El Contraespionaje Por Dentro
March 20, 2017 | Author: Jose Manuel | Category: N/A
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Pinto, Oreste. Editorial Espasa Calpe. Buenos Aires, 1953 ------------------------------------------------------------------------------EL CONTRAESPIONAJE POR DENTRO
CAPÍTULO PRIMERO - INTRODUCCIÓN
Mi tarea principal ha sido siempre la de cazar espias. Durante la última guerra, ordené personalmente que ejecutaran a varios e hice encarcelar por largo tiempo a muchísimos otros. No cito esos hechos por vanidad ni para alabarme, sino más bien porque son mis credenciales para escribir un libro sobre los espias. Las páginas que siguen podrán carecer de méritos literarios, pero la información que contienen es, por lo menos, auténtica. Durante una serie de disertaciones que di desde que me retiré del trabajo activo en el contraespionaje, muchas personas, jóvenes y viejas, hombres y mujeres, me preguntaron cómo podrían llegar a ser agentes oficiales de dicho servicio. A la mayoria de ellos, impresionados por las innumerables películas, novelas y libros presuntamente auténticos sobre el espionaje, los seduce la idea de una carrera emocionante en que se les sigue la pista a hechiceras espías hasta los bares de los hoteles de lujo, en que hay contraseñas y consignas secretas, en que figuran emocionantes persecuciones en veloces automóviles que le permiten a uno atrapar a su hombre" después de una difícil cacería que culmina al acorralar a la presa en las alcantarillas de Viena o de alguna otra capital extranjera exótica. A veces, sin duda, hay emoción en la vida de un auténtico cazador de espias, ocasionalmente algunos riesgos, y de vez en cuando, el peligro de perder la vida. Pero así como el servicio en el campo de batalla es una larga y aburrida espera, matizada por relámpagos de peligro, así también lo es la carrera de un auténtico cazador de espías. Las películas o la novela se proponen entretener a su público tienen que concentrarse en los aspectos más importantes de la trama y saltear las largas y laboriosas horas de investigaciones rutinarias, de monótonos interrogatorios y de lenta reconstrucción de un rompecabezas de pistas.
El cazador de espias en potencia necesita poseer por lo menos diez cualidades, siete de las cuales deben ser innatas: sólo puede adquirir tres de ellas por su propio esfuerzo. Por eso, desde el comienzo mismo, la mayoría de los agentes del contraespionaje en potencia están en desventaja en su búsqueda. En los párrafos siguientes he enumerado esas cualidades necesarias, aproximadamente por orden de importancia, tales como las veo. La primera es una memoria fenomenal. Esto es esencial por dos razones. El cazador de espías no sólo necesita recordar rostros, hechos y lugares que pueda haber conocido mucho antes, sino que debe poder efectuar un interrogatorio que dure varios días, quizás, sin tomar notas. En el capítulo segundo hablaré con más detalles de los interrogatorios, pero, para decirlo en pocas palabras, uno de los factores básicos es ganarse la confianza del sospechoso, y, de ser posible, adormecerlo con un sentimiento de falsa confianza. Si el investigador tiene que interrumpir sus preguntas para tomar notas, pierde toda oportunidad de convertir la charla aparentemente amistosa en una entrevista formal y el sospechoso se pone en guardia. Peor aún: se le da tiempo, entre pregunta y pregunta, mientras el interrogador está atareado garabateando, para reagrupar sus pensamientos y meditar respuestas adecuadas a las nuevas preguntas. El investigador, sentado aparentemente a sus anchas, puede darle al sospechoso la presión de que se limita a cumplir con una mera rutina, oficial e inducirlo así a un exceso de confianza, que termina por traicionarlo. Yo mismo me veo bendecido o maldecido- con una memoria excepcional. Recuerdo con exactitud, por ejemplo, no sólo qué regalos se me hicieron cuando cumplí los tres años, sino quien me los dió y a que hora llegaron. Mis primeros recuerdos se remontan a los seis meses y conservo aún impresiones precisas de mi cuna y de los volantes con orlas que pendian a su alrededor. Mi padre tenía uno de los primeros teléfonos que se instalaron en Holanda. Los números locales de importancia estaban anotados en una hoja de papel que pendía junto al aparato. Esto ocurrió hace más de cincuenta años y recuerdo aún con exactitud todos esos numeros telefónicos. No menciono esos hechos por jactancia. Si mi memoria es excepcional, ello no implica una virtud ni un duro esfuerzo de mi parte. Pero sin esa memoria yo nunca habría sido cazador de espías. Luego, tenemos una doble cualidad: una gran paciencia y preocupación por el detalle. Un buen ejemplo de esto se presenta en el capítulo sexto de este libro, al tratar el extraño caso del patriota Mynheer Dronkers. Por lo tanto no hay necesidad de que me explaye aquí sobre la utilidad de la paciencia y la preocupación por el detalle en el oficial del contraespionaje solo diremos que, cuando un, espía lucha por su vida en un interrogatorio debe evidentemente apelar a toda la paciencia de que pueda disponer. Su vida depende de ello. Su interrogador debe ser más paciente aun si quiere lograr éxito. Asimismo,
un espía eficaz y los ineficaces no duran mucho confiará evidentemente a su memoria los lineamientos principales de cada caso. Es muy improbable que un interrogador pueda hacerle dar un traspié en los aspectos importantes de su relato, muchos de los cuales de todos modos se basarán en hechos y los demás serán lo más actuales que sea posible. Sólo en los detalles de menor cuantía el espía hábil podrá equivocarse o no estar provisto de un relato plausible. Esta preocupación por el detalle, unida a una paciencia casi inagotable, se trueca así en un arma importante en manos del interrogador. En tercer lugar, en mi lista figura la facilidad para los idiomas. Por bien que se exprese un hombre en su propio idioma, lo limita evidentemente el tener que interrogar a un sospechoso valiéndose de un intérprete. No podrá descubrir si el detenido que afirma ser un comerciante sueco, por ejemplo, lo es realmente, o si es un alemán o un noruego que conoce a la perfección el sueco. Cuando se trata de registrar los objetos de un sospechoso, el mejor pesquisante del mundo seria inútil si no comprendiera el idioma en que están escritos las cartas, los diarios y los documentos oficiales. Quizás yo pueda añadir aquí, también como un hecho y no a título de jactancia, que tengo la suerte ,de poseer ese don de los idiomas y que domino el holandés, el flamenco, el inglés, el francés, el alemán y el italiano, teniendo un conocimiento funcional y eficaz del castellano, el portugués, el danés, el sueco, el noruego, el rumano y el swahili. La cuarta condición del agente del contraespionaje debe ser un conocimiento de la psicologia practica. Ha de ser capaz de sondear con sagacidad el carácter del hombre a quien está interrogando, para saber qué rumbo deben tomar sus preguntas., Hay algunos ,sospechosos en quienes las amenazas o el tono perentorio sólo endurecen las fibras morales; en cambio, un poco de simpatía, algunas observaciones bondadosas, ayudarán a quebrar la reticencia. Otros reaccionan en forma totalmente opuesta. Algunos espías son vanidosos y se los puede tornar locuaces mediante un razonable elogio. Y así sucesivamente. El examinador que, en una temprana
etapa del interrogatorio, no logra obtener una sintesis del carácter de su adversario es como un pugilista que sube al "ring" con los ojos vendados. La quinta cualidad es el valor. Esta observación podrá parecer extraña y quizás el lector crea que se requiere poco valor para ser examinador de espías. Sin duda, dirá, es el sospechoso que lucha por su vida quien debe tener valor. Es cierto. Ningún espía, por imprudentes que puedan ser sus actos, carece de valor, ya que esta pronto a arriesgar la vida en un país extraño, consagrándose a una tarea solitaria, en la cual le faltará la estimulante influencia de la camaradería en las filas del ejército y que no comportara un reconocimiento de su valor. Pero a lo largo de estas pocas páginas quizás resulte evidente que el cazador de espías es el duplicado perfecto del espía y que debe poseer todas las cualidades de éste, y además el ingenio o la inteligencia esenciales para derrotar a su adversario. Quienquiera haya presenciado un debate parlamentario o concurrido a un juicio importante en que se ha interrogado a los testigos, sabe que existe una cualidad a la cual sólo puedo llamar, con cierta latitud, "superioridad moral". No es forzoso que esa cualidad la posea el fiscal, sino que puede hallarse en la defensa. Es una manifestación inequívoca de coraje y el interrogador del contraespionaje debe tratar de ostentaría a su manera frente al sospechoso, no maltratándolo en forma alguna, sino creyendo más firmemente en la justicia de su misión que el sospechoso en la de la suya. Si el interrogador logra vencer en esa silenciosa batalla de voluntades, habrá ganado bastante terreno para triunfar en su pleito. Y, por eso, necesita un valor moral de alto orden. La sexta cualidad requerida en el cazador de espías es un conocimiento casi tipo Baedeker de las capitales y ciudades importantes de Europa. Con esto, quiero decir que no sólo debe conocer las calles principales y los edificios importantes, sino también las callejuelas, restaurantes, hoteles, características locales y distancias entre dos puntos. Todos esos hechos deben ser almacenados en sus pensamientos en tal forma que pueda evocarlos a su antojo. (Aquí, desde luego, volvemos a la primera cualidad que mencioné, la memoria.) Ilustraré mejor lo que sostengo con un ejemplo que se me presentó en un interrogatorio auténtico. En marzo de 1942, trajeron a mi oficina a Hans para que yo lo sometiera a un interrogatorio. (Dado que nunca lo juzgaron como espía, no puedo dar su verdadero nombre.) Me eché atrás en mi sillón cuando se sentó y lo escudriñé detenidamente. Era alto y delgado, pero fuerte y muy dueño de sí mismo. El recortado cabello rubio, los ojos azul acero, los pómulos altos y las mejillas hundidas le habrían hecho exclamar a cualquiera: alemán, sin necesidad siquiera de mirar la cicatriz que le cruzaba la mejilla derecha y que parecía confirmar el testimonio de sus demás facciones. Pero había buenos alemanes y malos alemanes: yo lo sabía. El problema era... ¿a cuál de estas categorías pertenecía Hans? Su relato fue simple y sincero. A las pocas frases, comprendi que no sólo era culto, sino también muy inteligente y resuelto. Reconoció con franqueza que era alemán, pero afirmó haber huido en 1936 a Dinamarca cuando su abierta oposición a los nazis hiciera peligrar su vida y sus propiedades. En Copenhague, había trabajado como abogado y logrado ganarse cómodamente la vida. Pero cuando los nazis avasallaron Dinamarca en 1940, advirtio que
corría un peligro mayor que antes. De modo que ingresó al movimiento clandestino y entró deliberadamente en la guarida del león, volviendo a Alemania y luego a través de la frontera a Suiza, de Suiza al Sur de Francia y a través de la frontera española a Barcelona. Se trataba de una ruta de evasión consagrada, yo lo sabía. Lo interrogué detenidamente sobre la parte inicial de este relato. Pronto resultó evidente que debía haber vivido varios años en Copenhague. Conocía la ciudad a fondo. También era probable que hubiera trabajado como abogado, dados los giros legales que usaba casi inconscientemente y parecía evidente que había recorrido la ruta de evasión mencionada, ya que me daba detalles que sólo podía recordar un hombre que hubiese viajado por allí. Hasta ahí íbamos bien. Me eché atrás en mi sillón y encendí un cigarrillo. -Digame -le pregunté en alemán-. ¿A qué hora del día llegó a Barcelona? -En las últimas horas de la noche. Alrededor de las diez, quizás. -¿Dónde pasó la noche? -En el hotel Continental. -¡Ah, sí! El Continental. ¿Recuerda en qué piso estaba el restaurante? -le pregunté. Hubo una brevisima pausa y entonces me sonrió, con una sonrisa muy atrayente. -Temo que no lo sé ... Era tan tarde cuando llegué... Alrededor de las díez, como le dije. Me comunicaron que el restaurante estaba cerrado, de modo que comi una cena ligera en mi cuarto. -Comprendo. La respuesta era buena y eludía hábilmente mi pregunta. -Y a la mañana siguiente... ¿qué hizo? -Me desayuné en mi cuarto y salí del hotel. Fui a la Oficina Británica de Pasaportes. -¿Cómo llegó allí? ¿En taxi o a pie? -A pie -dijo mi interrogado. -¿No le parece un poco raro? Usted era un perfecto extraño en la ciudad y, sin embargo, fue a pie a un lugar donde nunca había estado. -Temía viajar en taxi. La Gestapo tiene amigos en todas partes.
Pensé que podía toparme con un chofer a sueldo de la Gestapo. Y mi aspecto es el de un alemán típico.. . ¿Verdad?. Sonrió con aire lastimero y se tocó con las yemas de los dedos la cicatriz causada por el duelo. Asentí. La excusa era muy razonable. -¿Cómo halló el camino, pues? -Se lo pregunté a un agente de policía. -¿Y cuánto tiempo tardó en ir a pie desde el hotel Continental hasta la Oficina Británica de Pasaportes? -Unos veinte minutos -me respondió. Hubo una pausa. Saqué un cigarrillo, lo golpée contra la caja, lo encendí y aspiré a fondo el humo. -Amigo mío, es usted un embustero -dije-. Un embustero inteligente, pero un indudable embustero... y también probablemente un espía. Se sonrojó intensamente y se levantó de un salto. -¿Cómo se atreve a acusarme de mentir? -gritó. -No se altere -le dije. Siéntese.La comedía ha terminado. No hay necesidad de seguir fingiendo. Me incliné hacia él. -Dos puntos lo condenan. A diferencia de casi todos los hoteles de Europa, el Continental tiene su restaurante en el segundo piso y no en la planta baja. Usted sospechó una celada y la eludió hábilmente, diciendo que el restaurante estaba cerrado cuando llegó esta noche a las diez. Y así habría ocurrido... en Berlín o en Londres o en Copenhague. Pero lo que no advirtió usted, amigo mío, es que en España, como en la mayoría de los países que bordean el Mediterráneo, la vida nocturna comienza mucho más tarde que en la Europa septentrional. ¿Ha oído hablar de la siesta? En todos los países de clima cálido existe esa costumbre. La parte más fresca de las veinticuatro horas, cuando la gente se divierte, son las últimas horas de la noche. Los cinematógrafos y teatros de España sólo se abren a las once, aproximadamente. De modo que, como ve, el restaurante del Continental no pudo estar cerrado a las diez. A esa hora debía estar más ocupado que nunca, atestado de clientes. La deducción es simple. Usted no fue al Continental. Mi interlocutor iba a responder algo con vehemencia, de modo que proseguí presurosamente: -No hay necesidad de que me interrumpa. Aunque ese error no hubiese bastado para probar que me mentía, lo probaba este otro. Tomé un trozo de papel y un lápiz de mi escritorio. -Mire. Ya que sus conocimientos sobre Barcelona son -¿debo decirlo?- elementales, le dibujaré un pequeño diagrama. Aquí está el hotel Continental... sobre la Rambla de Cataluña. Más allá hay una gran plaza, la Plaza de Cataluña... ¿ve? La dibujo ,en el papel. En el otro
extremo, se sale de la plaza por el Paseo de Gracia. Y aquí, precisamente, sobre el Paseo, está la Oficina Británica de Pasaportes. Desde el hotel Continental, se llega allí a pie en cinco minutos.... Está, digámoslo así, al alcance de la mano. Sin embargo, usted dice que tardó veinte minutos en recorrer esa distancia. Un hombre alto y vigoroso como usted no puede caminar con tanta lentitud. Toqué el timbre para que los guardias se lo llevaran. -En realidad, sí hubiese parado realmente en el Continental, cosa que naturalmente no hizo, usted, según todas las probabilidades, habría podido ver la Oficina Británica de Pasaportes desde la ventana de su cuarto -agregue-. Usted fue, ciertamente, a la Oficina Británica de Pasaportes: sus funcionarios lo confirman. Pero me pregunto cómo llegó allí. ¿En un automóvil sedan perteneciente al Servicio de Espionaje Alemán? Es fácil sospechar de un refugiado, pero a menudo resulta muy difícil hallar una prueba indubitable de su culpa. De modo que Hans nunca fue juzgado, aunque estoy convencido de que era un espía, y peligroso, por lo demás. Lo internaron por el resto de la guerra, de modo que al menos no pudo seguir dedicándose activamente a la carrera que había elegido. La moraleja de este caso es que otros hombres más astutos que yo habrían podido pasarse horas enteras interrogando a Hans, pero si no hubieran conocido como un Baedeker las ciudades extranjeras en este caso, Barcelona no habrían podido sorprender los dos diminutos errores de su relato, por lo demás sólido y verosímil.
La séptima cualidad que debe tener el oficial del Servicio de Contraespionaje es un acabado conocimiento del derecho internaclonal. Todo sospechoso, sea cual fuere su nacionalidad, tiene ciertos derechos y privilegios de acuerdo con el derecho internacional. Sólo se lo puede detener durante un período limitado: hay que observar ciertas condiciones durante su detención. Aun en el caso de que no lo proscribiera el sentimiento de justicia inglés, el derecho internacional impediría que se maltratara a los prisioneros y a los sospechosos. Un espía hábil, muy versado en los detalles de la Convención de La Haya, podría frustrar a su interlocutor con una engañosa bravata, reclamando ]a protección del derecho internacional más allá de lo que se merece. De modo que el interrogador debe saber afrontar y vencer en ingenio al sospechoso en éste y otros aspectos del duelo de ambos. Además, el cazador de espías debe ser un actor nato. Ha de poder simular ira o impaciencia o simpatía sin perder en ningún momento la rígida fiscalización de sus
sentimientos. He hablado ya de la psicologia práctica que entra en juego cuando se trata con un sospechoso. Esta virtud quizás sea un duplicado de la otra. Después de haber apreciado la personalidad del sospechoso y resuelto el mejor método de abordarla, el interrogador debe ser capaz de desempeñar su papel. Es inútil adoptar un tono intimidatorio cuando los ojos de uno se muestran benévolos aún y la voz traiciona inflexiones compasivas. A la inversa, el interrogador se delatará prontamente si adopta la táctica de la compasión y olvida desterrar de su voz el dejo áspero y de sus ojos la mirada severa. Un buen espía es también un perito para valuar a sus adversarios. Pronto descubrirá la nota falsa en la voz, y la sonrisa forzada que no oculta el verdadero propósito. Además, el cazador de espías debe saber ocultar sus verdaderos sentimientos y adoptar un aspecto ficticio. El sospechoso puede haber cometido un diminuto traspié y no advertirlo. El interrogador debe insistir en ese punto, pero con negligencia y sin interés aparente. Si un fulgor en sus ojos ó una tensión en sus modales revela su excitación íntima, el sospechoso se pondrá en guardia, alerta ante nuevas preguntas. Asimismo, los interrogatorios pueden llegar a ser fastidiosos cuando, durante días y más dias, un sospechoso obstinado sigue repitiendo la misma historia. El interrogador puede hastiarse contra su voluntad e impacientarse. Pero debe reprimir rígidamente esos sentimientos y no permitir jamás que un gesto o una expresión de su rostro traicione sus cavilaciones íntimas. La novena cualidad es el don de la averiguación. En muchos aspectos, se trata de un sentido muy desarrollado de la lógica. Es la capacidad de percibir la causa y el efecto, de verificar mentalmente cada eslabón de la cadena de pruebas que le presenta el sospechoso. Todo espía eficaz tendrá una historia plausible que narrar... aparentemente. Sólo el interrogador capaz de buscar debajo de la superficie y de sacar a la luz con sus preguntas una prueba oculta podrá triunfar contra el espía capaz. Aquí, el factor tiempo reviste una gran importancia. En teoría, un sospechoso sabrá justificar hasta el último minuto del tiempo transcurrido durante el periodo examinado. En cambio, un hombre honrado, sobre todo bajo la influencia de la emoción, puede narrar una historia que no sea totalmente plausible. Al principio, quizás omita tanto detalles como episodios de mayor cuantia por razones de confusión o de verdadero olvido. Sin duda, como lo testimoniaría cualquier funcionario policial, poca gente es capaz de hacer un relato coherente de algún hecho, empezando por el principio y tocando todos los puntos hasta el fin. A menos que esté adiestrada para declarar, no mencionará hechos importantes, dirá los que recuerda en un orden erróneo y se repetirá a menudo. Dos testigos de un accidente callejero podran presentar relatos absolutamente distintos de lo que han visto con sus propios ojos. Si el lector advierte esto, imaginará hasta qué punto resulta más confusa la historia de un refugiado,, a quien sobreexcitan el alivio de haberse puesto a salvo y la tensión y las privaciones que pueda haber sufrido durante el viaje.. Además, quizás haya viajado de noche, por un territorio totalmente extraño. En su relato habrá lagunas muy comprensibles y quizás haya olvidado realmente, si sus viajes han durado dias, semanas y aun meses, el día y la hora en que cruzó ,tal frontera o llegó a cual ciudad. El funcionario del Servicio de
Contraespionaje debe saber distinguir la afirmación verdadera de la falsa, excusar la auténtica falta de memoria y la exageración causada por el exceso de tensión. Hasta ahora, he concentrado principalmente mis observaciones sobre el interrogatorio verbal de los sospechosos. En el capitulo siguiente hablaré con más detalles de los métodos para interrogar, que involucran el registro de las cosas del sospechoso. No necesito añadir que todo lo que trae un refugiado reviste gran importancia para establecer o refutar sus credenciales, desde su indumentaria hasta su equipaje. Sólo un investigador experto, sabedor de las pistas que busca, puede hallar la verdadera prueba registrando cartas, libros, ropa y hasta parte del cuerpo. Sólo el espía excepcional se permitirá confiarle a la memoria las claves o direcciones del extranjero adonde habrá de enviarse la información. Los demás ocultarán anotaciones o elementos capaces de recordárselas. El investigador no sólo debe conocer los distintos sitios donde pueden ocultarse esas acusadoras pruebas, sino también, aproximadamente, el tipo de pruebas que busca. Ya me he referido al caso de Mynheer Dronkers, que se relata en un capítulo posterior. Este extraño caso no sólo ejemplifica cuán necesaria es una paciencia colosal, sino que revela también la necesidad de saber qué se busca. Finalmente, la décima cualidad del cazador de espías debe ser una experiencia práctica de tretas anteriores. Hay ciertos métodos bien conocidos de escritura secreta o para ocultar pruebas vitales. Una de las grandes desventajas del sistema de espionaje alemán en ambas guerras mundiales fue su rigidez al atenerse a la rutina y su aparente falta de iniciativa. Al ser descubierto un método secreto o una clave, debía haberlo abandonado inmediatamente, hallándole un substituto. Pero los alemanes insistieron a menudo en el mismo método mucho después de haber sido descubierto, y arriesgaron así innecesariamente las vidas de sus espías. Me gustaría dar dos ejemplos, uno de la segunda guerra mundial, y el otro de la primera. En la guerra del 14, cuando sé libraba la lucha en toda la extensión del continente, el problema del espía no era tanto adquirir información como hacerla llegar. En la segunda, los problemas tendieron a invertirse, en gran parte a causa de dos inventos que habían sido hechos o perfeccionados en el ínterin: la radiotelegrafía y la microfotografía. Un transmisor de onda corta de alto poder podría instalarse fácilmente en un lugar solitario de las ciénagas de Essex, pongamos por caso, y luego sería posible transmitir un mensaje, desarmar el aparato y trasladarlo a muchos kilómetros de allí antes de que se lo pudiera identificar y localizar debidamente el origen del mensaje. La microcamara era más ingeniosa y escurridiza aún. He visto un modelo alemán no más largo que una estilográfica y cuyo grosor era aproximadamente del triple. Se lo podía sujetar dentro del bolsillo interior de una chaqueta O un chaleco. Permitía filmar un documento y el negativo podía reducirse literalmente al tamaño de una cabeza de alfiler. A un espía le bastaba con poner el negativo debajo de la estampilla de un sobre y con enviar la carta a una dirección del extranjero. La carta en sí, desde luego, era absolutamente inofensiva. El Departamento de Censores, recargado de trabajo en plena guerra, no tendría
tiempo para desprender todas las estampillas de las cartas de negocios enviadas a una dirección de Lisboa, por ejemplo, en el caso de que se hubiese puesto debajo un negativo diminuto y fácil de pasar por alto. Por desgracia para ellos, los espias alemanes siguieron enviando cartas a direcciones en el extranjero cuando ya se sospechaba de ellos. Esas cartas fueron examinadas con un cuidado hasta superior al normal y pronto se descubrió el ingenioso método. Tomemos otro ejemplo de la primera guerra mundial. Este episodio ocurrió en 1916, en el frente francés, cerca del Somme. Sucedió que parte de un pueblo pertenecía a la tierra de nadie y el resto estaba detrás de las lineas francesas. Durante un período de calma en la lucha la gente de la localidad, con la impasibilidad propia de los campesinos, procuraba mantener la cohesión su trastornada vida pueblerina. Una campesina que vivía en el lado de la población que estaba en manos de los alemanes solía viajar todos los días a través del claro destruido por las granadas para visitar a su hermano, cuya cabaña estaba detrás de las líneas francesas. Al llegar a éstas, la interrogaba y registraba todos los dias un funcionario del Servicio de Contraespionaje, como una cuestión de rutina, pero, como todos los lugareños que viajaban de una zona a la otra, la muchacha parecia completamente inofensiva. Cierto día, al volver de la cabaña de su hermano, la campesina llegó al puesto de control con un cesto donde estaba su almuerzo. Era una comida rústica de huevos hervidos, pan y manteca. El funcionario del Contraespionaje se había habituado ya a ella y la acogió con tono cordial. Le formuló las preguntas usuales, casi por mera fórmula y mientras hablaba revolvió con negligencia el contenido del cesto. Tomó uno de los huevos hervidos y jugó con él, arrojándolo a unas cuantas pulgadas de altura y volviendo a recogerlo. Al mirar a la campesina, notó, con sorpresa, alarma en su rubicundo rostro. Siguió tirando el huevo y cuanto más alto lo arrojaba, mayor era la inquietud de la mujer. El funcionario examinó detenidamente el huevo, pero en la cascara no había señal ni mancha alguna y sólo se veía una lisa e inocente blancura. Pero el funcionario sospechaba allí algo siniestro, dada la turbación de la mujer. Repentinamente, rompió el huevo contra el borde del cesto y comenzó a quitarle la cáscara. Sobre el blanco del huevo había palabras microscópicas y señales de color marrón. Cuando se hizo una ampliación de aquello y se descifró, las señales resultaron un plan del sector francés con las identidades de las diversas divisiones y brigadas que lo ocupaban. La campesina fue ineludiblemente juzgada y ejecutada como espía. Los alemanes habían descubierto el ingenioso hecho de que, si se, escribe con ácido acético sobre la cáscara de un huevo, y después de secarse el ácido se hierve el huevo, la escritura es absorbida a través de la cáscara hasta el blanco del huevo y no deja rastros sobre la cáscara para el ojo humano y hasta para un microscopio potente. La circunstancia de que el Servicio de Contraespionaje lo descubriera se debió a un mero accidente, o quizás sea justo decirlo, a un accidente unido al conocimiento que tenía aquel funcionario de la psicologia práctica y que provocó sus sospechas, apenas notó turbación en la
campesina. Pero una vez descubierto el método, los alemanes debieron dejar de usarlo, a pesar de lo ingenioso. Con su único defecto como adversarios, sin embargo -el amor a la rutina, con su correlativa falta de iniciativa-, insistieron en la misma treta mucho después de haber sabido que el Servicio de Contraespionaje estaba enterado del asunto y había divulgado la información. Conozco personalmente tres casos de la segunda guerra en que se usó y descubrió este ardid. En muchas otras oportunidades que desconozco, sin duda, un espía alemán fue sacrificado sin necesidad a causa del espíritu rutinario de sus superiores. Estas son, pues, las diez cualidades principales que debe tener el cazador de espías potencial. Evidentemente, no basta con el entusiasmo. El lector a quien ello le interese puede averiguar si reúne los requisitos para ese trabajo, tratando de clasificarse a si mismo hasta un máximo de diez puntos para cada factor. Quienquiera pueda honradamente considerar que tiene más de setenta y cinco puntos de los cien que corresponden en total, debe ponerse al habla sin demora con el MI 5. Un hombre asi puede serle de inmensa utilidad a su país. Pero dudo de que haya una persona sobre cien mil capaz de llenar realmente las condiciones necesarias. A esa persona debo advertirle también que, aun supuestos esos requisitos, se necesitarían por lo menos cinco años de adiestramiento para hacer de él un eficaz agente del contraespionaje. En las últimas páginas de este libro me propongo dedicar algún espacio al estudio del contraespionaje a la luz de los acontecimientos de posguerra. Me bastará con observar aquí brevemente que cuando ha estallado un conflicto bélico es demasiado tarde para crear o ampliar una organización eficaz dedicada a atrapar espías. Se requieren muchos años para escoger a los hombres adecuados y adiestrarlos. Ahora llego a uno de los aspectos más controvertidos de mi tema el lugar que ocupan las mujeres en la labor del contraespionaje Algunos lectores habrán notado que, hasta ahora, sólo he hablado de cazadores de espías. Mi opinión, apoyada en treinta años de experiencia, es que las mujeres, tanto en el papel de espias como en el de cazadores de espías, son en general absolutamente inútiles. En principio, no soy misógino. Me gustan las mujeres... en su lugar. Pero fuera de Mademoiselle Docteur en la primera guerra mundial, nunca hubo una espía o una cazadora de espías capaz de rivalizar con los mejores hombres en ese terreno. Mata Hari, ciertamente, conquistó fama y le dió su nombre a la concepción pública de la espía hechicera, pero era un ser estúpido e impulsivo y si no la hubiesen ejecutado y promovido así al martirologio, no la recordarían. Permítaseme que trate de fundamentar mis asertos. En cierta etapa de la última guerra, yo estaba ayudando a adiestrar a agentes secretos que debían ser lanzados con paracaídas en la Europa ocupada. Varias holandesas que huyeran de su país vinieron a pedirme que las aceptara para esa peligrosa tarea. Eran evidentemente sinceras y de un profundo patriotismo. A cada una de ellas le dije:-¿Qué riesgos está dispuesta a correr? Invariablemente, con sencillez y sin falso heroísmo, todas me contestaron: -Estoy dispuesta a dar mi vida por mi país.
Mi respuesta mecánica fue: -Eso es lo que menos necesitamos. Muerta, usted nos seria inútil. Pero ¿está dispuesta a seguir viviendo y a entregar su cuerpo? El deber me obligaba a formular esta pregunta, pero no sin un sentimiento de repulsión. Eso era lo más espinoso del asunto. La mayoria de las mujeres tienen tres debilidades en materia de espionaje. Una de ellas es que, por fuerza, les faltan conocimientos técnicos y adiestramiento. Si, por ejemplo, hay que descubrir los detalles de un nuevo motor secreto que está fabricando el un mecánico de garage tiene ventajas iniciales superiores a las de la mujer mas inteligente. Dado su oficio, conoce ya los elementos del asunto, mientras que la mayoría de las mujeres tendrán que empezar por chapucear y antes que nada aprender las piezas y principios del motor. Cuando se trata de secretos militares, pocas mujeres conocen, como los hombres, los diversos grados y subunidades, brigadas, divisiones, etc., que constituyen un ejército moderno. Ese conocimiento puede adquirirse, desde luego. Pero hace falta un tiempo valioso, que podría aprovecharse mejor aprendiendo cosas más importantes. En segundo lugar, las mujeres llaman más la atención que los hombres en lugares desusados. Un hombre, en traje de obrero, puede pasarse horas cerca del emplazamiento solitario de un cañón, por ejemplo, sin que se note su presencia. Pero una mujer, sobre todo si es joven y linda, llamará la atención inmediatamente y es probable que atraiga lo que nuestros amigos los norteamericanos llaman silbidos del lobo. Asimismo un hombre puede entrar en un bar del puerto, y si viste adecuadamente, no llamará la atención. Una mujer, inmediatamente, estará fuera de lugar. De modo que su mismo aspecto limita los movimientos de una mujer como espía y su valor como agente. En tercer lugar, y éste es el factor más importante, no se puede confiar en que la mayoría de las mujeres sabrán dominar sus sentimientos tan bien como los hombres. Me arriesgo a un diluvio de injurias de mis lectoras, pero la experiencia me ha enseñado que es así. Conocí dos o tres casos de mujeres, una alemana, otra inglesa y otra francesa, a quienes se les asignó el objetivo de ganarse los afectos de algún oficial de categoría del otro bando. Esto, esas espias lo hicieron con demasiado éxito y luego lo estropearon todo enamorándose de sus víctimas. Sucedió lo que era lógico. Se pasaron al enemigo y les revelaron todas las enseñanzas y secretos que habían adquirido en su propio Servicio de Inteligencia. He conocido a espías masculinos que se convirtieron en renegados, pero nunca por ese motivo. En un espía, está fuera de lugar un corazón tierno. En mi opinión, el único uso limitado que puede hacerse de una espía es destinarla a seducir a un alto oficial o funcionario del bando enemigo, para obligarlo más tarde a dar informaciones con la extorsión. amenazandolo con delatarlo a sus oficiales de seguridad o, lo que es peor aún quizás, a su esposa. Por eso, les he preguntado siempre a las mujeres holandesas que se ofrecían voluntariamente para la labor del espionaje si estaban dispuestas a hacer el sacrificio de su cuerpo por su país. Esto es algo que la mujer decente media no puede hacer a sangre fría. Una mujer capaz de dormir con un extraño, a menudo un extraño repulsivo, para sonsacarle secretos, necesita tener alma de ramera. Y las rameras, como es bien sabido, no son dignas de confianza. Por eso, como espías en potencia, no cotizo muy alto
a las mujeres. Tampoco resultan buenas cazadoras de espías. Muchos maridos que, al volver tarde a casa, temen el minucioso sermón de su esposa, podrán discrepar violentamente conmigo en este sentido. Sin embargo, durante los treinta años de experiencia en cuyo transcurso me he encontrado con los más destacados exponentes del espionaje o el contraespionaje en Europa, o estudiado su táctica, nunca he conocido a una mujer, con la sola excepción quizás de Mademoiselle Docteur, que brillara en ambos aspectos.
CAPITULO II - MÉTODOS DE INTERROGATORIO
Hay varias maneras de obtener información de un sospechoso. Antes de analizar los métodos que he desarrollado personalmente mediante un proceso de juicio y de error, me gustaría mencionar sucintamente los usados en Inglaterra y en otras partes. En la Alemania nazi se usó ampliamente la tortura física; los metodos variaban según el ingenio del interrogador, desde la paliza lisa y llana hasta el atornillamiento de los pulgares, o bien se arrancaban las uñas de las manos y los pies sin anestésico o se fracturaban brazos y piernas o se ceñía cada vez más la cabeza del sospechoso con una banda de metal. También resultó un arma muy eficaz el torno del dentista, sobre todo cuando empezaba a penetrar en los nervios sensibles existentes bajo el diente. Los métodos de la Rusia soviética no son fáciles de calcular con exactitud, porque han sobrevivido pocos presos políticos que puedan narrarnos la historia de su interrogatorio y son menos aún los que han logrado escabullirse por las grietas de la Cortina de Hierro. Es razonable presumir que la M. V. D. rusa confía muchísimo en la alimentación deficiente y las drogas para debilitar la resistencia de un preso, agregándole a esto los interrogatorios largos e intensos que suelen durar treinta y seis horas ininterrumpidas. Luego, el sospechoso es devuelto a su celda, se queda dormido inmediatamente en el profundo sueño del agotamiento total y, al cabo de una hora, lo despiertan para proseguir con el interrogatorio. La falta continua de sueño quiebra la resistencia de la persona más robusta y obstinada. Los métodos usados en los Estados Unidos varian desde el "acoso" de "tercer grado", en que un sospechoso es interrogado durante muchas horas bajo la luz de un poderoso reflector por relevos de interrogadores, hasta el uso de colaboradores científicos presuntamente de confianza, tales como la "droga de la verdad" y el detector de mentiras. Digo "presuntamente de confianza", porque yo, personalmente, no creo en la infalibidad de esos métodos. Una inyección de la droga de la verdad, o pentathol, que es su nombre exacto, adormece el pensamiento consciente del sospechoso y el inconsciente lo obligará a confesar la verdad. O, por lo menos, así lo afirman sus panegiristas.
Después de numerosos experimentos, he descubierto que años de práctica pueden adiestrar el pensamiento subconsciente de una persona hasta el extremo de restringir su habla bajo la acción de un anestésico. El detector de mentiras es un mecanismo ingenioso basado en la teoría de que el metabolismo de una persona se altera bajo el apremio de una emoción, cosa científicamente comprobada. Los expositores de este método llegan más lejos y afirman que se puede aplicar para saber si la persona interrogada está diciendo la verdad o miente. Estoy dispuesto a admitir que la teoría tiene a la estadística en su favor, pero no que alcanza siquiera a un uno por ciento de eficacia. La experiencia me ha enseñado que hay hombres resueltos y serenos capaces de burlar al detector de mentiras. Sólo son unos pocos, pero bastan. Para que en un tribunal puedan admitirse pruebas de esta clase no debe haber excepciones a la regla general. La Alemania nazi, la Rusia soviética y los Estados Unidos, en cuanto se refiere a los métodos de "tercer grado", confían grandemente en las privaciones físicas para obtener las informaciones requeridas de un sospechoso. No cabe duda de que la tortura física debe quebrar en definitiva la resistencia de cualquier hombre, por fuerte que sea su cuerpo y por, resuelto que sea su espiritu. Conozco a un hombre de un valor increíble que cayó en manos de la Gestapo y se dejó arrancar todas las uñas de las manos y los pies y fracturar una pierna sin dejar escapar una sola palabra de información útil. Pero él mismo reconoció que su resistencia había llegado al extremo límite. Sin embargo, ocurrió que sus torturadores, contrariados, abandonaron sus tentativas a esta altura. Si hubiesen proseguido, aun con un tormento de menor cuantía si se lo compara con los refinados suplicios a que lo habían sometido, la víctima hubiera desfallecido, terminando por confesarlo todo. Ningún hombre puede soportar indefinidamente la tortura del agua. Se trata del simple y viejo método de hacer gotear el agua con intervalos de pocos segundos sobre la cabeza de la víctima. Esto, tengo la convicción quiebra en pocos minutos la resistencia de un hombre fuerte y convierte a cualquier ser humano en un loco que desvaría al cabo de una hora. Aparte de ser naturalmente repulsiva, y del hecho, que le podemos agradecer devotamente a Dios, de que la prueba obtenida bajo coacción no es admisible en un tribunal inglés, la tortura física tiene una abrumadora desventaja. Bajo su acicate, un inocente confesará a menudo algún delito que nunca ha cometido, sólo para lograr una tregua. Si la tortura ha sido muy intensa, podrá hasta inventar un delito que involucre la pena de muerte, prefiriendo la muerte rápida a una continuación del suplicio. La tortura física hará hablar en definitiva a cualquier hombre, pero no se puede asegurar que éste dirá la verdad. Es un hecho bien conocido que, en tiempo de guerra, a los agentes del servicio activo se les da tres clases distintas de píldoras para que las lleven siempre consigo. Una de ellas es la "píldora de knock-out", que deja inconsciente a un hombre durante veinticuatro horas. En segundo lugar, está la píldora de benzedrína, que estimula a una persona cansada para nuevos arranques de energía mental. La tercera clase es la píldora del suicidio: es de cianuro de
potasio o de cualquier otro veneno igualmente mortifero y que obra con igual rapidez. Cada una de esas píldoras tiene su uso y la mencionada en último término es más que nada para el espía que sabe inminente su captura y comprende que no podrá soportar la tortura subsiguiente. El hombre capaz de llevar consigo a todas partes su muerte bajo la forma de una diminuta pildora y que hará uso de ella antes que revelar informaciones vitales, es un individuo valeroso, ciertamente. Esto es todo lo quiero decir sobre los métodos de tortura fisica para obtener información. Tales métodos son habitualmente eficaces pero torpes y repugnan en absoluto a la gente civilizada. Constituyen, asimismo, una confesión de debilidad. El interrogador está pronto a admitir desde el principio que su sospechoso le es mentalmente superior y descarta así sus probabilidades de aventajar al detenido mediante el simple interrogatorio. El Deuxieme Bureau, el primer equivalente francés del MI 5 en que recibí todas mis enseñanzas iniciales, tenía un método ingenioso que habitualmente rendía frutos. A cada sospechoso se le asignaban dos interrogadores. Uno de ellos era el hombre de tipo intimidatorio, que siempre gritaba, amenazaba y asestaba puñetazos sobre la mesa. El otro era el individuo tranquilo, que mostraba simpatía y se ponía aparentemente de parte del preso y hacia todo lo posible por contener a su violento colega. El interrogatorio alcanzaba un crescendo y el matasiete vociferaba injurias y profería las más terribles amenazas y entonces lo llamaban repentinamente con cualquier pretexto oficial y tenía que alejarse. El interrogador "que simpatizaba" proseguía entonces interrogando al detenido con tono suave y cordial, ofreciéndole quizás un cigarrillo y calmando sus temores. El repentino cambio de atmósfera daba casi siempre los resultados buscados y el relajamiento de la tensión inducía muy pronto al sospechoso & hacer una confesión total. Scotland Yard usa por lo general el método de la simpatía. Sus pesquisantes son expertos en la tarea de crear una atmósfera de "amistad" que implica que, a fin de cuentas, todos somos seres humanos y estamos expuestos a cometer errores. Sus pesquisantes son corteses, cordiales y comprensivos... y muy eficaces para obtener confesiones espontáneas. En mi carácter de holandés que ha pasado muchos años en Inglaterra, gozo quizás del privilegio de desechar la autocensura y modestia del inglés medio y de decir que esos métodos de simpatía por el sospechoso provienen de la esencial tolerancia y del deseo de tratar al perseguido con la equidad caballeresca propia de los buenos deportistas que caracterizan a Inglaterra. A diferencia de muchos otros sistemas judiciales, el acusado ante un tribunal inglés empieza con la inestimable ventaja de que la prueba está a cargo del fiscal. Esto también está implícito en todas las etapas que van desde el arresto hasta su aparición en el tribunal. Los funcionarios públicos miran con malos ojos toda insinuación de abusar de un preso antes de que lo juzguen o de que se le extraiga una confesión mediante amenazas o coacción física. Muchos lectores recordarán el caso del brigadier de una ciudad costera del Sur durante la guerra. Un aviador nazi que había sido derribado después de haber ametrallado las calles de la ciudad fue traído ante el brigadier y se mostró a un tiempo altanero e injurioso. El brigadier,
momentáneamente irritado por su actitud y pensando que el aviador sólo había disparado contra mujeres y niños indefensos, lo golpeó con su bastón. Por esto fue sometido a consejo de guerra y exonerado del servicio activo. Esto parece una pena exagerada por un golpe impulsivo asestado bajo una provocación extrema, pero, si se piensa un poco, se comprende el profundo principio que subyace en ella.En 1941, me sucedió un caso más divertido. Yo había estado interrogando a un sospechoso, que luego resultó culpable de espionaje, y durante el interrogatorio lo llamé embustero... y lo era, indudablemente. Dio la casualidad de que me oyeran y más tarde me llamaron a presencia de un funcionario de alta jerarquía del Ministerio del Interior que me endilgó un sermón sobre la enormidad de mi agravio. El interrogatorio se había efectuado en una finca de dicho ministerio y al parecer existe una severa disposición del mismo de que a ningún sospechoso se lo podrá calificar lisa y llanamente de mentiroso. El interrogador puede hacer un circun diciendo: "Insinúo que su respuesta a mi última pregunta contenía ciertas inexactitudes" o, algo así, pero no insultar a la pobre víctima o agraviar sus sentimientos calificándolo de embustero tranco y desembozado! En esa oportunidad me senti a un tiempo divertido y un poco irritado, porque mi presunta víctima era un individuo particularmente repulsivo, así como un descarado mentiroso de primer orden. Al evocar el episodio, comprendo que esa disposición del Ministerio del Interior inglés, aunque algo exagerada quizás en su aplicación, era acertada en sus líneas generales. Después de la liberación de Holanda, mis deberes consistieron en parte en adiestrar a muchos jóvenes holandeses para el Servicio de Contraespionaje. Las notas para una de las disertaciones de la serie que di figuran al final de este capítulo. Se refieren exclusivamente a mis métodos de interrogación. Por eso, no necesito decir gran cosa sobre ellos a esta altura, ya que toda la informacion se proporciona después. Pero hay un punto que me gustaría destacar. Mi objeto, en todo interrogatorio, siempre era simplemente uno: provocar en el sospechoso una crisis emotiva, lo antes posible, en el curso del mismo. La razón no es muy difícil de descubrir. Un interrogatorio es antes que nada una batalla de ingenios y una u otra parte deben colocarse en situación ventajosa y mantenerla. El interrogador comienza con una ventaja natural. No tiene nada que temer, salvo el fracaso, y aun en ese caso ello no le será fatal. Puede practicar el interrogatorio cuándo y dónde quiera hacerlo y decidir cuándo ha de ser interrumpido y cuándo reanudado. Pero perderá las ventajas propias de esta situación si no las aprovecha trastornando desde los primeros momentos a su adversario. Si puede conseguir que el sospechoso se irrite o asuste ante sus preguntas, habrá dado un gran paso hacia el éxito. Para trabajar con los sentimientos de un sospechoso, hay que ser algo así como un psicólogo práctico, según lo he mencionado en el capitulo primero, y valuarlo con precisión y sin demora. Se sabe que, aunque nunca descenderían a la tortura física, algunos
funcionarios del contraespionaje han usado la incomodidad física como arma auxiliar. Le dan al sospechoso una silla dura o lo obligan a mantenerse en pie y atento durante largos períodos del interrogatorio. Una treta muy común, usada según creo por los interrogadores del ejército cuando deben vérselas con un oficial enemigo de jerarquía que podría ser fácil víctima del malestar fisico, consistia en ofrecerle grandes cantidades de té o de café antes del interrogatorio y prolongar luego las preguntas hasta que las necesidades naturales fueran tan apremiantes que el detenido estaba dispuesto a menudo a revelar informaciones vitales con tal de poder desahogarse. Personalmente, desapruebo con severidad esos métodos. Es cierto que no constituyen en realidad una tortura física. Pero están próximos a la línea divisoria con ésta y a veces suelen franquearla. Quizás parezca quijotesco, pero siempre he tratado de mantenerme en igualdad de condiciones con el sospechoso. Este podrá sentarse en una silla cómoda si lo desea; podrá recostarse hacia atrás, si lo prefiere. Las horas fijadas para el interrogatorio no deben ser excesivas al punto de agotar su resistencia. Pueden ser desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde, con una hora de intervalo para almorzar. Más que nada, confío en llevar a cabo todo el interrogatorio personalmente y no estoy dispuesto a descansar un rato mientras me substituye alguien. Tampoco como lo he mencionado ya tomo notas durante el interrogatorio. Mi intención es disipar la atmósfera oficial y hablar en términos de confianza con el interrogado, salvo que me parezca más conveniente, en determinado caso, impresionarlo con una severidad formal. Y nunca me olvido de tomar la iniciativa, provocándole una crisis emotiva. A menudo, si fracasa todo lo demás y tengo serias sospechas de que mi hombre es un espía aunque su relato parezca impecable, se lo hago repetir muchas veces, desde el principio hasta el fin, sin omitir un solo detalle. Esta repetición puede durar una semana, trabajando las horas normales, y constituir una prueba suprema tanto para su paciencia como para la mía... y para nuestras memorias. Tarde o temprano, si el interrogado no es sincero, dará un traspié en algún detalle de menor cuantía y entonces se abrirá un poco la puerta para desenmascararlo finalmente. Cuando yo, para decirlo en lenguaje figurado, puedo meter el pie dentro del vano de esa puerta, estoy en el camino del éxito.
Me gustaría ahora bosquejar sintéticamente la atmósfera en que se efectuaban los interrogatorios durante la segunda guerra mundial. Las condiciones eran mucho más difíciles que cuando estallara la primera. Un golpe de suerte y un criterio sagaz permitieron acorralar y atrapar a todos los espías alemanes que operaban en Inglaterra a las veinticuatro horas de haber estallado el conflicto bélico anterior, en agosto de 1914. Karl Lody, el primer espía
alemán que llegó al iniciarse las hostilidades, era esperado ya y fue detenido con la mayor facilidad. Este caso se ha narrado con frecuencia y no necesito explayarme sobre él, salvo para dar sus lineamientos generales. En 1911, durante una visita oficial alemana a Londres, un agregado de embajada de alta jerarquía se habituó a visitar una barbería del Caledonian Road. Este tipo de establecimiento no era el más indicado para que lo visitara normalmente un oficial alemán de categoría y ello provocó inmediatamente las sospechas del Servicio de Contraespionaje. Se vigiló la barbería y las cartas que llegaban y salían de allí. El Contraespionaje pronto advirtió que la barbería era el "correo" del sistema de espionaje alemán de Inglaterra. Inteligentemente, nuestras autoridades no revelaron lo que sabían a esta altura, sino que se limitaron a vigilar con atención y formaron un legajo completo con las actividades que provenían de la barbería. Apenas se declaró la guerra, asestaron el golpe y de un solo golpe destruyeron toda la red de espionaje construida tan cuidadosamente en el curso de tres años. Ello significó un grave contraste para el espionaje alemán, que no logró reparar el daño en todo el resto de la guerra. Todo porque un oficial alemán de jerarquía había elegido un barrio insuficientemente aristocrático para cortarse el cabello. La segunda guerra mundial estalló en condiciones muy distintas y más difíciles para el Servicio de Contraespionaje inglés. Normalmente, en Londres y las demás grandes ciudades del país hay muchos extranjeros, que pueden ser amigos de los enemigos de Gran Bretaña. Desde 1930 y tantos, aquellos elementos habían sido engrosados por los miles de refugiados llegados de Alemania e Italia, violentamente antagónicos en su mayoría a Hitler y Mussolini y que habían huido en gran parte por esa causa. Pero siempre era posible que los nazis y fascistas aprovecharan esas circunstancias e infiltraran a varios espías entre los refugiados auténticos. También había algunos ingleses que simpatizaban políticamente con los métodos nazis o que creían sinceramente que debíamos evitar la guerra tomando partido por Hitler. De acuerdo con la Reglamentación de Defensa 18b, los sospechosos más importantes fueron internados al estallar la guerra, pero por ancha que fuera la red, la trama no era suficientemente apretada para atrapar a todos los peces. Una de las irónicas tragedias de la guerra total es que la libertad del individuo, causa principal de la voluntad de un país de luchar contra un agresor, es la primera baja que se sufre. Muchos sinceros patriotas se opusieron a que se restableciera la Reglamentación 18b y no cabe duda de que algunos hombres y mujeres inocentes quedaron atrapados en la red. Por ejemplo von Rintelen el célebre "invasor negro" de la primera guerra mundial, que odiaba con vehemencia a Hitler y sus métodos, y cuya absoluta sinceridad se probó más tarde, se pasó la mayor parte de los años 1941 y 1942 internado en Chelsea. Llegué a conocerlo muy bien durante esa época y nunca pude comprender por qué el país al cual quería ayudar y que se habría beneficiado grandemente con su vasta experiencia en materia de espionaje alemán lo trataba con tanta rudeza. Es la vieja historia de la tortilla y los huevos. No se puede hacer la guerra sin violar ciertos principios..., lo cual es una de las mayores catástrofes de una guerra. Apenas estalló el segundo conflicto bélico, hubo que "pasar por el tamiz a los muchos millares de refugiados alemanes que habían estado llegando durante años a Inglaterra. Esto, en sí, ya era una tarea magna. Después de Dunquerque, a los pocos meses, llegaron en
avalancha otros 150.000 refugiados de Dinamarca, Holanda, Noruega, Francia y aun Checoslovaquia y Polonia. Y plantearon un grave problema, sobre todo porque había que pensar también en la evacuación de las fuerzas expedicionarias inglesas y en la amenaza de una invasión posiblemente inminente. Poco después, mientras proseguía la avalancha de los refugiados, empezaron las incursiones aéreas de la Luftwaffe y esto complicó más aún el problema. Inglaterra tenía sus propios desamparados que cuidar, así como a los refugiados de ultramar. El sistema improvisado para afrontar este último problema fue el siguiente: se instalaron cinco centros de recepción en Londres: Fulham Road, Balham, Bushey Park, Crystal Palace y Norwood. Los organizó el London County Council y cada uno de ellos fue dirigido, con un criterio que revela un admirable ingenio, por un director de hospicio. La sección seguridad me asignó al centro de Norwood, el que llegué a conocer mejor. Había sido un hospital y sus edificios eran del tipo de dos pisos. No tenía sótanos ni refugios antiaéreos. Se había erigido precipitadamente una alambrada en torno del perímetro y lo custodiaban soldados. Las crecientes tandas de refugiados llegaban a menudo en las primeras horas de la mañana. A partir de junio de 1940, su arribo coincidía habitualmente con una incursión aérea. A veces, llegaban hasta setecientos en una sola tanda a Norwood, en un grupo de autobuses londinenses. Las mujeres y algunos de los hombres estaban ya al borde de la histeria a causa de las privaciones causadas por su fuga y de su inquietud por la suerte de sus familias. La confusión que implicaba llegar en la oscuridad, helados, solitarios y hambrientos, agravada por los peligros de la incursión aérea que los agobiaba y solía desequilibrar la balanza y convertirlos en un grupo de semidementes, gesticulantes y vociferantes. El restablecimiento del orden en la oscuridad entre una multitud de perfectos desconocidos no es la más sencilla de las tareas. Pero de algún modo había que hacerlo y era necesario registrar a todos los refugiados y anotar debidamente sus nombres y nacionalidades. Después de esto, una bebida caliente y algún alimento, y luego el problema de buscarse un lugar donde dormir y frazadas con qué cubrirse durante el resto de la noche. En esos momentos, la, apariencia de orden tan penosamente lograda podía ser trastornada totalmente por el pánico de otra incursión de la Luftwaffe. Los, bombarderos alemanes parecían usar una "calle de bombas", que atravesaba Norwood y Crystal Palace, de modo que cualquiera de ambos centros o los dos podían tener la seguridad de recibir su ración de bombas en cada incursión aérea. Al amanecer, los funcionarios del centro y yo, después de habernos pasado la noche desvelados, nos disponíamos a dormir. Pero entonces empezaba el verdadero trabajo. Cuando a los refugiados les habían dado un baño y quizás desinfectado sus cuerpos y ropas por si tenían piojos, los examinaba cuidadosamente un oficial médico. Todos los que tenían enfermedades contagiosas, desde la viruela hasta la sarna, eran separados, naturalmente, de los demás. Muchos otros podían necesitar atención médica después de sus largos y penosos viajes.
Entonces ponía manos a la obra el contraespionaje. Había que clasificar y examinar escrupulosamente el equipaje perteneciente a unos setecientos refugiados. Todos los trozos de papel, y las páginas de todos los libros, debían ser examinados con detenimiento. Había que registrar la ropa, inclusive los forros y las costuras, y lo mismo todas las cajas y maletas. Esta tarea debía cumplirse con la máxima atención. Muchos refugiados, en una honrada tentativa de ayudarle al país que les daba albergue, solian traer mapas, fotografías y dibujos que proporcionaban informaciones sobre las fuerzas alemanas de ocupación y todos esos documentos debían ser estudiados con detenimiento. Concluida esta labor, empezaba la del interrogatorio. A los sospechosos los separaban de los refugiados evidentemente sinceros, y eran retenidos, para un examen detallado. Estos procedimientos podían demorar una semana, durante cuyo período se incomunicaba a todos los refugiados. No se les permitía recibir cartas ni entrar en relación con el mundo exterior, hasta que el Servicio de Contraespionaje los hubiera liberado oficialmente de toda sospecha. Luego, se los enviaba al oficial de inmigración y cuando éste los había provisto ya de los distintos permisos y tarjetas de identidad, se les autorizaba oficialmente a "desembarcar" en Inglaterra. A todos los refugiados dudososy en ese número estaban incluidos algunos individuos sinceros que tenían la mala suerte de carecer de pruebas corroborantes de su testimonio- los retenían aún bajo custodia. Existía un registro Central muy eficaz que contenía detalles sobre todos los refugiados que habían llegado. A menudo, resultaba posible verificar la historia de un refugiado sincero gracias a ese registro y, quizás, localizar a un refugiado que llegara antes y que respondía de la buena fe de los dudosos. Este método improvisado de "tamizar" refugiados prosiguió hasta abril de 1941, mes que a un colega y a mí nos encargaron la organización de un centro especial que se llamó Royal Victoria Patriotic School. Estaba en Clapham. Guiados por la experiencia penosamente obtenida en muchos días y noches de habérnoslas con refugiados en los centros provisionales, mis colegas y yo logramos descubrir un sistema eficaz que permitia disminuir al mínimo las molestias de los refugiados y nos proporcionaba la más rigurosa seguridad. Además, la avalancha de refugiados había menguado para convertirse en una corriente incesante y como el número de examinadores aumentaba continuamente, podíamos dedicarle más tiempo y atención a cada uno. Desde abril de 1941 hasta octubre ,de 1942, en que me trasladaron al Servicio de Contraespionaje holandés, trabajé exclusivamente en esa institución como director de los examinadores. En ese período, vi aumentar el personal de cinco a un total de treinta y dos. Para mi, no cabe duda de que durante esos seis agitados meses, aproximadamente, después de la evacuación de Dunquerque, algunos espías
pudieron atravesar nuestro tamiz, y probablemente lo atravesaron. En la confusión existente y dado el insuficiente número de interrogadores adiestrados, era imposible asegurarse de que todo refugiado sospechoso fuese apartado de los demás. Los que llegaban eran demasiado numerosos y el tiempo disponible harto breve para obtener resultados de un ciento por ciento. El tamizamiento de refugiados en Londres no señaló el fin de mis actividades en los días posteriores a Dunquerque. Después de la caída de Francia, la costa de Europa quedó bajo la fiscalización alemana, salvo la angosta franja de Portugal. El único puerto de entrada oficial a Inglaterra era entonces Lisboa. Los barcos de Lisboa visitaban con regularidad Liverpool y Glasgow, mientras que los hidroaviones del mismo origen llegaban dos veces por semana a Poole, una localidad próxima a Bournemouth, y los aviones terrestres a Whítchurch, cerca de Bristol. Además de mis deberes en Londres, se me asignó la misión de llevar sucesivamente a un equipo de examinadores a cada uno de esos cuatro lugares para fiscalizar a todos los que iban llegando, tanto ingleses como extranjeros. Aquello implicaba muchas horas de viaje por el país y creo que fui el único agente del Servicio de Contraespionaje a quien mantuvieron permanentemente en esta tarea, hasta que debí dedicar todas mis energias al Royal Victoria School de Clapham, adonde enviaban para su examen a todos los que llegaban en avión y en barco. Tal era, pues, el medio del cual surgieron los casos auténticos que debo narrar. Si se la compara con la guerra de 1914, en que todos los espías alemanes fueron localizados y atrapados rápidamente y en que no huyeron refugiados del continente, la labor del Servicio de Contraespionaje fue difícil y se efectuó en circunstancias difíciles. Así como las fuerzas expedicionarias británicas no estaban preparadas para afrontar la ofensiva de las divisiones blindadas alemanas en mayo de 1940, tampoco lo estaba el Servicio de Contraespionaje para afrontar la avalancha de refugiados que penetró impetuosamente en el país. Y así como el ejército tuvo que reagruparse y aprender a vencer a los alemanes en su propio deporte nacional, también tuvo que adiestrarse el Servicio de Contraespionaje a base de una experiencia duramente ganada. Pero con la diferencia de que cada error podía ser de magnitud y con consecuencias de largo alcance. Durante los cinco últimos años, he estado esperando a diario la aparición en Alemania de un libro titulado "Mis años de espionaje en Inglaterra", de algún alemán que pasara en este país cinco años felices, y provechosos para él, de 1940 a 1945. Hasta ahora no se ha publicado semejante libro, pero no me sorprendería que apareciera. A menos que ese posible autor esté aún cumpliendo alguna misión y no haya salido todavía a la luz del día.
APÉNDICE DEL CAPÍTULO II - NOTAS SOBRE EL EXAMEN
1.
Examen del equipaje
Todo lo que se diga sobre la vital importancia de un examen muy minucioso de los objetos de los recién llegados será poco. Antes de examinar al propio recién llegado, hay que inspeccionar con minucioso cuidado y especial atención el contenido de las carteras, los diarios, las libretas y todos los fragmentos de papel escrito que ese hombre haya traído. Todo trozo de papel, aun diminuto, como un arrugado pedazo de papel de cigarrillo, debe ser examinado cuidadosamente. Todo lo que resulte enigmático debe ser apartado y ha de pedirse una explicación al concluir el primer interrogatorio. Deben anotarse todas las direcciones y pedir una explicación cuando se practica el interrogatorio. Si entre los objetos del recién llegado figuran libros, se les debe prestar especial atención a las guardas, y si tienen envolturas de papel, hay que quitarlas. Si está doblada la esquina de alguna página, hay que examinar especialmente esa página, en busca de marcas o pinchazos con alfileres. Si hay diccionarios, hay que mirar las páginas donde se inicia cada letra nueva y ver si hay alguna señal encima o debajo de esa letra. Hay que vaciar y examinar por dentro las cajas de fósforos. Hay que analizar toda substancia química, ya sea un específico en forma de comprimidos o en polvo. Se debe vigilar especialmente los trozos de algodón en rama y los mondadientes o palos de naranjo que se llevan en las Carteras. Hay que tener mucho cuidado con las hojas de papel carbonico usadas y también con las de papel secante usadas: pueden, en alguna oportunidad futura, proporcionar una prueba fundamental.
II.
Primer Interrogatorio.
(a) General.
El primer interrogatorio de todo recién llegado no debe consistir tanto en un interrogatorio como en una declaración completa en detalle del examinado. Esto debe llevarse a cabo en todos los casos con una perfecta cortesía: y en ningún momento, el examinador deberá expresar con ]a palabra o la expresión fisonómica, la menor duda, sorpresa o cualquier otro sentimiento humano, salvo quizás la admiración. Las mentiras o jactancias evidentes deben ser alentadas, no aplastadas. No se debe señalar las contradicciones. Si el examinado forma parte de un grupo, y los demás miembros del grupo, durante su primer interrogatorio, han formulado declaraciones en pugna con las suyas, no se debe hacer notar jamás esas discrepancias durante el primer interrogatorio. Cuanto más dudosa o sospechosa es una narración, tanto más deberá parecer que el examinador la acepta sin vacilar. El examinador no debe formular preguntas ni observaciones de ningún género que puedan poner en guardia al examinado y hacerle comprender que se duda de su relato. Si al terminar su exposición uno se siente razonablemente seguro de que el relato es sincero y de que se trata de un caso más o menos rutinario, puede iniciar sus preguntas y formular todas las interrogaciones que crea necesarias para aclarar y cumpletar la historia narrada. Si después de esas aclaraciones uno se convence de que el examinado es inobjetable y de que no hace falta un segundo interrogatorio, puede recomendar concretamente que se lo deje en libertad. Pero si a uno le inspira dudas cualquier punto del relato, la terminación de éste debe señalar al propio tiempo la terminación del primer interrogatorio.
(b)
Informe.
Al iniciar su informe, además de los puntos standard ya expuestos, uno debe incluir siempre, asimismo: a) La región del sujeto. b) Si ha pertenecido alguna vez a algún partido político o sindicato, y en ese caso, a cuál. c) Los idiomas y su habilidad para hablarlos. Al cerrar el informe, no se debe iniciar la recomendación con la frase de que ese hombre causa una buena o mala "impresión". Las impresiones son fatales.
Se puede dar por sentado que el espía realmente hábil causará una excelente impresión. Uno de los criminólogos más famosos del mundo afirmó en Cierta oportunidad que la persona que le había causado la mejor impresión era una mujer que había envenenado a sus hijos para cobrar el importe del seguro, y la que le había causado peor impresión era un famoso filántropo y reformador. Si la historia que le han narrado a uno no lo satisface, no se debe llegar a una conclusión categórica. Uno debe especificar sus dudas y objeciones, exponiendo su opinión, y si tiene una explicación lógica adecuada a todos los hechos, hay que darla en detalle y recomendar que se espere un nuevo interrogatorio. Si no se ha hecho esto, hay que pedir otra opinión. Las averiguaciones deben ser solicitadas inmediatamente después del primer interrogatorio por el propio examinador. Conviene no demorar en hacerlo, ya que los resultados de esas averiguaciones son habitualmente muy útiles si se poseen ya al efectuarse el segundo interrogatorio.
III. El Segundo Interrogatorio.
Antes de comenzar un segundo interrogatorio, si el individuo ha sido examinado antes por otro oficial del contraespionaje, hay que estudiar muy cuidadosamente por lo pronto el informe del primer interrogatorio. Pero al hacerlo hay que estar constantemente en guardia contra los efectos de la sugestión, ya sea intencional o inconsciente. Cuando un examinador presenta los hechos de un caso lo hace casi siempre, consciente o inconsciente-mente, en forma de deducción. Ciertos hechos, que le parecen esenciales al primer examinador, están registrados en forma destacada y minuciosa, mientras que otros, considerados subalternos o triviales, han sido suprimidos parcialmente. E] segundo examinador nunca debe aceptar esta valuación del valor probatorio hecha por el primero. Debe encarar todo el asunto y pesar por separado cada hecho y quizás descubra que el factor fundamental del caso se le ha pasado por alto casi por completo al primer examinador, por considerarlo virtualmente desdeñable. A veces, resulta provechoso montar en cólera artificialmente: uno NUNCA debe irritarse de veras. NO se debe abordar gradualmente ningún punto critico. La pregunta o afirmación sorpresiva es para el examinado lo que la
emboscada para el soldado en el campo de batalla. Además, siempre que ello resulte posible, este ataque sorpresivo no debe consistir en una pregunta, sino en una afirmacion. Por ejemplo: si uno tiene buenas razones para creer que el interrogado ha estado en contacto con el cónsul alemán de determinada ciudad, no se le debe preguntar: "¿Visitó usted alguna vez el consulado alemán allí?", sino "¿En qué fecha hizo usted su última visita al consulado alemán allí?". Esta pregunta fundamental, o digamos mas bien esta afirmación vital implícita, debe hacerse bruscamente, sin vinculación con nada: obsérvese la reacción de la manzana de Adán y los párpados del sujeto. Si hay en su relato varios puntos dudosos e importantes, es aconsejable no tratarlos sucesivamente sino llevar el interrogatorio a los tumbos, saltando a menudo sin advertencia previa de un punto a otro. Antes de iniciar sus preguntas, uno debe hacer un minucioso examen psicológico para valuar al sujeto y tratarlo en consecuencia. Hay hombres a quienes se puede quebrar con la intimidación: en otros causa un efecto contrario. Se debe decidir de antemano si uno tendrá mayores probabilidades de obtener resultados con el interrogado mediante la intimidación, el sarcasmo y el trato frío e impasible, o usando la compasión y valiéndose de sus sentimientos.
LA HISTORIA DENTRO DE LA HISTORIA
En muchas recomendaciones de los primeros informes se suele descubrir que el primer examinador recomienda retener al individuo en cuestión hasta que se aclaren ciertos puntos de la historia narrada, que resulta improbable o quizás hasta sea imposible aclarar. En todos los casos, se debe estar muy en guardia contra lo que llamo, por falta de otra denominación mejor, "la historia dentro de la historia". El autor de cualquier historia que ha de ser narrada por un espía en país enemigo, si sabe su oficio, incluirá siempre esta "historia dentro de la historia" por lo que pueda suceder. Procuraré dar un ejemplo de lo que quiero decir. Se interroga a un marinero. Cuenta su evasión de un territorio ocupado, donde durante seis meses no ha hecho nada, por haberse negado a trabajar para los alemanes y sólo ha tratado de ayudarle a alguna organización clandestina concertando un sabotaje, etcétera. Luego, ha huido y llegado a Inglaterra vía España y Portugal. La historia, en si, parece verosímil y el interrogado la narra con
gran aplomo y dominio de sí mismo y "causa una excelente impresión". Pero lo extraño del asunto (y ésa es la razón del segundo interrogatorio) es que ese marinero sin trabajo ha venido con 50 libras en moneda inglesa y 200 dólares norteamericanos. ¿Cómo se explica que tenga tanto dinero un marinero desocupado? Su respuesta primitiva a esta pregunta es que ese dinero constituye sus ahorros. El primer examinador, muy acertadamente, no le cree y recomienda que se lo retenga hasta que se aclare ese punto. Aquí es donde aparece "la historia dentro de la historia". Después de bastante apremio y de grandes vacilaciones, el hombre dice, por fin: -Bueno, señor. Es inútil que yo trate de seguirlo engañando: le diré la verdad. Soy un ladrón. Y empieza a describir largamente y con muchos detalles cómo le robó sus joyas a una mujer que le brindó hospitalidad por una noche y las vendió en el mercado negro. Es un hecho psicológico comprobado que estamos dispuestos a aceptar toda afirmación que alguien hace en contra de sí mismo, y si el examinador acepta esta nueva historia, el punto dudoso del Informe queda aclarado y como sólo nos interesa la seguridad, el caso pierde interés y el individuo interrogado puede ser puesto en libertad. Un buen autor de historias que han de ser narradas por gente enviada a otro país nunca hará perfecto a su hombre. Siempre habrá en segundo plano una "historia dentro de la historia", muy contraria al carácter del interrogado, a fin de que se la acepten si sale a relucir y cuando haya que hacerlo, y el interrogado será un ladrón, un asesino, un "souteneur", precisamente para un caso de ésos. Si contra algo tenemos que estar en guardia, es contra esta historia dentro de la historia: si después de un gran esfuerzo uno cree haber logrado quebrar a un hombre y éste nos cuenta entonces algo de esta índole, perjudicial para él, no lo debemos aceptar como solución final del caso. Por el contrario: se debe anotar al interrogado como un sospechoso concreto.
CAPÍTULO III - EL ESPíA QUE fue DEMASIADO MINUCIOSO
La mayoría de los alemanes tiene la manía del "Grundichkeit", lo cual puede traducirse por "minuciosidad" o, más vagamente, por "el arte de tomarse molestias". Se dice que esto equivale al genio, pero mi experiencia me enseña que le suele causar la muerte a un hombre si se exagera. En un caso al cual no me refiero en este libro, los espías capturados en una playa solitaria habían sido provistos, para cumplir su misión, de dinero inglés y de ropa inglesa, auténtica hasta el marbete del sastre. Esto era de una minuciosidad admirable. He aquí un caso en que la minuciosidad llegó demasiado lejos.
Alphons Louis Eugene Timmermans era belga, de treinta y siete años de edad y soltero. Trabajaba en la marina mercante y su aspecto era el de un marinero típico. Era un hombre rudo, honrado, bondadoso, de ojos azules y cabello rubio e indómito. Vestía con pulcritud, tenía habilidad manual y no era muy inteligente, pero poseía mucho sentido común. En cualquier puerto de mar del mundo se podía hallar a centenares de individuos como él. Su historia era tan vulgar en esos tiempos caóticos como su aspecto. Cuando los alemanes ocuparon Bélgica, decidió irse a Inglaterra y plegarse a la Flota Mercante Belga Libre, concentrada entonces en el puerto de Brixham. Había atravesado solo la Francia ocupada hasta la zona de Vichy y luego, viajando hacia el Sur, había llegado a los Pirineos. Como sabía cuidar de sí mismo, según puede hacerlo todo buen marinero, logró franquear la barrera montañosa que llevaba a España, donde como premio por sus penurias fue arrojado a la cárcel. Se pasó varios meses en una sucia celda de Barcelona hasta que el consulado belga, después de enérgicos esfuerzos en su favor, logró su libertad. De Barcelona fue enviado a Lisboa, donde el consulado belga local agregó su nombre a la creciente lista de refugiados que esperaban que los trasladasen a Inglaterra. Timmermans, joven, fuerte y capaz de hacer trabajos de importancia nacional, obtuvo cierta prioridad. Llegó a Inglaterra en abril de 1942 y fue enviado al Royal Victoria Patriotic School de Clapham, para que le dieran libre tránsito. Como era belga y en apariencia un caso claro y limpio, Timmermans le fue asignado a un oficial de seguridad belga, que era casualmente uno de mis discípulos. Hasta entonces, yo no había tenido que ver personalmente con su caso. Me ocupaba de un terco falangista español que daba bastante trabajo. La declaración de libre tránsito de Timmermans parecia una simple cuestión de rutina y de todos modos, el oficial de seguridad belga, sagaz, inteligente y trabajador, era perfectamente capaz de afrontar asuntos de aquella índole. Como se dijo ya en el capítulo segundo, en el Royal Victoria Patriotic School destacamos la importancia de registrar con el máximo cuidado todo el equipaje y objetos personales traídos por los refugiados. Hasta la gente totalmente inocente podía traer, sin saberlo, postales, periódicos locales y fragmentos de papel susceptibles de proporcionarle interesantes informaciones al investigador experto. Y los culpables, los que venian con fines de espionaje, necesitaban traer el medio de comunicar las informaciones que obtenían. Era improbable, desde luego, que un espía trajera abiertamente un transmisor radiotelefónico en su equipaje, pero podía ocultar algún otro objeto menor, como la microcámara ya mencionada. Además, pocos espías tenían una memoria suficientemente retentiva para retener los nombres y las direcciones expresados a menudo en idiomas poco familiares para ellos- de las personas a las cuales tendrían que transmitir la información que recogieran. Por eso, el equipaje y los efectos personales de todos los refugiados debían ser examinados con el máximo cuidado. Esto se hacía habitualmente después de sus declaraciones preliminares y antes de que se los interrogara detalladamente, lo cual podía basarse muy bien en claves obtenidas al registrar sus efectos. El Royal Victoria Patriotic School contenía una gran habitación cuyos únicos muebles eran una mesa larga y desnuda flanqueada por sillas. La llamabamos el cuarto de los trastos viejos. Todas las mañanas los examinadores se sentaban a la mesa con los objetos de sus
clientes alineados delante de ellos. Solían examinar, a veces con una poderosa lente de aumento, las maletas, carteras de documentos, portamonedas, correspondencia, estilográficas, estuches de anteojos, bolsitas de tabaco, cigarreras, llaves y demás cosas que traían los refugiados. Todo se inspeccionaba con el mayor cuidado posible y una vez aprobado, se lo hacía a un lado. La habitación solía parecer la cruza de una aduana con una kermesse de vicaria. Esa hermosa mañana de abril, mientras el sol brillaba sobre las alegres flores del jardín, yo estaba sentado junto a la larga mesa cerca del oficial de seguridad belga que tenía a su cargo el caso de Timmermans y sumido en cavilaciones, mientras examinaba los objetos de mi terco español, cuando el belga se volvió hacia mí y me dijo: -¿Qué opina de esto, señor?. Fruncí el ceño porque me habían distraído en mi concentración y alcé los ojos. El oficial había vaciado sistemáticamente los compartimientos de una modesta cartera negra y extraído un pequeno sobre. Cuando lo abrió, vi que contenía un polvo blancuzco. Me sentí fastidiado y dije con brusquedad: -¿Cómo diablos quiere que lo sepa? No soy un laboratorio ambulante. Mándelo a analizar y pida un informe urgente. Volví a mi trabajo y seguí inspeccionando los objetos del español. Transcurrió un par de minutos y luego una tímida voz preguntó, a mi lado: -Perdóneme, señor, pero. .. ¿podría interrumpirlo de nuevo? Giré sobré mis talones, pronto a endilgarle un sermón a los jóvenes incapaces que no saben ocuparse de lo suyo y dejar que sus superiores se dediquen a sus tareas. Y entonces vi lo que tenía en la mano el oficial. Era un pequeño manojo de palos de naranjo, de los que usan las mujeres para desprender la cutícula de sus uñas. -¡Santo Dios! - exclamé. -¿Qué pasa, señor? -Nada... nada. Vamos, muéstreme el algodón en rama. -¿El algodón en rama? Ahora, le tocaba a mi interlocutor mostrarse sorprendido. La expresión que asomó a su semblante revelaba que, a su parecer, uno de nosotros dos había perdido repentinamente el juicio... y que ése no era él. Pero ejecutó mi orden y hurgó obedientemente en el otro compartimiento del portamonedas. Entonces, le tocó el turno de quedar atónito. Sus dedos, después de
tantear, habían extraído un poco de algodón en rama, de unas tres pulgadas cuadradas. Y con ese acto, selló la suerte de otro, espía alemán.
Al explicarle la importancia de su descubrimiento, le dije que dejara a mi cargo el caso de Timmermans y se ocupara de su caso siguiente. Me quedé sentado allí durante un momento, meditando sobre el Grundichkeit, la minuciosidad alemana, que acababa de delatar a Timmermans. El que lo preparara para su viaje a Inglaterra se había ocupado de todos los detalles, hasta los más minuciosos e insignificantes. Pero al hacerlo, ese maestro de espías había delatado al novicio en forma tan efectiva como si le hubiese escrito por anticipado al Servicio de Inteligencia británico para prevenir]o sobre su llegada. Lo había provisto de los tres elementos esenciales para la escritura invisible: el polvo de piramidón para disolverlo en una mezcla de agua y alcohol, los palos de naranjo para escribir con ellos y el algodón en rama para envolver con él la punta del palillo y evitar así rasguños delatores en la superfice del papel. Lo lamentable, desde el punto de vista de Timmermans, es que éste habría podido comprar cualquiera de esas tres cosas o las tres en una farmacia inglesa sin que le preguntaran nada. Ahora, por haber sido demasiado minucioso su mentor, Timmermans tendría que dar ciertas explicaciones.
Yo sabía, con todo, que una cosa era descubrir su culpa y otra conseguir que lo confesara. Se requería una prueba convincente para un tribunal. La cabeza de Timmermans estaba en el dogal, pero había que apretar éste. Volví a mi habitación y toqué el timbre para llamar a mi secretaria. Le pedí una lista de todos los objetos que traía Timmermans, sin omitir nada, por insignificante que pareciera. Poco después, sobre mi escritorio habla una hoja mecanografiada y entre los demás objetos, figuraban claramente los tres importantes: Un sobre con polvo Un manojo de palo de naranjo Un trozo de algodón en rama.
Yo necesitaba hacerle reconocer a Timmermans que esos tres objetos le pertenecían. Mi experiencia me enseñaba que solía suceder en realidad, el caso me había ocurrido una vez que un culpable juraba que la prueba acusadora había sido puesta entre sus cosas por los
interrogadores. Al no podérsele oponer una prueba en contrario, el juez había aceptado la justificación, dejando en libertad al culpable. Esto no volvería a sucederme si podia evitarlo. Mandé en busca de Timmermans. Entró en la habitación balanceándose un poco como de costumbre y cuando lo invité a hacerlo, se sentó. Me miró en los ojos y sonrió, con una sonrisa tímida, pero carente de toda afectación. Le sonreí también y le tendí mi cigarrera. Tomó un cigarrillo, que le encendí. Aspiró el humo y se echó atrás, a sus anchas. -Bueno, Timmermans -le dije, en flamenco. Su caso, por suerte, es sencillo y claro. Nada de complicaciones. Desde Juego, hemos verificado su historia y todo concuerda perfectamente. Timmermans volvió a sonreír.
-Me dicen que usted se siente ansioso de unirse a la Flota Mercante Belga Libre y de aportar lo suyo - proseguí. -Sí, señor... Muy ansioso -dijo Timmermans, con una sonrisa entusiasta. -Me alegro de oírlo. La Flota Mercante Belga necesita a hombres como usted -y revolví algunos papeles-. Bueno, por lo visto no hay necesidad de retenerlo más tiempo aquí. Todo está claro y usted querrá unirse a sus compatriotas lo antes posible. Le pediré al oficial de inmigración que lo deje desembarcar inmediatamente. Con un poco de suerte, alcanzará un tren a Brixham esta noche. ¿Qué le parece? -Espléndido, señor. Muchísimas gracias. Su sonrisa se había dilatado de oreja a oreja. -Sólo resta una cosa -agregue. Sólo una formalidad. Aquí están los objetos que le pertenecen -y se los mostré dispersos sobre el escritorio-. Y aquí una lista de los mismos. Es el recibo oficial. Si no tiene inconveniente, verifique si están todas las cosas que figuran en la lista y si no falta nada, quizás me firme el recibo. Luego, puede llevarse sus cosas e irse. Tomó la lista de mis manos y la inspeccionó. -No falta nada, señor - dijo.
Saqué mi estilográfica y se la tendí sobre la mesa. En habitación reinó el silencio; sólo se oía el rasgueo de la pluma, mientras Timmermans firmaba su sentencia de muerte. Mi interlocutor apartó su silla. -¿Nada más, señor? - preguntó.
-Hay algo más - dije. Abriendo su portamonedas, saqué lentamente el polvo, el palo de naranjo y el algodón en rama y los alinée cuidadosamente sobre el secador. Mientras tanto, miraba fijamente a Timmermans. Palideció y su sonrisa se esfumó. Uno de sus párpados temblaba. -Antes de irse, quizás pueda explicarme por qué lleva estos objetos en su portamonedas. Objetos que ha reconocido como suyos en la lista que acaba de firmar. Tragó saliva y miró la lista que yo tenía en la mano, casi como si midiera la distancia que nos separaba y confiara en tener la oportunidad de arrancarme aquel maldito trozo de papel. Luego, su tensión física se relajó y la sombra de su sonrisa anterior contrajo sus labios. -Claro que puedo explicarlo, señor. Por un momento usted me desconcertó, pero ahora lo recuerdo claramente. Cuando yo estaba en la cárcel en Barcelona -le habrán hablado de eso... ¿verdad, señor?- compartí una celda con un comunista español. Una mañana, temprano, vinieron los guardias a llevárselo. Cuando oimos sus pasos en el pasillo, me dió esos tres objetos y me dijo que lo fusilarían si los encontraban en su poder. Me rogó que se los guardara hasta su regreso. Timmermans se encogió de hombros expresivamente y concluyó: -Bueno. El caso es que nunca volvió. Yo guardé simplemente esas cosas en mi portamonedas y las olvidé hasta ahora. Palabra, señor. Disimulé mi admiración por su pronta réplica y me limité a mirarlo. Sólo había una manera de quebrarlo, pensé. La ensayé. Sonreí, como un hombre que comienza a advertir una buena broma y la sonrisa se ensanchó. Mis hombros se estremecieron como si reprimiera la risa y luego brotó de mis labios una risita y luego otra y otra más. Eché atrás la cabeza y bramé de risa hasta que mi semblante se tornó carmesí y las lágrimas surgieron de mis ojos. No había nada más divertido para mi, al parecer, que aquella broma exquisita. Timmermans estaba sentado, rígido, con los dientes apretados. Una vena de su frente empezó a temblar, mientras seguían sonando mis carcajadas. Finalmente, se produjo el colapso. Tapándose los oídos, se levantó de un salto, gritando y blasfemando, suplicándome que terminara con mi demente risa. -Se lo diré todo -vocifero-. Pero, por amor de Dios, deje de reír. Dos horas después, cuando se le hubo advertido que todo lo que dijera seria anotado y podría usarse como prueba, dictó y firmó una confesión completa, que, pulcramente mecanografiada, yacía sobre mi escritorio. Fué ahorcado en la cárcel de Wandsworth, el 7 de julio de 1942.
CAPíTULO IV - LOS REFUGIADOS FANTASMAS
Todo empezó en Soho, esa extraña zona existente al Noroeste de Piccadilly Circus, donde se puede hallar habitualmente la mejor comida y los peores delincuentes de Londres. Dos policías de ronda, una noche, detuvieron casualmente a tres hombres de aspecto extraño que pedían limosna y, de acuerdo con la rutina usual en tiempo de guerra, les pidieron sus tarjetas de identidad. Los mendigos no las tenían. Sólo hablaban el francés y los policías sólo conocían el inglés. Con la grave cortesía propia de la ley y el orden británi-cos, los policías les insinuaron a los mendigos que debían acompañarlos a la seccional de policía de Cannon Row. Los mendigos "fueron sin resistencia". El inspector de guardia conocía suficientemente el francés para interro-garlos, hasta cierto punto. El relato que logró ensamblar fue inquietante. Estábamos a comienzos de la primavera de 1941 y aunque la "Operación Sealion", el plan de Hitler para invadir Inglaterra, no se había efectuado el año anterior, seguía siendo teóricamente posible. Durante la tregua, se habían reforzado a toda prisa las defensas costeras. Herrumbradas espirales de alambre de púa habían sido colocadas a lo largo de las arenosas playas y rocosas caletas de la costa británica. Se habían puesto rumas en todos los lugares adecuados evidentemente para el desembarco de vehículos. En todas las carreteras por donde pudieran transitar tanques se habían colocado obstáculos de concreto y trampas antitanques. El general Montgomery, que no había logrado aún sus grandes victorias, pero se había ya destacado por su personalidad y sus métodos espartanos de adiestramiento de tropas, comandaba el Duodécimo Cuerpo en el Sudeste de Inglaterra, donde probablemente habría que sobrellevar la primera embestida de una invasión. En todas las riberas británicas desfilaban las tropas al amanecer y de noche: las patrullas y los vigias escudriñaban las playas y el mar, esperando cualquier señal de la proximidad, del enemigo. Se explica, pues, que al inspector de policía lo inquietara el relato de aquellos tres hombres. Estos afirmaban haber huido de Francia pocos días antes, desembarcando en la costa nordeste de Inglaterra a plena luz del día sin ser vistos y decían haberse dirigido a pie a Londres, cruzando varias zonas prohibidas. No los habían detenido en ningún puesto caminero ni interrogado ni pedido que probaran su identidad antes de que los detuvieran los dos agentes de policía. Al inspector se le ocurrieron dos alternativas... y ambas igualmente intranquilizadoras. Si el relato era cierto, las defensas inglesas no estaban en condiciones adecuadas para contener una invasión alemana. Si era falso... ¿quiénes podían ser esos hombres? Espías o adiestrados quintacolumnistas, que precedían a las tropas enemigas para transmitirles informaciones y sembrar la alarma y la confusión cuando los cañones abrieran el fuego. En
cualquiera de esos casos, el asunto era demasiado grave para que lo solucionara él. Tomó el teléfono. La noticia llegó rápidamente a oídos de las más altas autoridades del país. Pronto se enteraron de los hechos el ministro del Interior, el gabinete y el propio primer ministro, Winston Churchill. Las órdenes vinieron de arriba. Debía practicarse una investigación muy completa sobre el estado de las defensas del país y particularmente sobre cómo podían permitir éstas que esos hombres, que no hablaban el inglés, desembarcaran a su antojo y llegaran hasta Londres sin que los notaran ni interrogasen una sola vez. El MI5 recibió la orden categórica de que se interrogara a fondo a los tres detenidos. A esta altura, intervine yo en el asunto. En esos momentos, los tres presuntos mendigos habían sido trasladados de la seccional de policía de Cannon Row a la Royal Victoria Patriotic School de Trinity Road, Clapham. Sin duda, el inspector de policía dejó escapar un suspiro de alivio al ver que le volvían las espaldas sus ex prisioneros, dejándolo en libertad de habérselas con la tarea familiar de buscar los delincuentes lisos y llanos de Londres. Antes de iniciar mi interrogatorio, estudié detenidamente a los tres individuos. Eran un grupo mal combinado. El primero, en quien yo sospechaba una personalidad más débil que los otros, era apenas un adolescente de diecisiete o dieciocho años. Tenía unas mejillas suaves, los ojos bajos y se mordía sin cesar el labio, como para contener unas lágrimas próximas a aparecer. El segundo era de otro calibre: un hombre rechoncho, de anchos hombros y con la contextura física de un luchador profesional. Era fornido y físicamente vigoroso, pero no muy despierto mentalmente. Su mirada se paseaba sin cesar por la habitación, resbalando con impaciencia sobre todos los objetos y sin interrumpir jamás su búsqueda. Lo juzgué un hombre de muy escasa astucia y poca iniciativa. El tercero era, a todas luces, el jefe del grupo. Como yo mismo había cazado caza mayor y poseído un zoológico privado en los días de paz, que parecían tan lejanos ya, me recordó a primera vista a los animales de la selva que tan bien conocía. Sus movimientos eran elásticos y espontáneos y estaba parado ante mí con aire sereno y amenazante en su perfecto dominio de sus músculos. Cruzaban su rostro cicatrices de cuchilladas y esas otras cicatrices, semicirculares, que provienen de los filos de botellas rotas que le han sido arrojadas a un hombre a la cara y luego malignamente apretadas contra la herida. Una de esas cicatrices alzaba su labio superior en perpetua mueca. Sobre el pericráneo veianse lugares pelados y también éstos debían ser obra del cuchillo o la botella rota. Mientras estaba allí, observándome con frialdad, su personalidad dominaba en el terceto. Los otros lo temían, manifiestamente. Una sola mirada suya los impresionaba más que el poder del gobierno, que representa ba yo. Sí: Monsieur Magis, tal era el nombre que me diera el inspector de policía, era el hombre a quien yo debía observar con más cuidado. Magis me narró lacónicamente la historia de la fuga de los tres de Francia y su desembarco en la costa nordeste, que los otros dos escucharon con aire impasible. No habría oportunidad de conseguir que hablaran por su
cuenta mientras estuvieran en presencia del jefe del grupo, de modo que decidí interrumpir la entrevista conjunta e interrogarlos individualmente.
Antes que nada, mandé por la criatura del terceto, el joven de rostro suave que casi no había abierto la boca aún. Estaba evidentemente nervioso cuando entró en la habitación, de modo que intenté tranquilizarlo charlando sobre trivialidades, mientras se sentaba. Siguió retorciéndose los dedos y mirando por sobre el hombro, como si esperara que el imponente señor Magis se le abalanzara encima, pero gradualmente su inquietud se fue calmando. -Vamos, pues dije; hablábamos en francés, el único idioma que él parecía conocer-. Esto es, en realidad, mera formalidad, pero tengo que formularle diversas preguntas... para nuestros legajos. Nos ha impresionado mucho su valeroso y logrado esfuerzo al huir y quisiéramos conocer más detalles. Por ejemplo, ¿en qué momento del día desembarcaron ustedes? ¿De mañana, de tarde o de noche? -Creo que fue aproximadamente a las dos de la tarde, señor. -Bien. Ahora, digame... ¿qué clase de lancha fue la que... este... tomaron en préstamo? ¿Un bote a vela? ¿O a remo? ¿O quizás tuvieron la suerte de hallar una lancha automóvil? -Un bote a vela, señor. Pero tenía remos que podíamos usar si el viento amainaba. -Comprendo. Ahora, con respecto al sitio donde desembarcaron... ¿Era una playa rocosa o arenosa? -Arenosa, señor. En declive. -Eso facilitó las cosas.. . ¿eh? No hubo riesgo de que el bote se destrozara contra las rocas. A propósito... ¿de qué color era el bote? Vaciló y dijo: -Gris, señor. -Eso es todo lo que yo quería saber. No tuvo nada de terrible lo que le pregunté... ¿verdad? -No, señor. Me sonrió tímidamente y salió. Me quedé sentado pensando durante unos instantes y luego mandé por el hombre fuerte y rechoncho, de ojos huidizos.
La entrevista siguiente se desarrolló de acuerdo con los mismos lineamientos. Después de haber hecho que mi visitante se instalara cómodamente y de haberme excusado por tener que formularle varias preguntas, dije con tono negligente: -Bueno, amigo... ¿Recuerda a qué hora desembarcaron ustedes tres?. Hizo todo el proceso fisonómico propio de quien recuerda, aferrando el mentón con un a de sus macizas manos y exhibiendo una mueca de ensimismamiento en sus facciones, que distaban de ser hermosas. Luego, el escurridizo recuerdo volvió y su semblante se iluminó. -Debieron ser..., veamos..., alrededor de las nueve de la mañana, señor. A juzgar por el sol, naturalmente. El único reloj que teníamos se rompió. -Gracias. Ahora... ¿y en cuanto a la nafta para el motor? Esto es muy importante. Si ustedes han hallado una nueva manera de burlar a la Gestapo, el recurso podría ser valioso para ayudarles a huir a otros refugiados. ¿Comprende? De modo que deme los detalles. .., ¿quiere? -Sí, señor, naturalmente. Me alegro de poder serle útil. En realidad, no se nos presentaron dificultades. Ese amigo mio de la Bretaña es pescador. Había enterrado varias latas con nafta en su jardín. Nos ayudó a desenterrarlas de noche. ....... Muy astuto. ¿Y en cuanto a la costa donde desembarcaron?¿Tenía algo de caracteristico? ¿Había acantilados o rocas o era una playa común? -A decir verdad, no era una verdadera playa, señor. Estaba sembrada de médanos. La ribera misma era bastante empinada y tuvimos que trepar por ella, aferrándonos de los árboles y arbustos. Parecían pinos. -¿Qué fue del bote? -¡Oh, nos vimos obligados a abandonarlo. .! No teníamos esperanzas de arrastrarlo hasta la playa. -Bueno, no tengo más que preguntarle. ¡Ah...! A propósito. ¿De qué color, me dijo, era el bote? -Marrón. Le di las gracias y sonreí y salió con andar fanfarrón de la habitación. Yo había ordenado que los tres fueran separados, de modo que no había peligro de que compararan sus declaraciones.
-Entre, Monsieur Magis -dij~. Siéntese y póngase cómodo. Aprovechó mi invitación, se echó hacia atrás en la silla, cruzó una pierna sobre la otra y paseó a su alrededor una mirada de propietario.
-Tengo que hacerle unas pocas preguntas. Mera formalidad, naturalmente, pero usted sabe cómo son los funcionarios. Se pasan el tiempo llenando formularios y redactando informes y pasándoselos. Magis asintió. Sabía cómo eran los funcionarios. -Bueno... ¿A qué hora desembarcaron ustedes en Inglaterra? Tengo que anotar eso en mi informe, ¿comprende? -Naturalmente -dijo Magis y se dió un golpecito con el índice sobre una de sus muchas cicatrices de la mejilla-. Debió de ser, poco más o menos, a las seis de la tarde. Hizo una pausa y asintió. -Sí, eso es. Aproximadamente a las seis. -Gracias. Tengo entendido que ustedes atracaron a una parte poco agradable de la costa, sembrada de rocas. El asunto debió de ser penoso..., ¿no es así? ¿Tuvieron dificultades para bajar a tierra? No fue grato. En cierto momento, creí que no podríamos desembarcar. Parecía que el bote se destrozaría sobre las rocas, -Pero luego ustedes localizaron aquel arroyo..., ¿verdad? Una momentánea sorpresa pasó como un relámpago por el rostro de Magis. -Si. Mera suerte. El mar estaba bastante tranquilo allí y conseguimos orientar el bote hacia el arroyo. Trepamos con bastante esfuerzo a tierra, pero el bote. Y Monsieur Magis se encogió de hombros. -No se preocupe del bote. Quedan muchos más. ¿Quiere hacer el favor de mostrarme sus manos? Magis pareció sorprendido. -¿Mis manos? ¿Qué quiere usted decir? Pero me las tendió, con las palmas vueltas hacia arriba, para que yo las examinara. Meneé la cabeza. -No lo comprendo. Sus dos amigos confirman que el bote no tenía velas ni motor, que sólo había un par de remos. De modo que ustedes debieron remar cuatro días y cuatro noches, pero en sus manos no hay una sola ampolla. Simplemente, no lo entiendo. Magis pensó con rapidez. -Bueno. Eso podrá parecerle extraño, señor, pero hay una explicación fácil. Toque mis manos. Son muy duras. No me ampollo fácilmente. Además, no creerá usted que fui el único
que ....... ¿verdad?. Nos turnamos y nadie remó tanto como para sentirse exhausto. Y otra cosa. Durante gran parte del tiempo no remamos. Simplemente, nos dejamos arrastrar por la corriente durante horas y horas. ¿Comprende ahora, señor? Me encogí de hombros. -Quizás sea esa la explicación natural. De todos modos, no tiene importancia. Pero lo que no comprendo es por qué no cambiaron ustedes el color de su bote. ¿No los inquietaba la posibilidad de que los alemanes los localizaran desde varias millas de distancia? Ese bote de un rojo vivo debió destacarse como un pulgar inflamado. -Sí -reconoció Monsieur Magis. Ciertamente, eso fue un riesgo. Pero tuvimos que correrlo. No podíamos perder tiempo pintando el bote. Además... ¿dónde habríamos obtenido la pintura a tan breve plazo? -No me lo pregunte -respondí-. Nunca fui gran cosa como pintor. -¿Otras preguntas, señor? Con el mayor placer, estoy a sus órdenes. -Gracias, Magis. Se lo agradezco. Pero eso es todo, por el momento. Ahora, llamaremos a sus dos amigos. Quiero charlar un rato con los tres juntos. A los pocos minutos, llegaron con escolta los otros dos. Les dije que se sentaran y miré fijamente a los tres, el uno después del otro. La "criatura" estudiaba el piso y no se atrevia a mirar. El hombre fuerte lo miraba todo, menos mis ojos. Sólo Magis, el jefe del grupo, me devolvió la mirada con toda la impasibilidad imaginable. -Bueno -dije, finalmente. Estoy mirando a tres embusteros. A tres embusteros muy tontos, muy estúpidos. Pero ¡si hasta los chiquillos que se escapan de la escuela habrian cuidado de que armonizaran los detalles de sus explicaciones! Y, sin embargo, ustedes, unos hombres grandes, inteligentes y rudos, cometen los errores más infantiles. Usted -señalé al jovencito- dijo que había desembarcado en Inglaterra a las dos de la tarde. Pero cuando le llegó el turno a usted -y miré al hombre de los ojos huidizos- la hora pasó a ser misteriosamente las nueve de la mañana. Mientras que usted, Magis, llegó a las seis de la tarde. El mismo bote, pero llegó a tres horas distintas. Ese bote maravilloso posee una virtud mágica: puede cambiar de color como un camaleón. En una ocasión fue gris, luego se tomó marrón y cuando insinué que era de un rojo vivo, usted, Magis, no me rectificó. Más milagroso aun es que el bote pudiera cambiar su método de propulsión a voluntad. Nació a la vida como velero, pero en alta mar consiguió un motor a nafta... para que ustedes pudieran usar la nafta tan previsoramente desenterrada del jardín de su amigo el pescador bretón. Sin embargo, usted se pasó el viaje remando de firme, Magis, pero no hay vestigios de ampollas en sus manos. Aunque uno pudiera tragarse esas estúpidas y evidentes mentiras, hasta la playa cambió cuando se le acercó cada uno de ustedes. En cierto momento, fue arenosa y en declive. Poco después, surgieron largos médanos de no se sabe dónde, y cuando le llegó el turno a usted, Magis, aparecieron repentinamente unas rocas. ¿Por qué clase de tonto me toman ustedes, caballeros?
No hubo respuesta. Los tres seguían sentados, con aire impasible. -Sólo hay una explicación obvia -proseguí-. Nunca hubo tal bote ni tal playa. Sea cual fuere el medio usado por ustedes para llegar a Inglaterra, estoy seguro de una cosa: no fue en la forma que han descrito tan estúpidamente. Ahora, quiero la verdad. ¿Cómo llegaron aquí? Reinó el más absoluto silencio. Miré sucesivamente a los tres, pero rehuían mis ojos. Luego habló Magis y tuvo la temeridad de decir que su historia era correcta en todos los detalles. Se negó a admitir que ofreciera lunares. Había dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Yo podia tomarla o dejarla. No le importaba. -En eso, se equivoca en grande, amigo mio -replique-. Si que le importa... muchísimo. A pesar de sus afirmaciones, usted miente. Sé que miente y usted sabe que yo lo sé. Si ustedes son hombres honrados, refugiados auténticos... ¿por qué habrían de decirme esa trama fraguada de mentiras? La deducción es que no son verdaderamente refugiados. Si no lo son... ¿para que han venido aquí? La respuesta es simple: ustedes son espías. ¿Saben qué les hacemos a los espías que atrapamos? Una mañana temprano, cuando se han desayunado bien, eso si consiguen tragar el desayuno, los llevamos a dar un paseito hasta el cadalso, les ponemos una soga al cuello... y los ahorcamos. Volví a mirarlos fijamente y miré sus rostros y sus cuellos. Ninguno de los tres dijo una sola palabra. Los otros dos miraban furtivamente a Magis y en cierto momento la "criatura" se pasó la lengua por los labios, pero nadie interrumpió el silencio. Evidentemente, temían más a Magis que la perspectiva de ser ahorcados como espías. Pero el tiempo y la oportunidad de pensarlo quizás cambiaran su modo de ver las cosas. Les hice un gesto con la cabeza a los guardianes para que se los llevaran.
Dicen de los pugilistas que cuanto más grandes son peor es su caída. Mi experiencia de los interrogatorios me ha enseñado que cuando más duro parece ser un hombre, con más rapidez tiende a quebrarse bajo la presión. La cáscara del individuo supuestamente resistente es a menudo más frágil que la suave docilidad del aparentemente débil. De modo que decidí concentrar mis esfuerzos sobre Monsieur Magis. Ordené que lo trasladaran del Royal Victoria Patriotic School a un establecimiento de disciplina más severa, sobre lineamientos puramente militares, situado en Chelsea. Allí, lo interrogaron repetidas veces. Se le gritó la prueba acusadora de los tres contradictorios relatos sobre la llegada a Inglaterra, repitiéndola hasta el cansancio. Sin cesar, se le advertía sobre la suerte que les tocaba a los espías atrapados en tiempo de guerra. Pero no se le movia un cabello sobre la cabeza cubierta de cicatrices. Siempre que lo interrogaban repetia que habia dicho la verdad y nada más que la verdad. ¿Qué podía hacer si nadie le creía? Esto se debía a que éramos hipercriticos, era culpa nuestra, no suya. En cuanto a la circunstancia de que el relato de sus compañeros difería un poco del suyo, se explicaba fácilmente. De todos modos, eran un par de tontos, les faltaba cerebro. ¿No lo comprendíamos? Sus memorias parecían tamices y en su ansiedad de ser útiles, habían inventado lo que no
lograban realmente recordar. Cualquiera podía tenderles celadas a semejantes estúpidos. ¿Por qué no los interrogábamos de nuevo, ahora que habían tenido tiempo de ordenar sus ideas? Veríamos que su memoria había mejorado. Decidí tomarle la palabra a Magis. Interrogué personalmente de nuevo a sus compañeros. Pude haberme ahorrado la molestia. Confirmaron en todos los puntos los detalles del relato de Magis. Sí, se habían equivocado en sus versiones. Estaban cansados y sufrían de agotamiento nervioso, después de su penosa travesía. Ahora, habían tenido tiempo de reflexionar y comprendían que Magis tenía la más absoluta razón y que ellos se habían equivocado. Sí, desde luego. El bote era rojo y la costa rocosa. No, ciertamente ellos nunca habían tenido velas ni motor a nafta en el bote, etc., etc. Todo lo que obtuve con esas entrevistas fue una nueva prueba de que ambos temían espantosamente a Magis, de que lo temían tanto que preferían arriesgarse a la celda de los condenados confirmando el fantástico relato de su jefe. Pero creció en mi la convicción de que esos dos hombres no eran espías. En mis treinta años de experiencia en el contraespionaje yo había conocido a muchos espías, pero ninguno se parecía mucho a esa pareja. Por lo pronto, les faltaba la inteligencia o la astucia del espía. Los alemanes podían cometer errores, pero eran profesionales consumados en su oficio. En una etapa tan crítica de la guerra no lanzarían a un par de aficionados como aquellos al país que esperaban invadir. Lo primero que harían los espías profesionales sería armonizar los detalles de sus relatos y aferrarse luego a lo convenido. Quizás Magis fuera un espía profesional, pero yo estaba dispuesto a apostar mi reputación a que sus compañeros no lo eran. Pero... ¿cómo se explicaba que esos tres hombres, que no sabían una palabra de inglés, se hubiesen reunido? ¿Y con qué fin?. El tiempo apremiaba y las altas autoridades del país me hostigaban con impaciencia en procura de resultados. Hasta ese momento, yo había intentado todos los métodos convencionales, y en aquella situación no convencional, habían fracasado irremediablemente. Estaba convencido de que Magis era el jefe del grupo y de que yo hacía bien al concentrar mis esfuerzos en él. Magis sería mi "canario", sin duda; pero... ¿cómo lo podría hacer cantar? Se me ocurrió una idea poco convencional. Me pareció la única forma de hacerlo hablar, salvo la tortura física que, aunque no me repugnara totalmente, no habría sido permitida. Pero yo necesitaba la cooperación de los demás oficiales de la institución para poner en práctica mi idea. El oficial del Servicio de Inteligencia era un decidido partidario de las novedades. Cuando le hablé, pronto se mostró entusiasta y, lo que es mejor aun, contagió a los demás, hasta el comandante, que, un poco a regañadientes, me dejó obrar. La primera medida fue trasladar a Magis a una celda oscurecida, donde pasó un día y una noche en reclusión solitaria. A la mañana siguiente, fue llevado con escolta a una gran habitacion. Detrás de la mesa estaban sentados los oficiales de la institución, todos con uniforme completo, botones relucientes, brillantes cinturones Sam Browne de cuero y quepis puntiagudo. Sobre la mesa, delante de cada uno de ellos, yacía su revólver del ejército. Como
funcionario encargado de presidir el "consejo de guerra", yo estaba sentado en el centro de la larga mesa. El espectáculo era impresionante, sobre todo para un hombre que acababa de pasarse veinticuatro horas en la oscuridad, con la sola compañía de sus pensamientos. Cuando Magis fue traido alli entre dos guardias con bayoneta calada, parpadeó un par de veces. Dejamos transcurrir uno o dos minutos de absoluto silencio, para darle tiempo de comprender la solemnidad de la ocasión. Ya se esfumaba el aire de engreída superioridad de Magis. Le hablé en francés: -Prisionero... ¿Sabe dónde ha pasado estas últimas veinticuatro horas? -Sí, señor, en una celda oscura. -¿Sabe qué clase de celda es? -No, señor dijo Magis, que pareció perplejo y turbado. -Es la celda de los condenados. Los hombres que entran en ella han llegado a la penúltima etapa de su viaje de mortales. Hice una pausa y en la sala reinó el silencio. Sólo se oía la respiración del detenido. No jadeaba aún, pero su respiración se había acelerado. Proseguí: -Detenido, usted fue arrestado en Londres y se le han brindado todas las oportunidades posibles de decirles a las autoridades militares la verdad sobre sí mismo. Pero ha insistido en narrar una historia inverosímil, que, de acuerdo con el testimonio de sus propios camaradas, es falsa en todos los detalles. A pesar de las pruebas condenatorias que existen contra usted, sigue afirmando que su relato es cierto. Los hechos lo acusan, detenido. Para sus continuas mentiras hay una sola explicación posible. Usted ha sido enviado aquí por el enemigo como espía o quintacolumnista. ¡En tiempo de guerra, eso es un delito que se castiga con la muerte!. "Ahora usted comparece ante un consejo de guerra reunido con el propósito expreso de juzgarlo. El tribunal sólo puede dar un veredicto: el de culpable. Y sólo puede dictar una sentencia: la de morir en la horca". "A pesar de su actitud y de sus descaradas mentiras, estamos dispuestos a ofrecerle una última oportunidad -y saqué mi reloj y lo puse sobre la mesa de bayeta verde que tenía delante-. Tiene dos minutos justos para decidir si nos dirá finalmente la verdad o si prefiere ir a la horca con una mentira en los labios. Piénselo cuidadosamente. Ésta es su última oportunidad. Dentro de dos minutos, su plazo habrá vencido." En la sala no se oyó más ruido que el nítido tictac metálico del reloj. Uno tras otro, los segundos acercaban cada vez más a Magis a su muerte. Miró fijamente el piso. la respiración silenciosa, casi como si contuviera ex profeso el aliento. Los ruidos de Londres en plena actividad, el canturreo del tráfico y la estridencia de la lejana e impaciente bocina de un automóvil se filtraron en la habitación, dándole normalidad a aquella extravagante situación.
Pero Magis seguía cabizbajo, aunque sin dar señales de perder la serenidad. Uno de los guardias de la escolta movió el pie y en aquella atmósfera de silencio total el sonido pareció un pistoletazo. Los dos minutos habían transcurrido. Guardé mi reloj y miré fijamente a Magis. -Detenido... ¿Qué tiene que decir? Magis me miró en los ojos. -Nada. -¿Es su respuesta definitiva? -Sí. Me puse lentamente de pie. -Usted mismo causa su muerte. Ahora, pronunciará la sentencia. Después de cubrirme la cabeza con un pedazo de seda negra, dije las palabras que oyen todos los hombres condenados a muerte en un tribunal inglés. -La sentencia que dicta este tribunal es que usted será llevado de aquí a una prisión legal y de ahí a un lugar de ejecución; que sufrirá allí la muerte por ahorcamiento y que su cadáver será sepultado luego dentro de los límites de la cárcel en que ha sido encerrado antes de su ejecución... y que el Señor se apiade de su alma. Me senté y miré al preso. Esperé un instante, confiando en que desfalleciera o dijese con lengua balbuceante la verdad. Pero no se movió. Se limitaba a mirar fijamente el suelo. Cuando les indiqué con la cabeza a los dos guardias que se lo llevaran, sospeché que quizás Magis hubiese adivinado la imponente comedia que le montáramos. Apenas se cerró la puerta en pos de él y cuando se oían aún las pisadas en el pasillo, oí el silbido de las respiraciones contenidas que se desahogoban a mis costados. Los oficiales se movieron en sus sillas y la tensión se relajó. Pero reinaba un turbado silencio. Todos me miraban. Finalmente, el comandante, después de carraspear, murmuró lo que estaba en los pensamientos de todos: -Bueno... ¿Qué hacemos ahora? Normalmente, sé dominar mis sentimientos, pero en esta ocasión senti que el cálido sonrojo de la confusión me subía por el cuello y me llegaba a las mejillas. Mi supuestamente brillante y no convencional idea había fracasado por completo. Lejos de mostrarse acobardado, el detenido se marchaba encogiéndose de hombros, sin rendirse. Había tenido la amabilidad de no reírse a carcajadas de nuestra comedia, pero ésa era la sola y leve satisfacción que yo podia salvar del naufragio de mis esperanzas. Todos habíamos hecho el papel de tontos y más que nadie yo, promotor de esta estúpida idea. Cobré ánimos y en mi mortificación logré replicar: -Caballeros... ¿Podrían esperar un momento? Hay la posibilidad de que el detenido lo piense mejor y...
Mi voz se extinguió y vi las escépticas miradas de mis colegas concentradas sobre mi rostro, vuelto a un lado. En ese preciso instante, llamaron a la puerta. Abrieron y entró uno de los centinelas que había escoltado a Magis. -Señor -dijo, haciendo el saludo militar-. El detenido quisiera saber si podría hablar con usted. Me tragué la sonrisa que asomaba ya a mis labios y tratando de no revelar en mi voz el tono de quien afirma "Ya se lo dije a ustedes", respondí: -Perfectamente. Hágalo entrar. Trajeron a Magis. La perpetua semisonrisa formada por la cicatriz sobre su fruncido labio superior se dilató cuando Magis me lanzó al rostro una sorpresa en aquel día de sorpresas. -Bueno, señor. Más vale que yo juegue a cartas vistas... Soporté el sobresalto echándome atrás. No sólo Magis había hablado en inglés, idioma que presuntamente no conocía, sino que el acento y el giro eran evidentemente de ultramar. -Sí -replique-. Más vale que juegue a cartas vistas. Usted es canadiense... ¿verdad? -Sí, señor. Francocanadiense. De modo que ya había un problema resuelto. Magis y sus camaradas eran desertores de las fuerzas canadienses acantonadas en Inglaterra. Pero no era el momento de trazar una raya al pie de la página y de formar otro legajo completo. Estaba comenzando otro problema, más grande y más complicado aun. Antes de que Magis tuviera tiempo de recobrar su coraje, lo sometí a otro largo interrogatorio. En particular, había dos puntos que quería aclarar. Uno de ellos era la razón que lo había hecho insistir en su inverosímil relato hasta el momento en que lo "condenaran a muerte". La otra, era saber qué había sido de su uniforme y su libreta de paga del ejército, el medio normal de identificarse del soldado. Magis y sus dos amigos habían debido cuidar de sí mismos desde que desertaran hasta el día de su arresto. ¿Cómo lo habían hecho y cómo habían adquirido el dinero gastado? La respuesta al primer problema era razonable. Magis había desertado ya en ocho ocasiones. Le habían advertido la última vez que otro delito análogo le costaría por lo menos dos años de cárcel en el "invernaculo" de Aldershot. (Con razón o sin ella, el "invernaculo" era la prisión militar que más temian los soldados. Sus posibles pensionistas hablaban de ella en voz baja). Antes que arriesgarse a un período de dos años allí, Magis estaba dispuesto a seguir representando su comedia hasta que corriera el peligro de una suerte peor. En cuanto a la libreta de paga y el uniforme, la respuesta a lo primero fue que la habían quemado al huir del campamento y a lo segundo que había conocido en Soho a un
hombre dispuesto a darle un traje de civil en buenas condiciones y una suma de dinero a cambio de su raído uniforme de campaña. No sabía el nombre de aquella liada buena ni el motivo de su quijotesca actitud. Pero en mi espíritu estaba cobrando forma ya una siniestra sospecha. Yo no creía en aquella explicación de que Magis hubiera quemado la libreta de paga del ejército. Un desertor en fuga podía presuntamente tirarla, aunque le costaría determinar su identidad sin ella en caso de que lo detuvieran e interrogaran. Pero quemarla era un medio demasiado definitivo de destruir algo insuficientemente incriminatorio para justificar la destrucción. Era más probable que Magis y sus amigos hubiesen vendido sus libretas de paga con sus uniformes. Y el único cliente posible para este tipo de transacción no debía ser un ropavejero, sino, más probablemente, los organizadores de una quinta columna. Hitler podía lanzar en cualquier momento su tan esperada invasión contra Inglaterra. La técnica había sido exhibida ya en Francia, Bélgica y Holanda. Después del ataque de los bombarderos en picada Stuka, reinarían la confusión y el pánico. Los refugiados atestarían los caminos y paralizarían el tráfico militar. Los quintacolumnistas se usarían para acrecentar el pánico y la confusión, divulgando falsos rumores y dislocando más aun ese tráfico. En la agitacion del momento, dos o tres hombres uniformados podrían pararse en una encrucijada y desviar a los convoyes hacia un camino equivocado, o inducir u ordenar a los civiles que desocuparan sus casas y aumentar así la confusión. El grueso de las tropas canadienses estaba acantonado en el Sudeste de Inglaterra, la zona más probable de invasión. ¿Sería ésa la razón, me pregunté, de que hubiera tanta demanda de uniformes canadienses? ¿Y quién era el comprador? Volví a interrogar a los otros dos desertores, pero, aunque los detalles que yo sabia les hicieron comprender que Magis había confesado, no pudieron añadir gran cosa a su relato. Evidentemente; Magis era el jefe del grupo y ellos lo habían seguido a ciegas. Pero confirmaron que las libretas de paga habían sido entregadas con los uniformes y no quemadas. Como a esta altura yo había agotado la escasa utilidad de ambos detenidos, dispuse que los entregaran para ser juzgados por sus propias autoridades y al propio tiempo pedí permiso para que Magis fuera retenido por el MI 5 durante las investigaciones ulteriores. Las autoridades militares canadienses consintieron inmediatamente. El Ministerio del Interior obtuvo la explicación de los presuntos "desembarcos", lo cual tranquilizó a muchos espíritus. Pero en mi opinión este segundo problema era más importante aun. Si estaba trabajando una organización quintacolumnista, había que suprimirla inmediatamente. Pero intentar hacerlo excedía mi esfera de acción normal y mi autoridad. Visité Scotland Yard y me entrevisté con un superintendente de la Sección Especial. Al principio, se inclinó a desconfiar de los "aficionados" del MI 5 que invadían su territorio, y su amor propio profesional se sintió afectado cuando supo que en Soho, el centro nervioso del delito londinense, estaban ocurriendo cosas que ignoraba por completo. Sostuvimos una larga discusión y aquel funcionario, un hombre muy competente, no tardó en derretirse.
Finalmente, me aseguré generosamente que la Sección Especial podría poner a mi disposición dos automóviles de la policía y un grupo escogido de hombres durante las tres semanas siguientes. El objetivo era efectuar operaciones nocturnas en Soho.
Luego sometí a Magis a una nueva serie de interrogatorios. Éste admitió jovialmente que me había mentido también al pretextar que su libreta de paga estaba destruida cuando yo cotejara sus palabras con el testimonio de sus dos amigos. Gradualmente, se mostró más maleable y como sabia que podría obtener una reducción de la pena que le correspondía si cooperaba con nosotros, hizo realmente todo lo posible por ayudarme. Pero observó que sólo se había encontrado con el intermediario, quien se había ofrecido a comprar los uniformes, una o dos veces. Las calles estaban obscurecidas y los restaurantes de Soho atestados de una población extraña, cambiante. ¿Tenía algo de asombroso, preguntó, el hecho de que no pudiera dar la filiación del intermediario con cierta exactitud? Aunque parezca extraño, acabé por simpatizar con Magis, quien, a pesar de su aspecto de forajido y de su capacidad de mentir y engañar con la mayor frialdad, tenia un sentido del humor que me gustaba. Nuestros coloquios me resultaron agradables, aunque ambos empezamos a comprender que con ellos el asunto no avanzaba un solo paso. Al parecer, la utilidad de Magis se había agotado y a medida que transcurrían los días sin obtener resultados comprendí que pronto me vería obligado a buscar en otra parte. Magis debió sospechar mis intenciones y llegó a la conclusión de que, si no ayudarme, podía por lo menos divertirme. Cierto día, cuando iniciábamos una entrevista más, metió la mano en el bolsillo y sacó una vieja hoja de afeitar. Antes de que yo pudiera evitarlo, se la puso tranquilamente en la boca, la masticó con la más absoluta despreocupación y se la tragó, abriendo riunfalmente la boca para mostrar que no había engaño. Como bis, sacó del mismo bolsillo un fragmento de un vaso roto y otro de una botella de cerveza y los trituró con toda frialdad y se los tragó. Yo había oído hablar de tragavidrios y traganavajas, pero nunca había visto a uno tan cerca. Esperaba que, de un momento a otro, brotaría de sus labios un pequeño reguero de sangre, pero Magis mascó aquello y lo engulló con la mayor negligencia y con aparente deleite. -¿Qué diablos significa esta farsa? -pregunté.
Magis pareció ofendido.
-Sólo he hecho mi número -dije-. Así me gano la vida. -¿La vida? -repetí como un eco. ¿Traga vidrio para ganarse la vida? -Claro. Casi no hay un establecimiento de diversiones del Canadá o los Estados Unidos donde no me hayan visto. La gente se muere de risa cuando hago mi número. fue así como ganamos algún dinero en Londres cuando abandonamos el ejército. Reí. Inmediatamente, comencé a comprender cómo podía utilizar a aquel hombre. Magis era la forma abreviada francesa de la palabra "hechicero". Era curioso que yo no me hubiese preguntado antes el origen de aquel extraño nombre!
El plan era simple. Magis, acompañado por mi, vagabundearía de noche por los restaurantes de Soho, representando su número si era necesario y cuando lo fuese. A discreta distancia, nos seguiría un grupo de policías vestidos de civiles, ya que en gran numero llamarían la atención y yo no quería que vincularan su presencia con la nuestra. Tarde o temprano, teniamos que toparnos con el "amigo" de Magis. Le propuse el plan a éste y le pregunté: -Bueno... ¿Está de acuerdo? -Claro. Cualquier cosa con tal de tomar un poco de aire y sa] ir de este agujero. A propósito... ¿Quién paga las copas? -El gobierno de Su Majestad. Pero no crea que se trata de una parranda. Es, estrictamente, una cuestión de negocios. Y un consejo. No intente jugarme una mala pasada. Un falso movimiento y terminará su vida como pensionista decano del invernáculo. ¿Me ha entendido?. Magis me había entendido.
La primera noche, no pudimos hacer nada. Acabábamos de llegar a Soho cuando empezaron a ulular las sirenas. A los pocos minutos, pudimos oír en lo alto el irregular zumbido de los bombarderos alemanes y los reflectores sondearon la negrura del cielo. Pronto se mezcló el ladrido de los cañones antiaéreos con el chillido y ruido sordo de las bombas: la metralla de las granadas que estallaban salpicaba las veredas como gotas de lluvia de acero. Las angostas calles de Soho quedaron desiertas cuando todos, lo mismo los delincuentes que los hombres honrados, se escondieron en los refugios antiaéreos. Después de varias horas de infructuosa búsqueda, decidimos aplazar la cacería por esa vez. La segunda noche, soportamos otra incursión aérea apenas llegamos al campo de caza, pero, afortunadamente, no duró mucho tiempo. Caminando a tientas en el oscurecimiento, nos deslizábamos de un restaurante a otro; y nos escocían los ojos a causa de la vaharada casi concreta de aire rancio que nos embestía al abrir la puerta y al descorrer las pesadas cortinas de oscurecimiento que pendían habitualmente sobre el vano. Magis y yo nos abríamos paso hacia algún punto estratégico próximo al mostrador y encargábamos media pinta de ese mejunje tibio que los ingleses llaman cerveza. Una babel de acentos e idiomas nos ensordecía desde todos lados. Cautelosamente, Magis miraba por sobre el borde de su vaso y trataba de identificar a su "amigo" entre los hombres de distintas formas, estaturas y colores que abarrotaban el recinto. Invariablemente, meneaba la cabeza y después de pasarnos unos minutos más en inútil conversación, nos abríamos camino hacia la puerta y nos encaminábamos a tientas por las calles oscurecidas hacia el restaurante siguiente. Le dábamos tiempo al policía vestido de civil que nos seguía las pisadas para que nos alcanzara y luego se repetía la misma rutina. Se hacia tarde, nuestra expedición era un rotundo fracaso y yo estaba perdiendo rápidamente la paciencia. Me sentía ya indigestado después de demasiadas medias pintas de tibia y aguada cerveza y me causaba dolor de cabeza la asfixiante atmósfera de los sucios restaurantes. Estaba empezando a preguntarme si aquella brillante idea no se
habría convertido rápidamente en una empresa quimérica, con la desventaja adicional de que ni siquiera estábamos seguros de cuál era "la quimera . La perspectiva de unas sábanas limpias y una almohada suave me parecía cada vez más seductora. Cuando pensaba precisamente en interrumpir la infructuosa cacería que realizábamos ya durante dos noches consecutivas, tuvimos una racha de suerte. Magis y yo estábamos en un restaurante de la calle Charlotte. El establecimiento se hallaba menos lleno que otros visitados por nosotros y cuando nos dirigimos hacia el mostrador, logré interceptar un rápido cambio de miradas entre Magis y un hombre fornido y de aire juvenil que estaba recostado contra el mostrador. Eso fue todo. El desconocido vació con aire negligente su vaso y sin volver a mirar a Magis, se dirigió hacia la puerta sin llamar la atención. Le hice un gesto con la cabeza al pesquisante de civil que nos siguiera al interior y éste salió en pos del hombre fornido. Atraje a Magis hacia mi. Bueno, ése era su hombre. ¿Verdad? Magis asintió. -¿Por qué demonios no me lo dijo? ¿O no se acercó a hablarle?. ¿Trata de traicionarme?. Por primera vez desde que nos conociéramos, casi, Magis pareció turbado. Murmuró algo sobre "delación" y entonces comprendi con qué fuerza lo había dominado el código del hampa y de sus umbrales, en que se movían hombres como él. Sus mejores intenciones se habían derretido al enfrentarse con el hombre a quien se proponía traicionar. Pero aquel encuentro casual no había ocurrido en vano. El pesquisante volvió esa noche, muchas horas después, con abundante información. El "intermediario" había resultado ser un aprendiz de sastre que no era un súbdito inglés, sino de origen francés. No tenía antecedentes delictivos y no existía la más leve sospecha de que hubiese sido nunca algo más que un ciudadano respetable. Pero resultaba demasiado sugestiva la coincidencia de que estuvie semos buscando unos uniformes desaparecidos y de que él se ganara la vida cosiendo y cortando trajes. Lo arrestaron e interrogaron. No resistió con éxito y confesó, dándonos el nombre del eslabón siguiente de la cadena. El eslabón siguiente decía ser instructor de cultura física y al verse apremiado, nos reveló cosas que, a pesar de no ser físicas ni culturales, resultaron inestimables. Nos proporcionó una dirección de la calle Romilly, Soho, y mientras hablaba, los pesquisantes, que conocían bien el distrito, asentían con aire significativo. El ocupante de aquella casa, aparentemente, era conocido con el nombre de "El Terror de Soho"; se trataba de un delincuente con más de treinta condenas, que iban desde la venta ambulante de drogas hasta el robo y la violencia. Ahora, finalmente, estábamos rastreando "sobre caliente". Esa noche, llegamos a la puerta de un departamento del tercer piso de esa casa de la calle Romilly. Tocamos el timbre. Nadie respondió. Golpeamos en la puerta con los nudillos. Tampoco hubo respuesta. Probamos la puerta. Estaba cerrada con llave. -Bueno, sólo podemos hacer una cosa. Forzarla.
Forzar una puerta cerrada con llave es un juego de niños para unos policías corpulentos y expertos. A los pocos instantes, la presión sostenida de los hombros, las espaldas y los pies sacó la puerta de sus goznes e irrumpimos en el departamento. Reinaba el silencio y no había nadie hasta que llegamos al dormitorio. Una mujer yacía dormida en la gran cama camera. Su estertorosa respiración revelaba a las claras que había tomado una buena, dosis de estupefacientes y que estaría inconsciente aún durante muchas" horas. Uno de los agentes de civil murmuró: -Ya la he visto en otra ocasión. Es la "querida" del "Terror de Soho". Una aficionada a los estupefacientes bien conocida. La almohada que tenía aquella mujer junto a la cabeza estaba ahuecada. Al deslizar una mano en la cama junto a su cuerpo inerte, tanteé un lugar tibio aún. Alguien, presuntamente "El Terror de Soho", había estado compartiendo la cama con ella pocos minutos antes. Fuimos en puntas de pie hacia el desván, que estaba sucio... y vacio. Sólo podíamos buscar en otro sitio más: la azotea. Y allí encontramos al "Terror", acurrucado detrás de una chimenea. Tiritando en su fino pijama, ofrecía un espectáculo abyecto cuando se rindió dócilmente a la primera intimación. "El Terror de Soho", como muchos hombres de su calaña, se mostró más aterrorizado que aterrorizante cuando lo alcanzó la ley. Mientras se vestía, registramos su departamento. Descubrimos una gran cantidad de cocaina y libros pornográficos, pero ni rastros de uniformes y libretas de paga del ejército. Pero cuando el "Terror" estuvo a buen recaudo mi oficina y se le advirtió que las mercancías halladas en su apartamento bastarían para ponerlo entre rejas por muchos años si se negaba a colaborar con nosotros, su colapso fue total. El codigo del hampa al cual se adhiriera Magis la víspera no regia para él. Cuando surgió entre balbuceos la información esencial, comprendí con desprecio que aquel presunto "gran personaje" del delito traicionaría de buena gana a su propia madre para salvar su pellejo. El "Terror" reveló quiénes eran los jefes de aquella industria de conseguir uniformes, dónde se los podía encontrar y dónde estaba su sede comercial. Le transmití la información por teléfono a Scotland Yard y antes del amanecer, todos los cabecillas estaban a buen recaudo en manos de la policía. Aquella próspera industria había ido a parar repentinamente a una liquidación involuntaria. La más consoladora de las informaciones proporcionada por el "Terror" se vinculaba con la finalidad de aquella sorprendente industria. Rápidamente descubrí que el delincuente medio de Soho sólo pensaba en su lucro o seguridad personales. Le faltaban tanto el fanatismo como el patriotisno a la inversa que pudieran permitirle traicionar a su patria (por lo general de adopción). Los uniformes se requerían para una trama sutil y descarada. En las bullentes calles de Soho, que es casi una localidad independiente dentro de la ciudad más grande del mundo, penetraban a menudo los policías civiles, pero rara vez los policías
militares, si es que alguna vez aparecían. Para evitar que los reclutaran, los hombres de edad militar estaban dispuestos a gastar grandes sumas de dinero, destinadas a adquirir un uniformes y documentos ajenos. Con este equipo, podían "ingresar" al ejército sin la formalidad del juramento de fidelidad, el examen médico y el adiestramiento en la plaza de los cuarteles. El riesgo de que los descubrieran era relativamente pequeño. La policía buscaria a los desertores sin uniforme y a los infractores al servicio militar, no a los "héroes" de uniforme, a menudo con medallas y con aparente goce de un bien ganado descanso. Cuando fue atrapada la banda se había organizado la compra y venta de uniformes y libretas de paga, la Sección Especial de Scotland Yard se dedicó a arrestar a muchos centenares de desertores sin uniforme y a los "infractores" de uniforme. Con la colaboración de la policía militar, la cacería prosiguió durante varios meses y tuvo éxito en gran parte. Nunca volví a ver a Magis después de haberlo entregado a las autoridades militares canadienses. Si pudo entrar en acción después de haber cumplido su condena, debió distinguirse. Era un hombre valiente, de recursos: no un adorno para hacer el soldado en tiempo de paz, sino un buen camarada para tenerlo junto a uno si había que combatir. En cuanto al "Terror", también me fue de considerable utilidad en el futuro, pero no en una forma que exigiera valor. Después de haberle cobrado afición a hablar, se hizo delator a sueldo y de vez en cuando, me proporcionó datos útiles. Finalmente, el camino de la virtud le resultó demasiado angosto. La última noticia que tuve de él fue que cumplia otra condena a cuatro años de trabajos forzados por robo con violencia.
CAPITULO V - EL CAZADOR DE ESPIAS LES AYUDA A LOS ESPIAS
En la primera guerra mundial, los jóvenes de aspecto sano que no vestían uniforme corrían el riesgo de que los detuviera una mujer y les entregara una pluma blanca. El significado de ese acto era evidente. ¿Por qué no cumplían con su deber en el frente? ¿Por qué temian enrolarse? Muy a menudo, los soldados con licencia que se habían quitado el uniforme o los hombres que parecían suficientemente sanos, pero tenían algún defecto grave que no se notaba a simple vista, un corazón débil quizás, sufrían esta humillación en público. Afortunadamente, esta bárbara costumbre no estuvo tan en boga durante la segunda guerra mundial. No se opinaba que el hombre sin uniforme era un cobarde emboscado. Todos, soldados y civiles, intervenían en la guerra y cuando sobrevenían las incursiones aéreas o caían
bombas voladoras, todos tenían las mismas probabilidades de morir repentinamente como victimas de la guerra. En realidad, por una ironía de las circunstancias, muchos civiles de Londres y otras grandes ciudades corrían mayor peligro de muerte que los soldados uniformados acantonados en el Medio Oriente u otras zonas. Sin embargo, cuesta perder la costumbre, y las madres cuyos hijos han muerto en el frente o corren a diario el riesgo de morir miran de soslayo a los jóvenes robustos que parecen vivir en la abundancia en el West End de Londres, sin mover un dedo en favor del esfuerzo bélico. Sin duda, hubo varios infractores al enrolamiento y desertores, como lo mostró el capítulo anterior, pero en general relativamente pocos. Varios de los jóvenes que vivian en una aparente ociosidad en lujosos departamentos y. que desaparecieron misteriosamente, a veces para no volver jamas, no eran lo que se llamaba "spivs" en la jerga de posguerra, sino... agentes secretos. Siento la mayor admiración por esos hombres. En realidad, todo agente secreto, ya sea que obre en favor o en contra de la patria de uno, merece admiración por el solo hecho de su valor. Una cosa es ser valiente en compañía, pero es muy distinto serlo uno por su cuenta, cuando cualquier transeúnte o conocido puede traicionarlo, cuando se debe estar alerta durante todas las horas de vigilia y aún subconscientemente al dormir, por temor a hablar en sueños en el idioma natal y a delatarse. Nadie que no haya estado "en el ambiente" o vivido durante largo tiempo con agentes secretos puede comprender la tensión que implica estar constantemente en guardia, sin saber si el hombre que se le acerca por la espalda le dará a uno una palmada amistosa o le pondrá sobre el hombro una pesada mano para arrestarlo. Los agentes secretos al servicio del gobierno inglés, y cuya vida de aparente sibaritismo en el West End de Londres provocaba miradas aniquiladoras de los no iniciados, tenian que ser jóvenes y gozar de una salud perfecta. Su método usual para lograr su objetivo era el paracaídas: después de los cuarenta años, los músculos de un hombre se vuelven demasiado rígidos para dejarse caer en paracaídas una noche oscura, ya que la tierra puede ser dura y el que se lanza podría sufrir un serio golpe. Varios de ellos se hicieron cambiar la fisonomia mediante la cirugía plástica para no ser reconocidos por sus amigos y conocidos. Los otros eran ingleses que conocían tan bien el continente y algún otro idioma que podian pasar por nativos. Durante meses, antes de estar prontos para las operaciones, esos hombres eran sometidos a un riguroso adiestramiento con el paracaídas y se les enseñaba a usar explosivos para las tareas de sabotaje. Asistían a una escuela de espías ubicada en el interior del país y su plan de estudios comprendía el arte del disfraz, los diversos métodos para matar silenciosamente a un hombre, el uso de todas las armas de mano, el manejo de la radiotelegrafía y radiotelefonía, el conocimiento de las tintas secretas, la fotografía y verificación de los detalles materiales de la localidad que visitaban. El nivel del curso,
tanto física como mentalmente, era de un orden elevado y sólo se les permitía seguir adelante a los alumnos que aprobaban los diversos testeos. La disciplina era espartana: nunca se alentaba a los agentes en potencia a beber un trago de más o a tener amigas. El romance es casi siempre fatal para el espía, que debe dominar sus sentimientos. Luego se enviaba a esos jóvenes, adiestrados hasta un alto nivel de excelencia mental y física, a cumplir sus peligrosas misiones. Y, sin embargo, a pesar de su cuidadoso adiestramiento, la mortalidad entre ellos fue elevada en grado alarmante. En uno de los casos, el del bien conocido "England Spiel", muchos Valerosos agentes jóvenes holandeses fueron capturados e interrogados por la Gestapo porque; a pesar de todas las precauciones tomadas, un traidor había logrado infiltrarse en sus filas. Pero en otras oportunidades se reveló poco a poco que habían capturado a esos agentes a causa de sus propios errores. La situación era angustiosa. Eso no sólo significaba que se habían derrochado meses de cuidadosa preparación y que caía en manos del enemigo esa valiosa información sobre nuestros métodos, sino que ello inducía también a las autoridades a preguntarse si los riesgos no eran demasiado grandes. Una cosa es pedirle a un hombre valiente que corra un riesgo de diez a uno. Tiene probabilidades de salir a flote. Pero cuando la desventaja es de cien contra uno o quizás de cien contra cero, nadie se atrevería a pedirle a un hombre valiente e inteligente, cuyas cualidades podrían serle muy útiles a su país, que se suicidara virtualmente. A esta altura, una de las autoridades comprendió que los funcionarios del contraespionaje, que estaban obteniendo ya una experiencia directa en la cacería de agentes secretos, podían ser usados para poner a prueba a nuestros propios espías antes de que comprendieran su peligroso viaje. Si un agente secreto soportaba airosamente las más arduas pruebas urdidas por los expertos en la cacería de espías, tendría mayor confianza en su capacidad de superar en ingenio a la Gestapo más tarde. Si desfallecía al ser sometido al "test" que le imponían los suyos, su fracaso, en vez de resultar fatal, podía enseñarle a evitar la repetición de sus errores. Después de haber llegado a esta razonable decisión, se me invita a examinar a la tanda siguiente de agentes secretos antes de que se marcharan de Inglaterra. Me pidieron que los sometiera al examen más riguroso que se me ocurriese y, sin infligirles una tortura física a ninguno de ellos, adaptara mis métodos lo mejor posible a los puestos en práctica por la Gestapo. -Pocos días después, a mi oficina se presentaron tres jóvenes. Eran buenos especimenes físicos, adiestrados evidentemente hasta los menores detalles. Sus rostros y sus ojos irradiaban perfecta salud y capacidad. Eran tres hermosos jóvenes, despiertos e inteligentes. Me volví hacia el funcionario que estaba parado allí, evidentemente pleno de orgullo y de confianza en sus protegidos. -¿Cuando parten? - pregunté. -Pasado mañana - respondió. -¿Tal como estan?
-Si, tal como están. Volví a mirar a los tres jóvenes. Su indumentaria era pulcra y modesta, ni nueva ni raída. Parecían, en realidad, tres jóvenes hombres de negocios belgas, como se quería. Me acerqué al más próximo, le metí la mano bajo el chaleco y le saqué la corbata. La di vuelta. El marbete cosido en el reverso proclamaba: "Selfridges, calle Oxford, Londres, W. 1.". -Lléveselos- le dije al funcionario, que ahora tenía un aspecto abatido -. Después de esto, no vale la pena de que yo les haga preguntas. Cuando volvi a quedarme solo, me dejé caer en un sillón y encendí un cigarrillo. No tenía nada de asombroso el que fueran diariamente a la muerte muchos hombres valientes si se permitían esos estúpidos traspiés. Parecía fantástico el que no se ahorraran afanes para llevar a esos jóvenes agentes al pináculo de su adiestramiento físico y mental y que se omitieran, sin embargo, las más evidentes y notorias precauciones. Menée tristemente la cabeza al pensar en el tiempo, el dinero y las valiosas vidas humanas que debían de haber sido despilfarrados ya. Seis días después, se me pidió que examinara a otro joven que pronto seria lanzado con paracaídas en Bélgica. Esta vez, habían aprendido la lección. Ni una costura de su ropa inglesa lo delataba..le pedí que me revelara la "historia aparente" que podía contarle a la Gestapo para explicar sus pasos anteriores y sus móviles para estar dondequiera se encontrara. La historia que me contó fue la siguiente: Cuando los alemanes se apoderaron de Bélgica, él había huido al Sur de Francia. Al llegar a Niza, había hallado finalmente trabajo en un vivero de flores. Había trabajado allí como obrero durante ocho meses, pero al enterarse de que las condiciones de vida en Bélgica, bajo la férula nazi, eran mejores de lo que se esperaba, había resuelto volver a Bruselas. ¿Cuál era su trabajo en el vivero? - le pregunté, en flamenco. -Era peón, señor. -Muéstreme sus manos. Me las tendió para que las examinara. Las yemas de los dedos eran suaves, no había franjas de piel dura sobre las palmas, las uñas eran cuidadas y ni una sola de ellas estaba agrietada o descolorida. Ningún ser viviente podía haber trabajado ocho meses como peón en un vivero conservando las manos de un empleado de oficina. Suspiré, en parte por piedad y en parte por exasperación. -Bueno - dije.-. Hábleme un poco más de ese vivero. ¿Qué flores cultivaba? -¡Oh! Rosas y... (pausa) claveles. Mi interlocutor guardó silencio.
-¿Fucsias? -lo apremié. -No, fucsias, no. -¿Geranios? -¡Ah, sí...! Cultivábamos geranios. -¿De modo que cultivaba geranios? ¡En la costa del Mediterráneo! Mi querido amigo, se supone que usted tiene cierta experiencia en materia de flores. ¿Recuerda? Usted trabajó ocho meses en un vivero. Pero me pregunto si sabe realmente algo en materia de flores. Vuelva a ver a sus instructores y dígales que usted me está haciendo perder el tiempo y arriesga innecesariamente su vida. Después de esta experiencia, les expuse la técnica de "la historia dentro de la historia", expuesta ya en el Apéndice del capítulo segundo, a los instructores de la escuela de agentes secretos. La naturaleza humana es tal que siempre preferimos creer una historia que desacredita al narrador antes que una ventajosa para él. Los examinadores de la Gestapo, en particular, que, dada la naturaleza misma de su tarea, están prontos a ver lo peor en todos los hombres, estarían mucho más dispuestos a aceptar una confesión de la debilidad humana. Este joven, con su historia del trabajo en un vivero, por ejemplo, debía haber sido dotado de "una historia dentro de la historia". Cuando lo enfrentaran con la inverosimilitud de su relato y lo torturara la Gestapo por añadidura, debía dar la impresión de desfallecer a último momento y balbucear: "Por amor de Dios, basta les diré la verdad. No pasé ocho meses en Francia y nunca vi un vivero. Sólo estuve ahí unos pocos días. No tenía un centavo, de modo que mendigué. Había una mujer, de cincuenta años por lo menos, una vieja bruja horrorosa, de cabello teñido de un rojo vivo. Le gusté y me llevó a su casa. No pudo soportarla más a los dos días. Tenía buenas intenciones, pero quería algo a cambio de su dinero. Ustedes son hombres de mundo y comprenderán. Un hambriento no puede ser exigente, pero no pude seguir compartiendo el lecho de aquella mujer repulsiva. Al cabo de un par de días, me fui y me llevé el dinero suelto que tenía la vieja y sus joyas, como un regalo de despedida. Me escondí de la policía durante semanas y luego conseguí sobornar a un "passeur", que me hizo franquear de contrabando la frontera de Bélgica."
Este tipo de relato habría sido más verosímil para la Gestapo que cualquiera en que se hablara de una conducta honesta. Desde entonces, a todos los agentes enviados con misiones secretas se les preparó cuidadosamente su "historia dentro de la historia" antes de que se marcharan. No cabe duda de que así se salvaron muchas vidas. De todos los agentes secretos de ambos sexos que examiné antes de que ingresaran al servicio activo, sólo uno soportó triunfalmente las pruebas con negligente naturalidad y sin cometer el menor error. Era el agente secreto perfecto y aunque entró en Bélgica con muchas misiones especiales, ni una sola vez fue detenido por la Gestapo. En realidad, esta nunca sospechó de él
Cuando me dijeron que un tal Monsieur Jean Dufour venía a verme, esperé al joven inteligente y de aspecto sano usual. Pero al abrirse la puerta, mis ojos se dilataron de asombro y se me aflojó la mandíbula inferior. Entró un funcionario acompañado por lo que yo sólo podría llamar la parodia de un ser humano. Aquello parecía un típico idiota de aldea. No sólo era deforme, sino que sus mejillas y su mandíbula inferior eran de un tamaño triple del usual. En sus ojos, de un azul pálido, había una mirada ausente, sin el menor fulgor de sentido común. Sus labios eran caídos y húmedos la saliva goteaba de una comisura de su boca. Me miró de soslayo, hizo una mueca estúpida y dejó oír una risita chillona. -¿ Qué diablos es esto? - pregunté -. ¿Una broma? El funcionario sonrió. -Permitame que le presente a Monsieur Jean Dufour dijo -. Si sale triunfante en esta prueba, les llevará dinero a nuestros agentes de Francia y Bélgica. -A juzgar por su aspecto, no necesita "tests" del contraespionaje dije. Le convendría más bien un psiquiatra. Con todo, estoy a sus órdenes, de modo que ahí va. Me volví hacia aquel lamentable retardado, que tomó a reír, y tendió un dedo regordete y sucio y tocó suavemente el tintero de mi mesa, como si fuera algo bello y extraño. Luego, alzó los ojos... y me hizo un guiño. Por un momento, aleteó sobre sus facciones vacías un aire de sagaz inteligencia y desapareció. -¿Qué edad tiene usted, Dufour? - le pregunté con tono brusco, en flamenco. -¿Qué edad tengo? - replicó él, con una risita y me dio una palmada en el hombro -. ¿Qué edad tengo? ¿Cómo quiere que lo sepa?. Echó atrás la cabeza y bramó de risa. Le apremié con otras preguntas. ¿Dónde habia nacido? "¿Como quería yo que lo supiese?" ¿Dónde había vivido? -¿Yo? No vivo en ninguna parte. Y la misma risa babosa. le miré con enojo. -Vamos, usted no me engañará - dije, con tono seco. Debe de vivir en alguna parte. Pero no se mostró impresionado. Con una risita, farfulló: -Vivo en "les grandes routes"..., las carreteras importante.... de Bélgica. En los campos y en los bosques..., en los henales. -¿Qué oficio tiene su padre?
Se rascó la enmarañada cabellera y rió más sonoramente aun. Unas salpicaduras de saliva mojaron el escritorio y me mojaron. - Esa sí que es buena. Mi padre... es un chiflado, un loco,.. - Si aquel demente acusaba a su padre de estar loco, éste debía de ser un caso serio. -¿Por qué? - insisti. -¿Por qué? ¡Porque el muy tonto trabaja! -¿Y usted no cree en el trabajo? Mi interlocutor se golpeó el deforme pecho, con aire de autoaprobación. -¿Yo, trabajar? ¿Por qué habría de trabajar? Duermo, más que nada en los campos. Almuerzo mejor que un duque. Donde hay una granja hay vacas y cuando el granjero no mira, hay leche gratuita. Las gallinas lo reciben bien a uno y uno les retuerce el pescuezo. Las pone en la olla y ya está la sopa. Se golpeó el estómago, en memoria de todas sus comidas gratuitas al aire libre del pasado. En su sencilla alegría había algo de contagioso. Sonreí sin poderlo remediar al preguntarle si había ido alguna vez a la escuela. No, nunca había ido a la escuela, pero, agregó majestuosamente, sabía escribir su nombre. -¡Veamos cómo lo hace! Tomó mi lapicero como si éste pudiera morderlo y se arreglo los deshilachados puños. Echando atrás el brazo como un pianista que se dispone a atacar el Concierto de Beethoven, se inclinó sobre el papel, ladeando la cabeza y con la lengua afuera. con fino trazo, garabateó una vacilante "X". -Ahí está -lijo, con aire de triunfo, Jean Dufour, a sus órdenes. Durante una hora, insistí con él, pero tuve que confesarme vencido. No pude sonsacarle tres palabras de información útil. -Lléveselo -le dije a su protector y fiador-. Mándelo a Bélgica cuando quiera. La Gestapo jamás logrará quebrarlo. Antes de que hayan terminado, él los habrá quebrado a ellos. Cuando la policia belga lo haya arrestado por décima vez y lo suelte, todos los agentes de policía echarán a correr como locos apenas lo vean acercarse. Lo maldecirá todo el departamento de policía. ¡Es un genio! El funcionario del Servicio de Espionaje sonrio.
-Pronto se pondrá en camino. Bastantes dolores de cabeza le causa ya a la policía londinense. Se supone que está alojado en un bonito departamento de Edware Road, pero no le gusta. Todas las noches se va a Hyde Park para dormir sobre el césped. Ambos salieron de mi oficina y Dufour me sonrió descaradamente, a modo de despedida. Fue la última vez que vi su deforme carne, pero seguí con gran interés su carrera. La primera vez que lo dejaron caer con paracaídas en Bélgica, llevaba cuatrocientas libras en efectivo para uno de nuestros agentes de Bruselas. No habían transcurrido cuarenta y ocho horas cuando llegó el mensaje "Misión cumplida". Lo arrojaron repetidas veces, ejecutó su misión en forma completa y lo trajeron y prepararon para otra. Jamás dejó de acudir a una cita a la hora fijada, por cerca que estuviesen la policía o la Gestapo. En total, debió de llevarles miles de libras a diversos agentes de Bélgica, pero jamás faltó un centavo. Aquel individuo inculto, aparentemente imbécil, vagabundo y ladrón de gallinas, era el supremo agente secreto. Triunfó repetidas veces en misiones donde tarde o temprano fracasaron hombres de inteligencia y físico superiores. Aquel harapiento espantapájaros era un tesoro inestimable para el servicio secreto inglés. Me gustaría volver a verlo. Le ofrecería el mejor almuerzo con pollo de Londres... ¡y los pollos tendrían que ser pagados, no robados!
CAPíTULO VI - LA PACIENCIA ES UNA VIRTUD
Sean cuales fueren sus defectos, hay que reconocerles a los alemanes su minuciosidad y capacidad de organización. Durante los primeros meses de agitación transcurridos después de la caída de Francia y la ocupación de los Países Bajos, muchos miles de refugiados lograron huir a Inglaterra en la confusión del momento. Algunos llegaron en barco, partiendo de noche de alguna tranquila caleta ubicada en un paraje de la irregular costa marítima, desde Noruega hasta la Bretaña. Otros viajaban por tierra hacia el Sur hasta llegar a los Pirineos, y luego cruzaban la frontera de España, y de este país, si podían eludir a los policías, pasaban eventualmente a Portugal y esperaban en Lisboa el momento de embarcarse. Gradualmente, mientras la Gestapo y el servicio de seguridad alemán cerraban la lista costera y a lo largo de centenares de kilómetros de playas se establecían patrullas militares, fue disminuyendo el número de fugitivos. Para arriesgarse a la travesía en una lancha abierta, se requería no sólo valor sino también conocimientos marineros de alta categoría y muchisima suerte. Los vuelos de reconocimiento sobre el Canal de la Mancha permitían localizar fácilmente una embarcación cargada de refugiados y una rafaga de ametralladora de un avión de la Luftwaffe podía poner pronto término a las probabilidades de los fugitivos. También había varias lanchas de poderoso motor con patrullas costeras, a las
cuales no podían eludir fácilmente los botes a remo y los pequeños veleros. La captura podía significar una rápida muerte, ahogado o por ejecución ulterior, o en el mejor de los casos una larga condena en un campo de concentración. Por eso, durante los años y 1942, la cifra de los refugiados que llegaron a Inglaterra y la avalancha de gente llegada en los primeros meses de Dunquerque se convirtió de inundación en un arroyuelo. Pero los alemanes no tardaron en comprender que, al evitar que los habitantes de la Europa Ocupada huyeran a Inglaterra, se aislaban de toda información. El hombre que se encierra en un cuarto podrá ocultarse del mundo exterior, pero el mundo exterior queda igualmente oculto para él. Los alemanes necesitaban desesperadamente informaciones sobre Inglaterra, sobre el ritmo con que se había recuperado de los duros golpes de Dunquerque y de las incursiones aéreas, sobre el emplazamiento de sus tropas y su composición, sobre sus planes para un posible regreso al continente. Los reconocimientos aéreos y la fotografía eran dos de los medios para obtener parte de esa información, pero no resultaban totalmente precisos y siempre se requería confirmación desde tierra. Pronto los alemanes dieron con la solución del problema. Cuando se enteraban de una tentativa de fuga a Inglaterra, no arrestaban necesariamente a los conspiradores. Podía convenirles dejar que la tentativa obtuviera éxito despues de haber logrado colocar a un espía en el grupo de fugitivos. Un espía confundido con un grupo de autenticos fugitivos o "escapados", como se los llamaba en la jerga brutal y antigramatical que deformaba en tiempo de guerra los comunicados ingleses y sus declaraciones oficiales- llamaría menos la atención que si llegara solo. El hecho fundamental de que sus camaradas fueran de una demostrable sinceridad y de que no sospecharan de sus credenciales, ya que también él habría desempeñado aparentemente su papel en la organización de la fuga y al afrontar los peligros comunes, hacía más probable que su testimonio fuese corroborado por los demás testigos de su fuga. La solución del problema tenía otra virtud desde el punto de vista alemán. Un agente que entrara a Inglaterra vía Lisboa podía llegar muchos meses después de su partida. Con un poco de experiencia en materia de viajes, no tardaria mucho en llegar a Lisboa, pero cuando estuviera allí tendría que plegarse a la fila de refugiados de todas las nacionalidades que esperaban visaciones y luego pasajes en buques que sólo podían transportar a una pequeña parte del enjambre que esperaba ansiosamente su partida. Un espía semejante no se arriesgaría a llamar la atención como polizón o usando de influencias para adelantar la fecha de su partida. Sólo podía esperar pacientemente su turno, de modo que cuando llegara eventualmente a Inglaterra y si lograba eludir el interrogatorio del Servicio de Contraespionaje, sus órdenes solian carecer ya de toda actualidad. La situación sobre la cual debia informar podía haber cambiado totalmente, y a menos que lograra obtener nuevas instrucciones, lo cual no era una tarea fácil en el mejor de los casos, arriesgaba el pellejo sin fin alguno.
En cambio, la travesía del Canal de la Mancha sólo tardaba unos pocos días a lo sumo, de modo que el agente alemán que lograba atravesar la red del contraespionaje podía poner manos a la obra sin demora. Desde el punto de vista alemán, el plan era bueno y aunque implicaba perder agentes con un ritmo acelerado, por más que esto no fuese una conclusión forzosa, los alemanes comprendían que no se puede librar una guerra sin sufrir bajas. Los británicos no tardaron en comprender que la información más reciente provenía de los refugiados que huian en lancha. Los interrogatorios preliminares de aquellos fugitivos estaban a cargo de funcionarios del espionaje de las Reales Fuerzas Aéreas. Toda noticia de valor operativo le era transmitida rápidamente al Comando de Bombarderos y Cazas y se aprovechaba inmediatamente. Podía haber informaciones frescas, de la vispera, sobre concentraciones de tropas o fábricas secretas y aun sobre una conferencia militar en algún lugar oculto donde estarían presentes oficiales de alta jerarquia. Era evidentemente esencial que esos puntos llegaran a las "oficinas de despacho" de la R. F. A. sin demora. Esos funcionarios del espionaje de la R. F. A. eran habitualmente hombres de primer orden en su labor, pero conviene recordar que su tarea no incluía la caza de espías. Se ocupaban de obtener informaciones de importancia para la aviación y dejaban naturalmente al aspecto de la seguridad en manos del Servicio de contraespionaje, que tendría que "tamizar" de todos modos a los fugitivos cuando hubiesen pasado por las manos de la R. F. A. Una mañana, a comienzos de la primavera de 1942, sonó el teléfono en mi oficina del Royal Victoria Patriotic School. En el otro extremo de la línea estaba un oficial del espionaje de la R. F. A., viejo conocido mio, pero cuyo estado de ánimo distaba de ser alegre en esta oportunidad. Me dijo que acababa de interrogar a tres holandeses que habían llegado en una pequeña barca a la Costa sudeste. Sea como fuere, dos de ellos habían sido interrogados, pero el tercero parecía ser un chiflado... o, por lo menos, estar tan histérico de alegría por haber huido a un lugar seguro que no se podía obtener de él nada que tuviera sentido. Tan pronto derramaba lágrimas de alivio como gritaba y vocifera y cantaba frenéticas canciones de alabanza a su celestial hacedor. Aparte del hecho de que era holandés y de que su apellido parecía ser Dronkers, el funcionario del Servicio de Espionaje no había podido obtener de él nada positivo. ¿Querría encargarme yo del asunto, ahora? Acepté. A las pocas horas, me trajeron a la oficina a Mynheer Dronkers. Era alto y muy flaco, de piel tan tensa sobre los pómulos que éstos parecian prontos a estallar. Su cabello era canoso y sus ojos oscuros e inteligentes. Normalmente, habría sido un funcionario digno y correctamente vestido, de menor cuantía, algo pagado de sí mismo, quizás, pero de sólidos valor y honradez. Con todo, el oficial de la R. F. A. no había exagerado. Dronkers, realmente, estaba frenético. Irrumpió en mi oficina como un derviche danzarin, agitando los brazos y saltando de un lado a otro, cantando con voz rota una vieja cancion patriotica
holandesa. Me abrazó con fervor y me estrechó las manos hasta que me dolieron los brazos. Y cuando no cantaba, balbuceaba un peán de alabanzas a la Divinidad, que lo había protegido tan concienzudamente. Logré calmarlo un poco, pero apenas lo felicité por su fuga volvió a descarrilarse. Crispaba los nervios ver a un hombre entrado en años y de aspecto digno que había perdido a tal punto el dominio de sí mismo, y comprendiendo que uno debía mostrarse severo con los casos de histeria, le hablé con aspereza: -Bueno, mire. Usted se alegra de estar a salvo y nosotros nos alegramos por usted. Pero esta demostración está resultando ya infantil. Y algo peor que infantil: egoísta. Su deber para con sus compatriotas menos afortunados que usted y que no han huido aún de las garras de los alemanes, es calmarse y contarme con exactitud cómo planeó esa fuga de Holanda. Es muy posible que haya descubierto algún método que podría usarse para salvar a muchos otros holandeses que quieren huir. De modo que domine sus sentimientos y cálmese. ¿Me oye? Hizo un gesto de asentimiento. Gradualmente, logró dominar su emoción y se sentó, relajado, en una silla que estaba del otro lado de mi escritorio. Con ese extraño y repentino vuelco que se produce a menudo en casos de extrema conmoción, se mostró casi apático al narrarme su fuga. Estaba casado desde hacia veinticinco años, dijo. No tenía hijos. Él y su esposa vivían en un pequeño departamento de La Haya. Era empleado de correos y naturalmente el sueldo que le pagaban por un cargo tan modesto era escaso. Siempre tenían que luchar para cubrir los gastos, regateando y economizando y absteniéndose de todos los lujos de la vida. Después de la ocupación alemana de 1940, sus condiciones de vida empeoraron más aún. Los precios aumentaron en forma creciente y se hizo casi imposible conseguir los artículos básicos en materia de alimentos y ropa. La vida, que siempre había penosa para ellos, se convirtió en una pesadilla y su esposa empezó a marchitarse ante sus ojos. Desesperado y en bien de su esposa y se sonrojó al confesarlo se dedicó a trabajar en el mercado negro. Era una actividad ilegal, pero no tenía otra alternativa. Pronto empezó a prosperar. Ganaba dinero a discreción y desde los abismos de la pobreza comenzó a elevarse a la prosperidad. Aquello era demasiado fácil y como era un hombre cauteloso, comprendió que esa repentina riqueza no podría durar eternamente. En el fondo, sabía que algún día se vería en apuros, pero a medida que transcurrían las semanas y afluía el dinero, desechaba todos los pensamientos de advertencia. Luego, lo amenazó inesperadamente la catástrofe. Una noche, a fines de enero, un amigo le avisó de que la Gestapo lo buscaba. Hacían grandes esfuerzos por capturar a todos los especuladores del mercado negro en Holanda y por ponerle término así a aquel comercio ilegal que hacía peligrar a su régimen. Dronkers había sido descubierto o traicionado, pero el caso es que, cualquiera fuese la causa, la Gestapo estaba sobre su pista. La pena por haber especulado en el mercado negro cuando la Gestapo capturaba al culpable, era la muerte. Tanto él como su esposa lo sabían. El amigo que había venido a ponerlo sobre aviso dijo que sólo había una solución. Si se quedaba en Holanda, la Gestapo lo
atraparía, probablemente muy pronto. Debía huir a Inglaterra. Después de discutir un poco el asunto, su esposa admitió que él debía ir. Había pocas probabilidades de que la Gestapo le hiciera daño a su esposa durante su ausencia, ya que sus actividades del mercado negro se habían desarrollado afortunadamente fuera de su hogar y en esa época los alemanes se portaban en Holanda con cierta "corrección". Difícilmente harían un rehén de la esposa inocente. Aquel inestimable amigo insinuó que los Dronkers debían ir a un conocido café de Rotterdam, el Café Atlanta, donde hallaría probablemente a alguien que pudiese ayudarle en su viaje. A esta altura de la historia, hice un gesto de asentimiento. Yo mismo recordaba el Café Atlanta. Dronkers prosiguió su relato y aunque lo decía de una manera inconexa y a veces incoherente, resultó en definitiva bastante logico. Al día siguiente, había ido a Rotterdam y visitado el café. La suerte lo acompañaba. Trabó conversación casualmente con un individuo llamado Hans y poco después le confesó confidencialmente que lo buscaba la Gestapo. Había venido a Rotterdam con la desesperada esperanza de encontrar una lancha que lo llevara a Inglaterra. Hans, sonriendo a toda boca, le dijo que no habría podido hallar a una persona más indicada para ayudarle. Él, Hans, estaba empleado en una empresa comercial de Rotterdam, cuyo propietario se encargaba de distribuirles petróleo a los buques del puerto. Este comerciante poseía una buena barca marinera cuyo capitán era Hans. Al ver que Dronkers estaba en apuros, y para despistar a la hedionda Gestapo, Hans se mostró dispuesto a venderle la barca. Como buenos holandeses, ambos regatearon un rato en cuanto al precio y convinieron finalmente la suma de cuarenta libras. Era lo más que se podían permitir los Dronkers. Desarrollaron un plan muy sencillo. Hans proveería a la barca de nafta suficiente para el viaje a Inglaterra. Esto no implicaba dificultades, porque dado su oficio podía siempre conseguir nafta sin provocar sospechas. A Dronkers lo llevarían de contrabando a bordo y lo ocultarían en la cabina. Luego, Hans llevaría a la barca a través de las compuertas y pasaría ante los centinelas alemanes, que lo conocían muy bien y estaban habituados a verlo ir y venir. Además, poseía un salvoconducto especial que lo autorizaba a efectuar esos viajes. Cuando la barca no estuviera ya a la vista del puerto. Hans bajaría a tierra en un punto más lejano de la costa y a partir de allí, Dronkers se encargaría de navegar hacia Inglaterra. Si mantenía rumbo al Oeste, tenía que arribar allí. -Ése era el plan y, a Dios gracias, dió resultado -dijo Dronkers-. Pero no sin que sucedieran algunas cosas que me asustaron de un modo indecible. Yo tenía un joven amigo desesperadamente ansioso de llegar a Inglaterra y, por fin, consentí en llevarlo. Y
él tenía un amigo igualmente ansioso de ir. No me gustaba la idea de llevar a una tercera persona en aquella pequeña embarcación, pero finalmente acepté. "De modo que los tres emprendimos viaje acurrucados en esa diminuta cabina, donde olia espantosamente. Pareció transcurrir un siglo antes de que zarpáramos y una eternidad hasta que franqueamos las compuertas. Apenas si nos atrevimos a respirar al oír que Hans, al timón, reía y bromeaba con los centinelas alemanes. Y luego, el motor bramó más sonoramente y olmos que se acrecentaba la velocidad de la barca y sentimos que se balanceaba un poco. Estábamos en alta mar. "Más tarde, Hans atracó a tierra. Le pagué las cuarenta libras convenidas y le di gracias desde el fondo de mi corazón. Después de todo, le debo la vida. Cuarenta libras no eran mucha a cambio de eso." Asentí y encendí otro cigarrillo. Dronkers reprimió su emoción. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. -No hay mucho que agregar, señor -prosiguio. Fíjese que el resto del viaje no fue muy fácil. Yo no era experto en materia de navegación y tampoco lo eran mis compañeros de travesía. Lo primero que hicimos fue toparnos con un banco de arena. Tardamos horas en salir a flote nuevamente y mientras tanto el terrible reflector viraba hacia atrás y hacia adelante Dronkers hizo un gesto de lado a lado- sobre el banco de arena donde estábamos varados, fue un milagro el que no nos descubrieran... Dronkers profirió un profundo y muy perceptible suspiro. Luego, se levantó de un salto y, con un renovado acceso de salvaje alegría, empezó a saltar y a agitar las manos, gritando: -Pero ¡a Dios gracias, todo ha terminado! ¡Aquí estoy, sano y salvo en Inglaterra! ¡Mis infortunios han acabado! Aplasté mi cigarrillo en un cenicero y dije: -Dronkers, sospecho que sus verdaderos infortunios apenas si están empezando.
Reinó el silencio durante un largo instante. Dronkers se sentó y me miró absorto. A mi vez, lo miré fijamente. -Discúlpeme, señor -dijo-. Pero debo haberle oído mal.
-No, Dronkers -proseguí-. Hablé con bastante claridad. En mi opinión sus infortunios no han terminado ni mucho menos. Usted acaba de contarme una historia muy interesante. Me ha recordado- las obras del famoso escritor norteamericano Edgar Allan Poe. Pero, como recordará, Poe llamó a sus relatos "Cuentos del Misterio y de la Imaginación". Ahí es donde aparece la semejanza. Su relato fue ciertamente misterioso y adivino que ha surgido de su imaginación. En una palabra... sospecho que lo ha inventado todo. Y ahora. .. ¿qué le parece si me dijera en cambio la verdad? Volvió a mirarme, absorto. Su lengua se paseaba sobre sus labios secos. Y luego, su turbación fue reemplazada por la ira. -Perdón, señor, pero... ¿me acusa de haber mentido? Es un cargo monstruoso. 1Me considero seriamente agraviado! Me incliné hacia adelante. -Dígame, Dronkers. . . ¿Por qué querría suicidarse su amigo Hans? -¿Suicidarse? ¿Qué quiere decir? -El comerciante de Rotterdam..., el propietario de la lancha. Debe de haber echado de menos la embarcación a estas alturas..., ¿no le parece? Los centinelas alemanes podrían decirle que Hans salió con él del puerto; ahora, Hans ha vuelto, pero la lancha ha desaparecido. Parece extraño. - . ¿verdad? Ese comerciante no querrá perder su buena lancha en tiempo de guerra, cuando cuesta tanto reemplazar las embarcaciones. Es probable que lance a la Gestapo sobre Hans.... ¿Qué relato convincente podrá hacerles Hans? La Gestapo sabe ser muy dura cuando quiere. Dronkers volvió a mirarme, fijamente. Proseguí: -¿No se le ha ocurrido nunca a usted.. . o al propio Hans, que se estaba suicidando, virtualmente..., y todo por la mísera suma de cuarenta libras? Dronkers meneó la cabeza. A sus ojos asomaban las lágrimas. -¡Dios mío! -murmuró-. No habíamos pensado en eso. --Además. . ¿le parece que un hombre que va a Rotterdam en busca de una lancha que lo lleve secretamente a Inglaterra, visitaría el único café de lujo que no ha sido arrasado por las bombas? ¿Por qué hizo usted eso? fue el único lugar de Rotterdam donde podía estar seguro de no hallar marineros. ¿Por qué no fue a algún café del puerto, donde los hay siempre? Dronkers adoptó un aire de marcada resignación. -Ya sea que usted me crea o no, señor le he dicho la verdad. -¿De veras que me la ha dicho? La verdad suele ser muy extraña pero ésta excede los límites de la verosimilitud. ¿Cómo explica que en ese abarrotado café usted pueda encontrarse
con el único hombre probablemente el único de toda Holanda- capaz de ayudarle? ¿Y no corría un riesgo espantoso al confesarle de buenas a primeras su situación a un perfecto extraño? Podría haber sido fácilmente un agente de la Gestapo..., ¿no es así? Y, sobre todo..., ¿cómo podría arriesgarse a una cárcel segura, a la tortura y a la muerte un hombre como Hans por unas míseras cuarenta libras? Contésteme en forma satisfactoria a esas preguntas y quizás yo le crea. Dronkers suspiro. -Sólo puedo repetirle que le he dicho la verdad. Menée la cabeza. -Dronkers, sé perfectamente qué es usted: un embustero. Hasta sé quién lo mandó con este recado. Herr Strauch, del Servicio Secreto Alemán..., ¿verdad? Le doy veinticuatro horas justas para que lo piense. Mañana, a esta hora, usted vendrá a verme de nuevo. .. y quizás me diga la verdad, entonces. -Ya le he dicho la verdad, señor. Cuando toqué el timbre para que se lo llevaran los guardias, lo miré con renovado respeto. Sería más difícil de quebrar de lo que yo había supuesto al principio. Estaba tan convencido de su rectitud que, por un momento, me pregunté si su relato no seria cierto. Pero pronto deseché ese pensamiento. Era un espía y yo le obligaria a confesarlo. Cuando iba a salir de la habitación, lanzó una andanada de despedida. Les escribiría a las más altas autoridades y les comunicaría que albergaban a un Humnier. (Escribió realmente esas cartas, una a la reina Guillermina, otra al rey de Inglaterra y otra a Winston Churchill, pero nunca les fueron entregadas a sus augustos destinatarios.) Cuando la puerta se cerró en pos de él, me senté y encendí un cigarrillo. Me bosquejé mentalmente los lineamientos de su relato. Más que nunca, estaba convencido de que me había narrado un tejido de mentiras y de que era un espía. Decidí hacérselo confesar, pero no me imaginaba entonces que la tarea insumiría trece días y noches de incesante labor.
En capítulos anteriores he subrayado la importancia del registro de los objetos de los refugiados. Tirnmermans, por ejemplo, nunca habría sido descubierto si no hubiese traído en su portamoneda aquellos tres elementos condenatorios. Mi experiencia me enseñaba que todo espía lleva algo condenatorio sobre su persona o en su equipaje. Puede ser insignificante o algo que sólo notaría el investigador adiestrado, pero siempre podrá encontrarse ahi. Un espía tiene que cumplir dos tareas: antes que nada, hallar la información que está buscando y luego transmitirla al organismo que la usará con más provecho. Para ejecutar esta doble tarea necesita habitualmente un aid mémoire, consistente en notas sobre la información requerida o quizás en la dirección en el extranjero a la cual debe enviar esa información y a menudo notas sobre ambos puntos. Podrá llevar también el medio como una microcámara- de transmitir la información en forma secreta.
Si un espía posee suficiente decisión y fuerza de carácter y ha sido adiestrado debidamente, ningún interrogatorio lo hará confesar. Sólo el tormento físico podría lograr ese fin y como lo he explicado ya, el Servicio de Contraespionaje inglés establece que no se puede apelar a la tortura. De modo que usé cierta rutina con Mynheer Dronkers. A diario, le hacía repetir una y otra vez su historia. A diario, le sugería las mismas enormes inverosimilitudes y le formulaba a quemarropa las mismas preguntas. Y todos los días, como un mecanismo de relojería, obtenía la misma respuesta invariable: "Le he dicho la verdad, señor". Yo estaba demasiado atareado durante el dia con otros casos para perder tiempo registrando sus cosas. De modo que cada noche me llevaba a mi departamento de Chelsea un pulcro paquete con las cosas de Dronkers y después de la cena, a menudo mientras ululaban las sirenas de las incursiones aéreas y a veces caían las bombas en la vecindad, trabajaba con el contenido del paquete hasta las primeras horas de la mañana. Sobre una mesa desnuda, bajo una potente luz eléctrica, puse las cosas de Dronkers y luego concentré mi atención sucesivamente en cada una. Primero, un reloj de plata y una cadena. Examiné con un microscopio cada eslabón de ésta. Ninguno ostentaba el menor signo delator. Desmonté el reloj, examiné el interior y exterior de la caja, inspeccioné su mecanismo en busca de rasguños reveladores, saqué la cuerda, escudriñé con el microscopio cada una de las piezas. No encontré nada. Luego, le tocó el turno a un cortaplumas. Escudriñé durante largo tiempo la hoja y el mango de hueso, abarcando sistemáticamente cada milímetro. Luego, desprendí el hueso del mango y desprendí con un punzón cada uno de los tornillos que lo sujetaban. Tampoco encontré nada. El objeto siguiente fue un paquete de cigarrillos holandeses baratos, "North State". Abrí cada uno, probé el débil papel por si había tinta invisible y luego cerní el áspero tabaco. Pobé el arrugado paquete por dentro y por fuera. No pude hallar nada. Bostezando, me froté los ojos, que me escocían, y decidí abandonar el registro y dormir durante las pocas horas restantes de la noche. Al día siguiente, después de interrogar infructuosamente al hosco y resentido Dronkers, decidí intentar otro recurso. Los dos hombres que huyeran con él, aunque formaban una extraña pareja, habían resultado ser auténticos refugiados. Uno de ellos había sido empleado de correos en La Haya y por lo tanto colega de Dronkers. Era un hombrecito flaco, endeble, que resoplaba sin cesar, un caso de catarro crónico y quizás también de tuberculosis. Pero en su débil contextura alentaba un espíritu vivaz y quería desesperadamente incorporarse como voluntario al ejército de los Holandeses Libres. El otro era un holandés malayo mestizo y aunque propenso a exageraciones que solían bordear la mentira y aun se internaban a veces en sus dominios, habíamos comprobado en definitiva que era inofensivo.
Mandé por este individuo locuaz, y cuando él y Dronkers se reunieron en mi oficina, los dejé solos con un pretexto. Me fui presurosamente a la habitación del comandante, que estaba del otro lado del corredor, y escuché su conversación, que recogía el micrófono oculto en la sencilla pantalla blanca de la luz eléctrica. Dronkers respondió a las cambiantes preguntas y afirmaciones de su interlocutor con monosílabos y gruñidos. Nada de lo que decía o dejaba de decir cualquiera de ellos era acusador, en modo alguno. Después de haber escuchado durante cerca de diez minutos, comprendí que no ganaría nada con aquel método y volví a mi oficina. Después de despedir al mestizo, seguí interrogando a Dronkers, pero tampoco obtuve el menor resultado. A todas las declaraciones o preguntas que le formulaba, me oponía la monótona frase: "Le he dicho la verdad, señor". Y así pasaban los días y las noches sin que yo obtuviera nada concreto al interrogar a Dronkers de día o al examinar sus cosas de noche. Ahora, me ocupaba de los periódicos y mapas que había traído y me pasaba horas junto a la lumbre inspeccionando cada pulgada cuadrada de papel, poniendo a prueba paciente y escrupulosamente ambos lados de éste bajo el microscopio y con substancias químicas especiales. Por momentos, cuando encendía un cigarrillo más y bebía otra taza de café, me preguntaba si no estaría perdiendo el tiempo. ¿No me estaría extraviando el exceso de celo... y, si Dronkers era inocente, no estaría buscando en un henal una aguja inexistente? ¿No habría cometido yo, que siempre pusiera en guardia a mis colegas jóvenes para que no se dejaran arrastrar por sus impresiones e intuiciones, un error semejante? A la mañana siguiente, volví a ver a Dronkers. Lo acusé de ser espía y traidor a su país. Y su única respuesta fue la misma frase que sonaba en mis oídos cada vez que lo veía o pensaba en él: -Le he dicho la verdad, señor. Lo decía con aire exhausto, resignado, como si estuviera tan cansado de mi como yo lo estaba realmente de él. Quizás fuese asi. -Bueno. Mire, Dronkers. Usted se ha aferrado a lo suyo muy bien. Lo felicito por su tenacidad. Pero no creerá realmente que toda esa terquedad lo llevará a algo..., ¿no es así? ¿No comprende que nunca saldrá vivo de aqui? Usted es un espía y yo sé que lo es. Puedo seguir formulándole preguntas durante más tiempo del que podrá usted seguir dándome la misma respuesta. Tarde o temprano, tendrá que rendirse. ¿Por qué prolongar su tormento? ¿Por qué no reconoce que es un espía y pone término a todo este interrogatorio? Por un momento, reinó el más absoluto silencio en la habitación, y sólo se oyeron vagamente pisadas en el pasillo y en el lejano zumbido del tráfico que pasaba por Clapham. Dronkers se levantó con lentitud y me miró fijamente. Alzó una mano, señalando con el índice el cielo raso. A pesar de mi aparente dominio de mí mismo, sentí que mis músculos se tornaban tensos de excitación. ¿Habría llegado el tan esperado punto critico?
-Señor -dijo Dronkers, con tono solemne. En nombre del Dios a quien rindo culto y en nombre de mi padre muerto a quien he amado y que debe de estar en el paraíso, le juro solemnemente que soy fiel a mi patria y a la Casa de Orange. No soy un espía. Mis músculos se relajaron y me eché atrás en mi butaca. Dije...; no pude decir... nada. Repentinamente, Dronkers se sentó y prorrumpió en sollozos. Durante más de un cuarto de hora, sus hombros se estremecieron y brotaron nuevos sollozos. Me quedé sentado contemplándolo, mientras se reponía poco a poco, y dije: -A pesar de todo, Dronkers, usted es un espía y estoy resuelto a probarlo.
La duodécima noche, yo había llegado al último objeto que trajera Dronkers: un voluminoso ejemplar del diccionario anglo-holandés de Kramer. Las tapas y guardas habían sido manchadas por el agua salobre del mar. En algún sitio de esas setecientas páginas acechaba la clave del caso Dronkers. .. o, en caso contrario, yo había derrochado casi quince días de labor concentrada tratando de culpar a un inocente. El diccionario estaba sobre mi mesa. Cerca había un gran cenicero que desbordaba casi de innumerables colillas de cigarrillos fumados por mí. Fuera, la noche era horrible: se oían los rumores de una intensa incursión aérea, el reiterado tableteo de los cañones antiaéreos y el ulular y la sorda caida de las bombas. Después de encender otro cigarrillo y de beber un sorbo de amargo café negro, examiné la parte externa de las tapas, desprendiendo la encuadernación y aun cortando el espinazo del libro. No hallé prueba alguna. Sólo restaba una cosa: examinar con el microscopio cada palabra de cada línea de aquel diccionario de apretada letra, con setecientas páginas de texto. Comencé la fatigosa tarea y las horas transcurrieron mientras volvia página tras página. Se oyó la señal de que había pasado el peligro de la incursión aérea. Apagué la luz, cerré mis doloridos ojos y me acerqué a descorrer la pesada cortina de oscurecimiento. El cielo estaba enrojecido por la luz de los incendios y por la claridad del alba próxima. Un guardia del servicio contra incursiones aéreas, casco en mano, pasó tambaleándose, con la fatiga estampada en todas las líneas de su cuerpo. Su rostro estaba ennegrecido por el hollín de los incendios y los escombros. Bebí un vaso de agua helada y volví al diccionario. Las páginas se sucedían y yo no encontraba nada. Ya había revisado más de la mitad del libro y al volver cada página y enfocar con el microscopio la siguiente, sabía que quedaba eliminada otra posibilidad de probar la culpa de Dronkers. Y entonces, al enfocar la página 432, me eché atrás en la butaca y dejé escapar un suspiro de alivio. Ahí estaba la clave: un diminuto pinchazo de alfiler debajo de la mayúscula "F". Por fin, había descubierto el método con que había trabajado Dronkers y estaba seguro de que habría mas pinchazos de alfiler debajo de otras letras en las páginas
restantes del diccionario. Los había. Las anoté sucesivamente con lápiz a medida que se presentaban. Por suerte, estaban en su debido orden: de lo contrario, habría tenido que solucionar dos intrincados anagramas. Finalmente, todos los pinchazos quedaron anotados en un trozo de papel. Formaban dos nombres y direcciones a las cuales Dronkers debía enviar toda la información que lograra conseguir. La primera era en Estocolmo y decía: Froeken Annette Yschale, Grevmagnigatan, 1 3-V. La otra en Lisboa y expresaba: Fernando Laurero, Rua Souza Martin. Aliviado por el hecho de que mi labor de trece días hubiera sido coronada por el éxito y algo decepcionado quizás porque el logro de un objetivo por el cual se ha luchado desesperadamente causa a menudo una reacción contraria, dormí unas pocas horas. Al volver al Royal Victoria Patriotic School, mandé por Dronkers. Cuando entró en la habitacion, note por primera vez cuan viejo y encorvado parecía. Se desplomó en el sillón de mimbre que estaba del otro lado del escritorio y me observó apáticamente. A todas luces, estaba tan aburrido como yo de nuestras entrevistas diarias, pero, en cambio, no sabía como yo que aquélla debía ser la última. Saqué del bolsillo el trozo de papel en que estaban escritos los nombres y las direcciones de las dos "personas de contacto" de Dronkers. Lo desdoblé y alisé las arrugas antes de ponerlo sobre la mesa. -Dronkers -dije-, por centésima vez. . . ¿Confiesa usted que es un espía? La respuesta llegó mecánicamente, como si yo hubiese oprimido un botón: -Le he dicho la verdad, señor. Invertí el trozo de papel condenatorio para que Dronkers pudiera leer su contenido. En la silenciosa habitación, mi voz canturreó, hasta terminar en un murmullo: -Dronkers, usted es holandés de nacimiento, pero será ahorcado como traidor. Lea estas lineas. ¿Confesará ahora que es un espía?. Aquello fue el fin. Dronkers comprendió que su juego había terminado. Su terca resistencia se desmorono. Se quebró y lo confesó todo. Sí, era un espía. Lo había mandado, efectivamente, Herr Strauch, aquel pilar del Servicio Secreto Alemán que frecuentaba el Café Atlanta de Rotterdam. "Hans", desde luego, había estado en combinación con los alemanes. Los demás pasajeros eran totalmente inocentes y sólo los habían enviado para darle verosimilitud al relato de Dronkers. Pronto una taquígrafa recogió las inconexas declaraciones de Dronkers, que sólo necesitó unas pocas preguntas y apremios para revelar todos los viles detalles. En pocos minutos, fue copiada a máquina la confesión y Dronkers la firmó. El caso estaba terminado. Profesionalmente, Dronkers no me interesaba ya, pero desde un punto de vista personal quise descubrir el móvil que impulsara a aquel funcionario de menor cuantía, encarnación del burgués algo engreído, a la traición.
-Dígame, Dronkers -pregunte. ¿Por qué hizo eso? ¿Qué lo indujo a usted, un hombre honrado, a rebajarse a este execrable crimen contra su país? Dronkers no se movía en su sillón, sumido en el relajamiento más abyecto, desmoronada toda su resistencia. Lentamente y a tumbos me contó la historia y en mi alma se movió algo parecido a la piedad cuando lo escuché. Aquel hombre, encanecido y consumido antes de tiempo por una vida de regateos y privaciones, aquel hombre que nunca había conocido las cosas más bellas de la vida, tenía un objetivo totalmente altruista y aun noble. Era su absoluta devoción por su esposa. Realmente, se había consagrado a las actividades del mercado negro, pero sin el éxito que proclamara. Se había enfrentado eventualmente con la más penosa pobreza y el hambre, que podía haber soportado, pero que no podía verle padecer a su mujer. De modo que se había ofrecido como espía a los a]emanes, cual último recurso. Estos le habían prometido pagarle a su esposa una mezquina suma equivalente a quince libras esterlinas por mes durante tres meses y darle a él, al volver, un empleo remunerado con doscientas libras esterlinas anuales. . . si volvia. Y él tendría que componérselas para volver sin la menor ayuda de ellos. El negocio era bueno...para los alemanes. Y ahí estaba, a sólo quince días de la partida de Holanda para cumplir aquella misión desesperada. Mientras me contaba a tropezones que lo había arriesgado todo por amor a su esposa, le creí por primera vez en trece dias.
Compareció ante el juez Wrotesley, del Tribunal Criminal Central, los días 13, 16 y 17 de noviembre de 1941. Fue condenado a muerte. El 14 de diciembre apeló contra aquella sentencia. La apelación fue presentada al presidente del Tribunal Supremo y rechazada en definitiva. En la vispera del Año Nuevo de 1942, lo ahorcaron en la carcel de Wandsworth.
CAPITULO VII - NUNCA DIGA: MORIRÉ
Después del desembarco de Normandía, me ordenaron que me trasladara al continente con un personal de seis oficiales de seguridad como jefe de la Misión de Contraespionaje de los Países Bajos, agregada al Cuartel General Supremo de la Fuerza Aliada Expedicionaria. En este carácter se me asignó, conjuntamente con el servicio de seguridad británico, la tarea de efectuar una "limpieza" y de mantener luego la seguridad de las líneas de
comunicación entre los ejércitos aliados que avanzaban y que entonces se habían lanzado desde la cabecera de playa de Normandía y avanzaban por Francia y Bélgica hacia Holanda. La tarea no era fácil para un hombre que estaba en visperas de cumplir los cincuenta y cinco años. La vida de campaña, con sus comidas irregulares. sus viajes en automóvil por caminos llenos de baches y sembrados de cráteres de granadas, robando unas pocas horas de sueño sin el lujo de desvestirse cuando se presentaba la oportunidad, era en sí misma muy ardua. No quiero que el lector me acuse de un falso heroísmo ni de compadecerme de mí mismo, porque mi suerte no tenía nada de lamentable si se la comparaba con la de las tropas de primera línea cuyas privaciones y peligros decuplicaban los míos. Pero yo no era joven ya y aunque podía aguantar aquel ritmo de vida, había perdido la inestimable ventaja de la juventud, la elasticidad del cuerpo y del alma que le permite a un hombre agotado recobrar sus fuerzas normales con sólo unas pocas horas de sueño. Había suficientes cosas que hacer para llenar el doble de las veinticuatro horas del día y aun dejar un sobrante. En cada localidad liberada, había acusaciones y contraacusaciones de que tal o cual funcionario de menor cuantía era colaboracionista. Cualquier persona con alguna vieja cuenta a cobrar se presentaba para formular los cargos más realistas de haberle ayudado al enemigo, dirigidos contra algún adversario político o comercial. Todos esos cargos debían ser materia de investigación, era necesario formular preguntas, debían efectuarse interrogatorios y más interrogatorios. Tarde o temprano se llegaba a la verdad o a una aproximación a la verdad, pero todo esto insumía un tiempo precioso y en el ínterin, los casos no estudiados se acumulaban. Los alemanes, fieles a su costumbre y tenaces hasta el fin, dejaban saboteadores y espías detrás de sus fuerzas que se retiraban, con órdenes de volar tal puente o arsenal o simplemente de transmitir informaciones sobre el avance y colocación de las tropas aliadas que avanzaban. Había que capturar a aquellos hombres y mujeres y hacerlos inofensivos. Al margen y como agregado a mis deberes normales, sentí la tensión y emoción adicionales de tener a mi alcance un caso que resultó el más importante de los que debí solucionar y que me propongo analizar en detalle en el capítulo próximo. Luego, para acrecentar más aún mis preocupaciones, mi selecto grupo de seis oficiales de seguridad comenzó a emular a "los diez negritos". Las fuerzas norteamericanas, que necesitaban desesperadamente más hombres adiestrados, tomaron en préstamo a dos de ellos y cuando les dije "hasta la vista", más valía haberles dicho "adiós". No volvi a ver a ninguno de ellos durante el resto de la guerra. Luego, me ordenaron que les "prestara" otros dos a los ejércitos británicos y éste fue otro caso de "adios". Finalmente, el ejército canadiense se apoderó de mis dos sobrevivientes y aunque intenté repetidas veces presionar a las autoridades superiores para que me los devolvieran, fue inútil. De modo que me vi obligado a emprender, solo y sin ayuda, la tarea para la cual siete de nosotros no nos habíamos bastado antes. Al recordarlo, comprendo que si yo hubiese podido planear mi personal sobre las generosas bases con que lo hiciera el cuartel general superior, habría hallado suficiente labor para cien oficiales y soldados, por lo menos. Sin embargo, durante varias semanas, sin la jerarquia ni la autoridad que me habrían allanado el camino, tuve que
registrar los centenares de kilómetros de territorio existentes detrás del ancho frente de los ejércitos que en esos momentos se internaban velozmente en Holanda. Al tiempo en que la S.H.A.E.F. se había instalado en Bruselas y yo había llegado a Eindhoven, en la Holanda meridional, me sentía al borde de un colapso nervioso. Había trbajado casi 28 horas... y, normalmente, no me sobra mucha carne. A diario, padecía fuertes jaquecas, acentuadas de noche por penosos insomnios. Mi apetito había desaparecido, tan totalmente como si nunca hubiese existido. A causa de una neuritis, era para mí un tormento conservarme en una misma posición durante mucho tiempo y sobre todo me sentía demasiado cansado, mental y físicamente, para querer moverme. Sentía que mis fuerzas se agotaban y a poco la naturaleza confirmó mis sospechas. El 22 de diciembre de 1944 sufrí un colapso. Un amigo me llevó presurosamente al cuartel de seguridad de Bruselas y de allí me condujeron a un hospital militar para someterme a un examen. El especialista, un comandante, me sometió al más concienzudo y agotador de los exámenes que me hicieran nunca. Duró una hora y media, durante cuyo tiempo me preguntó toda clase de detalles sobre mi familia, mi historia clínica, mi modo de vivir, y detalles sobre muchos otros puntos que, a mi espíritu de profano en la materia le parecieron poco pertinentes. Me sondeó y golpeó y hurgó por todas partes, examinando mi corazón, mis pulmones, mi estómago, mi espalda: en realidad, pareció inspeccionar todos mis órganos. Como especialista en otra clase de exámenes, me quité el sombrero, en sentido figurado, ante aquel médico, al ver su escrupulosidad. Luego, mientras me vestía, garabateó su diagnóstico sobre un trozo del papel, lo firmó y poniéndolo en un sobre, que selló, me lo tendió. Dijo con aire negligente que yo debía volver a Inglaterra sin tardanza y cuando llegara, entregarle aquella carta a mi médico. Yo había interrogado a demasiada gente para que aquel aire displicente me engañara. Además, como muchos de nosotros lo sabemos, cuando el tema del momento es la propia salud, uno se vuelve hipersensible en punto a matices de lenguaje y a modales. -No soy un niño, doctor -dije. Además, confío en que, sea lo que fuere, yo no soy un cobarde. Dígame sin ambagues que pasa. El facultativo murmuró algo sobre el ceremonial profesional. -Al diablo con el ceremonial. Tengo que saberlo cuando llegue a Londres... ¿verdad? Pues entonces, dígame qué sucede ahora. Se encogió de hombros. -Perfectamente. En mi opinión, usted tiene un cáncer avanzado en el abdomen, con secundarios en ambos pulmones. No quería decírselo, pero usted me lo ha pedido. Al oír la palabra "cáncer", me pareció que mí corazón dejaba de latir. Aquella palabra sonaba a algo tan definitivo...
-¿Es demasiado tarde para operar? - pregunté. Me miró en los ojos y asintió. Me lo temo - dijo. -¿Cuánto tiempo de vida me da? -inquirí. -Resulta difícil decirlo. En algunas personas eso demora mucho, en otras no. -¿Y en mí caso? -Bueno. Si me apremia, diré que... dos meses, quizás tres. Pero es imposible decirlo con exactitud. Se interrumpió y sonrió, con una sonrisa forzada plena de piedad. -Lo siento -declaro. Es muy duro dar estas noticias. Pero usted insistió en que le dijera la verdad. Adiós... y buena suerte. Me estrechó la mano y no sé cómo conseguí salir, en procura de aire fresco. Repentinamente, comprendí la acuidad perceptiva que logra de improviso el hombre condenado. Hasta el aire parecía morderme y causarme un hormigueo que ya había olvidado. Mientras estaba parado allí, aspirando profundamente el aire en aquellos pulmones que, al parecer, se desintegraban ya bajo la acción de la mortífera y taladrante enfermedad, los nitidos contornos de las casas, el fragor de los camiones militares, los chales y pañoletas coloreados de las mujeres belgas que usaban cerca de alli se revestían de una extraña claridad. Dos días más y estaríamos en Nochebuena. Y entonces, comprendí. Sería la última Navidad que vería sobre la tierra. Cada latido de mi pulso era como un redoble de tambor que me acompañaba por ese camino y yo me acercaba al fin de éste. Durante horas, aturdido, vagabundeé por las frías calles de Bruselas. Aquello parecía una pesadilla de la cual no tardaría en despertar sano y salvo, pero las filosas esquinas del sobre que contenia mi "sentencia de muerte" me recordaban la realidad cada vez que mis dedos se escurrían hacia mí bolsillo. Como pude, llegué al cuartel general y presenté una solicitud en que pedía un pasaje en avión de regreso a Londres. Quería irme inmediatamente, como un animal que busca su agujero cuando se acerca el fin, pero como la Navidad estaba próxima, todos los aviones que volvían a Inglaterra estaban atestados. Sólo pude obtener pasaje para el 27 de diciembre. Después de sobreponerme a mi decepción inicial, me encogi de hombros cinicamente. Los moribundos debian dejarles paso a los vivos en esa fecha de júbilo. ¿Qué importaba un día aqui o un día allá para un hombre que no podía huir de su destino? Volví al comedor que me habían asignado. Una partida tan imprevista
a Inglaterra exigia explicación, por lo menos a los pocos amigos de verdad que yo tenía. Las malas noticias viajan con rapidez y pronto todos los oficiales del comedor supieron la razón por la cual yo los abandonaría a los pocos días. La turbada compasión, tan mal expresada y tan conmovedora, de aquellos dignos ingleses, sólo podría ser descrita por un artista de la palabra. Todo lo que yo diría es que ésa fue ciertamente la peor Navidad que haya pasado en mi vida y que les estropeé positivamente la fiesta a la mayoría de mis camaradas. Yo era "la calavera de la fiesta". El 27 de diciembre, emprendí vuelo a Londres. Lo primero que hice al llegar, fue concertar una entrevista con mi médico. Le presenté el diagnóstico del especialista y me examinó. Poco después, me preguntó: -Supongo que su especialista del ejército lo habrá sometido a un examen radiológico antes de llegar a su conclusión... ¿no es así? -No - dije. -¡Cómo! ¿No le hizo un examen radiológico? ¿Cómo diablos pudo llegar a una conclusión concreta en un asunto tan grave sin darle sulfato de bario y someterlo a los rayos X? Francamente, Pinto, en este examen preliminar no logro hallar rastro alguno de cáncer en usted; pero, naturalmente, le hago notar que no es posible ser categórico sin pruebas más detalladas, inclusive los rayos X. Por lo menos, así es para un simple y atareado médico civil. Al parecer, el ejército opina de otro modo -concluyó mi médico, con una sonrisa. En algún rincón de mi alma, el fulgor de una esperanza empezó a derretir el glacial envaramiento que me dominaba. -¿Qué hacemos, ahora? - dije. -Le concertaré un minucioso examen por un especialista de la calle Harley - me replico. Cuanto antes, mejor. ¿Podría usted ir mañana; por ejemplo? Asentí. A duras penas lograba hablar. Y así quedó convenido. Al día siguiente, visité al especialista de la calle Harley, y después de haber conseguido ingerir el nauseabundo sulfato de bario, me sometieron a los rayos X en la forma más minuciosa. Dos días después me llamó mí médico. Enfermo con aquella espera y preguntándome aún cuál sería la respuesta final, entré en su consultorio. Comencé a comprender cómo se siente un condenado la víspera de su ejecución. cuando sabe que se ha pedido con urgencia un indulto de último momento. Mi médico me saludó jovialmente. -Bueno, Pinto - dijo -. Le traigo buenas nuevas. A ningún médico le gusta disentir públicamente de su ilustrado colega, pero debo decirle que su especialista del ejército se equivocó esta vez. En su organismo no hay ni rastros de cáncer. Ciertamente, usted sufre de un total agotamiento y debilidad nerviosa. Eso se advierte a simple vista. Un par de
meses de reposo total repondrán el ciento por ciento de sus energias y podrá saltar como un gorrion. Vamos, diga algo. Cualquiera diría que deseaba morir. No pude decir nada. En ese momento, descubrí la sensación del condenado a quien indultan la víspera de su ejecución.
Durante los tres meses siguientes disfruté de un descanso absoluto. Al ser detenida la ofensiva de las Ardenas el último y desesperado esfuerzo de los alemanes por atacar, parecía inevitable que la guerra europea hiciese un alto. Yo comprendía que muchos trabajos estarían esperando mi regreso, pero me encogia de hombros con el aire de quien dice "Que esperen". Me alegraba descansar y dejar que los días transcurrieran a la deriva, sabiendo que aquél era el primer período de inactividad mental y física que se me había presentado durante cerca de cinco años y medio. Mientras tanto, advertí que la noticia de la inminente muerte del teniente coronel Pinto se difundía rápidamente en los círculos de seguridad británicos y era transmitida sin duda al enemigo. Comprendi que serían pocos los que lamentarían su "muerte". Yo no había tenido tiempo ni oportunidad de hacerme muchos amigos en mi tarea. Habría sin duda muchas otras personas -en el bando enemigo- en quienes la noticia provocaría júbilo. Entregado al lujo de mi apacible descanso, yo difícilmente podía culparlos. A fines de marzo de 1945, mi salud y mis fuerzas se habían repuesto totalmente y volví a mi puesto en el continente. Antes de seis semanas llegó el Día de la Victoria y con él la liberación total de las provincias septentrionales de Holanda, donde resistían aún fanáticamente bolsones de tropas alemanas. Mi deber me llevó a La Haya a principios de junio y una de mis primeras tareas fue interrogar a un hombre de las tropas de asalto que no era alemán, sino un colaboracionista holandés. Estaba detenido en la cárcel política apodada "El Hotel Orange" ubicado en el popular balneario marítimo de Scheveningen, cerca de La Haya. La prisión era gobernada por las autoridades militares canadienses y había un ala especial reservada a los presos políticos y a los hombres que se sospechaba eran espías o colaboracionistas. Aquel prisionero había sido capturado tan repentinamente por el movimiento de resistencia holandés que vestía aún el uniforme negro completo de las tropas de asalto. Una cinta negra y roja sobre la blusa revelaba que era (sin duda) el orgulloso poseedor de una Cruz de Hierro. Mientras yo contemplaba su cabellera hirsuta y recortada, sus ojillos porcinos y su altanero porte, que le daban el aspecto de algo exagerado, de una caricatura de las cualidades que distinguían a las tropas de asalto, pensé que ese asunto debía ser un caso fácil. Ningún hombre capturado así "in fraganti", ostentando todos los distintivos del enemigo, podía hallar una excusa plausible. Pero me equivocaba. Abordamos directamente el punto en el interrogatorio. -De modo que usted es colaboracionista -dije. Le resultará un poco difícil explicar este bonito uniforme... ¿eh? Se erizó de austera indignación.
-¿Cómo se atreve acusarme de ser colaboracionista? Soy un buen holandés que ha hecho bien a su patria. Lo miré, absorto. -¿Usted... un buen holandés? De acuerdo con ese punto de vista, habrá que creer que Goering es el hombre más flaco del mundo e Himmler un maestro de escuela dominical. Si usted es tan buen patriota... ¿cómo se explica que lo hayan arrestado con ese uniforme? ¿Y lo honraron los alemanes con la Cruz de Hierro por ser un buen holandés? Este mundo es extraño, pero esto ya excede toda mi credulidad. -Usted lo ha interpretado todo mal, señor -repuso-. Admito que parece extraño que un holandés vista así, pero puedo explicarlo todo -y poco a poco, mi interlocutor reveló una creciente ira-. Es una tremenda injusticia que arrojen a esta cárcel, sin advertencia previa, a un hombre que ha arriesgado repetidas veces la vida por su país, mientras todos los verdaderos colaboracionistas y amigos del sucio huno se están paseando en libertad y hasta son objeto de distinciones. Ahora que han expulsado a los alemanes, todos ellos han salido de sus madrigueras y se han instalado en cargos cómodos. Al verlos pasearse en sus automóviles y vivir a costa del país, uno nunca se imaginaría que han sido carne y uña con el enemigo. Y aqui me tiene a mí, un hombre honesto y que ha hecho una labor ardua, pudriéndose en la cárcel. Eso no es justo. Dejé que concluyera su parrafada. -Bueno, hombre arduo -le dije-. Dígame algo más. Esto me intriga. -¡Oh! Ya veo que no me cree, señor, pero es la verdad. Lo juro. Ingresé a las tropas de asalto porque me ordenó hacerlo un oficial de alta jerarquía del Servicio Secreto. Me dió instrucciones muy concretas: me dijo cómo debía enrolarme, qué debía contestar a las preguntas de los alemanes, etcétera. Y me explicó qué debía averiguar y qué cosas necesitaba descubrir cuando estuviera enrolado. Hasta concertó que le presentara un informe una vez por mes a uno de sus oficiales de enlace. Yo debía encontrarme con aquel hombre en Rotterdam. En el muelle, en el Boompjes, como lo llaman. No creí en este relato porque había oído demasiadas variantes del mismo durante muchos años. Se me ocurrió, con todo, que un consejo de guerra podía aceptarlo, a menos que se consiguiera una prueba concreta en contrario. Había, en realidad, muchos casos auténticos en que los agentes se habían infiltrado entre las fuerzas enemigas, y esos hombres no sólo habían arriesgado su vida a diario, sino que al término de las hostilidades habían corrido el riesgo adicional de que los acusaran y condenaran como colaboracionistas. Era posible, pues, que aquel hombre fuera sincero, pero yo no lo creía. En cualquier caso, había que tomar una decisión en un sentido u otro, de modo que el interrogatorio prosiguió. -Perfectamente -dije-. Usted tenía que encontrarse con aquel oficial de enlace una vez por mes en Rotterdam y comunicarle toda información útil que hubiese obtenido. ¿Cómo se llamaba ese hombre, para verificarlo en nuestros archivos? El preso sonrió, con aire de superioridad.
-En el servicio secreto, señor, un hombre no pregunta nombres y direcciones. Cuanto menos se sabe personalmente sobre un hombre, menos se puede divulgar. Nunca le pregunté su nombre ni le dije el mío. Teníamos demasiados asuntos importantes que tratar para perder el tiempo canjeando nuestras tarjetas. -Comprendo. Gracias por ese dato que me ha dado sobre el trabajo del Servicio Secreto. Quizás me sea útil. Y a que no puede decirme el nombre de ese oficial de enlace anónimo... ¿podría decirme alguna otra cosa sobre él? Medito durante un momento. -Lo conocía, señor, como le dije, mediante las instrucciones de ese alto funcionario del Servicio Secreto. -¡Ah, sí! -dije-. Ya vamos llegando a algo concreto. Sin duda, usted sabrá algo más positivo sobre él, su apellido y otras cosas. Le bastará con decirme su nombre y podré conseguir que me confirme su relato. Si lo hace, usted saldrá de aquí volando. El preso meneó la cabeza y pareció apesadumbrado. -Eso es lo malo, señor. Si pudiera ponerme en contacto con mi viejo amigo, no me estaría pudriendo en esta celda. Él me habría hecho poner en libertad desde hace muchisimo tiempo. Pero lo lamentable es que... ha muerto. -¡Muerto! ¿Lo capturó la Gestapo? -¡No, señor! La Gestapo nunca habría podido atraparlo... era demasiado escurridizo para ellos. No. El pobre murió de muerte natural. -¿Qué le pasó? -Oí decir que se trataba de un cáncer, señor... Un cáncer en el estómago. En ese momento, tuve una sensación extraña en mi propio estómago. Proseguí, diciendo: -Bueno, eso es lamentable, pero no importa. Aunque esté muerto, quizás pueda ayudarlo. Si me dice su nombre, podré practicar averiguaciones y probablemente habrá alguna referencia a usted en sus documentos secretos, o estará enterado de su caso alguno de sus ayudantes. Bueno... ¿Cómo se llamaba? La respuesta no reveló vacilación: -Pinto, señor. El teniente coronel Pinto. Me costó trabajo conservarme impasible. Tuve que estornudar estrepitosamente y tomarme mí tiempo para limpiarme la nariz. -Sí, creo haber oído hablar de él -dije. Pero ignoraba que había muerto. Naturalmente, cuando uno se mueve mucho de un lado a otro se pierde tantas novedades... De todas
maneras, continuemos. fue ese coronel Pinto quien le dió órdenes detalladas para ingresar a las tropas de asalto..., ¿verdad? -Si, señor. -¿Lo conocía usted desde hacía tiempo? - ¡Oh, sí, señor! Desde hacía años. He hecho muchos trabajos para él. - De modo que el coronel Pinto depositaba en usted una confianza, implícita..., ¿no es eso? - ¡Oh, sin duda, señor! Sabía que yo haría cualquier cosa por él. Habría arriesgado la vida si me lo hubiese ordenado. Y él también hubiera hecho cualquier cosa por mí, señor. Si estuviese vivo aún, me habría sacado de aquí en un abrir y cerrar de ojos. - No creo que usted tenga mucho motivo para inquietarse, aunque Pinto haya muerto. Tendré que practicar las averiguaciones, pero el caso parece sencillo y en el cuartel general del coronel Pinto encontraremos sin duda al hombre o los documentos que probarán su inocencia. Como he oído hablar mucho del cororel Pinto, pero nunca me he encontrado con él cara a cara, me interesaría, si es posible, que me lo describiera... El rostro del detenido se contrajo, con aire concentrado. -No soy muy hábil para describir a la gente y además el aspecto del coronel no tenía nada de particular. En ese momento, sus ojos se iluminaron con una afortimada inspiración. -Creo que a eso se debió en parte su éxito, señor. Progresó tanto en el Servicio Secreto porque no se lo podía distinguir en una multitud. En general, era un hombre de aspecto usual, con estatura y complexión física usuales, sin ningún rasgo particular, que yo recuerde. -Comprendo. ¿Se me parecía algo a mí, por ejemplo? El preso me miró y se echó a reír. -¡No, Dios mío! No se le parecía en lo más mínimo, señor. -Perfectamente, pues -dije. Su caso parece muy simple y me alegro de haber sostenido esta conversación con usted. Estoy seguro de que apenas yo haya tenido tiempo de cotejar su relato con lo que dicen los legajos, usted podrá salir de aqui. Y si se tiene en cuenta lo que ha hecho por su país, me encargaré de que reciba lo que se merece. -¡Oh! Muchísimas gracias, señor. No se imagina cuánto aprecio su bondad. -No tiene importancia. Yo haría otro tanto por cualquier hombre que estuviera en su situación. A propósito, usted puede hacer algo por mí. -¿Qué, señor?
Mi interlocutor se mostraba ansioso de complacerme. -Cuando me haya ido, es probable que usted recuerde toda clase de detalles sobre el trabajo secreto que ha hecho. Podrían resultar muy útiles y de todos modos me interesaría conocer las minucias de su peligrosa labor. Ya que le sobra tiempo, podría recapitular todo lo que recuerde haber hecho en estos últimos años y no omitir nada, por insignificante que parezca. Cuidaré de que el guardián le proporcione todo el avío de escribir que requiera. Cuando haya terminado sus anotaciones, me gustaría que se las entregara al guardián y si me son dirigidas debidamente, él podrá hacérmelas llegar. -Perfectamente, señor. Haré todo lo que pueda. Pareció ocurrírsele una idea y añadió: -A propósito, señor... ¿A quién debo dirigir]e las anotaciones? Temo no saber su nombre. Guardé silencio durante un momento y me limité a mirarlo fijamente. -¿Mi nombre? -dije-. Me llamo Pinto... ¡El teniente coronel Pinto!
Nota: Conservo aún en mí cartera el diagnóstico del especialista militar, en parte como un recuerdo y en parte para recordarme a mí mismo que hasta los peritos suelen cometer errores.
CAPÍTULO VIII - POR FIN, HABLÓ
En el apéndice del capítulo segundo afirmé que resulta siempre peligroso que un oficial del Contraespionaje se fíe de sus impresiones sobre los sospechosos. El espía experto estará adiestrado para causar buena impresión: en parte, su equipo podrá ser su aire franco y aparentemente honesto y su fingida sinceridad. Se propone dar la impresión de que es un ciudadano correcto y decente, y si tiene alguna capacidad de actor, esa capacidad será utilizada con ese fin. En cambio, si es un hombre realmente honrado e inocente no estará adiestrado para causar buenas impresiones, a menos que sea vendedor o viajante de comercio en la vida privada, donde importa la capacidad de expresar una
personalidad agradable. Además, el inocente no tiene la misma apremiante necesidad de probar su integridad al ser interrogado. Sabe que es inocente y espera que sus interrogadores comprendan el hecho sin su ayuda. Por eso, resulta imprudente saltar a primera vista a determinadas conclusiones en la labor del contraespionaje. Sin embargo, el hombre de gran experiencia puede hacer a menudo una síntesis imediata, que podrá parecer intuitiva, pero que se basa en realidad en ciertos signos que se notan inmediatamente, aunque se le pasarian por alto probablemente al observador inexperto. Así como un arquitecto puede apreciar un conjunto de planos u obtener por lo menos una impresión definida de ellos con una sola mirada, o el director de un periódico aprecia un articulo examinándolo superficialmente, así también un interrogador adiestrado puede obtener una información importante con sus primeras miradas a un sospechoso. Es imprudente seguir a ciegas las corazonadas, pero, a pesar de ellas, las mismas corazonadas pueden llevar a las verdades demostrables. No logro recordar ahora qué sentido o combinación de sentidos me advirtió que Emíle Boulanger podía ser un espía alemán. La irrupción había comenzado y las puntas de lanza aliadas penetraban en Belgica. Los tanques y la infantería motorizada estaban embistiendo y tras de la línea del horizonte se oía el incesante retumbar de los cañones. Cerca de una carretera y de una encrucijada habíamos instalado un cuartel general temporario del Servicio Secreto, una estructura de trincheras y refugios subterráneos, de muros apuntalados con bolsas de arena. Las casas y dependencias de las chacras vecinas habían sido ocupadas por los cuarteles generales de división. Como relativa intrusa, mi pequeña unidad tenía que defenderse sola. (Ofrecia ventajas el hecho de estar vinculado débilmente a un cuartel general superior. Podíamos ir y venir y gobernarnos en forma autónoma casi siempre. Pero también había desventajas. Nadie era responsable de nuestro bienestar, de modo que cuando se trató de hallar comodidades, los mejores sitios habían sido requisados ya, mientras que nosotros teníamos que componérnoslas por nuestra cuenta lo mejor posible.) Pero volvamos a Emile Boulanger. Fue traído a mi puesto de comando por dos oficiales de seguridad de campaña del personal divisional. Lo habían hallado vagando aturdido cerca de un pueblo belga evacuado, donde los ennegrecidos restos de los muros y montículos de escombros eran los mudos frutos de un bombardeo concentrado. Durante largo tiempo, contemplé a Boulanger en silencio. Vestía como un agricultor típico y las pocas palabras que le oí proferir las dijo en el belga francés y con el auténtico acento del campesino valón. Pero algo me provocó sospechas en su porte y en el fulgor de sus ojos azules. Su cuello era toruno su dominio sobre sus músculos difería del andar tambaleante del campesino común en esa parte del país.
-¿Usted es agricultor? -le pregunté. -Lo fui -replicó e hizo un gesto con sus manos fláccidas-. Ahora, no tengo chacra. Los "boches" me quitaron mis animales..., hasta mis patitos. Mis campos están cubiertos de agujeros causados por las granadas, mi casa está hecha pedazos. Mi esposa yace ahí muerta... bajo el tejado destrozado. Los demás ya no están..., han desaparecido. Repentinamente, tendió las manos. Dobló los dedos como garras. Advertí que sus uñas estaban agrietadas y sucias. Sus yemas ostentaban arañazos y se hallaban despellejadas. La sangre seca estaba endurecida en las hendiduras de las uñas. -Escarbé buscándola a ella..., a mi esposa -murmuro. Estaba bajo las ruinas en la oscuridad y había temido siempre la tinieblas. Escarbé como una gallina..., pero estaba muerta. Se sumió en un caviloso silencio. -¿Sabe usted contar? -pregunté, interrumpiendo su ensoñacion. -¿Contar? Boulanger parpadeó ante la extraña pregunta. Casualmente, había a nuestro alcance un plato de habas secas, liberadas por nuestras tropas de manos de algún campesino ahorrativo. Empujé el plato hacia él. -Cuéntelas en voz alta -le dije. -Un..., de....., trozs... Cuando llegó a setenta y dos, lo detuve. Había emergido de la prueba con éxito. Si hubiese sido un hombre astuto de habla alemana que se disfrazaba de belga valón, podía esperarse que dijera la expresión ortodoxa francesa equivalente a "setenta y dos", o sea soixante douze, ignorando que los agricultores valones dicen siempre "septante-de..". Hasta ahí íbamos bien, pero yo no estaba convencido de que Boulanger fuera lo que parecía ser: un honrado agricultor belga, aturdido por la pena a causa de la pérdida de su casa y su esposa. Afortunadamente, había una tregua en mis actividades de esa época, y podía dedicarle más atencion de lo que habría podido hacerlo normalmente. Si se probaba su culpabilidad, habríamos hecho una buena labor al mantener la seguridad detrás de las tropas que avanzaban. Ordené que lo recluyeran en un pequeño cuarto, solo. Aquella habitación formaba parte de un establo en desuso. La puerta estaba atrancada por fuera y entre dos vigas había una grieta que servía de atisbadero natural. Por aquella grieta, lo vigilaban sin cesar. Esa noche, antes de dormir. Boulanger se hincó de rodillas para decir sus plegarias. No podía saber que unos ojos penetrantes no perdían uno solo de sus movimientos, pero rezó en idioma belga, con las frases simples y rústicas que podía haberle enseñado un cura de aldea valón en su niñez. Una rata se escurrió por el piso desnudo. Sobresaltado, dijo "Dieu!", una exclamación valona tipica. Se tendió sobre su colchón y pareció quedarse dormido. Poco después, hice colocar un poco de paja contra su puerta y le acerqué un fósforo. Cuando el acre humo se deslizó por debajo de ésta,
varios soldados corrieron con gran estrépito por el pasillo de losas, gritando "¡Feuer, feuer!" o sea "¡Fuego!" en alemán. Boulanger se movió, pareció despertar por un momento y se dió vuelta sobre el otro costado. Pocos instantes después los soldados corrieron de nuevo por el pasillo, gritando "Afe aufe.", o sea lo mismo en francés. Boulanger se levantó de un salto inmediatamente y con gritos de temor, martilló sobre la puerta obstruida por una pesada tranca. Cuando abrí, sollozaba plegarias en francés belga. Había salido triunfante de otra prueba, pero yo no me sentía convencido. ¿Era sincero o un espía aleman de notable serenidad y gran habilidad histriónica? No resultaba posible decirlo aún, aunque, evidentemente, yo tenía menos motivos para dudar de él. A la mañana siguiente, decidí someterlo a una prueba distinta. Lo hice llamar a mi cuartel general de campaña y poco antes de su llegada, le revelé mi plan a uno de mis oficiales jóvenes, que debía estar presente en la entrevista. Después de haberle formulado varias preguntas a Bonlanger, yo murmuraria "Armerkerl", lo cual significa "Pobre hombre" en alemán. El oficial debía replicar "Warum? (¿Por qué?) y luego debía dejarme hablar en alemán. Los guardias hicieron entrar a Boulanger. Sobre la mesa plegadíza de campaña, detrás de la cual yo estaba sentado, se hallaban expuestos los pocos objetos que habíamos hallado en su poder al arrestado. Eran bastante corrientes. Un resto de lápiz, un trozo de cuerda, un montón húmedo de tabaco parcialmente mascado, un crucifijo de confección casera y unos pocos francos. No parecía haber nada de siniestro en aquella patética colección de cosas sueltas. Boulanger permaneció parado allí, paciente y hosco cormo un animal de pesebre. Revolví sus pocas cosas y tomé el lápiz. -¿Por qué llevaba esto? -le pregunté en francés. -No es más que un lápiz -respondió, encogiéndose de hombros, con sus hombros recios y macizos. -¿Lo llevaba para poderle escribir mensajes al enemigo? pregunté. Sonrió con aire vago y me miró casi con desprecio, como si la pregunta fuese demasiado tonta para merecer una respuesta. Me volví hacia el oficial de seguridad y dije en alemán; de acuerdo a lo convenido: -Pobre hombre...
Él hizo su réplica, en el mismo idioma: -¿Por qué? Siempre en alemán, continué: -Porque ignora que lo ahorcarán dentro de una hora. Son las once pasadas y consulté rápidamente mí reloj- y he ordenado que lo ejecuten a mediodía. Es evidente que se trata de un espía y no puede esperar mejor suerte.
Mientras hablaba, yo no le había quitado los ojos de encimaa Boulanger, concentrando particularmente mi atención en sus ojos y en su manzana de Adán. Por valiente que sea un hombre y por grande que sea su dominio sobre sí mismo, tiene por lo general poco dominio sobre lo que se llama técnicamente nervios vasomotores, que reaccionan en forma mecánica. Así como un hombre parpadea en forma inconsciente si un objeto se le acerca repentinamente a los ojos, así también un hombre que oye hablar de su muerte inminente debe palidecer o parpadear sorprendido o tragar saliva, mientras su boca se torna insoportablemente seca. Pero Boulanger no hizo lo uno ni lo otro. Aunque debía de saber que lo sospechaban espía, se quedó parado con aire impasible, sin moverse ni dar la menor señal de alarma. La deducción obvia era que no había comprendido el idioma usado por mí y que no podía ser, por lo tanto, un espía alemán. A esta altura, tuve que confesar que mi rápida valuación primitiva de aquel hombre, basada en una prueba intangible, parecía haber errado el blanco por una importante diferencia. Quizás fuese terquedad de mi parte o el disgusto de ver herida mi vanidad reconociendo que había cometido un error o aun que me habían hostigado instintos subconscientes. Sea cual fuere la razón, decidí poner a prueba a Boulanger nuevamente. Al día siguiente, concerté que un compatriota belga leal se entrevistara con mi sospechoso. Estuve presente en la entrevista. Cuando, bajo mi apremio, su compatriota empezó a hablar de agricultura, Boulanger se mostró animado por primera vez e intervino con vehemencia en la discusión. Hasta para mis ojos inexpertos, parecía evidente que sabía mucho de agricultura local y su compatriota me dijo más tarde que no había incurrido en un solo error sobre las siembras o las condiciones de trabajo o métodos de cultivo. Nuevamente debí admitir que había llegado a un punto muerto en mis pruebas. Con cada fracaso, se acrecentaba en mí espíritu la sospecha de que había cometido un grave error al dudar de él desde el primer momento. Después de haberles aconsejado a todos los principiantes a quienes yo enseñara los métodos del contraespionaje que no debían dejarse seducir jamás por las primeras impresiones, he aquí que yo había caído en la misma celada con toda la torpe prisa del aficionado bisoño. Me quedé sentado
hasta altas horas de la noche, tratando de analizar los
sentimientos que me hicieran sospechar de Boulanger en el primer momento. Luego, mentalmente, pasé revista a sus actos y palabras desde ese momento, tratando de hallar algún
indicio o clave que pudiera corroborar mi juicio inicial. Pero por más que hurgaba en mí memoria, no lograba hallar el escurridizo punto que habría podido apuntalar mis sospechas. Finalmente, antes de acostarme, decidi intentar una última prueba con él a la mañana siguiente. Si ésta fracasaba, estaba dispuesto a admitir de buena gana que habla sospechado injustamente que era un espía y aun pronto a presentarle unas bonitas excusas por haber dudado de él. A la mañana siguiente, vino a mi oficina y se quedó parado, con la misma impasibilidad y paciencia de siempre. Yo tenia la cabeza baja mientras leía un documento mecanografiado que estaba sobre mi escritorio. Al llegar al final, tomé un lapicero y lo firmé. Luego, dejando el lapicero, alcé los ojos y dije con aspereza: -So, jetzt bin ich zufrieden. Sie konnen gehen. Sie sin frei. (perfectamente, ya estoy convencido. Puede irse. Está en libertad). Boulanger dejó escapar un profundo suspiro de alivio y de sus hombros pareció caer un gran peso; luego, irguió el rostro feliz, para respirar a grandes bocanadas el aire de la libertad. Cuando oyó mi risita burlona, se tomó rígido y trató de volver a adoptar su resignada actitud anterior, pero ya era demasiado tarde. Obedeciendo a una rápida señal mía, los guardias lo habían asido ya de los hombros. -Mein liebe freund - dije y me puse de pie. Desde entonces hasta su ejecución, que tuvo lugar a los pocos días, solo conversamos en su alemán nativo.
CAPÍTULO IX - EL TRAIDOR DE ARNHEM
El caso que voy a relatar ahora es el más importante de toda experiencia y quizás el más importante de toda la historia espionaje. Esto último es una afirmación de pretensiones que haré todo lo posible por justificar, pero antes que nada quisiera hacerle comprender al lector que mi afirmación no se debe simplemente al hecho de que yo haya desempeñado un papel en el desenmascaramiento del hombre que hizo un daño sin parangón a la causa aliada. Veamos los hechos. Si el audaz plan de ataque del mariscal de campo Montgomery de establecer una cabecera de puente del otro lado de los ríos Maas y Neder Rijn para lanzar desde alli una punta de lanza hubiese sido coronado por el éxito y el grueso de sus fuerzas hubiese operado en enlace con los valientes paracaidistas de Arnhem, se habría podido hacer penetrar una cuña blindada en el corazón mismo de Alemania. Una explotación adecuada de la embestida habría puesto término probablemente a la guerra en Europa antes de la Navidad de 1944, seis meses antes de lo que ocurrió en realidad. Pocos estrategos o tacticos podrian negar esa posibilidad. Es imposible calcular la economía de vidas humanas de soldados y civiles que habría importado esa abreviación de la guerra. Se hubieran ahorrado devastaciones de tierras y edificios que significaron pérdidas de centenares de millones de libras. Sólo el gobierno británico gastaba 16.000.000 de libras diarios en el esfuerzo bélico en esos momentos. Si se hubiese abreviado en seis meses la guerra europea, el Tesoro inglés habría ahorrado una gigantesca suma próxima a los 2.900.000.000 de libras esterlinas de prestamistas judíos. Si se piensa en la cifra gastaban los demás gobiernos, sobre todo el de los Estados Unidos, en la prosecución de la guerra, el dinero que se habría podido ahorrar y destinar más tarde a la reconstrucción de la paz alcanza guarismos astronómicos, casi sin sentido para el empleado que gana un sueldo usual. Y, lo que es más importante aun, si los aliados hubiesen penetrado en la Alemania Occidental y ocupado todo Berlín y el Oeste de Alemania antes de que llegaran los rusos del Este, toda la triste historia de las relaciones aliadas desde 1945 habría sido muy distinta, y si los aliados occidentales hubiesen podido "especular con su potencialidad", posiblemente mucho más feliz. Hay limites más allá de los cuales no pueden llevarse en forma útil las hipótesis y más vale que no me explaye en estos argumentos por si le recuerdan al lector esa síntesis de causa y efecto que es la cancioncilla de cuarto de niños que dice: "Por falta de un clavo se perdió una herradura, por falta de una herradura se perdió un caballo, por falta de un caballo, etc. etc.". Sin embargo, hay buenas razones para suponer que el lanzamiento de paracaidistas en Arnhem, planeado con audacia y ejecutado con valentía, habría podido señalar la crisis decisiva de la guerra europea, de haber tenido éxito. Fracasó, como todo el mundo lo sabe, pero no por falta de capacidad militar ni de valor. En realidad, Arnhem es todo un brillante exponente de la capacidad inglesa de luchar hasta el fin contra abrumadoras desventajas. Un hombre -y sólo un hombre- hizo del aterrizaje de Arnhem un fracaso desde el primer momento. fue un holandés llamado Christian Lindemans. Ya sea que podamos o no culparlo de los seis meses finales de prolongación de la guerra europea con todos sus sacrificios y tragedias concomitantes, podemos ciertamente culparlo de las 7.000 bajas sufridas por las valientes tropas aerotransportadas durante los diez días
en que la trampa en que habían caído cerró lentamente las mandíbulas sobre ellos. Pocos espías convertidos en traidores pueden considerarse responsables por haberle causado tanto daño de un solo golpe a la causa de su país y de los aliados en su país.
Como lo mencioné en un capítulo anterior, mi tarea como jefe de la Misión de Contraespionaje de los Países Bajos, agregada a la S.H.A.E.F. me asignaba la responsabilidad de organizar en las zonas que me habían fijado los dispositivos de seguridad necesarios en la retaguardia de los ejércitos que avanzaban a través de Flandes hacia Holanda. Este grupo de ejércitos consistía en el segundo ejército británico, el primer y el tercer ejércitos norteamericanos y el primer ejército canadiense un macizo cuerpo de hombres y de máquinas. Al avanzar los tanques, los cañones de autopropulsión y la infantería dejaban inevitablemente a la zaga una estela de devastación y de ruinas. No se puede librar una guerra sin causar algún daño y los infortunados civiles que vivían sobre la ruta de los ejércitos invasores se quedaban a menudo sin techo a causa de los bombardeos y cañoneos, sobre todo en las zonas donde los alemanes, en su retirada, libraban furiosas acciones de retaguardia. La fiscalización civil casi no existía, ya que muchos miembros de las fuerzas policiales y autoridades locales que actuaran durante la ocupación alemana habían sido desacreditados o estaban ocultos. El saqueo, el hambre, la rebelión, eran los ceñudos camaradas que seguian a esa guerra. Los alemanes se habían apresurado a explotar esa circunstancia, dejando en pos a espias y saboteadores para que continuaran la guerra desde la retaguardia de los ejércitos aliados. En todo reinaba la confusión y muchos civiles aprovechaban al máximo su oportunidad para saldar viejas cuentas y para satisfacer sus deseos lejos de la fiscalización policial. Debía establecerse rápidamente el imperio de la ley y el orden. Nada les habría gustado más a las fuerzas alemanas que conseguir el retiro del frente de tropas aliadas para la tarea de restablecer la seguridad en la retaguardia. Los métodos que adoptamos, por lo tanto, eran duros y enérgicos, pero, por lo menos, eficaces. Se crearon grandes campamentos tomando espacios libres y cercandolos con sólidos círculos de alambre de púa. Se apostaron ametralladoras en torno del perímetro y con la mira orientada para disparar indistintamente hacia adentro y hacia afuera. Las alambradas eran patrulladas por guardias y la puerta o puertas de acceso custodiadas sin cesar por centinelas. A todos los desamparados, los refugiados, los sospechosos de colaboracionistas y espías, los internaban en esos campamentos y luego se los clasificaba gradualmente. Apenas habían podido probar su inocencia los ciudadanos honrados, los trasladaban a un alojamiento más agradable. Gradualmente, mediante este constante tamizamiento, sólo quedaba la "escoria" y a ésta se la interrogaba, juzgaba y castigaba de acuerdo con lo que merecía. Este método implica privar de la libertad durante varios días gente inocente pero, desgraciadamente, en la guerra los inocentes tienen que sufrir a menudo por el triunfo de la buena causa. No podíamos permitirnos el lujo de cometer errores susceptibles de dificultar el avance de los ejércitos aliados.
Después de la liberación de Amberes, concerté la creación de uno de esos grandes campamentos en las cercanías. Un día, pasaba casualmente cerca de su puerta principal cuando oi un gran alboroto y me aproximé para averiguar qué pasaba. El espectáculo era sorprendente. Junto al centinela de guardia, se destacaba una figura imponente, todo un gigante. Medía mas de dos metros de estatura y era de un ancho desmesurado, con un tórax macizo que ponía en tensión su camisa kaki y amenazaba con hacerla estallar. Sus bíceps, que abultaban bajo las mangas, parecian ser del tamaño del muslo de un atleta. Debía pesar unas 252 libras, pero era duro y macizo, todo un gran monolito humano. Como si su aspecto físico no bastara para destacarlo entre la multitud, las armas que llevaba consigo lo asemejaban a un arsenal móvil. En su cinturón de cuero tenia metidos dos cuchillos de combate, de acero. Sobre su cadera derecha llevaba dos grandes pistolas Luger, con las miras fijas en los 1.000 metros. Una subametralladora Schmeisser estaba atravesada sobre su enorme pecho y parecía por contraste innocua como una pistola de agua. Sus bolsillos acusaban un bulto que, para mis ojos, revelaba la presencia de granadas de mano. Aquella gigantesca aparición tenía a una muchacha con cada brazo y estaba rodeada por una bandada de admirativos jóvenes holandeses que le rendían culto evidentemente como a un héroe. El centinela que le cerraba el paso se mostraba vacilante y turbado. Cuando me acerqué al grupo desde detrás, le oí decir al gigante, con voz de trueno: -Ach, estas dos muchachas son buenas patriotas holandesas. Digale a su coronel que el gran King Kong responde por ellas. Deben ser liberadas imnediatamente para que beban conmigo. Naturalmente, yo había oído hablar de aquel King Kong, el audaz caudillo de las fuerzas holandesas de la resistencia y a quien se le había apodado así por razones obvias. Su nombre era venerado en la Europa Ocupada a causa de su fuerza brutal, de su intrepidez y de los brillantes golpes que les asestara a los alemanes. Pero no tenía derecho a entrar fanfarroneando en mi campamento, a aferrar a un par de muchachas y a llevárselas antes de que las hubiesen absuelto de culpa y cargo las autoridades competentes. Podía ser un héroe en su esfera, pero ahí era un intruso. Le grité: -Oiga. Venga aquí. Giró sobre sí mismo en redondo, parpadeó y soltó a las muchachas. Se golpeó el poderoso pecho con un índice que parecía tan grueso como mi muñeca y me dijo: -¿Me habla a mí? -Sí, a usted, Venga aquí. Vaciló y luego avanzó con aire de matasiete hacia mi, dominandome con varias pulgadas de estatura aunque soy de talla mediana. Antes de que tuviera oportunidad de hablar, toqué las tres medallas de oro que aquel hombre lucía en la manga.
-¿Con qué derecho usa esto? ¿Es usted capitán? Y, en ese caso ¿de qué ejército? Dejó escapar su aliento contenido, con un gruñido. - Oiga. Llevo estas tres medallas por autorización de las Fuerzas Holandesas del interior.. ., ¡el movimiento clandestino! -¿De veras? ¿Y quién es usted? -pregunté, fingiendo ingenuidad. -¿Yo? Lo asombraba que alguien pudiera ser tan ignorante. Se volvió hacia sus leales parciales y se encogió de hombros con alarde, como diciendo que aquello era la octava maravilla: un hombre que no reconocía a primera vista al gran "King Kong". -¿Quién soy yo? Pero, coronel... Todos saben quién soy yo. Y su voz bramó: -Vivo en el castillo Vittouk, cuartel general del movimiento resistencia holandés. Hizo una pausa e hinchó su poderoso pecho hasta que pareció que reventarían los botones de su camisa. -Yo... ¡yo soy King Kong! -El único King Kong de quien he oído hablar fue un gran mono relleno - repliqué, con voz suave. Entre los aduladores que lo seguian hubo grandes risitas. King Kong crispó los puños y apretó los dientes de tal modo que, por un momento, se pareció realmente a su tocayo cinematográfico. Mi mano se deslizó aprensivamente hacia la pistola automática Walthur que llevaba siempre en mi pistolera del hombro. Comprendí que, si mi interlocutor lograba asirme con aquellos gigantescos puños, me rompería en dos con la misma facilidad con que se quiebra un palo seco. Pero se limitó a mirarme furiosamente, sin moverse. Adivinando mi ventajosa situación, lo apremié: -Ya que no posee el grado de capitán del ejército holandés, no tiene derecho a ostentar las insignas propias de tal - dije, y tendiendo la mano, le arranqué la tira de paño con tres estrellas que lucía sobre la manga. Su mandíbula de hombre de Neandhertal se desencajó y su rostro se demudó. A esta altura, mi mano jugaba con el mango de mi pistola por si me atacaba en un repentino arranque de amor propio herido. Pero retrocedió en vez de avanzar. Por un momento, el gran
King Kong pareció confuso, como un chiquillo escapado de la escuela. Luego, apelando a toda su dignidad, gritó: -Me quejaré formalmente de su trato en el castillo de Wittouk, sin demora. Y se alejó dando grandes zancadas y dejando boquiabiertos al corrillo de admiradores y a las dos muchachas con su repentina partida.
De modo que ése fue mi primer encuentro con King Kong. Si se hubiera portado en la forma usual, me habría alegrado saludarlo y presentarle mis respetos al gran caudillo de la resistencia, el "Pimpinela Escarlata" de Holanda, que había salvado de la Gestapo a docenas de refugiados y aviadores aliados derribados sobre la Holanda ocupada llevándolos por las rutas de evasión secretas; que había librado audaces escaramuzas con la Sicherheitsdienst nazi, la temida policía de seguridad S.D., y que se había burlado de sus esfuerzos para atraparlo. Si se hubiera atenido a la cortesía formal de pedir permiso para entrar en el campamento, yo lo habría acogido cordialmente y descorchado una botella de vino en su honor en el comedor de los oficiales. Pero como oficial de seguridad superior del campamento, no estaba dispuesto a permitir que se mofaran de mi autoridad y les dieran un mal ejemplo a los internados y a los guardias permitiendo que un civil, por bien ganada que tuviese su fama, violara todas las normas de la etiqueta militar y pisoteara los reglamentos. Al meditar más tarde sobre el encuentro, me pregunté si no habría tratado en forma demasiado sumaria a mi imprevisto visitante. Desinflar tan públicamente su arrogancia podía ser una expresión injustificada de exagerada oficiosidad. En primer lugar, King Kong se había portado mal, pero quizás lo hubiera hecho por mera ignorancia de las costumbres militares. ¿No me habría portado yo igualmente mal, si no peor, al tratarlo con indebida severidad? Y entonces se me ocurrió una idea extraña, uno de esos relámpagos de intuición que suelen traer a la zaga una secuela imprevista de pensamientos. ¿Por qué se había sometido tan mansamente King Kong a mi brusco trato? Cualquier hombre con su sobresaliente hoja de servicios, aunque no tuviera razón, se hubiera mantenido firme y defendido, sobre todo estando rodeado de admiradores. Aquella conducta no parecía natural en él y propia de su reputación. Quizás conviniera practicar una investigación. Al volver al cuartel general de seguridad de la S.H.A.E.F., mandé por mi ayudante. Era un joven notable que, durante su variada carrera, había sido sargento de la Legión Extranjera francesa y también espía en Tanger. Poseía una memoria enciclopédica, que era el receptáculo de hechos sueltos y de informaciones sobre los movimientos clandestinos de resistencia de toda Europa y sobre los espías que trabajaban a ambos lados de la "cerca". -Dígame, Vilhelm -le pregunte. ¿Qué sabe sobre el caudillo de la resistencia apodado King Kong?
Mi ayudante guardó silencio durante unos instantes, mientras su rostro se contraía con aire concentrado y luego me expuso con mecánica precisión los hechos: -Su verdadero nombre es Christian Lindemans. Nació en Amsterdam, es hijo del propietario de un garage. Ex pugilista y luchador. Se dice que ha matado a varios hombres en riñas de taberna. Se registran los nombres de docenas de muchachas que han sido sus amigas. Vilhelm sonrió taimadamente y me preguntó: -¿Le gustaría conocer sus nombres? Meneé la cabeza. -¿Algo más? -Sí, señor. Es el mayor de cuatro hermanos. Todos trabajan en el movimiento de resistencia, especializándose en evasiones. -¿Han matado a alguno de ellos? - pregunté. La memoria de Vilhelm lo abandonó momentáneamente. Se aceicó a un archivo y después de mirar las gavetas, eligió una. Hojeó el legajo e hizo una pausa. -No. A ninguno. Uno, el menor, ha sido capturado por la Abvehr y también lo fue una bailarina de cabaret llamada Verónica, que aparece aqui como íntima de Lindemans. Ambos trabajaban en el asunto de las evasiones. Mi ayudante paseó velozmente el dedo hasta el pie de la página y agregó: -Pero los dos fueron puestos en libertad. -¿Fueron que? Mi ayudante se encogió de hombros. -Eso es lo que dice .qui... Puestos en libertad. Parece extraño que el espionaje alemán suelte a sus prisioneros. Pero eso es lo que dice el informe. -¿Algo más? - le pregunté. Mi tensión íntima crecía, y mis sospechas, que empezaran por ser un vago malestar, se estaban concretando.
-Sí, señor. Lindemans fue capturado por la Gestapo en una incursion, pocas semanas después. Según veo, recibió un balazo en un pulmón. Su propio grupo del movimiento de resistencia lo rescató al poco tiempo de la prisión del hospital, después de un intenso tiroteo. -¿Muchos muertos? -Sí. Un guardia de las tropas de asalto murió y hubo dos heridos. Pero los hombres del movimiento de resistencia salieron peor librados aún. Lindemans escapó con tres de ellos, pero los otros cuarenta y siete resultaron muertos. Cayeron en una emboscada al retirarse del hospital. -Parecería, casi, que los alemanes lo sabían de antemano dije, con lentitud. Vilhelm me miró fijamente y sus ojos se contrajeron. Adivinaba las ideas que rondaban mi cerebro. Luego, asintió, pero no dijo nada. -Me llevaré esto por dos o tres días dije, tendiendo la mano hacia el legajo que yacía sobre la mesa entre nosotros-. Con un poco de suerte, quizás pueda agregarle un par de páginas. Por la mañana, parto para Bruselas.
Ya en Bruselas, descubrí que el problema no consistía tanto en localizar a los hombres y mujeres que habían conocido intimamente a Lindemans, como en eliminar a las docenas de personas que aseguraban conocerlo íntimamente. Héroe nacional en su nativa Holanda, era también una figura popular en Bélgica y muchos querían calentarse al sol de su gloria, pasando por amigos íntimos suyos. Yo podría llenar las páginas de otro libro con los diversos relatos sobre sus proezas -algunos con una pizca de verdad, pero en su mayoría absurdas invenciones, que me narraron quienes se jactaban de conocerlo. Yo no buscaba a personas que habían pasado un día con King Kong y se consideraban desde entonces sus compañeros de armas de mayor confianza. Necesitaba hombres que hubieran trabajado realmente en el movimiento de resistencia a su lado y que pudieran apuntalar o rechazar la teoría que se estaba formando en mi espíritu. Poco después, encontré la pista de uno de esos hombres y concerte una cita con él en el Café des Vedettes. Charlamos amablemente y no tardé en deducir de sus observaciones que conocía realmente a Lindemans y había trabajado con él. -¿Fué usted uno de los afortunados que se salvaron de la incursión al hospital? - pregunté. -No, por desgracia no figuré en ese grupo. Obtuve este pequeño "souvenir de la guerre" un mes después, poco más o menos. Mi interlocutor se quitó la grasienta boina negra y me señaló orgullosamente una cicatriz de bala que formaba una nítida trayectoria a lo largo de su cráneo.
-Se escapó por estrecho margen - observé. Sonrió. -Sí, señor -dijo-. El suficiente para mi salud. Esa bala me habría dado un disgusto si hubiera penetrado una pulgada más abajo. -Le diré, señor. Estábamos dinamitando un puente. Yo estaba inclinado, ajustándole las mechas a las cargas debajo del pilar del puente cuando, así -y mí interlocutor hizo chasquear los dedos rápidamente, una vez, dos veces, tres veces- las balas empezaron a crepitar a mi alrededor. No sé cómo, los nazis habían descubierto nuestro plan, tendiéndonos una emboscada. El sobresalto me hizo caer del puente al río y, afortunadamente, tuve suficiente presencia de ánimo para quedarme debajo del agua hasta que la corriente -muy veloz allí- me alejó del alcance de sus balas. ¡King Kong, nuestro caudillo, se mostró soberbio! Se escapó bajo sus propias narices. Pero los demás... Mi interlocutor se encogió de hombros. -¿Con qué disparaban? -pregunté~. ¿Con ametralladoras?
El pequeño y honrado patriota belga volvió a ponerse su sucia boina negra. -No, por extraño que parezca. Habría sido lógico esperar ametralladoras en un caso así, pero usaban en cambio fusiles como de los tiradores al acecho. Nos derribaron uno tras otro, como cuando se hacen caer latas de una pared. Todos nuestros hombres fueron alcanzados -y eran ocho menos King Kong. No pudieron acertarle. ¡Qué hombre! ¡Ese sí que nació con suerte! -Es extraño dije, en voz baja-. Era el más grande de los blancos... y no pudieron herirlo.
- ¡Un blanco tan grande! Pero ¡nuestro gran King Kong era demasiado astuto para ellos! Un cuadro definido comenzaba a cobrar forma en mi espíritu. Por un lado, teníamos a aquel famoso caudillo de la resistencia, al hombre cuya audacia y titánica fuerza y aventuras románticas lo habían convertido en el ídolo de los holandeses patriotas y le habían conquistado una popularidad casi equivalente entre sus camaradas belgas. Un caudillo nato que les había causado mucho daño a los nazis y que había arriesgado la vida repetidas veces por su patria. En cambio, por otro lado, el desfavorable, aparecían cuatro hechos que no permitían aún llegar a ninguna conclusión. King Kong se había mostrado extrañamente aprensivo cuando yo lo increpara con motivo de las insignias militares que no tenia derecho a ostentar. No se había portado como un hombre honesto que no tiene nada que temer. La Gestapo había liberado a su hermano y a su amiga del cautiverio. No era propio de la Gestapo
perder la oportunidad de vengarse, aunque sólo fuese indirectamente, de uno de sus más odiados enemigos. El tercer hecho y el cuarto eran que, por lo menos en dos ocasiones, independientes la una de la otra, alguien había delatado a la Gestapo una incursión del movimiento de resistencia con suficiente anticipación para permitir que los nazis tendieran una cuidadosa emboscada. En ambos casos, el único factor común que había logrado escapar era el caudillo... King Kong. La prueba distaba de ser decisiva, pero superaba ampliamente ya la etapa de la mera coincidencia. Le serví un poco más de vino tinto al pequeño patriota del movimiento de resistencia. -Dicen que King Kong atrae a las mujeres - observé, con aire negligente. - ¡Oh, sí, señor! Ahí sí que la gente no se equivoca. Es un galan: no hay una sola muchacha que no daría cualquier cosa por sentirse ceñida por esos grandes brazos. Dicen que la bonita heredera que vive en el gran castillo que está sobre la loma, pasando Laeken, le regaló todas sus joyas, objetos heredados de su familia, para los fondos de guerra de su grupo del movimiento de resistencia. Mi interlocutor sonrió, con aire tolerante. -También dicen que King Kong les regaló las joyas a otras muchachas aqui, en Bruselas. Nunca hubo un gran hombre sobre el cual no difundieran sucios rumores los envidiosos. Poco después la entrevista concluyó. Me dirigi inmediatamente al castillo próximo a Laeken y encontré en casa a la castellana. Después de las cortesías preliminares, empezamos a hablar de Lindemans. Sí; ella le había regalado las joyas de su familia, pero tuvo buen cuidado de subrayar que la había impulsado un interés patriótico por el movimiento de resistencia. King Kong, sin duda, era un gran hombre, pero tenía sus flaquezas. Ella sospechaba que había distraído las joyas en provecho propio y no en favor de la resistencia. -¿Qué le hace suponer eso, condesa? - pregunté. -No me gusta decirlo, porque después de todo es un valiente y ha hecho cosas muy hermosas por Bélgica. Pero un día vi que una muchacha de la ciudad lucía uno de mis aretes de esmeraldas. No era una muchacha respetable... ¿comprende? El arete le había pertenecido a mi madre y no me parecía conveniente que una muchacha como aquélla lo usara. Supuse que quizás lo hubiesen vendido los hombres del movimiento de resistencia para conseguir dinero, de modo que le pregunté a la muchacha si quería vendérmelo, sin decirle que en otros tiempos me había pertenecido. Dijo que King Kong se lo había regalado y que la estrangularía si lo vendía. -¿Descubrió usted el nombre de esa muchacha? La condesa suspiró. -¡Ah! ¡Si se tratara solamente de esa muchacha! No, había dos: Mia Zeist era una de ellas y la otra se llamaba..., veamos..¡ah,..., Margaretha Delden! Aqui son harto conocidas como muchachas de taberna.
Afortunadamente, la castellana no alzó los ojos al hablar, porque habría notado una expresión extraña en mi fisonomía. ¡Mia Zeist y Margaretha Delden figuraban en mis legajos de seguridad como agentes a sueldo y muy bien pagadas de la Abwehr alemana! Después de dar por terminada la entrevista lo antes que pude sin violar los convencionalismos sociales, volví a Bruselas con toda la rapidez que lo permitió mi" camuflado" automóvil. Allí, llamé por teléfono al cuartel general del servicio secreto de Amberes. Después de alguna demora, vino al teléfono mi ayudante Vilhelm. ¿Tenía él las direcciones de Mia Zeist y Margaretha Delden? Sí, podía proporcionármelas, y a los pocos minutos así lo hizo. Le pedí al servicio de espionaje holandés de Bruselas que me facilitara un par de policías de seguridad y nos precipitamos a la primera dirección. Llegamos tarde. El departamento estaba vacio. Mia Zeist había huido... a Viena, según supimos más tarde. Saltando al automóvil oficial que nos llevaba, nos trasladamos al departamento de Margaretha Delden. La puerta estaba sólidamente atrancada. No teníamos orden de allanamiento, pero no había tiempo para observar las lindezas de la etiqueta. Derribamos la puerta y la encontramos en la cama. Normalmente, debía ser una linda muchacha, pero el veneno no contribuye a mejorar las facciones. Su rostro era de un color moteado, como el de esas páginas en blanco jaspeadas que uno suele encontrar en los libros viejos y en los de contabilidad. Respiraba aún cuando la encontramos, pero murió esa tarde en el hospital sin haber dicho una sola palabra. De modo que me veía obligado a eliminar de la lista a dos testigos vitales de lo que yo llamaba mentalmente "el caso Lindemans". El uno había huido prudentemente a tiempo. El otro se había suicidado y al morir le había sido fiel a Lindemans hasta el fin, aunque para él Margaretha sólo era una de tantas. Recobramos el arete de esmeralda de la condesa, pero esto era un pobre consuelo. Me pasé otro día y otra noche en Bruselas, registrando las callejuelas, los cafés sórdidos y los subsuelos humosos en procura de más detalles sobre la carrera de Lindemans. Gradualmente, las piezas del rompecabezas se estaban uniendo. Varios testigos independientes confirmaron que, al ser capturado por la Abwehr su hermano menor, Lindemans estaba muy endeudado. A pesar de su popularidad, varios comerciantes y particulares a quienes debía sumas relativamente importantes amenazaban con ejecutarlo judicialmente. También supe que la bailarina de cabaret Verónica, que había sido capturada al mismo tiempo que su hermano menor, era el amor de King Kong desde la infancia. A pesar de los innumerables amoríos y aventuras eróticas de King Kong, ella le había sido siempre fiel y él siempre había vuelto finalmente a su lado. Los nazis debían saberlo y, sin embargo, habían dejado en libertad a Verónica y al hermano menor de Lindemans, sin romperles siquiera una pierna, o ambas, ni arrancarles una uña como recuerdo de su forzada visita. No era propio de los nazis mostrarse tan clementes.
Otros castigos confirmaron que, coincidentemente con la liberación de su amada y de su hermano, Lindemans se había vuelto de improviso más opulento. No sólo pagó todas sus deudas, sino que vivía más turbulenta y lujosamente aun. También se tornó cada vez más temerario en sus guerrillas contra los nazis. Cada incursión era más audaz que la anterior y en todas había numerosas bajas. Pero siempre el heroico caudillo resultaba ileso, huyendo con su arsenal de armas y usando de su gigantesca fuerza para salvarse. Profería terribles juramentos y amenazas de venganza contra el Judas que sin duda los había traicionado, revelando con anticipación aquella correría; pero, cosa extraña, el traidor nunca fue descubierto. Y, cosa trágica, nunca faltaban voluntarios que
acompañaran en sus incursiones al temible King Kong. Se consideraba un honor arriesgarse a una muerte casi segura a su mando.
Me pareció extraño que ni siquiera la sombra de una sospecha hubiese mancillado la reputación de King Kong. Todos los sobrevivientes cuyos relatos había escuchado yo elogiaban a voz en cuello su audacia y su inventiva. Seguramente, pensé, tarde o temprano debía ocurrirsele a alguien que la circunstancia de que el propio King Kong se salvara siempre era una coincidencia extraña. Al meditar sobre el particular, comprendí que la extension misma de su reputación podía ser una capa formidable para ocultar sus actividades de traidor. Aquel fanfarrón gigante, con su valor y sus hábitos derrochadores, debía parecerles un ser casi sobrehumano, indestructible, a los hombrecitos desconocidos -los verdaderos héroes- que lo adoraban y que iban alegremente al encuentro de la muerte a cambio de una sonrisa y una palmada en la espalda de una de sus enormes manos. Y estaba de por medio, siempre, el ineludible hecho de que él mismo había sido herido, recibiendo un balazo en el pulmón, y que lo había capturado la policía de seguridad alemana. Esta idea me obligó a hacer un alto. ¿Obraba yo prematuramente al condenarlo como espía, a pesar de las pruebas acumuladas contra él? Ni siquiera el gordo Herr Strauch, del servicio de inteligencia nazi de Holanda, arriesgaría así la vida de un agente valioso sólo para agregarle detalles circunstanciales a la apariencia de un arresto. Medité en ese problema durante varias horas, fumando un cigarrillo tras otro. Aquélla era la única pieza que desbarataba por completo el rompecabezas que yo estaba reuniendo a conciencia. En todos los demás aspectos, Lindemans debía inspirar serias sospechas como traidor. Pero aquel solo hecho inexplicable parecía poner en duda su culpa. Y entonces, accidentalmente, se me ocurrió una explicación posible. Como lo hacía siempre por costumbre, yo estaba verificando todos los eslabones de la cadena de pruebas del caso Lindemans que poseía hasta aquel momento. Había llegado al punto en que la condesa hablara de Mía Zeist y Margaretha Delden. Para hallar sus direcciones, yo había tenido que telefonear a la propia Amberes, aunque estaba en realidad en Bruselas, la ciudad natal de ambas. El servicio de seguridad local ignoraba sus direcciones. El cuartel general de inteligencia holandés de Bruselas tampoco las
sabía. Pero el servicio de inteligencia de la S.H.A.E.F. sí las sabía. Todos estábamos en el mismo bando, luchando por la misma causa, pero no habíamos puesto en común nuestra información. Siempre había esas pequeñas rivalidades y celos, el impulso de conservar las "joyas" informativas dentro del servicio de cada uno, cosa que tendía a dificultar la cooperación entre los distintos servicios y los distintos paises, todos los cuales estaban ostensiblemente del mismo lado, con el mismo fin. Como la naturaleza humana era poco más o menos la misma en toda la extensión del mundo, resultaba razonable suponer que una rivalidad análoga podía existir entre las tres ramas del servicio de inteligencia alemán: la Gestapo (policía de seguridad de las tropas de asalto), la Abwehr (Servicio de Contraespionaje) y la Sicherheitsdienst (la policía de seguridad de campaña alemana). Si, como yo lo sospechaba, Lindemans era un traidor a sueldo de la Abwehr, ya que sus dos amigas, de tan mala reputación, pertenecían a esa organización, era fácil que ni la Gestapo ni la policía de la SD lo supieran. Considerándolo uno de los caudillos más temibles del movimiento de resistencia y era el guerrillero menos capaz de disimular su corpulencia y su aspecto, debían de haber disparado contra él al verlo, descubriendo sólo después que era un aliado valioso. Si este razonamiento era cierto... ¡ qué bendición indirecta había sido aquella herida de bala para Lindemans! Era la respuesta perfecta para quien quiera lo sospechara traidor. Y gracias a aquel irónico gesto de la suerte había podido seguir su camino ileso, traicionando a sus camaradas y llevándolos a la muerte. ¡Y quién sabe también cuántos agentes británicos y belgas, en la ruta de evasión de la Europa Ocupada, habían sido entregados por él a las torturas de la Gestapo! Llegué a la conclusión de que las pruebas existentes contra Lindemans eran lo bastante sólidas para justificar que yo lo interrogara personalmente. Envié un mensaje al cuartel general del Servicio de Inteligencia holandés del castillo de Wittouk, adonde se suponía que Lindemans se había quejado días pasados de mí por mi audaz conducta al arrancarle sus distintivos. De más está decir que no había cumplido su amenaza. En cambio, dije que quería tener oportunidad de hablar con él, aunque cuidé de no revelar el propósito esencial oculto detrás de mi deseo. Lindemans tenia muchos amigos altamente colocados, como era natural tratándose de un caudillo tan famoso del movimiento de resistencia, y yo no me atrevía a arriesgarme a la posibilidad de que alguna observación casual o "dato confidencial" deliberado lo pusiera en guardia contra mi verdadero propósito. De modo que avisé simplemente que Lindemans debía presentarse ante mí a las once de la mañana en el Palace Hotel de Bruselas, donde estaban alojados entonces los oficiales de la S.H.A.E.F., entre ellos yo.
A la mañana siguiente, acudí puntualmente a la cita. Era mañana tibia y fragante, en que sólo parecía posible la paz la luz del sol. Pero la guerra estaba a unos pocos kilómetros de distancia, y en todas partes, hasta en la sala de recibo de aquel lujoso hotel, el conflicto bélico había dejado su sello. Los militares se habían instalado allí y las mesas plegadizas de aspecto comercial y las sillas de madera habían substituido a las lujosas butacas donde se arrellanara antaño la "élite" social de Bruselas para canjear habladurías al tomar el café. Dieron sin estridencias las once en el reloj de pared, pero Lindemans no había aparecido aún. Eso no me preocupaba. No podía dejar de venir, ya que yo había dejado instrucciones concretas, pero podía refirmar su innata arrogancia llegando tarde. Mientras yo repasaba mentalmente las preguntas que le formularía, mi mano derecha sintió el tosco consuelo del dentado contacto de mi pistola automática Walthur, floja en su pistolera. Estaba amartillada. Una leve presión y estaría pronta para la acción. Quizás Lindemaus no advirtiera que aquel encuentro era para él una cuestión de vida o muerte, pero yo sí que lo advertía. Comparado con su talla y sus fuerzas, yo era un pobre encanijado, y en un combate sin armas, mi vida no habría tenido el menor valor apenas un contrincante me hubiera puesto encima sus poderosas y velludas manos. Pero... ¿acaso no había llamado a la pistola automática "el viejo igualador" el escritor de Broadway Damon Runyon? La circunstancia de tener el arma a mi alcance eliminaba la diferencia física existente entre Lindemans y yo. Yo tenía cierto talento natural para el tiro y las horas de práctica con mi favorita la pistola Walthur me habían convertido en un perito en la materia. De todos modos, si las objeciones de King Kong a mis preguntas eran demasiado vehementes, me sería muy difícil errar el vasto blanco que presentaba Lindemans del otro lado de la angosta mesa del hotel. Los minutos transcurrían y el gigante no había aparecido aún. Yo esperaba verlo llegar con unos diez o quince minutos de atraso, hasta media hora si quería desquitarse de la humillación sufrida en el campo de seguridad de Amberes, pero eran ya las doce pasadas y no había llegado. Empecé a preguntarme si no habria juzgado desacertadamente su altanería. ¿Confiaría tanto Lindemans en su reputación y en sus amistades con los políticamente poderosos que se atrevía a desobedecer una orden concreta? Yo había esperado casi dos horas cuando descubrí la respuesta.
Dos jóvenes capitanes holandeses entraron ágilmente en la sala de recibo del hotel. A juzgar por su aspecto y los galones que lucían, pertenecían al estado mayor del cuartel general holandés. Se me acercaron y me hicieron el saludo militar a un tiempo. Uno de ellos habló: -¿Espera usted a Lindemans, señor? -Sí. Y estoy aquí desde hace cerca de dos horas.
-Lamentamos. que lo hayan hecho esperar, señor. Lindemans no podrá asistir a la cita. Ha recibido otras órdenes. -¿Otras órdenes? ¿ordenes de quién? Me estaba sintiendo irritado, pero no quería que aquellos jóvenes tan pulcros lo notaran. Se cuadraron más aún y con tono respetuoso, como el murmullo con que los fieles se refieren a Dios, el que había hablado dijo: -Lindemans partió esta mañana con una misión especialísima. Se me anudó la garganta, a tal punto que no pude hablar. Había confiado en que, después de esa entrevista que ahora no se realizaría, las traicioneras actividades de Lindemans se verían interrumpidas, aunque yo no probara inmediatamente su culpabilidad. Y ahora, él no sólo me eludía, sino que llevaba probablemente en ese preciso momento a los valientes soldados del movimiento de resistencia a una trampa hábilmente preparada. -¿Con las Fuerzas del Interior? - pregunté. Los dos capitanes vacilaron y luego asumieron el aire importante de casi todos los hombres cuando conocen un secreto de mayor cuantía que su interrogador desconoce -No, señor. Ha sido agregado a las fuerzas canadienses para unos trabajos especiales de seguridad, pero no se nos ha autorizado a decirles cuáles son, señor. (Más tarde supe qué había ocurrido. Los canadienses necesitaban a un nativo realmente digno de confianza que pudiera penetrar secretamente en Eindhoven, la cual estaba aún en manos de los alemanes, y entrar en contacto con el caudillo del movimiento clandestino de esa zona. El emisario debía informarle a ese caudillo que, en la mañana del domingo siguiente, 17 de septiembre, tendrían lugar grandes lanzamientos de paracaidistas y explotar la confusión alemana inicial. Los canadienses se comunicaron con el Cuartel General Holandés, que inmediatamente pensó en Lindemans como el hombre indicado para aquella misión, sin sospechar que era un traidor y que yo estaba sobre su pista. No se los puede culpar por no haber sospechado de Lindemans, aunque podría añadirse que conocían desde hacía meses los hechos concernientes a él, la circunstancia de que se salvara siempre milagrosamente de las emboscadas, y esos hechos resultaban tan raros que me habían bastado unos pocos días para reunirlos y valuarlos. Enviar a Lindemans con semejante misión equivalía a anunciar por radiotelefonía la noticia del inminente lanzamiento de tropas aerotransportadas en un noticioso de la B.B.C.). Pero yo ignoraba que pronto tendrían lugar aquellos lanzamientos. Sólo podía confiar ¡piadosa esperanza!- en que la misión especial que se le había encargado a Lindemans no nos costara demasiadas víctimas. Lo único que podía hacer era apelar al último recurso de quienes han fracasado: redactar mi informe oficial y enviárselo a la S.H.A.E.F.
Lo que sucedió tres días después es demasiado conocido para que no baste con la más sucinta de las descripciones. El 17 de septiembre, al amanecer, tuvo lugar el lanzamiento más grande de tropas aerotransportadas que registra la historia de la guerra. Casi diez mil hombres de la Primera División Británica de Paracaidistas fueron lanzados en Arnhem, mientras que veinte mil paracaidistas norteamericanos y tres mil polacos descendieron en Grave y Numegen. Su tarea consistía en asegurar y retener las cabeceras de puente sobre el canal Maas, el río Maas y el Neder Rihn, mientras que las puntas de lanza blindadas del grueso de las fuerzas aliadas se dirigían por la carretera principal para el enlace con esos puestos avanzados y para forzar la travesía de las aguas en masa. La operación, de acuerdo con su nombre de clave -Operación Mercado-Jardin", consistía en algo así como ensartar abalorios a un collar de fuerzas blindadas y poder de fuego. El plan era audaz y todo dependía del efecto sorpresivo que se lograra dejando caer tropas paracaidistas detrás de las lineas del frente enemigo. Si se tomaba totalmente de sorpresa a los alemanes de las zonas de la retaguardia, se calculaba que pasarían varios días antes de que pudieran reagruparse para un ataque contra las cabeceras de puente de los paracaidistas. A esta altura, el grueso de las fuerzas estarían muy avanzadas y si las tropas aerotransportadas, provistas de víveres y municiones arrojados por los aviones, lograban sostenerse, resultaría una brillante victoria. Todo pareció desarrollarse de acuerdo con el plan trazado. Los reconocimientos aéreos de la mañana del 16 de septiembre revelaron que no había ninguna actividad alemana anormal en la zona de Arnhem. Pero esa noche, cuando oscureció, las fuerzas blindadas alemanas tomaron posiciones en silencio, ubicándose estratégicamente detrás de setos y zanjas alrededor de la zona vital de los lanzamientos. Al amanecer, las tropas aerotransportadas cayeron del cielo gris, pero no hallaron al enemigo sorprendido ni perplejo. Desde el primer momento resultó evidente que algo marchaba mal, pero a esta altura todos pensaron en que, a raíz de una coincidencia afortunada, los alemanes habían consolidado sus fuerzas blindadas y su infantería en el único lugar donde no se las esperaba ni quería. Después de nueve días, nueve días de valiente y desesperada lucha contra un enemigo que los había cercado por todas parles, mientras se agotaban los alimentos y las municiones y el círculo defensivo se estrechaba tanto que era más probable que los abastecimientos lanzados desde el aire cayeran entre los alemanes que entre los sitiados, dos mil cuatrocientos sobrevivientes de la heroica fuerza "Los Diablos Rojos de Arnhem" lograron abrirse paso con violenta lucha y ponerse a salvo cruzando el río Maal, dejando atrás siete mil bajas. El audaz golpe había fracasado. Y Montgomery había sufrido su primera y única derrota de proporciones de la guerra. El conflicto bélico debía prolongarse durante otros ocho meses de muertes y devastación. En el "invierno negro" de compuertas destrozadas y cosechas pisoteadas que seguiría luego, debían morir a causa de las inundaciones y el hambre casi doscientos mil holandeses. Pero, con todo, nadie parecía
sospechar aún, fuera de mi, la verdadera causa del fracaso de la operación. Era "una de esas cosas", "la suerte del juego", etc. Como yo estaba seguro intimamente de que Lindemans era un traidor, al descubrir más tarde algunos indicios sobre lo que habia traído a la zaga su misión secreta entre los canadienses, yo había sumado dos más dos y el total se había acercado sospechosamente a cuatro.
Mientras tanto, aunque yo estaba muy ocupado con otros casos, no había archivado el asunto Lindemans. El informe que le enviara a la S.H.A.E.F. había sido cuidadosamente encasillado sin duda en algún rincón de ese enorme cuartel general. El departamento de inteligencia tenía muchos problemas que estudiar y ese no seria uno de tantos. De todos modos, la mayoría de los oficiales superiores - que debían confiar para su información en lo que les comunicaba por escrito, desecharían probablemente mis sospechas como totalmente fantásticas. Acusar al famoso caudillo del movimiento de resistencia de uno de nuestros aliados de ser un traidor no sólo era absurdo, sino realmente de un gusto dudoso. Esa acusación podía tener fácilmente graves repercusiones políticas y diplomáticas. A ningún soldado le gusta mezclarse en la politica o la Diplomacia cuando está en plena marcha la más grande de las guerras que haya conocido la humanidad. Todos sus instintos lo inducirían a encarpetar tan desagradable problema, si se lo podía convencer por un solo momento de la gravedad de los cargos. De modo que no había sucedido nada más. Siempre que me encontraba con mi igual jerárquico del Servicio de Contraespionaje Británico agregado a la S.H.A.E.F., un hombre de talento que ocupó más tarde algunos de los cargos pohúcos más importantes del país, yo lo sondeaba con respecto a Lindemans. Se mostró siempre cortes, pero advertí que no lo impresionaban mis deducciones. un hombre tan hábil y de experiencia directa en materia de contraespionaje no confiaba en mis afirmaciones, era mucho más improbable que los oficiales de la S.H.A.E.F., acuciados por sus cargos con muchos problemas de urgencia inmediata que solucionar, siguieran mis sugestiones. De modo que, durante seis semanas, nada resultó de mi esfuerzo por hacer detener a Lindemans. Por el momento, no habia una prueba absoluta de su culpabilidad, sino sólo pruebas circunstanciales apoyadas por deducciones. Luego, una noche, se presentó dramáticamente la prueba adicional. El avance aliado había proseguido, aunque desde el trágico fracaso de Arnhem los ejércitos habían tenido que luchar por cada metro de terreno ganado. Yo estaba en Eindhoven, que ahora había sido tomada, y terminaba un interrogatorio que había durado cerca de tres horas. Como lo he explicado en un capitulo anterior, a esta altura me habían despojado de mis ayudantes y también de mi transporte personal. Estaba trabajando solo y tenía que actuar como interrogador, como juez y como carcelero con mis sospechosos.
El interrogado era un joven holandés llamado Cornelius Verloop. Yo lo habla obligado finalmente, con una celada, a confesar que era un espía. Estaba enloquecido de miedo. Me levanté y me desperecé, quitándome del uniforme las cenizas de los cigarrillos. Verloop me escudriñaba fijamente. -¿Me fusilarán? preguntó, en voz baja. Su garganta estaba demasiado seca para permitirle hablar normalmente. Me encogí de hombros sin contestar. Parecía evidente que lo fusilarían. Era un espía. -En Amsterdam tengo a una joven esposa, señor, una buena holandesa. Es inocente. Lo juro. -¿De veras? No nos proponemos fusilar a su mujer. No somos como sus amos, los alemanes. Desesperadamente, Verloop buscó otro camino. -Le daré informaciones valiosas, señor.. ., a cambio de mi vida. -Estúpido -le dije-. Cualquier información que tenga puede serle arrancada antes de que lo fusilen. Es un procedimiento simple e indoloro. Me miró, con una sonrisa descolorida pero taimada. -Ustedes pueden obligarme a decir lo que suponen yo sé, pero no pueden descubrir hechos que no sospechan yo conozco. -Bueno... ¿Qué sabe usted, mi joven filósofo? En mi tono había un dejo de desdén. Verloop se inclinó ansiosamente hacia mi y apretando los puños el uno contra el otro para ayudarle a su memoria, recitó los nombres y la filiación de todo mi personal del Servicio de Inteligencia. Hasta muchos de los altos oficiales del Cuartel General ignoraban la identidad de algunos de esos hombres, que exponía Verloop. -Asimismo, su agente principal en Bruselas es Paul Leuven y en Amsterdam un hombre que se llama Dampreny, -y... Sentado junto a esa mesa, Verloop recitó con volubilidad la red principal de nuestro sistema de contraespionaje en Bélgica y Holanda. Me afligió la suerte de esos agentes, que estaban aún detrás de las líneas alemanas. Si aquel traidor sabía tanto, quizás sus amos supieran más. Cuidé de que mi voz se mantuviera serena y pregunté, con el tono más negligente que me fue posible: -¿Quién le dijo todo eso?
Se puso en guardia: la esperanza estaba comenzando a refluir a sus venas. -El coronel Kiesewetter, de la Abwehr. En la sede de la Abwehr, en Driebergen.- Pero quién se lo dijo al coronel Kiesewetter es mi secreto. ¿Quiere hacer un trato, señor? Me sentia cansado y por el momento mortalmente harto de la degradación humana con que me venía enfrentando. Había visto a muchos hombres luchar por su vida como ratas acorraladas,- prontos a sacrificar a sus amos, pero, no sé por qué, no podia digerir aquel último caso de sórdido regateo. Como carecía de ayudantes y de medios de transporte, tenía que llevar personalmente a Verloop de vuelta a la prisión, situada en el otro extremo de la ciudad. La noche era oscura y yo no quería que Verloop intentara huir durante el viaje. De modo que saqué una pistola y apuntándola contra él con aire siniestro, le dije: -Vamos, Verloop. Ya estoy harto de sus intrigas. Usted es un traidor y no aumentará su traición regateando conmigo. Sus amigos los nazis han creado reglas para este juego. No yo. De modo que juguemos la partida a su manera. ¿Quién le reveló esos -hechos al coronel Kiesewetter? La esperanzada sonrisa se esfumó de su fisonomia. - A cambio de mi vida, señor... - Hizo un gesto de desesperación. Alcé la pistola y dije: - Levántese. Una noche de insomnio y cavilaciones en la cárcel le haría recobrar pronto el buen sentido. Pero Verloop, aquel astuto espía, interpretó mal mi gesto. Creyó que me disponía a matarlo. -Espere exclamó. con entrecortada voz-. Se lo diré. ¡No -tiré! fue Chris Líndemans... King - Kong. Él se lo dijo al coronel Kiesewetter.
-De modo que ahí, inesperadamente, se me presentaba el último eslabón que completaba mi cadena de pruebas contra Lindemans. Me incliné hacia adelante y apoyé la boca de mi pistola contra el cuerpo de Verloop. Palicedió de miedo y tragó saliva. -¿Fué King Kong quien les reveló el golpe de Arnhem a los nazis? pregunté.
Verloop asintió. No pudo hablar hasta que se le despegó la lengua de los resecos labios y luego las palabras salieron a tropezones de su boca. -Si, se lo dijo al coronel Kiesewetter el 15 de septiembre, cuando visitó el cuartel general de la Abwehr. Le dijo que arrojarían tropas inglesas y norteamericanas. - ¿Dijo dónde? -Ja. Dijo que una división de paracaidistas británicos esperaba que la lanzaran el domingo por la mañana detrás de Eindhoven. Bajé la pistola y contemplé pensativamente a Verloop. Parecía seguro que aquel miserable cobarde había agregado la última pieza que integraba mi rompecabezas. Verloop interpretó mal la pausa y cayendo de rodillas, dijo: -Usted no me matará ahora... ¿verdad? Le he dicho lo que sabía. -Yo no lo mataré --dije-. Pero no puedo hablar en nombre del ejército. Un consejo de guerra decidirá su suerte. Ahora, levántese y en marcha. Mis años de adiestramiento en el contraespionaje me habían enseñado que el desahogo de los sentimientos personales podía ser un lujo peligroso. Pero, por una vez, no pude dominarme. Temblaba de una ira al rojo blanco que me privaba momentáneamente del habla. A pesar de mis frecuentes advertencias, a King Kong se le había permitido ejecutar una misión secreta detrás de las lineas enemigas, donde podría causarle más daño a la causa aliada. Antes, yo sólo había sospechado la verdad. Ahora, la sabia, gracias a aquel desvergonzado traidor, a Verloop. Nada podía borrar la tragedia de Arnhem, pero por lo menos un rápido fin podía ponerle término a la traición de Lindemans, Cuando hube puesto a buen recaudo a Verloop en la cárcel, me lancé, hirviendo de ira aún, al Cuartel General del Servicio de Inteligencia Holandés. Irrumpí en el comedor de los oficiales. Al ver a mis compatriotas arrellanados en sus mullidos sillones y con copas en las manos, mientras escuchaban alguna melodía idiota que surgía del receptor radiotelefónico, mi cólera alcanzó su plena tensión. Permanecí inmóvil, enmudecido de furor. - Uno de mis conocidos me miro. -¿Qué pasa, Pinto? - preguntó -. Está blanco como un sudario. Esta tranquila pregunta hizo desbordar el vaso. -¡Cierren ese receptor! - grité. Descargué un puñetazo sobre la mesa y mientras la música se extinguía crepitando, todos me miraron con sorpresa. Durante un momento, me inspiraron odio aquellos rostros plácidos y boquiabiertos, que se habían vuelto hacia mí asombrados. -¡Maldita sea! - bramé-. Es hora ya de que comprendan que cuando yo digo que un hombre es sospechoso sé lo que digo, Y ¿qué hacen ustedes? Inmediatamente, lo mandan atrás de las líneas enemigas, llevando el mensaje más importante de la guerra!
-¿Qué quiere usted decir? - preguntó alguien, con brusquedad. -Me refiero a Lindemans... a King Kong. Dos de ustedes irán en automóvil al castillo de Wittouk y lo arrestarán inmediatamente. -¡Arrestar a Lindemans! ¡Usted debe de estar loco! Pero si sin armas, con esas manos solamente, podría aplastar a un par de hombres como muñecos de trapo... Además, siempre está armado hasta los dientes. Sería suicidarse. Uno de los oficiales superiores habló: -De todos modos, Pinto..., ¿qué fundamento tiene usted para arrestar a Lindemans? ¿Advierte el escándalo público que eso provocaría? Rápidamente di mis razones. Algo, en mi manera de hablar, debió de revelar mi sinceridad. Pero aún quedaba en pie el problema de arrestarlo sin arriesgar la vida de su escolta. Y entonces, como suele suceder cuando la excitación lo torna a uno más lúcido, la respuesta se me ocurrió con la rapidez del relámpago. -Ya lo tengo - exclamé -. Dos de ustedes - usted y usted irán al castillo de Wittouk y se entrevistarán con Lindemans. Diganle que será condecorado por sus valerosos servicios. Esto seducirá a su colosal egolatría. Convénzanlo de que venga desarmado, de que se ponga una camisa limpia y se peine. Luego, llévenlo a una habitación privada. En el interin, mandaré un mensaje por "teleprinter" a la S.H.A.E.F., pidiendo el envío de diez policías militares al castillo. Cuando Lindemans entre en la habitación, ellos lo dominarán y arrestarán. ¿Entendido?. Los dos oficiales que yo había elegido sonrieron y se pusieron de pie. -Está bien pensado - dijo uno de ellos, mientras se colocaba la pistolera -. Confío en que diez bastarán para dominarlo. Dígale a la S.H.A.E.F. que mande a los más corpulentos que tenga. Ése era el plan... y dió resultado. Como yo sospechaba, la vanidad de King Kong se sintió lisonjeada fácilmente. Apenas hubo oído que lo "condecorarían", dejó que le quitaran las armas con la mansedumbre de un cordero y después de haberse acicalado, fue llevado a una habitación privada destinada a ese fin. - Alli, King Kong avanzó con aire fanfarrón delante de su "guardia de honor" para recibir su premio. Éste llegó bajo la forma de diez policias militares, que lo dominaron, y después de forcejear con él, lo amarraron En toda Holanda no había esposas suficientemente grandes para ceñir sus poderosas muñecas, de modo que, a cambio de ellas, le sujetaron los brazos con cuerdas de núcleo de acero. Cuando fue llevado al aeropuerto de la R.F.A., en Amberes, ordené que también le amarraran las piernas. Era posible que con la sola fuerza de sus piernas abriera un boquete en las delgadas paredes del avión, y lanzarse a la muerte desde el aire podia ser un último gesto espectacular que halagaría la vanidad de King Kong.
Cuando el avión aterrizó en Inglaterra, Lindemans fue llevado precipitadamente a una casa de campo privada de las afueras de Londres. Fue asignado al Servicio de Contraespionaje , cuyos interrogadores eran posiblemente los más hábiles del mundo cuando se trataba de obtener una confesión completa sin apelar a ninguna clase de tortura física. Eran expertos en lo relativo a valuar la fuerza y debilidad psicológicas de sus sospechosos y a quebrar los obstáculos mentales que ocultaban la verdad. Durante dos semanas interrogaron incesantemente a Lindemans. Cuando fue enviado a Holanda en avión, sujeto esta vez con un par de esposas regulables de trinquete de Scotland Yard y alojado en la cárcel de Breda, lo acompañé a su celda, y lo observé cuidadosamente. Habían desaparecido su fanfarronería y ferocidad,- pero en su macizo cuerpo no había una sola magulladura, ni una herida, ni el rastro de un pinchazo en el sitio donde habían hecho penetrar una aguja hipodérmica. Tenía bajos los ojos, pero no los circuían signos reveladores probatorios de que lo habían asustado violentamente o de que lo habían mantenido despierto durante muchos días consecutivos. Pero con él llegaba una confesión detallada y completa que abarcaba veinticuatro páginas de papel de oficio cubierto de apretada letra mecanografiada. Sin apelar a ninguna clase de tortura, los peritos británicos habían exprimido a fondo el cerebro de King Kong, arrancándole todos los hechos incriminatorios que contenía. Me llevé la confesión, calificada de ultrasecreta, a mi oficina, y me senté a estudiarla. Era más emocionante que una novela policial y resultaba satisfactorio leer la confirmación de tantas conjeturas y deducciones mias. La historia de la traición de Lindemans empezaba en 1943, cuando estaba en el apogeo de su fama, como caudillo del movimiento de resistencia de las Fuerzas del Interior holandesas. Siempre había sido promiscuo en sus gustos sexuales y al propio tiempo ampliamente manirroto. Al quedarle poco dinero para prodigarles regalos a sus numerosas amigas, había descubierto un ingenioso método para proveer a su tesoro particular. Convencía a mujeres ricas, en algunos casos físicamente atraídas por él, de que se desprendieran de sus mejores joyas para proporcionar fondos destinados a la ruta de evasión del movimiento "clandestino" a través de Bélgica y Holanda hasta la Francia ocupada luego a Portugal. Muchas de esas mujeres, cuyos amigos y parientes languidecían con harta frecuencia en los campos de concentración nazis y cuyas hermosas casas alojaban a oficiales alemanes, se sentian ansiosas de ganarse la gratitud del romántico héroe de la resistencia holandesa. Lindemans había vendido muchas de las joyas así reunidas, pero el producto nunca había aumentado los fondos del movmiento patriota. Los había gastado en tabernas y "night clubs" para comprar los favores de muchachas cuya virtud necesitaba deslumbrar con oro para que consintieran en soportar las caricias de oso del gran hombre. Lindemans les regalaba a sus amantes las joyas que no vendía, jactándose de que formaban parte del botin que les arrebatara a los nazis. A esta altura, King Kong había descendido a la malversación fondos, pero seguía siendo honesto en cuanto a su patria se referia. Con todo, aunque quizás sin notarlo, seguía una ruta de una sola mano. Tarde o
temprano, tendría que responder por las joyas que se había apropiado, a menos que pudiera obtener por otros medios suficiente dinero para reintegrarle su valor a los fondos de la resistencia. Uno o dos dirigentes del movimiento clandestino empezaban a sospechar, al ver su manera rumbosa de vivir. No era fácil obtener repentinamente grandes sumas de dinero en la Europa Ocupada y Lindemans empezó a preguntarse cómo podría resarcir al movimiento de resistencia de sus estafas sin abandonar el derroche de dinero que tanto amaba.
Entonces, en febrero de 1944, ocurrió un hecho que debió precipitar la crisis. Su hermano menor y la bailarina de cabaret francesa Verónica fueron capturados por la Gestapo, en su visita a una casa que servía de posada en la ruta de evasión secreta. En una carrera amorosa donde figuraban centenares de muchachas, a veces hasta tres o cuatro durante una misma orgía, Verónica había sido el único factor permanente. Por frecuentes que fueran sus aventuras con otras, Lindemans volvía siempre a su lado en definitiva. Si en la maciza estructura de Lindemans quedaba lugar para amar a alguien que no fuese él mismo, era Verónica quien ocupaba ese lugar. Uno de los peores momentos de la vida de un hombre es su descubrimiento de que sus más queridos amigos están en manos de torturadores como los nazis y, lo que es peor, que no puede hacer nada para salvarlos. Pero aquello le sucedía a diario a tal o cual patriota del movimiento clandestino. Sólo podía apretar los dientes y proseguir su tarea de desquite con salvaje frialdad. El buen patriota de la resistencia no podía complacer sus sentimientos con un gesto temerario y desesperado, susceptible de hacer peligrar las vidas de más amigos y parientes. Pero después de diez días, Lindemans probó ser de un calibre moral más débil que sus colegas menos conocidos. En un frenesí de inquietud por la suerte de Verónica y de su hermano y adivinando las crecientes sospechas de otros dirigentes del movimiento patriota que tropezaban a preguntar en voz alta qué había sido de las joyas y el dinero que se le confiaran, Lindemans decidió hacer un trato con el enemigo. Conocía a dos holandeses que vivían en Bruselas y que estaban a sueldo de los nazis. El uno era Anthony Same; el otro, Cornelius Verloop, mi "amigo" de Eindhoven. Convino en entrevistarse en privado con ellos en el café del Hotel des Grands Boulevards de la place Rogier, en Bruselas. Allí, mientras tomaban café, Lindemans les ofreció sus servicios a los nazis con dos condiciones: la primera, la inmediata liberación de Verónica y de su hermano menor; la segunda, dos grandes sumas de dinero. Verloop fue inmediatamente a discutir el asunto con el coronel Giskes, entonces jefe de la Abwehr alemana. Giskes debió de comprender que se le presentaba la oportunidad de cambiar dos pececillos de agua dulce por una ballena. Dos días después, se entrevistó secretamente con Lindemans en una casa de los suburbios de Bruselas, donde conversaron durante largo tiempo.
Cerraron el trato y al día siguiente los alemanes cumplieron con lo pactado. Verónica y el menor de los Lindemans fueron sacados de sus oscuras y húmedas mazmorras, se les hizo firmar certificados de qué habían sido bien tratados y los dejaron en libertad bajo el sol de la primavera en las calles de Rotterdam. No habría empañado su alegría ante la imprevista liberación ningún presentimiento de que aquél era el primer paso en una serie de hechos que culminaron a los pocos meses con la muerte, de enfermedad y de hambre, de veinticinco mil ciudadanos de Rotterdam, en el terrible "invierno negro" de Holanda. King Kong, después de haber dado el paso decisivo hacia la infamia, parrandeó durante algún tiempo con sus frutos inmediatos. Se gastó las primeras entregas de su sueldo de traidor en una nueva racha de orgías, bebiendo, yendo con mujerzuelas y riñendo en las tabernas con más deleite que nunca. -Pero, como lo sospechara yo durante mis primeras investigaciones de su carrera sus amos, los jefes de la Abwehr (Servicio de Inteligencia alemán) ya sea por un sentimiento de rivalidad o porque no se atrevían a divulgar demasiado la noticia, no les habían informado a las otras ramas del servicio de seguridad, la Gestapo y la policía de seguridad, de que Lindemans estaba ahora a sueldo de ellos. Cierto día, la policía de seguridad hizo una incursión a otro el general del movimiento de resistencia en Rotterdam. Ingresaron en el sótano y encañonaron a los patriotas con sus fusiles. Lindemans figuraba entre ellos! El momento fue difícil para King Kong. Ni podía delatarse como traidor a la vista de sus camaradas ni arriesgarse a una repentina muerte a manos de la policía SD. Vaciló durante un instante y tomó una decisión propia de un cobarde. Movió una mano haciendo cierto gesto secreto para que los hombres de la SD. adivinaran que estaba en su bando. Pero antes de que el comandante del grupo nazi pudiera ordenarles a sus hombres que apartaran sus fusiles, uno de ellos interpretó equivocadamente el gesto. Preocupado ya por la corpulencia y aspecto feroz de King Kong, creyó que aquel gigante echaba mano a un revólver. Disparó y la bala hirió a King Kong en el pecho, perforándole un pulmón. Fue llevado precipitadamente a un hospital de la GESTAPO. La herida habría sido fatal para muchos individuos de físico común, pero la robustez del hombre de la selva de King Kong le permitió capear la crisis y entrar en convalecencia a las tres semanas. El jefe de la Abwehr lo visitó en el hospital para hacer planes a fin de que "huyera" y volviese al lado de los suyos, donde seguiría siendo un agente de la Abwehr. La idea era urdir una "evasión" plausible, pero el propio Lindemaus propuso algo ingeniosamente salvaje que dejo boquiabierto hasta al sagaz coronel. King Kong sugirió que camaradas del movimiento de resistencia debían tratar de salvarlo para que cayeran en una emboscada y fueran muertos, mientras él escapaba. El plan fue puesto en práctica y por desgracia dió demasiado buen resultado. Cuarenta y siete de sus valientes camaradas dieron su vida para rescatar a su traidor caudillo.
Durante los meses inmediatos, Lindemans se ganó el sueldo le pagaban los alemanes delatando a varios grupos de agentes. Con varios de esos grupos ingleses, que incluía a mujeres y hombres, había estado trabajando en la zona de Bélgica ocupada aún por los alemanes. Fueron arrestados y encerrados en la cárcel de Scheveningen y allí sufrieron refinados tormentos, hasta que la muerte puso término piadosamente a sus padecimientos. La cárcel de Scheveningen, próxima a La Haya, contenía instrumentos de tortura de diseño moderno y horriblemente ingeniosos, junto a los cuales los potros de tormentos medievales parecían juguetes. Había, por ejemplo, cascos de acero con los cuales los nazis ceñían la cabeza y los globos oculares de la víctima y que luego electrizaban, de modo que el "shock" llegara hasta los propios centros nerviosos de la cabeza. Cuando los alemanes evacuaron la prisión, estaban demasiado apurados para eliminar esos signos condenatorios de su perversa ingeniosidad. Cuando vi aquellos instrumentos de tortura, artificios que difícilmente podría imaginar un hombre cuerdo y mucho menos fabricarlos y usarlos, se me heló la sangre. Y, sin embargo, Lindemans, a quien le resultaba insoportable la idea de que su hermano y su amiga estuviesen en manos de los alemanes, delató de buena gana a grupos enteros de agentes holandeses por dinero. Cuando leí aquella lista de nombres, muchos de los cuales me eran conocidos y algunos correspondían en realidad a buenos amigos míos, juré no descansar hasta que Lindemans recibiera su merecido. La confesión de Lindemans culminaba, desde luego, con la traición de Arnhem. Cuando lo agregaron al primer ejército canadiense y se le asignó la misión de avisarle al movimiento de resistencia de la zona de Eindhoven para que los patriotas pudieran ayudarles a los paracaidistas de inminente arribo, comprendió inmediatamente que se le presentaba una oportunidad única para una traición mayor y mejor. Realizó su misión en Eindhoven: no sin dificultad, porque el caudillo local del movimiento de resistencia sospechaba de él y lo hizo arrestar. En realidad y esto es una suprema ironía resultó que los canadienses tuvieron que enviar a un oficial de su servicio de inteligencia para "dar fianza" por Lindemans y responder por su integridad, antes de que los hombres del movimiento de resistencia de Eindhoven escucharan sus proposiciones. Ni siquiera este tropiezo disuadió a King Kong de su traidor itinerario. Se entrevistó con el coronel Kiesewetter, de la Abwehr, en Driebergen el 15 de septiembre, dos días antes de la fecha en que debían efectuarse los lanzamientos de tropas aerotransportadas y le reveló todos los hechos secretos que se le habián confiado. Es verdad que Lindemans no mencionó la palabra "Arnhem". Cierto sector de la prensa holandesa trató más tarde de sacar mucho partido de esto y afirmó que Lindemans no podía haber revelado la operación de Arnhem porque ignoraba la zona exacta de los lanzamientos de paracaidistas. Este argumento es de una estupidez pueril. Lindemans pudo no mencionar la palabra Arnhem, pero le dijo al coronel Kiesewetter que los lanzamientos se efectuarían al norte de Eindhoven. Afirmó esto en su confesión firmada. Ahora bien: todos los lanzamientos de paracaidistas en gran escala, como debe saberlo cualquier aficionado en materia de táctica, se hacen con el fin de apoderarse de una zona vital y de conservarla durante un periodo limitado. Los paracaidistas, la élite del ejército, son demasiado valiosos para ser dispersados sin objeto por el campo en grupos aislados. Una mirada al mapa, debió de bastarles a los peritos militares
alemanes para revelarles los puntos en que se concentrarían esas tropas aerotransportadas al "norte de Eindhoven". No habla ningún objetivo de valor en campo abierto. ¡No! Los objetivos evidentes eran los puentes de Grave, Nijmegen y Arnhem. Si los paracaidistas lograban apoderarse de éstos y conservarlos durante el tiempo suficiente para que el grueso de las fuerzas estableciera enlace con ellos, se apuntaría una peligrosa cabecera de puente contra el corazón de Alemania. De modo que la infamia de Lindemans nunca podra ser borrada. Cuando le reveló al coronel Kiesewetter el plan ultrasecreto para lanzar paracaidistas "al norte de Eindhoven" dos días después, le delató la Operación de Arnhem.
Una cosa era jurar que Lindemans debía ser llevado ante la justicia y otra cumplir este juramento. Como lo he explicado en un capítulo anterior, yo tenía muchos otros casos a mi cargo y me veía en la desventaja de tener que trabajar completamente solo, sin disponer siquiera de medios de transporte oficial. Ciertos ofíciales altamente colocados de las fuerzas holandesas, y ello quizás sea comprensible, se mostraban reacios a que se juzgara públicamente a Lindemans. Algunos de ellos, que le habían dispensado con toda inocencia su amistad y favores, no querían que la opinión publica advirtiera su falta de criterio. Otros opinaban, con toda sinceridad, que no beneficiaba al esfuerzo bélico holandés el hecho de que un hombre que había sido una figura popular y venerada fuese exhibido como un infame traidor. Se trataba de una situación política y diplomática delicada: el expedienteo, que tan a menudo traba los engranajes de la justicia, puede detener a veces una causa impopular. De modo que, aunque tuve la suerte de ser llamado a la S.H.A.E.F. y de que me felicitara allí un Personaje Muy Importante por la trascendencia de mi captura, eso no acercó el día en que vería a Lindemans en el banquillo de los acusados. -Y luego, en Navidad de 1944, como ya lo dije en el capítulo séptimo, me enfermé y volví a Londres, con licencia por enfermedad. Durante este período, los periódicos ingleses husmearon la historia de un prisionero secreto. Aunque Lindemans estaba aún en mi ala privada de la prisión de Breda, debió filtrarse la noticia de que lo habían llevado en avión a Inglaterra para interrogarlo. Circulaba el rumor de que un oficial holandés estaba detenido secretamente en la Torre de Londres. Esta romántica historia, o mejor dicho teoría, acaparó muchos -titulares de la prensa, ávida de noticias. Por insinuación mía, los representantes del gobierno holandés en Londres se acercaron al Departamento de Censura Británico para decirle que, ya que el caso Lindemans estaba aún subindice, toda conjetura pública sobre las razones de su arresto debía considerarse ilegal. El director de los censores consintió y les pidió a los periódicos que no tocaran más el tema, y éstos, con su habitual buen sentido y espíritu de bien público, así lo hicieron. Después de mi colapso físico en Navidad en 1944, me ordenaron que guardara un descanso total durante tres meses. Ni siquiera permitieron que interrumpiera ese descanso
el caso Lindemans. King Kong estaba a salvo donde estaba, en una celda de mi ala privada de la prisión de Breda. Era improbable que alguien pensara en llevarlo ante la justicia en mi ausencia y aunque me irritaba la idea de que siguiera eludiendo su merecido, me alegraba saber que no podría seguir perjudicando a la causa aliada. Además, para el gigantesco Lindemans, debia ser privado de los vítores y la adulación de sus admiradores, y, como hombre de acción, verse condenado a semanas de inactividad y de cavilación sobre su suerte futura era quizás el peor castigo que le podía tocar. En junio de 1945 pude volver a ocuparme de su caso y lo primero que hice fue ordenar su traslado de la prisión de Breda al lúgubre conjunto de calabozos apodado "Orange Hotel", que formaba parte de la prisión de Scheveningen. Allí, en una celda que probablemente habían ocupado algunos de los amigos a quienes traicionara con tanta insensibilidad, Lindemans sabría que se había acercado un paso más a la justicia. La soledad, la forzada abstinencia para quien había gozado de fama por sus proezas sexuales y la privación de aquella idolatria que había lisonjeado siempre a su inmensa vanidad, provocó rápidos cambios en él. Su apetito desapareció y la carne pareció derretirse sobre sus huesos. La falta de ejercicio tornó fláccidos y correosos sus enormes nudos de músculos. Su gigantesca estructura no podía ser alterada, pero ahora había enflaquecido tanto que la ropa pendia sobre su cuerpo como sobre un espantapájaros. Su cabello estaba canoso y sus ojos, hundidos en las oscuras órbitas. Siempre que yo lo visitaba, sufría un acceso y le brotaba espuma por la nariz y la boca y se arrastraba abyectamente por el piso su celda, pidiendo a gritos piedad. ¿Qué piedad podía esperar un hombre que había traicionado a sus amigos por dinero, que nos había costado siete mil bajas en Arnhem y que había prolongado una guerra por seis meses más de lo necesario, quizás? Yo sólo podía sentir desdén por quien era incapaz de soportar el trato que ordenara para otros con la sonrisa en los labios y que no había sido sometido, como ellos, al terrible sufrimiento de una tortura ingeniosa. Con tanto mayor motivo, estaba resuelto a llevarlo ante sus jueces. De modo que volví a mi oficina, que estaba ahora en el Servicio de Contraespionaje Holandés. Quería sacar los documentos relativos a Lindemans y presentarlos con un urgente pedido de que se lo juzgara. El archivo de lejagos del Servicio de Inteligencia era custodiado muy celosamente. Sólo se les permitía el acceso a la habitación a los oficiales de alta jerarquía que venían por asuntos muy importantes. Había que firmar minuciosamente un recibo por todo papel o documento que se retirara de allí. Hasta se comparaban las firmas de los documentos y tarjetas de identidad para evitar una posible falsificación. Un cordón de seguridad rodeaba el edificio. Yo había visto muchos servicios de seguridad semejantes y estaba seguro de que pocos podían igualar aquel modelo de eficacia y ninguno superarlo. Pero cuando fui a llevarme aquel vital legajo, no estaba en su lugar. Busqué cuidadosamente en los estantes vecinos y en las gavetas próximas por si lo habían puesto accidentalmente en un lugar que no le correspondía. No había ni rastros de él. Verifiqué el indice de anotaciones para estar seguro de que el sistema no había sido reorganizado durante mi ausencia. Ninguna anotación revelaba que hubiese existido un legajo sobre el caso Lindemans. ¡En realidad, hasta el nombre "Lindemans" había sido cuidadosa y totalmente borrado!
Comencé a practicar apremiantes investigaciones. Finalmente, descubrí que cierto oficial de jerarquía había preguntado por el legajo unos días antes y fui a verlo. Reconoció haber tenido el legajo en su poder durante breve tiempo, pero dijo que lo había dado a otro oficial de jerarquía. Fui a ver a éste. Cuando lo interrogué, se turbó. No, nunca había visto el legajo Lindemans. Volví en busca del oficial anterior. Se mostró sorprendido. Habría jurado que el otro oficial había tomado el legajo de sus manos tal y cual día. Y ahí terminó el asunto. A partir de entonces, nunca volví a ver el legajo Lindemans y por el momento no podía hacer otra cosa. -
En octubre de 1945, después de haber fastidiado bastante importunando sin cesar a mis superiores para que juzgaran a Lindemans, fui separado repentinamente del Servicio de Seguridad y ascendido y trasladado luego a Alemania. Pero yo esperaba esto y hasta habia bromeado con mis amigos al respecto por anticipado. Hay un viejo proverbio holandés que dice: "El que quiere golpear a un perro siempre puede encontrar un palo para hacerlo". Desde el arresto de King Kong, yo había previsto siempre que encontrarían un palo para mi. Pero no lamentaba lo que había hecho, sino sólo el no haber obtenido mejores resultados. El amor a Holanda, mi patria, ha sido siempre para mí lo primero, pero también he creído siempre que el pueblo de un país debe ser lo suficiente-mente grande para saber la verdad, aunque ésta no lo beneficie. La mayoría de los holandeses ni siquiera sabían por qué había fracasado la Operación de Arnhem. Se les había enseñado a culpar al tiempo o "la suerte del juego" o la temeridad del mariscal de campo Montgomery al organizar una operación audaz sin disponer de suficientes recursos. Ignoraban que uno de sus propios compatriotas había delatado la operación antes de que se iniciara. Parecía que, mientras Lindemans pudiera ser mantenido oscuramente en la cárcel y para esto no parecía haber límite de tiempo ellos nunca lo sabrían. -Y así pasaron los meses y se dejó que el fango se asentara en el fondo, para que en la superficie de las aguas todo fuera limpido y claro. Pero en mayo de 1946, cuando me había resignado ya a no oír hablar más de Lindemans, ocurrió un acontecimiento sorprendente. La censura, desde luego, no amordazaba ya a la prensa británica. La guerra europea había acabado un año antes. La prensa, que ha defendido a menudo la causa del individuo contra la burocracia y ha hecho suficiente presión con la publicidad para poner término a las injusticias, comenzó a publicar artículos preguntando qué había sido del "oficial holandés" que delatara la Operación de Arnhem", del "prisionero secreto de la Torre de Londres". La campaña de la prensa se prolongó durante varios días; los periódicos de Inglaterra y el continente, de distintos puntos de vista políticos, estaban identificados en su deseo de conocer los hechos. Todos formulaban las mismas preguntas. El oficial holandés había sido arrestado desde hacía más de dieciocho meses. ¿Lo habían
juzgado? Y, de ser así... ¿cómo había terminado aquel juicio? Si no lo habían juzgado... ¿a qué se debía la demora? Frente a esas preguntas, el gobierno holandés sólo podía hacer una cosa. Se anunció que un tribunal especial se reuniría a fines. de junio de 1946 para juzgar a Christian Lindemans, acusado de traición. A esta altura, debo hacer notar que mis conocimientos sobre el resto de la breve carrera de Lindemans- se basan- en informaciones de oídas y en la versión oficial holandesa sobre su suerte. Yo no estaba en Holanda y por lo tanto no tenía acceso a los hechos en forma directa. Si una de las características de la verdad es que resulta en realidad más extraña que la ficción, la versión oficial es totalmente exacta. Como resulta imposible ahora obtener la prueba capaz de confirmar o refutar el comunicado, a uno no le queda más remedio que aceptarlo. Sin embargo, como en todos los misterios famosos, hay cabos sueltos e interrogantes ocultas que no pueden explicarse satisfactoriamente: al menos, para quien gusta de ver su prueba preparada de antemano. Como ya lo he mencionado, la prisión de Scheveningen, quizás la más grande de Holanda, había sido usada por ]os nazis para sus presos políticos. Muchos de los más valientes patriotas holandeses habían sido torturados allí y los habían dejado morir en sus mazmorras. Cuando los nazis fueron expulsados y los aliados recuperaron la prisión, se descubrió que los presos holandeses sobrevivientes, en su mayoría, estaban demasiado enfermos para que los trasladaran. Un hospital especialmente equipado fue instalado para tratarlos dentro del edificio principal de la cárcel y gradualmente la prisión se fue transformando cada vez más en un hospital. De hecho, sólo una gran ala del edificio se siguió usando para su destino primitivo. Allí, quedaron confinados los sospechados de traidores, los colaboracionistas, espías y saqueadores, entre ellos Christian Lindemans. Durante muchos meses, Lindemans se había ido debilitando. Ahora, se hallaba tan demacrado que su piel parecía colgar en pliegues sobre su gigantesco esqueleto. Además, estaba paralizado en parte. Los médicos holandeses de la cárcel, sabedores de que una bala le había perforado el pulmón, sospecharon que había contraído una tuberculosis y lo trasladaron de su lúgubre celda de al hospital para someterlo a pruebas especiales y a un tratamiento. En los hospitales carcelarios de Holanda no había a menudo enfermeras, pero como Scheveningen era ahora un hospital más bien que una cárcel, se prescindió de esa norma en su caso. Aunque Lindemans no era ya el soberbio atleta con una reputación de donjuán que hacia cada vez más fáciles sus conquistas amorosas, debia poseer aún alguna poderosa chispa de masculinidad, si le hemos de creer a la versión oficial. Porque una de aquellas friamente eficaces y prácticas enfermeras se enamoró de él. Quizás ambos se habían conocido en tiempo en que Lindemans era más robusto, cuando podía aferrar a un hombre cabal con cada uno de sus enormes puños y desmayar a ambos golpeando la cabeza del uno contra la del otro; cuando era capaz de beber vino suficiente para dejar fuera de combate a tres hombres y satisfacer luego a tres o cuatro muchachas en una misma noche con sus proezas sexuales. Quizás la enfermera se hubiese sentido conquistada por su gran reputación de caudillo del movimiento de resistencia y se
negaba a creerlo culpable de los cargos esgrimidos contra él. Sea cual fuere la causa, y nunca sabremos los verdaderos motivos, el caso es que decidió ayudarle a eludir las consecuencias de su inminente juicio. Lindemaus estaba encerrado solo en una habitación de la cárcel-hospital. La puerta estaba atrancada por fuera: sólo había una pequeña ventana, pesadamente atrancada. La habitacion se hallaba a varios pisos de altura, y desde allí muchos metros de pared caían a plomo sobre el suelo. La ubicación no le daba muchas esperanzas de huir a un hombre, y mucho menos si sufría una parálisis parcial y tal decaimiento físico que se sospechaba en él una tuberculosis y estaba en observación. Pero de acuerdo con la versión oficial, poco faltó para que el audaz plan tuviese resultado. La enfermera logró traer de contrabando una lima de acero a la habitación de Lindemans. Con esa lima tenía que aserrar los gruesos barrotes de la ventana en tal, forma que, aunque parecieran intactos, bastara un empujón para hacerlos caer. Tenía un cómplice que ostentaba el romántico apodo de "La rata que canta". Aparentemente, éste cumplía una condena por un delito de menor cuantía: gracias a los esfuerzos de aquella enfermera; a "La rata que canta" le habían asignado la tarea de cuidar a los presos enfermos. El que haya intentado aserrar gruesos barrotes con una lima debe saber que la tarea no es fácil, sobre todo si debe hacerlo en la forma más silenciosa posible. A las enfermeras de los hospitales les encargan muchas tareas y nunca parecen tener momentos libres o en que no estén bajo vigilancia. Pero hubo una con tanto tiempo libre que pudo pasarse horas enteras en el cuarto de Lindemans aserrando los barrotes de su ventana sin provocar al parecer. sospechas entre sus colegas que podían verla. Ciertamente, debió turnarse con "La rata que canta" al aserrar los barrotes, pero aun así ella debió montar guardia junto a la habitación por si entraba alguien inesperadamente. ¡Tanta actividad en aquel único lugar y nadie era lo bastante observador para comentarlo! En cualquier hospital, el hecho habría sido sorprendente: tratándose de un hospital carcelario, es casi inverosimil. La segunda parte del plan fue más difícil de ejecutar aun. Después de haber preparado los barrotes de modo que pudieran ser retirados sin esfuerzo, los tres conspiradores tuvieron que urdir algún medio para que Lindemans pudiera llegar al suelo después -de salir por la ventana. Su celda estaba a muchos metros del suelo. No había soportes ni cañerías adecuados donde pudiera hacer pie para descolgarse. De modo que se convino en que la noche fijada para la fuga, "La rata que canta" dejaría colgar una manguera de goma en la ventana de un depósito que estaba suficientemente cerca de la ventana de la celda. Al fugitivo le bastaría con encaramarse sobre el alféizar de ésta, y balancearse hasta que pudiera asir la manguera y resbalar por ella. Para el hombre que habia sido King Kong cuando lo arrestaron, el plan habría presentado pocos problemas. Su fuerza le habría permitido desco]garse a lo largo de cualquier longitud de manguera, con tal de que ésta pudiera sostener su macizo peso. Pero el Lindemans que debía intentarlo ahora era un hombre demacrado y débil que estaba medio paralítico. Es verdad que su
peso era mucho menor y que les habría exigido menos esfuerzo a sus brazos, pero esto no era una compensación. El Lindemans,que yo había visto pocos meses antes apenas si conservaba fuerzas suficientes para hacer un nudo en una gruesa cuerda. Y con todo, presuntamente más debilitado aun por la constante enfermedad y falta de apetito, debía intentar en las tinieblas una hazaña que habría hecho vacilar a un adiestrado y resuelto ladrón. .Lo más extraño es que, según la versión oficial, tuvo éxito en su arriesgada tentativa. Logró resbalar a lo largo de la manguera y llegar a tierra. Por desgracia para él, hizo demasiado ruido durante el descenso, lo oyeron los guardias que patrullaban los terrenos de la cárcel y lo capturaron. A los pocos minutos, estaba tras de los barrotes nuevamente. Cuando un preso importante está a un paso de intentar con éxito una fuga pocos días antes de ser juzgado, una fuga que debe haber sido preparada con ayuda interna, las autoridades concentran usualmente sus energías en el arresto de los que le han ayudado. No se habría necesitado mucha imaginación ni facultades deductivas para sospechar que la enfermera que dedicara tanto tiempo al cuidado asiduo del preso podía estar complicada en su plan de evasión. Aun si hubiese sido imposible probar su complicidad, el método más seguro habría sido confiarle sus deberes a otra enfermera. Pero por no se sabe qué inexplicable razón, no la arrestaron por el papel que había desempeñado en la maquinación y ni siquiera la exoneraron. El día del juicio estaba próximo. Pronto el mundo entero sabría la culpabilidad de Lindemans y quedaría destruido para siempre un falso ídolo popular. Pero el destino o la intervención humana me reservaba otra jugarreta. Dos días antes del juicio, cuando se efectuó la inspección de rutina de todas las celdas, hallaron a Lindemans tendido sobre su cama, muerto. Sobre su cadáver estaba atravesada la enfermera, inerte pero respirando aún. La llevaron precipitadamente al hospital, donde le obligaron a tragar fuertes vomitivos y se usaron todos los recursos de la medicina moderna para hacerla reaccionar. Volvió en sí y confesó que le había suministrado a Lindernans ochenta comprimidos de aspirina y que ella misma había tragado un número igual. Ambos habían hecho un pacto de suicidio. Así fue cómo eludió a la justicia un traidor. Ahora, estaba fuera del alcance de la ley, pero... ¿y la persona que lo había ayudado en su evasión final? Sin duda, tendría que afrontar acusaciones, la menor de los cuales, suficientemente grave, era la de haber sido cómplice de la tentativa de fuga de un preso, y la peor de las cuales, como sobreviviente de un pacto de suicidio, era un asesinato. Sin embargo, aquella enfermera, que habría podido considerarse afortunada si hubiese salido del trance con una larga condena a prisión, -nunca fue juzgada en público y más tarde desempeñó cargos oficiales de responsabilidad en Holanda. Se trata de algo extraño que no logro comprender ni por asomo. -¿Y Cornelius Verloop, que se confesara traidor y cuya declaración fue lo primero que confirmó mis sospechas sobre la culpabilidad de Lindemans? También él eludió la desagradable situación de un juicio público y debió de ser, en realidad, completamente
exonerado de toda culpa, por cuanto, que yo sepa, no hay constancias de que haya sido juzgado. He oído decir en diversos círculos que ocupó más tarde un cargo oficial en Alemania, a las órdenes del gobierno holandés. Esto parece una extraña recompensa para un hombre que ha traicionado a su país y me cuesta creerlo. -El tribunal especial que debía reunirse para juzgar a Lindemans fue disuelto antes de sesionar. Aparecieron breves informaciones sobre su muerte en unos pocos periódicos holandeses. Y el caso quedó terminado. Y así Lindemans, maestro de traidores, lascivo, vanidoso, bruto y cobarde, descubrió finalmente que seguia teniendo suerte con las mujeres, aunque éstas habían contribuido tanto a su arresto. Si no hubiese entrado en el campo de seguridad de Amberes busca de un par de muchachas, yo nunca habría sospechado quizas de él, por lo pronto. Fue, innegablemente, un traidor. He conocido a numerosos traidores y Lindemans fue con mucho el peor, no sólo por sus métodos sino por el daño que causó. Aunque uno no esté dispuesto a admitir que sus actos prolongaron la guerra durante más de seis meses, se le deben atribuir las siete mil bajas sufridas por os valerosos "Diablos Rojos de Arnhem", la muerte en acción de sus bravos guerrilleros de la resistencia y la lenta muerte en la tortura de los agentes secretos a quienes traicionó. Como el mundo nunca supo toda su infamia a causa de su muerte anterior al proceso, hubo muchas tentativas, algunas de ellas de inspiración oficial, de reivindicar su memoria. Un representante del gobierno holandés en Londres, cuando la prensa británica se disponía a publicar los hechos de su carrera y su muerte, me dio instrucciones de que desmintiera que King Kong había delatado la Operación de Arnhem. Pero para mi Lindemans no fue simplemente un niño grande e irresponsable que sólo cometió una torpeza movido por un extravio, fue un sórdido traidor que dió a sangre fría su información secreta para complacer sus torpes apetitos. Por primera vez, escribo aquí todos los hechos tales como los conozco y aunque debo confiar en las "informaciones" oficiales en la última etapa de esa historia, he ejercido el derecho de comentarlos. Al lector le corresponde valuar las pruebas y llegar a sus propias conclusiones. Y recordemos que, aunque resulta desagradable admitir que la propia patria de uno puede incubar de vez en cuando traidores, es más prudente y seguro, a la larga, reconocer la verdad. Feliz el país que no tiene un hijo pronto a traicionarlo.
CAPÍTULO X - LA MUCHACHA DE LA BLUSA AZUL
Una de las cualidades fundamentales que debe poseer un agente del contraespionaje es la capacidad de ser objetivo. Quizás debí destacarlo en uno de los primeros capítulos al analizar los requisitos del cazador de espías, pero de todos modos es probable que el lector lo haya considerado implícito en los diversos casos que he tratado luego. El cazador de espías debe abordar su tarea con tanta frialdad y en forma tan impersonal como el hombre de ciencia que contempla una platina de bacterias a través del microscopio. Cuando deja que entren en juego sus sentimientos u opiniones personales, no sólo comienza a cometer errores de criterio, sino que, al cabo de algún tiempo, es probable que pierda su capacidad de rematar con éxito un caso. Los hombres y las mujeres se convierten en espías por motivos muy variados. Algunos buscan la aventura o consideran esa tarea seductora y emocionante. Otros son impulsados a ello por la codicia o el afán de lucro. Otros más, como el viejo empleado de correos holandés Dronkers, son llevados al espionaje como último recurso por la presión ejercida sobre sus parientes. Y otros, finalmente, lo hacen porque son patriotas sinceros y quieren ayudarle a su país en la mejor forma posible. A veces, lo que induce a un hombre a convertirse en espía es una mezcla de dos o más de esos motivos. Sean cuales fueren sus razones para enrolarse en el espionaje, la mayoría de los espías lucha por su vida con las armas intelectuales de que dispone siempre que se sospeche de ellos y se los interroga. Esto es, simplemente, lo que haría cualquier rata acorralada. Para el cazador de espías, cuando trabaja en el caso de un espía acorralado, es fatal dejarse llevar por el sentimiento. No debe pensar que el sospechoso es un hombre que, sí él obtiene exito en su investigación, será ahorcado o fusilado. No debe perder la paciencia si el sospechoso es terco o la serenidad si se muestra altanero y trata de inducirlo con insultos a cometer errores de criterio. En el momento del interrogatorio sólo debe ser un frío intelecto despojado de sentimientos, a menos -que un uso bien fiscalizado de sus sentimientos pueda ayudarle en su tarea. Retrospectivamente, cuando el caso se concluye en forma satisfactoria, podrá permitirse un sentimiento de admiración por la inventiva del espía o su terca negativa a ceder, o podrá sentir desdén por sus móviles y actos, si éstos se lo merecen. Pero esos sentimientos, bastante adecuados cuando el caso ha terminado, son lujos peligrosos cuando está en plena investigación. Pueden empañar el criterio del cazador de espías, con la misma facilidad con que empaña un espejo el aliento. Después de haber dicho esto, debo admitir que ningún agente honrado del contraespionaje con cierta experiencia podría negar que, a veces, ha dejado que sus sentimientos personales entraran -en juego en alguno de los muchos casos que ha debido abordar. Por más que nos acoracemos contra las flaquezas de los hombres, después de todo,
sólo somos seres humanos y nunca podemos garantizar que determinado conjunto de circunstancias no nos hallará en descubierto. El caso que voy a relatar ahora es un hecho en el cual no tuve intervención personal. Pero estoy seguro de que fue un caso auténtico porque el protagonista era un hombre muy digno de confianza y uno de los agentes más seguros y eficaces del servicio del Deuxieme Bureau. No me narró el caso como un medio de convencerme de su capacidad. No es una historia de ésas, y por lo demás, yo lo había visto en acción con harta frecuencia para necesitar pruebas que me convencieran de sus méritos como agente. Durante más de veinte años me he reservado lo que me dijo, pero ahora que ha muerto, me considero en libertad de narrar su caso como un ejemplo perfecto de una situación que habría podido relatar Guy de Maupassant, ese maestro de la ironía; un trance del espionaje en que no se pueden eludir los sentimientos personales. Pocos años después de la primera guerra mundial, yo estaba en París, con motivo de un caso que estaría de más narrar aquí con cierto detalle. El Deuxieme Bureau había estado cooperando ampliamente y me había ofrecido los servicios de uno de sus agentes más dignos de confianza, a quien me propongo llamar Henri Dupont. (No se trata de su verdadero nombre, pero como, según tengo entendido, viven aún muchos de sus parientes, inclusive su esposa, prefiero no revelar su verdadera identidad.) El y yo nos conocíamos bastante bien por habernos encontrado ya varias veces durante la primera guerra mundial, época ante la cual, en ocasiones, me habían agregado también al Deuxieme Bureau. Desde el comienzo de nuestra vinculación actual, la amistad se había acrecentado y al terminar el caso que yo investigaba, decidimos celebrarlo con la mejor cena que pudiera ofrecernos Paris, con toda su experiencia gastronómica. Realmente, la cena fue excelente. Cuando nos quedamos sentados de sobre-mesa fumando nuestros cigarros, y haciendo jugar con deleite de conocedores las últimas gotas de un soberbio brandy en el interior de nuestras copas, nuestro estado de ánimo era deliciosamente plácido, el que sólo pueden producir la buena comida preparada y los vinos exquisitos. Ni yo ni él estábamos borrachos, muy lejos de ello, pero sí sumidos en una "bonhomie" en que el mundo no ofrecía problemas y las palabras brotaron con una sonoridad que no es usual todos los días. Como es propio de los viejos amigos, habíamos estado hurgando en nuestros recuerdos, discutiendo casos en que intervinimos. Recordamos episodios de los cuales el suave filtro del tiempo había eliminado todas las penurias y problemas y que nos carecían ahora todo emoción y éxito. La conversación se orientó hacia los fracasos que ambos habíamos sufrido y no nos tuvimos lástima y nos narramos casos en que nuestro papel había distado de ser lucido. Luego, nos referimos a las decisiones difíciles que nos habíamos visto obligados a tomar, a
casos en que no se podía estar seguro en ningún momento de dónde estaba la verdad y en que habíamos tenido que avanzar a tientas hasta llegar a un puntomuerto. Le conté a Henri uno de esos casos, en que, a pesar de mi seguridad de que el sospechoso era un espía, no había logrado probar mis teorías. Yo había soltado finalmente a aquel hombre, seguro de su culpabilidad.
pero, hasta el día mismo de mi muerte, siempre estaré
Cuando terminé de hablar, reinó momentáneamente el silencio. Miré a Henri y advertí que estaba contemplando las relativas profundidades de su copa de brandy, sumido aparentemente en ensoñaciones. Cuando le hice gesto al camarero de que nos volviera a llenar las copas, me burlé de mi amigo. -Vamos, Henri, mon ami... ¿No ha tenido usted que tomar decisiones difíciles? ¿Fué su carrera una historia tan inmaculada de monótonos éxitos? ¿Atrapó siempre a su hombre?. Henri me miró y sonrió melancólicamente. Vi que sus dedos se crispaban tanto alrededor del pie de su copa que aparecía la blancura de los nudillos. Por un momento, me pregunté qué observación sin tacto de mi parte lo habría trastornado. Luego, dejó escapar el aliento, en un silbido. -Bueno, amigo mio. Me ha tocado usted en un punto vulnerable. Hay un caso del cual nunca me he enorgullecido-. De noche, lo recuerdo... Usted sabe qué sucede cuando el cuerpo está cansado y el cerebro se niega a darse por agotado. No tengo nada de qué avergonzarme. Cumplí con mi deber hasta el fin. Pero... ¿por qué tenía que sucederme aquello a mi? ¿Cómo haré para olvidar algún día el rostro de esa mujer? Se interrumpió y concentró su atención en su cigarro, que ardía mal. Humedeciendo la yema de uno de sus dedos, mojó el lado desparejo, cerca de la ceniza. Parecía pensar solamente en el -cigarro. -Cuéntemelo -dije, con voz baja. Alzó la cabeza y me sonrió, con una sonrisa dulce pero triste. Quizás lo haga. Nunca le he mencionado una sola palabra de esto a nadie, y revelar un secreto es liberarse de una carga. Por lo menos, en un caso como el que voy a narrarle. En una pausa y haciendo bailar el brandy en su copa, la ladeó para hacer caer vanas gotas entre sus labios. Saboreó su brandy sobre la lengua antes de tragarlo. -Lo que me sucedió fue lo siguiente (dijo Henri Dupont). Pudo haberle ocurrido a usted o a cualquiera. Pero tenía que ocurrirme a mí. El Deuxieme Bureau me había enviado a X con una misión de seguridad y yo estaba allí desde hacía más de un año sin licencia. Usted recordará ese campo: había trabajo de sobra para un centenar de oficiales de seguridad, no sólo para los dos o tres que podían ser destinados. A diario llegaba una avalancha de sospechosos y sólo trabajando durante todo el día y la mitad de la noche -todas las noches-
uno lograba no atrasarse. Y seguían lloviendo los sospechosos para reemplazar a los que ya habíamos despachado. No parecíamos progresar. Era como desagotar un bote con un cedazo. Me correspondía tomarme licencia a los seis meses de haber empezado a trabajar en el campo X, pero no me atrevía a recargar con un trabajo extra a mis colegas, abandonándolos. Yo era un hombre consciente, ¿comprende? Y, además, me gustaba mi trabajo. Era divertido oponerles el propio ingenio a los espías del enemigo. Una semana seguía a la otra y yo seguía postergando mi licencia, hasta que celebrara mi primer aniversario en el campo. Pero cuando empezó a transcurrir el segundo año, advertí que estaba sintiendo el esfuerzo. No sólo me mostraba malhumorado e impaciente con mis colegas, sino que empezaba a cometer pequeños errores- en mi labor. Perdía los estribos ante la menor provocación, solía gritar e injuriar a la gente a quien interrogaba. No recordaba los detalles y desfallecía y se me escapaba la lógica de un caso. Empezaba a sufrir de insomnio y mis nervios estaban siempre irritados. Con todo, seguía trabajando tercamente, negándome a admitir mi agotamiento, cuando una noche, después de la cena, el comandante me llevó a un aparte y me ordenó que me tomara la licencia que me correspondía sobradamente. De mala gana, pero con íntima gratitud, obedecí. "No me sentía con humor para disfrutar de la trepidante alegría de Paris. Decidí ir a L., una ciudad pequeña, casi un pueblecito, situada a unos treinta kilómetros del campo. Era un lugar tranquilo y apacible y la guerra parecía haber pasado de largo por allí. Esa noche, mi criado aprontó la única maleta que me proponía llevar y después del desayuno, a la mañana siguiente, paro. "Cobré bríos al entrar en L. y al volver a ver las angostas y tortuosas calles y las viejas y arcaicas casas. El río describía un medio lazo alrededor de la ciudad, que parecía reposar en su abrazo. El sol brillaba y los pájaros cantaban y por primera vez después de más de un año me sentí alegre, como un niño que falta a la escuela. Tomé una habitación en el único hotel razonable y subí a ella para lavarme. Estaba decidido a que nada me recordara la guerra ni mi trabajo. Me proponía vivir durante catorce días en un vacío elegido por mi. Al almorzar me senté en la terraza al sol y vislumbré la linea plateada del río que se deslizaba al fin del jardín. Sorbí un Pernod y como estaba de vacaciones y la vida volvía a parecerme grata, bebí otro y otro. Luego, entré al comedor a almorzar. -"No había muchas personas en el comedor. Casi sin pensarlo, recorrí a las presentes con una mirada profesional, tratando de determinar sus oficios. Habia dos hombres que eran evidentemente agricultores y que discutían en un rincón las perspectivas de una buena cosecha. Un hombre de edad, que podía ser un escribano a juzgar por su ropa oscura y sus modales metódicos, estaba sentado a solas, dedicando toda su atención a la tarea de comer. Había un par de parejas indescriptibles dispersas en otros sitios del comedor, pero pronto las olvidé, ya que atrajo mis ojos la ocupante de la mesa que estaba enfrente de la mia. Era una muchacha joven y muy linda, de blusa azul. Estaba sola y aunque fijaba recatadamente los ojos en su plato, un sexto sentido me dijo que notaba mi presencia como notaba yo la suya. Como usted comprenderá, yo me había pasado más de un año sin encontrarme con mujeres en sociedad y ninguna de las sospechosas a quienes interrogara había sido afortunadamente tan deliciosa como aquella
muchacha. Yo era muy joven aún y soltero. Confío en que, por más- que envejezca, la sangre que fluye por mis venas nunca será tan perezosa como para impedirme apreciar-los encantos del bello sexo. Además, mi estado de ánimo - era el propio de las vacaciones y el románce nunca está fuera de lugar en esos casos. Mientras se arrastraba con tranquilo ritmo el almuerzo, Miré furtivamente más de una vez a mi bella vecina. En cierto momento, cuando nuestros ojos se encontraron, alcé mi copa en silencioso brindis y ella respondió sonrojándose y con una tímida sonrisa. Al concluir el almuerzo llamé al viejo camarero y le pedí que saludara de mi parte a mi vecina y le sugiriera que, ya que nos habíamos quedado solos en el comedor, yo podía tomar el café en su mesa. Con el corazón algo trémulo, lo observé dirigirse con tambaleantes pasos hacia ella. Me exponía a un desaire, pero, no sé por qué, no lo esperaba. Y no se produjo. Después de sonrojarse nuevamente, la muchacha le hizo un gesto de asentimiento al camarero y luego sonrió mirándome. Inmediatamente, me puse de pie y me acercé a su mesa. Al principio, nuestra conversación versó sobre banalidades. A diferencia de ustedes los que viven en Inglaterra, nosotros no estábamos habituados a incluir el tiempo como tema principal de conversación. Pero no tardó en romperse el hielo y a poco charlábamos alegremente. Me dijo que se llamaba Marie. Estaba empleada en París, como secretaria de una empresa comercial. Se hallaba de vacaciones. ¿Por qué se las tomaba una muchacha atrayente como ella en un pueblo tan apartado como donde había pocos o ningún pasatiempo? Hizo un gesto displicente, encogiendo sus torneados hombros y sonrió. Paris era una ciudad maravillosa, pero tan febril y turbulenta en su alegría... Estaba tan repleta de soldados de licencia, preocupados de extraer hasta las últimas gotas de placer de una vida que podía ser cercenada bruscamente apenas volvieran al frente... De modo que ella y una amiga habían resuelto tomarse unas tranquilas vacaciones en L., que les habían descrito como un pueblo antiguo, de un apacible encanto muy personal. A último momento, su amiga no había podido tomarse sus vacaciones por motivos domesticos. De modo que ella se había aventurado a ir sola, yendose allí esa misma mañana. Esa información exigía un canje de mi parte. Le dije que estaba empleado en la principal agencia informativa francesa, L Agence Havas". Esto era la pura verdad, ya que, como uste sabrá, durante la guerra todos los agentes del contraespionaje figurábamos nominalmente en "LAgence Havas", como un disfraz de nuestras verdaderas actividades, más secretas. También yo estaba cansado de la febril alegría de la capital y quería unas vacaciones tranquilas. Ahora, al parecer, dije sonriendo con aire esperanzado, mis vacaciones serían menos tranquilas y monásticas de lo que esperaba. El rubor de la muchacha se acrecentó y sus ojos dejaron vislumbrar un fulgor de júbilo. Volví al ataque. La tarde era hermosa y el sol brillaba luminosamente. Quizás ella tuviese algún plan para pasar el tiempo entre el almuerzo y la cena. Marie pareció meditar. Estaba pensado, me dijo, en alquilar un bote y dar un paseo por el no pero por desgracia no era una remera experta. Extraña comcidencia, le dije: porque también yo había pensado en un paseo por el río y daba la casualidad de que era un experto en materia de remo, quizás el mejor remero de Francia y descendiente de un largo linaje de expertos remeros.
Aunque ello beneficiara al comercio, si cada uno de nosotros alquilaba un bote por separado y se alejaba en dirección opuesta, las consecuencias podían ser lamentables. ¿Me haría ella el honor, quizás, de evitar los posibles resultados desastrosos de su inexperiencia en materia de remo compartiendo mi bote? Después de varios minutos de agradable charla, se sonrojó deliciosamente y aceptó mi oferta. De modo que poco después, esa tarde llena de sol, fuimos al atracadero y alquilamos un bote. Ella se recostó sobre los almohadones de la popa, mientras que yo, enfrentándóla, remaba lentamente río arriba. Desde luego, yo no era el perito que afirmaba ser, pero sabia remar lo suficiente para que la embarcación siguiera una trayectoria relativamente rectilínea. La guerra y mis deberes parecian haberse esfumado en una época ya olvidada y mientras el río fluia junto a nosotros, los pájaros cantaban y los olmos y sauces próximos a la orilla verdeaban bajo el sol estival. El calor del día pareció hacer madurar nuestra amistad. Pronto pareció que nos conocíamos desde hacia meses y años, antes que minutos y horas. Ya no necesitábamos hablar febrilmente sin cesar, sino que, mientras el sol brillaba por entre las ramas de los árboles que pendían sobre el plácido río, proyectando moteadas sombras sobre el agua móvil, guardábamos de vez en cuando esos deliciosos silencios que son el preludio de nuevas y fáciles conversaciones. Yo había encargado en el hotel un cesto de picnic y después de una hora de remar río arriba, arrimé el bote a la orilla de un invitante claro que había en la ribera, lo até y le ayudé a bajar a tierra a mi hermosa compañera. Disfrutamos de algunos bocados y compartimos una botella de vino y luego nos tendimos boca arriba amodorrados sobre la hierba, escuchando el zumbido de las abejas y el gorjeo de los pájaros en los árboles cuyo ramaje pendía sobre el claro. Me senté para sacar mis cigarrillos y luego me volví, acodado en el suelo. Marie estaba tendida a mi lado, el bello rostro sonrojado por el sol, mientras sus suaves pechos subían y bajaban bajo la blusa azul. Se estiró delicadamente como un gato contento y me sonrio. Movido por un repentino impulso, me incliné y la besé. Sus labios estaban tibios e incitantes y durante un largo momento permanecimos aferrados, compartiendo aquel placer. Pronto volvimos al bote, pero en vez de remar subí los remos y dejé que el bote se deslizara a la deriva río abajo en las crecientes sombras del anochecer, mientras Marie y yo estábamos sentados juntos, sobre los almohadones. No hablábamos mucho, pero de vez en cuando nos besábamos espontáneamente. Mi brazo ceñía su esbelto talle y mi mano se deslizaba por momentos hasta la pletórica suavidad de su pecho. "Como usted comprenderá, a estas alturas no se podía hablar de estar enamorado. Los ingleses entre los cuales ha vivido usted durante tanto tiempo son, en general, una raza puritana. No admiten el placer de la carne por el placer en sí. Un hombre no puede besar a una muchacha ni ella devolverle el beso porque ese ejercicio les resulte delicioso. ¡Ah, no Deben sentir - "la grande pasión", aun antes del acto elemental de tomarse las manos. Para el lógico francés eso es como diría usted- poner el carro delante del caballo. ¿Cómo podemos saber si eso es amór o no antes de saber si armonizamos físicamente? Marie y yo disfrutábamos
mutuamente de nuestra compañia y obteníamos un agradable estremecimiento al estar cerca el uno del otro y al besarnos. Con el tiempo, esa atracción mutua podía haberse agrandado y acentuado hasta convertirse en amor. Estábamos de vacaciones, huyendo de una maligna y terrible guerra. Que el mañana cuidara de sí mismo. Mientras tanto, nosotros disfrutábamos del hoy. "Esa noche cenamos juntos y después de la cena fuimos a pasear por la orilla del río. Como usted comprenderá, le será util a un pueblo tan apacible que podía ofrecernos muy pocas diversiones. Eso no nos importaba. Éramos jóvenes y teníamos sangre caliente en las venas. Nos bastaba con la diversión más antigua del mundo. No hablamos de la dirección que tomaban nuestros sentimientos, pero cuando volvimos al hotel y hallamos desierto el vestíbulo, porque todos los huéspedes dormían ya, nos pareció natural ir a mi habitación. Las ventanas estaban abiertas de par en par y las cortinas descorridas. La claridad de la luna invadía el cuarto y el aire de la noche era suave. Rápidamente, la estreché entre mis brazos. Entonces, en el preciso momento en que nuestra mutua fiebre iba a culminar, ella gimió y exclamó: "-Ah, ich liebe dich! "Sentí frío en todo el cuerpo y mi apasionamiento se trocó de pronto en repugnancia, como si hubiera descubierto que oprimía un cadáver entre mis brazos. Todos mis instintos y años de adiestramiento en el contraespionaje me erizaban de sospechas. ¿Había oído mal aquellas palabras de cariño que me dijera Marie? Pero ¡no! No podía engañarme hasta ese punto. ¡Marie, la apetecible y hermosa muchacha de vacaciones que afirmaba trabajar en París, me había hablado au moment supreme en alemán! "Me zafé de sus brazos y encendí la luz. Marie, sonrojada y sorprendida, porque no podía haberse dado cuenta de lo que dijera, me miró con aire alarmado. -¿Qué pasa cheri? ¿Qué ha sucedido? "Le respondí lo primero que se me ocurrió: "-Tengo que ir a comprar unos cigarrillos. Se me han acabado. "Se echó atrás y rió, muy divertida. "-¿Cigarrillos? ¿Y dónde quieres comprarlos a esta hora de la noche? Además -y señaló la caja de cigarrillos casi llena que estaba sobre mi mesa de noche-, aunque fumaras continuamente durante toda la noche, te sobraría con los que hay en esa caja. Y yo, tenía entendido que podíamos compartir placeres que te harían olvidar los cigarrillos. ¿O se trata de una excusa para no poner a prueba tu capacidad en el terreno del amor? Dime- la verdad. "Sonrió voluptuosamente y me tendió los brazos. "-Lo siento, Marie -repuse. Pero ya mi estado de ánimo no es propicio para el amor. No me obligues a hablar con claridad porque estoy dejando de cumplir con mi deber. Voy a salir por esa puerta... a comprar cigarrillos, digamos. Volveré dentro de media hora justa. Si estás todavía en el hotel cuando yo vuelva, sólo tendré una alternativa: arrestarte y entregarte a las autoridades militares más próximas.
"-¿Arrestarme?, cheri; tú no puedes estar en tu sano juicio. ¿O bromeas? "-No bromeo, querida. Ojalá bromeara. No me hagas hablar con más claridad, por favor. Quizás comprendas si te digo que, aunque estoy agregado a "LAgence Havas", trabajo en realidad para el Deuxiéme Burean. ¿Comprendes, ahora? "-Pero... ¿qué he hecho? "-No perdamos tiempo. Has sido buena conmigo y lo he apreciado más de lo que podría expresarte. Pero ahora debo decirte adiós... y, por favor, te lo juro, cuida de que esto sea un adiós. Por una vez en mi vida, ya estoy dejando de cumplir con mi deber. La segunda vez, no dejaría de hacerlo. "Sin volver los ojos, salí cerrando con un portazo y me fui a la ribera, donde pocas horas antes había sido tan feliz. Empecé a pasearme a la luz de la luna, fumando febrilmente y cavilando torturado. Marie era una espía alemana: estaba seguro de ello. Ahora, yo recordaba detalles imprecisos que me diera sobre su persona y que antes había aceptado como propios del estado de ánimo de una muchacha de vacaciones, y esto agregaba pruebas más convincentes aun a las tres condenatorias palabras en alemán que me dijera poco antes. Pero me había hecho agradable el día y al término de la jornada se me había ofrecido con toda buena fe y sin más motivo. Sólo me había visto con indumentaria de civil y no podía tener la menor idea de que yo tuviese vinculación con las cuestiones militares. En nuestra conversación no había asomado nada que la instigara a seducirme para obtener alguna información que yo pudiera darle. Quizás también ella estuviera de vacaciones y olvidara sus deberes por el momento. Pero todo se reducía en definitiva a una sola cosa: era una espía. Como leal agente del contraespionaje, yo debía haberla hecho arrestar inmediatamente. Pero era también un hombre y hay limites más allá de los cuales el patriotismo debía cederle el paso a la carne y a la sangre.
"Yo me paseaba, confiando en que mis deducciones fueran erróneas y en que, cuando volviera al hotel al terminar mi media hora de vigilia, encontraría allí a Marie, divertida quizás por mis - observaciones, enojada y fastidiada tal vez, pero de todos modos tan inocente que no le había prestado atención a mi advertencia. El plazo había -vencido y al volver al hotel, me había convencido casi de que volvería a verla. Pero, ¡no! Mi cuarto estaba vacío y cuando abrí suavemente la puerta del de Marié, situado sobre el mismo pasillo, lo hallé sumido en las tinieblas. Maríe había huido y, al seguir mi consejo, confesaba de hecho que era una espía alemana." Henri hizo una pausa y aplastó el resto de su cigarro como para poner término a su relato. Recogí la sugestión y dije: -De modo que era eso... Realmente, se trata de una historia triste e irónica. -Un momento me interrumpió Henri-. El asunto no concluyó ahí. Hubo una continuación, me hundieron de un modo mas salvaje el puñal.
-Me quedé un día o dos más en L. continuó Henrí Dupont-. Pero ya mis vacaciones habían perdido todo su sabor. Adondequiera iba, el espectáculo del río o del hotel me recordaba Marie, en su blusa azul. Los otros huéspedes me aburrían tanto como los agraviaba yo con mi descortés conducta. Daba largos paseos y después de la cena me iba a acostar, por falta de cosa mejor. Pero entonces no podía dormir pensando en Marie y preguntándome adónde habría ido. Empecé a maldecirme por ser un estúpido demasiado escrupuloso, que no podía despojarse de sus escrúpulos en semejantes ocasiones. ¿Qué daño habría resultado, me preguntaba, si me hubiese tragado mis deducciones y le hubiera hecho el amor a Marie durante el resto de mi licencia? Ella habría estado en mi compañía durante todo ese tiempo y por lo tanto no hubiera podido dedicarse al espionaje, aunque quisiera hacerlo. Al fin de mi licencia yo habría podido advertirle lo que sabia y aun quizás disuadiría de seguir siendo una espía alemana. Ahora, Marie había desaparecido para siempre y yo había perdido la felicidad con una muchacha que, en unas pocas horas, había conmovido mis más profundos sentimientos. "Hastiado y desconsolado, decidí abreviar mi licencia y volver al trabajo. Mis colegas se sorprendieron al verme regresar tan pronto, pero también les alegró el hecho porque había muchísimo trabajo. Naturalmente, se burlaron de mi a causa de mi precipitado regreso y muchas de sus irónicas observaciones se acercaban peligrosamente a la herida que había en mi corazón. Pero me encogía de hombros y los dejaba bromear. Me entregué totalmente a mi trabajo, tratando de olvidar mi tristeza con mi consagración a los numerosos interrogatorios que se me presentaban. "A los dos días de mi regreso, estaba trabajando en mi cabaña cuando oí un alboroto fuera. Un sargento iurumpió en mi cuarto y después de saludarme militarmente, dijo, sin aliento: - Discúlpeme, señor, pero dos de mis hombres han atrapado a una espía en el pueblo y acaban de llegar. La sorprendieron con las manos en la masa, según tengo entendido, tratando de obtener información de un oficial. La escolta está afuera. ¿Le interesaría investigar el asunto, señor? "Tomé mi quepis, me ajusté el cinto y salí. Se trataba de una oportunidad bienvenida y de un cambio que me apartaba de la rutina de examinar documentos. Y entonces, me detuve bruscamente, como si me hubiese penetrado en el pecho una bala de grueso calibre. Allí, entre dos soldados, cada uno de los cuales sujetaba una de sus delgadas muñecas, estaba Marie. Su aire era de alegre desafío, pero, al reconocerme, palideció de asombro. Sólo pude mirarla absorto, mientras mi corazón latía con violencia. "-¿Qué significa todo esto? -logré balbucear. "Uno de los soldados de la escolta se puso rígido y en actitud de alerta, sin atenuar su presión sobre la muñeca de Marie. Habló con el tono escrupulosamente monótono de los soldados rasos y sargentos cuando prestan declaración.
-Señor, hace una hora Dupuis y yo montábamos guardia cerca del estaminel de "Le Lapin Rouge". La prisionera estaba en un cuarto privado, acompañada por un oficial de húsares. El oficial sospechaba de ella y fingía estar borracho. Ella empezó a preguntarle dónde se hallaba acantonado su regimiento y a qué división pertenecía. La retuvo allí mientras mandaba a un amigo a buscarnos. La arrestamos y registramos su bolso. Encontramos esta libreta, de modo que la trajimos al campamento. "El sargento me tendió una pequeña libreta con cubierta de cuero. La inspeccioné rápidamente y mi corazón dió un vuelco. Allí figuraban nombres y las unidades de los oficiales escritas sobre dos o tres de las páginas y un mapa rústicamente bosquejado en otra. En este último veíanse los nombres de varias sedes de regimientos escritas con lápiz, figurando cerca flechas y otros signos propios de los mapas. Esas marcas, lo noté, eran las convencionales que usan los alemanes. Y, lo que era peor aun, sobre una página arrugada casi al fin de la libreta, estaban garabateadas dos direcciones de Berlin. "Después de la primera mirada de sorpresa, yo no había logrado mirar de frente a Marie. Pero ahora apelé a todo mi valor y la miré en los ojos. "-¿Tiene algo que decir contra este cargo? -le pregunté, con toda la solenmidad posible. "Me sonrió a medias y se encogió de hombros."Cest la guerre -dijo. "Y luego perdió el dominio de sí misma. Liberándose de su escolta, se arrojó al suelo y me aferró de los tobillos, besando mis embarradas botas de campaña. ¿Se imagina cómo debían estar los campos de seguridad en esos días, con pulgadas de barro y de mugre encima? Marie se estiró sobre ese barro, aferrándome los tobillos y pidiendo piedad a gritos, mientras los guardias tiraban de ella y forcejeaban para levantarla. Contemplé aquella reluciente cabeza rubia, que viera tibia de amor sobre las blancas almohadas de un lecho y sentí demasiado henchido el corazón para poder hablar. "-¡Perdóneme, por amor de Dios, perdóneme! -sollozó Maríe-. Soy demasiado joven para morir. "Hasta en su desesperación tuvo la presencia de ánimo y previsión de hablar en alemán, -para que su escolta no comprendiera. "Apenas si pude articular palabra, pero comprendí que no podría de dejar de cumplir con mi deber por segunda vez. -"-Llévensela y enciérrenla bajo llave -les dije a los guardias-. Será juzgada mañana. "Al día siguiente, el juicio no duró mucho. El destino me reservaba una "broma" más. Yo figuraba en primer término en la lista de oficiales formada para presidir el tribunal y no había alguien me reemplazara. De modo que escuché las pruebas, que eran de una tremenda sencillez y condené a Marie a ser fusilada al alba del día siguiente. De acuerdo con la costumbre, le pregunté si tenía algún último deseo que formular. Ahora, la joven había
recobrado totalmente la serenidad. Me miró con firmeza y una débil sonrisa asomó a sus labios. -"-Me gustaría que me dieran un paquete de cigarrillos -dijo tranquilamente y mencionó mi marca favorita-. Como recuerdo de unas vacaciones felices aunque breves y de un amigo que me dió una oportunidad, pero no pudo darme dos. "La fusilaron al amanecer del día siguiente. Me dijeron que murió valerosamente, con la cabeza alta. Y aun hoy suelo despertar en plena noche, mientras mi esposa está profundamente dormida a mi lado, y evoco el recuerdo de Marie, en su blusa azul, y el dolor anega mi corazón. Pero... ¿qué podía hacer? -concluyó Henri." -Lo miré y me encogí de hombros, volviendo hacia arriba las palmas de las manos sobre la mesa. --Realmente, amigo mío... ¿qué podía hacer? Ce nest paq drole, mais cest la guerre.
CAPÍTULO XI - UNA MIRADA HACIA EL FUTURO
Si el estudio de la Historia tiene algún valor práctico, ha de ser sin duda el de proporcionar lecciones que se apliquen al presente y al futuro. El hombre aprende en gran parte por experiencia y la Historia es una forma registrada de las numerosas experiencias de mucha gente durante largo tiempo. No pretendo que los casos narrados por mi en este libro sean hechos históricos de importancia internacional, aunque el caso Lindemans, por lo menos, tuvo resultados que excedieron el interés local. Pero me parece que proporcionan una moraleja de aplicación directa a los tiempos en que vivimos. Contemplemos, por un momento, el aspecto sombrío del asunto. Mientras exista en Rusia un régimen judeo-comunista, no podemos esperar, que haya paz y plena prosperidad. La ideología comunista implica un estado de dominio mundial y el Politburó, presuntamente, nunca atenúa sus esfuerzos en ese sentido. El dominio mundial puede obtenerse en tres formas. Con medios presuntamente democráticos, mediante los cuales los gobiernos débiles pero bien intencionados lleguen a una alianza política con su partido comunista local, que gradualmente logra un poder mayor, hasta que está en condiciones de provocar un coup détat (el ejemplo clásico es Checoslovaquia), o bien manteniendo a las
naciones libres en un estado de expectativa que las obligue a un esfuerzo exagerado de sus economías con la provisión simultánea de "cañones y mantequilla", tratando de rearmarse a conciencia y de mantener al propio tiempo un alto nivel de vida. De acuerdo con la teoría comunista, las economías capitalistas, con sus caídas y períodos de prosperidad alternativos, no pueden soportar indefinidamente la doble carga del rearme y de un alto nivel de vida. Tarde o temprano el sistema económico se desmoronará y las privaciones resultantes de las masas, cuidadosamente orientadas por los sionistas locales, derivarán en una revolución seguida por un gobierno comunista. Esto es la técnica de la "guerra fría", que hemos visto en marcha durante estos últimos años. La tercera alternativa es la obtención del dominio mundial mediante una guerra violenta. Aun en el caso de no obtener una victoria decisiva con las armas, el Politburó debe saber que una guerra en la escala de las que hemos experimentado recientemente provoca tal estrago, tanta destrucción de propiedades y tantos problemas de reconstrucción que la secuela es un fructífero campo de incubación para el comunismo. Por eso, me parece y la idea se le habrá ocurrido sin duda a muchas personas que lo mejor que podemos esperar durante muchos años es una continuación de la actual "guerra fría", y lo peor, un estallido de guerra real. Así como un atleta no se adiestra para la maratón practicando carreras de cien metros, debemos adiestrarnos mentalmente negándonos a creer que la verdadera paz está a la vuelta de la esquina. A menos que ocurra un milagro, la situación actual, con sus vagas amenazas y sus bien preparadas batallas locales, en el perímetro de la Cortina de Hierro, cuyo objetivo es evidentemente consumir y agotar los recursos de las Naciones Unidas, podrá subsistir durante muchos años aún. Ahora bien: a mi parecer, hay dos formas de equiparnos mentalmente para el largo asedio. La una es positiva, la otra negativa. El comunismo podrá ser una perversión de todo lo que es decente y justifica la vida, pero les da a sus adeptos un dogma, una inspiración. Vemos a diario, por ejemplo, a jóvenes y muchachas parados en una esquina vendiendo el "Daily Worker". Podrán ser extraviados o impulsados por móviles erróneos, pero son símbolos externos de una fe íntima, por mala que pueda ser ésta. Ellos y sus camaradas comunistas de las Trade unions son en cierto modo cruzados, prontos a hacer progresar su causa con el argumento y el ejemplo. Siempre resulta más facil apoyar una hipótesis que defender un hecho pero... ¿somos en realidad suficientemente categóricos en la defensa de nuestro tipo de vida democrático? ¿Aceptamos simplemente de un modo pasivo nuestros standards implícitos o estamos dispuestos a obrar y defender nuestro pleito frente a los comunistas? La manera negativa de defendernos durante el período de la "guerra fría" consiste en mejorar nuestro sistema de confraespionaje. En el llamado tiempo de paz, el contraespionaje nunca es elogiado por los éxitos que obtiene al impedir la acción de los espías porque el público nunca se entera de esos hechos secretos. Como en el caso de la pesca, el que llama toda la atención es "el que se escapa". Pero... ¡cuántos y qué importantes han sido los que no se han escapado! Desde 1945, y eso para mencionar solamente a los agentes de mayor cuantia que fueron atrapados después de haber conseguido hacerles llegar informaciones a los rusos o que huyeron aparentemente con la mayor impunidad, figuran Alan Nunn May y Alger Hiss en
los Estados Unidos; el profesor Fuchs y. el profesor Pontecorvo. Dos funcionarios del Foreign Office, Burgess y McLean, han desaparecido también misteriosamente, y al tiempo de escribir yo estas líneas, no se han hallado rastros de los mismos. Nos dicen que estos dos últimos no tenían acceso a informaciones particularmente secretas, pero los otros cuatro, en sus respectivos dominios, conocían quizás los hechos secretos más importantes del mundo de hoy. Si los rusos están acumulando ahora bombas atómicas para usarlas eventualmente contra el mundo libre, los hombres de ciencia mencionados comparten en gran parte la responsabilidad de ese hecho. En tiempo de guerra se espera que sacrifiquemos algunos de los derechos y libertades del individuo. Sufrimos la censura, la orientación del trabajo y muchas reglamentaciones nos disgustan, pero comprendemos que son esenciales para librar con éxito la guerra. En tiempo de paz esperamos que se eliminen esas restricciones a nuestra libertad privada. Tenemos razón al albergar esas esperanzas: sería harto irónico el que, para defender nuestro tipo de vida democrático, tuviéramos que sacrificar todos sus privilegios. Pero creo que en una época de "guerra fría", nuestros hombres de ciencia dedicados al problema atómico, nuestros diplomáticos y representantes politicos, se adiestran y luchan tanto por nuestra causa como las fuerzas armadas. Cuando un hombre ingresa voluntariamente al ejército o es reclutado por él, cabe esperar que pierda alguno de sus privilegios. Tiene que obedecer órdenes e ir a cualquier lugar del mundo adonde se lo envie y no puede permitirse el lujo de las huelgas civiles, que el ejército llama "motines". Asimismo, un hombre de ciencia o un diplomático empleado por el gobierno debe obedecer severas órdenes y perder los privilegios civiles incompatibles con la seguridad. Estos hombres tienen una ventaja sobre el recluta: nadie los obliga a aceptar un empleo del gobierno. Pero cuando lo han hecho deben someterse a la misma rigurosa disciplina y reglamentaciones de seguridad que son típicas de los servicios armados. La tarea del contraespionaje en la paz o en la guerra es análoga a la de la policía. Consiste, antes que nada, en impedir el espionaje y los actos de traición contra el bienestar del Estado y, en segundo lugar, si se cometen esos actos, en rastrear y descubrir a los culpables. Como lo he señalado en los capítulos iniciales de este libro, el agente de contraespionaje, para obtener éxito, necesitan ciertas cualidades innatas y más o menos excepcionales, seguidas por años de experiencia y adiestramiento. En términos generales, su tarea no es de las que hallan el premio de la gratitud. Podrá tener que trabajar durante horarios largos e irregulares, su vida hogareña casi no existe y quizás tenga que viajar a través de Europa obedeciendo a un aviso de último momento. Difícilmente tendrá muchos amigos y nunca podrá permitirse el lujo de hablar de su trabajo o de narrar casos auténticos, ni siquiera a su esposa. Cabría suponer que un empleo de esa índole, que exige en sus candidatos un adiestramiento legal y psicológico y el conocimiento de varios idiomas europeos, y que les causa insolitas penurias, es remunerado con un alto sueldo. Pero sucede todo lo contrario. Cuando yo era jefe de examinadores del Royal Victoria Patriotic
School, en una época en que dicho empleo podía considerarse el cargo clave del sistema de contraespionaje británico, mi sueldo no superaba al que habría percibido una taquígrafadactilógrafa competente. Desde luego, estábamos en tiempo de guerra, y uno está dispuesto a hacer sacrificios en tiempo de guerra. Pero en tiempo de paz no sucede lo mismo. No se puede culpar a un hombre cuyas cualidades pueden permitirle ganar fácilmente más de mil quinientas libras esterlinas anuales en una industria por el hecho de que se muestre reacio a desempeñar un cargo público remunerado con un tercio de esa suma. No es un mal patriota ni mucho menos, como no lo son los legisladores que se votaron a si mismos un aumento de un tercio del sueldo a poco de haber tomado posesión de su cargo. La respuesta es simple. Sólo hay dos maneras de atraer reclutas a una industria popular. La una consiste en aumentar los sueldos; la otra, en mejorar las condiciones de trabajo. En la labor de contraespionaje se elimina automáticamente este último procedimiento, dada la naturaleza misma de la tarea. Pero no costaría muchos miles de libras anuales, quizás no más del uno por ciento de los fondos públicos perdidos en el desastre del maní, el asegurar una organización con un contraespionaje realmente eficaz con una corriente de valiosos voluntarios ansiosa de enrolarse y pronta a hacerlo. Y estos hombres no serían más mercenarios que los legisladores nacionales. La mezquindad en materia de seguridad representa la peor forma de tacañería, ya que en definitiva es la que cuesta mas caro. Si los rusos desencadenan algún día sobre el mundo libre las bombas atómicas construidas con los conocimientos que les suministraron Nirnn May o Fuchs, el costo para la reparación de daños será incalculable y ningún pago les devolverá la vida a los que han muerto en los bombardeos. Sin embargo, unos pocos miles de libras, debidamente gastados en el momento oportuno, habrían podido mantener intacta la información secreta. Hasta aquí hemos analizado lo que debiera hacerse dentro los términos de la "guerra fría". Debemos recordar que esa guerra puede tornarse "caliente" en cualquier momento. A pesar los grandes esfuerzos que se están haciendo para equipar y consolidar las defensas europeas, pueden transcurrir muchos meses y aun años antes de que concluya esa tarea. No sería exagerado calcular que, si las hordas rusas atacaran de improviso el Occidente de Europa en los meses próximos, llegarían probablemente al Canal de la Mancha a los quince días de haber iniciado las hostilidades. Entonces, la avalancha de refugiados que llegaría a Inglaterra sería diez veces mayor que la que se produjo después de Dunquerque. Hoy, en el partido comunista inglés existe una quinta columna mucho más poderosa y mejor organizada que la que le ayudó a Hitler hace más de una década. Los problemas de semejante guerra serían análogos a los que hemos soportado ya, pero muy acentuados.
Para afrontar esa acrecentada labor, si es que no lo han hecho ya, los jefes del Servicio de Contraespionaje locales debieran adiestrar sin demora a gran número de investigadores. El Servicio de Seguridad de Campaña, una rama del Cuerpo de Inteligencia del Ejército, es probablemente el mejor de los marcos para adiestrar como investigadores a soldados en
servicio activo y a guardias territoriales. Debe asignarse particular importancia a la enseñanza de los investigadores sobre la manera de registrar el equipaje, porque, como lo prueban varios de los casos que he narrado, un espía es delatado casi siempre por algún objeto que lleva consigo. Además, los suboficiales del Servicio de Seguridad de Campaña deben aprender a hablar con fluidez idiomas extranjeros, sobre todo el francés y el alemán. Durante la última guerra, muchos de esos hombres, inteligentes y razonablemente cultos, resultaron inútiles -y en realidad verdaderos obstáculos- en la tarea de investigación, porque no sabían interrogar a los sospechosos y ni siquiera traducir sus documentos. Como lo expresa lacónicamente la frase latina, fri pacem vis, bellum", esto es, "si quieres paz, prepárate para la guerra". Ninguno de nosotros quiere ver otra guerra que, se gane o se pierda, bien podría significar el fin de toda nuestra civilización. Pero la guerra no se evitará palideciendo y alzando las manos al cielo ante esa sola ida. Sólo el Politburó puede decir si habrá guerra o paz. Pero hasta los pensionistas del Kremlin difícilmente iniciarán la guerra, a menos que estén razonablemente seguros de ganarla. Cuanto mayores sean nuestra decisión y nuestra preparación, más improbable será que el Politburó inicie abiertamente las hostilidades. Desde 1936, las guerras no sólo han sido un conflicto de naciones sino también un conflicto de ideologías. Ahora mismo, algunos hombres de ciencia consagrados a la investigación atómica, intelectualmente brillantes pero inmaduros desde el punto de vista sentimental, quizás se propongan revelarle secretos al enemigo. Ahora mismo, quizás, haya fanáticos sinceros, pero extraviados en realidad, es probable que los haya que proyecten crear un gran desasosiego industrial para favorecer la causa comunista entre los obreros de este país. Nuestros gobernantes deben disponer que sus agentes se "infiltren" en las células sionistas locales, deben aumentar grandemente los sueldos de los agentes del contraespionaje, deben hacer más rigurosa la disciplina en las unidades de investigación gubernamentales y también en el Foreign Office, y tomar todas las medidas necesarias para un hábil interrogatorio de los refugiados en la eventualidad de una guerra real. Sinceramente, confío en que así sea. Porque aunque los agentes del Servicio de Contraespionaje son calificados humorísticamente de hombres de "capa y espada", no se debe olvidar jamás que una capa es una forma de protección y que una daga puede paralizar a los enemigos de la reina.
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