El Crecimiento de La Mente - Greenspan
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STANLEY I. GREENSPAN Beryl Lieff Benderly
EL CRECIMIENTO DE LA MENTE y los ambiguos orígenes de la inteligencia
PAIDÓS Barcelona Buenos Aires México
Introducción
Cuestionamiento de una dicotomía histórica
En los últimos años, gracias a nuestra investigación y a la de otros autores, hemos encontrado unos inesperados orígenes comunes para las capacidades mentales más elevadas: la inteligencia, el sentido de la moralidad y del sí mismo. Hemos definido las etapas fundamentales del crecimiento inicial de nuestro cerebro, que, en gran medida, se produce antes de que nuestros primeros pensamientos queden registrados. Cada etapa requiere unas determinadas experiencias. Sin embargo, contrariamente a las nociones clásicas, estas experiencias no son cognitivas, sino una amplia gama de sutiles intercambios emocionales. Así es, las emociones, y no la estimulación cognitiva, constituyen los cimientos de la arquitectura mental primaria. Mientras delimitábamos estas etapas precoces del desarrollo mental, nos hemos visto confrontados con la creciente evidencia de que este desarrollo está viéndose seriamente amenazado por las instituciones y los patrones sociales más en boga en la actualidad. Existe una creciente indiferencia respecto de la importancia de las experiencias emocionales que conforman la mente en prácticamente todos los aspectos de la vida cotidiana: el cuidado del niño (especialmente fuera de casa), la educación, el matrimonio, la psicoterapia, la resolución de conflictos y la forma en que los enfrentamos a la violencia y prestamos ayuda a las familias de alto riesgo. También se puede observar la ausencia de estos principios en los procedimientos que empleamos para comunicarnos, gobernar y construir una cooperación internacional eficaz. Irónicamente, la misma mente que creó una sociedad tan compleja se constituye ahora en víctima potencial de esa misma sociedad. A lo largo de los próximos capítulos examinaremos, primero, la arquitectura emocional de la mente y clasificaremos sus niveles más profundos. Posteriormente, discutiremos las prácticas, las creencias y los procesos sociales que determinaran su futuro. La primacía del aspecto cognitivo de nuestra mente, por encima del emocional, tiene unos orígenes profundamente arraigados. Ya desde los antiguos griegos, los filósofos siempre han destacado el lado racional de la mente en detrimento del emocional y han concebido ambas partes por separado. Según su teoría, la inteligencia es necesaria para dominar y reprimir las pasiones más primarias. Este concepto ha ejercido una gran influencia en el pensamiento occidental; ha ido configurando, de hecho, algunas de nuestras costumbres y creencias más elementales. Psicólogos contemporáneos como Jean Piaget, por ejemplo, han seguido considerando la inteligencia como algo relativamente independiente de los afectos o de las emociones, mientras avanzaban en nuestra comprensión de las interacciones dinámicas y de las estrategias cognitivas que los niños emplean para aprender cosas de y sobre su entorno.' Freud, por su parte, incluso en sus observaciones iniciales sobre el papel de las emociones en la configuración de la personalidad, también las concibió como separadas, e incluso antagónicas, de la inteligencia. Veía al «jinete» racional, el ego, guiando y controlando al «caballo»
apasionado, la libido. Debido a esta dicotomía, nuestra cultura está profundamente impregnada, desde hace tiempo, de la creencia fundamental de que la razón y la emoción son nociones separadas entre sí e irreconciliables y que, en una sociedad civilizada, la racionalidad debe prevalecer. Pero ¿son estas suposiciones, tan largamente defendidas, realmente ciertas? los últimos y sorprendentes resultados procedentes de las más diversas disciplinas -desde la investigación del desarrollo infantil hasta las ciencias neurológicas y el trabajo clínico con niños y adultos-están sacando a la luz algunos puntos oscuros de estas creencias tradicionales. Imagínese el encuentro entre un psicólogo y una niña de doce meses de edad a la que llamaré Cara. La niña esta sentada en el regazo de su madre delante de una mesa, con su mirada desafiante fijada en el psicólogo, que muestra una pegatina de color escarlata y se dirige hacia un gran tablero azul. Seguramente le gustará introducirla en algún agujero, dice lleno de esperanza. A que no se atreve a intentarlo, le anima la madre. Cara, tal congo lo había hecho muchas veces antes, agarra la pegatina y la lanza al suelo. ¿Sufre acaso, como teme su madre, un retraso cognitivo? Una niña de un año que, habitualmente, tira comida y juguetes pero nunca parlotea como otros niños de su edad, ¿puede tener un marcado déficit intelectual? Con idéntica suerte al intentar conseguir que Cara se anime a buscar una perla de cristal escondida en una taza, el examinador llega, finalmente, a la conclusión de que, en efecto, el retraso cognitivo es más que probable. A lo largo de cincuenta años, los expertos han pedido a bebés como Cara que permanezcan quietos en el regazo de sus madres, que presten atención y que realicen las tareas prescritas para que los adultos se puedan hacer una idea de lo espabilados que son. Durante cincuenta años, los expertos han asignado a estos pequeños, incapaces de asimilar y llevar a cabo estas demandas misteriosas, diversas categorías etiquetadas con palabras multisilábicas referentes al retraso evolutivo. Los especialistas han insistido, desde siempre, en que una valoración cuidadosa del grado de perfección con el que un niño pequeño pega adhesivos en un tablero, clasifica fichas por su configuración o busca perlas de cristal en una taza, es capaz de medir, de forma precisa, su capacidad intelectual y el desarrollo de sus facultades. Los resultados más recientes, procedentes de la investigación y práctica clínica, hacen pensar, sin embargo, que todo este enfoque descansa sobre unas premisas erróneas. Valoremos lo que ocurrió cuando un segundo investigador contactó con Cara de forma diferente. En primer lugar, la observó mientras jugaba sola, por su cuenta, y se encontró con una exploradora dinámica y llena de curiosidad. Escuchaba el ruido que hacían los coches de juguete cuando chocaban, examinaba la superficie áspera de una pelota de caucho, intentaba tirar de la nariz de su madre. A instancias de la examinadora, la madre consintió el tirón y respondió: «¡Tuuuuu!». Cara sonrió y volvió a tirar. Esta vez, un «¡Oooooop!» alabó su esfuerzo y generó una sonrisa aún más amplia. A continuación, la madre hizo gestos a Cara para que ésta ofreciera su nariz y pudiera tirar de ella. La niña, entusiasmada, adelantó su cara radiante y expresiva. La madre apretó suavemente y, para su sorpresa, escuchó cómo su hija balbuceaba alegremente: «Mo-mo». Esta contribución al juego constituyó el primer sonido diferenciado que emitía Cara. Observar a Cara, implicada en una « conversación» tan compleja aunque exenta de palabras, fue determinante para que el examinador considerara que su desarrollo cognitivo global estaba completamente dentro de los límites de la normalidad. Las observaciones realizadas a continuación pusieron e n evidencia a una niña plena de energía y con gran capacidad física, que disfrutaba yendo a su aire y controlando su entorno. En cuanto su madre modificó su estilo parental y comenzó a favore cer mucho más estas interrelaciones lúdicas, la energía de Cara fue centrándose cada vez más y su balbuceo se fue enriqueciendo progresivamente . Si unas cuantas «discusiones» tan sencillas y estimulantes con su madre fueron capaces de revelar la capacidad evolutiva del lenguaje de Cara, entonces cualquier sistema psic ométrico o el concepto de inteligencia que la definía como una niña con retardo cognitivo, evidencia se rias lagunas. Tal corno demuestra el emocionante debut lingüístico de Cara, las relaciones y experiencias emocionales precoces —lo estimulante que resulta el «diálogo» recíproco con su madre y no logros aislados tales como pegar adhesivos o descubrir perlas de
cristal constituyen la clave para su inteligencia y su desarrollo mental. El trabajo clínico y de observación con niños mayores también per mite profundizar en esta teoría novedosa al demostrar la forma en que los niños, realmente, aprenden a pensar. Así, por ejemplo, a través del diálogo con niños en edad escolar, les formulamos una pregunta sencilla: ¿qué piensas de las personas mandonas o que te intentan dominar? Carl, un niño de cinco años, fue el primero en responder. « Bueno», dijo, «los padres son jefes, y los profesores son jefes y también las "canguros" son jefes alguna vez.» Igual que un ordenador viviente enumeró, rápidamen te, una clasificación formal de diferentes clases de jefes, pero sin relacionar estas categorías con su propia vida o con su experiencia de dominación. Jimmy, con una edad similar a la de Carl, dio una respuesta sor prendentemente distinta: «La mayoría de las veces no me gusta que me manden», dijo. «Sobre todo, cuando mis padres me mandan demasiado e intentan decirme cuándo puedo ver la televisión y cuándo debería irme a la cama, y soy suficientemente mayor para decidir esto por mí mismo.» Encontró su respuesta en sus pr opias fricciones, habitualmente molestas, al parecer, con aquellas personas que le intentaban mandar. Más que enumerar, simplemente, las diferentes categorías, Jimmy extrajo, además, una conclusión de la experiencia emocional subyacente («La mayoría de las veces no me gusta») para ilustrarla, a continuación, con ejemplos pertinentes ( « Sobre todo, cuando mis padres...») apoyados por un argumento posiblemente controvertido pero no por ello razonado («Soy suficientemente mayor para decidir por mí mismo»). Josh, de ocho años de edad, dio una respuesta más sutil si cabe. ―A veces no me gusta, sobre todo cuando afecta a cosas que quiero hacer y no me dejan. Pero a veces esta bien porque los adultos saben mejor lo que conviene.» A continuación, enumeró ejemplos de padres y profesores excesivamente mandones y, posteriormente, las diferentes maneras en las que él les solía responder. Cuando está de mal humor, reflexiona Josh, le sienta especialmente mal que le manden pero, en otras ocasiones eso no le preocupa tanto. Apuntó, incluso, diferentes maneras de ejercer el mando. Algunas personas son simpáticas aun así; aquellas que muestran «miradas que matan» o un «tono de voz desconsiderado», apenas le molestan. Cuando se le pide que resuma sus ideas. Contesta de la siguiente manera creo que tengo más de una respuesta , ya que existen momentos en los que no me gusta y otros en los que esta bien. Depende de cómo lo hagan y del estado de ánimo que yo tenga». A pesar de hablar sobre un tema aparentemente sencillo, Jos h y Jimmy mostraron, de esta manera, el sistema que todas las personas emplean para resolver un problema, para hacer frente a cualquier explicación: dicho en pocas palabras, para pensar de forma creativa acerca de todo, desde las vacaciones hasta la relatividad. Am bos niños sacaron conclusiones abstractas sobre los jefes, pero llegaron a ello desde la enseñanza que significó su propia experiencia y la ayuda que, para su comprensión, significaron sus propias relaciones. Los sentimientos generados por estas sensaciones vividas condujeron, a cada uno de ellos, a sugestivas reflexiones sobre una conclusión genérica. Las experiencias emocionales vividas como tales constituyeron, por lo tanto, la fuente de las ideas que manifestaban estos niños. Su capacidad para expresar lógica formal, acorde a sus edades, les ayudó a organizar sus pensamientos y a colocarlos en un orden razonable. El pensamiento abstracto requiere ambos componentes. Carl, por el contrario, enumeró diferentes tipos de jefes de forma casi automática, como si contara entidades enteramente objetivas. Su pensamiento seguía siendo concreto, como o curre con todo pensamiento que no haya implicado, inicialmente, una experiencia emocional vivida. A partir de experiencias con niños como Cara, Josh y Jimmy, estas percepciones sobre el papel de la emoción en el aprendizaje de l modo de pensar desafían abiertamente toda comprensión clásica del desarrollo mental que separa emoción y razón y pone el énfasis en uno u otro. Immanuel Kant, considerado el padre de la filosofía y la psicología modernas, formuló las preguntas que, desde entonces, han orientado la investigación sobre los procesos cognitivos y el lenguaje. En base del conocimiento objetivo, indicó, es el proceso mental dedicado a «saber», la manera en que nos imaginamos que funciona el mundo, más que cual quier conjunto de hechos o creencias. Piaget y otros teóricos modernos de la cognición han seguido, en mayor o menor grado, las directrices de Kant y describieron, con cierto detalle, cómo los niños
aprenden a pensar. Los discípulos tanto de Kant como de Piaget, sin embargo, nunca han considerado, plenamente, el papel del afecto o de la emoción en sus teorías sobre la inteligencia y la cognición. Freud, sin embargo, descubrió unas vías emocionales de gran complejidad que ejercen una influencia decisiva sobre la conducta. Tomando como base el trabajo de filósofos como Schopenhauer, entre otros, mostró que los deseos inconscientes no eran los hijastros pobres y groseros del intelecto, sino poderosos desafíos hacia la racionalidad. Freud no sólo trazó las grandes líneas de los deseos y conflictos inconscientes; clarificó cómo las personas se relacionan, se desean y se aman. Partiendo de estos conocimientos, se han desarrollado nuevas corrientes, en psicolo gía, centradas en la relación, en los aspectos positivos y adaptativos de la emoción, de la empatía, del conocimiento de uno mismo y de los modelos familiares (por ejemplo, la psicología del sí mismo, enfoques interpersonales, teoría de las relaciones objetales). Entre finales de los años treinta y principios de los setenta, pioneros tales como Heinz Hartmann, Silvan Thomkins, Heinz Kohut y otros muchos, señalaron las diferentes funciones positiva s y negativas de las emociones. Las diferentes prácticas puericultoras que van desde la disciplina hasta la programación de las comidas, comenzaron a reflejar estas ideas. En lugar de seguir la máxima «Los niños debe verse, no oírse», los padres comenzaron a hablar con sus hijos sobre sentimientos. Unos esquemas de alimentación rígidos, inamovibles, cedieron el paso a programas que tenían en cuenta los de seos del niño. Durante cierto tiempo, en los años sesenta y a principios de los setenta, el sistema educativo norteamericano dio un paso hacia adelante al asumir la vert iente emocional de la conducta. En muchos colegios, los debates sobre relaciones, sentimientos, motivación, autoimagen e individualidad formaron parte del plan de estudios. El interés clínico, sin embargo, se fue centrando en los nuevos descubrimientos en el campo de la neurología y la psicofarmacología: el empleo de medicamentos para tratar las enfermedades mentales. El desarrollo de fármacos como, por ejemplo, Prozac, acaparó la fascinación de los investigadores al demostrar cómo el entorno bioquímico del cerebro influía en los sentimientos y en la conducta de forma más rápida que e l insight o la comprensión. Esta revolución biológica en el tratamiento de la enfermedad mental eclipsó, de esta forma, las ideas de Freud, impidiendo, así, que dos estudios recientes de divulgación que revisaban la investigación más actualizada de las ciencias conductuales y neurológicas y su importancia de cara a las emociones, calaran en la población norteamericana. Estos libros siguen defendiendo, con diferente grado de in tensidad la división tradicional entre sentimientos v cognición. Daniel Goleman escritor de temas científicos del New York Times, emplea la calificación «inteligencia emocional» para conducir, oportunamente, la atención hacia los aspectos positivos del desarrollo emocional, previamente descripto por Freud, Thomkins y otros autores, junto con la capacidad de interpretar y responder a las emociones, sintonizar con ellas y ponerla en juego en el nivel relacional. Sugiere que estas capacidades son más importantes de cara al éxito en la vida que la clásica concepción de la inteligencia basada en el CI. Antonio Damasio, un neurólogo, descubrió pacientes con lesiones cerebrales en el llamado córtex prefrontal, podían tener unos índices de Cl relativamente normales pero mostrar unas preocupantes carencias en su capacidad de razonamiento. Defiende el criterio de que las emociones, tales como aquellas destinadas a evalua r las consecuencias de alguna acción, son importantes para la capacidad de razonamiento, y la lesión del córtex prefrontal, regulador de las emociones, puede comprometer, seriamente, esta función. Es interesante resaltar que esta área cerebral está implicada, también, en lo que denominamos planificación motriz, la sucesión progresiva de conductas. Los niños o adultos con problemas a la hora de establecer secuencias ti enen también, ineludiblemente, dificultades en su razonamiento debido a que les cuesta elaborar patrones de conducta: los árboles no les dejan ver el bosque. Esta investigación neurológica apoya y realza los hallazgos de muchos investigadores y psicoterapeutas sobre la importancia de las emociones en aspectos tan complejos de la personalidad como la comprobación de la realidad y la capacidad de valoración. No obstante, estos esfuerzos destinados a recuperar el interés por el papel de las emociones en el desarrollo humano mantienen la dicotomía histórica entre cognición y afecto estableciendo, por un lado una rivalidad - la adaptación emocional es más
importante que la cognición— y, por otro, mostrando que las lesiones cerebrales puede influir en las emociones y, por lo tanto, en la capacidad de raciocinio mientras que otros aspectos centrales de la cognición permanecen inalterados. A lo largo de los últimos siglos, la naturaleza tanto de la cognición o la capacidad intelectual como de las emociones, incluyendo sus rasgos positivos v negativos, ha sido investigada repetidas veces. Aun así vemos como la mayoría de educadores, profesionales de la salud mental, políticos e, incluso, padres, se decantan por una u otra variante de esta dicotomía. Por un lado, observarnos que se apoya el desarrollo emocional, por ejemplo, en programas educativos individualizados, en la valoración de la disciplina y su aplicación firmemente moderada, al permitir elaborar-las emociones en terapia v en una mayor prestación social para los más necesitados. Por otro lado, existen enfoques que se basan en una percepción impersonal, cognitiva, tales como una enseñanza de «vuelta a los orígenes», una disciplina carente de afecto, la medicación y una reforma de la asistencia social poco sensible. La eterna dicotomía entre emociones e inteligencia persiste, dado que, hasta hace bien poco, apenas se habían investigado los mecanismos a través de los cuales las emociones y la inteligencia interactúan, de hecho, durante las primeras etapas del desarrollo. Así, por ejemplo, más allá de orientar nuestras relaciones y habilidades sociales y servir de base para la empatía y la autoestima, ¿desempeñan las emociones un papel específico, decisivo, en el desarrollo de la inteligencia? ¿Se requiere expe riencia emocional para adquirir las habilidades cognitivas clásicas? Desde el punto de vista histórico, las emociones han sido consideradas de muy diferentes formas: como válvula de escape para una pasión extrema, como reacciones fisiológicas, como estados subjetivos del sentimiento, como señales interpersonales de carácter social. Nuestras observaciones evolutivas indican, sin embargo, que posiblemente el papel más decisivo de las emociones consiste en crear, organizar y coordinar muchas de las más importantes funciones cerebrales. Así, de hecho, ve mos que las aptitudes académicas, el sentido del sí mismo, el grado de conciencia y la moralidad tienen un origen común en nuestras experiencias emocionales más precoces y las que les siguen. Por inverosímil que parezcan estos supuestos, las emociones son, ciertamente, los artífices de una amplia gama de operaciones cognitivas a lo largo de todo el ciclo vital. En efecto, posibilitan todo tipo de pensamiento creativo. El lazo de unión entre los afectos v el intelecto se nutre de diferentes fuentes como es, entre otras, la investigación neurológica, que ha detectado que las experiencias tempranas modifican, incluso, la estructura del cerebro. Las ex periencias interactivas pueden conllevar un agrupamiento de células cerebrales con finalidades específicas: células diferenciadas para oír más que para ver, por ejemplo. La deprivación o altera ción de las experiencias requeridas puede producir diversos déficit. Cuando existen interferencias precoces con la visión, por ejemplo, se han detectado dificultades que van desde la ceguera funcional hasta problemas en la percepción de la profundidad y de la orientación espacial. La experiencia sigue ejerciendo su influencia sobre la estructura cerebral durante toda la infancia y la edad adulta. En los estudios sobre la imagen del cerebro, se ha observado que la práctica de un instrumento musical produce conexiones neuronales adicionales en el nivel del córtex debido al ejercicio intensivo de los dedos. Una terapia ocupacional exitosa en personas con síntomas obsesivo-compulsivos origina cambios, tanto en la conducta como en la estructura cerebral. La importancia de la experiencia emocional, especialmente para las h abilidades sociales y las de elevado nivel intelectual, se ve confirmada por estudios que demuestran que las áreas cerebrales responsables de la regulación, interacción y secuenciación emocional (el córtex prefrontal) muestran un incremento de la actividad metabólica durante la segunda mitad del primer año de vida, aquella época en la que los niños cada vez están más implicados en interacciones recíprocas y muestran un mayor grado de inteligencia como, por ejemplo, la capacidad de elegir y la de comenzar a buscar objetos escondidos. Se ha descubierto, recientemente, que las neuronas deben activarse por medio de la experiencia para es tablecer conexiones con ayuda de un factor neurotrópico. La experiencia puede desencadenar cambios hormonales; así, por ejemplo, las caricias tranquilizadoras parece que liberan hormonas del crecimiento, y hormonas como la oxitocina, por ejemplo, favorecen, al parecer, impor tantes procesos
emocionales como son el sentido de la filiación y de la proximidad. El estrés emocional se asocia, además, a alteraciones de la fisiología cerebral. En general, se puede decir que, durante los años de formación, existe una interacción sensitiva entre la predisposición genética y la experiencia adquirida a partir del medio ambiente. Parece ser que la experiencia adapta la biología del niño, o de la niña, a su entorno. A lo largo de este proceso, sin embargo, no todas las experiencias tienen el mismo valor. Los niños parecen requerir cierto tipo de interacciones emocionales en función de las necesidades específicas de su momento evolutivo. Estas investigaciones conducen a la pregunta de qué tipo de expe riencia precoz favorece más el desarrollo intelectual del niño. ¿Debería confrontarse la creciente capacidad memorística del niño pequeño con la exposición rápida a láminas que muestran imágenes y palabras, o a las interacciones naturales que incluyen palabras y juegos imaginativos? ¿Debería enseñarse geometría a los niños pequeños a partir de que sean capaces de apreciar las relaciones espaciales y antes de que hayan adquirido el pensamiento causal complejo? Estas actividades precoces no constituyen la base de un aprendizaje verdadero. Los recién nacidos pueden sacar su lengua después de ver a alguien que lo haga. Estas capacidades perceptivo-motrices y otros recursos del sistema nervioso son realmente notables, pero no constituyen en (y por) sí mismos el razonamiento. En los capítulos 4 y 8 analizaremos a fondo estas implicaciones de cara al aprendizaje. Las ideas nuevas y, para muchos, sorprendentes —de que la emoción desempeña un papel integral y, quizá, el más crucial, en la configura ción de la inteligencia— ya han comenzado a modificar la forma en que evaluamos a los bebés y a los niños pequeños. En el número de junio de 1994 de Zero to three, editado por el National Center for Infants, Toddlers, and Families, sugerimos que los intercambios emocionales de los bebés con sus cuidadores deberían constituir el primer factor de medi ción de su nivel de desarrollo v de su capacidad intelectual, por encima de su habilidad para encajar piezas en agujeros o encontrar perlas de cristal debajo de una taza. Mi propia investigación ha apoyado esta teoría del desarrollo mental a partir de los estudios llevados a cabo en tres áreas diferentes. Uno constituye el trabajo llevado a cabo, por mis colegas y por mí, con niños con gran riesgo biológico, incluyendo niños muy pequeños con signos evidentes de autismo. En estos niños, no es exclusivamente la biología la que da origen a los síntomas autísticos. Es m ás bien su fisiología la que les dificulta enlazar con las experiencias emocionales interactivas reque ridas para el desarrollo mental. La ausencia de estas experiencias emo cionales decisivas es la responsable máxima del desarrollo de los sínto mas autísticos. A lo largo del tiempo, hemos encontrado caminos para poder trabajar a partir y alrededor de algunas de estas limitaciones fisiológicas y posibilitar la presencia de estas experiencias emocionales, tan necesarias. Muchos de estos niños han ido evoluc ionando desde entonces, mostrándose intelectual v emocionalmente sanos en la actualidad. Al observar el efecto de diversas experiencias emocionales sobre la inteligencia, empezamos a comprender la forma en que cada una de las experiencias contribuye al desarrollo intelectual v social. También he aprendido más acerca del papel de la experiencia emo cional precoz en el trabajo con bebés v niños pequeños que se desarrolla n de forma relativamente normal, observando las diferentes etapas que atraviesan (descritas en los capítulos 2-4) a partir de que surgen sus capacidades cognitivas y sus habilidades sociales. Estas observaciones evidencian que determinado tipo de educación emocional les empuja hacia la salud física y emocional v que la experiencia afectiva les ayuda a superar diversas tareas cognitivas. Según las pruebas dirigidas por Stephen Porges, de la Universidad de Maryland, y por mí mismo, aquellas partes del cerebro v del sistema nervioso implicadas en la regulación de las emociones desempeñan un p apel decisivo en la cognición. Reaccionan en colaboración con aquellas áreas cerebrales dedicadas a registrar la percepción sensorial apropiada cuando se estimula a los bebés con imágenes y sonidos. Cuando el sistema regulador trabaja de forma correcta, l os niños pueden prestar atención v asimilar lo que ven u oyen. En algunos ni ños, sin embargo, este sistema funciona de forma defectuosa. Los bebés cuyos cerebros carecen de la capacidad reguladora de las emociones, tie nen dificultades en fijar la atención y en discriminar las diversas sensaciones. Tienen dificultades a la hora de descifrar lo que
están viendo o escuchando. Frecuentemente, se vuelven irritables y muestran reacciones desorganizadas. En otro estudio, vimos que las mediciones de esta fun ción reguladora emocional, tomadas a la edad de ocho meses, se correla cionan con los índices CI a la edad de cuatro años. Una tercera fuente de datos en este análisis de la relación entre inte lecto y emoción procede de nuestro trabajo con familias multiproblemáticas o con múltiples factores de riesgo, expuesto en el capítulo 13. En estas familias, afectadas por prácticamente cualquiera de los problemas imaginables, desde la desatención del niño y el maltrato de la esposa, hasta el alcoholismo o la adicción a drogas, el grado en el que los niños no alcanzan a desarrollar sus habilidades cognitivas y sociales coincide con el grado en que estas familias no ven satisfechas sus necesidades emocionales en cada una de sus etapas evolutivas. Hemos detectado que aquellos niños procedentes de familias con múltiples factores de riesgo tienen una probabilidad alrededor de veinte veces mayor de presentar un rendimiento cognitivo por debajo de la media a la edad de cuatro años, y esta tendencia persiste en la adolescencia. Hemos descubierto lo que estos niños necesitan en cada una de las etapas al ver los efectos de su ausencia. Otros estudios sobre la intervención precoz, han mostrado los efectos positivos cuando se aportan las experiencias requeridas en niños de alto riesgo y en sus familias. Estas nuevas capacidades adaptativas a menudo tienen continuidad en la infancia, en la adolescencia y en la edad adulta. A partir de fuentes tan diversas, ha surgido una nueva manera de entender el desarrollo mental en las primeras etapas de la vida, caracterizada por integrar la experiencia del niño procedente de las interacciones emocionales con el desarrollo de las capacidades intelectuales y, de hecho, con el sentido del sí mismo. Las siguientes páginas analizan esta perspectiva del desarrollo humano y sus implicaciones acerca de cómo educamos a nuestros hijos, actuamos como adultos y participamos en nuestra sociedad.
Primera parte
LOS PROCESOS QUE CONSTRUYEN LA MENTE
Capítulo 1
La construcción emocional de la mente
REFLEXIONES A PARTIR DEL AUTISMO La comprensión más nítida de la manera fundamental en que las emociones influyen en el desarrollo cognitivo procede, probablemente, de la observación de niños autistas. Estos niños, que padecen algunos de los más graves problemas de razonamiento y de lenguaje —de base biológica— que podamos imaginar, nos pueden enseñar mucho sobre cómo se aprende a pensar, relacionar y comunicarse. Los niños con los que mis colegas y yo mismo trabajamos tienen unos déficit muy importantes relacionados con problemas neurológicos evidentes como son, por ejemplo, una escasa capacidad para procesar sonidos, comprender palabras y planificar una secuencia de movimientos. Estos pequeños son diagnosticados entre los dieciocho meses y los cuatro años de edad y despliegan diversas conductas extrañas y perturbadoras — deambulando sin rumbo, agitando sus brazos de forma compulsiva, frotando ininterrumpidamente una mancha de la alfombra, abriendo y cerrando las puertas una y otra vez, alineando con muchísimo cuidado objetos pequeños en líneas inflexiblemente rectas— pero a la vez son prácticamente incapaces de responder a los intentos de comunicación, por muy elementales que sean. Los programas terapéuticos destinados a niños tan gravemente limitados se han concentrado, tradicionalmente, en intentar enseñarles el lenguaje o determinadas habilidades cognitivas previamente seleccionadas, tales como emitir algunos sonidos particulares, ejecutar diversas conductas socialmente adaptativas o imitar ciertas acciones, ese tipo de acciones aisladas, fuera de contexto, que denominamos «habilidades escindidas». Pero incluso cuando estos niños aprenden a construir frases, atar sus zapatos o golpear tambores, normalmente sus acciones no muestran una espontaneidad y un entusiasmo alegre, una resolución flexible de los problemas y la natu ralidad emocional que debería desarrollarse, de forma natural, a su edad. Hemos observado, por ejemplo, niños con síntomas autísticos sometidos a programas conductuales intensivos (de veinte a cuarenta horas a la semana). Cuando hablaban, muchos de ellos tendían a mostrar un razonamiento de carácter estereotipado y mecanicista, aunque pensábamos que tenían suficiente potencial para una forma de
pensamiento más creativa v abstracta, mayor grado de imaginación y una relación más próxima con sus iguales. Los resultados son muy diferentes, no obstante, con un programa si milar a aquel que reveló las capacidades reales de Cara, la niña de un año cuya madre estaba preocupada por un presunto retraso en su desarrollo (véase la introducción). Un programa de orientación emocional como éste, que comienza en el preciso momento en que el niño se aparta de las sonrisas y proposiciones que le hacen sus padres, se basa en el papel que desempeñan las emociones en el desarrollo mental normal. Resulta más efectivo estimular patrones emocionales e intelectuales sanos que emplear estrate gias directas de estimulación cognitiva. Empleando este enfoque, hemos ayudado a muchos niños a progresar en sus particulares discapacidades convenciéndoles, de entrada, para que se relacionen y, posteriormente, para que realicen innumerables intercambios emocionales con su tutor, comenzando, a menudo, con expresiones y gestos faciales muy sencillos. Uno de estos niños, al que llamaré Tony, fue incluido en nuestro pro grama cuando contaba dieciocho meses de edad. Sus padres habían observado que no era del todo normal, prácticamente desde el mismo día de su nacimiento. Había nacido, aproximadamente, un mes antes de la fecha prevista y pesaba únicamente 1,5kg. Una parálisis cerebral moderada distorsionaba los movimientos de sus piernas y, en menor grado, también de sus brazos. Durante el primer año, se mostró retraído y re servado, respondiendo apenas a las sonrisas y a los mimos que le mostraban. Su madre, cariñosa e infatigable, únicamente consiguió, con gran esfuerzo, que respondiera mínimamente a sus caricias. En respuesta, ofrecía muy pocas miradas, risas v abrazos de los que hacen que los bebés de esta edad resulten tan maravillosamente encantadores. De hecho, apenas intentaba comunicarse, ni siquiera un poco. Sus padres comenza ron a preocuparse muy seriamente. Acercándose a los dieciocho meses sin tan siquiera haber comenzado a hablar, Tony también se comportaba como hubiera correspondido a un niño al menos un año menor que él. De vez en cuando emitía sonidos aislados y se movía, de aquí para allá, sin intencionalidad alguna. Gateaba más que caminaba y parecía que, con cada mes que pasaba, se volvía más disperso y distante. Con el fantasma del autismo asomando en sus cabezas, sus padres lo llevaron a uno de los centros médicos más prestigiosos de la costa este para una evaluación. Un experto en desarrollo infantil detectó un im portante retraso cognitivo y social, superior a su discapacidad física. Tony nunca tendría una capacidad intelectual superior a la que corresponde a un CI de 50. Su examinador también diagnosticó un «trastorno profundo del desarrollo»: en lenguaje profano, autismo. Estas no ticias horrorizaron a los padres de Tony, universitarios ambos. Su tan querido primogénito parecía condenado a vivir en un desalentador territorio, fronterizo entre la incapacidad y el aislamiento. Al cabo de tres años, rezaba el pronóstico, Tony se quedar ía todavía más rezagado respecto a los compañeros menos estimulados de su mis ma edad. Llegado ese momento, sus discapacidades le mantendrían se cuestrado en un reino solitario y aislado, caracterizado por las acciones repetitivas y estereotipadas y el ret raso mental, y prácticamente excluido de todo tipo de relación humana. Crecería al margen del mundo de la amistad, del aprendizaje y de la esperanza de un futuro satisfactorio. Los padres de Tony no cesaron, sin embargo, de buscar ayuda. Al cabo de tres añ os y medio de estar sometido a un programa terapéutico centrado en las interacciones afectivas, Tony, de casi cinco años de edad, era un chico diferente. Jugaba alegremente con grupos de amigos, entretenía a sus padres y profesores con animadas charlas, protestaba con argumentos vehementes cuando le tocaba ir a la cama y preguntaba y respondía acerca de incontables asuntos interesantes respecto a por qué el mundo era de la forma en que era. Se divertía tonteando con su hermano pequeñito, jugaba a la pelota con sus compinches y se quedaba absorto elaborando juegos imaginativos sobre héroes y personajes siniestros. En un diálogo que pudimos grabar en cinta de vídeo, que documentaba el crecimiento de Tony a partir de los dieciocho meses de edad, comentaba que quería ―aquel juguete que tiene Steven», mientras esbozaba una sonrisa plena de satisfacción. Cuando se le preguntó el motivo, respondió: «Porque es
divertido jugar con él». Inquirido, a continuación, sobre cómo se sentiría Steven si se le dejara sin un juguete tan preciado, Tony contestó riéndose v con una tímida v creciente sonrisa burlona: «No le gustaría. Se enfurecería». Más recientemente, ha demostrado ser capaz de pensar de forma abstracta y apreciar los matices de la conducta hu mana. Cuando su padre intentó convencerle de que le caía bien a otro niño, respondió: «Oh sí, es simpático conmigo, pero eso no significa que quiera ser mi amigo». Las pruebas estándares basadas en el CI sitúan sus capacidades verbales v cognitivas claramente por encima de lo que cabe esperar para su edad. Con cada año que pasa —ahora se acerca a los diez años de edad— sus capacidades físicas v mentales no han parado de evolucionar. Todavía tiene ciertas dificultades con su coordinación motriz pero, aun así, suele disfrutar de las aventuras propias de cualquier niño pequeño que va camino de un desarrollo plenamente sano. La mayoría de los niños autistas con los que hemos trabajado han progresado. Muchos, como es el caso de Tony, muestran, con el paso del tiempo, auténtica empatía y gran creatividad pasando, finalmente, por las sucesivas etapas evolutivas descritas en los capítulos 2-4. Con nuestra ayuda, estos niños aprenden a interactuar con los demás, en un principio asociando gestos y sentimientos y, posteriormente, palabra s y senti mientos. Tony, por ejemplo, inició su primera interacción cuando su pa dre intentaba girar una rueda en dirección contraria a lo habitual. Su mirada de protesta y su giro desafiante en dirección opuesta constituyeron el inicio de su largo viaje. Cada uno de estos niños progresa a su propio ritmo, algo más lento, y tiene que trabajar problemas importantes, sobre todo, en el procesamiento de los sonidos y las palabras —y a menudo también de las imágenes, el tacto y el movimiento—, pero todos aquellos que han progresado de forma satisfactoria caminan por el mismo sende ro y alcanzan el mismo destino que todos los demás niños, y son capaces de pensar de forma creativa y de interactuar con flexibilidad. Al trabajar con estos niños, nos dimos cuenta de que la unidad fundamental de la inteligencia reside en la conexión entre un sentimiento o un deseo v una acción o un símbolo. Cuando un gesto o una fracción lingüística se relaciona, en cierta manera, con los sentimientos o los deseos del niño —incluso algo tan sencillo como el deseo de salir afuera o que se le entregue una pelota— entonces puede aprender a usarla de forma apropiada y efectiva. Hasta que no establezca esta conexión, sin embar go, su conducta y su comunicación permanecen perturbadas; la dificultad a la hora de realizar estas conexiones constituye, de hecho, un elemento clave del trastorno. En terapia usamos, por ello, las intenciones y los sentimientos naturales propios del niño como punto de partida personal para su aprendizaje. Un niño, por ejemplo, que quiere salir al patio, puede encontrarse reitera damente con adultos que señalen en dirección equivocada. Él, finalmente, deberá señalar en la dirección deseada o decir algo que suene parecido a «¡Fuera!» para que alguien le abra la puerta. Una niña que disfruta haciendo chocar coches de juguete entre ellos se puede encontrar con un adulto que está empujando un coche, lo cual constituiría un objetivo ideal para sus intenciones. La esperanza de presenciar un ruidoso choque múltiple es utilizada para atraerla hacia un «juego» cooperativo de golpear -y-correr. El uso precoz de palabras por parte de Tony tenía la finalidad, mu chas veces, de que su madre o la terapeuta ocupacional giraran su silla fa vorita a una velocidad cada vez mayor. En otra ocasión, partimos del movimiento, preocupantemente repe titivo, de una niña para comunicarnos con ella por primera vez. Esta niña, de dos años de edad, no hablaba ni respondía, en forma alguna, a las personas de su entorno, si bien podía pasar horas mirando fijamente al infinito o frotando sin parar una mancha de la alfombra. En su tendencia repetitiva vimos, sin embargo, no sólo un síntoma de su autismo, sino también una señal de interés y motivación que implicaba, al menos, a esa pequeña mancha en la moqueta que a su vez podría servir como punto de partida para establecer una conexión emocional y, posteriormente, posi bilitar el aprendizaje. Indicamos a la madre de la niña que pusiera su mano cerca de la suya, justo encima de su tramo de suelo favorito. La niña la apartó con su mano, pero su madre, sin prisa, la volvió a colocar en el mismo lugar. Nuevamente, la volvió a apartar y otra vez la mano volvió a su sitio resultando, así, un juego-del-gato-y-del-ratón que finalizó
cuando, al tercer día de llevar a cabo esta interacción tan elemental, la pequeña esbozó una sonrisa mientras alejaba la mano de su mamá. A partir de este co mienzo, tan modesto, se fue desarrollando un lazo emocional, una rela ción y, posteriormente, ideas y palabras. Desde la acción de apartar una mano que interfiere hasta la de ir en busca de esa mano para, finalmente, ofrecer sonrisas seductoras y risas de complicidad, la niña progresa en el empleo de gestos en un diálogo recíproco no verbal. Cuando comenzó, reiteradamente, a tirarse encima de su madre, el terapeuta detectó que esta conducta le resultaba placentera desde un punto de vista sensorial. Indicó a la madre que relinchara como un caballo cada vez que su hija arremetiera contra ella. Rápidamente, también ella comenzó a relinchar imitando a su madre. En poco tiempo, había comenzado a emitir sus propios sonidos y, a continuación, sus propias palabras. El terapeuta ayudo, así, a la madre a amplificar esta sensación en una interacción más rica v más compleja. Con el paso del tiempo, madre e hija fingieron ser caballos relinchando, vacas mugiendo y perros ladrando. A medida que su imaginaria granja de animales empezó a ser más numerosa, su relación social y emocional se volvió más compleja. No tuvo que pasar mucho tiempo para que l os conejitos de peluche se pelearan entre ellos y se abrazaran. El juego simbólico la acompañó a lo largo de todo su viaje hacia el lenguaje y la capacidad de pensar. Hoy en día, a la edad de siete años, esta niña disfruta de una amplia gama de emociones propias de su edad, amistades sinceras y una viva imaginación. Esgrime argumentos con tanta facilidad como su padre, abogado, y obtiene puntuaciones en un nivel entre alto y superior en la escala que mide su CI. Hemos trabajado con un extenso número de niños de estas características y hemos observado progresos similares en muchos de ellos. En nuestro estudio reciente sobre más de doscientos jóvenes diag nosticados con alguna de las variantes del síndrome autístico y que hab ían sido sometidos a este tipo de terapia, encontramos que entre un 58 y un 73 por ciento son niños cariñosos, afectivos y comunicativos.
APRENDIENDO DE LOS BEBES Y DE LOS NIÑOS
Los conocimientos extraídos de nuestro trabajo con niños autísticos nos han permitido comprender el desarrollo intelectual de otra manera. Nos preguntamos cómo surgen, en circunstancias normales y en ausencia de dificultades biológicas, estas capacidades que los niños autísticos únicamente desarrollan tras horas v horas de terapia y de intenso trabajo con sus padres. ¿Cómo aprenden la mayoría de los niños a pensar? A partir de nuestras observaciones de bebés v niños hemos delimitado una serie de etapas que esbozaremos aquí brevemente v desarrollaremos con mas detalle en los siguientes capítulos. Un bebé comienza la tarea inacabable del aprendizaje del mundo que le rodea a través de los medios que están a su disposición, que, en esta etapa de la vida, son las sensaciones más elementales, como, por ejemplo, el tacto y el sonido. La forma en que los bebes aprenden a atender, a discriminar y a integrar estas sensaciones, es conocida desde hace bastantes años. Las emociones de los niños, cada vez más complejas, están, a su vez, bien descritas en otros estudios. En estas investigaciones sobre las percepciones iniciales y la cognición, por un lado, y el desarrollo emocional, por otro, no se ha tenido en cuenta, en cierta medida, una observación aparentemente obvia cuya importancia no debe infravalorarse. En circunstancias normales, cada sensación, cuando es registrada por el niño, también origina algún afecto o una emoción. De esta forma, el niño responde según el efecto físico y emocional que se ejerce sobre su per sona. Así, una sabana puede tener un tacto suave y agradable o áspero y molesto; un juguete puede tener un color rojo brillante y resultar estimulante o aburrido; una voz puede sonar fuerte y ser atractiva o poner los nervios de punta; la mejilla de mamá puede tener un tacto suave y maravilloso o áspero y desagradable. El niño puede
sentirse seguro cuando mama le abraza o sentir miedo cuando se lo quita de encima. A medida que la experiencia del bebé va evolucionando, las impresiones sensoriales se van asociando, progresivamente, a los sentimientos. Esta codificación dual de la experiencia constituye la clave para comprender la forma en que las emociones organizan las capacidades intelectuales y crean, realmente, un sentido del sí mismo. Los seres humanos ya comienzan a asociar los fenómenos y los sentimientos al principio de su existencia. Incluso bebes de escasos días de vida reaccionan ya emocionalmente ante las sensaciones, prefiriendo, por ejemplo, la voz o el perfume de mamá a otros sonidos u olores. Succionan de forma más vigorosa cuando les ofrecemos líquidos dulces de buen sabor. Bebés ya algo mayores se mostrarán alegres y dedicarán mayor atención a determinadas personas, las «favoritas», mien tras que ignorarán a otras. A la edad de cuatro meses, los niños pueden reaccionar con miedo ante la presencia o la voz de determinada persona. Un hecho recientemente descubierto constituye otro aspecto de esta nueva manera de entender el pensamiento y la emoción: una determinada sensación no produce necesariamente la misma respuesta en cada individuo. Las diferencias congénitas de las características sensoriales, por ejemplo un sonido de determinada frecuencia o volumen - imaginemos una voz extremadamente aguda-, pueden resultar estimulantes v tonificantes para una persona mientras que, para otra, pueden resultar penetrantes e hirientes como una sirena. Una luz de determinada intensidad puede parecer alegre a una persona pero irritante v deslumbrante a otra. Una caricia amable puede resultar tranquilizadora o terriblemente dolorosa - como cuando rozarlos la piel quemada por el sol -según las características del niño. A pesar de las creencias, largamente asumidas, de que todos experimentamos sensaciones, como los sonidos y el tacto, de forma más o menos similar, ahora sabemos que existen variaciones sig nificativas en la forma en que los individuos procesan la información sensorial, por sencilla que ésta sea. Una determinada sensación puede tener, así, muchas repercusiones emocionales distintas en diferentes personas: placer, por ejemplo, en un caso, pero ansiedad en otro. Cada uno de nosotros recopila inconscientemente su personal y, a veces, bastante idiosincrásico fichero de reacciones afectivas ante las experiencias sensoriales. Las primeras experiencias sensoriales que tiene un bebé se presentan en un contexto relacional que le otorga un especial significado emoci onal. Independientemente de que sean positivos o negativos, prácticamente todos los afectos iniciales de los niños implican a las personas de las que depende, íntegramente, su supervivencia y que desempeñan sus responsabilidades de una forma que va desde una educación sobreprotectora en exceso hasta una desatención casi total. La toma del biberón puede significar la bendición del amor y de la saciedad en el caso de una madre dulce y generosa, o temor si la cuidadora se muestra autoritaria y le arrebata la tetina siguiendo un esquema rígido. El jugueteo con el pelo de mamá puede dar pie a risas o a una reprimenda encolerizada. A medida que los niños van creciendo y exploran, cada vez más, el mundo que les rodea, las emociones les ayudan a comprender incluso lo que parecen relaciones físicas y matemáticas. Nociones tan sencillas como caliente o frío, por ejemplo, puede que sólo parezcan sensaciones puramente físicas, pero el niño aprende «demasiado caliente», «demasiado frío» y «temperatura correcta‖ a través de baños placenteros o baños desagradables, biberones fríos o «en su punto» y demasiada o muy poca ropa, en otras palabras, a través de sensaciones codificadas por sus respuestas emocionales. Percepciones algo más complejas, como grande o pequeño, más o menos, aquí o allá, tienen un origen similar. «Mucho» es algo más de lo que hace feliz a un niño. «Demasiado pequeño» es menos de lo esperado. «Más» constituye otra dosis de placer o, a veces, de malestar. «Cerca» significa estar acurrucado junto a mamá e n la cama. Después, un frustrante compás de espera. Los conceptos abstractos y, aparentemente, independientes, incluso aquellos que constituyen la base de las hipótesis científicas más teóricas, también reflejan, en el fondo, las vivencias que experimenta un niño. Los matemáticos y físicos manejan complicados símbolos para representar el espacio, el tiempo y la cantidad, pero antes tuvieron que comprender el sentido de estas entidades: cuando, de pequeños, gateaban hacia la esquina opuesta de la sala en busca de un juguete, o esperaban a su madre
para que les llenara el vaso de zumo, o se imaginaban cuántas galletas po drían comer hasta que les doliera el estómago. Einstein y otros pensadores, como Schrodinger, desarrollaron sus ideas más revolucionarias me diante «experimentos cognitivos». El genio adulto, al igual que el niño aventurero, sigue realizando viajes imaginarios en propulsores intergalácticos, en haces de luz o en cápsulas que arrasan el espacio. Las ideas se van elaborando a partir de exploraciones lúdicas de la imaginación para, posteriormente, traducirse al riguroso lenguaje matemático. Einstein describió este proceso de la siguiente forma: Las palabras del lenguaje, tanto escritas como habladas, no parecen desempeñar papel alguno en mi mecanismo de pensamiento. Las entidades físicas que parecen servir como elementos del pensamiento son ciertas señales e imágenes más o menos definidas que pueden reproducirse y combinarse «voluntariamente». Existe, por supuesto, determinada conexión entre estos elementos y los pertinentes conceptos lógicos. Parece claro, del mismo modo, que la voluntad de desarrollar, para finalizar, conceptos relacionados lógicamente, constituye la base emocional de este juego bastante aleatorio con los elementos antes mencionados. Desde el punto de vista psicológico, sin embargo, este juego de combinaciones parece constituir el rasgo esencial del pensamiento productivo, antes de existir relación alguna con una construcción lógica mediante palabras u otros signos que pueden transmitirse a los demás. Si bien el espacio y el tiempo se traducen, finalmente, en parámetros objetivos, el componente emocional persiste. Para un físico acostumbrado a medir nanosegundos con precisión absoluta, estar medio minuto colgado del teléfono le puede parecer media hora. Un profesor de topología que está a punto de perder el avión y que va cargado con una maleta pesada, puede ver la escalera del aeropuerto como una cuesta más em pinada que cualquier montaña. Para estos pensadores tan sofisti cados, al igual que para un bebé arrastrándose hacia un juguete que se encuentra fuera de su alcance, o un niño pequeño resistiendo los minutos que fal tan para que su madre vuelva a casa, unos cuantos metros o unos pocos minutos pueden reflejar la experie ncia emocional percibida. De hecho, antes de que un niño sepa contar, debe poseer este tipo de comprensión emocional de la distancia y de la duración. Debe ser capaz de expresar, quizá con gestos antes de que pueda hacerlo mediante pala bras, que un objeto se encuentra lejos o que la hora de la merienda está a punto de llegar . Los números objetivan, finalmente, el sentido (de la cantidad otorgándole unos parámetros lógicos, tal como Jimmy y Josh, los niños de los que hable en la introducción, tradujeron en argumentos lógicos sus sentimientos al relacionarse con personas autoritarias. Para un niño que carece del sentido intuitivo de lo que son «pocos» (algunos de los que desearia) o ―muchos‖ (más de lo que puede coger), al margen del grado de precisión con e l que pueda referir sus nombres, los números puede que no tengan significado alguno y operaciones tales como la suma o la resta quizá no describan las realidades de su mundo. En el trabajo con niños con dificultades múltiples que, sin embargo, eran capaces de contar e incluso calcular, observamos que los números y las operaciones carecían de significado para ellos, hasta que creamos una experiencia emocional de cantidad, por ejemplo, argumentando con ellos acerca de cuantas monedas, dulces o pasas deberían recibir.
El código dual
Cada percepción sensorial forma parte, así, de un código dual . La calificamos tanto por sus características físicas (luminosa, grande, ruidosa, suave y otras parecidas) como por las experiencias emocionales asociadas a ella (podem os percibirla como tranquilizadora o enervante o puede hacernos sentir felices o tensos). Esta codificación doble permite que el niño pueda referirse transversalmente a cada recuerdo o experiencia en un ―fichero‖ mental de fenómenos y sentimientos y pueda reconstruirlos en caso de necesidad. Archivado tanto en ―comer‖ como en ―sentirme cerca de mamá‖,
por ejemplo, cada comida se asocia, finalmente, con otras experiencias para crear una descripción rica y detallada, pero inherentemente subjetiva, del mundo emocional y sensorial del niño. Posteriormente, veremos como la organización emocional de la experiencia orienta el acceso al ―fichero‖ y, al establecer significados y pertinencias, sustenta el desarrollo del pensamiento lógico. Pero ¿cómo puede un puñado de emociones organizar una provisión de información tan inmensa como la que se aloja en el cerebro humano? Para afinar nuestro proceso de selección, modulamos nuestras emociones con el fin de registrar una cantidad prácticamente infinita de sutiles variaciones y combinaciones de tristeza, alegría, curiosidad, rabia, miedo, celos, esperanza y remordimiento. Poseemos un ―medidor‖ extraordinariamente sensible con el que calibramos nuestras reacciones que, en cierta medida, casi se apoderan de nosotros. Todo aquel que preste atención al estado subjetivo de su cuerpo casi siempre percibirá, dentro de él, una tonalidad emocional, si bien le puede parecer fugaz o difícil de describir. Uno puede sentirse tenso o relajado, esperanzado o resignado, sereno o desmoralizado. Este tono emocional interno se reconstruye constantemente a sí mismo en las incontables variaciones que empleamos para clasificar y organizar, o almacenar y recobrar, y, lo más importante de todo, otorga sentido a nuestra experiencia. Nuestros cuerpos están involucrados en su totalidad. Nuestras emociones son generadas y puestas en escena por medio de las expre siones y los gestos que llevamos a cabo con los sistemas musculares voluntarios de nuestras caras, brazos y piernas: sonrisas, fruncimiento del entrecejo, caídas, señales con la mano, entre otras. La musculatura involuntaria de nuestros intestinos y de nuestros órganos internos también desempeña un papel importante; nuestros corazones parecen golpear nuestro pecho, o nuestros estómagos parecen registrar esa sensación de «mariposa» propia de los estados de ansiedad. Los afectos tales corno el entusiasmo, el deleite y la ira están controlados, básicamente, por el sistema voluntario. Otros, que incluyen el miedo, el placer sexual, la añoranza y el duelo son, en gran medida, involuntarios. Algunas respuestas, como el poderoso estado de alerta ante la lu cha o la huida, estimulado por la adrenalina, nos afectan de una forma más global y pertenecen a aquellas partes del sistema nervioso formadas en fases precoces de la evolución. Aquellas que conllevan una reciprocidad social, las que transmiten reacciones y negocian el grado de aceptación, rechazo, consentimiento o fastidio, entre otras, pertenecen a aquellas partes del cerebro de evolución más reciente y dependen de las capacidades superiores del córtex.
Emociones y juicio crítico: aprendiendo a discriminar y a generalizar
Esta explicación de cómo el afecto organiza la experiencia y, en últi ma instancia, el pensamiento, resuelve uno de los enigmas que ha mistificado la psicología moderna: ¿cómo puede saber un niño cuándo hacer suya una conducta, habilidad, hecho o idea aprendida en una situación y aplicarla en otra? ¿cómo, dicho en otras palabras, puede saber cómo y cuando se puede generalizar? ¿Cómo puede discriminar entre diferentes situaciones -en casa, en la iglesia, en el colegio, en casa de la abuela — y seleccionar una conducta concreta – reír en voz alta, estarse quieto- para la situación apropiada? ¿Cómo, dicho en pocas palabras, aprende a percibir la pertinencia y el contexto? De este hecho se han ocupado, especialmente, aquellos clínicos preo cupados por ayudar a personas jóvenes con problemas de desarrollo a aplicar aquello que han aprendido en una situación en otras situaciones en las que también resulta apropiado. ¿Cómo aprende un niño, por ejemplo, que debe poner freno a su conducta agresiva en casa o en el colegio, tal como ha aprendido a hacer en la sesión terapéutica? ¿O, por otro lado, que debería jugar con los niños que viven en s u mismo bloque de la misma forma amigable en la que juega con su terapeuta? ¿O que puede correr en el patio pero no en clase? los clínicos han intentado aplicar todo tipo de métodos -enseñar la conducta deseada en diferentes contextos, igualar al máximo l os diferentes ambientes, ayudar al niño a comprender el motivo de la nueva conducta - pero sólo con limitado éxito. La clave para resolver este enigma reside en el hecho de que la emo ción organiza la
experiencia y la conducta. Considere, por ejemplo, como aprende un niño cuándo debe decir «Hola». Esta habilidad, aparentemente insignificante, se basa en el dominio de señales complejas y sutiles. El pequeño debe aprender a usar el saludo únicamente con aquellas personas para las cuales resulte apropiado. En señarle algún principio básico, cono «Saluda a todo aquel que viva dentro de un radio de tres bloques alrededor de tu casa», no tendrá éxito: no puede pararse para preguntarle a todo el mundo su dirección. Tampoco resultará satisfactorio decirle «Saluda a todas las personas que veas»: dedicaría una cálida sonrisa a un hipotético ladrón o secuestrador de niños. Tampoco podemos fiarnos de «Saluda sólo a tus amigos y a los miembros de nuestra familia»: existen muchas viejas amistades y parientes lejanos con los que nunca ha coincidido antes. Incluso aunque fuera capaz de aprenderse, mecánicamente, una serie de reglas, mientras decidiera si decir o no «Hola», la persona ya se habría marchado. En su lugar, a través de múltiples encuentros a lo largo de sus pr imeros años de vida, el niño resuelve el problema por sí mismo. A medida que transcurre su vida cotidiana acabará deduciendo, finalmente, que de cir «Hola» conlleva determinada emoción: el cariño que se expresa al ver a alguien, conocido suyo o de la familia. El niño aprende que este sentimiento de cordialidad desencadena la unidad más elemental del discurso social, una sonrisa v un saludo. Ha aprendido a través de la experiencia lo que, de hecho, es un principio muy abstracto: «Di ―Hola" cuando sientas ami stad respecto a alguien». Y es capaz de aplicarlo, adecuadamente, allí donde vaya. A la gente desconocida no se la saluda con un «Hola», dado que uno no se siente amigo suyo: no se ajustan al contexto emocional. Lo mismo ocurre con personas - también parientes- que le hacen sentirse a uno molesto, precavido o incómodo. Estas personas perciben, en su lugar, unos ojos alicaídos, una cara con expresión burlo na o miradas inquisidoras por detrás de las piernas de papá o mamá. Pero, para el resto de su vida, siempre que el niño se sienta a gusto en una situación desconocida para él, sabrá reconocer el contexto emocional familiar y decir o comunicar algo parecido a «Hola». Por lo tanto, un niño no discrimina mediante el aprendizaje cons ciente o inconsciente de reglas o ejemplos, sino llevando su propio bagaje de señas emocionales de una situación a otra. Cuando su «discriminómetro», compuesto por señales emocionales procedentes del pasado, se confronta con nuevas circunstancias que reproducen una sensación que le resulta familiar, el niño tenderá a mostrar la conducta pertinente. En ausencia de este medidor de alta precisión, sin embargo, actuar de forma correcta resulta sumamente difícil. Algunos niños sufren determinados problemas en su desarrollo que bloquean las conexiones entre el pensamiento y el afecto. Cuando uno de estos niños aprende, por ejemplo, a decir «Hola», probablemente habrá adquirido esta habilidad de forma mecánica, saludando exclusivamente a la persona que primero le enseñó o saludando, de forma indiscriminada, a todo el mundo, incluso a extraños de aspecto amenazador. La complejidad y sutileza de las interacciones humanas, obviamente, no nos permite reflexionar, individualmente, sobre cada una de las situa ciones que se presentan, antes de decidir qué hacer. La mayoría de las veces, sin embargo, simplemente sabemos, de forma aparentemente intuitiva, qué hacer. Los afectos que trasladamos de una situación a otra nos indican qué pensar, decir y hacer. Sitúan determinado acontecimiento dentro del contexto emocional global de nuestras vidas. Somos, así, capaces tanto de comprender (averiguar en qué situación nos encontramos: ¿amiga ble?, ¿formal?, ¿amenazadora?) como de discriminar (determinar qué tipo de acción se ajusta a las necesidades: ¿un «Eh» indiferente?, ¿una reverencia refinada?, ¿una retirada apresurada?). Si un niño descubre en su profesor, por ejemplo, la misma firmeza moderada y el respeto afectuoso que percibe en su casa, entonces obrará de acuerdo con la señal «Hablar de forma educada v obedecer». Si el profesor provocara sentimientos de humillación o de sobreestimulación, entonces, probablemente, actuaría de forma totalmente diferente. Un cóctel constituye el típico marco adulto para este tipo de valora ciones rápidas de las que estamos hablando. Si una persona desconocida, que intenta alcanzar el canapé más próximo al suyo, parece cordial y simpática, entonces es probable que usted le sonría e inicie un diálogo: ―¿Hacer calor para esta época del año, verdad?‖ ¿o acaso parece que esté explorando el local, por encima de su hombro, en busca de un
interlocutor más atractivo? Usted se dará por aludido y limitará el contacto a un breve gesto con la cabeza o diciendo algo parecido a: «perdón creo que voy a buscar algo para beber». Realizamos todo esto en cuestión de microsegundos: demasiado rápido para cualquier pensamiento lógico, no así para nuestro pensamiento emocional. De ahí nuestra habilidad para discriminar y generalizar parte del he cho de que llevamos dentro de nosotros, a medida que pasamos de una situación a la siguiente, aquellas emociones que, de forma automática, nos dicen qué decir, hacer e incluso pensar. Mucho antes de que un bebe pueda, realmente, hablar, incluso antes de que alcance los dieciocho meses de edad, ya habrá desarrollado la capacidad de evaluar una nueva área de conocimiento como amistosa o amenazadora, respetuosa o humillante, estimulante o desmotivadora, para poder actuar, así, de acuerdo a las necesidades. Antes de que disponga de palabras para describir su reacción o pueda, incluso, pensar de forma consciente sobre este asunto, esta capaci dad de discriminar emocionalmente comienza a operar como un «sexto sentido», permitiéndole negociar las diferentes situaciones sociales.
De las emociones a la abst racción
No sólo de aprendizaje de cuando decir «Hola», imaginando las inten ciones de la gente y aprendiendo a moverse en los cócteles, sino cualquier tipo de pensamiento o resolución creativa de algún problema siguen una trayectoria emocional. Una persona debe decidir, en primer lugar, cuál de las innumerables sensaciones físicas y emocionales que constantemente nos bombardean, o cuál de las incontables ideas que están almacenadas en nuestras mentes, es pertinente en cada una de las situaciones que se presentan. La única forma en que una persona puede tomar esta decisión la única manera de determinar qué ideas y características debe resaltar o ignorar - es mediante una consulta a su propio fichero de experiencias fí sicas y emocionales. Las emociones que lo organizan establecen categorías de las que seleccionamos, a partir de los recuerdos y las intuiciones recopiladas, aquella información que atañe al tema correspondiente. Diferentes personas enjuician de forma muy distinta la importancia de algún detalle en particular, pero el proceso básico de selección es el mismo. Úni camente entonces, el individuo puede proceder a poner en marcha las po sibles soluciones para, posteriormente, analizar las diferentes alternativas aplicando el pensamiento lógico acorde a su etapa evolutiva. Cualquier asunto, por sencillo que sea, requiere de la experiencia emocional para producir una respuesta sensata. La pregunta, por ejem plo,
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