El Buscon - Quevedo - Adaptacion Castellano Moderno
February 26, 2017 | Author: mindzid | Category: N/A
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El Buscon - Quevedo - Adaptacion Castellano Moderno...
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Francisco de Quevedo
El Buscón
Índice Introducción El Búscon Capítulo 1. En que cuenta quién es el Buscón Capítulo 2. De cómo fue a la escuela y lo que en ella le sucedió Capítulo 3. De cómo fue a un pupilaje como criado de don Diego Coronel Capítulo 4. De la convalecencia y
salida hacia Alcalá de Henares para estudiar Capítulo 5. De la entrada en Alcalá y novatadas que le hicieron Capítulo 6. De las crueldades del ama y travesuras que Pablos hizo Capítulo 7. De la despedida de don Diego, y noticias de la muerte de los padres de Pablos Capítulo 8. Del camino de Alcalá para Segovia, y de lo que le sucedió en él hasta Rejas, donde durmió aquella noche Capítulo 9. De lo que le sucedió hasta llegar a Madrid, con un poeta
Capítulo 10. De lo que hizo en Madrid, y lo que le sucedió hasta llegar a Cercedilla, donde durmió Capítulo 11. Del hospedaje de su tío, y visitas, la cobranza de su hacienda y vuelta a la Corte Capítulo 12. De su huida, y lo que le sucedió hasta llegar a la Corte Capítulo 13. De lo que le sucedió en la Corte cuando llegó Capítulo 14. En que trata los sucesos de la cárcel Capítulo 15. De cómo tomó posada, y la desgracia que le sucedió en ella
Capítulo 16. De cómo buscó casamiento, y las desgracias que le sucedieron Capítulo 17. De su cura y otros sucesos peregrinos Capítulo 18. De lo que le sucedió en Sevilla hasta embarcarse para las Indias Apéndice Créditos
Pícaros hay con ventura de los que conozco yo y pícaros hay que no.
Pícaros y buscones A don Francisco de Quevedo le bastaba mirar a su alrededor para encontrar tipos como Pablos, pues las plazas y calles de Madrid, Toledo, Segovia o Sevilla estaban llenas de buscones y buscavidas. El pícaro fue, más que una invención literaria, el reflejo de la
sociedad española del Siglo de Oro. A comienzos del siglo XVII, España se acercaba a los siete millones de habitantes. Un cuarenta por ciento de la población estaba constituida por criados, pícaros, mendigos y pobres de solemnidad, es decir, por gente que se buscaba la vida de forma lícita o ilícita. La pobreza y la picaresca iban unidas de tal forma que muchos niños — analfabetos y desnutridos— eran entregados por sus padres a personas mayores sin escrúpulos que los maltrataban. Estos jóvenes se vieron obligados a sobrevivir, desarrollando su ingenio y su astucia hasta límites insospechados, como bien refleja la
literatura picaresca de la época: Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache y El Buscón, entre otras novelas. En el otro extremo se hallaban la nobleza y el clero, estamentos privilegiados que despreciaban el trabajo manual por considerarlo oficio vil y plebeyo. La principal preocupación de las clases altas era mantener el honor y la honra, pilares fundamentales de una sociedad en decadencia. Mientras los pobres sufrían numerosas necesidades, la nobleza disfrutaba de los placeres de la Corte, con la mayor ostentación y lujo. No es de extrañar que los que se decían pobres, pero honrados aspiraran
a la vida ociosa de los nobles, ni que Pablos tuviera desde chiquito «pensamientos de caballero». ¡Agua va! Yo, señora, soy de Segovia, confiesa Pablos al inicio de la novela. Las ciudades de España estaban escasamente pobladas como consecuencia de las guerras, de la expulsión de los moriscos (unos trescientos mil entre 1609 y 1614) y de las epidemias de peste y hambre, que causaron cerca de un millón de muertos a comienzos del siglo XVII. Segovia era una ciudad casi desértica y su industria
textil había desaparecido. Solo Madrid y Sevilla pasaban de los cien mil habitantes y, en consecuencia, eran lugares propicios para la formación de cofradías de maleantes. La Plaza Mayor de Madrid y las Gradas de la Catedral de Sevilla daban testimonio permanente del mundo de la delincuencia. El Buscón es un espejo de la sociedad española del XVII. Gran parte de la vida del protagonista transcurre en Madrid, una ciudad con calles de tierra, sin aceras, polvorientas en verano y llenas de barro en invierno. El mal olor era insoportable, pues no existía alcantarillado ni servicio de recogida de basuras, y las aguas sucias eran
arrojadas por las ventanas al grito de «¡Agua va!». Que Pablos caiga del caballo sobre un charco de inmundicias no es ninguna exageración del autor. La animación de la Corte se observa en las muchas personas que pasean, de día, por sus calles: forasteros, soldados, artesanos, hidalgos, criados, mendigos, rufianes, nobles a caballo, damas en carruajes, etc. Pero la falta de iluminación nocturna convierte la capital en lugar idóneo para los capeadores o ladrones de capas, a pesar de la presencia de alguaciles y corchetes; por ello, la gente no sale después del toque de oración de las campanas o lo hace armada y escoltada con criados.
La sopa boba El pícaro organiza su vida en función de la comida, de ahí que el tema del hambre sea consustancial a la novela picaresca. Si no tiene qué comer, lo pide, lo roba o se pega a alguien de quien pueda sacar tajada. Estos pícaros gorrones son, en palabras del propio Quevedo, «susto de los banquetes, polilla de los bodegones, cáncer de las ollas y convidados por fuerza». Aunque el consumo de vino era habitual entre los españoles, tomado con moderación (salvo en casas de rufianes como la del tío de Pablos), la bebida de moda entre todas las clases sociales era el chocolate, importado de América. El
alimento básico era el pan, que los pobres acompañaban casi exclusivamente de ajo y cebolla. Los ricos preferían la carne a las verduras (consideradas alimentos para animales y pobres), comían tres veces al día y, a menudo, organizaban banquetes, servidos en espléndidas vajillas como signo de distinción. Las clases populares, en cambio, apenas tomaban pescado ni carne, y esta era de tan mala calidad que se sospechaba que los carniceros vendían gato por liebre. La mayor parte de los días se comía un guiso conocido como «olla podrida»; se trataba de un cocido con carne de cerdo, vaca o carnero, tocino, garbanzos,
chorizo y cebollas como principales ingredientes. Los campesinos solo hacían dos comidas: migas al amanecer y olla por la noche. Finalmente, los mendigos tenían que conformarse con lo que les daban en los conventos, la llamada «sopa boba», un caldo compuesto de mucha agua, poco vino blanco, mendrugos de pan, hortalizas y algunos huesos. Esta es la España del Buscón, la España barroca que se mueve entre la miseria y los sueños de grandeza de unos tipos sociales retratados magistralmente por Quevedo para deleite de los lectores de ayer y de hoy.
Esta edición Esta edición presenta una versión adaptada de la novela de Quevedo, dirigida a aquellos lectores que están poco familiarizados con el castellano del Siglo de Oro y que, precisamente por eso, rehúyen la lectura de los clásicos o los abandonan, impotentes, en las primeras páginas. Tomando como base las ediciones más conocidas de la obra (Lázaro, Cabo, Jauralde, Ynduráin y Rey, entre otras), la presente adaptación mantiene los episodios fundamentales de la vida del Buscón, facilita su lectura al sustituir las expresiones en desuso por otras del español actual y se muestra
respetuosa con el tono y el estilo de Quevedo.
CAPÍTULO 1 En que cuenta quién es el Buscón
Yo,
señora 1, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo, y había nacido en este mismo lugar (¡Dios le tenga en el cielo!). Según dicen, fue barbero, aunque eran tan altos sus pensamientos que se avergonzaba de que
le llamasen así, diciendo que él era «sastre de barbas». Dicen que era de muy buena cepa 2, y, por lo mucho que bebía, debe de ser verdad. Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal. En el pueblo se sospechaba que no era cristiana vieja 3, aun viéndola con canas, aunque ella, por los nombres y apellidos de sus antepasados, quiso demostrar que lo era. Fue mujer hermosa, persona de valor 4 y muy conocida por su oficio. Padeció muchas penalidades recién casada, y aun después, porque las malas lenguas iban diciendo que mi padre
metía el dos de bastos para sacar el as de oros 5. Y se demostró que a todos los que arreglaba la barba a navaja, mientras les levantaba la cara para el lavatorio, un hermanico mío de siete años les sacaba el dinero de las faltriqueras. Murió el angelico de los azotes que le dieron en la cárcel. Mi padre lo sintió mucho, porque el niño era tan cariñoso que no solo les tenía robados los corazones, sino todo lo demás.
Por estas y otras niñerías mi padre estuvo preso, y la justicia le paseó por
las calles. Iba montado en un asno, con las manos en las bridas y los pies colgando. Según me han dicho después, salió de la cárcel con tanta honra, que le acompañaron doscientos cardenales 6, solo que a ninguno llamaban «señoría». Y mi madre, ¿no pasó calamidades? Un día, hablándome bien de ella una vieja que me crió, decía que era tal su encanto, que hechizaba a cuantos la trataban. Tenía fama de hacer pasar por vírgenes a las mujeres que no eran doncellas, resucitaba cabellos encubriendo canas, ponía pantorrillas postizas en las piernas, colocaba dientes; en definitiva, era remendona de
cuerpos. Unos la llamaban «zurcidora de gustos»; otros, «juntona»; otros, «tejedora de carnes» y, por mal nombre, «alcahueta». Ella oía esto de todos y se reía. Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que desde chiquito siempre tuve pensamientos de caballero, nunca me esmeré en parecerme a ninguno. Mi padre me decía: «Hijo, esto de ser ladrón no es oficio de artesanos, sino de gente hábil». Y después de suspirar, añadía: «Quien no roba en el mundo, no vive. ¿Por qué piensas que los alguaciles y jueces nos aborrecen tanto? Unas veces nos destierran, otras
nos azotan y otras nos cuelgan…; ¡no lo puedo decir sin lágrimas!» —lloraba como un niño el buen viejo, acordándose de las veces que le habían azotado las costillas—; «porque no querrían que donde están hubiese otros ladrones sino ellos y sus ayudantes. Mas de todo nos libró la buena astucia. En mi mocedad siempre andaba por las iglesias 7, y no de puro buen cristiano. Nunca confesé sino cuando lo mandaba la Santa Madre Iglesia. Preso estuve por pedigüeño en los caminos y a pique de que me colgaran en la soga. Mas de todo me ha librado el tener la boca cerrada, el chitón y los nones. Y con esto y mi oficio, he mantenido a tu madre lo más
honradamente que he podido». —¿Cómo que me habéis mantenido? —dijo ella con gran cólera—. Yo os he mantenido a vos y os he sacado de las cárceles con mi ingenio. Si no confesabais, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis pócimas! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado. Puse paz entre ellos diciendo que yo estaba decidido a ser hombre virtuoso y seguir adelante con mis buenos pensamientos, y que para esto me llevasen a la escuela, pues sin leer ni escribir no se podía lograr nada. Les
pareció bien lo que decía, aunque lo gruñeron un rato entre los dos. Mi madre se metió adentro y mi padre fue a rapar a uno —así lo dijo él—, no sé si la barba o la bolsa: lo más frecuente era ambas cosas a la vez. Yo me quedé solo, dando gracias a Dios porque me hizo hijo de padres tan celosos de mi bien.
1 Señora: siguiendo el modelo del Lazarillo
de Tormes, Pablos dirige su relato en forma de carta a un destinatario desconocido, al que da tratamiento de señora y, más adelante, de vuestra merced (V. Md.). 2 Cepa: dilogía o juego con el doble significado de la palabra, como «origen
familiar» (padre de buen linaje) y como «raíz de la vid» (padre de buen beber). 3 Cristiana vieja: la que desciende de familia
cristiana, sin antepasados judíos o moriscos. 4 Persona de valor: quiere decir «persona que tiene precio», es decir, «prostituta». 5 As de oros: era ladrón, pues metía dos dedos
(bastos) para robar monedas. 6 Cardenales: en el doble sentido, como:
«prelados que forman parte del Sacro Colegio o Consejo del Papa, y reciben el tratamiento de señorías», y «moratones». 7 Iglesias: porque los delincuentes solían
refugiarse en las iglesias para evitar la acción de la justicia.
CAPÍTULO 2 De cómo fue a la escuela y lo que en ella le sucedió
Al día siguiente, ya tenía comprada la cartilla y habían hablado con el maestro. Fui, señora, a la escuela. Me recibió muy alegre, diciendo que tenía cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Yo, por no desmentirle, di muy bien la
lección aquella mañana. El maestro me sentaba a su lado, ganaba la palmatoria 1 casi todos los días por llegar el primero y me iba el último por hacer algunos recados a la «señora» (que así llamábamos a la mujer del maestro). Con semejantes caricias, a todos me los tenía ganados; me favorecían demasiado, y por esto creció la envidia en los demás niños. Me acercaba, sobre todo, a los hijos de caballeros y personas principales, y particularmente a un hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga, con el cual compartía meriendas. Los días de fiesta me iba a su casa a jugar y le acompañaba cada día. Los otros niños, o porque no les
hablaba o porque les parecía demasiado orgullo el mío, siempre andaban poniéndome nombres tocantes al oficio de mi padre. Unos me llamaban don Navaja, otros don Ventosa; uno decía, por disimular la envidia, que me quería mal porque mi madre le había chupado la sangre de noche a dos hermanitas pequeñas; otro decía que a mi padre le habían llevado a su casa para que la limpiase de ratones (por llamarle gato 2). Unos me decían «zape» cuando pasaba, y otros «miz». En fin, con todo lo que murmuraban, nunca me ofendieron, gracias a Dios. Y aunque yo me avergonzaba, disimulaba. Todo lo soportaba, hasta que un día un
muchacho se atrevió a decirme a voces que era hijo de una puta y hechicera; y como me lo dijo tan claro, agarré una piedra y le descalabré. Salí corriendo hacia mi madre y le pedí que me escondiese; le conté el caso y me dijo: —Muy bien hiciste; bien muestras quién eres; solo te faltó preguntarle quién se lo dijo. Cuando yo oí esto, como siempre tuve altos pensamientos, me volví hacia ella y le rogué que me declarase la verdad: si me había concebido a escote entre muchos o si era hijo de mi padre. Se rió y me dijo: —¡Ah, en hora mala! ¿Eso sabes decir? No serás bobo, pues gracia
tienes. Muy bien hiciste en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir. Yo con esto quedé como muerto, dándome por novillo 3 de legítimo matrimonio, y decidido a salir cuanto antes de la casa de mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza. Disimulé, fue mi padre, curó al muchacho, lo calmó y me llevó de nuevo a la escuela, adonde el maestro me recibió con ira, hasta que, oyendo la causa de la riña, se le aplacó el enojo, considerando que había tenido razón. En todo esto, siempre me visitaba aquel hijo de don Alonso de Zúñiga, que se llamaba don Diego, porque me quería
bien naturalmente: que yo le daba de mi almuerzo y no le pedía de lo que él comía, le compraba estampas, le enseñaba a luchar, jugaba con él al toro, y le entretenía siempre. Así que muchos días, los padres del caballerito, viendo cuánto le contentaba mi compañía, rogaban a los míos que me dejasen con él a comer y cenar, y aun a dormir la mayoría de los días. Sucedió, pues, que uno de los primeros días de escuela por Navidad, viniendo por la calle un hombre que se llamaba Poncio de Aguirre, el cual tenía fama de judío converso, me dijo el don Dieguito: —Anda, llámale Poncio Pilato y echa
a correr. Yo, por darle gusto a mi amigo, le llamé Poncio Pilato. Se ofendió tanto el hombre que empezó a correr tras de mí con un cuchillo desnudo para matarme, de suerte que fue necesario meterme huyendo en casa de mi maestro, dando gritos. Entró el hombre tras de mí, agradecida por mis servicios, y el maestro me protegió para que no me matase, asegurándole que me castigaría. Y enseguida (aunque «señora» le rogó por mí, agradecida por mis servicios, de nada me sirvió), me mandó desatar las calzas, y azotándome, decía tras cada azote: «¿Diréis más Poncio Pilato?». Yo respondía: «No, señor»; y veinte veces
respondí así a otros tantos azotes que me dio. Quedé tan escarmentado de decir Poncio Pilato, y con tal miedo, que, mandándome el día siguiente decir, como solía, las oraciones a los otros, llegando al Credo (advierta V. Md. la inocente malicia), al tiempo de decir «padeció bajo el poder de Poncio Pilato», acordándome de que no había de decir más Pilato, dije: «padeció bajo el poder de Poncio de Aguirre». Al maestro le dio tanta risa oír mi simplicidad y ver el miedo que le había tenido, que me abrazó y me prometió perdonar los azotes de las dos primeras veces que los mereciese. Con esto me fui yo muy contento.
En estas niñeces pasé algún tiempo aprendiendo a leer y escribir. Llegó el tiempo de Carnaval, y, para divertirnos, ordenó el maestro que hubiese rey de gallos 4. Lo echamos a suerte entre doce señalados por él, y me tocó a mí. Avisé a mis padres de que me buscasen ropa de gala. Llegó el día y salí en un caballo flaco y mustio, el cual, más por manco que por educado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, sin cola; el pescuezo, más largo que el de un camello; tuerto de un ojo y ciego del otro; en cuanto a edad, no le faltaba sino cerrar los ojos; en fin, de tener una guadaña, habría parecido la muerte de
los rocines. Iban tras de mí los demás niños, todos disfrazados. Pasamos por la plaza (aún tengo miedo al recordarlo), y, llegando cerca de las mesas de las verduras (Dios nos libre), agarró mi caballo un repollo, y ni fue visto ni oído cuando lo despachó a las tripas. La verdulera —que siempre son desvergonzadas— empezó a dar voces; se acercaron otras verduleras y, con ellas, unos pícaros, y alzando zanahorias, nabos, tronchos y otras legumbres, empezaron a lanzarlas contra el pobre rey. Yo, viendo que era batalla nabal 5, y que no se había de hacer a caballo, comencé a apearme; mas tal
golpe le dieron a mi caballo en la cara, que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una gran plasta de excrementos. Me puse como V. Md. puede imaginar. Ya mis muchachos se habían armado de piedras y las lanzaban contra las verduleras, y descalabraron a dos.
Vino la justicia, comenzó a pedir información, prendió a verduleras y muchachos, quitándoles a todos las armas, porque algunos habían sacado las dagas que traían de adorno y otros, espadas pequeñas. Llegó hasta mí, y, viendo que no tenía ninguna, porque me las habían quitado y las habían metido en una casa a secar con la capa y el sombrero, me pidió, como digo, las armas, y le respondí, todo sucio, que si no eran ofensivas contra las narices, que yo no tenía otras. El alguacil me quiso llevar a la cárcel, y no me llevó porque no hallaba por donde cogerme: así estaba de sucio. Unos se fueron por una parte y otros por
otra, y yo me vine a mi casa desde la plaza, martirizando cuantas narices topaba en el camino. Entré en ella, conté a mis padres el suceso, y tanto se avergonzaron al verme, que me quisieron pegar. Yo le echaba la culpa a las dos leguas de rocín6 exprimido que me dieron. Procuraba convencerlos, y, viendo que no bastaba, salí de casa y fui a ver a mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado, y a sus padres decididos a no enviarle más a la escuela. Allí tuve noticias de cómo mi rocín, viéndose en aprieto, se esforzó en tirar dos coces, y, de puro flaco, se le desgajaron las dos patas, y se quedó hundido en los excrementos, bien cerca
de expirar. Viéndome, pues, con una fiesta revuelta, un pueblo escandalizado, los padres humillados, mi amigo descalabrado y el caballo muerto, decidí no volver más a la escuela ni a casa de mis padres, sino quedarme a servir a don Diego o, por decirlo mejor, en su compañía, y esto con gran gusto de sus padres, que apreciaban mi amistad hacia el niño. Escribí a mi casa que yo no necesitaba ir más a la escuela, porque, aunque no sabía escribir bien, para mi intento de ser caballero lo que se requería era escribir mal 7, y que desde ese mismo momento renunciaba a la escuela por no darles gasto, y a vivir
con ellos para ahorrarles disgustos. Avisé de dónde y cómo quedaba, y que hasta que me diesen permiso no los vería.
1 Palmatoria: el primero en llegar a la clase
tenía el privilegio de guardar la palmatoria o palmeta y emplearla para los castigos físicos que el maestro imponía a los malos alumnos. 2 Gato: ladrón; zape y miz son onomatopeyas
para espantar y atraer a los gatos. 3 Novillo: en alusión a un padre cornudo. 4 Rey de gallos: jefe del juego de Carnaval consistente en cortar la cabeza de un gallo colgado de una cuerda, al pasar a caballo por debajo.
5 Nabal: juego con las palabras homófonas:
nabal (de nabos) y naval (de naves). 6 Rocín: caballo de mala raza, en este caso
«exprimido» (seco) y exageradamente largo (una legua equivale a algo más de cinco kilómetros y medio). 7 Mal: Quevedo no solo critica la conocida
mala letra de los caballeros, sino también el desprecio de la nobleza por la cultura en general.
CAPÍTULO 3 De cómo fue a un pupilaje como criado de don Diego Coronel
Decidió, pues, don Alonso poner a su hijo en pupilaje 1. Supo que había en Segovia un licenciado llamado Cabra, que tenía por oficio criar hijos de caballeros, y envió allá el suyo, y a mí
para que le acompañase y sirviese. Era primer domingo después de Cuaresma, y entramos en poder del hambre viva, porque tanta miseria no admite decirlo de otro modo. Él era un clérigo cerbatana 2, largo solo en el talle; tenía la cabeza pequeña, pelo bermejo 3 (no hay más que decir para quien sabe el refrán); los ojos le salían del cogote, tan hundidos y oscuros que parecía que miraba desde el fondo de un cesto; la nariz, chata y llena de costras por culpa de un resfriado; las barbas, descoloridas por miedo a la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba con comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que
por holgazanes y vagabundos se los habían condenado al destierro; el gaznate, largo como de avestruz, con una nuez tan salida, que parecía que se iba a escapar buscando la comida; los brazos, secos; las manos, como un manojo de nervios cada una. Mirado de cintura para abajo, parecía un compás, con dos piernas largas y flacas; andaba muy despacio, y, si se alteraba, le sonaban los huesos como tablillas de leprosos; tenía la voz débil; la barba grande, ya que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que se dejaría matar antes que permitir tal cosa: los cabellos se los
cortaba un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol, roído por los ratones y con adornos de grasa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la creían hecha de cuero de rana; otros decían que era simple ilusión: desde cerca parecía negra, y desde lejos azul cielo. La llevaba sin cordón en la cintura; no traía cuello ni puños. Parecía, con los cabellos largos y la sotana miserable y corta, criado de la muerte. Cada zapato podía ser tumba de un gigante. ¿Y qué decir de su aposento? Ni arañas había en él. Se había conjurado con los ratones por temor de
que le royeran algunos mendrugos que guardaba. La cama la tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. En fin, él era archipobre y protomiseria 4.
En poder de este miserable caí y bajo su poder estuve con don Diego, y la noche que llegamos nos indicó nuestro aposento y nos dio una charla corta, que por no gastar tiempo no tardó más. Nos dijo lo que teníamos que hacer. Estuvimos ocupados en esto hasta la hora de comer. Fuimos allá. Comían los amos primero, y servíamos los criados. El comedor era un aposento minúsculo. Se sentaban a una mesa hasta cinco caballeros. Yo lo primero que hice fue buscar los gatos, y como no los vi, pregunté a un criado antiguo que cómo no los había, el cual, de flaco, mostraba ya la marca del pupilaje. Comenzó a emocionarse, y dijo:
—¿Cómo gatos? ¿Pues quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias? En lo gordo se os echa de ver que sois nuevo. Yo, al oír esto, me empecé a preocupar, y me asusté más cuando advertí que todos los que vivían desde hacía tiempo en el pupilaje estaban como agujas, y tenían unas caras blanquecinas. El licenciado Cabra se sentó y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. En unas escudillas de madera sirvieron un caldo tan claro, que de haber comido Narciso 5 en una de ellas habría corrido más peligro que en la fuente. Observé el ansia con que los flacos dedos se
echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el fondo. Cabra decía a cada sorbo: —Digan lo que digan, no hay mejor comida que la olla; todo lo demás es vicio y gula. Y, sacando la lengua, la paseaba por los bigotes, lamiéndoselos, y se dejaba la barba bien teñida de caldo. Acabando de decirlo, se echó a pechos su escudilla diciendo: —Todo esto es salud y, además, ingenio. —¡Mal ingenio te mate! —decía yo para mí, cuando vi un mozo medio espíritu y tan flaco, con un plato de carne en las manos, que parecía que se
la había quitado de sí mismo. Venía un nabo aventurero en medio de la carne, y dijo el maestro al verlo: —¿Nabo hay? Para mí no hay perdiz que se le iguale. Coman, que me alegro de verlos comer. Y tomando el cuchillo por el mango, pinchó el nabo con la punta, y acercándoselo a las narices y pasándolo en procesión por su cara, meció dos veces la cabeza y dijo: —Conforta realmente, y son muy buenos para el corazón, —porque era un gran adulador de las legumbres. Repartió a cada uno tan poco carnero que, entre lo que se les pegó en las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso
que se consumió todo, dejando las tripas castigadas a no comer. Cabra los miraba y decía: —Coman, que mozos son y me alegro de ver sus buenas ganas. ¡Mire V. Md. qué ocurrencia para los que bostezaban de hambre! Acabaron de comer y quedaron unos mendrugos en la mesa y, en el plato, dos pellejos y unos huesos; y dijo Cabra: —Quede esto para los criados, que también han de comer. No lo queramos todo. —«¡Mal daño te haga Dios y lo que has comido, miserable» —decía yo—, «que así amenazas a mis tripas!». Echó la bendición y dijo:
—Ea, dejemos a los criados que se harten, y váyanse hasta las dos a hacer ejercicio, no vaya a ser que les siente mal lo que han comido. Entonces yo no pude contener la risa, abriendo toda la boca. Se enfadó mucho y me dijo que aprendiese modales, y tres o cuatro refranes antiguos, y se marchó. Nos sentamos nosotros, y yo, que vi peligrar el negocio y que mis tripas pedían justicia, como estaba más sano y más fuerte que los otros, arremetí contra el plato, como arremetieron todos, y me metí en la boca dos de los tres mendrugos, y también un pellejo. Comenzaron los otros a gruñir; al ruido entró Cabra, diciendo:
—Coman como hermanos, pues Dios les ofrece estos alimentos. No riñan, que para todos hay. Se salió de nuevo al sol y nos dejó solos. Juro a V. Md. que vi a uno de ellos, que se llamaba Jurre y era vizcaíno, tan olvidado ya de cómo y por dónde se comía, que una cortecilla de pan que le tocó se la llevó dos veces a los ojos, y entre tres no acertaban a dirigirle las manos a la boca. Pedí yo de beber, que los otros, por estar casi en ayunas, no lo necesitaban, y me dieron un vaso con agua; y apenas lo había acercado a mi boca, cuando me lo arrebató el mozo este que parecía un espíritu. Me levanté con gran dolor de
mi alma, viendo que en esta casa las tripas no brindaban ni con agua. Y, aunque no había comido, me entró ganas de descomer, quiero decir, de hacer mis necesidades, y pregunté a un mozo antiguo por las necesarias 6, y este me dijo: —Como no son necesarias en esta casa, no las hay. Para una vez que las vais a necesitar mientras aquí estéis, lo podéis hacer donde queráis; porque yo llevo aquí dos meses y no he hecho tal cosa sino el día que entré, como ahora vos, y fue de lo que cené en mi casa la noche antes. ¿Con qué palabras podría yo expresar mi tristeza y mi pena? Fue
tanta, que pensando la poca comida que había de entrar en mi cuerpo, no me atreví a echar nada de él, aunque tenía gana. Descansamos hasta la noche. Don Diego me preguntaba que qué podía hacer él para convencer a las tripas de que habían comido, porque no lo querían creer. Llegó la hora de cenar (la merienda se pasó en blanco) y cenamos mucho menos, y no carnero, sino un poco del nombre del maestro: cabra asada. Mire V. Md. si el diablo habría sido capaz de imaginar otra idea peor. —Cenar poco —decía—, para tener el estómago desocupado, es bueno para
la salud. Y citaba una retahíla de médicos infernales. Elogiaba la dieta y decía que evitaba tener sueños pesados, aun sabiendo él que en su casa no se podía soñar otra cosa sino que se comía. Cenaron y cenamos todos, y no cenó ninguno. Nos fuimos a acostar y en toda la noche pudimos dormir don Diego ni yo, él tramando cómo quejarse a su padre y pedirle que le sacase de allí, y yo aconsejándole que lo hiciese; aunque por último le dije: —Señor, ¿estáis seguro de que estamos vivos? Porque yo me imagino que, en la pelea de las verduleras, nos
mataron, y que somos ánimas que estamos en el purgatorio. Y si es así, está de más pedir que nos saque vuestro padre; mejor será que alguno nos rece un rosario y pida en la misa por las almas en pena. Cabra siguió viviendo de aquel mismo modo que he contado; solo añadió en la comida tocino en la olla, por no sé qué que le dijeron un día en la calle sobre los hidalgos 7. Y por eso, tenía una jaula de hierro, toda agujereada como un colador; la abría y metía en ella un pedazo de tocino, la volvía a cerrar y la metía en la olla colgando de una cuerda para que saliese algún jugo por los agujeros y quedase el
tocino para el día siguiente. Pero después le pareció que en esto se gastaba mucho y decidió solo asomar el tocino a la olla. La olla se daba por enterada de la presencia del tocino, y nosotros comíamos una fantasmal carne de cerdo. Con estas cosas lo pasábamos como se puede imaginar. Don Diego y yo nos vimos tan en las últimas al cabo de un mes, que, ya que no hallábamos remedio para comer, lo buscamos para no levantarnos por las mañanas; y así, planeamos decir que teníamos algún mal. No nos atrevimos a decir calentura, porque no teniéndola, era fácil descubrir la mentira. Dolor de cabeza o de muelas
era poco mal para quedarse en la cama. Dijimos, al fin, que nos dolían las tripas y que estábamos muy malos por no haber hecho nuestras necesidades en tres días, confiados en que como no iba a gastarse dos cuartos en una lavativa, no buscaría el remedio. Pero el diablo lo dispuso de otra manera, porque Cabra tenía una jeringa que había heredado de su padre, que fue boticario. Supo el mal y preparó la lavativa, y, mandando llamar a una vieja de setenta años, tía suya, que le servía de enfermera, le ordenó que nos echase una a cada uno. Empezaron por don Diego. Le dio vergüenza al infeliz, y la vieja, en vez de echársela dentro, se la disparó por entre la espalda y la
camisa y le llegó con ella hasta el cogote. Quedó el mozo dando gritos; vino Cabra y, viéndolo, dijo que me echasen a mí la otra, que de inmediato volverían a don Diego. Yo me resistía, pero no me valió, porque, sujetándome Cabra con la ayuda de otros, me la echó la vieja, aunque la expulsé y le di con ella en toda la cara. Cabra se enfadó conmigo y me dijo que terminaría echándome de su casa, porque todo había sido una bellaquería. Yo rogaba a Dios que se enfadase tanto que me despidiese, mas no lo quiso mi suerte. Nosotros nos quejábamos a don Alonso, y Cabra le hacía creer que lo hacíamos por no asistir al estudio. Con
esto nuestras súplicas no nos servían de nada. Metió a la vieja en casa como ama, para que guisase y sirviese a los pupilos, y despidió al criado porque le halló un viernes por la mañana con unas migajas de pan en la ropa. Lo que sufrimos con la vieja, Dios lo sabe. Era tan sorda, que no oía nada: entendía por señas; ciega y tan gran rezadora que un día se le soltaron las cuentas del rosario sobre la olla y nos la trajo con el caldo más devoto que he comido. Unos decían: «¡Garbanzos negros! Sin duda son de Etiopía». Otros decían: «¡Garbanzos con luto! ¿Quién se les habrá muerto?». Mi amo fue el primero en coger una cuenta
y, al mascarla, se quebró un diente. Los viernes solía poner huevos con barbas, pues venían con pelos y canas de la vieja. Acostumbraba a meter la paleta del brasero en la olla en vez del cucharón y nos traía un plato de caldo lleno de cenizas. Mil veces me encontré en la olla con insectos, palos e hilos. Y todo lo metía para aumentar el caldo y que las tripas se enteraran.
Pasando estas penalidades estuvimos hasta la Cuaresma. En ese tiempo, cayó malo un compañero. Cabra, por no gastar, no quiso llamar al médico hasta
que ya el enfermo pedía confesión más que otra cosa. Llamó entonces a un practicante, el cual le tomó el pulso y dijo que el hambre se le había anticipado en matar a aquel hombre. Le dieron la Extremaunción, y el pobre — aunque hacía ya un día que no hablaba— dijo al advertirlo: —Señor mío Jesucristo, necesario ha sido el veros entrar en esta casa para convencerme de que no es el infierno. Se me quedaron grabadas estas palabras en el corazón. Murió el pobre mozo, le enterramos y quedamos todos espantados. El cruel caso llegó a oídos de don Alonso Coronel y, como no tenía otro hijo, se desengañó de los embustes
de Cabra y comenzó a dar más crédito a las razones de dos sombras, tal era el miserable estado en que nos encontrábamos. Vino a sacarnos del pupilaje y, teniéndonos delante, nos preguntaba por nosotros. Y tan débiles nos vio, que, sin esperar a más, comenzó a insultar al licenciado Vigilia y ordenó que nos llevaran a casa en dos sillas. Nos despedimos de los compañeros, que nos seguían con los deseos y con los ojos llenos de lágrimas.
1 Pupilaje: régimen de internado en el que el estudiante quedaba bajo la tutela de un bachiller o licenciado.
2 Cerbatana: pieza de artillería en forma de
canuto; aquí toma el sentido de «hueco, estrecho y largo»; Cabra era «largo» como una cerbatana, pero solo de cuerpo, no en generosidad. 3 Bermejo: rojizo. Según la tradición, Judas
había sido pelirrojo, de ahí que el refrán «ni gato ni perro de aquella color» invitase a desconfiar de quienes tenían este color de pelo. Archipobre y protomiseria: palabras inventadas por Quevedo, sobre la base de los prefijos griegos archi- «el más [mayor]» y proto- «el primero». 4
5 Narciso: personaje mitológico que, por
despreciar el amor de la ninfa Eco, fue castigado por Némesis. Al ir a beber a una fuente y contemplar su rostro reflejado en el agua, se enamoró de sí mismo, intentó
abrazarse y murió ahogado. 6 Necesarias: letrinas, retretes. Es un ejemplo
más de palabra con doble sentido. 7 Hidalgos: comer carne de cerdo era una
demostración de no ser judío ni converso, sino cristiano viejo.
CAPÍTULO 4 De la convalecencia y salida hacia Alcalá de Henares para estudiar
Entramos en casa de don Alonso, y nos echaron sobre dos camas con mucho cuidado, para que no se nos desparramasen los huesos, roídos como estaban por el hambre. Trajeron
exploradores para que nos buscasen los ojos por toda la cara, y a mí, que había sido tratado como criado y pasado un hambre infinita, no me los hallaron en buen rato. Trajeron médicos y ordenaron que nos limpiasen el polvo de las bocas, y que nos diesen un sustancioso caldo. ¿Quién podrá contar la alegría que sintieron las tripas al recibir la primera taza de leche y la primera carne de ave? Todo les parecía novedad. Ordenaron los doctores que, durante nueve días, nadie levantase la voz en nuestro aposento, porque, como estaban huecos los estómagos, sonaba en ellos el eco de cada palabra.
Con estas y otras atenciones, comenzamos a recuperar el aliento. Al cabo de cuarenta días, nos poníamos de pie y nos tambaleábamos, y aún parecíamos sombras de otros hombres. Nos pasábamos todo el día dando gracias a Dios por habernos rescatado del cautiverio del fierísimo Cabra, y rogábamos al Señor que ningún cristiano cayese en sus manos crueles. Si por casualidad, mientras comíamos, nos acordábamos alguna vez de las mesas del malvado pupilero, nos crecía el hambre tanto, que aumentábamos el gasto aquel día. Don Alonso se reía mucho cuando le contábamos que en el
mandamiento de No matarás metía perdices, pollos, gallinas y todas las cosas que no quería darnos, y, por consiguiente, el hambre, pues parecía que tenía por pecado el matarla, y hasta el herirla, según escatimaba la comida. Al cabo de tres meses, don Alonso decidió enviar a su hijo a Alcalá, a estudiar lo que le faltaba de la Gramática. Me preguntó a mí si quería ir, y yo, que no deseaba otra cosa sino salir de allí donde se oyese el nombre de aquel malvado perseguidor de estómagos, me ofrecí para servir a su hijo. Y, además, le puso otro criado como mayordomo (Baranda se llamaba), para que le administrase la casa y el
dinero. Pusimos las ropas en el carro de un tal Diego Monje, cinco colchones, ocho sábanas, ocho almohadas, cuatro tapices, un cofre con ropa blanca, y las demás zarandajas de casa. Nosotros nos metimos en un coche, salimos a la tardecica, una hora antes de anochecer, y llegamos a la media noche, poco más, a la siempre maldita venta de Viveros 1. El ventero era morisco y ladrón. Nos recibió con gran alegría y, como él y los ayudantes del carretero ya estaban compinchados, se arrimó al coche, me dio a mí la mano para salir del estribo, y me preguntó si iba a estudiar. Yo le respondí que sí. Me metió adentro, y estaban dos rufianes con unas
mujerzuelas, un cura mirándolas y rezando, y un viejo mercader avariento procurando olvidarse de cenar, obligando a sus ojos a que se durmiesen en ayunas y diciendo entre bostezos: «Más me engorda un poco de sueño que todos los faisanes que hay en el mundo». Dos estudiantes gorrones andaban también por la venta con sus panzas listas para engullir. Mi amo, pues, como aún era muchacho y novato en la venta, dijo: —Señor ventero, deme lo que hubiere de comer para mí y mis criados. —Todos somos criados de V. Md. — dijeron al momento los rufianes— y estamos dispuestos a servirle. ¡Vamos,
ventero! Este caballero os agradecerá lo que hiciereis. Vaciad la despensa. Y, diciendo esto, se acercó uno, le quitó la capa y dijo: —Descanse V. Md., señor mío —y la puso en un poyo. Estaba yo orgulloso con el trato y sintiéndome el dueño de la venta. Dijo una de las mujeres: —¡Qué buen talle de caballero! ¿Y va a estudiar? ¿Es V. Md. su criado? Yo respondí que tanto el otro como yo éramos criados suyos. Me preguntaron su nombre, y en cuanto lo dije, uno de los estudiantes se acercó a él medio llorando y, dándole un abrazo apretadísimo, dijo:
—Oh, mi señor don Diego, ¿quién me iba a decir a mí, hace diez años, que había de ver yo a V. Md. de esta manera? ¡Desdichado de mí, que con este aspecto no me reconocerá V. Md.! Él se quedó asombrado, y yo también, que juráramos los dos no haberle visto en nuestra vida. El otro estudiante andaba mirando a don Diego a la cara y dijo a su amigo: —¿Es este el señor de cuyo padre me dijisteis vos tantas cosas? ¡Gran suerte hemos tenido en reconocerle según está de crecido! ¡Que Dios le proteja! —y empezó a santiguarse. ¿Quién no creyera que se habían criado con nosotros? Don Diego se
interesó mucho, y, al preguntarle su nombre, salió el ventero y puso los manteles y, oliendo el engaño, dijo: —Dejen eso, que después de cenar se hablará, que se enfría. Llegó un rufián y puso asientos para todos y una silla para don Diego, y el otro rufián trajo un plato. Los estudiantes dijeron: —Cene V. Md., que, mientras a nosotros nos preparan lo que hubiere, le serviremos la mesa. —¡Jesús! —dijo don Diego—; siéntense V. Mds., pues son mis invitados. Y a esto respondieron los rufianes (aunque don Diego no se había dirigido
a ellos): —Al instante, mi señor, aunque aún no está todo a punto. Yo, cuando vi a los estudiantes convidados y a los rufianes que se convidaban, me inquieté y temí lo que sucedió. Porque los estudiantes tomaron la ensalada, que era un razonable plato, y mirando a mi amo, dijeron: —No es cortesía que, donde se sienta un caballero tan importante, se queden estas damas sin comer. Mande V. Md. que tomen algo.
Él, comportándose como un galán, las convidó. Se sentaron y, entre los dos estudiantes y ellas, en cuatro bocados, no dejaron sino un cogollo, el cual se comió don Diego. Y al darle el bocado, aquel maldito estudiante le dijo: —Un abuelo tuvo V. Md., tío de mi
padre, que jamás comió lechugas, porque son malas para la memoria, y más de noche. Y, diciendo esto, escondió un panecillo, y el otro, otro. ¿Pues las mujeres? Ya se zampaban un pan, y el que más comía era el cura, aunque solo con los ojos. Los rufianes se sentaron con medio cabrito asado y dos tiras de tocino y un par de palomas cocidas, y dijeron: —Pues, padre, ¿qué hace ahí? Acérquese, que mi señor don Diego nos convida a todos. ¡Por Dios, la Iglesia ha de ser la primera! Y aún no habían acabado de decirlo, cuando ya estaba sentado.
Cuando vio mi amo que todos se le habían encajado, comenzó a entristecerse. Lo repartieron todo y a don Diego le dieron no sé qué huesos y alones, diciéndole que «del cabrito el huesecito y del ave el aloncito», como dice el refrán. Con lo cual nosotros comimos refranes y ellos aves. Lo demás se lo engulleron el cura y los otros. Decían los rufianes: —No cene mucho, señor, que le sentará mal. Y replicaba el maldito estudiante: —Y además, que es necesario acostumbrarse a comer poco para la vida que os espera en Alcalá. El otro criado y yo estábamos
rogando a Dios que se acordasen de nosotros y nos dejasen algo. Y cuando ya se lo habían comido todo, y el cura rebañaba los huesos de los otros, volvió uno de los rufianes y dijo: —¡Oh, pecador de mí! No hemos dejado nada a los criados. Vengan aquí V. Mds. ¡Ah, señor ventero!, deles todo lo que hubiere; aquí tiene un doblón2. De inmediato saltó el descomulgado pariente de mi amo (digo el estudiantón) y le dijo al rufián: —V. Md. me perdone, señor hidalgo, pero debe de saber poco de cortesía. ¿Conoce, por suerte, a mi señor primo? Él dará de comer a sus criados, y aun a los nuestros si los tuviéramos, como nos
ha dado a nosotros. Y volviéndose a don Diego, que estaba pasmado, dijo: —No se enfade V. Md., puesto que no le conocía. Tantas maldiciones le eché cuando vi el engaño, que no habría acabado nunca. Recogieron las mesas y todos dijeron a don Diego que se acostase. Él quería pagar la cena, y le replicaron que no lo hiciese, que ya tendría ocasión por la mañana. Llegó la hora de la salida. Los rufianes hicieron la cuenta, y solo la cena sumaba treinta reales 3, aunque no había manera de entender la suma. Decían los estudiantes:
—No pide ni un ochavo4 de más. Y respondió uno de los rufianes: —Ciertamente, no consentiríamos que nadie engañara a este caballero delante de nosotros; aunque es ventero, sabe lo que ha de hacer. Déjese guiar V. Md., que está en buenas manos. Y, tosiendo, cogió el dinero, lo contó y, mirando los cuatro reales que sobraban del dinero que sacó mi amo, dijo: —Estos servirán para pagar la posada, que a estos pícaros con cuatro reales se les tapa la boca. Quedamos asustados con el gasto. Los rufianes, las mujeres y el viejo se subieron en un carro. Los estudiantes y el cura se montaron en dos borricos, y
nosotros nos subimos en el coche; y apenas comenzó a caminar cuando unos y otros empezaron a burlarse de nosotros, descubriendo el engaño. El ventero decía: —Señor nuevo, con pocas novatadas como esta, madurará. El cura decía: —Sacerdote soy; allá se lo pagaré con misas. Y el estudiante maldito voceaba: —Señor primo, otra vez rásquese cuando le piquen y no después. Nosotros hicimos como que no les oíamos, pero Dios sabe la vergüenza que pasamos. Con estas y otras cosas, llegamos a
Alcalá; nos detuvimos en un mesón, y en todo el día, aunque llegamos a las nueve, acabamos de contar la cena pasada, y nunca pudimos poner en claro el gasto.
1 Viveros: venta situada en el camino de Madrid a Alcalá de Henares; era famosa por la gente de mal vivir que la frecuentaba. 2 Doblón: moneda de dos escudos de oro. El
escudo valía 440 maravedís. 3 Real: moneda de plata con un valor de 34 maravedís. Treinta reales era una cantidad muy elevada para lo que se ganaba en esta época. 4 Ochavo: moneda de cobre de escaso valor
(dos maravedís).
CAPÍTULO 5 De la entrada en Alcalá y novatadas que le hicieron
Antes de que anocheciese, salimos del mesón hacia la casa que nos tenían alquilada, que estaba más allá de la puerta de Santiago; era una casa de esas con patio donde suelen vivir muchos estudiantes juntos, aunque esta la
compartíamos solo tres inquilinos diferentes. El dueño era de los que creen en Dios por cortesía o en falso — moriscos 1 los llaman en el pueblo— y me recibió con peor cara que si yo fuera el Santísimo Sacramento de la Extremaunción. No sé si lo hizo para que le respetásemos o porque ellos tienen esa condición, que no puede tener otra quien no es de buena ley. Soltamos nuestro hatillo, preparamos las camas y dormimos aquella noche. Amaneció, y al momento se presentaron en camisón todos los estudiantes de la posada a pedir la patente 2 a mi amo. Él, que no sabía lo
que era, me preguntó que qué querían, y yo, entre tanto, por lo que podía suceder, me escondí entre dos colchones y solo tenía media cabeza fuera, que parecía una tortuga. Pidieron dos docenas de reales; se los dieron y, viéndose con tanto dinero, comenzaron un griterío del diablo, diciendo: —¡Viva el compañero, y sea admitido en nuestra amistad! ¡Goce de los privilegios de los veteranos! ¡Que pueda tener sarna, andar manchado y padecer la misma hambre que todos! Y diciendo esto (¡mire V. Md. qué privilegios!) volaron por la escalera, y al momento nos vestimos nosotros y tomamos el camino para las escuelas.
A mi amo le apadrinaron unos colegiales conocidos de su padre, y entró en su aula; pero yo, que había de entrar en otra diferente y fui solo, comencé a temblar. Entré en el patio, y apenas había metido un pie, cuando se encararon conmigo y comenzaron a decir: «¡Nuevo!». Yo, por disimular, me eché a reír, como si no pasara nada; mas no bastó, porque se me acercaron ocho o nueve y comenzaron a reírse. Me puse colorado, ¡ojalá nunca lo hubiera permitido Dios!, pues, al instante, uno que estaba a mi lado se puso las manos en las narices y, apartándose, dijo: —Este huele peor que Lázaro antes de resucitar.
Y dicho esto, todos se apartaron tapándose las narices. Yo, que pensé escaparme, también me puse las manos en las narices y dije: —V. Mds. tienen razón, que ese huele muy mal. Les entró mucha risa y, apartándose, se juntaron casi cien; comenzaron a carraspear y a toser, y en un abrir y cerrar de bocas, me lanzaron escupitajos. Seguidamente, un manchegazo acatarrado quiso alardear de uno terrible, diciendo: —¡Vean lo que hago! Yo entonces, viéndome perdido, dije: —¡Juro a Dios que ma...! Iba a decir te, pero fue tal la batería
y la lluvia que cayó sobre mí, que no pude acabar la frase. Yo me había cubierto el rostro con la capa, y estaba blanco de pies a cabeza, pero un bellaco, viéndome la cara cubierta, arrancó hacia mí diciendo con gran cólera:
—¡Basta, no le deis con el palo! — que yo, según me trataban, creí que me iban a golpear. Me destapé por ver qué pasaba, y, al mismo tiempo, el que daba las voces me clavó un salivazo entre los dos ojos. La gente gritaba tanto que me quedé aturdido. Tras esto, quisieron darme pescozones, pero no había sitio en mi negra capa, ya blanca por mis pecados, donde las manos no se mancharan. Me dejaron y me fui para mi casa, con tanta saliva encima que parecía una escupidera de viejo. Entré en casa, y en buscar por dónde coger la sotana y la capa para
quitármelas, se pasó mucho rato. Al fin, me las quité y me eché en la cama. Vino mi amo y, como me halló durmiendo y no conocía la asquerosa aventura, se enfadó y comenzó a darme tirones de pelo con tanta prisa, que, con dos más, despierto calvo. Me levanté dando voces y quejándome, y él, con más cólera, dijo: —¿Pablos, es ese buen modo de servir? Esta ya es otra vida. Yo, cuando oí decir «otra vida», entendí que ya estaba muerto, y dije: —Bien me anima V. Md. en mis desgracias. Vea cómo está la sotana y la capa, que ha servido de pañuelo a las mayores narices que se han visto jamás
en la tierra. Y empecé a llorar. Él, viendo mi llanto, me creyó, y, al ver la sotana, se compadeció de mí, y dijo: —Pablos, abre el ojo y te ahorrarás enojos. Mira por ti, que aquí no tienes otro padre ni madre. Le conté todo lo que había pasado, y mandó que me desnudaran y llevaran a mi aposento, que era el mismo donde dormían cuatro criados de los dueños de la casa. Me acosté y me dormí. Pero, cuando comienzan las desgracias en uno, parece que nunca se han de acabar, que andan encadenadas y unas traen a las otras. Llegaron los criados para acostarse y,
saludándome todos, me preguntaron si estaba malo y por qué estaba en la cama. Yo les conté el caso y, de inmediato, se empezaron a santiguar, diciendo: —¡Cuánta maldad! El rector tiene la culpa por no poner remedio. ¿Podrá reconocer a los que eran? Yo respondí que no, y les agradecí el interés que me mostraban. Entonces, se acabaron de desnudar, se acostaron, apagaron la luz, y yo me dormí, que me parecía que estaba con mi padre y mis hermanos. Debían de ser las doce cuando uno de ellos me despertó a puros gritos, diciendo: —¡Ay, que me matan! ¡Ladrones!
Sonaban en su cama, entre estas voces, unos golpes de látigo. Yo levanté la cabeza y dije: —¿Qué es eso? Y apenas la asomé, cuando me asestaron un tremendo latigazo en todas las espaldas. Comencé a quejarme; me quise levantar; el otro también se quejaba, pero solo me daban a mí. Yo comencé a decir: —¡Justicia de Dios! Pero eran tantos los azotes que caían sobre mí, que ya no me quedó otro remedio (porque me habían tirado al suelo las mantas) sino el de meterme debajo de la cama. Así lo hice, y, al instante, los tres que dormían empezaron
a dar gritos también. Y como sonaban los azotes, yo creí que quien nos pegaba a todos era algún extraño.
Mientras tanto, aquel maldito que estaba junto a mí se pasó a mi cama, defecó en ella, la cubrió y se volvió a la
suya. Cesaron los azotes, y los cuatro se levantaron dando voces, diciendo: «Esta gran bellaquería no ha de quedar así». Yo seguía debajo de la cama, quejándome como perro cogido entre dos puertas, tan encogido que parecía un galgo con calambre. Hicieron los otros como que cerraban la puerta, y yo entonces salí de donde estaba y me subí a mi cama, preguntándoles si se encontraban heridos, porque todos se quejaban de muerte. Me acosté, me tapé y volví a dormirme; y como, entre sueños, me moví mucho de un lado para otro, cuando desperté estaba sucio hasta las trencas 3. Se levantaron todos, y yo puse
los azotes como excusa para no vestirme. No había diablos que me moviesen. Estaba confuso, pensando si por casualidad, con el miedo, sin darme cuenta, me había hecho en la cama aquella cosa tan indigna, o si había sido entre sueños. En definitiva, yo me hallaba inocente y culpado, y no sabía cómo disculparme. Los compañeros se acercaron a mí, quejándose y disimulando, a preguntarme cómo estaba. Yo les dije que muy malo, porque me habían dado muchos azotes. Y queriendo ver si estaba herido, fueron a levantar la ropa con deseo de humillarme. En ese momento, entró mi amo diciendo:
—¿Cómo es posible, Pablos, que aún estés en la cama, y son las ocho? ¡Levántate enhoramala! Los criados pusieron a don Diego al tanto de la burla, le contaron todo el caso y le pidieron que me dejase dormir. Y decía uno: —Y si V. Md. no lo cree, levantaos, amigo. Y tiraba de la ropa. Yo la tenía agarrada con los dientes por no mostrar la caca. Y cuando ellos vieron que no había forma de destaparme, dijo uno: —¡Cuerpo de Dios, y cómo hiede! Don Diego dijo lo mismo, porque era verdad, y de inmediato, tras él, todos comenzaron a mirar si había en el
aposento algún orinal. Decían que no se podía estar allí. Miraron las camas, y las quitaron para ver debajo, y dijeron: —Sin duda debajo de la de Pablos hay algo; pasémosle a una de las nuestras, y miremos debajo de ella. Yo, viendo que no tenía escapatoria, fingí que me desmayaba. Entonces, entre los cinco me levantaron, y al alzar las sábanas, fue tanta la risa de todos, viendo los recientes, no ya palominos, sino palomos grandes, que se hundía el aposento. —¡Pobre de él! —decían los bellacos. Y me pusieron en la cama, después de haberme lavado, y se fueron.
Yo no hacía más que pensar que casi era peor lo que me había pasado en Alcalá en un día, que todo lo que me sucedió con Cabra. A mediodía me vestí, limpié la sotana lo mejor que pude, y aguardé a mi amo que, al llegar, me preguntó cómo estaba. Comieron todos los de la casa y yo también comí, aunque poco y de mala gana. Y después, cuando nos juntamos todos a charlar en el corredor, los otros criados contaron la burla. Se rieron mucho todos, y fue tanta la vergüenza que pasé, que me dije: «Alerta, Pablos, alerta». Me propuse comenzar una nueva vida, nos hicimos amigos, y desde ese momento todos los de la casa vivimos como
hermanos, y en las escuelas y patios nadie me molestó más.
1 Moriscos: moros bautizados que permanecieron en España tras la Reconquista. Los cristianos viejos dudaban de la sinceridad de la conversión de los llamados cristianos nuevos o conversos. 2 Patente: tributo que los estudiantes recién
llegados debían pagar a los veteranos. 3 Hasta las trencas: literalmente, «hasta el
pecho».
CAPÍTULO 6 De las crueldades del ama y travesuras que Pablos hizo
«Donde fueres, haz lo que vieres» dice el refrán, y dice bien. Tanto pensaba en este refrán, que tomé la decisión de ser bellaco con los bellacos, y el más bellaco de todos, si pudiese. No sé si lo conseguí, pero yo le aseguro
a V. Md. que hice todo lo posible. Para empezar, yo impuse la pena de muerte a todos los cochinos que se colasen en casa y a los pollos del ama que pasasen del corral a mi aposento. Sucedió que un día entraron dos puercos de los mejores que vi en mi vida. Yo estaba jugando con los otros criados, y los oí gruñir, y dije a uno: «Vaya y vea quién gruñe en nuestra casa». Fue y dijo que dos marranos. Yo, cuando lo oí, me enfadé tanto, que salí para allá diciendo que era mucha bellaquería y atrevimiento venir a gruñir a casa ajena. Y, diciendo esto, le hundí a cada uno la espada en el pecho, y rápidamente los apuntillamos. Y, para que no se oyese el
ruido que hacían, todos a la par dábamos grandísimos gritos como si cantáramos, y así expiraron en nuestras manos. Sacamos las tripas, recogimos la sangre y, en sacos rellenos de paja, los medio chamuscamos en el corral, de suerte que, cuando vinieron los amos, ya estaba todo hecho, aunque mal, porque aún no estaban acabadas de hacer las morcillas, y nos las comimos como el cochino las traía hechas en la barriga. Don Diego se enteró del caso y se enfadó conmigo de manera que obligó a los huéspedes (que de risa no se podían tener en pie) a salir en mi defensa. Don Diego me preguntaba que qué había de
decir si me acusaban y me prendía la Justicia, a lo cual respondí yo que pondría como excusa el hambre, que es el refugio de los estudiantes 1; y que si esto no me servía, diría que como los cochinos entraron sin llamar a la puerta como si estuvieran en su casa, que entendí que eran nuestros. Todos se rieron de las disculpas, y dijo don Diego: «Ciertamente, Pablos, vais espabilando». Llamaba la atención ver a mi amo tan formal y religioso y a mí tan travieso; él era ejemplo de virtud, y yo del vicio. El ama no podía estar más contenta conmigo, porque los dos nos habíamos conjurado contra la despensa 2. La carne
no era nada carnal; al contrario, parecía que hacía penitencia, porque estaba en los huesos. Y cuando podía echar cabra u oveja, no echaba carnero, y si había huesos, no entraba carne magra. Hurtaba las porciones como las monedas, y así hacía unos caldos que, de cuajarse, se habrían podido hacer con ellos collares de cristal. En Pascuas, por diferenciar, para que estuviese gorda la olla, solía echar cabos de vela de sebo. Y era verdad porque un día yo masqué un pabilo. Ella decía, cuando yo estaba delante: —Mi amo, cierto es que no hay servicio como el de Pablicos, si él no fuese travieso. Consérvele V. Md., que
bien se le puede tolerar el ser bellaquillo por su fidelidad; lo mejor de la plaza trae. Yo, por corresponder, decía de ella lo mismo, y así teníamos engañada la casa. Si se compraba aceite, carbón o tocino, escondíamos la mitad, y cuando nos parecía, decíamos el ama y yo: —Modérense Vs. Mds. en el gasto, que en verdad que, si gastan tan deprisa, no bastará ni la hacienda del Rey. Así los tuvimos engañados, chupándoles la sangre como sanguijuelas. Yo estoy seguro de que V. Md. se asombra de la suma de dinero que hurtamos al cabo del año. Debió de ser mucho, pero al ama no debía
remorderle la conciencia, porque confesaba y comulgaba continuamente y nunca la vi con intenciones de devolver nada, siendo, como digo, una santa. Traía siempre un rosario al cuello; tan grande, que era más barato llevar un haz de leña a cuestas. De él colgaban muchos manojos de imágenes, cruces y cuentas del rosario que hacían el ruido de un sonajero. Bendecía las ollas y, al sacar la espuma, hacía cruces con el cucharón. Yo pienso que lo haría por sacar a los espíritus, ya que carne no había. Decía que con todas las imágenes rezaba cada noche por sus protectores, y que sus muchos santos la protegían, y, ciertamente, debía necesitar todas estas
ayudas para desquitarse de lo que pecaba. Tenía otras habilidades: era hechicera y alcahueta; pero se disculpaba conmigo diciéndome que las había heredado de su familia. ¿Pensará V. Md. que siempre nos llevamos bien? Pues ¿quién ignora que dos amigos, como sean codiciosos, si están juntos, intentarán engañar el uno al otro? «Si esta es miserable con su amo, también lo será conmigo», decía yo para mí. Ella debía de pensar lo mismo, porque fuimos embusteros el uno con el otro y por poco se descubre todo el engaño. Pasamos a ser enemigos como gatos y gatos, que, en asuntos de despensa, es peor que gatos y perros.
Yo, viendo que ya me llevaba mal con el ama y que no la podía engañar, busqué nuevas maneras de entretenerme y di en lo que llaman los estudiantes correr 3 o arrebatar. En esto me sucedieron cosas graciosísimas, porque, yendo una noche a las nueve (que anda poca gente) por la Calle Mayor, vi una confitería y, en ella, una canasta de pasas sobre el mostrador, y de un salto, la cogí y eché a correr. El confitero salió tras de mí, y otros criados y vecinos. Yo, como iba cargado, vi que, aunque les llevaba ventaja, me habían de alcanzar y, al volver una esquina, me senté sobre la canasta y rápidamente me lié la capa sobre la pierna y,
cogiéndome la pierna con las manos, como si fuera un mendigo, empecé a decir: —¡Ay! ¡Dios se lo perdone, que me ha pisado! ¡Virgen Santísima! Me oyeron decir esto y se acercaron, y me preguntaron: —¿Ha pasado por aquí un hombre, hermano? —Ahí va adelante, que aquí me pisó, alabado sea el Señor. Echaron a correr y se fueron. Quedé solo, me llevé la canasta a casa, conté la burla, y no quisieron creer que había sucedido así, aunque lo celebraron mucho. Por lo cual, los invité a verme correr cajas la noche siguiente.
Vinieron conmigo y, cuando ellos vieron que las cajas estaban dentro de la tienda y que no las podía alcanzar con la mano, lo dieron por imposible; y más por estar el confitero alerta, por lo que le pasó al otro de las pasas. Llegué, pues, y echando mano a mi espada, que era un estoque recio, salí corriendo desde doce pasos atrás, y entrando en la tienda, dije: «¡Muera!», y tiré una estocada por delante del confitero. Él se dejó caer pidiendo confesión, y yo di la estocada en una caja, y la atravesé y la saqué clavada en la espada, y me fui con ella. Se quedaron asombrados de ver mi ingenio y muertos de risa con el confitero, que decía que le mirasen, que
sin duda le había herido, y que era un enemigo suyo. Pero, mirando las cajas desbaratadas que había alrededor, comprendió la burla y empezó a santiguarse sin parar. Confieso que nunca me divertí tanto.
Decían los compañeros que yo solo podía mantener la casa con lo que corría, que es lo mismo que hurtar, en la jerga de los estudiantes. Yo, como era
joven y oía que me alababan el ingenio con que salía de estas travesuras, me animaba a hacer muchas más. Y por no ser largo, dejo de contar cómo corría en la plaza del pueblo, pues con los cajones de los artesanos y de los plateros, y con las mesas de las fruteras (que nunca se me olvidará la humillación que sufrí cuando fui rey de gallos) mantenía la chimenea de casa todo el año. Callo los beneficios que conseguía en los campos, viñas y huertos de alrededor. Con estas y otras cosas, comencé a ganar fama de travieso e ingenioso.
1 Estudiantes: igual que los delincuentes se
refugiaban en las iglesias para protegerse de la justicia, Pablos pretende ampararse en el hambre para justificar su acción. 2 Despensa: Pablos y el ama se habían puesto de acuerdo para quedarse con dinero o alimentos de la compra diaria. 3 Correr: robar algo y salir corriendo.
CAPÍTULO 7 De la despedida de don Diego, y noticias de la muerte de los padres de Pablos
En este tiempo recibió don Diego una carta de su padre, y con ella venía otra de un tío mío llamado Alonso Ramplón,
hombre muy conocido en Segovia por su relación con la justicia, pues cuantas ejecuciones se habían hecho allí, de cuarenta años hasta hoy, han pasado por sus manos. Verdugo era, a decir verdad, pero un águila en el oficio; verle trabajar daba gana a uno de dejarse ahorcar. Este, pues, me escribió una carta a Alcalá, desde Segovia, en la que decía: «Hijo Pablos —que por el mucho amor que me tenía me llamaba así: »Las grandes ocupaciones de esta plaza en que me tiene ocupado Su Majestad no me han dejado tiempo para escribiros, que si algo malo tiene el servir al Rey es el trabajo, aunque se
compensa con esta negra honrilla 1 de ser sus criados. »Mucho me pesa daros noticias de poco gusto. Vuestro padre murió hace ocho días con el mayor valor que ha muerto nadie en el mundo; lo digo porque yo fui quien lo colgó en la horca. Subió en el asno sin poner el pie en el estribo; el sayo baquero 2 le quedaba que parecía haberse hecho para él. Y, como tenía aquella figura, nadie que le viese camino de la horca, podría tomarle por condenado. Iba con gran desenfado, mirando a las ventanas y saludando con cortesía a los que dejaban sus oficios por mirarle. Dos veces se peinó los bigotes. Mandaba descansar a los
confesores y les alababa lo que decían de bueno. »Llegó a la N de palo 3, puso un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y, viendo un escalón roto, se volvió a la justicia y dijo que mandase arreglarlo para el siguiente condenado, que no todos tenían su ánimo. No sé cómo deciros lo bien que les pareció a todos. »Se sentó en el palo de arriba, se tiró de la ropa hacia atrás para quitarle las arrugas, tomó la soga y se la puso en la nuez. Y viendo que el fraile teatino le quería dar un sermón, se volvió hacia él y le dijo: “Padre, yo me doy por sermoneado; rece un poco del Credo, y
acabemos pronto, que no querría parecer pesado”. »Así se hizo. Me pidió que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas. Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir. Le hice cuartos 4 y le di por sepultura los caminos. Dios sabe lo que a mí me duele verle en ellos, sirviendo de alimento a los grajos.
»De vuestra madre, aunque está viva todavía, casi os puedo decir lo mismo, porque está presa en la Inquisición de Toledo, por hechicera. Dicen que el día
de la Trinidad será la protagonista en un auto 5, con cuatrocientos azotes de muerte. Siento que nos deshonre a todos, y a mí principalmente, que, al fin, soy ayudante del Rey, y me perjudican estos parentescos. »Hijo, aquí ha quedado no sé qué hacienda escondida de vuestros padres; serán en total cuatrocientos ducados 6. Vuestro tío soy y lo que tengo ha de ser para vos. Os podéis venir aquí, que, con lo que vos sabéis de latín y retórica, seréis único en el arte de verdugo. Respondedme pronto, y, entre tanto, Dios os guarde». No puedo negar que sentí mucho la nueva humillación. Me fui corriendo
para don Diego, que estaba leyendo la carta de su padre, en la que le mandaba que se fuese y que no me llevase en su compañía, movido por lo que había oído de mis travesuras. Me dijo que se despedía de mí y todo lo que le mandaba su padre; que a él le pesaba dejarme —y a mí más—. Me dijo que me acomodaría con otro caballero amigo suyo para que le sirviese. Yo, entonces, riéndome, le dije: —Señor, ya soy otro, y otros mis pensamientos; oficio más alto pretendo tener, y más autoridad. Le conté cómo había muerto mi padre, tan honradamente como el más estirado, cómo me había escrito mi
señor tío, el verdugo, y la prisioncilla de mamá, porque a él, como me conocía bien, se lo pude contar todo sin avergonzarme. Se entristeció mucho y me preguntó que qué pensaba hacer. Le conté mis determinaciones. Y así, al día siguiente, él se fue para Segovia muy triste, y yo me quedé en la casa disimulando mi desgracia. Quemé la carta, por si acaso se perdía y alguien la leía, y comencé a preparar mi partida para Segovia, con el fin de cobrar mi hacienda y conocer a mis parientes, para huir de ellos.
1 Honrilla: es evidente la ironía de Quevedo,
pues el oficio de verdugo, como el de pregonero, tenía muy mala reputación. 2 Sayo baquero: vestido largo, cerrado por
detrás, que llevaban los condenados. 3 N de palo: la horca, en la jerga de los delincuentes, por estar formada por dos palos verticales y uno horizontal. 4 Cuartos: Como castigo para el delincuente,
algunos condenados a muerte eran descuartizados y las partes de su cuerpo eran expuestas en los caminos. 5 Auto: los autos de fe eran ceremonias
públicas en las que se castigaba a los condenados por la Inquisición por diversos delitos contra la fe o la religión, entre ellos el de la brujería. 6 Ducados: moneda equivalente a once reales
de plata, es decir, a 374 maravedís.
CAPÍTULO 8 Del camino de Alcalá para Segovia, y de lo que le sucedió en él hasta Rejas, donde durmió aquella noche
Llegó el día de apartarme de la mejor vida que he pasado. Dios sabe lo que sentí el dejar tantos amigos y tan buenos.
Para ponerme en camino, vendí secretamente lo poco que tenía y, con ayuda de unos embustes, conseguí hasta seiscientos reales. Alquilé una mula y me fui de la posada, donde ya no tenía más que sacar que mi sombra. ¿Quién podría contar las penas del zapatero por lo que me había fiado, las reclamaciones del ama por el salario, las voces del dueño de la casa por el arrendamiento? Uno decía: «¡Siempre me lo dijo el corazón!»; otro: «¡Bien me decían a mí que este era un timador!». Al fin, yo salí tan querido del pueblo, que dejé con mi ausencia a la mitad de él llorando, y a la otra mitad riéndose de los que lloraban. Yo me iba entreteniendo por el
camino, pensando en estas cosas, cuando, pasado el arroyo Torote, me encontré con un hombre montado en un mulo, el cual iba hablando solo tan deprisa y ensimismado que, aun estando a su lado, no me veía. Le saludé y me saludó; le pregunté dónde iba, y, después que nos respondimos, comenzamos pronto a tratar de las amenazas del turco 1 y de las fuerzas del Rey. Comenzó a decir de qué manera se podía conquistar la Tierra Santa y cómo se ganaría Argel 2, y con estos discursos me di cuenta de que era un loco de remate. Proseguimos en la conversación, propia de pícaros, y vinimos a dar, de
una cosa en otra, en Flandes 3. Y he aquí que empezó a suspirar y a decir: —Más me cuestan a mí esos estados que al Rey, porque hace catorce años que ando con una ocurrencia que, si como es imposible no lo fuera, ya se hubiera arreglado todo. —¿Qué cosa puede ser —le dije yo — que, conviniendo tanto, sea imposible y no se pueda hacer? —¿Quién le dice a V. Md. —dijo inmediatamente— que no se puede hacer? Hacerse puede, que ser imposible es otra cosa. Y si no fuera porque no deseo apenarle, le contaría a V. Md. lo que es; pero más adelante se sabrá, porque ahora lo pienso imprimir
con otros trabajillos, entre los cuales le doy al Rey la solución para conquistar Ostende 4 por dos caminos. Le rogué que me los dijese; y al momento, sacando de las faltriqueras un gran papel, me mostró pintado el fuerte del enemigo y el nuestro, y dijo: —Bien ve V. Md. que la dificultad de todo está en este pedazo de mar; pues yo doy orden de chuparlo entero con esponjas y quitarlo de allí. Di yo con este disparate una gran carcajada, y él entonces, mirándome a la cara, me dijo: —No se lo he dicho a nadie que no haya hecho lo mismo, porque a todos les da mucha alegría.
—Ciertamente, eso mismo me ha ocurrido a mí —le dije—, al oír cosa tan nueva y tan bien fundamentada. Pero advierta V. Md. que una vez que chupe el agua que hubiera entonces, volverá pronto la mar a echar más. —La mar no hará tal cosa, que lo tengo yo eso muy estudiado —me respondió—, y no hay ni que dudarlo; además, yo tengo pensado un invento para hundir la mar muchos metros por aquella parte. No me atreví a replicarle por miedo a que me dijese que había inventado la manera de tirar el cielo acá abajo. No vi en mi vida mayor loco que este. Me dijo también que él estaba ideando ahora un
artefacto para subir toda el agua del Tajo hasta Toledo de la manera más fácil. Y al preguntarle el procedimiento, me respondió que por arte de magia: ¡mire V. Md. si hay otro loco igual en el mundo! Y, al fin, me dijo: —Y no lo pienso poner en práctica si antes el Rey no me concede un título, que lo puedo tener muy bien por mi hidalguía. Con estas charlas y disparates, llegamos a Torrejón, donde se quedó, puesto que venía a ver a una parienta suya. Yo seguí adelante, muriéndome de risa de los inventos en que ocupaba el tiempo, cuando desde lejos vi una mula suelta y un hombre junto a ella a pie,
que, mirando un libro, hacía unas rayas que medía con un compás. Daba vueltas y saltos a un lado y a otro, y de vez en cuando, poniendo un dedo encima de otro, hacía con ellos mil cosas saltando. Yo confieso que durante un gran rato (que me paré a verlo desde lejos) creí que era un brujo, y casi no me atrevía a pasar. Al fin, me decidí, y sintiendo que me acercaba, cerró el libro, y al poner el pie en el estribo, se resbaló y se cayó. Yo le levanté, y él me dijo: —No calculé bien la distancia para hacer la circunferencia al subir. Yo no le entendí lo que me dijo y pronto temí lo que era, porque hombre más loco no ha nacido de las mujeres.
Me preguntó si iba a Madrid por línea recta o si iba por camino circunflejo. Yo, aunque no lo entendí, le dije que circunflejo. Me preguntó que de quién era la espada que llevaba conmigo. Le respondí que era mía, y, mirándola, dijo: —Esos gavilanes 5 tendrían que ser más largos, para mayor protección en las estocadas. Y empezó una charla tan sin sentido, que me forzó a preguntarle qué materia profesaba. Me dijo que él era un verdadero maestro de esgrima y que lo demostraría en cualquier parte. Yo, entre risas, le dije: —Pues, en verdad, que por lo que le vi hacer a V. Md. en el campo hace un
rato, que más le tenía por brujo, viendo los círculos que hacía. —Eso era —me dijo— que se me ocurrió cómo lanzar una estocada a la altura del círculo del pecho, de un salto, para matar sin confesión al contrario, para que no pueda decir quién se la dio, y estaba poniéndolo en términos matemáticos. —¿Es posible —le dije yo— que haya matemática en eso? —No solamente matemática —dijo —, sino teología, filosofía, música y medicina. —Esa última no lo dudo, pues la medicina no es sino el arte de matar. En estas charlas llegamos a Rejas 6.
Nos apeamos en una posada, y, al apearnos, me advirtió con grandes voces que hiciese un ángulo obtuso con las piernas y que, reduciéndolas a líneas paralelas, me pusiese perpendicular en el suelo. El posadero, que me vio reír y le vio, me preguntó que si aquel caballero que hablaba de aquella manera venía de las Indias. Pensé con esto perder el juicio. Al instante, se acercó al posadero y le dijo: —Señor, deme dos asadores para dos o tres ángulos 7, que al momento se los devolveré. —¡Jesús! —dijo el posadero—, deme V. Md. acá los ángulos, que mi mujer los asará; aunque estas aves no las
he oído nombrar. —¡Que no son aves! —dijo volviéndose hacia mí—. Mire V. Md. lo que es no saber. Deme los asadores, que no los quiero sino para practicar la esgrima; que quizá le valdrá más lo que me verá hacer hoy, que todo lo que ha ganado en su vida. En fin, como los asadores estaban ocupados, tuvimos que coger dos cucharones. No se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo. Daba un salto y decía: —Con este salto alcanzo mejor al contrario y le gano la posición. Este golpe había de ser cuchillada; y este, tajo.
Apaciguamos al buen hombre y le llevamos a su aposento. Cenamos y nos
acostamos todos los de la casa. Y a las dos de la mañana, se levantó en camisón y empezó a andar a oscuras por la habitación, dando saltos y diciendo en lengua matemática mil disparates. Me despertó a mí y, no contento con esto, bajó al aposento del posadero para que le diese luz, diciendo que había descubierto el modo de asestar una estocada mortal. El posadero se enfureció tanto que le llamó loco. Y al oírlo, se subió y me dijo que, si me quería levantar, vería el invento que había ideado para luchar contra las espadas turcas. Y decía que de inmediato se lo quería ir a enseñar al Rey, por ser en beneficio de los
católicos. En esto, amaneció, nos vestimos todos y pagamos la posada.
1 Turco: las amenazas del imperio turco contra
Europa fueron constantes en los siglos XVI y XVII, por lo que se convirtieron en tema de conversación habitual. 2 Argel: ciudad portuaria del norte de África,
que en el siglo XVI era base de la piratería contra los barcos españoles. 3 Flandes: región de Bélgica que, en esta
época pertenecía a la corona española. 4 Ostende: ciudad marítima de Flandes, que
fue cercada durante tres años por las tropas españolas y finalmente conquistada en 1604.
5 Gavilanes: hierros en forma de cruz que
salen de la empuñadura de la espada y sirven para proteger las manos y la cabeza de los golpes del contrario. 6 Rejas: lugar próximo a Madrid. 7 Ángulos: en la esgrima, los que forman el
brazo con la espada o con el cuerpo.
CAPÍTULO 9 De lo que le sucedió hasta llegar a Madrid, con un poeta
Yo tomé mi camino para Madrid, y él se despidió de mí porque iba para otro sitio. Caminé más de una legua sin cruzarme con nadie. Iba yo pensando en las muchas dificultades que tenía para
presentarme como un hombre honrado y virtuoso, pues, primero, era necesario ocultar la poca honra de mis padres y, luego, tener tanta que no me reconociesen. Y estaba tan orgulloso de estos pensamientos honrados, que yo me los agradecía a mí mismo. Decía a solas: «Más se me debe a mí, que no he tenido de quien aprender la virtud, ni a quien parecerme en ella, que al que la hereda de sus antepasados». En estos razonamientos estaba, cuando me encontré con un clérigo muy viejo, que iba en una mula camino de Madrid. Comenzamos a hablar, y de inmediato me preguntó que de dónde venía. Yo le dije que de Alcalá.
—Maldiga Dios —dijo él— tan mala gente como hay en ese pueblo, pues entre todos no existe un solo hombre inteligente. Le pregunté que cómo o por qué se podía decir eso de un lugar donde acudían tantos hombres sabios. Y él, muy enojado, dijo: —¿Sabios? Yo le diré a V. Md. lo sabios que son; que hace más de catorce años que en Majadahonda, donde he sido sacristán, escribo los cantarcillos al Corpus y a la Navidad, y nunca me los han premiado; y porque vea V. Md. la torpeza, se los he de leer, que yo sé que se alegrará. Y, dicho y hecho, desenvainó una
retahíla de coplas pestilentes; y por la primera, que comenzaba así, se conocerán las demás: Pastores, ¿no es lindo chiste, que es hoy el señor San Corpus Christe? —Mire —me dijo— qué misterios encierra esa palabra pastores: ¡me costó más de un mes de estudio! Yo no pude contener la risa, que a borbotones se me salía por los ojos y las narices, y, dando una gran carcajada, dije: —¡Copla admirable! Pero observo que dice V. Md. señor San Corpus
Christe. Y Corpus Christi no es un santo, sino el día de la institución del Sacramento. —¿Ah, sí? —me respondió, haciendo burla—; pues yo le encontraré en el calendario, y me apuesto la cabeza a que este santo está canonizado. No pude porfiar, muerto de risa de ver su enorme ignorancia. Al contrario, le dije que yo estaba seguro de que sus coplas eran dignas de cualquier premio y que no había oído en mi vida una cosa tan graciosa. —¿No? —dijo al instante—; pues oiga V. Md. un pedacito de un librillo que tengo hecho a las once mil vírgenes, adonde a cada una he compuesto
cincuenta octavas 1, cosa rica. Yo, por excusarme de oír tanto millón de octavas, le supliqué que no me recitase poemas religiosos. Y entonces, me comenzó a recitar una comedia que tenía más jornadas 2 que el camino de Jerusalén. Me decía: «La hice en dos días, y este es el borrador». Y tendría más de tres mil hojas. El título era El arca de Noé. Se hacía toda entre gallos y ratones, burros, zorras, lobos y jabalíes, como si fueran fábulas de Esopo. Yo le alabé la idea, a lo cual me respondió: —Mía es, y no se ha hecho cosa igual en el mundo, ni más original; y, si yo consigo hacerla representar, será cosa
famosa. —¿Cómo se podrá representar —le dije yo—, si han de entrar los animales mismos, y ellos no hablan? —Esa es la dificultad. Pero yo tengo pensado hacerla toda de papagayos, tordos y urracas, que son animales que hablan, y meter las monas en el entremés. —Ciertamente, es una idea genial. —Cosas más geniales he hecho yo — dijo— por una mujer a quien amo. Y vea aquí novecientos un sonetos y doce redondillas hechos a las piernas de mi dama. Yo le pregunté que si se las había visto él; y me dijo que no había hecho
tal cosa por ser sacristán, pero que se las imaginaba. Yo confieso la verdad: que, aunque me divertía oírle, tuve miedo a tantos versos malos y así comencé a cambiar de conversación. Le decía que veía liebres, y él saltaba: «Pues empezaré por un poema donde la comparo a ese animal»; y empezaba al momento. Y yo, por distraerle, decía: «¿No ve V. Md. aquella estrella que se ve de día?». A lo cual, dijo: «En cuanto acabe este, le diré el soneto treinta, donde la llamo estrella; que no parece sino que V. Md. conoce las intenciones de mis versos». Me desanimé tanto al ver que no podía nombrar cosa a la que él no le
hubiese hecho algún disparatado poema, que, cuando vi que llegábamos a Madrid, no cabía en mí de contento, creyendo que por vergüenza callaría; pero fue al revés, porque, por demostrar que era poeta, alzó la voz apenas entramos por la calle. Yo le supliqué que se callase, advirtiéndole que, si los niños olían poeta, no quedaría troncho que no se viniese por sus pies tras nosotros, por estar declarados locos en una ordenanza que había salido contra ellos. Nos fuimos a una posada, donde él solía hospedarse, y hallamos a la puerta más de doce ciegos. Unos le conocieron por el olor, y otros por la voz. Le dieron una ruidosa bienvenida;
él los abrazó a todos, y de inmediato empezaron a pedirle oraciones en verso tan grave y sonoro, que provocase la limosna. Y por aquí discurrió, recibiendo ocho reales de señal de cada ciego. Los despidió, y me dijo: —Más de trescientos reales he de ganar con los ciegos, y por eso, con licencia de V. Md., me recogeré ahora un rato para hacer algunas oraciones y, después de comer, oiremos esa ordenanza contra los poetas. ¡Oh vida miserable! Pues ninguna lo es más que la de los locos que ganan su sustento con otros locos.
1 Octavas: estrofas de ocho versos; el
«librillo» supera, pues, los cuatro millones de versos. 2 Jornadas: en el doble sentido de «actos de
una obra teatral» y «días de viaje».
CAPÍTULO 10 De lo que hizo en Madrid, y lo que le sucedió hasta llegar a Cercedilla, donde durmió
Se retiró un rato a componer falsas oraciones para los ciegos. Entre tanto, se hizo hora de comer. Comimos, y al
momento me pidió que le leyese la ordenanza. Yo la saqué y empecé por el título, que decía así: «Ordenanza contra los malos poetas». Al oírlo, le dio al sacristán la mayor risa del mundo y dijo: —¡Haberlo dicho antes! Por Dios, que creía que iba contra mí, y es solo contra los malos poetas. Me hizo a mí mucha gracia oírle decir esto, como si él no lo fuera. La ordenanza seguía: «Atendiendo a que esta clase de sabandijas que llaman poetas son hermanos nuestros y cristianos, aunque malos; viendo que durante todo el año se dedican a adorar las cejas, los dientes y las ropas de la amada, ordenamos que en Semana Santa
queden recogidos en sus casas igual que las malas mujeres, y que asistan al sermón y besen el crucifijo en señal de arrepentimiento». Con estas y otras cosas que leí, el sacristanejo pensó que era sátira contra él y empezó a decir que había comido con Espinel, que había estado tan cerca de Lope de Vega como lo estaba de mí, que tenía en su casa un retrato del divino Figueroa y que había comprado los calzones que dejó Padilla cuando se metió a fraile, y que hoy los traía puestos. Los enseñó, y les dio a todos tanta risa, que no querían salir de la posada. Ya eran las dos cuando salimos de Madrid. Yo me despedí de él y comencé
a caminar. Quiso Dios que me encontrase con un soldado que llevaba encima toda su hacienda: el cuello en el sombrero, los calzones y el camisón en la espada, la espada al hombro, los zapatos en la faltriquera, y las alpargatas, las medias, los frascos de pólvora y los papeles en el cinturón. Pronto nos pusimos a charlar. Me preguntó si venía de la Corte. Dije que había estado en ella de paso. —No está para más tiempo —dijo al instante—, que es lugar para gente ruin. Más quiero, ¡voto a Cristo!, estar en un sitio con la nieve hasta la cintura, comiendo madera, que sufriendo los atropellos que se hacen contra los
hombres de bien. Pues, en llegando a ese lugarcito del diablo, nos mandan a la sopa 1 y al coche de los pobres en San Felipe, donde cada día, en corrillos, se hace Consejo de Estado con discusiones y peleas. Yo le respondí que advirtiese que en la Corte había de todo, y que estimaban mucho a cualquier hombre de bien. —¿Qué van a estimar? —dijo muy enojado—, si he estado yo ahí seis meses pretendiendo el puesto de capitán, tras veinte años de servicios y haber perdido mi sangre en servicio del Rey, como lo dicen estas heridas. Y me enseñó dos cicatrices, y dijo que eran de balas; y yo saqué por otras
dos mías que tengo, que habían sido sabañones. Se quitó el sombrero y me mostró el rostro: tenía tantos puntos y líneas, que parecía un mapa. —Estas cuchilladas me dieron —dijo — defendiendo París, en servicio de Dios y del Rey; y no he recibido sino buenas palabras. Lea estos papeles — me dijo—; verá que no ha salido de ninguna batalla, ¡voto a Cristo!, ¡vive Dios!, nadie tan señalado 2. Y decía la verdad, porque lo estaba de puros golpes. Comenzó a sacar y a enseñarme papeles, que debían de ser de otro por quien se hacía pasar. Yo los leí y dije mil cosas en su alabanza y que ni el Cid había hecho lo que él.
—Pregunte V. Md. en Flandes —me dijo— por la hazaña del Mellado, y verá lo que le dicen. —¿Es V. Md., acaso? —le dije yo. Y él respondió: —¿Pues qué otro puede ser? ¿No me ve la mella que tengo en los dientes? Pero no hablemos de esto, que no está bien que el hombre se alabe a sí mismo. Yendo en estas conversaciones, alcanzamos a un ermitaño, que iba en un borrico, con una barba tan larga, que arrastraba por el suelo. Lo saludamos con el Deo gracias acostumbrado, y empezó a alabar los trigos y, en ellos, la misericordia del Señor. A poco, llegamos a la falda del
puerto, el ermitaño rezando el rosario con uno de enormes bolas de madera, y el soldado comparando las peñas con los castillos que había visto, y mirando en qué lugar se habría de colocar la artillería. Yo los iba mirando; y tanto temía el rosario del ermitaño, con sus enormes cuentas, como las mentiras del soldado. Entretenidos con estas cosas, llegamos a Cercedilla. Ya era de noche cuando entramos en la posada los tres juntos; mandamos preparar la cena — era viernes— y, entre tanto, el ermitaño dijo: —Entretengámonos un rato, que la ociosidad es madre de los vicios;
juguemos avemarías 3. Y dejó caer de la manga la baraja de cartas. Yo me reí mucho al ver aquello después de ver el rosario. El soldado dijo: —No, juguemos en serio hasta cien reales que yo traigo. Yo, codicioso, dije que jugaría otros tantos; y el ermitaño aceptó y dijo que allí llevaba el dinero de los fieles, que alcanzaba los doscientos reales. Empezó la partida, y lo bueno fue que dijo que no conocía el juego e hizo que se lo enseñásemos. El bendito ermitaño nos dejó ganar dos manos y a la tercera nos la dio tal, que no dejó blanca en la mesa. Nos heredó en vida. El soldado
echaba doce maldiciones en cada lance. Yo me comí las uñas, y el fraile ocupaba las suyas en rapiñar mis monedas. Invocaba a todos los santos; en cambio, nuestras cartas eran como el Mesías, que nunca venían y las esperábamos siempre. Acabó de pelarnos. Quisimos jugar apostando prendas, pero él, tras haberme ganado seiscientos reales, que era lo que llevaba, y al soldado los cien, dijo que aquello era entretenimiento y que no jugaríamos más «No juren» — decía—, «que yo, porque me he encomendado a Dios, he ganado». Y, como nosotros no sabíamos su habilidad en hacer trampas, lo creímos.
Él se reía a todo esto y volvió a sacar el rosario para rezar. Yo, que estaba ya sin blanca, le pedí que me invitase a cenar y que pagase la posada por los dos, pues nos había dejado arruinados. Prometió hacerlo. Se comió sesenta huevos; ¡no había visto cosa igual en mi vida! Dijo que se iba a acostar. Dormimos todos en una sala con otra gente que estaba allí, porque los aposentos estaban reservados para otros. Yo me acosté con mucha tristeza, y estuve desvelado pensando cómo quitarle el dinero. El soldado hablaba entre sueños de los cien reales, como si no estuvieran perdidos sin remedio.
Llegó la hora de levantarnos. El ermitaño, receloso, se quedó en la cama, diciendo que se encontraba mal. Pagó por nosotros, y salimos del pueblo, enfadados de ver que no le habíamos podido quitar el dinero.
Cuando vimos los muros de Segovia, a mí se me alegraron los ojos, a pesar
del mal recuerdo de los sucesos de Cabra. Llegué al pueblo, dejé la compañía del soldado y me acerqué a mucha gente a preguntar por Alonso Ramplón, pero nadie me daba razón de mi tío, diciendo que no le conocían. Me alegré mucho de ver tantos hombres de bien en mi pueblo, cuando, estando en esto, oí el canto del pregonero y los azotes de mi tío. Venía una procesión de hombres desnudos, todos descaperuzados, delante de mi tío, y él, con un azote en la mano, tocando un pasacalles en las costillas públicas de cinco laúdes 4, solo que tenían sogas en vez de cuerdas. Yo, que estaba viendo esto con un hombre a quien le había
dicho, al preguntarle por él, que era yo un gran caballero, veo a mi buen tío que, poniendo los ojos en mí —por pasar cerca—, se lanza a abrazarme, llamándome sobrino. Pensé morirme de vergüenza, y no volví para despedirme de aquel con quien estaba. Me fui con mi tío, y me dijo: —En este caballo podrás venirte, mientras cumplo con esta gente; que ya vamos de vuelta, y hoy comerás conmigo. Yo, que me vi a caballo y que en aquella procesión parecería otro azotado más, dije que le aguardaría allí. Y así, me aparté tan avergonzado, que si no hubiera dependido de mi tío la
cobranza de mi hacienda, no le habría hablado más en mi vida ni aparecido en el pueblo. Acabó de repasarles las espaldas, volvió y me llevó a su casa, donde me apeé y comimos.
1 Sopa: la sopa boba era la comida que se daba
a los mendigos en los conventos. Las gradas de San Felipe —en la actual Puerta del Sol— eran lugar de reuniones y de habladurías. El soldado se queja de que se les trate en la Corte como a mendigos. Señalado: en el doble sentido «destacado» y «lleno de heridas». 2
de
3 Avemarías: con las cuentas del rosario, sin
apostar dinero. 4 Laúdes: se refiere a los cinco reos que
reciben los azotes, cuyos gemidos suenan como las cuerdas del laúd.
CAPÍTULO 11 Del hospedaje de su tío, y visitas, la cobranza de su hacienda y vuelta a la Corte
Tenía mi buen tío su alojamiento junto al matadero, en casa de un aguador. Entramos en ella, y me dijo: «Mi casa no es un palacio, pero yo os aseguro, sobrino, que es muy apropiada para mis
negocios». Subimos por una escalera, tan parecida a la de la horca, que solo esperaba llegar arriba para ver si me sucedía algo. Entramos en un aposento tan bajo, que andábamos por él como quien recibe bendiciones, con las cabezas bajas. Colgó el azote en un clavo, que estaba con otros de los que colgaban cordeles, lazos, cuchillos y otras herramientas de su oficio. Me dijo que por qué no me quitaba la capa y me sentaba; yo le dije que no lo tenía por costumbre. Dios sabe cuán avergonzado estaba yo de ver el oficio tan infame de mi tío, el cual me dijo que había tenido suerte en encontrarlo en tan buena
ocasión, porque comería bien, ya que tenía convidados a unos amigos. En esto, entró por la puerta, con una ropa morada, larga hasta los pies, uno de los que piden para las ánimas; y, haciendo sonar la cajita, dijo: «Tanto provecho he sacado yo de las ánimas hoy, como tú de los azotados: ¡chócala!». Se saludaron los dos y el malvado animero se arremangó la ropa, y empezó a bailar y a preguntar que si había llegado Clemente. Dijo mi tío que no, cuando, en ese mismo momento, reliado en un trapo y con unos zuecos, entró un chirimía de la bellota 1, quiero decir, un porquero. Le conocí por el (hablando con perdón) cuerno que traía
en la mano. Nos saludó a su manera, y tras él entró un corchete 2 mulato, zurdo y bizco, con espada y sombrero de alas más grandes que un monte y más copa que un nogal. Traía la cara de punto, porque la tenía toda hilvanada de cicatrices. Entró y se sentó, saludando a los de casa; y a mi tío le dijo: —Alonso, buen dinero han pagado el Romo y el Garroso. Saltó el de las ánimas y dijo: —Cuatro ducados pagué yo a Flechilla, el verdugo de Ocaña, para que acelerase el paso del burro y para que no me golpease con el azote de tres suelas 3.
—¡Vive Dios! —dijo el corchete—, que de nada me sirvió lo que le pagué yo a Juanazo en Murcia, porque iba el borrico más lento que un pato y el bellaco me asentó tales azotes, que quedaron mis espaldas como ronchas. —De eso puedo presumir yo —dijo mi buen tío— entre cuantos manejan el azote, que, al que se pone en mis manos, hago lo que debo. Sesenta ducados me dieron los de hoy y recibieron unos azotes de amigo. Yo, al ver qué honrada era la gente que hablaba con mi tío, confieso que me puse colorado, de suerte que no pude disimular la vergüenza. Me lo notó el corchete, y preguntó:
—¿Es este el clérigo a quien el otro día acariciaron las espaldas con el azote? Yo respondí que no era hombre que padecía como ellos. Entonces, se levantó mi tío y dijo: —Es mi sobrino, maestro en Alcalá, un hombre ilustre. Me pidieron perdón y me halagaron todo lo que pudieron. Yo rabiaba ya por comer y por cobrar mi hacienda y huir de mi tío. Pusieron la mesa y se sentaron a comer, presidiendo el de las ánimas. Dijo mi tío: «¡La Iglesia en el mejor lugar! Siéntese, padre» y echó la bendición, y, como estaba acostumbrado a santiguar espaldas, sus bendiciones
parecían más amagos de azotes que de cruces. Y los demás nos sentamos sin orden. No quiero decir lo que comimos; solo, que no había cosa que no invitara a beber más. El corchete se sorbió tres jarros de tinto. El porquero brindaba conmigo y se los bebía antes de que yo pudiera corresponderle. No había agua en la mesa, y menos aún deseos de ella.
Trajeron caldo, y el de las ánimas cogió con las dos manos una escudilla, mientras decía: «Dios bendijo la limpieza»; y alzándola para bebérsela, quiso llevársela a la boca, pero se la puso en el carrillo y, como la volcó, se quemó con el caldo y se puso todo de arriba abajo que daba vergüenza. Cuando él se vio así, se fue a levantar, pero como la cabeza le daba vueltas, quiso apoyarse sobre la mesa, que era de estas que se mueven; la tiró y manchó a los demás; y tras esto decía que el porquero le había empujado. El porquero, que vio que el otro se le caía encima, se levantó y, alzando el cuerno,
le dio con él una trompetada. Se agarraron y pelearon; el de las ánimas le tenía dado un mordisco en un carrillo y, con los revolcones, el porquero vomitó en las barbas del otro todo lo que había comido. Mi tío, que estaba más en su juicio, decía que quién había traído a su casa tantos clérigos. Yo, que los vi completamente borrachos, puse paz en la pelea, separé a los dos y levanté del suelo al corchete, que estaba llorando con gran tristeza. Eché a mi tío en la cama, el cual hizo reverencia a un candelero de palo que tenía, pensando que era otro invitado. Le quité el cuerno al porquero, que lo quería tocar cuando ya dormían los otros, y no había manera
de hacerle callar, diciendo que le diesen su cuerno, porque no había habido jamás quien supiese tocar más canciones con él. En definitiva, que yo no me aparté de ellos hasta que vi que dormían. Salí de casa, me entretuve toda la tarde en ver mi tierra, pasé por la casa de Cabra, tuve conocimiento de que ya había muerto y no me preocupé en preguntar de qué, sabiendo que hay hambre en el mundo. Volví a casa al anochecer, habiendo pasado cuatro horas, y hallé a uno despierto que andaba a gatas por el aposento buscando la puerta y diciendo que se les había perdido la casa. Le levanté y dejé dormir a los demás hasta
las once de la noche, que despertaron. Uno por uno los despaché a todos lo mejor que pude; acosté a mi tío, que aún seguía con la borrachera, y yo me eché sobre mis vestidos y algunas ropas de los que Dios tenga en la Gloria 4, que estaban por allí. De esta manera pasamos la noche. Por la mañana mi tío se despertó diciendo que estaba molido y que no sabía de qué. El aposento parecía una taberna de vinos devueltos. Al fin, conseguí que me diera noticia de mi hacienda, aunque no de toda, y así me la dio de unos trescientos ducados que mi buen padre había ganado gracias a sus manos.
Por no cansar a V. Md., concluyo diciéndole que cobré y me embolsé mi dinero, el que mi tío no se había bebido ni gastado, que fue mucho para ser un hombre tan poco honrado, porque él pensaba que era suficiente para graduarme y que, estudiando, podría ser cardenal porque, como estaba en su mano hacerlos, no le parecía que fuera difícil. Cuando vio que lo tenía, me dijo: «Hijo Pablos, tendrás mucha culpa si no prosperas y eres bueno, pues tienes a quién parecerte. Dinero llevas; yo no te he de fallar, que todo lo que soy y lo que tengo, lo quiero para ti». Le agradecí mucho su ofrecimiento. Dedicamos el día a devolver las visitas al porquer o,
al corchete y al de las ánimas. Vino la noche; nos acostamos, y, antes de que él despertase, yo me levanté y me fui a una posada, sin que me sintiese; cerré la puerta por fuera y le eché la llave por una gatera. En el aposento le dejé una carta cerrada en la que le explicaba las causas de mi huida, advirtiéndole que no me buscase, porque nunca más lo había de ver.
1 Bellota: la chirimía es un instrumento
musical. Quevedo lo llama así porque los porqueros tocaban el cuerno para llamar a los animales que comen bellotas, los cerdos. 2 Corchete: ayudante de la justicia encargado
de llevar a los presos a la cárcel. 3 De tres suelas: los condenados sobornaban a
los verdugos para que aplicaran el castigo con benevolencia y no los azotaran fuerte. 4 Gloria: se refiere a los ahorcados. Los verdugos tenían derecho a quedarse con sus ropas.
CAPÍTULO 12 De su huida, y lo que le sucedió hasta llegar a la Corte
Aquella
mañana partía del mesón hacia la Corte un arriero. Llevaba un asno; me lo alquiló, y salí a la puerta a esperarle. Salió y empecé mi camino. Iba diciendo para mí: «Ahí te quedes,
bellaco, deshonrabuenos, jinete de gaznates 1». Lo que más me consolaba era pensar que iba a la Corte, adonde nadie me conocía, y que allí tendría que valerme de mi astucia. Me propuse cambiar, en cuanto llegara, los hábitos de estudiante por vestidos nuevos y cortos, como se usan en la Corte. Pero volvamos a las cosas de mi tío, ofendido con la carta, que decía así: «Señor Alonso Ramplón: »Tras haberme concedido Dios la gracia de quitarme de delante a mi buen padre y de tener a mi madre en Toledo, donde, por lo menos, sé que hará humo 2, no me queda sino ver que hacen con V.
Md. lo que V. Md. hace con los demás. Yo pretendo ser único entre los de mi linaje; porque dos es imposible, si es que no caigo en sus manos y me hace cuartos, como hace con otros. No pregunte por mí ni me nombre, porque negaré que tenemos la misma sangre. Sirva al Rey, y adiós». Bien se puede imaginar los insultos que echaría contra mí. Pero volvamos a mi camino. Yo iba en el asno de la Mancha como un caballero, deseando no toparme con nadie, cuando a lo lejos vi venir a buen paso a un hidalgo, con su capa puesta, la espada ceñida, las calzas 3 atadas y las botas, el cuello abierto y el sombrero de lado. Sospeché
que era algún caballero que dejaba atrás su coche; y así, al emparejarnos, le saludé. Me miró y me dijo: —Señor licenciado, V. Md. irá en ese borrico mucho más descansado que yo con todo mi aparato. Yo, que entendí que lo decía por el coche y los criados que dejaba atrás, dije: —Es cierto, señor, que es más agradable caminar en borrico que en coche, porque, aunque V. Md. vendrá en el que trae detrás, aquellos vuelcos que da no permiten el descanso. —¿Qué coche detrás? —dijo él muy alborotado. Y al volverse para atrás, se le
cayeron las calzas, porque se le rompió la única agujeta que las sujetaba, y al verme muerto de risa, me pidió una prestada. Yo, que vi que le faltaba gran parte de la camisa, y que se le veía medio culo, le dije: —Por Dios, señor, si V. Md. no aguarda a sus criados, yo no puedo socorrerle, porque también las traigo atadas con una sola agujeta. —Si V. Md. se burla de mí —dijo él, con las calzas en la mano—, siga su camino, porque no entiendo eso de los criados. Y en media legua que anduvimos, me confesó que era pobre, y que si no le dejaba subir en el borrico un rato, no
podría seguir adelante por ir cansado de caminar con las calzas en los puños; y, movido a compasión, me apeé y, como él no podía soltar las calzas, tuve yo que subirle. Y me sorprendió lo que descubrí en el tocamiento, porque, por la parte de atrás de las calzas, que cubría la capa, no había otro forro que sus mismísimas nalgas. Él, que sintió lo que le había visto, como hombre discreto, se justificó diciendo: —Señor licenciado, no es oro todo lo que reluce. Debió creer V. Md., viendo mi figura, que yo era un conde de Irlos 4. ¡Cuántos hombres hay en el mundo que aparentan lo que no son! Se puede ver en mí todo lo que tengo
porque no cubro nada. En mí ve V. Md. a un hidalgo hecho y derecho, de sangre noble, que tiene que pedir el pan y la carne, y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada. ¿De qué me valen mis títulos si, hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar en un bodegón dos tajadas? He vendido hasta mi sepultura, por no tener sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero, que todos estos nombres tenía, se perdió en una fianza. Solo el don me ha quedado por vender, y soy tan desgraciado que no hallo a nadie con necesidad de él, pues quien no lo tiene por delante lo tiene por detrás, como el
remendón, azadón, pendón, blandón, bordón y otros así. Confieso que, aunque iban mezcladas con risa, las calamidades del dicho hidalgo me enternecieron. Le pregunté cómo se llamaba y adónde iba y a qué. Dijo que tenía todos los nombres de su padre: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán. No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en dan y empezaba en don como sonido de badajo de campana. Tras esto dijo que iba a la Corte, porque un noble arruinado, como él, en un pueblo pequeño, era despreciado a los dos días y no se podía mantener, y por eso iba a la patria común, adonde caben
todos y adonde hay mesas libres para estómagos aventureros 5.
—Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, comida y disfrute de lo prohibido, porque el ingenio en la Corte es la piedra filosofal, que convierte en oro todo lo que toca. Yo vi el cielo abierto y, para entretenimiento del camino, le rogué que me contase cómo y con quiénes y de qué manera viven en la Corte los que no tenían nada, como él. —De esos hay muchos —dijo—. Lo primero que ha de saber es que en la Corte se encuentran siempre el más necio y el más sabio, el más rico y el más pobre, y los extremos de todas las
cosas; que disimula los malos y esconde los buenos, y que en ella hay gentes como yo, que no se les conoce su origen. Es nuestra abogada la astucia. Somos susto de los banquetes, polilla de los bodegones, cáncer de las ollas y convidados por fuerza. Si nos comemos un puerro, aparentamos haber comido un capón. Si alguien viniera a visitarnos a nuestras casas, hallaría nuestros aposentos llenos de huesos de carnero y de aves, de mondaduras de frutas, la puerta llena de plumas y despojos de conejos; todo esto lo cogemos de noche por el pueblo para presumir de alimentos durante el día. Decimos: «Perdone V. Md., que han comido aquí
unos amigos, y estos criados, etc.». Quien no nos conoce cree que es así, y pasa por convite. ¿Pues qué diré del modo de comer en casas ajenas? En cuanto hablamos con alguien, averiguamos dónde vive, vamos a verle, y siempre a la hora de mascar, sabiendo que está a la mesa. Decimos que lo apreciamos mucho, etc. Si nos preguntan si hemos comido, si ellos no han empezado, decimos que no. Si nos convidan, aceptamos de inmediato, no sea que perdamos la ocasión y nos quedemos en ayunas. Si han empezado, decimos que sí; y, aunque parta muy bien el ave, el pan o la carne el que fuere, para poder engullir un bocado, decimos:
«Ahora deje V. Md. que le sirva yo, que mi señor, que Dios le tenga en el cielo (y nombramos un señor muerto, duque o conde), se alegraba más de verme a mí partir los alimentos, que de comer». Diciendo esto, cogemos el cuchillo y partimos bocaditos, y al cabo decimos: «¡Oh, qué bien huele! Cierto que ofendería a la cocinera si no lo probara. ¡Qué buena mano tiene!». Y dicho y hecho, probando y probando nos zampamos medio plato: el nabo por ser nabo, el tocino por ser tocino, y todo por lo que es. Cuando esto nos falta, ya tenemos asegurada la sopa de algún convento. No la tomamos en público, sino a escondidas, haciendo creer a los
frailes que lo hacemos más por devoción que por necesidad. Es admirable ver a uno de nosotros en una casa de juego, con el cuidado que sirve y está pendiente de las velas, trae orinales, cómo baraja los naipes y celebra las cosas del que gana, todo por un triste real de propina. Remendamos la ropa vieja y, como tenemos por enemigo declarado al sol, por cuanto nos descubre los remiendos, puntadas y trapos, nos ponemos por la mañana a su luz, con las piernas abiertas, y en la sombra del suelo vemos las que hacen los andrajos e hilachas de las entrepiernas. Es digno de ver cómo quitamos alguna tela de la parte de atrás
para cubrir lo de adelante; y, como la trasera se queda al aire —bien lo sabe la capa—, evitamos los días de viento subir por escaleras o montar a caballo. ¿Pues qué contar del modo con que de noche nos apartamos de las luces, para que no se nos vean las ropillas peladas?; que no hay más pelo en ellas que en una piedra, porque Dios ha querido dárnoslo en la barba y quitárnoslo de la capa. Pero, por no gastar en barberos, esperamos a que otro de los nuestros tenga también pelambre y entonces nos la quitamos el uno al otro, cumpliendo lo que dice el Evangelio: «Ayudaos como buenos hermanos».
Estamos obligados a andar a caballo una vez cada mes, aunque sea en pollino por las calles públicas 6; y obligados a ir en coche una vez en el año, aunque sea en la trasera. Pero, si alguna vez vamos dentro del coche, es de considerar que siempre es en el estribo, con todo el pescuezo por fuera, haciendo cortesías, para que nos vean todos, y hablando a los amigos y conocidos, aunque miren a otra parte. ¿Qué diré del mentir? Jamás se halla verdad en nuestra boca. Encajamos duques y condes en las conversaciones, unos por amigos, otros por parientes; y advertimos que los tales señores, o están muertos o muy lejos.
Y lo que más es de notar es que nunca nos enamoramos sino por puro interés, que nuestra orden nos prohíbe el galanteo con damas melindrosas, por lindas que sean. Y así, siempre andamos cortejando: a la bodegonera, por la comida; a la posadera, por la posada. Y aunque, comiendo tan poco y bebiendo tan mal, no se puede cumplir con tantas, todas están contentas con su ración. Quien vea estas botas mías, ¿cómo va a pensar que mis piernas andan desnudas, sin media, ni otra cosa? Y quien vea este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa? Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, pero cuello abierto y
almidonado, no. Primero, porque es el adorno más elegante de la persona; y después, porque, chupando el almidón, cualquiera puede cenar. Y al fin, señor licenciado, un caballero de nosotros ha de tener más faltas 7 que una preñada de nueve meses, y así vive en la Corte; y lo mismo se ve en la prosperidad y con dineros, que en el asilo. Pero, en fin, se vive, y el que se sabe bandear es rey con poco que tenga. Tanto me gustaron las extrañas maneras de vivir del hidalgo y tanto me distrajeron, que llegué a pie hasta Las Rozas, adonde nos quedamos aquella noche. Cenó conmigo el hidalgo y, en pago de sus consejos, le invité, porque
estaba sin blanca. Yo le confesé mis deseos de entrar en su cofradía, y él se ofreció para introducirme en la Corte con los demás cofrades del estafón, y alojarme en la posada en compañía de todos. Lo acepté, pero no le dije que tenía los escudos que llevaba, sino cien reales solo, los cuales bastaron para afirmar nuestra amistad. Le compré tres agujetas, se las colocó, dormimos aquella noche, madrugamos y dimos con nuestros cuerpos en Madrid.
1 Gaznates: los verdugos solían montarse
sobre los hombros de los ahorcados para
acelerar la muerte. 2 Humo: será condenada a morir en la hoguera. 3 Calza: prenda antigua que cubría las piernas y
muslos, y se unía a la cintura con unas cintas llamadas agujetas. 4 Irlos: el conde Dirlos, noble rico de la corte de Carlomagno, es un personaje del Romancero. 5 Aventureros: Gorrones. 6 Públicas: aunque sea para dar el paseo como condenado.
Faltas: con el doble significado de «carencias, necesidades» y «ausencia de menstruación». 7
CAPÍTULO 13 De lo que le sucedió en la Corte cuando llegó
Entramos en la Corte a las diez de la mañana y nos fuimos hacia la casa de los amigos de don Toribio. Llegó a la puerta y llamó. Le abrió una viejezuela muy pobremente abrigada, el rostro como cáscara de nuez, cargada de
espaldas y de años. Preguntó por los amigos, y ella respondió, con un desagradable chillido, que habían salido a buscarse la vida. Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo él en animarme a la profesión de la vida barata, y yo en enterarme de todo. A las doce y media, entró por la puerta un espantajo vestido de luto hasta los pies. Hablaron los dos en su jerga, y acabaron dándome un abrazo. Hablamos un rato y, viendo que no se quitaba la capa, le pregunté la causa de estar siempre envuelto en ella, a lo cual respondió: —Hijo, tengo en la espalda un
agujero, acompañado de un remiendo de lanilla y de tal mancha de aceite, que si caminarais por mis ropas, nunca saldríais de la Mancha. Este pedazo de capa lo disimula todo. Se quitó la capa, y noté que debajo de la sotana tenía un gran bulto. Yo pensé que eran las calzas, pero cuando se arremangó, vi que eran dos rodajas de cartón que traía atadas a la cintura y encajadas en los muslos. Tampoco traía camisas ni calzones; iba casi desnudo. —Yo —dijo mi buen amigo— vengo del camino con las calzas enfermas y, por eso, tengo necesidad de recogerme para remendarlas. Preguntó si había algunos retazos,
porque la vieja recogía trapos por las calles dos días a la semana, para sanar jubones incurables y otras ropillas enfermas de los caballeros. Ella dijo que no y que por falta de harapos con que remendar sus calzones llevaba quince días en la cama don Lorenzo Íñiguez del Pedroso. En esto estábamos, cuando entró uno que traía, debajo de la capa, la ropilla 1 delantera de paño oscuro, y la trasera de lienzo blanco, con el fondo amarillento por el sudor. No me pude contener la risa, y él, afectado, dijo: —Cuando se acostumbre, ya no se reirá. Y, al momento, sacó más de veinte
cartas, diciendo que no las había podido entregar. Él mismo las escribía. Ponía la firma de quien le parecía, escribía noticias que inventaba a las personas más nobles y se las daba cobrándoles los portes. Y esto lo hacía todos los meses. Entraron luego otros dos, uno con su capa de paño y una ropilla de lo mismo, larga hasta los calzones, con el cuello levantado para que no se viese que estaba roto. Este venía dando voces con el otro, que por no tener capa, vestía como si fuera soldado, y, por no tener más de una calza, traía una muleta con una pierna liada en trapajos y pellejos. —La mitad me debéis —dijo el de la
ropilla—, y si no me la dais, ¡juro a Dios...! —No jure a Dios —dijo el otro— que, estando en la casa, no soy cojo, y os daré con esta muleta mil palos. Y, diciendo esto, arremetió el uno contra el otro, se agarraron y, a los primeros estirones, se quedaron con los pedazos de los vestidos en las manos. Al llegar la noche, nos acostamos en dos camas, tan juntos que parecíamos herramienta en estuche. La cena se pasó de claro en claro. Casi nadie se desnudó, porque, con acostarse como andaban de día, cumplieron con el precepto de dormir en cueros. Quiso Dios que amaneciera, y nos
preparamos todos para el trabajo. Ya estaba yo tan a gusto con ellos como si todos fuéramos hermanos (que esta facilidad y dulzura se halla siempre en las cosas malas). Había que ver a uno ponerse la camisa remendada doce veces y dividida en doce trapos. A otro se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y la venía a encontrar asomada adonde menos convenía. Otro pedía un guía para ponerse el jubón y no lo lograba en media hora.
Acabado esto, todos empuñaron aguja e hilo para hacer sus remiendos con los materiales que la vieja les daba y, cuando acabó la hora del remedio (que así la llamaban ellos), fueron mirándose unos a otros lo que les quedaba mal remendado. Decidieron
salir a la calle, y yo dije que antes diseñasen mi vestido, porque quería gastar los cien reales en uno y quitarme la sotana 2. —Eso no —dijeron ellos—. Quede el dinero en nuestro depósito, y vistámosle de lo que tenemos en reserva. Luego señalémosle el distrito adonde él solo se busque la vida. Me pareció bien. Deposité el dinero y, en un instante, de la sotanilla me hicieron una ropilla de paño negro, y me dejaron la capa más corta. El paño que sobró lo cambiaron por un sombrero viejo reteñido. Me quitaron los calzones y en su lugar me pusieron unas calzas abiertas solo por delante, que por los
lados y la trasera eran unas gamuzas. Las medias calzas de seda no eran ni medias, porque no llegaban a la rodilla, y los cuatro dedos que faltaban los cubría una bota ajustada sobre la media colorada que yo traía. El cuello era como el que usan los caballeros: estaba todo abierto, mas de puro roto. Me lo pusieron y me dijeron: —El cuello está deteriorado por detrás y por los lados. Cuando alguien mire a V. Md., ha de ir volviéndose con él, como el girasol con el sol; si fueran dos y lo miraran por los lados, échese hacia atrás; y para los de atrás, traiga siempre el sombrero caído sobre el cogote, de suerte que el ala cubra el
cuello y descubra toda la frente. Y al que le pregunte que por qué anda así, respóndale que porque puede andar con la cara descubierta por todo el mundo. Para que me buscara la vida, me asignaron el barrio de San Luis 3; y así, empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros, aunque por ser nuevo me dieron para empezar la estafa, como a primerizo, por padrino a quien me trajo. Salimos de casa con paso lento, los rosarios en la mano; tomamos el camino hacia mi barrio. Saludábamos a todos: ante los hombres, nos quitábamos el sombrero (aunque lo que deseábamos era quitarles sus capas); a las mujeres hacíamos reverencias, porque se alegran
con ellas. Andábamos haciendo culebra de una acera a otra para no topar con casas de acreedores. Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada y otro el de las sábanas y camisas, de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula. Luego cada uno se fue a sus aventuras. Fue a eso del mediodía cuando llegué a la esquina de la calle de San Luis, adonde vivía un pastelero. El olorcillo que salía del horno, me dio en las narices, y al instante me quedé como el perro perdiguero cuando huele la presa. Con tanto ahínco miré un pastel de ocho maravedís que asomaba, que el pastel se quedó tan seco como si le hubieran
echado un mal de ojo. Había que ver las cosas que se me ocurrieron para robarlo, pero tomé la determinación de pagarlo al día siguiente. Tanta hambre tenía, que decidí meterme en un bodegón de los que están por allí. Ya le había echado el ojo a uno, cuando quiso Dios que me encontrara con el licenciado Flechilla, amigo mío, que venía por la calle abajo con la capa llena de barro y tantos flecos que parecía un pulpo graduado. Al verme, se vino para mí. Yo le abracé. Me preguntó cómo estaba; le respondí de inmediato: —¡Ah, señor licenciado, cuántas cosas tengo que contarle! Solo lamento que he de partir esta noche y no habrá
lugar. —También lo lamento yo —replicó —, y, si no fuera porque es tarde, y llevo prisa, me detendría más, porque me aguardan para comer una hermana casada y su marido. —¿Que aquí está mi señora Ana? Aunque lo deje todo, vamos, que quiero cumplir con mi obligación. Cuando oí que no había comido, me dispuse a sacar provecho. Me fui con él y empecé a contarle que yo sabía dónde vivía una mujercilla a la que él había querido mucho en Alcalá, y que le podía facilitar la entrada en su casa. Hablarle de las cosas del placer fue lo mejor que se me pudo ocurrir, pues conversando
sobre ellas llegamos a su casa. Entramos. Yo me puse a la entera disposición de su cuñado y de su hermana, y ellos, creyendo, por la hora que era, que yo venía invitado, comenzaron a decir que, de haber sabido que iban a recibir a un huésped tan importante, que hubieran tenido algo preparado. Yo aproveché la ocasión y me invité, diciendo que yo era un viejo amigo de la casa, y que me sentiría ofendido si me trataran con cumplidos. Se sentaron y me senté. Y, para que el otro lo llevase mejor, que ni me había invitado ni se le había pasado por la imaginación, de vez en cuando le atizaba yo con la mozuela, diciendo que me
había preguntado por él y que le tenía en el alma y otras mentiras así; con lo cual llevaba mejor el verme engullir todos los entremeses. Vino la olla, y en dos bocados me la comí casi toda, con mucha prisa, porque me parecía que ni entre los dientes la tenía bien segura. Dios es testigo de la rapidez con que yo despaché la comida. Ellos bien que notaron mis feroces tragos de caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los huesos y el destrozo de la carne. Y, para decir toda la verdad, entre burla y juego, me llené la faltriquera de mendrugos. Recogieron la mesa, y el licenciado y yo nos apartamos para hablar de la
manera como iría a la casa de la mozuela. Yo se lo puse muy fácil. Y estando hablando con él junto a una ventana, hice como que me llamaban de la calle y dije: —¿A mí, señor? Ya bajo. Le pedí permiso, diciendo que al momento volvía. Me apliqué el refrán de «el pan comido y alzada la mesa, la compañía deshecha», porque aún hoy me sigue esperando. Me fui por las calles de Dios, llegué a la puerta de Guadalajara 4 y me senté en un banco de los que los mercaderes ponen a sus puertas. Quiso Dios que se acercaran a la tienda dos damas de las que llevan media cara tapada y van
acompañadas de su vieja y su pajecillo 5. Preguntaron si había terciopelo del mejor y yo, que no iba a perder nada, les ofrecí que cogieran lo que quisieran. Se negaron, diciendo que ellas no tomaban nada de quien no conocían. Entonces les rogué que tuvieran la merced de aceptar unas telas que me habían traído de Milán, que a la noche les llevaría mi paje (y señalé hacia uno que estaba enfr ente esperando a su amo, que había entrado en otra tienda). Y para que me tuviesen por hombre honrado y conocido, iba quitándome el sombrero ante todos los caballeros que pasaban. Ellas se cegaron con esto y con unos cien
escudos de oro que saqué con el pretexto de darle una limosna a un pobre que me la pidió. Solicitaron permiso para marcharse, porque ya era tarde, y me advirtieron que el paje debía ir a su casa en secreto. Yo le pedí a una de ellas, la más bonita, un rosario de oro que llevaba, en prenda de las telas que recibirían al día siguiente. Se negaron. Yo les ofrecí en prenda los cien escudos, y me dijeron dónde vivían con la intención de estafarme. Se fiaron de mí y me preguntaron dónde vivía. Yo las llevé por la calle Mayor y, al entrar por la de Carretas, escogí la casa que me pareció más grande y mejor; tenía un coche sin
caballos a la puerta; les dije que era aquella y que allí estaba el coche y el dueño para servirlas. Me llamé don Álvaro de Córdoba y entré por la puerta delante de sus ojos. Llegó la noche oscura, y todos regresamos a casa. Entré y hallé al soldado de los trapos en la pierna con un cirio que le dieron para acompañar a un difunto, y se vino con él. Se llamaba Magazo, era natural de Olías 6 y había sido capitán en una comedia y combatido contra moros en una danza. A los de Flandes decía que había estado en la China, y a los de la China en Flandes. Y como del mar no sabía nada, porque de naval no tenía sino el comer nabos,
dijo, contando la victoria del señor don Juan en Lepanto, que aquel Lepanto fue un moro muy bravo, porque el pobrecillo no sabía que era el nombre de un mar. Pasábamos con él ratos muy divertidos. Entró luego mi compañero don Toribio, con las narices rotas y toda la cabeza vendada, lleno de sangre y muy sucio. Le preguntamos la causa, y dijo que había ido a la sopa de San Jerónimo y que pidió doble ración, diciendo que era para llevársela a unas personas honradas y pobres. Se lo quitaron de lo de los otros mendigos para dárselo, y ellos, con el enojo, lo siguieron y vieron que, en un rincón detrás de la puerta,
estaba tomándosela. Se levantaron voces; y tras ellas, palos; y tras los palos, chichones y más chichones en su pobre cabeza. Le embistieron con los jarros, y el daño de las narices se lo hizo uno con una escudilla de madera que se la dio a oler con más prisa de la que convenía. Le quitaron la espada, salió a las voces el portero del convento, y no había forma de ponerlos en paz. En fin, se vio en tanto peligro el pobre hermano, que decía: «¡Yo devolveré lo que he comido!»; pero ni siquiera eso fue suficiente. Entró Merlo Díaz con el cinturón lleno de jarras que, pidiendo de beber en los tornos de las monjas, las había
hurtado sin temor a Dios. Más ingenioso fue lo de don Lorenzo del Pedroso, el cual entró con una capa muy buena, que había cambiado por la suya en una mesa de juegos. Este se quitaba la capa haciendo como que quería jugar, y la ponía con las otras, y al momento, como no queriendo participar, iba por su capa, cogía la que mejor le parecía y se iba. Mas nada de esto se puede comparar con lo de don Cosme, que se había hecho curandero y se dedicaba a vender oraciones que había aprendido de una vieja. Iba rodeado de muchachos con cáncer y lepra, heridos y mancos. Ganaba por todos, porque si el que venía a curarse no traía dinero o algunos
capones, no le atendía. Hacía que la gente creyera todo lo que él decía, porque no ha nacido otro hombre tan mentiroso; tanto, que ni por descuido decía algo verdadero. Todas estas ingeniosas maneras de hurtar conocí en un mes. Volvamos ahora a lo mío. Les enseñé el rosario y les conté mi negocio con las damas. Celebraron mucho mi ingenio, y la vieja lo cogió para venderlo. Esta se iba por las casas diciendo que era de una doncella pobre y que se deshacía de él para comer. Para cada cosa tenía preparado un embuste. Lloraba, daba suspiros de pena y a todos llamaba hijos. La vieja gobernaba la casa,
aconsejaba y encubría. Y así, quiso el diablo que, un día que la vieja fue a una casa a vender no sé qué ropa y otras cosillas, alguien reconoció no sé qué prenda suya. Trajo a un alguacil y prendieron a mi vieja, que se llamaba la madre Labruscas 7. Al momento lo confesó todo y contó cómo vivíamos todos y que éramos caballeros de rapiña. El alguacil la dejó en la cárcel, y vino a la casa, y halló en ella a todos mis compañeros, y a mí con ellos. Traía media docena de corchetes, y dio con todo el colegio buscón en la cárcel.
1 Ropilla: especie de chaleco corto que se
ponía encima del jubón, una camisa ceñida desde los hombros hasta la cintura. 2 Sotana: Pablos viste aún la ropa de los
clérigos y los estudiantes: sotana y capa larga.Pero pretende vestir como los hombres de la Corte, con ropa corta y negra. 3 San Luis: zona cercana a la Puerta del Sol,
donde abundaban los pícaros. 4 Guadalajara: la puerta de Guadalajara estaba
situada sobre la actual calle Mayor de Madrid. 5 Pajecillo: las damas son dos prostitutas
acompañadas de alcahueta y mensajero. 6 Olías: pueblo de Toledo traído a colación
para hacer un chiste sobre el mal olor del soldado. Por otro lado, Magazo es nombre derivado de «mago»: el que hace ver lo que no es.
7 Labruscas: la labrusca es un tipo de uva, por
lo que el nombre remarca la afición de la vieja a beber.
CAPÍTULO 14 En que trata los sucesos de la cárcel
Al entrar, nos pusieron a cada uno dos pares de grilletes y nos echaron en un calabozo. Yo, aprovechándome del dinero que traía conmigo, saqué un doblón y le dije al carcelero: —Señor, óigame V. Md. en secreto.
Y para que lo hiciese, le mostré la moneda. Al verla, me apartó. —Suplico a V. Md. —le dije— que se apiade de un hombre de bien. Le busqué las manos, y, como sus palmas estaban acostumbradas a coger semejantes dátiles, las cerró con el doblón, y disimulando, me dejó fuera, y a los demás los echaron en el calabozo. Llegada la noche, yo fui a dormir a la sala de los nobles. Me dieron mi camilla. Y, al rato, se apagó la luz. Era digno de ver a los que no tenían cama llegar y coger por los pies al acostado, y sacarlo arrastrando hasta el centro de la sala y encajarse en la cama, y a aquel coger a otro para acomodarse.
Estaba el servicio a mi cabecera. Mis narices me suplicaron que les dijera que mudasen el orinal a otra parte. Y empezamos a discutir. Yo me adelanté y le metí a uno con el cinturón en la cara. Él, por levantarse deprisa, lo derramó, y al ruido comenzó la batalla. Nos lanzábamos correazos a oscuras; y era tanto el mal olor, que tuvieron que levantarse todos. Arreciaron los gritos. El alcaide 1, sospechando que se le escapaban algunos vasallos, subió corriendo, armado, con toda su cuadrilla. Abrió la sala, alumbró y se informó de lo que ocurría: todos me echaron la culpa. Yo me disculpaba diciendo que en toda la
noche me habían dejado cerrar los ojos. El carcelero, creyendo que yo le daría otro doblón por no caer en el calabozo, aprovechó la ocasión y me mandó bajar allá. Decidí que era mejor obedecer antes que pellizcar el talego más de lo que lo estaba. Fui llevado abajo, y allí me recibieron los amigos con voces y alegría. Dormí aquella noche algo desabrigado. Amaneció y salimos del calabozo. Nos vimos las caras, y lo primero que nos pidieron fue el dinero para la limpieza 2, como si en una noche lo hubiera yo ensuciado todo, so pena de latigazo fino. Yo di inmediatamente seis reales; mis compañeros no tenían qué
dar, y por eso, quedaron emplazados para la noche. Había en el calabozo un mozo tuerto, alto, con bigotes, mala cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas. Le llamaban el Jayán3. Este era amigo de otro que llamaban Robledo, alias el Trepado, al que faltaban las orejas y tenía la cara llena de cuchilladas. A estos se arrimaban otros cuatro hombres, fieros como leones en escudos de armas. Todos estos, furiosos al ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron aplicarles por la noche la culebra de cáñamo.
Vino la noche. Nos empujaron hasta el último rincón de la casa. Apagaron la luz. Yo me escondí de inmediato debajo de una tarima. Empezaron a silbar dos de ellos, y otro a dar latigazos. Los buenos caballeros, que notaron el peligro, se apretaron todos en un resquicio de la tarima. Estaban como liendres en cabellos o chinches en una cama. Sonaban los golpes en la tabla; ellos callaban. Los bellacos, al ver que no se quejaban, dejaron de dar azotes y empezaron a tirar ladrillos, piedras y cascotes que tenían recogidos. Y allí fue ella, porque uno alcanzó el cogote de don Toribio y le hizo un chichón de dos dedos. Comenzó a gritar que le mataban.
Los bellacos, para que no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos y hacían ruido con los grilletes. Él, por esconderse, se agarró a los otros para meterse debajo. Y así acabaron su vida las ropillas. Menudeaban tanto las piedras y cascotes, que el dicho don Toribio, viéndose cerca de morir como San Esteban, sin ser él un santo, dijo que le dejasen salir, que él pagaría inmediatamente y daría sus vestidos en prendas. Se lo consintieron y, descalabrado y como pudo, se levantó y pasó a mi lado. Los otros, por pronto que acordaron hacer lo mismo, ya tenían las chollas con más chichones que pelos.
Ofrecieron en prendas sus vestidos, considerando que era mejor quedarse en la cama por estar desnudos antes que por heridos. Y así, aquella noche los dejaron, y a la mañana siguiente les pidieron que se desnudasen, y se encontraron con que todos sus vestidos juntos no alcanzaban ni para hacer la mecha de un candil. Se quedaron en la cama envueltos en una manta, la cual tenía unos piojos tan caninos, que pensaron que aquella mañana serían almorzados por ellos. Yo me salí del calabozo, diciéndoles que me perdonasen si no les hacía mucha compañía, porque me importaba no hacérsela. Volví a repasarle las
manos al carcelero con tres escudos y, sabiendo quién era el escribano de la causa, le mandé llamar con un mozo. Vino, le hice pasar a un aposento y le empecé a contar (después de haber tratado de la causa) que yo tenía no sé cuánto dinero. Le supliqué que me lo guardase y que, en lo que estuviese en su mano, favoreciese la causa de un hidalgo desgraciado que, por engaño, había incurrido en tal delito. —Fíese V. Md. de mí —dijo, después de haber cogido el dinero—, y crea que le sacaré en paz y a salvo. Se fue con esto y se volvió desde la puerta a pedirme algo para el buen Diego García, el alguacil, que importaba
taparle la boca con alguna moneda de plata, y me apuntó no sé qué del relator, como ayuda para que no leyese toda la causa. Me di por enterado y añadí otros cincuenta reales. Y en pago me dijo dos remedios para el catarro que tenía de la frialdad del calabozo; y finalmente me dijo, al verme con los grilletes: —Ahórrese de pesadumbre, que con ocho reales que dé al alcaide, le aliviará; que esta es gente que no hace el bien si no es por interés. Me hizo gracia la advertencia. Al fin, él se fue. Yo di al carcelero un escudo, y él me quitó los grilletes. El alcaide llamó al escribano y este,
sobornado con el dinero, lo hizo tan bien, que sacaron a la vieja delante de todos montada en un asno, con un músico de culpas 4 delante. El pregonero iba cantando: «¡A esta mujer, por ladrona!». Y el verdugo le llevaba el compás azotándole las costillas, según lo que le habían recetado los señores de la Justicia. Tras la vieja iban todos mis compañeros, en asnos de aguadores, sin sombreros y las caras descubiertas. Los sacaban a la vergüenza pública y cada uno, de puro roto, llevaba su vergüenza fuera. Los desterraron por seis años. Yo salí en libertad bajo fianza, por la bondad del escribano. Y el relator
también me favoreció, porque leyó la causa en voz baja y ronca, ocultó algunos hechos y se comió frases enteras.
1 Alcaide: gobernador de la cárcel. En la Edad
Media era el gobernador de un castillo, de ahí la identificación de los presos con los «vasallos». 2 Limpieza: el dinero que los presos novatos
debían pagar a los veteranos. 3 Jayán: gigante, y en germanía, rufián respetado por todos los demás.
Músico de culpas: irónicamente, el pregonero que iba «cantando» los delitos de los condenados. 4
CAPÍTULO 15 De cómo tomó posada, y la desgracia que le sucedió en ella
Salí de la cárcel. Me encontré solo y sin los amigos. Decidí ir a una posada, donde hallé a una moza rubia y blanca, alegre, a veces entremetida y a veces entresacada y salida. Ceceaba 1 un poco.
Tenía miedo a los ratones. Estaba orgullosa de sus manos y, por enseñarlas, siempre partía la comida en la mesa, o hacía que bostezaba, adrede, sin tener gana, por llevarlas a la boca; y, si se jugaba a algún juego, era siempre el de pizpirigaña 2, por ser cosa de mostrar las manos. Al fin, toda la casa tenía ya tan manoseada, que hasta sus mismos padres se enfadaban con ella. Me alquilaron la casa con otros dos moradores: un portugués y un catalán, que me dieron muy buena acogida. A mí no me pareció mal la moza para el deleite, además de la comodidad de tenerla en casa, así que puse mis ojos en ella. A las dueñas de la casa les contaba
cuentos que yo tenía estudiados para entretenerlas; les dije que sabía encantamientos y que era nigromante 3, que podía hacer que pareciese que se hundía la casa y que se incendiaba, y otras cosas que ellas se tragaron. Me gané el agradecimiento de todos, pero no el amor, porque, como no estaba tan bien vestido como requería la ocasión, no hacían de mí el caso que yo deseaba. Decidí hacerme pasar por un rico que disimulaba serlo, y así envié a mi casa a unos amigos para buscarme cuando yo no estaba en ella. Entró uno, el primero, preguntando por el señor don Ramiro de Guzmán, que así había dicho yo que me llamaba (porque los amigos me habían
dicho que no costaba nada mudarse de nombre y que era útil). Al fin, preguntó por don Ramiro, «un hombre de negocios rico, que hoy ha firmado tres contratos con el Rey». Las dueñas le respondieron que allí no vivía sino un don Ramiro de Guzmán, más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre. —Ese es el que yo busco —replicó —, y tiene una renta mayor de dos mil ducados. Les contó otros embustes, se quedaron llenas de asombro, y él les mostró una cédula falsa de nueve mil escudos que venía a cobrarme. Se la dejó para que me la diesen, y se fue.
La niña y la madre creyeron que yo era rico y pronto pensaron en mí como marido. Cuando entré, me dieron la cédula, diciendo: —Dineros y amor mal se encubren, señor don Ramiro. ¿Cómo nos puede ocultar V. Md. quién es, con el amor que nos tiene? Yo hice como que me había disgustado por el hecho de que le dejaran la cédula y me retiré a mi aposento. Era de ver cómo, porque creían que yo tenía dinero, me decían que todo me estaba bien, celebraban mis palabras, no había gracia como la mía. Yo, que las vi tan embobadas, le confesé mi amor a la muchacha, y ella me oyó
contentísima, diciéndome mil elogios. Una noche, para confirmarlas más en mi riqueza, me encerré en mi aposento, que estaba separado del suyo solo por un tabique muy delgado, y, sacando cincuenta escudos, estuve contándolos en la mesa tantas veces, que oyeron contar seis mil escudos. Viéndome con tanto dinero al contado, se desvelaban por halagarme y servirme. La moza me hablaba y respondía a mis cartas. Yo las empezaba como es costumbre: «Este atrevimiento, su mucha hermosura de V. Md...»; le decía lo de «me abraso», me ofrecía a ser su esclavo, firmaba con un corazón y una flecha... Al fin, llegamos a tutearnos, y
yo, para alimentar más el crédito de mi nobleza, salí de casa y alquilé una mula y, cubriéndome con la capa y mudando la voz, volví a la posada y pregunté por mí mismo, diciendo si vivía allí su merced el señor don Ramiro de Guzmán, señor de Valcerrado y Vellorete. «Aquí vive —respondió la niña— un caballero de ese nombre, pequeño de cuerpo». Y, por las señas, dije yo que era él, y le supliqué que le dijese que Diego de Solórzana, su mayordomo, aprovechando que pasaba a cobrar las rentas, había venido a besarle las manos. Con esto me fui, y volví a casa al cabo de un rato. Me recibieron con la mayor alegría
del mundo, diciendo que por qué les había ocultado que era señor de Valcerrado y Villorete. Me dieron el recado. Con esto, la muchacha perdió completamente el juicio, codiciosa de marido tan rico, y me propuso que fuese a hablar con ella a la una de la noche, por un corredor que daba a un tejado donde estaba la ventana de su aposento. Yo estaba deseoso de gozar la ocasión y, al llegar la noche, me manda el diablo pasar desde el corredor al tejado, se me van los pies y doy tal golpe en el tejado de un vecino escribano, que rompí todas las tejas y se me quedaron estampadas en las costillas. Al ruido, despertó media casa,
y pensando que eran ladrones (porque los escribanos siempre están pensando en ellos), subieron al tejado. Yo, que vi esto, me quise esconder detrás de una chimenea, y fue aumentar la sospecha, porque el escribano y dos criados y un hermano me molieron a palos y me ataron a la vista de mi dama, sin que sirvieran mis explicaciones. Mas ella se reía mucho, porque, como yo le había dicho que sabía hacer burlas y encantamientos, pensó que había caído por hacer gracia y practicar la nigromancia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya. Con esto, y con los palos y puñetazos que me dieron, daba aullidos; y lo bueno era que ella
pensaba que todo era una broma y no paraba de reír. De inmediato, el escribano comenzó a escribir los hechos y, porque me sonaron unas llaves en la faltriquera, dijo y escribió que eran ganzúas y, aunque vio que eran llaves, no hubo forma de que lo fuesen. Le dije que era don Ramiro de Guzmán, y se rió mucho. Yo, triste, que me había visto moler a palos delante de mi dama y me vi llevar preso sin razón y con el mal nombre de ladrón, no sabía qué hacer. Me hincaba de rodillas, y ni por esas se compadecía el escribano. Todo esto pasaba en el tejado. Dieron orden de bajarme abajo, y lo
hicieron por una ventana que daba a una sala que servía de cocina. No cerré los ojos en toda la noche, considerando mi desgracia, que no fue caer en el tejado sino en las manos del escribano. Mil veces me quise desatar, pero enseguida me sentía y se levantaba para mirarme los nudos. Madrugó al amanecer y se vistió cuando aún no se había levantado nadie en toda la casa. Agarró la correa y volvió a repasarme las costillas, reprendiéndome el mal vicio de hurtar, que él conocía bien. En esto estábamos, él dándome y yo casi decidido a darle a él dineros, cuando forzados por los ruegos de mi querida, que me había visto caer y
apalear, desengañada de que no era encanto sino desdicha, entraron el portugués y el catalán; y en cuanto vio el escribano que me hablaban, desenvainando la pluma, los quiso incluir, por cómplices, en el proceso. El portugués se enfadó y le contestó con malas palabras, diciendo que él era un caballero «fidalgo de casa du Rey» y que yo era un «home muito fidalgo» y que era bellaquería tenerme atado. Comenzó a desatarme y, al instante, el escribano clamó: «¡Resistencia!»; y dos criados suyos empezaron a pedir ayuda. Los dos, al fin, me desataron, y viendo el escribano que no había quien le ayudase, dijo:
—¡Voto a Dios que esto no se puede hacer conmigo y que, si Vs. Mds. no fueran quienes son, les podría costar caro! Manden contentar a estos testigos y adviertan que les sirvo sin interés. Yo comprendí inmediatamente lo que quería decir. Saqué ocho reales y se los di, y aun estuve por devolverle los palos que me había dado; pero, por no confesar que los había recibido, lo dejé y me fui con ellos, dándoles las gracias por mi libertad y rescate. Entré en casa con la cara magullada por los puñetazos y las espaldas algo tristes por los varapalos. El catalán se reía mucho y le decía a la niña que se casase conmigo, para darle la vuelta al
refrán, y que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo. Yo, que me sentí ofendido, y que además advertí que se estaban oliendo lo de mi riqueza, comencé a tramar cómo salir de la casa y sacar mi ropa; y, para no pagar comida, ni cama ni posada, porque la deuda montaba ya algunos reales, acordé con un tal licenciado Brandalagas, natural de Hornillos, y con otros dos amigos suyos, que viniesen una noche a prenderme. Llegó la noche señalada y le hicieron saber a la dueña que venían de parte del Santo Oficio y que debían guardar el secreto. Temblaron todas, por lo de mis juegos de nigromancia con ellas. Al
sacarme a mí callaron; pero, al ver que sacaban mi ropa, pidieron el embargo para cobrarse la deuda, y ellos respondieron que eran bienes de la Inquisición4. Con esto no chistó alma terrena.
1 Ceceaba: el hablar suave con un poco de
ceceo se consideró rasgo atractivo en las mujeres. 2 Pizpirigaña: juego infantil en el que uno de
los participantes pellizca las manos a los demás. 3 Nigromante: el que practica la magia negra o
diabólica. 4 Inquisición: El Tribunal del Santo Oficio de
la Inquisición fue una institución judicial encargada de procesar y ejecutar a las personas condenadas por herejes (principalmente, judíos conversos y protestantes.) Existió en España desde 1478 hasta 1843.
CAPÍTULO 16 De cómo buscó casamiento, y las desgracias que le sucedieron
Deseoso
de pescar mujer, decidí mudar de hábito y ponerme calzas lujosas y vestidos al uso, con cuellos grandes y lazos de adorno. Supe dónde se alquilaban caballos y me monté en
uno el primer día, y no hallé lacayo. Salí a la calle Mayor y me detuve delante de una tienda de jaeces 1, como si quisiera comprar alguno. Se acercaron dos caballeros, cada cual con su lacayo. Me preguntaron si estaba interesado en uno de plata que tenía en las manos. Yo empecé a darle a la lengua y, con mil cortesías, los entretuve un rato. Al fin, dijeron que se querían ir al Prado 2 a divertirse un poco, y yo les dije, que si no lo tomaban a mal, que los acompañaría. Dejé dicho al mercader que si aparecían por allí mis pajes con un lacayo, que los encaminase al Prado. Di señas de ellos y me puse entre los dos caballeros y cabalgamos. Yo iba
pensando que nadie que nos viera podía saber de quiénes eran los lacayos ni cuál de los tres era el que no llevaba ninguno. Llegamos al Prado y, al entrar, saqué el pie del estribo y puse el talón por de fuera y empecé a pasear. Llevaba la capa echada sobre el hombro y el sombrero en la mano. Todos me miraban; uno decía: «Este le he visto yo a pie»; otro: «¡Anda!, presumido va el buscón». Yo hacía como que no oía nada y paseaba. Los dos caballeros se acercaron a un coche de damas y me pidieron que galanteara un rato. Les dejé la parte de las mozas y me acerqué a la de la madre
y la tía. Las viejezuelas eran alegres, una tenía cincuenta años y la otra poco menos. Les dije mil lindezas y me oían atentamente, que no hay mujer, por vieja que sea, que no sea presumida. Les prometí regalos y les pregunté el estado de aquellas damas, y respondieron que eran doncellas. Me preguntaron luego que en qué me entretenía en la Corte. Yo les dije que en huir de un padre y una madre, que me querían casar contra mi voluntad con una mujer fea y necia y mal nacida, por su mucho dinero.
—Y yo, señoras, antes prefiero una mujer limpia en cueros, que una judía poderosa, que, por la bondad de Dios, mi mayorazgo vale cerca de cuatro mil ducados de renta. De inmediato saltó la tía: —¡Ay, señor, y cómo le quiero bien! No se case si no es a su gusto y con una mujer de casta, que le prometo que, aunque yo no soy muy rica, no he querido casar a mi sobrina, y eso que le han salido ricos casamientos, por no ser
estos de calidad. Ella es pobre, porque no tiene sino seis mil ducados de dote, pero, en lo tocante al linaje, nada tiene que envidiar a nadie. En esto, las doncellicas terminaron la conversación pidiéndoles de merendar a mis amigos. Se miraban el uno al otro, y ninguno decía nada. Yo, que vi la ocasión, dije que echaba de menos a mis pajes, porque los había mandado a casa por unas cajas que tenía. Ellas me lo agradecieron y yo les supliqué que fuesen a la Casa de Campo al día siguiente, que yo las invitaba a merendar. Aceptaron de inmediato; me dieron las señas de su casa y preguntaron por la mía. El coche se
alejó, y yo y los compañeros nos dirigimos a casa. Ellos, que me vieron tan generoso en lo de la merienda, me suplicaron que cenase con ellos aquella noche. Yo me hice de rogar, aunque poco, y cené con ellos, haciendo como que bajaba a buscar a mis criados y jurando echarlos de casa. Dieron las diez, y yo dije que era la hora en que tenía cierta cita amorosa y que, por tanto, me diesen licencia. Acordamos vernos por la tarde en la Casa de Campo, y salí de la casa. Fui a devolverle el caballo al alquilador, y desde allí, a mi casa. Hallé a los compañeros jugando a las cartas. Les conté el caso y decidimos enviar la
merienda sin falta, y gastar doscientos reales en ella. Yo confieso que no pude dormir en toda la noche con la preocupación de decidir lo que haría con la dote: si me compraría una casa o la cedería a otro a cambio de una renta. Amaneció, y nos despertamos tramando buscar criados que sirvieran la merienda. En fin, como el dinero lo puede todo y no hay quien le pierda el respeto, le pagué al repostero de un señor, y me dio vajilla de plata y tres criados. Pasamos la mañana en los preparativos, y a la tarde ya yo tenía alquilado mi caballito. A la hora señalada, tomé el camino hacia la Casa
de Campo. Llegué, y ya estaban allá las señoras y los caballeros. Ellas me recibieron con mucho amor, y ellos llamándome de vos, en señal de familiaridad. Les había dicho que me llamaba don Felipe Tristán, y se pasaron el día que si don Felipe acá y don Felipe allá. Yo comencé a decir que me había visto tan ocupado con negocios de Su Majestad y con las cuentas de mi mayorazgo, que había temido el no poder cumplir; y que, por ello, las prevenía para una merienda improvisada. En esto, llegó el repostero con la vajilla y los criados; los otros y ellas no hacían más que mirarme y callar. Le
mandé que fuese al cenador y que allí preparase la merienda, que entre tanto nos íbamos a pasear por los estanques. Se me acercaron las viejas con gran afecto, y me alegré mucho de ver a las niñas con las caras descubiertas, porque no he visto, desde que Dios me creó, cosa tan linda como aquella con quien yo tenía pensado contraer matrimonio: blanca, rubia, colorada, boca pequeña, dientes menudos y juntos, buena nariz, ojos rasgados y verdes, alta de cuerpo, lindas manazas y ceceosa. La otra no estaba mal, pero tenía más desenvoltura, y sospechaba yo que estaba más besuqueada. Fuimos a los estanques, lo vimos
todo y, en la conversación, me di cuenta de que mi prometida habría corrido peligro en tiempo de Herodes, por inocente. Era necia, pero como yo no quiero a las mujeres para consejeras, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro, procuro buscármelas bien dotadas para el arte de amar. Estaba todo cumplidísimo; mucho que merendar, caliente y fiambre, frutas y dulces. Levantaron los manteles y, estando en esto, veo venir a un caballero con dos criados por la huerta adelante y, cuando me voy a dar cuenta, resulta que es mi buen don Diego Coronel. Se
acercó a mí, y como yo estaba vestido de aquella manera, no hacía sino mirarme. Habló a las mujeres y las llamó primas; y, a todo esto, no hacía sino volverse y mirarme. Yo estaba hablando con el repostero, y los otros dos, que eran amigos suyos, estaban conversando animadamente con él. Les preguntó mi nombre, y ellos dijeron: «Don Felipe Tristán, un caballero muy honrado y muy rico». Yo veía que se santiguaba. Al fin, delante de ellas y de todos, se acercó a mí y me dijo: —V. Md. me perdone, que por Dios que le tenía, hasta que he sabido su nombre, por persona distinta de la que
es; que no he visto cosa tan parecida a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del mismo lugar. Todos se rieron mucho, y yo me esforcé para que el color de mi cara no me delatara, y le dije que tenía deseos de conocer a aquel hombre, porque todo el mundo me había dicho que me parecía muchísimo. —¡Jesús! —decía don Diego—, ¿cómo parecido? El talle, el habla, los meneos, hasta en esa señal de la frente, que en V. Md. debe de ser herida y en él fue un palo que le dieron cuando entró a robar unas gallinas. ¡No he visto cosa igual! Y luego añadió:
—No lo creerá V. Md.: su madre era hechicera y un poco puta; y su padre, ladrón; y su tío, verdugo; y él, el hombre más ruin y más bellaco del mundo. Yo decía con unos empujoncillos de risa: «¡Qué pícaro más hijoputa!» Y, por dentro, considere el piadoso lector lo que yo sentía. Nos despedimos y don Diego se metió con ellas en el coche. Les preguntó el motivo de la merienda y de estar conmigo, y la madre y la tía le dijeron que yo tenía un mayorazgo de muchos ducados de renta y que me quería casar con Anica, que se informase y vería si era cosa, no solo acertada, sino de mucha honra para todo
su linaje. En esto pasaron camino de su casa, que estaba en la calle del Arenal hacia San Felipe. Nosotros nos fuimos a casa juntos, como la otra noche. Me pidieron que jugase, codiciosos de pelarme. Yo me olí la trampa y me senté. Sacaron naipes: estaban marcados. Perdí una mano. En las siguientes, les gané como trescientos reales; y, con tanto, me despedí y me fui para casa. Topé con mis compañeros, el licenciado Brandalagas y Pero López, y les conté lo que me había sucedido con don Diego. Me consolaron, aconsejándome que disimulase y no desistiese de mi pretensión de ninguna
manera. En esto, supimos que se jugaba a las cartas en casa de un vecino boticario, y decidimos ir. Ellos trampeaban bien. Iban tres al mohíno 3, pero quedaron mohínos los tres, porque yo, que sabía más que ellos, les di tal gatada que, en el espacio de tres horas, me llevé más de mil trescientos reales. Repartimos la ganancia y nos acostamos. Por la mañana, me levanté a buscar un caballo y no hallé ninguno para alquilar, en lo cual conocí que había otros muchos como yo. Me fui a San Felipe y me topé con el lacayo de un letrado, que sujetaba un caballo y aguardaba que su amo acabara de oír
misa. Le puse cuatro reales en la mano para que, mientras su amo estaba en la iglesia, me dejase dar dos vueltas en el caballo por la calle del Arenal, que era la de mi señora. Consintió, subí en el caballo y di dos vueltas calle arriba y calle abajo sin ver nada; y, al dar la tercera, se asomó doña Ana. Cuando la vi, yo, que no sabía las mañas del caballo ni era buen jinete, quise presumir delante de ella: le di dos varazos y le tiré de la rienda; el caballo se empinó y, tirando dos coces, echó a correr y caí de cabeza en un charco.
Al verme así, y rodeado de niños que se habían acercado, y delante de mi señora, y de don Diego, que se había asomado al oír el ruido, empecé a insultar al caballo, que ya volvía sujeto por el lacayo. Me monté de nuevo, y el lacayo me daba prisa por si acaso salía
su amo y nos veía, porque tenía que ir a palacio. Y soy tan desgraciado que, estando diciéndome el lacayo que nos fuésemos, llega por detrás el letradillo y, conociendo su rocín, arremete contra el lacayo y empieza a darle puñetazos, diciendo en altas voces que qué bellaquería era dar su caballo a nadie. Y lo peor fue que, volviéndose hacia mí, me dijo, muy enfadado, que me apease. Todo esto pasaba a la vista de mi dama y de don Diego: nunca pasó tanta vergüenza ningún azotado. Finalmente, me hube de apear; montó el letrado y se fue. Y yo, por disimular, me quedé hablando desde la calle con don Diego y
dije: «En mi vida monté en una bestia peor. Ahí en San Felipe tengo mi caballo, que es muy bueno corriendo y trotando». Y les pedí licencia para ir a recogerlo y marcharme a casa. La muchacha quedó satisfecha, aunque triste por mi caída, pero don Diego empezó a sospechar, y esa fue la causa principal de mi desdicha, además de otras muchas que me sucedieron. Pues, al llegar a casa, fui a ver un arca, adonde tenía una maleta con todo el dinero que había quedado de mi herencia y lo que había ganado, menos cien reales que yo traía conmigo, y descubrí que el buen licenciado Brandalagas y Pero López me lo habían
robado, y los dos habían desaparecido. Quedé como muerto. No sabía si irme a buscarlos, o dar parte a la justicia. Esto no me parecía bien, porque si los prendían, confesarían, y acabaríamos en la horca. Y seguirlos, no sabía por dónde. Al final, por no perder también el casamiento, que ya yo me consideraba salvado con el dinero de la dote, decidí quedarme y resolverlo cuanto antes. Don Diego se puso a investigar quién era yo y de qué vivía, y me espiaba. Al fin, descubrió la verdad; porque un día se encontró con el licenciado Flechilla, que fue el que me convidó a comer cuando yo estaba con los caballeros, y este, enfadado porque lo había dejado
plantado, le dijo todo lo que sabía de mí. No esperó más don Diego y, volviéndose para su casa, se encontró con los dos caballeros de la profesión amigos míos, junto a la Puerta del Sol, y les contó lo que pasaba, y les dijo que, cuando me vieran, de noche, en la calle, que me magullasen los cascos. A las doce, que era a la hora que solía hablar con Anica, me acerqué a su puerta; y uno de los que me aguardaban siguiendo las órdenes de don Diego, me cierra el paso con un garrote, me da dos palos en las piernas y me tira al suelo; y llega el otro y me da un trasquilón de oreja a oreja y me quitan la capa, y me
dejan en el suelo, diciendo: «¡Así pagan los pícaros embusteros y mal nacidos!» Comencé a dar gritos y a pedir confesión. Gritaba: «¡A los ladrones!». A mis voces vino la justicia; me levantaron y, viendo mi cara con una zanja de un palmo y sin capa y sin saber lo que pasaba, me cogieron para llevarme a curar. Me metieron en casa de un barbero, que me curó, me preguntaron dónde vivía y me llevaron a casa. Me acostaron, y quedé aquella noche desconcertado, viendo mi cara rota en dos pedazos y tan lisiadas las piernas por culpa de los palos, que no me podía sostener en ellas ni las sentía; así, y
robado, ni podía perseguir a los amigos, ni tratar del casamiento, ni permanecer en la Corte, ni salir de casa.
1 Jaeces: adornos que se ponen a los caballos. 2 Prado: famoso paseo madrileño que se
extendía desde Cibeles hasta Atocha. Mohíno: estaban compinchados para ganarme, pero quedaron mohínos, es decir, tristes porque yo les gané. 3
CAPÍTULO 17 De su cura y otros sucesos peregrinos
Estuve
en la casa curándome ocho días, y apenas podía salir; me dieron doce puntos en la cara, y hube de ponerme muletas. No tenía dinero, porque los cien reales se consumieron en la cura, comida y posada; y así, para
no hacer más gasto, que no podía pagar, decidí salir de la casa con dos muletas, y vender mi vestido, cuellos y jubones, que era todo muy bueno. Y con lo que me dieron, me compré jubón y chaleco viejos, un gabán de pobre, remendado y largo, mis polainas y zapatos grandes. Me puse la capucha del gabán en la cabeza, un Cristo de bronce colgando del cuello, y un rosario. Me cosí en el jubón los sesenta reales que me sobraron, y con e so me metí a pobre, confiado en mi buena labia. Anduve ocho días por las calles, aullando de esta forma, con voz dolorida: «¡Dadle, buen cristiano, siervo del Señor, una limosna a este pobre lisiado, al que un
mal aire así lo dejó mientras trabajaba en una viña!». Y con esto, venían los ochavos trompicando, y ganaba mucho dinero.
Dormía en el portal de un cirujano, con un pobre de los que piden en las esquinas, uno de los mayores bellacos que Dios creó. Era muy rico, el que más ganaba de todos; y vine a tener tanta amistad con él, que me descubrió el secreto más ingenioso que pudo inventar un mendigo. En dos días estuvimos ricos, porque hurtábamos entre los dos, cada día, cuatro o cinco niños; lo anunciaba el pregonero, y salíamos nosotros a preguntar las señas, y decíamos: «Por cierto, señor, que me lo encontré a tal hora, y que si no acudo en su ayuda, que le mata un carro; en casa lo tengo». Nos daban la recompensa, y
llegamos a enriquecernos de tal manera, que me encontré con cincuenta escudos, y sano de las piernas, aunque las tuviera envueltas en trapajos. Decidí dejar la Corte y tomar mi camino para Toledo, donde nadie me conocía ni yo conocía a nadie. Topé en un mesón con una compañía de comediantes que iban a Toledo. Llevaban tres carros, y quiso Dios que, entre ellos, fuese uno que había sido compañero mío de estudio en Alcalá. Le dije que me importaba mucho ir allá y salir de la Corte; y apenas el hombre me reconocía con la cuchillada, y no hacía sino santiguarse de mi per signum crucis 1. Al final, me prometió, por mi
dinero, interceder ante los demás para que yo fuese con ellos. Íbamos juntos hombres y mujeres, y una de ellas, la bailarina, que también hacía en las comedias el papel de reina y otros importantes, me pareció extremadamente atractiva. Me preguntó que adónde iba y algo de mi vida. Hablamos y, al fin, tras muchas palabras, dejamos concertadas para Toledo las obras. Yo comencé a representar un pedazo de una comedia que recordaba de cuando era muchacho, y lo representé de tal suerte que se asombraron. El director me dijo que si quería entrar en la danza con ellos, elogiando mucho la vida de la
farándula, y yo, que tenía necesidad de arrimo y me había parecido bien la moza, concerté seguir con ellos por dos años. Y con estas cosas, llegamos a Toledo. Presentaba las obras y hacía papeles de barba 2, poniendo la voz adecuada. Representamos una comedia de un actor nuestro; que yo me asombré de que los actores fuesen poetas, porque pensaba que el serlo era natural de hombres muy sabios, y no de gente tan ignorante. El primer día que hicimos la comedia, no la entendió nadie; al segundo, la empezamos, y quiso Dios que empezaba por una guerra y yo salía armado y con escudo que, si no, los membrillos,
tronchos y melones acaban conmigo. Tratamos todos muy mal al compañero poeta, y yo el primero, diciéndole que mirase cómo habíamos escapado de esta y que escarmentase. Él me juró por Dios que no era suya la comedia, sino que, copiando de unos y otros, había hecho aquella capa de pobre, de remiendo, y que el daño estaba en que lo había zurcido mal. Y me confesó que todos actuaban de la misma manera por el interés de sacar trescientos o cuatrocientos reales. No me pareció mal invento, y yo confieso que me decidí a hacerlo también, porque sentía inclinación a la poesía, conocía a algunos poetas y había leído a
Garcilaso. Y con esto de componer y de representar, pasaba la vida, y hasta era conocido en Toledo con el nombre de Alonsete, porque yo había dicho que me llamaba Alonso. Al fin, animado por la fama, me bauticé como poeta en un romancico y luego hice un entremés y una comedia, y no pareció mal. No paraba de trabajar, porque acudían a mí los enamorados, solicitándome coplas de cejas, de ojos, sonetos de manos y romances de cabellos 3. Para cada cosa tenía su precio, aunque, como había otras tiendas, para que acudiesen a la mía, cobraba más barato. Y, además de esto, los ciegos me pagaban ocho reales por
cada oración que les escribía. Estaba viento en popa con estas cosas, tan rico y próspero, que casi aspiraba ya a tener mi propia compañía, cuando sucedió que a mi director (siempre terminan así), sabiendo que en Toledo le había ido bien, le embargaron no sé por qué deudas y le pusieron en la cárcel, con lo cual se deshizo la compañía y cada uno siguió su camino. Me despedí de todos y pensé en convertirme en galán de monjas. Tuve ocasión de ello porque una, a la que había hecho muchos villancicos, se enamoró de mí en un auto del Corpus al verme representar a San Juan Evangelista. La monja me daba un trato
exquisito y me había dicho que solo lamentaba que fuera un hombre de teatro, porque había fingido ser hijo de un gran caballero, y le daba pena. Al fin, me decidí a escribirle la siguiente carta: CARTA «Más por agradar a V.Md. que por hacer lo que me convenía, he dejado la compañía; que, para mí, cualquiera sin la suya, es soledad. Desde ahora, seré tanto más suyo cuanto más mío sea. Avíseme cuándo habrá locutorio y sabré asimismo cuándo tendré gusto», etc. Le llevó la carta una recadera. Nadie podrá creer lo contenta que se puso la buena monja al conocer mi nuevo
estado, y me respondió de esta manera: RESPUESTA «Sobre sus buenas noticias, antes espero recibir su enhorabuena, que dársela yo, y no me pesa decírselo sabiendo que mi voluntad y su provecho es todo uno. Podemos decir que ha recuperado el buen sentido. No queda ahora sino que su perseverancia sea tanta como la mía. Dudo que haya locutorio hoy, pero no deje de venir V. Md. a vísperas 4, que allí nos veremos, y luego por las ventanas, que quizás pueda yo hacerle alguna trampilla a la abadesa. Y adiós», etc. Me agradó mucho la carta, porque es
verdad que la monja era inteligente y hermosa. Y así comencé a ir a la iglesia. No sabe las vísperas que oí. De tanto estirarme para ver, estaba con dos varas 5 de gaznate más del que tenía cuando entré en amores. Me hice gran compañero del sacristán y del monaguillo, y era muy bien recibido por el vicario. Al fin, yo llamaba ya «señora» a la abadesa, «padre» al vicario y «hermano» al sacristán, cosas todas que, con el tiempo, llega a conseguir un galán desesperado. Empecé a enfadarme con las torneras 6 porque me despedían, y con las monjas porque me pedían. Veía
que me condenaba cada vez más y que me iba al infierno únicamente por el sentido del tacto. Y decidí dejar a la monja, aunque perdiese mi sustento, y tomar camino para Sevilla.
1 Per signum crucis: en el sentido literal de «por la señal de la cruz» (palabras que se dicen al persignarse), y en el metafórico de «cuchillada». 2 Barba: los que representan al rey, al padre o a otros personajes de importancia. 3 Cabellos: se refiere a la popular demanda de
poemas amorosos en alabanza de las partes del cuerpo de la mujer amada.
4 Vísperas: una de las horas canónicas, que se
reza al atardecer. 5 Vara: medida de longitud que oscilaba entre
los 768 y los 912 mm. 6 Torneras: las monjas que, en clausura, pasaban y recibían recados y objetos a través del torno (artilugio giratorio que se ajusta al hueco de una pared).
CAPÍTULO 18 De lo que le sucedió en Sevilla hasta embarcarse para las Indias
En el camino de Toledo a Sevilla hice fortuna, porque como yo ya conocía las artes de la fullería y llevaba dados trucados y cartas marcadas, siempre ganaba. Con el dinero de los camaradas,
gané el alquiler de las mulas; y la comida y mucho dinero, a los huéspedes de las posadas. Llegué a Sevilla y me fui a alojar al mesón del Moro 1, donde me encontré con un condiscípulo mío de Alcalá, que se llamaba Mata, y como ese nombre le parecía poco sonoro, ahora decía que se llamaba Matorral. Se ganaba la vida vendiendo cuchilladas, y, por las que mostraba en su cara, contrataba el tamaño y la hondura de las que había de dar. Me dijo que me tenía que ir a cenar con él y con sus otros camaradas, y que ellos me acompañarían de vuelta al mesón. Fui; llegamos a su casa, y dijo: —Ea, quítese la capa vuacé 2, y
vístase como un hombre, que esta noche va a conocer a todos los buenos hijos de Jevilla 3. Y para que no lo tengan por maricón, arrugue ese cuello y saque las espaldas; póngase la capa caída, que siempre nosotros andamos de capa caída; esa boca, torcida; gestos a un lado y a otro; y haga vucé de las j, h, y de las h, j. Diga conmigo: jerida, mojino, jumo, pahería, mohar, habalí, y harro de vino. Y bébase esta jarra de vino puro, que si no le huele el aliento, no parecerá un valiente. Estando en esto (y yo atolondrado con lo que había bebido), entraron cuatro rufianes, con cuatro zapatones, andando a lo columpio, con las capas
caídas y los sombreros empinados sobre la frente; un par de herrerías enteras como adorno de dagas y espadas; los ojos caídos; la vista fuerte, los bigotes afilados, como cuernos, y sus barbas, largas, como colas de caballos; traían la espada descansando en el talón derecho. Nos hicieron un gesto con la boca. Se sentaron. Y para preguntar quién era yo, no hablaron palabra, sino que uno miró a Matorrales y, abriendo la boca y empujando hacia mí el labio de abajo, me señaló. A lo cual, mi compañero les respondió empuñando la barba y mirando hacia abajo. Y con este gesto, se levantaron todos y me abrazaron, y yo a ellos, que fue lo mismo que si hubiera
probado cuatro vinos diferentes. Llegó la hora de cenar. Nos sentamos a la mesa y, por darme la bienvenida, empezaron a beber a mi honra, que yo, hasta ver lo que bebían, no sabía que tenía tanta. Al segundo brindis, ya no había quien conociera a nadie. Empezaron a hacer juramentos. Le recetaron al Asistente 4 mil puñaladas. Brindaron a la buena memoria de Tiznado, de Escamilla y de Alonso Álvarez, el Tuerto. Y a mi compañero, con tantos brindis, se le desconcertó el reloj de la cabeza y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando a la luz: —Por este pan, que es la cara de
Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar escarmiento al corchete que detuvo al pobre Tuerto. Ellos lo celebraron con gran alarido y, desnudando las dagas, lo juraron, diciendo: —Así como bebemos este vino, hemos de beberle la sangre a todos esos soplones. Con esto, salimos a la caza de corchetes. Yo, como iba entregado al vino y mis sentidos estaban en su poder, no era consciente del riesgo en que me ponía. Llegamos a la calle de la Mar, donde limpiamos dos cuerpos de
corchetes de sus malditas almas. El alguacil salió huyendo por la calle arriba dando voces. No lo pudimos seguir, porque habíamos bebido en demasía. Y, finalmente, nos refugiamos en la Catedral, donde nos protegimos del rigor de la justicia y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervía en los cascos. Recuperado ya el sentido, me asombraba yo de ver que la justicia hubiese perdido dos corchetes y que el alguacil hubiese huido de racimo de uvas, que eso éramos nosotros entonces.
En la iglesia lo pasábamos muy bien, porque se acercaron unas ninfas para darnos compañía. Allí conocí a la Grajales, a la que juré amar hasta la muerte. La justicia no se descuidaba de buscarnos. Vigilaba la puerta, pero, así y todo, a partir de media noche, salíamos a la calle disfrazados. Yo, que vi que duraba mucho este asunto y que la fortuna seguía acompañándome, decidí, consultándolo primero con la Grajales, pasarme a las Indias con ella, a ver si, cambiando de mundo y de tierra, mejoraba mi suerte. Pero me fue peor, como V. Md. verá en la segunda parte 5,
pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.
1 Mesón del Moro: estaba situado en el barrio
de Santa Cruz, a la entrada de la judería. 2 Vuacé: vuacé y vucé son formas vulgares de
‘vuestra merced’, usadas por pícaros y rufianes. 3 Jevilla: Sevilla. Quevedo caracteriza el habla de la picaresca sevillana con la aspiración de las consonantes s, h, j. 4 Asistente: principal representante de la
justicia en la ciudad. 5 Segunda parte: Quevedo no publicó ninguna
segunda parte del Buscón.
La España de Quevedo Durante el reinado de Carlos V (15171556), España llegó a ser la primera potencia mundial: conquistaba nuevos territorios, dominaba gran parte de Europa, los galeones traían oro de América, marcaba las tendencias de la moda y florecían el arte y la literatura. Pocos años más tarde, en tiempos de Quevedo (1580-1645), asistimos a la decadencia económica y moral de una España que, gobernada sucesivamente
por Felipe II, Felipe III y Felipe IV, se encamina hacia la ruina total, provocada por múltiples hechos: la derrota de la Armada Invencible a manos de los ingleses (1588); la separación de los Países Bajos (1597); las sucesivas bancarrotas económicas causadas por las malas cosechas, por el abandono de la agricultura y por la disminución de oro y plata procedentes de América; el descenso demográfico, vertiginoso entre 1600 y 1652, provocado por las epidemias de peste, por la altísima mortalidad infantil, por las guerras en el exterior y por la marcha de los jóvenes a América (el propio Pablos lo hace al final de la novela). A todo esto se une la
dejadez de los reyes que delegaban el poder en mano de validos que se movían por intereses personales (duque de Lerma, duque de Uceda, el conde-duque de Olivares). Así pues, en los años siguientes a la muerte del autor, España había perdido su posición de primera potencia de Europa. En cuanto a las clases sociales, Quevedo asiste al encumbramiento de la nobleza y a la pérdida de poder de las clases productivas, especialmente de la burguesía. La riqueza del país estaba concentrada en muy pocas manos y el resto tenía que sobrevivir como buenamente podía, alistándose en el ejército, ingresando en la Iglesia,
sirviendo en la Justicia o tratando de subir de categoría mediante el matrimonio o algún golpe de fortuna. La actitud de Quevedo al respecto es conservadora, y uno de los temas centrales de su novela es la ridiculización constante de los aires de grandeza del protagonista y de sus intentos de ascensión social. El fanatismo religioso y el desprecio al trabajo trajeron incultura y miseria. Los españoles estaban obsesionados con la defensa del honor y la pureza de sangre, lo que les llevó al enfrentamiento entre cristianos viejos y cristianos nuevos (procedentes de judíos y moros conversos) y al temor a la
Inquisición. Esta situación de inseguridad, que obligó a mucha gente incluso a cambiar de nombre y a falsificar ascendencias, fue fomentada por el gobierno, que acabó expulsando a los moriscos en 1609. También El Buscón refleja esta situación de forma muy expresiva, mostrando la fobia de Quevedo hacia judíos y moriscos. Por otra parte, en un país principalmente agrícola, los campos estaban abandonados. La vida se encareció notablemente y hubo que importar productos del norte de Europa. La fijación por el alimento e incluso por el vestido, tema fundamental de la novela picaresca, no fue una
exageración literaria sino una de las mayores preocupaciones del pueblo. En definitiva, Quevedo vivió en un país marcado por los desequilibrios y contrastes: tensiones económicas y sociales, cristianos viejos y cristianos nuevos, religiosidad y falsa devoción, obsesión pública por la honra y la inmoralidad privada más absoluta, la mayor opulencia y la miseria más extrema. Este ambiente era el más adecuado para que apareciesen pícaros y buscones como Pablos. Quevedo, genio y figura Quevedo fue un personaje complejo,
como el país en el que le tocó vivir. Tanto su vida, llena de anécdotas reales o inventadas, como su obra, que se debate entre lo satírico y lo moral, constituyen una contradicción que han envuelto a la figura del escritor con un halo casi legendario. Se cuenta de Quevedo que un día apostó con algunos amigos que él tenía el valor suficiente como para llamarle «coja» a la reina. Ante la incredulidad de estos, se presentó ante la reina con unas flores y le dijo: Entre esta rosa blanca y esta roja, Su Majestad escoja. Nació el 17 de septiembre de 1580, en Madrid. Sus padres, funcionarios de palacio de mediana posición social y
económica, murieron pronto, al igual que su hermano mayor, lo que provocó que se sintiera bastante desprotegido. Esta sensación de hombre solitario se vio agravada por una serie de defectos físicos —era miope, cojo y algo cargado de espaldas— que lo convirtieron en una persona de carácter tímido, violento y amargado. Estudió Humanidades en Alcalá de Henares y Teología en Valladolid, por entonces capital del reino (1601-1606), adonde se había trasladado por consejo del duque de Lerma. En esta ciudad adquirió una sólida formación, escribió sus primeros poemas y empezó su enconada rivalidad con Góngora, que
duró hasta la muerte del poeta cordobés en 1627. En 1606 se trasladó de nuevo la Corte a Madrid y allí se instaló Quevedo, manteniéndose fundamentalmente de unas rentas heredadas de la Torre de Juan Abad (villa manchega de la que se empeñó en tener el título de «Señor» para satisfacer su orgullo de clase, pero que no consiguió hasta 1630, tras unos pleitos interminables). En esta época, de gran actividad literaria, compuso numerosos poemas, cuatro Sueños y diversas sátiras breves. De 1613 a 1619 se dedicó a la vida política y marchó a Italia como
consejero y secretario del duque de Osuna. Recibió el hábito de Caballero de la Orden de Santiago, en un intento más de obtener nobleza, y, a su regreso de Italia, y tras perder el duque el favor del Rey, sufrió varios destierros a la Torre de Juan Abad. Allí escribió algunas de sus mejores poesías y redactó su Política de Dios, obra de carácter político, moral y religioso, que dedicó al conde-duque de Olivares, por cuya protección y la del joven rey Felipe IV volvió de nuevo a la Corte en 1623. Por estas fechas, llevaba una vida bastante desordenada (don Francisco de Quebebo le llama Góngora en un poema
satírico) y se hizo público el amancebamiento del escritor con la Ledesma, lo que nos recuerda la situación de Pablos al final del Buscón. A pesar de su conducta, fue nombrado secretario del monarca en 1632, lo que supuso alcanzar la cumbre en su carrera cortesana. En 1634 contrajo matrimonio de conveniencia con doña Esperanza de Mendoza, señora de Cetina, de la que se separó dos años más tarde. Estos acontecimientos parecen demostrar la misoginia profunda y radical que profesaba el autor y que prueban los personajes femeninos de sus obras: mujeres grotescas, embusteras y alcahuetas. Paradójicamente, junto a este
menosprecio, Quevedo escribió también los sonetos amorosos más pasionales del barroco, en los que muestra a la mujer como el ideal de perfección. A los años treinta corresponden el tratado moral titulado La cuna y la sepultura y su libro satírico La hora de todos, así como su edición de las poesías de fray Luis de León. En 1639 tuvo lugar el episodio más oscuro de su vida: el 7 de diciembre fue detenido en Madrid, en casa de su amigo el duque de Medinaceli, y encarcelado en un calabozo subterráneo del convento de San Marcos de León como sospechoso de ciertas actividades políticas internacionales. En esa prisión
permaneció cuatro años, hasta 1643 en que el conde-duque de Olivares perdió el favor del rey. De la prisión salió muy enfermo a causa del frío y de la humedad. A mediados de 1644 se trasladó a la Torre de Juan Abad, y de allí pasó, enfermo, al pueblo vecino de Villanueva de los Infantes, donde murió el 8 de septiembre de 1645. Hombre de vida turbulenta y atormentada, la figura de Quevedo representa al hombre barroco por excelencia. El sentimiento pesimista y desengañado que brota de sus obras es una muestra de su visión del mundo. Su alma sensible, su cultura y su
inteligencia hicieron de él un escritor crítico y satírico, que, además, expresó como nadie la angustia existencial del hombre barroco asediado por el paso del tiempo y por la eterna presencia de la muerte.
El Buscón
y la novela picaresca
El Buscón es un relato de la vida del pícaro Pablos desde su infancia hasta su fuga a América, formado por una serie de aventuras en las que el protagonista fracasa constantemente en su objetivo de llegar a pertenecer a la nobleza. Literariamente, se sitúa en la línea de la novela picaresca, continuando las pautas
del Lazarillo de Tormes (anónimo) y del Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán. No obstante, El Buscón, dentro del género picaresco, presenta algunas particularidades: a) Forma autobiográfica Quevedo, siguiendo el modelo del Lazarillo, escribe una narración autobiográfica epistolar destinada a un remitente al que llama «señora» y «vuestra merced»; sin embargo, no hay caso final que justifique dicha narración y, por lo tanto, queda abierta. Además, en los últimos capítulos olvida a veces a «vuestra merced» y se dirige directamente a los lectores. En cuanto a lo autobiográfico, Pablos
es un mero espectador de los acontecimientos, manejado por el autor para criticar situaciones y personajes, e incluso él mismo es motivo de burla por parte de Quevedo. Se produce, así, una deshumanización caricaturesca del narrador-protagonista. b) Espacio y tiempo Tampoco se sabe desde qué situación, en el presente, está contando Pablos su vida. El final abierto deja en suspense este tema, ya que la prometida segunda parte de la obra no llegó a escribirse nunca. Sí se aprecia en la obra el momento histórico en el que transcurren los hechos (últimos años del siglo XVI y primeros del XVII) y los
lugares en los que acontece la vida del personaje: Segovia, Alcalá, Madrid, Toledo y Sevilla. El espacio es bastante más amplio que el del Lazarillo, aunque sorprende que no haya descripciones paisajísticas. c) Estructura El Buscón rompe el molde estructural de la novela picaresca por esa ausencia de caso final y porque la estructura en episodios no guarda la relación causa-efecto que se presenta, por ejemplo, en el Lazarillo. Los episodios podrían alterar su orden sin que la novela mostrase incoherencias. d) Protagonista
Pablos es un pícaro desde pequeño, desde la cuna, no va creándose a lo largo de la narración y siempre anda movido por el engaño y el robo, por su obstinación en vivir sin trabajar y no por el hambre, como ocurre en el Lazarillo. Además, Pablos solo tendrá un amo, don Diego Coronel, y nunca le sirve de verdad, sino que se limita a acompañarlo. Características del Buscón La Historia de la vida del Buscón, llamado don Pablos; exemplo de vagamundos y espejo de tacaños, única novela de Quevedo, se publicó en 1626,
en una imprenta de Zaragoza, aunque ya antes había circulado en forma de manuscrito. Su éxito fue impresionante: en vida del autor volvió a imprimirse nueve veces más. Tres son las versiones manuscritas que se conservan: — El manuscrito S, depositado en la Biblioteca Menéndez Pelayo de Santander. — El manuscrito B, denominado así porque perteneció a Juan José Bueno, bibliotecario de la Universidad de Sevilla. Se conserva en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid. — El manuscrito C, procedente de la catedral de Córdoba. Permanece en la
Real Academia Española. En la actualidad, no hay acuerdo sobre la fecha en que Quevedo escribió la obra. Unos estudiosos la consideran obra de juventud (escrita sobre 16031605), mientras que para otra parte de la crítica es fruto de madurez, redactada en torno a 1620, después de volver de Italia. Tampoco hay consenso sobre el sentido final del libro: si se trata de una obra cargada de contenidos morales contra la hipocresía que domina la sociedad, o es una simple demostración de ingenio verbal, una obra de arte en sí misma. Lo cierto es que en El Buscón
encontramos una fuerte crítica social, tema frecuente de la literatura barroca. El aristócrata Quevedo arremete contra la ascensión social de los judíos conversos, contra los falsos hidalgos y, en general, contra el mundo de las apariencias. Tampoco escapan de su sátira temas como la prostitución, la corrupción de la justicia, el temor a la Inquisición, etc. Todo este contenido temático aparece individualizado en sus personajes, tipos habituales también en la época: maestros, hechiceras, pícaros, mulatos, verduleras, corchetes, estudiantes, verdugos, poetas, y toda una galería de personajes caricaturizados para ofrecer
una visión deformada de la realidad. Estos personajes reflejan un mundo de locos, inmorales y corrompidos, tratados por su autor como simples marionetas, sin atisbo de rasgos psicológicos que puedan individualizarlos como personas. El distanciamiento entre el autor y sus personajes es tal, que sorprende el grado de crueldad con el que los retrata, sin encontrar muestra alguna de ternura, de amistad o de compasión. Pablos no siente afecto por nadie, ni por sus padres, ni por su tío verdugo, ni siquiera por la cofradía de buscones de los que se desentiende en la cárcel. Pero El Buscón es, además, «una
prodigiosa voluntad de estilo» (según Zamora Vicente), un alarde constante de efectos estilísticos y de riqueza verbal encaminados a acentuar los rasgos ridículos de personajes y situaciones. Los recursos expresivos más frecuentes están en función de ese propósito burlesco y deformante que, además, están en la base del conceptismo que cultivó el autor: equívocos, dilogías, metáforas, hipérboles, retruécanos. Los continuos juegos de ingenio llevan de la ironía al sarcasmo y de la burla al humor negro más actual. En este sentido, Quevedo será siempre un clásico contemporáneo.
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