El Confiado Abandono en La Divina Providencia - San Claudio de Colombiere and Jean Baptiste Saint-Jure

August 13, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: Sin, Happiness & Self-Help, God, Prayer, Saint
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Descripción: El Confiado Abandono en La Divina Providencia - San Claudio de Colombiere and Jean Baptiste Saint-Jure...

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Index Índice Primera parte

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Jean Baptiste Saint-Jure Capítulo I. La voluntad de Dios ha hecho y gobierna todas las cosas 1. Dios regula todos los acontecimientos, buenos o malos ¿Cómo puede Dios querer o permitir los acontecimientos malos? Ejemplos prácticos 2. Dios hace todas las cosas con suprema sabiduría Incluso las pruebas y los castigos son beneficios de Dios, signos de su misericordia Las pruebas son siempre proporcionadas a nuestras fuerzas Capítulo II. Grandes ventajas que el hombre percibe de una entera conformidad con la voluntad divina 1. Por esta conformidad el hombre se santifica 2. La conformidad a la voluntad de Dios hace al hombre feliz desde esta vida 3. Historia del P. Taulère Capítulo III. Práctica de la conformidad con la voluntad de Dios 1. En las cosas y acontecimientos naturales 2. En las calamidades públicas 3. En las dificultades y cuidados domésticos 4. En los reveses de fortuna 5. En la pobreza y sus circunstancias 6. En las adversidades y humillaciones 7. En los defectos naturales 8. En las enfermedades y debilidades 9. En la muerte y sus circunstancias 10. En la privación de las gracias exteriores 11. En las consecuencias de nuestros pecados 12. En las penas interiores 13. En las virtudes y favores espirituales 14. Resumen y conclusión de este capítulo

Segunda parte

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San Claudio de la Colombiére

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Capítulo I. Verdades consoladoras 1. Confiemos en la sabiduría de Dios 2. Cuando Dios nos prueba 3. Arrojarse en los brazos de Dios 4. Práctica del abandono confiado Capítulo II. Las adversidades son útiles a los justos, necesarias a los pecadores 1. Hay que confiar en la Providencia 2. Ventajas inesperadas de las pruebas 3. Ocasiones de méritos y de salvación Capítulo III. Recurso a la oración 1. Para obtener bienes 2. Para apartar los males 3. No se pide bastante 4. Perseverancia en la oración 5. Una confianza obstinada Capítulo IV. Ejercicio particular de conformidad con la divina Providencia 1. Actos de fe, de esperanza y de caridad 2. Acto de filial abandono a la Providencia 3. Utilidad de este ejercicio

Notas

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Table of Contents Índice Primera parte Jean Baptiste Saint-Jure Capítulo I. La voluntad de Dios ha hecho y gobierna todas las cosas 1. Dios regula todos los acontecimientos, buenos o malos ¿Cómo puede Dios querer o permitir los acontecimientos malos? Ejemplos prácticos 2. Dios hace todas las cosas con suprema sabiduría Incluso las pruebas y los castigos son beneficios de Dios, signos de su misericordia Las pruebas son siempre proporcionadas a nuestras fuerzas Capítulo II. Grandes ventajas que el hombre percibe de una entera conformidad con la voluntad divina 1. Por esta conformidad el hombre se santifica 2. La conformidad a la voluntad de Dios hace al hombre feliz desde esta vida 3. Historia del P. Taulère Capítulo III. Práctica de la conformidad con la voluntad de Dios 1. En las cosas y acontecimientos naturales 2. En las calamidades públicas 3. En las dificultades y cuidados domésticos 4. En los reveses de fortuna 5. En la pobreza y sus circunstancias 6. En las adversidades y humillaciones 7. En los defectos naturales 8. En las enfermedades y debilidades 9. En la muerte y sus circunstancias 10. En la privación de las gracias exteriores 11. En las consecuencias de nuestros pecados 12. En las penas interiores 13. En las virtudes y favores espirituales 14. Resumen y conclusión de este capítulo Segunda parte San Claudio de la Colombiére Capítulo I. Verdades consoladoras 1. Confiemos en la sabiduría de Dios 2. Cuando Dios nos prueba 3. Arrojarse en los brazos de Dios 4. Práctica del abandono confiado Capítulo II. Las adversidades son útiles a los justos, necesarias a los pecadores 1. Hay que confiar en la Providencia 2. Ventajas inesperadas de las pruebas 3

3. Ocasiones de méritos y de salvación Capítulo III. Recurso a la oración 1. Para obtener bienes 2. Para apartar los males 3. No se pide bastante 4. Perseverancia en la oración 5. Una confianza obstinada Capítulo IV. Ejercicio particular de conformidad con la divina Providencia 1. Actos de fe, de esperanza y de caridad 2. Acto de filial abandono a la Providencia 3. Utilidad de este ejercicio Notas

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Jean Baptiste Saint-Jure y San Claudio de la Colombiére

El confiado abandono en la divina Providencia El secreto de la paz y de la felicidad

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Título original: De la connaissance et de l’amour du Fils de Dieu, Notre-Seigneur Jesus-Christ (extracto) Jean Baptiste Saint-Jure y San Claudio de la Colombiére © de esta edición, Club del Lector, 2014 Traducción: Ricardo Regidor Diseño de portada: José María Vizcaíno Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción de ninguna parte de este libro sin el permiso por escrito del editor.

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Índice Primera parte Jean Baptiste Saint-Jure Capítulo I. La voluntad de Dios ha hecho y gobierna todas las cosas 1. Dios regula todos los acontecimientos, buenos o malos ¿Cómo puede Dios querer o permitir los acontecimientos malos? Ejemplos prácticos 2. Dios hace todas las cosas con suprema sabiduría Incluso las pruebas y los castigos son beneficios de Dios, signos de su misericordia Las pruebas son siempre proporcionadas a nuestras fuerzas Capítulo II. Grandes ventajas que el hombre percibe de una entera conformidad con la voluntad divina 1. Por esta conformidad el hombre se santifica 2. La conformidad a la voluntad de Dios hace al hombre feliz desde esta vida 3. Historia del P. Taulère Capítulo III. Práctica de la conformidad con la voluntad de Dios 1. En las cosas y acontecimientos naturales 2. En las calamidades públicas 3. En las dificultades y cuidados domésticos 4. En los reveses de fortuna 5. En la pobreza y sus circunstancias 6. En las adversidades y humillaciones 7. En los defectos naturales 8. En las enfermedades y debilidades 9. En la muerte y sus circunstancias 10. En la privación de las gracias exteriores 11. En las consecuencias de nuestros pecados 12. En las penas interiores 13. En las virtudes y favores espirituales 14. Resumen y conclusión de este capítulo Segunda parte San Claudio de la Colombiére Capítulo I. Verdades consoladoras 1. Confiemos en la sabiduría de Dios 2. Cuando Dios nos prueba 3. Arrojarse en los brazos de Dios 4. Práctica del abandono confiado Capítulo II. Las adversidades son útiles a los justos, necesarias a los pecadores 7

1. Hay que confiar en la Providencia 2. Ventajas inesperadas de las pruebas 3. Ocasiones de méritos y de salvación Capítulo III. Recurso a la oración 1. Para obtener bienes 2. Para apartar los males 3. No se pide bastante 4. Perseverancia en la oración 5. Una confianza obstinada Capítulo IV. Ejercicio particular de conformidad con la divina Providencia 1. Actos de fe, de esperanza y de caridad 2. Acto de filial abandono a la Providencia 3. Utilidad de este ejercicio Notas

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Primera parte

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Jean Baptiste Saint-Jure Este texto sobre la divina Providencia ha sido extraído, casi textualmente, de la gran obra del famoso maestro de espiritualidad, el sacerdote jesuita francés Jean Baptiste Saint-Jure (1588-1657), «Del conocimiento y del amor del Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo», que hizo las delicias y fue como el manual de ascética del santo Cura de Ars. Jean Baptiste nació en la ciudad de Metz en 1588. Entró como novicio de la Compañía de Jesús en Nancy en 1604. Fundó un centro de enseñanza en Alençon, del que fue el primer rector. Más adelante, fue rector de otros centros en Amiens, Orleans y París. Es conocido por haber sido el director espiritual, junto con el sacerdote jesuita Jean-Joseph Surin, de la célebre hermana Jeanne des Anges, después de ser liberada de los demonios que la poseían y con quien intercambió una voluminosa correspondencia. También fue director espiritual de Gastón de Renty. Murió en París el 3 de abril de 1657.

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Capítulo I. La voluntad de Dios ha hecho y gobierna todas las cosas Escribiendo sobre la voluntad de Dios, santo Tomás enseña, siguiendo a san Agustín, que ella es la razón, la causa de todo cuanto existe[1]. En efecto: «El Señor —dice el Salmista— hace cuanto quiere en los cielos, en la tierra, en el mar y en todos los abismos[2]». También está escrito en el libro del Apocalipsis: «Digno eres, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque Tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas[3]». La voluntad divina ha creado los cielos de la nada, con todos sus habitantes y magnificencias, la tierra con lo que ella lleva en su superficie y encierra en su seno; en una palabra, todas las criaturas visibles e invisibles, animadas e inanimadas, racionales e irracionales, desde la más elevada hasta la más ínfima. Pues, si el Señor ha hecho todas estas cosas, como dice el apóstol san Pablo, conforme al consejo de su voluntad[4], ¿no es soberanamente justo y razonable, e incluso absolutamente necesario, que sean conservadas y gobernadas por Él, siguiendo el consejo de esta misma voluntad? Y de hecho: ¿Cómo podría nada subsistir —dice el Sabio—, si Tú no quisieras, o cómo podría conservarse sin Ti[5]? Sin embargo, las obras de Dios son perfectas, está escrito en el cántico de Moisés[6]. Están tan acabadas que el mismo Señor, cuya censura es rigurosa y su juicio formado de rectitud, ha constatado, al fin de la creación, que era muy bueno cuanto había hecho[7]. Pero es evidente que Él, que con la sabiduría fundó la tierra y con la inteligencia consolidó los cielos[8], pondría la misma perfección en el gobierno que en la formación de sus obras. También, como no tiene a mal recordárnoslo, su Providencia cuida de todas las cosas[9], todo lo dispone con medida, número y peso[10], y todo con justicia y misericordia[11]. Pues, ¿quién podrá decirle: Qué es lo que haces[12]? Él asigna a sus criaturas el fin que quiere, y escoge para conducirlas los medios que le placen, no puede menos de asignarles un fin inteligente y bueno, ni dirigirles hacia este fin más que por medios igualmente sabios y buenos. No seáis insensatos, dice el Apóstol, sino entendidos de cuál es la voluntad de Dios[13]; para que cumpliendo su voluntad, alcancéis la promesa[14]; es decir, la dicha eterna, pues está escrito: el mundo pasa, y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre[15].

1. Dios regula todos los acontecimientos, buenos o malos 11

No, nada pasa en el universo que Dios no lo quiera, que Él no lo permita. Y esto se ha de entender de todas las cosas, excepto del pecado. «Nada —enseñan unánimemente los santos Padres y Doctores de la Iglesia con san Agustín—, nada sucede por azar en el curso de toda nuestra vida; Dios interviene en todo». Yo soy el Señor —dice Él mismo por boca del profeta Isaías—, no hay ningún otro. Yo formo la luz y creo las tinieblas, yo doy la paz y creo la desdicha; soy yo, el Señor, quien hace todo esto[16]. Soy yo —había dicho antes por Moisés—, yo doy la vida, yo doy la muerte, yo hiero y yo sano[17]. El Señor da la muerte y la vida —se dice también en el cántico de Ana, madre de Samuel—, hace bajar al sepulcro y subir de él; a uno empobrece o enriquece, humilla o exalta[18]. ¿Habrá en la ciudad —dice el profeta Amos— calamidad cuyo autor no sea el Señor[19]? Sí —proclama el Sabio—, los bienes y los males, la vida y la muerte, la pobreza y la riqueza, vienen del Señor[20]. Así en cien lugares más. Tal vez digáis que si esto es verdad en ciertos casos necesarios, como las enfermedades, la muerte, el frío, el calor y otros accidentes producidos por las causas naturales, desprovistas de libertad, no será lo mismo cuando se trate de cosas que provienen de la propia libertad del hombre. Pues, me diréis, si alguien habla mal de mí, si me arrebata los bienes, me hiere, me persigue, ¿cómo puedo atribuir esta conducta a la voluntad de Dios que, lejos de querer que se me trate de tal modo, lo prohíbe por el contrario severamente? Luego, no se puede atribuir más que a la voluntad del hombre, a su ignorancia o a su malicia. Esta será vuestra conclusión. Este es, en efecto, el último reducto que buscamos para protegernos, para eludir los golpes administrados por la mano del Señor, y excusar una falta de valor y de sumisión. En vano —respondo yo— pensáis escudaros en este razonamiento, para libraros del abandono a la Providencia; pues Dios mismo lo ha refutado, y nosotros debemos creer, según su palabra, que en este tipo de acontecimientos como en los demás, nada sucede sin su querer o permisión. Escuchad un momento. Dios quiere castigar el homicidio y el adulterio de David, y he aquí cómo se expresa por boca del profeta Natán: ¿Cómo, pues, menospreciando al Señor, has hecho lo que es malo a sus ojos? Has herido a espada a Urías, el hitita; tomaste por mujer a su mujer, y a él le mataste con la espada de los hijos de Ammán. Por eso no se apartará ya de tu casa la espada, por haberme menospreciado, tomando por mujer a la mujer de Urías, el hitita. Así dice el Señor: Yo haré surgir el mal contra ti de tu misma casa, y tomaré ante tus mismos ojos tus mujeres, y se las daré a otro, que yacerá con ellas a la cara misma de este sol; porque tú has obrado ocultamente, pero yo haré esto a la presencia de todo Israel y a la cara del sol[21]. Más tarde, habiendo ultrajado los judíos gravemente al Señor con sus iniquidades y provocado su justicia, dijo: ¡Ay de ti, Asur es la vara de mi cólera y de mi furor! Yo le mandé contra una gente impía le envié contra el pueblo objeto de mi furor, para que saquease e hiciera de él su botín y les pisase como se pisa el polvo de las calles[22]. Y bien, ¿podía declararse más abiertamente, el Señor, como autor de los males que Absalón hizo sufrir a su padre y el rey de Asiria a los judíos? Sería fácil citar 12

otros ejemplos; pero estos bastarán. Concluyamos, pues, con san Agustín: «Todo lo que nos sucede aquí abajo contra nuestra voluntad (ya provenga de los hombres o de otro origen), no nos sucede más que por voluntad de Dios, por los designios de su providencia, por sus órdenes y bajo su dirección; y si, por la debilidad de nuestro espíritu, no llegamos a comprender la razón de tal o cual acontecimiento, atribuyámoslo a la divina Providencia, rindámosle este honor de recibirlo de su mano, creamos firmemente que no nos lo envía sin alguna razón». Respondiendo a las quejas y a las murmuraciones de los judíos, que atribuían su cautividad y sus sufrimientos a la mala fortuna y a otras causas distintas de la justa voluntad de Dios, el profeta Jeremías les respondió: ¿Quién podrá decir que una cosa sucede sin que lo disponga el Señor? ¿No es de la voluntad del Altísimo de donde proceden los males y los bienes? ¿Por qué, pues, ha de lamentarse el viviente? Laméntese más bien cada uno de sus pecados. Escudriñemos nuestros caminos, examinémoslos y convirtámonos al Altísimo. Alcemos nuestro corazón y nuestras manos a Dios, que está en tos cielos: hemos pecado, hemos sido rebeldes y no nos perdonaste[23]. ¿Estas palabras no son acaso bastante claras? Debemos aprovecharnos de ellas. Cuidemos de atribuirlo todo a la voluntad de Dios y creamos de buen grado que todo es conducido por su mano paternal.

¿Cómo puede Dios querer o permitir los acontecimientos malos? Sin embargo, tal vez diréis aún: hay pecado en todas estas acciones; ¿cómo puede Dios quererlas y tomar parte en ellas, Él que, siendo la misma Santidad, no puede tener nada en común con el pecado? En efecto, Dios no es ni puede ser el autor del pecado. Pero no olvidemos nunca que en todo pecado, como dicen los teólogos, hay que distinguir dos partes: una natural y otra moral. Así, en el acto del hombre del cual creéis que debéis quejaros, hay, por ejemplo, el movimiento del brazo que os golpea, de la lengua que os injuria, y el movimiento de la voluntad que se aparta de la recta razón y de la ley divina. Pero el acto físico del brazo o de la lengua, como todas las cosas naturales, es muy bueno en sí mismo, y nada impide que sea producido con y por el concurso de Dios. Lo que es malo, aquello a lo que Dios no puede contribuir, y de lo que no puede ser autor, es de la intención defectuosa, desordenada, que la voluntad del hombre aporta al mismo acto. El caminar de un cojo, en tanto que movimiento, proviene a la vez, es verdad, del alma y de la pierna; pero el defecto que obliga a este caminar vicioso no proviene más que de la pierna. Del mismo modo, todas las acciones malas deben 13

ser atribuidas a Dios y al hombre en cuanto son actos físicos, naturales; pero solo atribuibles a la voluntad del hombre en cuanto son desordenadas, culpables. Si alguien, pues, os golpea o habla mal de vosotros, este movimiento del brazo o de la lengua, no siendo en sí mismo un pecado, puede ser Dios, y es efectivamente su autor; pues el hombre, como cualquier otra criatura no posee la existencia ni el movimiento por sí mismo, sino que Dios obra en él y por él: pues es en Él que vivimos, nos movemos y existimos, dice san Pablo[24]. En cuanto a la malicia de la intención, es toda del hombre; y es sólo ahí que se encuentra el pecado, en el cual Dios no toma parte alguna, pero que sin embargo permite, para no atentar al libre albedrío. Además, cuando Dios concurre con el que os golpea u os roba vuestros haberes, quiere privaros sin duda de esta salud o de estos bienes, de los que estáis abusando y que hubieran causado la ruina de vuestra alma; pero no quiere de ningún modo que el bruto o el ladrón los arrebaten por un pecado. Este no es en ningún caso el designio de Dios, no es otra cosa que la maldad del hombre. Un ejemplo podrá hacerlo todo más comprensible. Un criminal, por un juicio justo, es condenado a muerte. Pero el verdugo resulta ser enemigo personal de este desgraciado, y en lugar de ejecutar la sentencia del juez sólo por obligación, lo hace por espíritu de venganza y de odio… ¿No es evidente que el juez no participa en ningún modo en el pecado del ejecutor? La voluntad, la intención del juez, no es que se cometa este pecado, sino que se cumpla la justicia y el criminal sea castigado. Del mismo modo, Dios no participa de ninguna manera en la maldad de este hombre que os hiere o que os roba: es algo exclusivo del hombre por completo. Dios quiere, hemos dicho, corregirnos, humillarnos o despojarnos de nuestros bienes, para emanciparnos del vicio y conducirnos a la virtud; pero este designio de bondad y de misericordia, que podría ejecutar por mil medios distintos de los cuales ninguno sería pecado, no tiene nada en común con el hombre que le sirve de instrumento. Y, de hecho, no es su mala intención, su pecado lo que os hace sufrir, humilla o empobrece; es la pérdida, la privación de vuestro buen nombre, de vuestro honor o de vuestros bienes temporales. El pecado no daña más que al culpable. Por esto, debemos separar lo bueno de lo malo, en esta clase de acontecimientos; distinguir lo que Dios opera por medio de los hombres y lo que su voluntad añade de su propio fondo.

Ejemplos prácticos San Gregorio nos propone la misma verdad con un ejemplo. «Un médico —dice — ordena la aplicación de sanguijuelas. Estos animalitos sólo pretenden al extraer 14

la sangre del enfermo, saciarse y chuparle hasta la última gota en cuanto dependa de ellas. Sin embargo, el médico no tiene otra intención que quitar al enfermo toda la sangre viciada y curarle por este medio». No hay nada de común entre la loca avidez de las sanguijuelas y el fin inteligente del médico que las emplea. También el enfermo lo contempla sin pesar. No ve a las sanguijuelas como malhechoras en ningún modo; por el contrario, intenta sobreponerse a la repugnancia que su fealdad le muestra e incluso protege y favorece su acción, sabiendo bien que ellas no obran más que porque el médico lo ha juzgado útil para su curación. Pues Dios se sirve de los hombres como el médico de las sanguijuelas. Tampoco debemos detenernos en las pasiones de aquellos a los que Dios ha dado el poder de obrar contra nosotros, ni entristecernos de sus perversas intenciones, preservándonos de cualquier aversión hacia ellos. Cualquiera que pueda ser su vida particular, ellos sólo están relacionados con nosotros como instrumentos de salvación, dirigidos por la mano de un Dios, de una bondad, sabiduría y poder infinitos, que no les permitirá obrar más que cuando nos sea útil. Nuestro interés debería llevarnos a acoger más que a rechazar sus ataques, ya que en realidad no son más que los ataques de Dios mismo. Y lo mismo sucede con todas las criaturas, cualesquiera que sean; ninguna podrá obrar contra nosotros si el poder no le fuera dado de lo Alto. Esta doctrina ha sido siempre familiar a las almas verdaderamente iluminadas por Dios. Tenemos un ejemplo célebre en el santo varón Job. Ha perdido sus hijos y sus bienes; ha caído de la fortuna más elevada a la más profunda miseria. Y él dice: El Señor me lo dio, el Señor me lo ha quitado; ¡bendito sea el nombre del Señor[25]! Mirad, observa aquí san Agustín, Job no dice: El Señor me lo dio y el demonio me lo ha quitado; sino que como hombre iluminado, dice: Es el Señor quien me había dado mis hijos y mis bienes y es Él quien me los ha arrebatado; ha sucedido como le pareció al Señor, y no como quiso el demonio. El ejemplo de José no es menos de señalar. Está claro que sus hermanos lo vendieron a los mercaderes con un fin malo; y sin embargo, este santo patriarca lo atribuye todo a la providencia de Dios. Él mismo habla de ello en varios pasajes: Dios —dice— me ha traído a Egipto antes de vosotros, para vuestra vida… No sois, pues, vosotros los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo y me ha hecho padre del Faraón y señor de toda su casa y me ha puesto al frente de toda la tierra de Egipto[26]. Pero detengamos nuestra atención en nuestro Divino Salvador, el Santo de los santos, bajado del cielo para enseñarnos con sus ejemplos y palabras. San Pedro, impulsado por un celo indiscreto, quiere hacerle desistir del designio que tiene de sufrir e impedir que los soldados pongan la mano en Él. Pero Jesús le dice: …el cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo[27]? De este modo, no atribuye los dolores y las ignominias de su pasión a los judíos que la ejecutan, a Judas que le traiciona, a Pilato que le condena, a los verdugos que le atormentan, a los demonios que excitan todos estos padecimientos, aunque sean las causas inmediatas de sus sufrimientos; sino a Dios, y a Dios considerado como Padre amante y bien amado, y no en calidad de juez riguroso. 15

No atribuyamos, pues, ni a los demonios ni a los hombres, sino a Dios, como a su verdadera fuente, nuestras pérdidas, nuestras desgracias, nuestras aflicciones, nuestras humillaciones. «Obrar de otro modo —señala santa Dorotea— sería hacer lo mismo que un perro que descarga su cólera contra la piedra en lugar de dirigirse a la mano que se la ha arrojado». Guardaos pues de decir: Fulano es la causa de la desgracia que padezco; es el autor de mi ruina. Vuestros males son obra, no de este hombre, sino de Dios. Y lo que debe tranquilizaros, es que Dios soberanamente bueno procede en todo lo que hace con la más profunda sabiduría y por fines altos y sublimes.

2. Dios hace todas las cosas con suprema sabiduría Toda sabiduría viene del Señor y con Él está siempre, —se lee en el libro del Eclesiástico—, ella es antes de todos los siglos… Y la derramó sobre todas sus obras[28]. Cuántas son tus obras, ¡oh Señor! —dice a su vez el Rey Profeta—, y cuán sabiamente ordenadas[29]. Y no podría ser de otro modo; pues siendo Dios sabiduría infinita y obrando por sí mismo, no puede hacerlo más que de una manera infinitamente sabia. Por esta razón varios santos doctores consideran que, vistas las circunstancias, todas sus obras están tan acabadas que no podrían ser mejores. «Debemos pues — dice uno de ellos, san Basilio—, penetrarnos bien de este pensamiento, que somos la obra de un buen Obrero y que nos dispone y distribuye todas las cosas, grandes y pequeñas, con una providencia sapientísima; de modo que nada nos suceda contra su voluntad, nada que sea malo, nada incluso que se pueda concebir mejor». Grandes son las obras del Señor —dice también el Rey Profeta—, muy dignas de meditarse por todos cuantos en ellas se deleitan[30]. Y precisamente en esta justa proporción de los medios que emplea y el fin que se propone, es donde resalta su sabiduría. Se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad[31]. Gobierna a los hombres con orden admirable; los conduce a su dicha firmemente, no obstante, sin violencia ni presión, sino con suavidad, y no solamente con suavidad, sino con circunspección. Pero Tú —dice el Sabio—, Señor de la fuerza, juzgas con benignidad y con mucha indulgencia nos gobiernas, pues cuando quieres tienes el poder en tus manos[32]. Estáis dotados de un poder infinito al cual nada puede resistir; no obstante no lo empleáis contra nosotros con autoridad soberana; sino que nos tratáis con extrema condescendencia. Os dignáis colocarnos a cada uno de nosotros en la situación más conveniente y más propia para operar nuestra salvación, conforme a nuestra débil naturaleza. Pero sólo disponéis de nosotros con reserva, como a personas que son vuestra imagen viviente de noble origen y a quienes, en atención 16

a su condición, no se les manda nada en tono absoluto como a esclavos, sino con deferencia y consideración. «Obráis con nosotros —dice el ilustre Cantacuzano— con la circunspección del que toca un rico vaso de cristal o de frágil arcilla que teme romper. ¿Es preciso afligirnos, enviarnos alguna enfermedad, hacernos sufrir alguna pérdida, someternos a algún dolor para nuestro bien? Pues siempre es con ciertos miramientos, procedéis con mucha deferencia». Como un gobernador que castiga de modo diferente al joven príncipe cuya educación le ha sido confiada y al criado que está a su servicio. Como el cirujano encargado de hacer la amputación de algún miembro a un ilustre personaje dobla la atención, para hacerle pasar el mínimo de dolor necesario para su curación. Del mismo modo que el padre, obligado a castigar a su hijo tiernamente querido no lo hace más que a su pesar y porque el bien de su hijo lo exige; pero la mano le tiembla de emoción y se apresura a acabar. Así Dios nos trata como a nobles criaturas que están en grande consideración cerca de Él como a hijos queridos. Yo reprendo y corrijo a cuantos amo[33].

Incluso las pruebas y los castigos son beneficios de Dios, signos de su misericordia Contemplad —nos dice san Pablo—, poned los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús (el Hijo único y bien amado en quien el Padre ha puesto todas sus complacencias)… Traed, pues, a vuestra consideración al que soportó tal contradicción de los pecadores contra sí mismo, para que no decaigáis de ánimo rendidos por la fatiga. Aún no habéis resistido hasta la sangre (como lo hizo Él) en vuestra lucha contra el pecado, y os habéis ya olvidado de la exhortación que a vosotros, como hijos, se dirige: Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor y no desmayes reprendido por Él; porque el Señor, a quien ama, le reprende y azota a todo el que recibe por hijo. Soportad la corrección. Como con hijos se porta Dios con vosotros. Pues, ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija[34]? En una palabra, Dios obra sólo con una finalidad muy elevada y santa, su gloria y el bien de sus criaturas. Infinitamente bueno y la bondad misma, busca perfeccionarlas a todas atrayéndolas a Él, comunicándoles los caracteres y los rayos de su divinidad, en cuanto son susceptibles de recibirlos. Pero gracias a los estrechos lazos que ha contraído con nosotros, por la unión de nuestra naturaleza con la suya en la Persona de su Hijo, somos aún de modo más especial el objeto de su benevolencia y de sus tiernas solicitudes; el guante está menos ajustado a la mano y la vaina a la espada que lo que Él opera y ordena en nosotros y a nuestro rededor, sin fuerza ni coacción, de modo que todo pueda concurrir a nuestra ventaja y a nuestra perfección, si queremos cooperar a los proyectos de su Providencia. 17

Las pruebas son siempre proporcionadas a nuestras fuerzas No nos turbemos, pues, en las adversidades que algunas veces nos acometen, sabiendo que están destinadas a producir en nosotros frutos de salvación, cuidadosamente puestas en relación con nuestras necesidades por la sabiduría de Dios mismo, que sabe darles su límite como se los da al mar. A veces parece que el mar en su furia va a inundar regiones enteras; y sin embargo respeta los límites de su orilla, viniendo las olas a romper contra la arena movediza. Del mismo modo, no hay ninguna tribulación, ninguna tentación a la que Dios no haya puesto sus límites, a fin de que sirva para salvarnos y no para perdernos. Dios es fiel —dice el Apóstol—, y no permitirá que seáis tentados (o afligidos) más allá de vuestras fuerzas[35], pero es necesario que lo seáis, ya que por muchas tribulaciones no es preciso entrar en el reino de Dios[36], siguiendo a nuestro Redentor que ha dicho de él mismo: ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria[37]? Si rehusáis recibir estas tribulaciones, obraréis contra vuestros mejores intereses. Sois como un bloque de mármol en las manos del escultor. Es necesario que el escultor haga saltar lascas, que talle, que pula, para conseguir de su bloque una bella estatua. Dios quiere hacer de nosotros su imagen viva; procurad tan sólo comportaros bien en sus manos, mientras trabaja en vosotros y estad seguros de que no dará el menor golpe de cincel que no sea en la perfección del arte, que no sea necesario a sus designios y que no tienda a santificaros; pues —como dice san Pablo— la voluntad de Dios es vuestra santificación[38].

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Capítulo II. Grandes ventajas que el hombre percibe de una entera conformidad con la voluntad divina El fin que Dios se propone en toda su conducta a nuestro respecto es nuestra santificación. ¡Oh, las cosas que obraría en nosotros, para su honor y nuestro bien, si le dejáramos hacer! Por esto los cielos, que no oponen ninguna resistencia a los espíritus que los gobiernan, tienen unos movimientos tan magníficos, tan regulares y tan útiles, por eso publican tan alto la gloria de Dios, y por su influencia en la sucesión invariable de los días y de las noches conservan el orden en todo el universo. Si resistieran estas impresiones y si en vez de seguir el movimiento que les ha sido dado, siguieran otro, enseguida caerían en el más extraño desorden arrastrando al mundo con ellos. Lo mismo sucede cuando la voluntad del hombre se deja llevar por la de Dios: entonces, todo lo que está en este «pequeño mundo», todas las facultades de su espíritu, en el movimiento más regular. Pero no tarda en perder todas estas ventajas y caer en el mayor desorden, desde que su voluntad se opone a la de Dios apartándose de ella.

1. Por esta conformidad el hombre se santifica ¿En qué consiste en efecto, la santidad del hombre? «Unos —dice san Francisco de Sales— la sitúan en la austeridad, otros en la limosna, otros en la frecuencia de sacramentos, otros en la oración. Para mí no conozco otra perfección que la de amar a Dios de todo corazón. Sin este amor, todo el conjunto de virtudes, no es más que un montón de piedras», que esperan ser colocadas en la obra y su coronación. Esta doctrina no puede ser dudosa para nadie. La Escritura está llena de lo mismo. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es —dice nuestro Señor Jesucristo— el más grande y el primer mandamiento[39]. Por encima de todo esto —dice san Pablo—, vestíos de la caridad, que es vínculo de perfección[40]. Según esto, lo más elevado y perfecto de todas las virtudes es amar a Dios; «del mismo modo también —dice el P. Rodríguez siguiendo a san Crisóstomo—, lo más sublime, lo más puro, lo más exquisito en este amor es conformarse absolutamente a la voluntad divina y no tener nunca otra voluntad que la de Dios». Pues como lo enseñan los teólogos y moralistas, con san Dionisio Areopagita y san Jerónimo «el principal efecto del amor es unir los corazones de aquellos que se aman, de modo que tengan la misma voluntad». Así pues, cuanto más sumisos somos a los designios de Dios sobre nosotros, más avanzamos hacia la perfección; y si queremos resistirla, hacemos marcha atrás. Santa Teresa, una de las lumbreras de su siglo, decía a sus religiosas: «El que se 19

aplica a la oración, debe proponerse únicamente tener el máximo cuidado en conformar su voluntad a la de Dios. Y estad seguras de que en esta conformidad es donde reside la más alta perfección que podemos adquirir, y que el que se dé a ello con el mayor cuidado, será favorecido con los mayores dones de Dios y hará los más rápidos progresos en la vida interior. No, no creáis que haya otros secretos; en esto consiste todo nuestro bien». Se cuenta que la bienaventurada Estefanía de Soncino, religiosa dominica, fue un día transportada, en espíritu, al cielo para contemplar allí la gloria de los santos. Vio sus almas mezcladas con el coro de los ángeles, según el grado de méritos de cada uno. Incluso notó entre los serafines a las almas de varios personajes que ella había conocido en vida: habiendo pues preguntado por qué estas almas habían sido elevadas a un tan alto grado de gloria, le fue respondido que era a causa de la conformidad y de la perfecta unión de su voluntad con la de Dios mientras vivían en la tierra. Pues, si esta conformidad con la voluntad de Dios eleva en el cielo al más alto grado de gloria, que es el de los serafines, será preciso concluir que también será ella quien eleva aquí abajo al más alto grado de gracia y que ella es el fundamento de la perfección más sublime que el hombre puede alcanzar. La sumisión entera de la voluntad, siendo pues el sacrificio más agradable, el más glorioso a Dios que le ha sido dado al hombre poder ofrecer, siendo el acto más perfecto de caridad, el más noble y el más meritorio de todas las virtudes, está fuera de duda que el que practica esta sumisión, adquiere en cada instante tesoros inestimables, pudiendo reunir en unos días más riquezas que otros en varios años y por muchos trabajos. La historia célebre de un religioso, contada por Cesáreo, nos ofrece un ejemplo muy señalado. Este santo hombre no difería en nada, respecto en las cosas exteriores, de los demás religiosos que habitaban en el mismo monasterio, sin embargo había logrado un grado tan elevado de santidad que sólo el contacto de sus vestidos curaba los enfermos. Un día su superior le dijo que se extrañaba mucho de que sin ayunar, ni velar, ni orando más que los demás religiosos hicieran tantos milagros. Y le preguntó la causa. El buen religioso respondió que él mismo estaba más extrañado que nadie y que ignoraba la razón de tales hechos; pero no obstante, si él pudiera sospechar de alguna, sería de que siempre había tenido gran cuidado de querer todo lo que Dios quería y que había obtenido del cielo esta gracia de perder y fundir de tal manera su voluntad en la de Dios, que no hacía nada sin su movimiento, fuera cosa grande o pequeña. «La prosperidad —añadió— no me engríe, y la adversidad no me abate; porque lo acepto todo de la mano de Dios, indiferentemente, sin examinar nada. No pido que las cosas sucedan como podría desearlo, sino que lleguen absolutamente como Dios lo quiera, y todas mis oraciones tienen este único fin, que la voluntad divina se cumpla perfectamente en mí y en todas las criaturas». «¡Cómo!, hermano —le dijo el superior—, ¿entonces no te conmoviste el otro día, cuando nuestro enemigo quemó nuestra granja, con el trigo y el ganado que se encontraba allí en reserva para las necesidades de la comunidad?». «No, padre —respondió el santo varón—, al contrario, en esta clase de acontecimientos tengo la costumbre de dar gracias a Dios, con la persuasión 20

que tengo de que Él las permite para su gloria y para nuestro mayor bien. Y no me inmuto si tenemos poco o mucho para nuestro sustento, sabiendo bien que si tenemos plena confianza en Él, Dios podrá tan fácilmente alimentarnos con un trozo de pan como con un pan entero. En esta disposición, estoy siempre contento y gozoso, llegue lo que llegare». Desde entonces, el superior no se extrañó más de ver a este religioso hacer milagros. En efecto, está escrito: El Señor satisface los deseos de los que le temen, oye sus clamores y los salva. El Señor guarda a cuantos le aman[41]. Y en otra parte: Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman[42].

2. La conformidad a la voluntad de Dios hace al hombre feliz desde esta vida La conformidad de nuestra voluntad con la de Dios no se limita a obrar nuestra santificación, también tiene el efecto de hacernos felices aquí abajo. Por ella se adquiere el más perfecto reposo que es posible gustar en esta vida, es el medio de hacer de la tierra un paraíso anticipado. Se ha podido ver un ejemplo en la pequeña introducción de este opúsculo. Alfonso el Grande, rey de Aragón y de Nápoles, príncipe muy instruido y prudente, había comprendido muy bien esta verdad. Un día le preguntaron quién era la persona a la que consideraba la más feliz de este mundo. «Aquella — respondió el rey— que se abandona enteramente a la conducta de Dios y que recibe todos los acontecimientos felices o desgraciados, como viniendo de su mano». Si atendierais a mis leyes —decía el Señor a los judíos—, vuestra paz sería como un río[43]. Algo parecido decía Elifaz, uno de los tres amigos de Job: Reconcíliate con Dios y tendrás la paz… hallarás en el Omnipotente tus delicias[44]. Esto fue también lo que cantaron los ángeles en el nacimiento del Salvador: ¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a tos hombres de buena voluntad[45]! ¿Quiénes son estos hombres de buena voluntad, sino los que tienen una voluntad conforme a aquella que es soberanamente buena, quiero decir la voluntad de Dios? Toda voluntad dispuesta de otro modo sería infaliblemente mala y, por consiguiente, no podría procurar la paz prometida a los hombres de buena voluntad. En efecto, para que podamos gozar de calma y paz, es preciso que todo llegue según nuestros deseos, que nadie se oponga a nuestra voluntad. Pero ¿quién puede pretender tal dicha sino solo aquel cuya voluntad está conforme con la voluntad de Dios? Recordad los tiempos pasados desde el principio. Sí, yo soy Dios, yo, y no tengo igual —dice el Señor por boca del profeta Isaías—. Yo anuncio desde el principio lo por venir y de antemano lo que no se ha hecho. Yo digo: Mis designios se 21

realizan y cumplo toda mi voluntad[46]. El que lucha contra Dios pierde la pelea, se dice vulgarmente. Toda voluntad que pretende oponerse a la voluntad divina es necesariamente vencida y rota, y en lugar de paz y dicha, no consigue de su intento más que amargura y humillación. El Señor es sapientísimo y potentísimo, ¿quién se le opondrá? ¿Saldría ileso[47]? Aquel, pues, y sólo él, posee esta paz bienaventurada de Dios que sobrepuja todo entendimiento[48], cuya voluntad está unida con la de Dios, perfectamente conforme. Sólo él puede decir, como Dios mismo, que todas sus voluntades se cumplen; porque queriendo todo lo que Dios quiere y no queriendo más que esto, tiene verdaderamente todo lo que quiere y nada más que lo que quiere. Sobre el justo no vendrá la adversidad —dice el Sabio—, más para los impíos todo serán males[49]. Nada puede alterar la serenidad del alma del justo, porque nada le viene contra su gusto y nada en el mundo puede hacer a un hombre desgraciado a su pesar. «Nadie es desgraciado —dice el elocuente Salviano— por el sentimiento de otro sino por el suyo propio, y no se debe en ningún modo considerar desgraciados a aquellos que en su opinión y por el testimonio de sus conciencias son realmente dichosos. Considero que nadie es más feliz que los justos, los hombres verdaderamente religiosos, a quienes nada les sucede fuera de lo que ellos desean. Sin embargo, ¿son humillados, despreciados? Porque quieren serlo. ¿Son pobres? Se complacen en su pobreza… Siempre son felices, venga lo que viniere; pues nadie puede ser más feliz y contento que aquellos que en medio de las mayores amarguras, están en el estado en que quieren estar». En tal estado, sin duda, el hombre no deja de sentir el aguijón del dolor, pero no le alcanza más que a la parte inferior de su ser, sin poder penetrar en la parte superior donde reposa el espíritu. Hay almas perfectamente resignadas y sumisas, semejantes, si se guarda toda proporción, a nuestro Señor que, desgarrado por los golpes y clavado a un cadalso, no cesaba de ser feliz, por un lado sumergido, anegado en el abismo de todos los males que es posible sufrir en este mundo; por otro, colmado de una alegría inefable, infinita. Todo el mundo estará de acuerdo sin duda, en que existe en nuestra naturaleza una oposición casi inconciliable entre la idea de sufrimiento, de humillación, de oprobio o incluso de pobreza y la idea de felicidad. Así, pues, es un milagro de la gracia el poder sentirse feliz y contento, con todo y estar bajo el peso de semejantes males. Pero este milagro será concedido misericordiosamente a los sacrificios de cualquiera que se consagre al cumplimiento de todas las cosas de la voluntad divina; pues es honra y gloria de Dios que los que se ligan generosamente a su servicio sean felices y contentos con su suerte. Quizás alguien se sienta tentado de preguntarme cómo es posible conciliar esta doctrina con las palabras de nuestro Señor Jesucristo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome cada día su cruz y sígame[50]. Responderé que si el divino Maestro exige en este punto que los discípulos renuncien y tomen su cruz y le sigan, también se compromete con juramento a darles por un milagro de su omnipotencia, el céntuplo aquí abajo y la vida eterna[51] por todo cuanto renunciaron para agradarle. Además promete suavizar la carga de su cruz hasta 22

tornarla ligera; pues no se limita a decir que su yugo es blando, sino que añade, mi carga es ligera[52]. Pues, si nosotros no experimentamos la dulzura del yugo de Jesús, ni el aligeramiento del peso de la cruz que nos impone, es debido a que no hemos abnegado bien nuestra voluntad, no hemos renunciado completamente a todos nuestros puntos de vista humanos para no apreciar las cosas más que a la luz de la fe. Esta luz divina nos haría dar gracias a Dios en todo[53] como enseña san Pablo, que Él exige de nosotros; sería para nosotros el principio de esta alegría inefable que el gran Apóstol nos recomienda tener en todo tiempo[54].

3. Historia del P. Taulère El P. Taulère, piadoso y sabio religioso de la Orden de Santo Domingo, aporta a este tema un ejemplo conmovedor. Animado del vivo deseo de hacer progresos en la virtud y no fiándose de su saber, conjuraba al Señor desde hacía ocho años de enviarle alguno de sus servidores que le enseñara el camino más seguro y más corto de la verdadera perfección. Un día que sentía este deseo más vivamente aún y que redoblaba sus súplicas, se hizo oír una voz que le decía: «Ve a tal iglesia y allí encontrarás a quien buscas». El piadoso doctor salió inmediatamente. Al llegar cerca de la iglesia indicada, encuentra en la entrada a un pobre mendigo medio cubierto de harapos, los pies desnudos y manchados de barro, de un aspecto completamente digno de piedad y pareciendo más preocupado de obtener socorros temporales que ser el apropiado para dar consejos espirituales. No obstante, Taulère se acerca y le dice: —¡Buenos días, amigo! —Maestro —responde el mendigo—, le agradezco su deseo; pero no recuerdo haber tenido nunca un día malo. —¡Está bien —dijo Taulère— que Dios le conceda una vida dichosa! —¡Oh! ¡Gracias a Dios, siempre he sido dichoso!, no sé lo que es ser desgraciado. —¡Quiera el buen Dios, hermano —dijo extrañado Taulère—, que después de la dicha que ahora disfrutáis, lleguéis a la felicidad eterna! Pero confieso que no he comprendido bien el sentido de sus palabras, ¡por favor!, explíquese más claro. —Escuche —prosiguió el mendigo—. No, no es sin razón que le he dicho que no he tenido malos días. Los días sólo son malos cuando no los empleamos en dar a Dios, por nuestra sumisión, la gloria que le debemos; siempre son buenos, si suceda lo que suceda, los consagramos en alabarle, y siempre podemos hacerlo con su gracia. Como ve, soy un pobre mendigo enfermo y reducido a extrema indigencia, sin ningún apoyo ni abrigo en el mundo, me veo sometido a muchos 23

sufrimientos y miserias de toda clase. Pues bien, cuando no encuentro limosnas y sufro hambre, alabo a Dios; cuando soy importunado por la lluvia, o el granizo, o el viento, o el polvo, o los insectos, atormentado por el calor o por el frío, bendigo a Dios; cuando los hombres me rechazan o me desprecian, bendigo y glorifico al Señor. Mis días no son malos porque las adversidades no hacen los días malos; lo que los vuelven tales es nuestra impaciencia, lo que sucede porque nuestra voluntad es rebelde, en lugar de estar siempre sumisa y ejercitarse como debe en honrar y alabar a Dios continuamente. También he dicho que no sé lo que es ser desgraciado, que por el contrario yo he sido siempre feliz. Esto le extraña. Usted mismo juzgará. ¿No es cierto que nos consideraríamos muy felices, si las cosas que nos suceden fueran de tal modo bueno y favorable que nos fuese imposible desear algo mejor, o más ventajoso? ¿No consideraríamos dichosa a una persona cuyos deseos se cumplen sin obstáculos, siendo siempre satisfechos? Ciertamente, ningún hombre podría llegar a esta felicidad perfecta viviendo según las máximas del mundo; tal dicha está reservada a los habitantes del cielo que la poseen totalmente, consumados en la unión de su voluntad con la de Dios. No obstante, nosotros estamos llamados a disfrutar de ella aquí abajo, y es en la conformidad de nuestra voluntad con la de Dios que nos es dado tener parte en la felicidad de los elegidos. En efecto, la práctica de esta conformidad está siempre acompañada de una paz deliciosa, que es como un goce por adelantado de la felicidad celestial. Y no puede ser de otro modo, pues el que no quiere más que lo que Dios quiere no encuentra ningún obstáculo a su voluntad, ni a sus deseos; estando conformes con el querer de Dios, no pueden por menos que ser satisfechos; por tanto es dichoso. Pues bien, padre mío, tal como usted me ve, disfruto siempre de esta dicha. Usted sabe que nada nos acaece que Dios no lo quiera; y lo que Dios quiere es lo mejor para nosotros. Debo, pues, considerarme dichoso con lo que reciba de Dios o lo que Él permite reciba de los hombres. ¿Cómo no voy a ser feliz, persuadido como estoy de que todo lo que sucede es para mí lo más ventajoso y lo que hay de más conveniente? Sólo tengo que recordar que Dios es mi Padre y yo soy su hijo. Un Padre infinitamente sabio, infinitamente bueno y todopoderoso que conoce bien lo que conviene a sus hijos y no deja de dárselo a su tiempo. Así, pues, las cosas que me acaezcan, repugnen o halaguen a los sentimientos de la naturaleza, que estén sazonados de dulzura o de amargura, favorables o perjudiciales a la salud, que me atraigan la estima o el desprecio de los hombres, los recibo como lo mejor para mí en estas circunstancias, y estoy tan contento como puede estarlo aquel cuyos gustos son plenamente satisfechos. Así es cómo todo contribuye a mi alegría y felicidad. Maravillado de la profunda sabiduría y de la suma perfección de este mendigo, el teólogo le preguntó: —¿De dónde viene usted? —Vengo de Dios —responde el pobre. —¡Usted viene de Dios! ¿Y dónde le ha encontrado? —En el lugar en que dejé las criaturas. 24

—¿Dónde vive? —preguntó el religioso. —En los corazones puros y en las almas de buena voluntad. —Pero ¿quién es usted, pues? —Soy rey —respondió el mendigo. —¿Dónde está su reino? —Allá arriba —dijo, mostrando el cielo— es rey el que posee un título seguro en el reino de Dios Padre. —¿Qué maestro le ha enseñado tan hermosa doctrina? —preguntó por último Taulère—. ¿Cómo la ha aprendido? —Se lo diré —dijo el mendigo—; la he adquirido evitando hablar con los hombres para conversar con Dios en la oración y en la meditación; mi único cuidado es mantenerme constante e íntimamente unido a Dios y a su santa voluntad. Esta es toda mi ciencia y mi felicidad. Desde entonces Taulère supo lo que deseaba saber. Saludó a su interlocutor y se alejó. Al fin he encontrado —dijo, entregado a sus reflexiones—, encontré al fin al que buscaba desde hacía tanto tiempo. ¡Oh!, cuan cierta es la palabra de san Agustín: «He aquí que los ignorantes se elevan y arrebatan el cielo; y nosotros con nuestra ciencia árida, quedamos atollados en la carne y en la sangre».

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Capítulo III. Práctica de la conformidad con la voluntad de Dios ¿Se nos pregunta en qué debemos practicar la conformidad con la voluntad de Dios? Y respondo: en todas las cosas. En primer lugar debemos hacer lo que Dios quiere, observar con fidelidad sus mandamientos y los de su Iglesia, obedecer humildemente a las personas que tienen autoridad sobre nosotros, cumplir con exactitud los deberes del propio estado. Seguidamente debemos querer lo que Dios hace, aceptar con sumisión filial todas las disposiciones de su Providencia. Consideraremos algunas, todas las demás se refieren a ellas.

1. En las cosas y acontecimientos naturales Así pues hemos de acostumbrarnos a sufrir por el amor de Dios, en espíritu de conformidad con su santa voluntad, las pequeñas contrariedades de cada día, tales como una palabra hiriente a nuestro amor propio, una mosca importuna, el ladrido de un perro, una piedra con la que tropezamos al caminar, una heridita que nos hacemos accidentalmente o por torpeza, una luz que se apaga, un vestido que se rompe, una aguja, una pluma o cualquier otro instrumento de trabajo que ya no se presta o se presta mal al uso que quisiéramos hacer de él, etc. En cierto modo, es incluso más importante aplicarse bien en conformarse a la voluntad divina en estas pequeñas contrariedades que en las grandes, porque las primeras son más frecuentes y porque el hábito de soportarlas cristianamente dispone por adelantado y naturalmente a la resignación para las grandes dificultades. Debemos querer con la voluntad divina el calor, el frío, la lluvia, el trueno, las tempestades, en fin, todas las intemperies del aire y el desorden aparente de los elementos. En una palabra, debemos aceptar cualquier tiempo que el Señor nos envíe, en lugar de soportarlos con impaciencia y cólera, como se acostumbra: ¡Qué calor tan insoportable! ¡Qué frío tan horrible! ¡Qué tiempo más detestable, es desesperante! ¡Qué mala suerte! Todas estas expresiones y otras semejantes testimonian nuestra poca fe y nuestra falta de sumisión a la voluntad divina. Y no solo hemos de querer el tiempo como es, ya que es Dios quien lo hace, sino que aún en las incomodidades que pasamos debemos decir con los tres jóvenes hebreos en el horno de Babilonia: Frío, calor, nieves y hielo, rayos y nubes, viento y tempestad bendecid al Señor; cantadle y ensalzadle por tos siglos[55]. Cumpliendo la voluntad de Dios es como las criaturas insensibles le bendicen y glorifican y por el mismo medio debemos nosotros glorificarle y bendecirle. Además, si este tiempo 26

nos es incómodo, puede ser muy favorable a otro; si nos molesta en nuestros planes ¿no puede ser muy propicio para los planes de otros? Y aun cuando no fuera así, ¿no nos basta con que este mismo tiempo dé gloria, de este modo, a Dios, pues es Él quien lo quiere de tal suerte? La vida de san Francisco de Borja, tercer general de la Compañía de Jesús, nos proporciona un bello ejemplo de esta conformidad con la voluntad de Dios en las intemperies y contratiempos. En cierta ocasión iba a una casa de la Compañía, pero a causa de la nieve fuerte y fría, no pudo llegar más que a altas horas de la noche cuando todo el mundo se encontraba en cama y dormido, y el santo tuvo que llamar y esperar largo tiempo a la puerta. Cuando al fin le abrieron y le pedían excusas por haberle hecho esperar tan largo rato, en un tiempo tan malo, respondió con serenidad: «Sentía una gran consolación pensando que era Dios quien me arrojaba esta nieve a grandes copos». Estas prácticas de conformidad a su voluntad son tan agradables a Dios que su influencia se hace sentir a menudo visiblemente hasta en los bienes de este mundo. Sirva de testimonio aquel labrador de quien se hace mención en la vida de los Padres del Desierto. Sus tierras daban siempre más que las de los demás. «No os extrañe de ello —decía un día a sus vecinos que le preguntaban la causa—, siempre tengo todas las estaciones y todos los tiempos a gusto mío». Sorprendidos de esta respuesta, le presionaron para que explicara cómo podía ser aquello. «Pues porque no deseo otro tiempo que el que Dios quiere —les respondió—, y como yo quiero todo lo que a Él le place, me da una cosecha tal como puedo desearla».

2. En las calamidades públicas Debemos conformarnos con la voluntad de Dios en todas las calamidades públicas, tales como las guerras, el hambre, la peste, reverenciar y adorar sus juicios con profunda humildad, y aunque parezcan muy rigurosos, creer con toda seguridad que este Dios de infinita bondad no enviaría semejantes azotes si de ellos no resultaran grandes bienes. En efecto, ¡cuántas almas han sido salvadas por las tribulaciones, que se hubieran perdido de otro modo! ¡Cuántos son los que, en las contrariedades y aflicciones, se convierten a Dios de todo corazón y mueren con verdadero arrepentimiento de sus pecados! Así, pues, lo que nos parece un azote y un castigo, es a menudo una misericordia y gracia insigne. En cuanto nos concierne personalmente, penetrémonos bien de esta verdad de nuestra santa fe: todos los cabellos de vuestra cabeza están contados[56], y que no caerá ni uno solo sino por la voluntad de Dios; en otras palabras, nadie nos dará el menor golpe que Él no lo quiera y ordene. Iluminados por la meditación de esta verdad, comprenderemos fácilmente que no tenemos que temer ni más ni menos 27

en un tiempo de desastre público que en cualquier otro tiempo, que Dios puede ponernos perfectamente al abrigo de todo mal, en medio del desastre universal, como puede entregarnos a todos los males mientras a nuestro alrededor cada uno está en paz y gozo; lo que debe preocuparnos es hacernos favorable a Dios todopoderoso. Aquí está, pues, el efecto infalible de la conformidad de nuestra voluntad a la de Dios. Apresurémonos en aceptar de su mano todo lo que nos envíe. Esta disposición tiene pleno poder sobre su corazón. Aceptemos nuestro humilde y confiado abandono, pues o nos permite sacar las mayores ventajas de los males a que nos sometemos o bien nos evitará dichos males. En el año 451, el bárbaro Atila, rey de los Hunos, invadió la Galia al frente de un ejército formidable. Se llamaba a sí mismo el «Terror del Mundo» y el «Azote de Dios», considerándose como enviado por Dios para castigar los crímenes de los pueblos. Todo era entregado al fuego, a la sangre, a la matanza y al pillaje. Gran número de ciudades populosas y florecientes habían ya sucumbido. Ahora le llegaba la vez a Troyes y los habitantes estaban sumidos en la mayor consternación. Pero san Lupo, su obispo, poniendo toda su confianza en el cielo, se revistió de hábito pontifical y precedido de la cruz y seguido por los clérigos, fue al encuentro de Atila. Admitido en su presencia le dijo: —¿Quién sois vos que asoláis así nuestras comarcas y turbáis el mundo con el ruido de vuestras armas? —Yo soy el «Azote de Dios» —respondió Atila. —¡Que el «Azote de Dios» sea bienvenido! —dijo entonces el santo—, pues, ¿quién podrá resistir al «Azote de Dios»? Y ordenó que se le abrieran las puertas de la ciudad. Pero a medida que los bárbaros entraban, Dios los disponía de tal modo que no causaron ningún daño. Así pues, señala el P. Rodríguez, aunque Atila fuera verdaderamente el «Azote de Dios», Dios no quiso que ejerciera su función para los que le recibían como a su «Azote», con tanta sumisión.

3. En las dificultades y cuidados domésticos Si sois padre o madre de familia, debéis conformar vuestra voluntad a la de Dios, tanto por el número como por el sexo de los hijos que le plazca concederos. Cuando los hombres estaban animados por el espíritu de fe, miraban a la familia numerosa como un don de Dios, como una bendición del cielo, y consideraban a Dios como Padre de sus hijos, más que ellos mismos. Hoy día en que la fe está casi apagada, que se vive, en cierta manera, aislado de Dios, que si nos ocupamos de Él es a lo sumo para temerle, de ningún modo para confiarse a su divina providencia, 28

uno se ve reducido a llevar solo la carga de la familia. Y como los recursos del hombre, por extensos y seguros que parezcan, son siempre limitados e inseguros, no hay nadie, hasta los más favorecidos por la fortuna, que no vea con espanto la multiplicación de los hijos. Viene a ser para ellos una especie de calamidad que los entristece y abate, una fuente inagotable de inquietudes que envenenan su existencia. ¡Oh, cuán diferente sería si nos penetráramos de la idea que se debe tener de la acción paternal de Dios sobre los que se someten a su dirección con el abandono de una confianza filial! ¡Queréis convenceros! Tened los sentimientos de esta piedad filial y en seguida experimentaréis lo que decía san Pablo de este Dios de bondad, pues, poderoso es Dios para acrecentar en vosotros todo género de gracias, para que, teniendo siempre y en todo lo bastante, abundéis en toda obra buena[57]. Para atraer hacia vosotros los efectos de la divina providencia no tenéis más que concurrir, de algún modo, a la paternidad del mismo Dios, formando, con vuestro ejemplo ante todo, hijos según su corazón. Tened cuidado de evitar cualquier otra ambición, que sea este el objeto de todos vuestros deseos y de todas vuestras solicitudes; luego descansad con plena seguridad, podéis hacerlo, cualquiera que sea el número de vuestros hijos, en los solícitos cuidados de su Padre celestial. Él velará por ellos, Él gobernará su corazón, y dispondrá de todas las cosas para asegurar su dicha, incluso la de aquí abajo, y lo hará de un modo tanto más admirable cuanto más fielmente sepáis preservaros de toda visión mundana a este respecto, colocando su porvenir en sus manos. Evitad, pues, preocuparos con exceso de vuestros hijos en otra cosa que en lo que pueda contribuir más en formarles en la virtud. Por lo demás, confiándolos todos al Señor, no os reservéis más cuidados que el de estudiar su voluntad en ellos, con el fin de ayudarlos a marchar por el camino que vosotros veáis que Él les llama, ya sea el camino del retiro o el del mundo; y creed que, lo mismo en el mundo como en el retiro, Él sabrá conciliar todo admirablemente a vuestra satisfacción en el tiempo conveniente, desde que podáis daros el testimonio de que vuestra única ambición es realmente agradar a Dios y educar vuestros hijos para Él. En esta disposición no temáis nunca llevar demasiado lejos vuestra confianza; antes bien, esforzaos en aumentarla, en acrecentarla siempre más; pues este es el más glorioso homenaje que podéis dar a Dios y será la medida de las gracias que recibiréis. Se os dará poco o mucho, según hayáis esperado poco o mucho.

4. En los reveses de fortuna Debemos recibir con la misma conformidad a la voluntad divina, las privaciones de empleo, las pérdidas de dinero y todas las demás penalidades que 29

experimentemos en nuestros intereses temporales. ¿Se os aparta de una situación ventajosa y honorable? ¿Se os priva de un empleo lucrativo sin el cual os será difícil cubrir vuestras necesidades y las de vuestra familia? Repetid con fe las palabras de Job: El Señor me lo dio, el Señor me lo ha quitado; ha sucedido como ha querido el Señor; ¡bendito sea su Nombre! ¡Qué importa cuál sea el motivo a que hayan obedecido los que se han convertido en instrumentos de vuestros reveses! La revuelta de Absalón y los ultrajes de Semeí se dirigían contra David con un fin y un pensamiento político, lo que no impidió al santo rey atribuirlo todo a la voluntad del Señor con mucha razón, como hemos visto más arriba. Las desgracias de Job le fueron suscitadas por el demonio a causa de sus sentimientos religiosos. ¡Cuántos cristianos generosos, por sus opiniones religiosas, su fe en Cristo Jesús, fueron despojados en tiempo de persecuciones, de sus grados militares, o de sus funciones civiles, desposeídos de sus bienes, arrancados a sus familias, arrojados al destierro, entregados a los verdugos! Lejos de quejarse, iban contentos, a ejemplo de los apóstoles, porque habían sido dignos de padecer ultraje por el nombre de Jesús[58]. Cualquiera que sea, pues, el pretexto de las persecuciones que sufrís, y, sobre todo, si la razón de ello es el aborrecimiento de vuestros sentimientos religiosos, aceptadlo todo sin titubear como venido de la mano paternal e inteligente de vuestro Padre que está en el cielo. De igual modo debéis proceder en las cuestiones de dinero; si os veis constreñidos a realizar algún pago que creéis injusto, ya sea, por ejemplo, que os veis obligados a pagar una segunda vez por carecer de justificantes de vuestro primer pago, ya sea para pagar deudas contraídas insensatamente por un tercero del que os habéis hecho fiador por complacencia; o bien para saldar algún impuesto exagerado, inicuo, destinado al despilfarro, sea, en fin, por cualquier otra razón. Si se tiene poder para exigiros este pago y si se usa de este poder, es Dios quien lo quiere así; es Él quien os pide este dinero y es a Él a quien se lo dais cuando aceptáis, en espíritu de sumisión a su divina voluntad, la contrariedad que se os hace. ¡Muchas son las gracias que se aseguran a quienquiera que obra de este modo! Suponed dos personas: la una, por espíritu de conformidad a la voluntad de Dios, ejecuta un pago quizá exagerado, tal vez injusto, pero que se le puede exigir; la otra, por propia elección y por su libre voluntad, consagra una suma igual en limosnas. Sabido es que la limosna procura algunas ventajas admirables a los que la practican, incluso en esta vida; pues bien el acto de la persona que hace el sacrificio de su dinero, no por propio movimiento, no en favor de alguien de su elección, sino por espíritu de conformidad con la voluntad divina, es una obra más provechosa, más pura, más agradable a los ojos de Dios; y si es verdad decir, según la Sagrada Escritura y según la experiencia de todos los siglos, que la limosna atrae sobre las familias las más abundantes bendiciones, se puede atribuir sin exageración a la obra más excelente de que hablamos, frutos más maravillosos aún.

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5. En la pobreza y sus circunstancias Debemos conformarnos a la voluntad de Dios en la pobreza, como en las consecuencias incómodas que ella acarrea. Tal conformidad nos costará poco si estamos penetrados, como hemos de estarlo, de esta verdad, que Dios vela por nosotros como un padre por sus hijos, que no nos reduce a tal estado nada más que porque nos es más ventajoso. Entonces la pobreza cambiará de aspecto a nuestros ojos; o mejor aún, no viendo las privaciones que ella nos impone más que como remedios saludables, cesaremos incluso de sentirnos pobres. En efecto, si un rey poderoso somete a uno de sus hijos cuya salud está alterada, a un régimen severo para que pueda restablecerse, ¿deducirá el joven príncipe que es realmente presa de la indigencia porque se le obligue a vivir de alimentos insípidos y en pequeña cantidad? ¿Concebirá inquietudes para el futuro respecto a su subsistencia? ¿Alguien juzgará que es pobre? Seguramente, no. Todo el mundo sabe cuáles son las riquezas de su padre, que él mismo está llamado a disfrutar de ellas y que este disfrute cesará de serle prohibido en el momento en que su salud le permita usarlas sin perjudicarse. ¿Y acaso no somos nosotros los hijos del Todopoderoso, del Altísimo, coherederos con Jesucristo? ¿Con este título, nos puede faltar cosa alguna?… Sí, digámoslo atrevidamente, cualquiera que desee responder a esta divina adopción, por los sentimientos de amor y de confianza que exige de nosotros la noble cualidad de hijos de Dios, tiene derecho desde este momento a todo lo que Dios posee. Pero no está a punto para que disfrutemos de todo, sino que adrede y muy a menudo conviene que seamos privados de muchas cosas. Guardémonos concluir que estas privaciones nos son impuestas solamente como remedios, que podríamos faltar siempre de lo que nos sería ventajoso tener; creemos con toda seguridad, que si alguna cosa nos es necesaria o incluso verdaderamente útil, nuestro Padre todo poderoso nos la dará infaliblemente. Nuestro divino Salvador decía a las muchedumbres que le escuchaban: Si, pues, vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a quien se tas pide[59]. Es esta una verdad segura de nuestra santa fe y nuestras dudas sobre este punto, faltando de fidelidad para desmentirlo, serían tanto más culpables e injuriosas a Jesucristo, cuanto nos ha hecho a este respecto las promesas más positivas consignadas en varios pasajes del santo evangelio. No os inquietéis —nos dice— por vuestra vida, sobre qué comeréis, ni por vuestro cuerpo, sobre con qué os vestiréis. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Mirad como las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?… Y del vestido, ¿por qué preocuparos? Mirad a los lirios del campo cómo crecen: no se fatigan ni hilan. Pues yo os digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Pues si a la hierba del campo, que hoy es y mañana es arrojada al fuego, Dios así la viste, ¿no hará mucho más con vosotros hombres de poca fe? No os preocupéis pues diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos, o qué vestiremos? Los gentiles se afanan por todo esto; 31

pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo esto tenéis necesidad[60]… Su palabra está comprometida y solo con esta condición: que busquemos primero el reino de Dios y su justicia, que hagamos de esta búsqueda nuestro mayor, nuestro principal, nuestro único asunto, es decir que refiramos todos los demás negocios a este, haciéndoles concurrir a su éxito, cumpliendo todas nuestras obligaciones con esta finalidad. A este precio, nos descarga de toda solicitud, toma sobre Él todas nuestras necesidades, todas las necesidades de los nuestros o que es necesario prever, y que satisfará con sus cuidados tanto más atentos cuanto más nos esforcemos en testimoniarle nuestra confianza y abandono, cuanto más perfectamente practiquemos la conformidad con su voluntad. Y además, ¿renunciamos por su amor al deseo de poseer los bienes perecederos de este mundo? He aquí que en virtud de otra promesa de Jesucristo nos es asegurado aquí abajo el céntuplo de estos bienes, y además la vida eterna, y por un misterio inefable sucederá que seremos ricos, mientras que se nos juzgará pobres. Libres de la sed de riquezas, de su posesión, incluso del peso que las acompaña, disfrutaremos de una paz y un contento delicioso, desconocido de los que parecen poseer las riquezas y que más bien son poseídos por ellas y no tienen realmente más que cargas y cuidados. De este modo se verificará para nosotros esta palabra del gran Apóstol que la piedad es útil para todo, y tiene promesas para la vida presente y para la futura[61].

6. En las adversidades y humillaciones Debemos conformarnos a la voluntad de Dios tanto en la prosperidad como en la adversidad, en los honores como en las humillaciones, en la gloria como en los oprobios. Debemos recibir todas las cosas, abrazar todas las cosas como disposiciones que nos prepara la Providencia, para que demos a Dios, por nuestra sumisión, el honor que le es debido y que al mismo tiempo alcancemos con toda seguridad nuestro mayor bien. Cuando David salió de Jerusalén para escapar de la persecución de su hijo Absalón, el sumo sacerdote Sadoc hizo llevar en su seguimiento el Arca de la Alianza, para que sirviera al Rey de salvaguardia en un peligro tan inminente y fuera una prenda de su feliz retorno. Pero el santo rey dijo al sumo sacerdote de hacer llevar de nuevo el Arca a la ciudad, porque el Señor le haría entrar a él mismo si así lo quería; luego añadió: Si, por el contrario, el Señor me dice: Ya no me agradas, he retirado de ti mi afecto, no quiero que tú reines más sobre mi pueblo, quiere despojarte de la púrpura para revestir a tu enemigo, expulsarte del trono para hacerle sentar a él y cubrirle de gloria, estoy presto, para que haga de mí según le plazca. 32

Así debemos decir en lo que nos concierne, cualquiera que pueda ser la circunstancia en que nos encontremos. Guardémonos, sobre todo, de rechazar esta práctica bajo el pretexto especioso de que no somos capaces de una resignación tan heroica; en efecto, será el mismo Dios que operará en nosotros con tal que no opongamos a su gracia una resistencia que sea un obstáculo. Esto mismo había reconocido muy bien el santo viejo de que habla Casiano. Encontrándose un día en Alejandría, rodeado de numerosos infieles que le cubrían de injurias, le empujaban, le herían, en una palabra, le colmaban de ultrajes, el santo hombre estaba en medio de ellos como un cordero soportando todo sin murmurar ni quejarse. Algunos le preguntaban por desprecio que qué milagros había hecho Jesucristo: «Acaba de hacer uno —respondió—, y es el que todos vuestros ultrajes no han conseguido irritarme contra vosotros y que incluso no me he conmovido nada en absoluto».

7. En los defectos naturales Nuestra conformidad con la voluntad divina debe extenderse a los defectos naturales, incluso del espíritu. Es necesario, por ejemplo, no afligirse, ni murmurar, ni sentir no tener una memoria tan buena, un espíritu tan penetrante, tan sutil, un juicio tan formado, tan sólido como los otros. ¡Nos quejaremos, pues, de lo poco, que nos ha cabido en suerte! ¿Pero hemos merecido lo que Dios nos ha dado? ¿No es acaso un don de su liberalidad, del cual somos muy deudores? ¿Qué servicios ha recibido de nosotros, para situarnos en una categoría de hombres, más bien que en otra clase de criaturas más viles? E, incluso, ¿hemos hecho algo para obligarle a darnos la existencia? Pero no es suficiente con no murmurar. Debemos contentarnos con lo que nos ha sido concedido y no desear nada más. En efecto, tenemos lo suficiente, puesto que Dios lo ha juzgado así. Del mismo modo que el obrero da a los instrumentos las dimensiones y demás cualidades adecuadas al trabajo que quiere realizar; del mismo modo también Dios distribuye el espíritu y los talentos según los designios que tiene sobre nosotros. Lo importante es emplear bien lo que Él nos da. Añadamos que es muy acertado que muchos no tengan más que cualidades mediocres o talentos limitados. La medida que Dios les ha dado les salvará, mientras que quizá con más se perderían; pues la superioridad de los talentos no sirve muchas veces más que para mantener el orgullo o la vanidad y de este modo llegar a ser con mucho una ocasión de ruina.

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8. En las enfermedades y debilidades Debemos conformarnos a la voluntad de Dios en las enfermedades y debilidades, las que Él nos envía, quererlas cuando nos llegan y por el tiempo que duren, aceptando todas las circunstancias sin desear que ninguna sea cambiada, y no obstante hacer todo lo que sea razonable para curarnos, porque Dios lo quiere así. «Para mí —dice san Alfonso— el tiempo de la enfermedad es la piedra de toque para el espíritu; porque entonces se descubre lo que vale la virtud de un alma». Si, pues, notamos que la naturaleza quiere moverse, impacientarse, rebelarse, hay que reprimir tales movimientos e incluso humillarnos profundamente de estas tentativas de rebelión contra nuestro Soberano y de nuestra oposición a sus adorables decretos. San Buenaventura cuenta que, estando muy atormentado san Francisco de Asís por una enfermedad que le causaba dolores agudos, uno de sus religiosos, hombre sencillo, le dijo: «Padre mío, rogad a Nuestro Señor para que os trate con un poco más de suavidad; pues me parece que su mano pesa demasiado sobre vos». Oyendo sus palabras, el santo lanzó un grito y apostrofó así al pobre religioso: «Si no supiera que lo que acabáis de decir es efecto de una simplicidad que no ve en ello ningún daño, sentiría horror por lo que me habéis dicho y no querría veros más, ya que habéis sido lo bastante temerario como para censurar las pruebas a que Dios me somete». Luego, aunque estaba muy débil a consecuencia de la duración y violencia de su mal, el hombre de Dios se lanzó de su mísero camastro al suelo, a riesgo de romperse los huesos, y, besando las losas de la celda, exclamó: «Os doy las gracias, Señor, por todos los dolores que me enviáis; os suplico de enviarme cien veces más, si así lo juzgáis necesario; sentiré un gozo inmenso si os place afligirme sin ahorrarme, en manera alguna, porque el cumplimiento de vuestra santa voluntad es para mí la suprema consolación». Y efectivamente, como observa san Efrén, los hombres más rudos saben las cargas que sus caballos o sus mulas pueden llevar y no les imponen las que son demasiado pesadas para no acabar con ellos; si el alfarero sabe cuánto tiempo debe permanecer al fuego su arcilla para estar cocida a punto, a fin de que sea útil para nuestro uso y no la deja allí ni más ni menos, hace falta no saber lo que se piensa ni lo que se dice para atreverse a decir que Dios, que es la sabiduría misma y que nos ama con amor infinito, puede cargar sobre nuestras espaldas un fardo demasiado pesado y dejarnos más tiempo de lo necesario en el fuego de la tribulación. No sintamos ninguna inquietud, el fuego no será más vivo ni de mayor duración de lo conveniente para cocer nuestra arcilla al punto necesario.

9. En la muerte y sus circunstancias 34

Debemos estar conformes con la voluntad de Dios hasta en la aceptación de nuestra muerte. Moriremos, es una sentencia contra la que no sabe ningún recurso. Moriremos en el día y hora y de la clase de muerte que Dios quiera, y es esta muerte la que debemos aceptar tal y como nos la ha destinado, porque es la que Él ha considerado como más conveniente para su gloria. Un día en que santa Gertrudis subía a una colina, resbaló su pie y rodó hasta el valle. Habiéndose levantado sana y salva, subió de nuevo la colina diciendo: «Muy amable Jesús, ¡qué dicha hubiera sido para mí si esta caída me hubiese proporcionado el medio de llegar a Vos más pronto!». Sus compañeras que la rodeaban le preguntaron entonces si no temía morir sin haber recibido los santos Sacramentos: «¡Oh! — respondió la santa—, deseo recibirlos en verdad en este último momento, pero prefiero la voluntad de Dios; pues estoy persuadida de que la mejor y más segura disposición para bien morir es someterse a lo que Él quiera. Por esta razón, la muerte que Él me destine para que yo vaya con Él, es la que yo deseo y tengo la confianza de que estando dispuesta de este modo, muera como muriere, su misericordia vendrá a socorrerme». Más aún, ilustres maestros de la vida espiritual enseñan, con Luis de Blois, que el que, en la hora de la muerte, hace un acto de perfecta conformidad con la voluntad de Dios, será librado, no solo del infierno, sino también del purgatorio, aunque hubiera cometido él solo todos los pecados del mundo. «La razón consiste —añade san Alfonso— en que, el que acepta la muerte con perfecta resignación, adquiere un mérito semejante al de los santos mártires que han dado voluntariamente su vida por Jesucristo. Y, además, muere contento y gozoso, incluso en medio de los dolores más vivos».

10. En la privación de las gracias exteriores Debemos practicar la conformidad con la voluntad de Dios en la privación de los medios de salvación externos o sensibles que quiera retirarnos. Por ejemplo, os veis privados de un director o un amigo que os dirige y anima. Os parece que, sin su ayuda no podéis sosteneros. Y, en efecto, algo hay de verdad en esto que sentís, y es que realmente sois incapaces de caminar solos; os es indispensable una ayuda y por ello os fue concedido ese prudente director, o ese amigo. Pero ¿es que Dios te ama menos ahora de lo que te amó cuando te hizo ese don? ¿Acaso no es ya tu Padre? ¿Y un Padre como Él, abandona a sus hijos? Es verdad que el guía que echas de menos te ha conducido felizmente por el camino que has recorrido. Pero ¿sabes si era el adecuado para conducirte por el trecho a recorrer aún para llegar a donde se te llama? Jesucristo, nuestro divino Maestro ha dicho de Sí mismo a los Apóstoles: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Abogado no vendrá a 35

vosotros; pero si me fuere, os lo enviare[62]. Visto esto, ¿quién se atreverá a decir que no es mejor verse privado de un director, o de un amigo, por excelente y por santo que fuera? «Pero —me diréis—, es que ignoro si esto ha sido un castigo a causa de mis infidelidades». Admitido. ¡Pues bien!, no olvidéis que los castigos de un padre, para los hijos dóciles, vienen a ser remedios saludables. ¿Queréis desarmar el brazo del Padre celestial, tocar su corazón, obligarle incluso a colmaros de nuevas gracias? Aceptad su castigo y en precio de vuestro confiado abandono a su voluntad, suscitará a alguien que os haga avanzar más de lo que hasta ahora, o este Dios de bondad se dignará de conduciros Él mismo y os enviará su Espíritu Santo como a sus apóstoles, su luz iluminará vuestros pasos y la unción de su gracia os fortalecerá admirablemente. Otro ejemplo: Vuestra vida está consagrada enteramente a la piedad, por ejercicios que vienen a ser como el alimento de vuestra alma. Pero una enfermedad viene a romper la cadena de prácticas piadosas que os habéis impuesto; ya no podéis asistir a la santa Misa, ni siquiera los domingos; estáis privados del alimento sagrado de la Comunión y pronto vuestro estado de debilidad os impedirá hasta la oración. Alma piadosa, no os quejéis. Estás llamado al honor de alimentar tu alma participando con Jesucristo mismo, de un alimento que tal vez no conoces, pero cuyo uso hará de tu enfermedad un medio poderoso de santificación. Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió[63]. Es este mismo alimento el que os es presentado. Y advertid que solo por él se os da la vida eterna. Incluso la misma oración es ineficaz si no es vivificada por este saludable alimento, como nuestro divino Maestro lo dijo en aquel pasaje del santo Evangelio: No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre[64]. Luego ya lo sabéis, es Dios quien os reduce al estado en que estáis, es Él quien os dispensa de sus prácticas de piedad o más aún quien os las prohíbe. Así, pues, no os inquietéis, sino poned todo el cuidado porque Él espera de vosotros que os ejercitéis, a cambio, en cumplir mejor su voluntad, renunciando a la vuestra; y del modo como hagáis de este ejercicio vuestro principal alimento, os será dado más a menudo. En efecto, ¡cuántas contrariedades, cuántos sacrificios no impone la enfermedad! Destruye proyectos, ocasiona gastos, medicamentos con mal sabor o que repugnan, negligencias por parte de quienes os cuidan… en fin, una multitud de pequeños detalles que llegan a herir. ¡Cuántas ocasiones para decir: es Dios quien lo quiere, hágase su voluntad! Poned todo vuestro cuidado en no dejar escapar ninguna de estas ocasiones y estaréis al nivel de las almas más queridas de Jesús: Porque quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre[65]. Aún otro ejemplo: Se acerca una de nuestras grandes solemnidades; lo disponéis todo lo mejor posible y ya os sentís animados por un fervor que parece un anuncio del gozo, de las consolaciones que recibiréis en ese hermoso día. Sin embargo, llega el día y no sois el mismo: a los sentimientos que habíais experimentado sigue una desoladora aspereza; sois incapaces de tener un buen pensamiento. Guardaos de entristeceros por esta situación; guardaos de hacer esfuerzos por salir de ese estado. Es el mismo Dios quien os ha puesto en él y 36

sabéis que de su parte no viene nada que no sea bueno y que no reparte grandes ventajas a cualquiera que no lo reciba con sumisión. Aceptad, pues, esta situación de su mano. Y en cuanto sea posible, manteneos recogidos en su presencia, sometiéndoos a Él como un enfermo lo hace con su médico, sometiéndose a su acción en espera de la curación que espera conseguir de sus cuidados. Y estad seguros de que jamás habrá ninguna consolación tan provechosa como esta aspereza soportada apaciblemente, con espíritu de conformidad a la voluntad divina. No es, en efecto, lo que experimentamos lo que nos dispone a las gracias de Dios; lo que nos dispone en el acto de nuestra voluntad, y esto no se siente. Puede que vaya acompañado de cierta cosa sensible, pero este sentimiento no añade nada a su mérito a los ojos de Dios, como tampoco le quita nada la ausencia de sentimiento o incluso la presencia de sentimientos opuestos que lo contradigan. Así, pues, penetraos de esta verdad: la oración no tiene necesidad de ser sentida para ser eficaz, pues consiste únicamente en el movimiento de la voluntad hacia Dios, movimiento que por su naturaleza, no tiene nada de sensible. Añado que esto también es una operación de Dios sobre el alma. Se la puede comparar a los efectos que produce en nosotros el alimento corporal: así como la eficacia de este alimento terrestre se extiende por nuestros miembros, para repararlos y fortificarlos, sin advertir ninguna sensación de este desparramamiento saludable; así también Jesucristo, alimento celestial que nos es dado por manjar espiritual, opera secretamente en nuestras almas. Pero el mal está en que se quiere sentir todo. Desde el momento en que no se prueba nada sensible, nada que satisfaga, uno se desanima, o bien, mediante muchas oraciones producidas con gran contención de espíritu, con penosos esfuerzos, busca expresar en sí mismo algo que le tranquilice; y estos esfuerzos lejos de disponerle mejor a la acción de la gracia, le ponen obstáculo en tanto que ocupan o agitan demasiado nuestro interior. Se cuenta que habiendo pedido un día santa Catalina de Siena a Nuestro Señor, que con tanta frecuencia se comunicaba a los patriarcas, a los profetas y a los primeros cristianos, por qué las divinas comunicaciones eran más raras en su tiempo, Nuestros Señor le contestó que era porque estos grandes servidores de Dios, desocupados y vacíos de la estima de sí mismos, venían a Él como discípulos fieles, estando a la espera de sus divinas inspiraciones, dejándose poner en obra como el oro en el crisol o pintar de su mano como una tela bien preparada, y dejándole escribir en su corazón su ley de amor; mientras que los cristianos de su tiempo obraban como si Él no les viera, ni oyera, queriendo hacer y hablar solos y estando de este modo tan ocupados y agitados, que no le dejaban operar en ellos. Notad que ya este divino Salvador nos había querido inmunizar contra este exceso en su santo Evangelio: Y orando, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar. No os asemejéis a ellos, porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes que se las pidáis[66].

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11. En las consecuencias de nuestros pecados Debemos sufrir, con sumisión y conformidad a la voluntad de Dios, las penas que nos causan nuestras caídas en el pecado. Ya sea, por ejemplo, un exceso de intemperancia que ocasione una indisposición o incluso un desarreglo más grave en la salud; o bien dispendios excesivos, irracionales, hechos quizá en un espíritu de loca vanidad, que obligan a vivir con sacrificio; sea la negligencia de los deberes del propio estado, ya las indiscreciones, murmuraciones, impaciencias, arrebatos… en fin, vuestro mal carácter que os atrae disgustos, perjuicios en vuestros intereses, mortificaciones, humillaciones; o que una larga y deplorable costumbre de pecar os haga ahora tan difícil la práctica de la virtud y tan penosa la resistencia a las numerosas tentaciones que os asaltan. Todo esto os sumerge en preocupaciones del espíritu, turbaciones, escrúpulos, vivas ansiedades que os agotan y de las que uno no se puede defender. Dios no ha querido, desde luego, nuestros pecados; pero, si se han cometido, Dios quiere que les sigan estos castigos para nuestro bien. Aceptémoslos de su mano y estemos seguros de que no hay nada tan propio como esta humilde aceptación para ayudar a entrar en la gracia o a crecer en ella. Quede, pues, lejos de vosotros cualquier prejuicio, las caídas serán como un monumento de nuestra perseverancia en el servicio de Dios, y su testimonio será tanto más glorioso cuanto más hayan sido multiplicadas. Quisiera, por un ejemplo, hacer evidente esta verdad. Emprendéis a pie el viaje a Roma; pero debido al mal estado de los caminos, al cansancio de vuestra vista, a la débil constitución física o tal vez por una enojosa costumbre de distraeros, caéis casi a cada paso. Sin embargo, no os desanimáis, os levantáis sin demora; en lugar de perder el tiempo en reflexiones desatinadas, volvéis a emprender el camino resuelto a llegar a Roma cueste lo que costare; y en efecto, llegáis. ¿No es cierto que cuantos más obstáculos hayáis encontrado en el camino y más caídas, mayor y más heroica habrá sido vuestra perseverancia? Pues lo mismo pasa en el servicio de Dios.

12. En las penas interiores Debemos conformarnos con la voluntad de Dios en las penas interiores, es decir, en las tentaciones, en las oscuridades, en las turbaciones, en los escrúpulos, en las arideces, en las desolaciones y en todas las dificultades que uno encuentra en la vida espiritual. En efecto, a cualquier causa secundaria que se las atribuya, siempre es necesario remontarse a Dios como a su primer autor. Si suponemos que estas penas vienen de nuestro propio fondo, entonces será verdad decir que toman su origen en la ignorancia de nuestro espíritu, o en la sensibilidad de nuestro 38

corazón, o en el desorden de nuestra imaginación o, en fin, en la perversidad de nuestras inclinaciones. Pero si nos remontamos más arriba, si buscamos de dónde vienen estos mismos defectos, ¿dónde encontraremos su principio sino es en la voluntad de Dios, que no ha dotado a nuestro ser de más perfección y que haciéndonos sujetos a estas debilidades, nos obliga a nuestra santificación, soportando con sumisión todas sus consecuencias hasta que le plazca darles fin? Desde el momento en que juzgue conveniente hacer brillar en nuestro entendimiento un rayo de luz, de verter en nuestro corazón una gota de rocío de su gracia, pronto estaremos iluminados, fortificados y consolados. Si se supone que estas penas vienen del demonio, no por eso no se habrán de atribuir menos a Dios. ¿Acaso la historia de Job no está para probarnos que Satán no podría obrar sobre nosotros si Dios no le diese el poder de hacerlo? Cuando Saúl era presa de las tentaciones de celos, de aversión y de odio contra David, nos dicen los Libros Santos que el mal espíritu se apoderó de Saúl[67]. Es espíritu malo a causa de la mala voluntad que tiene el demonio de afligir a los hombres para perderlos, y es de Dios porque le ha permitido afligirlos en el designio que tiene de salvarlos. Hay más. Los principios de la fe y la doctrina de los santos nos enseñan que a menudo el mismo Dios sustrae por su acción inmediata estas luces, estas dulces influencias de la gracia que hacen la alegría y la fuerza de las almas y que las sustrae para fines más dignos de su sabiduría y de su bondad. ¿Cuántas personas tibias y negligentes en el cumplimiento de sus deberes, despertadas por las turbaciones que siguen a los decaimientos, han vuelto a encontrar el fervor perdido? ¿Cuántas más, a quienes las penas interiores han proporcionado la ocasión y el medio de practicar las más altas virtudes? ¿Quién podría decir especialmente, a qué grado de heroísmo han llegado las virtudes de un san Ignacio de Loyola, de una santa Teresa, de un san Francisco de Sales? Conducta adorable de una Providencia infinitamente atenta al bien de sus hijos, que hace como que los abandonara, para sacar a unos de su sopor y desarrollar en otros el espíritu de humildad, de confianza en sí mismos, de renuncia a todo, de confianza en Dios, de abandono a sus voluntades, de perseverante oración. Así, pues, en vez de dejarnos llevar por la pusilanimidad y el desaliento, en las penas en que a veces estamos sumidos, conduzcámonos de la misma manera que en las enfermedades corporales consultando un médico hábil, un buen director, aplicando los remedios que aconseje y esperando con paciencia el efecto que Dios quiera darles. Un santo hombre, de quien habla Luis de Blois, que no sentía más que tentaciones, asperezas y amarguras continuas, conocía el precio de todas estas penas interiores. Un día, que se hallaba oprimido por la angustia y lloraba amargamente, se le aparecieron dos ángeles para consolarle; pero él rechazando el consuelo ofrecido, dijo a los ángeles: «No pido ningún alivio; me basta por toda consolación, que se cumpla la voluntad de Dios en mí». Según el mismo autor, estando un día santa Brígida en una gran postración de espíritu, se le apareció Jesucristo y le pidió la causa de su aflicción. Como respondiera que estaba atormentada por una infinidad de malos pensamientos que 39

la hacían dudar de todo, el divino Maestro le dijo estas palabras: «Es justo que habiendo estado presta a las vanidades del mundo, contra mi voluntad, te veas ahora turbada por pensamientos vanos y malos, contra la tuya; y en cuanto a mis juicios, es bueno que los temas, pero con una firme confianza en mí, que soy tu Dios. Además, debes pensar que los malos pensamientos a los que uno se resiste tanto como puede, son el purgatorio del alma en este mundo y un motivo de recompensa en el cielo. Si no puedes echarlos fuera, conténtate con desaprobarlos, y luego sufrir con paciencia su importunidad». Cuando algunas personas afligidas con penas de espíritu se dirigían al gran teólogo Taulère, según cuenta él mismo, para confiarle sus tormentos, les decía: «Todo va bien, esas cosas de las que os quejáis son una gracia que Dios os concede». A los que le expresaban el temor de que estas penas les fueran enviadas en castigo de sus pecados, respondía: «Que sea o no por vuestros pecados, creed que esta cruz os viene de Dios; por tanto abrazadla dándole gracias y entregaos enteramente en sus manos». Si alguien se quejaba de sentirse consumido interiormente de aridez, de fastidio, disgustado, les decía entonces: «Sufrid con paciencia y recibiréis más gracias que si sintierais los movimientos de una tierna y ferviente devoción».

13. En las virtudes y favores espirituales En fin, tal vez sea este el punto más delicado en la práctica de la conformidad con la voluntad divina, solo debemos querer las virtudes incluso, los grados de gracia y gloria en la medida en que Dios quiera dárnosle sin desear nada más. No habiéndose dado a todos el poder de elevarse al mismo punto, toda nuestra ambición debe consistir en alcanzar el grado de perfección que nos ha sido destinado ya que no todos podemos elevarnos al mismo punto. En efecto, cualquiera que pueda ser nuestra correspondencia a las gracias que recibimos de Dios, jamás tendremos, y esto es bien cierto, tanta humildad, tanta caridad, etc., como tuvo la Santísima Virgen. E incluso, ¿quién osará presumir de alcanzar el mismo grado de gracia y de gloria que obtuvieron los Apóstoles? ¿Quién se igualará con san Juan Bautista, de quien Nuestro Señor dijo que era el más grande de todos los hijos de los hombres? ¿Quién, pues, logrará la santidad del glorioso san José? En esto como en cualquier otra cosa, debemos someternos a la voluntad de Dios. Ha de poder decir de nosotros lo que dice de Isaías: Mi voluntad está en Él; ella reina y lo gobierna todo. Así, pues, cuando oigamos decir o cuando leamos que Nuestro Señor ha elevado en poco tiempo a ciertas almas a una muy alta perfección, que les ha concedido favores señalados, que ha comunicado a su inteligencia luces extrañas, que ha 40

llenado su corazón de muy grandes sentimientos de piedad y de fervor, deberemos reprimir los deseos de tales cosas que pudieran surgir en nuestro espíritu en perjuicio de un puro amor de conformidad. Incluso nos debemos unir más íntimamente aún a esta amable voluntad de Dios y decirle: Señor mío, os alabo y os bendigo por haberos dignado comunicar con tanto amor y familiaridad a estas almas que habéis elegido. El honor que les hacéis está por encima de cualquier estima que se pueda tener. Pero presto más atención aún al cumplimiento de vuestra voluntad que a todas las luces, a todos los sentimientos y a todos los favores que habéis concedido a vuestros santos. El único favor que os suplico hacerme es que no tenga voluntad propia alguna, sino que mi voluntad esté fundida y anonadada en la vuestra. Que cada uno os haga las peticiones que quiera; la única que os hago para mí, es que os plazca unirme inseparablemente a vuestra conducta y hacerme un mero instrumento de vuestra gloria, en la perfecta ejecución de vuestros designios. Haced en mí, de mí y por mí, sin ninguna resistencia en el tiempo, en la eternidad, todo lo que queráis.

14. Resumen y conclusión de este capítulo Esta sumisión, esta conformidad en todas las cosas a su voluntad es tan agradable a Dios que obtuvo para el rey David el honor de ser llamado «un hombre según su corazón». He hallado a David, hijo de Jesé, varón según mi corazón, que hará en todo mi voluntad[68]. Es que David estaba tan sumiso a las órdenes de la Providencia que tenía siempre dispuesto el corazón a recibir igualmente toda clase de impresiones de la mano de Dios, como la cera blanda está dispuesta a recibir la figura que se le quiera imprimir. ¡Pronto está mi corazón, oh Dios! Pronto está mi corazón[69]. «¿Por qué —pregunta san Bernardo— profiere David dos veces estas palabras: Pronto está mi corazón?». «Por esta repetición —responde el santo Doctor—, David quiere decir que está presto, dispuesto a recibir las cosas desagradables como las prosperidades, las humillaciones como los honores, que está presto a todo lo que Dios quiera». Entremos nosotros también, resueltamente, en una disposición que alegra el corazón de nuestro Padre celestial y que, atrayendo sobre nosotros sus divinas complacencias, hará nuestra santificación, será para nosotros una fuente de paz y de alegría en este mundo y la prenda de la eterna felicidad en el otro. Con este fin y a propósito, nos haremos familiares algunas frases señaladas de la Sagrada Escritura, donde brilla de modo más expresivo, esta conformidad con la voluntad de Dios. ¿Diremos por ejemplo con el Apóstol: Señor, qué queréis que haga[70]?, heme aquí dispuesto a cumplir todas tu voluntades. O con David: Heme aquí ante vos, como una bestia de carga, que no examina nada, que obedece sin 41

resistencia; soy vuestro, disponed de mí según vuestro placer. Ha bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió[71]. Y en otro lugar dice Jesús también: Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra[72]. Que a ejemplo de este divino modelo, nuestro alimento sea el cumplimiento de su santa voluntad: Sí, Padre, que así, sea, porque te plugo de tal modo[73]. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo[74]. Nuestro Señor recomendó a santa Catalina a Génova detenerse especialmente en estas palabras cuando recitaba el «Padrenuestro». Debemos hacer lo mismo y rogar a menudo a Dios para que se cumpla aquí abajo su santa voluntad con la misma perfección y por los mismos motivos que aportan los Santos en su cumplimiento allá en el cielo, que se cumpla en nosotros y generalmente en todas las creaturas. Esta era la oración habitual de san Pacomio. Cuando sintamos alguna dificultad en obedecer a Dios o que notemos surgir en nosotros alguna protesta, digamos con David: Y bien alma mía, ¿no vas a someterte al Señor? De Él has recibido todos los bienes, es Él quien dispone todas las cosas para tu salud; ¡oh!, no, no le resistiré, obedeceré sus mandatos, pues Él es mi Dios y mi Salvador; y si la naturaleza rechaza lo que Él ordena, Él mismo será mi fuerza para ayudarme a vencerla. Digamos con nuestro Señor durante su agonía: Padre mío…, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya[75]. «Estas palabras de nuestro divino Jefe —dice san León Magno—, son la salvación de todo su Cuerpo Místico, la santa Iglesia: estas palabras han instruido a todos los fieles, animado a todos los confesores, coronado a todos los mártires. Que aprendan estas divinas palabras todos los hijos de la Iglesia comprados a tan elevado precio, justificados sin ningún mérito de su parte; y cuando sean asaltados por alguna violenta tentación, que se sirvan de ellas como defensa segura, entonces superarán los terrores de la naturaleza y sufrirán con valor la tribulación». Con este espíritu de conformidad a la voluntad divina hemos de recibir, no sólo los accidentes que nos sobrevengan, sino también todas las penas y combates interiores que nos cueste esta resignación, porque Dios quiere que los probemos para su gloria y para nuestra propia ventaja. Señalemos aquí, respecto a estas dificultades que encontramos en someternos a la voluntad divina, que incluso cuando nuestra propia voluntad está firmemente decidida a esta sumisión y que ella se somete efectivamente, nuestro espíritu a pesar de todo, ganado por la inclinación natural, se pone a razonar y a discurrir sobre los acontecimientos que nos suceden o que puedan suceder. Dirá, por ejemplo: si ahora me portara mejor, o bien, si cayera enfermo, si se me diera tal o cual empleo, si se me mandara a tal o cual casa, si me sucediera tal o cual cosa, esto sería bueno o malo para mí; esto favorecería o contrariaría el plan que me he formado, podría hacer así o asá, según mi voluntad, etc. De este modo la naturaleza busca al menos darse la satisfacción de pensar en los acontecimientos y entretenerse en ellos. Pero también hay que cercenar este resto de corrupción natural, y del mismo modo que por amor de Dios hemos prohibido a nuestra voluntad el uso de su libertad, de resistir y escoger, por el mismo motivo hemos de rechazar a nuestra razón la libertad de discurrir y juzgar. Confiémonos para todas 42

las cosas y con un perfecto abandono, a la dirección de la divina Providencia.

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Segunda parte

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San Claudio de la Colombiére San Claudio de la Colombiére (1641-1682) es un santo jesuita francés, misionero y autor de diversas obras de ascetismo. Entró en la Compañía de Jesús en 1659 y después de quince años de vida religiosa busca el medio de alcanzar la perfección más alta posible, y entonces realiza un nuevo voto: observar firmemente la regla y las constituciones de su orden bajo pena de pecado. Aquellos que le conocían pudieron certificar que lo observó todo con la mayor exactitud. En 1674, el Padre de la Colombiére fue elegido superior de la casa de los jesuitas en Paray-le-Monial, y es ahí donde se hace director espiritual de santa Margarita María Alacoque, lo que hace de él un apóstol ardiente de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. En 1676 es enviado a Inglaterra como predicador de la Duquesa de York, futura Reina de Inglaterra; a pesar de las dificultades, consigue seguir guiando espiritualmente a santa Margarita por medio de cartas. Pasa los dos últimos años de su vida en Lyon, dirigiendo a los jóvenes jesuitas. Sus reliquias se conservan en Paray-le-Monial. Fue canonizado por el Papa san Juan Pablo II el 31 de mayo de 1992; su fiesta se celebra el 15 de febrero.

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Capítulo I. Verdades consoladoras Una de las verdades mejor establecidas, y de las más consoladoras que se nos han revelado, es que nada nos sucede en la tierra, excepto el pecado, que no sea porque Dios lo quiere; Él es quien envía las riquezas y la pobreza; si estáis enfermos, Dios es la causa de vuestro mal; si habéis recobrado la salud, es Dios quien os la ha devuelto; si vivís, es solamente a Él a quien debéis un bien tan grande; y cuando venga la muerte a concluir vuestra vida, será de su mano de quien recibiréis el golpe mortal. Pero, cuando nos persiguen los malvados, ¿debemos atribuirlo a Dios? Sí, también le podéis acusar a Él del mal que sufrís. Pero no es la causa del pecado que comete vuestro enemigo al maltrataros, y sí es la causa del mal que os hace este enemigo mientras peca. No es Dios quien ha inspirado a vuestro enemigo la perversa voluntad que tiene de haceros mal, pero es Él quien le ha dado el poder. No dudéis, si recibís alguna llaga, es Dios mismo quien os ha herido. Aunque todas las criaturas se aliaran contra vosotros, si el Creador no lo quiere, si Él no se une a ellas, si Él no les da la fuerza y los medios para ejecutar sus malos designios, nunca llegarán a hacer nada: No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo Alto, decía el Salvador del mundo a Pilatos. Lo mismo podemos decir a los demonios y a los hombres, incluso a las criaturas privadas de razón y de sentimiento. «No, no me afligiríais, ni me incomodaríais como hacéis si Dios no lo hubiera ordenado así; es Él quien os envía, Él es quien os da el poder de tentarme y afligirme: No tendríais ningún poder sobre mí si no os fuera dado de lo Alto». Si meditáramos seriamente, de vez en cuando, este artículo de nuestra fe, no se necesitaría más para ahogar todas nuestras murmuraciones en las pérdidas, en todas las desgracias que nos suceden. Es el Señor quien me había dado los bienes, es Él mismo quien me los ha quitado; no es ni esta partida, ni este juez, ni este ladrón quien me ha arruinado; no es tampoco esta mujer que me ha envenenado con sus medicamentos; si este hijo ha muerto… todo esto pertenecía a Dios y no ha querido dejármelo disfrutar más largo tiempo.

1. Confiemos en la sabiduría de Dios Es una verdad de fe que Dios dirige todos los acontecimientos de que se lamenta el mundo; y aún más, no podemos dudar de que todos los males que Dios nos envía nos sean muy útiles: no podemos dudar sin suponer que al mismo Dios le falta la luz para discernir lo que nos conviene. Si, muchas veces, en las cosas que nos atañen, otro ve mejor que nosotros lo 46

que nos es útil, ¿no será una locura pensar que nosotros vemos las cosas mejor que Dios mismo, que Dios que está exento de las pasiones que nos ciegan, que penetra en el porvenir, que prevé los acontecimientos y el efecto que cada causa debe producir? Vosotros sabéis que a veces los accidentes más importunos tienen consecuencias dichosas, y que por el contrario los éxitos más favorables pueden acabar finalmente de manera funesta. También es una regla que Dios observa a menudo, de ir a sus fines por caminos totalmente opuestos a los que la prudencia humana acostumbra escoger. En la ignorancia en que estamos de lo que debe acaecernos posteriormente, ¿cómo osaremos murmurar de lo que sufrimos por la permisión de Dios? ¿No tememos que nuestras quejas conduzcan a error, y que nos quejamos cuando tenemos el mayor motivo para felicitamos de su Providencia? José es vendido, se le lleva como esclavo y se le encarcela; si se afligiera de sus desgracias, se afligiría de su felicidad, pues son otros tantos escalones que elevan insensiblemente hasta el trono de Egipto. Saúl ha perdido las asnas de su padre; es necesario irlas a buscar muy lejos e inútilmente; mucha preocupación y tiempo perdido, es cierto; pero si esta pena le disgusta, no hubiera habido disgusto tan irracional, visto que todo esto estaba permitido para conducirle al profeta que debe ungirle de parte del Señor, para que sea el rey de su pueblo. ¡Cuánta será nuestra confusión cuando comparezcamos delante de Dios, y veamos las razones que habrá tenido de enviarnos estas cruces que hemos recibido tan a pesar nuestro! He lamentado la muerte del hijo único en la flor de la edad: ¡Ay!, pero si hubiera vivido algunos meses o algunos años más, hubiera perecido a manos de un enemigo, y habría muerto en pecado mortal. No he podido consolarme de la ruptura de este matrimonio: Si Dios hubiera permitido que se hubiera realizado, habría pasado mis días en el duelo y la miseria. Debo treinta o cuarenta años de vida a esta enfermedad que he sufrido con tanta impaciencia. Debo mi salvación eterna a esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. Mi alma se hubiera perdido de no perder este dinero. ¿De qué nos molestamos?… ¡Dios carga con nuestra conducta, y nos preocupamos! Nos abandonamos a la buena fe de un médico, porque lo suponemos entendido en su profesión; él manda que se os hagan las operaciones más violentas, alguna vez que os abran el cráneo con el hierro; que se os horade, que os corten un miembro para detener la gangrena, que podría llegar hasta el corazón. Se sufre todo esto, se queda agradecido y se le recompensa liberalmente, porque se juzga que no lo haría si el remedio no fuera necesario, porque se piensa que hay que fiar en su arte; ¡y no le concederemos el mismo honor a Dios! Se diría que no nos fiamos de su sabiduría y que tenemos miedo de que nos descaminara. ¡Cómo!, ¿entregáis vuestro cuerpo a un hombre que puede equivocarse y cuyos menores errores pueden quitaros la vida, y no podéis someteros a la dirección del Señor? Si viéramos todo lo que Él ve, querríamos infaliblemente todo lo que Él quiere; se nos vería pedirle con lágrimas las mismas aficiones que procuramos apartar por nuestros votos y nuestras oraciones. A todos nos dice lo que dijo a los hijos del Zebedeo: Nescítis quid petatis; hombres ciegos, tengo piedad de vuestra ignorancia, 47

no sabéis lo que pedís; dejadme dirigir vuestros intereses, conducir vuestra fortuna, conozco mejor que vosotros lo que necesitáis; si hasta ahora hubiera tenido consideración a vuestros sentimientos y a vuestros gustos, estaríais ya perdidos y sin recurso.

2. Cuando Dios nos prueba ¿Pero queréis estar persuadidos que en todo lo que Dios permite, en todo lo que os sucede, sólo se persigue vuestro verdadero interés, vuestra verdadera dicha eterna? Reflexionad un poco en todo lo que ha hecho por vosotros. Ahora estáis en la aflicción; pensad que el autor de ella, es el mismo que ha querido pasar toda su vida en dolores para ahorraros los eternos; que es el mismo que tiene su ángel a vuestro lado, velando bajo su mandato en todos vuestros caminos y aplicándose a apartar todo lo que podría herir vuestro cuerpo o mancillar vuestra alma; pensad que el que os ata a esta pena es el mismo que en nuestros altares no cesa de rogar y de sacrificarse mil veces al día para expiar vuestros crímenes y para apaciguar la cólera de su Padre a medida que le irritáis; que es el que viene a vosotros con tanta bondad en el sacramento de la Eucaristía, el que no tiene mayor placer, que el de conversar con vosotros y el de unirse a vosotros. Tras estas pruebas de amor, ¡qué ingratitud más grande desconfiar de Él, dudar sobre si nos visita para hacernos bien o para perjudicarnos! «¡Pero me hiere cruelmente, hace pesar su mano sobre mí!». ¿Qué habéis de temer de una mano que ha sido perforada, que se ha dejado clavar a la cruz por vosotros? «¡Me hace caminar por un camino espinoso!». ¡Si no hay otro para ir al cielo, desgraciados seréis, si preferís perecer para siempre antes que sufrir por un tiempo! ¿No es este el mismo camino que ha seguido antes que vosotros y por amor vuestro? ¿Habéis encontrado alguna espina que no haya señalado, que no haya teñido con su sangre? «¡Me presenta un cáliz lleno de amargura!». Sí, pero pensad que es vuestro divino Redentor quien os lo presenta; amándoos tanto como lo hace, ¿podría trataros con rigor si no tuviera una extraordinaria utilidad o una urgente necesidad? Tal vez habéis oído hablar del príncipe que prefirió exponerse a ser envenenado antes que rechazar el brebaje que su médico le había ordenado beber, porque había reconocido siempre en este médico mucha fidelidad y mucha afección a su persona. Y nosotros, cristianos, ¡rechazaremos el cáliz que nos ha preparado nuestro divino Maestro, osaremos ultrajarle hasta ese punto! Os suplico que no olvidéis esta reflexión; si no me equivoco, basta para hacernos amar las disposiciones de la voluntad divina por molestas que nos parezcan. Además, este es el medio de asegurar infaliblemente nuestra dicha incluso desde esta vida.

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3. Arrojarse en los brazos de Dios Supongo, por ejemplo, que un cristiano se ha liberado de todas las ilusiones del mundo por sus reflexiones y por las luces que ha recibido de Dios, que reconoce que todo es vanidad, que nada puede llenar su corazón, que lo que ha deseado con las mayores ansias es a menudo fuente de los pesares más mortales; que apenas si se puede distinguir lo que nos es útil de lo que nos es nocivo, porque el bien y el mal están mezclados casi por todas partes, y lo que ayer era lo más ventajoso es hoy lo peor; que sus deseos no hacen más que atormentarle, que los cuidados que toma para triunfar le consumen y algunas veces le perjudican, incluso en sus planes, en lugar de hacerlos avanzar; que, al fin y al cabo, es una necesidad el que se cumpla la voluntad de Dios, que no se hace nada fuera de su mandato y que no ordena nada a nuestro respecto que no nos sea ventajoso. Después de percibir todo esto, supongo también que se arroja a los brazos de Dios como un ciego, que se entrega a Él, por decirlo así, sin condiciones ni reservas, resuelto enteramente a fiarse a Él en todo y de no desear nada, no temer nada, en una palabra, de no querer nada más que lo que Él quiera, y de querer igualmente todo lo que Él quiera; afirmo que, desde este momento, esta dichosa criatura adquiere una libertad perfecta, que no puede ser contrariada ni obligada, que no hay ninguna autoridad sobre la tierra, ninguna potencia que sea capaz de hacerle violencia o de darle un momento de inquietud. Pero ¿no es una quimera que a un hombre le impresionen tanto los males como los bienes? No, no es ninguna quimera; conozco personas que están tan contentas en la enfermedad como en la salud, en la riqueza como en la indigencia; incluso conozco quienes prefieren la indigencia y la enfermedad a las riquezas y a la salud. Además no hay nada más cierto que lo que os voy a decir: Cuanto más nos sometamos a la voluntad de Dios, más condescendencia tiene Dios con nuestra voluntad. Parece que desde que uno se compromete únicamente a obedecerle, Él solo cuida de satisfacernos: y no solo escucha nuestras oraciones, sino que las previene, y busca hasta el fondo de nuestro corazón estos mismos deseos que intentamos ahogar para agradarle y los supera a todos. En fin, el gozo del que tiene su voluntad sumisa a la voluntad de Dios es un gozo constante, inalterable, eterno. Ningún temor turba su felicidad, porque ningún accidente puede destruirla. Me lo represento como un hombre sentado sobre una roca en medio del océano; ve venir hacia él las olas más furiosas sin espantarse, le agrada verlas y contarlas a medida que llegan a romperse a sus pies; que el mar esté calmado o agitado, que el viento impulse las olas de un lado o del otro, sigue inalterable porque el lugar donde se encuentra es firme e inquebrantable. De ahí nace esa paz, esta calma, ese rostro siempre sereno, ese humor siempre igual que advertimos en los verdaderos servidores de Dios.

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4. Práctica del abandono confiado Nos queda por ver cómo podemos alcanzar esta feliz sumisión. Un camino seguro para conducirnos es el ejercicio frecuente de esta virtud. Pero como las grandes ocasiones de practicarla son bastante raras, es necesario aprovechar las pequeñas que son diarias y cuyo buen uso nos prepara en seguida para soportar los mayores reveses, sin conmovernos. No hay nadie a quien no sucedan cien cosillas contrarias a sus deseos e inclinaciones, sea por nuestra imprudencia o distracción, sea por la inconsideración o malicia de otro, ya sean el fruto de un puro efecto del azar o del concurso imprevisto de ciertas causas necesarias. Toda nuestra vida está sembrada de esta clase de espinas que sin cesar nacen bajo nuestras pisadas, que producen en nuestro corazón mil frutos amargos, mil movimientos involuntarios de aversión, de envidia, de temor, de impaciencia, mil enfados pasajeros, mil ligeras inquietudes, mil turbaciones que alteran la paz de nuestra alma al menos por un momento. Se nos escapa por ejemplo una palabra que no quisiéremos haber dicho o nos han dicho otra que nos ofende; un criado sirve mal o con demasiada lentitud, un niño os molesta, un importuno os detiene, un atolondrado tropieza con vosotros, un caballo os cubre de lodo, hace un tiempo que os desagrada, vuestro trabajo no va como desearíais, se rompe un mueble, se mancha un traje o se rompe. Sé que en todo esto no hay que ejercitar una virtud heroica, pero os digo que bastaría para adquirirla infaliblemente si quisiéramos; pues si alguien tuviera cuidado para ofrecer a Dios tolas estas contrariedades y aceptarlas como dadas por su Providencia, y si además se dispusiera insensiblemente a una unión muy íntima con Dios, será capaz en poco tiempo de soportar los más tristes y funestos accidentes de la vida. A este ejercicio que es tan fácil, y sin embargo tan útil para nosotros y tan agradable a Dios que ni puedo decíroslo, hemos de añadir también otro. Pensad todos los días, por las mañanas, en todo lo que pueda sucederos de molesto a lo largo del día. Podría suceder que en este día os trajeran la nueva de un naufragio, de una bancarrota, de un incendio; quizá antes de la noche recibiréis alguna gran afrenta, alguna confusión sangrante; tal vez sea la muerte la que os arrebatará la persona más querida de vosotros; tampoco sabéis si vais a morir vosotros mismos de una manera trágica y súbitamente. Aceptad todos estos males en caso de que quiera Dios permitirlos; obligad vuestra voluntad a consentir en este sacrificio y no os deis ningún reposo hasta que no la sintáis dispuesta a querer o a no querer todo lo que Dios quiera o no quiera. En fin, cuando una de estas desgracias se deje en efecto sentir, en lugar de perder el tiempo quejándose de los hombres o de la fortuna, id a arrojaros a los pies de vuestro divino Maestro, para pedirle la gracia de soportar este infortunio con constancia. Un hombre que ha recibido una llaga mortal, si es prudente no correrá detrás del que le ha herido, sino ante todo irá al médico que puede curarle. Pero si en semejantes encuentros, buscarais la causa de vuestros males, también entonces deberíais ir a Dios pues no puede ser otro el causante de vuestro mal. Id pues a Dios, pero id pronto, inmediatamente, que sea este el primero de 50

todos vuestros cuidados; id a contarle, por así decirlo, el trato que os ha dado, el azote de que se ha servido para probaros. Besad mil veces las manos de vuestro Maestro crucificado, esas manos que os han herido, que han hecho todo el mal que os aflige. Repetid a menudo aquellas palabras que también Él decía a su Padre, en lo más agudo de su dolor: Señor, que se haga vuestra voluntad y no la mía; Fiat voluntas tua. Sí mi Dios, en todo lo que queráis de mí hoy y siempre, en el cielo y en la tierra, que se haga esta voluntad, pero que se haga en la tierra como se cumple en el cielo.

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Capítulo II. Las adversidades son útiles a los justos, necesarias a los pecadores Ved a esta madre amante que con mil caricias mira de apaciguar los gritos de su hijo, que le humedece con sus lágrimas mientras le aplican el hierro y el fuego; desde el momento en que esta dolorosa operación se hace ante sus ojos y por su mandato, ¿quién va a dudar de que este remedio violento debe ser muy útil a este hijo que después encontrará una perfecta curación o al menos el alivio de un dolor más vivo y duradero? Hago el mismo razonamiento cuando os veo en la adversidad. Os quejáis de que se os maltrate, os ultrajen, os denigren con calumnias, que os despojen injustamente de vuestros bienes: Vuestro Redentor; este nombre es aún más tierno que el de padre o madre, vuestro Redentor es testigo de todo lo que sufrís, Él os lleva en su seno, y ha declarado que cualquiera que os toque, le toca a Él mismo en la niña del ojo; sin embargo, Él mismo permite que seáis atravesado, aunque pudiera fácilmente impedirlo, ¡y dudáis que esta prueba pasajera no os procure las más sólidas ventajas! Aunque el Espíritu Santo no hubiera llamado bienaventurados a los que sufren aquí abajo, aunque todas las páginas de la Escritura no hablaran en favor de las adversidades, y no viéramos que son el pago más corriente de los amigos de Dios, no dejaría de creer que nos son infinitamente ventajosas. Para persuadirme, basta saber que Dios ha preferido sufrir todo lo que la rabia de los hombres ha podido inventar en las torturas más horribles, antes de yerme condenado a los menores suplicios de la otra vida; basta, dije, que sepa que es Dios mismo quien me prepara, quien me presenta el cáliz de amargura que debo beber en este mundo. Un Dios que ha sufrido tanto para impedirme sufrir, no se dará el cruel e inútil placer de hacerme sufrir ahora.

1. Hay que confiar en la Providencia Para mí, cuando veo a un cristiano abandonarse al dolor en las penas que Dios le envía, digo en primer lugar: «He aquí un hombre que se aflige de su dicha; ruega a Dios que le libre de la indigencia en que se encuentra y debería darle gracias de haberle reducido a ella». Estoy seguro que nada mejor podría acaecerle que lo que hace el motivo de su desolación; para creerlo tengo mil razones sin réplica. Pero si viera todo lo que Dios ve, si pudiera leer en el porvenir las consecuencias felices con las que coronará estas tristes aventuras, ¿cuánto más no me aseguraría en mi pensamiento? En efecto, si pudiéramos descubrir cuáles son los designios de la Providencia, es seguro que desearíamos con ardor los males que sufrimos con tanta repugnancia. 52

¡Dios mío!, si tuviéramos un poco más de fe, si supiéramos cuánto nos amáis, cómo tenéis en cuenta nuestros intereses, ¿cómo miraríamos las adversidades? Iríamos en busca de ellas ansiosamente, bendeciríamos mil veces la mano que nos hiere. «¿Qué bien puede proporcionarme esta enfermedad que me obliga a interrumpir todos mis ejercicios de piedad?», dirá tal vez alguien. «¿Qué ventaja puedo obtener de la pérdida de todos mis bienes que me sitúa en el desespero, de esta confusión que abate mi valor y que lleva la turbación a mi espíritu?». Es cierto que estos golpes imprevistos, en el momento en que hieren acaban algunas veces con aquellos sobre quienes caen y les sitúan fuera del estado de aprovecharse inmediatamente de su desgracia: Pero esperad un momento y veréis que es por allí por donde Dios os prepara para recibir sus favores más insignes. Sin este accidente, es posible que no hubierais llegado a ser peor, pero no hubierais sido tan santo. ¿No es cierto que desde que os habéis dado a Dios, no os habíais resuelto a despreciar cierta gloria fundada en alguna gracia del cuerpo o en algún talento del espíritu, que os atraía la estima de los hombres? ¿No es cierto que teníais aún cierto amor al juego, a la vanidad, al lujo? ¿No es cierto que no os había abandonado el deseo de adquirir riquezas, de educar a vuestros hijos con los honores del mundo? Quizá incluso cierto afecto, alguna amistad poco espiritual disputaba aún vuestro corazón a Dios. Solo os faltaba este paso para entrar en una libertad perfecta; era poco, pero, en fin, no hubierais podido hacer aún este último sacrificio; sin embargo, ¿de cuántas gracias no os privaba este obstáculo? Era poco, pero no hay nada que cueste tanto al alma cristiana como el romper este último lazo que le liga al mundo o a ella misma; sólo en esta situación siente una parte de su enfermedad; pero le espanta el pensamiento de su remedio, porque el mal está tan cerca del corazón que sin el socorro de una operación violenta y dolorosa, no se le puede curar; por esto ha sido necesario sorprenderos, que cuando menos pensabais en ello, una mano hábil haya llevado el hierro adelante en la carne viva, para horadar esta úlcera oculta en el fondo de vuestras entrañas; sin este golpe, duraría aún vuestra languidez. Esta enfermedad que se detiene, esta bancarrota que os arruina, esta afrenta que os cubre de vergüenza, la muerte de esta persona que lloráis, todas estas desgracias harán en un instante lo que no hubieran hecho todas vuestras meditaciones, lo que todos vuestros directores hubieran intentado inútilmente.

2. Ventajas inesperadas de las pruebas Y si la aflicción en que estáis por voluntad de Dios, os hastía de todas las criaturas, si os compromete a daros enteramente a vuestro Creador, estoy seguro 53

de que le estaréis más agradecidos por lo que os ha afligido, que por lo que le hubierais ofrecido en vuestros votos si os evitaba la aflicción; los demás favores que habéis recibido de Él, comparados con esta desgracia, no serán a vuestros ojos más que pequeños favores. Siempre habéis mirado las bendiciones temporales que ha derramado hasta ahora sobre vuestra familia como los efectos de su bondad hacia vosotros; pero entonces veréis claramente que nunca os amó tanto como cuando trastornó todo lo que había hecho para vuestra prosperidad, y que si había sido liberal al daros las riquezas, el honor, los hijos y la salud, ha sido pródigo al quitaros todos estos bienes. No hablo de los méritos que se adquieren por la paciencia; por lo general, es cierto que se gana más para el cielo en un día de adversidad que durante varios años pasados en la alegría, por santo que sea el uso que se haga de ella. Todo el mundo conoce que la prosperidad nos debilita; y es mucho cuando un hombre dichoso, según el mundo, se toma la pena de pensar en el Señor una o dos veces por día; las ideas de los bienes sensibles que le rodean ocupan tan agradablemente su espíritu que olvida con mucho lodo lo demás. Por el contrario la adversidad nos lleva de un modo natural a elevar los ojos al cielo, para, mediante esta visión, suavizar la amarga impresión de nuestros males. Sé que se puede glorificar a Dios en toda clase de estados y que no deja de honrarle la vida de un cristiano que le sirve en una alegre fortuna; pero ¡quién asegura que este cristiano le honra tanto como el hombre que le bendice en los sufrimientos! Se puede decir que el primero es semejante a un cortesano asiduo y regular, que no abandona nunca a su príncipe, que le sigue al consejo, que todo lo hace a gusto, que hace honor a sus fiestas; pero que el segundo es como un valiente capitán, que toma las ciudades para su rey, que le gana las batallas, a través de mil peligros y a precio de su sangre, que lleva lejos la gloria de las armas de su señor y los límites de su imperio. Del mismo modo, un hombre que disfruta de una salud robusta, que posee grandes riquezas, que vive en honor, que tiene la estima del mundo, si este hombre usa como debe de todas estas ventajas, si las recibe con agradecimiento, si las refiere a Dios como a su divino Maestro por una conducta tan cristiana; pero si la Providencia le despoja de todos estos bienes, si le consume de dolores y de miserias y si en medio de tantos males, persevera en los mismos sentimientos, en las mismas acciones de gracias, si sigue al Señor con la misma prontitud y la misma docilidad, por un camino tan difícil, tan opuesto a sus inclinaciones, entonces es cuando publica las grandezas de Dios y la eficacia de su gracia, del modo más generoso y brillante.

3. Ocasiones de méritos y de salvación 54

Juzgad de ahí la gloria que deben esperar de Jesucristo las personas que le habrán glorificado en un camino tan espinoso. Entonces será cuando nosotros reconoceremos cuánto nos habrá amado Dios, dándonos las ocasiones de merecer una recompensa tan abundante; entonces nos reprocharemos a nosotros mismos el habernos quejado de lo que debería aumentar nuestra felicidad; de haber gemido, de haber suspirado, cuando deberíamos habernos alegrado; de haber dudado de la bondad de Dios, cuando nos daba las señales más seguras. Si un día han de ser así nuestros sentimientos, ¿por qué no entrar desde hoy en una disposición tan feliz? ¿Por qué no bendecir a Dios en medio de los males de esta vida, si estoy seguro que en el cielo le daré gracias eternas? Todo esto nos hace ver que sea cuál sea el modo como vivamos deberíamos recibir siempre toda adversidad con alegría. Si somos buenos, la adversidad nos purifica y nos vuelve mejores, nos llena de virtudes y de méritos; si somos viciosos, nos corrige y nos obliga a ser virtuosos.

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Capítulo III. Recurso a la oración Es extraño que habiéndose comprometido Jesucristo tan a menudo y tan solemnemente a atender todos nuestros votos, la mayor parte de los cristianos se quejan todos los días de no ser escuchados. Pues, no se puede atribuir la esterilidad de nuestras oraciones a la naturaleza de los bienes que pedimos, ya que no ha exceptuado nada en sus promesas: Omnia quaecumque orantes petitis credite quia accipietis (creed que obtendréis cuanto pidiereis por la oración). Tampoco se puede atribuir esta esterilidad a la indignidad de los que piden, pues lo ha prometido a toda clase de personas sin excepción: Omnis qui petit accipit (quien pide, recibe). ¿De dónde puede venir que tantas oraciones nuestras sean rechazadas? ¿Quizá no se deba a que como la mayor parte de los hombres son igualmente insaciables e impacientes en sus deseos, hacen demandas tan excesivas o con tanta urgencia que cansan, que desagradan al Señor o por su indiscreción o por su importunidad? No, no; la única razón por la que obtenemos tan poco de Dios es porque le pedimos demasiado poco y con poca insistencia. Es cierto que Jesucristo nos ha prometido de parte de su Padre, concedernos todo, incluso las cosas más pequeñas; pero nos ha prescrito observar un orden en todo lo que pedimos y, sin la observancia de esta regla, en vano esperaremos obtener nada. En San Mateo se nos ha dicho: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura: Quaerite primum regnum Dei, et haec omnia adicientur vobis.

1. Para obtener bienes No se os prohíbe desear las riquezas, y todo lo que es necesario para vivir, incluso para vivir bien; pero hay que desear estos bienes en su rango, y si queréis que todos vuestros deseos a este respecto se cumplan infaliblemente, pedid primero las cosas más importantes, a fin de que se añadan las pequeñas al daros las mayores. He aquí exactamente lo que le sucedió a Salomón. Dios le había dado la libertad de pedir todo lo que quisiera, él le suplicó de concederle la sabiduría, que necesitaba para cumplir santamente con sus deberes de la realeza. No hizo ninguna mención ni de los tesoros ni de la gloria del mundo; creyó que haciéndole Dios una oferta tan ventajosa tendría la ocasión de obtener bienes considerables. Su prudencia le mereció en seguida lo que pedía e incluso lo que no pedía. Quia postulasti verbum hoc, et non petisti tibi dies multos, nec divitias…, ecce feci tibi secundum sermones tuos: Te concedo de gusto esta sabiduría porque me la has pedido, pero no dejaré de colmarte de años, de honores y de riquezas, porque no me has pedido 56

nada de todo esto: Sed et haec quae non postulasti, divitias scilicet et gloriam. Si este es el orden que Dios observa en la distribución de sus gracias, no nos debemos extrañar que hasta ahora hayamos orado sin éxito. Os confieso que a menudo estoy lleno de compasión cuando veo la diligencia de ciertas personas, que distribuyen limosnas, que hacen promesa de peregrinaciones y ayunos, que interesan hasta a los ministros del altar para el éxito de sus empresas temporales. ¡Hombres ciegos, temo que roguéis y que hagáis rogar en vano! Hay que hacer estas ofrendas, estas promesas de ayunos y peregrinaciones, para obtener de Dios una entera reforma de vuestras costumbres, para obtener la paciencia cristiana, el desprecio del mundo, el desapego de las criaturas; tras estos primeros pasos de un celo regulado, hubierais podido hacer oraciones por el restablecimiento de vuestra salud y por el progreso de vuestros negocios; Dios hubiera escuchado estas oraciones, o mejor, las hubiera prevenido y se hubiera contentado de conocer vuestros deseos para cumplirlos. Sin estas gracias primeras, todo lo demás podría ser perjudicial y de ordinario así es; he aquí por qué somos rechazados. Murmuramos, acusamos al Cielo de dureza, de poca fidelidad en sus promesas. Pero nuestro Dios es un Padre lleno de bondad, que prefiere sufrir nuestras quejas y nuestras murmuraciones, antes que apaciguarías con presentes que nos serían funestos.

2. Para apartar los males Lo que he dicho de los bienes, lo digo también de los males de que deseamos vernos libres. Alguien dirá que él no suspira por una gran fortuna, que se contentaría con salir de esta extrema indigencia en la que sus desgracias lo han reducido; deja la gloria y la alta reputación para los que la ansían, desearía tan sólo evitar el oprobio en que le sumergen las calumnias de sus enemigos; en fin, puede pasarse de los placeres, pero sufre dolores que no puede soportar; desde hace tiempo está rogando, pide al Señor con insistencia a ver si quiere suavizarlos; pero le encuentra inexorable. No me sorprende; tenéis males secretos mucho mayores que los males de que os quejáis, sin embargo son males de los que no pedís ser librados; si para conseguirlo hubierais hecho la mitad de las oraciones que habéis hecho para ser curados de los males exteriores, haría ya mucho tiempo que hubierais sido librados de los unos y de los otros. La pobreza os sirve para mantener en humildad a vuestro espíritu, orgulloso por naturaleza; el apego extremo que tenéis por el mundo os hace necesarias estas medicinas que os afligen; en vosotros las enfermedades son como un dique contra la inclinación que tenéis por el placer, contra esta pendiente que os arrastraría a mil desgracias. El descargaros de estas cruces, no sería amaros, sino odiaros cruelmente, a no ser 57

que os concedan las virtudes que no tenéis. Si el Señor os viera con cierto deseo de estas virtudes, os las concedería sin dilación y no sería necesario pedir el resto.

3. No se pide bastante Ved cómo por no pedir bastante, no recibimos nada, porque Dios no podría limitar su liberalidad a pequeños objetos, sin perjudicarnos a nosotros mismos. Os ruego observéis que no digo que no se puedan pedir prosperidades temporales sin ofenderle, y pedir ser liberados de las cruces bajo las que gemimos; sé que para rectificar las oraciones por las que se solicita este tipo de gracias basta con pedirlas con la condición de que no sean contrarias ni a la gloria de Dios, ni a nuestra propia salvación; pero como es difícil que sea glorioso a Dios el escucharos o útil para vosotros, si no aspiráis a mayores dones, os digo que en tanto os contentéis con poco, corréis el riesgo de no obtener nada. ¿Queréis que os dé un buen método para pedir la felicidad incluso temporal, método capaz de forzar a Dios para que os escuche? Decidle de todo corazón: «Dios mío, dadme tantas riquezas que mi corazón sea satisfecho o inspiradme un desprecio tan grande que no las desee más; libradme de la pobreza o hacédmela tan amable que la prefiera a todos los tesoros de la tierra; que cesen estos dolores, o lo que será aún más glorioso para Vos, haced que cambien en delicias para mí y que lejos de afligirme y de turbar la paz de mi alma lleguen a ser, a su vez, la fuente más dulce de alegría. Podéis descargarme de la cruz; podéis dejármela, sin que sienta el peso. Podéis extinguir el fuego que me quema; podéis hacer, que en lugar de apagarlo para que no me queme, me sirva de refrigerio, como lo fue para los jóvenes hebreos en el horno de Babilonia. Os pido lo uno o lo otro. ¿Qué importa el modo como yo sea feliz? Si lo soy por la posesión de los bienes terrestres, os daré eternas acciones de gracias; si lo soy por la privación de estos mismos bienes, será un prodigio más gloria a vuestro nombre quedará estaré aún más reconocido». He aquí una oración digna de ser ofrecida a Dios por un verdadero cristiano. Cuando roguéis de este modo, ¿sabéis cuál es el efecto de vuestros votos? En primer lugar estaréis contentos suceda lo que suceda; ¿acaso desean otra cosa los que están deseosos de bienes temporales que estar contentos? En segundo lugar, no solamente no obtendréis infaliblemente una de las dos cosas que habéis perdido, sino que ordinariamente obtendréis las dos. Dios os concederá el disfrute de las riquezas; y para que las poseáis sin apego y sin peligro, os inspirará a la vez un desprecio saludable. Pondrá fin a vuestros dolores, y además os dejará una sed ardiente que os dará el mérito de la paciencia, sin que sufráis. En una palabra, os hará felices en esta vida y temiendo que vuestra dicha no os corrompa, os hará conocer y sentir la vanidad. ¿Se puede desear algo más ventajoso? Nada, sin duda. 58

Pero como una ventaja tan preciosa es digna de ser pedida, acordaos también que merece ser pedida con insistencia. Pues la razón por la que se obtiene tan poco, no es solamente porque se pide poco, es también porque, se pida poco o mucho, no se pide bastante.

4. Perseverancia en la oración ¿Queréis que todas vuestras oraciones sean eficaces infaliblemente? ¿Queréis forzar a Dios a satisfacer todos vuestros deseos? En primer lugar digo que no hay que cansarse de orar. Los que se cansan después de haber rogado durante un tiempo, carecen de humildad o de confianza; y de este modo no merecen ser escuchados. Parece como si pretendierais que se os obedezca al momento vuestra oración como si fuera un mandato; ¿no sabéis que Dios resiste a los soberbios y que se complace en los humildes? ¿Qué? ¿Acaso vuestro orgullo no os permite sufrir que os hagan volver más de una vez para la misma cosa? Es tener muy poca confianza en la bondad de Dios el desesperar tan pronto, el tomar las menores dilaciones por rechazos absolutos. Cuando se concibe verdaderamente hasta dónde llega la bondad de Dios, jamás se cree uno rechazado, jamás se podría creer que desee quitarnos toda esperanza. Pienso, lo confieso, que cuando veo que más me hace insistir Dios en pedir una misma gracia, más siento crecer en mí la esperanza de obtenerla; nunca creo que mi oración haya sido rechazada, hasta que me doy cuenta de que he dejado de orar; cuando tras un año de solicitaciones, me encuentro en tanto fervor como tenía al principio, no dudo del cumplimiento de mis deseos; y lejos de perder valor después de tan larga espera, creo tener motivo para regocijarme, porque estoy persuadido que seré tanto más satisfecho cuanto más largo tiempo se me haya dejado rogar. Si mis primeras instancias hubieran sido totalmente inútiles, jamás hubiera reiterado los mismos votos, mi esperanza no se hubiera sostenido; ya que mi asiduidad no ha cesado, es una razón para mí el creer que seré pagado liberalmente. En efecto, la conversión de san Agustín no fue concedida a santa Mónica hasta después de dieciséis años de lágrimas; pero también fue una conversión incomparablemente más perfecta que la que había pedido. Todos sus deseos se limitaban a ver reducida la incontinencia de este joven en los límites del matrimonio, y tuvo el placer de verle abrazar los más elevados consejos de castidad evangélica. Había deseado solamente que se bautizara, que fuera cristiano, y ella le vio elevado al sacerdocio, a la dignidad episcopal. En fin, ella solo pedía a Dios verle salir de la herejía y Dios hizo de él la columna de la Iglesia y el azote de los herejes de su tiempo. Si después de un año o dos de 59

oraciones, esta piadosa madre se hubiera desanimado, si después de diez o doce años, viendo que el mal crecía cada día, que este hijo desgraciado se comprometía cada día en nuevos errores, en nuevos excesos, que a la impureza había añadido la avaricia y la ambición; si lo hubiera abandonado todo entonces por desesperación, ¡cuál hubiera sido su ilusión! ¿Qué agravio no hubiera hecho a su hijo? ¡De qué consolación no se hubiera privado ella misma! ¡De qué tesoro no hubiera frustrado a su siglo y a todos los siglos venideros!

5. Una confianza obstinada Para terminar, me dirijo a aquellas personas que veo inclinadas a los pies del altar, para obtener estas preciosas gracias que Dios tiene tanta complacencia en vernos pedir. Almas dichosas, a quienes Dios da a conocer la vanidad de las cosas mundanas, almas que gemís bajo el yugo de vuestras pasiones y que rogáis para ser librados de ellas, almas fervientes que estáis inflamadas del deseo de amar a Dios y de servirle como los santos le han servido y usted que solicita la conversión de este marido, de esta persona querida, no os canséis de rogar, sed constantes, sed infatigables en vuestras peticiones; si se os rechaza hoy, mañana lo obtendréis todo; si no obtenéis nada este año, el año próximo os será más favorable; sin embargo, no penséis que vuestros afanes sean inútiles: Se lleva la cuenta de todos vuestros suspiros, recibiréis en proporción al tiempo que hayáis empleado en rogar; se os está amasando un tesoro que os colmará de una sola vez, que excederá a todos vuestros deseos. Es necesario descubriros hasta el fin los resortes secretos de la Providencia: La negativa que recibís ahora no es más que un fingimiento del que Dios se sirve para inflamar más vuestro fervor. Ved cómo obra respecto a la Cananea, cómo rehúsa verla y oírla, cómo la trata de extranjera y más duramente aún. ¿No diréis que la importunidad de esta mujer le irrita más y más? Sin embargo, dentro de Él, la admira y está encantado de su confianza y de su humildad; y por esto la rechaza. ¡Oh clemencia disfrazada, que toma la máscara de la crueldad con qué ternura rechazas a los que más quieres escuchar! Guardaos de dejaros sorprender; al contrario, urgid tanto más cuanto más os parezca que sois rechazados. Haced como la Cananea, servíos contra Dios mismo de las razones que pueda tener para rechazaros. Es cierto debéis decir, que favorecerme sería dar a los perros el pan de los hijos, no merezco la gracia que pido, pero tampoco pretendo que se me conceda por mis méritos, es por los méritos de mi amable Redentor. Sí, Señor, debéis temer que haya más consideración a mi indignidad que a vuestra promesa, y que queriendo hacerme justicia os engañéis a vos mismo. Si fuera más digno de vuestros beneficios, os seria menos glorioso el hacerme partícipe de ellos. 60

No es justo hacer favores a un ingrato; ¡oh, Señor!, no es vuestra justicia lo que yo imploro, sino vuestra misericordia. ¡Mantén tu ánimo!, dichoso de ti que has comenzado a luchar tan bien contra Dios; no le dejes tranquilo; le agrada la violencia que le hacéis, quiere ser vencida. Haceos notar por vuestra importunidad, haced ver en vosotros un milagro de constancia; forzad a Dios a dejar el disfraz y a deciros con admiración: Magna est fides tua, fiat tibi sicut vis: Grande es tu fe; confieso que no puedo resistirte más; vete, tendrás lo que deseas, tanto en esta vida como en la otra.

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Capítulo IV. Ejercicio particular de conformidad con la divina Providencia La práctica de este piadoso ejercicio es de suma importancia, a causa de las preciosas ventajas que extraen siempre las personas que lo realizan bien.

1. Actos de fe, de esperanza y de caridad I. En primer lugar se hace un acto de fe en la Providencia divina. Se intenta penetrarse bien de esta verdad de que Dios toma un cuidado continuo y muy atento, no solamente de todas las cosas en general, sino también de cada una en particular, de nosotros sobre todo, de nuestra alma, de nuestro cuerpo, de todo lo que nos interesa; que su solicitud, a la que nada escapa, se extiende a nuestra reputación, a nuestros trabajos, a nuestras necesidades de toda clase, a nuestra salud como a nuestras enfermedades, a nuestra vida como a nuestra muerte y hasta al menor de nuestros cabellos que no puede caer sin su permiso. II. Tras el acto de fe, se hace un acto de esperanza. Entonces, se excita uno a una firme confianza en que esta Providencia divina proveerá a todo lo que nos concierne, que nos dirigirá, nos defenderá con una vigilancia y una afección más que paternal y nos gobernará de tal modo que suceda lo que suceda, si nos sometemos a su dirección, todo nos será favorable y volverá en bien nuestro, incluso las cosas que parezcan más contrarias. III. A estos dos actos hay que añadir el de la caridad. Se testimonia a la divina Providencia el más vivo afecto, el amor más tierno, como un niño lo testimonia a su buena madre refugiándose en sus brazos; se hacen protestas de un amor absoluto por todos sus designios, por impenetrables que sean, sabiendo que son el fruto de una sabiduría infinita que no puede equivocarse y de una bondad soberana que no puede querer más que la perfección de sus criaturas; se hace de tal modo que este aprecio sea bastante práctico para disponemos a hablar de buena gana de la Providencia e incluso a tomar su defensa altamente contra los que se permitan negarla o criticaría.

2. Acto de filial abandono a la Providencia 62

Después de haber renovado muchas veces estos actos y de haberse penetrado bien de ellos, el alma se abandona a la divina Providencia, reposa y duerme dulcemente en sus brazos, como un niño en los brazos de su madre. Hace suyas entonces aquellas palabras de David: En paz me duermo luego que me acuesto porque tú, Señor, me das seguridad (Sal. 4, 9-10). O bien dirá con el mismo profeta: El Señor es mi Pastor; nada me falta. Me pone en verdes pastos y me lleva a frescas aguas. Recrea mi alma y me guía por las rectas sendas, por amor de su nombre y por mi perfección. ¡Oh mi Señor!, guiado por vuestra mano y cubierto por vuestra protección, aunque haya de pasar por un valle tenebroso, en medio de mis enemigos, no temeré mal alguno, porque Tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado son mi consuelo. Tú pones ante mí una mesa, enfrente de mis enemigos. Sólo bondad y benevolencia me acompañan todos los días de mi vida, y estaré en la casa del Señor por muy largos años (Sal. 22). Llena de la alegría que le inspira también suaves palabras el alma recibe con respeto a esta dichosa disposición, todos los acontecimientos presentes de manos de la divina Providencia y espera todos los venideros con una dulce tranquilidad de espíritu, con una paz deliciosa. Vive como un niño, al abrigo de toda inquietud. Pero esto no quiere decir que ella permanezca en una espera ociosa de las cosas teniendo necesidad de ellas o que descuide el aplicarse a los asuntos que se presenten. Al contrario, hace por su parte, todo lo que depende de su mano, para llevarlos bien, emplea en ellos todas sus facultades; pero sólo se da a tales cuidados bajo la dirección de Dios, no mira su propia previsión más que como sometida enteramente a la de Dios y le abandona la libre disposición de todo, no esperando otro éxito que el que está en los designios de la voluntad divina.

3. Utilidad de este ejercicio ¡Oh! ¡Cuánta gloria y honor da a Dios el alma dispuesta de este modo! Verdaderamente es una gran gloria para Él el tener una criatura tan apegada a su Providencia, tan dependiente de su conducta, llena de una esperanza tan firme y disfrutando de un reposo de espíritu tan profundo en espera de lo que tenga a bien enviarle. Y también, ¡cuánto cuidado no tomará Dios de tal alma! Él vela sobre las menores cosas que le interesan: Inspira a los hombres establecidos para gobernarla todo lo que es necesario para dirigirla bien; y si por el motivo que sea, esos hombres quisieran obrar en relación con ella de un modo que le fuera perjudicial, Él haría surgir obstáculos a sus designios por caminos secretos e inesperados y les forzaría a adoptar lo que sería más ventajoso para esta alma querida. El Señor guarda a cuantos le aman (Sal. 144,20). Si la Escritura da ojos a este 63

Dios de bondad, es para velar por ellos; si le atribuye orejas es para escucharlos; si manos, es para defenderlos. Y quien les toque, toca al Señor en la niña de los ojos. Los niños serán llevados a la cadera, dice el Señor por boca del profeta Isaías, y serán acariciados sobre las rodillas. Como consuela una madre a su hijo, así os consolaré yo a vosotros (Is. 66, 12-13). En Oseas: Yo enseñé a andar a Efraín, le llevé en brazos (Os. 11,3). Mucho tiempo antes, Moisés había dicho: En el desierto has visto cómo te ha llevado el Señor, tu Dios, como lleva un hombre a su hijo, por todo el camino que habéis recorrido hasta llegar a este lugar (Deut. 1, 31). También dice Dios en Isaías: Mamarás a los pechos de los reyes, recibirás un alimento delicioso y divino, y sabrás, mediante una dulce experiencia, con qué solicitud Yo, el Señor, soy tu Salvador (Is. 60, 16). ¡Oh! ¡Dichosa situación para un alma! En la persona de Noé se encuentra una imagen sensible de la felicidad que gusta el que se abandona completamente a Dios. Noé estaba en reposo y en paz en el arca con los leones, los tigres, los osos porque Dios le conducía mientras que las espantosas lluvias caían del cielo y en medio del trastorno general de los elementos y de toda la naturaleza. Por el contrario, los demás estaban en la más extraña confusión de cuerpo y de espíritu, perdían sus bienes, sus mujeres, sus hijos y hasta ellos mismos se perdían, tragados despiadadamente por las olas. Del mismo modo el alma que se abandona a la Providencia, que le deja el timón de su barca, boga con tranquilidad en el océano de esta vida, en medio de las tempestades del cielo y de la tierra, mientras que los que quieren gobernarse ellos mismos el Sabio los llama almas en tinieblas, excluidas de tu eterna Providencia (Sab. 17, 1-2) están en continua agitación y, no teniendo por piloto más que su voluntad inconstante y ciega, acaban en un funesto naufragio después de haber sido el juguete de los vientos y de la tempestad. Abandonémonos completamente a la divina Providencia, dejémosle todo el poder de disponer de nosotros; comportémonos como sus verdaderos hijos, sigámosla con verdadero amor como a nuestra madre; confiémonos a ella en todas nuestras necesidades, esperemos sin inquietud que aporte los remedios de su caridad. En fin, dejémosla obrar y ella nos proveerá de todo en el tiempo, en el lugar y del modo más conveniente; ella nos conducirá por caminos admirables al reposo del espíritu y a la dicha a que estamos llamados a gozar incluso desde esta vida, como un anticipo de la eterna felicidad que nos ha sido prometida. Notas [1] Dicendum, quod necesse est dicere voluntatem Dei ese causam rerum. Santo Tomás, Sum., p. 1, q. 19, a. 4. corp. Voluntas Dei ómnium quae sunt est causa… San Agustín, De Gen.
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