El Diálogo Teatral - Anne Ubersfeld
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ANNE UBERSFELD
EL DIÁLOGO TEATRAL
COLECCIÓN T E A T R O L O G Í A Dirigida por Osvaldo Pellettieri GALERNA
A
nne Ubersfeld recoge en este trabajo varias preguntas clave a partir de la formulada por Larthomas: "¿Cómo
se pasa de una situación a otra, cómo se exacerban los sentimientos, cómo dos seres que se aman llegan en algunos minutos a odiarse? Pero el diálogo en sí mismo, ¿cómo progresa? ¿Existen muchos medios para encadenar las réplicas? ¿Cuáles ha elegido el autor? ¿Y por qué? Casi nunca respondió a esas preguntas. Más aún, jamás las formula". Esta cuestión clave está planteada aquí en términos que la complican: primero, no se trata de saber si los personajes se aman o se odian, visto que no hay psiquismo concreto capaz de amar u odiar y que
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Capítulo VI Decir y hacer en el teatro Toda palabra tiene varios sentidos de los cuales el más notable es con toda seguridad la causa misma que ha hecho decir esta palabra Paul Valéry, Autres rhumbs, en Rhumbs.
1. La palabra-acto Que el lenguaje sirva para “decir algo”, para comunicar una información, un saber, es lo que cada uno sabe o cree saber. Que lenguaje tenga también influencia sobre el otro, que sea un acto que “obliga” al destinatario o al locutor, o que cambia las entre los sujetos hablantes, es lo que fácilmente se supone, pero menos fácil de mostrar. En verdad, se sabe por cierto que, trivialmente, el imperativo tiene por finalidad o por “resultado empírico” y lograr que alguien haga algo, tiene una “función conativa”. Pero esta observación no alcanza: el imperativo tiene por consecuencia, ligada a su enunciación, cambiar las relaciones entre los locutores: “Es -dice Ducrot- que la persona que recibió la orden se encuentra frente a una situación totalmente nueva, frente a una alternativa, obedecer o desobedecer, directamente surgida de la Nos damos cuenta de que el lenguaje no puede ser sino comprendido como el de un locutor en situación; la antigua distinción saussuriana entre lengua y habla tiende a perder fuerza en los análisis que hace, por ejemplo, la escuela inglesa
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el habla (y no solamente la lengua) está sometida a leyes, a reglas de juego; reglas que el discurso teatral no solamente utiliza (no podría existir sin ellas) sino que exhibe, si se puede decir in uitro, despegadas de su eficacia en la vida, y por ello se vuelven visibles.
1.1.
De la situación al acto
Hemos intentado mostrar que ninguno de los enunciados emitidos por un personaje teatral podría tener un sentido fuera de su enunciación. Por otra parte, ese hecho no es propio del enunciado perteneciente a un texto teatral; si leo en un papel pegado en una puerta: “Hasta esta noche”, puedo, como todos los otros francófonos, ¡ comprender que es un mensaje y la significación de ese mensaje, ; pero el sentido para mí permanece oscuro si no conozco ni al ' enunciador, ni al destinatario, ni el tiempo ni el lugar de la cita j eventual; ese sintagma, desprovisto de su contexto, está, por lo tanto, ¡ desprovisto de sentido. El sentido final depende, entonces, de la situación de enunciación, situación particular en el teatro, en la medida en que la situación de enunciación ficcional se superpone a una situación escénica. Todo enunciado, como hemos visto, sólo funciona en un intercambio si los dos interlocutores están de acuerdo, implícitamente, acerca de un cierto número de presupuestos. Para que yo me interese en el asesinato de Clitemnestra, es preciso que existan presupuestos en mí, que yo tenga un cierto número de conocimientos acerca de Clitemnestra, Agamenón, Orestes, Egisto, etc., y, para que se me diga “Hasta esta noche”, es necesario que ese instante no sea la noche. Eso no es todo: no sólo un enunciado dice algo, sino que hace algo, y, sin jugar con la palabra sentido, se puede decir que ese acto forma parte de su sentido. Sabemos que existen verbos y sintagmas performatiuos que, por el hecho mismo de ser pronunciados, realizan la acción que designan; no podemos decir “Prometo” sin prometer. Los verbos propiamente performativos son bastante poco numerosos: prometer, jurar, bautizar... Pero ese funcionamiento del lenguaje puede extenderse infinitamente (Austin, 1970), por ejemplo, si interrogo o si prohíbo, realizo un acto ligado a mi enunciación, y no puedo enunciar tal fórmula sin llevar a cabo el correspondiente acto; en todo caso, toda frase asertiva supone el acto de aserción; si digo: “Está lindo hoy”, no es seguro que yo diga la verdad (puede ser que llueva a
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cántaros), pero no puedo no hacer un acto de afirmación que me comprometa y comprometa mis relaciones con mis interlocutores. Es el caso, bien evidente, del discurso científico o pedagógico, en el cual mi afirmación compromete mi responsabilidad frente a los lectores o auditores. Pero es en todo caso la situación del enunciado que, si es expresado por alguien, presupone cierto tipo de relaciones e instituye otras.
1.2.
Relaciones interpersonales
Si retomamos el sintagma “Hasta esta noche”, la fórmula, aunque muy ambigua, puede ser considerada como equivalente, en estructura profunda, a un imperativo: “Esté esta noche (en tal lugar, a tal hora)”. En tanto imperativo, la fórmula supone una relación tal entre los interlocutores, que el destinatario del mensaje está obligado a dar una “respuesta”, obedecer o rehusar la orden implícita; cualquiera sea la respuesta, no solamente supone tal o cual tipo de relaciones, sino que las modifica. Tal como se presenta, el enunciado “Hasta esta noche” permanece ambiguo; si no conocemos la situación de enunciación, no podemos interpretar la fórmula, salvo afirmar que simplemente se trata de una orden: “Se requiere siempre una inferencia para interpretar una palabra, sea una palabra ‘explícita’ [...] de manera que nunca es suficiente comprender la frase enunciada para determinar el acto de habla realizado por su enunciación” (Récanati, 1981:211). De este modo, ese “Hasta esta noche” puede ser un pedido suplicante de cita por parte de un enamorado afligido, una orden conminatoria de un superior jerárquico a su subordinado, la amenaza de un acreedor armado hasta los dientes frente a un deudor recalcitrante (situación de “serie negra”), una simple convención entre parejas de juego de naipes, o bien el recuerdo de una invitación a cenar. Por lo tanto, será necesario conocer el contexto para comprender “lo que se dice” 14; siempre decimos mucho más de lo que supone la significación “explícita” de nuestro discurso: “Nuestro lenguaje, siendo lo que es, la fuerza de nuestras enunciaciones no puede sino exceder [...] la significación lingüística de la frase, cualquiera sea el deseo del locutor de ser lo más explícito y directo posible” (Récanati, 1081:206). De todos modos, diciendo “Hasta esta noche”, yo habré tenido un contrato con el destinatario, un contrato sometido a reglas (ver
infra: p. 102), que dominará la continuación de mis relaciones, lingüísticas u otras, con él.
1.3.
1
Actos de habla 1
j
Según Austin, si pronuncio una frase, realizo al mismo tiempo tres actos diferentes y simultáneos. En principio, un acto llamado ^ locucionario o locutorio: combinación de elementos fónicos, gramaticales y semánticos, no digamos ya para producir, sino que producen una cierta significación. Realización, al mismo tiempo, de una actividad perlocutoria; dicho de otro modo, a través de mi enunciado, desperté sentimientos de temor, esperanza, satisfacción, espera, desagrado, etc. (cfr. el enunciado “Hasta esta noche”), en mi interlocutor. Por último, el enunciado tiene una cierta fuerza ilocucionaria o ilocutoria, que establece un cierto contrato entre otro y yo. Es cómodo considerar que, a la luz de este análisis, todo acto de habla contiene tres aspectos: a) la expresión de un “contenido semántico”; b) un poder afectivo sobre el receptor; c) una fuerza que instituye cierto tipo de relación convencional con el otro (tengo o no tengo, concedo o no concedo el derecho de interrogar, de ordenar, de responder, de rechazar, etc.). La fuerza ilocutoria del enunciado es precisamente lo que, en todo momento, modifica las relaciones y hace avanzar los intercambios lingüísticos, la conversación, pero también todas las relaciones entre los hombres. No es que esta aproximación no exija reservas y no conlleve peligros, ya que privilegia en el lenguaje los elementos que determinan las relaciones interpersonales; parece tener en cuenta sólo la intencionalidad del lenguaje, su carácter de expresión voluntaria. Austin insiste, ciertamente, sobre la importancia de la intención del locutor; esta intención es evidente en el caso de los verbos performativos: no se puede decir yo te bautizo o yo te maldigo sin tener la intención de bautizar o de maldecir. Pero es necesario que la fuerza ilocutoria de todo acto de habla sea voluntaria o aun consciente: diciendo “Hasta esta noche”, yo puedo realizar un acto que tenga fuerza ilocutoria de pedido o de promesa sin intención explícita, con lo cual queda el problema de la intención como psicológico y no lingüístico. Es peligroso considerar en los actos de habla sólo su intencionalidad: lo que decimos desborda lo que queremos decir.
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Este análisis de la Escuela de Oxford, que apunta a la
pragmática del lenguaje, es decir a su funcionamiento concreto, deja de lado una parte considerable de las funciones del lenguaje, en particular todo lo que surge de aquello que Jakobson llama la función poética, y, más generalmente, todo lo que en el lenguaje (o mejor, en el discurso) es el soy referencial. Dicho esto, y cualquiera que fuese la prudencia necesaria, sólo falta que las teorías de los actos de habla aclaren de manera decisiva el análisis del discurso teatral.
2. El caso del teatro El lenguaje siempre es de un locutor “en situación”; ahora bien, el teatro es, justamente, la obra artística que muestra el lenguaje en situación, situación imaginaria, sin duda alguna, pero visible y concretamente perceptible. Cada vez más, la escritura teatral contemporánea muestra una suerte de desplazamiento respecto del contenido mismo del discurso; en el teatro reciente, el acento está puesto, en mayor medida, sobre los conflictos de ideas y de sentimientos, sobre lo que se dice, y mucho más sobre los conflictos de lengua, la estrategia propia del discurso, el trabajo de la palabra de los personajes y la manera a través de la cual ella “retrata” y “remodela” todos los instantes de la situación de habla y las relaciones de los protagonistas. Un ejemplo elemental extraído de una situación de la vida: si digo “Siéníese” a la persona que entra en mi casa, mi acto de habla (con su fuerza ilocutoria: orden dada) fija nuestras relaciones lingüísticas: hablo desde una posición de fuerza, desde un derecho para hablar, pero también regalo a mi interlocutor su derecho propio a una palabra virtualmente igual a la mía; la posición sentada le confiere una situación de confort lingüístico y una igualdad teórica con mi propia posición. Ahora bien, el teatro contemporáneo trabaja con la ayuda del lenguaje cotidiano para mostrar, con un gran refinamiento, la dinámica propia de las relaciones humanas, tal como la exhibe la estrategia de los actos de habla. La modernidad de Adamov, de Beckett, proviene de la extraordinaria y minuciosa eficacia con la cual demuestran esos mecanismos. La escritura de los dramaturgos de hoy (por ejemplo, Michel Vinaver o Bernad- Marie Koltés) está basada en la estrategia de los actos de habla. Es un caso, entre muchos, donde se puede percibir que teoría y práctica marchan al mismo paso.
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Pero es evidente que uno puede someter a los textos clásicos al mismo análisis, aun cuando muy a menudo la riqueza del contenido manifiesto (del locutor) y los hábitos de lectura psicológica ocultan este aspecto fundamental. Hay también formas modernas de teatro “literario” o de “ideas” (Giraudoux, Sartre) en las que la vertiente propiamente pragmática del discurso puede parecer secundaria frente a los juegos del contenido discursivo.
2.1. Palabras de Fedra Consideremos un ejemplo tomado de una pieza clásica. En Fedra, Enona, nodriza de Fedra, suplica a la heroína que le diga la razón de su dolor y de su deseo de morir: Señora, en nombre de las lágrimás que por vos he derramado, Por vuestras débiles rodillas que yo estoy abrazando. Librad mi espíritu de esta duda funesta. (I, 3.) Y Fedra cede, empleando una fórmula que podría pasar inadvertida, si no se tuvieran en cuenta los actos de habla que se ponen en juego allí: “Tú lo deseas. Levántate”.
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Tú lo deseas: lo locutorio no expresa otra cosa que el reconocimiento de hecho del deseo del otro; el efecto perlocutorio tiene consecuencias a la vez sobre el emisor y sobre el receptor; produce la emoción del acuerdo logrado, del consentimiento al amor de la otra (la nodriza), lo cual provoca sobre el espectador una emoción inducida; la fuerza ilocutorio es indirecta, es una promesa que descansa en un sobreentendido (“Tu deseo se vuelve ley para mí.”), promesa confirmada por el sintagma que sigue.
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el contenido locutorio tiene por objeto el acto anunciado: levantarse (el presupuesto fue el planteo de los versos precedentes: Enona está arrodillada frente a Fedra; es la actitud del suplicante); el efecto perlocutorio es ambiguo; veremos que se puede vincular a una “emoción de solemnidad”; la fuerza ilocutoria es la de la orden dada, orden directa, que
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corresponde a las relaciones situacionales entre los dos personajes (relaciones de dominio: tuteo e imperativo) y a la postura de las protagonistas (Fedra sentada, Enona arrodillada). Tengamos en cuenta que la orden confirma indirectamente la promesa implícita del enunciado precedente (“Tú lo deseas”). Pero el sentido del acto ordenado queda ambiguo: ¿qué acto se invita a realizar a Enona al levantarse? En fundamental observar que Racine no escribe “Ponte de pie”, lo que implicaría un simple cambio de postura; él dice: “Levántate”, lo que supone que la nueva postura (de pie) tiene importancia; no podemos contentarnos con glosar: no es necesario quedarte arrodillada, puesto que yo cedo a tu súplica (“Llevántate”); es necesario ir más lejos y considerar que la orden supone, si se cumple, un cambio en las condiciones del discurso, del intercambio dialogado, algo que podríamos interpretar como “Levántate, para que yo pueda hablar”. ¿Por qué? Aquí el presupuesto sería: “Lo que tengo que decir conlleva la escucha en la posición de pie”. Lo que implica otro presupuesto cultural: que existe una relación entre la postura de pie y una cierta solemnidad sagrada. El acto ilocutorio toma su sentido de todo un contexto cultural: la confesión es un acto sagrado y supone la construcción de una situación de enunciación solemne; Enona es invitada a levantarse para asistir a un acto religioso: una confesión, a preparar a través del gesto el ritual de la confesión. De allí surge una extraordinaria consecuencia, que es una vuelta de tuerca de la situación recíproca de los personajes: Fedra da a Enona (como a quien depende de ella) la orden de recibir su confesión. Al mismo tiempo, la instituye en confesor, guía, director de conciencia (sobre mí, si se quiere); construye, al hacer esto, nuevas relaciones entre ella y su nodriza; de sirvienta, Enona pasa a ocupar la posición de mando del juez y del guía, lo que se materializa en la postura física: de pie, ella va a dominar a una Fedra sentada. Fedra, al haber conferido a Enona el poder de dirigirla, hace por ese sólo acto de habla una transformación irreversible, origen de la tragedia, con todas las consecuencias catastróficas que conocemos. En el caso de que hubiera dudas acerca de esta interpretación del acto de habla de Fedra, la respuesta de Enona nos las aclara: “Hablad, yo os escucho”, dice, aceptando implícitamente la nueva situación. En efecto, la orden dada (“Hablad”), el pasaje del vos
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al yo, el contenido locutorio (la constatación del cambio de posición y el reconocimiento implícito de la posición de escucha: “Yo os escucho”), todo el análisis del enunciado vuelve evidente la transformación de las relaciones y el nuevo contrato. La fórmula de Enona: “hablad,, yo os escucho” es la fórmula misma del confesor; ninguno de los oyentes de Racine del siglo XVII podía ignorarlo. El diálogo así analizado muestra la estrategia lingüística que lo sustenta, que se podría resumir groseramente así: -
¡Hablad! Sí, ¡pero yo te instituyo mi confesor! De acuerdo. No es difícil encontrar allí una estrategia “inconsciente”, es decir, ni expresada, ni oculta, pero que está a la vez dicha y no dicha: Fedra se desliga de su responsabilidad y la deposita a los pies de la otra. El diálogo sería entonces:
-
Decidme vuestro deseo, para que yo aparte su curso de vos. ¡Sé de ahora en adelante la custodia de mi deseo! ¡Entendido! (Fin de la responsabilidad de Fedra.) Esta glosa “analítica” sólo ambiciona mostrar que no es imposible articular un proceder que descubre actos de habla y una lectura eventual del discurso del inconsciente. La importancia decisiva de ese verso y, en particular, del enunciado de Fedra está indicada también por el sistema consonántico y su curiosa estructura en espejo: “Tu Le Veux/LéveToi” {Tú lo quieres! Levántate.) La poética conforma aquí la pragmática (ver texto 2: 169, “Ruptura del contrato”, Fedra, IV, 6).
2.2. El acto escénico En el teatro, la pragmática del discurso textual tiene consecuencias directas sobre la práctica escénica: el actor sabe entonces lo que tiene que hacer, qué tipo de acto debe cumplir (con todas las posibilidades que guarda de interpretar otro acto, pero con conocimiento de causa y por razones bien precisas). En esta escena de Fedra las actrices saben que deben representar la
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solemnidad del acto, el nuevo contrato aprobado entre ellas y la transformación de sus relaciones. Vemos entonces que las motivaciones conscientes e inconscientes de Fedra y de Enona son secundarias frente al acto de habla cumplido, a su importancia espectacular, dramatúrgica y quizá filosófica. Vemos en qué medida el análisis de los actos de habla permite tomar en cuenta los actos psíquicos (imaginarios) efectuados: esos actos determinan un cambio en las relaciones entre los personajes; entonces, es inútil buscar detrás de las palabras una psicología causal. Dicho de otro modo, no tenemos que buscar por qué Fedra y Enona (seres de papel) dicen lo que ellas dicen, sino lo
que ellas hacen al decirlo.
• • •
En consecuencia, ¿cómo analizar un enunciado en el discurso de un personaje? Diremos que: -existe un significado; si es dicho, todos los auditores francófonos comprenderán el significado del enunciado “Levántate”; -la presencia de los “embragues” (como los pronombres) vuelve ambiguo un enunciado: ¿quién es tú? ¿Y quién habla? El enunciado deja de ser ambiguo si conocemos a los interlocutores; el contexto es la situación de enunciación. Tengamos en cuenta que en el teatro persiste una cierta ambigüedad por el hecho de que a la situación de enunciación ficticia se une una situación de enunciación real, en escena, con locutores que no son los personajes, sino los actores (ver Lire le théâtre II: 194-195); -el sentido del enunciado no es completo si no está definido su lugar en el juego de la palabra: los sobreentendidos, los presupuestos. Por ejemplo, el enunciado “Levántate” presupone que el destinatario no está de pie, que una cierta convención cultural asocia la postura de pie y un acto solemne; -el sentido del enunciado para el destinatario (doble en el teatro: interlocutor y espectador) comprende: la sumatoria de informaciones vehiculizada; el efecto producido por las palabras (que el emisor haya tenido la intención de producir ese efecto perlocutorio o no); la fuerza15 ilocucionaria o ilocutoria, es decir, el acto mismo que constituye o modifica las relaciones entre los locutores y produce la acción de uno sobre otro; -el contrato entre los hablantes transforma, ya que todo enunciado crea, modifica o anula un contrato. Fedra regala a Enona
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su derecho a dar órdenes, instituyendo con ella un contrato; contrato que romperá brutalmente al terminar el acto IV.
2.3.
El contrato
Todo enunciado emitido para un alocutario instituye un contrato entre el locutor y aquél. Un contrato que está, como todo acuerdo, sometido a reglas. Esas reglas no son solamente “condiciones de enunciación”, sino que rigen, como un código, las posibilidades mismas del contrato; rigen reglas jurídicas: para decir “Se abre la sesión”, es preciso tener la prerrogativa; rigen reglas sociales: yo no puedo dar órdenes si no ocupo la situación social que me permite dar órdenes, o también la posición accidental: si estoy en la casa de alguien, no tengo derecho a darle una orden personal del tipo: “Siéntese...”, tampoco darle la orden de cerrar la puerta o la ventana, aun cuando socialmente sea su superior. En el Ruy Blas de Hugo, Don Salluste ordena al primer ministro cerrar la ventana, porque ese primer ministro es su antiguo lacayo, y Ruy Blas obecede. No puedo dar una orden: 1) si el receptor no está en condiciones de obedecerla; 2) si yo estoy en una posición en que no puedo hacer que me obedezca (con necesarias condiciones institucionales o materiales: que yo tenga el poder jurídico o la fuerza física...). Esas son las condiciones de felicidad del acto imperativo. Si esas condiciones se cumplen, el acto es válido. Agripina instituye con Nerón un contrato de palabra que es una provocación a todas las condiciones de enunciación jurídica y material. Ordena entonces que todo lo que ella podrá y deberá hacer es suplicar: no solamente depende del poder absoluto del emperador, sino que acaba de ver cuestionada violentamente su autoridad, puesto que Nerón hizo arrestar a su consejero y le retiró sus prerrogativas políticas. Ella reclama desde el comienzo ver a su hijo; él llega sólo en el acto IV, arrastrando los pies. Ahora bien, ¿qué hace ella? Da vuelta la situación e instituye un contrato en el que ella asume el rol dominante; no sólo da órdenes, sino que asigna un lugar: “Acercóos, Nerón, y tomad vuestro lugar” (IV, comienzo de la escena 2). No sólo “Tomad lugar”, sino “Tomad vuestro lugar”, el que yo os otorgo. ¿Qué puede hacer el alocutario Nerón así provocado? ¿Rechazar el contrato y decir: no, soy yo el que ordena y distribuye los lugares? ¿O aceptar el contrato, aun cuando signifique aceptar
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implícitamente las relaciones de poder que ese contrato implica, someterse a una autoridad que él reconoce, la de su madre? Él acepta. Entonces, ¿es la capitulación? Nerón cede; en ese instante, abandona definitivamente el rol dominante: “Eh IPues bien! Pornunciaos. ¿Qué queréis que haga?”. Agripina, de hecho, da una serie impresionante de órdenes: “Que se castigue la audacia de mis acusadores; Que [...] / Que [...] / Que ellos [...] / Que concluye Nerón, es su última palabra: “Guardias, que obedezcan las órdenes de mi madre” (IV, 2). La capitulación es completa; el rol dominante es abandonado, él no puede recuperarlo más que por medio de un abuso de autoridad material: un asesinato. Lo que le demuestra su consejero Narciso: Agripina, señor, se lo había prometido a sí misma. Ha retomado su soberano imperio sobre vos. (IV, 4.) Hermosa ilustración del rol de la palabra y del funcionamiento del contrato: no se necesita nada menos que la violencia para romperlo. El diálogo de teatro, sobre todo el del teatro clásico -pero también el de Beckett- muestra en cada momento los mecanismos del contrato.
2.4. 1.
2.
Los actos de habla en el teatro
Lo locutorio comprende dos actos diferentes: recitar, decir las palabras (lo fótico) y dar un sentido a esas palabras (lo rético). Podemos observar que decir las palabras es la razón de la realización teatral; es la ficción que les da sentido para un destinatario; allí reside la diferencia fundamental entre recitar y actuar: recitar un texto es dirigirse al público, representarlo, y es también hablar a alguien en
escena. Lo perlocutorio es la producción de un efecto, efecto real sobre el espectador, efecto simulado sobre el compañero, con una restricción de importancia: que los efectos no son los mismos; el tirano cuya palabra “espanta” ficticiamente al compañero, produce sobre el espectador emociones diversas, aunque ninguna de ellas sea el miedo.
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3.
a)
b)
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Lo ilocutorio es el punto más difícil, puesto que el acto de habla, con sus efectos precisos sobre el destinatario, parece simulado y no real. De ahí las confusiones: “Así como en el teatro el trueno y los combates no son más que aparentes, una aserción en el teatro no es más que una aserción aparente. No es sino juego o representación. El actor representando su rol no afirma, tampoco miente” 16. Lo cual no es exacto, a pesar de la cautela con que apoya esta tesis Récanati: “El sentido locucionario -dice- es la representación (en el sentido teatral) de un acto ilocucionario, pero, si queremos tener una idea de la actividad pragmática real de los actores, separados de sus personajes, es preciso mirar hacia los bastidores” (Récanati, 1981: 255). Esto corresponde al sentido común que concierne a las réplicas de teatro, sentido común que oscila entre dos posiciones, ambas falsas: -una réplica de teatro dice lo mismo que la misma réplica en la vida y realiza el mismo acto, lo que es manifiestamente imposible, pues las relaciones son evidentemente más complejas en la vida, mientras que el juego del diálogo es más simple en el teatro, ya que está dirigido por el presupuesto de todo discurso teatral: yo represento (yo juego a decir lo que digo / a hacer lo que hago); -el discurso teatral es puramente imaginario, y todo acto de habla es en el teatro sólo la “representación” de un acto real, el teatro dice simplemente que tal acto puede ser efectuado, y el “Levántate” de Fedra no es sino la imagen de un acto real. Ahora bien, esto, evidentemente, es falso: se trata de un acto real, y no hay que buscar el acto de habla en los bastidores, está en el escenario: la actriz que representa a Enona se levanta, el acto de habla por medio del cual se le dio la orden es por cierto un acto efectivo. Para comprender el estatuto del discurso teatral es necesario distinguir entre lo escénico y lo ficcional: lo ficcional supone actos de habla que tienen su plena fuerza ilocutoria; si el personaje dice “Juro”, su palabra posee en el interior de la ficción su plena fuerza ilocutoria de juramento; pero, evidentemente, el actor no está comprometido en el juramento pronunciado por el personaje, y si el actor dijera al público “Levantaos” saldría de su rol. Lo ilocutorio en el teatro es, entonces, paradójico; el discurso es la imitación de actos de habla que no son ni más ni menos válidos que otros, pero que son válidos sólo en el espacio escénico. El conjunto del discurso teatral está marcado por el presupuesto yo actúo, cuya consecuencia
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lógica es que el discurso no funciona sino en el marco construido por ese presupuesto, que es el marco escénico. Es imposible analizar el discurso teatral sin hacer referencia a ese estatuto escénico del discurso. El discurso teatral es, entonces, la imitación de una palabra en el mundo, con lo que ella dice acerca de sí y acerca del mundo, con la emoción que ella suscita; pero, más aún, es el modelo reducido de las múltiples maneras por medio de las cuales la palabra actúa sobre los otros. Lo que se muestra en el teatro (con ayuda de relaciones lingüísticas de las que sabemos bien que, teatralmente, son ficticias o ficcionales) está constituido justamente por esas relaciones de lenguaje-imitación de las condiciones de la palabra humana. De ahí la importancia de la palabra teatral: podemos ver allí las relaciones humanas sin preocuparnos por el sujeto (trascendental), por la conciencia absoluta (o por lo que Lacan llama el Gran Otro); no se está personalmente provocado o convocado: por la misma razón, uno es liberado de la obligación de responder, pero no de la obligación de comprender. Es posible entonces ver en lo teatral la pura estrategia de la palabra humana. ¿Pura? No pura, sino implicada en el contexto histórico-social de la vida de los hombres.
2.5.
Shakespeare
Si algo es real en la escena, es por cierto el habla humana y sus funciones, aun cuando esas condiciones de producción son simuladas; una réplica de teatro produce los mismos efectos ¡locutorios, tiene la misma fuerza y modifica las relaciones de habla exactamente como una frase “en la vida”. Tomemos un ejemplo en particular: en Julio César de Shakespeare, los dos principales asesinos de César, Bruto y Casio, luego de su acto y las dificultades que se suscitan, discuten violentamente y se dicen palabras atroces, cuando de repente Bruto suelta: “Porcia está muerta”; “¡Oh, Porcia!”, responde Casio. Y termina, se acabó la discusión y sobreviene la reconciliación. Lo locutorio contiene una información importante: Porcia, la mujer de Bruto, el alma de la conjura, se suicidó. El efecto perlocutorio aquí es doble: sobre el espectador produce piedad, y sobre el destinatario inmediato produce una emoción que el laconismo de la respuesta traduce. Por cierto, la fuerza ilocutoria aquí es distinta de la de una afirmación; el enunciado contiene un
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aspecto ilocutorio implícito, que es un pedido: interrumpamos esta querella. Está claro aquí que lo perlocutorio y lo ilocutorio están estrechamente juntos, unidos, si se puede decir, por toda una red de presupuestos y de sobreentendidos que determinan el contexto ficcional del intercambio. Pero es visible que esta réplica modifica concretamente la continuidad del intercambio lingüístico, de las relaciones de habla de los dos interlocutores. Vayamos más lejos: modifica el conjunto de las relaciones entre los personajes y, por lo tanto, el curso de la acción. Es por cierto simulación de un acto de habla, pero también, en el cuadro preciso de la escena, intercambio real que se transforma en la representación en un intercambio concreto. Lo que se muestra aquí es el funcionamiento real del lenguaje sobre los hombres: si hay un campo donde la mimesis teatral es difícil de negar, es -y es quizás el único- el campo del lenguaje: el lector-espectador lo comprende; comprende su significación, los efectos, la fuerza, lo observa en lo que se podría llamar una “situación de laboratorio”.
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