El Comienzo de Todas Las Cosas - Romano Guardini

February 4, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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El Comienzo de Todas Las Cosas - Romano Guardini...

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Edición original alemana: Romano Guardini, DER ANFANG ALLER DINGE. Meditationen über Genesis. Kapite1 1-3

© Alle Autorenrechte liegen bei der Katholischen Akademie in Bayern 3. Auflage 1987 Verlagsgemeinschaft Matthias-Grünewald-Verlag, Mainz/Ferdinand Schöningh, Paderborn

Traducción española: Roberto H. Bernet © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2015 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected] EditorialDesclee @EdDesclee Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos –www.cedro.org–), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-330-3721-3

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Dedicado a Ida y Philipp Harth

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NOTA PRELIMINAR

A veces, en horas de reflexión, se presenta con nitidez ante nuestra consciencia una pregunta que, sin embargo, habla en nuestro interior de forma suave, recóndita, constante: ¿Qué sucede conmigo? ¿Por qué soy como soy, y no de otro modo? ¿Por qué existo, absolutamente hablando? ¿Dónde está mi «fundamento»? En efecto, por más seguro que esté de que existo y de que tengo estas y aquellas cualidades, tan seguro estoy también de que yo mismo no puedo ser el fundamento de mi ser y comprender. Demasiado raras veces nos acordamos de que en la Sagrada Escritura se encuentra el acta de nuestra existencia: una doctrina de la existencia en pocas páginas, a saber, los tres primeros capítulos del Génesis, doctrina cuyo desarrollo prosigue después, en la carta del apóstol Pablo a los Romanos. De estos tres capítulos se ha de hablar aquí. No será con los medios de la exégesis filológica e histórica –para los problemas planteados por esta última se remitirá a la bibliografía especializada–.Antes bien, se los interrogará en cuanto palabra de Dios, en la confianza de que ellos dan respuesta al que pregunta con fe, una respuesta a través de la cual él puede comprenderse a sí mismo y comprender su enigmático camino en esta tierra.1

1 Las notas a pie de página de esta edición son notas del traductor. Para esta traducción al español se utiliza como base el texto bíblico publicado en Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española, Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2011 (en adelante BCEE). En algún caso se han introducido leves modificaciones o agregados, necesarios para guardar la correspondencia con la interpretación de Guardini. En tales casos, se advierte al respecto en nota.

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LA PREGUNTA POR EL COMIENZO

«Génesis» significa origen. El libro del Antiguo Testamento que lleva este nombre dice en sus tres primeros capítulos cómo comenzó todo: el mundo, el hombre, la historia, la culpa y la salvación. De este modo, sienta las bases de cuanto se seguirá anunciando en el curso de la Revelación. Queremos seguir cuidadosamente lo que dice el Génesis. No queremos atenuar nada ni adaptar nada a las opiniones de la época y del día, sino traer a nuestra consciencia el mensaje sagrado en su exacta literalidad. Por otro lado, sin embargo, no queremos quedarnos tampoco en la mera literalidad, sino penetrar en aquella hondura desde la cual –y solo desde la cual– se esclarecerá realmente su sentido. ¡Y qué importante es que escuchemos aquí de forma correcta y comprendamos vivamente! En efecto, la pregunta por el comienzo con el cual se inició todo acontecimiento es una de las preguntas primordiales que el hombre se plantea. Esta pregunta se funda en su esencia. El hombre se encuentra con las cosas y quiere saber, primeramente: ¿qué es esto? Pero, inmediatamente después, se pregunta: ¿de dónde proviene esto? ¿Qué había antes? ¿Y qué había, a su vez, antes de esto último? Y así, retrocediendo cada vez más hasta llegar a la pregunta primordial: ¿Qué fue lo primero? ¿De dónde procede todo lo posterior? Si nos encontramos junto a un río, nos ponemos a pensar: ¿de dónde vendrá? Y sería una instrucción acerca de la forma en que llegan a ser y subsisten, en general, las cosas de nuestro mundo si remontáramos progresivamente el río caminando junto a la orilla y viéramos cómo se va haciendo cada vez más angosto y débil, hasta llegar a su fuente. Allí experimentaríamos un peculiar reposo: ¡aquí comienza! Aquí mana lo que, más tarde, por un largo camino, creciendo cada vez más, conduce hasta aquel otro lugar determinante para él: su desembocadura en el mar. Y percibiríamos la fuente como un símbolo de la «fuente» sin más, de la arche-, del comienzo primordial. La pregunta por lo primero, por el comienzo, puede encararse con diferentes intenciones y de diferentes maneras. Se lo puede hacer de forma científico-natural. Por ejemplo, se parte de la abundancia de formas orgánicas con las que nos encontramos en el mundo, y se investiga cómo se

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han originado. Se persigue el surgimiento de sus formas y los grados de su jerarquía vital, para llegar finalmente a una primera que será «la fuente» de todas las posteriores. En ella, el espíritu experimenta aquel reposo que lo primero y originario concede al investigador que ha descubierto la articulación interna de un proceso de surgimiento. Pero, pronto, el investigador se sentirá impulsado a seguir adelante y querrá saber cómo se ha originado la primera vida, y la Tierra misma, y el universo… La pregunta podría aplicarse también a la historia, a las diferentes manifestaciones económicas, políticas y culturales que se han dado, queriendo saber cómo era antes, y antes, y así siguiendo hacia el pasado, hasta llegar a los primeros testimonios de existencia histórica que puedan alcanzarse. Si lograra llegar realmente a un primer comienzo, encontraría allí aquel reposo especial del cual hablamos más arriba. Pero puede iniciar su búsqueda también de otra manera, guiado no tanto por la sed de saber del entendimiento como por el ansia del hombre individual que quiere comprender su propia existencia. Así lo hace cada cual cuando, pasado el tiempo del avance impetuoso, siente la necesidad de mirar hacia el pasado, de comprender las interrelaciones de su vida y, tal vez, de contar a otros cómo se han dado las cosas. También él busca una fuente, la suya propia. Siente el transcurrir de su existencia y se cerciora de su propio comienzo: atravesando los tiempos del trabajo y de las luchas, procura regresar a la juventud, y, más allá de ella, hasta la infancia, y alcanzaría por completo lo que quiere si pudiese comprender cómo se originó él a partir de la vida de sus padres y del hálito creador de Dios. Allí estaría íntimamente cierto de sí mismo. Una pregunta de este tipo es la que obtiene respuesta de la Revelación. Tal respuesta no tiene ninguna relación inmediata con ciencia. Algunas personas que viven en la actualidad recuerdan todavía cuántos esfuerzos se hicieron hasta comienzos de este siglo para mostrar que el relato de la creación coincide con los resultados de la ciencia. Era un trabajo de Sísifo, pues la enseñanza del Génesis acerca del comienzo no tiene que ver con las ciencias naturales ni con la protohistoria. Se dirige más bien al hombre que se pregunta, con ánimo piadoso: ¿Dónde mana la fuente de mi existencia? ¿Quién soy yo? ¿Qué se quiere de mí? ¿Desde dónde he de comprender mi pequeña vida? ¿Y la larga historia de la humanidad; el camino que ha seguido; el oscuro enredo de sus interrelaciones; la esperanza en una salvación, de la que el curso de las cosas meramente terrenas no da garantía alguna? Intentemos remontar de este modo, al comienzo de nuestras reflexiones, el camino hacia la fuente tal como nos lo muestra la Revelación. Por supuesto, hemos de recorrerlo a grandes zancadas, entre las cuales sigue habiendo mucha oscuridad.

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Imaginémonos que en tiempos de Cristo hubiese llegado alguien a Jerusalén y hubiese preguntado: «¿Qué es lo más importante de vuestra ciudad?». Le habrían respondido: «El templo». Él habría preguntado, entonces: «Pero ¿por qué?». Su interlocutor le habría respondido, tal vez, lo que dijeron los apóstoles cuando salieron con Jesús del templo: «Mira qué piedras y qué edificaciones» (Mc 13,1). En efecto, el templo, edificado por Herodes, era una obra suntuosa. Pero esta no habría sido todavía propiamente la respuesta, sino la que sigue: «El templo es la casa de Dios, el lugar de la santa morada…». Pero el hombre, en su ansia de saber, habría seguido preguntando: —¿Ha estado el templo siempre ahí? —No. Lo construyó Herodes en lugar del modesto templo anterior que había logrado construir nuestro pueblo cuando regresó de la cautividad en Babilonia. Y antes de ese hubo otro, el primero, más espléndido, erigido por Salomón, el tercer rey, hace casi mil años. El forastero sigue indagando: —¿Ha estado vuestro pueblo siempre en este país? —No, no. Llegamos de Egipto hace casi mil quinientos años. Allá tuvimos que vivir largo tiempo en la esclavitud. Pero, después, Dios envió a un hombre que se llamaba Moisés y era poderoso y sabio. Gracias a él, Dios nos liberó y selló con nosotros una alianza santa por la que él quería ser nuestro Dios y nosotros debíamos ser su pueblo. Así, Moisés nos condujo hacia aquí a través del desierto. Pero Dios marchó con nosotros. ¡Si hubiésemos cumplido la alianza! Pero cometimos infidelidades, una tras otra, y eso provocó una desgracia tras otra. Pero el indagador no está aún satisfecho e insiste: —¿Y, antes, habíais estado siempre en Egipto? —No, nuestros ancestros fueron para allá en tiempos de la gran hambruna, cuando todavía eran pocos. Después, permanecieron allá, primeramente en paz, y después en dura esclavitud. —¿Y quién fue vuestro primer ancestro? —Fue Abrahán. Su patria era Ur, en Caldea. Pero Dios lo llamó y le prometió que llegaría a ser un gran pueblo. Este pueblo debía ser pueblo de Dios y, a través de él, Dios iba a llevar a cabo su voluntad de salvación. Y ese pueblo somos nosotros. —¿Pero, qué hubo antes de Abrahán? —Aquel fue el oscuro tiempo en que el torrente de la salvación solo seguía

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deslizándose como un hilo delgado, oprimido por la lejanía de Dios que es la culpa. —Dices culpa. ¿Qué culpa? —La culpa de los primeros hombres, que traicionaron la confianza de Dios e intentaron hacerse a sí mismos señores de la existencia. —Y los primeros hombres, ¿cómo se originaron? —Dios los creó en la magnificencia de su imagen y semejanza, como varón y mujer, a partir de la tierra del campo y del hálito de su boca. Les confió el mundo, y todo estaba en la paz del primer amor. Todo estaba sometido a los hombres, pero ellos servían a Dios, y esto era el paraíso. Pero la culpa lo destruyó. —¿Y la tierra? ¿Y el cielo, y todas las cosas que hay entre el cielo y la tierra? ¿De dónde han venido? —Dios los creó. Lo hizo gloriosamente. No necesitó a nadie que le ayudara, ni tampoco tuvo que buscar materia para ello, ni necesitó un modelo. Su sabiduría lo ideó todo. Él lo mandó, y se hizo. Así, el camino de las preguntas lleva a remontarse hasta el comienzo de todas las cosas. El primer capítulo de la Sagrada Escritura cuenta cómo se llevó a cabo este comienzo. El relato es un himno, un poema didáctico que describe, mediante la imagen de una semana, cómo el maestro de obras divino trae a la existencia el mundo, con sabiduría, poder y cuidado amoroso, en seis días de trabajo, hasta «descansar» en el séptimo día. Primeramente, crea la plenitud primordial, que bulle informe. Después, los grandes órdenes y las grandes formas: la luz en su alternancia de día y noche; el espacio de las alturas con los acontecimientos meteorológicos y los de la tierra, donde el hombre habrá de llevar su vida; la articulación del ámbito de la tierra en suelo seco y mar; el crecimiento de las plantas con su variedad; los astros y sus leyes; el mundo de los animales acuáticos, aéreos y terrestres; finalmente, el hombre, que es imagen viva de Dios y que, por eso, está destinado a dominar el mundo. Pero el relato en su conjunto está dominado y presidido por la frase: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra», expresión bíblica para significar el universo. Para el devenir de las formas y los órdenes se dice, a cada paso: «hizo Dios», una palabra que designa, por así decirlo, la labor manual de Dios; pero, para el primer comienzo, se dice: «creó Dios». Ningún ser humano comprende lo que esta palabra significa: es el misterio primordial. Allí tiene lugar el comienzo sin más. Pero la referencia a la culpa habría tocado el corazón del que pregunta, y querría saber acerca del otro comienzo, el segundo y malo, no contenido en el primero –el que surgió

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puro y bueno por gracia de Dios creador–.Por eso, seguiría indagando. «Dices que Dios creó al hombre: ¿era como es hoy? ¿Lleno de todo tipo de avidez, mentira, odio y violencia?». «Ciertamente no», sería la respuesta, «sino que, en este largo camino hacia el primer comienzo, hay un punto donde casi habría llegado el fin. En efecto, el hombre no debía vivir como viven la planta o el animal, sino que su vida debía darse en libertad. Pero la libertad se prueba en la decisión. Así pues, Dios le impuso una decisión de la que dependería su destino. En la figura del paraíso le entregó el mundo. En virtud del señorío que implicaba su condición de imagen de Dios, el hombre debía “guardar y cultivar” el mundo. Y, en un signo, el árbol del conocimiento, debía manifestar si estaba dispuesto a hacerlo en verdad y en obediencia. Pero el hombre dio crédito a la mentira del tentador y reivindicó para sí la condición de dios. «Este fue el segundo comienzo, el malo, y podría haberse convertido inmediatamente en el fin. En efecto, Dios había amenazado al hombre diciéndole: “Si coméis de este árbol, moriréis”. De modo que, en realidad, los hombres tendrían que haber sucumbido a su pecado. Pues el hombre puro, el originario e incólume, no puede cargar una culpa semejante sobre sí y seguir viviendo: esto es lo que podemos nosotros, contaminados por el pecado. El hombre originario muere en esta situación. Pero Dios le permitió seguir viviendo y, de ese modo, se inauguró un nuevo comienzo bueno: el segundo de parte de Dios, el comienzo de la salvación. Que el hombre no haya muerto a causa de su culpa fue ya salvación, y esta salvación siguió actuando a través de todo lo terrible que ocasionó aquella culpa». Allí se encuentra, pues, el comienzo desde el cual puedo comprenderme a mí mismo y comprender también a mis hermanos en la condición humana, así como el mundo en su ser y su sentido. La voluntad de Dios de que yo sea, la intención creadora que él dirigió hacia mi ser: ese es mi principio. En la medida en que yo comprenda –aunque, en verdad, no puede hablarse aquí de «comprender»–; digamos, mejor, en la medida en que me arraigue en el misterio de esta manifestación, mi vida encuentra su sentido. Los enigmas, los problemas están para ser resueltos. Una vez resueltos, desaparecen. Aquí no se trata de un enigma, sino de un misterio. Y el misterio es una medida superabundante de verdad, una verdad mayor que nuestras fuerzas. El misterio no está para que el hombre lo resuelva y, de ese modo, lo haga desaparecer, sino para que el hombre se ponga en concordancia con él, respire en él, eche raíces en él. Las raíces de mi ser se encuentran en el bienaventurado misterio de que Dios ha querido que yo sea. ¿Y por qué lo ha querido? ¿Qué obtiene él, el infinitamente rico, de que nosotros, seres finitos, existamos? Una vez más, nos encontramos con el misterio, y la Escritura nos dice

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que esto está «bien», y lo llamará «amor». Esto tendremos que meditarlo todavía cuidadosamente, así como todo lo que acabamos de anticipar brevemente. Al hacerlo, iremos a la fuente de nuestra existencia, y en ella encontraremos un reposo que ninguna sabiduría humana puede dar.

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CREAR Y SER CREADO

Para comprender mejor qué dice la Revelación acerca de la cuestión del comienzo vamos a escuchar primeramente otra respuesta: la del mito. En esta aparece con heroico brillo o en oscuro esfuerzo un ser poderoso que da forma y ordena. Sin embargo, él no es todavía el «primero de todos». Antes de él había ya otra cosa, el caos, lo informe, inaprehensible e innombrable, la posibilidad y el ámbito primordiales: algo crepuscular, que, al pensarlo, lleva a confusión. Esta pre-esencia, dice el mito, existió siempre, sin comienzo. Así reza uno de los anuncios. Otro dice: nuestro mundo se ha originado por muda necesidad. Sin embargo, este surgimiento fue precedido por un mundo anterior, que también tuvo su propio comienzo, y antes de este hubo a su vez un ocaso, el del mundo que existía anteriormente. De este modo se perfila una enorme serie que retrocede indefinidamente, en la cual siempre de nuevo comienza a existir un mundo después de que otro anterior terminara: una cadena de reiteraciones frente a la cual las preguntas del por qué y del de dónde enmudecen sin consuelo. La palabra «comienzo» no adquiere un sentido claro en la primera ni en la segunda interpretación. Y tampoco lo adquiere en las demás respuestas que puede haber todavía a la gran pregunta de los hombres. Del «primero» puro habla solamente la única sabedora: la Revelación. Lo hace a través de la frase que dice: «Creó Dios». Y creó «el cielo y la tierra», es decir, todo. ¿Qué había antes de este comienzo? Nada. Pero la palabra no designa la nebulosa «nada» de un pensamiento falto de claridad: la niebla del ser, que no es, pero es. Tampoco la nada de la que hoy tanto se habla, la nada que amenaza el ser, engendro de la angustia del espíritu abandonado por la fe, sino la nítida y franca nada absoluta. ¿Y qué existía realmente? Dios. Él no se encuentra en ninguna cadena del devenir y fenecer. Él es, sin más. Así lo expresó él mismo cuando dijo: «Yo soy el que soy» (Éx 3,14). Él es por sí mismo, y no necesita causa alguna. Se basta a sí mismo y no necesita de nada. Si no hubiese nada fuera de Dios –y hablar de este modo carece, en realidad, de sentido, pero hay formas de la ausencia de sentido que necesitamos porque no contamos con nada que pudiese decir

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mejor lo que queremos decir–, igualmente estaría «todo» y «bastaría». Cuando, desde lo más íntimo de mi existencia, pregunto: ¿qué existe? –o, más correctamente, ¿quién existe?–, la respuesta reza: él, Dios. Con ello se ha dicho en principio y propiamente todo. Pero, «además», frente a Dios y por él, como don incomprensible de su gene​rosidad, existo yo, existimos nosotros: las cosas y los hombres. Este es el orden de la verdad. Dios es el que es, simplemente y bastándose a sí mismo; y nosotros podemos ser por él y frente a él. Si este orden vive en nuestro espíritu de forma tan clara y fuerte que algo nos pone en guardia de inmediato tan pronto como tal orden se ve amenazado, entonces, como dice la primera carta de san Juan, «la verdad» «está en nosotros» (1,8). Dios ha creado. ¿Qué ha creado? Todo, y todo completamente. ¿Contó para ello con un material, como los demiurgos, los primeros plasmadores que aparecen en el mito? No, con ningún material y de ningún tipo. Él mismo fue quien llamó a la existencia incluso el caos, pues aquello inicial de lo que el segundo versículo del Génesis dice que era «caos y confusión» solo aparece dentro del conjunto total del cual el versículo primero había dicho ya: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra». Es el material de construcción que el maestro mismo prepara para conferirle forma. ¿Tuvo Dios un modelo para su obra con el mundo? ¿Una idea, dada en la eterna ejemplaridad prototípica, medida de toda esencialidad, según la cual él creara? Dios no solo lo ha creado todo, sino que lo ha ideado. Qué hermosa es la palabra «ideado»: pensado a partir de una sabiduría primera, primordial, eterna. ¿Ha ayudado alguien a Dios? ¿Contó él con un apoyo cuyo saber, arte o fuerza le hubiese facilitado la tarea? Una vez más, no. Él no es solamente «el que es», sino también, y en exclusividad, «el que puede». Él está solo en su obra inimaginable, y una de las tareas de la existencia creyente, en la que se juega el ser o no ser de la fe, consiste en pensarlo tan grande, tan puro en su poder, que compite contra la magnitud cada vez más enorme del saber y del poder modernos; tanto que él es «mayor» que ellos –no mayor, sino absolutamente grande–. ¿Y cómo es esto? ¿Qué idea ayuda a pensar, o por lo menos a designar, esta absolutidad de poder? El pensamiento de que Dios ha realizado el escalofriante acto de que lo no existente llegue a ser sin la más mínima dificultad. «Porque él lo dijo, y existió; él lo mandó y todo fue creado» (Sal 33,9). El sustento de este acto no estuvo dado por ninguna energía de la naturaleza, sino por poder personal de espíritu. Fue un acto de conocimiento y de libertad, y tan perfecto que

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podía ser mal interpretado. Cuanto más perfecto se hace un actuar, tanto más el logro retrocede en él a un segundo plano. Lo que el actuar produce parece ser cada vez menos «obra», parece adquirir cada vez más el carácter no espectacular de «naturaleza». La magnitud se hace algo evidente: esta es su humildad. Esto mismo es lo que el hombre moderno ignora –y traiciona– cuando habla del mundo como de naturaleza. Pero lo dicho no es suficiente: hay que hablar todavía de otra cosa. Aunque es difícil hacerlo con el respeto y la sencillez que se requerirían. Pero hablemos de ella: ¿Quién responde del mundo? Él, Dios. Él responde de que el mundo existe en lugar de no existir, y de que «es bueno». La Escritura lo dice expresamente, y hasta siete veces: Gén 1,4.10.12.18.21.25.31. Dios responde ante el único juez –él mismo– de que el mundo es así y no de otra manera, y de que «es bueno». De que en él está presente el hombre con su libertad finita y en peligro, y de que eso es bueno. Y, por último, resumiendo, de que todo lo que es «muy bueno», divinamente bueno. Pero si nos sentimos tocados por la pregunta de qué tan honda es la seriedad de este responder, a saber, del responder ante Dios mismo, entonces la respuesta es la cruz de Cristo. Pero, también en esta responsabilidad, Dios está solo. Nadie está con él. La acción creadora ha fundado nuestra existencia. En ella se encuentran las raíces de nuestra esencia. Tan pronto como preguntamos: ¿A dónde llegamos finalmente si desandamos el camino de nuestro devenir?, la respuesta es: a aquel acto por el cual Dios ha creado… el mundo… los hombres… mi propia persona. Intentemos acercarnos un poco a este acto. Las grandes ideas de la fe tienen dos cualidades: son simples como la luz, pero también insondables –como la luz, una vez más–.Pues ¿quién cuyos ojos pudiesen captar más que cualquier aparato podría haber penetrado jamás hasta el fundamento de la clara luz? Del mismo modo, los pensamientos de la fe pueden ser accesibles también al más simple, cuyo corazón sea «limpio» –véase Mt 5,8–; pero no hay espíritu que los agote, por formidable que sea. Quien quiera acercarse a la verdad de que Dios ha creado tiene que pensar lo siguiente: él «me» ha creado; ha creado el mundo, y a mí en el mundo; a mí, tal como estoy en el mundo… Con el pensamiento tengo que exponerme a mí mismo al rayo de la voluntad divina; tengo que adentrarme hacia la hondura en ella, más y más, hasta aquello intimísimo que se sugiere en las palabras: Dios me tiene en su «intención». Tengo que hacerlo con plena calma, una y otra vez, hasta que, tal vez, Dios me regale un día tomar consciencia de la feliz verdad que dice: yo soy por su voluntad. Y hasta me regale quizá sentir cómo su mirada reposa en mí, y alegrarme de la certeza de que vivo de esa mirada.

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Por supuesto, también puede suceder de otra manera: que se suscite la rebeldía y diga ¡no quiero ser creado! Efectivamente, tal rebeldía se prolonga a lo largo de toda la Edad Moderna y puede asumir las más variadas formas. Por ejemplo, la del idealismo, que dice: penetra con tu vislumbre, con tu vivencia, con tu pensamiento a través de tu pequeño yo hacia la hondura interior, y encontrarás en ella al yo absoluto, y podrás decir: este soy yo; en cuanto este Yo infinito, yo he creado el mundo… O también el escepticismo, que dice: tales formas de ver son ilusiones, errores de pensamiento ocultos por sentimientos del mundo [Weltgefühle]. La verdad es que provengo de la naturaleza al igual que la planta y el animal, y que por un lapso de tiempo me elevo por sobre ella pensando, conquistando, plasmando, para fenecer finalmente nuevamente dentro de ella. Pues ella es el todo, y fuera de ella no hay nada… ¿No es acaso extraño que el hombre de la Edad Moderna piense una y otra vez estas dos ideas –que procure pensarlas, puesto que carecen de sentido, y lo carente de sentido no puede pensarse, sino solo quererse, en actitud de rebeldía–: por un lado: yo soy Dios y señor del ser; y, por el otro: soy naturaleza, una partícula suya? ¿No se hace acaso visible en esta contradicción cómo se ha perdido la verdad fundamental de la existencia, y su idea sobre sí mismo da continuos tumbos de un error a su contrario? Pero el peligro de que esto suceda de alguna forma, abierta u oculta, nos amenaza a cada uno de nosotros. Hasta en lo profundo de nuestra mismidad tenemos que ponernos de acuerdo con el hecho de que hemos sido creados, recibirnos a nosotros mismos siempre de nuevo de la mano de Dios, de modo de habituarnos interiormente a esta relación esencial que, siendo una verdad fundamental, se nos ha hecho, no obstante, tan extraña. No obstante, tal vez se despierte también otro tipo de resistencia: el miedo. Este podría pensar: si es verdad que Dios me ha creado, ¿qué sucede entonces conmigo? ¿Puedo yo realmente ser si él es? ¿No me empujará fuera, a causa de mi poquedad, aquel que es infinitamente? ¿Puedo ser yo mismo si él es aquel que, como lo anuncia la Revelación, es el «yo soy», el Señor, y nadie más lo es sino solo él? ¿Puedo tener dignidad, ser libre, dominar y obrar, si la sombra de su omnipotencia se cierne sobre mí? ¡Si se lo ha dicho ya de todas las maneras –filosóficas, artísticas, políticas–: la decisión hacia la que se encamina todo paso de autorrealización humana es: Dios o el hombre, él o yo! De quien así piensa se ha apoderado una idea errónea: la de que Dios es «otro» respecto de él mismo, el gran «otro» que aplasta al ser humano… Pero él no es eso, por esencia no lo es. Por el contrario, él es aquel que ha hecho que yo sea, absolutamente hablando; que yo mismo sea, realmente, sinceramente y sin envidias. Los dioses de los paganos se comportan frente al ser humano como «otros», como vecinos en el conjunto

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del mundo. Sienten rivalidad frente al hombre por su existencia, le tienen envidia, hasta le temen, porque son ambiguos, no están situados correctamente en el ser, Son poderosos pero están en poder del destino que les asigna cuánto ha de durar su hora. En cambio, Dios, el que vive eternamente, el que no teme ni envidia, ¿cómo habría de sernos peligroso? ¡Si él dejara de ser –una idea tan carente de sentido como terrible–, con ello mismo yo me convertiría en nada! Es él quien me ha puesto en mi ser, de modo que yo viva y ande por mis propios pasos, que tenga libertad, hasta la temible libertad de poder volverme contra él. ¿Cómo habría de tener yo motivo para tener miedo frente a él? No: el miedo ante Dios es el eco de la rebelión contra él. Es la expresión de lo que se encuentra en el fondo de toda conciencia culpable: la oscura consciencia de no tener buenas intenciones para con Dios, de querer colocarse en su lugar y, con ello, de desafiarlo. ¡Y esto sí que es motivo de miedo! Pero la verdad es que, cuanto más abundantemente vive Dios en mí, cuanto más poderoso es el obrar de su voluntad en la mía, tanto más vivo, tanto más libre me vuelvo en mi propia esencia. Toda otra opinión engaña y destruye. Ahora bien, la respuesta del corazón que se suscita ante la condición de ser creado es la adoración. Pero se la ha desaprendido ampliamente, más aún, se la ha olvidado. El pensamiento sobre Dios se ha hecho miserable, y por eso no suscita más la adoración. En efecto, ella es algo grande y hace grande a quien la realiza –grande no en fuerzas mensurables, sino en el sentido de la persona–.La adoración es aquella profunda inclinación interior que proviene de la experiencia de que Dios es «el que es». Yo soy por él y ante él. Este acto es verdad y consuma verdad: la verdad fundamental, con la que toda otra comienza. Pero consumar verdad hace libre y genera paz. No podemos comenzar de forma más correcta el día que si por la mañana nos recogemos y, de forma tan silenciosa e interiormente honda como podemos, consideramos el pensamiento: tú, Dios, eres realmente, estás aquí… no: tú eres, absolutamente, y yo estoy frente a ti… soy por ti… entonces, nuestro interior se inclinará por sí solo de una forma que es verdad, libertad y nobleza. Lo segundo que brota de la fe en la creación es confianza. Una vez más, no podemos hacer nada mejor que depositarnos a nosotros mismos en la sabiduría de Dios, que nos ha pensado, y en su bondad, que nos ha dado todo lo que somos, todo lo que tenemos, cada fuerza con la que actuamos. ¿Quién sino Dios ha de tener, desde un principio, intenciones buenas para con nosotros? Pero en él hay aún más que bondad: hay generosidad. ¿Hemos pensado alguna vez –y no solo superficialmente, como los pensamientos que le pasan a uno por la mente, sino en serio– qué ánimo se requiere para

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que él, el Señor, ame el mundo y quiera que sea su reino? Pero reino de libertad. Y así crea seres que puedan querer en coincidencia con su voluntad pero también en contra de ella… les coloca su mundo en las manos, para que construyan su reino, y confía en que así lo harán… Esto es generosidad, y tan alta que se tiene la tentación de llamarla locura… santa locura del que es totalmente noble y no tiene para nada en cuenta la posibilidad de ser traicionado. Por si no nos vemos obligados a decir que él asumió también desde el principio la responsabilidad de lo que va a suceder, divinamente decidido a cargar él mismo con el hecho de haber creado a un ser finito y libre y de haber puesto en sus manos el destino del mundo. Pero eso significa que la generosidad es amor: su amor, que desde nuestra posición no podemos imaginarnos, porque sería atrevimiento. Él mismo tiene que manifestárnoslo. Pero, si todo esto es así –y es así, nos lo dice la Revelación–, ¿de quién podríamos esperar más que de él? ¿No será que la miseria de nuestra existencia viene de que nos damos por satisfechos con su cómoda estrechez y no recurrimos a su generosidad? Por supuesto, esta generosidad sería exigente, y tendríamos que esforzarnos. Pero nos llevaría hacia lo mayor y más libre –¿quién puede decir qué tan lejos?–. Y, por último, hay una tercera cosa que surge de la fe en la creación captada en mayor profundidad: el agradecimiento. ¿Hemos intentado ya agradecer a Dios por lo que somos? Si ya lo hemos hecho, habremos experimentado también que hacerlo hace bien y sana. Nos hace uno con nosotros mismos para decir, desde lo más íntimo: Señor, te agradezco el poder ser. Pues esto no es evidente, no «esencialmente». Sería enteramente posible que él no hubiese querido que yo fuese. Es algo inefable, por tanto, que su designio haya resultado en que yo debiese ser… Y existir para siempre –pensémoslo: ¡para siempre! Nunca estaré extinguido–.Tengo que morir, por cierto, en cuanto a lo terreno, pero he de resucitar y vivir eternamente en él, tal como él lo ha prometido, y, solo entonces, vivir realmente. Con ello no se ha pasado por alto nada de lo difícil con lo que cargo. Pero en la raíz de todo saber y decir debe estar la frase: ¡Señor, te agradezco que pueda ser! Todos estos son actos fundamentales de piedad. Fácilmente se ven reprimidos por actos más exteriores, ¡pero son tan importantes! Intentemos ir hacia Dios a través de ellos. Sentiremos cómo nos sanan interiormente: la aceptación del ser creados… la adoración de aquel que es verdaderamente… la confianza en su generosidad y amor…

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EL PRIMER RELATO DE LA CREACIÓN Y EL DÍA DEL SEÑOR

Como poderoso título encabezando el libro del Génesis –pero no solo este libro, sino toda la Sagrada Escritura y, con ello, la existencia creyente sin más– se encuentra la frase: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra». Lo que es ha sido creado por Dios. Todo proviene de él y todo regresa a él. En su voluntad creadora se encuentran las raíces de nuestra existencia. Él es el Señor. Lo que es le pertenece. Nosotros somos suyos: no como cosa, como un vaso pertenece a quien lo ha hecho, sino al modo –y de forma infinitamente más pura, plena y auténtica– como un hombre que ama pertenece a quien lo ama: como persona, que está en sí misma y no puede ser poseída en absoluto, sino solo siempre recibida en virtud del don libre que ella haga de sí misma. Ciertamente, Dios ha creado esta, nuestra condición de persona, pero no por su puño y mandato, sino mediante su llamada y en el hálito de su Espíritu. De ese modo, él ha fundado absolutamente el misterio de nuestra libertad: una libertad que ha sido creada por él, pero que, justamente por ello, es nuestra propia libertad. Aunque, aquí, el pensamiento se hunde en el misterio. Los dos primeros capítulos del Génesis narran después cómo sigue actuando la voluntad de Dios en el conjunto de la creación. Cómo hace que lleguen a ser las innumerables cosas y seres vivientes y los reúne en sus órdenes; cómo llama a la existencia al hombre y le asigna un lugar especial en el mundo. Esta narración se despliega en dos relatos sobre cuyo surgimiento e importancia literarios tiene que dar respuesta detallada la ciencia bíblica. El primer relato lo conocemos como la Obra de los Seis Días. Abarca el primer capítulo del Génesis y tres versículos y medio del segundo, y presenta ante la mirada del lector, paso a paso, el desarrollo gradual del gran acontecimiento. El otro relato comienza con la segunda mitad del mencionado cuarto versículo, llega hasta el fin de ese capítulo y habla sobre todo acerca de la creación del hombre. Así, pues, los dos relatos están dispuestos de manera diferente. Pero en una cosa son iguales, y queremos traerlo de inmediato a consciencia para que comprendamos

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correctamente su sentido: no tienen nada que ver con las ciencias naturales. En ningún lugar hay una intersección entre ellos y lo que estas ciencias pueden decirnos, mientras permanezcan dentro de sus límites, acerca del surgimiento del sistema del mundo y la conformación de la tierra, del desarrollo de la vida y su progreso, del origen del hombre y su primera historia. Por el contrario, el sentido de estos relatos es completamente religioso. Hablan, por cierto, de la misma realidad de la que también habla la ciencia: del mundo, de las cosas y de nosotros mismos. Pero la intención con la cual se da este hablar es distinta que en la investigación. Por largo tiempo se ha tenido la concepción de que aquello que dicen la astronomía, la paleontología, la antropología, tenía que ser reencontrado en el Génesis, y se ha procurado con gran esfuerzo unificar las diferentes afirmaciones. Era un empeño serio, pues surgía del respeto por la verdad de la Sagrada Escritura. Pero no tuvo en cuenta que la verdad posee riqueza, y que se puede hablar de forma verdadera acerca del mismo objeto desde puntos de vista totalmente diversos. Nos ocupamos ahora del primero de los dos relatos de la creación. Comienza con la frase: «La tierra estaba informe y vacía; la tiniebla cubría la superficie del abismo, mientras el espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas» (1,2). Las palabras expresan el concepto bíblico de caos. Este concepto designa algo diferente que el mito. Para este último, el caos es lo dado primordialmente, no ideado ni creado, sin cualidad alguna pero, aun así, presente; es ambiguo en cuanto al sentido y el ser, pero es la divinidad primordial misma: una idea que pasa después fácilmente a lo inquietante, demoníaco, incluso al mal. En cambio, el caos del que habla la Revelación es bueno y claro, sin ambigüedad. Es la creación en su primer estado, aún informe, pero con la plenitud de las posibilidades. Es mezcla de las sustancias de las que puede ser formada cualquier figura; plenitud de energía que carece aún de objeto, pero que está ya orientada hacia un futuro planeado por Dios. Aquí no hace falta un demiurgo que ponga orden. En la obra de Dios no hay nunca desorden. Incluso el «caos» era «orden» en el hecho de ser exactamente lo que Dios quería que fuese en ese momento. Nunca ha habido un estado tal que tuviese que expresarse a través de las imágenes de un poder primordial opuesto o de un seno primordial que alumbrara y al mismo tiempo devorara. En imágenes semejantes busca justificarse a sí misma la rebeldía del hombre caído, retrotrayendo su propio ánimo hasta el fundamento de las cosas y reivindicando el derecho de intervenir autocráticamente en lo que carece de señor. Por el contrario, sobre el caos del Génesis domina el Espíritu de Dios, el Espíritu del Dios viviente. El caos del Génesis no estuvo nunca solo, nunca fue de derecho propio, nunca comienzo primordial: siempre estuvo el espíritu de Dios «sobre

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la faz» de ese caos, siendo su Señor y determinando la hora de su plasmación. A este Espíritu Santo tenemos que agregarlo a nuestro pensamiento en todo aquello de lo que se hable a continuación en el relato de la creación. Todo lo que se realiza allí en un proceso majestuosamente creciente de separaciones, ordenamientos y formaciones acontece a través de él. Todo ello no es ni el fruto de un gobierno mítico ni el resultado de un desarrollo regido por leyes naturales, sino obra de un santo poder, encaminada hacia la historia del reino de Dios. Y ahora comienza la obra. Dice Dios: «Exista». ¿Cómo se desarrolla en el mito el acto de crear? Viene un ser poderoso, coge el renitente caos, lucha con él, lo vence, le da forma. De ese modo se ve con claridad que no se trata de Dios, sino del afanoso ser humano, solo que amplificado a una magnitud gigantesca y misteriosa. ¡Qué diferente es en la Revelación! Allí dice Dios: «¡Exista!», y aquello que ha sido creadoramente nombrado llega a la existencia. Su creación no se da mediante el puño, sino mediante la palabra, es decir, mediante el espíritu y la verdad. Esta palabra no es un encantamiento, un conjuro, magia, sino una orden que tiene poder sobre el sentido y certeza de ser obedecida. Y no es afanosa. La omnipotencia no se esfuerza. Realiza su obra en la libertad de quien es Señor. Realmente Señor: no vencedor sobre los enemigos y los obstáculos. No hay para él enemigo ni obstáculo alguno. Pero tampoco es este acontecimiento lo que las ciencias naturales designan cuando – sea como astronomía, como historia natural, como paleontología, etc.– hablan del devenir de nuestro mundo a través de procesos en los que hasta el más pequeño de los sucesos tiene el carácter de ley que es propio de la necesidad natural. La Revelación no niega, por cierto, este aspecto del devenir del mundo, pero no habla de él. Ella habla del mundo en el que ha de surgir el reino de Dios a través del ser humano, de cuya misión y acción, traición y salvación se hablará en los siguientes libros de la Escritura. Ambos entornos contextuales no están en contradicción. Parecen contradecirse, de modo que una teología juiciosa deberá ocuparse de mediar en el conflicto, o bien, confiando en la unidad de la verdad, abandonarlo a una comprensión futura. Lo que primero debe llegar a ser es la luz. Mucho se ha especulado acerca de esta luz. Pero la respuesta solo será correcta si no se pierde de vista el sentido y la intención del conjunto del relato de la creación. Pues ¿qué luz puede ser esta si, como dice el versículo catorce, el sol y la luna solo pueden ser creados después de ella? Por lo visto, no se trata de la luz a la que se refiere el físico cuando habla de la luz, de modo que se anticiparan aquí descubrimientos

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y teorías de un remoto futuro. En cambio, se la llama «día», y a su contrario, la oscuridad, «noche», y ambos son «separados» uno de otro. Comienza la obra de separación, es decir, del ordenamiento. Pero este no se refiere al mundo como naturaleza, sino como ámbito vital del hombre, hacia el cual se orienta el surgimiento del orden. El ordenamiento se refiere al mundo de la existencia. Así surge el día como el ámbito de tiempo en que el hombre está en vela, recorre sus caminos y realiza su obra. Y la noche es el otro ámbito, en el cual el hombre descansa de su obra, se retira y duerme. Después se afirma: «Pasó una tarde, pasó una mañana: el día primero». Más tarde: «el día segundo», y «el día tercero», y así sucesivamente. Como ya hemos dicho, el relato de la creación tiene la forma de un poema didáctico y presenta el acontecimiento de la creación en la imagen de una sucesión de trabajo que se extiende a lo largo de una semana, de modo que el acontecer se articula según los días de esa semana. No se trata de que Dios realmente «trabaje», ya lo hemos dicho, pues en ello aparecería de nuevo el demiurgo del mito. Tampoco se da la preexistencia de un esquema temporal general, llamado «semana», al cual el creador tuviese que atenerse, ya que el «tiempo» mismo es creado como la modalidad de ser de lo finito. Antes por el contrario, también la imagen se refiere al mundo de la existencia del hombre y fundamenta su orden. Enseguida abundaremos en este tema. Las separaciones continúan. Surge una bóveda: el firmamento. Aquí se hace patente la antigua imagen del mundo, la imagen de lo aparente a los ojos. En ella hay una campana celeste que se aboveda sobre la tierra y separa las aguas. Estas «aguas» tienen todavía el carácter del caos, de lo no contenido, de lo que fluye por todas partes. Entonces se introduce una separación y una asignación a diferentes ámbitos: al de las nubes –más exactamente, al ámbito que está aún más arriba, donde ni siquiera hay nubes, sino los líquidos en espera, a las «cámaras» de las que proviene la lluvia– y al de la superficie de la tierra, abajo, con sus aguas. Todas estas cosas tienen tan poco que ver con cosmología científica como la luz de la que hablábamos hace instantes. También en ellas se trata del ordenamiento de ámbitos de vida: del ámbito de las alturas, de los poderes meteorológicos que sirven a Dios, y del ámbito de la tierra, donde viven y realizan su labor los hombres. Su surgimiento es la obra del segundo día. Pero, una vez que la poderosa simpleza del cántico de la creación ha grabado en la consciencia creyente que «la luz existió», dice, inmediatamente después: «Vio Dios que la luz era buena». La frase se dirige contra el dualismo babilónico, cuya imagen del mundo contenía poderes primordiales malos, y

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afirma: no hay en el mundo nada que sea malo desde el «principio». Todo lo que Dios ha creado y ordenado es bueno. Solo el hombre ha traído el mal a la tierra, y no por la fuerza de necesidades míticas, sino porque así lo quiso. El mal no constituye principio alguno de este mundo. No es necesario para que surja tensión, vida, para que se desarrolle la historia. Tales ideas son el versículo malo que el hombre ha producido por la propia acción y sus consecuencias. En contra de ello se dirigen las palabras del relato de la creación pronunciadas por aquel a quien el mismo Génesis llamará, por boca de la estremecida Agar, «el que ve», más aún, «el que me ve» (16,13). Aquel que todo lo ve contempla y pondera su obra, y declara: «es buena». Seis veces se expresa de este modo, y la séptima, al final de toda la obra, una vez que ha sido creado el hombre, dice – constituyendo el sello definitivo–: «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno» (1,31). El hombre ha de interiorizar esto mismo en su corazón: todo lo que Dios ha creado es bueno. No hay mal primordial alguno. Solo el hombre ha traído el mal al mundo bueno de Dios. Tampoco es mala la serpiente –imagen de Satanás, el tentador–, de la que se hablará después. También ella ha sido creada buena, se ha rebelado por decisión libre y, de ese modo, se ha hecho mala, más aún, se ha convertido en el ancestro de todo lo malo. Al tercer día, Dios opera la separación en la misma tierra. La separación comienza por la de lo húmedo y lo seco, y surgen el mar y la tierra firme. Nuevamente: no es de geología de lo que aquí se trata. «Tierra» es más bien el espacio en que el hombre tiene su casa y cultiva su campo; «mar», por su parte, es aquello que le resulta en principio intransitable, pero por lo que, más tarde, como dice el salmo de la creación, el salmo 104, el hombre se abrirá caminos de otro tipo con sus naves. Después surge el mundo de las plantas. En ellas se menciona especialmente su prodigiosa cualidad de «llevar semilla» (1,11), es decir, de ser fecundas, de modo que su vida continúa a lo largo del tiempo. En el versículo 29 se afirma, sin embargo, que ellas tienen que servir de alimento al hombre. Esto debe comprenderse por cierto como una referencia a que el hombre en su estado originario, en el paraíso, no mataba para poder vivir. La cuarta estrofa nos muestra qué poco está determinado el conjunto del relato por puntos de vista científico-naturales. Esta estrofa habla del surgimiento de los cuerpos celestes y relata que tal surgimiento se dio después de la aparición del mundo vegetal. Por tanto, tampoco los astros aparecen como meras formaciones naturales, sino como

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elementos de la existencia humana. En efecto, el hombre en su edad temprana se encuentra bajo una profunda influencia de los astros. El sol y la luna determinan su vida, y no solo como elementos para medir el tiempo, sino también como poderes. Ellos penetran con sus ritmos la vitalidad del hombre, le ordenan el trabajo y el descanso, las fiestas y los emprendimientos. El relato de la creación habla de los astros con esta plenitud de poder y esta importancia. Una vez que ya existe el mundo vegetal, cobran existencia los animales. La quinta estrofa y también la sexta hablan de ellos. Viven de las plantas, y aparecen los tres ámbitos que habitan: el mar, la tierra y el aire. En los animales, en su nadar, volar y correr, se muestran por antonomasia la vida y la fecundidad. De ese modo, la Revelación habla en ese momento de una potenciación del poder creador, a saber, de la bendición: «Luego los bendijo Dios, diciendo: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad las aguas del mar: y que las aves se multipliquen en la tierra”» (1,22). La bendición forma parte de la vida. Ella hace que la vida, amenazada de tan múltiples maneras, pero en la que se encuentra la hondura desde la que surge el crecimiento y acontecen la procreación y el nacimiento, permanezca incólume, prospere y se multiplique. Para el hombre del Antiguo Testamento no existen energías naturales y leyes naturales, sino que todo se realiza de forma inmediata por el actuar de Dios, también y especialmente los procesos de la vida. Y la bendición es aquella acción de Dios por la cual subsiste la vida. Los salmos hablan una y otra vez de ello: pensemos en el hermoso salmo 65. Y ahora dice Dios: «“Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra”. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (26-27). La palabra que aparece aquí como nombre de Dios, Elohim, es en hebreo un nombre plural. Por eso, puede traducirse también: «Quiero crear al ser humano a imagen mía». Sobre el surgimiento del ser humano hablará con más detalle el segundo relato. El primero dice que el hombre aparece tan pronto como el conjunto del mundo se encuentra ya en la plenitud de sus formas así como en la sabiduría de sus ordenamientos. Dice, además, que el hombre es imagen de Dios, y que lo es como varón y mujer. Pero imagen de Dios es él porque puede dominar sobre el mundo. Dios es el Señor por esencia y eternidad, prototipo de todo señorío. Pero él ha hecho al hombre señor por gracia y en el tiempo. En ello estriba su semejanza de Dios. Y ese señorío debería ser semejante al divino también en cuanto no debería realizarse

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solamente a partir del poder, sino también del sentido, no solamente a partir de la fuerza, sino también de la moderación y la bondad. El segundo relato lo dice al narrar que el hombre en el paraíso encontró los nombres de los animales y al no hacer referencia alguna a que el hombre matara. Esta es la decisión bajo la que habrá de estar siempre la existencia del hombre: la de si quiere ser señor en la verdad, es decir, como imagen, dispuesto a dominar obedeciendo, o si se deja confundir en su espíritu y reivindica para sí un señorío que echa a Dios de su trono. Esta es la separación que se impone y se confía al hombre: la separación entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo erróneo. Pero también sobre el hombre pronuncia Dios su bendición: sobre su vida, para que sea fecunda, y sobre su obra, para que sea lograda e involucre en su dominio a la tierra con todo lo que hay en ella. «Así quedaron concluidos», dice después, «el cielo, la tierra y todo su ejército» 1 (2,1). El «ejército» es la multitud de las formas: en el cielo, los astros, en la tierra, sus ámbitos y los seres que viven en ellos. Con esto, Dios ha realizado su obra: «Y habiendo concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó el día séptimo de toda la obra que había hecho». Misteriosas palabras: Dios ¡«descansó»! Si su omnipotencia no ha experimentado fatiga alguna en el acto de crear, ¿cómo ha de necesitar descanso? Y, también, el hecho de que haya un «después»: ¿cómo lo habrá para él, para quien no rige tiempo alguno? Sin embargo, como hemos visto, de él se habla con la imagen de un artesano que trabaja seis días y el séptimo descansa, o sea, como del prototipo del cual debe ser imagen la vida del hombre. De este modo, el día séptimo se convierte en día de descanso también para el hombre –descanso del ejercicio del señorío– y se funda el sábado. Dejemos fuera de consideración la pregunta de si, a pesar de todo, la expresión del descanso no ha de significar también algo respecto de Dios, y a partir de dónde podría buscarse su sentido. En cualquier caso, se ancla aquí en la creación misma un ordenamiento humano fundamental, el del trabajo y el descanso. En efecto, si observamos con más detalle, nos percataremos de que la estructura del conjunto apunta al anuncio del sábado. Pero ¿por qué se da semejante importancia a este día? La condición de imagen de Dios en el hombre estriba en que puede ejercer dominio, pero debe hacerlo como imagen de Dios. No por derecho propio debe él ejercer su señorío, sino bajo las órdenes de su prototipo, es decir, en obediencia frente al verdadero Señor. Y, una vez más: no por la fuerza y como esclavo, sea de poderosos de este

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mundo o del trabajo mismo, sino, también aquí, bajo las órdenes de su prototipo, es decir, en libertad. Es sumamente ilustrativo ver cómo la época que no reconoce ya a Dios como Señor de la existencia sino que quiere ser autónoma esclaviza al hombre respecto del trabajo como nunca antes. El día séptimo debe dar al hombre la libertad de la existencia sin trabajo para que tome plena consciencia de su noble condición. Pero el día séptimo significa algo más todavía. En el silencio del día séptimo el hombre debe deponer su corona para poder elevar ante sí la imagen del verdadero Señor. En el misterio de su descanso debe hacerse visible Dios: de ahí la gran importancia de este día. Una y otra vez debe poner en claro el ordenamiento fundamental de las cosas: que Dios es Señor por sí mismo y por esencia, y que el hombre lo es por gracia y en subordinación a él. Él ha creado desde el comienzo primordial la gran obra del mundo. Nosotros debemos continuarla a lo largo del tiempo en respeto frente a él. Todo ataque contra el día del Señor es un ataque contra Dios. Pero, por Cristo, el sábado se ha convertido en domingo, día de la resurrección. Los primeros cristianos observaban ambos días. Después, el sábado se disolvió en el domingo. Ahora es este el día en que hemos de tomar consciencia de la obra del mundo que el Creador llevó a cabo con pureza y grandeza, pero también de la obra de la salvación que el Hijo del eterno Padre ha consumado de forma tan inconcebible. Así, pues, el primer relato de la creación dice, primeramente: todo ha sido creado por Dios. Digámoslo de otro modo: no hay «naturaleza» alguna en el sentido moderno. Esta la ha inventado el hombre moderno para hacer superfluo a Dios. En ella ha colocado él todo lo que, en verdad, corresponde al Señor de la existencia: se afirma que ella es lo que siempre ha existido, el misterio primordial de donde todo brota, el espacio universal en el que todo discurre, el último mar en el que todo desemboca… No hay tal naturaleza. El mundo no es «naturaleza», sino «obra»: por supuesto, obra de Dios. No es lo primero primordial, sino lo segundo, esencialmente segundo, que ha llegado al ser por voluntad del Creador. Hace falta mucho tiempo hasta llegar a comprender en qué consiste la diferencia y qué significa ella. Quien no lo tenga claro, realmente claro en esencia y consecuencia, tiene que esforzarse por tenerlo. Todas las cosas adquieren a partir de aquí un carácter diferente. La idea moderna de naturaleza falsea todas las determinaciones de la existencia. El reconocimiento de que el mundo es obra y de que detrás de él está la voluntad de aquel que lo ha querido las pone en orden. Hay una segunda cosa que dice el relato de la creación: el mundo pertenece a Dios; él

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es su Señor. Con el concepto de naturaleza, la Edad Moderna quiere decir que el mundo se encuentra por sí mismo en lo impersonal: no tiene Señor, es tierra de nadie. Solo el hombre tiene derechos sobre ella, fundamenta su propiedad sobre ella, a lo que se agrega, una vez más, lo contrario en el error de afirmar que el hombre proviene de la naturaleza y regresa a ella, que su supuesto señorío es una ilusión y un fingimiento. En realidad, solo existe, se afirma, la ineluctable necesidad del monstruo mudo. En verdad, al mundo no le ha faltado nunca señor. Por esencia es propiedad de aquel que lo ha creado y lo sostiene en el ser. También la voluntad que le niega a Dios el mundo es propiedad de este mismo Señor Universal, de modo que tiene que ser un espectáculo de escalofriante ridiculez a los ojos de los ángeles que el hombre creado por Dios vuelva contra Dios los mismos instrumentos que pertenecen al eterno Señor a fin de arrebatarle lo que le pertenece. En verdad, todo señorío humano está dado en feudo, aunque de forma auténtica y legítima. Más aún: el hombre solo puede dominar sobre el mundo porque lo hace en el campo de fuerza del señorío divino. Una naturaleza que realmente no tuviese Señor sería inaprehensible para el hombre, le sería siniestra. Una tercera cosa dice el relato de la creación: que todo ente está, en cuanto tal, lleno de verdad. No es que tenga que venir primeramente el hombre para ordenarlo porque, en sí mismo, fuese caótico, como ha afirmado la misma Edad Moderna al decir que el hombre la ordena a través de las categorías del espíritu humano y del poder de su voluntad que le confiere sentido. También esto se ha dicho para hacer superfluo a Dios. Pero este caos del ser tiene tan poca existencia como el del mito. Y una cuarta cosa: la existencia es buena. Todas las cosmovisiones trágicas o estéticas que afirman que el mal forma parte del mundo, que él conforma la amargura que hace grande la existencia, que es el polo opuesto al bien por el cual surge tensión y se pone en movimiento la historia –y como quiera que recen las diferentes formas de gnosis antigua o nueva–, son todas teorías inventadas por el hombre para justificar la desgracia que él mismo ha causado. Desde el origen, la existencia es buena. El mal, que ahora la confunde, solo se ha agregado después. Pero el sábado-domingo debe ser el día en el que aprendamos siempre de nuevo a distinguir, dando a Dios lo que le corresponde y recibiendo de él la libertad que él ha determinado para nosotros.

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1 «Todo su ejército»; BCEE: «todo su universo».

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EL SEGUNDO RELATO DE LA CREACIÓN Y EL ORDENAMIENTO DEL MATRIMONIO

Tenemos que hablar ahora del segundo relato de la creación, que sigue inmediatamente al primero. Este es introducido por algunas frases que dicen de una manera nueva que, al comienzo, reinaba el caos, la informe confusión: «El día en que el Señor Dios hizo tierra y cielo, no había aún matorrales en la tierra, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado lluvia sobre la tierra, ni había hombre que cultivase el suelo; pero un manantial [caótico]1 salía de la tierra y regaba toda la superficie del suelo» (2,4b6). Pero de inmediato se relata la creación del hombre: «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (7). En el centro de todo el relato se encuentra el hombre; todo lo demás se ordena alrededor de él. Una vez más, el modo en que se describe su surgimiento nada tiene que ver con ciencia. Se da en imágenes. Y las imágenes deben leerse de forma diferente que las afirmaciones conceptuales. Hay que evocarlas, contemplarlas y sentirlas interiormente, y de ese modo comprender su sentido. Primero se dice que Dios, el Señor, modeló el cuerpo del hombre2 «del polvo del suelo»: del mismo suelo del que brota el grano que le da el pan. Cuando el relato habla del cuerpo del hombre y, después, del aliento que Dios le insufla, no se está haciendo referencia a la diferenciación en la que pensamos cuando hablamos de «cuerpo y alma». «Cuerpo» es aquí forma muerta. Está allí, como el producto que surge cuando un artista trabaja el barro y le da forma. Miguel Ángel representó en su tan célebre pintura del techo de la Capilla Sixtina al hombre que ya tiene vida y extiende su mano hacia Dios para recibir del dedo del Creador la chispa del espíritu. De aquí resulta una maravillosa composición, pero se yerra en cuanto al sentido del relato, pues lo que según el texto bíblico está tendido allí es todavía mera formación inerte. Después, Dios se inclina sobre ella y le insufla el «aliento de vida». En estas palabras se conjugan muchas cosas: el aliento, que penetra misteriosamente el cuerpo; el

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espíritu, que piensa y planea; y hasta el pneuma, el aliento de Dios, que llena al profeta. Todo esto resuena y hace sentir lo inaudito de la existencia humana. Así, pues, cuando el hombre percibe en la reflexión su propia profundidad interior, cuando intenta tantear a dónde conducen las raíces de su ser, llega primeramente al polvo del suelo, pero, después, al aliento de Dios. No queremos hacer demasiadas especulaciones interpretativas en torno a las imágenes, sino dejarlas como son, corporales y vitales, y captar lo que nos dicen: que nuestra esencia humana proviene de la hondura de la tierra, pero también del pecho de Dios. Por eso, el hombre está en el mundo y, por otra parte, también fuera de él. Su «lugar» es el borde del mundo, aquel borde que llega hasta cada trozo y cada elemento del mundo. De ese modo puede comprenderlos y amarlos, pero también ser señor sobre ellos. Es tremendo cuando él quiere habérselas con el mundo pero Dios no ha de estar presente en ello: entonces, el hombre cae en dependencia del mundo. Dios prepara ahora al hombre el espacio de su vida, es decir, crea el paraíso (2,8ss.). Este se presenta bajo la imagen de un jardín o parque que «el Señor Dios planta», como un soberano secular hace plantar un jardín para pasearse por él. Se trata de un ámbito rodeado de cuidados, atravesado por aguas puras –«agua viva», como suele decir la Escritura para distinguirla del agua reposada de las cisternas– y poblado de hermosos árboles frutales. Para el habitante de aquellas tierras abrasadas por el sol, es la encarnación de una deliciosa plenitud de vida. Dios da este jardín al hombre para que lo «guarde y cultive». Nuevamente, una imagen. Significa el mundo en cuanto ha sido puesto en manos del hombre para que él lo tenga bajo su cuidado y realice en él su obra, pero de tal manera que Dios esté presente en todo. En efecto, en la imagen del jardín interviene también otro aspecto: que Dios mismo vive en él. Esto se pone de manifiesto en el relato de la tentación, donde se cuenta cómo Dios se pasea por él a la hora de la brisa refrescante de la tarde (3,8). Se trata de un símil encantador del modo en que Dios quería participar en la acción de sus seres humanos, viviendo con ellos en el mundo santificado. Allí debía desarrollarse todo lo que se denomina vida y obra humana, historia y cultura, pero debía hacerlo en la cercanía de Dios y en la comunión con él, de modo que el hombre no habría necesitado nunca hacer lo que se dice más tarde, de nuevo con una imagen: esconderse de él. Se dice, después: «El Señor Dios se dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él, que le ayude”». En el relato, el hombre existe hasta ese

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momento solamente como varón. Pero, como dice la sabiduría de la Revelación, esto «no es bueno». Con ello no se llena todavía la esencia del hombre; más aún, está amenazada. Se relata, pues, cómo Dios da al varón una «ayuda» para su vida y su obra, es decir, cómo le da comunidad. Pero el hombre solo puede tener verdadera comunidad con el hombre: «Entonces el Señor Dios modeló de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo, y se los presentó a Adán, para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que Adán le pusiera. Así, Adán puso nombre a todos los ganados, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo; pero no encontró ninguno como él, que le ayudase» (2,18-20). Lo que aquí ocurre es «encuentro» en el sentido propio de la palabra. El hombre llega ante la presencia del animal, lo contempla, siente su esencia, la comprende y le pone nombre. Para la visión primitiva, el nombre significa lo nombrado en la apertura de la palabra. O sea que cuando el hombre da nombre a algo, formula su esencia en la palabra y, de ese modo, incorpora la cosa en el entramado de su lenguaje, en el ordenamiento de la existencia. Así lo hace con los animales, y se pone de manifiesto que ellos no pueden ser una «ayuda» que fuese a hacer que el solitario sea capaz de vivir: queda clara la ajenidad entre hombre y animal. Es importante comprender la enseñanza que se da al hombre «al principio» de su existencia: que él es diferente del animal. Que nunca encontrará junto al animal aquella comunidad que regalan el «tú» y el «nosotros». Puede establecer con el animal una relación muy viva en la que intervienen múltiples lazos. En el animal, la naturaleza puede acercársele tanto como ella puede llegar a hacerlo –de forma semejante a lo que sucede en el jardín a través del mundo de las plantas–.Pero la frontera esencial sigue estando ahí, y algo se habrá trastocado si el hombre introduce al animal en una relación en la que solo debiese estar otro ser humano –como hijo, como amigo o como lo que fuese–.Y ello por no hablar del trastorno de la verdad que se instaura cuando el hombre venera a lo divino en la imagen animal. Pensemos en la apostasía que se produce en el ámbito sagrado del Sinaí mientras Moisés recibe en la cima del monte para el pueblo la revelación del Dios viviente: cómo ellos exigen de Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros», y cómo él funde con las alhajas de las mujeres el becerro de oro, y el pueblo rinde homenaje al ídolo en un delirio pagano (Éx 32,1ss.). Así, los versos siguientes relatan cómo Dios le crea al hombre la compañera que corresponde a su esencia, lo que también significa que ella recibe el compañero que le corresponde: «Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió; le

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sacó una costilla, y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán» (21-22). Tampoco esta es una afirmación conceptual, sino una imagen. No dejemos de repetirnos que hemos de recordar siempre el modo en que habla el texto sagrado: de forma religiosa y en imágenes. En este caso, lo que sucede acontece en un «letargo», es decir, en un éxtasis por el cual el hombre es sacado fuera del contexto natural de consciencia. En ese estado Dios toma una parte de su cuerpo y construye a partir de él a la mujer: una vivísima expresión de la igualdad de esencia que existe entre el varón y la mujer. Cuán poco tiene esto que ver con biología o anatomía queda subrayado cuando se ve que todo el proceso debe entenderse tal vez incluso como visión de Adán dormido. Dios presenta la mujer al varón y, una vez más, acontece encuentro, reconocimiento de esencia a esencia. Esto se manifiesta en las frases que siguen, que son una expresión de júbilo: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será “mujer”,3 porque ha salido del varón» (23). Ahora es posible la comunidad humana. Y algo de importancia decisiva se expresa en el hecho de que esta comunidad sea designada primeramente como «ayuda»: como un estar juntos en la existencia, un complementarse en la vida y en la obra. Así, pues, lo que determina en lo más hondo la esencia de esta unión no es lo fisiológico, sino lo personal. Esta unión contiene todo lo que despierta en la relación entre el varón y la mujer: la conmoción del amor, el instinto que se desata y la fecundidad humana, el encuentro con el mundo a partir del amor y la inspiración de la obra por ese amor. Todo ello se designa con «ayuda». De modo que el segundo relato de la creación del hombre dice con sus imágenes lo mismo que el primero mediante la frase: «Y creó Dios el hombre a su imagen… varón y mujer los creó» (1,27). «El hombre» es varón y mujer. Esto se dice en el primer relato por frases sintéticas y, en el segundo, a través de una narración: en ambos casos se trata de la magna charta de la relación entre los sexos. «Por eso», continúa el Génesis, «abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (2,24). El primer relato culmina en la fundamentación del día del Señor, del ordenamiento del tiempo de vida santificado; el segundo, en la fundación del matrimonio, del ordenamiento de la comunidad humana santificada. Hacia esta fundación se dirige todo lo que él dice. Esto tiene un eco en el Evangelio de Mateo. Se acercan unos maestros de la ley a ver a Jesús y le preguntan: «¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo?» (19,3). En el ordenamiento del Antiguo Testamento, el varón tenía el derecho de

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divorcio: por motivos que estaban estipulados en la ley, podía separarse de su esposa. Y ahora le preguntan los adversarios: ¿Por un motivo cualquiera? ¿Tal vez por todo motivo? ¿Por cualquier capricho? Se trata, pues, de una de las preguntas capciosas como las que ellos dirigen al Señor para ponerlo en evidencia. Él les responde: «¿No habéis leído que el Creador, en el principio, los creó hombre y mujer, y dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”?». Pero esto significa que no debe repudiarla en absoluto. Y como los inquiridores pretenden tener la razón y replican: «¿Y por qué mandó Moisés darle acta de divorcio y repudiarla?», él les responde: «Por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era así» (Mt 19,4ss.). En las palabras de Jesús percibimos el eco de lo que era «al principio». Allí se ha fundado el matrimonio como indisoluble por esencia. Lo que vino después fueron concesiones a la debilidad del hombre, hechas en un tiempo en que las decisiones de la historia de la Revelación tenían que recaer en otros puntos. En aquel entonces los «corazones duros» no eran aún capaces de captar lo que significa amor, que es siempre también sacrificio. Así, cada uno de los dos relatos de la creación está orientado hacia la fundamentación de un ordenamiento de vida: el primero, al del trabajo y el descanso, expresándose en la secuencia de seis días que pertenecen a la obra del hombre, y el séptimo, que está reservado al servicio de Dios; el segundo relato, al ordenamiento del matrimonio como comunidad de vida y de fecundidad. Pero qué tan estrecha es esta comunidad lo dice ya el citado versículo 24: tan estrecha, que el varón «dejará» por su mujer «a su padre y a su madre», desprendiéndose así del nexo más originario que conoce la cultura antigua, el del clan. Estos dos ordenamientos protegen la dignidad del hombre y requieren su responsabilidad: tanto frente a la obra como frente al ser humano del otro sexo. Por eso mismo, representan también una barrera. El séptimo día exige que, durante ese día, el hombre debe deponer su señorío para que, en el espacio de su silencio, se yerga la soberanía de Dios. La indisolubilidad del matrimonio exige que la voluntad vital del hombre se restrinja a la alianza de fidelidad. Vemos qué cosas tan profundas resultan cuando se consideran estos textos de forma respetuosa, cuidadosa y esmerada. Toda la sabiduría del mundo no contiene nada que ponga tan en claro el núcleo de las cosas humanas como estas sencillas afirmaciones. Son más profundas que todos los mitos y más esenciales que todas las filosofías: son palabras primordiales que vienen de Dios.

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Si no solo las leemos exteriormente sino que les abrimos nuestro corazón, experimentamos cómo se hace la verdad. Las cosas se sitúan rectamente. El sentido se hace patente. La vida cobra exigencia y magnitud.

1 El autor inserta aquí la palabra «caótico» entre corchetes. 2 El autor utiliza una versión alemana del texto bíblico que traduce el original hebreo como «cuerpo del hombre» o «cuerpo humano». De ahí la explicación que sigue. 3 Las traducciones de la Biblia suelen utilizar mayormente «mujer» para traducir la palabra hebrea ishshá, femenino deish, varón. El autor utiliza en alemán Männin, femenino construido a partir de Mann, varón. En igual sentido, algunos traductores del texto bíblico recurren aquí al término español «varona», poco usual.

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EL PARAÍSO

De los relatos situados al comienzo del Génesis surge la imagen de un mundo que refulge en santa novedad, calificado como «bueno» por el testimonio del Creador y rodeado de los cuidados de su amor. Pero frente a los hombres se ha abierto una existencia cuyas posibilidades de vida y de obra superan nuestra imaginación. ¿Cómo describe la Revelación esta vida de prístina belleza, íntegra y rica? Intentemos una vez más crearle un trasfondo a la palabra de la Revelación. Hagámoslo mediante la pregunta acerca de cómo se presenta el primer ser humano en otros campos: los de la ciencia, la literatura, el arte, el pensamiento cotidiano. La imagen es muy variopinta, pero tres afirmaciones destacan con especial claridad. La primera dice así: en la vida, tomada en su conjunto, actúa un instinto fundamental: el impulso a desarrollarse hacia formas cada vez más ricas. No se sabe aún qué es, más concretamente, este instinto, por qué y cómo actúa. En cualquier caso, es una fuerza de la naturaleza a la vez que una ley de la naturaleza. A lo largo de períodos muy extensos de tiempo la organización de determinados animales se ha hecho cada vez más semejante a la del ser humano, hasta que, por fin, surgió el ser denominado hombre. Este ser comenzó a andar erguido, a ponerse metas y a crear instrumentos para su realización, a entender la verdad y a darla a conocer en palabras. Esto se ha dado bajo circunstancias que es imposible imaginar más difíciles y peligrosas. En el fondo, no puede comprenderse cómo pudo lograrse la aparición del hombre. Pero no hay en esto otras razones misteriosas. Es uno de los enigmas con los que el pensante se encuentra en la naturaleza. Trabajará sin cesar en su esclarecimiento, pero, por lo demás, tendrá que aceptarlo, como muchos otros. Sin embargo, una vez que se ha dado, la vida y la obra del hombre se mueven bajo el impulso del mismo afán de desarrollo. En un incesante esfuerzo tiene que superar él la herencia del estadio animal y, en virtud de la espiritualidad que ha adquirido, clarificarse y formarse tanto moral como culturalmente. A pesar de todos los daños y reveses puntuales, el carácter fundamental de su historia es de un avance constante hacia lo cada vez más alto. Esta imagen es formada por la severidad de la ciencia crítica, pero también por una determinada tendencia intelectual. Tal tendencia procura inferir en todas partes lo

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complicado de lo simple, lo superior de lo inferior. Sin embargo, al hacerlo excluye desde un principio toda acción de otras fuerzas que no sean las que residen en las mismas energías del mundo. Este es el presupuesto de todo lo ulterior: el mundo es todo naturaleza, existe en sí mismo y se basta a sí mismo. El hombre surge a partir de ella y, en lo esencial, no es nada diferente del animal, la planta y el cristal. Hay un segundo motivo que interviene en esto, que proviene del pensamiento romántico y procura explicar sobre todo el comienzo de la historia. La pregunta de cómo ha surgido el hombre no se plantea aquí en sentido científico, sino filosófico, propiamente mitológico, y la respuesta reza: el hombre viene –nadie sabe cómo– de la profundidad de la naturaleza. Como don de lo incomprensible, un día, ha aparecido. Es bello e inocente. Vive en profunda consonancia con la naturaleza, obediente a un orden que mantiene su vida dentro de límites piadosos pero que, justamente de este modo, la protege y guía. El parámetro es el niño. Por supuesto, un niño a su vez idealizado en lo encantador, puro y sabio-insipiente, de cuya existencia se ha eliminado todo lo que angustia por ser incomprendido y todo lo malo, que verdaderamente representa para él una amenaza. No obstante, el idilio no perdura: el niño de la humanidad despierta, se rebela contra los ordenamientos y echa mano de su propio derecho. Esto rompe el primer estado. Y con ello comienza la historia, impulsada siempre por dos poderes: una impetuosa voluntad de poder y de obrar, y una inextinguible nostalgia de aquello que fue y que se ha perdido. De este modo, la determinación fundamental de la historia es trágica. A pesar de todo lo creado y de toda la plenitud alcanzada, la lucha sigue siendo en vano y todo es arrastrado hacia el hundimiento. Pero la concepción más difundida es por cierto una tercera, en la que la pregunta por el origen y el comienzo no se plantea para nada de una forma en cierto modo seria, de la que se sigan consecuencias. El hombre existe, sin más. De dónde viene él es algo que inquieta al pensador tan poco como a dónde va. Deja que de este tipo de preguntas se ocupen las filosofías o religiones del momento, y escucha sus respuestas sin que estas produzcan efecto serio alguno. Lo que realmente le importa es extraer de un presente sin profundidad tanta ventaja y disfrute como sea posible. ¿Cómo habla la Revelación? Ella dice: los primeros hombres no eran ni seres torpes, que apenas conseguían

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emerger de lo animal, ni tampoco niños inmaduros. Antes bien, surgieron libres y capaces de obrar en virtud de un avance de la voluntad creadora de Dios. Cómo se dio esto más en detalle, cómo ha de comprenderse desde la ciencia la imagen de la «tierra» de la que se ha formado su figura y del «aliento de Dios» por el cual han recibido el espíritu que obra la vida, es una pregunta aparte. Lo que nos interesa a nosotros es la figura en la que la Revelación expone la existencia de los comienzos. Y esta se encuentra ante nosotros en pura grandeza. Hay, como ya hemos dicho, una orientación que infiere lo superior de lo inferior. La Revelación no piensa de este modo. Según ella, el comienzo es obra de Dios, y es perfecto. Con ello no se está designando una perfección que aparece solo al final del proceso de surgimiento. Antes bien, se señala la plenitud del comienzo, que no debe comprenderse a partir de lo precedente, sino de sí mismo, o, mejor dicho, del poder creador que lo hace surgir. Lo que viene después es «historia», aquello que la libertad hace con las posibilidades del comienzo. Los verdaderos primeros hombres eran comienzo, juventud, pero llenos de gloria. Si aparecieran en el mismo sitio en que nos encontráramos no podríamos soportarlos. Se nos impondría con aniquiladora claridad qué confundidos y pervertidos, qué pobres somos en todo ser y todo fruto. Les diríamos: marchaos, para que nuestra vergüenza no se haga demasiado amarga. Eran intactos en su esencia, poderosos de espíritu, claros de corazón, libres y hermosos. En ellos estaba la imagen de Dios –y esto significa también que él se revelaba en ellos–.A la pregunta ¿cómo es Dios? podría responderse: Dios es como él, el infinito, aparece en estos seres finitos. ¡Cómo tiene que haber brillado en ellos su gloria! No olvidemos que sobre sus espaldas se había depositado la decisión que habría de imprimir su dirección a la historia humana: ¿cómo podría haberse puesto semejante exigencia a niños o a seres torpes que luchan para salir adelante? Y tampoco hemos de olvidar lo siguiente: que estos primeros eran nuestros ancestros. De ellos se habla con respeto, una virtud que ha desaparecido pues el hombre moderno no sabe nada más de ancestros. Para él, que quiere presumir de vivir de una «revolución constante», la vida comienza siempre solo hoy. De modo que queremos pensar también como se debe acerca de ellos. De los primeros seres humanos dice la Escritura que su ámbito de vida era el paraíso. ¿Qué significa esto? También sobre el paraíso circulan extraños conceptos, ideas míticas de la isla de los bienaventurados o del país de Hesperia, donde hay eterna primavera. Ideas de fábula del

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país de Jauja, donde no hay más que placeres. Ideas psicologistas de un país de infancia en el que solo pueden sentirse bien los inmaduros. La idea puede adquirir también un matiz burlón. En este caso, el paraíso se convierte en un lugar de restricciones y aburrimiento en el que el hombre da vueltas sin saber qué ha de hacer, hasta que finalmente viene el pecado, y hace que la vida valga la pena… Pensamientos miserables con los que el hombre decaído rebaja algo cuya grandeza lo avergüenza. En el Génesis dice: «Luego el Señor Dios plantó un jardín en Edén, hacia Oriente, y colocó en él al hombre que había modelado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal… El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín, para que lo guardara y cultivara» (2,8-9.15). Un jardín en cuya paz no penetra nada perturbador. Hay en él frescas aguas que corren sin agotarse; árboles que brindan sombra y dan flores y frutos; animales de variadas formas que no se ven espantados por ninguna violencia sino que son mansos en la naturalidad del origen. Todo ello es imagen, y designa el mundo –pero el mundo en la medida en que es vivido por un hombre que se encuentra él mismo en pura comunión con Dios–. Arrojemos una mirada a nuestra cotidianidad, para que veamos el alcance de la idea. Si contemplamos en general las diferentes vidas humanas, cabe preguntarse: ¿sucede en cada una de ellas lo mismo? Hay uno que quiere el bien de su prójimo y que le brinda espacio, otro que es estrecho de corazón y violento y quiere todo conforme a sus propias ideas. ¿Suceden en el mundo de la vida de ambos las mismas cosas? ¿Tiene la existencia en ellos el mismo carácter? ¿Se comportan las personas, los animales y hasta las plantas de la misma manera? ¡Ciertamente no! En uno de ellos, respiran con libertad, tienen confianza, se sienten a gusto; en el otro, tienen miedo, se ponen a la defensiva, se vuelven reticentes. En sí, en ambos casos es el mismo mundo, hombres y animales tanto en uno como en el otro. Pero ¡qué diferentes son en el hacer y el comportarse, en todo el carácter! Y la diferencia la produce el espíritu de ambos, la irradiación que parte de su ser. Pues cada ser humano, por el hecho de ser, de cómo es y vive, de cómo lo conduce su ánimo, plasma a partir del mundo en general el suyo propio. Otro ejemplo: ¿No se dice, acaso: hoy me he levantado con el pie izquierdo, y todo sale mal? Uno no se lleva bien con las personas, aparecen los obstáculos más extraños, las herramientas se bloquean, las cosas se nos caen de las manos o se rompen, la gente parece mirar con hostilidad y tener intenciones dudosas… Pero, otro día, todo es diferente. Las personas parecen benévolas, las cosas se dan favorablemente, la

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estilográfica y el martillo funcionan como por sí solos, y las tratativas tienen éxito… ¿Qué significa esto? Si ayer la realidad era la misma que hoy: las mismas personas, las mismas herramientas, las mismas circunstancias. Esto es así, pero nosotros somos diferentes: nuestros pensamientos, nuestro estado de ánimo, nuestros nervios. Ayer estaban equilibrados y seguros de sí mismos; hoy, inquietos, de mal humor, confundidos por impulsos contradictorios. Así, pues, las cosas tienen que darse de forma diferente, pues lo que en el pleno sentido de la palabra se denomina «mundo» es algo que se forma constantemente a partir del encuentro del hombre con lo dado. Basta con que nos imaginemos que el ser humano del que se trata sea tal como ha salido de la mano de Dios: lleno de vida, libre, alegre e íntegro. En su corazón no actúan la mentira, la codicia, la rebelión o la violencia. Todo en él está abierto a Dios, en pura consonancia con aquel que ha creado el mundo. Está dominado por su luz, seguro de su amor, es obediente a su mandato. Si es este hombre el que se encuentra con las cosas, ¿qué mundo surgirá de su visión, de su sentimiento, de su acción? ¡El paraíso! «Paraíso» es el mundo tal como se realiza, respira y se desarrolla constantemente alrededor de aquel ser humano que es imagen de Dios y que quiere realizar de forma cada vez más perfecta esa condición de imagen, que ama a Dios, que le obedece e introduce constantemente el mundo en la unidad santa. Qué diferente es, pues, lo que designa la Revelación en comparación con las ideas naturalistas, románticas o irónicas de las que hemos hablado. Era el mundo como Dios lo ha querido; el segundo mundo, que debía surgir constantemente a partir del encuentro del hombre con el primero. En él debía suceder y crearse todo lo que se denomina vida humana y obra humana: personalidad y comunidad, conocimiento, plasmación y arte –pero en la verdad, la pureza y la obediencia–. Si consideramos esto tendremos pronto claro otra cosa: este estado no podía estar asegurado por vías naturales. Era gracia y estaba puesto a prueba. Que el sol salga cuando llega el tiempo, que una cosa caiga cuando se la suelta, que una semilla brote con la tierra, el calor y la humedad correspondientes, todo ello es seguro, pues las leyes de la naturaleza lo garantizan. Pero el actuar del hombre es libre, y libertad significa que el actuar surge en la forma del origen, del comienzo interior, que se determina a sí mismo. Aquí no hay seguridad ninguna, pues esta destruiría de inmediato la libertad. Aquí, todo está puesto en suspenso. ¡Cuán en suspenso y en riesgo tiene que estar primeramente un estado que surge totalmente de la generosidad de Dios, como aquel que la Revelación asigna al primer hombre! En él, el Señor de todas las cosas pone su mundo en manos del hombre para que éste construya en él su reino, que justamente de este modo debía convertirse en el

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reino de Dios. ¡Cómo tenía que pasar esto por la prueba de la fidelidad! Así, pues, escuchamos que «en mitad del jardín», en el centro de todo el conjunto llamado «paraíso», se yergue un signo por el cual el hombre será puesto en esta prueba: «El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal… El Señor Dios dio este mandato al hombre: “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir”» (2,9.16-17). En este árbol debe decidirse el hombre si quiere vivir en la verdad de la imagen o reivindica ser él mismo el prototipo; si está dispuesto a ser criatura de Dios o tiene el atrevimiento de subsistir a partir de sí mismo; si orienta su pensamiento a obedecer a Dios y, de ese modo, a ascender a una libertad cada vez más alta, o procura ponerse a sí mismo y el mundo bajo su propio señorío. Se habla también de otro árbol, pues dice el Génesis: «El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y el mal» (2,9). Así sin más no queda claro qué significa esto, como tampoco está claro, por lo demás, qué significa lo del árbol del conocimiento. De ambos hablaremos todavía con más detalle, pues se encuentran en mutua relación. Pero digamos aquí desde ya que uno se obstaculiza el camino para la comprensión si parte de la imagen y el concepto del árbol mítico de la vida. Cada vez que en la Escritura aparecen ideas que parecen corresponder a las del mito, un examen más detallado revela que tales ideas han sido incorporadas en un contexto nuevo, que su sentido ha cambiado. En cualquier caso, en el árbol de la prueba se ha decidido el destino de los hombres, el de nuestros ancestros y el nuestro. Pero también se ha decidido algo para Dios mismo –y lo decimos con gran respeto–.En efecto, con santa nobleza había entregado él el mundo, un mundo que amaba, en manos del hombre, confiando en que este iba a hacer honor a ese mundo e iba a realizar en él una obra, iba a continuar la obra de Dios. Pero el hombre traicionó esta confianza e hizo el intento de arrebatarle a Dios su mundo de las manos.

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EL ÁRBOL DEL CONOCIMIENTO DEL BIEN Y DEL MAL

Hemos hablado del paraíso, el jardín lleno de árboles florecientes y llenos de frutos, regado por frescas aguas, colmado de paz y de belleza. Es una imagen del estado en el que se encontraba al principio el corazón humano: puro, abierto a Dios y regido por su gracia, como también de la concordancia que existía entre este ser humano y la creación. El recuerdo palideciente de este estado atraviesa mitos y cuentos, y, a pesar de todo el esclarecimiento alcanzado con la información, las imágenes del inconsciente, también en el hombre actual, contienen todavía un recuerdo de cómo era otrora y debería haber seguido siendo siempre la existencia. No era un estado natural asegurado por leyes y necesidades, sino que ese modo de existir procedía de la pura atención amorosa de Dios. Por eso, todo estaba confiado a la libre fidelidad del hombre en gracia: él debía mantener esa fidelidad. Pero con esto se ha dicho también que todo estaba sometido a una prueba. Y, una vez más, la Sagrada Escritura expresa la prueba en la que debía probarse esta fidelidad por medio de una imagen. Dice: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y cultivara. El Señor Dios dio este mandato al hombre: “Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir”» (2,15-17). ¿Qué significa esta imagen? ¿Qué significa el árbol? Quien tenga la capacidad de captar formas con el sentimiento, se sentirá tocado ante él por el misterio: el poderoso árbol que asciende con la columna de su tronco, que con sus raíces penetra hacia la hondura, que con sus ramas se extiende en el espacio, cuyo silencio está tan lleno de vida, una vida que, una y otra vez a través de las estaciones del año, reverdece, florece, da frutos, parece morir y despierta de nuevo. Y si sabe algo de historia religiosa, sabrá también qué significado ha adquirido el símbolo mítico del árbol de la vida. De ese modo se ha pensado también que aquello que aparece en el relato del comienzo de todas las cosas como la prueba que decide el destino es el encuentro con este árbol de

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la vida. Después, solo hizo falta profundizar un poco más en el símbolo para colocar lo relatado, tanto la prohibición como su violación, a una luz más sombría, en que la culpa aparece como algo inevitable. ¿Cómo sucedió? Partiendo del nombre que la Escritura misma da al árbol se afirma que, con él, se está designando el efecto trágico que tiene el preguntar y conocer críticos. Según ello, el hombre estaría «en el paraíso» mientras como niño, o como pueblo, o como humanidad, viviese con simpleza en un grado primitivo de cultura y confiara en el orden que se le manifiesta en la naturaleza y en la costumbre o tradición. Entonces, todo es claro y bueno, y él es inocente y dichoso. Pero las formas fundamentales de la vida solo son fiables mientras sean evidentes. Tan pronto como el hombre empieza a preguntar críticamente el para qué y el por qué, comienzan la inquietud y la desconfianza. Surgen conflictos, que son al mismo tiempo injusticia y sufrimiento. El hombre adquiere saber, pero «el paraíso» se destruye. El mito profundiza religiosamente esta teoría. Según el mito, el conocimiento da a quien lo adquiere un poder mágico, especialmente aquel poder que reconoce «el bien y el mal», es decir, que reconoce la clave del orden de la vida y se hace capaz de ejercer la actividad del juzgar, propia del soberano. Pero los dioses quieren reservarse esta atribución. Los hombres deben ser ignorantes a fin de que se los pueda gobernar fácilmente. Así, el querer saber se declara inicuo, la ignorancia es elevada a virtud y el «paraíso» es la dicha ficticia que los dioses simulan a los hombres para que sigan siendo sumisos. Consecuentemente, la eclosión del espíritu en el conocimiento y la crítica se convierten en culpa y liberación al mismo tiempo. El paraíso se destruye, pero se inicia la verdadera existencia humana. Solo hay que leer cuidadosamente el texto para ver cuán profunda es la distorsión de su sentido en esta interpretación. No hay en él una sola frase que dé pie a sospechar en el ánimo de Dios, el santo y generoso, la envidia de las deidades míticas. El símbolo del árbol no tiene tampoco nada que ver con los efectos trágicos del conocimiento, pues tales efectos pertenecen a la existencia del hombre caído y a la confusión que la culpa ha causado en ella. El hombre que permanece en la obediencia a la verdad no habría experimentado ninguno de estos efectos. Para él, el conocimiento habría sido pura ganancia de vida. Pero, más allá de ello, ¡el hombre debía conocer! Con su condición de imagen y semejanza de Dios le había sido transferido el señorío sobre el mundo, y tal señorío

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comienza con el conocimiento. Así, la primera acción de señorío del hombre consistió, como relata la Escritura, en poner «nombre» a los animales (2,19), es decir, en entender su esencia y expresarla con la palabra. Lo que le estaba vedado era otra cosa: una determinada forma de conocimiento. En todo acto de preguntar e investigar, de analizar y descubrir causas, hay una decisión: la decisión de si tal acto se da en el respeto hacia el autor de la existencia o en rebelión y orgullo frente a él. A este orgullo apuntaba la prohibición. Lo que debía darse frente al árbol no era la renuncia al conocimiento sino, por el contrario, la fundamentación de todo conocimiento: el reconocimiento, sostenido por la seriedad personal, de que solo Dios es Dios, y de que el hombre es solo hombre. Afirmar o negar esta verdad fundamental era aquel «bien y mal» frente al cual todo debía decidirse. El hombre debía reconocerlos, pero decidiéndose por la obediencia y, de ese modo, «haciendo la verdad». En el ámbito de esta verdad debía darse todo ulterior conocimiento. Y la esplendorosa capacidad espiritual del hombre puro habría realizado este conocimiento con una fecundidad totalmente distinta que nosotros, a quienes el pecado ha traído la confusión de la mirada y del juicio. Otra interpretación parte no del nombre del árbol, sino del significado que tiene su imagen en el mito y en el inconsciente: lo silenciosamente vivo, que extrae sus fluidos vitales de la tierra, que cada año da su fruto y, a través de él, se continúa en nuevos seres de su especie. Ya habíamos hablado de ello. La teoría dice así: el árbol del paraíso es un mítico árbol de la vida, y su fruto es la sexualidad que madura. La comida prohibida por el mandato es la unión de los sexos. Mientras el hombre es niño y el instinto duerme aún, vive inocente y feliz. Los elementos de su mundo están en concordia y hay paz. Esto es «el paraíso». Tan pronto como se despierta el instinto, comienza la inquietud. El niño entra en contradicción consigo mismo, no se entiende más a sí mismo. Entra también en conflicto con los adultos. En efecto, el orden que ellos representan le impide satisfacer el instinto. De modo que se hace solapado y rebelde. Ahora quiere la vida en pleno, tiene que quererla. Por tanto, sigue al instinto, y el «paraíso» de la feliz inocencia de infancia se rompe. Tiene que suceder, pues el ser humano en crecimiento solo alcanza de ese modo la madurez de la vida con su fecundidad, su seriedad y su felicidad. Así pues, lo que relata el Génesis sería la descripción primera y originaria del drama que ocurre en la vida de cada ser humano. A esta interpretación psicológica se agrega nuevamente la mítica. Para la consciencia primitiva, todas las energías cósmicas y humanas poseen carácter religioso, también, y especialmente, la sexual. La expresión y fecundidad del instinto se ven como poderes

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numinosos que potencian al ser humano elevándolo más allá de sí mismo, hacia la naturaleza en su totalidad. Lo que prohíbe el «fruto», dice una vez más esta teoría, es la envidia de los dioses frente a este supremo poder del ser humano. Más aún: su temor, que se siente amenazado por semejante elevación de poder. Así pues, los dioses dan al hombre la mansa felicidad de una existencia en la que el instinto duerme, y esto es el «paraíso». También esta interpretación es notoriamente errónea, proyectada en el texto por una intención. Pues, cuando el hombre es creado, dice el Génesis: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1,27). De modo que su determinación sexual pertenece a la condición de imagen de Dios. Y dice después: «Dios los bendijo; y les dijo Dios: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra”» (1,28). Esto se dice ya en la fundamentación de la esencia humana, es decir, antes de la prueba. ¿Qué puede significar esto si no que los hombres deben desarrollarse hacia la plenitud de la vida y de la fecundidad? Pero ¿cómo es posible una interpretación tan brutalmente errónea? Es posible porque retrotrae al plan de Dios el estado actual del hombre, la historia actual del proceso de realización sexual –tan abundante en satisfacciones, pero también en destrucciones–, olvidando que, entre el hombre tal como es hoy y aquel del que habla el Génesis, se encuentra la catástrofe llamada «pecado». De modo que el árbol no significa en absoluto la satisfacción del instinto, y el mandamiento no dice que esa satisfacción esté vedada. Antes bien, como en el caso del conocimiento, se trata del modo en que se da tal satisfacción. También el instinto coloca al hombre ante una decisión. Puede satisfacerlo de tal modo que olvide a Dios, pero también puede permanecer dentro de un orden que honre a Dios. Puede convertirse en orgullo, que se levanta contra Dios, pero también puede ser obediencia, que dice sí a la verdad de Dios. Al final del segundo relato de la creación se dice: «Los dos estaban desnudos, Adán y su mujer, pero no sentían vergüenza uno del otro» (2,25). Los primeros seres humanos existían en la apertura de su esencia, en claridad y unidad consigo mismos, y nada les daba la sensación de que algo no estuviese en orden en ellos. Y no porque hayan sido niños, sino porque, con todo su ser, se encontraban dentro de la voluntad de Dios. Por eso no se avergonzaban, y tampoco se habrían avergonzado si, a su debido tiempo, con el mismo ánimo se hubiesen unido como varón y mujer y hubiesen cumplido el mandato: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra» (1,28). Esto se habría dado sin toda la confusión, toda la miseria, toda la dificultad y toda la

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degradación que el instinto acarrea ahora a la vida del hombre. La malinterpretación puede darse de nuevo partiendo de un nivel más profundo, pero según el mismo esquema de los dos intentos precedentes. Estos vieron la prueba en un mandato que declara «bueno» el estado primero y originario de la vida humana –la infancia y el estadio temprano de la cultura–, y «malo» aquello que conmueve ese estado. Pero, ahora, tanto la vida del individuo como la historia tienen que continuar, el niño tiene que hacerse adulto, la cultura sujeta, hacerse libre. Así, dice la interpretación, el quebrantamiento de la prohibición, la destrucción del orden primero, se convierte en una necesidad trágica, y el árbol es el símbolo de este conjunto de cosas. Las dos primeras interpretaciones giraban en torno al conocimiento crítico y a la satisfacción sexual. La tercera interpretación parte de la mayoría de edad personal, y dice: el animal se pierde en el conjunto de sus relaciones naturales. No tiene un yo personal, sino que vive de forma anónima. En el niño, el yo personal está presente, pero duerme. Su vida está regida por el instinto y por el contexto de la familia. Así, el niño está exento de apuros y conflictos que tengan que ver con la afirmación y con los efectos del ser él mismo. Es inocente y posee paz. En un pueblo que se encuentra en el estadio temprano de su historia, las cosas están de forma análoga: el pueblo vive a partir de la naturaleza y la costumbre, sin problemas y feliz, es decir, «en el paraíso». Querer ser «él mismo» destruye este estado: por tanto, querer tal cosa es malo, está prohibido. Pero la vida sigue urgiendo, el niño quiere llegar a ser mayor de edad, a ser libre. La persona que duerme quiere llegar a sí misma, tener el dominio de sí y obtener la existencia. El pueblo quiere entrar en la historia, ejercer poder, construir cultura. Así, el ser humano rompe las prohibiciones, habla, actúa y se vuelve «yo». Lo originalmente malo se convierte en necesidad trágica por la cual se destruye el paraíso, y su símbolo es el árbol. Una vez más, el conjunto experimenta su profundización religiosa a partir del mito, pues el estadio mítico originario es la unidad del ser, encarnado en dioses del «todouno», dioses cuya soberanía solo puede subsistir mientras no se levante ningún yo que quiera ser él mismo. La voluntad de serlo es el sacrilegio primordial, pero tiene que suceder, pues solo a través de él se realiza la historia. También esta interpretación yerra en cuanto al sentido de la Revelación; más aún, la contradice directamente. El hombre ha sido creado como imagen y semejanza de Dios. La condición de imagen y semejanza es la «categoría» en la que el hombre subsiste. Pero esta condición se determina como capacidad y potestad para el señorío. Y, de manera fundamental, señorío no significa ejercicio del poder, sino tener posición propia y

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distancia frente al mundo, juzgar sobre él, poder aprehenderlo y darle forma. Y esto significa ser «uno mismo» frente al «otro», ser «tú» frente al «yo». Así debe despertar el hombre a la condición de persona y desarrollarse cada vez más plenamente en esa condición. Todo acto de interpretación debe partir con exactitud del texto correspondiente. No tiene otra tarea que hacerlo hablar, puramente. Si no lo hace, se equivoca –o miente–.Pero cuando esto sucede tan a menudo como lo muestra la experiencia, hay razones para preguntar por el motivo. ¿Por qué se fuerza con tan pertinaz perseverancia la palabra del Génesis a introducirse en un sentido que contradice la patente letra de su texto? Porque, de ese modo, la acción del primer hombre quiere autojustificarse. Ella se prolonga en la interpretación del árbol. ¿Qué significa, pues, el árbol? No significa el conocimiento, ni el sexo, ni el anhelo de emancipación personal. En absoluto es él un símbolo de un valor de vida y de un anhelo de valor, o de la denegación de tal valor, sino una marca de la soberanía de Dios, y nada más. El árbol dice al hombre: todo en tu consciencia, en tu ánimo, en tu ser entero debe estar determinado por el hecho de que solo Dios es «Dios», y de que tú, por el contrario, eres criatura; por el hecho de que, ciertamente, eres su viva imagen, pero solo su viva imagen. El prototipo es solo él. Tú puedes y debes ser señor del mundo, pero por su gracia. Pues Señor por esencia es solo él. Este es el orden. Debes comprenderte a partir de él y vivir en él; en él crecer hasta llegar a ser una personalidad libre, conocer la verdad, ser pleno en la fecundidad y tomar en posesión el mundo. No comer del fruto del árbol no significa renuncia alguna a aspectos esenciales de tu condición humana, sino la obediencia en la que reconoces tu finitud. Y, con ello, la decisión por la verdad. Hay que enfrentarse a la Sagrada Escritura y escuchar lo que dice dispuestos a no querer ordenarle lo que ha de decir. Hacerlo en la consciencia de que es Dios quien aquí habla, y no en el sentimiento de superioridad del hombre de la cultura moderna, que le señala críticamente a un texto antiguo sus propios límites. Quien presta oídos a los primeros capítulos de la Escritura con esta disposición alcanza percepciones de la existencia humana que ni la ciencia ni la filosofía pueden dar.

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TENTACIÓN Y PECADO

En las consideraciones precedentes hemos visto que el estado de armonía regalado por la gracia en el cual vivía el primer hombre con Dios y, desde Dios, consigo mismo y con todas las cosas, tenía que pasar por una prueba. Tenía que quedar claro si el hombre quería con la seriedad de una verdadera decisión aquello en que se sustentaba todo ese estado: la obediencia de criatura hacia el Creador y, con ello, la verdad del ser. La Escritura expresa esta decisión con una imagen: el hombre, situado en medio de los árboles de abundantes frutos que lo rodean en el paraíso, tiene que reconocer uno de ellos como árbol vedado. Puede comer de todos, menos de ese. Pero no porque la prohibición del fruto exprese simbólicamente una crisis esencial de la vida en su conjunto, sino porque en ella se yergue la soberanía de Dios y exige obediencia. Y dice ahora en el tercer capítulo: «La serpiente era más astuta que las demás bestias del campo que el Señor había hecho. Y dijo a la mujer: “¿Con que Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?”. La mujer contestó a la serpiente: “Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: ‘No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis’”. La serpiente replicó a la mujer: “No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”. Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió. Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos» (1-7). Un texto de abismal profundidad. Por más que se lo reflexione, no se agota. ¿Qué se dice en él? Primeramente, y sobre todo, que el mal no estaba en la primera naturaleza del hombre. El hombre no es por esencia como es ahora, un tejido de impulsos buenos y malos, siempre de nuevo escindido en sí mismo y con el mundo que lo rodea. El mal no pertenece a los elementos originarios de nuestra existencia. El hombre no es un animal en el cual, en medio de los instintos del mundo salvaje, se despertó de manera incomprensible el espíritu, espíritu que, a partir de allí, hizo de aquellos instintos el mal, pero que los necesitaba para su obra. El hombre era originalmente bueno. Y no solo porque el mal haya estado dormido en él, como en el niño, sino porque, desde la raíz,

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había sido creado puro y estaba en conformidad con Dios. Y podría haber seguido siendo hombre sin el mal, y todo lo que se llama historia podría haberse desarrollado sin el mal, y él se habría elevado hasta una grandeza de la que nada sabe nuestra existencia trastornada. Tampoco trajo él el mal a la existencia a partir de la fuerza inicial de su propia libertad, sin motivo, pues ¿qué razón habría tenido para hacerlo? No fue así que él, con una escalofriante fuerza creadora, hubiese generado el mal, sin sentido, por razón del sinsentido, pues todo estaba lleno de sentido. Ni tampoco fue como piensa la interpretación cínica, en el fondo estúpida, de que los hombres se aburrían en el paraíso, y que esto los hizo caer en la cuenta de que solo el mal es interesante. No: el mal abordó al hombre. Su origen en nuestro mundo tiene la forma de una tentación por voluntad ajena, y el pecado consistió en que el hombre cedió a esa voluntad. Justamente de ese modo se dice, además, que existía alguien que quería destruir al hombre, una ser que odiaba a Dios y su ordenamiento y que quería introducir al hombre en ese odio. La historia del bien y del mal remite al reino del espíritu puro. Allí se tomó la primera decisión. El significado de esto mismo se hará visible solo en el curso de la Revelación. Solo alcanza plena claridad en la tentación que acomete a Cristo (Mc 4,1ss.). Nos dice que existen seres que quieren arrancar al hombre de las manos de Dios y, con él, arrancarle a Dios el mundo: Satanás y los suyos. No se está pensando con ello en el «principio del mal», como a menudo se dice. No existe tal principio. No hay entendimiento que, mientras distinga nítidamente y extraiga consecuencias claras, pueda pensar semejante cosa. Sería el sinsentido propiamente dicho, como pretender afirmar un principio de la no verdad. El gnosticismo pensó de ese modo y declaró el mal como uno de los dos elementos fundamentales de la existencia. Muchos lo han repetido, y han pensado que, con ello, expresaban una sabiduría abismal. Lo único que existe es el principio del bien y de la verdad, y ese principio es Dios. Pero la libertad puede colocarse contra él, sin principio, en sublevación y destrucción, y eso es el mal. Esta negación puede tomar cuerpo en inclinaciones que se heredan como disposición, puede cuajar en costumbres y formas de vida, y convertirse de ese modo en un poder que actúa tanto en el individuo como en la sociedad… No hay tampoco ser alguno que sea malo por naturaleza, en su mismo ser, sino solo seres que se han rebelado contra Dios, a los que esta decisión les ha llegado hasta la médula y que, ahora, odian a Dios. Por supuesto, no se puede entender cómo ha sido posible tal cosa, y quien piensa

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que es capaz de entenderlo, confunde el contacto en el que entra con todo su desorden interior con una auténtica comprensión –si es que no ha perdido de vista la seriedad de la contradicción entre el bien y el mal y hace de ella una tensión estética–. Pero hemos de saber que tenemos enemigos que quieren nuestra perdición y que no hacen en ello concesión alguna. Satanás y los suyos han estado desde siempre en acción. Fue también él quien sugirió el mal a los primeros seres humanos, es decir, quien los tentó. Su nombre no es mencionado por el texto del Génesis, sino que, una vez más, aparece en su lugar una imagen: la de la serpiente. En realidad, esta es un animal como otros y, en cuanto tal, tan poco mala como un ciervo o una golondrina. Lo que funda la imagen es la impresión producida por la serpiente: se mueve sin hacer ruido, entra y sale deslizándose a hurtadillas, es muda y fría, y su mordedura envenena. Todo esto se condensa en la frase: «es astuta». Quien sin tener intenciones científicas particulares ve una serpiente siente repugnancia –aunque, al mismo tiempo, un extraño interés por ese ser que se mueve de forma tan inquietante– y comprende cómo es que la serpiente pudo convertirse en imagen de Satanás, que se acerca con frialdad y perfidia al ser humano para destruirle la vida. Dice la serpiente a la mujer: «¿Con que Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?». Ya la primera frase crea una atmósfera de ambigüedad. No afirma: Dios ha dicho tal y tal cosa. A tal afirmación recibiría una respuesta clara: Eso no es cierto. Sino: «¿Será verdad lo que se oye decir? ¿Habré entendido bien? Ambigüedad, pues, en la que no hay ni un sí ni un no claros, en la que verdad y falsedad, bien y mal, no se distinguen nítidamente. ¿Cuál sería la respuesta correcta a esa pregunta? No dar respuesta alguna. La interpelada siente todavía en la límpida claridad de su corazón: lo que aquí se me insinúa es malo; en nada entra ahí el nombre de Dios. De ese modo, ella tendría que rechazar toda conversación. Pero, en lugar de ello, responde, y de ese modo, ya se ha aventurado al intercambio. Verdad es que todavía se defiende y dice: «Podemos comer los frutos de los árboles del jardín». Pero ¿por qué necesita defender a Dios? ¿Rendir cuentas a este ser malvado sobre el actuar divino? Esto ya es una traición a la santa confianza que el Dios del amor generoso ha depositado en el ser humano. Dice después la mujer: «Pero del fruto del árbol que está en medio del jardín nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”». ¡Pero él no había dicho para nada todo eso! Ella defiende a Dios con una exageración, y ¿quién exagera?

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El que ya se siente inseguro. De ese modo procura inculcarse la validez de aquello que ya no está firme para él. La serpiente ha sembrado ahora la inquietud en el corazón de la interpelada, y es tiempo de pasar al ataque abierto. Dice la serpiente «a la mujer: “No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”» (4-5). El ataque procura confundir la fidelidad del hombre y la claridad de su juicio atacando a lo Simplemente Santo, el fundamento de toda validez y fiabilidad: el ánimo de Dios. El tentador finge saber de qué se trata, ver lo que hay detrás de todas las disposiciones –hoy se diría: detrás del engaño de los sacerdotes–.Nadie lo engaña a él acerca de cómo son realmente las cosas, y él esclarecerá al ser humano. ¿Qué significa esto? Dejemos de lado el trastocamiento de toda verdad que aquí sucede, y preguntemos: ¿Cuándo se habla rectamente sobre Dios? Mientras se esté en una relación viva con aquel que funda nuestra existencia toda: él, el Creador, yo, su criatura. Pero esto no basta. Hay que decir: Tú, Dios, mi Creador; yo, ser humano, tu criatura. De él no se puede hablar en una objetividad sin implicación propia, sino solo en la fe y el respeto. Pero aquí se invita al hombre a salirse de esta relación, a asumir una posición de supuesta crítica independiente desde el cual habrá de juzgar «objetivamente» sobre Dios y la existencia –en clave filosófica, sociológica, histórica, o en la que fuese–.Después, el hombre constatará si Dios se comporta correctamente, si su intención es recta, y hasta si acaso es realmente «Dios». Tan pronto como el hombre actúa de este modo, se encuentra ya en la falta de veracidad y abierto a toda confusión. Entonces continúa diciendo el tentador: ¿Sabéis por qué Dios os prohíbe el fruto? ¡Porque tiene miedo!… Pero ¿cómo?: Satanás falsea la imagen del Dios viviente tornándola en la imagen mítica. En efecto, el dios mítico es un ser cuyo señorío depende de condiciones del mundo, y una de ellas es el saber mágico sobre los misterios de la existencia. Este saber otorga poder. Mientras el dios de los mitos lo posea en solitario, estará seguro de su soberanía. Pero si otros seres obtienen ese saber, su poder tambalea y el dios de la presente hora del mundo será destronado por el de la siguiente. Este es el núcleo de lo dicho por Satanás. Hace del Dios eterno, puro, que no necesita de cosa alguna, una deidad mítica que depende de condiciones del mundo, e inspira en el ser humano la delirante idea de que él puede suprimir tales condiciones y aspirar a ocupar el lugar de Dios.

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La tentación tiene que haber sido terrible, pues conmovió el modo de sentir la vida de los primeros seres humanos. No eran ellos unos niños, sino seres que resplandecían plenos de fuerza tal como habían surgido del poder creador de Dios. Sentían esa fuerza, pero, ahora, la tentación les dice: el poder de vida que sentís, con el que ejercéis señorío en vuestro reino, puede llegar a ser mucho mayor aún. Puede abarcar el mundo, puede dar órdenes al universo. Podéis llegar a ser señores del universo del mismo modo como Dios es ahora su Señor. Y, con ello, el tentador trastoca la condición de imagen y semejanza, en la que descansa la verdad del ser humano, tornándola en el engaño de la igualdad con el Creador, y hasta de la superioridad sobre él. La oyente absorbe la influencia venenosa y, de pronto, el árbol que un momento atrás se encontraba en la posición inasequible de lo santo y vedado, pasa a ser invasivo, tentador, prometedor: «Entonces la mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable para lograr inteligencia; así que tomó de su fruto y comió. Luego se lo dio a su marido, que también comió» (6). La tentación aborda primeramente a la mujer. Esto no significa, como suele decirse, que ella sea «más débil» que el varón. Menos aún que, por naturaleza, esté en contacto con el mal. El gnosticismo pensaba de ese modo: tanto el gnosticismo abierto como el velado, que recorre todos los tiempos. Para él, la mujer se encuentra en general en el ámbito de la falsedad y, por eso, es desde un principio seductora. El varón tiende demasiado a repartir de ese modo los papeles en la existencia. No: el hecho de que la tentación se haya presentado primero a la mujer significa, más bien, que el sentimiento de interrelación que es propio de su naturaleza la hizo más receptiva para la confusión que esfuma las diferencias. Por supuesto, la verdad de su corazón debería haberla hecho también capaz de sentir el modo de ser del que le hablaba: que era malo, que destruía la vida. Pero, en cambio, ella se coloca del lado del difamador de Dios y traslada su influencia al varón, de quien debía ser colaboradora. Este podría haber contrarrestado tal influencia, pero también él cae. Y, ahora, todo cambia: «Se les abrieron los ojos a los dos y descubrieron que estaban desnudos» (7). Ya se había dicho, inmediatamente después de su creación: «Los dos estaban desnudos, Adán y su mujer, pero no sentían vergüenza uno del otro» (2,25). Pero era otra desnudez: la de la pura apertura. Se podía ver lo que eran, pues todo era puro. La pureza brota del espíritu. Si este es claro, también lo es el cuerpo. Pero, ahora, en el espíritu ocurrió la caída. El sacrilegio ha puesto al hombre en contradicción con Dios y, por eso, también consigo mismo. Esto pone también en desorden el instinto y los sentidos, y el hombre se avergüenza. Se siente vulnerable frente a los poderes

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perturbadores y procura protegerse mediante la envoltura del vestido. Leamos de vez en cuando de nuevo de forma cuidadosa este breve relato, y veremos cuántos conocimientos expresa acerca del hombre. Se convertirá para nosotros en un espejo desde el que no solo nos mira un acontecimiento ocurrido en otro tiempo, al comienzo de la historia de la humanidad. Por el contrario, nuestro sentimiento será: yo mismo he estado ya en esta historia, y en ella puedo volver a estar siempre de nuevo.

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RENDICIÓN DE CUENTAS Y PÉRDIDA DEL PARAÍSO

El ser humano falló en la prueba. Quiso ser «como Dios», señor de sí mismo y de las cosas. En ello se destruyó el paraíso y todo lo que este significaba para el hombre y para su obra. Dice el tercer capítulo del Génesis: «Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, Adán y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín. El Señor Dios llamó a Adán y le dijo: “¿Dónde estás?”. Él contestó: “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo, y me escondí”. El Señor Dios le replicó: “¿Quién te informó de que estabas desnudo?, ¿es que has comido del árbol del que te prohibí comer?”. Adán respondió: “La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí”. El Señor Dios dijo a la mujer: “¿Qué has hecho?”. La mujer respondió: “La serpiente me sedujo y comí”» (8-13). Y al final del capítulo dice: «El Señor Dios lo expulsó del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado» (23). Una vez más, la Revelación habla en imágenes. Son sencillas, a veces casi infantiles, pero grandes y profundas para quien las interroga correctamente. Los hombres le creyeron más al tentador que a Dios. En la medida en que hicieron caso de sus palabras, se les confundió aquella verdad que constituía la base de su existencia: que solo Dios es Dios, y que ellos son criaturas; él, prototipo; ellos, imagen y semejanza; él, Señor por propia esencia; ellos, señores por gracia de Dios. A partir de esta sola verdad, su vida podría haberse desarrollado de forma correcta, grande y fecunda. Pero ellos se apartaron de ella. En la medida en que esto sucedió, lo vedado se volvió atractivo, y, finalmente, sucumbieron al tentador. Ahí están ahora como engañados: confundidos en el núcleo de su existencia, privados de la autenticidad de vida y de obra, y ardiendo de vergüenza. ¿Y qué ocurre? Ellos «oyen» a Dios, sienten que viene, y se esconden. Nos cuesta situarnos con el pensamiento en lo que allí sucede. El hombre se esconde de aquel de cuyas manos sigue recibiendo permanentemente la existencia, de quien sigue recibiéndose a sí mismo, recibiendo las cosas, la posibilidad de ejercer su señorío y de crear, de ser

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fecundo y dichoso. De él se esconde. En este impulso se expresa todo el contrasentido que ha entrado en su existencia. De acuerdo a la verdad, del ser humano tendría que surgir, con la fuerza de los elementos, el impulso hacia Dios, hacia la cercanía santa en la que brota todo lo bueno. Ser abierto ante él y en él. Pero, en lugar de ello, tenemos el torturante sinsentido de querer esconderse de aquel ante quien, desde las raíces del ser, todo está abierto: algo tan carente de sentido como la anterior voluntad de ser igual a él. Pero en la vergüenza se pone de manifiesto también el sentimiento de haber sido conducido por engaño al contrasentido insoportable. Dios pregunta ahora al hombre: «¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer?». No es la pregunta del omnisciente, que no necesita preguntar, sino la del juez, que pide cuentas y exige que el culpable asuma su responsabilidad. Este debe confesar lo que ha hecho al que ha estipulado el mandamiento, y dar la cara por su acción. Es el inicio del esclarecimiento de lo sucedido, el primer paso hacia lo nuevo. Y quién sabe qué cosas habrían podido darse si el ser humano hubiese dado la cara por la verdad. Pero, en lugar de ello, elude su responsabilidad. Dice el hombre: «La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí». ¡Cuánta destrucción tiene que haber sucedido ya para que Adán pueda hablar de ese modo! Cuando Dios le entregó a la mujer, Adán se expresó con júbilo sobre su compañera perfecta. De modo que debería ponerse de su lado, procurar protegerla. ¡Y cómo hubiese reconocido esto Dios, en su nobleza! Pero aquel que reivindicó el derecho a ser soberano del mundo deja en la estacada a su compañera y carga sobre ella su propia responsabilidad. ¡Qué revelación! ¡Cómo se pone aquí de manifiesto que la rebelión contra Dios no era para nada «grande», para nada heroica, sino miserable, puesto que oculta con mentiras la verdad! Así, Dios se dirige a la mujer y le pregunta: «¿Qué has hecho?». Una vez más, es el momento de dar la cara por la propia acción. Pero ella responde: «La serpiente me sedujo y comí». También ella se hace a un lado; también ella se desentiende de su responsabilidad. Ambos fallan; ambos, es decir, el ser humano. Falla en la verdad, en la obediencia al mandato, en la fidelidad a la confianza de Dios, pero también en el coraje moral, en la decencia de la persona para consigo misma y para con el otro. Pero algo aún peor ha sucedido. En la respuesta del varón hay una pequeña frase que se pasa fácilmente por alto en la lectura. No dice, por ejemplo: «Mi mujer me ha dado algo del árbol», sino: «La mujer que me diste como compañera» lo ha hecho. Y esto

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significa: ¡Tú tienes la culpa! La rebelión que el hombre había consumado antes como desobediencia frente al mandato de Dios prosigue ahora en la acusación: Tú, Dios, eres responsable de lo que he hecho. Con ello, el hombre impugna el derecho del juez de pedirle cuentas, y comienza el reproche que, a partir de entonces, recorrerá toda la historia: Dios es culpable del mal que hacen los hombres y de la desgracia que surge del mal. Él ha creado a los hombres, les ha dado la libertad y, con ello, la posibilidad de actuar en contra del bien; él previó lo que habrían de hacer, pero, aun así, los colocó en situación de llevar a cabo la acción; la existencia está construida de tal modo que, sin el mal, las cosas no le funcionan a Dios… y cualesquiera sean las diferentes formas en las que el hombre procura invertir el juicio, hacerse a sí mismo juez y hacer de Dios el acusado. A continuación, Dios pronuncia la sentencia: perderán el paraíso. «El Señor Dios lo expulsó del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado». Cada palabra de estas escuetas frases es importante. Los primeros seres humanos tienen que irse fuera del paraíso. ¿Y qué hay fuera? «El suelo», que ahora el hombre tiene que labrar. Pero el jardín también era «suelo», tierra, y ya allí se había dicho: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y cultivara» (2,15). Suelo, tierra, en un lado y en otro; trabajo allí y trabajo aquí. De modo que las cosas son las mismas y la acción, también. Pero allí, el suelo estaba en el ámbito de la voluntad y del beneplácito de Dios, del respeto y de la fidelidad del hombre: era «paraíso». Ahora, en cambio, el suelo es tierra que el hombre ha arrancado de la concordancia con Dios. Es tierra extraña y sigue siéndolo a pesar de todos los esfuerzos de crear hogar en el campo y en la casa, en la comunidad humana y en la obra. Y mientras que el hombre realizaba allí su trabajo en la paz con Dios y, de ese modo, el trabajo se hacía libre y fecundo, ahora se encuentra en rebelión contra el Señor del mundo, su señorío es violencia, y su trabajo será difícil. Frente a interpretaciones erróneas del paraíso habíamos dicho ya antes que en él tendría que haberse dado todo lo que hace a la vida y obra de los hombres. Y se habría dado en concordancia con Dios y en una creación que habría de someterse de buen grado al señorío del hombre. Ahora, el campo de fuerza de esa concordancia se ha perdido. Las cosas se han vuelto duras y difíciles. Se han vuelto como son hoy: engorrosas y reacias. Pero dejémonos instruir por la palabra de Dios: el estado en que las cosas están ahora no es el originario, porque el hombre que las ve y las coge no es más el de antes; y su contexto para el hombre no es aquella naturaleza que Dios ha querido, una

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naturaleza familiar y amigable, porque algo se ha roto en su relación con ella. Si tenemos ojos para ver y un corazón para sentir tendremos que notar, sin duda, que, en todas las relaciones que pueda tener el hombre con las cosas, algo se ha salido del orden. Y ninguna de las expresiones que se dicen acerca del progreso, que supuestamente avanza cada vez más alto y ha de hacerlo todo cada vez mejor debe hacernos perder de vista esta experiencia. Este mismo «progreso» no está en orden. Y no porque aquí haya algo erróneo y allá algo que todavía sea imperfecto, y porque el conjunto no haya estado en marcha todavía durante suficiente tiempo, sino porque en la relación de cada ser humano con cada cosa hay algo trastocado. Y otra cosa dice la Escritura, abriéndonos una nueva profundidad. Se ha dicho: «Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, Adán y su mujer se escondieron de la vista del Señor Dios entre los árboles del jardín» (3,8). ¿Tenemos ya en claro todo lo que contienen estas palabras? Primero estamos tentados de escucharlas como palabras de cuentos que se relatan a los niños: Dios salió a pasear por su hermoso jardín al caer la tarde, cuando soplaba la brisa fresca, y se fijó si todo estaba en orden… No son así las cosas. No son palabras de un cuento, sino que, una vez más, nos ponen una imagen ante la mirada. Si la vemos y percibimos como tal, la imagen nos revela cosas profundas. Pero primeramente tenemos que empezar de un poco más lejos. Entre las tareas que se encomiendan al hombre en el curso de su maduración religiosa se cuenta sobre todo aprender a pensar correctamente a Dios. Para ello tiene que obtener los conceptos con los cuales poder hacerlo. Pero ¿dónde los encuentra? Como niños, los encontramos en el trato diario con papá y mamá, y con las demás personas que se esforzaban por nuestra instrucción. En nuestro mundo de ideas de entonces, Dios «venía», «hablaba» y «hacía» esto y aquello. Para nuestro pensamiento infantil era correcto y no había nada que objetar. Después, nos hicimos críticos y dejamos los pensamientos infantiles. O, digámoslo con más exactitud: los depositamos en el fondo del corazón, en la oración y en los sueños. Y para pensar acerca de Dios aprendimos el concepto de ser supremo, esforzándonos por eliminar todo lo que fuese defectuoso, limitado, perecedero, y por retener solo lo que era positivo, pero para elevar esto mismo al nivel de lo puramente perfecto. De ese modo nos formamos el concepto de Dios como el totalmente santo y el ser absoluto, de aquel que todo lo sabe y puede, del eterno e infinitamente dichoso. Haber conseguido este concepto fue tal vez el logro filosófico supremo de la historia del hombre. Cada uno de nosotros tiene que alcanzar este logro de alguna manera de nuevo, porque, de otro modo, no podrá pensar a

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Dios. Pero ¿basta el concepto? Con esta pregunta no se está inquiriendo si es posible captar a Dios a través de un concepto, y si es posible hacerlo de forma plena. Por supuesto, tal cosa nunca es posible. Tampoco se quiere preguntar aquí si se lo puede «pensar», absolutamente hablando, o si, más bien, no habría que vivir de él, con él, hacia él. Hoy en día suele decirse que Dios no puede ser nunca «objeto» de pensamiento, sino que está dado solamente en el acto de existir. Lo correcto en esta afirmación no puede considerarse en este lugar. Pero también es correcto que, con un pensar esmerado, el hombre puede decir, justificadamente: Dios existe, es omnipotente y el único justo; en él se encuentra el sentido de mi vida, y todo lo demás que la doctrina sobre Dios nos dice de él. La Escritura lo hace así; así lo han hecho los pensadores de todo el pasado creyente, hombres cuya experiencia cristiana no puede compararse con nuestra sequía religiosa. Pero dejemos estar este asunto. Es a otra cosa a la que aquí se está haciendo referencia, a saber, a la pregunta de si, con el solo concepto de ser absoluto, podemos hacer justicia a la realidad de Dios tal como está atestiguada en la Revelación. ¿Podemos incorporar a ese concepto todo lo que dice la Escritura sin que esto se haga impropio y desvaído? Un ejemplo, para aclarar: si alguien hablara de mi amigo y dijera: nació y morirá, tiene entendimiento, posee el don de la libertad y del sentimiento, trabaja, se alegra y sufre… ¿estaría yo contento con ello? No, sino que replicaría: lo que dices es correcto, es la verdad general que se adecúa a todo ser humano normal. Pero falta lo más importante: él mismo, el viviente, personal, inconfundible, el que yo conozco y de cuyo trato me alegro. Si falta eso, falta lo propio del amigo. Lo mismo vale para Dios. Tan pronto como nos familiarizamos más con la Sagrada Escritura tomamos consciencia de algo que, tal vez, primeramente nos desconcierta, pero que después se hace cada vez más importante, a saber, que es demasiado poco decir de él, solamente: es el santísimo, omnipotente, omnisciente, en una palabra, el absoluto. Y es demasiado poco en cuanto falta lo más importante, él mismo, lo vivo, personal y propio suyo. Y esto tiene que estar presente en la afirmación de Dios si tal afirmación ha de ser capaz de incorporar todo aquello que la Revelación dice de él. Para captarlo necesito imágenes, que se toman de las cosas de la naturaleza, de la vida del hombre. Digo, por ejemplo, como en el prólogo del Evangelio de Juan, que Dios es «luz». Es una imagen, pero una imagen válida que él mismo me ha dado, y debo tomarla como tal, pues, de otro modo, destruyo su sentido. No debo reemplazarla por afirmaciones generales como: en Dios no hay error, ni mentira, ni ignorancia alguna, sino solo verdad y comprensión. Por supuesto, tales afirmaciones serían correctas, pero la imagen habría

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desaparecido y, con ella, lo que propiamente quería decirse. No: se ha de decir, en cambio: Dios es luz, «la» luz, la una y única, y todo lo que se llame luz en el mundo es un reflejo de él. Ver esto se hace aún más importante cuando se trata de afirmaciones que primeramente nos extrañan. (Y es una regla en el trato con la Sagrada Escritura: cuanto más nos choca en ella una afirmación, tanto mayor es la probabilidad de que sea importante.) Cuando se dice, entonces, y siempre de nuevo, que Dios «viene», que «habita», que «ve», «habla» y «actúa», sentimos primero extrañeza y tendemos a ver en ello la forma de expresarse de un estadio temprano de la cultura religiosa; tendemos a quitar lo concreto y reducirlo todo al concepto de ser absoluto. Pero, al hacerlo, olvidaríamos que se trata de Revelación; Revelación de quién es el Dios en quien hemos de creer y con el que se nos concede vivir. En lugar de ello, nos retiraríamos hacia aquel que nosotros mismos hemos pensado a partir de los datos de nuestra existencia inmediata. Por tanto, en la historia de la maduración religiosa, de la cual se hablaba, tenemos que aprender que se debe pensar a Dios como lo hace la Escritura, con todas las afirmaciones concretas y vivas que ella hace sobre él. Estas afirmaciones no son concesiones hechas a incultos que no están en condiciones de pensar filosófica o teológicamente, sino que son correctas. Más aún: dicen incluso algo sobre Dios que no está contenido en el concepto de absoluto: el misterio de un paso hacia nuestra finitud sin el cual no pueden entenderse la creación ni la encarnación ni la repatriación eterna. Este misterio se expresa en imágenes que no pueden trasladarse a conceptos sin que se produzca una pérdida de sentido. Pero las imágenes han sido dadas por el mismo Dios del que ellas hablan; son válidas e ineludibles. Tienen que ser incorporadas también a la más aguda exposición teológica, aunque, por supuesto, de tal modo que, al mismo tiempo, se conserve el elemento de absolutez. Esta simultaneidad y conjunción de imágenes y absolutez no puede comprenderse mediante la lógica, pero la fe siente la realidad. Es la realidad del nombre con el cual lo llama la Escritura: «el Dios viviente», y del otro nombre con el que lo llama el corazón cuando experimenta su cercanía: «mi Dios» –cada ser humano lo llama nuevamente de ese modo: «suyo» como de ningún otro–.Si el creyente llega hasta allí en el curso de su aprendizaje, habrá recuperado el lenguaje de su infancia, pero preservando el fruto de su pensamiento adulto, el concepto de absoluto. Si intenta ahora pensar las cosas de Dios, los conceptos le vienen de ambas fuentes y son al mismo tiempo exactos y vivos.

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Hemos tomado una carrera larga, pero esta nos ha enseñado algo que es importante más allá de la ocasión particular. Con ello regresamos a nuestro texto. Una imagen tal del «Dios viviente» se encuentra aquí. Él ha dado al hombre el paraíso; un «jardín» donde los hombres debían vivir y ejercer su señorío. Pero detrás de ello está tácita otra cosa: que en este ámbito de toda plenitud quiere vivir él mismo y regalarle al hombre su santa familiaridad. Después, cuando, tras el ardor del día, a la hora de la brisa fresca, el gran Señor se pasea por el jardín, vienen sus criaturas humanas a él y hablan con él. ¿No es acaso verdadera y hermosa la imagen –tan verdadera y tan hermosa que le conmueve a uno el corazón—? ¿Ver cómo los hombres, seres puros, nobles, vienen a su Creador y conversan con él en la concorde relación de la confianza amorosa? Pero ¿de qué hablarán con él? Pienso que sobre el mundo. Sobre la tierra, los árboles, el sol; sobre todo lo que él ha creado. No en un idilio caprichoso, sino con seriedad; con afán de conocer. Pero de conocer como solo puede conocerse en unión con Dios, de manera que pensar y orar, conocer y experimentar, se hacen una sola cosa. ¡Cómo tienen que haber resplandecido las cosas en esa conversación! ¡Cómo tiene que haberse desvelado para el hombre, con hondura y claridad, lo que son todas las cosas…! ¿A qué se dirige, si no, la pregunta del niño cuando dice: mamá, qué es esto? A algo que ninguna madre puede decir. Pues, si le responde, dirá palabras y conceptos. Pero el niño quisiera saber cómo son realmente las cosas, saberlo realmente, en la luminosidad interior de la esencia misma de las cosas. Y esto no puede darlo ningún ser humano; solo Dios puede darlo. Y cuando Dios lo da, dice el interior del hombre: ¡Sí, eso es…! Pienso que en aquellas conversaciones con el Señor del paraíso en la hora de la confianza, los hombres aprendieron y entendieron lo que ninguna ciencia da a entender. Y también hablaron con Dios sobre sí mismos. Él les respondió, y ellos se entendieron a sí mismos… ¿Nos entendemos nosotros a nosotros mismos? ¿Entendemos lo que nos está más cerca, totalmente cerca, pues somos nosotros mismos? ¿Entendemos por qué hemos hecho esto y aquello? ¿Entendemos por qué nos sale tal cosa al encuentro, por qué la otra nos conmueve, y una tercera nos llena de dicha? ¿Entendemos el mundo que somos, tan entretejido, con diferentes capas tanto hacia arriba como hacia abajo? ¿Tengo claro quién soy? ¿El hecho de que soy, en lugar de no ser? De todo ello mi espíritu capta siempre solo algunos cabos, algunos movimientos, un ente que se ramifica de forma indeterminada, pero… ¿entendemos realmente? ¡El hombre es tan grande, vive tanto más allá de sí mismo y penetra tan hondo en su interior! Cuando pregunta, con seriedad, qué, y quién, y cómo, y por qué, solo Dios puede responderle. Entonces, Dios le respondía, ¡y qué bondadosamente serias tienen

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que haber sido sus respuestas, qué íntima certeza tienen que haber transmitido! Y toda respuesta lo contenía también a él mismo como aquel que tiene que pensarse con cada pensamiento, decirse con cada palabra, si es que han de ser realmente verdaderos y completos. Y ahora intentemos imaginarnos qué habría surgido de todo ello, qué riqueza de vida humana, qué plenitud de obra humana. Pero todo esto solo se ha dicho porque, ahora, hay que decir que el hombre, en la perturbación de su culpa, huyó de esa santa cercanía y se escondió en la naturaleza, que ya se había hecho extraña: «entre los árboles del jardín».

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LA MUERTE

En el contexto de lo que narra el Génesis sobre el paraíso nos encontramos con una afirmación que nos resulta muy extraña, porque contradice de la forma más rotunda nuestras concepciones acerca del hombre y de su vida: la afirmación de que el hombre no tendría que haber muerto si hubiese permanecido fiel en la prueba. Podría pensarse que se trata de un motivo secundario, que podría también desaparecer sin que con ello se menoscabara lo esencial de la Revelación del paraíso. Pero pronto se ve que esto no es posible, pues lo que Dios dice al hombre es tan claro como enfático: «Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día en que comas de él, tendrás que morir» (2,16-17). La frase tiene en hebreo un tono más urgente: «tienes que morir la muerte» o, como otros traducen, «tienes que morir, sí, morir». En su diálogo con el tentador dice la mujer: «Pero del fruto del árbol que está en medio del jardín nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”» (3,3). El tentador le responde: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal» (3,4-5). Por tanto, se trata de algo que pertenece esencialmente al contexto de la doctrina del paraíso. ¿Qué se quiere significar con esto? La explicación racionalista concluye rápidamente. Según ella, se trata de una afirmación como las que se encuentran muchas veces en la poesía de los pueblos. Es la imagen del anhelo del hombre de una existencia maravillosa en la que no haya nada de lo que lo oprime en el presente, sino solo cosas hermosas y dichosas. Así –dice esta explicación–, en este país de satisfacción plena no hay muerte, sino una vida sin fin, y, por supuesto, una juventud inmarcesible. Otros aceptan la afirmación en el conjunto de lo revelado, pero sienten que los pone en apuros. La base obvia de su pensamiento es la imagen del hombre de la Edad Moderna. De modo que, si bien no niegan directamente la afirmación, la marginan del campo de la consciencia, de modo que, prácticamente, desaparece de él. Pero, a decir verdad, la afirmación en cuestión pertenece al núcleo de la Revelación y es la que hace comprensible nuestra existencia actual. La doctrina de la muerte contenida en el Génesis tiene un eco potente en el Nuevo

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Testamento, concretamente en la carta a los Romanos. Dice allí Pablo en el capítulo quinto: «Por tanto, lo mismo que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte se propagó a todos los hombres, porque [en la acción del primero] todos pecaron…» (5,12). Más énfasis pone Pablo después, cuando dice que «por el delito de uno solo la muerte inauguró su reinado» (5,17). No obstante, en estrecha relación con esta idea siguen más adelante las grandes consideraciones sobre la redención y la nueva vida por Cristo. Hablar aquí de motivos secundarios de carácter mítico es totalmente imposible. Las ideas de la muerte y del pecado están en una proximidad tan estrecha que pasan a ser directamente una sola. Se habla de un «reinado» de la muerte, de un estado de la existencia que proviene de ese reinado y en el que se encuentran todos los hombres (5,17-21). Finalmente, está el capítulo octavo de la misma carta a los Romanos, en el que se habla del anhelo de la creación, que aguarda con esperanza el momento en que los hijos de Dios alcancen su plenitud y se ponga de manifiesto su gloria. Ahora, la creación está «sometida» a la «caducidad» o «corrupción», es decir, a la muerte; pero después será «liberada de la esclavitud de la caducidad,1 para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios». Y la suma y esencia de esta gloria es «la redención de nuestro cuerpo» en la resurrección de los muertos (Rom 8,19-23; cf. 1 Cor 15–16). Se trata, pues, de algo que se encuentra en el centro del mensaje de la salvación. Todos nosotros vivimos en el contexto del pensamiento moderno. En la cuestión que nos ocupa, tal pensamiento se basa en el presupuesto de que el hombre que experimentamos es el hombre sin más. La existencia, tal como la experimentamos, es la existencia sin más. Ciertamente hay en ella perturbaciones y destrucciones, y esto plantea graves problemas al pensamiento. Pero sobre ellos solo se puede pensar y hablar a partir del contexto que tenemos dado en la actualidad. Cuando el pensamiento trasciende este contexto, se trata de un juego de la imaginación que podrá tener un sentido psicológico o estético, pero no debe reivindicar nunca ser una verdad seria. Por tanto, cuando el hombre piensa sobre sí mismo con estos presupuestos, lo hace a partir del estado en el que se encuentra actualmente. La consecuencia de lo dicho es que nunca logra sacar la cabeza fuera de sí mismo. Su pensamiento discurre por caminos predeterminados y le confirma siempre de nuevo que lo que él es ahora es lo único y lo real. Y cuando en el Génesis le salen al encuentro pensamientos como los que acabamos de exponer, no puede más que eliminarlos del ámbito de lo seriamente real. Pero si este hombre se vuelve realmente creyente, confiará en la Revelación como la

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fuente de la verdad divina, recibirá sus pensamientos con plena seriedad –aunque al principio le causen extrañeza–, y, entonces, estos le abrirán la mirada para la auténtica realidad. Ellos le dirán: como lo demuestra la historia entera, el estado en el que se encuentra actualmente el ser humano no constituye el estado de la primera realidad. Algo ha sucedido que modificó la estructura de la vida tal como era entonces. De ese modo, el estado actual no puede concebirse solo a partir de él mismo. Una mirada semejante hacia lo propiamente auténtico nos abre la afirmación de la Escritura según la cual la muerte no pertenece a la figura de vida que Dios ha pensado realmente para el hombre. Pero ¿cómo hemos de pensar una doctrina semejante sin confundir todo lo que nos dicen la experiencia cotidiana y la investigación científica –más aún, sin entrar en conflicto con nuestra conciencia moral frente a la verdad, pues tanto la auténtica experiencia como la auténtica ciencia nos obligan moralmente–? Esto era difícil en el tiempo de la antropología positivista. No se podía hacer mucho más que dejar en pie ambas afirmaciones una junto a otra y asumir la incomprensión de los que pensaban diferente. Pero la época más reciente ha adquirido conocimientos que generan nuevas y muy importantes relaciones entre la ciencia y la Revelación. Antes se pensaba al ser humano como una formación cerrada en la que todo discurre según leyes físicas y químicas. Tampoco lo anímico-espiritual perturbaba esta concepción, pues se lo veía como el último efecto de determinados procesos nerviosos o como elemento regulador del todo orgánico –o bien como algo que, inexplicablemente, funciona en yuxtaposición a lo orgánico–.En virtud de crecientes observaciones y análisis más profundos sabemos hoy que esta imagen es errónea. El cuerpo no constituye para nada un sistema cerrado, sino que está abierto a influencias provenientes del alma y del espíritu. Los procesos del cuerpo se ven constantemente influenciados por el estado de ánimo, la conciencia y la actitud personal. Tomemos, por ejemplo, a dos personas que trabajan una junto a otra. Su constitución corporal y su pericia profesional están a la par. Pero una ve el trabajo como algo pleno de sentido en sí mismo, mientras que, para la otra, el trabajo no es más que un medio para ganar dinero que destinará al deporte y la diversión. ¿Dispondrán ambas de la misma fuerza frente a una tarea difícil? Ciertamente no. Los impulsos provenientes del espíritu son diferentes y modifican la situación de trabajo… Todo médico sabe qué significa si, en una crisis, el enfermo está decidido a vivir porque los suyos lo necesitan, o si se cansa, se desanima y se abandona. En el primer caso brotan de la voluntad las más sorprendentes fuerzas de defensa, mientras que, en el segundo, el enfermo se muere

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desde dentro… La psicología nos muestra que ciertos accidentes no son causados por meras causas exteriores, sino que se encuentran bajo una guía que parte del inconsciente del ser humano, de modo que, más a menudo de lo que lo hacen las estadísticas, habría que hablar, en el sentido más profundo de la palabra, de una muerte querida por la misma persona… Las manifestaciones de la sugestión y de la hipnosis nos muestran qué efectos directamente desconcertantes pueden provenir de la voluntad… y más cosas de este tipo. Todo esto significa que el cuerpo humano se encuentra bajo el constante influjo del espíritu, que es perturbado y favorecido por él. Si podemos decir, como es realmente el caso, que el cuerpo humano es en igual medida un acontecimiento que una formación fija, entonces la conducción de tal acontecimiento es ejercida en buena parte por el espíritu y los sentimientos de la personalidad en cuestión. Si así es, ¿qué habrá de significar el hecho de que el hombre, de quien aquí se trata, provenga nuevo de la mano de Dios y viva con pureza de corazón y enteramente a partir de su esencia, obediente desde la raíz a aquel que es la verdad y el orden? ¿Qué significará que este sea el ánimo que gobierna su cuerpo? ¿Y qué significará que Dios pueda hacer que su fuerza creadora se derrame con vigor y riqueza en este hombre, puesto que la puerta –el libre albedrío, el corazón dueño de sí mismo– le está enteramente abierta? ¿Qué puede sucederle a un hombre semejante? La respuesta honesta de la ciencia solo puede ser que ella no puede decir nada al respecto. Menos aún, por cuanto tal hombre no existe más, puesto que el hombre actual es diferente y vive bajo condiciones diferentes, siendo imposible cualquier comprobación. Si bien el hombre se imagina ser «el» hombre, no lo es. Es el hombre perturbado, que alcanza por cierto logros prodigiosos de conocimiento, conquista y plasmación, pero introduce en todo la confusión que está actuando en él mismo. Y ahora dice la Revelación: Dios originó en este primer hombre, que estaba frente a él en la postura que intentábamos expresar, una vida que no debía morir. Por supuesto, todo curso de vida habría tenido un fin, pues el hombre es figura, y toda figura es, también, límite. Pero ese fin sería también efecto del mismo espíritu, tan lleno de vida: espiritualización completa, transformación, trascendencia. Con esto se está expresando algo totalmente diferente de la idea, propia de los cuentos, de una inmortalidad en la que la vida continúa de forma perenne, de una juventud que nunca envejece. Es algo que no existe en nuestro mundo, pues no se ha realizado, pero que podemos inferir –o, por lo menos, vislumbrar– a partir de lo que dice la Revelación.

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Por eso, tampoco podemos decir cómo se habría dado más precisamente este fin de la vida, que no era una muerte. Es también muy fácil poner en ridículo a alguien que mantenga abierta una posibilidad semejante. De todos modos, presuponiendo que se tenga una real disposición a comprender, se puede vislumbrar aproximadamente qué se quiere significar con lo dicho si contemplamos el rostro de un ser humano que ha dejado atrás el egoísmo y que ha echado raíces en la verdad y en el amor. Imaginemos que este proceso no se vio nunca perturbado y que se desarrolló siempre más: tal representación nos señala en la dirección indicada. Por supuesto, nada tiene esto que ver con efectos de la naturaleza. Proviene del espíritu que vive en Dios. Cuando los hombres traicionaron a Dios, este estado se desintegró y se inauguró un nuevo estado, más aún, un nuevo mundo: el mundo de la muerte. En el fondo no se entiende cómo pudieron sobrevivir el momento de la rebelión. Que no hayan sucumbido por el desgarro que sufrió en ese momento toda su esencia, sino que hayan permanecido en vida y puedan haber seguido haciendo historia solo fue posible porque Dios los mantuvo y los condujo hacia la salvación, que un día habría de llegar. Esto fue ya el comienzo de la salvación. Pero ¡qué desesperación tiene que haberlos agitado, qué anhelo tiene que haberlos consumido!, opresiones que todavía en el presente ascienden desde lo profundo de nuestro inconsciente y no provienen de causas biológicas ni de cualesquiera complejos psíquicos, sino de las vivencias primordiales del ser humano en un mundo que se le había hecho extraño y hostil. En ese mundo vive ahora el hombre; bajo el «reinado de la muerte», del que habla Pablo. Dejemos que nos interpele realmente de cerca qué tremendo aluvión de matanza y de muerte ha pasado sobre el mundo solamente en los últimos cinco decenios… Escuchemos entonces con cuánta naturalidad se habla de que «tantos millones» resultaron muertos o heridos, quedaron lisiados o sin hogar. ¿Es esto natural? Se dice que esa es la lucha por la existencia. Que esa lucha se libra entre todos los seres vivos: como entre los animales, también entre hombres. ¡Pero eso no es cierto! Trasladar el concepto de lucha por la existencia de los animales a los hombres es una confusión funesta y, en el fondo, incomprensible. Cuando el animal tiene hambre, mata a su presa, la devora, y con ello se cierra el proceso. Pero en el hombre sucede a menudo –y hasta, tal vez, siempre– que mata porque quiere destruir. Y lo hace recurriendo a todos los medios de la investigación y de la técnica. Desarrolla una ciencia de la curación, construye hospitales y sanatorios, crea disciplinas relacionadas con el arte de la atención, organiza profesiones asistenciales… pero al mismo tiempo aplica cantidades ya

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incalculables de dinero, de trabajo y de sacrificios de todo tipo a desarrollar modos de exterminar poblaciones, de destruir culturas, de hacer que tierras se vuelvan estériles e inhabitables. ¿Tiene esto un carácter tal que nos dé ocasión para llamarlo «natural»? ¿Se explica por sí mismo, como se explica por sí mismo el actuar del animal predador? No permitamos que nos encierren la independencia de nuestro juicio con conceptos biológicos. Hay quien dijo que era «una gran gracia poder ver lo que es». ¡Cuánta razón tiene la frase! Si observamos con más detalle, distinguiremos, juzgaremos cómo es el hombre: el actual, el real, tanto en la historia como en el presente, a nuestro alrededor y en nosotros mismos. Entonces no diremos ya que está en un estado natural, es decir, acorde a su esencia. Es un estado trastornado; es el reinado de la muerte que ha llegado hasta los instintos. ¿Cómo podría el hombre, que, según la teoría, ha ascendido desde la materia en tan larga evolución y que, por tanto, tendría que estar estructurado según las leyes de la razonabilidad y del orden naturales, comportarse de una manera de la que ningún animal se comporta? Algo ha sucedido que ha llegado hasta el núcleo de la esencia del hombre y que ha podido desarrollar en él una fuerza destructora tan tremenda –justamente porque el hombre no es un animal, ni siquiera un animal altamente desarrollado; justamente porque hay en él más que en el animal, porque está en él el espíritu, que da a todo impulso una libertad que solo es posible desde el espíritu y un alcance en sus efectos que solo el espíritu puede producir–. De este conjunto de contenidos habla la Escritura. El ser humano no tendría por qué haber sucumbido a este poder de muerte. Y es como un símbolo de este mismo poder de muerte el que la psicología nos diga que en el inconsciente se encuentran enfrentadas una pulsión de vida una pulsión de muerte. Aquello que en el hombre constituye el fundamento de la existencia, la relación con la vida, con el ser, está escindido en sí mismo. El poder de la muerte ha penetrado en el núcleo del hombre, se ha hecho parte de él mismo y lo amenaza desde su propio centro. ¡Qué inquietante luz ilumina desde aquí todos los daños que el ser humano se ocasiona a sí mismo! Primeramente parecen simples consecuencias de ligereza o de falta de dominio de sí. Pero, desde aquella constatación, adquieren un carácter mucho más sombrío, que salta a la vista con fuerza cada vez mayor cuando se trata de la formación de vicios destructivos, de temeridades irrazonables y, finalmente, del acto del suicidio, que no se encuentra en ningún animal. Ciertamente, este es también el lugar desde el cual cabe hablar de un elemento del relato del paraíso que ofrece especiales dificultades para su explicación, con el peligro de perturbar la unidad del conjunto o de conducir al ámbito de lo mítico. Quisiera proponer la siguiente interpretación.

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En el relato del paraíso aparece junto al árbol del conocimiento del bien y del mal otro árbol. Dicho exactamente, este es incluso el primero en ser mencionado, y se encuentra en el lugar más importante: en el centro del paraíso. Dice el texto: «El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos para la vista y buenos para comer; además, el árbol de la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal» (2,9). El relato habla después una vez más de él, al final del tercer capítulo: «Y el Señor Dios dijo: “He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nosotros en el conocimiento del bien y del mal; no vaya ahora a alargar su mano y tome también del árbol de la vida, coma de él y viva para siempre”. El Señor Dios lo expulsó del jardín de Edén, para que labrase el suelo de donde había sido tomado. Echó al hombre, y a oriente del jardín de Edén colocó a los querubines y una espada llameante que brillaba, para cerrar el camino del árbol de la vida» (3,22-24). Probablemente, el lector proveniente del contexto de la Revelación esté extrañado: ¿Para qué sirve el árbol de la vida? ¿Qué relación guarda con la prueba? Más aún, ¿qué significa la preocupación de Dios de que el hombre pudiese, a pesar de su indignación, comer de ese árbol, y la medida de bloquear el acceso a él? ¿No aparecerá aquí el árbol mítico de la vida y, en el paraíso, el ámbito originario que el hombre busca después una y otra vez, y que escasos elegidos alcanzan realmente? El sentido parece hacerse sumamente claro cuando se considera también este árbol como una imagen. Concretamente, como imagen del destino que tendrá la promesa de que el hombre será preservado de la muerte y del poder de la muerte: si se cumple o se frustra. El árbol es el centro, el corazón del paraíso. Su fruto produce que la muerte no cobre dominio sobre el hombre –que, en realidad, es un ser perecedero–.Según ya hemos dicho, esto no significa que la vida humana no fuese a tener un fin, no significa una mítica juventud eterna, sino que la vida humana debía completarse de forma pura y pasar a la eternidad a través de un tránsito que nosotros ya no podemos comprender. De esta plenitud y coronación es imagen el fruto del árbol de la vida. Alimentarse de él significa la vitalidad plenamente indemne del hombre paradisíaco. Al parecer, sin embargo, según surge de la custodia establecida al final del tercer capítulo, el hombre solo tiene permitido comerlo después de haberse acreditado frente al árbol de la prueba y de estar ya consolidado en la conformidad con la voluntad de Dios en la obediencia. Entonces, una gracia especial lo preserva del poder de la muerte. Comer del fruto es, entonces, la imagen de que la promesa alcanza su cumplimiento. Pero el sacrilegio se consuma, y la condición perecedera del ser humano se convierte

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en caída en poder de la muerte. Resuenan, pues, las palabras: «He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nosotros en el conocimiento del bien y del mal» (22). Ellas constatan una tremenda desgracia, pero también una horrorosa inadecuación en la raíz de la existencia humana. Es algo metafísicamente, no: absolutamente grotesco que el hombre finito, caduco, quiera ser como Dios. Esto se refleja en la citada frase como una ironía soberana, infinitamente serena: ¡He aquí que el hombre ha obtenido lo que quería! Ahora ha conocido realmente el bien y el mal. ¡Pero de qué forma! Lo ha conocido haciendo el mal. Tenía que aprender la gran diferencia, pero por la obediencia, por la perseverancia en el bien. Ahora, todo el hacer y todo el ser del hombre están bajo un signo erróneo. Solo faltaría que, además de su maligna soberanía ficticia, obtuviera también la libertad de la muerte. Entonces, el contrasentido sería completo. Entonces, el orden de la existencia se habría erigido contra Dios. Esto no puede ser, pues el hombre ya ha malogrado su acceso al árbol de la vida a través de su pecado. Esta imposibilidad proveniente del sentido santo del ordenamiento divino se expresa a través de que los querubines, los guardianes de la santas barreras, cierran el paso, al igual que lo hace la «espada llameante» como imagen del rayo, expresión del poder airado de Dios. Inaccesibilidad divina y ordenamiento natural hacen imposible que el hombre, como impío, esté en el paraíso. En la escuela de la revelación se modifica nuestra mirada hacia la existencia. El presupuesto que domina en todas partes el pensamiento –desde la cotidianidad hasta la más alta filosofía– en el sentido de que «el hombre» es simplemente tal como es hoy, pierde su muda fuerza sugestiva. Se perfila con claridad que nuestro pensamiento – también el científico y, en el fondo, también el teológico cuando retrocede con temor frente a la afirmación de la Revelación– no está para nada libre de presupuestos, y, al parecer, se comienza a cuestionar tales presupuestos. Se vislumbra que el hombre no es «naturaleza», que la historia no es «desarrollo natural», sino que la existencia posee carácter trágico –pero distinto del inmanente y propio de la caducidad de todo lo terreno, de la implacabilidad de la lucha por la vida, o del hecho de que un valor está tanto más amenazado cuanto más elevado sea–.Ese carácter trágico proviene de la culpa de una traición que el hombre ha cometido contra Dios y por la cual, ya antes de que comenzara lo que hoy se llama «historia», ha perdido la primera e inefable posibilidad. Comprendiendo esto alcanzamos una posición estable frente a la existencia, adquirimos la capacidad de juzgarla y de liberarnos de sus hechizos. Pero vislumbramos también qué significa «redención» –una realidad que ya actúa en el hecho de alcanzar esta posición– y

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qué quiere significar la promesa de una futura libertad. Esto no es, pues, una nueva teoría de la existencia junto a tantas otras –optimistas, pesimistas, absurdistas, y cualesquiera se hayan concebido– sino un nuevo comienzo que conduce a la verdad. El pensamiento de quien se ha dedicado largo tiempo a la investigación de la Revelación y, al mismo tiempo, de la existencia humana experimenta siempre de nuevo cuánta razón –cuán enorme razón, se diría– tiene la Revelación. De ese modo se habitúa a tomar en serio las afirmaciones de la Revelación incluso cuando dan la impresión de insensatez frente a toda la ciencia.

1 Caducidad»; BCEE: «corrupción».

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EL TRASTORNO DE LA OBRA DEL HOMBRE

Una vez que el hombre confesó –¡y qué pobremente!– su desobediencia, Dios le dicta su sentencia: «Por… haber comido del árbol del que te prohibí, maldito el suelo por tu culpa: comerás de él con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinas… hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás» (3,17-19). También esto suena extraño. Pero nos hemos decidido a no seguir las convenciones de pensamiento que nos rodean, sino a fiarnos de la palabra de la Escritura. ¿Qué nos dice, pues, esa palabra? Nos dice que se impone al hombre cultivar «el suelo». El suelo representa el mundo. En este mundo ha de realizar el hombre su trabajo. De él se ha de alimentar. En él debe crear lo que llamamos «cultura» en el sentido más amplio de la palabra. Pero, según la sentencia de Dios, en todo ello reinará la confusión. El mundo no dará lo que el hombre espera de él. El trabajo será fatigoso, es decir, costará esfuerzo, un esfuerzo que empañará la alegría de su fruto. Y el fruto será escaso, y así quedarán las cosas para el hombre hasta el fin de su vida. Ese fin es la muerte. Amarga compensación de una existencia en la que el hombre había querido «ser como Dios». ¿Se ha verificado de ese modo? Dios creó al hombre a su imagen para que fuese señor del mundo por la gracia así como Dios lo es por esencia. Las cosas debían someterse a su voluntad del mismo modo como él debía ser obediente a su propio Señor. El mundo habría sido «paraíso», habría estado en concordancia con el hombre por la gracia, una gracia que estaba dispuesta a regirlo todo. Este es el mundo que el hombre debía «cultivar», como dice en 2,15: conocer las cosas, ejercitar en ellas sus fuerzas, realizar las acciones y las obras que le exigiera el encuentro con ellas… Y el hombre debía «guardar» el mundo. Este había sido puesto en sus manos para que lo guardara en la verdad y el orden, para que le diera la posibilidad de desplegar en su propio ámbito de vida su ser, su grandeza y su belleza. Debía hacerlo permaneciendo él mismo en su verdad y orden propios y preservando así su propia esencia.

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Pero ¡cuánto modificaron estas palabras su sentido! «Guardar y cultivar»: ¡qué diferente suenan en la sentencia de Dios después de la rebelión en comparación con el anterior encargo creador. Una cosa no puede separarse de la otra: no se puede ejercer señorío sobre la obra de Dios si se es desobediente ante el Señor de esa obra. El hombre abandonó la obediencia a Dios, y la naturaleza hizo lo mismo frente a él. El hombre no es un aparato que, siempre igual a sí mismo, produzca constantemente un producto igual. El hombre vive, y lo que hace es un efecto de su vida. Por eso, en lo que el hombre hace repercute todo lo que él mismo es. Su obra se verá siempre influenciada por el estado en que él se encuentra. Así, el trastorno en el que había caído por la traición a Dios tenía que trastornar también su obra en el mundo. Y no solo eso. Las cosas no son un mero material que pueda manejarse al propio arbitrio. Dios les ha dado su esencia y ellas se someten a la intervención del hombre cuando este las toma en la verdad de su esencia. El hombre ejerció su primer señorío en estado de claridad, estando en unidad con la propia esencia, con una voluntad soberana y con mano segura. Y lo hizo con ojos clarividentes y corazón respetuoso por la esencia de las cosas y por el orden en el que estas se encuentran. Así, la naturaleza conservó en su obra la libertad de su ser. Más aún, ella llegó a ser más ella misma de lo que lo había sido por sí sola. Ahora esto ha cambiado. En gran medida, el hombre impone a la naturaleza su voluntad y, al hacerlo, la destruye. El mundo está lleno de naturaleza devastada y desnaturalizada, pero el reverso de esto mismo es que el hombre cae en el sometimiento a aquella a la que considera dominar. Hacer violencia a la naturaleza y caer sometido a ella son dos caras de lo mismo. La relación del hombre con la naturaleza se ha falseado, y esto repercute en todo lo que el hombre hace. Tal vez objetemos cómo puede hablarse de este modo sobre la obra del hombre siendo así que este alcanza logros tan grandiosos. Sus logros son realmente grandiosos. El tiempo de la historia que se conoce es relativamente corto. Pero, en ella, la obra del hombre crece con una rapidez asombrosa. Más aún, hoy, el hombre tiene la sensación de que, en principio, todo le es posible. ¿Dónde ha quedado la escasez del fruto? ¿Dónde están los «cardos y espinas»? Pero observemos más detenidamente. Si pudiésemos ver las pirámides tal como se erguían en otro tiempo en el desierto egipcio, con su cubierta de piedra pulida, como enormes joyas refulgentes al rayo del sol, diríamos: ¡Qué magnificencia! Pero los cientos de miles de esclavos que sucumbieron en el tremendo trabajo de su erección, ¿qué

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sucedió con ellos? El crimen que se cometió con esos hombres ha entrado en estas obras y ha envenenado su grandeza, y es una mentira dejar de tener en cuenta, a la vista de tal grandeza, aquellas terribles realidades. Tal vez se replique que era la época de la esclavitud, y que hoy se la ha superado. ¿Ignoramos acaso que, todavía hoy, de diversas maneras, existe el tráfico y el trabajo de esclavos? ¿Qué sucede con las construcciones de canales en el norte de Rusia? ¿Qué sucede con los desmontes y las minas en aquellos lugares? Los resultados estarán presentes después magníficamente en los mapas, y la historia de la cultura narrará qué enorme ha sido el logro alcanzado. Pero los millones de trabajadores forzados que lo realizaron y sucumbieron en ello, ¿qué sucede con ellos? De ellos no se habla, se los ha olvidado. Pero Dios sabe de ellos y sabe que su destino está adherido a esas obras. La esclavitud está de nuevo presente, y como institución oficial. Solo tiene otro nombre: campo de trabajo, campo de concentración, aniquilación de los enemigos del pueblo, liquidación de los saboteadores, de los reaccionarios y de los capitalistas. También entre nosotros estuvo de nuevo presente la esclavitud en aquellos doce años.1 ¿Y quién garantiza que no aparecerá de nuevo en otras formas, cualesquiera sean?… Y a ello se agrega todo el trabajo de esclavos que se realiza ocultamente, bajo la coacción de los sistemas económico-técnicos, bajo la presión de la necesidad, con fuerzas insuficientes, con el cuerpo enfermo y el corazón cansado. ¿Qué sucede con ello? Se dice que todo irá cada vez mejor con el avance del desarrollo cultural: hace falta el ímpetu de la juventud o la obediencia obtusa del hombre de partido para creérselo. E incluso aquellos que pueden elegir su profesión: ¿les cumple ella lo que les ha prometido cuando comenzaron? La confianza en que se podrá lograr algo valioso, la voluntad de realizar una obra pura en la profesión, la sensación de poseer talento y fuerza, la esperanza de tener éxito y ganancias, ¿se cumple todo ello? ¿Perdura cuando se ha esfumado el encanto de lo nuevo, cuando vienen las resistencias, cuando comienza a oprimir la fatiga de cada día?… Si se preguntara a la gente en la oficina, en la fábrica, en los despachos públicos: ¿encuentras en tu trabajo lo que esperabas de él?, responderían todo tipo de cosas sobre el trabajo hecho a conciencia y sobre el sentido que, a pesar de todo, tiene el trabajo, pero ¿se les notaría también que viven en un trabajo fecundo y que las cosas merecen su esfuerzo? Sin duda que no, pues, en ese caso, su rostro se vería diferente. Y si se siguiera preguntando por qué permanecen en ese trabajo, la respuesta sería: porque tengo que hacerlo, porque no sé hacer nada mejor, porque el tiempo para formarse en algo diferente ya se ha pasado, porque la familia depende de mí; en el fondo, porque todo da lo mismo…

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¿Y qué sucede con los grandes? Miremos el rostro de Beethoven: ¿de dónde viene esa tremenda seriedad? ¿De dónde viene la tristeza que hay en los ojos de Miguel Ángel? ¿De dónde la amargura de los rasgos de Dante? Los grandes científicos y filósofos ¿expresan en sus rostros esperanzas cumplidas? Los más importantes estadistas, educadores o reformadores sociales ¿se ven como si, realmente y en lo más íntimo, estuviesen contentos con su labor? Pero vayamos todavía un poco más hacia lo hondo: supongamos que tenemos a un hombre que quiere algo bueno. Pone en acción toda su energía, es valiente, está dispuesto al sacrificio, es perseverante y logra cosas excelentes. Pero, una y otra vez, se manifiesta una cosa inquietante: lo bueno que él pretende suscita su misma contradicción. ¿Qué hay más noble que poder decir: lucho por la justicia? Por supuesto, esto significa también que se lucha contra aquellas personas que representan un obstáculo para la justicia. Pero, al hacerlo, ¿será justo con ellas el luchador por la justicia? Esto significa que tiene que vérselas con las circunstancias más diversas. Pero, la medida correcta en un caso, ¿lo será también en otro? ¿De dónde viene el viejo adagio: summum ius, summa iniuria, justicia suprema, suprema injusticia? Viene de la experiencia de que en la sustancia de la existencia humana opera una cosa inquietante. Si se emite un impulso en sí mismo bueno y claro, este se enreda, confunde y trastoca, y aparecen consecuencias de las que uno se asusta. En nuestro caso: de la voluntad de hacer justicia surge intolerancia, dureza, violencia… O bien, alguien ve toda la inmundicia que nos sale de continuo al encuentro en imágenes e impresos, en los espectáculos y en el negocio del entretenimiento. Acomete contra ello para que el mundo sea más limpio, para que la juventud pueda crecer con un sentimiento claro del honor y la decencia. Habla, escribe, procura mover autoridades y leyes, conquista a otras personas con iguales convicciones. ¿Cuánto tiempo pasa hasta que sus esfuerzos se rodean de un aura de estrechez, escrupulosidad, comicidad, de modo que a los interesados se les hace el juego fácil en su contra? ¿Por qué ocurre así? Tomemos los valores que queramos: la salud, el bienestar, el derecho, el arte, la ciencia. Tan pronto como se los sitúa en la realidad de la existencia, es como si ellos mismos organizaran la contradicción en su propia contra. ¿Es esto «orden»? En estas meditaciones nos hemos exhortado a nosotros mismos a dejar de lado la costumbre, que todo lo hace gris, a sacudirnos las influencias que nos llegan de libros y discursos, de la radio y el periódico. ¿Qué vemos, pues, cuando mantenemos alejada de

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nosotros la palabrería del progreso, la instrucción y la cultura? Vemos que, sin duda, se han realizado y siguen realizándose siempre cosas enormes en la ciencia, el orden social, la técnica, la higiene, pero también que todo está impregnado de una profunda confusión. Y ello no solo como imperfección del comienzo, o como manifestación de crisis en determinados puntos del desarrollo, sino siempre y en todas partes. En efecto, la confusión está alojada en el núcleo, tan en lo hondo que las personas que realmente saben algo de la vida nos dicen que, en el fondo, no es posible poner en orden la existencia. Estos son los «cardos y espinas» que le crecen al hombre cuando hace su trabajo en el campo de la vida. Como parámetro del nivel cultural alcanzado se ha tomado la grandeza del poder que el hombre tiene sobre los hechos de la naturaleza. Este poder ha crecido ya hasta un nivel enorme, y no puede preverse cuánto va a crecer todavía. Pero el poder es ambiguo: puede emplearse para el bien y para el mal. Lo que determina su real valor es el ánimo que se encuentra detrás de él. Pero este ánimo es el del hombre, del mismo hombre en el que domina la confusión desde la primera culpa, una confusión que ha crecido desde entonces más y más en sombría fecundidad. Ese ánimo es el que tiene en sus manos el poder. ¿No se suscita acaso en, aquel que piense más profundamente, la sospecha de que «cardos y espinas» son todavía una expresión suave de lo que va a crecer todavía a partir de las fatigas que se tienen en el campo de la existencia? ¡Qué ironía de la culpa convertida en ceguera se da cuando se coloca el sentido de la historia en la revelación del hombre mismo, en la realización definitiva de sus posibilidades! ¿Qué hemos de hacer, pues? Primeramente, querer la verdad. Poner al descubierto la mentira de la fe en el progreso. Oponerse a la cobardía del optimismo, que solo ve en todas partes los puntos de los logros alcanzados, pero no lo que fracasa. Ser honestos y ver lo que el hombre tiene que pagar por su obra una vez que la ha separado de su verdad. Esto no es pesimismo. Pesimista es quien siente placer en constatar que todo es malo y que va a peor –porque él mismo ha fracasado, porque tiene rencor a la vida, porque es envidioso–.No nos referimos a cosas semejantes, sino que queremos verdad. De ahí proviene una seriedad que es más profunda y noble que toda la palabrería sobre la cultura, pues responde del hombre tal como es. Lo segundo: trabajar y luchar por lo que es recto y no dejarse desanimar. Pues de lo que se trata no es el progreso y la magnificencia en la tierra, sino la verdad y la fidelidad. En cuanto a todo lo inadecuado que persiste: el desorden, las fatigas, la infructuosidad, para todo ello hay solo una palabra realmente firme: expiación, y esta es lo tercero. A

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través de la dificultad de su trabajo, el hombre tiene que expiar la falta cometida con la soberbia de su desobediencia. Pero ¿quién piensa en eso? Por todas partes tenemos análisis, programas de reformas, utopías… ¿Quién piensa en asumir responsabilidad por la existencia humana y en expiar por la injusticia de los hombres? Dejémonos interpelar de cerca por la verdad del campo que tenemos que cultivar y que nos da cardos y ortigas. No podremos con ella si la pasamos por alto con nuestras fantasías, sino solo si la enfrentamos en la seriedad de la fe.

1 Referencia del autor a los doce años que duró el régimen nazi en Alemania (19331945).

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EL TRASTORNO DE LA RELACIÓN ENTRE LOS SEXOS

El hombre ha rehusado obedecer a Dios. Por eso ha entrado el desorden en su existencia toda. En las consideraciones precedentes hablábamos del modo en que este desorden repercute en la obra del hombre. El desorden afecta primero al varón, que, en el pensamiento antiguo, era el sujeto de la acción y del trabajo públicos. Pero, naturalmente, lo mismo vale para el trabajo de la mujer. La Sagrada Escritura no es un manual. No desarrolla sus pensamientos de forma pareja en todas las direcciones, sino que los sitúa en los lugares en los que son directamente necesarios y deja librada su ulterior acción a la propia fuerza interior de su verdad. Si observamos más detenidamente la historia –pero también nuestro tiempo y hasta nuestro propio entorno–, veremos pronto cuánto pesa el yugo del trabajo sobre la mujer, qué dura esclavitud ha sufrido y sigue sufriendo, y cuántos «cardos y espinas» le da el campo de la existencia. El último medio siglo está atravesado por la lucha del la mujer por su libertad social y económica, y mucho es lo que la mujer ha alcanzado. Los últimos años han traído la consigna de la igualdad de sus derechos, detrás de la cual se esconde con demasiada facilidad la de la igualdad en el modo de ser. Que quienes libran esa lucha mantengan abiertos los ojos y velen por que de todo ello no surja una nueva servidumbre de la mujer en cuanto al rendimiento productivo, que no sería menos mala, sino quizá más destructiva que la anterior. Pero el desorden del que hablábamos penetra también en la vida inmediata, en la relación entre el varón y la mujer. Hemos visto antes que Dios creó al hombre a su imagen. La frase bíblica continúa diciendo, en un mismo aliento: «varón y mujer los creó» (1,27). Con ello se dice que la articulación de la esencia humana en los sexos no es algo secundario que se agregue desde el punto de vista de algún objetivo particular, sino que forma parte del plan fundamental según el cual está constituida tal esencia. Toda concepción del hombre que lo vea en algún sentido dualista, o sea, que considere la sexualidad mala o vil o, también, inesencial, distorsiona el sentido de la Revelación. Y algo más se dice en el relato bíblico, a saber, que la diferencia sexual no tiene que ver

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solamente con el ámbito corporal, sino con el hombre entero. Se trata de una condición humana masculina y femenina que se realiza en todo, también en lo anímico-espiritual. De lo dicho surge asimismo que el varón y la mujer están en cuanto tales en la condición de imagen y semejanza de Dios y que, consecuentemente, también su comunidad forma parte de esa condición. La relación de parentesco como imagen suya en que la generosidad de Dios ha fundado al hombre no es una prerrogativa que pertenezca solamente a un espíritu supra-sexual como si se tratara de lo propiamente humano, mientras que «abajo», en los bajos fondos de lo fisiológico, se encontrara el ámbito de lo infrahumano, con su prototipo en el animal. No: el hombre entero es imagen y semejanza de Dios, y su vida entera debe realizarse en esa condición, también la multiplicidad y profundidad de las relaciones que se dan entre el varón y la mujer. Pero si, como han señalado las consideraciones precedentes, la condición de imagen y semejanza consiste en que el hombre, obediente al Señor del universo, posee un señorío otorgado por gracia, este señorío no debe ser tampoco ejercido solo por el varón, sino que tiene que ser pensado desde el hombre entero. Se relaciona con el hecho fundamental de su existencia: con que no está preso en el mundo, sino que está en el mundo y, al mismo tiempo, puede enfrentarse al mundo; con que es capaz de vivir el mundo, pero también de juzgarlo; con que está hecho de su sustancia, entrelazado en su destino, pero que es su conciencia. Ese señorío no significa alcanzar tal o cual logro especial, sino libertad, junto con todo lo que la libertad presupone y lo que se hace posible desde ella. Esta libertad, sin embargo –acentuémoslo una vez más–, no debe predeterminarse desde lo masculino. Antes bien, la libertad se presenta auténtica y originariamente en ambas formas fundamentales de lo humano. Ha sido injusticia del varón el haber definido de forma masculina los aspectos esenciales de la libertad, colocando así los valores decisivos en su propia posesión y dominando de ese modo los ordenamientos de la existencia. Las consecuencias fueron imprevisibles. La doctrina de la creación del libro del Génesis se desarrolla en imágenes. Así, el segundo relato, que está orientado al ordenamiento del matrimonio, hace surgir primeramente al varón solo. Pero después dice Dios: «No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él, que le ayude» (2,18). ¿Qué le ayude en qué? En todo lo que significa la vida y la obra. Después intenta comprobar si esta ayuda para el hombre puede provenir de otro ser viviente. Sin embargo, se demuestra que no es posible. La comunidad de vida y la ayuda existencial que el hombre necesita no puede venirle de la naturaleza ni de forma alguna de vida animal. Así pues, a partir del mismo «material esencial» del que está hecho el varón, Dios forma para él a la mujer.

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Ya en una meditación anterior hemos fijado la atención en la importancia que tiene el concepto con el cual determina el Génesis la relación entre el varón y la mujer. No es, para hablar con la psicología, la relación del sujeto de instintos para con su objeto, tampoco la relación mutua dentro de la pareja reproductiva, sino la de la ayuda. El sentido pleno del concepto surge solo a partir del conjunto: la «ayuda» es el ser que suprime la «soledad», acerca de la que Dios mismo dice que «no es buena», que no permite que se realice la bondad propia a la que se refiere el relato de la creación cuando atribuye a todas las obras de Dios ser en su esencia correctas, perfectas, capaces de una vida en la cual la respectiva esencia puede subsistir y llegar a ser fecunda para la especie. Solo con este ser podrá hablar el varón –y esto significa tener contacto espiritual–; solo con este ser podrá ser fecundo para su especie; solo junto con él podrá hacer todo lo que está significado en las palabras del encargo divino, en las que se dice que debe «guardar y cultivar» el jardín de Edén, o sea, el mundo (2,15). Según la disposición entera del relato, esta ayuda está vista primeramente desde el varón. Pero vale igualmente desde la mujer. Cada uno de ellos tiene que ser una ayuda para el otro, y en todo lo que significa la vida y la obra: en la gestación de nueva vida, en su protección, cuidado y educación; en el desarrollo de la propia personalidad, que se realiza en contacto con la del otro, en la construcción del hogar, de ese pequeño mundo que hace posible que el ser humano no se pierda en el mundo grande, en la relación con las cosas, cuya plenitud solo se revela al que ama; en el señorío sobre la existencia, que solo alcanza logradamente el hombre entero –y el hombre solo llega a ser entero en la comunidad…–.En todo ello, el hombre y la mujer deben ser ayuda uno del otro. Y ahora, el texto dice de qué forma se inicia el trastorno en esta relación tan profunda y global. La ayuda solo es posible sobre la base del respeto del uno por el otro en libertad y con honor. Ahora bien, esto presupone que ambos sean leales a aquel ante quien tal lealtad corresponde en primer término. Pero los hombres se rebelan contra Dios y destruyen con ello el fundamento de su propio ordenamiento de vida. De ese modo surge la relación mutua de los sexos tal como hoy la conocemos. La visión generalizada al respecto parte de la presuposición de que esa relación es en esencia tal como es ahora. Se investiga qué energías actúan en ella, qué desarrollo ha tenido y sigue teniendo, qué tensiones y crisis, qué valores y no valores aparecen en ella, y se piensa que «el» ser humano y «la» sexualidad son de ese modo. Pero, en verdad, todo el conjunto está en confusión. En el paraíso, los impulsos sexuales estaban en el contexto de la imagen del hombre tal

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como Dios la pensó. Eran obedientes a su libertad espiritual del mismo modo como esta libertad era obediente al Señor de la existencia. La cúspide del hombre estaba en concordancia con Dios, y la fuerza ordenadora de Dios actuaba en el conjunto de la personalidad del hombre, de composición tan múltiple. Así, los impulsos sexuales estaban determinados por la persona y bajo su responsabilidad. Su urgencia era respetuosa, su fuerza, bondadosa. Cuando aquella concordancia se quebró, los impulsos perdieron la obviedad de su ordenamiento en el conjunto. Solo entonces adquirieron la vehemencia con la que amenazan el orden, la indiferencia para con el honor de la persona, la dureza y crueldad con la que causan tanta desgracia. No entenderemos lo que la Escritura dice al respecto si no tenemos claro el punto de partida que lo determina todo: el mundo de las relaciones entre el varón y la mujer no representa más un contexto ordenado según lo natural, regulado de forma segura por leyes inequívocas, de cuyos impulsos el ser humano pueda fiarse simplemente. Este contexto está perturbado, y lo está desde lo más íntimo. Y la perturbación misma no proviene de manera decisiva de daños biológicos, psicológicos o sociológicos, sino de una causa histórica: de una acción cuyo peso decisivo ha generado un «trauma», una «lesión» interior que repercute en todo. De ese modo, los procesos que se dan en este terreno no pueden considerarse nunca como puramente «naturales», porque nunca lo son. Siempre contienen aquel elemento de perturbación que tiene que ser dominado. Este elemento se ha hecho constitutivo para el hombre y, por eso, no puede ser nunca superado de raíz sino que tiene que ser objeto de nueva elaboración en cada ser humano y en cada situación. Más aún: el trauma tiene un carácter innegablemente ético. No es una perturbación meramente natural, sino adquirida de forma culpable, razón por la cual posee carácter de expiación. La torpe ceguera de la consideración moderna del ser humano se pone de manifiesto en cuanto es posible que las exteriorizaciones de la vida sexual sean tratadas por zoólogos como comportamiento del «macho» y de la «hembra» humanos, siendo así que todo el ámbito –al igual que los del trabajo y la obra humanas– debe considerarse con los criterios de la persona y de la historia, más precisamente, de una historia trágica. La sentencia pronunciada por Dios a la mujer reza: «Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará» (Gén 3,16). Los sufrimientos, dolores y peligros del embarazo y del nacimiento forman parte de aquel poder de la muerte del que se habló en nuestras anteriores reflexiones. Nadie duda de que la ciencia, la técnica médica, la higiene y la pedagogía han alcanzado mucho en

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este punto, han eliminado peligros, suprimido sufrimientos, y de que pueden alcanzar mucho más todavía. Pero constituye una soberbia infantil manifestar en tono triunfal que «la maldición del Génesis» ya no tiene objeto. Las tribulaciones y los peligros de la vida de la mujer derivan primeramente de irregularidades de las cuales, sin duda, muchas pueden ser superadas, pero, en lo más profundo, provienen de raíces a las que ni la medicina ni la psicología llegan: justamente, del trauma del que acabamos de hablar. Por lo demás, tenemos que recordar aquí que, si bien las cargas de la fecundidad humana están vistas desde la mujer, se refieren también al varón. Basta que recordemos cuánto trabajo, preocupación y renuncia cuestan al varón la fundación y el sostenimiento así como la historia interior de la familia. Pero en lo tocante a la «dominación» del varón de la que habla el texto, con ella no se hace referencia solamente a irregularidades sociales y culturales, a pesar de que son suficientemente graves. Se trata propiamente de aquel trastorno que actúa también donde la mujer disfruta de todos los derechos y libertades; se trata de lo que la psicología y la literatura llaman la «lucha de los sexos», es decir, del hecho de que uno siente deseo por el otro, pero, por ese deseo, cae en dependencia del otro; de que uno plenifica al otro pero, al hacerlo, lo priva de su libertad. Es la traición a la condición de ayuda. En efecto, ser ayuda se funda en la persona y en su responsabilidad. El que es ayuda respeta, más aún, exige la libertad y el honor del otro. El mero instinto quiere al otro como objeto para su propia satisfacción, como medio para su propio fin. Con ello se suprime ya en su mismo núcleo la ayuda. Qué tan lejos llegue después la destrucción dependerá del modo en que actúa el ánimo instintivo. La traición a la ayuda comenzó en la tentación. Pero no en que ambos se hayan seducido mutuamente a consumar una unión supuestamente prohibida: sucedió en el ámbito de lo personal. El varón debería haberse colocado junto a su mujer y haberla protegido de sí misma; en lugar de ello, la dejó sola. La mujer tendría que haber percibido desde la hondura de su amor que se trataba de la salvación de aquel con quien estaba unida, y ser clarividente, siéndolo también para él. Incluso después de su caída debería haberlo amado lo suficiente como para preservarlo de la misma perdición, pero, en lugar de ello, lo arrastró a ella. Y cuando el mal se hubo cometido, ambos deberían haberse mantenido juntos en la amargura de su culpa frente a Dios, llevar uno la carga del otro, guiarse uno al otro al arrepentimiento. En lugar de ello, apartaron de sí la culpa; aunque de forma especialmente lamentable actuó el hombre, que hizo responsable de la desgracia a la compañera, a la que antes había dado tan alegre bienvenida. Esta traición sigue actuando. Una y otra vez, el hombre y la mujer se dejan solos uno al otro, y los dos, tan

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estrechamente unidos como están, pueden estar, juntos, más solos que si fueran extraños. También en el deseo sexual acecha un peligro de sometimiento. El peligro proviene, por un lado, del carácter que asume el instinto tan pronto como se encuentra en el contexto de la vida humana. En el animal, está incorporado a las necesidades de lo orgánico, y allí mismo está asegurado. Pero, en el hombre, el instinto entra en el ámbito de la persona y de su libertad. Allí no se encuentra ya sujeto por la organización natural, sino que se determina por la libertad y adquiere una liberalidad que no tiene en el animal. Aquí surge el peligro de un «dominio» que no es posible en el animal, el peligro de que el hombre, que es un ser personal, sea dominado por el instinto impersonal tan pronto como este se sustrae a la auténtica instancia de dominio, que es la libertad. Surge así una esclavitud que deshonra, contra la cual se resiste la conciencia pero que es querida por el «deseo». Esta esclavitud amenaza a la mujer, de la que la Escritura habla en primer término, pero amenaza igualmente al varón. Y se condensa en la figura del compañero o la compañera, que en realidad debería ser una «ayuda», también y especialmente en la relación sexual, para que ambos salieran al encuentro mutuo con respeto por la libertad y el honor del otro. De allí proviene un mundo sexual caracterizado por una vehemencia, un desorden y un sinsentido que no tienen parangón en el mundo animal. Basta que pensemos en todos los enganches que se producen entre el sexo y el dinero. Pero hay más aún: el hombre, que es irrevocablemente persona y tiene dignidad, siente que el otro, del que «tiene ansia», lo sojuzga precisamente por esa ansia, y se subleva contra él. Se suscita un rencor, tanto más profundo por cuanto siente en sí mismo la traición a la condición de persona. Es un odio indisolublemente entretejido con el deseo, y no a causa de esta o aquella acción, sino porque el otro es como es. A ello se agrega que el instinto, por sí mismo y desde el comienzo, lleva en sí la posibilidad de la aversión. Inequívoca es solamente la auténtica decisión del espíritu, la verdad pura de la conciencia. Por el contrario, el instinto, el sentimiento por él determinado, pueden darse vuelta en cualquier momento en dirección opuesta. El amor de compañerismo, que va de persona a persona, es inequívoco: se basa en la verdad y se realiza en la fidelidad. Por el contrario, el amor del instinto apetece y puede invertirse en repugnancia. Piensa no poder vivir sin el otro, y, otra vez, no puede soportarlo. Así surge la enigmática lucha de los sexos, amarga como ninguna, pues en ella el odio está entretejido en lo más íntimo del deseo, el rechazo, en la más estrecha cercanía. No hay

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para esta lucha explicación alguna a pesar de toda la ciencia biológica y de la percepción psicológica profunda, pues no se encuentra en el ámbito de la naturaleza. Lo que en el lenguaje corriente se da en llamar «la naturaleza humana» es algo muy distinto de eso –al menos mientras la expresión conserve su significado, es decir, que algo sea comprensible a partir de su sentido originario–. ¿No ha sido así a lo largo de toda la historia, y sigue siendo igual? ¿No sucede acaso que, a pesar de todos los grandes discursos sobre la libertad y la igualdad de derechos, no hay previsión alguna de cómo habría de cambiarse? ¿No hace acaso el varón de la mujer una esclava, y la mujer, del hombre un objeto de burla –y no menos a la inversa–? ¡Qué hondo está grabada, sin embargo, la imagen de la comunidad del varón y la mujer en el ser humano! ¡Qué necesaria les es la ayuda, siendo así que esta dimensión esencial se impone siempre de nuevo a pesar de todo trastorno! En efecto, la historia está también impregnada por las fuerzas del amor y de la fidelidad, del sacrificio y de la superación cotidiana del destino en atención al otro –fuerzas que, por supuesto, actúan de forma tanto más silenciosa cuanto más auténticas son–. Así como Cristo plenifica la Revelación, restablece el orden primero. «Desde el principio», él da a cada uno su dignidad: tanto a la mujer como al varón. Declara nula la prerrogativa que la «dureza de corazón» del varón se había arrogado en la antigua alianza: «Acercándose unos fariseos, le preguntaban para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?”. Él les replicó: “¿Qué os ha mandado Moisés?”. Contestaron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla” [Dt 24,1]. Jesús les dijo: “Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”» (Mc 10,2-9; Gén 1,27; 2,24). Cristo exige el respeto por el otro ya en la mirada y el pensamiento: «Habéis oído que se dijo: “No cometerás adulterio”. Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mt 5,27-28). Pablo, por su parte, retoma el pensamiento del Génesis y lo refuerza: «En el Señor, ni mujer sin varón, ni varón sin mujer, pues si la mujer procede del varón, el varón viene de la mujer. Y todo procede de Dios» (1 Cor 11,11-12). En virtud de este anuncio, la condición de ayuda adquiere una nueva dignidad y profundidad. Sin duda, lo que la rebelión de la primera culpa trajo de confusión y salvajismo a la esencia humana sigue estando. La redención no es magia. De modo que

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la realización de la relación entre los sexos tendrá siempre en sí misma el elemento de la expiación y de la superación. Pero se abre la gran posibilidad del auténtico matrimonio como ayuda entre los hijos de Dios, en el respeto, la fidelidad y la paciencia, como también la de la auténtica soledad por Dios en la vida virginal, sin envidia ni endurecimiento. Crecen así grandes figuras que hacen visible tanto el misterio del primer estado como el del segundo y muestran el camino hacia una nueva libertad. Pero después viene la Edad Moderna y anuncia la autonomía del hombre. Se niega a ordenar la vida del hombre desde Dios. El señorío humano no ha de recibir ya sus derechos del Señor del mundo, sino que subsistirá por derecho propio. Lo que en verdad se realizó a través de largos siglos de educación cristiana se considerará como resultado de un desarrollo histórico natural o será abandonado –por lo visto, con la confirmación del fallo de numerosos cristianos, que no realizaron la gran posibilidad–.Así surge en medio de los logros de la cultura avanzada un nuevo caos en las relaciones entre los sexos, peor del que se daba antes de la venida de Cristo: peor porque, por Cristo, el hombre había llegado a la adultez moral. La Edad Moderna olvida cada vez más la revelación del Génesis: que la relación entre los sexos está confundida por el pecado, y que, por eso, no puede por sí sola llegar a la verdad y mantenerse en la verdad. En nuestras reflexiones sobre la obra del hombre hemos considerado que esta obra no puede comprenderse solamente como efecto de impulsos de conquista, de creación y de logro. Es preciso ver que en la obra del hombre hay también algo que tiene que ver con el pecado: un elemento de sinsentido que solo puede entenderse como expiación y superarse en disponibilidad. Con la relación entre los sexos sucede lo mismo. Esta relación no puede hacerse plena a partir de la lógica inmanente del sentimiento –como piensa el moderno romanticismo de la vivencia–, ni regularse por un mero ordenamiento ético y sociológico establecido por la razón, sino que exige una ascesis que solo puede crecer a partir de la consciencia de que existen aquí profundas relaciones de culpabilidad y obligación de expiación. Pero, regresando una vez más al tema de la equiparación de la mujer con el varón: el derecho fundamental en el que debe haber igualdad consiste en el derecho a la propia esencia fundada por Dios. Pero ¿a dónde se llega con él por el camino que el ser humano quiere recorrer solo, sin Dios, confiando en el propio entendimiento y en los impulsos del propio corazón? ¿Llega el varón a la libertad de su esencia si la maquinaria del Estado lo convierte en una rueda de su mecanismo? ¿Llegará la mujer a ser libre para sí misma si, bajo la fórmula de la igualdad de derechos y de obligaciones, tiene que ir a trabajar a las

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minas y combatir como soldado? ¿No se impone de ese modo una tendencia a nivelar al varón y a la mujer en una tercera entidad, sin carácter propio, en la que no están ya ordenados uno al otro como ayuda mutua, sino que sirven a los poderes anónimos del Estado, de la economía y de la técnica? Del Génesis pueden aprenderse cosas decisivas. Hoy en día se habla mucho de filosofía existencial y se entiende por ella la cuestión acerca de cómo son las cosas dada la existencia del hombre, de qué manera se ordena bien su existencia, y en virtud de qué fuerzas alcanzará el hombre los logros que tiene que alcanzar. En el Génesis –como después en las cartas de Pablo– se encuentran los pensamientos principales de una filosofía y teología cristianas de la existencia. Ellas muestran a la mirada que tenga voluntad de ver las leyes fundamentales de la vida, los ordenamientos según los cuales la condición humana permanece salva y prospera.

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PÉRDIDA Y PROMESA

Hemos hablado del comienzo, y habría mucho más que decir sobre él, pues el comienzo es inagotable. No es solamente lo que viene primero y queda después atrás, sino que desde él se ilumina todo lo que sigue –especialmente cuando se trata del comienzo sin más, sobre el cual estamos hablando–, del mismo modo como también él es aclarado siempre de nuevo y cada vez más por lo que le sigue. Pero tenemos que llegar a un final con nuestras reflexiones. No obstante, hay todavía una observación que habría que agregar. El lector puede haber tenido, tal vez, la impresión de que nuestras meditaciones fuesen pesimistas. Sin duda, se han resaltado fuertemente los aspectos negativos de la situación humana. Pero nuestro tiempo ha convertido en tal medida en dogmas inamovibles la opinión de que el poder del hombre está a la altura de todas las tareas y la de que el estado del hombre avanza constantemente hacia lo cada vez mejor, que es preciso objetar este ciego optimismo de la realidad. Se trata, no obstante, de un optimismo interiormente inseguro, pues, de otro modo, no se lo abandonaría de nuevo de semejante manera, como surge a partir de muchos testimonios de la filosofía, la poesía y las artes plásticas actuales. La fe en la Revelación no es pesimista, sino seria, pues tiene valentía para afrontar la verdad. Pero la Revelación se caracteriza también por aquella confianza que surge de la irrevocable realidad del amor de Dios tal como se ha manifestado en la creación y en la redención, y de la consciencia de que el don de la libertad y del fundamento creador de la vida no le ha sido retirado al ser humano. El comienzo del cual habla el Génesis pertenece a todo lo que después constituye la historia. Con independencia de lo que la investigación diga después sobre esta historia, siempre ha habido algo que la precedió: la realidad de que, una vez, antes de que deviniera el hombre tal como lo muestra nuestra historia, existió el paraíso y la posibilidad de no tener que terminar la vida con la muerte; y la de que el paraíso y la exención de la muerte se perdieron, y por propia culpa del hombre. Este «a priori» se encuentra también antes de todo acontecimiento particular, antes de todo suceso y de toda acción. En cierto sentido puede decirse que el paraíso está dado en todas partes junto con nuestra vida, pero como perdido.

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De este hecho brota la profunda corriente de melancolía que discurre por la historia: de que en su inicio no se encuentra un comienzo puramente natural que posteriormente se desarrolló, ni tampoco una simple infancia que alcanzó la madurez, sino una posibilidad de divina grandeza. Aquí está la raíz de toda la tragedia de nuestra existencia. En efecto, lo que esta palabra designa no es, en el fondo, más que el hecho de que aquella posibilidad que la generosidad de Dios había concedido una vez se perdió, de que antes de todo acontecimiento se encuentra un hecho ya acontecido, una culpa que se interpone como obstáculo y hace que las posibilidades nunca se desarrollen claramente, que las relaciones entre los hombres nunca se cumplan puramente, que la existencia nunca resulte claramente. Cada vez que se hace sentir lo trágico –y ello sucede tan pronto como se trata de la perfección, de la nobleza de la existencia– se hace presente el paraíso perdido. Una continua nostalgia embarga al ser humano, al individuo, al pueblo, a la humanidad. Mitos y cuentos narran de muchas maneras acerca de ese gran «una vez» cuando todo era diferente que hoy, todo luminoso, alegre y bueno. Pero, después, todo se hizo como es hoy, y por nuestra culpa. El saber acerca de esto mismo está oscuramente albergado en lo profundo de nuestro sentir, y en vano se esfuerza el optimismo del desarrollo natural y del progreso constante por acallarlo. Una y otra vez se plantea también la pregunta de si lo perdido no podría ser recuperado, restablecido. Para percibir este planteo no necesitamos más que prestar atención a la forma en que, todavía, y a pesar de todo el esclarecimiento informativo, reaparece la expresión «paradisíaco». Sea que se designe con ella la silenciosa belleza de un paisaje intacto, o la felicidad de la niñez protegida, o incluso si, en un abuso ridículo de esta palabra tan saturada de dolor, se maquilla con ella alguna cosa entretenida: suficiente disponibilidad de caza, o superficies más favorables para esquiar, u otras cosas. Pero quien comprenda más exactamente la sabiduría de la memoria primordial del ser humano como también la voz del propio corazón sabrá que estas son cosas inauténticas. No se puede traer de nuevo el paraíso. Más aún, un franco orgullo por el dolor preferirá la pura realidad de la pérdida a todos los sucedáneos con los que la superficialidad pretende eludir la tragedia. Conocemos también intentos de reconquistar el paraíso lanzándolo al futuro: todos los sueños de un estado en el que, por el trabajo científico, social y educativo, se supere todo lo malo, lo dañino, lo represivo, y se conquiste un reino de justicia y de felicidad para todos. De ese modo se procura repetir lo perdido, faltando, por supuesto, lo

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decisivo: Dios y la gracia de la comunión con él. No se ha de impugnar lo que hay en ello de honorable e imprescindible para el hombre que quiere vivir con certidumbre. Pero sería pésimo que, de ese modo, se tapara en el ser humano aquella profundidad que hace memoria del comienzo, se ahogara la voz que dice lo que podría haberse dado y nunca más se dará. Y ello dejando de lado el hecho de que lo perdido se encuentra antes de todo lo que para nosotros se designa como historia, y que, por eso, es un esfuerzo vano y hasta necio pretender introducirlo en ella aunque solo fuese como futuro remoto. Necio también porque, al actuar de ese modo, el hombre olvida que se lleva consigo a sí mismo en todo lo que haga y en todo aquello hacia lo que progrese. El paso de lo actual hacia algo no solo de otro tiempo, sino nuevo –nuevo de la forma en que el paraíso lo era como algo originario creado por Dios–, el hombre no puede darlo a partir de sí mismo. Si bien los sueños y los planes de nuestro tiempo hablan acerca de lo «nuevo» que ha de surgir y revisten esta palabra con un estremecimiento de misticismo, nada de lo que proviene del contexto de la historia puede ser realmente nuevo. Frente a lo que era originariamente nuevo, nuevo en gracia y pureza, esto es siempre e irreversiblemente «viejo». Qué tan viejo, y viejo en su sujeción a la culpa es esto se pone de manifiesto sobre todo por el hecho de que deja precisamente de lado lo que constituye la esencia de aquello nuevo que, una vez, existió: la cercanía en la que Dios construía la existencia junto con el hombre. Pero ¿no sabe darnos promesa alguna la Revelación, que anuncia la verdad de la pérdida con tan insobornable seriedad? El paraíso no vuelve nunca más. Pero ¿es la pura nada lo que en el futuro guarda relación con él? La redención se ha realizado. ¿No tiene lo que ella nos promete relación alguna con el paraíso? ¿Es la redención solamente –y este «solamente» no ha de expresar de veras desvalorización alguna– el perdón del pecado y una salvación incomparable con todo lo que ha existido? Si observamos con más detalle, descubrimos ciertamente algo más. El paraíso no vuelve. Su luminosa inocencia y su pura perfección siguen perdidas y no deben ser deshonradas por ningún intento de cubrir su ausencia con sucedáneos. Pero se nos han hecho promesas según las cuales ha de venir algo que es a él lo que la redención a la creación. Esto se encuentra en el «una vez» del futuro, más allá de la frontera de la muerte, como el paraíso del «una vez» del pasado se encuentra más allá de la frontera de la culpa. Que el «comienzo» no se haya hundido en el abismo a causa de la culpa, que la fidelidad de Dios haya mantenido en vida al hombre a pesar de su infidelidad, ha sido ya

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el comienzo de la redención. Y todo comienzo se dirige hacia un futuro. Este futuro es lo que Pablo y Juan llaman el «hombre nuevo», que, una vez, habrá de tener su patria bajo el «cielo nuevo» y en la «tierra nueva», el hombre nuevo que ha comenzado a vivir por el nuevo nacimiento y se manifestará en la resurrección. Las cartas del apóstol Pablo traen un mensaje maravilloso. Nos dicen que en el hombre viejo, en el hombre de la «carne» –es decir, de la naturaleza trastornada–, algo nuevo se despierta a partir de la salvación, por la fe y el bautismo. Pablo lo llama el hombre «espiritual» o, dicho más exactamente, el hombre «del Espíritu». La palabra no designa lo espiritual en su diferencia respecto de lo corporal, pues con la palabra «espíritu» se está designando al Espíritu Santo, el mismo por el cual, una vez, se creó el mundo, se operó la encarnación, nació la Iglesia en la fiesta de Pentecostés. Este hombre espiritual es el hombre nuevo con cuerpo y alma que, por la fuerza creadora del Pneuma de Cristo, comienza a vivir y a desarrollarse en el seno del hombre viejo. Está formado a imagen de aquel que envió el Espíritu, oculto, por supuesto, en la caducidad y en el oscurecimiento de la historia. Pero algunas cosas deja traslucir: rasgos del ánimo, modos de actuar, maneras de comportarse con otras personas que no pueden explicarse solamente a partir de los presupuestos de la existencia «natural». Pues ¿qué puede decirnos la experiencia y la ciencia sobre figuras como los santos? Pero, en su conjunto, este desarrollo de lo nuevo se da en lo oculto, siempre negado y refutado por todo lo «viejo» que le está asociado. Fiándonos de la palabra de Cristo tenemos que creer en ese desarrollo y confiar en que, un día, se pondrá de manifiesto. «Aún no se ha manifestado lo que seremos», pero «sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él» dice Juan en su primera carta (3,2). Y la carta a los Romanos se expresa en palabras de profunda certidumbre acerca del gloriosa manifestación «de los hijos de Dios» que «la creación, expectante, está aguardando» (8,19ss.). Y esto no podrá ser frustrado por el poder de la muerte, que ha sido acarreado sobre nosotros por la primera culpa, pues ese poder ha sido destruido cuando el Redentor sufrió la muerte. De ese modo ha entrado un nuevo germen de vida santa en el hombre, y Pablo define esta consciencia fundamental sin la cual no es posible vida alguna: la esperanza como certidumbre de esta vida eterna que crece en nosotros (Rom 8,24). Podría pensarse que aquello que una vez se perdió regresa. Pero no es así. Lo perdido ha de quedarse en su «una vez» del pasado. Lo que ahora se nos promete no es una repetición, sino algo nuevo en lo cual está incorporado y superado lo de aquella vez. Esto

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está garantizado por el hecho de que, entre su manifestación y nuestra vida actual, se encuentra la muerte. Esta hace caer todos los velos. Pero, después de ella, tendrá lugar la resurrección, la realización y manifestación del «hombre nuevo» más allá de todo tiempo. Según se nos ha prometido, algo correspondiente ha de suceder también con relación al conjunto de la existencia. Y, una vez más, estamos tentados de hablar de una recuperación del paraíso. En efecto, los mismos apóstoles hablan con palabras proféticas del surgimiento de un nuevo mundo, de la Jerusalén celeste, de la eterna ciudad de Dios. Pero también aquí queremos ser precisos. Lo que designan estas santas imágenes no es el paraíso del que habla el Génesis. Este se ha perdido y permanece perdido. Lo prometido es algo nuevo que ha de surgir de una nueva acción creadora del Espíritu Santo. Él, que se cernía sobre el caos e hizo surgir la riqueza de las formas del mundo, suscitará un mundo nuevo. También este mundo será «del Espíritu» y brotará del mismo misterio de la resurrección, al igual que el hombre nuevo. Si leemos los capítulos introductorios de las cartas a los Efesios y a los Colosenses, nuevamente el ya mencionado capítulo octavo de la carta a los Romanos y, finalmente, el último capítulo del Apocalipsis, vislumbraremos de qué se trata. Lo que ha de surgir estará tan por encima del paraíso como la salvación está por encima la creación.

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ACERCA DEL AUTOR

Romano Guardini nacido en 1885 y fallecido en 1968, fue docente en las universidades de Bonn, Berlín, Tubinga y Múnich, donde ocupó la cátedra de Cosmovisión cristiana y filosofía de la religión. De inspiración agustiniana, su teología, que explora amplios espacios de la cultura, es más una evocación de la vida de fe que una sistematización dogmática. Desde hace unos años su pensamiento ha vuelto a cobrar vigencia, pues se trata de un autor que supera las barreras de espacio y tiempo.

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OTROS LIBROS

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La conversión de Aurelio Agustín El proceso interior en sus Confesiones Romano Guardini ISBN: 978-84-330-3647-6 www.edesclee.com Elaborar la imagen de san Agustín de la existencia cristiana, la interpretación del acontecer interior relatado por las Confesiones, no puede ser simplemente el relato de una conversión moral y religiosa, una conversión del mal al bien, de la incredulidad a la fe. Por el camino surge también una interpretación psicológica. Una psicología que aquí requiere saber acerca del espíritu y poder ver la realización de un destino espiritual, saber de lo religioso y poder reconocerlo en su sentido originario, ver lo cristiano más allá de lo espiritual y religioso. Por último, la historia de Agustín se desarrolla en el ámbito moral y del alma, pero también en el del pensamiento y la idea. Desde la perspectiva de la historia del pensamiento, Agustín arroja una mirada retrospectiva a su vida e introduce interpretativamente la segunda conversión en la primera. El Dios del cristianismo al que Agustín se ha convertido y en cuya presencia escribe sus Confesiones, no es el ser absoluto de la filosofía, sino el Dios santo y viviente del Antiguo y del Nuevo Testamento. Es el Dios que se levanta, entra en la historia y actúa en ella. Cada vez se introduce en esa historia todo lo que existe, las cosas del mundo y los hombres. Cada vez, todo existe por ella y

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adquiere en ella su centro y su nombre. Si hay alguien que está convencido de ello es Agustín. Él, que se propuso captar la historia de la humanidad en su proveniencia de Dios, se vio también a sí mismo en una historia. Las Confesiones son el intento de describir esa historia. Por tanto, quien las quiera interpretar, tiene que hacer que, por lo menos, se perciba algo de ese conjugar y entretejer múltiple y al mismo tiempo tan unitario, de esa voluntad divina que trabaja en la intimidad más silenciosa y, al mismo tiempo, en los acontecimientos y desarrollos externos.

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Los salmos hoy Versión oracional a la luz del evangelio Manuel Regal ISBN: 978-84-330-2664-4 www.edesclee.com Sentimos una profunda admiración por el libro de los Salmos como libro de oración, que ha sostenido y alentado la plegaria de millones de hombres y mujeres desde su aparición hasta el momento presente, el mismo Jesús de Nazaret entre esas personas. El salterio encierra una muy sólida espiritualidad, con capacidad para acompañarnos como personas orantes en los diferentes momentos de la trayectoria personal de cada uno, cada una, de nosotros. Partiendo del reconocimiento agradecido de ese gran tesoro espiritual encerrado y ofrecido en los salmos, hemos de reconocer ciertas incomodidades, a veces no fácilmente superables, a la hora de orar con esos preciosos formularios de oración. Cosa nada extraña, pues lo raro sería que plegarias elaboradas y oradas hace incluso dos o tres mil años siguiesen sintonizando en todos sus matices con la sensibilidad del hombre, de la mujer, de hoy. Por eso nos hemos sentido en la necesidad de preparar una versión adaptada a la sensibilidad cultural y religiosa actual, sin romper con las líneas de fuerza de una espiritualidad propia de los salmos. Así ofrecemos una relectura de

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los mismos, siguiendo unos criterios que se explicitan en la introducción del libro.

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De la salvación a un proyecto de sentido Por una Cristología actual Juan Antonio Estrada ISBN: 978-84-330-3633-9 www.edesclee.com La salvación no está referida simplemente al más allá, sino que se traduce en el más acá de la historia. Genera un proyecto de vida con sentido. El autor busca mostrarlo a partir de Jesús. Se parte de su vocación; de la evolución y aprendizaje que hace en la vida; de su progresiva humanización, que es la otra cara de su filiación divina; de su crecimiento en santidad y en conocimiento. La cristología es la referencia antropológica por antonomasia para los cristianos. Jesús no fue un superhombre, sino que asumió plenamente la constitución humana, con todo lo que lleva de no saber, de opciones y decisiones inseguras, de fe en Dios en medio de las pruebas. Desde ahí, se muestran los valores humanos por los que vivió, luchó y murió, así como la respuesta homicida de la sociedad y de la religión, representadas por sus líderes que, al final, arrastraron al pueblo. La cruz es la última expresión de la impotencia humana, de la lucha por otra religión y sociedad posibles y de la presencia de Dios en su vida y muerte. Su filiación divina se comunica plenamente desde la cruz y se confirma con la resurrección. La instauración del Reino de Dios culmina así la resurrección, que implica un

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corte y un cambio de época para Israel y en la historia de las religiones. La vida de Jesús es la clave de sentido para la resurrección. Desde ahí es posible una cristología que sea un proyecto de vida para el hombre de hoy.

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El paso decisivo La importancia de vivir el Bautismo y la Confirmación Timothy Radcliffe ISBN: 978-84-330-3646-9 www.edesclee.com El bautismo (y su prolongación en la confirmación) se corresponde con el argumento de nuestra condición humana, bendiciendo nuestro nacimiento y muerte, nuestra experiencia de enamorarnos, nuestros momentos de fracaso, nuestra lucha por comprender el sentido de nuestras vidas, y nuestra lenta evolución en dirección a la madurez. También incluye algunos elementos fundamentales del cosmos en el que vivimos y del que estamos hechos: aceite, agua y fuego. Puede que sea un ritual breve y corriente, cuya importancia apenas solemos advertir, pero constituye el desarrollo argumental del proceso de alcanzar a estar plenamente vivos en Cristo. Si captamos la belleza de este sencillo sacramento, la Iglesia florecerá y tendrá fuerza para ofrecer la buena nueva a nuestro mundo, el cual, aunque no lo sepa, tiene hambre de este amor.

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CAMINOS

Director de Colección: Francisco Javier Sancho Fermín Martín Bialas: La “nada” y el “todo”. José Serna Andrés: Salmos del Siglo XXI. Lázaro Albar Marín: Espiritualidad y práxis del orante cristiano. Joaquín Fernández González: Desde lo oscuro al alba. Karlfried Graf Duckheim: El sonido del silencio. Thomas Keating: El reino de Dios es como… reflexiones sobre las parábolas y los dichos de Jesús. 8. Helen Cecilia Swift: Meditaciones para andar por casa. 9. Thomas Keating: Intimidad con Dios. 10. Thomase Rodgerson: El Señor me conduce hacia aguas tranquilas. Espiritualidad y Estrés. 11. Pierre Wolff: ¿Puedo yo odiar a Dios? 12. Josep Vives S.J.: Examen de Amor. Lectura de San Juan de la Cruz. 13. Joaquín Fernández González: La mitad descalza. Oremus. 14. M. Basil Pennington: La vida desde el Monasterio. 15. Carlos Rafael Cabarrús S.J.: La mesa del banquete del reino. Criterio fundamental del discernimiento. 16. Antonio García Rubio: Cartas de un despiste. Mística a pie de calle. 17. Pablo García Macho: La pasión de Jesús. (Meditaciones). 18. José Antonio García-Monge y Juan Antonio Torres Prieto: Camino de Santiago. Viaje al interior de uno mismo. 19. William A. Barry S.J.: Dejar que le Creador se comunique con la criatura. Un enfoque de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola. 20. Willigis Jäger: En busca de la verdad. Caminos - Esperanzas - Soluciones 21. Miguel Márquez Calle: El riesgo de la confianza. Cómo descubrir a Dios sin huir de mí mismo. 22. Guillermo Randle S. J..: La lucha espiritual en John Henry Newman. 23. James Empereur: El Eneagrama y la dirección espiritual. Nueve caminos para la guía espiritual. 24. Walter Brueggemann, Sharon Parks y Thomas H. Groome: Practicar la equidad, amar la ternura, caminar humildemente. Un programa para agentes de pastoral. 25. John Welch: Peregrinos espirituales. Carl Jung y Teresa de Jesús. 1. 2. 3. 5. 6. 7.

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26. Juan Masiá Clavel S. J.: Respirar y caminar. Ejercicios espirituales en reposo. 27. Antonio Fuentes: La fortaleza de los débiles. 28. Guillermo Randle S. J.: Geografía espiritual de dos compañeros de Ignacio de Loyola. 29. Shlomo Kalo: “Ha llegado el día…”. 30. Thomas Keating: La condición humana. Contemplación y cambio. 31. Lázaro Albar Marín Pbro.: La belleza de Dios. Contemplación del icono de Andréï Rublev. 32. Thomas Keating: Crisis de fe, crisis de amor. 33. John S. Sanford: El hombre que luchó contra Dios. Aportaciones del Antiguo Testamento a la Psicología de la Individuación. 34. Willigis Jäger: La ola es el mar. Espiritualidad mística. 35. José-Vicente Bonet: Tony de Mello. Compañero de camino. 36. Xavier Quinzá: Desde la zarza. Para una mistagogía del deseo. 37. Edward J. O’heron: La historia de tu vida. Descubrimiento de uno mismo y algo más. 38. Thomas Keating: La mejor parte. Etapas de la vida contemplativa. 39. Anne Brennan y janice brewi: Pasión por la vida. Crecimiento psicológico y espiritual a lo largo de la vida. 40. Francesc Riera I Figueras, S. J.: Jesús de Nazaret. El Evangelio de Lucas (I), escuela de justicia y misericordia. 41. Ceferino Santos Escudero, S. J.: Plegarias de mar adentro. 23 Caminos de la oración cristiana. 42. Benoît A. Dumas: Cinco panes y dos peces. Jesús, sus comidas y las nuestras. Teovisión de la Eucaristía para hoy. 43. Maurice Zundel: Otro modo de ver al hombre. 44. William Johnston: Mística para una nueva era. De la Teología Dogmática a la conversión del corazón. 45. Maria Jaoudi: Misticismo cristiano en Oriente y Occidente. Las enseñanzas de los maestros. 46. Mary Margaret Funk: Por los senderos del corazón. 25 herramientas para la oración. 47. Teófilo Cabestrero: ¿A qué Jesús seguimos? Del esplendor de su verdadera imagen al peligro de las imágenes falsas. 48. Servais Th. Pinckaers: En el corazón del Evangelio. El “Padre Nuestro”. 49. Ceferino Santos Escudero, S. J.: El Espíritu Santo desde sus símbolos. Retiro con el Espíritu. 50. Xavier Quinzá Lleó, S. J.: Junto al pozo. Aprender de la fragilidad del amor. 51. Anselm Grün: Autosugestiones. El trato con los pensamientos. 52. Willigis Jäger: En cada ahora hay eternidad. Palabras para todos los días.

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Gerald O’collins: El segundo viaje. Despertar espiritual y crisis en la edad madura. Pedro Barranco: Hombre interior. Pistas para crecer. Thomas Merton: Dirección espiritual y meditación. María Soave: Lunas… Cuentos y encantos de los Evangelios. Willigis Jäger: Partida hacia un país nuevo. Experiencias de una vida espiritual. Alberto Maggi: Cosas de curas. Una propuesta de fe para los que creen que no creen. 59. José Fernández Moratiel, O.P.: La sementera del silencio. 60. Thomas Merton: Orar los salmos. 61. Thomas Keating: Invitación a amar. Camino a la contemplación cristiana. 62. Jacques Gautier: Tengo sed. Teresa de Lisieux y la madre Teresa. 63. Antonio García Rubio: Aún queda un lugar en el mundo. 64. Anselm Grün: Fe, esperanza y amor. 65. Manuel López Casquete de Prado: Regreso a la felicidad del silencio. 66. Christopher Gower: Hablar de sanación ante el sufrimiento. 67. Katty Galloway: Luchando por amar. La espiritualidad de las bienaventuranzas. 68. Carlos Rafael Cabarrús: La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud. 69. Francisco Javier Sancho Fermín, O.C.D.: El cielo en la Tierra. Sor Isabel de la Trinidad. 70. Thomas Merton: Paz en tiempos de oscuridad. El testamento profético de Merton sobre la guerra y la paz. 71. Xavier Quinzá Lleó, S. J.: Dios que se esconde. Para gustar el misterio de su presencia. 72. Thomas Keating: Mente abierta, corazón abierto. La dimensión contemplativa del Evangelio. 73. Anselm Grün - ramona robben: Marcar límites, respetar los límites. Por el éxito de las relaciones. 74. Teófilo Cabestrero: Pero la carne es débil. Antropología de las tentaciones de Jesús y de nuestras tentaciones. 75. Anselm Grün - fidelis ruppert: Reza y trabaja. Una regla de vida cristiana. 76. Manuel López Casquete de Prado: Las dos puertas. La reconciliación interior en la experiencia del silencio. 77. Thomas merton: El signo de Jonás. Diarios (1946-1952). 78. Patricia Mccarthy: La palabra de Dios es la palabra de la paz. 79. Thomas Keating: El misterio de Cristo. La Liturgia como una experiencia espiritual. 80. Joseph Ratzinger -Benedicto XVI-: Ser cristiano. 81. Willigis Jäger: La vida no termina nunca. Sobre la irrupción en el ahora. 53. 54. 55. 56. 57. 58.

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82. Sanae Masuda: La espiritualidad de los cuentos populares japoneses. 83. Eusebio Gómez Navarro: Si perdonas, vivirás. Parábolas para una vida más sana. 84. Elizabeth Smith - Joseph Chalmers: Un amor más profundo. Una introdución a la Oración Centrante. 85. Carlo M. Martini: Los ejercicios de San Ignacio a la luz del Evangelio de Mateo. 86. Carlos R. Cabarrús: Haciendo política desde el sin poder. Pistas para un compromiso colectivo, según el corazón de Dios. 87. Antonio Fuentes Mendiola: Vencer la impaciencia. Con ilusión y esperanza. 88. María Victoria Triviño, O.S.C.: La palabra en odres nuevos, presencia y latido. Una mirada hacia el Sínodo de la palabra. 89. Robert E. Kennedy, S. J.: Los dones del Zen a la búsqueda cristiana. 90. Willigis Jäger: Sabiduría de Occidente y Oriente. Visiones de una espiritualidad integral. 91. Dorothee Sölle: Mística de la muerte. 92. Thomas Merton: La vida silenciosa. 93. Eusebio Gómez Navarro, O.C.D.: ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora? Y ¿por qué no? Sentido del sufrimiento. 94. Mary Margaret Funk, O.S.B.: La humildad importa. Para practicar la vida espiritual. 95. Teófilo Cabestrero: Entre el sufrimiento y la alegría. Nuestra experiencia actual y la experiencia de Jesús de Nazaret. 96. William A. Meninger, O.C.S.O.: El proceso del perdón. 97. Laureano Benítez: Cuentos cristianos. Una fuente de espiritualidad. 98. Dietrich Bonhoeffer: Los Salmos. El libro de oración de la Biblia. 99. José Luis Vázquez Borau: La inteligencia espiritual o el sentido de lo sagrado. 100. Eugen Drewermann: Sendas de Salvación. 101. Anselm Grün: El camino a través del desierto. 40 dichos de los padres del desierto. 102. Antonio Fuentes Mendiola: La alegría de perdonar. El odio superado por el amor. 103. Gisela Zuniga: Está todo ahí: mística cotidiana. 104. Teófilo Cabestrero: ¿Por qué tanto miedo? Los miedos en la vida humana, el miedo de Jesús, nuestros miedos en la Iglesia actual. 105. Thomas Keating: Terapia divina y adicción. La oración centrante y los doce pasos. 106. Regina Bäumer - Michael Plattig (ed.): Noche oscura y depresión. Crisis espirituales y psicológicas: naturaleza y diferencias. 107. Lola Poveda Piérola: Conciencia energía y pensar místico. El hoy de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. 108. Mariano Ballester: Meditación profunda y autoconocimiento. 109. Lázaro Albar Marín: Hacia la orilla de Dios. Camino de crecimiento espiritual.

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110. Eusebio Gómez Navarro: Escucha su latido. Encuentro con Cristo. 111. Yolanda Velázquez Cortés: Aprendiendo de Jesús a expresar nuestras emociones. 112. Anselm Grün: Los sueños de la vida. Guías hacia la felicidad. 113. Lázaro Albar Marín: Hacia la cumbre de Dios. Mística y compromiso de vida. 114. Anselm Grün: El espacio interior. 115. Enrique Montalt Alcayde: Sentirse habitado por la presencia. 116. Anselm Grün - Michael Reepen: Los gestos de la oración. 117. Fr. Benjamín Monroy Ballesteros, OFM: Contempla y quedarás radiante. Místicos franciscanos hoy. 118. Manuel López Casquete de Prado: La tienda del encuentro. A Jesús por el camino del silencio. 119. Carlos Rafael Cabarrús, s. j.: Puestos con el hijo. Guía para un mes de ejercicios en clave de justicia. 120. Txemi Santamaría: La interioridad. Un viaje al centro de nuestro ser. 121. Manuel Regal Ledo: Los salmos hoy. Versión oracional a la luz del evangelio. 122. Romano Guardini: El comienzo de todas las cosas. Meditaciones sobre Génesis, capítulos 1-3. 123. Francesc Grané: Alimento del deseo infinito. 124. Anselm Grün: En camino hacia la libertad. Palabras de ánimo para los jóvenes 125. Romano Guardini: Sabiduría de los salmos. Meditaciones 126. Anselm Grün - Friedrich Assländer: La espiritualidad en el trabajo. Dar un nuevo sentido a la profesión. 127. Antonio López Baeza: Ojos nuevos para un mundo nuevo. De la experiencia mística a “otro mundo posible”. 128. Miguel Ángel Mesa Bouzas: Espiritualidad para tiempos de crisis. 129. Jacques Gauthier: Diez actitudes interiores. La espiritualidad de Teresa de Lisieux. 130. Anselm Grün - Wwilligis Jäger: El misterio más allá de todos los caminos. Lo que nos une, lo que nos separa. 131. Manuel García Hernández: Ensayo sobre vida y espiritualidad. 132. Anselm Grün: Pureza de corazón. Caminos de la búsqueda de Dios en el antiguo monacato. 133. Teófilo Cabestrero: Jesús, el hombre que ama como Dios. Vivir hoy la condición humana al estilo de Jesús.

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Index Portada Interior 2 Créditos 4 Dedicatoria 5 Nota preliminar 6 La pregunta por el comienzo 8 Crear y ser creado 15 El primer relato de la creación y el día del señor 23 El segundo relato de la creación y el ordenamiento del matrimonio 34 El paraíso 41 El árbol del conocimiento del bien y del mal 48 Tentación y pecado 55 Rendición de cuentas y pérdida del paraíso 62 La muerte 71 El trastorno de la obra del hombre 81 El trastorno de la relación entre los sexos 88 Pérdida y promesa 98 Acerca del autor 104 Otros libros 106 La conversión de Aurelio Agustín Los salmos hoy De la salvación a un proyecto de sentido El paso decisivo

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