El Credo, Hoy (Pozo de Siquem) - Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
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teologia...
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(_JOSEPH RATZINGER) BENEDICTO XVI
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Editado por HOLGER ZABOROWSKI Y ALWIN LETZKUS
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Abreviaturas El sentido de ser cristiano Por encima de todo, el amor 1. El amor basta 2. ¿Para qué la fe? 3. La ley de la sobreabundancia 4. Fe, esperanza, amor Introducción La fe en el mundo actual 1. Duda y fe: la situación del hombre ante el problema de Dios 2. El salto de la fe: ensayo provisional de determinar la esencia de la fe 3. El dilema de la fe en el mundo actual 4. El límite de la moderna comprensión de la realidad y el lugar de la fe 5. La fe como mantenerse en pie y comprender 6. La razón de la fe 7. «Creo en ti» 1. Dios «Creo en Dios Padre todopoderoso» 2. Creación
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La fe en la creación y la teoría de la evolución 3. Jesucristo El Hijo de Dios 4. Nacido de la Virgen María «Llena eres de gracia» 0. Elementos de la devoción bíblica a María 1. María, hija de Sión, madre de los creyentes 2. María, profetisa 3. María en el misterio de la cruz y la resurrección 5. Crucificado, muerto y sepultado Viernes Santo 6. Descenso a los infiernos - Ascensión a los cielos - Resurrección de la carne Dificultades con el Apostolicum 1. «Descendió a los infiernos» 2. «Subió a los cielos» 3. «Resurrección de la carne» 7. Cristo el Liberador Buscar lo de arriba (Col 3,1) 8. A juzgar a vivos y muertos Desde allí ha de venir 9. El Espíritu Santo 7
El intelecto, el espíritu y el amor 1. Una meditación sobre Pentecostés 10. La santa Iglesia católica La Iglesia como lugar del servicio a la fe 11. La comunión de los santos ¿Qué significan en realidad los santos para nosotros? 12. El perdón de los pecados La metánoia como disposición anímica fundamental de la existencia cristiana 0. Introducción: el problema 1. El significado bíblico fundamental de metánoia 2. Transformación y fidelidad 3. Interioridad y comunidad 4. Don y tarea: el pequeño camino 13. La resurrección de los muertos y la vida eterna Más allá de la muerte 1. La contraposición entre resurrección e inmortalidad del alma 2. En busca de nuevas respuestas 3. Fe en la inmortalidad y responsabilidad sobre el mundo 14. El credo de la Iglesia Por qué permanezco en la Iglesia 1. Reflexión previa sobre la situación de la Iglesia 8
2. Una imagen para la esencia de la Iglesia 3. Por qué permanezco en la Iglesia Epílogo La persona ante Dios: fe, esperanza, amor. Ensayo de un perfil teológico de Benedicto XVI 1. ¿Un intelectual en la sede de Pedro? 2. Realizaciones fundamentales de una vida 3. Recibir y conservar 4. Mediar y .reflexionar 5. Seguir y 'dar testimonio Fuentes
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Por encima de todo, el amor 1. El amor basta CUENTA un relato originario del judaísmo tardío del tiempo de jesús que un día se presentó un pagano ante rabí Samay, el célebre jefe de escuela, y le dijo que estaba dispuesto a convertirse a la religión judía si era capaz de exponerle el contenido de esta durante el período de tiempo que una persona puede mantenerse apoyada sobre un solo pie. El rabí recorrió mentalmente los cinco libros de Moisés, tan abundantes en ideas, y todo lo que la interpretación judía había añadido después, entendiendo que se trataba de elementos igualmente vinculantes, necesarios e indispensables para la salvación. Después de explorar mentalmente todo esto, al final tuvo que admitir que era incapaz de resumir en un par de frases breves todo el contenido de la religión de Israel. El extraño personaje que le había hecho aquella petición no se desanimó. Se dirigió - si puedo expresarlo de este modo - a la competencia, a rabí Hilel, el otro célebre jefe de escuela, y le hizo la misma petición. Al contrario que rabí Samay, Hilel no encontró nada imposible en ella y le respondió sin rodeos: «No hagas a tu prójimo lo que a ti te fastidia. Esta es toda la ley. Todo lo demás es interpretación»'. Si aquel mismo hombre se presentara hoy ante cualquier sabio teólogo cristiano y le pidiera una breve introducción, de cinco minutos, a la esencia del cristianismo, probablemente todos los profesores le dirían que eso es imposible. Necesitarían seis semestres solo para las disciplinas principales de la teología, y de este modo se quedarían únicamente en la superficie. Y, sin embargo, se podría ayudar de nuevo a este hombre, pues la historia de rabí Hilel y rabí Samay se repitió, una vez más pero de otra forma, pocos decenios más tarde. Esta vez se presentó un rabí ante jesús de Nazaret y le preguntó: «¿Qué debo hacer para obtener la salvación?». Se trata de la pregunta acerca de lo que el propio Cristo considera como realmente indispensable en su mensaje. El Señor le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la Ley y los Profetas» (Mt 22,35-40). Aquí se contiene todo lo que Jesucristo exige. Quien hace esto - es decir, quien ama - es cristiano, y lo tiene todo (c£ también Rom 13,9-10).
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Que Cristo, al hablar de este modo, no quería pronunciar solamente palabras consoladoras que no se debían acoger en toda su exigencia, sino palabras que se debían comprender en toda su seriedad e incondicionalmente, lo muestra aquel otro texto donde describe en forma de parábola el juicio universal. Este juicio presenta la realidad más seria y definitiva que existe; es la prueba donde se pondrá de manifiesto cómo están realmente las cosas, pues en él se decidirá irreversiblemente el destino eterno del hombre. En la parábola del juicio final dice el Señor que el juez del mundo se hallará con dos grupos de seres humanos. A unos les dirá: «Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitas teis; en la cárcel, y vinisteis a verme». Ellos le dirán: Señor, ¿cuándo hicimos todas estas cosas? Nunca antes te habíamos visto. Y Cristo les responderá: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Al otro grupo le sucederá todo lo contrario. El juez les dirá: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis». Y también estos le preguntarán: ¿cuándo sucedió todo esto? Si te hubiéramos visto, te lo habríamos dado todo. «Y él entonces les responderá: "En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo"» (cf. Mt 25,3146). Según esta parábola, el juez del mundo no pregunta acerca de las teorías que un ser humano haya tenido sobre Dios y sobre el mundo. No pregunta acerca de la profesión de fe dogmática, sino únicamente sobre el amor. Este basta y salva al ser humano. Quien ama es cristiano. Por muy grande que pueda ser para el teólogo la tentación de interpretar esta afirmación, matizándola con un «sí, pero...», tenemos que aceptarla en toda su grandeza y sencillez, sin poner ninguna condición, tal como el Señor la formuló. Esto no significa, claro está, que debamos ignorar que estas palabras contienen una declaración muy importante y una gran exigencia para el ser humano. El amor, descrito aquí como el contenido de la existencia cristiana, exige de nosotros que tratemos de amar como Dios ama. Él no nos ama porque seamos particularmente buenos, particularmente virtuosos, particularmente meritorios, porque seamos de algún modo útiles o necesarios para él. Nos ama, no porque nosotros seamos buenos, sino porque él es bueno. Nos ama aunque no tengamos nada que ofrecerle; nos ama aunque nuestro vestido sean los harapos del 12
hijo perdido, que no lleva consigo ya nada digno de ser amado. Amar de una manera cristiana signifi ca tratar de seguir este camino: que no amemos solo a las personas que nos resultan simpáticas, que nos agradan, con las que congeniamos, ni amemos únicamente a quienes tienen algo que ofrecernos o de quienes podemos esperar algunas ventajas. Amar cristianamente, es decir, en el sentido de Cristo, significa que hemos de ser buenos con quien tiene necesidad de nuestra bondad, aunque no nos resulte simpático. Significa entrar en el camino de jesús y realizar, de este modo, una especie de giro copernicano en nuestra vida. Porque, en cierto sentido, todos vivimos aún, por así decir, antes de Copérnico. No solo porque, juzgando por las apariencias, pensamos que el Sol sale, se pone y gira alrededor de la Tierra, sino en un sentido mucho más profundo, ya que todos nosotros tenemos esa ilusión innata, en virtud de la cual cada uno considera el propio yo como punto central en torno al cual tienen que girar el mundo y los seres humanos. Todos hemos de descubrir continuamente que solo construimos y vemos las otras cosas y a las demás personas en relación con el propio yo, que las consideramos como satélites que giran en torno al punto central, que es nuestro yo. Ser cristiano es, según lo que hemos expuesto, algo muy sencillo y, sin embargo, muy revolucionario. Consiste exactamente en realizar el giro copernicano y en dejar de considerarnos el punto central del mundo alrededor del cual tienen que girar los demás, porque, por el contrario, empezamos a afirmar con toda seriedad que somos una de las muchas criaturas de Dios, que se mueven juntas en torno a él, que es su centro. 2. ¿Para qué la fe? Ser cristiano significa tener amor. Esto es enormemente difícil y, al mismo tiempo, enormemente sencillo. Ahora bien, por muy difícil que pueda resultar en muchos sentidos, el experimentarlo constituye un conocimiento hondamente liberador. Pero es probable que digáis: bien, este es el mensaje de jesús, que es un mensaje consolador y bueno. Pero, ¿qué habéis hecho de él los teólogos y los sacerdotes, qué ha hecho de él la Iglesia? Si el amor basta, entonces ¿para qué vuestros dogmas, para qué la fe, que siempre está en conflicto con la ciencia? ¿Acaso no es realmente verdadero lo que dijeron los eruditos liberales, a saber, que la corrupción del cristianismo consistió en construir una doctrina sobre Cristo en lugar de hablar con él de Dios Padre y de ser hermanos unos con otros, en crear un dogma intransigente en vez de formar para el servicio mutuo, en exigir la fe y hacer que el cristianismo dependa de una profesión de fe en vez de exhortar al amor?
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Es indudable que esta pregunta plantea algo muy serio y, como sucede con todas las preguntas verdaderamente importantes, no es posible responderla en un abrir y cerrar de ojos, con una fórmula perfecta. Ahora bien, al mismo tiempo no podemos pasar por alto que contiene también una simplificación. Para caer en la cuenta de ello, únicamente necesitamos aplicar con realismo a nuestra vida lo que hemos reflexionado hasta ahora. Ser cristiano significa tener amor; significa realizar el giro copernicano de la existencia, por el cual dejamos de considerarnos el punto central del mundo y de hacer que los demás giren solo a nuestro alrededor. Si nos fijamos en nosotros mismos con sinceridad y seriedad, este mensaje admirablemente sencillo no solo contiene algo liberador, sino también algo muy abrumador. Pues, ¿quién de nosotros puede decir que nunca ha pasado de largo junto a una persona hambrienta o sedienta, o junto a una persona cualquiera que nos necesitaba? ¿Quién de nosotros puede decir que realiza verdaderamente con toda sencillez el servicio de la bondad para con los demás? ¿Quién de nosotros no debe admitir que, incluso en la bondad que manifiesta a los demás, siempre alberga un poco de egoísmo, de autocomplacencia y de consideración del propio yo? ¿Quién de nosotros no debe reconocer que vive, en mayor o menor grado, en la ilusión precopernicana, y que considera y trata a los otros so lo en la medida en que están en relación con su propio yo? Pero, de esta manera, el mensaje grande y liberador del amor, como contenido único y suficiente del cristianismo, puede resultar también algo muy opresor. En este punto interviene la fe. Porque en el fondo esta no significa sino que este déficit de nuestro amor, que todos padecemos, es colmado por la sobreabundancia vicaria del amor de Jesucristo. La fe nos dice sencillamente que Dios mismo ha derramado en abundancia su amor sobre nosotros y de este modo ha cubierto de antemano todo nuestro déficit. En definitiva, creer no significa otra cosa que admitir que tenemos ese déficit, significa abrir la mano y dejarnos agasajar. En su forma más sencilla e íntima, la fe no es otra cosa que aquel punto del amor donde reconocemos que también nosotros necesitamos que nos obsequien. La fe es, por tanto, aquel punto del amor que solo demuestra que es realmente amor; consiste en el hecho de que superamos la autocomplacencia y la autosatisfacción de quien se basta a sí mismo y dice: «Lo he hecho todo yo solo, no necesito ayuda de nadie». Únicamente en una «fe» así se pone fin al egoísmo, que es el auténtico polo contrario al amor. La fe está presente en el verdadero amor; es sencillamente aquel momento del amor que lleva a este a su verdadero ser: la apertura de quien no se basa en sus propias capacidades, sino que sabe 14
que está necesitado, que su propia persona es fruto del don. Naturalmente, esta fe puede ser desarrollada e interpretada de muchas formas. Solo necesitamos tomar conciencia del hecho de que el gesto de la mano abierta, de la sencillez de la capacidad de recibir, el único que otorga al amor su sinceridad interior, se perdería en el vacío si no existiera aquel que lo llena con la gracia del perdón. Y todo terminaría una vez más en el vacío, en el absurdo, si no existiera la respuesta que se llama Cristo. Así pues, en el gesto de la fe, en la que debe transformarse el verdadero amor, está siempre presente el deseo que tiende hacia el misterio de Cristo, misterio que después, cuan do se revela, es un desarrollo necesario de este gesto fundamental, de modo que rechazarlo significaría rechazar la fe y el amor. Pero digámoslo ahora en sentido contrario: por muy cierto que sea esto y aun cuando de ello se deduzca una necesidad indispensable de la fe cristológica y eclesial, sigue siendo cierto, al mismo tiempo, que todo lo que encontramos en los dogmas es, en último término, solamente comentario, comentario de la única realidad fundamental decisiva y verdaderamente suficiente del amor de Dios y de los seres humanos. Y sigue siendo válido que quienes aman verdaderamente - que, como tales, son al mismo tiempo creyentes - pueden llamarse cristianos. 3. La ley de la sobreabundancia Sobre la base de esta concepción fundamental del cristianismo, se hacen legibles y comprensibles de un modo nuevo la Escritura y el dogma. Menciono solo algunos ejemplos, textos de la Sagrada Escritura, que en un primer momento nos parecen totalmente inaccesibles y que bajo esta luz se revelan de repente. Recordemos, por ejemplo, una vez más las palabras del Sermón de la montaña, que salen a nuestro encuentro con todo su carácter inquietante: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano "imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le llame "renegado", será reo de la gehena de fuego» (Mt 5,21-22). Si leemos este texto, nos oprime y nos sacude. No obstante, está precedido por un versículo que da sentido a todo el conjunto y dice: «Porque os digo que, si vuestra justicia no es más perfecta que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). La expresión más importante de este versículo es «más perfecta». El texto original griego es aún más fuerte y pone 15
claramente de manifiesto cuál es la verdadera intención. Traducido literalmente, sería: «Si vuestra justicia no es más sobreabundante que la de los escribas y fariseos...». En estas palabras nos topamos con el motivo central que atraviesa todo el mensaje de Cristo. El cristiano es el ser humano que no calcula, sino que hace lo sobreabundante. Es el amante que no se pregunta: ¿hasta dónde puedo ir todavía, permaneciendo en el ámbito de los pecados veniales, y sin traspasar la frontera del pecado mortal? Cristiano es quien busca sencillamente el bien, sin hacer cálculos. El simplemente justo, que se preocupa solo de que su conducta sea correcta, es fariseo; solo quien no es simplemente justo, empieza a ser cristiano. Esto no significa en modo alguno que el cristiano sea un ser humano que no hace nada equivocado ni comete ningún error. Todo lo contrario: es quien sabe que tiene defectos y es magnánimo con Dios y con los seres humanos, porque conoce hasta qué punto vive de la magnanimidad de Dios y de su prójimo. Tiene la magnanimidad de quien sabe que es deudor de todos, de quien ni siquiera puede intentar mantener una conducta correcta que le permitiría exigir lo mismo a los otros: esta magnanimidad es el auténtico ideal del éthos anunciado por Jesús (c£ Mt 18,12-35). Es aquel misterio extraordinariamente exigente y, al mismo tiempo, extraordinariamente liberador, que está detrás de la palabra «sobreabundante», sin la cual no puede existir la justicia cristiana. Si nos fijamos más detenidamente, comprobamos de inmediato que la estructura fundamental que hemos descubierto con la idea de la sobreabundancia configura toda la historia de Dios con el ser humano, y que es, además, como el sello divino de la creación: el milagro de Caná y el milagro de la multiplicación de los panes son signos de la sobreabundancia de la magnanimidad, que es la esencia de la actividad de Dios, esa actividad que, en el acontecimiento de la creación, prodiga millones de gérmenes para salvar un ser viviente. Esa actividad que crea pródigamente todo un universo para preparar sobre la tierra un lugar a ese ser misterioso que es el ser humano. Esa actividad por la que Dios, en una última e inaudi ta prodigalidad, se entrega a sí mismo para salvar a esa «caña pensante» que es el ser humano y llevarlo hasta su meta. Este acontecimiento último e inaudito escapará siempre a la razón calculadora del pensador correcto. En realidad, solo es comprensible desde la locura de un amor que desecha todos los cálculos y es pródigo sin límites. Y no es otra cosa que la consumación coherente de aquella prodigalidad que es por todas partes como el sello del Creador y que ahora tiene que convertirse también en la ley fundamental de nuestro propio ser ante Dios y ante los seres humanos.
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Volvamos atrás. Hemos dicho que desde este conocimiento (que es, a su vez, únicamente una aplicación del principio «amor») se vuelve clara no solo la estructura de la creación y de la historia de la salvación, sino también el sentido de la exigencia que nos plantea Jesús, tal como se presenta en el Sermón de la montaña. Ciertamente es muy útil saber ya de antemano que no hay que comprenderla en sentido legalista. Instrucciones como estas: «Al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra: al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto» (Mt 5,39-40), no son artículos de una ley que deberíamos observar como preceptos particulares al pie de la letra. No son decretos, sino imágenes y ejemplos concretos que, juntos, pretenden dar una orientación. Pero esto no basta para llegar a comprenderlos realmente. Para ello tenemos que profundizar más y, por un lado, ver que, en el Sermón de la montaña, la simple interpretación moral, que concibe todo lo que en él se dice como mandamientos cuyo incumplimiento llevaría al infierno - no basta: contemplado de este modo, el Sermón de la montaña no nos alentaría sino que nos destruiría. Pero, por otro lado, tampoco basta la interpretación que piensa únicamente en la gracia y que afirma: aquí se indica solo lo insignificante que es toda nuestra acción y conducta humana; aquí se hace solo visible que no podemos nada y que todo es gracia. El texto aclararía solamente que en la noche de la pecaminosidad humana todas las diferencias son insignificantes y que nadie puede gloriarse de nada porque todos somos dignos de la condenación y todos somos salvados solo por gracia. Ciertamente el texto nos hace tomar conciencia, de un modo claro y alarmante, de nuestra necesidad de perdón; muestra qué pocos motivos tiene un ser humano para gloriarse y distanciarse de los pecadores, como si fuera justo. Pero también quiere decirnos algo más. No solo quiere ponernos bajo el signo del juicio y del perdón - que haría indiferente toda forma de actividad humana-, sino que tiene también el objetivo de darnos una orientación para nuestra existencia: pretende orientarnos hacia aquel «más», hacia aquella «sobreabundancia» y hacia aquella magnanimidad que no significan que de repente nos hagamos «perfectos», sino que buscamos la actitud del amante que no calcula, sino que ama sin más. Este es también el trasfondo cristológico concreto del Sermón de la montaña. La llamada al «más» no procede sencillamente de la inaccesibilidad de la majestad eterna de Dios, sino que llega a nosotros de la boca del Señor, en quien Dios se ha introducido profundamente en la miseria de la historia humana. Dios mismo vive y actúa bajo la ley fundamental de la sobreabundancia, de aquel amor que no puede menos de darse a sí mismo. Es cristiano quien tiene amor. Esta es la sencilla respuesta a la pregunta por la esencia del cristianismo, frente a la cual nos encontramos de nuevo al final y que, bien 17
comprendida, lo incluye todo. 4. Fe, esperanza, amor Para terminar, nos queda aún reflexionar sobre una cosa. Al hablar del amor, nos hemos topado con la fe. Hemos visto que la fe, correctamente entendida, está presente en el amor y que solo ella está en condiciones de llevarnos a la salvación, porque nuestro amor sería insuficiente, como una mano abierta extendida en el vacío. Si damos un paso más en nuestra refle xión, nos topamos con el misterio de la esperanza, pues nuestra fe y nuestro amor permanecen en camino mientras vivimos en este mundo y siempre corren el peligro de extinguirse. Verdaderamente es adviento. Nadie puede decir de sí mismo: estoy totalmente salvado. En este mundo no existe la redención como un pasado concluido, ni como un presente realizado y definitivo, sino que únicamente existe la redención en forma de esperanza. La luz de Dios resplandece en este mundo únicamente en las luces de la esperanza que su bondad pone en nuestro camino. Con cuánta frecuencia nos entristece el hecho de que desearíamos más, desearíamos un presente lleno, completo, incuestionable. Pero en el fondo tenemos que decir, en cambio: ¿acaso puede haber un modo más humano de redención que aquel que nos dice a nosotros, seres del devenir y del camino, que podemos esperar? ¿Acaso puede haber una luz mejor para nosotros, seres peregrinos, que aquella que nos hace libres para avanzar sin miedo, porque sabemos que al final del camino está la luz del amor eterno? Mañana, miércoles de las témporas de adviento, nos encontraremos en la liturgia de la santa misa precisamente con este misterio de la esperanza. La Iglesia lo propone ese día ante nosotros en la figura de la madre del Señor, la santa Virgen María. En estas semanas de adviento está ante nosotros como la mujer que lleva en su corazón la esperanza del mundo y que nos precede así en el camino como signo de la esperanza. Ella está ahí como la mujer en la cual ha llegado a ser posible, por la misericordia salvadora de Dios, lo que humanamente era imposible. Y así se convierte en signo para todos nosotros. Si dependiera de nosotros, de la pobre llama de nuestra buena voluntad y de la pobreza de nuestra actividad, no alcanzaríamos la salvación. Por mucho que hiciéramos, nunca haríamos bastante. La salvación seguiría siendo imposible. Pero Dios, en su misericordia, ha hecho posible lo imposible. Solo necesitamos decir sí con toda humildad: he aquí un esclavo del Señor (c£ Lc 1,37-38; Mc 10,27). Amén.
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La fe en el mundo actual 1. Duda y fe: la situación del hombre ante el problema de Dios QUIEN intente hoy hablar de la materia de la fe cristiana ante personas que no conocen ni por profesión ni por vocación - desde dentro el discurso y el pensamiento eclesiales advertirá enseguida lo extraño e insólito de semejante empresa. Probablemente pronto le embargará la sensación de que su situación es descrita de forma muy certera en el conocido apólogo de Kierkegaard sobre el payaso y el pueblo en llamas, que Harvey Cox ha retomado hace poco en su libro La ciudad secular'. Este relato cuenta que un circo en Dinamarca se incendió. En vista de ello, el director mandó al payaso, que ya estaba vestido y maquillado para su actuación, al pueblo vecino a buscar ayuda, sobre todo teniendo en cuenta que existía el peligro de que el fuego se propagara también al pueblo a través de los secos campos ya cosechados. El payaso corrió al pueblo y pidió a sus habitantes que acudieran lo antes posible al circo en llamas y les ayudaran a extinguir el incendio. Pero los vecinos de aquel pueblo creyeron que los gritos del payaso no eran sino un magnífico truco publicitario para atraerlos a la representación en el mayor número posible; aplaudían y hasta lloraban de risa. El payaso, en cambio, tenía más ganas de llorar que de reír; en vano trató de persuadir a aquellas gentes, de explicarles que no se trataba de una simulación ni de un truco, que la situación era muy seria, que el circo se estaba quemando de veras. Sus súplicas no hacían más que alimentar la risa de los vecinos; la opinión general era que el payaso estaba representando su papel a la perfección... hasta que, de hecho, el incendio llegó por fin al pueblo y ya era tarde para cualquier tipo de ayuda, de suerte que tanto el pueblo como el circo fueron pasto de las llamas. Cox refiere esta historia como ejemplo de la situación del teólogo en la actualidad y ve en el payaso, incapaz de lograr que su mensaje sea escuchado de verdad por la gente, una imagen del teólogo. En sus ropajes de payaso de la Edad Media o de cualquier otra época pasada, nunca será tomado en serio. Diga lo que diga, está - valga la expresión etiquetado y clasificado en razón del papel que desempeña. Por muy buenas maneras que manifieste, por mucho que se esfuerce por poner de relieve la gravedad de la situación, siempre se conoce de antemano lo que es: ni más ni menos que un payaso. Todo el mundo sabe ya de qué habla y también sabe que no ofrece sino una idea que 20
poco o nada tiene que ver con la realidad. Así pues, se le puede escuchar tranquilamente, sin necesidad de inquietarse en serio por lo que dice. En esta imagen se plasma, sin duda, algo de la agobiante realidad que hoy viven la teología y el discurso teológico, algo de la abrumadora imposibilidad de romper con los lugares comunes de los hábitos de pensamiento y lenguaje y hacer perceptible la materia de la teología como asunto capital de la vida humana. Pero quizá nuestro examen de conciencia deba ser aún más radical. Tal vez sea necesario reconocer que esta sugerente imagen - aunque contenga mucho de verdadero y digno de consideración - sigue simplificando las cosas. Pues en ella parece como si el payaso o, lo que es lo mismo, el teólogo fuera alguien omnisciente que se presenta con un mensaje del todo inequívoco. Los vecinos del pueblo a los que el payaso acude a toda prisa, esto es, las personas ajenas a la fe serían, por el contrario, los ignorantes que deben ser instruidos sobre aquello que desconocen; en tal caso, el payaso no tendría en realidad más que cambiar de vestimenta y desmaquillarse para que todo se arreglara. Pero ¿son las cosas realmente tan sencillas? ¿Basta con que llevemos a cabo un aggiornamento, nos quitemos el maquillaje y nos enfundemos el traje de paisano del lenguaje secular o de un cristianismo sin religión para que todo recupere su orden? ¿Es suficiente el cambio de ropaje intelectual para que las personas acudan corriendo de buen grado y ayuden a apagar el incendio que, según el teólogo, ha estallado y representa un peligro para todos? Me atrevería a decir que la teología de hecho desmaquillada y enfundada en moderno traje civil, tal y como hoy entra en liza en numerosos lugares, hace que esta esperanza se revele como harto ingenua. Es cierto que quien intenta proclamar la fe a personas inmersas en la vida y el pensamiento actuales realmente puede sentirse como un payaso o tal vez más bien como alguien que, levantándose de un antiguo sarcófago, se presenta en medio del mundo actual con vestidos y modos de pensar propios de la antigüedad: ni puede entender este mundo ni puede ser entendido por él. Sin embargo, si quien intenta proclamar la fe es suficientemente autocrítico, pronto se dará cuenta de que no se trata tan solo de algo formal, de una crisis de las vestimentas con las que la teología se pasea. Dado lo extraña que la empresa teológica resulta a la gente de nuestra época, quien se tome en serio lo que lleva entre manos no solo experimentará y reconocerá la dificultad de la traducción, sino también la vulnerabilidad de su propia fe, el asediador poder de la incredulidad en medio de la propia voluntad de creer. Así, quien hoy se esfuerce con honestidad por dar razón de la fe cristiana ante sí mismo y ante los demás tendrá que aprender a percatarse de que él no es tan solo el disfrazado al que le bastaría con cambiarse de in dumentaria para poder 21
instruir con éxito a otros. Más bien tendrá que comprender que su situación no es tan absolutamente distinta de la de los demás como pudo parecerle al principio. Se dará cuenta de que en ambos grupos operan idénticas fuerzas, si bien, ciertamente, en modos diferentes. Ante todo: sobre el creyente se cierne la amenaza de la incertidumbre, que en los instantes de tentación hace manifiesta de golpe, de forma severa e imprevisible, la fragilidad de ese todo que, por regla general, tan evidente le parece. Ilustremos este punto con un par de ejemplos. Teresa de Lisieux, la adorable santa, en apariencia tan ingenua y poco problemática, creció en un ambiente de total seguridad religiosa; su existencia estuvo marcada de principio a fin por la fe de la Iglesia de forma tan completa y hasta el último detalle que el mundo de lo invisible devino parte de su cotidianidad - o mejor, su cotidianidad misma - y le parecía casi tangible, hasta el punto de que a la santa ya no le resultaba posible imaginarse la vida sin él. Para Teresa, la «religión» era de verdad un elemento esencial y obvio de su existencia diaria; la abordaba igual que nosotros podemos abordar los comprensibles hábitos de nuestra vida. Pero precisamente esta mujer, que en apariencia vivía al abrigo de una inexpugnable seguridad, nos dejó por escrito en las últimas semanas de su pasión estremecedoras confesiones. Al dar a conocer su legado literario, las hermanas de orden de Teresa, asustadas, mitigaron la fuerza de tales revelaciones, que solo ahora, gracias a las nuevas ediciones literales, salen a la luz en su tenor original, como, por ejemplo, cuando afirma: «Me asaltan los razonamientos de los más acérrimos materialistas». Su intelecto es asediado por todos los argumentos posibles contra la fe, el sentimiento de la fe parece haber desaparecido, Teresa se siente «en el pellejo de los pecadores»2. Es decir: en un mundo en apariencia ordenado sin la más mínima grieta, al hombre se le hace de súbito patente el abismo que acecha, que también lo acecha a él, bajo el firme entramado de las convenciones sustentadoras. En semejante situación, ya no es esto o aquello lo que se pone en entredicho y sobre lo que, por lo demás, quizá incluso se discute: la asunción de María, la confesión u otros temas parecidos. Todo esto deviene por entero secundario. Lo que realmente está en juego es el conjunto: o todo o nada. Tal es la única alternativa que resta, y en ningún lugar parece haber fundamento alguno al que aferrarse en esta repentina caída. Lo único visible, se mire hacia donde se mire, es la insondable profundidad de la nada. En la escena inaugural de El zapato de raso, Paul Claudel plasma la situación del creyente en una profunda y convincente visión plástica. Un misionero jesuita, hermano del protagonista Rodrigo - hombre de mundo, errante y dubitativo aventurero que se 22
debate entre Dios y el mundo-, nos es presentado como náufrago en el mar. Tras ser hundido su barco por unos piratas, el misionero fue atado a un madero remanente de la embarcación; y así, ahora lo encontramos flotando junto a ese trozo de madera en las bramantes aguas del océano3. El drama comienza con su último monólogo: «Señor, te agradezco que me hayas atado así. A veces he encontrado fati gosos tus mandamientos; y a la vista de tus disposiciones, mi voluntad se me ha antojado perpleja, reticente. Pero es imposible estar más unido a ti de lo que hoy lo estoy; y por más que examine mis miembros uno tras otro, ninguno de ellos puede separarse de ti siquiera un ápice. Y así, realmente estoy sujeto a la cruz, pero la cruz de la que cuelgo no está sujeta a nada. Flota en el mar»4. Sujeto a la cruz; pero la cruz no está sujeta a nada, flota sobre el abismo. Difícilmente podría describirse de forma más incisiva y precisa la situación del creyente de hoy. Solo un madero suelto que pende sobre la nada parece sujetarlo, y diríase que es posible calcular el instante en el que terminará hundiéndose. Tan solo un madero suelto lo une a Dios, si bien es cierto que de manera inexorable; y después de todo, el náufrago sabe que este madero es más fuerte que la nada que borbotea debajo de él, la cual conserva, no obstante, el poder auténtico y amenazador de su presencia. La imagen contiene una dimensión adicional, que a mí me parece incluso lo realmente importante. Pues este jesuita náufrago no está solo, sino que en él se anuncia, por así decir, la suerte de su hermano; en él se hace presente también el destino del hermano, del hermano que se tiene por increyente, que ha dado la espalda a Dios porque considera que lo suyo no es la espera, sino «la posesión de lo alcanzable..., como si él pudiera estar en un lugar distinto de donde tú te encuentras». Aquí no es necesario examinar los enredos de la trama de Claudel ni cómo se las ingenia para mantener como hilo conductor la interpenetración de destinos en apariencia contrarios, hasta el punto de que, al final, la suerte de Rodrigo converge con la de su hermano en tanto en cuanto el conquista dor del mundo termina sirviendo como esclavo en un barco y puede darse por contento cuando una vieja monja harapienta y con sartenes oxidadas se lo lleva consigo como otra mercancía más sin valor. Mejor será que, ya sin imágenes, regresemos a nuestra propia situación y afirmemos lo siguiente: si el creyente solo puede realizar su fe sobre el océano de la nada, la tentación y las dudas, si el océano de la incertidumbre es el único lugar que le ha sido asignado para vivir su fe, entonces el increyente no puede ser entendido de forma no dialéctica como aquel que 23
sencillamente carece de fe. Así como en todo lo anterior nos hemos percatado de que no está tan claro que el creyente viva en una placidez exenta de problemas, sino que sobre él se cierne siempre la amenaza de precipitarse hacia la nada, así también ahora reconoceremos el entrelazamiento de los destinos de los seres humanos y no podremos por menos de afirmar que tampoco el increyente lleva una existencia cerrada por completo en sí misma. Pues por muy resueltamente que se comporte como un positivista puro que dejó atrás hace mucho las tentaciones y propensiones sobrenaturales y ahora ya solo vive inmerso en la conciencia inmediata, nunca lo abandonará la secreta incertidumbre de si el positivismo tiene o no de verdad la última palabra. Al igual que el creyente se atraganta con el agua salada de la duda que el océano le arroja sin cesar a la boca, así también el increyente duda de su propia falta de fe, de la real totalidad del mundo que él se ha decidido a explicar como un todo. Jamás estará por completo seguro del carácter autosuficiente de aquello que ha visto y que declara ser el todo, sino que le acuciará sin receso la pregunta de si, a fin de cuentas, no será la fe lo real y lo que lo expresa. Por consiguiente, de la misma manera que el creyente se siente amenazado de continuo por la falta de fe y no puede sino experimentar esta como su perenne tentación, así también la fe representa para el increyente una amenaza, un cuestionamiento de su mundo, cerrado al parecer de una vez para siempre. En una palabra, nadie puede sustraerse al dilema de la condición humana. Quien quiera escapar de la incertidumbre de la fe deberá experimentar la incertidumbre de la incredulidad que, por su parte, jamás puede afirmar de forma definitiva y cierta que la fe no sea la verdad. Solo al rechazarla se hace patente que la fe es irrechazable. Quizá sea oportuno recordar en este punto un relato judío, recogido por Martin Buber, en el que se pone claramente de manifiesto el dilema de la condición humana recién descrito: «Uno de los ilustrados, un hombre muy culto que había oído hablar del rabino de Berdichev, lo visitó para disputar con él, como tenía por costumbre, y desmontar sus obsoletos argumentos en pro de la verdad de su fe. Cuando entró en el cuarto del saddiq, lo encontró paseando de un lado para otro por la habitación con un libro en las manos y sumido en embelesada meditación. El saddiq no se percató de la presencia del recién llegado. Por fin se detuvo, miró al visitante fugazmente y dijo: "Pero quizá sea verdad". El erudito hizo en vano acopio de toda su autoestima: le temblaban las piernas de lo temible que le resultaba contemplar al saddiq y escuchar la sencilla frase que acababa de pronunciar. Pero el rabino Leví Yisjaq se giró por completo hacia él y le dijo sereno: "Hijo mío, los grandes de la Torá con quienes has disputado malgastaron sus palabras contigo: al marcharte, te reíste de ellas. No fueron capaces de hacer ostensible 24
para ti la existencia de Dios y de su reino, y yo tampoco puedo. Pero no olvides, hijo mío, que quizá sea verdad". El ilustrado movilizó su más íntima energía para replicar, pero ese terrible "quizá", que una y otra vez reverberaba hacia él, quebró su resistencia». Creo que aquí, a despecho de lo insólito de la envoltura, se describe de forma muy precisa la situación del hombre ante el problema de Dios. Nadie puede demostrar a otro la exis tencia de Dios y de su reino; ni siquiera el creyente puede demostrársela a sí mismo. Pero por muy justificada que se sienta por ello, la incredulidad no podrá librarse de la comezón de que «quizá sea verdad». El «quizá» es la ineludible tentación de la que la incredulidad no puede escapar, en la que no tiene más remedio que experimentar, justo en el momento de rechazar la fe, la imposibilidad de hacerlo. Dicho de otra forma: siempre y cuando no se oculten de sí mismos ni de la verdad de su ser, tanto el creyente como el increyente participan, cada uno a su manera, de la duda y de la fe. Nadie puede sustraerse por completo a la duda, nadie puede sustraerse por completo a la fe; para uno, la fe se hará presente contra la duda; para otro, a través de la duda y en forma de duda. Es ley fundamental del destino humano no poder encontrar lo definitivo de su existencia más que en esta inacabable rivalidad entre duda y fe, entre tentación y certeza. Quizá precisamente por eso pueda la duda - que preserva tanto a uno como a otro de encerrarse en lo propio - convertirse en lugar de comunicación. La duda impide a ambos ser del todo autosuficientes: al creyente lo abre al increyente, y al increyente al creyente. Para uno, la duda es su modo de participar en el destino del increyente; para el otro, la forma en la que la fe, a pesar de todo, sigue representado un desafío para él. 2. El salto de la fe: ensayo provisional de determinar la esencia de la fe Aunque, con todo lo dicho, la imagen del payaso que no lograba hacerse entender y los desprevenidos lugareños se ha revelado insuficiente para describir la relación entre fe e incredulidad en el mundo de hoy, por otra parte no se puede negar que expresa un problema específico de la fe en la actualidad. Pues la pregunta fundamental de una introducción al cristianismo que persiga aclarar qué significa que una persona diga «Creo» se nos plantea con un índice temporal muy determinado. A la vista de nuestra conciencia histórica, que se ha convertido en parte de nuestra autoconciencia, de nuestra comprensión fundamental de lo humano, esta pregunta ya solo puede ser formulada de la siguiente manera: ¿qué significa hoy la profesión de fe cristiana «Creo», habida cuenta de las condiciones de nuestra existencia presente y de nuestra actual actitud hacia lo real en general? 25
Con ello hemos llegado al mismo tiempo a un análisis del texto que debe constituir el hilo conductor de todas nuestras reflexiones: el «credo apostólico» que, por su propio origen, quiere ser «introducción al cristianismo» y recapitulación de sus contenidos esenciales. Este texto comienza sintomáticamente con la palabra «Creo...». Sin embargo, por el momento renunciamos a interpretar esta palabra desde su contexto material, desde el contenido que constituye su contexto; también nos abstenemos por ahora de preguntar qué significa que la afirmación fundamental «Creo» aparezca en una fórmula fija, en conexión con determinados contenidos y elaborada a partir de un contexto litúrgico. Ambos contextos, tanto la forma litúrgica como las determinaciones materiales, de contenido, contribuyen a configurar el sentido de la palabra credo; y a la inversa, esa palabra, credo, sostiene y signa no solo todo lo que viene a continuación de ella, sino también el marco litúrgico. Sin embargo, de momento debemos posponer ambas cuestiones, a fin de preguntarnos más radicalmente -y reflexionar en profundidad sobre cuál es la actitud a la que se alude cuando la existencia cristiana se expresa ante todo en el verbo credo, determinando así el núcleo de lo cristiano como una «fe», algo que en modo alguno resulta evidente. Demasiado a la ligera solemos presuponer que «religión» y «fe» son, sin duda, lo mismo y que, por consiguiente, toda religión puede ser caracterizada también sin problemas como «fe». Pero, de hecho, eso solo es cierto en limitada medida; las demás religiones se llaman a sí mismas a menudo de manera diferente, po niendo con ello otros acentos. El Antiguo Testamento, como un todo, no se describe a sí mismo con el concepto de «fe», sino con el de «ley». Se trata en primer lugar de un ordenamiento de vida, en el que el acto de la fe va adquiriendo, sin embargo, creciente importancia. Por su parte, la religiosidad romana, entendió en la práctica por religio primordialmente el cumplimiento de determinadas formas y costumbres rituales. Para ella, realizar un acto de fe en lo sobrenatural no es decisivo; dicho acto de fe puede estar incluso por completo ausente sin que uno sea por ello infiel a esta religión. Puesto que se trata, en esencia, de un sistema de ritos, lo verdaderamente decisivo es la escrupulosa observancia de estos. Este hilo podríamos seguirlo a través de toda la historia de las religiones. Pero baste esta alusión para ilustrar que en absoluto se sobreentiende que el ser cristiano se exprese principalmente en la palabra credo, que caracterice su forma de posicionarse ante lo real por medio de la actitud de fe. Con ello, sin embargo, nuestra pregunta se hace tanto más acuciante: ¿a qué actitud se alude en realidad con esta palabra? Además, ¿por qué nos resulta tan difícil introducir nuestro yo personal en este «(yo) creo»? ¿Por qué una y otra vez nos parece casi imposible identificar nuestro yo actual - cada cual el suyo, que está inseparablemente separado (sic) del de cualquier otro
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- con el yo predeterminado y preconfigurado por tantas y tantas generaciones del «(yo) creo»? No nos engañemos: introducirse en ese yo de la fórmula del credo, transformar el yo esquemático de la fórmula en la realidad de carne y hueso del yo personal, eso ha sido siempre una tarea fascinante y en apariencia del todo imposible, en cuyo proceso de realización, en vez de rellenar el esquema con una realidad de carne y hueso, el yo se ha convertido no pocas veces en mero esquema. Y si hoy nosotros, como creyentes de nuestra época, oímos hablar quizá con cierta envidia de que en la Edad Media los habitantes de nuestros países eran sin excepción creyentes, es beneficioso echar un vistazo entre basti dores, tal y como en la actualidad nos lo permite la investigación histórica. Esta puede instruirnos sobre el hecho de que ya entonces había una gran multitud que se limitaba a participar de forma pasiva y un número relativamente pequeño de personas que se habían incorporado de verdad al movimiento interior de la fe. La investigación histórica puede mostrarnos que para muchos la fe no era más que un sistema preexistente de formas de vida que les ocultaba - al menos en la misma medida en que les brindaba acceso a- la apasionante aventura que en realidad designa la palabra credo. Y todo ello, simplemente porque entre Dios y el ser humano se abre un abismo infinito, porque el ser humano ha sido creado de tal modo que sus ojos solo tienen capacidad de ver lo que Dios no es, de suerte que Dios es y siempre será esencialmente invisible para el hombre, es y siempre será aquel que se encuentra fuera del campo visual humano. Dios es esencialmente invisible: esta afirmación básica de la fe bíblica en Dios, que niega la visibilidad de los dioses, es al mismo tiempo o, mejor dicho, ante todo una afirmación sobre el ser humano: el hombre es el ser dotado de visión que parece delimitar el ámbito de su existencia en función de su campo visual y de agarre. Pero en este campo visual y de agarre que determina el lugar existencial del ser humano no aparece ni jamás aparecerá Dios, por mucho que se ensanche dicho campo. Pienso que es importante que esta afirmación figure a modo de principio en el Antiguo Testamento: Dios no es solo aquel que ahora queda de hecho fuera del campo visual humano, aunque podría ser visto si fuese posible seguir avanzando; no, Dios es aquel que se encuentra esencialmente fuera de nuestro campo visual, por mucho que este se dilate. Pero con ello disponemos ya de un primer esbozo de la actitud a la que alude la palabra credo. Esta palabra significa que el ser humano no considera que ver, oír y agarrar agoten la totalidad de lo que a él concierne, que no estima que el ámbito de su mundo quede delimitado solo con lo que él puede ver y agarrar. Antes bien, el ser 27
humano busca una segunda forma de acceso a lo real, a la que llama justamente «fe» y en la que encuentra incluso la apertura decisiva de su visión del mundo. Pero si esto es así, la palabra credo entraña una opción fundamental respecto a la realidad en cuanto tal; no designa la constatación de esto o aquello, sino una forma fundamental de relacionarse con el ser, con la existencia, con lo propio y con la totalidad de lo real. La palabra credo denota la opción de que lo no visible, lo que de ningún modo puede ingresar en el campo visual, no es lo no real; al contrario, lo que no se ve constituye incluso lo auténticamente real, lo que sostiene y posibilita el resto de lo real. Y comporta la opción de que esto que posibilita la realidad sea asimismo lo que concede al hombre existencia verdaderamente humana, lo que lo hace posible en cuanto hombre y en cuanto ente que existe humanamente. O dicho de otra forma: la fe es la decisión por la que afirmamos que en lo más íntimo de la existencia humana hay un punto que no puede ser alimentado ni sostenido por lo visible y agarrable, sino que linda de tal modo con lo no visible que esto último deviene tangible para el hombre y se revela como algo necesario para su existencia. Sin embargo, tal actitud solo puede alcanzarse a través de lo que el lenguaje de la Biblia llama «giro», «vuelta», «conversión». La inercia natural del ser humano le impulsa a lo visible, a lo que puede tomar en sus manos para apropiárselo. Debe darse interiormente la vuelta, a fin de caer en la cuenta de hasta qué punto descuida su verdadero ser dejándose arrastrar de tal manera por esa tendencia natural. Debe darse la vuelta para percatarse de cuán ciego sería si solo confiara en lo que ven sus ojos. Sin este cambio de existencia, sin contrariar la inercia natural, no es posible la fe. En efecto, la fe es la conversión, el giro merced al cual la persona descubre que, entregándose por completo a lo agarrable, no hace sino perseguir una ilusión. Esta es al mismo tiempo la razón más profunda de por qué la fe no puede ser demostrada: se trata de un cam bio del ser, y solo quien cambia la acoge. Y puesto que nuestra inercia no cesa de empujarnos en otra dirección, la fe es un cambio que hay que llevar a cabo a diario; y únicamente en una conversión que dure toda la vida podemos cobrar conciencia de qué significa decir «Creo». Este es el trasfondo sobre el que hay que comprender que no solo es hoy y bajo las condiciones específicas de nuestra moderna situación cuando la fe empieza a resultar problemática, más aún a parecer casi imposible; antes bien, quizá de forma algo más velada y menos fácil de reconocer, la fe denota por definición un salto sobre un abismo infinito, y en concreto desde el mundo de lo aferrable que se impone al ser humano: le es 28
inherente algo de ruptura, de salto aventurero, porque en todo momento representa el riesgo de aceptar lo invisible por antonomasia como lo verdaderamente real, como el auténtico fundamento. La fe nunca ha sido sin más la actitud correspondiente de por sí a la tendencia inscrita en la existencia humana; se trata por naturaleza de una decisión que afecta a la profundidad de la existencia, de una decisión que exige de continuo a la persona darse la vuelta; y eso es algo que solo se puede alcanzar por medio de una firme resolución. 3. El dilema de la fe en el mundo actual Sin embargo, una vez que uno se ha hecho una idea de la aventura que entraña esencialmente la actitud de fe, resulta imposible eludir una segunda consideración en la que se ponga de manifiesto el especial rigor de la dificultad de creer a la que hoy hemos de hacer frente. Al abismo entre lo «visible» y lo «invisible» se añade como agravante el abismo entre «ayer» y «hoy». La paradoja fundamental que ya de por sí late en la fe se hace aún más profunda por el hecho de que la fe se presenta envuelta en ropajes del pasado, más aún, parece ser ese pasado, la forma de vida y existencia de ese pasado. Las actua lizaciones - ya se llamen, desde un punto de vista académicointelectual, «desmitologización» o, desde una perspectiva pragmático-eclesial, aggiornamento - no cambian nada al respecto; al contrario, tales esfuerzos refuerzan la sospecha de que aquí se presenta obstinadamente como actual algo que en realidad pertenece a otro tiempo. Estos intentos de actualización son los que hacen que se cobre conciencia plena de hasta qué punto lo que ahí nos encontramos es «de ayer», y entonces la fe no se perfila ya propiamente como el salto - temerario, pero un verdadero reto a la generosidad del ser humano - desde el aparente todo de nuestro mundo visible a la aparente nada de lo invisible e inaprensible; más bien parece a nuestros ojos la desmesurada exigencia de comprometerse en el hoy con algo perteneciente al pasado invocándolo como lo perpetuamente válido. Pero ¿quién querría todavía proceder de este modo en una época en la que el concepto de «tradición» ha sido desplazado por la idea de «progreso»? Aquí tropezamos de pasada con un rasgo distintivo de nuestra actual situación, de cierta importancia para el tema que nos ocupa. En las constelaciones intelectuales del pasado, el concepto de «tradición» parafraseaba un significativo programa: la tradición aparecía como una realidad protectora en la que cabía confiar, y quien estaba en condiciones de invocar la tradición podía entonces sentirse seguro y ocupando el lugar debido. Hoy domina el sentimiento opuesto: la tradición es vista como lo descartado, lo 29
meramente pasado, y el progreso como la verdadera promesa del ser, de suerte que el hombre ya no habita en el lugar de la tradición, sino en el espacio del progreso y el futuro. También por esta razón, la fe que se le pre senta bajo la etiqueta de la «tradición» debe antojársele como algo superado que a él, que ha reconocido el futuro como su verdadero deber y su verdadera posibilidad, no puede abrirle el lugar de su existencia. Pero todo esto quiere decir que el escándalo primario de la fe, la distancia entre lo invisible y lo visible, entre Dios y lo que no es Dios, queda velada y obstruida por el escándalo secundario de la distancia entre ayer y hoy, por la antítesis de tradición y progreso, por la obligación con el pasado que parece entrañar la fe. El hecho de que ni el sesudo intelectualismo de la desmitologización ni el pragmatismo del aggiornamento resulten convincentes evidencia, sin embargo, que también esta deformación del escándalo fundamental de la fe cristiana es un asunto de tan hondas implicaciones que no puede ser resuelto sin más por teorías ni acciones. En efecto, aquí se hace tangible en cierto sentido la particularidad del escándalo cristiano, a saber, lo que podríamos denominar el positivismo cristiano, la no suprimible positividad de lo cristiano. Con esto me refiero a lo siguiente: la fe cristiana no tiene que ver tan solo - cual podría pensarse de entrada cuando se habla de ella - con lo eterno que, como lo totalmente otro, estaría situado fuera por completo del mundo humano y del tiempo; la fe tiene que ver más bien con el Dios que se hace presente en la historia, con Dios hecho hombre. En la medida en que parece franquear así el abismo entre lo eterno y lo temporal, entre lo invisible y lo visible, en la medida en que nos posibilita el encuentro con Dios como hombre, con el Eterno como tempo ral, como uno de nosotros, la fe se sabe revelación. Su pretensión de ser revelación se basa en que ella, por así decir, introduce al Eterno en nuestro mundo: «Nadie ha visto jamás a Dios... el que estaba en el seno del Padre nos lo ha explicado» (Jn 1,18). Apoyándonos en el texto griego, casi podríamos decir que se ha hecho «exégesis» de Dios'. Pero quedemos con la palabra española «explicar»; el original nos permite tomarla en su preciso sentido etimológico de «desenrollar algo plegado»: Jesús realmente ha ex-plicado a Dios, lo ha sacado de sí mismo o, como afirma 1 Juan aún más drásticamente, nos lo ha dado a ver y palpar, de suerte que ahora podemos entrar en contacto histórico con aquel al que nadie ha visto jamás8. A primera vista, esto parece ser realmente el cenit de revelación, de la manifestación de Dios. El salto, que hasta este momento conducía hacia el infinito, parece haberse reducido a un orden de magnitud al alcance del hombre, en tanto en cuanto solo 30
necesitamos dar, por así decir, un par de pasos hacia aquel hombre de Palestina en el que Dios mismo nos sale al encuentro. Pero las cosas tienen una extraña doble cara: lo que al principio parece ser la revelación más radical y, en cierta medida, permanecerá siendo revelación para siempre, la revelación, es al mismo tiempo el más extremo oscurecimiento y encubrimiento. Justo lo que al principio parece acercarnos a Dios, de modo que podemos tocarlo como semejante nuestro y somos capaces de seguir sus huellas y medirlas formalmente, se ha convertido en un sentido muy profundo en condición previa de la «muerte de Dios», que en lo sucesivo signa irrevocablemente el curso de la historia y la relación del ser humano con Dios. Este se ha acercado tanto a nosotros que podemos darle muerte y que él, con ello, deja de ser, según parece, Dios para nosotros. Así, hoy nos sentimos un tanto perplejos ante esta «revelación» cristiana y ante ella nos preguntamos - sobre todo cuando la comparamos con la religiosidad de Asia - si no hubiese sido mucho más sencillo creer en lo Escondido-Eterno y confiarse a ello reflexivamente y con anhelo. Si no hubiese sido mejor, como quien dice, que Dios nos hubiese mantenido a distancia infinita de él. Si no hubiese sido en realidad más fácil percibir en serena contemplación el misterio eternamente incomprensible elevándonos más allá de todo lo mundano que exponerse al positivismo de la fe en un único personaje y colocar la salvación del ser humano y del mundo, valga la expresión, en la punta de la aguja de este único suceso azaroso. En una imagen del mundo que relativiza sin contemplaciones, reduciéndolo a una insignificante mota de polvo en el cosmos, al ser humano (y su historia), quien solo en la ingenuidad de su infancia pudo considerarse a sí mismo el centro del universo, pero que ahora, superada ya esa época infantil, debería reunir por fin el valor de despertar del sueño, frotarse los ojos, poner fin a ese necio sueño, por muy hermoso que fuese, e integrarse sin hacer preguntas en el inmenso contexto en el que se halla inserta nuestra insignificante vida, que justo así, en la aceptación de su insignificancia, debería encontrar un sentido nuevo; en semejante visión del mundo, ¿no debe morir definitivamente este Dios contraído a un único punto? Solo exacerbando así la cuestión y cobrando con ello conciencia de que, detrás del escándalo, en apariencia secundario, de la tensión entre el «ayer» y el «hoy», se esconde el mucho más profundo escándalo del «positivismo» cristiano, esto es, la «contracción» de Dios a un punto singular de la historia, solo entonces llegamos al fondo del problema de la fe cristiana, tal como hoy tiene que ser arrostrado. ¿Podemos seguir creyendo? No, la pregunta ha de ser aún más radical: ¿es legítimo que sigamos creyendo o estamos obligados a romper con el sueño y confrontarnos con la realidad? El cristiano de hoy tiene que plantearse esta pregunta; no puede darse por satisfecho con in dagar si no será 31
posible terminar encontrando, por medio de todo tipo de vueltas y revueltas, una interpretación del cristianismo que no escandalice a nadie. Cuando en cualquier parte un teólogo afirma, por ejemplo, que «resurrección de los muertos» significa tan solo que debemos acometer infatigables día tras día -y comenzando siempre de nuevo - la tarea de construir el futuro, el escándalo a buen seguro se desvanece. Pero ¿somos entonces verdaderamente sinceros? Cuando con ayuda de semejantes malabarismos interpretativos se mantiene el cristianismo como todavía defendible en el mundo de hoy, ¿no hay en ello un elemento de improbidad? ¿O acaso no tenemos el deber de reconocer, cuando nos sentimos impelidos a utilizar semejante recurso, que hemos agotado nuestras posibilidades? ¿No deberíamos confrontarnos entonces sin nieblas ni artificios con la realidad remanente? Digámoslo afiladamente: un cristianismo vaciado así de realidad por medio de la interpretación representa una falta de honradez en relación con las preguntas de los no cristianos, cuyo «quizá no» debería inquietarnos tanto como nos gustaría que a ellos les inquietara el «quizá sí» cristiano. Si intentamos aceptar de este modo la pregunta del otro como permanente cuestionamiento de nuestro propio ser, que no se puede encerrar en un tratado para más tarde ser dejado de lado, nos asistirá, a la inversa, el derecho de constatar que aquí aflora una pregunta que es una suerte de réplica a aquella otra. En la actualidad tendemos de antemano a suponer que lo auténticamente real es lo que existe como asible, lo «demostrable». Pero ¿es legítimo proceder así? ¿No deberíamos preguntarnos con mayor cautela qué es en verdad «lo real»? ¿Se trata solo de lo constatado y constatable? ¿No será quizá el constatar tan solo un modo determinado de relacionarse con la realidad que en absoluto puede comprender el todo y que incluso conduce a la falsificación de la verdad y de la condición humana si lo aceptamos como lo único determinante? Planteándonos estas preguntas hemos regresado al dilema del «ayer» y el «hoy», si bien ahora nos vemos confrontados con la problemática específica de nuestro hoy. ¡Intentemos reconocer algo más claramente sus elementos esenciales! 4. El límite de la moderna comprensión de la realidad y el lugar de la fe Si, en virtud de los conocimientos históricos de los que hoy disponemos, lanzamos una mirada de conjunto a la trayectoria del espíritu humano, en la medida en que esta se ofrece a nuestros ojos, constataremos que en los diversos períodos del desenvolvimiento de dicho espíritu existen diferentes formas de situarse ante la realidad, como, por ejemplo, la orientación fundamental de la magia o la de la metafísica o, por último, en la 32
actualidad, la de la ciencia (siendo pensado aquí el término «ciencia» desde el modelo de las ciencias de la naturaleza). Todas estas orientaciones humanas básicas tienen que ver, cada cual a su manera, con la fe; y todas ellas, también cada cual a su manera, se interponen en su camino. Ninguna de ellas coincide con la fe, pero tampoco ninguna de ellas es sencillamente neutral respecto de la fe; todas pueden serle de ayuda, y todas pueden obstaculizarla. La limitación a los phainómena, a lo que se manifiesta y cabe controlar, es característica de nuestra actual actitud fundamental, que está determinada por la ciencia y, a su vez, imprime espontáneamente su sello en el sentimiento existencial de todos nosotros, asignándonos un lugar en lo real. Hemos renunciado a buscar la oculta realidad en sí de las cosas, a sondear en profundidad la esencia del ser; todo ello se nos antoja un esfuerzo infructuoso, la profundidad del ser la consideramos en último término inalcanzable. Nos hemos adaptado a nuestra perspectiva, a lo visible en el sentido más amplio de la palabra, a lo que le resulta comprensible a nuestra percepción mensuradora. La metodología de la ciencia natural se basa en esta limitación a lo que se manifiesta. Ello nos basta. Los fenómenos son susceptibles de manipulación, lo que nos permite incluso crearnos un mundo en el que nos resulta posible vivir como personas. De este modo, en el pensamiento y la existencia modernos se fue configurando poco a poco un nuevo concepto de verdad y realidad que - por regla general de forma inconsciente - rige como condición previa de nuestro pensamiento y nuestro discurso, pero que solo puede ser superado si también él es sometido al juicio de la conciencia. En este lugar se evidencia la función del pensamiento no científico-natural de pensar lo impensado y de elevar a conciencia la problemática humana de tal orientación. a) Primer estadio: el nacimiento del historicismo. Si intentamos averiguar cómo se ha llegado a la actitud que acabamos de describir, probablemente podremos constatar, si no me equivoco, dos estadios de la transformación intelectual. El primero, preparado por Descartes, recibe su forma en Kant y ya antes, en un enfoque algo distinto, en el filósofo italiano Giambattista Vico (1688-1744), quien de seguro fue el primero en formular una idea por completo nueva de verdad y conocimiento y, en una audaz anticipación, acuñó la fórmula típica del espíritu moderno en lo relativo al problema de la verdad y la realidad. A la ecuación escolástica verum est ens, el ser es la verdad, contrapone Vico su fórmula: verum quia factum. Es decir: lo único que podemos reconocer como verdadero es aquello que nosotros mismos hemos hecho. Me parece que esta fórmula supone el auténtico final de la metafísica antigua y el comienzo del espíritu específicamente moderno. La revolución del pensamiento moderno respecto a todo lo precedente se hace aquí presente con una precisión realmente inimitable. Para la Antigüedad y la Edad 33
Media, el ser mismo es verdadero, esto es, cognoscible porque lo ha hecho Dios, el intelecto por antonomasia; pero lo ha hecho en tanto en cuanto lo ha pensado. Pensar y hacer son uno y lo mismo para el primigenio Espíritu creador, para el Creator Spiritus. Para él, pensar es crear. Las cosas son porque son pensadas. De ahí que, para la visión antigua y medieval, todo el ser fuera ser pensado, pensamiento del Espíritu absoluto. A la inversa, esto significa: puesto que todo ser es pensamiento, todo ser es sentido, lógos, verdad. Por eso, el pensar (Denken) humano es reflexión (Nach-Denken) sobre el ser mismo, reflexión sobre el pensamiento que el propio ser es. Pero el hombre puede reflexionar sobre el lógos, sobre el sentido del ser, porque su propio lógos, su propia razón, es lógos de un Logos, pensamiento de un Pensamiento primigenio, del Espíritu creador que gobierna el ser. En la perspectiva de la Antigüedad y la Edad Media, la obra del hombre es, en cambio, lo azaroso y provisional. El ser es pensamiento y, por ende, pensable, objeto del intelecto y de la ciencia, que persigue la sabiduría. Por el contrario, la obra del hombre es mezcla de lógos y ausencia de lógica, una mezcla que con el tiempo se hunde además en el pasado. No permite una comprensibilidad plena, pues carece de actualidad, que es el requisito de la contemplación, y le falta lógos, esto es, un sentido ininterrumpido. A ello se debe que la ciencia antigua y medieval estimara que el saber de las cosas humanas solo podía ser téchné, pericia artesanal, pero nunca verdadero conocimiento ni, por ende, verdadera ciencia. Por eso, en la universidad medieval las artes fueron siempre el preludio de la ciencia propiamente dicha, que reflexionaba sobre el ser mismo. Este punto de vista pervive todavía con claridad en Descartes a comienzos de la Edad Moderna, cuando niega de manera explícita a la historia el carácter de ciencia. El historiador que dice conocer la historia de la antigua Roma sabe, al fin y al cabo, menos sobre ella que lo que sabía cualquier cocinero romano; y entender latín no significa hablarlo mejor que las criadas de Cicerón. Aproximadamente cien años más tarde, Vico invertirá por completo el canon de verdad de la Edad Media, que aún se plasmaba en el posicionamiento de Descartes, dando expresión con ello al giro fundamental del espíritu moderno. Solo entonces comienza esa actitud que propicia la época «científica», en cuyo despliegue todavía hoy nos encontramos10 Intentemos reflexionar un poco más sobre este punto, que es fundamental para la cuestión que aquí nos ocupa. Descartes todavía creía que la única certeza real era la certeza racional, puramente formal y depurada de las inseguridades de lo fáctico. Con todo, el giro hacia la Edad Moderna se anuncia ya cuando Descartes entiende esa certeza 34
racional esencialmente desde el modelo de la certeza matemática, cuando eleva la matemática a forma básica de todo pensamiento racional". Pero mientras que aquí los hechos todavía deben ser dejados de lado si se desea seguridad, Vico formula justo la tesis opuesta. Apoyándose formalmente en Aristóteles, declara que el verdadero saber es el saber sobre las causas. Una cosa la conozco cuando conozco su causa; entiendo lo fundado cuando sé cuál es su fundamento. Pero de esta antigua idea se concluye y afirma algo por entero nuevo: si el saber sobre las causas forma parte del verdadero saber, únicamente podemos saber de verdad aquello que nosotros mismos hemos hecho, pues solo nos conocemos a nosotros mismos. Eso significa entonces que el lugar de la antigua identidad de verdad y ser pasa a ocu parlo la nueva equiparación de verdad y facticidad; cognoscible es solo elfactum, lo que nosotros mismos hemos hecho. La tarea y posibilidad del intelecto humano no consiste ya en reflexionar sobre el ser, sino sobre elfactum, sobre lo hecho, sobre el mundo propio del hombre, pues eso es lo único que somos capaces de entender de verdad. El ser humano no ha creado el cosmos, por lo que este le resulta impenetrable en su profundidad última. El saber perfecto, demostrable, solo le es accesible en el marco de las ficciones matemáticas y por lo que respecta a la historia, que es el ámbito de lo operado por el hombre mismo y, en consecuencia, por él cognoscible. En medio del océano de la duda, que después del colapso de la metafísica antigua al comienzo de la Edad Moderna amenaza al ser humano, aquí se redescubre en elfactum la tierra firme en la que este puede intentar construirse una nueva existencia. Comienza el predominio del factum, esto es, la radical atención del ser humano a su propia obra como lo único de lo que le es dado tener certeza. Con ello está asociada la transmutación de todos los valores, que realmente hará de la historia subsiguiente una época «nueva» por contraposición a la antigua (repárese en que en alemán «Edad Moderna» se dice también Neuzeit, esto es, época nueva). Lo que antaño se despreciaba por no científico - la historia - pasa a ser, junto con la matemática, la sola ciencia verdadera. Lo que hasta entonces parecía ser lo único digno del espíritu libre, reflexionar sobre el sentido del ser, se considera en adelante un esfuerzo superfluo e infructífero al que no corresponde ninguna posibilidad de conocimiento auténtico. Así, la matemática y la historia se convierten en las disciplinas dominantes; es más, la historia se traga, por así decir, el entero cosmos de las ciencias, transformándolas a todas de raíz. A través de Hegel y, de otro modo, a través de Comte, la filosofía se trueca en una cuestión de la historia, en la que el ser mismo es entendido como proceso histórico; en EC. Baur, la teología deviene historia y su camino pasa a ser la investigación rigurosamente histórica, que pregunta por lo acontecido en el pasado y confía en llegar así a la raíz del 35
asunto; la economía política es repensada por Marx desde una perspectiva histórica; y la tendencia general a la historia afecta también a las ciencias de la naturaleza: en Darwin, el sistema de lo vivo se concibe como una historia de la vida y el lugar de la constancia de lo que permanece tal como ha sido creado lo ocupa la sucesión evolutiva, en la que unas cosas derivan de -y se deben a- otras`. Pero así, al final, el mundo no aparece ya como el seguro hogar del ser, sino como un proceso cuya continua expansión es el movimiento del ser mismo. Esto significa que el mundo ya solo es cognoscible en cuanto obra humana. En último término, el ser humano pierde su capacidad de mirar más allá de sí, a no ser de nuevo en el plano del factum, donde no le queda más remedio que reconocerse a sí mismo como producto contingente de desarrollos antiquísimos. De este modo, se crea una situación en extremo singular. En el momento en el que surge un antropocentrismo radical, el ser humano ya solo es capaz de conocer su propia obra, aunque al mismo tiempo debe aprender a aceptarse a sí mismo como algo meramente devenido por azar, como factum. También aquí se le desploma, por así decir, el cielo del que parecía proceder, y se queda tan solo con la tierra de los hechos en la mano, tierra que en lo sucesivo deberá excavar si quiere descifrar la fatigosa historia de su propio devenir. b) El segundo estadio: el giro hacia el pensamiento técnico. Verum quia factum: este programa, que remite al ser humano a la historia como lugar de la verdad, no podía, sin embargo, bastar por sí solo. Únicamente alcanzó su plena realización cuando se entrelazó con un segundo motivo, formulado a su vez algo más de cien años más tarde por Karl Marx en la famosa frase: «Hasta ahora los filósofos han considerado el mundo, lo que deben hacer en lo sucesivo es transformarlo». Con ello, la tarea de la filosofía se redefine una vez más de raíz. Traducida al lenguaje de la tradición filosófica, esta máxima quiere decir que el verum quia factum - cognoscible y grávido de verdad es lo que el ser humano ha hecho y ahora puede considerar - es reemplazado por el nuevo programa: verum quia faciendum, o sea, la verdad que importa en adelante es la factibilidad. Dicho de otra forma: la verdad con la que tiene que ver el hombre no es la verdad del ser ni tampoco, en último término, la de sus acciones ya realizadas, sino la verdad de la transformación, la configuración del mundo, una verdad relacionada con el futuro y la acción. Verum quia faciendum: esto quiere decir que, a partir de la mitad del siglo XIX, el predominio del factum fue progresivamente sustituido por el del faciendum, de lo que debe y puede ser hecho, y que, con ello, la primacía de la historia fue desplazada por la 36
de la téchné. Pues cuanto más recorre el ser humano el nuevo camino consistente en concentrarse en el factum y en buscar ahí la certeza, tanto más claramente debe reconocer que incluso el factum, la obra de sus manos, se le escapa en gran medida. La demostrabilidad que persigue el historiador y que al principio, en el siglo XIX, pareció el gran triunfo de la historia frente a la especulación contiene siempre en sí algo cuestionable, un elemento de reconstrucción, interpretación y ambigüedad; de suerte que, ya a comienzos del siglo XX, la historia entró en crisis y el historicismo, con su arrogante pretensión de saber, se tornó problemático. Se fue poniendo de manifiesto con creciente claridad que en absoluto existe el puro factum y su inquebrantable seguridad, que también el factum comporta siempre interpretación y, por ende, ambigüedad. Cada vez resultaba más difícil negarse a ver que de nuevo se carecía de esa certeza que al principio se había esperado que resultaría del alejamiento de la especulación, de la investigación de los hechos. Así, poco a poco tuvo que ir imponiéndose la convicción de que, a fin de cuentas, lo único que realmente está en condiciones de conocer el ser humano es lo repetible, aquello que en cualquier momento puede volver a tener ante los ojos en un experimento. Todo lo que él solo es capaz de ver a través de testimonios de segunda mano pertenece al pasado y, por tanto, por muchas que sean las pruebas que lo refrenden, nunca puede ser plenamente cognoscible. Con ello, el método científico-natural, que resulta de la unión de la matemática (¡Descartes!) y el interés por la facticidad bajo la forma del experimento repetible, se presenta como el único garante real de una certeza fiable. Del maridaje del pensamiento matemático y el pensamiento fáctico deriva el posicionamiento intelectual del hombre moderno, determinado por la ciencia que, por consiguiente, se traduce en un interés por la realidad en tanto en cuanto esta es factibilidad13. Elfactum ha puesto en libertad al faciendum, lo hecho a lo factible y reproducible, a lo verificable, y ahora ya solo existe en razón de ello. Se llega así al primado de lo factible sobre lo hecho, pues en efecto: ¿de qué le sirve al ser humano lo meramente acaecido? Si quiere conquistar su presente, no puede encontrar su sentido en convertirse en vigilante de museo de su propio pasado. Por tanto, al igual que antes la historia, la téchné deja de ser un estadio subordinado del desarrollo intelectual de la humanidad, si bien para la conciencia marcadamente orientada a las ciencias del espíritu sigue conservando una cierta mala fama de barbarie. Desde el punto de vista de la situación intelectual global, las circunstancias han cambiado radicalmente: la téchné ya no está desterrada en la cámara baja de las ciencias o, dicho 37
con mayor exactitud, la cámara baja se ha convertido en la auténticamente determinante y, respecto a ella, la «cá mara alta» ya no parece sino una cámara de nobles jubilados. La téchné se convierte en el auténtico saber y deber del ser humano. Lo que hasta entonces había estado en lo más bajo pasa a ocupar el escalón superior; al mismo tiempo, la perspectiva se desplaza una vez más: si al principio, en la Antigüedad y en la Edad Media, el ser humano estuvo consagrado a lo eterno y luego, durante el breve predominio del historicismo, al pasado, en esta nueva época elfaciendum, la factibilidad, lo remite al futuro de lo que él mismo ha creado. Si antaño tuvo que constatar resignado - a causa, por ejemplo, de los resultados de la teoría de la evolución - que por su pasado no es más que tierra, mero accidente de la evolución, si esa ciencia le desilusionó y lo llevó a sentirse degradado, ya no necesita inquietarse más por ello, pues ahora, venga de donde venga, puede mirar de frente y con decisión su futuro, a fin de hacer de sí mismo lo que quiera; ya no tiene por qué parecerle imposible transformarse a sí mismo en Dios, quien ahora está al final como faciendum, como lo factible, en vez de al inicio como lógos, como sentido. Por lo demás, en la actualidad eso repercute de manera del todo concreta en la forma de la pregunta antropológica. Más importante que la teoría de la evolución, que prácticamente queda ya a nuestras espaldas como algo obvio, se perfila hoy la cibernética, la posibilidad de planificar el nuevo hombre que va a ser creado; de modo que el hecho de que el ser humano pueda ser manipulado por medio de su propia acción planeadora comienza a representar, también desde el punto de vista teológico, un problema más serio que el del pasado humano, aunque ambas cuestiones sean inseparables y en gran medida se determinen mutuamente en su orientación: la reducción del ser humano a un factum, a un hecho, es el requisito para comprenderlo como un faciendum, que desde aquello que es ha de ser conducido a un nuevo futuro. c) La pregunta por el lugar de la fe. Con este segundo paso del espíritu moderno, con la conversión a la factibilidad, fracasa al mismo tiempo un primer intento de la teología por responder a las nuevas circunstancias. La teología había intentado salir al paso de la problemática del historicismo, de su reducción de la verdad al factum, construyendo la propia fe como historia. A primera vista podía estar bastante satisfecha con este giro. No en vano, la fe cristiana, por su propio contenido, se halla referida esencialmente a la historia; las afirmaciones de la Biblia no tienen carácter metafísico, sino fáctico. Así, en apariencia, la teología no podía sino estar de acuerdo en que la hora de la metafísica fuera sustituida por la de la historia. Pues con ello parecía llegar al mismo tiempo, con tanta mayor razón, su propia hora; más aún, quizá podría apuntarse en su haber el nuevo desarrollo como resultado de su propio punto de partida. 38
El progresivo destronamiento de la historia por la téchné enseguida frustró de nuevo tales esperanzas. En su lugar se impone ahora una idea distinta: nos sentimos tentados a no colocar ya la fe en el plano del factum, de los hechos, sino en el delfaciendum, interpretándola con ayuda de una «teología política» como medio de transformación del mundo14. En mi opinión, con ello tan solo vuelve a ensayarse en la situación actual lo mismo que el pensamiento unilateralmente históricosalvífico intentó llevar a cabo en la situación del historicismo. Se percibe que el mundo actual está determinado por la perspectiva de lo factible y se responde transponiendo la fe misma a ese plano. En absoluto es mi intención apartar sin más a un lado, por desatinados, ambos intentos. Qué duda cabe que con ello no se les haría justicia. Tanto en uno como en otro sa len más bien a la luz aspectos esenciales que en otras constelaciones habían sido pasados más o menos por alto. La fe cristiana tiene que ver en verdad con el factum, habita de modo específico en el plano de la historia, y no es casualidad que el historicismo y la historia hayan nacido precisamente en el ámbito de la fe cristiana. Y la fe cristiana tiene también algo que ver, a buen seguro, con la transformación del mundo, con su configuración, con la protesta contra la inercia de las instituciones humanas y de quienes se benefician de ella. De nuevo, difícilmente se debe al azar que la comprensión del mundo como factibilidad surgiera en el espacio de la tradición cristianojudía y justo en Marx fuera concebida y formulada por inspiración de dicha tradición, aunque también como antítesis de ella. En este sentido, no se puede negar que en ambos casos se ponen de relieve aspectos de la verdadera opinión de la fe cristiana que antes quedaban demasiado ocultos. La fe cristiana tiene que ver de manera decisiva con las esenciales fuerzas motrices de nuestro tiempo. De hecho, nuestro momento histórico nos brinda la oportunidad de entender desde él de forma totalmente nueva la estructura de la fe como tensión entre el factum y el faciendum; es tarea de la teología percibir esta llamada y esta posibilidad, y descubrir y subsanar los puntos ciegos de épocas pasadas. Pero al igual que no debemos precipitarnos en los juicios, conviene estar en guardia ante falsos razonamientos. Allí donde los dos mencionados intentos se tornan excluyentes y sitúan la fe por completo en el plano del factum o de la factibilidad, allí termina quedando oculto qué quiere decir realmente que una persona afirme: credo, esto es, creo. Pues cuando una persona pronuncia esta palabra, no esboza en primer lugar un programa de activa transformación del mundo ni se adhiere sin más a una cadena de sucesos históricos. Para poner de manifiesto lo específico del hecho de creer, me gustaría proponer a título de ensayo que el acontecimiento de la fe no se encuadra en la relación entre saber y poder distintiva de la constelación intelectual del pensamiento de la 39
factibilidad; es mejor expresarlo en el marco de una relación muy distinta, la que existe entre «mantenerse en pie» y «comprender» (en alemán: Stehen y Verstehen)15. A mi juicio, con ello se hacen patentes dos concepciones globales y dos posibilidades del ser humano, que no carecen de relación entre sí, pero que deben ser diferenciadas. 5. La fe como mantenerse en pie y comprender Contraponiendo el binomio conceptual «mantenerse en pie - comprender» al par «saber hacer», aludo a una fundamental afirmación bíblica sobre la fe, en último término intraducible, cuyo profundo juego de palabras trató Lutero de captar en la fórmula: «Si no creéis, no permaneceréis [subsistiréis]». De forma más literal se podría traducir: «Si no creéis [si no os apoyáis en Yahvé], no tendréis apoyo alguno» (Is 7,9). La raíz léxica hebrea 7nn (aman, de donde procede «amén») abarca una diversidad de significados, cuyo entrelazamiento y diferenciación constituye la sutil sublimidad de esta frase. Significa verdad, estabilidad, fundamento firme, suelo sólido, pero también fidelidad, confiar, fiarse, asentarse sobre algo, creer en algo. La fe en Dios aparece así como un sujetarse a Dios a tra vés del cual la persona obtiene una firme sujeción para su vida. Con ello, la fe es descrita como una toma de posición, como un asentarse confiadamente sobre el suelo de la palabra de Dios. La versión griega del Antiguo Testamento (la llamada Septuaginta) tradujo no solo lingüística, sino también conceptualmente al ámbito griego la frase antes mencionada, formulándola de la siguiente manera: «Si no creéis, no comprenderéis». Se ha afirmado en repetidas ocasiones que en esta traducción del Antiguo Testamento está ya en marcha el típico proceso de helenización, el alejamiento respecto de lo originariamente bíblico. La fe se intelectualizó, insisten quienes propugnan esta visión crítica: en vez de seguir expresando el hecho de mantenerse en pie sobre el firme fundamento de la fiable palabra de Dios, habría sido puesta en relación con el comprender y el entendimiento y desplazada, por consiguiente, a un plano por completo diferente y de todo en todo inadecuado para ella. En este planteamiento puede haber algo de verdadero. Sin embargo, vistas las cosas en conjunto, yo creo que lo decisivo se conservó, si bien bajo una perspectiva distinta. Mantenerse en pie, tal como se señala en hebreo en cuanto contenido de la fe, tiene sin duda algo que ver con comprender. Sobre ello deberemos seguir reflexionando un poco más adelante. Por el momento podemos retomar sencillamente el hilo de lo considerado hasta aquí y afirmar que la fe hace referencia a un plano por entero diferente al del hacer y la factibilidad. Se trata en esencia de confiarse a lo que no se ha hecho a sí mismo y nunca es factible, que justo por eso sostiene y posibilita todo nuestro hacer. Pero ello significa además que la fe no aparece ni 40
puede aparecer - ni ser encontrada - en el plano del saber de lo factible, en el plano del verum quia factum seu faciendum, y que todo intento de evidenciarla allí, de «ponerla sobre la mesa», de demostrarla en el sentido del saber de lo factible está condenado a fracasar. La fe no puede ser hallada en la estructura de esta clase de saber, y quien a pesar de ello pretenda darla a conocer formalmente está dando a cono cer algo falso. El penetrante «quizá» con el que la fe cuestiona a la persona en todo momento y lugar no remite a una inseguridad dentro del saber de lo factible, sino que es el cuestionamiento del carácter absoluto de este ámbito, su relativización como un plano del ser humano y del ser en general que solo puede tener el carácter de lo penúltimo. O dicho de otra forma: nuestras consideraciones nos han llevado a un punto en el que se hace patente que existen dos formas fundamentales de relacionarse el hombre con la realidad, ninguna de las cuales puede ser reducida a la otra, porque ambas se desarrollan en planos por completo distintos. Tal vez sea oportuno recordar aquí una contraposición que establece Martin Heidegger cuando habla de la dualidad de pensamiento calculador y pensamiento contemplativo. Ambos modos de pensamiento son legítimos y necesarios, pero, justo por eso, ninguno de ellos puede ser diluido en el otro. Así pues, deben darse ambos: el pensamiento calculador, que guarda relación con la factibilidad, y el pensamiento contemplativo, que reflexiona sobre el sentido. Probablemente tampoco se le podrá negar del todo la razón al filósofo de Friburgo cuando manifiesta el temor de que, en una época en la que el pensamiento calculador triunfa por doquier, el ser humano, sin embargo, se vea amenazado, quizá incluso más que antes, por la irreflexión, por la renuncia a pensar. En la medida en que reflexiona solo sobre lo factible, el ser humano corre el peligro de olvidarse de reflexionar sobre sí mismo, sobre el sentido de su ser. Esta tentación existe ciertamente en todas las épocas. Así, en el siglo XIII, el gran teólogo franciscano Buenaventura no tuvo más remedio que reprochar a sus colegas de la facultad de filosofía de París que ciertamente habían aprendido a medir el mundo, pero habían olvidado cómo medirse a sí mismos. Digamos otra vez lo mismo, pero con distintas palabras: creer en el sentido en que lo entiende el credo no es una forma imperfecta de saber, una opinión que se podría o debería transformar en saber de lo factible. No, más bien se trata de una forma de conducta intelectual por esencia diferente que existe - como algo autónomo y propio - junto a aquel otro saber, al que no puede ser reducida y del que no puede ser derivada. Pues la fe no pertenece al ámbito de la factibilidad ni al de lo hecho, aunque tiene que ver con ambos, sino al ámbito de las decisiones fundamentales que la persona no puede eludir y que, por su naturaleza, solo pueden ser tomadas de una 41
manera. A esa forma de tomar las decisiones fundamentales la llamamos fe. Me parece imprescindible percibir esto con la máxima claridad: toda persona debe posicionarse de alguna forma frente al ámbito de las decisiones fundamentales, y nadie puede hacerlo de otro modo que no sea la fe. Hay una parcela de realidad que no permite otra respuesta que la de uno u otro tipo de fe, y nadie puede sortear del todo esa parcela. Toda persona tiene que «creer» de un modo u otro. El intento hasta ahora más imponente de integrar a pesar de todo la conducta de «fe» en la conducta del saber de lo factible es el acometido por el marxismo. Pues en él elfaciendum, el futuro que se crea a sí mismo, representa al mismo tiempo el sentido del ser humano, de suerte que la dación de sentido que se lleva a cabo o se acoge en la fe resulta transferida al plano de aquello que tiene que ser hecho. Con esto se alcanza, sin duda alguna, la consecuencia última del pensamiento moderno; parece haberse consumado el proyecto de incluir por completo el sentido del hombre en lo factible, más aún, de identificar lo uno con lo otro. Sin embargo, si se miran las cosas con más detenimiento, se hace patente que tampoco el marxismo ha logrado la cuadratura del círculo. Porque ni siquiera él es capaz de hacer que lo factible se perciba como sentido; tan solo puede prometer que lo es, ofreciéndoselo a la fe para que esta decida. Lo que hace a esta fe marxista tan atractiva y tan directamente accesible en la actualidad es, a buen seguro, la impresión de armonía con el saber de lo factible que suscita. Retomemos el hilo tras esta breve digresión, a fin de preguntarnos una vez más y a modo de recapitulación: ¿qué es propiamente la fe? A esta pregunta podemos responder ahora: es una forma de posicionarse el ser humano en el conjunto de la realidad que no puede ser reducida al saber ni es conmensurable con este, una dación de sentido sin la que el todo del ser humano quedaría huérfano de lugar, una dación de sentido que precede a todo cálculo y toda acción humanos y sin la que el hombre no podría calcular ni actuar, porque eso solo puede hacerlo en el lugar de un sentido que lo sostenga. Pues, en efecto, el hombre no solo vive del pan de la factibilidad; antes bien, como hombre y precisamente en lo específico de su condición humana, vive de la palabra, del amor, del sentido. El sentido es el pan en el que la persona, en lo específico de su condición humana, consiste. Ayuno de palabra, de sentido, de amor, el ser humano se ve abocado a la situación de no poder seguir ya viviendo, aun cuando abunden las comodidades terrenas. ¿Quién no sabe que esta situación del «no puedo más» puede aparecer perfectamente en medio de la opulencia exterior? Pero el sentido no se deriva del saber. Pretender establecerlo de este modo, o sea, a partir del saber demostrativo de la 42
factibilidad equivaldría al absurdo intento del barón de Münchhausen'6 de sacarse a sí mismo de una ciénaga tirándose de los pelos. A mi juicio, en lo absurdo de este relato se manifiesta de forma muy precisa la situación fundamental del ser humano. Nadie es capaz de sacarse a sí mismo de la ciénaga de la incertidumbre, del no poder vivir, ni siquiera por medio de un cogito ergo sum, por medio de una cadena de inferencias racionales, como aún pudo sostener Descartes. El sentido que se construye a sí mismo no es, en el fondo, verdadero sentido. El sentido, esto es, el suelo sobre el que nuestra existencia como un todo puede asentarse y realizarse, no puede ser hecho o construido por nosotros, sino que tiene que ser recibido. Con ello, habiendo partido de un análisis del todo general de la actitud básica llamada fe, llegamos directamente a la forma cristiana de la fe. Creer como cristiano significa, en efecto, confiarse al sentido que me sostiene y que sostiene al mundo, aceptarlo como el firme fundamento sobre el que puedo mantenerme en pie sin miedo alguno. Ciñéndonos algo más al lenguaje de la tradición, podríamos afirmar que creer como cristianos significa entender nuestra existencia como respuesta a la Palabra, al Logos que todo lo sostiene y conserva. Creer como cristianos comporta reconocer que el sentido - que nosotros no podemos construir, sino tan solo recibir - nos ha sido ya regalado, de suerte que no necesitamos más que acogerlo y confiarnos a él. En consonancia con esto, la fe cristiana es la convicción de que el recibir precede al hacer. Eso no supone desvalorizar el hacer ni declararlo superfluo. Solo porque hemos recibido, podemos también «hacer». Además, la fe cristiana, ya lo hemos dicho, conlleva una apuesta a favor de que lo invisible es más real que lo visible. Es confesión de la primacía de lo invisible como lo auténticamente real que nos sostiene y habilita para confrontarnos con lo visible con relajada serenidad -y desde la responsabilidad ante lo invisible como verdadero fundamento de todas las cosas-. En este sentido, no se puede negar que la fe cristiana representa una doble afrenta para la actitud a la que parece empujarnos la actual situación del mundo. Esta, como positivismo y fenomenologismo, nos invita a limitarnos a lo «visible», a «lo que se manifiesta», en el sentido más amplio de la expresión, así como a extender la actitud metodológica fundamental a la que la ciencia de la naturaleza debe sus éxitos al conjunto de nuestra relación con la realidad. Por otra parte, como téchné, nos exhorta a confiar en lo factible, esperando que este sea el suelo que nos sostenga. El primado de lo invisible sobre lo visible y del recibir sobre el hacer contradice de pleno esta situación básica. A ello se debe probablemente que hoy el salto a la confianza en lo invisible nos resulte tan difícil. Y, sin embargo, tanto la libertad de hacer como la de sacarle partido a lo visible por medio de la investigación metódica son 43
posibilitadas, en último término, por la provisionalidad a la que la fe cristiana circunscribe a ambas y por la superioridad que de ese modo manifiesta. 6. La razón de la fe Si se considera todo lo anterior, se constatará cuán estrechamente resuenan entre sí las palabras primera y última del credo - el «creo» y el «amén»-, envolviendo el conjunto de las distintas afirmaciones y definiendo así el lugar interior para todo lo que se encuentra entremedias. En el doble acorde del «creo» y el «amén» se hace visible el sentido del todo, el movimiento intelectual aquí involucrado. Antes ha quedado dicho que la palabra «amén» pertenece en hebreo a la misma raíz léxica que la palabra «fe». Así pues, «amén» dice una vez más, a su manera, lo que significa creer: el situarme confiadamente sobre un fundamento que me sostiene, no porque yo lo haya hecho y examinado luego desde un punto de vista calculador, sino más bien justo porque no lo he hecho y no lo puedo examinar bajo la mencionada perspectiva. Creer expresa el hecho de ponerse en manos de lo que no podemos ni necesitamos hacer, del fundamento del mundo como sentido que nos posibilita - él y solo él- la libertad de hacer. Sin embargo, lo que aquí acontece no es un ciego entregarse a lo irracional. Al contrario, es un encaminarse hacia el lógos, hacia la ratio, hacia el sentido y, por ende, hacia la verdad misma; pues, a fin de cuentas, el fundamento sobre el que se coloca el ser humano no puede ni debe ser otro que la verdad que se autocomunica. Con ello, en el lugar en el que menos podíamos sospechar, tropezamos de nuevo con una última antítesis entre el saber de lo factible y la fe. Como ya hemos visto, el saber de lo factible debe ser - en razón de su voluntad más específica - positivista, debe limitarse a lo dado y mensurable. Pero esto tiene como consecuencia que no pregunte ya por la verdad. Ese tipo de saber logra sus éxitos justamente en virtud de su renuncia a la verdad misma y en la medida en que se circunscribe a la «exactitud», a la «coherencia» del sistema, cuyo esbozo hipotético debe acreditarse en el experimento. Por decirlo de otro modo: el saber de lo factible no pregunta por las cosas tal como son de por sí y en sí, sino solo por la posibilidad de instrumentalizarlas para nosotros. El giro hacia el saber de lo factible se efectuó precisamente en tanto en cuanto se dejó de considerar al ser en sí mismo y se pasó a verlo en función tan solo de nuestra obra. Eso significa que, en la disociación de la cuestión de la verdad respecto del ser y en su desplazamiento al plano del factum y el faciendum, el concepto mismo de verdad se ha transformado de manera considerable. El lugar de la verdad del ser lo ocupa ahora la utilidad de las cosas para nosotros, que se 44
confirma en la exactitud de los resultados. Lo cierto e irrevocable de todo ello es que solo tal exactitud ha demostrado ser computable, mientras que la verdad del ser mismo se sustrae al saber en cuanto cálculo. Que la actitud cristiana de fe se exprese en la palabra «amén» - en la que se entrelazan significados como: confiar, fiarse, fidelidad, estabilidad, fundamento firme, mantenerse en pie y verdad - quiere decir que aquello en lo que la persona en último término se mantiene en pie, aquello que le brinda sentido, solo puede ser la verdad misma. La verdad es el único fundamento adecuado sobre el que el ser humano puede mantenerse en pie. Así, el acto de fe cristiana incluye esencialmente la convicción de que el fundamento dador de sentido, el lógos, sobre el que nos situamos, justo en cuanto sentido, también es la verdad". Un sentido que no fuera la verdad sería un sinsentido. La inseparabilidad de sentido, fundamento y verdad, que se expresa tanto en la palabra hebrea amen como en la griega lógos, proclama al mismo tiempo toda una imagen del mundo. En la inseparabilidad de sentido, fundamento y verdad, en la manera en que cada una de estas palabras incluye esa inseparabilidad, se manifiesta la entera red de coordenadas con la que la fe cristiana considera el mundo y se confronta con él. Pero esto significa también que la fe, por su esencia originaria, no es un ciego cúmulo de incomprensibles paradojas. Significa además que es absurdo aducir el misterio, como, sin embargo, no rara vez ocurre, cual evasiva ante el fracaso del intelecto. Cuando la teología incurre en todo tipo de desatinos y, con la alusión al misterio, no solo busca justificarse, sino también, si es posible, canonizarse, se abusa de la verdadera idea de «misterio», cuyo sentido no es la destrucción del intelecto, sino más bien posibilitar la fe como comprensión. O dicho de otra forma: la fe no es ciertamente saber en el sentido del saber de lo factible y de su forma de calculabilidad. Nunca puede llegar a ser eso; y cuando, no obstante, intenta establecerse bajo esta forma, no hace sino ponerse en ridículo. Pero, a la inversa, también es cierto que el calculable saber de lo factible está limitado, por esencia, a lo que se manifiesta y funciona y no constituye el camino para descubrir la verdad misma, a la que ya ha renunciado a resultas de su propio método. La forma en la que al ser humano le es dado relacionarse con la verdad del ser no es el saber, sino el comprender: comprensión del sentido al que se ha confiado. Y, sin embargo, habrá que añadir que el comprender solo es posible desde el mantenerse en pie, no al margen de él. Lo uno no puede darse sin lo otro, pues «comprender» significa captar y entender como sentido el sentido que se ha recibido comofundamento. Pienso que este es el significado preciso de lo que queremos decir cuando hablamos de «comprender»: que aprendemos a captar como sentido y como verdad el fundamento 45
sobre el que nos hemos situado, que aprendemos a reconocer que el fundamento constituye el sentido. Pero si esto es así, el comprender no solo no se contrapone a la fe, sino que representa lo más propio de ella. Pues el saber sobre la posibilidad de funcionalizar el mundo, tal como excelsamente nos lo transmite el actual pensamiento científico-técnico, no nos brinda por sí solo comprensión alguna del mundo ni del ser. El comprender se desarrolla solo a partir del creer. Por eso, la teología, como discurso sobre Dios que se esfuerza por comprender y está signado por el lógos (esto es, que tiene carácter racional), constituye una tarea primordial de la fe cristiana. Aquí se funda también el inalienable derecho de lo griego en lo cristiano. Estoy convencido de que, en lo más hondo, no fue ninguna mera casualidad que el mensaje cristiano, en su proceso de configuración, prendiera inicialmente en el mundo griego y que en él se fundiera con la pregunta por el comprender, con la pregunta por la verdad". Creer y comprender guardan entre sí una relación no menos estrecha que la que existe entre creer y mantenerse en pie, por la sencilla razón de que mantenerse en pie y comprender son inseparables. En este sentido, la traducción griega de la frase antes citada de Isaías sobre creer y mantenerse en pie pone de relieve una dimensión de lo bíblico a la que no cabe renunciar si se desea impedir que sea empujado hacia lo fanático y sectario. Sin embargo, es propio del comprender humano trascender sin cesar nuestro aprehender (Begreifen) hacia el conocimiento de nuestro estar englobados o, mejor, comprendidos (Umgriffensein). Pero el hecho de que comprender no sea sino aprehender nuestro propio estar comprendidos significa que nosotros, por nuestra parte, no podemos comprender aquello que nos comprende; nos concede sentido justo en tanto en cuanto nos comprende o engloba. En este sentido hablamos con razón del misterio como del fundamento que nos precede y de continuo nos trasciende, del fundamento que nosotros nunca podemos alcanzar ni superar. Pero precisamente en el estar englobados o comprendidos (Umgriffensein) en aquel que, a su vez, no puede ser aprehendido (Begriffenen) se hace efectiva la responsabilidad del comprender, sin la cual la fe perdería su dignidad y no le quedaría otro remedio que destruirse a sí misma. 7. «Creo en ti» Con todo lo dicho todavía no hemos hablado, sin embargo, del rasgo más profundo de la fe cristiana: su carácter personal. La fe cristiana es más que la opción por la existencia de 46
un fundamento espiritual del mundo; su fórmula principal no reza: «Creo algo», sino: «Creo en ti»'9. La fe cristiana es encuentro con el hombre jesús y, en tal encuentro, experimenta el sentido del mundo como persona. En el hecho de que vive desde el Padre, en la inmediatez y densidad de su trato oracional, incluso visual con este, jesús se perfila como el testigo de Dios, a través del cual el Intangible se ha hecho tangible, el Distante ha devenido cercano. Y más aún: Jesús no es solo el testigo a quien creemos lo que él ha contemplado en una existencia que verdaderamente ha llevado a cabo el tránsito de la falsa comunicación en lo superficial a la profundidad de la verdad toda; no, él es la presencia del Eterno mismo en medio de este mundo. En su vida, en la incondicionalidad de su ser para los hombres, se hace presente el sentido del mundo; él se nos entrega como amor que me ama también a mí y, con el regalo tan incomprensible de un amor que no está amenazado por caducidad ni ofuscamiento egoísta algunos, hace que la vida sea digna de ser vivida. El sentido de la vida es el tú, pero ciertamente solo aquel tú que no es una pregunta abierta, sino el fundamento del todo que no necesita ningún otro fundamento. Así, la fe es encontrar un tú que me sostiene y que, a pesar de la imperfección e incluso imposibilidad última del encuentro humano, me promete un amor indestructible que no solo anhela la eternidad, sino que también la concede. La fe cristiana vive de que no existe el sentido meramente objetivo; antes bien, este Sentido me conoce y me ama, a él me puedo encomendar con el gesto del niño que sabe acogidas todas sus preguntas en el tú de la madre. Así, fe, confianza y amor son, en el fondo, uno y lo mismo, y todos los contenidos alrededor de los cuales gira la fe no constituyen más que concreciones del cambio que todo lo sostiene, del «creo en ti»: el descubrimiento de Dios en el rostro del hombre jesús de Nazaret. Sin embargo, esto, como hemos visto antes, no nos exime de reflexionar. ¿Eres tú de verdad? Tal fue ya la pregunta que en un momento oscuro formuló, temeroso, Juan el Bautista, esto es, el profeta que incluso a sus discípulos los remitió al rabí de Nazaret, del que afirmó que era mayor que él y a quien no pudo más que allanar el camino. ¿Eres tú de verdad? El creyente experimentará sin receso aquella oscuridad en la que la protesta de la incredulidad le rodea como una prisión tenebrosa e ineludible y la indiferencia del mundo, que continúa imperturbable su marcha como si nada hubiera ocurrido, se le antoja escarnio de su esperanza. ¿Eres tú de verdad? Esta pregunta no solo debemos planteárnosla por honestidad intelec tual y a causa de la responsabilidad de la razón, sino también en virtud de la ley interna del amor, el cual quisiera conocer más y más a aquel a 47
quien ha dado su sí, a fin de poder amarlo más. ¿Eres tú de verdad? Todas las reflexiones de este libro guardan relación con esta pregunta y giran, pues, en torno a la forma fundamental de la confesión de fe: creo en ti, jesús de Nazaret como Sentido (Logos) del mundo y de mi vida.
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«Creo en Dios Padre todopoderoso» tQuÉ hace en realidad una persona que se decide a creer en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra? Quizá la mejor manera de comprender el contenido de semejante decisión sea poniendo nombre antes de nada a dos comunes malentendidos en los que no se aprecia en su justo valor el núcleo de lo que significa esta fe. El primero de esos malentendidos estriba en que la cuestión de Dios se ve como un problema meramente teórico, que, en último término, no comporta cambio alguno en la marcha del mundo y de nuestra vida. De tales cuestiones afirma la filosofía positivista que no pueden ser verificadas ni falsadas, esto es, que no existe posibilidad de probar con claridad que son falsas, lo cual demuestra precisamente su irrelevancia práctica. Pues el hecho de que algo que en la práctica resulta indemostrable tampoco pueda ser refutado manifiesta que su verdad o falsedad nada cambia en el conjunto de la vida humana; ahora bien, tales cuestiones cabe dejarlas sin temor a un lado'. La irrefutabili dad teórica se convierte así en un signo de la irrelevancia práctica; lo que con nada choca nada significa. Quien hoy constata en qué pactos tan opuestos se ve involucrado el cristianismo y cómo, tras haber sido utilizado por los monárquicos y los nacionalistas, aparece ahora como un ingrediente más del pensamiento marxista podría sentirse tentado, de hecho, a interpretar la fe de los cristianos como un fútil placebo, que puede ser aplicado de modo arbitrario porque carece de todo contenido. Pero también es posible la interpretación cabalmente contraria, la que afirma que la fe en Dios no es más que un medio de una determinada praxis social, puede reducirse por entero a tal praxis y sin duda desaparece allí donde esta desaparece. Ha sido inventada, prosigue esta lectura, para consolidar la dominación y mantener a los seres humanos subordinados a los poderes existentes. Cuando otros ven en el Dios de Israel un principio revolucionario, en el fondo están dando por bueno este enfoque, solo que ellos identifican la idea de Dios justo con la praxis que les parece acertada. Quien lea la Biblia no podrá, de hecho, dudar del carácter práctico de la profesión de fe en el Dios omnipotente. Para la Biblia es evidente que un mundo que vive bajo la palabra de Dios tiene un aspecto del todo distinto al de un mundo sin Dios, más aún, que 49
nada permanece inalterado si se prescinde de Dios o, a la inversa, que todo se transforma cuando una persona se convierte a él. Así, por ejemplo, en 1 Tesalonicenses (4,3ss) se les dice de pasada a los varones que la relación con sus esposas debe estar caracterizada por un respeto sagrado, «no por mera pasión, como los paganos que no conocen a Dios». El cambio que opera la entrada de Dios en un contexto vital alcanza hasta lo más personal e íntimo de las relaciones humanas; el desconocimiento de Dios, el ateísmo, se expresa de forma concreta en la falta de respeto del ser humano a otros seres humanos, y reconocer a Dios comporta ver al hombre con ojos nuevos. Esto se confirma en los demás textos en los que Pablo habla del ateísmo. En Gálatas, el apóstol ve la repercusión característica de la ignorancia de Dios en la esclavización bajo los «elementos del mundo», con los que la persona entra en una suerte de relación de adoración, que, sin embargo, se convierte en esclavitud, porque está basada en la mentira; el cristiano puede ridiculizar dichos elementos como «débiles» e «indigentes», puesto que ha conocido la verdad y, de ese modo, ha sido liberado de la tiranía de aquellos (Gál 4,8s). En Romanos, Pablo prolonga estos pensamientos: pensando en la filosofía pagana y su relación con las religiones existentes, afirma que los pueblos mediterráneos han relegado el conocimiento de Dios a lo meramente teórico y, a causa de esta perversión, han sido ellos mismos víctimas de la perversidad; en la medida en que han excluido de su praxis el fundamento de todas las cosas, que conocían perfectamente, han puesto la realidad del revés, andan desorientados y sin criterio y se han tornado incapaces de distinguir entre lo vil y lo noble, entre lo vulgar y lo excelso, abriendo así la puerta a todo tipo de perversidad (Rom 1,18-32). Es este un razonamiento al que a buen seguro no se le puede negar una desconcertante actualidad. Si consideramos, por último, el principal texto del Antiguo Testamento sobre la fe en Dios, se confirma lo que venimos diciendo: la revelación del nombre de Dios (Éx 3) es simultáneamente revelación de la voluntad divina; a partir de este episodio, todo cambia en la vida de Moisés, pero también en la vida de su pueblo y, con ello, en la historia universal. Es significativo que aquí, antes que proponerse un concepto de Dios, se revele un nombre; es decir, no se lleva a un final seguro una cadena de reflexiones teóricas, sino que surge una relación que, aun siendo comparable a una relación interpersonal, va más allá, toda vez que transforma el fundamento vital en cuanto tal o, para formularlo más correctamente, pone de manifiesto el fundamento vital hasta entonces oculto y lo convierte en una llamada. Por eso, el israelita llama «aceptación del yugo del señorío de Dios» al acto diariamente repetido de la profesión de fe; rezar el credo es el acto en el que el orante se instala en el lugar que le corresponde en la realidad. Sin embargo, aún hemos de llamar la atención sobre un punto
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que, para un pensamiento que desea permanecer neutral, es sin duda lo más escandaloso. Lo que quiero decir se percibe muy bellamente en el ya mencionado pasaje de Gálatas en el que Pablo, tras recordar el pasado ateo de los destinatarios de la epístola, escribe: «Pero ahora habéis reconocido a Dios», para corregirse de inmediato: «O mejor, habéis sido reconocidos por él» (4,9). Aquí cobra expresión una experiencia permanente: el conocimiento de Dios y la profesión de fe en él es un proceso activo y pasivo a la vez; no se trata de una construcción del pensamiento, ora de tipo teórico, ora de tipo práctico, sino más bien de un acto que afecta a quien lo realiza y al que luego responden el pensamiento y la acción, aunque también cabe la posibilidad, ciertamente, de cerrarse a él. Solo desde aquí puede entenderse lo que significan la caracterización de Dios como «persona» y el término «revelación»: en el conocimiento de Dios acontece también, e incluso en primer lugar, algo desde el otro lado; Dios no es un objeto inmóvil, sino el fundamento activo de nuestro ser, que se hace valer a sí mismo, que llama a la puerta en lo más íntimo de nuestro ser y, sin embargo, justamente por eso, puede ser desoído, porque el ser humano con suma facilidad vive alejado de su hondón, alejado de sí mismo. Al tropezar con el elemento pasivo en el conocimiento de Dios, hemos dado asimismo con la raíz de los dos malentendidos mencionados al comienzo de esta reflexión: ambos presuponen solo un conocimiento en el que el ser humano interviene de modo activo. Únicamente conocen al ser humano como sujeto activo en el mundo y no conciben la realidad toda sino como un sistema de objetos muertos que el ser humano manipula a su antojo. Pero, precisamente en este punto, la fe los contradice; solo aquí es posible comenzar a entender qué clase de actitud es la fe. Pero no queremos precipitarnos. Antes de dar nuevos pasos, intentemos rendir cuentas de lo que hemos visto hasta ahora. Se ha evidenciado que la frase: «Creo en Dios Padre todopoderoso» no es una fórmula teórica carente de consecuencias. El hecho de que tenga validez o no cambia el mundo de raíz. La posibilidad de avanzar un paso más se abre si prestamos atención a la formulación que Werner Heisenberg hace de esta idea en sus conversaciones sobre ciencia de la naturaleza y religión. Leer lo que, según su relato, le manifestó en 1927 el físico Wolfgang Pauli resulta verdaderamente profético en la actualidad. Pauli confiesa que teme que al colapso de las convicciones religiosas le siga en breve plazo el desmoronamiento de la ética vigente hasta entonces, «y ocurrirán cosas tan terribles que ni siquiera podemos imaginar»2. Nadie podía prever a la sazón que, poco tiempo después, la mofa del Dios de jesucristo como una invención judía iba a hacer realidad lo que hasta aquel momento resultaba inconcebible. Pero en esa misma conversación aborda Heisenberg con gran energía la pregunta a la que todavía no hemos 51
dado respuesta en estas nuestras reflexiones: ¿no será entonces Dios quizá tan solo una función de una praxis determinada? Heisenberg cuenta que le preguntó al gran físico danés Niels Bohr si no habría que situar a Dios en el mismo orden de realidad que determinados números imaginarios del ámbito de la matemática que, si bien no existen como números naturales, sirven de fundamento a enteras ramas de la matemática, por lo que «a posteriori sí que existen... ¿No se podría entender también en religión el término "existe" como un ascenso a un nivel de mayor abstracción? La finalidad de este ascenso radicaría en facilitarnos la comprensión de las relaciones existentes en el mundo, pero nada más» 3. ¿Es Dios una suerte de ficción moral que permite presentar de modo abstracto y abarcable las relaciones intelectuales? Tal es la pregunta que aquí se plantea. En este mismo contexto, Heisenberg se confronta con otra versión del problema, con una concepción de la religión como la que había defendido, por ejemplo, Max Planck. Siguiendo una figura conceptual del siglo XIX, este gran sabio distinguía de forma rigurosa entre el lado objetivo y el lado subjetivo del mundo. El lado objetivo es investigado conforme a los métodos exactos de la ciencia de la naturaleza, mientras que el ámbito subjetivo se basa en decisiones personales que escapan a los rótulos de verdadero y falso. A estas decisiones subjetivas, de las que cada cual debe responder por sí solo, pertenece, a juicio de Planck, el ámbito de la religión, que, de este modo, puede ser vivida con convicción personal sin necesidad de entrar en el mundo objetivo de la ciencia. Heisenberg refiere que el diálogo que mantuvo con Wolfgang Pauli ayudó a ambos a tener claro que una separación tan completa entre saber y fe no podía ser, «a buen seguro, más que un recurso de urgencia por un periodo de tiempo muy limitado»4. Aislar la religión, la fe en Dios, de la verdad objetiva significa desconocer su esencia más íntima. «En la religión se alude a la verdad objetiva», respondió Bohr a la pregunta de Heisenberg, a tenor del testimonio de este; y luego añadió: «Pero la división misma entre un lado objetivo y otro subjetivo del mundo me parece aquí demasiado forzada» 5. Para el propósito que nos mueve en estas páginas no es preciso prestar atención detallada a cómo Bohr, en conversación con Heisenberg, trasciende desde el ámbito científico-natural la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo y avanza a tientas hacia un punto intermedio entre lo uno y lo otro. De todos modos, el punto esencial que aquí está en juego ha aflorado ya: la fe en Dios no busca ofrecer una unificación ficticio-abstracta de diferentes esquemas de acción, también quiere ser más que una convicción del sujeto yuxtapuesta sin mediación alguna a una objetividad vacía de Dios. Lo que persigue es desvelar el núcleo, la raíz de lo objetivo, poner de relieve con toda nitidez la pretensión de la realidad objetiva. Y esto lo lleva a cabo en la medida en que conduce a aquel origen 52
que une al objeto con el sujeto y hace comprensible la relación existente entre ambos. Einstein llamó la atención sobre el hecho de que precisamente la relación entre sujeto y objeto es el mayor de todos los enigmas; o dicho con mayor exactitud, el hecho de que nuestro pensamiento, de que los mundos matemáticos que concebimos en la conciencia pura se correspondan con la realidad, de que nuestra conciencia esté estructurada de manera idéntica a la realidad y a la inversa, es el fundamento previo sobre el que descansa la entera ciencia de la naturaleza6. Esta lo maneja como algo evidente, pero nada es menos evidente. Pues ello significa que el ser en su totalidad es de la misma clase que la conciencia, que en el pensamiento humano, en la subjetividad del ser humano, se manifiesta lo que objetivamente mueve el mundo. Al mundo le es inherente el modo de ser de la conciencia. Lo subjetivo no es algo extraño a la realidad objetiva, sino que esta, en sí, es como un sujeto. Lo subjetivo es objetivo y viceversa. Esto influye incluso en el lenguaje de la ciencia de la naturaleza, que, forzada por las cosas mismas, deja que aquí se manifieste más de lo que a menudo perciben quienes hacen uso de ella. Permítaseme ofrecer a este respecto un ejemplo tomado de un ámbito del todo distinto: incluso los más obstinados neodarwinistas, quie nes desean excluir de la evolución todo elemento de finalidad, de orientación a una meta, para no concitar sospechas de estar recurriendo a la metafísica y mucho menos a la fe en Dios, siguen hablando con la mayor naturalidad de lo que «la naturaleza» hace con miras a aprovechar las mejores oportunidades de prevalecer. Si se analiza el uso lingüístico habitual, podrá constatarse que aquí la naturaleza es concebida continuamente como dotada de predicados divinos; o dicho quizá con mayor exactitud: ha asumido justo la posición que el Antiguo Testamento atribuye a la Sabiduría. Se trata de una magnitud que actúa de forma consciente y sumamente razonable. Los científicos que así proceden, si se les interpelara al respecto, replicarían sin duda que aquí el término «naturaleza» no es más que una abstracta esquematización de múltiples elementos individuales, o sea, algo así como un número imaginario que ayuda a simplificar la construcción teórica y propicia una mejor visión de conjunto de ella. Pero debemos preguntarnos en serio si algo de toda esta teoría se salvaría si se prohibiera estrictamente semejante ficción y se insistiera en su consecuente eliminación. De hecho, si así se hiciera, ninguna conexión lógica perduraría. Josef Pieper ha dilucidado el mismo estado de cosas desde un ángulo distinto. Nos recuerda que, según Sartre, no puede existir esencia - naturaleza - alguna de las cosas y del ser humano; pues en caso de que existiera, entonces, siempre a tenor del filósofo francés, tendría que existir también Dios. Si la realidad no procede de una conciencia creadora, si no es realización de un proyecto, de una idea, solo puede ser una estructura 53
sin contornos fijos que se ofrece para un empleo arbitrario; pero si en ella se dan formas con sentido que preceden al ser humano, tiene que haber asimismo un sentido al que todo ello se deba. Para Sartre, la primera certeza irrebatible es que Dios no existe; de ahí que tampoco pueda existir esencia alguna. Eso significa que el ser humano está condenado a una libertad terrible: sin un criterio dado de antemano, él mismo debe decidir qué quiere hacer del mundo y de sí mismo'. En este punto probablemente se va evidenciando poco a poco de qué clase es la disyuntiva ante la que el primer artículo del credo sitúa al ser humano. Se trata de si este acepta la realidad como mero material o como expresión de un sentido que le antecede, si debe inventar los valores o descubrirlos. Según se responda a estas preguntas en un sentido u otro, se habla de dos libertades por completo distintas, de dos orientaciones fundamentales de la vida de todo en todo diferentes. Ante estas reflexiones, a alguno quizá le brote con fuerza y claridad creciente la objeción de que todo lo dicho hasta ahora no es, en último término, más que estéril especulación sobre el Dios de los filósofos, una especulación que no conduce al Dios vivo de Abrahán, Isaac y Jacob, al Padre de jesucristo. Se quiera o no, la Biblia no habla de un orden central (como Heisenberg$), ni de la naturaleza y el ser (como la filosofía antigua); todo eso no es más que una dilución de la fe, en la que lo importante es el Padre, Jesucristo, el yo y el tú, la relación personal de orar al Dios que nos ama. Tales objeciones suenan piadosas, pero son espurias y ocultan la grandeza de aquello a lo que se refiere la fe. La verdad que contienen es que Dios no puede ser verificado a semejanza de cualquier objeto mensurable. Es cierto que no existiría posibilidad alguna de medición sin el contexto intelectual del ser, esto es, sin el fundamento intelectual que une al medidor con lo medido. Pero justo por eso, tal fundamento nunca es medido; antes bien, precede a toda medición. La filosofía griega expresó esto de la siguiente manera: los fundamentos últimos de toda demostración, sobre los que descansa el pensamiento en general, no son a su vez demostrados, sino intuidos. No obstante, como todos sabemos, la intuición tiene su intríngulis. No es separable del lugar intelectual que la persona haya adoptado en su vida. Las percepciones personales más profundas requieren de la persona toda. Así, salta a la vista que semejante conocimiento tiene su peculiaridad. Dios no se puede verificar como si fuera un objeto mensurable más. Aquí se trata también de un acto de humildad, no de una humildad moralista y estrecha de miras, sino, por así decir, de una humildad relativa al ser: la de aceptar el hecho de que la propia razón es llamada por la razón eterna. Lo contrario de ello es el anhelo de una autonomía que inventa el mundo por primera vez y que a la humildad cristiana del 54
reconocimiento del ser le contrapone de hecho una humildad singularmente distinta, la del menosprecio del ser: en sí, el ser humano no es nada, un animal inacabado, pero quizá aún podamos hacer algo de él... Quien distingue en exceso entre el Dios de la fe y el Dios de los filósofos priva a la fe de su objetividad y separa así de nuevo objeto y sujeto en dos mundos distintos. El acceso al Dios uno puede ser, ciertamente, muy diverso. Los diálogos de Heisenberg con algunos de sus amigos, que él mismo ha transcrito, muestran cómo un pensamiento que busca honestamente encuentra en la naturaleza, por medio de la inteligencia, un orden central, que no solo existe, sino que nos reclama y, al reclamarnos, tiene una fuerza de presencia comparable a la del alma: el orden central puede hacérsenos presente como el centro de una persona a otra persona. Puede salir a nuestro encuentro. Para quien se ha educado en la tradición cristiana, el camino comienza en el tú de la oración: sabe que puede dirigirse al Señor, que este jesús no es un personaje histórico del pasado, sino que es simultáneo a todos los tiempos. Y también sabe que en el Señor, con él y a través de él, puede dirigirse a aquel a quien Jesús llama «Padre». Por así decir, en jesús ve al Padre. Pues percibe que este jesús vive de una energía proveniente de otro lugar, de que su existencia entera es intercambio con el Otro, procedencia de él y retorno a él. Se percata de que este jesús, a juzgar por toda su existencia, es de verdad «Hijo», persona que íntimamente se recibe a sí mismo de otro y se vive a sí mismo como recepción. En él está el fundamento oculto; en la acción, el discurso, la vida y el sufrimiento de aquel que verdaderamente es Hijo se hace visible, audible, accesible esa realidad desconocida. El ignoto fundamento del ser se revela como Padre'°. El poder absoluto es como un padre. Dios no aparece ya como ente supremo ni como ser, sino como persona. Y a pesar de ello, la relación personal que aquí surge no es equiparable a las relaciones puramente humanas; en ese sentido, hablar de la relación con Dios solo en el esquema de la relación yo-tú equivale a minimizarla. Las palabras que dirijo a Dios no son como las que dirijo a un interlocutor cualquiera que permanece frente a mí como un tú más, sino que penetran hasta el fundamento de mi propio ser, sin el cual yo no sería yo. Y este fundamento de mi ser coincide con el fundamento del ser en general; más aún, es el ser sin el cual nada es. Lo conmovedor estriba, sin embargo, en que este fundamento absoluto es simultáneamente relación; no menos que yo, que conozco, pienso, siento, amo, sino más que yo, de suerte que puedo conocer solo porque soy conocido, puedo amar solo porque ya antes he sido amado. El primer artículo del credo alude, pues, a un conocimiento sumamente personal y, al mismo tiempo, sumamente objetivo. Un conocimiento sumamente personal: el descubrimiento de un tú que me ofrece sentido, un 55
tú a quien puedo confiarme de manera incondicional. De ahí que no sea formulado como proposición neutra, sino como oración, como interpelación: creo en Dios, esto es, creo en ti, me confío a ti. Allí donde se le conoce de verdad, Dios no es una cosa de la que se pueda hablar como de números imaginarios o naturales, sino un tú al que hemos de dirigirnos porque él se ha dirigido a nosotros. Pero puedo confiarme incondicionalmente a él porque él es incondicionado, porque su persona constituye el fundamento objetivo de todo lo real. Fiarse de alguien, confiar en general es posible en este mundo como realidad fundada, porque el fundamento del ser es digno de confianza. Si esto fuera de otro modo, toda confianza concreta sería, en último término, una farsa vacía o una trágica ironía. Después de todas estas reflexiones, ¿es necesario que abordemos de nuevo las preguntas iniciales, en las que también late la objeción del marxismo, hoy por doquier acuciante, de que Dios no es, por así decir, más que el número imaginario de los dominantes, en el que se recapitula de modo abarcable su poder; de que una imagen del mundo que culmina en los conceptos de «padre» y «omnipotencia» y exige adorar al Padre, a la Omnipotencia, se revela como credo de la opresión; de que solo la radical emancipación del Padre y de la Omnipotencia puede engendrar la libertad? En realidad, probablemente deberíamos recorrer de nuevo desde esta perspectiva todo el camino de pensamiento que hemos dejado atrás; pero después de todo lo dicho, quizá baste con rememorar, para concluir, una escena de la obra de Solzhenitsyn Agosto de 1914 que tiene que ver cabalmente con esta cuestión. En la excepcional situación vinculada al resurgimiento patriótico que se vivió a comienzos de la Primera Guerra Mundial en 1914, dos estudiantes rusos, entusiasmados como casi toda su generación por las ideas sociorevolucionarias, entablan conversación con un extraño sabio al que ellos apodan «el Astrólogo». Con suma precaución trata este de apartar a ambos jóvenes del fantasma de un orden social científicamente concebido, de hacer patente para ellos el carácter quimérico de una transformación del mundo mediante la razón revolucionaria: «¿Quién puede tener el atrevimiento de afirmar que está en condiciones de CONCEBIR condiciones ideales?... La arrogancia es un signo de escaso desarrollo intelectual. Quien está poco desarrollado intelectualmente es arrogante; en cambio, quien se encuentra en un estadio muy avanzado de desarrollo intelectual es humilde». Tras una breve discusión, al final uno de los jóvenes formula la pregunta: «Entonces, ¿no es la justicia un principio suficiente del orden social?». Y la respuesta del sabio reza: «¡Claro que sí!... Pero, una vez más, no la nuestra, tal y como nos la imaginamos de cara a este cómodo paraíso terrenal. Sino aquella justicia cuyo espíritu existe antes que nosotros, sin nosotros, por sí 56
mismo. ¡Y nosotros debemos responder a ella!»". Con toda intención, Solzhenitsyn destaca por medios tipográficos distintos los dos conceptos contrapuestos de «concebir» y «responder»: «concebir» en letras versalitas, de forma grandilocuente, por así decir; «responder» en cursiva, todo humildad. Lo fundamental no es concebir, sino responder. Sin mencionar la palabra «Dios», respetando aquello que desde lejos debe conducirnos al centro («habló y luego miró a ambos: ¿no había ido demasiado lejos?»), el escritor formula aquí con suma precisión qué significa adorar, qué quiere decir el primer artículo del credo. Para el ser humano, lo fundamental no es concebir, sino responder, escuchar a la justicia de la creación, a la verdad de la creación misma. Y solo eso garantiza la libertad, pues solo eso asegura el sagrado respeto del hombre por el hombre, por la criatura de Dios, un respeto que, según Pablo, distingue a quien conoce a Dios. Esa actitud de respuesta, esa aceptación de la verdad del Creador en su creación, es la adoración. De eso se trata cuando decimos: creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.
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La fe en la creación y la teoría de la evolución CUANDO a mediados del siglo XIX desarrolló la idea de la evolución de todos los seres vivos, cuestionando así de raíz la noción tradicional de la constancia de las especies creadas por Dios, Charles Darwin desencadenó una revolución de la imagen del mundo no menos profunda que la que se asocia con el nombre de Copérnico. A pesar del giro copernicano, que había destronado a la Tierra y dilatado ilimitadamente las dimensiones del universo, vistas las cosas en conjunto, el marco establecido de la antigua imagen del mundo - que seguía afirmándose inalterado, sobre todo por lo que hace a la limitación temporal a los seis mil años calculados a partir de las cronologías bíblicas - aún perduraba. Un par de referencias ilustrarán la naturalidad, hoy difícilmente concebible para nosotros, con la que a la sazón se mantenía el estrecho marco temporal de la imagen bíblica del mundo. Cuando Jacob Grimm publicó en 1848 su Historia de la lengua alemana, que la edad de la humanidad ascendía a seis mil años era para él un presupuesto indiscutible que no requería mayor consideración. Lo mismo sostiene con gran naturalidad W.Wachsmuth en su Historia general de la cultura, aparecida en 1850, que a este respecto en nada se diferencia de la historia general del mundo y de los pueblos de Christian Daniel Beck, cuya segunda edición es de 1813. Los ejemplos podrían multiplicarse fácilmente'. Los que acabamos de aducir bastan para mostrar cuán estrecho era el horizonte en el que aún hace un siglo se movía nuestra imagen de la historia y del mundo, cuán inquebrantable se mantenía en pie la tradición de origen bíblico de un pensamiento desarrollado por completo desde la perspectiva de la historia judío-cristiana de la salvación, qué revolución tuvo que suponer que - tras la enorme ampliación del espacio - idéntica dilatación se adueñara del tiempo y la historia. En muchos aspectos, las consecuencias de tal acontecimiento tal vez fueran incluso más dramáticas que las del giro copernicano. Pues la dimensión temporal afecta al ser humano de forma incomparablemente más profunda que la espacial; más aún, en aquel entonces también la noción del espacio, al perder este su figura nítidamente definible y quedar incluso sometido a la historia, a la temporalidad, fue relativizada y modificada una vez más. El hombre aparece como el ser que se ha constituido a través de transformaciones sin cuento, las grandes constantes de 58
la imagen bíblica del mundo - el estado original y el estado final - se desplazan hacia lo indefinido, la comprensión fundamental de lo real se transforma: el ser cede paso al devenir, la creación a la evolución, la caída a la ascensión. En el marco de estas consideraciones no podemos abordar todo el complejo de preguntas que con ello se abre; nos limitaremos a estudiar el problema de si, en contra de lo que quizá parezca a primera vista, las dos concepciones fundamentales - creación y evolución - pueden coexistir sin que el teólogo se vea obligado a asumir un compromiso deshonesto declarando por razones tácticas de todos modos superfluo el terreno que se ha tornado insostenible, después de haberlo proclamado poco antes a voz en cuello parte insustituible de la fe. El problema tiene diversos planos, que conviene distinguir y valorar por separado. En primer lugar hay un aspecto, hasta cierto punto superficial, que solo en parte es de naturaleza realmente teológica: la idea de la constancia de las especies, dominante antes de Darwin, había sido legitimada desde la idea de creación; cada una de las especies era considerada una realidad dada con la creación que, en virtud de la intervención creadora de Dios, existía desde el comienzo del mundo como algo propio y distinto junto al resto de las especies. Es evidente que esta forma de fe en la creación contradice la idea de evolución y que semejante expresión de la fe resulta insostenible en la actualidad. Pero con tal purificación, a cuya importancia y problematicidad regresaremos más adelante, no hemos considerado todavía el concepto de creación en toda su amplitud. Solo cuando se suprimen todos los actos creadores singulares y se sustituyen por la idea de evolución, se evidencia la verdadera diferencia existente entre ambos conceptos; se hace patente entonces que a uno y otro subyacen formas de pensar, enfoques intelectuales y planteamientos distintos. Sin embargo, la extensión del concepto de creación a las formas concretas de lo real pudo ocultar durante largo tiempo esta profunda diferencia y, con ella, el problema que realmente estaba en juego. La fe en la creación pregunta por la existencia del ser en cuanto tal; su problema es por qué existe algo y no más bien la nada. La idea de evolución, en cambio, pregunta por qué existen precisamente estas cosas y no otras, de dónde les viene su especificidad y qué relación guardan con otras entidades'. Así pues, desde un punto de vista filosófico podría afirmarse que la idea de evolución pertenece al plano fenomenológico y trata de las formas concretas del mundo tal y como de hecho existen, mientras que la fe en la creación se mueve en el plano ontológico, indaga más allá de las cosas concretas, admira el milagro del ser mismo e intenta dar razón del enigmático «es» que pronunciamos sobre el conjunto de las realidades 59
existentes. También podríamos formularlo de la siguiente manera: la fe en la creación concierne a la diferencia entre nada y algo; la idea de evolución, por el contrario, a la diferencia entre entes concretos. La creación caracteriza al ser en su totalidad como ser que debe su origen a algo distinto; la evolución, por su parte, describe la estructura interna del ser y pregunta por el origen específico de las distintas realidades existentes. Es posible que, al científico que estudia la naturaleza, el planteamiento de la fe en la creación se le antoje una pregunta ilegítima que el ser humano no está en condiciones de responder. De hecho, el tránsito a la consideración evolucionista del mundo representa el paso hacia aquella forma positiva de la ciencia que deliberadamente se circunscribe a lo dado, a lo tangible, a lo verificable para el ser humano, excluyendo del ámbito de la ciencia, por infructífera, la reflexión sobre los verdaderos fundamentos de lo real. En este sentido, la fe en la creación y la idea de evolución no solo denotan dos ámbitos de indagación distintos, sino también dos formas diferentes de pensar. A ello se debe probablemente la tensión que sigue percibiéndose entre ambas incluso después de haberse puesto de manifiesto su fundamental compatibilidad. Pero ello nos sitúa ya en un segundo plano de la cuestión. Hemos aprendido a discernir dos aspectos en la fe en la creación: su concreta plasmación en la idea de la creación de todas las especies singulares por Dios y su enfoque intelectual propiamente dicho. Hemos constatado que el primer aspecto, es decir, la forma en que la idea de creación se había concretado en la práctica ha quedado descartada por la idea de evolución; el creyente debe dejarse instruir aquí por la ciencia de que la manera en que se representaba la creación pertenecía a una imagen del mundo precientífica que ha devenido insostenible. Pero en lo que atañe al enfoque intelectual propiamente dicho, esto es, a la pregunta por el tránsito de la nada al ser, al principio no hemos podido más que tomar nota de la diferencia de formas de pensar; por lo que hace a su orientación fundamental última, la teoría de la evolución y la fe en la creación pertenecen a mundos intelectuales del todo diversos y no entran en contacto directo. Con todo, ¿qué opinión debe merecernos esta aparente neutralidad con la que hemos tropezado? Este es el segundo plano de la cuestión, en el que ahora debemos ahondar. Aquí no resulta nada sencillo avanzar, porque la comparación de formas de pensamiento y el problema de su eventual relación son siempre asuntos muy delicados. Para abordarlos, hay que procurar situarse por encima de ambas formas de pensar, lo que hace que sea fácil deslizarse hacia una tierra de nadie intelectual en la que uno se torna sospechoso a ambas partes y enseguida tiene la sensación de nadar entre dos aguas. A pesar de ello, hemos de intentar avanzar a tientas. En primer lugar podremos constatar que el planteamiento de la idea de 60
la evolución es más angosto que el de la fe en la creación. Así pues, la teoría de la evolución en ningún caso puede integrar en sí a la fe en la creación. En este sentido, aquella tiene razones para calificar a esta de inútil para sus propósitos: dentro del material positivo con el que la teoría de la evolución, por su método, está obligada a trabajar no hay sitio para la fe en la creación. Sin embargo, esta teoría científica debe dejar al mismo tiempo abierta la pregunta de si el planteamiento de la fe, más amplio, está justificado y es posible en sí. La teoría de la evolución puede, a lo sumo, considerar - desde un determinado concepto de ciencia - extracientífico el planteamiento de la fe, pero excede de sus competencias decretar una prohibición fundamental de indagar, en virtud de la cual no fuera legítimo para el hombre interesarse por el problema del ser. Al contrario, tales preguntas últimas siempre serán insoslayables para el hombre, que existe delante de lo último y no puede ser reducido a lo científicamente demostrable. No obstante, de este modo queda ahora pendiente el problema de si la idea de creación, como la más amplia de las dos, puede incluir en su ámbito la idea de evolución o si esta, al revés, contradice el enfoque básico de aquella. A primera vista, razones de diversa índole parecen sugerir esto último como lo más probable; al fin y al cabo, los científicos naturales y los teólogos de la primera generación que afirmaron tal cosa no eran necios ni malintencionados: tanto unos como otros tenían sus razones, que deben ser tomadas en consideración si no se quiere llegar a síntesis precipitadas que no se sostienen o incluso resultan deshonestas. Las objeciones que se plantean son de naturaleza harto diferente. En primer lugar hay quien afirma que, se quiera o no, la fe en la creación se ha expresado como fe en la creación de las distintas especies singulares y en la noción de una imagen del mundo estática; y ahora que esto se ha revelado insostenible, la fe en la creación no puede deshacerse de este lastre como lo más natural del mundo, sino que toda ella ha devenido inservible. Esta objeción, que en la actualidad ya no nos parece demasiado grave, se agudiza si se tiene presente que todavía hoy la fe no puede sino considerar imprescindible la creación, por lo menos, de un ser determinado: el hombre. Pues si el ser humano no es más que un producto de la evolución, también el espíritu es obra del azar. Pero si el espíritu ha surgido por evolución, la materia es lo primero y el origen suficiente de todo lo demás. Y si tal es el caso, Dios y, por tanto, el Creador y la creación se desvanecen por sí solos. Pero ¿cómo es posible sacar de la cadena de la evolución al hombre, uno más entre tantos seres, por muy distinguido y grande que sea? Con ello se pone de manifiesto que la creación de los seres particulares y la idea de creación no son separables entre sí con tanta facilidad como podría pensarse en un primer momento. Pues aquí parece estar en juego un 61
principio. O bien todos los entes particulares y, por consiguiente, también el ser humano son producto de la evolución, o bien no lo son. Toda vez que esta última posibilidad ha quedado descartada, solo cabe la primera; y esto, como acabamos de darnos cuenta, cuestiona la entera idea de creación, ya que elimina la primacía y superiori dad del espíritu, que de alguna forma debe ser entendida como presupuesto fundamental de la fe en la creación. Se ha intentado esquivar este problema afirmando que el cuerpo del ser humano puede ser un producto de la evolución, pero no así, bajo ningún concepto, el espíritu; a este, se dice, lo ha creado directamente Dios, pues no es posible que el espíritu surja de la materia. Pero esta respuesta, que parece tener a su favor el hecho de que el espíritu no puede ser abordado con el mismo método científico-natural con que se estudia la historia de los organismos, satisface como mucho a primera vista. Enseguida nos vemos obligados a preguntarnos: ¿puede ser dividido de verdad el hombre entre teólogos y científicos de esa guisa: el alma para unos, el cuerpo para otros? ¿No será esa solución intolerable tanto para unos como para otros? El científico cree ver el desarrollo progresivo de todo el ente que llamamos hombre; encuentra incluso una zona de transición psíquica en la que la conducta humana va surgiendo paso a paso de la animal, sin que sea posible trazar un límite bien definido. Y es que al científico le falta, sin duda, material para precisar ese límite, circunstancia esta que a menudo no se admite con la suficiente claridad. A la inversa, también para el teólogo que está convencido de que el espíritu es lo que configura incluso el cuerpo - al que imprime de parte a parte carácter de cuerpo humano, de suerte que el hombre solo es espíritu en cuanto cuerpo y solo es cuerpo en cuanto espíritu y en espíritu-, esta partición carece por completo de sentido. Según esto, el espíritu ha recreado su cuerpo, cancelando así toda la evolución. Con ello parece que, por lo que respecta al ser humano, el tema de la relación entre creación y evolución conduce desde ambos lados a una marcada disyuntiva, que no deja sitio para mediación alguna. Pero, dado el actual estado de nuestros conocimientos, ello probablemente conllevaría el fin de la fe en la creación. La bella armonía que parecía perfilarse ya en el primer plano del planteamiento se pierde de este modo por completo; hemos sido arrojados de vuelta al principio. ¿Cómo podemos avanzar? En los párrafos precedentes hemos mencionado de pasada un plano intermedio que antes nos pareció que carecía de importancia, pero que ahora podría revelarse como el centro del planteamiento y el punto de partida de una respuesta 62
razonable. ¿Hasta qué punto se halla vinculada la fe a la noción de la creación directa por parte de Dios de las distintas realidades básicas del mundo? Este planteamiento, en principio algo superficial, puede reducirse a un problema general que quizá constituya el estrato intermedio de toda nuestra indagación: la noción de un mundo cambiante, ¿es conciliable con la básica idea bíblica de la creación del mundo por medio de la palabra, con la atribución del ser a un sentido creador? La idea de ser que ahí se expresa, ¿puede coexistir intrínsecamente con la idea de cambio, tal como esta es esbozada por la teoría de la evolución? En estos interrogantes late una pregunta adicional, de naturaleza del todo fundamental, a saber, la pregunta por la relación entre la imagen del mundo y la fe en general. Convendrá partir de esta constatación. Pues en el intento de pensar al mismo tiempo desde la fe en la creación y desde una perspectiva científica, esto es, desde la teoría de la evolución, es evidente que a la fe se le atribuye una imagen del mundo distinta de la que hasta entonces se consideraba la verdadera imagen del mundo de la fe. En este proceso radica incluso el núcleo de todo el acontecimiento en torno al cual giran nuestras consideraciones: la fe se ve privada de su imagen del mundo, que parecía coincidir con ella, y puesta en relación con otra distinta. ¿Se puede hacer eso sin negar la identidad de la fe? Tal es precisamente nuestro problema. A este respecto puede resultar en cierto modo sorprendente y al mismo tiempo liberador que esta pregunta no se haya planteado por primera vez con nuestra generación. Los teólogos de la primitiva Iglesia se vieron confrontados básicamente con idéntica tarea. Pues la imagen bíblica del mundo, tal como se expresa en los relatos de la creación veterotestamenta ríos, no era en modo alguno la suya; en el fondo, les parecía tan poco científica como a nosotros. Siempre que se habla de la antigua imagen del mundo, se incurre en un considerable error. Desde fuera, a nosotros puede parecernos unitaria; en cambio, para quienes vivían en ella, las diferencias a las que hoy nos referimos como irrelevantes resultaban decisivas. Los antiguos relatos de la creación expresan la imagen del mundo del Antiguo Oriente, sobre todo de Babilonia; los padres de la Iglesia vivieron en la época helenística, a la que aquella imagen del mundo se le antojaba mítica, precientífica, insostenible en todos los sentidos. En su ayuda vino, al igual que hoy debería venir en nuestra ayuda, el hecho de que la Biblia es en realidad un corpus literario que abarca un período de mil años. Comprende desde la imagen del mundo de los babilonios hasta la del helenismo, que determina los textos sobre la creación en la literatura sapiencial. En estos se esboza una imagen del mundo y del acontecimiento de la creación muy distinta de la que trazan los relatos de la creación en el Génesis con los que tan familiarizados estamos, los cuales, por su parte, ciertamente 63
tampoco son unitarios. El capítulo primero y el capítulo segundo de este libro bíblico ofrecen una imagen en gran medida contradictoria del transcurso de la creación. Pero eso significa que, ya en la propia Biblia, fe e imagen del mundo no son lo mismo; la fe se sirve de una imagen del mundo, pero no se identifica con ella. En el proceso de formación de los textos bíblicos, esta diferencia constituía, al parecer, una obviedad no reflexionada: solo así se explica que las formas de visión del mundo en las que se representó la idea de creación cambiaran, no solo en los diferentes períodos históricos de Israel, sino también dentro de un mismo período, sin que ello se entendiera como una amenaza para lo que realmente se pretendía decir. Esta sensibilidad para la intrínseca amplitud de la fe solo desapareció cuando la llamada exégesis literal comenzó a imponerse y, con ello, se perdió la mirada para la trascendencia de la palabra de Dios respecto de todas sus formas singulares de expresión. Pero en esa misma época - a partir aproximadamente del siglo XIII-, la imagen del mundo se solidificó de una manera hasta entonces desconocida, aunque en su forma fundamental en modo alguno se trataba de un producto del pensamiento bíblico, sino que, por el contrario, solo con esfuerzo podía ser armonizada con los rasgos fundamentales de la fe bíblica. No sería difícil sacar a la luz las raíces paganas de la imagen del mundo que a la sazón se consideraba la única cristiana, así como las suturas en las que todavía es posible percibir que la fe la tomó a su servicio sin lograr identificarse con ella. Pero aquí no podemos entrar en esta cuestión; debemos limitarnos a la pregunta positiva de si la fe en la creación, que ha sobrevivido al cambio de tantas imágenes del mundo y a la vez, en cuanto fermento de crítica, ha influido en ellas impulsando su desarrollo, puede seguir existiendo como afirmación llena de sentido en el marco de la comprensión evolucionista del mundo. En todo ello es evidente que la fe, que no se ha identificado con ninguna de las imágenes del mundo existentes hasta la fecha, sino que ha buscado dar respuesta a una pregunta que se remonta más atrás de las imágenes del mundo y luego, sin embargo, se inscribe en ellas, tampoco puede ni debe identificarse con la actual imagen del mundo. Sería insensato y falso hacer pasar bajo mano la teoría de la evolución por un producto de la fe, aunque esta contribuyera a la formación del horizonte de pensamiento en el que luego pudo aflorar la pregunta por la evolución. Más insensato aún sería concebir la fe como una suerte de ilustración de la teoría de la evolución y querer confirmar esta por medio de aquella. El plano en el que la fe pregunta y responde es, como ya hemos visto antes, por completo distinto; todo lo que podemos pretender es, en primer lugar, comprobar si también bajo los actuales presupuestos intelectuales es legítimo responder al fundamental interrogante humano con 64
el que la fe guarda relación de la manera en que lo hace la fe en la creación y, en segundo lugar, preguntarnos de qué forma también la imagen evolucionista del mundo puede ser entendida como expresión de la creación. Para avanzar en esta dirección, debemos analizar más detenidamente tanto el relato de la creación como la idea de evolución; por desgracia, aquí no podemos más que bosquejar tal análisis. Así pues, partiendo de la idea de evolución, preguntémonos primero: ¿cómo entiende uno en realidad el mundo cuando lo interpreta desde el punto de vista de la evolución? Esencial para ello es probablemente el hecho de que entre ser y tiempo se establece una estrecha relación: el ser es tiempo, no solo tiene tiempo. El ser solo es en el devenir, solo en él se despliega para llegar a ser sí mismo. Conforme a esto, el ser es entendido de manera dinámica, como movimiento del ser, y además con una orientación: no gira en círculos siempre idénticos, sino que avanza. Se discute sobre la aplicabilidad del concepto de «progreso» a la cadena evolutiva, dado sobre todo que no se dispone de un criterio neutral que permita afirmar que algo realmente debe ser considerado mejor o peor ni determinar, por tanto, cuándo se puede hablar en serio de un avance. Solo la especial relación que el ser humano mantiene con el resto de la realidad le faculta para tomarse a sí mismo como referencia, al menos por lo que a la pregunta por su propio ser atañe: en la medida en que le afecta a él, está sin duda justificado que proceda de este modo. Y cuando calibra las cosas así, resulta en el fondo innegable que la evolución transcurre en una determinada dirección y que posee carácter de progreso, aun cuando tampoco se obvie que la evolución conduce a veces a callejones sin salida y que su camino dista, por ende, de ser rectilíneo. También los rodeos pueden ser un camino, y también dando rodeos se llega a la meta, como muestra la evolución misma. Con todo, la pregunta de si el ser así entendido como camino, si la evolución en conjunto tiene un sentido, permanece abierta; es más, no puede ser decidida en el marco de la teoría de la evolución. Para esta, tal pregunta resulta ajena a su método; para el hombre vivo se trata, sin em bargo, de la pregunta fundamental por el todo. En la actualidad, la ciencia de la naturaleza, reconociendo debidamente sus límites, afirma al respecto que esta pregunta insoslayable para el ser humano no puede ser contestada desde la perspectiva de la ciencia, sino solo en el marco de un «sistema de fe». Aquí no debe preocuparnos el hecho de que muchos opinen que el «sistema de fe» cristiano no es apropiado para ello y que es necesario encontrar uno nuevo, porque semejante afirmación brota de una decisión de fe de tales personas, no de su ciencia3. Pero con esto estamos ya en condiciones de precisar el significado de la fe en la 65
creación a la vista de la comprensión evolucionista del mundo. Ante la pregunta fundamental de si aquí rige el sentido o el sinsentido, una pregunta a la que la teoría de la evolución no puede responder, la fe en la creación expresa el convencimiento de que, como afirma la Biblia, el mundo como un todo procede del Logos - esto es, del Sentido creador - y constituye la forma temporal de su autorrealización. Considerada desde nuestra comprensión del mundo, la creación no es un comienzo ya lejano ni tampoco un comienzo dividido en diversas fases; antes bien, concierne al ser en cuanto temporal y en devenir: el ser temporal está envuelto como un todo por el único acto creador de Dios, quien le confiere unidad en su fragmentación. En esa unidad reside al mismo tiempo su sentido, que no es comprobable para nosotros, porque nosotros no vemos el todo, sino solo sus partes. La fe en la creación no nos dice en qué consiste el sentido del mundo, sino solo que el mundo tiene de hecho sentido: todas las vicisitudes del ser en devenir son realización libre -y expuesta al riego de la libertad - de la originaria idea creadora de la que recibe el ser. Y así, hoy quizá nos resulte más comprensible lo que la doctrina cristiana de la creación siempre ha afir mado, pero apenas podía hacer valer bajo el peso de los antiguos modelos: la creación no se debe pensar conforme al modelo del artesano que fabrica todo tipo de objetos, sino por analogía con la actividad creadora del pensamiento. Y al mismo tiempo se evidencia que todo el movimiento del ser (no solo el comienzo) es creación y que igualmente ese todo (no solo lo venidero) es realidad y movimiento propios. Recapitulando todo lo anterior, podríamos decir: creer en la creación significa entender desde la fe el mundo en devenir que la ciencia nos descubre como un mundo lleno de sentido, obra de un sentido creador. En las consideraciones precedentes se perfila ya con claridad la respuesta a la pregunta por la creación del ser humano, porque ya se ha tomado la decisión fundamental sobre el lugar del espíritu y el sentido en el mundo: el reconocimiento del mundo en devenir como autorrealización de una idea creadora incluye su atribución a la acción creadora del Espíritu, al Creator Spiritus. En Teilhard de Chardin se puede leer el siguiente comentario ingenioso en relación con esta pregunta: «Lo que diferencia a un materialista de un espiritualista en modo alguno es ya (como en la filosofía "fixista") el hecho de que el primero admite el tránsito entre una infraestructura física y una superestructura psíquica de las cosas, sino solo el hecho de que él sitúa equivocadamente el definitivo punto de equilibrio del movimiento cósmico en el lado de la infraestructura, esto es, el lado del desmoronamiento»4. Sin duda se podrá discutir sobre los detalles de esta formulación, pero lo decisivo me parece plasmado en ella de forma bien certera: la alternativa entre materialismo y consideración espiritual del mundo, entre azar y sentido, 66
se nos presenta hoy en la forma de la pregunta de si el espíritu y la vida en sus formas ascendentes son considerados solo como un azaroso reflejo sobre la superficie de lo material (esto es, del ente incapaz de entenderse a sí mismo) o como la meta del acontecer, apareciendo en este último caso, al revés, la materia como la prehistoria del espíritu. Si se opta por la segunda posibilidad, resulta patente que, lejos de ser el espíritu un producto accidental de evoluciones materiales, la materia constituye un momento de la historia del espíritu. Pero esto no es sino otro modo de formular la afirmación de que el espíritu ha sido creado y no es mero producto de la evolución, aun cuando haya surgido a través de esta. Todo lo anterior nos ha traído al punto en el que ya es posible responder a la pregunta de cómo podría coexistir el enunciado teológico de la creación especial del ser humano con una imagen evolucionista del mundo o, lo que es lo mismo, a la pregunta por la forma que debería asumir tal enunciado teológico en una imagen evolucionista del mundo. El tratamiento detallado de tal cuestión desbordaría sin duda el marco de este ensayo; de ahí que tengamos que conformarnos con un par de indicaciones. Habría que recordar, en primer lugar, que tampoco por lo que se refiere al ser humano designa la creación un comienzo lejano, sino que el nombre Adán alude a cada uno de nosotros: todo ser humano se encuentra directamente ante Dios. La fe no afirma del primer hombre nada que no afirme de nosotros y, a la inversa, tampoco afirma de nosotros menos de lo que afirma del primer hombre. Toda persona es más que el producto de su herencia genética y su entorno, nadie es el mero resultado de factores intramundanos calculables; el misterio de la creación está por encima de todos y cada uno de nosotros. En segundo lugar, convendría retomar la idea de que el espíritu no se añade a la materia como algo extraño, como una segunda sustancia; después de lo dicho, la aparición del espíritu significa más bien que un movimiento progresivo alcanza la meta que tenía asignada. Por último, no podemos dejar de señalar que justo la creación del espíritu es lo que menos apropiadamente cabe representar como una acción artesanal de Dios, que de repente habría comenzado a intervenir en el mundo. Si «creación» significa dependencia ontológica, «creación especial» no es otra cosa que dependencia ontológica especial'. La afirmación de que el hombre ha sido creado por Dios de un modo más específico y directo que el resto de los seres naturales significa sencillamente, expresado de forma menos gráfica, que el hombre es querido por Dios de propósito: no solo como un ser que «está ahí», que existe, sino como un ser que lo conoce a él; no solo como entidad concebida por Dios, sino como una existencia que, a su vez, es capaz de pensarlo a él. A este ser querido y conocido el hombre de forma específica por Dios es a lo que 67
denominamos «creación especial». A partir de aquí podremos establecer realmente un diagnóstico sobre la forma en que se produjo la hominización: el barro se convirtió en ser humano en el instante en el que un ser logró por primera vez formarse, aunque fuera borrosamente, la idea de Dios. El primer tú que labios humanos - no importa cuán balbucientes - dirigieron a Dios señala el instante en el que el espíritu irrumpió en el mundo. Ahí se pasó el Rubicón del proceso de hominización. Pues lo que constituye al ser humano como tal no es el empleo de armas o del fuego, ni la invención de nuevos métodos de crueldad o de obtención de beneficios, sino su capacidad de relacionarse directamente con Dios. Esto es lo que sostiene la doctrina de la creación especial del ser humano; ahí radica el centro de la fe en la creación en general. Ahí radica también la razón por la que es imposible que la paleontología fije el instante preciso de la ho minización: la hominización es el surgimiento del espíritu, al que no se puede desenterrar con ayuda de una pala. La teoría de la evolución no suprime la fe, tampoco la confirma. Pero le exige comprenderse a sí misma con mayor profundidad, ayudando así al ser humano a comprenderse a sí mismo y a devenir cada vez más lo que ya es: el ser llamado a decir eternamente tú a Dios.
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El Hijo de Dios 1. En el Nuevo Testamento, el punto de partida de la cristología lo constituye el hecho de la resurrección de jesucristo de entre los muertos: es la abierta toma de partido de Dios a su favor en el proceso que judíos y gentiles habían emprendido contra él. Esta toma de partido de Dios por él confirma: a)su interpretación del Antiguo Testamento, contraria tanto al mesianismo político como a la mera apocalíptica; y b)su propia pretensión de majestad, a causa de la cual fue condenado a muerte. 2. El acontecimiento de la resurrección posibilita así la interpretación de la crucifixión de jesús en la línea de la noción veterotestamentaria del justo sufriente, que tiene sus cimas en el Salmo 22 (21) e Isaías 53. Con ella viene dada la idea de representación, pero también - con la vista puesta en las palabras eucarísticas de jesús - el vínculo con la tradición sacrificial de Israel, asociada ahora a Isaías 53 y reinterpretada desde un punto de vista martirial: Jesús es el verdadero cordero sacrificial, la víctima de la alianza en la que se cumple el sentido más profundo de toda la liturgia veterotestamentaria. De este modo se abre tanto la idea de redención como el núcleo de la liturgia cristiana. 3. La resurrección de jesús fundamenta su señorío permanente. De ahí se derivan dos puntos: a)La resurrección de jesús confirma la fe en la resurrección en general, que hasta entonces no formaba parte inequívoca del credo de Israel, y fundamenta con ello la esperanza escatológica específicamente cristiana. b)La toma de partido de Dios por Jesús en contra de la interpretación oficial del Antiguo Testamento a cargo de las instancias judías competentes inaugura por principio la libertad respecto de la letra de la ley que conduce a la Iglesia de los gentiles. 4. La pretensión de majestad confirmada en la resurrección de jesús se plasma en la idea
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de que Jesús está sentado a la derecha del Padre. Tal pretensión lleva a la aplicación de las promesas mesiánicas a jesús, cristalizando en textos como Sal 2,7: «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». Las inicialmente múltiples formas de expresar la majestad de jesús se condensan a ojos vista en los conceptos de «Cristo» (Mesías) e «Hijo», que eran los que mayor correspondencia guardaban tanto con la promesa veterotestamentaria como con la pretensión histórica de jesús conservada en el recuerdo. 5. En la fe de la incipiente Iglesia desempeñó un papel constitutivo la conciencia de que, con esta elucidación de la figura de jesús, no estaba transfigurando teológicamente a posteriori a un maestro de Israel, sino interpretando de modo materialmente correcto sus propias palabras y obras. De ahí que la retención rememorativa de las palabras de jesús y de su camino, en especial de su pasión, haya formado parte desde el principio del núcleo de la tradición cristiana y sus criterios. La identidad del jesús resucitado con el jesús terreno es fundamental para la fe de la comunidad y desautoriza toda separación posterior entre el jesús histórico y el jesús kerigmático. 6. La fórmula «Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy» parece al principio una interpretación del acontecimiento de la resurrección: la resurrección es la entronización de jesús, su proclamación como rey e hijo. Pero puesto que, al mismo tiempo, la resurrección fue entendida esencialmente como confirmación de la pretensión de majestad que ocasionó la muerte de jesús en la cruz (tesis lb), resulta evidente que el título de Hijo vale también por principio para el tiempo anterior a la resurrección y describe válidamente quién era jesús. 7. Este nexo es pensado hasta el final con toda claridad en el Evangelio de Juan: Jesús no solo anuncia la palabra de Dios, sino que él mismo es, a tenor de su entera existencia, Palabra de Dios. En él, Dios actúa como ser humano. Solo ahora se hace del todo patente que en jesús desembocan, fundiéndose entre sí, dos líneas de promesa del Antiguo Testamento: por una parte, la promesa de un salvador de la estirpe de David y, por otra, una línea de promesa directamente teológica que concibe al propio Dios como salvación definitiva de Israel. Al mismo tiempo, las pretensiones de majestad de jesús transmitidas en los evangelios sinópticos son englobadas con ello en un contexto más abarcador; se tornan comprensibles las palabras y los hechos en los que Jesús se coloca de facto a sí mismo en el lugar de Dios. 8. La creciente reflexión sobre las condiciones previas del acontecimiento de la Pascua en
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la figura del jesús terreno ofrece el contexto en el que también hay que entender el hecho de que, en los evangelios de Mateo y Lucas, ciertas tradiciones sobre el nacimiento y la infancia de jesús fueran elevadas a la categoría de tradición oficial de la Iglesia. Si los grandes profetas son llamados por Dios «desde el seno materno», eso debe ser cierto también para Jesús, que está por encima de los profetas e incluso fue engendrado por el Espíritu que llama a los profetas. De este modo, aquí se hace ya visible que la conciencia de majestad no se funda solo en una vocación a posteriori, sino en aquello que Jesús es desde el principio. 9. Mientras que la tradición evangélica fija las palabras y obras determinantes de Jesús, los credos de la incipiente Iglesia tratan de marcar los principales puntos orientativos de la tradición. El proceso de constitución del credo cristológico que se inicia con las primeras profesiones de fe pascuales llega con el concilio de Calcedonia a una cierta terminación. Dos afirmaciones principales deben ser destacadas: a)De la plétora de títulos de dignidad cristológica con los que al principio se había intentado poner nombre al misterio de Jesús, en el curso de dicho proceso se elige como el más determinante y abarcador la designación de «Hijo de Dios», que empieza a ser pronunciada con todo el peso de la fe trinitaria y se corresponde con la focalización joánica de la cristología. b)El lenguaje de la duplicidad de naturalezas y la unidad de persona es una tentativa de desplegar la paradoja del título de Hijo. Jesús es hombre en la íntegra totalidad de la condición humana. Pero al mismo tiempo es cierto que no solo estaba unido a Dios mediante su conciencia piadosa, sino en virtud de su ser mismo: como Hijo de Dios, Jesús es Dios verdadero tanto como hombre verdadero. 10. La idea de redención adquiere con ello una suprema profundidad ontológica: el ser del hombre está englobado en el ser de Dios. Pero esta afirmación ontológica solamente tiene sentido si se acepta la concreta, real y amorosa condición humana de Jesús, en cuya muerte el ser del hombre se abre de forma concreta a Dios y a él es transferido.
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«Llena eres de gracia»
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0. Elementos de la devoción bíblica a María «EN adelante me felicitarán todas las generaciones»: estas palabras de la madre de jesús transmitidas por Lucas (1,48) son a la vez profecía y encargo confiado a la Iglesia de todas las épocas. Así, esta frase del Magníficat, de la oración de alabanza que María, inspirada por el Espíritu, dirige al Dios vivo, es uno de los fundamentos esenciales de la veneración cristiana de María. La Iglesia no se inventó nada nuevo cuando comenzó a ensalzar a María; no se ha despeñado desde las alturas de la adoración del único Dios a la alabanza de un ser humano. Hace lo que tiene que hacer, lo que desde el principio se le ha encomendado. Cuando Lucas escribió este texto, corría ya la segunda generación de cristianos, y a la «estirpe» de los judíos se había añadido la de los gentiles convertidos en Iglesia de Jesucristo. La expresión «todas las generaciones, todas las estirpes» (el término alemán Geschlechter tiene ambos sentidos) comenzaba a llenarse de realidad histórica. A buen seguro, el evangelista no habría transmitido la profecía de María si le hubiera parecido irrelevante o superada. En su evangelio quería dejar constancia «exacta» de lo que habían transmitido «los primeros testigos oculares y servidores de la Palabra» (1,23), a fin de ofrecer a la fe del cristianismo que in gresaba en la historia universal fiables indicaciones para su camino'. La profecía de María se contaba entre los elementos que él había investigado «a conciencia» y consideraba suficientemente importantes para transmitirlos como parte de su evangelio. Condición previa de ello era que tales palabras no carecieran de aval en la realidad: los dos primeros capítulos del Evangelio de Lucas permiten reconocer un espacio de tradición en el que se cultivaba el recuerdo de María, en el que se amaba y alababa a la madre del Señor. Estos capítulos presuponen que la exclamación, aún un poco ingenua, de una mujer desconocida: «¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!» (Lc 11,27), lejos de haberse acallado, simultáneamente ha encontrado en lo profundo del intelecto de jesús una forma más pura, válida. Presuponen que el saludo de Isabel: «¡Bendita tú entre las mujeres!» (Lc 1,42), que Lucas caracteriza como exclamación pronunciada en el Espíritu Santo, no se ha quedado en un episodio único. La alabanza de María, presente al menos en una de las hebras de la tradición protocristiana, es el fundamento del relato lucano de la infancia. El registro de las palabras de María en el Evangelio de Lucas eleva esta veneración de María de mero hecho a encargo confiado a la Iglesia de todos los lugares y de todas las épocas. 73
Si no alaba a María, la Iglesia descuida algo de lo que le ha sido ordenado. Si la veneración a María se acalla en ella, la Iglesia se aleja de la palabra bíblica. Pues entonces tampoco enaltece a Dios de modo suficiente. Y es que a Dios lo conocemos, por una parte, a través de su creación: «Desde la creación del mundo, la condición invisible [de Dios], su poder y su divinidad eternos, se hacen asequibles a la razón por las criaturas» (Rom 1,20). Pero, por otra parte, a Dios lo conoce mos también, y de forma más íntima, a través de la historia que vive con los seres humanos. Así como la esencia de una persona se manifiesta en la historia de su vida y en las relaciones que entabla, así también Dios se hace visible en una historia, en personas a través de las cuales su propio ser asoma hasta el punto de que es «nombrado» en razón de ellas: el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob. Por medio de su relación con personas, por medio del rostro de personas, Dios se ha interpretado a sí mismo y ha mostrado su rostro. No podemos pretender acceder a Dios mismo al margen de tales rostros, en su forma pura, por así decir: ese sería un Dios inventado por nosotros, no el Dios real; sería un arrogante purismo, que considera sus propias ideas más importantes que los hechos divinos. El versículo del Magníficat citado al comienzo nos muestra que María es una de las personas que, de modo del todo especial, forman parte del nombre de Dios; y ello, hasta tal punto que, si la omitimos, no alabamos a este adecuadamente. Pues en tal caso olvidaríamos algo de él que no debe ser olvidado. ¿Qué es en concreto lo que olvidaríamos? Su maternidad podríamos decir en un legítimo impulso-, la maternidad de Dios, que en la madre de su Hijo se manifiesta de forma más pura y directa que en ningún otro lugar. Pero esa es, por supuesto, una información demasiado general. A fin de alabar adecuadamente a María y glorificar así a Dios como es debido, hemos de escuchar todo aquello que la Escritura y la tradición nos dicen sobre la madre del Señor y ponderarlo en nuestro corazón. Gracias a la alabanza de «todas las generaciones y estirpes», la riqueza del conocimiento mariano ha llegado a ser entretanto casi inabarcable. En esta breve reflexión me gustaría ayudar tan solo a considerar de nuevo algunas palabras clave que san Lucas nos ofrece en su inagotable texto del relato de la infancia. 1. María, hija de Sión, madre de los creyentes Comencemos por el saludo del ángel a María. Para Lucas, se trata de una de las células primitivas de la mariología que Dios quería transmitirnos a través de su mensajero, el arcángel Gabriel. Traducido literalmente, el saludo de este reza: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28). «Alégrate»: a primera vista, esto no parece ser sino la fórmula de saludo habitual en el mundo de lengua griega; de ahí que la tradición 74
se haya atenido también a la traducción: «Salve». Pero esta salutación, vista sobre su trasfondo veterotestamentario, cobra un sentido más profundo si consideramos que la misma palabra que aquí utiliza Lucas aparece cuatro veces en el texto griego del Antiguo Testamento, siendo en todas ellas anuncio de la alegría mesiánica (Sof 3,14; Jl 2,21; Zac 9,9; Lam 4,21)2. Con este saludo comienza propiamente el Evangelio; su primera palabra es «alegría», la nueva alegría que, procedente de Dios, rompe la antigua e interminable tristeza del mundo. María no es saludada de cualquier manera; el hecho de que Dios la salude y, en ella, salude asimismo al Israel que espera, a la humanidad toda, es una invitación a alegrarse desde lo más hondo. La razón de nuestra tristeza es la infructuosidad de nuestro amor; la preponderancia de la finitud, la muerte, el sufrimiento, el mal, la mentira; el estar abandonados en un mundo contradictorio, en el que los enigmáticos signos luminosos de la bondad divina que vemos brillar entre sus grietas son cuestionados por un poder de las tinieblas que ora se retrotrae a Dios ora pone a este en evidencia como impotente. «Alégrate»: ¿cómo puede María alegrarse en un mundo así? La respuesta reza: «El Señor está contigo». Para entender el sentido de este anuncio, debemos recurrir de nuevo a los textos veterotestamentarios subyacentes, en especial a Sofonías. Estos siempre contienen una doble promesa dirigida a Israel, la hija de Sión: Dios vendrá como salvador y habitará en ella. El diálogo del ángel con María retorna esta promesa y la concreta por partida doble. Lo que se dice en la profecía de la hija de Sión vale ahora para María: esta es equiparada con la hija de Sión, es la hija de Sión en persona. Paralelamente, Jesús, a quien María puede dar a luz, es equiparado con Yahvé, el Dios vivo. La venida de Jesús es la venida y la inhabitación de Dios mismo. Él es el salvador: eso significa el nombre de Jesús, que así se clarifica desde el corazón de la promesa. En concienzudos análisis, René Laurentin ha mostrado cómo Lucas, por medio de delicadas alusiones lingüísticas, da mayor profundidad aún al tema de la inhabitación: ya en algunas tradiciones primitivas se dice que Dios habita «en el seno» de Israel, en el arca de la alianza. Este habitar de Dios en «en el seno» de Israel se hace ahora realidad en sentido totalmente literal en la virgen de Nazaret, quien deviene así la verdadera arca de la alianza en Israel. De este modo, el símbolo del arca cobra una inaudita fuerza de realidad: Dios en la carne de un ser humano, carne que ahora se convierte en su morada en medio de la creación...' El saludo del ángel - el centro, no ideado por el hombre, de la mariología - nos ha conducido al fundamento teológico de esta. María es identificada con la hija de Sión, con 75
el pueblo nupcial de Dios. Todo lo que sobre la ecclesia se dice en la Biblia vale también para ella, y viceversa: la Iglesia experimenta de forma concreta lo que es y lo que está llamada a ser mi rando a María. Ella es su espejo, la pura medida de su esencia, porque obedece por completo a la medida de Cristo y de Dios, porque está «inhabitada» por esta. ¿Y qué sentido tiene que exista la ecclesia si no es para ser morada de Dios en el mundo? Dios no actúa con realidades abstractas. Él es persona, y la Iglesia es persona. Cuanto más persona llegue a ser cada uno de nosotros, persona en el sentido de ser habitable para Dios, de ser hija de Sión, tanto más devendremos uno, tanto más seremos iglesia, tanto más será la Iglesia ella misma. Así, la identificación tipológica entre María y Sión nos lleva a grandes profundidades. Esta clase de vínculo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento es mucho más que una interesante construcción histórica por medio de la cual el evangelista anuda promesa y cumplimiento, interpreta la antigua alianza a la luz del acontecimiento de Cristo. María es Sión en persona, y eso significa: ella vive por entero aquello a lo que se refiere el nombre «Sión». No construye una individualidad cerrada en la que lo que cuenta es la originalidad del propio yo. No quiere ser solo esta persona concreta que defiende y protege su yo. No entiende la vida como una provisión de cosas de las que uno quiere poseer el mayor número posible para el propio yo. Ella vive de modo tal que resulta permeable, «habitable» para Dios. Vive de modo tal que es un lugar para Dios. Hace suya -y se rige por - la medida común de la historia sagrada, de suerte que desde esta mujer no nos mira el angosto y constreñido yo de un individuo aislado, sino todo el Israel verdadero. La «identificación tipológica» es realidad espiritual; vida vivida desde el espíritu de la Sagrada Escritura; un estar enraizada en la fe de los padres y, al mismo tiempo, alargada hacia la altura y la anchura de las promesas venideras. Téngase en cuenta que la Biblia compara reiteradamente al justo con el árbol cuyas raíces beben de las aguas vivas del Eterno y cuya copa atrapa y sintetiza la luz del cielo. Volvamos al saludo del ángel. María es llamada «llena de gracia». El término griego para «gracia» (cháris) deriva de la misma raíz léxica que las palabras «alegría», «alegrarse» (chará, chaíró)4. Así, aquí se visibiliza de nuevo, de otro modo, el mismo nexo que ya hemos encontrado al cotejar el Antiguo Testamento. La alegría procede de la gracia. Con alegría profunda, perdurable, puede alegrarse quien vive en la gracia. Y a la inversa: la gracia es alegría. ¿Qué es la gracia? Esta pregunta se nos impone al considerar el texto que nos ocupa. En nuestro pensamiento religioso hemos objetivado en exceso este concepto, considerando la gracia como una realidad sobrenatural que 76
llevamos en el alma. Y puesto que de esa realidad sobrenatural no percibimos mucho, por no decir nada, la gracia se ha convertido para nosotros poco a poco en algo intrascendente, en un término vacío del lenguaje específicamente cristiano que no parece guardar relación alguna con la vivida realidad de nuestra vida diaria. En realidad, «gracia» es un concepto relacional: no dice nada sobre un supuesto atributo del yo, sino algo sobre un vínculo entre el tú y el yo, entre Dios y el ser humano... Por eso, «llena eres de gracia» podríamos traducirlo también por: llena eres del Espíritu Santo; disfrutas de una relación existencial con Dios. Pedro Lombardo, autor del manual de teología comúnmente usado durante unos tres siglos en la Edad Media, formuló la tesis de que la gracia y el amor son uno y lo mismo, pero que el amor «es el Espíritu Santo». En el sentido propio y más profundo del término, la gracia no es algo procedente de Dios, sino Dios mismos. «Sal vación» significa que Dios, en la acción propiamente divina que lleva a cabo con nosotros, se da ni más ni menos que a sí mismo. El don de Dios es Dios, él mismo, que como Espíritu Santo es comunión con nosotros. «Llena eres de gracia»: esto significa, pues, por otra parte, que María es una persona que se abre del todo, una persona que, audaz y sin reservas, sin temer por su propio destino, se pone en manos de Dios. Significa que ella vive por entero de la relación con Dios, en la relación con él. María es una persona que escucha y ora, una persona cuyo intelecto y cuya alma están atentos a las múltiples llamadas silenciosas del Dios vivo. María es una persona orante, alargada de todo en todo hacia Dios y, por ende, una persona que ama con la amplitud y la generosidad del amor verdadero, pero también con una certera capacidad de discernimiento y con la disposición al sufrimiento inherente al amor. Lucas aún ilumina este estado de cosas desde otro ciclo de motivos: con su acostumbrada sutileza, por medio de una serie de alusiones, el evangelista esboza en el relato de María un paralelismo entre Abrahán, el padre de los creyentes, y María, la madre de los creyentes. Estar en gracia significa ser creyen te. La fe incluye elementos de firmeza, fiabilidad y entrega, pero también un elemento de oscuridad. El hecho de que la relación del ser humano con Dios, la apertura del alma a él, sea designada con la palabra «fe» quiere decir que en la relación del yo humano con el tú divino no se difumina la distancia infinita entre el Creador y su criatura. Esto significa que el modelo de la relación de tú a tú (Partnerschaft), que hoy tan caro nos resulta, no puede ser aplicado a Dios, porque no es capaz de expresar en medida suficiente la majestad de Dios y el carácter oculto de su acción. Justamente la persona abierta por entero a Dios es la que consigue aceptar la alteridad de este, la ocultación de su voluntad, que puede convertirse para nuestra voluntad en una espada que traspasa. El paralelismo entre María 77
y Abrahán comienza por la alegría causada por la promesa de un hijo, pero se desarrolla hasta la tenebrosa hora del ascenso al monte Moria, es decir, hasta la crucifixión de Cristo y luego, ciertamente, también hasta el milagro de la salvación de Isaac, hasta la resurrección de Jesucristo. Abrahán, padre de la fe: con este título se delimita la singular posición del patriarca en la piedad de Israel y en la fe de la Iglesia. Pero ¿no es maravilloso que, sin privar a Abrahán de su privilegiada posición, para el nuevo pueblo haya ahora en el principio una «madre de los creyentes» y que de la pura y elevada imagen de esta reciba una y otra vez nuestra fe su medida y su camino? 2. María, profetisa Con esta interpretación contemplativa del saludo del ángel a María hemos determinado, por así decir, el lugar teológico de la mariología, hemos respondido a la pregunta: ¿qué significa la figura de María en el sistema de la fe y la piedad? A continuación me gustaría ilustrar esta idea fundamental al hilo de dos aspectos de la figura de María que encontramos asimismo en el Evangelio de Lucas. El primer aspecto se refiere a la oración de María, a su carácter meditativo; también podríamos decir: al elemento místico de su ser, que los padres de la Iglesia ponen en estrecha relación con lo profético. A este respecto pienso en tres textos en los que tal punto de vista se manifiesta con claridad. El primero pertenece a la escena de la anunciación: María se turba al oír el saludo del ángel: se trata del temor sagrado que asalta a la persona cuando siente la cercanía de Dios, del totalmente Otro. María se turbó y «discurría qué clase de saludo era aquel» (Lc 1,29). La palabra que el evangelista utiliza para «discurrir» deriva de la raíz griega de «diálogo»; es decir, María entabla una conversación interior con la Palabra. Sostiene un diálogo interior con la palabra que le ha sido dada, la interpela y se deja interpelar por ella, a fin de averiguar su sentido. El segundo texto pertinente se encuentra tras el relato de la adoración de jesús por los pastores. En él se dice que María «conservaba», «reunía» y «juntaba en su corazón» (Lc 2,19) todas estas palabras (= acontecimientos). El evangelista atribuye aquí a María esa clase de rememoración penetrante y meditativa que luego, en el Evangelio de Juan, desempeñará un papel tan trascendental para el despliegue del mensaje de jesús en el tiempo de la Iglesia obrado por el Espíritu. María ve en los sucesos «palabras», acontecimientos llenos de sentido, porque proceden de la voluntad divina, instauradora de sentido. Traduce los sucesos en palabras y penetra en las palabras en la medida en que las acoge en el «corazón», en ese espacio interior de comprensión en el que intelecto y espíritu, razón y sentimiento, contemplación exterior y contemplación interior se entrelazan, haciendo así visible - más allá del individuo - la 78
totalidad y tornando comprensible el mensaje de esta. María «junta», «reúne»: ensambla lo singular en el conjunto, lo coteja y contempla, lo conserva. La palabra deviene semilla en tierra buena. No es captada al vuelo, encerrada en una primera comprensión superficial y luego olvidada; antes bien, lo que ocurre en el exterior encuentra en el corazón un espacio de permanencia, pudiendo revelar así poco a poco su profundidad sin que se desdibuje la singularidad de lo acontecido. Luego, en relación con el episodio de jesús en el templo a los doce años, se dice de nuevo algo análogo. Al principio vale lo siguiente: «Ellos no entendieron lo que les dijo» (Lc 2,50). Ni siquiera para la persona creyente, abierta por entero a Dios, resultan comprensibles y razonables desde el primer instante las palabras de Dios. Quien exige al mensaje cristiano la inmediata inteligibilidad de lo banal cierra el camino a Dios. Allí donde no existe la humildad del misterio aceptado, la paciencia que acoge en sí lo incomprensible, lo soporta y hace que poco a poco se abra, allí la semilla ha caído en tierra baldía, no ha encontrado tierra buena. Ni siquiera la madre entiende al hijo en este instante, pero guarda una vez más «todas estas palabras en su corazón» (Lc 2,51). La palabra «guardar» no es, desde el punto de vista lingüístico, exactamente la misma que se utiliza tras la escena de los pastores: mientras que en ese pasaje se acentúa más el «aunar», la contemplación unificadora, en el que ahora estamos comentando pasan a primer plano los aspectos de filtrar y retener. Detrás de esta descripción de María cabe percibir la imagen veterotestamentaria del devoto, tal como la esboza el gran salmo de la palabra de Dios, el Salmo 119. Característico de la imagen del devoto que se visibiliza en este salmo es el hecho de que el devoto ama la palabra de Dios, la lleva en el corazón, reflexiona sobre ella, la considera día y noche, está por completo penetrado y vivificado por ella. Los padres de la Iglesia condensaron todo esto es una bella y elocuente imagen, que, por ejemplo, en Teodoto de Ancira encontramos formulada de la siguiente manera: «La Virgen ha dado a luz, la profetisa ha alumbrado... Por medio del oído, María, la profetisa, concibió al Dios vivo. Pues el oído es la vía natural de recepción de lo que se dice»7. El ser madre de Dios y el estar permanentemente abierta a la palabra de Dios son entendidos aquí como realidades entrelazadas: al escuchar el saludo del ángel, María acoge en sí al Espíritu Santo. Habiendo llegado a ser por entero para la escucha, recibe en sí de forma tan plena a la Palabra que esta deviene carne en ella. Esta comprensión de la escucha, la meditación y la recepción (o concepción; en alemán, Empfangen tiene ambos significados) es pensada conjuntamente con el concepto y la realidad de lo profético: como aquella que escucha dejando penetrar lo escuchado hasta el corazón, percatándose así realmente de la Palabra y capacitándose para entregarla al mundo de un modo nuevo, 79
María es profetisa. Alois Grillmeier comenta como sigue estas reflexiones de los padres: «En la imagen, por ejemplo, de "María la profetisa" no percibimos huella alguna de una mántica pagana. María no es una Pitia. En la medida en que se contemplan conjuntamente la escena de la anunciación... y el encuentro [de Isabel y María] en casa de Zacarías, se produce un desplazamiento del énfasis de lo profético desde lo extático al fruto interior de la fe... Si María merece un lugar en la historia de la mística, su figura tiene importancia en esta porque en ella todo se traslada de lo periférico a lo esencial e interior»$. De este modo, en María se hace patente la comprensión nueva y propiamente cristiana del profeta: la vida en la santidad de la verdad, que es la forma auténtica de remitir al futuro y la única interpretación válida de cualquier presente. En ella se visibiliza la auténtica grandeza y la más profunda sencillez de la mística cristiana: esa vida no consiste en lo extraordinario ni en el éxtasis o la visión, sino en el permanente intercambio de la existencia creatural con el Creador, de suerte que la criatura se hace cada vez más permeable para este, uniéndose realmente con él en sagrado desposorio y santa maternidad. No se debe tratar de psicologizar la Biblia. Pero tal vez sí sea legítimo buscar las silenciosas huellas en que en la imagen bíblica de María se concreta esta forma de ser. Para mí, por ejemplo, las bodas de Caná representan una de tales huellas. Todavía no ha llegado la hora del Señor, pero el momento en que nos encontramos, el tiempo de la actividad pública de jesús, exige que María pase a segundo plano y calle. Parece extraño, casi contradictorio, que ella, a pesar de todo, se dirija a los criados en los siguientes términos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). ¿No se trata sencillamente de la disposición interior a dejarle actuar, la sensibilidad interior para percibir el oculto misterio del momento? El segundo ejemplo es Pentecostés. El tiempo de la actividad pública de jesús había sido el tiempo de las denegaciones, el tiempo de la ocultación de María. Pero la escena de Pentecostés retoma los comienzos en Nazaret y crea el nexo del conjunto. Así como a la sazón jesús nació del Espíritu Santo, así también nace ahora la Iglesia por obra del Espíritu Santo. María está en el centro de quienes oran y esperan (Hch 1,16): el recogimiento de la oración, que hemos reconocido como lo característico de su ser, se transforma de nuevo en el espacio en el que el Espíritu Santo puede entrar para obrar la nueva creación. Por último, me gustaría remitir una vez más al Magníficat, que a mí me parece una recapitulación de todos estos puntos de vista. Para los padres de la Iglesia, María se muestra aquí ante todo como la profetisa llena de Espíritu, en especial al predecir que será alabada por todas las generaciones y estirpes'. Pero esta oración profética está trenzada por completo a partir de hebras del Antiguo Testamento. Hasta 80
qué punto existían estadios precristianos que allanaron el camino o en qué medida intervino el evangelista en las formulaciones que utiliza son, en último término, preguntas secundarias. Lucas y la tradición que se encuentra tras él oyen en esta oración la voz de María, la madre del Señor. Saben que eso es lo que ella dijo'°. María vivió tan sumergida en la palabra del Antiguo Testamento que esta se convirtió de modo natural en su propia palabra. María oraba y vivía la Biblia con tanta intensidad, la «mantenía unida» a tal punto en su corazón que veía en las palabras de la Escritura tanto su vida como la vida del mundo; veía en ellas hasta tal punto sus propias palabras que desde ella fue capaz de responder cuando llegó su momento. La palabra de Dios se había convertido en su propia palabra, y su propia palabra se había insertado en la palabra de Dios: los límites habían quedado suprimidos, porque su existencia en el estar habituada a la Palabra era vida en el espacio del Espíritu Santo. «Mi alma engrandece al Señor»: no como si nosotros pudiésemos añadir algo a Dios, observa san Ambrosio al respecto, sino en el sentido de que le dejamos ser grande en nosotros. «Engrandecer al Señor» significa: no pretender engrandecerse uno mismo, no pretender engrandecer el propio nombre, el propio yo, no expandirse ni reclamar sitio, sino dejarle espacio a Dios, a fin de que pueda hacerse más presente en el mundo. Significa hacer más verdadero aquello que somos: no una mónada cerrada que no se representa más que a sí misma, sino imagen de Dios. Significa liberarse del polvo y la herrumbre que torna opaca la imagen, que la oculta; y en la pura referencia a Dios, devenir seres humanos de verdad. 3. María en el misterio de la cruz y la resurrección Con ello he llegado al segundo aspecto de la imagen de María que quería indicar. «Engrandecer a Dios» quiere decir, según acabamos de señalar, liberarse para él; designa ese auténtico éxodo, esa salida del ser humano de sí mismo que Máximo el Confesor describe de forma singular en su interpretación de la pasión de Cristo: el «tránsito desde la contraposición a la comunión de ambas voluntades» que «pasa por la cruz de la obediencia»". Por lo que respecta a María, el aspecto cruciforme de la gracia, de la profecía, de la mística aparece explícitamente en Lucas por primera vez en el encuentro con el anciano Simeón. Este dice a María con palabras proféticas: «Mira, este está colocado de modo que todos en Israel caigan o se levanten; será una bandera discutida... En cuanto a ti, una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,34s). Al leerlas, me viene a la mente la profecía de Natán a David tras el pecado original del rey: «Has asesinado a Urías el hitita, para casarte con su mujer matándolo a él con la espada amonita. Por eso, la espada no se apartará jamás de tu casa» (2 Sm 12,9s). La espada que se cierne sobre 81
la casa de David le alcanza ahora el corazón. En el verdadero David, Cristo, y en su madre, la virgen pura, la maldición se cumple y se supera. La espada le atravesará el corazón: se trata de una alusión a la pasión del hijo, que se convertirá en su propia pasión. Esta pasión comienza ya con la siguiente visita de María al templo: debe aceptar la primacía del verdadero Padre y de su casa, el templo; debe aprender a desasirse de aquel a quien ha dado a luz. Debe llevar hasta sus últimas consecuencias el sí a la voluntad divina que la convirtió en madre, retirándose a un segundo plano y permitiendo que su hijo lleve a cabo la misión que le ha sido confiada. En las denegaciones de la vida pública y en este retirarse a un segundo plano acontece un paso importante que en la cruz se consumará con las palabras: «Mujer, he ahí a tu hijo», que ya no es jesús, sino el discípulo. El acoger y el estar disponible son el primer paso que se le exige; el desasirse y el dejar en libertad, el segundo. Únicamente así alcanza su maternidad la plenitud. La exclamación «¡Dichoso el vientre que te llevó!» solo deviene verdad allí donde se funde con la otra bienaventuranza: «Dichosos... los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11,27s). Así, María está preparada para el misterio de la cruz, que no termina sin más en el Gólgota. Su hijo sigue siendo signo de contradicción; y por eso, ella permanece englobada hasta el final en el dolor de esta contradicción, en el dolor de la maternidad mesiánica. Justo la imagen de la madre sufriente con el hijo muerto en su regazo, de la madre convertida por entero en compasión, ha llegado a ser especialmente cara para la piedad cristiana. En la madre que sufre con su hijo han encontrado los sufrientes de todas las épocas el reflejo más puro de la compasión divina, que es el único consuelo verdadero. Pues todo dolor y todo sufrimiento son, en su esencia última, soledad, pérdida de amor, felicidad destrozada de aquel que ya no es acogido. Solo el «con-padecimiento» puede aplacar el dolor. En Bernardo de Claraval se lee la maravillosa frase: «Dios no puede padecer, pero sí con-padecer»12. Bernardo pone así, en cierto modo, punto final a la disputa de los padres de la Iglesia en torno a la novedad del concepto cristiano de Dios. Según el pensamiento antiguo, de la esencia de Dios formaba parte la impasibilidad de la razón pura. A los padres les resultaba difícil desestimar esta idea y concebir «pasión» en Dios, pero su familiaridad con la Escritura les llevaba a darse perfecta cuenta de que la «revelación bíblica hace que se estremezca [todo] lo que el mundo ha pensado sobre Dios». Veían que en Dios existe una íntima pasión, que es incluso su genuina esencia: el 82
amor. Y dado que ama, a Dios no le es ajeno el padecimiento en forma de compasión. «En su amor al ser humano, el Impasible ha padecido la compasión misericordiosa», escribe Orígenes en este contexto13. Se podría decir que la cruz de Cristo es el conpadecer de Dios con el mundo. En la Biblia hebrea, el con-padecer de Dios con el ser humano no se expresa por medio de un término extraído del ámbito psicológico, sino que - en consonancia con el carácter concreto del pensamiento semítico - se designa con un vocablo que, en su acepción principal, denota un órgano corporal, a saber, rahamim, un plural que, tomado en singular, nombra el claustro o seno materno. Como el «corazón» simboliza los sentimientos, y los «lomos» y los «riñones» el deseo y el dolor, así el seno materno se convierte en el término que significa el ser en compañía de otro, en la más profunda referencia a la capacidad del ser humano de existir para otro, de acogerlo en uno mismo, de soportarlo y, soportándolo, darle vida. Con una palabra del lenguaje referido al cuerpo, el Antiguo Testamento nos dice cómo Dios nos contiene en sí, nos lleva en sí con un amor compasivo14 Las lenguas en las que el Evangelio, con el tránsito conceptual que representa, entró en el mundo pagano no conocían tales modos de expresión. Pero la imagen de la Piedad, de la madre que padece a causa del hijo muerto, se convirtió en traducción viva de esta palabra: en ella se revela el sufrimiento maternal de Dios, en ella deviene este visible, tangible. Es la compassio de Dios, representada en una persona humana que se dejó involucrar por completo en el misterio de Dios. Puesto que la vida humana siempre es sufrimiento, la imagen de la rahamim de Dios ha adquirido una gran importancia para el cristianismo. Solo en ella culmina la imagen de la cruz, porque se trata de la cruz asumida y compartida en el amor, de la imagen que nos permite experimentar en la compasión de María la compasión de Dios. Así, el dolor de la madre es dolor pascual que inaugura la transformación de la muerte en el redentor coexistir signado por el amor. Solo en apariencia nos hemos alejado del «¡Alégrate!» con que se inicia la historia de María. Pues la alegría que en esta se anuncia no es la banal alegría que, olvidando los abismos de nuestro ser, se aferra a sí misma y, de ese modo, está condenada a precipitarse en el vacío. No, es la alegría real que nos permite aventurarnos al éxodo del amor hasta alcanzar la ardiente santidad de Dios. Es la verdadera alegría, esa alegría que el dolor, lejos de destruir, lleva por primera vez a su madurez. Solamente la alegría que resiste al dolor y se revela más fuerte que él es verdadera alegría. «Me felicitarán todas las generaciones (y estirpes)». A María la felicitamos hoy con una combinación de palabras ex traídas del saludo del ángel y del saludo de Isabel; con 83
palabras, por consiguiente, que no han sido inventadas por hombres, puesto que del saludo de Isabel dice el evangelista que lo pronunció llena de Espíritu Santo. «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre», dijo Isabel, y nosotros la imitamos. «Bendita tú»: ahí resuena una vez más al comienzo de la nueva alianza la promesa a Abrahán, a quien Dios le dijo: «Te bendeciré... Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo» (Gn 12,2-3). María, quien acepta la fe de Abrahán y la lleva a su meta, es en adelante la bendita. Se ha convertido en la madre de los creyentes, a través de la cual son bendecidas todas las generaciones y estirpes de la tierra. En esta bendición nos insertamos nosotros cuando la alabamos. Entramos en ella, en la bendición, cuando, junto con María, nos hacemos creyentes y engrandecemos a Dios dejando que él viva con nosotros como Dios: Jesús, el único y verdadero salvador del mundo.
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Viernes Santo I. EN las grandes composiciones sobre la Pasión de Johann Sebastian Bach que año tras año escuchamos en Semana Santa con renovada emoción, el lúgubre acontecimiento del Viernes Santo se halla sumergido en una transfigurada y transfiguradora belleza. Estas pasiones no hablan de la resurrección, pues terminan con la sepultura de jesús; pero, en su dignidad colmada de pureza, viven de la certeza de la esperanza, que no se extingue siquiera en la noche de la muerte. En el tiempo transcurrido desde entonces, esta consolada serenidad de la fe, que no necesita hablar de la resurrección porque vive y piensa en ella, nos resulta singularmente extraña. En la Pasión del compositor polaco Krystof Penderecki, el sagrado sosiego de una comunidad de creyentes que vive siempre de la Pascua ha desaparecido. En su lugar se escucha en esta pieza el atormentado grito de los perseguidos de Auschwitz; el cinismo, las brutales voces de mando de los señores de ese infierno; los diligentes aullidos de sus cómplices, que de este modo buscan salvarse de lo pavoroso; los latigazos del anónimo y omnipresente poder de las tinieblas; los desesperanzados gemidos de los moribundos. Este es el Viernes Santo del siglo XX: el rostro del ser humano es escarnecido, escupido, destrozado por el propio ser humano. Desde las cámaras de gas de Auschwitz, desde las aldeas destruidas y los niños vejados en Vietnam, desde las míseras viviendas de la India, de África, de Latinoamérica, desde los campos de concentración del mundo comunista que Solzhenitsyn nos ha presentado con conmovedora energía: desde todas partes nos mira la «cabeza lacerada y herida, llena de dolor y escarnio» (Haupt voll Blut und Wunden, voll Schmerz bedeckt mit Hohn, comienzo de una las corales de la Pasión según San Mateo de Bach) con un realismo que se burla de toda transfiguración estética. Si Kant y Hegel hubieran tenido razón, la progresiva ilustración debería haber hecho al ser humano cada vez más libre, más razonable, más justo. En vez de eso, de su hondón afloran crecientemente los demonios a los que con tanta diligencia habíamos proclamado muertos y que enseñan al ser humano a temer su propio poder e impotencia. A temer su poder de destrucción, a temer su impotencia para encontrarse a sí mismo y embridar su 85
propia inhumanidad. Sin embargo, el instante más terrible en la historia de la pasión de jesús es probablemente el pasaje en el que él, en el más extremo tormento de la cruz, pregunta a voz en cuello: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Son palabras de un salmo en el que el Israel sufriente, vejado, escarnecido a causa de su fe, le grita a Dios a la cara su aflicción. Pero este grito oracional de un pueblo al que su elección, su comunión con Dios, parece habérsele tornado en verdadera maldición, solo cobra toda su fuerza inquietante en boca de quien, no obstante, es la cercanía salvadora de Dios entre los hombres. Si él se sabe abandonado por Dios, ¿dónde será posible encontrar todavía a Dios? ¿No estamos aquí realmente ante el eclipse de la historia, en el que se extingue la luz del mundo? Pero hoy el eco de este grito nos resuena en los oídos multiplicado por mil: desde el infierno de los campos de concentración, de los campos de batalla de la guerra de guerrillas, de las míseras viviendas de los hambrientos y desesperanzados: ¿dónde estás Dios, tú, que has sido capaz de crear un mundo así, que contemplas impasible cómo a menudo justamente las más inocentes de tus criaturas padecen los más terribles sufrimientos, como corderos conducidos al matadero, incapaces de abrir siquiera la boca? La antigua pregunta de Job ha adquirido una incisividad prácticamente insólita hasta ahora. En ocasiones, sin embargo, adopta un tono más bien arrogante que deja reconocer en el trasfondo una maliciosa satisfacción; así, por ejemplo, cuando publicaciones estudiantiles reproducen por escrito con mucha prosopopeya lo que antes se les ha predicado: que en un mundo que ha tenido que aprender los nombres de Auschwitz y Vietnam no se puede seguir hablando en serio del «buen» Dios. Pero esos tonos inauténticos que con demasiada frecuencia se escuchan no suprimen la autenticidad de la pregunta: en la hora actual parece que todos nos vemos trasladados, por así decir, a ese punto de la pasión de jesús en el que la susodicha pregunta se convierte en un grito de socorro dirigido al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». ¿Qué deberíamos decir al respecto? En el fondo se trata de una pregunta que no se puede dominar con ayuda de palabras y argumentos, porque se asoma a un abismo que el mero entendimiento y las palabras por él conformadas no son capaces de medir: el fracaso de los amigos de Job es el destino ineludible de todos los que aquí creen poder contestar la pregunta, en sentido ora positivo, ora negativo, con ideas y palabras inteligentes. Solo puede ser soportada, sufrida hasta el final, con aquel y en aquel que ha 86
sufrido hasta el final por todos nosotros, con todos nosotros. Dar arrogantemente la pregunta por contestada, ya en el sentido de las revistas escolares, ya en el de la apologética teológica, no puede sino pasar por alto lo esencial. En el mejor de los casos tan solo cabe ofrecer un par de indicaciones. Lo primero que habría que señalar es que Jesús no constata la ausencia de Dios, sino que la transforma en ora ción. Si queremos trasponer el Viernes Santo del siglo XX al Viernes Santo de jesús, debemos trasplantar el grito de socorro de nuestro tiempo en llamada de auxilio dirigida al Padre, transformarlo en oración dirigida al Dios que, a pesar de todo, sigue estando cerca. Una vez llegados a este punto, podríamos pensar de inmediato en las consecuencias de lo anterior y decir: ¿se puede orar con corazón sincero mientras no se haya hecho algo por limpiar la sangre de los derrotados y enjugar sus lágrimas? ¿No es el gesto de la Verónica lo mínimo que debe acontecer para poder siquiera hablar de oración? ¿Es posible orar tan solo con los labios? ¿No es la oración algo que involucra siempre a la persona en su totalidad? Pero conformémonos con estas indicaciones, a fin de poder considerar aún un segundo punto: Jesús compartió de verdad la aflicción de los condenados, mientras que nosotros - la mayoría de nosotros - únicamente somos, vistas las cosas en conjunto, espectadores más o menos interesados de los horrores de este siglo. Ello lleva aparejada una observación de cierta importancia. Lo curioso es que la afirmación de que no puede existir ya Dios alguno, la total desaparición de Dios, se les plantea como apremiante a espectadores de tales espantos que, desde el tapizado sillón de su bienestar, contemplan lo estremecedor e intentan ofrecerle su tributo y alejarlo de sí diciendo: cuando ocurre esto, es que Dios no existe. En quienes están personalmente sumergidos en tales horrores, el efecto es, con no poca frecuencia, más bien el contrario: justo en ellos encuentran a Dios. En este mundo, la adoración sigue brotando de los hornos de los quemados, no de los espectadores del espanto. No es casualidad que cabalmente el pueblo que a lo largo de la historia más ha sufrido y con mayor frecuencia se ha sentido destrozado y miserable, el pueblo que ha estado en «Auschwitz» no solo entre los años 1940 y 1945, se haya convertido en el pueblo de la revelación, en el pueblo que ha conocido a Dios y lo ha hecho visible en el mundo. Y tampoco es casualidad que el ser humano más destrozado y sufriente - Jesús de Nazaret - fuera y sea el revelador o, mejor aún, la revelación. Como tampoco lo es que la fe en Dios proceda de una cabeza lacerada y herida, de un crucificado, y que el ateísmo tenga su padre en Epicuro, en el mundo de los espectadores satisfechos. Aquí relampaguea de repente la inquietante seriedad, una amenaza directa para 87
nosotros, de un dicho de Jesús que solemos dejar a un lado como improcedente: antes entrará un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. Un rico, es decir, alguien a quien las cosas le van bien, está saturado de bienestar y solo conoce el sufrimiento a través de la televisión. No queremos tomarnos a la ligera este dicho jesuánico, que precisamente en el Viernes Santo nos contempla a modo de advertencia. A buen seguro, ni necesitamos ni nos es lícito invocar nosotros mismos el sufrimiento y la necesidad. El Viernes Santo lo decreta Dios, cuando quiere y donde quiere. Pero sí que deberíamos ser cada vez más conscientes - no solo teóricamente, sino en la praxis de nuestra vida - de que todo lo bueno es un préstamo que él nos hace y del que tendremos que responder ante él. Y también deberíamos aprender - de nuevo no solo teóricamente, sino con miras a nuestro modo de pensar y actuar - que, junto a la presencia real de Jesús en la Iglesia, en el sacramento, existe una segunda presencia real de Jesús en los más insignificantes, en los pisoteados de este mundo, en los últimos, en aquellos en quienes él quiere que lo encontremos. Asumir esto de forma nueva es la exigencia decisiva que año tras año nos planta el Viernes Santo. II. La imagen del Cristo crucificado, que ocupa el centro de la liturgia del Viernes Santo, hace visible toda la seriedad de la aflicción humana, de la desorientación humana, del pecado humano. Así y todo, en los veinte siglos de historia de la Igle sia una y otra vez ha sido percibida como una imagen de consuelo y esperanza. El retablo de Isenheim, del maestro Matthias Grünewald, quizá la más conmovedora crucifixión de la historia del cristianismo, decoraba un monasterio de antonianos en el que se atendía a personas afectadas por las terribles epidemias que azotaron a Occidente a finales de la Edad Media. El Crucificado es representado como uno de estos enfermos, con el cuerpo cubierto por bubones de peste, el más tenebroso tormento de la época. La palabra del profeta se ha cumplido en él: carga con nuestros dolores. Ante este cuadro rezaban los monjes junto con los enfermos que atendían, quienes encontraban consuelo en la idea de que, en Cristo, Dios sufría con ellos. Este cuadro les llevaba a cobrar conciencia de que, justamente en virtud de su enfermedad, eran idénticos al Cristo crucificado, quien, como derrotado, se había hecho uno con todos los derrotados de la historia. En su propia cruz experimentaban la presencia del Crucificado y se sabían incluidos a través de su aflicción en Cristo y, por ende, en el abismo de la eterna misericordia. La cruz de Cristo la experimentaban como su salvación'.
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En la actualidad, a muchas personas les ha invadido una profunda desconfianza ante esta manera de entender la salvación. En la estela de Karl Marx, consideran el consuelo (Tróstung) celestial respecto del terreno valle lágrimas como una promesa vana (Vertróstung) que, lejos de mejorar la situación, perpetúa la miseria del mundo y, con ello, en último término únicamente beneficia a los interesados en el mantenimiento del statu quo. En vez de promesas vanas reclaman un cambio que ponga fin al sufrimiento y, de ese modo, redima: el lema no es salvación a través del sufrimiento, sino salvación del sufrimiento; la tarea no consistiría, pues, en aguardar la ayuda di vina, sino en la humanización del hombre a través del hombre. A esto se puede objetar de inmediato, por supuesto, que las disyuntivas que aquí se plantean son falsas. Pues es evidente que los antonianos no veían en la cruz de Cristo una excusa para librarse de su actividad de ayuda humanitaria encauzada y organizada. Con 369 hospitales en Europa habían tejido una red de ayuda en la que la cruz de Cristo había sido acogida como llamamiento práctico a buscar a Cristo y sanar su cuerpo herido en las personas sufrientes, esto es, a transformar el mundo y poner fin al sufrimiento. Y cabe preguntarse si hoy, a pesar de todas las rotundas palabras de humanidad y humanización que escuchamos, existe un impulso de servicio y ayuda tan real como el de aquel entonces. En ocasiones tiene uno la sensación de que nos gustaría poder pagar un rescate para eximirnos de una tarea que se nos ha hecho demasiado fatigosa, hablando al menos de ella de forma grandilocuente. Sea como fuere, en la actualidad vivimos ya en gran medida de tomar prestadas de otros pueblos más pobres personas sirvientes, porque en nuestro propio pueblo el impulso al servicio se ha debilitado en exceso. Pero es necesario preguntarse cuánto tiempo puede sobrevivir un organismo social en el que falla el órgano decisivo, que a la larga difícilmente es sustituible por medio de un trasplante. En este sentido, justo en el ámbito de la necesaria actividad de configuración y transformación del mundo humano, las preguntas han de ser abordadas de otro modo que en las cómodas contraposiciones hoy tan en boga. Con esto, sin embargo, aún no hemos respondido del todo a la pregunta que aquí nos ocupa. Pues, de hecho, los antonianos, conforme al credo cristiano, no solo anunciaban y practicaban la salvación respecto de la cruz, sino también la salvación a través de la cruz. Con ello se alude a una dimensión de la existencia hu mana que hoy cada vez nos resulta más esquiva, pero que precisamente constituye el verdadero núcleo del cristianismo, desde el cual hay que entender la actividad cristiana sobre el mundo y en el mundo. ¿Cómo podemos percibir ese núcleo de lo cristiano? Yo intento sugerirlo llamando la 89
atención sobre la evolución de un artista moderno que, pese a no ser cristiano, quedó progresivamente cautivado por la figura del Crucificado y penetró cada vez más en su verdad: Marc Chagallj. El Crucificado aparece por primera vez en una obra suya en un cuadro muy temprano, de 1912. Aquí es visto en el conjunto de la composición como un niño; expresa el sufrimiento de los inocentes, el sufrimiento inocente en este mundo, que, justo en cuanto tal, es un signo de esperanza. Luego, el Crucificado desaparece de la obra de Chagall durante veinticinco años y no vuelve a aparecer, con un significado distinto, más profundo, hasta 1937. El tríptico de la crucifixión que Chagall pinta ese año tiene un llamativo predecesor en un cuadro igualmente tripartito que el pintor ruso destruyó más tarde, pero del que todavía existe un esbozo al óleo en color. El título del cuadro es: «Revolución». En el lado izquierdo se ve a una muchedumbre enardecida que ondea banderas rojas y manipula armas: la revolución es plasmada como tal en el cuadro. El lado de la derecha muestra imágenes de paz y alegría: el Sol, el amor, la música. La obra de la revolución será un mundo transformado, redimido, sanado. En el centro, a modo de unión entre ambas partes, se ve a un hombre haciendo el pino. Salta a la vista que Chagall piensa aquí directamente en Lenin, quien simboliza por excelencia la revolución, en la que abajo y arriba, izquierda y derecha invierten sus posiciones: se lleva a efecto el cambio total que inaugura un mundo nuevo. Todo ello recuerda a un texto gnóstico de la época de formación del cristianismo en el que se afirma que Adán, es decir, el ser humano está del revés, lo que le hace confundir arriba y abajo, izquierda y derecha. Es necesaria una completa trasvaloración de los valores, una revolución, a fin de poner del derecho al ser humano y al mundo. Este cuadro de Chagall podría ser calificado, por así decir, de retablo de la teología política: como ya en 1917 había esperado la salvación de la revolución rusa, así la esperaba tras la primera decepción del gobierno, por segunda vez, del Frente Popular establecido en Francia en 1937. El hecho de que Chagall destruyera este cuadro muestra que enterró la esperanza por segunda vez y entonces probablemente ya de forma definitiva. Recreó el tríptico, con la misma disposición estructural: a la derecha, la imagen de la salvación futura, solo que ahora más pura e inequívoca que antes; a la izquierda, el mundo en revuelo, ahora, sin embargo, marcado más por el sufrimiento que por la lucha, y el Crucificado suspendido sobre él. El cambio decisivo, que también confiere un nuevo significado a ambos lados, se encuentra en la parte central: el lugar del símbolo de la revolución y su seductora esperanza lo ocupa una descomunal imagen del Crucificado. El rabino, que representa al 90
Antiguo Testamento, a Israel, y que antes aparecía sentado al lado de Lenin, como dándole su aprobación, se encuentra ahora a los pies del Crucificado. La esperanza de Israel, la esperanza del mundo ya no es Lenin, sino el Crucificado. No tenemos necesidad de examinar la pregunta de hasta qué punto Chagall pretende aquí aproximarse a la interpretación cristiana del Antiguo Testamento, de la historia, de la condición humana en general. Con total independencia de ello, quien contempla los dos cuadros juntos puede percibir en ellos una decisiva afirmación cristiana. En último término, la salvación del mundo no llega por medio de la transformación de este, por medio de una política absolutizada, divinizada. Es necesario trabajar por la transformación del mundo, sin des canso: de forma sobria, realista, paciente, humana. Pero hay una pretensión y una pregunta del hombre que trascienden todo lo que la política y la economía son capaces de operar. Una pretensión y una pregunta a las que solo se puede dar respuesta a través del Cristo crucificado, a través de aquel ser humano en el que nuestro sufrimiento entra en contacto con el corazón de Dios, con el amor eterno. Pues el hombre tiene sed de ese amor, y sin él no es - a pesar de todas las mejoras posibles y necesarias - más que un experimento absurdo. El consuelo que procede de aquel que carga con nuestras ronchas nos resulta necesario también hoy, quizá hoy más que nunca. Él es en verdad el único consuelo que no nos entretiene con promesas vanas. Quiera Dios que se nos abran los ojos y el corazón a este consuelo, que vivamos en él y lleguemos a ser capaces de transmitirlo, que en medio del Viernes Santo de la historia recibamos el misterio pascual del Viernes Santo de Cristo y en él seamos salvados.
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Dificultades con el Apostol icu m LAS siguientes consideraciones no pretenden tratar las amplias cuestiones exegéticas y hermenéuticas, ni las relativas a la historia de las religiones y de los dogmas, vinculadas con los elementos de la profesión de fe de los que vamos a ocuparnos: eso equivaldría a internarnos en una selva de la que no sería fácil encontrar la salida. Lo que aquí se intenta es, más bien, sacar a la luz, por medio de una reflexión meditativa, el núcleo espiritual de las afirmaciones pertinentes y, de ese modo, llevar al lector hacia aquello de lo que en realidad, más allá de toda disciplina académica, trata el credo. 1. «Descendió a los infiernos» Quizá ningún artículo del credo está tan alejado como este de nuestra conciencia actual. Junto a la confesión del nacimiento de jesús de la Virgen María y a la de la ascensión del Señor a los cielos, es el que en mayor medida incita a la «desmitologización», que aquí parece poder realizarse sin peligro ni escándalo. Los contados pasajes en los que la Escritura parece decir algo sobre este tema (1 Pe 3,19; 4,6; Ef 4,9; Rom 10,7; Mt 12,40; Hch 2,27.31) resultan tan complicados de entender que pueden ser interpretados sin problema en múltiples direcciones; si, conforme a esto, se termina prescindiendo por completo del tema, ello tiene en apariencia la ventaja de que nos hemos liberado de una afirmación extraña y difícil de integrar en nuestro pensamiento sin haber incurrido en especial infidelidad. Pero ¿se gana realmente algo con ello? ¿No será quizá que uno se limita así a eludir el peso y la oscuridad de lo real? Con los problemas se puede intentar acabar bien negándolos sin más, bien afrontándolos. El primer camino es más cómodo, pero solo el segundo permite avanzar. Así pues, en vez de apartar a un lado la pregunta, ¿no deberíamos más bien aprender a comprender que este artículo del credo, que en el curso del año litúrgico corresponde al Sábado Santo, nos resulta hoy especialmente cercano, que refleja en muy gran medida la experiencia de nuestro siglo? De todos modos, en el Viernes Santo la mirada se dirige al Crucificado; el Sábado Santo, en cambio, es el día de la «muerte de Dios», el día que expresa y anticipa la inaudita
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experiencia de nuestra época: la experiencia de que Dios parece sencillamente ausente, de que la sepultura lo oculta, de que ya no va a despertarse ni a hablar, de suerte que ni siquiera es necesario contradecirlo, sino que cabe ignorarlo sin más. «Dios está muerto, nosotros lo hemos matado». Estas frases de Nietzsche se encuadran, desde el punto de vista lingüístico, en la tradición de la piedad cristiana de la Pasión; expresan el contenido del Sábado Santo, el «descendió a los infiernos»'. En relación con este artículo del credo me vienen sin cesar a la mente dos escenas bíblicas. En primer lugar, el cruel relato del Antiguo Testamento en el que Elías reta a los sacerdotes de Baal a suplicar a su dios que envíe fuego para el sacrificio. Ellos piden fuego a su dios y, como es natural, nada ocurre. Elías se mofa de ellos justo del mismo modo en que un ilustrado se mofa de una persona devota y considera que el hecho de que su oración no obtenga respuesta la deja en ridículo. Elías les dice a voz en cuello que quizá no han rezado suficientemente alto: «¡Gritad más fuerte! Baal es dios, pero estará meditando, o bien ocupado, o estará de viaje. ¡A lo mejor está durmiendo y se despierta!» (1 Re 18,27). Cuando hoy se lee este escarnio de los devotos de Baal, uno puede sentirse algo inquieto, puede tener la sensación de que nosotros estamos ahora en esa misma situación y debemos soportar idéntica burla. Ningún grito parece ser capaz de despertar a Dios. Nos parece que el racionalista puede decir tranquilamente: «Rezad más fuerte, quizá se despierte vuestro dios». «Descendió al reino de los muertos»: ¡hasta qué punto es esa la verdad de nuestro momento histórico, el descenso de Dios a lo enmudecido, al oscuro silencio de lo ausente! Pero junto a la historia de Elías y su analogía neotestamentaria en el relato del Señor durmiendo en la barca en plena tormenta (Mc 4,35-41 par), hay que mencionar también en este contexto la narración de Emaús (Lc 24,13-35). Los consternados discípulos afirman que su esperanza ha muerto. Para ellos ha acontecido algo así como la muerte de Dios: el punto en el que Dios parecía por fin haber hablado se ha desvanecido. El enviado de Dios está muerto, por lo que no existe más que un completo vacío. Ya nada ofrece respuesta. Pero mientras hablan así de la muerte de su esperanza y son incapaces ya de ver a Dios, no se percatan de que justamente esa esperanza alienta viva junto a ellos. Ni de que «Dios», o más bien la imagen que ellos se habían hecho de la promesa de este, debía morir para poder vivir con mayor grandeza. La imagen que se habían formado de Dios y en la que intentaban constreñirlo debía ser destruida, a fin de que sobre las ruinas de la destruida casa, por así decir, pudieran volver a ver el cie lo y al propio Dios, quien nunca deja de ser el infinitamente más grande. Eichendorff, a la 93
sentimental usanza de su siglo, que hoy se nos antoja poco menos que ingenua, lo formuló de la siguiente manera:
Así pues, el artículo del credo que habla del descenso del Señor a los infiernos nos recuerda que de la revelación cristiana no solo forma parte la toma de la palabra por parte de Dios, sino también su silencio. Dios, amén de palabra comprensible dirigida a nosotros, es el fundamento silenciado e inaccesible, incomprendido e incomprensible, que se nos escapa. En el cristianismo se da, ciertamente, un primado del lógos, de la palabra, frente al silencio: Dios ha hablado. Dios es palabra. Pero no debemos olvidar la verdad de la permanente ocultación divina. Solo si experimentamos a Dios como silencio, podemos esperar percibir también la palabra que habla en el silencio'. La cristología se extiende más allá de la cruz, el instante en que el amor de Dios deviene tangible, hacia la muerte, el silencio y el oscurecimiento de Dios. ¿Puede extrañarnos que la Iglesia o la vida del individuo sean conducidas reiteradamente a ese momento de silencio, al olvidado y arrinconado artículo del credo que afirma: «Descendió a los infiernos»? Si se considera lo anterior, la pregunta por la «prueba escriturística» se zanja por sí sola. Al menos en el grito de agonía de Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), se hace visible, como un deslumbrante relámpago en medio de la oscura noche, el misterio del descenso de Jesús a los infiernos. No olvidemos que estas palabras del Crucificado son el versículo inicial de una oración de Israel (Sal 22 [21],2), en el que de forma estremecedora se recapitula la aflicción y la esperanza de este pueblo elegido por Dios y, justo por eso, en apariencia completamente abandonado por él. Esta oración que brota de la más profunda aflicción, ocasionada por el eclipse de Dios, concluye con una alabanza de la grandeza divina. Esta alabanza está presente también en el grito de agonía de Jesús, que Ernst K semann ha calificado recientemente de oración que brota del infierno, de observancia del primer mandamiento en el desierto de la aparente ausencia de Dios: «El Hijo conserva entonces la fe cuando esta parece haber devenido absurda y la realidad terrestre anuncia al Dios ausente, al que no en vano se refieren el mal ladrón y la multitud entregada a la burla. Su grito no tiene que ver con la vida ni con la supervivencia, ni se dirige a sí mismo, sino al Padre. Es un grito que 94
desafía la realidad del mundo entero». ¿Es necesario todavía preguntar que debe significar «adoración» en la actual hora de oscuridad? ¿Acaso puede ser algo distinto del grito en que desde lo hondo de nuestro ser prorrumpimos junto con el Señor, quien «descendió a los infiernos» e instauró la cercanía de Dios en medio del abandono de Dios? Ensayemos una nueva reflexión, con vistas a penetrar en este complejo misterio, que no puede ser iluminado desde un solo ángulo. En primer lugar, tomemos buena nota una vez más de una constatación exegética. Se nos dice que, en el artículo del credo que aquí nos ocupa, la palabra «infierno» es una traducción incorrecta de seol (gr. hádés), término con el que los hebreos designan el estado posterior a la muerte, imaginado de forma muy imprecisa como una suerte de existencia tenebrosa, entre sombras, más afín al no ser que al ser. Según esto, la frase del credo originariamente no habría significado sino que Jesús ingresó en el seol, esto es, que murió. Lo cual puede ser perfectamente cierto. Pero entonces aflora la pregunta de si, con ello, nuestro asunto se simplifica, si se torna menos misterioso. Pienso que es ahora cuando se plantea el problema de en qué consiste en realidad la muerte y de qué ocurre cuando alguien muere, o sea, cuando se incorpora al destino de la muerte. Todos tenemos que reconocer nuestros aprietos ante esta pregunta. Nadie lo sabe realmente, porque todos vivimos a este lado de la muerte y no tenemos experiencia directa de ella. Pero quizá podamos intentar una aproximación partiendo una vez más del grito de Jesús en la cruz, en el que hemos encontrado el núcleo de lo que significa el descenso de Jesús a los infiernos, su participación en el destino mortal del ser humano. En esta última oración de Jesús, de modo análogo a lo que ocurre en la escena del monte de los Olivos, lo que aparece como el más profundo núcleo de su pasión no es un dolor físico cualquiera, sino la radical soledad, el completo abandono. Pero en ello, al fin y al cabo, se manifiesta sin más el abismo de la soledad del ser humano en general, que en su hondón siempre está solo. Esta soledad - que, si bien ocultada de diversas maneras, es la verdadera situación del hombre - constituye al mismo tiempo lo más contrario a la esencia de este, quien no puede estar solo y necesita compañía. De ahí que la soledad sea la región de una angustia que se basa en la permanente desprotección de un ente que debe ser y, no obstante, se ve arrojado a algo que le resulta imposible. Intentemos aclarar esto un poco por medio de un ejemplo. Si un niño debe atravesar un bosque en la oscuridad de la noche, por muy convincentemente que se le demuestra que no existe nada, absolutamente nada, de lo que deba asustarse, sentirá miedo. En el instante en que se quede solo en medio de la oscuridad, experimentando así radicalmente 95
la soledad, aflorará en él el temor, el verdadero temor del ser humano, que no es temor a algo concreto, sino temor en sí. El temor a algo determinado es, en el fondo, inocuo; puede ser conjurado alejando el objeto que lo causa. Cuando a alguien le inspira miedo, por ejemplo, un perro mordedor, el asunto se puede resolver rápidamente atando al perro con una cadena. Aquí tropezamos con algo mucho más profundo: que el ser humano, confrontado con la soledad radical, no teme a algo determinado cuya inexistencia pueda demostrarse; lo que experimenta es más bien el pavor a la soledad, el carácter inquietante y desprotegido de su propio ser, no superable racionalmente. Pongamos un ejemplo adicional: si alguien tiene que velar en solitario a un difunto por la noche en una habitación, siempre experimentará de algún modo su situación como inquietante, aun cuando no se lo quiera reconocer a sí mismo y sea capaz de explicarse de forma racional lo infundado de su sensación. Sabe perfectamente que el muerto nada puede hacerle y que su situación acaso sería mucho más peligrosa si la persona en cuestión aún viviera. Lo que aquí emerge es una clase por completo distinta de miedo, no el temor a algo concreto, sino en ese estar a solas con la muerte lo inquietante de la soledad en sí, el carácter inherentemente expuesto de la existencia. Pero ¿cómo puede ser superado semejante pavor, cabría preguntarse, si la demostración de su carencia de fundamento no conduce a nada? Ahora bien, el niño perderá el miedo en el instante en que haya allí una mano que tome la suya y lo guíe, una voz que hable con él; en el instante, pues, en que experimente la compañía de una persona que lo ama. Y también aquel que se encuentra a solas con el muerto sentirá que el arrebato de miedo desaparece en cuanto haya con él otra persona, en cuanto experimente la cercanía de un tú. En esta superación del temor se revela al mismo tiempo, una vez más, su esencia: se trata del temor a la soledad, del miedo de un ser que únicamente puede vivir en compañía. El verdadero temor del ser humano no puede superarse por medio de la razón, sino tan solo por medio de la presencia de alguien que lo ama. Debemos continuar con nuestra pregunta, prolongarla. Si existiera una soledad en la que ya no pudiera penetrar transformadoramente ninguna palabra de otra persona; si se diera un abandono tan profundo que allí no se asomara ya ningún tú, entonces estaríamos ante la soledad y el temor en verdad totales, ante lo que el teólogo llama «infierno». Desde aquí podemos determinar con precisión el significado de esta palabra: designa una soledad en la que ya no penetra la palabra del amor y que, por consiguiente, denota el carácter auténticamente expuesto y desprotegido de la existencia. ¿A quién no 96
le vendría a la cabeza en este contexto que los literatos y filósofos de nuestra época opinan que, bien mirado, todos los encuentros interpersonales se quedan en la superficie, que nadie tiene acceso al verdadero hondón de otro? Según esto, nadie puede asomarse a la verdadera intimidad de otra persona; todo encuentro, por muy hermoso que parezca, no hace, al fin y al cabo, sino mitigar la incurable herida de la soledad. En el fondo más profundo de la existencia de todos nosotros habitaría, pues, el infierno, la desesperación: la soledad, tan indeterminable como atroz. Como es sabido, Sartre construyó su antropología a partir de esta idea. Pero también un escritor más conciliador y en apariencia tan alegre y sereno como Hermann Hesse deja aflorar, después de todo, idénticos pensamientos:
De hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo abandono no alcanza voz alguna, existe una puerta por la que únicamente podemos pasar en solitario: la puerta de la muerte. Todo el temor del mundo es, en último término, fruto de esta soledad. Desde ella debe entenderse por qué el Antiguo Testamento emplea uno y el mismo término para designar el infierno y la muerte, la palabra seol.• para él, ambas realidades son, a fin de cuentas, idénticas. La muerte es la soledad por antonomasia. Pero toda soledad en la que ya no puede penetrar el amor es... el infierno. Con ello hemos regresado a nuestro punto de partida, el artículo del credo relativo al descenso a los infiernos. Vista desde esta perspectiva, tal proposición afirma que Cristo ha atravesado la puerta de nuestra extrema soledad, que en su pasión ha ingresado en el abismo de este nuestro estar abandonados. Allí donde no puede llegarnos voz alguna, allí está él. Con ello, el infierno es superado, o más exactamente: la muerte, que antes era el infierno, ha dejado de serlo. Muerte e infierno no son ya sinónimos, porque en medio de la muerte está la vida, porque en medio de ella habita el amor. En adelante solo el deliberado encerrarse en uno mismo es infierno o, como dice la Biblia, segunda muerte (cf., por ejemplo, Ap 20,14). Pero morir ya no es un camino hacia la gélida soledad; las puertas del seol han sido abiertas. Creo que desde aquí pueden entenderse las imágenes aparentemente tan mitológicas de los padres de la Iglesia, quienes hablan de hacer subir a los muertos y de la apertura de las puertas. También resulta comprensible el texto, en
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apariencia tan mítico, de san Mateo, quien refiere que, al morir jesús, los sepulcros se abrieron y muchos cadáveres de santos resucitaron (cf. Mt 27,52s): la puerta de la muerte está abierta desde que en la muerte habita la vida, esto es, el amor... 2. «Subió a los cielos» Para nuestra generación, despertada a la crítica por Bultmann, las ideas de la ascensión de jesús a los cielos y de su descenso a los infiernos son expresión de esa cosmovisión de tres «pisos» que llamamos mítica y consideramos definitivamente supera da. Para nosotros, el mundo no es, «arriba» y «abajo», más que mundo, está regido por doquier por las mismas leyes físicas y puede ser investigado en todas sus partes de modo esencialmente idéntico. No tiene «pisos», y los conceptos de «arriba» y «abajo» son relativos, dependientes de la posición del observador. En efecto, puesto que no existe ningún punto de referencia absoluto (y la Tierra ciertamente no lo es), en el fondo no se puede hablar ya de «arriba» y «abajo», como tampoco de «izquierda» y «derecha»; el cosmos ya no presenta direcciones fijas. Hoy ya nadie querrá cuestionar en serio tales ideas. Ya no existe una división del mundo en tres «pisos» en sentido espacial. Pero ¿se refieren en realidad a ella las proposiciones del credo sobre el descenso del Señor a los infiernos y su ascensión a los cielos? A buen seguro, fue esa cosmovisión la que proporcionó el material conceptual para tales afirmaciones, pero también está fuera de duda que ella no constituye lo decisivo desde el punto de vista del contenido. Ambas proposiciones, junto con la profesión de fe en el jesús histórico, expresan más bien la dimensión global de la existencia humana, que no abarca tres «pisos» cósmicos, pero sí tres dimensiones metafísicas. En este sentido, es coherente, a la inversa, que el punto de vista que en la actualidad se tiene a sí mismo por moderno no solo deje de lado la ascensión a los cielos y el descenso a los infiernos, sino también al jesús histórico, esto es, las tres dimensiones de la existencia humana; lo que resta no puede ser sino un fantasma diversamente engalanado, sobre el que no es casualidad que nadie quiera ya construir nada. Pero ¿qué significan en realidad nuestras tres dimensiones? Ya hemos explicado que el descenso a los infiernos no alude propiamente a la extrema profundidad del cosmos. Ello es algo por entero prescindible para esta afirmación de fe: en el texto fundamental a este respecto, la oración del Crucificado al Dios que lo ha abandonado, no hay referencia cósmica alguna. La proposición que ahora nos ocupa dirige más bien nuestra mirada 98
hacia el abismo de la existencia humana, que se extiende hasta el fondo abisal de la muerte, hasta la zona de la soledad intangible y el amor rechazado y, por ende, incluye la dimensión del infierno, la lleva en sí como posibilidad. El infierno, la existencia en la definitiva negación del «ser para», lejos de ser una determinación cosmográfica, constituye una dimensión de la naturaleza humana hacia la que esta se extiende por abajo. En mayor medida que nunca, hoy sabemos que toda existencia entra en contacto con este abismo; puesto que la humanidad es, a la postre, «un solo hombre», este abismo no afecta, sin embargo, únicamente al individuo, sino al cuerpo del género humano en conjunto, que la humanidad, por consiguiente, debe echarse a las espaldas como un todo. Desde aquí se puede entender también que Cristo, el «nuevo Adán», se haya propuesto soportar también ese abismo y no quiera permanecer sin más al margen de él, como si no le concerniera; y a la inversa, solo ahora deviene posible el rechazo absoluto en su plena insondabilidad. La ascensión de Cristo a los cielos alude, en cambio, al otro extremo de la existencia humana, que, más allá de sí misma, se extiende infinitamente hacia arriba y hacia abajo. Como polo opuesto al radical aislamiento, a la intangibilidad del amor denegado, esta existencia lleva en sí la posibilidad del contacto con todos los demás seres humanos en el contacto con el amor divino, de suerte que la condición humana puede encontrar, por así decir, su lugar geométrico en el interior del ser mismo de Dios. Sin embargo, las dos posibilidades del ser humano que así se nos hacen manifiestas en las palabras «cielo» e «infierno» son, cada cual con su propia singularidad y de modo del todo distinto, posibilidades del ser humano. Solo este puede darse a sí mismo el abismo que llamamos infierno. Debemos expresarlo de forma aún más incisiva: el infierno consiste formalmente en que el ser humano no quiere recibir nada y opta por ser de todo en todo autárquico. El infierno es expresión del enclaustramiento en el propio yo. Según esto, la esencia de semejante abismo consiste en que el ser humano no quiere recibir, no quiere tomar nada, sino que desea depender por completo de sí mismo, bastarse a sí mismo. Cuando esta actitud adquiere radicalidad última, la persona deviene intocable, solitaria, réproba. El infierno es el no querer ser más que uno mismo, es lo que resulta cuando la persona se encierra en sí misma. A la inversa, la esencia de aquel «arriba» que hemos llamado «cielo» consiste en que este - a diferencia del infierno, que solo puede dárselo uno a sí mismo - únicamente puede ser recibido. Por su esencia, el «cielo» es lo que no se hace a sí mismo, más aún, lo que no puede hacerse a sí mismo. En el lenguaje de la escolástica se decía que, como 99
gracia, es un donum indebitum et supperadditum naturae (un don indebido a la naturaleza y dado por añadidura). Como amor consumado, el cielo solamente puede serle regalado al ser humano; el infierno, en cambio, es la soledad de quien no quiere aceptar ese don, quien rehúsa la condición de mendigo y se repliega sobre sí mismo. Solo a partir de aquí es posible mostrar qué es lo que, desde un punto de vista cristiano, significa en realidad el «cielo». No debe ser entendido como un lugar eterno y ultramundano, pero tampoco simplemente como una región metafísica eterna. Más bien hay que afirmar que las realidades «cielo» y «ascensión de Cristo a los cielos» se hallan inextricablemente entrelazadas; solo teniendo en cuenta este nexo se evidencia el sentido cristológico, personal y referido a la historia del mensaje cristiano sobre el cielo. Intentemos decir lo mismo de forma distinta: el cielo no es un lugar que antes de la ascensión de Cristo estuviera cerrado a resultas de un positivo decreto punitivo de Dios, para luego, de forma igualmente positiva, ser abierto un buen día. Más bien, la realidad «cielo» no surge hasta que Dios y el ser humano se unen. El cielo debe ser definido como el contacto entre el ser llamado hombre y el ser llamado Dios; esta unión entre Dios y el ser humano ha acontecido definitivamente en Cristo con su tránsito más allá del bíos a través de la muerte hacia la vida nueva. Según esto, el cielo es aquel futuro del hombre y de la humanidad que esta no se puede dar a sí misma y que, por tanto, mientras espere solo en sí misma, permanecerá cerrado para ella y únicamente se le ha abierto por primera vez y de modo fundamental en el hombre cuyo lugar de existencia era Dios y a través del cual Dios entró en el ser llamado hombre. De ahí que el cielo sea siempre más que un destino individual privado; guarda necesaria relación con el «último Adán», con el ser humano definitivo y, por ende, con el futuro global de la humanidad. 3. «Resurrección de la carne» a) El contenido de la esperanza neotestamentaria en la resurrección3 El artículo del credo que habla de la resurrección de la carne nos sitúa ante un dilema singular. Hemos redescubierto la indivisibilidad del ser humano; vivimos con nueva intensidad nuestra corporeidad y la experimentamos como un indispensable modo de realización del ser del hombre. Desde ahí podemos entender de forma nueva el mensaje bíblico, que no promete la inmortalidad a una supuesta alma separada, sino a la persona en su totalidad. Movida por esta sensibilidad, en nuestro siglo sobre todo la teología protestante se ha manifestado con énfasis en contra de la doctrina griega de la inmortalidad del alma, que erróneamente es tenida también por la concepción cristiana. 100
En ella se expresaría en realidad, según esta opinión, un dualismo de todo punto anticristiano; la fe cristiana solo conoce la resurrección de los muertos por obra del poder de Dios. No obstante, aquí surgen de inmediato los reparos: aunque la doctrina griega de la inmortalidad sea problemática, ¿no nos resulta mucho más difícil de comprender la afirmación bíblica? Unidad del ser humano, magnífico; mas ¿quién es capaz de imaginarse ya desde nuestra actual visión del mundo una resurrección del cuerpo? Esta resurrección incluiría ya en sí, al menos eso parece, un nuevo cielo y una nueva tierra, exigiría cuerpos inmortales, no necesitados ya de alimentación, un estado de la materia por completo transformado. Pero ¿no es esto del todo absurdo, contrario de medio a medio a nuestra comprensión de la materia y sus comportamientos y, por ende, terriblemente mitológico? Pienso que, de hecho, solo es posible ofrecer una respuesta satisfactoria si nos preguntamos con sumo cuidado por las verdaderas intenciones de la afirmación bíblica y reconsideramos también, al hilo de ello, la relación entre las ideas bíblicas y las griegas. Pues el encuentro entre estas dos concepciones transformó a ambas, ocultando las intenciones originarias de uno y otro camino en una nueva visión sintética, que, por lo pronto, debemos desmontar si queremos regresar al punto de partida. La esperanza en la resurrección de los muertos representa ante todo la forma básica de la esperanza bíblica en la inmortalidad; en el Nuevo Testamento no aparece tanto como una idea complementaria a una previa - e independiente de ella - inmortalidad del alma, sino más bien como la esencial afirmación básica sobre el destino del ser humano. Sin embargo, ya en el judaísmo tardío surgieron los rudimentos de una doctrina de la inmortalidad de cuño griego; y esta será una de las razones por las que en el mundo grecorromano muy pronto dejará de comprenderse la abarcadora pretensión de la idea de resurrección. Más bien, la idea griega de la inmortalidad del alma y el mensaje bíblico de la resurrección de los muertos fueron entendidos como las dos medias respuestas a la pregunta por el destino eterno del hombre y sumados para for mar una única respuesta. A la presciencia griega de la inmortalidad de las almas, la Biblia añadió, según esto, la revelación de que al final de los tiempos también los cuerpos serían resucitados, a fin de que en adelante compartieran para siempre el destino de las almas: condenación o beatitud. Frente a ello hemos de tener claro que originariamente no se trataba en realidad de dos ideas complementarias; más bien nos encontramos ante dos visiones globales que no se pueden agregar sin más: la imagen del ser humano, la imagen de Dios y la imagen del futuro son por completo diferentes en uno y otro caso, por lo que, en el fondo, cada una 101
de las dos concepciones puede ser entendida como una tentativa de ofrecer una respuesta total a la pregunta por el destino humano. A la concepción griega le subyace la idea de que el ser humano es el resultado de la unión de dos sustancias extrañas entre sí, una de las cuales (el cuerpo) se descompone, mientras que la otra (el alma) es imperecedera por naturaleza y, por tanto, pervive de por sí, con independencia de cualquier otra esencia. Es más, solo al separarse del cuerpo, que le es esencialmente extraño, alcanzaría el alma su plena especificidad. La argumentación bíblica presupone, por el contrario, la indivisible unidad del ser humano; así, por ejemplo, la Escritura no conoce ningún término que designe al cuerpo por sí solo (esto es, separado y distinto del alma) y, a la inversa, la palabra «alma» denota en la gran mayoría de los casos la totalidad del ser humano corporalmente existente. Los pocos pasajes en los que se esboza una visión distinta permanecen como suspendidos entre el pensamiento griego y el hebreo y, en cualquier caso, no renuncian a la visión antigua. La resurrección de los muertos (¡no de los cuerpos!) de la que habla la Escritura trata, según esto, de la salvación del ser humano uno e indiviso, no solo del destino de la mitad (secundaria, si cabe) de la persona. Con ello ya ha quedado también claro que el auténtico núcleo de la fe en la resurrección no estriba en la idea de la restitución de los cuerpos, a la que nosotros, sin embargo, la hemos re ducido en nuestro pensamiento; y esto es cierto, aun cuando en la Biblia se utilice de continuo esta imagen. Pero ¿cuál es entonces el verdadero contenido de lo que la Escritura quiere anunciar a los hombres como su singular esperanza con la abreviatura «resurrección de los muertos»? Pienso que la mejor manera de comprender esa especificidad es contraponiéndola a la concepción dualista de la filosofía antigua: 1. La idea de inmortalidad que la Biblia proclama al hablar de resurrección denota la inmortalidad de la «persona», del complejo unitario que es el ser humano. Mientras que, para el pensamiento griego, el típico ser llamado hombre es un producto abocado a la descomposición y que no pervive como tal, sino que - en consonancia con su heterogénea constitución de cuerpo y alma - sigue dos caminos diversos, según la fe bíblica es precisamente este ser llamado hombre, en cuanto tal, si bien transformado, lo que pervive. 2. Se trata de una inmortalidad (¡= resurrección!) «dialógica»; esto es, la inmortalidad no es sin más consecuencia natural del no poder morir de lo indivisible, sino que resulta de la acción salvadora de aquel que ama y tiene poder para obrar la inmortalidad: el ser humano no puede perecer ya por completo, porque es conocido y amado por Dios. Si todo amor aspira a la eternidad, el amor de Dios no solo aspira a ella, sino que la realiza, 102
más aún, es la eternidad misma. De hecho, la idea bíblica de resurrección nace directamente de este motivo dialogal: el orante sabe en la fe que Dios restablecerá el derecho (Job 19,25ss; Sal 73,23ss); la fe está convencida de que quienes han padecido en aras de la causa de Dios serán hechos partícipes también de la realización de la promesa (2 Mac 7,9ss). La inmortalidad tiene que llamarse resurrección, porque, bíblicamente concebida, no deriva del poder intrínseco de aquello que de por sí es indestructible, sino de la incorporación al diálogo con el Creador. Y toda vez que el Creador no dialoga meramente con el alma, sino con el ser humano que se realiza en medio de la corporeidad de la historia, y a él es a quien confiere la inmortalidad, esta tiene que llamarse resurrección de los muertos, esto es, de los seres humanos. En este punto es necesario observar que también en la proposición del símbolo de fe que habla de la «resurrección de la carne», el término «carne» es sinónimo de «mundo humano» (en el sentido que tiene, por ejemplo, la expresión bíblica: «Toda carne contemplará la salvación de Dios», etc.); tampoco aquí se emplea la palabra en el sentido de un cuerpo aislado del alma. 3. El hecho de que la resurrección se espere para «el día del Juicio», al final de la historia y en compañía de todos los seres humanos, muestra el carácter comunitario de la inmortalidad humana, que dice relación a la humanidad en su conjunto, desde la cual, hacia la cual y con la cual el individuo ha vivido y, por ende, será dichoso o se condenará. En el fondo, este nexo deriva del carácter globalmente humano inherente a la idea bíblica de inmortalidad. El alma, tal como la piensan los griegos, es de todo punto extraña al cuerpo y, por ende, también a la historia; pervive separada del cuerpo y de la historia y, para pervivir, no necesita ningún otro ser. Para el hombre entendido como unidad, el carácter comunitario de lo humano es, por el contrario, constitutivo; si la persona ha de seguir viviendo, esta dimensión no puede quedar excluida. Por consiguiente, considerada desde el principio bíblico, la tan discutida pregunta de si después de la muerte puede existir o no una comunidad de los seres humanos parece haber quedado resuelta; en realidad, solo pudo aflorar a resultas de la preponderancia del elemento griego en el enfoque conceptual. Allí donde se cree en la «comunión de los santos», allí está en último término superada la idea de un anima separata (el «alma separada» de la que habla la teología escolástica). Estas ideas, en toda su amplitud, solo fueron posibles en la concreción neotestamentaria de la esperanza bíblica, pues el Antiguo Testamento deja en último término en el aire la pre gunta por el futuro del ser humano. Solo con Cristo, el hombre 103
que «es uno con el Padre», la persona a través de la cual el ser llamado hombre ha entrado en la eternidad de Dios, se manifiesta abierta y definitivamente el futuro del ser humano. Solo en él, el «segundo Adán», halla respuesta el interrogante que el hombre mismo es. Cristo es un ser humano, entera y verdaderamente; en esa medida está presente en él la pregunta que nosotros, los seres humanos, somos. Pero, al mismo tiempo, él es interpelación de Dios a nosotros, «Palabra de Dios». El diálogo entre Dios y el ser humano, en marcha desde el comienzo de la historia, ha ingresado con él en un nuevo estadio: en él, la Palabra de Dios se ha hecho «carne», ha entrado de verdad en nuestra existencia. Pero si el diálogo de Dios con el ser humano significa vida, si es cierto que el interlocutor de Dios, justo por el hecho de ser interpelado por aquel que vive eternamente, tiene él mismo vida, entonces esto significa que Cristo mismo, como alocución que Dios nos dirige, es «la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Eso significa además que la incorporación a Cristo, o sea, la fe deviene en un sentido cualificado una incorporación a aquel ser conocido y amado por Dios que es la inmortalidad: «Quien cree en el Hijo tiene vida eterna» (Jn 3,36; 5,24; 3,15s). Únicamente desde ahí cabe entender el mundo conceptual del cuarto evangelista, quien, en su presentación de la historia de Lázaro, quiere hacer comprender al lector que la resurrección no se limita a ser un lejano acontecimiento que tendrá lugar al final de los días, sino que por medio de la fe acaece ya ahora. Quien cree se halla inmerso en el diálogo con Dios que es vida y, por tanto, sobrevive a la muerte. Con ello quedan entrelazadas también la línea «dialógica», referida directamente a Dios, y la línea humano-comunitaria de la idea bíblica de inmortalidad. Pues en Cristo, el ser humano, encontramos a Dios; pero en él encontramos también la comunión con los demás, cuyo camino hacia Dios pasa a través de Cristo y, así, lleva de unos a otros. En Cristo, orientarse hacia Dios es al mismo tiempo orientarse ha cia la comunidad humana; y solamente la aceptación de esa comunidad permite acercarse a Dios, quien no existe al margen de Cristo ni tampoco al margen del contexto de la entera historia humana y del encargo comunitario a ella confiado. Con ello se clarifica también la pregunta del «estado intermedio» entre la muerte y la resurrección, objeto de tan abundante reflexión en la época patrística y de nuevo a partir de Lutero: el «ser con Cristo» inaugurado en la fe es ya vida resucitada y, por ende, vida que perdura más allá de la muerte (Flp 1,23; 2 Cor 5,8; 1 Tes 5,10). El diálogo de la fe es ya ahora vida que no puede ser destruida por la muerte. De ahí que la idea del sueño de la muerte, tomada en consideración sin cesar por teólogos luteranos y recientemente propuesta también por el Catecismo holandés, no sea sostenible desde el Nuevo 104
Testamento ni tampoco justificable por el reiterado uso que en él se hace del verbo «dormir»: la idiosincrasia intelectual del Nuevo Testamento se opone - por principio, pero también en todos y cada uno de sus escritos - a semejante interpretación, una interpretación que, por lo demás, tampoco sería entendible desde el pensamiento sobre la vida después de la muerte alcanzado en el judaísmo tardío. b) La inmortalidad esencial del ser humano Con las reflexiones precedentes podría haber quedado en cierto modo ya claro de qué trata en realidad el anuncio bíblico de la resurrección: su contenido esencial no es la idea de una restitución de los cuerpos a las almas después de un prolongado periodo intermedio, sino que su sentido es decir a los seres humanos que ellos, ellos mismos, sobreviven a la muerte; no en virtud de su propio poder, sino porque son conocidos y amados por Dios de un modo tal que se tornan imperecederos. Frente a la concepción dualista de la inmortalidad tal como se manifiesta en el esquema griego de cuerpo-alma, la fórmula bíblica de la inmortalidad mediante resurrección quiere transmitir una noción dialógica de inmortalidad que involucra al hombre todo: lo esencial del ser humano, la persona, se conserva; lo que ha madurado en esta existencia terrena de espiritualidad corporal y de corporeidad animada por el espíritu perdura de otro modo. Perdura porque vive en la memoria de Dios. Y dado que quien vivirá es el ser humano mismo, no un alma separada, el elemento humano-comunitario forma parte del futuro; y por eso, el futuro de la persona individual únicamente será pleno cuando se consume el futuro de la humanidad toda. Ahora se impone toda una serie de preguntas. La primera reza: ¿no se convierte con ello la inmortalidad en una pura gracia, cuando en realidad debe corresponder a la esencia del hombre en cuanto hombre? O expresado de otra forma: ¿no se va así a parar al final a una inmortalidad solo para los píos, o sea, a una inaceptable división del destino humano? Dicho en términos teológicos, ¿no se confunde aquí la inmortalidad natural del ser llamado hombre con el don sobrenatural del amor eterno, que hace bienaventurados a los hombres? ¿No habría que aferrarse, en aras cabalmente de la humanidad de la fe, a la inmortalidad natural, ya que una pervivencia del ser humano concebida desde una perspectiva exclusivamente cristológica se deslizaría de forma inevitable en lo milagroso y mitológico? Esta última pregunta solo puede ser contestada, sin duda, en sentido afirmativo. Pero eso no contradice en absoluto nuestro enfoque. También desde él habrá que afirmar con determinación: la inmortalidad a la que en virtud justamente de su 105
carácter dialógico hemos llamado «resurrección» corresponde al hombre en cuanto hombre, a todo hombre, y no es algo «sobrenatural» añadido a posteriori. Pero entonces debemos continuar preguntando: ¿qué es lo que hace al hombre realmente hombre? ¿Y qué es lo definitivamente distintivo del hombre? A esta pregunta no podemos por menos de responder: lo distintivo del ser humano es, visto desde arriba, el hecho de que es interpelado por Dios, o sea, que es interlocutor de Dios, el ser lla mado por Dios. Visto desde abajo, esto significa que el hombre es el ser que puede pensar a Dios, el ser abierto a la trascendencia. La cuestión aquí no es si el ser humano realmente piensa a Dios o no, si de verdad está abierto a él o no; lo que cuenta es que el hombre es fundamentalmente el ser capacitado en sí para ello, aun cuando de hecho, por unas u otras razones, quizá nunca sea capaz de realizar esa capacidad. Ahora podría objetarse: pero en tal caso, ¿no sería mucho más sencillo ver lo distintivo del ser humano en que posee un alma espiritual, inmortal? Esta sugerencia es correcta, pero nosotros estamos esforzándonos precisamente en sacar a la luz su sentido concreto. Uno y otro planteamiento, lejos de contradecirse, no hacen sino expresar lo mismo en distintas formas de pensamiento. Pues «poseer un alma espiritual» significa justamente ser querido, conocido y amado de modo especial por Dios; «poseer un alma espiritual» quiere decir ser un ente llamado por Dios a un diálogo eterno y, por ende, capaz en sí de conocer a Dios y responderle. Lo que en un lenguaje más sustancialista denominamos «poseer alma» lo verteremos a un lenguaje más histórico y actual como «ser interlocutor de Dios». Con ello no estamos diciendo que hablar de «alma» sea falso (como ocasionalmente afirma en la actualidad un biblicismo unilateral y acrítico): en cierto sentido, ese concepto resulta incluso necesario para expresar la totalidad de lo que aquí está en juego. Pero, por otra parte, ese modo de hablar necesita ser complementado si no se quiere recaer en una concepción dualista incapaz de hacer justicia a la visión dialógica y personalista de la Biblia. Así pues, si afirmamos que la inmortalidad del ser humano se funda en su dialógico estar referido a Dios, cuyo amor es lo único que confiere eternidad, no estamos hablando de un don especial para los píos, sino subrayando la esencial inmortalidad del ser humano en cuanto ser humano. Según nuestras últimas reflexiones, también es perfectamente posible desarrollar la idea desde el esquema cuerpo-alma; la importancia, más aún, quizá la indispensabilidad de este esquema estriba en que pone de relieve el carácter esencial de la inmortalidad humana. Pero debe ser situado sin cesar bajo la perspectiva bíblica y corregido desde ella, para que pueda seguir estando al servicio de la visión hacia el futuro 106
del hombre abierta por la fe. Por lo demás, en este punto vuelve a hacerse manifiesto que, en último término, no cabe separar limpiamente la «naturaleza» de lo «sobrenatural»: del diálogo fundamental que constituye al hombre en hombre se pasa sin solución de continuidad al diálogo de gracia que tiene por nombre Jesucristo. ¿Cómo podría ser de otro modo si Cristo realmente es el «segundo Adán», el auténtico cumplimiento del anhelo infinito que brota del primer Adán, del ser humano en general?
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Buscar lo de arriba (Col 3,1) «ESTE es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo». Así cantamos con un versículo de un salmo de Israel, versículo que desde lo más íntimo de sí esperaba al Señor y que, por tanto, estaba llamado a convertirse en canto pascual de los cristianos. Cantamos el aleluya, en el que una palabra hebrea se convirtió en expresión intemporal de la alegría de los salvados. Pero ¿podemos alegrarnos de verdad? ¿No es la alegría poco menos que cinismo, que mofa, en un mundo rebosante de sufrimiento? ¿Estamos salvados? ¿Está salvado el mundo? Los disparos con los que fue asesinado el arzobispo de San Salvador mientras consagraba el pan y el vino no son más que un deslumbrante fogonazo sobre el desencadenamiento de la violencia, sobre el deslizamiento del ser humano hacia la barbarie en todo el planeta. En Camboya se extingue lentamente todo un pueblo, y nadie quiere percatarse de ello. Y por doquier asistimos al sufrimiento de las personas a causa de su fe, de sus convicciones, y vemos pisoteados sus derechos. El sacerdote ruso Dimitri Dudko, intuyendo probablemente que pronto sería detenido, dirigió a todos los cristianos en noviembre de 1980 un mensaje que dijo estar pronunciando desde el Gólgota al mismo tiempo que desde la habitación en la que, atravesando puertas cerradas, se apareció el Señor resuci tado. Para este sacerdote, Moscú era el Gólgota, donde el Señor es crucificado, pero simultáneamente también lo veía como el lugar en el que, a despecho - o justo a causa - de las puertas cerradas que pretenden impedirle el paso, el Resucitado se hace presente y se aparece. Es probable que quien mira así al mundo se pregunte si realmente tenemos tiempo de pensar en Dios y en lo divino, si no sería mejor que hiciéramos un esfuerzo supremo por mejorar las cosas sobre la tierra. Movido por tal convicción, Bertolt Brecht escribió en su día: «No os dejéis seducir: morís como todos los animales y nada viene después». La fe en el más allá, en la resurrección, la entendía como una forma de seducir al ser humano, de engañarlo, impidiéndole aprovechar este mundo, esta vida. Pero quien a la
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semejanza del ser humano con Dios le contrapone su homogeneidad con los animales no tarda mucho en considerarlo tan solo un animal. Y si, como dice otro escritor moderno, morimos cual perros, muy pronto también viviremos como perros y nos trataremos unos a otros como tales o, más bien, como no deberíamos tratar ni a un perro. A este respecto fue más penetrante el filósofo judío Theodor Adorno, quien, movido por el apasionado anhelo mesiánico de su pueblo, se preguntó por -y buscó sin cesar - la manera de construir un mundo justo de verdad, de instaurar la justicia en el mundo. Terminó llegando a la conclusión de que, a fin de que realmente reine la justicia en el mundo, esta debe ser para todos y para siempre, es decir, que también debe haber justicia para los muertos. Tiene que tratarse de una justicia que revoque y repare el sufrimiento pasado. Pero ello solo es posible si existe la resurrección de los muertos. Sobre semejante trasfondo podemos percibir de modo nuevo, creo yo, el mensaje de la Pascua. ¡Cristo ha resucitado! ¡Existe, en efecto, justicia para el mundo! Hay justicia plena para todos, una justicia capaz de revocar el pasado irrevocable, porque Dios existe y tiene poder para ello. Dios no puede pa decer, pero sí con-padecer, escribe san Bernardo de Claraval. Y puede con-padecer porque puede amar. Este poder de conpadecer que brota del poder del amor es el poder que revoca lo irrevocable y es capaz de impartir justicia. Cristo ha resucitado: esto quiere decir que existe una fuerza que está en condiciones de instaurar la justicia y la instaura. De ahí que el mensaje de la resurrección no sea solo un himno a Dios, sino un himno al poder de su amor y, por consiguiente, un himno al ser humano, a la tierra, a la materia. Todo es salvado. Dios no deja que ningún fragmento de su creación se hunda en lo que ya ha sido sin hacer ruido. Él ha creado todo para que sea, como afirma el libro de la Sabiduría. Ha creado todo para que todo sea uno y le escuche, para que Dios sea todo en todo. Pero entonces surge la pregunta: ¿cómo podemos responder a este mensaje de la resurrección? ¿Cómo puede encontrar sitio entre nosotros y hacerse realidad? La Pascua es, por así decir, un vislumbre de la puerta abierta que lleva a la superación de la injusticia del mundo y una exhortación a perseguir ese resplandor, a mostrar a los demás - sabiendo que no se trata de una ensoñación, sino de la luz verdadera - la salida verdadera. Pero ¿cómo podemos llegar hasta allí? A esto responde la lectura del domingo de Pascua, en la que Pablo escribe a los colosenses: «Cristo ha resucitado. Por tanto, buscad lo de arriba, donde está él; aspirad a lo de arriba, no a lo terreno» (c£ Col 3,1s).
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Quien con oídos modernos crea escuchar esta recomendación de san Pablo en el mensaje pascual, en la realidad de la Pascua, probablemente se sentirá tentado a decir: así pues, a pesar de todo, huida hacia el cielo, huida del mundo. Pero ello no es sino un burdo malentendido. En efecto, la vida humana obedece a la ley fundamental: solo quien se pierde se encuentra. Quien desea autoconservarse, quien no se trasciende, justo ese nunca llega a sí mismo. Quien únicamente desea poseerse y no se da a sí mismo, tampoco se recibe. Esta ley fundamental de la condición humana - que se deriva de la ley fun damental del amor trinitario, de la esencia del ser mismo de Dios, quien, dándose a sí mismo como amor, es la verdadera realidad y el verdadero poder - vale para todo el ámbito de nuestra relación con la realidad. Quien solo quiere la materia es precisamente quien la deshonra, quien la priva de su grandeza y su dignidad. Más que el materialista, es el cristiano quien da a la materia su dignidad en tanto en cuanto la abre a que también en ella Dios sea todo en todo. Quien solo busca el cuerpo lo empequeñece. Quien solo quiere las cosas de este mundo es quien, cabalmente de ese modo, destruye la tierra. A la tierra la servimos en la medida en que la trascendemos. A la tierra la sanamos en la medida en que no la dejamos sola y nosotros mismos no permanecemos solos. Así como el planeta Tierra, desde el punto de vista físico, necesita al Sol para seguir siendo un astro lleno de vida y requiere de la cohesión en el universo para permanecer en su órbita, así también el cosmos espiritual de la tierra del ser humano precisa de la luz de arriba, de la fuerza cohesionadora que abre esa tierra por primera vez. Para salvar la tierra, no podemos cerrarla, no podemos aferrarnos a ella. Debemos abrir sus puertas de par en par, a fin de que las energías verdaderas de las que ella vive y que nosotros necesitamos puedan hacerse presentes en ella. ¡Buscad lo que está en lo alto! Este es un encargo para la tierra: vivir buscando lo de arriba, orientados hacia lo alto, hacia lo que es elevado y grande, desafiando la fuerza de gravedad de lo de abajo, de la decadencia. Esto quiere decir: seguir al Resucitado, servir a la justicia, a la redención de este mundo. El primer mensaje del Resucitado, que transmite a los suyos a través de los ángeles y las mujeres, reza: «¡Id detrás de mí, yo os precedo!». La fe en la resurrección es un ponerse en camino. La fe en la resurrección no puede darse más que en el ir detrás de Cristo, en el seguimiento de Cristo. En su Evangelio de Pascua, Juan ha expresado muy claramente adónde se ha marchado Cristo y de qué modo y hacia qué meta deberíamos seguirle: «Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20,17). El Resucitado le dice a María Magdalena que no puede tocarlo en ese momento, sino solo 110
cuando haya ascendido junto al Padre. No podemos tocarlo con intención de traerlo de vuelta a este mundo, sino solo en la medida en que lo sigamos, en que ascendamos con él. Por eso, la tradición cristiana, de forma muy consciente, no habla simplemente del seguimiento de jesús, sino del seguimiento de Cristo. No seguimos a quien está muerto, sino al que vive. No buscamos emular una vida pasada ni transformarla en un programa con toda clase de contemporizaciones y reinterpretaciones. No debemos excluir del seguimiento lo fundamental, a saber, la cruz, la resurrección y la filiación divina, el estar junto al Padre. Justo eso es lo que cuenta. «Seguimiento» significa que ahora podemos ir adonde - de nuevo según Juan - Pedro y los judíos al principio no podían ir, adonde ahora nosotros sí podemos ir porque él nos ha precedido y desde que él nos ha precedido. «Seguimiento» quiere decir aceptar el mundo entero, ingresar en lo que está arriba, en lo escondido, que es lo fundamental: en la verdad, en el amor, en la filiación divina. Sin embargo, tal seguimiento acontece siempre al modo de la cruz, en el verdadero perderse uno mismo, que es lo único que abre los tesoros de Dios y de la tierra, lo único que, por así decir, hace brotar las fuentes vivas de lo profundo y permite que la energía de la vida verdadera fluya hacia este mundo. Se trata de entrar en lo oculto, con objeto de encontrar el ser del hombre en el verdadero perderse uno mismo. Entonces, esto significa al mismo tiempo encontrar la reserva de alegría que el mundo tan urgentemente necesita. No solo es nuestro derecho, sino también nuestro deber alegrarnos porque el Señor nos ha regalado la paz y porque el mundo la espera. Un pequeño ejemplo al respecto... La doctora británica Sheila Cassidy, que en 1978 ingresó en la orden de san Benito, fue encarcelada y torturada en Chile en 1975 por atender médicamente a un revolucionario. Poco después de ser tortu rada, la trasladaron a otra celda, en la que encontró una Biblia manoseada. Al abrirla, lo primero que encontró fue la imagen de una persona por completo destrozada por los rayos, los truenos y el granizo que caen sobre ella. Al instante se identificó con esa persona, se reconoció en ella. Pero luego siguió mirando la imagen y, en la parte superior, vio una mano poderosa, la mano de Dios, acompañada a modo de leyenda por una cita del capítulo 8 de la Carta a los Romanos, central para la fe en la resurrección: «Nada nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo» (Rom 8,39). Y si primeramente había experimentado sobre todo la parte inferior de la imagen, ese aluvión de todo lo terrible que nos golpea sin que podamos hacer nada por defendernos, luego experimentó cada vez más la segunda mitad de la estampa, la mano poderosa, el «nada puede separarnos».
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Si al principio aún había rezado: «Señor, libérame», ese sacudir interiormente los barrotes de la celda fue dejando paso poco a poco a una serenidad en verdad libre que ora con jesucristo: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Y experimentó cómo, con ello, se inundaba de una gran libertad y una gran bondad frente a aquellos hombres llenos de odio, a los que ya podía amar porque se había percatado de que su odio no era sino expresión de su miseria y cautividad. Luego, la juntaron con mujeres marxistas, para las que celebró servicios religiosos y quienes, con ella, descubrieron esta libertad respecto del odio y la gran libertad que ello procura. La hermana Cassidy dice: sabíamos que esta libertad de la que disfrutábamos detrás de los gruesos muros no era una quimera, sino del todo real. Fue liberada al cabo de ocho semanas. Pero en adelante siguió viendo a Cristo en las personas y en las cosas de la vida diaria, de modo que se le evidenció el sentido de la frase de Chesterton: «Las personas marcadas por la cruz de Cristo atraviesan alegres la oscuridad». Descubrir la vida oculta significa permitir que brote la fuente de energía de este mundo, esto es, adherirse al poder capaz de salvarlo, de darle las energías que él en vano busca en sí mismo. Significa desenterrar el pozo de la alegría que redime y transforma y tiene el poder de revocar lo irrevocable. ¡Buscad lo de arriba! Esto no es dar un paso en el vacío, sino el comienzo de la gran marcha pascual hacia lo auténticamente real. Me impresionó leer en un escrito de una misionera india que, en el fondo, no estamos en condiciones de mostrar a Cristo a los indios, porque, según los criterios de estos, la mayoría de los misioneros, volcados como están completamente hacia fuera en la acción, son incapaces de orar de verdad. Esta incapacidad tiene como efecto, seguía diciendo el texto, que los misioneros occidentales en modo alguno toquen interiormente el punto de unión íntima entre Dios y el ser humano; pero así resulta imposible mostrar al mundo el misterio del Dios encarnado y conducir a la gente a la libertad que brota de dicho misterio. Aquí radica la más profunda llamada de la Pascua: nos exige ponernos en marcha hacia el interior y hacia lo alto, hacia la oculta realidad verdadera, que aún hemos de descubrir como realidad verdadera. Solo podemos creer al Resucitado si nos encontramos con él. Solo podemos encontrarnos con él si hemos seguido sus pasos. Unicamente seremos capaces de dar testimonio de él e introducir su luz en este mundo si-se-cumplen ambas condiciones. Uno de los salmos de Israel, que la Iglesia entiende como salmo de la pasión de jesucristo y durante mucho tiempo oró al comienzo de cada eucaristía, reza: «¡Hazme justicia, Dios!». Se trata del grito de un mundo entero que padece. ¡Haz justicia, Dios! Y 112
él ha dicho: «Sí». ¡Cristo ha resucitado! Lo irrevocable puede ser revocado. Existe la fuerza de transformación. ¡Vivamos abiertos a ella! ¡Busquemos lo de arriba!
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Desde allí ha de venir JUNTO con el descenso a los infiernos y la ascensión a los cielos, Rudolf Bultmann cuenta la fe en el «fin del mundo» asociado al regreso del Señor para juzgar a vivos y muertos entre aquellas ideas que el hombre moderno tiene por «obsoletas»: toda persona razonable está persuadida, afirma el teólogo protestante, de que el mundo continuará su marcha como lo ha hecho en los casi dos mil años transcurridos desde el anuncio escatológico del Nuevo Testamento. Semejante purificación del pensamiento parece aquí tanto más necesaria, ya que el mensaje bíblico en este asunto innegablemente contiene también elementos de marcada índole cosmológica, esto es, penetra en el ámbito que consideramos propio de las ciencias de la naturaleza. Es cierto que, cuando se habla del fin del mundo, el término «mundo» no se refiere en primer lugar a la estructura física del cosmos, sino al mundo humano, a la historia humana; así pues, tal modo de hablar quiere decir directamente que esta clase de mundo - el mundo de los hombres- llegará a un final dispuesto y realizado por Dios. Pero no se puede negar que la Biblia representa este acontecimiento esencialmente antropológico en imágenes cosmológicas (en parte también políticas). Resulta difícil determinar hasta qué punto se trata solo de imágenes y hasta qué punto las imágenes conciernen a la cosa misma. Únicamente desde el contexto más amplio de la visión global del mundo de la Biblia puede decirse con seguridad algo al respecto. Pero, para la Biblia, el cosmos y el ser humano no son dos magnitudes limpiamente separables, de suerte que el cosmos constituiría, por así decir, el aleatorio escenario del ser hombre, que podría desgajarse de ese su entorno y realizarse al margen de él. El mundo y el ser hombre están más bien necesariamente entrelazados, hasta el punto de que no se puede concebir la condición humana al margen del mundo ni el mundo al margen del hombre. Lo primero vuelve a parecernos hoy juicioso; lo segundo tampoco debería resultarnos ya tan incomprensible, máxime después de las enseñanzas recibidas, por ejemplo, de Teilhard. A la vista de esto podríamos estar tentados de afirmar que el mensaje bíblico sobre el fin del mundo y la segunda venida del Señor no es mera antropología en imágenes cósmicas ni tampoco se limita a yuxtaponer un aspecto cosmológico a otro antropológico; antes bien, en intrínseca coherencia con la visión global de la Biblia, representa la convergencia de 114
antropología y cosmología en la cristología definitiva y, justamente en ella, el fin del «mundo», mundo que, en su doble vertiente de cosmos y de ser humano, remite ya de por sí a esta unidad como a su meta. El cosmos y el ser humano - que, a pesar de parecer con tanta frecuencia contrapuestos, se implican mutuamente - devienen uno por medio de su subsunción (Komplexion) en la realidad más abarcadora del amor que, como ya hemos dicho antes, trasciende y envuelve el bíos. Con ello, aquí se pone una vez más de manifiesto hasta qué punto lo escatológico-final y la ruptura que supone la resurrección de jesús forman realmente una unidad; se evidencia una vez más que el Nuevo Testamento presenta con razón esta resurrección como lo escatológico. Para avanzar, hemos de desplegar nuestros pensamientos con algo más de claridad. Acabamos de decir que el cosmos no es meramente un marco exterior de la historia humana, ni una entidad estática, una suerte de contenedor habitado por todo tipo de seres vivos, que, en realidad, podrían ser trasladados sin problemas a cualquier otro contenedor. Formulado de forma positiva, esto significa que el cosmos es movimiento, que no solo se da en él una historia, sino que él mismo es historia: no solo constituye el escenario de la historia humana, sino que, ya antes de ella y luego junto con ella, es «historia». En último término, únicamente existe una única y abarcadora historia universal, que en todos sus altibajos, en todos sus avances y retrocesos, manifiesta una dirección global y camina «hacia delante». A buen seguro, a quienes no ven más que una parte de ella, ese fragmento, aun cuando sea relativamente grande, se les antoja un dar vueltas siempre sobre lo mismo. No es posible reconocer una dirección. Solo quien comienza a percibir el todo puede intuirla. Pero en este movimiento cósmico, como ya hemos visto anteriormente, el espíritu no es un accidental producto secundario de la evolución, carente de relevancia para el conjunto; más bien hemos podido constatar que, en dicho movimiento, la materia y su despliegue constituyen la prehistoria del espíritu. Desde aquí, la fe en el retorno de jesucristo y en la concomitante consumación del mundo puede explicarse como la convicción de que nuestro mundo se dirige hacia un Punto Omega en el que definitivamente se evidenciará -y resultará imposible pasar por alto - que aquello estable que consideramos, por así decir, el suelo sustentador de la realidad no es la mera materia, inconsciente de sí, sino que el verdadero y firme suelo es el sentido: él es el que mantiene unido el ser, el que le confiere realidad, más aún, él es la realidad. El ser no recibe su consistencia desde abajo, sino desde arriba. En la transformación del mundo que lleva a cabo la técnica podemos experimentar ya hoy, en cierto modo, que existe este proceso de la subsunción del ser material por el espíritu y de 115
su recapitulación desde este en una nueva forma de unidad. En la manipulabilidad de lo real comienzan a difuminarse para nosotros los límites entre la naturaleza y la técnica, hasta el punto de que estas dejan de ser inequívocamente separables. Sin duda, esta analogía tendrá que ser calificada de problemática en más de un sentido. Así y todo, en tales procesos vislumbramos una forma del mundo en la que el espíritu y la naturaleza no se yuxtaponen sin más, sino que el espíritu, por medio de una nueva subsunción, incorpora en sí lo meramente natural y, de ese modo, crea un nuevo mundo, que a la par comporta por necesidad la desaparición del antiguo. Ahora bien, el fin del mundo en el que creemos los cristianos es, a buen seguro, algo muy distinto de la victoria total de la técnica. Pero la fusión de naturaleza y espíritu que en ella acontece nos posibilita, sin embargo, comprender de modo nuevo en qué dirección debe ser concebida la realidad de la fe en la segunda venida de Cristo: como fe en la definitiva unificación de lo real desde el espíritu. Con ello se posibilita un nuevo paso. Hemos dicho que la naturaleza y el espíritu constituyen una única historia que avanza de tal modo que el espíritu se manifiesta cada vez más como aquello que todo lo engloba y, así, en concreto, la antropología y la cosmología terminan fundiéndose entre sí. Pero la afirmación de la creciente subsunción del mundo por el espíritu comporta por necesidad la unificación del mundo hacia un centro personal, pues el espíritu no es algo indeterminado, sino que allí donde existe en su especificidad, allí subsiste como individualidad, como persona. Es cierto que hay una suerte de «espíritu objetivo», espíritu invertido en máquinas, en obras de los más diversos tipos; pero, en todos estos casos, el espíritu no existe en su forma originaria: el «espíritu objetivo» es siempre una derivación del espíritu subjetivo, remite de vuelta a la persona, la única forma auténtica de existencia del espíritu. La afirmación de que el mundo se dirige hacia su subsunción por el espíritu incluye, pues, la afirmación de que el cosmos se encamina hacia una unificación en lo personal. Pero esto confirma una vez más la infinita primacía de lo individual sobre lo general. Este principio, desarrollado anteriormente, se muestra aquí de nuevo en toda su relevancia. El mundo se dirige hacia la unidad en la persona. El todo recibe su sentido de lo individual, no al revés. Percatarse de esto justifica también, una vez más, el aparente positivismo de la cristología, la convicción - tan escandalosa para los hombres de toda época - que hace de un individuo el centro de la historia y del todo. Este «positivismo» se pone aquí de nuevo de manifiesto en su intrínseca necesidad: si es cierto que al final aguarda el triunfo del espíritu, o sea, de la verdad, la libertad y el amor, entonces no es 116
una fuerza cualquiera la que termina triunfando; no, lo que prima al final es un rostro. El Punto Omega del mundo es un tú, una persona, un individuo. La subsunción que todo lo engloba, la unificación que abarca infinitamente todo es, al mismo tiempo, la definitiva refutación de todo colectivismo, la negación de todo fanatismo de la mera idea, incluso de una supuesta idea del cristianismo. El ser humano, la persona, tiene siempre prioridad sobre la mera idea. De ahí se deduce otra consecuencia esencial. Si se basa en el espíritu y en la libertad, entonces la irrupción en la ultracomplejidad de lo último en modo alguno representa una neutral deriva cósmica; antes bien, incluye responsabilidad. A diferencia de los procesos físicos, tal irrupción, lejos de acontecer de por sí, se apoya en decisiones. Por eso, el regreso del Señor no es solo salvación, no es solo el Punto Omega que todo lo arregla, sino también juicio. En efecto, desde aquí podemos determinar de verdad el sentido de las referencias al juicio. Estas significan justamente que el estadio final del mundo no es resultado de una corriente natural, sino fruto de la responsabilidad fundada en la libertad. Sobre el trasfondo de semejantes conexiones hay que entender también por qué el Nuevo Testamento, a pesar de su mensaje de gracia, se atiene a que al final los seres humanos serán juzgados «según sus obras» y a que nadie puede sustraerse a esta rendición de cuentas sobre la forma en que ha vivido. Existe una libertad que ni siquiera es eliminada por la gracia, sino que más bien es perfeccionada por esta: el destino definitivo del ser humano no le será impuesto sin contar con sus decisiones vitales. Esta afirmación, por lo demás, también resulta necesaria precisamente como límite frente al falso dogmatismo y la falsa seguridad en sí mismo del cristiano. Solo ella garantiza la igualdad de los seres humanos en tanto en cuanto reconoce que todos tienen idéntica responsabilidad. Desde los tiempos de los padres de la Iglesia ha sido (y sigue siendo hoy) tarea decisiva del anuncio cristiano elevar a conciencia esta igualdad en lo relativo a la responsabilidad, contraponiéndola a la falsa esperanza de quienes dicen: «¡Señor, Señor!». Tal vez sea oportuno recordar en este contexto unas consideraciones del gran teólogo judío Leo Baeck, con las que el cristiano no estará de acuerdo, pero cuya seriedad tampoco puede ignorar sin más. Baeck señala que la existencia peculiar de Israel se convirtió en conciencia de servicio al futuro de la humanidad. «Se insiste en la singularidad de la llamada, pero no se anuncia exclusividad alguna de la salvación. El judaísmo consiguió no deslizarse hacia la estrechez religiosa del concepto de una Iglesia depositaria única de la salvación. Cuando no es la fe, sino la acción lo que conduce a Dios, cuando la comunidad ofrece a sus hijos el ideal y la tarea como signo espiritual de 117
pertenencia, ocupar un lugar en la alianza de la fe no garantiza todavía la salvación del alma». Baeck muestra luego que este universalismo de la salvación fundada en la acción cristaliza de forma cada vez más clara en la tradición judía, para plasmarse finalmente con toda claridad en el «clásico» apotegma: «También los justos no israelitas participan de la dicha eterna». Nadie podrá leer indiferente lo que Baeck afirma a continuación: que basta «contraponer [a este principio] la descripción que Dante hace del lugar de la condenación, de la morada a la que están destinados incluso los mejores de entre los paganos, con la gran cantidad de espeluznantes imágenes que se corresponden con las ideas de la Iglesia en los siglos anteriores y posteriores, para experimentar en toda su agudeza el contraste»'. Ciertamente, mucho de lo que se afirma en este texto es impreciso e invita a ser rebatido; sin embargo, contiene una seria aseveración. A su modo, logra evidenciar en qué consiste la indispensabilidad del artículo del credo sobre el juicio común de todos los seres humanos «según sus obras». No es tarea nuestra aquí considerar en detalle cómo esta afirmación puede coexistir con todo el peso de la doctrina de la gracia. Quizá no se consiga en último término superar una paradoja cuya lógica solamente se revela por entero a la experiencia de una vida vivida desde la fe. Quien se confía a ella se percatará de que se dan ambas cosas: la radicalidad de la gracia, que libera al ser humano impotente; y en no menor medida, el permanente rigor de la responsabilidad, que lo reclama día tras día. La conjunción de estas dos realidades significa que para el cristiano existe, por una parte, la serenidad liberadora y desenvuelta de quien vive de la abundancia de la justicia divina, que es Jesucristo. Existe una serenidad que sabe: en último término, yo no puedo destruir lo que él ha construido. En sí, el ser humano se encuentra, en efecto, bajo la terrible conciencia de que su poder de destrucción es inmensamente mayor que su poder de construcción. Pero este mismo ser humano sabe que en Cristo el poder de construcción se ha revelado, sin embargo, infinitamente más fuerte. Así, de ahí brota una libertad profunda, la certeza de que Dios nunca se arrepiente de su amor y que, conocedor de lo que se oculta tras todos nuestros extravíos, permanece siempre bien dispuesto hacia nosotros. Ahora resulta posible realizar sin miedo la propia obra; esta ha perdido su carácter inquietante porque ha perdido su poder destructivo: el desenlace del mundo no depende de nosotros, está en manos de Dios. Pero el cristiano sabe al mismo tiempo que no está ahí para hacer lo que se le antoje, que su acción no es un juego que Dios le permite llevar a cabo sin tomárse lo en serio. El cristiano es consciente de que debe responder y, como administrador de aquello que le ha sido confiado, tendrá que rendir cuentas. Únicamente existe responsabilidad allí donde 118
hay alguien que pregunta. El artículo del credo sobre el juicio nos sitúa ante el hecho de que nuestra vida se halla sujeta a examen. Nada ni nadie nos autoriza a minimizar la enorme seriedad inherente a este saber; él nos hace ver que es mucho lo que está en juego en nuestra vida, y precisamente eso es lo que le confiere su dignidad. «A juzgar a vivos y muertos»: por lo demás, esto también significa que, en último término, solo a él le compete juzgar. Con ello queda dicho que la injusticia del mundo no tiene la última palabra, ni siquiera en el sentido de que será borrada con indiferencia en un indulto universal; más bien existe una última instancia de apelación que vela por el derecho, con objeto de que así se pueda realizar el amor. Un amor que destruyera el derecho crearía injusticia, pero no sería ya más que una caricatura del amor. El amor verdadero es sobreabundancia de derecho, trasciende el derecho, pero nunca lo destruye, pues este es y debe seguir siendo la forma fundamental del amor. Es necesario, sin embargo, andarse con cuidado para no caer en el extremo contrario. No se puede negar que ha habido épocas en las que el artículo del credo sobre el juicio ha adquirido en la conciencia cristiana una forma que en la práctica no podía sino llevar a la completa destrucción de la fe en la salvación y de la promesa de la gracia. Como ejemplo de ello se alude una y otra vez a la honda contraposición entre el maran atha y el dies irae. Con su oración: «¡Ven, Señor Jesús!» (maran atha), el cristianismo primitivo interpretó la segunda venida de jesús como un acontecimiento lleno de esperanza y alegría y se orientó anhelante hacia él como instante de la gran consumación. A los cristianos medievales, en cambio, aquel instante se les antojaba el terrorífico «día de la ira» (dies irae), que podía hacer perecer en aflicción y tormento al ser humano y al que este miraba con angustia y espanto. La segunda ve nida de Cristo pasó a ser nada más que juicio, día de la gran rendición de cuentas, que sobre todos se cierne. Es una visión así se olvida algo decisivo; el cristianismo parece reducido en la práctica a mero moralismo y, de este modo, es desprovisto del aliento de esperanza y alegría que constituye su verdadera expresión de vida. Quizá habría que decir que un primer germen de semejante desarrollo erróneo, que no ve más que el riesgo de la responsabilidad y pasa por alto la libertad del amor, se encuentra ya en el propio credo, en el que la idea de la segunda venida de Cristo, al menos conforme al tenor de las palabras, se presenta reducida ya por entero a la noción de juicio: «De allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos». A buen seguro, en los círculos en los que intelectualmente se originó el símbolo de fe, la herencia protocristiana 119
permanecía del todo viva; las palabras sobre el juicio eran entendidas todavía en obvia unidad con el mensaje de la gracia: de por sí, la afirmación de que jesús es quien juzga sumergía simultáneamente el juicio en un baño de esperanza. Me gustaría remitir tan solo a un pasaje de la llamada Segunda carta de Clemente (Secunda Clementis) en el que esto se expresa de forma palmaria: «Hermanos, tendríamos que pensar en jesucristo como Dios y como juez de vivos y muertos. Y no deberíamos pensar cosas mediocres de la salvación; porque, cuando pensamos cosas mediocres, esperamos también recibir cosas mediocres»2. Aquí se hace patente el verdadero énfasis de nuestro texto: a diferencia de lo que sería de esperar, quien juzga no es sin más Dios, el Infinito, el Incognoscible, el Eterno. Más bien, él ha delegado el juicio en uno que, en cuanto hombre, es hermano nuestro. No nos juzga un extraño, sino aquel al que conocemos en la fe. El juez no nos recibirá como el totalmente Otro, sino como uno de los nuestros, como alguien que conoce desde dentro la condición humana y ha sufrido. Pero de este modo despunta sobre el juicio la aurora de la esperanza; el juicio no es solo el día de la ira, sino también el del regreso de nuestro Señor. Viene aquí a la mente la impresionante visión de Cristo con la que comienza el libro del Apocalipsis (Ap 1,919): el vidente cae como muerto a los pies de este ser desbordante de poder. Pero el Señor pone su mano sobre él y, como en los días en los que contra viento y marea cruzaban el lago de Genesaret, le dice: «No temas, soy yo» (Ap 1,17). El Señor todopoderoso es aquel jesús de quien en su día el vidente se hizo compañero de camino en la fe. El artículo sobre el juicio contenido en el símbolo de la fe aplica justo esta idea a nuestro encuentro con el juez universal. En ese día marcado por el miedo, el cristiano podrá percatarse con jubiloso asombro de que aquel a quien se «ha concedido plena autoridad en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18) fue su compañero de camino en sus días terrenos; y es como si él, por medio ya de las palabras del símbolo, le impusiera las manos y le dijera: «No temas, soy yo». Tal vez no haya manera más hermosa de responder al problema del entrelazamiento del juicio y la gracia que la que brinda la idea que está en el trasfondo de nuestro credo.
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El intelecto, el espíritu y el amor Una meditación sobre Pentecostés ¿MERECE realmente la pena que en los días de fiesta nos detengamos por un instante y reflexionemos sobre su sentido, así como sobre el sentido de nuestra existencia, de sus desasosiegos, sus esperanzas, sus miedos? ¿O se trata tan solo de una costumbre burguesa, del anhelo de un poco de oropel y una piadosa transfiguración de la vida, un residuo de épocas pasadas al que deberíamos renunciar de una vez? Para muchos, sin duda, Pentecostés no es más que el nombre de un fin de semana prolongado (pues en Alemania el lunes de Pentecostés es festivo). La gente cambia el mecánico discurrir de la vida diaria por el mecánico discurrir del tiempo libre. Este, que puede conllevar graves peligros, incluso riesgo de muerte, no es menos agitado y excitante que el de la vida diaria; pero tiene la ventaja del cambio, quizá la ilusión de libertad, tal vez incluso instantes de verdadero recreo y satisfacción. Sería necio considerar con irónico desdén el fin de semana y el tiempo libre: a todos nos alegra el espacio de libertad que ello nos ofrece, aunque las opiniones sobre cuál sea la mejor manera de colmarlo divergen, a buen seguro, en considerable medida. Solo quien vive conscientemente será incapaz de darse por satisfecho con dejarse llevar del trabajo al tiempo libre y del tiempo libre al trabajo; tendrá que ha cer de vez en cuando una pausa y preguntarse hacia dónde se encamina su vida, hacia dónde se dirige la realidad toda: los seres humanos y el mundo en su totalidad. Deberá cobrar conciencia de su parte de responsabilidad en este ajetreo y en la orientación que sigue su propia vida y no podrá participar sin más en la oferta de consumo, en permanente expansión, al menos no sin preguntarse de dónde viene y adónde va esta. Así pues, es probable que, a quien vive de forma consciente, la reflexión sobre el sentido de la fiesta no se le antojará tan terriblemente anticuada y sin razón de ser como parecía en un primer momento. Cuando esté al caer Pentecostés, cabrá recordar antes de nada que esta fiesta tiene que ver de algún modo con lo que llamamos «espíritu». Aun cuando el acceso a la fe cristiana se haya tornado difícil, ello estimulará alguna que otra reflexión. ¿Qué significa en realidad «espíritu»? En la actualidad lo encontramos sobre 121
todo como cálculo, como saber acumulado, almacenable y manipulable por medio de ordenadores, como planificación que nos transforma en elementos de un gigantesco aparato cuyo funcionamiento ya nadie puede conocer con detalle y que, en su avance, convierte progresivamente al propio ser humano -y su futuro - en factor calculable de un todo más abarcador. Cuando oímos hablar de esto y, con ello, vemos aproximarse a nosotros las perspectivas de lo venidero, o sea, un mundo matematizado del que habrán desaparecido los últimos restos de romanticismo, a pesar de todas nuestras esperanzas y expectativas, no podemos por menos de sentirnos un tanto inquietos. Aunque es innegable todo lo útil, cómodo, esperanzador, grande y liberador que nos ha aportado y nos sigue aportando la racionalización del mundo, entendemos espontáneamente voces como la de Jean Rostand: «A la ciencia de la naturaleza le tengo tanto miedo porque no creo más que en ella»'. O la de Henri Bergson, quien, pensando en el prodigioso desarrollo tecnológico de nuestro siglo, afirma que hoy la humanidad tiene «un cuerpo demasiado grande para su alma»2. Mas entonces se plantea la pregunta: ¿se agota realmente la realidad «espíritu» en lo que acabamos de describir o va más allá? ¿Existe el espíritu solo en la forma «positiva» del ordenador o también bajo el modo de lo que Bergson llama el «alma»? ¿No será que solo nos confrontamos con lo esencial de lo que se llama y es espíritu, con lo decisivo y salvífico, cuando vamos más allá del espíritu almacenable en ordenadores? En este punto volvemos a rozar el umbral de la decisión a la que Pentecostés quiere exhortarnos: una decisión exige antes de nada pasar del fin de semana a la fiesta, de la mera utilización de la máquina de consumo a la reflexión sobre ella. Y una decisión significa además trascender el espíritu constatable del saber de planificación hacia algo mayor, que, sin embargo, al mismo tiempo se encuentra más oculto. Pierre Henri Simon propone denominar lo descrito hasta aquí no tanto «espíritu» cuanto «intelecto»: el intelecto sería entonces la suma de las fuerzas de conciencia receptivas, lógicas y pragmáticas. Pero lo espiritual en sentido propio descubre el orden de los valores más allá de los hechos, la libertad más allá de las leyes, una existencia que coloca la justicia por encima del interés3. El espíritu así entendido no puede ser ya objeto de cálculo ni almacenamiento; se refiere cabalmente a lo incalculable: una actitud «que colma la felicidad del ego destruyendo el egoísmo», o sea, aquello que solo puede ser realizado en la decisión del corazón, de la persona entera. Llegados a este umbral aún no se puede afirmar sin más, sin embargo, que se haya alcanzado el mensaje cristiano de Pentecostés. Pues la opción por el «espíritu» así 122
entendido y en contra de lo meramente positivo puede ser adoptada asimismo por personas no cristianas; es una opción que atraviesa toda la humanidad. No obstante, con ello se ha tocado el punto en el que quizá el hombre de hoy puede volver a comprender qué significa la fe cristiana en el Espíritu creador que renueva la faz de la tierra. A oídos de la mayoría de nuestros contemporáneos, a menudo incluso de aquellos que quieren creer al modo cristiano, el mensaje de Pentecostés de la Biblia y de quienes lo predican suena como un balbuceo ebrio, como el incomprensible mascullar de soñadores que ni siquiera se han dado cuenta de que hemos entrado en la claridad de la Modernidad, en la que ya no hay lugar para semejantes desvaríos. Estos contemporáneos nuestros apenas son conscientes de que, en esta confrontación entre lo «positivo» y lo «espiritual», entre personas que únicamente están al servicio del aparato y personas que, a pesar de todo, creen en la contemplación y en el amor, en la verdad y en los valores duraderos que de ella derivan, les sale al encuentro en último término la realidad de Pentecostés. En el fondo, hoy nos encontramos ante la pregunta de si la humanidad puede ser salvada a través del perfeccionamiento del «aparato» o si sigue siendo cierta la sentencia de Pascal de que «todos los cuerpos y espíritus y todo lo que unos y otros pueden producir no valen tanto como la más leve moción del amor»4. Pero preguntémonos por fin: ¿en qué consiste en realidad el mensaje cristiano de Pentecostés, qué es el «Espíritu Santo» del que nos habla? Los Hechos de los Apóstoles lo dicen con una imagen; tal vez no sea posible expresarlo de otro modo, porque la realidad de este Espíritu escapa en gran medida a nuestra comprensión. Allí se narra que los discípulos, tras ser tocados por unas lenguas de fuego, hablaban de un modo que a unos (los «positivistas») se les antojaba resultado de la embriaguez, cháchara sin utilidad ni sentido, mientras que los demás, gentes de todos los rincones del mundo a la sazón conocido, los oían hablar cada cual en su lengua. El trasfondo de este texto lo constituye la descripción veterotestamentaria de la torre de Babel, en conjunción con la cual desarrollan los Hechos de los Apóstoles un muy vigoroso cuadro de teología de la historia. El relato veterotestamentario cuenta que los seres humanos intentaron, en la arbitrariedad de su progreso, edificar una torre que alcanzara hasta el cielo; esto quiere decir que creyeron que la fuerza de sus construcciones y proyectos les permitiría tender el puente hacia el cielo, que serían capaces de hacer accesible por sí mismos el cielo, de transformar al ser humano en un dios. El resultado es la confusión de lenguas: la humanidad que solo se busca a sí misma, que persigue su salvación en la satisfacción por medio del poder económico de todo deseo egoísta que aflore, sucumbe precisamente a la ley del egoísmo, cae en un radical enfrentamiento de unos contra otros en el que ya nadie 123
entiende a nadie y el fin de la mutua comprensión acarrea que el egoísmo quede asimismo insatisfecho. El relato neotestamentario de Pentecostés retoma esta idea. También él considera que la esencia de la humanidad actual es la desunión, la mera coexistencia e incluso el enfrentamiento, fenómenos que descansan en la autoidolatría, en virtud de la cual todo es visto bajo una perspectiva errónea; de esta suerte, al final el ser humano no entiende a Dios ni al mundo ni a los demás, ni siquiera se entiende a sí mismo. El «Espíritu Santo» crea comprensión, porque él es el amor que brota de la cruz, de la renuncia de jesús a sí mismo. No es preciso que intentemos reflexionar aquí en detalle sobre las implicaciones dogmáticas de todo. Para nuestro propósito bastará con recordar la fórmula en la que Agustín intenta recapitular el núcleo del relato de Pentecostés: la historia universal, afirma, es una lucha entre dos clases de amor: el amor a sí mis mo hasta el punto de odiar a Dios y el amor a Dios hasta el punto de la entrega del yo. Pero este segundo amor es la salvación del mundo y del yo5. Pienso que ya sería mucho si el puente de Pentecostés nos ayudara a ir más allá del irreflexivo consumo del tiempo libre y a tomar conciencia de nuestra responsabilidad; si, trascendiendo la razón y el saber planificable y acumulable, nos llevara a redescubrir el «espíritu», la responsabilidad de la verdad, los valores de la conciencia moral y el amor. Pues aunque con ello no encontráramos de inmediato lo cristiano en sentido estricto, sí que tocaríamos ya, por así decir, la orla de Cristo y su espíritu. Pues, a la larga, la «verdad» y el «amor» no pueden existir en un espacio vacío, carentes, por así decir, de localización. Si constituyen la medida permanente y la esperanza del ser humano, más que formar parte de la historia mudable, son el punto de referencia del movimiento de esta. Y entonces, lejos de ser ideas lejanas, tienen un rostro concreto, nos llaman, son ellas mismas «amor», esto es, persona. Entonces, el Espíritu Santo es en verdad «espíritu», en la plenitud de lo que esta palabra, pese a su limitación, puede siempre significar. Es probable que en un mundo profundamente cambiado no tengamos más remedio que buscar palpando a ciegas una vía del todo nueva hacia él. Quizá a alguno le parecerá imposible recorrer ese camino hasta el final, hasta la «sobria ebriedad» de la fe pentecostal. Pero la apremiante pregunta de Pentecostés, que sacude el temible «sueño de la conciencia» del que una vez más habla Pierre Henri Simon6, debería y podría interpelarnos a todos: el viento impetuoso de Pentecostés nos concierne a todos, también hoy y precisamente hoy.
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La Iglesia como lugar del servicio a la fe LA palabra «Iglesia» no suena bien en la actualidad. Nos pasa casi como a los hombres del último siglo de la Edad Media, para quienes el llamamiento a una reforma de la Iglesia en la cabeza y los miembros recapitulaba la impresión que tenían de la Iglesia. A diario oímos hablar de nuevas deficiencias de sus ministros: unas veces nos molesta la testarudez de quienes defienden la tradición, otras veces no podemos por menos de desaprobar con un cabeceo la arbitrariedad de quienes se creen obligados a alarmar a todo el mundo a causa de sus problemas personales. Las instituciones de la Iglesia se nos antojan anticuadas, a menudo estrechas de miras; solo con esfuerzo se abren paso una conciencia jurídica moderna y la percepción de las implicaciones sociales del mensaje cristiano. Con frecuencia nos da la impresión de que se siguen defendiendo con insensata obstinación exigencias de la Iglesia ya superadas o perfectamente superables que, en vez de proporcionar libertad a las personas, les imponen cargas. Nos vienen entonces a la mente las condenatorias palabras de jesús sobre los fariseos y los escribas de su época, y nos parece que no son menos aplicables a los servidores de la Iglesia que a los de la sinagoga. Y a la inversa, también volvemos a observar un peculiar oportunismo de la Iglesia frente a los tiempos que corren, oportunismo que luego, de repente, se convierte en acomodación allí donde la Iglesia debería ofrecer resistencia, y entonces tenemos repetidamente la sensación de que se alía en exceso con la mentalidad de determinados grupos que le impiden ser una fuerza de unificación y reconciliación, como correspondería a su misión. Además de todo ello, sin cesar se nos sacan a colación los escándalos de la historia de la Iglesia. Palabras clave como, por ejemplo, inquisición, procesos contra brujas o persecuciones de judíos son corrientes hoy para todos nuestros contemporáneos, de suerte que se generaliza la percepción de que la Iglesia del pasado fue, en cualquier caso, una empresa fallida y de que, para que mereciera la pena comprometerse por ella, habría que hacer borrón y cuenta nueva con todo lo acaecido hasta ahora. Pero ¿se puede confiar realmente en esas nuevas promesas? ¿Quién garantiza la bondad de la Iglesia del futuro? ¿Y en qué se apoya esta? Si de la obra de jesús y de los
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apóstoles no pudo salir nada duraderamente bueno, cabría argumentar, ¿en qué profetas podemos confiar ahora? Así, con más razón aún, el compromiso con una Iglesia por fin completamente distinta no puede parecernos sino una letra de cambio sin fondos, que nada nos persuadirá a aceptar. Y por todas estas razones se desvanece progresivamente el ánimo de dedicar la vida entera al servicio de la Iglesia. ¿Qué cabe decir al respecto? Tal vez convenga considerar primero la respuesta que la propia fe ha formulado desde su interior a tales preguntas. Esa respuesta afirma que la Iglesia es «fuerza en la debilidad», mezcla de fracaso humano y misericordia divina. Según esto, pertenece a la esencia de la Iglesia ser a la vez divina y humana, rica y pobre, luminosa y oscura. Dios se ha convertido en un mendigo y se ha solidarizado con el hijo pródigo, con aquel que estaba perdido, hasta tal punto que parece ser uno precisamente con él, hasta tal punto que él mismo es el otro, el perdido, sobre quien recaen todas las cargas de la historia. La fe nos asegura que la Iglesia, cabalmente en cuanto expresión pecaminosa de la misericordia divina, es la solidaridad de Dios con los pecadores. Eso, a su vez, quiere decir, por una parte, que la Iglesia se encuentra degradada a causa de todos los fracasos humanos, pero también, por otra, que en ella se conserva y permanece operante lo que, donado por Dios, confiere esperanza y salvación al ser humano. Así pues, la Iglesia sería, por su esencia, «paradójica», ambivalente, mixtura de fracaso y bendición. Una pregunta se nos impone aquí: ¿es esto cierto? Pienso que la verdad de las afirmaciones anteriores se puede percibir perfectamente si se consideran con un poco de paciencia y sin prejuicios. Pues, junto a la historia de los escándalos de la Iglesia, que hoy tan machaconamente se nos repite, existe también otra historia de la iglesia, una historia de esperanza, un rastro de luz que, con origen en jesús, atraviesa los siglos, ensanchándose a veces, estrechándose otras, mas sin desaparecer nunca. Recordemos un par de detalles, a fin de arrancar de nuevo al olvido esa otra historia de la Iglesia. Difícilmente somos capaces ya de hacernos una idea de lo que significó que en el año 217 un esclavo llegase en Roma a ser papa. Según el derecho antiguo, los esclavos no eran tenidos por personas, sino por objetos. Pero en la Iglesia eran hermanos y, en cuanto tales, iguales al resto. En medio de la antigua sociedad pagana, la particularidad de la Iglesia era tan fuerte que podía manifestarse en sucesos de esta índole, que no eran más que un síntoma de la fuerza de la revolución cristiana. Y esa fuerza no se traducía en terror, sino en una transformación nacida del interior. Cuando pocos siglos más tarde el mundo antiguo sucumbió a las invasiones de los germanos, la fe cristiana se reveló 127
como una decisiva fuerza de reconciliación, capaz de propiciar el encuentro entre el joven mundo de los conquistadores y el antiguo mundo de una gran cultura exhausta, de modo que los conquistadores y los sometidos, los bárbaros y los herederos de la riqueza de la cultura antigua, volvieron a reconocerse unos a otros como hermanos y fueron capaces de construir conjuntamente un nuevo mundo: el mensaje de la fe ayudó a ambas partes a percatarse de que todos pertenecían a un único Dios en vez de a diversos dioses rivales, de que eran amados por igual por el hermano jesucristo, quien había sufrido por los unos tanto como por los otros. Agustín, quien vio aproximarse a África el asalto de los vándalos y murió durante el sitio de su sede episcopal, había señalado en más de una ocasión que la paz de jesucristo tenía mayor alcance que el poder pacificador del imperio romano y que la fe podía y debía englobar a bárbaros y romanos por igual. En la Alta Edad Media, en medio de una Iglesia enriquecida e identificada con la sociedad, apareció la figura pura de san Francisco, un ejemplo extraordinario de la crítica cristiana de la sociedad: una de las facetas de su programa es la voluntaria solidaridad con los pobres y, por ende, la diferenciación de la fe respecto de los poderes dominantes; la otra, la idea de paz, como paz hacia dentro, contra los excesos de las luchas de poder entre los distintos estratos de la sociedad medieval, pero también como paz hacia fuera: misión en vez de cruzada, aspiración a la unidad del mundo a partir de la unidad de Dios. Por supuesto, tales impulsos solo se concretaron de forma muy fragmentaria en el ámbito político, pero estaban ahí, eran poderes vivos que surgían una y otra vez del poder de la fe que vive en la Iglesia. Estas afirmaciones valen incluso para los momentos más oscuros de la historia de la Iglesia: en medio de los crueles sucesos de la colonización española de América se alzaron hombres, como el dominico Las Casas, que abogaron incansablemente por los derechos humanos de los oprimidos; y en honor de la corona española hay que decir que escuchó y tomó en serio esas voces e intentó repetidamente promulgar un derecho colonial basado en el respeto del ser humano, si bien carecía de poder para hacer valer en el otro hemisferio ese derecho nutrido de espíritu cristiano. A resultas de tales esfuerzos surgió luego en la escolástica española, mucho antes de la Ilustración, el concepto de derecho internacional, del que hoy todavía vivimos. Es cierto que de la fe de la Iglesia se ha abusado reiteradamente como excusa para la imposición de las propias pretensiones de poder; pero, al mismo tiempo, esa fe ha seguido siendo una y otra vez la sal profética que quema e inquieta a los poderosos. La vocación a la libertad, la igualdad y la fraternidad, que afloró con creciente intensidad en la Modernidad, no se comprende sin la fe conservada-en- la Iglesia.
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La fe de la Iglesia se expresa también de otro modo, más difícil de ver, pero no menos decisivo. No solo de pan vive el hombre: en realidad, esto deberíamos saberlo muy bien en una época en la que los seres humanos sienten hastío de su bienestar, hasta el punto de que no solo hacen la revolución contra la pobreza, sino también contra el bienestar. Solo quien está del todo saciado y puede permitirse lo que desee se da cuenta de cuán poca cosa es todo eso. Ni aun teniendo todo lo que se les antojara, serían los seres humanos felices, ni mucho menos. Antes al contrario, el mundo occidental de hoy demuestra que es entonces cuando son de todo punto infelices, que es entonces cuando comienzan sus problemas. En este sentido, el hombre no puede ser salvado por medio de pan y dinero. Tiene hambre de más. La huida a las drogas, que se está convirtiendo en un fenómeno masivo, lo demuestra a las claras. El ser humano necesita sentido en no menor medida que pan. A través de los siglos, la Iglesia ha dado a los seres humanos una conciencia de su dignidad interior que nadie ha podido arrebatarles; junto con la esperanza de la fe, les ha regalado un sentido que los ha hecho ricos y libres. Cuán necio es calificar todo esto de «opio del pueblo» se percibe en una situación en la que el pueblo, de hecho, toma opio, justamente porque disfruta del bienestar que debería hacer innecesario ese opio. Y aún hay algo más: personajes como Vicente de Paúl, Mary Ward o comoquiera que se llamen los numerosos fundadores y fundadoras de congregaciones religiosas en la Edad Moderna muestran que la fe cristiana no solo ha generado, desde un punto de vista negativo, la protesta crítica contra la sociedad, sino que, desde un punto de vista positivo, también ha dado a las personas la fuerza del servicio, sin la cual toda sociedad está condenada a sucumbir. El hecho de que hoy tengamos que traer, para los hospitales y asilos de la Iglesia católica en Alemania, religiosas de Yugoslavia, España o, por ejemplo, la India o Corea (cuando la propia Asia necesita de forma apremiante de sus fuerzas) pone de manifiesto un déficit en nuestra sociedad que probablemente pronto, muy pronto, tenga consecuencias bastante más graves que las del tan traído y llevado déficit de formación cultural, en el que neciamente se confunde la cultura con la formación escolar y se olvida a la persona en aras del rendimiento. Con dinero se pueden comprar muchas cosas, pero no el espíritu de abnegación y servicio. Quizá sea posible tomarlo prestado de otras naciones por algún tiempo; pero si le falta durante un periodo prolongado al organismo de un pueblo, el rendimiento de este se levanta sobre pies de barro y el colapso es ineludible a la larga. Aquí se evidencia que un pueblo no puede vivir solo de su producción (como supone el ingenuo materialismo de nuestra opinión pública), sino que, para subsistir, precisa de energías intelectuales y espirituales. El hecho de que la 129
Iglesia haya despertado en todas las épocas la fuerza del servicio y haya sabido darle sentido al servicio es, en la actualidad, motivo de irónica sonrisa e incluso escarnio. A ojos de nuestros contemporáneos de talante progresista, virtudes tan «antidemocráticas» como, por ejemplo, la humildad, la paciencia o la voluntaria limitación de la propia libertad en aras de la libertad del otro ponen de manifiesto, en el mejor de los casos, el carácter reaccionario de la Iglesia o llevan incluso a que esta sea calificada de «fragua de ídolos», pues tales virtudes, se sostiene, favorecen únicamente a los poderosos. Habría que replicar que en realidad benefician a quienes sufren; de todos modos, es probable que, en este sentido, pronto se nos hielen las risas y las sonrisas. Regresemos a nuestro punto de partida. Es posible que las observaciones que acabamos de ensayar sobre la «otra historia de la Iglesia» suenen un tanto apologéticas. Sin embargo, de vez en cuando es sencillamente necesario recordar hechos silenciados o reprimidos; con mucha frecuencia, la acusación de estar haciendo «apologética» es solo parte de la represión, que se defiende contra el recuerdo. Existe un modo de proceder basado en reprimir todo lo oscuro: eso sería «apologética». También se da, empero, el fenómeno contrario, el de no querer ver más que lo oscuro, a fin de liberarse por completo del pasado; con ello, sin embargo, el ser humano se engaña incluso a sí mismo y pierde el norte. Si intentamos ser realistas, debemos reconocer tanto lo uno como lo otro: en la Iglesia existe la permanente oscuridad asociada a los graves fallos humanos, mas en ella habita asimismo una esperanza de la que el hombre precisa para poder vivir. Cabría comparar a la Iglesia con un campo fértil: si se cultiva, en ella crece el mejor trigo; pero si se abandona, puede convertirse también en una colección de toda clase de malas hierbas. O usando otro símil, la Iglesia es como un pueblo con grandes dones; un pueblo así puede convertirse en una bendición, si los utiliza bien, o en una maldición, si los interpreta equivocadamente. En ello se basa nuestra responsabilidad sobre la Iglesia. Esta es, como afirma la fe, plantación de Dios, pero también es puesta en muy gran medida en nuestras manos, de suerte que los cardos y las espinas pueden sofocar el trigo o el olivo sacudir sus flores y no dar fruto, por utilizar imágenes tomadas de la Biblia. Con todo y con ello, el porvenir de la Iglesia no puede resultarnos tan indiferente como el de una asociación, pongamos por caso, de cría de palomas, que vemos nacer y luego desaparecer de nuevo sin que ello nos afecte en especial. Pues en la Iglesia se conservan las fuentes de energía espiritual de la vida humana, sin las que esta vida se torna vacía y la sociedad decae. En la explosiva situación en la que hoy nos encontramos, la humanidad necesita, sin duda, un despliegue 130
extremo de inteligencia técnica para posibilitar la convivencia y la supervivencia. Pero, por sí sola, la inteligencia técnica no puede salvar a la humanidad, pues al mismo tiempo pone a disposición de esta nuevas posibilidades de producción y destrucción; más aún, las posibilidades de producción suelen ser también posibilidades de destrucción. Si, coincidiendo con el desarrollo de la inteligencia técnica, se secaran las reservas espirituales de la humanidad, esta quedaría expuesta a la autodestrucción. Necesita un contexto de sentido que dé fuerza para servir, cree libertad interior respecto del mundo y confiera así la capacidad de vivir y actuar desde el olvido de sí, porque la esperanza del hombre tiene raíces más profundas que las de sus expectativas de carrera mundana. Pero, a la larga, todo eso no puede perdurar sin la riqueza de una fe viva. En este sentido, el servicio a la fe es también hoy y precisamente hoy una necesidad existencial para el ser humano. El técnico, que se afana por conseguir nuevas posibilidades de supervivencia material, y el creyente, que vive al servicio de la fe y busca nuevos caminos de supervivencia espiritual, trabajan en dos aspectos de una única tarea común. No deberían dejar que se les enfrente; antes bien, tendrían que tenderse la mano el uno al otro por mor del encargo común a cuyo servicio se encuentran. De todo lo dicho debería haber quedado claro que para nada sirve una Iglesia que edificamos nosotros mismos y que se ha alejado de sus cimientos espirituales. Y no menos claro debería haber quedado que, a la inversa, la Iglesia necesita de nuestro compromiso en el esfuerzo por producir en su campo los mejores frutos y que esta es una tarea para el conjunto de la humanidad.
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¿Que significan en realidad los santos para nosotros? ¿POR qué se insertan ellos en la liturgia en nuestro encuentro con el Dios vivo? San Agustín nos ofrece la siguiente respuesta: a través de los santos, Dios hace que nos acordemos de él. Si bien el recuerdo de Dios no se ha perdido por completo en el ser humano, lo que designamos como la condición caída de la humanidad conlleva que se haya tornado muy oscuro, muy confuso, muy inconsistente, ineficaz y vago. En el diluvio de imágenes e informaciones que a diario se nos viene encima, este recuerdo prácticamente no aparece. No significa nada, diríase que no está presente ni es importante en la vida real de las personas. Así y todo, en el ser humano late un desasosiego: es consciente de que le falta algo, de que está llamado a algo grande, y ese desasosiego le mantiene en movimiento, impulsándole a buscar, por así decir, la palabra olvidada sin la que no le es posible encontrar sosiego. Cabalmente en la época actual, con la virulencia de sus explosiones y todas sus tentativas de alcanzar la condición humana realizada, percibimos que algo trabaja en el hombre, que este busca lo desconocido, lo grande a lo que se sabe llamado. En este contexto afirma san Agustín que existen dos tipos de olvido. El primero consiste en que, cuando alguien me habla de lo olvidado e intenta volver a hacérmelo presente, todo es en vano. Esa realidad sencillamente se me ha olvidado por completo, no ha dejado huella alguna en mí, no existe ya. La otra clase de olvido consiste en que yo, a buen seguro, tampoco tengo ya conocimiento de lo que se ha hundido en el olvido, pero, cuando alguien se aproxima a mí con intención rememorativa, aquello puede ser recuperado, como si dijéramos, de las profundas grutas del inconsciente. Esto último es lo que ocurre con el olvido de Dios. El ser humano nunca puede perderlo por completo de su existencia, porque Dios habita en el hondón de su alma. Pero en la conciencia, sin embargo, sí que puede ser ocultado, de suerte que resulte precisa la rememoración. A esta situación nuestra de desvanecida memoria, que el recuerdo debe ayudarnos a superar, ha dado Dios su respuesta. En su propio Hijo, él entra en el mundo material, sale visible y audiblemente, por así decir, a nuestro encuentro y nos refresca la memoria, a fin de que la palabra perdida vuelva a aflorar desde el hondón de nuestra alma y, en 132
Cristo, él mismo pueda hacérsenos siempre cercano y presente. Para que esta llamada se mantenga presente en todo momento, Cristo viene a nosotros a través de los santos, seres humanos que han vivido de este recuerdo y, así, han devenido ellos mismos recuerdo de Dios. Perder el recuerdo de Dios significa olvidar la vida, afirma san Agustín. Solo comenzamos a vivir de nuevo cuando retorna este recuerdo, pues únicamente entonces vuelve a hacérsenos presente lo auténtico de nuestro yo. De ahí que el renovado afloramiento del recuerdo de Dios sea más que recordar un número de teléfono, un nombre o una palabra olvidados. Significa que mi ser vuelve a erguirse, a ver la luz, que retorna a sí mismo, a la vida. A esa reaparición del recuerdo de Dios en mí la denominamos «conversión». Todo cristiano debe ser un «convertido» o, mejor dicho, debe emprender el camino de la conversión. Es verdad que decimos «todos», mas en silencio pensamos para nosotros: conversión, bueno, eso es algo para los llamados «conversos», para personas que, tras vivir un tiempo alejadas de Dios, lo en cuentran de nuevo y reorientan su vida hacia él; pero ¿qué puede significar la conversión para alguien que desde el principio ha sido introducido en la fe y, con más o menos éxito y entrega, siempre ha intentado vivirla? Si pensamos así es porque no hemos entendido adecuadamente el sentido de la conversión. Algo más de veinte años después de su conversión, Agustín, desde la experiencia de esas dos décadas, escribió en su libro sobre la Trinidad: ista renovatio non uno conversionis momento fit. El recuerdo del que aquí se trata no puede concretarse en un único momento de conversión, sino que es un camino que requiere la vida entera. Pues la vida no se define en un instante; así que únicamente en la totalidad de este camino puede realizarse el perfeccionamiento de la vida. Mirémonos de nuevo a nosotros mismos. A buen seguro, tenemos noticia de Dios y estamos más o menos al tanto de las verdades de nuestra fe; todo esto nos es intelectualmente conocido. Pero ¿no debemos reconocer que, por nuestra forma de vida, perdemos de vista con demasiada frecuencia la presencia de Dios, que vivimos como si nos hubiéramos olvidado de él, que él sencillamente no está presente en nuestro recuerdo de un modo tal que afecte a la vida? ¿Y no necesitamos todos, pues, que él, por así decir, cierre una y otra vez el paso a nuestros sentidos, acaricie nuestro rostro, nos hable al oído y haga así revivir el recuerdo, dándonos vida? Vida que avanza sin descanso y que, por ende, no llega a su fin sino con la muerte; vida que sigue siendo conversión hasta la muerte. Con ello enlaza aún otra idea. El hecho de que se nos haga partícipes del recuerdo de Dios significa que la luz de la verdad se proyecta sobre mi existencia; que, en este mundo neblinoso en el que vivimos, el camino se multiplica; que no solo recibo una información cualquiera, sino que veo cómo son las cosas; que comprendo la 133
auténtica verdad, así la del mundo como la de mi vida. En la actualidad, la palabra «verdad» prácticamente ha desaparecido del uso lingüístico religioso. Todos hablamos de valores, incluso de valores religiosos, y casi todo el mundo cree también que deben existir. Pero la verdad es demasiado para nosotros: una pretensión que se nos antoja demasiado elevada y peligrosa. La Modernidad nos ha inculcado a todos la convicción de que es posible saber datos objetivos y, por tanto, vinculantes y transmisibles sobre la física y la técnica, mientras que sobre las cosas divinas no podemos alcanzar conocimiento auténtico ni certeza. Las cosas divinas - así piensa la Modernidad - se nos muestran solo en una niebla de símbolos diversos que no nos permiten afirmar: esto es verdad, y aquello otro falso. Más bien, cada cual debe intentar por su cuenta arreglárselas con ellas, con las cosas de Dios. La religión es situada en la esfera del sentimiento, de la sensación, de lo subjetivo. Cada cual debe buscar lo que mejor sirve a la satisfacción de sus sentimientos religiosos, a fin de poder mantener equilibrado este ámbito de su existencia. Pero una religión así entendida es una suerte de amasijo, una goma elástica que podemos volver del revés a discreción. Cuando exige algo de nosotros, le damos la espalda, nos enfadamos. Pues no en vano la hemos llamado para que las cosas nos resulten más cómodas, para sacar algo de ella, no para que introduzca fatigas y exigencias en nuestra vida. O dicho con otra imagen: en el supermercado de las ideas y las ideologías cada cual puede elegir lo que incluye en su paquetito, cada cual puede confeccionar su propia cesta de la compra: lo que le gusta y lo que cree que puede ayudarle a arreglárselas, a configurar de forma algo más agradable su vida. Pero en una religión así conformada, en la que nosotros mismos decidimos qué es lo que nos conviene, el yo pasa a ser criterio último. La conversión no es tomada con la extrema seriedad que merece; antes al contrario, en realidad solo nos adoramos a nosotros mismos y Dios se convierte en un medio para nuestros deseos, esto es, no le permitimos ser Dios. Pero hacerse cristiano, es decir, la conversión cristiana estriba justamente en desmarcarse de este modelo de la religión como goma elástica, en reconocer que la luz de la verdad mis ma irrumpe en mi vida. La verdad se manifiesta tal cual es, Dios se revela en su Hijo y deviene camino para mí. Y puesto que en Dios coinciden verdad y voluntad, lo anterior significa que esta verdad es vinculante; que, si paso de largo ante ella o la aparto a un lado, camino en el vacío, me interno en lo falso y fraudulento; que únicamente vivo cuando entrego mi voluntad a la voluntad de Dios. Solo entonces se hace realidad la conversión, solo entonces aflora en mí el recuerdo de Dios y me confiere 134
vida. Precisamente a través de las fatigas que comporta, esa remembranza me purifica y me conduce a la verdad de mí mismo y a la realización en el amor verdadero, que nuestra existencia busca sin cesar. Es necesario señalar un último punto: a Agustín le advino el recuerdo de Dios bastante tiempo antes de poder decidirse por fin a la conversión, de ser capaz de dar el sí de la persona toda, que no solo sabe algo de Dios por la razón, sino que entrega su voluntad a la voluntad divina, deviniendo así veraz. La voluntad no hace sin más lo que la razón sabe. ¿A qué se debe ello? En los últimos años de su vida, Agustín reflexionó sin cesar sobre este singular hecho, legándonos conocimientos esenciales al respecto. Comprendió que la voluntad es libre y al mismo tiempo no lo es, que la voluntad no puede llevar a cabo sin más lo que el conocimiento le recomienda, sino que está englobada, como dice él, en nuestros afectos y pasiones, en lo que llamaríamos las inconscientes y preconscientes decisiones previas de nuestra vida, nuestras pasiones, nuestros sentimientos. Si Dios quiere que su recuerdo se abra realmente paso en nosotros y se convierta en camino, entonces no basta con que se manifieste a nuestra razón. Más bien debe penetrar en la profundidad de nuestros sentimientos, de nuestras decisiones afectivas, preconscientes, y hacerse presente allí, pues tales sentimientos y decisiones pueden ser el plomo que tire de nosotros hacia abajo, pero también pueden convertirse en alas que nos ayuden a elevarnos hacia cielo abierto. Y este es el centro más profundo del misterio de Dios, del Dios que asume las fatigas de la remembranza. No solo toca nuestra razón, sino también nuestro corazón. Dios se nos revela como digno de ser amado. Solo si comenzamos a amarlo, esto es, si comenzamos a reconocer que la verdad merece ser vivida, que los mandamientos, lejos de ser una carga impuesta desde fuera, son merecedores de amor, si aprendemos a ver eso en Cristo, solo entonces deviene libre nuestra voluntad y nos convertimos, solo entonces principia de verdad la vida en nosotros. Queremos pedirle al Señor que nos permita experimentar todo esto, que se nos muestre, que penetre en nuestro corazón y en nuestros sentimientos, liberando de ese modo nuestra razón y nuestra voluntad.
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Queremos pedirle que nos conceda verdadera conversión, día tras día, para que así descubramos la vida. Amén.
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La metánoia como disposición anímica fundamental de la existencia cristiana 0. Introducción: el problema CUANDO hay que traducir la palabra metánoia, enseguida tropieza uno con dificultades: se ofrecen varias posibilidades - por ejemplo, «cambio de opinión», «cambio de mentalidad», «arrepentimiento», «contrición», «media vuelta» o «conversión»-, pero ninguna de ellas agota el contenido de lo que originariamente se pretendía decir. Así y todo, «media vuelta» y «conversión» hacen reconocible el carácter radical de lo que aquí está en juego: un proceso que afecta a toda la existencia y a la existencia por entero, esto es, definitivamente, en la totalidad de su extensión temporal, un proceso que se refiere a mucho más que a un mero acto aislado o repetido del pensamiento, la afectividad o la voluntad. Es posible que la dificultad de versión semántica esté relacionada con el hecho de que aquello a lo que se alude se ha tornado extraño para nosotros y ya solo se nos manifiesta en fragmentos diseminados, pero no como totalidad abarcadora. Y también los fragmentos aislados que aún perviven se nos antojan singularmente extraños. Es cierto que hoy casi nadie repite ya la frase de Nietzsche: «"Pecado" es un sentimiento judío, una invención judía; teniendo en cuenta este trasfondo... el cristianismo pretendía, de hecho, "judaizar" el mundo entero. Hasta qué punto lo ha conseguido en Europa se percibe de la manera más sutil en el grado de extrañeza que la antigüedad griega - un mundo que no conoce el sentimiento de pecado - sigue teniendo para nuestra sensibilidad... "Dios solo te muestra misericordia si te arrepientes": para un griego, eso es ridículo y escandaloso»'. Pero si este escarnio de las ideas de pecado y arrepentimiento como conceptos judíos está ya, por razones comprensibles, fuera de circulación, el sentimiento básico que lo determina no ha perdido ni un ápice de su vigencia. Un segundo texto de Nietzsche, que me gustaría citar en este contexto, podría haber salido casi con idéntica probabilidad de la pluma de cualquier teólogo moderno: «De la psicología del "Evangelio" están ausentes los conceptos de culpa y castigo... el "pecado", cualquier distanciamiento entre Dios y el ser humano, ha sido abolido: justamente esa es la "buena noticia'»2.
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El intento de conferir al cristianismo una nueva fuerza propagandística, situándolo en una relación enteramente positiva con el mundo, es más, describiéndolo como conversión al mundo, se corresponde con nuestro sentimiento existencial y se extiende, por consiguiente, cada vez más. El falso miedo al pecado generado por una mezquina teología moral y probablemente alimentado y difundido con no poca frecuencia por la propia pastoral se toma hoy su desquite y hace que a muchos el cristianismo de antaño les parezca un tormento que ponía a las personas en permanente conflicto consigo mismas en vez de liberarlas para la abierta y audaz cooperación con todos los hombres de buena voluntad. Casi se podría afirmar que las palabras «pecado», «arrepentimiento» y «penitencia» forman parte de aquellos nuevos tabúes con los que la con ciencia moderna se protege del poder de las preguntas oscuras que pueden resultar peligrosas a su pragmatismo, tan seguro de sí mismo. Sin embargo, también a este respecto se ha vuelto a transformar el panorama en los tres o cuatro últimos años. Aquel progresismo demasiado ingenuo de los primeros años posconciliares que con tanta alegría se solidarizaba con todo lo moderno, con todo lo que prometiera progreso, y que, con el esforzado celo del alumno modélico, se afanaba por demostrar la compatibilidad de lo cristiano con todo lo moderno, la lealtad de los cristianos a las tendencias de la vida contemporánea; aquel progresismo se ha hecho ya sospechoso de no ser más que una apoteosis de la burguesía tardocapitalista, a la que él, en lugar de destruirla, añade una pátina religiosa. Es cierto que aquí un demonio relativamente humilde y pequeño es sustituido por siete demonios peores que nos asaltan por la espalda; sin embargo, la desilusión puede ser saludable. Pues a la luz del deslumbrante relámpago de la tormenta que se levanta con semejante crítica no se podrá pasar por alto, al menos, que la existencia del ser humano y su mundo no progresan en absoluto de forma tan amable y serena que uno pueda convertirse sin más a este mundo, justamente a este mundo - para servir al mundo, hay que criticarlo, hay que transformarlo- Un cristianismo que todavía vea su tarea solo en demostrar por doquier que se halla devotamente a la altura de los tiempos no tiene nada que decir ni nada que aportar. Puede hacer mutis sin miedo. Quienes viven vigilantes en el mundo actual, quienes reconocen las contradicciones y tendencias destructivas de este - desde la autoabolición de la tecnología en la destrucción del medioambiente hasta la autoabolición de la sociedad en los problemas de razas y clases-, no esperan la confirmación cristiana, sino la sal profética que quema, abrasa, denuncia y transforma. Con ello al menos ha entrado en nuestro campo visual un aspecto fundamental de la metánoia, pues esta, para que acaezca la salvación, exige la transformación del ser humano. Lo que redime al 138
cristianismo no es la ideología de la acomodación, que rige incluso allí donde, con congraciador celo o demorada valentía, se critican aquellas instituciones que, de todos modos, han devenido impotentes y se han convertido, como si dijéramos, en la escupidera de la opinión pública mundial (con lo cual, por lo demás, regresan al modelo apostólico: c£ 1 Cor 4,133). Lo único que puede ayudar al cristianismo es la valentía profética de poner de relieve con decisión y de forma inconfundible su propia voz precisamente en esta hora histórica. Si aquí comienzan a hacerse de nuevo manifiestos los componentes sociales y públicos de la metánoia, tampoco faltan signos que vuelvan a poner de relieve la inevitabilidad de la conversión - la media vuelta, el giro de ciento ochenta grados - y sus signos visibles en la persona individual. En los aledaños del cristianismo protestante, Frank Buchmann ha redescubierto para el movimiento del rearme moral por él fundado la necesidad de la confesión como acto de liberación, de renovación, de alejamiento tanto del pasado como del destructor cerrarse de la culpa sobre sí misma. En el ámbito secular, la psicoterapia se ha percatado a su manera de que la culpa no superada escinde al ser humano y lo destruye anímica y al final también corporalmente, así como de que no existe superación de la culpa sin interlocutor que desamarre lo que está reprimido y desde dentro ulcerado, haciendo posible que aflore en la confesión. El creciente número de semejantes confesores seculares debería mostrarle incluso a un ciego que el pecado no es una invención judía, sino el lastre que todo ser humano acarrea: la verdadera carga de la que la mayoría de las personas deben ser liberadas si quieren ser libres, para poder ser libres. 1. El significado bíblico fundamental de metánoia A la vista de tales fragmentos profanos de la acepción básica de metánoia que ahora afloran por doquier ante nuestros ojos, se hace aún más apremiante la pregunta de qué significa en realidad la metánoia cristiana. En este capítulo no podemos sino ensayar un primer esbozo de su forma intelectual. Como ya hemos dicho, Nietzsche presenta el pecado y el arrepentimiento como algo típicamente judío, en contraposición con lo cual él adscribe a lo griego la noble valentía de juzgar también bello el delito, el desmán, y de considerar ridículo el arrepentimiento. La tragedia griega, que él aduce como ejemplo a este respecto, muestra a quien la estudia con detenimiento justo lo contrario: el horror ante el poder de la maldición, que ni siquiera los dioses pueden contrarrestar4. Basta echar un vistazo a la historia de las religiones para darse cuenta de hasta qué punto está 139
dominada esta por el tema de la culpa y la expiación, de cuán abstrusos y con frecuencia angustiantes han sido los intentos de los seres humanos por purificarse del lastrante sentimiento de culpa, sin poder liberarse realmente de él. A fin de traer a la vista lo específico de la metánoia bíblica, aquí vamos a formular tan solo dos breves observaciones. En el griego clásico y helenístico, el término metánoia no adquirió una fisonomía inequívoca. El verbo metanoein significa: «observar a posteriori, cambiar de opinión, lamentar, sentir arrepentimiento, arrepentirse»; en consecuencia, el sustantivo derivado de él significa: «cambio de opinión, arrepentimiento, contrición». «Cuando habla de metánoia, el helenismo no piensa en un cambio de toda la actitud moral, en una transformación radical de la orientación vital, en una conversión que en adelante determine globalmente la conducta. Ante sí mismos, y también ante los dioses, los griegos solo pueden metanoein un pecado in actu... no conocen la metánoia como contrición o conversión en el sentido del Antiguo y el Nuevo Testamento» 5. Los actos puntuales de metánoia siguen siendo actos concretos de contrición, de arrepentimiento; no se suman unos a otros para conformar un todo único, un abarcador y duradero giro de toda la existencia con el fin de emprender un nuevo camino: metánoia se queda en contrición, no llega a ser conversión. No se hace visible la entera existencia como un todo que requiere una conversión unificadora para llegar a ser ella misma. Quizá quepa afirmar que la diferencia entre politeísmo y monoteísmo se deja sentir aquí quedamente: la existencia que se halla referida a múltiples poderes divinos e intenta afirmarse a sí misma en la confusión y rivalidad de estos no pasa de ser un juego multiforme con las fuerzas dominantes, mientras que el Dios uno se convierte en el camino que pone al ser humano ante el sí o el no de la media vuelta (Kehr) o el alejamiento (Abkehr), que reúne su existencia en una única llamada. Aquí se impone una objeción, que al mismo tiempo puede esclarecer lo que se pretende decir. Pues cabría afirmar que la argumentación hasta aquí desarrollada solo es válida en la medida en que nos atengamos al campo léxico metánoia - metanoein, pero pierde toda validez cuando se toma en consideración el término griego para conversión, a saber, epistrophtepistréphein (la Septuaginta emplea, por regla general, esta palabra para verter el hebreo sub, respetando por completo el sentido de este)'. Platón designa con el término stréphein el movimiento circular, esto es, el movimiento perfecto, propio de los dioses, el cielo y el mundo. Con ello, el círculo, al principio un signo cósmico, se convierte al mismo tiempo en un símbolo existencial, en signo del retorno de la existencia a sí misma. A partir de este origen, epistropht - media vuelta hacia la unidad de lo real, adaptación al gran círculo del mundo - se convierte en el principal postulado ético en el 140
estoicismo y el neoplatonismo'. Así se llega a la conclusión de que el ser humano, para poder encontrarse verdaderamente a sí mismo, precisa en su totalidad del movimiento abarcador de la media vuelta o inversión (Umkehr) y la introspección (Einkehr), que, como permanente encargo de conversión, le desafía a reconducir su vida de la dispersión en lo exterior hacia la interioridad en la que habita la verdad. A mi juicio, ni la falsa preocupación por la originalidad de la Biblia ni la ingenua contraposición entre pensamiento bíblico y pensamiento griego tienen por qué llevarnos a negar que aquí el pensamiento filosófico se halla ya en camino hacia la fe cristiana y ofrece una fórmula con la que los padres de la Iglesia pudieron expresar la profundidad ontológica del proceso histórico de la conversión cristiana. Digámoslo, pues, con toda tranquilidad: aquí se constata ya una aproximación. Pero debemos añadir que con esta referencia a la vuelta del ser humano hacia su interior no se ha alcanzado aún toda la amplitud del giro de ciento ochen ta grados exigido por la Biblia. Pues la epistrophé griega se dirige hacia el interior, hacia aquella intimísima profundidad de la persona que es uno y todo a la vez. La epistrophé griega es idealista: si la persona ahonda lo suficiente, encuentra lo divino en sí misma. La fe de la Biblia es más crítica, más radical. No solo critica al hombre exterior. La fe cristiana sabe que precisamente de la arrogancia del espíritu, de la interioridad del ser humano, de su hondón, puede nacer una amenaza. No solo critica a medio hombre, sino al hombre entero. La salvación no procede solo de la interioridad, pues justo esa interioridad puede estar crispada y ser despótica, egoísta, malvada: «Lo que sale del interior es lo que contamina al hombre» (Mc 7,20). No es sin más el regreso hacia uno mismo lo que salva, sino más bien el alejarse de sí hacia el Dios que llama. El ser humano no es remitido a su profundidad última, sino al Dios que se acerca a él desde fuera, al tú que lo abre y, precisamente así, lo salva. Por eso, metánoia es sinónimo de obediencia y de fe; por eso se encuadra en el sistema de la realidad de la alianza y se halla referida a la comunidad de quienes son llamados a uno y el mismo camino: cuando se cree en el Dios personal, horizontalidad y verticalidad, interioridad y servicio no son contraposiciones últimas. Con ello se evidencia al mismo tiempo que metánoia, lejos de ser una actitud cristiana más, constituye el acto cristiano fundamental, entendido ciertamente bajo un aspecto del todo determinado: el de la metamorfosis, el cambio, la renovación, la transformación. Para hacerse cristiana, la persona tiene que cambiar, no en una faceta cualquiera, sino sin reservas, hasta el fundamento último de su ser. 2. Transformación y fidelidad Con lo anterior hemos llegado a un punto muy importante, precisamente también para la 141
conciencia moderna. Pues los conceptos «cambio» y «progreso» se hallan rodeados hoy de un aura en verdad religiosa. Solo por medio del cambio se alcan za la salvación; calificar a una persona de conservadora equivale a su excomunión de la sociedad, pues este calificativo, en el actual uso lingüístico, significa: ser contrario al progreso, estar cerrado a lo nuevo y, por ende, ser defensor de lo antiguo, de lo tenebroso, de lo esclavizado, ser enemigo de la salvación que se aguarda del cambio. ¿Apunta acaso la metdnoia en la misma dirección? Cuando irrumpió en la historia, ¿era quizá el cristianismo, que se basa en el acto fundamental de la metdnoia, una análoga lucha total por el cambio, que solo más tarde se solidificó como lava, que de incandescentes ascuas se transforma en duras rocas? ¿Qué relación guarda la disposición cristiana al cambio que es la metdnoia con la moderna voluntad de cambio? Dietrich von Hildebrand, quien en la actualidad, por desgracia, ya casi solo es conocido por su «caballo troyano»$, escribió en una obra temprana anterior a la Segunda Guerra Mundial un tratado - todavía hoy notable - sobre la disposición cristiana al cambio, a la transformación', tratado que, por una parte, se lee como una queda justificación de su conversión a la fe católica, como apología de aquel gran cambio en su vida que muchos no quisieron comprender, que se juzgó una infidelidad, una apostasía de la fe de los padres. Pero, por otra parte, en el apasionado alegato sobre la disposición al cambio radical que expone en esta situación resuena ya al mismo tiempo con toda claridad el «no» al culto del movimiento político cuyo ascenso al poder le obligó a la sazón a publicar su libro bajo pseudónimo y a abandonar más tarde el continente europeo. Creo que la intrínseca unidad de transformación radical y fidelidad radical que designa el término metdnoia ha sido pocas veces formulada de forma tan pura como en este ensayo, que fue escrito como apología de una transformación radical llevada ya a cabo y, simultáneamente, desde la resistencia a aquel «movimiento» cuya revolución prometía la salvación del mundo y terminó en un régimen de terror y una destrucción sin parangón en la historia. Por eso, por lo que respecta a esta pregunta, me gustaría sencillamente referir de forma breve las afirmaciones fundamentales de Hildebrand poniéndolas en relación con su fundamento bíblico con mayor claridad de lo que él lo hace. Según ello, lo distintivo de la disposición cristiana al cambio es, en primer lugar, su ¡limitación, su radicalidad, que llega hasta el fundamento último. Eso la distingue de la actitud del idealista moral: este quiere cambiar en algunos puntos, pero no se deja cuestionar en la totalidad de su naturaleza. Y, sin embargo, también el cristiano se queda atrapado con demasiada facilidad en semejante disposición limitada al cambio, en múltiples reservas en las que con no poca frecuencia excluye de la transformación justo aquello que más precisaría ser 142
transformado: «[Los cristianos] se instalan con buena conciencia en su autoafirmación; no se sienten obligados, por ejemplo, a amar a sus enemigos. Permiten a su altanería desplegarse dentro de ciertos límites; y consideran que están en su derecho de defenderse de toda humillación reaccionando con naturalidad. Elevan la obvia pretensión de ser estimados en el mundo, no quieren ser tenidos por los "necios de Cristo"; reconocen una cierta legitimidad a los respetos humanos, quieren asimismo ser bien vistos por el mundo. No están dispuestos a romper por completo con el mundo y sus criterios. Observan numerosas convenciones y no tienen reparos en abandonarse dentro de ciertos límites»'°. La metánoia se queda en el plano de lo ético-individual, no deviene auténticamente cristiana. Pero si se tiene en cuenta que el llegar a ser cristiano depende de que tenga lugar una verdadera metánoia cristiana en el sen tido de la predicación de los profetas y de jesús, entonces salta a la vista que este truncamiento de la metdnoia es la verdadera razón de la actual crisis del cristianismo. «Quieren asimismo ser bien vistos por el mundo. No están dispuestos a romper del todo con el mundo»: estar pendientes de reojo de lo que «se» opina o «se» dice corrompe hoy como siempre a la Iglesia, pero hoy quizá incluso más, porque ese «se» impersonal dispone de otros medios que antaño para ejercer su presión. Por desgracia, no se puede negar que en la actualidad hay también muchos hombres de Iglesia que no orientan sus decisiones solo por lo que exige la fe en jesucristo, sino en considerable medida también por el qué dirán, por el deseo de quedar bien. Cuando uno ha conquistado fama de ser hombre de progreso, enseguida se convierte en prisionero de esta fama, que solo en apariencia favorece la libertad, pero realmente conduce a la esclavitud de la vanidad, echando por tierra la metdnoia. El aforismo chistoso-irónico del escritor Wilhelm Busch debería infundir a los cristianos un poco más de valentía que la que hoy suelen manifestar frente a la presión de los criterios dominantes: «Una vez arruinada la fama, vive en adelante como te dé la gana». El coraje para romper con el mundo, y solo él, confiere libertad. En la Biblia, esta valentía para romper con el mundo se llama metdnoia, pero eso es precisamente lo que hoy nos falta. «La absoluta disposición al cambio es condición previa indispensable para la recepción de Cristo en nuestra alma»". Una frase que debería atemorizarnos: justo esa es la exigencia profética del precursor de Cristo, y el camino hacia Cristo pasa necesariamente por él. La fluidez de la existencia, que, por consiguiente, resulta necesaria, es al mismo tiempo «lo más contrario... al culto de la agitación, del ajetreo»'2. La disposición a cambiar para asemejarse a Cristo nada tiene que ver con la carencia de orien tación definida del carrizo, que obedece a cada golpe de viento. No tiene nada que ver con una indecisión de la existencia, con una barata sugestionabilidad que se deja mover de aquí 143
para allá. La disposición a cambiar para asemejarse a Cristo es simultáneamente un afianzarse en Cristo, un «afianzarse frente a todas las tendencias de transformación que nacen de abajo, un permanecer receptivos a todo lo que es acuñado en nosotros desde arriba»13. En otras palabras, la metdnoia cristiana es materialmente sinónimo de pístis (fe, fidelidad), un cambio, una transformación que, lejos de excluir la fidelidad, la posibilita. El Nuevo Testamento se manifiesta sobre la irreversibilidad de la decisión fundamental cristiana con un rigor que para nosotros tiene algo realmente inquietante: «Los que una vez han sido iluminados, han gustado el don celeste, han participado del Espíritu Santo, han saboreado la palabra buena de Dios y el dinamismo de la edad futura; si después apostatan, no pueden contar con otra renovación, crucificando de nuevo y exponiendo al escarnio, para su arrepentimiento, al Hijo de Dios» (Heb 6,4ss). Quien se convierte de la conversión retrocede en vez de avanzar. Cuando se encuentra la verdadera dirección, esto es, la dirección de la verdad, esta sigue siendo una dirección, un camino; continúa siendo una meta y exige movimiento. Pero, en cuanto dirección, ha dejado de ser intercambiable, porque todo viraje o marcha atrás puede representar un alejamiento de la verdad. Hildebrand llama certeramente la atención sobre el hecho de que esta fidelidad a la ya encontrada dirección de la verdad es y no puede dejar de ser algo fundamentalmente distinto de un «conservadurismo formal»: su permanencia se funda en la permanente validez de la verdad. «El mismo motivo que induce a lo continuo a atenerse inconmoviblemente a la verdad le obliga también a mantenerse abierto a toda nueva verdad»14. Esto significa dos cosas: en primer lugar, que el cristiano, una vez adherido a la fe, no puede dejar atrás la disposición al cambio, la metánoia, como algo pasado que ya no le concierne. En él sigue existiendo la contraposición de dos fuerzas de gravedad: por una parte, la del interés propio, la del egoísmo y, por otra, la de la verdad, la del amor. La primera es siempre su fuerza de la gravedad «natural», la que caracteriza, por así decir, el estado de mayor probabilidad. Y la segunda únicamente puede persistir en el cristiano si este, contra la fuerza de la gravedad del interés, se encamina una y otra vez hacia la fuerza de la gravedad de la verdad, si está dispuesto a dejarse transformar por ella, si está dispuesto hasta el fin a ser transmutado lejos de sí hacia la identidad con Cristo. En este sentido, la fluidez de la existencia no debe decrecer, sino acrecentarse. Esto comporta al mismo tiempo que la verdad seguirá siendo siempre una dirección, una meta, nunca una posesión ya acabada. Cristo, que es la verdad, es camino en este mundo: justamente porque es la verdad. Con lo anterior va aparejada una observación de carácter histórico-lingüístico. Hasta donde yo pueda saber, los términos proficere y profectus, o sea, progresar y progreso, 144
solo adquirieron un significado inequívocamente positivo y, en general, una forma semántica definida en el contexto de lo cristiano, pero aquí lo hicieron ya desde muy pronto15. Las oracio nes del Misal Romano ruegan con toda naturalidad por el proficere, el avance de los cristianos. Vicente de Lerín trata del progreso en el conocimiento de la verdad divina. Buenaventura, por último, acuña la bella fórmula: Christi opera non deficiunt, sed proficiunt (las obras de Cristo, lejos de retroceder, progresan); con ella, el santo franciscano justifica el auge del movimiento de las órdenes mendicantes contra el conservadurismo del clero secular: la semilla de lo apostólico crece a través de los siglos hasta alcanzar la plenitud de Cristo16. Mientras que la antigüedad está signada por el esquema circular status - progressio - regressus", a partir de las citadas aportaciones, cuando se ha encontrado ya una dirección, puede darse «progreso»; más aún, solo bajo tal supuesto existe progreso. «Progreso» y «fidelidad» se condicionan mutuamente. Me arriesgaré a proponer un símil extraído del ámbito de las relaciones humanas, con objeto de concretar un poco más lo anterior: ¿quién crece verdaderamente como persona, progresa, avanza: el playboy que va de una relación pasajera a otra y no tiene tiempo para encontrarse realmente con un tú, o aquel que se mantiene fiel al sí dado a otra persona, avanza con ella y, evitando de verdad todo anquilosamiento en ese sí, aprende en él poco a poco y de forma cada vez más profunda a entregarse al tú, encontrando en ello libertad, verdad y amor? Justo el mantenerse fiel al sí dado de una vez para siempre exige una per manente disposición al cambio; y además, de la clase que hace madurar. Me parece que en los dos tipos de cambio que aquí se confrontan resulta claramente reconocible lo específico de la disposición cristiana al cambio por contraposición al «culto al movimiento». 3. Interioridad y comunidad Si se quisieran presentar los rasgos esenciales de la metánoia cristiana, después del entrelazamiento de transformación y fidelidad que acabo de intentar explicar con brevedad sería necesario caracterizar otras dos relaciones análogas: el entrelazamiento de interioridad y forma comunitaria y el entrelazamiento de don y tarea. Me contentaré con ofrecer un par de palabras clave para cada una de estas relaciones. Me parece sencillamente falso lo que defiende Behm en su meritorio artículo «metánoia», incluido en el Theologisches Wórterbuch zum Neuen Testament: de las cuatro posibles acepciones del término - «arrepentíos», «cambiad de opinión», «haced penitencia», «convertíos»-, tan solo quiere reconocer la última como presente en la llamada de jesús y prescinde de todo lo demás como deslizamiento hacia el legalismo'$. Lo cierto es, más 145
bien, que allí se alude a todo el espectro de significados, orientado ciertamente a la idea de conversión como a su polo. La radicalidad de la conversión cristiana adquiere su concreción como acontecimiento corporal y comunitario: en ello se funda el sacramento de la penitencia en cuanto forma públicoeclesial de renovada conversión que tiene por doble foco la penitencia real (ayuno-oración-limosna`) y la confesión... 4. Don y tarea: el pequeño camino El entrelazamiento de don y tarea se hace patente de manera insuperable en el dicho de jesús: «Os aseguro que si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de Dios» (Mt 18,3). Behm comenta al respecto: «Ser niño significa ser pequeño, necesitar ayuda y ser receptivo a ella. Quien se convierte se hace pequeño ante Dios..., se muestra dispuesto a dejar actuar a Dios en él. Los hijos del Padre celestial al que Jesús anuncia... son ante él sencillamente receptores. Él les da lo que ellos no pueden darse a sí mismos... Ello vale asimismo para la metdnoia. Esta es don de Dios y, sin embargo, nunca deja de ser también exigencia vinculante»2°. Este sencillo centro de la metdnoia, que no remite a ninguna altanera extravagancia, sino a la diaria paciencia con Dios, a la paciencia de Dios con nosotros, fue vivido de modo entrañable y ejemplar hacia finales del siglo XIX por Teresa de Lisieux: en lugar de una imagen de santidad centrada en el héroe virtuoso, que distorsiona la auténtica orientación del cristianismo, ella propuso el «pequeño camino», el diario recibir de Dios y el diario encaminarse hacia él. En sus diarios, Ida Friederike Górres anotó que cada vez estaba más convencida de que Teresa en modo alguno era un caso aislado, que ella no era sino el prototipo de todo un movimiento de pequeños santos que, en torno al tránsito del siglo XIX al XX y sin saber nada unos de otros, surgió inadvertidamente en la Iglesia en virtud de una ley silenciosa y recorrió su camino. Y luego dedica algo de atención al jesuita irlandés William Doyle, nacido el mismo año que Teresa de Lisieux y caído en Ypern en 1917. De él nos han llegado palabras tan deliciosas como las siguientes: «No creo que me fuera posible encontrar en nada de lo que hago alimento para la vanidad y el orgullo... como tampoco un organillero se envanece de la bella música que produce cuando gira el manubrio... Me avergüenzo cuando la gente me alaba... al igual que un piano no podría por menos de avergonzarse si alguien le felicitara por la bella música que emana de sus teclas»2'. I.F.Górres observa al respecto: «La santidad oculta en la Iglesia constituye ya todo un capítulo. Probablemente existen decenas y decenas de personas así..., a las que nadie nota nada»22. Y algo enojada se pregunta por qué «se monta semejante tinglado» en torno a santa Teresita, quien no es sino una más entre muchos`. «Pero, por lo visto, la 146
gente, de hecho, acepta más gustosamente tales cosas de una guapísima jovencita con una sonrisa en el rostro y engalanada con rosas y un velo. Cabría preguntarse si Teresa habría encontrado semejante eco si hubiese sido irremediablemente fea y repugnante: jorobada y bizca o algo así, o ancianísima» 24. Creo que hoy existe una suerte de respuesta a esta pregunta; y es, además, sobremanera sorprendente. Pues me parece que a todos nosotros se nos ha concedido ser otra vez testigos de un santo de esta «onda»: Juan XXIII. Quien lee sus diarios se siente decepcionado al principio y no puede creer que el hombre que cultiva semejante ascesis seminarística y el gran papa de la renovación sean una y la misma persona. Pero solo cuando se consideran entrelazadas estas dos facetas, se le ve adecuadamente, se ve el todo. Estos diarios, comenzados cuando aún vivía Teresa, son, de hecho, un «pequeño camino», en modo alguno un camino de la grandeza`. Comienzan con la espiritualidad común de un seminarista italiano de aquellos años, un poco cursi, un poco estrecha de miras y, sin embargo, abierta de par en par a lo auténtico. Y justamente perseverando en ese camino, en esa sencillez, en esa paciencia del diario permanecer, que solo puede lograrse a través del diario transformarse; justamente perseverando en ese camino madura una suprema sencillez espiritual que hace clarividente y embellece por medio de un resplandor nacido de su interior a un hombre pequeño, gordo y viejo. Aquí todo es don y, sin embargo, todo es conversión: metánoia, que hace cristianos y crea santos. «Probablemente existen decenas y decenas de personas así», dice I.F.Górres; en realidad, todos deberíamos contarnos entre ellas. Pues solo entonces somos cristianos.
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Más allá de la muerte LA pregunta por lo que hay después de la muerte fue durante mucho tiempo tema dominante del pensamiento cristiano. Hoy ha caído esta pregunta bajo la sospecha de platonismo que, desde Marx y Nietzsche, cada cual a su modo, asedia cada vez con mayor intensidad a la conciencia cristiana. El «más allá» de la muerte parece como una huida de las tribulaciones y tareas de esta vida, huida que es fomentada con toda intención a modo de falso consuelo por quienes detentan el poder en este mundo. Así, ya solo por lo que respecta al sentimiento existencial, el acceso a la pregunta que nos ocupa está cerrado por completo; de ahí que en una época en la que la acreditación de lo cristiano frente a las «dominaciones y potestades» de este mundo ha adquirido una importancia capital, el tema de la vida después de la muerte pueda parecerle de segundo orden incluso a quien se encuentra muy distante de la refundición del mensaje cristiano en mera acción (o negación) social. A ello se añaden otras barreras adicionales: el más allá no solo se sustrae a nuestra acción, sino también a la aprehensión por el pensamiento demostrativo, lo que lo convierte en un concepto problemático. Todo lo que se pueda decir al respecto se antoja no más que piadosa conjetura o deseo. Y por último, también dentro de la propia teología, lo en apariencia evi dente se ha tornado bastante inaccesible; aquí habrá que tener en cuenta, sin duda, que la problemática teológica está determinada esencialmente tanto por el desplazamiento del sentimiento existencial como por la pérdida de una filosofía capaz de establecer, entre los hechos de la revelación y los datos positivos de la ciencia, el espacio del pensamiento mediador. La colisión de dos positivismos - uno teológico y otro científicofilosófico - es en gran medida característica de la situación. 1. La contraposición entre resurrección e inmortalidad del alma a) La tesis Sobre esta vasta tarea no podemos formular aquí sino un par de observaciones, que 148
además se quedarán esencialmente en lo intrateológico y, por consiguiente, no son más que impulsos iniciales para seguir pensando. En el ámbito católico, la pregunta se ha complicado considerablemente durante la última década por el hecho de que cada vez resulta más difícil hacer oídos sordos a las voces de teólogos reformados que consideran la «inmortalidad del alma» una idea del todo antibíblica. Oscar Cullmann ha alzado en este sentido con especial energía su voz, de la que merece la pena recordar al menos una de sus formulaciones más relevantes: «Si hoy preguntáramos a cristianos medios, ya protestantes o católicos, intelectuales o no, qué es lo que enseña el Nuevo Testamento sobre el destino individual del ser humano más allá de la muerte, obtendríamos, salvo contadas excepciones, como respuesta: "La inmortalidad del alma". En esta forma, tal opinión es uno de los grandes malentendidos del cristianismo»'. Cullmann habla en este contexto de la incompatibilidad de la fe bíblica en la resurrección y la doctrina griega de la inmortalidad. Este rechazo de la idea de un alma inmortal en aras del exclusivo reconocimiento de la resurrección de la carne como concepción bíblica es, desde luego, resultado de la lectura de la Biblia desde la perspectiva de una hermenéutica determinada. A mi juicio, el contenido principal de esta es la contraposición de lo bíblico y lo griego, contraposición que, a su vez, incluye diversos motivos. Aunque se remonta a bastante tiempo atrás, en la teología moderna se cuenta también (de forma más o menos consciente) entre las armas que deben emplearse para ahuyentar del cristianismo la sospecha de platonismo. En la versión que acabamos de encontrar en Cullmann y que impregna asimismo los volúmenes más antiguos del monumental Diccionario Teológico del Nuevo Testamento de Kittel, me parece que tal hermenéutica guarda relación (en la tradición del pensamiento reformado) con dos decisiones fundamentales: por una parte, la exclusión lo más amplia posible de la filosofía del ámbito de la fe y, por otra, una versión lo más radical posible de la acción de la gracia divina, o sea, un pensamiento descendente que se opone de forma consciente y decidida al esquema filosófico ascendente3. Los conceptos «alma» e «inmortalidad» resultan sospechosos por el solo hecho de ser productos de la reflexión filosófica; además, la afirmación de una inmortalidad del alma inherente a la esencia del ser humano parece denotar algo naturalmente propio de este, por contraposición a la resurrección, que solo puede ser concedida por el Resucitado, es decir, por la pura gracia. Pero esto significa que, además de sobre la idea de la inmortalidad, también sobre la idea del «alma» en general pesa la sospecha de platonismo y que esta última idea debe hacer sitio a una antropología de la totalidad, que no conoce tales distinciones en el ser humano.
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b) Los problemas En este punto se establece al mismo tiempo la relación con el moderno sentimiento existencial (y con la tendencia de la moderna antropología científica): el sentimiento de la vida ha redescubierto el cuerpo humano, y la ciencia encuentra confirmada por doquier la unidad del ser humano y su total indivisibilidad. Pero precisamente esto se corresponde con el tenor fundamental del pensamiento bíblico y contraría la visión dualista que con cierta razón se le puede atribuir al platonismo4. No obstante, si con ello se supera una aporía - la del platonismo-, en su lugar aflora otra de no menor gravedad. Pues ahora no queda más remedio que afirmar que la inmortalidad del alma en cuanto sustancia independiente del cuerpo contradice tanto la Biblia como los conocimientos actuales. Bien, pero ¿cómo están las cosas en lo relativo a la resurrección de la carne? Si no se quiere arrinconar esta idea en lo puramente milagroso, si se la quiere concebir de un modo consonante con la razón, entonces surgen dificultades tanto mayores. ¿Debe ser pensada como algo que afectará a todos al «final de los tiempos»? Pero ¿qué hay entremedias? ¿Un sueño de las almas? ¿O la muerte total? Y si se trata de esto último, ¿quién puede ser resucitado entonces realmente? ¿En qué consiste la identidad entre el muerto y el resucitado si entre ambos se abre la nada absoluta? ¿Y qué es lo que será resucitado? En efecto, la antropología de la totalidad parece exigir un cuerpo y, en el fondo, únicamente puede reconocer a este como portador de la identidad (allí donde rechaza de plano la existencia del alma). Mas ¿de qué modo se supone que se conserva en el mero cuerpo la identidad del ser humano? ¿Cómo puede pensarse aquí con sentido el restablecimiento de la persona? ¿Y cómo debe concebirse la vida y el modo de existencia de quien es así resucitado? Salta a la vista que, al margen de un pensar racional en consonancia con la orientación intrínseca de las afirmaciones bíblicas, o sea, sin una mediación filosófica de estas (sin «hermenéutica»), no hay aquí ningún camino que nos lleve hacia delante. Y entonces ya no cabe prohibir la pregunta de si no se necesita algo así como el concepto de «alma» a modo de eslabón hermenéutico; es más, los resultados mismos de la investigación imponen tal pregunta, aun cuando estos solo en parte impulsen hacia delante la reflexión. Pero sigamos de momento ponderando el estado de la pregunta. Enseguida se tuvo conciencia de que un aplazamiento general de la solución del problema de la muerte al «final de los tiempos» resulta escabroso y conlleva, junto con las preguntas por el estado intermedio y la mediación de la identidad, una serie de problemas adicionales casi irresolubles. Así, aquí se recurre con frecuencia a una filosofía del tiempo, tal como la 150
que, pensando en el problema escatológico, fue desarrollada, por ejemplo, por el primer Barth a partir de Ernst Troeltsch. Este había formulado la idea de que las «últimas co sas» no guardan realmente relación alguna con el tiempos. Decir de ellas que acaecerán «al final de los tiempos» o «después de nuestro tiempo» no es más que una forma de hablar en conceptos adyuvantes de nuestro pensamiento, que siempre se mueve en el tiempo. En realidad, afirma Troeltsch, la alteridad del éschaton es de todo punto inconmensurable con nuestro tiempo. Así, podría decirse que todas las olas del océano del tiempo rompen de forma análoga en la playa de la eternidad. Con arreglo a esto, el primer Barth pudo escribir que aguardar la parusía significa, en otras palabras, «tomar la situación fáctica de nuestra vida tan en serio como es». Por otra parte, la parusía coincidiría con la resurrección, que no es una manifestación en el tiempo, sino una emanación de la eternidad y simboliza lo último en sentido metafísico6. Aquí se plantea de forma rigurosa la pregunta de cuál sea, en último término, el contenido de realidad de tales formulaciones. ¿Deviene con ello la escatología en una formulación algo más circunstanciada de la diaria responsabilidad del ser humano? t0 qué es lo que significa propiamente? En la teología católica, las ponderaciones de esta filosofía del tiempo y la eternidad encontraron acrecentada recepción en el contexto del debate sobre el dogma de la asunción corporal de María a la gloria celestial. Aquí se hacía explícita una resurrección ya acaecida, aun cuando se predicara de forma directa solo de una persona, de la madre del Señor. Pero con ello se planteaba de manera del todo general la pregunta de qué es la resurrección y cuál es su relación con el tiempo. Así, en el marco de la discusión surgida aparecía este dogma en verdad como una exhortación a corregir una concepción meramente lineal que sitúa la resurrección al final de la historia y a pensar en vez de ello las postrimerías - el juicio y la resurrección - como coextensivas con el tiempo'. De este modo resultó en primer lugar superable el impulso específico de este dogma, que en adelante podía ser interpretado meramente como modelo de la coordinación fundamental de tiempo y eternidad; a la par afloró la posibilidad de disipar los problemas asociados a la idea de un final del tiempo por medio de una nueva comprensión de lo que significa «final» en relación con el tiempo. En gran medida se impuso la siguiente noción básica: toda muerte es un ingreso en lo totalmente distinto, en lo que no es tiempo, sino «eternidad». La «eternidad» no viene a continuación del tiempo (pues eso equivaldría a convertirla en tiempo); no, la eternidad es más bien lo otro del tiempo, siempre contemporáneo a este. Todo morir es, pues, un morir hacia la eternidad, hacia el «final de los tiempos», hacia el éschaton pleno, hacia la resurrección y la consumación, ya 151
acontecidas. Así como poco a poco y no sin resistencias la versión espacial del más allá como una suerte de piso superior del mundo fue superada en beneficio de una visión metafísico-personal, así también debería ser apartada la concepción temporal del más allá como un final «posterior» al tiempo del mundo. En el fondo, semejante forma de ver las cosas no es menos ingenua que la espacial ni pasa menos por alto que ella la estructura esencial de la comprensión del tiempo y la eternidad. Con esta filosofía del tiempo y la eternidad se renuncia al intento de postular un simple positivismo bíblico y, por medio de la reflexión sobre los diversos niveles de la realidad, se logra sin duda un progreso. De esta suerte se modifica simultáneamente de manera considerable la idea de resurrección (por desgracia, la mayoría de las veces sin suficiente reflexión). Pues de aquel que terrenamente fue sepultado se afirma a la par que al otro lado de la línea temporal es un resucitado. ¿Qué quiere decir esto? ¿Existe, pues, una existencia humana separable del cuerpo? ¿Hay algo así como el «alma»? ¿O qué clase de concepto de tiempo posibilita, por ejemplo, pensar al ser humano como resucitado y sepultado a la vez? Es necesario seguir preguntando tanto en una como en otra dirección. 2. En busca de nuevas respuestas a) Tiempo físico - tiempo del ser humano - eternidad Sigamos por el momento con el problema del tiempo. La distinción entre tiempo y eternidad - que ha sido retomada como una suerte de llave mágica para solucionar este problema - representa, como ya ha quedado dicho, un progreso respecto de una linealidad no reflexionada, según la cual lo que, en cuanto final mismo, ya no es tiempo es situado «después» del tiempo y, por ende, convertido en tiempo. Pero no llega ni de lejos al nivel de reflexión alcanzado en Agustín y asumido en diversas refracciones en la Edad Media. La aportación básica de Agustín en su reflexión sobre la memoria humana estriba en la distinción entre el tiempo físico y el tiempo antropológico. El tiempo antropológico ofrece un modelo para poder al menos pensar la eternidad, pero no es la eternidad. El tiempo físico designa los momentos sucesivos de un proceso de movimiento que pueden ser datados, fijados con ayuda de un determinado parámetro (por ejemplo, el Sol o la Luna). Rasgos característicos del tiempo físico son la reproducibilidad y la irreversibilidad a la par. Por una parte, el movimiento en cuestión (rotación de un cuerpo, etc.) puede ser reproducido; por otra, el movimiento ya acaecido es, en cuanto tal, 152
irreversiblemente pasado, ya solo constatable como dato de algo que ya ha sido. En conjunto, el tiempo físico se podría definir como el transcurso mensurable del movimiento de un cuerpo. Por lo que concierne al ser humano, hay que decir que, como cuerpo, se halla sujeto al tiempo físico. Los estadios de su existencia corporal y, por ende, indirectamente también los de su existencia espiritual se pueden encuadrar en el transcurso general de los cuerpos, se pueden datar con el curso del Sol según días y años. Pero como es evidente, la existencia del ser humano no se agota en el movimiento mensurable de los cuerpos. También los procesos espirituales de toma de decisiones del ser humano están vinculados a su cuerpo y en esa medida son, como ya se ha dicho, indirectamente datables. No obstante, aun así, son algo más que movimientos corporales y, en ese sentido, transcienden la escala de medición del tiempo físico. Lo que sea el «presente» para cada persona concreta no se determina por el calendario, sino en mucha mayor medida por la tensión del espíritu, por el fragmento de realidad que él concibe como presente, como su hoy ahora operante. Este presente incluye sus esperanzas y sus miedos, o sea, el futuro cronológico, pero también su fidelidad y su agradecimiento, o sea, el pasado cronológico. En este sentido, el «presente» es un fenómeno estrictamente antropológico, heterogéneo de un ser humano a otro (en distintas personas se dan presentes distintos); el tiempo físico solo conoce momentos. Agustín intenta glosar este fenómeno característico del presente antropológico con ayuda del concepto de «memoria»: la memoria, a partir de un fragmento determinado por mis propias decisiones existenciales, reúne en un hoy humano el ayer y el mañana cronológicos. En este tiempo antropológico no se da, de un lado, la reproducibilidad del proceso físico, pero, de otro, tampoco el absoluto ser pasado que encontramos en este. Por una parte, las realizaciones antropológicas, en su singularidad, son irrepetibles, a diferencia de lo que ocurre con un determinado movimiento, que puede reproducirse en cualquier instante; por otra, empero, tampoco se desvanecen sin más, sino que «permanecen»: el acto de amor perdura en su esencia, la verdad encontrada perdura; mis experiencias humanas son una parte real de mi yo vivo. El presente de la conciencia, capaz de elevar lo pasado al hoy del recuerdo, posibilita al mismo tiempo una idea de lo que es «eternidad»: pura memoria, que sostiene el conjunto del cambiante movimiento del mundo en el abarcador presente de la conciencia creadora y, sin embargo, engloba cada presente en su cualidad específica, lo incluye en su punto cronológico enteramente como él mismo. Si aplicamos esto a las consideraciones que venimos desarrollando, cabe afirmar que el error de la filosofía del tiempo y la eternidad esbozada más arriba radica, a mi juicio, en que no conoce más que una simple alternativa entre el tiempo físico y la mera 153
eternidad, siendo pensada además esta última de forma meramente negativa como puro «no tiempo». La muerte se presenta entonces como el tránsito repentino del tiempo a la eternidad. Pero con ello se pasa por alto lo específicamente humano. Y por eso, dicha respuesta resulta de todo punto insuficiente. Pues si se pensara consecuentemente la idea de que más allá de la muerte domina el puro hoy, de que allí - porque no existe el tiempo - la resurrección, el fin del mundo y el juicio son ya presentes, eso significaría que allí, más allá de la muerte, se accede a la historia ya consumada y a la total intemporalidad que en ella reina, así pues, que allí uno se encuentra con todos aquellos que, en la línea temporal, creen estar aún vivos o incluso pertenecen al futuro: esta absurda consecuencia es una deducción ineludible de la mencionada concepción. Pero esto quiere decir que, considerada desde la otra parte, la historia se convertiría en un espectáculo vacío, en el que uno cree estar afanándose, mientras que simultáneamente en la «eternidad», en el hoy siempre perdurable, todo se encuentra decidido desde hace ya mucho: así pues, la consecuencia de un pensamiento que contrapone sin mediación alguna el tiempo físico y la eternidad es un mal «platonismo», como Platón y los platónicos nunca lo conocieron. La correcta descripción del proceso de morir debería, en cambio, decir algo sobre el hecho de que, en la muerte, el tiempo específicamente humano se separa de su contexto físico-cosmológico, adquiriendo de ese modo el carácter de lo definitivo. Pero esto significa que las dos mareas que son el ser humano y la historia, si bien no guardan entre sí una simple relación de sucesión, tampoco son inconmensurables sin más. Y ello, a su vez, implica que la historia en curso del mundo y su definitivo futuro teo-lógico mantienen entre sí de todo en todo una relación real, que la actividad de la una no es en absoluto indiferente para el devenir del otro: el futuro común de la creación, del que habla la fe, y el futuro del mundo, hacia el que tiende nuestro actuar, no son asimilables el uno al otro, pero tampoco pueden separarse. b) Rehabilitación del «alma» Aún nos queda abordar la pregunta por el «alma». No se puede negar que este concepto solo tardíamente encontró acceso a la tradición cristiana, aun cuando el tránsito de la fe bíblica al espacio del pensamiento griego fue preparado y en parte se realizó mucho más temprano de lo que las rotundas antítesis de las que hemos hablado al principio permiten sospechar. Aquí me limitaré a recordar que ya el judaísmo intertestamentario conocía ideas muy matizadas de la vida y de los estados del ser humano con posterioridad a la muerte, ideas que durante mucho tiempo impregnaron el imaginario de la primitiva Iglesia y aún tuvieron sobre Agustín una influencia mayor que la de los esquemas platónicos'. 154
La petición del canon romano de la misa para que el Señor conceda a los difuntos el lugar de la luz, de la paz y del consuelo (o mejor, del refrigerio, esto es, un lugar con agua potable) es una expresión todavía hoy subsistente de esta directa pervivencia del mundo de la fe judía en la Iglesia. Precisamente esta continuidad nos proporciona una indicación sobre la lectura adecuada del Nuevo Testamento en lo relativo a este asunto. El anuncio apostólico presupone la fe de Israel como su propia fe, con la decisiva corrección, ciertamente, de que el todo debe ser vivido, entendido y vivido desde Cristo y hacia Cristo; en él, el conjunto adquiere un nuevo centro, que poco a poco impregna también los componentes de ese todo. Pero tal proceso de reacuñación de los distintos componentes del todo por medio de la fe en Cristo requiere tiempo, acontece solo gradualmente; qué signifique para los diversos ámbitos parciales el que hayan de ser entendidos desde Cristo no se debe determinar de inmediato, sino en primer lugar solo para el centro. Así, la escatología permaneció durante mucho tiempo en un estado en gran medida «judío», pero eso mismo atestigua también la continuidad de la Iglesia antigua con la comunidad judeocristiana de los orígenes. El nuevo acento recae sobre el hecho de que se anuncia a jesucristo como aquel que ya ha resucitado. El verdadero punto de referencia de la inmortalidad no es tanto el tiempo venidero cuanto el Señor ahora vivo. Desde aquí, Pablo cristologiza de forma radical la doctrina tardojudía de los lugares intermedios, personalizándola hasta plasmarla en la fórmula: «morir para estar con Cristo» (Flp 1,23). El Señor es, para nosotros, el lugar de la vida indestructible y no es necesario preguntar por - ni buscar - ningún otro lugar. En los sinópticos se han conservado, en dos dichos de jesús, otras formulaciones arcaicas, de matiz judío. En Lc 16,19-29, en el marco de la historia de Lázaro, aparece la sentencia sobre el seno de Abrahán como el lugar de la salvación, al que se contrapone, separado por un abismo infranqueable, el lugar del suplicio. Al buen ladrón se dirigen las palabras de Jesús: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43)'. Esto recuerda la teología martirial tardojudía y vuelve a resonar, de hecho, en el relato del primer martirio cristiano: «Señor Jesús, acoge mi espíritu», ora el agonizante Esteban (Hch 7,59). Si ya en las palabras al buen ladrón introduce el «conmigo» un matiz cristológico en la idea de paraíso, aquí, en la oración del primer mártir cristiano, aparece el Señor mismo como el paraíso en el que el agonizante sabe que su vida será acogida. Ya no es el seno del patriarca Abrahán el refugio para la existencia de la fe, sino el Señor resucitado, en el que viven los suyos. Con ello venía dada desde el Señor resucitado la conciencia de su vida, que ya con la muerte del cuerpo y desde la realización definitiva del futuro del mundo es concedida a los seres humanos. Así se hizo patente que existe una continuidad del ser humano que se 155
extiende más allá de la identidad de su existencia corporal, por mucho que él en el cuerpo sea él mismo, una criatura única, indivisible. ¿Cómo debería pensarse este factor de identidad y continuidad, que ya en la vida terrena desborda la suma de las partes materiales de la persona (¡puesto que estas cambian ya en la vida terrena!) y con mayor razón se manifiesta en su sentido propio en la posibilidad de una existencia que trasciende la muerte? La lengua griega ofrecía el concepto de «alma», que, por lo demás, ya en el Nuevo Testamento adquiere de vez en cuando el sentido de este factor de identidad que desborda la corporalidad`. Así y todo, esta expresión estaba lastrada por una visión dualista del mundo y resultaba, por ende, peligrosa, por lo que no podía ser utili zada sin purificación previa. Pero, en el fondo, eso ocurría con todos los conceptos, también con la palabra «Dios»: el «Dios» griego en modo alguno era idéntico al Yahvé bíblico, al Padre de jesucristo, de modo que el uso común del término engendraba una amenaza que no debe estimarse menos seria. Por otra parte, conviene no olvidar que tampoco las palabras bíblicas han caído del cielo, sino que únicamente se convirtieron en formas de expresión de la fe a través de la reacuñación y purificación de términos originarios del entorno religioso y profano de Israel. En ello puede apreciarse cómo tal reacuñación acontece solo de forma vacilante, poco a poco, no sin recaídas, y nunca llega a su fin. Si no es a través de la lenta transformación de palabras e ideas que el ser humano ha encontrado en su historia, no existe ninguna interconexión de la fe. En este sentido, el origen dualista del concepto de «alma» dice algo sobre la amenaza que lleva asociada, pero nada sobre la imposibilidad de usarlo. Nuevas investigaciones han mostrado de forma ostensible cuán intensamente se esforzó el pensamiento cristiano, sobre todo en la Alta Edad Media, por lograr la exigida purificación y transformación del concepto". Aquí no podemos entrar en detalle en esta cuestión. Podría mostrarse que la doctrina de la inmortalidad del alma, tal como la formuló Tomás de Aquino, supuso algo radicalmente nuevo respecto de las antiguas doctrinas de la inmortalidad. Aristóteles, a quien Tomás de Aquino utiliza para su pensamiento, niega precisamente que la forma corporis (la fuerza configuradora del cuerpo) sea inmortal, al igual que niega, a la inversa, que lo in mortal (el intellectus agens) sea propio del individuo en cuanto tal. Análogamente, Platón nunca admitiría que el «alma inmortal» esté vinculada al cuerpo y le sea inherente y ambos constituyan una unidad hasta el punto de que el alma deba llamarse realmente «forma» del cuerpo y no pueda subsistir más que en relación íntima con él. Por supuesto, no se puede negar que en la conciencia general se ha impuesto una y otra vez en gran medida una tendencia dualista. En este sentido, un nuevo esfuerzo de purificación, más aún, la búsqueda de mejores formulaciones es del todo pertinente. Pero 156
la cosa en cuanto tal no puede ser eludida, en especial si se quiere mantener íntegro el mensaje del Nuevo Testamento. Tal vez convenga explicar desde otro ángulo lo que se quiere decir. Hablar del alma inmortal se nos antoja hoy sospechoso también porque tenemos la impresión de que este concepto remite a una objetivadora metafísica de la sustancia. Por contraposición a ella, consideramos más adecuado un concepto dialógicopersonal. Parece que la pregunta tiene que ser contestada de modo distinto según qué sea lo que realmente hace inmortal al ser humano. Esta pregunta, por lo demás, coincide con la pregunta de qué sea en verdad lo definitivamente distintivo de la persona, lo humano del hombre. En una concepción dialógica, la respuesta a ello sería: lo distintivo del ser humano radica en su capacidad de relación con Dios, en el hecho de que es interpelado por este y está fundamentalmente llamado a responderle. Quien se halla en diálogo con Dios no muere. El amor de Dios concede eterni dad`. Pero esta idea se diferencia de la verdadera opinión de un concepto razonable de «alma» solo en el enfoque de la formulación y del movimiento intelectual. Agustín deriva la in mortalidad del ser humano de su capacidad de verdad; Tomás de Aquino le sigue en este punto: quien ha entrado en diálogo con la verdad deviene partícipe de su indestructibilidad13 Hoy subrayaríamos aún con más fuerza el diálogo del amor, pero la dirección es la misma. Ahora bien, esto significa: «alma» y «capacidad de verdad» o, si se quiere, «estar llamado al diálogo indestructible con la verdad y el amor eternos» son distintas expresiones para una y la misma realidad. El alma no es algo oculto que uno tiene, un fragmento de sustancia que permanece escondido en cualquier lugar del ser humano. No, se trata de una dinámica de infinita apertura que denota al mismo tiempo la participación en lo infinito, en lo eterno. Pero a la inversa también cabe afirmar: el carácter dinámico de la existencia humana, cuya sed apunta a la verdad misma y al amor indestructible, esta dinámica no es una inconexa sucesión de hechos, sino que ella, lo más frágil, es simultáneamente el modo de ser más auténtico, el que tiene mayor consistencia. La dinámica es sustancia, y la sustancia es dinámica. Este fundamental y persistente carácter de realidad de lo auténticamente humano es recordado por el término «alma». Lo cual presupone, sin embargo, que la sustancia no la pensamos desde abajo, desde la «masa» (que de todos modos, en cuanto «masa», se nos torna cada vez más problemática), sino desde arriba, desde la dinámica de la realización espiritual, así como que dejamos de tener la masa «sólida» por lo más seguramente real: cierto es más bien lo contrario. Recientemente, un programa de radio titulado «¿Es inmortal el alma?» fue presentado con la observación - sin añadido ni comentario alguno - de que la pregunta sonaba absurda, más aún, «obscena». De hecho, existe un pudor que debe ría obligarnos 157
a no privar de su dignidad a las grandes cosas por medio de un uso frívolo. En esa misma medida, el abuso cotidiano de palabras elevadas puede ocasionar que uno se vuelva, de hecho, «obsceno» en cierto sentido; y no se puede negar que algo de eso se ha dado y se da en el lenguaje cristiano diario. Por otra parte, en una época en la que el pudor que debería proteger la dignidad y la grandeza del cuerpo humano es hollado cada vez más no se debe llegar a que la persona se avergüence de su espíritu, de su «alma», de un modo tal que amenace con degenerar poco a poco en un absoluto (y profundamente funesto) «tabú». Me parece que es hora de que en la teología se ponga en marcha una rehabilitación de los conceptos tabú en que se han convertido la «inmortalidad» y el «alma». A buen seguro, ninguno de los dos está exento de problemas, y la conmoción de los últimos años puede ser saludable, incluso necesaria. Ya no se podrán usar estos conceptos de forma tan simple y expuesta como antaño. Pero proscribirlos sin más es, en el fondo, igual de ingenuo y restringe la amplitud del problema. Tampoco el hecho de que con estos conceptos se desborde la terminología bíblica cambia nada al respecto. Considerar resuelta con ello la pregunta equivale a negar todo el problema de la hermenéutica, la tarea de la mediación intelectual. 3. Fe en la inmortalidad y responsabilidad sobre el mundo El problema permanece abierto: ¿para qué todo esto? La pregunta bíblica - «¿De qué le sirve al hombre el mundo entero si pierde su alma?» - parece invertirse en la actualidad en esta otra pregunta: ¿de qué le sirve el hombre el alma entera si ello no ayuda al mundo? Habría mucho que decir al respecto; quizá es aquí, en esta inversión de las preguntas, donde nos confrontamos con el principal problema de la existencia cristiana en la actualidad. En consonancia con el carácter fragmentario de estas consideraciones no podemos sino apuntar una indicación, que no deja de ser insuficiente, pero quizá pueda ayudar a abrir una nueva dirección de reflexión. Como es sabido, Dietrich Bonhoeffer formuló la idea de que el creyente debe vivir hoy quasi Deus non daretur, como si Dios no existiera. Comparto por entero la intención de este dicho de oponerse a una imagen de Dios egoísta y primitiva que abusa de él como tapagujeros de nuestro fracaso terreno. Sin embargo, pienso que, por lo que atañe al estilo de vida, habría que hacer más bien la propuesta inversa: también el escéptico y el ateo deberían vivir quasi Deus daretur, como si Dios realmente existiera. ¿Qué significa esto? Vivir como si Dios existiera significa: vivir como si uno estuviera sujeto a una responsabilidad infinita. Como si la justicia y la verdad no fueran meros 158
programas, sino un poder vivo y existente ante el cual uno debe rendir cuentas. Como si lo que hacemos ahora no volviera a perderse como una gota de agua, sino que tuviera una importancia permanente, una relevancia que alcanza hasta lo perdurable. Actuar como si existiera Dios significa al mismo tiempo: actuar como si la persona que está a mi lado no fuera un accidente cualquiera de la naturaleza, que en último término poco importa, sino un pensamiento encarnado de Dios, una imagen del Creador a la que él conoce y ama; así pues, como si todo ser humano estuviera destinado a la eternidad, como si todo ser humano fuera hermano mío, porque hemos sido creados por uno y el mismo Dios. Actuar quasi Deus daretur, como si existiera Dios: este me parece que es el único reemplazo sensato del imperativo categórico en una época en la que las condiciones de posibilidad del uso de tal imperativo han sucumbido. Kant intentó resolver el problema ético por medio del sencillo principio: actúa de tal modo que las máximas de tu acción puedan convertirse en todo momento en una ley general. La idea es que, con este procedimiento, casi siempre se tropieza con el bien. Lo que permite ser generalizado es de fendible delante del todo. Esta solución, a primera vista muy convincente, en realidad solamente resulta practicable mientras exista un acuerdo aproximado sobre qué es lo que se puede generalizar y qué formas de acción resultan apropiadas para servir como leyes generales. Así pues, se presupone una sociedad en la que rige un determinado sistema de valores y en la que de alguna manera existe consenso sobre qué es lo que beneficia al todo y qué no. Pero precisamente sobre ello disentimos en la actualidad de un modo que Kant no podía siquiera imaginar. Dependiendo de la teoría social que suscriban, dos personas considerarán dos cosas totalmente contrarias como posibles leyes generales. El punto de referencia desde el que Kant pensaba, a saber, la generalidad, la sociedad humana, es demasiado inseguro como para poder construir ya solo desde él de forma fiable el actuar del hombre. Actuar como si Dios existiese: quien intenta proceder así se encuentra sin necesidad de grandes reflexiones en el verdadero núcleo de lo que significa la fe en la «inmortalidad del alma». Aun cuando quizá nunca pueda ir más allá del «como si» y siga interrogándose al respecto durante toda su vida, esa persona ha captado en realidad aquello de lo que aquí se trata con mucha mayor hondura que quien afirma la inmortalidad como fórmula, pero vive como si solo existiese él mismo. Aquí se visibiliza algo importante que hasta ahora no hemos mencionado: la fe cristiana en la inmortalidad del alma, según su verdadera pretensión, no quiere tanto proponer una teoría cualquiera sobre algo incierto para elevarla posteriormente a certeza, sino más bien formular una afirmación sobre los criterios y el alcance de la vida humana. Quiere encarecer que la 159
persona nunca es un medio, sino siempre un fin. Quiere elevar a conciencia la realidad de los valores, la justicia y, sobre todo, la verdad, los cuales, lejos de ser puntos de mira abstractos, son vida y confieren vida. En este sentido se trata de una afirmación práctica. De una decisión sobre el rango y la dignidad de la vida humana. Una vez dicho esto, podemos dar un paso más. La vida humana no puede sostenerse, en último término, sobre un «como si». Ello puede funcionar a la perfección para un individuo, si el «como si» tiene, desde el todo, fuerza suficiente; puede ser suficiente en largas fases de la vida humana en las que las soluciones teóricas quedan suspendidas y sencillamente se sigue avanzando en la oscuridad. Pero no puede ser la forma básica de la existencia humana. Si es cierto que la existencia del hombre tiene en este «como si» su auténtica clave de bóveda y que de él recibe su verdadera posibilidad de realización, con ello queda dicho también algo sobre el carácter de realidad de este «como si». Abordemos lo mismo desde otro ángulo: quien se confía pacientemente a este «como si» y lo adopta de manera perdurable como máxima de su vida puede ver también que no vive de una ficción, que en aquello que al principio ha asumido como mera hipótesis habita la verdad: la auténtica verdad del ser humano y de la realidad en cuanto tal" La verdad y la justicia no son solo ideas: son. Dicho de otra forma: Dios es. Pero con ello se afirma también, en el fondo, la inmortalidad. Pues Dios es un Dios de vivos. A mi juicio, en el concepto de Dios está ya incluido el carácter no perecedero del ser humano. Pues una criatura que ve y ama a aquel que es la eternidad deviene ya solo con ello partícipe de esta. Cómo deba formularse en concreto esta idea o cómo deba uno representársela son, en último término, preguntas secundarias, si bien en modo alguno carentes de importancia. Todos los conceptos que utilizamos - también cuando hablamos de la inmortalidad del alma - no constituyen, al fin y al cabo, más que ayudas intelectuales (en parte probablemente insustituibles) con las que, desde diferentes modelos antropológicos, intentamos determinar de forma más concreta el todo. Tales impulsos del pensamiento resultan, sin duda, necesarios para comprender y fijar con mayor claridad la pretensión y la responsabilidad del pensamiento. Pero no son lo verdadero. Sobre todo, en ningún caso se trata de obtener descripciones del más allá, dilatando así el espacio de nuestra curiosidad. En su núcleo, la profesión de fe en la inmortalidad no es sino una profesión de fe en que Dios es real. Se trata de una afirmación sobre Dios y, por ende, también de una afirmación sobre el ser humano, quien debe encontrar en ella el camino y el modo de su existencia. 160
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Por qué permanezco en la Iglesia' 1. Resulta evidente que, tanto por el hecho de que estas reflexiones constituyen una conferencia pública como por la especificidad del tema que se me ha pedido desarrollar, aquí no puedo ensayar una exhaustiva presentación de las razones objetivas para el ser en la Iglesia. No tengo más remedio que conformarme con reunir, a guisa de mosaico, algunas indicaciones sobre una decisión de la que, en último término, solo se puede responder personalmente, indicaciones que, no obstante, quizá permitan reconocer, a su manera, algo de un derecho objetivo. EN la actualidad existen muchas y opuestas razones para no seguir en la Iglesia. A volver la espalda a la Iglesia ya no solo se sienten empujadas hoy personas a las que la fe eclesial se les ha tornado extraña y para quienes la Iglesia resulta demasiado atrasada, demasiado medieval, demasiado hostil al mundo y a la vida, sino también personas que amaban la figura histórica de la Iglesia, su liturgia, su extemporaneidad, el reflejo de lo eterno en ella. A estas últimas les parece que la Iglesia está traicionando su esencia, que está vendiéndose a la moda y perdiendo así su alma: están decepcionadas como pueda estarlo un enamorado que ha tenido que vivir la traición de un gran amor y pondera seriamente el volverle la espalda. A la inversa, también existen razones bastante contrapuestas para seguir en la Iglesia: en ella no solo permanecen quienes se aferran imperturbablemente a la fe en su misión o quie nes no quieren desprenderse de una antigua y querida costumbre (aunque pocas veces la pongan por uso). En ella se quedan hoy también con el mayor de los énfasis justamente aquellos que rechazan todo su ser histórico y combaten con pasión el contenido que las autoridades de la Iglesia tratan de darle a esta o de conservar para ella. Aun cuando querrían eliminar lo que la Iglesia fue y es, están decididos a no dejarse expulsar de ella, a fin de transformarla en lo que, a su juicio, debería ser. 1. Reflexión previa sobre la situación de la Iglesia Pero de ello resulta una situación verdaderamente babilónica para la Iglesia, en la que no 162
solo los motivos a favor y en contra son extrañísimamente complejos, sino que apenas parece posible ya el entendimiento. Sobre todo, surge desconfianza porque el pertenecer a la Iglesia ha perdido su univocidad y nadie se atreve ya a dar por supuesta la honradez del otro. Las esperanzadoras palabras pronunciadas por Romano Guardini en 1921 - «Un proceso de gran trascendencia ha comenzado: la Iglesia despierta en las almas» - parecen haberse transformado en su contrario. Diríase que en la actualidad deberían rezar más bien: de hecho, se está desarrollando un proceso de gran trascendencia: la Iglesia se extingue en las almas y se desmorona en las comunidades. En medio de un mundo que se afana por la unidad, la Iglesia se desintegra en el resentimiento nacionalista, en la declaración de lo ajeno como herejía, en la glorificación de lo propio. Entre los gestores de la mundanidad y una reacción que se aferra en exceso a lo exterior y a lo que meramente ha sido, entre el desprecio de la tradición y el positivista construir sobre la letra, no parece existir punto medio. La opinión pública asigna implacablemente a cada cual su lugar; necesita etiquetas claras y no se puede detener en matices: quien no está por el progreso está en contra de él, hay que ser conservador o progresista. Sin embargo, la realidad es, gracias a Dios, muy distinta. En silencio y todavía casi sin voz, existen entremedias también hoy los creyentes sin más, quienes también en esta hora de confusión realizan el verdadero encargo de la Iglesia: la adoración y la paciencia de la vida diaria desde la palabra de Dios. Pero, puesto que no encajan en el cuadro que se desea tener, permanecen en gran medida callados. Esta verdadera Iglesia no es invisible, pero sí que está profundamente escondida entre lo que es de factura humana. Con ello hemos hecho ya una primera alusión al trasfondo sobre el que hoy se plantea la pregunta: ¿por qué permanezco en la Iglesia? Para poder responder con sentido esta pregunta, primero debemos profundizar en el análisis de este trasfondo - que, en virtud de la breve palabra «hoy», pertenece directamente a nuestro tema - y, yendo más allá de la constatación de la situación que vivimos, preguntarnos por sus causas. ¿Cómo se ha podido llegar a esta peculiar situación babilónica en el instante en el que esperábamos un nuevo Pentecostés? ¿Cómo es posible que, justo en el momento en el que el concilio parecía haber recogido la cosecha madura del despertar de las últimas décadas, en vez de la riqueza del cumplimiento apareciera de súbito un inquietante vacío? ¿Cómo ha podido el gran resurgir hacia la unidad acabar en el desmoronamiento? Por ahora me gustaría intentar responder con una comparación que al mismo tiempo puede revelar la tarea que se nos plantea, visibilizando ya con ello, de modo alusivo, las causas que en todo «no» siguen posibilitando un «sí». Parece que en nuestro esfuerzo 163
por comprender la Iglesia - que en el concilio al final se ha convertido en una lucha activa en torno a ella, en un trabajo concreto para darle forma - nos hemos acercado tanto a esa misma Iglesia que ahora ya no logramos percibir el todo, que las casas nos impiden ver la ciudad y los árboles el bosque: la situación a la que la ciencia con tanta frecuencia nos ha conducido respecto a lo real parece estar dándose ahora en lo que concierne a la Iglesia. Vemos lo individual con una precisión tan exa gerada que nos resulta imposible percibir el todo. Y al igual que allí, la ganancia en exactitud conlleva también aquí una pérdida en verdad. Por muy innegablemente cierto que sea lo que nos muestra el microscopio cuando observamos en él un fragmento de árbol, ello puede ocultar al mismo tiempo la verdad, si se nos olvida que lo individual no es lo individual sin más, sino que tiene una existencia en conjunto que no puede ser analizada bajo el microscopio y que, sin embargo, es verdadera, más verdadera que el aislamiento de lo individual. Repitamos lo anterior, pero esta vez sin imágenes. La perspectiva del presente ha modificado nuestra mirada a la Iglesia también en el sentido de que prácticamente ya solo vemos la Iglesia bajo el aspecto de la factibilidad, desde el ángulo de qué se pueda hacer de ella. El intenso esfuerzo en pro de la reforma en la Iglesia nos ha llevado finalmente a olvidar todo lo demás; en la actualidad, la Iglesia ya no es para nosotros más que una entidad modificable que nos sitúa ante la pregunta de qué es lo que se debe modificar en ella, con miras a hacerla más «eficiente» para los fines que cada cual considere pertinentes. En semejante planteamiento ha degenerado en gran medida en la conciencia general la idea de reforma, viéndose esta así privada de su núcleo. Pues la reforma es, en su sentido originario, un proceso espiritual, estrechamente emparentado con el cambio de mentalidad, con la conversión y, en esa misma medida, perteneciente al núcleo de lo cristiano: solo por medio de la conversión se hace uno cristiano. Esto vale para el individuo a lo largo de toda su vida, así como para la Iglesia a lo largo de toda la historia. También la Iglesia, en cuanto tal, vive de convertirse siempre de nuevo al Señor, de alejarse del endurecimiento en lo propio, en la mera y amada costumbre, que con tanta facilidad se opone a la verdad. Pero allí donde la reforma se desliga de este contexto, de las fatigas de la conversión, allí donde la salvación ya solo se espera del cambio de los demás, de formas siempre nuevas e incesantes adaptaciones al espíritu de la época, allí, por mucho que ocurra algo útil, en conjunto la Iglesia no será sino una caricatura de sí misma. En el fondo, una reforma así nunca puede afectar más que a lo intrascendente, a lo secundario de la Iglesia; no es de extrañar que la Iglesia misma termine pareciéndole algo secundario a este tipo de reforma. Si se tiene esto presente, resulta comprensible también la paradoja que en apariencia se ha planteado en el curso de los actuales afanes 164
de renovación: el esfuerzo por revitalizar estructuras anquilosadas, por corregir formas del ministerio eclesiástico procedentes de la Edad Media o, en mayor medida aún, de la época del absolutismo, por liberar a la Iglesia de tales superposiciones capacitándola para el servicio sencillo en el espíritu del Evangelio, ha llevado, de hecho, a una sobrevaloración del elemento ministerial en la Iglesia que prácticamente carece de precedente en la historia. Las instituciones y los ministerios en la Iglesia son criticados hoy con mayor radicalidad que nunca, pero también atraen la atención de forma más exclusiva que antaño: para no pocas personas, la Iglesia parece consistir hoy en eso y nada más que eso. La pregunta por la Iglesia se agota entonces en la lucha por sus instituciones; no se quiere desaprovechar un aparato tan amplio y, sin embargo, este se antoja muy poco práctico para los nuevos fines que se le dan. Detrás de todo ello se visibiliza algo más, lo decisivo: la crisis de fe, que es el verdadero núcleo del proceso. Por su radio sociológico, la Iglesia sigue desbordando con mucho el círculo de los verdaderos creyentes y, a causa de tal institucionalizada falsedad, resulta profundamente alienada de su verdadera esencia. El efecto publicitario del concilio y la aproximación entre fe e increencia que en apariencia empezaba a resultar posible y que la cobertura informativa casi inevitablemente llevaba a creer real radicalizaron esta alienación al máximo: la aprobación al concilio vino en parte asimismo de quienes no tenían previsto en absoluto hacerse creyentes en el sentido de la tradición cristiana, pero celebraban un «progreso» de la Iglesia hacia la opción por ellos tomada como confirmación de su camino. Al mismo tiempo, sin embargo, también en la propia Iglesia se encuentra la fe en plena efervescencia. El problema de la mediación histórica hace aparecer el antiguo credo en una media luz difícil de interpretar y bajo la cual los perfiles de las cosas se difuminan; la protesta de las ciencias de la naturaleza o, mejor, de aquello que se tiene por la imagen moderna del mundo contribuye lo suyo a intensificar este proceso. Los límites entre interpretación y negación se hacen, justo en el núcleo del todo, cada vez más irreconocibles. ¿Qué significa en realidad «resucitado de entre los muertos»? ¿Quién cree, quién interpreta, quién niega? Y detrás de la controversia sobre los límites de la interpretación desaparece a ojos vista el rostro de Dios. La «muerte de Dios» es un proceso del todo real, que en la actualidad penetra hasta bien dentro de la Iglesia. Parece que Dios muere en el cristianismo. Pues donde la resurrección se convierte en la experiencia de un encargo percibido en imágenes anticuadas, allí no actúa Dios. ¿Actúa Dios en algún lugar? Esa es la pregunta que sigue de inmediato. Pero ¿quién quiere hoy ser tan reaccionario como para insistir en un realista: «Ha resucitado»? Así, para unos constituye un progreso lo que otros no pueden por menos de considerar 165
increencia; y lo hasta ahora inconcebible deviene normal, a saber, que personas que se alejaron hace mucho tiempo del credo de la Iglesia se tienen a sí mismas con buena conciencia por los cristianos verdaderamente progresistas. Pero para ellos el único criterio con el que debe medirse la Iglesia es la adecuación con la que funciona; sin embargo, aún permanece abierta la pregunta de qué es lo adecuado y para qué debe funcionar en realidad el todo. ¿Para la crítica de la sociedad, la ayuda al desarrollo, la revolución? ¿0 para la celebración comunitaria? En cualquier caso, resulta necesario empezar de cero, pues la Iglesia no fue hecha en sus orígenes para eso, por lo que es probable que en su forma actual tampoco sea realmente muy idónea para cumplir tales funciones. Y así, crece la desazón entre creyentes y no creyentes. El derecho de propiedad que la increencia ha adquirido en la Iglesia hace que tanto para unos como para otros la situación parezca cada vez más insoportable; sobre todo, a través de estos procesos, el programa de reforma ha caído trágicamente en una peculiar y, para muchos, ya apenas eliminable ambigüedad. Cabe señalar, por supuesto, que esto no agota nuestra situación. También hay muchas cosas positivas surgidas en los últimos años que no pueden ser silenciadas sin más: la nueva accesibilidad de la liturgia, la conciencia del problema social, el mejor entendimiento entre los cristianos separados, la superación de algunos miedos nacidos de una falsa ortodoxia y muchas cosas más. Esto es cierto y no debe ser minimizado. Pero no se trata de algo que caracterice el «clima general» de la Iglesia (si se me permite hablar así). Al contrario, también todo esto se ha visto arrastrado de momento a la ambigüedad resultante de la difuminación de los límites entre la fe y la increencia. Solo al principio pareció conllevar tal difuminación una liberación. Hoy está claro que, a pesar de todos los signos de esperanza que existen, de este proceso no ha emergido una Iglesia moderna, sino una Iglesia de todo punto problemática y profundamente desgarrada. Digámoslo con toda crudeza: el Vaticano 1 describió a la Iglesia como signum levatum in nationes, como el gran estandarte escatológico que, visible en la distancia, convoca y une a los seres humanos. Así pues, en opinión del concilio de 1870, la Iglesia es el signo visible a lo lejos aguardado por Isaías (Is 11,12), un signo que todo hombre puede reconocer y que a todos señala inequívocamente el camino: con su admirable propagación, su eximia santidad, su fecundidad en toda clase de bienes y su invicta estabilidad, la Iglesia es, según el Vaticano 1, el verdadero milagro del cristianismo, su permanente refrendo - que sustituye a todos los demás signos y milagros - ante el rostro de la historia. En la actualidad, todo esto parece haberse trocado en justo lo contra rio: nada de admirable propagación, sino una asociación estancada y corta de miras que ha 166
sido incapaz de trascender en serio los límites del intelecto europeo y medieval; nada de eximia santidad, sino una colección de todas las indecencias humanas, mancillada y humillada por una historia a la que no le ha faltado escándalo alguno, desde la persecución de herejes, la caza de brujas, la persecución de judíos y la esclavización de conciencias hasta la autodogmatización y la resistencia a las pruebas científicas, de suerte que quien escucha esta historia no puede sino agachar avergonzado la cabeza; por último, nada de estabilidad, sino institución arrastradiza por todas las corrientes de la historia, por el colonialismo, el nacionalismo e incluso también a punto ya de ponerse de acuerdo con el marxismo y, a ser posible, identificarse en gran medida con él... Por consiguiente, la Iglesia no parece ser signo que convoca a la fe, sino más bien el principal obstáculo para aceptarla. La verdadera teología de la Iglesia, pues, parece no poder consistir ya más que en desproveerla de todo predicado teológico y en considerarla y tratarla desde un punto de vista meramente político. Diríase que no estamos ya una ante realidad de fe, sino ante la organización - bastante accidental, aunque quizá ineludible - de los creyentes, que debería ser reconfigurada cuanto antes en consonancia con los más modernos conocimientos de la sociología. La confianza es buena, el control es mejor: así reza, después de tantas decepciones, el eslogan frente al ministerio eclesiástico. El principio sacramental no resulta ya convincente; lo único que todavía se antoja fiable es el control democrático3: al fin y al cabo, también el Espíritu Santo resulta demasiado inaccesible. Sin embargo, a quien no le da miedo mirar al pasado sabe que los escándalos y las humillaciones de la historia se debieron precisamente a que se emprendió este camino: el ser humano accedió al poder, y sus logros se tuvieron por lo único real. 2. Una imagen para la esencia de la Iglesia Una Iglesia que es considerada únicamente desde un punto de vista político, en contra de toda su historia y de su propia esencia, no tiene sentido; asimismo, una decisión meramente política de permanecer en la Iglesia es deshonesta, aun cuando se presente bajo la etiqueta de la honestidad. Pero a la vista de la actual situación de la Iglesia, ¿cómo se puede justificar la permanencia en ella? Formulado de otra manera: la opción por la Iglesia, para tener sentido, debe ser una opción espiritual. Mas ¿cómo debe fundamentarse semejante decisión espiritual? Me gustaría dar de nuevo una primera respuesta provisional por medio de una comparación, recurriendo para ello al aserto que se nos ha ofrecido inicialmente para describir la situación. Hemos dicho que, al 167
ocuparnos de la Iglesia, nos hemos acercado tanto a ella que ya no es posible percibir el todo. Esta idea se puede ampliar con ayuda de una imagen que los padres de la Iglesia descubrieron en su contemplación simbólica del mundo y la Iglesia. Según explicaban, la Luna era, en la estructura del cosmos, un símil de lo que la Iglesia representa en la estructura de la salvación, en el cosmos intelectual-espiritual. Aquí es asumido un antiquísimo simbolismo de la historia de las religiones (los padres no hablaron ciertamente de «teología de las religiones», pero la llevaron a cabo), según el cual la Luna - en cuanto alegoría tanto de la fecundidad como de la caducidad, en cuanto símbolo tanto de la muerte, del perecer, como de la esperanza de renacimiento y resurrección - era imagen de la existencia humana, «patético y consolador al mismo tiempo»4. El simbolismo lunar y el simbolismo telúrico se funden con frecuencia entre sí. Tanto en su caducidad como en su renacer, la Luna representa el mundo de los hombres, el mundo terreno, el mundo que se caracteriza por la recepción y la menesterosidad, que recibe su fecundidad de fuera, a saber, del Sol. Así, el simbolismo lunar deviene simultáneamente símbolo del ser humano, de la condición humana tal como se manifiesta en la mujer: receptiva y fértil por virtud de aquello que recibe. La aplicación del simbolismo de la Luna a la Iglesia se les planteaba a los padres de la Iglesia sobre todo a partir de dos puntos de partida: el vínculo entre la Luna y la mujer (madre), por una parte, y el punto de vista de que la luz de la Luna es luz ajena, la luz del hélios, del Sol, sin el cual la Luna no sería sino oscuridad: la Luna ilumina, pero su luz no es suya, sino luz de otros. La Luna es oscura y luminosa a la vez. Ella misma es oscuridad, pero regala luminosidad procedente de otro, cuya luz se transmite a través de ella. Pero justo en esto representa a la Iglesia, que resplandece, aun cuando ella misma es oscura: no es luminosa en virtud de su propia luz, sino que recibe la luz del verdadero hélios, del verdadero Sol, de Cristo; de suerte que, si bien no es más que piedra terrestre (como la Luna, que no es sino una segunda Tierra), puede iluminarnos en la noche de nuestra lejanía de Dios: «La Luna nos cuenta el misterio de Cristo»6. Los símbolos no se deben exprimir; lo más valioso de ellos consiste precisamente en una plasticidad que escapa a todo esquematismo lógico. Sin embargo, en la época de los viajes lunares se impone aquí una dilatación del símil, en la que, junto con el contraste entre pensamiento físico y pensamiento simbólico, se haga visible lo específico de nuestra situación también por lo que respecta a la realidad de la Iglesia. El astronauta que viaja a la Luna o la sonda lunar descubren la Luna solo como roca, como desierto, arena y montes, pero no como luz. De hecho, en sí y por sí, la Luna no es más que esto: 168
desierto, arena, roca. Y, sin embargo, no en sí, sino desde otro lugar y hacia otro lugar, también es luz y sigue siéndolo incluso en la época de los viajes espaciales. La Luna es aquello que ella misma no es. Lo otro distinto de ella es también su realidad, como distinto de ella. Hay una verdad de la física y hay una verdad de la poesía, de los símbolos; son verdades que no se cancelan mutuamente. Y ahora me pregunto: ¿no es este un símil muy preciso de la Iglesia? Quien la excava y la recorre con la sonda espacial no puede descubrir sino desierto, arena, roca, los rasgos humanos del hombre y su historia, con sus desiertos, su polvo y sus cimas. Eso es lo propiamente suyo. Y, sin embargo, no es lo esencial de ella. Lo decisivo es que ella, en sí misma arena y piedra, es también luz procedente del Señor, procedente del Otro: lo que no es suyo es lo verdaderamente suyo, lo auténtico de ella; más aún, su esencia consiste en que ella misma no cuenta - sino que lo que importa en ella es lo que no es-, en que ella tan solo existe para ser expropiada, en que tiene una luz que ella no es y, sin embargo, constituye la única razón de su existencia. Es «luna» - myste rium lunae - y, en cuanto tal, concierne a los creyentes, pues cabalmente así es lugar de una perdurable opción espiritual. Puesto que el estado de cosas aquí aludido en imagen me parece decisivo, antes de traducirlo del lenguaje del símil a enunciados proposicionales, me gustaría desentrañarlo con ayuda de una observación adicional. Después de la introducción de las lenguas vernáculas en la liturgia, y antes de la última reforma, yo incurría sin cesar en un lapsus linguae al llegar a una frase procedente de este mismo contexto y que sintomáticamente refleja justo aquello de lo que aquí se trata. Como es sabido, en el suspiciat se reza: que el Señor acepte este sacrificio «para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». Yo decía una y otra vez: «toda nuestra santa Iglesia». En este lapsus linguae se condensa el problema que padecemos en la actualidad, en él se hace patente el desplazamiento que hemos experimentado. El lugar de su Iglesia lo ha ocupado nuestra Iglesia, con lo que han aparecido múltiples Iglesias, pues cada uno tiene la suya. Las Iglesias se han convertido en nuestras propias empresas, de las que estamos orgullosos o nos avergonzamos. Numerosos pequeños propietarios unos junto a otros; Iglesias puramente «nuestras», que hacemos nosotros mismos, que son obra y propiedad nuestra y que, en consecuencia, queremos reconfigurar o conservar. Detrás de «nuestra Iglesia», o también de «vuestra Iglesia» hemos perdido de vista «su Iglesia». Pero esta es la única que cuenta; y si ya no existe, también «nuestra» Iglesia debe abdicar. La Iglesia como meramente nuestra es un superfluo castillo en el aire.
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3. Por qué permanezco en la Iglesia Pero con ello se ha dado ya también la respuesta de principio a la pregunta sobre la que gira esta reflexión: estoy en la Iglesia porque creo que, hoy como antaño y sin que nosotros podamos cambiarlo, detrás de «nuestra Iglesia» vive «su Iglesia» y que yo no puedo estar junto a él de otro modo que estando junto a su Iglesia, en su Iglesia. Estoy en la Iglesia porque, a pesar de todo, creo que esta - en lo más hondo - no es nuestra Iglesia, sino justamente «su» Iglesia. Dicho con toda concreción: la Iglesia es la que, a despecho de todo lo humano de las personas que la forman, nos da a jesucristo; solo a través de ella podemos recibir a este como realidad viva y vigorosa que me exige y obsequia aquí y ahora. Henri de Lubac formula este estado de cosas de la siguiente manera: «Quienes todavía aceptan a Jesús, pero niegan a la Iglesia, ¿saben que, en último término, deben a esta su acceso a aquel?... Jesús está vivo para nosotros. Mas sin la continuidad visible de su Iglesia, ¿bajo qué arenas movedizas estarían enterrados no su nombre ni su memoria, pero sí su influencia viva, la eficacia del Evangelio, la fe en su divina persona?... "Sin la iglesia, Cristo se volatilizaría, se desmoronaría, se extinguiría". ¿Y qué sería de la humanidad si fuera privada de Cristo?»'. Esta idea elemental debe constituir el punto de partida: por mucha infidelidad que haya y pueda haber en la Iglesia, por muy cierto que sea que esta debe medirse de continuo y nuevamente con Cristo, no existe ninguna contraposición última entre Cristo y la Iglesia. La Iglesia es la que permite que él permanezca vivo salvando la distancia histórica, que nos hable en la actualidad a nosotros, que nos acompañe hoy como nuestro Maestro y Señor, como nuestro hermano, que nos congregue en una familia de hermanos y hermanas. Y en la medida en que la Iglesia -y solo ella - nos da a Cristo, lo hace vivamente presente en el mundo, lo alumbra de nuevo en todo momento en la fe y en la oración de los seres humanos, en esa misma medida da a la humanidad una luz, un apoyo y un criterio sin los que no sería ya concebible. Quien desea la presencia de jesucristo en la humanidad no puede encontrarlo en contra de la Iglesia, sino solamente en ella. Con ello ya está dicho también el siguiente punto. Yo estoy en la Iglesia por las mismas razones por las que soy cristiano. Pues uno no puede creer en solitario. Solo se puede creer compartiendo la fe con otros creyentes. En su esencia, la fe es una fuerza de unificación. Su modelo es el relato de Pentecostés, el milagro de que personas extrañas entre sí por su origen e historia se comprenden unas a otras. La fe, si no es eclesial, no 170
existe. A ello se añade que, así como no es posible creer en solitario, sino solo en compañía de otros creyentes, así tampoco se puede creer en virtud de una autoridad y una invención propias, sino solo si -y porque - existe un empoderamiento para creer que no depende de mí ni nace de mi poder, sino que me precede. Una fe que se inventa a sí misma es una contradicción en los términos. Pues una fe así inventada solo podría garantizarme y decirme lo que yo mismo, de todos modos, soy y sé; una fe tal sería incapaz de trascender los límites de mi yo. De ahí que también una Iglesia hecha a sí misma, una comunidad que se crea a sí misma, que no deriva más que de su propia gracia, sea una contradicción en los términos. Si la fe exige comunidad, esta tiene que estar revestida de autoridad y precederme, no puede ser una comunidad que yo mismo haya creado y sea instrumento de mis propios deseos. Todo esto se puede formular también desde un punto de vista más histórico: o bien este jesús era más que hombre, de suerte que en él residía una autoridad que no se limitaba a ser producto de su propia arbitrariedad, esto es, de él irradiaba una autoridad que sostiene y que se conserva a través del tiempo; o bien no legó a nadie semejante autoridad. En este último caso, estoy supeditado a mis propias reconstrucciones y entonces él no es más que otro gran fundador de una religión, al que uno tiene presente por medio de la reflexión. Pero si es algo más que eso, jesús no depende de mis recons tracciones y la autoridad que ha legado tiene validez también en la actualidad. Retomemos lo que estábamos diciendo: el ser cristiano se puede dar únicamente en la Iglesia. No al margen de ella. Y no tengamos miedo de plantear una vez más con absoluta sobriedad la pregunta que tan patética suena: ¿qué sería, pues, el mundo sin Cristo, sin un Dios que habla y conoce al ser humano y que, por eso mismo, puede ser conocido por este? Hoy sabemos con mucha exactitud, allí donde se lleva a cabo con obstinada tenacidad el intento de construir un mundo así, cuál es la respuesta: un experimento absurdo. Un experimento sin norma, sin criterio. Por mucho que también el cristianismo haya fallado de forma concreta a lo largo de su historia (y lo ha hecho una y otra vez de modo desconcertante), los criterios de la justicia y el amor - aun en contra de su voluntad- proceden, sin embargo, del mensaje que en él se conserva, a menudo en contra de este, pero nunca al margen del silencioso poder en él depositado. Con otras palabras, permanezco en la Iglesia porque la fe que solo en ella -y no, al fin y al cabo, contra ella - puede realizarse la considero necesaria para el ser humano, es más, para el mundo; es aquello de lo que este vive, aun cuando no la comparta. Pues allí 171
donde ya no existe Dios -y un Dios callado no es un verdadero Dios-, allí tampoco existe ya verdad alguna que preceda al mundo y al hombre. Pero a la larga no se puede vivir en un mundo sin verdad; cuando se renuncia a la verdad, la gente se alimenta en silencio de que la extinción de esta todavía no se ha producido realmente, al igual que la luz del Sol aún permanecería visible algún tiempo tras la aniquilación del astro y podría engañarnos sobre el poder cósmico que en verdad estaría despuntando. Esto mismo aún se puede formular de forma distinta desde otro ángulo: permanezco en la Iglesia porque solo la fe de la Iglesia salva al ser humano. Lo cual suena muy tradicional y dogmático, incluso irreal, pero pretende ser del todo sobrio y realista. En nuestro mundo de violencias y frustraciones, el anhelo de salvación ha aflorado de nuevo con elemental ímpetu. Los esfuerzos de Freud y C.G.Jung no son otra cosa que tentativas de ofrecer redención a los irredentos. Marcuse, Adorno y Habermas continúan buscando y anunciando salvación a su manera, desde otros planteamientos. En el trasfondo está Marx, cuya pregunta también es la pregunta por la salvación. Cuanto más libre, más ilustrado, más poderoso deviene el ser humano, tanto más le atormenta el anhelo de salvación, tanto menos libre se experimenta a sí mismo. Común desde Marx a Marcuse, pasando por Freud, es el afán de buscar la salvación persiguiendo un mundo sin sufrimiento, enfermedad ni penuria. Construir un mundo libre de dominación, sufrimiento e injusticia se ha convertido en el gran eslogan de nuestra generación; los impetuosos estallidos de los jóvenes persiguen esta promesa, y los resentimientos de los mayores manifiestan el enfado por el hecho de que todavía no se ha realizado, de que todavía existen dominación, injusticia y sufrimiento. Luchar contra el sufrimiento y la injusticia en el mundo es, de hecho, un impulso del todo cristiano. Pero la idea de que, por medio de la reforma social, esto es, por medio de la supresión de la dominación y el orden jurídico, es posible construir un mundo libre de sufrimiento y la concomitante pretensión de alcanzarlo aquí y ahora constituyen una doctrina falsa, un profundo desconocimiento del ser que llamamos hombre. En realidad, el sufrimiento no aparece en este mundo solo a resultas de la desigualdad de patrimonio y de poder. Y el sufrimiento no solo es una carga que el ser humano debería quitarse de encima: quien tal cosa desea debe huir al mundo ficticio de la droga, donde no conseguirá más que autodestruirse entonces de verdad e incurrir en contradicción con la realidad. Solo sufriéndose a fondo y liberándose de la tiranía del egoísmo a través del sufrimiento se encuentra el ser humano a sí mismo; solo así encuentra su verdad, su alegría, su felicidad. Que se nos pretenda hacer creer que se puede llegar a ser persona sin soportarse uno a sí mismo, sin la paciencia de la renuncia ni la fatiga de la superación, que se nos intente vender que son 172
prescindibles la dureza de la fidelidad a lo asumido y el paciente aguantar la tensión entre el deber ser del hombre y su ser fáctico: eso constituye de forma muy esencial la crisis de esta hora histórica. Una persona a la que se le eviten todas las fatigas y sea raptada al país de las mil maravillas de sus sueños pierde lo más auténtico de sí, se pierde a sí misma. El ser humano, de hecho, no es liberado sino a través de la cruz, a través de la aceptación de la pasión de su propio yo y del mundo, que en la pasión de Dios se ha convertido en espacio del sentido liberador. Únicamente así, en esta aceptación, deviene libre el ser humano. Todas las ofertas que prometen la libertad a más bajo coste fracasarán, terminarán revelándose fraudulentas. En último término, la esperanza del cristianismo, la oportunidad de la fe, se apoya simplemente en que dice la verdad. La oportunidad de la fe es la oportunidad de la verdad, que puede ser oscurecida y pisoteada, pero nunca perece. Llegamos así a un último punto. El ser humano ve únicamente en la medida en que ama. A buen seguro, también existe la clarividencia de la negación y el odio. Pero estos solo pueden ver lo que les es afín: lo negativo. Con ello están en condiciones de preservar al amor de una ceguera en la que este ignora sus límites y las amenazas que sobre él se ciernen. Pero son incapaces de construir. Sin una cierta medida de amor no encuentra uno nada. Quien no se aventura de forma afirmativa al menos un trecho en el experimento de la fe, en el experimento con la Iglesia, quien no se arriesga a mirar con los ojos del amor tan solo se enoja. El riesgo del amor es condición previa de la fe. Cuando se asume ese riesgo, no hace falta apartar la vista de las oscuridades de la Iglesia. Pero se descubre que esta no se agota en ellas. Se descubre que, junto a la historia de la Iglesia de los escándalos, existe también la otra historia de la Iglesia, la de la fuerza liberadora de la fe, que se ha acre ditado fecundamente a lo largo de los siglos en personajes tan eximios como Agustín, Francisco de Asís, el dominico Las Casas, con su apasionada lucha por los indios americanos, Vicente de Paúl, Juan XXIII, etc. Uno se percata entonces de que la Iglesia ha introducido en la historia una huella de luz de la que no cabe hacer abstracción. Y también lo bello que ha despertado la llamada de su mensaje y que todavía hoy se nos muestra en obras incomparables se convierte en testimonio de la verdad: lo que es capaz de expresarse de tal modo no puede ser solo tinieblas. La belleza de las grandes catedrales; la belleza de la música que ha crecido en el entorno de la fe; la dignidad de la liturgia eclesial y, en general, la realidad de la fiesta que uno mismo no puede crear, sino que únicamente puede recibiré; la minuciosa conformación del año en el año litúrgico, en el que el entonces y el hoy, el tiempo y la eternidad se entrelazan: a mi modo de ver, nada de esto constituye una casualidad 173
intrascendente. La belleza es el resplandor de lo verdadero, afirma Tomás de Aquino; y la desfiguración de lo bello es - podríamos añadir - la autoironía de la verdad perdida. La expresión que la fe consigue darse a sí misma en la historia testimonia a favor de ella, a favor de la verdad que late tras ella. No me gustaría omitir una indicación adicional, aun cuando parezca llevar en gran medida hacia lo subjetivo. Pues todavía hoy puede encontrar uno personas que son un testimonio vivo de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es ninguna vergüenza ser y permanecer cristiano merced también a las personas que con su vida nos muestran de manera ejemplar en qué consiste el ser cristiano, las personas que en su vida hacen digno de fe y de estima el ser cristiano. Pues, al fin y al cabo, es una ilusión que el ser humano quiera convertirse en una suerte de sujeto trascendental en el que no hay lugar más que para lo no azaroso. Ciertamente también entonces existe la obligación de reflexionar sobre tales experiencias, de ponderar la posibilidad de darles respuesta, de purificarlas y realizarlas de modo nuevo. Pero en tal caso, ¿no aflora asimismo en este necesario proceso de objetivación una nada despreciable legitimación de lo cristiano, en el sentido de que este ha hecho humano al hombre en tanto en cuanto lo ha vinculado a Dios? ¿Acaso no es aquí lo más subjetivo al mismo tiempo algo enteramente objetivo y de lo cual no tenemos por qué avergonzarnos ante nadie? Permítaseme aún una observación para concluir. Si, como ha sucedido aquí, se afirma que sin amor no puede uno ver nada, que, por consiguiente, es necesario amar a la Iglesia para reconocerla como tal, hoy muchos se revuelven inquietos: ¿no es el amor lo contrario de la crítica? ¿Y no es el amor, en último término, la excusa de los dominadores, quienes neutralizan la crítica y quieren mantener el statu quo en beneficio propio? ¿Cómo se sirve mejor a los seres humanos: tranquilizándolos y disimulando lo que es u oponiéndose sin cesar a la arraigada injusticia y al peso de las estructuras sobre las personas? Se trata de preguntas de gran alcance, que no pueden ser abordadas aquí en detalle. Pero hay una cosa que debería estar clara: el amor verdadero no es estático ni acrítico. Si existe alguna posibilidad de cambiar positivamente a una persona, es solo amándola y ayudándola a avanzar poco a poco de lo que es a lo que puede ser. ¿Deberíamos actuar de otro modo en el caso de la Iglesia? Echemos un vistazo a la historia reciente: en la renovación litúrgica y teológica de la primera mitad del siglo pasado creció verdadera reforma, que operó un cambio positivo; ello solo fue posible gracias a que había personas que amaban a la Iglesia de forma despierta, con el don del discernimiento, «críticamente», y estaban dispuestas a sufrir por ella. La razón de que 174
hoy ya nada quiera salirnos bien estriba probablemente en que buscamos en exceso confirmamos a noso tros mismos. Permanecer en una Iglesia que en realidad primero debe ser construida por nosotros para que nos compense permanecer en ella no merece la pena; es una contradicción en los términos. Permanecer en la Iglesia porque ella es digna de perdurar, de seguir existiendo; porque es digna de ser amada y transformada en todo momento por medio del amor más allá de sí hacia sí misma: ese es el camino al que hoy nos remite la responsabilidad de la fe.
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1. ¿Un intelectual en la sede de Pedro? BENEDICTO XVI ha sido caracterizado ya con frecuencia como un intelectual en la sede de Pedro. Sin embargo, esto puede dar pie a malentendidos: con tal caracterización podrían perderse de vista demasiado deprisa aspectos importantes de la vida y el pensamiento de Joseph Ratzinger, podríamos creer de forma precipitada haberlo comprendido a él, haber entendido la pretensión y el objetivo de su obra. A una persona y un pensador de la talla de Ratzinger no es posible comprenderlo con simples tópicos, por mucho que se haya intentado reducir su vida y su pensamiento a lugares comunes. Pues Benedicto XVI es más que un mero intelectual. Para él, el saber y la erudición no son fines en sí mismos ni tampoco se agotan en profundos libros o eruditos tratados. Porque, para Ratzinger, la fe cristiana no es saber, sino confianza y alegría: «Quien es alegre desde el fondo de su corazón, quien, pese a haber sufrido, no ha perdido la alegría, ese no puede estar lejos del Dios del Evangelio, cuya primera palabra en el umbral de la nueva alianza es: "Alégrate"». 2. Realizaciones fundamentales de una vida Lo esencial de una persona quizá únicamente se revela cuando, además de los temas que la mueven una y otra vez, se aborda también la forma concreta en que esa persona trata determinados temas y cuestiones. Sobre la Modernidad, el relativismo de valores y de la verdad, los problemas de la libertad y la autonomía, los límites y las posibilidades de la razón humana, sobre la Iglesia, María, Cristo y Dios - los grandes temas de Ratzinger se puede hablar de muy diversos modos. Lo que tal vez más caracteriza a Benedicto XVI no son necesariamente tales temas, sino la manera en que se aproxima a ellos, en que los hace suyos; a saber, con las actitudes de recibir y conservar, mediar y reflexionar, seguir y dar testimonio. Podemos formularlo de forma aún más aguda: en un seguimiento que él siempre entiende también como mediación y conservación. De ahí que la pregunta fundamental de Ratzinger rece: ¿cómo, desde qué actitud se puede recibir, conservar y mediar (o transmitir, pues el verbo alemán vermitteln tiene 176
ambas acepciones) adecuadamente el mensaje del cristianismo, cómo se puede vivir el seguimiento de Cristo? A partir de esta pregunta, a partir de las realizaciones de vida y pensamiento con las que intenta responder a ella, Ratzinger aborda la diversidad de preguntas que se plantea con reiteración: ¿quién nos abre la posibilidad de vivir humanamente? ¿Cómo se puede ser cristiano en la actualidad? Y, por cierto, ¿qué significa ser cristiano? ¿Cómo podemos responder al consuelo de Dios, quien sin cesar nos requiere? ¿Existe la verdad? Y en caso de respuesta afirmativa, ¿qué exigencias plantea a la persona? ¿Cómo podemos nosotros, seres humanos finitos y mortales, responder a esta exigencia infinita y estar a su altura? ¿Cómo puede el hombre llegar a ser realmente libre y a vivir en la verdad y en la verdadera alegría? ¿En qué consiste el núcleo de la fe cristiana? En último término, estas diversas realizaciones, estrechamente entrelazadas entre sí, resultan ser aspectos distintos de una única realización de vida y pensamiento, de una única vida ante Dios, aspectos de una vida que presta atención a los signos de los tiempos y se los toma en serio, pero no los absolutiza, puesto que se sabe reclamada por una verdad que, en medio del tiempo, remite también más allá de él. 3. Recibir y conservar Según reitera Ratzinger sin cesar, la fe cristiana no es una ideología ni una visión ni una filosofía. Ante todo es un don, un regalo, o sea, algo que nos ha sido dado, que nosotros hemos recibido y debemos conservar. Nosotros no hemos creado la fe y sus contenidos, ni tampoco podemos modificarla arbitrariamente, tal cual se nos antoje, sino que, como seres humanos, debemos hacer sitio en nuestra vida y nuestro pensamiento a la verdad de la fe. Pero ¿qué es lo constitutivo de esta fe? En su Teoría de los principios teológicos compendia Ratzinger brevemente la médula de la fe cristiana: «La profesión de fe en el Dios trinitario dentro de la communio de la Iglesia, en cuya rememoración festiva se hace presente el centro de la historia de la salvación, a saber, la muerte y resurrección del Señor». Desde este centro se comprenden los puntos esenciales de la teología de Ratzinger: doctrina de Dios y cristología, eclesiología y cuestiones de liturgia. Ratzinger está convencido de que hoy este recibir y conservar la fe se torna, sin embargo, cada vez más difícil. La fe cristiana se enfrenta en la actualidad a numerosos desafíos que con toda concisión se pueden describir como desafíos de la Modernidad. Las coordenadas fundamentales del pensamiento moderno dificultan de modo creciente 177
tanto formular como comprender la pretensión del cristianismo. Si no quiere incurrir en infidelidad, el cristiano no puede modernizarse sin más prescindiendo de lo que es antiguo y pretérito. Pero tampoco debe refugiarse en el gueto de un pasado idealizado y cultivar la tradición en aras de la tradición misma. Ha de buscar asimismo el diálogo con su época y exponerse a los desafíos de la Modernidad. Esto significa además reconocer que la Modernidad constituye un fenómeno complejo, con facetas positivas y otras negativas, que no existe la Modernidad. Y esto, el examen ponderativo, determina igualmente la confrontación de Ratzinger con la Modernidad, así como su intento de pensar y conservar siempre de nuevo la fe. Tomemos como ejemplo de lo anterior la pregunta por el relativismo o por la libertad de la persona. Ciertamente, el pensamiento de Ratzinger se dirige, como se ha escrito a menudo, contra el relativismo, pero no contra toda variante del relativismo. Se dirige contra la unilateral absolutización del relativismo y de la libertad incapaz de reconocer ya pretensión alguna de lo incondicionado. Con todo, Ratzinger se sitúa por entero del lado de la moderna separación de teología y política o de Iglesia y Estado y sabe valorar los conocimientos de la filosofía moderna de la libertad. Con razón, a su juicio, habló el Vaticano II de la autonomía de las realidades terrenas. De ahí que la Iglesia, lejos de involucrarse indiscriminadamente en cuestiones políticas, deba mantener una actitud crítica frente a los intentos de teologizar de nuevo el ámbito político - como ocurre, por ejemplo, en algunos teólogos de la liberación-. Y de ahí también que el relativismo y la libertad humana tengan un derecho: un derecho que, según Ratzinger, en último término no es más que relativo. Pues, por otra parte, existen también cuestiones sobre las que la Iglesia está obligada a manifestarse y en relación con las cuales debe señalar: que el ser humano se halla sujeto a una pretensión incondicionada, que el relativismo, si se absolutiza, deviene totalitario e inhumano, que una libertad carente ya de límites conduce a la falta de libertad - si, pongamos por caso, se violan los derechos humanos y no se respeta ya la verdad fundamental sobre quién es realmente el ser humano-. Cuando, por ejemplo, la democracia se halla expuesta a amenazas internas, la palabra de la Iglesia tiene también en todo y por todo una dimensión política. Y es que entonces es tarea de la Iglesia y del cristiano, afirma Ratzinger una y otra vez en sus escritos, recordar el orden de la creación y su verdad y traer a la memoria a Dios y su pretensión sobre los seres humanos, haciendo que esto sea escuchado incluso en el crecientemente secularizado foro público. Si el hombre quiere vivir, sostiene Ratzinger, no puede prescindir de la idea de Dios; al 178
contrario, debe conservarla, al igual que la revelación divina y la fe en Dios. Solo entonces, ante Dios, puede vivir de forma realmente humana. 4. Mediar y reflexionar Cuando afirmamos que el cristiano debe comprender su fe y hacerla oír, en ello se manifiesta ya la otra realización fundamental: el mediar y reflexionar. Para Ratzinger, la teología cristiana tiene que ver siempre con mediar: en la confrontación con la cultura correspondiente, en la justificación intelectual de nuestra fe y nuestra esperanza, en la remisión a aquel centro que confiere orientación a la vida y al pensamiento cristianos, esto es, a Jesucristo. Y, así, el objetivo de Ratzinger puede ser entendido como el llevar a cabo una mediación: una mediación, ciertamente, que permanece consciente de que hay algo que mediar, que transmitir, y de que la mediación es, en último término, medio para un fin, no un fin en sí. La mediación está al servicio de la verdad, es un encargo: hacia dentro, mas también hacia fuera, en el intercambio ecuménico y el diálogo con otras religiones, cosmovisiones y filosofías. Pero en la actitud de mediar y reflexionar se expresa todavía algo más: que en general existe esta posibilidad de mediación, que es posible tender un puente entre la Iglesia y el mundo o entre el cristianismo y la Modernidad. El instrumento que permite tender tales puentes es la razón. Porque el ser hu mano, sostiene Ratzinger, no solamente es racional, sino que su razón está capacitada para conocer la verdad y hacia ella se orienta. Y a la inversa, el cristianismo, para él, no es contrario a la razón, sino que, presuponiéndola, la trasciende. Así, para Benedicto XVI, el cristianismo es la síntesis de fe y razón. El propio cristianismo tiene el carácter de mediación. Y allí donde la fe o la razón son absolutizadas y no guardan ya relación mutua, advierte Ratzinger con énfasis, el ser humano pierde el equilibrio que le permite vivir humanamente - con consecuencias a menudo peligrosas. No obstante, la mediación nunca es para él un asunto meramente teórico o científico. En último término, «mediar» significa: dar testimonio y escuchar también el testimonio existencial de otros. De ahí que él exhorte reiteradamente a tomar en consideración en teología también la «teología de los santos», que es una teología que nace de la experiencia. Pues «todos los verdaderos progresos cognoscitivos en teología tienen su origen en el ojo del amor y su potencia visual».
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5. Seguir y dar testimonio Recibir, conservar y mediar la fe cristiana siempre debe tener también, según Ratzinger, una dimensión práctica. Al final debe confirmarse y testimoniarse en la vida: así en la acción diligente como en la orante adoración de Dios, así en el amor al prójimo como en el amor a Dios. Sin esto, sin la dimensión existencial, toda teología, todo hablar sobre Dios sería, en último término, mudo. Para Ratzinger, toda comprensión se funda en un estar ante Dios. Tal estar ante Dios, sin embargo, no es algo estático. Significa recorrer un camino, dar testimonio de él: «La fe cristiana es ser tocado por Dios y dar testimonio de él». Este testimonio encuentra su expresión más importante no solo en los hechos del amor desinteresado al prójimo, sino también en la liturgia de la Iglesia. Pues aquí, en la liturgia, se abre un espacio para Dios. En su belleza se acomete el intento de hacer honor a la verdad, que para el cristianismo, en opinión de Ratzinger, no es un principio abstracto, sino que tiene un rostro. Y al igual que no puede ser objeto de nuestro hacer y planificar, la liturgia tampoco puede subordinarse a otros fines y metas distintos de la adoración de Dios, por muy honrosos que sean, como la misión y la catequesis. Por eso, Ratzinger insiste también con frecuencia en que los elementos místicos del cristianismo deben recobrar fuerza y en que los cristianos hemos de volvernos de nuevo con mayor decisión hacia el misterio de Dios, para poder vivir y configurar nuestro seguimiento desde ese misterio, desde el encuentro con Dios. De ahí que el pensamiento de Ratzinger sea profundamente teocéntrico e intente reflexionar sobre la acción de Dios en la historia. La filosofía y la teología no son, para él, fines en sí, sino que se hallan ordenadas a algo del todo sencillo, que se manifiesta ya, por ejemplo, en la vida de los santos: una radical orientación a Dios y a la plenitud de los tiempos. Esta perspectiva teocéntrica limita, a primera vista, al ser humano y sus pretensiones. Pero si se considera con mayor detenimiento, esta perspectiva - sostiene Ratzinger - libera al hombre posibilitándole el ejercicio auténtico y gozoso de su condición humana. Y de modo análogo, el recuerdo que Ratzinger dedica al origen y a la fuente de la teología cristiana debería liberar a esta: del peligro de darse demasiada importancia a sí misma, de seguir invariablemente la última moda y no ver ya que en el comienzo de la fe está la escucha, la escucha de una palabra dirigida a nosotros desde
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siempre. La razón por la que Benedicto XVI no ha formulado ningún programa explícito para su pontificado estriba quizá en que el cristiano, en último término, no puede darse a sí mismo ningún programa, ningún prólogo (pró-logos en griego, Vor-wort en alemán, esto es, lo que antecede a la palabra, pues no otro es el significado originario de «programa») que oriente y guíe su acción, ya que desde siempre se encuentra sometido a la pretensión de la palabra (lógos en griego, Wort en alemán). Como ha mostrado Benedicto XVI también en su primera encíclica, Deus caritas est, el cristiano es desde siempre interpelado y llamado a la fe, la esperanza y la caridad por Dios, quien es el Amor. Por eso, piensa Ratzinger, la vida del cristiano es invariablemente epílogo (epí-logos en griego, Nach-wort en alemán, lo que viene a continuación de la palabra), respuesta (Antwort en alemán), correspondencia. De ahí que el papa cite con gusto in 7,16: «Mi enseñanza no es mía...». De qué enseñanza se trata, qué aspectos tiene tal enseñanza y qué comporta para la vida de los cristianos, se muestra en los diversos textos que componen este volumen, textos que iluminan el credo cristiano para los hombres de nuestra época y, precisamente por eso, resultan sugestivos... y también siempre estimulantes. HOLGER ZABOROWSKI Washington D.C. y Friburgo de Brisgovia
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El sentido de ser cristiano «Über allem: Die Liebe», en Joseph RATZINGER, Vom Sinn des Christseins. Drei Predigten, K6sel-Verlag, München 2005, pp. 53-70. La fe en el mundo actual «Glauben in der Welt von heute», en Joseph RATZINGER, Einführung in das Christentum. Vorlesungen über das Apostolische Glaubensbekenntnis, K6sel-Verlag, München 2000, pp. 17-53. Dios «Ich glaube an Gott den allm chtigen Vater»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 4 (1975), Johannes Verlag, Einsiedeln / Freiburg i. Br. 1975, pp. 10-18. © Libreria Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano. Creación «Schópfungsglaube und Evolutionstheorie», en Joseph RATZINGER, Dogma und Verkündigung, Erich Wewel Verlag, München / Freiburg i. Br. 19773, pp. 143-156. Jesucristo «Thesen zur Christologie», en Joseph RATZINGER, Dogma und Verkündigung, Erich Wewe1 Verlag, München / Freiburg i. Br. 1973, pp. 133-136Nacido de la Virgen María «"Du bist voll der Gnade". Elemente biblischer Marienfrómmigkeit»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 17 (1988), Johannes Verlag, Einsiedeln / Freiburg i. Br. 1988, pp. 540-550. © Libreria Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano. Crucificado, muerto y sepultado «Karfreitag», en Joseph RATZINGER, Dogma und Verkündigung, Erich Wewe1 Verlag, München / Freiburg i Br. 1973, pp. 331-339182
Descenso a los infiernos - Ascensión a los cielos - Resurrección de la carne «Schwierigkeiten mit dem Apostolicum. H&llenfahrt - Himmelfahrt - Auferstehung des Fleisches», en Joseph RATZINGER, Einführung in das Christentum. Vorlesungen über das Apostolische Glaubensbekenntnis, K&sel-Verlag, München 2000, pp. 242-249, 257260, 289-297. Cristo el Liberador «Suchen, was droben ist», en Joseph RATZINGER (BENEDIKT XVI), Gottes Glanz in unserer Zeit. Meditationen zum Kirchenjahr, Verlag Herder, Freiburg i. Br. 2005, pp. 5461. © Libreria Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano. A juzgar a vivos y muertos «Von dannen er kommen wird, zu richten die Lebendigen und die Toten», en Joseph RATZINGER, Einführung in das Christentum. Vorlesungen über das Apostolische Glaubensbekenntnis, K6sel-Verlag, München 2000, pp. 264-272. El Espíritu Santo «Der Verstand, der Geist und die Liebe», en Joseph RATZINGER, Dogma und Verkündigung, Erich Wewel Verlag, München / Freiburg i. Br. 1973, pp. 367-372. La santa Iglesia católica «Kirche als Ort des Dienstes am Glauben», en Joseph RATZINGER, Dogma und Verkündigung, Erich Wewel Verlag, München / Freiburg i. Br. 1973, pp. 255-262. La comunión de los santos «Was bedeuten eigentlich die Heiligen für uns?», en Franz BREID (ed.), Busse Umkehr. Formen der Vergebung, W. Ennsthaler Verlag, Steyr 1992, pp. 250-256. El perdón de los pecados «Metanoia als Grundbefindlichkeit christlicher Existenz», en Busse und Beichte. Drittes Regensburger Okumenisches Symposion, Hg. im Auftrag der ókumenischen Kommission der deutschen Bischofskonferenz Sektion Kirchen des Ostens von Ernst Chr. Suttner, 183
Verlag Friedrich Pustet, Regensburg 1972, pp. 21-37. © Libreria Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano. La resurrección de los muertos y la vida eterna «Jenseits des Todes»: Internationale katholische Zeitschrift Communio 1 (1972), Johannes Verlag, Einsiedeln / Freiburg i. Br., pp. 231-244. © Libreria Editrice Vaticana, Cittá del Vaticano. El credo de la Iglesia «Warum ich noch in der Kirche bin», en Hans Urs VON BALTHASAR / Joseph RATZINGER, Zwei Plüdoyers, K&sel-Verlag, München 1971, pp. 57-751. H.STRACK - P.BILLERBECK, Das Evangelium nach Matthüus, erlüutert aus Talmud und Midrasch, C.H.Beck'sche, Manchen 1922, p. 357. 1. H.Cox, Stadt ohne Gott?, Stuttgart - Berlin 1967, p. 265 (trad. esp. del orig. inglés: La ciudad secular, Península, Barcelona 1968). 2. Cf. la informativa visión de conjunto que, bajo el título «Die echten Texten der kleinen heiligen Therese», se ofrece en Herderkorrespondenz 7 (1962/3), pp. 561-565 (los pasajes citados se encuentran en la p. 564). En la base de este resumen se encuentra principalmente el artículo de M.MORÉE, «La table des pécheurs»: Dieu vivant 24, pp. 13-104. Morée se apoya sobre todo en las investigaciones y ediciones de A.COMBES, en especial en Le probléme de 1'«Histoire d'une áme» et des a uvres completes de Sainte Thérése de Lisieux, Paris 1950. Para bibliografía adicional, cf. A.COMBES, «Theresia von Lisieux»: Lexikon für Theologie und Kirche (LThK2) X, 1965, vols. 102-104. 4. El texto de Claudel es citado en el original conforme a la versión alemana de H.U. von Balthasar: P.CLAUDEL, Der seidene Schuh, Salzburg 1953, p. 16, a la que nos atenemos (existe trad. esp. del orig. francés: El zapato de raso, Editora Nacional, Madrid 1967). 3. Esto trae llamativamente a la memoria el texto de Sab 10,4, que tan importante llegó a ser para la teología protocristiana de la cruz: «Por su culpa vino el diluvio a la tierra, y 184
otra vez la salvó la Sabiduría, pilotando al justo en un tablón de nada». Para una valoración de este texto en la teología de los padres, cf. H.RAHNER, Symbole der Kirche, Salzburg 1964, pp. 504-547. 5. M.BUBER, Werke III, München - Heidelberg 1963, p. 348 (trad. esp.: Cuentos jasídicos: los primeros maestros, Paidós, Barcelona 1994). 6. Significativo a este respecto me parece un anuncio de periódico que leí hace poco: «Lo que usted quiere comprar no es tradición, sino progreso racional». En este contexto hay que llamar la atención sobre el curioso hecho de que la teología católica, en su reflexión sobre el concepto de tradición, tiende de manera creciente desde hace más o menos un siglo a identificar tácitamente tradición y progreso o, dicho de otra forma, a reinterpretar el concepto de tradición desde la idea de progreso en la medida en que ya no entiende la tradición como el depósito fijo transmitido desde el comienzo, sino como la fuerza propulsora del sentido de la fe; cf. J.RATZINGER, «Tradition»: LThK2 X, 1965, cols. 293-299; ID., «Kommentar zur Offenbarungskonstitution»: LThK2, suplemento II, 1967, cols. 498ss y 515-528. 8. 1 Jn 1,1-3. 7. Monogenés Theós... exégésato. El verbo griego exégéomai significa «explicar, interpretar, hacer la exégesis». 10. Para el material histórico, cf. la visión de conjunto que ofrece K.LoWITH, Weltgeschichte und Heilgeschehen, Stuttgart 19533, pp. 109-128 (trad. esp.: Historia del mundo y salvación: los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia, Katz, Madrid 2006), así como la obra de N. SCHIFFERS, Anfragen der Physik an die Theologie, Düsseldorf 1968 (trad. esp.: Preguntas de la fi'sica a la teología, Herder, Barcelona 1972). 9. Esta afirmación, sin embargo, solo vale plenamente para el pensamiento cristiano que, con la idea de la creatio ex nihilo, atribuye la materia a Dios; para los antiguos, en cambio, la materia era lo a-lógico, el material extraño a lo divino de que estaba hecho el mundo y que, por tanto, también marcaba el límite de la comprensibilidad de lo real.
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11. N.SCHIFFERS, op. cit. 12. K.LOWITH, op. cit., p. 38. Sobre el cambio radical acaecido a mediados del siglo XIX, véase también la instructiva investigación de J.DORMANN, «War J.J.Bachofen Evolutionist?»: Anthropos 60 (1965), pp. 1-48. 13. Cf. H.FREYER, Theorie des gegenwsirtigen Zeitalters, Stuttgart 1958, esp. pp. 1578 (trad. esp.: Teoría de la época actual, Fondo de Cultura Económica, México 1958). 14. Sintomática de este fenómeno es la obra de H.Cox mencionada supra en la nota 1, así como la «teología de la revolución», últimamente de moda; al respecto, cf. T.RENDTORFF y H.E.TODT, Theologie der Revolution. Analysen und Materialien, Frankfurt 1968. En esta dirección tienden también J.MOLTMANN, Theologie der Hoffnung; München 1964 (trad. esp.: Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 20061), y J.B.METZ, Zur Theologie der Welt, Mainz - München 1968 (trad. esp.: Teología del mundo, Sígueme, Salamanca 1970). 15. Resulta difícil verter adecuadamente en español esta pareja de términos. La evidente relación etimológica que existe entre los verbos stehen y verstehen (y sus formas sustantivadas), análoga a la que se da entre to stand y to understand en inglés, es casi imposible de reproducir en nuestra lengua. Además, stehen solo puede traducirse por medio de alguna perífrasis, como «estar de pie», «mantenerse en pie», etc. De ahí que, desde la primera traducción española de la Introducción al cristianismo (Sígueme, Salamanca 1969, 200915), en la literatura teológica española sobre Joseph Ratzinger Benedicto XVI parezca haberse asentado el uso del binomio «permanecer comprender». No obstante, por fidelidad tanto al original alemán como a la raíz hebrea (Ynn) a la que enseguida va a aludir el autor, en esta traducción hemos optado por «mantenerse en pie» en lugar de «permanecer» [N. del Traductor]. 16. Personaje literario popular inspirado en un noble alemán del siglo XVIII [N. del Traductor]. 17. El término griego lógos presenta, en su amplitud de sentido, una cierta correspondencia con la raíz hebrea Ynn (amanl«amén»): palabra, sentido, razón y verdad están incluidos en su espectro de significados.
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18. En este contexto se puede remitir a la importante perícopa de Hch 16,610 (el Espíritu Santo impide a Pablo predicar en Asia, el Espíritu de jesús no le permite viajar a Bitinia; a ello se añade la visión con la súplica del macedonio: «Ven a Macedonia y ayúdanos»). Este enigmático texto bien podría representar una suerte de primer intento de «teología de la historia», que busca poner de relieve el tránsito del mensaje hacia Europa, «a los griegos», como una necesidad establecida por Dios; al respecto, cf. E. PETERSON, «Die Kirche», en ID., Theologische Tratakte, München 1951, 409-429 (trad. esp.: Tratados teológicos, Cristiandad, Madrid 1966). 19. Cf. H.FRIES, Glauben - Wissen, Berlin 1960, esp. pp. 84-95 (trad. esp.: Creer y saber: vías para una solución del problema, Cristiandad, Madrid 1963); J.MOUROUX, Ich glaube an Dich, Einsiedeln 1951 (trad. esp del orig. francés: Creo en ti, Flors, Barcelona 1964); C.CIRNE-LIMA, Der personale Glaube, Innsbruck 1959. 1. Para la problemática del positivismo, cf. B.CASPER, «Die Unf higkeit zur Gottesfrage im positivistischen Bewusstsein», en J.Ratzinger (ed.), Die Frage nach Gott, Freiburg 1972, pp. 27-42 [trad. esp.: Dios como problema, Cristiandad, Madrid 1973]; N.SCHIFFERS, «Die Welt als Tatsache», en J.Hüttenbügel (ed.), Gott-MenschUniversum, Graz 1974, pp. 31-69. 3. Ibid., p. 126. 4. Ibid., pp. 117s. 5. Ibid., pp. 123ss; cf. pp. 126-130. 2. W.HEISENBERG, Der Teil und das Ganze. Gespriiche im Umkreis der Atomphysik, Manchen 1969, p. 118 [trad. esp.: La parte y el todo: conversando en torno a la física atómica, Ellago, Castellón 2004]. Un comentario de 1952 retoma esta idea: «Si alguna vez la fuerza magnética que ha guiado esta brújula se extingue por completo..., temo que puedan ocurrir cosas terribles que sobrepasen incluso los campos de concentración y las bombas atómicas» (p. 195). 6. Citado aquí según J.PIEPER, «Kreatürlichkeit. Bemerkungen über die Elemente cines Grundbegriffs», en L.Oeing-Hanhoff (ed.), Thomas von Aquin 1274-1974, Manchen 187
1974, pp. 47-70, cf. p. 50. 7. J.PIEPER ha llamado la atención reiteradamente y con creciente énfasis sobre esta pregunta; la última vez, en el artículo que acabamos de citar (cf. nota 6), esp. p. 50. 8. W.HEISENBERG, Der Teil und das Ganze, p. 118; este concepto asume un papel central en la segunda conversación (1952): ¡bid., pp. 291ss. 9. Ibid., p. 293. 10. Estas ideas las he desarrollado en el artículo: «Tradition und Fortschritt», en A.Paus (ed.), Freiheit des Menschen, Graz 1974, pp. 9-30. Para lo que sigue, cf. mi Einführung in das Christentum, Manchen 1974", pp. 48-53 [trad. esp.: cf. supra, pp. 59-65. 11. A.SOLZHENITSYN, August Vierzehn, Kóln 1972, pp. 513 y 517; la escena (sección 42) ocupa las pp. 495-517 [trad. esp. del orig. ruso: Agosto de 1914, Barral, Barcelona 1972]. 1. Todo este material está tomado de J.DORMANN, «War J.J.Bachofen Evolutionist?»: Anthropos 60 (1965), pp. 1-48, aquí: 23ss. 2. Cf. H.VOLK, Schópfungsglaube und Entwicklung, Münster 1955. 3. Cf. W.BRÓKER, Der Sinn der Evolution. Ein naturwissenschaftlichtheologischer Diskussionsbeitrag, Düsseldorf 1967, esp. pp. 50-58. 4. Citado segun Cl. TRESMONTANT, Einführung in das Denken Teilhard de Chardins, Freiburg - Manchen 1961, p. 45 (trad. esp. del orig. francés: Introducción al pensamiento de Teilhard de Chardin, Taurus Madrid, 1968). 5. P.SMULDERS, Theologie und Evolution. Versuch über Teilhard de Chardin, Essen 1963, p. 96 (trad. esp. del orig. francés: La visión de Teilhard de Chardin. Problemas teológicos de actualidad, Desclée, Bilbao 1967). 1. Cf. F.MUÍ NER, «Kathexés im Lukasprolog», en E.E.Ellis y E.Gr L er (eds.), lesos
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und Paulus (Festschrift W.G.Kummel). G&ttingen 1975, pp. 253-255. 2. El primero en llamar la atención sobre ello fue St. LYONNET, en su artículo: «chaire, kecharitóméné»: Biblica 20 (1939), pp. 131-141. Estas observaciones fueron recogidas y desarrolladas después por R.LAuRENTIN, Struktur und Theologie der lukanischen Kindheitsgeschichte, Stuttgart 1967, pp. 75ss. Para el estado actual del debate sobre la interpretación del saludo del ángel, cf. S.MUÑOZ IGLESIAS, Los evangelios de la infancia II, BAC, Madrid 1986, pp. 149-160. 3. Cf. R.LAURENTIN, Struktur und Theologie der lukanischen Kindheitsgeschichte, pp. 79-82; S.MUÑOZ IGLESIAS, Los evangelios de la infancia II, pp. 183ss. 4. Cf. H.CONZELMANN, «cháris ktl», en: ThWNT IX, 363-366. 5. PEDRO LOMBARDO, Sententiae 1, dist. 17,1. Sin embargo, esta directa identificación de amor, gracia y Espíritu Santo fue luego rechazada - con razón - por todos los grandes maestros de la Escolástica; cf., por ejemplo, BUENAVENTURA, Comentario a las Sentencias 1 d 17 a y q 1; TOMÁS DE AQUINO, Summa Theol. II-II, q 23 a 2. De hecho, la idea de una gracia creada es indispensable: una relación y con más razón, la relación Dios-hombre - no deja inalterado a quien se involucra en ella. La relación solo se revela como verdadera relación en tanto en cuanto impregna a quien la mantiene y se convierte en determinación de su ser. Por consiguiente, con lo dicho en el texto no se pretende favorecer un retorno a Pedro Lombardo obviando a Tomás y Buenaventura, ni tampoco retomar la polémica reformada contra la gracia creada, sino subrayar con énfasis el carácter esencialmente relacional de la gracia. Para el estado actual de la teología católica en lo relativo a esta cuestión, cf. J.AUER, Das Evangelium der Gnade, Regensburg 1970, pp. 156-159 [trad. esp.: El evangelio de la gracia, Herder, Barcelona 1975]; H.SCHAUF, «M.J.Scheeben de inhabitatione Spiritus Sancti», en Vv.Aa., M.J.Scheeben, teologo catolico d'ispirazione tomista, Cittá del Vaticano 1988, pp. 237-249; breves indicaciones se ofrecen también en la nueva edición francesa de la Summa Theologiae: TOMÁS DE AQUINO, Somme théologique III, Paris 1985, pp. 159ss. 6. Cf. R.LAURENTIN, Struktur und Theologie der lukanischen Kindheitsgeschichte, p. 98. Cf. también la encíclica mariana de JUAN PABLO II, Re demptoris mater, recogida en alemán en ID., Maria - GottesJa zum Menschen, Freiburg 1987. De mi 189
introducción a ese volumen, cf. pp. 117s; y del comentario de H.U.VON BALTHASAR en él incluido, cf. pp. 134s. 7. Cuarta homilía en Deiparum et Simeonem cap. 2 (PG 77,1392 CD). Al respecto, véase el importante artículo de A.GRILLMEIER, «María Prophetin», en ID., Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspektiven, Freiburg 1975, pp. 198-216, aquí pp. 207s. 8. Ibid., pp. 215s. 9. Ibid., pp. 207-213. 10. Para la disputa sobre el Magníficat, cf. H.SCHÜRMANN, Das Lukasevangelium 1, Freiburg 1969, pp. 71-80; S.MUÑOZ IGLESIAS, Los cánticos del Evangelio de la infancia según San Lucas, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1983, pp. 61-117. 11. Cf. Chr. SCHóNBORN, Die Christusikone, Schaffhausen 1984, pp. 121135, esp. pp. 131 y 133 [trad. esp.: El icono de Cristo, Encuentro, Madrid 1999]. 13. H.DE LUBAC, Geist aus der Geschichte, p. 286. 14. Al respecto es importante la extensa nota 52 de la encíclica de Juan Pablo II Dives in misericordia (Sobre la misericordia divina); cf. igualmente la nota 61. Véase asimismo H.KOSTER, «splánchnon ktl», en ThWNT VII, 548-559. Es interesante que Orígenes, en el pasaje cita do anteriormente, utilice para referirse al «padecimiento de Dios» el término splanchnisthénai, caracterizándolo así como con-padecimiento, lo que no contradice la impasibilidad de Dios. Por lo demás, Kóster, art. cit., p. 550, llama la atención sobre el hecho de que la traducción habitual de rahamin en la Septuaginta no es spldnchna, sino oiktirmoí, con lo cual la imagen, tenida por demasiado ruda, es abandonada y sustituida por su contenido («compasión»). 12. In Cant., serm. 26,5 (PL 183,906): «impassibilis est Deus, sed non incompassibilis». Cf. H.DE LUBAC, Geist aus der Geschichte. Das Schriftverstzndnis des Origenes, Einsiedeln 1968, p. 285. Todo el apartado: «El Dios de Orígenes», pp. 269-289, es importante para esta cuestión. H.U. von Balthasar se ha posicionado a menudo sobre 190
el tema del «dolor de Dios», al que con ello se alude; la última vez en: H.U. VON BALTHASAR, Theodramatik IV. Das Endspiel, Einsiedeln 1983, pp. 191-222 [trad. esp: Teodramática IV, Encuentro, Madrid 1995]. 1. Cf. A.ZACHARIAS, Kleine Kunstgeschichte abendlündischer Stile, Manchen 1957, p. 132. 2. Cf. K.HOFMANN, en LThK 1, 677. 3. Para lo que sigue, cf. H.-M. ROTERMUND, Marc Chagall und die Bible, Lahr 1970, pp. 111-138. 1. Cf. H.DE LUBAC, Die Tragódie des Humaninsmus ohne Gott, Salzburg 1950, pp. 21-31 [trad. esp. del orig. francés: El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 2008]. 2. Cf. la importancia del silencio en los escritos de IGNACIO DE ANTIOQUfA, por ejemplo, en Epistola ad Ephesios 19,1: «Y quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios sonoros que acontecieron en el silencio de Dios» (citado según la trad. alemana de J.A.Fischer, Die apostolische Uüter, Darmstadt 1956, p. 157 [trad. esp. en Los padres apostólicos, BAC, Madrid 1950]); cf. Epistola ad Magnesios 8,2, donde se habla del lógos apó sigés proelthón (la palabra procedente del silencio), así como la meditación sobre hablar y callar en Epistola ad Ephesios 15,1. Para el trasfondo histórico, cf. H.SCHLIER, Religionsgeschichtliche Untersuchungen zu den Ignatiusbriefen, Berlin 1929. 3. Las siguientes consideraciones guardan estrecha correspondencia con mi artículo «Auferstehung», en K.Rahner y A.Darlap (eds.), Sacramentum mundi 1, Freiburg 1967, pp. 397-402 [trad. esp.: Sacramentum mundi: enciclopedia teológica 1, Herder, Barcelona 1972]; en él se menciona también alguna bibliografía adicional. 1. L.BAECK, Das Wesen des Judentums, Kó1n 19606, p. 69 2. 2 Clem 1,1s (trad. esp. en Los padres apostólicos, BAC, Madrid 1950); cf. F.KATTENBUSCH, Das apostolische Symbol II, 1962 (1900), p. 660. 191
3. Cf. ¡bid., pp. 175-193. 4. B.PASCAL, Pensées, frg. 829, en ID., Oeuvres complétes, ed. J.Chevalier, Biblioteque de la Pléiade, Paris 1954, pp. 1341s [trad. esp.: Pensamientos, Alianza, Madrid 2010]. Cf. el detallado análisis de este texto en R. GUARDINI, Christliches Bewusstsein. Versuche über Pascal, Manchen 19502, pp. 40ss y 101ss. 1. Citado según P.H.SIMON, Woran ich glaube, Tübingen 1968, p. 176; a este importante libro debo algunas sugerencias decisivas para la presente meditación. 2. Citado en ¡bid., p. 180. 5. Para la valoración agustiniana de la contraposición de Babel y Pentecostés, cf. J.RATZINGER, Die Einheit der Nationen, Salzburg/München, pp. 71-106 [trad. esp.: La unidad de las naciones, Fax, Madrid 1972]. 6. P.H.SIMON, Woran ich glaube, p. 190. 2. F.NIETZSCHE, Der Antichrist, p. 33 [trad. esp.: El anticristo: maldición sobre el cristianismo, Alianza, Madrid 2011]. 1. F.NIETZSCHE, Die fróhliche Wissenschaft II, p. 135 [trad. esp.: La gaya ciencia, Akal, Tres Cantos 2001]. 3. Cf. H.U. volt/ BALTHASAR, Klarstellungen, Freiburg 1971, pp. 94-99. 5. J.BEHM, «metanoéó, metánoia», en ThWNT IV, 972-1004, aquí 975s; para el significado del término, cf. esp. pp. 972-975. 4. Cf., por ejemplo, los profundos análisis de G.MURRAY, Euripides und seine Zeit, Darmstadt 1957; H.U.VON BALTHASAR, Herrlichkeit 111/ 1, Einsiedeln 1965, pp. 94-142 [trad. esp.: Gloria 111/1, Encuentro, Madrid 1987]. 6. J.BEHM, art. cit., pp. 985ss. Sin embargo, la importancia de este esta do de cosas no se echa de ver en Behm, cuya entera exposición per manece aún bajo la influencia de la contraposición de lo bíblico y lo griego, lo jurídico y lo profético, lo cultual y lo
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religioso (personal) y, por consiguiente, a pesar del exhaustivo material que presenta, es cuestionable tanto en sus valoraciones como en la clasificación de los fenómenos. El esquema del artículo de Behm es asumido sin más por P. HOFFMANN, «Umkehr», en H.Fries (ed.), Handbuch theologischer Grundbegriffe II, Manchen 1963, 719-724 [trad. esp.: Conceptos fundamentales de la teología, II, Cristiandad, Madrid 1966]. 7. Cf. las detalladas observaciones de P.HADOT, «Conversio», en J. Ritter (dir.), Historisches Wórterbuch der Philosophie 1, Stuttgart 1981, 1033-1036. 8. D. von HILDEBRAND, Das trojanische Pferd in der Stadt Gottes, Regensburg 1968' [trad. esp.: El Caballo de Troya en la Ciudad de Dios, Fax, Madrid 19721. 9. ID., Die Umgestaltung in Christus, Einsiedeln 19503, pp. 11-29 [trad. esp.: Nuestra transformación en Cristo, Encuentro, Madrid 1996]. 10. Ibid., p. 14. 13. Ibid., p. 17. 12. Ibid., pp. 17s. 11. Ibid., p. 28. 16. BUENAVENTURA, De tribus quaestionibus 13, ed. Quaracci VIII 336b. Para el proyecto global de Buenaventura, cf. J.RATZINGER, Die Geschichtstheologie des heiligen Bonanventura, Manchen 1959 [trad. esp.: La teología de la historia en San Buenaventura, Encuentro, Madrid 20041. 15. Para el vacilante desarrollo del campo semántico de progressus, c£ M. SECKLER, «Der Fortschrittsgedanke in der Theologie», en ID., Theologie im Wandel, ed. por la Facultad de Teología Católica deTubinga (bajo la dirección de J.Ratzinger y J.Neumann), Manchen 1968, pp. 4167, aquí esp. 42s; una extensa y matizada exposición del tema (carente, sin embargo, de investigaciones histórico-lingüísticas pormenorizadas) puede consultarse ahora en Kl. THRAEDE, «Fortschritt», en Reallexikon für Antike und Christentum VIII, 141-182; c£ también E. VON IVANKA, 193
«Die Wurzeln des Fortschrittsglaubens in Antike und Mittelater», en U.Schóndorfer (ed.), Der Fortschrittsglaube. Sinn und Gefahren, Graz 1966, pp. 13-23. 14. Ibid., p. 22. 17. Tal es la formulación de MARIO VICTORINO, Hymn. III, 71-73, aquí como reinterpretación teológico-trinitaria de la fórmula neoplatónica del ser; cf. P.HADOT, art. cit., pp. 1034ss. Es evidente que ello no permite reducir sin más el contraste entre cristianismo y antigüedad - que también es, desde el principio, un entrelazamiento - a la simple oposición de lo cíclico y lo lineal; cf. K.THRAEDE, art. cit., esp. 161s. 18. J.BEHM, art. cit., 994s y passim. 19. A esta tríada protocristiana habría que darle mayor relevancia en la Iglesia actual como demostración concreta de penitencia. 22. Ibid., p. 273. 24. Ibidem. 20. J.BEHM, art. cit., 998. Bella (si bien no exenta de unilateralidad) es la interpretación que J.Jeremias propone de Mt 18,3: «"Hacerse de nuevo como los niños" significa: aprender de nuevo a decir Abbd. Con ello estamos en el núcleo de lo que entraña el término "penitencia". "Convertirse" equivale a aprender de nuevo a decir Abbá, confiar por completo en el Padre celestial, regresar a la casa paterna y a los brazos del Padre... En último término, la penitencia no es otra cosa que abandonarse a la gracia divina» (J.JEREMIAS, Neutestamentliche Theologie 1, Gütersloh 1971, pp. 154ss [trad. esp.: Teología del Nuevo Testamento: la predicación de jesús, Sígueme, Salamanca 2009$]). 21. LF. GORRES, Zwischen den Zeiten, Olten-Freiburg 1960, p. 271. 23. Ibid., p. 270. 25. El diario comienza significativamente con una nueva versión de las «pequeñas reglas» de Teresa - que el director espiritual del seminario de Bérgamo había facilitado
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a los estudiantes de teología a su cargo - elaborada de propia mano por el seminarista Roncalli. El editor del diario (L.Capovilla) observa a este respecto: «Sobre ello hablaba una y otra vez, incluso siendo ya obispo y papa». Cf. JUAN XXIII, Geistliches Tagebuch und andere Schriften, Freiburg 1964, p. 23 [trad. esp. del orig. italiano: Diario del alma, San Pablo, Madrid 2008]. 3. La contraposición de un esquema ascendente y un esquema descendente fue realizada de forma clásica por A.NYGREN, Eros und Agape. Gestaltwandlungen der christlichen Liebe I und II, Gütersloh 1930 y 1937 [trad. esp.: Eros y ágape, Sagitario, Barcelona 1969]. Para una valoración crítica de este planteamiento, cf. J.PIEPER, Über die Liebe, Manchen 1972, pp. 92-106 [trad. esp.: El amor, Rialp, Madrid 1972]; valiosas indicaciones (en el sentido de la rehabilitación cristiana del éros) pueden encontrarse también en H.DE LUBAC, Des geistige Sinn der Schrift, Einsiedeln 1952, p. 103. 1. O.CULLMANN, Unsterblichkeit der Seele und Auferstehung der Toten, Stuttgart 1956, p. 19 [trad. esp.: Inmortalidad del alma, Studium, Madrid 1970]. 2. Para la historia de la cuestión, véase A.GRILLMEIER, «Hellenisierung und Judaisierung des Christentums als Deuteprinzipien der Geschichte des kirchlichen Dogmas»: Scholastik 33 (1958), pp. 321-355 y 528-558. Tanto la repercusión como los trasfondos de este esquema en la teología más reciente precisarían una investigación específica. 4. De este modo, el término «platonismo» ha sido degradado a mero tópico que ya nada tiene que ver con el fenómeno histórico de la filosofía platónica, cuya considerable relevancia política ha sido enérgicamente subrayada hace poco por U.DUCHROW, Christenheit und Weltverantwortung, Stuttgart 1970, pp. 61-80. 6. K.BARTH, Der Rómerbrief Manchen 19222, pp. 240ss [trad. esp.: La Carta a los Romanos, BAC, Madrid 2002]; cf. F.M.BRAUN, Neues Licht auf die Kirche, pp. 113s. 5. Sigo aquí la presentación de F.HOLMSTROM, Das eschatologische Denken der Gegenwart, Gütersloh 1937. Cf. también F.M.BRAUN, Neues Licht auf die Kirche, Einsiedeln/Kóln 1946, pp. 93-132. 195
7. Uno de los primeros intentos de interpretar el dogma de la Asunción desde esta perspectiva lo ofreció O.KARRER, «Über unsterbliche Seele und Auferstehung»: Anima 11 (1953), pp. 332-336. 8. Para la evolución de la doctrina del «estado intermedio» en la Iglesia antigua, cf. A.STUIBER, Refrigerium interim, Bonn 1957; J.FISCHER, Studien zum Todesgedanken in der alten Kirche, Manchen 1954. Por su parte, Y.TRÉMEL, «Der Mensch zwischen Tod und Auferstehung nach dem Neuen Testament»: Anima 11 (1953), pp. 313-331, ofrece una buena visión de conjunto del material sobre este tema. 9. Cf. J.JEREMIAS, «parádeisos», en ThWNT V, 763-771; aquí 768s. 10. J.SCHMID, «Der Begriff der Seele im Neuen Testament», en J.Ratzinger y H.Fries (eds.), Einsicht und Glaube, Freiburg 1963, pp. 128-147, relativiza ciertamente este dato al máximo, si bien no puede eliminarlo por completo. Para la estratificación de significados, cf. también P.VAN IMSCHOOT, «Seele», en H.Haag (ed.) Bibellexikon, Einsiedeln 1968, 1567s. 1 1. CE la tesis de habilitación de Th. SCHNEIDER, Die Einheit des Menschen. Die anthropologische Formel «Anima forma corporis» im so genannten Korrektorienstreit und be¡ Petrus johannis Olivi. Fin Beitrag zur Vorgeschichte des Konzils von Vienne, así como la tesis doctoral presentada en Ratisbona por H.J.WEBER, Die Lehre von der Auferstehung der Toten in den Haupttraktaten der scholastischen Theologie von Alexander von Hales zu Duns Scotus. Véanse también las indicaciones de J.PIEPER, «Tod und Unsterblichkeit»: Catholica 13 (1953), pp. 81-100. 13. Cf. las indicaciones de J.PIEPER, «Tod und Unsterblichkeit», pp. 96s; AGUSTÍN, Solil. 2,19 (PL 32, 901); TOMÁS DE AQUINO, S.Theol. 1 q 61 a 2 ad 3 (aquí en referencia a los ángeles:... ex hoc ipso quod habent naturam per quam sunt capaces veritatis, sunt incorruptibiles). 12. En esta dirección he intentado formular las ideas sobre la inmortalidad en mi Einführung in das Christentum, Manchen 197010, pp. 289-300, esp. p. 292 [trad. esp: Introducción al cristianismo: lecciones sobre el credo apostólico, Sígueme, Salamanca 200915]; cf. supra, pp. 131-152. 196
14. Este apartado fue leído en el marco del programa de Radio Freies Berlín mencionado anteriormente; los directores del programa (L.Ditzen y H.Wiiller) comentaron al respecto que yo, «para salvar el principio vital que llamamos "alma", [había] exigido un esfuerzo intelectual y una capacidad de abstracción racional que no podían ser sino recompensados con la fe en la posibilidad de existencia eterna». Es difícil imaginar una interpretación más errada e improcedente de mis explicaciones. Mi intención era simplemente subrayar la relación con la praxis del conocimiento religioso, que no es posible al margen de un contexto experiencial. 2. H.DENZINGER, Enchiridion Symbolorum, Herder, Barcelona 19763b números 3013s. 3. Que semejante anhelo contiene elementos justificados y resulta de todo en todo compatible en amplios ámbitos con la forma de gobierno de la Iglesia sacramentalmente determinada se expone, con las necesarias distinciones, en J.RATZINGER y H.MAIER, Demokratie in der Kirche, Limburg 1970 [trad. esp.: ¿Democracia en la Iglesia?, San Pablo, Madrid 2006]. 4. M.ELIADE, Die Religionen und das Heilige, Salzburg 1954, p. 215; c£ todo el capítulo «Mond und Mondmystik», pp. 180-216 [trad. esp. del orig. francés: Tratado de historia de las religiones: morfología y dialéctica de lo sagrado, Cristiandad, Madrid 20013]. 6. AMBROSIO, Exameron IV 8,23 CSEL 32,1, p. 137, líneas 27s; H.RAHNER, Griechische Mythen, p. 201. 5. Cf. H.RAHNER, Griechische Mythen in christlicher Deutung, Darmstadt 1957, pp. 200-204 [trad. esp.: Mitos griegos en interpretación cristiana, Herder, Barcelona 2003]; ID., Symbole der Kirche, Salzburg 1964, pp. 89-173. Resulta interesante la indicación de que en la ciencia antigua se discutía la pregunta de si la Luna tenía luz propia o ajena. Los padres de la Iglesia se decidieron por esta última tesis, que había llegado a ser dominante, interpretándola desde un punto de vista teológicosimbólico (cf esp. p. 100). 7. H.DE LUBAC, Geheimnis aus dem wir leben, Einsiedeln 1967, pp. 20s; cf. pp. 18ss [trad. cast. del orig. francés: Paradoja y misterio de la Iglesia, Sígueme, Salamanca 197
1967]. 8. Para el tema, cf. esp. J.PIEPER, Mufe und Kult, Manchen 1948 [trad. esp.: El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid 1962].
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