El Bramido Del Puma

August 19, 2017 | Author: Ariel Bustos | Category: Indigenous Peoples, Nation, Chile, People, Science
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EL BRAMIDO DEL PUMA Una Historia del Pueblo Rankel

Héctor Pablo Ossola

El Gobierno de la Provincia de San Luis cumple y seguirá cumpliendo con los preceptos constitucionales y las normativas vigentes respecto a asegurar el desarrollo humano y social de sus habitantes.

EL BRAMIDO DEL PUMA

El derecho a la cultura, a la información, a la publicación y a la difusión de las ideas es un derecho humano principal, con el que este proyecto político ha desarrollado fuertes lazos y claras acciones en su defensa. Invertir en cultura es fortalecer los cimientos republicanos y consolidar la convivencia democrática armónica, en un marco de pluralismo, tolerancia y respeto por el otro. Invertir en cultura es también propender a difundir la obra y engrandecer el patrimonio cultural provincial, potenciando así la libertad de pensamiento y el universo de las ideas, la literatura y la palabra escrita en general.

Una Historia del Pueblo Rankel

Por la defensa y ratificación de este derecho el Programa San Luis Libro suscribe y se sustenta en la Ley Provincial Nº I-0002-2004 (5548) que dice en su art. 1º: El Estado Provincial garantiza el derecho fundamental a la libertad de pensamiento, religiosa y de culto reconocido en la Constitución de la Provincia de San Luis.

Acercar el libro al pueblo

Héctor Pablo Ossola

Ossola, Héctor Pablo El bramido del puma : una historia del pueblo Rankel. - 1a ed. - San Luis: SLL - San Luis Libro, 2009. 474 p. : il. ; 18x25 cm. ISBN: 978-987-25013-1-0

1. Historia Argenitna. 2. Historia del Pueblo Rankel. I. Título CDD 982

Fecha de catalogación: 08/04/2009

Dedicado a mi esposa, A mis hijos, A mis nietos, A mi hermano y su familia. Mi agradecimiento:

Para la presente Edición: Programa San Luis Libro Gobierno de la Provincia de San Luis República Argentina Diseño y diagramación: Editorial «El Tabaquillo» [email protected] Avenida Mitre 1696 Villa Mercedes - San Luis - Argentina Arte de tapa: La vuelta del Malón - 1892 Angel Della Valle - Óleo sobre tela Museo Nacional de Bellas Artes - Buenos Aires

ISBN: 978-987-25013-1-0

Impreso en la Argentina Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723 Prohibida la reproducción total o parcial, incluyendo fotocopias sin la autorización expresa del Autor.

A German Carlos Canuhé Maestro, guía, orientador y Sobre todo: lonko rankulche.

CON LA URGENCIA DE LA ACLARACIÓN DEBIDA... Revela un estado de ánimo. Es el carácter bravío del que se sabe fuerte y puede imponerse. Cuando se escucha en el monte, todos los seres vivos hacen silencio. Y en el temor está el respeto. Brama el puma y corren los venados, las liebres y las llamas a guarecerse. ¡Ah, la bella majestuosidad del poderío! Es la proclama viviente del orden que procura el gobierno del imperio! Brama el puma y es señal inequívoca que se impone la vertical obediencia entre los seres del witrú. La semejanza es enorme. El bramido del puma simboliza la silenciosa –pero también armoniosa- reorganización del pueblo Mamülche. Un proceso lento, pero harto seguro y saludable. La raza que se creía aniquilada en la Masacre del Desierto, borrada para siempre del centro de la República Argentina, renace como la flor del cactus, en la inacabable serenidad de la noche y puede mostrar a la salida del sol, el estallido fulgurante de su belleza y la sublime generosidad de su perfume. Surge la raza con la grandiosidad genética que arrastra consigo un pasado glorioso, con inteligencia y probado valor, con la emergencia estructural de la antigua nación natural del corazón de la Patria. El bramido del puma es el alerta, es el descubrimiento de la presencia ante el otro, sin miedo y sin alarde que empañe el acto creativo. Camina el puma y los pasos se dan con elegancia, elasticidad, agilidad y respeto por la naturaleza… En los comienzos del siglo XXI, será junto con el hombre en la superficie marciana, el hecho más contundente y prometedor para el mañana. El regreso de una raza que está intacta. El mundo contempla azorado, pero con respeto, el resurgir de la etnia que se decía disuelta y borrada para siempre por la fiebre de la locura. Mas, el viento que sopla entre los montes avivó las brasas y el kütral se volvió vigoroso con las llamas. Se iluminó el entorno y la Nación Rankulche se asoma otra vez al mundo, en una brillante conquista de la existencia sobre la nada. Termino de escribir los últimos renglones, con el viento sur sobre la cara. A dieciséis kilómetros de la margen derecha del Potopalán, territorio rankulche desde los tiempos ignotos, siendo uno, con la mapu, profundamente respetada. Héctor Pablo Ossola Julio de 2006

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Prólogo. Hace poco tiempo, concretamente los días que van del 19 al 21 de abril del año 2006, participamos con el Profesor Ossola en un “Encuentro de Investigadores y Pueblos Originarios”, organizado por la Federación India en el Centro de Argentina, FICAR, y el departamento de Historia de la Universidad de La Pampa. En este evento pudimos apreciar cambios sustanciales en la relación Pueblo Indígena / Académicos, especialmente del área arqueólogos y antropólogos. Quedó establecido que el indio para estos profesionales dejó de ser objeto para transformarse en sujeto. La interrelación en todo momento le dio al Encuentro una riqueza que no se había percibido en otros intentos en otras latitudes, a punto tal que pareciera que se hubiera establecido a partir de allí un antes y un después. En cuanto a los historiadores, si bien muchos están incursionando en esta nueva forma o manera de percibir y escribir la historia, lo complejo del tema hace que todavía muchos se queden en el umbral, al menos en los temas que tienen por protagonistas a los pueblos indígenas y su entorno. Ocurre que la ciencia para serlo tiene que ser exacta, la historia depende de la interpretación, la forma, incluso los intereses de quienes la escriben. Tenemos a Mitre que en su historia minimizó a Rosas y desconoció el pensamiento de Moreno. Otro historiador contemporáneo a Mitre en cambio, contó la verdad sobre Rosas y fué defenestrado no solo por Mitre sino por la sociedad que le dió la espalda porque no quería conocer esa parte de la historia. Antes que ellos, en 1935, De Angelis, traído por Rosas, escribe la historia de una manera por lo menos original, publica los textos tal cual llegan a su poder y los comentarios personales los pone antes o después, no altera ni el espíritu ni la letra, dejando la interpretación al libre albedrío del lector. El Profesor Ossola ha asumido la ciclópea tarea de escribir nada más ni nada menos que la Historia Mamülche o Rankülche, una empresa a la que nadie hasta ahora se ha atrevido a emprender. Sí, ha habido valiosos intentos parciales. Podemos percibir en su escrito un estilo comprometido no solo con la historia, sino con el Pueblo Mamüll o Rankül. Hay algo de De Angelis, en la transcripción de documentos, pero lejos de Mitre, que intentó ajustar la historia a sus intereses y la de sus contemporáneos. Ignoro la repercusión que habrá de tener este libro en la opinión pública, opino que debería ser leído por los argentinos de toda edad y condición para que conozcan la verdad de lo que ocurrió ayer nomás y allí nomás. Trescientos cincuenta años de relación casi íntima, tanto en guerra como en paz, con quienes de 11

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una manera u otra siempre quisieron dominarnos, talvez se necesiten varios tomos para contarla. No se trata de epopeyas, fantasías, mitos, o leyendas, es algo real, palpable, los descendientes de quienes fueron despojados de cuanto poseían, sin su consentimiento libre e informado, estamos vivos y defendiendo la posición de nuestros ancestros, sufriendo la presión de muchos intereses que intentan que no nos enteremos de lo que verdaderamente ocurrió en nuestro territorio, como si hubiera temor de que finalmente se sepa la verdad. Nuestra Nación sufre esta tergiversación de la historia, de diferentes maneras y desde varios ángulos. Se llegó a decir “para qué queremos la tierra si no somos capaces de trabajarla”, se aseguraba “que éramos tan pocos que realmente lo que conquistaron era un desierto”, se descontaba “que todo lo que se haga en nombre de una supuesta civilización superior es válido, incluso el genocidio y el etnocidio”, y que “aquí solo había indios extranjeros”, y un montón de barbaridades por el estilo que poco a poco los académicos van eliminando de su léxico por inconsistentes. Dentro de esa corriente, aún quedan historiadores y también algunos ilustrados que se resisten a la verdad histórica, talvez porque han llegado demasiado lejos en sus afirmaciones y ahora les cuesta desdecirse, no creemos que sea por ignorancia, talvez respondan a intereses no muy claros, como en el caso del vocablo “mapuche”, que insisten en aplicárnoslo, así como el de la supuesta araucanización o transculturación de los habitantes que desde tiempos inmemoriales habitan el centro de la actual Argentina. En esta historia de Ossola, podemos apreciar que en las fuentes citadas como el “Diario de Viaje de De La Cruz,” desde Concepción, Chile, a Buenos Aires, dicho vocablo no solo no aparece en ninguna de sus mas de trescientas carillas sino que nos deja una constitución del mapa politico del momento en que cruzó nuestro territorio, 1806, diciendo de la Nación Pehuenche desde Mendoza al Pacífico, la Nación Mamülche o Rankülche en el Centro, y al sur del Río Negro, los Huiliches de Guerahueque al Norte y los de Cagnicolo al sur. Ratificando a De La Cruz, Molina, que un año antes cruzó de ida y volvió con De La cruz, nos deja otro testimonio invalorable cuando dice:”Me llamó la atención la ausencia de indios chilenos. Solamente a dos vi y en comercio”. En el mismo tenor escriben Baigorria, Mansilla, Burela, Donatti, Zeballos, y toda la documentación anterior de curas, franciscanos, salesianos, así como partes militares. Y el diario que nos dejara Chiclana, que en Octubre de 1819, a tres meses de la Declaración de la Independencia, cabalgó 1000 km., hasta el actual TELËN, en el corazón Mamülche, enviado por el Director Supremo de Sudamérica, Rondeau, para firmar un Tratado de Paz con la única nación indígena que podía hacer

fracasar la revolución, pidiéndole incluso no plegarse a los indígenas chilenos que permanecían realistas, señal inequívoca que no existía ninguna influencia. Los hermanos del sur -que hoy se denominan Mapuches-, dicen que dicho vocablo lo heredaron de sus abuelos, y que negarlo es cosa del blanco. Ocurre que nosotros también heredamos de nuestros abuelos que al menos no era de aplicación en nuestro territorio y para reafirmarlo apelamos a la abundante escritura como la ya mencionada así como al estudio del Conicef, en nuestro Pueblo, en 1965, donde en ninguna entrevista con nuestra gente ni siquiera es mencionado, y a los mismos actores, Calfucurá, Namuncurá, Coliqueo, que se salvó de la matanza perpetrada por Calfucurá en Masallé y se refugió en nuestro territorio, ellos, en sus dichos, se reconocieron “nguluches”, gente del oeste, y cada uno del territorio de su pertenencia. Tambien la abundante correspondencia entre nuestros jefes y la frontera sur, que obra en el archivo histórico de Río Cuarto, donde se informa de la visita, de paso, de estos jefes de la cordillera, no de su permanencia en nuestro territorio. Sería importante que luego de la aparición de este libro, Isabel Hernandez nos explique qué la motivó a decir que: mapuches estuvieron en el Cabildo cuando las invasiones inglesas. O el mismo Bayer, cuya posición frente al genocidio es digna de elogio, que reinvindicó en el cierre de la Feria del Libro en Buenos Aires 2006 y en su último libro, Historia de la crueldad argentina - Tomo 1: Julio Argentino Roca, junto a otros autores, el “genocidio mapuche”, algo imposible, ya que los hermanos del sur recién aceptaron dicha denominación en un Congreso llevado a cabo en San Martin de Los Andes en 1961. Y que sepamos, no hubo genocidio contra los indígenas después de esa fecha. En esta Historia escrita por el profesor Ossola encontraremos muchos elementos para que logremos posicionarnos todos como lectores comprometidos con la verdad, y exigirla luego a quienes, mas allá de su posición personal o intereses, asumen la obligación de contarnos las cosas como fueron, aún en contra de sus convicciones. Para finalizar, voy a ilustrar con un ejemplo. En Buenos Aires ha sentado sus reales un historiador que evidentemente mete el cuchillo hasta el hueso. Su apellido es Lapolla, dicta seminarios abiertos sobre la Verdadera Historia Argentina. En una de sus invitaciones, al igual que Bayer, cita el “genocidio Mapuche”. Le escribo explicándole quien soy, y le pido autorización para dos cosas: que me permita reenviar sus escritos y cambiar dicha frase por genocidio Mamülche o Rankülche, fundamentando dicha posición. Me contesta autorizándome y dándome la razón. Pasa el tiempo y reincide en la expresión, le vuelvo a escribir, y me contesta que tengo razón, que ocurre que escribe a mil por hora, que hay frases que uno ya tiene incorporadas y las escribe mecánicamente.

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Este es el peligro del historiador, que se le grabe un concepto equivocado y luego lo transmita sin razonar, engañando al lector o al auditorio desprevenido. Algo que no ocurre en esta Historia, porque Ossola ha masticado cada uno de los conceptos, los ha razonado, y hasta consultado, algo no muy común en los historiadores. Este solo hecho es suficiente para que entremos en su libro y no salgamos de él hasta el final, que, curiosamente, puede ser el comienzo de una nueva historia. Germán C. Canhué - Rankül –

ANIMÁNDOME A ESCRIBIR SOBRE UN ASPECTO INÉDITO EN LAS RELACIONES CON LOS RANKELES... Con seguridad no le pasará desapercibido al lector, acostumbrado a la bellísima provincia de La Pampa en materia de indigenismo, la participación activa de una localidad sanluiseña, en distintos capítulos del libro. Es que Villa Mercedes, al constituirse en la sede de la Comandancia para el jefe de la Frontera Sur, descalificó a otras comunidades y convocó a los regimientos más numerosos del interior argentino, con el fin de instalarlos en su naciente ejido urbano. Difícilmente se pueda encontrar otra población donde sus plazas recibían el nombre de las fuerzas acantonadas en el lugar. Los jefes militares formaron parte de una sociedad que fue el marco de relaciones, muy especiales, entre los indios rankulches que levantaban sus toldos al sur, y la nueva población que surgía a la vera del Potopalán. Será un movimiento de ida y vuelta, en el marco de aquellos tiempos de serenidad y sosiego para las armas, tanto de parte de los blancos como de los señores del Desierto. En una esas pausas, que se prolongaban favoreciendo la interrelación, se encontraban los hombres y las mujeres de la raza indómita, citándose en los salones de las tiendas y almacenes que proliferaban en la Villa. En esos cortos o largos intervalos de tranquila convivencia, llegaban los rankulches hasta la población donde funcionaba la Comandancia y cerraban tratos comerciales con los cristianos, ensanchando los términos de intercambio, que ya no eran solamente cueros, plumas y barricas de charque, sino numerosos renglones que tornaban más completa, integrada y llevadera la vida social instalada en aquellas soledades. ¿Cómo eran las relaciones entre los indígenas y los winkas de Villa Mercedes? ¿Cómo solucionaban sus problemas, cómo avanzaban en el trato y cerraban sus convenios, cuando estaban ausentes las invasiones y los malones de ambos lados? ¿Es verdad que los rankeles, desprevenidos, sufrieron un ataque traicionero cuando vinieron a pedir lo que les correspondía por el Tratado de Paz? ¿Cómo era el ánimo de los que se acercaban a la “civilización” y experimentaban la falta de cumplimiento de lo pactado? Desentrañar estas situaciones, tan naturales como extrañas, es un intento de este trabajo que se resume en pinceladas que pretenden retratar un tiempo, un racimo de años, una parte de la historia transcurrida entre las comunidades libres de Tierra Adentro y la naciente población del Fuerte Constitucional. Este libro no concluye. Queda abierto para una revisión permanente de cuanto se ha escrito y expuesto. El lector es quien mejor puede juzgar este enfoque de las páginas teñidas de sangre, apasionadas por el entrevero de boleadoras y chuzas, cuchillo y lanza, mientras crecía la Patria y el alma rankulche trascendía las pampas... Héctor Pablo Ossola

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EL BRAMIDO DEL PUMA Finales del Plioceno – Terciario Superior

Hace 12 mil años. Pampas del centro oeste argentino. Cuando se levantó la niebla matutina, el rebaño de ciervos y guanacos ya había aprovechado varias horas del día comiendo los tiernos pastos de la pradera. Por momentos los cérvidos levantaban la cabeza, paraban las simpáticas orejas y escuchaban alertados y curiosos los ruidos del bosque de caldén: observaban los montes cercanos a la laguna y tensaban los nervios como para salir huyendo al primer indicio de un movimiento extraño. Oculto por los altos árboles y tupidos matorrales, unos ojos de intenso color rojo seguían los movimientos del grupo. El gliptodonte, una especie que dejó de ser herbívora y se alzaba a casi tres metros del suelo, estrenaba desde hacía un tiempo, su categoría de carnívoro de gran tamaño. Ese inmenso cuerpo de varias toneladas de peso, mostraba una cabeza con una boca de dientes afilados, listos para desgarrar y triturar a la presa. Arrastraba una cola que le servía para defenderse en caso de ataques sorpresivos, y en su visita al páramo lagunero, se adelantó por entre los arbustos y emitió un chillido repulsivo y amenazador. Los cérvidos se espantaron y huyeron dando enormes saltos para configurar una escenografía que se repetía toda vez que los megaarmadillos, irrumpían por aquellas pampas de enormes extensiones. A pocos metros de ese lugar, un grupo de recolectores de frutos, revisaba los árboles y olfateaban el aire que rodeaba aquellas algarrobas, cayendo en la cuenta de que se trataba de una buena producción, digna de ser llevada y almacenada en las vasijas y canastos de la toldería cercana. Bert-El, de casi un metro ochenta de altura y poderosa contextura física, acaudillaba a los Talu-het que habían llegado hasta ese lugar y daba las instrucciones a los otros para comenzar una recolección metódica. Tratándose de una cantidad apreciable de vainas, lo mejor era golpear los árboles con un palo y recoger después los frutos maduros dispersos por el suelo. Los Taluhet (o Talu-Het) constituyeron una unidad étnica que ocupó las regiones llanas desde La Rioja, sur de Mendoza, San Luis, extendiéndose su dominio hasta el oeste de Buenos Aires. Algunos los llamaron “puelches”, pero en realidad reunían características relevantes como para no ser confundidos. Eran altos, fornidos y pacíficos. Precisamente de su afición a la recolección de los frutos del algarroba, les viene su nombre. 17

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Dominaron las extensas llanuras que se extendían desde el río Tercero hasta el río Quinto. Desde tiempos ignotos llamaron “Popopis” al curso de agua superficial, en merecida recordación a la bella muchacha que mojaba sus largos cabellos en aquella correntada pura y transparente. Lo cierto es que los Taluhet fueron los primeros pobladores de la región que ahora ocupa la ciudad de Villa Mercedes. Bien puede decirse que fueron estos aborígenes los antepasados genuinos de esa comunidad de llanura, hombres que usando lanza y boleadoras, vivieron en paz y armonía con la naturaleza. Cuando desaparecieron de estas pampas, recién entonces llegaron los pueblos que tiempo después, ya confederados, emergieron como la Nación Mamülche. Bert-El tomó la vaina de la algarroba con la mano y se la llevó a la boca. Probó el sabor dulzón de ese fruto tan apetecido como buscado y decidió guardarlo en el bolso que colgaba de una banda de cuero de chulengo, cruzándole el pecho. Esos árboles de algarroba habían sido puestos por el Creador en ese sitio y aprovecharía para llevarse la tentadora cosecha que se le ofrecía en forma tan magnánima y proveería la alimentación para él y toda su familia. En ese momento, no había mayor preocupación que acopiar un buena cantidad para el invierno. Sus compañeros llegaron tan rápidamente como pudieron y junto con él iniciaron la recolección. Todos eran fornidos y animosos, por lo tanto no tenían inconvenientes en extender los brazos y tomar las algarrobas para guardarlas en los bolsos de cuero que portaban, y que cada uno iba llenando con gran regocijo y satisfacción. El día estaba concluyendo exitosamente con la tarea de acumular alimentos, porque con anterioridad habían recolectado grandes cantidades de rojo y almibarado piquillín, en los campos circundantes de caldenes. De pronto el ruido que escucharon entre los arbustos y el denso bosque que cubría las tierras aledañas a las márgenes del río, los alertó sobre el peligro de quedar expuestos innecesariamente ante un fenómeno tan inminente como extraño y que conocían demasiado bien. Dejaron de golpear los árboles y se zambulleron detrás de unos matorrales para aguzar el oído y descubrir finalmente que se trataba de un monstruo cuya caparazón lo tornaba inmune a las flechas y a las lanzas. Conocían los Talu-het al Daedicurus Clavicaudatus de proporciones gigantescas. Este ejemplar que vino a trastornar el apacible trabajo de los recolectores, medía 3,60 metros de largo, de los cuales 1,70 m correspondían a la cola. Era notable la particular curvatura que mostraba en el lomo, con un gran abultamiento a modo de giba, conformada por su sólida coraza. La gruesa cola estaba recubierta en su nacimiento por seis anillos articulados, formados por gruesas placas córneas cónicas. Esta cola terminaba en una pesada punta dura, armada con conos puntiagudos y alargados, similares a clavas, lo cual llevaba a deducir su nombre: clavicaudatus.

Era notable el amplio movimiento que le proporcionaba la articulación de la cola. Y en rigor de verdad, el dedicuro era algo así como un acorazado viviente, que se volvía harto peligroso al ser atacado, porque se sacudía violentamente utilizando la temible cola a modo de garrote con puntas para defenderse de sus enemigos naturales. Las patas gruesas y cortas terminaban en durísimas uñas que se aferraban al terreno y como su robusto cuerpo pesaba varios cientos de kilos, una vez en movimiento, estos megaarmadillos se transformaban en pesadísimos y verdaderos blindados muy difíciles de detener. Habiendo logrado escapar de los depredadores, siempre quedaban de espaldas, amenazando con un poderoso y destructor coletazo. Vino esta bestia por el páramo en que los pacíficos hombres de la recolección desarrollaban sus tareas, con la pretensión de acercarse a algún cervato y engullirlo a manera de opíparo plato del día. Pero sus movimientos eran torpes, propios de las enormes dimensiones que ostentaba y la variada gama de animales que se acercaban a beber en la laguna, tenían tiempo más que suficiente para poner pie en polvorosa. En una palabra, hacerse humo del lugar y dejar al gigantesco armadillo con las ganas. Los Talu-het que componían la partida recolectora, con Bert-El a la cabeza, se mantuvieron en completo silencio, ocultos entre las arbustos y manteniendo la respiración para no ser descubiertos. Cuando el gliptodonte se alejó, arrastrando su pesada cola, los recolectores abandonaron sus tareas y regresaron a sus toldos. Una vez con sus familias, los Talu-het, dejaron que las mujeres y los niños se hicieran cargo de la cosecha que quedó sin completar para que la guardaran en grandes vasijas de barro y canastos de esterillas; y se dedicaron a planear el ataque al gliptodonte. La bestia, que apareció en el terreno, justo donde estaban llevando a cabo la selección de los frutos, no permitiría completar la tarea, por lo tanto, la guerra estaba declarada.. Bert-El supervisó las armas. Desechó las flechas y urgió el uso de las lanzas y las hachas. Entre gruñidos y voces dislocadas, se apresuraron a regresar al sitio del que habían fugado con presteza. Los más diestros en la carrera, actuarían para llamarle la atención y distraerlo, pues los gliptodontes tienen un poderoso sentido del olfato y captarían de inmediato a los hombres que lo desafiaban. Pero los más prácticos en arrojar las lanzas debían actuar con celeridad para inmovilizarlo. Sabían que dos o tres palos puntiagudos no eran suficientes para terminar con el dedicuro, por lo tanto la partida de caza involucraba a no menos de diez lanceros. Al llegar nuevamente al lugar, el megaarmadillo ya no estaba donde lo habían dejado. Seguramente andaría cerca, buscando la presa para satisfacer su hambre. Un recolector se subió a un árbol muy alto y haciendo visera con la mano escrutó

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toda la región circundante. Lo alcanzó a ver a unos cuantos metros más allá de la zona de los algarrobos y bajó presuroso para dar la información al resto. Bert-El dispuso que la partida de los corredores se adelantara pero que aún no iniciaran el juego de la distracción, pues necesitaba poner en buena posición a los ofensores. Observaron que estaba muy entretenido con una presa que parecía ser un venado pequeño. El pobre no pudo escapar y cayó bajo las poderosas garras de la gigantesca bestia. La sangre le había teñido gran parte del hocico y chorreaba hacia el suelo, mientras pisaba con las patas cortas lo que quedaba del cuerpo del venado, con los dientes desgarraba las entrañas y parte de las costillas. De pronto delante del gliptodonte se pararon atrevidos y desafiantes, cuatro hombres que movían los brazos como aspas de molino. El ancestro del piche los observó, primero con curiosidad, y luego, comprendiendo el desafío, abandonó su comida y se aprestó a sumarlos como complemento del plato del día. Levantó la cabeza y estiró el cuello mostrando una carne rosada y elástica que salía del caparazón. La sólida coraza estaba constituida por numerosas placas óseas de contornos más o menos cuadrangulares o hexagonales, soldados entre sí y constituyendo una pieza única de consistencia rígida, cuyo grosor llegaba a tres centímetros de espesor en los laterales y seis centímetros en la región dorsal. También la cabeza estaba cubierta de un casquete cefálico que resguardaba su cráneo. Pero esas partes sin proteger por la coraza, ya habían sido detectadas por los recolectores. Bert-El encabezó el ataque. Los lanceros arrojaron sus puntiagudos palos y cañas hacia el pescuezo. Sabían que debían poner el máximo de sus fuerzas para que las lanzas atravesaran una gruesa capa adiposa. Cuatro lanzas atravesaron el cogote y el gliptodonte emitió horribles chillidos. Los demás se apresuraron a clavar las suyas sin arrojarlas, fueron directamente al cuerpo del animal, corriendo el riesgo de ser destrozados por esas garras letales o por un coletazo mortal. Los Talu-het enfrentaron al megaamadillo con extremada valentía. Todas las lanzas ingresaron profundamente por el cuello y también por más abajo, donde no había caparazón, sino una gruesa pelambre, áspera y cerdosa. La bestia estiró las patas delanteras como intentando quitarse las lanzas que la ahogaban y los hombres se hicieron a un lado, porque sabían que ahora venía un momento de desesperación, un instante desgraciado para el animal que vislumbraba su final en manos de su más terrible enemigo. El cuerpo se encabritó y la cola se movió furiosa barriendo el ámbito que dominaba aquel mamífero de colosales dimensiones. Un coletazo dio contra un chañar al que arrancó de cuajo. Todo ese cuerpo blindado giró varias veces, en un esfuerzo desesperado por quitarse las estacas que le atravesaban por debajo de la cabeza. Finalmente, quedó inmóvil; y los ojos inyectados en sangre, observaron por última vez a las figuras de los recolecto-

res que se acercaron hasta ese formidable animal de casi cuatro metros de largo que ya no se desplazaría ni arrastraría nunca más por aquellos parajes. No eran muy afectos los Taluhet a comer aquella carne. Tratándose de hombres que vivían de los frutos del árbol, la carne representaba una fuente de proteínas excepcional pero no esencial. En cambio aprovechaban las uñas del animal para construir elementos cortantes y el caparazón para convertirlo en una habitación para las familias. ¿Cuándo se extinguieron estos monstruos de las pampas? Los primeros hombres que habitaron estos suelos encontraron miles de armadillos gigantes. No hay dudas que a juzgar por la cantidad de restos hallados, estos animales eran numerosos. El fenómeno de la ausencia de los megamamíferos de la faz de la tierra tuvo directa incidencia en las especies terrestres de mayor tamaño. Aun no se puede responder a la pregunta de cómo desaparecieron los gliptodontes. Esta extinción masiva está en estudio, pero una buena razón podría ser que por el gran tamaño que poseían, se les hacía difícil ocultarse y eran presas fáciles de los cazadores. Una vez que los hombres aprendieron cuáles eran sus puntos débiles, el destino de los megaarmadillos quedó escrito. Sus gruesas defensas no eran suficientes para que evitaran ser atacados por los hombres, que finalmente, vinieron a ser sus más letales contrincantes en la disputa del alimento. Pero si los dedicuros desaparecieron hace diez mil años, también el viento del olvido se llevó a los Talu-het. Y otros hombres vendrían de otros lugares, a poblar las pampas. Parecía que el paradigma de la naturaleza se cumplía inexorablemente en todo el mundo y en esta región del sur americano, los sucesos estaban dando cuenta que no se trataba de una excepción.

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LOS PUEBLOS DEL MAMÜLL MAPU Inspirado en

los escritos de

Germán Canuhe

Quenqué miró hacia atrás, se acomodó el pesado bulto que cargaba sobre los hombros y comprobó que la columna avanzaba penosamente, pero no se detenía. Era el pueblo Chadiches, gente del Salitral, sufridos y aguerridos, capaces de soportar tantas penurias como sentirse bendecidos por el Cielo, conservando el sentimiento de unidad y el espíritu de familia, por encima de cualquier contingencia; eran ellos, los que abandonaban el blanquecino y salitroso territorio de origen y buscaban nuevas tierras, nuevos lugares con pastos verdes y agua fresca. El viento no cedía en intensidad y tanto los hombres como las mujeres, marchaban inclinando la cabeza como mirando al suelo, para evitar que el polvo les provocara una dolorosa irritación en los ojos.

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Recién se detuvo el indio cuando el cacique aprobó el lugar elegido para hacer un alto, descargar los bultos y darles un poco de sosiego a los riñones, a la vez que observar los alrededores y comprobar que no les amenazaba peligro alguno. El viento fue perdiendo fuerza y las ráfagas casi desaparecieron hasta convertirse en una leve brisa, tan leve que apenas movía las ramas de los caldenes. Entonces, haciendo las señas convenientes, el ghúlmen ordenó plantar la toldería en aquellos páramos, cercanos a las lagunas y a los jagüeles, cuyos hilos de aguas claras humedecían los pastos. Las mujeres se esmeraron en ordenar lo mejor posible el aduar y los chicos colaboraban con el acarreo de leña. ¡Cuán distinto resultó el nuevo hábitat de los chadiches! Ellos, que venían de suelos dominados por el salitre, de pronto sentaron reales en el Mamüll Mapu, que otrora los Talu-Het habían disfrutado y aprovechado tanto y que más tarde, sin explicaciones valederas para los historiadores, desaparecieran misteriosamente como las nubes del cielo. Pero los chadiches no estuvieron solos por mucho tiempo. Muy cerca se ubicaron los looches, gente del medanal, en cuyos recuerdos, permanecerían grabados por algunas generaciones, el territorio de tierras blandas y muertas, que les sirviera de asiento existencial y los acostumbrara a un esfuerzo extraordinario para desplazarse. No en vano los muslos de las piernas eran exageradamente fuertes si se los comparaba con sus vecinos, producto de un colosal ejercicio que ejecutaban desde el nacimiento hasta la vejez, en los campos medanosos. Esas características habrían de ir desapareciendo en la medida en que las nuevas generaciones se acostumbraban a las apacibles y serenas llanuras del País del Monte. La vecindad, favoreció el uso de una lengua común, quedando tan solo algunos términos propios del regionalismo que los había caracterizado. Los looches soportaron con estoicismo probado aquellas ventoleras casi permanentes que caracterizaban sus comarcas. Cuando se desató la tormenta de ráfagas con arena, no los tomó desprevenidos. Aunque el viento sopló con fuerza inusitada y corrió sin que ninguna barrera le impidiera el paso, aquellos campos desprovistos de árboles y montañas sufrieron una vez más, la fuerza de la naturaleza y una erosión empedernida que cantaba el regocijo de llevarse lo mejor del suelo mientras duraba la embestida del fenómeno. Los toldos se cerraron para proteger a las mujeres y a los niños. Pero el indio que intentaba llegar con alimentos, aun estaba a unos kilómetros de su gente y no tuvo mas remedio que poner pie en tierra y obligar a su caballo a echarse a su lado, en medio de aquel pastizal cercano a los médanos. El indio y el animal estuvieron así hasta que las ráfagas, desatadas y alocadas, fueron perdiendo intensidad y peligrosidad. Los looches conocían demasiado bien a los vientos, por eso se cuidaban de prender fuego cuando soplaban las ventoleras del oeste, sujetaban los toldos con

riendas y lazos y nadie mejor que esos hombres, curtidos por el arenal que les castigaba el rostro, para juzgar criteriosamente las avanzadas del tiempo. Nadie mejor que los looches –hombres de los medanales- para emitir un juicio sobre los vientos. Una parcialidad étnica que ha convivido con las ráfagas hasta el cansancio, de pronto, una mañana, el Consejo de Lonkos decide el traslado de las tolderías a otros parajes. Hace muchos siglos que ellos, también produjeron un éxodo masivo y se instalaron finalmente en el Mamüll Mapu. Probablemente, las tormentas de arena que castigaron esos cuerpos, endurecieron las almas. De ahí que no titubearon en levantar sus aduares y ponerse en marcha hacia los suelos tapizados con verdes pastos y salpicados de frescas y serenas lagunas. No pasaron muchos años para que aparecieran por esos bosques, los Chicalches (gente del jarillal) que también levantaran sus toldos en las proximidades de las lagunas. Y con los Chadiches y los Looches, trabaron excelentes relaciones, favoreciendo las tareas de la caza, y logrando un feliz intercambio de conocimientos y tradiciones, sobre todo con el laboreo del cuero y el aprovechamiento de los frutos de la tierra. Los hombres de las jarillas vieron aquellos bosques tan bien protegidos como cuidados por la madre naturaleza y compartieron con sus vecinos, el ejercicio y la exteriorización de los sentimientos de respeto y agradecimiento por los árboles que circundaban los campos. Así procedieron también los Canhuelooches (gente de las Arcillas), tan familiarizados con el barro de sus primitivos y originales territorios, pero que llegaron al Mamüll Mapu, escapando de la presencia de los blancos en las proximidades del País de las Manzanas. Finalmente, otra parcialidad étnica, de individuos más altos, más robustos, los hombres de los carrizales, los Rankülches, se aposentaron a escasos metros de la laguna de Leuvucó (el agua que corre) y serían con el pasar de los años, los proveedores de líderes y conductores para la futura federación de pueblos. En tiempos del Cacique Carripilún las copiosas nevadas que blanquearon el País del Monte, extendieron las prevenciones a todas las etnias, en especial a los Rankülches. Precisamente, de los Rankülches procedía Carripilún, un lonko que se expresó con absoluta claridad sobre los asuntos de gobierno y además era consciente de que todas esas tribus se identificaban mediante una lengua que resultaba comprensible a todos por igual. No menos importante resultaba, para vigorizar los lazos de unidad, la creencia en Soychú, el Dios original, de la pradera y del bosque. Luego, la suprema deidad sería Chachao Wentrü, Padre Grande que manda a todos y tiene la obligación de cuidar a todas sus criaturas. Es el hacedor de todas las cosas, de sus manos surgieron las aves, el cielo y los bosques, los ríos y las lagunas. También es fuerte la

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creencia en Huecubú, un demonio que entorpecía las mejores intenciones y ponía trabas a las más ponderadas empresas; mencionar a Huecubú era hacer referencia a la causa de todas las desgracias. Carripilún juzgó de fundamental importancia la aceptación de normas comunes por parte de todas las tribus, que ya habían conformado la Nación Mamülche (gente de los montes). Por lo tanto, el rankulche ejercía su cacicazgo con solvencia, favorecido por aquellas connotaciones tan especiales como espléndidas para reforzar una arquitectura institucional de primer órden. Acompañado por los lonkos de cada tribu, se movió permanentemente evitando las confrontaciones con los winkas y manteniendo la paz entre los suyos. Es bueno tener en cuenta que cuando los españoles pisaron las tierras del Plata, el espacio que detentaban los habitantes de esta confederación, alcanzaba desde el Oeste de Buenos Aires, pasando por el sur de Santa Fe, el sur de Córdoba, el sur de San Luis y Mendoza, hasta el murallón de la Cordillera de los Andes. Por el Sur, llegaban hasta el río Colorado y Negro, y por el Este hasta el océano Atlántico. Era el centro de la República Argentina, con llanuras tan fértiles y capaces de prodigar una enorme riqueza, con la que podía alimentarse el mundo entero. Las pampas (como las llamarían después los aborígenes) serían el objetivo primordial para afiebrar las cabezas de los dirigentes del naciente estado nacional y elucubrar la más tenebrosa de las políticas de dominio y sojuzgamiento para las comunidades libres: la aniquilación de toda una raza con el fin de disponer de las tierras para su total arbitrio, avaricia y capricho. Cuando el avance de los blancos se tornó incontenible, el Mamüll Mapu comenzó a recibir a los habitantes de diferentes pueblos aborígenes, especialmente del norte, que trataban de huir de los invasores y encontraban en el País del Monte un refugio harto seguro con los bosques de caldén. Esto era así por varias razones, en primer lugar, porque el caldén era el árbol sagrado de la Nación Mamulche. Resultaba extraño que todos los pueblos que constituían la federación en torno a Leuvucó, coincidieran en ponderar al caldén con una sacralidad que estaba por encima de toda discusión; el huitrú (o witrú) crecía únicamente en esas latitudes, junto al algarrobo, chañar, piquillín, molle y un sinnúmero de otras especies silvestres que ofrecían su fruto, leña, protección, abrigo, a todas las formas de vida que la habitaban. Pero por sobre todas las cosas, el caldén bajo la forma arbórea del bosque, constituía una fortaleza inexpugnable que cerraba el paso al invasor y no permitía la irrupción por aquellos campos de los intrusos blancos. Por varios años, los españoles merodearon por los alrededores, pero no se atrevieron a hollar el territorio del pueblo Mamülche. Sin embargo, al comenzar el siglo XIX, otros pueblos enderezaron sus pasos hacia el Mamüll Mapu, tratando de encontrar el remanso de paz que se les negaba en otras latitudes. Estos pueblos se sumaron a la primera ola de inmigrantes y

todos se beneficiaron de una alimentación abundante, merced a los enormes rebaños de ganado vacuno y numerosas tropillas de caballos que proliferaban en aquellas tierras. Los nuevos habitantes del País del Monte se adaptaron a las costumbres y formas de vida del pueblo Mamülche, aportando su propia riqueza cultural y construyendo una nueva vida, lejos de la barbarie y violencia del blanco opresor. Germán Canuhé sostiene que por lo menos 60.000 Comechingones del sur de Córdoba, que habían sido censados por los españoles en el año 1.600, se radicaron en el Pais del Monte. Como también algunos blancos que renegaron de su propia civilización, pidieron permiso a los rankeles para levantar sus ranchos cerca de las tolderías, tal como aconteció con el coronel Manuel Baigorria, un militar puntano, enemigo de Juan Manuel de Rosas, que junto con tres centenares de unitarios, convivieron con el pueblo Mamülche durante veinte años. Intentaremos una purificación de los hechos mediante la historia escrita. Pero sucede que la historia escrita de la Nación Mamülche, que habitara desde tiempos inmemoriales el centro de la actual República Argentina, comienza en 1806, año en que un intrépido y no menos inteligente viajero, nacido en Concepción (Chile), don Luis de la Cruz, decidió su paso por el Mamüll Mapu. Lo hizo encomendado por el gobierno de Buenos Aires y de Chile y registra sus impresiones en un Diario de Viaje que resulta un testimonio de incuestionable valor, porque allí queda escrito todo lo que vio y todo cuanto le tocó vivir. No sería justo que anotáramos el nombre de Luis de La Cruz como encabezando la lista de quienes escribieron sus vivencias por estas comarcas, por cuanto antes anduvo agitándose y transpirando por todos los poros, don Justo Molina, quien cruzó el territorio central de lo que hoy es Argentina hasta Chile. Molina volvió con de La Cruz, entregando escritos de gran importancia, ya que se trataba de documentos de primera mano. Lo que antes habían escrito, no eran sino comentarios, anécdotas, leyendas, ya que ninguno de estos dos encomendados, había ingresado al territorio de las llanuras centrales. Tanto es así, que los osados y temerarios exploradores que buscaban la Ciudad de los Césares, no atravesaron el País del Monte. Pasaron por la periferia, nada más. Pongamos una fecha para iniciar nuestra historia, con grafía: 1805-1806 y nombremos a los dos primeros que se atrevieron a escribir sobre el tema: De La Cruz y Molina. Después vinieron los continuadores con el coronel Manuel Baigorria, el coronel Lucio V. Mansilla, el antropólogo Estanislao Zeballos, Fray Marcos Donatti, Juan Manuel de Rosas, el padre Burela, el coronel Barbará, De Angelis y otros. Algunos fueron felices en sus concepciones y otros, lamentablemente, persiguieron objetivos bastardos contra la dignidad de la persona humana. Cuando se procura estudiar a los contemporáneos, se cae en la cuenta que los escritos producidos están influenciados, sin disimulo alguno, por la prédica

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de Roca y la famosa conquista del desierto, que traducido a buen entendedor no es otra cosa que la justificación de un genocidio ignominioso para una etnia aborigen, tal como lo era el grupo humano que habitaba el País del Monte. Y lo que resulta ingrato para la sensibilidad de quienes aman a la historia, es que estos escritos pretenden minimizar la existencia de grupos de gente que fueron originariamente los pobladores del centro de la República Argentina, y alegremente les adjudican diversos orígenes, pero claro, el único y verdadero origen, sigue siendo tapado, ocultado, enmascarado y oscurecido, por más que las voces ancestrales griten a los cuatro vientos: “¡¡¡siempre estuvimos aquí!!!” y es muy difícil desentrañar los hechos y acontecimientos cuando se los intenta bendecir como propios de la historia oficial. Las cosas continuaron sucediendo. Porque a la historia le está prohibido congelarse..vinieron otros pueblos, para sumar algunos, para restar otros, y se produjo la primera y formidable experiencia con el fenómeno intercultural y lingüístico. A medida que vayamos desentrañando los hechos, se podrá advertir como la gente del norte, escapaba del invasor español. A la vez que los hombres del sur y del poniente, sintiéndose atraídos por la abundancia de pastos tiernos y aguadas suficientes, convenían en que se trataba del lugar más adecuado para aprovechar las fuentes de alimentos. Con tan singular descubrimiento, se observaba cuán beneficiosa era la selva del caldén y la familia arbórea constituida por algarrobos, molle, piquillín, alpataco y chañar, formidable defensa natural, una muralla vegetal casi inexpugnable, una fortaleza difícil de ser vencida por cualquier invasor que pretendiera avasallar esos dominios. Las aguas se enturbiaron cuando Kallvukurá, originario de Llaima, Chile, cruzó la Cordillera y bajó hacia las pampas, irrumpiendo con violencia en Masallé, asesinando al cacique Rondeau y a su gente. Otro cacique chileno, Coliqueo, pero proveniente de Boroa, alcanzó a escapar de la matanza cumplida por su compatriota y se refugió en el Mamuel Mapu. Y estuvo allí por dos décadas, conviviendo con Baigorria, al amparo del cacique Payné, pero conservando cada uno su identidad, bajo el poder protector del pueblo indígena de la Nación Mamülche, que mantenía lejos a los invasores blancos. Fueron 350 años de enfrentamiento al español, primero, y a los criollos después. Cuando don Juan Manuel de Rosas vio extinguirse su poderío tras la derrota de Caseros, Baigorria retornó a la sociedad de los blancos y Coliqueo, que había anudado lazos de parentescos con él, le siguió los pasos. Con el intercambio cultural, comercial y humano, que se tornó muy intenso por aquellos años, los refugiados –que entonces sumaban miles y miles- sintieron la necesidad de la supervivencia y convirtieron al imperio del Mamüll Mapu en un

territorio de concentración para las tribus, cuyo poderío, creció mediante un fenómeno poco conocido para los indígenas: la llegada de los aborígenes de allende la Cordillera. Los Rankülches se dispersaron en una franja que ocupaba el sur de Santa Fe y llegaba hasta Neuquen, pasando por los campos del sur de Córdoba, San Luis y Mendoza. Pero las fricciones con las tropas de los blancos los obligó a buscar refugio en el País del Monte. Ya no había extensiones seguras, libres de regimientos y fuerzas invasoras. Tanto es así que los Wiliches, que vivían al sur del pueblo Mamulche y al sur de los Pehuenches, se vinieron a instalar con sus toldos en el Mamüll Mapu. Abandonaron su hábitat los Pehuenches y como los Wiliches, levantaron sus aduares en el único lugar donde se sentían seguros. El chileno don Luis de la Cruz, en el Diario de su Viaje a través de las tierras del centro oeste argentino, destaca este éxodo de los pueblos libres buscando una convergencia hacia la tierra de la Nación Mamulche. Escrito en 1806, es un verdadero testimonio, una fuente de genuina importancia para conocer los hechos de un pasado pletórico de paz y armonía, como ideal supremo de los habitantes de la tierra. Es notable como don Luis de la Cruz alcanza a tener una visión bien definida de las tres grandes naciones aborígenes que poblaban estas latitudes: la Nación Mamülche que conducía el Rankülche Carripilún, ocupando el centro de lo que hoy es Argentina; la Nación Pehuenche, bajo el cacicazgo de Puelmanc, extendiendo su hábitat desde Mendoza hasta el Pacífico y la Nación Wiliche, cuya jurisdicción se extendía al sur del Río Negro y Río Cautín y era gobernada por Cagnicolo en la parte norte y por Guerahueque en la parte sur. ¿Cómo podía realizar tan magistral descripción del mapa político indígena, don Luis? Sencillamente porque había nacido en Concepción, Chile, y estaba inmerso en el universo indígena. ¿Existía una arquitectura política en los pueblos que De La Cruz pudiera observar y hasta convivir con ellos, en 1806? Veamos. De La Cruz describe con envidiable precisión el panorama político que encontró a su paso por estas tierras. Hacia el poniente, y llegando hasta el Pacífico, los Pehuenches (Gente de los Pinares) cuyo jefe, Puelmanc no tuvo empacho en acompañarlo en el viaje. Con seguridad, le mostró ese universo maravilloso que disfrutaban los grupos primigenios. Al sur del Río Negro reconoció a los Tue Huili Ches (Tehuelches, habitantes del sur) pero de la parte norte, cuyo jefe era Guerahueque. Siguiendo los senderos que conducían al sur, en el linde con los Magallánicos, avizoró a los Tue Huili Ches pero de la parte sur, cuyo jefe era Cagnicolo. Recién más tarde pudo contactar con los Magallánicos. En el centro estaban los Mamülches (habitantes del Mamüll Mapu, País del Monte) y cuyo cacique era Carripilún, el rankülche o rankel, y el centro nervioso de la capital del imperio rankelino se concentraba en Leuvucó.

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No puede negarse que De La Cruz nos deja una pintura harto valiosa de la vida y costumbre de las tres naciones, donde convivió y pudo comunicarse merced a un mismo idioma y a una misma espiritualidad. Resultó finalmente un paso fundamental en la elaboración de las memorias sobre este asunto, que las tres naciones conservaran las mismas costumbres, las mismas relaciones de parentesco a pesar de guardar cada una sus rasgos distintivos de regionalismo. En los escritos del viajero, no hay descripciones de acciones bélicas o del dominio de una nación sobre otra. Lejos de fomentar un espíritu violento en las relaciones, las tres naciones especifican el concepto de territoriedad, proponiendo en algunos casos profundas diferencias. Esto queda confirmado en el Diario de Molina, personaje que cruzó de ida y vuelta el País del Monte, donde puede advertirse la ausencia –casi total- de indios chilenos. Tanto es así, que solo encuentra a dos aborígenes oriundos de pueblos situados del otro lado de la cordillera. A estos testimonios se le suman los que escribieron los misioneros y la historia oral que nos legaron los ancianos y si queremos abundar en la materia, podemos incluir el texto del último Tratado de Paz del 24 de julio de 1878, fijando para ese tiempo, la frontera en la Zanja de Alsina al Este y al Río Negro al Sur. De esta forma queda desvirtuada cualquier teoría acerca de la dominación o transculturación de los habitantes originarios del centro de la actual República Argentina, por la intervención o influencia de pueblo alguno. Existe un aspecto que no puede quedar oculto entre papeles y documentos de aquellos tiempos y se refiere concretamente a Carripilún, el jefe rankulche que firmó convenios y tratados con las provincias fronterizas. Se lo reconocía, incluso por el poder de los blancos, como una autoridad del desierto. Don Luis de la Cruz descubrió esa faceta tan especial del jefe de la Nación Mamulche y tejió con él una conversación, un diálogo que lo terminaría de convencer, para que efectuara una entrevista con el Virrey Marqués don Rafael de Sobremonte. Pero...¿se puede saber para qué juntar en un tête a tête a los dos hombres más poderosos del territorio de las pampas? De la Cruz estaba persuadido que un encuentro del representante de la corona española en las colonias del Río de la Plata con el jefe del pueblo Mamülche, cuyas tierras eran casi tan extensas como la propia Europa, debía concluir con un acuerdo capaz de evitar confrontaciones inútiles, derramamientos de sangre sin sentido y, sobre todo, con el acercamiento de las culturas y el anudamiento de ambas civilizaciones, emprender juntos los mejores proyectos que aseguraran la paz, el trabajo y las fuentes de alimentos, tanto para los europeos como para los aborígenes. Pero por sobre todo, existía la posibilidad de una mestización capaz de integrar definitivamente a las dos culturas, proponiendo la emergencia de una etnia con características formidables, dueña de las virtudes que podían señalar en el

mundo un camino irrenunciable para la no violencia, para el respeto a la naturaleza, la paz, el orden y el trabajo en armonía y humana concordancia. Carripilún, que gobernaba a la nación aborigen más poderosa del centro oeste de lo que sería después la República Argentina, no descartó que una alianza de esta naturaleza, primero, y una fusión de razas, después, podía instalar muchos años de paz y progreso para ambas civilizaciones. Pero la entrevista con semejante agenda de trabajo nunca pudo realizarse. Las invasiones inglesas fueron una bisagra en la historia del país. Ya que quedó al descubierto una desgraciada actitud de cobardía por parte de Sobremonte que escapó de Buenos Aires, llevándose el tesoro a Córdoba y abandonando a la buena de Dios a la gente del puerto. Antes, Carripilún le había ofrecido a Sobremonte 3000 lanceros para la defensa de Buenos Aires y “a no dar apoyo a los maturrangos, a quienes jamás protegerían”. Esta decisión de Carripilún pintó de cuerpo entero al hombre de extremada generosidad y lealtad que en realidad descollaba por el tacto y la cautela que ponía en los negocios del gobierno y cuya fama se había extendido por todo el virreinato. Quedaba en claro que era el jefe de los Cuatro Puntos Cardinales del centro del territorio –hoy República Argentina- pero que otros no lo entendían de esa manera. Ahí estaba el virrey Del Pino, que lo mandó a llamar con tono autoritario y perentorio, mediante un emisario, cuyas palabras fueron “Dice el Virrey, que vaya”. Pero Carripilún, que ya había tomado nota y debida cuenta del honor y la fama de estos señores que bajaron de sus naves y se asentaron sin permiso en las tierras del Plata, no tuvo empacho en responderle: “Que si como Virrey me pide que vaya, yo como Lonko (cabeza principal) de estas tierras le contesto que no quiero ir”. La respuesta justa para tan altanera exigencia. El famoso proceso de araucanización del que hablan varios autores desemboca en una prueba que resulta a todas luces insuficiente para la afirmación. No es posible sostener que hubo una preponderancia de la araucanía porque se advertía en los rankeles un carácter belicoso. ¿No puede tenerse en cuenta que la etnia de Carripilún había comenzado a sufrir el avasallamiento de los blancos y el despojo de sus territorios? La confusión puede deberse a que la consigna dada a Roca y sus secuaces, por sus mandaderos, consistió en que el Centro de Argentina debía quedar vacío hasta del olor de los indios, que por 350 años supieron mantener libre su territorio. Había que hacer desaparecer el pensamiento, la filosofía de vida, la cosmovisión, la organización social, contraria al pensamiento y los intereses de Occidente. Sucedió entonces que los Mamülches que no fueron enviados al norte se los empujó al sur del Río Negro, con el fin de que fueran la base de poblaciones emergentes. Allí, después de 1890, vinieron verdaderos contingentes de aborígenes de la cordillera,

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según el informe de los salesianos, cuya actividad catequística no se hizo esperar. Allí sí, en el Sur, los hombres que bajaron de la Sierra Alta impusieron su cultura, sus dioses, su pensamiento, a los restos de los dos Pueblos vencidos, el Mamülche o Rankülche y el Tehuelche. (Te huel che =Tue Willi che. Milanesio, 1930). ¿Se entiende, entonces, que nada sucedió con los Mamülches en la región de las pampas argentinas? ¿Ahora queda claro que todo aconteció en el sur? En el centro el idioma estaba fortalecido, la espiritualidad, los usos y costumbres estaban unificados. Era una raza, una cultura intacta. En un territorio, donde el tránsito de gente era tan intenso, no tenía lugar la incidencia cultural de otros pueblos. Del centro del país era el Choique Purrüm, baile del Avestruz, de neto origen Mamülche, por ser el ñandú un ave típica de la región, adoptado por la mayoría de los Pueblos. Los rankulches fueron los primeros hombres de a caballo y esa modalidad se la transmitieron a los otros pueblos. Los convirtieron en cazadores de a caballo. Les enseñaron a comer: patay, quinoa, piches, peludos, choique, guanaco, mara, algarroba, piquillín, chañar, arrope. A beber aloja. Los rankeles aprendieron y les enseñaron a los otros pueblos a comer carne de potro y de vaca. A fabricar calzados, riendas, aperos y construir toldos con cueros de venado, guanaco, de vaca o de potro. A bolear, a dormir en cuero de oveja. En varios lugares del Mamüll Mapu la napa freática se hallaba muy cerca de la superficie. Tan cerca, que bastaba hundir el cuchillo en la tierra, cavar un poco y el agua ya estaba brotando. Hoy la napa ya no está tan cerca. Por más que se cave con un cuchillo, no se podrá dar con el líquido que antes aparecía con tanta facilidad. El molino ha hecho su trabajo. En el paraje de Lihuelcalel aparece la población de Cuchilloco (agua de cuchillo, o mejor, agua que se obtiene cavando con un cuchillo). Don Luis de la Cruz, al cruzar la Pampa, dijo: “Las aguas de todas estas poblaciones son de pozos hechos con calla, pero en cualquier parte se cava y a las tres cuartas, aproximadamente, brota (el agua) a borbotones y no es mala”. Y alguno se queda pensando que significa eso de la “calla” que menciona Don Luis. Se trata de una herramienta campesina. En verdad es un palo al que se le ha sacado punta, como una lanza, y se utilizaba para cavar pozos de escasa profundidad. También se lo utilizaba para arrancar raíces de arbustos. El vocablo “calla” es un americanismo, no fue usado en la araucanía y menos aún en la región que habitaban los mamülches en la Argentina. Con lo que aportamos, tratamos de advertir que no había culturización por parte de otros pueblos. El centro era el hábitat de esta federación que estaba perfectamente definida. Hacia el Atlántico, la frontera llegaba entonces hasta Salinas Grandes. Así se desprende del parte de García, en su expedición a Salinas, en 1810, a la que concurrió acompañado de indios amigos para disuadir a Carripilún, jefe del Meli

Buta Mapu en el Centro, con el fin de que le permitiera extraer sal. Recién en 1847, Rosas, enemigo de los rankeles, a los que no pudo engañar ni convencer, en forma inconsulta, cedió Salinas a Kafulkurá,, haciéndolo su aliado contra la nación mamulche. Volvamos a Carripilún, quien firmó Tratados de Paz con Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, San Luis y Mendoza. Mantuvo a raya a los Tue Willi che. Y a los Pehuenche, aliados de España. Viajó con De La Cruz a entrevistarse con el Virrey Sobremonte, para autorizar un camino directo entre Chile y Buenos Aires. Las invasiones inglesas frustraron el encuentro.

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Una Historia de Lonkos y Jefes de Territorios A Carripilún se lo apodaba “el rankelino”. Su extenso gobierno se caracterizó por su capacidad y sabiduría, Carripilún perteneció al Pueblo Rankül que era miembro de la Nación Mamülche, junto a los Chadiches, los Chicalches, los Looches, los de la Arcilla, de La Jarilla y otros. En tiempos de Carripilún se mimetizaron ambos términos: Mamülche significó lo mismo que Rankülche. El vocablo Rankulche se formó de dos voces: Rankül, que se refería a Carrizo, Paja Cortadera, Totorilla, Cañaveral. Y la voz Che que significaba: Gente. El lonko de la Nación Mamulche, integrada por diversos pueblos, fue Carripilún. Pero la Nación se extendía por el Norte, cuyos territorios reconocían como lonko a Santiago Yanguelén, quien después, sería integrante del Tantum del cacique Yanketrus. Los territorios del Sudoeste obedecían a un lonko natural de esa cardinalidad: Curritipay. En tanto que los campos que se extendían hacia Buenos Aires, respondían al lonko Paillatur o Chaquilque. Dirigiéndose hacia Salinas, se incursionaba en los territorios del lonko Quillán o Aldrinanco. Las cabezas de comunidades, lo lonkos, vienen desde las profundidades de los tiempos, tanto es así que en 1694, en Concara, cuando la fundación de San Luis, dos lonkos rankeles, estuvieron presentes en ese acto, del cual los puntanos, tienen una difusa recordación. Epumur y Evisneru, asistieron respetuosos y no menos expectantes en la ceremonia. Años más, y la lista de lonkos comienza a aparecer en los estudios de la época, y quienes llevan a cabo esta recopilación, proponen los años 1750 a 1800 para dar como los más conocidos jefes a Alca Ñancu en 1781 y otro Alca Ñancú en 1797 (¿sería el mismo?) mientras se destaca a Auque Lamuer, Calfignerr, Calpie, Canue, Canigurri, Capon, Carripayun, Caru Angé, Carripilún, Catencapu, Colepay, Colo y Calquin.

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Currutipay es un lonko que ocupó un lugar de reconocimiento junto a Chañal, Erepeuente, Epumur, Guele, Guete, Guiguir, Ante, Lepian, Lienanán, Llallín, Llamiamnquel, Llanquetruz 1ro., Maligüen, Naupaya, Caullamantu, Oquin, Orcochoro, Painégüer (¿fue Zorro Celeste?), Paineman, Añi, Chilco, Paillatur (fue un lonko de gran prestigio), Puelgnerr, Pichimanque, Puelán, Quechudeo (de quien algunos aseguran que era un blanco que se fue a vivir con los rankeles), Quidulef y Quinteleo. Aparecen finalmente los lonkos de nombradía tales como Quilapán, Rayguan, Runcapayun, Solipan y Tacumara. Otros lonkos fueron Treglén, Toroñan, Pilquillan, Llaminanco, Apeles, y Paillanacu. Eran cabezas de comunidades: Llancanan, Payllaquin, Pilquiñan, Millatur, Guenchullanca, Quillan, Chaquellan y Millañan. Resta agregar lonkos como Cayunan, Romiñancu, Ena, Leubumanque, Miguan, Quiñénancu, Repinan.

El Jefe de los Meli Buta Mapu El cacique Carripilún ajustó su cinturón de cuero de venado y mantuvo el cuchillo envainado, atado al muslo de la pierna izquierda. Echó hacia atrás el quillango negro y abandonó el toldo a pasos largos y el mentón desafiante. Hacía tan solo unas horas que el Gran Consejo lo había ungido como la lanza principal de todas las tribus, y como jefe de los Meli Buta Mapu, mantenía con firmeza la paz en el centro que hoy son las pampas argentinas. Los rankulches eran sus hermanos de origen, pero todos los pueblos le debían subordinación de acuerdo con las decisiones tomadas en el Gran Consejo por los lonkos de las distintas tribus. Allá en Buenos Aires, distante varios kilómetros hacia el naciente, se encontraba el virrey Sobremonte, a quien Carripilún consideraba un interlocutor válido para edificar una gran comunidad de hombres que podían vivir en concordia y respeto permanente. Avanzaba Carripilún hacia los toldos de los Chicalches, para conocer los trabajos que estaban llevando a cabo mediante el aprovechamiento de los cursos de agua ocasionales que llegaban a las lagunas. No era difícil entenderse con estos aborígenes, miembros de la gran confederación de pueblos que desarrollaban una existencia en serena paz y total armonía con la naturaleza. Tanto el idioma como las costumbres eran comunes en estas comunidades, según lo atestigua el diario de viaje del chileno Luis de la Cruz, que fatigó cada uno de los campos del Mamüll Mapu. El winka que llegó hasta los toldos de Carripilún trajo la noticia en forma intempestiva. Era urgente que el cacique general conociera lo que estaba sucediendo en el puerto de Santa María de los Buenos Aires. La suprema jefatura del Meli Buta Mapu no escuchó al español de inmediato. Primero, lo recibió con honores, 32

y cuando correspondió que entregara oralmente el mensaje, el cacique reunió a los consejeros y el tantum inició el parlamento para escuchar al visitante. Sorprendido el enviado del Virrey, ante aquel protocolo ceremonioso, propio de los grandes estados, fue recobrando el aliento y el hombre se agitó nervioso y movió las manos como si fueran aspas de molino para expresar a viva voz: -Su Excelencia el señor Virrey, marqués don Rafael de Sobremonte, me envía para decirle a usted que hay naves inglesas merodeando por el Río de la Plata. El señor Virrey quiere que usted sepa que las intenciones de esas naves son las de desplegar sus banderas en Buenos Aires, en evidente acto de invasión...Habló el español hasta por los codos. Mencionaba a cada momento que la intención manifiesta de los británicos era poner pie en Buenos Aires, usurpando estas tierras del Rey de España. El cacique lo tranquilizó prometiéndole que la Nación Mamulche se pondría del lado del virrey Sobremonte. Y sin alardes de ninguna naturaleza agregó: -La Nación Mamülche habita en estas tierras, muchos años antes que el Rey enviara hasta aquí a sus vasallos, y si hemos convivido en paz con ustedes, no veo por qué vayamos a dejar de defenderlos...Es notable cómo las palabras de Carripilún, fueron cuidadosamente empleadas y no mencionaron en momento alguno, la falta de legitimidad de la posesión de las tierras por parte de los blancos. No tardó en movilizarse Carripilún y con una embajada de varios guerreros llegó hasta el propio representante de la corona española en la capital del Plata y levantando su mano izquierda, se llevó la derecha sobre su corazón, proclamando: -Tres mil lanzas de guerra están listas para pelear por el señor Virrey. Creo que son suficientes para frenar a los ingleses. No los dejaremos pasar. No habrá invasión.Sobremonte midió, como era su costumbre, a aquel personaje. No era un funcionario como él. No era un hombre refinado de las cortes europeas. Era un salvaje. Un ejemplar de infiel, lejos del conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo, con una vincha sobre la frente, vistiendo botas de potro y cubriéndose con la piel de los guanacos. Un hombre de los campos inexplorados de tierra adentro. Pero, ¡Caramba! Poner a disposición para combatir nada menos que 3.000 lanzas, no era una cantidad despreciable para gritarles ¡alto! a los hombres procedentes del archipiélago sajón. En una palabra, el hombre que estaba parado delante del representante del Rey de España, vistiendo un largo quillango negro, era un jefe rankel, la máxima autoridad de los cuatro puntos cardinales, y su ejército impresionaba como realmente numeroso. Digamos, aplastante.

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Pero lo que más impresionó a los españoles fue el gesto de solidaridad mostrado por el rankel. Ellos, los ibéricos, no comprendían ni reconocían a Carripilún como soberano de las pampas centrales. Para ellos estas tierras estaban disponibles, listas para ser ocupadas, porque nadie las poseía, es decir, no había gente que las usaran y trabajaran o enajenaran. Los indios, a lo sumo, vivían en estos campos, pero no los poseían. Por lo tanto, el virrey estaba plenamente facultado para exigir subordinación y obediencia. Con ese modo de pensar e interpretar la realidad, difícilmente podrían los blancos comprender las actitudes de los indios. El indio no poseía la tierra porque él formaba parte de la tierra. El indio y la mapu eran una sola cosa. El término propiedad, no tenía sentido para ellos. Pasaron los días, y un virrey atiborrado de molicie e incompetencia, pudo saber finalmente que William Carr Beresford avanzaba con toda la intención de terminar con el dominio español en estas colonias. Los hombres que acompañaban al marqués en su precipitada huída a Córdoba, llevando el tesoro y algunos lujosos atavíos para los momentos festivos en Santa María de los Buenos Aires, no terminaban de comprender a Sobremonte. ¿Por qué abandonaba el campo de batalla y permitía que sir Home Popham y su segundo se apoderaran del centro principal de la colonia? Pasado aquel suceso, Carripilún, ignorado por el gobierno del virreinato, continuó gobernando a su pueblo sin que se produjeran otros acontecimientos de importancia. Por el momento, el conflicto había tenido lugar entre los ingleses y los españoles. Sin embargo, un buen día, apareció por aquellos parajes, nada más y nada menos que el coronel don Feliciano Antonio Chiclana de la nueva nación del Plata. Los españoles ya no estaban en el gobierno. El marqués de Sobremonte era un triste recuerdo. Y el virrey Cisneros, un lamentable antecedente en el gobierno que intentó perpetuarse. Los winkas nacidos en Europa sufrieron un alejamiento del poder y ahora quienes mandaban eran los winkas nacidos en estas tierras. Carripilún saludó al recién llegado, don Feliciano Chiclana.

documentos inéditos

Referentes a una Negociación de Paz entre el Gobierno del Directorio y las Tribus Ranqueles de la Provincia de Buenos Aires en 1.819

del sur del continente americano. La leyeron tantas veces como a cuanto cacique se les cruzó por delante, en aquel viaje tan increíble como histórico que les tocó llevar a cabo. El protector de indios, Juan Francisco Ulloa fue un personaje destacado en esta epopeya. “Compatriotas y amigos: Mis antecesores en el mando han deseado vivamente en todos los tiempos estrechar con vosotros las más amistosas relaciones. Componéis una bella porción del todo nacional, los magistrados no podían ser indiferentes a vuestra suerte: pero las atenciones de la guerra, la necesidad de exterminar a nuestros comunes y antiguos tiranos, y las atenciones que estos objetos demandan al gobierno, han paralizado hasta ahora sus marchas, y se han puesto de por medio entre sus intenciones y la posibilidad de practicarlas. El ojo del Magistrado ha velado siempre sobre vosotros, y ahora os brindo de nuevo con la protección del gobierno, cuya dirección está a mi cargo: Paz, unión ,amistad confianza mutua, relaciones íntimas, haceros felices, estos son los votos de mi corazón; estos son mis primeros cuidados con respecto a vosotros, y espero que por vuestra parte os prestareis con docilidad. Unámonos, amigos, estrechemos los lazos de nuestras comunicaciones y comercio, y aun de nuestras fuerzas: mirad el porvenir; ved que vais a tener parte en las glorias de vuestro suelo natal; ved que en unión con nosotros seréis inexpugnables, y que burlarèmos juntos los esfuerzos de los tiranos que no cesan de amargarnos. El nombre solo de españoles debe haceros temblar; pero nosotros os extendemos una mano protectora: vuestros paisanos, vuestros amigos, solo quieren vuestro bien. El coronel don Feliciano Antonio Chiclana, uno de los gefes de este ejército y que merece mi confianza, es el comisionado para que os haga proposiciones ventajosas a mi nombre: no las despreciéis. Es el órgano del gobierno, y de todos los habitantes de las provincias que os aman como a hermanos y miembros de una misma familia. El día más lisonjero de mi vida será en el que vea cimentadas entre vosotros y estos pueblos la unión y la paz. Ni desmintáis nuestras esperanzas, ni frustreis nuestros deseos: así os lo recomienda vuestro mejor amigo: José Rondeau Buenos Aires, Octubre 11 de 1.819 Proclama del director don José Rondeau. Trascripción de una nota del Departamento de la guerra, firmada por Don Cornelio Saavedra. Diario del viaje al parlamento con los indios rankeles. Firmada por el comisionado.

El comisionado Feliciano Antonio Chiclana y su adjunto Santiago Lacasa, leyeron varias veces la proclama del Director Supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, dirigida a los señores caciques y de paso, a todos los habitantes

Estas son las piezas oficiales inéditas, a excepción de una sola, relativas a la negociación de paz que se celebró en en 1819 con los caciques de la tribu rankel, estacionada por entonces, a doscientas leguas al SO de Buenos Aires. Se verá por estos documentos cuánta era la importancia que el Gobierno del Directorio acordaba a las buenas relaciones con los indígenas, en momentos en que nos amenazaba

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una invasión española. El general Rondeau, no solo dirigió una proclama a los caciques, sino que nombró para entenderse con ellos a uno de los más notables por su patriotismo desde los primeros días de la revolución y que desde la época del gobierno peninsular había a.bogado por la conveniencia de mantener relaciones pacíficas y de comercio con las tribus del desierto. Los documentos que damos a luz se componen de la mencionada proclama, del diario de viaje del comisionado, y de un sucinto resumen de negociación firmado por el Comisionado y su adjunto don Santiago Lacasa .

Camino pesado aquel de Morón, que les tocó en suerte transitar a Chiclana y su adjunto. En la marcha iban asociados seis soldados y un cabo, con dos carretillas y un carrito. Y todos juntos, apenas alcanzaron la posta de la cañada debido a las pésimas condiciones en que estaban las cabalgaduras. En la posta, un carpintero hizo los arreglos necesarios para poder continuar. Mejoró las condiciones de las carretillas y hubo que desembolsar cuatro reales, sin contar lo que se gastó en leña

y carne para la gente. Recién al ponerse el sol alcanzaron la Guardia de Luján. En ese lugar estuvieron hasta que al otro día, pudieron continuar porque fueron socorridos por el fortín de Areco, con veinticinco caballos. Aprovechó el tiempo lluvioso don Feliciano para escribir dos cartas. Estaban dirigidas a don Francisco Ulloa, a quien le encargaba con urgencia los caballos para el auxilio y le proponía como entrada a Luján. Cuando llegó la contestación de Ulloa, Chiclana se enteraba que el punto de reunión sería el Médano del Potroso y que los caballos que se podían reunir no eran más de 25 o 30. Ante esta situación, se pasó el pedido al alcalde de Navarro y todos se mantuvieron expectantes en la Guardia. Lamentablemente, desde Navarro solo respondieron que habían recibido la carta y nada más. De inmediato se escribió a Ulloa que enviara un baqueano hasta Palantelen, ya que ahí no había nadie que los pudiera conducir hasta el Medrano del Potroso. A todo esto, se gastaba dinero en carne, sal, jabón y clavos. Cuando abandonaron la Guardia, hicieron noche en la casa de Silverio Melo, a unas seis leguas de viaje penoso debido a las cañadas y a las correntadas de agua. En esta ocasión los acompañaba el alcalde de la hermandad, Casimiro Gómez, para facilitarles caballos, pues solo contaba con cincuenta y cinco. La lluvia los obligó a permanecer en la casa de Melo y la gente se ocupó en hacer maneas, colleras y charqui. Hubo que comprar un cuero y una res. Para colmo de males, se enfermó de un cólico el lenguaraz Manuel. Cuando el tiempo estuvo más sereno, sin aguaceros ni lloviznas, se avanzaron unas leguas y fueron a dar en la chacra de Isidoro Molina. Desde esta casa despacharon al chasque Florencio Sosa a Palentelen, tal como lo solicitara Ulloa. Abandonaron la casa de Molina y cubrieron diez leguas para hacer noche en la tapera de Chivilcoy, con el consiguiente trabajo de conducir los 65 caballos con que entraron en la pampa. Al otro día, se dispusieron cruzar el Salado. Se tomaron todas las previsiones del caso, ya que estaba crecido. De pronto, se encontraron con el cacique Alleñaú, que iba de paso a sus tolderías. El cacique les pidió que le dieran parte del regalo, porque él ya sabía que le llevaban a los rankeles un gran obsequio. Qué el no era de esa nación ni de los caciques que se nombraban. ¡Parece mentira como corrían las noticias por el desierto! Se abrieron los fardos y le dieron al cacique y a sus acompañantes, un poco de yerba, tabaco, azúcar y siguió su marcha. Las márgenes del Salado, especialmente en la banda del Este, eran terrenos de gran atracción por su belleza. Además, ofrecían una buena protección para Guardias, hacienda de ganados, etc., y gracias a ello, se pudo avanzar como 9 leguas. Pero recién desensillaron sus cabalgaduras para tirarse a dormir, dos leguas más al Oeste del célebre Médano. Era un lugar de cortaderas, esas que los indios llaman

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Por el departamento de la guerra se me dice con fecha 25 de orden suprema lo siguiente: El señor Ministro de Estado en 3l departamento de Gobierno con fecha de ayer me dice lo que sigue: “Con esta fecha ha comisionado el Director supremo, al coronel don Feliciano Antonio de Chiclana y al protector de los indios don Juan Francisco Ulluoa para que se trasladen al punto en que haya de verificarse la reunión de los caciques que han de concurrir a un parlamento general y negocien el consentimiento de ellos para entender indefinidamente la línea de nuestras fronteras. Lo aviso a U.S. para su inteligencia y que lo comunique al Gefe de E. M. En contestación a la nota que dirigió a U. S. En el 7 del presente que por decreto supremo de 17 del mismo pasó al Departamento de mi cargo.” “Lo transcribo a U.S. para su inteligencia y fines consiguientes.” Dios guarde a usted muchos años.

CORNELIO DE SAAVEDRA. Señor coronel don Feliciano Antonio de Chiclana.

Textos Inspirados en el Diario del Viaje al Parlamento con los Indios Rankeles, que Hizo desde Buenos Aires, el Coronel Comisionado Don Feliciano Chiclana y su Segundo Don Santiago Lacasa

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winka. Recorriendo el Salado con rumbo al Sudoeste, se divisan los territorios más atractivos por el paisaje. Los baqueanos informan que allí se levantan unos cerrillos arenosos con pasto que llama la atención por la altura y donde se forman unos valles redondos. Se puede contar con las lagunas y cañadas donde abunda el agua. Para muestra está El Médano de Cortaderas, que posee una laguna bastante profunda. La cría de ganado mayor y menor es la principal actividad de estos parajes. Tras caminar dos leguas, llegaron a la Laguna de los Patos. Acamparon y enviaron a un baqueano con un soldado, en busca de Ulloa, el protector de los indios, que según el baqueano debía encontrarse a unas seis leguas en el rumbo que viene de la Guardia del Salto. Se quedaron todo el día esperando en la laguna, el regreso del baqueano. Cuando volvió, contó que había encontrado a Ulloa en el punto prefijado, dirigiéndose a la toldería de Nicolás. Desde allí, Ulloa les enviaría un hombre para que los guiara, por cuanto el baqueano regresaba a su casa. A media mañana alcanzaron a ver una partida de indios, andaban armados de chuzas y pasaron a escasa distancia del campamento. Tuvieron noticias de que podía tratarse de un grupo de indios salteadores, por lo que redoblaron la vigilancia y el cuidado, durmiendo con las armas bajo el brazo toda la noche, pero no hubo novedades. Finalmente llegó el guía que les prometiera Ulloa. Era un baqueano de la toldería de Nicolás y alrededor de las tres de la tarde, iniciaron la marcha para cubrir cinco leguas hasta el anochecer. Pernoctaron y al amanecer reiniciaron la marcha hasta desandar doce leguas más, así alcanzaron la toldería por la tarde, trajinando por un camino sumamente pesado. Encontraron a don Juan Francisco Ulloa que los salió a recibir con una escolta de catorce hombres armados. Eso sí, traía un número elevado de caballos, pero solo les entregó dieciséis de veinticinco que había sacado de auxilio del Salto. Habían transcurrido unas horas de la llegada a la toldería, cuando el cacique envió un delegado ante el grupo que encabezaba Feliciano Antonio Chiclana. -Dice el cacique que le entregue diez arrobas y media de yerba y diez varas de tabaco..- anunció. Chiclana observó que el pedido era perentorio. No estaba para incurrir en demoras y hubo que acomodar todo en las cajas que se dispusieron en el suelo. -También quiere el aguardiente- dijo el lenguaraz del cacique. -No. El aguardiente no lo tengo. Lo dejamos en La Guardia para repartirlo a mi regreso del parlamento- anticipó Chiclana. -No se celebrará ningún parlamento si no hay aguardienteQue sí, que no, el asunto fue que se repitieron varias idas y venidas entre el séquito del cacique y el grupo de blancos. Más parecía un diálogo de sordos porque el cacique no desistió en su empeño. Llamaron a Ulloa para que dijera lo suyo y Ulloa estuvo de acuerdo con el cacique.

Comenzó la mañana de un nuevo día. Las tratativas estaban estancadas. Se llevó a cabo una larga sesión con el cacique, los lenguaraces y Ulloa, se leyó la proclama del gobierno. El contenido de la proclama se repitió para varias veces, para que la entendieran todos los indios que estuvieron presentes. El cacique le pidió a Chiclana que le mostraran los puntos que se tratarían en el parlamento. Enseguida el funcionario puso al tanto al jefe indio de todo lo que se hablaría y se discutió ampliamente sobre cada tema. Chiclana envió tres hombres de su comitiva hasta la Guardia para que trajeran el aguardiente. Por más que le encareció a Ulloa que le diera uno o dos hombres montados a caballo, éste se negó rotundamente. Insistió Chiclana tratando de hacerle comprender que su propia cabalgadura estaba en malas condiciones. Le hizo notar a Ulloa que el día anterior le había prometido dar cuatro hombres montados, pero no hubo eco favorable. El hombre enviado por el gobierno hacía esfuerzos por entender qué pasaba. Para destrabar el conflicto que se había armado, el propio Cacique tomó la sabia resolución de entregarle a Chiclana cuatro hombres con sus correspondientes caballos de carga. Y no quiso dar más porque “su caballada estaba flaca”. Chiclana terminó sospechando que todo esto había sido obra de Ulloa. El protector de indios no hablaba mucho con el representante del Superior Gobierno. Se lo notaba remiso y displicente desde que el grupo de blancos había llegado a la toldería, pero don Feliciano ignoraba el motivo para obrar con esta actitud. Por la tarde llegó el lenguaraz Gutiérrez expresando que Ulloa se marchaba para El Salto a la mañana siguiente. De pronto, Chiclana dedujo, como si fuera un chispazo, que esto se debía a la oposición que había demostrado ante el cacique, al no abrir los fardos y sacar ropa para un jefe indio, primo de Ulloa, que dijo había mando a llamar para que recibiese el regalo. Ambos grupos se mantuvieron en la toldería y Ulloa no salió. Ni bien Chiclana con su comitiva fueron a otra toldería, observaron la llegada de un indio rodeado por unos pocos lanceros. Se trataba del cacique Lorenzo Recuento. Hombre de pocas palabras, pero sumamente sereno para expresarse, le explicó a Chiclana acerca de su presencia y la de sus lanzas. -Vengo a buscar el regalo. Yo no iré al parlamento porque vivo en la Cabeza del Buey, que está a mucha distancia de la toldería de Lienan.-Pero, cacique Recuento, el aguardiente aun no ha llegado...- se disculpó Chiclana. -No importa. Esperaré cinco días- respondió y se dirigió a un costado de los toldos, donde armó su campamento.

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En esa misma toldería, el cacique Nicolás le entregó a Ulloa veintitres caballos. Pasaron los días y nadie se movió porque querían recibir el aguardiente que aun no llegaba de La Guardia, pero confiaban en que pronto lo tendrían en su poder. Chiclana y su comitiva compraron una vaca que se sumó a la que el cacique les había dado el día de su llegada, más dos ovejas para mantenciòn de la gente. Allí se concentraron muchos y Chiclana aprovechó, ya que el cacique Recuento resolvió partir con su gente, para entregarle una casaca, dos camisas, un chaleco, un poncho bayetón, una manta de paño, yerba, tabaco y pasas, a pesar que antes se le había entregado yerba. Tanto el cacique Recuento como el cacique Nicolás dijeron que la ropa no era buena. Además, les faltaba espada y bastón. Entre rezongos y mala disposición, ese día se marchó Ulloa para El Salto, diciéndole a Chiclana que los alcanzaría en el camino. De pronto, apareció don Silverio, trayendo nada menos que treinta y ocho barriles de aguardiente. De inmediato se separaron dos barriles para Nicolás, ya que esa era la cuota para cada uno de los caciques. Pero se le dieron otros dos barriles porque Nicolás supo esperar y mostró, al final, buena disposición con el enviado del gobierno y dos barriles más para que los entregara al cacique Recuento. ¿Partieron de inmediato los blancos? No. Debieron mantenerse en el lugar a causa de la borrachera del cacique y sus indios, a quienes se les ocurrió no entregarles carne para la marcha. No quedó más remedio que continuar en el lugar, haciendo charque para el viaje y el 19, casi al mediodía, la columna se puso en marcha, acompañados del cacique Nicolás y algunos de sus indios, por lo menos hasta seis leguas. Recién hicieron noche en el Médano El Duraznillo, tras haber cubierto unas diez leguas, con la compañía de dieciséis indios que se les reunieron en el trayecto. Por la tarde, se alojaron en las cercanías de una laguna de agua dulce, sin nombre conocido. Tierra inhóspita, aquella. Desde que salieron con el cacique Nicolás, el terreno se mostró salitroso y con lagunas de agua salada. Eran campos con abundancia de trébol de olor y trajinaron durante doce leguas para llegar finalmente a las orillas de un médano con agua dulce permanente y con hermosa vista y posición.

El Cacique Curutipay, Un Indio Dificil de Tratar... Fue ese mismo día en que les salió al camino el cacique Pedro. De inmediato se le entregó el regalo de aguardiente, ropa, tabaco y demás elementos. Todos caminaron hasta la toldería del cacique Curutipay, distante cuatro leguas. El jefe indio les hizo un recibimiento pletórico de honores. Sus indios, armados de chuzas, les hicieron de custodia media legua antes de llegar. Cuando arribó la comitiva a 40

los toldos, luego de notificarles el motivo del parlamento, se les leyó la proclama del gobierno y se procedió a asegurar la amistad y las buenas relaciones. Asintió el cacique a todo lo leído, y exigió que les dieran la parte que le pertenecía en calidad de regalo. Muy ceremonioso, Chiclana hizo entrega de lo que le correspondía según lo dispuesto por el gobierno. Pero el cacique pidió más ropa porque tenía que dársela a seis indios de su confianza. Además tenía dos hijos a los cuales les había prometido sendos regalos. En cuanto al aguardiente pidió tres barriles aparte de los dos que se les había entregado. Cuando todo parecía que tocaba a su fin, el cacique exigió un tercio de yerba de un fardo que se había abierto. -Señor cacique, usted sabe que estos regalos deben alcanzar para todos los jefes de la región...- se disculpó Chiclana. No hubo interés en escuchar más de parte de los blancos. Insistió el cacique en la yerba solicitada y posteriormente, para no quebrantar las armónicas relaciones establecidas, como el cacique siguió pidiendo otros artículos, Chiclana accedió generosamente en entregarle cuanto se le ocurrió. Claro que no todo estaba fundado en la paz y la comprensión. El cacique Nicolás, que venía acompañando a los blancos, se puso incómodo ante las pretensiones de este jefe que no entraba en razones y que parecía que todo lo leído antes, ya no era tenido en cuenta. Nicolás le hizo señas a Chiclana para abandonar la toldería y dejar de una buena vez a este Curutipay con todas sus exigencias. Nicolás le dijo al lenguaraz Pilguerén, que Curutipay era un hombre de las más aviesas intenciones y que si no hubieran llegado a su toldería con todas las lanzas que había conseguido reunir durante el camino, les habría quitado todo lo que llevaban. Lo cierto es que salieron de los toldos de Curutipay a eso de las 10 de la mañana para esperar el auxilio de doce caballos, que les había franqueado uno de sus hijos y caminaron como siete leguas, acompañándolos hasta un médano conocido como Cuchamelú, debido a un árbol de piquillín, que tiene a sus orillas. Los blancos reiniciaron la marcha y el cacique Nicolás encomendó a Lienan, para que en calidad de chasque, avisara del avance de la comitiva y pidiendo que enviara al Camino, el auxilio de cabalgaduras. Ese día se traspusieron unas catorce leguas y dispusieron hacer noche en el Médano del Chañarito. Muy de madrugada, al otro día, abandonaron ese punto y alcanzaron unos médanos conocidos como los Manantiales. Fue entonces que recibieron noticias de Lienan, que en pocas palabras, les propuso enterrar las armas para llegar en señal de paz. Se le respondió que aún faltaban catorce leguas para arribar, por lo tanto las armas continuaban a disposición.

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Chiclana Llega al Mamüll Mapu A las cuatro de la mañana salieron de los Manantiales y cuando eran cerca de las siete ya estaban ingresando en los toldos de Lienan, habiendo caminado unas ocho leguas. Finalmente tuvo lugar el parlamento. De este modo, apareció por aquellos parajes, nada más y nada menos que un funcionario del gobierno que conducía a la nueva nación del Plata. Los españoles ya no estaban en el gobierno. El marqués de Sobremonte era un triste recuerdo. Y el virrey Cisneros, un lamentable antecedente en el gobierno que intentó perpetuarse. Los winkas nacidos en Europa sufrieron un alejamiento del poder y ahora quienes mandaban eran los winkas nacidos en estas tierras. Carripilon saludó al recién llegado, don Feliciano Chiclana. Era el 27 de noviembre de 1819, cuando llegaron al paraje conocido como Mamuell Mapu, donde se levantan los toldos del cacique Lienan. Estaban lejos de Buenos Aires. Concretamente a casi doscientas leguas con rumbo al Oeste, Sudoeste. Estaban presentes los caciques de la Nación Rankelche, Carripilon, Lienan, Payllarin, Quinchun, Millán, Flumiguan, Millán, Nelguelche, Nayguan, Paillañan, Nauyai, Quinten, Huilipan, Llario, Pedro, Lorenzo Recuento y Nicolás Quintana. Ingresó Chiclana en medio del círculo, con el segundo don Santiago Lacasa. Con ellos dos lenguaraces: Florencio Gutiérrez y Manuel Pilquelen. Fueron estos los que le dijeron a Chiclana que hablara. Que expusiera el objeto y el fin con que se había conducido hasta aquel punto. Y Chiclana habló. Les dijo que era enviado por el Gobierno Supremo de estas provincias y que el intento era hacer paz y amistad y unión perpetua con la Nación Mamülche, y en prueba de ello, les anticipó por medio de los intérpretes, el contenido de la Proclama que V.E. les dirigía. Enterado de esta proclama, el Cacique Carripilon, comisionado por aquel Congreso, para que hablase a nombre de todos, le aseguró a Chiclana que todos de un acuerdo y de buen corazón, estaban poseídos de los mismos sentimientos de paz, y unión. Le pedía al funcionario que lo hiciese así entender al Supremo Gobierno. Enseguida Chiclana le significó que en prueba de la amistad y unión con Buenos Aires, no debía dar entrada por los campos de su país, a los españoles europeos, porque eran los enemigos que trataban de esclavizarlos. Por su parte Carripilon sostuvo que comprendía las miras de los Maturrangos, que sabían que eran los tiranos a quienes jamás protegerían. Tomó la palabra el cacique Payllarín y dijo que ya les tenía significado, con anterioridad, a sus compañeros, que si los Maturrangos volvían a mandar el país, habían de poner a los indios en términos de comer pasto, y que así debían estar siempre con el gobierno de Buenos Aires, que era de americanos como ellos, en 42

lo que todos convinieron , con demostraciones de gozo y alegría. Chiclana quiso reforzar el sentimiento de armonía y propuso que los rankulches no debían dar oído a los argumentos de persuasión de los indios chilenos, que pretenden abrigar a los europeos españoles, dispersos entre ellos, y mucho menos darles permiso para que pasen por sus territorios a invadir las fronteras. -Quede tranquilo el representante del Superior Gobierno- contestó Carripilon. Y agregó: -ya hemos repulsado las proposiciones que por medio de los chasques nos hicieron llegar los chilenosChiclana mostró satisfacción con un gesto que le caracterizaba. Pero no pudo decir más porque el cacique Carripilon, en uso de la palabra, expresó: -Tenga la seguridad que los españoles no serán admitidos en nuestras tierras, aunque el cacique Quinteleu los admita. Nosotros nos encargaremos de desengañarlo. Chiclana propuso que para hacer más sólida la amistad, el Gobierno Supremo se comprometía a dar providencias, con el fin de que algunos ladrones, o malhechores blancos, no les robasen ni perjudicasen en sus haciendas. Pero que esto mismo les exigía a los rankulches, ya que tenían los blancos, repetidas experiencias acercas de robos que los indios llevaban a cabo en las fronteras. Carripilon extendió el brazo derecho al frente con el puño cerrado, lo dobló y se pegó en el pecho con tal fuerza que retumbó la caja torácica como si fuera un tambor, gesticulando y hablando en voz alta: -Los caciques jamás hemos consentido en los robos. Los ladrones son indios sueltos, que a ocultas de nuestra conducción, roban en las fronteras. Así consentimos en que el Gobierno Supremo ordene para que se les persiga hasta matarlosEl funcionario repuso que el Gobierno Supremo nunca entraría en hacer justicia por sí solo, por lo tanto calificaba como lo más acertado que fueran los caciques los que aprehendieran a esos díscolos y los remitieran para castigarlos y escarmentarlos. Propuso Chiclana que como consecuencia de la amistad y unión que se acababa de pactar, en ningún tiempo y por ningún motivo, debía la Nación Mamülche, auxiliar ni proteger a los montoneros, que como enemigos del orden, se habían sustraído de la obediencia y subordinación al Gobierno. Por lo tanto, concluía, no debían sostener los indios a aquellos rebeldes, por el contrario, debían contribuir a que el Gobierno los castigase como se lo merecían. Los rankulches convinieron en lo expuesto, prometiendo no franquearle gente ni cabalgaduras, ni permitirles existir en sus tierras. Finalmente, Chiclana propuso que para estrechar la amistad y unión, era conveniente sacar las guardias, a lo que respondieron los caciques, que de antemano, ya habían convenido en que se pusieran en las fronteras de la Banda Oriental del Salado. 43

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Replicó el funcionario enviado por el Gobierno, que no habiendo aguadas competentes al Oriente del Salado, jamás podrían instalarse allí los blancos para plantar una población. Era de necesidad que tal población se hiciera al Oeste, a distancia de dos o cuatro leguas de las márgenes del Río Salado. Sobre este punto discutieron los caciques por un largo rato. Por fin, convinieron en que se adelantasen las guardias de Luján, Salto y Rojas, al Oeste del Salado, siempre y cuando en ellas solo se pusiese la fortaleza, y lo que es muy importante, que en algunas pulperías para comerciar con los indios, a quienes se les habría de auxiliar con cabalgaduras y carne. Así concluyó la sesión, quedando los caciques muy satisfechos como igualmente los indios que asistieron al acto. Se firmó un documento por Feliciano Antonio Chiclana y Santiago Lacasa. Este documento rubricado en Telén, corazón del Mamüll Mapu, demuestra que los dominios de la Nación Mamülche, pueblo Rankul, en 1819, comenzaban en la margen occidental del Río Salado, y que el tratado firmado era entre naciones, personas jurídicas, no personas físicas. Fuera de la reunión, todos se mostraron hospitalarios y los blancos disfrutaban de aquella buena disposición de los indios, tanto que podían intercambiar opiniones y poner al día sus conocimientos de doctrinas palaciegas, ya que los rankulches sorprendían por la capacidad de comprender y sobre todo evaluar situaciones como las planteadas por los miembros de la comitiva visitante. Sin embargo, mientras caminaban como viejos conocidos, Chiclana y Carripilún, pudieron dar a conocer sus puntos de vista acerca de la génesis de sus pueblos. -Al parecer las cosas han cambiado. Ya no son los españoles y los criollos peleando juntos contra los ingleses. Ahora se vive el enfrentamiento entre los blancos nacidos en Europa y los blancos nacidos en América...Chiclana, caracterizado por sus dotes de orador, teatralizó la respuesta: -Nosotros los criollos somos americanos. Ustedes, son americanos como nosotros. Estas tierras no pueden volver a caer en manos de los españoles...-Mi padre era rankulche. El padre de mi padre era rankulche. Y el padre del padre también era rankulche... ¿De dónde era su padre?Chiclana no respondió. Si lo hacía tendría que responder “español”. No lo hizo. Y los rankulches, nacidos también en estas pampas, observaron aquella increíble refriega y advirtieron que tarde o temprano, cualquiera que impusiera su orden y su gobierno, sean españoles o sean criollos, también impondría su orden y gobierno en el desierto. El cacique se quedó rumiando aquella petición. ¿No dejar pasar a los españoles, a los blancos nacidos en Europa, por estas tierras? ¿Y ellos,

los criollos, quiénes eran para arrogarse tales derechos? ¿De dónde obtuvieron los títulos de propiedad de estas tierras, para mostrar el ánimo de sentirse poseedores, el carácter de dueños?

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Cura Lauquen, El Centro Político de la nación Mamulche La otra cara de la moneda se descubriría años después, cuando la Conquista del Desierto se impondría como política de Estado y la nación rankulche o Mamülche, sufriría el exterminio de todos sus integrantes. Pero así fueron las cosas. Tal vez lo más difícil de entender para los rankulches fue la lucha que vino con posterioridad, cuando se enfrentaron los blancos nacidos en estas tierras, peleando entre sí, llamándose federales unos, y unitarios los otros. Entonces había llegado el momento de sacar partido de esas rencillas, por cuanto el blanco, el enemigo del pueblo Mamülche, se destruía a sí mismo. El Mamüll Mapu –el País del Monte- se transformó en el oculto y secreto hábitat donde vivieron los hombres que provenían de un territorio que fue libre, tan libre como el viento que empuja las nubes, tan libre como el aire que respiramos o el piar de los pájaros que escuchamos por las mañanas. El Meli Buta Mapu –los cuatro puntos cardinales- ya no existían. Por muchas lunas, los ancianos de las tribus, contaron a sus hijos, cómo era la vida, como se podía vivir, como se pudo existir sin temor a morir de hambre ni temer al palo de fuego de los blancos. Aquel inmenso territorio de los cuatro puntos cardinales, les fue arrebatado por los winkas, y ellos los rankulches, por pura y convincentes razones de sobrevivir, ante el embate de los blancos, prefirieron refugiarse en el monte, en el bosque sagrado del huitrú. En el Mamüll Mapu la vida estaba, en cierto modo, asegurada. En primer lugar, se encontraba a varias leguas de los pueblos y de las estancias, separado por campos sin agua, con pajonales y con isletas de jarilla, algarrobo y caldén. En segundo lugar, si alguien lograba cruzar la travesía, con médanos y guadales muy extensos, recién en Leuvucó, podía contar con grandes lagunas de agua dulce. El País del Monte mostraba tanta seguridad, que los Huiliches, que estaban viviendo más al sur que los Pehuenche, abandonaron sus tierras y marcharon con sus toldos y sus ganados al País del Monte. Los Pehuenche los vieron pasar como un pueblo atemorizado por lo que, más tarde o más temprano, traerían las partidas y los regimientos de los blancos. No es de extrañar, entonces, que también los Pehuenche, poco tiempo después, emigraran siguiendo los pasos de los Huiliches. Hasta ahora se creyó que Leuvucó era el centro Político de la Nación Mamülche, erigido en el corazón de la República Argentina. Hombres de ciencia, es-

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pecializados en diferentes rubros, han intentado, sin éxito, corroborar esa teoría. Investigaciones recientes, donde no estuvo ausente la inteligencia y el conocimiento de Germán Canuhé, están demostrando que el lugar principal de jefatura, reunión, conmemoraciones, festejos, justas deportivas y otros fue la laguna Cura Lauquén. Luis de La Cruz, que es un narrador de importancia indiscutida, pudo entregar en sus escritos sobre del viaje realizado, un testimonio de irrefutable valor, acerca de las condiciones que ofrecía el territorio del pueblo Mamülche, para albergar a tantos y tantos emigrantes. Todos sus habitantes se encolumnaron con rumbo al sur de San Luis y norte de La Pampa. Allí conocerían a Yanketrus, el cacique que no le dio tregua a los cristianos y los combatió hasta el final. Recién después del combate de Las Acollaradas declinó su estrella. Allí, en el Mamüll Mapu, se pondrían a las órdenes del Gran Payné, allí conocerían a Calvaiú o Galván Nüru, Panghitrus Nüru y Epumer Nüru. Toda una dinastía de Zorros que pelearon, firmaron tratados de paz y volvieron a pelear. Y finalmente, la terrible decisión tomada por los políticos de Buenos Aires, aprovechando las milicias de la Nación, de llevar a cabo el aniquilamiento del elemento indio, para que el desierto, se convirtiera definitivamente en tierras de la producción creciente y ensanchamiento del área de población de los blancos.

La serena y plácida llanura del País del Monte, se extendía magnífica y espléndida bajo el sol del verano. Por momentos, el piar de los pájaros en el bosque resonaba con increíble algarabía, propio del espíritu de libertad y armonía que vivían todos los que poblaban aquellos páramos de tanta bonanza. El abuelo pehuenche, hasta hace algunos años, un súbdito de Puelmanc, se había trasladado a los toldos de Carripilún y caminaba con paso seguro, entre los caldenes, junto a su nieto Uñaiché (hombre valiente, en rankel). -Abuelo, si el gran cacique Carripilún necesita comida, ¿por qué no viene él mismo a cazar el venado?-Porque para eso es cacique. Y si él gobierna, nosotros le servimos. Además, no solo se trata de cazar un ciervo para él, sino para toda la familia...-Aun comiendo toda su familia, le sobrará carne...-Puedes pedirle un trozo. Te lo dará, seguramente...-Abuelo, ¿Por qué toda la tribu respeta y quiere al cacique? -Porque el cacique es un hombre inteligente. Un hombre sabio. Comprende a su gente y respeta a los que son de otras razas. Se esfuerza en vivir sin guerra y quiere que todos continúen disfrutando la paz y la felicidad en estas tierras-

-¿Por qué manda, el cacique?-Porque en nuestro pueblo, manda el que obedece... y el que obedece, manda.-No entiendo, abuelo...-Hummm....cuando crezcas lo vas a entender....De pronto, el viejo indio se congeló en el lugar. Quedó como petrificado. No movía un solo músculo del rostro. No movía los brazos ni las manos. Por cierto que el pequeño Uñaiché hizo lo mismo. Frente a ellos, entre los caldenes, paseaba un hermoso venado que había dedicado una buena parte de la mañana para comer pastos tiernos. El indio fue bajando la mano derecha con increíble suavidad y lentitud hasta alcanzar el cuchillo que portaba envainado cerca del muslo de su pierna. Uñaiché observó esa magistral muestra de autodominio, cautela y prudencia, únicamente posible si la mente controlaba al resto del cuerpo. Era aquella, una lección de concentración absoluta. De pronto el abuelo sacó el cuchillo y lo tiró al aire frente a él, lo tomó del filo con el pulgar y los dedos índice y mayor, apenas lo inclinó unos centímetros hacia atrás y lo arrojó con increíble fuerza hacia delante. La daga cortó el aire y se clavó en el pecho del animal que se desplomó con el último aliento. Ambos corrieron de inmediato para rescatar el cuchillo y observar el magnífico ejemplar que había cazado el abuelo. El cacique tendría buena carne para la noche. Si el viejo indio hubiera sido un hombre del norte, gente del allentiac, hubiera corrido tras el venado, hubiera corrido varias leguas, hasta que el animal cayera exhausto de cansancio. Pero los Pehuenches tenían otros métodos. Fueron tan brillantes aquellos 25 años de gobierno del cacique Carripilún, que cuando aconteció su muerte en 1820, ya no se diferenciaba entre Mamülche y Rankülche, pues ambos términos se licuaron por obra y gracia de la sinonimia, sufrieron una lógica mimetización, llegando a significar lo mismo, tanto para los blancos como para los propios indios. Los pueblos que integraban a la Nación Mamülche continuaron ocupando la selva inexpugnable del huitrú (caldén) pero a la misma vez, detrás de la Cordillera, un ruido sordo y penitente, anticipaba el éxodo de los hijos del Arauca con rumbo a las praderas de pastos verdes y arroyos de aguas claras. Una columna interminable trasponía la “Sierra Alta”, principalmente de la región de Boroa, hoy Temuco, y bajaba al llano, para congraciarse con aquella geografía que regalaba tanta generosidad en la extensión como bonanza en los recursos. ¿Es posible que este aspecto referido al conocimiento geográfico que tenían los aborígenes, no fuera comprendido, después, por los ejércitos de los blancos? Era natural para el indio cruzar la cordillera, porque tanto la tierra besada por las aguas del Pacífico, como las tierras bendecidas por Dios, que después serían llamadas

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“pampas”, eran una sola cosa. Los límites, las fronteras, las demarcaciones, sería más un invento de los winkas que algo que ocupara la cabeza de los indígenas. Nos animamos a creer que los jefes y oficiales de los ejércitos blancos conocían este modo particular de pensar y de proceder por parte de los indios. Más bien se conformaron ideas antagónicas entre el winka y el indio, porque el elemento indígena molestaba con su presencia en los territorios que ocupaban desde siglos atrás y no convenía a los blancos que los aduares se dispersaran por los campos ya que los “negocios” podían realizarse en tanto y en cuanto hubiera “limpieza de indios”. -El cacique Rondeau nos conduce hasta los territorios prometidos, frescos y húmedos cercanos a Guaminí...- dijo el boroano. -Estos territorios de pastos tiernos son buenos para los rodeos. Tendremos vacas de buenas carnes, no solo para nosotros, sino para vender a nuestros hermanos, detrás de la Sierra Alta.- comentó otro que le seguía con toda su familia. Melin es un cacique que tuvo razón en decidirse a bajar a estas comarcas. Las que acabamos de dejar ya no tenían ni siquiera buenos rebaños de guanacos...También Carhué fue ocupado como asentamiento para las tribus recién llegadas y prefirieron los campos aledaños a las lagunas. Ellos arribaban seguros de no ser atacados por los winkas. En las conversaciones previas se había concertado un acuerdo entre el gobierno Nacional del general Rosas y los indios chilenos. Los indios buscaron y se afincaron en lugares como Guaminí, Carhué y los campos aledaños. El general Rosas les brindó protección. Pero como el Restaurador de las Leyes no daba puntada sin hilo, la protección era otorgada siempre y cuando lo ayudaran a contener a los indómitos rankeles. Los jefes que vinieron del otro lado de la Sierra Alta terminaron al servicio de los blancos, contándose entre otros a los caciques Rondeau, Melin y Coliqueo. A ellos no les importaba la lucha de los rankeles contra los winkas. Para ellos lo fundamental era que el gobierno de los blancos les otorgaba tierras para vivir, alejando el fantasma del hambre para las tribus. Por eso, algunos lonkos, tiempos después, se quejaron amargamente de Coliqueo, denunciando una actitud propia del traidor, ya que se pasó abiertamente a la civilización de los winkas. Un cuarto de siglo bajo el gobierno sabio y prudente de Carripilún, había fortalecido a la Nación Mamülche, pero al quedar el ghúlmen sin descendencia, no hubo otra alternativa para el Consejo de Lonkos, que elegir como sucesor a un jefe capaz de dirigir al pueblo y a la vez hacer la guerra a los blancos. Una doble vertiente que no resultaba tan fácil de concretar en un cacique, que por otra parte, debía mantener una ascendencia carismática sobre su pueblo. Hacía falta un guerrero con mano firme, ya que así lo exigían los tiempos.

Por eso, a Carripilún le sucedió Yanquetrus, el fuerte, el hombre de la lanza y de fortaleza inigualada. Este indio indómito había sido derrotado por el gobernador de Mendoza, Amigorena, allá por 1780. (Fue entonces cuando se jactaba el mendocino de haber echado a Yanketrus y sus Rankeles desde El Carrizal hasta el Neuquén). Cuando muere Amigorena, regresa Yanketrus. Por su valía sería elegido Jefe sucesor de Carripilum. Hace honor a su fama de feroz y sanguinario, transformándose en terror de sus enemigos. Es esencial para nuestra historia conocer la razón por la que este cacique llega a ser el jefe de todas las tribus del Mamüll Mapu. Lo cierto es que en todos los toldos reinaba la tristeza del espíritu abatido de Caree Agüel, que abandonaba este mundo y no dejaba descendencia. Sin hijos, sin herederos, los rankeles parecían un viejo leño que se partía en dos, como si los días de gloria vividos en el cacicazgo de Rankelche Carripilum, hubieran presagiado el derrumbe de las tribus... ¿así terminaba aquella magnífica conjunción de pueblos, en el País del Monte? Tal parecía el destino de la formidable confederación de tribus que ocupaba el centro de un territorio pródigo en pasturas, caballadas y rodeos. Sin embargo, los hombres de mayor ascendencia en cada uno de esos pueblos, las cabezas de esas comunidades, debían tomar una resolución para sortear la crisis y aventar los negros nubarrones que se cernían en el horizonte del Mamüll Mapu. El Consejo de Lonkos por unánime aclamación designó cacique general al hombre de la lanza: Yanketrús, cuyas espaldas venían cargando la fama de correrías y malones y la decisión inquebrantable de pelear hasta no dejar un solo blanco en las comarcas. ¿Era sanguinario? ¿Era un guerrero de agrio e intempestivo carácter? Tal vez. Pero junto con todo esto era organizador, feroz en el combate y mantenía una ascendencia marcada sobre sus lanzas. Y en las circunstancias que se vivían, semejantes características revestían un valor incuestionable de supervivencia para la raza. Tuvo a su lado a Payné Nüru, a quien preparó como fundador de la dinastía de los zorros. En esta estrategia estuvo de acuerdo hasta el propio hijo de Yanquetrus, Pichuin Gualá, a quien legítimamente correspondía el cacicazgo una vez desaparecido su padre. Sin embargo, Payné asumió la conducción de toda la nación rankel, tal como lo había planeado el Vuta Yanquetrus y Pichuin acató esa decisión. Así estaban las cosas en el País del Monte y las estrellas titilaban en la noche sureña y se reflejaban en la laguna de Leuvucó, convertida en un espejo de plácidas aguas capaz de descubrir aquella armonía cósmica, mientras el sueño dominaba los toldos y solo algunos leones dejaban escuchar sus bramidos, cuando merodeaban por los montes vecinos. La famosa Expedición al Desierto, surgió por ese tiempo, de la cabeza pletórica de ideas ambiciosas de Juan Manuel de Rosas. Estaba en sus planes “rescatar

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todo un territorio ocioso, bajo el dominio indígena”, avanzando por tres zonas bien diferenciadas: por el Oeste, por el Centro y por el Este. Él, don Juan Manuel, como jefe de la expedición, se reservaría el comando de la División del Este que, marchando por la costa del territorio Mamulche, tenía como finalidad, alcanzar el Río Negro. En cambio contaría por el Centro con la presencia de Ruiz Huidobro para limpiar el territorio a la vez que ponía toda su confianza en la designación del fraile Aldao para ejercer la jefatura de la División que, saliendo de Mendoza se juntarían con la de Huidobro y llegarían al punto de convergencia con la División al mando de Rosas. Según Germán Conahué, Ruiz Huidobro, derrotado por Yanketrus en San Luis, no sigue avanzando y vuelve con su columna. Por su parte, el general Aldao, que en vano espera a la División Centro, debe tratar de zafar de la destrucción permanente de sus fuerzas, ya que los rankeles le infligen grandes bajas, mediante partidas de aborígenes que aparecen y desaparecen como fantasmas. Una magistral guerra de guerrillas. Finalmente se produce un enfrentamiento en El paso de la Balsa, sobre el Río Chadileuvû, donde mueren ochenta soldados y Aldao no tiene más remedio que emprender el regreso. ¿Qué hace el General Rosas ante semejante debacle por parte de las divisiones Centro y Oeste? Canuhe insiste en que el Restaurador de las Leyes tiene la habilidad suficiente como para presentar su fracaso -previo maquillaje de los hechos- como triunfo, y por supuesto, la gente de Buenos Aires le otorga todo el crédito a sus palabras. Por eso el combate de Las Acollaradas debía aparecer como una victoria para los blancos. Este es el punto de partida para pedir que Rosas sea ungido con las facultades extraordinarias. Los porteños le creen a Rosas y las decisiones que se toman son a favor de sus planes. Por supuesto, muy poco tiempo después, los rankeles muestran el dominio sobre su territorio y están otra vez a las puertas de Buenos Aires. Esto, al decir de Germán Canhué, para que no queden dudas de cómo fueron en verdad los sucesos. Yanketrus junto con Painé Nürü, (Zorro Celeste), un gran guerrero y jefe diplomático, que sería su emblemático sucesor, mantienen la tradicional enemistad con el Gobernador de Buenos Aires. Y llegan más lejos aún. Se granjean la amistad de los Borogas, que Rosas pretendía utilizar contra la Nación Mamülche, y así de esta manera, juntos, rankeles y borogas se aprovechan de los enfrentamientos entre unitarios y federales. Ambas etnias funcionan como rosca y contra rosca. Según el resultado de cada combate era el reparto del botín. Así, la estrategia india funcionó a la perfección: si ganaban los unitarios, los Rankülches arreaban con las pertenencias de los derrotados. Si el triunfo era federal, los que se beneficiaban eran los borogas.

Rosas, se dio cuenta de que el futuro no pintaba a su favor y entonces le abre las puertas a un indio del Llaimache, Kallvukurá, prometiéndole concesiones y beneficios de campos y rodeos, pero con la irrenunciable misión a su cargo de castigar a su aliado infiel y ocupar su lugar. Así es como este Jefe perpetra en Masallé una gran matanza especialmente de los jefes boroganos y queda dueño y señor del territorio, ganándose la amistad de Rosas. Coliqueo, milagrosamente, escapa de la emboscada y busca refugio en el único lugar que podía ofrecérselo: el Mamüll Mapü. Mientras convive con los rankeles, anuda lazos de parentesco con el coronel Manuel Baigorria, un puntano de enorme capacidad como estratega y que conducirá a los indios, en numerosas incursiones para disuadir las invasiones de los blancos.

Yanketrus: Claros y Oscuros de un Gran Cacique Este cacique fue aliado y camarada de aventuras del chileno José Miguel Carrera, enemigo jurado de los generales Bernardo de O’Higgings y José de San Martín. Yanketrús tuvo el triste honor de acompañar al salteador en el criminal y sangriento malón contra el pueblo de Salto en 1820, prosiguiendo su luctuosa campaña por los campos aledaños al río Quinto, donde enfrentó a la columna de ciento once mozos sin experiencia de pelea, en el combate de las Pulgas. Estos muchachos eran guiados por Dolores Videla, y el combate de la Ensenada de Las Pulgas tuvo lugar treinta años antes de fundarse el Fuerte Constitucional. José Miguel Carrera degolló a todos los imberbes que intentaron detenerlo y siguió su marcha hacia el oeste en el intento de saquear la ciudad de Mendoza, para caer derrotado bajo los sables de los milicianos del brigadier José Albino Gutiérrez en Punta del Médano(1). Carrera anduvo por las pampas reclutando gauchos forajidos, bandidos y salteadores, gente perseguida por la justicia, desertores de las fuerzas nacionales y bandas de indios juramentados contra el Estado que los winkas pretendían instalar en los territorios que pertenecieron a los primitivos ocupantes del suelo. El chileno Carrera se desvivía tratando de conseguir el mayor número posible de refuerzos para sus tropas. El plan era llegar a Chile y enfrentar al odiado general O‘Higgins, culpable de la muerte de sus dos hermanos. Por otra parte, quienes se incorporaban a este ejército, compartían la experiencia de considerarse fuera de la ley, necesitando del robo y apoderamiento de vacas y caballadas ajenas, para poder subsistir. Era Carrera una especie de líder mesiánico, al que los indios habían bautizado Pichi-Rey. Estaba aliado al cacique Pablo Levenopan, connacional de Venancio Coñuepan, aunque se mantenía distante de él. Pablo era vorogano, un natural de las proximidades de Temuco. 1 Primitivos habitantes de Mendoza, Bernardo Morales Guiñazú.

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¿Por donde pasaban los argumentos de Yanketrus que justificaban su adhesión a este ladrón y asesino de puestos fronterizos, de estancias y salteador de pueblos indefensos? Pasaban por el hecho que no le interesaban los móviles de José Miguel Carrera. Si él quería ir a Chile y enfrentarse con el jefe winka de aquella nación, del otro lado de la Cordillera, que lo hiciera. Para el cacique no había otra motivación que contar con un aliado suficientemente fuerte como para dañar los bienes de los blancos en los campos que hasta hace poco, habían sido de usufructo total y absoluto de las tribus rankelinas. La estrategia era el malón. Por otra parte, Carrera se inclinaba a adoptar muchas de las modalidades indias, pero esas costumbres pertenecían a la etnia de la araucanía.

La región N.E. de la misteriosa Travesía Puntana también perteneció al territorio del pueblo Mamülche. El sur sanluiseño fue territorio de rankeles desde tiempos muy antiguos. Si me animo a escribir sobre la región de Sayape es porque se trata de un territorio cuya impronta me marcó definitivamente, ya que es diferente al resto de la provincia. No tengo la intención de presentar una reseña de estudios arqueológicos, porque me doy cuenta que se trataría de una tarea demasiado grande, y para la cual no me siento capacitado, primero porque carezco de los conocimientos y herramientas suficientes que me permitan acometerla y segundo porque el objetivo es demostrar que históricamente, el pueblo Mamülche ocupó los territorios existentes al sur del río Quinto, antes que los blancos llegaran por estos campos Me queda el consuelo de los escollos que debieron sortear otros, como el profesor Juan Wenceslao. Gez y las referencias de Florentino Ameghino cuando decidieron profundizar los estudios geográficos, tal como lo hiciera en su momento el agrimensor Ave Lallemant. Ellos son merecedores del galardón de los sabios, porque abrieron caminos para investigaciones posteriores. De aquí en más, confío que las características de esta región, puestas en manos de estudiosos competentes, con seguridad arrojaran nuevas luces, aunque para mí, es suficiente el momento de observación, de reflexión y coordinación con otros

elementos para las conclusiones históricas. Después de todo, por allí galoparon los señores del desierto y mi preocupación más genuina es conocer como fue, como se transformó (si es que hubo transformación) ese espacio conocido como Sayape. Hubo un tiempo de fuertes vientos, persistentes sequías, elevados calores y bajas temperaturas que configuraron una fisiografía especial para la región. A partir de la margen derecha del rio Quinto, en la longitud de la ciudad de Villa Mercedes y en dirección hacia el Sur, comienza el terreno a presentar poca consistencia y una muy débil capa de sedimentación vegetal en su superficie. Se constató que en 1921, durante el invierno, la peonada de algunos establecimientos rurales, debió ocuparse en sofocar numerosos incendios. En los campos se quemaron las semillas y no salió pasto nuevo en los parajes quemados, sino después de pasados varios años. Posteriormente hubo un incendio que calcinó por lo menos unas 400 leguas cuadradas y constituyó, ese fuego, un factor contraproducente para la región. La agricultura, negada como empresa, por ausencia de lluvias, bien puede ponderarse como la inversión de ingentes sacrificios por parte de los que pretendieron arrancarle riqueza a estos suelos. Otro factor de destrucción en los campos fue la exposición a los fuertes vientos que no perdonaban al pan de tierra, mal producido por el arado de rejas, en la apertura de los surcos. Ni qué hablar de los terrenos sueltos, que muestran la desnudez de un suelo maltrecho, herido por la inclemencia y próximo a su destrucción. Al sur del ramal Beazley del ferrocarril Pacífico, comienzan los verdaderos médanos sobre la inmensa llanura pampeana. Aquí comienza la leyenda de la Travesía Puntana, de la cual el paraje Sayape no es nada más que el extremo NE. Existen autores que afirmaron, sin vueltas, que se trata de un estudio complicado, el de la pampa y el subsuelo. No se puede, aún hoy, emitir un juicio definitivo acerca de la edad y la subdivisión de la formación pampeana. En cambio, a lo sumo, se puede hablar de la transformación eólica de estos médanos, mediante la mera visualización y el respaldo argumental de algunos datos históricos. No es mi intención sorprender al lector con extrañas conceptualizaciones acerca del paisaje o la territorialidad. Por lo tanto mis pies se afirman en terreno sólido cuando expreso que los rankulches extendieron su hábitat por estos campos que pintaban para el blanco, tan escasos de agua como difíciles de trajinar. Y sin embargo, los indios formaron parte de este paisaje desde un tiempo que resulta imposible de señalar en un calendario. Con todo, vayamos por parte para no incurrir en afirmaciones livianas. De acuerdo con los especialistas en esta ciencia, en los últimos años, el concepto de paisaje, al menos en arqueología, permite ser definido como un producto

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Viento, Sequía y Erosión en la Región de Sayape... Camila Gianotti García es la coordinadora de un trabajo titulado “Paisajes Culturales Sudamericanos. de las Prácticas Sociales a las Representaciones”. Con este trabajo se ha logrado un enriquecimiento en materia de perspectivas teóricas y aprovechamos esta profundización para intentar una trayectoria por el sur del río Quinto.

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social que se relaciona con un tiempo y con el contexto cultural determinado. Esto facilita el conocimiento acerca del paisaje o lugar, que no es preexistente a los individuos, sino que por el contrario, sufren la construcción por los agentes sociales y por lo tanto acarrean su conceptualización. Para hacer más clara la definición que se intenta: mediante el proceso de socialización del paisaje, los individuos se familiarizan espacialmente y se desempeñan dentro de un marco creado por la propia estructura de los actos. Esto quiere decir que cuando los grupos humanos ocupan un lugar determinado, pueden producir en los alrededores que perciben, sentimientos o promover ideas de pertenencia, de arraigo a ese lugar. También puede originar otras reacciones como las de rechazo o sentidos de no pertenencia. El caso es que por causa de esta continua interacción de los grupos humanos y el paisaje, surgen ideas de posesión y urgencias por transformar el espacio. Al principio me pareció algo mágico este asunto de cómo las personas perciben los lugares y el paisaje a través del tiempo, y que llevan a cabo este esfuerzo para sostener el arraigo y dirigir la continuidad hacia geografías determinadas. Me lo imagino a Mari-Co Gualá, atisbando aquellos medanales y desechando, mediante un ejercicio de racionalidad, cualquier intención a despreciar esos campos, en tanto que experimentaba en el alma, los sentidos de desarraigo y no pertenencia, cuando se alejaba del paisaje. No se puede ignorar que en los últimos veinte años las investigaciones en arqueología de la paisajística sureña, se han enriquecido con el aporte de perspectivas teóricas diferentes. Así se producen aperturas hacia nuevos temas y problemáticas de las cuales no se tenía noción. Es en este sentido y no en otro, es que el concepto de percepción, ha comenzado a ser utilizado y aplicado intensamente por los arqueólogos en estudios del paisaje. Debemos ser honestos en las apreciaciones: esto no ha facilitado las cosas. Antes bien, ha venido a causar una cierta confusión y ambigüedad. La cuestión de las identidades sociales y culturales en arqueología es un asunto complejo, pero no por eso deja de ser ampliamente trabajado y discutido. Así y todo me llevé una sorpresa cuando advertí que la relación entre la percepción del paisaje y el surgimiento de identidades constituye una problemática no muy desarrollada. Está escasamente debatida en el campo arqueológico. En algunos casos, la identidad origina sentimientos de pertenencia y arraigo a ciertos lugares y paisajes. En otros casos, el paisaje es usado sin que se manifiesten esos sentimientos. Sin temor podemos asegurar que los grupos humanos delinean, a través de la acción social, su sentido de lugar y su comprensión del mundo. Por eso, la percepción es la forma esencial cognitiva y emocional de acercarse, actuar y conocer

el entorno. Al hablar del espacio de Sayape, se utiliza como caso de estudio el proceso de conformación del paisaje indígena y la posterior desestructuración del mismo, en la parte que ocupa el sur de la provincia de San Luis. Se propone un modelo de espacialidad que interpreta el uso del espacio por los grupos indígenas, en este caso, los rankeles (gente de los carrizales) que habitaron el área “desde tiempo inmemorial”, aunque hay historiadores que se empecinan en fijar como fecha de arranque al siglo XVIII. Y estuvieron allí hasta el siglo XIX, cuando se produjo la apropiación del paisaje por los blancos. Hubo un tiempo de fuertes vientos, persistentes sequías, elevados calores y bajas temperaturas que configuraron una fisiografía especial para la región. A partir de la margen izquierda del rio Quinto, en la longitud de la ciudad de Villa Mercedes y en dirección hacia el Sur, comienza el terreno a presentar poca consistencia y una muy débil capa de sedimentación vegetal en su superficie. Se constató que en 1921, durante el invierno, la peonada de algunos establecimientos rurales, debió ocuparse en sofocar numerosos incendios. En los campos se quemaron las semillas y no salió pasto nuevo en los parajes quemados, sino después de pasados varios años. Posteriormente hubo un incendio que calcinó por lo menos unas 400 leguas cuadradas y constituyó, ese fuego, un factor contraproducente para la región. La agricultura, negada como empresa, por ausencia de lluvias, bien puede ponderarse como la inversión de ingentes sacrificios por parte de los que pretendieron arrancarle riqueza a estos suelos. Otro factor de destrucción en los campos fue la exposición a los fuertes vientos que no perdonaban al pan de tierra, mal producido, en la apertura de los surcos. Ni qué hablar de los terrenos sueltos, que muestran la desnudez de un suelo maltrecho, herido por la inclemencia y próximo a su destrucción. Encontramos al norte de este desierto puntano, la extremidad meridional de la sierra de San Luis, sus vertientes, como así también el río Quinto. Entre tanto, al Sur, la extensión carente de aguadas llega hasta el ramal de Buena Esperanza del ferrocarril Pacífico. Por el Este el paisaje cambia. No solo aparece el río Quinto sino la línea de lagunas cercanas a la provincia de Córdoba, y se instala la duda de que trescientos años atrás, estos espejos de agua hayan sido tan numerosos como lo son ahora. Por el Oeste, el límite es terminante: los ríos Desaguadero, Bebedero y laguna del Bebedero. En suma, este desierto muestra una superficie con ausencia de agua que bordea las 600 leguas cuadradas. Me hago cargo de los avances y progresos de la provincia de San Luis con respecto a la Travesía Puntana, que mediante pozos, aguadas, círculos verdes y otras obras de envergadura, limitaron la peligrosidad y aportaron vida a la zona. Insisto

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en esta región de Sayape, en parte cubierta de algunas pocas gramíneas naturales y matas de paja. Asegura Greslebin que si hay roseta, ello es indicio del refinamiento del campo, porque se trata de un excelente pasto de engorde (hasta que no eche la flor con espinas). Antes de 1916, miles de hectáreas con alfalfa constituían el marco que rodeaba a la laguna de Sayape. Vino la famosa sequía de ese año y se perdieron los alfalfares, sobre todo por el recargo de hacienda. Entonces, tras la muerte del terreno aparecieron los médanos. También hubo otro factor desencadenante que facilitó el advenimiento de los médanos: el excesivo uso del suelo, trabajándolo con rejas profundas.. Héctor Greslebin asegura que de esa fecha (1916) datan muchos de los médanos mientras la erosión continuaba en otros por la ausencia de plantaciones apropiadas. Hubo transformación en esta región. Las isletas con monte que se hizo leña dan cuenta de los frecuentes incendios de campo, que resistieron sin contrafuego ya que no había población que los llevara a cabo. Greslebin llega a una conclusión sorprendente: en 1924 escribe que hace por lo menos 150 años, la laguna de Sayape, no existía. Esto significa que nos enfrentamos a un medio físico histórico distinto al de nuestros días. Tiempo hubo en que no estaba presentes la laguna de Sayape, Pero tampoco existían las lagunas El Águila y El Cóndor, Aquí conviene intercalar la presencia humana en la reseña. Quintino Toledo era un rankulche que llegaba a los 82 años cuando Greslebin, en 1924 se animó a preguntarle acerca de la laguna. Y la respuesta fue que su padre, don Domingo Toledo jamás conoció lagunas en ese paraje. Y conste que don Domingo falleció a la edad de 90 años en 1874. No menos interesante se muestra el plano que salió de las manos del profesor Gez y que se registra en el Archivo de Indias como un anexo de la Historia de la Provincia de San Luis. Estamos hablando de 1797. La laguna de Sayape no aparece en dicho mapa. Tal vez lo que más llama la atención es que se menciona el asunto de “caminos mandados abrir”. Esto supone la existencia de formaciones monteras en toda la región. Tal vez la famosa selva del huitrú, que tantas veces ornamentó las actividades de la nación Mamülche en tiempos de Carripulún. Las huellas primero y después las rastrilladas, indicaban que tanto los indios como el ganado se desplazaban hacia el sur. Bien pronunciado o mal pronunciado, los antiguos pobladores del Sayape comentaban, señalando el rumbo hacia el sur, que la tropa se dirigía con destino a Naicó, que quiere decir agua que surge, o mejor, toldos del cacique Pincén. Y si hurgamos un poquito más en la lingüística, la vieja que cebaba mate en el rancho, miraba más allá de los médanos sureños y comentaba que la hacienda era arriada hacia Curralauquen, cuyo significado era laguna de piedras o campamento de Carripilún.

Creo que esta tradición oral, propone como acertada la expresión de Germán Canuhé que insiste en revelar a Cura Lauquén como el corazón político de la Nación Mamülche. Esta presencia tan antigua, arrastra consigo la organización social cuyo basamento fueron diferentes linajes conducidos por líderes o “caciques”. Los asentamientos fueron exclusivos para cada toldería y los lonkos (cabezas de comunidad) ejercían su jurisdicción en estos territorios. En pleno siglo XVII y posteriormente también en el siglo XVIII, estas comunidades se gobernaron con absoluta libertad, respetando los jefes de cada una al cacique general de todas las tribus. Es conveniente aclarar que durante sucesivas generaciones, los grupos rankulches produjeron alteraciones físicas en el paisaje. Son consideradas como tales las huellas y senderos, que con el tiempo se convirtieron en rastrilladas con los grandes arreos de ganado. Los enterratorios, que luego fueron lugares sagrados para el descanso de los huesos de los antepasados, fueron alteraciones físicas. No se registran grandes almacenamientos de agua, como serían las represas, pero si uno se pregunta como surgieron las lagunas, es conveniente tener presente hechos como el que llevara a cabo el coronel Ernesto Rodríguez en 1870. Buscó una depresión en el terreno e hizo cavar un jagüel de bajada, reforzando sus costados con palos a pique. Este fue el punto de partida de la laguna El Colorado. La hacienda numerosa y el no dejar bajar el agua, pelaron el suelo adyacente al pozo. El viento trajo la arena y poco a poco se fue formando la hondonada. De esta forma nació Sayape y también El Colorado. Las llamadas comunidades libres que existían en el sur de la provincia de San Luis, eran rankulches que dejaron las huellas en los campos que habitaron durante años y años, sin registrarse la presencia de otras razas, como las que comentan historiadores como Hux en 1992 y otros, que insisten en un cruzamiento de parcialidades que pudieron pertenecer a diferentes etnias, especialmente a las que bajaron por las estribaciones andinas, desde Chile, y llegaron hasta estos páramos del sur del río Quinto. Así se llega a la conclusión que los rankulches se formaron en un proceso de reemplazo entre los grupos que existían en estos suelos y los indígenas chilenos que ingresaron al territorio argentino. También hay una división que llevan a cabo los historiadores con respecto a los rankulches que habitaron en el huitrú o bosque de caldeen y los que realizaron su asentamiento en las pampas. Estoy fijando las condiciones físico históricas del terreno para llegar a precarias conclusiones arqueológicas. Porque no es lo mismo encontrar objetos arqueológicos cerca de una laguna, pensar que pudiera haber sido la aguada de sus antiguos fabricantes o dueños y comprobar que estos restos resultaron situados anteriormente a la formación de las lagunas.

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La presencia de la indiada por estos campos no es materia de discusión, especialmente cuando se avanza con la frontera hacia el sur, porque Sayape era el camino a la Villa de la Merced. Con todo no se ha encontrado mucho que pudiera delatar la presencia de aborígenes en la región . Ni espuela, ni un estribo, ni un pedazo de hierro, lo que viene a corroborar la tesis sobre la posterior formación de las lagunas. Las hondonadas son prácticamente de los primeros años del siglo XX. Ya no quedaban indios para esos tiempos. Es imposible que hayan existido algunas familias rankelinas en 1913, porque Greslebin las hubiera visto y dedicado unas cuantas páginas de sus memorias. Si no lo hizo fue porque los rankulches ya no estaban. Por mi parte, me doy por satisfecho, como dije antes, de la observación a la región de Sayape, que ha sido un territorio en permanente transformación. La Nación Mamülche no escamoteó estas distancias y las cruzó junto con el viento, de sur a norte. Trae al conocimiento, en forma inequívoca, la formidable constitución física de los rankulches que se animaban a realizar asentamientos de toldos y galopar por estos campos, sin agua, durante días y días, trasponiendo el Potopalán, como llamaban al río Quinto, y ganando terreno hacia el norte para alcanzar otras latitudes. Es muy difícil aceptar que a estos grupos independientes, que poblaban el sur sanluiseño, se hubieran mezclado con indígenas chilenos, que escapaban de un suelo inhóspito como el que abandonaban al oeste. Aunque en los siglos XVII y parte del XVIII, el caldén señoreaba hasta alcanzar formaciones boscosas de importancia por estos campos. En el siglo XIX la importancia de las comunidades libres habían decaído al ser diezmados los rankulches por las invasiones de los blancos, llegando el general Roca a confiar en el coronel Racedo, el exterminio definitivo de la raza, con la columna del Ejército que debía partir desde Villa Mercedes. La acción de percibir está relacionada con el “estar en el mundo” y el acercamiento y experimentación del paisaje y lugares a través del uso de los órganos sensoriales y del movimiento del cuerpo. Básicamente por medio de la acción del cuerpo y de la experimentación con el entorno, los individuos conforman y transmiten sus ideas y conceptualizaciones acerca de ellos mismos como así también acerca del paisaje en el cual habitan y de otros grupos. Los antiguos caminos al desierto eran en realidad vastos campos que se extendían entre Villa Mercedes y los territorios de La Pampa. ¿Por qué eran vías naturales y obligadas para los indios? Porque allí estaba el recurso de las aguadas permanentes, como si hubieran sido puestas a propósito en forma escalonada. Y si para muestra basta un botón, obsérvese el camino de Villa Mercedes a Victorica: primero, las lagunas de Sayape, después la de Guanaco, sigue Bajos Hondos, la

laguna del Padre Marcos, El Tala, Santiago Pozo, Los Barriles, Macho Muerto, Taguas, Corralito, Las Acollaradas (donde se libró el combate con Yanketrus), La Seña, Lonco Matro, El Chañar, Overa Manca, Agustinillo. Y cada uno de estos caminos, bordea lagunas que los viajeros jamás esperaban encontrar. En estos campos hay muchas otras lagunas, que los blancos adujeron a un verdadero milagro, porque la travesía se tornaba inmensa y dilatada cuando debían atravesarla. Por cierto que hoy siguen prestando una enorme ayuda a la riqueza de la zona ya que sirven de aguadas en los modernos establecimientos ganaderos del sur sanluiseño. La mayoría ocupa una superficie de 15 a 20 hectáreas, aunque hay varias de 40 y hasta 50 hectáreas de superficie. En el centro de las lagunas puede medirse hasta una profundidad de cuatro metros. El lecho es arenoso y firme. Pero digamos las cosas como son, más que lagunas propiamente dichas, son hondonadas cavadas generalmente por el viento en los terrenos guadalosos. La alimentación acuífera se origina en las vertientes del subsuelo. Quien pretenda encontrar alguna corriente superficial, buscará en vano. Estas lagunas están rodeadas por totoras, carrizales y juncos y otras plantas donde proliferan los crustáceos, principal y más importante alimento de los pejerreyes. ¿Qué nivel de calidad se puede adjudicar a esta agua? Son buenas. Son aguas claras y más o menos salobres. Se encuentran algas verdes, hay berro, junco y no es extraña la gliceria acuática. Se han secado varias lagunas debido a la baja que sufrieran las aguas subterráneas, especialmente en los tiempos en que hubo cultivo extensivo de la alfalfa. Aunque también pueden sumarse otras causas. Para acotar un dato interesante, el Ministerio de Agricultura de la Nación, en 1937, publicó instrucciones completas sobre la forma de sembrar el pejerrey. Indudablemente hubo transformación del paisaje. Así, no interesa conocer quien percibía (en sentido individual) sino más bien intentar dilucidar las diversas condiciones y factores que estimularon la percepción y qué comportamientos y reacciones se originaron. Es interesante acotar que Héctor Greslebin acompaña a su relato “la presencia de un megaterio junto con industria humana en un yacimiento y la presencia de esta misma industria junto con 5 pequeños fragmentos de cráneo humano presentando el mismo tipo de fosilización del megaterio en otro yacimiento, induce a pensar, después de las reflexiones apuntadas, sin la menor violencia, en la contemporaneidad de este mamífero con el hombre en dicho paraje de Sayape” Cuán importante nos parece esta referencia que nos deja Greslebin acerca de la presencia de seres humanos con las bestias que deambulaban por la región. Es un aporte fundamental que sirve de soporte a nuestra exposición sobre los Talu-Het y los megaterios que disputaban el territorio y el alimento.

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El autor de la Fisiografía y Noticia Preliminar sobre Arqueología en estos terrenos, insistirá en que ha presentado la región y también una serie de circunstancias que podrían ser la base para ingresar al ámbito de las comparaciones. Es de preferencia, por parte de Greslebin, que estos tipos de yacimientos –que se presentan con frecuencia- resulten también estudiados in situ, por otros especialistas. Esto ayudaría a que posteriores esfuerzos, no se vean anulados por las dudas, que necesariamente suelen surgir en casos como los que estamos exponiendo. Es tan escrupuloso en estos asuntos, Héctor Greslebin, que con respecto a la antigüedad geológica del hombre en este territorio, afirma que no debe permitirse la información indirecta. Paralelamente a estas expresiones, apuntamos que si está permitido poner en tela de juicio las teorías, entonces los hechos materiales sin el análisis correspondiente requieren ser excluidos. Por eso si alguien negara, sin haberlo probado mediante una investigación personal, la presencia del hombre, apoyándose tan solo en lo que dice otro al respecto, es a cara descubierta, una confesión de prejuicio. Pero el paleontólogo francés, Marcellin Boule, vivió largo tiempo dudando sobre el contacto de huesos fosilizados pertenecientes a enormes mamíferos que se extinguieron, con los restos de industria humana. En nuestro caso particular, en el yacimiento descubierto en Las Lagunitas, en una hondonada se descubrieron los huesos de un megaterio, estando el animal casi completo. Solo el pisoteo destruyó una parte. Acerca de estos fósiles, Lucas Kraglievich, del Museo Nacional de Historia Natural de Buenos Aires, sostuvo que se tratan, en su mayor parte, de un megaterium, género americanum o de alguna forma distinta, de estas regiones. El análisis agrega que el cráneo humano hallado posee un grado de fosilización que no difiere esencialmente del que presentan los demás fragmentos óseos. También se encontraron piedras trabajadas, todo esto en la misma hondonada.

Destrucción y Muerte en «El Salto» Día aciago para el pueblo del Salto, una horda de indios al mando del cacique Yanketrus, acompañado de las fuerzas militares comandadas por el General José Miguel Carreras prácticamente lo destruyen, matando, cautivando niños y mujeres y cometiendo las más terribles atrocidades, vemos el comunicado del entonces Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, el Brigadier General D. Martín Rodríguez. «CIUDADANOS, Que amáis con sinceridad a vuestra patria; habitantes todos de esta provincia, que tenéis sentimientos de humanidad; 60

preparaos a escuchar con indignación y asombro la noticia, que acabo de recibir por comunicación oficial de 2 de la corriente, y es como sigue: Parte del Jefe interino de la sección del centro de campaña

«El comandante del fuerte de Areco D. Hipólito Delgado en oficio datado hoy me dice lo que sigue.- Acaban de llegar a este punto el cura del Salto D. Manuel Cabral, D. Blas Represo, D. Andrés Macaruci, D. Diego Barruti, D. Pedro Canoso, y otros varios, que es imponderable cuanto han presenciado en la escena horrorosa de la entrada de los indios al Salto, cuyo caudillo es D. José Miguel Carrera, y varios oficiales chilenos con alguna gente, con los cuales han hablado todos estos vecinos, que en la torre se han escapado. Han llevado sobre trescientas almas de mugeres, criaturas & c. Sacándolas de la Iglesia, robando todos los vasos sagrados, sin respetar el copon con las formas consagradas, ni dejarles como pitar un cigarro en todo el pueblo, incendiando muchas casas, y luego se retiraron tomando el camino de la guardia de Rojas; pero ya se dice que anoche han vuelto a entrar al Salto»......Es cuanto tengo que informar a VS. Previniéndole, que dicen, que es tanta la hacienda que llevan, que todos ellos no son capaces de arrearla..-.., Dios guarde a VS., muchos años. Guardia de Lujan 2 de Diciembre de 1820. Manuel Correa. D. Sr. Inspector Brigadier general D. José Rondeau.

Eh aquí, mis compatriotas, los últimos y extremosos excesos, que acaba de cometer el horrible monstruo, que abortó la América para su desgracia. No necesito exagerarlos para irritar todo el furor de vuestra cólera contra ese funesto parricida, que no ha pisado un palmo de tierra, donde no haya dejado espantosos vestigios de sus crímenes; crímenes atroces, que han costado las lagrimas, la sangre, y la desolación de la patria. José Miguel Carrera, ese hombre depravado, ese genio del mal, esa furia bostezada por el infierno mismo es el autor de tamaños desastres. Ese traidor, que entregó a su patria en manos del cobarde Osorio, abandonando la defensa del heroico Chile, por atender su venganza; que, después de haber saqueado los caudales públicos y particulares de aquel estado, emigró a nuestro territorio en busca de un asilo, que nos ha sido tan ominoso; que introdujo la discordia en nuestras provincias; que tentó conspiraciones; que encendió la guerra civil con toda clases de maldades, intrigas y perfidias; que profano nuestras leyes; que trastornó nuestro gobierno; que invadió nuestras campañas; que insulto con atrevimiento a nuestro pueblo; ese mismo facineroso es el que huyendo del solo nombre de la dichosa paz, que no puede sufrir su alma reprobada, ha elegido en su rabioso despecho la venganza de las fieras.Bárbaro, cien veces mas bárbaro y ferino, que los salvajes errantes del Sud, a quienes se ha asociado, acaba de invadir el pacifico pueblo del Salto en la for61

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ma inhumana y sacrílega, que habéis oído; y tengo por otros conductos noticias fidedignas, que hizo romper a punta de hacha las puertas de la iglesia, a donde se habían refugiado las familias indefensas, haciéndolas arrancar con mano de esos caribos del pie de los altares, sin que les valiesen sus lagrimas, y sus ruegos. Centenares de matronas honradas, de tímidas doncellas, de tiernos e inocentes niños, de ancianos achacosos han sido victimas, o presas de ese hotentote desnaturalizado, de ese monstruo mas rabioso, y feroz, que los que alimentan los espesos bosques de la Hircania. ¡Oh! ¡Que pasiones encontradas, y tan violentas todas devoran mi alma en este momento. El horror, la compasión, la ira, la venganza misma, mis obligaciones,.... Yo marcho, compatriotas, en busca de ese portento de iniquidad. Jefes, oficiales, y soldados, ayudadme: habitantes de la campaña afligida, yo parto a socorreros; auxiliadme. Honorable representación de esta heroica, pero desgraciada provincia, permitidme desatender unos deberes, por cumplir otros más urgentes, Yo Juro al Dios, que adoro, perseguir a ese tigre, y vengar a la religión, que ha profanado, a la patria, que ha ofendido, a la naturaleza, que ha ultrajado con sus crímenes. El cielo me conceda volver trayendo a mis conciudadanos el reposo, y la seguridad. Buenos Ayres Diciembre 4 de 1820. Martín Rodriguez» ..y como siempre acontece con estos episodios, donde los historiadores no se guardan de emitir sus propios juicios de valor, ponderan la fortaleza de espíritu de las autoridades provinciales ante el hecho al que consideran horroroso. Señalan que algunas cautivas fueron, años más tarde, liberadas por los expedicionarios a los campos de Tierra Adentro al mando del General Juan Manuel de Rosas. Citaremos algunas, pues la nómina comprende a 70 liberados. Petrona Salvatierra, del Salto, 24 años soltera, hija de Andrés y Tadea, la cautivaron sacándola de la Iglesia de la misma Guardia. Cirila, del Salto, 17 años, la cautivaron los indios en la Iglesia de la Guardia. José María Linares, del Salto 17 años, hijo de un portugués Rocha y de Anita Linares, lo llevaron los indios de la Iglesia de la Guardia. María Candelaria Cejas, Santafecina, de Coronda, hija de Eugenio Cejas y de María Concepción Salazar, como de 32 años, casada con Manuel Antonio Rodríguez, fue tomada cautiva en el año 20 en la Guardia del Salto cuando la entrada de Carreras y el cacique Quilqueleo la llevó, tiene consigo dos hijos, un varón y una mujer. 62

Josefa Silva, del Salto, hija de Ramón Silva y Paula Rivero, casada con Basilio Cejas, como 35 años. Fue cautiva en el año 20 cuando la entrada de Carreras, la llevó el Cacique Conoypan, tiene dos hijos consigo actualmente, que ha conservado a su lado, un varón y una mujer. Dominga Quinteros, de San Pedro, hija de Romualdo Quinteros y de Fructuosa Ramos, de San Pedro, cuando fue tomada prisionera su madre había muerto y al padre lo mataron los indios, le hicieron cautiva en el año 20 cuando la entrada de Carreras al Salto, donde ella se encontraba, como de 21 años, tiene consigo un hijo. Emeterio, del Salto, hijo de José y Angelita, no sabe hablar la castilla, edad como de 15 años, lo tomaron cautiva en la Guardia del Salto cuando entró Carreras. Juana Dominga Charro, del Salto hija de Juan León Charro y de Juana, fue cautiva cuando la entrada de Carreras. Como de 25 años, ha tenido tres hijos en su cautiverio, los conserva con ella ( Debe ser Charras). María de la Rosa, del Salto, hija de Francisco y de Gregoria Mellado, fue cautiva cuando la invasión de Carreras, con una niña de 4 años, tiene como 33 años, casada con Pedro José Cepeda, el que dice ha sabido esta vivo. Saturnina Quinteros del Salto hija de Pedro Romualdo Quinteros y Fructuosa Ramos. Como 16 años, la cautivaron los indios cuando la entrada de Carreras en el año 20. Mercedes Brandan del Salto hija de Pedro Brandan y de Francisca Ramos la cautivaron en el año 20 los indios ranqueles cuando la entrada de Carreras sacándola de la Iglesia, habla muy poco el castellano, edad 18 años. María Isabel Ollua del Salto hija de Juan Francisco Ollua y de Simona, como de 27 años la cautivaron los indios en el 20 cuando la entrada de Carreras. José Antonio, del Salto hijo de Juan. Lo cautivaron cuando la invasión de Carreras, 19 años dice que cuando lo cautivaron quemaron la casa del padre que estaba entre el Salto y Arrecifes. Y así sigue la nomina de esta pobre gente que pudo volver a la civilización, hay otras que no como el caso de Ignacia del Moral y Arce, cautiva también en el ataque de Carreras y según parece fue madre del cacique Tripailao, cuenta la historia que este cacique al realizar un malón topó con fuerzas militares al mando de Montes Marull, y al saber que era su primo hermano político, lo saludó y se retiró.Con respecto a este luctuoso hecho, extractamos del libro tomo IV DIARIOS Y CRÓNICAS PARA LA HISTORIA ARGENTINA, Biblioteca de Mayo 1965, PAGINAS 3937/38, escrito por Juan Manuel Berutti, dentro de este capítulo titulado Memorias Curiosas, debemos decir que el original está en poder del Dr. Carlos Dardo Rocha, Hijo de Dardo Rocha quien lo recibió en donación del hijo del autor, José María Berutti, quien lo facilitó a la Biblioteca Nacional, lo siguiente: 63

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«El 7 de diciembre tuvimos la fatal noticia de haber los indios pampas asaltado una madrugada las campañas de Lobos, Chascomús, Rojas y el pueblo del Salto, en donde después de haber robado los ganados y cuanto encontraron, hicieron las mayores iniquidades, matando hombres, mujeres y niños, que les eran inútiles, y llevándose como lo hicieron las mujeres jóvenes cautivas, en donde las tienen para ser pasto de sus brutales apetitos; particularmente en el pueblo del Salto, que después de haber robado cuanto encontraron, y dejado el pueblo asolado sin hombre alguno, porque todos huyeron, y los que quedaron fueron muertos, habiendo sido el número de estos 17, únicos que pudieron hallar, se dirigieron a la iglesia, adonde se habían refugiado y creían verse seguras; pero no les fue de defensa, y con despecho brutal echan a balazos las puertas, entran y sin misericordias, toman las mujeres con la mas bárbara crueldad, y a golpes, sablazos, y tomadas por el pelo las montaban en ancas de sus caballos y las llevaron cautivas, dejando arrojadas muchas criaturas que quitaron a las madres, siendo su crueldad tal, que las que lloraban las hacían callar a latigazos; por cuya causa, susto y dolor hubo mujer que en la iglesia quedo muerta, que escena tan triste, y digna de llorarse con lágrimas de sangre; habiendo quedado los maridos sin esposas, los padres sin hijas y los hermanos sin hermanas, por haber sido cautivas de unas y otras más de trescientas.El cura con algunos vecinos en número de 22 solo pudieron escapar de ser muertos, por haber ganado la torre de la iglesia, la que tenía escalera de mano, la que quitaron ellos mismos cuando estuvieron arriba, por lo que no pudieron subir, habiendo tenido esta fortuna porque cuanto sintieron la novedad, desnudos como estaban en sus lechos saltaron y pudieron tomar este punto.La iglesia padeció mucho: Todos los ornamentos se lo llevaron incluso los vasos sagrados; los santos fueron despojados de sus vestidos y adornos, los altares lo mismo; San Antonio fue baleado de un fusilazo en un brazo que le rompieron, y lo más doloroso ha sido, que después de ser profanado el santo templo, se llevaron el sagrado copón con las sagradas formas consagradas dentro de él, habiendo hecho pedazos para sacarlo del sagrario.- Todos estos males causados a este triste pueblo, lo ha originado el maldito monstruo que vomitó Chile, José Miguel Carrera, que no pudiendo atajar el que se hiciera la paz con Santa Fe y Buenos Aires, se apartó con 200 hombres de tropas chilenas que tenia de su mando, se interno a los indios, a los que indujo, y con ellos se internó a hostilizar a nuestras campañas: propia determinación de un desesperado.-» Es importante observar la parte de cómo se salvó el cura y algunos vecinos en la torre de la iglesia a la que subieron por una escalera de mano. Héctor Roldán

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En el tomo III, paginas 2906 y 2907, memoria de Matheu también se cita este caso y los antecedentes en forma muy detallada.- Cuando llegara el momento de acompañar a las huestes del chileno, en su travesía de la Cordillera para ingresar al país que fue objeto de duras batallas por parte del ejército de José de San Martín para liberarlo y servir de base para el lanzamiento hacia el Perú, se tornaba dudoso que Yanketrus continuara siendo compañero de andanzas del bandido de las pampas. Para ciertos historiadores, no se corresponde con la lógica de las circunstancias de aquellos tiempos, la presencia del cacique general del pueblo Mamülche peleando con José Miguel Carrera. Pero ello es producto de la ignorancia de la problemática que planteaban los indios chilenos al Estado Argentino, especialmente en cuanto a las relaciones políticas y comerciales. Y si este interrogante fuera poco, también se ha planteado seriamente, ¿cómo pudo ser elegido Yanketrús, cacique general de los rankeles, sin el vínculo de la sangre? Quien mejor expone sobre el tema es Carlos Federico Barbará (h), que se inició en la carrera de las armas y formó parte de las fuerzas de Hilario Lagos en la batalla de Caseros(2). Después de la caída de Rosas, se incorporó a la Guardia Nacional como subteniente. Conocedor de la lengua pampa y de los usos y costumbres de los indios, se explaya diciendo que “el cargo de cacique o ghúlmen solía recaer por elección en los más ancianos experimentados, a falta de varón primogénito de cacique, que es por derecho, el sucesor del cacicazgo”.Como decimos, siempre prefieren el valor al derecho de la sangre, de esta manera, el hijo de un cacique, que no (ha sido) valiente, que no ha procurado hacerse rico, que no ha dado la menor muestra de meritorias hazañas, nada es, y se mira como un mocetón insignificante –como un prahueche- o como, se dice en nuestro idioma, un zángano o vago de la peor ralea”. No era el caso de la tribu en el momento en que Yanketrús fue elegido para conducir a la nación rankel. Cada hombre, cada señor del desierto, tenía plena conciencia de lo que significaba mantenerse firme ante el avance desaforado de los blancos y confiaba plenamente en el jefe que habría de asumir esa dignidad, por cuanto estaba en juego la supervivencia de la raza. Mal momento habrá de pasar la familia cuando los ancianos y los consejeros, reunidos en el Gran Consejo, en2 Carlos Federico Bárbara, nació en Buenos .Aires en 1828. Hijo de un militar italiano que combatió en las invasiones inglesas y la guerra de la independencia. Se inició en la carrera de las armas en 1851 y estuvo en la batalla de Caseros. Caído Rosas se incorporó a la Guardia Nacional como subteniente. En la frontera contra el indio ya era capitán. Operó en Azul y Chapaleofú. Combatió en Sotuyo. Publicó su trabajo Usos y costumbres de los indios pampas en 1856. Pasó a Corrientes al estallar la guerra contra el Paraguay. Combatió en Yatay y fue condecorado por el gobierno uruguayo. Tras enfermar y regresar a la capital, volvió a la Frontera sur en 1867. Fue voluntario en la lucha contra López Jordán. Siendo Teniente coronel publicó Manual de la Lengua Pampa. Escribió otros libros, como Las diabluras de Rosas: El prisionero de Santos Lugares y Ensayos sobre el Botánico. Falleció en San Fernando en 1893. 65

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dilguen al sucesor por el derecho de la sangre, características que lo desmerezcan para el cargo y por lo tanto se lo aplace para tales dignidades. Barbará sostiene que “Cuando esto sucede, eligen para ghúlmen o cacique al hueche o mocetón de más aliento y fama –y que tengan algunas conveniencias como que va a mandar a sus semejantes-. No se crea que por el hecho de ser aclamado como cacique, tenga éste jurisdicción alguna para infligir castigo, ni hacer rodar cabezas, ni hacer acto alguno que importe perdimiento de miembro u honra para alguno. Cada uno es allí juez de su causa y la mantiene como Dios le da a entender. Regularmente terminan las disputas por una loncoteada de primer orden, o lo que es igual por una riña en que se trenzan de los cabellos los recalcitrantes hasta que uno pone la ley al otro, y después como si tal cosa”. En una palabra, la sangre no llega al río. Pero sigamos con las explicaciones del comandante Barbará: “Lo más curioso de esa riña es que nadie interviene, y que calladitos la boca se muerden, se arañan y despedazan. No hay gendarmes ni comisarios de policía ni autoridad alguna, si no es la del que puede más”. He aquí que en la tribu puede haber un desmerecimiento del que está ejerciendo en esos momentos como cacique o pretende serlo por el jus sanguinis. Algún indio joven, que se siente capaz de conducir a su pueblo con más eficacia, deja entrever esa condición y en algún momento el cacique advierte esa intención de menoscabo a su autoridad, entonces lo atropella -para liquidar con anticipación- el peligro en ciernes. Barbará, conocedor a fondo de estas cuestiones, en parte litigiosas, sostiene que “Si un ghúlmen o cacique, por ejemplo –valido de su autoridad-, quiere atropellar o llevarse por delante a un hueche o mocetón y éste se siente de mayores bríos, acomete a su jefe y lo acuchilla si no anda listo. Nadie chista, al contrario, celebran el acto y desde ese instante queda hecha su candidatura para la futura presidencia –pues no es otra cosa el cacicazgo-. Esto en cuanto a los espectadores de la lucha, que por lo que toca a los parientes del mal parado, buscan a su ofensor y entra el capítulo de las represalias, o de los acomodamientos que frecuentemente terminan por una indemnización según la importancia del asunto. De cualquier modo, el hecho de haber estropeado a un cacique da a su ofensor reputación de valiente y es temido de los demás que comienzan a mirarlo con mal disimulado enojo, pero con respeto”.

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El Vuta Yanketrus: Fuerza y Ferocidad para Defender la Tribu El vigoroso carablanca que montaba el más grande cacique de los rankeles, detuvo su carrera en seco, sujetando el jinete su lanza de dos metros y medio con la diestra y observando la partida de indios que esperaban las órdenes para enfrentar a Ruiz Huidobro. El cacique no hablaba mucho. Daba las órdenes precisas y cuidaba de moverse con rapidez. Además, si hablara mucho, como lo hacían otros, se le notaría la tartamudez y eso no le va bien a un jefe de su rango. Por algo lo llamaban Vuta Yanketrus. Entre 1818 y 1838, esta lanza mayor fue un jefe que no admitió discusiones de ningún tipo, organizó las bandas y las integró, consiguiendo una fuerte unidad en las tribus, manteniendo en todo momento una actitud firme ante los blancos. Ahora, en 1833, su fama crecería justicieramente, porque siendo perseguido por Aldao, primero y por Ruiz Huidobro después, no pudieron las fuerzas uniformadas de la Nación darle caza, aunque el precio que debió pagar fuera muy alto. En efecto, de la misma manera que otros grandes caciques, Yanketrus soportó la muerte de varios de sus hijos. Ellos participaban en combates contra las fuerzas nacionales y la lucha era tan encarnizada, que difícilmente se podía salir con vida de tan brutales como sangrientos encuentros. Así murió Pichún, un valiente retoño del Señor de las Pampas, en el famoso combate de Las Acollaradas, en el sur de San Luis, el 16 de marzo de 1833. Precisamente, otro hijo de Yanketrus, Pichuín, deja al descubierto este acontecer trágico en la vida del cacique, cuando en una conversación con el coronel Manuel Baigorria, que vivía bajo la protección de los rankeles, le confesaba que todo había sido inútil para Yanketrus, su padre, que permitió que se malograra la vida de cinco hijos para sostener al coronel, e inclusive al propio Pichuin, con tantos afanes, que nunca se ha valorado lo suficiente a semejante sacrificio de un padre. De todas las mujeres que tuvo el cacique Yanketrus, la más conocida fue Carú Luan (Guanaca Verde). De la unión con esta dama rankulche nació Pichuin Guala, que ya crecido, sería un famoso guerrero y padre del no menos famoso cacique Baigorrita. Si los rankeles le deben la supervivencia a Yanketrus, todo el territorio de la llanura pampeana, los cuatro puntos cardinales del imperio ranquelino, le deben su grandeza. Por eso representaba un enorme valor e importancia el Tantum (o Gran Consejo) que presidía el jefe indio, pues de sus deliberaciones surgían las líneas políticas que se aplicaban para la paz y para la guerra. Una organización espléndida para el gobierno de un imperio, que pasados unos años, vería esconderse el 67

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sol radiante de tan magnífica nación, tras los terribles y oscuros nubarrones que representaban la decisión de los hombres que gobernarían la Confederación desde Buenos Aires.

Debieron deshojarse varios almanaques, para que San Luis -como una entidad cuyana- pasara a integrar la Confederación, compartiendo con Mendoza y San Juan una resistencia acérrima a la política económica de la región portuaria. Las disposiciones de Buenos Aires eran resistidas en San Luis y las familias tradicionales de la sociedad puntana, como los Daract o los Videla, eran claramente antirrosistas. El gobierno de Calderón era fiel continuador de esta tradición y el espacio económico que integraba la región tenía como salida obligada el mercado chileno. La estructura fue reforzada cuando aconteció el bloqueo impuesto por ingleses y franceses al puerto de Buenos Aires. Imposible dejar de lado el otro ingrediente: consistente en la lucha permanente entre los seguidores de Rosas y sus adversarios, hacedores de una inestabilidad política que sería muy severa en los últimos tiempos, acompañado por los malones que llevaban a cabo las hordas de indios que bajaban desde la Cordillera y se unían a los rankeles. No es fácil escapar a la tentación de caer en un juicio simplista, como el de algunos, que piensan que los araucanos eran los responsables directos, que empujaban estas incursiones. El cuadro se complicaba con las componendas y arreglos que tejían las tribus y los intereses chilenos, por lo general en oposición a los intereses de los Estados de las provincias de Cuyo. Y toda esta hecatombe de arreglos y desarreglos tiraba por la borda el respeto a los límites con Chile, el enfrentamiento de unitarios y federales, las diferencias entre winkas y aborígenes.

¿Rosas conocía de este collage fenomenal y las consecuencias que se derivaban de su mantenimiento? Por cierto, el Restaurador de las Leyes tenía plena conciencia de semejantes dificultades que abarcaba toda una región integrada por provincias confederadas, pero en su ánimo estaba la urgencia de no bajar los brazos. Sabía de las simpatías entre los rankeles y grupos antirrosistas y por eso en 1841 le envió una carta al gobernador de Mendoza, exponiéndole con absoluta franqueza sobre el problema. José Félix Aldao abrió el sobre lacrado y se encontró con explicaciones muy crudas, como la acusación de don Juan Manuel a los rankeles, que en un tiempo anduvieron muy interesados en la paz, pero que al final, cayó en la cuenta que esos indios ladinos, tomaban la paz como pretexto cuando se veían en las malas. Y esto era fácil de comprobar, porque una vez que lograban superar el mal momento, volvían a las andadas, es decir, organizaban malones y realizaban robos en las estancias y poblaciones. Enfatizaba Rosas que cuando el salvaje unitario Lavalle produjo su invasión, hubo que mantener a los indios en el ejército y que los caciques rankeles guardaron silencio por esta parte, pero no en Córdoba, ya que por ahí se anduvieron entendiendo con el salvaje unitario Madrid, por cuanto lo creyeron triunfante. Habiendo logrado abrir esa puerta, llevaron a cabo la invasión por Córdoba. El Restaurador de las Leyes le contaba a Aldao que cuando los rankeles advirtieron su error, como consecuencia de los triunfos federales, se apresuraron a disculparse. Pero él, don Juan Manuel, no les creyó. Tanto es así que les mandó a decir que si fueran ciertas esas disculpas, no conservarían al salvaje unitario Brizuela y a otros de la misma calaña. Para creerles, les decía que debían cortarle la cabeza y traerles la lengua. Rosas cuenta que los rankeles fueron presurosos en disculparse nuevamente y le mandaron como prueba de la sinceridad de sus actos, al salvaje unitario Cabral. Siguiendo a Germán Canuhé, “a Yanketrus le sucedió Painé Nüru, otro gran jefe, indomable guerrero y gran diplomático, que continuó la lucha sin tregua contra Rosas y otros estancieros de Buenos Aires, especialmente por la matanza indiscriminada de animales vacunos a los que sacrificaban únicamente para sacarles el cuero, que vendían a Inglaterra. Allá por 1820 los estancieros pactaron con indios de la región de Boroa, Chile, para custodiar la frontera. Cuando percibieron una posible alianza entre Boroganos y Rankeles, que hubiera sido letal para ellos y los intereses que representaban, trataron con Kafulkurá, de la región de Llaima, en Chile, concretando éste el 9 de septiembre de 1834, en Masallé, una traición que terminó con la vida de Rondeau, Melin y otros jefes Boroganos. Coliqueo logró escapar. Se guareció en el único lugar seguro, la fortaleza Rankül. El Llaimache Kalfükura pasó a ocupar el lugar de los Boroganos, en acuerdo con Rosas contra nuestra Nación. Caído Rosas, en 1852, aparece el gran jefe indio que siempre debió haber sido”.

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Aclaración Algunos autores escriben el nombre de Yanquetrúz con z al final. Pero el fonema z no existe en la lengua mapuche ni en la lengua rankulche y ese emblemático nombre está formado por dos vocablos: Yan (por Yañ) que integra a su vez la forma yañ nguen, que significa “bárbaro”, “sanguinario”, “espantoso”, “feroz”, particularidades del excepcional carácter de este cacique, cuyas matanzas y depredaciones aterrorizaban a las poblaciones de los blancos. Y quetrús, forma evolucionada de queto o quetho, nombre que se da a los tartamudos. En cuanto a este defecto del cacique en cuestión, nada hay escrito, pero concordaría con sus instintos naturales. Luego de la forma Yañqueto, fue muy fácil llegar a la forma Yanketrús.

Cuyo, Chile y el Problema con los Indios Rankeles y Araucanos

Héctor Pablo Ossola

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¿Y que pasó cuando Rosas recibió disculpas y la entrega de un jefe unitario? Rosas se desentendió del asunto y les hizo entrega a los rankeles en Tapalqué, de varias remesas de hacienda yeguariza y vacuna, carne que era muy apetecida por los indios, especialmente en tiempos en que el hambre estaba apareciendo en las tribus. Por cierto que les aseguró que seguiría entregándoles ganados para la manutención, siempre y cuando, ellos, los rankeles, cumplieran con lo que les había prevenido, respecto de esos cuantos salvajes unitarios que se habían refugiado en sus tolderías. Aparentemente esto configuraba un triunfo para don Juan Manuel, pero no fue así. Al poco tiempo, los rankeles intentaron robar hacienda por el Pergamino y por las Mulitas, a la provincia de San Luis. De inmediato, Rosas suspendió la entrega de rodeos y caballadas y les mandó a decir que estaba muy disgustado por el falso proceder de los caciques. Lo que realmente cuesta creer, es que en esta misma carta, Rosas le dice a Aldao que tiene necesidad de confiar en los indios chilenos. Deja entrever que está limitado en sus pretensiones de enfrentar y derrotar a la conjunción de indios rankeles y araucanos. No le interesa que haya una trenza de indios araucanos chilenos y poderosos grupos económicos detrás de la cordillera. Lo que le preocupa en realidad es la estrategia que pueden urdir los rankeles con los adversarios a su gobierno. Por la carta de Rosas, Aldao se enteró de que: “Los indios chilenos enviados, fueron llamados por los Ranqueles, diciéndoles que estando en guerra los cristianos unos con otros, era oportuno que vinieran a llevar haciendas sin dificultad. Los chilenos a que me refiero, son los indios cuyos caciques principales son Namuncurá y Callfulcurá. Estos indios son, como creo sabe Vd., los que han casi acabado con los restos de Borogas, aliados de los Ranqueles, y (estos) por consiguiente no han sido amigos de Namuncurá ni de Callfulcurá (...). “se aviso último que Payné mandó al señor López, respecto de una partida de indios que había marchado a robar por la parte de Mendoza a San Luis, es otra prueba de ello, pues esos indios han salido con el consentimiento de los mismos caciques ranqueles Payné y Pichum”(3). ¿Cómo se enteró Rosas, estando en Buenos Aires, de la llegada de los indios chilenos? Por Namunkurá y Kalfulkurá. Estos caciques le avisaron y aprovecharon pedirle, al mismo tiempo, el permiso correspondiente para plantar sus toldos en Salinas Grandes. Haciendo gala de un ceremonial propio de los estados europeos, los indios mandaron a otros caciques a Tapalqué, con la misión de solicitar el permiso y le aseguraban a Rosas que no irían si él no se los permitía. ¿Qué decisión tomó el 3 «Durante el período de Guerra Civil, las comunidades indígenas se involucraron con uno y otro bando, tal vez con la intención de aprovechar las desinteligencias del blanco, o cristiano, o criollo. Una posible cosecha de migajas en los banquetes bélicos (...).» Carlos M. Chacoff, Libro de Oro. 400 años de San Luis (1594-1994), San Luis, 1994, p. 47. 70

Restaurador de las Leyes? No teniendo motivos para desconfiar de ellos, se los concedió. Pero el objetivo era contener a los rankeles, que según Rosas, eran inferiores en poder a los araucanos. En la carta a Aldao, Rosas le confiaba que la intención de los indios, hasta el presente era pacífica. En cambio subrayaba el hecho de que los rankeles, que han estado viviendo cerca de Manuel López, gobernador de Córdoba, adicto al Restaurador, no le han dicho la verdad y le hacen creer que los chilenos han venido a robar y que ellos, los rankeles, los sujetaban en esas pretensiones. Rosas insistía en que eran los rankeles los que andaban haciendo daño y que si no han hecho más, es porque los triunfos de los hombres al mando de Rosas y los indios chilenos los han contenido. En estas apreciaciones hay que hacer una aclaración. Rosas sostiene que no le faltan razones para dejar por sentado quienes son los indios. Pero, atendiendo a su leal saber y entender, los chilenos han actuado de buena fe y son los rankeles los que no andan bien. El Restaurador se vuelve insistente en este campo y no da un paso atrás –tal es su costumbre y su testadurez en materia de posiciones tomadas- y le resultará harto difícil a los caciques y capitanejos Rankulches, manejar una relación con este hombre, al que saben poseedor de toda la fuerza y todos los lazos de la política de los winkas. Por lo que se ve, pues, ninguna de las divisiones tradicionales con que se suelen conceptualizar los conflictos de esa época sirve para comprender la compleja red de intereses cruzados, en una realidad política y cultural que desconocía las convenciones del «Estado-nación» y los lugares comunes de la lucha entre el « cristiano» y el indígena, y entre unitarios y federales. Sin embargo, la mayoría de los historiadores se juegan por una determinada posición, desechando el marco de profusos y variados intereses que teñían cada uno de los sucesos(4). Otro tema crucial en las conversaciones entre Rosas y los gobernadores de las provincias era el de los caballos, elemento vital para la guerra que el Restaurador de las Leyes, debía emprender contra sus enemigos. En una carta al gobernador de Córdoba, Manuel López, Rosas decía que los artículos de guerra, cuando ésta ha sido declarada, deben tomarse en donde se encuentren. Pues bien, el dueño de la estancia El Pino, consideraba al caballo como el primer elemento de guerra, por lo tanto se hace necesario apoderarse de los caballos donde estos se encuentren. Y agregaba: “sin ninguna consideración”. Sostenía que los civiles, en estas circunstancias, escondían a los caballos, por lo tanto se tornaba imprescindible enviar fuertes contingentes militares para arrebatárselos. Y rubricaba esta afirmación con marcado énfasis: “así es como yo lo he hecho en esta provincia (se refería a Buenos Aires) según es notorio a todo el mundo”. Rosas 4 Carta de Juan Manuel de Rosas a José Félix Aldao, Buenos Aires, 5 de septiembre de 1841, citada en J. Irazusta, op. cit., tomo IV, pp. 22-23. 71

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reconocía que todo era poco para satisfacer las demandas del Ejército. Tanto las arrias de mulas que venían de San Juan y Mendoza, cruzando la jurisdicción de San Luis y Córdoba, eran esperadas con urgencia por el jefe de la Confederación. Reconocía que tanto en San Juan, como en Mendoza y San Luis, los caballos que en esa región había, eran de excelente estado, sin embargo, el Ejército no los arrebataba. En este asunto Rosas no se andaba con vueltas. Ni bien aparecían por la provincia algunos desertores “con caballos con buenos lomos que robaban en el tránsito” se los tomaba, y hacía lo mismo con los pasajeros que traían caballos en buen estado de carnes y que aparecían gordos. En su carta, Rosas se queja de que los desertores, en sus declaraciones han dicho generalmente que no se les ataja ni se les pone obstáculos por parte de las autoridades del tránsito en la provincia de Córdoba. Algunos de estos hombres que abandonaban las filas, ponían como pretexto alguna enfermedad, otros que habían perdido los pases y no faltaban los que sin más pretexto ni razón, sostenían que los firmantes de pases les daban vía libre para seguir la marcha. No hay que olvidar que don Juan Manuel es un hombre de estancias de grandes extensiones. La producción, especialmente de cueros de vacunos, le sirve para abastecer a la incipiente industria saladera que ha instalado en Buenos Aires y cuyo principal cliente es la Gran Bretaña, sino que para lograr que funcione el esquema industrialista requiere de una diplomacia especial con el gaucho, con el trabajador rural, y de otra diplomacia especial con el comprador internacional de sus productos. Esta concepción tan amplia como dinámica, le permite a Rosas tener planteos claros en cuanto a las políticas que él necesita para la defensa de sus intereses. Por cierto, que siempre habrá de sostener que esa defensa coincide con la del país, ya que de otra manera no podría contar con un respaldo tan amplio como generoso de parte de los otros estancieros. Ergo, no queda más remedio que escarmentar a todos los que pongan vallas y obstáculos al plan de gobierno, como estos pícaros de Córdoba que le daban vía libre a los desertores. Como se podrá apreciar, se trataba de puntos de vista muy diferentes con respecto a la estrategia de la guerra(5). Las fronteras de Buenos Aires, Córdoba, San Luis y Mendoza estaban extenuadas por las invasiones y estragos causados con el maloneo de Yanketrus. Aquella era una lucha terrible, era una existencia desgraciada para los cristianos que intentaban afincarse en los campos, una vida de calamidades ocasionadas por la presencia de los dueños originarios de aquellos territorios, a los que nadie se atrevía, ahora, a ponerle freno, ya que los sentimientos de humanidad parecían estar ausentes en ese jefe que se rebeló ante la apropiación de tierras y presagiaba un combate permanente, sin dar ni pedir clemencia a los blancos. De boca

en boca corría el nombre de Yanketrús, sobre todo en las estancias del río Quinto, jaqueadas por las hordas desatadas y enfurecidas de audaces indios lanceros, capitaneadas por gauchos levantiscos y caciques juramentados en la destrucción de los asentamientos de los blancos, ya sean civiles, apacentando rodeos, o vistiendo el uniforme azul de los regimientos de la caballería de línea. Atrás habían quedado los valles y las vegas de páramos húmedos bajo el cielo chileno, y por delante, descendiendo por los valles y quebradas andinas, se abrieron rumbos y senderos, anchas rastrilladas que cruzaban la pampa sin límites, aquellas fértiles llanuras argentinas, caminos de pajonales desandados por briosos caballos, cuyos jinetes montaban en pelo y sofrenaban en lo alto de algún médano, para hacer visera con la mano y atisbar el horizonte inconmensurable. Después bajaría hasta los toldos, frío en la mirada y arrogante en los gestos, descubriendo la maravillosa figura de esplendente fortaleza, del torso desnudo y el cabello largo cayendo sobre los hombros, la vincha que sujetaba las crenchas renegridas y los ojos color de noche, buscando la conferencia de los ancianos y mirando de vez en cuando las nubes, para confirmar la proximidad de las lluvias.

Los Nguluches (Gente del Oeste) Tienen Otras Intenciones...

5 (Carta de Juan Manuel de Rosas a Manuel López, Buenos Aires, 15 de septiembre de 1841, citada en Ibíd., tomo IV, p. 26.)

Tergiversar la historia es una estrategia de grupos interesados en mostrar situaciones que nunca existieron. Los nguluches –gente del oeste- nunca dominaron el Puelmapu, ni culturalmente ni militarmente, pues de aceptarse esta apreciación, se estaría falsificando la historia en aras de un pan mapuchismo, cuyas intenciones siguen siendo las mismas desde hace dos siglos. ¿Quién trajo, al territorio argentino, a los ngoluches? Los estancieros de Buenos Aires, con la intención clarísima de arrasar a la etnia rankulche. Se los llamó y vinieron. No vinieron gratis. Vinieron porque se les prometió un pago como contraprestación. Descendieron de los cerros cordilleranos hombres como Coñuepan, Toriano, Rondeau, Melin, Coliqueo y otros. También bajaron a estas llanuras, Kallfucurá, Namuncurá, que dicho sea de paso, jamás se identificaron como “mapuches”. No está en el ánimo de quienes intentamos desenterrar los episodios que configuraron aquellos sucesos del pasado, crear una imagen negativa de los nguluches. Va contra el más puro razonamiento para elaborar los datos de la historia, descalificar a los que vinieron de Chile a las pampas argentinas, formaron parejas con la gente de los pueblos originarios de estos territorios y se quedaron a vivir en estos parajes, porque era más segura la existencia.

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Pero así como no existe animosidad – ya que la animosidad siempre será perjudicial- tampoco deja de estar presente el espíritu de justicia que ha enaltecido a la raza rankulche y no puede permitirse que los llegados desde allende la Cordillera, se apropien de lo que no les pertenece, y el pueblo de la Nación que les abrió las puertas y los acogió en su seno, aparezca como succionado y resulte al final con la denominación de esa comunidad. ¿Cómo puede llamarse a un acto tan deleznable? Por el momento lo calificamos simplemente como una aberración. En este aspecto, el lonko Germán Canuhé no se guarda nada y ejemplifica con absoluta claridad: “algo así como pensar que uno o muchos españoles o italianos que vienen a radicarse a un país, se propusieran terminar llamándole España o Italia al país que los recibe. Salvo que existan otros intereses”. ¿Cuáles serían los móviles para que los ngoluches aparezcan personificando las herramientas más apropiadas, capaces de instalar un “pan mapuchismo” en Puelmapu? Canuhé explica que “ Todo esto es a propósito de un informe dado a conocer por una supuesta «Comisión.....» donde no sabemos con que documentación que los avale se apropian olímpicamente del Puelmapu, sin siquiera respetar algo que ellos siempre exigen a todos sus interlocutores, la consulta a los pueblos involucrados”. Sigue diciendo Canuhé que cada uno realice su razonamiento “saque sus conclusiones, la mía es que ha llegado la hora de terminar con las mistificaciones si queremos ser tomados en serio, escuchados, y que se reconozcan nuestros Derechos. No es apropiándonos virtualmente de territorios y falsificando preexistencias que lo vamos a lograr. Así solo causamos risa, cuando no, lástima. Usemos argumentos valederos, reales, que no admitan réplica. Y presentémosla donde corresponda. Mientras, prosigamos con nuestra tarea de concientización y esclarecimiento”.

Hablando de Ignacio Coliqueo... Esos años se caracterizaron por los acontecimientos estremecedores de una Argentina que buscaba delinear, definitivamente, su tiempo de realizaciones. Faltaban todavía treinta años para abordar el siglo XX y las pampas, extensas, misteriosas y ociosas, estaban prontas a enmarcarse en un proceso de producción plena, con el indio reducido, con pastos naturales y con rodeos capaces de satisfacer la demanda creciente de alimentos para el mundo. La señorial casona porteña, rodeada de sauces y cortinas de álamos para frenar el ímpetu de los vientos, mostraba un pálido gris en sus muros, reflejando los últimos rayos del sol que moría, en un otoño lánguido y destemplado. 74

En su interior, los negros de la servidumbre habían encendido los leños del hogar y las llamas navegaban por un mar de coloridos reflejos en el nogal del revestimiento. Don Leónidas Casasviejas, con fuerte influencia en las altas esferas del gobierno, le alcanzó una copa de coñac de la más pura cepa francesa, al coronel Estanislao Iribarren. Chocaron los cristales para el brindis y la voz de Don Leónidas apresuró la idea: -Estamos en los umbrales de un tiempo que la historia habrá de reconocer como único e inspirado para las generaciones que vendrán...El militar frunció el seño y no dijo nada. Solo bebió de un sorbo la medida de su copa. El que siguió hablando fue Don Leónidas, acariciando esta vez su corta barba blanca con la mano izquierda. -Es el mundo quien demanda nuestro trigo y nuestras carnes... un amplio y extendido mercado que ha descubierto nuestros productos y los califica como de excelentes. No se alcanza a evaluar todo lo que podemos vender. No lo podemos calcular. Una sola cosa es cierta: es enorme la riqueza potencial de nuestras pampas. Y cuantos más campos podamos incorporar al proceso productivo, más grande serán nuestras ganancias. Queda por delante la solución del último problema: la cuestión de las tribus que subsisten tierra adentro...El militar bebía y escuchaba. No decía ni “a” ni “b”. Un hacendado tan fuerte como don Leónidas, iba más allá de una simple enunciación de estrategias comerciales. Ponía énfasis en la grandiosidad de las tierras del centro argentino, con precipitaciones anuales suficientes como para producir todas las carnes que se necesitaban y abastecer la demanda de los países que hasta ese momento, estaban en condiciones de pagar a muy buen precio el alimento argentino. Con todo, una de las pautas principales del gobierno quedaba sin cumplir y la respuesta al orbe en materia de alimentos, también quedaba sin efectivizarse. Según los estrategas de la guerra contra el indio, si aún no se lograba este objetivo, fue porque los aborígenes insistían en maloquear y entorpecían el avance de los hacendados, mientras la población rural que reclamaba paz y seguridad en el trabajo, sufría los embates del salvaje, el saqueo de sus viviendas y la quema de sus cosechas. No debía extrañar que el hombre que manejaba el arado con una mano, debiera portar en la otra un Remington, para hacerle frente a las tacuaras. El jueves 16 de febrero de 1871 murió en Los Toldos, partido de General Viamonte, el cacique Ignacio Coliqueo. Un historiador como el padre Meinrado Hux, autor del libro donde destaca a Coliqueo como un hombre de paz y acicateado por la urgencia de darle a su tribu los beneficios de la civilización de los blancos, se responsabilizaba de conceptos tales como “el cacique Coliqueo, entonces coronel del 75

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Ejército y cacique principal de los indios amigos, era un jefe araucano bien conocido y respetado en ambos lados de la frontera, un jefe inteligente, diplomático, un padre para su familia y sus tribus subordinadas, para quienes buscó con alma y vida los bienes de la civilización: la educación y la civilización cristiana”. Cuando Kallvukurá, proveniente de Llaima, del otro lado de la cordillera de los Andes, irrumpió a lanza y cuchillo en Masallé, matando a Rondeau y a su gente, Ignacio Coliqueo, que había llegado de Boroa (actualmente Temuco), también del otro lado de la cordillera, logró escapar de la matanza llevada a cabo por su demencial compatriota, buscando refugio en el único lugar seguro por entonces: el Mamüll Mapu. En el territorio rankel, durante veinte años, convivieron Baigorria y Coliqueo, cada uno conservando su identidad pero bajo la protección de la única Nación que mantuvo a raya por trescientos cincuenta años al invasor español primero y a sus seguidores criollos después. Si vamos a referirnos a los dueños de las tierras, los rankeles tienen títulos más genuinos. Los otros, fueron tan foráneos como los propios conquistadores. Una vez que Rosas abandonó el poder, el coronel Baigorria volvió a su civilización y Coliqueo, que había anudado lazos de parentesco con él, lo siguió. Se confunden, por lo tanto, los que escriben que Coliqueo era rankel. Coliqueo, que se salvó de la matanza perpetrada por Calfucurá en Masallé y se refugió en nuestro territorio, ellos, en sus dichos, se reconocieron «nguluches», gente del oeste, y cada uno del territorio de su pertenencia. Así lo testimonia el rankulche Germán Carlos Canuhé. Coliqueo, el boroano, se trasladó a fines del siglo XVII a los parajes limítrofes de la cordillera andina, pretendiendo sentar reales en el país de las manzanas (Neuquen). El jefe chileno no se equivocaba: hubo que venir a la Argentina porque las tierras húmedas y fértiles ofrecían trabajo y alimento para su pueblo, en cambio, del otro lado de la cordillera, los españoles organizaban campañas para salir a cazar indios. Y era un buen negocio. Ellos llamaban -a esa acción indignante-, una guerra lucrativa. Porque los indios que cazaban se vendían como esclavos en el norte y sur del Perú. ¿Se entiende, ahora, por qué se llevaron a cabo sublevaciones de los aborígenes chilenos contra los españoles? Vinieron las conversaciones, los parlamentos, y finalmente los tratados de paz con el ejército, para decir de una buena vez cuál sería la línea divisoria entre el territorio de los blancos y de los indios. Fue entonces cuando se estableció la línea del sur del Río Salado. En 1820, habiendo finalizado la guerra de la independencia en Chile, Ignacio Coliqueo llega con su tribu a las Salinas Grandes, en plena pampa argentina. El “lonko” piensa que el “puelmapu” es lo mejor para su gente. Claro que

hay un punto sin resolver: el virreinato del Río de la Plata se desprende de la arquitectura política de España y la Confederación procura someter al indio y argentinizar los territorios. Pincén, Catriel, Baigorrita y Epumer pensarán de otra manera. A la fértil tierra pampeana llegan los dos: el blanco por un lado y el indio araucano por el otro. A no equivocarse: los rankulches ya estaban desde mucho antes. Ni el blanco ni el araucano son propietarios naturales. La Confederación tiene un jefe indiscutible: el Brigadier General don Juan Manuel de Rosas. El hombre del poncho colorado le escribe a un coronel y le explica lo que hay que hacer con los indios: “...si alguno es de tal importancia, que merezca que yo hable con él, mándemelo. Pero si no, lo que debe hacer usted, es dejar atrás un guardia y luego que no haya nadie en el campamento, se lo echa a los indios al monte y allí se los fusila...” La organización india estaba lejos de constituir un esquema poco inteligente. En primer lugar, el jefe era el encargado de las relaciones con el ejército. Cuando llegó a las cercanías de las Salinas Grandes, el cacique Juan Kalfukurá, dispuso que la toldería para sus 15.000 lanzas, fueron la base cierta de una verdadera Confederación Indígena. Vinieron otros caciques con sus tribus y se tornó necesario que las relaciones íntertribales tuvieran un carácter de unidad y fortaleza como nota sobresaliente. En medio de estos lonkos, Coliqueo apoyaba al General Justo José de Urquiza, jefe de la Confederación. Fue así hasta la batalla de Pavón, confrontación que sirvió para caer en la cuenta que el Supremo Entrerriano había perdido poder y el General Bartolomé Mitre pasaba a convertirse en el jefe militar de Buenos Aires. Por eso Coliqueo negocia con el porteño, tratando de conseguir equipamiento para laborar el campo, necesita ropa para vestir a su gente y víveres para subsistir ante una sociedad de blancos dedicada a guerrear entre sí, antes que solucionar con inteligencia, sus propios problemas. Por más esfuerzos que hacía, el cacique no podía comprender el proceder de los winkas. No hace falta ser un especialista en asuntos aborígenes para deducir que esta actitud del cacique Coliqueo, produciría un profundo quiebre en las relaciones de la Confederación Indigenista. Las tribus que fueron enemigas recalcitrantes de los blancos, ayudarían a extinguir la gran alianza aborigen, pues no tuvieron la suficiente visión de mantener incólume la obra de Kalfukurá. Tampoco los blancos hicieron gala de una visión acertada. Fallaron desde lo más alto de la estructura del gobierno, es decir, El Estado, que desconoció sistemáticamente a los grupos indígenas, sus culturas, sus intereses. Tanto fue así que terminaron haciendo el caldo gordo a las pretensiones foráneas de la Gran Bretaña, primero y de los norteamericanos, después. De esta manera cerró el siglo XIX y así abrió el siglo XX. Pésimo negocio el de los argentinos. Una carta firmada de puño y letra por Ignacio Coliqueo y dirigida

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a Mitre, recuerda que pone a disposición del gobierno nacional a toda su tribu, claro que solicita que se les otorgue la propiedad de las tierras que estaban ocupando, 16.400 hectáreas para su gente. Con el tiempo, el Estado Nacional echará mano a cuanta estrategia se le podía ocurrir para usurpar las tierras de la comunidad indígena, destruyendo la esencia de la identidad étnica. Uno de los objetivos políticos del Estado Nacional fue imponer a los pueblos originarios el concepto de propiedad privada e individual, concebido por el liberalismo. Cualquier indio, ngoluche, rankulche, pehuenche o boroga, reconoce la pertenencia a la tierra (mapu) y la posesión comunitaria, porque el indio no se descubre a sí mismo como un ser individual, antes bien, es un ser con los otros. De ser uno con los demás, de ahí deviene el exacto sentido de la existencia. Es imposible pensar en una comunidad si no se vive en contacto con la mapu. Con la madre tierra. La concepción de propiedad comunitaria o colectiva es uno de los ejes de la cultura rankul. La mapu (tierra) es la que da vida a todos y todos son parte de ella, por lo tanto nadie puede ser dueño de algo de lo cual es parte. Desde 1905 hasta 1936 los que habitaban estas tierras antes que llegaran los blancos, le dieron visus de legitimidad al camino legal recorrido, que en verdad es inverso a la propia cultura aborigen. ¿Propiedad individual? Eso es atentar contra la mapu. Fueron propietarios del campo en forma colectiva, después pasaron a ser arrendatarios individuales, y eso no condice con la cultura aborigen. ¿Resultado? Terminaron siendo ocupantes sin derecho sobre las tierras. Lisa y llanamente, se convirtieron en desposeídos. Coliqueo, antes de morir, movió la cabeza de un lado a otro, mientras pensaba: “Vaya, vaya con la justicia de los blancos...” Está bien. Es una queja pertinente. Pero él, como nguluche, aceptó todas las formas impuras denunciadas. Aceptó el derecho de los winkas, no el de la tribu.

Renca como Objetivo de los Malones de Yanketrus Enclavada en el complejo montañoso del noreste de la provincia de San Luis, se despierta soñolienta y cancina, la segunda población luego de la capital puntana. Renca es una antigua ranchería a orillas del río que discurre con su nombre, pero en todo su recorrido la gente lo conoce como Conlara. El valle parece de ensueño y fue bautizado Concarán desde tiempos remotos. Renca es una voz que procede de la araucanía y está vinculado su significado al nombre de las hierbas que mantienen su color verde a lo largo del año(6). Todos los años, para el tercer día de mayo, los fieles de la región concurren a Renca a venerar al milagroso y Santo Cristo que allí existe. Se trata de una copia del original del Renca chileno, cuya leyenda refiere al momento en que un indio 6 El historiador Urbano J. Núñez fue muy escrupuloso para remarcar este significado. 78

no vidente, estaba hachando un laurel cerca de Limache y sintió que su rostro era salpicado por la goma o savia del árbol. Fue entonces que recuperó la vista. Emocionado ante el hecho que tenía lugar, arrojó el hacha y buscó apresurado lo que había causado aquella situación extraordinaria. Tropezó con un pequeño Cristo crucificado, existente en el hueco carcomido del laurel. Por cierto que la noticia corrió como reguero de pólvora por la comarca y eran harto numerosos los fieles que se acercaban para dar fe del prodigio, conociéndose en Cuyo y gran parte de Córdoba. Esto obligó a cargar una réplica del Cristo en una mansa mula con la cual se cruzó la Cordillera para transportarla hacia las comarcas vecinas. Cuando la imagen llegaba a una población, se la colocaba en el templo que allí existía, presidiendo a numerosas y grandes ceremonias. Finalizadas las ceremonias, un indio recogía el dinero de una colecta para erigirle un santuario. Y desde entonces se conserva la réplica de la imagen en ese lugar(7). Y fue al atravesar el río Conlara, camino a la ciudad de Córdoba, cuando la mula que cargaba la imagen, se echó y no hubo poder humano que la hiciera levantar. Los creyentes interpretaron que el Santo Cristo quería quedarse en esos páramos y levantaron una capilla en 1745. Los chilenos que bajaban con el cargamento que traían desde la región del Limache, tuvieron la suerte de encontrar varios rodeos en las estribaciones andinas, por lo tanto, nunca les faltó buena carne en su camino hacia el Este. No fueron pocos los indios que observaron el apoderamiento de sus ganados por parte de los blancos y no se atrevieron a reclamar la devolución. Durante el tiempo que consumieron en levantar el oratorio para la Sagrada Efigie, rodearon de pircas un lugar cercano y allí encerraron a numerosas cabezas de vacunos que habían sido arriadas luego de cruzar el Salado. Con el tiempo, el santuario vio surgir en sus alrededores los humildes ranchos de los paisanos que expresaron su devoción, acompañándolo por aquellas soledades. El grupo humano tomó el nombre de Renca, honrando así la localidad chilena de donde procedía el Santo Cristo grabado en un espino. En la primera oportunidad que tuvieron, las familias indias que se quedaron sin sus rodeos y sin el alimento para su gente, hablaron con el cacique mayor de las tribus sureñas y expusieron sus desdichas. Yanketrus tomó debida nota. 7 La parroquia de San Luis fue creada en 1596. Su archivo comienza desde 1700. Faltan por lo tanto, todas las partidas al siglo XVII. Si se toma como base que la capilla de Renca fue construida a principios del siglo XVIII, es recién cuando comienzan a aparecer en los libros parroquiales, las otras viejas capillas –casi contemporáneas- tales como San José del Paso Grande, Nuestra Señora del Rosario de Piedra Blanca (hoy Merlo), la de Santa Bárbara (hoy San Martín), etc. No debe extrañar que los libros se hayan quemado y otros se hayan salvado ante las invasiones de los indios. Pero Renca pudo haber aparecido, probablemente, en 1727. 79

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Siguió creciendo la ranchada, hasta convertirse en una villa, que aprovechaba el agua clara del Conlara para satisfacer sus necesidades, y las de los rebaños de cabras y rodeos vacunos que por allí fueron surgiendo. Recuerdan algunos viejos pobladores que en uno de sus terribles malones, los indios llegaron hasta esa villa y después de saquearla, buscaron con afán ese Señor del que tanto se hablaba. Ingresaron al templo y decapitaron las imágenes de los santos. Rompieron el órgano y prendieron fuego al resto. Pero el párroco había alcanzado a huir llevándose la imagen del Cristo y los ornamentos sagrados. Durante la invasión de 1834, encabezada por el cacique Yanketrus, los indios penetraron en Renca, también en Santa Bárbara y bajaron a Carolina, atraídos por la fama de las minas y de su comercio. El comentario de la gente no era otro que los salvajes no respetaban a nada ni a nadie. Cuando avanzaban mataban, robaban y quemaban. Aunque pudiera resultar extraño, en ningún momento se hacía recordación de las haciendas que se trajeron desde los murallones andinos al fundarse la villa, sin pensar que se dejaba sin alimento a las mujeres, a los niños y a los viejos de las tribus que cuidaban de esos animales. Esa actividad no era salvajismo. ¿Qué era? Los vecinos pusieron a salvo la imagen llevándola a Las Lagunas (partido de Guzmán), y una vez pasado el peligro el Señor de Renca volvió a su capilla. La humilde población recibe a miles y miles de peregrinos. Carpas y ramadas se levantan para proporcionarles baratijas, imágenes del Señor de Renca y de algún «santo» popular, crucifijos, rosarios y alimentos tradicionales. Esto no es bien visto por los sacerdotes, que advierten una clara distorsión de la fe popular con semejante comercialización en las misma puertas del templo. En no pocas ocasiones los ministros del Señor han debido ordenar a los vendedores que se mantengan distantes del templo para evitar tamaña interrupción en las ceremonias. Para ese día concurre el Obispo de la Diócesis de San Luis y numerosos sacerdotes, y al caer la tarde, se lleva a cabo la procesión en la que hombres y mujeres de todas las edades y de las más variadas condiciones sociales, hacen su balance espiritual y piden felicidad para ellos y los ausentes, y los rezos se mezclan con las voces de los cristianos que siglos atrás,  mientras caminaban detrás de la Sagrada Imagen, musitaban con la hondura de la plegaria más pura: “Mei desgajao en las piedras Mei espinao en las pencas... Por vos solito ei venio Milagroso Señor de Renca...”

El primer cura de Renca fue el Pbro. Juan Francisco Regis Becerra, quien administró la parroquia por casi media centuria: desde 1764 a 1811. 80

Cuando en 1810 se inició el movimiento independentista del Río de la Plata, se llevaron a cabo prolijos asentamientos en los libros del archivo del Arzobispado de Córdoba, a cuya jurisdicción había pasado la región de Cuyo. En 1816, Renca tenía como párroco al Pbro. Manuel Marcelino Becerra, natural de San Luis. Sin embargo, en los registros aparece el nombre del Pbro. Mateo Anero. El Arzobispado registra en el inventario de Renca a la Soberana Imagen. A la muerte del padre Becerra, sigue hasta 1830 una época confusa para Renca. En unas partidas suscritas por el padre dominico Fray Baltasar Ponce de León, surge la figura del R.P. Maestro Fray Hilarión Etura, dominico procedente del extinguido convento de San Luis, a causa de la reforma de Bernardino Rivadavia. Fue el padre Hilarión Etura quien escuchó el 27 de marzo de 1832, a las diez de la noche debió salir a esconderse en las sierras, por el Comandante D. Jerónimo Ortiz le escribió que los indios estaban a una legua de distancia. Esto lo sabía el jefe militar, porque a los indios se les escapó un muchacho que llegó gritando y llorando que salieran, que se llevaran todo lo que tenían ya que los rankeles estaban a un paso. Cuenta el padre Etura que todo quedó a disposición de los indios. Pero gracias a ese muchacho que se escapó de manos de los lanceros de Yanketrus, se consiguieron salvar a numerosas familias. Todos alcanzaron a escapar a campo traviesa, por los cerros. Cuando el malón ingresó a Renca, con gritos desencajados y convertidos en turba destructiva, empezaron a saquear y despedazaron el templo completamente, no dejando ni una sola cosa útil. Lo mismo hizo con las casas de los vecinos. El padre Etura volvió a Renca el primero de abril y no halló más que una aldea solitaria, con los ranchos humeantes, convertidos casi en cenizas, y varias familias que lloraban la pérdida de sus hijos. El comandante Lucero escapó por milagro, quedándose en La Cruz (hoy Concarán) en tanto que el padre Etura siguió adelante, tal como consta en el libro de entierros de la parroquia de Renca, de 1824-1854, páginas 35 y 36. ¿Dónde está escrito, sobre ese cuadro de horror de los indios que murieron de hambre, cuando se les robaron sus haciendas? ¿Cuántos rankulches quedaron tirados para siempre, entre los pastos y las piedras, cerca de los arroyos cordilleranos? Los abuelos contaron a sus nietos. Y los nietos contaron a los que vendrían después. La historia de tanta tragedia se conoce por tradición oral. Como en la Biblia se cuenta desde Adán hasta nuestros días. Los rankulches no tenían escritura. Solo la palabra. ¿Dónde escribió sobre la segunda invasión de los rankeles, el párroco de Renca? En el libro de casamientos de la parroquia. En esta oportunidad, los indios destruyeron el material que existía en los dos altares, el nicho donde se guardaba 81

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al Señor de Renca y el Sagrario. Además quemaron las imágenes y una capa. También incineraron otra que era de los ornamentos. En tanto que a los ornamentos los despedazaron. Arrojaron el órgano, que estaba en el coro (en un altillo) casi al centro del templo, Despedazaron las ventanas, hacharon las puertas y destruyeron las casas de los vecinos; incendiaron la casa del párroco y cargaron en sus maletas todo lo que pudieron. El padre Etura, en esta ocasión, se llevó la sagrada imagen de Nuestro Señor y ornamentos para la celebración de la misa. Por largo tiempo se quedó en San Javier. Es conmovedora la narración de los hechos por parte de Fray Hilarión, sin embargo queda siempre en claro que toda vez que huyó, se llevó consigo la imagen de Nuestro Señor de Renca. Es decir, que los malones nunca destruyeron la réplica que se trajo desde el Renca chileno. El sucesor de Etura fue el padre Juan José Gil, en el año 1834. El dato está claro en una partida del libro de Fábrica de la Iglesia Parroquial de Renca. En 1936 traen nuevamente de regreso a la imagen que se habian llevado a las capillas del norte y toda la gente sale a recibirla. Para ser más exacto, el 2 de septiembre, de 1836, se produce el feliz acontecimiento, mediante el concurso de numerosos fieles que da la bienvenida a Nuestro Señor, tras cuatro años de ausencia. La homilía que pronunció el Pbro. Gil en momentos de ser colocada la imagen en el nicho que fuera quemado por los indios, llenó los ojos de lágrimas a numerosos devotos que recordaron la pérdida de sus familiares en el momento del malón. Sin embargo, ni bien se produjo el traslado del Coronel Lucero a San José del Morro, como punto estratégico para vigilar y contener a los rankeles en el paso obligado entre el Cerro del Morro y el del Rosario, los indios burlaron, una vez más la vigilancia del Fortín Las Pulgas, fundado en 1720, y la guarnición del Morro y llevaron a cabo una tercera incursión a Renca. Siendo esta vez, el padre Gil quien debió escapar a las capillas del Norte. Esto aconteció el 17 de noviembre de 1840 a las cuatro de la tarde, cargando con la sagrada imagen de Nuestro Señor de Renca, evitando así la destrucción por el malón. Recién el 7 de marzo de 1841 regresó el padre Gil portando la sagrada imagen y otros elementos del templo. Aparentemente no hubo más invasiones rankelinas que pudieran poner en peligro a los vecinos de Renca. El proceso que le puso punto final a este terrible como trágico acontecimiento, no fue otro que el lento y necesario capítulo del mestizaje. Tanto es así, que Victor Saa alude al mestizaje como consecuencia gloriosa del sentido misional del descubrimiento y conquista y la población de América. Tal cual aconteció con los hombres de la frontera, llegando a tener lugar la absorción, sin aculturación y sublimación del material aborigen.

Cometeríamos un error gravísimo en materia de interpretación histórica, si nos decidiéramos a no comentar lo que en verdad sucedió con la mestización, como elemento que se constituyó en el corolario de la catequesis impartida por los misioneros tras largos y durísimos años de esforzada labor. No nos resultará difícil encontrar .la salida al conflicto planteado. En esta cuestión seguimos el razonamiento de Víctor Saa que nos ofrecerá en sus reflexiones la propia clave de la integración nacional. Sin embargo toda explicación racional y objetiva, de ninguna manera puede eludir o ignorar el misterio, por aquello de que es aquí, “en la intimidad humanísima del mestizaje”, donde tenemos que buscar y encontrar el germen constitutivo de la Nación que actualmente integramos. “Y esto tuvo que ver y tiene que ver con Dios, no solamente por la fe que llegó con los fundadores, que es todavía nuestra fe común, sino por aquello de que Dios es la fuente que explica la existencia de todo ser, tal cual ocurre con la Nación o ser nacional.”

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La Odisea de Don Mateo Gomez De mal en peor las milicias, ni siquiera podían contar con el apoyo del gobierno de Buenos Aires para expedicionar con alguna posibilidad de éxito en el desierto. En lo que respecta a San Luis, algunos escasos auxilios prestados por Mendoza, llegaron para colmo después de enfrentamientos con los infieles, que arrojaron resultados de catástrofe para los uniformados. Ahí estaba el gobernador de San Luis, don Mateo Gómez, rodeado de sus colaboradores más inmediatos, en ese pequeño cuarto que le servía de escritorio, observando por la ventana los cerros azules, la bruma que descendía por la ladera y la humedad que se pegaba a los muros de adobe. Ahora pensaba cuál pieza debía mover en este endiablado juego en que estaba embretado. -¿Otra vez la presencia de los indígenas en San Luis?- le preguntó al mozo que le traía tan desgraciada novedad. El gobernador se puso de pie y abandonó el sillón de su escritorio. Ahora se tomaba la cabeza con ambas manos y musitaba con voz dolida: -Tengo que hablar con la gente... tengo que decírselo a los vecinos...No hace falta ser un estratega de primer nivel para darse cuenta que las incursiones de los indios estaban ahogando a los regimientos. El gobernador de San Luis, no puede contener las invasiones de los guerreros de los pueblos originarios. Para suma de males, tiene que hacer frente, además, a la anarquía interna. Basta ya. No más vueltas al asunto, se dijo, tomando la decisión de convocar a los más representativos del pueblo puntano y decirles las cosas tal cual como estaban en esos momentos: es imposible sostener el orden; es imposible proteger la vida y los

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intereses de los habitantes; no hay recursos para mantener a raya a los bárbaros; por eso presentaba la renuncia indeclinable al cargo de gobernador de la provincia. Al retirarse Gómez, la Legislatura puntana creó una Junta Gubernativa de siete miembros y resumió en ella los tres poderes del Estado. José Gregorio Calderón ocupó la presidencia y las primeras medidas que se tomaron tendían a crear recursos que permitieran marchar contra los indios. Entre esos recursos, por cierto, se contaba como esencial la ayuda de Buenos Aires. Se escribió a las máximas autoridades en términos que no admitían dilaciones: “la provincia de San Luis desaparecerá del rol de las que componen la República Argentina, si los gobiernos hermanos no tienden su mano protectora sobre este desgraciado país, donde, por la escasez de artículos de guerra, repiten, con escándalo, sus correrías los salvajes del sud”. ¿La Nación tomó conciencia del pedido que hacía San Luis? Mejor dicho: ¿Era consciente el grupo que en esos momentos gobernaba a la Nación, de lo que estaba por acontecer ante la renuencia de prestar la ayuda necesaria a la provincia más sufrida y avasallada por los malones?

La Provincia Más Acosada y Pronto a Desaparecer Este es un mensaje desesperado. Es cierto. Pero deja en claro dos aspectos que los historiadores, por razones difíciles de explicar, pasan de largo en el análisis de los hechos. El primero, que San Luis es la provincia más acosada, más vulnerable, más invadida y menos organizada en la guerra contra el indio. Y el segundo: ninguna otra provincia ha reconocido con tanta crudeza y expuesto con tanta vehemencia la situación que estos maloneos y terribles ataques de los aborígenes, podía causarle como entidad jurídica de la Nación: su desaparición por completo del mapa y la ocupación definitiva del territorio por parte de los rankeles. Esto no era broma: fueron varias las familias que no pudiendo aguantar más, tomaron sus pertenencias y se fueron. En algunos combates, la equivocación de los jefes a cargo de la tropa, al elegir el modo de llevar a cabo la pelea, determinó como resultado la catástrofe para las fuerzas de línea. Veamos por ejemplo lo que sucedió el 17 de noviembre de 1832, cuando los hombres que comandaba el coronel Reynafé, contaban con el apoyo de la infantería que obedecía las órdenes del teniente coronel Jorge Velazco y las dos piezas de artillería bajo la responsabilidad de Patricio Chávez. El ala izquierda de esta fuerza, se movían la caballería cordobesa y puntana, bajo el mando de Pedro Bengolea y Pablo Lucero. Más atrás, dos piquetes de caballería a las órdenes del comandante Eufrasio Videla.

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Esta fuerza avistó a los indios, en la madrugada, que en un número de medio millar se acercaban al Morro. Fue entonces que el comandante don Pablo Lucero, ordenó ¡A la carga! Seguido por los capitanes Pedro Núñez y León Gallardo, proponiendo un ataque de hombre a hombre. Esta estrategia fue tan increíble como desacertada, sobre todo tratándose de oficiales con experiencia en los entreveros con los rankeles. Fue, desgraciadamente, una verdadera pantomima. Las fuerzas regulares sufrieron desorganización y no les resultó fácil resistir el ataque de los indios, ni aun formando cuadro. Los señores del desierto se retiraron llevándose el ganado con rumbo al sur, pero Reynafé y Videla los persiguieron ya que no podían concebir un desastre como el que habían sufrido. Para estos oficiales resultaba una indignidad, una afrenta al señorío militar. Por eso estaban dispuestos a poner las cosas en su lugar, pero ya mismo. Los indios vieron a sus perseguidores y regresaron a enfrentarlos nuevamente y los atacaron con la misma furia anterior. La caballería resultó aislada de la infantería y fueron sacrificados hombres muy valientes como el capitán José María Ponce, el teniente José Quintero, el alférez Castro y el abanderado Agustín Acosta. ¿Qué podía hacer Reynafé ante semejante aniquilamiento de sus fuerzas? Se retiró como pudo al Portezuelo y de ahí siguió a Córdoba. Ya había tenido suficiente. Mientras tanto, el comandante Calderón regresó a San Luis, con el ánimo por el suelo y dando cuenta de una cruel derrota. Pero cabe el reproche por la ineptitud de los que comandaban la fuerza. La indiada en el combate cuerpo a cuerpo saca ventaja, desarticula la infantería y vuelve inhábil a las piezas de artillería. ¿A quién se le pudo haber ocurrido semejante estrategia?

Se Asoma el Tigre para la Pelea... No solamente el ganado se llevaron los indios. También numerosas cautivas, niños y hasta familias enteras y todas fueron puestas en condiciones de servidumbre en las tolderías. El gobierno de Mendoza no vio con buenos ojos lo que estaba pasando en San Luis. De inmediato comisionó a José Santos Ortiz para que llegara hasta San Juan y suscribiera un convenio para auxiliar a los puntanos, ya que el gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas, no había respondido al llamado desesperado de San Luis. Sin embargo, la tristeza cedió ante la esperanza que renacía al conocerse la noticia que el Brigadier General don Juan Facundo Quiroga, había aceptado la invitación de las demás provincias de hacerse cargo de la guerra contra el indio. Pero el Tigre de los Llanos no combatía si antes no le concedían una lista de elementos que juzgaba indispensables para la acción. Primero y antes que cualquier otra cosa, necesitaba cien hombres montados, con sus armas y municiones y otros 85

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cien hombres de a pie, también con sus fusiles y bayonetas. Pero eso no es todo: necesitaba que los cien hombres montados dispusieran de cuatro caballos cada uno y los cien hombres de infantería dispusieran de tres caballos cada uno. Si el general Quiroga se hubiera quedado con esto en la lista, la cosa no hubiera pasado a mayores, porque a renglón seguido, exigía 750 cabezas de ganado vacuno de excelente calidad, en tanto que una tropa de mulas que sería destinada al transporte de las municiones. Facundo Quiroga era puntilloso en su pedido: quería cinco mil tiros de fusil y tres mil tiros de carabina. ¿Quién pagaría esos doscientos hombres? ¿De dónde saldría el dinero para adquirir el ganado y las municiones? Facundo replicaba enseguida: paga la provincia. Y además estas fuerzas debían estar listas para entrar en acción en febrero de 1833, fecha en que se incorporarían al regimiento “Auxiliares de los Andes”. También se incorporarían las fuerzas provenientes de otras provincias cuyanas. Quiroga estaba convencido que todo esto era suficiente para escarmentar a los salvajes y empujarlos más allá del Río Negro, ya que después de todo, esa era la frontera natural que les correspondía. Estas tierras debían quedar limpias de indios, y ponerlas a producir cuanto antes. ¿Y la provincia de San Luis podía entregarle todo lo que pedía? ¡Vamos, hombre! ¿Para qué engañarnos con lo que se podía y lo que no se podía? El Batallón Infantería de la Unión era la única fuerza que disponía San Luis y todos sabían que se componía de 115 fusileros, 128 dragones y no llegaban a veinte los artilleros. ¿Y el armamento? Era fácil contarlo: 24 tercerolas, 58 lanzas, 2 culebrinas, medio centenar de balas de cañón y 4000 cartuchos para los fusiles. Y no había más. Rosas, en Buenos Aires no tenía tiempo para estas minucias. Él estaba a cargo de la expedición en el ala izquierda, en tanto que confiaba plenamente en Facundo Quiroga como conductor de la fuerza de choque en el otro extremo. Mientras el general Aldao tenía bajo sus órdenes la división de la derecha, el coronel José Ruiz Huidobro, se hizo cargo de la división del centro. El ajustado movimiento de relojería, tan europeo en su esencia, era el modelo que seguían y se exigían los oficiales de Córdoba y San Luis. Ellos debían coordinar cada una de las acciones que llevaran a cabo, porque el objetivo era atacar a Yanketrús, cuyo escondrijo estaba en la confluencia del Diamante, y avanzar enseguida sobre las tribus dispersas que señoreaban por los campo, 70 leguas al sur del río Quinto.

Los Dragones en «Las Acollaradas»... Fue como dijo y exigió el general de las patillas negras y abundantes: “a fines de febrero estaremos invadiendo territorio rankel”. Y el Mamuel Mapu, el

País del Monte, el corazón de la nación de los hombres de los carrizales, soportaría el tronar de una caballería que buscaba desesperadamente borrar para siempre la presencia del indio en aquellas soledades. Para aumentar la fiesta, Ruiz Huidobro se enteró que Yanketrús merodeaba en las cercanías de las lagunas. El primer encontronazo se produjo en “El Lechuzo”, un paso sureño sobre el río Quinto, donde ni unos ni otros se sacaron muchas ventajas. En realidad, la indiada no esperaba a los winkas y de inmediato se desbandaron para comunicarle a las avanzadas de Yanketrús que “los milicos” estaban solo a unas leguas. El escuadrón Dragones de la Unión continuó la marcha hacia el sur, hasta que sus integrantes alcanzaron la Laguna del Cuero, y en este silencioso y sereno páramo, hicieron campamento. Curtidos en entreveros con los infieles, algunas partidas de Dragones, enviadas para reconocer ese territorio de médanos y lagunas, se toparon con grupos de indios pocos numerosos, que escapaban a galope tendido. Fueron estas partidas las que advirtieron que el grueso de la indiada, unas mil lanzas, con Yanketrús a la cabeza, los aguardaba para aniquilarlos en combate, en la región sureña de Las Acollaradas. Ya era tiempo que este encuentro se produjera. Para eso se habían preparado los soldados y para eso estaba el Vuta Yanketrus al frente de la nación rankel, decidido a terminar de una buena vez con los amagos de los cristianos, que ahora, como pumas cebados se habían atrevido a incursionar por territorio indio, sin más justificativo que el de apoderarse de los campos, de las aguadas y de todo lo que crecía, volaba y se arrastraba en esas comarcas. Ni bien avistaron a la infantería y a la caballería, los guerreros de Yanketrús se lanzaron al ataque. Tanto era el odio, la rabia y la animosidad que embargaba a aquellos hombres del desierto que en su afán de destruir al enemigo, fueron a ensartarse en las bayonetas de los soldados formados en cuadro. La caballería cargó de inmediato sobre los enceguecidos hijos del desierto y los puso en difícil situación, no quedando otra salida para los indios, que retroceder para poder rehacerse en sus líneas. Un teniente segundo de caballería, José Iseas, no les dio tiempo para cumplir con ese cometido y los encaró hasta causarles pánico, en una confusión de polvo, humo, lanzas y sables, como jamás se había visto en combates semejantes. La infantería formó otra vez sus cuadros y la caballería retrocedió para reorganizarse. Los Dragones de la Unión, luciendo inconfundibles chaquetas rojas, avanzaron hasta los propios indígenas, a esta altura de la pelea muy confundida, descargando golpes terribles sobre la turba enfurecida. Ante el cariz que tomaba el combate, los indios huyen llevándose los heridos y abandonando a un centenar de muertos en el campo. El corazón de Yanketrús se contrae. Entre los pastos quedaron tendidos para siempre sus hijos, los caciques Painé(8), Pichún y 8 No se trata de Payné, el fundador de la dinastía de los Zorros. Este es Painé, hijo de Yanketrús.

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Carrayné. Seis horas de pelea. Seis horas de infierno en medio del desierto, a orillas de Las Acollaradas. La caballería limpió los campos y llegó hasta Leuvucó, el corazón del País del Monte, donde se encontraba la toldería del poderoso Yanketrús. Pero el cacique ya no estaba por esos lugares. En su huida se encargó de no dejar ni el más pequeño rastro. En San Luis se conoció el triunfo de la División del Centro, el 18 de marzo, gracias a la fortaleza de un chasque que galopó sin parar, reventando caballo hasta entregar el mensaje en las manos del Presidente de la Junta que gobernaba San Luis. En el mensaje, el coronel José Ruiz Huidobro, le informaba que siendo la una del día 16 de marzo de 1833, acababan de ser batidos los indios de Yanketrús y sus aliados, en número de ochocientos. También ponía en su conocimiento que la División del Centro tenía en su poder mucha parte de la caballada enemiga y que en estos momentos el Regimiento Auxiliares continúa en su persecución. De todas estas acciones quedó como resultado el valor, el arrojo, la temeridad, de los soldados que vestían los uniformes nacionales. Pero la ocupación del desierto por las fuerzas de los regimientos fue transitoria. La paz con los indios fue comprada con indignación y vergüenza, mediante la entrega de vicios, bebidas alcohólicas, carne de vacas y yeguas, fomentando el envalentonamiento y nuevos malones contra las estancias y las poblaciones laboriosas. Semejante actitud respondía a una moral corrupta por parte de los funcionarios, de los mandos militares y de los políticos que mantenían el poder para con el único fin de fomentar las relaciones entre los blancos y los indios realizando fechorías en común. Esta verdad histórica, permaneció en la oscuridad por muchos años y los escribas de los partes de batalla, omitieron su emergencia de realidad nauseabunda en todos los documentos oficiales.

Payné Nüru (Zorro Celeste) Nacimiento de Panghitrus Guor

Corría el año 1825 y las orillas de la bellísima laguna Leuvucó, que reflejaba el cielo del nordeste de La Pampa, a menos de treinta kilómetros de Victorica, se había poblado de garzas, patos y flamencos, configurando un mundo pletórico de vida, animoso y lleno de algarabía, porque era la perfecta traducción de la convivencia de la naturaleza magnífica del desierto con los carrizales, los animales y el hombre. Este era el marco en que se desarrollaba la existencia de la Nación Mamülche por aquellos años, y la llegada del segundo hijo varón de Payné, afianzó un cacicazgo cuyas virtudes eran ponderadas no solo por los miembros de la tribu, sino por los otros pueblos aborígenes. Tal vez la gloria más grande de Yanketrus fue la de haber dejado preparada su comunidad, de tal manera que a su muerte, le sucediera Payné Nüru, el más importante cacique rankel. Con esta estructura se daba comienzo a una cadena de herederos, firme, con ideas y sentimientos muy claros en defensa de la raza, contando con el consentimiento del hijo de Yanketrus, Pichuin, quien en realidad era el legítimo heredero, sin embargo, dejaba su lugar a Zorro Celeste y legitimaba la decisión de su padre.. Así las cosas, en 1838, Payné Nüru (Zorro Celeste) es el iniciador de una larga dinastía que encontró sus seguidores en los hijos del cacique, siendo éstos, los siguientes: Calvaiú-Nüru, Panghitrus Nüru y Epu Nüru o Epumer, respetando de este modo el cacicazgo como una institución hereditaria. Hablando de Payné, dice Estanislao Zeballos que se trataba de «...un hombre alto, robusto, imponente, de cara ancha, grande y aplastada como un sol de telón de teatro, vestido...con gorro de manga negro, bordado de relieve de oro, dio voces de mando con acentos de gigante.....Mientras contemplaba un grupo de mujeres y niños prisioneros (entre los que estaba Zeballos en 1840 aproximadamente, según su relato) descubrió mi persona y me dirigió sus ojos que herían como rayos de irresistible luz. Sufrí una impresión devastadora, dominado por la centellante mirada de aquella fiera. Era Payné»(9). Payné Nüru fue un cacique tremendo, sus energías desbordaron la pampa y pusieron en jaque a las estancias y los centros poblados de la frontera. Payné

El toldo del cacique Payné rebozaba de alegría y satisfacción en todos sus niveles. Porque un toldo rankel tiene niveles, es decir, jerarquías. Una gradualidad que se debe a las funciones que cumplen los que allí moran. En una palabra, el toldo es una unidad que implica diversidad de roles. Desde el indio que lleva y trae los mensajes hasta las mujeres que cocinan y ceban mate. Y la mujer esposa del cacique, que para esta ocasión el Vuta Payné Nüru había tomado para procrear la descendencia, trajo al mundo un varón al que llamaron Panghitrus Nüru, esto es Zorro Cazador de Leones.

9 Claudia Salomón Tarquini, ha realizado un trabajo en historia, donde plantea una aproximación al estudio de la sucesión Yanketrus-Payné-Calban, teniendo en cuenta los mecanismos puestos en acción por la comunidad aborigen, analizando en particular el sistema del parentesco. Para ello tomará como arco temporal el periodo que va entre 1828 (Yanketrus llega a las pampas) hasta 1855 (muerte de su hijo Pichun Gualá) y definirá las categorías a utilizarse, tales como linajes, matrimonios oblicuos, sistemas de matrimonios matrilaterales, matrimonios patrilaterales, .Utiliza fuentes como las memorias de Baigorria y cartas reservadas en el Archivo Histórico de Córdoba, llegando a una conclusión parcial importante, que le permite refutar la hipótesis tradicionalmente difundida según la cual el cacicazgo de Payné, como sucesor de Yanketrus, fue electivo, rompiendo la ley de herencia.

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Nüru consolidó la tarea de Yanketrus. Durante su cacicazgo los rankeles alcanzaron su máximo poderío y disputaron a Kallfukurá el liderazgo de las tribus.

Una Embestida contra San José del Morro y El Ataque del Ñato Sosa No había descanso para los pueblos, con Yanketrus conduciendo a los rankeles. Una caballada gorda, estaba en óptimas condiciones para participar en una embestida a una población y los caciques se reunieron para decidir las acciones. Deliberaron y todos coincidieron caer sobre San José del Morro, una aldea fronteriza con buena cantidad de ganado. Partieron los lanceros siguiendo a Yanketrus y quedaron las familias en los toldos, con notable ausencia de hombres. La embestida tuvo un éxito que animó a los rankeles para llevarse todo el ganado que encontraron a mano. El objetivo no era caer sobre los cristianos, sino apoderarse de los rodeos. Tropillas de caballos y manadas de yeguas fueron trasladadas al sur. Yanketrus no se dio cuenta que la caballada del Estado, la que se reservaba para el Ejército, estaba en la cumbre del Morro, y partieron sin ella. Se salvaron los caballos de la reserva, pero los indios se llevaron una regular cantidad de yeguas. También se llevaron algunas cautivas y niños que estaban cerca de los rodeos. El coronel Francisco Sosa, al que todos conocían como “El Ñato Sosa”, decidió tomar revancha y se acercó con sus hombres hasta los toldos de los rankeles, desplazándose en diagonal por el desierto hasta el lugar llamado Caichihué y allí se quedó oculto, hasta que se incorporara el cacique Coñuepang, para hacerse cargo del mando. Ni bien apareció Coñuepang, Sosa avanzó sobre los toldos. Estaba saboreando el triunfo que pensaba adjudicarse con esta acción, pero quedó profundamente desorientado, cuando advirtió que los toldos estaban vacíos. Allí no había nadie. Con seguridad, los indios descubrieron su avance y alcanzaron a disparar. Las familias huyeron poniéndose a salvo de la invasión de los cristianos. El coronel Sosa mordía la bronca y dispuso de inmediato que distintos destacamentos de soldados custodiaran las aguadas. Sabía que cuando los indios experimentaran la sed, se acercarían a ellas. Y fue así nomás. Creyendo que el malón del Ñato había finalizado, las indias salieron de sus escondites y casi al anochecer, llevaron sus odres a las aguadas. Debían llenarlos y volver, por las dudas, otra vez a sus lugares de ocultamiento. Y rumbearon para los lugares donde estaba el agua. Guzmaipang, una india que dejó su caballo enflaquecido, cerca de unas jarillas, se dirigió al jagüel. De pronto un grupo de soldados que custodiaban la aguada, aparecieron como espectros detrás de los matorrales. Otras mujeres que habían hecho pie, abandonando sus cabalgaduras, también cayeron en manos de los 90

uniformados. Los soldados se les fueron encima y las despojaron de todo cuanto llevaban puesto. Le arrancaban las prendas y las violaban. Aquellas mujeres morían de pánico ante semejante trato por parte de los blancos. Cuando quedaron saciados los bajos instintos, las llevaron al campamento. Allí sufrieron más vejámenes, con una brutalidad increíble. Los soldados se volvieron locos. Terminaba uno de llevar a cabo la violación y ahí nomás seguía el otro, sin averiguar si aquellas pobres indias seguían con vida o ya estaban muertas. La obscenidad de la que fueron objeto no tenía medida. Tan maltratadas fueron, por parte del hombre blanco como jamás pudieron imaginar. Con risas y gritos de algarabía, los soldados celebraban la llegada de más indias que iban trayendo los piquetes desde las aguadas. La deshonestidad de los “cristianos” estaba siendo expuesta para vergüenza de la historia que alguna vez debía escribirse. Mientras tanto, esta fiesta duró ocho días y cuando el coronel Sosa cayó en la cuenta que lo único que había conseguido era apresar a las mujeres, levantó el campamento de Nahuel Mapa y reinició la marcha hacia Bahía Blanca, no sin antes dejar la toldería quemada y destruida. Se llevó un centenar y medio de indias y las majadas de ovejas que capturaron en el monte. Algunos, como el padre Meinrado Hux, cuentan que la columna que cayó sobre los toldos abandonados, para cruzar el desierto debió cavar por lo menos siete pozos. No se sabe si consiguieron agua para calmar la sed. Las perforaciones se llevaron a cabo en tierra muy seca y en algunas lomadas guadalosas donde difícilmente podían conseguir lo que buscaban.. Mientras este regreso “triunfal” del coronel Sosa tenía lugar, iban llegando al asentamiento aborigen, a los restos de toldos calcinados, rotos y destruidos, los indios que habían subido hasta San José del Morro para buscar animales. Cayeron en la cuenta de que habían sido avanzados por el Ñato y que no habían dejado a nadie con vida. Buscaron afanosamente en el monte y solo descubrieron cadáveres de hombres viejos, de algunas indias que fueron maltratadas hasta caer muertas y otros que intentaron salir del monte y no pudieron ante la mortandad provocada por las huestes del coronel Sosa. El grupo de toldos no era muy grande, porque los indios no forman comunidades de importancia para vivir juntos, sino que se desparraman por los campos para evitar ser objeto de un malón por parte de los blancos, como ocurrió en este caso. Y si hay muerte, que no resulte toda la comunidad aniquilada,. De cualquier modo, sufrieron el exterminio de sus mujeres, de sus abuelos y padres. Algunos indios doblaban las rodillas y caían al suelo, se echaban tierra sobre la cabeza para mostrar que estaban muy dolidos y que la venganza crecía en su corazón.

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Aprendiz de Cacique En Leuvucó, el hijo de Payné se preparaba con esmero para lo que, en un futuro no lejano, serían las actividades más descollantes como adulto. La guerra y las labores del campo ocupaban la mayor parte del tiempo de los varones, orgullo del padre en la sociedad tribal. de los aborígenes dispersos por las pampas. Los niños aprendían a cuidar el ganado, se volvían ágiles para montar en pelo, diestros para enlazar y pialar y hasta arrojaban las boleadoras, que ellos llamaban lakes. -Ya está. Alcánzame ese lazo...- le dijo el muchacho al más chico que lo miraba desde abajo. Con cierta dificultad había logrado subir hasta la rama del sauce, y pretendía colgar desde ahí al venado, desde las patas traseras. El animal fue cazado por su padre, y se lo dejó a su hijo para que lo cuereara. El pequeño indio que le servía de ayudante le arrojó la punta del lazo y Panghitrus la atrapó con una mano. Rápidamente tiró y el venado comenzó a pender en el aire.-Ahora sí... creo que ya no podrá zafarse...- vaticinó mientras ataba el lazo a la rama. Y de un salto se descolgó y ganó el suelo. -¡Se balancea de aquí para allá!... ni que estuviera vivo... – exclamaba el pequeño rankel. -No lo está. Ya murió hace rato. Mi padre, el Vuta Payné no erró el tiro. Ahora vamos a cuerearlo...- explicaba el hijo del cacique. Dicho esto, tomó el cuchillo y lo clavó a la altura del cogote. Desde allí fue bajando con firmeza, como dibujando una recta hasta el vientre. -¡Panghitrus! ¡Se le están saliendo esas cosas de adentro! Mira... tus manos se están manchando con sangre...- advirtió el pequeño rankel -No hables y procura tenerlo firme, que no se mueva tanto, así le quito las entrañas...- le pidió Panghitrus. Con el corazón salieron el hígado y los intestinos. -¿Se puede comer todo eso?-Si tienes mucha hambre... pero te anticipo que es bastante amargo... – le aclaró el hijo del cacique. La mano con el cuchillo iba de arriba hacia abajo, de derecha a izquierda. Todo lo que rellenaba aquel hermoso animal de los bosques y la llanura, fue a parar a un recipiente que Paghitrus alcanzó a empujar con un pie para que recibiera las entrañas y la sangre. -Es ahora cuando se debe tener cuidado de no estropear el cuero. Hay que tirar suavemente pero con fuerza para que se despegue de los huesos...-¿Los huesos también van a caer? -No, los huesos no caen. Los huesos sostienen a todo el ciervo. De no ser por los huesos el ciervo no podría pararse en cuatro patas... ¿entiendes?92

Dicho esto con tanta convicción, el más pequeño de los rankeles movió la cabeza de arriba hacia abajo y aceptó la explicación y siguió sujetando al animal con firmeza, evitando que se meciera. Al cabo de un tiempo, Panghitrus clavó cuatro estacas de madera en el suelo, junto a unos caldenes y colocó el cuero con el descarnado hacia arriba, atando las cuatro extremos, o mejor, atando las cuatro patas a las estacas. -Aquí deberá quedar por lo menos durante tres días. El sol y el aire se encargaran de secarlo...- sentenció. Abandonaron el lugar del estaqueado y pasaron a limpiar el lazo que utilizaron para colgarlo. Llevaron las entrañas al toldo y escucharon la orden de la madre que les pedía leña. Si bien antes habían acarreado agua, el fuego para la cocción de los alimentos consumiría una buena cantidad de ramas secas. Ellos sabían que el huitrú (caldén) era lo mejor y buscaron esos leños en las cercanías. Más tarde, debían dejar limpio el lugar que les tocaba en suerte habitar, libre de restos de comidas y basuras. Todo era recogido en recipientes de cuero o cestas de esterillas trenzadas. Se dirigían a un terreno que estaban preparando para sembrar y allí sepultaban los desperdicios. -La tierra gorda es buena para la siembra...- decía el rankel más pequeño. -Es verdad. Pronto comenzaran las tareas en esta parte donde abrirán los surcos...- confirmó Panghitrus. Otra vez en los toldos. Otras vez las órdenes. Y otra vez las acataban sin decir una palabra. Correspondía llevar la caballada al bebedero. En estas tareas actuaban como ayudantes de Ancafilú. En realidad, pese a ser unos chicuelos de siete, ocho y nueve años, eran buenos para el arreo de los ganados que se desplazaban por aquellas regiones. No anidaba en la comprensión de los niños aborígenes una reacción contra los mandatos de los padres, antes bien, cumplían con todo lo que se les ordenaba porque aprendían y porque les gustaba remedar en parte a los adultos. Un pequeño ranquel sentía que se le hinchaba el pecho de orgullo cuando hacía las mismas cosas que su padre. En tareas más complicadas, aprendían a llevar mensajes, siendo emisarios o siendo chasques acompañando a las partidas que salían a comerciar. No menos interesante (y también difícil) era el aprendizaje en los parlamentos y en las ceremonias de la tribu. A los siete años, el pequeño zorro, corre, o mejor dicho, vuela, a la par de Ancafilú, un indio joven y flaco, tan flaco que se le podían contar las costillas, pero diestro en el manejo y cuidado del ganado, servicial y buen tirador de lakes. Era quien le enseñaba a los más pequeños de las tribus, acercarse con displicencia a un potro, acariciarle el pescuezo, tomarlo con firmeza de la crin y pasarle la mano sobre el lomo, acariciándolo despacio, sin apresurarse, dándose a conocer por el yeguari93

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zo, demostrándole que es un amigo, que podrá contar con él en todo momento. Con el tiempo, quien procedía de esa manera, podía montarlo en pelo, se pasaría por debajo de las patas una y otra vez, y lo tomaría de la cola para que el animal. lo arrastrara, ya que nunca se sabe si en un entrevero, llegue a necesitarlo para salvar la vida. Arriará los vacunos, y los llevará hasta los hilos de agua del Chadileuvú, y tras conducirlos después a los pastos altos y verdes, que crecen al pie de los médanos, habrán concluido una jornada más de la infancia, merecidamente limpia, pura y feliz. Ancafilú habla poco. Simplemente hace las cosas como se las enseñaron y los niños lo miran y lo imitan. Repitiendo esas acciones todos los días, se vuelven prácticos y tienen agilidad en el manejo de las haciendas y las caballadas. Llegada cierta hora del día, el muchacho abandona a los vacunos. Están pastando y cuanto menos se los molesta, mejor. Allí quedarán durante unas cuantas horas. Por lo tanto el joven indio se sienta en cuclillas, sobre sus talones, y los chicos hacen lo propio, muy cerca de él. Ancafilú considera que ese es un lindo momento para charlar. Por eso sonríe, se lleva un palito a la boca, lo mastica, juega con él. -Ahora podemos hacer flojera.- dice.- Y anticipa mientras señala a los animales con el índice:: - La hacienda se quedará pastando por varias horas...-¿Para qué hemos subido a este médano alto?- pregunta uno de los hijos de Pichuin Gualá. -Para vigilar mejor a los animales...- es la respuesta. Y abunda añadiendo: -Siempre hay que buscar una isleta de montes para esconderse... como ésta por ejemplo, ya que uno nunca sabe cuando anda algún tigre merodeando o bien algún cristiano dando vueltas por las cercanías...-¿Qué hacemos con los caballos que montamos?- pregunta el hijo de Payné. Y Ancafilú se quita el palito de la boca, lo mira y le contesta: -Lo mejor es traerlos con ustedes...traten de tenerlos siempre a su lado, si usaron un lazo como freno, no los aten, tan solo enrollen el extremo en una rama, o en una mata de pasto... el caballo debe estar disponible siempre para salir al galope...La respuesta de Ancafilú es tautológica. En realidad, todos saben que el indio no dejará el caballo ni a sol ni a sombra. Una vez que se hace dueño del animal, es uno solo con él. Ancafilú le enseña a talonearlo y tomarse del pescuezo a toda carrera. De pronto, todo el cuerpo va hacia un costado y desaparece detrás del caballo, de pronto, vuelve a estar sobre el lomo y pegado al pescuezo, como al principio. Es importante hacer este adiestramiento, porque en la guerra contra el cristiano, hace falta volverse invisible y caer de sorpresa sobre el blanco, que no alcanza a comprender dónde estaba el indio, cuando el caballo galopaba sin jinete.

El cuidado de las vacas y los caballos, incluso de las ovejas, es una labor que se cumple poniendo todos los sentidos, ya que de ello depende el mantenimiento y la preservación de las haciendas. Los ojos deben barrer de una sola mirada íntegramente el espacio en que se encuentran los animales. Los oídos atentos al menor ruido extraño que se produzca; puede ser un gruñido, puede ser una rama que se quiebra. Levantando la nariz, en un alerta olfativo, sabrá distinguir otros olores que no sean los de los vacunos o los caballos. La carne es el alimento principal de las tribus, y con respecto a los yeguarizos, mayor deberá ser el empeño que se ponga, ya que el animal es un factor decisivo en la lucha contra el winka.. Precisamente, el indio tiene una preocupación especial por el caballo y la reserva de estos animales, casi siempre, lleva a cabo el pastoreo, muy lejos de los toldos. Conviene tener presente que el caballo indígena es especial. No se compara con ningún otro. Es tan bueno el entrenamiento que le dan los rankeles, que al final el caballo resulta una mezcla de mansedumbre, fuerza y velocidad, clásicas características de animal imbatible en los malones. Los chicos se las arreglan para acompañar a los hermosos carablancas, los rocíos, los zainos y los moros que poco a poco se distancian de los aduares en procura de pastos tiernos. Y aunque de escasa edad, nadie acompaña a estos pequeños cuidadores que cumplen en completa soledad sus labores, mientras los mayores salen a cazar guanacos y avestruces o bien a maloquear en la frontera. Ancafilú les enseña como entrenar a los caballos en sus carreras por las pampas. No los hace correr en terrenos planos y firmes. El rankel busca guadales, médanos y si es posible, vizcacheras, lomas con escarpa, y entonces sí, toma el caballo y lo hace cabalgar por esos suelos. Lo hace subir y bajar. Pasa días enteros entrenando a los animales en esta geografía. ¿Resultado? El caballo logra un estado excepcional, porque una vez que lo pone en terreno llano resulta inalcanzable por los otros caballos, los que montan los soldados o las gauchos. Y el entrenamiento más espectacular: es cuando consigue que el caballo pueda pasar varios días sin comer y sin tomar agua. El joven aborigen se para sobre el anca del caballo. Sostiene con una mano la lanza y con la otra hace visera sobre los ojos. Intenta ver lo más lejos posible. No solo está mirando, sino olfateando el aire. -No hay viento. El tiempo está calmo, se hace más difícil saber si algún winka merodea cerca. Cuando regresemos lo haremos por el sendero del norte.-¿Por qué? Si tomamos el camino de las piedras negras nos cansaremos menos... -No es cuestión de cansancio sino de seguridad.. Son apenas algunos kilómetros más, pero estaremos a salvo y los caballos también. Como no hay viento,

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nos resulta difícil percibir el olor de los winkas. Pueden andar cerca y estaremos en peligro tratando de regresar por el sendero de las piedras negras. Haremos el camino más largo, a ellos no se les ocurrirá que hemos vuelto a los corrales siguiendo el sendero del norte...La apreciación de Ancafilú acerca de la situación en que se encontraban los mozos no era equivocada. Difícilmente los soldados podrían pensar que los chicos buscarían una huella casi borrada e inutilizable. Conociéndolos, los hombres del regimiento se inclinaban a pensar que los pequeños cuidadores, aunque eran rankeles, después de todo eran niños, tratarían de seguir el camino más corto para llegar antes y disponer de más tiempo en los toldos y dedicarse a los juegos. El regreso se hizo lentamente, siguiendo el orden cósmico del desierto y poniendo todos los sentidos en la tarea de cuidar la caballada. El aprendizaje de un cacique bien puede compararse a la permanente disposición de un futuro dirigente de grupos humanos, presto para servir, tender la mano, ayudar y ser útil a sus semejantes. Liderar. Conducir. Orientar. En el caudillo se hace un hábito preguntar a los de mayor experiencia y asesorarse antes de tomar decisiones. Y en estos asuntos tan delicados, se trata de no engañar ni engañarse. En la nación mamülche manda el que obedece y el que obedece, manda. Con la verdad, siempre. Con dobleces, jamás. El aprendiz de cacique es el aprendiz del hombre virtuoso. Nada más y nada menos.

Águila de Oro Conmueve el Corazón del Vuta Yanketrus Por más que se inclinaba hacia el espejo de agua de la laguna, no alcanzaba a llenar los odres, y eso que los hacía descender mediante una cuerda, desde la rama de un sauce. La niña tendió su cuerpo sobre el tronco rugoso y con las dos manos sostuvo los recipientes. Ahora sí, los odres se sumergían y se llenaban con el agua más cristalina y dulce del desierto. La pequeña y grácil Killa Kalkin (Águila de Oro), se daba mañas para cumplir con la tarea, a la vez que resplandecía con una belleza natural y desconocida para la tribu. Su padre, el cacique Santiago Yanguelén, era un rankel de estatura media que no sobresalía por alguna pericia en especial, antes bien, se lo conocía como un lonko cómodamente instalado en los territorios del norte, comarcas del Meli Buta Mapu, donde Payné Nüru (Zorro Celeste) señoreaba junto al más grande guerrero del Mamüll Mapu: el indómito Yanketrus. El sendero del agua, como se conocía entre las indias ese camino que iba desde los toldos hasta la laguna, permitía el acarreo del líquido para las necesidades del grupo, en especial, para hervir legumbres y preparación de los guisos y motes a 96

los que eran tan afectos los rankeles. Entre esas indias, tan regordetas como charlatanas, estaban las otras, más jóvenes y presumidas, con vistosos collares y trenzas largas que les llegaban hasta la cintura. En el grupo de las adolescentes, con sus apenas trece años, caminaba llevando dos tracales (nombre que los rankulches le daban a los odres), uno en cada extremo del balancín que se sostenía por encima de los hombros y se sujetaba con ambos brazos, la hermosa Killa Kalkin cuya mirada se negaba dirigirse al suelo y prefería, con la altanería propia de una princesa, levantarla hacia la cortina de álamos, justo sobre la línea del horizonte. Otras indias, de corta edad como ella, no gozaban del privilegio de estar engalanadas por una hermosura semejante y reconocían en Águila de Oro, un talento que muy pocas podían exhibir en las tolderías del pueblo Mamulche. El tracal estaba construido con un cuero vacuno al que le daban forma de bolsa, cuidadosamente cosida, dejando libre la abertura que corresponde al cogote, por donde ingresa o sale el líquido Su madre era nieta de pehuenches, que habiendo descendido de las estribaciones cordilleranas llegaron al País de las Manzanas y luego, como tantas otras familias, buscaron afanosamente el Mamüll Mapu, para afincarse y mantenerse lo más lejos posible de los regimientos de los cristianos y a la sombra y resguardo de las lanzas de Yanketrus y Payné. De esa madre, Killa Kalkin había heredado su porte de mujer indómita y singular belleza. Cuando llegaba el momento de hacer un descanso, La niña dejaba a un lado los dos tracales y el balancín, se sentaba junto a su madre que trataba de remendar un vestido y disfrutaba preguntándole sobre distintos asuntos, pero esta vez el cuestionamiento de la muchacha giró alrededor de temas no por domésticos, menos importantes. -Madre... ¿Por qué los hombres se acercan a las mujeres y les dicen palabras al oído, como un susurro, para alejarse sonrientes?-Porque se sienten atraídos por las mujeres- fue la respuesta, mientras los dedos se movían veloces con una aguja y un carretel de hilo extraído de una caja repleta de madejas de diversos colores.. -¿Acaso significa que esos hombres se apoderan de las mujeres desde ese momento?-No. Solo se apoderan de las mujeres si la familia de ellas se lo permite...Observó la niña la tarea de la madre, paciente y cuidadosa en el zurcido, pero la cabeza estaba llena de pensamientos nuevos. -¿Y qué pasa cuando la familia de ella lo permite?-Pasa eso. El que pretende casarse le dice a toda su familia las intenciones 97

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como novio y para cuando y a qué hora deben ir a los toldos de la ghulcha, la doncella, para llevarles los regalos de la boda...—Y todos los parientes del novio van y entregan regalos...-Entregan lo que tienen, lo que pueden.-¿Y el padre de la novia, qué les dice? -Que hablen con la madre. Porque en verdad, es la madre quien debe cederla.-¿Y entonces?—Y entonces, ahí nomás, pasan a hablar con la madre de la “suspirada” que de seguro les dice que no hay inconvenientes y junto con el padre, les piden a los futuros suegros, cuales son las prendas que necesitan para la hija...-¿Y le piden muchas prendas? ´-No me tapes la luz que no alcanzo a ver donde clavo la aguja... ahí está. Sí, por cierto, le piden en proporción de los parientes que tiene el novio y de ese modo poder congraciarse con toda la familia. Así, todo el mundo contento.-Me imagino la cantidad de ropa que se juntará para la novia...-Sí. Entran al toldo de la ghulcha (doncella en lengua rankulche) y la ponen en un lugar céntrico. En el patio del toldo lo primero que hacen es tumbar al suelo los caballos, yeguas, las ovejas, las vacas...todos los animales son maniatados. Después ingresan al toldo, uno por uno y en silencio, van dejando en el piso, las espuelas de plata, los ponchos, mantas, en fin, todo lo que traen de regalo. Ni bien lo entregan salen al patio y se sientan en círculo, con las piernas cruzadas. En el medio se sienta el novio con su madre y a veces, dos o tres parientes más. En una pila de diez o quince mantas, preparan el asiento para la novia.-¿Y donde está la novia, la suspirada?-En el toldo. El padre, que ha calculado muy bien el costo de todos los regalos le pide a unas mujeres que entren al toldo y saquen a su hija. La traen al patio tomada de la mano, mientras en la otra, la niña sostiene una escudilla que tiene una piedra verde que se llama carú-carú o llanca. Ella entrega la carú-carú al novio y la sientan sobre la pila de mantas.-¿Y ahí qué le hacen?-Nada. No le hacen nada. Ella va recibiendo los collares que le regalan los parientes...y después viene la fiesta...matan la yegua, le sacan el corazón, lo sancochan y convidan a todos los invitados. Cuando terminan de comer, el novio lleva a la curé a sus toldos, donde se hará la boda al día siguiente.La niña quedó en silencio contemplando el zurcido que con sobrada habilidad realizaba su madre. Es como si en ese lugar, la tela nunca se hubiera dañado. Se levantó y volvió a colocarse el balancín sobre los hombros, con una vasija en cada extremo.

El Gran Tantum del guerrero feroz, cacique general de todas la tribus, se componía de líderes, cuyas bandas estaban alineadas con el jefe que las había conducido a la victoria en gloriosas batallas, tan preponderantes como las del propio kallfukurá (Piedra Azul) de Salinas Grandes. Se había hecho fuerte la creencia, entre los consejeros, de que Yanketrus debía ser el conductor de todas las tribus aliadas en la Confederación y de ninguna manera el boroano que se adjudicó esa jefatura por obra y gracias de don Juan Manuel de Rosas. Yanguelen, integrante del Tantum, era un lonko respetado y su palabra era escuchada. Su presencia no pasaba desapercibida. Era él la cabeza de comunidad en la frontera norte. Estaba en su afán ganarse el apoyo y el aprecio de otros jefes, ya que consideraba fundamental, ese anudamiento, por cuanto en el parlamento indio las alianzas de los caciques eran muy importantes, en especial a la hora de tomar decisiones. Si en verdad quería hacer valer su punto de vista sobre la guerra y el mantenimiento del sistema de fronteras impuesto por los blancos, no podía despreciar el acercamiento de otros jefes, así fueran simples capitanejos. Su amigo, el cacique Santos Ayala, más joven, era uno de los más predispuesto a seguir esas ideas, no tanto por lo que pudieran valer para el pueblo rankel, sino porque Yanguelén era el padre de Killa Kalkin, y el cacique Santos ya le había echado el ojo para llevársela a sus toldos como futura esposa. Yanguelén miró con satisfacción esta aproximación del cacique Santos a su familia y le expresó que se sentía honrado de contarlo, dentro de unos años, como un miembro importante entre los suyos. Por otra parte, convenía al consejero del Tantum de Yanketrús mantener buenas relaciones con distintos jefes, cuya ascendencia sobre un buen número de lanceros, confesaban estar de acuerdo con sus ideas y aspectos esenciales del cacicazgo. En definitiva, qué más podía pedir Yanguelén que sumar aliados, inclusive por lazos familiares, para acrecentar su posición en el Consejo. Pero Huecubú andaba suelto por el País del Monte y cuando nadie lo esperaba, metió la cola. En la primavera, es imposible dejar de admirar los aledaños de la laguna de Leuvucó (las aguas que no están quietas), todo revienta en bellísimos colores, desde el verde de los sauces y los álamos, hasta el rojo encarnado de las florecillas, tiernas y espléndidas, que asoman entre las panojas de rubios pastizales; desde el blanco plateado de las varas de los carrizales hasta el lila y el morado de extrañas campanillas que bordean la laguna. Las indias experimentan el bullir de la sangre que reaviva su tiempo de juventud y los mozos su acercamiento al sexo opuesto, como consecuencia de una química que desencadena el órgano de la vista y el hipotálamo, y las vigorosas fantasías desarrolladas en una imaginación tan natural, tan humana y tan vital, se adueñan finalmente, de hombres y mujeres, en el marco

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precioso de los médanos y el desierto. El sol apareció tras los guadales y se levantó inundando con su luz, la maravillosa esfera azulada. Todo parecía estar cerca porque la atmósfera estaba diáfana y transparente. Ni una nube se atrevía a manchar aquella bellísima ostentación del paisaje de Leuvucó. La brisa mañanera apenas sacudía la grama dorada y el rocío, salpicando los campos, era la variada pedrería que brillaba como un manto inmenso y extendido. La columna de mujeres que se desplazaba por el sendero, acarreando el agua para los quehaceres en los toldos, incluía a las indias jóvenes y viejas, en una procesión interminable de cuencos, vasijas y jarrones. Quiso el destino (¿o Huecubú?), que fuera nada menos que el Gran Yanketrús, envuelto en un quillango de guanaco, de finísima calidad, como finas y fuertes eran las botas de potro que calzaban sus pies y se ajustaban por arriba de los tobillos, caminara en esos momentos por entre los toldos de los territorios del norte. Los dos mocetones que lo acompañaban, lanzas de guerra, sin lugar a dudas, se detuvieron cuando el jefe se paró ante el desfile de mujeres y su cargamento. El Vuta Yanketrus parecía una estatua. Quedó como congelado… Fue allí donde la vio. O mejor dicho, donde se sintió traspasado por la mirada de Águila de Oro. El gran cacique ya estaba viejo, pero su corazón sufría los embates de las indias capaces de despertar en su interior, el brioso corcoveo del potro de la pasión. Observó a la pequeña contonearse con sus cuencos de barro, pero no caminaba doblada por el peso, sino que lo hacía derecha como un mástil y sus grandes ojos negros, lo desafiaron con esa mirada ingenua pero a la vez insolente. Bastó una seña del Vuta para que sus dos guerreros se adelantaran y la detuvieran, retirándola de la columna de indias que iban y venían. Águila de Oro se quitó el balancín con sumo cuidado y depositó los recipientes en el suelo evitando que el agua se derramara. Se mantuvo silenciosa y erguida ante el Vuta Yanketrús, el araucano que le disputaba el poder de todas las tribus, al propio Kallfukura, pero que ahora, frente a una jovencita de renegrida trenza y fulgurante mirada, parecía diluirse, derretirse como la grasa en el fuego. El jefe con las manos en la cintura, echando hacia atrás el quillango, casi esbozando una sonrisa, la exploró de arriba abajo. Le preguntó su nombre y quién era su familia. La voz cantarina y desenfadada de Killa Kalkin, le respondió sin la más mínima turbación y esto terminó por convencer a Yanketrus que esa jovencita, era la mujer que reunía las condiciones para hacerlo feliz en esta etapa de su vida, tan saturada de problemas y asuntos de estado, que lo desvelaban y martirizaban. Al otro día, un mensajero le comunicó a Yanguelén que debía presentarse en el toldo del Cacique General. La orden era perentoria. Era el estilo de Yanketrus, todas las acciones debían tener inmediatez absoluta. Esa era la impronta de un cacique general que hablaba poco y hacía mucho. Pero sobre todo, hablaba poco, para

evitar que se notara su tartamudez. Les gustara o no les gustara a los rankeles, lo cierto es que estaban liderados por un tartamudo con todas las letras. Por eso gritaba y vociferaba cuando daba las órdenes. Sus hijos no heredaron ni la tartamudez ni la dislexia. Ahora, Santiago Yanguelén, que ya se había enterado del encuentro de su hija con el cacique general en el sendero del agua, estaba ahí, en el enorme toldo donde se movían nerviosas las mujeres, donde entraban y salían los hijos de Yanquetrus, verdaderos guerreros como su padre y donde pululaban los indios de diversa catadura que traían mensajes o llevaban mensajes, pero en suma, un clima de neurotismo indiscutible que se advertía por doquier y que le hizo pensar en su pequeña Águila de Oro. ¿Sería capaz de compartir este ambiente, viviendo a merced de un araucano irascible y violento? ¿Con sus trece años debía comenzar una vida en este antro, tan impropio de su belleza y de su finura? En el fondo de su corazón se tornaba más grande la oposición que experimentaba hacia el Vuta Yanketrus. Ya no le cabían dudas de que ese hombre había pasado su momento de mayor gloria y si hubo un esplendor que encandiló a los señores del desierto, este era el tiempo en que se apagaba como una chispa gastada en medio de los carbones... De pronto, se corrieron los cueros que colgaban a manera de muro separador en el toldo y apareció la figura de ese indio alto, atlético a pesar de los años, vestido como un gaucho enriquecido y haciendo gala de un gesto adusto y ojos inquisidores. Dio unos pasos hacia Yanguelén, que estaba de pie frente al sillón de cuero repujado, seguramente producto de algún malón por las estancias de la frontera y cambiando súbitamente la expresión del rostro, esbozó una amplia sonrisa, mientras extendía el brazo derecho y lo invitaba a sentarse en un taburete con un pellón de oveja. Yanketrus se acomodó en su trono y una india vieja le alcanzó dos copas de cristal, que tenían el escudo del ejército nacional. Una copa fue a las manos de Yanguelén y la otra a las del cacique mayor. Con sumo cuidado, la india vieja sirvió un vino tinto que la lanza mayor guardaba para sus agasajados. -Hermano- comenzó diciéndole Yanketrus, mientras se llevaba la copa a la altura de la boca con la clara intención de hacer un brindis –Tuve la suerte de conocer a tu hija Killa Kalkin, ayer por la mañana y no dudé un instante en llamarte, para pedirte formalmente que me la entregues en matrimonio. Me sentiré honrado en compartir con tu familia, los lazos que nos unirán como grupo...Si hubiese seguido hablando, con seguridad el cacique general hubiera comenzado a tartamudear, así que apresuró un buen trago, antes de continuar su discurso. -Un hombre necesita el remanso de una belleza como la de Killa Kalkin, para equilibrar sus emociones. Estoy seguro que, aunque joven, cuenta con los atributos que son propios de las mujeres capaces de hacer feliz a un marido...-

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Yanguelén sintió que se le revolvían los intestinos y conociendo el carácter sanguíneo del cacique de todas las tribus, habló pausadamente, imprimiendo a sus palabras el tono sedante capaz de evitar el encrespado oleaje del que suele hacer ostentación el Vuta Yanketrus en sus exposiciones: -Me honras realmente con tu elección, aunque te pediría que pasen otras lunas para que la pequeña Killa Kalkin madure lo suficiente como para no desmerecerte en tus pretensiones...Se apresuró Yanketrus en levantar la mano izquierda y ponerla casi al frente del rostro de Yanguelén, como si detuviera una flecha envenenada. -No, no, hermano. No más lunas. No esperaremos más para que la hermosa Killa Kalkin pueda venir a compartir mi toldo. En la próxima sesión del Tantum anunciaré mi unión con tu hija. Como consejero sabes que debemos terminar de aclarar asuntos importantes y la preparación de nuestros guerreros para enfrentamientos inminentes en la frontera... -El sistema de fronteras ya es algo que ha cansado a nuestro pueblo, esa división artificial en campos que son propiedad de las tribus, exige una solución perentoria...- cambió de tema Yanguelén para encaminar a Yanketrus por otros asuntos menos efervescentes para su espíritu. -La guerra sigue siendo el único camino.- fue la lacónica respuesta. -Sí, estamos de acuerdo, la guerra es lo único que puede frenar la sed insaciable de los cristianos con respecto a la posesión de la tierra... sin embargo necesitamos parlamentar y discutir con los winkas la posesión de los campos...-Hermano consejero, tendrás que respaldar mi posición en el Gran Tantum. Desde que avanzaron hasta el río Quinto, los blancos quieren llevarnos más al sur y nos exigen vivir en tierras malas, en tierras que no dan buenas cosechas... las lanzas frenarán ese espíritu mezquino, esa carga de avaricia, les sacaremos las ganas de invadir nuestros territorios, le vamos a tomar el ganado, las caballadas, las mujeres y los niños... ya verán esos petulantes como castiga el rankel tanta avaricia como capricho... no les daremos respiro, habrá malones todos los días, no podrán dormir en paz en las estancias ni en los pueblos.Terminaron la botella de vino, pero Yanguelén se retiró con una idea que cruzó como un relámpago su cabeza. Este sanguinario, pensó, no solo acabará con la familia sino con todas las tribus. Enfrentar a los regimientos de los cristianos en estos momentos, era un verdadero suicidio. A menos, que tomando la decisión heroica de salir de Leuvucó, llevándose a su gente y a las bandas adictas, alcance la frontera y convenga con los blancos un tratado. Después de todo, él como cacique conocía a numerosos jefes militares y el gobierno podría otorgarle tierras y haciendas para vivir en paz y armonía. 102

Adios a Yanketrus. ¿Traición o una nueva Vida? Desde hora temprana del siguiente día, el toldo del cacique Yanguelén, fue visitado por numerosos capìtanejos y jefes de bandas. Claro que todo se hacía con sumo cuidado, pues no desconocía Santiago el hecho de que muchos que se decían amigos, no lo eran tanto y que por querer congraciarse con Yanketrus, irían con las novedades al toldo de la lanza mayor. Por lo tanto, Yanguelén debió esforzarse en un trabajo de diplomacia y mucho tacto con sus entrevistados. El cacique los conocía demasiado bien como para saber en quien confiar y a quien desestimar en la alianza. Cristóbal era un capitanejo que sobresalía por sus virtudes de fidelidad y capacidad de mando entre los suyos y si bien estaba marcado por una franca inclinación por la ginebra, Santiago lo apreciaba como “un hermano de confianza”. Cuando llegó su turno, entró al toldo de Yanguelén y esperó que el cacique le indicara que tomara asiento. -¿Por qué estoy aquí, junto a mi hermano el cacique consejero?- preguntó entre curioso y expectante. Yanguelén lo miraba directamente a los ojos y permitía que el silencio, agrandara todavía más el espacio que separaba a la respuesta. Entonces, recién tomaba la palabra y contestaba: -Porque una vez más necesito de tu fidelidad y de tu apoyo... -Mi hermano el cacique consejero sabe que cuenta con eso... -Sí, y por eso, esta vez, -que no es como las veces anteriores-, te pido que me sigas con tu gente. Me llevo a mi familia, lejos de Leuvucó. No estoy de acuerdo con Yanquetrus ni con Payné. Yanketrus quiere casarse con mi hija Killa Kalkin. Yo no se la daré, aún es muy pequeña. Yanketrus quiere seguir haciendo la guerra a los cristianos. Está ciego. No quiere ver la verdad. La verdad es que los blancos son cada vez más. El palo de fuego que usan como arma nos mata y somos cada vez menos. Quiero vivir en paz con mi familia y con mi gente. Tengo amigos entre los jefes blancos que pueden darme tierras cerca de los fuertes. Ahí levantaríamos nuestros toldos y tendríamos sembrados y haciendas. No nos faltaría comida ni bebida. Además tendríamos el pueblo de los cristianos para ir a vender nuestras cosas y comprar todo lo que nos haga falta... viviríamos en paz, y los soldados en lugar de matarnos, nos protegerían. Quiero que vengas con tu gente y te prepares a vivir sin penas ni quebrantos, ya nunca más tendrás que pensar en el hambre de tus mujeres y de tus niños. Cristóbal había escuchado con suma atención las palabras pronunciadas por el cacique. Su vista, ahora, se veía como perdida, mirando sin mirar el cuero de 103

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caballo de ese toldo que lo cobijaba. Yanguelén le servía, junto al fuego que chisporroteaba, otro jarro con ginebra barata. Bebía sin sobresaltos, como rumiando cada una de las expresiones que había vertido el cacique. Finalmente se puso de pie. Era alto y se aprovechaba de ello cuando quería mostrar supremacía sobre los suyos. Yanguelén también se puso de pie y esperó la respuesta. -Mi hermano, el cacique consejero ha pensado bien. Mi familia partirá junto a la tuya y mis lanzas estarán de acuerdo en recibir tierras para tener haciendas y sembrados. Para tener comida. Espero tu señal...- y extendiendo el brazo izquierdo tomó con la mano el antebrazo izquierdo del cacique. Era un signo de hermandad inquebrantable. Es probable que la visita del cacique Santos Ayala haya sido el que más convenció a Santiago Yanguelén de seguir adelante con su proyecto. No hubo necesidad de hablar mucho con este hombre de 35 años, rodeado de numerosas bandas, integradas por fieles seguidores que lo consideraban un verdadero jefe. Por otra parte, Yanguelén veía con buenos ojos que este cacique fuera el pretendiente de su hija, por cuanto la respetaba y había conversado con su padre sobre la conveniencia de esperar algunos años para concretar el matrimonio. Fue Santos Ayala el que socorrió a Killa Kalkin, al caer la jovencita en manos de un gaucho aindiado, muy borracho, que intentó sobrepasarse en las cercanías de la laguna. Se le arrojó encima y le ató las muñecas para luego ponerla sobre el pasto y acercarle la cara a su rostro, que hedía a ginebra. La boca de la niña se cerró con fuerzas, mordiendo el lóbulo de la oreja derecha del winka cona y haciendo un giro desesperado, se lo arrancó en medio de un salpicón de sangre. El ebrio se llevó las dos manos a la oreja mutilada y Killa Kalkin aprovechó para estirar los brazos, y con las manos atadas, pudo tomar una piedra, mientras ladeaba su cuerpo hacia la izquierda. Cuando el winka sumido en los vapores alcohólicos intentó volver a la carga, la joven giró su cuerpo a la derecha y con los brazos extendidos, produjo un enorme tajo en el rostro de su atacante, usando la piedra que atenazaban sus manos. Tal vez quiso Guneken, que en esos momentos pasara por el lugar, el cacique Santos Ayala. Desató las muñecas de la niña y se hizo cargo del gaucho aindiado. Cuando Yanguelén se informó de lo que había sucedido, no tuvo más que palabras de agradecimiento para el jefe que respondía a sus lineamientos dentro de la tribu. Precisamente fue el cacique Ayala quien más insistió ante Yanguelén para abandonar, de una vez por todas a Yanquetrus y levantar tolderías en otra parte. Uno a uno, los capitanejos en quienes Yanguelén mostraba cierta seguridad y confianza, se sumaban a la propuesta y quedaban a la espera de la orden de parti-

da. Y el momento llegó, fue justo cuando faltaban dos días para la reunión del Tantum. Era una noche oscura, cerrada, sin luna. El graznido de la lechuza se escuchó dos veces. Los indios marcharon silenciosamente. Primero una familia, después la otra. Ni un ruido, ni un aletear de aves nocturnas sorprendidas, nada. Este modo de conducirse era propio de los hombres del desierto, capaces de organizar un traslado sin alborotar a los perros ni poner de sobreaviso a otros indios. . Los movimientos eran limpios, solo los necesarios. Los toldos desarmados, fueron cargados a lomo de caballo, listos para ser armados en otro paraje. Cuando la columna estuvo a varias leguas de primitivo asentamiento, los indios pusieron a los caballos entre los dos palos más largos de los toldos, como si fueran las varas de un carruaje, y sobre las mismas, cargaron los cueros y los escasos utensilios que conformaban la vivienda. También cargaron los bultos, cajas, arcones y baúles donde se guardaba el ajuar de las mujeres. Algunas indias viejas, que ya no soportaban caminar largas distancias, subieron sobre esas varas y se dejaron transportar por los caballos. Santiago Yanguelén marchaba a la cabeza, flanqueado por dos capitanejos. Otros caciques le seguían a prudencial distancia. Más atrás, la chusma, caminaba sin hablar, sin emitir el más leve sonido. Finalmente, detrás, cerrando las columnas iban las lanzas, esos guerreros que integraban las bandas adictas y que en esta ocasión, confiaron una vez más en Yanguelén, cuya convocatoria los incitaba a una nueva vida, sin pobreza, integrados al pueblo de los cristianos, completamente distinta a la que habían llevado hasta ahora.

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Rankeles Renegados Reforzaron el Regimiento 3 de Milicias de Campaña Marcharon con rumbo hacia el noreste y tras cubrir grandes distancias, avistaron finalmente los campos de la laguna Langheló. Una patrulla de uniformados, con un joven alférez a la cabeza, salió a recibirlos. El cacique se identificó y junto con dos guerreros permitió que lo guiaran hasta el Fuerte para hablar con el comandante Vicente González. El oficial los recibió con exageradas muestras de afecto, tal como se lo había instruido desde los mandos superiores. En nombre de las autoridades de la Nación les daba la bienvenida y enseguida pasó a informarles sobre los campos que se ponían a disposición para él su familia, como así también para los otros caciques y capitanejos que le acompañaban. Se les informó cuáles serían los días del mes en que recibirían víveres y vituallas, en tanto que, llegado el momento de conocer la contraprestación de servicios, se les explicó acerca de las obligaciones que cumplirían con los regimientos del Fuerte Federación (hoy ciudad de Junín).

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Como no podía ser de otra manera, los militares de la frontera le dieron la bienvenida a Yanguelén, un aliado inesperado, quien de inmediato firmó un pacto de amistad con todos los coroneles que comandaban regimientos por aquellas comarcas. Esto le puso pimienta en la sangre a los demás rankeles, que juzgaron deshonrosa la actitud de Yanguelén. La suerte de este cacique estaba echada. Si los feroces lanceros de Yanquetrus lo condenaban a muerte, ya no había marcha atrás en las decisiones.   Yanguelén se comprometía entonces, junto con sus hombres, a desempeñar la función de fuerza de apoyo del Regimiento 3 de Milicias de Campaña, comandado por el coronel Vicente González, jefe de Guarnición en el norte de la provincia de Buenos Aires. La gente de Yanguelén levantó los toldos en los campos que se les indicaron y recibieron las primeras remesas de alimentos enviados por las autoridades nacionales. En esto nadie puede equivocarse: el gobernador don Juan Manuel de Rosas veía la llegada de estos rankeles opuestos a Yanketrus y Payné, como una puerta abierta a futuras victorias, era la primera fisura que se abría en el sólido murallón de quienes le ponían obstáculos en su política de tomar posesión del territorio que se extendía hasta el río Negro. Fue fácil negociar con Callfukurá. También con Catriel. Pero los rankeles fueron siempre los huesos duros de roer. Nunca pudo Rosas convencerlos. Nunca logró “endulzarlos” con regalos ni con prebendas. La presencia de Yanketrus y de Payné era un cerrojo a las aspiraciones del Restaurador de las Leyes por llegar a contar con todos los campos existentes hasta el Río Negro. Ahora podían cambiar las cosas. Yanguelén, en el concepto de Rosas, era un indio traidor. En el concepto de Yanketrús y de Payné, también. Pero Rosas trataría de aprovecharlo al máximo en cambio Payné trataría de matarlo. Mientras tanto, la noticia de la fuga de los renegados corrió como reguero de pólvora en el Mamüll Mapu y Yanketrus se quedó rumiando la bronca ante la ausencia de su tierna y bella pretendida. Payné fue el primero en planear la venganza, Le dijo a Yanketrus que saldría a buscar al traidor y a sus bandas para ajusticiarlos. Yanketrus ni siquiera escuchaba. Estaba consternado ante el giro que habían tomado las cosas. La pequeña Killa Kalkin no estaba. Esos ojos negros, altivos y de hondo mirar, le hacían doler con su ausencia. ¿Tan grande podía ser el amor que sentía el feroz cacique mayor, por la pequeña hija de Yanguelén? ¿Tan profundos y serios eran los sentimientos de este indio, como para cerrarse a la realidad del mundo que lo rodeaba? Al parecer Yanketrus se había enamorado como un mozo de veinte años. Experimentaba ese amor con tanta fuerza, con tanta pasión, que ahora, negado en su totalidad, sumando a todo esto la traición y la fuga de un cacique consejero y sus bandas, no podía menos que planear el castigo para semejante ofensa. Estaba bien que Payné fuera y los destrozara. Estaba bien que el Zorro Celeste les hiciera sentir el frío de su cuchillo en sus gargantas. Que no quedara ni un solo traidor para

contar el cuento. Eso sí, a la dulce y hermosa hija del cacique, que la trajeran sana y salva. Al resto, transformarlo en comida para los caranchos. ¡Venir a desertar del pueblo Mamulche cuando se jugaban la vida a cada rato, a cada instante, para la defensa de las tribus! ¿Quién se habría creído que era ese cacique enfermo, miedoso, cobarde, traidor y engreído? ¡Ni en sueños les iba a permitir que se saliera con la suya! El grupo que respondía a Yanguelén estaba satisfecho. El espíritu se inflamaba de serena paz y trabajo cotidiano. El hambre fue un doloroso recuerdo para aquella chusma que ahora disfrutaba de carne de yegua, de vacuno y avestruz. Yanguelén se sentía contento al ver que su familia prosperaba y su hija Killa Kalkin crecía en inteligencia y belleza. Como jefe de aquel desprendimiento rankel, se esmeraba en cumplir con sus obligaciones, especialmente las relacionadas con el regimiento. Si en verdad quería que toda su gente continuara con ese tiempo de bonanza, de vida apacible, tan parecida a los primeros tiempos, cuando el blanco no había hecho su presencia por estas tierras, con sus pretensiones de apoderarse de todos los campos, movido por una codicia y un afán desmedido de poder y riqueza: si en verdad era su intención que toda su gente pudiera seguir viviendo en paz y alegría, él debía acompañar a los soldados en sus operaciones de control y vigilancia de estas tierras, pero claro está, manteniendo a raya a sus propios hermanos de raza. A sabiendas o no, Yanguelén profundizaba la crisis. Por la noche, junto al fuego, el cacique compartía con sus capitanejos aquella experiencia. Se apreciaba en general la gentileza y la buena voluntad del coronel González y del Regimiento nº 3 hacia los indios que se habían instalado en las proximidades del cuartel. Era un claro reconocimiento a la ayuda de Yanguelén. Ya no cabía en su razonamiento el esquema de la traición. Para Yanguelén vale la postura que se impone por sobre cualquier otra: salvar a su pueblo de la miseria, del hambre, de la marginación. Y si a esto se le suma la actitud irracional de Yanketrus, decidido a seguir maloneando y haciendo la guerra a un ejército cada vez mejor armado, entonces vale la pena haber llevado a cabo el abandono al cacique general. Cuando Payné y los suyos decidieron realizar la venganza por la traición de Yanguelén se dirigieron a la laguna de Langheló y acamparon sobre el médano que los rankeles habían bautizado con el nombre de Epuloo (dos médanos), cercano a la laguna. Instalaron allí a las mujeres y dejaron a los muchachos y los caballos de recambio con una pequeña guardia(10). Panghitrus Nüru, hijo de Payné, era ado-

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10 Por su parte, Juan Carlos Walter sostiene que “Motivado por una desavenencia privada con Yanketrus, el cacique rankel Santiago Yanguelén (Llanhuelen) por el año 1834 levantó sus tolderías de los montes de Leubucó y se instaló, autorizado por Rosas, en las cercanías del Fuerte Federación”.

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lescente y quedó a cargo de la gente junto a los hijos de Pichuin Gualá, el cacique, hijo de Yanquetrus. También estaban los hijos del capitanejo Huelé, que seguían a Panghitrus Nüru en sus correrías, junto al hueche Ancafilú, verdadero instructor de los muchachos. La fuerte pasión que despertó en el corazón de Yanquetrus, la pequeña Quilla Calquin, duró en el jefe de los rankeles para toda la vida. Cuando el soberbio cacique se sintió enfermo e inseguro, gozó de los cuidados de su amigo el coronel Baigorria, pero no quiso seguir en los toldos de Leuvucó. Nevada de canas, su larga cabellera, lo mostraba más refulgente en su gloria de lancero y señor de las pampas. No tardó en enderezar los pasos hacia su escondite, allí donde se había guarecido tantas veces, como un tigre acorralado, en el Río Diamante, cerca de la cordillera andina. Se dice que murió en ese lugar, cegado por el odio a Yanguelén, ardido por el amor hacia Killa Kalkin. Epuloo dominaba el paraje y ofrecía un buen resguardo para la gente de Payné. Mientras tanto, el cacique con sus lanzas salieron en busca de los traidores. Pichuin se le acercó en su hermoso caballo pinto, y le señaló las nubes hacia el sur. Los dos cabalgaban juntos y se confiaban mutuamente. -En dos días tendremos mal tiempo. Caerá lluvia en abundancia en esta región.Profetizó el hijo de Yanketrus. -Qué piensas hacer?Payné observó el cielo y vio las nubes que le señalaba Pichuin. -Mi hermano dice bien. Habrá mal tiempo. Pero recién dentro de dos días. Digo que terminaremos con esto mucho antes... Esa pradera estaba poblada de vacunos. Jamás antes habían visto tantas cabezas juntas y ahora se brindaba la oportunidad para un arreo descomunal hasta Leuvucó. Allí había más de veinticinco mil vacas y yeguarizos... ¿Cómo llevarlos a todos? Payné y Pichuin, al grito de ¡Amutuy!, emprendieron la marcha hacia el Salado. Dividieron la partida en veinte grupos de arreo y comenzaron a trasladarlos tierra adentro. En realidad, hacía mucho tiempo que los rankeles no llevaban a cabo un robo de hacienda de tanta importancia. Por eso se movieron con rapidez, sabiendo que los soldados se les echarían encima. El arreo de tantas cabezas complicaba el retorno por más que se imprimía celeridad a la fuga. Pero los jefes rankeles ya eran hombres curtidos en estas incursiones y conocían muy bien el terreno para llevar a cabo la tarea. El coronel González no demoró en salir tras los indios ladrones. Era el momento de contar con el refuerzo de los yanguelenes y darles alcance para recuperar esos rodeos tan numerosos. El cacique puso a disposición del regimiento a sus

hombres y observó la maniobra que se llevaba a cabo. Yanguelén, que sabía de la importancia de Langheló para los hombres de Payné, hizo conjeturas. Si los lanceros siguen a Payné y a Pichuín Gualá ‘por el desierto, ¿quién está con las indias y los niños en Epuloo? Era una maniobra que no presentaba complicaciones. Santiago Yanguelén habló con el oficial a cargo de la partida y le indicó la conveniencia de dar un rodeo para sorprender a la gente de Payné. La columna de Fuerte Federación cayó por retaguardia sobre las familias indefensas que acampaban en Epuloo, al lado de la laguna. Los redujeron a la cautividad, mataron a varios rankeles viejos y se apoderaron de gran cantidad de caballos. Entre los prisioneros se contaban varios niños y el hijo del cacique Payné: Panghitrus Nüru. También fueron tomados prisioneros el hijo y la hija de Pichuin, un sobrino de Wenchuil, un hijo de Yamulán, y nueve indios de diferentes edades. A esto se suma el haberse apoderado de 1.341 caballos, al parecer la reserva de Payné y Pichuin. De inmediato ochocientos de esos caballos al jefe de la frontera y el resto quedó para los indios que más los necesitaban. -Son muchachos rankeles. Sus padres deben andar por aquí cerca. Los han dejado al cuidado de las familias y de las tropillas...- explicó Yanguelén a los soldados. -Hay que encadenarlos para que no se escapen...- dijo un alférez. Y así lo hicieron. Cuando los pequeños rankeles quisieron darse cuenta, ya tenían encima a los indios de Yanguelén y a los soldados. En un abrir y cerrar de ojos, les pusieron grillos en los tobillos, como si fueran peligrosos delincuentes y les cruzaron una larga cadena, para que caminaran con pasos cortos y en columna, y se los llevaron. Otros arriaron la caballada para los cuarteles. Al llegar al Fuerte, los chicos fueron llevados a un establo de largas dimensiones, donde había abundancia de pasto para los animales. Caminaban casi pisándose los talones y el ruido de las cadenas que pasaba por los grillos que les atenazaban los pies, denunciaba la presencia de los prisioneros en ese lugar. Se les ordenó que se sentaran en el suelo y con las espaldas contra la pared del establo. Los soldados caminaban delante de ellos y les revisaban el cerrojo de los grillos para cerciorarse que estaban bien encadenados. Los chicos se miraban los tobillos lastimados pero no derramaban ni una lágrima. Habían sido instruidos sobre el trato de los blancos con los prisioneros y ahora estaban corroborando lo que les habían contado. Sentían miedo, pero hacían un gran esfuerzo para sobreponerse y evitar que se notara el temblor de los cuerpos. Panghitrus tenía a su lado al hijo mayor del capitanejo Huetél. Era un mocito de unos nueve años, como él, un poco más alto, con una estructura física parecida a su abuelo, el Vuta Yanquetrus. Panghitrus lo miró de reojo, como para avisarle que las cosas no estaban tan mal, porque todavía estaban vivos. Un soldado les gritó

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¡De pie! Y los pequeños saltaron del piso y quedaron parados junto a la pared. Se abrió la puerta de un costado del galpón e ingresaron el coronel Vicente González y Yanguelén. El militar y el rankel –cuyas bandas ahora reforzaba el regimiento de los winkas-, avanzaron juntos entre los niños, mirando aquellos rostros de ojos grandes, asustados y curiosos. El coronel no podía creer que todo lo acontecido con aquellas criaturas no los quebrara el ánimo –al menos exteriormente- y los hiciera aparecer como timoratos y temblorosos. Estaban encadenados pero no se les movía un músculo de la cara. Los más pequeños miraban al suelo, los más grandes, buscaban la vista de quienes los interpelaban. -¿Cuál es el hijo del cacique Payné?- Preguntó el comandante del Fuerte. -Este... – dijo Yanguelén señalando a Panghitrus. -Ponga en el parte que es hijo de Zorro Celeste, el cacique que detenta desde hace un tiempo la jefatura de todas las tribus...- le indicó el coronel a un escriba que se movía junto a él, con papel, una pluma y un tintero. Al llegar al Fuerte, se dispuso el traslado inmediato de los chicos a Santos Lugares. Allí fueron tratados con rigor y las tareas que se les impusieron fueron duras, pesadas, sin embargo, los pequeños rankeles cumplían todo lo que se les mandaba al pie de la letra. Estaban aprendiendo tareas agropecuarias con las técnicas de los blancos. Sin duda, que esta instrucción se volvería de gran utilidad para el futuro. Desde 1834 a 1835, fue el tiempo que dedicaron al aprendizaje de las letras y los números. Cuando los informes sobre los adelantos experimentados por los indios conformó a las autoridades, sin demora, fueron trasladados a la estancia El Pino, que el Restaurador de las Leyes trabajaba con numerosos peones, siendo varios de ellos, indios de tribus diferentes. Yanguelén se fue a dormir aquella noche con una enorme satisfacción. No solo había abandonado las huestes de Yanketrus y de Payné y había conseguido tierras, semillas y animales para su gente, sino que logró secuestrar el hijo de Payné y a los nietos de Yanketrus, enviándoselos al gobernador Rosas. –se había quedado con la hija de Pichuin, que tenía 14 años y era una mujer que reunía todas las condiciones para ser su esposa. Pensó que vendrían días de mucha prosperidad tanto para él como para su familia, tanto como para sus amigos y capitanejos como para las bandas aliadas. ¿Acaso ese gaucho de gran estatura, de cabellos rubios y de ojos azules, que todo el mundo llamaba El Restaurador, si era tan justo como decían, no habría de premiar todas estas acciones, con sobrados privilegios? Santiago Yanguelén se convenció a sí mismo que su proceder había sido el más adecuado para sortear una crisis, que el resto de las tribus, difícilmente podrían haber enfrentado. Con un cacique soberbio, incapaz de encontrar un punto de flexión en las discusiones y alcanzar una paz honrosa y digna para los suyos, no

era posible pensar en la terminación de ese tiempo doloroso de la hambruna que se había descolgado sobre la gente de los bosques. Gracias a su decisión, los caciques y capitanejos con su bandas, podían disfrutar ahora de comida segura, tierras y ausencia de guerras con los winkas y sus palos de fuego. Pero el resto de la tribu no pensaba así. Imaginaron que sus pequeños indios, habían sido muertos por Yanguelén y juraron vengarse de este cacique que se pasó a los winkas y causó tanto daño a las familias rankelinas. El 12 de abril de 1838, Payné llevó a cabo un malón que pasó a la historia por el carácter vengativo que revistió, a lo ancho y a lo largo de la frontera. Todo comenzó cuando Pichuin Gualá y el capitanejo Huelé llegaron al lugar donde habían dejado a las familias y a los niños con la caballada y encontró a Epuloo convertido en un campo sangriento, poblado de cadáveres y aves de rapiña. Entonces cayó en la cuenta que Yanguelén y los soldados del regimiento del Fuerte, habían llevado a cabo una masacre con las familias y para colmo habían secuestrado a los muchachos, entre quienes estaban sus propios hijos.. Panghitrus el hijo de Payné, los dos hijos de Pichuin y el sobrino de Güenchul... y todos los demás pequeños rankulches que los acompañaban. El encuentro de Pichuin y Payné tuvo como razón principal, un acto de juramento por parte de los dos caciques consistente en reducir a cenizas al reducto Yanguelén. Payné sentía hervir la sangre en sus venas y no estaba dispuesto a dejar pasar este hecho como una simple ofensa. Se habían matado a los indios ancianos que estaban con las familias, se habían aprovechado de las indias viejas y de las indias jóvenes para llevárselas cautivas y ser usadas para trabajar en el Fuerte al servicio de los blancos y cuando decidieron raptar a los niños, fue el acto que rebalsó la medida. Payné juzgó que habían cometido un acto de felonía imperdonable, que los volvía sujetos marcados para siempre, cuyos destinos sería el de ser pasados por el filo del cuchillo.

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Corren Ríos de Sangre en la Toldería de Yanguelén Una noche de luna nueva, Payné, que ya había asumido el cacicazgo, ordenó a sus lanceros la partida hacia la toldería yanguelenense. Las columnas se movieron como fantasmas en la noche, animados todos por el espíritu de venganza que reclamaba la sangre de los traidores. Yanguelén estaba con su hermano Francisco Calfulén. Ambos vivían en las proximidades del Fuerte Federación, con sus indios y la chusma. Cuando la partida de adelantados trajo la noticia de que estaban a escasos metros del asentamiento, Payné hizo una seña a los que debían encargar-

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se de “limpiar el terreno”. Varios indios pusieron pie en tierra, desenvainaron sus cuchillos y se los colocaron entre los dientes, dirigiéndose hasta los centinelas, moviéndose como serpientes por el suelo. Avanzaron con los codos y las rodillas y cuando estuvieron cerca de los adormilados centinelas, se irguieron por detrás para ultimarlos de un tajo limpio en la garganta. Ni bien escuchó el chistido de la lechuza, emitido por los guerreros a manera de aviso de que el terreno estaba “despejado”, Payné encaró derecho hacia los toldos y dio la orden de no perdonar a nadie. Las lanzas guerreras cayeron de sorpresa sobre los que dormían y la sangre corrió por entre los cueros y las matras. Nadie se salvaba. Familias enteras fueron degolladas. El griterío, mezclado con el miedo, el llanto y el horror, hizo que Yanguelén despertara aturdido y se dio de cuenta de inmediato que estaba siendo avanzado por Payné. De un salto abandonó su lecho y montó a caballo para buscar auxilio de los soldados del Fuerte. En desenfrenada carrera, las patas del corcel parecían no tocar los pastos en su furia, pero detrás tenía un perseguidor que animaba a su cabalgadura para darle alcance. Yanguelén sintió el clásico girar de las bolas que zumbaban sobre la cabeza y cortaban el aire. Miró sobre el hombro y alcanzó a ver el momento justo en que Payné le arrojaba las lakes a las patas de su flete. Fue una rodada terrible. El cacique saltó pero no pudo mantenerse en pie, cayendo a tierra y dando unas cuantas vueltas sobre el hombro izquierdo. No pudo moverse más, Zorro Celeste ya estaba encima maniatándolo de pies y manos, para llevárselo devuelta al lugar donde el olor a muerte predominaba con aquella horrible carnicería humana. Cuando los guerreros que degollaban a diestra y siniestra a los sorprendidos desertores, vieron que el cacique Payné se acercaba con su caballo, tirando del lazo a un vencido Yanguelén que caminaba a los empujones, lo rodearon como para pasarlo por las dagas. Pero Payné prohibió que lo tocaran; bajó de su caballo y lo enfrentó clavándole la mirada mientras le decía: -Ya te des por muerto, traidor. El Gran Tantum hará el juicio. Y te aseguro que yo seré el ejecutor de la pena que te apliquen...Francisco Calfulén ya había muerto, ejecutado por el cacique Güenchul, quien lo ejecutó con un limpio hachazo en el pescuezo. No demoró en reunirse el parlamento y tampoco tardaron en declarar a Yanguelén como traidor y desleal a la tribu. Por lo tanto, la sentencia no podía ser otra que la muerte. Dos guerreros lo sostuvieron por los hombros y el cacique, antes de morir, le gritó a Payné que estaba delante de él, con el cuchillo del cacique Anequeo en la mano: -No soy un traidor, como ha dicho el Parlamento. Soy un indio libre. Hice un trato, una alianza con los cristianos. Tu no verás más a tu hijo Paghitrus. ¡Se lo entregué al propio Rosas que se lo llevó a Santos Lugares...!-

Terminó estas palabras y tiró hacia atrás, con altivez su cabeza, poniendo el cuello a disposición del filo del cuchillo. Payné lo degolló en el acto. Los guerreros soltaron al ajusticiado y el cuerpo se retorció horriblemente por unos minutos. Pero Zorro Celeste hacía esfuerzos para evitar los sollozos que le convulsionaban el pecho, al conocer la maldición sobre su hijo. Murió Yanguelén sin saber que Rosas mantendría con el hijo de Payné, un trato de simpatía y acercamiento. ¡Cuán grande hubiera sido el desencanto del cacique desertor, al enterarse de la increíble actitud del Restaurador con aquel descendiente de Zorro Celeste! La mañana en que los pequeños cautivos fueron llevados a la estancia, el hombre que reunía todo el poder, el mismo que puso en jaque a la armada británica y a la francesa en el Río de la Plata, lo hizo traer bajo el alero del rancho donde estaba tomando unos mates y lo estudió, como era su costumbre, de la cabeza a los pies. Le pidió que le contara como era su vida en los toldos, la cosas que sabía hacer y como pensaba realizar las labores en la estancia. El muchacho progresó bajo la protección de Rosas, aprendió a leer y escribir, cuando se equivocaba recibía unos rebencazos y cuando acertaba venían los premios y afectos; sabía como tratar a los animales y conoció el arte de la agricultura con la siembra y la cosecha. Un día, Rosas lo examinó sobre los conocimientos de la santa religión y advirtiendo que conocía a fondo el catecismo, lo hizo bautizar, advirtiéndole al sacerdote que él sería el padrino y que le daría su nombre. Desde entonces Panghitrus Nüru fue Mariano Rosas.

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Cautiverio en la Estancia «El Pino» de Don Juan Manuel Como propietario de varios establecimientos rurales, don Juan Manuel de Rosas tenía sobradas simpatías y hasta orgullo por su Estancia El Pino. En realidad, se trataba de una edificación colonial que aún hoy está en uso. Sus orígenes se remontan a 1603, año en que aparecen los primeros documentos que lo acreditan como un resabio histórico, de consagrada trascendencia nacional. Por esas instalaciones todavía deambulan las sombras de Facundo Quiroga, Necochea, Pueyrredón y de don Vicente López. Es que todos aquellos prohombres, mantuvieron con el Restaurador de las Leyes, singulares contactos personales, para la edificación de una nación libre y capaz de bastarse por su propia cuenta para proyectarse al futuro. Los paisanos que estaban a cargo de las tareas agrícolas, los que tenían la responsabilidad de sembrar y cosechar el trigo, se reunían pasado el mediodía, en el patio donde señoreaba una gran mesa de madera y sillas de fina terminación. Llamaba la atención que la peonada gozara de estos beneficios para el almuerzo y

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la cena. Por sobrada ganancia se daba el uso de la “matera” para el desayuno. Esa habitación grande, larga y con abundante dotación de yerba y azúcar para el mate. La galleta circulaba generosamente, como para que todo el mundo pudiera saborear el pan casero de la mañana. Las sillas eran más bien bajas, con lo que se facilitaba alcanzar la pava que estaba sobre el brasero y cebar los mates con agua caliente. Afuera se podían ver las estrellas todavía. El lucero matutino dominaba la esfera celeste y el amanecer en la estancia era un cuadro pintado por un soberano artista. Los hombres se iban despabilando a medida que se comentaban las tareas que aguardaban para ese día y no faltaban algunas consideraciones hacia los “indios” que se sumaban a la mano de obra. Desde que llegaron, los pequeños rankeles fueron tratados como si fueran adultos. Se les asignaban tareas muy duras y pesadas pero ellos no le hacían asco a nada. Todo lo cumplían a rajatabla. Los capataces no les perdían pisada ni les quitaban la vista de encima. En la estancia, las equivocaciones se castigaban. Y si los errores fueron cometidos por un aborigen, mejor que mejor. Claro está que los capataces, por obra y gracia de Rosas, eran instruidos con el fin de que procedieran como maestros, enseñando y corrigiendo; también debían actuar como padres, armados de paciencia y buena voluntad para que no faltara la justeza en las palabras, el cariño y el afecto en el ánimo de cada uno. A los mocitos recién llegados se los trataba con el máximo rigor y se les exigía todo el esfuerzo que eran capaces de dar. Había que reconocer que en materia de organización, Rosas era un experto. Pero eso sí. A Dios rogando y con el mazo dando. Según los comentarios de los más viejos, la estancia El Pino, tomaba el nombre del virrey que alguna vez debió administrar estas tierras del Plata, remontándose a 1603. Se trata de una edificación colonial en cuyos ámbitos se realizó, atendiendo algunos documentos que lo acreditan, uno de los hechos de mayor trascendencia nacional como el Pacto de Paz o Pacto de Cañuelas en junio de 1829. Era una unidad productiva que sobresalía por lucir una organización rural cuidada con esmero, donde las ideas que se ponían en práctica debían ser brillantes. Al final todos se rendían ante la evidencia de un producto exitoso. Blancos, negros, indios y mestizos se conjugaban en esfuerzos que eran medidos, siguiendo las técnicas de avanzada para un predio esta naturaleza. Los pequeños rankeles aprendieron con pasmosa eficiencia los quehaceres fundamentales, como arar, sembrar, cosechar, enlazar, pialar, marcar. Cuestiones de aseo personal como lavarse las manos antes de comer, lavarse la ropa y evitar el clásico olor a potro que caracteriza a los indios que omiten la higiene en sus prendas de vestir, en las sábanas y demás artículos de sus dormitorios, eran asuntos que se controlaban todos los días. En algunas ocasiones aparecía “el Tata” en persona para verificar el cumplimiento de esas normas. Don Juan Manuel no toleraba el

abandono personal y los castigos, desmesurados en relación a la falta, caían con todo el rigor. Una mesa tendida con blanco mantel y pulcra cerámica en el juego de platos, cubiertos de alpaca, vasos de cristal de Murano y vino de la cosecha de cinco años atrás, se ubicaba en el. comedor, junto a la ventana que dominaba el patio delantero. Rosas tomaba asiento en ese lugar y llamaba a Mariano para que lo acompañara. Un mulato servía el almuerzo. Aprovechaba, entonces, para hablar con el rankel sobre asuntos propios de la estancia, y cuando el tema parecía agotado, saltaba sin más ni más al delicado asunto de la organización de las tribus. Mariano no le describía el modo de vida y cómo se resolvían sus problemas de subsistencia, antes bien hacía una confrontación de los acontecimientos de la tribu con lo que sucedía entre los blancos. -Mi padre manda, pero tomar una decisión significa escuchar primero a los otros caciques, a los capitanejos, a los indios viejos... para eso está el gran consejo, en cambio aquí en la estancia los capataces mandan y los peones obedecen. Son muchos capataces...- parangonaba el muchacho. El Restaurador esbozaba una sonrisa pero no contestaba. Se quedaba mirándolo, porque de seguro, habría de agregar algo más. En efecto, Mariano añadía: -Aquí pasa algo parecido. Pero solo cuando manda mi padrino. Cuando mi padrino no está, mandan los capataces. Son órdenes por aquí y por allá..-Y usted, m’hijo...¿qué hace? ¿las cumple a todas?-No. No se puede. Cumplo una o dos. Después, lo mejor es irse al establo y no aparecer más hasta la tarde... o hasta la noche...-Entonces quedan varias tareas sin hacer...-Puede ser... pero esas tareas no son necesarias. La estancia sigue bien si no se cumplen...-¿Cuáles, por ejemplo?-Engrasar los bujes de los carros grandes. Recién van a ser utilizados en la cosecha, dentro de unos meses. En cambio es importante separar algunas yeguas de la caballada, pialar algunos potros, porque se necesitan para el otro día. No se puede dejar de cumplir con el arreo de la hacienda, una vez que ha pastado hay que mover el ganado hasta la aguada....Rosas escuchaba al mozo que no llegaba a los quince años y le parecía que volvía a sus tiempos de la niñez. Pero en ese muchacho estaba impreso el don del mando (como lo estaba en él, cuando siendo un adolescente debía trabajar con la peonada). Cumplía con lo que se le ordenaba al pie de la letra, por dos razones: una, que el que manda, manda. Y la otra, porque si no se cumple, se perjudican los animales y se entorpecen las demás tareas de la estancia.

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En buena hora que aquel rankel hablara con clara conciencia del deber, pues Rosas se mostraba complaciente con los que cumplían con sus obligaciones, y en este caso, le dio como toda respuesta unas palmadas en el hombro y se fue, trancos largos con el látigo en una mano y el sombrero en la otra. -Ahí va el general- le dijo un soldado al indio que preparaba una montura y lustraba los arneses. El hombre del desierto apenas levantó los ojos de su trabajo para mirarlo de soslayo, y los volvió a dirigir a lo que estaba haciendo. -Se lo ve contento, satisfecho... siguro que ha estau conversando con el ahijau...- completó el monólogo y como para remarcar lo expresado, terminó agregando: -Es güeno que sea así... no hay pior cosa que el general se vaya enojau... ya sabemos lo que pasa dispués...La puerta de la sala se abrió y salió Mariano, discreto, silencioso, tras haber dejado un espacio de tiempo prudencial para que su padrino se retirara antes, evitando comentarios que pudieran perjudicarlo. Al pasar cerca del indio, el muchacho le apretó el brazo y siguió caminando. Fue como una advertencia, como si le dijera: sigue trabajando hermano, que alguna vez se le terminará al blanco su orgullo y su prepotencia. Y el indio, al sentir la mano del hijo del cacique en su brazo derecho, experimentó una sana complacencia, fue como un reflejo de la verdadera autoridad que lo volvía a sacudir internamente y que le recordaba la pertenencia a la tribu, donde Payné Nüru preparaba a sus guerreros para seguir resistiendo a los cristianos. En los dormitorios, los hijos de Huelé y otros ranqueles que fueron capturados, raptados y engrillados para ser traídos finalmente a la estancia El Pino, como mano de obra gratuita, se tiraron en sus camastros y vieron entrar a Mariano que traía una gran caja, a la que sostenía con ambas manos. Arrimó una lámpara a la mesa y llamó a los demás rankeles. -Coman- les dijo, mientras sacaba de la caja una torta de gran tamaño. -Si no la traía, de seguro que la arrojaban a los chanchos, ya que Padrino, apenas la probó.Los muchachos comieron a dos manos. Reconocían que la comida de los blancos era “floja” comparada con los guisos, pucheros, el mote, y la carne a medio asar que se comía en la tribu, pero en cuestión de tortas y dulces, había que sacarles el sombrero a los cristianos. -En Leuvucó deben estar cerrando los toldos- pensó Mariano en voz alta, intentando ver por la ventana, pero la noche estaba cerrada y oscura. Los otros terminaron de comer y miraron también. El vidrio de las ventanas les devolvía el reflejo de ellos mismos, iluminados por las lámparas. Las apagaron de un soplido, cubriendo con la mano, a manera de pantalla, los mecheros de bronce.

Todos se durmieron de inmediato, aquellos cuerpos de muchachos de catorce años, sufrían y aguantaban un duro trabajo durante la jornada. Había que despertar y levantarse temprano al otro día. Un perro ladró a lo lejos, después la oscuridad fue total y el silencio también.

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Pascua de Resurrección -Son chicos, sí, ya sé... pero lo mismo les tengo miedo...-Pero por favor, mujer, a esos mocosos, del pasado salvaje no les queda ni el recuerdo... pensá mejor que hace cinco años que viven en la estancia...-Sí, sí, pero a mí me dan miedo... ¿No los ves, acaso, cuando comen? ¿No te diste cuenta cuando te miran..? Siguen siendo indios-¡Bah! Y dejalos que te miren, pues... ¿qué te pueden hacer?-No me entendés-Bueno, está bien, no te entiendo. Pero esos muchachos son inofensivos. Te lo digo yo que estoy con ellos todo el día. Son obedientes. Cumplen con todas las tareas que se les encomiendan. No molestan a nadie y se han acostumbrado a vivir entre los blancos, aprendiendo nuestras costumbresErasmo se levantó de la mesa para dirigirse al patio donde estaban instalando los asadores nuevos. Rosas quería celebrar la próxima fiesta de Pascua con todos los peones de la estancia y no se andaba con vueltas. Los muchachos también se levantaron, dejando las servilletas dobladas en triángulo, junto al plato, dirigiéndose, como Erasmo, al patio de la estancia, rodeado de sauces y un ombú de anchísima copa en los fondos. Cuando el domingo de Pascua llegó, la mañana estaba más bien fresca y el rocío mojaba los pastos de El Pino, semejando un perlado fino y delicado. Los encargados de asar la carne, prendieron el fuego junto a los asadores, arrimando troncos de caldén “que era güeno pa’ las brasas”. A medida que avanzaba el día, el aire se iba entibiando y los peones se acercaban poco a poco, en medio de murmullos salpicados por una u otra risa estentórea, que permitía advertir que toda esa gente hablaba en voz baja, a pesar del clima festivo que se preparaba. A eso del mediodía llegó don Juan Manuel, seguido de un grupo de mazorqueros armados. Los vivas se sucedieron en forma ininterrumpida, mientras el gobernador avanzaba hacia la mesa tendida con mantel colorado. El padre Reginaldo estaba junto a él y ambos habían participado de la misa de la Resurrección, en el domingo de Gloria. La mazorca se ubicó detrás de la mesa, en semicírculo y posición de descanso, con las armas largas apuntando al suelo. Las otras mesas

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estaban ocupadas por algunos ministros de Rosas, algunos cónsules y finalmente por los capataces de la estancia. Cerca de los sauces, en la larga mesa bajo las ramas, aparecían los ranqueles junto a Mariano. Más atrás, largos mesones, reunía a la peonada, gauchos, indios, mestizos y mulatos que trabajaban en la estancia. Rosas le pidió al padre Reginaldo que bendijera los alimentos y la bebida y los encargados de servir comenzaron a llenar los platos de los comensales. Los peones y los capataces se acercaban con un trozo de pan hasta las parrillas y ellos mismos, sacando sus facones, cortaban los bocados que más apetecían. Los brindis se hacían con alegría, pero con respeto. Bastaba que el Restaurador levantara su copa para que todos hicieran lo mismo. Se brindaba por la Santa Federación, por la estancia y el exterminio de todos los salvajes unitarios. La Pascua unía los corazones. Volvía fervorosos los ánimos y se renovaba el espíritu de camaradería. Todos se cuidaban de no exagerar en sus libaciones alcohólicas, al menos mientras Rosas estuviera presente en la fiesta. Un detalle que no podía pasar por alto era la divisa punzó que todos lucían en el pecho, o bien una cinta colorada atada en el brazo izquierdo. Rosas compartía una mesa cordial con su gente. Había de todo: estaban aquellos que se interesaban por ponerlo al día con las novedades de la estancia, los adulones que buscaban el reconocimiento del hombre que tenía todo el poder y los que necesitaban favores urgentes para la solución de sus problemas. Cuando el gaucho de los cabellos dorados, de los ojos azules y de un metro noventa de altura comenzaba a experimentar el cansancio de la comilona y el jolgorio, el secretario se apresuraba en llamar a Mariano, para que saludara a su padrino antes que se retirara. El joven rankel se acercaba a la mesa con paso seguro, serio, bronceado y erguido, se paraba frente al Restaurador y bajando la cabeza suplicaba: -La bendición, padrino...-Dios lo haga un santo m’hijo- contestaba Rosas, sujetando un bostezo, mientras le ponía la mano derecha sobre la cabeza. Una vez acomodado y doblado el poncho colorado sobre el hombro, el sombrero con barbijo y las botas de potro que pisaban con firmeza el suelo, se anunciaba el retiro del Restaurador. Lo seguían los ministros, los cónsules, el padre Reginaldo y otros funcionarios. Mientras el séquito avanzaba hacia la puerta donde aguardaba la galera del Restaurador, se repetían los vivas y vítores como al principio. La fiesta seguía. Ahora, sin el ojo del amo. El vino cobraba sus primeras víctimas a eso de las cinco de la tarde. Algunos estaban muy borrachos. Otros, entre chispeados y medio inconscientes, enderezaban por el sendero que llevaba hasta sus viviendas, silenciosos y taciturnos. Con los vapores del alcohol haciendo los

primeros estragos en la cabeza, dos peones que atendían por lo regular la hacienda, se trababan en discusiones que no conducían a ninguna parte. Es un modo de querer decir lo que pasaba con los que exageraron en la ingesta alcohólica. Porque lo que hacían, sí conducía a algún lado. Por más que los capataces les advertían que era mejor que se retiraran a dormir la mona en sus ranchos, los peones que estaban muy ebrios, anunciaban otro escalón en su lamentable discusión. Era el momento en que el ofuscamiento obligaba a sacar los facones de sus vainas. Uno de ellos se quitaba el atuendo que le cubría el torso y se lo enroscaba en el brazo, por encima del cuchillo. Pese a lo mal que se sentían, se paraban sin perder el equilibrio, uno frente al otro. El resto de la peonada animaba a uno y otro. Solo unos pocos se retiraban con los ojos dirigidos al suelo, para no ver lo que iba a suceder, de ese modo, no eran testigos. No veían nada. Pero sabían en qué terminaría aquello. Se cruzaron dos veces. Fueron dos chasquidos secos de las hojas de acero, pero el más bajo y barrigón, dio un paso adelante y todo su cuerpo se fue detrás del brazo extendido para tajear el hombro izquierdo del oponente. El filo cortó la camisa y cortó la piel como si fuera manteca. La exclamación que salió de la boca del herido fue primero de sorpresa y después de dolor. Ahí se le fueron encima dos capataces y los desarmaron. Le pusieron sal en la herida al desventurado cuchillero y lo vendaron lo mejor que pudieron. Llevaron, luego, a los dos a sus ranchos para que se acostaran y se repusieran. -Dios bendito... no es forma de celebrar el domingo de Gloria...- dijo un abuelo casi centenario. -Claro que no... y lo pior vendrá mañana...- le contestó otro que estaba a su lado. De parecido tenor era el comentario de unos peones que se apuraban en limpiar los asadores. Tenían razón con el vaticinio. Los que buscaban congratularse con Rosas, ya habían partido para alcahuetear sobre lo ocurrido. Al otro día, en horas tempranas, los que cruzaban el patio para ir a desayunar en la matera, podían ver el triste espectáculo, pero sin abrir la boca, sin siquiera pararse delante de los dos infortunados adversarios para ofrecerles ayuda. Ahí estaban los dos hombres, con las espaldas contra el suelo, con los brazos abiertos igual que las piernas, como una equis. Las muñecas atadas a unas estacas y los tobillos también. Ahí estaban, estirados como cueros secándose al sol, pobres infelices, padeciendo un castigo harto doloroso y sufriendo en carne propia la indignidad ante la vista de todos. El día avanzaba con el cumplimiento de las tareas que le correspondía a cada uno. Mientras tanto, en el patio, los dos desventurados aguantaban el sol que les daba en pleno rostro. Por momentos mantenían los ojos abiertos y miraban fijos al astro rey, como desafiándolo, como señal de que todavía estaban enteros como

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hombres y se aguantaban el castigo, pero enseguida apartaban la cabeza, moviéndola a un costado, evitando ese fulgor deslumbrante, enceguecedor. Por la tarde era más fácil. El calor comenzaba a ceder y el cuerpo se enfriaba, provocando por un momento, una engañosa placidez. Pero el ruido de tripas denunciaba la dolorosa ausencia de alimentos y los labios resecos clamaban por un sorbo de agua. Por la noche, el sufrimiento se acentuaba. El frío calaba los huesos y hacía castañetear los dientes. El que resultó herido en el hombro se animaba a llamar a su amigo Zamudio, que trabajaba en la cocina, y al que había visto dos o tres veces cruzar por el patio, con una vasija de agua. Era la voz lastimosa del castigado la que se escuchaba. Ya no estaba tan entero el hombre. Pero si Zamudio se detenía y les daba agua, corría el riesgo de ser, él también estaqueado y padecer tres días sin probar bocado ni beber. Por lo tanto, el peón cocinero actuaba como si nada pasara. Cruzaba el patio, hacía lo que tenía que hacer y miraba para otro lado. Y sin embargo su amigo estaba ahí, atravesando una situación desgraciada. El estaqueado es un sujeto que está purgando una falta. Si estaba borracho, tiene tiempo para volver a su estado anterior y ya con la cabeza fresca, recapacitar en lo que hizo, en el hecho que causó el castigo. Si estaba consciente, el castigo le servirá para comprender que procedió en forma equivocada, que pudo haber hecho las cosas de otra manera y sobre todo, que no debió violar la norma que regía todos estos asuntos y cuya vigencia sirve para mantener el orden y el proceder responsable de los que conviven en la estancia. Pero... ¡Ay, qué tarde resultaba el arrepentimiento! Los nietos de Yanquetrús como también Mariano, tomaban debida nota de este mecanismo para preservar la conducta más adecuada. En rigor de verdad, no les alcanzaba para nada aquel trato, y no porque fueran chicos, sino porque tenían razones sobradas para no extralimitarse en sus comportamientos. Como indios eran sumisos y silenciosos. Además cumplían a rajatabla todo cuanto se les ordenaba. Ni siquiera lo habían hablado entre ellos, se trataba de una actitud propia de los indios. Aquellas enseñanzas de Ancafilú, cuando les grababa a fuego la conveniencia de exagerar las distancias para evitar que los winkas pudieran seguirlos. En este caso se exageraba el cumplimiento, para no recibir ni una palabra cargada de reproche. Si fueran objeto de un castigo, seguramente estaría generado por una injusticia. El miércoles, los estaqueados fueron liberados. Dos soldados de Rosas les quitaron las ligaduras de las muñecas y de los tobillos, les ayudaron a ponerse de pie, les dieron de beber agua y luego le sirvieron sendos platos de guiso con carne, en el depósito de herramientas. Los que pasaban cerca los palmeaban y les decían algunas palabras para animarlos y recordarles que seguían siendo sus amigos. Para los días siguientes, los dos peones ya se habían integrado nuevamente

al trabajo y del desgraciado incidente, producto del exceso de alcohol, ya ni se acordaban. Eso sí: difícilmente volverían a incurrir en otra falta semejante. Con don Juan Manuel, tomando parte en estas cuestiones, mejor no tentarlo. Nunca el horno estaba para bollos.

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Historia de una Guerra Interétnica Resulta harto significativo el hecho de reflexionar sobre la identidad rankel. Es una forma de avanzar en la comprensión de un enfrentamiento entre dos étnias. Y que el frente de batalla sea la denominada frontera, dividiendo la “civilización” de los blancos y los campos de “Tierra Adentro” de los indios, refuerza la idea que no es fácil resumir en algunos párrafos este asunto. Se puede partir del hecho concreto de consolidar un Estado Nacional, existiendo dos grupos antagónicos. Súmese a esta realidad, la defensa de proyectos que responden a unos y a otros, especialmente, cuando se hace fuerte la pretensión de imponer el proyecto del grupo dominado que se enfrenta al grupo del poder dominante. Se sustancian los procesos de hegemonía entre subgrupos del poder dominante en alianza con el grupo dominado. En otros casos, aparecen facciones del grupo del poder dominante participando de la concreción de un proyecto que pertenece al grupo dominado. El teatro interétnico que contenía a ambos grupos contendientes era la región que se conocía como “pampa”. La frontera de guerra se construyó en ese teatro. Los winkas, es decir, los blancos, fueron el bando que avanzó desconociendo títulos y tratados, propio del grupo dominante. El otro, los rankeles, peleaban, pactaban y perdían. Tal vez lo que más confundía al observador (historiador, sociólogo, antropólogo) era el hecho de que aquellos hombres tomaban apelativos como “argentinos” e “indígenas”, pero en más de una ocasión, se enfrentaban, pactaban, se distinguían y confundían. ¿Quiénes eran argentinos? ¿Quiénes eran rankeles? ¿Quiénes eran rankeles argentinos? ¿Acaso se trataba de dos formas de la misma figura? En un comandante de frontera, el discurso era distinto al de un soldado de línea. El pensamiento dominante en los cuadros superiores del ejército se tornaba idéntico al de ciertos políticos que veían la solución definitiva al problema indio con la total aniquilación de la etnia. Otro era el pensamiento de Fray Marcos Donatti o de Moisés Álvarez, ambos franciscanos habían acompañado a Mansilla en la famosa excursión a la toldería de Leuvucó para entrevistarse con Mariano Rosas y concertar el tratado de 1870. En la cabeza de los misioneros predominaba la urgencia de llevar la Palabra del Evangelio y bautizar a los indios, ellos, los misioneros, estaban convencidos que

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los aborígenes podían abandonar esas “formas bárbaras de vida” y hacían lo imposible para insertarlos en los usos y costumbres de la civilización de los blancos. Pero en los rankeles era distinto el modo de pensar y de actuar. Se podía aceptar la idea del Reino de Dios, porque era semejante a la de los ancestros Rankülches, pero jamás la adopción de los usos y costumbres de los blancos, que demostraron en muchas ocasiones, dobleces, falacias, corrupción, traición y falta de cumplimiento de la palabra empeñada. ¿Quiénes eran los bárbaros? No fueron ajenas a los historiadores, las otras excursiones que se llevaron a cabo a los campos de Leuvucó. Si bien la del Coronel Mansilla tuvo la primicia de una aventura grandiosa, no cabe duda que se convirtió en el debut de los blancos que pisaban tierras rankelinas. El coronel avanzó por aquellos páramos, mientras auscultaba el norte, el sur, el este y el oeste, hasta con ojos en la nuca. En más de una ocasión, los que integraban la excursión pensaron que los indios se los comerían crudos. Pero no fue así. Mansilla cabalgó con dieciocho soldados, dos frailes y un lenguaraz, éste último prestaría sus oficios para salir del trance en caso de aparecer dificultades con el idioma, ya que el objetivo era por demás trascendente: firmar un tratado de paz entre el gobierno nacional y las tribus. Sin embargo, las otras dos expediciones posteriores persiguieron otras metas. La segunda fue comandada por Fray Marcos Donatti y Fray Moisés Álvarez, en tanto que la tercera por el dominico padre Burela. Dicen que se hicieron otras, como la del profesor Carlos Mayol Laferrere, hace unos años atrás, pero las tolderías ya no existían. Por lo tanto, en rigor de verdad, las excursiones fueron tres. Cabe preguntarse si los rankeles, por su parte, hicieron sus propias excursiones. La respuesta es contundente: no. De ninguna manera. Porque los rankeles no excursionaban, no salían de sus campos, de su territorio, para visitar a otros. Los rankeles incursionaban. Ellos invadían territorios de otros. Al menos, este era el punto de vista de muchos que escribieron sobre aquellas aventuras ecuestres. Por eso no resulta fácil hoy en día, hacer historia o antropología. Desde Villa Mercedes, por ejemplo, han partido hacia Leuvucó, varios descendientes de rankeles con el fin de participar en el “rogatum” o las rogativas. Esto puede traer confusiones en algunos cenáculos académicos. Algunos le restan importancia al hecho de participar de estas costumbres del pasado que todavía hoy se llevan a cabo. ¿Se trata, acaso, de una realidad que merece el análisis antropológico? Es posible que sociológicamente le adjudiquen alguna importancia ya que los participantes tratan de rescatar y mantener una memoria cuyas raíces se hunden en el tiempo, y para ellos es fundamental que subsista la cultura rankel, porque habría un principio de identidad que respetar, y desean que no se pierda con el devenir histórico.

Si en realidad, el intento de buscar la verdad en estos hechos se vuelve dificultoso, y promueve confusión, es porque los especialistas en temas de indigenismo, hablan de “efectos de la realidad”. Es cierto que se torna difícil hacer antropología e incluso sociología a partir de estos hechos, donde no se habla ya de realidad sino de construcción de la realidad. Dejamos de hablar de objetividad, para referirnos a intersubjetividades, a construcción y deconstrucción de objetos. No hay duda que estamos viviendo, de alguna forma, acomodados a un nuevo paradigma de cientificidad. Vaya uno a saber que saldrá de todo esto. ¿Servirá para que exista una mejor comprensión de la etnia rankulche? ¿Será útil para que se facilite el entendimiento entre los integrantes del pueblo Mamulche y los que no lo son? Si es así, sea bienvenido el nuevo paradigma.

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Mariano y la Uña Cazadora Más de uno que le echó el ojo a la garra de puma que Mariano llevaba colgando sobre el pecho, pensaba que se trataba de un fetiche más, un amuleto de esos que los indios se cargan en torno al cuello para saberse protegidos por el espíritu de la buena suerte y defendidos de las influencias de Huecubú. Nada más alejado de la verdad. Mariano le había quitado a una leona esa uña cazadora, en un entrevero que mantuvo con el felino, en silencioso encuentro por los bosques cercanos a la estancia. Hacía tan solo unos días en que había cumplido los trece años y el muchacho regresaba a la estancia luego de haber arriado a las vacas hasta el bebedero, más allá de los bosques donde aseguraban algunos peones, se escuchaban gruñidos de leones. Para Mariano ese dato era algo más que una prevención. Estando cerca el manantial, los gatos del bosque se pueden aprovechar de los vacunos, de los caballos y de todo el que se acerque por esos lugares en forma despreocupada. Ninguna gracia le podía causar a su tata Juan Manuel, saber que algún león calmaría su apetito matando animales de la hacienda. Por eso, ese día llevó su cuchillo envainado en la bota de potro de su pie derecho. Allí pasaba desapercibido para el capataz, que prohibía que los indios portaran navajas. Anduvo alerta desde que los animales comenzaron a beber el agua cristalina y fresca del manantial y sus oídos estaban aguzados para captar los ruidos provenientes de la cerrada vegetación que crecía más allá de la represa. Con una larga caña empujaba algunos vacunos alejados para que se unieran al resto y, en un momento dado, un movimiento extraño le hizo girar sobre los talones con rapidez. Ese bulto que se movió entre las totoras, no correspondía al paisaje.

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Por alguna razón la vacas estaban nerviosas y costaba que se acercaran al agua. Entre la maleza el movimiento fue sutil, apenas marcado. Pero al ranquel, le fue suficiente para diferenciarlo del que podía provocar la brisa. Bajó la mano hasta el mango del cuchillo y lo extrajo rápidamente. Con la misma presteza buscó la vaca que estaba más cerca del bosque y se plantó entre los animales, dominando ahora el espacio que existía entre el rodeo y la vegetación. No tardó mucho en verlo. El felino se mostró con todo desenfado, como si hubiera medido la capacidad de defensa del cuidador del rodeo. Era una leona de regular tamaño. Se paseó desde un matorral a otro, rugiendo, casi ronroneando, sin dejar de mirar a Mariano y sin dejar de mirar el rebaño. El joven indio le miró la panza y observó que se trataba de un ejemplar joven, sin cría. El mugido de las vacas se tornó alarmante. Y no era para menos. El miedo calaba hondo. No así para el mozo rankulche que apretaba con fuerza el mango del cuchillo. De pronto, el ir y venir de la leona, cesó. Se puso frente al rodeo, como si no le importara un rábano la presencia del pequeño rankel. Y se equivocó. Porque Mariano dio tres pasos largos y casi la tenía encima. El felino ya no estaba al ataque, se sintió atacado, acosado. Saltó hacia el sujeto que tenía delante para cazarle la garganta. Y otra vez se equivocó. El sujeto no retrocedió sino que saltó hacia ella y el tajo que le propuso en el cogote fue tan rápido como letal. La leona pasó por encima de Mariano que se agachó con el mismo instinto y flexibilidad que un felino. El animal cayó junto a una vaca que se espantó y corrió hacia la otra punta. Parecía cosa del diablo. Ni bien murió la leona, las vacas se tranquilizaron y bebieron agua con absoluta serenidad. El mozo, que tenía presente las enseñanzas de Ancafilú en estos menesteres, estuvo muy ocupado esa tarde. Colgó al animal de un árbol, lo abrió de arriba abajo, le sacó las entrañas y lo cuereó como había hecho tantas veces con los ciervos y guanacos. Buscó en las garras, la uña cazadora, se la quitó con el cuchillo y le pasó una pequeña correa de cuero para colgarla del cuello. Cavó un pozo y enterró los restos del animal. Al cuero lo estaqueó cerca de un árbol grande y lo dejó orearse para que el sol y el aire hicieran el resto. Cosa de no creer: desde ahí en adelante no se escucharon más los gruñidos que tanto preocupaba a los peones. Los otros rankeles que descubrieron el nuevo adorno de Mariano, se conformaron con observarlo y nada más. Nunca le preguntaron dónde lo había obtenido y él, ante la falta de preguntas, nunca se preocupó por contarles cómo se había topado con una leona. Los indios hablan lo necesario. Y estos, aunque eran chicos, ya tenían incorporada esa virtud. El Vuta Payné Nüru en el Mamuel Mapu tampoco se hacía muchas preocupaciones por explicar a los suyos que las tribus seguían teniendo comida y que no

les iba a faltar mientras los winkas se dedicaran a expandir los rodeos. Las indias y los ancianos observaban a los lanceros llegar de los malones, arriando miles y miles de cabezas de ganado. Así estaban las cosas en el País del Monte. Las estrellas titilaban en la noche sureña y la laguna de Leuvucó, convertida en un espejo de plácidas aguas, reflejaba aquella armonía cósmica mientras el sueño dominaba a los toldos y solo algunos leones merodeaban y gruñían por los montes.

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Aquellos Gauchos Aindiados... ¿Cómo reconocerlos? Vivían en las tolderías y vestían como los propios aborígenes. Los rasgos eran similares y hablaban tanto el español como la lengua india. Sin embargo, esos gauchos aindiados, se mezclaron de un lado y del otro de la frontera. Por momentos se los veía manejando la lanza y por momentos el fusil. Muchos se preguntaban si la diferencia estaba marcada por el desempeño en aquella sociedad que se desarrollaba a los tumbos, buscando una salida a tan confusa estructura, o en el origen genético, esto es la unión de blancos con indios y generando el clásico mestizo (o cuarterón) que tanto proliferó en las poblaciones cristianas como en las propias tolderías. Llegaron a ser tantos los blancos -capturados por los indios- que fueron a vivir con las tribus, que llegó un momento en que las cautivas engendraban a sus hijos con padres aborígenes, aceptando la descendencia su destino de indios con sangre de winka, pero imponiendo permanentemente su condición de miembros de la nación indígena. Numerosos caciques fueron mestizos. Vale la pena tener en cuenta al propio Baigorrita, hijo de Pichún Gualá y nieto de Yanketrus, cuya madre fue Rita Castro, una cautiva de la ciudad de San Luis. Según German Canuhe, Panghitrus Nüru fue hijo de Payné y de una cautiva cristiana y Epumer Nüru, fue el cuarto hijo varón de Payné y de otra cautiva cristiana. También Vicente Rodríguez, más conocido como Pincén, fue un mestizo cuyos orígenes, según algunos, fue Carhué y según otros, Renca, en el norte puntano, pero de admitirse que Pincén era oriundo de Renca, no era mestizo sino un niño blanco raptado por los indios. Sería muy fácil caer en el error de llamar “gauchos aindiados” a los mestizos. También estaban aquellos que reconocían a sus progenitores como blancos y que siendo mayores, los abandonaron para dedicarse a labores non sanctas y que la persecución de la justicia los llevó a pedir asilo a los indios para vivir en territorios de tierra adentro. Ni qué decir de los que siendo hombres de buena conducta fueron

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empujados por las circunstancias a enderezar los pasos hacia las tolderías como único lugar para sentirse seguros y sobrevivir ante las injusticias de sus semejantes. Entre los hombres que realizaban trabajos respetables, estaban los que se dedicaban a la compra y venta de caballadas. Si bien los principales clientes eran los blancos enriquecidos con grandes extensiones de tierra y numerosos rodeos, también llevaban a feliz término importantes negocios con algunos caciques que se animaban a invertir sus dineros, bien o mal habidos, en rebaños que pasaban a poblar sus propiedades. Claro está que los principales negocios se entablaban con los compradores que bajaban del otro lado de la cordillera, es decir, los chilenos. Esta es la razón que los gauchos aindiados, ya mestizos, ya blancos puros o blancos que vivían entre los indígenas, se dedicaban a la comercialización de los animales que sin marcas ni señales, pastaban libremente por los campos que no reconocían todavía, una propiedad definitiva por parte del Estado. Los rankeles no contaban, en gran número, con estos operadores de ganados. Esto era así porque la mayoría de los indios todavía se dedicaban al robo y mediante incursiones a las estancias cercanas a la frontera, se apoderaban de miles de cabezas que arriaban hasta sus campos aledaños a las lagunas. En cambio los araucanos encabezados por Calfukurá, en Salinas Grandes, hacían gala de numerosos compradores de caballos, que después reunían en grandes “caballadas” para ser llevados a su compradores chilenos, al pie de la Cordillera. -Quiero hablar con Sereno Escurra, hombre del general Enrique Martínez, lo que es lo mismo decir que responde a don Juan Manuel de Rosas ¿No es así?-¿Y quién dice que lo busca?-Vicente Calel, primo de Catriel...-¿del cacique?-Del mismo-Haber... espere un momento que lo ubique a don Sereno...El pulpero le llenó el vaso a Vicente con un aguardiente de mala calidad y fue en busca de Escurra. A poco regresó con un hombre de casi un metro ochenta de altura, tirando a gordo y vistiendo como un gaucho entregado a los menesteres de todos los días. Calzaba unas botas de potro oscuras y gastadas, en tanto que lucía un pañuelo rojo sobre la camisa blanca. Levantó una parte del mostrador y pasó del lado de los clientes. Miró de arriba abajo a Vicente y le espetó a boca de jarro: -Yo soy EscurraVicente se adelantó con paso firme y le tendió la mano: -Me siento honrado en conocerlo. Yo soy Calel. Y he venido para hablar de negocios con usted...-

Sereno observó la pulpería desde su altura y descubriendo una mesa en un rincón, le señaló una silla a Vicente. Ni bien se sentó, También lo hizo él, con toda su humanidad reposando parte en la silla y parte en la mesa. -Ahora dígame de que se tratan esos negocios...-Hace un mes el general Martínez me dio su nombre para interesarlo en la compra de caballos. Mostrencos, se entiende...-Mal momento eligió. En estos días todos los caballos se necesitan para el ejército. Rosas está preparando la expedición al sur y si descubre que usted monta un buen redomón, lo más probable es que se lo quite en nombre de la urgencia nacional...-¡Vaya! ¿A tanto llegan las necesidades?-Sí, mi amigo. Y esto que le digo va en serio. El caballo es artículo de guerra y el Restaurador los quiere a todos. Creo que hasta los matungos tendrán que ir a parar a las columnas llevando cargas. Me hubiera gustado hacer negocios con usted, pero ya ve... la expedición al desierto está primero...Y dicho esto, se levantó, le tendió la mano a Vicente y se fue por donde vino. Vicente miró a su alrededor y advirtió que todos charlaban animadamente y bebían. Le bastó un examen a vuelo de pájaro para darse cuenta que allí no había gente con quien operar y se dedicó a tomar, con mucha tranquilidad y sin apuro, el pésimo brebaje que se vendía como aguardiente.

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Payné se Niega a Encabezar Malones... -No deben insistir... ya dije que yo no salgo. Que vayan ellos...-¿Y quien encabezará el malón?-Los caciques y los capitanejos...El diálogo, casi una discusión, estaba sostenido por Narciso, un cacique de bandas experimentadas en las incursiones por las estancias y fortines de los blancos y el propio Zorro Celeste. -Payné, eres el cacique mayor y estás por encima de todos y de todas las bandas...-Sí, pero los blancos tienen a mi hijo Panghitrus y a los hijos de Huelé, y por lo tanto tengo sobrados temores de que los winkas y los milicos puedan hacerles daño en caso de que me vean al frente del malón... ¿Qué creen? ¿Qué no me tienta Huecubú de salir con la lanza a pelear contra los soldados? ¡Vamos! De todas maneras, van con Lautramaiñ el cacique blanco... el coronel Baigorria.-

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Y no estaba equivocado Payné al negarse a conducir las hordas rankelinas. En los regimientos, todos estaban alertas para caerle sin miramientos y apresarlo. Rosas, hábil en el movimiento de las piezas del tablero de la guerra en el desierto, jugaba al hijo de Payné a manera de carnada y apostaba a que el padre se expondría para salvarlo. Sería el momento propicio para ponerle cadenas al Zorro Celeste y desmoralizar a las huestes rankelinas, los únicos indios que se oponían a los planes del Restaurador, empecinado por extender el dominio de los ejércitos nacionales sobre el territorio del centro del país. Sin embargo, el gobernador de Buenos Aires se sentía burlado una vez más por el jefe de la Nación Mamülche. Había incursiones, había malones, había entreveros, pero Payné no estaba presente. No daba la cara. Era su gente, eran sus lanzas las que atacaban, pero él, Payné Nüru, no estaba allí. El intento de intercambiar a Mariano por el unitario Manuel Baigorria, quien hacía veinte años, vivía en las tolderías, fracasaba una vez más. La respuesta de Payné no cabía en el entendimiento de Rosas. El cristiano que quiere abandonar a sus hermanos blancos para venir a vivir con nosotros en la toldería no ha sido obligado a tomar una decisión. El coronel Baigorria nos ha dicho que le ha dado asco seguir con la civilización de los winka. Que ahora, los blancos se han dividido en federales y unitarios y tanto unos como otros incurren en traiciones y componendas, lo cual se da a los lanzazos con el código de conducta militar y con los principios elementales de la convivencia. Agregaba Payné -como cacique mayor de todas las tribus- que si le negara el permiso a Baigorria, para levantar su ruka o su rancho en las cercanías de Leuvucó, estaría faltando al deber elemental de atender a un hombre que sufre daños físicos y morales, que “por otra parte no ha sido mi gente quien se los ha provocado y que abriendo de par en par su corazón, nos suplica que lo admitamos, incluso, como uno de los nuestros”. A Rosas, tanta conmiseración lo relajaba. Le parecía imposible, mejor dicho le parecía tramposo que el cacique se mostrara tan indulgente con el unitario que se le escapaba de las manos.

Las Deslealtades de Manuel Baigorria Era casi un niño, Manuel Baigorria, cuando ingresó a la carrera de las armas y actuó bajo el mando del jefe unitario que más tarde, emulando al manco de Lepanto, perdería una mano, el General José María Paz. Fue hecho prisionero. Baigorria, después de la batalla de Rodeo Chacón en 1831; probando su valor al lado de Luis Videla, un líder cuyano (hermano de Dolores Videla,  que murió en la masacre de la batalla de Las Pulgas, al sur de Villa Mercedes, el 11 de marzo 128

de 1820). Siendo prisionero, gracias a la acción de un soldado cuyo nombre jamás conoció, Manuel Baigorria se salvó de integrar la fila que marchó a pararse contra el muro, y caer con los ojos vendados, ante el pelotón de fusilamiento. No se resignó a la suerte adversa que le deparaba el claro dominio de los federales y sorprendió a todos cuando se fue a vivir con los indios. Por casi veinte años permaneció con los rankeles, lejos de la desilusión que le causaran sus hermanos “civilizados”. Con semejante experiencia, este militar resultaba ser un profundo conocedor de los combates y peleas para el control de Cuyo y de las provincias del centro del país. Los caciques lo conocían y lo convocaban para que participara en la vida de la comunidad rankel.  Se lo apodaba «el indio» por haber asimilado casi totalmente el modo de ser de los rankeles. No debe extrañar que se convirtiera en uno de los caciques principales y contara con mando sobre los blancos que estaban refugiados en las tolderías y sobre centenares de indios que afrontaron la pelea bajo sus órdenes. -Hermano, tantas preocupaciones por su lado, tantas preocupaciones por el mío, nos van a terminar haciendo mal...Payné le extendió al militar un buen trozo de pata de carnero, asado como le gusta a los indios, casi crudo y con papas hervidas. -Sí... – contestó lacónicamente el militar que tenía su rancho a unos kilómetros de la toldería. Pero enseguida agregó: -Lo mejor del caso es que “las fronteras” no fueron inventadas por los indios, sino por los blancos. Ese sistema de decirles a ustedes “hasta aquí llegan, nada más, porque acá estamos nosotros”, no es algo que salió de la cabeza de los indios. Es una trampa más de los winkas para ir quedándose con todo el territorio que es de ustedes...Payné lo escuchaba atentamente. Le concedía al coronel Manuel Baigorria, no solo la razón de lo que afirmaba, sino que le descubría, cada vez que hablaba confidencialmente con él, nuevas ideas, estrategias de los regimientos para hacer la guerra, en fin, Payné aprendía del conocimiento de Baigorria. -La frontera, hermano, no es una zona de separación... eso conviene tenerlo bien presente...-¿Y si no es separación, qué es, hermano coronel?Baigorria ponderó la carne de carnero como exquisita y muy bien asada, y enseguida agregó: -Es una zona de confusión.-No entiendo, hermano coronel129

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-Pero claro, hermano cacique. La frontera es una zona donde se confunden el indio con el blanco. Como estamos usted y yo en este momento. Se confunde el criollo con los gauchos, los cautivos que son mitad blanco y mitad indio, y para colmo, a su vez, todos se mezclan...y en el hervor de esa caldera que es la frontera, se cuece el contrabando, el robo, el comercio, la diplomacia y el soborno, en una palabra la corrupción, hermano cacique... y eso es muy malo, porque la guerra y la política van de la mano y entonces hay más confusión porque la historia se cruza con la leyenda....-Para mi está claro que es una línea que los blancos han trazado desde el sur de Buenos Aires hasta la Cordillera...- simplificó Zorro Celeste. -Sí, hombre, sí. Eso está en los planos y en los planes. Pero es una línea que aunque sea imaginaria, porque no la han pintado sobre las piedras ni el pasto, se corre cada vez más lejos y los soldados van ganando territorio. Las conquistas militares están a la vista. Y defienden ese territorio con poblamiento de blancos. Donde están los indios, se llama “desierto”. Donde van los blancos se llama civilización...- le aclaró el militar. Payné dejaba de comer para escucharlo a Baigorria. En rigor de verdad, le tenía admiración por todo lo que sabía y por la sinceridad (que tanto apreciaban los indios en un winka al que sabían mentiroso y tramposo) que dejaba traslucir cuando les explicaba los asuntos que tanto les interesaban. -Preste oído a esto que le voy a decir, hermano cacique: la mayor parte de estos territorios que se conocen como “desierto”, son las pampas argentinas que no tienen rival en el mundo para producir cosechas abundantes- sostuvo Baigorria y dejó la pata de carnero para tomar el vaso de vino con el que estaban acompañando el asado. Y tras el sorbo, agregó: -Soy nacido en San Luis de la Punta de los Venados en 1809 y mi padre fue don Blas Baigorria y mi madre doña Petrona Ledesma y puedo asegurarle que en mi familia, nadie, ninguno de mis parientes, jamás pudo haber sido federal. Jamás pudieron ser federales los Videla, ¿Y por qué? Porque los federales son una banda de ladrones que se instaló en Buenos Aires para mandar sobre todos los pueblos y sacarnos las tierras. Y a los indios, con mayor razón, porque está a la vista que el sanguinario Rosas necesita estos campos para dárselos a sus parientes, a sus amigos, incluso a los extranjeros que lo acompañan en sus negocios y en sus intrigas de palacios...-Pero el hermano coronel hará lo mismo si Rosas llega a morir y debe irse a Buenos Aires...- le vaticinó el jefe ranquel. -No, hermano cacique. De ninguna manera. Mi apellido vasco viene del tronco que le ha dado a la Patria, hombres como Juan Bautista Baigorria, el granadero que ayudó a salvarle la vida al General San Martín, en el famoso combate de San Lorenzo. Y como yo no puedo escapar a ese destino de prosapia, desde chico que vengo peleando y lo hice al lado de un hombre extraordinario como el general

José María Paz, uno de los principales jefes unitarios... difícilmente el hermano cacique podrá verme en Buenos Aires, respirando el aire malsano y corrupto de los que hacen de la traición a su pueblo, una norma de vida....-¿Por eso está con nosotros? -Por eso. Una vez que Paz fue derrotado, ¿qué otra cosa me quedaba por hacer? – el coronel bebió más vino y por su cabeza pasaron las escenas de tantos desaciertos. Baigorria admitía que soportaba un clima general que le era totalmente adverso, por cuanto los federales hacían sentir su dominio. Desde el momento en que ya estaba identificado como “un salvaje unitario”, apenas pasó las dos décadas de vida, se hizo cargo de una decisión que bien puede compararse con un quiebre en su existencia: convivir con los ranqueles. Después de todo, eran los únicos que resistían a Rosas. Pidió permiso para habitar entre los toldos. Pero a diferencia de los otros blancos que vivían mezclados con los indios, levantó un rancho con un mínimo de comodidades. Incluso recibía con el correo del desierto, aunque un tanto a destiempo, los diarios que se publicaban en Buenos Aires. -Nadie puede echarme en cara que soy un falso o un traidor- se disculpó ante Payné. Y agregó: -Por alguna razón me han apodado “el indio” y si insisten en llamarme el cacique blanco, me habré ganado ese honor...En realidad lo rankeles lo apodaban Lautramaiñ (cóndor petiso) pero él no lo decía. En cuanto al mando que tenía sobre indios y blancos, era cierto. -¿Cómo está pasando la vida con sus esposas, hermano coronel?La pregunta del cacique casi tomó por sorpresa al exilado, porque abandonó el tema que lo estaba preocupando desde hacía un tiempo y abordó abruptamente el de su ascendencia notoria sobre algunas indias. -Bien.- respondió en seco. Este rasgo de pudor era comprensible para un criollo de ese tiempo. Con seguridad su carisma con respecto a las mujeres no surgía de su conformación física. Un sujeto bajo, menudo, ligeramente curcuncho, y para colmo, después del combate de Cuchi Corral, mostraba en el rostro una tremenda cicatriz que le cruzaba la cara en diagonal, desde la frente a la mandíbula, ¿qué mujer podía sentirse atraída por semejante retrato? -La mujer blanca que trajo el hermano coronel, cuando se vino a vivir entre nosotros, aceptó a las otras en el rancho...-Sí, hermano cacique. Esa muchacha cristiana me demostró su amor, dejando a su familia y haciéndole frente a todo, para seguirme. Y ya ve. Siguiendo la usanza rankel, tengo cuatro esposas. Tres cristianas y una china.-

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-¿El corazón del hermano coronel siente el recuerdo de la familia que dejó en el pueblo? -Por cierto, hermano cacique. Tengo un afectuoso recuerdo hacia mi madre, mis hermanas, pero soy un agradecido a las mujeres rankeles que me han atendido en mis enfermedades y también a la mujer de mi hermano adoptivo, el cacique Pichún, que goza de mi amistad sincera. Yo se que todas se preocupan por mi, y temen por mi vida, que no me pase nada cuando salga en malón, y hasta lloran por mí, en los momentos de peligro...Payné experimentaba un momento de sosiego y de complacencia junto a su protegido el coronel Baigorria. Este renegado de la civilización demostró tener muchas agallas, un enorme valor que desplegó a lo largo de sus acciones militares, que estuvieron lejos de ser exitosas. Pero como buen descendiente de vascos, era tesonero, insistente, pertinaz y cuando le tocó en noviembre de 1840 participar en una alzada revolucionaria en su provincia, la derrota sufrida lo obligó a volver a su rancho entre los indios. Tres años después, comandando seiscientos rankeles sufrió el rechazo de un incursión que se malogró en toda su extensión. No obstante, en 1845, con casi un millar de indios y blancos refugiados como él en las tolderías, inició del otro lado de la frontera una acción que tampoco se vio coronada por el éxito. Esta vez fue un capitán del ejército, que mediante una estrategia criteriosa, consiguió arrebatarle nada menos que 25.000 animales que Baigorria había robado. Rosas hacía lo imposible para convenir el trueque con el cacique mayor de todas las tribus. “Usted me manda al traidor y salvaje unitario Manuel Baigorria y yo le envío a su hijo que vive entre nosotros” le decía a Payné. Pero no había respuesta. Y a Rosas le resultaba incomprensible esa actitud del rankel que seguía protegiendo a un coronel renegado que hacía alardes de su unitarismo e insultaba al Restaurador y a su gobierno. Don Juan Manuel conocía profundamente el alma de los indios y si pudo endulzar a Kallfukurá, no concebía que existieran razones para no hacer lo mismo con Payné. Sin embargo, aquí nada encajaba. De nada servían los ofrecimientos de regalos, ni tampoco funcionaba el hecho de tener en su poder al propio hijo del cacique. Rosas no podía creerlo. ¡Qué magnifica oportunidad se le estaba escapando de las manos! ¡Nada menos que Manuel Baigorria, consumado unitario, enemigo pertinaz y peligroso jefe de uniforme con la odiosa divisa celeste! Pero el hombre que en esos momentos conducía la Federación, tenía entre ceja y ceja, dominar y reducir al desierto, lo cual implicaba avanzar con las fronteras profundamente hacia el sur. Hasta el río Negro. En ese plan, el Restaurador de las Leyes, no permitiría la existencia de las comunidades libres en las pampas.

Por primera vez, en una acción que no registraba antecedentes en la historia del país, los regimientos batirían todo el espacio existente desde las costas del Atlántico hasta el murallón de la Cordillera. La mirada azul de ese estanciero venido a Gobernador, poderoso en su fortuna y en sus tierras, en sus industrias de saladeros y en sus campos poblados con miles y miles de cabezas vacunas, se posó finalmente sobre esta superficie de la pampa, que alguna vez fue el hábitat natural de la nación Mamulche, por donde corretearon libremente los rankeles y sus tolderías se esparcían bulliciosas junto a los ríos y lagunas. Esa extensión de millones de hectáreas ocupadas por indios que no trabajaban ni multiplicaban la riqueza, que las mantenían ociosas e improductivas, deberían de una buena vez, ponerse bajo el músculo y el esfuerzo transformador de quienes fueran capaces de hacer con la tierra, con el trabajo y con el capital, un país grande y poderoso. Y si no estaban esos hombres predispuestos a poner en marcha tamaña empresa, estaba él, don Juan Manuel, que nunca le hizo asco al trabajo, que domaba potros ariscos, que pialaba las vacas cimarronas, que construía los piletones con sal, para los cueros que se vendían a Inglaterra y que reunía las mejores caballadas en sus estancias de monte. También los indios andaban por los caminos del negocio. Los grandes rodeos eran arriados por las rastrilladas de tierra adentro, con rumbo a Chile, donde se pagaba a buen precio y se aprovechaba el producto en bruto de las pampas argentinas. No en vano bajaron de la Cordillera, en un momento de la historia, los aborígenes que se pusieron al frente de las tribus de las pampas. Kallvukurá vino de Chile y fundó la dinastía de los Piedra, llegando a ocupar las Salinas Grandes como cuartel general de las operaciones. La puerta por donde ingresaba el torrente de haciendas vacunas que se comercializaba con Chile era Carhué, de ahí que kallvukurá insistiera en no entregar jamás ese punto clave a los blancos. Era la arquitectura de todo un plan que fue celosamente preparado, y Carhué estaba justo en el camino de la Cordillera. Las rastrilladas de todos los puntos cardinales pasaban por Carhué y se dirigían a Chile. Baigorria tenía un completo dominio de esa situación y si bien los rankeles conducían sus arrias por otros senderos, el comercio con los hombres allende la Cordillera se tornaba intenso y productivo. El coronel movía sus piezas para hacer el mayor daño posible a las estancias, a los fortines y al gobierno de Buenos Aires, claro que por momentos, resultaba harto difícil entender el juego del puntano. Ciertamente las lealtades de este coronel no parecen haber sido del todo estables. Durante años peleó del lado unitario y al lado de los indios, que lo habían cobijado en su escape de la civilización de los blancos. Al regresar a la vida activa

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en el mundo cristiano, después de la caída de Rosas en 1852, se olvidó de su vinculación con los indios y, destinado a la frontera, realizó varias campañas contra ellos. Nada menos que él, protegido por los jefes rankeles, que comiendo asado con Payné, le confiaba que los blancos querían apropiarse del territorio de Tierra Adentro. Nada menos que él, conocido como cacique “Cóndor Petiso”, respetado por los guerreros rankeles, arrojó por encima del hombro sus años de convivencia con tres mujeres de la tribu, que lo acompañaron junto con su mujer blanca, en el afán de aceptar el código de los indios en materia de costumbres familiares.

Aquella Mujer Primera, Tan Alta y Tan Extraña... Los hijos del desierto notaban de inmediato la diferencia. Esa cautiva que vive con el “Cóndor Petiso” le lleva por lo menos una cabeza. Es muy alta y orgullosa. Vaya uno a saber por qué. Lo de la altura es algo natural, vino al mundo de esa forma, pero lo de orgullosa, ¿qué puede mostrar como cautiva, para caminar con altanería, en medio de los toldos? Posiblemente esa arrogancia que le quedaba desde los tiempos en que era una mujer libre, y que según atestiguan algunos, la adquirió en los escenarios de los teatros donde trabajaba y recibía estruendosos aplausos. Pero ahora, estaba ahí, conviviendo con otras mujeres y acaparando el título de ser la primera del coronel Baigorria. Y para mejor, le entregaba un amor sincero. Un amor cierto. Aceptando las reglas de juego de la bigamia rankel, se acurrucaba junto a su hombre y le brindaba cariño, caricias y entrega. Y el cacique blanco se siente complacido por esa pasión extraña y solícita. Tan extraña como anónima. Porque esta mujer nunca quiso revelar su nombre ni su procedencia. Baigorria la respetó en su decisión y la amó tal cual se le regalaba en su rancho.

El Llanto de La Luciana La otra mujer del militar que se fue a vivir con los indios, era una cautiva de Cruz Alta, una próspera población del sur cordobés. Ella era Luciana Gorosito. ¡Cómo lloraba esta pobre niña! No había un día en que se la sorprendiera sentada en el suelo, en algún rincón del rancho, tomándose el rostro con las manos y enjugándose las lágrimas de sus ojos. Sufría tanto desconsuelo que lo único que podía calmarla era descubrir la posibilidad de regresar a su tierra y volver a abrazar a sus padres, cuyo amor se agigantaba con cada día que pasaba en esos agrestes y desolados suelos rankelinos. -Coma, Luciana, se le va a enfriar ese trozo de pierna de cordero...- le dijo Baigorria, sentado frente a ella, bajo la enramada del rancho. –Es un plato apetitoso 134

y es un obsequio de mi amigo Payné... no está para despreciarlo...Los ojos enrojecidos de la joven no se levantaron para mirar al hombre al cual le debía la vida. Estaba ahí, porque Baigorria no le permitió al indio que la trajo como cautiva, que le hiciera daño. La cuidó y se esmeró en tratarla con suavidad y cariño. Durmió con ella, durante los primeros días, tratando de no ser excesivamente apasionado ni cruel, como lo era con las otras mujeres. Mas bien sofrenó sus ímpetus sensuales y se esforzó para que Luciana descubriera en la unión de su cuerpo con el del coronel, un momento de gran placer y felicidad. Pero no fue así. Si bien la cautiva se dio cuenta de los sacrificios que hacía su salvador para que ella no sufriera, no pudo continuar con aquellas horas de martirio y le confió, entre sollozos, cuales eran, en realidad, sus ilusiones, sus esperanzas y la salida a la conflictuada situación que le tocaba vivir. Fue entonces cuando Manuel Baigorria la miró conmovido y silencioso. Fue en ese instante en que tuvo la idea de llevarla de vuelta con su familia y terminar con aquella infelicidad y desgraciada situación para la pobre niña. El plan era atrevido, porque corría el riesgo de ser descubierto por los rankeles y entonces tendría que enfrentarse a los hijos del desierto como un traidor, nada menos que él, que era llamado cacique blanco, aparecería devolviendo cautivas y no reteniéndolas como castigo a los winkas que usurparon sus tierras. Sin embargo, la idea que como un fogonazo cruzó por su cabeza, no lo dejó tranquilo hasta mucho tiempo después. Pronto habría un malón y llevaría a Luciana consigo. La acercaría lo suficiente como para que la joven pudiera escapar y llegar hasta su tierra. Todo saldría bien. Era un hombre curtido en estas lides y no iba a fracasar ahora. Comió todo lo que tenía en el plato, que era bastante, y le fue contando a Luciana, con lujo de detalles, como llevaría a cabo la fuga. Y llegó el momento ansiado para Luciana. Los aprestos del malón cundieron en torno al rancho del coronel. Las mujeres salieron para darle, como siempre, la ropa, el correaje y los arneses para su cabalgadura, todo lustrado y en orden, como a él le gustaba. Más allá, estaba Luciana, la mujer que lo acompañaba en esta invasión, aguardando silenciosa en su flete, dispuesta a galopar al lado del hombre que preparaba su regreso al seno de la familia que tanto añoraba. Las lanzas se pusieron en marcha, dispuestas al robo, al pillaje y a la muerte. El grupo semejaba una horda de espectros escapados de un aquelarre de brujos del desierto. Silenciosos, compenetrados en el acto que iban a consumar, robando y prendiendo fuego a cuanto encontraran a su paso en el pueblo de los cristianos. Cuando estuvieron cerca de la población elegida, la noche estaba estrellada y serena. Faltaban horas para el amanecer y Baigorria se le acercó a la joven para decirle que mirara al frente y moviera la cabeza de arriba abajo para confirmar 135

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lo que le preguntara: -¿ves aquellas luces, producidas por los fuegos encendidos en torno a la plaza?- Ella asintió.- Entonces él susurró: -esa es Cruz Alta, donde esperan tus padres...les dirás que escapaste del cautiverioA Luciana el corazón le produjo un vuelco. Parecía un tambor. Estaba por esbozar una sonrisa, pero sostuvo el gesto y se mantuvo con la vista clavada en las hogueras encendidas. El cacique blanco, convertido ahora en salvador de cautivas, le dijo entre dientes: -espera unos minutos, y me sigues...Lentamente, el coronel fue en busca de unos matorrales, alejándose del grueso de la indiada. Luciana hizo lo propio y él habiéndose apeado, movió su mano derecha a manera de seña para que hiciera lo mismo. Cuando ambos estuvieron juntos, Baigorria le dio las últimas instrucciones para llegar hasta su hogar. Ella se le acercó y lo abrazó muy fuerte. –Nunca olvidaré su gran corazón- le dijo. -Está bien. Recuerda siempre que no soy un malviviente. Vivo en tierra de indios porque el gobierno de Rosas y el de la provincia de San Luis, le han puesto precio a mi cabeza.El sintió aquel abrazo como un agradecimiento profundo y sincero, y la apartó para ponerse al frente de las lanzas y encabezar el malón. Luciana Gorosito regresó a su casa. Cubrió de besos el rostro de sus padres. Vivió muchos años en Cruz Alta y bendijo en sus sueños al militar que pese a refugiarse en tierra de rankeles, comprendió su llanto, su dolor y su nostalgia por el regreso al hogar donde naciera.

Despechado y Traicionado... No padeció por mucho tiempo la ausencia de Luciana. Baigorria se aprovechó de una cautiva de El Salto, localidad de Buenos Aires, afortunada por sus campos de buena calidad y extensos ganados vacunos y caballar. El militar se la llevó al rancho que había levantado a unos kilómetros de la toldería de Payné. La mujer era de cutis claro y un tanto melancólica. Se llamaba Adriana Bermúdez y el coronel –ya conocedor del alma de las mujeres robadas- no tardó en darse cuenta que el mirar triste y perdido, obedecía a los recuerdos de su casa, de sus seres queridos y todo su entorno. Pero había mucho que hacer en esos días, para perder tiempo en los requiebros de un corazón femenino, así es que Baigorria se dedicó a reunirse con Payné y discutir la invasión que se planeaba llevar a cabo a la ciudad de San Luis. El gran cacique Zorro Celeste le dijo que se requería convocar al Parlamento y convencer a los demás caciques de que se trataba de una acción conveniente, con muchos beneficios para todos. 136

Baigorria llegaba cansado al rancho y si buscaba a Adriana con la mirada era para ver como se encontraba y si tenía asumida su condición de cautiva. Como advertía que iba y venía por la enramada y el rancho, se tiró en la cama y se quedó dormido. Adriana apenas giraba la cabeza para ver lo que hacía su captor y seguía con sus tareas, tal cual lo tenía previsto en esos días. Es que la mujer del cacique blanco había decidido escapar del rancho. Y lo haría junto con otras cautivas y otros presos de los rankeles. Llegó el día en que se convocó a los caciques y capitanejos, para que con los lonkos de la tribu, discutieran la invasión al caserío puntano. Ese era el momento esperado por Adriana y la gente que estaba dispuesta a abandonar las tierras rankelinas y las penurias del cautiverio. La noche estaba serena y la luna redonda iluminaba la laguna del Cuero en todo su esplendor. Baigorria y Payné ya estaban en pleno desarrollo del Parlamento y en el rancho del militar, Adriana hizo una seña al indio flaco y siempre alcoholizado, que serviría de guía. Se le había prometido una fuerte suma de dinero en caso de llegar a destino, para que él hiciera lo que se le diera la gana, incluso si quería regresar a la toldería, cosa que se descartaba porque podían degollarlo. El rancho quedó solitario, todos los indios andaban por el Parlamento y fue la ocasión propicia para iniciar la fuga. El guía, trajo los caballos y el grupo estaba compuesto por Faustina Lucero, oriunda de San Luis, cuyo cautiverio no podía continuar ya que se desgarraba su alma, día a día. Casiana Aguirre era de San José del Morro, una india casada con un cristiano, también se sumaba el sargento Molina con su mujer y sus hijitos y el resto que era de distintos lugares. Todos se animaron y emprendieron la marcha por el desierto. Cayó la noche sobre los médanos y los pastos devolvieron un gris de plata, muy bello, bajo la luz de la luna grande, redonda y brillante. La fuga daba comienzo con un nudo en las gargantas pero con la esperanza enorme, en el corazón de cada uno, de volver otra vez a sus hogares. No alcanzaban los caballos para todos, por lo tanto, las mujeres y los niños habían montado los pocos animales que alcanzaron a robar, mientras que los hombres daban largas zancadas por aquellos páramos, tan solos y abandonados, que la pena se metía profundamente en el alma, de los que se aventuraban en cruzarlos. El otro que conducía las riendas de un zaino, era el indio que había aceptado el dinero de los blancos para organizar la fuga. Las dunas se volvían enormes por momento, y en ocasiones, era preferibles bordearlas en lugar de acometer el paso por las crestas. El cautiverio quedaba atrás, y los sinsabores de una vida sojuzgada por los raptores, no sería sino una desgraciado recuerdo cuando el grupo volviera a la ranchada de la frontera. Esos pensamientos 137

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animaba a los prófugos a tener confianza en la empresa y ponían los mejores esfuerzos en alejarse para siempre de aquel sepulcro que representaban los toldos sureños. Tras varias horas de marcha, el guía levantó la mano derecha y todos se detuvieron. Dijo que los caballos necesitaban descansar y también las mujeres y los niños. Se mostró muy humano, casi “cristiano” en su conmiseración con el grupo. Se apearon de las cabalgaduras y se tiraron sobre unas mantas entre los pajonales. Más que respirar, resoplaron con fuerzas, como intentando reponer energías en lo material y también en lo espiritual. No tardaron en quedar profundamente dormidos y experimentar el relajamiento de los cuerpos cansados y llenos de tensiones. El indio que los conducía, se alejó unos metros y les dijo que él montaría la primera guardia, y se fue a sentar sobre un médano, con el caballo a su lado. El grupo durmió sin que nadie lo molestara. Y tanto fue así, que recién despertaron con los rayos del sol proponiéndoles una jornada luminosa. Dieron un brinco al descubrir que habían sido abandonados. El guía no estaba y tampoco sus caballos. Habían quedado solos, en medio del desierto, cielo sobre sus cabezas, arena bajo sus pies y el viento en la cara.... eso era lo único que tenían. Mal negocio fue pagar al rankel antes de cumplir con su trabajo. El sargento Molina levantó el brazo derecho e hizo visera con la mano extendida sobre los ojos. Trató de ver a la distancia y luego observó la sombra que proyectaba su cuerpo. Señalando con el índice hacia el frente, indicó la dirección que debían llevar. Y todo el grupo se puso en marcha... a pie, porque ahora se experimentaba con dolor la ausencia de los caballos. Fueron horas interminables de caminar y caminar por esos campos inmensos y dilatados. Una de las mujeres dijo que la falta de agua los iba a matar a uno por uno. Molina arrancó un yuyo, lo sacudió sobre sus rodillas, dejando a las raíces libre de tierra para acercárselo a las mujeres mientras les aconsejaba: -mastiquen la raíz y beban el jugo... no lo hagan de golpe, háganlo lentamente...- y así fueron cubriendo leguas, hasta que hicieron un alto y se dedicaron a descansar y buscar otras raíces. Mientras, el guía que los traicionó, llegó a la toldería y dio aviso a Payné de la fuga perpetrada por los cautivos. Baigorria sintió como si un latigazo le cruzara el rostro. Experimentó el cacique blanco la misma sensación de quien es despechado y burlado. Adriana estaba en el grupo y tenía que pagar por ello. Buscó algunos guerreros y los integró a la partida. –Vamos a escarmentarlos para que aprendan a respetar a los que mandan...- les dijo. Y montando caballos frescos galoparon a rienda suelta en busca de los prófugos. Tanto era el odio que le despertaba la indignidad del acto, que no advertía que los días pasaban y los que urdieron la fuga no se veían. El militar que convivía con los rankeles había tomado muy en serio el trabajo de buscar y castigar a los

que escapaban. Es que se jugaba el prestigio y la dignidad por permitir nada menos que una fuga en masa de hombres, mujeres y niños. No era lo mismo que dijeran ahí va Manuel Baigorria, el cacique blanco, que dijeran ahí va el winka al que se le escapan los cautivos y hasta se le fue una mujer que tenía en el toldo. El prestigio por el suelo y la dignidad, bueno, la dignidad varios metros más abajo. Tres días persiguiendo al grupo y ni los caranchos le daban pistas para encontrarlos. Molina a encarado hacia el poniente, sin darse cuenta que tiene a una partida pisándole los talones. De pronto Faustina Lucero deja escapar un grito. Desde lo alto de un domo de arena, señala al frente y descubre el lomo refulgente de una corriente líquida. El Chadi Leuvú se desplaza entre barrancas y cortaderas, como desafiando el inhóspito paisaje. Todos corren. Todos tratan de alcanzar las aguas, limpias, claras, frescas, capaces de calmar la sed y aumentar las fuerzas, calmar la sed y vigorizar el alma. Se tiran de bruces sobre la corriente, dejando que la humedad penetre por toda la geografía humana , las mujeres dejan que el agua moje sus cabellos y ahuecan las manos para echarse por el rostro y el cuello, el pecho y el abdomen, los niños hacen lo propio y los hombres beben aquella bendición del cielo que baja de las montañas. La algarabía termina allí. Uno de los hombres escucha como un tropel de cascos lanzados a toda furia. Cuando intenta girar la cabeza ya es tarde. Un lanzazo del coronel Baigorria lo clava por la espalda, definitivamente en la ribera del río. El agua corre con rayones de sangre. Los otros emprenden feroz huída. Baigorria corre detrás de ellos con su caballo y la lanza en ristre. Otro prófugo cae de bruces y la lanza se ensarta en el cuello, a través de las cervicales. Algunos se esconden entre las barrancas, como las mujeres y los niños, Baigorria es el diablo escapado del infierno. Los va a matar a todos. Una de las mujeres se tira contra una roca, su espalda protege al niño que llora. El militar observa ese cuadro. Por sus ojos sale el fuego de la venganza. Pasa de largo, perdona la vida a la madre y al niño y persigue al hombre que alcanza a saltar sobre una roca. Pero es tarde. El cacique blanco salta con su caballo y sin que los cascos toquen tierra, ya traspasó con su tacuara al infeliz. Los indios de la partida no intervienen. Observan desde sus cabalgaduras la carnicería que lleva a cabo el Cóndor Petiso. Los otros que fugan alcanzan a ponerse lejos del perseguidor. Baigorria sofrena su caballo y grita a toda voz: -Salgan de sus escondites. Están todos perdonados...- Nadie responde a la propuesta y seguramente siguen ocultos para no correr riesgos. Con todo alguien que cree en las palabras del militar, levantando los brazos se va acercando hasta su caballo, mientras el pecho agitado, es un verdadero fuelle resoplando. El hombre da muestras de su cansancio. A un metro de distancia, el coronel gira con su caballo y le clava la

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lanza en la frente. -¿Así que te querías escapar, renacuajo?- Otro prófugo, cansado de correr, habiendo escuchado al perseguidor que promete su perdón, gira sobre sus talones y se entrega, confiado, caminando hacia su caballo. Otro giro intempestivo y la lanza del coronel perfora el cuello del arrepentido, que cae tomándose la herida con ambos manos. La sangre brota a borbotones y el cuerpo queda para siempre tendido cerca del río. El militar va lanceando a uno por uno, solo perdona a los niños, son los únicos que salen indemnes de aquella matanza. Baigorria mira hacia todos lados. No está el valiente Molina, ni la esposa ni los dos hijos. Tampoco está Adriana, la cautiva que vivía en su rancho. ¿Y ahora? El análisis de la situación no puede ser más negativo. Por más que haya pasado a mejor vida a los que huían, no ha podido dar alcance a la mujer que como cautiva, se escapó de su enramada, toda una burla para el hombre al que llamaban el cacique blanco. El pecho del coronel bulle de rabia, de bronca, sopla y resopla y sigue el rastro de los que continuaron escapando. Ya no tiene la sangre caliente. Hay un incendio en su corazón. Molina sigue adelante y ahora le saca más ventaja a su perseguidor. Lleva consigo a las mujeres y a los niños. Entre tanto, en las riberas del río, Baigorria ya no puede seguir el rastro. Mira hacia el naciente y mueve su brazo con la lanza mientras grita: -Te salvaste de mi furia.... – y los ojos velados de frustración y resignación se dirigen a la corriente de mansas y transparentes aguas. De pronto, su caballo se para en dos patas y el coronel vuelve a gritar: -¡Pero no te escaparás del hambre ni de las garras de los tigres!Los indios de la partida que lo esperan en lo alto de un montículo de arena, observan aquel extraño comportamiento. Se guardan el juicio que podrían emitir. Puede ser que Molina haya tenido hambre y también las mujeres y los niños que llevaba, pero se salvaron de las garras de los felinos de los pastizales y consiguieron llegar a San Luis, guardando para siempre en sus corazones, aquellas terribles jornadas de una fuga que casi acabó en tragedia para su familia y los que logró traer de regreso, sanos y salvos. Extraña dualidad se afincaba en el espíritu de este descendiente de vascos, que convivió con los rankeles y hasta aceptó las leyes de los señores del desierto, para que de pronto, llevara a cabo un giro de ciento ochenta grados y desenvainara su espada para escarmentar a los mismos que le habían prestado ayuda. Del mismo modo participó en los dos sectores enfrentados en ese entonces: la Confederación y las fuerzas de Buenos Aires. El cambio de bando se produjo cuando recibió la orden de ponerse bajo el mando de un antiguo enemigo personal, ex unitario acogido a un indulto otorgado por el jefe federal don Juan Manuel de Rosas. Todo había quedado atrás. Manuel Baigorria fue un gran asaltante de estancias y poblados. Si el lector puede imaginar la escena de la huida del malón,

en medio de gran estruendo, podrá comprender cómo vivían los poblados, como subsistían las estancias que se animaban a levantar sus instalaciones en medio del desierto. Podrá experimentar el impacto que resulta de pensar en la fuerza terrible y arrolladora de cientos de indios montados y miles de animales robados cruzando el desierto de regreso a las tolderías. Por ejemplo, el 2 de octubre de 1843 llegaron a San Nicolás 1000 indios al mando de Baigorria que se replegaron con «gran arreo» de animales. Según testimonios históricos, de ese arreo, los blancos apenas pudieron recuperar 20.000 cabezas, que naturalmente no eran ni por asomo el total del ganado robado. A uno le corre un frío por la espalda cuando imagina la fuerza de esas sangrientas invasiones de cientos de indios que avanzaban contra la población blanca a grito y lanza, matando hombres, secuestrando mujeres, niños y animales y pillando cuanto encontraban a su alcance. Estas atropelladas recibían el nombre de malones, y los blancos que defendían a sus familias, a sus animales, a sus bienes, sufrían el terror que imponían las hordas desatadas de los rankeles en las fronteras. El coronel Manuel Baigorria instruyó a los indios en las incursiones, les enseñó a formar como militares y a reconocer al clarín cuando ordenaba a la carga y a replegarse cuando se tornaba difícil el adversario. En una palabra, Baigorria usó muy bien y con inteligencia su conocimiento militar, logrando con ello ayudar a sus amigos políticos, del otro lado de la frontera. Y si hacemos mención a las deslealtades del coronel Manuel Baigorria, podemos sumar, no sin increíble estupor, su trabajo en los últimos años, como asesor del militar que hizo una práctica orgiástica de la filosofía de aniquilación de la etnia rankelina: el general Julio Argentino Roca. Baigorria explicó con lujos de detalles como reaccionaban los indios ante los movimientos de las tropas y no titubeó en introducir a Roca en los secretos de la geografía del desierto y los desplazamientos de los indios por una topografía que ellos dominaban como propia.

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El Cóndor Petiso Pliega sus Alas No hay que creer que un hombre como Baigorria, se contentaría con todo lo que recibió en Leuvucó, como algo suficiente para borrar la nostalgia de su tierra y de su gente. Era un excluido. Había un solitario padecimiento en su corazón. Cuando vivía entre los rankeles y regresaba de alguna incursión, se dirigía en soledad al Alto de Guejeda y buscaba un árbol al que se subía, y allá arriba se quedaba sentado en una rama, mirando a lo lejos a su pueblo, ese conglomerado de ranchos y familias que él mismo dispuso no volver a frecuentar. Imaginaba a su gente, lo que estarían haciendo en esos momentos y todo la angustia se le amontonaba en

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el pecho, tal como le sucede al que anda errando por el mundo, y no pertenece ni aquí ni allá. ¿Era tanto el dolor que albergaba el espíritu de Baigorria, que llegaba a la autodestrucción anímica de este hombre? ¿A tanto podía llegar la desazón espiritual, cuya pérdida por las armas, en la refriega entre unitarios y federales, le retorcía el corazón y se fugaba de la civilización, de su cultura, de su raza, para ir a vivir entre los rankeles? Así tomado y con esa cargazón de significado, el acto de abandonar a los suyos y sumergirse en el mundo de los hombres de Tierra Adentro, era lisa y llanamente, volver las espaldas a una cultura, a un eje de valores y principios que podían mantener en pie, a civiles y militares capaces de sobrellevar tan azarosa existencia. ¿Pero cómo incorporar esa cultura de los hombres de los montes, tan distinta, tan diametralmente opuesta a la que practicaban los cristianos? El 21 de junio de 1875 cerró sus ojos para siempre Manuel Baigorria. La muerte no lo sorprendió en su rancho de Leuvucó sino en su pueblo, en San Luis de la Punta de los Venados. Y como acontecía con los hombres de uniforme de aquellos tiempos, murió pobre. Su viuda legítima, Lorenza Barbosa abrió un expediente para iniciar el cobro de la pensión que le correspondía. En los recuerdos de esta mujer, estaba la de Manuel cantando en lengua rankulche sosteniendo a su caballo por la brida, observando a su pueblo de la niñez, hasta que se quedaba dormido...

En la estancia El Pino, observando ese mismo cielo, escudriñando a través de la ventana la oscuridad de la noche, Mariano imaginaba el silencio y la vida relajada, aquella existencia libre y hermosa de la toldería. Un suspiro largo delataba la nostalgia por aquella niñez que vivió junto a los suyos y ahora, lejos, muy lejos de Leuvucó, ya crecido y casi un hombre, experimentaba la pesadumbre de una melancólica recordación mientras consumía su existencia en el mundo de los blancos. Solo en algunas ocasiones habló con los demás rankeles de estos sentimientos que le embargaban. Aparentemente, a los otros mozos no les interesaba navegar por el pasado, ya que comenzaban a gustar de los mullidos colchones (de esos que nunca tuvieron en Leuvucó) y cubrirse con las frazadas, que tampoco llegaron a conocer en los toldos. Así y todo, los hijos de Huelé lo seguían a Mariano por todas partes y aceptaban sus pensamientos. ¿Mariano extrañaba a Leuvucó? Ellos también. ¿Mariano quisiera abandonar la estancia y regresar junto a su padre? Ellos también. -No es fácil. Estamos lejos- dijeron.

-Sí. Pero podemos hacerlo si queremos- contestaba. -¿Cómo lo haríamos?- preguntaban curiosos. -Con caballos. Hay que salir de la estancia y luego galopar- les respondía. -Los caballos no aguantarán. El viaje es muy largo- aseguraban. -Es verdad. Pero una vez que quedemos sin caballos, seguiremos a pie...les aclaraba. -¿A pie?- se asombraban. -Sí. Habrá lugares donde no podremos pasar con caballos.- les anticipaba. -¿Y qué comeremos?- preguntaba el más pequeño. -Llevaremos bolsos con pan, charque y algunas frutas- anotaba Mariano. -¿Y el agua?- preguntaban ellos. -No llevaremos. Beberemos de los arroyos, de las lagunas que encontremos, hasta que lleguemos al desierto- sostenía el hijo de Payné. -En el desierto no tendremos agua. ¿Qué haremos?- recordaron los muchachos. -Aguantar- fue la respuesta lacónica de Mariano. -Aguantaremos- dijeron todos. -Confío en que será así. El que no aguanta no llega...- pronosticó Mariano. Hablaban casi sin mover los labios. Todo lo decían en ranquel. Al otro día se levantaron temprano y realizaban las tareas sin que nadie pudiera decirles esto está mal, o esto hay que hacerlo de nuevo. En verdad, nadie les importunaba porque todos los trabajos encargados a “los indios”, con seguridad eran cumplidos en forma impecable. El régimen de la estancia era muy estricto, muy duro, pero los muchachos crecieron y se formaron en esa escuela. Por cierto que después expresarían su agradecimiento por todo lo que aprendieron ya que lo aplicarían en la vida, resultándoles sumamente positivo, útil y fructífero. Cuando la noche de luna nueva llegó, Mariano cargó los lazos, los frenos, los bozales y demás arneses usados durante el día y los llevó al galpón. Guardó cada cosa en su lugar. Como todos los días, al final de la jornada, se bañó, cambió de ropa y dispuso su atuendo de fajina en el canasto que más tarde, debían llevar al lavadero. En la matera preparó un cimarrón, mezclando la yerba con ruda macho y muy distendido, tomó cuatro o cinco mates, encerrado en su acostumbrado mutismo. Y tal como sucedía todos los días, nadie le prestó atención. Miró por la ventana y vio cruzar por el patio a dos figuras. Abandonó el mullido asiento de la matera, que era una silla de esterillas y patas cortas, guardó el mate y la bombilla, llenó la pava con agua y la dejó a un lado del brasero, siempre sin abrir la boca. Dejó la habitación y salió al patio. Al pasar cerca del sauce descolgó un bolso que pendía de una rama y se lo cruzó por encima del hombro, entonces avanzó hacia el

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Mariano y los Hijos de Huelé se Fugan de la Estancia «El Pino»

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fondo donde lo esperaban los hijos de Pichuin Gualá, montados en sendos caballos y mantenían un tercero para Mariano. Los tres rankeles, protegidos por las sombras, partieron al tranco, sin hacer ruido ni movimientos que pudieran delatarlos. La ausencia de la luna acentuaba la oscuridad y cuando los muchachos dejaron atrás los últimos cercos de madera, entonces talonearon a sus cabalgaduras y comenzaron la fuga a todo galope. Los árboles de la estancia se hicieron cada vez más pequeños hasta que desaparecieron a sus espaldas. Fue un escape furioso, como si temieran ser apresados y castigados. Durante casi una hora, las bestias no disminuyeron la carrera, hasta que por fin, Mariano consideró apropiado hacer un alto, junto a unos matorrales. Descendieron de sus fletes y le dieron un merecido descanso a esos caballos, que eran lo mejorcito que había en la estancia. Los equinos resoplaban, se hinchaban y deshinchaban por el esfuerzo realizado. Y los tres indios, uno al lado del otro, se sentaron sobre sus talones, mirando a través de la oscuridad y manteniéndose alerta en tanto escuchaban los ruidos de la madrugada. Pasado un rato volvieron a montar y avanzaron despacio, como si hubieran superado el temor a ser alcanzados. Al cabo de una hora, divisaron las luces de algunos ranchos y presumiendo que eran de un poblado, describieron un arco antes de acercarse, estudiando las vías de escape en caso de ser necesario para salir presurosos del lugar. El caserío no pasaba de ocho o nueve ranchos, pero el único que estaba con un farol encendido era la pulpería. En el frente había un palenque con cinco caballos atados. Ellos sabían que en una pulpería, los parroquianos promueven las vueltas, es decir, que uno de los asistentes se hace cargo de pagar las bebidas que toman todos. Y por supuesto, si hubiera alguno que toque la guitarra, mejor, porque los pulperos se aseguran varias vueltas en el mostrador. También sabían que cuando ciertos parroquianos no tienen el dinero suficiente para seguir pagando, entonces recurren a poner en manos del pulpero, el poncho, las hebillas de plata, y no falta quien empeñe hasta la camisa. Este tipo de pago en especie no suele ser tan corriente porque hay ciertas patrullas y algunos alcaldes que no transigen con semejantes costumbres. No consideran válido poner en caja del pulpero, las prendas de un parroquiano empedernido con el juego o con las vueltas. Lo cierto es que el pulpero tiene una protección con las rejas que van desde el mostrador hasta el techo y en ocasiones puede llegar a hacer uso de un arma con el fin de repeler insultos o molestias de los ebrios. Como la pulpería está alejada del vecindario, el desorden que se llega a ocasionar por causas de un alcoholizado tiene que se remediado por el propio dueño del local. Es el momento en que el pulpero pasa a ser juez y parte.

Cuando se llevan a cabos festejos especiales en el poblado o en la región, el número de paisanos que se acercan a libar de las botellas es muy elevado y entonces, ni siquiera se bajan del caballo y proceden a tomar el aguardiente mientras están montados y hablando con los demás. Los que están dentro del local, se liberan de hacer una ingestión alcohólica bajo el sol del verano o mientras aprieta el frío del invierno. En algunas pulperías, la categoría de rancho miserable y sucio nunca pudo ser superada, por lo que algunos concurren con pésima disposición a tomar algunas vueltas. En el local se consigue tabaco, sal, cebollas y en algunas ocasiones, un poco de pan del pueblo, para acompañar la carne, aunque generalmente, los criollos se alimentan con la carne solamente, sin pan. Cuando la pulpería es más grande, hace las veces de posta y cuentan con varios caballos de refresco para las galeras o correos. Algunos viajeros cubren las distancias conociendo de antemano la existencia de estas postas. Le alquilan un caballo al pulpero y siguen a galope tendido hasta la próxima posta. Allí vuelven a cambiar de animal y así consiguen arribar a su destino, tras larguísimas travesías. En este caso, los muchachos cayeron en la cuenta que esta pulpería no cumplía el rol de posta, pues en los fondos del patio, no había corral ni caballos de refresco. En las pulperías se advierte la presencia de aquellos paisanos que no le dan ningún valor al dinero. Gente que disfrutan de la vida con solo levantarse por la mañana, respirar aire puro, comer un buen asado y darse una vuelta por estos ranchos para ingerir alguna caña o un aguardiente, mientras juegan a los naipes. El gaucho que toca la guitarra por lo general bebe sus vueltas pagadas por los presentes que disfrutan de las ejecuciones. Para colmo, lo que arrancan del instrumento son canciones monótonas y tristes. La letra versa casi siempre sobre un amor frustrado y del gaucho que llora sus penas en el desierto. En rigor de verdad, todos escuchan con atención la gravedad del tema, porque suele ser el reflejo de una realidad generalizada por esos campos de Dios. Ese era el local que estaba iluminado por un farol y que el mayor de los hijos de Huelé, sostuvo que en el interior debían estar unas seis personas. Cinco por los caballos y uno como pulpero. Los fugados dejaron sus cabalgaduras unos metros antes del rancho, cuya fachada encalada, resplandecía por la luz del farol, y se acercaron lentamente para mirar el interior por una ventana enrejada. La escena no tenía nada de extraño. A semejantes horas de la madrugada, esos gauchos ya estaban finalizando su libación alcohólica y con seguridad, muy pronto emprenderían la retirada a sus respectivas labores, si es que andaban trabajando. El pulpero servía generosamente los vasos con ginebra, derramando un poco sobre la chapa de cinc que recubría el mostrador, y en un rincón del salón un

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paisano intentaba arrancar una vidalita de la maltratada guitarra que pulsaban sus dedos. Los hombres, lentos y parsimoniosos bebían con los ojos cerrados, como lo imponía en esos momentos, el tiempo ceremonioso que estaban viviendo. Nadie se animaría a romper ese clima que se había formado de a poco, junto al mostrador, ni siquiera el pulpero, que terminaba de llenar los vasos y se quedaba abrazando el bote de ginebra para escuchar mejor al hombre del encordado. Se trataba de congelar al tiempo para que no pasara. Entre la boca y el bigote, un cigarro mal armado, pero muy mal armado, estaba pegado al labio inferior y la brasa dejaba una línea de ceniza de tabaco y papel, a punto de caer sobre el mostrador. Todo era una sinfonía de párpados caídos, ojos entrecerrados y humo de tabaco negro; siendo el único movimiento perceptible el de los dedos del músico, que apenas iban de la primera a la tercera cuerda. Los muchachos espiaron la escena por unos minutos, hasta que el mayor de los hijos de Huelé, murmuró: -Esos dos gauchos, son indios-¿Cuáles?- preguntó Mariano. -Los que están apoyados en el mostrador y beben.- Respondió en seco. -¿Cómo lo sabes?- inquirió Mariano. -Porque los vi en la estancia. Son compradores y vendedores de caballosrespondió. Mariano se sorprendió ante la aseveración y trató de identificar a los gauchos aindiados. En efecto. Los ubicó por los rasgos. Aunque se animó a decir que no eran rankeles, sino boroanos, casi seguro de Salinas Grandes. Debían responder a Callfukurá. Por más que miraron, concluyeron que era imposible robar algunas mercaderías. Esas rejas de hierro que protegían a las cajas de yerba, a las bolsas de harina, al azúcar, no permitían sustraer nada y lo único que podían hacer, era esperar que todos se fueran y una vez que la pulpería cerrara, entrar por detrás del mostrador y sacar algunas cajas. Sin embargo, aparecerían algunos factores que no estaban presentes hasta ese momento y que podían servir para cambiar el magro resultado que hasta ahora les había deparado el escenario de la pulpería. Dos chicos blancos se escabulleron por detrás del mostrador, sin que fueran advertidos por el pulpero y los parroquianos. Lo hicieron con la rapidez propia de las lauchas que abundan en los depósitos donde se acopian alimentos. Sin duda habían ingresado por detrás, por la puerta que comunicaba a la casa de familia con el espacio existente detrás del mostrador. Los rankeles abrieron los ojos lo más grande que pudieron. Porque eran chicos como ellos, que no estaban huyendo sino

que estaban jugando. Pero un juego peligroso, ya que si eran descubiertos, no solo serían enviados a dormir sino que podrían ser acreedores de una buena paliza. Los rankeles, ocultos por las sombras, se miraron entre sí y enseguida se entendieron. Abandonaron sigilosos el escondite y rodearon la casa hasta encontrar una puerta que daba al patio. No se atrevían a ingresar por ella porque había que trasponer unos metros de patio abierto y unas higueras en cuyas ramas bajas, se habían acomodado para dormir las gallinas. Ellos sabían de sobra el ruido que podían hacer las aves en caso de ser descubiertos. Por lo tanto les quedaba esperar a que aparecieran los pícaros de la casa, que andaban revoloteando por las piezas, mientras dormían la madre y sus hermanas o hermanos, en caso de tenerlos, y acompañarlos en la travesura nocturna, pidiéndoles mercaderías y comida. Una deducción tan ajustada como cierta. Porque a los minutos, sin emitir ningún crujido, se abrió la puerta y salieron los chicos al patio abierto. Apoyaron la espalda a la pared del rancho y se fueron desplazando hacia más allá de las higueras, sin provocar movimientos sospechosos ni ruidos que pudieran alborotar al gallinero. Abrían las piernas y luego las juntaban, como si estuvieran bailando un vals. Así llegaron hasta una casilla apartada de la casa, que también presentaba una puerta cerrada y un portón de chapas de cinc. Abrieron la puerta con cuidado e ingresaron al recinto, pero surgiendo como duendes desde las sombras, también hicieron lo propio Mariano y los nietos de Yanketrus. ¡Menuda sorpresa se llevaron los blanquitos cuando advirtieron la compañía! Mariano se les puso al frente y los otros dos se les plantaron por detrás. El hijo de Payné habló en voz baja, pero con tono convincente para evitar que el susto congelara a los dos pequeños. -No hagan ruido y nada les pasará. Nosotros nos iremos y ustedes volverán a las camas...¿me han entendido?Los chicos no pronunciaron palabra, solamente movían la cabeza de arriba abajo y mantenían los ojos abiertos en forma desmesurada. No salían del asombro. -Nos hemos escapado de la Estancia El Pino. Queremos volver a nuestras casas, a nuestras familias... es lo que ustedes harían si los hubieran robado y estuvieran en los toldos del sur...¿se dan cuenta?Otra vez los chicos movieron la cabeza, con un gesto demostrativo de que habían entendido. -Tenemos hambre. Comemos muy poco para que nos duren las provisiones. Les pedimos por favor, que nos ayuden, dándonos unas cajas de arroz, de harina, de fideos, de azúcar, de yerba... ¿podrán hacerlo?-

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Los dos chicos se miraron como extrañados. El más alto habló con voz temblorosa: -¿Y por qué no las toman ustedes ahora mismo?-Es que la pulpería tiene esas rejas de hierro hasta el techo y no se puede pasar del otro lado del mostrador...- les dijo Mariano. Uno de los chicos alcanzó una lámpara que había sobre una mesa, en la oscuridad del cuarto en que se encontraban, tomó un yesquero y prendió la mecha. -Y para qué quieren sacarlo de la pulpería? ¿Por qué no lo sacan de acá?les preguntó, mientras les señalaba las estibas que había en ese cuarto, de cajas de harina, de yerba, de azúcar. Era un depósito con gran cantidad de mercadería. El rostro de los rankeles se iluminó. Ahora eran ellos los sorprendidos. Tomaron una bolsa que estaba en el suelo y comenzaron -con rapidez- a poner en su interior todo lo que les hacía falta. Aquello que resultaba innecesario no lo cargaban. Los dos pequeños también ayudaron. Ahora tenía sentido y una motivación especial el hecho de haberse levantado a la madrugada y corretear por la casa para hacer cosas distintas al resto de los días. En pocos minutos la bolsa estaba llena de mercadería. -Les damos las gracias. Alguna vez vamos a devolverles esto. No se cuando podremos hacerlo. Solo le pedimos que no nos delaten. Cuenten con nosotros en lo que puedan necesitarnos...- les dijo Mariano. Y se fueron. Los chicos apagaron la lámpara y los vieron alejarse desde la oscuridad del cuarto. Mariano consideró la posibilidad de huir con las luces del alba, pero semejante espera, retrasaría la fuga y todavía no se habían alejado lo suficiente como para considerarse a salvo de una persecución y resultar apresados, así que volvieron a los caballos y montaron para seguir escapando. Se alejaron al trote manso evitando inquietar a los perros del vecindario y una vez lejos del pueblo, ahora sí, talonearon a los equinos y se lanzaron a galope tendido con rumbo al suroeste. Por momentos, el camino estaba bien demarcado, pero en algunos tramos se borraba el sendero y ni siquiera aparecía una triste huella que pudiera orientarlos. Mariano detuvo a su moro y los otros dos hicieron lo mismo. Algo les decía que esos terrenos eran desconocidos. -Estamos perdidos. ¿Verdad?-Sí y no-¿Cómo sí y no?-Sí estamos perdidos, porque no sabemos donde estamos...y no estamos perdidos porque a pesar de todo, sabemos que vamos a Leuvucó con dirección suroeste-

La contestación de Mariano no satisfizo a los compañeros de fuga. Pero la aceptaron. Descontaban que el hijo de Payné se orientaría de alguna manera, además, ellos eran indios como él y confiaban en el olfato que no los abandonaba. Tras varias horas de marcha, vieron el resplandor de los primeros rayos del sol y el cielo teñido de rosa y naranja, anunciando el amanecer en la pampa. El crepúsculo matutino pintaba el horizonte ubicado a la izquierda de los viajeros, deduciendo que rumbeaban acertadamente al suroeste. Pusieron pie en tierra y caminaron. Llegaron a una hondonada con árboles, y vieron un arroyo que serpenteaba perezoso entre las cortaderas. Convinieron en que era un lugar adecuado para descansar. Le dieron de comer pasto seco a los animales mientras ellos devoraron las últimas raciones de charque y pan. Calcularon que debían estar lejos de los pueblos de los winkas ya que el único ruido que percibían era el viento entre las ramas de los sauces. Se quedaron dormidos mientras Mariano velaba el sueño. Casi al anochecer volvieron a montar y prosiguieron la marcha. Cabalgar de noche les daba la seguridad de no ser vistos y podían galopar pasando por los poblados sin que los moradores pudieran detenerse a mirar a los forajidos. Casi a la madrugada se aproximaron a un caserío donde los habitantes brillaban por su ausencia. Al parecer todos dormían y el más chico de los rankeles se apeó y caminó hasta un gallinero. La experiencia para atrapar un pavo sin que el resto de los animales entraran en pánico y alborotaran al vecindario era una especialidad de ladrones consumados. Ni una comadreja lo haría mejor. Regresó con el animal muerto y listo para ser desplumado. Mariano y sus compañeros eligieron un buen lugar para hacer el fuego, no muy grande, cercado de piedras para evitar la dispersión de las llamas. Abrieron al ave de corral recientemente adquirida y le quitaron las entrañas. Prestos, le atravesaron una vara de espinillo y lo hicieron girar sobre dos horquetas para ser asado a las llamas. El pavo chirriaba y perdía la grasa que se derretía sobre las brasas. Los rankeles devoraron aquella carne a medio asar, tal como era su gusto y cuando terminaron el festín, echaron tierra sobre el fuego, cavaron un pozo y enterraron las plumas y los restos de la comida. Cumplido este trabajo, volvieron a montar y emprendieron otra vez la fuga. El galope de los caballos fue haciéndose cada vez más y más lento. Los pequeños rankulches tenían casi incorporada esa facultad sabia y prudente de saber medir la marcha de sus cabalgaduras. A veces se tiraban sobre el animal que montaban y le acariciaban las crines, las orejas. Faltando tan solo algunas horas para amanecer, descubrieron una isleta de árboles frondosos, con abundantes pajonales, y se dirigieron hacia el lugar sin más pensar en otra cosa que en tirarse, oculto por las matas y dormir sin peligro a ser descubiertos. Si no hubo novedades en esa jornada, bien puede adelantarse que al continuar la marcha, después del descanso,

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cubrieron una distancia mayor y cabalgaron por la noche, las crestas de una lomada que les pareció interminable. El pueblo que se alcanzaba a divisar desde el alto en que se encontraban, no era un simple caserío. Estaban en las cercanías de un pueblo grande. Ya estaban acostumbrados en estos casos, a revisar con sumo cuidado los alrededores, tratar de perforar con la mirada hasta los más recónditos lugares y cuando todo prometía estar en perfecto orden, entonces se animaban a avanzar para llegar a las proximidades de las viviendas y consignar cuanto pudiera ser aprovechable. La oveja que habían carneado y colgaba de la rama de un tala, se oreaba desde hacía unas horas. Pero sin duda, despertó el hambre de los rankeles, que observaron aquella carne con interés y la decisión de llevársela ya había sido tomada. El más chico de los hijos de Huelé, trepó al árbol y desató las patas traseras de la oveja. El hermano mayor recibió aquella magnífica cantidad de carne con una bolsa, y comenzó a atarla para colocársela sobre el hombro. De pronto, un gaucho con imponente bigote y largas patillas, se le apareció por detrás y lo tomó del cuello. El pequeño rankel, intentó zafar de aquella garra, pero le resultaba imposible. Otro hombre, vistiendo a la usanza pueblerina, menos voluminoso en el tamaño que el anterior, apresó por una pierna al mozo que se había trepado al árbol para bajar la oveja carneada. Los dos rankeles fueron conducidos a un galpón con pasto y herramientas de labranza, ubicados al fondo de aquella propiedad. Colocados de pie contra un poste que sostenía la techumbre de aquella construcción, fueron atados quedando espalda contra espalda y observando como los dos hombres desataban las bolsa y regresaban a colgar la oveja de la rama donde antes fuera ubicada. Cerca del poste donde estaban maniatados los nietos de Yanketrus, había un brasero de hierro fundido, con una pava con agua para el mate. Los dos hombres volvieron a sentarse junto al brasero, y mientras cebaron algunos amargos, comentaban a grandes voces lo que iban a hacer con los dos ladrones. El más bajo, abandonó por un momento el lugar junto al brasero y se dirigió a uno de los muros del galpón. Regresó trayendo una barra de hierro con una marca en la punta, seguramente para los animales de campo. Sin decir ni una palabra, quitó la pava y la colocó sobre las brasas. Riendo a grandes carcajadas, sostenían que iban a marcar las nalgas de los dos pequeños ladrones como si fueran terneros. En las paredes del galpón había una gran cantidad de riendas y frenos, bozales y lazos, que colgaban ordenadamente, dando a entender que se trataba de un establecimiento rural. Más allá, al fondo del galpón, se amontonaba el forraje para los animales. En ese momento llegó un hombre vistiendo botas y atuendo de gaucho. Cuando vio a los dos rankeles atados, preguntó quienes eran y por qué estaban maniatados. Los dos hombres que estaban tomando mate, contaron lo sucedido,

que los alcanzaron a sorprender robando la oveja que se había carneado por la mañana. -Ah...ladronzuelos... a estos hay que darles una buena lección- anticipó el tercer hombre recién llegado al galpón. -Sí... en eso pensamos... por eso pusimos a calentar al rojo vivo la marca del patrón... los vamos a dejar ir... pero con la marca en las nalgas...- Y otra vez prorrumpieron en sonoras carcajadas como pregustando lo que iban a llevar a cabo. El hombre que recién había llegado y que compartía las risas con los otros dos, levantó la cabeza y como si fuera un perro olfateó el ambiente. -Ese olor... parece aceite rancio... ¿no lo perciben ustedes?- preguntó. Los otros dos hombres dejaron los cajones donde estaban sentados y también afinaron el olfato. De pronto, unas llamaradas de enormes dimensiones estremecieron el galpón. El pasto ardía con lenguas de fuego gigantescas. Los tres hombres se chocaron entre ellos buscando los baldes para llenarlos con agua y arrojarla contra el fuego que amenazaba extenderse por todas partes. Aceite derramado sobre el pasto y un yesquero fueron suficiente para desatar ese infierno. Mientras se multiplicaban buscando baldes y llenando con agua de la bomba los recipientes, Mariano surgió de entre los arreos amontonados contra un carro y con su cuchillo desató a los dos rankeles. Los tres corrieron con la velocidad que caracteriza a los jóvenes indios y buscaron a los caballos detrás de los árboles. En el galpón la confusión era mayúscula. Llegaron otros hombres y entre todos intentaban sofocar el fuego con baldazos de agua y golpes de bolsas mojadas. Nadie reparaba en el escape de los rankeles. Mariano, cuchillo en mano, enderezó con su caballo hacia la oveja que colgaba del árbol, y de un solo tajo, la bajó para guardarla en una bolsa. Luego los tres galoparon sin parar hasta haberse alejado lo suficiente y dejar muy atrás, aquella ranchada. Casi con los primeros rayos del sol bordearon unas elevaciones suaves con algunas isletas y bajaron por una hondonada en la que discurría un hilo de agua. Los sauces mojaban sus ramas, que se dejaban arrastrar, perezosas, por la suave corriente que más adelante desaparecía en un arenal interminable. El lugar les pareció propicio para hacer un alto y descansar a los fletes, sin embargo, Mariano, que marchaba delante, levantó la mano derecha con una señal que los otros dos rankeles advirtieron de inmediato como un mensaje de detenerse y no hacer ruido. Los tres quedaron como petrificados en el lugar, ocultos por la fronda de arbustos y malezas que crecían en la hondonada. Unos metros más adelante, un grupo de cinco hombres que habían dejado sus caballos en las márgenes del arroyo, se refrescaban en el agua, hablando muy sueltos y prorrumpiendo de vez en cuando sonoras carcajadas. El torso desnudo y los pantalones azules, denunciaba que se trataba de una patrulla

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de milicos que se tomaba un descanso. Las camisas estaban colgando de unas ramas, azules como los pantalones y las clásicas charreteras de la policía. Los cintos y los sables estaban en el suelo. Los muchachos observaron a los caballos y vieron que cargaban maletas donde se guardaban botellas de licor y comida. A una señal de Mariano los otros dos rankeles se apearon, caminaron sin hacer ruido hasta los animales y revisaron las cargas. Sigilosamente, los hijos de Huelé se arrastraron hasta las bolsas entre tanto Mariano llevaba a los tres caballos más adelante, siempre protegido por la espesura del lugar. El hijo de Payné se acercó al arroyo con total desparpajo, quería que los hombres lo vieran. Se inclinó hacia la corriente de agua y llenó una caramayola. Tal como lo había previsto, los hombres se le acercaron y lo rodearon. Casi sin inmutarse colgó la caramayola del cinto y miró a cada uno de aquellos sujetos. -¿Un rankel por estos lugares? ¿Se puede saber qué andás haciendo?- Le preguntó uno de baja estatura y más bien gordo. -Recorro estas tierras. Me han dicho que hay güenas haciendas por acá...respondió Mariano. -Y claro que son güenas. Los pastos son abundantes...-Sí, ya comprobé eso. Lo que no sabía era si las vacas estaban empastadas... he visto mucho palque por las cercanías...El hombre gordo miró al muchacho que admitía conocer de pastos y de vacas. Apurándolo con preguntas: -Si vos no sos el que compra, sos el que roba...-Nunca he robado. Si siguen esa rastrillada que está más arriba hacia el suroeste, encontrarán a mi familia que compra y paga bien.-¿Está lejos de aquí, tu familia?- quiso saber otro, con tono inquisidor. -No. Está cerca. Si no, no me hubiera alejado. Además, estoy vigilado...-¿Y quien te vigila?-Son lanceros de mi tribu. Debe haber unos sesenta, más o menos, en el monte...Los hombres se apartaron bruscamente del muchacho y miraron hacia todos lados. Uno le dijo al gordo: -Salgamos de aquí. Esto no me gusta nada...El hombre bajo y gordo se pasó la mano por la barbilla, y con la otra se quitó el sudor de la frente. La boca estaba abierta y la lengua casi se le salía, igual que los perros cansados... hizo una seña a los otros cuatro y se fueron a buscar sus caballos. Mariano se quedó mirándolos. Una vez que los dos nietos de Yanquetrus aparecieron con bolsas repletas de comida, las cargaron sobre sus cabalgaduras y

se alejaron mansamente, con el mayor de los sigilos, para desaparecer de ese lugar, de la misma manera en que llegaron. Preferían cabalgar por lugares donde abundaran las isletas de árboles que les permitiera ocultarse de los extraños. Era una forma de intentar alcanzar la pampa sin interferencias extrañas. Esa noche, con los caballos descansados, la fuga fue una carrera, casi tan desesperada, como en el momento que abandonaron la estancia. No podían imaginar la cara de los hombres cuando advirtieran que les faltaba la comida que llevaban en las maletas. De pronto, ya no vieron árboles en el horizonte. Una llanura inmensa, con pajonales y plantas achaparradas se extendía a todo lo largo del campo. Cambió el paisaje en ese trayecto del camino. La pampa, tan querida como añorada se abría espléndida y fulgurante a los cuatro vientos y el rostro de los rankeles se animó hasta convertirse en un elemento más de aquella composición geográfica. Al clamor de las gargantas, los fletes respondieron con una carrera furiosa, devorando distancias. Parecía que el olor de los toldos de sus hermanos de raza, los atraía en medio de aquellas soledades y los tres muchachos jinetearon a sus pingos hasta poner rumbo en diagonal, mientras espantaban algunas perdices copetonas y se cruzaban con alguna liebre. Era la unidad en acción. La necesidad imperiosa de volver a ser uno. De guardar la identidad con la tierra. Era la bendita respuesta de la mapu a sus hijos escapando de tan lejos.

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El Regreso Tan Ansiado... Antibil vivió por muchos años junto a la laguna. Sus cabellos se volvieron blancos como la nieve que cubría las altas cumbres cordilleranas, aunque de aquellos parajes apenas guardaba apenas un recuerdo nebuloso. Padeció y sufrió la muerte de su mujer y de tres de sus cuatro hijos varones en manos de los soldados de la columna de Ruiz Huidobro y cuando llegó el momento de ingresar al sendero de los muertos, le pidió al cacique Payné que contara las lunas. Que las contara desde el preciso momento en que cerrara los ojos, porque no pasarían cinco lunas para que Paghitrus emprendiera el regreso a Leuvucó junto con los hijos de Huetél. Payné lo escuchó y le dio a esas palabras el mismo carácter que se le da a los desvaríos de los moribundos. Cuando Antibil se convirtió en un cuerpo frío e inerte y no fue más que un recuerdo para la tribu, lo sepultaron más allá de los carrizales, en el mismo terreno donde yacían los huesos de hombres y mujeres que alguna vez, también fueron moradores de los toldos.

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Los amaneceres que teñían el cielo de preciosos y variados colores, se sucedieron hasta aquella mañana en que un rankel, cazando guanacos para llevar comida a la tribu, bajó de un salto de su caballo y lo hizo recostar junto a él, entre los pajonales. Había visto tres figuras que caminaban entre las matas y procedió con rapidez para ocultarse y desaparecer a ras del suelo. Entre los pastos altos, el cazador advirtió que se trataba de tres muchachos y no le fue difícil caer en la cuenta que era gente de su raza. Se puso de pie con su caballo, semejando a un grupo escultórico que surgía de la nada, y los mozos que caminaban con rumbo hacia la laguna, se asustaron y retrocedieron. Al darse cuenta que se trataba de un rankel, sonrieron, gritaron y corrieron a su encuentro. Cuando llegaron a los toldos, el caballo del cazador cargaba a los tres y el indio caminaba a su lado. Hubo un revuelo increíble en las tolderías. Todos salieron a ver a los muchachos. Por cierto que Payné no cabía en sí por la alegría, el gozo y la enorme satisfacción de tener a su hijo de regreso lo dispuso a celebrar en grande con todas las tribus. Desde ese día cambió totalmente. Habían pasado cinco lunas desde la muerte del anciano Antibil. Volvió Payné a ser el de antes y corría por las pampas con sus lanceros para arriar grandes caballadas y haciendas, trayéndolas hasta sus dominios, desde más allá de las fronteras. Por su parte, Mariano, siendo ya un mozo y contando con el apoyo de su padre, se dedicó a las tareas rurales y las relaciones con los demás ghúlmenes de las tribus. De vez en cuando miraba hacia el naciente, y pensaba en la estancia El Pino, la peonada, en su tata, el padrino don Juan Manuel, que le enseñara tantas cosas útiles. El Zorro Cazador de Leones retornó a sus tierras y a diferencia de otros caciques, no volvió jamás a salir de ellas. Para el resto de su vida lo acompañó el miedo de volver a caer prisionero. Por eso la conducción de la comunidad rankel se hizo desde sus toldos en Leuvucó, quienes corrían por las fronteras era su hermano Epumer, sus capitanejos y los renegados. La conducción de sus hombres se hizo dando ejemplo de hombre sabio y justo, virtudes heredadas de su padre, Vuta Payné..

Detrás del Puma Cebado El cacique Payné montó su overo y un poco más atrás y casi al mismo tiempo lo hicieron sus hijos Calvaiú y Mariano. Una partida de veinte lanzas los acompañaba en esta misión. La caballada estaba cerca de Leuvucó, pero había noticias acerca de un puma cebado que hacía estragos en la tropilla, y los hijos del desierto se animaron finalmente a buscarle una solución al problema. 154

Payné distribuyó a la gente en grupos y si bien Calvaiú comandó unos diez hombres, Mariano integró otra partida al mando de un capitanejo curtido en estos abatares. Con dieciséis años, el hijo del cacique mayor aprendía y a la vez disfrutaba de esta labor en los campos, especialmente cuando todavía estaba fresco el recuerdo de su cautiverio en la estancia El Pino, de su padrino don Juan Manuel de Rosas. Los caballos estaban pastando cerca de una laguna y próximo a ellos, había un bosque de caldenes y chañares. Descendiendo por una lomada, la osamenta de una yegua se secaban al sol, quedando tan solo el cuero y algunos huesos. El resto había sido devorado por el puma. El cacique cabalgó describiendo un círculo y escrutando el suelo, mirando y descubriendo las huellas del depredador que rondaba a los equinos. Cuando decidió poner pie a tierra, tanto Calvaiú como Mariano lo imitaron. Todos observaron las marcas del puma entre las matas y de inmediato supieron del tamaño y del peso del animal. Payné prefirió la lanza larga para buscarlo y Calvaiú la lanza corta. Un grupo de cinco ranqueles quedó junto a la caballada y el resto siguió a los jefes que se metieron en el bosque resueltos a ponerle punto final al conflicto. El cacique, con tres lanzas de guerra, se introdujo hasta el fondo del bosque y allí todos juntos, giraron con sus caballos para quedar mirando hacia el lugar de donde venían. Los otros comenzaron a gritar y mover las lanzas, abriéndose en abanico. Si el felino estaba en ese lugar, saldría de su escondrijo y escaparía hacia donde estaba Payné y sus guerreros, quedando dentro de un cerco de lanzas. Mariano, pese a su corta edad, ya sabía que el león tiene sus patas adaptadas a la corpulencia del cuerpo. Los dedos de este carnicero son proporcionados y armados de uñas en garra, más o menos robustas y por lo general estas garras salen de la última falange de los dedos. Los pumas hacen alarde de su ferocidad mostrando unos dientes poderosos tanto que poseen media docena de incisivos y dos caninos cónicos, grandes, como lo que Mariano acostumbra a llevar colgando sobre el pecho a manera de collar junto con una uña cazadora. Cada uno de esos dientes pertenecieron a distintos leones que el muchacho había logrado cazar, incluido una leona en las cercanías de la estancia de su padrino, cuando tenía 13 años. Lo cierto es que el ejemplar que estaban buscando y tratando de cazar en esta ocasión, era robusto y muy grande. Como todos estos carniceros del monte, tienen el sentido del oído muy desarrollado y seguramente, ya había captado la presencia de los rankeles y sus intenciones. Si puede parecer exagerada esta apreciación, no lo es tanto cuando se conocen las mañas de estos animales de presa. Con el oído, desarrollan la vista y el olfato y explotan sus cualidades naturales y su fuerza, lo que los torna más audaces y valerosos que cualquier otro animal. 155

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El rankel siempre persiguió a los pumas. Los consideró enemigos desde el momento en que disputaban los mismos gustos por la carne. Algunos pumas han atacado a sus presas en manada, pero son los menos. Por lo general, las especies que abundan en los campos del sur de San Luis y norte de La Pampa son felinos que andan solos y únicamente se juntan con sus semejantes, cuando buscan a las leonas en tiempo del celo. Todas estas cualidades eran harto conocidas por Mariano y en especial tratándose de un puma cebado, esto es, de un carnívoro que habiendo comido potrillos, comienza a buscar con predilección ese tipo de bocado. El rugido del puma es semejante a un sonido prolongado como el maullido de un gato pero amplificado. Otras veces su voz suena como un rugido amenazador y se parece más a una tos quebrada cuando está amenazado o asustado. Pero basta que se escuche su rugir en el bosque para que se produzca un revuelo de pájaros en el lugar, los conejos y las liebres tiemblan y escapan y las llamas y guanacos paran sus orejas y emprenden una fuga alocada. Sin embargo el puma cebado no ruge. Es silencioso y como felino, más traicionero que nunca, camina agazapado y se da el gusto de elegir a su presa. En las tolderías, algunas veces, fueron pumas viejos, que ya no estaban en condiciones de correr tras su bocados, los que atacaban a las cabras y las ovejas. Y si encontraban algún niño descuidado, no trepidaban en hacerlos sus víctimas. Los guerreros movían sus lanzas y golpeaban los árboles, gritaban y hasta hacían payasadas para mover de su escondite al felino. El grupo del capitanejo entró al bosque en diagonal con respecto a la posición del cacique Payné y Calvaiú. Se dispersaron y sacudían los arbustos con clara intención de sacar al puma de su escondite. Mariano había detenido a su moro, miraba en derredor y los chañares parecían ser los únicos ocultos en ese monte. Pero el olfato del ranquel no le permitió equivocarse. Percibía ese olor característico del león que amenazado, segrega una grasa que trasmina y vuelve resbalosa toda su piel. Casi podía identificarse con el animal acosado. Su caballo se paró en dos patas y manoteó con los cascos el aire. Mariano se agarró con fuerzas de las riendas cortas y a la misma vez, desenvainó el cuchillo. El miedo es el abandono de la ayuda que da la reflexión. Basta que falte la seguridad interior para que se vuelva grave la causa del tormento. El bulto se irguió como un monstruo encrespado justo delante de él y se le abalanzó sobre la montura. Alcanzó a verlo en el preciso momento del ataque y tendió su cuerpo a un costado. Fue una acción refleja parecida a la que le enseñara Ancafilú para sorprender a los winkas en los entreveros. Sintió el olor del puma muy cerca y lo vio arrojarse por sobre sus espaldas y pasar para el otro lado. No lo pensó dos veces. Bajó de su cabalgadura y se plantó firme, cuchillo en mano, cerca de un algarrobo. Lo vio venir hecho una tromba para buscarle de un salto la garganta y en este en-

frentamiento, sucedió algo que desarticuló al felino en su intento. El indio no se echó hacia atrás ni buscó los costados para inclinarse. Saltó como el león hacia delante. En ese momento, para el rankel, el puma era su presa. No era un animalito del bosque ni un guanaco para aprovechar su carne o su cuero. Era el carnicero depredador, el que se comía los potrillos y mataba por el gusto de matar entre la caballada. Saltó el puma y saltó el indio. Y el encontronazo fue terrible. La garra del felino le sacó un pedazo de piel desde el hombro hasta la espalda y el cuchillo de Mariano le cortó de un solo tajo el cogote, casi separándole la cabeza del cuerpo, El animal se desplomó inerme junto a un árbol y Mariano se tomó el hombro herido haciendo una mueca de dolor intenso. Payné avanzó al galope y dejó su flete atado a una rama, Calvaiú atinó solo a mirar aquella carne en vivo de su hermano, que sangraba y coloreaba las ramas de los caldenes. Los demás guerreros rodearon al hijo del cacique, sorprendidos por el coraje y la bravura del muchacho para atacar pie en tierra al depredador. Payné solo lo miró y le tiró el pelo, mientras le decía: -Ese muchacho, toro...Montaron y regresaron trayendo al puma como emblema del encuentro en que Mariano fue digno vencedor. Eran nada más que dieciséis años. Pero puro músculo y bravura. Pura fibra y coraje. Pura decisión de vencer.

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Tres Horas de Combate en la Laguna Amarilla El oficial se pasó un cepillo de cerda sobre los hombros. Intentaba quitarse el polvo del camino, que se empeñaba en pegarse a ese uniforme azul d dorados botones y negro correaje. Se sentía satisfecho, conforme, a pesar de los inconvenientes con que tropezaba a cada paso, en ese destino que le asignaba la superioridad en medio del desierto. Domingo Meriles estrenaba su flamante grado de coronel y la jefatura del Regimiento de Dragones de la Unión. Ahora, al mando de la Frontera Sur de San Luis, con asiento en San José del Morro, se desvelaba pensando en lo que habría de depararle ese año de 1849. Y no era para menos. Estaba al frente de una fuerza veterana en los enfrentamientos con los salvajes, eran los mismos hombres, aguerridos y audaces que libraron combate al temible Yanketrus y sus indios en Las Acollaradas. El soldado que le alcanzaba el mate amargo debajo del alero de la comandancia, le aseguró que los rankeles habían avanzado lo suficiente, sin que nadie les pusiera freno, por la zona sur, teniendo a su entera disposición, esos campos que actualmente son limítrofes entre Córdoba y San Luis.

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Casi podría decirse que el subordinado estaba azuzando el espíritu del jefe. Con toda la sutileza del mundo, entre mate y mate, lo ponía al tanto de aspectos de una situación que el coronel ya sabia de antemano, pero que ahora como jefe de la Frontera Sur no podía dejar de tomar medidas contra los que maloqueaban y se apoderaban, con absoluta impunidad, de los bienes y las haciendas en la zona. Por eso no tardó en madurar un plan para salir a escarmentar a los hijos de las pampas, desavenidos y osados en sus pretensiones, ya que esta vez, no habían titubeado en venirse hasta las propias narices del jefe y su regimiento. Vamos a castigarlos por esa conducta indigna- dijo el coronel Meriles y salió a ponerse al frente de los Dragones. Aquella jornada no fue distinta a otras donde el regimiento montado salía en nerviosa y apresurada marcha por aquellas soledades. Pero cuando el Fuerte 3 de Febrero quedo atrás, el jefe destacó una vanguardia al mando del capital Isidro Torres, conocido como el Bocón del Morro, para alcanzar la Laguna Amarilla. Allí, el oficial hizo abrevar a la caballada, sin advertir que detrás de los médanos circundantes, los indios espiaban, sigilosos y cautos, cada uno de sus movimientos. El rankulche que los lideraba era el cacique Quichusdeo. Entre las lanzas había un grupo de blancos que se pusieron bajo las órdenes del indio y engrosaron el contingente. El coronel Manuel Baigorria estaba entre ellos. –Ahí los tiene, cacique. No les vaya a dar resuello. Si deja uno con vida, peligramos todos...- se animó a susurrarle el protegido de Payné al que conducía al grupo. La verdad es que el cacique Quichusdeo, a quien muchos llamaban “Cinco Veces el Sol”, no estaba del todo convencido sobre qué debía hacer con aquellos 40 winkas que se aventuraron hasta la laguna. Tanto es así que teniendo en esos momentos alrededor de 500 hombres con lanzas, podía masacrarlos y dejarle un festín a los caranchos. Por eso tomo las providencias para el primer paso: el medio millar de rankeles se mostró en sus cabalgaduras, recortando las siluetas contra el cielo, y abajo, el capitán Torres, no pudo menos que admitir que estaba en presencia de una amenaza mortal. Solamente los hombres avezados en mil combates pueden mantener la sangre fría ante una situación semejante y moverse parsimoniosamente. Y eso fue lo que hizo Torres. Sin que le temblaran las manos, fue haciendo nudos en las hojas de las totoras mientras ordenaba a sus hombres que formaran en cuadro, dejando en el centro a los equinos. Les advirtió que solamente habrían de hacer fuego con sus armas cuando los indios llegaran hasta esa línea imaginaria formada por los carrizales anudados. Era la distancia adecuada para no errar tiro y producir el mayor daño posible entre los rankeles en caso de que decidieran avanzarlos.

Para sorpresa del oficial, el cacique fue el único que se adelantó. Quichusdeo montaba un hermoso carablanca, con ánimo inocultable de averiguar que andaban haciendo esos winkas por el paraje de Laguna Amarilla. Se acercó a prudente distancia como para apreciar la calidad de aquellos soldados y de pronto, el rostro se turbó y quedó como petrificado en su cabalgadura. Había descubierto a un hombre que conocía muy bien, entre los Dragones. Era él, no era otro. Era Juan Saá. Un winka que había vivido entre los rankeles por bastante tiempo, escapando de la injusticia de sus hermanos de sangre. Pero ahora estaba ahí. Con rango de capitán y para colmo, compadre de Torres. El capitán Saa no pertenecía al Regimiento Dragones de la Unión, pero el coronel Domingo Meriles le agradeció que se uniera al grupo, para aprovechar los conocimientos que poseía sobre los indios. Quichusdeo le clavó la mirada y lo insultó. Para él, Juan Saa, Lanza Seca como lo llamaban, era un traidor. Después que los rankeles lo habían cobijado en la toldería y le habían dado protección, vestía nuevamente el uniforme de los soldados y estaba dispuesto a pelear contra los indios. El cacique extendió su brazo y le hizo señas desafiantes, agitando el puño, quedando en evidencia que había despertado en el rankel una animosidad terrible. Tras agotar una catarata de insultos, el jefe indio se volvió con su caballo a la cumbre del médano y arengó a los suyos. El enfrentamiento era seguro. Torres quiso saber que significaba aquella perorata y Juan Sáa le respondió que el cacique lo iba a cuerear vivo, que lo iba a despellejar y que lo iba a tajear y cortar en lonjas, por haber estado asilado entre los indios y ahora lo descubría entre quienes peleaban contra ellos. Entregada las explicaciones del caso, le pidió a los soldados que llegado el momento de tener que pelear, apuntaran a ese sujeto, para no dejarlo con vida. Quichusdeo ya estaba identificadito como blanco para los máuser. Y en esas disquisiciones se encontraba cuando los alaridos rompieron el silencio del paraje, y medio millar de rankeles se arrojó contra los cuarenta uniformados pertrechados en cuadro junto a la laguna. Torres clavó los ojos en la mirada de la indiada que se venía. Los Dragones tomaban puntería, rodilla en tierra. Otros de pie, hacían lo mismo, sin disparar un solo tiro. Desde los alto de los médanos, los indios se lanzaron al galope tendido con las lanzas en ristre. Ni bien se acercaron a la línea imaginaria, el capitán dio la orden y los cuarentas remington escupieron su carga mortal contra los que avanzaban. Rodaban los cuerpos y el resto retrocedía para cargar de nuevo. Pero el cuadro esta listo para rechazar nuevamente a los ranqueles. Y así una y otra vez. El paraje se tiñó de sangre el espacio perdió su pureza y se contaminó con gritos, exclamaciones, órdenes y expresiones de dolor, mientras el aire se ensució con el humo de la pólvora, que se quemaba a discreción.

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En una de las arremetidas de los rankeles, un lanzazo en la pierna derecha, obligó al capitán Torres a doblarse por el dolor. Viendo el color que tomaban las cosas, Juan Saa, busco a su rosillo que estaba cerca de una cortadera para galopar en busca de refuerzos del coronel Meriles,. Al verlo Torres le pidió que no hiciera eso, que el le iba a demostrar a los indios quien era el Bocón del Morro. Juan Saa le obedeció y retomó el lugar que tenia en el combate. El blanco conocido como Lanza Seca apuntó con su fusil y un certero disparo acabó con la vida del cacique Quichusdeo. En tanto que Torres manejaba el sable con el brazo atado fuertemente con un pañuelo, para evitar la perdida de sangre. El capitán Juan Sáa, dejó su fusil, desenvainó su espada y caminó, en medio del fragor del combate, derecho hacia el unitario Baigorria. Cuando estaba a casi medio metro de él, le asestó un hachazo en pleno rostro, que obligó al coronel a tomarse la cara con ambas manos en medio de un salpicón de sangre. La indiada se retiró en medio de alaridos y la sensación de que estaban ante una fuerza difícil de vencer. Cientos de rankeles murieron, eran el testimonio elocuente de lo que había sucedido en el paraje de la Laguna amarilla. Una decena de Dragones quedaron tendidos en el médano para siempre. Las tres heridas de Torres no consiguieron doblegar al bravo capitán de la avanzada. El coronel Meriles tuvo que informar a don Agustín Romero. Para ello envió al propio capitán Juan Saa. Después, Romero escribiría una carta al comandante Raymundo Jofré, para ponerlo en conocimiento de aquella lucha que duró tres horas y sirvió para frenar a los rankeles en su invasión por la Frontera Sur. Era el 12 de noviembre de 1849. Desde ese día, el coronel Baigorria, que alcanzó a escapar de esa contienda, con vida, lucía un terrible tajo que le abarcaba el rostro en diagonal.

La Ensenada de Las Pulgas

Militar al fin, Pedernera le recordaba a Daract que “usted hará de su parte, lo ofrecido siempre con el mismo patriotismo”. Más adelante, le dice que Urquiza le ha contado que habiéndole escrito (a Daract) sobre el particular, le aseguraba que hubo de remitirle dinero para la compra de caballos. Todo estos aprontes estaban destinados a establecer la nueva frontera y Pedernera intentaba no dejar pasar el mes de octubre para llevar a cabo el objetivo. Pero el flamante Comandante en Jefe de la División Sur recién pudo llegar a Río Cuarto el último día de octubre, demorado por temporales que produjeron fuertes crecientes en los ríos. Así, la demora del General consumió doce días. Pero el fuerte sobre las márgenes del río Quinto ya estaba en las preocupaciones del granadero y le escribe a Daract expresándole que “faltaba una cabeza en esta fuerza y un gobernador que se interesase como usted en dar cima a los deseos del Gobierno Nacional y al interés de cada provincia”. Muchos se preguntaban si el paraje denominado Las Pulgas estaba desierto, esto es, sin propietarios en las tierras que debían utilizarse para llevar a cabo el acto fundacional de un Fuerte, que posteriormente, se convertiría en la sede de la Comandancia para la Frontera Sur. Había pobladores. Había vecinos. Y un cacique de nombre Peñalosa, sostuvo desde siempre ser el legítimo propietario de los terrenos que se pensaban usar para el asentamiento y levantar el caserío. Lo mejor del caso es que se construyó el poblado, y Peñalosa siguió insistiendo en que todo lo que había en ese paraje le pertenecía. Se continuaba haciendo oído sordo a los reclamos de los dueños originales de estas tierras. Al menos, así lo aseguraba el cacique y lo refrendaban sus hijos.

La Frontera Sur se Instala con la Nueva Comandancia

Tras el fallecimiento del Brigadier Pablo Lucero, la superioridad nombró al General Juan Esteban Pedernera en el cargo de Comandante en Jefe de la División Militar del Sur. El hecho tuvo lugar el 4 de agosto de 1856. El 29 de agosto, el Presidente de la Nación, General Justo José de Urquiza lo animaba al gobernador de San Luis para que trasladara el Regimiento Nacional al punto conocido como Las Pulgas. Mientras tanto, el propio Pedernera, desde Paraná le escribía al coronel José Iseas con el fin de que adelantara los trabajos que debía llevar a cabo en la Frontera. Al gobernador Justo Daract le anticipaba : “Le he dicho (a Iseas) que se ponga de acuerdo con Usted, para que por medio de su cooperación, salve las dificultades que podrían presentársele”

La Legislatura puntana recibió con fecha 2 de abril de 1855 el proyecto de ley que obedecía a la autoría del gobernador Justo Daract. Se pretendía la fundación del Fuerte Constitución y el cuerpo lo aprobó veinticuatro días después. El asentamiento poblacional se haría en el punto más conveniente de Las Pulgas, comprándose terrenos de media legua de frente al río “y con el fondo que tuviere”. La ley expresaba que se formará un fuerte y se delineará un terreno de sesenta y cuatro manzanas, cada una de 140 varas por cada frente, para una población que se denominará Fuerte Constitución. Sostenía la ley que esta área debía ser repartida y cedida en propiedad, contando con la servidumbre del agua del rio Quinto, a los soldados encargados de guarnecer el Fuerte. Había una condición: el beneficiario debía cerrar y cultivar el terreno que se le entregaba.

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En la misma ley se anticipaba que en el cerro Varela se formaría un Fuerte cuyo nombre sería Fuerte Urquiza. Los gastos que demandaran ambos fuertes, estarían satisfechos con los fondos del tesoro de la provincia y los que se obtienen de la Nación. Por cierto que el reparto de las tierras se hará, según la ley, por el Poder Ejecutivo, quien reglamentará el modo y la forma más conveniente. ¿Y que pasará con los propietarios de tierras que existieran en el Fuerte Constitución? El artículo sexto de la ley expresaba claramente que las tierras que fueren de propiedad particular, serán abonadas por el Gobierno en su justo valor. Esta ley fue promulgada por el P.E. el 10 de mayo de 1855. El 25 de noviembre de 1856, Daract delega el mando en el Comandante General de Armas, Coronel de la Nación don José Mariano Carreras, por tener que salir a campaña. El Ministro General Buenaventura Sarmiento se dirigió a los jefes de San Ignacio y del Morro, Coronel José Iseas y Teniente Coronel Juan Saa expresándoles: “S.E. el Señor Gobernador ha dispuesto de acuerdo con el señor Comandante en Jefe de la División Militar del Sur de la Confederación, que pasado mañana, 28 del corriente, emprenda (la marcha) ese Regimiento al punto de Las Pulgas: previniendo a Usía, que en el día de mañana estarán en ese Fuerte de San Ignacio, el señor Gobernador, el señor General Pedernera y demás comitiva”. Parecidos término usó Buenaventura Sarmiento para dirigirse al Comandante Principal del Tercer Departamento, Teniente Coronel don Juan Saa, quien se hallaba en San José del Morro, avisándole las instrucciones impartidas al Jefe de Regimiento Dragones Auxiliares n° 4 y le recordaba que el Gobierno le ordenaba que el día 28 debía marchar a Las Pulgas, a la cabeza del centenar de hombres de su regimiento. Al final, el gobernador Daract y el Comandante de la Frontera Sur, Pedernera, partieron desde la capital puntana, cuando los gallos cantaban por la madrugada y el tiempo era agradable y benigno, el 28 de noviembre de 1856. Cubrieron las nueve leguas que había hasta el Fuerte San Ignacio, en columnas separadas. En el Fuerte estuvieron hasta el sábado 29 de noviembre. Se pusieron nuevamente en marcha y alcanzaron ese mismo día la estancia Las Toscas, propiedad de don Mauricio Daract (hermano del gobernador) y de Juan Barbeito. El domingo 30 de noviembre llegaron a Las Pulgas.

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1º de diciembre de 1856 Se Funda El Fuerte Constitucional Hoy Ciudad de Villa Mercedes Diciembre en la llanura es algo más que una circunstancia de calor y humedad. Es el tiempo apropiado para los pastos verdes y tiernos, para el nacimiento de perdices y charabones, para los pumas olfateando el aire cargado de aromas y olores diferentes y para los zorros abandonando sus madrigueras y animándose por las riberas del río, para beber el agua transparente. Pero ese diciembre fue distinto a los otros. Desde el oeste llegaba una columna de jinetes y carruajes a cuyo frente se destacaba la figura del gobernador de San Luis, don Justo Daract, y una comitiva de notables, entre tanto, ya había hecho pie en el lugar, el granadero de San Martín, ahora comandante de fronteras y hombre público embarcado en una gesta civilizadora: el brigadier general don Juan Esteban Pedernera. Ambos, se dieron a la ímproba tarea de encontrar la plaza apropiada para iniciar la fundación de un fuerte. La Ensenada de las Pulgas era un paraje de indescriptible serenidad, con el río describiendo una amplia curva y proponiendo un espacio de caldenes y chañares, sauces y cortaderas, orlando las riberas del Popopis de los taluhet, cuyo lecho arenoso permitía el desplazamiento de un curso tranquilo y espejado. La margen derecha fue el objetivo. Daract enderezó sus pasos hacia el sur y propuso cavar tres pozos. El agua estaba muy cerca de la superficie y la cantidad de arena sobrepasaba los límites tolerables para un cimiento regular y firme. Desechado el páramo, se volvieron hacia el norte y en la margen izquierda dieron con el terreno que juzgaron apropiado. El comisario de San José del Morro, Novillo, limpió el terreno y a los pocos días, cuando llegó el coronel Iseas, todo estaba listo para poner manos a la obra de inmediato y dar las órdenes para la construcción. La gente cavó zanjas y levantó muros. Desde San José del Morro llegaron herramientas, maderas, tirantes y horcones. En esas horas de fatiga y esfuerzo generosamente entregado, fue tomando forma el emplazamiento de un fuerte para vigilar con celoso empeño la frontera. Esta era la respuesta al Dr. Laycequilla, que desde la lejana Capitanía General de Chile, argumentaba que se volvía intolerable para la vida, por el gran riesgo de indios que afrontaba. Fue un día con numerosas tareas que cumplir. Y se cumplieron. Ese primero de diciembre de 1856 se plasmó por parte de los hombres que pusieron sus pies en la Ensenada de Las Pulgas, un plan de singular envergadura para la prosperidad de la Nación. La vertiente civil representada por Justo Daract, se tradujo en una fundación, que se proyectaba al futuro como una población que desafiaba al desierto y 163

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se constituía bajo el aliento poderoso del trabajo solidario y el crecimiento permanente. La vertiente militar, proponía el asentamiento que mantenía las riendas para seguir avanzando con la frontera hacia el sur y ganar miles de hectáreas ociosas e incorporarlas a la producción. ¡Oh, la bella y dulce tierra del indómito desierto! ¡Cuánto penar y sangrar para llegar a erigir una ranchería, una cuña hundida en el vientre rankelino de aquellos páramos deliciosos del Potopalán! Carlos María Rivarola extendía los rollos y manejaba reglas y escuadras para levantar el plano del naciente asentamiento. Y midió por el sur y midió por el oeste y siguió por el este, pero no pudo medir el norte. Así y todo, diez días después de la fundación, el ingeniero militar pudo presentar su trabajo. Era el primer esbozo, el primer dibujo planimétrico del Fuerte. El coronel José Iseas no daba tregua a sus hombres. Así era en la lucha con los habitantes originarios de estos suelos. Así era en la fundación del Fuerte. Levantaba muros, construía adobes, apisonaba la tierra y colocaba la techumbre de los ranchos. Y la nueva población surgía sudorosa, mezclando transpiración y esperanzas, confianza y decisión en las labores del campo. Todo se amasaría en una inmensa aportación de sueños, de ilusiones y proyectos para el mañana. Ese conglomerado humano, de soldados y civiles, de cuarteleras y vecinos, provocaría con el tiempo, la emergencia de una ciudad en busca de su destino promisorio.

Ya estaban los primeros rayos del sol alboreando en la llanura, el río discurriendo con una paz envidiable y preparando el aleteo las torcazas para invadir los sembradíos. Isauro Godoy se vistió con celeridad y con dos zancadas cruzó el patio y fue a formar en la fila de la compañía. Desde hacía unos días se había incorporado como recluta. Ni bien el dragoneante pasó lista, todo el regimiento se dirigió a la caballada de reserva para ensillar. Hubo una clarinada y de inmediato formaron para batalla. Las carpas en la plaza del Dos, temblaron con aquella movilización de jinetes. Se preparaban los hombres para marchar al campo en tanto esperaban el regreso de los soldados que salieron en descubiertas. Tras haber sido enviados a explorar aquellos parajes de Tierra Adentro, el regimiento sabía que horas más, habría de enfrentar a las partidas de indios con chuzas que merodeaban en las cercanías del Fuerte. Es que los indios con sus toldos en las cercanías de Sayape, de Soven y Las Acollaradas, mediante sus bomberos en las avanzadas, medían aquellos movimientos de los winkas, que una vez más, sin permiso alguno, ponían pie sobre sus territorios y enclavaban sus reductos y fortines, sus estancias y poblaciones. Y

ellos, los rankeles, sabían como terminaban estas empresas. Ellos debían abandonar su tierras y marchar hacia el sur. Las precauciones que se tomaban en el Fuerte Constitucional nunca eran excesivas. El coronel Iseas tenía al enemigo por sutil, audaz e intempestivo, nadie sabía en qué momento haría su aparición y en qué instante podía desmembrar aquella guarnición que custodiaba a la población del Fuerte. Con todo, la voz perentoria del jefe, obligaba a los soldados, a la salida del sol, cepillar los caballos, rasquetearlos, revisarles los cascos y arreglarles las crines y las colas. Como dijera un soldado del 4 de Caballería: “mi amigo, aquí los caballos están mejor cuidados que los hombres”. Tal vez era esa la causa por la que algunos se entristecían cuando se tocaba a “carneada”, porque sabían que debían sacrificar dos animales, por lo general dos yeguas, Era la carne para la provisión de los soldados. Si todo había transcurrido bien, es decir, las descubiertas regresaban sin novedad, si no habían observado movimientos de indios en las proximidades, se separaban los hombres y mientras un grupo estaba destinado a cavar fosos y levantar ranchos para cuadras de las tropas, el otro marchaba a preparar la tierra para sembrar alfalfa. No faltaban algunos grupos para edificar los ranchos destinados al alojamiento de oficiales. Muy poco tiempo debió transcurrir para que las mujeres de los soldados aprendieran a fabricar adobes, a levantar paredes, a plantar horcones y poner los techos. Tal como lo decía la ley, aquellos ciudadanos que se avecindaran en el Fuerte, gozaban de las mismas franquicias y beneficios que los oficiales y soldados del Fuerte. Todos podían ser merecedores de una parcela de tierra y por lo tanto, dedicarse a cultivar esa superficie, obtener el producto para la subsistencia y vivir en paz y con trabajo en la nueva población. A eso de las once de la mañana se daba el descanso, que generalmente duraba una hora, tiempo estimado como suficiente para preparar la comida y almorzar. Después, vuelta al trabajo hasta que a la oración, cuando el sol caía por el poniente y teñía de rojo el horizonte, se juntaban nuevamente los caballos, se los limpiaba y se instalaban las guardias en el campamento. Por lo general se ponía una avanzada próxima a la barranca del río y otra en la izquierda, cerca de la calle Suipacha. El Fuerte se llenaba de centinelas, sondas, rondines y patrullas. Con el pasar del tiempo, se podía advertir que aquellos afectados a realizar rondas y cuidar al resto de la población, terminaban siendo unos pobres infelices, ya que no dormían en toda la noche, no descansaban, estaban mal alimentados. Carecían de uniforme. La ropa eran hilachas, nada más. Y del calzado, mejor ni hablar. No todo era color de rosa. Cuando alguno se enfermaba, en la botica no se encontraban remedios y si se decía una palabra en tono de protesta, entonces el coronel Iseas hacía funcionar

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La Vida en el Fuerte

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las estacas, la lluvia de palizas y hasta los consejos de guerra verbales, con capacidad para dictar la pena de muerte. Y todos los santos días, la misma rutina, el mismo horario, la misma distribución del trabajo, la misma ocupación del tiempo. Felices de los milicos que guarnecían las líneas de fortines. No se les daba carne de yegua, pero al menos tenían libertad para salir al campo a bolear avestruces, cazar gamas y conseguir tabaco y yerba, cuando lograban que los pulperos le cambiaran esos artículos por lo que habían cazado. Sin embargo, todos sabían que en los fortines, si bien estaban esas franquicias, los peligros eran mayores. Pero...¿acaso en el Fuerte Constitucional no existía también el peligro de las invasiones de los rankeles? ¿acaso no salían al campo esas comisiones que regresaban mermadas, dejando a tantos milicos tendidos entre las malezas, para que se los comieran los caranchos? ¡Ni siquiera daban de baja al soldado que había cumplido con el servicio! Total... cumplir era lo mismo que nada. Decían que el gobierno ajustaba doble sueldo a los soldados que habían cumplido. Pero todos se preguntaban ¿dónde se veían esos sueldos? A lo mejor cuando venía el pagador con dos o tres meses de los más atrasados, el que tenía la suerte de cobrar, apenas tenía en sus manos por unos minutos aquel dinero, porque se le iban volando los billetes al pagar al pulpero los vales acumulados. El bolichero no perdonaba a los pobres milicos. La yerba, el azúcar, el atado de cigarrillos, la galleta, todo había sido cobrado a precio de oro, por lo tanto al pagar el Ejército dos o tres meses juntos a los pobres diablos, ni siquiera alcanzaban a pagar la mitad de los vales. Dicen que en Trenque Lauquén era peor que en el Fuerte Constitucional. Porque el Ejército llegaba a adeudarles a los soldados varios años de sueldos. En Trenque Lauquén, lo patético de todo aquello, contaban algunos milicos que anduvieron por esos pagos, se registraba cuando el Ejército pagaba tres años juntos a los que nunca habían recibo un peso mientras estuvieron prestando servicio. ¡Tres año juntos! Y vale la pena recordar aquel pago que se hizo con la tropa formada delante del campo santo. El pagador nombraba al beneficiario y contestaba el sargento al mando. -¡Lindor Colombres!- llamaba el pagador. -Muerto en la revolución- contestaba el sargento. -¡Antenor Rosales!- insistía el pagador. -Muerto por los indios- respondía el sargento. -¡Abelardo Salvatierra!-Desertó-Feliciano Contreras-Desapareció en la expedición del año pasado.166

¿Y que pasaba con esos sueldos que no se cobraban? ¡Tres años de sueldos! Nada. Era dinero que volvía al tesoro. Era el dinero que tal vez habría mitigado el hambre de tantos niños que quedaron sin padres, que crecieron huérfanos en olvidadas taperas perdidas en el desierto. ¡Cuanta injusticia, Señor!. Cuanta insensibilidad desplegada por aquellos años y por aquellos campos. En esos mismos lugares donde murieron aquellos soldados harapientos, crecieron después los trigales. Surgieron después las ciudades a la sombra de los fuertes y fortines. Pero eso sí, nadie se acordó de aquellos ignorados varones que murieron por esta tierra. Se pudrieron sus huesos y germinaron los pastos que alimentaron a miles y miles de ganados que hicieron prósperos a los poblados. Viajaron las nubes sobre aquellos campos y volaron también la miseria y el dolor. Ya no es el milico que defendió los campos ni el indio que se negó a doblegarse en la defensa de la mapu, Fueron seres humanos, de carne y hueso, dotados de alma y corazón, capaces de sentir profundamente el amor por sus hermanos y abonar con la sangre aquellos campos silenciosos y extendidos bajo el cielo sanluiseño. Con inocultable orgullo, aparecen hoy los estudiosos de la historia que expresan que en estos lugares donde el sufrimiento fue la nota dominante, se levantan afortunadamente poblaciones ricas, capaces de autosostenerse con trigales y maizales tan extensos como los campos de antaño, con haciendas y rodeos tan numerosos y cuyas carnes proveen las proteínas que requieren los niños y los jóvenes, los adultos y los viejos para vivir sanos y felices. Claro está que estos historiadores, por alguna razón que cuesta descubrir, olvidan que se trata de la misma tierra que se abonó con la sangre de los aborígenes y de los milicos. Es la tierra que trajinan algunos chicos andrajosos en busca de un trozo de pan y que muchas veces no encuentran ni un mísero lugar para refugiarse. Pero, caramba, si se trata del mismo desierto por el que pelearon los rankulches y se desvivieron por apropiárselos los blancos. Eso sí, con una diferencia. Estuvieron aquellos, más vivos, que lo supieron aprovechar muy bien. Iseas había mandado a construir los corrales. Y allí estaban encerrados los caballos. Era lindo por la mañana ver al soldado como separaba a un tordillo con el lazo. A los pocos meses se volvían veteranos aquellos hombres que guarnecían el Fuerte. Colocaban la carabina en la montura de tal manera, que no estorbara durante las marchas. Y cuando les tocaba hacer de centinela, si el cansancio era muy grande, se las arreglaban para echarse un sueñito parados. Y nadie se daba cuenta. Los sábados por la tarde, se veían a los sargentos que conducían a sus soldados hasta el río. El trabajo estaba suspendido y lo que importaba era dedicarse de lleno al aseo. Cada cual fregaba su ropa sobre las piedras y después, se planchaban las camisas y los calzoncillos con una botella que se calentó al sol durante la siesta. Chistes y recuerdos con humor salpicaban aquella tarea a la vez que servía de amalgama para el grupo, que crecía en compañerismo y camaradería. 167

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Pasados unos años, cuando desapareció el servicio de las fronteras, que ¡Oh, cosa curiosa! También desapareció la miseria y las privaciones, entonces las cosas fueron de otra forma. Se hizo humo el compañerismo. Se sepultaron en el olvido las buenas amistades, esas que eran de verdad, amistades en serio, profundamente sentidas y profundamente vividas, aquellas amistades que surgieron al calor del fogón y que más adelante, solo la muerte podía borrarlas. Pero la vida del Ejército no era estática. Evolucionaba con el tiempo. Y así como cambiaron las formas de conducir a los regimientos, también cambiaron los usos y las costumbres. El ejército era otro. Los entendidos dijeron que había evolucionado, que se había modernizado. Que era un ejército apoyado en la ciencia. No sabemos si en realidad fue así o de otra manera. Lo único cierto es que si se comparaba como eran las cosas allá por los años 70 y como fueron después, en los 90, entonces se advertía una fosa insalvable, no solo en materia de ideas, sino también en objetivos, propósitos y metas. Aunque lo que llamaba la atención era la indumentaria. Se impuso la silla húngara para montar y el poncho, tan disputado por el indio como por el soldado, fue reemplazado por el capote. El bigote de los ofíciales, que antes se usaba con las puntas hacia abajo, cambió para verticalizarse hacia el cielo. Lo mismo que la visera del kepis, en lugar de seguir hacia arriba, la nueva moda fue usarla hacia abajo. Muchos oficiales aplaudieron esta “evolución” pero no faltaban aquellos que calificaron a la nueva indumentaria, como una verdadera porquería. A pesar de tantos dimes y diretes, no todo quedó en el uso de la ropa o del bigote. Si en torno a esto debía surgir una escuela con toda la filosofía y metodología que la distinguiera, que se mostrara distinta de la antigua usanza, el cambio que se experimentara debía ser hasta el tuétano. Hasta el fondo. Ahí estuvo la famosa ley de ascensos, que causó tanto enojo como rabia por la injusticia que abrigaba. Se dictaron leyes que descolocaron a los más sabihondos en materia militar, en realidad, leyes que nadie pensó en aplicar, en tanto que el ejército, pese a lo que dijeran los introductores del cambio, perdió en calidad, porque se desmereció en materia de disciplina y en instrucción. Si se pretende bucear en las reformas que se introdujeron en materia de leyes y reglamentos del ejército, habrá que asomarse al año 1895. Desde el 80 al 95, el uniforme cambió más de seis veces. El Ministro de la Guerra insistía en los cambios. El saco por la guerrera, el color azul gris por el negro o castaño... ¿Y el modo de pensar? Eso no cambiaba. No fue el Ministro, fue el tiempo el que arrasó con la antigualla de las ideas y propuso una nueva oficialidad. Aquella que se caracterizó por su dignidad y su heroísmo en los encontronazos y los malones, sufrió el recambio por las nuevas camadas que salieron del Colegio Militar de la Nación. Eran hombres jóvenes se-

dientos de saber, de conocer, de entender y perseverar en las acciones. Los viejos militares, se dieron cuenta de la transformación. ¿nos reemplazan? Bueno, entonces vamos a regalarles lo que nos queda de nobleza y de idealismo, de abnegación y patriotismo, ya que todo cambia o fenece. Nada es para siempre. Isauro Godoy, recluta recién incorporado salió de la carpa del Regimiento 2, en la plaza que después se llamaría Progreso, y escuchó a la Banda de Música ejecutando alegres y entusiastas composiciones marciales. Había visita ese día. Un grupo de oficiales marchó con paso firme a la comandancia, donde Iseas se mostraba obsequioso con el jefe recién llegado, y todos presentaron sus saludos al brillante hombre de armas que llegaba al Fuerte El resto de los soldados habían formado frente al mástil de la bandera y aquellos uniformes deshilachados y mugrientos se prepararon para los honores correspondientes. Más que soldados parecían una horda de forajidos. Los presos que no estaban sujetos a proceso fueron puestos en libertad y cualquier trabajo que hubieran de llevar a cabo se suspendió por el término de veinticuatro horas. El recluta pensó si el coronel Iseas no estaría mal de la cabeza al permitir que la formación mostrara tan lamentable presencia. ¿qué diría el ilustre jefe de tan espantosa miseria en la indumentaria de la soldadesca? Porque en verdad daban lástima. No había dos vistiendo de la misma forma. Uno se había puesto como chiripá la manta con que se había tapado por la noche. El que estaba al lado carecía de chaquetilla y calzaba unas botas destrozadas por el uso, otro tenía los pies envueltos en cuero de guanaco y no faltaba el que nada tenía. Estaba en patas. Descalzo. Eran los hombres de nuestras gloriosa gesta fortínera, heredera de las glorias de la independencia y de mayo. Vaya con el olvido... El alto jefe miró hacia todos lados y lo único que descubrió realmente limpio fue a los caballos y a las armas. Eso sí, ejecutado el Himno Nacional Argentino, se podía percibir en ese ambiente, un entusiasmo a toda prueba, porque los pobres milicos se creían merecedores de todos los laureles y de la gratitud del pueblo de la Nación. Y quedó patentizado en el grito de ¡Viva la Patria! Que profiriera el coronel Iseas y rubricaran las tropas con un fuerte ¡Viva! Y entonces vino lo mejor. Porque después de los vivas se gritó “carnear” y se mataron por lo menos cuatro reses gordas y para abundar se distribuyó una buena ración de aguardiente a la tropa, más el agregado de azúcar y café. Por cierto que el baile que hubo en horas de la noche, ayudó a limpiar cualquier resto de rostros sombríos que pudieran haber quedado entre los subalternos. El palo enjabonado que fue motivo de competición -¡y de las bravas!-, había dejado a varios con las ganas de haber sido el ganador, pero trepar esos cinco metros para llegar a la punta y quedarse con los cincuenta pesos, que colgaban como premio, obligó a gastar las

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mejores energías que guardaba cada uno. Tres horas de bromas y jarana sirvieron para que al final, un redoblante de la banda, se quedara con el ansiado premio. ¡Me cacho...! dijo en voz baja Isauro Godoy. Se le habían hecho trizas las ilusiones de echarse al bolsillo un billete de cincuenta. Lástima que después siguieron las carreras y los enfervorizados apostadores se quedaron sin sueldo. El sol se ocultaba por el poniente y la tropa formaba con los último rayos. De la misma forma en que lo hicieron por la mañana. Después de la retreta, finalmente vino el baile. El ambiente fue una de las cuadras del 4 de Caballería. Un buen salón. Ni bien la Banda de Música del 2, ejecutó el pajarillo y luego una cueca, ya se encontraban presentes todos los miembros de la guarnición. Las mujeres que asistían, en su mayoría eran esposas de los soldados, por lo tanto habían disfrutado de racionamiento, ya que eran consideradas como fuerza efectiva. ¿Y esto cómo se entiende? Ocurre que se les imponían obligaciones que debían cumplir, pero también tenían sus derechos. Debían lavar la ropa de los enfermos y al desplazarse la división, ellas marchaban de un punto a otro punto, arreando la caballada. Lo curioso estaba en el hecho de que ciertas mujeres eran capaces de enfrentar a los milicos en el manejo de algunos quehaceres, que al principio parecían exclusivamente para los hombres, pero de pronto, las mujeres ocupaban su lugar en la escena. La esposa del sargento Paredes era diestra para amansar los potros y bolear avestruces. Esta dama había cobrado amplia fama en la población y junto con las otras cuarteleras, contenían en gran parte, a las deserciones. Todos los superiores estaban de acuerdo que sin esas mujeres, la existencia en el Fuerte hubiera sido prácticamente imposible de desarrollarse. Al fin y al cabo el solo hecho de que fueran ellas las que evitaban el desbande de los cuerpos, merecían la atención de la superioridad. El bajo del río Quinto fue trabajado intensamente por las mujeres. Ellas fabricaban los adobes, levantaban los horcones y construían las paredes dando lugar a la emergencia de los ranchos para la familia. Poco a poco las carpas de los regimientos que ocupaban, al principio, las plazas, fueron reemplazadas por las construcciones de adobes y posteriormente de ladrillos. Siguiendo el plan que se había trazado para la Conquista del Desierto, la columna de Racedo que debía partir desde Villa Mercedes, tenía al día las prácticas de su operaciones a concretarse en el desierto. Los jefes militares estaban resueltos a llevar a cabo malones contra los toldos, en una línea que ocupaba, desde los fuertes de la costa hasta la muralla de la cordillera. ¡Pondrían a temblar el centro de la Argentina!

Estaba en la memoria de los pobladores, por lo que contaban los abuelos, que allá por el mes de julio de 1817 se había concluido la famosa zanja que el doctor Alsina mandase a abrir desde Bahía Blanca hasta Italó, con la pretensión de terminar con las grandes invasiones y dificultar las pequeñas. Fue una frustración para Alsina porque los indios siguieron maloneando y la fosa no les impedía, en absoluto, entrar y salir por donde quisieran. Tal vez lo único que les entorpecía en las acciones era cuando llevaban arreos de vacunos. Debían abrir portillos y perdían tiempo en las operaciones. Esto era aprovechado por los regimientos que se les venían encima para alcanzarlos. Contaba doña Eulogia Villegas, oriunda de San José del Morro y que se vino con otros vecinos a vivir en el Fuerte que fundara don Justo Daract y el general Pedernera, que la indiada al retirarse con el arreo, desprendían descubiertas, las que por medio de quemazones, anunciaban cuál era el punto más reducido de la línea o más fácil de salvar. Está claro que había interés en tomar esas descubiertas para llevar al malón con su robo a un lugar determinado y seguro. Hasta se decía que el coronel Villegas le daba un premio de doscientos pesos en moneda corriente, además de una semana de licencia, al sujeto que se apoderara de una de las descubiertas. ¿Qué si era tentadora la prima? Y como no. Así no era de extrañar que los soldados cuando salían a bolear o andaban en comisión, aprovecharan en cabalgar en sus mejores redomones. Aguzaban la vista para no perder el menor detalle que pudiera denunciar la presencia de jinetes por esos parajes. Pero, era el indio tan astuto y tan despierto que, a pesar del empeño que ponían los soldados para sorprenderlos, no conseguían capturar a ninguno. El dragoneante Godoy que era hábil para bolear, careciendo de carne y poniendo toda la confianza en su destreza, adhirió al chispazo que le iluminó el cerebro y decidió hacer la descubierta por su cuenta. Estaba seguro que alguna tropilla de avestruces se le iba a cruzar por el camino y tendría la ocasión de traer buenos muslos para comer asados. Estaba harto de comer piches. Hacía mucho frío y el dragoneante se cubrió con su poncho para avanzar confiado por el sendero que lo llevaba hacia el Sayape. Sintió el cansancio y prefirió desmontar, dejó su carabina atada con tientos a la montura y las riendas en unas cortaderas. Buscó un pajonal para el abrigo y se recostó para “echar un sueñito”. No fue así. Cansado por el trajinar se quedó profundamente dormido y solo despertó cuando escuchó voces a su alrededor. Los dos indios que lo miraban le hablaban en rankul, pero como no entendía, solo atinó a sonreírles y taparse mejor con el poncho, mientras buscaba el cuchillo en la cintura. Al hijo del desierto no le gustó nada el gesto del winka que pretendía seguir durmiendo, así que levantó la lanza como para atravesarle el pecho. El otro

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lo detuvo y lo increpó con palabras casi gritadas: -¡Sacar ese poncho!- y estaba claro que no tenía intención de romperlo con la chuza ni ensuciarlo con la sangre del cristiano. El poncho era una prenda muy apreciada por el indio y este que lucía el dragoneante era realmente muy bueno. Seguramente salió de las diestras manos y del telar de alguna vieja del Fuerte. Godoy se puso de pie y lentamente se fue quitando el poncho. Pero de pronto se lo envolvió con presteza en el brazo a la vez que sacó su cuchillo de la vaina. El indio le tiró un lanzazo y el militar lo paró con un golpe seco de machete. El otro rankulche se preparó para ultimarlo, pero no pudo. En ese preciso momento aparecieron cinco soldados que habían salido de patrulla con un sargento, y al verlos, los dos rankeles montaron sus fletes y volaron por sobre los pastos. ¡Jué pucha! Que son rápidos para achicar el bulto y disparar si en el entrevero se ven en minoría! Dijo en voz alta el milico que nació de nuevo. Todos regresaron a tranco manso con rumbo al Fuerte. La novedad casi no era novedad. Se trataba de dos indios bomberos, eso es todo. Y se los podía ver durante cualquier día en que uno se aventuraba por los campos de Tierra Adentro. El dragoneante se tiró el poncho al hombro y lo acarició varias veces, como para estar seguro que todavía lo llevaba consigo.

La Derrota de Emilio Mitre Ante la Sed y el Hambre Después de batir a los indios en Melincué, el coronel Emilio Mitre se dedicó a preparar el asalto al propio reducto rankel en Tierra Adentro, para terminar de una vez por todas con la cuestión indígena. El plan era llegar a las tolderías y sablear a los renegados y levantiscos en su propio hábitat, poniéndolos en retirada con rumbo al sur, por cuanto las órdenes finales para el ejército era correr la línea de fronteras más allá del río Colorado. En estos preparativos, Mitre no estaba solo. Lo secundaban con sobrada eficacia el coronel Frías, que tuvo a su cargo uno de los cuadros de las fuerzas que lucharon en Melincué, y el coronel don Ignacio Rivas, comandante del 2º Regimiento de Línea, un destacado jefe que luchó en todos los incidentes dramáticos de la campaña, desde un año antes que se fundara el Fuerte Constitucional. Mitre estaba dispuesto a introducirse en un territorio cuyos secretos habían sido guardados con singular hermetismo por los rankeles. Tanto es así que, según Estanislao Zeballos, poco y nada servía guiarse con la brújula por esas inmensidades de la pampa, ya que los escondrijos rankeles permanecían bien guardados por los bosques de algarrobos, espinillos, chañares y caldenes. Ni siquiera los baqueanos 172

eran capaces de tener la seguridad en dónde se encontraban ocultas las partidas de salvajes cuando eran perseguidos. Fueron arduas tareas que consumieron varios días, revisar la remonta, controlar las armas, las municiones, el calzado y el uniforme de los soldados, contabilizar las raciones de los alimentos y exponer y volver a exponer el plan de marcha con los jefes, contar los días y las horas que llevaría, aproximadamente, llegar hasta los caciques y capitanejos, para “corregirlos y aleccionarlos” junto con sus familias. El coronel Mitre quería hacerlo ahora mismo, cuando la moral de las tropas estaba bien alta y todos se sentían capaces de poner en vereda a los rankeles. Llegado el día de la partida, tras la orden de “¡A caballo y en marcha!”, el cuerpo expedicionario abandonó el Médano de Acha, sobre la costa del Salado y buscó directamente las rastrilladas seguidas por los indios, cuando arriaban miles de cabezas de vacunos con rumbo al oeste. La tropa avanzó durante catorce días, con gloriosa alegría. Aquello fue un verdadero paseo. ¿Dónde estaban los indios? ¿Y esto era Tierra Adentro? ¡Y pensar que le habían hecho tanta fama de misteriosa y horrorosa región de asesinos y bandoleros! Las columnas se detenían. Comían y bebían. Descansaban y seguían. El agua era limpia y pura, los pastos verdes y húmedos. El cielo no mostraba nubes por ninguna parte y el azul era diáfano como el aire. Los soldados vivían aquello a pleno, sonriendo y agradeciendo a los jefes el buen pasar que les deparaba aquella misión tan increíble y serena como un baño en la laguna. A medida que avanzaban, los campos se volvían menos verdes, más amarillentos y comenzaban a ser marrones. Las isletas de algarrobos y chañares, más espesas y alejadas unas de otras. La expedición se volvía tediosa, monótona y uniforme. Las caramañolas se agotaban y ya no había agua por aquellas soledades. Mitre ordenó descansar de día y marchar de noche. Era preciso evitar el fuerte sol que calcinaba aquellos terrenos y endurecía los pajonales. Ni una laguna, ni un charco miserable en donde humedecer el hocico de los caballos. Reunión de los mandos. Frías le dijo a Mitre que reconocía esos campos, donde se había encontrado con Juan Saa y con Baigorria. Pero le costaba averiguar por donde marchaban. Los demás jefes estaban ignorantes de esos lugares del mundo. No tenían ni la más pálida idea de lo que les esperaba. El baqueano era llamado cada media hora. Mitre ya no le preguntaba, lo increpaba, le exigía que le dijera qué clase de infierno era ese, en donde estaban metidos. Para colmo, se ordenaba hacer alto, desensillar, explorar la región y volver a ensillar y montar. En los soldados había ansiedad, había sed, había temor. Ya no quedaban raciones y Mitre ordenó que un soldado con el baqueano se llevara todas las caramañolas que pudiera, buscara un jagüel y trajera agua. Esa noche se avanzó penosamente. Dolorosamente. 173

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Las columnas desmoralizadas, veían sombras agazapadas entre los pajonales. O las creían ver. La lengua se pegaba al paladar y costaba hacer un chasquido porque ya no había humedad en la boca. Dos caballos cayeron para no volver a levantarse. Pero al otro día vendría lo más triste y desgraciado: dos soldados, un infante y un artillero, murieron de sed. La expedición se caía irremediablemente. De pronto aparecieron el soldado y el baqueano, con las caramañolas llenas de agua con barro. Todos pudieron tomar unos tragos y avanzar hasta encontrar una pequeña laguna, más bien una charca, donde los indios, al parecer habían estado en ese lugar recientemente. Se lanzaron de cabeza para ponerse barro en la boca, junto con los caballos. Mitre bautizó a esa lagunita con el nombre de Providencia(11). Estaba rodeada de caldenes y chañares. El baqueano insistía en no saber en qué parte del monte se encontraban. Todos hablaban, todos comentaban y criticaban el desastre que era aquello. Mitre ordenó una junta con los jefes y tomó la decisión de regresar. Las razones eran bien claras y evidentes: si los indios aparecieran en estos momentos, los encontrarían débiles y mal preparados para defenderse. Seguir avanzando y no tener agua, es lo mismo que morir lentamente. Agonizar con el peor enemigo que se hubieran topado: la sed y el hambre. Cerca de la lagunita sepultaron a los muertos y abandonaron un cañón. Las columnas comenzaron a deshacer el camino andado con la amargura y el temor a sucumbir con alguna avanzada rankel por sorpresa. Un escuadrón de caballería se hizo cargo del racionamiento del agua y si quedaba alguna gota de fuerza en los soldados, era por la esperanza de volver y llegar cuanto antes a los ranchos y cuarteles. Ni bien habían emprendido el retorno, aparecieron unos gauchos que eran conocidos como “rumbiadores” y le garantizaron a Mitre salir justo al punto deseado para no equivocar los senderos. Las rastrilladas indias eran grandes, anchas, a veces, con varios kilómetros, porque los infieles llevaban arreando los rodeos robados, con rumbo a Chile o bien a los territorios del Mamuel Mapu. El ejército del coronel Mitre era un triste exponente de hombres mal alimentados, con raciones escasas y falta absoluta de agua. Las fuerzas ya no existían. Los médanos eran rodeados y no cruzados, para evitar el tremendo esfuerzo a los caballos y los bosques con abundancia de plantas con espinas, serían un mal recuerdo para aquellos que se atrevieron a desafiar los secretos del desierto. ¿Cómo explicar, a la gente que los esperaba en Buenos Aires, que los indios tienen guardado bajo siete llaves el secreto de los bosques? ¿Cómo hacerles comprender, en especial a los altos jefes del Ejército de la Nación, esos que no se han movido en toda su vida detrás de un escritorio, y que se han pasado los años

haciendo batallas en pizarrones y en mapas extendidos sobre las mesas, que los rankeles pueden jugar con los blancos, mientras los hacen padecer en una atrevida incursión por los campos de Tierra Adentro, que parecen extensiones semejantes a otras, pero que en realidad, son muy diferentes? A mitad del regreso, un aguacero se descargó con fuerza sobre aquellos infelices, mojando la ropa de los soldados y más tarde, habiendo cesado la lluvia, otra vez la polvareda de los caminos y la creciente esperanza de llegar a los ranchos. A lo lejos, se podían divisar columnas de humo, la tierra de los blancos estaba cerca. Era la vida que retoñaba. El verde que volvía y el amarillo y el marrón que lentamente quedaban atrás. No es preciso buscar cómo se había infiltrado la noticia, pero lo cierto es que en Buenos Aires, ya se conocía el fracaso de la expedición a la tierra de los rankeles, aunque se inflaba innecesariamente con errores lamentables, aquella tragedia, diciendo que habían muerto un millar y medio de soldados por la sed y que se había perdido toda la artillería. ¡Sólo habían muerto dos caballos, dos soldados y abandonado un cañón! Mitre, en los cuarteles, hojeaba los diarios y movía la cabeza de un lado a otro, negando aquellas informaciones falsas. Pero ahí estaba el jefe de las fuerzas expedicionarias, dejando las hojas de los periódicos a un costado y mirando por la ventana, como diciendo “¿Dónde estaban los caciques? ¿Dónde estaban las tribus?” y el hombre que había llevado a los soldados del Ejército a tocar el cielo con las manos, cuando pudo vencer a los rankeles en Melincué, rescatando cautivos y regresando las haciendas robadas, ahora experimentaba el desconsuelo y el fracaso por no conseguir la realización de planes irreprochables y vencer, finalmente, a los señores del desierto. ¿Cuál era el misterio que rodeaba a esos campos que llamaban de Tierra Adentro? ¿Sería verdad lo que decían algunos viejos acerca de la protección que realizaba la mapu a sus hijos, los indios?

El Invierno en el Fuerte y en los Campos al Sur de la Frontera... Todo depende de cómo se mire al invierno. Para muchos, ausencia de poesía y reinado del frío cruel y riguroso de los campos de Tierra Adentro. Y en los pueblos de la frontera también. Estas bajísimas temperaturas fueron templando el carácter y así se acostumbraron, los hombres y las mujeres, a una existencia dura y penosa. Eran las desventuras de las patrullas que se internaban al sur del río Quinto.

11 Los rankeles la llamaban Epuloo, que significa «Dos Médanos». 174

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Una cosa era experimentar la tibieza del verano en diciembre, junto al río y los sauces, y otra soportar el frío mediterráneo de junio o julio. Son muy pocos los que recogieron las experiencias de los soldados que se quedaron en el Fuerte Constitucional fundado por Daract y Pedernera, seis meses atrás, cuando el sol jugaba a quemar los pastos y la tierra caliente se desperezaba a la siesta, con iguanas y lagartijas entre las cortaderas. El invierno no perdona a los desprevenidos ni menos a los que jamás estuvieron merodeando por las fronteras bajo un cielo plomizo y amenazando con una tormenta de nieve y granizo. ¡Había que ser muy baqueano para subsistir en lugares, que hasta hace muy poco nomás, eran considerados “tierra adentro”. Tierra extraña. Tierra misteriosa. Aquella jornada de junio de 1857, fue larga e inolvidable para los que vestían uniforme en el Fuerte. ¿Qué se habían hecho aquellos días apacibles del verano, en que tras una jornada de trabajo duro y productivo, al atardecer se podía gozar de una maravillosa modorra, bajo el alero del rancho, tomando unos mates y mirando las ramas de los llorones mojarse en las serenas aguas del Quinto? Por las noches, el invierno no perdonaba a nadie que intentara respirar por aquellos páramos de la Ensenada de Las Pulgas. Un frío desmedido, que hacía castañetear los dientes y obligaba al uso de gorros de lana y ponchos para cubrirse hasta las orejas, denunciaban un clima feroz, con rigores que llegaban hasta la abnegación para ser soportados. En la plaza ardía casi todo el tiempo, un fogón cuya leña se amontonaba durante el día, para que los centinelas pudieran mantener el calor de supervivencia por la noche. Nadie se animaba a salir de la ranchada. Ni los perros aullaban cuando el frío arreciaba en la llanura. Lejos y mudos quedaban los poetas que le cantaban al hermoso paisaje elegido por los fundadores del Fuerte, mientras el agua de los pozos se congelaba y las estrellas de la Cruz del Sur brillaban en el cielo con más intensidad que nunca.  De vez en cuando cruzaba las soñolientas calles algún milico de ronda, y así, poco a poco, aquella guarnición del Fuerte, se fue haciendo dura y resistente a la fatiga y a los dolores físicos que provocaba la lucha contra el rigor del clima. Todo esto sin contar las penurias de las patrullas avanzadas que debían vigilar en las cercanías, más allá del río y casi llegando a las lagunas. Para aquellos soldados, el frío escapaba a los cálculos más optimistas, ya que en la propia Comandancia de Fronteras, el coronel Iseas registró en el termómetro una marca en tobogán muy por debajo del cero, que ponía la piel de perdiz. ¡Qué inviernos brutales fueron aquellos!. Que insoportables temperaturas azotaron a las tropas destacadas en el naciente poblado. Si el clima llegó a marcas inverosímiles, se justifica ampliamente el esfuerzo redoblado de la gente para supe-

rar aquellas vicisitudes. La odisea de sufrir esas noches a la intemperie, guardando y vigilando a la población que crecería poco a poco en aquellas comarcas, era un mérito ganado indiscutiblemente, por los hombres del coronel Iseas. Lejos quedaba la Siberia rusa, pero cerca estaba la Siberia sanluiseña. Las mulas que eran ensilladas, tan reconocidas como resistentes y sufridas en todas las épocas y en todas las circunstancias, tiritaban y resoplaban agitadísimas, como si fuera por cansancio. Llegadas ciertas horas, los soldados de la patrulla de avanzada, movían a las mulas que provocaban el crujido del hielo de los charcos congelados, espejos que se resquebrajaban bajo las patas. Y todos marchaban trabajosamente, parándose una y otra vez, hasta que concluían por detenerse del todo, a manera de hombres y bestias que se rendían ante el rigor de la naturaleza. Para echar pie a tierra –cosa que no todos podían hacer- lo conseguían a duras penas, teniendo el soldado que asegurarse el borrén de la montura, muy suavemente, casi con exagerada lentitud. Si uno se preguntaba por qué razón actuaban de esa manera, la respuesta era siempre la misma: porque si dejaban caer el cuerpo a plomo, la planta de los pies recibía el efecto que rápidamente se extendía por todo el organismo. Era semejante a un manojo de espinas como agujas que le penetraban y traspasaban, causándole un dolor inclemente. Cada soldado llevaba un caballo, tirando del cabestro, ya que en caso de necesidad, debía saltar sobre él, montándolo en pelo –como era hábito entonces- si el indio aparecía en el horizonte como por sorpresa y lanzaba un ataque con vertiginosa rapidez, el hombre de armas emprendía veloz carrera para escapar de la encerrona. Pero el terrible frío volvía las manos inertes y le privaba de la reacción necesaria a los soldados que conducían, tirando, a su caballos, proceder con una operación como la enunciada. Un conocedor de aquellas pampas, era el Sargento Mariano Gauna, que luego en 1864, con una patrulla de avanzada, alcanzaría a descubrir a los indios que se acercaban en malón hacia Villa Mercedes. El invierno era fatal para las patrullas que se internaban tierra adentro, al sur del río Quinto. Si el grupo de hombres era sorprendido por los rankeles, no desmontaban. Se quedaban como plantados en el mismo sitio. Trataban de evitar los bravos y amargos dolores que le produciría el estiramiento de las articulaciones y los miembros entumecidos. ¡Amalaya con los valerosos hombres del Fuerte! Les faltaba el calor en las venas. Ni siquiera se podían atender entre ellos. ¿Y qué hacían, entonces? Cuando se veían en una situación tan crítica como penosa, esos pobres uniformados, sufriendo en silencio las angustias y las torturas del viento, sin quejarse ni descontrolarse, enfrentaban como podían a los indios, para salir airosos o quedar tendidos para siempre entre las matas congeladas.

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No eran aquellas circunstancias las más adecuadas para cumplir con lo que se prescribía en el orden táctico o con las disposiciones de la marcha. Ahí estaban. Enhorquetados en sus cabalgaduras, contando los minutos y a veces las horas, resultándoles imposible tomar alguna medida que pudiera salvarles la piel y la vida. Seres humanos que parecían estatuas de mármol blanco en medio de un paisaje que no querían ni conocían. Con el tiempo, fueron aclimatándose y no fue tan fácil para el rankel avanzar sobre una patrulla en el invierno. Los sufridos servidores del Fuerte, que habían dejado atrás las limpias y transparentes aguas del Quinto, ahora a tan solo unos metros de la Laguna del Padre Marcos, se medían sin prevenciones con los señores de las pampas y eran capaces de causar estragos entre quienes les cerraban el paso. Cuando regresaban a la Villa y pasaban las novedades en la Comandancia, Iseas concluía que había una jornada más de paz y seguridad para los pobladores. Paz y seguridad para seguir abriendo el surco, paz y seguridad para extender las haciendas en las riberas del río, paz y seguridad para que la comunidad continuara creciendo y aportando, silenciosamente, a la grandeza de la Patria.

El Odio de Baigorria por Lanza Seca y la Muerte de Payné La honda herida que le ocasionara Juan Saa a Baigorria en el combate de Laguna Amarilla, en 1849, llegó a tener resultados políticos inesperados. El gobierno decidió que el coronel Baigorria, con el 7º Regimiento de Línea y las divisiones de indios a su mando, formara a las órdenes del general Juan Saa. ¡Vaya con los burócratas de escritorio de las fuerzas de la Nación! ¿Ponerlos a ambos en una misma columna? Veamos los resultados. Se le revolvieron las tripas al alférez de Paz. Jamás podría recibir la más mínima orden de quien lo apabullara en tres horas de pelea junto a la laguna. En sus reflexiones, Baigorria tomó clara conciencia de que los Saa eran, en esos momentos, los favoritos de la Confederación en la región de Cuyo. Demás está comentar hasta qué punto se había caldeado la relación de Baigorria con los superiores de Paraná. Para colmo, a estas brasas se las encendía aún más con el recuerdo de que a sus tropas no se les pagaba desde hacía un año y pico largo, y si todo eso no alcanzaba, ahí estaban los tratados con los indios, que no eran cumplidos tal cual se habían convenido. No es de extrañar, entonces, que Baigorria transitara caminos de indignación y desagrado. Tal cual su ánimo se lo mandaba. Buenos Aires se apresu178

ró a enviar agentes oficiosos para hablar con el coronel. Tan indignado estaba Baigorria que mientras escuchaba, desataba a sus perros de las pampas y los mandaba a hostilizar las fronteras indefensas de Santa Fe. Y lo más importante es que facilitó la decisión de los rankeles de volver las lanzas contra el ejército de Urquiza. Sin demora, mandó los chasquis a kallvukurá para mantenerlo al tanto de los sucesos mientras insultaba al gobierno de Paraná y le endilgaba una absoluta falta de lealtad y falsa amistad con las tribus. El hachazo de Saa en la cara de Baigorria todavía dolía y esto era el acicate para que el coronel lanzara el grito de guerra a la Confederación, usando como escenario el Fuerte 3 de Febrero. ¡Qué barbaridad! Era el mismo sitio en que un año antes, Baigorria le ofrecía a Urquiza, en solemne pronunciamiento, sus armas y su vida. ¡Un cambio tan brusco como el del tiempo por aquellos parajes! Fue entonces que Baigorria al frente del Regimiento Dragones 7º de Caballería de Línea de la Confederación y de un regimiento de rankeles que lo apoyaban, cabalgó por la frontera y se reunió con el ejército de Mitre que marchaba a Pavón. Las palabras de don Domingo Faustino Sarmiento ilustran al respecto: “Este tuvo la gloria de Pavón de ser el único cuerpo de caballería que peleó con éxito, saliendo reunido del campo cuando el resto de la caballería había flaqueado por todas partes. Sin su oportuna aparición en el Pergamino, cuando el general Hornos hacía frente con 300 hombres a 700 mandados por Prida, logra éste penetrar en la campaña de Buenos aires, entregarla a saco, reuniendo sus filas diez mil dispersos armados que sólo buscaban un centro y jefe para proclamar la federación triunfante”. La victoria consolidaba a los vencedores, pero por esas cosas del destino, es muy difícil dejar de lado la influencia que tuvo la profunda herida que le causara Juan Saa a Baigorria en el combate de Laguna Amarilla. Después de Pavón se reorganizó la nacionalidad argentina y Baigorria cabalgó hacia el desierto para traer los indios amigos, pero se encontró con la noticia de tales indios amigos habían sido atacados por el cacique Mariano y el desastre era absoluto. Baigorria enderezó para Río Cuarto, su antiguo acantonamiento, para perseguir desde ahí a Juan Saa, a quien consideraba como un personaje nefasto y el autor de tantos males. El poder de la indiada se había diluido. Le llegaron noticias de que Yanquetrus(12), aliado de Buenos Aires en Patagones, había perdido su vida en Bahía Blanca a costa de una borrachera y el otro gran cacique, Catriel, merodeaba de noche por las estancias diseminadas en los campos de Azul. 12 ¿Cuál Yanketrus? Muchos indios tomaron el nombre del gran cacique. El primero era afecto al alcohol pero se cuidaba de las borracheras. Lo más probable es que se trate de otro cacique, que ni siquiera era hijo del primero. Kallvukurá no actuaba. Se mantenía como observador expectante, con mil lanzas bajo sus órdenes, en Guaminí, esperando el desenlace de los hechos comunicados por Baigorria. 179

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Payné Nüru y las Sabias Lecciones de un Jefe Dinástico El Vuta Payné, Zorro Celeste, tenía como norma reunir a sus hijos en su toldo y hablar como dictando sentencias. Era una modalidad que el cacique había adoptado siguiendo el estilo de Carripilún, pues le habían contado acerca de la costumbre que fue una característica del gran jefe rankel, aunque no dejara descendencia. Si bien las sentencias eran escuchadas por los lonkos, también llegaba a los más jóvenes de las tribus, ya que Payné en numerosas ocasiones reducía su auditorio a la sola presencia de sus descendientes varones. En las frías noches invernales, junto al fuego, que chisporroteaba en el toldo del cacique general, Panghitrus escuchó aquellas palabras que su padre pronunciaba con los ojos cerrados. Al joven indio le parecía que una cascada de inspiración se volcaba desde las profundidades del espíritu del cacique, hacia la realidad de las situaciones que necesitaban ser iluminadas. Catalogaba de sabias aquellas expresiones de su progenitor cuando se refería a la ignorancia: .“Estar atado por las cadenas de las tinieblas vuelve imposible descifrar el silbido del viento, el canto de las aves y el impetuoso correr de las aguas”. Las tinieblas, o la noche, o el velo oscuro, significaban lo mismo: la falta de claridad en los pensamientos. Cuando esto sucedía, era imposible lograr una decisión acertada para resolver un problema. Por lo tanto, se imponía estar siempre con la cabeza fría, los pensamientos ordenados y prendidas las luces del alma. Después, Zorro Celeste insistía con cuestiones más profundas, como por ejemplo hablaba de la “luz interior”, un aspecto que no siempre pudo discernir correctamente su hijo. Con el tiempo maduró en sus pensamientos y comprendió que se trataba de la luz natural de la razón, “Carecer de luz interior, es declararse prisionero en una jaula de hierro. Resulta absolutamente imposible escapar y el pobre infeliz, sea indio o sea winka, queda inerme ante el ruido de la tormenta, el violento estruendo de las rocas cayendo en avalancha, la invisible carrera de los animales corriendo encabritados”. Era una pintura de la realidad que Panghitrus llegaba a comprender a medias. Pero poco a poco fue creciendo en edad e inteligencia para corroborar que las palabras de su padre eran rigurosamente ciertas. “En lugar de tinieblas, el Dios de los buenos te regala una columna de fuego. Para enfrentar a los temores y los sobresaltos. Entonces serás un guerrero implacable”. Cada vez que Zorro Celeste hacía mención de la columna de fuego, los ojos de Panghitrus se cerraban, pero no llegaba a tener una visión clara de lo que intentaba decirle su padre y experimentaba la molestia de la incomprensión.. 180

“También los justos experimentaron la muerte. En tiempos de Carripilún, las tribus sufrieron masacres en el desierto. Pero desde la montaña vino el jefe que afrontó la cólera del winka y puso fin a tantas calamidades”. Aludía, sin duda, a Yanketrus, a quien vindicaba como el guerrero que mantuvo bajo cuatro cerrojos al Mamüll Mapu y no permitió que el blanco incursionara por estos campos. “Para vencer la animosidad divina, no basta la fuerza del cuerpo ni el poder de las armas que truenan y vomitan el fuego, sino que se requiere la palabra. La palabra mesurada que hace entrar en razón al que inflige castigo y se le recuerda la alianza y los juramentos de los guerreros de antaño”. Estas ideas, estos conceptos, fueron los que más impresionaron a Panghitrus como destello de la inteligencia de su progenitor. Payné era un rankulche de talla excepcional. Fuerte y vigoroso. Sin embargo, esas cualidades físicas no descollaban tanto como su razonamiento; lo atrayente estaba en la ostentación de un pensamiento centrado. “Alguna vez el sol brilló con intensidad en el Mamüll Mapu y la paz y el sosiego se extendían por un vasto y despejado territorio… pero estuvieron conviviendo con nuestra gente los que no compartían aquella vida placentera y entonces sobrevino la traición, que solo puede ser borrada con la muerte del traidor. En aquellas grandes batallas, cuando los cadáveres yacían amontonados unos sobre otros, el Dios de los buenos se interpuso y contuvo la cólera desatada. Cada ocaso es el preanuncio de un nuevo amanecer.”“¿Cuándo se puede decir que se alcanzó a vivir con verdadera felicidad en el Mamüll Mapu? Tal vez cuando se aprendió a respetar y comprender a los hermanos de otras tribus que llegaron para establecerse en el mismo territorio. Entonces todo, aprendieron a disfrutar de las cosas pequeñas de todos los días, aceptando nuestras cualidades y limitaciones”. Y hablando de limitaciones, Payné habló una noche de Trenán Lauquén (laguna pisoteada), un extraño bajo en donde la arcilla seca de la cuenca lacustre muestra, entre las huellas de pisadas de vacunos, otras que nada tienen que ver con los cuernilargos que concurren al lugar para beber. Los indios aseguran que esas huellas son de trehua, un animal parecido al perro común y tanto es así que a veces lo usan para designar a los perros que existen en algunas tolderías. Pero en rigor de verdad, no es exactamente un perro(13). 13 Se trataría de una especie Canis Chilensis aun sin clasificar, que habita en Chile hasta las islas del sur. Se trataría de un animal obtenido por un cruzamiento entre Canis Ingae y Canis Magellanicus. “Trehuá” o “Quiltro” son denominaciones sinónimas. Los fantasmas y los aparecidos poblaron el páramo durante mucho tiempo y los indios no querían saber nada con encuentros de esa naturaleza. Esa es la razón por la que daban grandes rodeos con el fin de sortear el lugar. Sin embargo, poco a poco, aquella tierra de espantajos fue cediendo terreno a un pensamiento más racional y las últimas generaciones de rankulches apenas si hacen referencia al asunto, pero por las dudas, cabalgan por senderos más alejados. 181

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La laguna está rodeada de un bosque y algunos rankulches se han mostrado remisos en acercarse por el lugar, porque ahí hay algo que pone los pelos de punta. Como nadie ha dicho que es lo espantoso que pudiera existir, la leyenda se a inflado hasta alcanzar un gran tamaño y hoy el topónimo Trenel, carente de significación, puede ser que derive de trunel, que mal oído llega a ser una alteración de trunul, que quiere decir algo así como “lo que hace erizar el cabello” y se puede completar la información con trunelfuln, que lisa y llanamente es espantar.

La Tierra y su Significado para el Rankel ¿Qué era la mapu para los rankeles? Esta palabra tenía un significado profundo para los hombres de las comunidades libres del desierto. Un significado que los winkas jamás comprendieron, pues de haberlo hecho, hubieran mostrado un poco más de sensibilidad y nunca se hubieran animado a profanar el suelo con acciones degradantes y sangrientas. El mapu era la tierra sagrada. Tan sagrada como el huitrú, ese caldén que poblaba el desierto y lo convertía en protagonista del País del Monte. Un fuego chisporroteaba en las cercanías del toldo del cacique y a su lado, Panghitrus escuchaba al Vuta Payné, cubierto con la matra desde la cabeza a los pies, abrigándose la espalda, previniéndose del frío de la noche, e instruyendo al pequeño rankel con sus conocimientos. La verdad de la creación está en el libro de la naturaleza. En sus razonamientos, Payné volvía una y otra vez a la armonía que significa vivir sintonizando todas las acciones humanas con la madre tierra. ¿Cómo captar la creatividad del Maestro en cada una de sus manifestaciones? Solo con espíritu sabio, puro y amoroso se logra captar esa creatividad. Y como decía Payné, en forma reiterativa: solo quien ama crece y se eleva. Solo quien ama su cultura puede honrarla, respetarla y transmitirla en el cielo de los tiempos. Los rankeles, habitantes desde siempre de aquellos territorios, eligieron para comunicarse los cuatro elementos esenciales: Tierra, Agua, Fuego y Aire. En ellos, el Gran Padre, teje la red de la vida. La mapu era el tema principal y le advertía que Dios le había dado instrucciones para vivir en ella. -Chachao Wentrú me dijo: mira el disco luminoso, de fuego ardiente, que se levanta todos los días por encima de los pastos. Observa como cruza por encima de tu cabeza y te señala el mediodía. Finalmente síguelo por la tarde, cuando baja y se esconde detrás de las lagunas. Descubre como pinta el cielo con la sangre del calquín y a las nubes con capullos rosados. Cuando alumbra de día, permite que la tierra se cubra de verde y los pastos se conviertan en el alimento para las caballadas y los rodeos. Cuando 182

se ausenta por la noche, llega la humedad a la tierra y es posible pensar en mejores pastos para mañana. Tienes que ser como el sol. Levántate temprano y no te acuestes tarde. Observa por la noche a la gran lumbrera. Admira a esa luna redonda y perfecta. Como ella, debes brillar en la oscuridad, con la luz de tu razón podrás perforar las tinieblas. Y como ella, te debes someter a la luz mayor...” fueron palabras que resonaron en la noche como una sentencia en los oídos atentos de los hijos del Vuta Payné. El chistido de la lechuza que buscó la rama más alta de la jarilla, le sirvió a Zorro Celeste para levantar la mano derecha hasta la altura del hombro y musitar: -ser como los pájaros, comer, cantar, beber y volar...y ¿como podría yarquén –mucú(14)-vivir sin el alimento que le proporcionan los árboles y la tierra? Chachao Wentrü lo pone a su disposición para que sea feliz... – Enseguida señaló una flor amarilla que asomaba cerca de unas piedras, y sin abandonar su posición de jefe sentado junto a los suyos, recordó que para vivir en la mapu se debe imitar a las flores, enamorarse del sol pero ser fieles a sus raíces. Y casi adormilado, por el frío, a pesar de la mantra, el hijo de Payné escuchó que su padre le decía: -También deberás ser como el agua, buena y transparente. Pero por sobre todas las cosas, deberás ser como el cielo, la morada de Chachao Wentrú, del Dios Bueno, que nos cuida, nos protege y bendice.

Del Valor de la Palabra que Dice El Rankel -No hables mucho- le recomendó el Vuta Payné al pequeño Zorro. Y agregó: -hablar y callar. Esa es la clave. Porque hablar es fácil, pero ahorrar palabras requiere prudencia y dominio. Una palabra bien dicha equivale a todo un discurso. Y si hablas en el momento justo, es decir, oportunamente, estarás acertando. El cristiano habla demasiado y por eso se equivoca demasiado. No lo imites. Promete mucho y no cumple. No lo imites. Alguna vez, deberás hablar ante la injusticia, para eso se necesita valentía. Hablar ante la injusticia es como lancear a varios winkas en un combate. Y si hablas para rectificar, eso será un deber que necesita ser cumplido. Cuando ayudes a un peñi, estarás mostrando que tienes su misma sangre. Los rankeles hablamos siempre con sinceridad. Y eso es rectitud. Cuando un rankel dice cosas que no son ciertas, es porque su corazón se ha corrompido. Para decir cosas que no salen del corazón, están los winkas. Ellos no son sinceros. Los Rankülches evitamos hablar de nosotros mismos. No somos vanido14 Yarquén –mucú- es lechuza en lengua rankulche, hace referencia al pájaro de la noche o pájaro de las tinieblas. 183

Héctor Pablo Ossola

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sos. Es importante buscar restituir la fama. Eso es ser honrados. Pero hablar por hablar, para aclarar chismes o tonterías de mujeres, eso es estupidez. No es lo mismo hablar para disipar falsedades, porque eso es de conciencia. El que habla debiendo callar, es un necio. Chachao Wentrú nos dio la lengua para decir lo que corresponde; no para decir mentiras. El winka dice mentiras. El winka dice que Dios le enseñó “no mentirás” pero el winka se olvida de lo que le enseñó Dios y miente. Se debe hablar para decir la verdad. Callar las propias penas es sacrificio y es ser humilde y evita llevar al toldo de los otros el dolor que nos causan nuestras penas. Un lanzazo en un hombro o en el pecho, duele. Pero callar ese dolor es una muestra de hombría y de integridad. Callar el dolor es ser toro. Así como todas las cosas tienen un comienzo, también entrañan un final. El Gran Payné murió en una fría noche de julio de 1847. Payné Gnerr había nacido alrededor de 1780 y se lo recuerda como uno de los mayores caciques rankulches que comandaron la nación desde Leuvucó. Había sucedido a su padre en el mando y mientras tanto, el cacique Pichuin estaba al frente de la agrupación rankelina que existía en Toay y Poitahué. ¿Cómo era Payné? Se trataba de un indio de gran corazón. Su gente coincidía en que se trataba de un ser generoso y por eso se había ganado el respeto y el cariño de todos. Había quedado viudo de varias de sus esposas, pero siendo un hombre ya viejo, conservaba cuatro mujeres. Tres matronas y una anciana. Decían en la tribu que su esposa anciana había sido su primera mujer y con ella había tenido varios hijos. Su descendencia se conformaba de indios fuertes y considerados por el resto de la nación rankelina. A tanto llegaba el amor y el buen trato de Payné a su primera esposa, que le permitía habitar en una toldo donde era atendida por otras indias .Incluso era visitada por su hijos que le traían regalos y la rodeaban de atenciones. También llegaban hasta el toldo de esta “primera dama rankulche” los nietos y bisnietos que se esforzaban por hacerla dichosa en sus últimos años, habiendo escapado siempre al influjo de Weucufú –el espíritu malo- lo que la constituía en una buena consejera para sus nueras a las que les solicitaba que fueran buenas madres, así como eran buenas esposas. Tal vez lo más importante en la sabiduría de esta dama, estaba en el conocimiento que tenía sobre el demonio y sus emisarios, pues, decía, se trataba de sujetos que se cubrían con piel de pobres para ver quien los despreciaba o negaba algo. La venganza de esta gente era darle a las criaturas, oñapué, un veneno que terminaba haciendo un daño terrible y que obligaba a los padres a derramar lágrimas por tanto dolor.

¡Cómo no iba a sentirse feliz esta anciana si sus hijos eran unos mocetones que “pintaban” tan brillantes como su padre!. Ahí andaba Calvaiú, y sus hermanos Panghitrus, Wenchu gnerf, Epugner y una hija Wenei gnerr, casada con Wenchuil (aunque algunos historiadores sostienen que Payné eligió a una cautiva cristiana para engendrar a Epugner). Murió Payné de un ataque al corazón. Pero Calvaiú sostuvo, junto con otros indios, que todo había sido por culpa de las brujas y organizó de inmediato una limpieza de mujeres que estaban relacionadas con las agorerías y las prácticas demoníacas. ¿Qué había desolación entre los rankeles? ¡Y cómo no! El Zorro Celeste había muerto y su hijo, también sucesor, Calvaiu, no tuvo mejor idea que llevar a cabo las exequias con una procesión de seis kilómetros, hasta llegar al lugar de la tumba. Cada dos kilómetros, el sucesor del Vuta Payné asesinaba ocho mujeres mediante un bolazo en la nuca. Así, cayeron inmoladas dos docenas de indias “como castigo a las brujas que habían influido en la muerte del cacique”.

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Calvaiú Nüru o Galván, Zorro Recolector de Garbanzos Calvaiú Guor, el feroz y legítimo heredero de Painé, experimentó el dolor de la pérdida y realizó mil juramentos sobre el cadáver de su padre. El Zorro Recolector de Garbanzos, reunió a unos bravos, la flor y nata de los guerreros rankeles, y recorría las tribus haciendo valer su nombre y el de su progenitor. Algunas de las mujeres que compartían el toldo de Mariano se animaron a escarbar en la historia de los zorros, intentando descubrir las razones que existieron para que “El Recolector de Garbanzos” resultara tan distinto al “Cazador de Leones”, que para bien de todos, gobernaba a la nación mamulche con habilidad y sobrada inteligencia, manteniendo la paz con los winkas y una reserva satisfactoria de alimentos para las tribus. En realidad, Galván era un indio que mientras estuvo vivo, se preocupó por llevar a cabo un maloqueo casi permanente por las estancias y los poblados de la frontera y cobrando por ello algún botín interesante que repartía a medias con sus lanceros. Cuando regresaba a Leuvucó después de corretear las pampas, trataba de mirar entre los suyos quien podía andar jugando a dos puntas. Era desconfiado porque las acciones que llevaba a cabo no eran del todo justicieras. El solo hecho de haber muerto mediante una explosión de un cajón de municiones y el cañón abandonado por Rudesindo Roca en un páramo sin agua y vegetación achaparrada, decía bien a las claras que ese cacique no paraba de andar

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haciendo de las suyas mientras el resto de las tribus vivían con la preocupación –muy justificada- de la falta de carne y vestimenta. La pobre Pichicurá, una joven rankel de trenza larga y renegrida, lloró amargamente su desaparición. Pero en cambio no lo lloraron las familias de las inocentes mujeres que Galván liquidó mediante un bolazo seco en la nuca, durante las exequias de su padre Payné Guor. El bárbaro les echó la culpa de ser las causantes de la muerte del cacique general, por el solo hecho de ser viejas y horriblemente feas. Entre las treinta y tres mujeres que seleccionó para cumplir con tan atroz disposición, estaba su propia madre. A último momento, no se sabe por qué razón, la dejó a un lado y mató a las otras treinta y dos. Meinrado Hux sostiene que la razón fue que el propio Payné la consideró y respetó, al punto de mantenerla en un toldo cerca del suyo, por haber sido una excelente madre y muy buena esposa. Jamás hubo después, en Leuvucó, tantas gritos desaforados, tantos chillidos histéricos, no solo de las lloronas sino de las mujeres que serían ajusticiadas y que pedían la reconsideración de la pena, por ellas mismas, por sus hijos y sus familias. Juzgado desde el punto de vista de los blancos, cualquiera puede preguntarse: ¿Qué locura le sobrevino a este hijo de Payné para caer en semejante desvarío y cometer tan terrible desatino? Se hicieron cuatro paradas mientras se transportaba el cadáver del Vuta Payné a su tumba. Y en cada parada, Galván reunía ocho mujeres y las despachaba al otro mundo con un bochazo seco en la cabeza. Sobrevino una especie de temor, de un miedo irrazonable por lo que iba a suceder a las tribus bajo el cacicazgo de Galván.. Nadie mejor que su propia familia para describir al primogénito de Payné, ya que Epugner, el cuarto hijo varón de Zorro Celeste, no estaba convencido de que el carácter y el modo de ser de Calvaiú, fuera el más indicado para ser un buen sucesor de su padre, el cacique valiente y arrojado, capaz de frenar el avance de los blancos y conducir con acierto a las tribus de la nación india. Al parecer Galván era díscolo, autoritario, severo. Contaba con un séquito de adulones que lo seguía por todas partes y en repetidas ocasiones provocaba a las avanzadas de los blancos para conducirlos a una trampa y aniquilarlos. En más de una ocasión debió escapar de los entreveros al verse superado en número, especialmente con las patrullas de reconocimiento del coronel Emilio Mitre. Debió sostener Calvaiú serias discusiones con su padre, con sus hermanos, con otros caciques de la nación rankel, pero no obstante, llegado el momento de la muerte del Gran Payné, asumiría el cacicazgo de todas las tribus de Leuvucó y provocaría el terror entre las pobres mujeres, con la increíble y sanguinaria organización de las exequias de su padre.

Poco después de las honras fúnebres, partió de cacería por las praderas en busca del sagrado avestruz blanco, cuya muerte significaba fortuna y gloria para quien conseguía llevarlo hasta su amada. Calvaiu necesitaba de la fama que podía prodigarle una caza de esta naturaleza, para llegar a contar con ascendencia en las tribus. La india merecedora del trofeo era una hermosa mujer de oscura y larga trenza que se deslizaba por su espalda hasta la cintura. Realmente estaba enamorada de Galván y hacía caso omiso de cuanto le rumoreaban sobre la locura que podía asaltarle a su futuro marido. Ella también estaba esperanzada en que el cacique regresara con el famoso avestruz albino. Dos rankeles hicieron todo el ruido posible para sacar de entre los árboles a los avestruces que se guarecían en bandadas por esos lugares. Calvaiú observó con atención aquellos hermosos ejemplares que corrían más rápido que sus propios fletes, pero no podía descubrir al buscado avestruz de plumas blancas que debía liquidar y convertir en trofeo para obtener la riqueza y la fama, semejante a la que orlaba la vida de su padre. Muy inclinado a creer en estas mágicas circunstancias, pregonadas por las machis, las viejas de las tribus, el cacique volvió a enroscar las lakes en su cintura. Más adelante, Calvaiú sofrenó a su rocío y echó pie en tierra, imitándolo una treintena de lanceros que lo acompañaban en la cacería. Había descubierto una vieja pieza de artillería abandonada por los winkas en sus incursiones por los campos del territorio de los indios. También descubrieron dos tumbas cristianas. Todos rodearon aquel artefacto y aunque les resultaba extraño, eran sabedores que se trataba de un arma mortífera en los ataques que los winkas sostenían con los indios. ¿Por qué la habrían dejado en ese lugar los blancos? ¿cómo funcionaría ese endiablado aparato salido del vientre de Huecubú y que mataba a tantos de un solo disparo? Rodearon el cañón y comprobando que permanecía tan inmóvil como en el momento de haberlo descubierto, se animaron a tocar con sus manos aquella arma que tantas lanzas destruyera en repetidos encuentros. Calvaiú descubrió la mecha y el yesquero a un costado del tubo. Hizo funcionar el pequeño artefacto hasta lograr una llama entre rojiza y azulada. El resto de los guerreros, se alejaron unos pasos. Especialmente, cuando el hijo de Payné, acercó la llama a la mecha y se llenaron de admiración ante el chisporroteo azulado que se tragaba aquel pedazo de soga con pólvora. En el rostro de los ranqueles hubo estupor al principio, pero después sonreían como niños que se regocijaban por haber descubierto el funcionamiento de tan apasionante juguete. La mecha llegó hasta el final y la explosión fue terrible. El cañón, que fue abandonado por sufrir un atascamiento, se convirtió en una lluvia

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asesina de esquirlas disparadas hacia todas las direcciones y como si fuera poco, estallaron las municiones de un cajón cercano. La onda expansiva, tumbó a los guerreros que rodeaban a la pieza de artillería. Calvaiú voló varios metros con el pecho destrozado y treinta lanceros más fueron muertos con la explosión y las trozos de hierros que se proyectaban por doquier. Más allá, cerca de los caldenes, rodeado de ejemplares menores, un enorme y poderoso avestruz blanco, observaba la columna de humo que se elevaba al cielo.

Mariano Rosas Asume como Cacique General de Todas las Tribus El indio que asumió la conducción de la Nación Mamülche no era un cacique improvisado. Mas bien se trataba de un hijo de las pampas tan ilustrado como cualquier otro político que en esos tiempos tenía su buffet en Buenos Aires y contaba con una maquinaria bien aceitada para anudar las relaciones. Como hombre que vivía en contacto con la naturaleza, sobresalía por sus habilidades y destrezas, en tanto que como dirigente, tenía a su favor que manejaba con absoluta limpieza el idioma de los blancos y conocía a fondo las costumbres y la forma de pensar de los cristianos. Nadie describió a Mariano Rosas como el coronel Lucio V. Mansilla, que lo visitó durante su famosa excursión. Al respecto dice que el cacique tiene “una negra cabellera larga y lacia, nevada ya, que cae sobre sus hombros y hermosea su frente despejada, surcada de arrugas horizontales. Unos grandes ojos rasgados, hundidos, garzos y chispeantes, que miran con fijeza por entre largas y pobladas pestañas, cuya expresión habitual es la melancolía, pero que se animan gradualmente, revelando entonces orgullo, energía y fiereza: una nariz pequeña, deprimida en la punta de abiertas ventanas, signo de desconfianza, de líneas regulares y acentuadas: una boca de labios delgados que casi nunca muestran los dientes, marca de astucia y crueldad; una barba aguda, uno juanetes saltados, como si la piel estuviese disecada, manifestación de valor y unas cejas vellosas, arqueadas, entre las cuales hay siempre unas rayas perpendiculares, señal inequívoca de irascibilidad, caracterizan su fisonomía bronceada por naturaleza, requemada por las inclemencias del sol, del aire frío, seco y penetrante del desierto pampeano. Mariano Rosas se viste como un gaucho, paquete pero sin lujo. A mi me recibió con camisa de Crimea, mordoré, adornada de trencilla negra, pañuelo de sea al cuello, chiripa de poncho inglés, calzoncillo con fleco, bota de becerro, tirador con cuatro botones de plata y sombrero de castor fino, con ancha cinta colorada”. 188

Quedan bien de lado los historiadores que hacen hablar al cacique recordando las formas bárbaras de algunos indios que apenas conocían “la castilla” para expresarse. La ilustración que le proporcionó su padrino fue aceptable y junto con ella, el aprendizaje de ciencias como la astronomía y la geología lo plantaron ante el mundo de aquellos tiempos, como un hombre de las dos culturas. Discrepaba en materia de historia con los que intentaban pintarle la llegada de los blancos a estos territorios antes que los propios rankeles. No admitió nunca el origen europeo de las vacas y el caballo, a los que consideró americanos de toda la vida, y se dolía cuando era tratado de ignorante, como aconteció con el propio coronel Mansilla en momentos de llevar a cabo una explicación, nada menos que ante el gran consejo. ¿Recapacitó, Mariano, sobre estos asuntos que tocaban de cerca a su formación intelectual o se quedó para siempre con sus convicciones y errores? Es muy probable que haya rumiado, como solía hacer con aquellas cuestiones que no entendía del todo y volviera luego con otros argumentos, aceptando las disquisiciones apuntadas. Al menos, fuera del Gran Consejo, aceptaría las nuevas verdades, para no tener que admitir ante sus indios las revelaciones que se inclinaban a favor de los winkas. Un aspecto que es conveniente tener presente para no caer en confusiones, es el que se refiere a la legitimidad del cacicazgo de Mariano Rosas. ¿Hasta dónde lo amparaba la ley, en materia de producción de actos de gobierno, con relación a su pueblo y a las relaciones que entablaba con los winkas? La respuesta, probablemente, estaba en el liderazgo ejercido por este hombre tan singular como de fulgurantes antecedentes en materia de mando. No solo era aceptado como jefe indiscutido entre su propia gente, sino que los cristianos también lo reconocían como una autoridad constituida con quien se podía negociar y hasta firmar un tratado. Mariano le tenía un gran respeto a su padrino y sostenía que todo lo que sabía se lo debía a él. Pero ante la invitación a visitarlo, consultó a las agoreras de la tribu y como el presagio era sumamente negativo, el hijo de Payné juró no dejar jamás sus tierra. Ni siquiera cuando la viruela hizo estragos entre su gente. El gobierno nacional le ofreció trasladarlos, pero él se negó a aceptar esa solución. En 1858, dos años después de haberse fundado el Fuerte Constitucional, Mariano asumió el cacicazgo como lanza mayor de todas las tribus. Pertenecía a la dinastía de los zorros y contaba a su lado con dos grandes caciques: Mari-Có Gualá, más conocido como Baigorrita, y Nahuel, llamado Ramón Platero. Los respetaba y era respetado. Sobresalió como un gran conductor en la guerra contra el winka. Lo cual no le quitó méritos a su entrega hospitalaria, especialmente con las familias unitarias que escapaban de los federales. Cuando lograba pactar extensos periodos de paz, se favorecía con el fomento de la siembra de trigo y manejo de grandes 189

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rodeos. El propio coronel Mansilla, en calidad de comandante de fronteras, para llevar a feliz término su famosa excursión a los indios rankeles, se internó en territorio indio llevando tan solo un grupo reducido de soldados (dieciocho) a manera de escolta, no le hacía falta más, porque sabía que Mariano lo protegería a lo largo de la marcha, con el fin de entablar el diálogo y firmar un tratado de paz con las tribus, siendo la lanza mayor de todos los rankeles del Mamüll Mapu, el signatario. Tras la muerte de su hermano Calvaiú Nüru, de triste recordación para los suyos y conocido como Galván, Mariano asumió en calidad de cacique general de la Nación Mamülche. De aquí en más habría de inaugurar un tiempo de buenas relaciones con los winkas y se convertiría en un incondicional corresponsal de los padres Marcos Donatti y Moisés Álvarez. Ambos franciscanos trabaron una fuerte relación de amistad y simpatía con el cacique cuando Mansilla llegó hasta el corazón del País del Monte para firmar el famoso tratado. Una vieja tradición entre los indios, se volvió un protocolo insalvable para determinar si un individuo cumplía con los requisitos indispensables para ser proclamado ghúlmen o cacique general. Esa tradición contemplaba aspectos referidos a los orígenes, que en el caso de Mariano, estaban más que justificados, ya que se remontaban a la prestigiosa dinastía de los zorros. También las virtudes y habilidades del candidato, tales como una vida vigorosa y ornamentada con la decisión valiente de enfrentar los problemas de cada día. Pero ocurría que Mariano, a todo ello sumaba una habilidad extraordinaria para las tareas rurales, tanto para la agricultura como para la ganadería, sin lugar a dudas aprendidas en los años en que estuvo bajo la protección de su padrino. Y como si todo esto fuera poco, en este aborigen sobresalía un estilo magnífico para la diplomacia y una oratoria que muy pocos podían mostrar como él. Difícilmente alguien conocía como Mariano acerca del mundo de los blancos, por cuanto hablaba y escribía correctamente el castellano y esta inteligencia lo colocaba, más allá de cualquier duda, en condiciones inobjetables para tomar el mando y mantener un equilibrio armonioso con los dos formidables caciques rankeles que le seguían en jerarquía: el jefe de las tribus de Poitahué, el nieto de Yanketrus, Baigorrita-Gualá, hijo de Pichun-Gualá, y otro cacique: Nahuel, también conocido como Ramón El Platero, con sus toldos en Quenque. Por más que las parcialidades aborígenes que conformaban el Mamüell Mapu mantenían sus tradiciones y se proclamaban seguidoras de las voces de los abuelos, todas respetaban las decisiones de los lonkos en el Tantum y la proclamación de Mariano Rosas como cacique general, no era más que una demostración de esa disciplina y ciencia que les venía desde el fondo de los tiempos. Ellos sabían que un rankel elegido para conducir todas las tribus, si carecía de las herramientas imprescindibles para gobernar, podía equivocarse de plano y traer, en consecuen-

cia, un daño irreparable para su gente. A su vez, el hombre elegido, era consciente del papel que le tocaba desempeñar ante sus indios. Pese a convivir con los blancos durante tanto tiempo y conocer y haber practicado sus costumbres y sus hábitos, se cuidaba muy bien de hablar siempre en rankel y vivir tal cual viven los indios, en tanto y en cuanto estuviera en tierra Mamülche. Gente del gobierno le había querido construir una casa de ladrillos, para que los demás integrantes de las tribus vieran a su jefe como un sujeto de mentalidad avanzada, que adoptando el modernismo de los blancos para vivir mejor, abandonaba las costumbres de sus padres y abuelos. Pero Mariano rechazó de plano el ofrecimiento. Preferir una casa de ladrillos antes que un rancho o un toldo, era mostrar blandura, ser un flojo, un simple imitador de los winkas, tener un espíritu ajeno a la tradición más pura y venerada por su gente. Mariano Rosas fue proclamado cacique mayor por unanimidad. Nadie se opuso a su asunción como lanza mayor de la Nación Mamülche. Y debutó arreglando los desaguisados de su finado hermano Galván, especialmente los referidos a las relaciones turbulentas entre los rankeles y los gobiernos criollos, y lo hizo con un sinfín de idas y venidas, tratados y convenios, arreglos y rupturas y vuelta a negociar para sostener la paz a toda costa. Los representantes de los gobiernos provinciales y nacionales que llegaban hasta el toldo del cacique general, lo hacían a veces para pedir disculpas, otras para mostrarse ofendidos y con necesidad urgente de reparación del daño causado por los indios, que según ellos, eran los únicos culpables de algún perjuicio, y otras veces, se apersonaban los funcionarios del gobierno para suplicar algo muy distinto. Se trataba de convencer a Mariano que dieran apoyo a tal o cual candidato, haciendo intervenir a las tribus en las disputas internas, en que frecuentemente, caían los partidos políticos o los bandos enfrentados para sujetar el poder del naciente Estado argentino. Hacía falta mostrar, ante semejante estado de cosas, más que habilidad, la astucia del buen negociante, que puede tratar con todos sin caer en las trampas que se tendían por un lado y por otro. Mariano sabía de las mentiras y ardides de que se valían los cristianos y sabía también que caer en un engaño resultaría fatal para la nación india. Porque después era muy difícil o imposible zafar de él. Era jugarse el destino de un pueblo apremiado por las urgencias, que necesitaba subsistir ante la avasallante y afiebrada marcha de los blancos por los campos de Tierra Adentro. Los blancos, movidos por el diabólico, codicioso y envilecido espíritu de extender sus dominios territoriales, se abalanzaban como tigres enceguecidos, sin importarles la presencia de las comunidades libres y el acervo cultural que representaban. Todo vale para cumplir con ese objetivo: si hay que mentir, se miente, Si hay que matar, se mata. Si hay que vender el alma al diablo, se la vende. Y Mariano cono-

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cedor de semejante “espíritu de negociadores” los trataba y medía con una vara de estricta justicia.

Hablar con Franqueza, No con Agachadas... Desde que Mariano había asumido como cacique general de todas las tribus, no fueron pocos los que pretendieron engatusarlo para quedarse con las tierras sureñas. Los winkas echaban mano a cualquier artimaña con tal de arrancarle la firma a la lanza mayor de los rankeles y pavonearse después con un tratado donde los indios debían abandonar sus campos y comenzar otro exilio, para alcanzar las comarcas ubicadas al sur del río Negro. Cuando el Zorro Cazador de Leones se reunió con el coronel Mansilla, ya estaba curtido en esto de tirar y aflojar en las relaciones. El militar le había solicitado, entonces, que cediera la posesión de tierras al gobierno de la Nación. Y Mariano, apelando a una diplomacia de la mejor estirpe europea, le advirtió al coronel que los indios eran muy desconfiados. Conocedor de esa actitud por parte de los rankeles, Mansilla le contestó que eso ya lo sabía, pero que no debía desconfiar del Presidente de la Nación, porque es con él con quien ha llevado a cabo estas paces. De inmediato, el cacique le preguntó si podía asegurarle que se trataba de un buen hombre. Y Lucio Mansilla no tuvo más remedio que afirmarlo, que asegurarle que el Presidente era un buen hombre. Es en ese momento, en que Mariano Rosas, arremete con todo su discurso y lo deja sin palabras al enviado del Poder Ejecutivo: - -¿Y para qué quiere tanta tierra cuando al sur del río Quinto, entre Langhelo y Melincué, entre Aucaló y el Chañar, hay tantos campos despoblados? El coronel apela a sus fundamentos militares, porque no queda otra cosa. Le explica a Mariano que es para la seguridad de la frontera y para que el tratado de paz tenga pleno funcionamiento. Arguye que se ve como conveniente que a espaldas de la línea de fronteras existan por lo menos 15 leguas, esto es, una franja de 30 leguas donde los indios renuncian a levantar sus toldos y renuncian a bolear avestruces cuando les vienen las ganas sin contar con el pasaporte. ¿Qué podría haber dicho Mariano a semejante teoría? Algo sencillo. Algo muy breve. La tierra era de ellos. Eso de las 15 leguas atrás y las 15 leguas adelante es una tontería. Es entonces en que Mansilla permite la entrada en escena de las ideas inculcadas en la escuela militar: la tierra es de quien la produce. Además el Gobierno compraba, no el derecho a ella, sino la posesión, porque después de todo, en alguna parte debían aposentarse los indios para vivir.

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Mariano miraba a su interlocutor como un clásico winka insensible, sin ninguna relación con la madre tierra. El concepto de producción era una idea utilitaria, propio de los que han ido abandonando las emociones del corazón, para abrazar conceptos que se alejaban de la unicidad, especialmente con la mapu, con la tierra. No era de extrañar entonces que contestara a Mansilla, su compadre, echando mano a la historia, diciéndole que hacía muchos, pero muchos años, que los indios vivieron en esos campos entre el río Cuarto y el río Quinto, y por lo tanto, todos esas tierras eran de ellos. Mansilla insiste en sus conceptos liberales, clara influencia del afrancesamiento que comenzaba a calar hondo en el país: el hecho de vivir o de haber vivido en un lugar, no constituye dominio sobre él. La réplica de Mariano no se hizo esperar: si él, el coronel Mansilla, se fuera a establecer entre los indios, el pedazo de tierra que usara como hábitat, sería de él. Pero el militar está anclado en sus ideas que nada tienen que ver con una pertenencia a la mapu. Como lo es el indio. De otra forma, no se entiende. Es un desdoblamiento. Por eso, cuando Mansilla le pregunta al cacique si ese pedazo de tierra que ocuparía pudiera venderlo a quien se le diera la gana, más que ofensivo, para el indio resulta denigrante. Vender la tierra es como vender a la madre. Y ya cansado de confrontar verbalmente con su hermano winka, le ruega, humildemente, que le diga la verdad. Y como Mansilla piensa que el cacique ha interpretado todo como una mentira, enfatiza la respuesta: -Le he dicho a usted la verdad- Una vez más, Mariano Rosas debe pedirle a su interlocutor que aguarde un momento. Revolviendo en un cajón que hace las veces de archivo en el toldo del cacique, extrae una hoja de La Tribuna, un diario de la tarde de Buenos Aires, donde ha recuadrado un artículo que al parecer, consideró de gran importancia y se lo dio a leer al militar que lo visitaba. A Mansilla, gran lector de periódicos, le bastó con echar un ojeada lo que le señalaba el cacique para decirle que ya sabía de que se trataba, era sobre el ferrocarril interoceánico. El camino de hierro que uniría el Atlántico con el Pacífico. Y cuando se lo devolvió a Mariano, diciéndole, ya sé de qué se trata, la pregunta fue incisiva: y entonces, ¿por qué no me habla con franqueza? Otra vez, Mansilla se queda sin palabras y repite “¿cómo franco?” ‘por lo que el cacique tiene que volver sobre el tema y decirle que el gobierno quiere comprarle las tierras para que pase el ferrocarril por el Cuero. Mansilla está desarmado. No le queda más remedio que hacer una pregunta estúpida: -¿y qué daño le puede resultar esto a los indios?Será Mariano quien tome la palabra para anticiparle a Mansilla todo lo que habrá de suceder (y en verdad sucedió así) que después que se tiendan los rieles de las vías, los cristianos van a pedir más campos y los van a echar del lugar en donde ahora están habitando y tendrán que irse a vivir a los territorios entre el río Colorado y el río Negro, donde los lugares no son buenos. 193

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Mansilla no sabe que decir a esto así que simplemente arguye que eso no habrá de acontecer si ellos, los indios, cumplen con honradez la paz que han firmado. No podría haber elegido una frase tan desacertada, porque Mariano le replicó enseguida que no era así, ya que los cristianos están diciendo que es mejor terminar con los indios de una vez por todas y que no quede ni el olor de los rankeles en las tierras del sur.

Así era Mariano Rosas, Según Mansilla Cinco esposas compartían su toldo y nueve hijos se movían en derredor. Siendo cacique general de los rankeles, confesó el coronel Mansilla que conserva “el más grato recuerdo de veneración por su padrino”. Se refería a don Juan Manuel de Rosas, cuando lo tuvo como peón en su estancia “El Pino”. Todas las palabras que habló Paghitrus de su protector, fueron de respeto y sostenía que “cuanto es y sabe se lo debe a él. Que después de Dios no ha tenido otro padre mejor, que gracias a él sabe como se arregla y compone un caballo parejero, como se cuida el ganado vacuno, yeguarizo y lanar, para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación; que él le enseñó a enlazar, a pialar y bolear a lo gaucho, que a más de estos beneficios incomparables le debe el ser cristiano, lo que le ha valido ser muy afortunado en sus empresas”. Es probable que nunca haya habido un cacique que conociera tan bien el proceso productivo de la tierra. Porque si bien fueron los blancos quienes le regalaron la sabiduría rural, ninguno como Mariano Rosas manejó los campos con tanta habilidad y consiguió los mejores rindes en las cosechas. No puede dejarse de lado el hecho de que siendo rankel, tratara a la mapu como a su madre, se identificara con la tierra como lo hacían los de su raza, y en ese respeto y cariño por la ñuque mapu (madre tierra), consiguiera como regalo un maravilloso obsequio por parte de la naturaleza, consistente en un rédito difícilmente alcanzado por otros productores y hacendados. Se dedicó con ahínco, se podría decir que casi con pasión, a invertir en la tierra todo cuanto había aprendido en la estancia El Pino. El trigo surgió con generosidad en sus campos y las pasturas sobreabundaron para la alimentación del ganado que llegó a multiplicarse hasta alcanzar lo suficiente para el consumo de las tribus y vender los excedentes a buen precio a los compradores que pululaban por aquellas comarcas. En 1864, cuando Juan Gregorio Puebla, con Gallardo y otros blancos renegados, llegaron con un malón hasta Villa Mercedes, pelearon por dos horas contra el grupo de soldados que defendía a la población, bajo el mando del coronel 194

José Iseas. Tras salir derrotados, los rankeles emprendieron veloz retirada hacia el desierto para no volver jamás a invadir la región. Se equivocan los que sostienen que los aborígenes llegaron con Mariano Rosas a la cabeza. El Zorro Cazador de Leones permaneció en sus toldos de Leuvucó y nunca se movió de su cuartel general, hasta que murió contagiado de viruela en 1877. ¿Qué se puede decir acerca de la conducción que ejercía el Zorro Cazador de Leones, en medio de aquellos malones, tanto de parte de los indios como de los blancos, en medio de aquellos rumores de invasiones, tanto de indios como de blancos, en el fragor de aquellas peleas políticas, de aquellos tiempos tan difíciles como incomprensibles y envolventes para la Nación Mamülche? Se puede decir que en las tribus había liderazgos. Había estilos y procedimientos que seguir. Había costumbres y todo cuanto rodea al poder. Estaba claro que un militar argentino como Lucio V. Mansilla, en 1869, recibió como instrucciones especiales, apaciguar a los rankulches, con el fin de mantener aislado, tanto política como militarmente a Kalfukurá. Y con esto queda demostrado que la Cordillera con sus lagos y volcanes, jamás fue una frontera para el mapuche. Por otra parte se muestra con absoluta claridad las similitudes del proceder y el comportamiento con el winka, cuyo basamento estaba en un discurso donde se situaba “el quienes son” frente a la otredad y los intereses que devienen. Por supuesto, en esto se diferenciaba el winka y el indio como el día y la noche.

Margaritas para Los Chanchos... Por más diplomáticos que pretendían aparecer, ciertos individuos que convivían con los rankeles no comprendían al cacique general. Tal era el caso del “Potrillo” Carmona, un blanco renegado que como tantos otros, se fueron a compartir su existencia con los indios. Claro que la mente retorcida y conflictuada por tantos y tantos hechos reñidos con el orden y la razón, tornaban incompresible la línea discursiva de un hombre como Panghitrus Nüru y por más esfuerzo que hiciera la empobrecida razón del blanco, aparecía lisa y llanamente como idioma de otro mundo. -No voy a la incursión contra Villa Mercedes, que encabeza Puebla, porque no hay mucho dinero para repartir después.... – pretendía justificarse Carmona. Enseguida, al ver que no había respuesta por parte de Mariano Rosas, que seguía mirando imperturbable la partida de algunos guerreros, “El Potrillo” volvía a la carga, con la intención de hacerse notar por el cacique y quedase en claro su negativa a participar del malón: -Porque además de no haber dinero, el malón parece más un ajuste de cuentas que una necesidad de ir a buscar recursos, haciendas y cautivos. Si Puebla tiene ganas de pelear, allá él... prefiero quedarme en la toldería...195

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Mariano dio una vuelta al lazo que tenía entre las manos, otra vuelta y otra más... y finalmente lo sujetó firmemente para que no se desarmara y se dispuso a colgarlo de un gajo de algarrobo, cerca de la enramada de su toldo. Carmona lo siguió a dos pasos de distancia mientras seguía con su justificación: -Por otra parte me parece una barbaridad llevar semejante cantidad de lanzas de guerra, para incursionar en una población que apenas tiene una guarnición del 4 de Caballería de Línea para defenderse. Que no me venga a decir que todo este preparativo en Médano Colorado ha sido para afinar los detalles. ¡Vamos! ¿Qué detalles va a afinar? ¡si lo que quiere es atravesarlo de un lanzazo al coronel Iseas(15)! De pronto, el cacique general dio media vuelta y quedó frente al blanco. Sus ojos se clavaron en los de él y habló sin atropellar las palabras: -Es suficiente, Carmona. Usted sabe por qué se queda. ¿O quiere decirme algo?No...no...de ninguna manera. Le estaba explicando nomás...No es buena respuesta, Carmona. No es bueno como todo lo que usted hace desde este suelo donde se cobija, donde le hemos dado permiso para quedarse a vivir. Y sabe bien de lo que le estoy hablando. Su explicación no me compete. Porque usted estaba al tanto de que yo no aprobé este malón.-Es verdad. Usted no lo aprobó...por eso yo...-Entonces su explicación es un intento de querer congraciarse conmigo que no aprobé una incursión que no se necesita. Usted sí que la necesita. Porque usted es carroñero, como los jotes. Pero como hace unos días que no me habla porque anduvo robando animales en las cercanías de Chadileuvú, y sabe bien que merece mi reprobación, entonces quiere mostrarse como bueno, como alguien que coincide conmigo en las decisiones. Y usted conmigo no coincide en nada.-Vea, cacique, le doy la razón en eso de que anduve... este...buscando animales en Chadileuvú...¡Qué me iba a imaginar que eran de un pariente suyo! Créame que de haberlo sabido, ni me acerco a esa caballada. Pero quiero decirle que me he quedado en Leuvucó, para que sepa que no comparto lo que hacen Puebla y sus amigos...por otra parte... – Y aquí Carmona se quedó hablando con el viento, porque el cacique entró a su toldo y las dos lanzas de guerra que vigilaban la entrada se plantaron como estacas para no dejar pasar a nadie. 15 Mariano Rosas conocía al coronel Iseas. Obra en mi poder una copia de la carta que le enviara el cacique al jefe de la Guarnición de Villa Mercedes para aclararle algunos asuntos. De paso, aprovecho para destacar la excelente caligrafía de Panghitrus Guor....- 196

Al tomar conciencia de que su tiempo de hablar con Mariano había expirado, el “Potrillo” dio media vuelta y se fue. De regreso a su rancho, apenas si levantó la mano para saludar a otros blancos que estaban jugando a los naipes bajo un chañar, con un grupo de indios. Cuando llegó a su guarida, buscó un bote de aguardiente y tomó un trago casi interminable. Se arrellenó en un catre de campaña, le dio varias palmadas a una almohada mugrienta, y se quedó dormido.

Una Lección para Vigorizar el Alma... Los indios y algunos blancos renegados que convivían en la toldería de Leuvucó, se acercaron hasta el lugar para observar la actuación. Porque, a fuerza de ser sinceros, era una actuación la del cacique. Pero no una actuación gratuita, sino con una enseñanza importante. Montando un brioso carablanca, se lanzaba en carrera desenfrenada y tomando del brazo a un lancero arrodillado, lo levantaba de un solo tirón para depositarlo en el anca del animal y llevárselo sin detener la veloz arremetida. Algunos indios se llevaban las manos a la cabeza como expresando: ¡Qué habilidad! confirmando la destreza de Mariano, en tanto que los blancos reían y aplaudían, más como una corte de adulones, que de un grupo de gauchos sorprendidos por lo que veían hacer y que debían aplicar en caso de un entrevero. Ese era el objetivo del cacique mayor. Mostrarle a su gente cómo debían salvar a un hombre que perdió su cabalgadura y que podía ser ultimado en el maloqueo. Dos, tres y hasta cuatro veces se repetía aquello que por momentos se parecía a un número de circo, pero que en el fondo, todos sabían que tenía un significado crucial para la vida. En estas muestras y exhibiciones, el cacique no decía una palabra. Bajaba del caballo, caminaba en silencio, lentamente hacia la enramada de su toldo y respiraba profundamente para exhalar toda la columna de aire que guardaban sus pulmones. Al recibirle el lazo que le alcanzaba el hombre que conducía todas las tribus, Narciso Limay, un gaucho aindiado que le servía en el toldo, le manifestaba: -Eso estuvo bueno. Eso estuvo muy bien. Pero el cacique debió hablar y decirles que así debe hacerse... – Mariano se sentó en su sillón de cuero de carnero y mientras recibía un mate que le alcanzaba una china, a manera de respuesta dijo en forma cortante: -No siempre dice más el que más habla, sino que, a veces, dice más y mejor el que más calla....Narciso quedaba pensando en estas palabras y siempre caía en lo mismo. El cacique tenía razón. Si verdaderamente quería escuchar una perorata, podía hacerlo 197

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acompañándolo a una reunión del Gran Consejo, donde los caciques y capitanejos lo rodeaban y lo respetaban por su sabiduría. De inmediato, le informa que anduvo el “Potrillo” Carmona para conversar sobre asuntos de una hacienda, y que lamentaba no poder decirle más porque ese winka no se expresaba con claridad y daba vueltas a las cosas para hacerlas más difíciles. -Con lo dicho ya está entendido. No me corresponde saber más para cuando venga a hablar. Ya conozco el alma de ese ladrónAl escuchar al cacique, Narciso se tranquilizó pero también se sorprendió ante la dureza de los términos de Mariano. Al ver su rostro, el cacique advirtió el temor causado en el sirviente y completó la sentencia: -Mi padre, el Vuta Payné me decía: “quien pierde su integridad y su honradez lo ha perdido todo».Mariano tomó unos mates más y extendió la mano derecha para alcanzar las tres marías que estaban cerca del sillón, le dio al tiento varias vueltas en la cintura y salió con paso decidido. Con seguridad intentaría bolear algunas avestruces que andaban cerca. Le acercaron el carablanca y montó acomodándose para la caza. Miró hacia la laguna y se alejó, al trote manso, con dos indios que lo acompañaban en la salida. A eso de la caída del sol, regresó el cacique trayendo algunas avestruces cargadas en las ancas de los caballos de los indios que lo siguieron en la boleada.

Mariano respetaba la costumbre (o la ley) de entregar parte de las piezas cazadas a quienes participaron de la boleada. Los indios reconocían en el cacique un hombre cabal y por eso se acentuaba el respeto por su persona y las decisiones que debía tomar. Ellos se encargarían de asar la carne y repartir las presas. En la puerta del rancho, parado junto al barcino, lo esperaba el “potrillo” Carmona. Bombachas negras, una camisa de color claro y faja con rastra, se destacaban en el atuendo del hombre que levantaba su rancho en las cercanías de los toldos. Las botas que lucía el puntano eran codiciadas por varios indios, porque sabían que se las había robado a un soldado que murió defendiendo un puesto cercano a la Laguna del Cuero. Mientras el cacique desensillaba, el “potrillo” sacó de entre la faja negra una pitillera de buche de avestruz y diestramente armó un cigarro con una sola mano, sin que se le cayera ni una pizca de tabaco. Mariano se echó la montura al hombro y pasó al toldo sin mirar al blanco que encendía el cigarro. Narciso Limay, que le servía en la enramada, recibió la montura y la acomodó sobre un caballete. Una india le trajo un lavatorio con agua y una toalla. El cacique se lavó las manos y entregó los ele-

mentos a la misma india, en tanto que otra le alcanzaba un mate. Bastaron dos sorbos para que Mariano se sintiera entonado y preguntara: -¿Qué quiere Carmona?-Quiere hablarle sobre una hacienda... de esa que le dije antes de que se fuera usted de boleada...-Hágalo pasar-Dice Mariano que pase, Carmona-Gracias Narciso...permiso...¿cómo se encuentra cacique?. -Bien. ¿Qué lo trae por acá?. -Verá, Mariano... tengo unas vacas cerca del Chadileuvú, pero necesito ponerlas a resguardo, ya que los regimientos andan cerca y me las pueden llevar en cualquier momento. Quisiera que el cacique me diera permiso para mezclarlas con las que están cerca de la laguna...- refirió el “potrillo” mirando el techo del toldo. Mariano recibió otro mate y sorbió largamente la bombilla. Miró al “potrillo” y experimentó esa sensación característica que le causaban los hombres que no tienen palabra en el cumplimiento de sus actos y que cuando proponen algo, obligan irremediablemente a ponerse a resguardo para no ser víctima de alguna mentira, de un fraude o de algún daño. -¿Cuántas vacas tiene, Carmona?-Verá, Mariano, quisiera que esa pequeña hacienda pueda quedar a resguardo de los milicos, ya que como usted sabe, están al salto por querer llevarse lo que encuentren a mano en tierras rankeles y yo...-No me está respondiendo. ¿cuántas vacas tiene?-...y capaz que lleguen a ser unas quince mil...-¡Ah! Es un rebaño grande. ¿Dónde las obtuvo?-Verá, cacique, a veces me han salido buenos negocios que pude aprovechar muy bien...-No me está respondiendo. ¿Dónde las obtuvo, Carmona?-Bueno, las compras a veces no tienen dueño. Fíjese que estos hombres vinieron desde el Fuerte San Rafael y cuando hicimos la transacción, las dejamos ahí nomás, sobre el Chadileuvú., cosa que no se murieran de sed...-Y esos hombres que vinieron desde el fuerte San Rafael, ¿cuánto le cobraron por las 15.000 vacas?El “potrillo” experimentó la presión que ejercía el cacique para que dijera la verdad acerca de la obtención de la hacienda. -Era gente de palabra, así que me aceptó el pago para dentro de dos meses. Si consigo vender unas 5.000 cabezas a los chilenos que andan muy interesados, podré cerrar el negocio y seguir comprando, porque los de San Rafael...-

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Mil Ojos Tiene Mariano...

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-Mire, Carmona- lo cortó el cacique –usted puede hacer todos los negocios que quiera. Hasta puede robar el ganado de mis parientes, como hizo hace unos meses. A mi me interesa que una parte del rodeo que quiere traer a nuestros campos, quede para la tribu, eso usted lo sabe muy bien. Además no le exijo un número determinado de vacas, usted sabrá cuanto pondrá a disposición. Pero lo que no me gusta es la evasión que hace de su responsabilidad. Cuando usted vino a pedirme permiso para vivir entre nosotros, recuerde que no le puse obstáculo alguno, ni siquiera le pedí que me contara por qué abandonaba la tierra de los winkas. No ponga usted los obstáculos. Podemos seguir en buenas relaciones...-¡Por favor, Mariano! Descuente desde ya que tiene una parte de la hacienda para alimento de su gente. No le estoy poniendo obstáculos, cacique, he venido a contarle esto y a pedirle permiso para traer las vacas hasta los campos cercanos a la laguna, donde...-¿Cuánto pagó por la hacienda?-En esos momentos tenía diez mil pesos, el resto lo pagaré después, como le decía...-Me está mintiendo, Carmona...-¡Pero Cacique! ¿Cómo le voy a mentir en una cuestión como ésta?. -Insisto una vez más, Carmona. No me provoque. Usted no hizo negocio con la gente de San Rafael. Hizo una matanza, que no es lo mismo. Aunque usted lo llame negocio. Ni siquiera le dio sepultura a los cuerpos, a pesar de que eran blancos como usted. Los dejó tirados cerca del arroyo para que se lo coman los caranchos...El potrillo no habló más. Recordó lo que se decía por ahí, sobre “los mil ojos de Mariano”. Bajó la cabeza en señal de haber sido descubierto y murmuró: -Perdone, cacique. Esos blancos traían muy buena hacienda. No los podía dejar pasar así como así. No se si me comprende...-No, Carmona. No lo comprendo. Pero usted me comprende a mí. Si robó la hacienda a los winkas, allá usted con su conciencia. Si mató a los hombres que traían esas vacas, allá usted con su conciencia. Pero no olvide traer las cabezas que hacen falta para alimentación de nuestra gente... Dicho esto, Mariano dio media vuelta y se fue al interior del toldo, una clara señal que daba por terminada la audiencia. Narciso acompañó al potrillo hasta la puerta. Carmona dio unos pasos, sacó la pitillera de entre la faja y trató de armar un cigarrillo, pero se le cayó el tabaco y como le pasó lo mismo dos veces seguidas, optó por guardar sus elementos para el vicio y se fue caminando despacio, sin disimular el mal humor y musitando en voz baja un repertorio de imprecaciones y groserías. Dos perros negros y flacos se le acercaron para olfatearle los talones y después se alejaron. 200

Las Enseñanzas de Baigorria y la Buena Vida en la Tribu... Nadie puede poner en duda que Mariano aplicó con entusiasmo y esmero todo lo aprendido en la estancia de su padrino. Visto desde la distancia, el cacique aparecía a los ojos de los winkas y extraños, como un hacendado, un gaucho próspero, cuya fortuna debía aumentar en la medida en que levantaba buenas cosechas de trigo y maíz, a la vez que podía disponer de tierras aptas para la ganadería. Algunos registraron no menos de 150.000 cabezas en las extensiones donde señoreaba la lanza mayor de todas las tribus, sin contar una caballada especial, usada para la guerra, para el malón, y en otras ocasiones, para el arreo de inmensas tropas vacunas. Sin embargo, este cacique, cuya estirpe de los zorros lo volvía harto mentado y famoso por todo el país, en tanto resultaba invencible en la guerra, llevaba a la Nación Mamülche a su mayor grado de prosperidad, al punto que los blancos que vivían entre ellos, no podían menos que sentirse agradecidos por compartir una buena vida, plena de ociosa serenidad y pacífica existencia. Mientras el gran Payné mantuvo al coronel Baigorria bajo su protección, Panghitrus aprovechó al máximo los consejos y las prevenciones que el militar puntano, aquerenciado entre los rankeles con más de trescientos blancos, le suministró para que arrancara buenas cosechas a la tierra y multiplicara en forma acelerada los rodeos que paseaban por aquellas comarcas de tierra adentro. Es muy probable que la mayoría de los winkas que observaban desde lejos esta evolución de la riqueza rankelina, adjudicara exclusivamente el acrecentamiento de las reservas de trigo y maíz y la no menos formidable producción de carnes, a los robos llevados a cabo por los malones en las estancias de la frontera, ignorando que Mariano Rosas contaba con una batería de recursos, lealmente adquiridos en el trabajo y la práctica ejercitada en años de cautiverio, a las órdenes de patrones y capataces recalcitrantes, sujetándose a las enseñanzas recibidas en El Pino, la organización estanciera de don Juan Manuel, su padrino. Mas, luego continuaron los lineamientos rurales con Baigorrita, descendiente de Yanketrus y ahijado del coronel Baigorria. No menos importante resultaba el asesoramiento del cacique Nahuel, más conocido como Ramón Cabral, el Platero. Precisamente, habrán de ser estos jefes rankeles quienes secundarán a Mariano Rosas en la firma del tratado de paz con el gobierno nacional, representado por el coronel Lucio V. Mansilla. Pero lo que interesa resaltar en esta apreciación del tiempo más generoso y brillante que vivieron las tribus, bajo el cacicazgo general de Mariano, es el trabajo que se imponía para llevar a cabo las siembras, las cosechas y el mantenimiento de los rodeos. Y esto sirve para poner en dudas las ideas 201

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acerca del indio vago, indolente y ladrón, incapaz de producir lo suficiente para llegar a tener algún capital o una reserva para el futuro. Había un esfuerzo extra en este acrecentamiento de la riqueza rankelina. Consistía en potenciar las buenas relaciones con los regimientos militares y sobre todo mantener la paz con el Estado Nacional, ya que de otra manera, resultaba imposible desarrollar el trabajo en los campos y concentrar la mayor parte de las energías en las tareas rurales. Mariano Rosas no desarmó jamás a sus ejércitos. Contaba con su hermano Epumer para conducirlos. Porque no confiaba plenamente en la palabra de los cristianos. Había sido engañado más de una vez y cuanta oportunidad se presentaba para los blancos de asesinarlos, eso se hacía. Y en las estancias, sucedía algo parecido, porque los trabajadores hundían el arado y manejaban a las yuntas con una mano en tanto que en la otra llevaban un máuser. Los únicos que hacían gala de la mentira y del doble discurso, eran los políticos. Prometían entregarle a los indios comida, azúcar, tabaco... y luego les caían con una tropa de soldados para degollarlos juntos con sus mujeres y sus niños. “No mentirás” dice el mandamiento del Dios de los cristianos. Y también “No matarás” y se le puede agregar “no levantarás falso testimonio”. ¡Pucha con el espiritualismo de los blancos... mejor ni acordarse! Ni menos confiar... Avisado de esta costumbre desgraciada por parte de los winkas, Mariano Rosas condujo con perseverancia ejemplar, una línea política de entendimiento con los jefes militares y de respeto y conveniencia con los patrones de las estancias. Mientras el orden emergente de tales acciones se hacía patente, era posible satisfacer el hambre de su gente y mantener las reservas para los malos tiempos. Algo que su padrino, el Restaurador de las Leyes, le había metido a fuego en la cabeza.

Entendiendo el Funcionamiento de los Tratados La firma de los tratados de paz que comprometían al Estado Nacional la entrega de yeguas, yerba, azúcar, tabaco, y a los indios a no realizar malones ni robos de ganados ni de personas, constituía un verdadero esfuerzo para ser comprendidos por Mariano. El tantum podía reprobar lo hecho por el cacique, esto es, desestimar el acuerdo con el gobierno. Generalmente, los indios sostenían que era poco lo que se les daba, por lo tanto exigían, después de firmado el tratado, más carne de yegua y de vacas, más paquetes de tabaco, yerba y azúcar. ¿Cómo hacerles entender a los indios que una vez rubricado el acuerdo, no se podía volver a una discusión? Mariano acostumbraba a destacar en sus discursos con los blancos, cuán pobre vivían los indios. Pero en general, eran largos párrafos, a veces cansadores, 202

que aludían a la escasa cantidad de artículos que el gobierno les entregaba. Hubo un momento especial para Mariano. Se había firmado el tratado de 1870 y se había llevado a cabo una invasión de los indios contra el sur de Santa Fe, mandada por Kalfukurá, cacique de las Salinas Grandes. Los militares estaban indignados. Los indios firmaban tratados y hacían incursiones para seguir robando. El ejército quería saber si Mariano había colaborado enviando algunas partidas de rankeles en apoyo a kalfukurá. Más aún, el ejército quería saber hasta donde era posible contar en verdad, con la ayuda de los caciques (Mariano Rosas y Baigorrita Gualá) para someter a Kalfukurá(16). En el toldo del cacique, los funcionarios dijeron lo suyo: -El gobierno se comprometió con usted, para que no le falten yeguas, vacas, azúcar, yerba y tabaco. Pero como respuesta recibimos estas incursiones que nos violentan los puestos fronterizos y terminan llevándose las haciendas...-¿Puestos fronterizos? ¿De dónde obtuvieron permiso para instalar esos puestos? ¿Quién les dijo que estos campos deben tener una frontera, si nosotros estamos viviendo en ellos, antes que los blancos? ¿Por qué siguen sin aceptar, los hombres del gobierno, que las malas acciones salen del corazón y no del caño de los rémington? Y finalmente...¿Por qué me cuentan sobre esos daños a los puestos de esa frontera inventada por ustedes, si yo no me he movido de mis tierras?- preguntaba a su vez Mariano. Quien marchaba al frente del malón era Kalfukurá. Llevaremos a cabo una acción contestaria a esa actitud de réprobo y bandido. Pero queremos saber si usted le ayudó con sus indios a llevar a cabo esas incursiones criminales.-Les repito. No me he movido de mis tierras. Ustedes saben que yo no salgo en malones. Estoy dedicado a trabajar en mis campos y a hacer cumplir los tratados que hemos firmado con el gobierno de la Nación.Volvieron los funcionarios a acusar a los indios de haber llevado a cabo incursiones que prendieron fuego a los puestos, de haber matado soldados y civiles, de haberse llevado mujeres y niños como cautivos. Con voz apenada, sostenían los cargos contra la tribu y ponían el nombre de Mariano como el ofensor y el actor de una trasgresión al valor sagrado de un tratado con la Nación. Mariano aprendió mediante discusiones violentas e interminables con los representantes del gobierno, como funcionaban los poderes del Estado Nacional. Supo que el tratado firmado recién entraba en vigencia cuando el Presidente de la República Argentina ponía su firma al pie, y era discutido por el Congreso. Saltando las diferencias, se parecía al funcionamiento de su gobierno con las tribus. 16 Así se desprende de una nota que le enviara el 27 de marzo de 1870, Mansilla a Arredondo, según consta en Bol. Acad. Arg. De Let. Cito, 126 203

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Sin embargo muchas cosas no cabían en su entendimiento ¿Por qué cambiaron las fronteras y se “acopiaron” las tierras del río Quinto? Para él y para todos los indios, sus ancestros habían vivido por las lagunas de Chemecó, La Brava y Tarapendá, por el cerrillo de la Plata y Langheló. Sobre este punto recibió como única respuesta que el gobierno ocupó el río Quinto para mayor seguridad de la frontera y después porque con la tierra no se vive, sino que hay que trabajarla. Y si se quiere abundar en este punto, le insistieron en que la tierra pertenece no a quien la trabaja, sino a quien la trabaja mejor. ¿Y esto como se entiende? No hace falta andar con muchas vueltas. Se necesita contar con semillas seleccionadas, con maquinaria para sembrar y cosechar, con riego permanente y no con riego eventual. En una palabra se necesita trabajar con un cierto capital para enfrentar con eficiencia las erogaciones que se producen. En materia pecuaria, hace falta un buen rodeo, con animales sanos y aguadas suficientes en campos con pasturas adecuadas. Tantas cosas habían en esos papeles escritos que llamaban “tratados”... esos famosos asuntos que los winkas llamaban “cláusulas” y que los indios pronunciaban mal porque no podían, pero sabían que significaban reconocimientos, tales como la cantidad de yerba y azúcar que correspondía para cada rankel, para cada familia. La cantidad de tabaco, la cantidad de carne de vaca o de yegua, en fin, los artículos de primera necesidad para escapar del hambre y de la miseria. Tantas cosas que no alcanzaban a comprenderse en esos benditos tratados... Si estaba la firma del máximo jefe de la Nación, es decir, del Presidente, ¿por qué se atrasaban las entregas por parte de los winkas encargados de poner en manos de las tribus esas raciones? El tratado ya se había firmado, era natural que no debía pensarse más en el hambre. Sin embargo, no eran así las cosas. Salir de malón era natural. Aprovechar las haciendas y robarlas era natrural. ¿cómo no va a ser natural, si nadie le enseñó al indio como trabajar la tierra? Nadie le dijo cómo hacer para sembrar trigo, maíz, criar ganado... por lo tanto, el indio razonaba con la lógica que surgían de los hechos: tenía la tierra y se la apropiaban los cristianos. Tenía las haciendas y se las llevaban los blancos para sus territorios. Para colmo se hablaba de un camino de acero para el ferrocarril por campos de tierra adentro. Muy pronto esas extensiones se quedarán sin choiques, sin venados y sin liebres. ¿Qué se conseguía con ese afiebrado proceder de los winkas? La aniquilación de las fuentes de alimentos. El fantasma del hambre comenzaba a flotar por aquellas pampas con la siniestra repercusión en las tribus. La respuesta a tanta injusticia era bien clara: invadir los poblados, llegar con malones, robar el ganado, robar niños y mujeres. ¿Y la reacción de los winkas? Avanzar con los regimientos sobre las tolderías y que no

quede un solo indio vivo. Con semejantes acciones, de un lado y del otro, difícilmente se podrían seguir firmando papeles sobre la paz, el entendimiento, el respeto mutuo y tantas cosas que declamaban los blancos pero que jamás cumplían.

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Desde Villa Mercedes se Manejó la Cuestión Indígena El Cambio de Estratégia en la Guerra y la Producción de Tierras Ociosas El Presidente de la Nación escuchó con atención los informes. Nadie como aquellos generales del Ejército metidos de cabeza en la lucha contra el indio, podían entregarles un conocimiento más acabado de la situación. Había llegado el momento de tomar la decisión que –al menos así lo estimaba- pondría punto final de una buena vez a esta inicua guerra contra los aborígenes y la sangría que representaba, tanto en hombres como dinero, para la Nación. En el mapa que se extendía casi de pared a pared, aparecían los nombres de los fuertes y fortines que a duras penas contenían a la indiada en sus incursiones y maloneos. El general Paunero observó el dedo índice del Presidente y la voz que le ordenaba: -Esto se terminó. Usted, general queda autorizado para crear y poner en marcha todos los fuertes que estime necesarios en el interior, mientras que a usted, general Emilio Mitre, queda facultado para llevar a cabo idénticas funciones en la línea de fronteras de Buenos Aires y Santa Fe.Paunero se puso de pie y observó el mapa junto con el Presidente. De pronto extendió el brazo y comenzó a señalar cada uno de los puntos que representaban un fuerte, un acantonamiento de soldados para frenar el avance de los indios: -Un fuerte representa un factor estático en la guerra contra el salvaje. En un fuerte se pertrechan los soldados para rechazar los malones. Estoy convencido de que ya hemos aguantado demasiado tiempo esta ridícula posición defensiva de nuestras fuerzas...-¿Qué sugiere general?- preguntó un ministro. -Tomar la ofensiva. Vamos a enviar al comandante Julio de Vedia para que conduzca una expedición contra los indios que causan estragos en los campos de las inmediaciones de NaouéNo había dudas que el cambio de mentalidad de los estrategas había tomado otro camino. Era un paso más, en la increíble decisión de aniquilar una raza. Ya no se trataba de esperar a los aborígenes que llegaran con sus partidas hasta la frontera, sino de ir a buscarlos. La defensa había servido únicamente para perder tiempo, haciendas, cautivos. Como decía Mitre, era llegado el momento de la ofensiva.

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Cuando el comandante De Vedia recibió las instrucciones, no trepidó en reforzar sus líneas. Si había que marchar en busca de indios, el estrago que debía causar en sus campamentos debía ser un verdadero infierno en las pampas. El comandante se acercó a los toldos del cacique Coliqueo y le habló con franqueza: -Voy a buscar a los rankeles que llevan a cabo los malones y los robos de hacienda por estos campos. Necesito por lo menos 150 lanzas de guerra. ¿Usted puede entregarme ese número para reforzar mis regimientos?Coliqueo estaba considerado entre los indios amigos, el más representativo ante los poderes nacionales. Estudió la situación como era su costumbre y tras un momento de silencio, habló como dictando sentencia: -Pondré a disposición de las fuerzas nacionales 200 hombres. Usted, comandante deberá saber cómo utilizarlos. Especialmente porque habrá de marchar en busca de ladrones. y sorprenderlos en sus propios campos. Le deseo que tenga éxito...De Vedia se sintió muy reconfortado con la respuesta de Coliqueo. De inmediato elevó un informe poniendo por las nubes el concepto que le merecía este cacique y su decisión de colaborar con el gobierno en esta nueva empresa por la recuperación de las tierras y haciendas de la Nación. El jefe expresó que la expedición requería 6.000 caballos y el espíritu templado, o mejor dicho de acero, en los soldados. De inmediato se puso en marcha con mil hombres y los doscientos lanceros que le facilitara Coliqueo. La columna, sobrellevando las penurias y venciendo la fatiga, alcanzó la laguna del Recado. ¡Por fin! Ahora verían estos bandidos, lo que es probar el acero afilado de las fuerzas uniformadas de la Nación. Se les terminaría de una vez por todas la afición al robo de los ganados y nunca más volverían por estos campos a sembrar el temor y la zozobra en las estancias y poblados. Y con estos pensamientos, De Vedia se lanzó con todo el poder arrollador sobre los indios que estaban en las cercanías. -¡Con todo, hacia ellos!- gritó en la carga. Lo más importante de esta acción era regresar con el objetivo logrado. Para un soldado como De Vedia, nada mejor que presentar ante la superioridad, el cumplimiento de todo lo propuesto y en especial, poner de relieve que la nueva estrategia de la guerra contra el indio, era un paso decisivo para la liquidación definitiva de un problema de larga data. ¿Qué aconteció? Apenas se consiguió una parte de los objetivos trazados. Alguien le avisó a los rankeles que serían atacados por el Ejército. Fue suficiente para que lograran escapar, y ponerse a salvo de la crueldad desatada. Con todo, la expedición pudo regresar habiendo causado 50 muertos, se hicieron otros 50 prisioneros y se rescataron 11.000 animales robados. Tal vez lo más importante en

la evaluación final de esta expedición, fue que se consiguió levantar la moral de la tropa, que estaba bastante decaída a raíz de los entreveros que había sostenido con los rankeles y de los cuales salió mal parada. Al menos, ahora, pudo perseguir a los indios y hacerles sentir en la nuca el aliento de los soldados que se les venían encima y el tropel de los cascos de la caballada de la fuerza de línea. Esta actitud no fue una mera decisión de la comandancia. Se puso énfasis en dedicarle todos los esfuerzos y atención posible a la frontera sobre el desierto, por haberse transformado en “el fatal insumidero de la sangre, la población, el oro y la riqueza territorial y pastoril de la República”, según el decir de Eduardo E. Ramayón. Ahora se entendía la preocupación del Ministro Gainza cuando le explicaba al Jefe de la Frontera Sud, de Santa Fe, que ya estaba fijada la base de una nueva línea sobre el Río Quinto, solicitándole su mayor dedicación y esfuerzo para cumplir con este avance sobre los indómitos de las pampas. Gainza insistió en corregir la antigua línea y ocupar puntos más estratégicos, haciéndose más eficaz el accionar del ejército. Siguiendo esta corriente de pensamiento se decidió que el punto principal de defensa de Córdoba debía trasladarse hacia el oeste, sobre el río Quinto. En 1855 se concreta este proyecto, pasando la comandancia de fronteras que tenía su asiento en Río Cuarto, al Fuerte 3 de Febrero, pero una vez fundado el 1º de diciembre de 1856 el Fuerte Constitución (después lo llamarían Constitucional), ese sería la sede definitiva de la comandancia. Este avance de las líneas hacia el sur, ganando miles y miles de hectáreas de tierras ociosas para un acelerado ingreso al sistema de productividad, tiene como epicentro a la actual ciudad de Villa Mercedes, comprendiéndose mejor, con este rol asignado, la proyección de una comunidad de cara al desierto. Cuando llegue el momento de ponerle fin a la cuestión indígena, la columna al mando del coronel Racedo partirá desde esta población. Ya no será Córdoba, ni Río Cuarto, ni los fuertes de antigua data que pertenecieron a la anterior línea de frontera, los límites entre blancos y rankeles. Con la presencia de Villa Mercedes en la margen izquierda del río Quinto, los indios deberán retroceder más allá de las lagunas, resignando territorio y ocultándose en los bosques de huitrus del Mamuel Mapu. No podemos pasar por alto el hecho de que la línea de Santa Fe Este. aunque era de corta extensión, protegía el departamento más rico y con mayor población de esa provincia, y tal vez lo más importante y que muchos historiadores parecieran no tener en cuenta, se concretaba la defensa del comercio de diez provincias confederadas, base de la argentinidad en su tráfico con la región litoraleña, apoyando en la frontera noroeste de Buenos Aires como así también los costados derecho

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e izquierdo de la línea Sud de Córdoba. Ramayón rescata este aspecto de nuestro pasado, con criterio claro desde el punto de vista de los grupos dominantes. Don Carlos Quiroga Cabrera sostenía que es conveniente destacar, para que se deje de lado ese juicio equivocado de más de un lector, acostumbrado a fantasiosos relatos de la historia de nuestros aborígenes, que el mejoramiento de la defensa de los campos, de las estancias, de las familias, se consiguió con la combinación de las líneas que hemos mencionado. Además, en varias ocasiones, en lugar de agasajos al indio, como una confesión de debilidad, se lo convirtió en elementos de civilización. En lugar de regalarles uniformes de nuestro ejército, con los cuales se le halagaba la vanidad, se ponía en sus manos bolsas de semillas para sembrar; y en lugar de enviciarlo con licores como la grapa, la ginebra y el aguardiente, se le dotaba de herramientas para la agricultura, todo lo cual le permitía ingresar a una cultura de trabajo, de producción y sanas costumbres. Lamentablemente, esta estrategia no siempre fue seguida con la regularidad que exigían las acciones. Políticos corruptos y capaces de actos ignominiosos, reñidos con la sana moral, enceguecidos por la riqueza que podía proporcionarles las nuevas tierras incorporadas al acervo nacional, no trepidaban en malograr las mejores intenciones de quienes habían diagramado un formidable proyecto de unidad e integración del territorio argentino.

Tantas derrotas sufrieron los regimientos por aquellos años, que sus jefes, avergonzados, no sabían a qué echarle la culpa, tratando de salvar el escaso margen de honor que les quedaba. Eran verdaderos dramas para la moral de la tropa, desbandada y en fuga, que lograba regresar a los cuarteles, confundida, andrajosa y quebrada en el espíritu. Por eso las autoridades, para comandar la expedición que debía imponerse a las hordas de los impíos, eligió para encabezar las columnas, a un hombre de capacidad probada y eficiente preparación militar. Se trataba del coronel Emilio Mitre. Si bien había sido vencido en la batalla de Tapalquén, en 1857 fue retirado del Ejército de Operaciones del Sur y se esperaba que ahora sí, tuviera la posibilidad de lavar aquellas ofensas, y llevar a buen término el plan de expedición que se le confiaba. Después de todo, su vida como soldado pertenecía al país, su obediencia al Gobierno era de inmediato aceptada y no conocía otra consigna que la del respeto y cumplimiento del mandato de las autoridades constituidas. El Fuerte Constitucional, fundado por Daract y Pedernera, en un alarde de civismo y afianzamiento del plan militar que la Nación proponía, con el fin de ga-

narle al desierto un territorio que seguía, hasta el momento, en manos de los rankeles, apenas llevaba un año de vida y seguía creciendo y expansionando, gracias a una población que abrió el surco con la esperanza de acrecentar los bienes que harían grande y próspera a una comunidad de llanura. En esos trámites estaban los cuerpos superiores de la Nación, cuando los indios invadieron importantes centros poblados, estancias y ranchos, llevándose un botín de numerosos cautivos y abundantes rodeos de la comarca. Los rankeles conocían el parloteo burocrático del Ejército. Muchos discursos y aplausos y a la hora de los enfrentamientos, las lanzas indias llevaban la voz cantante. Mitre contaba nada más que con medio millar de hombres y dos piezas de artillería. Hizo tocar al clarín el clásico “hombres a los caballos” y se lanzó a perseguir a los envalentonados invasores, sin tener tiempo para pedir ayuda de refuerzos a otras tropas vecinas. Las patas de los caballos hicieron tronar el desierto, a través de una rastrillada, que se suponía, era la que habían seguido los salvajes en su retirada. Aunque cueste creerlo, los indios fueron alcanzados en Melincué. Se los veía marchar lenta y perezosamente, arriando sesenta mil cabezas de buen ganado. Aquí se puso en evidencia la habilidad de Mitre como militar. Eligió una táctica que los rankeles desconocían por entonces. El coronel echó mano a la formación de dos cuadros ofensivos, pie a tierra, pero unidos a una guerrilla de fusileros a caballo, que les servía de soporte. Los rankeles eran numéricamente superior y estaban habituados a responder con acciones de envoltura, aprovechando el polvo de la reyerta y aniquilando a los cristianos que se debatían en confusa retirada. Pero aquí no había tal cosa. El coronel Mitre había tomado el mando y daba las órdenes fuera de los cuadros. El coronel don Eustaquio Frías comandaba el cuadro de la derecha, en tanto que el de la izquierda, obedecía al coronel don Manuel Sanabria. Los piquetes de caballería respondían al coronel Cruz Gorordo. Todos avanzaron con singular fiereza sobre el enorme arreo de cabezas de vacunos mientras el fuego del cañón no le dio tregua a los salvajes. No hubo desbande. No hubo desorganización. Hubo sorpresa en los indios. Por la audacia de los uniformados y el ataque en profundidad que habían provocado. Mitre aprovechó este momento de indecisión de los rankeles y mandó al clarín que tocara “a la carga” para arrojarse sobre el enemigo y fulminarlo. La derrota de los indios fue completa y los soldados rescataron un botín colosal y pintó un rostro de alegría y esperanzas en numerosos cautivos rescatados. Las informaciones de Mitre, entregadas con posterioridad, decían que la persecución se hizo por espacio de dos leguas. El Gobierno recibió la comunica-

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Victoria del Ejército en Melincué

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ción final, experimentando la sensación de que las acciones del Ejército habían salvado el honor de las armas nacionales, tan maltratado en el encuentro de la Cañada de Los Leones. Claro que no tardaría en llegar la revancha de los señores de las pampas, cuando el ejército, acaso demasiado confiado por el triunfo obtenido, se internaría en los campos de Tierra Adentro, sufriendo el ignominioso fracaso de su misión, a causa del hambre y la sed.

Donde Muere el Río Quinto... El Trazado de la Nueva Línea de Frontera Corre el año 1868, hace cuatro años nada más, había tenido lugar el malón comandado por Puebla y Gallardo contra Villa Mercedes. De esta arremetida demencial, gracias a Dios, quedaba solo el recuerdo. Ahora, Sarmiento llegaba a la presidencia de la República y designaba como Ministro de Guerra y Marina al coronel Martín de Gainza. Con pasos largos y firmes, atravesó el salón y llegó hasta la puerta de la habitación donde se encontraba Sarmiento. El flamante ministro esperó pacientemente, con su gorra de coronel bajo el brazo, el momento en que el edecán lo hiciera ingresar al despacho del presidente de la Nación. El jefe del gobierno argentino estaba más gordo y menos sonriente. Le hizo señas para que tomara asiento y le expuso con absoluta claridad el objetivo número uno que él, Martín de Gainza, debía cumplir a rajatabla. -De lo que se trata es llevar la línea de fronteras más al sur. No me explique cómo lo va a hacer. Usted es el ministro de Guerra y Marina, tiene el poder para movilizar los hombres que necesite para esta empresa.- le dijo Sarmiento. Sentado frente a ese sanjuanino grueso y de voz grave, el militar escuchó atentamente las instrucciones. Para que no hubiera equivocaciones, el primer magistrado de la Nación le puso en las manos una carpeta de cuero negro, con todas las fojas pertinentes que requería una orden de esta naturaleza, y que el ministro se dio cuenta que era tan compleja como perentoria. En realidad, de Gainza experimentó la sensación de haber asistido a una audiencia transformada en monólogo por parte del presidente de la Nación, que casi no le dejó espacio para decir esta boca es mía. Y esa sensación fue más profunda y preocupante cuando abandonó el despacho de la máxima figura del país y debía, ahora dar cumplimiento, a las órdenes. Dos oficiales de la Marina, se acercaron de inmediato al ministro cuando abandonó la oficina del presidente. Uno de ellos, recibió la carpeta y el otro tomó nota de lo que le apuntaba de Gainza: 210

-Quiero en mi oficina al ingeniero militar Juan F. Czetz y al ingeniero militar Lucas V. Pelouan, estén donde estén, que dejen todo a sus subordinados y que se presenten de inmediato, ¿está claro?-Está claro, señor ministro, los ingenieros Czetz y Pelouan deben presentarse en su oficina, ante usted, de inmediato...- repitió la consigna el oficial que había tomado nota. Los nombrados no se hicieron esperar. Estuvieron ambos en el despacho del ministro a las dos semanas de ser citados. Habían viajado algunos trechos en galera y otros, reventando caballos, para apersonarse ante el coronel Martín de Gainza y ponerse al tanto de lo que significaba levantar los planos del terreno por donde debía correr la nueva frontera. Tanto Czetz y Pelouan eran ingenieros acostumbrados a las órdenes militares, donde todo debía hacerse ya, no luego, ya mismo, ahora. Por otra parte, quedaron inscriptos como funcionarios del Ministerio de Guerra y Marina, incorporados para llevar a cabo un proyecto ambicioso y mediante el cual, tenían cifradas esperanzas de obtener un galardón en la guerra contra el rankel. Trabajaron denodadamente, sin dejar de lado las horas de la noche para avanzar con los planos. Y cuando llegó el momento, presentaron “la nueva frontera”. Se trataba de un audaz proyecto que contemplaba el sur de San Luis, Córdoba y el oeste de la provincia de Buenos Aires. Para producir este informe, Czetz recurrió a los planos y mapas del coronel Lucio V. Mansilla. Se trataba del Plano Ideal de Tierra Adentro, que tuvo su origen en los datos de los baqueanos y el itinerario seguido por el alcalde chileno don Luis de la Cruz, viajero que mencionamos al comienzo de esta narración. Hay que anotar en este capítulo de la historia, que el 16 de enero de 1869, el coronel Lucio V. Mansilla se hizo cargo de la Comandancia de la Frontera Sudeste de Córdoba. ¿Qué se ganaba con el avance de la frontera? Nada menos que el terreno existente entre el río Cuarto y el río Quinto. La empresa demandó dos etapas para su realización. La primera, se concretó en el mes de mayo de 1869 y dio por resultado la fortificación del río Quinto desde el límite con San Luis hasta los desagües de la laguna La Amarga, en la provincia de Córdoba El 2 de junio de 1869, Czetz descubrió la laguna Langheló y le comunicó a Mansilla “la gran nueva de haber descubierto una laguna que buscaba para apoyar inexpugnablemente la izquierda de la Nueva Línea de Frontera(17)”. 17 C .Mayol Laferrere, p. 93 de Archivo General de la Nación. Documentos del Museo Histórico Nacional 13 de junio de 1869, número 1891). 211

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(La segunda etapa se llevó a cabo en septiembre y octubre, cuando se ocuparon las tierras comprendidas entre la laguna La Amarga y la Nueva Frontera de Santa Fe (hoy Santa Regina), según la investigación de Heves Uriarte de Gomez y Nieves Castillo, los autores de “Hechos que no se llevó el tiempo”:. Una nueva excursión de Mansilla, tuvo por acompañante al Mayor de Ingenieros Federico Melchert. El coronel buscaba las nuevas posiciones. Las carretas que hundían sus ruedas en los campos, viajaban cargadas de maderas y eran seguidas por un escuadrón del Regimiento 8 de Caballería. Mansilla admiró aquellos parajes con bosquecillos y rastrilladas indígenas, llenándolo de complacencia la inmensa laguna Langheló (que Czetz, en forma equivocada, había llamado Curupotró). El coronel Mansilla detuvo la columna de carros en el médano de Epuloó. Era el lugar indicado para la fundación de un fuerte. Cerca de allí estaba la laguna, por lo tanto no faltaría agua para el asentamiento. El fuerte Gainza ya era realidad y como era clásico en estos actos, preparó de inmediato los fosos y las sementeras. Una vez cumplido con esta parte de las operaciones fundacionales, regresó a la Comandancia de Río Cuarto. En parte, el Ejército civilizador, cumplía con un cometido que inflamaba los corazones. Y así lo creían sinceramente, cada uno de sus integrantes. Tanto la oficialidad como los propios soldados, se sentían partícipes de aquella gesta que entrañaba la emergencia de futuros pueblos, consolidando el avance de la civilización de los blancos por los campos que otrora fueran tierras rankelinas

Los renegados y forajidos que se ocultaban en El País del Monte, donde tenía su asiento la toldería del cacique mayor de todas las tribus, se sumaron a las hordas que maloqueaban por la región, asolando las estancias, los fortines y los poblados, robando ganado y llevándose mujeres y niños en calidad de cautivos. No eran suficientes las tropas y las armas existentes en los puestos fronterizos, para detener aquellas incursiones, tan dañinas como peligrosas. Y los rankeles conocían muy bien esa debilidad de los winkas, que los tornaba incapaces y vulnerables a los asaltos. Conocían acerca del problema que atribulaba al gobierno de los blancos, en la guerra que sostenía con el Paraguay y que demandaba la contribución y el aporte de los regimientos de la frontera. ¿Qué mejor, entonces, que aprovechar esa carencia de fuerzas en la defensa de los fuertes, de las estancias y de los poblados? Los desgraciados sucesos que

tenían lugar en el famoso Camino del Sur, quedaron para el recuerdo de aquellos pobladores que sufrieron el asedio permanente y los ataques furibundos de los rankeles y sus ocasionales aliados, aquellos blancos que se habían radicado en sus tolderías y peleaban contra sus antiguos hermanos de la civilización cristiana. Cada uno de los fuertes o poblados, como Villa Mercedes, Río Cuarto, La Carlota, Las Achiras, San José del Morro, sufrieron en numerosas ocasiones, como les pasó también a Olavarría, El Azul, 25 de Mayo en Buenos Aires, el sitio de los indios. Se repetía siempre el mismo drama, cuando los infieles que alcanzaban a ingresar por las calles de esas localidades, lograban lancear a los vecinos y llevarse el ganado caballar y vacuno, en tanto que de un golpe certero, tomaban a las mujeres y a los niños como cautivos para llevárselos a vivir en las tolderías. Eso fue lo que pasó en Villa Mercedes el 21 de enero de 1864, cuando en el paraje Pozo del Avestrúz, degollaron al dueño de la estancia que estaba en ese lugar, don Martiniano Junco y se llevaron a la esposa y a tres de los cinco hijos del infortunado labrador y hacendado, como cautivos. Pero la guerra con el Paraguay llegó a su término. Justo cuando el cacique de las Salinas Grandes, Kallvukurá, había convocado a sus aliados de la Confederación Indígena en 1855 y declarar la guerra al presidente Domingo Faustino Sarmiento. El 17 de septiembre de 1868, decía Kallvukurá en su reto a los blancos, que le habían llegado noticias de que las fuerzas del gobierno, alcanzaron Choele-Choel y venían a hacerle la guerra. El cacique aludía a los reconocimientos por agua y tierra que realizaban los coroneles Ramírez y Murga. El jefe indio añadía que él también había enviado su comisión al lugar donde estaba su hermano, Roque Curá, para que mandara gente y fuerzas, pero aclaraba que «si los blancos se retiraban de Choele-Choel, no habrá nada y estaremos bien» Convengamos que Kallvukurá sintió herido su corazón ni bien se enteró de que había soldados en la isla de Choele-Choel. Si el Ejército se apoderaba de ese lugar clave del imperio indígena, todo estaría perdido. ¡No toquen Choele-Choel! Gritaba la Dinastía de los Piedra. Pero ya era tarde. Las fuerzas indígenas confederadas llegaron en número de 3.500 lanzas de guerra. Procedían del País de las Manzanas, del Neuquén y de las regiones chilenas del norte, aprovechando el camino que en un principio fuera una rastrillada- y se conocía ahora como de Villa Rica. No quedó ni uno solo de los grandes caciques sin que ofreciera hombres para engrosar las tropas de Kallvukurá. La defensa de Choele-Choel era un mandato sagrado. ¿Cómo era el proceder de Kallvukurá con el gobierno argentino? Igual que el de los mejores diplomáticos de la época. Después de todo, la Nación India, estaba presente en el territorio que había habitado desde siempre. Los blancos estaban expandiendo su territorio y tomando el de los indios. Ese punto de vista no lo per-

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La Confederación Indígena en Estado de Alerta

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dió ni un instante el jefe de Salinas Grandes. Kallvukurá reclamaba el inmediato desalojo de la isla Choele-Choel, pero a la misma vez, apoyaba el reclamo reuniendo bajo su mando a 6.000 lanzas de guerra. Aclaremos en este racconto histórico, que los lanceros convocados por el jefe de la Confederación, eran especiales. Venían comandados por caciques como Quilapán, Calvucoy, Mari-Hual y Calvuén. No eran jefes ordinarios. Eran hombres que mandando a sus tropas, habían enfrentado a las fuerzas chilenas con éxitos dispares. Estos jefes habían tomado cuatro fortines, tales como Gualeguay-có, Pecosquén, Limaicó y Marfén. Las peleas que sostuvieron fueron crueles. Ellos mataron 630 soldados cristianos y tomaron nada menos que 205 mujeres cautivas y 7.000 animales vacunos, caballares y lanares. Sin dejar de sumarle a todo este botín, dos jefes prisioneros, siendo uno de ellos un tal Contreras y el otro un jefe de San Luis. A propósito, Estanislao Zeballos, que se ocupa de este hecho, no lo nombra. Kallvukurá anticipaba que estos jefes que fueron hechos prisioneros, quisieron hacer los tratados de los indios con Chile, pero la Confederación prefirió que vinieran las 3.500 lanzas a pelear a la República Argentina, «quedando 5.000 más en Colicó, listas para cruzar Los Andes»(18). Llama la atención el paralelismo que se descubre en los procedimientos que llevara a cabo Kallvukurá en la cuestión de la isla Choele-Choel y la que hicieron los ingleses con los rusos durante el conflicto oriental, cuando transportaron 50.000 cipayos de la India a Malta. ¿Acaso el jefe indio había leído sobre aquellos enfrentamientos? No lo sabemos. De cualquier manera, el reconocimiento de Choele-Choel terminó. Los indios exploraron la isla, vieron que no había soldados uniformados en ella, pero insistían en no declararse seguros, ya que veían a lo largo de las fronteras, reaparecer las tropas que habían peleado en el Paraguay y que ahora volvían a ocupar sus puestos, con moderno armamento y caballos lustrosos y bien alimentados. La Confederación Indígena se declaró en alerta.

Recuerdos del Padrino... y las Agoreras de la Tribu Llevaba poco tiempo de regreso en Leuvucó, cuando Mariano recibió un regio regalo de su padrino. «Consistía en doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros de un pelo, dos tropillas de overos negros con madrinas oscuras, un apero completo con muchas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un relata Mansilla. La carta que acompañaba a este regalo era una verdadera invitación para que regresara a visitarlo. Mariano leyó una vez y varias veces esta carta. Estuvo tentado de volver a la estancia y visitar a su padrino. Pero

dobló el papel, lo guardó en una gaveta donde tenía su documentación y mandó a llamar a su toldo a las agoreras de las tribus. Una a una llegaron las viejas. Casi todas vistiendo atuendos oscuros. Casi todas con una rama de eucaliptus en la mano. La agorera chicalche (gente del jarillal) sobresalía por su ropa limpia y cuidada. Un verdadero contraste con la pobre agorera de los looches (gente de los médanos) cuya pobreza ya era una verdadera miseria. Pero estaban todas. Se acomodaron en herradura en el amplio toldo del cacique mayor y esperaron pacientemente que Mariano les hablara Aunque procedía del tronco Rankulche (gente del carrizal), Mariano fue al grano y utilizó los mejores términos para expresarse. Esto llenaba de satisfacción a la viejas, porque nada mejor que un cacique mayor se dirigiera a ellas con palabras altisonantes y gestos de grandeza. Se sentían respetadas, jerarquizadas, en una palabra, se sentían tenidas en cuenta. Y Mariano después de preguntarles si debía salir de la tierra de sus ancestros para volver a las tierras cristianas, y visitar a su padrino, cerró la boca, no habló más, las miró a todas y esperó respuestas. El fuego que ardía en el medio del cónclave, entre él y las agoreras entró a chisporrotear, pero no porque Huecubú hubiera ingresado al toldo, sino porque las viejas arrojaron sus ramas de eucaliptus a las llamas. Como resultado, las llamas se tornaron azules y el ambiente se impregnó de un suave y delicado perfume, propio de los eucaliptus del Mamuel Mapu. Todas las viejas coincidieron. Ninguna le dijo al cacique general que podía salir y viajar. Por el contrario, le advirtieron que si abandonaba a Leuvucó, vendrían años de extrema pobreza, de problemas graves e insolubles para su gente. Ante semejante panorama, Mariano hizo la firme promesa de no salir de su tierra. Conservó hasta en las firmas de los tratados y convenios, su nombre cristiano; guardó eterna y pública gratitud hacia su padrino, pero no dejó de hablar su lengua ni abandonó su pago. Ni siquiera cuando la viruela diezmó a su tribu y el Gobierno le ofreció trasladarlos. El hecho de confinarse por su propia decisión en el territorio del Mamuell Mapu, no menguó para nada las posibilidades de llevar a cabo importantes trabajos con su gente. A un grupo de mozos de la tribu les enseñó a abrir el surco, introducir la semilla en la tierra y quitar la maleza para que la cosecha fuera limpia y exuberante. El maíz y el trigo prosperaron en buenos campos, cercanos a Leuvucó, produciendo cosechas con rindes superiores a los que había conocido en la estancia El Pino, de su padrino don Juan Manuel de Rosas. Pero los numerosos problemas que se suscitaban con los blancos, le impidieron continuar enseñando a los indios jóvenes las técnicas de la agricultura. Para colmo, trataba de no llevarle el apunte a las incursiones y malones que organizaban algunos renegados unitarios que con-

18 La Dinastía de los Piedra. Estanislao Zeballos 214

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vivían con los indios, para no verse involucrado en una guerra que para nada le pertenecía.

El Malón de 1864 El sol apareció como una bola de fuego amenazando calcinar aquellas llanuras con manchones de isletas de espinillos, caldenes y algarrobos. Extraños reflejos del oro y el naranja hermoseaban el espejo de la serena laguna, mientras el aduar ranquelino, poco a poco se ponía en movimiento. El piar de los pájaros en el bosque y el ladrar de los perros acompañando el discurso tempranero de los gallos, completaban aquella algarabía del País del Monte. Los chiquillos correteaban en las cercanías de las enramadas, en tanto que dos indios altos, cruzaron el sendero del agua con rumbo al toldo de Mariano Rosas. Ambos, aunque no portaban lanzas (porque Mariano no lo permitía en el territorio) dejaban traslucir que eran mensajeros llevando alguna decisión importante. Llamaron al centinela y le dijeron que despertara al cacique. -Son dos hombres de las bandas de Puebla...-¿Y qué quieren?-Hablar-Que vengan más tarde... El centinela salió y les comunicó el mensaje. Uno de ellos se adelantó y le aseguró al centinela que saldrían en malón, porque Puebla ya lo había decidido en Médano Colorado. -Ustedes sabrán lo que hacen. Mariano ya ha hablado- respondió el indio que cuidaba la puerta del toldo del cacique mayor. Los dos guerreros discutieron entre sí. No mucho, pero discutieron. Ocurría que no estaban convencidos de quedarse en Leuvucó y cruzar palabras con Mariano, porque si Puebla había planeado atacar a Villa Mercedes y robar haciendas, mujeres y niños, además de una carga completa de ginebra, consideraban que no tenía sentido desperdiciar la oportunidad. El caso es que en el preciso momento en que intercambiaban impresiones, aparecieron dos indios más, pero éstos venían enviados por el gaucho Gallardo. -Nosotros queremos hablar con Mariano...- le dijeron al centinela. Volvió el indio al interior del toldo y comunicó a Mariano la novedad. El cacique ya se había levantado y calzaba su cuchillo en la cintura. Mientras ajustaba las botas de venado a sus pies, otro indio le alcanzaba un jarro con café caliente. Mariano se ató una vincha sobre la frente para sujetar la larga y negra cabellera, le hizo una seña al centinela para que permitiera el paso de los visitantes al interior del toldo y tomó de las asas el jarro que le extendían. 216

-Buenos días, hermanos... ¿qué les preocupa?-Buenos días, Mariano. Puebla nos envió a informarte que está listo para salir en malón a Villa Mercedes. Traeremos haciendas, cautivas y niños... Mariano tomó un trago de café y miró a los otros dos indios. -A nosotros nos envía Gallardo. Dice que acompañará a Puebla en el malón.El cacique los miró a todos y volvió a tomar café. Se pasó la mano por la boca y usando un tono monótono habló pausadamente: -Puebla sabe que no tomaré parte en esa incursión por tierra cristiana. Hice mi promesa de no volver a salir de Leuvucó porque mi cabeza tiene precio entre los blancos.. Sin embargo, dejo librado a la decisión de los que planearon esta incursión, la responsabilidad de sus vidas y las de los guerreros que los acompañen...El cacique bebió café nuevamente evitando que se enfriara y agregó: -Tanto Puebla como Gallardo vinieron a vivir entre nosotros y les hemos permitido que se queden. Puebla no me gratifica en nada. Porque yo se que es un desertor. Un soldado que abandonó a su general. Alguien que hace una cosa así, no me satisface... ¿quién me asegura que no hará lo mismo con nosotros? Un renegado es un renegado. Y Gallardo, un gaucho renegado con cuentas pendientes con la justicia de los winkas. Reconozco que han participado en acciones de guerra contra los blancos. Pero ni eso me gratifica. ¿Cuántos hombres de lanza llevarán ahora?-Ochocientas lanzas- dijo uno de los informantes. -Son muchas para atacar a Villa Mercedes- dijo Mariano. Y agregó: -Me parece que esto tiene olor a venganza. Pero, en fin...los cristianos nos han matado toda vez que han podido. El coronel que está al frente de los soldados que guarnecen la Villa ya debe tener noticias sobre el malón... no crean que van a sorprenderlo. Conozco a Iseas. Es muy vivo...-Le traeremos haciendas, hermano cacique...- replicaron los indios. Mariano se tomó la barbilla con la mano derecha. Hizo un prolongado silencio y finalmente posó su mirada sobre los guerreros. Ellos bajaron los ojos. El cacique los escudriñaba y se podría asegurar que conocía lo que había en el fondo del alma de aquellos hombres. -Díganle a Puebla que haga lo que quiera. No lo apruebo en esta incursión, ni lo desapruebo. Pero háganle saber que emborrachar a los indios para malonear, no siempre da resultado. Además, eso de incursionar para robar un cargamento de ginebra, con los datos que le ha suministrado Gallardo, no merece ponderarlo como un gesto de nobleza ni mucho menos de hombría. Vayan y asuman la responsabilidad que todo esto les carga sobre los hombros... – 217

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Pronunciadas estas palabras, le hizo una seña al indio que estaba a su lado con el café caliente, para que los acompañara fuera del toldo. Los indios salieron y comentaron entre ellos cómo pudo haberse enterado el cacique mayor de los detalles y motivaciones del malón. Entre avergonzados y embroncados, fueron a comunicar el mensaje de Mariano a Puebla y Gallardo. Ambos líderes estaban frente al rancho del primero, ultimando detalles para la salida. Escucharon con suma atención lo que explicaron los informantes y Puebla hizo un ademán de cansancio, pues ya conocía el modo de pensar del cacique. -No tengo nada contra Mariano. El sabrá lo que hace. Yo también sé lo que hago. Para que sepa, no es solo el asunto de la ginebra lo que me mueve, también está el cobro de cuentas que le tengo al coronel Iseas, ese engreído, fatuo, altanero y soberbio. ¡Ah, pero de esta no se salva! Le vamos a caer con ochocientas lanzas para que no cuente más el cuento. Se le va a terminar la altanería que lo alimenta desde el choque que tuvimos en Casas Viejas... -Bah...en Casas Viejas lo acompañó la suerte... dijo un gaucho panzón y renegrida barba. Era Gallardo. Y agregó socarrón: -Cuando hayamos ingresado a la Villa, iremos al depósito de un gran almacén de ramos generales, que está cercano a las barrancas del río: no solo nos vamos a llevar la ginebra, sino que nos vamos a alzar con todas las barricas de charque, de harina y de aceite...-Humm...- masculló Puebla. –Habrá que pensar en un carro para cargar y llevar todo eso.. Puebla se quedó pensando en la respuesta del cacique mayor, que le habían traído los informantes. -Quiero quedar bien con Mariano. Trataré de hacerlo sentir bien después que regresemos. Le traeremos hacienda de la buena. Al sur del río hay varias estancias con muy buen ganado...- dijo mientras afilaba el acero de su cuchillo en una piedra de color grisáceo. De pronto, dirigiéndose a Gallardo, le recordó: -Habrá que buscar algún carro para traer toda esa mercadería...-No hay por qué preocuparse. En el depósito podemos elegir el carro que más nos convenga. Hay de todo tamaño...- respondió el gaucho. -Bueno, está bien, elegiremos uno grande y listo...pero insisto en que quiero quedar lo mejor posible con Mariano. Trayéndole una buena hacienda, de esa que tanto le gusta a él...- insistió Puebla. -Sí, hombre, sí. Se puede arrear esa hacienda. Después de todo, como cacique no muestra mucho entusiasmo por los malones. Se la pasa todo el día en el toldo, echado como gallina clueca. El pellejo lo exponemos nosotros...- se quejó Gallardo.

-Guarda con lo que se dice- le previno Puebla. Sabiendo que las palabras, en Leuvucó no se las llevaba el viento, ya que siempre había alguien que las hacía volar hasta el oído del cacique. Y por las dudas agregaba: -Estamos aquí, porque él quiere que estemos...De inmediato, comenzó a enrollar un lazo y lo llevó, con pasos desganados hasta colgarlo de un clavo que había en la pared del rancho, junto a la puerta. Entre tanto, Gallardo, bocón y capaz de discursear sobre muchas cosas al cuete, se quedó en silencio por unos minutos y habló finalmente como era su costumbre: -Hombre... no tengo nada contra el cacique. Faltaría más. Después que la comandancia me anduvo buscando para llevarme a la cárcel, no me quedó otra alternativa que venirme a Leuvucó. Prefiero la justicia de los rankeles antes que la justicia de los blancos. Además, por el tiempo que llevamos en los toldos, creo que ya somos más rankeles que winkas...-Hablá por tu cuenta que yo hablaré por la mía- le respondió secamente Puebla. Y para dejar de lado el asunto, le preguntó: -Quedamos en que entraríamos a la Villa con tres columnas. ¿Estás seguro de ponerte al frente de la columna que ingresará por la calle 9 de Julio?-Pero claro. Eso ya está decidido. Mientras logres avanzar a la cabeza de la columna que penetrará por la calle principal, la 3 de Febrero, nos encontraremos frente a la plaza del Dos...- Gallardo tomó un palo y dibujó en el suelo unas líneas. De inmediato agregó: La tercera columna ingresará por la calle Suipacha y haremos un cerrojo con una maniobra de pinza, para que nos quede todo el poblado a disposición...-Si llegamos antes de la salida del sol, tendremos jugando a nuestro favor, el factor sorpresa.,.- dijo Puebla, haciendo uso de la terminología militar que alguna vez fue su léxico cotidiano cuando era lugarteniente del general Angel Vicente Peñalosa. -Claro, recién estarán levantándose para iniciar el día. No les daremos tiempo para defenderse. Hay que entrar degollando y llevarse a las mujeres y todos los chicos que podamos...- comentó Gallardo. -Sí, sí... pero a mí me interesa Iseas. En cuanto lo tenga a tiro, pienso achurarlo, pero antes necesito que me reconozca. Que sepa que soy yo. ¡Ya le voy a dar a ese bribón de uniforme! ¡Se le van a terminar para siempre las posturas de gallo y le voy a hacer caer las ínfulas, la altanería y el orgullo...A medida que hablaba, Puebla subía el tono de la voz y parecía volverse paranoico con la idea que lo obsesionaba. Hasta Gallardo se daba cuenta de que el desertor dejaba traslucir un rencor añejo, que pujaba por salir ya mismo del fondo de su corrompido corazón, atribulado por el odio y las penas. Extraños sentimientos

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que marcaban a un hombre que había sido de buena y generosa familia mendocina. Sus padres habían alentado una formación humanística en el joven que finalmente se enroló en las filas del ejército que comandaba el general Ángel Vicente Peñalosa, demostrando una innata vocación por las armas. Después, toda la familia se llenó del santo orgullo al verlo participar en valientes acciones cumplidas en las columnas del caudillo riojano. ¡Cuánta decepción, cuánta desilusión debió causar su increíble decisión de abandonar el ejército! Sobre todo abandonarlo de ese modo, mostrando una lamentable actitud de cobardía, convirtiéndose en desertor, en un hombre en fuga, escapando a la responsabilidad asumida. Tan grande debió ser la culpa, que no regresó jamás al seno de la familia. Optó por la toldería en forma definitiva. Y ahora, sosteniendo esos enfrentamientos que estaban reñidos con el concepto del honor, con la virtud de la lealtad, se desfiguraba ante “el carnicero del desierto” -como llamaban los indios al jefe de la guarnición del Regimiento 4 de Caballería de Línea- que custodiaba la Villa de las Mercedes. El coronel José Iseas, un remolino de bravura en Las Acollaradas, una espada que no perdona y un justiciero destructor, que mostró su temple y su entereza en cientos de combates y entreveros con los indios, estaba a punto de ser el blanco más apetecido gracias a un malón, que contaba con lanzas de guerra numéricamente superior a la guarnición, y que le facilitaba la seguridad del éxito de la incursión. La reunión en Médano Colorado se prolongó más de la cuenta porque el gaucho Gallardo tomó la palabra y no terminaba nunca su perorata. Las ochocientas lanzas estaban presentes, no tanto por lo que debían escuchar sobre cómo se llevaría a cabo la incursión, sino por el aguardiente que iban a beber para animarse y que según les habían prometido. Gallardo, conocedor de Villa Mercedes, se floreaba en un discurso, que al principio, atrajo la atención de las bandas, pero a la media hora, ya no había indio que no dejara de experimentar el cansancio de una cháchara inconsistente y abrumadora. Cuando Gallardo finalizó y la garganta parecía no darle para más, un grupo de indios que respondían a Puebla, repartieron cientos de botes de bebida alcohólica entre los guerreros y todos se prepararon con los ánimos templados para llevar a cabo el malón. Nadie durmió la noche del 20 de enero de 1864. A la madrugada del otro día, en medio de los vapores del alcohol que dominaba el paraje, la horda salvaje montó en sus potros del desierto y a la señal de Puebla, se puso en marcha con rumbo al norte. Es necesario dejar en claro que el conocido “potrillo” Carmona, otro fugitivo de la justicia que se fue a vivir entre los rankeles, no participó de esta invasión a la próspera Villa Mercedes.

En esos días, Carmona trataba de congraciarse con Mariano Rosas, que no había aprobado este malón, y procuraba mantenerse ajeno a las correrías de estos grupos alcoholizados que intentarían el asalto a la población defendida por el coronel Iseas, y una guarnición del Regimiento 4 de Caballería de Línea.

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El Servicio de Mensajería en el Desierto. El Viaje en Galera, una Odisea en Tierra de Rankeles Celindo Guiñazú Agrípales debía alcanzar para mañana el Fuerte Constitucional y por eso se paseaba nervioso frente a la pulpería de don Cosme, en La Carlota. La galera partiría en menos de una hora y un poco más al fondo de la calle, se movían presurosos Abelardo Antenor Castaño y doña Ascensión Vinagran con su marido Pascual Victoriano Pacheco, portando sus valijas, cajas y bolsos. Todos tenían como destino al Fuerte erigido a la vera del río Quinto. -Ya me parecía que estos carruajes eran pequeños... ahora que estoy cerca y los veo en detalle, creo que no son adecuados para un viaje de varias leguas como el que vamos a hacer...- se quejó doña Ascensión. -Es un servicio subvencionado por el Estado, por un lado mensajería y por el otro, el transporte de pasajeros....- fue la lacónica respuesta del señor Pacheco. -Así y todo, este carruaje es arrastrado por la cincha de ocho caballos con cuatro postillones. Estos animales terminan extenuados a las cuatro leguas de marcha, por eso las postas están más o menos ubicadas a esa distancia. Los caballos de refresco son tan necesarios como el aire que respiramos en estos trances...- terció el señor Castaño. Mientras tanto, Guiñazú Agripales ni se molestó en mirar la galera ni a los maltratados equinos que estaban listos para la partida. Hombre acostumbrado a los viajes por el desierto, esperó pacientemente que se acomodara el matrimonio y luego el tercer pasajero, para subir finalmente y sentarse en el único lugar vacío que quedaba. En tales condiciones, el viaje era un verdadero purgatorio, no quedaba la menor duda. Primero, porque los caballos, los pobres caballos, estaban realmente mal, muy fatigados por el esfuerzo que realizaban todos los días. Y segundo, porque los indios eran el principal impedimento para que los equinos pudieran pastar en los campos, donde los pastos eran frescos, altos y buenos Celindo era una hombre de unos cuarenta y cinco años, curtido en estos ajetreos y totalmente esquivo a participar de la conversación del resto del pasaje, con los ojos perdidos en el frente, en tanto sacara la cabeza por la ventanilla y pudiera mirar el camino, de no ser así, su mirada se topaba con el cuello enfundado de doña Ascensión, dedicada en esos momentos a repasar sus manos en crema y ponerse perfume, discretamente, tras las orejas.

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En alguna parte, debieron existir elementos que convencieron a la gente de que las galeras eran vehículos aptos para transportar a las personas, con cierto decoro y facilidad. Muy diferente era lo que acontecía en estas tierras del sur americano.. Frecuentemente los carruajes para la movilidad y el desplazamiento de los viajeros, faltaban o escaseaban, ya sea por las invasiones de los bárbaros, que aprovechaban para arrebatárselas y llevárselas a las tolderías, o bien porque le prendían fuego y las convertían en gigantescas hogueras que ardían en pleno desierto. Las mensajerías se contentaban con las pocas carretas o galeras que había disponibles para el servicio. Y como eran escasas, las que se ponían a disposición para el traslado de los viajeros, eran estrechas y pequeñas, constituyendo un horroroso martirio para los viandantes, sin elementos de higiene y de descanso en las postas. Sufriendo mayúsculos infortunios en el paso de los ríos o de los arroyos, estos lamentables inconvenientes se tornaban graves, sobre todo, cuando los ríos venían crecidos y sus correntadas se tornaban peligrosas. El trote casi parecido de los ocho equinos, producía un cierto alivio en la gente que viajaba. El conductor en el pescante, apenas le dirigía una que otra palabra al hombre del rémington, tirado de bruces sobre el techo del carruaje, entre los bolsos y valijas. De las cuatro personas, tres mantenían, de vez en cuando, alguna conversación. La cuarta, no abría la boca y por lo tanto el resto había desistido en dirigirle la palabra. El codo del brazo izquierdo apoyado en la ventanilla, la mano abierta para sostenerse la cara, con un gesto de notable aburrimiento, semejaba una extraña estatua de cera, con los ojos clavados en el camino. El parloteo de la dama y las convencionales frases de asentimiento de los hombres se sumaban al increíble negativismo que los embargaba. Si había algún momento de desahogo para tantas penas, eran los fugaces instantes de un alto en el camino, por la noche, con un fogón donde se contaban las alternativas de la marcha y se descubría la entereza de los viajeros para enfrentar a tantas penurias. Cuando la mensajería había abandonado el Fuerte de La Carlota y se desplazaba hacia el Fuerte Constitucional, las conversaciones versaban, por lo general, sobre las diversas aventuras que se corrían en el camino. No se borraba de la mente de las personas, la imagen de un rankel enfurecido, tratando de hundir la lanza en el pecho de los blancos y robarles todas sus pertenencias. El mayoral y los postillones abonaban estas imágenes con la descripción de sus propias experiencias. Se las arreglaban para hacer más tétrico el momento del asalto, más horrible la descripción de los salvajes y ponerles un triste final a cada una de las vivencias. Cada mata del camino, cada recodo del sendero, estaba ligado a una historia, donde las carretas disparaban con sus parejeros en trágica fuga perseguidos por una partida de salvajes.

Lo cierto es que, la mayoría de las veces, cuando aparecían los indios, los postillones se escapaban y abandonaban la mensajería y a los pasajeros. No extrañaba a nadie que por la noche, se hablara en voz baja, se caminara sin hacer ruido y se esforzaban para no delatar la presencia de un grupo de blancos en el desierto. La posibilidad de una partida de rankeles merodeando era siempre alta. Los hombres tenían a mano las armas y las municiones. Dejar la carabina a unos metros, podía ser un acto de irresponsabilidad que después daría lugar a tardías lamentaciones. Las mujeres mantenían el rosario en una mano y con la otra tomaban fuertemente las manos de los niños. En aquella ocasión, a ocho leguas del Fuerte La Carlota, se corrió el rumor de que había indios vigilando. La mensajería avanzó pesadamente. Con el silencio como único compañero entre los pasajeros. Cuando el clarín hizo trizas el silencio del desierto, los viajeros cayeron en la cuenta de que los rankeles estaban cerca. Ni bien pasaron la loma, pudieron verlos. No eran muchos, pero se acercaban a galope tendido hacia el carruaje. El mayoral imprimió mayor velocidad al pequeño vehículo, aflojó las riendas y casi entregó vía libre a los caballos. Un acto innecesario. Tantos años fatigando esas huellas perdidas en el desierto y todavía seguían cometiendo los mismos errores. Los indios cortaron camino, en lugar de seguir tras la galera, se le pusieron al lado, manteniendo el mismo galope y sin necesidad de mirar siquiera quiénes viajaban. Crenchas al viento, vinchas ceñidas, vista clavada al frente y ningún movimiento que contradijera aquella posición. Faltaban dos leguas para la posta y sin embargo, nadie se puso a contar las distancias. Ni lanzazos ni balazos. La presencia de los rankeles en el viaje, presagiaba un desenlace de tormentos, perturbaba la mente de todos. Eran aproximadamente las 11 de la mañana, con el aire diáfano y tibio de la primavera. No había ni un mísero soplo de viento. El follaje de los algarrobos y caldenes denunciaba una calma chicha. Galope de los caballos de la mensajería, cerrado y estrepitoso. Galope de los rankeles, limpio y ordenado, capaz de hacer pensar que estaban ahí, cerca del carruaje, para protegerlo antes que asaltarlo. Por si alguien llegó a abrigar las dudas del caso, enseguida esclarecieron la situación. Un indio se adelantó y ordenó a los postillones que detuvieran los caballos. Un golpe seco terminó con el vaivén enloquecido del vehículo y el grito lanzado por encima de las orejas de los equinos, fue la configuración del robo: “los winkas abran sus bolsos y pongan dinero y todo lo que lleven de valor, en la bolsa grande. Las mujeres, sus joyas, anillos, brazaletes, pulseras, aros, todo a la bolsa...” Dos rankeles treparon al techo de la galera y revisaron valijas, cajas y bolsos. No encontraron nada que les interesara. Tiraron y desparramaron cuanto había.

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Luego siguieron unos minutos más acompañando a la galera y finalmente, se alejaron, sin acelerar el trote de sus pingos, hermosos y briosos caballos del desierto. La mensajería continuó su camino sin detenerse, sin mirar hacia atrás. Uno de los postillones murmuró: eran indios bomberos, se aprovecharon del miedo y se llevaron lo robado. Si los hubiéramos atacado, detrás de la loma del médano, habrían reaccionado los otros, unos cien o doscientos indios que se nos habrían venido encima, como moscas al asado. En fin, tuvimos suerte... A lo lejos, el humo de leña seca que escapaba de una chimenea de piedra, subía al cielo. Era la posta. Allí se haría el recuento, la evaluación de todo lo que se perdió y de todo lo que se llevaron los salvajes. En la posta el dueño de la vieja ranchería, salió al encuentro de los viajeros. Mientras se secaba las manos en un delantal con manchas de comidas, hablaba sin parar: “espero que todo haya salido bien hasta ahora. Los infieles anduvieron esta mañana temprano por aquí y se llevaron todo, hasta el pan recién horneado...” Uno a uno fueron hasta el pozo donde un niño sacaba agua fresca con un balde. Se lavaron las manos, se quitaron el polvo de la cara y más o menos refrescados se sentaron en las mesas. Todos comieron carne de avestruz y acompañaron el menú con pan duro de hacía varios días. Nadie se quejó. Se descubría un gesto de indignación en aquellos hombres mientras movían sus mandíbulas. Estaban a menos de una jornada de viaje para alcanzar el Fuerte Constitucional. Seguramente, las partidas del coronel Iseas andarían merodeando en las cercanías. Los rankeles no se arrimaban por esas comarcas, lo menos que buscaban, era enfrentarse con un militar que sentía el enorme placer en degollar indios y colgar las cabelleras en los flancos de las monturas. Los centauros del desierto no le temían al soldado. Pero si se trataba del coronel Iseas, cuanto más lejos, mejor.

-¿Dónde está el cacique?-Salió con una partida de guerreros, ahora debe estar cerca de Chadileuvú cazando guanacos. Regresará al atardecer...Gallardo escuchó la respuesta del rankel que repasaba los chaperones de plata del recado y se quedó masticando una bronca sorda. No era ni la sombra del gaucho socarrón y dicharachero que partió acompañando a Puebla en el malón a la Villa. Ahora desviaba la vista cuando hablaba con alguien y miraba al suelo. Realmente daba pena verlo en esa situación. Su regreso a la toldería con las manos va-

cías, habiendo dejado varios guerreros tendidos para siempre en los pajonales cerca del río Quinto, y para colmo, con Puebla batido de un escopetazo en la cabeza, era una verdadera frustración andante. Gallardo intuyó que no tenía sentido quedarse más tiempo junto al toldo de Mariano. Quería informarle cuanto había sucedido en la fracasada incursión, pero para qué, si total el cacique ya estaría enterado de todo a esta altura de los acontecimientos. La incursión se había malogrado. Con excepción del indio que encabezó la tercera columna por la calle Suipacha y que al regresar del malón, pasaron por el Pozo del Avestruz, donde mataron al dueño y se trajeron como cautiva a la mujer y a tres de sus cinco hijos. Al tranco y sin apuro, se acercó Gallardo en su rocío hasta el toldo del capitanejo Pereira, único rankel que se sentía satisfecho con el malón. Mientras lo hacía, recordaba que en una ocasión, estando en Villa Mercedes, lo había conocido a Martiniano Juncos, siendo el flamante propietario del Pozo del Avestruz. No era una estancia de gran tamaño, más bien se trataba de un establecimiento pequeño, porque don Martiniano recién comenzaba a explotar ganado y sembrar algunas hectáreas. Los indios lo degollaron y se trajeron a la esposa del desafortunado productor, doña Ventura Villegas, una mujer joven y de apreciable belleza. También lograron traer a Leuvucó a los hijos: Zenona, María, y Policarpo, dos mujeres y un varón que ayudarían en los menesteres del toldo. La madre estaría al servicio de otras labores. Ya hablaría el capitanejo con Mariano y contando con su venia, trataría de reservarla como esposa. Los aledaños del toldo estaban muy concurridos, podía verse a casi toda la gente que acompañó al capitanejo en la incursión. Habían formado un círculo, todos sentados en el suelo, siendo el capitanejo el que más hablaba. Se compartía agua ardiente y se comía carne de yegua. Lentamente, casi con pereza, que en el fondo era timidez y vergüenza por el fracaso, Gallardo se apeó de su flete, lo ató en la rama de un algarrobo y pidió permiso para sumarse a la rueda. Esa era una actitud, que Gallardo, pese a ser tan lengua larga y desenfadado, desdeñaba llevar a cabo. No le gustaba. Ocurre que los blancos que eligieron vivir en las tolderías, al ser aceptados, podían compartir las reuniones, los juegos, las discusiones, los malones, pero antes debían solicitar la venia a los indios ya que existía un derecho pre-existente de los anfitriones, de los dueños de casa -si cabe la expresión-, que no podía ni debía ser desconocido. Gallardo se sentía disminuido en el momento de tener que pedir dispensa. Así es que concedido el permiso, el gaucho se sentó en la rueda, cruzando las piernas y reposando sobre el pasto tierno. En esos momentos los rankeles comentaban cómo se habían apoderado de la comida que encontraron en la cocina de la propiedad y la intentona de don Martiniano de correrlos con un fusil en el patio. Reían los bárbaros contando cómo lo tomaron desde atrás y lo degollaron. Muchos

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Divagaciones del Gaucho Gallardo Despues de la Muerte de Juan Gregorio Puebla

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indios que habían estado en ese momento en el asesinato, imitaban las contorsiones del cuerpo del desafortunado Martiniano Juncos, tras rebanarle la garganta con el filo del acero. El gaucho prófugo de la justicia se sumaba con histéricas carcajadas a las imitaciones payasescas, dando a entender que aunque blanco, él estaba de acuerdo en que se hubiera liquidado al estanciero, tras la fuga emprendida por las hordas que abandonaban Villa Mercedes. Aunque bocón por naturaleza, midió esta vez las palabras y consideró prudente no preguntar nada. Sin embargo, no podía entender por qué razón, tras la muerte del renegado, cuando ya estaban dentro del pueblo, los indios dieron dos o tres vueltas en torno al cadáver de quien encabezaba el malón y escaparon por donde habían llegado. No le encontraba explicación al hecho de haber frustrado el ataque, una vez que habían ganado el centro de la Villa y con unos minutos más, todo hubiera quedado a disposición para el saqueo. Si bien es cierto un tiro certero del francés Santiago Betbeder acabó con la vida de Puebla, Gallardo se preguntaba quién había dado la orden de retirarse. ¿Quién mandó a la indiada desatada en malón, que abandonaran la Villa, regresando en demencial carrera al desierto? No encontraba la punta del ovillo de todo este asunto. No podía entender con claridad qué diablos ocurrió en el pueblo, justo cuando se podía empezar a robar las tiendas, los negocios, los almacenes de ramos generales, los depósitos. ¿Tanto aguardiente habían tomado los indios como para perder la conciencia de tal modo, que sin medir las consecuencias, optaron por abandonar la incursión? No quiso pensar más. Recibió el bote de aguardiente, de pésima calidad, que le pasó el rankel que tenía a su derecha y bebió hasta sentir que el estómago sufría un espasmo con la ingestión. Se limpió la boca con el revés de la mano, y los ojos se posaron sobre una mujer de cabellos trigueños, que cebaba mate en la puerta del toldo del capitanejo. Vio como sollozaba y hacía esfuerzos para evitar que los gemidos resultaran más evidentes, ya que el indio la había golpeado con el rebenque porque le molestaban esos requiebros del alma. No pudo ver a los hijos, pero le dijeron que una rubia muy linda, llamada Zenona, sería entregada a un cacique allegado a Mariano. Los otros dos, Policarpo y María, estaban dedicados a las faenas domésticas, como la limpieza de la enramada, la comida, el arreglo de la ropa. Una cierta tristeza embargó al gaucho Gallardo al comprender la suerte de aquella madre, de pronto viuda y con el desconsuelo de comenzar una vida de servilismo inicuo, para el indio que se convertía en dueño y señor de todo lo que ella podía significar. La vuelta del bote de aguardiente lo sacó de esas cavilaciones y tras beber con total desenfado, en parte para olvidarse de Puebla, en parte para no

pensar en la estupidez de los indios de abandonar el malón cuando ya todo estaba en las manos, dejó de lado aquellos sentimientos de conmiseración y piadoso humanitarismo, y se entregó de lleno al placer que le producía el embotamiento de los sentidos y compartir con los rankeles el desasosiego y la plácida vida natural del desierto.

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Ventura Villegas: Cautiverio en Leuvocó La esposa del infortunado Martiniano Juncos, fue conducida a los empujones hasta el toldo del capitanejo Pereira. Separada abruptamente de sus hijos Zenona, Policarpo y María, sintió el terror que le invadía al verse apartada de todos, con un dolor que parecía agujerearle el pecho y que volvía cada vez con mayor intensidad cuando recordaba la atrocidad del asesinato de su esposo y la imposibilidad de saber cuál había sido la suerte de sus dos hijos mayores: Pedro y Carmen, ya que ambos no estuvieron en el traslado a las tolderías. No podía pensar y hacer deducciones porque de inmediato la introdujeron en la enramada donde estaban otras mujeres y algunos niños llevando a cabo distintos quehaceres. Una india que parecía de más años que las otras, más bien gorda y la cabeza atada con un pañuelo mugriento, la observó sin que se le moviera un músculo de la cara. Las otras apenas si la miraron de reojo, para seguir con lo que estaban haciendo. En cambio los pequeños la rodearon y hasta le tocaban el vestido de género color rosa, evidentemente sucio, arrugado y además delataba el viaje, que más pareció una terrible odisea, una pesadilla para no olvidar nunca y una distancia que jamás terminaba de cubrirse. Ya estábamos en plena zona de los montes del Cuero, que se extienden, según escribió Mansilla, de norte a sur y de naciente a poniente; llegan al río Chalileo, lo cruzan, y con estas interrupciones van a dar hasta el pie de la cordillera de los Andes. Y agregó: No he visto jamás en mis correrías por la India, por África, por Europa, por América, nada más solitario que estos montes del Cuero. Leguas y leguas de árboles secos, arrasados por la quemazón; de cenizas que envueltas en la arena se alzan al menor soplo de viento; cielo y tierra: he ahí el espectáculo. Verdaderamente, aun en pleno verano el paisaje presentaba un aspecto por demás desolado y fantasmal: árboles quemados y retorcidos que contrastaban con los penachos blancos de la paja brava otorgaban al lugar la apariencia de un territorio nevado y desértico. En El Cuero, los indios bebieron a más no poder y se emborracharon completamente. Hubo alaridos rankeles que desmoronaban los medanales, señal de que la fiesta estaba coronada por una algarabía increíble y luego de tanto brindar y

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enloquecerse con los botes, vino el reparto de las cosas que pudieron traerse de El Pozo del Avestruz. Antes de incendiar aquel pequeño establecimiento del sur del río Quinto, los indios echaron mano a cuantos artículos pudieron reconocer de cierto valor. Pero el capitanejo se guardó para él, a Ventura Villegas. El resto, la hermosa y delicada Zenona, la no menos preciada María y el mozo Policarpo Juncos, seguirían viajando en la cruz del animal hasta llegar a Leuvucó. Una vía crucis difícil de imaginar, pero tan real y tan ignominiosa como la del relato evangélico. En el toldo del capitanejo, la india vieja y gorda, exploró con su mirada a Ventura para caer finalmente en la cuenta que sería otra dama en el séquito de Pereira. Estaba ahí, como todas las cautivas recién llegadas, llorando a mares, como si no existiera otra cosa en el mundo que dejar escapar las lágrimas y sufrir con los recuerdos que le venían a la mente en ese momento. Se cubría el rostro con ambos manos y trataba de armar frases como “Dios mío, y ahora ¿que será de mí?”. Los sollozos entrecortaban aquellas palabras pronunciadas con tanta congoja y enseguida podían escucharse otras:”¡Señor Jesús! No permitas que les pase algo malo a mis hijos!” y volvía el llanto desconsolado y triste de la mujer. La india vieja le alcanzó un vaso con agua y le dio un buen tirón de pelos, mientras le advertía: -Tendrás que acostumbrarte a esta vida, que no será como la que dejaste en el pueblo!- y Ventura bebió de un solo trago aquella agua que le pareció lo mejor que le había sucedido en medio de tantas tragedias. Pero ni bien pudo observar todo lo que se movía a su alrededor y percibir aquellos olores, volvió al lagrimeo y al llanto inconsolable. -Si no quieres pasarla mal, termina de llorar y te pones a limpiar o hacer algo. El capitanejo vendrá enseguida y puedo asegurarte que cuando pega, pega duro...- volvió a advertirle la india. Ventura escuchó estas palabras en medio del pánico y de un dolor de cabeza que le ponía todo patas para arriba. Alcanzó a ver una escoba de pichana, la tomó y comenzó a barrer furiosamente el patio de la enramada. Al menos el trabajo no le dejaba concentrarse en los negros pensamientos que tan mal la hacían sentir. Debió poner todas sus fuerzas en la tarea, porque hasta los chicos que jugaban y corrían, pararon y se quedaron mirando aquel despliegue de actividad inusitada. Pasó más de media hora acomodando y barriendo el lugar, hasta que por fin, dejó a un lado la escoba y se sentó en un banco bastante maltrecho, junto a una mesa ennegrecida de tanta grasa y vestigios de comidas. Apoyó los codos en la madera y se tomó la cabeza con las manos. La hacía girar de un lado a otro, como diciendo, que todo esto no podía estar pasando, todo esto no le podía suceder a ella, una mujer que junto con su esposo y sus hijos, estaban consiguiendo tan buenos resultados con su trabajo, con el labrantío de las tierras y la cría de ganado. Entonces al mirar por

entre los dedos, que estaba en un sitio maloliente, al lado de un toldo indio, no pudo contener el llanto y otra vez se dejó ganar por la tristeza y la situación desgraciada. La india vieja se hizo a un lado, los chicos se fueron a jugar más allá, porque llegó Pereira, en un brioso caballo del desierto, y apeándose con un talero que colgaba de la muñeca derecha miró con gesto altanero a la mujer que se secaba las lágrimas con las mangas del vestido. Ventura lo vio acercarse y se puso de pie, mientras el corazón parecía que se le iba a salir por la boca. El capitanejo le gritó con voz de mando: -¡Basta! ¿Cree que ha venido a los toldos para llorar todo el día?- y la agarró de un brazo y la empujó hacia afuera. Ventura sintió que el mundo se le caía encima. Jamás la habían tratado con semejante violencia. Giró y se puso frente al hombre de negras crenchas que la miraba como echando fuego por los ojos. No pudo decirle nada, simplemente entre sollozo y sollozo, dejó escapar algún “por favor, por favor”. El indio levantó el talero y le asestó un golpe por la cabeza, mientras le gritaba: -¡Cállese, mujer! ¡Cállese! ¡Basta!Ventura cayó hincada y se tomaba la cabeza. Tal vez no le dolía tanto como el sentirse ultrajada por el indio. Como sentirse llevada por delante, atropellada y herida en sus fueros íntimos. Herida en su dignidad de mujer. Eso era lo que más sentía. El indio la tomó del cabello y la puso de pie. Cuando la tuvo frente a él, le pegó con el talero en la boca y un coágulo de sangre fluyó por la comisura de los labios y la luz del día se escapaba, se escapaba, hasta volverse todo negro, oscuro. Muy oscuro. El indio no le soltaba los cabellos y volvía a gritarle: -Caliente agua. Cebe mate. Quiero tomar los mates ya mismo. Ahora. Muévase mujer!!!- y de un fuerte empellón la tiró cerca de las ollas tiznadas que estaban sobre unas brasas casi apagadas por las cenizas. Era el debut de la cautiva. Era la nueva vida que le esperaba a Ventura Villegas de Juncos. Y como si toda aquella tormenta de odio, de increíble dolor y de incontenible miseria humana, la hubiera despertado a un mundo de pesadilla, se puso a soplar las cenizas que había sobre los leños, avivó el fuego con un cartón para apantallar el hogar, y pronto tuvo agua caliente. Casi en forma imperceptible, sin decir ni una palabra, la india vieja pasó cerca de ella y le dejó la yerbera, el mate y la bombilla. Ventura preparó todo y cuando quiso probar el primero, sintió el dolor en la boca. Escupió la infusión de yerba con sangre. Se le había hinchado terriblemente la zona de los labios, y parte de la cara también.

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No dejó que la traicionaran los nervios ni los sentimientos. Tomó el primer mate y comenzó a cebar normalmente los otros. Se acercó a Pereira que estaba quitándose las botas y esperó como una estatua de cuarzo que le recibiera el mate. El indio ni la miró. Le recibió el mate y le dijo que estaba bueno. Que siguiera cebando . Alrededor de una hora, más o menos, de cebar mates y comer pan casero con salame, el capitanejo, le dijo que no quería más y se fue. Ventura limpió y dejó todo ordenado en el toldo. Una mujer que estaba cerca, la miró con cierta lástima y vino hasta ella para decirle que debía aplicarse grasa en la parte hinchada de la cara. Que mañana ya iba a estar bien. Ventura respiró profundamente. Le agradeció y buscó grasa cerca de la mesa en la enramada. Se embadurnó el rostro y el olor rancio le pareció que se sumaba a todo aquel infortunio para hacer más horrible y peor la situación que le tocaba vivir. La mujer le dijo que ella no era india. Que era una cautiva que estaba en Leuvucó desde hacía varios años. Que ya había perdido la cuenta. Que había nacido en La Carlota. Que un indio era su marido y que tenía tres niños. Le dijo también que no debía luchar contra el destino. Que cada día que pasa se vuelve mejor si no se piensa. Que ella ya casi no habla la castilla sino en indio. Que es mejor para comunicarse. Y antes de abandonarla, le anticipó: -Esta noche, cuando duermas con él, trata de comprenderlo. No es como nosotros. Cuanto más lo comprendas, mejor te vas a llevar con él y mejor vas a vivir en la toldería... – Ventura volvió a horrorizarse. Le faltaba esa parte, todavía. ¿Cómo podría superar tanto desatino, tanta injusticia, tanta falta de humanidad? ¿Cómo haría para soportar tanto asco, tanta repulsión? Y la noche cayó sobre Leuvucó. Y sobre ella cayó un indio que olía a alcohol y a potro. Era tan espantoso aquello, que pensó que no iba a amanecer. Moriría en ese camastro tapada por mantras y quillangos de insoportable pestilencia. Pero no fue así. Cuando el capitanejo hubo saciado sus instintos, se durmió profundamente y los ronquidos de ese rankel no se diferenciaban en nada de cualquier otro bendito ser humano. Ventura quedó mirando hacia el techo y alcanzó a ver algunas estrellas de la constelación de Orión, por la abertura superior del toldo. No había lágrimas en sus ojos. ¿No tendría más? ¿Se había secado su caudal de lágrimas? Y entre los primeros rayos del sol y los primeros cantos de los gallos, se durmió soñando con su esposo, sus hijos y la pequeña granja del Pozo del Avestruz.

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Zenona Juncos: Belleza y Rebeldía Jamás había estado en un toldo rankel. Éste tenía un gran tamaño, era amplio y con los cueros de guanaco cocidos con tripas de avestruz, mostrando en la parte superior una abertura por donde entraba el aire y escapaban los gases, el humo y todo lo que no necesitaba quedar encerrado en aquello que parecía un hogar. En el centro, cercado por grandes piedras, ardía un fuego sobre el cual se colgaban de unos trípodes de hierro, unas ollas tiznadas, donde se cocinaban guisos y pucheros. Zenona Juncos preparaba la comida tal como se la había pedido el indio que disponía de ella como cautiva. La hermosa hija del asesinado Martiniano, notaba que su piel, que alguna vez fuera tan blanca como rubios eran sus bellísimos cabellos, se tornaba cada día más oscura, más cobriza, como si se estuviera contagiando del color de sus captores, ese mimetismo, que por cierto le causaba un doloroso resentimiento hacia quienes la rodeaban, y a la propia y desgraciada situación de mujer robada, de mujer capturada y sometida que le tocaba en suerte vivir. ¿Qué estaría sucediendo con su madre y sus hermanos? Hacía tiempo que no podía verlos, a pesar de estar en el mismo aduar, le prohibían el contacto con su familia, tan cautiva y desafortunada como ella. Había crecido Zenona en Villa Mercedes. Para no pensar en la tragedia que mortificaba su existencia, su mente volaba a los días maravillosos y felices junto a sus padres, Martiniano y Ventura. Recordaba las experiencias contadas por su papá cuando por la noche, después de cenar, les recordaba su casamiento realizado en Suyuque Nuevo por 1840, rodeado de serranías y agua cantarina en los arroyos del norte puntano. Fue un amigo de la familia, don Martín Ochoa, quien llevó a don Martiniano a Villa Mercedes en busca de tierras de labranza y cría de ganado. La tarde se convertía en noche, era el momento de escuchar el graznido de la lechuza buscando su nido, de un perro que ladraba en la lejanía y Leuvucó se sumiría en pocos minutos más, en el sueño reparador que facilitaba la próxima jornada. Zenona entornaba los ojos y se veía paseando por Villa Mercedes. La hermosa cabellera creció como un trigal, y ella la cuidó con esmero. Su madre le cepilló ese pelo tantas veces como pudo. Y el rubio espectáculo de una mujer que caminaba por las calles de la Villa, tomada del brazo de su padre, obligaba a desviar la mirada de los mozos que transitaban despreocupados, por aquellas arterias casi solitarias y polvorientas. . El 23 de abril de 1857, Martiniano Juncos era el feliz adjudicatario del sitio 8 de la manzana 86 (la actual intersección de calles Salta y 9 de Julio). Su hermana, Gabriela Juncos, casada con Niceto Sosa ya estaba ubicada en el sitio 1 de la 231

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manzana 14, donde más tarde, se emplazó el colegio de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús, fundado nada menos que por la propia Madre Francisca Javier Cabrini, la santa que en su paso por la Argentina, se detuvo en la Villa y consiguió poner en funcionamiento un instituto. Otro hermano de Martiniano, Aniceto Juncos, recibió en febrero de 1858 el sitio 8 de la manzana 91. Los Juncos de Suyuque Nuevo, abandonaron las sierras y se vinieron a la llanura, para vivir en el Fuerte Constitucional, hoy ciudad de Villa Mercedes. Desgraciadamente, bajo el signo de la fatalidad. Todas estas escenas pasaban por la cabeza de la preciosa joven, que prisionera en un toldo rankel, se trasminaba del olor de los guisos y del rancio olor a potro del señor de las pampas que lo habitaba. Para bien o para mal, el indio estuvo ausente durante todo el día. Las cautivas nunca sabían cuando aparecían sus “dueños”. Bien podían haber andado de cacería, como participando de algún malón en la frontera. O simplemente bebiendo aguardiente con otros adictos al alcohol. Pasaban horas y horas, hasta que se terminaban el contenido de los botes y entonces se animaban a regresar al toldo, en un estado de ebriedad absoluta. No es que regresaran, sino que el fiel caballo que montaban, conocía el lugar donde vivía su amo y lentamente, a tranco manso, volvía de día o de noche, y se detenía justo en la puerta del toldo. Así apareció el rankel que tenía cautiva a Zenona. Completamente borracho. Se bajaba del caballo dejándose resbalar por un costado y caía al suelo con un pie, para asentar el otro de inmediato. Se tomaba de las ramas cercanas de un caldén y luego del cuero que cubría los aleros del toldo. Avanzaba tambaleante hasta el interior y abría los brazos como diciendo ¡aquí estoy! Entonces se acercaba a Zenona y se le arrojaba encima, para aumentar la repugnancia de la pobre cautiva. Ella sentía el tufo de alcohol y empujaba al desventurado hacia un costado, que se tomaba de cualquier parte y volvía a arremeter contra la indefensa criatura. El toldo estaba oscuro, apenas alumbrado con una débil luz de un pabilo colocado en lo alto de una repisa de madera. Aquella escena se volvía fantasmagórica con las sombras proyectadas en las paredes de cuero. Zenona escapaba como podía, alrededor de una mesa, de pronto tropezaba con un banco y se levantaba velozmente para no ser presa del indio en el suelo. La persecución en torno a la mesa finalizó con una caída espectacular del rankel por encima de un sillón con cuero de carnero, en medio de imprecaciones y esfuerzos por volver a ponerse de pie. Otra arremetida del ebrio terminó con un resbalón cerca de la cara de la pobre Zenona, que en su afán por defenderse, echó mano a un pesado candelabro de bronce, seguramente producto de un robo en alguna estancia o alguna iglesia, y levantándolo como pudo, lo descargó con fuerza

sobre la nuca del indio, dejándose escuchar un ¡crack! en los huesos cercanos a la oreja. Cayó y quedó tendido para siempre. Zenona corrió a la parte trasera del toldo, trajo unos quillangos y unas matras y las desparramó sobre el cadáver que yacía junto al camastro. Sopló sobre el pabilo y dejó que una pesada tiniebla se cerrara en el interior del toldo. No tuvo problemas para llegar hasta la puerta, conocía de memoria la disposición de cada cosa en aquella ruka. Levantó el cuero que cubría la entrada y salió con rumbo al corral. Los pies de la niña, que habían sido desollados para evitar que escapara, habían cicatrizado felizmente sin infecciones y el caballo oscuro que eligió para la fuga, preparado con anticipación, le respondió sin hacer el más mínimo ruido. Caminó a la par del animal un buen trecho y una vez que logró bordear unos médanos, se pasó por debajo del pescuezo del equino, lo tomó fuertemente por los crinas y con ágil envión, lo montó para partir en veloz fuga con rumbo al norte. Tas cubrir las distancias entre las lagunas y los montes, siguió escapando por lo que se conoce como la senda de los rankeles y llegó tras varias jornadas, deteniéndose y escondiéndose entre las isletas, al Pozo del Avestruz. Encontró la casa semidestruida, casi carbonizada por el incendio, sin los animales y convertida aquella en una triste y lastimosa tapera, le parecía mentira todo lo que veía y recordaba cuando su padre, su madre y sus cuatro hermanos, vivían felices laborando la tierra y criando el ganado. Los vecinos que la descubrieron llorando, abrazada al pescuezo del noble bruto que la trajo desde Leuvucó, la cubrieron con una frazada, la llevaron a la Comandancia frente a la plaza del Cuatro, y tras ponerla en condiciones, fue atendida por la familia de su tía Gabriela Juncos de Sosa. Gabriela y Aniceto parecían estar soñando al ver con vida a su sobrina. Más que atenderla, la mimaron durante un buen tiempo, como para contrarrestar tantas penurias sucedidas en los toldos rankeles. Por cierto que Zenona quiso saber de sus hermanos mayores, Pedro y Carmen. Su tía y el esposo le contaron cómo salvaron sus vidas, que gracias a Dios, no fueron cautivos y que estuvieron casi todo el día en el chiquero, entre los cerdos y los terneros.. y el tío Aniceto le narró la aventura que vivieron al esconderse y escapar, evitando ser vistos por los indios. Poco tiempo después, Zenona fue enviada a San Luis con otros parientes, para ayudarle a borrar de la mente esos días terribles del cautiverio, en tanto que su tía, al tomar conocimiento de que su cuñada Ventura permanecía con vida en la toldería, al igual que Policarpo y María, se apresuró en hacer las gestiones para conseguir la libertad de los mismos. Debieron pasar unos años para que la señora Gabriela Juncos de Sosa tuviera ocasión de ponerse en contacto con unos rankeles que compraban víveres, ropas y vicios en negocios de la Villa.

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Diez Años de Paz y Concordia para Crecer y Construir el Fuerte Constitucional Tras haberse fundado el Fuerte Constitución (después llamado Constitucional y más tarde Villa de las Mercedes), los indios se congratulaban de mantener relaciones pacíficas con la naciente población a la vera del río Quinto, y llegaban desde las tolderías sureñas, con sus chinas y gran parte de la chusma, a comprar en las tiendas y en los almacenes de ramos generales. Por momento, pintaban presagios de horizontes tormentosos, cuando las famosas dádivas del gobierno no llegaban a tiempo. Era sabido que esos dineros y regalos con los que se obsequiaba a los caciques y ciertos capitanejos, eran la tentación de no pocos gestores y funcionarios del gobierno, por lo tanto, había que rastrear en qué recodo de la negociación se desviaron las sumas que venían para los jefes.

En 1865, justo un año después de haberse llevado a cabo la famosa invasión contra Villa Mercedes, encabezada por el renegado Juan Gregorio Puebla y el gaucho Gallardo, todo hacía presumir que la derrota infligida a las lanzas rankeles, había puesto punto final a las tentativas de los habitantes del desierto, y ya no pensarían más en apoderarse de los bienes, mujeres y niños de la Villa. Sin embargo, ni siquiera la muerte del cabecilla, tras el certero disparo de don Santiago Betbeder, serenó los ánimos de los rankulches que comenzaron a mirar con malos ojos aquella falta de cumplimiento de las promesas hechas por los cristianos. “Primero se quedan con nuestros campos, después nos corren hacia el sur como si fuéramos la peste y finalmente nos prometen que nos darán plata, tabaco, yerba y azúcar, para que nos quedemos tranquilos...” reflexionaba un capitanejo frente a sus lanceros. Pero ahora aparecía la mala intención, la soberbia, el orgullo, el instinto traicionero de los winkas. “¿Y ellos nos vienen a decir que no debemos mentir, no debemos robar, no debemos matar ni estar deseando la mujer del prójimo? Los cristianos son hombres sin palabra. Para los indios la palabra es sagrada. Pero los blancos dicen una cosa y no la cumplen...” se terminaban quejando. El asunto es que las relaciones con los indios se pusieron tensas y a mediados de agosto de 1865, el cacique general de todas las tribus, Mariano Rosas, le escribió una carta al coronel José Iseas, que estaba al frente de la guarnición del 4 de Caballería de Línea para proteger a los vecinos de Villa Mercedes, reclamándole la falta de cumplimiento en lo pactado. El gobierno se había comprometido en darle a los indios $ 200.- fuertes, para mantener las buenas relaciones, pero ante la ausencia del dinero en cuestión, los rankeles comenzaron a impacientarse. El cacique Baigorrita preparaba un malón muy grande y como Mariano mantenía lazos de amistad con Iseas, le dijo que hicieran todo lo posible en pagar lo que se estaba debiendo, porque él, no podría contener a los que saldrían en malón. 234

Al parecer debieron cruzarse varios mensajes con las autoridades con el fin de poner en claro qué había pasado con el dinero de los indios y los regalos para los caciques y capitanejos. Con seguridad, la fuerte presión que se ejerció sobre los oficiales y luego sobre los que cumplían funciones especiales para traer el dinero hasta las comandancias, hizo que finalmente las sumas adeudadas aparecieran como por arte de magia. No apareció todo el dinero. Pero sí la mayor parte. Enseguida se llamó a los jefes y se les entregó lo adeudado. Así y todo, hubo un malón bastante grande, encabezado por el cacique Mari-có Gualá (Baigorrita) pero no en la jurisdicción de la provincia de San Luis. Por su parte, el cacique Mariano Rosas, respiró tranquilo ya que seguía en buenas relaciones con Iseas. Y el propio jefe militar de la guarnición del 4 de Caballería de Línea, aprovechó el momento para descansar y serenar el ánimo, por ahora no saldría al campo a degollar indios. Si hubo un decenio de paz y tranquilidad para el Fuerte, se aprovechó al máximo, ya que surgieron edificios para los cuarteles, hogares para los soldados y sus familias, y los recintos de los diversos negocios que se instalaban en la floreciente población. Los vecinos se organizaron y una comisión fue ungida con las facultades de dirigir y administrar la irrigación de chacras, huertas y quintas aledañas. Fue de corta duración, pero valió como ejemplo para las generaciones venideras, que se destacaron en el trabajo comunitario para hacer de Villa Mercedes una localidad generada por el esfuerzo común y el sacrificio de sus hijos para el bienestar y la concreción de los planes futuros.

Desdichas y Desventuras de un Rankel en la Villa Vivía cerca de la barraca de Oribe, a metros de la plaza del Seis. Algunos vecinos decían que este indio se había aquerenciado en la Villa y que no extrañaba para nada las tolderías en donde había transcurrido su niñez y mocedad. Pero los más antiguos, recordaban que llegó con un grupo de cautivos rescatados por los soldados que buscaban a la familia de Pantaleón Romero. Vaya uno a saber como fueron las cosas, en verdad. Lo cierto es que Valerio era más conocido como un criollo guapo, con sobradas ganas de hacer las tareas que le correspondían y mantener la casa de los patrones tan limpia como ventilada, para cumplir con la higiene. Una casa con higiene mantiene lejos a la peste. Las órdenes eran esas. Por sobre todo, limpieza. Es que la proliferación de casos, de los atacados por la viruela, estaba a la vista. Para que vamos a darle más vueltas a este asunto: las epidemias que azotaban a la Villa ponían al descubierto una debilidad de aquella población que nació mirando al desierto. Y sino, que lo diga Eliseo Mercau, un médico que llevó a cabo un estudio en 1898 -que le serviría 235

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de tesis universitaria- y de las consideraciones y datos apuntados, se deduce que la ciudad de Villa Mercedes padece la más peligrosas condiciones higiénicas. No había que esmerarse mucho en la investigación de semejante situación, ya que la deficiente provisión de agua, acarreaba funestas consecuencias que se traducían en un elevado índice de mortandad. El médico apoyaba la construcción de un dique para represar las aguas del río Quinto y enfatizaba la imperiosa necesidad de proveer a la Villa con aguas corrientes. No era un proyecto de afiebrados delirantes, era una idea feliz que podía llevarse a cabo porque la ciudad contaba con una fuente de agua inmejorable. ¿Y mientras tanto? ¿Qué hacemos con la gente que se infecta y sufre la peste negra? Mercau proponía como medida de emergencia el empleo de aguas de la segunda napa “al menos y por lo pronto como agua de bebida”, ya que de los estudios realizados, sacó como consecuencia que el agua de la primera napa era inadecuada para el consumo. Algunas de estas prevenciones, “el indio Valerio” las entendía con absoluta claridad. Otras no. Observaba como extrañado aquellas disposiciones de los patrones para evitar la llegada de la peste a la casa, sobre todo para los niños. Estaba terminantemente prohibido cavar pozos nuevos para sacar agua y dársela a los chicos. “Vamos a andar todos de luto por un condenado pozo de agua que no debía cavarse” decía el señor Oribe. Y Valerio fregaba los pisos con un cepillo y agua con jabón. Más adelante, el barraquero experimentaba la dolorosa sensación de quedarse sin clientes al comprobar que muchos de los carreros que había conocido de antaño, ya no llegaban a la Villa. Habían muerto por la peste en el desierto. Un día Oribe lo llamó a Valerio y le dijo que se hiciera cargo de recibir la mercadería que llegaba en los convoyes de carros y carretas provenientes de Victorica. Con inocultable emoción, Valerio se dispuso a estibar los fardos de cueros y de lanas que estaban próximos a llegar, había que disponer de un buen espacio en los galpones barraqueros para que toda la mercancía estuviera a salvo de la intemperie y se mantuviera bajo techo mientras se guardaba hasta la venta. Pero Valerio sentía que el corazón latía con más fuerzas ante el anuncio de su patrón. Lo habían tenido en cuenta en momentos difíciles y esta designación –equivalente a capataz- de hacerse cargo de los bultos y fardos que estaban a punto de arribar a la Villa, confirmaban, una vez más, que no era un sujeto para la decoración de la casa. Era útil. Servía. Aportaba esfuerzos y sacrificios. Por eso, trabajó todo el día como una máquina. Parecía que el cansancio no existía para aquel hombre sencillo, guapo y respetuoso con sus patrones. Pasó el viernes y todo estuvo preparado para recibir la mercadería el sábado por la madrugada. Con seguridad, a eso de las cuatro de la madrugada, se escucha-

ría la primera estridencia de la trompa ejecutada por el mozo que montaba uno de los caballos de la primera carreta. Valerio se fue a dormir, en los fondos de la barraca, donde tenía un pellón de oveja, a la usanza de sus ancestros rankulches y a eso de las cuatro de la madrugada estaría de pie listo para empezar la jornada. Pero el sábado amaneció sin trompas ni carretas a la vista. Se hicieron las cinco, las seis, las siete de la mañana, y ya todo el mundo andaba despierto haciendo sus respectivas tareas en la barraca, cuando Valerio se cansó de mirar hacia el sur, más allá del río Quinto, y se dirigió con paso firme hacia don Oribe que tomaba unos mates bajo el sauce cercano al galpón. -Deme permiso, patrón, ensillo el rocío y cruzo el río para llegar hasta la tropa de carros y ver que ha pasau que no llegan...- dijo el rankulche al propietario de la barraca. -Y sí... andá y fijate que diablos es lo que les pasa ... si hace falta que les demos una mano porque se le han quedau algunos güeyes mañosos...avisanos...Galopeó el rankulche hasta que al final, pudo divisar a la tropa de carretas detenidas muy cerca de las lagunas. Enderezó a su flete hasta la formación y tan solo unos metros antes, detuvo al rocío para avanzar lentamente hasta los primeros carros. Valerio olfateó el percance en el aire. Aquello no estaba bien. Vio a los hombres encargados de las bestias, los postillones, extendidos cual largos eran en las cajas de los carretones. La frente humedecida por una transpiración atroz y los ojos cerrados ante la molestia de los rayos solares. Las mejillas con pústulas enormes y los labios de las bocas desencajados y retorcidos. La mayoría mostraba la lengua fuera, reseca y de pálido gris, moviéndose como el badajo de una campana. Una actitud parecida ofrecían los conductores de las carretas, que ya no podían mantener en sus manos las riendas de la caballada y los mulares que tiraban aquellos vehículos de carga. Un jinete se acercó hasta Valerio, montando un zaino en dolorosas condiciones. De inmediato, el rankulche se dio cuenta que la tropa de carros que venía de Victorica había sido presa de la peste negra. El hombre del zaino le dijo a Valerio acerca de la desgracia que les acontecía. Le contó que el resto de los hombres habían muerto cerca de la Laguna del Padre Marcos, y de inmediato sus cuerpos fueron incinerados para evitar la propagación de la viruela. El rankulche tomó nota de todo. Inclusive observó el faltante de algunos fardos de cueros y otros de plumas, que con seguridad, se usaron como camastro para los enfermos y luego debieron ser quemados juntamente con los cadáveres. De regreso a la Villa, Valerio impuso de todo cuanto había visto y analizado en la tropa de carros. Habló de los postillones enfermos y que a esta altura del viaje

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ya deben haber muerto, también contó del padecimiento de los conductores de carros y carretas, que fueron los primeros en morir y luego se quemaron sus cuerpos para prevenir la extensión de la peste. Oribe y los demás barraqueros de la zona escucharon con atención las palabras del indio Valerio y cuando finalizó la exposición de lo que había sucedido, se reunieron en una sala que servía como escritorio para el comerciante. Valerio armó un cigarrillo y miró de reojo aquella reunión. Estaban casi todos los propietarios de barracas de la zona. Los vio agitar los brazos como si fueran aspas de molino y también de señalarse con el índice unos a otros. Gesticulaban y decían palabras en voz alta, pero como las ventanas estaban cerradas los vidrios no permitían el paso de las discusiones y Valerio debió contentarse con observar desde lejos aquella reunión agitada y destemplada de los comerciantes. Cuando salieron, algunos estaban molestos y otros mas bien indignados. Pero al parecer, hubo como una especie de juramento, ya que ninguno miró hacia atrás y tampoco lo miraron a él. Por supuesto, no sería la primera vez que podrían poner reparos a las palabras pronunciadas por Valerio. Pero ahora era distinto. Todos salieron a buscar a sus empleados y se los vio partir como un convoy distinto al que estaban esperando. Iban con picos y palas, preparados para cumplir con una gran ceremonia. Se los imaginó cavando sepulturas y echando los cadáveres en los pozos. Se los imaginó buscando leña y paja seca para tirarla encima y a los costados de los cuerpos y finalmente, entre las volutas de humo del pucho, alguien haciendo funcionar un yesquero y prendiendo fuego para que ardiera aquella pira humana. ¿Por qué no lo llamaron a él, a Valerio, que fue el primer en descubrir este avance de la peste hacia el pueblo? Se entretenía con esos pensamientos cuando vio el regreso de los primeros jinetes y después los carros que habían partido con los empleados y las herramientas. Al anochecer estaban todos de vuelta y los vio dirigirse cada uno a sus respectivos hogares, no sin antes haber hablado y aconsejado a don Oribe. A eso de las diez de la noche, cuando el silencio llega a ser total y no hay ningún otro ruido o murmullo que no sea el del río que corre serena y plácidamente por el lecho arenoso, don Oribe se acercó al indio Valerio que estaba pitando en las cercanías de la barraca, sentado sobre un tronco seco y los ojos perdidos en las lumbreras de la esfera azul. Lo vio tan pacífico, tan tranquilo, que por primera vez advirtió que ese hombre, que algunos decían era un verdadero descendiente de los hombres del desierto, se confundía sin quererlo, con la paisajística de la Villa a esa hora de las reflexiones y el sueño. -Como estás Valerio...- lo saludó el dueño de las barracas. -Bien, patrón. Pitando el último pucho antes de irme a dormir...-

-Ajá...- le contestó don Oribe, haciendo gala de pocas palabras en el diálogo. -Mañana debo tener listo el lugar porque ya estarán acá las pocas carretas que traerán algunas mercaderías...- anticipó el rankulche. —A propósito de ese trabajo tuyo...- empezó diciéndole don Oribe –quiero que mañana te vayas temprano hasta el punto donde encontraste a la tropa de carretas y les digas que pueden venir a la Villa sin miedo... no creemos que vayan a contagiar a nadie. Los que estaban enfermos ya están muertos...Asintió el indio con un leve movimiento de cabeza y se fue a tirar sobre el pellón de oveja. Antes de conciliar el sueño, miró el tirante de algarrobo que sostenía las chapas del techo y se preguntó por qué cambiaría tan abruptamente su patrón en la actitud de ordenarle un viaje de urgencia hasta la propia tropa de carros. No pensó más y se durmió. Muy temprano, ensilló el rocío y salió hacia el sur. No lo hizo bajando las barrancas y cruzando el río por la parte menos ancha, sino que costeó el curso hacia el Este, y pasó por detrás de la comandancia para llegar al badén de la calle Suipacha. Desde allí enderezó hacia el sur por las viejas rastrilladas indias. ¿Qué se le cruzó por la cabeza, al rankelche, hacer ese cambio de camino? Nadie lo sabrá jamás. Hay una sola cosa cierta: se fue a encontrar a la tropa de carretas por otro sendero. Por el tiempo cabalgado, ya debería haber encontrado los primeros carros. No veía ni uno. ¿Qué estaba pasando? ¿También la tropa había cambiado de camino? Se acercó a trote liviano. Además estaba protegido por las isletas de chañares y jarillas. De pronto vio que brillaba un caño de fusil entre los pajonales. ¿Qué era esto? Acaso se trataba de una emboscada? Más adelante, muy cerca de los carros, había otro relumbrón por el sol de mediodía. Ya no cabía dudas... esto era una zancadilla, especialmente armada para liquidarlo. Solamente el instinto de los que son desconfiados como las lagartijas, le hizo cambiar de recorrido. De haber desandado el mismo sendero que el día anterior, hubiera sido suficiente para que a esta hora, ya estuviera tirado sobre los pastos, con el pecho agujereado. ¿Por qué el patrón? ¿Qué le había hecho a don Oribe para que tomara semejante medida contra él? ¿Acaso no le había cuidado a los niños para impedir que bebieran aguas envenenadas? No era éste el pago que se merecía por tantas preocupaciones y desvelos a favor del bienestar de la familia... sin embargo, aquí estaba, escudriñando a los que fueron ocultados entre los pajonales para ultimarlo a tiros. Observó el páramo y se dio cuenta que ayer los barraqueros y sus empleados habían terminado con todos los que quedaban vivos en la tropa. Una gran sepultura bajo los caldenes había sido suficiente para limpiar cualquier señal de viruela en esos campos. Más aún, cualquier señal que pudiera llegar a Villa Mercedes. Un momento. Alguien estuvo antes por aquí y llegó por Villa Mercedes. ¿Quién era?

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¡Él mismo! ¡El, Valeriano, había estado en contacto con los troperos! Ahora caía en la cuenta. La reunión con don Oribe fue el tratamiento de este asunto. Limpiar el campo con los apestados era una cosa. Simplemente llevar a los empleados de las barracas y cavar las tumbas. Pero Oribe debía hacerse cargo de “limpiarlo” al rankelche que anduvo con los conductores de carros sorprendidos por la viruela. Ya se lo habían dicho en los toldos, cuando vivía con sus padres y hermanos de raza: ¡cuidado con el winka!. Es mentiroso. Te puede pasar una mano por la espalda y con la otra abrirte el pecho con un cuchillo. Ahí tenés al coronel Baigorria. Los indios le dieron asilo, lo cuidaron y hasta le permitieron tener como esposas a las mujeres de la tribu. Mirá como les pagó. Cuando Roca lo llamó a su lado, no le tembló la mano para sacar la espada y degollar indios en la Campaña al Desierto. Valeriano observó a los hombres ocultos por los carrizales. Los vio expectantes. Esperando que apareciera el indio de la barraca para dispararle y asunto concluido. ¡Ah, bandidos! Podía voltearlos a uno por uno y dejarlos para siempre, durmiendo entre los pastos abrazados a sus rifles. Pero desechó la idea. Era un hombre pacífico. Y jamás traidor para nadie. Por lo que dio media vuelta con su flete y cabalgó lentamente con dirección a unas isletas de caldenes. Cuando salió a campo abierto, taloneó al rocío y voló sobre los pastos con la intención de no detenerse más. Jamás volvería a la Villa. Jamás volvería a verle el rostro a su patrón, lo había defraudado en lo más hondo de su alma. Y en ese escapar hacia el sur, en busca de alguna comunidad dispersa con sus toldos y sus familias, porque ya no existían las tribus, dejó que el viento le castigara la cara como lo había hecho tantas veces cuando era mozo y podía galopar a la par de su padre, un valiente capitanejo defensor de la raza y sirviendo a las órdenes de Mariano Rosas. Así, el hombre y el caballo fueron desapareciendo en el horizonte y las nubes redondas y grises, anunciaban la lluvia para los campos extensos y llanos a treinta y cinco leguas del sur de Villa Mercedes..

Dolor y Decadencia en el País del Monte La Muerte del Cacique Mariano Rosas Sopló el viento como rezongando sobre el penacho de los pastos del País del Monte, como si presintiera que el octavo mes correspondía a un tiempo de calma y lánguida anticipación de la primavera, un tiempo de tibieza y florida ornamentación en la caldunia pampeana. Tal vez esa mezcla dulzona del aroma de las jarillas y las retamas, capaz de enervar a las colonias más lejanas de abejas laboriosas, no alcanzó a disimular el 240

olor de la muerte que dominó en todo el paraje y se extendió como una garra huesuda, atenazando el corazón de las tribus rankelinas. Era tan espantosa la viruela como desgraciada la mortandad de indios en sus toldos. Esta enfermedad, conocida como la peste negra en medio de los rankeles, se aprovechó de los infortunados señores de las pampas, por cuanto encontró en ellos un caldo de cultivo que difícilmente se pudo comparar con otras comunidades. Cuando un aborigen llegaba a enfermar de la peste, enseguida cundía el pánico en las familias. Los toldos se convertían en trágicos receptores de los quejosos y las lágrimas de las mujeres no paraban hasta el día en que debían sepultar a los que morían por la peste. Dupont recorría los campos asolados por la epidemia y por más que recomendaba quemar todo lo que se encontraba en torno al enfermo con el fin de evitar el contagio, no estaban dispuestos, la mayoría de los familiares, a perder sus pertenencias con una decisión semejante. Por lo tanto, la peste seguía maltratando a los desgraciados indios sin reparar en niveles ni condición dentro de la tribu. Cuando el cacique general Mariano Rosas debió tenderse en su lecho por no tener fuerzas para resistir aquella enfermedad que lo aquejaba, quienes lo rodeaban se dieron cuenta que el jefe rankel había sido atacado por la viruela. Las brujas, agoreras o maquis de la tribu trataron de curar al cacique, pero todos los conjuros que se pusieron en marcha resultaron infructuosos. El rostro de Mariano, cubierto de pústulas, denunció al poco tiempo que ya era presa de la peste negra. ¡Eran numerosos los indios que caían enfermos y tan pocos los que se salvaban! En esos momentos, la epidemia se cobraba tantas víctimas que los sorprendidos como atemorizados indígenas, no alcanzaban a encontrar una respuesta adecuada al sufrimiento al que estaban siendo expuestos. Las mujeres del cacique entraban y salían del toldo, al principio con indisimulado dolor por ver a Mariano en semejantes condiciones de deterioro físico, pero después, el llanto se tornaba convulsivo porque advertían que la muerte estaba próxima y desaparecía el gran guerrero que mantuvo por largos años, una paz duradera con los ejércitos de los blancos. Sin embargo, este proceso tocaba a su fin. El 18 de agosto de 1877 se extinguió la vida del cacique mayor Panghitrus Nüru, conocido bajo el nombre de Mariano Rosas. En realidad, tuvo menos tranquilidad como cadáver que como guerrero: dos años después, el coronel Eduardo Racedo profanó la tumba donde había sido enterrado con sus mejores prendas (Mansilla lo recuerda con camiseta de Crimea mordoré, adornada con trencilla negra, pañuelo de seda al cuello, chiripá de poncho inglés, tirador con cuatro botones de plata, botas de becerro y sombrero de castor “fino”). La sepultura incluía caballos y una yegua gorda que fueron pasados a degüello en medio del plañido de las lloronas. 241

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El diario La Mañana del Sur, de Buenos Aires, se hizo eco de las honras fúnebres tributadas por su pueblo. El cacique no vivió para ver la traición en que incurrieron los blancos, cuando el gobierno lanzó la Campaña del Desierto. Los guerreros rankeles fueron pasados a degüello y los sobrevivientes, humillados y maltratados, se los dispersó por Tucumán, la isla Martín García y hasta en nuestras Malvinas, donde fueron ocupados como peones. Por supuesto, cuanto más lejos del Mamuel Mapu, mejor. El indio no aguanta el desarraigo y muere al poco tiempo. Las mujeres fueron ocupadas en el servicio doméstico, con preferencia en familias de la ciudad de Buenos Aires.

Mariano Camina por el Alhué Mapu La formación catequística que Mariano había recibido mientras fue cautivo en la estancia El Pino, no fue conocida por los indios que conformaban la Nación Mamulche. Y si alguno tuvo noticias de este hecho, lo dejó pasar de largo porque no interesaba para corroborar la mayor o menos obediencia al cacique. Por supuesto, que Mariano supo de la doctrina de Jesús y estaba al tanto de lo que significaba la muerte y la resurrección en el último día, para compartir la gloria del Cielo. Pero no es menos cierto que junto con aquellas santas enseñanzas, continuó con la creencias de su gente. Alhué mapu - país de las ánimas- era el nombre que los rankeles daban al otro mundo, y ellos se lo representaban como una borrachera sin fin. Hacia allá marchó un día frío de agosto de 1877 el gran Zorro Cazador de Leones (Panghitruz-gner). Una noticia de sus exequias aparecida en el diario «La América del Sur» dice lo siguiente: « A las 24 horas después de haber dejado de existir fue llevado a su última morada, acompañándolo todas las tribus de indios de Ramón, Cayomuta, de Epugner y de Baigorrita. Las mujeres lloronas seguían las angarillas en que iba conducido por cuatro mocetones. Llegado que hubo e! cortejo al sitio que debía ser sepultado el cadáver, varios cautivos e indios procedieron a abrir un gran hoyo. Mientras unos hacían esta operación otros degollaron tres de los mejores caballos del finado y una yegua gorda. Después de haber concluido de abrir el hoyo se hicieron las ceremonias de estilo. En la fosa se sepultaron los caballo, la yegua, varías prendas del finado, etc. Para que pudiese emprender su largo viaje con felicidad. Encima de todo se puso el cuerpo de Mariano y los capitanejos fueron los primeros que echaron tierra sobre su cadáver. En ese mismo lugar, las mujeres han pasado dos días llorando y los hombres desechando penas, es decir, emborrachándose. He aquí cómo cumplen sus deberes los hijos de La Pampa.» 242

De triste recordación resulta el hecho de la profanación de su tumba en 1878, tal como se adelantara, la columna de soldados al mando del coronel Eduardo Racedo, separó el cráneo del resto del cuerpo y lo envió al doctor Estanislao Zeballos, como objeto de estudio. Y Zeballos lo sumó a una colección formidable de más de un centenar de calaveras indígenas, que poseía en su gabinete, incluyendo la de Kallfukurá. Así llegó Panghitrus Nüru al Museo de Ciencias Naturales de la Plata, por cuanto la familia de Zeballos efectuó la donación de aquellos huesos en que podían leerse los nombres garabateados de sus dueños. Agotado el tratado de paz en octubre de 1878, las autoridades argentinas desplegaron mapas y planos sobre las mesas y decidieron la ocupación de los campos hasta el Río Negro. Y para que no quedaran dudas acerca de la legalidad de las acciones, se procedió de acuerdo con lo prescripto por una ley del Congreso de la Nación. Entonces el coronel Eduardo Racedo estremeció el territorio de los rankeles con una carga de soldados, que partiendo desde Villa Mercedes, limpió prácticamente aquellas tierras ociosas, mientras el capitán Ambrosio Carripilún, de los indios amigos, destacados en Sarmiento Nuevo, atacó en la madrugada, las abandonadas tolderías de Leuvucó. Allí estaba el cacique general. Epumer que se entregó prisionero, sin oponer resistencia. Estaba desarmado. Sólo lo acompañaban tres muchachos y ocho mujeres dedicados a levantar la cosecha de trigo y cebada, que los cristianos le habían enseñado a sembrar. Epumer fue conducido en calidad de preso a la isla Martín García, donde permaneció hasta 1883. Ese mismo año pasó a trabajar como peón en la estancia Laguna del Toro, en Bragado, perteneciente al senador Cambaceres. Y allí murió. Los últimos años de Mariano fueron decididamente coronados por la amargura. Cuando el coronel Mansilla baja a los toldos ranqueles en 1870 nos lo retrata en un momento medianamente apacible. Pero no pasaría mucho tiempo para que todo aquel esfuerzo para conseguir la paz mediante un tratado, fuera tirado como un papel con tinta sin ningún efecto para las partes, sobre todo para los indios. En 1872, el general Arredondo combinado con Roca le dan un malón sorpresivo, en tanto que lo habían estado engañando con promesas. El general Arredondo le escribe al ministro Gainza y le expone sus planes para caerle a los rankeles, sin que éstos tengan tiempo a reaccionar: «Anteayer les mandé una comisión, compuesta de un pariente de Mariano y otros indios, que le llevan al cacique propuestas de paz y compra de cautivas, y también regalos de aguardiente, con el objeto de desvanecerles cualquier sospecha que tenga. Espero sorprenderlos...» Mariano debió saber, muy adentro suyo, que aquel proceder del general José Arredondo no era más que pura hipocresía. Una increíble muestra de doble 243

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cara para las relaciones. Sin embargo, ante las carencias que sufría su gente, ya que había llegado el tiempo de la falta de alimentos y había hambre entre las tribus, prefirió callar y seguirle la corriente hasta donde fuera posible. Si había engaño, en algún momento estallaría la sorpresa. Y efectivamente, así fue. Lo sorprendieron con una gran matanza en los toldos. Se hacía realidad, se tornaba cierto aquello que Mariano le había dicho a Mansilla, dos años antes, durante su visita a Leuvucó: «Compadre, los cristianos siempre que han podido nos han muerto». Cuando luego vienen los requerimientos de que se sometan de una vez por todas al gobierno nacional, Mariano Rosas escribe al Padre Donatti (religioso franciscano que acompañara a Mansilla en la excursión a Leuvucó): «Digo a usted que es imposible aceptar tales proposiciones... Tengo en vista los sucesos anteriores. Siempre los tengo en mi cabeza.. Yo trabajaré sin descanso a fin de conservar la paz, pero salir a los (territorios) cristianos me es imposible, porque todo hombre ama el suelo donde nace”. Merecería un análisis más profundo el rol que jugaron los sacerdotes de distintas órdenes en los años precedentes a la Conquista del Desierto. Los franciscanos con los rankeles, los lazaristas con Namucurá y luego los salesianos con los tehuelches. Eran, ciertamente cómplices de la «gesta civilizadora» que pretendía someter a los indios, pero el caso es, que en ese tramo final, fueron los únicos reconocidos como interlocutores por los caciques, los únicos a quienes creían que todavía podían recurrir. Mariano no participó en el Malón Grande de Namuncurá en 1876 (es probable que algunas bandas de sus tribus tomaran parte), pero de nada le valdría el esfuerzo por hacer un buen papel. En vano hubiera sido aparecer como un indio respetuoso de los tratados. Cuando Alsina pone en marcha su plan de ocupación progresiva y el sometimiento definitivo de los indios, Roca truena por su parte que es necesario averiguar «qué provecho se puede sacar de estas tribus, saber si son o no aptas para el trabajo, o si tienen que sucumbir como los pieles rojas en América del Norte, a quienes tanto se asemejan, ante las necesidades siempre crecientes de la Civilización». Un hecho triste, lamentable para la honra de nuestro ejército nacional, lo constituyó el accionar del coronel Eduardo Racedo, que en 1879 remató el aniquilamiento de las comunidades que habitaban al sur de Villa Mercedes, al sur de San Luis y al norte de La Pampa. Racedo descubrió en las proximidades de la Laguna de Leuvucó, el sepulcro de Mariano Rosas y se alzó con sus huesos, con la idea de enviarlos a la Sociedad Antropológica de Berlín. Terminó obsequiándolos al paleontólogo y diplomático argentino Estanislao Zeballos, que en su gabinete de estudio, contaba con una colección de más de un centenar de cráneos. A fines del siglo XIX, Zeballos los donó al Museo de Ciencias Naturales de La Plata, luego de

haber estado expuesta la calavera del Zorro Cazador de Leones, durante más de un siglo, junto con las de otros jefes de las tribus del desierto. La revista del museo analizaba en 1893, el conjunto de 111 calaveras masculinas y femeninas. En el catálogo escrito por Lehmann Nitsche, la de Mariano Rosas llevaba el número 292 y la calavera que correspondía al célebre cacique proveniente del Arauca y que comandó las tribus confederadas, desde Salinas Grandes, kallfukurá, tenía el número 241. Una increíble muestra de odio, de intolerancia racial, dominaba a los guerreros de aquel entonces. Para los militares que llevaron a cabo la misión “aniquilamiento”, el cráneo de Mariano Rosas fue un trofeo de guerra, lisa y llanamente. Y así, como un trofeo estuvo en las pulcras vitrinas del paleontólogo platense Estanislao Zeballos. Luego, la donación al Museo de Ciencias Naturales de La Plata lo albergó en otros anaqueles, durante cien años. En 1984 tuve oportunidad de ver ese cráneo, en ocasión de realizar clases prácticas de museología en esa prestigiosa institución. Felizmente, el retorno a la democracia permitió que los ranqueles comenzaran a reagruparse y contando con el apoyo del gobierno de La Pampa, reclamaron justicieramente la restitución de los restos de sus ancestros. Los de Mariano Rosas, guardados en una urna, permanecieron ocultos, perdidos, durante años y años. No todos los antropólogos se mostraron voluntariosos para entregar las “piezas” que estaban en su poder. Por eso se hizo necesario que el Congreso de la Nación dictara una ley que tornara obligatoria aquella restitución. La Secretaría de Desarrollo Social —de la que depende el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas— devolvió los restos a los descendientes de Mariano Rosas. Fueron velados con todos los honores por las comunidades rankeles. Y ahora descansan para siempre junto a la laguna de Leuvucó, bajo un mausoleo coronado por la escultura de un zorro. ¡Cuánta gloria le deparó el guerrero a estos hombres de la piel de bronce y el corazón de acero! Tal vez la más grande y destacada virtud del cacique de todas las tribus, fue comprender el desarrollo de un proceso de marcada declinación del poder aborigen, y por eso, llega a pactar con los blancos el mantenimiento de relaciones pacíficas y la entrega regular de víveres y vicios. Un verdadero acto de salvataje para el pueblo, tantas veces amenazado por el hambre. Se extinguió la vida del jefe rankel justo cuando las atropelladas del ejército se volvieron más intensas y crueles. La Frontera Sur era un resquebrajamiento por donde se filtraban los nuevos aires de la historia. Y esto era así, porque la cadena de mando no descubría a un sucesor capaz de emular las gestas de Mariano ni a un guerrero con mando suficiente como para mantener unida a la nación de los hombres de los carrizales.

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Los Catriel Sufren una Embestida en Los Toldos y Ramón se viene a vivir a Sarmiento Nuevo A unas doce leguas de la laguna de Guatraché, en la zona de Treyco, el Teniente Coronel Don Teodoro García embistió los toldos del cacique Catriel. El jefe de la División Puan, había partido el 9 de octubre desde el fuerte Puan al frente de una columna compuesta por unos 320 soldados y el refuerzo de 80 “indios amigos” pertenecientes a Manuel Grande y a Pichihuincó, todos montados en caballada muy bien mantenida. La columna pasó por los montes de Guatraché y no encontró ni rastros de indios, continuando el avance, durante la noche, con rumbo a Atreucó, evitando delatar la presencia. El teniente coronel García tachó con su lápiz rojo el día 11 de noviembre. Había señalado en su calendario el día que enfrentaría a la indiada. Estaba seguro de encontrar lanzas de guerra para ese día y se preparó convenientemente. La noche de la víspera ordenó a la tropa que revisaran sus armas y los arengó para la pelea. Muy de madrugada, al otro día, cayó sobre la toldería de Catriel y produjo una sorpresa mayúscula en la indiada que estaba durmiendo. El combate fue sangriento y los pocos indios que lograron escapar con vida se dispersaron por las inmediaciones, aunque hubieron algunos que alcanzaron las riberas del Río Colorado. Ante semejante acometida por los escuadrones de García, era lógico preguntarse por Juan José y Marcelino Catriel, los líderes de la tribu. Los dos se salvaron. Ocurre que el día anterior al ataque, se mudaron con sus respectivas familias, a unas seis leguas con rumbo sur de la toldería. Ambos jefes indios eran acompañados solamente por unas treinta lanzas. Esta custodia no llegó completa a destino. El Teniente Daza, del Regimiento Primero los persiguió y logró derribar de sus cabalgaduras a varios indios que custodiaban a Juan José Catriel y a su hermano. En este aspecto conviene dejar aclarado que no hubo una batida sobre las tolderías de Namuncurá (octubre 1877) por parte del Coronel Levalle. No existen antecedentes sobre este hecho. En cambio está el parte del combate, elevado al Ministerio de Guerra por el Teniente Coronel Don Teodoro García. El resultado, de acuerdo con lo analizado por los militares, fue la muerte de siete capitanejos y de unos ciento cincuenta indios de pelea. Se capturaron 65 indios de lanza, unos trescientos familiares y seiscientos caballos. En el parte se hace especial mención de haberse apoderado de un estandarte celeste, de raso de seda celeste, bordado en oro con la siguiente inscripción: “Justicia y Valor”. El hombre que se adueñó de esta pieza, fue el sargento distinguido del Regimiento 5° de Caballería, don José Rodríguez.

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Estos “malones” llevados a cabo por los blancos, tan despiadados como traicioneros, en algunos casos, peores que los realizados por los indios sobre algunas poblaciones, estaban destinados a escarmentar a los rankeles y quitarles la mayor cantidad posible de caballos, factor esencial para la defensa de sus territorios. Sin embargo, por más que se concretaran estos atropellos contra las familias, los ancianos, las mujeres y los niños de los pueblos originarios, los rankulches no cejaban en su empeño por frenar a los blancos en su desaforada urgencia de apoderarse de las tierras, que venían habitando desde tiempos muy antiguos. No los intimidaba la represión desatada contra las tribus, por eso una noche consiguieron llevarle al Regimiento 4 de Caballería de Línea, medio centenar de caballos. Así lo confiesa Juan Carlos Walther. En la persecución de los rankeles que se atrevieron a estas acciones, salió una comisión del batallón 10 de Línea al mando del capitán Agenor de la Vega. Este militar salió desde el Fuerte Sarmiento, y se guió por una rastrillada para alcanzar la Laguna del Cuero. No le fue tan mal. Retornó con unos 600 animales pertenecientes al cacique Ramón. El jefe indio no había andado en ningún tipo de robo, por lo tanto, se sentía ultrajado por estos atropellos por parte de los soldados. Llegó a la Comandancia de Frontera y realizó el reclamo de rigor. El Coronel Eduardo Racedo, que era el jefe con el que trataba, le impuso como condición para la devolución de la caballada, que viniera con su tribu a vivir en la zona conocida como Sarmiento Nuevo. El cacique Ramón, reflexionó sobre la propuesta. Si no la aceptaba, quedaría sumido en la más negra de las miserias. Pidió que se escoltara a su tribu, desde las tolderías de Carriló hasta el lugar del nuevo asentamiento. Al parecer temía que Epumer, cacique general de los Rankulches, pudiera impedírselo. El Coronel Racedo con 150 hombres del batallón 10 de Infantería, al mando del Mayor Sócrates Anaya y 150 hombres del 4 de Caballería, al mando del teniente Coronel Meana, otorgaron la protección a la tribu de Ramón, quien se instaló, finalmente en El Tala, unas cinco leguas al norte de Sarmiento Nuevo. Racedo estaba complacido con la actitud del cacique. Se había conseguido reducir a Ramón y a su tribu. Se lo favoreció a Ramón con una casa como alojamiento. Además, se le dio el grado de Teniente Coronel y el de Alférez para su hijo. Sus capitanejos dejaron de ser tales. Ahora pasaban a ser oficiales. Lo que resulta llamativo es que con la indiada joven de esta tribu, se formó un escuadrón de 45 plazas. Se lo llamó “Escuadrón Rankeles”, para participar más adelante, en operaciones contra sus propios hermanos de sangre.

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El doctor Dupont y los estragos causados por la viruela Nacida al amparo de las fuerzas de línea, aquella comunidad que emergía en pleno desierto, tenía particularidades muy especiales, que la diferenciaban y la ponían al tope de otras similares. Pensar en el hombre que vivía en el Fuerte Constitucional por 1857 y 1859, era visualizar al individuo que usaba chiripá y botas de potro (como los rankeles que habitaban al sur). Era caminar junto al sujeto que gastaba espuelas de plata, se sujetaba con dos vueltas de tientos las boleadoras a la cintura y trepaba a su caballo con estribos de palo. Pensar en ese tiempo es ingresar al rancho de adobes y techo de chorizo, saborear el maíz tostado, el pororó, las tortas asadas, el quesillo y el charqui guardado en barricas. Hablar de valores de cambio, era referirse al real, el medio y el cuartillo. Y si había que medir, entonces aparecían las onzas, la libra, la arroba, la vara y el almud, la fanega y el costal. Recién en 1875 hace su presencia el ferrocarril, como expresión cabal de civilización y abriendo rutas para el comercio y las comunicaciones. Pongamos las cosas en su lugar: Villa Mercedes se muestra orgullosa de haber sido una comunidad que prestó servicios gloriosos al país. Le cupo a esta ciudad, valeroso villorrio de soldados y civiles, acometer la dura tarea de remover las fronteras interiores, poblando el desierto y extendiendo los beneficios de la civilización con extraordinaria velocidad. Es que la marcha viviente de nuestro pueblo es su propia historia. Después que el suelo del Fuerte Constitucional se tiñó de sangre en 1864, con el último malón, vinieron las concentraciones de los regimientos y el pavoroso imperio de la pampa permitió la apertura de rutas y caminos hacia un crecimiento incesante, para bien de toda una región. Recién habían transcurrido veinte años de la fundación cuando la corporación municipal anunciaba que todo estaba por hacerse. Y si las limitaciones eran enormes, no fue menos grande el corazón de aquellos habitantes de Villa Mercedes, que pelearon contra tantas adversidades y escollos y pusieron los cimientos para edificar la gran ciudad del futuro. Es que los funcionarios que recién comenzaban en el manejo de la administración de la cosa pública, se encontraron a cada paso con desagradables sorpresas. Surgió la imperiosa necesidad de deslindar jurisdicciones y de fijar con absoluta claridad los impuestos que correspondían por derecho a la municipalidad. Los servicios había que implementarlos, ponerlos en funcionamiento y cobrarlos. No hay que engañarse en esta materia: la corporación municipal caminaba con pasos vacilantes. Pero había comenzado a caminar. Se dictaron reglamentos para todas las actividades: para el riego, para la administración, para el cementerio, etc. 248

La naciente comuna respira el mismo espíritu de la Constitución Nacional de 1853. Ese espíritu es el que se pone de manifiesto con la creación del registro del estado civil de las personas. La célebre ordenanza número 10, confía a la municipalidad, antes de la creación del Registro Civil, la certificación del estado civil de las personas, registrando los nacimientos, las defunciones, los matrimonios que tenían lugar en la villa y borrando las odiosas distinciones que solían hacerse entre los habitantes. Y lo mismo pasaba con el cementerio, cuyo reglamento establecía que debía ser común, sin más distinción de sitio que los de sepultura. Las tragedias también debieron ser atendidas por la municipalidad. La viruela desataba el espanto entre las familias. Y la epidemia de 1877 obligó a la naciente corporación municipal de Villa Mercedes, dirigirse al gobierno de la provincia en demanda de socorro. Así, entre las medidas que adopta la comuna es la vacunación obligatoria, siguiendo los consejos del Dr. Benjamín Dupont, un sanitarista de primer nivel que se ganó justa fama por aquellos tiempos. Para quienes llegaron a esta población por razones de trabajo o porque la eligieron para vivir, con la intención de brindar el contexto de paz y armonía para el grupo familiar y la crianza de los hijos, la historia de los primeros tiempos de Villa Mercedes es merecedora de justas alabanzas. Por tantas vicisitudes. Por tantas tragedias. Por las muestras de un espíritu inquebrantable para la lucha. Fueron numerosas la crisis que plantearon las epidemias de viruela, creando situaciones impresionantes, ya que faltaban las obras sanitarias indispensables. Esas obras llegaron tiempo después, como un reclamo popular imperioso para prevenir tantos males. Pero la mentalidad impuesta por la clase dominante señalaba a los indios como factores preponderantes del contagio. ¿Quién trajo las enfermedades? ¿Fue el rankulche o el blanco? La proximidad con el desierto agravaba la situación y se aseguraba que el contacto con los indios era un vector de infección y de contagio Es por esa razón, que en 1879, cuando fueron hechos prisioneros numerosos rankeles, las autoridades comunales le solicitaron al Comandante de Fronteras, coronel Leopoldo Nelson, que alojara a los indios en un lugar distante de la población de la villa. El pedido tenía como fundamento poder luchar con mayor eficacia contra la epidemia de viruela. Según el ingeniero Ave Lallemant, existía por aquellos tiempos, un vacunador ambulante, que andaba por los campos, inmunizando a la gente, pagado por el gobierno y llevando a cabo una tarea con todos los riesgos que significaba enfrentarse con los portadores de la enfermedad. Por esas cosas que tiene la historia de los argentinos, el vacunador dejó de trajinar por el desierto, pues el gobierno desistió 249

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de continuar abonando sueldos para un cargo de esa naturaleza. Si nos atenemos a los datos oficiales, en 1878, se registraron en las escuelas 2.059 niños vacunados. Pero resultaba lamentable ver a los «picados por la peste» en distintas partes de la provincia. Eran los rostros poceados.

Conociendo a Monsieur Dupont, el Sanitarista... El título nobiliario de Benjamín Jean Batiste Dupont (Barón de Chassat) no lo distinguía, precisamente entre sus pares, por ser un hombre de fortuna y pertenecer a la nobleza. Porque cual más, cual menos, conservaba entre sus antiguos pergaminos de familia, un título o antecedente que les permitiría, -al menos así lo creían-, abrirles las puertas de la abundancia, en medio de una sociedad que todavía se debatía clamorosamente entre lo paupérrimo y la holganza. Nacido el 18 de agosto de 1851, en un poblado del sudoeste de Francia, alcanzó a completar sus estudios secundarios en el Liceo Imperial de Limoges. No ocultó su beneplácito al ingresar a la Facultad de Medicina de París, justo cuando Napoleón III marcaba aquellos años de estrecheces para todas las clases sociales. -Hoy vamos a Palacio. No podemos dedicarnos a otra cosa. La orden es perentoria...- exclamó el encargado de la Primera Ambulancia de la Guardia Nacional Móvil. Y enseguida levantó la voz, casi al nivel de un grito: -¡Vamos, Jean Batiste! Esto es urgente...-Si, hombre, sí... ya estoy subiendo. Podemos partir cuando digas...- respondió Dupont, en calidad de ayudante cirujano, mientras acomodaba su maletín en el decrépito vehículo. En el palacio, le pidieron que atendiera a un oficial de la Guardia Nacional y a un hombre anciano que atendía en la Biblioteca Mayor. Al regreso, pasaron por suburbios parisinos donde la pobreza ya ni siquiera se ocultaba. Era patente que junto con la profundidad de la crisis, se ahondaba la miseria. Contemplar aquellos niños, aquellas mujeres, tísicas y tuberculosas, agravándose en la salud, lo llevó a desempeñarse como médico en las barracas pobrísimas, tanto o más precarias de París. Se lo vio atender, con su estampa esmirriada, a los enfermos de aquellos lugares sucios y abandonados, tan distintos a los otros que había asistido en las oficinas palaciegas. Gracias a los informes del Ministerio de Guerra que descubrió la brillante actuación de Dupont en la Sociedad de Socorro, tenía menos de 20 años cuando lo nombraron Caballero de la Legión de Honor y fue entonces que presentó sus tesis sobre las “Heridas con armas de fuego”, un trabajo que llevó a cabo en colaboración con el Dr. Chenu, médico inspector de la sanidad del Ejército Francés.

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Sin embargo, el trabajo más serio e importante de Dupont fue la elaboración de la estadística médico-quirúrgica de la guerra de 1870-71, publicada en Paris en 1872. Y así, con el diploma de médico bajo el brazo y el pecho ornamentado por las condecoraciones, se embarcó como sanitarista a bordo de una de las líneas comerciales al Río de la Plata. Puso proa hacia Sudamérica y habiendo trabado amistad con el coronel Roca en 1875, que alabó su inteligencia y su ciencia, su vocación y su genio; y siguiendo los consejos de éste, terminó por decidirse a buscar la radicación definitiva en la Argentina. ¿Cuál fue el panorama que le pintó Roca sobre el naciente país del Plata? ¿Le dijo acaso que se trataba de un territorio donde todo estaba por hacerse y que la riqueza potencial era enorme, pero que debía concretar primero un proceso de educación en las distintas capas sociales? ¿Le infundió, por casualidad, esa famosa tesis que abrigó desde siempre, que se necesitaba con urgencia, quitar el obstáculo que representaba el indígena para disponer de millones de hectáreas y ponerlas a producir para alimentar al mundo? Vaya uno a saber que debió escuchar Dupont del general argentino, para decidirse por estas comarcas... Una vez en la Argentina, fue el propio Roca quien, también, designara al Dr. Dupont como Cirujano de la Guarnición de Villa Mercedes. Tenía entonces menos de 24 años y según Vacarezza, dispuso de los equipos médicos en pleno desierto como si estuviera ejerciendo en el mismo centro de París. Dupont se movilizó para organizar la atención del hospital y el control de los enfermos, a los que visitaba diariamente, mientras prestaba sus servicios a los vecinos humildes de Villa Mercedes sin cobrarles un centavo.

Bajo el Mando de Rudesindo Roca Dupont llevó a cabo una actividad desinteresada durante las frecuentes epidemias que azotaban el poblado. Por cierto que este trabajo no le impidió mantener una relación con los círculos médicos y científicos de Francia. De allí le llegaban periódicamente los libros, revistas y folletos, como así las publicaciones más recientes. En Villa Mercedes debía atender a unas 1.200 personas, que eran las fuerzas acantonadas. Dupont se movilizó con la Brigada y participó en la Campaña al Desierto bajo el mando de Rudesindo Roca, hermano de Julio Argentino. Cuando llegaron a La Verde, se separaron y quedó bajo las órdenes del coronel Benito Meana, que llevaba como cirujano al Dr. Luis Orlandini. En 1879 la Primera Brigada regresó a los cuarteles de Villa Mercedes y desde entonces Dupont no se daba tregua en la publicación de informes y estudios 251

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sobre las epidemias, como la de viruela, por ejemplo. El médico elaboraba estadísticas y se esforzaba en la vacunación obligatoria, mientras preparaba trabajos sobre la mortalidad en Villa Mercedes. Y las cosas no terminaban ahí. Se conocen sus informes sobre fracturas de cráneos, enfermedades venéreas, los servicios médicos municipales nocturnos y un profundo y concienzudo proyecto sobre el Servicio de Sanidad del Ejército Argentino.

Un Francés en el Consejo Deliberante... La revolución del 3 de junio de 1909 sorprendió a Dupont en Buenos Aires. Se ofreció para reorganizar el Hospital de San Isidro, en tanto que su domicilio y consultorio fueron instalados en Artes y Cangallo. En esa época se destacó como concejal municipal durante la administración de Torcuato de Alvear, tomando parte en la creación del Patronato de la Infancia, la apertura de la avenida de Mayo y la instalación del Asilo de Mendigos. No hay duda que el general Roca había puesto el ojo en un profesional que no solo emergía como una autoridad en la ciencia, sino con un formidable empuje y fuerza de voluntad por el trabajo comunitario, pero eso sí, abarcando todos los niveles: médico, asistenciales, político, económico, comerciales y empresariales. El francés no dejaba de lado una sola franja de la sociedad sin analizar y atender. Y conste que nadie le anticipó como debía proceder para cumplir con tan amplio cometido. Todo fue obra de su ingenio y de su inspiración permanente. En 1881 regresó Dupont a Villa Mercedes y en la corporación municipal presidida por Antonio Ardiles se sumó al cuerpo conformado por .Rufino Barreiro, Manuel Salinas, Custodio Poblet y Jeremías Ramallo, con la secretaría de Faustino Quiroga. Dupont siguió actuando en la Municipalidad hasta 1886, junto con Santiago Betbeder, Ángel Torres, Olegario Sosa y Diego Brash. ¿Cuáles eran las preocupaciones de Dupont? La preservación de la salud pública, el mejoramiento edilicio de la población y el trabajo en las quintas, chacras y huertas familiares, comenzando con la vacunación obligatoria de todos los habitantes. Le urgía la higiene de los domicilios, la recolección de la basura y eliminar los pantanos. Buscaba afanosamente la forestación de todas las calles, de las plazas y paseos, agua de riego para todos los terrenos y el cultivo de hortalizas, frutas y legumbres como base para una alimentación sana para la población. Es notable la forma en que aquellos hombres que fueron capaces de dejar sus tierras para venir a un país donde todo estaba por hacerse, donde se peleaba con el aborigen y se articulaba un desgaste lamentable entre las clases dirigentes, que se daban el lujo de jugar a la política cuando las urgencias eran desbordantes por los 252

cuatro costados, aquellos hombres se dedicaban con alma y vida a la salvación de la gente, a la configuración de un estado capaz de contener a una población emergente, sin pedir otra cosa que la ayuda natural para tales acciones.

¿Se Puede ser Empresario y Aventurero? Dupont fue un hombre de espíritu abierto, que al enfrentar las circunstancias pasó a convertirse en un profesional y un empresario con múltiples emprendimientos para el progreso y el desarrollo de Villa Mercedes. Se acercó, como no podía ser de otra manera, a los connacionales que ya se habían radicado en estas tierras y no tardó en asociarse con los hermanos Pablo y Eugenio Minvielle, resultando poco después, harto conocido por su dedicación a la explotación rural, con marcada especialidad en la cría de ganado. Como el sistema de producción extensiva dominaba las formas de manejo del suelo y de los rodeos, se necesitaban numerosos campos para llevar a cabo este tipo de empresas. Por eso, adquirió extensiones en Villa Mercedes, sur de Mendoza, Córdoba y San Juan. Si bien este tipo de actividad le demandaba una gran atención, por cuanto se trataba de adquirir y promover haciendas de calidad y buen número, el espíritu inquieto lo llevó a incursionar en la construcción de puertos, tales como el de San Nicolás, parte del puerto de Rosario y el puerto de Posadas, en Misiones.

Un Hermoso Edificio para la Villa En 1888, integró la firma C. Portalis, Dupont y Cía., como concesionaria del famoso ferrocarril de Villa Mercedes a La Rioja, es decir, que incursionó en el negocio del transporte que estaba en pleno auge, transfiriendo luego sus derechos a favor de la Societé de Construction des Batignolle, con sede en París. Fue esta empresa, representada por el Dr. Dupont, la responsable de tender las paralelas de acero hasta La Toma. Pero si hay un recuerdo a la memoria del médico y agradecimiento sincero por todo lo que hizo Dupont, es la construcción del hermoso edificio al más puro estilo francés de la Estación Ferroviaria en nuestra ciudad. Como una curiosidad, se puede agregar que estaba construido, en gran parte, con una excelente madera. ¿Dónde está? En ninguna parte. Fue demolido durante un gobierno que no tuvo en cuenta la defensa del patrimonio histórico de la ciudad. Claro que es penoso. Pero lo decimos para que los actuales gobiernos, no incurran en idénticos desatinos. En caso contrario, corremos el riesgo de quedarnos sin pasado, sin patrimonio cultural. Sin historia.

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Los Vinos, las Mulas y las Guerras

La Aniquilación de una Etnia

Al Dr. Dupont en San Rafael, Mendoza, se lo conoció como productor de vinos. Pero también se dedicó a la cría de mulas para la remonta del Ejército. Dupont entregaba numerosas cabezas de mulares al Reino Unido mientras se desarrollaba la guerra de los Boers. También en la guerra de 1914, entregó mulas a Francia, mientras organizaba con Eugenio Minvielle, una expedición que partiendo desde Villa Mercedes debía alcanzar a Bahía Blanca. Al parecer se cubrieron tramos por tierra y por vía férrea. En aquel puerto se embarcaron y navegaron hasta las islas Picton y Lennox, que por aquellos años todavía eran argentinas y posteriormente se entregaron a Chile. El viaje obedecía a la necesidad de comprobar un dato que tanto Dupont como Minvielle poseían: la existencia de arenas auríferas. Murió Benjamín Dupont el Día de los Santos Inocentes de 1930. Fue amortajado con una parte del traje de novia de su hija Benjamina, a quien adoraba como padre solícito y amoroso. Como el Dr. Dupont había sido un hombre muy organizado, no es de extrañar, entonces, que hubiera planeado, con bastante antelación, la cremación de sus restos. Se le recordaría como un caballero cristiano y como un benefactor para muchas instituciones de la vecindad. Su nombre puede leerse en uno de los vitrales del templo de la Iglesia Matriz de Villa Mercedes. El médico Dupont fue, sin lugar a duda, un higienista de avanzada. Contó con la ayuda de otro médico francés: Pedro Plet. Ambos atendieron a la población de Villa Mercedes, haciéndolo Plet con su título de médico revalidado ante los organismos del Estado Nacional. El colaborador de Dupont, era un temerario y un valiente, porque recorría la región montado en un caballo y auxiliando a todos los enfermos del Departamento Pedernera. Fue un hombre servicial y su recuerdo es imborrable, especialmente por su generosidad y entrega sin medida a favor de sus pacientes. No caben dudas acerca del servicio humanitario que prestaron estos hombres llegados desde Francia a la población que llegó a conocerse como “La Perla del Desierto”. Existe gratitud para ellos por cuanto lograron importantes avances en materia de higiene y prevención de enfermedades, y en el caso especial de Dupont, el aporte como empresario, llevando a cabo proyectos que pusieron a la Villa en un lugar de privilegio para el centro oeste argentino. Es curioso que el reconocimiento tan justo como valioso no se haya traducido –hasta la fecha- en actos capaces de ponderar públicamente la labor de Dupont y de Plé en Villa Mercedes. Queremos estar convencidos de que esta deuda que mantienen los distintos estamentos del Estado de esa comunidad con los hombres que la honraron con su labor y su profesión, durante el tramo de la historia que les tocó en suerte protagonizar, resultará cubierta a la brevedad, en forma tan amplia como equitativa.

Capítulo inspirado en la nota realizada por el historiador José Carlos Depetris en base a su participación en el ciclo “Historias de La Pampa desconocida”

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Uno se pregunta si en verdad llegó a existir una desazón, una desilusión, una desesperanza que marcó para siempre, cual si fuera un estigma misterioso, a los descendientes de una raza. Con respecto a la orientación que se nos puede brindar, para encontrar el camino que nos conduzca a una solución para este conflicto, José Carlos Depetris sostiene que había que buscar en el imaginario de las elites metropolitanas, el basamento del pesimismo antropológico, que condenaba a los indígenas a su extinción. Si esto acontecía en el siglo XIX, lo que vendría después solo es comparable a la barbarie que azotó a la humanidad durante las dos guerras mundiales. Hay un caso paradigmático que hoy tiene profunda significación, si bien se trata de un hecho de menor cuantía, aconteció en ese espacio del tiempo que fue ocupado por la conflictuada porfía entre winkas y aborígenes. Diríamos que esta conmoción de la conciencia, tuvo lugar cuando la línea de batalla se desplazó a la Patagonia., y en La Pampa ya se había consumado el despojo. Los hechos que nos mueven a una reflexión seria, confluyeron en la jornada de Cochicó, el 19 de agosto. Lo cierto es que en 1878 el gobierno nacional debía renovar el tratado de paz firmado con los rankeles seis años antes. La condición central para la renovación era si no se habían observado quebrantos de parte de los indios a los puntos convenidos. El mismo general Roca debió reconocer que la tan mentada renovación debía realizarse por la fuerza, ya que no se había producido ni un motivo en su contra. Se firma la renovación y casi en los mismos días, un suelto del diario La Prensa ponía a la consideración pública, la perspectiva que existía para la cuestión indios, en los próximos meses. “Estamos como nación empeñados en una contienda de razas en que el indígena lleva sobre sí el tremendo anatema de su desaparición, escrito en nombre de la civilización. Destruyamos, pues, moralmente esa raza, aniquilemos sus resortes y organización política, desaparezca su orden de tribus y si es necesario divídase la familia. Esta raza quebrada y dispersa, acabará por abrazar la causa de la civilización”. Y finalizaba “Las colonias centrales, la Marina, las provincias del norte y del litoral sirven de teatro para realizar este propósito”. Como argentinos del siglo XXI, nos resulta incomprensible, desde el punto de vista humanitario, el sostenimiento de una tabla de valores como la que Roca impuso en aquel momento. La familia rankulche había visto llegar a su fin los dias gloriosos de una raza que vivió en armonía con aquel paisaje que Dios le regalara 255

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para una existencia feliz y se desarrollara con la satisfacción que brindaba la paz y el sosiego. Eran las pampas del centro argentino, campos que semejaban el paraíso terrenal y prodigaban las condiciones óptimas para una vida serena y placentera, a manera de exaltación de las mejores virtudes del hombre. Revisando los hechos del pasado, Depetris trae a la memoria que “Había solicitado Roca, ante las cámaras en 1877, dos años para ponerle punto final al problema del indio. Un año para prepararse y otro para ejecutar el plan, conocido más tarde como “La Conquista del Desierto”. En este contexto se firma el nuevo tratado de paz de 1878, sabiendo de antemano, el gobierno, que no lo cumpliría. Así, a los pocos días, un contingente de más de cien guerreros rankelinos, se dirige a Villa Mercedes, en San Luis, con el fin de cobrar las raciones estipuladas en el pacto. También debían retirar los elementos de labranza, sueldos para los principales caciques, ganado en pie y los denominados “vicios” para el reparto en la tribu. Este centenar de indios llegaba a Villa Mercedes en paz, acompañados de sus mujeres y sus niños, para disfrutar de los beneficios de la tan ansiada terminación de los enfrentamientos. Aquí aparece la figura de José Gregorio Yankamil, como enviado plenipotenciario de su tío, el cacique general Epumer Guor. Yankamil era sobrino de Mariano Rosas. Se trataba de un indio que pertenecía al grupo de personajes influyentes de tierra adentro, sostenedor de la paz y la convivencia con el cristiano. Hasta se había casado recibiendo el sacramento del matrimonio a instancias del padre Fray Marcos Donatti, como aceptación de las pautas de vida de los winkas, demostrando así una conformidad con las posibilidades que se abrían para las tribus, siendo receptoras de un trato equitativo y respetuoso. El sobrino de Dos Zorros Celestes cabalga al frente del grupo y a una legua de Villa Mercedes, en Pozo del Cuadril, donde existía un reten militar de avanzada, se desata la locura de los winkas. El grupo de rankeles es objeto de un ataque por sorpresa. Los indios son encerrados por las tropas, quedando más de cincuenta lanceros muertos, sin haberse podido defender. Casi la totalidad de los sobrevivientes quedan malamente heridos. Entre ellos, niños y mujeres. Yankamil fue hecho prisionero y se reponía, luego, de sus heridas. ¿Por qué llevan a cabo, los uniformados, esta masacre? ¿Quién dio la orden de matar, apresar y dispersar a los indios que venían en paz? Las familias rankulches integran un contingente de prisioneros que son llevados muy lejos, a gran distancia de sus tierras: a la zafra tucumana. Todas estas acciones fueron perfectamente diagramadas con anticipación. Esto es lo que Roca necesitaba que se hiciera. Y se hizo. La mentalidad de un aniquilador de etnias no puede darse el lujo de que los cabos sueltos vengan a poner en peligro el plan definitivo. Ni un solo indio, ni uno solo, debe quedar en los campos que fueron el hábitat natural de estas razas degradadas y cuya presencia no hace

más que demorar el proceso de avanzada de una civilización que pondrá a producir las tierras ociosas, para la grandeza futura de la patria que se estaba edificando. Ese era el pensamiento dominante y debía crecer como la fronda de un árbol que abarcara toda la pampa. La zarza, el yuyo, debían desaparecer. Tránsito Gil, la mujer de Yankamil, junto con sus dos hijitas, también son trasladadas, ya que al poco tiempo, todos desaparecieron, embrutecidos por el alcohol, los castigos de sus capataces y las condiciones infrahumanas de explotación de los ingenios. Estos hechos, como el extrañamiento de rankeles a Tucumán y las acciones de Pozo del Cuadril, no son muy conocidos por la gente y bien que se cuidaron los biógrafos de la Conquista del Desierto, de comentar siguiera semejantes sucesos, teñidos de traición y de mentalidad hipócrita y criminal hacia la etnia. Así y todo, la verdad siempre encuentra alguna fisura por donde colarse. De tal forma que se explica la mudanza de posición de Yankamil, indio que perdió su tierra, su familia, su pueblo que sufrió dispersión, experimenta en su alma la irreparable tragedia. Queda prisionero y las tropas nacionales ocupan La Pampa a sangre y fuego. Meses más tarde, el sobrino de Mariano Rosas consigue un permiso de las autoridades para la libre circulación en la frontera. Poco a poco comienza a internarse en La Pampa y con algunos dispersos se establece rumiando la venganza en las márgenes del Chadileuvú, pero prevalece el ánimo de hurto antes que el de guerra, por cuanto sus famélicos seguidores reclamaban carne de caballos para mantenerse. Entre tanto, se funda Victorica- cuenta Depetris- y pasarían seis meses para que un lluvioso 19 de agosto de 1882, se consumara el último hecho de armas de la dilatada guerra al indio en las pampas. Los partes militares aparecían muy exagerados y pintaban una jornada que no era la que en realidad estaba sucediendo, porque la documentación exhumada no hace mucho, prueba lo contrario. Los partes militares solo sirven para salvar difusos honores de los estrategas de salón que accionaron con mucha pompa pero sin gloria. Después vinieron otras formas más sutiles de exterminio en la construcción de un país oficial y aséptico. Desdeñado, olvidado, desplazado a las márgenes de las mejores tierras, el pueblo rankulche debió experimentar nuevos atropellos. Los poderosos tenían que resolver el obstáculo del remanente indígena retardario; había que ciudadanizarlo rápidamente, borrando todo atisbo de indigenismo, enmascarando identidades. Y se trabajó fuerte en ese sentido. ¿Qué idioma hablan estos malvados de los campos de tierra adentro? El rankul. Hay que eliminar ese modo de hablar. Propio de los bárbaros. ¿Cómo vamos a insertar a la Argentina entre las naciones más adelantadas del mundo, donde se habla francés e inglés, con una lengua de hombres atrasados y bárbaros? Esa lengua es un factor de vergüenza. A los indígenas que

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están en los fuertes o en las reducciones, hay que enseñarles a hablar como corresponde. Es decir, enseñarles el español y se terminó. Esa organización tribal, propia de gente que desconoce lo más elemental en materia de Estado, de poderes y de grupos... no puede admitirse. Esa organización social ancestral debe ser destribalizada. Hay que quitarles los sentimientos de pertenencia. Y así, sin idioma, sin organización, ni se los tuvo en cuenta en las planillas de los censos oficiales de población. La traición sufrida de manera sistemática, el doble discurso y la imposición de políticas de felonía, desde lejanas metrópolis, con la complicidad de la elite vernácula, dio por resultante la transculturación y disolución de aquella sociedad. Así, como parias dolientes, fueron incorporados a la civilización de los blancos en todos sus segmentos. Claro que estaban los que no quisieron seguir ese camino, pero a esos sólo les quedaba por delante un precipicio, y esto, según José Carlos Depetris, los obliga a remarcar fuertemente un concepto: los indios de ayer, somos los argentinos de hoy. Está en todos y cada uno de nosotros, asegura, tomar plena y real conciencia de esto e impedir que la historia consumada hace cien años se repita, teniéndonos como protagonistas y víctimas.

Punto Final para el Enfrentamiento de más de Un Siglo... ¿Cómo se sentía Roca al poner en marcha su plan, al que no se cansó de ponderar como “magnífico” pero que debió rotular de alguna manera y prefirió finalmente “Conquista del Desierto”? Experimentaba la sensación de ser el conductor de una campaña cuya finalidad era ponerle punto final a un enfrentamiento que sumaba siglos. Una campaña que requería de todo. Desde bestias de carga hasta armamento de última tecnología para las tropas. Porque no debía advertirse ni una grieta, ni una falla, ni una equivocación que más tarde hubiera de lamentar. No se puede dejar de lado el objetivo fundamental de este proyecto: terminar con el problema secular del indio. Y vino a sumarse un elemento impensado en la lucha que Roca estaba decidido llevar a cabo: la viruela. Claro que la peste negra fustigaba a todos por igual, tanto a los indios como a los blancos. Pero Roca ponderó el advenimiento de esta enfermedad fulminante para los indios más que para los winkas. ¿Cuáles eran las razones? Ninguna. Simplemente que al indio lo castigaba con más rigor, con más virulencia. Es probable que el jefe militar se asombrara, luego de tanto esmerarse en un plan donde el Congreso sancionó la ley autorizando un millón seiscientos mil pesos, suma en que se estimaron los gastos de la campaña, por la forma en que 258

surgió esa herramienta legal. Para Roca se terminaron los discursos, el palabrerío inocuo y vacío de contenido. Ahora se podía hablar concretamente de cuántos regimientos participarían en la operación, cuáles serían las armas que usarían los soldados, como se preparaba la caballada de los oficiales que se responsabilizaban de las unidades a su cargo y los itinerarios a recorrer. Basta de frases sin sentido, había llegado la hora del aparato militar en pleno avance sobre el aborigen. Nada debía, ni siquiera hacer pensar que el ejército estaba a la defensiva. Tanto es así que se le quitó la coraza metálica que protegía el pecho de los soldados. Esa no era más que una obsesión de la idea de defensa, una actitud que estaba desde el comienzo poniendo en desventaja a los uniformados. Ahora el soldado atacaba. Roca estaba eufórico. Los efectivos bajo su mando eran de línea. Se trataba de soldados probados en los entreveros con el indio y veteranos de mil y un combate junto a las lagunas o en las vecindades de los bosques de huitrú. Conocía sobradamente a los jefes, algunos desde la Guerra del Paraguay y con respecto a las armas, los rémington se generalizaron en casi todas las unidades, para constatar que se aseguraba una ventaja indiscutible mediante ese sistema –tan eficaz como sencillo- de cargar y descargar seis disparos por minuto. Tanto le satisfacía la innovación que prefirió poner todo el énfasis en este armamento y prescindir en forma acabada de la artillería. La preocupación estaba en la movilidad de los víveres, de los alimentos. Como acompañar a las tropas, que en número jamás visto con anterioridad, incursionarían por los campos de tierra adentro, llevando los bultos y cajas con los víveres que eran necesarios para el mantenimiento de los hombres. No debe llamar la atención que Roca se preocupara tanto por cada uno de estos detalles. Era muy grande, habría que decir enorme, lo que se había preparado en materia de fuerzas expedicionarias y equipamiento. Nunca antes la Nación había llegado a contar con semejante organización. Nunca antes se entregó tanto dinero para terminar con un problema planteado por los propios blancos. Por lo que cabe destacar que el hombre que ideó, planeó y ahora estaba a punto de ejecutar, el plan de limpieza y exterminio más terrible que se pudiera poner en marcha, jamás dejaría de lado alguna circunstancia que a la postre, pudiera echarle a perder aquella obra de gigantescas dimensiones y no menos malévolas intenciones. Leía una y otra vez aquellas cartas donde figuraban los nombres de los jefes y sus desplazamientos. Desde San Rafael se ilusionaba con la partida del salteño Napoleón Uriburu, que debía llegar hasta el Neuquén. Él se reservaba el mando de la división que asentada en Carhué debía ganar la isla de Choele-Choel en el Río Negro. Hasta allí llegaría para describir una amplia curva hacia el oeste y encontrarse con Uriburu. ¿Para qué llevar a cabo esta avanzada? Porque estas dos columnas, eran las puntas de la aplanadora que barría los campos. Entre estos dos extremos, 259

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operaba Racedo con la división que bajaba desde Villa Mercedes en tanto que la división de Levalle abandonaría Carhué con rumbo al oeste. Para que no quedaran vacíos sin llenar, una columna suplementaria, con base en Trenque Lauquén, bajo el mando de Hilario Lagos procuraría alcanzar Toay o sus adyacencias. En verdad, la aplanadora semejaba a un rodillo que giraba en varias direcciones. aunque el objetivo esencial era llegar al Río Negro nada menos que para el 25 de mayo. Lejos estaba Roca de mantener la fecha como una cábala o un acertijo supersticioso. Su instinto político le decía acerca de las resonancias que provocaría la expedición y los efectos de llegar a ese lugar para la fecha patria mencionada. Por eso el periodista del diario La Pampa, incorporado a la división comandada por el propio Roca contaba con su bendición. Además –con buen sentido de las relaciones y futuras implicancias- permitió que lo acompañaran los hombres de ciencia traídos por Sarmiento desde Alemania para que invirtieran sus conocimientos en Córdoba. Ni qué decir del grupo de sacerdotes que también expedicionaban, con el propósito de hacer efectiva la misión de bautizas indios y catequizar a los pueblos dispersos de tierra adentro. Roca nunca estuvo de acuerdo con la famosa zanja que hiciera cavar Alsina, pero como el político ya había fallecido no encontró nada mejor que adular con lisonjeros discursos aquella empresa tan descabellada como increíble, manifestando “honor eterno a la memoria del Dr. Alsina, mi ilustre antecesor”. Dentro de un año se elegiría un nuevo presidente, y Roca quería sumar a los autonomistas porteños en sus designios para una primera magistratura de la Nación.

Con los Rankeles no Vamos a Tener Problemas... A todo esto, la columna de Racedo, llegado el día señalado, abandonó Villa Mercedes, cruzó el río Quinto y avanzó hacia el sur. Limpió de indios, casi sin entablar combate un vasto territorio y llegó hasta el noroeste de La Pampa. Tan cumplidor como Racedo, también Lagos abandonó su reducto y llegó a Toay sin novedades. El que salió una semana después de Roca, fue Levalle, que dejó Carhué y ganó el centro de La Pampa, encontrándose con Racedo y Godoy, pero sus destacamentos no tuvieron contacto ni tan siquiera con un solo indio, para poder contar alguna anécdota con sabor a batalla. ¡Vaya con la expedición de la Conquista del Desierto! Roca se puso en marcha el 29 de abril. Ni bien llegó a Puán el jefe de la expedición envió al capitán catamarqueño Silverio Daza para encontrarse en ChoeleChoel con Guerrico, cuya misión era remontar el Río Negro. Los sentimientos de Roca eran los de un comandante para la “solución final” del problema indio. Su vocablo preferido para este asunto era “aniquilamiento”, es decir, no dejar ni rastros. 260

-Con los rankeles no vamos a volver a tener problemas. Ni un solo problema. Créame. Y esto será así, porque vamos a firmar el ultimo Tratado de Paz entre la Nación Mamulche y el Estado Argentino....El general Roca terminó de pronunciar estas palabras y el encargado de llegar hasta las tolderías, casi no pudo sostenerle la mirada. Es que había algo que no olía bien en aquella alabanza a la paz y a la concordia de la que hacía referencia el hombre que concentraba el poder militar y civil de la Argentina. El joven coronel que resultaba portador de las instrucciones, claras y precisas del General Julio Argentino Roca, desapareció por la gran puerta del salón donde el alto y engalonado jefe le había entregado el mandato. Debería aguzar el sentido del trato feliz y respetuoso con los hijos del desierto. Pero, desgraciadamente, ignoraba por completo que Roca solicitaba al Congreso, ese 24 de julio de 1878, la autorización para empujar la frontera hacia el sur y llevarla hasta el Río Negro. Además, sigilosamente, preparaba el Ejército de Ocupación. Con estas maniobras, el militar que tantas honras recibiera del pueblo de Buenos Aires, tiraba por la borda el respeto al artículo 65 inciso 15 de la Constitución Nacional. “Conservar el trato pacífico con los indios”¿Para qué? ¿Para volver a tener conflictos con esos carroñeros que lo único que hacían era entorpecer el desarrollo económico y social del país? El cacique Nahuel, más conocido como Ramón Cabral, fue tentado por Roca. El jefe militar le ofreció paz y convivencia armoniosa para siempre. La propuesta era más brillante que los artículos de plata que elaboraba Nahuel. Esto debía generar una amistad indestructible entre los rankeles y los blancos. Y como prueba de semejante despertar por el más cálido de los tratamientos, se le otorgaban tierras cristianas para el afincamiento con toda su gente. Es preferible no equivocarse. Ni por asomo pasaba por la cabeza del cacique Ramón la certeza de un porvenir pletórico de ventura para las tribus. Hambre, miseria, desolación, todo eso y mucho más era lo que se estaba pergueñando para los indios. Por lo tanto, ante semejante panorama, el “platero” afinó el olfato y decidió salvar a su gente, apareciendo como un manso amigo de Roca. Con Mariano Rosas y con Baigorrita Gualá no pudo llegar al mismo acuerdo. Por lo tanto, ni lerdo ni perezoso, Roca da curso al tratado. Siempre hay imponderables en estos movimientos de la política y el 18 de agosto de 1877, la viruela termina con la vida de Panghitrus Nüru. La sucesión del cacicazgo del Mamüll Mapu recae en el hermano del Zorro Cazador de Leones. Y será Epumer, Dos Zorros Celestes, quien deberá enfrentar a los movimientos de piezas, que en el tablero de la política de Estado, lleva con sobrada eficiencia, el General Roca. Epumer acepta el ofrecimiento que se le pone por delante, creyendo que es lo mejor para salvar lo último que queda de su pueblo. También Baigorrita, el nieto de Yanketrus, se inclina por 261

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aceptar el tratado. Al menos se podrá paliar el hambre que está destruyendo a su gente. Los jefes indios ignoran que todo será una patraña. Todo será un miserable ardid. Un terrible engaño para que los jefes de las fuerzas nacionales puedan ganar tiempo y preparar el operativo de “limpieza” en los campos de Tierra Adentro. El aniquilador de la etnia rankelina ha dado el último retoque al plan que urdiera en su carácter de estratega bélico. Al no lograr lo mismo con Mariano y Baigorrita, da curso al Tratado. Mariano Rosas ha muerto, Epugner, que lo sucede, es quien acepta el Tratado, y lo hace junto con Baigorrita. Dos comisiones que se dirigen al Río Cuarto para el cumplimiento del mismo, son emboscadas en el Pozo del Cuadril. Una, aniquilada totalmente. La otra, hecha prisionera. Así, sin declaración de guerra, comienza la ofensiva. Epugner escapa a las fuerzas de Racedo. Con la tribu en fuga hacia el sur, Racedo mastica la bronca, y se queda mirando los pastos de la pampa.¡Ah! ¡No será este coronel el que vuelva con las manos vacías! Después de sablear a los indios en tantos entreveros, justo cuando contaba con el apresamiento de la lanza mayor de los rankeles, le vienen a jugar de esta manera... En su mente, las ideas revueltas y con él ánimo cuajado de frustración, el 31 de enero de 1879 ordena desenterrar los restos mortales de Mariano Rosas y se los entrega a Zevallos, conocido coleccionista de huesos indios. La familia hereda la colección y los dona al Museo de La Plata. ¿Racedo debía volver con las manos vacías? Jamás. No faltaría más...

Eduardo Racedo Cuenta su Historia... La columna del Centro, en la Conquista del Desierto, al mando del coronel Eduardo Racedo, lleva a cabo su misión y el jefe militar le cuenta al Ministro de la Guerra, acerca de los resultados de su campaña, que al parecer, no pueden ser mejores: ha capturado al cacique general de todas las tribus, Epumer (Dos Zorros Celestes), hermano del Zorro Cazador de Leones más conocido por los blancos como Mariano Rosas. El cacique Epumer había regresado a Leuvucó en compañía de sus mujeres para cosechar el grano de sus sementeras. El Dr. Estanislao S. Zeballos intenta una narración sobre este suceso y sostiene que las novedades de Racedo son comunicadas a su superior, el 2 de enero desde Leuvucó, donde Epugner fue hecho prisionero con trescientas almas, entre chusma e indios de lanza. Cuenta que los mayores Amaya y Álvarez, llegaron con sus fuerzas hasta los comienzos de la travesía, en persecución de Baigorrita, quien había sido avisado de la llegada del coronel Eduardo Racedo. El responsable de la tercera columna dice que 262

los indios han abandonado por completo sus antiguas guaridas, retirándose casi todos al Chadileuvú, lugar éste donde se han concentrado y que les resulta difícil abandonar ya que están sin caballos. Pero no todas son rosas, ya que el propio Racedo también se ha quedado sin cabalgadura y los persigue a pie por el desierto. Las fuerzas de la expedición alcanzaron los terrenos que están más allá de Nahuel Mapu. Los rankeles atacaron al mayor Amaya en el punto que se había fijado y esto trajo como consecuencias la pérdida de ocho hombres y cinco heridos. Racedo dice que los indios sufrieron las bajas merecidas por su temeridad, aunque no especifica las cantidades. ¿Cómo se produjo la captura del cacique general de todas las tribus de los rankeles? Es el mismo coronel Racedo quien instruye a sus superiores sobre las circunstancias del apresamiento de Epumer. Sostiene que el 22 de agosto, tuvo que lamentar la pérdida del “bravo capitán” Ambrosio Carripilón, un rankulche que vistiendo el uniforme de las fuerzas nacionales, había prestado relevantes servicios en distintas expediciones al desierto. La viruela hizo presa de este hombre, que luciendo el mismo nombre del gran cacique rankulche, “Oreja Cortada”, abandonó el mundo de los vivos a los 35 años. Racedo corrige al Dr. Estanislao S. Zeballos, que en su libro “La conquista de 15.000 leguas”, en la página 342 y en la página 348, escribe que la captura del cacique general Epumer Rosas, estuvo a cargo del comandante Amaya en el paraje conocido como Nahuel Mapu. Racedo dice que en obsequio al capitán Ambrosio Carripilón y de la verdad histórica, tal cosa no es cierta, porque el Dr. Estanislao S. Zeballos, cae en un doble error. No fue el comandante Anaya (y no Amaya como él consigna) ni la captura tuvo lugar en Nahuel Mapu. De inmediato, Racedo pasa a describir el suceso. Porque la captura del máximo jefe de todas las tribus rankelinas, fue evaluado como un verdadero suceso. El coronel manifiesta que él estaba realizando su segunda expedición en diciembre de 1878 y luego de una fatigosa marcha de seis días, que se inició en Fuerte Sarmiento, alcanzó a llegar por la noche del día 17, al punto que en el mapa aparece como Calcumeleué, cuya significación es Lugar de las Brujas y donde comienza un monte de características muy especiales, ya que es sumamente espeso y se extiende hasta Leuvucó. Como es sabido, se trata del centro nervioso del imperio rankelino, donde antes el blanco nunca había alcanzado a penetrar. A pesar de ser este último lugar el asiento principal de la tribu rankelina que obedecía a Epugner Rosas, el coronel tenía noticia de que éste lo había abandonado seguido de su pueblo; huyendo de la persecución, que sabía iban a hacerle las fuerzas nacionales. 263

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Pero Racedo, estando ya en Calcumeleué, sospechó de que podrían haber quedado en Leuvucó algunos restos de la tribu de Epugner Rosas y asaltado por estos pensamientos, el coronel quiere descubrir si en verdad han quedado algunos indios en Leuvucó. Sin darle más vueltas al asunto, envió una vanguardia de quince indios auxiliares, que ocultándose por el monte y siguiendo caminos de travesía, podían llegar sin ser vistos hasta las proximidades de la laguna. El propio Racedo seguía de cerca de esta vanguardia, pero con iguales precauciones para mantener intacto el resto de la columna. Marchando lentamente, pero con los ojos bien abiertos, llegaron hasta el Trapal y a la una de la madrugada del día 18, encontró a un indio de la partida descubridora que él había enviado y que lo estaba esperando. -¿Qué pasó, soldado?-Están ahí nomás, coronel...-¿Los vieron?-Sí. Los vimos. Están ahí. Han prendido fuego, para cocinar...Racedo llamó a Carripilón y le ordenó que se pusiera al frente de quince indios más, que tendrían como misión actuar como refuerzo de los que ya estaban apostados. El capitán Ambrosio Carripilón debía ponerse al mando de los treinta indios y rodear el abra del monte donde se levantaban los toldos de Leuvucó y permanecer emboscados hasta el amanecer. Recién entonces debía avanzarlos. Racedo expresa en su escrito que “Ambrosio siguió puntualmente mis instrucciones, y a las 6 a.m. del 18 se me incorporaba él mismo en Leuvú-có, trayendo como trofeo de su comisión al cacique Epugner y sus 11 mujeres, que había aprehendido sin resistencias. Era tal la sorpresa que causó en Ambrosio la captura del temido Epugner, que difícilmente se habría podido adivinar por sus semblantes cuál de los dos era el prisionero.” Diario de Racedo (R 227)

Estos fuegos obedecían a la presencia del propio cacique general Epumer, que había venido con pocos indios a levantar la cosecha de cebada. Fue entonces que Racedo destacó a Ambrosio Carripilún con treinta indios para que capturara al jefe de todas las tribus. Epumer se le entregó sin resistencia. Es posible que haya sido así porque Ambrosio se lo pidió diplomáticamente, sin violencia. Epumer se entregó con tres indios y ocho mujeres, diciendo que aún confiaba en la buena fe de los cristianos. El padre Hux copia la cita de “Crónica del colegio Apostólico de los Padres Franciscanos de la Propaganda Fide, Río Cuarto, 6.6.82, “en realidad, se trata de las palabras de Fray Moisés Álvarez, quien acompañara a Fray Marcos Donatti a la famosa excursión a los rankeles que llevara a cabo el general Mansilla. Fray Álvarez palpitó la conquista por afuera y por adentro. De ahí que llega a decir: “Estos infelices eran perseguidos con un encarnizamiento increíble; a esto se agrega que al mismo tiempo los diezmaba la terrible viruela negra. Vagaban por la pampa sin dirección ni tino, huyendo siempre y siempre cayendo en manos de los «cristianos». Los que se obstinaban, morían a bala, y los que se entregaban morían también por la viruela”.

Racedo Vuelve al Ataque: Historia de Loventuel

La otra vertiente de este suceso fue la del padre Meinrado Hux, quien sostiene que el 11 de diciembre de 1878 se puso en marcha otra expedición a tierras de rankeles, esta vez con el firme propósito de capturar a los caciques Epugner y Baigorrita. En esta marcha se contaba con el Batallón de Infantería, el Regimiento 4 de Caballería y un centenar de indios amigos que fueron sacados de las reducciones organizadas por los misioneros franciscanos. El jefe de estos rankeles era el capitán Ambrosio Carripilún. Se despacharon exploradores y ellos avistaron en la noche del 18 los fogones encendidos en Leuvucó.

Lejos de terminar aquí todo ataque a los indios que quedaban dispersos en los campos del sur, Racedo retorna con Epunguer Rosas (mal llamado así por los militares, porque el único que recibió el apellido de don Juan Manuel, fue Mariano, ahijado del Restaurador de las Leyes. Caprichosamente se llamaba a Epunguer o Epumer con el apellido de Rosas por extensión y nada más) y evitando demoras inicia otro ataque según consigna el propio militar, en Villa Mercedes, el 23 de enero de 1879. Racedo da cuentas al Inspector General de Armas, que “Ayer llegué a esta guarnición Sarmiento. Dos horas después de mandado a VS. el parte anterior de mi expedición, presentóse un cautivo. Habíase escapado, diciéndome que los indios agrupados en los parajes Curu-mahuida y Sanu-mahuida que se hallan en la travesía, esperaban mi regreso para volverse.” Para algunos, Racedo llevó a cabo una limpieza de indios dando cumplimiento a la orden emanada de la comandancia de Roca, con resultados que no son absolutamente claros. Para otros, la Conquista del Desierto tuvo una neta representación de las operaciones con el accionar de Racedo. Cuando se analiza el vocablo Loventuel (que significa tierra asolada) cuenta Stieben, al ocuparse de ese topónimo, que recurrió a la aborigen Mariqueo.

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Otra Versión del Suceso

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Esta mujer rankel, al escuchar la palabra, la relacionó de inmediato a la época final de la Campaña del Desierto. “¿Loventuel?...claro, lovntuel, se dice así porque quedó todo arruinado allí, cuando trajeron un malón muy grande de (Villa) Mercedes, el coronel Racedo y otros. ¡Mataron a muchos paisanos, nos llevaron la hacienda y destruyeron los toldos...!” En las Memorias de la División Expedicionaria, no se relata ninguna acción punitiva, si es que la hubo, pero el deficiente estado sanitario y la escasa alimentación de las poblaciones en esas épocas, podemos leerlos en los partes del Dr. Dupont, donde cuenta que la viruela está en su apogeo lo mismo que la sífilis y la diarrea sangrienta, males que hacen verdaderos estragos entre la chusma aborigen y las fuerzas militares, agregando que los prisioneros se morían de hambre y de frío, debiendo cavar fosas todos los días para sepultar cristianamente a aquellos infelices...! Es posible que este cuadro de horror y de necesidades, originara acciones depredatorias para contener a la indiada, lógicamente silenciadas en las Memorias. Pienso que siendo la presencia del topónimo, anterior a la conquista de estas tierras, su motivo debió ser la tremenda mortandad de afectados por la viruela y la sífilis, flagelos incurables entonces, encontrando precisamente el Dr. Zeballos, algunos lazaretos donde los cadáveres yacían apilados y los restos dispersos por el campo... El topónimo Leventuel, que se halla claramente redactado en el mapa de Rohde en 1889, de acuerdo a Febrés, podría traducirse por lovn, “arruinarse”, “haber estrago”, “caerse casas, edificios, etc.”, “haber gran mortandad”; tuel, por tué, “tierra” con el concepto de suelo. “Patria” se expresa mapu. Terminaré diciendo que el nombre de Leventué con que aparece el departamento en el mapa 1:600.000 constituye un grave error y deben mantenerse ambas formas, como se ha hecho hasta el presente. Es lo que expresa Alberto Vúletin en su libro “La Pampa, grafías y etimologías toponímicas aborígenes”. La forma de pensar, de vivir convencido de que la única solución al problema del indio es terminar definitivamente con el último aborigen, (que nunca fue un problema sino que los blancos lo crearon y no quisieron asumirlo jamás) está profundamente instalada en Racedo. Sintoniza su pensamiento con el de Roca hasta en el último detalle. Por eso no debe extrañar que procediera a darle descanso a la caballería y organizara una partida de 200 hombres al mando del mayor Anaya. Con marcha forzada llegaron a los puntos indicados. Los indios, que ya sufrían el espanto de una persecución encarnizada, emprendieron la fuga. No se explica de dónde pudieron sacar fuerzas los soldados al mando de Anaya, porque ni bien los alcanzaron a ver, se lanzaron sobre ellos pisándoles los talones. No habrían cubierto un tercio de la travesía cuando ya estaban en manos de los uniformados, 83 prisioneros, entre indios de lanza y chusma.

Racedo recibió al mayor Anaya y tuvo una confesión directa de los prisioneros: los indios no volverán más. Todos van a incorporarse a los chilenos. Aquí ya no hay nada más que hacer. Ni por asomo se quedará algún indio en los campos de la travesía. El pasto es amargo y escaso. Una mata está sumamente distanciada de otra. La travesía es un sendero que celebra la muerte. Racedo escribe en el parte que en tres días estará en Villa Mercedes y pasará a Río Cuarto para recibir caballos. Pero sobre todo, a restablecer su salud, ya que ha venido muy enfermo. Declara que ni bien consiga 600 mulas más, su División ya estará lista y no habrá nada que obstaculice la marcha de sus fuerzas para la gran expedición. Debe haber tenido un serio problema con la administración y asuntos de escritorio, pues los furrieles a cargo, no encontraban el documento donde Roca consignaba las felicitaciones y por eso no las transcribe en el parte. Pero no es el único que llega de regreso del desierto con problemas de salud. También Freire sufre espasmos que lo retienen recostado en el catre de campaña, con todo, sus fuerzas cumplen con el relevo en la persecución de los indios hambrientos y les asestan terribles golpes. Un triste episodio de la historia nacional, encuadrada en la famosa Conquista del Desierto, tan escasa de elementos que pudieran ganarse la admiración de los ciudadanos. Se perseguía tenazmente a los rankulches, que ya no eran indios, eran sombras que vagaban por aquellos campos, tratando de escapar de una afiebrada y compulsiva decisión de matar.

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Soldado con Vocación Política Esto permitía a las tropas internarse varias leguas en pleno desierto, donde hace 40 años atrás, apenas habían llegado las expediciones de Rosas y hasta hace unos años, nada más, nadie se hubiera aventurado sino con un fuerte ejército. El comandante Vintter podía sentirse orgulloso. Roca lo llenaba de elogios y aprobaba su conducta de llevar a 300 hombres hasta la región del Colorado. No solo había tomado a la tribu de Catriel, sino que era portador de valiosas informaciones acerca de la situación que se vivía en esos campos de Tierra Adentro. Era la antesala de la campaña definitiva. Roca le decía al comandante que era un buen jefe y que se sentía complacido al ver que con sus acciones se aseguraba sobre sus hombros las charreteras de coronel que le había prometido. El 11 de noviembre de 1878, se convierte en una jornada de partes sucesivos por los acontecimientos que se van conociendo mediante despachos de telegramas y cartas.

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Roca tiene en sus manos el parte del comandante Vintter, desde Guaminí, que le comunica que se le ha presentado el cacique Juan José Catriel, con 150 lanzas y le ha traído a Cañumil. Además, sabe por los indios que Namuncurá está en Salinas con Empumer y Baigorrita, preparándose para invadir. Roca toma debida nota y comienza a cambiar fechas, porque se debe anticipar la operación, haciéndola el 25 o el 26 a más tardar y no el día 2 como estaba planeada. Le dice a Vintter que una invasión de los indios en estos días es de muy mal efecto, por eso se torna necesario anticiparse a ellos. Le urge a Vintter que si llegara a tener algún inconveniente serio, debe avisar de inmediato, para resolver el problema ya mismo. En otro parte, le comparte la esperanza de que reciban caballos para disponer una nueva batida a los indios de Namuncurá, todo esto antes que comiencen a apretar los calores. Le pide a Vintter que le anticipe, por el conocimiento que tiene del terreno, hasta donde podría alcanzar con 300 o 400 hombres, y hasta dónde pueden llegar Levalle y García. Lo que pretende Roca es que marchando al mismo tiempo pudieran estar siempre en comunicación y lograr una protección recíproca. Sus deseos es que esta expedición, así se lo hace saber al comandante, sea la última grande, hasta que pase el verano, y alcance lo más lejos posible. Especialmente cuando el coronel Villegas, en estos momentos, debe estar en los campos de Baigorrita. El comandante Roca sigue en campaña y el comandante Tejedor ya debe haberles alcanzado a los indios la retaguardia por el camino que conduce a Chile. Y tras estas aseveraciones, Roca le pide a Vintter que le conteste. Roca está febril, quiere cumplir a rajatabla con el plan y por eso no le da respiro a sus comandantes. Le dice a Vintter que después que él, Freire y García reciban caballos, pretende hacer una entrada general con las tres divisiones. Y le propone a manera de elogio: “Usted irá al centro”. Le pide que le responda cuál será su punto objetivo y cuáles son los que deben tener Freire y García, de modo que puedan marchar al mismo tiempo y al habla, en aptitud de protegerse mutuamente. Le añade que Villegas acaba de regresar con Pincén (capturado) y que esta noticia ha causado una gran impresión. Conrado Villegas le ha comunicado que recién regresa del desierto y el resultado de la expedición ha sido seis indios muertos y como prisioneros: el cacique Pincén (Vicente Rodríguez), un capitanejo, 16 indios de lanza, 60 de chusma y se pudieron rescatar 12 cautivos. Le aclara que entre la chusma se cuenta a toda la familia de Pincén. Le informan a Roca que a pedido del propio Pincen, han despachado un indio viejo con el encargo de decirles a los demás rankeles que se presenten detenidos. Esa es la causa por la cual, Villegas, considera que es conveniente dejar a Pincen por unos días en este campamento, pues a su vista, con seguridad se han

de presentar algunos. Destaca que se han tomado 120 caballos, vacas, ovejas, y han sido consumidas por las fuerzas expedicionarias. No ahorra elogios para los baqueanos, que han sabido cumplir con acierto en las misiones. Roca está desbordante de entusiasmo. Sin embargo, en este asunto, hay puntos de vista encontrados. Villegas, que ha perseguido a Pincén toda su vida, consigue finalmente capturarlo con toda su familia y conoce la ascendencia que tiene el cacique sobre los indios que andan dispersos por la pampa. Por eso cree, y no está equivocado en la propuesta, que es menester mantener a Pincen en el campamento por cierto tiempo, ya que los indios, que enseguida se anotician del lugar en que se encuentra el jefe, aceptarán presentarse y entregarse a las autoridades militares. Roca no quiere saber nada de esto. Ha recibido con inocultable beneplácito la captura de Pincen, al que califica como el cacique más temido de la pampa y le dice a Villegas que ha sentado bien su reputación. Que se siente agradecido y orgulloso de él. Pero le ordena que no demore a Pincen en el campamento y que lo mande con todos los demás indios que han sido tomados prisioneros. Agregando al final del despacho: “causará novedad su entrada a esta Capital”. Por supuesto, para un hombre como Villegas, que tiene tajos y heridas por las chuzas y los cuchillos de los rankeles en cientos de entreveros, advierte enseguida que una vez más, en lugar de hacer como Freire, que siempre le pide retener a los caciques como cebo para aumentar el número de capturados, Roca los necesita para presumir en Buenos Aires con los logros de su campaña. Es el problema que tiene un soldado con vocación de político. Finalmente, para terminar con el punto en discordia, Roca le envía a Villegas un despacho a Trenque Lauquén, donde le expresa que la toma de Pincén, no puede ser más elocuente y que lo felicita ardientemente por esas acciones. Le añade que al paso que se va con estas expediciones, pronto se habrá limpiado de indios a la pampa. Y de inmediato pasa a solicitarle los datos más importantes para su campaña: hasta dónde ha alcanzado a llegar y que le envíe el itinerario de la marcha. Como no puede ser de otra manera, sugiere las precisiones de un experimentado jefe de regimientos: conviene que tenga siempre a vanguardia, le dice, una partida de treinta a cuarenta hombres. Le recuerda que el comandante (Rudesindo) Roca ya debe estar llegando a Leuvucó y que las divisiones de Levalle, Freire y García sólo están esperando recibir caballos para salir a su vez en nuevas expediciones. El Ministro de la Guerra bebe un buen trago de coñac y observa el mapa extendido en la pared de su gabinete. Hay que comenzar a presionar de nuevo. Por eso redacta un despacho para el comandante García, que está bien adentro, en tie-

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rras de rankeles, y le pide que antes que aprieten los calores, se les haga una buena batida a los indios. Pero no contento con eso, le agrega: “y llevarles el terror, lo más lejos posible”. Propio del ensañamiento del Ministro de la Guerra, del hombre que ha pergeñado un plan donde no hay conmiseración que valga para los perseguidos.

Mientras tanto, el comandante Rudesindo Roca ha ingresado a la misteriosa tierra de los indios. Lo hizo por el camino de Cochiquengan el 8 de noviembre. Es el peor de los caminos para rumbear por las pampas. Pero según el propio comandante, era necesario para asegurar el éxito de la expedición. Era importante capturar a Lucho Baigorria, por eso el jefe de la división envió a los comandantes Panelo y Klein, con treinta hombres cada uno, para que sorprendieran a los rankeles y los condujeran prisioneros. Esta operación fue un fracaso, porque la lluvia incesante que caía, tornó muy pantanoso a los campos y los baqueanos equivocaron el rumbo y fueron descubiertos por los indios. Llegaron el 17 a Leuvucó y allí acamparon. Rudesindo Roca pudo tomar un prisionero, tan solo uno, y por él pudo saber que los indios conocían de su presencia en el desierto, pero no conocían con exactitud el camino que seguía. Menos podían sospechar de cuál era el punto en donde el jefe militar pensaba caerles. El clima destruyó todo lo planeado. Para las fuerzas expedicionarias las cosas pintaban muy mal, todo era difícil y hubo que adoptar medidas decisivas. Habían llegado al corazón de la pampa: Leuvucó, el antiguo asiento de las tolderías de Epumer Guor, que levantó sus tolderías de ese lugar y emprendiendo la fuga se fue muy lejos, con sus indios de lanza y la chusma. En realidad, Epumer se organizaba en Potaigüe. Por eso el general Roca juzgó indispensable actuar con urgencia, ya mismo. Pero antes, como buen estratega, era conveniente desorientar a los indios, porque la vigilancia que ejercían sobre las tropas, impedía cualquier ataque por sorpresa. Ante un planteamiento semejante, asoma la hipocresía, el engaño y la mala fe de los hombres que se jactaron de poner en marcha el plan destinado a terminar con los rankeles en los campos del sur. Despachó un capitanejo, Millaqueo, que con rango de enviado plenipotenciario, debía participar a los caciques Epumer y Baigorrita, que se trataba de arreglar en forma definitiva, con ellos, para dar lugar a un tiempo de paz y de concordia entre los blancos y los indios. Millaqueo –cuñado de Baigorrita- partió a las cuatro de la tarde del día 17, con orden de llegar a su destino esa misma noche. Al oscurecer, la División emprendió su marcha, al trote tendido sobre el mismo rumbo.

Estaba claro que la intención era sorprender a los dos más grandes señores de la pampa. A las cuatro de la mañana llegaron las fuerzas expedicionarias, muy fatigadas, a Potaigüe. No era para menos: fueron 16 leguas de marcha. ¿Dónde estaban Epumer y Baigorrita? No estaban. Se habían retirado de ese punto. Aclaraba el día 21 y el temporal que envolvía a la pampa se hacía sentir con más fuerza. El amanecer todavía era incipiente y las sombras cubrían gran parte de los campos. Fue en esos momentos en que la indiada aprovechó para aproximarse en tropel y cargar contra el campamento. Las tropas formaron en cuadro y rápidamente encerraron a los caballos dentro del mismo. El aire se pobló de los alaridos rankeles y la carga fue rápida y enérgica. Sin embargo, los uniformados rechazaron la embestida y los indios pagaron un alto tributo de sangre. Ni bien aclaró, se enviaron fuerzas para perseguir a los audaces, que resultaron con pésimos resultados en la refriega.. Galoparon por los campos pero no encontraron a los indios. Los caballos terminaron agotados y el objetivo no pudo cumplirse. La División 22° de las fuerzas expedicionarias emprendió la marcha del regreso a Villa Mercedes. Llama la atención que durante la travesía, no fueron molestados por los indios Si Rudesindo Roca debió informar al Ministro de la Guerra, (su hermano) de lo que había resultado su expedición por tierras de rankeles, no pudo encontrar más palabras que las que transcribió en su despacho, ya que el fracaso lo inhibió para enaltecer o agrandar las acciones que terminaron en una triste frustración. Con fecha del 25 de noviembre de 1878, en Villa Mercedes, le informa que acaba de llegar de Poitahué, luego de una marcha penosa de diez días, por culpa del mal tiempo que tuvieron desde que iniciaron la expedición. Se anima el coronel Rudesindo Roca a decirle al Ministro que logró llegar, sin tener nada que lamentar, al punto que se habían fijado y que allí permaneció acampado desde el 16 al 20.Como es de rigor, le dice que las instrucciones que les fueron impartidas acerca del movimiento ofensivo, que con una parte de la división a sus órdenes, debía llevar a cabo contra las tribus de los caciques Epumer y Baigorrita, fueron observadas. Y enseguida le agrega a la información que la operación verificada con algún éxito, no permitió que fuera total porque los indios lo habían descubierto ni bien se alejaron 35 kilómetros al sur de Villa Mercedes. Sin embargo, el coronel tiene sus trofeos para exhibir: le dice al Ministro de la Guerra que tiene al cacique Melileo, a los capitanejos Manqueo, Pichintrú, Feliciano, Anteleo y Licanqueo. Además consiguió traer prisioneros a 70 indios de lanza y 230 de chusma. Como para despejar las dudas, insiste al final de su información que no le fue posible obtener mejores resultados a causa de haber encontrado a los indios

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¿Cómo Justificar una Expedición Frustrada?

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prevenidos y preparados para que lo hostilizaran, adjudicando esto como una revancha de los rankeles por el último golpe que le propinara el coronel Racedo. Y firmaba “Rudesindo Roca”, (O 125) Ya había muerto Mariano Rosas cuando el gobierno, siguiendo una línea política donde abundaban los gestos de buena voluntad y a la vez, traicioneramente, de exterminio de los pueblos libres que deambulaban hambrientos por los campos, rubricó el Tratado de Paz con Epumer y con Baigorrita, en 1878. De entrada, se reconoce a los indios como miembros y habitantes de la Nación Argentina, que acatan la soberanía nacional y la autoridad del gobierno. Los términos en que se expresa dicho tratado son los siguientes:

Documento Tratado de Paz acordado por el exmo. gobierno nacional a las tribus indigenas que encabezan los caciques epumer rosas y manuel baigorria, concluido en 24 de julio de 1878.

“SE. el Señor Ministro de la Guerra, General Dn. Julio A. Roca, bajo la inteligencia de que los expresados Caciques y tribus reconocen y acatan como miembros y habitantes de la república Argentina la Soberanía Nacional y Autoridad de su Gobierno, ha convenido en lo siguiente: Por cuanto ha sido concluido en esta Ciudad de Buenos Aires, un tratado entre el Teniente Coronel Dn.Manuel J. Olascoaga, comisionado al efecto por parte del Gobierno, y los Caciques Cayupan y Huenchugner (a) Chaucalito, como representante el primero del Cacique principal Manuel Baigorrita de Poitagüe y el segundo del Cacique de igual clase Epumer Rosas de Lebucó, cuyo tratado es a la letra como sigue: Artículo 1° Queda convenido que habrá por siempre paz y amistad entre los pueblos cristianos de la República Argentina y las tribus Ranquelinas que por este convenio prometen fiel obediencia al Gobierno y fidelidad a la Nación de que hacen parte y el Gobierno por su parte les concede protección paternal. Artículo 2° El Gobierno nacional en consideración a lo arriba expresado y mientras los Caciques contratantes cumplan y hagan cumplir fielmente lo aquí estipulado asigna al Cacique Epumer Rosas (150 B/$) ciento cincuenta pesos bolivianos al mes; cien pesos bolivianos (100 B/$) también mensuales al Cacique Mariano hijos, Epumer chico. Asigna también mensualmente (7B/$) siete pesos bolivianos, 272

para un trompa, (15 B/$) quince pesos bolivianos a un escribiente y quince a un lenguaraz para cada uno. Asigna así mismo al Cacique Huenchugner (a) Chaucalito ( 50 B/$) cincuenta pesos bolivianos y (15 B/$) quince pesos bolivianos para su lenguaraz. Articulo 3° El Gobierno Nacional asigna mensualmente al Cacique Manuel Baigorrita (150 B/$) ciento cincuenta pesos bolivianos (7 B/$) siete pesos bolivianos para un trompa y quince para su lenguaraz. Artículo 4° El Gobierno Nacional asigna mensualmente al Cacique Cayupan (75 B/$) setenta y cinco pesos bolivianos y quince pesos bolivianos a su lenguaraz, asigna así mismo al Cacique Yanquetrúz Guzmán (50 B/$) cincuenta pesos bolivianos y quince pesos bolivianos a su lenguaraz. Artículo 5° El Gobierno Nacional acuerda a los dos Caciques principales arriba mencionados, para repartir entre todos los Caciques, Capitanejos y tribus que comprenden este tratado (2.000) dos mil yeguas cada tres meses para su subsistencia. Artículo 6° El Gobierno Nacional dará también a los mismos Caciques para la misma aplicación y efecto del Artículo anterior, cada tres meses (750) setecientos cincuenta libras de yerba, (500) quinientas libras de azúcar blanca, (500) quinientas libras de tabaco negro en rama, (500) quinientos cuadernillos de papel, (2000) dos mil libras harina, (200) doscientas libras jabón y dos pipas aguardiente.. Artículo 7° Es deber de los Caciques arriba mencionados y de todos los Capitanejos que los acompañan, entregar al Gobierno todos los cautivos, hombres, mujeres o niños que asista o lleguen a sus tierras o pagos, bien entendido que si el Gobierno tiene alguna vez conocimiento de que en alguna tribu de las que entran en el presente tratado se ha detenido por fuerza algún cristiano o se ha hecho algún mal o privado de su libertad, hará responsable del hecho al Cacique mas cercano o Capitanejo que lo hubiera consentido, privándoles del sueldo o ración que tuviesen por el tiempo que estime conveniente. Todo lo que se expresa en el presente artículo respecto de los cautivos que así mismo estipulado respecto de los malévolos o desertores cristianos que se asilen o guarezcan entre los indios. Tanto los cautivos como los cristianos malhechores deben ser entregados en el fuerte más inmediato al lugar donde se encuentren; siendo bastante motivo para considerara sospechoso y comprendido en esta estipulación, todo cristiano, de cualquier parte que venga, no teniendo pasaporte o licencia escrita de un Gefe de Frontera. Artículo 8° El Cacique Epumer Rosas, el Cacique Manuel Baigorrita, y los demás Caciques nombrados en este tratado darán toda protección y amparo a los sacerdotes misioneros que fueran a tierra adentro, con el objeto de propagar el 273

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cristianismo entre los indios o de sacar cautivos. El Gobierno castigará severamente a todo Cacique, Capitanejo o indio que no les tributase el debido respeto y hará responsable al Cacique que consienta a las personas de dichos sacerdotes. Artículo 9° Los Caciques mencionados se obligan a perseguir a los indios GAUCHOS LADRONES y a entregar los malévolos cristianos con los animales que llevan a tierra adentro, así como también entregar bajo la mas seria responsabilidad a todo negociante de ganado robado que cruce por sus campos y pueda ser capturado por algunos de los Caciques o Capitanejos, conviniendo el Gobierno en recompensar generosamente a los que entreguen en el fuerte más inmediato las personas y haciendas referidas. Así también castigará severamente y hará responsable con sus sueldos y racionamientos a los Caciques y Capitanejos o tribus que amparen o se nieguen a entregar a dichos negociantes o malévolos. Artículo 10° S:E: el señor Ministro de la Guerra deseando proteger y hacer respetar a los Caciques que respeten fielmente estos tratados y quieran conservar el orden entre sus tribus, ordenará a todos los Jefes de Frontera aprehendan y detengan todo indio fugitivo que llegue o se encuentre sin licencia o pasaporte de sus respectivos Caciques; y si trajeran animales u otros objetos robados, les sean quitados con cuenta y razón y devueltos al primer reclamo justificado de los referidos Caciques o propietarios; y que así mismo se haga con los cristianos que se hallen en el mismo caso. También ordenará que toda comisión o indios sueltos que vengan a los fuertes o poblaciones cristianas con cualquier negocio o diligencia, trayendo el competente permiso de su Cacique, sean protegidos y respetados en sus personas y bienes y recomendará que se les haga justicia en sus reclamos y quejas con arreglo a las leyes que amparan a todo ciudadano argentino. Artículo 11° Queda formalmente estipulado que si uno o algunos indios de los que entran en este tratado, diesen malón sobre cualquier punto de la Frontera o cometiesen robo o asesinato sobre los bienes o personas de algún transeúnte o estanciero, quedará por este solo hecho rota la paz con el Cacique y tribu a que pertenezcan dichos malhechores; y por lo tanto suspendidos los sueldos y racionamientos asignados al Cacique y tribu responsable, hasta que se haga efectiva la devolución de lo robado y el castigo de los criminales. En todo robo o asesinato que se cometa por indio sobre indios, las partes acusadas serán prendidas y aseguradas y resultando criminales serán castigados, con arreglo a las leyes del país, y en cuanto a los animales u objetos robados serán sacados del poder en que se encuentren para devolverlos a sus legítimos dueños. Artículo 12° A mas de las concesiones que el Gobierno Nacional hace por este tratado a los Caciques y tribus que él comprende, dispondrá que aquellos Caciques que más se distingan en la conservación del orden y la paz, y muestren dedicación a los trabajos de la labranza y agricultura, como también se presten a la

instrucción y civilización de sus hijos, sean obsequiados con alguna gratificación proporcionada al mérito y se les proporcionen algunos efectos, herramientas y útiles que les sirvan para su adelanto y bienestar. Artículo 13° En caso de Guerra exterior o invasión de extranjero o CAMAPUCHES, todos los Caciques o tribus se comprometen a prestar decidido apoyo al Gobierno Argentino; bien entendido que serán muy severamente perseguidos y castigados como traidores a la Patria, los Caciques y tribus que en algún tiempo se sepa haber tenido relación o connivencias con el enemigo. Artículo 14° Este tratado durará permanentemente mientras ambas partes le presten cumplimiento y los Caciques y tribus que enteren cuatro años de haberle dado estricto cumplimiento en todas sus partes, se harán acreedores a un aumento proporcional de sueldos y raciones. Artículo 15° Este convenio será firmado en prueba de asentimiento, por los Caciques Cayupan y Huenchugner, como representantes el primero del cacique principal Manuel Baigorrita, y el segundo, del igual clase, Epumer Rosas. Lo suscribirá así mismo el Teniente Coronel Dn. Manuel José Olascoaga como comisionado al efecto, con la aprobación del Excmo. Gobierno. A ruego del cacique Cayupan PATRICIO URIBE Secret° de Baigorrita A ruego del Cacique Huenchugner MARTIN LOPEZ Secret° de Epumer Testigo Padre MARCOS DONATI MANUEL JOSE OLASCOAGA Comisionado por S:E: el Sor. Ministro de Guerra y Marina Buenos Aires, Julio 30 de 1878 Aprobado y Comuníquese AVELLANEDA JULIO A. ROCA

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(Es copia fiel del original. Ver documento N° 1346, archivado en la División Historia del Estado Mayor General del Ejército).

Zorro Sentado y Zorro Batallador Desde la óptica de un jefe militar como Racedo, las cosas se ven de un modo distinto y por lo tanto, distintas serán las decisiones para llevar a cabo las operaciones de campo. Los hombres de esta columna cuyo objetivo era salir de Villa Mercedes y proceder a la limpieza de indios en los campos del sur, se hablaba

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con frecuencia de los caciques rankeles que aun podrían dar batalla a los regimientos. Al respecto se mencionaban dos, que según aseguraban los que habían tenido participación en ocasionales entreveros, eran de gran belicosidad. Estos caciques si bien podían caracterizarse por su rebeldía, ya que no abandonaron los campos de tierra adentro, ni se avinieron como otros de su raza a convivir con los winkas en Fuerte Sarmiento, sumaban a las asperezas de su carácter, el espíritu guerrero, como si estuvieran en los mejores tiempos de Yanketrús o de Payné Guor. Se negaban rotundamente a mantener diálogo con los cristianos y si se mostraban de casualidad por algunos parajes, seguro que allí había un entrevero con tacuara y boleadora. No son pocos los informes militares que mencionan a estos jefes Rankulches con distintos nombres. A muchos escribientes les costaba registrar esos nombres tan difíciles como escasamente reconocibles, en los partes del día, en las anotaciones de las novedades cuarteleras, o en las órdenes que debían quedar escritas y mencionaban a los caciques en cuestión., La deformación de los apelativos daba lugar, muchas veces, a pensar que se trataba de distintos jefes. Pero no era así. Por Anünguer –que en lengua rankelina quería decir Zorro Sentado, la deformación llegaba a nombres como Agneer, Anenéh, Aucheque, y se suman otras malas pronunciaciones como Anegerar, Anegger, Anher, Anegué, Auener. El otro cacique se llamaba Nguerenain (Zorro Batallador) y estaba muy unido en amistad con el primero. Pero los escritos lo registran como Querenal, Gurenal, Ourenal y otros que no se han logrado descifrar. Es interesante el dato que aporta el periódico “La Patria”, de Dolores, (debido al celo y colaboración de don Carlos Moncaut). El cacique Anünguer fue protagonista de un episodio en las Sierras del Cerdo (Shañó Mahuida –SañuemagüidaSierra del Pecarí) donde cuatro cabos del Segundo Regimiento de Caballería de Línea, fueron sorprendidos y batidos en detalle por un indio rankel, que vociferaba con increíble ferocidad: -¡¡¡Yo soy Anener, yo soy Anener!!!- como para que no quedaran dudas de quien se trataba y que pudieran llevar la novedad al regimiento con claridad en los nombres. Dos de los cabos, un tal Vega y el otro de apellido Brandan, quedaron tendidos para siempre en aquellos pajonales. Un tercero quedó herido y el cuarto, que según la gente del regimiento era el negro Rosas, correspondió batirse con un poco más de suerte. Al parecer, el negro le asestó tal sablazo en el cráneo al indio, que tratando de salvar lo que quedaba de su integridad, saltó sobre su caballo en pelo y desapareció como alma que se la llevaba el diablo hacia el sur. En una pulpería, donde había un grupo de gauchos bebiendo ginebra, tres indios que estaban bastante borrachos, afirmados en el mostrador, contaron que el

cacique Anener había pasado por sus toldos con gran parte de los sesos a la vista. Lo mejor de todo esto es que cuando se escribió esta novedad, Anener estaba preso y era un indio gigantesco. Según los que tuvieron relaciones amistosas con él, se trataba de un sujeto muy valiente, que formó parte de las huestes de Mariano Rosas, de Epumer y de Baigorrita(19). Con todo, esto tiraba por el suelo la afirmación de algunos soldados que aseguraban que habían matado a Anünguer. Como epílogo de este episodio, cabe el análisis sobre indios con fuerte liderazgo en las tribus. El caso que nos ocupa es típico. Los rankulches le adjudicaban gloriosas gestas a los caciques, a los lonkos, a los que sobresalían por sus acciones en la guerra contra los blancos. No era de extrañar que ocurriera lo mismo tratándose de hombres de enorme ascendencia sobre los lanceros, como el cacique Anener. Muy de tarde en tarde, alguien da cuenta de que entre los fugitivos todavía hay quien se atreve, tal vez por desesperación, intentar estratagemas para obtener caballos: “El 13 de junio a las nueve y media de la noche(...) se oyeron varios tiros. Me puse en observación y escuché el ruido que hacían varios caballos marchando a gran galope(...) mandé averiguar la causa(...) varios indios habían lanzado al punto donde estaba la caballada del Regimiento 4 de Caballería, una yegua que en la cola llevaba una vejiga inflada y con pequeñas piedras adentro(...) El ruido infernal que producía este aparato, asustó a las caballadas que dispararon en todas direcciones(...) aprovechándose del barullo y confusión, arrebataron ciento y tantos caballos. Diario de Racedo (R 90)

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Ya Están en el Desierto Pampeano los Restos del Cacique Mariano Rosas Sibila Camps llegó a Leuvucó, La Pampa, como enviada especial de Clarín, el 24 junio del año 2001. Como periodista llevó a cabo un buen trabajo. Reflejó en forma sucinta los hechos que tuvieron lugar cuando trajeron de regreso los restos del cacique Mariano Rosas. Ella escribió que “Ayer, tras 122 años, los restos del cacique ranquel Mariano Rosas volvieron a Leuvucó, en medio del desierto pampeano. Allí había nacido, de allí lo arrancaron los winkas, allí volvió para no irse nunca más. Allí murió y fue enterrado con grandes honras”. Nunca podría haber dejado de mencionar en su crónica la profanación de la tumba de Mariano y cómo el cráneo del cacique fue a parar al Museo de Ciencias Naturales de la Plata. Recordó la enviada de Clarin, que el proceso de restitución de los restos, consumió ocho años y que fue necesario una ley del Congreso de la Na19 Era fácil equivocar el nombre. Pero Anener era individualizado por todos.

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ción para dar cumplimiento a la solicitud de los descendientes. Sin embargo, Sibila tradujo sus pensamientos sobre este asunto, que bien pueden considerarse felices para la formación de opinión pública, tales como “no servirá para devolver la vida ni las tierras a tantos rankeles y mapuches borrados del mapa por las campañas al Desierto. Pero da cuenta de la voluntad de las autoridades nacionales y provinciales de asumir la historia no oficial”. La Camps demostró una probada capacidad para resumir lo mejor de la vida del cacique general de todas las tribus y no dejó pasar el dato consistente en que Mariano Rosas “lideró largos y prósperos períodos de paz con los blancos”. De igual modo, se esmeró para poner de manifiesto que “Los ranqueles creían en la transmigración del alma y enterraban a sus muertos con sus pertenencias más valiosas. En el caso de los caciques, al sacrificio de sus mejores caballos se sumaban el apero con toda su platería, y dinero en monedas. La pampa a la que volvió Mariano tiene tantas contradicciones como cardos. Victorica, el pueblo de 5.500 habitantes donde hizo escala la urna, se fundó en 1882, con el primer fortín levantado en tierras arrebatadas a los rankeles. La plaza principal se llama Héroes de Cochicó, nombre de la batalla que definió la conquista” Continuando con la crónica de los acontecimientos, describió los movimientos de los descendientes del pueblo mamulche en aquel velatorio que ya estaba en la historia: “Envueltos en la bandera de la nación rankülche, sus restos fueron velados el viernes por la noche en el hermoso salón municipal, presidido por un busto del coronel Ernesto Rodríguez, fundador del fortín. Recluidos en herméticas nubes de recuerdos, los lonkos (caciques) abrieron la urna y dejaron el cráneo al descubierto. «Es para que los descendientes puedan verlo por última vez», explicó Ana María, sobrina tataranieta de Mariano. Banderas en mano, vincha en la frente y cubiertos con ponchos, numerosos lonkos ranqueles y mapuches -incluso de otras provincias- soportaron la ferocidad del frío pampeano para dar su adiós”. No pudo dejar de mencionar el hecho que “cuando indígenas y paisanos a caballo trajeron la urna, los recibieron al son de trutrukas (cornetas), pifilkas (pequeñas flautas de pan), kaskawillas (grandes cascabeles) y el batir del kültrún, el tambor mapuche. Frente a un palco atestado de funcionarios y legisladores, en medio de abanderados de escuelas de la zona y ajenos al hormigueo de filmadoras, cámaras, grabadores, micrófonos y celulares, los dirigentes indígenas se acercaron al mausoleo grabado en madera de caldén. Tal como aconteciera hace tantos años, se permitió que se acercaran primero los ancianos, los hombres y mujeres con esos rostros que más parecían mapas topográficos que caras de viejos descendientes rankulches. Se los escuchaba hablar, pero lo hacían en su idioma. Había numerosos mapuches que invocaron a Nguene-

chén, “el Dios de la gente”, vivaron a Mariano y bailaron el “choique purrún”, la danza del ñandú. Le correspondió el turno a los que debían pronunciar los discursos de rigor. Mientras se descargaban interminables frases de “rescatar las raíces de nuestra nacionalidad”, el gobernador Marín deslizó en voz baja que . «Los ranqueles, silenciosamente hicieron este trabajo», y todos deben suponer que así es como acontece con todas las cosas serias, sin estridencias, sin ruidos. «Reconocer el derecho a sus tierras y a su cultura es signo de nuestra riqueza», subrayó Ana María González, coordinadora del Instituto Nacional de Asuntos Históricos. «Es un símbolo que tiene que ayudar a consolidar la identidad de los pueblos indígenas», destacó el secretario de Desarrollo Social y director del INAI, Gerardo Morales. Adolfo Rosas, sobrino bisnieto de Mariano, fue más sencillo: «Marí marí, peñi -saludó a sus «hermanos»-. Hago de cuenta que lo tengo en mi casa»*

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Siempre es Difícil Volver a Casa Las comparaciones pueden resultar odiosas, pero a veces se imponen, porque las apreciaciones ganan en justicia, cuando éstas asoman como juicio crítico. Tal como en el caso de la excursión que llevara a cabo el coronel Lucio V. Mansilla a los toldos rankeles, la cual insumió en total dieciocho días, en tanto que la señora María Moreno, solo tardó tres días, acompañando a los que cumplieron con la devolución del cráneo de Mariano Rosas, exhibido por décadas en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. A partir del momento en que las autoridades hicieron entrega de la calavera de Panghitrus Nüru, en las escalinatas del célebre Museo de Ciencias Naturales de La Plata, el programa se cumplió a rajatabla, finalizando con la sepultura de los huesos en Leuvucó, La Pampa. No es exagerado afirmar que Mariano Rosas tuvo menos tranquilidad como cadáver que como guerrero, ya que no habían transcurrido dos años de su muerte, cuando el coronel Eduardo Racedo profanó la tumba donde había sido enterrado. Mansilla sostiene que fue depositado en un hoyo abierto en el suelo, con sus mejores prendas: camiseta de Crimea mordoré, adornos con trencilla azabache, pañuelo de seda rodeándole el cuello, chiripá de poncho inglés, tirador con cuatro botones de plata, botas de becerro y sombrero de castor fino. La sepultura incluía caballos y una yegua gorda que fueron pasados a degüello en medio del plañido de las lloronas. Con un sello que reza 292, su cráneo fue entregado al Museo de Ciencias Naturales de La Plata como parte del lote de trescientas calaveras que el doctor Estanislao Zeballos donó en 1889, cuando la ciencia leía en la superficie de los

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vencidos para pensar la evolución del hombre y las características de los que se quedaba atrás. La primera calavera de guerrero devuelta a la comunidad indígena había sido la de Inacayal, ese jefe tehuelche que acompañó al perito Moreno en su viaje austral y que, envuelto en su quillango, solía escuchar en el silencio de los toldos conferencias de astronomía, así como la versión oral del diario del explorador Master. Una ley nacional, la nº 23.940, permitió que sus restos volvieran al valle de Tecka en una comitiva de miembros del Centro Tehuelche de Chubut que los había reclamado. Inacayal fue un protocientífico que murió secuestrado por la ciencia blanca en el Museo de La Plata, donde custodiaba los restos de otros guerreros de su raza, convertidos en “restos o ruinas” en nombre del patrimonio cultural. Hasta su muerte, en 1888, sobrevivió achumao, saludando al sol con el torso desnudo mientras murmuraba en su lengua -y en pena- porque sus mujeres eran sirvientas del winka. Una reforma en la Constitución, realizada en 1994, reconoció por primera vez la preexistencia étnica y cultural de los indígenas argentinos, así como el derecho a su identidad. Pero el INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas) tiene una genealogía casi tan larga como los indios a los que les reclama el árbol genealógico (los reclamos de restos humanos sólo pueden ser realizados por parientes sanguíneos y no en calidad de “familia” cultural). Entre sus ancestros figura, por ejemplo, la Comisión Honoraria de Reducciones de Indios, entidad administrativa de las colonias aborígenes del norte de Santa Fe, Chaco, Formosa y Neuquen, a la que Perón llamó Dirección de Protección del Aborigen, y en nombre de la que entregó documentos, acogiendo a la población indígena dentro del Estatuto del Peón.

Una compañera y un compañero de estudios, intrigados por aquel interés que me retenía por largo tiempo, frente a las vitrinas, quisieron conocer las razones que me sustraían a cualquier otro tipo de tareas en las clases prácticas. Cuando tomaron conciencia de aquellos sucesos de antaño, se volvieron fervorosos investigadores de los acontecimientos que tuvieron al Zorro Cazador de Leones como eje central de una epopeya argentina. Trofeo de guerra primero, patrimonio antropológico después, el cráneo del Zorro Cazador de Leones estuvo expuesto en el museo durante un siglo. Hasta que, con el retorno de la democracia, los rankeles comenzaron a reagruparse y, apoyados por el gobierno pampeano, reclamaron los restos de sus ancestros. Guardados en una urna, los de Mariano Rosas permanecieron perdidos durante varios años. Fue necesaria una ley del Congreso de la Nación para que algunos antropólogos renuentes cedieran las «piezas». La participación de la Secretaría de Desarrollo Social —de la que depende el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas— permitió el avance de la gestión y que se devolvieran los restos a los descendientes de Mariano Rosas. Fueron velados con todos los honores por las comunidades rankeles. Y hoy, descansan para siempre junto a la laguna de Leuvucó, bajo un mausoleo coronado por la escultura de un zorro. La directora del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, licenciada Silvia Ametrano, acompañaal séquito que se hizo cargo de la restitución de los restos del cacique, hasta Leuvucó, para su definitiva sepultura.

El Marco Legal para el Retorno del Cacique

En enero de 1985, cuando estudiaba museología en La Plata, tuve oportunidad de ver en en una vitrina del Museo de Ciencias Naturales de esa ciudad, fotos y dibujos del cráneo del cacique Mariano Rosas. En rigor de verdad, había numerosos cráneos. La calavera del cacique Mariano Rosas fue sepultada con el sello que la identificaba y con el que fue expuesta hasta un año antes de que se cumpliera el centenario de la muerte del General San Martín. Pasé largos ratos admirando aquella reliquia, por cierto, muy bien cuidada. Pensé que en esos momentos tenía el extraño privilegio de estar cara a cara con Mariano Rosas, vidrio de por medio, observando aquel hueso descarnado: su frente, que debió ser amplia y despejada, para contener aquellas ideas que lo caracterizaron como un verdadero jefe, aquellas ideas que configuraban las más humanitarias condiciones que un cacique podía ostentar para conducir al pueblo del imperio del Mamüll Mapu.

Mediante la Ley Nacional Nº 25.276, se dispuso el traslado de los restos mortales del cacique Mariano Rosas, depositados en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, con destino a Leuvucó, departamento de Loventuel, provincia de La Pampa. El articulado sostiene los siguiente: Artículo 1º.- El Poder Ejecutivo, a través del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, procederá al traslado de los restos mortales del cacique Mariano Rosas – Panquitruz Gner-, que actualmente se encuentran depositados en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata «Florentino Ameghino», restituyéndolos al pueblo Rankel de la Provincia de La Pampa. Artículo 2º.- A tal fin se trasladarán sus restos a Leuvucó, Departamento de Loventuel, de la Provincia de La Pampa. Artículo 3º.- La Subsecretaría de Cultura del Ministerio de Cultura y Educación de la provincia de La Pampa, en consulta con las autoridades constituidas de la comunidad ranquelina, fijará el lugar donde serán depositados en sepultura. Artículo 4º.- Al momento de cumplirse con lo ordenado por esta ley, se ren-

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Frente a Frente con el Zorro Cazador de Leones

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dirá homenaje oficial al cacique y se declarará de interés legislativo la ceremonia oficial que se realizará en reparación al pueblo ranquel. Artículo 5º.- Comuníquese al Poder Ejecutivo Nacional.-

La Nueva Sepultura del Cacique Mariano Rosas con el Múltiplo de Cuatro de la Cosmogonía Rankel La calavera del cacique Mariano Rosas fue sepultada con el sello que la identificaba y con el que fue expuesta hasta 1949. Ahora estaba expuesta de otra manera, con otra intención. A las puertas de Leuvucó, la calavera de Mariano parecía que miraba a los presentes. Por eso, al verla, doña Felisa Rosa Pereyra Rosas, descendiente del cacique, se sintió desfallecer. Así se lo confesó a Axel Lázzari, un antropólogo de la UBA, con master de la Columbia University. La directora del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, licenciada Silvia Ametrano, que viajó a Leuvucó para acompañar la restitución, que se hizo coincidir con el año nuevo indígena (se pasó del 21 de junio al 24), dijo que la urna, hecha de un material inerte y acolchada con elementos de resistencia centenaria, fue acondicionada de acuerdo con las técnicas de preservación utilizadas en la Amazonia. El arquitecto Miguel García, de la Subsecretaría de Cultura de La Pampa, le hizo a Mariano Rosas un nicho de cemento con vidrio blindado, cuyas proporciones siempre se miden en múltiplos de cuatro, número fundamental para la cosmogonía rankel. ¿Por qué escriben el nombre rankel de Mariano en distintas formas? En realidad, el verdadero nombre es Panghitrus Guor. Y Guor es el sonido que emite el zorro. Panghitrus Guor significa Zorro Cazador de Leones. Aclara el arquitecto que el enterratorio es de madera de caldén, de ese modo se incorpora a la naturaleza imperante en lo que fue la capital del imperio rankelino. Fue una feliz idea destacar el sitio mediante el armado de una loma, bajando el terreno existente a su alrededor. Cuando alguien se acerca al sepulcro del cacique, se encuentra con esa extraña formación geométrica; con la pirámide, que reclama una explicación necesaria. Los estudiosos dicen que la pirámide significa el viaje desde el ombligo de la tierra a la luz. ¿Dónde queda el ombligo de la tierra? ¿En el polo Sur? Nadie lo dice, pero en cada cara aparecen los símbolos de cada linaje. Por ejemplo, la cara del linaje de Carripilún da al norte. Pero la de Pluma de Pato, al oeste. La de los Zorros mira hacia el Este y la de los Tigres al sur. Se ha combinado lo ancestral, lo que viene del fondo de los tiempos, con la seguridad. Aseguran que la tierra de Leuvucó que se trajo para ser colocada en el lugar fue previamente cocinada, con el fin de asegurarse que no haya gérmenes que puedan atacar el hueso de la calavera. 282

El día en que se realizó el acto del enterratorio, se levantó cerca del lugar un palco para las autoridades que estarían presentes. El palco tenía tres techos de dos aguas, con seguridad intentaba hacer clara referencia a la pirámide que forma la carpa india. El detalle era más para “for export” que para referirse a los toldos. Es probable que tanto los arquitectos como los encargados de llevar a cabo estos iconos para la ceremonia, no cayeran en la cuenta de que los indios vivieron bajo enramadas que más se parecieron a un rancho antes que a una carpa. Pero dejando a un lado la falencia de carácter histórico, la gente se reunió en la parte baja y agitaba incesantemente coloridas banderas. En tanto que arriba, las autoridades como el viceministro de Desarrollo Social y presidente del INAI, Gerardo Morales, junto al premio Nóbel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, se ubicaron a ambos lados del gobernador de La Pampa, Rubén Hugo Marín, quien se apresuró en invitar a los lonkos –jefes indígenas- Carlos Campú y Adolfo Rosas. Pronunciaran sendos discursos. Uno y otro, en verdad muy emocionados, dijeron cada uno lo suyo, y recibieron el prolongado aplauso de las comunidades indígenas. Se bailó el choique purrún (danza del ñandú), agitando el cogote y con pasitos cortos, luciendo el poncho como prenda principal. Fue interesante observar el rostro de los descendientes rankulches. Porque las trutrukas esparcieron el sonido triste y lánguido por aquellos campos que alguna vez, los hijos de Yanketrus, cruzaron a galope tendido. También se escuchó el kültrún para las rogativas y según aseguran los que han profundizado el conocimiento del acto, cada movimiento se multiplica por cuatro. Para la mayoría pasó desapercibido, no así para don Juan Namuncurá, que hizo un mal gesto al advertir que las trutrukas, que antes eran de caña, ahora las habían fabricado con un chicote de manguera, para colmo revestida con lana de distintos colores ¿Qué era eso? Sin duda, una grosería, una falta alevosa contra la pureza de la tradición. Algunos periodistas se le acercaron a Don Juan Namuncurá, director del Instituto de Cultura Indígena Argentina (ICIA), para conocer su opinión sobre las innovaciones tecnológicas. En realidad, Namuncurá está considerado como un marchand de arte indígena, pero a muchos sorprende lo que hace con los instrumentos de su pueblo cuando trata de combinar los sonidos. La música que produce es tan sofisticada como difícil y experimental. Asegura Namuncurá que el indígena, al que todos consideran un simple artesano, está así porque ha habido no sólo un robo de la tierra sino una destrucción en el plano artístico, cultural y científico. Se lleva la mano al pecho y dice: -Yo siempre voy a comparar con otras culturas que han tenido continuidad, mientras la de nosotros ha sido destruida. Cuando los incas se reunieron para hacer la Puerta del Sol, indudablemente tienen que haber participado un astrónomo, un matemático, un físico... ¿Quién la hizo? ¿Quién la talló? ¿De dónde se trajeron las piedras?- Y agrega: “Para que toda esa gente se 283

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haya puesto a hacer eso de la noche a la mañana tiene que haber habido una escuela, una transmisión de esos conocimientos, que le dieron un formato académico a la usanza indígena. Pero ésa es la gente que fue asesinada: desde ideólogos hasta científicos. Con lo que nos ha quedado estamos empujando para salir adelante de nuevo. Pero durante mucho tiempo (para los winkas de Argentina) era mejor una copa soplada en Venecia que un cerámico de un horno aymará”. Periodísticamente, se bajó el tono dramático de aquel día emblemático para una raza, y se pudo continuar cronicando mediante imágenes que decían lo que en verdad estaba sucediendo, aunque quitando el seño adusto y transformando los gestos en rostros menos entristecidos. Después de todo, reverdecía la esperanza. La recuperación de toda una raza estaba ahí, casi al alcance de la mano. La antropóloga Diana Díaz se impresionó vivamente con la calavera de Panghitrus Guor, expuesta en el salón para que tomara contacto con el pueblo pampeano. De igual modo, Ana María Domínguez, una lonko descendiente directa de Mariano Rosas, bailó el “choique purrún” bajo la mirada de las autoridades, ubicadas en un palco que permitía dominar ampliamente el escenario. María Di Pini, una antropóloga que llevó a cabo la investigación de los delicados contactos entre la restitución de los restos de los nuevos desaparecidos y los antiguos desaparecidos, no pudo sustraerse al acontecer que tenía lugar en el campo, especialmente para los semiólogos.

Con Amor y Paz y las Lanzas de Catriel Cuán difícil resulta imaginar, la Nochebuena y la Navidad por aquellos desolados páramos de la pampa. Especialmente cuando el pueblo Mamulche se encontraba en plena contienda con los winkas, insistentes y desagradecidos para con la flora y la fauna, que se negaban a comprender aquella actitud de defensa y preservación del suelo, fuente sagrada de comida y vestido para las tribus.

Por ahí andaba Catriel, cuyas lanzas se unieron a las de Namuncurá y provocaron el terror por los alrededores de Azul. El pueblo sitiado y con el Jesús en la boca en cada minuto del día, esperando alguna noticia desde el Fuerte BlancaGrande. Pero todo era en vano, imposible de aprehender novedades si las tribus de Pincén y Baigorrita, merodeaban esa avanzada y procuraban caerle de sorpresa y desbaratar aquellas pretensiones de campos cultivados y productivos. No resultaba fácil para los blancos una vida como aquella, pero tampoco lo era para los rankeles y boroanos, que fueron dispersados a cañonazos limpios y empujados a la lejanía. Franqueando la línea unas cuantas leguas más al oeste, se 284

dedicaron a saquear los campos de Tapalqué, más allá del Azul. Para dar ese gran golpe, el desierto puso en pie no menos de 5.000 lanzas. La rebelión de Catriel resultó un respaldo inesperado para los invasores. Ya estaba instalado el odio a los cristianos. Con la usurpación de un territorio cada vez más extenso, los ranqueles se encargaron de masacrar las guarniciones entre los fuertes, y las comunicaciones dejaron de funcionar. En el Fortín Aldecoa habría novedades en breve, ya que la topografía de aquellos terrenos constituían la ruta que los indios debían seguir en sus incursiones. Los oficiales y soldados del Fuerte recordaban aquellos tiempos en que la Nochebuena era esperada y disfrutada en compañía de sus padres, de sus hermanos, de sus esposas y familias, cuando el manto estrellado de aquel cielo argentino, todavía no los cobijaba como hombres vistiendo el uniforme en los destacamentos y guarniciones de la frontera. Eran distintas aquellas navidades, retozando en el patio del rancho con tanta gente bien querida y lejos del tronar de cañones y fusiles. La Nochebuena amagaba un desenlace trágico, con olor a pólvora y balas silbando por encima de las cabezas, en esos bosques de algarrobo y chañar. ¿Cómo pensar en la llegada del Redentor, si las órdenes se volvían perentorias, armando la defensa y preparando las armas para recibir el asalto de los infieles? Hubo que reparar y agrandar el pozo para que pudieran abrevar por lo menos treinta caballos. Para los aborígenes resultaría pan comido atacar una guarnición en tales condiciones. El fortín no cumplía en lo más mínimo con el objetivo de su fundación: frenar el avance de los malones. Para colmo, el cañón que poseía estaba clavado. ¿Quién era el causante de semejante desatino y desgraciado panorama para la defensa de los campos? Algunos creen que se trataba de un soldado borracho, incapaz de atender con sobrada eficiencia un arma como el cañón. Otros, desconfiando de la escasa probidad y conociendo de la torpeza del uniformado, se inclinaban más bien, a discurrir sobre la habilidad de un indio que pudo averiar el arma, sin que los blancos se dieran cuenta. Poco y nada importaba quien pudo haber provocado la inutilidad de un cañón, que servía para mantener a los indios a prudente distancia del Fuerte. Bien pensado estuvo por parte de los soldados, reparar el cañón, ya que se necesitaba con urgencia ponerlo en condiciones de disparar. Por eso con una varilla, se trabajó tenazmente, sumando a tales improvisaciones las correas de cuero y pedazos de madera, con lo que se consiguió un mecanismo para hacer agujeros. Crease o no, en veintidós horas el conducto del cañón quedó limpio. De inmediato se pidieron cartuchos de metralla al Fuerte Lavalle, pero el comandante se negó rotundamente a entregarlos. El buen hombre y extraño soldado, que lejos 285

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estaba de experimentar una batalla, se había acostumbrado a contemplar los cañones como un adorno en los fortines, para dar alarmas, pero jamás se le pudo ocurrir que podían servir para matar. Los soldados del fuerte que arreglaron el cañón tenían a los indios encima. Y en tales condiciones, al parecer, se piensa con más rapidez y eficacia que cuando se contempla un sereno atardecer en la pampa. No extraña entonces que decidieran fabricarse su propia metralla. Echaron mano a la pólvora que tenían para cazar animales y se hicieron media docena de balas de cañón. Una revisión preliminar arrojó como resultado –desastroso por cierto- la condición deficitaria del alma del cañón, rajada hasta la culata. Todo el trabajo que se habían tomado estaba perdido. No servía para nada. Y los indios estaban cada vez más cerca. La mentalidad del soldado se esfuerza y se refuerza ante el peligro. Alguien inventó una mecha que se podía encender en la boca del cañón y corriendo hacia abajo, iría a inflamar la pólvora en el fondo. Esto podía funcionar. Silencio en el Fuerte. Ni una voz, ni un ruido, nada. Nochebuena en el Fuerte. Con algún soldado que trayendo a la memoria otras navidades, deja correr un lagrimón por las mejillas. Las manos tensas sobre el rémington, los ojos clavados en los pajonales, como intentando rescatar algún movimiento extraño. A eso de las tres de la madrugada, alboreando la Navidad en el Fuerte Necochea, un teniente musitó en voz baja, sin mover los ojos del campo en penumbras: “ahí están”. Moviéndose como gatos en la noche, los hombres de las totoras, los rankulches, estaban listos para el asalto final. Los soldados fueron sigilosos. Cada uno ocupó su puesto de combate. Las instrucciones se daban a media voz: permanecer en silencio, congelarse en el lugar, apuntar con los rémington y esperar la orden para hacer fuego. Cuidar la primera bala, después disparar a voluntad. Pausadamente. ¡Cuántas precauciones! ¡Qué manera de cuidar el detalle en un acto, que después de todo, era tan ajeno al nacimiento del Niño Dios! En realidad, la preocupación de los oficiales del Fuerte era que no se escaparan esos infieles que se atrevieron a venir en la madrugada para asolar los campos. El tronar de una tormenta que ya estaba en ciernes, despejó toda duda acerca del final tronchado de los aborígenes. El chaparrón se descargó con bronca subida y si los huados estaban secos, ya rebalsaban por todos los costados y las corrientes movían los pajonales amenazando arrancar de cuajo todo lo que se opusiera a su paso. No hubo asalto. No hubo disparos. No hubo muertos ni toma de rehenes, ni robo de ganado ni cautivas. Hubo un aguacero de esos que la pampa no deja de estremecerse cuando se descargan y después de una hora, la calma chicha, el piar de los pájaros en los algarrobos, el maravilloso olor de la tierra mojada y un amanecer precioso, limpio, pulcro, azul y transparente. Como dijo el teniente del Fuerte, “una Navidad con el espíritu de paz y amor aún en medio de tanto descalabro”. 286

Laguna de El Guanaco Como se Quebró el Tratado de Paz en la Frontera Sur. La Matanza de los Puntanos El gobernador Bustos de Córdoba, intentó mantener relaciones pacíficas con los indígenas que merodeaban por la frontera sur de la provincia y también la región sur de San Luis. Mientras correteaban por esas llanuras los tehuelches no surgieron inconvenientes en las tratativas. Las cosas se complicaron cuando aparecieron los rankeles. Poseedores de una mayor dosis de astucia, más ambiciosos y empecinados en llevarse todo cuanto encontraron a su paso, los hijos de la nación mamülche le creaban a Bustos numerosos problemas y no pocos dolores de cabeza. El gobernador no escatimaba esfuerzos y obsequios para evitar encontronazos y disuadir a los caciques de encabezar malones. La pacificación de la región le costaba al cordobés cientos de cabezas de ganado y kilos de mercaderías consistentes en azúcar, yerba, harina, tabaco, como así también toda clase de víveres que se le antojaba a los capitanejos en los parlamentos. “Ya vendrá el momento en que los pondremos en caja a estos malvivientes” pensaba un alto jefe militar. En tanto, los hijos del desierto regulaban sus conductas con la naturalidad de quien entrega su respuesta a un acto de codicia por parte de los blancos. Ellos se apropiaban de cuanto existía bajo el cielo azul. Se quedaban con los campos, quedaban con las vacas, se quedaban con los caballos... Tal vez lo más importante fue la paz alcanzada en la laguna de El Guanaco, en 1825, porque merced a este tratado, los rankeles, los tehuelches, cordobeses, puntanos y porteños se pusieron de acuerdo en suspender todas las actitudes hostiles y evitar las agresiones. En verdad, más que un acto de entendimiento, fue de “aprovechamiento” por parte de los rankeles. Sencillamente no atacaban porque les convenía retirar de los almacenes de las comandancias todo lo que les hacía falta, sin perder un solo guerrero. Por más que los historiadores pretendan erigir a este tratado como uno de los principales para fundar el orden pacífico en el desierto, la realidad decía otra cosa muy distinta. Fue tan endeble, tan frágil el acuerdo, que resultó quebrado y burlado en más de una ocasión por las dos partes. Carlos Martínez Sarasola, recuerda en su obra “Nuestros paisanos los indios” que a fines de 1827, una partida de soldados, aprovechando el alejamiento de varias lanzas rankeles de combate, invadió las tolderías y se apoderaron de un apreciable botín de objetos de plata y oro y como si todo eso fuera poco, se trajeron numerosos indiecitos y varias indias como cautivas. 287

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Cuando los soldados regresaron y contaron lo fácil que les había resultado el robo, otros se envalentonaron y todos juntos decidieron una nueva invasión a los toldos de Leuvucó. Según las fuentes alrededor de 700 soldados marcharon al corazón del Mamuel Mapu, ávidos de la rapiña y de cuanto pudieran lograr con su accionar. Faltaba poco para llegar y acamparon en la Laguna del Chañar, con el fin de recomponer las líneas y organizar el saqueo. Claro está que no contaron con el regreso de los rankeles que observaron todo aquello y se pusieron al tanto de cuanto estaba sucediendo. Y los indios, en esto de poner cuentas al día no se andaban con vueltas. Los rankeles aprovecharon el momento de descanso de los cristianos. Los soldados habían dejado las carabinas a un lado y se tiraron, relajados, a piernas sueltas bajo aquellos chañares mientras comentaban acerca de los objetos que guardaban los indios en sus toldos y que para ellos venía de anillo al dedo toda esa riqueza. No faltaron los comentarios sobre las indias jóvenes que podían llevarse, porque solo había que matar unos cuantos indios viejos que las cuidaban. Eso era todo. Jamás se imaginaron que los señores de aquellas pampas, se les vendrían encima con lanzas y cuchillos. El ataque fue sorpresivo. Llegó cuando menos lo esperaban. Los indios pasaron a degüello a cuanto soldado encontraron. Fue una verdadera carnicería. Una matanza horrible. De los seiscientos puntanos que integraban aquella partida, solo uno escapó con vida. Cuando regresó, el resto de la tropa no podía lograr que contara con cierta coherencia lo que había pasado. El hombre alucinaba y era imposible obtener respuestas. Por lo menos, debieron pasar varios días para que los jefes y los demás integrantes de la tropa, pudieran conocer los detalles de una atrocidad como aquella. ¿Tratado de paz de El Guanaco? ¿Qué tratado? ¿Qué paz? Los malones rankelinos cayeron sobre todo los pueblos que se levantaban en la frontera del sur de San Luis y de Córdoba, provocando una revancha de nunca acabar, por lo menos hasta 1830. Aparecían en medio de una polvareda gigantesca, a toda carrera con sus caballos, las crenchas al viento como fantasmas escapados del infierno y golpeándose la boca mientras gritaban como locos, ensartando con sus lanzas a quienes osaban ponerse por delante. Así pasaron veinte años, que fueron terribles para la vida en la frontera. Malones y contramalones, saqueos, incendios, robos de mujeres y niños, todo se conjugaba para tornar imposible la vida en aquella parte del país. El proceso ya estaba desencadenado. Por un lado, los hijosde la araucanía bajaron de la Cordillera y cabalgaron las pampas argentinas, descubrieron la presencia de haciendas y caballadas que no trepidaron en arriarlas para sus aduares y

por el otro, la presión de los latifundistas de Buenos Aires, reclamando más tierras para acrecentar sus riquezas. Los indios molestaban y la solución era borrarlos del mapa. Semejante situación no hizo otra cosa que generar la idea de una política de sometimiento para los aborígenes. Era esa actitud tan poco humanitaria y tan anticristiana que se sustentaba desde mucho tiempo atrás la que profundizó la enemistad y las desaveniencias. El teatro de las acciones muestra al año 1833 con la lucha encarnizada de las comunidades de llanura. Nunca antes los blancos habían penetrado tan profundamente en los territorios de los indios. Nunca antes, los asentamientos, tolderías y aduares, fueron desbaratados a sangre y fuego como lo hicieron las fuerzas nacionales. Desde Cuyo y Buenos Aires se llevó a cabo una barrida del ancho del país, desde la cordillera hasta el océano, involucrando a casi 4.000 hombres en una operación militar que no tuvo precedentes en la historia de la Nación.

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Las Boleadas de Pascua Durante muchos años fue una tradición arraigada en la gente de campo que vivía en los aledaños de villa Mercedes. Por cierto que también era una práctica aceptada por los mismos propietarios de estancias, que compartían con verdadero regocijo aquellas fiestas de la habilidad y destreza de nuestros criollos. Para Semana Santa era común que los buenos jinetes, (estamos hablando de los años primeros del pasado siglo XX) hicieran alarde del manejo de las boleadoras, persiguiendo magníficos ejemplares de avestruces (en rigor de verdad, ñandúes) que por entonces, pululaban en grandes bandadas por los diversos campos del sur. Se preparaban los pingos con aperos lustrados y relucientes, y los criollos se enroscaban en la cintura aquellas boleadoras, que en algunos casos, eran verdaderas piezas artesanales. Construidas con piedras redondas, forradas en cuero y atadas firmemente con un tiento de dos metros, como mínimo, para ser manejadas con la derecha o la izquierda, según el jinete fuera diestro o zurdo. No eran muchos los que echaban mano a las boleadoras construidas con bochas de acero. Ni fueron muy numerosas aquellas que tenían una argolla para ser sujetadas y hacerlas girar por encima de la cabeza. Eran mentados los gauchos que en plena carrera, tras el ave, hacían revolear las boleadoras con un tiento de casi cinco metros de largo, formando un molino cuyas aspas se tornaban letales si llegaban a alcanzar el objetivo. Las famosas “tres

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marías” (tenían tres bolas) partían desde las manos del criollo, lanzado en veloz carrera, a las patas del avestruz, que maniatado, caía irremediablemente a tierra y allí quedaba, esperando la muerte en manos de su cazador. En el siglo XIX, las boleadoras fueron un arma muy usada en los entreveros de la indiada con los blancos. El gaucho heredó las boleadoras de los rankeles, pehuenche y tehuelches, y pudo manejarlas con tanta maestría como aquellos. Los indios las llamaban “lakes”. Las llanuras de nuestro sur sanluiseño, amplias y dilatadas, eran las pistas más adecuadas para aquellas boleadas. Famosa por sus encuentros de Semana Santa fue, por ejemplo, la Estancia La Gama, donde los Quiroga, especialmente don Reynaldo, recibía a tantos invitados que difícilmente pudieran contarse a la hora de las partidas. La carne asada era abundante en el almuerzo, bajo la sombra de los árboles, y metros más allá del lugar, permanecían colgados, lejos del alcance de los perros, los ejemplares boleados. No faltaban las guitarras bien templadas que ofrecían la música cuyana en exclusividad, porque las tonadas, los gatos y las cuecas desplazaban a cualquier otro ritmo nativo. Es que la fiesta era localista. Lugareña. “Muy del pago” como decía don Reynaldo.

Los rankulches conocieron al choique –así llamaban a esta especie- desde tiempos muy antiguos. Convivían con el ave, tejían hermosas anécdotas y leyendas acerca de ella y finalmente, la usaban como fuente alimenticia. En lengua quechua se la conoce como “suri” (pronunciase juri) pero los españoles la llamaron avestruz por cuanto les recordaba, sin duda, al ave corredora que vive en Africa y también en Arabia. Claro está que esta ave, más grande que el ñandú, tiene solo dos dedos en cada pata, en tanto que el choique o ñandú tiene tres. Cuando decimos que los rankeles conocían al choique, nos estamos refiriendo al Rhea Americano de las llanuras pampeanas. Y hacemos esta aclaración porque existe otra variedad de choique: el Rhea Darwini, que habia en la Patagonia, de plumaje más claro y de menor tamaño. Aunque la diferencia más notable está en que el choique de las pampas abre sus alas al correr en tanto que el de la Patagonia, las aprieta contra su cuerpo. Campos llanos y despejados son los que prefiere esta ave para desarrollar su existencia. Si predomina la hierba y se puede contar algunos arbustos, mejor. Difícilmente se internan en las regiones selváticas o donde la vegetación se vuelve densa y alta. Pero no es raro que frecuenten lugares con bosques secos y terrenos con escasas arboledas. Hasta se han encontrado bandadas de ñandúes en regiones

serranas con pocas rocas y vegetación no muy densa. Eso sí, frecuentan las cercanías de los cursos de agua. Si se tiene en cuenta que el macho es un poco más grande que la hembra, resulta difícil encontrar diferencias entre ambos. El macho puede aparecer con un plumaje más oscuro, aunque no es fácil distinguirlos a simple vista. Si nos atenemos a las dimensiones se puede decir que los machos alcanzan 1.40 metro y las hembras 1.20 metro, oscilando el peso entre los 20 y 30 kilos. Cuando nacen los polluelos, (los rankeles los llaman pichi choiques, es decir, pequeños choiques) se advierte el color amarillento con rayas negras a lo largo del cuerpo. Puede resultar un aspecto extraño el hecho de que durante la época de celo, los machos se disputan un harén, que no es muy grande, pero por lo general está integrado por cuatro o cinco hembras, suficiente para que se produzcan riñas de predominio. Esta arquitectura social bien puede compararse con la de los indios, aunque la repetición de los hechos se vuelve común entre los caciques. Las avestruces, tenían sus grescas y encontronazos. Finalizadas estas peleas, ya existe un orden natural de jefatura y las hembras ponen los huevos en el nido del macho que ostenta el dominio. Hay que aclarar que el nido ocupa un lugar en el suelo que ha sido elegido por el macho, el papá de los polluelos, escarbando un metro de diámetro y llegando a unos diez centímetros de profundidad. Por lo general es un lugar arenoso rodeado de hierba alta. Como referencia, está cerca de un arbusto y si es posible, bajo la sombra de un árbol. Si alguien se pregunta qué fin tenían aquellas avestruces que fueron alcanzadas por las boleadoras, es fácil deducir la respuesta. El plumaje, negro, blanco, barcino, era totalmente ocupado en la confección de plumeros y adornos para vestidos suntuosos y la carne en comidas diversas, aunque la más conocida era la empanada de avestruz, que por mucho tiempo, constituyó el plato típico de Villa Mercedes y una verdadera gloria para el paladar de quienes conocen sobre calidad y buen gusto en los manjares. La paisanada prefirió el térino de los españoles y llamó avestruz al ñandú. El rankel siguió reconociéndolo como “choike”. El charabón, ( de “chara” voz patagónica) era el pequeño ñandú, que a veces, se traía de regalo para los chicos en alguna casa, y se criaba en el patio como un animal doméstico, que se aquerenciaba fácilmente, pero una vez crecido, producía serios problemas a sus dueños. Un ñandú se come la ropa tendida en una soga con broches y todo, y eso es algo que a cualquier ama de casa no le cae bien. Rodeado de ciertos refinamientos, el obsequio de un pequeño ñandú puede llegar hasta una casa del pueblo. Fue lo que aconteció en mi hogar de Villa Celestina, cuando le llevaron ese presente plumífero a mis padres. Por supuesto, estaba yo muy contento porque el ave me divertía y sobre

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El Ñandú, Un Ave de Gran Tamaño...

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todo me llamaba la atención cualesquiera fueren sus movimientos. Pero bastaron que desaparecieran dos o tres prendas de la soga donde mi madre colgaba la ropa recién lavada, para que el choique, como por arte de magia, dejara de formar parte del paisaje del patio hogareño. Los boleadas de Pascua, como fiesta de la gente de campo, fueron languideciendo a medida que pasaron los años y llegó un día en que ya no se juntaba la paisanada para estos menesteres. Para colmo, las bandadas de avestruces se estaban extinguiendo debido a la feroz e indiscriminada persecución que se realizaba, por gente inescrupulosa, con el fin de obtener las plumas no solo para enceres de limpieza, sino para la fabricación de distintos elementos de ornamentación. Y por supuesto, esto ya no justificaba la extinción que se estaba produciendo. Gracias a Dios, en los últimos años, luego de una enérgica campaña en defensa de la fauna de la provincia, el gobierno de San Luis consiguió recomponer el número de ejemplares, prohibiendo la caza indiscriminada del ñandú. Algunos propietarios de establecimientos rurales de cierta importancia, mantuvieron bandadas dentro de sus respectivos predios, y lentamente, como si los fantasmas del pasado volvieran a las pampas del sur, comenzaron a realizarse nuevamente los encuentros del criollaje en torno a las boleadas.  ¿Acaso, hoy, transitando el tercer milenio, todavía hay algún jinete, que arroje las tres marías a las patas de un ñandú? Sí, señor. Y pareciera que la sangre de los antepasados ha infundido el mismo perfil de hombre habilidoso en la descendencia. Un tropel de jinetes, en sus carablancas, en sus zainos y en sus overos y tordillos, ponen color y vida en la Pascua de Resurrección, celebrada en los campos de San Luis.

¿Quién fue José Miguel Arredondo? Este personaje de nuestra historia lugareña fue un uruguayo que nació en Canelones, el 8 de mayo de 1832. Empezó su carrera militar como simple soldado en el Sitio de Montevideo y llegó a la República Argentina formando parte de la División Oriental, y después, a las órdenes del General César Díaz, intervino en la campaña que concluyó en Caseros, cuando el Brigadier General don Juan Manuel de Rosas fue derrotado por un ejército compuesto en su mayor parte por extranjeros. Posteriormente en 1853 participó en la defensa de la ciudad de Buenos Aires, sitiada por el ejército de Urquiza y al año siguiente se desempeñó en la frontera del Oeste y del Norte, con asiento en Mercedes (Buenos Aires), Pergamino, San Pedro, Arrecifes y Ramallo. Asistió a la batalla de Cepeda y luego, en 1861, como jefe del Batallón 6º de Infantería de Línea en la batalla de Pavón. Finalmente formó parte del Ejército 292

mandado por el general Wenceslao Paunero, que estaba dedicado a pacificar las provincias eliminando a sus caudillos. Arredondo marcha a la Rioja, entre cadáveres y balas, ejerciendo la guerra de policía que le encomienda Mitre primero, y después Sarmiento. Incendia los pueblos de Malazón y Almogasta y de paso la casa del montonero Chumbita, en Arauco. Los prisioneros son fusilados o degollados en los campos de batalla. Por orden de Arredondo se los lleva a las plazas de los pueblos y los vecinos están obligados a presenciar las ejecuciones. Aquellos que se quedan dentro de sus viviendas son sacados para que vean el espectáculo de los ajusticiados. Los cadáveres quedan expuestos en las horcas para escarmiento. En esta campaña, donde actuarían con singular ferocidad los uruguayos Sandes, Rivas, Paunero y otros, Arredondo enfrenta al famoso gaucho malo que vivía en la toldería de los rankeles, al sur de Villa Mercedes, conocido como el renegado Juan Gregorio Puebla. En Punta del Agua, le toca enfrentar al montonero Fructuoso Ontiveros, mientras está cada vez más cerca el inaudito asesinato del Chacho Peñaloza. Arredondo estuvo en la guerra del Paraguay, y en 1867 bajó de ese país para enfrentar la Revolución de los Colorados, que iniciada en Mendoza amenazaba con extenderse a todo la Nación. En el Paso de San Ignacio, sobre el Río Quinto, frente a la actual Estación de Granville, logró batir a los rebeldes que encabezaba como jefe el general Juan Saa, obteniendo por su triunfo el grado de Coronel Mayor. El 1º de diciembre de 1868, cuando se habían cumplido una docena de años desde la fundación del Fuerte Constitucional, fue designado comandante de frontera sud de Córdoba, San Luis y Mendoza, con asiento en la guarnición de Villa Mercedes. Aquí permaneció hasta principio de 1871 en que marchó a Entre Ríos para terminar con la rebelión de López Jordán. De regreso a su guarida se convierte en el supremo elector de los gobiernos cuyanos, incluida La Rioja, y con decisiva influencia en Córdoba, tal como lo fue con la candidatura y consagración presidencial de Sarmiento. Arredondo fue reemplazado por el polaco Teófilo Iwanowski, el único extranjero que llegó a lucir los olivos del generalato del ejército argentino, debiendo el uruguayo cumplir con un arresto en la Comandancia de Fronteras, siendo trasladado posteriormente al cuartel de Retiro. Tomó partido por la candidatura de Mitre, pero al triunfar Avellaneda, el mitrismo se pronuncia por la revolución, contando con el valioso apoyo de los gobiernos provinciales, que fueron instaurados por la fuerza o por maniobras fraudulentas, que no desdeñaba aplicar Arredondo. Vamos a retroceder en nuestro relato, para comprender mejor algunas acciones. La historia se nutre de situaciones que a veces, resultan extrañas.

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Arredondo engaña a Sarmiento pidiéndole permiso para trasladarse a Cuyo con el objeto de restablecer su quebrantada salud y arreglar sus negocios, pero sorpresivamente se presenta en Villa Mercedes y subleva las fuerzas que guarnecían la frontera, contando con el apoyo incondicional de sus antiguos subordinados y un grupo de civiles de tendencia mitrista que lideraba don Rufino Barreiro. En la acción es alevosamente asesinado el general Iwanowski (a la hora de la siesta del 24 de septiembre de 1874, día de la Santa Patrona de la ciudad, la Virgen de las Mercedes), y al día siguiente los batallones insurrectos, con sus respectivos jefes al frente, marchan hacia Río Cuarto y Córdoba para unirse con las tropas santiagueñas de Antonino Taboada, que no se presentan. Se impone entonces el regreso al baluarte de Villa Mercedes, donde Arredondo descubre un complot de suboficiales y sin hesitar ordena el fusilamiento de cinco de sus cabecillas, organiza todos los elementos que pueda reunir, desde los guardias nacionales hasta los miembros de la Corporación Municipal que se desmantela, y se dirige a San Luis, donde el gobernador Quiroga proclama al pueblo, y se pliega decididamente a la marcha revolucionaria. Vienen luego las batallas de Santa Rosa, y en la segunda, librada el 7 de diciembre de 1874, Julio Argentino Roca, que desde septiembre había sido puesto por Sarmiento al frente del Ejército del Norte, mediante una singular estratagema bate totalmente a su antiguo jefe, facilitándole empero su fuga a Chile para evitar su fusilamiento como lo exigía Sarmiento. Ignacio A. Fotheringham, conocido por algunos como «El loco», ya que montaba desnudo y en pelo, en pleno invierno, para demostración de lo que son los hijos de esta tierra en materia de fortaleza, que por esas casualidades, debió enfrentar a Arredondo en su «cruzada política», declara en «La vida de un soldado», que jamás dejó de ser su amigo, habiéndole tratado en 1867 en El Morro «un triste pueblo sin porvenir ni esperanza de progreso». Lo vio diez, veinte y treinta años después, advirtiendo que mantenía invariable su peculiar personalidad. Y apunta en su semblanza: «Era de los más fríos e impasibles hombres que imaginarse pueda. Con la misma cara indiferente tomaba una taza de té como tomaba una trinchera; su estribillo era no nos han de hacer nada, aunque veía que le destrozaban batallones enteros y que la derrota era inevitable. En su trato era lo más suave, lo más gentil y afable. Serví a sus órdenes en Villa Mercedes (su famosa guardia) y no conservo sino recuerdos de mil atenciones y gentilezas. Todos los jefes subordinados lo querían extraordinariamente y su menor deseo era para ellos una orden que cumplían siempre con el mayor gusto». También confiesa Fotheringham: «Jamás he comprendido por qué el General Arredondo inspiraba tanto respeto, que más parecía temor. Tal vez el recuerdo

de su severidad disciplinaria, de anécdotas sombrías, de castigos crueles y arbitrarios, de «fusilados sobre la mula» por robo de un racimo de uvas, o tal vez por su actividad incansable y heroico y estoico valor tantas veces probado; o por fin, por sus muchas campañas, crudas, duras y victoriosas». Dado de baja con el grado de general de división el 11 de octubre de 1874, fue reincorporado nueve años después, pasando a revistar en la Lista de Oficiales superiores hasta el 25 de enero de 1896, fecha en que le fue concedida la baja que había solicitado «por haber recibido orden del Ministerio de la Guerra de abstenerse de tomar parte en las agitaciones políticas del Estado Oriental». Engañando a las autoridades argentinas (o con la complicidad de éstas), Arredondo, con un tren compuesto de 105 vagones que transportaron sus tropas, llegó a Concordia, apresó tres vapores y dos chatas y cruzó el Río Uruguay, desembarcando en Gaviyú, entre Salto y Paysandú, donde no encontró los efectivos y caballadas que le habían prometido. Enfrentados los revolucionarios por las fuerzas gubernamentales de los generales Tajes y Santos, fueron batidos en El Quebracho, luego de un encarnizado y sangriento combate. Arredondo consiguió huir a Brasil y los heridos de ambos bandos, así como las viudas y huérfanos, fueron socorridos por una comisión Popular de Auxilio constituida por Buenos Aires bajo la presidencia del Dr. Leandro N. Alem. De regreso al país, Arredondo fue nuevamente reincorporado al ejército y designado Vocal de la Junta Superior de Guerra. Se desempeñaba en ese puesto, cuando el presidente de la República, Saenz Peña, lo nombró el 23 de septiembre de 1893, comandante superior de las fuerzas nacionales existentes en las provincias de San Luis, Mendoza y San Juan, y de las guardias nacionales movilizadas en las mismas, con motivo de la revolución radical que estallara en la época. El 30 de junio de 1897 fue declarado en situación de retiro con 48 años, 9 meses y 18 días de servicios militares. Falleció en Buenos Aires el 20 de septiembre de 1904 contando 72 años de edad. El general Arredondo era casado con doña Emilia Almeira, la que falleció el 12 de julio de 1937 a la edad de 91 años. Ambos en Villa Mercedes apadrinaron el bautismo de María Isabel Barreiro, luego señora de Origone. Su padre, don Rufino Barreiro, que sentía verdadera admiración por su compadre y amigo, le escribía el 24 de septiembre de 1892 esta elocuente nota: «Tengo el gusto de saludarlo en el 18° aniversario de la Gran Revolución Argentina (la de 1874); grande por el principio que defendía y por su universalidad no repetida hasta ahora. No creo estar solo en la opinión que he tenido siempre, de que en la historia que se escriba desnuda de pasiones, se hallará una página brillante dedicada a los que se levanta-

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ron aquel día para reivindicar los derechos políticos conculcados. La caída de esos patriotas llevó al país al estado miserable en que hoy se encuentra. Permítame darle un abrazo en este glorioso aniversario».

La guerra de fronteras tuvo distintas facetas que pusieron al descubierto el modo de pensar de nuestros políticos y jefes militares. Rescatamos las olvidadas ideas del General Wenceslao Paunero con respecto a la solución para el conflicto con los rankeles.  Un alto jefe militar no puede presentar un plan de frontera, sin la previa maduración de ideas, que fueron surgiendo a raíz del conocimiento del terreno, dominio de un escenario en que se movían los señores del desierto y las tropas que buscaban arrinconarlos más allá del río Colorado. Este fue el caso del general Wenceslao Paunero, que se decidió, finalmente a mostrar sus estudios y desplegar sus mapas, los que se insertan en la Memoria de Guerra y Marina de 1864.  Llama la atención, que el jefe pusiera punto final a su silencio sobre esta cuestión, tres meses después que los rankeles atacaran a Villa Mercedes, con el malón capitaneado por Puebla y Gallardo. Tal vez Paunero se sintió acicateado por una situación que se volvía cada día más complicada y difícil para los pobladores de las riberas del río Quinto, por lo tanto, puso énfasis en la realidad que en esos momentos, se vivía en la frontera sur.  La contención que se pretendía mediante una serie de fortificaciones, registraba la presencia del Fuerte San Rafael, al sur de Mendoza y seguía con el Fuerte Constitucional al sur de San Luis, el de Río Cuarto al sur de Córdoba y cerraba con Melincué al sur de Santa Fe. Paunero había recorrido estos campos, con una extensión de 203 leguas y que se encontraban guarnecidos apenas por 718 soldados. ¿Cuáles eran las conclusiones que se obtenían mediante un análisis de esta frontera? Una línea que no era una línea, esa era la conclusión. Por cuanto los indios podían entrar y salir impunemente, gracias a los espacios inmensos y desprotegidos que presentaba la tan famosa frontera. ¿Qué podía oponerse a los rankeles, cuando querían burlar esa frontera, si entre el Fuerte San Rafael y el Fuerte Constitucional mediaban 120 leguas? O bien aprovechar el espacio entre Río Cuarto y Melincué, separados ambos fuertes por 71 leguas. Revisemos la línea de frontera de Buenos Aires. Comenzando por el norte arrancaba con el Fortín Mercedes, sobre el Salado y después seguían las posiciones

con intervalos de tres, cuatro, seis y hasta diez y catorce leguas entre los fortines, que hoy son pueblos florecientes, como Junín, Bragado, 25 de Mayo, Alvear, Azul, Tandil y Bahía Blanca. Esto representaba una extensión de 107 leguas, guarnecidas por 3.500 hombres. Pero en resumen, estamos hablando de 360 leguas de frontera, vigiladas por 5.269 soldados de tropas regulares. ¿Cuál era la propuesta de Paunero? Era diferente, distinta a todas las que se habían presentado hasta ese entonces. Sostenía que había que marchar sin más tardanza sobre el río Colorado. Un verdadero desaire para las tribus, una descalificación de la presencia rankel en aquel inmenso territorio. Hacer esto, significaba barrer el desierto, no dejar una sola comunidad indígena en pie. Se necesitaban dos columnas: una partiendo desde Villa Mercedes y la otra de Buenos Aires. Ni bien los indios se vieran obligados a pasar al sur del río Colorado, por la fuerza se replegarían al Limay y entonces, se ocuparía Choele-Choel con medio millar de hombres de caballería. ¡Qué reducción de la línea de frontera! De San Rafael a las nacientes del Colorado, a lo largo de los Andes y a todo el curso del río!  ¿Sería posible llevar a cabo semejantes acciones? No había dudas de que este plan revelaba un estudio maduro y una visión muy clara acerca de los soluciones finales. Sin embargo, no fue fundado con ideas que descubrieran fuerza y contundencia. Más aún, pareciera que Paunero lo presentó con cierta timidez, producto de la desconfianza por parte del autor hacia la preparación de la gente, pues estaba convencido de que el público carecía del saber suficiente como para apreciarlo en todas sus dimensiones. Y en esto no estuvo equivocado. Porque la idea, por más revolucionaria que pareciera, no encontró el ambiente adecuado para desarrollarse. Ya por esos días, el diputado Oroño había condenado este plan en la Cámara con conceptos más que elocuentes: “Ahora, -decía-, en cuanto a la provincia de Buenos Aires, es decir a la frontera sur del resto de la Republica, se ha dejado a la elección del Gobierno para que él la determine según los informes que haya adquirido. No con la idea de que pueda llevarla al Río Colorado, porque esto no es posible, porque no se puede suponer siquiera que se establezcan fuertes dejando a la espalda 200 leguas de territorio desierto. Ningún hombre que entienda un poco de milicia, que sepa lo que es nuestra frontera, puede aconsejar una cosa semejante”. (Diario de Sesiones de la Cámara de diputados de la Nación; 1863)  Tanto desconfiaba Paunero de que sus ideas pudieran llevarse a cabo, que para evitar la pérdida de tiempo, acompañaba un segundo plan, consistente en dos líneas aisladas, separadas entre sí por el inmenso desierto. Una partía desde la laguna del Bagual, en pleno territorio ranquelino, terminando en Cerro Nevado, sobre los Andes, y la otra ligaba Guaminí con Bahía Blanca. El general sabía que este era

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Tres Meses Después del Malón a la Villa Ataque a las Ideas del General Paunero

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un sistema ineficaz, pero como el primero, dejaba al descubierto una idea positiva, una idea nueva en la táctica militar de la frontera, consistente en atacar y ocupar las posiciones fundamentales del enemigo. Se le reprochaba a Paunero que no se podía internar en el desierto con fuertes divisiones y sostenerlas, mientras se dejaba a la retaguardia una Nación que mantenía una guerra con el exterior, en este caso, con Paraguay. Para colmo, se podía sentir el hervor de los elementos vencidos. Era un sistema ineficaz. Revelaba una idea positiva y una nueva táctica militar en la frontera. Atacar y ocupar las principales posiciones del enemigo, era sorpresivo y rápido. Pero no había caso, la guerra contra el Paraguay se diseñaba claramente al mismo tiempo en los altos círculos políticos y cuando estalló a principios de 1864, se terminaron las mejores ideas, los mejores estudios, los mejores planes para instrumentar una definición en materia de fronteras. Las guarniciones de tropa regular fueron retiradas de los fuertes, y todas marcharon para formar el Ejército Grande. Los acantonamientos fronterizos estaban confiados a la acción concurrente de los gobiernos de provincia y de la guardia nacional. ¡Pobre de los jefes que debían defender los campos, las haciendas y la integridad física de los que labraban la tierra o manejaban los rodeos en las estancias! Apenas era posible defender el terreno que esos mismos jefes pisaban, y la frontera, reducida a lo que era en los días aciagos de la guerra entre Buenos Aires y la Confederación, continuaba indefensa o dominada por la chuza del aborígen, en plena revancha por el arrebato de campos por parte de los winkas..

El propietario del almacén de ramos generales, don Gumersindo Valverde, guardaba buenas relaciones con los rankeles que compraban en su negocio. En rigor de verdad, mantenía mejores relaciones con las indias, porque eran las que más gastaban y había que mantener un buen stock de cintas, géneros, y otros artículos rústicos y baratos. Se esmeraba Valverde en mostrar ponchos ordinarios que no costaban gran cosa, pero la mayoría de los indios rechazaban aquella mercadería y aunque tuvieran que pagar unos pesos más, preferían los hermosos ponchos salidos de telares caseros pero con buenas lanas.

Las indias, mujeres al fin, comentaban la calidad de las bayetas, picotes, y el “calzado de cordobán” que miraban y volvían a mirar pero que no lo compraban porque preferían las sandalias de cuero que ellas mismas elaboraban. Esa tarde, Gumersindo Valverde fue invitado a la casa de los Sosa, para poner en marcha las negociaciones. El matrimonio, aparte de ser cliente distinguido en el almacén, tenía confianza en el propietario del negocio para que asumiera el rol de intermediario en las negociaciones. También se sumó al grupo don Aniceto Junco, hermano del asesinado Martiniano Juncos y hermana de Gabriela, que llevaba adelante la gestión del rescate. -Estamos profundamente agradecidos por su buena voluntad en este asunto...- comenzó diciendo doña Gabriela, mientras tomaban té con masas, en la cómoda vivienda de las calles Pringles y Pedernera, un inmueble de don Niceto Sosa, cuya prosperidad se hizo notoria en los últimos años, pudiendo adquirir nuevas tierras para incrementar sus ganados y haciendas. -No tienen que sentirse en deuda conmigo por eso...- explicó el comerciante. Y añadió: -No hago esto sólo porque ustedes sean parte de una selecta clientela para mi negocio, sino porque creo que una vez liberados los últimos cautivos, vamos a incrementar las ventas con los indios, que tarde o temprano debían volverse mansos y amigables... ya hicieron bastante daño con sus malones y entreveros, ¿y qué ganaron? Ellos mismos se han dado cuenta que es mejor andar en buenas relaciones con los cristianos. Ganan ellos, ganamos nosotros. Por eso estimo que será beneficioso para todosMuy simple en sus razonamientos, don Gumersindo abrevió aún más su discurso: -Ruego a Dios que todo se resuelva favorablemente y ustedes puedan ver hecho realidad lo que se proponen...Don Niceto Sosa bebió el te a grandes sorbos, y no escatimó palabras para sumarse al agradecimiento de su esposa: -Si logramos comprar la libertad de Ventura, de Policarpo y María, nos damos por bien pagados, ya que se trata de la familia de mi esposa y de mi cuñado, y ahora, de mi propia familia, Todos abandonamos Suyuque Nuevo, la vieja localidad del departamento La Capital, para invertir en estas tierras tan prósperas y de grandes posibilidades...- resumió Sosa. Y enseguida la preguntó a don Gumersindo: -¿Cómo logrará la privacidad para que se entablen las negociaciones?Valverde dejó la taza de te sobre la mesa y explicó: -Voy a preparar una pieza, un cuarto, con una mesa y sillas, una jarra con

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Gestión para Comprar la Libertad Según el relato de Misia Eulogia Villegas, primitiva vecina del Fuerte Constitucional, que vivió aquellos episodios por ser hija del Sargento Segundo Manuel Guerra, un antiguo poblador del Morro, que trajo el General Pedernera para poblar el nuevo asentamiento militar.

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agua y vasos... y en caso de necesitar alguna otra cosa, señora Gabriela, no tiene más que pedírmela. El cuarto está ubicado al lado del salón de ventas, sobre Riobamba. Creo que esto por ahora servirá para hacer los primeros contactos. Mañana podremos evaluar, con más tranquilidad, los pasos que hemos comenzado a dar... me parece que todo saldrá bien- resumió don Gumersindo. El viernes fue un día espléndido. El sol invadía por todos los rincones a la Villa, y el cielo estaba completamente azul y diáfano, sin ninguna nube que tachonara aquella bóveda que se extendía plácidamente hasta unirse, lejos en el horizonte, con las llanuras verdes de los campos aledaños. Desde temprano, los indios llegaron en sus hermosos caballos y fueron deambulando por los distintos negocios del pueblo. Muchos de ellos traían sus chinas en ancas y eran ellas las que compraban, en la mayoría de los casos, en las tiendas y negocios donde las cintas de variados colores, deslumbraban a las damas rankulches. Tres indios ingresaron al almacén de don Gumersindo. Y luego del clásico “peñi-peñi, hermano...” el comerciante levantó una parte del mostrador, que era batiente, e hizo pasar a los rankeles al cuarto que había preparado. Allí se encontraba la señora de Sosa, ataviada pulcramente con vestimenta oscura y ni bien ingresaron los aborígenes, se puso de pie y saludó con una leve inclinación de la cabeza. Gumersindo se retiró y las cuatro personas quedaron frente a frente. La primera en tomar la palabra fue Gabriela y no se anduvo con vueltas: -Estoy enterada de que mi cuñada Ventura Villegas de Juncos está en Leuvucó con mis sobrinos Policarpo y María...-Sus sobrinos Policarpo y María están en Leuvucó- repuso un rankel de gruesa contextura. -¿Cómo? ¿Y mi cuñada Ventura? - La cristiana Ventura murióEl rostro de Gabriela de Sosa palideció. Sintió que el habla se le cortaba. Temblando preguntó por Policarpo y María. -Ellos están bien-Pero... ¿Ustedes los han visto? ¿Han hablado con ellos?-Los hemos visto. No hablamos con ellos. Están bien...-Quiero comprar la libertad de Policarpo y María...-Ellos están bien allá... ellos eligieron vivir allá...Estas palabras cayeron en la pobre Gabriela como un chorro de aceite hirviendo sobre su cabeza. Cerró un puño y golpeó la mesa con fuerza mientras gritaba: -¡Eso no es cierto! ¡Ustedes saben que eso no es verdad! (hizo un esfuerzo para que los sollozos no le cortaran las palabras). Mi hermano Martiniano fue

asesinado por los indios que atacaron la estancia el 21 de enero. Eso ustedes lo saben. Y se llevaron a mi cuñada Ventura y a los tres chicos: Zenona, Policarpo y María...Los indios enmudecieron. No hablaron más. Gabriela siguió: -No me vengan ahora con eso de que eligieron vivir allá... ¡Por favor! Se los llevaron ustedes. Los robaron. ¡¡¡Ustedes destruyeron la familia!!!Los tres indios se levantaron y abandonaron la mesa, mientras la señora de Sosa se tomaba la cabeza con ambas manos y lloraba desconsoladamente. Al pasar al salón de ventas, los rankeles fueron interpelados por el propietario del negocio: -¿Qué pasó? ¿Por qué llora la señora de Sosa?-Nosotros no le hicimos nada-Pero... ¿qué pasó?-La señora nos preguntó acerca de unos cautivos...-¿Y qué le dijeron?-Que estaban bien.-Pero... ¡por eso no puede ponerse a llorar!-Nosotros no le hicimos nada-Sí, sí. Ustedes no le hicieron nada. Pero ¿Quiénes eran los cautivos?-La señora de Junco, Policarpo y María.-¿y entonces?-Le dijimos que Ventura murió-¿Ventura Villegas de Junco? ¿Ella murió?-Sí. Pero los otros están vivos. Están bien.-¡Ay, Dios mío! ¿Pero, no se dan cuenta? ¡Ustedes son unos salvajes!Los rankeles salieron del almacén y se fueron presurosos, como queriendo decir que nunca debieron acceder a una entrevista con una mujer gritona, loca y nerviosa. Pasaron los días y los tres indios no volvieron por el almacén. Vinieron otros, acompañados por una indias más bien entradas en carnes. Compraron cintas, madejas de hilos y telas. Cuando don Gumersindo quedó a solas con algunas rankulches, dado que los indios se entretenían con otros artículos, aprovechó para preguntarles: -¿Están con ustedes los cautivos Policarpo Juncos y María Juncos?-No. Ellos están con el capitanejo Pereira...-¿Ah, sí? ¿Y ustedes saben si el capitanejo aceptaría venderlos? -A Policarpo nomás. A María, no.-

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-Bueno, está bien. Vendería a Policarpo. A María, no. ¿Vendría a la Villa el capitanejo para arreglar con la tía de Policarpo?Las indias se miraron entre sí y la más alta contestó: -Sí, vendría.-Por favor, díganle que el miércoles, ella lo espera aquí...-Le diremos.Esa noche, Gumersindo Valverde fue a visitar a los Sosa. De inmediato se sumó don Aniceto Juncos. Los enteró de todo lo que había conversado con las rankulches, observó el rostro radiante de Gabriela y fue fácil deducir que una nueva negociación podría encarrilar mejor el asunto. -Mire señora- comenzó advirtiendo don Gumersindo –le pido por favor que extreme toda su cautela y prudencia para negociar con el capitanejo. Mantenga la calma en todo momento. Si por algún motivo, el indio se volviera intransigente, es preferible seguir con otro punto. No insista en algo que para ellos resulta incomprensible. Tal vez después de aceptar otras condiciones, termine aceptando lo que antes negaba. ¿me entiende?-Sí. Reconozco que tengo un enorme resentimiento contra esta gente que ahora, después de transcurrido un tiempo del ataque a la Villa, actúa como si nada hubiera pasado. Dios me libre de tantos sentimientos horrorosos. Usted tiene razón, debo controlarme y hacer que las tratativas lleguen al final.-¡Eso es! Créame que lamento profundamente la muerte de doña Ventura en manos de los infieles, pero al menos, tratemos de que Policarpo pueda salvarse. En otra ronda podremos intentar lo mismo con María. ¿No le parece?-Creo que el señor Valverde tiene razón- terció don Niceto Sosa y agregó con la sabiduría de los que miden sus palabras y viven con virtuosa honestidad en el mundo de los negocios: -Cautela, querida Gabriela, cautela. Guarda tu compostura, pase lo que pase. No te precipites. «Si somos desdichados a causa de lo que nos falta, es porque no sabemos agradecer lo que tenemos». Ya verás que podrás hacerlo. Todo saldrá bien...Gabriela ya no habló, solo entregó una mirada tierna y agradecida a su marido. El matrimonio no había tenido hijos, pero como pareja estaban unidos por un amor que se alimentaba de una enorme comprensión y un renovado cariño. El le tomó la mano y mirándola a los ojos, le recordó aquellas palabras que se repetían desde Suyuque Nuevo: «Con dolor se nace...pero Dios te ama!, Con dolor se crece... pero Dios te calma. Con dolor se muere... pero Dios te espera...!” Cuando llegó el miércoles, el dueño del almacén de ramos generales, convertido en un componedor y convencido de que podría rescatarse, al menos, a un

cautivo, arregló el cuarto para la negociación y una vez más, le encareció a la señora Juncos de Sosa, que no se precipitara y guardara su compostura, pase lo que pase. El capitanejo Pereira había cabalgado desde La Verde y mostraba algunos signos de cansancio. Hombre de unos cincuenta y tantos años, pero que impresionaba tener muchos más, ingresó al negocio acompañado de dos mozos que contrataban con su altura y con su físico. Pereira aparecía, más bien bajo y enjuto, en tanto que los dos indios, de alrededor de veinte años, impresionaban por su casi metro ochenta de altura y una soberbia distribución de la musculatura en los brazos y en los pectorales. Acercándose al mostrador, el capitanejo se dirigió al dueño del negocio, que tras acomodarse los anteojos sobre la nariz, concluyó en que ese indio era Pereira. -Yo hablaré con la señora sobre cautivo...- dijo en tono seco. -Pasen. Aquí está la señora- les informó. Señaló las sillas que había frente a la mesa y los invitó a sentarse. Gabriela estaba de pie. Los ranqueles esperaron que la señora se sentara, primero. Todos se ubicaron y quedaron en silencio. Ella miró fijamente al capitanejo. Le impresionó como un hombre cansado. Algo así como un hachero con la vida desgastada. -Me informaron que mi sobrino Policarpo y mi sobrina María Juncos, están bajo su responsabilidad en Leuvucó-Ellos están por su responsabilidad en Leuvucó- replicó Pereira. -Me dijeron que usted puede aceptar mi ofrecimiento para comprarlos...-Escucharé su ofrecimiento solo por el winka Policarpo.La mujer comenzó a sentir que la sangre empezaba a hervir en las venas. No podía concebir que esos hombres del monte quisieran convencerla de que sus sobrinos y su malograda cuñada, fueron a Leuvucó por su cuenta, por su puro gusto, cuando todo el mundo recordaba el malón a la Villa, el asesinato de su hermano y el robo de su esposa y sus tres hijos, la fuga de Zenona de las tolderías, y todo lo que había sucedido la ponían fuera de sí, sabía que estaba en todo su derecho de exigirles a esos ladrones y asesinos, la inmediata devolución de sus parientes, de su familia. Pero no. Ahí estaba, negociando por sus sobrinos y para colmo por tan solo uno, ya que de la pobrecita María, ni una palabra, ella ni siquiera aparecía en las tratativas. Por más ofuscamiento que pudiera producirle la posición de los indios en ese momento, recordó las prevenciones de su amigo el comerciante, los consejos de su esposo y la voz de la conciencia que le pedía calma, tranquilidad y serenidad. Gabriela respiró profundamente.

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-Bien. Hablemos, pues, de mi sobrino Policarpo Juncos-Se vende por 2.000 pesos-¿Cuánto?-2.000 pesos-¡Por favor! ¡Nunca podría reunir esa cantidad! Le pido encarecidamente que baje el “precio”. Mi deseo es volver a reunirme con mi sobrino. Su vida no debería tener precio...¿me comprende? El nació libre. Como nacieron libres mi hermano Martiniano, su esposa Ventura, su hija Zenona... como nació libre usted. ¿Me comprende? ¿Me comprende Pereira? La vida no tiene precio, eso debe quedar claro. Desgraciadamente me veo en esta negociación absurda, porque quiero a mi sobrino... ¿me entiende?-Sí. Yo entiendo. El volverá a la Villa por 2.000 pesos-No. Usted no me comprende. Acepto pagar por mi sobrino una cantidad de dinero que he reunido gracias a la generosidad de mi esposo, el señor Sosa. Hemos vendido un campo para contar con esta plata, que yo voy a entregársela a usted, señor Pereira, para que nos devuelva a nuestro sobrino Policarpo...este sentimiento se llama cariño, se llama amor por la familia... ¿eso lo entiende? Si no puedo reunirme con mi sobrino, mi corazón sufrirá mucho, el dolor que encerraré en mi corazón será cada vez más grande, hasta que finalmente moriré a causa de la angustia que me produce la ausencia de un ser que quiero con todo el alma. .¿comprende? Por eso le suplico, le ruego, que reconsidere el precio que pone para la devolución de Policarpo...-Yo no devuelvo nada. Policarpo está en mi toldo porque es su gusto. El vendrá con usted porque me habrá dado dinero para que yo le diga a Policarpo que vaya a la Villa...- respondió el indio que estaba respaldado en la silla de esterilla. De pronto se inclinó sobre la mesa y juntando las manos como si fuera a rezar, mirando a doña Gabriela de Sosa, le dijo: -¿me comprende?La mujer sintió que estaba al borde de un colapso nervioso. Se mordió los labios. La indignación se tradujo en un violento color en las mejillas. Movió apresurada y nerviosa las manos y le preguntó al rankel: -¿Puedo darle 1.000 pesos?. -2.000 ...-1.500. no tengo másEl rankel le tendió la mano derecha. Gabriela extendió la suya. Ambos sacudieron las diestras por varios segundos. La señora de Juncos conocía de esta formalidad. El indio le adelantó que el viernes vendría con Policarpo y que ella debía tener el dinero en una caja. Los tres hijos del desierto se levantaron y se fueron. La

señora de Sosa agradeció a Dios a en voz alta y a la Virgen de las Mercedes, que seguramente intercedió para que se concretara la operación. Regresó a su casa y por la noche, en la propiedad de Pedernera y Pringles, recibieron al hermano del finado Martiniano y al comerciante Valverde como invitado de honor para la cena. Se comentaron las alternativas de la negociación y se brindó por el regreso del sobrino. La libertad de Policarpo aconteció el viernes. Los Sosa experimentaron la alegría de contar con el joven Junco y no ocultaron la nostalgia por María, la hermana mayor, cuyo cautiverio continuaba en Leuvucó. Si Pereira no quiso ponerle precio a la libertad de la pobre María, es porque seguramente la necesitaba como esposa en el toldo. La señora de Sosa no quiso hablar sobre el asunto, demasiadas heridas físicas y morales debían cicatrizar en Policarpo luego del cautiverio. Agregar un arañazo más no tenía sentido. Por otra parte, la reinserción en la vida civilizada no era fácil. ¡Si hasta había olvidado el idioma! Por suerte, su tío ya había dispuesto hacerlo trabajar en uno de sus campos, donde seguramente, Policarpo se desempeñaría con cierta tranquilidad y en paz con el mundo. Acostumbrado a levantarse antes que despuntara el sol, el muchacho se sintió en cierto modo aliviado en su nueva condición de hombre libre. Poco a poco fue comprendiendo el significado de las palabras que se decían en el trabajo rural y ponía todo su empeño en volver a relacionarse con la paisanada que lo rodeaba en las tareas. En el almuerzo del domingo, Gabriela le pidió a Policarpo que bendijera la mesa y el muchacho, un tanto sonrojado, aceptó, como aceptaba todo lo que se le pedía, a manera de agradecimiento por aquel matrimonio que tanto sacrificó para adquirir su libertad. Juntó las manos, entrelazó los dedos, inclinó la cabeza y musitó en voz baja, “Señor, bendice esta comida y esta bebida. Peu magey gun-gú í nieke filú egún huy guniekefilu cay-Dios ñí justicia, fey egún maypeay gun ñí piel egún” -¡Policarpo! Estás hablando en rankel...- le dijo Gabriela. Turbado, el pobre muchacho, se disculpó y tradujo al español: -Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos...Comieron en silencio. Solo dos o tres frases dichas para romper el hielo, por Niceto Sosa y luego Policarpo dobló pulcramente la servilleta blanca y la dejó junto al plato. Pidió permiso y abandonó la mesa antes de tomar la tizana que su familia acostumbraba luego de las comidas. Niceto aprovechó para hablar con su mujer y ponerla al tanto de lo que sucedía en Buenos Aires. El general Roca estaba decidido a barrer con todas las comunidades indígenas y se realizaban los preparativos de una columna que partiría desde Villa Mercedes. Gabriela no pudo ocultar

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la luz que irradiaban sus ojos y una fuerte sensación de gozosa esperanza que la envolvía completamente. -¿Rescatarán a los cautivos?- se animó, por fin, a preguntar. -Por supuesto- respondió Niceto, acomodándose los anteojos para leer el diario. -¿Y podrán traernos a María?- inquirió su esposa con ansias inocultables. -Todos los cautivos que estén vivos serán traídos para ser entregados a sus familiares...- repuso Niceto. Las noticias de Sosa no eran infundadas. En Villa Mercedes, el coronel Eduardo Racedo preparaba en la parte norte de la ciudad, la Primera Brigada, con soldados experimentados, veteranos como los de la Guardia Nacional y otros que conocían el terreno donde tendrían lugar las acciones. Hasta los llamados “indios amigos” integraban con varios escuadrones esta brigada. El general Julio Argentino Roca quería el rastrillaje de todos los campos al sur del río Quinto y luego la “limpieza” de indios hasta más allá del Colorado y el Negro. Durante los días siguientes, mientras el comandante Roca concede un descanso a su tropa y a la caballada, que han traspasado hace mucho el límite de su resistencia, las columnas volantes de todas las divisiones, que patrullan incesantemente el territorio, casi no hallan enemigos, y sus itinerarios se empiezan a entrecruzar, tejiendo una red sobre la pampa. Apenas si el 4 de junio una partida de la 5ª División captura una familia de 11 personas. Pero mientras tanto llegan desde la frontera, tan lejana allá en la retaguardia, noticias que parecen demostrar que la pampa no ha quedado tan ‘limpia’ como parecía...

9 de Noviembre de 1877 a las 7 de la Mañana Baigorrita Lanza un Malón contra Colonia Iriondo La Colonia figuraba entre los poblados que el indio Mari-Có Gualá, más conocido como Baigorrita, y sus bandas rankelinas, habían planeado asaltar. Una y otra vez, los colonos franceses que realizaban en ese lugar sus trabajos rurales, se habían preparado para resistir el malón que podía poner en peligro a las personas y las haciendas. Pero las incursiones del mestizo, eran imprevisibles. Se trataba de un cacique rankel que conocía el arte de la guerra y la sorpresa figuraba entre los factores más importantes para lograr resultados positivos en las acciones que se 306

emprendían. Había cada vez más hambre en las tribus y Baigorrita no titubeó en tomar la decisión. Aunque fue un operativo que los indios habían preparado con sobrada anticipación, el 9 de noviembre de 1877 a las 7 de la mañana, no todo lo que sucedió tuvo sabor a victoria para los rankeles. Cayeron sobre la Colonia y se produjeron numerosos muertos y heridos. El hecho que más lamentaron los pobladores fue el robo de mujeres y niños. Familias como la del francés Isidoro Omer, un colono reconocido por su honradez y su laboriosidad, fueron masacradas. También se advirtió un ataque sanguinario contra la familia de don Juan Segumo, un colono que quedó vivo, aunque los quince lanzazos que recibió por todo el cuerpo, le produjeron la muerte poco después. La colonia poseía un periódico, ya que la mayoría de sus habitantes eran franceses cultos, pues leían y escribían en su idioma, en castellano y no faltaban los que tenían conocimientos de la lengua rankel. Lo cierto es que el periódico Le Courrier de la Plata, informaba que: El colono francés Isidoro Omer fue muerto a golpes de bolas, su esposa y dos niños, el uno de tres años y el otro lactante, fueron llevados por los salvajes (LCP 15/11/877), y da cuenta de otras víctimas. La mujer de Omer era Marie Carriere, rubia, de 30 años, y a sus hijos Isidoro y Carlos, quienes en realidad tenían ocho y un año y medio respectivamente, se los quitaron. El mayor fue rescatado durante las ‘operaciones de limpieza’ en diciembre de 1878, y del menor, a quien según Isidorito lo mató un caballo, parece que no tuvo más noticias. La lista incluye a don Andrés Fort, a quien los indios le produjeron siete heridas de gravedad y le robaron a su hijito de seis años y algunos meses. Fue más grande el dolor que experimentó al ver que le llevaban a su muchachito, que los profundos lanzazos que le abrieron el pecho. Entre los niños robados figuraban también Andrés Savignon, de 13 años y de origen francés, y Estanislao Hauré, de 7 años y medio. El Juez de Paz de S.J. de la Esquina, llegó como pudo con treinta y cinco hombres para reforzar la defensa de los colonos, pero los indios ya no estaban. Habían emprendido una fuga a campo traviesa llevándose sus cautivos. Se los persiguió en vano durante 18 leguas, los rankeles iban muy rápidos porque no se llevaron las haciendas. Al no tener trabajo de arreo, sus caballos devoraban distancias a gran velocidad. María Carriere de Omer, madre de dos niños: Isidoro de ocho años y Carlos de un año y meses, fueron llevados al toldo del cacique Baigorrita. En el toldo, el cacique no estaba presente ese día. Las cosas no habían salido bien y se encontraba revisando y analizando cada una de las acciones que se llevaron a cabo en la incursión. Las mujeres que recibieron a la viuda de Omer, no se sintieron muy felices. Debieron atenderla por mandato de Baigorrita y cumplieron lo mejor que pudieron, pues ninguna quería tener problemas con el cacique. 307

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Los azules ojos de la francesa recorrieron el interior del amplio toldo en que se encontraba. Había sido higienizada pero sus vestidos estaban deshilachados. En el toldo no estaba ninguno de sus hijos. Ni Isidoro ni Carlos. ¿qué había sido de ellos? Entre las mujeres que la observaban notó rostros adustos y cuyos ojos se habían clavado en el trigal de sus cabellos. Fue un movimiento casi mecánico: se tomó el cabello con ambas manos y se lo tiró hacia atrás, evitando que le cayeran sobre los hombros. Recorrió con la mirada aquellas caras y se animó a preguntar: -Mi esposo murió en la incursión. ¿Pueden decirme donde están mis hijos?Nadie le respondió. María percibió el malestar que provocaba su presencia. -Entender mujer blanca. Este es el toldo del cacique Mari-Có, solo trajeron a un hombre joven y a ti...- dijo en dificultoso español, una mujer de cabellos muy negros y piel cobriza. Y agregó: -Las cuatro mujeres que estamos acá, esposas del cacique. Yo primera. No saber nada que será de ti. Pero es casi seguro que también esposa...Un indio viejo que se movía sigilosamente entre las mujeres y ponía en orden las cosas que había en el recinto, miró a la recién llegada y le dijo: -Solo trajeron a uno de tus hijos, creo que el más chico, pero al guerrero que lo cargaba se le cayó del caballo y murió pisado por las patas de los otros caballos que venían detrás. Al escuchar al rankel, María se estremeció de la cabeza a los pies. El corazón de la madre parecía que iba a detenerse, tal era el terrible dolor que experimentaba. Lloraba en silencio, casi sin que se notara. Pero pasaron los días y los meses y se secaron las lágrimas. Lavaba su vestido casi como una obsesión para quitarse el olor que trasminaba aquel toldo. Pero era inútil. Era como un olor a rancio que estaba en todas partes. En la mesa, en las sillas, en el miserable catre que le habían dado las mujeres para que durmiera, en los trapos viejos que le servían de frazadas... Habían pasado cinco días y el cacique no se presentaba. Al parecer todas las indias esposas sabían que Baigorrita estaba en la toldería, aunque todavía no llegaba por los suyos. No hablaban con María, pero le alcanzaban las ollas para que las lavara y fregara junto con los platos y cubiertos. La francesa se hizo una trenza con su largo cabello para facilitar sus movimientos. Cuando María lavaba su ropa, las indias le alcanzaban las suyas prolongando la tarea y haciendo más pesada la jornada. No había dudas que estaban molestas y celosas. Mientras el cacique no apareciera por el toldo, iban a aprovecharse al máximo de la recién llegada. A la hora del almuerzo, a eso de las tres y media de la tarde, cuando María dejaba todo limpio y acomodado, aprovechaba para comer un plato de guiso, con garbanzos y carne de yegua. Luego seguía un paréntesis de descanso en que la cautiva ponía en orden sus ideas y trataba de pensar en cualquier cosa que no fuera su desgraciada situación. 308

Unelelu Curré, Todavía Duerme con el Cacique... María Carriere se enteró que la primera mujer que tuvo el cacique era la que le había impuesto de su situación y la que gozaba de derechos con respecto a las otras. A esta la llamaban unelelu curré, a la segunda epulelu curré, a la tercera inanicurré, y así sucesivamente. Cuando se han suscitado algunas riñas entre las esposas, Baigorrita simplemente se ha limitado a sonreír y exclamar: zugú-prá, es decir “cosa sin fundamento”. Para el cacique (y para cualquier indio que tiene más de una esposa) lo importante es que deben alternarse para estar cada una, dos días y dos noches completas a su servicio. También se enteró María que la que duerme con el cacique, debe hacer la comida, servirle al marido y darle a las otras mujeres, las sobras o residuos que quedan de algún pedazo de asado de yegua o de avestruz. Las otras, a su vez, hacen lo mismo, cuando les llega el turno. De pronto hubo un inusitado movimiento en el toldo. Mari-Có Gualá llegó acompañado de otros indios a los que invitó a tomar asiento en torno a la mesa. De inmediato unelelu curré le alcanzó un botellón de vino y vasos. También sirvió dos platos con queso y salame, además de un trozo de muslo de avestruz asado. Sin pronunciar palabra, la india desapareció de escena. Detrás de los cueros colgados al fondo, María Carriere observaba aquellos movimientos. Los indios hablaban y comentaban en voz alta. Tomaban y hablaban. Comían y mostraban buen humor. Después se levantaron, abrazaron al anfitrión y se fueron. Cuando Baigorrita quedó solo saludó a sus mujeres y preguntó por María. Inanicurré la llamó y la hizo comparecer ante el cacique. Baigorrita se había sentado nuevamente y fumaba. Cuando María ingresó al recinto, el indio no pudo menos que sorprenderse ante la trenza rubia y los ojos color del cielo. Es digno de aprovechar el retrato que del cacique Baigorrita hizo el coronel Mansilla. Tal como él lo describe, así se apersonó, aquel indio picador de tabaco, ante la blonda cautiva: “imperturbable, especie de patriarca, Manuel Baigorria, alias Baigorrita, tiene treinta y dos años. Talla mediana, predominando en su fisonomía el tipo español. Sus ojos son negros, grandes, redondos y brillantes: su nariz respingada y abierta, su boca regular, sus labios gruesos, su barba corta y ancha. Tiene una cabellera larga, negra y lacia y una frente espaciosa, que no carece de nobleza. Su mirada es dulce, bravía algunas veces. En este conjunto sobresalen los instintos carnales y cierta inclinación a las emociones fuertes, envuelto todo en las brumas de una melancolía genial”. Se atreve a decir Mansilla que “con otro tipo, mi compadre (Baigorrita) sería un árabe. Es muy aficionado a las mujeres, jugador y pobre. Tiene reputación de valiente, de manso y prestigio militar entre sus indios”. 309

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Silencioso, recorrió con la vista las formas de la francesa que tenía por delante. -¿Cómo te llamas?-María Carriere-¿Dónde naciste? -En Francia.-¿Sabes leer y escribir?-Sí.Llamó a Unelelu Curré y le pidió que trajera la caja que guardaba junto a la cama. La india se movió displicente y puso la caja sobre la mesa, frente a Baigorrita. El cacique la abrió y sacó papeles, un cuaderno, un tintero y una lapicera. - Desde ahora serás mi secretaria y llevarás al día todas las anotaciones en este cuaderno... ¿Me comprendes?-Sí.-Cuando no entiendas lo que digo, me pides que te lo repita... ¿Me comprendes?-Sí.El mestizo le dictó a María un listado de todos los elementos que los indios trajeron desde la Colonia Iriondo. El robo había sido mayúsculo y el inventario interminable. Los artículos se dividían en grupos y cada grupo pertenecía a un cacique o un capitanejo. El cacique advirtió que la mujer escribía con gran nerviosismo al principio, pero luego se serenó y el documento aparecía como impecable. Baigorrita admiraba aquella aplicación, casi podría decirse que se felicitaba por haber traído esa cautiva, que la impresionó primero por su belleza pero ahora lo cautivaba por su maestría y conocimientos. Pero donde verdaderamente la ilustración de María sirvió de maravillas al cacique, fue en la redacción de cartas, porque la cautiva hablaba la lengua Rankülche. Baigorrita estaba relacionado con numerosos jefes tribales como así también con ciertos oficiales de algunos regimientos y fortines. Desde que María Carriere se hizo cargo de la correspondencia, no hubo receptor de las cartas y escritos del cacique que no advirtiera el buen nivel y calidad de la redacción. Algunos jefes de regimiento no tardaron en informarse acerca de la secretaria del cacique. Cayeron en la cuenta que se trataba de una mujer blanca y que había vivido en Colonia Iriondo. Una noche, el cacique regresó del pueblo cercano con varias partidas de naipes ganadas y una ingesta de varias copas de caña. Lánguidos y repetidos bostezos lo llevaron, casi inconscientemente al nicho del toldo donde un catre de campaña servía para dormir en las noches junto a la laguna. Bebió de un solo golpe el silen-

cio de la pampa y como siempre, dedujo que no debía existir en el mundo, un lugar como aquel, para entregarse solícito a los brazos del sueño. Nadie interrumpió su descanso hasta el otro día. Ni bien amaneció, se puso sobre los hombros la toalla de baño que le regalaron cuando visitó el Azul y enderezó los pasos hacia el espejo de agua, sereno, radiante y glorioso. Se introdujo en el agua sin aspavientos. Nadó un buen trecho y regresó alargando las brazadas. Salió del agua y comenzó a secarse. Hasta que finalmente se puso los pantalones y la camisa, se calzó las botas y el cuchillo que guardaba en la mediacaña. En el camino de regreso al toldo experimentaba una completa y absoluta vitalidad. Luna de Plata ya tenía el fuego crepitando y el agua caliente. Su segunda esposa era una mujer que en materia de mantener los servicios del día con prontitud y esmero, le llevaba una clara ventaja a la primera y a la tercera. Se sujetó con una vincha sobre la frente la rauda cabellera y se sentó en el banco cubierto con un cuero de carnero. Luna de Plata le alcanzó un mate amargo y una rebanada de pan con queso de cabra. El cacique miró hacia el interior del toldo, buscaba sin lugar a duda a la rubia francesa que oficiaba como secretaria. Estaba a punto de enviar a Luna de Plata a buscarla, cuando la cautiva dibujó su silueta en la puerta del toldo. Con el paso del tiempo, todos reconocían el rol de la cautiva en el toldo del Mari-Có. Las esposas del indio, empero, continuaban tratándola con desdén y pasándole las ollas y las cacerolas, engrasadas y tiznadas de hollín, para la limpieza.. El don de gente de la rubia la hacía aparecer como distinguida en la tribu y había aprendido a hablar la lengua rankul cuando estaba con su familia. Las desdichas de esta mujer que perdió a su esposo y a su hijo menor en el malón a la Colonia, fueron muy hondas en los primeros tiempos, después, como a todos los cautivos, le sobrevino un acostumbramiento doloroso y finalmente, asumió un tramo de su vida que se puede comparar con la de aquellos infelices que aceptan todo por la supervivencia. Aunque en el fondo de su corazón, no se borraron jamás los recuerdos de su existencia en la Colonia Iriondo, junto a su esposo Isidoro, sus hijos y la relación con las demás familias francesas. Era indudable que el robo de mujeres y niños golpeaba donde más dolía en los blancos orgullosos, insolentes, que avanzaban con sus tropas por los territorios de tierra adentro. Por eso se hicieron permanentes las persecuciones a cualquier indio que apareciera por aquellos campos. Baigorrita se convirtió en el objetivo del ejército. Darle caza y fulminarlo ya era una consigna difundida en todos los regimientos. Los rodeos eran cuidados al extremo, porque el hambre había irrumpido en medio de las tribus. Ya no quedaban indios de importancia en las jefaturas. La persecución era despiadada y en serio. Mari-Có Gualá tomó conciencia de la nece-

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sidad de huir y llevarse a las lanzas de guerra y a las familias, en desesperada fuga hacia el oeste, si es que aún quería seguir viviendo. Ni siquiera oyó hablar, durante esos días, de su medio hermano, por parte de padre, que con seguridad debía haber desaparecido en algún entrevero con los winkas o en el asalto a alguna estancia. Caiomuta no era bienvenido a los toldos de Mari-Co. En rigor de verdad, Caiomuta era enemigo de su hermano. Aunque aparecía como un gaucho enriquecido, Baigorrita lo tenía por ladrón, borracho y malo. Lo tachaba de insolente, violento, audaz y aborrecido por la generalidad de la tribu. Con todo, había un círculo pequeño de desalmados que lo seguía ciegamente y le ayudaban a perpetrar sus maldades. ¡Tan distinto era uno del otro! Ahí estaba el nieto de Yanketrus, perdiendo el sabor de la vida, olvidándose del diálogo y de los comentarios con sus amigos, volviéndose un jefe reservado, como acunando una pesadumbre cada vez mayor y nunca compartida. Debió ser triste, muy triste para ese hombre acostumbrado a la generosidad de la naturaleza y a las relaciones simples pero sinceras de sus hermanos indios, tener que emprender con las seiscientas lanzas que lo acompañaban, una marcha lenta y silenciosa: el camino hacia el destierro. Y todo porque el tratado de paz que celebrara el cacique mayor Mariano Rosas con el gobierno del Presidente Sarmiento, no sería motivo de tratamiento por parte del Congreso y lo que es peor: sería roto al año siguiente. En esos días, María Carriere había escrito docenas de cartas, porque Baigorrita se despidió de todos sus amigos. Tinta negra para las misivas. Ojos azules los de la escribiente. Corazón doliente para el cacique. El rankulche miró desde su cabalgadura, con dignidad, con altivez, a su alrededor, le parecía imposible que debía abandonar tras cuarenta años de existencia espléndida, el corazón del Mamuel Mapu, donde Mariano y Epumer habían conducido a la nación rankel con sabiduría y entereza, pero ahora, él, Mari-Có Gualá, o Baigorrita como preferían llamarlo sus seguidores, debería sacar a flor de piel aquella energía que fue capaz de dominar en sus mocedades, para liderar con sabiduría lo que quedaba de la tribu. Aquello era Quequén, “abrojos” en la lengua de los winkas. Levantando el brazo derecho, hizo la señal de ponerse en marcha. Baigorrita estaría taciturno y no pronunciaría palabras ese día. Ramón Cabral (o Ramón Platero) lo seguía de cerca y más atrás, con todos sus guerreros y la chusma. Este era el momento de recordar los consejos de su padre, el cacique Pichuín Guala. ¡Ah, ese ranquel de piel cobriza y espíritu altanero! Pero su nombre cristiano le había sido heredado del coronel Manuel Baigorria, su padrino, aquel militar que vivió más de una veintena de años entre los hombres de los carrizales, que aprendió la lengua y las costumbres de los indios, pero a la vez, le enseñó a su

ahijado lo que significaba la agricultura y la vida sedentaria y todo lo que implicaba para aquellos que la abrazaran. Baigorrita fue uno de los pocos indios que no solo aprendió a cultivar el suelo, sino que aceptó el uso de los utensilios que los blancos construyeron para mejor vivir. Era inteligente y se mostraba flexible en todo lo que representaba una aculturación que le permitiera estar en un pie de igualdad con los cristianos. El nombre cristiano de Mari-co fue Manuel y comenzaron a reconocerlo como Baigorrita. En la pampa santafesina serán recordados sus combates con el baqueano y lenguarás Pablo Bargas, que era capitán de las Guardias Nacionales de Junín. En el paraje de Ancalú-Chico (actual San Gregorio) tuvo un entrevero donde quedó patentizado su indómito carácter como jefe. Durante la década de 1870, repitió sus incursiones, siendo cada vez más atrevidas, como en 1877. No existía indio que ignorara el significado de la palabra “winka”. Todos concluían que se trataba de extraño, extranjero, ladrón de tierra, y que en ocasiones, era el resumen de la máxima expresión en la frase “winka tregua”. Todo lo que se hiciera contra el winka, tenía plena justificación. Mari-Có era respetado por los suyos. Como cacique cargaba sobre los hombros la fama de su abuelo: el Vuta Yanquetrus. Pero si tenía predicamento y era realmente un hombre con mando, fue porque se había ganado con hechos concretos la fama de valiente y defensor de su raza. El cacique Pichuín Gualá tomó como esposa para engendrar a Mari-Có a una cristiana, Rita Castro, que había nacido en San Luis. El mestizo que trajeron al mundo estuvo signado por un accionar guerrero que difícilmente fue igualado por otros rankeles, pero el aspecto que lo caracterizó como un héroe, apareció recién unas horas antes de morir. Mari-Có galopeó las extendidas praderas del sur santafecino y con su presencia en los poblados y en los fortines, conquistó la aureola de líder para su gente. Vino al mundo en 1837, y no paró de guerrear hasta su muerte, en 1879. En verdad, se trató de un cacique cuya resistencia a los embates de los blancos se registró hasta el final. No es de extrañar entonces que junto con Ramón Cabral, participara con Mariano Rosas en el gran parlamento indio para conocer las cláusulas del tratado de paz que proponía el gobierno, por intermedio del coronel Lucio V. Mansilla. Pero la personalidad de este ranquel es muy diferente a la de otros líderes en el cacicazgo de Leuvucó. Es pobre y no ama el lujo. Todo lo contrario a Epumer. Aunque Mansilla le descubre un costado que muy pocos pueden apreciar: Baigorrita es jugador, una partida de naipes lo cuenta seguro como partícipe obligado. En las pulperías le reservaban un lugar en las mesas y como también era aficionado a las mujeres, no faltaban algunas damas revoloteando cerca del juego.

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Era un indio manso, sin embargo, cuando había que sacar los facones de sus vainas para terminar con una disputa, pocos se le animaban a sostener el desafío ya que lo conocían como hábil y entrador con el cuchillo. Era valiente y se le reconocía un prestigio militar entre los indios que muy pocos podían ostentar. Ahora, lejos de su tierra, no es ni la sombra de lo que había sido en sus aduares. La mayor parte del tiempo está melancólico y responde a las preguntas con frases cortas, sin abundar en detalles. Sabe que su cabeza tiene precio y que no van a tardar en caerle con todo el rigor de que son capaces los winkas. Por momentos, la Carriére cabalga junto a él, por si necesita dictarle con urgencia algún mensaje, Esta disposición de la mujer que se trajo de la Colonia, lo hace sentir agradecido pero, sin embargo, se contenta con dirigirle una mirada de asentimiento. Ni siquiera le dice una palabra que le descubra su breve momento de satisfacción. Aunque este aspecto es natural en el cacique. Primero porque es un indio, y segundo porque su espíritu se va quebrando a medida que avanza hacia el oeste. El río Agrio fue costeado por el desterrado y su gente. El indio que no quiso entregarse y prefirió declararse insurrecto ante el pedido de rendición del teniente coronel Antonino Baigorria, que hizo tabla rasa con las tolderías de Leuvucó, avanzaba por entre la bruma matutina y todo el grupo lo seguía, respetando su silencio y su introspección. María Carriére montando un alazán, sumó su actitud similar al de la tribu, que llegó a comprender lo que pasaba en el alma de ese jefe que se desmoronaba poco a poco. La cautiva que oficiaba como secretaria del cacique galopaba a su lado, en medio de las lanzas de guerra, pues no le quedaba más remedio que compartir la suerte del jefe indio que la había sustraído del seno de su familia. ¿Qué clase de sentimientos anidarían en el pecho de la francesa hacia el nieto de Yanketrus? ¿Es posible que María experimentara algún sentimiento de oculto cariño por el cacique? Si se quiere torcer la realidad, puede admitirse. Pero difícilmente los sentimientos de María, hacia el hombre que asesinó a su esposo, y causó la muerte de su pequeño bajo las patas de los caballos, podría ser la expresión de una especie de amor romántico... Las fuerzas uniformadas pertenecen a las divisiones del coronel Eduardo Racedo. Llevan a cabo una persecución tenaz y quieren vadear el río, aunque las esperanzas de darle caza a esos señores de las pampas no son muchas. Pasadas una horas, las tropas del comandante Rudesindo Roca se encarnizan tras los pasos del nieto de Yanquetrus. ¿Será posible que no se le pueda alcanzar? Muy cerca de Cochicó, un chasque del capitanejo Cumilán, trae la noticia de que Baigorrita con su tribu estaban en ese paraje. Los oficiales están heridos en el amor propio y se convencen de que ahora el perseguido no podrá escapar. Los soldados y sus jefes no creen que el cacique, un mestizo habilidoso en las maniobras militares, pueda

volver a repetir sus hazañas. Ya no podrá hacerlo. Está cansado. Con hambre. Carga con la responsabilidad de salvar a sus hombres y mujeres, y le resultará imposible repetir aquellos movimientos, propios de los estrategas militares. Baigorrita marcha al frente de esa muchedumbre que experimenta en el pecho la sensación de un vacío tremendo, como si abandonar las tierras donde nacieron y crecieron, les provocara un ahogo, una asfixia que no tiene justificación. María Carriere observa de reojo el comportamiento del hombre que atacó la Colonia Iriondo y causó tantos estragos entre las familias. Ya no hay dudas: Baigorrita está vacilando. Es la primera vez que ve al cacique en ese trance. Este hombre, este jefe indio va a frenar la marcha. Detiene el andar de su caballo y lo obliga a remolinear. El cacique organiza a sus lanzas y con el viejo grito de pelea, lleva a cabo una carga demencial, a galope tendido, con guerreros exhaustos, hambrientos, con largos meses de fuga. Decide dar pelea a sus perseguidores. En realidad lo que ha decidido es terminar con la huida. Lo que ha decidido es ponerle fin, temerario y osado, al episodio bochornoso del jefe perseguido. Basta de escapar. Llegó el momento de enfrentar al destino. Los militares que los perseguían observan la carga. De inmediato preparan sus armas de fuego. Esta va a ser una matanza increíble. Viene otra columna de soldados. El telégrafo funciona a las mil maravillas y en menos que canta un gallo los uniformados están preparados para la masacre. Baigorrita cabalga lanza en ristre y sus hombres le siguen. Sabe muy bien que no podrá contra el rémington y el máuser, pero está decidido a ponerle fin a una marcha donde el horizonte se ha borrado hace tiempo. A grito destemplado, enfrentan los rankeles a los soldados. Es imposible arrollarlos. Ellos habrán de exterminarlos. Esos hombres de uniforme azul y botones dorados, los que representan a una nación con la bandera del “progreso” del comercio y de la civilización le están contando los minutos. Allí están, cuerpo a cuerpo, el regimiento y sus indios deshilachados, miserables y muertos de hambre. Así y todo, alcanza a ensartar a algunos con su chuza, a otros les abre el pecho con su cuchillo y el alarido rankel resuena en medio de la pólvora y el estruendo de las carabinas. Tiembla el campo. María Carriére es apartada por los soldados y se la mantiene a un costado de aquella matanza. María observa aquel entrevero con ojos desmesurados. Le parece mentira que esos mismos hombres que alguna vez atacaron la Colonia Uriondo, llevándose todo por delante y robando cuanto se les puso al alcance, ahora entregaban la vida, junto al cacique, en un acto temerario de osadía y coraje. Baigorrita ganó la cordillera. Intentó varias veces volver pero no pudo. Pelea en Añelo, Las Barrancas, Auca Mahuida. En Julio de 1879 finalmente logran acorralarlo. Gravemente herido, sigue peleando hasta que es hecho prisionero. Intentan

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subirlo a un caballo para trasladarlo hasta el cantón “Paso de los Indios”. Pero se arrojó una y otra vez del mismo, hasta que deciden ultimarlo. Tenía 40 años El tiro que desplomó al cacique de su caballo fue certero. El animal se alejó. El nieto de Yanketrus quedó en el suelo. Una nube de polvo tornó borrosa la escena. Su rostro sintió la humedad del barro que se formó con la sangre y la tierra. Baigorrita, que aprendió la importancia de la agricultura, de la humedad para que germinara la semilla, observó cómo pasaban a degüello a sus hombres. También le cortaron la garganta a las mujeres y a los niños. Menos a los de ocho años. De ahí para abajo, se salvaron. Un indio de más de ocho años, era peligroso. Todos los demás fueron decapitados. ¿De qué civilización me hablaba Manuel Baigorria, mi padrino? ¿y mi compadre Mansilla? Lentamente los ojos se le fueron cerrando y ya no hubo nube de tierra, ni barro con sangre, ni olor a pólvora... El 15 de julio de 1879 el nombre de Baigorrita se inscribía en la historia sumándose a la lista de los héroes defensores de una raza indómita. Numerosos cautivos fueron recuperados por las tropas. Para algunos, llegó a ser tan grande la satisfacción que experimentaron, que las lágrimas denunciaron la mezcla de sentimientos que los embargaba en ese momento. Alegría por escapar de un entorno de atrocidades, tristeza porque volverían al mundo civilizado donde ya no encontrarían a sus hijos, ni a sus esposos, ni a sus esposas. Un soldado que participó en el rescate de la francesa Carriere, pintó de esta manera la situación de la cautiva: Los harapos deshilachados que cubrían a esta desdichada mujer estaban cocidos entre ellos con un pequeño piolín; dejaban ver su cuerpo adelgazado y anémico, esta triste víctima de la barbarie no sabía como agradecer a la Providencia de haberla arrancado de las manos de esos salvajes. El padre Pío Bentivoglio, el 20 de junio de 1879, en la carta que elevó a su superior, le escribe que Baigorrita escapó y que le quitaron 229 indios y 50 caballos en Ranquilcó. Agregaba que un indio de Cayupán se le había escapado y fue quien anotició a Baigorrita para que pudiera escabullirse. Trajeron a Río Cuarto a los cautivos. Entre ellos, a María Carriere de Omer. Al parecer, el padre Bentivoglio se hizo cargo de atender y vestir a la extranjera, pidiendo ropa y dinero a la gente, según consta en el documento 1034, del Convento de Río Cuarto.. Más tarde llegó la noticia de la muerte de Baigorrita. La rubia cautiva rescatada por las tropas de Racedo, no puedo menos que dejar escapar un suspiro de alivio. La leyenda que posteriormente se tejiera en torno a esta extranjera de los cabellos como el trigo, que cantaba ópera y era artista de tablados, no tiene asidero de verdad, al menos en los libros de los padres franciscanos no figuran datos al respecto. La viuda de Omer era una francesa que trabajaba el campo y conocía el

idioma rankulche. Era un hecho cierto que ahabía existido una cautiva blanca que fue artista de un circo ambulante, se trataba de una mujer que nunca dio su nombre, ni siquiera a los indios y fue amante del coronel Manuel Baigorria.. El Dr. Benjamín Dupont, médico de campaña en las tropas de Rudesindo Roca que tuvo el mérito de rescatar a varios cautivos, entre ellos a la propia María Carriere, cuenta mediante una nota en el periódico de Iriondo, que “La Sra. Carriere nos dio las más interesantes informaciones en lo que concierne a los indios entre los que estuvo prisionera. Actualmente los indios se alimentan con avestruces, armadillos y liebres. Pero como la caza no es siempre fructífera, comen cueros cortados en pequeños pedazos y hervidos, lo que por otra parte es la alimentación dada a los cautivos” (LCP 16/7/879). Al ser trasladada por las fuerzas militares a Río Cuarto, María Carriere, viuda de Omer, se encuentra con su hijo Isidoro, único sobreviviente de aquella tragedia. Esos momentos de alegría pusieron un poco de alivio a tantas penas y dolores, y a partir de ahí, la madre y su hijo viajaron a Rosario. En la importante ciudad santafesina, por intermedio del consulado francés se tramitó el traslado al norte argentino, donde según la propia María Carriere sostenía que contaba con otro resto de la familia. El consulado se mueve con presteza y obtiene los datos. En efecto, se confirmaba lo expresado por la ex cautiva. Las autoridades francesas del consulado rosarino despidieron a María y a su hijo que se marcharon hacia Tucumán, donde los parientes que allí tenían, los esperaban para integrarlos a sus familias.. Una nota de María es dirigida desde San Miguel al padre Fray Marcos Donatti, el 8 de setiembre de 1879, explicando que el cónsul francés le había dado unos dineros y también le dice al franciscano que Isidorito le manda saludos. Las heridas comenzaban a restañar. El consulado francés proporcionó a Maria los medios para viajar con su hijo hasta la ‘Sastrería de París’ que su cuñado tenía en Tucumán. Hay referencias a que tiempo después, con lo recaudado en una colecta por sus compatriotas, pudo volver a Francia. No se pudieron tener más noticias sobre cómo fueron los días de María Carriere y de su regreso a la tierra de su país de origen.

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Lucho: El Hermano Menor de Baigorrita Las columnas de La Prensa de Buenos Aires, reflejaron las actividades del inalonko –los blancos llamaban capitanejo- un rankel que siendo niño fue bautizado por los padres misioneros con el nombre de Luis Baigorria. Fue hermano (entero) de Manuel a quien siguió en su itinerario de fuga y combates, casi hasta el final.

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En junio de 1879 se batió con denuedo en Cochicó (así lo consigna Olascoaga) pero el 19 de ese mes se escapó al enterarse que su hermano había muerto. Lucho –como lo llamaban algunos de sus seguidores- se sintió profundamente responsable del destino de su gente y llevó a cabo un concienzudo análisis de la situación que le tocaba vivir. Reunió a la mayor cantidad posible de sus bandas y las correspondientes familias, muy quebradas por el dolor al conocer de la desgraciada desaparición de Mari-Có Gualá. Los sobrevivientes de los entreveros y combates con el winka, se arremolinaron en torno de Luis Baigorria, como última cabeza visible de la comunidad rankelina en esos parajes. El capitanejo era conocido por su arrojo, su valentía para pelear aun en condiciones muy adversas, pero también se le reconocía justa fama de hombre ecuánime, poseedor de un gran sentido común para enfrentar las desdichas de su pueblo. Por eso, si bien sorprendió a los soldados y oficiales que le perseguían, también dejó perplejos a sus lanceros y a la chusma, cuando decidió entregarse en calidad de prisionero. Según el padre Conrado Hux, Luis había nacido por el año 1850, sin embargo, Poncela que escribe al respecto, sostiene que Luis tenía unos dieciséis años cuando se batió al lado de su padrino, el coronel Baigorria, en la batalla de Cepeda, que tuviera lugar en 1859, por lo tanto, el ahijado Lucho habría nacido en 1843. Esto quiere decir que sería dos o tres años menor que su hermano, Mari-Có Gualá. Lo cierto es que el grupo de sobrevivientes hizo lo mismo y los llevaron a todos con otros rankeles que estaban en situación de prisioneros. El capitanejo no corrió igual suerte, porque lo condujeron a la isla Martín García, .lugar que al parecer reunía a los forajidos peligrosos y cuyo cautiverio se tornaba un duro castigo, alejado de los suyos. Lucho pasó una temporada en Martín García y demostró una conducta que muchos de los que actuaban como guardias, no trepidaron en calificar como “propia de un indio sosegado y sereno”. Aunque también sabían que por dentro, ese rankel seguía siendo rankel. Lo sacaron de Martín García y lo mandaron a pelear contra los revolucionarios del ’80. Allí, en una contienda que le era totalmente ajena, fue herido. Los que comandaban las fuerzas en que se desempeñaba Lucho, resolvieron dejarlo en libertad. El “indio manso” volvió a sus tierras y buscó a su gente. Los reunió a todos y se los llevó a vivir en un lote que le asignaron en un paraje de La Pampa. Luis Baigorria, capitanejo rankel, murió en ese lugar, rodeado de los suyos, el 3 de febrero de 1933.

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Avanzada del Tren por los Campos de Tierra Adentro Esos nubarrones presagiaban la tormenta, y el calor también. En el horizonte, los pasto se movían por la brisa, dibujando ondas expansivas y de vez en cuando, un refusilo marcaba el mapa capilar del cielo encapotado. El overo ya había olfateado el agua y galopaba nervioso entre los caldenes, hundiendo las patas en los medanales, obediente a la mano firme del fiero jinete, que taloneaba en los hijares para apurar la marcha. Una vez traspuesta la loma, las crenchas al viento y el cuerpo echado sobre el pescuezo del equino, anticipa la llegada a los toldos sureños del indio que mezcla el olor de su transpiración con la de su caballo. De un salto pone pie en tierra y camina presuroso al toldo del cacique. El jefe rankel está sentado en una banqueta de cuero de carnero. Una india de trenza renegrida le alcanza un mate y cuando el recién llegado ingresa al toldo, ella da un paso atrás y permanece en la penumbra y el silencio, con la cabeza baja y los ojos mirando al suelo. El cacique invita al correo de las pampas a sentarse y le pide información. Es entonces cuando se entera que los winkas vienen construyendo el camino de acero para que transite el largo cuerpo del caballo de hierro, ese que avanza entre silbatos y bocanadas de humo, producidos por el negro potro del vientre de fuego. El correo abunda en datos precisos: el camino se construye y está protegido por los soldados, primero vienen los ingenieros con instrumentos, goniómetros y planos, después los capataces con obreros y trabajadores que bajan los rieles y los durmientes de quebracho, los bulones, tuercas y tornillos. Por el mismo camino va y viene un tren en el que transportan materiales, carpas, víveres y municiones. Un par de días más y el ferrocarril habrá atravesado la pampa, espantando a los venados, guanacos y avestruces y dejando sin alimento ni vestimenta a las tribus del sur. Los winkas los llaman progreso. ¿Y los rankeles, cómo lo llaman? El cacique escrutó el horizonte luminoso que se alcanzaba a dibujar por la abertura del toldo. ¿Cuánto tiempo más podría contemplar las nubes, los pastos, los médanos, la laguna y el bosque de caldenes? ¿Cuánto más tardarían en llegar los winkas con esa avanzada de hombres a los que llamaban ingenieros y luego con los soldados? Es el progreso. Pondrán troncos de quebracho como si durmieran en el suelo y encima atornillarán los rieles. Y el tren pasará airoso, rugiente y humeante por esas tierras de sus abuelos pehuenches. El ferrocarril de Buenos Aires al Pacífico de la concesión Clark, en 1874, no tiene respiro. Avanza incontenible hacia el oeste. El ingeniero Luis A., Huer319

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go dirige a la comisión de técnicos a su cargo y les reitera cumplir el trabajo con celeridad, no llega a decir en ningún momento que está en mora con los tiempos, pero se advierte preocupación en su rostro, es como si el tren lo empujara en la construcción, porque teniendo una enorme capacidad de desplazamiento, perdiera velocidad con la lentitud de los cálculos, los trabajos sobre el terreno y la preparación del material rodante. Los ingenieros, sin embargo, se movían presurosos, contagiados por aquella vehemencia de su jefe, convencidos de terminar cuanto antes el trazado de ese poderoso camino de acero. Una partida de cuarenta soldados protegía a los hombres de la concesión. El sargento José Orellanos daba las órdenes perentorias y toda esa gente, perteneciente al Regimiento 8 de Caballería, cubría los flancos de la comisión, haciendo posible el trabajo de todos los días. Orellano destacó una partida de exploradores para tener el frente despejado. Los hombres se adelantaron y cabalgaron por aquellos campos donde jamás se había internado el blanco con sus pretensiones de progreso. Todo era silencio, amplitud y aire puro. De pronto, alcanzaron a ver unos veinte o treinta jinetes que se acercaban a los ingenieros del ferrocarril. No podían equivocarse. Ya estaban experimentados en esto de observar y descubrir quienes eran los que se movían en el horizonte. Eran indios del cacique Pincen. Un capitanejo venía al frente y las lanzas de guerra denunciaban una presencia belicosa. Los exploradores regresaron con la noticia. Orellano impartió las órdenes. Estaban en tierras desconocidas y los indios se movían con sobrada facilidad en estos terrenos. El capitanejo se acercó lo suficiente como para hablar y ser escuchado. Los ojos del rankel se clavan en el rostro de Orellano que lo observa con altivez. -¿Quién les dio permiso para ingresar a estos campos? Le gritó. -Estos campos son de la República Argentina- le contestó el militar. -¡Miente maula! Estos campos son nuestros. Son de los indios. ..- insultó el capitanejo. -Los ingenieros están tomando medidas y explorando el terreno. El ejército los protege.- Le detalló Orellano. El capitanejo echó una rápida mirada a las carretas en que se transportaban aquellos hombres de las reglas, tableros y mapas. Giró con su caballo hacia el jefe de la partida y le señaló con el índice de la mano derecha: -¡Ustedes han venido a quitarnos las tierras! ¡Más les vale que se retiren ahora mismo!- lo amenazó. El sargento no se inmutó ante la declaración de hostilidades, lentamente levantó el brazo izquierdo y la mano enguantada con los dedos hacia el cielo. Los soldados se movieron rápidamente para formación de ataque. El capitanejo vio que

tendría una arremetida al instante. Dio media vuelta con su cabalgadura y se retiró con sus indios hacia el norte. Pero no se alejó mucho. Fueron tan solo unos metros. Cuatro o cinco guerreros se apearon y tomaron unos leños secos y les prendieron fuego. Subieron a sus caballos y corrieron con las antorchas al viento dando fuego a los pajonales. Los indios describieron un amplio círculo en torno a las carretas de los ingenieros. Todo el campo que rodeaba a la partida de soldados estaba en llamas. La decisión de Orellano fue aguijoneada por las circunstancias. El sargento formó a sus hombres y arremetió contra los indios. Una nube provocada por la densa humareda resguardaba a los rankeles. Los combatientes se trenzaron en dura pelea sin poder casi mirar al oponente. Los soldados levantaban los sables y los descargaban al frente sin saber si estaban hachando el cuerpo de un indio o de un compañero. El combate fue terrible por las pésimas condiciones en que fue librado. Duró casi tres horas y en ese entrevero, el mayor Orellano fue herido gravemente por un lanzazo(20). Con celeridad, se acercaron unos soldados que estaban en la retaguardia con un carro acondicionado para los heridos. Para hacerlo más mullido le habían colocado pasto y varios ponchos, dotándolo de un mínimo de comodidad. De inmediato pusieron en él al mayor herido y a los otros soldados que sufrieron los rasguños de las lanzas. Regresaron al Fortín La Verde habiendo viajado toda la noche. A la madrugada, con hambre y con todo el frío del mundo alcanzaron a ser socorridos por los soldados del fortín. Pero Orellano no pudo bajar del carro. Las heridas eran profundas y murió a los pocos días. Este militar está sepultado en Junín. La expedición del relevamiento fue atacada por los indios, consignó Robert Crawford en su libro, dejando constancia de aquel fatídico 21 de mayo de 1874. Con el pasar del tiempo, los indios de Pincen fueron desalojados de las tierrras, la mapu, que defendían y los cristianos ganaron aquellos terrenos para el ferrocarril. El compás se tumbó a un lado y el último círculo dibujado, se superpuso con la región de las lagunas. El hombre observó el plano y se pasó la mano por la frente sudorosa. Dio un respingo y abandonó la tarea. Se sentó silencioso y cansado en un taburete de la empresa inglesa y apoyó el mentón sobre el antebrazo. Entre las ganas de dormir y mirar otra vez la pampa, se impuso mirar la pampa. Y vio con los ojos entrecerrados, a las gamas desplazarse a grandes saltos, a los avestruces correr espantadas y a las tropillas cimarronas alejarse en veloz carrera hacia las isletas de jarillas y caldenes. Veía y soñaba. Veía el paisaje salvaje y huraño, pletórico de obreros ferroviarios cargando en los vagones de un tren interminable, toneladas de leña, piedras, fardos de lana, cueros, barricas de charque y un sin fin de productos que el desierto, por fin conquistado, ofrecía generoso.

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20 Tal cual lo describe Santiago Avendaño, un cautivo de los rankeles, en el tomo 15, Pág. 76 de la Revista de Buenos Aires. También se encarga de describir este horror.

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Los historiadores de Roca dirán que era la avanzada de la civilización sobre el territorio sediento de progreso. Esos mismos historiadores dirán que era el comienzo de una transformación profunda, de los suelos rescatados del ocio, del quietismo y del olvido. Por fin la empresa ferroviaria hundiría en la inhóspita llanura, la cuña del progreso incontenible. Tiempo después, una columna de hombres y mujeres, de ancianos y niños silenciosos, con las cabezas agachadas, mirando los pastos del campo, se alejarían para siempre de aquellas comarcas.

Cuando Villa Mercedes Fue un Enclave Militar Preponderante Los límites con la hermana nación de Chile, crearon permanentemente suspicacias entre los encargados de llevar a cabo las negociaciones y el conflicto puso en estado de alerta a las fuerzas armadas de ambos países. Las autoridades argentinas dispusieron que las tierras donadas por los hermanos Mienvielle, en la provincia de San Luis, debían encuadrar en un plan estratégico y constituirse en un lugar clave de operaciones para los regimientos nacionales. En 1894 se cumplían treinta años del último malón a la Villa, cuando comenzaron a llegar los regimientos. Estas fuerzas estaban bajo el mando del coronel Francisco Reynolds, quien más tarde, luciría los laureles del generalato del Ejército Argentino. Había nacido en Buenos Aires el 3 de noviembre de 1852 y falleció en esa ciudad, a los 71 años, el 10 de mayo de 1923. Su foja de servicios declaraba 54 años en la vida militar, habiendo iniciado la carrera de las armas el 19 de agosto de 1867. Fue dado de alta en la Brigada de Artillería de Plaza, como aspirante, y ascendido a subteniente abanderado de dicho cuerpo el 23 de septiembre de 1867. Reynolds formó parte de las fuerzas leales durante la Revolución de 1874, al frente de las cuales estaba el general Julio Argentino Roca, que derrotó al jefe rebelde, general Miguel Arredondo, en la batalla de Santa Rosa (Mendoza). Lo cierto es que Reynolds se hizo cargo de la instalación del campamento militar en los campos que fueron donados a la Nación por los Minvielle. Dos años después, tiene lugar en el Canal de Beagle, el histórico encuentro de los presidentes de Argentina y Chile, Julio Argentino Roca y Federico Errazúris Echaurre. Ambos llegaron a un acuerdo, pero las relaciones de conflicto no ceden y los dos países estuvieron a punto de confrontar por las armas. Esa fue la razón por la que algunos regimientos fueron distribuidos por el territorio argentino. Lugares como Río cuarto y Villa Mercedes ocuparon lugares críticos. 322

El primer regimiento que llegó a Villa Mercedes fue el Regimiento 1º de Caballería, al mando del coronel Meana, que tomó ubicación en los terrenos baldíos que existían entre La Estación y la Villa, más precisamente en las instalaciones del edificio del Hotel de Inmigrantes (actualmente el edificio de la Municipalidad, frente a la plaza San Martín). A este regimiento ingresaron numerosos jóvenes pertenecientes a familias de Villa Mercedes y según cuentan algunos memoriosos, no faltaron los que hicieron una carrera brillante, hasta alcanzar el grado más alto del Ejército Argentino. Lo cierto es que después hicieron su entrada otros regimientos, tales como el 2º, el 3º, el 4º, el 5º y el 6º, hasta que finalmente irrumpió en la Villa el Primer Regimiento de Infantería de Montaña. Esta fuerza estuvo poco tiempo en la ciudad y siguió para llegar a su asiento natural en la ciudad de Mendoza., No es difícil imaginar que por esos años, la ciudad era un enclave militar preponderante. La población civil estaba integrada a las tareas de los regimientos, especialmente cuando se llevaban a cabo maniobras y simulacros de enfrentamientos con otras fuerzas calificadas como “enemigas”. ¡Cuántas veces estos movimientos de tropas se realizaban a altas horas de la noche! Ladraban los perros, se apagaban los fogones y el pueblo enmudecía. Era el momento en que los vecinos corrían de inmediato a encerrarse en sus viviendas para atisbar por las rendijas de puertas y ventanas, con sigilo y sin prender las luces, las operaciones que desarrollaban los soldados. Cada hogar era un reducto donde el hombre y su esposa trataban de escudriñar las sombras. Poco y nada podían alcanzar a ver por las ventanas claveteadas y bien podría asegurarse que lograban seguir de memoria las operaciones, mientras los hijos preguntaban en voz baja, que sucedía en medio de la noche(21). Sin embargo, las fuerzas militares ya no abandonarían a estos suelos y formarían parte del escenario natural y cotidiano de la Villa y de su gente. Se trataba de esa gente que había participado en la defensa del bien común ante los ataques del malón, con un sinnúmero de enormes sacrificios y que ahora debía hacerlo ante la posible irrupción de fuerzas extranjeras. Era un vecindario que poco a poco se transformó en una comunidad de cuarteles y vivió las alternativas propias de las acciones militares, impregnando sus há21 La defensa de los bienes y las personas físicas por un lado, y las pretensiones chilenas por el otro, obraban como un movimiento de pinzas, que mantenía en ascuas a la población en forma permanente y a los regimientos en un estado de alerta máximo, que se traducía en ejercicios y operativos conjuntos. Ninguna otra comunidad de llanura llegó a tener tantos regimientos como la Perla del Desierto. Llama la atención el destino de una población que nació pacífica, en el cuidado de la cría de ganados, a la vera del río Quinto, pero que ante las depredaciones de los rankeles, debió recurrir al amparo de las fuerzas uniformadas de la Nación, y junto con los soldados, defender a fuego y lanza sus pertenencias y familias, contribuyendo a la fundación de fortines, que con el pasar del tiempo, se convertirían en comunidades prósperas. 323

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bitos y sus costumbres con las del vivac y el toque de diana. ¿Y cómo era el medio físico donde se instalaba el campamento? Un bosque de caldenes y algarrobos, tan abigarrado, que las tropas debieron abrirse paso con hacha y machete para llegar al lugar de asentamiento. Con el talado fueron desapareciendo los caldenes centenarios y sus retoños, hasta dejar un claro para levantar las instalaciones. En suma, en Villa Mercedes estuvo la mayor cantidad de cuerpos de línea que la Argentina tenía por aquellos tiempos, además del grueso de las fuerzas de artillería con que contaba la Nación. Instaladas las tropas en sus respectivos acantonamientos, el bosque fue eliminado y la limpieza de campos es la que hoy se observa, surgiendo posteriormente las instalaciones de la Sociedad Rural Río Quinto, las ferias ganaderas, etc., etc. Y no puede faltar en esta reseña, el surgimiento de la ranchería en los predios aledaños al campamento y el río. Eran los hogares de las familias de los soldados. Pero esto ya es parte de otra historia.

Epugner Payné (Dos Zorros Celestes), estaba de pie, contemplando el cadáver del que fuera la lanza mayor todas las tribus: Era el hermano de Mariano. Epumer (simplificando la pronunciación) abandonó sus toldos levantados unas leguas más al sur, para llegar presuroso hasta el ámbito mortuorio y aparecer ante los mandos de las tribus, como el natural heredero del cacicazgo general de los rankeles. Lo vieron, sí, orlado por el silencio y el mutismo clásico que le reconocían en sus esporádicas apariciones. Pero como siempre, impecable y hasta distinguido en el vestir y en el uso de las joyas, como los anillos de oro fino y el nácar en el mango del cuchillo. Epumer estaba listo para asumir el mando de la nación, aunque estos tiempos resultarían escasamente propicios para reivindicar aquellos años cuajados de heroísmo, cuando su hermano Mariano imponía su presencia, carácter y autoridad sobre capitanejos y caciquillos. Años pocos propicios, es verdad, ya que los jefes se habían relajado en el mando; ya no existían objetivos grandiosos para las tribus y él, Epumer, lo sabía. Epumer sabía que los capitanejos no lo consultarían para la resolución de problemas ni le darían participación en sus asuntos. Esto y perder el control de los mandos en las líneas bajas de las tribus, era lo mismo.

Desfilaban los viejos guerreros, ancianos que todavía detentaban la jefatura de algunas tribus y sus ojos vidriosos se movían, imperceptibles, como un aleteo de águila, para mirar por última vez el cuerpo de Panghitrus Nüru, que yacía inerte, preso del sueño eterno y la noche oscura que no amanece. La muerte le llegó de la mano de la peste negra. Entre los más allegados se decía que Mariano había sucumbido por la viruela con un feroz ensañamiento de la enfermedad. Sin embargo, dejando a un lado los temores del contagio, vinieron los lonkos de distintas familias y se acercaron para verlo por última vez. Epumer, desafiando aquella caravana doliente, no se movió ni un centímetro del lado del muerto. La intención era bien clara: suscitar un cambio de parecer entre los caciques sobre su persona. Pero no. Difícilmente opinarían sobre el mestizo, porque Dos Zorros Celestes, si bien era hijo de Payné y de una cautiva cristiana, carecía de los atributos que en su momento, pesaron sobremanera en el Gran Consejo. Y se buscaba que la opinión de los caciques y lonkos de las tribus lo pusieran en un pedestal, como ocurrió con Mariano. Allí se lo podía ver a Epumer como de costumbre, distinguido y atildado, enfundado en traje de levita negro, luciendo en la cabeza un sombrero oscuro de felpa, con barbijo y sobre el hombro derecho un poncho de paño fino, pulcramente doblado. El chaleco de seda negra, abierto en el pecho, para mostrar una camisa blanca bordada y la faja a la cintura, donde ostentaba ese conocido facón suyo, de mango nacarado, de tamaño exageradamente grande, con vaina de plata, cruzado por delante. Epumer era así y durante toda su vida consideró como un verdadero oprobio a su calidad de cacique, que alguien, en forma desvergonzada, le pudiera calificar de “bárbaro” o marginal de la civilización. ¿De dónde le venía esta actitud de sentirse un hijo de las pampas con una cultura digna de ser respetada? No podemos dejar que pasen de largo, sin ser puestas de relieve, estas cualidades en un jefe rankel, si confrontamos los escritos de don Carlos Quiroga Cabrera acerca de los hábitos de los aborígenes, que “a sus condiciones físicas humanas de fortaleza y rusticidad, junto a su amor por la libertad natural, agregaban la ausencia casi total de sus hábitos por el trabajo al que solo limitaban al sometimiento del caballo y su preparación para la guerra, con algunas labores manuales y cultivos fáciles. Se inclinaban a llenar sus vacíos y ocios hostilizando a la civilización laboriosa e hicieron del robo y del hurto sutil, toda una institución para su desarrollo existencial”. Puede ser que el gusto refinado le viniera a Epumer de su madre, que fue una blanca de finos modales y que su padre, el gran cacique Payné, la eligiera especialmente para procrear a su cuarto hijo varón. Pero alejado de las suposiciones, contó con los servicios del franciscano Fray Marcos Donatti, que tras haberlo recibido como

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Dos Zorros Celestes El Último Cacique de Todas las Tribus

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visitante, en sus toldos de Leuvucó, no dejó de hacer los encargos para contar con buena ropa y objetos de excelente calidad para su uso personal y el de su familia. Una sola mujer acompañó a Epumer durante los años en que se esforzó por adoptar usos y costumbres de cristianos. Quintuigner fue una bella y fiel esposa, que le dio dos hijas no menos hermosas y que Dos Zorros Celestes presentaba con inocultable orgullo a sus visitantes, tal aconteció con el coronel Lucio V. Mansilla, en ocasión de recibirlo en sus toldos, haciendo alarde de buenos modales y excelente servicio de comida. Epumer Guor (Dos Zorros Celestes) fue el último representante de esta línea de cacicazgos ranqueles. En realidad le hubiera correspondido el lugar al tercer hijo varón de Payné: Huenchu Guor (Zorro Macho) pero había muerto hacía poco en el transcurso de un malón. Epumer reinó pocos años (1873-1878) pero fueron suficientes para mantener en alto los principios que sostenían la identidad de las comunidades rankeles, resistiendo hasta último momento los embates de los poderes políticos del nuevo país y de los sucesivas campañas militares contra ellos. Con la campaña denominada “Conquista del Desierto”, el pueblo rankul fue disuelto. Los indios que fueron reducidos en Villa Mercedes bajo el cuidado de Fray Marcos Donatti, pasaron a Victorica (La Pampa) en 1882 y los que permanecían en el Fuerte Sarmiento, con la asistencia del franciscano Fray Moisés Alvarez, fueron llevados a General Acha en 1886. Mientras tanto, algunos caciques fueron confinados en la Isla Martín García. Quedaron aislados, en distintos puntos del desierto, grupos que vivían en el más grande abandono. La extinción de estos hombres fue rápida. El misionero Moisés Alvarez hace un resumen con estas palabras: “...estos infelices eran perseguidos con un encarnizamiento increíble; a esto se agrega que al mismo tiempo los diezmaba la terrible viruela negra. Vagaban por la pampa sin dirección ni tino, huyendo siempre y siempre cayendo en manos de los cristianos. Los que se obstinaban morían a bala y los que se entregaban, morían también por la viruela...”

La División Racedo y el Rastrillaje por el Sur La sombra de los sauces que señoreaban en el lugar, sirvieron de descanso a la oficialidad que atendía el ir y venir de soldados que preparaban la partida. Nada más que una silla y una mesa, eso y nada más, fueron suficientes para llevar a cabo las anotaciones que se requerían para la empresa. Racedo se caracterizaba por ser un jefe de manos a la obra. Y con seguridad Arredondo no podría haber ubicado a uno mejor en ese sector de las Operaciones de la 3ª División en 1879. 326

No era para menos, la gestión que se estaba llevando a cabo no admitía recortes a las partidas ni presupuestos exiguos. Eran 1.468 integrantes y se esperaba de ellos un rastrillaje como nunca antes se había realizado en campos de Tierra Adentro. Ese rastrillaje involucraba tomar prisioneros a los indios que se encontraran durante la marcha y “limpiar” el territorio de aquellos que opusieran resistencia. El general Julio Argentino Roca se movió con sus cinco columnas. La 3ª División Racedo, lo hace desde la entonces Villa de Mercedes y el Fuerte Sarmiento Nuevo, con 1352 plazas entre jefes, oficiales, soldados, familias e indios amigos. Se comenzaba a escribir el fin de la historia de la frontera sur, al menos ya no sería reconocida como tal, porque las fuerzas avanzarían profundamente Tierra Adentro, contando para esta empresa con los hombres de mayor prestigio y autoridad. Ninguno de estos hombres, absolutamente ninguno, admitiría a su regreso, un fracaso en la campaña. Cada uno se sentía responsable de una gesta iluminada por los relámpagos provenientes de las victorias. En esta incursión con las tropas se jugaban la fama y el prestigio, la carrera que habían abrazado y las posibilidades de enriquecimiento futuro, por lo tanto, serían ellos los encargados de dotar de un equipo de primer nivel a las tropas, con los mejores elementos que disponía el Ejército. Roca no retacea un centavo en esta campaña. Él también tiene sus intereses en juego. -Parte para el coronel Valdez...-Hable, teniente-El escuadrón de los “indios amigos” está listo para ser revistado -Lo voy a revistar. Pero sáquese de la cabeza la idea de que tenemos “indios amigos”. Son indios traidores. Son aborígenes que traicionan a su raza. No se olvide que en todos los casos que hemos ensayado el sometimiento, esos “indios amigos” han asesinado a nuestros soldados en forma bárbara y despiadada. ¿Está claro?.-Sí, mi coronel. Voy a tener presente que el escuadrón de los “indios amigos” son “indios traidores”.-Métase en la cabeza el pensamiento de lo que tendremos que hacer cuando regresemos, teniente.-No entiendo, señor-Si no hay indios amigos, hay indios traidores. Y esta campaña es de limpieza de indios. ¿me entendió ahora?-Sí, coronel. Lo entendí.-Vamos a pasar revistaNo muy lejos de allí, el coronel Racedo exponía ideas más o menos parecidas. Por su parte insistía en que si alguna vez hubo que llamar a los indios como “amigos”, con seguridad que no eran rankeles. 327

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En razón de las particularidades que ofrecían las operaciones en el Centro Este Argentino, la 3ra. División Racedo se puso en movimiento. Era el 10 de abril de 1879 y justo a las 11 de la mañana, el comandante comenzó la marcha siguiendo las instrucciones del General Julio Argentino Roca. Pero las otras columnas lo hicieron en diferentes fechas. Los combatientes llegaban a 1.236 personas, porque no había que contar a 116 individuos que eran parte del grupo familiar de los combatientes. Por otra parte la provincia de San Luis, además de los soldados distribuidos en las Fuerzas de Líneas, contribuyó con su Guardia Nacional. Y esto no puede dejar de tenerse en cuenta, ya que la de Villa Mercedes alcanzó a un centenar de hombres instruidos y veteranos, a cuyo frente marchaba el capitán Claudio Quiroga. Era una fuerza de elite. La presencia de las familias, en esta marcha hacia el desierto, fue motivo de agrias críticas, sin embargo, el coronel Racedo no solo hizo oído sordo al juicio de los vecinos, sino que insistió en dejar para la posteridad su propia interpretación en cuanto a dicha presencia familiar al lado del soldado combatiente en Tierra Adentro. La labor más lenta, dura y pesada la tuvo que soportar la Primera Brigada Villa de Mercedes, comandada por el veterano y experto teniente coronel Rudesindo Roca en quien confió Racedo, sin necesidad de su vigilancia inmediata. Tanto Racedo como su estado mayor, detrás de la Segunda Brigada Sarmiento Nuevo, tuvieron un recorrido menos penoso. Siguieron la rastrillada primitiva que era paralela a la actual ruta nacional 148, es decir, una senda dibujada entre médanos sinuosos, extensos y casi imposible de transitar. Conducían material pesado y ejecutaban trabajos de fortificaciones precarias. La Primera Brigada llevó a cabo el cumplimiento de la marcha sin desalientos hasta el Médano Colorado y La Verde. Claro que hubo otra avanzada, pero esta no tuvo la repercusión que reclamaron las de los militares. Se trata de la avanzada evangélica de Fray Marcos Donatti, cuyo oratorio en la Villa de Mercedes, puesto bajo la advocación de San José, estaba en la actual calle Pedernera al 123, media cuadra antes de llegar a la barranca del río Quinto. El misionero franciscano de Propaganda Fide, del colegio de Río Cuarto, bautizó a numerosos indios en ese lugar de recogimiento cristiano. Otro aspecto que resulta imposible de soslayar de esta Brigada Villa de Mercedes, es la presencia del cirujano del cuerpo, Dr. Benjamín Dupont, que junto con el Dr. Orlandini, constituyeron la cabeza de la agrupación Sanidad de la Tercera División Racedo. El Dr. Dupont se afincó en Villa Mercedes y fue militar, civil y vecino destacado. Con el apoyo moral de doña María, su esposa, que fuera presidenta de la vieja Sociedad de Beneficencia, completó una eficaz acción médica hospitalaria hasta después de la llamada Conquista del Desierto. La Primera Brigada Villa de las Mercedes ya estaba en marcha. El pueblo se convulsionó. Río Cuarto también. El coronel Eduardo Racedo partió desde la Villa

por la calle 25 de Mayo. Traspuso el río Quinto y la gente los despidió con vivas y aplausos. ¿Por qué aplaudían los vecinos? ¿Se pensarían acaso que esas tropas marchaban a hacerle frente a ejércitos de indios, bien armados, bien montados, bien alimentados? Allá iban los hombres que producirían la denominada limpieza, pero en rigor de verdad, se trataba lisa y llanamente, de un extermino de las comunidades libres que habitaban los campos, eran esos indígenas que sufrieron el desbande al ser arrasadas las tribus y con sus familias a cuesta, levantaron ranchos y ramadas en medio de las bastas soledades del sur sanluiseño, padeciendo hambre y miseria. Ya no había defensas. Era el ejército en ofensiva. Ahora eran las fuerzas de la Nación las que atacaban. Quedaban para el recuerdo los tiempos de la frontera sur… en una palabra se terminaba la frontera y las fuerzas uniformadas avanzaban y ganaban territorio. Ese era el objetivo. Nadie regresaría sino con un buen número de indios prisioneros y otro tanto quedarían tendidos para siempre entre los pastizales. Las llamadas comunidades libres, de rankeles o de cualquier otra tribu, serían rápidamente reducidas y borradas. Para Roca, poner a la Argentina en el plano de las naciones modernas, significaba una sola cosa: liquidar definitivamente “la presencia del indio” y disponer de miles y miles de hectáreas para ser entregadas al laboreo y extender los rodeos y haciendas a lo largo y a lo ancho de la Patria. Tender los caminos de acero para que el ferrocarril alcance los más recónditos lugares y dotar de máquinas y vagones de arrastre para transportar todas las materias primas del país al puerto de Buenos Aires. Roca tenía en sus planes, un país convertido en colmena, en ebullición permanente, en crecimiento continuo, produciendo y exportando, para llenar las arcas nacionales y contraer empréstitos con los cuales se pudiera construir una nueva nación, moderna y capacitada para poner en marcha los grandes proyectos que exigía el desarrollo argentino. -El general Arredondo está en tratativas con el cacique Mariano Rosas- dijo el coronel en diálogo con un oficial subalterno, en la sala de situación. -Es una patraña de Arredondo- vaticinó el oficial que mantenía el comentario. -¿Con la lanza mayor de los rankeles?- preguntó el primero. -Por supuesto. El general no respeta las jerarquías de la nación rankelina. Endulzará a los indios con regalos y cuando los encuentre desprevenidos les caerá encima por sorpresa (22)...-

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22 No todos los jefes y superiores del Ejército compartieron la terrible decisión de Roca. La idea de destrucción de una etnia los superaba en la propia sensibilidad humana. Pero Arredondo no hizo nada que Roca no conociera. Ambos estaban identificados en el pensamiento destructivo.

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-Pero eso sería una falta de ética muy grande. El cacique Mariano se juega por la paz.. sería ponerlo en una posición difícil ante sus propios seguidores-¡Vamos, hombre! ¿Qué le pasa? Aquí no hay paz que valga. Todos los oficiales de las divisiones saben que en esto se juegan intereses muy caros... en esta campaña se está preparando un negocio gigantesco y los indios solo tienen un papel que desempeñar...-¿Cuál?-Desaparecer.El coronel se tomó el mentón y quedó mirando el campo. Tras un breve mutismo, se animó a decir: -No creo que sea así. El general Arredondo no puede olvidarse de que es un caballero y un soldado. Ni mi hermano el general Roca puede pronunciar discursos sobre la paz y la convivencia en armonía entre los blancos y los indios, para salir después con una cosa totalmente distinta... sería un verdadera crueldad-¿crueldad? ¡Qué crueldad ni ocho cuartos! ¿cree que estamos jugando? Aquí vamos a matar indios. Y si no lo hacemos, ellos nos matan a nosotros. No se olvide que esa es la regla de oro si quiere salir vivo de esta. -Los mandos superiores tienen un plan de estricto proceder militar con los vencidos. Es una condición que se respetará en esta campaña que pasará a la historia...-¡Patrañas!¡Puras patrañas! Conozco el proceder de los mandos superiores y lo que tienen entre manos. Vuelvo a repetirle: es algo colosal. De tan grande que es, nadie lo ve ni pone en duda el accionar del ejército. Dios nos libre del juicio de la historia.. porque lo que vamos a hacer no está ni en los libros de Napoleón....La peste se había instalado en el desierto de tal manera, que los indios que se contagiaban, difícilmente salían con vida. Los médicos de los regimientos sostenían -en sus informes y registros- que la viruela atacaba con marcada crueldad a los aborígenes. El propio cacique mayor de las tribus ranqueles, Mariano Rosas, falleció cuando tenía apenas un poco más de 50 años. Estos años que marcaron el otoño de la vida en el gran cacique, debieron ser dolorosos. El propio coronel Mansilla, que llegó al Mamüll Mapu, para visitar a su compadre, consiguió tratar a los indios en ese preciso momento de la historia en que la declinación del poderío de las lanzas era ostensible. Tanto fue así, que dos años más tarde, el general José Arredondo, en combinación con Roca, cayó sobre los toldos de Leuvucó en un malón sorpresivo sobre los indios que no alcanzaron a comprender estas acciones. La paz que había sido pactada por Mansilla, fue reducida a polvo. No quedaron papeles, no quedaron firmas, no quedó nada.

Para colmo, Arredondo se había esmerado en elaborar un engaño monumental. Y es muy probable que Mariano Rosas se diera cuenta de que estaba siendo engañado, estafado, en las propuestas, pero algo muy en el fondo, lo hacía mantenerse en confiadas expectativas en lugar de reunir a sus guerreros y defenderse. Lamentablemente, la ética militar de Arredondo estaba lejos de ser alimentada por la transparencia en las acciones, por lo tanto no debe causar extrañeza alguna que le escribiera una carta al Ministro Gainza donde le descubría sus planes antes de atacar a Mariano. Le contaba que todos sus esfuerzos estaban enderezados a pintarle al cacique rankel una situación que le resultaba netamente favorable para él y su gente. Agotado el tratado de paz en octubre de 1878, las autoridades argentinas desplegaron mapas y planos sobre las mesas y decidieron la ocupación de los campos hasta el Río Negro. Y para que no quedaran dudas acerca de la legalidad de las acciones, se procedió de acuerdo con lo prescripto por una ley del Congreso de la Nación. Entonces el coronel Eduardo Racedo estremeció el territorio de los ranqueles con una carga de soldados, que partiendo desde Villa Mercedes, limpió prácticamente aquellas tierras ociosas, mientras el capitán Ambrosio Carripilum, de los indios amigos, destacados en Sarmiento Nuevo, atacó en la madrugada, las abandonadas tolderías de Leuvucó. ¡Cuántas desdichas sufridas por aquella raza que otrora se desplazaba libremente por aquellos campos sureños! ¡Cuántos sinsabores amargaban la existencia a los rankulches, originarios de los bosques y planicies del centro oeste argentino! ¿Quién había dado el permiso a los invasores que llegaban hasta sus toldos, sus familias, incendiando, destruyendo y matando a las mujeres, a los niños y a los ancianos? ¿De qué infierno había escapado esa horda demoníaca, insensible y asesina?

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Las Dificultades del Padre Marcos Misionero en Tierra de Rankulches Los sacerdotes franciscanos que acompañaron al coronel Lucio V. Mansilla en la famosa excursión a los indios rankeles, fueron y volvieron. Fueron y conocieron a Mariano, a Epumer, a Baigorrita, a Cabral y a numerosos caciques y capitanejos con los que trabaron una amistad duradera. Tiempo después, los misioneros llevaron a cabo sus propias excursiones a las tolderías y siempre fueron bien recibidos. Fray Marcos Donatti fundó un oratorio en las cercanías del río Quinto, próximo a la ensenada de las Pulgas, y donde bautizó a numerosos indígenas como así también a la descendencia de los jefes que frecuentaron con Mansilla.

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Pasados los años, el ejército avanzó sobre la Nación Mamülche y la diáspora fue una emergencia que duró por mucho tiempo. Aprovecharon, entonces, los misioneros, para pedirles a los indios que devolvieran a los cautivos que añoraban volver al seno de sus familias. Fray Marcos fue, tal vez, uno de los más empeñosos en esta tarea y el éxito logrado con algunos hombres y algunas mujeres que retornaron para convivir con sus familiares, lo convirtió desde luego, en un solicitado gestor ante numerosos blancos, que buscaban a sus parientes como gente capturada que conivía en el pueblo rankelino. Se le conoció al franciscano, por esa razón, como el Redentor de Cautivos, pero no todos saben, que Donatti también colocaba en la sociedad de los blancos, a numerosos rankeles que buscaban trabajo y otras posibilidades de vida. Al comprobar que la correspondencia que llegaba hasta sus manos, se tornaba cada vez más voluminosa, Fray Marcos Donatti apreció aquella misión que se había impuesto, como una verdadera vocación para el tiempo que le tocaba en suerte vivir a la Nación Argentina. Casi podría asegurarse que Donatti se había convencido que no había otra tarea más urgente, más apremiante, más humanitaria que aquella de hablar con los indios y traer de regreso a los blancos que pretendían el regreso a sus hogares. Y a su vez, hablar con familias, hacendados, comerciantes y autoridades, que aceptaran, con un gesto humanitario, en un puesto permanente, a los rankeles que solicitaban laborar en casas de familias o en comercios de la zona. Volvamos a las diligencias que se realizaban para traer de vuelta a los cautivos. Si se lo mira desde un punto puramente sentimental, como es el derramamiento de lágrimas, los abrazos interminables de padres e hijos en el reencuentro tan ansiado como esperado, bien podría convenirse en que se trataba de una tarea acorde con la vocación religiosa de los misioneros, cuyo objetivo era la redención de los cautivos. Bien puede ponderarse como destacado el esfuerzo de fray Moisés Alvarez, de fray Pío Bentivoglio, y otros franciscanos que como Donatti pusieron lo mejor de cada uno para satisfacer tantas necesidades. En el caso particular de fray Marcos, había que superar escollos gramdes, resolver problemas y arribar a soluciones que favorecían a unos y a otros,. El nombramiento como Maestro de Novicios, que le cayó como un regalo inesperado, no fue de su agrado. Lo tomó como una desafortunada resolución de sus superiores, que no veían o estaban ciegos con respecto al trabajo que se había impuesto y llevaba adelante, con verdadera pasión, Fray Marcos en el Desierto. El último día de enero de 1878, el padre Marcos consideraba su designación como Maestro de Novicios en Rosario de Santa Fe y le escribía a sus superiores con inocultable congoja. Sostenía que el cargo le representaba serios inconvenientes para ser cumplido y que no podría desempeñarse tan eficazmente, como era de esperar, ya que estaba pendiente del cuidado de los indios en la Villa de la Merced y también de los indios de Tierra Adentro, por el tratado de paz. Ponderaba

al Tratado de Paz como una herramienta sumamente importante para alcanzar un entendimiento perdurable con los aborígenes y tender los puentes definitivos pára alcanzar una convivencia entre ambas culturas. Aunque Donatti, igual que los demás misioneros que llevaron a cabo su tarea apostólica de extender el Reino de Cristo a las tribus, ignoraban por completo las razones últimas de un plan como el de la Conquista del Desierto, que buscaba el exterminio del indio, los hacía aparecer a los misioneros, queriéndolo o no, en factores aliados de los jefes uniformados que pergueñaron la matanza. Cabe rescatar algunas actitudes contrarias al terrible plan de la limpieza de indios de los campos del sur como fue el comportamiento del padre Fray Moisés Álvarez, que no titubeó en renunciar a su cargo de capellán en el Fuerte Sarmiento cuando advirtió el tratamiento para los indios e incluso para muchos subordinados blancos. Donatti, celoso de su vocación, intentaba hacerle comprender a sus superiores que de aceptar el cargo que ahora se le encomendaba, no podía seguir procurando la redención de cautivos, labor que le demandaba enormes sacrificios, oraciones y trabajo. No en vano cerraba sus cartas “por la presente a suplicar a Vuestras Paternidades que se dignen aceptar mi renuncia que hago del empleo de Maestro de Novicios”. La petición de su no aceptación al cargo ya había sido presentada ante el Padre General y ante el comisario Padre Joaquín Remedí. Ambos estaban de acuerdo en que el padre Donatti no fuera Maestro de Novicios. Sin embargo, el voto de obediencia lo obligaba en este caso. Por eso sostenía que si sus superiores fallaban en su contra, estaba dispuesto a ocupar el puesto para el cual había sido designado y terminaba diciendo: “Que Dios disponga lo que sea de su agrado. Soy de Vuestras Paternidades. Firma: Humilde Hermano. Padre Marcos Donatti”. El voto de obediencia del padre Fray Marcos Donatti era cumplido virtuosamente por el hombre, que llevaba adelante su misión apostólica, consustanciado con las urgencias del pueblo de la nación rankulche.

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El Comisionado de Inmigración Francesa Requiere la Ayuda del Padre Marcos Entre las cartas que llegaban a las manos del fraile franciscano, había una que estaba fechada el 8 de febrero de 1878 y que la apretaba el corazón. Decía que se trataba del fundador de la Colonia Iriondo en la Guardia de la Esquina, Departamento del Rosario, provincia de Santa Fe. Narraba que en noviembre de 1877, tras la muerte de un colono francés llamado Isidro Omer, los indios se llevaron a su familia, y lancearon a otros dos franceses: Savignon y Faure, llevándoles a cada uno de ellos, un hijo. Eran los chicos Andrés y Estanislao.

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Enseguida le adjuntaban al padre Marcos una lista de los cautivos y le rogaban que hiciera algo por ellos. Les decían, además, que había sido la presidenta de la Sociedad de Beneficencia, quien les sugería que se dirigieran a él, pues descontaba que tratándose del padre Marcos, la gestión sería exitosa. Y a manera de corolario les enfatizaba que la prosperidad de la Colonia Iriondo radicaba en que volvieran esos pobres infelices cautivos a sus respectivas familias. La desesperación que embargaba a este hombre que había resuelto escribirle al padre Donatti, le llevaba a expresar que “en nombre de Dios, le suplico a Ud. darme noticias y decirme lo que debo hacer para el rescate de esa buena gente. Las familias todas confían hoy en Ud., pues yo les he dicho que en Ud. está nuestra esperanza. Dios lo conserve Padre Donatti, para bien de la humanidad”. Y firmaba Alfredo de Arteaga, comisionado de inmigración. Y se adjuntaba la lista de los cautivos: Maria Omar. Francesa, rubia. Baja. de 30 años. Isidoro Omar. hijo de 8 años. Carlos “ . “ “ 1 año. Andres Savignon de 13/2 años francés, alto, delgado, hijo único de padres viejos. Estanislao Faure de 8 años francés, rúbio, delgado. De pronto, alguien recordó que había otros cautivos. De inmediato dispuso escribirle otra carta al padre Marcos para ponerlo al tanto de lo sucedido. Encontrándose en Rosario, de Santa Fe, envió al franciscano con fecha 21 de agosto de 1878, unas líneas con destino a Rio Cuarto. Las noticias eran perentorias: “Señor: Cuando entregué a Ud., en casa del Señor Puig, la parte (en dinero) que correspondia a la Sociedad francesa por el rescate del joven Andres Savignon, hablaron de otros franceses cautivos, de la colonia Iriondo y por cartas que me comunica el Sr. Cónsul de Francia, veo que se siguen los tramites para el rescate de la Señora Carriere y sus dos hijos. Mas, hace dos dias, que se presentó en mi casa una madre afligida, por tener un niño de 8 años capturado, el mismo dia que Andres Savignon, y en la misma colonia “Iriondo”, se llama Estanislao Faure, y por mi intermedio suplico a Ud. Que haga las diligencias para negociar el rescate de este niño , que por su edad será, espero, de poca importancia. (Se refiere al hecho de que por tratarse de un chico, los indios pedirían una cantidad de dinero menor). Confiando en su celo y filantropia cristiana, esperamos en Ud., y en Dios, que pronto nos sera devuelto este niño. Sin firma Coincidiendo con la festividad de San Roque, Sabina César le escribía al padre Marcos, para informarle que tenía en su poder cuatro “chinas”, esto es, cuatro indias pero le aclaraba que le faltaba “la Rumellava”. Que así y todo pensaba

salir el 19 o el 20 de agosto. Le decía en tono resuelto que no le importaba esa ausencia ya que iba a salir lo mismo. Aun recalcada de una pierna y con muleta, el viaje se realizaría igual. Le pedía al padre que les diera saludos a los conocidos en tanto que para él, enviaba el cariño y respeto de toda su familia. Doña Deidania O. de Díaz Vélez le confiaba al sacerdote que estaba empeñada en lograr el rescate de un chico de la Colonia Iriondo, al que se llevaron los rankeles junto con Andrés Savignon. Se trata de un niño de 8 años y medio, llamado Estanislao Faure, de nacionalidad francesa, blanco, cabellos rubios y ojos azules. Le rogaba al franciscano que le contestara lo antes posible a fin de tranquilizar a la pobre madre, que dicho sea de paso, tenía todas las esperanzas puestas en él, como gestor para la recuperación de su hijo. Aprovechando esta comunicación con el padre Marcos, doña Deidania insistía en que le informara acerca de las hijas de la viejita Rufina Morales. Si surgían novedades, al menos podía escribirle para su consuelo. Mientras, L.C. Coutturet, le escribía con fecha 25 de septiembre (un mes después de haber recibido las letras del sacerdote) las informaciones ante el consulado de Francia en Rosario. Le contaba que había llevado a cabo las diligencias necesarias para el rescate de los colonos franceses de la Colonia Iriondo y que la carta del padre Marcos ya estaba en las manos del vicecónsul de Francia. Todo este ajetreo daba como resultado la formación de un fondo para pagar a los indios por la devolución de los cautivos. De aquí en más, le decía, el padre Marcos debía entenderse directamente con el Vicecónsul de Francia, anhelando que el trabajo sea coronado por el éxito. Un telegrama con fecha 7 de mayo de 1878, urgía al padre Donatti, informándole que “Por cautivos Andres Savignon pagaremos los docientos pesos Bolivianos cuando sean necesarios. Sirvase Ud. avisar remitirselo lo felicitamos por este paso humanidad. Avise familia. Alfredo Arteaga. Otra correspondencia, traslucía la afligida situación de un padre que ansiaba, todos los días, poder abrazar a su hijo, cuyo paradero se sabía era la toldería del sur. Y le rogaba al padre Marcos que hiciera todos los esfuerzos posibles para traerlo sano y salvo a su hogar. Don André Savignon, firmaba declarándose “soy de usted, su fiel servidor”. Y no cerraba la carta sin escribir como post data, que esperaba la respuesta lo más pronto posible, pidiendo que le perdonara la exigencia. No menos teñida de dramatismo aparecía la correspondencia de doña Carmen M. de Subiría y de doña Restituta E. de Lezama, secretaria y vicepresidente, respectivamente, de la Sociedad de Beneficencia, quienes se comunicaban con el padre Marcos y le aclaraban que la señora Deidamia O. De Díaz Velez, no estaba en ejercicio de su cargo por fallecimiento de su esposo.

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El fraile se paseaba por aquel galpón alargado, que él llamaba pomposamente “mi capilla” y a la que había puesto bajo la advocación de San José. Le pedía al padre adoptivo de Jesús que no le dejara de dar fuerzas. Recorría aquel recinto, humilde, despojado de todo tipo de oropel, concentrado profundamente en las cartas que recibía, en la gente que trataba de confiar en él, para que las gestiones realizadas ante los caciques, fueran exitosas y permitieran el regreso ansiado, ilusionado, esperanzado, de cada uno de esos cautivos, ya sean adultos o niños. ¡Qué misión difícil, la del padre Marcos! Más de una vez, sus ojos se negaron a seguir abiertos, dominados por el cansancio, por las noches en vela, por las horas y horas de oración ante la cruz de caldén que dominaba la capilla, apenas iluminada por las débiles luces de las pequeñas llamas de las velas encendidas a la imagen de Nuestra Señora. Pero el fraile franciscano no aflojaba en su propósito. Había empeñado su palabra y confiaba en que el Dios de los cielos y la tierra estaba allí, a su lado, para ayudarlo en la cruzada. Por momentos, su oración se cortaba...”no doy más Señor, perdóname por ser tan débil...pongo en tus manos todas estas peticiones... yo no soy más que un mero instrumento tuyo...” Las urgencias por conseguir el rescate de los cautivos incentivaba la correspondencia y daban cuenta que el dinero que había dejado don Miguel Cofré se lo habían enviado a su dirección por medio de Jose García Así y todo, si esa suma no fuese bastante para el rescate de esa familia desgraciada, le anticipaba al padre Marcos que Don Juan Carrera, les había comunicado desde Tres Arroyos en nota del 2 de Abril pasado, que había más dinero para ese fin y que por tanto puedía avisarsele para satisfacer lo que faltaba. En cuanto al dinero que dejó en manos de las damas, Dn Miguel Cofre, suponen que ya estará en poder del padre Marcos, poorque ha sido enviado por el Señor Dn José Garcia. Por el telegrama que el misionero franciscano hace al señor Arteaga dedujeron que para el rescate del frances Savignon se necesitaban 200 pesos bolivianos. Por lo tanto le comunicaban al fraile que quedaba autorizado por cuenta de la Sociedad de Beneficencia, invertirlos, en tan loable fin. Le aclaraban asimismo que, felizmente, la Sociedad contaba aun con algunos fondos, para todos aquellos cautivos que puedieran liberarse. Respecto á los cuatro franceses, y la mujer que había “comprado Baigorria”, esperaban que el padre Marcos hiciera todo lo que estaba de su parte para concretar su retorno y firmaban Carmen M. de Subiría, como secretaria y Restituta E. de Lezama Vice Presidenta.

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El Rescate de María Carriere de Omer Será el padre Pío Bentivoglio quien recibirá a la cautiva de Baigorrita, María Carriere de Omer. La carta dirigida por este fraile al padre Marcos es sumamente descriptiva. Está fechada el 20 de junio sde 1879 y expresa que “Anteayer como a las cuatro de la tarde llegó el Comandante Roca de su expedicion al Chadileuvú o Rio Salado, emprendida en persecucion del Cacique Baigorrita.” Y enseguida pasa a informarle que el rankel se les escapó, aunque los uniformados lograron quitarle doscientas veintinueve personas, cincuenta caballos, seis vacas y unas cuantas ovejas”. El padre Marcos se llena de asombro. ¡Con el hambre que tienen los indios y los propios soldados, semejante cantidad de carne era arriada por aquellos parajes! Pero el fraile sigue diciendo en su carta que los soldados se las comieron cuando iniciaron el regreso. Hizo el cálculo con rapidez: se comieron una vaca entre veinte personas. Al menos los de la segunda brigada, volvieron con la panza llena. Porque esta expedición alcanzó el grado 39, es decir, unas cincuenta leguas y medio más al sur, a contar del punto en que estaba acampando el padre Pío. Esto significa que habrían tocado un paraje conocido como Ranquelcoo, donde se supone que estaba Baigorrita. El excelente narrador que es el padre Bentivoglio describe que “En la marcha la espedición ha tenido que trasponer la asi llamada travesia, el Chadileuvú y tres o cuatro arroyos más, bastante hondos, pantanosos, pero angostos, que son como los canales por los que el Athuel desagua en el Chadileuvu. Dicha travesia tendrá cuando mas, 17 leguas de ancho, pero no es ni con mucho como nos la pintaban. Hay cinco pozos, bosques y pastos, en gran parte buenos.” En suma, el capellán de la 3era. División dice que lo más trabajoso para seguir por estos páramos son los pantanos, ya que entre todos, ocuparan unas cinco leguas. Le aclara que estos pantanos fueron cruzados a pie por la expedición, arrastrando el caballo de las riendas. Tan difícil es el tramo, que en partes los hombres se hundían hasta la cintura. El padre hace notar en su carta que estos pantanos no son permanentes, porque se deben al desborde de los ríos, en especial del Athuel. Todos estaban crecidos por las lluvias caídas al momento de llegar la expedición. Describe que “el Chadileuvú o Salado, tiene dos brazos uno de los cuales trae agua bastante salobre, la del otro, el de mas allá, es muy bueno.” El padre Marcos se entera de que la expedición ha perdido numerosos caballos y que muchos fueron comidos por los soldados, ya que las raciones eran muy escasas. Por la noche, cuenta en la carta, se robaban y carniaban patrios o mulas y de esa manera satisfacían el hambre. Aunque otra de las razones por la que se perdieron tantos animales fue porque se impartió la orden de acollararlos y mancarlos 337

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durante la noche, en verdaderos zampales. ¿Qué ocurría? Los animales se lastimaban y el salitre no les curaba esas heridas y quedaban inutilizados. Finalmente, cuenta el padre Pío, desde Cachi-Coo hasta Ranqueleo la expedición ha tenido que recorrer un suelo quebrado y pedregoso y de aqui es facil comprender cuanto mancarrón se quedaria despeado. Pasada la medianoche, se acercaron al Chadileuvu y fue ahí donde el comandante Roca, oyó relinchar un caballo. Creyó que los indios lo habían sentido y que la operación había fracasado. Por eso envió dos soldados adelante para cerciorarse de cómo estaban las cosas. Los soldados avanzaron y en la orilla del rio encontraron a un indio dormido. Lo tomaron prisionero y se lo llevaron al comandante. Cuando lo interrogaron se pudo sacar en limpio que el pobre diablo pertenecía a la gente de Camilao, también conocido como “el indio bueno”, propietario de unos sesenta vacas y un centenar de caballos. Su amo lo había enviado a traer esos animales y el indio saliól y se perdió en la noche. Se acostó y se quedó dormido. Les dijo que su amo era amigo de Baigorrita y en verdad, no quería unirse a él, también le dijo que no muy lejos de ahí estaban los toldos de Rico con un regular número de indios y una chusma harto numerosa. Con todos esos datos, el comandante Roca pensó que lo más urgente era pegar el golpe a Baigorrita, ya que el prisionero confesó que debía estar en Ranquielcoo. Más tarde podía intentar la captura de Carriloo. ¿No hubiese sido mas acertado desprender para esta empresa cincuenta de los doscientos hombres que tenia, y asi llevarles á cabo las dos a la misma vez?. Parece que sí y lo cierto es que cuando fueron a buscar al pájaro, éste se habia volado. ¿Cómo ocurrió esto? ¿Cómo se enteró el cacique que los soldados venían por él? El misterio queda develado por el padre Pío. Cuenta en la carta que al cruzar la travesía, desertó un indio de Cayupán y con su caballo voló por sobre los pastos, los arroyos y las piedras. Llegó hasta Baigorrita y lo anotició de los movimientos de la expedición. Así y todo, el cacique se creyó seguro donde estaba y pensó que los cristianos no lo alcanzarían. Pero la columna de soldados adelantaba en el territorio y llegaba con su vanguardia hasta Ranquelcoo. Husmeaban los baqueanos por aquí y por allá, se daban cuenta que solo faltaba muy poco para darle el zarpazo final al huidizo rankel. Sin embargo, ya sea por imprecisión, por falta de habilidad, o por equivocación, obligaron a la tropa a dar una vuelta larguísima y fueron a dar con los hocicos en un monte o bosque muy tupido y estas circunstancias favorecieron mucho a Baigorrita. El indio y su gente ya no aguantaban más. Estaban mal montados, mal alimentados o mejor dicho, muertos de hambre. Las chinas y los mozos arriaban la escasa hacienda que les

quedaba. La mayoría iba de a pie. No pasó mucho tiempo para que la vanguardia de la expedición al mando del teniente Toro, del Noveno Regimiento, con quien marchaba el indio Cayupán, les diera alcance. Cayupán había parlamentado largas horas con Baigorrita. Esto trajo aparejado una demora que resultó fatal para el cacique. En una palabra, hay quienes aseguran que Cayupán hechó a perder el escape de Baigorrita. Pero no es menos cierto que quien habló mucho con el cacique fue Maniqueo y recibió como respuesta las palabras de un jefe que se juega por su gente: La contestacion que este obtuvo del Cacique en resumen fue esta: “dile al Comandante Roca que sé muy bien que estoy rodeado por todas parte, con todo no me rindo. Tenga el Comandante paciencia hasta que se hayan incorporado los Pegüenches que vienen y voy a encontrar y nos veremos las caras” y se fué, y al parecer no muy de prisa. El propio padre Pío Bentivoglio se pregunta: “¿Cómo y por qué no lo persiguieron hasta echarle la uña?. Por culpa, ya se sabe, de los caballos. En efecto, parece que los animales en que iba montada la vanguardia estaban rendidos, que más a haber, en la persecución, andado el camino mas largo y no cabe duda en que la caballada alcanzó la vanguardia unas horas despues de la famosa entrevista Maniqueo-Baigorrita. “ El mayor Alvarez, sobrino del Obispo de Córdoba, partió para terminar con su empresa. Encabezaba una partida de cincuenta soldados que quedaban en Chadileuvu y fue en busca de Baigorrita. Estaba en la creencia de los jefes que Baigorrita debía haber vuelto a Ranquelcoo o quizás al mismo Cachiloo. El padre Pío le dice a fray Marcos que le adjunta una lista de los cautivos rescatados por Roca, y le subraya que entre ellos ha llegado también “D° Maria Carriere de Omer. Actualmente está aquí en el sitio del Coronel. Llegó en un estado que daba lastima. Yo la saqué de entre las demas cautivas y le proporcione bien de pronto como vestirse, sacando fiado del señor Brandi. Creo que la deuda encontrada con este motivo no bajará de ocho pesos bolivianos, pues aquí todo lo venden muy caro.” Tras esta descripción de los hechos, el padre Pío le pregunta a Fray Marcos “¿He obrado mal haciendo así?” Y se responde a sí mismo que “Todo lo contrario yo creo haber interpretado bien la intencion de Ud. Parece que con los carros de la Proveeduria el Coronel remitirá a Ud, en esa, a todos los cautivos a lo menos así lo tiene expresado varias veces” Enseguida pasa a informarle al padre Marcos que “.De salud me conservo bueno. Hace tres dias que nos está molestando un viento insoportable. Veremos hasta cuando dura. Recomiéndeme mucho a Dios por los meritos de San Josef. Es-

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cribame y digame si ha recibido las tres cartas que le he escrito a Ud. ultimamente; es decir tres sin contar ésta. Lo saludo a Ud. y a todos los demas de la Comunidad. S. a y S.Fr. Pio Bentivoglio” “Rectificacion: La entrevista de que hablo en esta carta tuvo lugar entre Maniqueo y Lucho y no entre aquél y Baigorrita. Con el correo de hoy, 24 no he recibido ninguna carta de Ud. Vale”. Continuaba la correspondencia llegando a las manos del padre Marcos. La presencia del sacerdote en Villa Mercedes, punto de contacto con la tierra rankelina, lo ubicaban en la posición justa para que se entendiera con los jefes indios y lograra la devolución de numerosos cautivos. En parte porque algunos cautivos se mostraron de acuerdo en regresar y en parte porque los rankeles veían dudoso el porvenir para negarse a los requerimientos de los blancos. Desde Tres Arroyos, y con fecha 27 de junio de 1879, Juan Carrera expresaba que quien le alcanzaba la carta era Demetrio Ortega Gavilán, esposo de Máxima, con quien se casó y no pasaron unos meses que los indios la hicieron cautiva. Para colmo, se la llevaron a las tolderías estando embarazada. Don Juan Carrera le decía al padre Marcos que el joven llevaba todos los recursos necesarios para lograr el regreso de su esposa, y solo pide su cooperación para el éxito de esta gestión. No menos feliz resulta aquella carta de doña Cipriana S. De Saenz Peña, que le expresa al padre Marcos que recibió las letras que él le enviara acerca del cautivo Antonio. Le decía que ya estaba en su poder y aprovechaba para decirle que se lo había entregado a Feliza Carballo, que es la madre de este menor. Le aclara que lo entregó con la ropa que tenía y además dándole dinero para que se pagara el viaje hasta Tapalqué, punto de residencia.

Es Posible Rescatar a Doña Alfivia Tello y a sus Hijos Algunas cautivas registraban un proceso complicado para ser liberadas. Al parecer no era muy claro el asunto y los planteos de un lado tambaleaban por un argumento desgraciado o bien del otro lado surgía un malentendido que volvía todo a fojas cero. Así acontecía con doña Alfivia Tello y los hijos de esta señora que también eran cautivos. A veces el padre Marcos se enteraba de la presencia de estos cristianos que vivian en las tolderias y comenzaba por su cuenta, de oficio, la negociación de ser devueltos a sus familias. En ciertas ocasiones se había dado por perdido a fulano o a mengano, ya que no había noticias que pudieran descubrir sus paraderos. Y en el caso particular 340

de doña Alfivia Tello, hasta se vendieron sus bienes porque la falta de información, obligó a darla por desaparecida. El vecino Miguel Cufre se mostró sorprendido ante la carta que recibiía del padre Marcos, porque en pocas líneas le explicaba que era posible rescatar a doña Alfivia y a sus hijos. El juez Juan Carrera leyó esta carta y le escribió al franciscano, que estaba en Villa Mercedes, para que por su intermedio se pusiera en contacto con las autoridades locales, y nombraran a la persona que deberá recibir a los cautivos y hacer entrega del dinero de los gastos de gestión que se hubieran ocasionado. El padre Marcos le contestó al juez que había estado a punto de lograr el rescate de la señora Alfivia Tello y no se consiguió porque faltaba un resto de dinero pedido por los indios. Miguel Cufre lamentaba no haber podido llevarle personalmente el dinero solicitado y le aclaraba que su comadre no poseía fortuna alguna, porque el juez anterior, en vista de una presunta muerte de la cautivada, procedió al remate de los bienes de su pertenencia. Sin embargo, le aclara, que desde ya el padre Marcos podía contar con la suma requerida, porque el juzgado le abonaría lo que fuere necesario Le dice al finalizar la carta que con el fin de que la correspondencia no sufra retrasos, dispuso enviarle esta carta por el Correo y le rogaba al padre que hiciera lo mismo. Agregaba que el nombre de los hijos de la Comadre en el orden de sus edades eran: Agustín Silva, Carmelita Silva y Feliza Silva.Le aclaraba que había un cuarto que estaba en su poder y que era Rufino Tello. Al finalizar le anticipaba que don Daniel Suzbett, firmaba la carta a ruego de Miguel Cufré, por no saber escribir. No hay dudas de que el Juez Juan Carrera de Tres Arroyos, es uno de los más preocupados en estos asuntos del rescate de cautivos. Cuando se entera por el padre Marcos que es posible rescatar a doña Algivia Tello, le ruega que haga todo lo que esté a su alcance para lograr el retorno de esa dama de su cautiverio. Le anticipa que el dinero que el padre Marcos le indica que se necesitaba para el rescate, se lo ha comunicado de inmediato a la presidenta de la Sociedad de Beneficiencia. A todo esto, el padre Marcos ha conseguido que los indios le entregaran una pequeña cautiva y el juez Carrera le dice que debe entregársela a Sabina Cesareo, en caso de que la madre tardase en salir del cautiverio. Le pide al padre Marcos que le indique a quien debe entregar el dinero que se pagó por ella. Y se despide con una frase que intenta redondear aquella situación: “Siendo un acto humanitario y un deber de una autoridad mirar por sus vecinos que gimen en cautiverio es que me tomo la libertad de incomodarlo rogándole disculpe en vista de lo expuesto á su atto afmo y S.S. Juan Carrera.” 341

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Se encontraba el padre Marcos en su oratorio de Villa Mercedes cuando recibía una carta conmovedora del Juez Juan Carrera, quien le escribía en nombre de Eustaquio Hidalgo, esposo de Sabina Cesareo. Al parecer Juan Carrera le garantizaba al padre que era cierto que Alfivia Tello era comadre de Cufre y que éste se había dirigido en busca de su comadre, mas como resultara engañado, había hecho un alto en las diligencias y trataba de encontrar otros medios para lograr su cometido Pero ahora, .le aseguraba don Juan al padre Marcos, que enterándose Cufre de la calidad del intermediario, resultará para él un consuelo y que no dudaba que habría de poner todo los medios a su alcance para conseguir la libertad de su comadre y su hija. Carrera nombra a Cufre para que reciba a las cautivas, si es que han sido rescatadas. Un telegrama del 18 de febrero de 1878, que tiene como destinatario al padre Marcos en Villa Mercedes, viene a señalar la urgencia de la gestión que debe cumplir el sacerdote. Al parecer, don Alfredo Arteaga se ha cansado de enviarle mensajes al Presidente de la Republica y al comisario Dillon, y como no recibe respuestas de ambos, le dice al padre Marcos que le avise cuánto dinero necesita para rescatar a cinco cautivos. Pero que esta gestión se cumpla lo antes posible. Con fecha 24 de febrero de 1878, el telegrama decía que el jefe de la Estación del Ferrocarril Andino debía poner a disposición del Padre Marcos Donatti, un pasaje de primera clase y dos de segunda, con destino a Río Cuarto. El viaje corría por cuenta del Tesoro Nacional, y el padre Marcos llevaba en calidad de comisión, dos cautivos a Buenos Aires. Estaba firmado por Julio Ruiz Moreno. El padre Marcos viajaba con algunos cautivos que fueron rescatados y llevados en tren a Buenos Aires. Allí eran puestos a disposición de las familias que los entregaban a sus legítimos parientes, siendo la señora de Cullen, una destacada dama encargada de cumplir con estas tareas. Cuando no se encontraba a la familia a la cual pertenecía el rescatado del cautiverio, se lo dejaba en una institución regliosa, como fue el caso de una muchacha, cuyo destino parecía bastante oscuro para la suerte de esta pobre jovencita. Cuando esto acontecía, la joven quedaba en la Casa de Ejercicios Espirituales, hasta tener noticias de su familia.

La Libertad de Doña Alfivia Tello La carta del 17 de julio de 1878, dirigida al franciscano en Villa Mercedes, es una explosión de alegría y satisfacción. Allí le expresa, el juez Carrera al misionero, que “me he impuesto de su grata del corriente, en donde me comunica que doña Alfivia Tello esta yá libre del cautiverio en que se encontraba”.

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El juez le da al padre Marcos las gracias por los importantes servicios que ha prestado para que la mencionada cautiva pudiera volver a su casa y le hace llegar las felicitaciones de los vecinos. Vuelve a reiterarle que debe decirle a Cufre y a la propia Alfivia, que en la pasada por Buenos Aires, se vean con el apoderado del juzgado, Don Adolfo Mendiburo, por si llegasen a precisar algo y que el final del viaje debe ser en ese juzgado de Tres Arroyos , para satisfacción del vecindario y pagar con este solo hecho, a quienes le han deseado y le desean toda felicidad. Luego viene un expresión dramática para el padre Marcos: “Como á esta mujer lo poco que tenia se lo han vendido, es necesario que Ud. Le diga que no tome resolución ninguna hasta tanto no se imponga de los que le desean el bien, pues Cufré, que está al corriente de todo lo ocurrido podrá manifestarle lo que se ha hecho. Espero tambien de Ud. que cuando se venga tenga la amabilidad de manifestarme con detalles lo ocurrido para hacer que se corresponda como merece un acto tan humanitario.” Y firmaba: Juan Carrera.

Amargas Quejas del Padre Moisés Alvarez Dirigidas a Fray Marcos Donatti Desde el Fuerte Sarmiento, el padre Moisés Alvarez le escribe al padre Marcos para informarle que todavía sigue viviendo en la casa del señor Cheli, que le han robado dos damajuanas de vino que había guardado para enviárselas a Villa Mercedes y que el comisario pagador aun no le ha pagado nada, que le prometió que cuando regresara de Buenos Aires, si le llegaba a sobrar algo, le podrá pagar. Esto es así, le explica, porque el comisario le dijo que debe abonar al médico de Italó y a un oficial de apellido Corrales, “que bien pueden anticiparse al Sr. Dn Jose M. Lozano á quien dice que entregará la plata porque dicho señor tiene un poder mio; así pues encargue a dicho señor Lozano que esté atento para que los encargados de esos otros, no se le anticipen en el cobro”. El padre Moisés Alvarez es un hombre que se caracteriza por ser sumamente llano y honesto. Por eso le dice al padre Marcos que “Nada tengo que conservar en secreto con Ud. Si le he dicho que quiza vaya para su casa seria á visitarle ya que Ud. se dispensa de visitar á su Prefecto compañero y amigo etc. Voy a escribir al Coronel Racedo por la ración y lo que se le ocurra decirme le diré por otra. Parece un niño; primero me escribe recomendándome al Sr. Cufré con todo el entusiasmo de uno que se interesa muchisimo por la persona recomendada y luego en la segunda carta poco falta para que me diga que lo eche por imprudente, ¿No sabia Ud que no tenia casa? Tanto Cheli commo yo cuando vimos el empeño como Ud. lo recomendaba, por Ud. lo recibimos en palma de manos, hicimos por él lo que nos 343

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fue posible y si más hubiera querido más le huvieramos servido, porque no pidió caballo separado para llevar al muchacho no se lo dimos: creyendo que Ud. se querria congraciar con el Sr. Casares.” Realizada la admonición, el padre Moisés arremete a fondo en la reconvención al padre Marcos: “Cuando hubiese de recomendar á alguno, hágalo, pero que merezca la recomendación, y no a cualquier pelofustano, que me pueda estafar ó darme algun soberbio chasco ó hacerme pasar algun bochorno etc. etc. Cuando yo le recomiendo á alguno es siempre porque me ha servido o porque por algun titulo se merece la recomendación. Digale a fray Felipe que con Ud. me mande las semillas que le encargué, que nos son muy precisas.” Sin duda, que el padre Marcos, a veces muy llevado de las apariencias de ciertas personas, debió experimentar el sabor amargo de las palabras del padre Moisés. Y como si todoa esto fuera poco, Miguel Cufre lo urgía con dinero mediante un telegrama fechado en Rio Cuarto, el 25 de julio de 1878: P. Marcos Donati. Mande plata y paso para esa conteste hoy mismo necesito. Miguel Cufre.

El Coronel Racedo Recrimina a Fray Alvarez por su Decisión de Renunciar al Fuerte Sarmiento Sujeto a las órdenes de una superioridad que se jactaba de tener la idea ejemplificadora de ponerle punto final a la existencia aborígen en las pampas argentinas, el coronel Racedo le escribe al padre Alvarez, cuya capellanía en Fuerte Sarmiento ya no es ejercida por el franciscano debido a su intempestiva renuncia. Racedo lo trata de “amigo” y le dice que ha recibido la carta que le enviara recientemente. Le asegura que va a enviarle las raciones que el fraile le pide, pero le aclara que debe hacer una solicitud al Gobierno, exponiendo que se encuentra en la Frontera, ejerciendo el cargo de Prefecto de Misiones. El coronel Racedo le anticipa al padre Moisés que con seguridad va a ser atendida esa solicitud, “pero hasta tanto esto suceda, muy apesar mio, sabré que está Ud. de vigilia, las que puede Ud. hacerlas por el amor de Dios. Esto viene á probar que Ud. hizo una chanbonada pidiendo su baja, pues de lo contrario estaria en el Fuerte Sarmiento Nuevo, gozando de sueldo, raciones é tutti cuanti. Le desea felicidad su affmo amigo E. Racedo

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Por supuesto, el padre Alvarez considera a las raciones como importantes para la subsistencia de tanta gente, especialmente los llamados “indios amigos del Fuerte”, pero Racedo no comprende las otras razones que insistentemente, el misionero ha intentado hacerle ver: ya no puede soportar un trato denigrante para los subordinados, la decersión de numerosos indios que partieron en busca de familias que deambulaban por los campos, y la pobreza y miseria en que se debatían las tribus. El franciscano siente que la sangre se le subleva cuando advierte que no solo los indios son tratados con gravísima faltas de caridad. Más de una vez se llegó a preguntar qué estaba haciendo él, un hijo de Francisco de Asís, en medio de aquel infierno, donde los soldados blancos también experimentaban la absoluta falta de sensibilidad humana en el trato, por parte de sus superiores. Por más que intentara explicarle a Racedo que ese no era el ejemplo que los soldados y los indios amigos necesitaban de sus mandos, nada conseguía de aquellos hombres tan desbalanceados en sus actitudes y en sus valores. Nada extrañaba entonces la decisión que iba tomando forma en el corazón del fraile: renunciar a una acción que resultaba por demás negativa, tal vez su tarea apostólica era reclamada en otros lugares donde podría alcanzar mejores frutos.

Una Cautiva como Obsequio para El Presidente de La Nación... Don Amador Rodríguez, cuyo oficio era la de Juez de Paz, escribió al misionero franciscano acusando recibo de la nota del 26 de febrero, donde el sacerdote le contaba que había traído de las tolderías “una chica que le ha sido dada por los indios para obsequiar al Presidente de la República”. No era imposible que sucediera algo así. Lo que ocurría en verdad, es que había necesidad de los aborígenes de tentar todos los medios para alcanzar benevolencia por parte de las autoridades. Ya era una atrocidad lo que se llevaba a cabo en los campos con la persecución a los indios. Los rankeles confiaban en el padre Marcos. Después de todo, era el último interlocutor válido que les quedaba para mantener canales abiertos de comunicación con los winkas. ¿Quién mejor que el misionero para llevarle al Presidente de la Nación, un obsequio como éste? Pero resulta que la jovencita que aparecía como obsequio de los indios, tenía a su papá entre la gente del pueblo, que esperaba con ansias jubilosas el momento de encontrarse y abrazar a su hija. Don Reyes Barrera, padre de la expresada niña, recibió, con el grado de justa alegría, la noticia que tan oficiosamente le daba el Juez de Paz. Esa noticia de que la hija, Maria Barrera, a la que los indios llamaban 345

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Luisa, ya era libre, ya estaba dispuesta a viajar y encontrarse con su amado padre. Barrera, un hombre viejo y achacoso, resolvió marcharse a caballo a Villa Mercedes y le rogó al padre Marcos que su hija le fuera entregada en casa del Juez de Paz de la Villa, don Mateo Ojeda, casado con Patricia Becerra, sobrina de Barrera, cuya casa estaba en la Posta del Oratorio. Ese era el punto fijado donde Barrera tendría la gran alegría de su vida, de poder abrazar a su hija. Para el caso de que todo esto fuera denegado, entonces la cautiva sería recibida en Rio Cuarto. Don Reyes Barrera envió el poder especial y las instrucciones a don Mateo Ojeda, para que si fuera posible, vaya a recibirla allí.

El Regreso de los Cautivos al Mundo de los Blancos Rescatar cautivos, le imponía al misionero franciscano, un desplazamiento permanente entre la frontera y las tolderías. No solo se trataba de negociar con los rankeles, había que cabalgar decenas de leguas y luego poner en marcha un proceso diplomático con argumentos convincentes, suficientemente convincentes, como para que los aborígenes comprendieran las razones humanitarias de devolver a los cautivos. Algo de eso debió acontecer porque los rankeles le avisaron al padre Marcos que le darían a Juan, un cautivo que casi había perdido las ilusiones de volver algún día al mundo de los blancos. Cuando los indios le entregaron a Juan Español, este cautivo observaba al franciscano con los ojos humedecidos por las lágrimas. Seguramente había esperado por largo tiempo este momento, y el tan ansiado momento finalmente había llegado. Juan Roldan le decía al padre Marcos que según el coronel Eduardo Racedo, debía conducir al cautivo Juan Español a Bell Ville. Los gastos del transporte hasta Italó, para que luego tomaran el tren, debían ser comunicados al propio Juan Roldán, ya que estaba autorizado por un tal señor Villarroel de la localidad de Fraile Muerto, para hacer los gastos que fueren necesarios para la conducción del cautivo rescatado. El regreso del fraile a Villa Mercedes siempre constituía una jornada especial. Cuando lo gente lo veía llegar hasta el oratorio San José en la calle 3 de Febrero (hoy calle Pedernera, a escasos metros del río) descontaba que regresaba de los aduares rankelinos. Le atendían al animal, que se mostraba tan cansado y sudoroso como su jinete, y el padre Marcos ingresaba al oratorio, se reclinaba frente a una gran Cruz de caldén y oraba por un largo rato. En otra carta, el padre Marcos era informado acerca de las hijas de doña Rufina Morales, una viejita que llegó al pueblo con los últimos cautivos. Se decía 346

tenedora de trescientos pesos bolivianos y que los guardaba para pagar el rescate de sus hijas: Florencia Luna, en poder del indio José Quiroga y la otra hija era Bernarda Luna, en poder el indio Benité. Aclaraba que si de los trescientos pesos llegaba a faltar algo, ella suplicaba que lo pagara la Sociedad de Beneficencia, ya que está muy pobre y no tiene más dinero. La autora de esta carta, Deidamia O. De Díaz Vélez, agregaba que el señor Puig todavía no había viajado por Buenos aires y por eso no encontraba el modo de hacerle llegar el dinero. Sin embargo, agregaba que ni bien apareciera por allí, el nombrado, le alcanzará la suma solicitada. Y le enviaba los recuerdos del esposo y pedía las bendiciones del Cielo para el padre Marcos, por la tarea que se había impuesto. Si Benito Mana se esforzó por escribirle al padre Marcos desde Tala de los Pantanos el 18 de marzo de 1878, más se preocupó el misionero por traer de regreso a unos cautivos que desde hacía bastante tiempo que esperaban ser rescatados. Mana le decía al fraile que ayer había llegado a su casa el persa de los indios, Francisco Mora, en busca de algunos cautivos, particularmente, de la llamada Juana. Y sobre este asunto le había escrito al jefe de los rankeles con objeto de que les fuera entregada la mencionada Juana, sin embargo, hasta la fecha no lograba respuesta ni entrega de cautivos. Unos días después, el 25 de marzo, otra carta, esta de Joaquín Cullen, ponía en alerta al sacerdote sobre un jovencito de nombre Ignacio Acosta. El mismo había huído del poder de José Quiroga después de dos años de cautiverio. Cuando Joaquín Cullen lo recibió, lo envió de inmediato al partido de Las Flores, lugar de su familia. Sin embargo no pasó mucho tiempo que el domicilio de Cullen fue visitado por el ex cautivo Ignacio y su padre, porque querían promover el rescate de otro hijo, hermano de Ignacio y que fue robado por los indios al mismo tiempo que éste.- El buen hombre le rogaba al padre Marcos que arreglara el importe del rescate y le enviaría el dinero por medio de Joaquin Cullen. Avanzando al mes de abril, las cartas no variaban mucho en la argumentación de sus corresponsales. Don Joaquin M. Cullen le escribió al fraile que había recibido la carta que le enviara no hacía mucho tiempo y que ese mismo dia le había escrito al padre del cautivo Leandro para anoticiarlo sobre las indagaciones del misionero y sin demora se iba a dirigir al Fortin Sarmiento averiguando si el cautivo se encontraba en ese lugar. El padre Marcos le había expuesto a Cullen que el Gobierno antes de celebrar nuevos tratados con los indios, debía exigirles la devolución de todos los cautivos, ya que por las conversaciones que él mantenía con los capitanejos, los veía muy atemorizados. 347

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¡Y como no iban a estar atemorizados, si la persecución había sido terrible, y seguía siendo atroz! Fray Marcos se anticipaba con una medida que podía ponerle punto final a tantas desgracias entre las tribus. Cullen le respondía que esperaba que esa iniciativa la pusieran en práctica cuando viniera la comisión de indios. El final de la carta, aunque no se decía, descubría que se trataba de un cautivo importante: “Respecto á Leandro debe hacer presente á Ud.que despues de escrita mi carta anterior, el padre del cautivo vió al Gobernador Casares y este le prometió hacer escribir á Ud. por intermedio al general Roca y pagar todo lo que costase el rescate. Ignoro si lo habrá hecho. Todos nosotros le agradecemos mucho los votos que hace Ud. por nuestra felicidad y yo me repito su respetuoso servidor. Joaquín M. Cullen” Otros, como Agustín Garzón, llevaban a cabo ciertas diligencias a nombre del padre Marcos, como reunir prendas de vestir para los cautivos. Y desde Córdoba llegaban los anuncios: Contenido del Cajon. marca R.P.F.M.D.”Villa de Merced” 2 piezas percal para vestidos. 6 “ lienzo 1 “ bramante 2 pañuelos de reboso 4 pares alpargatas 7 vestidos para mujeres, grandes 6 “ “ “ chicas 2 enaguas “ “ 3 camisas “ “ 3 “ “ hombres. 3 pantalones para id 6 “ “ chicos 2 sacos “ hombres. 9 “ “ chicos. 2 chalecos “ “

En el caso de doña Sabina Cesar, las cosas eran de otra manera. Ella se movilizaba con los datos que le suministraba el padre Marcos y por eso le informaba luego del resultado de sus gestiones. “Me han recibido las chinas” le decía al misionero, esto equivalía a expresar que las indias que había llevado, tuvieron aceptación, y que ella había arribado con buena salud. Por momentos le quedaban dudas acerca de la gestiíon, por eso le confiaba al padre Marcos que “Lo que yo no se es que si las iré a llevar yo ó las van a mandar; Si llega a venir Manuel Mancilla el cautivo, escribale a Da. Ivana Mancilla a la madre que esta en el Río 4º en la estación”. 348

No cabe la menor duda que el padre Marcos veía facilitada la tarea con la ayuda de gente como Sabina, delicada la salud, pero así y todo se movilizaba sin perder tiempo para lograr la restitución de las personas a sus familiares. En ocasiones, las cartas que le llegaban eran sumamente descriptivas, entonces podía actuar con presteza, como aconteció con Inocencio Gallo, que le escribió sobre un robo acontecido el 22 de octubre de 1878 “fue cautivo un chico, de edad de 13 años llamado Zoilo Cegobia, el paraje en donde se hallaba, era, La Verde, los indios, que lo cautivaron eran 9. Haga todo lo posible pues es sobrino mio”

El Canje de los Cautivos no Involucraba Dinero Cuando los indios pedían un canje, significaba que no era dinero lo que solicitaban para entregar a algún blanco que vivía con ellos. El canje significaba que el ejército debía devolver a ciertos indios que estaban en calidad de prisioneros y entonces se procedía al traspaso. Las autoridades de la Sociedad de Beneficencia como Ercilia S. De Alba y Amalia C. De Bargas, secretaria y Presidenta, respectivamente, ponían en conocimiento del padre Marcos, que el Ministro de la Guerra les ofrecía cinco indios, que fueron solicitados para el rescaste de igual número de cautivos. Las damas le pedían al Padre Marcos que se comunicara con el Ministro y procediera al canje. Entonces venían luego las cartas que daban luz verde al sacerdote para que se moviera con sus protegidos: “Por cuanto pasa hasta la Capital de la Republica el R.P. Fray Marcos Donati, conduciendo la Comision de Indios del Cacique Epunguer Rosas, compuesta de ocho indios inclusive dos niños cautivos y á objeto de presentarse al Ministerio de Guerra y Marina para renovar los tratados de Paz. Por tanto, las autoridades del tránsito se servirán no ponerle embarazo sin justa causa. Villa de Mercedes, Julio 14/1878 Guillermo Blance

A veces las cosas se complicaban y entonces el padre Marcos recibía una carta del Arzobispo de Buenos Aires, Federico Aneiros con términos que no le daban mucho margen para la movilización: “Muy Rdo Padre: He hablado con el Sr. Ministro y me dice que Namuncurá no ha mandado persona de representación, que manda pedir y que mientras tanto prepara invasiones. Siento mucho y desearía que de buena fe hiciesen las cosas, aceptando lo que el gobierno diga, que entonces podremos los Misioneros hacer mucho en su favor. Haga V:P. Lo que pueda y mande. SSS y C. Federico Aneiros, Arzobispo de BsAs.”

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Por cierto que el Arzobispo desconoce o pretende desconocer la forma de actuar de las autoridades con respecto a las tribus. El Tratado de Paz que firmara Mariano Rosas con Mansilla y asistiendo el padre Marcos, fue incumplido y todo volvió a cero. Si Namuncurá, que no era rankel, mandaba a pedir raciones, era porque los indios tenían necesidad, tenían hambre. Y si preparaba invasiones, era porque los blancos ya se habían apropiado de los campos, del ganado y de todo cuanto se moviera por esas tierras que fueron, alguna vez, el sustento de los hombres que vivían libremente y respetaban al monte y a los animales. La presidenta de la Sociedad de Beneficencia Deidamia O. de Diaz Velez, informaba al padre Marcos del fallecimiento de su marido y la carta, lacrimógena por excelencia, expresaba: “Despues de la desgracia que he tenido con la irreparable perdida de mi esposo arrebatándome al que como modelo fue el compañero de mi vida durante tantos años, aun no puedo darme cuenta del vacio y la triste soledad que la muerte á dejado a mí alrededor. En Dios solo espero la tranquilidad que necesito” De inmediato pasaba doña Deidamia a relatar sus inquietudes con respecto a la gente que permanecía en las tolderías y que podrían ser recuperadas para sus familias. .“Ahora, señor, tengo grandes empeños por las hijas de la pobre Dña Rufina Morales, que esta infeliz no deja de estar escribiendome casi todas las semanas suplicándome por sus hijas que estan en la tribu del finado Mariano Rosas, ella dice que hará todo el sacrificio posible por el rescate de sus hijas, abonando el dinero que ellos pidan. Esto, señor, como no lo considero tan pronto, yo lo que le suplico á Ud. es, que lo mas pronto que le sea posible, me escriba diciendome lo que hay sobre estas muchachas, para yo escribirle una cosa cierta. Sin más por ahora me repito su afma y segura servidora”. De los pagos de Areco llega una humilde carta, que le reconoce al Padre Marcos el rescate de una pequeña llamada Petrona y por quien pagara a los indios setenta pesos bolivianos. Por cierto que se trata de una noticia que llena de satisfacción al firmante (cuyo nombre nunca podrá saberse porque falta el trozo de papel) ya que la niñita es su hija. Y viene un testimonio que pinta la realidad de aquellos tiempos: “En el año de 1874, mi familia fue cautivada por los Indios esceptuando un niño llamado Nazario y esa chiquita entonces era de pechos. La madre efectivamente se llama Eufemia, por consiguiente todos esos informes tan exactos salvan la duda de que creía que la cautivita es mi hija. Mucho desearía poder costearme á ese punto a traer mi hija, y reembolsar á la digna sociedad de Beneficencia la suma que ha gastado para sacarla del cautiverio; pero circunstancias muy contrarias a mi voluntad me privan por el momento de llenar mis mas ardientes deseos. Estoy a cargo de intereses ajenos y mi patrón subsiste en Buenos Aires; el cual no vendrá por acá hasta la primavera [...] (sin firma)

Finalmente, Juan Carrera no puede ocultar su inmensa alegría y su satisfacción al ver que regresaba al seno de su familia, doña Alrgivia Tello y sus hijos. Por cierto que agradece las gestiones del padre Marcos y la cooperación de la Sociedad de Beneficencia del Rosario. La gratitud que le expresa al sacerdote es en nombre del vecindario que reconoce la dedicación del misionero a su santo ministerio.

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Garzón Informa que Todavía Quedan Fondos para Pagar Algunos Rescates... El 22 de noviembre de 1978, don Agustín Garzón se apresura en enviar un cajón con ropa para los cautivos. El padre Marcos recibe este presente desde Córdoba y agradece al Cielo este gesto, ya que no son pocos los cautivos que unicamente visten harapos y lo que queda de algunas ropas que trajeron cuando fueron robados. Garzón reconoce que llega tarde con esta ayuda, pero se esmera en entregar cuanto antes la buena noticia de que todo es esfuerzo de la Conferencia de María de la Merced y de algunas otras personas. Remarca que la presidenta de la mencionada Conferencia, es doña Rosario Gacitúa de Moyano y es quien le ha encargado que le diga al padre Marcos si tiene alguna necesidad urgente de dinero para pagar el rescate de los cautivos, ya que ella puede contribuir con alguna pequeña suma. En este asunto, los rumores, las noticias acerca de tal o cual mujer que es cautiva, necesitaban ser corroborados y luego, cuando recién se sabía a ciencia cierta que se trataba en verdad de alguien que necesitaba regresar al seno de su familia, entonces comenzaban las gestiones. El padre fray Moises Alvarez, en el Fuerte Sarmiento, le escribía al padre Marcos que allí había una cautiva de nombre Máxima y que era “hija de una vieja del Rio Cuarto”. Añadía que Máxima quería salir para ver y ayudar a su madre. En realidad, se trataba de una niña de 15 años. La persona que le confiaba estas cosas al padre Alvarez, le expresaba que era de lamentar su desgracia, ya que la tenía un tal Sandalio como sirvienta. Agregaba que la madre se llamaba Narcisa Iriarte y vivía en Río Cuarto, en la casa de don Jose Toledo. Ya avanzando en el tren de sinceramiento, el padre Alvarez le decía al padre Marcos que quien le confiaba todas estas cosas era doña Pepa Irusta, que “conocía muy bien a la vieja y me dice que no sirve de nada, que era de malas costumbres, etc. etc.” El padre Moises Alvarez le sugería, entonces, al padre Marcos, que “él podía pédírsela al Coronel, y una vez en su poder, depositarla en alguna casa buena, pues actualmente corre el riesgo de perderse”. Mientras tanto, la presidenta de la Sociedad de Beneficencia, señora de Díaz Velez, le enviaba al padre Marcos un telegrama con carácter de urgentísimo. Le decía que le mandara a la cautiva Bernardina Luna y que le avisara en el momento de enviarla. Otro telegrama lo instaba a recoger a las cautivas Inocencia y Alceria Paez. Debía contestar de inmediato, y firmaba Vicente Paez.

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Otras cartas era portadoras de noticias menos agrias. Una colaboradora como Sabina Cesar, le expresaba que el objeto era informarle que ya tenía en su poder a la niña que daban por perdida y que resultó que estaba en Buenos Aires, con el Coronel Levalle. De pronto, saltaba abruptamente a otro asunto y le recordaba que si apresaban al cacique Epumer, se lo hicieran saber. Le encargaba que le dijera al padre Alvarez en el Fuerte Sarmiento, que cuando le escribiera, pusiera en el sobre “para Juarez”. Doña Gala E. De Arias, agradecía la carta del padre Marcos y sobre todo el envío de la cautiva que de inmediato fue entregada a su madre. Por cierto, esa señora quedaba muiy agradecida y le daba las gracias por tan grandes servicios. Al parecer doña Gala le envió un remedio al padre Marcos y le decía que esperaba que le hubiera sentado bien y que Dios lo conservara sano para que pueda seguir haciendo muchos y grandes servicios al proójimo. Y finalmente, un telegrama donde le solicitaban remitir a Andrés Savignon, por cuenta de la Inmigración. Será ese consulado en Rosario el encargado de pagar los gastos del viaje y agregaban que desde allí lo remitirían a la colonia. Por cierto, le solicitaban que avisara cuando llegaba. Don Alfredo Arteaga firmaba.

Llegan Malas Noticias de Villa Mercedes La Viruela no Perdona y Mata a los Indios de Cayupán El padre Marcos Donatti le escribe una carta a Wenceslao Rosa, desde la Villa de las Mercedes, con fecha del 29 de diciembre de 1878 y le dice que se ha enterado de que él, su amigo Rosa, tiene a la china de José Quiroga, pero de ese jefe no puede decirle nada ya que carece de informaciones, lo único que puede adelantarle es que se lo llevaron a la Isla de Martín García. También le cuenta que en la Villa goza de libertad la hermana de Petrona, a la que sacaron del cuartel del cacique Cayupán. Finalmente informa que los indios amigos que estaban en el Fuerte Sarmiento, marcharon con rumbo al desierto, en persecución de Epumer y Baigorrita. De esto ya hacen 19 dias. Le comenta que no se conoce ningún parte de esa expedición que entre militares e indios sumaban 500. Le asegura, finalmente, que cuando se produzca el regreso de esa fuerza, cumplirá “con los encargos de la Petrona”. Después, el franciscano se esmera en explicarle a Wenceslao Rosa, que “Aqui en Villa de la Merced, hace estragos la viruela entre los Indios de Cayupan. Hasta ahora los muertos son mas o menos cuarenta. Si viene la gringa,como ella dice, la recogeré y la haré cuidar bien; y lo mismo digo de los demas hijos de ella. Sin que ella me hubiese suplicado yo lo hubiera practicado así, porque me intereso 352

mucho para el bien de ellos, teniendo presente la amistad que me ha tenido hasta ahora ligado con José Quiroga y con Ella. Pero hay de por medio la dificultad que no sé si la podré superar, y es que ignoro si los jefes me los quieran entregar. Sin embargo la diligencia la haré. Tambien se me ocurre manifestar a Ud. que si pudiese hacerme el favor de avisar a un Sastre de Tucuman llamado Sr. Carriere, que su sobrinito Isidoro Omer, cautivo, lo he recogido yo y está muy bueno y contento conmigo, aguardando por momentos de recibir noticias de su pobrecita Mamá, que aun queda en cautiverio, la cual se llama Maria Carriere de Omer, Ud. me haría un gran servicio de darle esta noticia; Busque la Sastreria de Paris. Tambien dirá a este Señor que el otro niñito Carlos, de edad dos años, murió de resulta que un caballo lo pisó y quizá no la habran cuidado, murió despues de enfermedad. Esta noticia la dá Isidorito, y tambien declaró lo mismo una indiecita de diez a doce años,a quien le pregunté si la conoció, y dijo que sí y que le vió muerto. Menos mal es llorarlo muerto, y no vivo entre tanta barbarie! He hecho cuanto era posible para rescatar a esa señora francesa, ofreciendo hasta 200 pesos, mas los Indios me contestaron que querían cien vacas y cien pesos; por ultimo espero, sino la matan que salga gratis. Ahora la tiene el Cacique Baigorria de escribiente. Ella misma se dió a conocer por lectora y diciendo tambien que tenía un hermano de posibles para comprarla, todo esto ha sido de perjuicio. He oido decir que no la trataban tan mal, ahora con estas persecuciones, temo que sufra mucho mas.Agradezco la carta de Ud., deseo de conocerle, y si en algo pudiese servirle, me declaro desde ahora su Servidor deseándole la bendicion del Cielo. Padre Marcos Donati Misionero Franciscano”.

El Indiecito Marcos Napui y su Nuevo Hogar Más tarde, desde Córdoba, Agustín Garzón se dirige al misionero franciscano para informarle que ha recibido la carta donde le encargaba la colocación para el indiecito Marcos. La “colocación” es un lugar de trabajo. Bien podía ser para atender las caballerizas de algún hacendado, o el cuidado de las herramientas para la labranza de algun chacarero. También, los pequeños indios eran ubicados en alguna casa de comercio, donde aprendían el oficio que después les permitía conducirse ventajosamente en la sociedad de los blancos. No todos lo lograban. La mayoría terminaba hachando leña o acarreando adobes para la construcción de ranchos o edificios de la población. ¿Por qué se llamaba Marcos el pequeño Napui? Fray Marcos Donatti, bautizaba a numerosos indios con su nombre, porque los padres se lo solicitaban como una gracia especial. El caso de Marquito Napui es un ejemplo. 353

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Agustín Garzón, profundo conocedor de la situación laboral de Córdoba, le anticipa que no es un buen tiempo para encontrar colocaciones, pues los negocios se paralizan y por suerte, existe un señor llamado Juan Morra, un italiano, fabricante de fideos que no se ha negado y le ha dado alguna esperanza de poder tomar al pequeño rankel. Mora, le dice Garzón, es un sujeto de confianza, de moralidad probada y espera un gesto caritativo de su parte. Sin embargo, insiste en que para conseguir una colocación para el niño, más oportuno sería en los meses de marzo o abril. Garzón le dice al padre Marcos que él queda a la espera de noticias, a fin de seguir haciendo las gestiones para una colocación definitiva. Marcos, el pequeño rankel, es objeto de atenciones diversas. Juan Morra, un amigo del misionero franciscano, le escribe desde Córdoba a Villa Mercedes y se disculpa por haber dejado pasar varios días sin contarle acerca de las actividades del niño Marcos Napui. Con todo, lo anoticia de que el pequeño llegó bien y se muestra contento en su nuevo hogar. Aunque todavía no lo ha inscripto en colegio alguno, espera hacerlo pronto, en el turno de la noche, ya que estas escuelas recién se están abriendo. Muy diligente, don Juan Morra, le dice a su amigo, el fraile, que llevará al indiecito a la Sociedad de los Obreros, bajo el nombre de San José, dirigida por el Padre Carlucci de la Compañía de Jesús, donde todos los domingos tienen congregación y sermón por la noche, y se confiesan cada mes. No hay dudas de que Morra quiere tranquilizar al padre Marcos con respecto al pequeño rankel y su nuevo hogar. Finaliza su carta asegurándole que el niño será protegido y hará todo lo posible para que aprenda bien una profesión y salga hecho un hombre de provecho, capaz de ganarse la vida honradamente.

Entre el Fuerte Sarmiento y Villa Mercedes... Por aquellos parajes cercanos al río Quinto andaba Fray Moisés Álvarez desbordante de preocupaciones, metido hasta el cogote en un trabajo que lo absorbía de día y de noche. Cuántos esfuerzos, cuantos sacrificios, cuántas oraciones la de este misionero franciscano, tan entregado a su apostolado pero con los escollos y los inconvenientes propios de un tiempo cuajado de imponderables y desgraciadas incomprensiones por parte de quienes le rodeaban. Por las noches, en su habitación, con la soñolienta y mortecina luz de la lámpara de kerosén, escribía al padre Marcos que residía en Villa Mercedes y le ponía al corriente de cuanto estaba sucediendo en aquella comunidad de soldados y rankeles, mezclados, entreverados, todos golpeados por una suerte mezquina, para cumplir con objetivos de la superioridad que nunca llegaban a ser entendibles o transparentes en su finalidad. 354

Casi como rezongando, le manda a decir que había recibido una carta con fecha 21 de marzo, donde le avisaba que le estaba enviando ocho tablas. “Las he recibido y le doy las gracias. Por desgracia, creo que llegan tarde, pues esta gente se apronta para la expedición”. En realidad lo que Fray Moisés Alvarez quería decirle al padre Marcos, era que debido a la inminente salida de los regimientos, no podría disponer del soldado que teniendo habilidades como carpintero, le pudiera fabricar una cómoda. Para colmo hacía dos días que llovía sin parar y el mal tiempo no le había permitido ni siquiera dar un paso fuera de la casa. Este imponderable lo mantuvo alejado de Linconao, un indio del Fuerte, para que le llevara al “gringo”, ya que también estaría preparándose para la partida. Lo hace con términos propios de la jerga fortinera y considera una imprudencia decirle a Linconao sobre este asunto ya que ni siquiera ha de querer sobar los caballos que debe llevar para casos imprevistos. Deduce el padre Moisés que lo mejor es que lleve a la china de Pancho a la Villa y el enviado que pueda llegar por ahí se puede llevar al “gringuito”. El religioso dice que le ha escrito a Nicolás para que le de el paradero de esa bendita china y le ha contestado que la tiene una tal Antonia Derliz. Le sugiere que vaya a negociar con Nicolás y trate de ver a la mencionada Antonia para poder entenderse. En una de esas, consigue sacársela, y declara que si es madre de ella debe saber apreciar el dolor de la ausencia de los hijos y viceversa. Finalmente confiesa que él desea quedar bien con Pancho y tratando de esquivar el asunto le advierte que se ha quedado sin misas y que sería bueno que le mandase algunas. Y entre noticias varias y gallos de madrugada, lo entera de que le han escrito de Rio Cuarto diciéndole que el jueves o el viernes de la semana entrante, llegará a ese punto, pasando para el Rio Negro, junto con la Expedición, el padre Pío Ventiboglio. No puede dejar de expresar que le ha llamado la atención el deseo de padecer que tiene este padre. Realmente resulta incomprensible. Agrega que los caminos están muy malos y que vaya a saber si el carruaje en que se transporta el padre pueda aguantar. También dice que los indios pueden jugarle una mala pasada. Estaba visto que el padre Moisés no quería desperdiciar tiempo ni papel, así que le envía a su dilecto amigo, las noticias que en ese reciso instante estaban teniendo lugar: “En este momento se que Linconao ha salido á recibir á un indio que viene con la familia á presentarse,: el indio es Cayu mota”. Tengo el gusto de saludarle. Fr. M. Alvarez”.

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Doña Carmen Alustiza, que vive en Chacras del Rey, le informa al padre Marcos diciéndole que ha visto en Buenos Aires a quien fuera la cautiva María Sosa. Precisamente, esta mujer le encargó que le informara que quisiera tener noticias de Ramona Ortiz, cuyo destino debe ser alguna toldería del sur. Le pide por favor que se la pueda conducir al seno de su familia, porque ella se encuentra sin poder recurrir a nadie, sin parientes ni conocidos. Le avisa al padre Marcos que ha logrado sacar del cautiverio a su hija Josefa, y solo quedan privados de la libertad, Daniel y Sinforiana. Por cierto, le solicita que si tiene noticias de ellos, que le avise. En cambio, desde la localidad de 9 de Julio, y con fecha 27 de abril de 1879, la carta de J. Luna, llega como una súplica desesperada, le pide encarecidamente las noticias que pudiera tener de su hijita y de sus nietecitas, hijas de Bernarda. Las nietas son: Fabia, como de diez años y Dionisia de tres para cuatro. Le aclara que esta última estaba en poder de un capitanejo llamado Caiupil, que no tenía otra criatura más que ésta. Le añadía que si este capitanejo se hubiese presentado prisionero, resultaría fácil averiguar acerca de Dionisia. Le reitera, en la carta que por favor le diga lo que sepa de sus hijas, “que son las únicas de quienes no sé nada, pues Natalia está con otro hijito de Bernarda en el Fuerte Argentino de donde trato de traerla á mi lado. Es mi mayor deseo tenerlas juntas á todas. Yo tengo á Bernarda con Maxima una de sus hijitas, y Segunda; por lo que doy gracias á Dios. Le ruego que si no sabe nada de Panchita y las chicas haga las diligencias que pueda para averiguar algo. En todo caso espero que me conteste sea que sepa ó no algo. Confiada en que su reverencia hará cuanto esté de su parte en este sentido, le pido su bendicion deseándole salud y felicidad. Lo mejor de mi mamá Rufina A. de Luna. Firma: J. Luna”

“P.D.:Bernarda lo saluda y me dice le diga no olvidará jamás las bondades de Ud. y los servicios que le prestó a su viaje hasta el Rosario; Yo á mi vez le doy las gracias por estos servicios y hago votos por su felicidad: el cielo se los premiará. Hagame el favor de entregar la adjunta a la persona a quien está dirigida. Es de alguna importancia. Vale. Espero pues que se sirva contestarme diciendome lo que sepa de estas mis hijas”.

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Fray Pio Bentivoglio y su Viaje por las Lagunas... La Travesía es una Patraña y La Verde es el Paraje más Hermoso del Sur... En Pitrilauquen, el 20 de mayo de 1879, el capellán de la Tercera División, pone en práctica sus dotes de cronista y narrador de buen fuste. Empuña la pluma y le escribe al Prefecto de Misiones, fray Moisés Alvarez. Lo trata de “estimado amigo” y le cuenta todo lo que sucedido desde que salieran de La Alegre ocho días atrás. Se queja de la mala noche que tuvieron en el Monte de la Vieja, donde debieron hacer un alto. El día 13 amaneció lloviznando y no pudo celebrar la Santa Misa, cosa que el padre Pío sintió mucho. Después la llovizna se transformó en garúa y pudieron llegar hasta Hormigueros. Y de allí fueron a Uqudeo, donde los atrapó una tormenta terrible. Al día siguiente fueron a parar a Juncal y más tarde a Tromancó. En este lugar estuvieron como tres días, esperando en vano las carpas que les habían prometido alcanzar... y que no llegaron. El padre Pío está horrorizado. Le tocó asistir a una deserción de los soldados del 4° Regimiento, Clemente Luero y Lino Orozco. ¿Resultado? Enjuiciamiento y fusilamiento. Los mataron a las siete y media de la mañana del sábado de ese mes de abril, tan extraño como inestable. Ese mismo día, se trasladaron al “Cuero”, distante unas treinta cuadras. Pero una hora antes de la salida de Tromancó se separaron 120 hombres al mando de Meana, con destino a las lagunas del Recado y el Rincón, porque llegaron noticias que en ese lugar había cierto número de indios. En el Cuero recibieron las carpas y despues de una demora de tres dias, pudieron marchar a Chamailcó, cuyo nombre indica una gran horca metida entre un bosque. Hasta muy cerca y al naciente de este punto, llego la expedición de Dn. Emilio Mitre, cuando tuvo que regresar por falta de agua. Es realidad, es dudoso que en verano pueda haber agua por esos parajes. Ni una miserable gota de agua se ha podido encontrar en los campos aludidos. Cuando llegaron no hacia mucho que habia llovido y con todo, en menos de un dia, casi se concluyó la charca. Auchetrequen es el nombre del paraje donde acamparon. Es el partido de Chamailcó, un rincon inmenso, de cerca dos millas de largo, cuya agua de pésima calidad, tendrá cuando más una cuarta de profundidad. Está rodeado por un hermoso bosque en el que hay riquisimos pastos. Al dia siguiente muy de madrugada partieron con rumbo a Cariloo ó Medano Colorado que dista unas nueve leguas. En el camino, Bustos que marchaba junto al padre Pío, unas cuantas cuadras delante de la division, lo llevó a una gran tinajera, donde el fraile pudo hacer una regular provision de agua excelente. 357

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Serian las cinco de la tarde cuando llegaron a Cariloo. Ahí pudo celebrar la primera misa después de mi salida asistiendo a ellas todos, desde el Coronel hasta el último chasque, como ha sucedido siempre que tenía lugar el oficio religioso. En la laguna de Cariloo se ahogó un indio, dijeron que intencionalmente, razon por la cual al agua de la laguna, que era muy buiena, la sustituyeron por otra de inferior calidad de jagüel. Desde este punto, decía el padre Pío, marchó el Mayor Lopez con ochenta hombres á buscar á unos indios que debian estar en Avines. Al cabo de tres dias que apuramos inutilmente la brigada de Villa Mercedes, se trasladaron á La Verde, el paraje mas lindo que habían visto en toda esta marcha. Finalmente el treinta de abril se les incorporó el Comandante Roca con su brigada. Los jefes permitieron estar en La Verde, tres dias mas esperando los carros de la Proveduria, y no llegando estos emprendieron la marcha á Erelautué, donde hay, entre médanos, una laguna de agua excelente. Al otro dia marcharon á Mallainco, y acamparon precisamente “en el punto donde se pararon Ud. y el P. Marcos cuando los indios lo tuvieron tan mal á Mansilla.” El padre Pío cuenta que en ese lugar, celebraron lo mejor posible la fiesta de S. Pio Quinto y habiendo el Coronel hecho construir un fortin en la punta meridional del médano, le puso nombre S. Pio Quinto. Aquí, los alcanzaron los carros de la Proveduria y habiendo en consecuencia debido racionarse las fuerzas, se demoraron hasta el ocho, dia en que nos fueron al Tragal. El dia nueve marcharon a Resina y el diez acampamos en Lebucarreta. Fueron á acampar á Poitahue, como tenia determinado el Coronel, porque el Comandante Meana, que con anterioridad habia ocupado aquel punto, avisó que aquellos campos estaban “enteramente tocados” por los indios. En Labucarreta se les incorporaron, Meana, que en su espedición á la laguna del Recado habia tomado 20 indios, la mayor parte mujeres, y muchachos; y Lopez que en su escursión habia agarrado uno. El Martes de la semana pasada marchó al Chadileubú el Comandante Roca con doscientos hombres á cuatro animales cada uno. El Jueves de la misma semana se cambiaron a este punto, donde acamparon definitivamente, con la pretensión de que fuera el centro de las operaciones de la división. El Viernes el Coronel despachó a Alzogaray con dos ciento veinte hombres para el Rincón y al Capitan Alvarez (cuyo nombre se le había olvidado al fraile cronista) con ochenta, para otra punta. El 21 de mayo como á las diez de la mañana, Anaya salió á Tranlauquen para ponerse en comunicacion con el Ministro de la Guerra, mientras que Alzogaray debía ponerse en comunicacion con Villegas. Otras comisiones mas pequeñas fueron despachadas para otros puntos. En tanto que los indios arrebataron parte de la caballada del Fortin San Pio Quinto y la guarnicion la recobró luego. Menos afortunada ha sido la gente que guarnece el Medano Colorado, porque no ha podido recobrar veinticinco caballos que le

arrebataron diez indios, sin embargo parece que fueron los mismos yeguarizos que trajo al campamento un sargento del 4°, que habiendo salido en busca de un caballo suyo que habia perdido, en una aguada, que dista unas cinco leguas, halló treinta caballos pertenecientes á varios cuerpos de la division. La noche del Sabado al domingo, los indios penetraron en el campamento ó muy cerca del campamento del 4° y robaron ocho caballos, entre ellos cinco del Mayor Lopez, que estaban atados. Cortaron las maneas con cuchillo. Anoche, cuenta el padre Pío, hemos tenido una tormenta horrorosa. Truenos, relámpagos, lluvia á torrentes, toda la noche y hasta cayó piedra, bastante grande. En lo mas recio de la tormenta como ciento cincuenta caballos del nueve fueron arreados por indios ó por el huracan; se ignora quien pudo haberlos conducido, pero más de la mitad bien que han aparecido ya. Al mismo tiempo un capitanejo, Pague, buscado por Meana, ha intentado fugarse. Desatado por un muchacho que ha logrado escapar, empezó, el muy bárbaro, a golpearse la boca. Los soldados de la guardia lo han perseguido y un cabo le ha aminado dos hachazos uno en la espalda, ¡que casi lo deja sin brazo! y otro entre la espalda y la oreja, asi que el pobre se esta muriendo. “Estas, mi amigo, son las noticias que le puedo comunicar. Salúdeme á los hermanos religiosos y a los amigos, en especial a Avila. Saludeme tambien á mi compadre Perez. Deme muchas noticias de esa ciudad y del convento y encomiende a Dios su h. y a S.S. Fray Pio Bentivoglio Capellan de la 3° Division.

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Viviendo en un Rancho que no Sirve de Mucho... En Pitrilauquen, el padre Pío considera a las cartas que recibe como el pan que le llega al hambriento o el agua para el sediento. Así, al llegar el chasque después de dos meses y días desde que salió de Rio Cuarto, en todo ese tiempo no había recibido más de cinco cartas y todas provenientes de religiosos del Colegio. Contando que un chasque sale del acantonamiento con rumbo a Villa Mercedes, una vez por semana y en ocasiones, dos veces, volviendo con la correspondencia, el misionero no ha podido menos que quedarse con la boca abierta, oyendo que Nelson ignora el paradero del coronel Racedo. Es inadmisible la falta de comunicación entre los altos oficiales que se mueven por estos campos. Confiesa que está preocupado por la salud del padre Moisés y agradece la buena voluntad para escribirle. Se pondera así mismo como gozando de buena salud y de buen ánimo. En una palabra, que se encuentra muy contento. Reconoce que está haciendo poco bien y que debería rendir mejor en su apostolado. Adelanta que hay más de trescientos indios prisioneros y que por la tarde había llegado Al-

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bornoz con más indígenas, unos treinta por lo menos, entre quienes está la familia de los famosos hermanos Blanco. Estos hermanos se han escapado, dice, porque cuando llegó Albornoz al lugar en que se encontraban, habían salido a invadir en dirección de Tres de Febrero. Siente que es casi seguro de que se trata de las últimas fechorías de los Blanco, ya que por la mañana temprano, habrá de salir una columna de cuatro caballos por soldado para encontrarlos a la vuelta, o bien, a perseguirlos en sus madrigueras, si fuera menester. La columna irá al mando de Anaya, que ultimamente alcanzó con una expedición a Trarulauquen. Informa el padre Pío que pasado mañana será el día indicado para que salgra otra columna, más pequeña, al mando de Alzogaray, que también se ha desempeñado con eficiencia en una comisión que le dieron para cumplir en la Laguna del Recado. Según parece, cuenta el sacerdote, con estas dos operaciones , quedará llenado el cometido de esta División. Enseguida pasa a contar sobre Roca que fue enviado a tomar preso a Baigorrita. Las noticias que tiene el fraile es que Roca solo tomó preso a 21 indios, que le costó mucho trabajo cruzar el Atuel, que se había ofuscado y perseguía al obstinado cacique a Cochicoo. Después dice que entre los cautivos rescatados por Albornoz, se encuentra la señora que se habían llevado en el puesto de Vilchez. Envía saludos al Guardián y pide que le envíen la carta que le incluye. Debió ser un día de esos en que todo transcurre con pesadez bochornosa, cuando en Pitrilauquen, aunque junio intente suavizar el clima, sigue siendo lánguido y signado por la falta de acontecimientos. Para colmo, muy pocas veces ha piodido el fraile celebrar la Santa Misa y en especial los días de trabajo en que le resulta harto complicado conseguir quien le ayude. Esto es así porque en todo el campamento no hay más de tres personas que pueden prestar el servicio ellas son el doctor Orlandini, fray Pedro Torelli y don Martín Clava. En rigor de verdad, los dos primeros están por la mañana ocupados con sus enfermos y en la misma hora, el otro debe atender la proveeduría. Por lo tanto, apenas los días de fiesta, consigue el padre quien pueda ayudarle en la misa. Pero en este caso concreto, en el día que se comenta, dedicado a conmemorar a San Antonio, el fraile ha querido celebrar y por eso debió molestar al doctor Orlandini, quien se animó a llegar muy temprano. Confiesa el sacerdote que desde hace tres días está viviendo en un rancho que el Coronel hizo levantar exclusivamente para el misionero. Describe que se trata de una techumbre de paja y barro y paredes de adobe. Lo defiende del viento pero no tanto de la lluvia. Se lamenta el sacerdote del entorno que lo rodea y dice que por esos lugares no hay ni paja para los techos, ni tierra para hacer adobes, o barro para revocar, porque el suelo es como si fuera ceniza.

En cuanto las carpas que les dio el gobierno, dice, no sirven para nada; por lo tanto reconoce que él es el menos mal alhojado. Este italiano sufre con la comida. Comenta que la alimentacion consta de pura carne, pues son muy contados los dias que puede conseguir galleta, aun los que comemos á la mesa del Estado Mayor. Añade que la galleta, de ordinario, es de pésima elaboración, seca por el aire, y no cocida. Cuanto a la bebida ya, se sabe, agua y no de la mejor calidad, tanto es así que cuando se puede beber una copita de vino es un acontecimiento. Aparece por esos recónditos parajes el vasco José y el padre aprovecha para comprarle, al fiado por supuesto, una damajuana de anís que traspasó todo a botellas para conservarlo mejor. También adquirió dos botellas de cognac y con esa provisión se sintió reconfortado. Pero no le duró mucho la alegría. Primero le robaron de la carpa tres botellas de anís. Después le robaron del rancho el resto del anís y las dos botellas de cognac. Por la noche le robaron un jamoncito (tenía dos guardados) y eso lo obliga a escribir “No estrañe Ud que me roben á mí, pues anoche ál Coronel mismo le robaron hasta el sombrero; hace unas pocas noches le robaron de la carpa una bolsa de galleta y una cantidad de arroz; antes le habian robado el freno con adornos de plata. Al Comandante Roca han robado dos veces, otra vez han robado al Comandante Anaya; al mayor Gomez lo han dejado casi en cueros. Veremos hasta donde llegan los señores ladrones.” Como el coronel Racedo le ha cedido cuatro pequeños indios, dos varones y dos mujercitas, en lugar de una ayuda resultaron una carga para el fraile. Como estaban casi desnudos, debió recurrir al señor Brandi para comprarles al fiado algunas prendas. Lo cierto es que de tres camisetas de franela que tenía el padre, se ha quedado con una, las otras dos las destinó a cubrir a los pequeños. Si vamos a renegar, es preferible comenzar por la catequesis. Desde que comenzó a enseñar las verdades cristianas a una treintena de indiecitos, el padre se muestra cansado de repetir y repetir lo mismo. Ocurre que los pequeños no entienden nada de español y el catequista no conoce un ápice de lengua rankulche, por lo tanto, como él asegura: “es como si le estuviera enseñando a los papagayos”. Pero como sujeto cabeza dura y empecinado sigue adelante. Le pide al padre que le envíe una botella de agua de la pila bautismal y los óleos, además de pedir un pequeño ritual. El padre Bentivoglio le anticipa que adjunta, por si le resulta de interés, una lista de los cautivos rescatados que viven en el campamento. Le previene que no sabe cuando regresará, que está muy bien de salud y por favor que salude a los amigos. Tal vez resulta de interés el dato que inserta en la postdata. Dice que en este momento, cuando son las seis y media de la tarde, llega un chasque del Comandante Roca, que salió hace ya un mes, en persecución de Baigorrita, para traer las no-

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ticias que Roca estará de regreso el lunes próximo y traerá consigo cientocincuenta prisioneros, veintidos de pelea y veintiocho cautivos de distintas edades y sexo. Anticipa también que “Baigorrita ha conseguido escaparse de Roca, pero, si no lo salva un milagro, caerá en manos de Uriburu. Pocos son los indios que le acompañan. Una parte de su familia viene entre los prisioneros. Entre los mismos vienen tambien tres capitanejos de los principales, siendo uno de ellos el capitanejo Blanco. Veremos si entre los cautivos vienen tambien la madre del francesito Omar y la cuñada de Bedoni. De esta ultima ha asegurado una cautiva rescatada la semana pasada por Albornoz, que estaba en el Chadileubú, de donde la relatora habia venido poco antes que la prendieran.” “La espedicion de Roca ha puesto en claro dos cosas, á saber que la famosa travesia es una patraña, pues lo unico que falta es agua, habiendo pasto y buenos y pudiendose pasar en poco mas de un dia, como lo ha hecho el mismo Roca, y que otra patraña es la impotabilidad de las aguas del Salado o Chadileubú, por cuanto los espedicionarios asi á la ida como en la vuelta las han hallado muy buenas. Se cree fundamentalmente que Anaya traerá, cuanto menos, cien prisioneros mas, con los cuales los que estan en poder de esta division alcanzaran al numero de seiscientos. Vale”. Dejó la pluma a un costado y leyó lo que había escrito para hacer un gesto de aprobación. Se pasó las manos por los ojos y se quedó dormido.

El Suicidio de un Correntino... Junto con los errores de ortografía, el padre Pío le enviaba a fray Donatti las noticias de primera mano que podía conseguir gracias a su intervención como capellán en Pitrilauquen. El oficial a cargo le aseguró al padre Vontiboglio que la señora de Omer fue rescatada por el comandante Roca, y que la esperaban en el campamento en horas de la tarde. Le escribe animándolo y pidiéndole que no se preocupe por la francesa, ya que será bien atendida y tratada de la mejor forma, tanto por él como por el coronel. El padre Pío hace votos para que junto con todas las cautivas rescatadas, se encuentre la cuñada de Bendonni, que se encontraba en el aduar de Baigorrita. Luego se anima a narrar con humor, que nada menos que él, que parecía tener tan pocas simpatías para los indios, aparezca ahora sirviéndoles de costurera. Esto viene a cuento porque estuvo cortando y cosiendo unas camisas para los pequeños indiecitos. Le cuenta por otra parte que el coronel lo ha puesto para que conozca y resuelva en las peticiones que los indios amigos hacen sobre el tema que se rela362

ciona con mujeres. Le confiesa que a algunos les niega de entrada nomás lo que solicitan y a otros les ofrece alguna vieja inservible y de esa forma sale del paso. Desgraciadamente, entre los indios que trae Roca, llegan bastantes enfermos de viruela. Por el momento no sabe como le fue en su expedición a Cochi-Coo, al oficial Anaya. Dice que “Ayer ha salido una columnita al mando de Alzogaray para Laguritoro, dos dias antes habian salido dos mas una al mando de Albinoz y otra, de pocos indios amigos acaudillados por el Alferez Simon, de los amigos que estan establecidos en esa”. Aclara el padre Pío el objeto de estas expediciones es tomar prisioneros a unos cuantos indios que han quedado por la margen izquierda. Y tras estas apreciaciones, pasa a agradecer la encomienda que le fuera enviada por el padre Marcos. De pronto, se recuerda un hecho importante y pasa a dar cuenta del mismo: “Ayer se suicidó, de un tiro entre las cejas, un soldado del 9. Es el segundo que comete semejante crimen en este campamento. Anoche han robado de nuevo en la carpa del Coronel. Anoche tambien hemos tenido lluvia casi toda la noche, en mi rancho llovia por todas partes, asi que recien á las dos y media de la mañana he podido acostarme. Tenga Ud. encomendado a Dios a su atento servidor y que le desea toda prosperidad”. Fr. Pio Bentivoglio

No abunda, el padre Pío, en muchos detalles ni razones acerca del soldado que se descerrajó un balazo entre las cejas. Como buen corresponsal, quiere dar información de todo lo que ha sucedido y el tiempo lo corre sin darle tregua, por eso agrega el robo en la carpa del coronel, y la pesadumbre que le provoca su rancho que se llueve por todas partes. El misionero no duerme bien, se alimenta mal y su espíritu va acumulando vivencias escasamente reconfortables.

Fray Marcos es Conocido como «El Redentor de Cautivos»... Don Juan Cabral le recuerda por carta, al padre Marcos, que el 22 de noviembre de 1866 (al escribirle ya habían pásado 13 años), los indios invadieron el Rio Cuarto y en esa incursión, fue herido de muerte Gerardo Aravena. Toda la familia del nombrado fue cautivada. Se menciona a la esposa, doña Dolores Devia y a tres hijos: Carmen, Delicia y Eusebio. Dice Cabral que a los pocos días falleció el señor Devia, en Chemecó. Al quedar viuda su esposa Josefa Irusta, Cabral contrajo matrimonio con la misma y 363

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tomó posesión de una finca que representaba los intereses de las cautivas Aravenas. El asunto es que Cabral le informa al padre Marcos que tiene datos fidedignos que doña Dolores Devia, encontrándose encinta, no pudo soportar una larga marcha forzada y a caballo, falleciendo en el camino, antes de llegar a su destino de tierra adentro. Se entera el padre Marcos que los subalternos del general Roca, en las acometidas llevadas a cabo contra las indiadas de Ramón, sacadas por el coronel Racedo, apareció con vida la niña Delicia, que quedó en poder de Cabral y su familia, ya que se la entregaron de inmediato. También le informa al misionero que entre los indios prisioneros, tomados por el comandante Rudecindo Roca, fueron llevados a los ingenios azucareros de Tucumán, fue la niña Carmen, que seguramente estaría compartiendo con los rankeles privados de libertad, los sufrimientos de la vida en prisión. Cabral le informa al padre Marcos que él tiene el deber de recoger a esa pobre infeliz y traerla con su familia. Le recuerda que han pasado 13 años desde que fuera cautivada y que siendo el padre Marcos, el “Redentor de Cautivos”, ponían toda su esperanza en las gestiones que pudiera llevar a cabo para recuperarla.

Lista de Indios Menores de Siete Años, Bautizados por el Capellán de la Tercera División Expedicionaria El 5 de julio de 1879, el padre Fray Pío Bentivoglio, Capellán de la 3° División Expedicionaria, bautizó en el campamento de Pitrilaunquen, a indios menores de siete años. En la lista confeccionada, primero escribió el nombre en lengua rankulche y luego el nombre cristiano. 1. Anand varon Pedro 41. id. Camila 2. Niantua id. Pabla 42. Varon Camilo 3. Cemina mujer Maria 43. Tagnai id. Ignacio 4. Yrivillan varon 44. Nina mug. 5. Lichiguil id. Andres 45. varon Aurelio 6. Namui id. Santiago 46. id. 7. Eñauen id. Felipe 47. mug. Juana 8. Callion id. 48. Carolina id. 9. Isaipai id. Bernabé 49. Juan Varon Juan 10. mujer. Pabla 50. mug. 364

11. Efetropa varón Simon 12. Siñorá muger 13. Montruí varon Luis 14. Curanon muger Ludovica 15. Levincu varon Judas 16. Relmu id. Tadeo 17. Petrona muger Petrona 18. Santos Morales varon Santos 19. Maguin varon Marcos 20. Ñantiñer muger Veronica 21. id. Catalina 22. Antiguer varon Lucas 23 varón. Antonio 24. Juan Manuel varon 25. Varon Manuel 26. Aminaú varon Domingo 27. Nelai cahué mug. Maria 28. Aical mug. Gala 29. Gervasia id. Gervasia 30. Huenuan var. Pámfilo 31. Varon Leon 32. Imonden mug. Leona 33. Iquilieu varon Basilio 34. Tapayo Anumber id. Agustin 35. Petrona mug. Petrona 36. Jose Olguin var. Josef 37. Llemia var. J . 38. id. Gregorio 39. var. 40. Tedupí Mug. Avelina

51. Feliza mug. Feliza 52 Painai var,Ireneo 53. Juan Jose id. 54. Naipain mug.sinforosa 55. Camullan varon Oton 56. Carona m, Teresa 57. Abelino v. A n d r e 58. Isidora mug. 59. Ruston mug. 60. Hualá v. Eduardo 61. Hugnay m. Beatriz 62 íd. 63 Varon Antonio 64. Clencheu id. Alberto 65. Ynahuian m. Isabel 66. Maria mug. Maria 67. mug. 68. mug. Isabel 69. Lepson m.Petrona 70. Tapayo v. Enrique 71. mug. Delfina 72. id. Delfina 73. id. Agustina 74. Comen id. 75. Peuiteui v. Leocadio 76. Napailian /Manuela 77. Gregorio var. Gregorio 78. var. 79. Seftiman m. Dorotea 80. Alliqueo va. Para constancia Pitrilauquen 6 de Julio de 1879. Fray Pio Bentivoglio Capellan de la 3° Division.

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La Primera Brigada de Villa Mercedes Pierde más de 600 Caballos Al parecer, el sacerdote franciscano que se desempeñaba como Capellán en el Campamento de Pitrilauquen, sufría con marcado estoicismo la soledad del desierto y agradecía profundamente al padre Donatti que le enviara noticias del mundo “civilizado” desde la Villa de la Merced. Y no era para menos, porque el padre Marcos le adjuntaba con sus cartas, por lo menos dos paquetes de ejemplares del diario “El Eco de Córdoba” y aparte, ocho cuadernillos de papel y sobres para cartas. Es fácil deducir que si algo regocijaba al fraile en su aislamiento era recibir correspondencia y enviar cartas. A veces penaba por saber cuáles eran las cartas que fray Marcos había recibido y cuales todavía no le habían llegado.. “Despues que salió de aqui Doña. Maria Carriere, de cuyo feliz arribo a esa me he alegrado muchisimo, con la presente le tengo escritas á Ud. al menos cuatro”. No cabe la menor duda que se trata de un corresponsal de primer nivel. El padre Pío escribía cartas larguísimas, y algunas, hasta las dividía en capítulos. Eso sí, era sumamente descriptivo. Informaba paso por paso todo lo que hacía el regimiento, narraba lo que estaba haciendo él en esos momentos y no perdía detalles de lo que le acontecía a los indios que convivían con los soldados. El padre Marcos le pide informes acerca de Estanislao, un niño cautivo que se encuentra con ellos. Y el padre Pío le responde: “En cuanto al cautivo Estanislao, pierda Ud. cuidado, aunque no esté en mi poder pues lo tiene el Mayor Gomez, está bien comido, vestido lo mejor que se puede aqui; sano como un roble, ...y si es el que Ud. busca creo que cuando lo vea Ud. lo hallará en muy buen estado. Digo si es el que Ud. busca, porque aun cuando reune todos los demas indicios que Ud., me apunta, me parece que le falta el de la edad, pues creemos que muy dificilmente tendrá nueve años”. Las opiniones de Bentivoglio no dejan de ser un aporte interesante para la historia de aquellos tiempos. Le dice al padre Marcos que “si Roca no domó á Baigorrita es debido a lo que bien puede llamarse traición de Cayupan”. Anota en sus cartas que “Ayer hemos sabido que los indios del mismo Cayupan, que iban casi el Comandante Rodriguez á Cochingan han desertado, robandose los mejores, ó menos malos caballos de sus compañeros. Los indios que se portan bien son los Rankeles; no ha habido entre ellos mas que una desercion. Linconao es emprendedor, valiente e incansable. Ayer tuvimos noticia de éxito de su postrera expedición. Han corrido cuarenta y ocho horas seguida a los indios que buscaba y si no ha conseguido capturarlos, al menos los ha echado al otro lado de la travesía, de donde no se podran volver sin caer en manos de Anaya que ya ocupa de nuevo el Chadileuvu. Esperamos de dia en dia o mejor, dicho por horas, 366

la llegada de Alzogaray: si esto acontece antes que la presente salga no dejare de imponerle á Ud en lo tocante á los resultados que hubiera tenido. Me ha alegrado mucho la noticia de que el P. Moyses haya vuelto de Córdoba perfectamente bueno. No extrañe nada que el Guardian escribiendo a Ud. no le haya dado noticia de los Padres”. Dificilmente podría faltar una información sobre la peste negra, de ahí que el padre Pío escribe: “La viruela sigue haciendo estragos en los indios y la disenteria en los soldados del 3°. Ayer por la mañana empezó a tres de ellos, eché la absolucion in articulo mortis y puse la extrema unción á otro mas. Este ultimo murió al momento, otro habia muerto ya cuando llegué allá, lo mismo que un soldado del 9, asi que ayer la división tuvo tres bajas, con las cuales son mas de veinte las que cuenta ya. No menos malo es el estado de la caballada. No lo diga a nadie; la primera Brigada, es decir la de Villa Mercedes, ha perdido ya seiscientos animales!. y note que hemos venido á dos animales y medio por hombre!”. Algunas informaciones no dejan de ser críticas, como por ejemplo, la que se refiere al “único cuerpo que está regular cuanto a caballos es el 10. La división está ya reducida a la importancia de operar, por falta de elementos de movilidad y si tardan un mes todavia á enviar la orden de contramarcha y no remiten otros caballos, la división no tendrá en que moverse. Esta es la pura y desnuda verdad.” También describe la llegada del mayor Alzogaray, que alcanzó a una partida de indios habiendo muerto a siete y tomado prisioneros diecisiete. Recobró doscientos animales de los que habían sido arrebatados al regimiento. Según el mayor, escaparon ocho indios internándose en la travesía. Muchos van heridos porque el fuego de los remington fue a discreción. No debe perderse de vista el estado en que se encontraban los indios cuando tenían lugar estas expediciones. La mayoría de estos hombres de lanza, padecía terribles dolores intstinales por la falta de alimento adecuado, ya que se engañaba al estómago con lonjas de cueros asadas en las llamas. Se trataba de partidas diezmadas y que dificilmente podían actuar para repeler los ataques de los uniformados. Terminaba la carta contando que desde mediodía hasta las diez de la noche, había soplado un viento huracanado “como he visto pocos en mi vida”.

Desventuras del Padre Pio en el Campamento... Las noticias del primer dia de agosto de 1879, fueron para el padre Marcos una pintura acabada de la vida singular que se vivía en Pitrilauquen. Le agradece el padre Pío el envío, mediante los carros de la proveeduría, el papel y sobre para cartas. Pero también le advierte que debe proveerse de cosas que aquí, en el campa367

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mento, cuestan un ojo de la cara. El padre Pío le cuenta que ha pasado varios meses sin pan ni vino, comiendo nada más que carne y bebiendo nada más que agua. Le agrega que muchas veces cuesta conseguir galleta y cuando la consigue, por lo general, está incomible. Para una mejor comprensión de la situación, dice el padre Pío: “Compré pues un poco de pan,cinco pancitos como los de 5 ... por real. El vino para mi, como si fuera por favor, me lo dan por cuatro reales la cuarta!. Al medio dia como con el Coronel; por la noche debido a quie él no cena, como en mi rancho. Mi cena es un pancito, dos o tres bocados de una carne flaca y dura como Ud. puede imaginarlo; que de ordinario ...con un pedacito de queso que Ud. me mandó. Como ... que tantos, lo comprenderá Ud. una vez que sepa que despues de haberme racionado del modo dicho, unos quince dias, me queda aun la mitad del medio queso que Ud. me mandó”. Si uno cree que las desventuras en materia de alimentación para el padre Pío terminan ahí, se equivoca. Sigue explicando que “a veces en lugar del queso me como uno de los chorizitos que Ud. me envió. En suma un pedacito y otro pedazo de carne y una galleta, cuando las hay á medio dia; un pancito y un pedacito de queso, o un chorizito por la noche, una taza da café por la mañana; una cuarta parte del vino que de ordinario dan al fraile en el convento del Rio IV. Aqui tiene Ud. como me mantengo. Creo que no podria hacerlo con menos sin exponer mi salud, pero una vez que tenga que comprar á mas del vino, en poco compondria y quizas un poco de galleta de cristiano, tendre que gastar bastantes realitos.” Las quejas del padre Bentivoglio tienen su razón. Ocurre que se han olvidado de enviarle el sueldo como Capellán de la 3ª. División. Pero prefiere pensar que el olvido de los superiores no puede durar para siempre. No está muy convencido de que ese olvido resulte subsanado a tiempo, de ahí que piensa en renunciar. Se pregunta cuándo se cumplirán esos deseos, de que todo funcione bien e incluso se pregunta si el Ministro de la Guerra sabrá lo que está sucediendo en el campamento. Y finaliza asegurando: “lo que es aqui nadie sabe nada; ni el Coronel, que aun no ha recibido las noticias u órdenes que de tiempo está esperando. Yo sé las cosas andan muy por lo largo, estoy muy tentado de pedir licencia y volverme; antes me parece que no aguantaré mas allá de este mes. Encomiendeme mucho a Dios poniendo de intercesor a San . Josef, y viva feliz como se lo desea a Ud. su caro amigo

consiguiente me limitaré á escribirle á Ud. lo estrictamente necesario, pues tengo las manos que casi no puedo moverlas. El mayor Alvarez F.J.A. conductor de esta, lleva á esa todos los prisioneros y cautivos que había en este campamento. Entre estos ultimos va el Estanislao del que me hablo Ud. en sus anteriores. Si es él que Ud. busca, envielo á sus parientes; pero si resultare no ser el mismo, el mayor Gomez que lo ha tenido en su poder hasta el dia de hoy, le suplica a Ud. remitirlo a su familia en el río IVº. Sin mas por ahora lo saluda afectuosamente á Ud. su h. y S.S” Fr. Pio Bentivoglio”

La nevada que cayó sobre el campamento obligó al padre Pío, inspirado relator de buena pluma, a pesar de tantas vicisitudes, detenerse sobre esta cuestión y el 5 de agosto escribió “Hace mas de una hora que está nevando de lo lindo, con visos de no acabar tan pronto y tenemos un frío cual puede Ud. imaginarselo: de

El comandante en jefe de la División Italó, don Leopoldo Nelson (cuyos restos reposan en el cementerio municipal de Villa Mercedes), le dice al padre misionero fray Moisés Álvarez, que “En vista de su justa denuncia sobre los cautivos que aun permanecen en poder de los indios en esa, en la fecha doy orden al Mayor del Gage, los reuna y los entregue á su R.R., para que se sirva conducirlos á esta, adonde le daré las órdenes del caso. Esta disposicion es de acuerdo con lo dispuesto con el Sr. Ministro de la Guerra, en contestacion á mi consulta sobre el particular diciendo lo siguiente: “Esos cautivos, sea quien quiera que los tenga, deberan entregarse para devolverlos á sus familias”. En este motivo me es grato ofrecer á S.R. las consideraciones de mi Mayor estima y aprecio. Dios guie á V.R. Como no podía faltar, la carta de doña María Carriere de Omer, que el padre Marcos recibió desde Tucumán, y de inmediato recordó las tremendas peripecias de esta mujer y sus hijos, lo pusieron al dia con respecto a las inquietudes de quien fuera la escribiente de Baigorrita. Le dice al misionero franciscano que “Yo no e podido todavia conseguir Noticias de las Cautivas que usted me encarga he preguntado a varias personas, y me han dicho que no saben nada de ellas. Sin embargo me voy ocupar siempre de ver si puede haber algun conocimiento ó noticias de ellas, cualquier cosa que pudiera aparecer, se lo mandaré a decir.” La viuda de Omer le cuenta enseguida al padre Marcos que “Hace quince dias que hemos llegado a Tucuman. El viaje a sido muy bueno, gracias a Dios. El Consul Frances del Rosario me a entregado sin difficultad el dinero que tenia guardado para mi.Isidorito y manda muchos recuerdos para usted y a todos los padres y tambien a la Señora Doña Cruz y a Dn. Santo y le ruego a Ud. que por la misma ocasión los salude a todos de mi parte y tambien a los jefes de la Sociedad Francesa de Río Cuarto y le agradezco mucho de lo que han hecho en mi favor. Saludo a usted señor Padre Maria Carriere de Omer

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Fr. Pio Bentivoglio.”

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S.P.Marcos Donati. Hagame el favor de transmitirle la carta que va con la suya al Señor o a la Señora Dupont” No menos conmovedoras son las escasas líneas que escribe el padre Pío Bentivoglio, al Guardián y Director del Colegio de Río Cuarto. Le dice que en conformidad con las leyes que los rigen, sigue en la determinación de pedir la baja en ese Colegio y reintegrarse a la Provincia a la cual pertenece. Y como no faltan las buenas cristianas que se apiadan de los más necesitados, como es el caso de Cipriana S. de Saenz Peña., le hace llegar al padre Marcos, la ropa que pudiera servir de abrigo a los desgraciados que el misionero salva del cautiverio y cuya palabra ha podido convertir al catolicismo a numerosos rankeles, que hoy, tras haber sido bautizados, son creyentes en Dios omnipotente. Cuando las circunstancias se tornan intolerables, el padre Pío decide escribirle al padre Guardian de Rio Cuarto, Fray Moisés Alvarez. La carta es enviada desde el fuerte Sarmiento Nuevo. Le recuerda que sus tareas como capellán de la Tercera División del Ejército Argentino en el fuerte, le obligaron a sumarse al contingente del regimiento 10° de Infantería, 4 de Caballería, Escolta del Coronel Racedo, comandante de la división. También a los indios auxiliares. Todos salieron del Fuerte el jueves santo 10 de abril de 1879. El viernes santo ya estaba el padre Pío movilizándose con esa fuerza. El sábado santo a las tres de la tarde, la Brigada emprendió la marcha para Monte de la Vieja, lugar de funesto recuerdo, porque en ese punto, los rankeles le infligieron al mayor Oveya y a una columna de soldados a sus órdenes, una derrota total, ya que no dejaron a nadie con vida. El caso es que el padre Pío junto con otros que partieron del Fuerte, y la Brigada en marcha, hicieron un alto y pasaron la noche sin otro abrigo que los ponchos y frazadas que pudieron haber traído. El domingo de Pascua amaneció lluvioso. Como no tenían carpas fue imposible celebrar la Santa Misa y a eso de las siete de la tarde se pusieron en marcha para Hormigueros. A ese paraje llegaron poco después de medio día, siempre bajo una llovizna que se empecinó en mojarlos , con los animales, los alimentos y todo lo que llevaban. Al día siguiente acamparon sobre el médano de Ugneloo y Ojo de Agua, en donde por la noche debieron aguantar una tormenta bastante recia. Desde ese lugar avanzaron hacia Tramancoo, para aguardar la llegada de las carpas que les había prometido el Estado. Acamparon en Juncal. Si en esos momentos necesitaban un elemento para la Brigada que era de primera necesidad, no cabe duda que se trataba de las carpas. Pero aguardaron inutilmente. Las carpas no llegaron.

La Dolorosa Experiencia de dos Desertores

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Por más que se Arrepientan, Serán Pasados por las Armas El 18 de abril, sábado en Albis, por primera vez mientras estaba en esa expedición, el padre Pío pudo ejercitar su ministerio. Aunque reconoce en su carta, que se trató en una circunstancia harta dolorosa. Los soldados del 4°de Caballeria, Celestino Lucero y Lino Orozco, puntanos ambos, habian desertado el dia anterior. Apenas advertida la desercion se habia mandando en su persecucion una partida del 10° de Infanteria é Indios auxiliares, que les dieron alcance a seis ó siete leguas del campamento. Los desertores en vez de rendirse, como se lo debia aconsejar, no fuera otra cosa, la enorme superioridad de la fuerza que los iba a acometer, opusieron la mas obstinada resistencia, matando á un infante y no cesando de combatir, sino cuando por haberse descompuesto una de las dos carabinas que tenian, toda resistencia se les hizo imposible. Traidos al campamento por la tarde del mismo dia, se les formó desde luego consejo de guerra; que los condenó a ser pasados por las armas. Sostiene el padre Pío que por casualidad se descubrió el complot que se había formado en ese cuerpo para sublevarse la noche antes de marchar de Sarmiento Nuevo, y la oficialidad quedó muy sensibilizada al lograr abortar ese movimiento como así las numerosas decersiones que habían tenido lugar, afectando la moral de los subordinados. Por lo tanto, cualquier actitud que involucrara indisciplina, caía irremediablemente a ser castigada con la pena de muerte. “No extrañará si fueron inutiles mis empeños con el Coronel para que conmutase en otra de menor grado la pena á los sentenciados. Poco antes de la media noche del 17 al 18, despues de haberles sido notificada la sentencia, recien pronunciada y confirmada, me presento á los reos, ofreciendoles los servicios de mis ministerios.” Continúa diciendo en su carta el padre Pío que: “La noche era hermosísima, gruesas gotas de rocio cubrian las yerbas al borde de la laguna, sobre esta se cernia una bruma muy blanca. A pocos pasos de la laguna estaban los dos infelices, atados de manos y pies y rodeados de centinelas. Pedi al oficial de capilla que mandara desatar á los reos y retirar a cierta distancia los centinelas y se hizo al momento.” Despues con verdadero placer recibieron los pobres el ofrecimiento del padre Pío de ser preparados para asumir el tremendo momento. No le costó ningún trabajo al franciscano convencerlos de la justicia del fallo pronunciado contra ellos y desde el punto de vista puramente religioso les habló del beneficio que podían sacar de la desgracia sin remedio que les caía encima, siempre y cuando aceptaran 371

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todo como un sacrificio hecho a Dios, en “acabamiento de su venerable como justísima voluntad, y en unión de las penas del Hombre-Dios, muerto por redimirnos de la muerte eterna y para penitencia de sus pecados, el sacrificio de esta vida, por demás fugaz y llena de miserias. Describe el padre Pío que con la mejor buena voluntad se prestaron a manifestarle sus culpas en la confesión sacramental, recibiendo la absolución. Cuando a las dos de la mañana el fraile se retiró a tomarse un descanso, le suplicaron que volviera temprano a ellos para continuar ayudándolos a prepararse para el gran paso. El padre volvió a eso de las cinco o seis de la mañana, encontrándolos muy resignados. Se confesaron de nuevo, atendieron con devoción las exhortaciones que les dirigió el religioso, repitieron varias veces los autos de las virtudes teologales y dolor de los pecados que les sugería y si el padre Pío tuvo el dolor de contemplar dos vidas llenas y rozagantes en su flor, tronchadas, algo atenuó el ver a esos jóvenes (Lucero tenía 25 años y escasamente llegaba a 20 el joven Orozco) marchar al suplicio, hincarse y recibir la mortal descarga con la serenidad y entereza del soldado valiente y con la resignación y humildad del cristiano, que en la muerte aceptaba la expiación que lo rehabilitaba ante Dios y la conciencia humana, y el ingreso a una vida mejor, sin comparación”. “Mas tarde no pude menos de ir á buscar en el campo la tumba que encerraba los restos de mis caros ajusticiados, pero dificilmente hubiera podido dar con ella, si el cadete Menan no hubiera acudido á indicarmela” escribió el padre Pío en su detallada crónica. Dos pequeñas cruces de madera habian sido hechas por los compañeros de ármas de los difuntos, habiéndolas clavadas sobre su tumba. Rezó el franciscano para que Dios les concediera luego el descanso eterno y la luz de la gloria perdurable y se retiró al campamento con el pecho henchido de mucha tristeza y de dulce esperanza. Por la tarde del mismo dia 18, la Brigada pasó á sentar sus reales en el Cuero, donde por fin llegaron las carpas el dia 21. “Demasiado tarde para que pudiera dar misa a las tropas el Domingo in Albis” anota el padre Pío. Agrega que “El dia 21 dejamos ese hermoso y fertil paraje y nos metimos por dentro del bosque que habiamos venido costeando, á diferentes distancias, desde Ugneloo y fuimos á clavar las tiendas en Chamailcoo, lugar hermoso de abundante y ricos pastos, pero de agua escasa, aunque buena”. Continúa escribiendo y narrando el padre Pío que “A unas diez o doce cuadras, al naciente de Chamailcoo, queda el lugar de funesta memoria, donde el ejército mandado por Emilio Mitre pereció casi todo de sed.” Un verdadero triunfo de los rankeles sin haber movido un dedo ni clavado una chuza.

“Al otro dia, de Chamailcoo pasamos á Nota-Trequen, ó Barrial grande. Esa indecisión del Coronel Racedo que nos quedasemos allá unos dos ó tres dias para que la caballada pudiera pastar á gusto en aquel riquisimo campo, pero el agua poca y de pesima calidad, pues ni siquiera los animales querian tomarla, nos olbigó á ponernos en marcha para Cariloo, ó Medano Colorado.” “Se levantó el campamento á las cinco de la mañana. Yo me adelanté mucho trecho á la Brigada en compañia del indio Bustos, procurando averiguar las creencias religiosas y los principios de moral de los pobres salvajes, y esto con tanto empeño que ni se me ocurrió lo muy posible que era que salvajes ocultos en las espesuras del bosque que atravesabamos, nos hicieran arrepentir de nuestra imprudencia. Como á dos leguas de Walatrequen nos apartamos del camino en busca de una tinaguera (arbol de tronco ahuecado por el tiempo y lleno de agua llovediza); la encontramos y aguardamos a los compañeros”. La tinaguera contenia un agua bajo todo respeto excelente y en tanta cantidad que bastó para algunos centenares de personas. !Que admirable es la Divina Providencia alli donde no hay ni manantiales, ni arroyos, ni lagunas, alli donde fuera imposible sacar agua de las entrañas de la tierra (en Wala-Traquen el hecho nos lo demostró) ha encargado á los arboles seculares y casi espirantes de conservar y brindar este elemento tan necesario al que cruza el desierto!. Llegamos á Coliloo a las cinco de la tarde, despues de una marcha que no puede bajar de diez leguas. En Coliloo, ó Medano Colorado, tuve el inefable consuelo de celebrar la Santa Misa.” Recuerda el padre Pío que fue el padre Marcos Donatti de Borogera, a quien le cabe la gloria de haber sido –probablemente- el primero en celebrar el Santo Sacrificio por aquellos dilatados desiertos, cuando por los años 1871, ofreció la Santa Misa en Luenquen, actuando como ayudante el propio Coronel Mansilla. Ahora le tocaba a él, reconociéndose hijo de la misma diócesis y provincia, formado en el noviciado mismo y por el mismo maestro, le tocaba en suerte celebrar la segunda misa, la cual fue rodeada de mayor pompa. Trae a la memoria el padre Pío que se levantó el altar al pie del médano en la carpa del detall, con sumo contentamiento del mayor Adán, jefe del mismo y asistieron a la celebración el coronel con su estado mayor, el cuerpo de administración, la escolta del comandante en jefe, toda la tropa y cuanto cristiano había por allí. El marco musical estaba a cargo de la banda de música del 10° Regimiento. No menos grande fue la impresión que experimentara el padre Pío cuando le tocó celebrar la Santa Misa en el vapor francés Picardía, bajo un pábellón formado por banderas de todas las naciones. Ahora, en Coliloo, en medio de un desierto extenso, que todo el mundo sabía que estaba ocupado por los indios, le correspon-

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día partir el pan, mientras rodeaban el altar las huestes que llevaban la misión de enfrentar a los originarios señores de estos territorios. En su carta, el padre Pío aplicó el Santo Sacrificio para el descanso de los fusilados en Tromencoo y el feliz éxito de la expedición. Pidió a Dios que terminaran los enfrentamientos y se trocara aquella tierra en asiento fijo de los que quieren el trabajo honroso, de las mansas y buenas costumbres. En consideración a esto, tuvo intención el fraile de proponer que se cambiara el nombre del lugar, sustituyendo el de Médano Colorado por el de Médano de la Santa Misa, ya que con él, se hubiera perpetrado la memoria del acontecimiento. Sin embargo, el franciscano se guardó la propuesta. Aunque con posterioridad, se arrepintió. Porque no pudo celebrar más misas en los distintos lugares que siguieron. Ni en la Verde, donde se incorporó la Brigada de Villa Mercedes, el 3° de Infantería, el 9° de Caballería y los indios auxiliares de San Luis, al mando del coronel graduado Don Rudecindo Roca. Se marchó en medio de una neblina cerrada, muy espesa. Tampoco en Maillancoo pudo ejercitar su ministerio el fraile. A propósito de este paraje, recuerda el padre Pío que plantó su carpa frente al árbol bajo el cual, alguna vez estuvo el padre Marcos, y ahora recordaba su onomástico. No puede pasar por alto esa jornada, pues se comenzaron los trabajos para levantar un fortín. El coronel Racedo quiso bautizar al emplazamiento con el nombre del padre Pío, pero el sacerdote le pidió por favor que lo llamara San Pío V, en honor a su compatriota y protector. Lo cierto es que el dia 8 la fuerza se puso en marcha hacia el Trapal. El 9 llegaron a la Resina y el 10 ya estaban en Lebú Carreta o Carreta Quemada. Allí, sí, el padre Pío celebró la Santa Misa. Asistieron todos los uniformados. Desde el Comandnate en jefe hasta el último soldado. También en esta ocasión sirvió de capilla la carpa del Mayor Adán. Finalmente, luego de haberse marchado con la columna para el Chadileuvu, el 14 de mayo pasaron a sentar sus reales en Pitrilauquen, donde se instaló el cuartel general y centro de operaciones de la División durante toda la campaña. A partir de ese día, el capellán pudo desempeñar su ministerio con normalidad, celebrando todos los dias la Santa Misa, viendo facilitada la tarea por los oficiales y hasta el último soldado. Todos los dias de fiesta de guardar, sin excepcion ninguna, celebró misa á la Division. Tanto para el 25 de Mayo como para el 9 de Julio, pudo celebrar , el Santo Sacrificio de la misa, asistiendo de gran parada la Division, despues de la cual se ha cantado el Te Deum, en solemne acción de gracias al Todopoderoso, por haber concedido a esta noble Nación, los dos preciosisimos bienes: uno el de la Independencia politica y el otro el de la estable Constitucion.

Se lamenta el fraile no haber podido predicar porque su escasa voz se lo impedía y también porque el local, incapaz de contener un número siquiera regular de oyentes, lo convencieron para llevar a cabo esa tarea. “Cierto es que el Coronel Racedo destinó para capilla una de las carpas mas grandes que tenia la División (la del Hospital de la 2° Brigada), pero aparte de que por su mala construcción hacía que se viniese á cada momento por el suelo, no haría un mes que estábamos acampados en Pitrilaunquen cuando los vientos impetuosos que alli reinaban, la habian reducido a estado de no servir ya para nada”.

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El Bautismo de los Picados por la Viruela... Consigna el padre Pío que a fines de mayo administró el Sacramento del Bautismo a los hijos de soldados, nacidos durante la marcha. No teniendo agua de la fuente ni los santos óleos, no pudo más que echar el agua á cuantos había bautizado durante la campaña. Esta circunstancia explica como no haya sentado partidas de Bautismos y se haya limitado á llevar un apunte de los indios de esta manera cristianados. En 21 de junio, en el Lazareto, bautizó á tres indias maduras enfermas de viruela (el día antes había bautizado a otro enfermo con la misma peste); hizo lo propio en la carpa del doctor Orlandini con el hijito de una cautiva del Morro; en seguida pasó al Detall y alli bautizó á doce criaturas más, hijos de cautivas rescatadas, y a todos sirvió como pádrino el Sargento Mayor Adan. Mejor apellido no podía haber tenido este militar para cumplir con tales menesteres. A otros niños, que se hallaban en condiciones identicas, procedió a bautizarlos en varias ocasiones. Cuantas veces supo que en el Lazareto habia indios enfermos de viruela, acudió, como era su deber; instruyéndolos someramente y en el modo que le fuera posible, de las principales verdades esenciales de nuestra santa fe; para luego bautizarlos. No deben bajar de quince los aborígenes á quienes de este modo, el Señor, por medio del padre Pío, pudo concederles el Sacramento del Bautismo. Se enteraba, por lo general un poco tarde, y según escribe, con gran dolor en su alma, que en el depósito de prisioneros indígenas, el número había subido a a varios centenares y muchos niños, por enfermedad y por la crueldad del trato que recibían, morían sin recibir el bautismo. El padre Pío contaba con la ayuda de la buena voluntad del oficial de guardia, pero eso no alcanzaba, ya que no le avisaban de los pequeños que estaban en peligro de muerte y los que sobrevivían estaban destinados a ser ubicados en el seno de familias cristianas. Lo cierto es, que cuenta el padre Pío que se esforzaba por bautizar a los que aun no habían perdido el uso de la razón. Mientras tanto, un fuerte y recio viento

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sur amontonaba y rompía negros nubarrones, provocando agitación en la extensa laguna. A las orillas estaba el depósito. En ese lugar, con la colaboración del Ayudante Mayor del 10° Regimiento de Infantería, don Luis F. Correa, pudo apuntar el nombre indio y también el cristiano de los 81 niños indígenas de ambos sexos que logró bautizar. Podría pensarse que los padres de estas criaturas se negarían, al principio, a permitir que el sacerdote católico ejerciera su ministerio, derramando el agua sobre la cabeza de los pequeños. Todo lo contrario. Se lo presentaban al misionero y le hacían señas para que procediera a echarles el agua en la cabeza, ya que pensaban que se trataba de un remedio corporal. Dedujo el franciscano que luego de ver morir a muchos de esos pobrecitos, los indios creían que ese rito los salvaba. Peero cuando observaron que otros abandonaban este mundo por la cruel enfermedad, no faltaron los que pensaron que el padre les había echado gualicho y les había causado la muerte. También registró en sus crónicas, el padre Pío, que varios niños habían sido dados, especialmente a los oficiales de la División, advirtiendo que crecía un cierto fanatismo en las familias de los militares por llegar a tener criaturas indias. Vino más tarde una orden del Comandante en Jefe que fue bajada a las líneas inferiores de mando. El Coronel Roca, Comandante de la 1° Brigada y el Coronel Meana, Comandante de la 2° Brigada, solicitaron que entregaran a los cuerpos de sus mandos, la orden de que cualquiera que tuviera niños indios, los llevara a la vivienda del Padre Capellán, para que éste averigurara cuáles estaban bautizados y cuales no, para bautizar a estos últimos. La orden fuye dada y cumplida. Así se bautizaron otros niños indios. Pero era inminente el envío de un gran número de pequeños indígenas a Villa Mercedes, que aun no habían sido bautizados y que considerando la presencia de la peste negra por esos campos, junto con los fríos muy intensos y los viajes largos y trabajosos, se consideraba el peligro de muerte para los mismos, por eso el Padre Pío procedió a bautizarlos antes de que se ausentaran. Advierte el sacerdote que al final de la relación que está escribiendo, inserta la lista de los pequeños indios bautizados durante la campaña, garantizando la exactitud de estas nóminas, en el sentido de que todos los que allí figuran han recibido el Sacramento. Sin embargo, apunta que “puede ser que faltan algunos que en realidad los haya recibido también y se me haya ido de la memoria apuntarlos”. ¿Y entonces? Se queja amargamente el franciscano diciendo que él hubiera querido catequizar a los indios prisioneros y haberles enseñado las verdades de la fe y la moral cristianas. La prueba de esta preocupación está en que ni bien logró reunir a un regular número de muchachos, comenzó a catequizarlos. Pero el padre Pío adoleció

siempre de la misma falla: ignoraba el idioma rankulche. Y esto impidió que consiguiera el fruto que tanto deseaba. Un día le avisaron al misionero que en el Lazareto de virulentos había una mujer india muy próxima a morir. De inmediato se apresuró a llegar cuanto antes para poder bautizarla. Llamó al indio cristiano Bustos para que le sirviera de lenguaraz. Apenas oyó de qué se trataba, el indio no pudo ocultar el miedo al contagio. Debió intervenir el propio Coronel Racedo con órdenes firmes para que accediera, ya que las razones del padre y del doctor Orlandini lo convencieron de que no entrañaba peligro. Fuimos los dos al Lazareto –dice el padre Pío- yo iba adelante... dentro de la sala, que estaba literalmente llena de enfermos. Pero cuando busqué a mi intérprete, no estaba allí como pensaba. Lo llamé y me contestó. Pero, ¿de dónde? Del lado de afuera. De allá recibía mis preguntas y las traducía a los enfermos. Tomaba las contestaciones de estos y me las transmitía. Con todo, pude preparar a varios para que pudieran recibir el bautismo y se lo administré por lo menos a tres, que antes de la medianoche siguiente ya habían fallecido. Otra cicunstancia del ministerio del padre Pío era el de prestar auxilios esprituales a los enfermos cristianos. Por eso el franciscano procuraba estar al corriente de la cantidad de enfermos que había y de la gravedad de sus respectivas diolencias. De esa manera podía acudir en tiempo para administrarles los Santos Sacramentos. El padre Pío es un agradecido a los doctores Benjamin Dupont y Luis Orlandini, como asimismo a los jefes de cuerpo, porque le facilitaron la tarea, avisándole cuando había algún enfermo de cierta gravedad. Así pudo administrar los sacramentos de la confesión y los santos óleos a dieciséis soldados de la División. Claro que los muertos en campaña son más. Sostiene el misionero que en buena conciencia puede asegurar que ningún enfermo ha fallecido sin los auxilios espirituales. Siempre los asistió sin fijarse en la hora ni en las condiciones del tiempo ni en otras circunstancias cualesquiera.

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Los Indios, La Poligamia y El Padre Pio... El soldado se acercó a dos metros de distancia del padre Pío Bentivoglio y le dijo que el coronel Eduardo Racedo lo estaba esperando en la carpa de la comandancia. Para allá enderezó los pasos el franciscano, no sin antes dejar arreglado el camastro en que había pasado la noche, en aquel rancho descascarado y miserable que “le mandaron a construir para su comodidad”. El señor Coronel Racedo bebía en un jarro una infusión de yerbas y le extendió otro al misionero. Lo saludó con la amabilidad de costumbre y le confió que

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estaba preocupado por las peticiones que le hacían los indios al sacerdote respecto de las mujeres. Es un tema delicado, le dijo: y agregó que no hacía falta que le recordara que era parte de su trabajo hacer prevalecer los principios de la moral, que nada tienen que ver con la poligamia y observar las órdenes del Señor Ministro de la Guerra, General don Julio Argentino Roca. Vamos a tener que refrescar la memoria, argumentó el coronel, sin mirar al sacerdote. El General Roca prohibe dejar a los indios amigos más de una mujer, pero todo esto sin chocar abiertamente con las animalescas exigencias de los auxiliares. El fraile regresó al rancho bastante contrariado. El indio Bustos que los acompañaba en sus tareas, lo vio venir alicaído. Como hacía cada vez que se sentía contrariado, el padre Pío le contaba al indio lo que le pasaba y si bien nunca recibía una respuesta de que esto o aquello estaría bien o estaría mal, en la ocasión el indio Bustos atinó a observarle: -Pídale a la Madrecita que le ilumine. Ella no abandona a sus hijos y a todos los recomienda a Jesús...Tantas veces escuchó hablar al indio que las palabras que pronunciaba le entraban por un oído y le salían por el otro. Esta vez no fue así. Se fue directamente al rincón de la pieza, donde tenía una silla con un reclinatorio y ante la imagen de la Virgen, juntó las manos y bajó humildemente la cabeza. Y estuvo ahí por lo menos hasta el medio día., Fue el indio Bustos el que filtraba todos los pédidos que había para el misionero. Dentro de un rato lo va a atender, está ocupado, ahora. Sí, luego lo va a escuchar, ahora está haciendo algo muy importante. El asunto era no interrumpir al hombre en diálogo directo con la Madre de Nuestro Señor. El padre Bentivoglio consiguió una fórmula feliz para salir del paso. Los indios llegaban hasta él y le pedían mujeres con el pretexto de necesitarlas para la limpieza de la ropa militar, para el lustrado de los borseguies, para la preparación de la comida. El sacerdote tomaba la palabra al pie de la letra. No les daba sino mujeres ancianas y de las más feas, exigiendo de unos y otros la promesa de no tener más relaciones que la de amos y sirvientes, y añadiendo que, si se llegaba a enterar que se había faltado a este compromiso, la mujer iría al cuadro de los prisioneros y el hombre no tendría ya ni la esperanza de que se le concediera sirviente. Es extraño, pero con el pasar de los días cesaron los pedidos de mujeres en Pitrilauquen. Los indios se desplazaban por el lugar y miraban al sacerdote con gesto adusto. Durante la campaña, el franciscano se ocupó también de los cautivos. Poco a poco, los hombres, las mujeres y hasta niños que estaban viviendo en las tolderías fueron acogidos en el acantonamiento y el número crecía peligrosamente, ya que el espacio destinado a este sector no era precisamente el más cómodo y confortable.

Lista de los Niños Indios Bautizados en Pitrilauquen Campamento de la Tercera División Expedicionaria

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Se consigna el nombre indio, el nombre en español y el día de bautismo 1. Ariand Pedro Jul. 9 2. Antigner Lucas “ “ 3. Anegner Julio Cesar “ 10 4. Aicul Gala “ 9. 5. Abelino Andres Avelino “ “ 6. Abliqueo Ermenegildo “ “ 7. Agnel Brigida “ 20 8. Aminau Domingo “ 5 9. Amuillan Clotilde Agost. 1 10.Cerminá Maria Jul. 5 11.Callion Bartolomé “ “ 12.Curenen Ludovica “ “ 13.Cuninca Gregorio “ “ Calfuman Camilo “ “ 15.Caruello Aurelio “ “ 16.Cayuquen Geronimo “ “ 17.Carolina Carolina “ “ 18.Camullan Oton “ “ 19.Coroná Teresa “ “ 20.Cuñuepan Wenceslao “ “ 21.Clenchen Alberto “ “ 22.Carmelita Carmelita “ “ 23.Carmen Francisca “ “ 24.Chuquepan Antonio “ “ 25.Chemuillain Camilo “ “ 26.Chipaigner Catalina “ “ 27.Celestino P.Celestino Jul. 18 28.Cuimay Margarita “ “ 29.Caipori Pio Reinaldo Agost. 1 30.Catrenau Lorenzo “ “ 31.Delfin Maximo Delfin Jul 18 32.Efeopá Simona “ 5 33.Emilio Miguel “ 22 34.Ernesto Ernesto Ma. Agost.23 35.Eñauen Felipe Jul. 5

68.Lepten Petrona Jul. 5 69.Leftinau Dorotea “ “ 70.Lampani Pablo “ “ 71.Limena Rosa “ 17 72.Leutrial Ramona Elvira “ 16 73.Llancá J. Crisostomo “ 5 74.Llanquelen Bernardo “ 16 75.Marcia Ma. Antonia “ 20 76.Mercedes Mercedes “ 5 77.Maria Maria “ “ 78.Montruy Luis “ “ 79.Magnin Marcos “ “ 80.Meliquenan Apolodoro “ 1814. 81.Mallem Filomena “ 16 82.Maril Sebastian Agost. 1 83.Michoran Alejandro Julio 18 84.Milan Emilio “ “ 85.Mentruy Casimira Agost. 1 86.Manué Maria Aurora “ “ 87.Nahuel Tripay Fermin Julio 18 88.Naviculen Pio “ “ 89.Namillan Greg. Naz. “ 5 90.Nina Cleomedes “ “ 91.Naipain Sinforosa “ “ 92.Nramtua Pablo “ “ 93.Nantonia Delfina “ “ 94.Namué Santiago “ “ 95.Napailian Manuela “ “ 96.Nelai Cahué Maria “ “ 97.Nantigner Veronica “ “ 98.Nanigner Maria “ “ 99.Petrona Petronia “ “ 100.Petrona Petrona “ “ 101.Paignay Ireneo “ “ 102.Petrona Petrona “ “

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36.Eluis Juan Bautista “ 19 37.Traipay Bernabé “ 5. 38.Felupé Avelina « « 39.Hayná Ignacio “ “ 40.Faustino Faustino Josef “ 28 41.Fernando Fernando Agost.18 42.Feliciana Feliciana Maria “ “ 43.Feliza Feliza Jul. 5 44.Tapayo Enrique “ “ 45.Gregorio Gregorio “ “ 46.Gervasia Gervasia “ “ 47.Gauytian Anselmo Agost. 1 48.Iutim Eduardo “ “ 49.Huenuan Pámfilo Jul. 5. 50.Huncuimigan Isabel “ “ 51.Huichuner Leon “ “ 52.Hualá Eduardo “ “ 53.Isidora Isidora “ “ 54.Inovillan Francisco “ “ 55.Iquelieu Basilio “ “ 56.Juangoré Juan Josef “ “ 57.Juan Juan Maria “ “ 58.Juan Manuel Juan Manuel “ “ 59.Jose Olguin Josef “ “ 60.Inauden Cruz Agost. 1 61.Leutical Clara “ “ 62.Laureana Laureana Tamara “ “ 63.Juana Juana Ma. Jul. 13 64.Leftué Adelaida “ 20 65.Luentegner Agustina “ 5 66.Lepetinan Delfina “ “ 67.Levinan Judas “ “

Cautivos que Regresaron y Otros que se Quedaron

103.Puitrin Leocadio “ “ 104.Pailman Buenaventura “ “ 105.Paninau Mon. Pedro « 18 106.Pablú Pablo “ 16. 107.Panoipe Ernesto “ 18 108.Pichimé Clara “ 10 109.Pichincé Gertrudis Agost.13 110.Pichuequé Cristobal Jul. 17 111.Pedro Pedro Froylan “ 18 112.Pichicarre Manuela “ “ 113.Luinchuillam Juana “ 5 114.Quinchau Manuel “ “ 115.Luintipain Dolores “ 10 116.Luintillan Camilo “ 16 117.Luintigan Maria “ 18 118.Luincuical Maria Evia “ 16 119.Luintuical Ramona Maria “ 30 120.Relmu Mateo “ 5 121.Rusten Enriqueta “ “ 122.Reuñi Aurora Maria “ 16 123.Santos Morales Santos “ 5 124.Lichipil Andres “ “ 125.Siñorá Margarita “ “ 126.Solano de Rivera Franc. Solano “ 127.Taná Roberto “ 18 128.Triefú Ramona Ma. “ 11 129.Topileo Josef. “ 10 130.Topayo Anumner Agustin “ 5 131.Agmay Beatriz “ “ 132.Anmaidal Ma. Asuncion “ 20 133.Gnahuian Isabel “ 5 134. Ynarden Leona “ “

Por aquellos dias, el regreso de los cautivos al seno de sus antiguas familias en diversas poblaciones, era el motivo esencial de las conversaciones. Poder ver a un cautivo rescatado causaba extrrañeza y alegría. Ambos sentimientos mezclados. Si era una mujer se le veían los ojos cansados, el gesto de resignación le daba una apariencia de mágica serenidad en el rostro. Cual más, cual menos agradecía a Dios la finalización de sus penurias y también al padre Donatti por sus gestiones. Muy agradecida, doña Maldomena Medina por estar ahora entre sus familiares, otra vez en el mundo de los blancos, le expresa su regocijo al padre Marcos Donatti . Sin embargo, allá en las tolderías ha quedado su hija Rafaela y por eso le escribe al padre que acompañara al coronel Mansilla, necesitando que le entregue noticias de la niña. Le aclara que no tiene a otra persona a quien rogar por este servicio y agrega que le conteste en la dirección de la casa que ocupa el señor Raimundo Prieto en el pueblo de 9 de Julio. Al que por ahí solía fallarle la memoria, era al padre Moisés Alvarez, ya que en varias ocasiones se quedaba sin misas. Así lo revela la carta que le envió al padre Marcos, el primer día de noviembre de 1879. “Por un olvido no he avisado a Ud. que habia recibido la carta en la que me encomendaba catorce misas que ya he celebrado; ahora no tengo ni una sola, así pues sí V.P. tiene la compasion que es preciso tener por los pobres hijos de San Francisco y quiere mandarme otras que bien pueden no ser 14 aunque sean 10, 20 o 30 no querria decir nada” Pero de lo que no se olvidaba era de un pequeño cautivo que ya estaba de regreso y lo hospedaba en su hogar. “Ya he recogido el niño de que he hablado á V.P. lo tengo en casa, pero ha venido completamente desnudo, será preciso vestirlo y mandarselo en la primera oportunidad que se presente buena, creia que estrañaria al separarlo de los indios porque es muy chico pero no ha sucedido asi, esta muy contento. Creo que será muy dificil dar con los padres de dicho chico porque los indios ó no saben de donde es, ó no quieren decir, es extranjero evidentemente. Con tal motivo lo saluda Fr. M. Alvarez”

Sostiene el padre Pío que a esta lista se deberán agregar otros treinta y cuatro, entre hijos de cautivos e indios, a los cuales bautizara mientras padecían enfermedad de viruela, habiendo muerto la gran mayoría. El misionero sufría la desazón de estos fallecimientos por causa de la peste negra y por varias horas lo embargaba una profunda tristeza, a la que podía superar con largas horas de oración. Así y todo, eran días de negros horizontes. El fraile no conciliaba el sueño y por más que pensaba en el triste destino de aquellos infelices, trataba de superarlo todo con la fe en Jesucristo: “Yo pongo mi esperanza en ti, Señor, y confío en tu palabra...”

En cambio al padre Pío Bentivoglio le preocupan otros asuntos, que si bien están relacionados con cautivos, se torna trágico en la exposición: “Estimado Padre: Nuestro comun amigo el doctor Avila desea saber si se halla verdaderamente en esa, como se lo han asegurado un cautivo, que antes de esta, supo vivir en su casa, ó mejor dicho en el puesto del mismo doctor. El sujeto que nos ocupa se llama Gregorio N., tiene actualmente como veinte años de edad, tenia unos siete cuando lo cautivaron; debe ser alto, delgado, morenito y picado de peste. En

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tierra adentro estaba con los indios Blancos. (se refiere a dos hermanos que tenían ese apellido, que llevaban a cabo invasiones y malones en una amplia zona). Además desearia el mismo doctor saber si dicho cautivo no estaria dispuesto á venirse a morir con él.(Una manera de decir que quiera compartir con él, para el resto de su vida.) Tenga Ud. a bien contestarme y podrá añadir que combinaron los ejercicios ó mejor dicho en que quedó la llamada a esa que Ud. me iba a hacer. Aqui no hay novedad. Páselas Ud. bien como se lo desea su amigo y compañero. Fr. Pío Bentivoglio”

Mandeme dos Indias Jóvenes... Don Bernardo Lacase le pide a Fray Donatti que busque y le mande una o dos indias, aunque alguna de ellas pudiera estar con familia, no importa. Es el encargo que le hace don Pedro Lavayse, un rico propietario de Calamuchita de quien, dice Lacase, es de moralidad intachable, lo mismo que su señora esposa. Sostiene que se trata de recibir a dos indias que pudieran haber estado recibiendo mal trato y que bajo la tutoría de Lavayse, podrán gozar de una nueva vida mejorando su situación. De pronto, hay una aclaración en la carta que recibe el padre Marcos: “las indias no deben ser viejas”. ¿Y esto? ¿Cómo se entiende? ¿Quiere decir que si hubiera dos indias viejas que reciben mal trato, no debe enviarlas porque el pedido expreso es por dos indias jóvenes? Sigue Lacase diciendo que en caso de conseguirlas, se lo comunique a Teodoro Lezama, su encargado en esa Estación. El pasaje de las indias serán pagado por cuenta de Lacase. ¿Conclusión? El enriquecido señor Lavayse busca dos indias para servidumbre. No lo dice, pero el padre Marcos tiene olfato para estas cosas. Enseguida le ve la pata a la sota. Mientras esto acontece, llega por fin, correspondencia de Roma el 26 de noviembre de 1879 y no pueden ser mejores noticias para el alicaído padre Pío. “En virtud de la presente concedemos al M. Ven. P. Pio Bentivoglio, sacerdote prof° de nuestra Ref. Provincia de Bologna, Miembro de N. Collegio de Río IV, en la confederacion Argentina, que puede, por una particular necesidad, previo asentimiento del Ven. Discretorio del Colegio, que vuelva a la patria, con la condición que dentro de diez meses retornará a su Colegio de Río IV. Lo recomendamos a la caridad del Padre Superior local y de sus benefactores en el viaje, en el cual observará cuanto prescribe nuesta santa regla, y nuestro Señor, que lo bendiga y lo acompañe” Doc. N° 1100 (traducido del italiano). 382

Finalmente se había escuchado el pedido (mejor dicho, el clamor) del franciscano que hizo su experiencia misionera. Al parecer, fue muy grande el padecimiento y si todo se tradujo en pesasres, sufrimientos y hasta lágrimas en las largas noches pasadas en una carpa en medio del desierto, en los campos de Tierra Adentro, rodeado por un entorno de suspicacias y la muralla terrible de la incomprensión, producto en parte de no conocer la lengua y en parte por desconocer la psicología de hombres que vestían el uniforme de la Patria pero que estaban lejos de practicar las virtudes que decían adherir y sostener. Gracias al Cielo se abrieron las puertas de los corazones hasta donde llegaron los rezos, las peticiones que recordaban “si es posible, pase de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya...”

Confidencias del Padre Moisés Alvarez en su Misión Faltando un día para la nochebuena, el padre Moisés Alvarez, desde el Fuerte Sarmiento, se dirigie al padre Donatti. Quiere saber si ha resuelto viajar al Rosario, ya que desea usar sus servicios entregándole un reloj para que se lo arreglen. Con anterioridad, lo había consultado con el padre Marcos, pero éste le anticipó que el señor Valzano, al parecer un entendido en la relojería, le respondió que sería muy difícil componer ese aparato. Como hombre formado en estas transacciones, el padre Moisés descuenta que Valzano lo que quiere es plata. Y de paso descarga un reprochoche con todas las de la ley: Valzano cuida muy poco la compostura por la que se le paga, basta que lo entregue andando. Hace tres días que lo he recibido (al reloj) y está completamente inútil Ya no lo puedo sufrir más. No se para qué me lo ha mandado. Será porque el procurador se habrá aburrido de verlo colgado en la pared de su celda...” Habiendo transcurrido la Navidad, el 26 de diciembre de 1879, el padre Moisés le escribe al padre Marcos y le anticipa que “He recibido su muy apreciable del 22, en esa me expone las razones que tiene en vista para creer que no conviene su ida a renovar la subvencion. Yo tambien he pensado mucho sobre el mismo asunto y he concluido del mismo modo que Ud. Creo que de ningun modo conviene ir á B. Aires á pedir subvencion para seguir atendiendo a estos indios que tan mala figura nos han hecho hacer...” Veamos lo que le participa el padre Moisés a su amigo: “Me he fundado para concluir así en las razones siguientes: 1° Pedir la subvencion al Gobierno seria hasta cierto punto obligar al Colegio á seguir con el peso de atender á estos indios y reputar estos puntos como misiones siendo así que no pasan de ser unos campamentos militares que durarán lo que dure la gente de linea, que ha de ser poco tiempo segun creo: 2° los indios estos, segun como estan, no creo que pertenezcan 383

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a la Prefectura; son soldados en actual servicio á quienes el Prefecto no puede mandar, y hasta cierto punto ni (inmiscuirse) en sus asuntos por la misma razon de ser soldados: pues es sabido que estos tienen sus jefes y oficiales que los mandan y a quienes es preciso que obedezcan.”

Es Pobre Cosa ser Misionero, Sin Voz Ni Voto... El tema que está abordando el padre Moisés no es conocido por los que viven en Buenos Aires o están en otros lugares distantes del Fuerte Sarmiento, como está él, o en Villa Mercedes, como está el padre Donatti. De ahí que las deducciones parecen duras, amargas, y el relator no escatima expresiones que lo pintan como un frustrado en el cumplimiento de la misión: “De este estado de cosas se desprenden consecuencias tan opuestas á la esencia de las misiones que inutilizan por completo la accion del misionero: es pues muy pobre cosa ser misionero y no tener voz en la mision: esto es lo que sucede entre nosotros, aqui como alli, el unico que no tiene participacion activa entre los indios, es decir en su mision es el misionero. Soy por mi desgracia un frío epectador de crimenes y no me es dado corregirlos enmendar etc. etc. á los autores, por la sencilla razon que no dependen de mi. De su peso cae, que no pueden ser misiones estas reuniones de indios mandados por Jefes y oficiales de linea. Si hasta ahora he sufrido era por varias razones que ya V.P. hade saber. Ya verá V.P. que estoy conforme con su modo de opinar.” Como se puede apreciar, no solo el padre Pío Bentivoglio estuvo angustiado y acongojado por todo lo que le estaba sucediendo en su ministerio apostólico. Tal vez el padre Marcos sufría idénticos perjuicios en su misión, pero la diferencia estaba en que unos los expresaban vivamente, y otros, como en el caso de Marcos Donatti, la procesión iba por dentro y no se advertía por fuera. El asunto es que fray Moisés Alvarez, hace borrón y cuenta nueva de lo que estaba participando y le dice a su amigo que “Tenia una carta escrita para mandarle, pero se me fue el Correo y no la llevó:” Le aclara, empero, que se trataba del famoso reloj descompuesto y le ruega que trate de hacérselo arreglar bien. Al parecer se trata de un pequeño mueble que contiene el ingenio que marca las horas. Al tenerlo descompuesto, el padre Moisés pierde el sentido del tiempo y como los días transcurren sin sol, muy nublados y desapasibles, las jornadas en que debe ayunar se les pasan de largo o bien está almorzando a las 10 de la mañana. ¡Vaya con el manejo del tiempo de este fraile! Ante tanto desacierto le suplica al padre Marcos que si ese bendito reloj no sirve, que se lo cambien, lo venda o lo trueque por otro. No importa que sea feo, le dice, con tal que sea seguro y 384

funcione. Para reafirmar el mandato, le pide que maneje este asunto como si fuera propio y le reconoce las virtudes que el padre Marcos tiene como entendido en compra-venta: Le asegura que no es para lisonjearlo sino para darle una razón de por qué confía en él para esta cuestión. Cuando el padre Moisés se refiere a ciertos protagonistas de la vida en el Fuerte donde le toca en suerte desenvolverse, resulta inaudito que puedan acontecer ciertas y lamentables situaciones. Por ejemplo un tal Bendonni, que padece una extrema pobreza, le ha pedido al padre Moisés que le dijera al padre Marcos si tenía noticias de doña Antonia, la cautiva, familia de su mujer. Las noticias llegaron y en efecto, si hay que negociar el retorno de esa cautiva, se necesita dinero. Al enterarse Bendonni de ello, simplemente dio media vuelta y sin decir palabra, volvió a lo suyo. ¿Indiferencia? No. Imposibilidad de contar con los fondos. Aunque se trate de ayudar a la familia de su esposa. Cuenta el padre Moisés que este infelíz hacía dos años que estaba de baja y no lo sabía. Sin tener información de su estado, hacía dos años que estaba en el Fuerte remachando clavos para la Patria. Cuando descubrió lo que sucedía, pidió nuevamente la baja, o mejor dicho, avisó que se retiraba como un último reclamo, pero se trataba de una gestión que tenía como resultado el mismo de todas las gestiones que hizo con anterioridad: que le reconocieran los servicios. Ahora ya no es pobreza. Es miseria. Por fuera y por dentro. El padre Moisés cree que este desdichado pronto habría de partir para Río Cuarto sin que le pagaran ni un peso. Un caso tan triste como lamentable. En medio destas dislocaciones del espíritu humano, el padre Alvarez le recuerda al padre Marcos que necesita que le envíen los diarios y que lo hagan por el Correo Militar, “despues de todo –dice- me ayudan a pasar el tiempo y alguna instrucción siempre se adquiere”. Cuando se ha cultivado el intelecto y el alma ha podido crecer con los conocimientos, la necesidad de la lectura y la información se torna una sufrida urgencia.

¿Estaba Vivo el Hijo Menor de María Carriere de Omer? Desde Tucumán, el 10 de enero de 1880, María Carriere de Omer le escribe al padre Guardián para decirle que había recibido una carta del padre Marcos Donatti que le anticipaba haber encontrado a un niño que él creía que era su hijo Carlos. Sin embargo, ese niño parece tener unos cinco años y el rostro de la fotografía adjunta no es la que corresponde a Carlitos. El hermano de María Carriere observó atentamente la foto y también opina que ese no puede ser Carlos.

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La viuda de Omer recuerda que su hijito no tendría ahora más de tres años y medio, habiendo nacido el día del Carmen, el 16 de julio de 1875. Era de carácter muy vivaz, lo llama “alhajita buenita”, de pelo muy rubio, ojos celestes, piel blanca, un poco guatita, cuerpo y cara delgadita. Para abundar dice que el indio que lo tenía era llamado Cardón. Por cierto, doña María Carriere confiesa que ella desea encontrar a su hijo, aunque que ya no tiene ninguna esperanza. Las conjeturas del padre Marcos acerca del pequeño, están abonadas por detalles y condiciones escasamente serias. A veces resultaba inexplicable una actitud de este tipo en quien se había ganado el prestigio como experimentado hombre de sobrados conocimientos sobre los cautivos y sus captores. Lo cierto es que el padre Marcos se encontraba buscando a alguien en las tolderías del sur y de pronto, eran los mismos indios quienes ofrecían pistas sobre algunos blancos que llegaron a los aduares, luego de llevarse a cabo invasiones y malones a pueblos y estancias de la frontera. A pesar de tantos sufrimientos, el corazón de madre de María Carriére, permanecía entero. El recuerdo de su pequeño Carlos, encendía la luz de la esperanza.

El Padre Pio Aclara Versiones antes de Partir para Europa No resultó fácil dirigirse al padre Guardián de Río Cuarto, para aclarar y poner las cosas en su lugar, por parte del padre Pío Bentivoglio. Sin embargo con el fin de que se borren las sombras de dudas que pudieran existir, le dice que “mi nombramiento para Capellán de estas Fronteras, fue hecho sobre propuesta á la Inspección General de Armas, del Señor Coronel Racedo, quien tomó á lo serio una broma que yo le dirigiera con motivo de haber sido el mismo nombrado Comandante en Jefe de estas Fronteras de Córdoba, y el abajo firmado se resolvió, y el R.P. Guardián de entonces le permitió, admitir, siquiera por algunos meses para que el señor Coronel no quedara mal con el Exmo Gobierno de la Nación, del cual había solicitado el nombramiento.” En una palabra, el nombramiento como capellán para el padre Pío surgió de una expresión vertida en solfa por el mismo, como tomándole el pelo al coronel Racedo. Este nombramiento de capellán lo costaría después un buen dolor de cabeza el fraile que ahora sigue diciendo: “Ignoro si en esto hubo intervención del Discretorio, a pesar de ser yo entonces Discreto habitual de este Colegio y hallarme en casa; lo cierto es que no me fue comunicado ningún acuerdo discretorial sobre la

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materia. Más tarde, al que suscribe, se le insinuó por el mismo R.P. Guardián que renunciase, pero no se hizo por razones que no es del caso mentar.” “Antes que el abajo firmado saliera de Sarmiento en Octubre de 1877, presentó su renuncia de Capellán, la cual fue por el Coronel Racedo, elevada al Comandante en Jefe de las Fronteras del Interior, General Dn. Julio Roca, a fin de que él la elevase al Exmo Gobierno Nacional, pero el General Roca la encarpetó: y habiéndose el que firma, cuando dicho general se fue de Ministro de la Guerra, instado para que despachara pronto la solicitud mandada, el General le contestó que no había para qué tomara la cosa tan a pecho, y que el estipendio de Capellán en ningún caso vendría mal para el Convento. En una circunstancia el que firma manifestó al actual Guardián P. Placido Sorgenti la intención de renunciar a la misma Capellanía, pero el R.P. Guardián se mostró contrario a ello y dejo ver que otros tambien lo eran ó estaban en idénticas disposiciones.” “De todo lo dicho y omitiendo otras circunstancias, se infiere que ante el Excmo Gobierno Nacional y los Jefes de las Fronteras el único responsable de la Capellanía y su servicio ha sido y es exclusivamente el que firma. No hay para que añadir que las facultades espirituales para el desempeño cabal y fácil de su oficio las ha tenido y tiene directa é inmediatamente del Diocesano. Muy íntimamente convencido el abajo firmado de que lo que el monje adquiere pertenece de derecho al Monasterio de que es individuo, ha creído siempre y cree que los sueldos que como a Capellán le corresponden, para el periodo corrido desde cuando comenzó a recibir este destino (setiembre de 1875) hasta el mes de Marzo, inclusive, que va a acabar y en el cual ha dejado de ser miembro de esta Comunidad Misionera, pertenecen á la Comunidad misma y adjunto a V.V.P.P. la orden en forma para que los puedan cobrar de su apoderado en Buenos Ayres, Dn Sebastian Tossi, que vive en Cangallo 254 y por mas señas es primo del Señor Josef Boosi bien entendido que a medida que dicho apoderado los percibiera del Gobierno Nacional”. “El abajo firmado se va á Europa con permiso libre, este es, sin ninguna obligación de dejar en su lugar a quien le supla en su oficio de Capellán, y dejando arregladas las cosas de modo que relativamente á los soldados de guarnición en estas Fronteras, esta Comunidad no tendrá obligaciones mayores ni diversas de las que tienen o puede tener para con cualquier fiel cristiano.” “Las razones que el abajo firmado ha tenido para pedir una licencia antes bien que la baja absoluta, las espondrá al Rdo. Ministro general de la orden, una vez que, favoreciendole Dios, llegue a Italia, y abrigo la convicción de que por su P. Rdo. serán halladas muy justas. Dios guíe al R.P. Guardián y Venerable Discretorio

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Fr. Pio Bentivoglio”

Las Cuentas al Día... En su momento, el padre Marcos se dirigió a la Sociedad de Beneficencia para poner a disposición de sus integrantes, “Los gastos ocurridos en el rescate, alimentación, vestido y remisión de los desdichados cautivos han sido $2940, de suerte que queda aun un saldo de $440. El numero de cautivos beneficiados ha sido como de 300 en la forma siguiente: 27 obtenidos por rescate en las tolderías de los rankeles. 38 fugados del desierto que fueron socorridos, alimentados y remitidos a sus familiares. 200 obtenidos de los Sres. Jefes de Frontera de Córdoba y San Luis, que siempre me han prestado valiosísima comprensión para esta obra humanitaria. 25 más o menos que he obtenido por otros medios, unos de los Caciques y otros en recompensa de diversas atenciones que no deben mencionarse. Como en la actualidad es muy dificil el trato con los Indios por la enorme distancia que nos separa, creo innecesario la conservación de esos fondos, y, es por ello que adjunto a la presente 400$ b. conservando los 40 por si se presentase algún caso en que pueda beneficiar a algún desgraciado. Está conforme Fray Marcos Donati” Retener los fondos destinados a la liberación de cautivos representaba un paso incierto de honradez. Pero tal cosa no sucedía con el padre Marcos, por cuanto todo lo que hacía en el manejo de dinero, dejaba constancia por escrito y se esforzaba por dar a conocer sus acciones a la mayor cantidad poosible de gente. En esta carta, escribe al final “Adición: Hay que agregar que cinco cautivos más han sido comprados con la plata de la Sociedad de Beneficencia de Rio 4°; como tambien repetidas veces esta misma Sociedad de Río Cuarto, ha gastado para vestir, alimentar y favorecer a los cautivos en su tránsito, cuando los remitía yo a sus destinos aunque no fuesen del Río Cuarto. Fr. Marcos Donatti.

El Cráneo de Mariano Rosas como Trofeo y Regalo para el Dr. Estanislao Zeballos No eran más de tres hombres. Llegaron hasta la casa del jurisconsulto y dejaron sobre una mesa la caja que portaban. Estaba cuidadosamente envuelta y protegida con una tela oscura, prolijamente atada con una cuerda de mediano grosor. El escritor y diplomático les indicó cómo debían depositarla y luego los despidió cortésmente. Cuando quedó solo, el Dr. Estanislao Zeballos, se pasó una mano por 388

el grueso mostacho y se afinó las puntas con el pulgar y el índice. Observó de nuevo la caja y finalmente se decidió. Con un cuchillo cortó las ligaduras y luego la tela. La madera de algarrobo quedó a la vista. Era una caja bien construida, con espigas que calzaban perfectamente entre las paredes, regalando firmeza y perfecta geometría. Levantó la tapa y quitó el papel y el algodón que protegía el objeto. Se colocó unos guantes de cabritilla y con ambas manos levantó hasta la altura de sus ojos, ese cráneo protegido y envuelto de acuerdo con las clásicas normas de la paleontología. Se colocó junto a la ventana del estudio, para permitirse observar con toda la curiosidad que lo caracterizaba, aquella pieza tan preciada como extraña, justo cuando la luz diurna expiraba en la jornada. Lo estudió detenidamente, haciéndolo girar para observar la parte posterior y volviéndolo nuevamente con la parte frontal hacia él. Tomó una lupa y la aplicó a la zona de los pómulos. No hay dudas, era la cabeza del cacique mayor de todas las tribus rankeles, la que estaba sosteniendo. Era el cráneo de Mariano Rosas. La vitrina que recibió el nuevo trofeo (más de cien cráneos se registraban en el estudio de Zeballos) había sido preparada con esmero y anticipación, como esperando que el cráneo de Panghitrus Nüru, robado de la tumba profanada que lo guardaba con el resto de su cuerpo, llegara tal como lo habían anunciado los hombres de la División Racedo. Estaba destinado a otro salón, fuera del país, pero fracasada la gestión, Zeballos se benefició con la entrega. ¡Cuántos jefes de la Nación Mamülche adornaban el estudio del diplomático argentino! ¿Se podrían haber imaginado, alguna vez, esos hombres que cruzaron la pampa a galope tendido, en ocasiones tratando de salvar a la tribu, y en otras intentando un malón contra poblaciones blancas, que sus cabezas quedarían expuestas a la posteridad, en una estantería protegida por un cristal, en un museo de La Plata? ¿Cómo sucedió este hecho tan desgraciado como ajeno a las mejores actitudes del Ejército civilizador que argentinizó nuestras pampas? Porque una cosa era la caída de un rankel en combate y otra, que alguien fuera a escarbar su tumba para extraer la cabeza de entre sus restos. Lo cierto es que pasaron ocho años de aquella memorable visita del coronel Lucio V. Mansilla al cacique mayor de los rankeles y un año después de su muerte por causa de la viruela, cuando las tropas del coronel Eduardo Racedo, que partieron desde Villa Mercedes, avanzaron sobre Leuvucó y sólo encontraron una toldería abandonada en el corazón del Mamüll Mapu. Una frustrante jornada de la Conquista del Desierto. Medio año más tarde sorprendieron ahí a Epumer, hermano de Mariano Rosas, y lo tomaron preso. En cambio, de la tumba donde había sido enterrado Mariano, con tres de sus caballos más preciados y una yegua, para que tuviera con qué 389

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alimentarse en el tránsito a la otra vida, quitaron la tierra de la sepultura, escarbaron y sacaron el cráneo del cacique. El obsequio que se le hizo al antropólogo y naturalista, Estanislao Zeballos, se sumó a la colección que este poseía y posteriormente, esa misma colección, fue donada al museo de La Plata en 1889. Al menos así lo informaba una publicación de la época. Sin embargo los restos del cacique Panghitrus Nüru (Zorro Cazador de Leones): fueron restituidos a la comunidad rankel que les dio sepultura a orillas de la laguna de Leubucó, 25 kilómetros al norte de Victorica, La Pampa. Nunca cruzó por la cabeza del afamado cacique general, que sus huesos estarían expuestos en un museo, a las generaciones venideras de argentinos y extranjeros.

De Regreso a Leuvucó en el Tango 03 El 22 de junio de 2001, a las 10.30, se entregaron los restos al Consejo de Lonkos (cabezas de comunidades) en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata y la comitiva. partió para Santa Rosa en el avión presidencial Tango 03. Una doliente caravana los llevó hasta Victorica, donde los velaron en la Municipalidad, con una guardia de honor. Epilogaba una gestión que había comenzado diez años atrás. Fue la ley 25.276 de agosto de 2000, la que dispuso el traslado de los restos del cacique a Leubucó. El organismo encargado de instrumentar los medios para la restitución fue el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). También tuvieron participación la Secretaría de Cultura de La Pampa y por supuesto, la propia comunidad ranquel. Es preciso tener en cuenta que fue voluntad de Mariano Rosas permanecer en Leuvucó, en sus tolderías; su deseo público de no retornar jamás a tierra cristiana. Los ranqueles actuales creen que esos cien años fuera de Leuvucó trajeron grandes desgracias y daños a la comunidad. Están convencidos que el regreso de los restos del cacique, traerá la unidad a la nación mamülche y se restituirá el orden que existía antes de que se violara su tumba. Mientras tanto, quienes ingresan a Villa Mercedes por la ruta 148 extremo sur, se encuentran con un monumento inédito: Mariano Rosas, el cacique rankel, vigila la Perla del Desierto, junto a un soldado de la caballería de línea. Ya que estamos refiriéndonos al cacique general de los rankeles, conviene recordar que su tumba fue profanada en 1878. El diario La Nación de Buenos Aires, señaló que el 23 de junio de 2001, Mariano Rosas fue enterrado a orillas de la laguna de Leuvucó. Por más de cien años, sus restos habían sido depositados en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. 390

Yo, que en esta excursión a los indios he aprendido una virtud que no tenía, que por modestia callo, repito lo que antes he dicho: que no es fácil penetrar en el toldo del señor general Mariano Rosas, como le llaman los suyos”. Así escribió Lucio Victorio Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles, en referencia a las dilaciones de rigor que tuvo que soportar hasta que el cacique de los ranqueles, Panquitruz Gner, finalmente lo recibió en Leuvucó. Pero todo lo que demoró en mostrarse y recibir al militar que se había aventurado tierra adentro, y todo lo que receló salir de sus tolderías por miedo a quedar de nuevo cautivo de los cristianos, lo pagaron sus restos: estuvieron expuestos durante más de un siglo en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Cuánto había en ello de trofeo de guerra en exposición y cuánto de divulgación de la antropología física es algo difícil de deslindar. Pero llega otro giro en el destino de los restos del cacique Panquitruz Gner: pasado mañana serán restituidos a la comunidad ranquel que les dará sepultura a orillas de la laguna de Leuvucó, 25 kilómetros al norte de Victorica, La Pampa. En 1878, ocho años después de que lo dejara Mansilla en sus tolderías, y un año después de su muerte, fue profanada la tumba de Panquitruz, cuando las tropas al mando del coronel Eduardo Racedo avanzaron sobre Leuvucó, como parte de las acciones preliminares de la Campaña del Río Negro. Encontraron el lugar abandonado y sólo meses más tarde tomaron prisionero allí a Epugner, hermano y sucesor de Panquitruz, y al resto de la tribu. De la tumba -donde había sido enterrado con tres de sus mejores caballos y una yegua gorda para que tuviera, según la creencia, qué montar y de qué alimentarse en el tránsito hacia la otra vida- se supone que fue extraído solamente el cráneo. Este pasó luego a formar parte de la colección de antropología del naturalista y político Estanislao Zeballos. La colección, formada por 100 cráneos «de indígenas antiguos y modernos, varios de éstos de jefes de renombre», según una publicación de la época, fue donada al museo de La Plata en 1889. Las gestiones para la restitución comenzaron hace casi diez años. Finalmente, la ley 25.276 de agosto de 2000 dispuso el traslado de los restos del cacique a Leuvucó. El Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) fue el organismo encargado de instrumentar los medios para la restitución, junto con la Secretaría de Cultura de La Pampa y la propia comunidad ranquel. «El reclamo por el cuerpo del cacique ha sido considerado por el municipio como una cuestión de Estado», explicó a La Nación el intendente de Victorica, Norberto Nicolás. «Han cambiado las autoridades, el partido, pero se ha mantenido el apoyo a la iniciativa de la comunidad ranquel, si bien es la Secretaría de Cultura de la provincia la que coordinó el proceso.»

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En «Una Excursión...»-que trata extensamente sobre Mariano porque él presidía el consejo que debía firmar el Tratado de Paz que llevaba Mansilla-, el jefe militar lo da a conocer en sus acciones y reacciones: es prudente y perspicaz. «Al traer el cuerpo de Mariano Rosas estamos cumpliendo una voluntad suya de permanecer en sus tolderías; su deseo público de no retornar jamás a tierra cristiana. Las mujeres sabias le habían aconsejado que no saliera de Tierra Adentro, que si lo hacía caerían grandes desgracias sobre él y sobre su pueblo», explicó Canhué, activista de ascendencia ranquel en La Pampa. «Creemos que con su regreso volverá la unidad a la nación mamülche (así se llaman a sí mismos: mamül, monte; che, gente) y de alguna manera se va a restablecer lo que era antes de que se violara su tumba. No va a ser igual -sonríe Canhué, dando a entender que lo suyo no es ingenuidad, sino alegría-, pero creemos que se vienen mejores tiempos para nuestro pueblo.» A mediados del siglo XVIII los ranqueles ocupaban el sur de Córdoba, San Luis y Mendoza, y la provincia de La Pampa, desde el río Salado hasta el Atlántico y al sur hasta el río Colorado. En 1870 Mansilla estimó que eran entre 4000 y 6000 personas. A medida que se fue corriendo la frontera, los ranqueles fueron empujados del monte de caldén, hacia la estepa más inhóspita del extremo oeste de La Pampa. Muchos se establecieron en Sarmiento, sobre el río Quinto. En 1899 les fueron concedidas 80.000 hectáreas -600 para cada familiade la denominada Colonia Emilio Mitre. «Actualmente, el territorio de la colonia se redujo a la mitad. Estamos en proceso para lograr la restitución de las otras 40.000 hectáreas», cuenta Canhué. Una de las razones que los llevaron a asociarse para obtener la personería jurídica es justamente la reivindicación de esas tierras. «En octubre de 2000 nos reunimos varios jefes en Algarrobo del Águila, departamento de Chicalcó, y decidimos crear El Concejo de Lonkos -cabezasde comunidades indígenas de La Pampa», cuenta Canhué. El presidente es Oscar Guala, descendiente del cacique Yanquetruz. «Mariano es un personaje que consideramos sagrado. Durante su gobierno se avanzó mucho en la agricultura, la ganadería, la cría de caballos, en parte, a raíz de la experiencia que había adquirido cuando fue cautivo de Rosas», agrega. «Hay una necesidad de reparación histórica para los descendientes de Panquitruz Gner -afirma Ana González, coordinadora del INAI-. Pero queremos generar además un debate nacional que instale la necesidad de reconocer las raíces múltiples de nuestro pueblo.»

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María Ortiz Buchanan (Columnista de La Nación y autora de esta crónica)

No Todo era Color de Rosa en el Fuerte Sarmiento Cercano a Villa Mercedes, el Fuerte Sarmiento fue el escenario donde se instalaron los indios rankeles en elevado número. Los regimientos llevaron a los aborígenes a distintos lugares, pero en el Fuerte Sarmiento emergía una industriosa reducción. Estaban bajo las órdenes del Padre Fray Moisés Álvarez, quien fuera el mismo franciscano que acompañó al padre Fray Marcos Donatti hasta la toldería de Leuvucó, como integrantes de la delegación encabezada por el coronel Lucio V. Mansilla en su mentada excursión. No todo era color de rosa en el Fuerte. El plan para la reducción era magnífico, pero los subsidios prometidos no aparecían. Pasaban los días y no llegaba ni un mísero peso. No en vano se quejaba amargamente el padre Álvarez por la desidia puesta de manifiesto en los organismos gubernamentales. Especialmente cuando trataba el tema de los recursos económicos que las autoridades juraban y re juraban haber enviado y el padre Álvarez, insistía en que no había recibido ni un centavo. En una palabra, los subsidios desaparecían sospechosamente, en algún recoveco, antes de llegar a destino.  En el archivo franciscano de Río Cuarto se conservan las cartas que fray Álvarez le enviaba a fray Marcos Donatti, describiendo lamentables acciones delictivas por parte de los funcionarios del gobierno y aún más: Moisés Álvarez denunciaba la intolerancia y el autoritarismo que se practicaba con los aborígenes. Tanto es así que en 1876, se pretendía imponerles la obligación de cumplir con el servicio militar y que tomaran las armas contra sus hermanos de raza y de cultura. ¿Qué trajo aparejado este triste y descontrolado accionar por parte de las autoridades? El vaciamiento progresivo de la reducción. Los indios fueron desertando y las familias los siguieron, porque no podían soportar tantos abusos.  En 1877, Fray Álvarez fue dado de baja como capellán del Fuerte Sarmiento, pero ello no fue obstáculo para que el misionero siguiera con los aborígenes. Es cierto que los indios que se habían retirado, fueron traídos de vuelta, mejor dicho arreados por las expediciones punitivas. Porque debían estar en el Fuerte y no en otra parte, mucho menos en los campos.  La historia se avergüenza de registrar hechos tan denigrantes, tan despiadados y carentes de sensibilidad para la dignidad humana, como el que tuvo lugar en 1878. En esa ocasión, sucedió la matanza de los indios que fueron a solicitar sueldos y raciones, que les correspondía por el tratado de paz en vigencia. Era una “embajada” enviada por el cacique Epumer, hermano de Mariano Rosas, el cual, hacía un año había fallecido de viruela. 393

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Estaba en plena vigencia el plan urdido por el General Roca, de no dejar ni un solo indígena en los campos de tierra adentro. En 1880, Roca procedió a una ignominiosa aniquilación de la etnia ranquelina. El padre Moisés Álvarez murió dos años después, alcanzando a ver la desaparición de la frontera en forma definitiva. Si las cosas iban mal para los rankeles, ni qué decir para los cristianos, ya que muchos consideraron inhumano el trato que se le daba, en los fortines, al soldado blanco. Para Fray Álvarez, no solo era inhumano, sino humillante. Justamente, a raíz de tales vejaciones, Hernández escribió el Martín Fierro. Un personaje siniestro por aquellos tiempos era el comisionado. Un funcionario que debía alcanzar a los fortines el dinero de los salarios y los abastecimientos que enviaba el gobierno. Las cartas de Álvarez en el archivo franciscano riocuartense, denuncian que a veces, estos señores no llegaban, porque habían sustraído los dineros o bien se los habían jugado. Otras veces, cuando llegaban, se había producido un retraso de varios meses y hasta de años. Para entonces, los pobres asalariados, ya estaban enajenados hasta las vísceras a comerciantes y pulperos.  Sería injusto no destacar la actuación, a menudo heroica, de las mujeres que decidían acompañar a sus hijos, a sus esposos, en estas desventuras y penurias, llegando incluso, a desempeñar actividades propias del rango militar. El vínculo familiar jugaba con tanta fuerza, que resultaba absolutamente natural, que una mujer acompañara a su marido en la guerra. Y tal vez, como un caso que no reconoce otros antecedentes en circunstancias semejantes, el mando superior permitía la presencia del elemento femenino, a la par del esposo, que veía morigerado tanto infortunio, al contar con la compañera que era receptora de sus sentimientos más nobles y sublimes.

los llanos de La Rioja. Señala que esos gauchos, los que al parecer eran veintitres, no tuvieron larga vida, ya que fueron degollados. (T 85). Pero otros datos refieren que el antiguo dueño de estas regiones, aledañas al río Quinto, era el cacique Peñaloza, cuya jurisdicción comprendía hasta la zona de El Morro. Las aseveraciones dan cuenta que este indio, murió reclamando sus derechos sobre el paraje que hoy ocupa la ciudad de Villa Mercedes, exclamando: ‘Siendo mío Fuerte Pulgas’ En el diario de marcha de una exploración realizada durante la campaña de la 3ª División de la expedición al desierto, el comandante Anaya anota: Pichiquehan era ahora nueve meses el albergue del famoso cacique Peñaloza, temible por su teniente el indio Gaico, su hijo, quien había puesto en el Médano Colorado una guardia que impedía el tránsito a los que mantenían relaciones comerciales con los rankeles, exigiéndoles indemnización por el pasto y agua que sus cabalgaduras consumían, como también un derecho de introducción, lo que dejaba ver hasta dónde había avanzado la astucia de este terrible morador y dueño absoluto de estas posiciones. A la fecha no he logrado dilucidar la cuestión.

El Regreso de Maria Juncos y la Reunión de la Familia

Sobre este Peñalosa y sus hijos Goise (Goico, Goigo, Gaico, etc.) y Tapayu, me parece oportuno señalar la siguiente contradicción: según diversos documentos, se trataba de «indios gauchos» -término que remitía a grupos que no acataban a cacique alguno, mayoritariamente compuestos por refugiados blancos-e incluso se dice que eran riojanos arrojados al desierto después de la derrota de las montoneras del Chacho y los Saá. El padre Marcos Donati nos deja buena constancia sobre este asunto, ya que escribe acerca del cacique Peñaloza, asegurando que murió de vejez en Tucumán. En tanto sostiene que Goigo tomó mucho aguardiente fuerte y por eso le vino una enfermedad que lo llevó á la eternidad. Menciona luego a otros (rankeles o indios gauchos) que tomaron el rumbo de su tierra natal llegando a

Fueron numerosos los cautivos que lograron su libertad con la llegada a las abandonadas tolderías de Leuvucó, de la columna de la Primera División de Villa Mercedes, al mando del coronel Rudesindo Roca. Entre quienes regresaron al seno de la familia de donde habían sido robados, se encontraba María Juncos. Esta joven, que fue víctima del rapto junto con su madre, doña Ventura Villegas y sus hermanos Zenona y Policarpo, se mostró agradecida a las fuerzas uniformadas de la Nación, cuando le entregaron un caballo para que cabalgara junto a los demás cautivos, de regreso a Villa Mercedes. María fue observando como quedaban atrás los toldos, como desaparecía a sus espaldas aquel paisaje de Leuvucó, donde debió compartir años de su juventud con un jefe rankel y ahora, le parecía imposible tener la certeza que estaba siendo rescatada y volviendo a su familia. Poco a poco se fue enterando de la nueva vida que estaba haciendo Zenona en la capital puntana, el desempeño de Policarpo, cuyo rescate fue pagado por sus tíos y que actualmente trabajaba en un campo aledaño a Villa Mercedes, perteneciente al esposo de su tía Gabriela. Manifestó que su más grande alegría sería el reencuentro con sus hermanos mayores, Pedro y Carmen, ya que no se cansaba de dar gracias al cielo porque consiguieron salvar sus vidas y evitaron caer en manos de los indios. Y así, entre

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Peñalosa: Un Cacique con Hijos Desobedientes...

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recuerdos y emociones, fue transcurriendo el camino hasta que jornadas tras jornadas, se hizo más cercano el pueblo de Villa Mercedes y finalmente, traspuso aquel grupo humano el río Quinto, antigua frontera sur, ahora borrada para siempre, y llegando a ingresar al caserío, donde los vecinos esperaban al contingente con indisimulado alborozo. Por cierto, allí estaban doña Gabriela Juncos de Sosa, don Aniceto Sosa y los demás miembros de la familia que sufrió la terrible tragedia de la muerte por degüello de don Martiniano Junco, en mano de los rankeles. Si tanto Betbeder como Iseas frustraron el asalto del 21 de enero de 1864, el martirio de la familia fue el único rasgo de ignominia que no pudo ser borrado. Los abrazos y los besos se prolongaron indefinidamente. Las lágrimas brotaban sin cesar de aquellos ojos cansados de tanto dolor e infortunio y luego, ya en el hogar de los Sosa, María pudo volver a respirar en paz. Con todos estos antecedentes, el último malón llevado a cabo contra la Villa, fue algo más que un triste recuerdo para los vecinos. No se olvidarían tan fácilmente de lo que fueron capaces de hacer los indios alcoholizados, comandados por Juan Gregorio Puebla, lugar teniente del Chacho, y el gaucho Gallardo, ambos de triste memoria..

Analizando a Otros Indios de Nombre mariano Rosas Los nueve hijos de Mariano Rosas no se quedaron en Leuvucó. Juntamente con otros miembros de la familia se dispersaron por distintas localidades de La Pampa e incluso por distintas provincias del país. Fue un tiempo en que se afianzó la población mamulche existente en las llanuras del centro oeste argentino y los Rosas acompañaron la diáspora rankelina por diversos puntos de la Nación. Vale como ejemplo el señor Mariano Rosas que como docente ejercía en la ciudad de Río Cuarto y cuyo oficio era bastante extraño para quienes fueron sus predecesores. Ni que decir del Mariano Rosas que tenía como domicilio a la localidad de General Acha y que fuera informante de A. Frich, un checoslovaco dedicado a la antropología que trabajó en el vocabulario rankelino escasamente conocido hasta el presente. El político y diplomático argentino, Estanislao Zeballos, lleva a cabo unas descripciones sobre las pampas gracias al aporte de un alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires, de nombre Mariano Rosas. Y en la propia provincia de La Pampa, precisamente en Santa Rosa, un aborigen sin duda rankel, de nombre Mariano Rosas es dueño de una historia conocida por todos los habitantes del lugar. 396

Historiadores y periodistas, evocando el primer centenario de la capital pampeana, tratan de rescatar del olvido a la figura de los primeros pobladores y allí hace su aparición este indígena, cuyas primeras referencias se transmitieron por vía oral. “Mi abuela materna, doña Hilaría Uhalde de Sarmiento, nativa de Santa Rosa, solía explayarse largamente en anécdotas y descripciones ya que lo había tratado asiduamente en su niñez. Incluso hacia alusión a un lejano parentesco político con una de sus hijas. Siempre terminaba sus largas pláticas remarcando la índole dócil y laboriosa del «cacique» y principalmente de su hijo Marianito. A menudo recordaba palabras de la lengua ranquel aprendidas de labios del viejo indio.” Para ciertos periodistas y algunos historiadores, les parece extraño y hasta les llama la atención que en el devenir oficial de Santa Rosa, no aparecen los sobrevivientes de una raza que marcó para siempre una forma de vida, una escuela de costumbres y vivencias. Ellos dicen que cuando aparezcan estos conflictos y los actores se vuelvan descollantes en sus peticiones, indudablemente comenzará a escribirse otra historia, que pondrá el acento en el afianzamiento de nuestras raíces argentinas.

Este Mariano Rosa que Vivió en Santa Rosa ¿Es el Mismo que Firmó el Tratado de Paz con el Coronel Mansilla? En la hermosa capital de La Pampa, vivió durante varios años, un descendiente de rankulches, el señor Mariano Rosas. Por cierto que incurrían en un error común aquellos que lo consideraban como si fuera el mismo Mariano Rosas que se entrevistara con el coronel Mansilla en 1870, en Leuvocó Hay quien asegura que este señor fue uno de los hijos del cacique general. Pero ni siquiera eso es cierto. Vamos a poner orden en este asunto para evitar la tergiversación, producto del imaginario vecinal, ya que según las propias declaraciones del señor Mariano Rosas, en oportunidad de su casamiento legal, en 1906, decía que era el hijo de Eduardo Rosas y María, cuyos nombres indígenas, según investigaciones en otras fuentes, eran Cayupí y Nuitipan, respectivamente. Fue su padre un indio que ostentaba la calidad de capitanejo del cacique de los rankeles, Mariano, y pariente cercano del mismo, aunque también existían fuertes lazos familiares con el clan de los Baigorrita, o sea, el linaje de los Yanketrus. Don Mariano había nacido en La Pampa hacia 1850 (año de la muerte del general José de San Martín en Boulogne Sur Mer, Francia) y si bien no se cuenta con referencias de aquella época, se supone que fue un personaje importante en su nación. 397

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Ya vencida su estirpe, aún tenía gran predicamento entre su gente y conservaba cierto número de familias que lo reconocían como la cabeza principal de aquel grupo humano. De aquella Santa Rosa finisecular, podemos rescatar algunos apellidos estrechamente ligados a la aglutinante figura del patriarca ranquelino. Bustos, Arias, Coñumán, Lucero, Millamón, Pacheco, Curruqueo, Lazo y Millahueque son algunos de ellos. Las libretas censales del 20 censo Nacional de 1895 ubican a la mayoría de estas familias afincadas en los aledaños de Santa Rosa o en diversos parajes o estancias cercanas al incipiente poblado, dentro del entonces 20 departamento. Dicho documento arroja una serie de datos que nos muestran la humilde condición social de los censados. En el lugar reservado a oficios o profesiones, corroboramos que los comunes para los varones eran las tareas rurales (arrieros o peones) mientras que las mujeres son registradas —no en todos los casos— como criadas o sirvientas. En ninguno de los casos son registrados como poseedores de bienes raíces.

Comentarios Reales de Los Incas «Postas y Correos, y los Despachos que Llevaban» Por Inca Garcilazo de la Vega.-

Chasqui llamaban a los correos que había puestos por los caminos para llevar con brevedad los mandatos del rey, y traer las nuevas y avisos que por sus reinos y provincias, lejos o cerca, hubiese de importancia. Para lo cual tenían a cada cuarto de legua cuatro o seis indios mozos y ligeros, los cuales estaban en dos chozas para repararse de las inclemencias del cielo. Los unos miraban a una parte del camino, y los otros a la otra, para descubrir los mensajeros antes que llegasen a ellos, y apercibirse para tomar el mensaje, porque no se perdiese tiempo alguno. Y para esto ponían siempre las chozas en alto, y también las ponían de manera que se viesen las unas a las otras. Estaban a cuarto de legua, porque decían que aquello era lo que un indio podía correr con ligereza y aliento sin cansarse. Llamároslos chasqui, que quiere decir dar y tomar, porque daban y tomaban de uno en otro, los mensajes que llevaban. El mensaje que los chasquis llevaban era de palabra, porque los indios del Perú no supieron escribir. Las palabras eran pocas, muy concertadas y corrientes, porque no se trocasen. El que venía con el mensaje daba voces llegando a la vista de la choza, para que se apercibiese el que había de ir, y en llegando donde le podían entender daba su mensaje, repitiéndolo dos, y tres, y cuatro veces, hasta que lo entendía el que lo había de llevar; y si no entendía, aguardaba a que llegase y diese muy en forma su mensaje; y de esta manera pasaba de uno en otro hasta donde había de llegar. 398

La Posta de los Dos Arboles La Terrible Ruta de la Esquina de Ballesteros No siempre llegaban a destino las diligencias y mensajerías que se animaban a cruzar el desierto. Nuestro camino del sur se regó con la sangre de infortunados viajeros que jamás alcanzaron a completar el derrotero propuesto, como así también, cientos de mujeres y niños que fueron capturados y llevados en calidad de cautivos a las tolderías de los principales caciques. No hay que equivocarse en el concepto de “cautiva” cuando nos referimos a las mujeres que caían en manos de los indios. Era el acto mediante el cual, dicen los historiadores, los bárbaros suprimían la muerte como desenlace e implantaban, mediante otro acto, el avasallamiento de la dignidad humana, haciendo de la pobre infeliz que caía en sus manos, una esclava para el resto de sus días. Sin embargo, poco y nada escriben los aterrados cronistas de estos “avasallamientos” si el acto de robar a una persona, es cometido por un miembro de las fuerzas uniformadas de la Nación. Poco y nada dicen de los actos perpetrados por los soldados contra las indias que se retrazaban en las marchas donde debían acompañar a sus familias. Y el ataque al pudor y a la moral no era para ser tenido en cuenta, total, se trataba de salvajes que vaya uno a saber como sería el comportamiento en las tribus donde convivían. Tratando de suavizar esta cuestión, los estudiosos proclaman que “son culturas”. Son los mismos estudiosos quienes sostienen, que no pocas familias, que eran consideradas como núcleos distinguidos de la sociedad, perdieron a sus mujeres, siendo madres o siendo solteras, siendo adultas o siendo menores, cuando resultaron conducidas, capturadas por el indio, hasta los toldos sureños. Mujeres que fueron lloradas con desconsuelo y cuyos seres queridos sabían que estaban vivas, sufriendo la cautividad y compartiendo el avasallamiento de su moral y de sus cuerpos por algún capitanejo o algún cacique que las sumaba al cortejo de sus esposas. El indio que vio desaparecer a sus mujeres, ya sean viejas, jóvenes o niñas, no era digno de ser protagonistas en estas crónicas, porque lo más probable es que le diera una mala vida a sus mujeres, maltratándolas y haciendoles sufrir a sus hijas. Al menos, es el pensamiento dominante de aquellos que se animaron a describir las penurias de quienes teniendo la piel blanca fueron a dar en las tolderías sureñas. La mensajería, con sus clásicas diligencias, berlinas y galeras, casi no tiene recuerdos en nuestras pampas. Era uno de esos viejos armatostes que en vano he 399

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buscado en los museos, para recrearme en la evocación histórica. Lo cierto es que se hallaba atalajada en el número de equinos que debían arrastrarla. Dos yuntas de yeguas en el tronco, una en el tronco y otra en los laderos más tres yeguas conducidas cada una por un postillón. Eso sí, todos iban armados hasta los dientes. Era fácil descubrir una carabina de la que usaban los milicos de la policía o bien un Winchester de gran efectividad, propio de las tropas uniformadas. No faltaban los clásicos trabucos como también los facones, las boleadoras y hasta lanzas como las que se usaban en las partidas de Junín. La mensajería como institución cuidaba que el personal no bebiera alcohol mientras conducía, pero no era un secreto para nadie que los frascos de ginebra eran portados por el mayoral y hasta el corneta llevaba el suyo. Arrancaba el vehículo llevando a los pasajeros desde un pueblo y al rato nomás ya estaban en plena furia por el desierto. El traqueteo desataba la charla en el pasaje. Un alférez de la comandancia mantenía la atención de los viajeros con sus historias. Todo el mundo estaba pendiente de lo que podría suceder si aparecían los indios, pero en ese momento prefería compartir el relato del militar. El uniformado no era de lo más llamativo por su atuendo sino por los rasgos achinados, sus ojos pequeños y a la vez inquisitivos, un bigote cerdoso y el cabello cortado al rape. Pudo haberse quedado a vivir en Trenque Lauquén, pero tuvo la mala suerte de discutir con un rankel que oficiaba como caballerizo del coronel y palabra va, palabra viene, se fueron los dos a las dagas. El alférez le tiró un puntazo y le produjo una herida, no muy grande, pero se infectó y el indio murió al poco tiempo. Fue suficiente para que lo enviaran a la cárcel por tres años. Y cuando salió ya estaba con destino a otra parte. Sin rezongos. El regimiento era su familia. Su oficio era pelear y su destino, sufrir. La dama de negro festón que le llegaba hasta el cuello, era la esposa de un comprador y vendedor de géneros en la Villa de las Mercedes y La Carlota. Viajaba acompañada de una niña pequeña, cuyas trenzas dejaban entrever un pulcro y cuidadoso atuendo rosa y blanco, silenciosa, responsable, de ojitos vivarachos e inquisidores. Finalmente, un comerciante que se sentaba al frente, prefería sacar una chuspa de cogote de avestruz, armar un cigarrillo y encenderlo raspando un fósforo en el muslo del pantalón. Después echaba el humo por la ventanilla de la berlina sin mayores comentarios. Con seguridad pensaba en los cajones repletos de charque que había enviado hacía un mes y que ahora debía cobrar por ellos. Poco a poco todo se diluía en el cansancio que se apoderaba de cada uno de los viajeros y la huella se comía lentamente las actitudes y los gestos de los osados transgresores del desierto. ¡Pasaron tantas cosas por ahí! La terrible ruta de La Esquina de Ballesteros, que venciendo obstáculos y distancias llegaba hasta San Luis, fue el escenario repetido para el asalto a las

diligencias que se internaban por esos páramos. La gritería infernal de los rankeles, montando sus fletes a toda furia y arremetiendo contra la frágil galera, era el preanuncio de una masacre horrible en medio de los caldenes de la región. Pero los postillones taloneaban a sus cabalgaduras, acompañando en el desenfreno a las bestias que tiraban de la galera, y que prácticamente volaba por aquellas huellas y senderos de tierra adentro. El mayoral, abandonando las riendas y dejando que los postillones condujeran el vehículo, con su galope desplegado a la par, se tendía de bruces sobre el techo de la galera y hacía puntería con su rémington a repetición. Algunos indios, alcanzados por las balas, caían de sus cabalgaduras y los otros, intentaban abrirse para no mostrar un blanco tan compacto. Parecía mentira que un solo hombre, con un arma tan eficaz como poderosa, podía mantener a raya a toda una indiada lanzada en persecución. Los viajeros que portaban armas cortas, ayudaban disparando desde las ventanas de la galera. Hasta que por fin, divisan la Posta de los Dos Árboles y se introducen en ella cruzando la tranquera y recibiendo el apoyo del maestro de posta y de la peonada. La esposa y los niños de este encargado, se guarecen de inmediato en el interior del rancho. La posta se alcanza a ver desde cierta distancia porque tiene dos quebrachos grandes a la entrada, en tanto que en el interior del patio, frente a la ranchada, hay sauces y caldenes, unos troncos cruzados, en improvisado corral para evitar que se escape la caballada de refresco y un pozo de balde con agua dulce. Tanto el mayoral como los postillones y los viajeros, se suman con sus armas cortas y largas para repeler el malón. El maestro de posta advierte que los indios son casi un centenar y el grupo de cristianos que se defiende, apenas llega a veinte. En medio del combate se van organizando para cargar y recargar las armas. El griterío de los ranqueles aumenta, metiendo miedo y creando un estado de pánico en los blancos que sufrían el asedio dentro de la posta. No hay tiempo para llegar con un chasque hasta la posta más cercana: El Monte de los Puntanos. Tanto el mayoral como los viajeros se dan cuenta que los minutos están contados, ni bien los indios consigan abrir la tranquera y pasar con su caballos, ya no habrá escape que valga. Efectivamente, en una atropellada increíble, dos indios se lanzan contra la tranquera y tumban el palo más alto que la sostiene. Todo el vallado se viene abajo y los salvajes cruzan veloces como rayos para introducirse en el patio. Desmontan algunos y otros pelean a caballo. Con lanzas cortas, con facón y bolas, el combate se torna una refriega espantosa. El mayoral intenta recargar el rémington, pero un ranquel lo ensarta por la espalda y otro aprovecha para hacer lo mismo por el pecho. Prácticamente queda colgado entre las dos lanzas. Los postillones van siendo degollados uno por uno y los salvajes ingresan al rancho

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para apoderarse de cuanto haya de valor. Finalmente le prenden fuego y tras el humo y el patio regado de cadáveres y cuerpos chunciados, dejan como horrible espectáculo aquella jornada de sangre y muerte, regresando al desierto amplio, enorme, abierto y silencioso. A los tres días, cuando pasó por ahí la mensajería que regresaba a San Luis, todavía ardían algunos tirantes del techo del rancho, y las puertas, hechas jirones a golpes de hacha y bolazos, era la patética demostración del más increíble espectáculo de muerte y salvajismo. Los azorados y ocasionales viajeros, que buscaban algún sobreviviente, no podían dar crédito a semejante brutalidad. Cuando sintieron los quejidos que provenían del pozo de balde, actuaron rápidamente para sacar de allí al maestro de posta, que había conseguido ocultarse de la matanza. ¿Y para qué? Porque el pobre hombre enloqueció cuando vio a su mujer degollada junto a sus hijos y a los peones de la posta. ¿Y sus dos hijas mayores? Seguramente, en los toldos del Mamuel Mapu, siendo golpeadas y arañadas por las mujeres celosas de algún cacique. Ese fue el final de la posta de Los dos Árboles. Por más que se buscaron reemplazantes para cumplir la finalidad de estas reservas en pleno desierto, nadie se animaba a quedarse en el paraje y servir a las diligencias con la caballada de refresco y a los viajeros con humeantes comidas para continuar la travesía. Fue un tiempo crítico para el desarrollo del comercio, de las relaciones entre los pueblos y la extensión de los campos productivos.

Por qué el Indio Arbolito. Ajustició al General Rauch Inspirado

por Dora Cattoni y Oscar Caram Osvaldo Bayer. Los dichos del historiador fueron corroborados por él mismo, al conversar con el autor de esta nota y presentarse como invitado de la Facultad de Ingeniería y Ciencias Sociales en Villa Mercedes, en el 33° aniversario de la fundación de la Universidad Nacional de San Luis. en una entrevista realizada

al escritor y periodista

Osvaldo Bayer es conocido como escritor, periodista y también como historiador. No son pocos los que sienten gran placer en escuchar sobre los acontecimientos de tantos y tantos años, según la óptica de este argentino. Bayer habla de Rauch y lo califica de “vergüenza” y de “mercenario”. Pero hay un pueblo en la provincia de Buenos Aires que lleva el nombre de ese militar. El historiador abunda en el tema y deja sentado que un decreto de Bernardino Riva402

davia dice con todas las letras “Se contrata al coronel Federico Rauch para eliminar a los indios rankeles de las pampas”. En 1963, Bayer argumentó en una charla que se trataba de un personaje que tuvo como trabajo aniquilar aborígenes y que sería más saludable para la dignidad de los argentinos, cambiarle el nombre al pueblo y llamarlo “Arbolito”, es decir, el nombre del rankulche que ajustició al prusiano. Esta charla tenía lugar en la biblioteca popular del pueblo y recuerda que existen documentos donde Rauch habla con desprecio de la etnia rankelina., a pesar de que ya circulaba con cierta intensidad el libro del coronel Mansilla sobre la famosa excursión donde se vuelcan conceptos favorables hacia los indios. En el Archivo General de la Nación puede leerse uno de los partes del coronel Rauch, donde expresa “Hoy economizamos cartuchos. Degollamos a 26 rankeles”. Cuando terminó su exposición, Bayer le pidió al público que hicieran un plebiscito y le cambiaran el nombre a la localidad. La gente se fue y lo dejaron solo. Cuando Bayer regresó a Buenos Aires fue a parar a la cárcel. No podía ser de otra manera. En esos momentos, el Ministro del Interior del gobierno de facto que gobernaba al país, era el general Juan Enrique Rauch, biznieto del famoso coronel prusiano. Criticó acerbamente a los presidentes de los gobiernos de facto que tienen monumentos y enfatizó que los presidentes destituidos se han modernizado ya que ahora escapan en helicópteros. Sostuvo que debemos aprender a castigar a todos los golpistas.

Descendientes de Aborígenes en la Argentina Ha quedado demostrado científicamente que el 56 % de los habitantes de la Argentina tienen sangre de quienes fueron miembros de los pueblos originarios. El estudio antropológico de la UBA ha sido terminante. Bayer se queja de que el hombre que exterminó a los pueblos aborígenes del centro del país, tenga un monumento en plena Capital Federal de los argentinos. Sostiene que Julio Argentino Roca, despojó de las tierras, durante la Campaña al Desierto, a los verdaderos dueños para entregárselas en propiedad a los estancieros del norte de la provincia de Buenos Aires. Con decir que al señor Martínez de Hoz, que era presidente de la Sociedad Rural (cuyos miembros financiaron la campaña) se le otorgaron 2.500.000 hectáreas. Los Anchorena recibieron 560.000 hectáreas y los Álzaga Unzué se aprovecharon de un regalito consistente en 750.000 hectáreas. Los Anchorena fueron bendecidos con 560.000 hectáreas. Hay que aclarar que se trataba de las mejores tierras. Y para cerrar este párrafo, 403

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el magnánimo general Roca, además de su sueldo, el Gobierno lo premió con la estancia La Larga, de 50 mil hectáreas, en la zona de Guaminí. Hay que poner en claro que el propio Roca eligió la tierra: “esta quiero yo”, dijo. Hoy, sus biznietos, que llevan el apellido de Alvear, son los propietarios de La Larga. Bayer dice que por todo esto, hay que terminar con el monumento a Roca en la Capital Federal. Pero Bayer no habla de destruir, sino de trasladar el monumento a la estancia La Larga y que lo tengan ahí. Para que cada día, cuando los descendientes de Roca, despierten, vean al general bueno y generoso que les dejó esas tierras. Y añade Bayer que poco a poco, los treinta y seis monumentos que la Argentina le hizo al genocida, sean trasladados a la estancia, y se haga un gran desfile del general en el bronce. ¿Estamos hablando del general Julio Argentino Roca? Sí. Del mismo que cuando le pone punto final a la Campaña, trae a los indios prisioneros y los reparte. Hay que leer los diarios de la época. En los avisos de las ediciones de 1879 dice “Hoy, reparto de indios”. A los hombres se los mandaba a la isla Martín García a trabajar en las fortificaciones militares o en los campos de los Posse en Tucumán. Los Posse eran parientes de Roca. Allá, a los indios se los hacía trabajar en la zafra azucarera. A las mujeres, -que Roca llamaba “chinas”- se las repartía entre las familias de los militares y demás gente pudiente. Los niños, separados de sus madres, eran empleados como mandaderos. Si alguien necesitaba un mandadero, bastaba pedirlo y le enviaban un indiecito. Crease o no, hay cartas firmadas por Roca, dirigidas al gobernador de Tucumán, donde le dice que “No haga traer más indios holgazanes del Chaco, yo le mando rankeles y pampas”. El, Roca, mandaba. El era el señor, el dueño de la vida y la muerte de los indios. ¿Por qué no se dice ni una palabra de esto, cuando se estudia la vida de este argentino que vistió el uniforme de general del Ejército de la Patria? Una pregunta queda dando vueltas. ¿Quién hizo construir esos monumentos? Bayer dice que fue el hijo de Roca. El que fuera vicepresidente de la Nación durante la Década Infame. El que estampó la firma en el pacto con Runciman, con los ingleses, el mismo que le dio todo el poder a los frigoríficos. Vale la pena recalcar esto, porque cierra un círculo perfecto en la historia argentina: Roca le regala a Martinez de Hoz, presidente de la Sociedad Rural, dos millones y medio de hectáreas. Pasan cien años y el biznieto diagrama un plan económico para ser ejecutado por otra dictadura, para causarle al país un tremendo retroceso. Esto no le pasó al Canadá ni a Australia. Porque esos dos países, estaban en la misma condición de Argentina. Tanto Australia como Canadá desarrollaron sus recursos naturales. Hoy son potencias en el mundo. En tanto que Argentina.... dale que va.

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El Arte al Servicio de la Opresión... Adrián Moyano es periodista, licenciado en Ciencias Políticas, colaborador de la Organización Mapuche Tehuelche «11 de Octubre» y del periódico mapuche Azkintuwe. Se esmera en explicar que “A los libros llegó la versión de la historia que no escribieron los mapuche. A las obras pictóricas también. En un dibujo reproducido hasta el hartazgo, un tal Fortuny (Fortini dicen otros) inmortalizó la muerte de Federico Rauch, la que tuvo lugar el 28 de marzo de 1829 en el combate de Las Vizcacheras. En la escena puede apreciarse a un gallardo militar que sable en mano, trata de enderezar a su caballo, el que ha sido boleado. Luce un uniforme que se sugiere impecable, una gorra que pese a la violencia del entrevero, está firmemente instalada sobre su cabeza. Se muestra elegante hasta en la derrota. Su monta tiene las patas traseras enredadas por un bolazo. A su alrededor, pueden contarse trece jinetes mapuche. Algunos sonríen. Uno de ellos carga lanza en ristre sobre la espalda del soldado. Otro ya echó pie en tierra. Pisa los pastos generosos de la pampa argentina. Es un gran trabajo plástico: semiocultas por la polvareda que levantó el enfrentamiento, varias siluetas continúan con la pelea. Si no tuviéramos más datos sobre Las Vizcacheras, podríamos concluir que se trató de una emboscada. En el lienzo, el infortunado sufre una abrumadora inferioridad numérica. No hay otros soldados que aparezcan cerca. El más próximo está montado y de espaldas, sable en mano, luchando contra algún adversario que no alcanza a divisarse. Su vestimenta se adivina similar a la del caído. Trece contra uno... Al pintar también se construyó el estereotipo del «indio flojo» y traicionero. ¿Cuántos observadores habrán supuesto que este combate fuera uno de los tantos que libraron durante el siglo XIX las tropas de los sucesivos gobiernos winka con las diversas parcialidades mapuche? Salvemos la expresión del periodista. Se peleaba contra los rankeles. No se trataba de una parcialidad mapuche. Bayer también comenta que Buenos Aires recibió al cadáver del prusiano con toda pompa y que sus exequias fueron muy lujosas. A tal punto fueron valorados sus servicios que una localidad bonaerense lleva su nombre: Coronel Rauch. En cambio, se queja Don Osvaldo, nadie recuerda a Arbolito, el «héroe de las pampas, el querido indio Arbolito». Pero ni del dibujo de Fortuny ni del relato de Bayer se desprende un dato central. El combate que tuvo lugar en Las Vizcacheras, aquel día no estuvo exclusivamente protagonizado por los kona rankülche de un lado y las tropas bonaerenses por el otro. En rigor, allí se enfrentaron un contingente federal de aproximadamente 600 hombres y otro unitario, de número similar. En el 405

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diciembre anterior, los sectores que habían sido desplazados del poder por la gestión de Manuel Dorrego, se habían sublevado e inclusive, el malogrado gobernador fue fusilado. Allí comenzó uno de los innumerables capítulos que constan en la historia de las guerras civiles argentinas. A Las Vizcacheras hay que situarla en ese marco. Las tropas leales a Lavalle –el fusilador de Dorrego- eran comandadas por Rauch, quien marchaba al frente de sus Húsares de Plata y contaba con otras unidades. Del lado federal participó Prudencio Arnold, quien más tarde llegó al grado de coronel y como muchos de los militares de su época, tuvo la ocurrencia de escribir sus memorias. Cuenta en su libro “Un soldado argentino”, que Rauch les venía pisando los talones, con la ventaja de comandar tropas veteranas de la guerra del Brasil. Los federales llegaron a Las Vizcacheras casi al mismo tiempo que un nutrido contingente de pu kona, que combatirían a su lado. Dice Arnold: «en tales circunstancias el enemigo se avistó. Sin tiempo que perder, formamos nuestra línea de combate de la manera siguiente: los escuadrones Sosa y Lorea formaron nuestra ala derecha, llevando de flanqueadores a los indios de Nicasio; los escuadrones Miranda y Blandengues el ala izquierda y como flanqueadores a los indios de Mariano; el escuadrón González y milicianos de la Guardia del Monte al centro, donde yo formé». Arnold no brinda más datos sobre los lonko que guiaban a los peñi salvo que Nicasio llevaba como apellido cristiano Maciel, «valiente cacique que murió después de Caseros». Rotas las hostilidades, Rauch arrolló el centro de los federales y se empeñó a fondo –siempre según el relato de su adversario- sin percibir que sus dos alas eran derrotadas. Se distrajo y comenzó a saborear su triunfo pero pronto se vio rodeado de efectivos a los que supuso suyos. Hay que recordar que por entonces, los federales sólo se diferenciaban de los unitarios por un cintillo que llevaban en sus sombreros, el que decía «Viva la federación». Anotó su rival: «cuando estuvo dentro de nosotros, reconoció que eran sus enemigos apercibiéndose recién del peligro que lo rodeaba. Trató de escapar defendiéndose con bizarría; pero los perseguidores le salieron al encuentro, cada vez en mayor número, deslizándose por los pajonales, hasta que el cabo de Blandengues, Manuel Andrada le boleó el caballo y el indio Nicasio lo ultimó... Así acabó su existencia el coronel Rauch, víctima de su propia torpeza militar». A raíz de su acción, Andrada fue ascendido a alférez. No obstante, no figura en el dibujo de Fortuny, en el cual sólo aparecen «indios». Sobre el degüello del prusiano, Arnold se limita a señalar que «se le cortó la cabeza...». No afirma que fueron manos rankeles quienes cercenaron el cogote del

mercenario aunque bien podría haberlo hecho, porque en el resto de su narración queda en claro que no le tenía la menor estima a los peñi que combatían a su lado. Para evitar cualquier condena posterior, tenía a mano el recurso de depositar esa responsabilidad en los «salvajes». Así lo hicieron los historiadores argentinos de más tarde, que en lugar de convivir con la práctica de ese acto que hoy consideramos deleznable, prefirieron ubicarlo afuera, en el «Otro». Es más cómodo, más soportable, suponer que Rauch fue descabezado por un indio que por un soldado federal, que en definitiva era un blanco, un hombre de la civilización. Claro que más tarde, los jefes «nacionales» se cansaron de degollar gauchos durante las insurrecciones montoneras, pero esa es otra historia. En la obra pictórica a la que hacemos referencia no sólo no aparece el cabo de Blandengues, tampoco lo hace ningún efectivo federal. Es decir, falsea la realidad. Indirectamente, omite desde el arte un dato suficientemente probado, los indios no sólo fueron protagonistas indiscutidos de su propia historia en los tiempos republicanos a uno y otro lado de la cordillera, también intervinieron y en ocasiones de manera decisiva, en los sucesos que hilvanaron el devenir histórico de la Argentina. Una simplificación práctica nos permitiría afirmar que con el correr de los años, los rankülche aparecieron como aliados de los unitarios y que los chaziche de Kalfükura solieron cabalgar al lado de los federales. Estos alineamientos no fueron automáticos pero además, es preciso entender que las alianzas que celebraron las diversas parcialidades poco tuvieron que ver con la adhesión a los principios centralistas o a los federales, sino que se explicaban por la dinámica interna del pueblo aborigen. Por eso en más de una oportunidad y en el marco de las guerras civiles argentinas, hubo pu kona de uno y otro lado. Al origen de esas oposiciones hay que buscarlo en los más recónditos pliegues del pasado indígena, jamás se agotará su explicación en los vaivenes de la política winka. Los peñi de Nicasio y Mariano tuvieron sobradas razones para combatir a Rauch al lado de los federales. El prusiano había llegado a Buenos Aires en 1819 y en 1826 ya era jefe. Expedicionó hacia Kakel y Sierra de la Ventana, en carrera encarnizada detrás de los lofche. Les arrebató miles de cabezas de ganado, destruyó los toldos e hizo prisioneros. «Persigue hasta el exterminio en los vericuetos de la Sierra de la Ventana a los derrotados...», escribió el «progresista» Álvaro Yunque hacia 1956. A pesar de sus ideas supuestamente de avanzada, para Yunque, Rauch fue «un jefe excepcional». Decía el investigador: «Así exterminó muchas tribus del sud y del oeste. Y llevó la confianza a los hacendados sobre quienes se erguía la riqueza de Buenos Aires. Tan es así que el propio Rosas, siempre tan avaro en sus pesos y a pesar de su amistad con Rauch, propicia una suscripción entre los estancieros en beneficio de los húsares: gratitud de propietario para con el can bravo que lo

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defiende». Para los invasores latifundistas, un «can bravo». Para los indios, uno más de los winka trewa. El mercenario les había arrebatado a las comunidades de esa zona del Puelmapu 70 mil kilómetros cuadrados. Hay que tomarse el trabajo de observar un mapa de la actual provincia de Buenos Aires. Bayer dice que la ciudad de Coronel Rauch se levanta cerca de donde ocurrió el combate de Las Vizcacheras, ¡tan cerca del mar! Algo más al sur se alzan las sierras de Tandil y La Ventana. ¡Esas tierras también eran territorio Mamulche! Durante la gestión del fusilado Dorrego la frontera había llegado hasta Cabo Corrientes, ¡hoy Mar del Plata! Alrededor resiste la toponimia en mapuzugun: Chapaleofú (una localidad); Arroyo del Gualicho; Napaleofú (otro pueblo); Mechongue (uno más); Tamangueyu (otro); Nahuel Rucá (más)... ¡Hasta el recuerdo de Kalfükura está presente gracias a la denominación de un pequeño poblado! Los ejemplos se multiplican. Esperemos que los debates como el que queremos presentar, también proliferen. No sabemos si Arbolito o Nicasio fueron la misma persona. Esa discusión no tiene mayor trascendencia. Sí nos parece importante destacar que el ajusticiamiento de Rauch no fue solamente la obra de «un indio joven, apuesto, alto, de pelo largo». No creemos que haya sido la respuesta individual de un peñi más indignado que el resto. Pensamos que fueron dos lonko y sus respectivos kona, que vieron en las luchas intestinas de los winka la posibilidad de frenar las usurpaciones territoriales que desde el mismísimo 1810, los blancos, que después serían los argentinos, estaban perpetrando contra los hombres de las totoras. Le correspondió al indio Arbolito, un rankulche que sintió herbir la sangre ante la presencia del matador de aborígenes, que se complacía en ahorrar cartuchos y los degollaba, el que decapitara a semejante monstruo que trajeran por decreto los blancos. Y no estuvo solo. También lo acompañaban otros indios. Pero en Nicacio, o Arbolito, como quiera que se llamara, se reunía la sapiencia, la astucia, el valor y la dignidad de todo un pueblo. Pasaron muchos años de aquel combate de las Vizcacheras, pero los indios continuaron llevando a cabo acciones trascendentes para lograr el reconocimiento y preservar la identidad.

Cuando los Rankeles Incursionaron por el Oeste La presencia de una guarnición de soldados del 4 de Caballería de Línea, en el Fuerte Constitucional, puso a resguardo los bienes y la integridad física de quienes trabajaban y engrandecían la Nación, a las orillas del río Quinto. Los indios, escarnecidos y diezmados, se retiraron hacia el sur y en las tolderías de Leuvucó aguardaban el momento en que pudieran incursionar, nuevamente, por estos cam408

pos, apropiándose de carretas, mercaderías, ganado y llevándose mujeres y niños como cautivos. Todo como réplica a la acción de los blancos, en su afán de apoderarse de las extensiones territoriales de los pueblos originarios. Una docena de años después de instalado el Fuerte, y ahora con el nombre de Villa Mercedes, los rankeles desistieron de maloquear contra el pueblo y se desviaron hacia el Oeste, para ir a dar en Villa La Paz, en la provincia de Mendoza. Hasta allí llegaron cuatrocientos hombres de lanza y un centenar de blancos que se ocultaban en los toldos y ayudaban a los indios en sus correrías. En La Paz, cuentan los historiadores, hicieron un desastre descomunal. Añaden que aquellas veinticuatro horas debieron ser un infierno para los moradores de la tranquila y serena villa cuyana. Los indios saquearon y degollaron a familias enteras. Se llevaron más de noventa cautivos entre mujeres y niños y hasta se dieron el gusto de saquear una tropa de carros, primero, y después una tropa de carretas, alzándose con cuanto pudieron encontrar de valor y emprendiendo el regreso hacia el sur, por los campos de San Luis, resueltos y envalentonados. Sin embargo, una columna de doscientos hombres al mando del coronel Ignacio Segovia, del Regimiento 1 de Caballería, emprendió la persecución, a galope tendido. Desde otro punto, el coronel Demetrio Mayorca avanzó más todavía en la persecución y los alcanzó, quitándoles una parte del pesado botín y casi toda la caballada que se llevaban. Conocida esta afortunada presencia de las fuerzas nacionales, se experimentó un general beneplácito entre los superiores que esperaban reforzar la seguridad en las fronteras. El gobernador Villanueva le decía al ministro Gainza que “el comandante en jefe de la frontera sud, coronel Ignacio M. Segovia, alcanzó a la invasión cerca de El Plumerillo, sesenta leguas de San Rafael”. Pero enseguida, se quejó el gobernador de la falta de éxito en el rescate de los cautivos. Y le echó la culpa a la incalificable línea de fronteras que sostiene la República, “pues ni un triple número de fuerza ni la múltiple creación de sus elementos de movilidad, nunca serían suficientes para salvar a las poblaciones de los golpes audaces e imprevistos con que los acosan, arruinan y ensangrientan los bárbaros del desierto”. Desde ya que las estructuras del pensamiento del gobernador no califican para hacer un análisis de tipo retrospectivo, que le permita averiguar por qué se producen las invasiones de los indios. Al parecer, todo funciona en los vericuetos de la mente del funcionario como en la mayoría de los oficiales del ejército nacional, totalmente consustanciados con la idea de ser poseedores del terrirtorio por el solo hecho de pertenecer a la raza blanca. Los hombres cobrizos, que tuivieron la absoluta certeza de ser miembros de los pueblos originarios, que disponían de estos 409

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campos y todo lo que existe sobre los mismos, no están capacitados para ser sujetos de reconocimiento. Listo. Punto. No se habla más. Estas acciones son reconocidas por los indios y una repetición nunca es igual. La experiencia les dice cómo deben proceder, engañando a los blancos, haciéndoles creer que pierden efectos robados cuando en realidad, se logran apoderar de un gran porcentaje, especialmente de mercaderías y ganado. No debe extrañar que al poco tiempo, trescientos indios invadieran por la punta del monte sobre el Diamante, llevándose diez mujeres y niños. Los pobladores aterrados, solicitaron a gritos ser socorridos por las estancias y los puestos. El capitán Moyano, con veinte soldados, los persiguió. La táctica de los rankeles era el desbande. Como los patos de una laguna. El capitán Moyano pasa a la historia rescatando a las diez mujeres y a los chicos. El oficial se había propuesto no permitir ni un solo acto más de robo de cautivos y al parecer cumplió cabalmente con su compromiso. En 1869, fue de triste recordación, la invasión rankelina al Fortín Chañar, y la muerte del capataz Pantaleón Romero, de la estancia “Mula Colorada”. Los indios se llevaron cautivos a la esposa y dos niñas, una de 14 y la otra de 10 años. Fue el teniente coronel Eustaquio Medina, quien intentó perseguir a los bárbaros, pero se vio frustrado en su intención, porque la tropa a su mando, como la del Fortín Chiquilof, que estaba muy cerca del lugar, se integraba con reclutas recién llegados, que desconocían totalmente los movimientos militares. Así y todo, hubo persecución, pero los indios, sabedores de la ingenua actitud y escasa preparación de los soldados, sofrenaron sus cabalgaduras y les hicieron frente. El coronel Medina, los hizo formar en cuadro, espalda contra espalda, para que defendieran la vida. Y así fue. Se salvaron por milagro. Pero perdieron toda la caballada. Mientras tanto, en Chañar, los indios fueron batidos por dos oficiales valerosos; el capitán Pérez y el teniente O’Connor. Les quitaron cabezas de vacunos y lograron rescatar numerosos prisioneros. Hay hambre en las tolderías. Los indios buscan ganados. Por eso incursionan por los parajes de El Morote y se llevan 2.000 cabezas y 700 yeguas. De inmediato fueron perseguidos por el coronel Martín Charras. Desde otro punto sale el mayor Juan Sosa que les da alcance. Hubo un feroz encuentro donde las fuerzas uniformadas son vencedoras y consiguen rescatar a la familia del capataz Pantaleón Romero. Pero el coronel Charras es receptor de un nuevo aviso. Habrá otra invasión. Por eso se dirigió con sus hombres hacia Ancalá Grande. No tardó en escuchar tres cañonazos provenientes del Fortín Chiquilof y encontrar al sureste de Junín a la indiada, que ocupaba, más o menos unas seis leguas de frente, en grupos separados de 150 guerreros. Estos eran los rankeles que habían robado los establecimientos Ydoyaga y Saavedra.

El coronel Martín Charras se lanza en persecución de los ladrones, los alcanza y se bate con ellos furiosamente. Les quita las haciendas robadas. Pero esta operación no tuvo un éxito completo. Primero, porque la mitad de la tropa estaba integrada por guardias nacionales y segundo porque el suelo era guadaloso y entorpecía los movimientos masivos. En noviembre de ese mismo año, Charras informó de una segunda victoria de las armas a su mando sobre los indios. Estas acciones robustecieron la moral de la tropa y restableció la confianza de los soldados al escarmentar a los aborígenes, en forma contundente.

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Los Indios Cautivos, una Versión Diferente... La presencia del mayor Juan Sosa y el contingente de soldados que pelearon a sus órdenes, para rescatar a la familia del capataz Pantaleón Romero, estremeció la toldería que no esperaba una incursión de los winkas por esos campos. Si los soldados hubieran terminado sus acciones con la recuperación de la gente que sufría el cautiverio, nada habría dado lugar a un comentario tan lamentable como desgraciado. Porque junto con los blancos también se llevaron una pequeña india de doce años y un joven indio de trece. Por más que los chicos forcejearon tratando de zafar de la captura de los soldados, tomándose desesperadamente de la cintura de su madre, les fue imposible escapar de aquellas manos que los sujetaron como tenazas y los levantaron por los aires para ponerlos sobre un caballo del ejército. ¿Qué fue aquello? ¿Una aplicación del famoso ojo por ojo? A galope tendido, Sosa y sus hombres llegaron al campamento y la algarabía fue total, Sobre todo porque el rescate de la gente de Romero pintó un espíritu de franca recuperación en el ánimo de la familia que retornaba, gracias a Dios, a sus mejores días. Todo era alegría y el alma rebozaba de contento y agradecimiento a los soldados. Pero... ¿qué decir de aquellos rostros rankeles, donde estaba pintado el terror, el dolor y la tristeza? ¿Por qué se convirtieron esas dos criaturas indias, en objeto de una inexplicable revancha, para el contingente del mayor Sosa? La niña rankel fue entregada a una familia para quehaceres domésticos y el muchacho a un propietario de haciendas para trabajos rurales. Sin embargo, en el rostro de los dos, aunque distanciados, iba tomando forma un gesto de profunda pena, de lamento doloroso de haber sido arrancados del seno familiar y trasplantados por la fuerza, en un ambiente tan diferente, pero por sobre todo, con la imposición de la ausencia injusta de sus padres y hermanos.

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Pincén, el que Dice de los Abuelos Ni bien se firmó el decreto por parte del gobierno nacional, el cacique reunió a su gente, montó su zaino y se marchó al trote manso. No tomó aquello como un regalo, sino más bien como un resarcimiento, una devolución de algo que le habían arrebatado. Pincen llevó algunas reses y la caballada que le quedaba, hasta la colonia que le habían concedido para vivir. En realidad, Pincén era el nombre de adopción de Vicente Rodríguez, nacido en Carhué, de acuerdo con algunos autores, mientras que otros, aseguran que fue oriundo de la Villa de Renca, San Luis. Estos últimos sostienen que Vicente era un niño cuando los rankeles lo raptaron y pasó toda su vida entre la gente de los carrizales.

Ningún indio llamaba Vicente a Pincen. También se lo conocía como Pinthen, y según se cuenta, fue un hombre de memoria prodigiosa. Se consideran famosos los relatos sobre las legendarias historias de su tribu. Esas historias, por cierto, describían el valor, el coraje, la inteligencia y la astucia de su raza. Pincen era de físico delgado, de piel morena, con un rostro cuyos pómulos salientes destacaban los ojos vivaces, a la vez que mostraba gran agilidad en sus movimientos. Estuvo aliado a Kallfukurá (o Callvucurá) un boroga cuyo nombre quiere decir Piedra Azul. Este cacique chileno fue el fundador de la dinastía de los Piedra (Curá). Kallfukurá fue un gran político, excelente estratega y no menos extraordinario diplomático del desierto, un jefe que logró constituir la Confederación de todas las lanzas de la Pampa y sus hombres lo creían un brujo, un dios. Pincén aprendió mucho de él.

Llegó el tiempo en que el hijo de Kallfukurá, Manuel Namunkurá, sucedió a su padre. Pincen se mantuvo apartado. Para ese entonces, tenía tres centenares de lanzas y obedecían sus órdenes los capitanejos Nahuel Payún (Barba de Tigre) y su sobrino Pichi Pincén (El pequeño Pincén).

El Cacique y el Cabo Viejo Pincen llegó a tener quince mujeres. Algunas eran indias y otras eran blancas cautivas. Durante los últimos años de la Campaña al Desierto cundió el temor por las andanzas de este ranquel en todo el oeste de la provincia de Buenos Aires. Según el ingeniero Oribe, no traicionó a su estirpe vistiendo uniforme militar, solo se le conoció con chiripá y bota de potro. Jamás pactó ni recibió dádivas del gobierno. Lo cierto es que Pincen vivía en las cercanías de la Laguna de Malicó, al oeste de Trenque Lauquen, con un centenar de indios. Por 1876, el cacique condujo 300 lanzas que atravesaron la Línea de Frontera, pasaron por los médanos de San Jenaro y se dividieron en partidas de 40, unos hacia Junín y otros, hacia los campos de Venado Tuerto. Se llevaron miles de animales y algunos cautivos, entre quienes se encontraban mujeres y niños. Si hubo un oficial del ejército que lo quería ver tendido para siempre entre los pajonales, ese era el coronel Villegas. En cientos de persecuciones, Pincen se les escabullía como una lagartija y cuando llegaba a las tolderías, el cacique no retaceaba insultos para el jefe militar, y en sus comentarios, lo llamaba con desprecio: “el Cabo Viejo”.

Un Indio Argentino Atacar y Esconderse

Especialmente, imitó sus movimientos en los malones y se mostró agradecido cuando Kallfukurá insistió permanentemente en no abandonar Caruhé al huinca porque conocía el valor que tenía aquella tierra y no cedió un tranco para ponerla en manos de los invasores blancos. Vicente Rodríguez alcanzó el rango de cacique cuando todavía era muy joven y sobresalió por sus dotes de guerrero valiente y jefe generoso entre la gente de su raza. Por supuesto que ciertos oficiales del ejército, como el coronel Mansilla, no reparan en calificarlo, lisa y llanamente, de ladrón, y reconoce que se trataba de un indio instruido, que sabía leer y escribir, a la vez que su fama se extendía más allá de la tribu y casi puede decirse que la mayoría de la nación ranquel lo reconocía como un montonero intrépido, atrevido y aventurero. Pasado cierto tiempo, se enemistó con Kallfukurá, y cuando le preguntaron por qué había roto su amistad con el jefe de las Salinas, respondió: “porque soy indio argentino, y él es borogano de Chile, usurpador de nuestras tierras”.

En las proximidades del Fuerte Gainza (que vendría a quedar en la línea de frontera que cruzaba desde lo que es hoy Charlone hasta Santa Eleodora) los hombres de Pincen, lancearon y dieron muerte al teniente coronel Saturnino Undabarrena, a los tenientes Francisco Colaso, Francisco Machado y a siete soldados. Para colmo, la zanja que mandó a cavar, don Adolfo Alsina, para obstruir el paso a los indios, y que estaba delineada por el suroeste de lo que es hoy el partido de General Villegas, ni por asomo pudo cumplir con los objetivos que pretendía esta obra militar faraónica, porque los guerreros de Pincén cruzaban silenciosamente por la noche, a la altura de Villa del Sauce, justo donde estaba el Fortín Undabarrena (bautizado con el nombre del teniente abatido en esa zona). Una vez del otro lado, los indios caían de sorpresa sobre los soldados, provocando incontables bajas

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en la tropa. Pincen se ocultaba, durante el día, entre las totoras y no aparecía sino cuando las estrellas eran las únicas luces para guiarse. Estos movimientos respondían a una inspiración propia del estratega que conoce y puede diagramar los ataques, las invasiones, los malones y los robos de haciendas, cuya cantidad de cabezas, no se registran en otras incursiones similares.

Pincén, el Peleador de Tigres Durante los años que preceden a la conquista del desierto, la figura de Pincén cobra su mayor relevancia. “El maldito indio Pincén”, lo llamaba Martín de Gainza. “El más atrevido de los montoneros”, lo llamó después Alsina. Sin embargo, ignoraban otra cualidad de este hijo del desierto: era un cacique peleador de tigres. “Pincén, el indio indómito y perverso azote del Oeste y Norte de la Provincia (se refiere a Buenos Aires), jamás se someterá a no ser que por un golpe de fortuna nuestras fuerzas se apoderen de su chusma (sus familias). Si esto último no sucede, Pincén se conservará rebelde, aun dado el sometimiento de todas las otras tribus hostiles”. Tal era el pensamiento del ministro Alsina sobre el cacique. Pero don Pepe Cayún, descendiente del jefe rebelde, ha escrito otros pensamientos dedicados al bravo que comandaba una buena cantidad de guerreros en la defensa de estas tierras. Decía que Pincén era un peleador de tigres. Por supuesto, entre otras tantas actividades que se les conocían. Un peleador de tigres, es un hombre avezado en perseguir y matar al felino de piel manchada. No es un puma. No es un gato de monte. Es un tigre. Es un bellísimo animal muy parecido al jaguar, de más o menos un metro y medio de largo, un gato de los pajonales cuyo hábitat constituyó el dominio de los rankeles y cuando crecieron las necesidades de la tribu, los rodeos y las caballadas, no pudieron subsistir con la presencia de estos felinos en la región. La cadena alimentaria estaba equilibrada... hasta que las grandes haciendas restaron territorio a los tigres. El cacique Pincén, atrevido, arrojado y sobre todo temerario y valiente, los perseguía, los enfrentaba y los mataba. La indiada conocía de esta obsesión harto peligrosa del jefe pero nadie abría la boca al respecto. ¿Por qué les declaró la guerra, en forma tan feroz, el rankel más aguerrido que había conocido la pampa? ¿Cuáles fueron los motivos para que este ghulmen extendiera su fama de cazador de tigres, junto con la del defensor acérrimo de su gente, de sus tierras y sus aduares? Para muchos, será un misterio de los tantos que se tragará la historia de los rankeles, en sus andanzas de tierra adentro. 414

Lo cierto es que una noche, en medio de las voces que pueblan las extensiones de los campos, cuando Pincén regresaba a sus toldos, cansado de las acciones del día, escuchó un rugido claro, imposible de confundir, muy cerca de dónde él se movía. Era un tigre cebado, de esos que dan vueltas y merodean por donde hay humanos. No lo pensó dos veces. Sujetó al noble bruto que cabalgaba y congeló su andar por el sendero. Lo primero que hizo fue echar pie a tierra, quitarse las espuelas y se preparó para el ataque. ¿Quién saltaría primero? Los ojos del rankel perforaron la noche. Apenas vio el bulto. Pero estaba ahí, no había dudas. Entonces, en medio de esos campos donde nadie habita, el indio lanzó un alarido desgarrador. Estaba provocando al “uesa nahuel” (el tigre malo). Solo percibió el olor característico del felino, cuando giró sobre sus talones y lo sintió abalanzarse sobre su pecho. Una cortadura de uñas, un rasgar de la piel que fue frío al principio y después se tornó caliente, una herida grande y profunda que lo enervó como un animal desesperado. Las garras lo lastimaron sin miramiento Y entonces la bestia y el hombre se trenzaron en increíble batalla. Ambos rodaron sobre los pastos y la lanza corta del cacique, experimentado en mil combates con los comedores de carne humana, se hundió entre las costillas del felino embravecido. Siempre los mataba en el primer chuzazo, pero esta vez solo alcanzó a herirlo. El animal se retiró y emprendió la fuga. ¡Ah, eso sí que no! Pincen lo corre, veloz como un perro de caza, el corazón parece saltarle por la boca, hasta que al final, en medio de la penumbra, lo abandona, lo deja... Vuelve con rumbo a la toldería, dejándose llevar por el zaino que parece respetarlo más que antes por esa acción increíble. Los pajonales están altos por esos trechos, y le parece ver al tigre que lo sigue. Levanta la lanza con un puño y la visión desaparece. Una vez, otra vez, y otra vez, es como si se tratara de un animal que lo desafía, que lo provoca, pero tiene a su favor que es capaz de esfumarse como un fantasma, desaparecer cuando está listo para arrojársele encima... Dicen que esa pesadilla lo persiguió a Pincen todo el resto de su vida. Hasta su muerte. ¿Tendría algún significado onírico esa sombra espectral que lo buscaba una y otra vez? Bastaba que el cacique se tirara sobre el pellón de guanaco, que usaba de cama, bajo su toldo tehuelche, para que al entornar los ojos y entregarse al sueño, apareciera de pronto, el tigre cebado, rugiendo, bramando y moviéndose silenciosamente entre los pajonales, el mismo que hiriera aquella noche y que buscaba a su atacante. Algo así como la desesperación por concretar la venganza inconclusa. Pincén jadeaba con la pesadilla y de pronto, despertaba y se sentaba en el camastro, abriendo grande los ojos y sintiendo el cuerpo bañado de sudor. ¿Cuántos tigres más fueron muertos por el cacique? La historia no lo dice, pero seguramente, 415

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siguieron varios en la cuenta porque Pincén trataba de encontrar al que lo desvelaba por las noches y durante el día parecía perseguirlo por el monte. La luna clara y redonda de las noches del sur de San Luis vieron al cacique, callado y taciturno, seguir las huellas de un tigre por los senderos entre los caldenes y las jarillas.

De como se Salvo Pincén en un Entrevero y le Robo la Mejor Caballada al Coronel Villegas El millar de lanzas que comandaba el cacique Catriel, se nutría con los hombres de Pincen. En 1874 marcharon hacia la provincia de Buenos Aires y la invadieron por el poniente. Fue un golpe muy atrevido. Se dice que Pincén había sido el organizador y que el combate que sostuvieron con el ejército fue una refriega cruel y sangrienta. Los indios fueron completamente derrotados y Pincén estuvo a punto de morir en el combate, cuando quedó tirado en el campo de batalla, y conocedor de mil artimañas, el cacique se agarró de la cola de un caballo y se dejó arrastrar fuera del escenario de la lucha. En 1876, el coronel Villegas estaba acantonado en Trenque Lauquen. Una noche, como era su costumbre, Pincén se acercó sigiloso como un gato montés y le robó al “Cabo Viejo” 300 caballos blancos. Dejó, a manera de burla, a la yegua madrina con el cencerro. Villegas no aguantó esta indignidad y salió con sus hombres a perseguir al “salvaje”. Pincén se escondió con sus hombres detrás de un médano. Silencioso, rodeó a los que lo perseguían y los atropelló a lanzazos, causando muertos y heridos. Villegas pudo escapar con la ropa hecha girones. Esta es la narración del Comandante Prado.

El Guerrero y el Poeta Pasaron los años y este hijo de las pampas no daba tregua a los uniformados. Fue en un día de sol espléndido, cuando le llegó el mensaje del coronel Villegas, en forma terminante: era mejor que se entregara y no presentara resistencia alguna. La contestación de Pincén fue: “si quiere el Cabo Viejo, que venga a buscarme”. Aquella respuesta, propia de su soberbia, lo dejó, sin embargo, muy pensativo. Tanto es así, que visiblemente contrariado, el cacique deambulaba entre los toldos de su tribu, con el seño fruncido y los dientes apretados. Una tarde, tomó su mejor caballo, un zaino, lo enfrenó, le puso una mantra sobre el lomo y calzando el pie en el codillo del animal –tenía entonces 71 años416

montó y se alejó al tranco. No pasaron algunos días cuando fue hecho prisionero con toda su familia, por el propio coronel Villegas. Según Alberto Vúletin, tras un breve encierro en Trenque Lauquen, fue conducido a la isla de Martín García, como prisionero (igual que Epumer, hermano de Mariano Rosas). El indómito guerrero estaba engrillado de pies y manos, pero no bajaba la cabeza y seguía mirando a todos con altivez y dignidad, propio de quien se considera el jefe natural de su gente. No tardó en ser liberado condicionalmente por la familia Roca y llevado a Junín, donde trabajó como peón de estancia hasta su muerte. ¿Por qué ocupa un lugar especial en la historia lugareña? Porque Pincén, además de ser un guerrero era un “genpín”, esto es, un poeta. Los araucanos explican que “genpín” significa “dueño del decir”, título que tenía un gran valor en este pueblo imaginativo. Pincén era un gran narrador con retentiva singular. Repetía a menudo largas historias oídas en su niñez a las machis centenarias que él conociera. Por esa razón lo llamaban “Pincén, el que dice de los abuelos”.

Yancamil: Un Capitanejo Rankel que Vivió 112 Años Tuve la suerte de abrevar en los escritos de Horacio Daniel Ferrari, quien hace referencia al padre Meinrado Hux, nonagenario que vive (cuando escribo estos apuntes) y lleva a cabo su acción pastoral en la localidad de Los Toldos (Gral. Viamonte), para aseverar que Yancamil fue sobrino de Mariano Rosas y de su hermano Epumer (Dos Zorros Celestes). En verdad, Yancamil era un capitanejo ranquel. Fue analfabeto. Y en esto hay que poner distancia de los que le pintaron la aureola de un jefe de alto rango entre sus hermanos de sangre. Lo cierto es que fue su tío, Mariano Rosas, quien no ocultó nunca sus preferencias por este sobrino, el que lo envió a Rio Cuarto, para que mantuviera una entrevista con el entonces coronel Julio Argentino Roca. ¿Dónde nació Yancamil? Según el padre Hux, en Quenyan, en la zona de Leubucó, provincia de La Pampa, en 1849, cuando todavía el Mamuel Mapu subsistía como el imperio ranquel, abarcando el sur de San Luis, el sur de Córdoba, el oeste de Buenos Aires y por supuesto, todo el centro y el norte de La Pampa. Recorría a caballo grandes extensiones, llegando hasta la zona del río Quinto, al sur de Villa Mercedes. No era extraño que frecuentara a un misionero franciscano que mantenía estrechas relaciones con las tribus, el padre Fray Marcos Donatti y con el padre Fray Moysés Alvarez. Viejos vecinos de la Villa han contado que Yankamil entraba y salía de la población con absoluta libertad. Se lo conocía como un hombre de paz y de trabajo. 417

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El sacerdote franciscano Fray Marcos Donatti, lo bautizó en Villa Mercedes, en marzo de 1874. En esa ocasión, anotó que Yancamil tenía 25 años y que este mozo era hijo del capitanejo Huenchuil y de Caupuipan, hermana del cacique general de los ranqueles. Al menos, así consta en los libros de bautismo.  Pero si en 1874, el capitanejo contaba con 25 abriles, todo hace pensar que había nacido en 1849, sin embargo, otros historiadores, como César Valla, que se deja llevar por los recuerdos del padre saleciano José Durando, sostienen que Yancamil había nacido en 1819. Si esto es cierto, este ranquel habría vivido 112 años, porque falleció en Victorica, La Pampa, el 8 de febrero de 1931.  Siguiendo al padre Hux, Yancamil se casó con Tránsito Gil, de Villa Mercedes, y uno de sus hijos, de nombre Gregorio, se afincó en la Colonia Mitre, provincia de La Pampa. Mas, si nos atenemos a los relatos de familia, como dice Horacio Daniel Ferrari, la madre de todos los hijos de Yancamil, se llamó Luisa Díaz. Doña Luisa había sido una cautiva, según el padre Durando y el capitanejo se casó «cristianamente» en 1929.

Una Versión Distinta de Cochico ‘Metü Metó Kmú Yú» ¡Terminemos de Una Vez..! Resulta curioso y digno de análisis un corto relato aparecido en el periódico santarroseño «La Capital» en el año 1939 bajo el titulo «Recuerdos de Antaño” porque en él se consigna una versión del hecho de Cochicó totalmente distinta a la sostenida durante décadas por la historia oficial. Manuel Lorenzo Jarrin, su autor, se había compenetrado de la realidad social lugareña y regional desde sus años de maestro en Victorica y Colonia Emilio Mitre. De férreas convicciones socialistas, incursionó desde 1921 en el periodismo con su semanario cultural «La linterna». Su rica y variada producción fue reconocida por sus contemporáneos y en parte aún hoy continúa vigente. El texto citado –cuya transcripción consignamos a continuación- parece auténtico en cuanto a su veracidad. Pues es altamente improbable que para ese año de 1882 pudieran vagar faltos de alimentos y ya realmente vencidos y diezmados desde tres años antes, un grupo numérico de 300 indios de lanza consignados en los partes militares. Obviamente las palabras de Yancamil resultan modificadas por la pluma de Lorenzo Jarrín para facilitar su comprensión, que ha de haber tomado notas mas o menos extensas y luego desarrollado sin alterar el hilo y tono del relato que introduce novedades absolutas. La información de aquella «entrevista oral» —método muy usado hoy en la ciencia histórica es ciertamente un cachetazo a mitos consagrados y sacramenta418

dos; tibia de contenidos reminiscentes; ágil, espumosa y con un cierto regustillo a poco que debería ser nervio motriz de una profunda investigación en esta línea. “El 9 de febrero de 1914, cuando acompañado por el cacique ranquelino Santos Morales, llegó a mi casa (Escuela N° 58 de Colonia Emilio Mitre) el señor Gregorio Yancamil, viejo indígena que en aquel entonces tenía 77 años, y que era padre de ocho hijos. De estatura corpulenta y fuerte. Bien formado, y de tez cobriza. Su fisonomía impone respeto con su espesa y larga blanca barba como la nieve, sus ojos grandes y sus cabellos brillantes de plata, lo que unido a a su manera de hablar lenta y afable, le dan todo el aspecto de un anciano venerable que es acreedor al respeto y consideración. Viste con sencillez y decencia. Al hablar del pasado dice: “Cuántos errores, señor, hace cometer la ignorancia”. Le rogué me narrase el hecho de Cochicó y para animarlo, le leí un artículo aparecido en un periódico, cuando lo hube terminado, Yancamil sonreía y me dijo: “¡Cómo se miente, señor, cuánto se miente...! Luego, prosiguió diciendo: “voy a referirle, asegurándole que esto es la verdad de lo ocurrido en ese encuentro en que el indio reducido y el indio libre hemos luchado con desesperación, unos porque ya eran soldados, y nosotros porque éramos indios. Todos defendiendo la vida y eso que la civilización llama honor y nosotros llamamos inché nen mapu (derecho a la tierra). Aquel día, el cielo encapotado, amenazaba descargar un fuerte aguacero y si fuera ahora, que nuestros cuerpos con la civilización se han hecho más delicados, tendríamos frío, pero en aquellas épocas, acostumbrados a todos los rigores del tiempo, no hacía impresión en nosotros. Hacía varios días que yo y Paineo y ocho compañeros más habíamos venido del lado del poniente, disparando a las tropas que había en Mendoza. Al entrar a La Pampa, se nos unieron siete soldados desertores, componiéndose ese día un grupo de 17 hombres armados de lanza, boleadora y cuchillos, mal montados a causa de lo largo de la travesía que casi reventó nuestros caballos. A poca distancia de Cochicó le dimos vista a un grupo de soldados, que creo que eran más de veinte hombres. Casi todos indígenas reducidos al servicio del ejército. La sorpresa del encuentro nos obligó al ataque, así como a los soldados los obligó a la defensa. Los soldados iban cediendo el campo recostándose hacia el cerro Cochicó; estaban armados de carabinas, cuchillo y boleadoras: Los mandaban los Tenientes indígenas Mora y Simón. Al llegar al cerro la amenaza de lluvia se cumplió y llovía mucho. Serían las dos de la tarde...Paineo precipitó la lucha a destiempo e hizo en los primeros momentos indecisa la victoria. Tres horas largas duró el combate. El cansancio de aquella lucha cuerpo a cuerpo empezaba a notarse. Había cuatro o cinco muertos de cada parte, los insultos se cruzaban, heridas teníamos todos. A la voz de Paineo ‘metü metó Kmú yú» (terminemos de una vez) redoblamos la fuerza del ataque; fueron momentos terribles... Luego la noche se echó encima y eso favoreció el desenlace. 419

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Creo que 16 soldados aprovecharon la oscuridad y contando con que no podíamos perseguirlos por los pocos que quedábamos y no tener caballos de refresco para eso, se retiraron hacia el naciente quedando nosotros dueños del campo... La patrulla en retirada se encontró nuevamente con el grueso de fuerzas que mandaba Santerbó en Puente de Tierra.” El autor de este escrito es José Carlos Depetris. Escritor y genealogista. Diario «La Arena « –

Milagro en Cochico

A la madrugada los conas y la chusma se reunía y Maina entregaba a Yancamil su pichi huerqué botam (pequeño hijo varón). Dice Luis Alberto Dentoni, que entonces el cacique decidió hermanarlos, y que ante la vista de todos, produjo un tajo de cuchillo en la oreja izquierda de cada uno, y así se juntó la sangre del leal Maina con la del inocente Andrés para toda la vida.

Andanzas de Ramón El Platero por El País del Diablo

Luis Alberto Dentoni, bisnieto de Yancamil con actual residencia en Victorica, nos relata en torno al combate de Cochicó una anécdota que a su vez escuchó de labios de su abuelo Pablo y de su principal protagonista, su tío abuelo Andrés. Parece ser que al disponerse Yancamil para la lucha, hizo que la chusma, compuesta de unas 300 personas entre mujeres, niños y ancianos, permanecieran oculta en un chañaral o isleta dejando a su lugarteniente Gregorio Maina, al cuidado de ella y con expresas instrucciones de mantenerla lejos del enemigo. Sin embargo, cuando se escucharon los primeros disparos de Remington y los alaridos de los combatientes, Luisa Díaz no se aguantó el genio y tomando a su pequeño hijo Andrés de menos de un año, montó a caballo y se lanzó al galope rumbo al lugar de la contienda con la decisión de pelear junto a su esposo. No había explicación para una actitud tan osada como imprudente, de no ser la reconocida fogosidad de la antigua cautiva que ya no se consideraba tal. Ahora amaba a su esposo y se mostraba dispuesta a dar la vida por él y hasta arriesgar la vida de un hijo impulsiva e irracionalmente. Gregorio Maina no pudo impedirlo y al cabo de algunos minutos Luisa Diaz ingresaba al entrevero como un contendiente más. Fue allí, cuando en medio del confuso pleito de lanzas, sables y tiros y en el caos de órdenes, exclamaciones de dolor y maldiciones en dos idiomas, Luisa perdió al niño, que cayendo de su regazo quedó en algún lugar de la agitada escena. Concluido el combate, en el silencio de la noche y mientras los rankeles sobrevivientes curaban sus heridas, Gregorio Maina recorrió el campo abandonado por los soldados. Reptando y aguzando todos sus sentidos, anduvo horas de un lado a otro, hasta que de pronto, el llanto conmovedor de un niño le hizo saber que se hallaba cerca de aquello que buscaba. Era el querubín de su cacique que en el milagro de un llanto volvía a los suyos y a la vida.

Nahuel era más conocido como Ramón el Platero. Dedicado a la elaboración de hermosas piezas de plata para las mujeres y también para los caballos, era un cacique respetado y seguido por su gente. Los indios de su banda encontraron un paraje mostrenco cerca de Luan Toro y según atestiguaron otros, se lo conocía como La Blanca. Allí levantaron toldos, ranchos y enramadas. Recrearon las formas de vida rankulche y comenzaron a llevar una existencia tranquila y sin sobresaltos. El mercachifle que aparecía regularmente por esos páramos, lo hacía en una carreta que se desplazaba desde Buenos Aires y aprovechaba la organización tribal de los indios para comerciar con ellos. De nombre Guiraldes, era simpático, afable y muy conversador. La mercadería que ofrecía no era de gran calidad, antes bien, podía calificarse de mediocre, y las ventas que concertaba con las mujeres rankulches le producían una ganancia suculenta, porque los géneros, las baratijas y los elementos para la cocina podían ser adquiridos en cualquier pueblo a un costo más reducido. También comerciaba con los indios, vendiéndoles chucherías que no significaban gran cosa para el consumo de todos los días. Pero la gente de Ramón el Platero se daba el gusto de tratar con el winka y proponerle un pago que ellos pensaban, estaba muy por debajo de lo que podrían costar aquellas mercancías. Guiraldes realizó los últimos viajes con mayor asiduidad, ya que las ventas eran fáciles y gananciosas. Aquel era un buen filón y no estaba para desperdiciarlo. En sus viajes de regreso a Buenos Aires, con seguridad debió pensar en sacar una buena tajada de aquella gente tan ingenua como ignorante. Apareció un buen día en la carreta, pero acompañado por el juez y la policía. Mostraba en una mano un papel que atestiguaba que toda esa tierra ocupada por los indios le pertenecía. Que todos esos campos eran de él y que los indios eran intrusos en su propiedad. Los indios, decepcionados ante la falsedad del blanco que creyeron un amigo y alguien en quien podían confiar, fueron al cacique Ramón y le plantearon, amargamente, la situación. Así como estaban las cosas, el cacique Ramón les ase-

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Pichi Huerqué Botan y el Leal Maina

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guró que no quedaba más remedio que abandonar el lugar. ¿Qué tenían los indios para probar que ese lugar pudo haber sido de ellos? Nada. Por lo tanto, había que abandonarlo y hubo que salir nomás. Encomendaron a Santos Catrenao Morales y a Curunao y Caleu Cabral para que encontraran algún lugar donde ir. No hacía mucho tiempo que el General Roca les había restituido nada menos que 80 mil hectáreas, en lo más inhóspito del territorio pampeano. Se lo conocía como el Huecubú Mapu –Pais del Diablo- y con sendos decretos, uno del 28 de febrero de 1899 y el otro del 24 de abril también de 1899, se dio creación y se estableció la Colonia Mitre. Roca, detrás de su escritorio en Buenos Aires, se tomó la barbilla y pensó que años más, años menos, los padres y los abuelos de las bandas de Ramón, procederían a abandonar ese desolado paraje, el País del Diablo sería una experiencia dolorosa de la cual ya nadie más se acordaría y todos los indios se integrarían, finalmente, a las comunidades que se fundaban en las cercanías. Estos rankeles altaneros, bajarían la cabeza y aceptando las órdenes y leyes de los blancos, pondrían punto final a un problema, que Roca jamás admitió que fueron los blancos quienes lo crearon. Canuhé está convencido que un indio con tierra, difícilmente pueda desaparecer como lo pretendían los aniquiladores de la etnia. La perseverancia, la unidad de la raza, hacen posible que concreten tareas que de otro modo, al común de la gente le parecería imposible. Germán Canuhé tiene razón. Porque en escaso tiempo la Colonia pasó a convertirse en un paraje que contenía a un grupo humano, cuyas cualidades, llamaban la atención por la calidad de sus labores en la tierra y la proyección que tenían para el futuro. En pocos años la Colonia se transformó en un lugar floreciente. Se contaba con oficinas de correo, con telégrafo y escuela. Había comisaría y el comercio que brindaba la satisfacción a las nuevas necesidades. Es verdad que había gente que salía de la Colonia, pero lo hacía con el fin de cumplir trabajos de tropero, esquiladores, cosecheros y otros. Y después regresaban para disfrutar con sus familias lo que habían conseguido con el trabajo. En 1930, cuando el mundo se conmueve con la crisis económica, muere Santos Catrenao Morales, motor de la transformación. Aparece en el escenario donde habían constituido su hábitat los rankeles, el camión, la máquina, los caminos. La gente sale de la Colonia. Pero ya no es como antes. Ahora no vuelve. Conforman cordones de carenciados en pueblos y ciudades, sin calificación laboral en un mundo competitivo. Las mujeres, como servicio doméstico, vuelven cada tanto a casa de sus padres a parir hijos guachos. Y otra vez a la ciudad, hasta el próximo embarazo. Es un tiempo crítico, harto difícil para los indios. En la década de los ’70 se intentó dar el golpe de gracia a la existencia de los rankeles, en la Colonia Emilio

Mitre. Un gobernador se inclinó sobre su escritorio y estampó la firma en un decreto, por el cual, la tierra no es para quien la tiene ni para quien la trabaja, sino para quien mejor puede trabajarla. ¿Y esto? Un indio sin avales, sin cuenta bancaria, no es el mejor propietario. ¿Y entonces? Entonces aparece un blanco, otra vez con el Juez y la policía, llevando a cabo actos propios de los tiempos de Roca: volteando ranchos y prendiéndoles fuego. Y si todo eso no alcanzaba, también le plantaba fustes y puntales para alambrar los campos. Un abogado blanco se pone a disposición de los indios. El doctor Fernández Acevedo los apoya. Los indios experimentan un soplo de aire fresco a favor. Todos se unen y conforman un frente decidido a frenar el avasallamiento. Ataliva Canuhé, Pedro Páez, Ambrosio Carripilún (se vuelve a repetir el nombre del gran jefe), Ceferino Morales, Daniel Cabral y otros, encabezan la rebelión. En la Nación hay un gobierno de facto. La presidencia está en manos del general Alejandro Agustín Lanusse. Hasta ese sitial llegan los indios. El presidente los escucha. Se pone de pie y se enfrenta a sus interlocutores, los rankeles. Lanusse mide aproximadamente un metro ochenta y cinco holgados. Los mira a uno por uno y les dice que se les entregará la tierra porque ellos son sus poseedores. El reclamo indio ha sido recepcionado y al propio abogado Fernández Acevedo le parece que todo ha sido demasiado fácil. ¿Dónde está la trampa? La tierra se entrega pero con títulos de propiedad individual. Por eso, de las ochenta mil hectáreas que tenían los rankeles, ahora solo les quedan cuarenta mil. Cada chacra es de 625 hectáreas para una familia, donde la unidad económica es de 5.000 hectáreas. Cuando muere el jefe de la familia, los hijos venden a los compradores –verdaderos buitres que revolotean permanentemente por la zona- a precios lastimosos. ¿Cómo se sentiría don Julio Argentino Roca si estuviera vivo? Ampliamente satisfecho, porque se cumple todo lo que predijo. Sin embargo, intentemos retrotraer la situación.

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El Sendero del Regreso German C. Canhué ha realizado un magnífico estudio mediante el cual plantea las cosas tal como se pueden apreciar en estos días. Esta es la realidad. La que enfrentan los dirigentes indígenas que asumieron el compromiso de luchar, no por privilegios, sino por derechos consuetudinarios que poseen, aceptando el desafío de la modernidad. Hay un elemento a favor de los rankeles: finalmente están medianamente organizados. Desde sus diversas instituciones exigen participar en todos los temas que les son de su competencia. Insisten en la necesidad de la autosuficiencia, en la autodeterminación. No quieren ser

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más receptores pasivos de limosnas porque aseguran que eso los condiciona y los envilece. Por otra parte, es una actitud que ya es bien conocida desde los tiempos de los grandes personajes de las tribus. Pincen nunca quiso vestir el uniforme del ejército, que se le ofreció junto con un sueldo. Los rankeles quieren hacerlo todo desde ellos mismos. Desde su propia cultura, desde su propia cosmovisión, de sus organizaciones sociales, desde su propia filosofía de vida, que, aseguran, aun no ha sido superada por las propuestas de Occidente. No todos los indios han comprendido cabalmente lo que significa la lucha en que se encuentran los dirigentes de la comunidad rankulche. Los propios lonkos sostienen que muchos están en la zoncera, en la figuración, en la ventaja personal, sectorial o partidaria, incluso hasta creen que es un buen negocio ser indio. Los que encabezan con, absoluta seriedad, esta cruzada de rescate de la etnia, de la cultura rankulche, con todo lo que ella significa, dicen que poco a poco, la gente los irá conociendo a estos pseudo dirigentes y como siempre acontece con las cosas que no son genuinas, irán quedando de lado. Y en el olvido. Con el gobierno elegido por el pueblo, en 1985 se aprobó la Ley Nacional 23.302 y en 1992 fue promulgada la Ley 24.071. En 1994, en Santa Fe, se aprueba por unanimidad y aclamación el art. 75 inc. 17 de la Constitución Nacional. Ninguna ley se cumple. En 1991, el gobierno intentó mediante decreto, hacer desaparecer la Ley 23.302. La Asociación Indígena de la República Argentina, AIRA, le inició juicio. Existen tres fallos de la Justicia favorables a los indios. Y un dictamen del Defensor del Pueblo. Nadie se da por enterado. Es más, el Gobierno Nacional, apoyado por algunos descendientes de los que a través de la historia se han acostumbrado a traicionar a las tribus, “inventaron” una costosa convocatoria financiada por el Banco Mundial “para saber que pensaban los indios”, algo que ya se hizo y está documentado. Las conclusiones de este pseudo Foro será la herramienta que presentarán ante organismos internacionales y ante la justicia argentina para no cumplir con las tres leyes. Es tan claro Germán Canuhé en sus exposiciones, que bien merece el lector tener a su disposición lo que este dirigente rankelino expresa: “En la provincia la economía de subsistencia hace posible un asistencialismo que se define así: “Comienza como una necesidad, sigue como una costumbre, se transforma en una obligación”. Los indios no somos pobres. Nos hicieron pobres. El problema es a dos puntas. Nuestra gente se acostumbró a ser asistida. Los funcionarios no están dispuestos a quedarse sin trabajo. Y los políticos sin clientes. No han comprendido que los Derechos de los Pueblos Indios no es el Derecho de los indios pobres. Son Derechos de todos los que nos asumimos como indios. Cuando entiendan esto, otra será la relación Indios / Estado.”

Aunque pueda resultar una repetición de la historia, está claro que la relación indios-Estado, continúa siendo un desequilibrio que reclama ser atendido en nombre de la equidad y la justicia. Siguen los funcionarios, aunque ellos no quieran entenderlo, teniendo la misma actitud de quien fuera el aniquilador de una raza. No en vano, Canuhé pone en la superficie los aspectos trascendentales del grupo humano que constituye su raza: “Nuestro Dios original, de La Pradera y del Bosque, fue Soychü. Luego Chachao Wentrü, Padre Grande. Como Padre tiene la obligación de cuidarnos. Huecubü es la causa de todas nuestras desgracias. Nuestro Pueblo se quedó sin Machi (Mujer Sabia). Para nuestras ceremonias en Mitre, en los campos de (Lucho) Baigorrita, venía una Machi de Río Negro, Bibiana García, que nos impuso a Nguenechen, el dios de los hermanos de la cordillera (mapuches). Hoy volvemos a Chachao Wentrü. El 18 de Agosto de 2002 tuvimos nuestra ceremonia más sagrada, en Leuvucó, por primera vez en más de ochenta años con Lonko y Machi rankulche.” ¿Qué pretende explicar Canuhé cuando advierte que recién el 18 de agosto del año 2002, se vuelve a practicar una ceremonia sagrada para su pueblo, con lonko y machi de la raza rankulche? Que por ignorancia, algunos funcionarios han pensado que los rankeles son lo mismo que los mapuches. Y no es menos cierto que los historiadores que se aventuraron a indagar sobre los rankeles, llegaron a decir que pertenecían al tronco común de los mapuches. Si bien Canuhé los llama “hermanos de la cordillera” enfatiza las diferencias y una vez más, insiste en la distinción que caracteriza a cada una de las etnias. Llegado el momento de contar con la tierra, el pueblo mamulche vuelve a identificarse con la mapu y su trabajo cotidiano llegará a transformar al Pais del Diablo en un hábitat respetable. El autor de este trabajo incluye los nombres de los que, prácticamente, sin contar con los instrumentos para laborar la tierra, o más claramente, sin tener nada, hicieron de Colonia Mitre un lugar digno para la vida. Y son ellos:

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1)Acosta – (1) Aguada – (1) Antin – (1) Aranda – (1) Arguello – (1) Avendaño – (1) Balle – (1) Bengolea José – (1) Bengolea Antelev – (4) Blanco Tomás / Fernando / Huemin / José – (15) Cabral Manuel / Francisco / Nicolás / Coche / Levinao / Chozo / Curunao / Ramón / Llancamin / Ignacio / Cecilio / Francisco / Antonio / Cayú / Angel – (1) Bargas – (1) Barroso – (1) Campo – (6) Canué Juan / Miguel / Luis / Isabel / Mauricio / Moreno – (1) Calfuan – (1) Callupa – (1) Callupán – (1) Carepilun – (1) Castro – (1) Catricurá – (2) Contreras Francisco / Antonio – (1) Covian – (1) Cherre – (1) Chorillan – (1) Díaz – (1) Domínguez – (1) Donovan – (1) Emilio – (2) Fernández Feliciano / Sandalio – (3) Freites Manuel /

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Francisco / Federico – (1) Galván – (1) Grande Pailan – (1) Guala – (1) Guenchinao – (1) Gonzalez – (1) Gaucho – (1) Imillan – (1) Lonkoy – (1) Medina – (1) Millañan - (1) Moreno – (1) Nazario – (1) Montiel – (4) Pacheco Froilán / Juan / Ramón / Antonio – (1) Yanquin – (1) Ramírez – (1) Romero – (1) Sicucha – (1) Sánchez – (1) Urquiza – (1) Videla

Luis Baigorrita, con 80 integrantes, se radicó en el Lote 13 Sección 14, vecino a la Colonia, el 13 de Enero de 1898. Desde Marzo de 1983, los Mamülches o Rankülches hemos emprendido lo que se conoce como “UN LARGO CAMINO DE REGRESO A CASA”

Yamqué-Guelé, un Vecino Rankel de Villa Mercedes ¿Cuántos habitantes de Villa Mercedes son de origen rankel? ¿Quiénes fueron los más conocidos en la comunidad? Esta es la breve historia de Zenón, un cuarterón que vivió alrededor de 50 años y falleció el 31 de diciembre de 1914.

El vecindario de la plaza del Cuatro lo conoció bajo el nombre de Zenón, pero su origen indio le daba otro, que según los entendidos, era el verdadero: Yamqué-Guelé, que traducido al español significaba algo así como “flojo y convertido”. Sobre este asunto, no todos estaban de acuerdo en la pureza de su prosapia rankel, ya que se trataba de un cuarterón, o mejor, un mestizo. Lo cierto es que en 1879, Zenón era estimado como un mozo de unos quince años, que no pertenecía a los llamados “indios de lanza” o guerreros, sino simplemente como un miembro de la chusma. En la Villa, decían que era un amigo de lo ajeno, un “ligero”, un ladrón. Todos sabían que le gustaba ser haragán pero manso. Estaba convencido de su fe religiosa, muy a su manera, y cuando podía aparecer como servicial y comedido, no dejaba de hacerlo. Don Carlos Quiroga Cabrera cuenta acerca de Yamqué-Guelé anécdotas e historias que lo ponderaban como peón y encargado de caballeriza al servicio del capitán de Guardias Nacionales don Claudio Quiroga. Precisamente, llega a Villa Mercedes en calidad de cautivo, cuando se realizó la limpieza de indios durante la Conquista del Desierto. Fue visto por primera vez en el paraje del Trapal, en terrenos colindantes entre nuestra provincia de San Luis y la vecina y sureña provincia de La Pampa. Estaba dentro de un grupo de chicos rankeles que creaban problemas a la tropa que marchaba encolumnada a Pitre-Lauquén.

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Los militares, en esos tiempos, estaban ocupados en tomar medidas contra el flagelo de la viruela, que atacaba con inusitada ferocidad y virulencia a los indios. Los soldados tomaban a los viejos y a los niños para recluirlos en galpones o barracas improvisadas, mediante las cuales se los aislaba y prevenía. En esos años, un vendedor ambulante de origen italiano, que intentaba vender alimentos a los soldados (no tenía autorización hasta que la tropa llegara a destino) sufrió la pérdida de cierta cantidad de mercadería menor, a causa de un grupo de chiquillos rankeles comandados por uno más grande: Yamqué-Guelé. En una ocasión el italiano lo vio haciendo de las suyas y gritó como un maniático, dispersándose los vándalos. Yamqué-Guelé fue atrapado por los soldados mientras el gringo le reiteraba: “Se non te vedo... se pianta”. El italiano no solo pudo conjurar el hurto, sino que aguzó el ingenio criollo de los otros que llamaban al mozo “Se nón te vedo” y de ahí le quedó Zenón. Apareció en escena el capitán don Claudio Quiroga, quien solicitó autorización para tenerlo a su exclusivo servicio como caballerizo en Villa Mercedes. Por más que le habían puesto a disposición un lugar para dormir, el indio prefería hacerlo bajo algún árbol o bien a cielo abierto. Muy de madrugada se despertaba y se estiraba como lo hacían los perros, quedando en evidencia su delgadez, su flacura, tratando de pararse para iniciar el día, pero desgarbado y mal vestido, cualquiera que lo veía no podía menos que lamentar aquella figura del vecindario. Gustaba quedarse tirado, cuan largo era, para gozar de la tibieza del sol. Otras veces, lo hacía recostándose contra un muro y disfrutando, con los ojos cerrados, como si fuera un turista de las playas veraniegas. Quería mucho a los niños pequeños y no tenía horario en el cumplimiento de sus responsabilidades, en especial, para llevar a las vacas del tambo a pastar al bajo del río Quinto. Pero una de las actividades que más le gustaban era acompañar a su joven patroncita, al templo donde se rezaba la novena y el Santo Rosario. Zenón cargaba con un tapiz y un almohadón y lo extendía en el lugar de costumbre, para que la niña pudiera hincarse y realizar sus plegarias. Cuando finalizaba, enrollaba el tapiz, retiraba el almohadón y regresaba a la casa. Siendo ya mayor, acompañó a don Claudio Quiroga, hasta que el capitán abandonó las aulas de la Universidad Nacional de Buenos Aires y se desempeñaba en calidad de abogado como agente fiscal de los tribunales de Villa Mercedes. Para entonces, Zenón era el cochero de un hermoso vehículo de cuatro ruedas tirado por dos caballos y de un sulky encapotado, que existían en la casa de su patrón. Una tuberculosis pulmonar se encargó de minar el organismo de este mestizo que falleció el 31 de diciembre de 1914. Todo un personaje de la Villa, por aquellos años. 427

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Moyeta y Benitez, Descendientes Rankulches, en Leuvucó Dos representantes del Centro de Estudios Rankelinos de Villa Mercedes expresaron sentirse satisfechos por haber participado en la celebración del año nuevo rankel, cuya celebración se lleva a cabo en coincidencia con un nuevo ciclo de la naturaleza. Ambos dijero que la celebración se cumplió en el paraje de Leuvucó, Victorica, (La Pampa). Tal como se ha escrito anteriormente, allí reposan los restos de Mariano Rosas. Walter Moyeta y Juan Reinaldo Benítez se ufanan en ser poseedores de torrentes sanguíneos por donde navegan herencias genéticas de los rankeles. Ellos fueron invitados a participar de tan importante ceremonia, en el escenario de caldenes, lagunas y cielos que cubrían campos sin alambradas. «Allí nos esperaban espíritus propios mostrándonos su permanencia en los elementos naturales que aún perduran a pesar de tantos olvidos o de tantos engaños históricos», comentaron. Arribaron al lugar que se considera sagrado por los rankeles, dos días antes de la ceremonia y en aquel desierto impregnado de soledad y silencio, esperaron la hora que marcaría el momento trascendental de la cita. Cielo puro, cielo diáfano el de Leuvucó, fue el único manto que los cubría por la noche «con la firme decisión de participar del Nguillatun (rogativa)», Cálido recibimiento por parte de los lonkos Mariqueo y Luis Dentone Yancamil, permitieron que se introdujeran en el rehue (lugar sagrado), donde estaba plantado el kemú-kemú con sus cuatro escalones tallados. Se trata de un tronco de caldén ahuecado en su extremo superior, por donde se echan las ofrendas. En verdad es un predio de dos hectáreas, que no hace mucho tiempo que les fuera restituido a la comunidad rankel y donde Panghitrus Nüru descansa, por fin, luego de la increíble profanación de su tumba. La machi Ana María Domínguez Rosas (descendiente del cacique Mariano) habló en castellano y el lonko Carlos Campú habló en rankulche. Ambos explicaron el significado de la ceremonia a los asistentes que no eran rankeles, y expusieron que habría de pedirse por el bienestar de todos y por la tierra, las cosechas y el ganado. Llegada la noche se encendió el fuego en la enramada, que ardió hasta el alba. Allí debajo de la enramada se realizó el parlamento a partir de la medianoche. De ese parlamento participó Juan Reinaldo Benítez hasta las cuatro de la mañana. De regreso a Villa Mercedes, Benítez contó quie se habían tratado temas como el de una niña que defendía a su padre de una acusación que ella consideraba injusta. Al otro día, cuando todavía no había amanecido, todos conformaron un semicírculo en torno al Rehue, donde se contaron más de ochenta personas. Despuntó 428

el sol y ese fue el instante en que dio comienzo a la ceremonia. Un niño y una niña elevaron la bandera rankel y dieron cuatro vueltas alrededor del Rehue (cuatro es el número sagrado de los rankeles). Después le ofrecieron a los participantes yerba mate, que extrajeron de una caja, y la arrojaban hacia el Quemú-Quemú, como si fuera una lluvia. Este aspecto de la ceremonia produjo una gran emoción, porque todos levantaron los brazos al cielo en señal de abandono y desprendimiento de las malas energías y enseguida los atrajeron hacia el pecho, como si tomaran las energía buena del Sol. Al final, emitieron el poderoso grito rankel, para rememorar . «todas las voces apagadas por la criminal acción de una conquista sangrienta». Moyeta y Benítez contaron que ese fue el final de la ceremonia que recibe al año nuevo de estas tierras. Allí aún permanece de pie el aborigen habitante de este suelo, sin ánimos de revancha, sin pretensiones de venganza, sólo aguarda el tiempo nuevo que iluminará a los hombres nuevos, aquellos que traerán la justicia y la verdad sin sangre derramada» «Nuestro pasado -añadieron- está atado inexcusablemente al presente de los aborígenes descendientes de aquellos que poblaron su suelo y es así porque somos tan descendientes como aquellos que están en el ‘desierto’ que jamás fue desierto y que vive en el sur de San Luis» precisaron. Finalmente agregaron los miembros del Centro de Estudios Rankelinos de Villa Mercedes: «la cuestión aborigen es una problemática demasiado sensible, y recurrentemente utilizada, como para ser simples postales adornadas con poses turísticas o publicaciones con relatos repetidos de batallas y combates». En el año 2006, la escritora y docente de Villa Mercedes, Teresita Morán de Valcheff, concurrió al Nguillatun celebrado en Victorica y expresó que la ceremonia fue conmovedora y emocionante. La autora de exquisitas poesías que narran en gran parte la epopeya rankelina, se explayó sobre este acontecimiento, a su regreso a Villa Mercedes y conversó animadamente con el autor de estas páginas.

Antigua Sabiduría Rankulche Trepados a pinares gigantescos, y luego desandando las pampas cercanas a las lagunas, los abuelos y abuelas rankulches, observaron que desde los comienzos de la vida, tanto el universo como el cosmos habían estructurado un orden que se regía con pautas y conductas propias. Esta ley cósmica se proyectaba en la naturaleza, esto es, en la tierra y todos los seres vivos que la habitaban, tanto las plantas como los animales y las personas. Así determinaba estilos de vida, para la selva del huitrú o para otras regiones, establecía costumbres y leyes sociales. 429

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La observación les permitió advertir que existían cambios, que se producían movimientos que generaban a su vez, transformaciones y alteraciones en los hombres, producto de fuerzas de energía tanto positiva como negativa. Vieron que estas fuerzas tenían relación directa y plena incidencia en el proceso y posterior desarrollo de los ciclos naturales de la vida. Este descubrimiento abarcó aspectos como el control de los fenómenos atmosféricos como la lluvia, el calor, el frío, el viento, cayendo en la cuenta que la Luna tenía clara participación con las fases que presentaba y ofrecía distintas etapas del año. Los viejos decían que ni bien comenzaban las grandes lluvias ya estaba marcado el inicio del Pukem (tiempo de lluvias): se advertían los brotes en las plantas y Pewü estaba cerca. La abundancia de los frutos ponía de sobreaviso la presencia del Walüng y ni bien se advertía la caída de las hojas, entonces había comenzado el Rimü. Los ancianos hablaron del Weñol-tripantu o también hablaban del we.tripantu, que significa la ida y la vuelta, el regreso y otra vez la salida del sol. Se marca el inicio a la medianoche, tiempo en que el sol retrocede para construir la noche más larga del año. “Trawüwchi epu pun mew”, esto es, donde se unen las dos noches. La noche del ciclo que finaliza y la noche del ciclo que comienza. Al llegar a su punto culminante, se dice que la noche comienza su retorno. “Wuño trekatuy pun” cambio total. Cambio tanto cosmológico como terráqueo. El día se alarga. Como el tranco del gallo. Los pueblos originarios de la América del Sur no tienen un día común para fijar el comienzo del año nuevo. Los rankulches saben que los cambios en la naturaleza respetaran el tiempo que va del 18 al 24 de junio. Por lo que se ha dicho acerca del cosmos, que tiene su propio ordenamiento y que se proyecta en la naturaleza, es argumento suficientemente poderoso como para servir de soporte a una comprensión formidable de las cuatro estaciones y del año como división del tiempo.

No es tan fácil para un docente aceptar semejantes desafíos. Si hay algo que cuesta aprehender son las “reconceptualizaciones” porque luego viabilizan las expresiones públicas en el ámbito escolar. En el aula. Y ahí está el desafío, una toma de posición en lo político, en la acción y en el proyecto cultural que sirven de parachoques contra las ideologías que pretenden ejercer su dominio.

La coincidencia con Silvia Almazán, de Suteba, es total. La ejercitación en el docente de encontrar el camino para desaprender todo lo que ingresó en su cabeza desde hace tanto tiempo, exige otra ejercitación no menos dura: reaprender para dar lugar a la formación de las generaciones de argentinos capaces de terminar con tanta felonía. Formar las generaciones que construiran un mañana de trabajo, educación y salud sin excluídos. Generaciones sin pobreza. Y esto está significando la finalización de políticas de dominación y sometimiento. ¿Cómo era el orden indígena que encontró Cristóbal Colón en 1492? Era un equilibrio entre el hombre y la naturaleza, tan perfecto y armonioso, como jamás pudo concebirse. Bastó que el genovés descendiera de sus barcos con sus marineros y por primera vez en estas tierras americanas, se pudo saber que el navegante venía financiado por los reyes de España y los hombres de la banca genovesa. Y el apetitio voraz por la riqueza quedaba al descubierto en la bitácora del comandante de la expedición: Colón había escrito 139 veces la palabra “oro” y 59 veces la palabra “Dios”, o bien “Nuestro Señor.” Una disparidad enorme entre lo sublime y lo puramente material o lucrativo. Guanahani era una playa hermosa. Pero detrás, estaba todo el espacio económico que representaba al nuevo continente. En quinientos años, las operaciones de todo tipo, como lo permite el atesoramiento exorbitado, facilitó la destrucción de la tercera parte de las selvas del continente. Millones de hectáreas de tierra, que antes eran fértiles, pasaron a ser estériles, muertas, guadal. Y lo que es más importante, más del cincuenta por ciento de los pobladores, empezaron a sufrir los problemas de la subalimentación. El bello y delicado equilibrio que existía en América, antes de la llegada de los españoles, había desaparecido. Imposible encontrar los registros en la historia universal donde el despojo de los pueblos originarios haya alcanzado semejante magnitud. Para colmo, actualmente, los hombres y mujeres de estos pueblos siguen sufriendo el avasallamiento y la usurpación de sus tierras. Para colmo, siguen siendo víctimas de la negación de la identidad diferente. No se les permite vivir a su modo y se les niega el derecho de ser. En un comienzo el saqueo y el otrocidio se llevó a cabo en nombre del Dios que habita en los cielos. El saqueo continúa y el otrocidio también, pero en nombre del dios del progreso. Es la teología de la clase dominante. Así y todo, aunque los pueblos originarios soportan la indignidad de la identidad negada, despreciada y menospreciada, se puede asegurar que al final del camino, brilla una luz capaz de proporcionar la esperanza de una América que puede ser posible. Eduardo Galeano dice que esa luz emite destellos cada vez más intensos lo cual previene de que el tiempo del reconocimiento está próximo.

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Lo que Trajo Colón desde Europa... Inspirado en los escritos de Silvia Almazán, secretaria de educación y cultura de Suteba: “Re-descubrirnos para descolonizarnos”.

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Las culturas fueron preservadas a pesar de haber transcurrido quinientos años de intentar una destrucción permanente. Pese a todo, las lenguas siguen en vigencia y las formas organizativas son un ejemplo para el desquicio que se pretende como elemento reemplazante. La cosmovisión está intacta. Es verdad que se montaron las mil triquiñuelas para borrar del mapa los usos y costumbres de cada uno de estos pueblos. Pero allí están. Dicen presentes a pesar de un orden de empobrecimiento generalizado, de falta de trabajo, de oportunidades negadas para llegar a tener una vida digna. Vieron cerrarse las puertas, unas tras otras, y por eso muchos prefirieron migrar y así perdieron su identidad. Aceptaron la aculturación. No es cuestión de pensar mucho para darse cuenta que como pueblo están prontos a desaparecer. Es imposible subsistir con una cultura que se deteriora todos los días y se carcome la forma colectiva de saberes. Si esto le acontece a una generación, ¿Qué queda para transmitirle a la otra? Rotos los puentes se destruye la memoria histórica. Estos pueblos no pueden menos que impugnar esos órdenes institucionales que que les fueron impuestos por los colonizadores blancos. Hasta hace unos años, se volvía incomprensible que los grupos humanos originarios buscaran desesperadamente las formas organizativas que alguna vez tuvieron. Gracias a esas formas, pueden tener conciencia del camino por el cual transitan y hacia dónde se dirigen. Así mantienen intacto el conocimiento de dónde provienen y como han ido configurando su identidad. Semejante proceso ¿No nos toca de cerca de los argentinos? ¡Vaya que si nos toca! ¡Nos involucra a todos! A comienzos del 2005, se conoce una investigación llevada a cabo por docentes de la UBA. El análisis genético muestra que los argentinos poseen antepasasdos que no vinieron de Europa. Se trata de gente que ya existía en estas tierras. Pero lo más tremendo para muchos habitantes de este suelo, es que se destruyó un mito. Ya que se menciona en este descubrimiento que el 56% de los argentinos registran antecesores vernáculos. Era de esperar: muchos son renuentes a convalidar este orígen tan puramente americano. ¡No! ¡No! ¡No! Yo no tengo nada que ver con los “negritos” de los pueblos autóctonos. Yo soy del 44%, que tiene orígenes mayoritarios europeos. ¡Shhhhh! Todo el mundo hace silencio. Corre el telón y se descubre la escena: nuestros ancestros estaban aquí, antes que llegara Colón. Además, el legado de un patrimonio colectivo, también es un hecho incontrastable. El locutor Hugo Guerrero Martineiz, puede reír tranquilo. Argentina ya no es “blanquita” por excelencia. Señores editorialistas, quiten de las enciclopedias eso que afirma que más del 85% de la población argentina es de origen europeo. Y lo afirmó un diario de tirada nacional cuando advirtió la verdad.

Se deshojaron los almanaques y pasaron varios siglos de ejercicios de políticas de dominación, cuyo propósito era el de borrar la historia, políticas que profundizaron la discriminación y justificaron el exterminio de las etnias. La Conquista de América trae consigo una nueva visión. Es egocéntrica. En esta visión el “otro” será negado. El “otro” será asumido como un ser inferior e imperfecto. Y este pensamiento se transmitirá de una generación a otra. Así se establece una concepción mediante la cual se estigmatiza y se oprime a los pueblos diferentes del continente. Una doctrina que por varios siglos que los pensadores que abrazaron distintas ciencias, contribuyeron a reforzar con argumentos para plantar la estructura ideológica de la clase dominante en el país. Se cava en profundidad. Se perfora hondo y el descubrimiento no puede ser más doloroso. Quedan al aire las auténticas raíces. Para los argentinos de hoy, ser consecuentes con estas nuevas exigencias de la identidad, es dejar de ser único e individual para empezar a existir colectivo y plural. Esto es un nuevo paradigma. Nuevo con respecto al atrofiante y aletargado paradigma que nos fuera impuesto. Salta a la vista que existe una deuda de identidad como pueblo. Una deuda que no será saldada sino se integra la identidad, la cosmovisión, la historia, la cultura de todos los pueblos originarios, a nuestra memoria histórica colectiva, a nuestra identidad como nación. El desafío está planteado. Se trata de una afirmación que le propone a las generaciones adultas, plantar un tope a las políticas de sojuzgamiento. De otro modo no se puede saldar la deuda. ¿Cómo salvar la cosmovisión que perdura, que está intacta, si se continúia sosteniendo que “venimos de los barcos”? Llegó la hora de admitir que la mayoría de nosotros estábamos aquí desde hace 40 mil años. Ya es hora que nuestros niños en las escuelas conozcan a Tupac, Juan Calchakí, a Mariano Rosas, a Kalfukurá y sean conocedores de las causas que abrazaron para entregar sus vidas a una lucha que sigue vigente. ¡Cómo les cambia el rostro a los chicos y a los jóvenes, cuando en el aula escuchan la emergencia de los hechos de la verdad histórica! Como obrero de la educación admito que existen razones profundas en las jóvenes generaciones para desconfiar permanentemente de los acontecimientos que se les entregan como datos fundantes de nuestra identidad. Está claro que ellos, por más que padezcan la adolescencia (adolecen, les falta, necesitan) el corazón, la sangre, el alma les pide el conocimiento verdadero de los hechos, porque no les convencen las razones de este presente que condiciona al futuro. Hace falta modificar las políticas que indignamente procuran la explotación de los pueblos, el saqueo y el avasallamiento de la cultura. No es una realidad simple la que nos toca vivir. Es una realidad compleja y nos lleva a los educadores a formularnos interrogantes como ¿ qué es lo múlti-

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ple, lo diverso, lo diferente, la igualdad?. Y esto nos lleva a ser responsable para precisar ¿quién determina?, ¿quién fragmenta?, ¿quién oculta? ¿quién decide qué conocimientos? ¿desde qué arbitrario cultural?, ¿para quiénes qué conocimientos? ¿para qué proyecto?

Descubrirnos Otra Vez, Colectivamente, para Sacudirnos de Encima la Colonización y Emanciparnos No Somos Deudores. Somos Acreedores de la Deuda Social Nota realizada por el historiador José Carlos Depetris en base a su participación en el ciclo «Historias de La Pampa desconocida»  

Las diferentes organizaciones que vienen confrontando contra el neoliberalismo, oponiéndose a la hegemonía del Norte, esa hegemonía que desnaturaliza el proceso que busca la dirección y la resignificación en el sentido común de nuestros pueblos, han redoblado sus esfuerzos en los últimos años para desarticular las estrategias de dominación que se asientan, sin lugar a duda, en la cultura. La escuela es el escenario de la construcción de nuevos significados. Las diferentes visiones circularán mediante vía libre en las escuelas donde se formarán las nuevas generaciones de sujetos críticos. Esas generaciones tendrán a su cargo las transformaciones de que tanto se habla y se proclama en los discursos. Porque serán ellas quienes reconocerán las diferencias, las diversidades, las igualdades y todas las manifestaciones que harán posible que nos insertemos en las realidades del mundo. Por eso, el trabajo por excelencia de los educadores que están enrolados en esta corriente de transformaciones profundas y ciertas, será el de generar propuestas político-pedagógicas. Y esto, trae consigo una reasignación de la tarea docente. Tan importante y esencial resulta esta reasignación, que de no tener lugar, será imposible interpretar y desarticular las políticas educativas reproductoras de la desigualdad y la injusticia. Es claro que será una tarea difícil y ardua. Pero téngase en cuenta lo fundamental de este proceso: salvar la dignidad de las personas. Se trata de un esfuerzo colectivo de los directivos, docentes de los diferentes niveles y ramas de la enseñanza. Todos juntos llevarán a cabo los lineamientos políticos para la elaboración de una propuesta educativa nacional, de emancipación, popular, democrática, que nos posibilite la salida del proyecto educativo neoliberal y que nos aporte a la construcción de un proyecto de país para todos. 434

La historia de Latinoamérica es una repetición del accionar de los colonizadores, que representando los intereses políticos y económicos de los distintos sectores dominantes, no trepidan en avasallar y destruir cuanto se opone a sus designios. Por eso se vuelve necesario analizar la realidad del pueblo en que vivimos, que a la postre, es un producto de las nuevas y viejas hegemonías, de los antiguos y nuevos imperialismos, de las anteriores estrategias de conquista y las nuevas. Pasaron los años y siguen en pleno funcionamiento los procesos de dominación hegemónica. Las carabelas fueron la emblemática representación de un poder proveniente de allende los mares. Hoy, el dominio tiene otros nombres, pero en el fondo siguen siendo restricciones a nuestros derechos, instrumento de legitimación del sometimiento de los pueblos americanos. Por eso es importante que haya luz y abundante claridad en temas como la integración de los pueblos latinoamericanos. Que todos hayan despertado del sopor que le producen las acciones de los dominadores y que hayan advertido que no somos deudores, sino que somos acreedores de la deuda social. Necesitamos escuelas que eduquen, que formen, a las generaciones que se sienten capaces de incorporarse decididamente al desarrollo nacional y promover juntos con los demás sectores de la sociedad, un avance decidido hacia mejores condiciones de vida. Procuramos la soberanía popular y desechamos la pobreza, crear trabajo y nuevas posibilidades ocupacionales y una mejor distribución de la riqueza. Es tiempo de re-descubrirnos como hermanos latinoamericanos, con una historia y origen común y un camino colectivo por andar, construyendo las herramientas para descolonizarnos. La iniciativa de la Asociación Pampeana de Escritores, de realizar charlas sobre nuestra historia regional durante septiembre, nos permitió ejercer dos principios básicos para transitar esta grave situación como región, como país, como comunidad: la solidaridad y la memoria para con el pueblo ranquel, que debió experimentar la suprema tensión de enfrentar la propia desintegración de su cultura y también la disolución de su historia. El basamento bibliográfico que existe sobre el tema está fundamentado casualmente, por quienes derrotaron a los indios creyéndose luego con derechos. Claro, el pesimismo antropológico que condenaba en el Siglo XIX a los indígenas a la extinción por ley fatal de la evolución se hallaba sólidamente afianzado en el imaginario de las elites metropolitanas. Y en este sentido, hay un caso paradigmático que hoy tiene mucha significación aunque fue un hecho menor en la larga porfía entre indios y cristianos. Fue casi una escaramuza a destiempo, cuando la línea de batalla se había corrido a la Patagonia y en La Pampa ya se había consumado el despojo.

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Es el combate de Cochicó. O mejor dicho, los hechos que confluyeron en la jornada de Cochicó, del que se cumplieron 120 años el 19 de agosto. En 1878 el gobierno nacional debía renovar el tratado de paz firmado con los ranqueles seis años antes. La condición central para la renovación era si no se habían observado quebrantos de parte de los indios a los puntos convenidos. El mismo General Roca debió reconocer que debía realizarse por la fuerza, por no existir ni un motivo en su contra. Se firma la renovación y casi en los mismos días en un suelto del diario La Prensa se desnudaba elocuentemente la perspectiva para los próximos meses en la cuestión indios: “Estamos como nación empeñados en una contienda de razas en que el indígena lleva sobre sí el tremendo anatema de su desaparición, escrito en nombre de la civilización. Destruyamos, pues, moralmente esa raza, aniquilemos sus resortes y organización política, desaparezca su orden de tribus y si es necesario divídase la familia. Esta raza quebrada y dispersa, acabará por abrazar la causa de la civilización”. Y finalizaba “Las colonias centrales, la Marina, las provincias del norte y del litoral sirven de teatro para realizar este propósito”.Roca había solicitado ante las Cámaras en 1877 dos años para finiquitar el problema del indio: uno para preparase y otro para ejecutar el plan, conocido luego como La Conquista del Desierto. En este contexto se firma el nuevo tratado de paz de 1878, sabiendo de antemano el gobierno que no lo cumpliría. Así, a los pocos días, un contingente de más de cien guerreros ranquelinos, se dirige a Villa Mercedes de San Luís a cobrar las raciones estipuladas en el pacto. Debían retirar también elementos para labranza, sueldos para los principales caciques, ganado en pie y los denominados “vicios” para el reparto tribal. Iban en son de paz, acompañados de sus mujeres e hijos a disfrutar los beneficios de la tan ansiada paz. Y aquí aparece la figura de José Gregorio Yankamil como enviado plenipotenciario, representando al cacique general Epumer, su tío. Yankamil pertenecía a aquel grupo de personajes influyentes de tierra adentro que sostenían la paz con el cristiano. Hasta se había casado cristianamente a instancias de un franciscano como muestra de voluntad amistosa. Llega al frente del grupo y a una legua de Villa Mercedes, en Pozo del Cuadril, donde existía un reten militar de avanzada, son encerrados por las tropas, quedando más de cincuenta lanceros muertos sin poder haberse defendido. Casi la totalidad de los sobrevivientes quedan malamente heridos. Entre ellos, niños y mujeres. Yankamil queda prisionero y reponiéndose de sus heridas, mientras que las familias integran luego un contingente de prisioneros que son llevados a la zafra tucumana. Tránsito Gil, la mujer de Yankamil y sus dos hijitas también son llevadas.

Ninguno de los rankeles enviados a Tucumán regresó, ya que en poco tiempo desaparecieron embrutecidos por el alcohol, los castigos de sus capataces y las condiciones infrahumanas de explotación en los ingenios. El extrañamiento de ranqueles a Tucumán y los hechos de Pozo del Cuadril son prácticamente desconocidos en la actualidad, y bien se cuidaron los biógrafos de la conquista de comentar siquiera tamaña traición. Pero el agua tenaz de la verdad siempre halla una fisura para derramarse, y nos explica la mudanza de posición de Yankamil. Perdida su tierra, desaparecida su familia, disperso su pueblo, sintió lo irreparable de la tragedia. Yankamil queda prisionero y las tropas nacionales ocupan La Pampa a sangre y fuego. Meses después consigue un permiso de las autoridades para la libre circulación en la frontera. De a poco comienza a internarse en La Pampa y con algunos dispersos se establece rumiando venganza en las márgenes del Chadileuvú, más en ánimo de hurto que de guerra. Robaba cuando podía algún caballo para mantener a sus famélicos seguidores. Mientras tanto se funda Victorica... seis meses más tarde, un lluvioso 19 de agosto de 1882, se consumaba el ultimo hecho de armas de la dilatada guerra al indio en La Pampa. Los exagerados partes militares magnificaban la jornada. La documentación exhumada recientemente prueba lo contrario, sólo sirven para salvar difusos honores de entorchados estrategas de salón que accionaron con mucha pompa pero sin gloria. Después vinieron otras formas más sutiles de exterminio en la construcción de un país oficial y aséptico. Desdeñado, olvidado, desplazado a los márgenes de las mejores tierras, el pueblo ranquel debió experimentar nuevos atropellos. Los poderosos tenían que resolver el obstáculo del remanente indígena retardario; había que ciudadanizarlo rápidamente, borrando todo atisbo de indigenismo, enmascarando identidades se trabajó fuertemente en ese sentido. Se les quitó el idioma como elemento inútil y vergonzante, se rompió la organización social ancestral destribalizando y quitando sentimientos de pertenencia. Se los omitió hasta en los censos oficiales de población. La traición sistemática sufrida, el doble discurso y la imposición de políticas de felonía desde lejanas metrópolis con la complicidad de la elite vernácula, dio por resultante la transculturación y disolución de aquella sociedad. Traídos a la actualidad estos ítems, y sumados al deterioro terminal que trajo aparejada la impúdica teoría neoliberal “del derrame” impulsada en la última década, de la que resultó la más formidable destrucción de la salud y la educación pública, la pulverización del trabajo y la producción nacional en todos sus segmentos, y que pareciera que sólo nos deja un abismo por delante, nos obliga a remarcar fuertemente un concepto: los indios de ayer, somos los argentinos de hoy.

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Está en todos y cada uno de nosotros tomar plena y real conciencia de esto e impedir que la historia consumada hace cien años se repita, teniéndonos como protagonistas y víctimas.

entre 2,5 millones y 5, que resultaron devastados no sólo por las pestes, sino por las guerras de exterminio y la esclavitud que allí tuvieron una importancia relativamente mayor a la muchas zonas de la América española. El Tribuno (Salta), 12 de octubre de 2004

Por la Cruel y Horrible Servidumbre... Sólo sobrevivieron el 10 % de los aborígenes La viruela, la fiebre amarilla y la sífilis, entre otras epidemias, más las matanzas de los portugueses y españoles en su afán por adueñarse del oro y la plata redujeron la población indígena americana hasta en un 90 por ciento desde que comenzó hace 512 años la conquista del nuevo continente. Organizaciones no gubernamentales estiman que en la Argentina sólo sobreviven hoy entre 800.000 y 2.000.000 de nativos originarios, distribuidos en más de 800 comunidades e incluso en algunas capitales de provincia, por efectos de la migración urbana. A falta de un censo oficial, el Gobierno argentino puso en marcha una encuesta complementaria del censo nacional de 2001 que busca arrojar datos cualitativos y que indica en principio la existencia de más de un millón de habitantes originarios en el país. Se sabe que determinadas tribus, como los pacíficos Onas de Tierra del Fuego, fueron exterminadas, en gran parte por las enfermedades europeas contra las que no habían generado anticuerpos. Con la llegada de los conquistadores se inició un exterminio que arrasó, en total, con 90 millones de pobladores de la región y quebró el desarrollo cultural de un mundo que, lejos de ser nuevo, fue invadido por la soberbia y el apetito imperial, sumiendo en la desolación la cosmovisión milenaria de un continente desestructurado. Hoy mantienen vivo su origen y su cultura entre 50 y 60 millones de habitantes de Latinoamérica, según cifras de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y otros organismos mundiales. En 1600, por el efecto contaminación, la densidad indígena en México ya había alcanzado el punto más bajo: entre el 10 y el 5 por ciento en relación a 1492. En Perú se estima que la población nativa descendió de unos 9 millones en 1533 a poco más de 500.000 a comienzos del siglo XVII, la mayor parte debido a las matanzas. En 1511, en un sermón que se hizo famoso, el fraile dominico Antonio de Montesinos advirtió a los ocupantes de La Española (Haití y República Dominicana) que estaban en pecado mortal por la «cruel y horrible» servidumbre que les habían impuesto a los nativos de la isla, los taínos. Pero no le hicieron caso. Si para 1492 los taínos sumaban unos 3 millones, para 1539 habían sido prácticamente exterminados por una combinación de crueldad generalizada, exceso de trabajo y enfermedades. En lo que luego sería el Brasil portugués, las estimaciones acerca de la cantidad de nativos hacia el 1500 eran de 438

Una Página Olvidada Santiago Ossola del Piamonte, se Casó con una Descendiente Rankel... Mi abuelo Santiago Ossola, nació en Turín, la bella capital del Piamonte, el 18 de septiembre de 1877, exactamente un mes después que falleciera a miles de kilómetros de la península itálica, el cacique general de todas las tribus de la Nación Mamülche, Panghitrus Nüru, o Mariano Rosas, a las orillas de la laguna de Leuvucó, en las pampas argentinas. Claro que este dato resultaría absolutamente inocuo para la familia piamontesa, que no tenía entre sus preocupaciones la del desarrollo de la vida de los pueblos aborígenes en el centro oeste argentino. Vivían en esos valles, donde el paisaje maravilloso de la montaña, se aprovechaban del cielo azul y los domos de la cordillera de los Apeninos recordaban las culturas de Leichteinten, de Suiza y de Francia. Sin embargo, Santiago cambió todo ese panorama por otro muy distinto: la llanura tapizada de pastizales y pisoteada por inmensos rodeos vacunos. Eustasia era una muchacha mestiza, hija de un capitanejo rankulche al que conocían como Melideo, quien a su vez era hijo de un jefe del mismo nombre y seguía en autoridad a Epugner. Se radicó en las proximidades del río Saladillo y se quedó a vivir allí hasta su muerte. Practicó la agricultura y la ganadería en pequeña escala, merced a unos terrenos que consiguió por esos parajes. No construyó su vivienda con el cuero de guanaco o caballo, sino que edificó un rancho con una enramada, tal como lo hacían algunos seguidores del Vuta Yanketrus en los aledaños del Diamante. Lo cierto es que progresó Eustasia en años y conocimientos, hasta que conoció un vecino que la pretendió por un cierto tiempo y que de pronto, lo vio partir por el Oeste, con rumbo a Mendoza. Pero un día regresó y le pidió que concretara la unión ante Dios y los hombres. Hubo una entrega de cierto número de vacunos en concepto de dote para el suegro y la pareja se vino a vivir a Villa Mercedes. De la unión del señor Cáceres con Eustasia nació Dominga. 439

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Mientras tanto, en Buenos Aires, un buen número de inmigrantes italianos, descendieron del barco que les permitió cruzar el Atlántico y casi todos se dirigieron al Retiro y abordaron el tren. Ahora cruzarían otro mar, pero de llanuras y pastizales, tan largo, tan extenso, como jamás habían imaginado que pudiera existir en el mundo. Santiago Ossola subió al coche ferroviario y no se bajó sino en la punta de rieles. Villa Mercedes estaba adormilada cuando sintió los cimbronazos de la locomotora que arrastaba a los vagones en que viajaban los europeos. Y como ese era el destino, y no se podía continuar hacia el Oeste, todos descendieron en la estación, buscaron un carro, un breack, y le dijeron al conductor en un castellano muy martirizado: “hasta donde usted llegue”. Entendió el criollo, que manejaba las riendas de la caballada que tiraba aquel vehículo, que los gringos buscaban el más alejado de los puntos del viaje. Y el más alejado era Las Isletas, un páramo ubicado a unos cuantos kilómetros al sur, cruzando el rio Quinto. Y fueron con rumbo a ese lugar mirando hacia la derecha y hacia la izquierda, abriendo los ojos, y en silencio, pero pensando todos en la grandiosidad de aquellas tierras dispuestas a ser trabajadas, y como contrapartida, regalar generosamente el fruto del esfuerzo invertido. Cuando llegaron, como era de suponer, no abrieron la boca. Pero iban retirando sus bolsos, donde portaban alguna muda de ropa y algún retrato de los padres que quedaron en la península, mientras pensaban: ¿Y cuesta cosa es la América? Y sí. Esto era América. Más concretamente, esto era Las Isletas, al sur de Villa Mercedes, en la provincia de San Luis, centro oeste de la República Argentina. Se encolumnaron solitos, como si fueran animalitos acostumbrados a mostrarse dóciles ante il cappo desconocido. Vaya uno a saber quien los había contratado. Y aprendieron un término nuevo: “conchavado” en lugar de contratado. El patrón no apareció. En cambio sí se les presentó un hombre más bien gordo, vistiendo unas bombachas como la de los húngaros, unas botas como los rusos, y unas camisas como los españoles, con un pañuelo al cuello como los italianos y una boina en la cabeza como los vascos. ¡Pero había que ver el rejuntado de prendas que tenían para vestir estos argentinos! No pudieron apreciar más porque el gordo los mandó a asearse a una bomba de agua que había ahí cerca, después a sentarse en un mesón largo en el que cabían todos, en un galpón de chapas de cinc, y donde se les sirvió un plato de guiso caliente y un vaso de agua. La música de fondo eran las aspas de un molino que giraba incesantemente con el viento. 440

Comieron con una avidez que hacía muchos años que no recordaban, el guiso les pareció la mejor comida del mundo, y el gordo, mientras almorzaban, se paseaba cerca del mesón y les decía que estaban comiendo liebre o mara, como les guste más el nombre, y que ni bien terminaran de alimentarse pasarían a otro galpón, donde cada uno tomaría una bolsa y la llenaría de lana, llevando la carga a una báscula que estaba cerca de la puerta de salida del galpón. Horas más tarde, cuando terminaron con las montañas de lana de oveja que había en los galpones, siguieron con las plumas de avestruz, juntándolas en manojos del mismo color y atándolas con una cuerda que según les dijeron, era tripa de avestruz y en otros casos, tendones de guanaco. Aprendieron que esos manojos se llamaban fardos y que también se podían hacer fardos de pasto para los animales. Finalizada la labor con las plumas, continuaban con el charque. Sobre una mesa que tenía una chapa de cinc, se colocaban trozos de carne de vaca, de caballo o guanaco y se las embadurnaba con sal. Así, cuando estaban totalmente cubiertas de sal, se las colocaba en una bordelesa o en un recipiente de gran tamaño con una tapa que protegía la carne del aire y de la intemperie. De pronto, el obeso que los conducía mandó a parar el trabajo y los italianos se encolumnaron sin que nadie les dijera nada. Era increíble la docilidad que presentaban esos hombres que vinieron de tan lejos y que ponían todo el esfuerzo para hacer las tareas en una tierra extraña. Llamaba la atención la disciplina con que se movían y el criollo que los mandaba experimentaba una gran satisfacción al no tener problemas con el grupo. Todos pasaron al galpón donde comían y allí les esperaba “la merienda” como denominaban a esa comida los argentinos. Era un te verde al que llamaban mate cocido con pan casero, queso de cabra y fetas de jamón. La mayoría no lo podía creer. Apenas hacía cinco horas que habían almorzado y ya estaban otra vez moviendo las mandíbulas. Al principio comieron silenciosos. Ma dopo parlaron tutto... Si contamos esto en Turín, no nos creerán, comentaron entre ellos. Sonreían apenas, como si un temor reverencial se hubiera apoderado cada uno al gozar de una nueva comida. En el murmullo, se alcanzaba a escuchar, no, no es almuerzo, es merienda. Y las manos se movían de un plato a otro, para contar con el queso, el jamón, y sorber de vez en cuando el te verde que llamaban mate cocido. Finalizada “la media tarde” marcharon en fila hacia los galpones y terminaron con las barricas que contenían el charque. embolsaron después varios kilos de crines de caballos y finalmente llenaron otras bordelesas con grasa de vacunos. Un criollo más delgado y también vistiendo como el otro, amplias bombachas, pero no 441

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botas sino un calzado que llamaban “alpargatas” o algo parecido, se hizo cargo del grupo y el gordo desapareció por los fondos del galpón.



1.- Santiago ......................1905



2.- Ramón..........................1906

Al anochecer, terminaron las labores para los europeos y el nuevo patrón los mandó a lavarse en la bomba y sentarse en el mesón de las comidas. Era la hora de la cena. La última mangia del giorno. Todos comieron y ya más animados, a pesar del trabajo que debieron cumplir durante el día, casi podría decirse que celebraron el momento de la cena. La mayoría, antes de tomar los cubiertos, se persignaban y daban gracias a Dios por el trabajo y el alimento.



3.- Pablo............................1908



4.- Ana...............................1910



5.- Paulina..........................1911



6.- Dominga........................1913



7.- María Luisa..................1914

Y como todo pasa en esta vida, pasaron los meses en Las Isletas y el grupo de italianos aportó con su trabajo una buena tajada de riqueza para el patrón que se nombraba pero que nunca aparecía. Para el dia de pago todos iban al boliche y gustaban de tomar vino y comer fiambre mientras hablaban en piamontés y contaban anécdotas de sus tiempos en los valles.



8.- Victoria........................1916



9.- Eduardo........................1918



10.- Antonia.........................1920

Santiago había ahorrado lo suficiente como para iniciarse con un negocio por su cuenta. Y se animó. Pensó que ya era tiempo de ponerle punto final a su soltería y buscó a una dama que le pareció de muy buena reputación y sumamente guapa en las tareas domésticas. La había conocido en Villa Mercedes, cuando llevaba a cabo esporádicas escapadas junto con otros gringos los fines de semana. Dominga Cáceres había nacido en 1880 y vivía con su madre, Eustasia Cáceres que era natural del Saladillo.

Santiago pudo fundar en Las Isletas un almacén de ramos generales, pero los esporádicos viajes a Villa Mercedes lo entusiasmaron con la idea de trasladarse a esa localidad y adquirir una casa en cuya esquina funcionaría el salón de ventas de un almacén de comestibles y otras mercancías y el resto del edificio estaría dedicado a vivienda.

Cuando se enteró el inmigrante que su futura suegra, era hija de un auténtico rankel, y por lo tanto su futura esposa era una criolla que tenía sangre aborigen, tomó contacto por primera vez con los pueblos originarios de América.

En 1927 falleció Dominga, la esposa de Santiago. Con apenas 47 años de vida, formalizó una familia numerosa. Acompañó a su marido en la edificación de un negocio próspero y se animó a mantener las operaciones comerciales mientras Santiago, en Las Isletas, aceptaba trasladarse con mulas y caballos, cargadas de lanas, cueros y plumas, hasta el pie de la Cordillera, en Mendoza, para comerciar con los chilenos.

Santiago Ossola se casó con Dominga Cáceres en 1904, en Villa Mercedes.. Mi abuelo decía que estas narraciones de la estirpe rankul podían ser o no creíbles, ya que muchos contemporáneos creaban una cierta atmósfera de leyenda en torno a la vida de Melideo. También me dijo que la traducción al español de ese nombre, era “Cuatro Ratones”.

Un nuevo negocio apareció como tentador por las ganancias que podía producir, la compra de azúcar en grandes cantidades procedentes de Tucumán. Santiago adquirió varios vagones de un tren que llegaba desde Córdoba con ese cargamento y las bolsas se apilaban en depósitos cercanos al almacén. En otras ocasiones, cuando el tren llegaba con numerosos vagones, quedaban depositadas en los galpones de la Estación.

El matrimonio de Santiago con Dominga fue bendecido con la llegada de diez hijos(23).

La distribución del azúcar se realizaba en los almacenes minoristas, por lo que Santiago Ossola pasó a ser un distribuidor mayorista. De pronto, el comerciante escuchó una voz lejana que resonaba en su alma. Era su tierra italiana que lo reclamaba, que lo sacaba de aquel maremagno de actividad y le pedía un reconocimiento.

23-Se corrigen las fechas de nacimiento, publicadas en la 1º edición, con datos aportados gentilmente por la Señora Yolanda Baglione (prima del autor) que vive actualmente en Buenos Aires con su madre, doña Dominga Ossola de Baglione 442

En 1935 se embarcó en un trasatlántico y regresó a Italia. Estuvo en Roma, en su Turín de origen y luego en otros pueblos cercanos. Regresó muy satisfecho, muy animado y encaró otros negocios. En 1955 volvió a viajar a Italia. Y en esta 443

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ocasión concretó, a su regreso, otros operaciones comerciales. No fueron afortunadas como las anteriores. Recuerdo a mi abuelo como un hombre alto, delgado y un bigote muy italiano. Una voz gangosa, una conversación animada y las vivencias contadas domingo tras domingo, cuando llegaba a mi casa de visita, para comer los ravioles que le preparaba mi madre. Le escuchaba con suma atención en aquellas reminiscencias por los campos, en las vastas soledades del sur villamercedino y las referencias un tanto socarronas hacia mi abuela Dominga, que fumaba en chala y pialaba algunos caballos para marcarlos después. Se retiró de la actividad y vivió con una de sus hijas y su familia, en la misma casa hasta que falleció el 23 de julio de 1956. El tercer hijo varón de Santiago, Pablo, nació en Las Isletas el 1 de marzo de 1908. También fue comerciante. Se casó con Elvira Succotti. Falleció en 1968. Tuvieron dos hijos: Héctor Pablo y Raúl Ossola. El primero, docente y periodista, ahora jubilado, es quien escribe estas líneas. El segundo, un comerciante que hace honor a la tradición de la familia, dedicándose a las actividades mercantiles y a la producción agropecuaria. La sangre italiana de tres abuelos, no me convierten en un total descendiente de los que bajaron de los barcos, al parecer la herencia rankulche por parte de mi abuela paterna, pide y exige el reconocimiento de la raza que sigue de pie, que no se doblega y canta y trabaja por la reconstrucción de un pueblo soberano, en paz, unidad y justicia. Es la respuesta a las voces milenarias que claman “tenemos una deuda en nuestra identidad como pueblo y no será saldada, sino integramos la cosmovisión, la cultura de todos los pueblos originarios, a nuestra memoria histórica y colectiva, a nuestra identidad como Nación”. Héctor Pablo Ossola Villa Mercedes, San Luis.

El Gobierno les restituyó 2.500 hectareas de tierras 14-8-07 Los ranqueles dieron el primer paso en la era del regreso En una tradicional ceremonia la comunidad bendijo la tierra y pidió fertilidad y prosperidad. El Gobernador aseguró que para el próximo solsticio de invierno podrán inaugurar las viviendas, el hospital y la escuela bilingüe. Los representantes de distintas comunidades rankeles, provenientes de La Pampa y de Buenos Aires, se reunieron en el campo, donde las ráfagas eran cada vez más fuertes y parecían ensañarse con aquellos que esperaban escuchar las palabras del Gobernador Alberto Rodríguez Saá. Flameaban las banderas rankelinas, y el kultrún resonaba por aquellas soledades como reviviendo las voces que se perdieron en los tiempos. Es que todo era parte de una melodía muy conocida por los rankeles. La ceremonia fue magnífica. No importó el fuerte viento que obligaba a los funcionarios y a las familias rankulches que se dieron cita, protegerse con ponchos y abrigos contra tanta inclemencia. Los huarpes y los mapuches no faltaron a la cita, en solidario apoyo a sus hermanos indígenas, pero también en apoyo al gobierno que había anticipado sus intenciones de restitución de tierras a las distintas etnias. Para comprender lo que estaba aconteciendo en el sureño paisaje sanluiseño, pletórico de llanuras y lagunas, hay que remontarse a los momentos, que en variadas ocasiones, intranquilizaron el pecho de Alberto Rodríguez Saá. No fue de ahora, sino desde siempre, que el mandatario puntano se adentraba en la historia para conocer en detalles, lo que había sucedido con los primeros moradores de estas tierras. El grito rankel retumbaba cada vez con mayor intensidad en la memoria del gobernador, que terminaría por rendirse ante el ¡Amutuy! Cuyo eco patentizaba el señorío por aquellos campos, donde las comunidades rankelinas fueron naturales protagonistas en la defensa de los territorios, ante el avance incomprensible, de fuego, traición y muerte, por parte de los blancos. Aquellas escenas felices, cuando los hombres y mujeres de la Nación Mamûlche deambulaban serenos y pacíficos en la vastedad de las pampas, desarrollando una existencia propia de pueblos libres, teniendo solo la sábana azul del cielo sobre las cabezas, y en los pies, el alfombrado verde que se extendía hasta el borde de las lagunas, parecían prolongarse en el tiempo sin prisa.

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Mientras

se diluía el día, el primer mandatario puntano confió a los

“Me gustaría descendientes de Feliciana como parte de su nación”. lonkos

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que

humildemente que a mí, a mi familia, a los y de sus padres rankeles nos reconozcan

un tiempo, los lonkos celebraron una reunión extraordinaria,

encabezada por el presidente del cuerpo, y decidieron que

“Visto

el

linaje de sangre que ostenta y todos los beneficios que está otorgando al pueblo ranquel, este Consejo de Lonkos Rankulche le otorga a usted todos los derechos aborígenes”.

Pero llegaron las mentes afiebradas de los uniformados de Roca. Los hombres que vestían chaquetas con botones dorados y portaban como arma terrible y devastadora, el palo de fuego que no perdonaba la vida de los guerreros, de los ancianos, de las mujeres y los niños. Y los campos se regaban de sangre y las estancias eran incendiadas. El Dr. Alberto Rodríguez Saá entrecerraba los ojos y veía a aquellos rankeles correr desesperados en busca de sus lanzas para hacerles frente a los huestes despiadadas del ejército, los mismos que convertirían a los aduares en cementerios ignotos, donde los muertos eran abandonados sin el consuelo de una cruz cristiana y los chimangos y jotes terminaban descarnando los huesos de los cadáveres entre los pajonales. Ahora estaba ahí, en esos mismos sitios. En esos mismos territorios. Y los hijos de los hijos de los rankeles, lo rodeaban. Y esperaban ansiosos que pronunciara las anunciadas palabras de justicia. Ahí estaba el gobernador cuyo apellido ostentaba como ascendiente al mismísimo Lanza Seca. A 124 kilómetros al sur de la localidad de Fraga dispuesto a rubricar los documentos por los cuales se les entregaba en carácter de restitución, a los descendientes de rankeles, nada menos que 2.500 hectáreas y dos lagunas de aguas sanas. Hay que tener en cuenta que estaba en el ánimo del primer mandatario puntano, producir una reparación, un acto de justicia con las etnias que habían perdido sus territorios con la llamada Conquista del Desierto. Tras haber reconocido en los sanluiseños que se pronuncian como hijos de aquellos señores de las pampas, los legítimos derechos de habitar en los campos que sus ancestros galoparon raudamente, se decide devolver, aunque en parte, las tierras que con seguridad les pertenecieran. La solemnidad del acto es imponente. Ha pasado el mediodía y las diferentes comunidades que han dado cita, cantan y lanzan gritos de júbilo. En esos momen446

tos, San Luis es el escenario de una reivindicación extraordinaria. Banderas, joyas, música proclaman aquellos campos como suelo rankel. Los lonkos que estaban presentes insistían en decirle al gobernador de la provincia cuán importante aparecía ante el mundo la significación de ese día, las trutrucas y el kultrún denunciaban por su cuenta un paisaje emblemático que siempre fue de ellos. Tal vez lo más destacado de aquella ceremonia estaba constituido por el fuerte viento y por el espejo de agua de las lagunas. Era la armonía entre la naturaleza y la vida que regresaba. Entre la naturaleza y el hombre que cabalgó aquellas tierras y respetó profundamente su estructura. La mapu era el corazón de la presencia rankulche por aquellos páramos. Vino entonces el acto formal de estampar las firmas en el documento. Oficialmente esos campos volvían a ser suelo rankulche. Era el retorno de la mapu a sus verdaderos dueños. Todo un acto de restitución. Toda una glorificación de la justicia. ¡Cómo cantaban! ¡Como entonaban himnos de alegría que les ensanchaba el alma a aquellos hombres y mujeres! ¡Como estremecía la piel escuchar aquella plegaria, que pronunciaban en su lengua, a Soychu, el Dios Creador de las pampas y los vientos! ¡Todo reflejaba el beneplácito de volver a sus dominios y el bendito momento de recordar a Mariano y a Epumer, que la Nación seguía en pie! Era como si la tierra hablara, con voz ronca, con voz de una antigüedad milenaria. ¿Milenaria? ¿tanto? Sí. Porque los integrantes de la Nación Mamûlche estuvieron desde siempre en estas tierras. Ellos eran realmente originarios. Otros pueblos, como los araucanos, vinieron del oeste, descendieron de la Cordillera y bajaron para aposentarse en los llanos. No eran originarios. Eran Ngolouches. Gente del oeste. Vinieron de Chile. Bella ceremonia fue aquella. La purificación de la tierra estuvo a cargo de Ana María Rosas, una verdadera aprendiz de machí. Puede parecer una denominación cargada de humildad. Pero así se identifican. Acompañaba a Ana María el hablante rankulche Daniel Cabral. Fue entonces que llevaron a cabo la purificación, a pesar de que no era el momento indicado, ya que el sol hacía rato que había salido. Ellos pidieron por la fertilidad de la tierra. Pidieron por años de bonanza para sus futuros habitantes. Y tal como lo exige la tradición, obsequiaron a la tierra agua, yerba y azúcar. Todo era un momento de profundo simbolismo. “Marí marí “ fue la expresión más repetida, que en lengua rankel significaba la bienvenida a la mapu. Y el poeta villamercedino Luis Carlos Garro expresó que “el viento viene a decirle al mundo que hemos regresado, que seguimos cabalgando como tigres en el viento. Gritará a los cuatro rumbos del mundo que la tierra ranquel de San Luis es nueva447

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mente libre”, aseguró orgulloso el integrante del Centro de Estudios Ranquelinos de Villa Mercedes. Tal vez lo más emocionante de aquel encuentro en el sur sanluiseño, fueron las palabras del gobernador de la provincia, cuando sorprendió a los presentes hablando en lengua rankel: “Estas tierras son de los ranqueles, que les fueron arrebatadas y hoy humildemente venimos a devolverles. Quiero decirles que hoy toda la provincia me acompaña, hoy en la Provincia de San Luis todos somos ranqueles”. El gobernador Alberto Rodríguez Saá continuó hablando en ranquel y dijo: “Como lo predijeron nuestros mayores el 2000 será la era del regreso del indio y aquí estamos regresando, renaciendo desde San Luis e invitamos a todos nuestros hermanos de América para que nos dejen ser, simplemente porque existimos”. Y agregó: “La historia mal contada nos ha perseguido y una larga noche ha precedido a nuestro día que, finalmente, ha llegado”. Rodríguez Saá señaló además que la restitución significa también el reconocimiento a las culturas que han defendido el Medio Ambiente. “Tenemos que empezar a pedirles consejos a los que saben. Tenemos que pedirles que nos enseñen a cuidar la tierra”. Algunos funcionarios que acompañaban al gobernador, dijeron a los presentes que el mes próximo será el turno de los huarpes, cuando el gobierno provincial les restituya tierras en la zona de los Humedales de Guanacache.

Servicios y educación Los lonkos de distintas comunidades insistieron en conocer más detalles acerca de lo que el gobierno planeaba para acompañar a este acto de restitución. Es que algunos caciques, que se mostraban eufóricos por aquel reconocimiento público, intuían que el gobernador aun tenía más novedades para los descendientes de la Nación que alguna vez fuera comandada por Mariano Rosas.

Demás está contar lo que siguió a estas expresiones del Dr. Alberto Rodríguez Saá. Volvieron a escucharse las trutrucas y el golpe acompasado del kultrún, mientras se lanzaban al viento los ayes y las vigorosas exclamaciones en rankel para dar cuenta del regocijo generalizado. Cuando se calmaron los descendientes de los rankeles, el gobernador se refirió a las viviendas y propuso la construcción tipo toldos, pero con materiales modernos, no perecederos y con todas las comodidades para las casi 20 familias que cuando comience el calor se comenzarán a trasladar a esas tierras, según explicó el lonko mercedino Walter Molleta. Sin embargo dijo que nada se hará sin el consenso de la comunidad originaria. En cuanto a las viviendas el Gobernador anticipó que “Vamos a iniciar aquí las obras de agua, luz, cloacas y telefonía. Habrá trabajo para todos y vamos a apoyar un proyecto económico sustentable que le dé al pueblo rankel la suficiente autonomía para vivir con dignidad para que cada familia pueda asegurar el futuro de sus hijos”. Por otro lado, Luis Alberto Garro explicó que el primer proyecto que se llevará a cabo en ese predio será la cría de caballos criollos, además de las ovejas y cabras. Mientras se diluía el día, el primer mandatario puntano confió a los lonkos que “Me gustaría humildemente que a mí, a mi familia, a los descendientes de Feliciana y de sus padres rankeles nos reconozcan como parte de su nación”. Pasado un tiempo, los lonkos celebraron una reunión extraordinaria, encabezada por el presidente del cuerpo, y decidieron que “Visto el linaje de sangre que ostenta y todos los beneficios que está otorgando al pueblo ranquel, este Consejo de Loncos Rankulche le otorga a usted todos los derechos aborígenes”. El acuerdo se selló con un abrazo y manos estrechadas entre el presidente, el lonko Huala y Alberto Rodríguez Saá.

Afirmó con la cabeza, el jefe del estado puntano y levantando la mano derecha para que los presentes hicieran silencio, habló pausadamente:

PRIMERA COMUNIDAD RANKEL EN MAR DEL PLATA

“Rankeles, la Provincia de San Luis quiere reconocerles el derecho a la dignidad, para ello contribuirá con los medios económicos para reparar tantas injusticias y atropellos realizados en contra de sus antepasados”, dijo Rodríguez Saá y aseguró que para el próximo solsticio de invierno, cuando los ranqueles festejan el año nuevo —24 de junio—, se inaugurarán “viviendas, hospital y la escuela que contará con docentes ranqueles, que deberá respetar la lengua y contará la historia cómo la vivieron y la sintieron los ranqueles y no otra historia”.

El día domingo 15 de marzo, fue designado como Lonko o Jefe de la nueva comunidad ranquel el señor Mario Rivadavia.

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Esta comunidad es la primera que los pueblos originarios establecen en el Partido de General Pueyrredón y tal vez no sea casualidad que la etnia rankel haya elegido celebrar el parlamento y la designación de las autoridades en estas tierras pues han sido sus moradores desde tiempos muy remotos. También es im-

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portante destacar que se constituyó como la primera comunidad rankel de la provincia de Buenos Aires, luego de la guerra de exterminio que el Estado Argentino cometiera contra el pueblo originario de las pampas. Por más de cien años los sobrevivientes y sus descendientes permanecieron aislados y en el olvido, perseguidos, ignorados o marginados, impidiéndose su desarrollo como comunidad. Pero es la paciencia, la fortaleza y el temple una de las virtudes de este pueblo que ha esperado su oportunidad para reunirse en comunidades, 21 en La Pampa, 2 en San Luis y 1 en Mendoza y que intentan cada día recuperar su identidad en la práctica de su cultura, en la recuperación de su lengua y en el ejercicio en libertad de sus creencias. El parlamento y celebración en la destemplada mañana del 15 de marzo, se practicaron conforme a la tradición del pueblo Rankülche, donde se designaron las autoridades elegidas según la voluntad de los integrantes presentes de la comunidad y con la presencia de Lonkos de las comunidades de La Pampa quienes asistieron especialmente al Parlamento. Agradecemos a quienes muestran sensibilidad por el presente y el futuro de las comunidades y a quienes sienten que es posible una convivencia intercultural, en este momento de la historia Argentina, donde es posible debatir los aspectos de su constitución como país en tono de revisionismo constructivo. David Verdina Werken Comunidad Ranquel Epugmer

Werkén o Huerquén: mensajero, consejero del Lonko y portavoz de la comunidad es un vocablo de la lengua chedugun, el idioma de la gente, la lengua ranquel .

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Galería de Imágenes

Una foto que recuerda a un grupo de niños rankeles en La Pampa. Hoy deben ser hombres. Es curioso el modo de tomarse los brazos formando una cadena. Pero solo lo hacen los de arriba, como protegiendo a los de abajo.

Imagen de tapa: La vuelta del malón, 1892. Angel Della Valle, Buenos Aires, Argentina (1852-1903). óleo sobre tela, 186,5 x 292 cm. Colección: Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires. En una época en que en Buenos Aires no había aún salas de exposición, ni una galería pública de pinturas, esta tela de grandes dimensiones fue exhibida por primera vez al público en 1892, -un año excepcional en su producción artística- en el escaparate de la ferretería de Nocetti y Repetto y de inmediato conquistó la admiración del público porteño. Era la primera vez que Angel Della Valle trataba el tema del indio. Della Valle pintó este cuadro -con este tema tan americano y en una época en que estaban aún frescos los relatos de los malones-, con vistas a ser exhibido en la Exposición Internacional del IV Encuentro del Descubrimiento de América, que se realizó en Chicago en 1893. Della Valle habla estudiado en Florencia con Antonio Císeri. En 1883 comenzó su carrera en su patria pintando retratos. Pero paulatinamente fueron apareciendo en su producción los motivos rurales; se convirtió además en un eximio animalista y paisajista y pasó a ser el gran pintor de nuestras costumbres (argentinas) nacionales. La vuelta del malón es la obra más característica de Angel Della Valle y una de las cumbres de la pintura argentina del siglo XIX.

Sentados en los bancos de la escuela, observan al fotógrafo que los capturó para siempre en esta escena.

Una niña rankel, aprendíz en las tareas de elaborar artesanías.

Una dama rankulche en su telar. Con lana teñida, se apresta a comenzar la elaboración de sus tejidos.

Hermosa y colorida muestra artesanal. Obsérvese la silueta de la cabeza del caballo a la derecha, propio de una comunidad ecuestre.

El lonko Germán Carlos Canuhé utiliza el micrófono para ser escuchado, en la muestra de artesanías, durante la inauguración de CICOR.

La pequeña nieta de Germán Canuhé observa con atención la tumba que guarda los restos del cacique Mariano Rosas.

Reunión de lonkos de distintas etnias. Aparecen en primer plano, Germán Carlos Canuhé y Gabino Zambrano. (11 de octubre de 2007, Mar del Plata).

De izq. a der. el prof. Héctor Pablo Ossola, la prof. María Rosa Pandolfo, el paleontólogo Ruben Spaggiari y el abogado Dr. Gabino Zambrano, con la bandera de la Asociación India de la República Argentina. (Feria Internacional del Libro, Mar del Plata, 2007).

Reunidos en un círculo, los asistentes a la Feria Internacional del Libro de Mar del Plata en el año 2007.

Germán Carlos Canuhé y Héctor Pablo Ossola, en la entrada de la Universidad Nacional de La Pampa, año 2006.

En rueda de amigos, el Arqueólogo Rafael Pedro Curtoni, un representante de Buenos Aires y el lonko M. Barreiro de la comunidad rankel de Justo Daract, San Luis.

Héctor Pablo Ossola, Gabino Zambrano y un amigo concurrente al Congreso Indigenista en la Universidad Nacional de La Pampa.

Sentado, en el centro, el gobernador de San Luis, don Justo Daract, fundador del Fuerte Constitucional. A su derecha, el padre Joaquín Tula, quien bendijo el flamante fuerte, hoy ciudad de Villa Mercedes. De pie, en el extremo derecho, el coronel José Iseas.

El Bramido del Puma - Una Historia del Pueblo Rankel

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA -Viaje a su costa del alcalde provincial del muy Ilustre Cabildo de la Concepción de Chile. De la Cruz, Luis. Edit. Plus Ultra. -La Conquista del Desierto. Juan Carlos Walther. edit. Eudeba. -La Conquista de 15.000 Leguas. Estanislao S. Zeballos. Edit. La Prensa -Calvucurá. La Dinastía de losPiedra. Estanislao S. Zeballos. Edit. Hachette. -Ejército Guerrero, Poblador y Civilizador. Eduardo E. Ramayón. Edit. Kraft -Una Excursión a los Indios Ranqueles. Lucio V. Mansilla. Edit. EMECÉ. -Consulta de Documentos de la Epoca del Virrey Vertiz y del Gobernador Juan Manuel de Rosas. Biblioteca Nacional. -Revista Militar n°415 del Círculo Militar, Buenos Aires. Los Jefes se reunen para nombrar al nuevo lonko cumpliendo las tradiciones

-La Conquista del Desierto. Estudio topográfico de La Pampa y Rio Negro. Comprende el itinerario de todas las columnas que ocuparon el desierto y llevaron la linea de fronteras a dicho río, a las órdenes del

Ministro de Guerra y Marina, General Julio Argentino Roca. Tomos I y II. Bs.Aires, edit. Araujo. -Memoria militar y descriptiva de la 3era. División Expedicionaria. Eduardo Racedo. Ed. Plus Ultra. -Malones y Comercio de Ganado con Chile. Siglo XIX. Jorge Luis Rojas Lagarde. -Hechos que no se llevó el tiempo. Una investigación de Hebe F. Uriarte de Gómez, Nieves Castillo. Con texto de Patricia L. Bargero. Gráfica Lourdes. -Noticias para los Pueblos de San Luis. José Liberato Tobares. Fondo Editorial Sanluiseño. -Manual de la Lengua Pampa. Federico Barbará. Ed. Emecé. -Sobre la Cultura y el Arte Popular. Adolfo Colombres. Ediciones del Sol. -Toponimia Puntana y otras noticias. Jesus Liberato Tobares. ICCED. -El Revisionismo y las Montoneras. Fermin Chavez. Ediciones Theoría. De pie: David Verdina, (werken Comunidad Rankel Epugmer), Julio Rivadavia (lonko de la Comunidad Rankel de Mar del Plata), Germán Carlos Canuhé (lonko de La Pampa) y Héctor Pablo Ossola, historiador. Sentados: Maria Inés Canuhé (lonko de la Comunidad Willi Antü), Juliana Mazza (miembro ONG Aborigen Argentino) y Nazareno Sarraíno (lonko de La Pampa).

-Fortaleza Sanmartiniana. Bosquejo psicológico. Santiago Wienhauser.Ed. Theoría. -Fisiografía y Noticia Preliminar sobre Arqueología de la Región de Sayape. Héctor Greslebin. Tall. Gráf. Ferrari Hnos. 461

INDICE Con la urgencia de la aclaración debida... Prólogo Animándome a escribir sobre un aspecto inédito... Hace 12 mil años - Pampas del centro oeste argentino Los pueblos del Mamüll Mapu Una historia de Lonkos y jefes de territorios El jefe de los Meli Buta Mapu Referentes a una negociación de paz... Textos Inspirados en el Diario del Viaje al Parlamento... El cacique Curutipay, un indio dificil de tratar... Chiclana llega al Mamüll Mapu Cura Lauquen, el centro político de la Nación Mamulche El cacicazgo del rankulche Carripilún Yanketrus: claros y oscuros de un gran cacique Viento, sequía y erosión en la región de Sayape... Destrucción y muerte en «El Salto» El Vuta Yanketrus: fuerza y ferocidad... Cuyo, Chile y el problema con los indios rankeles y araucanos Los Nguluches (Gente del oeste) tienen otras intenciones... Hablando de Ignacio Coliqueo... Renca como objetivo de los malones de Yanketrus La odisea de don Mateo Gomez La provincia más acosada y pronto a desaparecer Se asoma el tigre para la pelea... Los dragones en «Las Acollaradas»... Payné Nüru (Zorro Celeste) nacimiento de Panghitrus Guor Una embestida contra San José del Morro... Aprendiz de cacique Águila de Oro conmueve el corazón del Vuta Yanketrus Adios a Yanketrus. ¿traición o una nueva vida? Rankeles renegados reforzaron el regimiento 3... Corren ríos de sangre en la toldería de Yanguelén Cautiverio en la estancia «El Pino» de don Juan Manuel Pascua de resurrección Historia de una guerra interétnica Mariano y la uña cazadora

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Aquellos gauchos aindiados... Payné se niega a encabezar malones... Las deslealtades de Manuel Baigorria Aquella mujer primera, tan alta y tan extraña... El llanto de La Luciana Despechado y traicionado... El Cóndor Petiso pliega sus alas Mariano y los hijos de Huelé se fugan de la estancia «El Pino» El regreso tan ansiado... Detrás del puma cebado Tres horas de combate en la laguna Amarilla La ensenada de Las Pulgas La frontera sur se Instala con la nueva comandancia Se funda el Fuerte Constitucional hoy ciudad de Villa Mercedes La vida en el fuerte La derrota de Emilio Mitre ante la sed y el hambre El invierno en el fuerte y en los campos al sur de la frontera... El odio de Baigorria por Lanza Seca... Payné Nüru y las sabias lecciones de un jefe dinástico La tierra y su significado para el rankel Del valor de la palabra que dice el rankel Calvaiú Nüru o Galván, Zorro Recolector de Garbanzos Mariano Rosas asume como cacique general de todas las tribus Hablar con franqueza, no con agachadas... Así era Mariano Rosas, según Mansilla Margaritas para los chanchos... Una lección para vigorizar el alma... Mil ojos tiene Mariano... Las enseñanzas de Baigorria y la buena vida en la tribu... Entendiendo el funcionamiento de los tratados Desde Villa Mercedes se manejó la cuestión indígena... Victoria del ejército en Melincué Donde muere el río Quinto... La confederación indígena en estado de alerta Recuerdos del padrino... y las agoreras de la tribu El malón de 1864 El servicio de mensajería en el desierto... Divagaciones del gaucho Gallardo...

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Ventura Villegas: cautiverio en Leuvocó Zenona Juncos: belleza y rebeldía Diez años de paz y concordia para crecer... Desdichas y desventuras de un rankel en la villa Dolor y decadencia en el País del Monte... Mariano camina por el Alhué Mapu Los Catriel sufren una embestida en Los Toldos... El Doctor Dupont y los estragos causados por la viruela Conociendo a monsieur Dupont, el sanitarista... Bajo el mando de Rudesindo Roca Un francés en el consejo deliberante... ¿Se puede ser empresario y aventurero? Un hermoso edificio para la villa Los vinos, las mulas y las guerras La aniquilación de una etnia Punto final para el enfrentamiento de más de un siglo... Con los rankeles no vamos a tener problemas... Eduardo Racedo cuenta su historia... Otra versión del suceso Racedo vuelve al ataque. Historia de Loventuel Soldado con vocación política ¿Cómo justificar una expedición frustrada? Documento. Tratado de paz Zorro Sentado y Zorro Batallador Ya están en el desierto pampeano los restos... Siempre es difícil volver a casa Frente a frente con el Zorro Cazador de Leones El marco legal para el retorno del cacique La nueva sepultura del cacique Mariano Rosas... Con amor y paz y las lanzas de Catriel Como se quebró el tratado de paz en la frontera sur Las boleadas de Pascua El ñandú, un ave de gran tamaño... ¿Quién fue José Miguel Arredondo? Ataque a las ideas del general Paunero Gestión para comprar la libertad Baigorrita lanza un malón contra Colonia Iriondo Unelelu Curré, todavía duerme con el cacique...

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Lucho: El hermano menor de Baigorrita Avanzada del tren por los campos de tierra adentro Cuando Villa Mercedes fue un enclave militar preponderante Dos Zorros Celestes. El último cacique de todas las tribus La división Racedo y el rastrillaje por el sur Misionero en tierra de Rankulches El comisionado de inmigración francesa... El rescate de María Carriere de Omer Es posible rescatar a doña Alfivia Tello y a sus hijos La libertad de doña Alfivia Tello Amargas quejas del Padre Moisés Alvarez... El coronel Racedo recrimina a Fray Alvarez... Una cautiva como obsequio para el Presidente de La Nación... El regreso de los cautivos al mundo de los blancos El canje de los cautivos no involucraba dinero Garzón informa que todavía quedan fondos... La viruela no perdona y mata a los indios de Cayupán El indiecito Marcos Napui y su nuevo hogar Entre el fuerte Sarmiento y Villa Mercedes... La travesía es una patraña... Viviendo en un rancho que no sirve de mucho... El suicidio de un correntino... Fray Marcos es conocido como «El Redentor de Cautivos»... Lista de indios menores de siete años... La primera brigada de Villa Mercedes... Desventuras del Padre Pío en el campamento Por más que se arrepientan, serán pasados por las armas El Bautismo de los picados por la viruela... Los indios, la poligamia y el Padre Pio... Lista de los niños indios bautizados en Pitrilauquen... Cautivos que regresaron y otros que se quedaron Mandeme dos indias jóvenes... Confidencias del Padre Moisés Alvarez en su misión Es pobre cosa ser Misionero, sin voz ni voto... ¿Estaba vivo el hijo menor de María Carriere de Omer? El Padre Pio aclara versiones antes de partir para Europa Las cuentas al día... El cráneo de Mariano Rosas como trofeo...

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De regreso a Leuvucó en el Tango 03 No todo era color de rosa en el fuerte Sarmiento Peñalosa: Un cacique con hijos desobedientes... El regreso de Maria Juncos y la reunión de la familia Analizando a otros indios de nombre Mariano Rosas Este Mariano Rosa que vivió en Santa Rosa ... Comentarios reales de Los Incas La posta de los Dos Arboles... Por qué el indio Arbolito ajustició al general Rauch Descendientes de aborígenes en la Argentina El arte al servicio de la opresión... Cuando los rankeles incursionaron por el oeste Los indios cautivos, una versión diferente... Pincén, el que dice de los abuelos Un indio argentino El Cacique y el Cabo Viejo Atacar y esconderse Pincén, el peleador de tigres De como se salvo Pincén en un entrevero... El guerrero y el poeta Yancamil: Un capitanejo Rankel que vivió 112 años Una versión distinta de Cochico... Milagro en Cochico Andanzas de Ramón El Platero por El País del Diablo El sendero del regreso Yamqué-Guelé, un vecino Rankel de Villa Mercedes Moyeta y Benitez, descendientes rankulches, en Leuvucó Antigua sabiduría rankulche Lo que trajo Colón desde Europa... Descubrirnos otra vez, colectivamente... Por la cruel y horrible servidumbre... Una página olvidada, Santiago Ossola del Piamonte... Los ranqueles dieron el primer paso... Servicios y educación

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