquiatras han apreciado el valor y el poder de la imaginación activa. Jung utilizaba este método para ayudar a sus clientes a ser más conscientes de lo inconsciente y estar más abiertos a ello. San Ignacio fue un psicólogo instintivo. La psicología moderna, especialmente la jungiana, puede ayudarnos a comprender y apreciar el valor y la sabiduría de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, 84

a menudo ocultos en un estilo lacónico y abrupto, un ejemplo de lo cual se verá en el capítulo siguiente. En este capítulo hemos examinado algunos métodos de oración. En términos del tesoro escondido en el campo, se han ofrecido algunas herramientas para excavar. Sigue en pie la pregunta más importante: ¿dónde hacerlo? Una importante causa de desilusión entre los cristianos es la dicotomía que observamos en nosotros y en otros entre la oración y la acción; dicotomía que Cristo observó y castigó severamente: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia!» (Mt 23,27-28). ¿A qué se debe el que las personas muy religiosas, que pasan mucho tiempo en oración, sean a menudo tan intolerantes, inhumanas y crueles? Su convicción de ser personas rectas es tan fuerte que, lejos de verse perturbadas por su crueldad, se congratulan por su decidida dedicación a la causa. Están tan convencidas de que Dios está de su parte que los caminos de Dios y los suyos se han hecho indistinguibles. El Dios del misterio ha sido reducido y domesticado para convertirlo en una imagen de sí mismas. A Dios ya no se le permite ser Dios: Dios es superfluo. Esta tentación nos aflige a todos, la tentación del orgullo. ¿Cómo evitar este peligro de crear un dios a nuestra imagen y semejanza? ¿En qué dirección tenemos que excavar para encontrar el tesoro escondido? Esta es la pregunta que consideraremos en el capítulo siguiente. Ejercicios Practica los ejercicios de quietud (pp. 88-89). Practica la oración de las sensaciones (pp. 89-90). Practica alguna forma de oración rítmica (pp. 90-91). Para los lectores no familiarizados con la Biblia, he aquí unos cuantos textos para comenzar a orar con la Escritura. (Unos textos para la contemplación imaginativa se sugieren al final de los capítulos 7 y 10). Salmos 8, 23, 63, 131, 139. Isaías 25; 40; 43,1-7; 45,9-13; 54,4-10; 55. 85

Jeremías 31,31-34. Ezequiel 36,22-26. Oseas 11,21-12,2. Juan 15,1-17. Romanos 8,28-39. Efesios 1,3-14; 3,14-21. Filipenses 2,1-11. Colosenses 1,14-20.

86

87

EN otro tiempo viví en la misma casa que el padre Patrick Treanor, astrónomo jesuita, un hombre bajito con un gran cerebro y cara de niño. Con frecuencia salía disparado de su habitación, se detenía súbitamente, daba varias vueltas en redondo con las puntas de los dedos posadas en los labios y explicaba a quien pasaba por allí: «He olvidado adónde iba». Pasear con él por los alrededores de Oxford, especialmente en primavera, era algo lleno siempre de sorpresas, porque desaparecía en una zanja sin avisar, apareciendo más tarde contemplando admirado las flores silvestres. Después de contemplarlas, te explicaba su género y especie, apuntándote sus cualidades concretas, antes de desaparecer de nuevo. Normalmente, llegaba a casa con un ramo en las manos. Nunca estaba completamente seguro de la dirección inmediata que iba a tomar, pero en su vida había una clara orientación general. Le fascinaban todas las maravillas de la creación de Dios en la tierra y en los cielos, y esa fascinación determinaba la orientación general de su vida. ¿Cuáles el propósito de mi vida? Cuando san Ignacio de Loyola escribió los Ejercicios Espirituales, añadió un breve prefacio, un resumen del viaje interior a través de los Ejercicios. Comentaristas posteriores llamaron a este prefacio «Primer Principio y fundamento», y puede compararse a un mapa a pequeña escala de un viaje muy largo. Como cualquier mapa a pequeña escala, a primera vista no parece interesante y proporciona pocos detalles, pero sí da unas orientaciones generales muy claras que se considerarán en este capítulo. La frase inaugural proporciona la orientación básica, y las siguientes esbozan algunas de sus implicaciones. El prefacio comienza así: «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima». La esencia de esta frase es que somos creados para alabar a Dios, porque la reverencia, el servicio y la salvación de nuestra alma se siguen de la alabanza. Esta es la orientación fundamental. La orientación opuesta sería vivir como si toda la creación existiera para alabar, reverenciar y servir ¡a nuestra persona! ¿Qué significa alabar a Dios? 88

Cuando, hace unos años, acudí a visitar un Centro de Espiritualidad en los Estados Unidos, fui recibido en la estación por un novicio jesuita que me llevó hasta un coche, lo arrancó y, al ver que el motor funcionaba, dijo con voz muy solemne: «Alabado sea el Señor; gracias, Jesús, gracias», y salimos rugiendo después de haber hecho nuestra contribución a los coros angélicos. Cuando Ignacio dice que somos creados para alabar a Dios, no se refiere precisamente a que debamos salpicar nuestra oración, conversación, actividad y pensamientos diciendo: «Alabado sea el Señor». Si has preparado una comida, ¿prefieres al invitado que no deja de exclamar lo maravillosa que es la comida, pero solo la mordisquea y no desea repetir, o bien al invitado que devora el primer plato como un perro hambriento y después levanta la vista pidiendo más? La alabanza verbal es adulación vacía si no expresa un verdadero aprecio del objeto o de la persona alabada. Esta primera frase está diciendo: «Encontrarás la orientación general de tu viaje por la vida, encontrarás el tesoro escondido en el campo, a través del aprecio al mundo que te rodea». Sin aprecio no hay verdadera alabanza Necesitamos ponderar y admirar esta primera frase. No dice que debamos rehuir la creación, alzarnos por encima de ella, despreciarla, tratar de separarnos de ella, sino que debemos apreciarla, valorarla y quererla. No podemos conocer a Dios en el propio ser divino. Solo podemos llegar a conocer a Dios a través de nuestra experiencia humana, a través de la creación de Dios. Por eso los primeros teólogos cristianos hablaban de la creación como un sacramento, es decir, un signo, y signo efectivo, de la presencia de Dios. Si aprecio lo que tengo a mi alrededor, también me admiraré, me asombraré, me maravillaré ante ello, sentiré una especie de reverencia por ello, en especial por el misterio de cada ser humano. Del aprecio brota la alabanza, y la verdadera alabanza incluye reverencia y asombro y el deseo de ser de alguna manera absorbido y ser uno con el objeto de nuestro asombro. Esta es la raíz del deseo de servir, del deseo de ser uno con la armonía de la creación, de ser absorbido en ella, más que tratar de controlarla para mis propios propósitos. Gerard Manley Hopkins describe esta dinámica fundamental de nuestro ser, que nos libera de nuestro yo tiránico, en uno de sus sonetos negros: «Que mi propio corazón sea de mí más piadoso; que viva yo amable en adelante con mi triste yo mismo, 89

caritativo; y ya no más mi atormentada mente con esta atormentada mente siempre atormentándome. Yo me lanzo a un consuelo que conseguir no puedo buscando alrededor a tientas mi desconsuelo, más que unos ojos ciegos en su noche quieren buscar el día, o la sed, toda la sed, busca encontrar todo un mundo de agua. Alma, sé tú misma; vamos, pobre don nadie, te aconsejo que, aunque cansado, vivas; afuera pensamientos a otra parte; deja sitio profundo a tu consuelo; y que tu dicha crezca hasta Dios, Él sabe cuándo, hacia Dios, Él sabe en qué; cuya sonrisa no se fuerza, mirándote a ti mismo; imprevista, cual cielo entre montañas, ilumina una bella jornada»'. ... y, mediante esto, salvar su ánima. Hemos emasculado la palabra «alma», pensando en ella como una entidad invisible e intangible de la que no tenemos experiencia directa, pero que, se nos dice, es la parte más importante de nosotros, puesto que es el elemento inmortal de nuestro ser, destinado a pasar toda la eternidad, bien en el cielo, bien en el infierno. Debemos, por tanto, confiar en lo que otras personas nos dicen. Entonces renunciamos a nuestra libertad y nos convertimos en esclavos de quienes pueden convencernos de que conocen las respuestas vitales, de manera que nuestra experiencia personal se vuelve irrelevante y nos quedamos atrapados en un infantilismo religioso. El significado de «alma» «Alma» significa mi mismo yo, la parte más profunda y más sensible de mí, el punto de unidad de todo cuanto soy. El alma se manifiesta en todo cuanto experimento, consciente o inconscientemente. Todos mis anhelos y esperanzas, temores y ansiedades, inquietudes y ambiciones, son expresiones de mi alma. Hay muchos modos de describir la frase «salvar el alma»; por ejemplo: «La respuesta a los indefinibles anhelos que hay en mí, a mi miedo a la falta de sentido y al vacío interior, la respuesta a mis sueños más audaces». 90

En el soneto que acabamos de citar, Hopkins describe el dolor de su alma encerrada en sus pensamientos y preocupaciones. La ruta de escape de esa cárcel es la puerta del asombro: «cual cielo entre montañas, ilumina una bella jornada». ¡Encontrar al perro pastor! Podemos comparar el alma con un rebaño de ovejas junto con su perro pastor. El perro pastor representa la parte más profunda del alma, la parte que san Agustín descubrió cuando escribió: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, Libro 1). La parte más profunda, el perro pastor, estará siempre inquieta hasta que el alma entera se mueva hacia Dios. Las ovejas representan esos impulsos y deseos que hay en nosotros y que no están integrados en la dinámica de nuestro ser hacia Dios ni dejan de intentar encontrar satisfacción con independencia de la parte más profunda del alma. Vagamos errantes de este modo, tratando de saciar nuestra hambre; pero la parte más profunda, el perro pastor, nos fuerza a reagruparnos. Cuando tratamos de satisfacernos con algo que no nos lleva a Dios, nos sentimos insatisfechos, hastiados, vacíos y frustrados, lo que es el acoso para reagruparnos del perro pastor. De modo que pro hamos algo distinto y somos de nuevo llevados al redil. Por eso nuestros sentimientos negativos de tristeza, ansiedad, agitación, etc., pueden ser tan importantes: pueden decirnos que nos hemos equivocado de dirección. Si ignoramos estos sentimientos o los sofocamos, podemos sentirnos menos acosados por el perro pastor, pero estamos descansando en una falsa seguridad. Y nos resulta posible ignorar de tal manera el acoso del perro pastor que ya no percibamos nuestros sentimientos negativos al ir en dirección equivocada. La segunda frase del «Primer Principio y Fundamento» dice: «Las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado». Esta declaración árida y formal es una expresión de fe sumamente optimista, puesto que afirma que no hay nada en la creación, nada en nuestra experiencia, ni el daño que se nos ha causado ni el daño que hemos causado, ni enfermedad ni debilidad física o mental, que no pueda llevarnos a Dios. Esta optimista declaración se hace eco de san Pablo: «Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrán separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8,38-39). 91

¿Como puede el daño que se nos ha causado o el daño que nosotros hemos causado llevarnos a Dios?; porque, sin duda, estas son las cosas que nos separan de él. Los acontecimientos de nuestra vida pueden compararse a una escalera de mano que va de la tierra al cielo. Tenemos que agarrar firmemente algunos escalones que nos ayudan a ascender; en otros escalones debemos poner los pies, y también esto nos ayuda a ascender; de modo que la tercera frase del «Principio y Fundamento» dice: «De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas [criaturas] cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas cuanto para ello le impiden». Esto puede sonar muy claro y lógico, pero no siempre ha sido claro en la historia de la espiritualidad cristiana. Hay una tentación constante de despreciar y rechazar las limitaciones de nuestra naturaleza humana y creer que la perfección consiste en ser lo más independiente posible; una tentación que está en la raíz de gran parte de la neurosis cristiana. Hay apegos, actitudes y pautas de comportamiento, tal como hemos visto en el análisis de von Hügel, que pueden ser útiles y creativos en un estadio de nuestra vida, pero posteriormente pueden volverse destructivos. ¿Cómo saber qué es verdaderamente útil y qué es realmente un impedimento? ¿Y cómo me deshago de algo que sé que es destructivo en mi vida, si parece poseerme y no puedo desprenderme de ello? El «Principio y Fundamento» esboza la respuesta a estas preguntas en su parte final: «Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados». A algunas personas les desagrada al instante el «Principio y Fundamento», y en particular esta frase. Si los lectores comparten esta reacción, solo puedo pedirles que suspendan su juicio al menos hasta el final de este capítulo. El sentido de la «indiferencia» Malinterpretar el sentido de la «indiferencia» ha causado mucho sufrimiento a individuos y grupos de la Iglesia cristiana. Ha habido, y sigue habiendo, vidas destrozadas por malinterpretar el sentido de la palabra «indiferencia», o «desapego», como si significaran

92

que debemos reprimir todo instinto natural en nosotros con respecto a la vida, la salud, la riqueza, la reputación, el honor, la amistad..., y que cuanto más lo hagamos, tanto más complaceremos a Dios. Yo he conocido a gente que había malinterpretado la palabra «indiferencia» pensando que supone reprimir toda inclinación natural y se han esforzado durante años por hacerse indiferentes en este falso sentido, alentados en ocasiones por sus mentores espirituales, hasta que han alcanzado tal estado de desapego de sí mismos, de otras personas y del mundo circundante -y, por tanto, de Dios, que está en todas las cosas-, que finalmente se han derrumbado desesperados, experimentando un infierno en vida. ¿Cual es, pues, el sentido de la «indiferencia»? Si quiero ser libre, no debo estar esclavizado. Si mi vida está determinada y regulada en todos sus detalles por mi deseo de riqueza, entonces me convierto en esclavo de la riqueza que deseo, subordinando todos los demás deseos y valores de mi vida a ese deseo predominante. Mis relaciones con otras personas estarán reguladas por mi deseo de riqueza, y mi amor por la verdad y la justicia también estará subordinado a ella. Análogamente, si me enamoro tanto de mi salud o de mi capacidad de controlar a los demás o de mi importancia personal que subordino a ello todos los demás deseos y valores, entonces estoy esclavizado por esos apegos. Ser indiferente o estar desapegado es la condición para ser libre. No puedo ser libre si reprimo todos mis deseos, inclinaciones y sentimientos, porque cuanto más trate de hacerlo, tanto más esclavizado estaré por ellos. El perro Beuno Tuve un perro labrador llamado Beuno, del que aprendí mucho, incluida una ilustración cotidiana del verdadero significado de «indiferencia». Todas las mañanas lo sacaba de su perrera y lo llevaba a la puerta de la cocina. Una vez libre, saltaba de excitación, tratando de moverse en todas las direcciones a la vez. Si percibía el olor de algún otro ser humano, se iba detrás, volviendo con un guante o una bufanda o, en una ocasión, con el velo de una monja en la boca; pero cuando yo salía de la cocina con un hueso o una corteza de tocino, me encontraba a un Beuno transformado, sentado a la entrada, con un aspecto absolutamente virtuoso: un perro de exposición en espera de su premio. Me seguía hasta mi habitación ignorando a cuantos pasaban, aunque llevaran guantes, bufanda o velo, y se sentaba inmóvil, excepto por la saliva que fluía de su boca, con los ojos fijos hipnóticamente en el hueso que yo llevaba en mi mano. Y a la orden de «aquí», venía a mi lado para recibir su tesoro. Beuno es un buen ejemplo del significado de la indiferencia. Su apego a su hueso 93

controlaba, al menos momentáneamente, cualquier otro deseo en él. La indiferencia, o el desapego, describe el estado de la persona que está tan apegada a Dios que no hay cosa creada a la que no esté dispuesta a renunciar si la voluntad de Dios lo demanda. Ser indiferente no significa sofocar cada deseo e inclinación, sino tener tal apego a Dios y a las cosas de Dios que todos los demás apegos están subordinados y en armonía con ello. Solo podemos encontrar a Dios es nuestra relación con las demás personas y con el mundo que nos rodea. Necesitamos amar y ser amados, porque solo a través de estas relaciones podemos llegar a conocer a Dios, que es Amor. A través de nuestro apego a las demás personas y a las cosas, y solo a través de nuestro apego, pode mos encontrar a Dios. No podemos encontrar a Dios a través de un completo desapego de todas las personas y todas las cosas, como tampoco un tren expreso puede encontrar su destino apartado de sus raíles. La indiferencia y el desapego que Ignacio y la tradición cristiana enseñan tienen que ver con la dirección en la que nos llevan nuestros apegos. La persona indiferente puede desprenderse de los apegos que la apartan de Dios y cambiarlos por los que la llevan más directamente a Dios. Por eso Ignacio finaliza el «Primer Principio y Fundamento» con «solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados». La importancia fundamental del deseo Esta última fase del Principio y Fundamento nos lleva al meollo de la cuestión que estamos considerando en este libro. El tesoro está escondido en el campo de nuestra vida interior. Nuestra vida interior, que afecta a nuestro modo de percibir el mundo, actuar en él y reaccionar ante él, es una compleja, caótica y amenazadora mezcla de pensamientos, recuerdos, emociones, deseos y temores. La respuesta al caos se encuentra en nuestros deseos. «Trahit sua quemque voluptas», escribió el poeta Virgilio, «Cada cual se ve arrastrado por su propio deseo» o, dicho más prosaicamente, «Todos hacemos lo que queremos». El problema radica en la multiplicidad y variedad de los deseos en conflicto dentro de nosotros. ¿Cómo descubrir lo que realmente deseamos? Nuestros deseos superficiales son siempre los más ruidosos y exigentes. Cuando son respondidos, pueden hacer que nos sintamos vacíos y tristes, porque al satisfacerlos hemos frustrado deseos más profundos que hay dentro de nosotros. En el Apocalipsis (3,17), el autor nos habla de la infortunada Iglesia de Lodicea: «Tú dices: "Soy rico; me he enriquecido; nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo». Esto es la toma de conciencia que a menudo les llega a hombres y mujeres en

94

la llamada «crisis de la mediana edad» y que puede hacerles caer en la depresión. De hecho, esta toma de conciencia puede ser el inicio de una nueva vida. La relación entre la voluntad de Dios y la nuestra Si fuéramos capaces de descubrir lo que realmente queremos, si pudiéramos ser conscientes del deseo más profundo que hay dentro de nosotros, entonces habríamos descubierto la voluntad de Dios. La voluntad de Dios no es un proyecto de vida impersonal que nos impone forzadamente un Dios caprichoso y contrario a casi todas las inclinaciones que hay en nosotros. La voluntad de Dios es nuestra libertad. Dios quiere que descubramos lo que verdaderamente queremos y quiénes somos realmente. La lucha no se libra entre nuestra voluntad y la voluntad de Dios, sino entre nuestra voluntad y nuestro yo dividido; entre nuestra voluntad que quiere que toda la creación nos alabe, reverencie y sirva, y la voluntad que quiere alabar, reverenciar y servir a Dios; entre la voluntad que quiere ocupar el lugar de Dios y la voluntad que quiere dejar a Dios ser Dios. Un santo es una persona que ha descubierto su deseo más profundo. Entonces «hace lo que quiere», que es también lo que quiere Dios. Su voluntad y la voluntad de Dios están en armonía, de modo que su vida se caracteriza por una paz, tranquilidad, libertad y alegría continuas, incluso - quizá especialmente - en las crisis y el sufrimiento. Si Dios no nos resulta atractivo, entonces no podemos desearlo. El primer paso en este viaje debe consistir en detenernos a ver cómo Dios está mucho más allá de todo cuanto podemos imaginar, «el gozo del deseo del hombre». Por eso el primer mensaje de Cristo en el evangelio es «Convertíos y creed la Buena Nueva», invitación que consideraremos en el capítulo siguiente. Ejercicios 1.Examina de nuevo la nota necrológica que te sugería al final del capítulo 1 y la autobiografía de fe que te sugería después del capítulo 2. ¿Te proporcionan alguna indicación de lo que verdaderamente quieres? 2.Toma un papel y divídelo en dos columnas, la primera titulada «Acontecimientos que me llevan a la vida», y la segunda «Acontecimientos que me desvitalizan». Después lee de nuevo el «Principio y Fundamento». ¿Te proporciona tu lista alguna indicación de los acontecimientos/apegos que, según tu experiencia, son destructores de vida en 95

ti y los que son creativos? El texto completo del «Primer Principio y Fundamento» proporcionado en este capítulo está tomado de la edición de los Ejercicios Espirituales de Santiago Arzubialde publicada por la Editorial Sal Terrae en Santander en 2010. He aquí mi versión personal, escrita no como traducción, sino como resumen de este capítulo: Antes de que el mundo fuera hecho, fuimos elegidos para vivir en amor en presencia de Dios alabándolo, reverenciándolo y sirviéndolo en su creación. Como todo cuanto hay sobre la faz de la tierra existe para ayudarnos a hacerlo, debemos valorarlo y hacer uso de todo cuanto nos ayuda, y deshacernos de todo cuanto es destructivo de nuestra vida en el amor en su presencia. Por tanto, debemos estar tan equilibrados (d esa pegados/indiferentes) que no nos aferremos a ninguna cosa creada como si fuera nuestro bien último, sino que permanezcamos abiertos a la posibilidad de que el amor pueda exigirnos pobreza en lugar de riqueza, enfermedad en lugar de salud, deshonor en lugar de honor, una vida corta en lugar de una vida larga..., porque solo Dios es nuestra seguridad, nuestro refugio y nuestra fortaleza. Solo podemos estar tan desapegados de toda realidad creada si tenemos un apego más fuerte; por tanto, nuestro deseo dominante y nuestra opción fundamental debe ser vivir en el amor en su presencia.

96

97

«Arrepentíos y creed en la Buena Nueva». -Mc 1,15 CUANDO Dios, en Cristo, dice: «Arrepentíos y creed la Buena Nueva», está haciendo una invitación, no lanzando una amenaza. Es como si Dios nos dijera: «Ven a ver lo que quiero darte, y verás cómo supera con mucho tus sueños y fantasías más audaces. Tal como vives, estás siendo cruel contigo mismo. Sal de la cárcel de tu tumba, derriba los muros de tus falsas seguridades y ven conmigo para que podamos vivir como una persona indivisa». Qué significa el arrepentimiento? Arrepentimiento es aceptar esta invitación; pecado es negarse a aceptarla. En el relato que ofrece Juan de la última Cena, Jesús promete a sus discípulos que después de su muerte vendrá el Espíritu, «y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado... porque no creen en mí» Un 16,8-9). A no ser que nos arrepintamos, no podremos descubrir el tesoro. No arrepentirse es la causa raíz de los males que afectan a los cristianos individualmente y como Iglesia. Sin arre pentimiento nos volvemos idólatras de la riqueza, el status y el poder, aunque sigamos afirmando que somos personas religiosas. Y los idólatras se convierten en aquello mismo que adoran: vacíos, sin sentido e inhumanos. Los numerosos estratos de nuestra conciencia Sin embargo, la verdad de que sin arrepentimiento caemos en la idolatría tiene que contraponerse a otra verdad: la de que todos somos peregrinos, y nadie a este lado de la muerte puede afirmar tener un espíritu de conversión completa, del mismo modo que nadie puede afirmar haber alcanzado un completo autoconocimiento. En nosotros hay numerosos estratos de conciencia, y en nuestro peregrinaje hacia Dios estamos constantemente descubriendo en nosotros mismos, si nos atrevemos a mirar, zonas de ateísmo. Estos descubrimientos son signo de progreso, no de fracaso. Por eso muchos santos, que no fueron culpables de malas acciones serias en su vida, piensan en sí 98

mismos como grandes pecadores. Han alcanzado las profundidades de la pecaminosidad, de la que la mayoría de nosotros somos felizmente inconscientes. Y se quedan asombrados y llenos de agradecimiento a Dios, que los acepta en su oscuridad y pecaminosidad, mientras nosotros, que no hemos alcanzado esas profundidades, podemos estar encantados y enormemente agradecidos por nuestra virtuosa respetabilidad. Si nos arrepentimos verdaderamente, debemos reconocer nuestra pecaminosidad e impotencia. El mandato de Cristo de arrepentirnos es una llamada a reconocer nuestra pecaminosidad y a confiarnos a la bondad y la misericordia de Dios. No significa que todos cuantos no hayan erradicado aún toda su pecaminosidad sean idólatras, verdad que Jesús ilustra claramente en la parábola del fariseo y el recaudador de impuestos que van al templo a orar (Lc 18,10-14). «"¡Oh Dios! Te doy gracias [dice el fariseo] porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias". En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡ Ten compasión de mí, que soy pecador!". Os digo [dijo jesús] que este bajó a su casa justificado, y aquel no». Es el publicano el que se ha arrepentido y mantiene la relación debida con Dios; el virtuoso fariseo no se ha arrepentido y está encerrado en su propia complacencia. El publicano, sin duda, tiene aún que luchar contra su avaricia, quizá más que el fariseo, pero está en paz con Dios, porque reconoce su pecaminosidad y su impotencia, deposita su confianza en el poder de Dios e implora misericordia. El fariseo no es consciente de su necesidad de Dios, porque ha encontrado su seguridad en su propia respetabilidad. ¿Por qué no nos arrepentimos? Una razón por la que no nos arrepentimos la constituye nuestra incorrecta interpretación del significado del arrepentimiento. En un capítulo anterior examinábamos algunas falsas imágenes de Dios, incluida la que presentábamos como el monstruoso «querido tío George». Correspondiéndose con una falsa imagen de Dios, podemos tener también falsas ideas acerca del significado del pecado y el arrepentimiento. Muchos cristianos lamentan cómo es nuestra época actual y afirman que esta ha perdido el sentido del pecado. Cuando se formulan estas quejas, es importante descubrir lo que se quiere decir por «pecado», porque el sentido del pecado, de cuya ausencia se lamentan tan amargamente, suele ser en sí mismo pe caminoso, y su desaparición debería ser motivo de acción de gracias, y motivo de lamentación únicamente para aquellos cuya alegría 99

reside en la destrucción. Para ilustrar esta cuestión pondré ejemplos de la Iglesia católica, aunque en otras iglesias cristianas se encuentran las mismas falsas nociones de pecado y arrepentimiento. «Campo minado de Dios» En la Iglesia católica, una mala enseñanza en el estadio institucional de la religión puede dejar en las mentes de niños y adultos la impresión de que Dios, en su infinita misericordia, ha puesto en este valle de lágrimas un campo de minas y ha confiado el mapa del mismo únicamente a la autoridad docente de la Iglesia, es decir, el papa, los obispos y el clero, que después comunican este conocimiento a quienes acuden a los colegios católicos y van a misa los domingos. Las minas son de dos clases: unas hacen daño al alma, pero no fatalmente, y se denominan «pecados veniales»; otras matan el alma y se conocen como «pecados mortales». Pisar este último tipo de mina supone hacer volar en pedazos tu alma inmortal. El alma se presenta como una entidad invisible e intangible, únicamente cognoscible por la fe. Por consiguiente, cuando la mina explota, el desastre no se percibe inmediatamente; pero si morimos sin «arrepentirnos» y sin recibir el Sacramento de la Reconciliación, nos pasaremos toda la eternidad en el infierno, donde caeremos en la cuenta del atroz crimen que hemos cometido. La vida proporciona innumerables oportunidades de pisar una de estas minas. Para los católicos, aparte de los delitos que supondrían cadena perpetua en cualquier tribunal respetable, hay muchos otros actos y omisiones con los que pueden incurrir en cadena perpetua para la eternidad en unas condiciones que hacen que, compara tivamente, el Archipiélago Gulag parezca un hotel de lujo. El dejar de asistir a misa deliberadamente un domingo o el «placer carnal irregularmente obtenido» dan lugar a la misma pena que la tortura y el asesinato de masas. Cuando yo fui ordenado diácono en 1958, se nos dijo que ahora cometeríamos pecado mortal si no recitábamos diariamente el «breviario». Un breviario diario que constaba de siete partes, y la omisión deliberada de cualquiera de ellas constituía un pecado mortal. ¡Teníamos, por tanto, siete minas adicionales que evitar diariamente! «Hasta dónde puedo llegar?» Junto con esta enseñanza, se ha desarrollado una compleja casuística para posibilitar que el pueblo peregrino de Dios sepa cuánto se puede aproximar a una mina sin volar en pedazos. Dejar de ir a misa deliberadamente los domingos era pecado mortal; pero si vivías a más de cinco kilómetros de la iglesia y tenías que ir caminando, o estabas 100

enfermo, o eras un granjero que perdería la cosecha si no la recogía inmediatamente, o era probable que en misa te encontrases a alguien que podría constituir una seria ocasión de pecado, entonces podías excusarte de la obligación. Nuestra moralidad selectiva El daño causado a una persona sensible e imaginativa por este tipo de enseñanza, además de ser trágico, constituye una perversión de la Buena Nueva. Después de escuchar a una persona concreta que había sufrido una auténtica tortura por este tipo de enseñanza, no me sorprendió nada que, en respuesta a mi pregunta: «Si fuera usted completamente libre de cualesquiera obligaciones morales, ¿qué es lo que más le gustaría hacer?», me respondiera: «Quemar iglesias». Mientras escribo, escucho cómo una parte de mi mente me dice: «Eso es una absoluta exageración y una burda distorsión de la enseñanza moral católica». Estoy de acuerdo en que es una distorsión, pero una distorsión que ha sido transmitida a muchas personas, ha causado colapsos mentales o desilusiones, ha contribuido a las neurosis de ansiedad, ha impedido el desarrollo moral y ha llenado de culpabilidad a mucha gente que ahora se siente mal por sentirse bien, y toda espontaneidad, deleite y gozo ha sido desterrado de su vida. Otra voz dice: «Has lanzado una invectiva contra una forma de enseñanza pasada de moda que hoy ya no se imparte». Espero que esta objeción sea válida y que esa enseñanza ya no se imparta hoy, pero seguimos sufriendo sus efectos. La moral católica, a pesar de los documentos del Concilio Vaticano II y de las excelentes encíclicas sociales de los papas recientes, sigue siendo demasiado selectiva e individualista; selectiva, por su énfasis en la moral sexual, en especial en temas como la contracepción y el aborto, lo cual no se equipara con un énfasis igualmente vigoroso en los males de la planificación del exterminio masivo de millones de seres humanos; e individualista, porque la conciencia de nuestra responsabilidad, no solo con respecto a nuestra vida, sino también con respecto a la vida de la sociedad en que vivimos, sigue siendo ajena a la mayoría de los cristianos. Uno de los signos de que realmente hemos perdido el sentido del pecado y el espíritu de arrepentimiento es la naturaleza selectiva de nuestra enseñanza moral, su énfasis individualista, que ignora nuestra responsabilidad colectiva en el pecado del mundo, y su tono condenatorio. Hace dos años pasé unos meses en Sudáfrica. Un domingo por la tarde, tuve una conversación con una mujer negra que vivía en Soweto, la barriada negra de las afueras 101

de Johannesburgo. Era una mujer anciana, con el rostro surcado por arrugas y los ojos cansados, como si portara en su persona los su frimientos de su raza. Al principio me habló lentamente de su amargura por verse forzada a vivir en Soweto (la fuerza de trabajo de Johannesburgo, formada por más de medio millón de negros) y de su gran miedo a perder su trabajo y ser deportada a un «homeland», tierra pobre que no era su hogar. Como por entonces había peligro de sequía, en Soweto se había cortado el agua, y ahora había que comprarla. La misma tarde celebré misa en una zona blanca de Johannesburgo, donde un médico blanco hablaba a la congregación de los males del aborto. Obviamente, era un tema profundamente sentido, y el médico aducía estadísticas, pero no dijo ni una palabra acerca de las condiciones sociales, el paro y la falta de alojamiento, que llevaban a muchas personas a no querer tener hijos y optar por el aborto. Tampoco mencionó las inhumanas condiciones en que se ven forzados a vivir muchos de los africanos y personas de color de Sudáfrica, privados al mismo tiempo de voz política, aunque constituyan más del ochenta por ciento de la población del país. Las palabras del médico eran selectivas en su énfasis exclusivo en los males del aborto, sin referencia alguna a sus causas subyacentes; condenatorias, por no mostrar ninguna comprensión de las presiones que hacían a la gente recurrir al aborto; y farisaicas, al no aludir ni por lo más remoto a que tanto él como los fieles podían estar en connivencia con el crimen que tan vigorosamente denunciaba. Pecado no significa acto contra la ley Hacer del pecado un sinónimo de acto contra la ley es robarle su significado. Si se considera que el pecado es lo mismo que el acto contra la ley, entonces san Pablo antes de su conversión estaba sin pecado, porque observaba la Ley con gran exactitud: «En cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Flp 3,6). Urgir a la gente a «la obediencia, la diligencia, la honra dez, el orden, la limpieza, la templanza, la veracidad, el sacrificio y el amor a la patria» puede parecer una llamada al arrepentimiento, pero, de hecho, la cita está tomada de una inscripción de uno de los edificios de la administración del campo de concentración nazi de Dachau, para que los prisioneros la leyeran frecuentemente. Es una llamada a la idolatría del Tercer Reich, no una llamada a volverse a Dios. Arrepentirse, o hacer penitencia, no es simplemente renunciar a ciertas formas de actos contra la ley (aunque también incluye esto), ni negarnos ciertos placeres legítimos, ni infligirnos dolor, ni ser más estrictos en la observancia de las normas de nuestra Iglesia. Es posible ser muy malvado y destructivo y ser al mismo tiempo muy ascético en el modo personal de vida: una persona que va regularmente a la iglesia, que no fuma, que

102

es abstemia y que come frugalmente puede ser también un torturador y un asesino sin escrúpulos. «Arrepentimiento» es la traducción de la palabra griega «metanoia», que significa cambio de mente y de corazón, cambio de perspectiva en la vida. Si, por ejemplo, estoy saliendo de una pesadilla en la que he estado oyendo rugidos escalofriantes y viendo gigantes grotescos acechando en las sombras y listos para saltar sobre mí, y al despertar escucho el rugido del viento y veo las sombras de las ramas agitándose que se proyectan sobre la pared del dormitorio a la luz de la luna, este proceso de pasar del sueño a la realidad puede describirse como «arrepentimiento» en el sentido original de la palabra, es decir, cambio de perspectiva de la vida. Vivir una relación con Dios Creer como cristiano no es, ante todo, asentir a las proposiciones del credo cristiano, sino confiar todo nuestro ser a Dios. Cuando la gente se casa, no asiente ante todo a las pro posiciones de la ceremonia matrimonial, sino que cada contrayente asiente a la persona del otro. Arrepentirse y creer en la Buena Nueva es apartarse de la auto-idolatría y dejar a Dios ser Dios en nosotros, el Dios de la compasión, que hasta tal punto ama todo cuanto ha creado que vino a nosotros en jesús y nos dio su vida para vida de todos nosotros. Uno de los signos del verdadero arrepentimiento en una persona o en la Iglesia es el espíritu de compasión por toda la creación que impregna su moral. La moral selectiva, que hace hincapié, por ejemplo, en la sacralidad de los derechos de propiedad y castiga su infracción más severamente que la infracción de los derechos humanos, o que pone el énfasis en la moral sexual, pero permanece ciega o silenciosa ante la destrucción de la vida humana por la avaricia económica o el falso patriotismo, puede ser un sutil modo de protegernos de Dios y de sus demandas, y es signo de nuestra falta de arrepentimiento. «Katusha» de Tolstoi El pecado, la negativa a dejar a Dios ser Dios, está profundamente arraigada en nuestra naturaleza. Tendemos a pensar que solo con que lográramos controlar y poner en armonía nuestros apetitos corporales, estaríamos sin pecado; pero nuestra pecaminosidad es más profunda que nuestros apetitos corporales, verdad expresada en el cristianismo en el relato de la caída de los ángeles. El mayor pecado de que somos capaces no tiene que ver con nuestro cuerpo, sino con nuestro espíritu: el pecado de orgullo, tendencia profundamente asentada a vivir como si toda la creación debiera alabarnos, reverenciarnos y servirnos a nosotros y nuestros intereses. Debido a esta tendencia tan profundamente arraigada, la Iglesia enseña que nuestra vida debe ser una penitencia 103

continua, es decir, una lucha constante para dejar de preocuparnos por nuestra pro pia seguridad y permitir que sea Dios nuestra única seguridad. Una buena ilustración de esta tendencia humana a encerrarnos nosotros mismos en nuestra propia tumba de orgullo se encuentra en la novela de Tolstoi Resurrección, donde se describe la actitud de la prostituta Katusha: «Gustosamente, uno se persuade de que el ladrón, el espía, el asesino, la prostituta, se avergüenzan de su oficio o, al menos, lo consideran detestable. Eso es un error. Los hombres a quienes su destino y sus faltas han puesto en una situación determinada, por inmoral que sea esta, se las arreglan siempre para que su concepción general de la vida haga resaltar, como buena y honorable su situación particular. Y para confirmar en ellos esta concepción se apoyan instintivamente en otros hombres que se encuentran en una situación idéntica, que tienen un concepto semejante de la vida y del lugar que ellos ocupan en la vida. Uno se asombra al ver cómo los ladrones se enorgullecen de su destreza; las prostitutas, de su corrupción; los asesinos, de su crueldad. Pero uno se asombra solamente porque, siendo limitada la especie de aquellos, el círculo y la atmósfera de los mismos se encuentran fuera de los nuestros. Ya nosotros no nos asombra, por ejemplo, ver a ricos enorgullecerse de su riqueza, es decir, de sus robos y defraudaciones; a los jefes del Ejército, enorgullecerse de su victoria, es decir, del asesinato; a los soberanos, enorgullecerse de su poder, es decir, de su violencia. No notamos en estos hombres su equivocada concepción de la vida, del bien y del mal, concepto que deforman con vistas solamente a justificar su situación. No lo notamos porque el círculo de estos hombres es grande, y nosotros formamos parte de él». Katusha, la prostituta, se veía a sí misma como una persona muy importante, y Tolstoi prosigue: «Se había adherido tanto más a aquella concepción cuanto que, de perderla, habría perdido al mismo tiempo la importancia que ella se atribuía. Y para no perderla se aferraba instintivamente al círculo de personas que comprendían la vida de la misma manera». El miedo de Katusha es el miedo de todo ser humano a la falta de sentido y a la nada. Todos nosotros, de diferentes maneras, luchamos por defendernos de este miedo construyendo nuestras defensas individuales y colectivas. Se trata de un instinto sano, necesario para el crecimiento y el desarrollo humanos. El peligro consiste en que empezamos a usar las defensas no como medios de crecimiento humano, sino como protección contra él. En la visión cristiana, todas nuestras defensas son provisionales, y únicamente legítimas en la medida en que nos permiten acceder a la unidad con Dios. 104

«Las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar dellas cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas cuanto para ello le impiden». Hacer de nuestras defensas fines en sí mismas es transformarlas en defensas contra Dios. Nuestras defensas se han convertido en nuestros ídolos, nuestros falsos dioses, y esta es la raíz de todo pecado. Por eso el primer mandamiento es: «No tendrás otros dioses fuera de mí», y todos los demás mandamientos se siguen de este. El miedo a la falta de sentido es una invitación Malinterpretamos nuestro miedo a la falta de sentido. No es una amenaza de aniquilación, sino una invitación a afrontar la verdad. Los hechos son positivos, y Dios está en los hechos. El miedo a la falta de sentido está diciéndonos: «Tus defensas, en último término, son inútiles. Te equivocas al juzgar tu valor en función de la fuerza de tus inútiles defensas. Solo Dios es tu roca, tu refugio y tu fortaleza. Reconoce esta verdad y conocerás tu verdadero valor, porque eres precioso a los ojos de Dios, y Dios te ama. Dios te llama a compartir su propia vida». El pecado es nuestra negativa a aceptar esta invitación; preferimos nuestra propia seguridad. Somos como Lázaro en el sepulcro. Dios nos llama a la vida, y nosotros respondemos: «Gracias, pero prefiero quedarme donde estoy». Desde el círculo de nuestras defensas contra Dios, podemos mirar con desaprobación a quienes desde otros círculos seguros pueden amenazarnos. Esto lo hacemos como individuos, como grupos y como naciones. Si tenemos tendencia religiosa, podemos introducir a Dios en nuestro círculo defensivo, proclamando ateos y malvados a quienes amenacen nuestra seguridad. En nombre de Dios amenazamos con aniquilar a cualquiera que ponga en peligro nuestras defensas, y Dios se convierte en la justificación de nuestros robos, nuestra violencia y nuestros asesinatos, que ahora llamamos «preservación de nuestra libertad y nuestra soberanía», «mantenimiento de la ley y el orden» y «patriotismo». Nos volvemos selectivos en nuestra moral, fomentamos una moral individualista que no ve más allá del perímetro de nuestras líneas defensivas, y nos convencemos cada vez más de nuestra superioridad moral. Los profetas del Antiguo Testamento atacaban constantemente las falsas seguridades de Israel, en especial los intentos israelitas de justificar su comportamiento utilizando a Dios, sintiéndose seguros porque practicaban ritos religiosos y observancias externas. Dios, a través del profeta Isaías, les dice:

105

«`~A mí qué, tanto sacrificio vuestro? - dice Yahvé-. Harto estoy de holocaustos de carneros, de sebo de cebones; y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada... No sigáis trayendo oblación vana: el humo del incienso me resulta detestable. Novilunio, sábado, convocatoria: no tolero falsedad y solemnidad. Vuestros novilunios y solemnidades aborrece mi alma: me han resultado un gravamen que me cuesta llevar. Yal extender vosotros vuestras palmas, me tapo los ojos por no veros. Aunque menudeéis la plegaria, yo no oigo. Vuestras manos están de sangre llenas: lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista, desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda» (Is 1, 11-17). Cristo, el cumplimiento de los profetas, prosigue su mensaje advirtiendo en contra del peligro de encontrar la seguridad en la riqueza. «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos». Más peligrosa incluso que la seguridad en la riqueza es la seguridad en nuestra superioridad moral cuando rechazamos a Dios al mismo tiempo que apelamos a él en defensa de nuestro rechazo. El manso jesús es vitriólico en su condena de esta falsa seguridad, llamando a quienes la practican hipócritas, sepulcros blanqueados, personas que cierran el reino de Dios en la cara de otras personas, no entrando ellos ni permitiendo entrar a los otros, personas que cuelan los mosquitos y se tragan los camellos. Jesús, imagen del Dios al que no podemos ver, es amable con quienes pecan por debilidad y reconocen su mal. Es duro con quienes se consideran justos, porque lo que hacen es abusar de Dios, haciendo de él la justificación de sus malas acciones. Jesús acoge a los pecadores y come con ellos. Fueron los hombres religiosos, en colaboración con los responsables de la ley y el orden, quienes lo crucificaron como blasfemo. La esencia de la enseñanza de jesús Jesús resume su enseñanza en la primera bienaventuranza: «Bienaventurados [es decir, dichosos] los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios». Dichosos vosotros, que conocéis vuestro vacío y os entregáis a la misericordia de Dios. El estado opuesto se describe en el evangelio de Lucas: «¡Ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo». «Ricos» se refiere no solo a las posesiones materiales, sino a esa actitud de mente y corazón que encuentra su seguridad última que lo que no es Dios. Por eso las personas religiosas, encerradas en su propia religiosidad, son más pecadoras que «los publicanos y las prostitutas». El pecado es destructivo de la vida humana. Hay que destacar que la mayoría de los conflictos violentos actuales se dan, y se han dado, entre pueblos con fuertes creencias religiosas, convencidos de que Dios está de su lado cuando 106

matan a sus enemigos, en Irlanda del Norte, Líbano, Irán, Irak, Sudáfrica... El pecado es la negativa a dejar a Dios ser Dios. El arrepentimiento es dejar a Dios ser Dios en nuestras vidas. Conocer nuestra pecaminosidad y arrepentirnos es un proceso continuo que dura toda la vida. Antes de la muerte nunca podremos alcanzar un estadio en que ya no necesitemos arrepentirnos, porque en nosotros hay distintos estratos de conciencia, y cada momento de la existencia puede, si le dejamos, revelarlos y mostrarnos la profundidad de esa tendencia que hay en nosotros a negarnos a dejar a Dios ser Dios. Dios es bueno y nos revela gradualmente nuestra pecaminosidad. Dios no parece preocuparse por nuestras transgresiones pasadas, aunque sus efectos puedan seguir causando sufrimientos a nosotros y a los demás. «Así fueren vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán» (Is 1,18). Lo que a Dios le preocupa es la dirección en que nos estamos moviendo. Si nos volvemos hacia Dios, sin que importe lo lejos que podamos estar, Dios se acerca a nosotros para acogernos. Nuestro verdadero pecado radica en el rechazo o en el miedo a dar la vuelta atrás, o bien en estar satisfechos de nuestra manera de ser, o en pensar que primero debemos ponernos a nosotros mismos en orden antes de volvernos hacia Él. Lo que a nosotros puede parecernos una razón para desesperar - un fracaso, la pérdida del empleo o de la reputación, la caída en desgracia, una persistente debilidad moral, una enfermedad física o mental, un fracaso matrimonial o de la vocación religiosa... - puede convertirse en un momento de gracia y en el inicio de una nueva vida solo con que seamos capaces de reconocer nuestro fracaso y volvernos confiadamente hacia Dios. La respuesta está en el dolor, y ningún estado humano carece nunca de esperanza. Resumen del capítulo La mejor manera de resumir este capítulo es comparar algunas características del verdadero arrepentimiento con signos de falso arrepentimiento. Si al leer lo que sigue el lector piensa que su disposición personal se describe con mayor precisión bajo el encabezamiento de «falso arrepentimiento», que no desespere, sino que utilice el descubrimiento como el publicano utilizó el conocimiento de su pecaminosidad, es decir, como un trampolín hacia Dios. Recuerde también que el arrepentimiento es un proceso gradual, una tarea que dura toda la vida, y que en todos nosotros habrá siempre una 107

mezcla de verdadero y falso arrepentimiento. Lo importante es que reconozcamos nuestra necesidad de Dios.

108

109

Estas características no solo son aplicables a los individuos dentro de una Iglesia, sino también a la Iglesia misma:

La Iglesia ha de ser la «Luz de las Naciones». Lo que es verdadero con respecto a la Iglesia y a los individuos que la componen será también verdadero con respecto a cualquier grupo, institución o nación, ya sean religiosos o seculares.

110

Al final de este capítulo no hay ejercicios. Leer y escribir acerca del pecado y la penitencia no nos proporciona necesariamente un conocimiento experiencial de nuestra propia pecaminosidad y la del mundo. Solo Dios puede enseñarnos lo que es el pecado, y solo él puede llevarnos hacia la penitencia. El capítulo siguiente es un capítulo de ejercicios, de modos de saber cómo actúa la bondad de Dios en la oscuridad de nuestra vida y en la vida del mundo, y de modos de experimentar algo de la alegría y la libertad interiores que proporciona el verdadero arrepentimiento.

111

112

«Aunque él está en la maravilla y el esplendor del mundo, hay que desentrañar y exponer su misterio; lo saludo los días que lo encuentro, y lo bendigo cuando lo comprendo»'. EL pecado es la negativa a dejar a Dios ser Dios. Un modo sutil de negarse pretendiendo no hacerlo es hacer hincapié en la «otreidad» de Dios, que a efectos prácticos deja de importar. En la mitología griega, Cerbero era el perro de tres cabezas guardián del inframundo, cuya atención homicida podía distraerse ofreciéndole galletas de miel. Lo mismo hacemos nosotros con Dios al ofrecerle las galletas de miel de nuestros ritos dominicales y dedicarle las melifluas palabras de nuestra devoción sincera, confiando en que ello mantendrá a Dios a distancia durante la semana. Esto es una negativa a dejar a Dios ser el Dios de todas las cosas, que está continuamente atrayéndonos en cada inspiración que hacemos. El bautismo es nuestra celebración de esta verdad, una verdad universal, porque Dios llama a todo ser humano. Si es verdad que Dios está en acción en cada detalle de nuestra vida, ¿cómo reconocer su acción y nuestra reacción?; porque, «aunque él está en la maravilla y el esplendor del mundo, hay que desentrañar y exponer su misterio». Un modo consiste en practicar a diario el siguiente ejercicio, denominado «Examen de conciencia». Encontrar a Dios en los acontecimientos del día Al final del día, en especial antes de ir a la cama, la mente, sin ningún esfuerzo consciente por nuestra parte, tiende a repasar algunos de los acontecimientos del día tan vívidamente que, si el día ha estado particularmente lleno de sucesos, puede resultarnos difícil conciliar el sueño. Puede que revivamos una pelea o que pensemos en las cosas inteligentes y tajantes que podríamos haber dicho si hubiéramos estado más agudos. El examen de conciencia se basa en esta tendencia natural de la mente. Antes de empezar cualquier oración es conveniente pasar unos segundos recordando lo que vamos a hacer, y después pedir a Dios que todo nuestro ser se oriente puramente a su servicio y alabanza. Es una oración para que nuestra vida «se oriente», y así 113

podamos hacerlo, aunque seamos muy conscientes de que, de hecho, nuestra vida no está tan orientada. Encontrar a Dios en lo que agradeces del día Una vez hecha esa oración, deja que tu mente recorra el día, evitando cualquier tipo de juicio, aprobatorio o desaprobatorio, atendiendo y saboreando únicamente los momentos del día por los que te sientes agradecido. Incluso el día más desastroso incluye algunos momentos buenos si nos tomamos la molestia de examinarlo: podría ser la visión de la lluvia cayen do, o el hecho de poder verlo. Cuando las personas prueban a hacer este ejercicio, suelen sorprenderse del número y variedad de buenos momentos del día que, de no haberlos recordado deliberadamente, habrían sido olvidados rápidamente, oscurecidos quizá por alguna experiencia dolorosa vivida durante la jornada. Este examen de conciencia diario es un ejercicio de «alabanza, reverencia y servicio a Dios». Una vez recordados los acontecimientos por los que estás agradecido, da gracias a Dios por ellos. Examina tus sentimientos durante el día Después de dar las gracias, el siguiente paso es recordar tus estados de ánimo y tus sentimientos, tratando de detectar, si es posible, qué fue lo que los ocasionó, pero, una vez más, evitando todo tipo de juicio. Permanece con Cristo cuando observes esos estados de ánimo y pídele que te muestre las actitudes que subyacen a ellos. Por tu parte, no trates de analizar los estados de ánimo, sino simplemente revive, en presencia de Cristo, los acontecimientos que les dieron origen. Contempla los acontecimientos del día y ora a Cristo a partir de tu experiencia de los mismos. Esto puede a veces puede ser muy doloroso, porque, si examinamos la escena y evitamos los juicios, los hechos pueden juzgarnos a nosotros, y podemos empezar a ver con claridad nuestra negativa a comprender, escuchar, ser compasivos y tratar a la otra u otras personas con amor. Como no ocupan su lugar en nuestro reino de valores alabando, reverenciando y sirviéndonos a nosotros y a nuestras ideas, las rechazamos. Lo importante es no analizar nuestra experiencia, sino contemplarla en presencia de Cristo y permitirle que nos muestre dónde y cuándo le hemos dejado estar en nosotros y dónde y cuándo nos hemos negado a dejarle estar. Agradezcámosle las veces que hemos dejado que su gloria se transparentara y pidámosle perdón por las veces que le hemos negado la entrada. Él nunca se niega a perdonarnos. Conoce nuestra debilidad mucho mejor que nosotros. Lo único que tenemos que hacer es mostrársela, y él puede transformar nuestra debilidad en fuerza.

114

Finalmente, examinemos brevemente el día que nos espera y pidámosle que esté con nosotros en cada detalle del mismo. Todo el ejercicio no debería llevarnos más de quince minutos; pero son quince minutos de lo más valiosos, y si practicamos el ejercicio diariamente, nos hacemos más sensibles a la acción de Dios en nuestra vida, no solo en el tiempo de dicho ejercicio, sino también en medio de nuestras actividades. No esperes milagros la primera semana, ni siquiera el primer mes; pero los efectos se harán notar. Veremos que Dios está haciéndonos más capaces de amar, de experimentar un gozo que brota de nuestro interior, a menudo inesperadamente. Estaremos menos agitados y más pacificados, menos apresurados y más contentos de esperar; sospecharemos menos y estaremos más dispuestos a confiar; seremos más capaces de interesarnos y de sentirnos a gusto con personas que solían ponernos de los nervios; tendremos menos miedo de lo que los demás puedan pensar de nosotros y seremos más libres, más amables con los demás y con nosotros mismos, y será menos probable que perdamos los estribos. Parábola de los dos hijos El siguiente ejercicio es una contemplación imaginativa, y pondré un ejemplo detallado utilizando la parábola de Cristo de los dos hijos, el pródigo y su hermano mayor, a fin de ilustrar el método. Al final del capítulo se proporcionan más pasajes de la Escritura adecuados para la oración destinada a encontrar a Dios en nuestra oscuridad y conocer el gozo del perdón. Este tipo de ejercicio requiere entre treinta y sesenta mi nutos. Antes de empezar, decide cuánto tiempo vas a emplear en él. Si decides que cuarenta minutos y, transcurridos tan solo diez, piensas que no estás yendo a ningún lado y quieres abandonar la oración, no lo hagas, sino insiste en ella los cuarenta minutos. No es un ejercicio de autocontrol, sino más importante aún. En nosotros hay distintos estratos de conciencia. Muy frecuentemente, el estado preliminar antes de alcanzar un estrato más profundo se percibe como vacío, aridez y hastío interior. Si abandonamos la oración cada vez que nos sentimos aburridos, nunca llegaremos a estratos más profundos. Pocas personas encuentran tiempo para hacer estos ejercicios a diario, pero pueden resultar valiosos aunque solo puedan realizarse con escasa frecuencia. Antes de empezar a orar, toma el capítulo 15 del evangelio de Lucas y lee una y otra vez la parábola de los dos hijos hasta que estés familiarizado con su contenido. Comienza la oración, como en el primer ejercicio, pidiendo a Dios que todo cuanto hay en tu interior pueda orientarse a su servicio y alabanza durante este periodo de oración, y pídele también conocimiento de tu pecado y pesar profundo por él.

115

Ahora deja que tu imaginación se despliegue en el pasaje y ora a partir de tu experiencia. Esta es la esencia del método, y lo que sigue no es más que una elaboración de lo que acabamos de decir. «Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: "Este acoge a los pecadores y come con ellos"». Únete a este grupo de hombres y mujeres. Fíjate bien en ellos, en sus rasgos, sus gestos, sus ojos, en cómo están vestidos... Habla con alguno de ellos y pregúntale a qué viene tanta excitación y por qué se sienten tan atraídos por Cristo. Fíjate también en Cristo, en cómo los recibe, cómo los acoge y cómo él te acoge a ti. Observa que los escribas y fariseos se acercan y escucha lo que dicen acerca de Cristo y cómo reacciona él ante ellos. Tal vez compruebes que esta parte de la escena atrae tu atención. Si es así, permanece en ella todo el tiempo que puedas antes de seguir adelante, porque el objeto de la oración no es cubrir un programa de estudios, sino encontrar a Dios en ti por medio de este pasaje de la Escritura. Quizá constates que no puedes empezar y que tu mente salta de una cosa a otra. Puede que te asalten dudas acerca de tu fe (¿Creo realmente en Dios y en la Escritura?) o de tu sinceridad (¿Quiero realmente sentir pesar por mi pecado?); o tal vez te sientas abrumado por la culpa y la desesperanza. Trata todos estos pensamientos y sentimientos como los trataste en los ejercicios de consciencia, reconociendo que están presentes, pero volviendo suavemente de nuevo a la escena, negándote a dejarte atrapar por ellos. Si no eres capaz de centrar tu atención en la escena, haz como si estuvieras describiéndosela a otra persona, y puede que enseguida te metas en ella. Si esto no te ayuda y tu mente sigue saltando de una cosa a otra, entonces muestra a Cristo tu mente dispersa y tu corazón distraído y pídele que su Espíritu sobrevuele tu caos interior como sobrevoló el caos al comienzo de la creación, aportándole vida y orden. El Espíritu está siempre sobrevolando nuestro caos. Cuando oramos, podemos hacernos más conscientes de nuestro caos interior. Esto es una gracia, un don de introspección, no un signo de fracaso. Reconocer el caos y presentárselo a Cristo puede llevarnos a un arrepentimiento profundo, más profundo quizá que el que habría sido posible si hubiéramos estado en la oración con una corriente de sentimientos más superficiales. Cuando observes a los fariseos y escribas quejarse de la conducta de Cristo y veas su reacción, puedes preguntarte si estas mismas quejas se dan hoy. Quizá veas que simpatizas con los fariseos, descubriendo en ti actitudes de las que antes no eras consciente.

116

Escucha cómo Cristo describe con tres parábolas - las de la oveja perdida, la dracma perdida y los dos hijos - la actitud de Dios hacia los pecadores; un Dios que en este momento me mantiene en el ser, que siente más por mí de lo que yo puedo nunca sentir por Él o por cualquiera; un Dios que deja a las noventa y nueve ovejas en el redil y sale en busca de la oveja perdida, que rebusca por todas partes en la creación para encontrarme, como la mujer rebuscó en su casa para encontrar la dracma perdida. La mística santa Catalina de Génova dijo: «Dios parece no tener más que hacer que unirse a nosotros»; y dijo también algo aún más sorprendente: «¡Me parece que Dios no tiene más ocupación que mi persona!», Cuando Cristo cuente la historia de los dos hijos, utiliza tu imaginación en esa historia, de manera que veas al hijo menor dejar la casa de su padre con su herencia. Habla con él mientras viaja, de sus esperanzas y expectativas; observa su placer inicial hasta que se queda sin dinero, desaparecen sus amigos y se encuentra sentado en una cochiquera. Ese hijo es un símbolo de todos nosotros, que hemos utilizado nuestra herencia, nuestra mente y nuestro cuerpo para asegurarnos de que la mayor parte posible de la creación nos alabe, nos reverencie y nos sirva. Contemplarlo en la cochiquera puede ponernos en contacto con nuestro propio vacío interior. El hijo pródigo decide regresar a casa, no por un motivo elevado y honorable, sino simplemente porque está hambriento y desesperado. Esta es una verdad de lo más consolador. Su padre está mirando a ver si lo divisa y, al verlo, se precipita su encuentro, no porque su hijo sea virtuoso ni porque sus motivos sean puros, sino simplemente porque es un hijo de Dios que ha regresado a la casa paterna. Lo único que tenemos que hacer es admitir nuestro vacío ante Dios, y él se precipita a encontrarse con nosotros. Permanece en esta verdad, porque es dejar a Dios ser Dios para nosotros, mientras que nuestra tendencia es querer ponernos en orden antes de encontrarnos con Dios, ser más conscientes de nuestra culpa que de la bondad de Dios. Cuando observes el encuentro entre el padre y el hijo, pide conocer que esta verdad está sucediendo en ti ahora, que eres abrazado y besado por el padre que se complace en ti. Deja que esta verdad penetre en tu increencia y háblale al padre desde tu corazón con la sencillez de un hijo. Cuando estés dispuesto a seguir adelante, observa cómo el hijo mayor regresa del trabajo en el campo y habla con él. Fíjate en su reacción ante el sonido de la música y el baile que llega de la casa y escucha lo que tiene que decir cuando el sirviente le hace saber el motivo de la celebración. Está tan enfadado y amargado que, cuando su padre sale para persuadirle de que entre y se una a la fiesta, él se niega a reconocer a su padre y a su hermano, diciendo: «¡Tú y ese hijo tuyo...!». Trata de sentir la indignación y la 117

amargura del hermano mayor, porque puedes descubrir que se hace eco de una ira y una amargura ocultas en tu corazón. El hermano mayor es tan consciente de su duro trabajo y su servicio abnegado que desprecia a quien no está a su altura y se resiente por la indulgencia mostrada con las personas más débiles y menos conscientes. Su tesoro está en su bondad, ejemplificada en su vida, y no puede reconocer ninguna otra bondad. Tipifica la actitud del fariseo, que Cristo describe como ceguera. Reflexiona sobre esta actitud, mira si sigue siendo operativa en el siglo XXI, y quizá compruebes horrorizado cómo nos describe a nosotros. El padre no se indigna contra esa arrogancia y esa ceguera, sino que se limita a decir: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo», unas palabras que se me dicen a mí ahora. Me he extendido sobre esta parábola, no para sugerir que este es el modo en que debes contemplar el pasaje, sino simplemente para ilustrar algo de la riqueza que encierra cualquier pasaje del evangelio si se reflexiona sobre él imaginativa mente. Al orar con un pasaje así, cuanto más tiempo te detengas en una imagen o frase, tanto mejor; la oración nunca debe ser apresurada. Sobre la reflexión después de haber orado Cuando termines la contemplación imaginativa, te será útil que vuelvas a evocarla durante unos diez o quince minutos, observando especialmente los sentimientos que se producen en ti inesperadamente, ya sean de gozo, de paz, de esperanza, de fortaleza... o de aburrimiento, de duda, de ansiedad, de tristeza... No intentes analizar tales sentimientos, sino observa, si puedes, qué pudo haber en la contemplación que los provocara. Fíjate también en cualquier parte de la oración en que sintieras que tu mente se quedaba en blando o tuvieras la impresión de quedarte bloqueado. La próxima vez que ores, en lugar de pasar a otro texto de la Escritura, vuelve sobre este mismo pasaje y empieza con las imágenes, frases o palabras que te resultaran útiles, deteniéndote en ellas todo cuanto puedas. Después examina las partes de la oración en que experimentase sentimientos negativos o ansiedad, tristeza, etc., y muéstraselas a Cristo. Esos sentimientos negativos no son señal de fracaso, sino de descubrimiento, y pueden ser tan valiosos, o a veces incluso más, que los sentimientos más positivos. Tal vez, por ejemplo, alguien pueda contemplar la primera parte de la parábola, complacerse en el encuentro entre padre e hijo... y, al mismo tiempo, experimentar ansiedad o quedarse en blanco en cuanto intenta fijarse en el hijo mayor. Esto podría significar una profunda y subconsciente reticencia a afrontar la verdad del propio fariseísmo. Y mientras no lo haga, no podrá liberarse de él ni conocer la alegría de escuchar a Dios 118

decir: «Todo lo mío es tuyo». ¿Cuánto tiempo debes pasar orando con pasajes de la Escritura adecuados para profundizar en tu conocimiento del pecado y en el pesar que te causa? La respuesta a esta pregunta está en ti, de manera que sigue adelante cuando te sientas dispuesto a hacerlo. El agradecimiento a Dios por su perdón te llevará a pedir conocerlo mejor y servirle con todo tu ser. Nuestro progreso hacia Dios es cíclico, como el ascenso de una escalera de caracol. Puede que más adelante desees volver a pasar tiempo en una oración de pesar y arrepentimiento, quizá porque has alcanzado un nivel más profundo de conciencia de la bondad de Dios que revela áreas de increencia en tu vida que nunca antes habías percibido. Dos obstáculos habituales en la oración Hay dos obstáculos con los que solemos topar al comienzo de nuestro viaje hacia Dios y que pueden ser difíciles de superar: a) los sentimientos de culpa y de falta de valía personal; b) el recuerdo del daño que otros nos han hecho. a) La culpa persistente La culpa es una reacción humana sana ante nuestras malas acciones, pero puede también convertirse en una enfermedad malsana que envenene nuestro espíritu. Cuando nos aflige la culpa por algo que hemos hecho o hemos dejado de hacer, debemos reconocer nuestra mala acción ante Cristo y pedir su perdón. Nos resulta difícil aceptar el amor incondicional, porque nuestra experiencia humana nos condiciona en el sentido opuesto, induciéndonos a pensar que el amor hay que ganárselo y que solo podemos resultar aceptables para los demás en la medida en que estemos a la altura de sus expectativas con respecto a nosotros. El amor de Dios es incondicional: lo único que tenemos que hacer es volvernos hacia Él. Podemos ser como el endemoniado de Gerasa, desgarrados en nuestro arrepentimiento: una parte de nosotros queriéndolo, y otra parte no. Ora a partir de esa parte de ti que quiere arrepentirse y no permitas que la otra parte te disuada. «Al ver de lejos a jesús, corrió y se postró ante él y gritó con fuerte voz: "¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes"» (Mc 5,6-7). La culpa persistente e invasiva, que no puede situarse en ninguna acción u omisión concreta, es una enfermedad del espíritu y suele ir acompañada de la sensación de falta de valía personal, de no ser amado ni amable. Las víctimas de esta enfermedad sienten 119

que deben estar constantemente disculpándose por existir, que deben siempre tratar de complacer, aunque saben que, por mucho que lo intenten, nunca serán aceptables por ningún ser humano, y mucho menos por Dios. La raíz de esta enfermedad puede hallarse en el hecho de que, en la infancia, los padres mostraran poco o ningún afecto al niño y estuvieran constantemente castigándolo y haciéndole notar su falta de valía personal y su maldad. El niño puede asimilar hasta tal punto la actitud de sus padres que tal actitud se convierta en un presupuesto permanente en su mente, en un super-ego, de manera que, incluso en su edad adulta, la persona vive en un estado permanente de culpa y ansiedad. Se trata de una aflicción severa, pero el método siguiente de oración puede revelar un sentido más profundo y un modo de comprender la aflicción y crecer a través de ella. Salvador Dalí pintó a Cristo crucificado suspendido sobre el globo terráqueo. Deja que tu imaginación trabaje esa imagen y háblale a Cristo que muere en la cruz. Él ha asumido el pecado del mundo, y no hay crimen, por terrible que sea, que no haya asumido y perdonado. Dile a Cristo que, aun cuando ha tenido éxito con el resto de la raza humana, Dios ha encontrado a su igual en ti, y que ni siquiera su muerte puede superar tu culpa. Puede encontrar amables a todos los demás seres humanos, pero tú eres un error de Dios que ni siquiera Dios puede corregir. Si puedes persistir en esta oración, Dios descubrirá el origen oculto de tu culpa, que es el orgullo, la negativa a dejar a Dios ser Dios en ti, aferrándote a tu culpa como si fuera más fuerte que el amor de Dios. Otro método consiste en sentarte en silencio, acompañado de tus sentimientos de culpa y falta de valía personal como si formaran un montón de basura podrida frente a ti, y orar a Cristo para que se muestre a través de esa asquerosidad. Es un ejercicio útil, porque en él no finges, no te ocultas tu culpa; reconoces tu incapacidad de eliminarla y le permites ser lo que podemos fácilmente expresar con nuestros labios, pero no con nuestro ser interior: nuestro salvador. b) Los recuerdos de daños pasados El recuerdo del daño que nos han causado en el pasado puede también ser un obstáculo en nuestro viaje hacia Dios. «Si alguno dice: "Yo amo a Dios", y odia a su hermano, es un mentiroso» (1 Jn 4,20). Es muy difícil perdonar de corazón; pero en la medida en que no perdonamos, nos negamos a dejar a Dios ser Dios en nosotros. Todo cuanto experimentamos se registra en nuestro ser y afecta a toda nuestra percepción subsiguiente de la realidad y, por tanto, también a nuestro modo de pensar, 120

actuar y reaccionar, aunque seamos completamente inconscientes de las razones de nuestro comportamiento. Los acontecimientos que han moldeado nuestro modo de percibir están profundamente enterrados en nuestra memoria subconsciente. Por eso ciertos sonidos, olores o imágenes, por ejemplo, pueden afectarnos enormemente, mientras las personas con las que estamos no se ven afectadas por ellos. La razón puede residir en que esas impresiones sensoriales han tocado recuerdos ocultos en nosotros, quizá de la infancia, cuando experimentamos gran felicidad, aunque nuestra memoria ya no es capaz de acordarse del incidente mismo. Análogamente, acontecimientos del presente pueden hacernos sentir tristeza o ansiedad, mientras dejan a otras personas relativamente impasibles. No podemos comprender nuestra reacción, porque no podemos recordar el doloroso incidente del pasado. La mente recuerda el dolor, pero no el acontecimiento pasado que lo causó. En la contemplación imaginativa, los recuerdos ocultos suelen salir a la luz, incluidos los recuerdos de los daños sufridos en el pasado, y podemos ver por primera vez cómo toda nuestra vida posterior se ha visto afectada por esos acontecimientos. La persona turbada por constantes sentimientos de culpa, por ejemplo, puede caer de repente en la cuenta de que los culpables fueron sus padres. Y puede resultarle difícil perdonarlos por haber echado a perder su vida. La tentación consiste en ignorar este conocimiento y los sentimientos que lo acompañan, porque afrontarlos es demasiado doloroso; pero hay que resistirse a esta tentación. Debemos orar con esos recuerdos, a fin de liberarnos del sofocante efecto que tienen en nuestra vida, bien porque de repente hemos tomado conciencia de ellos, bien porque siempre han estado ahí. La contemplación imaginativa de las curaciones milagrosas del evangelio resulta útil a este respecto. Hazte presente en la curación con la imaginación; después acércate a Cristo y pídele que sane tu daño, enfermedad o minusvalía. A través del pasaje evangélico te estás encontrando ahora con Cristo Vivo. Métodos de sanación de los daños del pasado Los daños del pasado pueden ser muy profundos, de manera que no resulta sorprendente que, después de haber orado de corazón por la curación, haber logrado perdonar a los causantes y haber experimentado paz y libertad, el dolor de la herida regrese de nuevo. Se requiere tiempo para que la amargura y el dolor sean eliminados de los niveles más profundos de nuestra mente y nuestro corazón. Si contemplar un pasaje evangélico no nos ayuda a afrontar la amargura y el dolor, entonces imagínate a solas en una habitación en cuya puerta hay un llamador. «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y 121

cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3,20). Con tu imaginación, lleva a Cristo a dar una vuelta por la casa que es tu vida. Llévalo a las habitaciones, es decir, a los acontecimientos en que has experimentado gran dolor, y preséntale a las personas que te lo han causado. Exprésales, aunque puede que ya hayan muerto, y exprésale también a Cristo, el dolor que aún sientes, y fíjate después en él y mira cómo reacciona ante las personas que le has presentado. No te fuerces a realizar gestos insinceros ni a pronunciar palabras de perdón, sino déjale que saque al exterior tus sentimientos y tus palabras. Aunque solo puedas decir: «Quiero querer ser capaz de perdonar», ya es un progreso. Del mismo modo, puedes pedir perdón a aquellos a quienes tú hayas ofendido. El efecto de esta oración puede ser asombroso y eliminar pesadas cargas de la vida de la gente, devolviéndoles la capacidad de gozar de la vida, que puede haber estado reprimida durante años en algunos casos, y devolviendo la salud física a personas que llevaban años sufriendo enfermedades que no respondían a ningún tratamiento médico. Resumen de nuestro viaje hasta el momento Antes de seguir adelante, puede ser útil hacer una pausa de unos cuantos párrafos y revisar nuestro camino hasta ahora. Jesús dijo: «El reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo»; el campo eres tú. Íñigo de Loyola atisbó el tesoro en su interior observando los efectos posteriores de sus ensoñaciones. El tesoro se encuentra en nuestra vida interior de pensamientos, sentimientos y recuerdos. Es nuestra vida interior la que determina nuestro modo de percibir el mundo y reaccionar ante él, tanto individual como colectivamente. Al considerar los tres elementos esenciales de la religión, vemos la necesidad de cada elemento y el daño que se produce ignorando cualquiera de ellos. La religión puede presentarse insistiendo indebidamente en el elemento institucional, lo cual nos impide atender a nuestra vida interior. Cuando esto sucede, es verdad que «nada enmascara tanto el rostro de Dios como la religión». Empleando el relato de Marcos de la curación del endemoniado de Gerasa, vemos algo de la complejidad, el caos y el conflicto de deseos que hay en todos nosotros. Es demasiado simplista decir: «Vuélvete a Dios en la oración» para resolver el conflicto, porque nuestro caos interior afecta a nuestro modo de entender a Dios, de manera que la

122

oración misma puede intensificar nuestra confusión. Y hemos visto que la clave de nuestra confusión interna radica en nuestros deseos. He sugerido unos métodos sencillos de oración que pueden empezar a revelar falsas imágenes de Dios que pueden estar operativas en nosotros. Pero sigue en pie esta pregunta: «¿Cómo evitar crear un Dios a nuestra imagen y semejanza?». Comenzamos a responder esta pregunta examinando el «Primer Principio y Fundamento» de san Ignacio, cuya frase inicial («El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios») proporciona la orientación básica que nuestra vida debe tomar, y el resto subraya la disposición (indiferencia/desapego) necesaria que debemos tener. Hemos visto también que la indiferencia/desapego solo es posible si nos adherimos a Dios. Dios está siempre atrayéndonos; por eso el pri mer mensaje de Cristo es: «Arrepentíos y creed la Buena Nueva». «Arrepentíos» significa «Volveos hacia mí y conoced mi amor por vosotros». En este capítulo hemos examinado algunos métodos para conocer la bondad de Dios y nuestra pecaminosidad. El capítulo finaliza con una lista de textos de la Escritura que el lector puede encontrar útiles. Textos útiles de la Escritura Espero no haber dado la impresión de que, si el lector sigue lo dicho hasta ahora y practica unas cuantas contemplaciones imaginativas, todos sus problemas desaparecerán y empezará una nueva vida de bienaventuranza en la tierra. En el viaje hacia Dios, empezamos a entender a los israelitas quejándose en el desierto y echando la vista atrás con nostalgia por los días de ollas de carne en Egipto. Cuando nos volvemos hacia Dios, tomamos conciencia de los atractivos ídolos de nuestra vida que antes no habíamos percibido, porque eran parte de nuestro ser. Empezamos a añorar los días despreocupados en que estábamos ciegos y Dios era una figura indefinida en los márgenes de nuestro escenario y dispuesta a entrar en cuanto decidiéramos darle pie. Ahora Dios se ha apoderado del escenario y nos sentimos excluidos de muchas cosas que hacían que la vida mereciera la pena. Cuando nos afligen sentimientos de pesar, resentimiento y disgusto por la cercanía de Dios, podemos desanimarnos y pensar que el esfuerzo de encontrar a Dios es una pérdida de tiempo, o que sufrimos de algún defecto interno que nos impedirá encontrarlo. Una vez que nos volvemos hacia Dios en la oración, comenzamos a experimentar fluctuaciones de estado de ánimo y de sentimientos que nunca antes habíamos tenido. Esto es un signo saludable; una señal de que hemos 123

encontrado al Dios vivo, al Dios de las sorpresas. No hay relación humana genuina sin conflicto, y es como seres humanos como nos relacionamos con Dios. En el capítulo siguiente examinaremos más detenidamente estos diferentes estados de ánimo, su naturaleza general y el modo de reaccionar o no reaccionar ante ellos. Ejercicio Algunos textos bíblicos para contemplaciones imaginativas: General Génesis 3 - La historia de Adán y Eva, contemplada imaginativamente, resultará muy contemporánea, puesto que describe la naturaleza y el efecto de todo pecado: nos separa de nosotros mismos, de los demás y de Dios. Lucas 15 - Las parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida y del hijo pródigo. Juan 8,34-41 - El pecado esclaviza y no deja ver la verdad. Romanos 7,14-25 - Pablo reconoce su impotencia. 2 Pedro 2,1-22 - La historia y naturaleza del pecado. Santiago 1,13-18 - Las raíces de nuestra pecaminosidad se encuentran en nuestros deseos. Santiago 3,2-4,17 - Las raíces de la violencia y de la falta de armonía. 2 Samuel 11,1-12,15 - David toma conciencia de su pecado. Apocalipsis 3,14-22 - Sobre la ciega complacencia de la iglesia de Laodicea. Mateo 23,13-36 - La acusación de Cristo a los fariseos, incluida en el evangelio, porque la Iglesia primitiva era consciente del peligro de caer en el fariseísmo. Lucas 18,9-14 - El fariseo y el publicano. Ezequiel 16 - Relato alegórico de la infidelidad de Israel y de la fidelidad de Dios. Salmos (penitenciales) 6; 32; 38; 51; 102; 130; 143. En concreto sobre el pecado social 124

Mateo 25,31-46 - Jesús describe el Juicio Final. Isaías 1,11-19 - Sobre la inutilidad de la observancia religiosa que no brota de un corazón compasivo yjusto con los pobres. Amós 5 y 6 - Un ataque vitriólico a los ricos que viven explotando a los débiles. Lucas 16,19-31 - El rico y el mendigo Lázaro. Lucas 12,16-21 - La parábola del rico que atesoraba para sí. Textos que insisten particularmente en la misericordia y el perdón de Dios Lucas 7,36-50 - La pecadora que lava los pies de Jesús en casa de Simón el fariseo. Juan 8,3-11 - La mujer adúltera que iba a ser lapidada. Juan 13,36-14,1 - Cristo, inmediatamente después de predecir la negación de Pedro, dice: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí». Isaías 54,4-10 - «Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará». Isaías 55,1-9 - Dios es rico en perdón. Algunos milagros de curación Marcos 1,40-45 - Curación de un leproso. Marcos 2,1-12 - Curación del paralítico cuyos amigos le querían tanto que le bajaron a través del techo de la casa donde se encontraba Jesús. Marcos 3,1-6 - Curación de un hombre con una mano paralizada. Marcos 5,1-20 - El endemoniado de Gerasa. Marcos 5,21-41 - Curación de la mujer con hemorragia y resurrección de la hija de Jairo. Marcos 8,22-26 - Curación de un ciego. Marcos 9,14-29 - Curación de un epiléptico. Juan 5,1-18 - Curación del hombre en la piscina. Juan 9 - Curación de un ciego en sábado. 125

Juan 11,1-44 - Resurrección de Lázaro.

126

127

«¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». -Sa1 22,1 Discernimiento: escrutar nuestros estados de ánimo y nuestros sentimientos ACTUALMENTE, algunos hospitales estudian la escritura del paciente para hacer su diagnóstico, y se afirma que el examen cuidadoso de la escritura puede revelar los inicios de una enfermedad años antes de que afecte conscientemente al paciente y sea detectable por otros métodos, como los rayos X.El cuerpo transmite mensajes a través de movimientos casi imperceptibles de la mano. Tendemos a pensar que nuestra inteligencia radica solo en nuestra mente consciente, pero todo nuestro cuerpo es una red inteligente, y nuestra conciencia solo puede captar una pequeña fracción, y nuestro razonamiento una fracción aún más pequeña, de lo que sucede dentro de nosotros. Nuestro cuerpo, nuestros sentimientos y nuestras emociones responden a los acontecimientos más rápida y sensitivamente que nuestra mente racional, advirtiéndonos a veces de peligros cuando nuestra mente consciente no puede de tectar la causa, atrayendo otras veces nuestra atención sobre algo o recordándonos algún acontecimiento del pasado que al principio nos parece sin importancia. Cuando Íñigo de Loyola empezó a fantasear con superar a Francisco, Domingo y Onofre del Desierto, no tenía idea de la importancia para él y para los demás de lo que le estaba sucediendo. Cuando cayó en la cuenta de la diferencia cualitativa de las repercusiones de sus fantasías - percibiendo el hastío, la tristeza y el vacío que seguían a sus ensoñaciones sobre valerosas hazañas futuras y la obtención del amor de una gran dama, contrastando esos sentimientos con el gozo, la paz y la fortaleza que seguían a sus ensoñaciones sobre superar a los santos-, había comenzado un proceso que más adelante él mismo denominaría «Discernimiento de espíritus» y que podría también llamarse «Cambios en nuestros estados de ánimo y sentimientos» o «Aprender a leer las señales corporales». Dios está atrayéndonos continuamente 128

En sus Ejercicios Espirituales, Ignacio proporciona dos conjuntos de «Reglas para el discernimiento de espíritus»: el primero, más adecuado para quienes están comenzando los Ejercicios y están sumidos en la oración para obtener conocimiento del pecado y del espíritu de arrepentimiento; y el segundo conjunto de reglas, más adecuado para quienes contemplan la vida de Cristo. Ignacio conoce la complejidad y la individualidad de cada mente humana y por eso no dice que proporciona reglas absolutas ni que abarquen cada caso individual, pero sí presenta unas directrices que pueden ayudarnos, en alguna medida al menos, a empezar a leer nuestros estados de ánimo y a guiarnos en nuestra reacción ante ellos. Este capítulo proporciona una versión abreviada y simplificada del primer conjunto de «Reglas para el discernimiento de espíritus». En nuestro viaje hacia Dios, todo nuestro ser reacciona en la dirección en que nos movemos. Dios está continuamente atrayéndonos en todo cuanto experimentamos.

-Sal 139 San Agustín reconoce esta acción de Dios en toda la dinámica de su corazón, y por eso escribió en sus Confesiones: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, c. 1). Dios es la respuesta a nuestra inquietud y a nuestro vacío. Cuando nos movemos hacia Dios, es decir, cuando la opción fundamental de nuestra vida se orienta a la alabanza, la reverencia y el servicio de Dios, entonces nuestros sentimientos y emociones resuenan con esta dinámica y experimentamos paz, tranquilidad y gozo en alguna medida. Hagamos lo que hagamos, tomemos la decisión que tomemos, si está de acuerdo con esa opción fundamental, entonces la acción o la decisión profundizarán, o no perturbarán al menos, nuestra paz, nuestra tranquilidad ni nuestro gozo. Si actuamos o decidimos de modo contrario a esta dirección fundamental, la disonancia se registrará de algún modo en nuestros sentimientos, dejándonos hastiados o ansiosos, inquietos o 129

tristes. La clave del discernimiento: tu deseo más profundo En el capítulo 5 comparábamos el alma con un rebaño de ovejas junto con su perro pastor, donde el perro pastor representa la parte más profunda, el centro del alma, y las ovejas representan los diversos deseos, apetitos y pasiones que hay en nuestro interior. El buen perro pastor representa a la persona cuya opción fundamental en la vida es la alabanza, la reverencia y el servicio de Dios. Pero la persona puede tener muchos deseos, estados de ánimo y sentimientos que no están integrados en esta opción fundamental y que actuarán como ovejas descarriadas. Cuando la persona trate de actuar o de tomar una decisión de acuerdo con la opción fundamental, tendrá que romper con esos elementos internos que se oponen a esta dinámica. El conglomerado de sentimientos de las ovejas más el perro será de inquietud, desánimo, tristeza y hastío. Cuando toda la operación haya terminado y las ovejas estén a salvo en el redil, el estado de ánimo del conglomerado cambiará; y aunque pueda haber algún dolor residual, el estado de ánimo general será de paz. Por otro lado, si el perro pastor ya no obedece a su amo, lo que se corresponde con una opción fundamental distante de Dios, entonces el perro pastor y las ovejas pueden correr felizmente durante un tiempo hacia el borde del acantilado, y las ovejas solo se verán estorbadas si intentan moverse en dirección contraria. En otras palabras, si el centro de nuestro ser se ha apartado de Dios, entonces podemos vivir contentos en nuestro egoísmo durante un tiempo, y nuestro contento solo se verá perturbado ocasionalmente por súbitos aguijonazos de la conciencia o remordimientos. Dicho brevemente, la primera directriz general acerca de la interpretación de nuestros estados de ánimo y sentimientos es: 1. Si el centro de nuestro ser se dirige hacia Dios, entonces nuestros estados de ánimo, sentimientos, acciones y decisiones creativos nos proporcionarán paz, gozo y tranquilidad, mientras que los elementos destructivos que haya dentro y juera de nosotros nos proporcionarán inquietud, tristeza y confusión interior. Si el centro de nuestro ser se ha apartado de Dios, nuestros estados de ánimo, sentimientos, acciones y decisiones destructivos nos confortarán y consolarán, mientras que los elementos creativos interiores y exteriores a nosotros nos turbarán y alterarán con aguijonazos de conciencia y remordimientos. 130

Aunque esta directriz general es muy útil, puede causar ansiedad a algunas personas que tal vez empiecen a preguntarse si el centro de su ser está centrado en Dios o no, y esta duda puede causarles una gran agonía interna. Si el lector ve que le preocupa esto, es señal de que el centro de su espíritu está centrado en Dios, porque, de no ser así, no tendría esa preocupación. También es importante observar que una persona que no tiene una creencia religiosa explícita puede estar, de hecho, muy centrada en Dios, mientras que otra que afirma una creencia religiosa y practica una observancia religiosa puede estar apartada de Dios. En el evangelio de san Mateo (capítulo 25), Cristo describe el Juicio Final mostrando que nuestra relación con Dios se manifiesta en nuestra relación con las demás personas. «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis...». Si a una persona le guía el amor a la verdad, la justicia y la compasión por otras personas, ha encontrado a Dios aunque pueda no conocer el nombre de Dios. Esta primera directriz ilustra la importancia del Examen de Conciencia mencionado anteriormente, en el que observamos al final del día los estados de ánimo y sentimientos expe rimentados y pedimos a Dios que nos ilumine sobre las actitudes que subyacen a ellos. La primera directriz puede malinterpretarse en el sentido de que los «buenos» sentimientos son de Dios, y los «malos» sentimientos son del maligno; los sentimientos de paz y gozo, etc. se interpretan como de Dios, y los sentimientos de tristeza y dolor como del maligno; como si quienes se mueven hacia Dios deberían estar perpetuamente eufóricos, y quienes se aparten de Dios deberían estar crónicamente deprimidos. Los sentimientos «malos» y negativos pueden ser de Dios. En el relato de la Pasión de san Mateo se dice de Cristo que «comenzó a sentir tristeza y angustia», y el propio Cristo se describe a sí mismo diciendo: «Mi alma está triste hasta el punto de morir» (Mt 26,37). Cristo llora por Jerusalén, llora por la muerte de Lázaro, se irrita con sus discípulos: «¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís? ¿No os acordáis de nada?». Cristo no estaba lleno de «buenos» sentimientos cuando llamaba «hipócritas, guías ciegos, sepulcros blanqueados» a escribas y fariseos. Y sentía ira cuando tomó un látigo y expulsó a los cambistas del Templo. Los estados de ánimo negativos de Cristo, de tristeza, ira e irritación, son el anverso de su amor por el Padre y por todos los seres humanos. Es por causa de su amor por lo que su ira es tan fuerte que puede llegar a ser feroz cuando el nombre de su Padre es 131

degradado y cuando los seres humanos son explotados en nombre de la religión. Estos estados de ánimo negativos no son destructivos, no son un rebajamiento de la fe, la esperanza ni la caridad; al contrario, es precisamente porque está tan lleno de fe, esperanza y caridad por lo que reacciona tan fuertemente ante los signos de increencia y frialdad en otros. Esta es una cuestión importante, porque en algunos sectores de la sociedad occidental, y tal vez de manera especial en círculos religiosos, cualquier muestra de sentimiento, sobre to do de ira, irritabilidad, impaciencia, dolor o tristeza, es considerada «no buena», como si la persona ideal debiera ir flotando por la vida con una sonrisa medio zen, si es que se siente atraída por las religiones orientales, o con gesto impasible, estilo británico de colegio de pago, inafectada e inafectable por ninguna emoción humana. La ira, la irritabilidad, la impaciencia y la tristeza no son malas de por sí, sino que son reacciones humanas sanas. Impedirles manifestarse hace violencia a nuestro yo interior; una violencia que puede proyectarse en un comportamiento agresivo hacia los demás, o volverse hacia uno mismo y conducir a la depresión. La bondad o maldad no radica en la emoción misma, sino en la actitud subyacente que da origen a la emoción. La ira de jesús contra los mercaderes del Templo, por ejemplo, era la manifestación humana de su amor por la casa de su Padre y, por tanto, su furia porque esa casa se utilizara para explotar a los pobres a los que él amaba. Nuestra ira contra los mercaderes del Templo podría brotar de una actitud muy distinta, es decir, de que estuviéramos celosos porque ellos han descubierto una manera rápida de hacer dinero de la que nosotros estamos excluidos. Jesús lloró por Jerusalén, manifestación de su gran amor por su pueblo. Nosotros también podemos llorar, brotando nuestras lágrimas del dolor por la posibilidad de perder nuestro negocio. Esto nos lleva a otra directriz: 2. Los estados de ánimo creativos deben distinguirse de los destructivos por sus efectos. Si el estado de ánimo lleva a un aumento de la fe, la esperanza y la caridad, entonces es creativo; si lleva a una disminución de la fe, la esperanza y la caridad, entonces es destructivo. En cuanto nos hacemos conscientes de nuestro estado de ánimo y de nuestros sentimientos, comenzamos a saber algo de su complejidad y de la imposibilidad de diferenciar clara mente lo que es destructivo de lo que es creativo. El proceso de diferenciación solo llega con la práctica. Nuestra tendencia habitual será poner etiquetas demasiado apresuradamente a nuestros estados de ánimo. Deberíamos permitirles instruirnos, en lugar de asignarles automáticamente nuestros sistemas de clasificación mental en «buenos» y «malos». Como hemos visto, los estados de ánimo y los 132

sentimientos dolorosos pueden ser destructivos, pero también pueden ser muy creativos, mientras que los estados de ánimo y los sentimientos muy agradables pueden ser creativos, pero también pueden ser destructivos. Puedo, por ejemplo, experimentar ira, tristeza y ansiedad, que en un nivel profundo de mi ser están acercándome a Dios y haciéndome más compasivo, tolerante y fuerte en la fe. En el lenguaje técnico de la espiritualidad, todos estos estados de ánimo y sentimientos que me llevan a un mayor amor a Dios y a los demás reciben el nombre de «consolación», ya se trate de sentimientos de paz, gozo y deleite, o de ira, tristeza y ansiedad. En otras ocasiones podemos experimentar una ira, una tristeza y una ansiedad que nos encierren más en nosotros mismos, llevándonos a las oscuras profundidades de la autocompasión, la amargura, el resentimiento y el alejamiento de nosotros mismos, de los demás y de Dios. En el lenguaje técnico de la espiritualidad, estos sentimientos se conocen como «desolación» y se perciben como tal. Por lo tanto, la tercera directriz es: 3. Los estados de ánimo y sentimientos, dolorosos o agradables, que nos atraen hacia Dios reciben el nombre de «consolación». Los estados de ánimo y sentimientos dolorosos que nos alejan de Dios se conocen como «desolación». Obsérvese que la consolación puede incluir estados anímicos tanto agradables como dolorosos, mientras que la desolación incluye únicamente estados anímicos dolorosos. Obsér vese también que la desolación solo será experimentada por aquellos cuya vida esté esencialmente dirigida a la alabanza, la reverencia y el servicio a Dios. Si una persona se aparta de Dios en el centro de su ser, puede experimentar un aguijonazo ocasional de remordimiento; pero, en general, la ausencia de Dios no le causará ningún dolor, del mismo modo que una persona que está enferma y ha perdido el apetito no siente dolor al no comer. El hecho de que experimentemos desolación, aunque se perciba como una pérdida, es, en realidad, una buena señal; de modo que la desolación, al igual que la consolación, es signo de progreso, no de regresión, y es también una invitación a crecer. ¿Cómo tenemos que reaccionar cuando nos aflige la desolación? La respuesta se encuentra en la cuarta directriz: 4. En estado de desolación no debemos desdecirnos nunca de una decisión tomada en tiempo de consolación, porque los pensamientos y juicios que brotan de la desolación son opuestos a los que brotan de la consolación. Es, sin embargo, útil actuar contra la desolación, de manera que, si está induciéndonos a orar menos, debemos orar más, y si está induciéndonos a cerrarnos más en nosotros mismos, debemos abrirnos más a 133

los demás. Debemos también examinar la causa de nuestra desolación. La desolación sigue de cerca a la consolación. Puede que atisbemos algo de la bondad, la misericordia y la fidelidad de Dios y experimentemos gran paz y gozo. Después la euforia desaparece, y la mente comienza a cuestionarse: «Fue una especie de ilusión?»; «¿Podré llevar una vida de fe?»; «¿Qué pensarán de mí mis amigos?»... La forma más común y perniciosa de desolación es la culpa persistente, de la que ya hemos hablado anteriormente. Un modo rápido de detectar la desolación consiste en preguntarse: «¿Dónde está el centro de mi atención: en mí o en Dios?». Nuestros sentimientos subjetivos no son malos ni buenos en sí mismos. No hay nada de malo, por ejemplo, en experimentar nuestra debilidad, aunque puede resultar muy desagradable; ni en sentir que estamos separados de Dios, fuera de contacto con nosotros mismos y con los demás, que no amamos ni somos amados. La bondad y la maldad son aplicables, no a estos estados internos, sino únicamente a nuestras reacciones ante ellos. Es respecto de los juicios y las decisiones que siguen a estos estados de ánimo como podemos actuar, o bien creativamente, actuando contra el estado de ánimo, o bien destructivamente, cooperando con él. Los sentimientos de separación de Dios y de los demás tenderán a hacernos centrar la atención en nosotros mismos, con exclusión de Dios y de los demás, produciendo pensamientos sombríos llenos de desesperación. En la consolación, cuando experimentamos un aumento de fe, esperanza y amor, nuestra atención se centrará más en la bondad de Dios, lo que nos mostrará nuestra pecaminosidad más claramente, pero de modo que sabremos que somos aceptados por Dios con todos nuestros defectos, y ello nos proporcionará esperanza y confianza. La cuarta directriz no dice que no debamos tomar nunca una decisión en tiempo de desolación, sino que no debemos desdecirnos de decisiones tomadas en tiempo de consolación. La desolación es un tiempo de decisiones que nos llevan en dirección opuesta a la dinámica de la desolación; de ahí la importancia de insistir en la oración y salir más hacia los demás; etc. Yo he conocido a muchas personas que han tomado las decisiones más importantes de su vida después de periodos de desolación, porque actuaban contra la desolación y dedicaban tiempo a examinar sus causas. Sus decisiones no brotaban de la desolación misma, sino del hecho de oponerse a su dinámica permaneciendo en las decisiones tomadas en tiempo de consolación, oponiéndose a la dinámica de la desolación y examinando sus causas. Al examinar las causas de la desolación, una de las primeras preguntas que hemos de hacernos es si el estado de ánimo no está causado por el cansancio, físico o mental. Dios es un Dios de ternura y compasión. Si en lugar de abandonar la oración cuando nos aflige 134

la desolación, mostramos nuestro estado de ánimo a Dios, Él nos instruirá para que empecemos a saber que hay un tiempo de descanso y un tiempo de trabajo, un tiempo de oración y un tiempo de ocio. Si la desolación no está causada por el cansancio, entonces descansar o recrearnos no la modificará, y deberemos buscar otras causas. ¿Tiene la desolación alguna conexión con la depresión? Esta pregunta es importante y difícil, y responderla cae fuera de mi ámbito de competencia; no obstante, ofreceré unas observaciones y unas conclusiones provisionales basadas en mi limitada experiencia de trabajo con algunas personas que sufrían depresión severa. Una persona deprimida que es también creyente cristiana puede sufrir más severamente que un no creyente, si la depresión afecta hasta tal punto a su mente y a su corazón que se convence de estar aislada no solo de sí misma y de los demás, sino también de Dios, fuente de toda esperanza. Pero si puede analizar este terrible dolor, el dolor mismo puede llevarla a liberarse de él. Puede ser necesaria la medicación como medida temporal, pero la toma constante de medicamentos puede amortiguar tanto sus sentimientos que a la víctima se le corte su vía de escape. La contemplación imaginativa de los milagros de sanación del evangelio puede revelar en algunos creyentes una causa raíz de la depresión. La revelación puede ser muy dolorosa, porque el creyente comienza a ver la profundidad de la increencia y las falsas premisas que le han mantenido encerrado en la depresión, es decir, que sus problemas personales no solo son mayores que los de los demás, sino que están más allá del poder de Dios. Una vez que la persona deprimida ha reconocido que el poder de Dios es siempre mayor y que no hay oscuridad ni sentimiento de culpa que Dios no pueda vencer, la depresión puede comenzar a aliviarse y a dejar de gozar de un dominio tan total y absoluto. Del mismo modo que hemos distinguido anteriormente entre consolación y desolación, mostrando que la consolación puede estar operativa en el dolor, así como en los sentimientos agradables, también, creo yo, la consolación y la desolación pueden estar operativas en un estado de depresión. Mis pruebas para corroborar mi afirmación son mi experiencia personal, porque yo he conocido la depresión que mueve hacia Dios, así como la depresión que aparta de Él. La distinción entre los dos estados, ambos desagradables, radica en la respuesta a la pregunta «¿Adónde me lleva este estado de ánimo? ¿Me lleva a encontrar a Dios en las profundidades de mi ser como mi única roca, refugio y fortaleza, o me lleva a una preocupación que me aprisiona en mi oscuridad, a un aislamiento terrorífico que me separa, encerrándome tras unos muros a prueba de fe, 135

esperanza y amor?». Otra directriz para tiempos de desolación: 5. En tiempo de desolación, recuerda dos cosas: i.Que la desolación pasará. ii.Que si puedes mantener el centro de tu atención en Dios, aun cuando no tengas experiencia de su presencia, Él te instruirá a través de la desolación. Dios está, como si dijéramos, arrebatándote tus falsas seguridades, revelándose a ti en tu vacío interior, a fin de poder llenarte y poseerte. La desolación es dolorosa; pero si podemos permanecer firmes mientras dure, es decir, sin desdecirnos de decisiones tomadas en tiempo de consolación, entonces el efecto de la desolación, tendente en sí mismo a ser destructivo, se vuelve vivificante. Si nos imaginamos en manos de Dios como la ar cilla en manos del alfarero (imagen empleada por Jeremías e Isaías), entonces podremos ver la desolación como una transformación de la arcilla, a fin de hacer con ella una vasija que pueda contener agua vivificante, cosa que, como arcilla informe, no puede hacer. La desolación, por así decirlo, nos vacía para que podamos recibir más. En el momento, el proceso se percibe simplemente como doloroso; pero cuando ha terminado, tomamos conciencia de nuevas áreas de sentimiento y percepción dentro de nosotros. Una vez experimentado el dolor interior, podemos percibirlo mejor en los demás y valoramos mucho más los dones que hemos recibido. También descubrimos en el dolor una fortaleza interior más profunda, de la que antes no éramos conscientes. Empezamos a entender de manera nueva el significado de Cristo, luz de nuestra oscuridad, y el significado de su Pasión, porque él ha descendido a nuestro dolor, oscuridad y muerte, y ha resucitado. Por tanto, no hay experiencia, por profunda que sea, en la que el poder rescatador de Dios no esté también presente. Hasta aquí hemos visto directrices para manejar la desolación. La sexta directriz es para manejar la consolación: 6 En tiempo de consolación, ¡saquémosle a esta el máximo provecho! Reconozcámosla como un don libremente entregado para revelar una verdad más profunda de nuestra existencia, es decir, que vivimos siempre envueltos por la bondad y la fidelidad de Dios. En consolación se tiene experiencia de ello, se consigue un atisbo de esta verdad. ¡Que esta verdad sea el ancla de nuestra esperanza en tiempo de desolación! 136

Al experimentar sentimientos de paz, tranquilidad, gozo y deleite - ya sea en la oración o fuera de ella-, aceptémolos y mostremos nuestro agradecimiento a Dios. Son dones libremente entregados, sin ningún mérito por nuestra parte, que debemos disfrutar y apreciar. Son atisbos en nuestra consciencia de la verdad que impregna cada partícula de nuestro ser: que vivimos, nos movemos y existimos envueltos por la bondad de Dios. Más adelante examinaremos de nuevo la consolación y haremos ulteriores distinciones, pero por el momento aceptemos cualquier consolación con gratitud y confianza en que, si esos sentimientos brotasen de un elemento destructivo dentro de nosotros, entonces Dios nos lo haría ver con claridad. El peor error que podemos cometer es vivir sospechando constantemente que cualquier cosa buena que nos suceda debe ser mala o una ilusión. Esta desconfianza, si persistimos en ella, sofoca la acción de Dios. Vivir en Dios es disfrutar, como un estado normal, de amor, gozo, paz, paciencia, fortaleza y confianza. Una razón por la que la mayoría de nosotros experimentamos alternativamente la consolación y la desolación es que nuestra mente tiene múltiples estratos de conciencia. En un determinado estrato de conciencia puedo estar lleno de fe en que todo poder pertenece a Dios y que sin Dios no puedo hacer nada. Después mi seguridad se ve amenazada de algún modo, y alcanzo un estrato de conciencia más profundo, en el que mi fe no ha penetrado y en el que he estado viviendo en un estado de ateísmo inconsciente. Este momento de crisis es una invitación a crecer en la fe. Puedo aceptar la invitación y vivir durante unos años en este estrato más profundo. Después ocurre otra crisis y tomo conciencia de un estrato aún más profundo de ateísmo dentro de mí. En nuestro viaje hacia Dios, procedemos como esos pequeños pájaros que vuelan haciendo bucles. Siempre parecen estar a punto de caer, pero la caída en su vuelo parece impulsarlos hacia adelante. Un tema que recorre constantemente este libro es que «la respuesta está en el dolor». Tememos todo cuanto nos causa dolor y tratamos de escapar de ello; pero al escapar nos alejamos de la respuesta, y por eso otra directriz útil para aprender a interpretar nuestros estados de ánimo es: 7. Afronta los temores que experimentas. En lenguaje jungiano, «afronta tu sombra». El miedo, como la culpa, es una reacción humana sana ante el peligro; pero si nos negamos a afrontarlo, no podremos descubrir el peligro que nos amenaza. Si nos negamos a afrontar el miedo, este puede convertirse en un tirano implacable que invada y envenene todos los aspectos de nuestra vida. Una vez afrontados, los miedos suelen resultar ilusorios, como lo ilustra perfectamente un sueño 137

que me contaron estando yo dando Ejercicios Espirituales. Llamaré «Tom» a la persona en cuestión. Comenzó como una pesadilla. Tom estaba en una jungla tenebrosa, solo y desarmado, pero había unas figuras amenazadoras acechando en las sombras. Sabía que la localidad se llamaba «Recife», aunque en el momento del sueño Tom no tenía ni idea de dónde se encontraba «Recife». Como no podía defenderse, decidió tratar de hacer amistad con las figuras amenazadoras, algunas de las cuales se desvanecieron, mientras que otras se mostraron amistosas y le protegieron el resto de su viaje. Más adelante, reflexionando sobre el sueño, vio el juego de palabras con la palabra «Recife», que le estaba diciendo «Recibe» esas cosas de tu vida a las que temes y hazte amigo de ellas. Se puso a examinar los temores de su vida y descubrió que algunos se desvanecían, mientras que otros se convertían en fuente de fortaleza. Una de las frases más constantes del Antiguo y del Nuevo Testamento es «No temáis». Dios, en Cristo, ha vencido a todos los poderes del mal y la destrucción. Dios es el Dios de las sorpresas, que puede convertir incluso el mal que hemos hecho, o que nos ha sido hecho, en medio para nuestra salvación. La Iglesia oriental canta un hermoso poema que empieza con la palabra latina «Exsultet», que significa «Alégrate», e incluye la frase: «O felix culpa», que significa «Oh, feliz culpa», y prosigue explicando la razón: «Oh, necesario pecado de Adán que ganó para nosotros tan gran Redentor». Consolación y desolación Un modo muy bueno de afrontar nuestros temores consiste en revelárselos a alguien en quien podamos confiar y que nos escuche y nos acepte tal como somos. Una vez que se ha formulado el miedo con palabras y se le ha puesto nombre, ya no tiene poder sobre nosotros, como se demuestra día y noche en la obra de los Samaritanos, una organización de voluntarios que invita a las personas angustiadas y que sienten el deseo de suicidarse a telefonear en cualquier momento y hablar con alguien. Soy consciente de que este capítulo puede no haber sido de lectura fácil. Concluyo con una advertencia: deja que la consolación y la desolación lleguen cuando tengan que llegar y no incurras en una preocupación narcisista por tus estados de ánimo. Es característico de la consolación y la desolación que nos lleguen por sorpresa, porque son reacciones que surgen en nosotros y que quedan fuera del alcance inmediato de nuestra mente consciente. También es frecuente que no seamos inmediatamente conscientes de lo que está sucediendo en nosotros y que no identifiquemos el estado de ánimo de consolación/desolación hasta más adelante. Un buen ejemplo de ello es el relato de Lucas 138

sobre los dos discípulos que iban a Emaús. Mientras caminaban con el desconocido, no parecían ser conscientes de nada extraordinario, por lo absortos que estaban en sus sentimientos de pérdida. Posteriormente, cuando reconocieron a jesús en la fracción del pan, se dijeron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?». Al principio, conténtate con detectar las experiencias más obvias de consolación o desolación y no te sorprendas si parecen infrecuentes. Con la práctica, podrás detectar tus estados de ánimo más rápidamente. Cristo acogía a los pecadores y comía con ellos. Y nos acoge a nosotros y mora en nosotros. Nuestra morada no puede volver a ser la misma. Puede resultar ser un invitado difícil que tienda a tomar el control de todo, invadiendo nuestra privacidad y perturbando nuestros planes. Puede desbaratar nuestras relaciones, introducir a personas indeseables e ideas perturbadoras, y poner en riesgo nuestras propiedades, nuestro trabajo e incluso nuestra vida. No nos atreveremos a pedirle que se vaya, pero podemos relegarlo a un pequeño rincón de la casa que se puede cerrar con llave, y aliviamos nuestra conciencia decorando adecuadamente ese rincón, sin ahorrar gastos, y nos inclinamos o hacemos una genuflexión reverentemente al pasar, y proseguimos después nuestra vida normal, contentos de poder decir que es nuestro huésped, a la vez que nos aseguramos de que no interfiera, y lo reducimos a un jesús agradable, domesticado, consolador e inofensivo. El capítulo siguiente ilustra esta tendencia - común a todos nosotros - a domesticar a jesús. Ejercicios (No te sorprendas si al principio te resulta difícil comprender estas Reglas para el Discernimiento. Los ejercicios siguientes pueden ayudarte a reconocer estas reglas en tu propia experiencia). 1.Reviviendo tu propia experiencia, ¿puedes identificar algunos estados de ánimo o sentimientos que puedan calificarse de «consolación» o de «desolación»? 2.¿Puedes encontrar en tu experiencia ejemplos de las Reglas 4, 6o 7? 3.Trata de escribir tus propias Reglas para el Discernimiento basadas en tu propia experiencia.

139

140

«Tantum Religio potuit suadere malorum». «IA cuántos males ha podido inducir la religión!». -Lucrecio EN Francia y en Alemania hay enormes cementerios que contienen los restos mortales de centenares de miles de hombres que murieron en combate en alguna de las dos Guerras Mundiales. Tanto las tumbas alemanas como las de los aliados proclaman que murieron dando su vida «Pro Deo et Patria», «Por Dios y por la Patria». Todos cuantos dieron su vida merecen nuestro respeto, pero no puede ser voluntad de Dios que nos matemos los unos a los otros. Los submarinos nucleares, construidos para la seguridad nacional y, por lo tanto, «Pro Patria», con suficiente poder de destrucción para aniquilar ciudades y mutilar a millones de personas, han recibido solemnes bendiciones para asegurar a quienes navegan en ellos y operan sus misiles que actúan «Pro Deo», además de «Pro Patria». El pecado es la negativa a dejar a Dios ser Dios, y esta negativa es tan profunda en nosotros que incluso utilizamos el nombre de Dios para justificar nuestro egoísmo y la opresión y destrucción que causamos creyendo actuar rectamente. En el capítulo anterior veíamos algunas directrices básicas para ayudarnos a distinguir la acción creativa de Dios en nuestra vida de la acción destructora del mal en nosotros. En este capítulo y en los siguientes examinaremos más detenidamente esta cuestión. Cristo murió, resucitó de entre los muertos y es ahora Señor de toda la creación. Nuestra identidad real está en él. «El Espíritu de Dios - dice Pablo-, que vivió en Jesús y lo resucitó de entre los muertos, vive ahora en nosotros», y por eso ora para que a los efesios... «... os conceda, por la riqueza de su gloria, fortaleceros interiormente, mediante la acción de su Espíritu; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede todo conocimiento, y os llenéis de toda la plenitud de Dios». -Ef 3,16-19 141

Cada uno de nosotros «esta tarea tiene que hacer: dejar que se transparente toda la gloria de Dios». Pero sentimos la tentación de ocupar el lugar de Dios, «ser como dioses» y emplear a Cristo para justificar nuestra codicia, nuestra falta de valor y nuestra hipocresía. Si Cristo se apareciera hoy en carne y hueso, ¿cómo lo recibiríamos? El resto de este capítulo es un ejercicio imaginativo en respuesta a esta pregunta. Aunque está escrito como una especie de alivio después del pesado capítulo anterior, tiene un propósito serio: ayudarnos a ver algunos de los sutiles modos en que nuestro «sentido común», nuestra respetabilidad y nuestro condicionamiento religioso pueden impedirnos ver la verdad de Cristo, de manera que no lo reconozcamos viviendo y amando en los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No hay que tomar en serio determinados embellecimientos de la historia del evangelio incluidos en este capítulo. No hay que creer, por ejemplo, que haya que eliminar de la parte de atrás de las iglesias todos los puestos donde se venden libros, estampas y demás. Una vez leído el capítulo, espero que el lector adopte la idea y escriba algo propio sobre su jesús del Evangelio y la recepción de que probablemente sería objeto hoy en su Iglesia. Imaginar a jesús reapareciéndose hoy Imagino que soy un párroco de Irlanda del Norte, lugar elegido porque de algún modo refleja los feroces conflictos religiosos y políticos que dividían Palestina en tiempos de Cristo. El párroco está exasperado por el comportamiento de un fiel de la parroquia que ha solicitado su admisión en seminarios y casas religiosas del Reino Unido como candidato al sacerdocio. Los obispos y los superiores religiosos de Inglaterra, Escocia y Gales han escrito al párroco pidiéndole referencias del candidato. El párroco, sobrecargado de trabajo, ha enviado una breve respuesta declarando al hombre totalmente inadecuado. Muchos han escrito de nuevo pidiendo una referencia más amplia. En respuesta, el párroco ha enviado la siguiente circular: A los excelentísimos y reverendísimos señores obispos, abades y provinciales de Inglaterra, Gales y Escocia Reverendos y amados hermanos en Cristo: Les ruego me perdonen por enviarles una carta circular, pero lo hago con la esperanza de que el breve tiempo que requiere su lectura pueda ahorrar a sus reverencias tiempo, dinero y muy posibles problemas en sus seminarios y noviciados. 142

Un hombre joven, E.Manuel, de treinta y tres años de edad, miembro de esta parroquia, ha escrito ya a algunos de ustedes, y puede que lo haga también al resto, solicitando ser aceptado en su diócesis, orden o congregación religiosa. Algunos de ustedes me han pedido que proporcione referencias. Yo he respondido diciendo simplemente que no le considero un candidato adecuado, obligado a ser breve por caridad, y también por exceso de trabajo. Algunos me han pedido un informe más detallado. Aunque valoro debidamente el deseo de sus reverencias de ser justos con este hombre, al tiempo que fomentan cualquier signo de vocación sacerdotal, desgraciadamente no dispongo del tiempo para escribir cartas del que sí goza el señor Manuel, que no trabaja. Además de mis gravosos deberes parroquiales, el excelentísimo señor obispo me ha pedido que me haga cargo del tribunal matrimonial de la diócesis, sucediendo a monseñor Colquhoun, que sufrió un ataque al corazón hace dos años a raíz de un encuentro con el señor Manuel. También me encuentro sin ama de llaves, por razones que explicaré más adelante. Mi conocimiento personal del señor Manuel se limita a unos escasos y breves encuentros. Cuando llegué a esta parroquia hace tres años, el señor Manuel ya se había marchado de su casa, y solo vuelve de tarde en tarde, gracias a Dios. No obstante, he hablado largo y tendido con personas que lo conocen bien, y en particular con el nuevo contable de la parroquia, un joven brillante y ambicioso que estuvo en otro tiempo relacionado con el señor Manuel. Los padres de Manuel (su padre falleció hace unos años) llegaron a la parroquia hace más de veinticinco años. Hay quien dice que eran quincalleros, rumor que se hace más creíble por el subsiguiente vagabundeo de su hijo... y por su madre, una mujer singularmente silenciosa, característica no inhabitual entre los «quinquis», que ya no andan por los caminos. Los más próximos a la familia sostienen que el difunto señor Manuel no era, de hecho, el padre del niño. Yo soy aún lo bas tante anticuado como para pensar que un hecho así puede ser importante. Al principio de su adolescencia, E.Manuel desapareció estando de vacaciones con sus padres y estuvo tres días perdido. Como sus reverencias saben sin duda, las desapariciones inexplicadas a temprana edad suelen ser indicio de desequilibrio mental. Cuando lo encontraron y le interrogaron, el niño afirmó que había estado ocupándose de los asuntos de su padre. Esto, por supuesto, podría explicarse porque hubiera descubierto su nacimiento ilegítimo; pero algunos de sus familiares hacen de ello una interpretación 143

más siniestra y están convencidos de que está poseído. No ha tenido una verdadera educación formal y fue aprendiz de su padre, que era carpintero. En su juventud le dio por vagabundear por su cuenta, y estaba extrañamente silencioso una gran parte del tiempo; pero está también dotado de una capacidad de oratoria y un encanto que engaña fácilmente a los incautos, que abundan en esta parte del mundo. Hace tres años dejó el trabajo y se lanzó a los caminos, volviendo ocasionalmente, a veces solo, pero más a menudo con un repulsivo grupo de compañeros que incluye, además de a gentes simples, a algunos notorios personajes violentos y extorsionistas, así como a algunas prostitutas. Una vez más, es un hecho probado que a una persona puede catalogársela por sus amigos. Actualmente hay pendiente un caso en los tribunales, porque un granjero local ha denunciado al señor Manuel y a un lunático de la localidad por la destrucción de una gran piara de cerdos, a los que persiguieron hasta que se lanzaron al mar por un acantilado. Sin educación formal en ciencias sagradas ni seculares, Manuel se ha erigido en predicador religioso, haciendo afirmaciones teológicas acerca de sí mismo y de Dios que causarían alarma incluso en la costa oeste de los Estados Unidos. Con ese espíritu estúpidamente permisivo que ha infectado a algunos sectores de la Iglesia en los últimos veinte años, una reu nión conjunta de la Unión de Madres Católicas y de los Caballeros de san Columba, a la vista de la influencia que ejercía Manuel en algunos sectores de la comunidad, le invitaron a dirigirse a ellos. Sus palabras constituyeron una saludable advertencia contra esa permisividad, porque aseguró a los presentes que los criminales y las prostitutas entrarían en el reino de los cielos antes que ellos. Un consejo de una parroquia muy tolerante le invitó también a hablar, y tuvo suerte de escapar con vida al final de su discurso. Sus provocativos comentarios sugiriendo que protestantes y paganos estaban más cerca de Dios que ellos causaron un alboroto y una escena sumamente desagradable. Dejo que sus reverencias juzguen por sí mismos la clase de espíritu que debe de tener un hombre que puede causar tal ira y escándalo dirigiéndose a gente religiosa. Cuando yo llegué a la parroquia, como había escuchado historias de los hechos del señor Manuel y quería juzgar por mí mismo, le invité, aunque sin sus compañeros, a cenar con una parte del clero local, incluido monseñor Colquhoun, nuestro principal moralista y anterior presidente del tribunal matrimonial. A su llegada, el señor Manuel fue 144

tratado por los clérigos allí reunidos con la cortesía apropiada. Apenas habíamos comenzado a comer, cuando una mujer de notoria reputación en la ciudad entró en el comedor sin decir siquiera «con su permiso», y procedió a desplegar su afecto con un despliegue de sentimentalismo e histeria de muy mal gusto. Los reunidos, como sus reverencias imaginarán, permanecieron en asombrado silencio. Manuel tuvo entonces la impertinencia de dirigirse a mí comparando desfavorablemente la bienvenida formal que los clérigos le habíamos dispensado con las efusiones lacrimosas de aquella mujer. Después cometió la temeridad de asegurar a la mujer que sus pecados eran perdonados... ¡porque creía en él! En aquel momento fue cuando monseñor Colquhoun partió y posteriormente sufrió un ataque al corazón. Como resultado de este gesto de amistad hacia Manuel, no solo he tenido que asumir las grandes responsabilidades de monseñor Colquhoun, sino que también he perdido a mi ama de llaves, a la cual, escandalizada por el incidente, no pude persuadirla de que yo no había invitado a la cena personalmente a aquella mujer; invitación, por otra parte, que tampoco le había hecho a ella en veinte años de devoto servicio. Manuel predica a la gente en campo abierto, ocasionalmente celebrando «picnics». Aunque no trabaja, parece capaz de encargar cantidades ingentes de comida, y en una ocasión, al menos, también bebida, y las dispensa liberalmente, de manera que sus encuentros tienen más que ver con fiestas que con celebraciones religiosas. Una vez tuvo la impertinencia de ofrecer a los presbíteros la comida que había sobrado. Como no estaba del todo convencido de que no fuera comida robada, se la pasé al Ejército de Salvación en un gesto ecuménico, después de consultar con el moralista de la diócesis. Cuando predica, su facilidad de palabra y su habilidad para construir frases de lo más convincentes hacen un daño incalculable a las mentes de los fieles más sencillos, socavando su vida religiosa y moral, así como su respeto por la autoridad del clero. Aunque el señor Manuel afirma no haber predicado nunca la desobediencia a la autoridad de la Iglesia, no parece posible esperar que un fiel obedezca con reverencia a quienes han sido etiquetados de «raza de víboras» y «sepulcros blanqueados». Se refiere a Dios Todopoderoso como «Papá»; un Papá que aparentemente pasa el tiempo en busca de quienes son como los amigos de Manuel: criminales y prostitutas. También dice que la obligación dominical es para provecho de las personas, no para cumplir las prescripciones de la ley, y ha producido un notable descenso en la observancia del domingo en todo el país. Políticamente, en la violenta, complicada y delicada situación que vivimos, es asombrosamente ingenuo. Parece no haber comprendido la necesidad de cohesión de los 145

católicos si queremos preservar nuestra fuerza común en esta tierra desgarrada por los problemas. Su inapropiadamente llamada «enseñanza» ignora las muy reales diferencias que separan a las denominaciones cristianas en esta parte del país, distrae la atención de la gente de los duros hechos de la teología moral y de las prescripciones del magisterio, centrando su atención en «Papá», que parece amar a todo el mundo, ¡con la posible excepción de aquellos de nosotros que somos responsables de la predicación, la enseñanza y la santificación de la Iglesia! Afirma no estar afiliado políticamente y denuncia toda forma de violencia, ya sea del ejército británico, del IRA o de la UDA; sin embargo, su enseñanza sobre «Papá», lejos de traer la paz, intensifica las divisiones, porque amenaza a todas las facciones. Hay quien sospecha que, a pesar de sus protestas, puede que albergue ambiciones políticas, porque se sabe que se reúne en secreto con algunos miembros prominentes de todos los grupos, un hecho que, cuando se haga público, pondrá en peligro su vida y la de otros. En nuestra delicada situación política, donde las palabras impulsivas e imprudentes pueden ser tan dañinas como las bombas, el señor Manuel es una especie de arsenal ambulante. Como tantas personas que afirman trabajar por la paz, E.Manuel es de temperamento violento. Recientemente hizo una escena fuera de la catedral, desmantelando el repositorio y volcando las mesas de los libros. Como es natural, el caso se denunció a la policía, y hay una orden de busca y captura, pero, por el momento, ha desaparecido. Lo más perturbador de todo es la creencia de que puede, de hecho, estar poseído. Algunos de sus familiares no vacilan en asegurarlo. Ciertamente, ha estado en relación con personas poseídas, tanto hombres como mujeres, algunas de las cuales son ahora seguidores suyos. También parece tener alguna clase de poderes sobrenaturales, lo que no es infrecuente entre los posesos. Puede que sea detenido en breve tiempo y que haya suficientes acusaciones contra él para mantenerlo fuera de circulación por mucho tiempo, pero tiene una astucia de serpiente y puede escapar del país para proseguir sus andanzas en otra parte. Me disculpo de nuevo con sus reverencias por la extensión de esta carta; pero, de no haberla escrito, algunos de ustedes, ante la actual escasez de vocaciones al sacerdocio, podrían habar perdido tiempo y dinero animando a este hombre, que puede parecer aparentemente razonable al principio, pero que tendría un efecto arrasador en un 146

seminario o una casa religiosa lo bastante imprudente como para aceptarlo. Suplicando que sus reverencias me recuerden en sus oraciones y asegurándoles las mías por un incremento de vocaciones dignas para su diócesis, orden o congregación, permanezco suyo atentísimo. P.Simon, Doctor en Teología y Párroco de Portinstorm Escribiendo esta carta y percibiendo algunos de los puntos débiles del P.Simon, empecé a reconocer algunos de los míos. Como todos somos susceptibles de autoengaño y tendemos a utilizar a Dios y a Cristo para justificar y apoyar nuestros mezquinos modos de pensar y de actuar, necesitamos los elementos crítico e institucional de la Iglesia como control de nuestro autoengaño; pero, en último término, es Cristo mismo nuestro maestro. Cristo es misterio. Nunca podemos poseer la verdad de Cristo; lo único que podemos suplicar es ser poseídos por él, su verdad y su amor, «que supera todo conocimiento». La contemplación imaginativa de escenas del evangelio es un modo magnífico de encontrar a Cristo vivo hoy en nuestro corazón. Cuando mora en nosotros, no es que deje mos entrar a jesús en nuestra vida, sino que le entregamos nuestra morada, porque es el Señor de todo y ama todo cuanto ha creado. Los dos capítulos siguientes ofrecen unas reflexiones sobre la vida, muerte y resurrección de Cristo, con la intención de animar al lector a contemplar al Cristo de los evangelios imaginativamente, a fin de poder encontrarle en su camino, que es el mejor y el único camino para él. Ejercicio Lee uno de los evangelios con detenimiento y después escribe una carta, un artículo o un breve relato describiendo a Cristo vivo hoy, cómo y por quién sería bienvenido, y cómo y por quién sería probablemente rechazado.

147

148

«Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en él». -Flp 3,8-9 CUANDO una persona comienza a emplear su imaginación en las escenas evangélicas, suele sorprenderse del Cristo con el que se encuentra. A algunas personas les parece mucho más normal de lo que esperaban; otras se extrañan o incluso les resulta chocante su figura, como le ocurrió al hombre que vio a Cristo gastando bromas y fabricando ruedas de carreta. La sorpresa puede ser indicio de que hemos encontrado al Cristo vivo, imagen del Dios de las sorpresas. San Juan escribe: «Vino a los suyos, y los suyos no le aceptaron» (Jn 1,11), porque no encajaba con sus expectativas de un Mesías glorioso y poderoso. Y el problema sigue presente: en la enseñanza cristiana hemos insistido tanto en la divinidad de Cristo que su humanidad se ve oscurecida, y por eso no lo reconocemos en nuestra humanidad o en la de otras personas. La Iglesia ha enseñado siempre que Cristo es perfectamente humano, al igual que divino, y que su divinidad no va en detrimento su humanidad en absoluto, sino que, por el contrario, la perfecciona. ¡jesús es un ser humano! De manera que la primera directriz para leer/contemplar el evangelio es ver a Cristo como un ser humano, limitado, que ha tenido que aprender quién es Dios, ha tenido que crecer en la fe a lo largo de su vida, ha experimentado emociones humanas como el amor y el gozo, el miedo y el terror, ha tenido gustos y aversiones, ha padecido el hambre, la sed y el cansancio, y ha sido tentado. Solo a través de su humanidad, y de la experiencia de la nuestra y de la de otras personas, podemos empezar a comprender el significado de su divinidad. Cristo se encuentra con nosotros allí donde estamos, en nuestra humanidad, no al margen de ella; y se revela, de manera sumamente íntima, como una presencia en nuestro vacío, un compañero vivo en el centro de nuestra soledad. Nuestra humanidad es preciosa: es en lo que Dios se convirtió. Esto nos lleva a una segunda directriz: jesús como nuestro auto-retrato 149

Cuando leemos acerca del Cristo del evangelio, estamos leyendo también acerca de nuestro auto-retrato, porque Cristo es lo que somos llamados a ser. «Dios se hizo hombre - en palabras de uno de los primeros Padres de la Iglesia - para que el hombre pudiera hacerse Dios». Cristo no es simple ni fundamentalmente un modelo de buen comportamiento que debamos imitar. Es la fuente de nuestra vida y el sentido de la misma, porque ser otro Cristo es el sentido de nuestra existencia. «El Espíritu de Aquel que resucitó a jesús de entre los muertos habita en vosotros» (Rm 8,11). Viéndolo en las escenas del evangelio, comenzamos a atisbar lo que Dios nos ha llamado a ser antes de que el mundo existiera: otros Cristos. Una directriz de la personalidad de jesús La tercera directriz constituye el resto de este capítulo y es un intento de encontrar la clave de la personalidad de Cristo. Retomando la analogía con que comenzaba el libro, el campo en el que está escondido el tesoro es nuestra vida, y el tesoro es nuestro yo interior, nuestro yo-Cristo. La Iglesia, ante todo a través de la Escritura, y también a través de su interpretación de la misma, dirige nuestra atención hacia Cristo, pero su papel es como el de la persona que nos dice dónde excavar en el campo y después nos muestra la caja fuerte que contiene el tesoro. Dado que el tesoro está en nuestro yo interior, al que solo nosotros tenemos acceso, ni la Iglesia ni nadie en ella puede abrir el tesoro por nosotros. Es como si cada uno de nosotros tuviera su propio número de tarjeta de crédito, que solo Cristo puede decirnos. Por eso la oración no es un extra opcional para el cristiano más devoto, sino que es la esencia de la vida cristiana. Sin la oración en la Iglesia, sin poner el acento en el elemento místico, nos volvemos una especie de avaros, ferozmente celosos de nuestro cofre del tesoro, contentos de poseerlo, pero sin disfrutarlo nunca. El contenido podría consistir en huesos viejos o gusanos. Y nosotros lo guardamos, lo atesoramos, lo defendemos por todos los medios, debidos o indebidos, no porque sintamos un aprecio personal por su contenido, sino porque hemos sido condicionados para creer que nuestra vida depende de guardar este cofre del tesoro, pero nunca se nos ha dicho que examinemos su contenido, ni nosotros hemos sentido la necesidad de hacerlo. Esta actitud es la causa originaria de la división en la Iglesia y entre las Iglesias. Cristo se convierte en una etiqueta que pegamos al absurdo de nuestra vida, a nuestra codicia y nuestra ansia de poder, al culto a nuestra comodidad y nuestro engreimiento. Cuando ponemos en cuestión o criticamos, agitamos nuestro Cristoetiqueta ante nuestros oponentes, los calificamos de no ortodoxos, de heréticos y de riesgo para nuestro destino eterno, amenazándolos y, si lo consideramos necesario para nuestra defensa y la de Dios, asesinándolos. Las verdaderas divisiones hoy en la Iglesia 150

no son divisiones entre denominaciones cristianas, sino entre, por una parte, los cristianos que han abierto el tesoro y viven la vida que este ofrece y, por otra, los cristianos que siguen aún sentados sobre unas cajas cerradas, alarmados y atemorizados, condenando a quienes muestran signos de una nueva vida en Cristo. Guardarse de la idolatría Esta tercera directriz no puede abrir el tesoro por nosotros, pero sí puede preservarnos del peligro del culto a los ídolos de nuestra propia creación a los que ponemos la etiqueta «Cristo». La directriz es la relación de Cristo con su Padre, porque es esta relación la que da unidad y coherencia a su vida y enseñanza y, por tanto, da unidad y coherencia también a nuestra vida. Las únicas palabras recogidas en los evangelios como dichas por Cristo en los primeros treinta años de su vida se encuentran en el relato que hace Lucas del encuentro de jesús con sus padres después de haber estado perdido durante tres días: «¿No sabíais que tengo que ocuparme de los asuntos de mi Padre?» (Lc 3,49). Y entre sus últimas frases están: «Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42); y cuando estaba muriendo en la cruz: «"Padre, en tus manos pongo mi espíritu". Y, dicho esto, expiró» (Lc 23,46). Las primeras palabras de Cristo recogidas por Marcos son: «El Reino de Dios está cerca», y «el Reino» significa el reinado de su Padre. La percepción de Cristo de su mundo, su modo de actuar y de reaccionar, la enseñanza que imparte...: todo está im pregnado de su relación con su Padre. El conocimiento de su Padre impregna su ser como la levadura afecta a todo el pan, como la sal sazona la comida, como la luz penetra en la oscuridad. Todo cuanto ven sus ojos, ya sean los gorriones, los lirios del campo, las cosechas que son sembradas o recogidas, las ovejas que son pastoreadas, el fruto de los árboles, el paisaje, el color y la forma de las nubes, los rasgos de los rostros, las vestimentas, los convencionalismos sociales, el mundo de la economía o de la política...: todo lo ve en relación con su Padre. La relación de jesús con su Padre ¿Cómo ve jesús a su Padre? Podemos empezar a responder examinando las parábolas que emplea, porque las parábolas revelan su modo de mirar y evaluar. Una de las imágenes favoritas de jesús del reino de su Padre es un banquete, 151

concretamente la celebración de una boda. Cuando los invitados originales se niegan a ir, el rey envía a sus sirvientes a recorrer las calles e invitar a cuantos encuentren, «buenos y malos por igual». En el evangelio de Lucas, los sirvientes llevan a los pobres, los lisiados, los ciegos y los cojos. Pero el rey aún no está satisfecho, de modo que dice a su sirviente: «Sal a los caminos y cercas, y obliga a entrar hasta que se llene mi casa». El Padre es presentado como un Dios de bondad desbordante, cuyo único deseo es compartir cuanto tiene con el máximo número de personas posible. Las únicas personas que incurren en la ira de Dios tal como es descrito en las parábolas son quienes se niegan a aceptar la bondad de Dios o impiden que otras personas la acepten. En la parábola de los dos hijos, el Padre es presentado como desatinadamente espléndido con el hijo pródigo, más pródigo incluso que el joven. Habría mostrado una admirable ge nerosidad si hubiera aceptado a su hijo de nuevo en casa después de deshonrar a la familia; otear el horizonte esperando el retorno del hijo, salir precipitadamente a su encuentro en cuanto está a la vista, abrazarlo, vestirlo con sandalias, un manto y un anillo, y después matar un preciado ternero y hacer una fiesta es un tanto excesivo, y nosotros, prudentes, mesurados y bien controlados, educados según el principio de Aristóteles de que «en el medio está la virtud», podemos simpatizar totalmente con el sobrio y trabajador hermano mayor. Ante la indignación de su hijo mayor, el Padre sigue siendo espléndido al decirle: «todo lo que tengo es tuyo». También hay una desatinada prodigalidad en el Padre que es presentado dejando a noventa y nueve ovejas para salir a buscar a la que se ha perdido; desatino que en la Iglesia a menudo corregimos centrando nuestra atención y nuestras energías en la que está a salvo ¡y prescindiendo de las noventa y nueve! El Padre es también presentado como económicamente imprudente, perdonando al deudor que le debe diez mil talentos - una fortuna de muchos millones de euros, en nuestros términos - sin dudarlo un momento, pero indignándose con el mismo deudor cuando trata de sacarle a otro una ínfima suma. La ira del Padre está reservada para los mezquinos y miserables, como este deudor extorsionador, o como el rico Epulón, que come hasta saciarse mientras Lázaro muere de hambre a su puerta. El Padre es tan descuidado con el dinero que podría ser acusado de cooperar con la corrupción, como en la parábola del administrador infiel, que, viendo que está metido en problemas, para asegurarse algunos amigos falsea las cuentas en favor de los deudores del rey, ¡y el rey le alaba por su falta de honradez! Paga a los trabajadores de última hora lo mismo que a los que han trabajado todo el día, y parece oponerse a la prudencia en materia económica. El 152

administrador prudente, que guarda a salvo e intacto su talento hasta el re greso de su señor, es condenado, mientras los otros dos administradores, que han asumido riesgos y producido más talentos, son alabados. En las parábolas, el Padre es presentado como espléndido, pródigo y algo insensato en sus criterios. ¡Su sistema de valores no le llevaría muy lejos en este mundo! Su manifestación en términos humanos, su Palabra, Jesús, muestra las mismas características espléndidas que el Padre. En Caná produce una cantidad de vino innecesariamente grande (unos seiscientos litros) y de una calidad innecesariamente alta para el final de la fiesta. Cuando da de comer a los cinco mil, sobran doce cestos llenos. Su despreocupación en materia de dinero es escandalosa y contribuirá a su caída final después de haber derribado las mesas de los cambistas y haberlos expulsado del Templo. Cristo es uno con su Padre; por lo tanto, no hay en él acepción de personas ni necesita el soporte del rango o el status. Su descripción de sí mismo como «el Hijo del Hombre» es, según algunos expertos, la traducción de «un hombre corriente» del lenguaje coloquial arameo. Su ser como hombre es reflejo del ser de Dios; por tanto, aunque en sí mismo es descrito mejor como «para el Padre», para nosotros aparece como «el hombre para los demás», porque la naturaleza de Dios es ser para nosotros. Esta característica esencial de Cristo se expresa con gran claridad en los relatos de la última Cena. Cristo, uno con el Padre, «... sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido». -Jn 13,2ss. Esta es la acción de Dios traducida a términos humanos: ¡el Dios que lava los pies! En esta acción, Cristo no solo está dando ejemplo de servicio, sino que está comunicando la vida misma de Dios. «Si no te lavo - dice a Pedro cuando este protesta-, no puedes tener nada en común conmigo». Pero la vida de Dios se nos da, como le fue dada a Cristo, para la vida de los demás. Por eso Cristo dice a sus amigos: «Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (13,14-15). En los otros relatos evangélicos de la última Cena, Cristo toma el pan, lo bendice y lo parte diciendo: «Tomad y comed: esto soy yo entregado por vosotros. Haced esto en 153

memoria mía». La vida del Padre, manifestada en el jesús humano, es una vida entregada por nosotros: «Todo lo que tengo es tuyo». «Haced esto en memoria mía» no es una instrucción para realizar un rito, sino un ruego para que permitamos que la vida de Cristo y, por tanto, del Padre - una vida que consiste en compartir-, se convierta en nuestra vida. Cuando la vida de Cristo eche raíces en nosotros, nuestra vida se transformará y, de ser una vida de autoprotección, cuidado personal y cultivo de nuestra persona, pasará a ser vida entregada por los demás, porque Dios, el Dios de la compasión, tomará posesión de nuestro ser. Cuando Jesús describe el juicio Final, los salvados son quienes viven la compasión de Dios: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber...» (Mt 25), y los perdidos son quienes carecen de compasión: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo». La ira de Dios La ira de Dios está reservada a quienes no practican la compasión, por más observantes y religiosamente escrupulosos que puedan ser. «Yo detesto, aborrezco vuestras fiestas, no me aplacan vuestras solemnidades. Si me ofrecéis holocaustos... no me complazco en vuestras oblaciones... ¡Aparta de mí el ronroneo de tus canciones, no quiero oír la salmodia de tus arpas! ¡ Que fluya, sí, el derecho como agua y la justicia como arroyo perenne!». -Am 5,21-24 Y las duras palabras de Pablo dirigidas a quienes practican la observancia religiosa para alcanzar la salvación: «Una vez que habéis muerto con Cristo a los elementos del mundo, ¿por qué sujetaros, como si aún estuvierais en el mundo, a preceptos como "no toques", "no pruebes, "no acaricies", cosas todas destinadas a perecer con el uso y conforme a preceptos y doctrinas puramente humanos? Tales cosas tienen una apariencia de sabiduría por su piedad afectada, sus mortificaciones y su rigor con el cuerpo; pero sin valor alguno contra la insolencia de la carne». -Col 2,20-23 «La carne» en los textos de Pablo significa todas esas áreas de nuestro ser que se 154

resisten a Dios. Pablo, antes de su conversión, vivía una vida de estricta observancia de la ley y, por tanto, de gran ascetismo; pero posteriormente se habría descrito a sí mismo como alguien que había vivido una «vida de la carne». El Jesús del evangelio es el más amable de los hombres, está lleno de comprensión y compasión, pero también es el más intransigente. «No podéis servir a Dios y a Mammon» (Lc 16,13). «El que no está conmigo está contra mí» (Mt 12,30). En la tradición cristiana, la vida se ve como un combate entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre Dios y Mammon; un combate en el que todos, lo queramos o no, estamos inmersos y en el que no hay neutralidad posible. La vida de Dios es una vida de entrega, una vida para los demás; la vida de Mammon es lo opuesto: una vida de autopreservación a expensas de los demás. En la tradición cristiana, el espíritu de Mammon, el falso dios, se personifica en el Demonio o Satanás, llamado también Lucifer, que significa portador de la luz, porque se presenta bajo la apariencia de luz, es atractivo en apariencia y aparentemente razonable, pero es el «padre de la mentira», como le llama Juan. Lo importante en último término En los Ejercicios Espirituales, antes de empezar a contemplar a Cristo en su vida pública, Ignacio sitúa la «Meditación de las dos banderas», que considera tan importante que pide a la persona que haga los Ejercicios que dedique a esta meditación un día completo, haciéndola una vez durante una hora, y volviendo después sobre la misma meditación otras tres horas en distintos momentos del día. Las banderas son la bandera de Satanás y la bandera de Cristo, que Ignacio no propone como una opción, porque presume que el ejercitante ha elegido la bandera de Cristo, sino para hacernos ser más conscientes de los sutiles modos en que, bajo la apariencia de bien, Lucifer, al que Ignacio llama «enemigo de natura humana», realiza su destrucción en el mundo. Puede que al lector le desagrade esta terminología de Demonio/Satanás/Lucifer. Si es así, ignórela; pero lo que no podemos ignorar es la aterradora destructividad que puede infectar y poseer al espíritu humano. Puede entrar educada, convincente, respetable e incluso religiosamente, germinar silenciosa y pacíficamente durante un tiempo, y después irrumpir de pronto como salvajismo y destrucción. Hace unos años, caminaba yo en un hermoso día de mayo por Holy Loch, en Escocia, donde se encuentra la base de submarinos Polaris. En las tranquilas aguas se reflejaban las montañas y el cielo, y su superficie solo se veía ligeramente ondulada por 155

el periscopio de un submarino nuclear que pasaba en aquel momento por allí. Aquella escena reflejaba la realidad en la que todos vivimos: la realidad tanto exterior como interior a nosotros. En la superficie todo parecía hermoso y ordenado; bajo la superficie había poderes destructivos que pueden consumir poblaciones enteras con una bola de fuego abrasadora que tortura y mutila a los supervivientes y continuará haciendo lo mismo a generaciones que aún no han nacido. Los pequeños demonios de Ignacio de Loyola En su meditación de las «dos banderas», Ignacio proporciona una imagen del mal, representando a Lucifer sentado en un trono de fuego y humo en las llanuras de Babilonia y rodeado de pequeños demonios a los que envía por todo el mundo, «no dejando provincias, lugares, estados ni personas algunas». Los pequeños demonios son instruidos para atrapar a todos los seres humanos en tres estadios: enseñarles a codiciar riquezas, llevándolos así a amar los honores de este mundo hasta que se vean atrapados en la prisión de su orgullo. Las riquezas no son malas en sí mismas, ni tampoco los honores, la posición social ni el status. En sí mismas, estas cosas son buenas y pueden utilizarse para alabanza, reverencia y servicio de Dios. Pero las riquezas son para compartirlas, no para acumularlas, y el honor y el poder son para mayor servicio de los demás, no para aumentar un falso sentido de la importancia personal. Las riquezas y los honores pueden convertirse en ídolos, en nuestro Mammon, de manera que nuestra vida gire en torno a nuestro saldo bancario, ya sea positivo o negativo, o en torno a la estima (o la falta de estima) en que imaginamos ser tenidos. Como individuos, como Iglesia y como nación debemos reflexionar sobre la verdad de esta representación de la bandera de Satanás, y por qué es llamado «enemigo de nuestra humana natura». Las riquezas de la tierra son una bendición. La destructividad aparece cuando se convierten en un ídolo, de manera que nos valoramos a nosotros mismos y a otras personas, no por nuestro valor intrínseco, sino por nuestro valor de mercado. Todos somos dignos de honores, y mucho más de lo que pensamos. No son las riquezas ni los honores los que son malos, sino nuestro modo de utilizarlos. No nos honramos mutuamente porque no nos valoramos ni nos queremos unos a otros por lo que somos, imágenes de Dios, sino que valoramos a las personas por lo que tienen y por el poder que pueden ejercer. Por consiguiente, quienes no tienen riquezas ni honores se ven devaluados, son considerados sin valor y, a no ser que posean una gran fortaleza 156

interior, llegan a verse a sí mismos como carentes de valor. Entre los desempleados británicos se da hoy una elevada tasa de suicidios. Los ricos se precian de su riqueza, y los poderosos se complacen en su status, lo que sirve para devaluar su verdadero valor. Como individuos y como nación, podemos enamorarnos de nuestras riquezas y de nuestro prestigio hasta el punto de aferrarnos a ellos como a la vida misma, hacer lo que sea para asegurarlos, incluido el asesinato en masa, y correr el riesgo de aniquilación. El espíritu del mal es llamado con gran acierto «padre de la mentira» y «enemigo de nuestra humana natura». El significado de «mammon» «Mammon» y «riquezas» no significan únicamente dinero y posesiones materiales, sino cualquier ídolo de nuestra vida, cualquier cosa creada que se convierta en centro de nuestra alabanza, reverencia y servicio. Mammon puede ser una ideo logía o cualquier «ismo» al que permitamos adueñarse de nosotros. Mammon puede ser el patriotismo, el culto exacerbado al propio país, o puede ser también nuestro modo de practicar la religión, cuando nuestra dedicación a determinadas estructuras o formulaciones particulares del mensaje cristiano y nuestro intento de preservarlos en la forma con la que estamos familiarizados se vuelve para nosotros más importante que el culto y el servicio a Dios, el Dios del misterio y del amor, ante el cual todas las estructuras humanas deben ser provisionales. «El sábado está hecho para el hombre, no el hombre para el sábado», como dijo jesús a los fariseos. En la meditación de las «dos banderas», en contraste con Satanás en su trono de fuego y humo, Ignacio describe a Cristo en una llanura cercana a Jerusalén, rodeado de sus amigos, «en lugar humilde, hermoso y gracioso». A no ser que veamos a Cristo y su enseñanza como algo atractivo, como la respuesta a nuestros deseos más profundos, nunca le seguiremos de corazón. Solo mediante la fuerza de nuestra adhesión a él lograremos el desapego, la indiferencia a las riquezas y honores. Manifiesto de jesús Del mismo modo que describe a Satanás enviando a pequeños demonios por todo el mundo, Ignacio describe también a Cristo enviando a sus amigos a todos los seres humanos, «por todos estados y condiciones de personas», frase que recuerda la parábola de la fiesta de bodas, en la que el rey envía a sus sirvientes a los lugares más apartados para invitar a cuantos puedan encontrar, buenos y malos por igual. Han de ayudar a todas las personas atrayéndolas primero a suma pobreza espiritual, e incluso a pobreza 157

real, si es lo que Dios pide de ellas; y, en segundo lugar, a aceptar e incluso desear los insultos y el desprecio del mundo, porque ello les conducirá a la humildad, fuente de todas las demás virtudes. El significado de la «pobreza espiritual» A primera vista, el programa de Cristo de pobreza, insultos y menosprecio que conduce a la humildad no resulta demasiado atractivo. Pobreza espiritual significa una mente y un corazón que confíe en Dios como su roca, refugio y fortaleza y a quien nada en la creación pueda desviarlo de Dios. Pobreza espiritual es una frase que describe un aspecto de la relación de Cristo con el Padre, a saber, que estaba tan anclado y arraigado en la vida de su Padre que nada podía poseerlo: ni su deseo de tener («Haz que estas piedras se conviertan en pan»), ni su deseo de ser importante («Arrójate desde el pináculo del Templo»), ni su deseo de poder («Apodérate de los reinos del mundo»). San Pablo expresa su pobreza de espíritu con estas palabras a los filipenses: «Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en Aquel que me da fuerzas» (4,12-13). La pobreza espiritual es lo opuesto al apocamiento, la timidez, el desprecio personal o el servilismo. Es la posesión de todas las cosas en Cristo, a la vez que no es poseído uno por ninguna; es la capacidad de disfrutar de la creación de Dios sin verse atrapado por ella; es el descubrimiento de nuestra verdadera identidad, de que vivimos, en Cristo, la vida del Padre. La pobreza espiritual es libertad espiritual. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3). Esta primera bienaventuranza es un resumen del sermón de la montaña de Cristo, la esencia misma de su enseñanza. La pobreza física, si se entiende como la privación material impuesta a las personas contra su voluntad, no es un bien, sino un mal; por tanto, hay que oponerse a ella y vencerla. Las riquezas de este mundo son para beneficio de todos los seres humanos. La privación material de la mitad del mundo no se debe a que no haya suficientes alimentos y recursos, sino a su injusta distribución. El cristiano que no se esfuerza por ser espiritualmente pobre ha dejado de ser cristiano. Combatir la privación material y oponerse a todo cuanto contribuye a ella, ya sean nuestro egoísmo y nuestra codicia individuales, o nuestro egoísmo y nuestra codicia comunitarios, expresados en nuestros sistemas políticos y económicos, es propio de la naturaleza de la pobreza espiritual, porque es la actitud que permite que la bondad, la generosidad y la compasión de Dios 158

actúen en nosotros. El significado de la pobreza material Algunas personas son llamadas a renunciar a todo derecho legal a poseer bienes materiales, como signo de su completa confianza en Dios. Todos los miembros de las órdenes religiosas y de la mayoría de las congregaciones hacen voto de pobreza material, a fin de que sus miembros individuales no tengan derecho a posesiones personales, sino que todo cuanto posean lo posean en común. El problema es que la propiedad común a menudo proporciona al religioso individual una seguridad material que solo el rico individual puede disfrutar. Sin embargo, quienes tienen voto de pobreza material deberían ser las personas más eficaces a la hora de trabajar por el alivio de la privación material. Si no son los más eficaces, entonces es signo de que la pobreza material que profesan ya no es una expresión de pobreza espiritual y que, por tanto, ya no son cauce de la bondad, la generosidad y la compasión de Dios. Muchos cristianos se sienten llamados a experimentar la pobreza material en el sentido de privación material, no porque sea buena en sí misma, sino porque quieren ser uno con Cristo en los materialmente pobres. La pobreza material vo luntariamente asumida les introduce más profundamente en la vida de Cristo, que eligió ser pobre. En esta pobreza descubrimos nuevos valores y nuevas alegrías, en nosotros mismos y en los demás, que no pueden sernos quitadas, porque nuestro ser se está compartiendo, de manera que vivimos más la vida de Dios. En el mundo actual, donde abundan la injusticia y la opresión de los pobres, todos los cristianos estamos llamados a vivir más intensamente esta clase de pobreza. Por eso la Iglesia católica y muchas otras se han comprometido a hacer de los pobres, no de los poderosos e influyentes, su preocupación principal en su trabajo y en su ministerio. Distanciarse de las posesiones materiales es relativamente fácil. Mucho más difícil es ser espiritualmente pobre en lo que Ignacio llama «honores», que incluye todo cuando puede contribuir a un falso sentido de la importancia personal: la popularidad, el status en la sociedad, la salud física, la fuerza, la belleza, la inteligencia, las calificaciones, los logros, las ideas, incluidas nuestras ideas acerca de Dios y la espiritualidad... Una indicación de la tenacidad con que nos aferramos a los honores la ofrece el dolor que sentimos cuando todo lo que el «honor» representa es impugnado. Cuando somos dejados de lado o no debidamente apreciados, nos sentimos aplastados, porque nuestras seguridades más profundas son atacadas, y nuestro instinto de autopreservación aúna todas nuestras fuerzas para repeler ese ataque a lo que creemos que constituye nuestro 159

ser más íntimo. Pero lo que defendemos no es, de hecho, a nosotros mismos, sino nuestra falsa noción de nuestro valor y nuestro significado. Si el amor a las posesiones materiales, el deseo de tener, se compara a los muros de la tumba que construimos para nosotros mismos, el amor a nuestra importancia personal puede compararse a una especie de duras escamas que cubren nuestra piel, revistiéndonos firmemente a modo de armadura. Aunque es relativamente indoloro derribar los muros de nuestra tumba, arrancar las escamas es como arrancar el cuero cabelludo: una operación sumamente dolorosa. Una forma de saber si estamos recubiertos de escamas consiste en preguntarnos: «¿Qué acontecimientos de la vida me perturban más?». Si logramos localizar el dolor, podremos descubrir su origen. Si tengo pobreza de espíritu, puedo permitirme escuchar cuidadosamente y con interés las críticas personales ajenas. Tal vez tenga que reconocer que soy incompetente en mi trabajo, que tengo un temperamento muy susceptible, que no soy muy inteligente, sensible, fuerte, bello..., en comparación con las personas que me rodean. Estoy juzgándome y valorándome comparándome con otras personas. Si Dios es mi roca, mi refugio y mi fortaleza, entonces no tengo necesidad de estar a la defensiva, porque sé que Dios me acepta tal como soy, que soy precioso a sus ojos y que el poder de Dios es mayor que mi debilidad. A través de mis debilidades es como llego a conocer mi verdadera identidad y valor, llamado, antes de que el mundo existiera, a ser uno con el Dios en quien existen todas las cosas. Santa Catalina de Génova decía: «Podemos realmente saber por experiencia continua que el amor de Dios es nuestro reposo, nuestra alegría y nuestra vida, y que el falso amor personal no es sino una constante fatiga, tristeza y muerte en vida de nuestro verdadero yo»; con lo cual se hace eco de la exclamación de gozo de María: «Alaba mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava» (Lc 1,47). El significado de la humildad La pobreza espiritual lleva a la humildad, palabra interesante derivada del latín «humus», que significa «tierra». La humildad supone reconocer nuestra condición de criaturas, tener un verda dero sentido de la perspectiva, conocer nuestro valor como morada de Dios. La humildad es libertad respecto de toda forma de esclavitud interior; es capacidad de reír y deleitarnos en la creación de Dios, así como sentir su dolor. Es lo opuesto al servilismo, el apocamiento, el auto-odio y la docilidad infantil.

160

Esta, pues, es la tercera directriz para leer y contemplar al Cristo de los evangelios: que debe incluirse siempre la oración para lograr la pobreza de espíritu de Cristo, para que Dios nos conceda pobreza de espíritu y para que podamos abrir el tesoro que hay en nosotros. «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo» (Mt 13,31). El crecimiento del reino en nuestro corazón es lento. Lo importante no es el tamaño actual del grano de mostaza que hay dentro de nosotros, sino que le permitamos germinar. Dicho de otro modo, seguir orando por la pobreza de espíritu y no desanimarnos por lo que consideremos un pobre progreso. La preocupación por nuestro progreso espiritual es insana, es un signo de nuestro falso yo. Debemos aceptar nuestros fracasos reales o imaginarios como oportunidades para crecer en el conocimiento de la verdad de que Dios, y solo Dios, es nuestra roca, nuestro refugio y nuestra fortaleza. San Pablo escribe sobre el gozo que proporciona esta verdad: «Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39). Resumen del capítulo En este capítulo hemos considerado tres directrices para llegar a conocer a Cristo: en primer lugar, debemos contemplarlo en su humanidad, porque solo a través de su humanidad pode mos atisbar su divinidad; y en segundo lugar, cuando miramos al Cristo de los evangelios, debemos orar para reconocer en él nuestro auto-retrato, porque somos llamados a convertirnos en «otro Cristo». La mayor parte de este capítulo ha estado dedicada a la tercera directriz. Hemos reflexionado sobre la clave característica de la personalidad de Cristo, es decir, su relación con su Padre, manifestada, en el ámbito de sus relaciones humanas, en una vida caracterizada por el compartir, en una vida para los demás. Nosotros somos llamados a ese mismo modo de vida en nuestra relación con Dios y con los demás seres humanos. Cuando examinamos esta verdad, nos hacemos más conscientes del conflicto que hay en nosotros entre nuestra relación con Dios, expresada en una vida en la que compartimos y sentimos compasión por los demás seres humanos, y nuestra relación con Mammon. Hemos examinado este conflicto a la luz de la meditación de las dos banderas de Ignacio. Esto nos ha llevado a la tercera directriz, a saber, que cuando oremos a Cristo, deberemos orar para ser partícipes de su espíritu de pobreza, porque en la medida en que compartamos su espíritu de pobreza, empezaremos

161

a descubrir el tesoro que hay en nosotros: su presencia. En el próximo capítulo lo veremos presente en nosotros a través de su pasión y su resurrección. Ejercicio He aquí una pequeña selección de textos evangélicos adecuados para la contemplación imaginativa. Infancia y vida oculta Lucas 1,26-38 - El mensaje a María de que va a concebir un hijo. Cristo sigue viniendo a nacer en ti yen mí. Lucas 1,46-55 - María se complace en su pobreza: «Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador». Lucas 2,1-20 - El nacimiento de Cristo. Lucas 2,22-35 - Presentación de Jesús en el Templo, donde Simeón toma al niño en sus brazos y profetiza. La profecía sigue cumpliéndose en nosotros. Lucas 2,41-52 - Jesús hallado en el Templo. «Debo ocuparme de las cosas de mi Padre», lema de su vida y de la nuestra, que causa problemas incluso en la más perfecta de las familias. Vida pública Mateo 3,13-17 - Jesús deja su hogar para irse al Jordán. Camina con él. Jesús es bautizado. Nos sumimos en esa misma vida. Escucha al Padre diciéndote: «Tú eres mi amado». Mateo 4,1-11 - Jesús es tentado en el desierto. Sus tentaciones son también las nuestras. Juan 2,1-12 - El primer milagro en Caná. Lucas 4,16-30 - Jesús es primero bienvenido, y posteriormente rechazado, en Nazaret. Juan 1,35-51 - La llamada a los primeros discípulos. Lucas 5,1-11 - La llamada a Pedro.

162

Lucas 11,1-13 - Jesús en oración. Lucas 6,17-49 - Jesús predicando. Lucas 10,38-42 - Jesús con sus amigos; Marta y María. Juan 4,1-42 - Jesús y los marginados: con la mujer junto al pozo. Mateo 14,13-21 - Jesús da de comer a cinco mil personas. Mateo 12,22-33 - Jesús camina sobre las aguas. (Las aguas simbolizan todos los poderes del caos y la destrucción). Jesús dice. «¡Ánimo!, soy yo; no temáis». Sigue llamándonos a nosotros: «¡Ven!».

163

164

«Resucite en nosotros, amanezca en nuestra noche, sea oriente encrestado de púrpura»'. A muchas personas capaces de contemplar imaginativamente la vida de Cristo les resulta difícil contemplarlo en su pasión. La mente se les queda en blanco, o tienen que superar sentimientos de culpa, o les aflige una tristeza que linda con la desesperación. Su angustia puede tener diferentes razones: que tengan una falsa idea del significado de la pasión o que estén compartiendo la pasión de Cristo en un nivel más profundo que nunca con anterioridad. Al contemplar la pasión, como cualquier otro acontecimiento de los evangelios, sitúate en la escena como si estuviera sucediendo en este momento y te hallaras presente en ella. Permanece allí como si estuvieras viendo la escena por primera vez, a fin de ver a Cristo hombre, el hijo del carpintero de Nazaret. Imágenes deformadas de la pasión de jesús Del mismo modo que podemos tener falsas imágenes de Dios, viéndolo como el monstruoso y «querido tío George», también podemos aproximarnos a la pasión con ideas similarmente deformadas. De algunas predicaciones y enseñanzas sobre la pasión y la muerte de Cristo emerge una abominable imagen de Dios Padre, cuyo voraz apetito de venganza - llamado «justicia retributiva» - solo puede satisfacerse con la última gota de sangre de su Hijo, vertida en la agonía de la crucifixión. Aquellos a quienes se ha impuesto esta enseñanza concluyen que, si quieren ser aceptados por el Padre, deben aplacarlo con sus sufrimientos, y cuanto más sufran, tanto más feliz se sentirá el Padre. Ha habido todo un género de hagiografías que confirmaban esta imagen depravada de Dios, retratando a los santos como hombres y mujeres (y algún que otro niño) dedicados a autoinfligirse un intenso sufrimiento y que, no satisfechos con los sufrimientos que impone la vida normal, añadían otros tormentos ideados por ellos, flagelándose, revolcándose sobre agujas, recitando los salmos sobre agua helada, durmiendo poco y sobre el duro suelo y sometidos a una austera dieta de pan y agua. La falsa impresión consiste en que, cuanto más sufrimos, tanto más nos hacemos como Cristo y, por 165

consiguiente, tanto más complacemos al Padre. Las orientaciones para nuestro viaje por la vida pueden, pues, reducirse a una simple prescripción: «Haz tu vida tan difícil y dolorosa como te sea posible; cuanto más te niegues a ti mismo en todas las cosas, tanto más encontrarás a Dios». Fue esta clase de imagen de Dios y de Cristo la que se reveló en la imaginación de Fred cuando se imaginó a Cristo en Caná, sentado en una silla de alto respaldo, con túnica blanca, corona de espinas, un cetro en la mano y una mirada de desaprobación. Esta imagen de Dios y de Cristo no es una Buena Nueva, sino una pesadilla que no fortalece ni consuela, sino que debilita y aterroriza, no engendrando amor a Dios, sino inoculando en la psique una esquizofrenia religiosa. Esta noción deformada de la pasión diviniza el sufrimiento, que, en sí mismo, es un mal que hay que evitar. El sufrimiento no salva; su efecto, por lo general, es destructivo. Aceptar todo sufrimiento pasiva e indiscriminadamente, como si al hacerlo estuviéramos imitando a Cristo, puede ser una negación de Cristo. Si somos víctimas de la injusticia, la opresión y el engaño por parte de autoridades seculares o religiosas, el aceptarlos pasivamente y animar a otros a hacer lo mismo «por amor a Cristo» significa estar en connivencia con el mal, no resistirse a él. Los cristianos deben resistirse al mal con todas sus fuerzas, pero deben seguir tratando de amar a los malhechores, por difícil más que pueda resultar, y su resistencia, en mi opinión, nunca debe ser violenta. Al contemplar a Cristo hombre en su pasión, debemos rogarle que nos enseñe, a través de su humanidad y del dolor de la misma, quién es Dios. Dios manifiesta su naturaleza en los sufrimientos de Cristo. Por tanto, el Dios que me mantiene en el ser en este momento es un Dios que entra en mi dolor y en el dolor del mundo: «Se despojó de sí mismo, asumiendo la condición de esclavo por amor a nosotros» (c£ Flp 2,6-7). Por qué fue rechazado jesús y cómo reaccionó En su vida terrena, jesús vivió el amor de su Padre a toda la creación, manifestó la compasión y la ternura del Padre, su amor aun a la más mínima criatura y el odio y la ira que le provoca cualquier forma de injusticia y opresión. Como imagen de la bondad del Padre, Jesús se enfrentó y amenazó a aquellos cuya seguridad consistía en la opresión y la esclavización de los demás. Jesús vio la injusticia y el engaño practicados con los pobres e indefensos. Vio cómo el rostro de su Padre era enmasca rado mediante la multiplicación de normas y regulaciones triviales impuestas al pueblo por los dirigentes religiosos en nombre de Dios. Jesús no optó por sufrir estos abusos pasivamente, sino que desafió a los dirigentes y habló en su contra.

166

La oposición hacia él fue creciendo: la oposición del pecado de quienes no dejaban a Dios ser Dios. Dios, en Cristo, tenía poder para eliminar toda oposición. «¿Piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26,53). Dios, en Cristo, no elimina a los enemigos. Protesta contra su injusticia y su hipocresía y descubre su engaño, pero no se distancia de ellos. Dios, en Cristo, toma sobre sí el dolor de su pecaminosidad. Es como si todo el poder acumulado del mal, el odio, la codicia y la crueldad de la humanidad hubiera aunado sus fuerzas y se hubiera lanzado contra Dios, en Cristo. «Se hizo pecado por nosotros», dice Pablo. En Cristo, que es Dios, el pecado humano y la bondad de Dios se encuentran en la misma persona. Cristo absorbe el dolor en sí mismo y ora: «Padre, perdónalos». Cuando el pecado humano ha hecho lo peor, Dios, en Cristo, replica con la sangre y el agua de su costado traspasado. El amor de Dios es mayor que el odio humano y ha obtenido una victoria para siempre. Este es el triunfo y el gozo de la cruz. El mal ha sido afrontado, se le ha permitido hacer lo peor a Dios en la humanidad de Cristo, y Dios, en Cristo, transforma ese acto malvado en victoria mediante el amor. El Dios de la Pasión de jesús Cuando contemplamos a Cristo en su pasión, no recordamos simplemente un acontecimiento histórico ya concluido, sino que encontramos al Dios vivo, al Dios que entra en nuestra oscuridad, debilidad y pecaminosidad, en nuestro odio y nuestra desesperación, y puede transformarlos. Contemplamos el cuerpo destrozado de Cristo muerto para comprender la naturaleza de un Dios que nos mantiene en el ser, un Dios que nos sigue en nuestra oscuridad y destructividad y, entrando dentro de ellas y compartiéndolas, saca vida de nuestra muerte. Por tanto, podemos soportar nuestro sufrimiento sea cual sea su origen, ya se trate de una enfermedad física, de un duelo o del daño que nos hemos hecho a nosotros mismos o nos han infligido otros, o el dolor que experimentamos al dejar que la piedad, la compasión y el amor de Dios actúen en nosotros. En nuestro dolor, encontramos a Cristo en su pasión y reconocemos su presencia y su poder sanador sacando esperanza de nuestra desesperación. Contemplando el sufrimiento de Cristo en su pasión, la grandeza y la escala del mismo, nuestro sufrimiento puede parecer tan miserable en comparación que sintamos que no hay forma de poder participar en su pasión. Podemos ver con dolorosa claridad que la mayor parte de nuestro sufrimiento no se debe a que nuestra vida esté dedicada a promover el reino de Cristo, sino a la frustración por nuestro fracaso a la hora de edificar 167

nuestro propio reino de riqueza, honor y poder; se debe también a la consciencia de nuestra incompetencia, a sentimientos de inferioridad, debilidad física o torpeza mental, a ciertas dificultades que nos acarrea nuestro temperamento, a soledad, a incapacidad de amar o ser amado, en lo cual no hay gloria ni heroísmo alguno, sino tan solo una patética mediocridad. Dios, en Cristo, se encuentra con nosotros en nuestro dolor y nuestro sufrimiento, por más miserables y mediocres que podamos ser. Si tenemos la humildad de presentarle ese sufrimiento en la oración, nuestra debilidad y nuestra mediocridad se tornarán en causa de nuestra alegría, porque en nuestra debilidad encontraremos su fuerza: «Pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Co 12,10). El amor de Dios revelado en el sufrimiento de jesús El amor de Dios por nosotros y por toda la creación se revela en los sufrimientos de Cristo. Nosotros somos llamados a responder a este amor, no con un sufrimiento pasivo, sino permitiendo que el amor y la compasión de Dios y el hambre de justicia de Dios se manifiesten en nuestra vida. Si entramos en la pasión de Cristo, comenzamos a sentir el dolor de este mundo como Cristo lo sintió, y su Espíritu en acción en nosotros toma ese dolor, lo absorbe, y responde a él con perdón y amor. Nosotros habríamos preferido una clase distinta de Dios: un Dios que arrojara violentamente el dolor sobre quienes lo infligen, añadiendo un poco más para disuadirles de que vuelvan a causarlo. Pero «la locura divina es más sabia que los hombres, y la debilidad divina más fuerte que los hombres» (1 Co 1,25). No es infrecuente que las personas que contemplan la pasión, y que lo hacen sin ninguna idea preconcebida o distorsionada de su significado, experimenten aridez, desolación y oscuridad interior; una sensación de alejamiento de Dios y unas inquietantes tentaciones contra la fe, aunque hayan orado para estar con Cristo en su pasión. De hecho, están con él, sufriendo su «hora, y la hora de las tinieblas», compartiendo su tristeza y su «hacerse pecado por nosotros», la experiencia que le hizo gritar: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?». El dolor y el vacío que experimentan son el reverso de su anhelo de Dios. Si no estuvieran tan próximos a Dios, no sentirían tan agudamente el dolor de la ausencia de Dios. No tienen conciencia sensible de la cercanía de Dios, pero la realidad de su presencia se manifiesta en la mutabilidad de su vida, en una profundización y ampliación de su amor, gozo, paz, paciencia, tolerancia y bondad. Espero no haber dado la impresión de que, a no ser que contemplemos la pasión, 168

muerte y resurrección de Cristo ima ginativamente, no podremos compartirlas. Toda celebración de la Eucaristía es una celebración de la vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo, en la que está implicada y es incorporada toda la creación. «Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos». -Col 1,18-20 La acción de Dios en el Calvario es una acción continua en toda la creación El mismo Dios que manifestó su Diosyo en el jesús histórico de una vez por todas, sigue entregándonos su Diosyo por amor mediante los signos y símbolos del pan y el vino. Dios no está condicionado por el espacio-tiempo. La acción definitiva de Dios en el Calvario es una acción continua en toda la creación. Al celebrar la Eucaristía, celebramos el hecho de ser conscientes de esta grandiosa verdad. Del mismo modo que nuestro pecado puede infectar y deformar nuestra imagen de Dios y nuestro concepto de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, también puede distorsionar nuestro concepto de la Eucaristía. En lugar de una celebración que nos llene de gozo y asombro, ampliando nuestra visión y uniéndonos con nosotros mismos y con toda la creación, la Eucaristía puede convertirse en un rito frío y formal, realizado mecánicamente y prestando más atención a las rúbricas litúrgicas y a la colecta que a Dios o a nuestros prójimos, y a la que muchas personas asisten por miedo a que su ausencia pueda ser causa de su condenación eterna. Las comunidades cristianas pueden dividirse en facciones hostiles por la elección de los cantos, el lugar del sagrario en el templo, la manera de distribuir y recibir la Sagrada Comunión, a quién debería y a quién no debería permitirse recibirla, o si los fieles deben o no darse la Paz de Cristo. No estoy diciendo que estas cuestiones carezcan de importancia ni estoy abogando por la abolición de todas las rúbricas, normas y regulaciones: lo que pretendo decir es que muchas de las cuestiones que absorben nuestra atención son muy secundarias. Nos preocupan y dividen dentro de la Iglesia católica y entre las diversas iglesias cristianas, porque nuestra visión y nuestro concepto de la Eucaristía son demasiado limitados; transformamos este símbolo de la realidad del amor de Dios a toda su creación en un objeto sagrado, en una cosa, y no permitimos a Dios ser Dios para nosotros, ni siquiera en este signo sumamente sencillo y maravilloso.

169

La Eucaristía: signo de la realidad de la presencia continua de Dios La Eucaristía nos ha sido dada para que la presencia de Cristo pueda ser real en la vida de su pueblo; una presencia viva en nuestras actitudes y valores, en nuestro pensamiento, en nuestro discurso y en el estilo de vida que elijamos vivir. Es importante que mostremos gran reverencia a Cristo en el sacramento de la Eucaristía, pero es aún más importante que permitamos que su presencia sea real en nuestra vida, porque esa es la razón de que nos haya concedido la Eucaristía: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» Un 13,15). Todos somos sarmientos de una misma vid, células de un único cuerpo, que es Cristo. La realidad de su presencia debe expresarse en el modo de comunicarnos entre nosotros, en nuestra mutua solicitud y atención, adopte la forma que adop te. La presencia de Cristo no es real en una asamblea cuyos miembros se comporten mutuamente como extraños o, peor aún, como enemigos, por más religiosos que puedan ser individualmente. Tampoco Dios puede estar realmente presente en una asamblea cuyas energías e intereses se centren en sí misma y que no muestre, como cuerpo y como individuos, interés y compasión por las necesidades del prójimo inmediato, o que no sea consciente de que la asamblea existe como grupo cristiano para servir a las necesidades de los demás. Que la presencia de Cristo se hace real en una asamblea se mostrará en la apertura de esa asamblea a todo el pueblo, de todas las religiones y de ninguna, de todas las razas, nacionalidades y clases sociales; pero mostrará especial interés por aquellos a quienes el resto de la sociedad margina y desprecia. De este modo, la congregación vive realmente la presencia de Cristo, el poder de su pasión, muerte y resurrección. Como cualquier otro acontecimiento de la vida de Cristo, la resurrección es un misterio, por lo que nunca podremos comprenderlo adecuadamente. Muchos cristianos que dicen: «Ya no puedo creer en la resurrección», lo que realmente quieren decir es: «Ya no puedo aceptar la noción infantil de la resurrección que en el pasado aceptaba sin dificultad»; y lo que temen que pueda ser pérdida de fe es a menudo una invitación a desarrollar una fe más adulta. Como la resurrección es un misterio, solo Dios puede enseñarnos lo que significa y guiarnos a esta verdad en la que vivimos, nos movemos y existimos. Como en el caso de la narración de la pasión, también los relatos evangélicos de la resurrección debemos abordarlos, en la medida de lo posible, sin ideas preconcebidas sobre su significado teológico, sino situándonos simplemente en las escenas evangélicas y 170

rogando que se nos dé a conocer el gozo de la resurrección de Cristo. La Resurrección es tan nueva y real hoy como hace dos mil años El contenido de nuestra fe en la resurrección no es meramente que jesús de Nazaret, después de ser crucificado, resucitó de entre los muertos y se apareció a algunos de sus amigos en forma corpórea, sino que ese jesús es el Señor de toda la creación. Es esta una verdad que no puede ser obtenida ni deducida de ningún número de apariciones, por espectaculares que fueran, sino que solo puede conocerse por la fe. En el relato de san Juan se retrata a Pedro y al propio Juan corriendo hacia la tumba en la mañana del domingo de Pascua. Juan llega primero, ve la tumba vacía y los lienzos en el suelo, pero no entra. Pedro sí lo hace; luego le sigue Juan, el cual «vio y creyó». Antes de ninguna aparición, Juan creyó. Más adelante en el evangelio, Juan describe las dudas de Tomás Un 20,28-29). Cristo se aparece y dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás responde: «Señor mío y Dios mío»; declaración de fe, no deducción de la evidencia de los sentidos. Los relatos evangélicos de la resurrección no proporcionan en conjunto una imagen coherente y se contradicen en algunos aspectos. Estos relatos se esfuerzan por reflejar en lenguaje humano un acontecimiento que trasciende nuestras categorías de pensamiento y de imaginación, de tiempo y de espacio. Sin embargo, aunque hay incoherencias en los detalles de las apariciones de la resurrección, hay tres rasgos comunes muy importantes para comprender cómo afecta la resurrección a nuestra vida actual. Tres factores comunes a los relatos de la Resurrección El primer rasgo común es que las personas a las que Cristo se aparece son retratadas en un estado de ánimo negativo por una u otra razón: las mujeres, en el evangelio de Marcos, están aterrorizadas; los discípulos que se dirigen a Emaús están tristes y desilusionados; María Magdalena está angustiada; los discípulos en la estancia superior tienen miedo y están con las puertas cerradas; Tomás tiene dudas... Todo ello sugiere una verdad confirmada por la experiencia cristiana subsiguiente: que solo podemos llegar a conocer a Cristo resucitado cuando hemos experimentado alguna clase de muerte, alguna desilusión con respecto a nosotros mismos o a los demás, alguna pérdida, fallecimiento, miedo, desesperanza o sinsentido, y no hemos tratado de anestesiarnos para no sentirlo. La respuesta está en el dolor, que nos revela nuestra pobreza y nuestra necesidad de Dios. Si podemos reconocer nuestra pobreza y permanecer sosegados, 171

Cristo se nos mostrará en su gloria. Un segundo rasgo común a los relatos evangélicos de la resurrección es la lentitud en reconocer a Cristo resucitado por parte de las personas a las que se aparece. Los de Emaús recorren varios kilómetros con él antes de reconocerlo, y María Magdalena lo confunde con el encargado del huerto. Este es también un rasgo común a nuestra fe en su resurrección: un lento despertar a la realidad de que es una presencia viva en cada detalle de nuestra vida. Al principio la resurrección se nos presenta como un acontecimiento exterior a nosotros, algo ocurrido hace dos mil años. Poco a poco, nuestra fe se va desarrollando y llegamos a conocer la resurrección como algo que está sucediendo en nosotros ahora. Cristo resucitado está atravesando continuamente las puertas cerradas de nuestra mente y nuestra imaginación, como atravesó las puertas de la estancia donde se hallaban reunidos los discípulos por miedo a los judíos. Entra en nuestra conciencia, cerrada por miedo a nosotros mismos y a otras personas, y nos dice: «Que la paz sea contigo». El poder de su resurrección nos proporciona esperanza en una situación en la que antes sentíamos que había desesperanza; nos da valor ante una tarea, cuando antes queríamos salir corriendo; nos proporciona habilidad y fuerza para estar abiertos y vulnerables, cuando antes no podíamos pensar más que en nuestra protección y seguridad. Un rasgo final común a los relatos de la resurrección es que a las personas a quienes se aparece Jesús se les encarga ir a decírselo a los demás: «Como el Padre me envió, también yo os envío» Un 20,21). «Id y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28,19). Los Hechos de los Apóstoles son un relato de la resurrección, del Espíritu del Cristo resucitado en acción en las primeras comunidades cristianas; un Espíritu de perdón y reconciliación; un Espíritu de gozo y paz, aun en medio del conflicto y la persecución; un Espíritu que derriba las barreras entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres; un Espíritu condensado en esta breve presentación de la Iglesia primitiva: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo lo tenían en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor jesús con gran poder. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de las ventas y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad».

172

-Hch 4,32-35 Aun cuando no puedas encontrar tiempo o espacio para contemplar la vida de Cristo imaginativamente, no te desanimes. Al final del día, cuando recuerdes los acontecimientos de la jornada, deja que Cristo se encuentre en la habitación contigo y escucha cómo dice: «Que la paz sea contigo», mostrán dote sus manos y sus pies, signo de su pasión y muerte, en la que venció a todos los poderes del mal y la destrucción, de manera que no hay crisis que tú puedas experimentar, ya sea tuya o ajena la responsabilidad de la misma, en la que no pueda estar contigo, llevándote a un conocimiento más profundo del poder y la gloria de su resurrección. Cuando oigamos a Cristo decir: «La paz sea contigo», ¿cómo sabremos que no nos estamos engañando a nosotros mismos conjurando a un Cristo a nuestra imagen y semejanza, que grita: «Paz, paz!», cuando no hay paz, un Cristo imaginario que nos confirma en nuestros prejuicios y nos refuerza en nuestra obstinación? El próximo capítulo ofrecerá unas directrices en respuesta a esta pregunta y finalizará con unos breves comentarios sobre la toma de decisiones basados en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. He aquí algunas lecturas, aparte de los relatos evangélicos de la pasión y la resurrección, que pueden ser útiles para contemplar la pasión, muerte y resurrección de Cristo: La última Cena: Salmos 113-118 (que fueron recitados en la cena pascual). La agonía en el huerto de los olivos: Hb 4,14-5,10. La detención y el juicio de Jesús: Salmos 35, 38, 40, 55, 57, 64, 69, 70, 102, 142, 143; Isaías 50,4-7; 52,13-53,12. Camino del calvario: Salmos 55, 72; Col 1,15-20. Crucifixión: Salmos 22, 31, 88; Flp 2,6-8; 2 Co 5,7-18. Descendimiento y enterramiento: Salmos 42, 74, 130; Isaías 42,1-9; 1 Co 1,17-31; Hb 9,11-28; Sb 3,1-9; 4,7-15. Resurrección: Salmos 2, 8, 19, 24, 62, 116, 118; Isaías 30,1826; 35,1-10; 43,8-13; Ef 1,15.23; 2 Co 1,3-7.

173

174

Cómo saber que es voluntad de Dios? Dios está en acción en todas las cosas y, por tanto, en todas las experiencias de nuestra vida, tanto en la alegría como en la tristeza, en la paz como en la agitación, en el placer como en el dolor. Pero esta afirmación, aunque es verdadera y puede llenarnos de confianza en momentos de oscuridad, no nos dice cómo tenemos que reaccionar ante tales experiencias internas. Especialmente en tiempos difíciles, pero también en otros momentos, podemos hacernos cosas terribles a nosotros mismos y a los demás. Y al hacerlas, podemos experimentar una gran revulsión interna; pero, o bien nos resistimos a ella, o bien nos anestesiamos contra ella, debido a un imperativo categórico que está por encima de todo lo que nosotros denominamos «deber» o «voluntad de Dios». ¿Cómo sabemos que es voluntad de Dios y no algún «debería» destructivo que está actuando en nosotros? Esto nos lleva a una primera directriz: 1. Es característico de Dios proporcionar verdadera felicidad y gozo espiritual, que destierran la tristeza y la agitación. Es característico del espíritu destructivo inducirnos a desconfiar de esa felicidad y ese gozo con argumentos falsos y sutiles. Este es un importante principio general. La característica de la acción de Dios es la felicidad y el gozo espiritual, por lo que debería ser también la cualidad característica del cristiano, cuya vida está dirigida a la alabanza, la reverencia y el servicio a Dios. El espíritu destructivo ocasiona tristeza y conmoción, aduciendo razones inteligentes y sutiles para mantenernos en tal estado. La felicidad y el gozo espiritual verdaderos no significan hallarse en un constante «subidón», sino que pueden compararse al lastre de un barco. Con lastre, el barco se balanceará en una tormenta, del mismo modo que una persona capaz de felicidad y gozo verdaderos sentirá dolor en una crisis; pero la tormenta no hará zozobrar al barco, que se enderezará rápidamente, aunque le golpee ferozmente una ola. Análogamente, la felicidad y el gozo espiritual verdaderos no suponen vivir en estado de «subidón» constante sin verse afectados por el dolor, la tristeza, la pérdida o el dolor ajeno, sino que suponen que 175

no nos sumiremos en la desesperación bajo los golpes, sino que recobraremos la paz y la tranquilidad cuando la tormenta haya pasado. Por tanto, si ante una acción o decisión concreta sentimos una gran revulsión interna que destruye nuestra paz y gozo interior, entonces no puede ser de Dios, y debemos examinarla y orar a propósito del «debería» o la noción de la voluntad de Dios que está actuando en nosotros. Si nuestras circunstancias vitales - nuestra salud, nuestro estado civil o religioso, nuestro trabajo... - nos mantienen en un estado constante de tristeza y ansiedad, no debemos divinizar tal estado llamándole «voluntad de Dios» y, de este modo, aceptándolo pasivamente, sino orar para conocer qué es lo que hay en nosotros que bloquea la paz y el gozo que Dios quiere proporcionarnos. Puede estar llamándonos a cambiar nuestro estado de vida o nuestro modo de vivirlo. Lo que acabo de decir puede desconcertar a los lectores que vivan más o menos permanentemente en un estado de tristeza o depresión. Dios está contigo en tu oscuridad, y lo que yo he dicho es para asegurarte que está contigo. Yo lo creo, pero no es solo una creencia personal, sino lo que cree la Iglesia. Pero que Dios está contigo no significa que tú tengas que quedarte donde estás. Él es el Dios de la verdadera consolación y, por tanto, está llamándote a salir de tu tristeza y tu depresión. Quienes se encuentran afligidos por la tristeza, deberían orar y contemplar imaginativamente la resurrección de Lázaro, tal como figura en el capítulo 11 del evangelio de Juan. Fíjate bien en Lázaro en la tumba. Está muerto, corrompiéndose, encerrado en la oscuridad. Entonces escucha la voz desde fuera de su tumba que le dice: «Yo soy la resurrección. Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y quien vive y cree en mí no morirá para siempre». Sin forzar nada, deja que tus sentimientos de tristeza y depresión afloren a tu consciencia, de manera que puedas verte encerrado en la tumba de tu propia tristeza. Entonces escucha cómo la losa es removida y cómo la voz de jesús te llama por tu nombre: «... levántate, sal fuera». A veces, las personas que oran de este modo descubren que no quieren salir de la tumba. Lo cual no es un fracaso, sino un descubrimiento importante que les muestra que se encuentran en la tumba de la tristeza, no porque Dios desee que estén ahí, sino porque ellas han elegido estar ahí por alguna razón. Si te sucediera esto a ti, no te alarmes, sino reconoce tu apego a la tumba y sigue pidiéndole a Cristo que te libere. Aunque la característica normal del espíritu destructivo es causar tristeza y ansiedad, a veces puede atacar más sutilmente, proporcionando una consolación, una paz, un gozo y un entusiasmo falsos; de modo que esto nos lleva a la segunda directriz: 176

Distinguir la falsa consolación de la verdadera 2. La verdadera consolación puede distinguirse de la falsa por sus resultados. Si la consolación es falsa, los pensamientos que surjan de ella tenderán hacia algo malo, o menos bueno, y con el tiempo llevarán a la inquietud, la tristeza, etc. En la verdadera consolación, los pensamientos que surjan tenderán a lo bueno. En el momento, la verdadera consolación puede ser indistinguible de la falsa: la diferencia únicamente se verá más tarde. Por ejemplo, dos personas pueden sentirse fuertemente movidas por su sentido de la justicia de Dios. Supongamos que en una de ellas la consolación es de Dios, y en la otra del espíritu destructivo. En su sentimiento subjetivo de ser movidas por su sentido de la justicia de Dios no hay una diferencia perceptible en la consolación que experimentan, y ambas hacen bien en aceptarla y confiar en que es de Dios, pero deberían notar también la tendencia de los pensamientos que surgen de ella. La diferencia entre la verdadera y la falsa consolación solo será perceptible para ellas mediante los pensamientos y los actos subsiguientes. Si el espíritu destructivo era la causa de la consolación, entonces los pensamientos y las decisiones que seguirán irán poco a poco revelándose como destructivos. El individuo que es falsamente inspirado de este modo puede ponerse a trabajar con gran entusiasmo, pero, en su celo por construir un mundo más justo, puede comenzar a actuar despectiva y destructivamente con respecto a los desafortunados que no comparten su visión del mundo. En la historia de la Iglesia abundan los ejemplos de falsa consolación y de la destructividad subsiguiente si no se detecta. La obra de monseñor Ronald Knox, Enthusiasm, es un detenido estudio de este aspecto. El examen de conciencia diario descrito en la p. 140 es un buen modo de guardarse de la falsa consolación. En la verdadera consolación habrá un incremento progresivo de amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, confianza y autocontrol. También habrá risa, alegría y espontaneidad cuando Dios está presente. La solemnidad, la melancolía, la excesiva seriedad y el apresuramiento frenético no llevan la marca de la acción de Dios. Preocuparse y atormentarse por saber si estamos actuando movidos por una verdadera o falsa consolación es destructivo; de manera que debemos abstenernos de atormentarnos, confiando siempre en la bondad de Dios. Si seguimos realmente un mal camino, Dios nos lo hará ver con claridad y de un modo que podamos comprenderlo. Llegar a una decisión de acuerdo con la voluntad de Dios El resto de este capítulo es una aplicación de las anteriores directrices, junto con las que 177

ofrecíamos en el capítulo 8, a las decisiones que tomamos en la vida, porque es mediante nuestras decisiones como determinamos la dirección que tomará nuestra existencia. Las decisiones incluyen las decisiones más importantes de la vida: trabajo, carrera, matrimonio (o vida religiosa o sacerdocio)..., pero también incluyen las decisiones en el camino de la vida: cómo vivir el matrimonio o la vocación religiosa, cómo llevar adelante el trabajo o la carrera, o bien, para muchos hoy, cómo vivir el desempleo o la jubilación... Si queremos tomar una decisión de acuerdo con la voluntad de Dios, que, como ya hemos visto, consiste en tomar la decisión que nuestro yo más profundo realmente desea, entonces la dirección de nuestra vida debe ser la alabanza, la reverencia y el servicio de Dios, de manera que con la fuerza de este deseo podamos, si es preciso, desprendernos de nuestro apego a cualquier realidad creada. En otras palabras, nuestras decisiones serán acordes con la voluntad de Dios únicamente en la medida en que estemos desapegados/indiferentes a las al ternativas que tengamos ante nosotros. Este desapego/indiferencia a las opciones alternativas que se nos ofrecen es el meollo de la cuestión en toda toma de decisiones cristiana. A no ser que se dé esta indiferencia, la decisión no podrá ser voluntad de Dios, y no hay técnica alguna que pueda hacer que lo sea. Supongamos te ofrecen un nuevo trabajo con una notable subida de sueldo. La respuesta del mundo es: «¡Acéptalo enseguida!». Frente a esta opción, sentimos el apego al dinero extra y sabemos que ello influirá en nuestra decisión. Entonces debemos tratar de vivir y actuar como si no quisiéramos el dinero, como si estuviéramos contentos con lo que tenemos, orando incluso por no obtener dinero extra. Puede sonar duro. El objetivo no es predeterminar la decisión, sino asegurarnos de que la decisión la tomamos libremente y por Dios, en lugar de tomarla exclusivamente por un aumento salarial. En cualquier caso, puede que la decisión última y correcta sea aceptar el nuevo trabajo que nos ofrecen. A veces sabemos sin ninguna duda cuál es la decisión que debemos tomar, ya se trate de una cuestión importante o no. Es como si la decisión estuviera ya tomada en nosotros. Esta experiencia no es infrecuente en personas que experimentan una conversión religiosa o sienten la llamada al sacerdocio o a la vida religiosa. Sin embargo, una vez que la decisión ha sido tomada y se ha actuado en consecuencia, habrá que tomar otras muchas decisiones, quizá acerca de cuestiones en las que nunca antes se había pensado, si se quiere vivir verdaderamente la conversión o experiencia de ser llamado. 178

Diferentes métodos para llegar a una decisión Lo más frecuente es que, cuando hayamos de tomar decisiones, no sea inmediatamente obvio lo que debemos hacer. Por mucho que recemos, no podemos excusarnos de reflexionar sobre el asunto; pero, suponiendo que hemos reflexionado de la manera más eficiente posible, después debemos tomar la decisión en la oración, pidiendo a Dios que, sea cual sea lo que elijamos, sea para su mayor alabanza, reverencia y servicio. Puede que descubramos la opción que debemos tomar observando durante algún tiempo el efecto que la decisión provisional produce en la oración y en nuestro estado de ánimo fuera de la oración. Si en la oración y después de ella experimentamos sistemáticamente desolación con esa decisión provisional (por ejemplo, la de aceptar un determinado trabajo), pero encontramos consolación en la alternativa, entonces debemos elegir la alternativa que nos proporciona consolación. Si este método no nos sirve de ayuda, porque nos sentimos en paz con cualquiera de las alternativas, entonces hay otro método que puede ser utilizado también para confirmar una decisión tomada mediante la experiencia de consolación/desolación. Después de haber orado para obtener un espíritu de desapego, de manera que no tome mi decisión en función de mi egoísmo ni la etiquete como «voluntad de Dios», trazo dos columnas en una hoja de papel. La primera columna tiene el encabezamiento «Aceptación de X» (sea X lo que sea), y la segunda columna «No aceptación de X». Después hago en cada columna dos subdivisiones. Bajo «Aceptación de X» escribo en una columna «Ventajas y beneficios», y en la otra «Desventajas y peligros», y hago la misma subdivisión bajo el encabezamiento «No aceptación de X», de manera que ahora tengo cuatro columnas. Después de llenar estas columnas, considero qué alternativa parece más razonable, y decido en consecuencia, ofreciendo la decisión en la oración y pidiendo a Dios que la confirme si es para su mayor gloria y alabanza. Un método alternativo o adicional consiste en imaginar qué consejo daría yo a un amigo que viniera a consultarme con un problema idéntico, o imaginar me en el momento de mi muerte y preguntarme entonces qué decisión querría haber tomado. La gente no suele utilizar estos métodos, porque piensa que nunca podrá tener el desapego necesario para tomar la decisión. Qué ocurre si no tengo el desapego necesario para tomar una decisión libre? Lo importante no es que alcancemos un estado de completo desapego, sino que deseemos vivir en dicho estado y nos esforcemos por lograrlo. Hay quienes, después de 179

probar estos métodos y alcanzar lo que después han considerado una decisión «equivocada», renuncian a seguir intentándolo. Actuar de este modo es malinterpretar el propósito de estos métodos. No se presentan como modos a toda prueba de alcanzar decisiones «correctas», sino como métodos para hacerse más perceptivos y sensibles a la acción de Dios en nuestra vida. Un ejemplo de dinámica de decisión grupal Aplicaremos ahora lo dicho acerca de la toma de decisiones individual a la toma de decisiones de un grupo. ¿Por qué surgen en la Iglesia y en la sociedad tantos movimientos y organizaciones con un propósito noble y generoso, que atraen a gente inteligente y rigurosa, que florecen brevemente, y después se preocupan tanto por cuestiones de organización interna que olvidan su propósito original y acaban extinguiéndose? La misma pregunta puede hacerse con respecto a la propia Iglesia. En sus inicios - un pequeño grupo de hombres asustados y recluidos en una habitación cerrada-, el movimiento explotó en el mundo romano hasta llegar a convertirse en la religión oficial del Imperio. Desde entonces se ha visto asediada por cuestiones de administración interna, organización, niveles de autoridad...; problema resumido en el si glo XX por uno de los obispos del Concilio Vaticano II, que afirmó que la Iglesia estaba anquilosada por «su triunfalismo, su clericalismo y su legalismo». La Iglesia debe tener una organización, unas estructuras, una autoridad docente y unas leyes; pero (como vimos en el capítulo 2) insistir excesivamente en el elemento institucional de la Iglesia, en detrimento de los elementos crítico y místico, acaba anquilosándola, haciendo que se preocupe tanto por el problema de su mantenimiento que descuide su misión en el mundo, y la vida interior de sus miembros, que es donde radica la verdadera riqueza de la Iglesia, se vea sofocada. Las crisis que afligen a la Iglesia hoy - reducción del número de fieles, desafección y división entre ellos - son una bendición si podemos reaccionar ante los problemas de fe. La Iglesia está siendo llamada a purificarse de todas sus afecciones y falsas seguridades desordenadas y sutiles (la riqueza, el honor, la pompa, el poder y el prestigio), a fin de redescubrir su verdadero significado como signo, y signo efectivo, del poder de Cristo resucitado: un Cristo cuyo poder se mostró en la impotencia; un Cristo que amó preferentemente a los pobres y oprimidos; un Cristo que fue vulnerable al dolor de este mundo, que lo asumió sobre sí y que respondió a él con el perdón. Hay muchos signos de que los miembros de la Iglesia, en muy diferentes partes del mundo, están 180

respondiendo a la llamada de Dios. Nuestros sutiles apegos a los ídolos son de lo más efectivo en nuestra toma individual y grupal de decisiones, y pueden ser tan sutiles que no seamos conscientes de ellos. Para ilustrar este aspecto haré una caricatura, deliberadamente exagerada, para mostrar lo secreta y eficazmente que nuestros ídolos afectan a nuestras decisiones, ya las tomemos en nombre propio o en nombre de otros. El ejemplo es una reunión de un consejo parroquial; pero las fuerzas ocultas que actúan bajo las palabras que se pronuncian son las mismas fuerzas que operan en toda decisión grupal, ya sea un concilio vaticano, un consejo de ministros o una reunión de vecinos. Ofreceré el acta de la reunión, resumiendo los comentarios de cada miembro; y después, entre paréntesis, proporcionaré la verdad que subyace a las palabras pronunciadas. Si el comentario entre paréntesis parece un tanto cínico, es para subrayar la intención oculta que puede operar en todo grupo. En este grupo concreto quizá haya más intención destructiva oculta de lo habitual. Acta del Consejo parroquial de San judas 600 p. m., 10-11-1985

Lectura y aprobación del acta de la reunión del 10 de octubre. El consejo debatió a continuación el primer punto del orden del día: «Ahora que ha sido concedida la licencia, se ha elegido el sitio y se ha asegurado el préstamo bancario, ¿seguimos adelante con la construcción de un club juvenil parroquial?». Rev. P.Simon: Acepta la sugerencia, pero aconseja posponer cualquier decisión, porque teme que tal construcción pueda exigir demasiado tanto de las finanzas como de las energías de la parroquia. También cuestionó 181

si un club juvenil era el mejor servicio que la parroquia podía ofrecer a sus jóvenes y a la causa del ecumenismo, que debería ser una prioridad en todo ministerio eclesial. (El padre Simon nota ya los años, sigue esperando ser obispo y teme cualquier movimiento que pueda implicar riesgo económico o más trabajo. Y ya no logra comunicarse con la juventud actual). La señorita Grey: Está de acuerdo con el padre Simon. La juventud moderna le parece demasiado consentida. Piensa que el trabajo voluntario organizado haría mayor bien y ahorraría dinero para causas más merecedoras. (Su nuevo bungalow, con su jardín adyacente, que necesita limpieza y preparación del terreno, está junto al emplazamiento propuesto para el club. Su paz se ve amenazada). El señor Oxbridge: Está de acuerdo con quienes han hablado antes que él, considera que la ciudad está ya adecuadamente provista de clubes juveniles, además de las excelentes instalaciones que proporciona la escuela. Piensa que una clara instrucción religiosa para los jóvenes es una necesidad mayor que las mesas de billar. (El señor Oxbridge es un hombre ambicioso cuya vida gira en torno a los éxitos en los exámenes de graduado en ESO y de selectividad. Se opondrá a cualquier cosa que pueda distraer a sus alumnos de sus estudios). La señorita MacPhail: Piensa que un club juvenil es muy necesario, e ilustra sus palabras con muchos ejemplos. Sugiere que se enseñe a los propios jóvenes cómo construirlo, y que el club esté abierto a todas las religiones. La edificación del club proporcionaría unidad a la juventud, les procuraría una sensación de orgullo, les haría valorar el trabajo y contribuiría a la práctica del ecumenismo. (La vida de la señorita MacPhail lleva veinte años echada a perder por un odio obsesivo contra la señorita Grey, que fue nombrada directora en detrimento de su propia candidatura. A lo que la señorita Grey propone se opone la señorita MacPhail). El señor Springer: Coincide con la señorita MacPhail en la necesidad de un club juvenil, necesidad confirmada por su propia experiencia como trabajador social especializado en juventud. Aconseja vivamente el nombramiento para el club de un trabajador social especializado en juventud profesionalmente cualificado y con un salario adecuado. Al 182

hacer esta sugerencia, afirma también que él no tiene interés personal en ese puesto. (El señor Springer va a casarse y teme que se espere de él que dirija el club juvenil en su tiempo libre y sin salario). El señor McCollum: Vota a favor del club. (El señor McCollum se ocupa voluntariamente de las cuentas de la parroquia. Teme el trabajo extra que conllevaría, pero considera que el club juvenil serviría a una necesidad y, por tanto, no permite que su reticencia ante el trabajo extra influya en su voto). La cuestión básica en toda toma de decisiones: ¿a qué reino estoy sirviendo? Los argumentos esgrimidos por los miembros del consejo parroquial a favor o en contra de la propuesta no son malos en sí mismos; pero, bajo la apariencia de propuestas buenas y sensatas, todos los miembros, excepto el señor McCollum, intentan promover su propio reino personal. El interés predominante del padre Simon, al que subordina todo lo demás, es su propia comodidad y sus oportunidades de promoción. La señorita Grey ha dedicado su vida a su pacífico retiro; el señor Oxbridge, al éxito en los exámenes; la señorita MacPhail, a la venganza; el señor Springer teme las imposiciones; y el ídolo del señor Fisher es la publicidad favorable para sí mismo. La decisión con respecto al club juvenil no es lo más importante, porque su actitud, si continúa así, asegurará que los jóvenes de la parroquia y cualquier otro grupo serán dejados de lado, porque el bien ajeno se subordinará a sus intereses personales. En su comportamiento externo y de boca hacia fuera, tienen muy presente el interés de la comunidad, pero en realidad utilizan a esta para su propia alabanza, reverencia y servicio. Con sus palabras sirven; en la práctica, explotan. Adoran a Mammon. Todos compartimos los defectos de los miembros de ese consejo parroquial. En lo que sigue sugeriré algunos modos de detectar y contrarrestar nuestros sutiles planes ocultos cuando tomamos decisiones grupales o comunitarias. El método propuesto es más adecuado para una política seria de toma de decisiones en un grupo u organización, no para los detalles de la administración. No hay oración, buena voluntad ni fiel adhesión al método propuesto que pueda excusar a quienes deben tomar la decisión de elaborar una formulación clara de la propuesta o hacer un trabajo cuidadoso antes de llegar a la toma la decisión.

183

El ejemplo original de este método de toma de decisiones Después de su conversión, Íñigo de Loyola fue a estudiar a la Universidad de París, donde reunió a un grupo de amigos que compartían sus ideales. El grupo entero decidió que irían juntos en peregrinación a Tierra Santa. En París, tan solo uno del grupo, Pedro Fabro, era sacerdote. Mientras esperaban el momento de viajar a Jerusalén, el resto de los miembros del grupo fueron ordenados sacerdotes. Debido a la guerra con los turcos, no pudieron hacer la peregrinación, de manera que fueron a Roma y ofrecieron sus servicios al papa, porque querían servir a la Iglesia donde mayor fuera la necesidad, y pensa ban que el papa era probablemente la persona que mejor conocía esas necesidades. Como formaban un grupo de enorme talento, sus servicios tenían gran demanda, y fueron invitados a trabajar en diferentes partes de Italia y en otros lugares. Era probable que el grupo se desintegrase, de manera que tenían que llegar a una decisión. Dividieron inicialmente la decisión en dos preguntas: «¿Vamos a permanecer unidos como grupo?» y «¿Vamos a hacer voto de obediencia a uno de nosotros?», que era otro modo de preguntar: «¿Vamos a convertirnos en una orden religiosa de la Iglesia?». Al finalizar el trabajo del día, se reunían para considerar estas preguntas. A la primera pregunta, «¿Vamos a permanecer unidos como grupo?», no tuvieron dificultad en llegar a una decisión unánime; pero cuando empezaron a considerar la segunda, no pudieron llegar a un acuerdo, ni siquiera después de tres días, de manera que se separaron para orar y ayunar unos cuantos días antes de reunirse de nuevo. Pero esta vez idearon un nuevo método: cada uno, por turno, iba exponiendo sus razones en contra de emitir el voto de obediencia. Los demás escuchaban en silencio, y no había debate. Cuando todos hubieron expuesto sus razones en contra de la propuesta, se fueron a orar. Después consideraron de la misma manera las razones en favor de la propuesta y oraron al respecto. Finalmente, se reunieron para tomar su decisión y fueron unánimes en acordar hacer voto de obediencia a uno de ellos. Por resumir este método brevemente: la disposición fundamental de todos los que toman parte en la toma de decisiones debe ser el deseo de alabar, reverenciar y servir a Dios, tal como se ha explicado en el capítulo 5. Esta disposición fundamental dice: «Venga tu Reino, no el mío; hágase tu voluntad, no la mía», de manera que estamos preparados para desprendernos de cualquier apego que, en esta decisión concreta, pueda estar en oposición al reino de Dios. Sin esta disposición fundamental no puede haber verdadero discernimiento de la voluntad de Dios. ¿Qué sucede si pienso que ni yo ni el resto del grupo posee esta disposición fundamental? La tentación consiste entonces en abandonar todo esfuerzo por discernir la 184

voluntad de Dios. No es probable que ningún individuo, y menos aún un grupo, logre un desapego total y absoluto. Lo importante es que deseemos ese espíritu y oremos por él a la hora de llegar a esta decisión concreta. El crecimiento en desapego, como el crecimiento en cualquier otro aspecto, es lento. En la analogía de un viaje a pie, las decisiones concretas tomadas con espíritu de desapego son pasos a lo largo del camino hacia Dios. El viaje total es la suma de una larga serie de pasos. En Luxemburgo se celebra todos los años una procesión con danzas en la que se dan dos pasos atrás por cada tres pasos adelante: una buena imagen de nuestro progreso hacia Dios. Una vez formulada la propuesta, hay que dejar que cada cual hable en contra de la misma mientras los demás escuchan, y no hay discusión sobre los aspectos comentados, excepto quizá para pedir clarificaciones. Después de que hayan hablado todos y cada uno, es bueno guardar unos momentos de silencio para reflexionar sobre lo dicho. Las razones en contra de la propuesta deben ser llevadas a la oración de cada uno, y después de la oración se deben anotar los sentimientos de consolación o desolación. La razón es que, si el rechazo de la propuesta es conforme con la voluntad de Dios, entonces las razones en contra de ella, al ser ponderadas, probablemente incidan en los sentimientos, proporcionando una sensación de paz y tranquilidad. Si las razones en contra de la decisión son contrarias a la voluntad de Dios, entonces es probable que incidan en los sentimientos con una sensación de incomodidad, agitación o ansiedad. Después se exponen del mismo modo las razones a favor de la propuesta, y se ora a propósito de ellas. Finalmente, se pide a los miembros que tomen su decisión. Aunque este método puede parecer muy simple, de hecho es más complicado y difícil en la práctica; lo cual, sin embargo, no debe impedirnos ponerlo a prueba. El método es difícil y complicado, porque nosotros somos criaturas difíciles y complicadas con una serie de estratos de consciencia. Como dijo el profeta Jeremías: «El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce?». Lo que verdaderamente pretendemos en una reunión puede estar oculto, no solo a los demás, sino también a nosotros mismos. La lucha por lograr la indiferencia y el desapego dura toda la vida en todos los casos. La tentación consiste en renunciar a intentar el discernimiento grupal, porque es muy probable que el grupo no alcance el estado de desapego que el verdadero discernimiento exige. En respuesta a esta tentación, hay que recordar dos cuestiones importantes. La primera es que, aunque tal vez no hayamos alcanzado un estado de desapego con respecto a todas las cosas creadas, sí podemos 185

alcanzarlo con respecto a una cosa concreta en una decisión concreta. El señor McCallum, por ejemplo, puede que no estuviera totalmente desapegado, pero sobre la cuestión del club juvenil fue capaz de reconocer y superar su reticencia a tener trabajo extra. La segunda cuestión es que la práctica del discernimiento no es fundamentalmente para permitirnos alcanzar la «decisión debida» - es decir, la que no necesitemos revocar nunca -, sino para incrementar nuestra sensibilidad y capacidad de respuesta a Dios, que está en acción en cada detalle de nuestra vida. Es más probable que elijamos de acuerdo con la voluntad de Dios si intentamos usar este método que si lo ignoramos. En el próximo y último capítulo aplicaré algunas de las ideas que hemos estado considerando al peligro que amenaza hoy a todos los seres humanos: la extinción de la vida humana sobre la tierra por causa de una guerra nuclear.

186

187

«Tú y yo somos una Persona indivisa». -De una antigua homilía para el Sábado Santo Dios no solo está en acción en cada partícula de la creación y en toda nuestra experiencia humana, sino que nos ama. Dios es nuestro tesoro escondido dentro de nuestra experiencia. No hay miedo ni oscuridad ni desesperación ni dolor nuestro que Dios no comparta. Dios está acercándose constantemente a nosotros, no porque seamos buenos, virtuosos, respetables o trabajadores, sino porque, como dice el Libro de la Sabiduría, «Tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,26). Lo encontramos en nuestro miedo a la amenaza nuclear. Si podemos afrontar el miedo, encontraremos al Dios «más íntimo que lo más íntimo de mí». Si nos negamos a considerar el problema, ignoramos la voz de Dios que nos habla a través de los hechos de la creación. Una espiritualidad que aísla y anestesia contra el dolor y el terror de este mundo es una espiritualidad idolátrica, porque el Dios al que adoramos es el Dios de la compasión que cargó con nuestros dolores en Cristo. Examinaré el problema nuclear mediante una conversación imaginaria desde la ventana de una torre en la que viví durante ocho años en St Beuno, centro jesuítico de espiritualidad del norte de Gales, la casa en la que el poeta Gerard Manley Hopkins vivió y escribió «El naufragio del Deutschland»:

Mi ventana daba al oeste, al hermoso valle de Clwyd, «bosques, aguas, campos, valles, llanuras..., y a lo lejos las montañas de Snowdonia como un gigantesco guerrero en reposo. La conversación es imaginaria, pero contiene verdades que han ido aflorando 188

lentamente de los distintos estratos que han ido moldeando mi mente en el curso de los últimos cuarenta años. Y esta conversación me lleva a reflexionar y después sacar unas conclusiones que no son las de la mayoría de los cristianos, ni las de la mayoría de los católicos, ni las de todos mis compañeros jesuitas. Ninguno de nosotros tiene el monopolio de la verdad, sino que cada cual ve desde un punto de vista individual, influido por los avatares de su propio y exclusivo pasado. Por eso tenemos tanta necesidad de los demás. No espero que los lectores estén de acuerdo con mis conclusiones, sino que me limito a presentar mi propia convicción. Comprendo que hay sutiles formas de autoengaño, autoglorificación o agresividad oculta que pueden influir en mis conclusiones; pero sé también que ese temor no debe impedirme a mí (ni a nadie) dar testimonio en la Iglesia de lo que pienso y siento. Confío en que, si estoy equivocado, Dios me lo hará ver en algún momento. Una conversación con el valle Durante los momentos de descanso en St Beuno, me gustaba contemplar el valle de Clwyd desde la ventana de mi torre. Y un buen día... ¡me sorprendí hablándole! Cuando estaba de mal humor por algo, enfadado o irritado, asustado o preocupado, solía decirle al valle: «Tómalo», y arrojaba mi enfado, mi irritación o lo que fuera por la ventana. El valle no explotaba, sino que sonreía tan serenamente como siempre. Era como si el valle pudiera compartir mi dolor e incluso absorberlo, forjando un lazo entre nosotros, restaurando un poco de paz, hasta que yo podía sonreír de nuevo y empezar a ver la pequeñez de mis rabietas interiores. Cuando estaba de buen humor, contento y agradecido por alguien o algo, el valle podía hacerse eco de mi alegría. Se convirtió para mí en un símbolo de Dios, en un sacramento de Dios, en un signo, y un signo efectivo, de la presencia de Dios y de sus modos de actuar con nosotros, porque Él comparte nuestro dolor, lo absorbe, ofrece paz a cambio y está presente en la alegría de nuestro deseo. El valle se convirtió también en un símbolo de la inmensidad, la belleza y el poder creativo de Dios y en una manifestación de la gloria divina, que es la presencia oculta de Dios que irrumpe en nuestra creación. Pero también podía mirar el valle de un modo muy diferente, viéndolo como un erial calcinado, un desierto desolado, sin vida, sin movimiento, salvo por unas blancas cenizas que caían suavemente sobre sus carbonizados despojos; y podía ver cómo sucedía esto no solo en el valle de Clwyd, sino en cada valle, montaña o ciudad de nuestro mundo: una visión de pesadilla que podía hacerse realidad en cualquier momento. No es una exageración alarmista, sino la pura verdad. Aunque no podemos hacer llegar el agua a

189

millones de personas del Tercer Mundo, tenemos, sin embargo, suficientes explosivos para asegurar el equivalente a dos toneladas de TNT para cada persona viviente. El revelador silencio del valle Después de ver el valle de este modo, las oraciones musitadas con calma, en un tono perfectamente modulado y en una confortable iglesia («Dios mío, concédenos la paz») sonaban vacías e inútiles. Esas oraciones deberían ser gritos; pero ¿a qué clase de Dios capaz de permitir tan horrenda posibilidad habría que gritar? ¿Hasta qué punto es real lo que decimos de la bondad de Dios si puede permitir que toda la vida humana, nuestros esfuerzos, esperanzas y sueños, toda la belleza, la delicadeza y la complejidad de la creación terminen tan espantosamente? ¿Es toda nuestra oración y toda nuestra espiritualidad un intento desesperado de simulación porque la realidad es demasiado horrible de contemplar? ¿Es falso todo cuanto decimos de un Dios amoroso? ¿Acaso todas nuestras afirmaciones de amor a Dios y a los demás no son en realidad más que un grito sofocado, un desesperado intento de salvar el pellejo? Este último párrafo resume años de duda y oscuridad agazapadas en lo más profundo de mi conciencia, normalmente bien reprimidas, pero que irrumpen de vez en cuando en forma de estado de ánimo sombrío, lleno de ira y desilusión ante la invencible complacencia de la Iglesia en algunos de sus pronunciamientos oficiales, ante la falta de realismo de gran parte de la predicación y la enseñanza, que parecen contentarse con ignorar, o incluso justificar y apoyar, las diabólicas actividades de las potestades y dominaciones de este mundo, concediendo la bendición de la Iglesia, por ejemplo, a los submarinos nucleares, mientras se condena a quienes practican la contracepción, acusando a los sacerdotes y religiosos que tratan de hacer frente a los males de nuestro tiempo de traicionar la verda dera espiritualidad del evangelio y etiquetando de marxistas a quienes cuestionan las estructuras económicas y sociales de la democracia occidental. Hubo momentos en que miraba por la ventana y gritaba en mi corazón: «Cristo, ¿dónde estás?». En tales momentos, el valle, como Dios, estaba silencioso. «Tú y yo somos una Persona indivisa». La voz provenía de mi interior. Yo conocía su fuente literaria: un autor cristiano anónimo que imaginaba a Cristo, después de su muerte, llegando a las puertas del infierno y diciendo estas palabras a Adán. Yo miraba al valle y escuchaba distintas variaciones de estas palabras: «Tú y yo somos una Persona indivisa»; «Tú estás en mí, y yo estoy en ti»; «Siéntete cómodo en mí como yo me siento cómodo en ti». Y me sentía momentáneamente inundado de un deleite que barría mi increencia, hasta que 190

me estabilizaba, ignoraba el valle y me dirigía a mí mismo: «Sé sensato. Te estás dejando llevar por un vago misticismo de la naturaleza, causado probablemente por el exceso de cansancio». La voz solemne de la conciencia moral confirmaba entonces el juicio del sentido común: «Sabes que eres mudable, vano, estúpido, una mezcla irremediable de creencia e increencia, tan resuelto y estable como esas hojas otoñales que se arremolinan con el viento. Ignora los vapores de una imaginación fatigada, deja de perder el tiempo soñando, pon los pies en el suelo y haz algún trabajo sólido». Afortunadamente, a menudo titubeaba... y después escuchaba: «¿Quién es mayor: tú o Yo, tu pecaminosidad o mi bondad, tu inconstancia o mi fidelidad, tu estupidez o mi sabiduría?». Mientras estas palabras penetraban en mí, comencé a atisbar algo de mi retorcimiento y de la falsedad de mi sentido común y mi conciencia moral, que forzaban a mi atención a apartarse del valle para fijarse en mí, buscando seguridad en los muros carcelarios de la razón y la rectitud y apartándome de Dios. Vi por un instante que el Dios que me llama en el va lle es el Dios de toda la creación, el Dios que mora en todo cuanto existe, el Dios que deja a un lado su divinidad y se hace esclavo por mí y por toda la creación, el Dios que toma sobre sí el dolor del mundo. La verdad no es que yo desee comportarme sensatamente y con probidad moral; la auténtica verdad es que no puedo afrontar al Dios de la compasión que comparte el dolor del mundo, y por eso huyo de él. Si las circunstancias en que me crié hubieran sido distintas, podría haber tratado de escapar de otro modo, recurriendo al alcohol o a las drogas, o tal vez buscando seguridad en la riqueza o en el status; pero he elegido la vía de escape de la respetabilidad religiosa. «El corazón es lo más retorcido; no tiene arreglo: ¿quién lo conoce?». La idolatría sigue siendo el pecado básico. Y atisbo mi idolatría: mi empeño en autopreservarme apartado de Dios. Aunque recurro al nombre de Dios, lo utilizo para protegerme de su presencia. «Nada enmascara tanto el rostro de Dios como la religión». Aprender de mis estados anímicos sombríos Empiezo a entender mejor mis estados de ánimo sombríos, mi ira y mi frustración ante algunas formas de predicación y enseñanza eclesiásticas, ante la cerrada complacencia de algunos miembros de la Iglesia, ante las liturgias cómodas en las que oramos pidiendo soluciones a los problemas del mundo sin reconocer en absoluto que podemos estar contribuyendo a ellos. Empiezo a ver que estoy furioso conmigo mismo, porque una parte de mí tiene hambre de Dios, pero otra parte frustra ese hambre buscando su seguridad, a la que da el nombre de «Dios». Dios sigue hablándonos, como habló a Israel a través del profeta Isaías: «Al extender vosotros vuestras palmas, me tapo los ojos por

191

no veros. Aunque menudeéis la plegaria, yo no oigo... Buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido» (Is 1). Empiezo a ver que la verdadera batalla no radica en trabajar por cambiar la estructura de la Iglesia y de la sociedad, sino en esforzarme por cambiar la estructura de mi propia psique. Esto puede sonar muy individualista y egoísta, pero lo único que podemos cambiar somos nosotros mismos, porque el único poder que puede suscitar un cambio creativo es Dios. No puedo domesticar a Dios, no puedo decir a Dios lo que tiene que hacer, por más noble que sea la causa; lo único que puedo hacer es dejar que la gloria de Dios pase a través de mí, dejar que Dios sea Dios en mi propia vida. Nuestros temores pueden ser nuestra salvación Contemplo de nuevo el valle calcinado y sin vida, y ahora lo veo como un símbolo de mí mismo y de todo ser humano alejado de Dios. El miedo a la falta de sentido, el miedo a la nada, nos persigue a todos. Luchamos contra este miedo con todas nuestras fuerzas, tratando de ocultarlo, buscando una seguridad que nos proteja de él. Cuando nuestra seguridad se ve amenazada, la defendemos con todos los medios a nuestro alcance. El miedo hace que nos hagamos cosas terribles unos a otros. Las ratas en estado de pánico son más consideradas entre sí que los seres humanos. Sin embargo, ese mismo miedo, si podemos afrontarlo, puede ser nuestra salvación. Apartados de Dios somos el valle calcinado. La seguridad que yo me he construido, que me mantiene al margen del Dios de la compasión, se convierte en el medio de mi destrucción. «A no ser que pierdas tu vida, no podrás encontrarla». No hay seguridad si no es en Dios, que es amor y que ama a toda la creación. Nuestra salvación consiste en amar la creación, en vivir de tal manera que los demás puedan tener vida. No hay otra salvación, sino únicamente el valle calcinado. Ignacio, como hemos visto, expresaba esta verdad con la frase «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima». La mayoría de los seres humanos pueden no conocer o reconocer al Dios cristiano por su nombre, pero se encuentran con Dios en su corazón cuando dan de comer al hambriento, dan de beber al sediento, ofrecen techo a los sin hogar, alivian el sufrimiento, muestran comprensión, actúan justamente y viven con integridad. Dios se conduele y ama en ellos. Van hacia Dios cuando muestran compasión; rechazan a Dios cuando se muestran insensibles ante el sufrimiento humano y se centran en su seguridad y su bienestar, por los que están dispuestos a arriesgar millones de vidas y someter a millones de personas con tal de obtenerlos. 192

Nuestra seguridad es el medio de nuestra destrucción Nuestra política de defensa occidental es una terrorífica ilustración del hecho cierto de que nuestra seguridad de fabricación propia es el medio de nuestra destrucción. Proyectamos nuestros miedos colectivos a la aniquilación del enemigo, actualmente la Unión Soviética, nuestro glorioso aliado de hace cuarenta años'. Amontonamos armas nucleares, las apuntamos hacia la Unión Soviética y, en nuestra ceguera, creemos estar defendiéndonos, sin caer en la cuenta de que el verdadero enemigo está dentro de nosotros, destruyéndonos con los mismos medios que usamos para nuestra defensa. Suponiendo, aunque sea muy improbable, que nuestro armamento nuclear lograra librarnos de la amenaza soviética, ¿cuánto tiempo pasaría antes de encontrar otro enemigo? Entonces empe zaríamos otra guerra fría, reconstruiríamos nuestros arsenales y utilizaríamos la misma propaganda falaz para justificar nuestros actos. Mientras no afrontemos al verdadero enemigo, es muy probable que, antes o después, llegue el holocausto. Discutir con el valle ¿Pero acaso no debemos defender nuestra vida y la vida de nuestra nación frente a la tiranía? Por supuesto que debemos, pero antes hemos de asegurarnos de haber identificado al verdadero tirano, y no pensar siquiera en defendernos con armas nucleares, que pueden destruir nuestro mundo para siempre. «Pero antes de hacer estas afirmaciones - dice el filósofo cristiano-, debes probar primero que las armas nucleares son malas en sí mismas». Llevo este argumento al valle, como he llevado todos los demás argumentos que justifican la posesión de armamento nuclear disuasorio. Cuando caen las blancas cenizas, los argumentos del filósofo no resultan convincentes, pero el valle devastado suscita una pregunta para el filósofo: «¿Cuál es el valor del criterio que tú propones y cuáles son sus límites?». Después pregunto al valle acerca de los otros argumentos disuasorios propuestos por sus partidarios cristianos. «Debemos afrontar el hecho - dicen - de que vivimos en un mundo pecador, que hay gente mala y gobiernos malos que no valoran la vida humana y están absolutamente dispuestos a destruir a cualquiera que no acepte su ideología». El valle no se define: ha visto ir y venir a todas las generaciones y sabe demasiado bien que el argumento, hasta ahora, es verdadero. «Hoy - prosigue el argumento - en Occidente afrontamos un enemigo empeñado en dominar el mundo. Nuestra herencia cristiana, nuestro modo de vida democrático, nuestra libertad de palabra y de culto están amenazados. ¿Vamos a sucumbir silenciosamente, nosotros y las generaciones futuras, 193

ante el comunismo ateo? Aborrecemos la disuasión; preferiríamos que no fuera necesaria, pero somos creados para ser libres y debemos, como nuestros antepasados, estar dispuestos a arriesgar nuestra vida por la libertad. Porque vivimos en un mundo pecaminoso, nos vemos forzados a elegir entre dos males: el mal de la dominación soviética, por un lado, y el mal de la posesión de disuasión nuclear, por otro; disuasión a la que esperamos no tener que recurrir nunca y que, gracias a Dios, nos ha preservado los últimos cuarenta años. Los cristianos partidarios del desarme nuclear y que se unen al CND (Campaign for Nuclear Disarmament) - la mayoría de cuyos miembros, por cierto, son no creyentes - son cristianos cobardes que han perdido contacto con su herencia cristiana, adoptando en su lugar un vago humanismo. Como no valoran su fe ni su tradición, no están dispuestos a luchar por ellas. Son unos idiotas estrechos de miras que pretenden alterar el equilibrio de poder, haciendo así más probable la guerra nuclear». A través del silencio, habla la sabiduría El valle permanece en silencio; ya no puede responder. Pero mientras contemplo el horror del valle escucho otras voces: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si algo odiases, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría algo si tú no lo quisieras? ¿Cómo se conservaría si no lo hubieras llamado? Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida, pues tu aliento incorruptible está en todas ellas». -Sb 11,24-27 Después otra voz: «En mi nombre has exterminado a millones de personas que eran preciosas a mis ojos; personas a las que yo tengo en gran estima y por las que he muerto. Has hui do de mí en vida porque no podías tolerar mi amor por toda la creación. Apártate de mí; no te conozco, porque has preferido tu seguridad a mi gloria». El auténtico enemigo ¿Dónde está el auténtico enemigo? Obviamente, dentro de cada uno de nosotros: es nuestro miedo a Dios, al Dios de toda la creación, al Dios de la compasión, que comparte el dolor de este mundo. Como nación rechazamos a este Dios, prefiriendo al Dios de nuestra propia seguridad. Elegimos al gobierno muy probablemente para asegurar que no se menoscaben nuestra seguridad y nuestra opulencia. Los políticos lo saben, y por eso la economía se convierte en la cuestión central de nuestras elecciones democráticas. No 194

cuestionamos las fuentes de nuestra riqueza ni nos tomamos la molestia de preguntar si obtenemos nuestra opulencia a costa de la opresión y la miseria de otros pueblos. Parte de nuestra riqueza se debe a que exportamos armas a los gobernantes de países del Tercer Mundo; armas de calidad y con un poder de destrucción que puede silenciar eficazmente los gritos de los pobres y oprimidos. Dentro de nuestro país, la que gobierna es la economía, y eso nos parece bien. Más profundo y más pernicioso que nuestra codicia es nuestro falso sentido de nuestra importancia como nación. Incapaces de asignar dinero para los enfermos, los ancianos y las personas sin hogar de Gran Bretaña, o para los hambrientos de otros países, no hemos vacilado en destinar grandes sumas de dinero y pagar un alto coste en vidas humanas para mantener lo que llamamos «nuestra soberanía». Permitimos a un país que oprime a los pobres de Centroamérica que sitúe en nuestro territorio sus armas destructivas, que pueden dispararse sin nuestro permiso, mientras amenazamos con disparar sobre cualquiera que se atreva a acercarse a este nuevo «Santo de los Santos». Esta política de codicia y orgullo la metemos en un paquete llamado «Defensa de la Libertad», la defendemos con armas que pueden destruir la tierra y oramos pidiendo la bendición de Dios para nuestras andanzas. Mientras contemplaba el valle, comprendí que nuestra política de disuasión nuclear es una blasfemia, una manifestación de nuestro ateísmo. El enemigo no es Rusia, sino nuestra codicia y nuestra importancia. Como cristianos, no debemos decir: «Creo en Dios», a no ser que podamos también decir: «y renuncio a cualquier forma de autodefensa que amenace la vida de nuestra generación y de las generaciones futuras». Dios es el Dios de la vida, que ama a toda la creación, no un destructor y exterminador salvaje. Mientras escribo, soy consciente de cuántos amigos y conocidos a los que respeto y considero mejores cristianos que yo siguen creyendo en el valor de la disuasión nuclear. Al afirmar que están equivocados y que sus puntos de vista sobre la disuasión nuclear brotan de la parte atea que hay en ellos, reconozco el misterio de la acción de Dios y que ellos pueden estar mucho más cerca de Dios que yo. Dios puede hablar a través de la quijada de un asno, pero de ello no se sigue que el asno deje de ser un asno ni que sea en algún modo superior a aquellos a quienes van dirigidas esas palabras. Si el lector cree en el valor de la disuasión nuclear, entonces que dedique un tiempo a observar la belleza y la delicadeza de la creación de Dios. Que se fije en sus valles y montañas, en sus ciudades, en los ojos de los niños del mundo, y después hable a Cristo 195

colgado en la cruz y le diga que en su nombre y por su mayor gloria se siente impulsado a arriesgarse a la destrucción de todos y de todo cuanto ve y espera ver, en defensa de nuestros valores occidentales. Que haga esto diariamente y escuche lo que Cristo, su maestro, le responde a través de los sentimientos y emociones que surgen en él durante este ejercicio. La amenaza nuclear es un hecho. Y los hechos, en sí mismos, son buenos: Dios está en los hechos. Por eso debemos prestarles atención, contemplarlos y rogar a Dios que nos enseñe lo que esta terrible amenaza de destrucción nuclear nos está diciendo. El armamento nuclear es expresión de actitudes de mente y de corazón caracterizadas por el miedo, la codicia y la insensibilidad. Nosotros somos llamados no solo a deshacernos del armamento nuclear, sino de las actitudes que lo producen. Somos llamados a una revolución radical del corazón y de la mente, a fin de empezar a ver que nuestra seguridad nacional radica en compartir, no en acaparar; que nuestro bienestar radica en un espíritu de cooperación, no de competición implacable; en cuidar de la naturaleza, no en explotarla; en tratar de comprender, en lugar de condenar; en reconocer la dignidad de cada ser humano, en lugar de tasar su valor de acuerdo con lo que gana o con su rango en la sociedad. Cuando afrontamos la cuestión del armamento nuclear y de la violencia, cuya más acabada expresión es la guerra nuclear, la amplitud, complejidad y aparente insolubilidad del problema pueden abrumarnos, como si estuviéramos tratando de detener con nuestras manos desnudas una inmensa fuerza destructiva que se mueve inexorablemente hacia nosotros. La tentación consiste, o bien en unirnos a la mayoría, incorporarnos a esa fuerza destructiva y seguir su camino, que es el de nuestra destrucción y la de otras personas, o bien en enterrar la cabeza en la arena ignorando el problema o elaborando una espiritualidad que nos asegure que, junto con esos fundamentalistas feroces partidarios del armamento nuclear, seremos segura y cómodamente «arrebatados» por Cristo cuando el Armagedón, por el que tan fielmente hemos trabajado, aniquile al resto de la humanidad. Todos somos llamados a una conversión radical Dios está llamándonos a una conversión radical y a confiar tan profundamente en Él que haga posible que su poder se despliegue en nuestra debilidad, que su sabiduría se revele en nuestro desconcierto y que nuestra confianza en Él se abra paso a través de nuestra desilusión. Del mismo modo que el núcleo del átomo tiene que escindirse antes de poder liberar la energía nuclear, así también nuestros modos defensivos de actuar en la sociedad 196

y en la Iglesia tienen que desactivarse antes de que puedan liberarse la energía y el poder creador de Dios. Entonces podremos decir con Pablo: «Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte». -2 Co 12,9-10

197

198

Mi inspiración: Angus, de cuatro años de edad LA mayor parte de este libro fue escrita en la isla de Skye, donde viví desde Marzo hasta julio de 1984 en una habitación detrás de la iglesia católica de la pequeña ciudad de Portree. Escribir constituye a menudo una tarea ardua, sobre todo cuando el trabajo de la jornada es un montón de páginas llenas de tachaduras, y la mente se asemeja a un tubo vacío de pasta dentífrica. Pero en aquellos meses me sirvió de gran ayuda, a la hora de escribir, recordar a Angus, un crío de cuatro años que solía acudir a la Misa con su madre. Una Misa que normalmente no empezaba antes de que Angus comenzara a roncar suave y pacíficamente en brazos de su madre, para despertar al final y ayudarme a despejar el altar llevando las vinajeras a la sacristía, donde guardaba yo toda clase de regalices. Su corazón no albergaba excesivas ambiciones, ni sus ojos eran codiciosos. Le bastaba con dormir tranquilamente en brazos de su madre, consciente en el fondo de que le aguardaban unas sabrosas golosinas cuando despertara. Mientras me acordaba de Angus, solía yo evocar el Salmo 31, que me retrotraía al meollo de la cuestión, a la verdad de las cosas: que vivimos, nos movemos y existimos envueltos por la bondad de Dios, y que nuestro mayor tesoro consiste en vivir plenamente conscientes de esta verdad. «Que donde está tu corazón esté también tu mente» (von Hügel) Leyendo este libro, puede que el lector haya pensado más de una vez: «¡Qué manera de complicar las cosas...! ¿No podrían ser más sencillas?». La respuesta, en pocas palabras, es que somos criaturas complicadas, pero que para encontrar el camino a través del complicado laberinto de nuestro yo consciente e inconsciente la actitud de nuestro corazón ha de ser sencilla. Cuando nos sentimos confusos, desconcertados, desilusionados, amedrentados..., hemos de confiar como niños en Dios, que se halla presente y nos llama en medio del caos. Confiar en Dios de corazón no es más que dejar que Él nos tome de la mano y nos guíe. «Os dará el Señor pan de asedio y aguas de opresión, y después no será ya ocultado el que te enseña: con tus ojos verás al que te enseña, y con tus oídos oirás detrás de ti esas palabras: `Ese es el camino, id por él"». -Is 30,20-21 199

Dios está en todas las cosas, por lo que no hay en la creación partícula alguna, ni en ti experiencia de ningún tipo en que no esté Dios contigo. Por eso, toda espiritualidad que nos aísle del dolor de este mundo o afirme que la Iglesia debería mantenerse ajena a la política y a los problemas de la justicia social es una falsa espiritualidad y mera idolatría. Por supuesto que la Iglesia no debe identificarse jamás con ningún partido político; pero decir que la Iglesia debe permanecer ajena a la política significa afirmar que la forma en que nos relacionamos como seres humanos queda fuera del ámbito de la religión. A la política le interesan algunas de las formas estructurales en que nos relacionamos con otros seres humanos. A la religión le interesan todas las formas en que nos relacionamos con los demás, porque es a través de esas relaciones como nos relacionamos con Dios. En su descripción del Juicio Final, que acontece aquí y ahora, Cristo dice a quienes han ignorado a los hambrientos, a los sedientos, a los desnudos y a los encarcelados: «En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo» (Mt 25,45). Para hablar de nuestra relación con Dios y con Cristo tenemos que hacer uso de analogías, aunque ninguna analogía será nunca adecuada. Decimos que «Cristo vive en nuestros corazones» y «establece su morada en nosotros»; y estas analogías son útiles, pero es más apropiado decir que «nosotros vivimos en el corazón de Dios» y que «establecemos nuestra morada en Cristo»: un corazón que es siempre más grande que cuanto podamos pensar o imaginar, y una morada que abarca el universo entero. Por eso santa Catalina de Génova hizo esta extraordinaria afirmación: «Mi Dios soy yo, y no reconozco ningún otro yo excepto mi Dios». Oración final Esta oración final puede ayudarnos a establecer nuestra morada en Cristo, en lugar de encerrarlo en nuestros estrechos límites. Al rezarla, recordaré a quienes lean este libro y les pediré que, por su parte, ellos me recuerden. La oración figura al final de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta». 1. Gerard Manley HOPKINS (Manuel Linares Megías, tr.), «El naufragio del Deutschland», en Poemas completos, Ediciones Mensajero / Universidad de Deusto,

200

Bilbao 1988, p. 65. 2. Las citas bíblicas están tomadas de la Nueva Biblia de Jerusalén de Desclée de Brouwer, edición en CD de Micronet, v. 1.0. 1. Ordinary-levels: en el anterior sistema educativo británico, el equivalente a ser graduado en ESO en el sistema educativo español. Exámenes que proporcionaban a los alumnos un primer título elemental. (N. de la Tr.). 1. Gerard Manley HOPKINS (Manuel Linares Megías, tr.), Poemas completos, Ediciones Mensajero Z Universidad de Deusto, Bilbao 1988, p. 177. 1. Gerard Manley HOPKINS (Manuel Linares Megías, tr.), «El naufragio del Deutschland», en Poemas completos, Ediciones Mensajero / Universidad de Deusto, Bilbao 1988. 1. Gerard Manley HOPKINS (Manuel Linares Megías, tr.), «El naufragio del Deutschland», en Poemas completos, Ediciones Mensajero / Universidad de Deusto, Bilbao 1988, pp. 82-83. 1. Ha de tenerse en cuenta que la primera edición de esta obra es de 1985, cuando aún existía la Unión Soviética y no había caído el muro de Berlín. (Nota de la traductora).

201

Índice Prefacio a la tercera edición inglesa Prefacio a la segunda edición inglesa Prefacio Prólogo 1. Donde está tu tesoro 2. Clarificar los distintos enfoques 3. Caos interior y falsas imágenes de Dios 4. Herramientas para excavar: algunos métodos de oración 5. Orientaciones generales para excavar 6. Cambiar de dirección 7. Comenzar a excavar en busca del tesoro 8. Reconocer el tesoro cuando se encuentra 9. Un Dios de lo más sorprendente 10. Conocer a Cristo 11. Su pasión y su resurrección en nuestra vida 12. La decisión en toda decisión: Dios o Mammon 13. Habla el valle: Dios y la amenaza nuclear Epílogo

202

13 16 21 26 29 39 55 70 86 96 111 126 139 147 163 173 186 197

203

View more...

Comments

Copyright ©2017 KUPDF Inc.
SUPPORT KUPDF