El Bajio Mexicano. Estudios Recientes
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Descripción: Libro que presenta una colección de ensayos históricos, etnográficos y arqueológicos sobre las poblaciones ...
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Elizabeth Mejía Pérez Campos E. Fernando Nava L. Coordinadores
El Bajío mexicano. Estudios recientes
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El Bajío mexicano. Estudios recientes Primera edición: 2017 Diseño editorial y composición: José Luis Hernández Jiménez Portada: concepto, César Fernández Amaro realización, Carlos José Bravo Nieto Editado y producido por la Sociedad Mexicana de Antropología con apoyo técnico de personal académico del Instituto de Investigaciones Antropológicas, de la Universidad Nacional Autónoma de México http://www.smamexico.org.mx Hecho en México
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Elizabeth Mejía Pérez Campos E. Fernando Nava L. Coordinadores
Editores: Phyllis Correa Alejandra Gámez Espinosa Alberto Herrera Muñoz Elizabeth Mejía Pérez Campos E. Fernando Nava L. Edith Yesenia Peña Sánchez Catalina Rodríguez Lazcano
México, 2017 -3-
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Contenido Presentación7 Elizabeth Mejía Pérez Campos & E. Fernando Nava L. Antropología Física El hombre prehispánico del Occidente de México María Elena Salas Cuesta† Movimientos de poblaciones humanas en el centro de México durante las épocas prehispánicas y colonial con énfasis en la región de “El Bajío” Zaid Lagunas Rodríguez
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Evidencia osteológica de una mulata del siglo XVIII Josefina Bautista Martínez y Teresa Jaén Esquivel†
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De cuerpos, enfermedades y prácticas curativas. Los nahuas del occidente Edith Yesenia Peña Sánchez & Lilia Hernández Albarrán
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Relatoría de los capítulos de Antropología Física Carlos Serrano Sánchez
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Arqueología El Bajío y su definición territorial y cultural Efraín Cárdenas García Recursos naturales, asentamientos y evolución cultural en El Bajío, del Preclásico al Posclásico Gérald Migeon El Bajío y la costa occidental mesoamericana a la luz de sus periodos tempranos Ma. de los Ángeles Olay Barrientos
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151 192
Presencia negra en El Bajío y sus afrodescendientes: una casa habitación con ornamentos decorativos de minorías raciales de la Nueva España Elsa Hernández Pons Relatoría de los capítulos de Arqueología Rosa Ma. Reyna Robles & Elizabeth Mejía Pérez Campos
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Etnohistoria y Etnología De las deidades oscuras prehispánicas a los Cristos Negros Mesoamericanos Carlos Navarrete Cáceres
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¿Nuevos territorios indígenas? La migración indígena a las ciudades Ivy Jacaranda Jasso Martínez
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Tras la conquista de almas y tierras. Hacia una delimitación histórico cultural de la zona noreste de Guanajuato… un Bajío oriental Alejandro Martínez de la Rosa
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The Formation of Communities in the Mexican Bajío, 1550-1800: Silver, Migration, Amalgamations, and Identity Adaptations John Tutino
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La nueva identidad indiana en las comunidades de Guanajuato Luis Miguel Rionda
347
Anthropology and History: Toward a Necessary Integration John Tutino
357
Lingüística De la sierra a los bajiales: diversificación cultural en la pamería Alonso Guerrero Galván
371
El elemento negro-africano en el habla del español de México Erasto Antúnez Reyes
387
La prehistoria lingüística del Bajío David Charles Wright Carr
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PRESENTACIÓN Elizabeth Mejía Pérez Campos E. Fernando Nava L. Coordinadores Decía Enrique Arechavaleta, un apreciable arqueólogo, “…Todo inició en 1927…”, cuando Alfonso Caso, Daniel Rubín de la Borbolla, Wigberto Jiménez Moreno, Paul Kirchhoff y Rafael García Granados fundan la Revista Mexicana de Estudios Históricos (RMEH). Diez años después, el 28 de octubre de 1937, tienen la idea de agrupar a los especialistas de la antropología y la historia en una asociación encargada de promover el trabajo de investigación antropológico considerando las siguientes cinco ramas básicas, Arqueología, Lingüística, Antropología física, Etnología e Historia. Interesaba conformar un grupo académico de especialistas interesados en la antropología e historia, sin importar su residencia en México o en el extranjero. La idean fue trascender las instituciones, aunque con el apoyo de ellas poder reunir universidades, centros de investigación, institutos y a todos aquellos interesados en la vida académica; de esta forma surge la Sociedad Mexicana de Antropología (SMA). Creada la SMA, la revista se transforma en la Revista Mexicana de Estudios Antropológicos (RMEA); sin interrumpir la numeración iniciada por la RMEH, el volumen 3 corresponde a la primera publicación de la RMEA en 1939. En su origen, la RMEA publicó las ponencias que en reuniones académicas dictaban los socios de la SMA. Sin embargo, con la finalidad de difundir los resultados de la investigación antropológica, los directivos de la SMA deciden realizar la primera Mesa Redonda, del 11 al 15 de julio de 1941, en el Castillo de Chapultepec, con el tema “Tula y los toltecas”. Los trabajos ahí presentados se publican en la revista, pero a partir de la segunda Mesa, dedicada a los olmecas, los trabajos son publicados como un libro independiente. Han sido 30 las Mesas Redondas realizadas por la Sociedad Mexicana de Antropología para exponer y discutir temas antropológicos. En ellas se reúnen especialista de todo México, acuden también académicos de universidades nacionales y del extranjero, así como, todos aquellos interesados en el tema para debatir sobre el tema elegido para cada reunión. Sin el afán de ser exhaustivos, a continuación ofrecemos un breve recuento las mesas redondas de la SMA en que ha sido abordado el tema del Bajío mexicano. En primera instancia, tenemos la III Mesa Redonda: El Norte de México y el Sur de los Estados Unidos (México, D.F., 1943), donde Jiménez Moreno presentó la ponencia “La colonización y evangelización en Guanajuato en el siglo xvi” y Carlos R. Margain presentó el trabajo “Zonas arqueológicas de Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes y Zacatecas”. Desde luego que las reuniones de Mesa Redonda que han tenido al Occidente de México -7-
como tema central han sido ocasiones propicias para incluir al Bajío, en razón de su cercanía geográfica y de sus respectivas continuidades histórica, cultural y social. Así lo demuestran los estudios arqueológicos sobre Chupícuaro, Guanajuato, presentados por Elma Estrada Balmori & Román Piña Chan, por Muriel Porter y por Daniel F. Rubín de la Borbolla en la IV Mesa Redonda: El Occidente de México (México, D.F., 1948); las sesiones-simposio 47 “Investigaciones recientes en la frontera noreste de Mesoamérica: San Luis Potosí” y 62 “Investigaciones recientes en la frontera noreste de Mesoamérica: Querétaro”, coordinadas por Margarita Velasco M., de la XVIII Mesa Redonda: El Occidente de México (Taxco, Gro., 1983); así como el simposio de ponencias libres 56 “Arqueología del Bajío y de Hidalgo”, moderado por Beatriz Braniff C., de la XXIV Mesa Redonda: Antropología e Historia del Occidente de México (Tepic, Nay., 1996). Las reuniones de Mesa Redonda que han tenido como sede ciudades asentadas en el Bajío -o cercanas a él- enmarcaron, respectivamente, el desarrollo de las temáticas de Los procesos de cambio (en Mesoamérica y áreas circunvecinas) (XV Mesa Redonda, Guanajuato, Gto., 1977) y de La validez teórica del concepto de Mesoamérica (XIX Mesa Redonda, Querétaro, Qro., 1985). Entre tanto, la atención a la región anfitriona queda patente en las sesiones-simposio “El Bajío y sus procesos de cambio”, coordinada por Antonio Pompa y Pompa, y “La tradición oral de Guanajuato: problemas de persistencia y cambio”, coordinada por Gabriel Moedano Navarro, de la XV Mesa Redonda; así como por la sesión-simposio 18 “Arqueología de Querétaro”, moderada por Margarita Velasco M., y la sesión general 32 “Arqueología de la frontera norte de Mesoamérica”, moderada por Marie-AretiHers, de la XIX Mesa Redonda. De igual forma, deben tenerse presente las ponencias libres presentadas en dichas reuniones, como la de Emilio J. Bejarano: “Presencia teotihuacana en Guanajuato” (XV Mesa Redonda), por citar un ejemplo. Complementariamente, debemos hacer al menos una mención general a los trabajos que sobre el Bajío fueron incluidos en otras tantas reuniones de Mesa Redonda, por ser ellos contribuciones al estudio y conocimiento de la región, presentadas en el marco de aspectos de interés general para la Antropología mexicana. Contamos de esta manera con las siguientes referencias, la ponencia de Gabriel Moedano Navarro: “Los hermanos de la santa cuenta: Un culto de crisis de origen chichimeca”, de la XII Mesa Redonda: Religión en Mesoamérica (Cholula, Pue., 1972); la ponencia de Enrique Nalda H.: “Proposiciones para un estudio del proceso de contracción de Mesoamérica” y la sesión 26: “La frontera norte de Mesoamérica”, coordinada por Dominique Michelet, de la XIV Mesa Redonda: Las Fronteras de Mesoamérica (Tegucigalpa, Honduras, 1975); la sesión 97: “La Antropología en Querétaro más allá del 2000”, coordinada por Jaime Nieto Ramírez y moderada por Carmen Icazuriaga Montes, de la XXV Mesa Redonda: La antropología mexicana frente al siglo xxi: Reflexiones y Propuestas (San Luis Potosí, S.L.P., 1998); la ponencia de Beatriz Braniff: “El norte de México y la Gran Chichimeca”, de la XXVI Mesa Redonda: Migración, Población, Territorio y Cultura; homenaje a Román Piña Chan (Zacatecas, Zac., 2001); así como las ponencias de Paz Granados Reyes: “Procesos de excavación en la plataforma sur, Cañada de la Virgen, Guanajuato. Aproximaciones a contextos de las ollas blanco levantado”, y de Phyllis Correa & Timothy C. Craig: “San Luis de la Paz y su población en 1743”, de la XXVII Mesa Redonda: El Mediterráneo americano: población, cultura e historia, homenaje a don Antonio Pompa y Pompa (Xalapa, Ver., 2004). -8-
Durante la XXX Mesa Redonda el foco de atención se dedicó a la región del Bajío y sus áreas circundantes y como resultado de este evento un grupo de investigadores y ponentes presentamos el presente volumen. Este volumen mantiene la atención en el Bajío, como la región que abarca parte de los estados de Guanajuato y Querétaro en los terrenos aluviales del rio Lerma y que además comprpende porciones de Michoacán, Jalisco y Aguascalientes. Así, a lo largo de este libro se aborda en particular, su definición territorial desde las épocas más remotas, como se puede observar en los trabajos de Efraín Cárdenas, Ángeles Olay y Zaid Lagunas, por ejemplo. En este marco el trabajo de Gerard Migeon analiza los diversos recursos naturales que tuvieron a disposición los antiguos pobladores, además de analizar los más relevantes, por la importancia adquirida en su época, y por la circulación dentro y fuera del Bajío. El trabajo del investigador Efraín Cárdenas propone un “modelo de interacción cultural desde El Bajío” con siete momentos de interacción cultural, en un marco cronológico amplio que va desde el 1800 aC, hasta la llegada hispana, en un territorio extenso analizando la interacción del Bajío con el Centro de México y el Occidente. Mientras que Ángeles Olay en su trabajo realiza una detallada relatoría de los trabajos arqueológicos desde el Occidente y su penetración al Bajío. Con este marco, un excelente complemento es el texto de María Elena Salas que efectúa un recuento de la información de las investigaciones arqueológicas de Occidente y los lugares donde se reporta la existencia de restos óseos y nos hace reflexionar en cómo la información de restos óseos no sólo es escasa sino también dispersa, por tanto, la necesidad de trabajos interdisciplinarios “… para aproximarnos al aspecto morfológico, así como a la variabilidad poblacional e indicadores de adaptación al medio ambiente, estrechamente vinculados con aspectos paleodemográficos, nutricionales y de salud y estrés biológico, tomando en cuenta las enfermedades que dejaron su huella en los restos óseos”. Otro enfoque para el estudio antropofísico de la región que ocupa este volumen es, sin duda, la visión de Zaid Lagunas, que desde la óptica del fenómeno de la migración analiza desde su definición, las evidencias culturales en la etapa prehispánica, así como el estudio poblacional de la época de ocupación hispana, por tanto, la población indígena, hispana y colonial. Y con este trabajo, el autor enfatiza como “una de las principales causas de la ocupación del Bajío en la época colonial, fue la fertilidad de sus suelos, que permitió una amplia producción agrícola y explotación de ganado mayor, se constituyó desde entonces en zona de abastecimiento de estos productos de las zonas mineras”. También la migración, tanto como la plata, las mezclas humanas y las adaptaciones identitarias son consideradas por John Tutino en su contribución sobre la formación de las comunidades en el Bajío, entre mediados del siglo xvi y el cierre del siglo xviii; se trata de un estudio de inmigrantes europeos, africanos y también indígenas que confluyeron en el Bajío, delineando un espacio socio-económico diferente a otros surgidos en Hispanoamérica, o quizá único en la historia de esta parte del planeta. Dos contribuciones más versan igualmente con movimientos poblacionales, ambas elaboradas desde las plataformas de la Lingüística y de la Etnohistoria. Una de ellas, la de David Charles Wright Carr, comprende en particular aspectos teórico-metodológicos, presentando, entre otras cosas, conceptos tales como cultura y etnicidad a manera de variables sin equivalencia unívoca con la categoría lengua, para entonces proponer un panorama general de la prehistoria lingüística del Bajío. La otra contribución es la de Alonso Guerrero Galván, -9-
quien en específico se ocupa de la desagregación de grupos culturales de filiación lingüística pameana, escenificada en la Pamería, macroregión ubicada en una zona transicional serranoalto-abajeña hacia el centro norte del país. Por su parte, Ivy Jacaranda Jasso Martínez problematiza el fenómeno de la migración indígena a las ciudades como una forma de concebir la emergencia de nuevos territorios indígenas, centrando la atención en ciertos espacios de estado de Guanajuato, tales como la ciudad de León. A su vez, el capítulo de Luis Miguel Rionda explora los procesos de construcción de una nueva identidad indiana guanajuatense, en algún sentido derivada de la autoadscripción comunitaria, libremente declarada en asambleas de las localidades respectivas; el punto nodal es un instrumento jurídico promulgado en 2011, que el auto sitúa entre antecedentes históricos, datos estadísticos, identificación de agentes sociales y movimientos políticos del presente, así como entre posibles prospectivas a distintos plazos. Ya instalados en la época novohispana son relevantes varios trabajos, el de Josefina Bautista Martínez y María Teresa Jaén Esquivel, que ante la exploración de un osario en la Capilla de Indios de la Villa de Guadalupe, en la ciudad de México en que recuperan restos de un adulto de sexo femenino, que por sus características morfométricas está considerado de una mulata y del que nos expone su trabajo en los restos y una aproximación facial de los mismos. Mientras que en el marco arquitectónico Elsa Hernández presenta un texto en que un edificio colonial muestra en su decoración mosaicos en donde se representa una gran variabilidad de pobladores hispanos. El capítulo de Erasto Antúnez Reyes aborda una de las historias iniciadas en el siglo xvi, que al mismo tiempo es uno de los aspectos más desconocidos del devenir lingüístico de nuestro país: la presencia del componente negro-africano en el habla del español mexicano. Y en su trabajo, Alejandro Martínez de la Rosa propone una delimitación histórico-cultural del noreste del actual estado de Guanajuato. Entre las variables que maneja se encuentran los móviles misioneros y del dominio territorial de la expansión novohispana, la conformación pluriétnica regional, así como danzas tradicionales tasadas como prácticas culturales, entre otras; precisamente, la atención puesta a las prácticas culturales le permite sugerir una subregionalización de la franja nororiental de la entidad. El capítulo de Yesenia Peña Sánchez y Lilia Hernández Albarrán, nos permite desde el Occidente de nuestro país, conocer el fenómeno de la enfermedad y su curación desde épocas antiguas a novohispanas, hasta la visión antropológica de épocas más recientes en Comala y Suchitán, ambos en el estado de Colima. También Carlos Navarrete Cáceres se ocupa de un tópico en que se ponen en estrecha relación ciertas deidades veneradas por poblaciones prehispánicas con determinadas representaciones de Cristo ubicadas, inicialmente, en templos erigidos dentro de las límites de Mesoamérica; así, se desarrolla una trama que, entre otros cabos, conjunta el de los diversos sistemas de creencias religiosas -indoamericanos y judeocristianos-, el de la historia de las rutas hacia el norte de la actual república mexicana -el Camino Real de Tierra Adentro- y el de uno de los Cristos negros del Bajío -el Señor del Hospital, en Salamanca, Guanajuato. El presente libro incluye un capítulo de orientación teórico-metodológica elaborado por uno de los colaboradores ya antes referidos: John Tutino. A partir de la influencia que en sus años formativos dejaron, respectivamente, el historiador James Lockhart y el antropólogo Richard Adams, el autor nos comparte las maneras en que él percibe como fundamentalmente - 10 -
similares a la Antropología y a la Historia; hace un llamado a buscar una integración más intensa entre ellas, proponiendo una fusión que bien podría ser nombrada antrohistoria. Resta mencionar que la presente publicación contó con el trabajo editorial de las siguientes personas: Edith Yesenia Peña Sánchez, para los capítulos de Antropología física; Elizabeth Mejía Pérez Campos y Alberto Herrera Muñoz, para los de Arqueología; Phyllis Correa, Alejandra Gámez Espinosa y Catalina Rodríguez Lazcano, para los de Etnohistoria y Etnología; y Fernando Nava, para los de Lingüística. Finalmente, queremos mencionar que la propuesta de realizar este libro electrónico fue bien recibida por la actual Mesa Directiva de la SMA, gesto permanentemente agradecido, y que en los momentos en que ésta sale a la luz, una segunda edición ya ha sido concebida; en ella se publicarán los capítulos de John Tutino traducidos al castellano, así como otras contribuciones que pretenden, como el volumen en su totalidad, aportar al conocimiento del Bajío mexicano.
Ciudad de México, en el tembloroso mes de septiembre de 2017
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El hombre prehispánico del occidente de México Mtra. María Elena Salas Cuesta† DAF/INAH In memoria Roberto García Moll
Muchos y variados son los puntos de partida para aproximarnos al conocimiento del México Antiguo, algunos de ellos son los sitios arqueológicos que en el pasado surgieron como aldeas hasta transformarse en importantes centros urbanos, en los que alguna vez se concentraron el poder, la religión y el conocimiento que a través de la conciencia de los pueblos que habitaron los valle, selvas tropicales, planicies, llanuras costeras y montañas legaron vestigios arquitectónicos, simples o monumentales, así como numerosos objetos producidos por las diferentes culturas que se desarrollarían en la vasta región americana y que son evidencia de la voluntad, los modos de hacer y de pensar de seres humanos que modificaron el paisaje y emplearon diversos materiales según los retos y alcances de su cosmovisión y civilización. Legado cultural que ha sido objeto de multitud de trabajos desde el siglo XVI de este sector del mundo hasta entonces desconocido por los europeos, que irrumpió en sus conciencias tras la conquista española (García Moll 2004:58, 59). Es por ello que desde los primeros años en que América se hizo presente, el mundo occidental se avocó a desarrollar estudios en todos los campos del saber, trabajos todos que durante cinco siglos conforman un conocimiento amplio del singular y complejo pasado cultural que nos precede, aunque todavía incompleto porque la aproximación metódica a cada evidencia de tan valioso legado exige descifrar y comprender los valores, experiencias, aspiraciones, ideales y deseos de sus creadores, es decir se extiende el ámbito nada más y nada menos que de las motivaciones humanas sujetas siempre al devenir histórico, por lo que la interpretación de los datos ha enfrentado el reto de las divergencias culturales, haciendo que el camino más seguro aunque no el más corto, sea el de una visión antropológica que parta de la unidad de la especie humana. Es así que uno de los problemas que ha apasionado a un grupo de estudiosos de la ciencia y en particular de la antropología física, es el que refiere al hombre que como sujeto irrumpió en el Occidente de México y que a pesar de su antigüedad en ella, es una de las menos conocida culturalmente, si bien en ella se han centrado múltiples
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investigaciones que han proporcionado una serie de resultados, los que a su vez han provocado opiniones encontradas como resultado de un área poco y mal explorada, haciendo que estos no sean fáciles de relacionar dentro de un contexto general, no obstante la abundante información cultural que señala un sin número de ejemplos de su pasado pletórico de gran actividad, a la vez de la existencia de incógnitas y preguntas mayoritariamente relacionadas con otras partes del territorio mexicano, inclusive con algunos sitios sudamericanos dificultando puntualizar el papel que desempeña aún hoy en día el Occidente de México en torno a los estudios de osteología antropológica, para a través de ellos intentar aproximarnos al conocimiento del hombre que habitó tan vasto territorio. El área cultural Mesoamericana que abarca el Occidente de México, comprende un amplio territorio que incluye los actuales estados de Michoacán, Jalisco, Colima, Nayarit y Sinaloa, aunque algunos investigadores también incorporan porciones colindantes de los de Guanajuato, Querétaro y Zacatecas, además de la polémica existente en torno a la pertinencia de introducir o no al de Guerrero, en virtud de presentar una singular problemática, debido a que en determinados momentos estuvo bajo la influencia de culturas como la teotihuacana y la mexica, además de que en virtud de su extensión territorial ha sido denominado de diversas maneras por lo que también es conocido como: La Región de los Lagos, La Tierra de la Metalurgia y la Plumaria o la zona de las Tumbas de Tiro. Si bien cada una de dichas denominaciones son resultado de rasgos geográficos o culturales de cada una de las zonas y culturas que conforman el Occidente, durante mucho tiempo se pensó que era una región marginada con ninguno o pocos nexos con el devenir cultural de Mesoamérica, señalándolo frecuentemente como un área atrasada en relación con los avances alcanzados por las culturas que ocuparon el centro, este y sur de México. A la vez de ser considerado como un área receptora de influencias mesoamericanas, llegándose incluso a plantear que carecía de desarrollo propio y antiguo, situación que ha ido transformándose conforme se ha avanzado en las investigaciones y exploraciones. A partir de los trabajos realizados desde 1940, en particular Shöndube opina que “El occidente se caracteriza de modo muy especial por su gran diversidad cultural, tan amplia como variable en su paisaje de serranías y barrancas; de valles intermontañosos que de cuando en cuando interrumpen sus montañas; así como de costas con litorales más o menos abruptos con los que se escalonan pequeñas y amplias bahías, diversos climas y la abundancia o escasez de recursos naturales necesarios para la vida del hombre propiciando diversas culturas que, pese a compartir denominadores comunes, manifestaron a la vez una notable independencia en cuanto a su forma personal de vivir y manifestaciones culturales” (Shöndube 1994:83.) - 14 -
el hombre prehispánico del oocidente de méxico
Foto 1.
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Foto 2. - 16 -
el hombre prehispánico del oocidente de méxico
Evidencia de lo anterior son las excavaciones arqueológicas que han proporcionado innumerables objetos de diversos estilos realizados en diferentes materiales y técnicas de manufactura. De igual forma en las crónicas se describen las múltiples lenguas a las que se enfrentaron los cronistas, así como sus costumbres culturales y variada apariencia física de sus habitantes. Pues no podemos soslayar que gran parte del conocimiento de la historia y costumbres de los pueblos mesoamericanos está basada en la información recopilada por los españoles durante los primeros años del Virreinato, como ejemplo tenemos a Michoacán, lugar del que se cuenta con un valioso documento conocido como Relación de Michoacán escrita por el franciscano fray Jerónimo de Alcalá en 1540, en la que refiere las costumbres de los tarascos, hoy llamados purépechas, dando testimonio de la historia de sus dioses, del fundador del reino, la narración de la conquista española, mitos y leyendas, así como información histórico etnográfica y ritos vinculados con la muerte, como las llamadas tumbas de tiro, aspectos que de alguna forma dieron pie a que el territorio occidental cobrara similitud a través de su arquitectura funeraria. Ejemplos de ello son las tumbas ahuecadas en el subsuelo en tobas volcánicas, en avalanchas o en mantos de roca caliza, que como señala Oliveros (2004) en términos generales el llamado complejo de las tumbas de tiro el cual es reconocido por tener una acceso definido por un pozo vertical que conduce hasta la cámara o cámaras de inhumación y dicha particularidad, de acuerdo a sus investigaciones tampoco es diagnóstica del Occidente, pues también se localizan en Nayarit y Perú y no únicamente hacía la costa. No obstante su amplitud territorial, el Occidente de México dividido en múltiples partes estuvo conformado por entidades sociales menores, que no necesitaron de mecanismos elaborados para mantener su cohesión y así poder resolver sus necesidades básicas. Así los pueblos que conformaron esta área geográfica destacaron principalmente en la alfarería, en lugar de obtener grandes logros en arquitectura y escultura monumental como en el resto de Mesoamérica. El papel que juega dado a su diversidad no es estático ni marginal, sino clave para entender el desarrollo de Mesoamérica. Así en el Preclásico Temprano y Medio hay elementos que inciden de la tradición Tlatilco; en el Preclásico Superior la cultura Chupicuaro de Guanajuato y Michoacán se manifiesta como un componente importante en los orígenes de Teotihuacán y en el surgimiento antes de Cuicuilco en el área noroccidental del Altiplano para finalmente en el Postclásico ser punto de origen y paso de las migraciones tardías tanto de toltecas, como de chichimecas y mexicas. El desarrollo cultural de esta región de México no sigue el proceso de evolución cultural de los grupos del centro y sur, por lo que el vocablo Clásico no puede aplicarse a dicha área geográfica, pues en ella entre los años del 300 - 900 dC, ni se construyeron verdaderas urbes, ni existen evidencias de un gobierno centralizado donde la religión ocupara un lugar predominante, así como tampoco existen manifestaciones significativas relacionadas con la escritura y el calendario. - 17 -
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Foto 3.
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De esta forma Shöndube, (1994:85) señala que culturalmente el Occidente de México a partir de la existencia de grupos sedentarios con agricultura y cerámica presenta sólo dos estadios de desarrollo. Uno empieza en el año 200 aC y termina en el 600 dC, con un marcado sabor aldeano comparable con la evolución del Preclásico en el resto de Mesoamérica, y otro que parte del año 600 dC concluyendo con la Conquista en el siglo XVI, lapso que presenta formas más afines a las de Mesoamérica en general, con características propias del Postclásico, donde resalta un gran tono bélico y una iconografía que modesta repite el mundo nahua-tolteca (foto 4). Analizando la documentación vieja el autor antes mencionado, señala un documento de 1878, que ilustra en gran medida porque el pasado prehispánico del Occidente fue tan poco estudiado. El escrito refiere al capitán Dupaix quien por propia petición fue comisionada por el gobierno virreinal para investigar las antigüedades de la época de la Gentilidad en los Territorios de la Nueva Galicia, en el año de 1805. Pues al enviar cartas a las diversas autoridades locales para obtener información enfrenta el problema de que sólo le reportan huesos fósiles y muros de adobe de casas abandonadas en fechas históricas, asegurando sus informantes de que en el resto del espacio que recorrieron no hay nada, calificando el área como una zona bárbara e incivilizada antes de la conquista, hecho que aún persiste tanto en la arqueología como en la antropología física (foto 5).
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Por todo ello sin lugar a dudas, el Occidente ha permanecido ignorado pues la mayoría de los hallazgos de deben a factores accidentales, dándoles rara vez la debida trascendencia. De entre éstos podemos citar el caso del cónsul alemán Arnoldo Vagel en Colima, personaje que envió una amplia colección de cerámica a Alemania y restos óseos, de los que hoy en día no se tienen referencias o el de Adela Breton invitada a ver el saqueo y no exploración en un montículo en Tala, Jalisco. Así, que es hasta 1930 cuando las exploraciones arqueológicas adquieren importancia a través de los trabajos de Sauer y Brand, seguidos por los de Isabel Kelly, lo que motiva que en 1948 sea celebrada la IV Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, la que en su totalidad fue dedicada a esta área a través de los materiales recuperados en varios trabajos algunos de ellos referentes a restos óseos depositados en la Osteoteca de la Dirección de Antropología Física del Instituto Nacional de Antropología e Historia (foto 6). Culturalmente en el Occidente el periodo Preclásico Inferior está representado por el sitio conocido como El Opeño en Michoacán y en Colima por la denominada fase Capacha, sitio ampliamente saqueado cuyas ofrendas y restos óseos fueron rotos por no tener mercado. De los entierros de esta fase solo contamos con la mención de los informes asentando que se trata de entierros directos y no en tumbas de tiro, ignorándose hasta el momento la ubicación de estos materiales óseos. Dentro de los contactos culturales entre la Cuenca de México y el Occidente en el Preclásico Medio 1800-1200 aC, la relación El Opeño – Capacha - Tlatilco - Olmeca es fundamental, como lo demuestran las excavaciones de Eduardo Noguera, Isabel Kelly, George Vaillant y Oliveros, quienes no sólo reportan los materiales culturales sino también los óseos. En la búsqueda a la que nos abocado en torno a la información antropofísica, es posible que varios de los materiales citados se encuentren relacionados, pero desafortunadamente al menos los de Noguera y Vaillant carecen de información. Adelantándonos a hacer una consideración sin bases sólidas ya que carecemos de ella, desde el punto de vista arqueológico sabemos que los complejos cerámicos posteriores a Capacha como El Ortices y El Comala ya están plenamente asociados a tumbas de tiro y de cámara. (Op. cit. 1994: 87). Lo que nos induce a pensar que es posible que los materiales óseos también puedan ser algunos de los que se encuentran depositados en alguna bodega y de alguna forma determinar su procedencia o también corrieron la misma suerte de otros (foto 7). Más adelante contamos con la información de Isabel Kelly, en la que además de los sitios mencionados localizó varios tipo Capacha en las partes bajas del volcán de Colima y posteriormente en Jalisco en Autlán y San Gabriel. Sitios todos de los que existen informes en el Archivo Técnico de Arqueología del Instituto Nacional de Antropología e Historia y que habrá que revisarse con el objeto de ver si arrojan alguna luz sobre materiales óseos. - 20 -
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Foto 6.
Foto 7. - 21 -
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En cuanto a la cultura de El Opeño conocida sólo por los trabajos en ese sitio, lugar donde se han localizado tumbas conformadas por cámaras subterráneas a las que se llega por un pasillo provisto de cuatro escalones y en las cuales se colocaron entierros múltiples acompañados con ofrendas, se repite la situación de los sitios citados puesto que se carece de los materiales óseos y culturales. Para el Occidente en realidad no hay hallazgos que cronológicamente se relacionen con el Preclásico Medio 1800-1200 aC, en tanto que para el Preclásico Superior la tradición para esta región se divide en dos: una propia de Jalisco, Colima y Nayarit que es la llamada tradición de las tumbas de tiro, cuyo esplendor es en los inicios de la era cristiana hasta el siglo VII dC y la otra que ocurre en la cuenca del rio Lerma en lo que se denomina El Bajío en los estados de Michoacán y Guanajuato, sitios de los que en algunos casos se cuenta con los reportes en el Archivo Técnico ya citado, en tanto que de otros se desconoce información, lo que impide tener referencia del quehacer osteológico. De la rama que corresponde a la Tradición Chupicuaro que comprende de 500 aC a 100 dC y que abarca de Zacatecas a Durango y los estados de México, Puebla y Tlaxcala, la información arqueológica es abundante, por lo que suponemos debió haber un importante número de enterramientos en las excavaciones de las cuales se ignora su situación. Si bien carecemos de información acerca del amplio periodo que abarcar el Clásico, lo distintivo del Occidente en ese lapso es un acentuado culto a sus ancestros que se evidencia en los complejos y múltiples ritos funerarios que los arqueólogos han materializado en las denominadas tumbas de tiro, consideradas como las verdaderas casas de los muertos que aún hoy en día permanecen desconocidos por los antropólogos físicos. Como punto de referencia consideramos relevante mencionar en forma general la arquitectura de las tumbas de tiro, mismas que los referentes arquitectónicos las describen como un tiro o pozo excavado desde la superficie hasta encontrar en la profundidad el lugar adecuado en cuyos lados se conformaran varias cámaras donde se disponía a los muertos y sus ofrendas. De este tipo de construcciones las más profundas fueron localizadas en la década de los 90 en un sitio denominado El Arenal, en el municipio de Etzatlán, Jalisco. La mayoría de las tumbas citadas de acuerdo a los Informes de Campo – más no en la literatura – contenían más de un esqueleto depositado, seguramente como apunta Shöndube (Op.cit.1988: 88) debido a que fueron rehusadas como especie de criptas familiares en las que se hicieron varias inhumaciones, así como también debido a la costumbre de hacer entierros múltiples, asentándose en los reportes evidencias de posibles sacrificios de servidores y parientes cuando un personaje importante moría, de ahí que las ofrendas fueran ricas, variadas y mayoritariamente consistieran en - 22 -
el hombre prehispánico del oocidente de méxico
objetos de cerámica que comprendían vasijas y figuras sólidas o huecas zoomorfas y antropomorfas. Además de otros objetos de materiales de concha, hueso o piedra, o bien utensilios de madera, textiles y plumas, como es el caso de la tumba I de San Sebastián, Jalisco, donde se localizaron por lo menos 9 cuerpos humanos acompañados de una rica ofrenda. Por lo anterior y de acuerdo a la información citada es sugerible llevar a cabo una investigación de archivo al menos para situar los cuerpos enterrados (foto 8).
Foto 8.
Así y de acuerdo con el citado autor como se asienta en la descripción sintetizada por nosotros, las tumbas de tiro no se localizan en la totalidad del territorio que ocupara el Occidente, pues como muestran las investigaciones arqueológicas se distribuyen en el área localizada hacía la desembocadura del río Santiago, para terminar en la colindancia de los estados de Colima y Michoacán. Ocasionalmente esta tradición se encuentra representada en Jiquilpan, Michoacán, así como en la frontera de JaliscoZacatecas, donde se localizaron unas figuras huecas antropomorfas conocidas como Cornudos. El citado autor enfatiza que se carece de mayor información, además de que existe poco conocimiento de los sitios habitacionales en que se establecieron los constructores de las tumbas, motivando hasta hoy día de que todo lo escrito en los trabajos solo se base en hipótesis. Finaliza su discurso al señalar de manera general que los pobladores debieron haber llevado una vida cotidiana similar a la de una aldea del Preclásico. Esto nos lleva una vez más a señalar que sería de suma importancia - 23 -
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localizar tanto los informes de campo y el sitio en el que se depositaron los restos óseos a los que alude (foto 9). Son escasas las fechas que se tienen de las tumbas de tiro para el Postclásico, lo que es seguro es que ninguna rebaza el siglo VII dC, cesando la tradición de esas construcciones entre los años 600-650 dC, en que en la región del Bajío es donde se genera una tradición diferente con influencias de Chupicuaro y Teotihuacán adoptando rasgos locales. La arquitectura para inhumar continuó siendo indirecta, empleando lajas y adobes con aplanado de barro, se introducen los Tzonpantlis y predominan en las ofrendas los materiales de metal. Estas formas de enterramientos se localizan en sitios del río Lerma-Santiago y sus afluentes: Juchipila, Bolaños y Verde y hacía al norte sitios como Totoate, Chalchihuites y Teocaltiche, por mencionar algunos. Así de acuerdo con el autor citado es a partir de esta etapa cronológica que las evidencias del culto funerario se dan hacia el exterior de las construcciones en plazas como en templos, quedando atrás la tradición de enterrar en las tumbas de tiro. De los sitios mencionados y las tradiciones culturales es muy importante para poder conocer el tipo de poblaciones que habitaron los materiales óseos. Por ello sin el rasgo de ser negativos deseamos que encuentren depositados si no el total algunos de ellos en los Centros Regionales del Occidente con sus respectivos informes técnicos (foto 10).
Foto 9. - 24 -
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Foto 10.
Ante el panorama descrito y en lo tocante a la labor conjunta del arqueólogo como del antropólogo físico, para poder develar los procesos bioculturales de las diversas sociedades que habitaron esta zona, es claro que se tienen si no datos nulos si muy confusos, pues la información vertida por la arqueología a pesar de haber arrojado variadas investigaciones se han visto melladas por la ausencia de trabajos específicos capaces de conjuntar la información cultural con la del hombre que le dio origen. En cuanto al abordaje de la región por los antropólogos físicos, estos se han quedado rezagados en su labor proporcionalmente a la de los estudios culturales de los arqueólogos. Debido en gran medida a que el especialista en la materia la mayor parte de las veces ha estado desvinculado de los datos de campo relativos a su quehacer, pero también porque no se ha pugnado por estar presentes, o bien por falta de - 25 -
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personal, o porque el material óseo se entrega descontextualizado, o porque deja de darle importancia a los materiales que están bajo su resguardo (foto 11). A pesar de este desapego, la antropología física ha trabajado de manera aislada la región, de ello hacen mención Serrano y Lagunas en 1988 en la revisión que efectuaron acerca de los trabajos antropofísicos en la obra La Antropología Física en el Occidente, donde señalan la desigualdad que existe en las investigaciones, las muestras y zonas abordadas, así como del poco rigor en los análisis de los materiales óseos, pues éstos se basan en un número mínima de individuos y la información de los restos óseos no sólo es escasa sino también dispersa, ocultándose las más de las veces entre las páginas de un libro o un artículo sobre algún sitio arqueológico, o simplemente como apéndice de un informe que incluye un reporte más o menos detallado pero escueto en este punto. En la revisión de publicaciones efectuadas para el trabajo, destacamos que las investigaciones antropofísicas continúan siendo las de menor número en comparación con los arqueológicos (foto 12). Además de tratarse de trabajos aislados y en muchos casos inconexos, muchas de ellas refieren a casos particulares en los que se distinguen con dificultad la existen de líneas temáticas. Como ejemplo por mencionar sólo algunas las que refieren a prácticas funerarias en Colima escrito por los antropólogos físicos Silvia Murillo y Gastón Macín en 2007 y para Sinaloa Mario Ceja en 1995. Sobre patología los de la doctora Josefina Bautista, la maestra Albertina Ortega y el doctor Jorge Gómez-Valdés referentes a la Colección Solórzano depositada en el Museo Regional de Guadalajara cuyo escrito remite al 2005 y los de Albertina Ortega et. al. 2013 de la zona centro de Colima, con los materiales procedentes de diversos sitios como: Los Triángulos, Los Aguacates, Villa de Álvarez, El Cortijo II, Tapatía V, Peralta y Real del Centenario todos ellos provenientes de rescates y salvamentos, suscribiéndose al análisis de maxilares y mandíbulas, materiales depositados actualmente en el Laboratorio de Osteología de la Licenciatura de Antropología Física de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (foto 13). En esta línea quizás la temática que ha proporciona mayor número de trabajos es el de la morfología dental del maestro José Antonio Pompa y Padilla en 1975, con muestras de Marismas Nacionales en la costa de Nayarit y las de Jorge Gómez-Valdés en 2008, quien toma ejemplares de los sitios de Mazatlán en Sinaloa; Tecualilla y Chalpa en Nayarit; de Jalisco los sitios de Zacoalco, La Barca; de Michoacán Cumatillo, Pajacuarán, Venustiano Carranza y el Opeño, así como de Colima El Chanal y Percela. Otras de las líneas son las que refieren a análisis óseos de los doctores Zaid Lagunas con un estudio de caso en torno a la tumba I de Tinganio y Tingambato en Michoacán, así los de Civera y Márquez con los del cerro del Huistle, Huejuquilla el Alto en Jalisco. Deformación craneana por la doctora Bautista antes mencionada y por último las compilaciones que pretenden dar cierta cohesión a la información con que los autores han contado para ofrecernos un panorama del hombre en el Occidente (foto 14). - 26 -
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Foto 11.
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Foto 13.
Foto 14. - 28 -
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De estos el de Lagunas de 1998, quien apoyado en información de varios autores, estima un promedio de estatura para hombres en 1.61 a 1.69 metros y de mujeres de 1.51 a 1.57 metros. O bien las series analizadas comparativamente por Pompa y Padilla (1990:49-50) de Marismas Nacionales con Tlatelolco, en las que se muestran una tendencia a agruparse en varios rasgos genéticos dentales, cuya aparente afinidad grupal podría explicarse a través de la hipótesis del maestro Jiménez Moreno (1973:171), que ubica el punto de partida de los fundadores de Tenochtitlán en el norte de Nayarit, por lo que algunos rasgos dentales pueden atribuirse ya sea a la deriva genética o a mezclas con otros grupos, o bien el trabajo de Gómez-Valdés (2008) donde infiere que las poblaciones al interior de la zona en estudio presentan cierta unidad biológica propia, además de que éstas mantienen una mayor afinidad con los grupos del sur y centro de Mesoamérica (foto 15). Por su parte Ortega Palma et. al. (2013) en lo que respecta a patología bucal refieren al engrosamiento radicular del diente, de acuerdo a los sitios mencionados, infieren que no se relacionan con enfermedades sistémicas, planteando la posibilidad de realizar un estudio donde se determine el nivel de vitamina A y C (foto 16). Serrano y Lagunas (1988) señalan que al investigar los diversos resultados se trata de trabajos de carácter monográficos y descriptivos que en cierta medida impiden aproximarnos a documentar la variabilidad biológica en la población tantas veces mencionada. Pues hasta hoy en día este tipo de estudios imposibilita tener un nivel analítico que nos conduzca a entender el proceso de poblamiento y diversificación regional en un marco histórico. Con la información que existe para sintetizar nos inclinamos a lo señalado por García Moll, quien dice que si bien el Occidente de México es la región más extensa de Mesoamérica, por un lado, por el otro es quizá la menos estudiada, en virtud de que dentro de la región que ocupa existen varias culturas, las que a pesar de compartir elementos comunes, no es posible definir como una unidad sino como varias subculturas al interior de la misma. Es la arquitectura de estos sitios la que nos podría servir de marcador cronológico, pero esta presenta también dificultades pues es muy variada con elementos poco claros, por ello es la cerámica la que ha permitido conocer su desarrollo interno aunada a otras formas culturales (foto 17). Su arquitectura, agrega, muestra que no fueron construidos grandes desarrollos urbanos, pues sólo se sabe de edificios de proporciones reducidas que en su mayoría formalmente debieron constar y constan de acuerdo a los sitios explorados de una plataforma rectangular con uno o dos cuerpos, en los que se hace énfasis en una arquitectura funeraria. En este aspecto sobresalen los sitios de Teuchitlán, El Arenal y Huitzilapa, Jalisco y El Opeño en Michoacán. (2004:195). Como señalamos en páginas anteriores, el Estado de Guerrero considerado como parte de Occidente por algunos autores, lo han definido otros como una entidad - 29 -
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Foto 15.
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Foto 17.
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independiente y que al igual que el resto de la región de Occidente carece de trabajos suficientes en todos los aspectos, de ahí que se le trate como un desarrollo aparentemente de carácter local –como es el caso de la cultura mezcala- cuya arquitectura está representada en maquetas trabajadas en piedra verde y cuyas formas acusan un apogeo posterior a la caída de Teotihuacán, en el Altiplano Central” (Shöndube 1994:89) Mención aparte es Michoacán del que García Moll señala que se desarrolló durante el Postclásico Tardío y que su origen dentro de la tradición mesoamericana aún no ha sido definido claramente, no obstante que sus vestigios culturales comparten varios elementos y similitud con otras culturas y que fueron los tarascos el único grupo que se mantuvo independiente de los mexicas en sus intentos expansionistas durante todo el Postclásico. (2004:198) (foto 19). El mismo autor señala que el Occidente de México no se aparta de la concepción, de que las zonas arqueológicas conocidas son centros donde predominaron las actividades religiosas sobre cualquiera otra de las que comúnmente desarrolla una sociedad, ocultando detrás de esta aseveración poco real la convivencia humana, pues asienta qué desafortunadamente la mayoría de los textos se refieren a los sitios monumentales haciendo énfasis en la presencia de los gobernantes, los sacerdotes y los guerreros, las acciones cotidianas de la sociedad sujetas a rígidas normas de comportamiento, los asuntos solemnes y aquellos relacionados con el Estado, pero dejando a un lado sistemáticamente la población común que sólo la relacionan con el trabajo y en contadas ocasiones con su entorno, sin contemplar que las grandes ciudades mesoamericanas son producto de una larga temporalidad donde se entrelaza el desarrollo humano y en las que el hombre es el elemento fundamental y más importante. (Ibídem 81-82) (foto 20). A pesar de los avances particulares en lo que concierne al conocimiento de las muestras poblacionales que habitaron las subáreas del Occidente de México y en general con algunas de las regiones mesoamericanas y de manera particular con el Altiplano, no sabemos hoy en día mucho más sobre esta área geográfica que hace aproximadamente tres décadas. No obstante lo asentado, algunos estudios son coincidentes con las investigaciones arqueológicas en torno a los materiales cerámicos como señala Kelly y la semejanza morfológica que existe con los individuos que habitaron Tlatilco en el Altiplano Central de México durante el Preclásico Medio 1200-400 aC y los de la cultura Capacha y el Opeño en Michoacán (foto 21). Si bien al interior del amplio territorio mesoamericano existieron y coexistieron pueblos diferenciados, tanto desde el punto de vista étnico como lingüístico también las diferencias morfológicas subyacen en todos esos grupos por lo menos hasta principios del siglo XVI con la irrupción de la Conquista. Para finalizar, consideramos y sin la pretensión de haber agotado la información que sobre tan amplia región se tiene con el panorama presentado, que sería de suma - 32 -
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importancia a la vez que sugerente empeñarnos en rescatar la información que existe para llegar al conocimiento del hombre que habitó en la región occidental de México. Para ello sería importante proponer estudios comparativos de los diferentes materiales óseos que cuenten con información de campo y con reservas de los que carecen de ella, para aproximarnos al aspecto morfológico, así como a la variabilidad poblacional e indicadores de adaptación al medio ambiente, estrechamente vinculados con aspectos paleodemográficos, nutricionales y de salud y estrés biológico, tomando en cuenta las enfermedades que dejaron su huella en los restos óseos. Estudios de paleodieta e indicadores de actividad ocupacional para establecer a través de ellos una serie de inferencias acerca de la posible actividad que un individuo desarrolló en vida así como los indicadores osteoculturales. BIBLIOGRAFÍA Bautista, Josefina, Albertina Ortega y Jorge Gómez 2005 Patologías sobresalientes en la Colección Solórzano, Estudios de Antropología Biológica XII, Universidad Nacional Autónoma de México – Instituto de Investigaciones Antropológicas, México: 839-848. Ceja Moreno, Mario 1995 Prácticas funerarias de los antiguos habitantes de Sinaloa, México, Estudio de Antropología Biológica V, Universidad Nacional Autónoma de México – Instituto de Investigaciones Antropológicas, México: 91-100. García Moll, Roberto 2004 Ciudades del México antiguo, El discurso de la piedra, Ed. Smurfit - Cartón y papel, México. Gómez-Valdés, Jorge Alfredo 2008 Antropología dental en poblaciones del Occidente de Mesoamérica, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México. Instituto Nacional de Antropología e Historia 2011 Catálogo esencial, 100bras, Museo Nacional de Antropología, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México. Murillo, Silvia y Gastón Macín 2007 Los antiguos pobladores de Colima: un acercamiento osteológico, Sus costumbres funerarias, Estudio de Antropología Biológica XIII, Universidad Nacional Autónoma de México – Instituto de Investigaciones Antropológicas, México: 249-266.
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Oliveros Morales, José 2004 Hacedores de tumbas en el Opeño, Jacona, Michoacán, El Colegio de Michoacán, México. Ortega, Albertina et al 2013 Estudio de Hipercementosis en poblaciones antiguas de Colima, Estudios de Antropología Biológica XVI, Universidad Nacional Autónoma de México – Instituto de Investigaciones Antropológicas, México: 271-289. Pompa y Padilla, José Antonio 1975 Algunas características morfométricas del material óseo prehispánico de Tecualilla, Nayarit, Balance y perspectiva de la antropología de Mesoamérica y del norte de México. Antropología Física, Lingüística, Códices, XIII Mesa Redonda, Sociedad Mexicana de Antropología, México: 88-96. Lagunas Rodríguez, Zaid 1998 La población prehispánica del Occidente de México a través de sus restos óseos. Tiempo, población y sociedad. Homenaje al maestro Arturo Romano Pacheco, Editores M. Teresa Jaén E., Sergio López, Lourdes Márquez y Patricia Hernández, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México: 245 – 263. Serrano, Carlo y Zaid Lagunas 1988 La Antropología Física en el Occidente, La Antropología en México. Panorama histórico Núm. 13 La Antropología en el Occidente, el Bajio, la Huasteca y el Oriente de México, Mercedes Mejía (coordinadora volumen), Carlos García (coordinador general): 15 – 34. Shöndube, Otto 1994 El Occidente: tierra de ceramistas, México en el mundo de las colecciones de arte. Vol. 2 Ed. Azabache, México. Una Mirada al Pasado, Enseñanza y educación, De la época virreinal en México. 2004 Banco Santander Mexicano S.A. INAH. Instituto Nacional de Antropología. DAF. Dirección de Antropología Física. Fotografía. Recreación. Digitalización Juan Salvador Rivera Sánchez.
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Movimientos de poblaciones humanas en el centro de México durante las épocas prehispánicas y colonial con énfasis en la región de “El Bajío”1 Zaid Lagunas Rodríguez Centro INAH-Puebla Los seres humanos nos Desplazamos, queremos Ser otra cosa, estar en otro Lugar, inconformes siempre Carlos Fuentes 2002.
Introducción
Al aceptar la invitación que me hiciera el Comité Organizador de participar en la Sesión Lineal de la XXX Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, mi primer interés se centró en saber qué espacio comprende el área geográfica que se conoce como El Bajío, segundo, averiguar si había referencias concretas sobre qué grupos humanos la habitaban en la época prehispánica y de qué manera se pobló durante la época colonial. Consideré necesario, antes de abordar el tema de interés, ocuparme de manera breve de dos temas de importancia: la migración y la supuesta asociación entre los complejos lingüísticos, culturales y biológicos; en el primer caso porque se debe tener claro qué se entiende por migración y en el segundo, averiguar si existe o no asociación entre los tres complejos señalados; para en seguida tratar de averiguar de qué manera se dio el fenómeno de la migración en la región de El Bajío, tanto en la época prehispánica, como colonial, y cuál fue su contribución al desarrollo cultural de la región. Migración
Se puede decir que la migración se concibe como el desplazamiento o traslado de individuos, familias, grupos o poblaciones enteras de su lugar de residencia a otro Un resumen de este trabajo fue presentado en la XXX Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, realizada en la ciudad de Querétaro, Querétaro, en el mes de agosto de 2014, con el tema “Movilidad de población en la región de El Bajío”. 1
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u otros distintos o semejantes. Es la movilización o la capacidad de desplazamiento que en los seres humanos es un fenómeno diferente al de cualquier otra especie animal, pues influyen en nosotros no sólo factores de índole fisiológica (la necesidad de satisfacer el hambre), sino social, política, económica, psicológica y cultural (Lagunas 2010: 38-53). Comprende dos procesos mutuamente complementarios: uno de ellos es la emigración que implica la salida (expulsión) de personas (o de toda la población) de su lugar de origen o de residencia; el otro es la inmigración que consiste en la entrada de individuos ajenos en otra población o a un lugar determinado. Desde una perspectiva evolutiva dice Wong (2004), nos caracterizamos por una tendencia a la colonización. Ningún otro primate supera el alcance de nuestra expansión. Nuestra especie es poseedora de un fuerte instinto migratorio que le impele a ocupar nichos ecológicos diversos. La migración implica situaciones diferentes, por un lado, los migrantes llevan consigo sus genes, lo que propicia el mestizaje; por otro, su bagaje cultural (costumbres, cultura material y espiritual), que puede transmitir o intercambiar con el grupo con el que establece contacto, o bien ocupar un lugar no habitado y permanecer aislado, en el cual tiene lugar su propio desarrollo. Las migraciones ocasionan un reacomodo de las poblaciones en el espacio y en su composición por edad y sexo, tanto en la población emisora como en la receptora, con repercusiones obvias no sólo en lo económico, sino también en lo biológico (cambios en la frecuencia de genes entre los grupos) (Lagunas 2010: 53). Los seres humanos no solemos ser totalmente sedentarios más que a corto o mediano plazo, o como lo expresara Carlos fuentes (2002: 243): “Los seres humanos nos desplazamos, queremos otra cosa, estar en otro lugar, inconformes siempre…”. Desde su salida de África hace unos 100 000 a 150 000 años aC. (Ayala y Cela Conde 2006: 114-115; Leakey y Lewin 1992: 218) y tal vez 200 000 (Berger y HiltonBarber 2001: 335-336; Bräuer 1999:162; Coppens 2012: 58-59), el ser humano ha sido protagonista de diferentes movimientos migratorios, bien de pocos individuos o de grandes contingentes lo que ha propiciado contactos entre pueblos distintos que permanecían aislados unos de otros y que en buena parte dieron lugar a mezclas entre individuos genética y físicamente diferenciados. Una primera migración sobresaliente del Homo sapiens fue la que realizó durante el Paleolítico de África a Oriente Próximo, de aquí a Asia y Europa; la segunda, fue su paso de Asia a Oceanía y América (figura 1), y la tercera, de carácter global y trascendental, es nuevamente del Viejo Mundo a América, que se inició hace quinientos años a partir del arribo de Cristóbal Colón a las Antillas en 1492, la cual no tiene precedentes en la historia de la humanidad, tanto por el enorme volumen de individuos movilizados, como por las cuantiosas mezclas que se produjeron, entre personas de distintas latitudes, con acervos genéticos diversos (Lagunas 2010: 37-38, 43). - 38 -
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Figura 1. Expansión de Homo sapiens desde África. Fuente: Reichholf (1994: 214). Complejos culturales, lingüísticos y biológicos
El otro aspecto que interesa resaltar aquí se refiere a la supuesta asociación entre los complejos lingüísticos y culturales con los biológicos. Debo aclarar que en otro artículo (Lagunas en prensa), abordé con mayor amplitud estos temas, en especial lo relativo a las lenguas y los estudios antropofísicos. Por principio se puede decir que ambos aspectos no siempre son correlativos con entidades biológicas humanas determinadas; esto es, grupos humanos biológicamente diferentes pueden ser portadores de lenguas y patrones culturales semejantes y a la inversa, grupos humanos biológicamente semejantes pueden poseer lenguas y patrones culturales diferentes (MacEachern 2000; Valiñas 2000). Hago este señalamiento, porque los grupos humanos mencionados en la literatura, a los cuales me referiré más adelante, se les llega a nombrar, principalmente, en función de la lengua que hablaban o bien considerando el bagaje cultural que poseían, rara vez se hace referencia explícita a sus características biológicas. En el contexto arqueológico, por ejemplo, se diferencian, principalmente culturas, mediante los restos de la cultura material (patrón de asentamiento, complejos cerámicos y arquitectónicos) que los arqueólogos encuentran en determinados lugares. Tales diferenciaciones se aplican al estudio de los restos óseos recuperados durante el proceso de exploración de los sitios arqueológicos, de tal manera que se habla de “teotihuacanos”, “teotenancas”, “toltecas”, “olmecas”, etcétera, transfiriendo tales deno- 39 -
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minaciones a los restos óseos de los individuos allí enterrados, para enseguida pedirnos a los antropólogos físicos que les indiquemos cuáles eran las características físicas de tales “grupos”. Por otro lado, en muchos casos desconocemos qué lengua hablaban los poseedores de una cultura determinada (por ejemplo, la Olmeca, la Teotihuacana). Sin embargo, se debe señalar que “Las observaciones arqueológicas y los datos lingüísticos prueban en efecto que la dinámica biológica de las poblaciones humanas se acompaña o se deriva de una dinámica social y lingüística compleja” (Darlu 1999: 346). De aquí que la información genética por un lado y las provenientes de la arqueología y lingüística por el otro, sea de necesidad. La región en estudio
El área geográfica actualmente conocida como El Bajío comprende los estados de Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes y zona oriente de Jalisco (Los Altos) (figura 2); algunos más incluyen el norte de Michoacán y San Luis potosí. Según el Diccionario Porrúa (1986: 274), se ubica en la altiplanicie mexicana, limitada al norte por las estribaciones australes de la sierra de Guanajuato; al sur por las estribaciones boreales del eje volcánico; al este por las alturas que separan el valle de Celaya del de Querétaro; al sureste, por las estribaciones de la sierra de Amealco; al oeste, por la
Figura 2. Límites de El Bajío: Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes y Jalisco (los Altos). Fuente: Elaborado por el biólogo Alejandro Hernández Cortés (A quien agradezco su atención). - 40 -
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sierra de Pénjamo y las elevaciones que limitan al valle de la Piedad de Cavadas. Es atravesada de oriente a poniente por el río Lerma, y los cursos bajos de sus afluentes: los ríos Laja, Irapuato y Turbio, cuya cuenca en esta zona conecta una serie de valles escalonados que son de este a oeste: el de Celaya, Acámbaro, Salvatierra, Jaral del Progreso, Santiago, Salamanca, Irapuato, Pénjamo y Piedad de Cavadas. Las ciudades que actualmente incluye son: en Querétaro: Santiago de Querétaro y San Juan del Río; en Guanajuato: León, Irapuato, Celaya y Salamanca; en Jalisco: Lagos de Moreno, Tepatitlán de Morelos, San juan de los Lagos y Arandas; en Aguascalientes: Aguascalientes (Wikipedia 2014). Grupos humanos
Según Gerhard (1972: 6, en Baroni 1990: 35) para el año 1519, los tarascos estaban al sur de la región de El Bajío, tenían como límite norteño el río Lerma, con pequeños enclaves al norte del mismo río; los guamares ocupaban la totalidad de dicha región rodeados al este por los pames y al oeste por los guachichiles; en su esquina sureste por los mazahuas, al sur de ellos por pequeños grupos de matlatzincas y otomíes; alejados de ellos hacia el este, había grupos mayores de otomíes y mazahuas (figura 3). Carrasco (1979: 279-280), es de la idea de que existían algunos asentamientos otomíes anteriores a la expansión tarasca (figura 4). Posteriormente otomíes, mazahuas y matlatzincas, que huían debido a la expansión mexica, se asentaron en territorio tarasco, donde formaron los pueblos de Acámbaro, Charo, Neotlan, Unameo, Tlalpujahua, Taimeo, Tlaloan, Tiripitio; sin embargo, ninguno de estos grupos se asentó en la región. Viramontes (1996), señala que entre los siglos VII y VIII, la región sur del río San Juan fue ocupada por grupos de filiación otomí pertenecientes al antiguo Señorío de Xilotepec y que según algunos autores, entre ellos Acuña (1985, 1987) y Gerhard (1986) (ambos en Viramontes 1996), entre otros, las guarniciones más norteñas de este señorío eran Tecozautla, Ixmiquilpan y Zimapán, que colindaban con tierras chichimecas. Cuantificar la cantidad de migraciones acaecidas y el número de personas movilizadas en el territorio de interés durante el periodo que va de la época prehispánica a la colonial, se puede considerar como actividad casi imposible por las dificultades que entraña; sin embargo, intentaré acometer la tarea de la mejor manera posible, no en cuanto a determinar la cantidad de migraciones y el número de individuos movilizados, sino simplemente referirme a los movimientos de población detectados en el área a la luz de los aportes de las investigaciones arqueológicas, etnohistóricas e históricas, principalmente las primeras. Al efecto, se considerarán la región del Altiplano Central (Cook y Borah 1960), y la región conocida como Norte de México o La Gran Chichimeca debido a que tales regiones confluyen en la zona que aquí importa (figuras 5 y 6). - 41 -
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Figura 3. Grupos asentados en y alrededor de El Bajío hacia 1519. Fuente: Gerhard (1976: 6, en Baroni 1990: 38, mapa 1)
Figura 4. El Bajío. Expansión otomí hacia el oeste a inicios de la Conquista: 1. Guanajuato; 2. Querétaro; 3. Yuriria; 4. Acámbaro. Línea .… límites de El Bajío. Fuente: Powell (1977: 49), modificado por Baroni 1990: 38. - 42 -
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Figura 5. Regiones socioeconómicas de la Nueva España. Fuente: Según Cook y Borah (1960: 34), parcialmente modificado.
Figura 6. Límites entre Mesoamérica y la Gran chichimeca. Fuente: Braniff (2005, figura 1) - 43 -
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Migraciones en la época prehispánica
Población prehistórica (Precerámica) Para esta época únicamente se puede decir que, si se toman en cuenta no únicamente los restos óseos como tales, sino también las evidencias de la cultura material de poblaciones humanas de esa época, encontradas hasta ahora en diferentes partes del país, podemos asumir con las reservas del caso, que hubo movimientos de poblaciones cuyos miembros presentaban características físicas y culturales diferentes, y que fueron los valles de México, Tehuacán y la región de Valsequillo, los lugares donde, según los datos más recientes, hubo cierta concentración de población. Para el área que interesa, al momento, no se tienen evidencias de asentamientos de esa época, los lugares relativamente más cercanos en donde se han encontrado algunas evidencias culturales es Caulapan, Hidalgo (2 100 años aP aproximadamente) y restos óseos humanos encontrados por Irwin-Williams en 1959 (en Romano 1974: 34) en la cueva del Tecolote (Entierros A y B), Huapalcalco, Tulancingo (7 500 aP)2 y San Nicolás, Hidalgo (Irwin-Williams 1960 en Serrano y Núñez 2011: 196; Jiménez 2010: 134 y 137; Lorenzo 1987; Salas et al 1988). Mesoamérica y Norte de México. Cave aquí mencionar el sitio Oyapa, en el área de Metztitlán, Hidalgo (Cassiano y Vázquez 1990), que si bien no está en el área de interés es un lugar relativamente cercano a ella, en donde se encontraron evidencias de ocupación temprana (hacia finales del plesitoceno), manifiesta por la presencia de puntas tipo Clovis (circa 8 500 aC), Xolotl (circa 7 600 aC), Oyapa (hacia 6 500 aC), Tilapa (por 5 500 aC), Flacco (circa 5 300 aC), entre las más antiguas, los autores indican que “Por la configuración del territorio mexicano, a la altura del eje volcánico transversal, podría haberse formado una especie de ‘cuello de botella’, donde convergieron las diferentes tradiciones, aparentemente sin mezlarse. El sitio Oyapa representaría uno de estos puntos de encuentro, aunque resulta difícil especular sobre su cronología relativa y absoluta” (Cassiano y Vázquez 1990: 37)3. Así, presentan una tabla cronológica (su figura 5) realizada a partir de la información bibliográfica, de la cual he tomado de manera tentativa las cifras mencionadas. Hacen algunos señalamientos que me parecen interesantes, como por ejemplo, que se debe “considerar la posibilidad de un reflujo de grupos desde el sur de México, dadas las semejanzas tipológicas con piezas de Tehuacán y del sureste”, y además que “se manifiesta una tradición tecnológica característica, cuando menos, de Hidalgo y Existen discrepancias en cuanto al fechamiento que se atribuye a estos hallazgos, pues Romano (1974: 34), cita a Irwin-Williams 1959, quien da como fecha del hallazgo una antigüedad de 3 500 aC; Salas et al (1988: 130) 9 000-7 000 años ap; Serrano y Núñez (2011: 195) de 5 500 ap; Jiménez et al (2010: 137) 7 500 ap, que fue el que adopté. 2
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Véase Figura 5 del texto de Cassiano y Vázquez (1990: 37). - 44 -
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Puebla, y son muy grandes las semejanzas entre los tipos de Tehuacán y los de Oyapa” (Cassiano y Vázquez 1990: 38). Faugère (2006), señala dos lugares en los cuales se han encontrado evidencias de ocupación humana correspondientes a la época Precerámica, las cuevas del Platanal y de los Portales, ubicadas muy cerca del pueblo actual de Penjamillo en el norte del estado de Michoacán. De la primera se encontraron diversos objetos líticos que según la autora indican que la presencia humana comenzó en esta región por lo menos al final del Pleistoceno y cuyos ocupantes eran cazadores de fauna pleistocena. Es conveniente señalar que se encontraron dos puntas una tipo Clovis y otra Agate Basin, que atestiguan la presencia del hombre en esa región de Michoacán antes del inicio del Holoceno, “Sin embargo –apunta– la destrucción sufrida por el sitio no permite determinar si estuvieron asociadas con otros vestigios materiales o si son simplemente intrusivas”. En cuanto a la cueva de Los Portales, que se ubica en la parte más meridional de la barranca El Salto, a unos cuantos kilómetros al sur de Penjamillo, cerca del rancho de La Garza, las excavaciones permitieron identificar varios niveles de ocupación “acerámicos” bien conservados y cuatro fases cronológicas ubicadas entre 5 200 y 2 000 aC, estas son: Fase La Garza (5 200-4 500 aC); Fase palomo (4 500-3 100 aC); Fase Portales (3 100-2 500 aC) y Fase Salto ( 2 500-2 000 aC); la fechas para esta cueva se establecieron mediante carbono 14 (C14). Para entender los movimientos de población acaecidos en Mesoamérica durante la época prehispánica, se deben tomar en cuenta las evidencias arqueológicas de acuerdo a su distribución espacial y temporal (horizontes culturales), así como a los datos proporcionados por las fuentes etnohistóricas e históricas que en conjunto coadyuvan a mostrar los contactos realizados entre los grupos humanos. Poblaciones posteriores a la etapa lítica de México Las poblaciones posteriores a la etapa lítica de México, se desarrollaron en las áreas conocidas como Noroeste y Mesoamérica (figura 6), esta última, con límites variables hacia el norte o hacia el sur del Trópico de Cáncer, según lo permitieran las condiciones climáticas prevalecientes en distintas épocas, y el desarrollo cultural de los pueblos que las habitaron (Braniff 1975, 1992: 219-24, 1994, 2000: 127, 2001, 2005; Jiménez Moreno 1988; Kirchhoff 1960; Litvak 1975; Vivó 1935). Esta línea limítrofe, fue sin duda, zona de intercambios biológicos y culturales intensos, durante toda la época prehispánica de México (Armillas 1964; Braniff 1989, 2000, 2001; Jiménez Moreno 1988; Lagunas 1979, 2010; Michelet 1984; Parsons 1998; Serrano y Ramos 1984). Como es sabido, en Mesoamérica, se desarrollaron culturas avanzadas ampliamente conocidas, en tanto que en la Gran Chichimeca, que comprende todo el norte de México y una gran parte del suroeste de los Estados Unidos, incluía grupos con - 45 -
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distintos niveles culturales, modos de subsistencia y orígenes diversos, desde bandas de cazadores-recolectores (teochichimecas), hasta grandes “pueblos” que poseían sistemas constructivos de consideración y otros que conocían la agricultura y los sistemas de irrigación pero que seguían utilizando la recolección y la caza (figura 7). Se debe reconocer, también, la existencia de grupos intermedios y otros de difícil clasificación, que cambiaban sus actividades de caza, recolección y agricultura, según las circunstancias y las épocas4 (Armillas Op cit 1964; Braniff Op cit 1989; Jiménez Moreno Op cit 1988; Parsons Op cit 1998).
Figura 7. La Gran Chichimeca del siglo XVI. Tierra de guerra Fuente: Powell (1977: 22), con ligeras modificaciones.
Preclásico Durante este extenso periodo que va de 2 500 aC a 200 dC (López Austin y López Luján 1996: 77-79), tuvo lugar una de las primeras migraciones grandes de la cual se tienen El territorio que se denomina Norte de México, referido únicamente al territorio nacional, tiene como límite actual más norteño la frontera entre Estados Unidos de Norteamérica y México, comprende los actuales estados de Sonora, Chihuahua, Durango y Norte de Sinaloa; e incluía los estados de Arizona y Nuevo México en los Estados Unidos de Norte América (Armillas 1964, Braniff 1975, 1989, 1992, 1994, 2000, 2001). 4
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Figura 8. Movimientos de población durante el Preclásico medio (1000 a 900 aC). Fuente: Jiménez Moreno 1958-1959 (en Jiménez Moreno 1988, mapa 2), con algunas modificaciones.
Figura 9. Movimientos de población durante el Preclásico final y Clásico inicial (400/200 aC a 200/300 dC). Fuente: Jiménez Moreno 1958-1959 (en Jiménez Moreno 1988, mapa 3), con algunas modificaciones. - 47 -
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Figura 10. Movimientos de población durante el Clásico (200/300 a 600/700 dC). Fuente: Jiménez Moreno 1958-1959 en Jiménez Moreno (1988, mapa 4), con algunas modificaciones.
evidencias arqueológicas, fue la de los “olmecas arqueológicos”, que se expandieron del centro y sur de Veracruz y Tabasco (San Lorenzo Tenochtitlan, La Venta y Tres Zapotes) por gran parte del centro y sur de México (valles de México, Puebla, Morelos; Oaxaca, Chiapas) y Occidente (Teopantecuanitlan, Guerrero; El Opeño, Michoacán, entre otros) (Jiménez Moreno 1988; Manzanilla 1995: 144, 165-67; Martínez Donjuán 1986) y buena parte de Centroamérica (figuras 8 y 9), habiendo irradiado a lugares tan lejanos como Costa Rica y El Salvador (Chalchuapan, Ohi 2000). Braniff (2005:47), menciona una colonización de la Gran Chichimeca o Chichimecatlali, como ella la nombra, por gente mesoamericana a partir de los últimos tiempos del Formativo o Preclásico. Ubica dos regiones en lo que considera Mesoamérica Septentrional o Mesoamérica Chichimeca (ver figura 6), una de ellas hacia el noreste, cuyo origen identifica en las culturas del Golfo de México, y la otra en el norcentro y noroccidente, cuyo origen lo sitúa en el occidente de México, especialmente en la cultura Chupícuaro (Guanajuato), esto es en lo que actualmente se conoce como El Bajío. Clásico
Durante el Clásico (200 a 650 dC, López Austin y López Luján 1996: 104) la cultura teotihuacana abarcó también, un territorio basto, desde el valle de México, Norte y Occidente de México, con influencias hasta Centroamérica (figura 10). Autores como Nalda (1981) y Parsons (1998), sugieren que durante el llamado apogeo teotihuacano - 48 -
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hubo migraciones hacia el norte del país de gente que huía de la explotación de que eran objeto por la gran urbe. Nalda (Op cit: 139), propone una serie de pequeñas migraciones de grupos no mayores de 100 a 500 individuos, desde el área nuclear teotihuacana hacia la parte sur de Querétaro y sur de Guanajuato, migraciones que fueron toleradas y rápidamente asimiladas por la población local. Tal situación según el autor mencionado, no se debe interpretar como un proceso de colonización, en el sentido de ampliación del ámbito teotihuacano, pues las migraciones terminan en un área desconectada de esa influencia, por lo que los grupos pronto perdían sus lazos con la población mayor. Según Saint-Charles (1996: 155-156) La presencia teotihuacana, “[…] ocurre en momentos de alta densidad de población local durante el proceso de expansión de la frontera norte de Mesoamérica […]”, está representada principalmente por individuos de la élite de este “imperio”, pues, por ejemplo, en Santa María del Refugio y Tres Cerritos en Cuitzeo, las piezas de esta cultura están asociadas a entierros, e incluso a montículos funerarios, indicando una posible “[…] influencia teotihuacana que supera a la que pudiera darse vía comercio, pues parece alcanzar niveles ideológicos con fuerte impacto político, que sólo podría darse mediante la presencia de élites”. No descarta una colonización o conquista de carácter ideológico con intereses económicos relativamente temprana que se hubiera iniciado desde la fase Tzacualli. Teotihuacan mismo, fue un centro de atracción durante un tiempo largo, en el cual llegaron a residir en la ciudad grupos distintos, no únicamente como peregrinos o comerciantes, sino también como residentes permanentes, que formaron varios enclaves dentro de la ciudad: los zapotecos (Montealbán IIIA 250-600 dC), por ejemplo, establecieron relaciones sumamente estrechas con Teotihuacan, a tal grado que existió un lugar conocido por los arqueólogos como el “barrio oaxaqueño” y otro como de los “comerciantes” (Ratray 1997: 46-54 y 54-66, respectivamente), cuya presencia se evidencia no únicamente por los restos de cultura material, sino a través de estudios de paleo dieta (Manzanilla et al 1999); se detectó también la presencia de individuos provenientes de la Costa del Golfo (Ratray Op cit 1997: 66-67). Según Jiménez Moreno (1988), también vivían allí gentes de adscripción popoloca, mazateca, ichcateca, olmeca-xicalanca, otomí, etcétera. En este tenor, Serrano y Martínez (1989), basándose en el hallazgo de dientes mutilados en el Templo viejo de Quetzalcóatl, en particular de los tipos E-1, G-1, G-2 y G-10, uno de ellos (E-1) sólo con incrustación y los tres restantes (los tipos G) que combinan incrustación con limado, señalan la posible “… presencia en Teotihuacan de individuos extranjeros, provenientes del área maya o, más aún, de la región de Oaxaca, donde las incrustaciones dentarias de cierta elaboración contaban ya con una tradición establecida”. En esta época, al final del primer milenio, sucedieron cambios significativos que afectaron la región de interés, como se manifiesta en los asentamientos del Cerro Bara- 49 -
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jas al suroeste de Guanajuato, que según Pereira et al (2005:133-134), “están claramente relacionados con cambios migratorios y con el desplome de la frontera septentrional de Mesoamérica”, que implicaron desplazamiento de población y reorganizaciones socio-políticas que empezaron alrededor del 750 dC.
Epiclásico
Al desintegrarse el mundo Clásico, se inició el periodo conocido como Epiclásico hacia 650/800-900/1000 dC (Jiménez Moreno 1988; López Austin y López Luján 1996:156, 161 y 164), hubo reacomodo de fuerzas políticas en toda Mesoamérica con grandes desplazamientos de población (figura 11), los cuales repercutieron fuertemente en el norte (Manzanilla 1995: 163-67; Jiménez Moreno Op cit: 5220-525I; Malo y Oka 2000). Según Sanders et al (en López Austin y López Luján Op cit: 156-157) “…la metrópoli sufre pérdida de cerca de 9,500 habitantes y que la población del resto de la Cuenca de México se ve reducida en 7,500 individuos. Por ello no podemos pensar en una simple reubicación de gente de la urbe en áreas próximas dentro de la misma cuenca”. Es cuando aparece la cerámica Coyotlatelco (hacia 750 dC), tradición alfarera muy diferente a la de la fase Metepec. Proliferaron también los asentamientos pluriétnicos, lo que propició el aumento de población en ciertas regiones. La región de Cholula sufrió cambios drásticos, las fuentes señalan la llegada de grupos provenientes del sur, del occidente y del norte, que provocaron el desplazamiento de la población local
Figura 11. Movimientos de población durante el Epiclásico (650-1000 dC). Fuente: Jiménez Moreno 1958-1959 en Jiménez Moreno (1988, mapa 5), con algunas modificaciones. - 50 -
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(Gámez 2003: 146-50; Merlo 2002: 18-19; Suárez y Martínez 1993: 26), e incluso que esta ciudad primero fuera centro de los mangues, después de los mixtecos y al final de los nahuas (Gámez 2003: 147). Cantona, según García Cook (2017: 22), para el periodo de 600/900 dC, era la ciudad más grande e importante del Altiplano Central, sólo competían con ella: Xochicalco, Cacaxtla-Xochitécatl y Tula Chico, que eran de dimensiones menores; Cholula había desaparecido como gran ciudad hacia 600 dC, lo mismo que Teotihuacan poco después, en 650-700 dC. Según López Austin y López Luján (1996: 157), Trombold descubrió que en el valle de Malpaso el incremento desmedido de población, dio lugar a un desplazamiento multitudinario hacia el norte y sobre todo, al centro de México, coincidiendo con la retracción hacia el sur de la franja fronteriza mesoamericana en unos 250 km, territorio que fue ocupado por los cazadores recolectores norteños. Manzanilla (2005: 9), considera que en la orilla norte del río Lerma, en Guanajuato, hay evidencia de una colonización masiva por poblaciones alóctonas hacia 750 dC. Posclásico
A diferencia de las épocas anteriores, para el Posclásico (900/1000 dC a la conquista (López Austin y López Luján 1996: 178), se cuenta con mayores evidencias de las migraciones, tanto desde el punto de vista arqueológico, como etnohistórico (figura 12), “En efecto, a partir de estas fechas [fines del Clásico] y hasta 1350 d.C. se detecta un éxodo [del norte] hacia el centro de México y, quizá, al suroeste de Estados Unidos, convirtiéndose el norte en un emisor de población” (Brambilla 1992: 16). Se tiene conocimiento de la expansión de grupos nómadas procedentes del norte (chichimecas de Mixcóatl y Xólotl), en especial los dirigidos por Mixcóatl, quien alrededor del año 900 dC, invadieron el centro de México desde el norte y penetrando hasta el valle de Morelos, dieron lugar a la fundación del llamado “Imperio Tolteca” que se extendió por una buena parte del centro de México, con influencias hacia el norte de Veracruz, Querétaro, Morelos y Yucatán (ver figuras 12 y 13). Comprendía tal vez, la región mixteca (norte de Oaxaca y sur de Puebla) (Armillas 1964; Brambilla 1992; Braniff 1989: 108; Fowler 1989; Jiménez Moreno 1988: 5220-525I; Malo y Oka Op cit: 2000; Ohi 2000). A fines del siglo XII o principios del XIII, se dan desplazamientos de población que se vinculan a la caída de Tula; tales migraciones han sido definidas como un “éxodo general” o un “proceso de dispersión” de pueblos de la frontera septentrional de Mesoamérica hacia regiones ubicadas en el centro de su territorio, las cuales según Armillas, no fueron simples intromisiones de bandas de aventureros, sino desplazamientos de naciones enteras cuyo asentamiento en la zona meridional del Altiplano
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Figura 12. Movimientos de población durante el Posclásico. Fuente: Jiménez Moreno 1958-1959 en Jiménez Moreno (1988, mapa 6), con algunas modificaciones.
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Central produjo cambios en la estructura social y étnica de esas regiones (Armillas 1964: 73; Carrasco 1979: 275-277). La Relación de Michoacán refiere la historia del grupo en el poder de la región de Pátzcuaro, al que se le atribuye un origen chichimeca. La relación narra la llegada hacia el siglo XIII, de un grupo de cazadores cuyas armas eran el arco y la flecha, los uacúsecha, adoradores del dios Curicaueri, en busca de tierras en donde asentarse, lo cual se realizó por aceptación de los grupos agricultores y pescadores ya establecidos en el lugar, fundaron una dinastía chichimeca, cuya capital fue Tzintzuntzan, a partir de allí conquistaron durante los siglos XIV y XV la región situada entre los ríos Balsas y Santiago (Brambilla 1992 y Wolf 1967). Kirchhoff indica que los matlatzincas formaban parte de los grupos toltecachichimeca que abandonaron la ciudad de Tula en 1168. Según Quezada, mantenían una relación político-comercial con la ciudad de Tula (Hidalgo), lo que “…implicaba la residencia de población matlatzinca en la multiétnica ciudad de Tula.” (1998: 167). Este grupo también mantuvo enclaves en Michoacán, los pueblos que les otorgó Tzitzipandequare (padre de Cazonzi) el Curicaveri de los tarascos fueron: San Miguel Cicío, Patámbaro, Tiripitio, Necotlan, Taymeo, Charo, Huetamo, Indaparapeo, Maravatío, entre otros, así como en otros estados (Quezada 1996: 44; 1998: 177). De igual manera, hubo migraciones de otomíes, que llegaron a refugiarse en Necotlán y Taymeo y Huetamo; la causa principal, como con los matlatzincas, fueron las guerras que tuvieron con los mexicas en el valle de Toluca, en tiempos de Axayácatl (Quezada Ibid). Los propios aztecas y otros grupos afines son producto de migraciones venidas de regiones situadas en el norte de México. Por otra parte, es sabido que las ciudades prehispánicas, al menos en el centro de México, constituían un sistema pluriétnico, y no sólo esto, sino que en ciertas regiones y señoríos coexistían parcialidades y estratos sociales constituidos por individuos de distinta filiación étnica, formando lo que Kirchhoff (en Carrasco 1998: 27), llamó “pueblos compuestos”. A manera de síntesis se puede decir que a la caída de Teotihuacan (por 650-750 dC) como centro rector, que sucumbió ante el poderío de Cholula, Xochicalco, Tula, Teotenango y posiblemente Cantona, y sobre todo por procesos internos, se produjeron reacomodos de distintos grupos en toda el área mesoamericana y migraciones hacia el norte de México y viceversa. A lo largo de casi dos siglos, hasta el establecimiento de Tula Xicocotitlan como nuevo centro rector (circa 950 dC), muchos grupos se desplazaron, lo que dio lugar al surgimiento de importantes centros de poder y al abandono y destrucción de otros. En cuanto a los grupos del norte de México, se sabe también de su gran movilidad. Aveleyra et al (1956: 103), plantean la posibilidad de que ciertos movimientos de pueblos portadores de culturas iguales o semejantes a la de La Candelaria en Coahuila, - 53 -
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hayan avanzado en dirección sur-norte, dando lugar a esos “focos culturales” del sur de los Estados Unidos. Durante los siglos últimos del primer milenio de la era cristiana, la frontera entre Mesoamérica y el Norte de México fue permeada con movimientos de difusión cultural hacia el noroeste, hasta la meseta del Colorado por un lado, y posiblemente hacia el noreste, a la región del Mississippi por el otro (Lagunas 1979, 1996; Romero 1958:1215; Serrano 1973). Entre 600-900 y 1200 dC, las influencias culturales alcanzaron el suroeste de los Estados Unidos, enriqueciendo la cultura Hohokam que se desarrolló a lo largo del río Gila y sus tributarios y en grado menor la de los pueblos de cultura Anasazi en la región limítrofe de los estados de Arizona, Colorado, Nuevo México y Utah (la región de las cuatro esquinas); Braniff (1972: 273), también señala influencias tolteca-mazapa en “zonas tan alejadas como Durango y el suroeste de Estados Unidos”; de igual manera Kelly y Stofer Johonson (en Braniff Op cit: 285), han señalado similitudes entre la cultura Zacatecas-Durango y la Hohokam, entre
Figura 13. La frontera Mesoamericana fue permeada por movimientos de difusión cultural hacia el noroeste y posiblemente hacia el noreste, a la región del Mississippi. Fuente: Dávila (2000, mapa 1). 5
Véanse mapas de Romero (1958:121). - 54 -
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otras. De manera simultánea se dieron posibles influencias culturales entre la región Huasteca (Tancol, Tantoc, Tamaulipas) y el sureste de los Estados Unidos (figura 13), me refiero a las culturas desarrolladas en la cuenca del Mississippi (Temple Mound o Middle Mississippian) como la Cahokia o Tamarora (Armillas 1964; Braniff 1989, 1992; Dávila 2000; Lagunas 1979; Tesch 2000; Zaragoza 2000). Ya puestos en este terreno, se puede decir que hace ya cuarenta años, Braniff (1977: 232-233), proponía la existencia de un “Complejo de Occidente”, algunos de cuyos elementos muestran influencias con Suramérica. Por otro lado, nos dice, que el Suroeste [de Estados Unidos] tuvo una mayor relación con esta tradición de Occidente que con las culturas típicas del centro de México. ¿Quiere decir esto que las relaciones de gentes tanto del Occidente de México, como del Suroeste de Estados Unidos y Suramérica, se dieron por comercio, por migraciones o por ambas causas? En este sentido, se tienen algunos aportes de la antropología física, por un lado, la distribución de los índices craneales en la línea fronteriza entre Mesoamérica y el Norte de México, la cual, según Lagunas (1979), muestra que los grupos con individuos mayoritariamente mesocráneos y braquicráneos de la región Norte, se mantienen generalmente muy próximos a la línea fronteriza entre Mesoamérica y América Árida; y que en esa misma región (Norte) los braquicráneos se concentran principalmente hacia la costa occidental; entre sus conclusiones destaca que: …Las penetraciones principales de los grupos mesoamericanos hacia el norte, se realizaron principalmente por la costa del Golfo y la costa occidental, corroborando así por una parte los datos arqueológicos y por otra los etnológicos conocidos a través de las fuentes. Destaca también el escaso avance que logran los grupos mesoamericanos en la parte media de la frontera septentrional de Mesoamericana, lo que podría explicarse en función de lo poco atractiva que resultaba para ellos esa zona, dadas las condiciones ecológicas tan difíciles a que tendrían que enfrentarse, además de que la aridez de la región no era propicia para la agricultura, y consecuentemente tampoco para el sedentarismo (Lagunas 1979: 20-21). Por otro lado, se cuenta con evidencias que están relacionadas con tres rasgos osteoculturales: la mutilación dentaria intencional obtenida mediante limado, la lesión suprainiana y el modelado cefálico intencional. En el primer caso, Romero (1958), señala dos probables vías, de difusión del rasgo fuera de Mesoamérica (figura 14), una hacia el noroeste, por la parte occidental del país y la otra al noreste, por la parte oriental, es decir por el golfo de México; la lesión suprainiana, al igual que el modelado cefálico, según Lagunas (1996) y Serrano (1973), también muestra la misma tendencia que la mutilación (figura 15). Hace 73 años Jiménez Moreno (1941, 1959) y Kelley (1961) hace 58 años (ambos en Jiménez Betts 2005: 59), proponían una migración de gran importancia de los toltecas-chichimecas para el norte de Mesoamérica. El primero se basó en las fuentes - 55 -
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Figura 14. Posibles vías de difusión de la mutilación dentaria en América durante el Posclásico: 1. Sikyatki, Arizona; 2. Jersey County, Cahokia y Lewiston, Illinois, E. U.; 3. Esmeraldas, Ecuador; 4. Tchekar y Vilma, Chile; 5. Tocarji, Bolivia; 6. El Chubut y 7. Lago, B. Aires, Argentina. Fuente: Romero (1958 fig. 11, p. 120), con agregado nuestro. - 56 -
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Figura 15. Posibles vías de difusión de la lesión suprainiana durante el Posclásico. Fuente: Serrano (1973: 37) y Lagunas (1989: 46). - 57 -
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históricas, mientras que Kelley, en la similitud entre la cerámica rojo sobre café (Suchil) de Chalchihuites con la Coyotlatelco para su correlación cronológica de la secuencia de ese sitio (Jiménez Betts Op cit: 2005: 59). Jiménez Moreno y Kelley (ibid.), coincidieron en la migración de este grupo de Chalchihuites hacia el sur al final del Clásico y participar en la cofundación de Tula. Según Jiménez Betts (Op cit: 60), el modelo de “difusión gradual” de Kelley, es “… a la fecha la única propuesta que intenta bosquejar el proceso de expansión sedentaria desde el Bajío, tierra adentro, hasta el llamado ‘suroeste americano’. Una segunda hipótesis de Kelley (1974, en Jiménez Betts, 2005: 59), conocida como el modelo de la “difusión directa”, trata de explicar la intensa presencia mesoamericana en la región de El Bajío para el Clásico medio (ca 350-500 dC). A tal grado se da esta influencia que Braniff (1989: 108), propone “una cultura prototolteca norteña que tiene bases en el Preclásico superior y que a fines del Clásico e inicios del Postclásico irrumpe en los valles centrales, específicamente en Tula, Hidalgo.” y la propuesta de Hers (1989 en Braniff 1989: 108), de un movimiento de “ida y vuelta”, implícita en la información histórica de los mexica. Este movimiento incluye una serie de migraciones del noroeste hacia el centro; se da como ejemplo la cultura Chalchihuites (Tolteca-Chichimeca de Hers), como la fundadora de Tula. Una cuestión en la que al parecer hay concordancia entre arqueólogos, historiadores y etnohistoriadores es que en la región de El Bajío durante la época prehispánica, hubo presencia de gentes con cultura Chupícuaro, hacia el Preclásico medio, esto es, alrededor del 350 aC y que en algunos casos se prolonga hasta el 400 dC, se le ha identificado en Hidalgo, Querétaro, Jalisco, Zacatecas, región norte de Michoacán y sur de Guanajuato (Ramos y López 1996: 95), esto es, abarca una región muy amplia y una temporalidad de cerca de 750 años. Según Castañeda, Crespo y Flores (1996: 175), es una cultura con profundas raíces en la región y una tradición de más de 700 años, esto es de 600 aC-300 dC; y asentamientos de gentes provenientes del centro de México, en especial de Teotihuacan (posiblemente hacia 0-400 dC). Ramos y López (1996: 105); coinciden con Castañeda, Crespo y Flores (ibid), en cuanto a la presencia teotihuacana en esa zona desde los inicios de la era hasta el siglo VIII; y desde luego de Tula, y de algunos lugares de Michoacán, así como de otomíes, mazahuas y matlatzincas del Estado de México, para el Posclásico y por consiguiente de pames, guamares y guachichiles. La colonia
Población indígena Para la época colonial o novohispana, un primer aspecto que se debe conocer es el refe- 58 -
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rido al monto de la población indígena al momento de la llegada de los conquistadores hispanos, cuántos de éstos vinieron y qué número de esclavos surafricanos introdujeron al país, en consideración a que éstos fueron los tres componentes biohumanos básicos del proceso migratorio y del mestizaje acaecido en los tres siglos que duró el dominio español en nuestro territorio, lo cual permitirá comprender mejor la complejidad demográfica de los dos siglos que llevamos como país independiente. Respecto al componente indígena, no hay acuerdo unánime en cuanto al monto de la población; algunos autores como Camavitto, consideran haya sido de unos 9 100 000 individuos; en tanto que Sapper propone entre doce y quince millones; Cook y Simpson, once millones; Cook y Borah, veinticinco millones, mientras que Stewart y Rosenblat proponen la cifra de 4 500 000 individuos, cifra que Comas y Aguirre Beltrán, consideran como aceptable (Cfr. Lagunas 2010: 81-85)6. El proceso de conquista y colonización, las hambrunas por crisis agrícolas, implantación y sometimiento a duras y nuevas formas de trabajo, la esclavitud, prestación forzada de servicios personales y el saqueo económico mediante el pago de tributos, con el agregado de las epidemias, la desarticulación familiar, de los sistemas sociales y económicos de las comunidades y el genocidio, afectaron de manera significativa a los indígenas (Lagunas 2010: 86-87; Ravell 1993: 20 y 35), provocando, en primer lugar, una baja numérica significativa de su población, a tal grado que, la imagen que García Martínez (2005: 60-61), da de la Nueva España en la segunda mitad del siglo XVI es la de un país relativamente despoblado, aunque con grandes variaciones ya que “… los efectos acumulados de las epidemias se hicieron sentir principalmente en las zonas costeras …” y agrega: “El impacto fue menor en el altiplano y las zonas serranas y que incluso en algunas regiones por razones no del todo explicables, la epidemia no llegó”; en segundo lugar, desplazamientos de los habitantes hacia distintas áreas del territorio que comprendía la Nueva España (zonas de refugio de Aguirre Beltrán), tratando de huir de las epidemias y de la explotación de que eran objeto. Población no indígena Migración europea en los primeros tiempos De acuerdo a Boyd-Bowman (en Martínez 1999: 169-170) y Thomas (1994: 401-402 y 2001: 12-14), los primeros conquistadores compañeros de Cortés y Narváez, fueron reclutados casi en su totalidad en Cuba, procedían principalmente de las regiones de Andalucía, Castilla la Vieja, Sevilla y Extremadura (Lagunas 2010)7. Con Cortés venían cerca de 600 o 607 personas entre soldados, unas cuantas mujeres, algunos esclavos negros y un número no determinado de indios taínos de Cuba como tamemes; 6
Véase cuadro 4 de Lagunas (2010: 81-85).
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Véase cuadro 21 de Lagunas (2010: 194). - 59 -
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Figura 16. Provincias de España que contribuyeron con más migrantes a Nueva España, entre las que destaca Andalucía. Fuente: Martínez (1999) y Vincent (1992), con agregado nuestro.
de los soldados, una tercera parte provenían de Andalucía, 8% de Extremadura y 20% de Castilla la Vieja (Thomas 1994: 401-402 y 2001: 12-14); con Narváez 966. El total general calculado por Thomas es de 2 200, en tanto que para Konetzke (1948, en Thomas 2001: 13) es más de esa cantidad (Cuadro 1). En ambos casos incluyen gentes que venían con otros expedicionarios entre 1519-1521 (Thomas Op cit 2001: 13). Boyd-Bowman (en Martínez 1999: 171-172), menciona que en el periodo de 1520-1539, de las 12 426 indicaciones de destino, a México sólo le corresponden 4 022 (32.4%, casi la tercera parte). Resalta el hecho de que la contribución andaluza a la colonización de México durante el primer siglo fue preponderante (figura 16). El número de pobladores venidos a la Nueva España durante el primer periodo, fue de 743 españoles con predominio de esta región (30%), castellanos viejos (20%) y extremeños (13%), así como algunos portugueses, italianos y otros. Durante los veinte años que siguieron (1520-1539), a la conquista de México Tenochtitlan se produjo una emigración extraordinaria, la cual tuvo su inicio a partir de 1523, fue más abundante durante 1535-1536 al elevarse la Nueva España a virrei- 60 -
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nato. En esta época llegaron a México 4 022 pobladores, esto es tres veces más que a ninguna otra parte de América (Martínez, 1999:172). De 54 842 españoles venidos a América entre 1493 y 1600, 17 299 (31%) arribaron a México a partir de 1521. No se descarta el paso de extranjeros, entre los que predominan los portugueses, italianos, flamencos, franceses y alemanes; algunos griegos, ingleses, holandeses, irlandeses, un escocés y un danés (bid.: 171). Según Thomas (2001: 13-14), Boyd-Bowman tenía como principal pretensión “…demostrar si se puede decir o no que los andaluces dominaron los primeros cien años de emigración al Nuevo Mundo. Su demostración es inapelable: puede decir con completa autoridad que ‘en cuanto a la colonización del Nuevo Mundo, fue el lenguaje de Sevilla, no el de Toledo o el de Madrid, el que estableció las primeras normas”. Migración forzada
africana (los esclavos “negros”)
El tercer contingente que participó en la composición biohumana de nuestro país a partir del siglo XVI, fue el de procedencia africana, introducido en calidad de esclavo. Coadyuvó en la conquista y construcción económica de lo que se llamó Nueva España y el Norte de México. Lagunas nos dice que en función de la información reunida “…se puede decir que la mayor parte de los esclavos negros, fueron transportados a México durante los siglos XVI y XVII (de 24 tribus o grupos aproximadamente), pocos en el XVIII (de siete tribus o grupos) y menos aún en el XIX” (figura 17). Es difícil de precisar su procedencia, por cuanto que individuos de diferentes grupos, tribus y subtribus, fueron introducidos bajo un mismo nombre, generalmente era el de la factoría de donde procedían o de la región geográfica de donde fueron extraídos, lo que sí se puede decir es que no siempre se extrajeron esclavos de las mismas tribus, “al parecer el grupo calabar, fue uno de los escasos grupos, si no es que el único, que aportó esclavos durante todo el Virreinato” (Lagunas 2010)8. El rápido aumento del sector no indígena, fue la causa principal del crecimiento de la población total de Nueva España, sobre todo del mestizo, pues el indígena como se ha dicho creció con lentitud durante la parte final del siglo XVII y sólo a partir de la segunda mitad del XVIII aceleró su aumento9. El análisis de la composición de la población no indígena, presenta grandes dificultades. Así por ejemplo, Faulhaber puso de manifiesto que el sistema de castas10, sólo 8
Véase cuadro 23 de Lagunas (2010: 204-207 y 217).
La crisis demográfica más grave ocurrió en 1737 debido al matlazahuatl, que aun cuando su manifestación no fue homogénea en todo el territorio, se extendió desde Yucatán hasta San Luis Potosí y marcó un punto de caída del crecimiento poblacional. 9
Sistema social cerrado en el cual la clase dominante establece una rígida estratificación de los grupos establecidos de acuerdo a la adscripción social, al origen biológico y circunstancias de nacimiento de sus 10
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Figura 17. Regiones de África proveedoras de esclavos. Fuente: Lagunas (2010, fig. 12).
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funcionaba en aquellos casos en que los cruces eran regresivos hacia la línea blanca. “En los demás casos, fuera de la primera o segunda generación, predominaba gran confusión ... En otras palabras, las cifras presentadas no pueden ofrecer más que una apreciación numérica muy general del grado de mezcla alcanzado durante la época colonial” (Faulhaber 1976: 138). Lo que destaca en los intentos de análisis del proceso demográfico de México, es el hecho de la disminución drástica del elemento indígena a parir del primer momento del contacto y la conquista del territorio, con una fluctuación amplia durante el Virreinato, así por ejemplo, según Velasco, en 1545 había en Nueva España 1 385 españoles, veinte años después, los indios sólo doblan en número a los mestizos; los de origen europeo (español) y africano se incrementaban, la primera por emigración voluntaria y la segunda por introducción forzada en calidad de esclava. En 1570 y 1646 los europeos duplicaron su volumen inicial, a pesar de lo cual, este aumento traducido a términos relativos, llegó a representar menos del uno por ciento del total y mantuvo una proporción cercana al 0.2% (lo máximo que alcanzó fue el 0.8% en 1646). Los africanos, en cambio, crecieron en un 70%, pero se sostuvieron cerca del dos por ciento, es decir, su participación fue casi el doble de los españoles hasta 1793 (Velasco 1993: 8 y 84). En 1810, al inicio de la Independencia, había unas tres veces más indios que mestizos. En cuanto al porqué la población “negra”, “parda” o “mulata”, se mantuvo (y se ha mantenido) en proporciones relativamente bajas, hay entre otras, tres circunstancias que se deben considerar: a) las limitantes de la esclavitud que se reflejaron en una alta mortalidad y baja reproducción, b) al ser poca y mezclarse tanto con indígenas como con europeos (españoles) sus genes se diluyeron en el resto de la población, y c) a que la introducción de esclavos vino a menos11 (Lagunas 2010: 103). Población mestiza La población denominada mestiza, se manifestó a partir del primer cuarto del siglo XVI, aunque los registros la consignan en los años 1570-1646, vino a tomar forma estadística hasta el siglo XVIII a pesar de que en el XVII tuvo un crecimiento elevado. Si para 1570 los mestizos eran el 0.5% de la población de Nueva España, para 1810 constituían el 39.5%, es decir, poco menos de la tercera parte del total (Velasco Op cit: 84).
miembros (Hunter y Whitten 1981). 1518 fue el año en que se reguló la importación de esclavos en las islas del Caribe; para México se puede decir que el parte aguas se sitúa entre 1600 y 1650). Miranda (1962) en cambio, sitúa el descenso demográfico entre 1620 y 1630. 11
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Figura 18. La región de El Bajío como zona abastecedora de productos agrícolas hacia las zonas mineras. “Camino Tierra Adentro”. Fuente: Powell (1977: 36), ligeramente modificado. - 64 -
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Movimientos de población en el centro de México durante la Colonia
Una vez concluida la conquista de México Tenochtitlan, se inició la de la Gran Chichimeca, Pénjamo fue un puesto avanzado y clave en esta región, fundado por Juan de Villaseñor, con la cooperación de los tarascos, guamares y algunos grupos chichimecas. El virrey Luis de Velasco, propició la fundación de nuevos pueblos con el fin de contener a los chichimecas belicosos (figura 18); dio órdenes de fundar el poblado español de San Miguel sobre la carretera de Zacatecas, encomienda a cargo de Ángel Villafañe, con 50 españoles, en tierras ya ocupadas por los tarascos, otomíes y chichimecas pacíficos; otro de los poblados fue Santa María de los Lagos, tarea a cargo de Hernando Marte, con 73 familias de españoles; otro más fue San Luis Jilotepec, con otomíes procedentes de Jilotepec (en el actual Estado de México), con 500 colonos, 40 de ellos casados (Powell 1977: 80-83). Los franciscano también participaron en este proceso, a manera de ejemplo se tiene a fray Juan de San Miguel (guardián de la casa de Acámbaro), quien penetró en la región en 1542, fundó una colonia con indígenas guamares, chichimecas, otomíes y tarascos, cerca del sitio de la antes citada ciudad de San Miguel (Powell 1977: 23). Los primeros avances de ganaderos y misioneros hacia el occidente se realizaron en la década de 1540 (Powell Op cit: 20; Ruiz 1994: 357), desde Querétaro, hacia el norte de Michoacán y noreste de Guadalajara. De aquí en adelante se da una movilización de habitantes de Zacatecas a Nuevo México, de Durango a Texas y la Luisiana, y de Querétaro a la Baja California y Tamaulipas (Borah 1985: 17; Herrera Casasús 1997: 492-494; Powel 1977: 10). Cabe mencionar que muchos poblados de Guanajuato y Querétaro fueron asentamientos otomíes, de hecho, su mayor penetración hacia estos territorios comenzó poco después de la conquista de México Tenoxtitlan; sus asentamientos estuvieron cerca de los ríos del Bajío Oriental, principalmente del río Laja (Wrigth 1994). Siguiendo con la política expansionista del virrey Luis de Velasco, hacia la Gran Chichimeca, el virrey Enríquez, ordenó la fundación de presidios y pueblos de indios otomíes y tlaxcaltecas, poblados defensivos de españoles; uno de estos fue la actual ciudad de Celaya, cuya fundación la autorizó el virrey Enríquez el 12 de octubre de 1570, como resultado de la petición de un grupo de estancieros vascongados de los alrededores de Apaseo, que pudiera servir de protección contra los ataques de chichimecas; la tarea recayó en Juan Torres de Lagunas, alcalde mayor de Guanajuato. Otra importante fundación durante el gobierno de Enríquez fue la villa de León en el valle de Huastatillos (después llamado Valle de Señora), la orden del virrey data del 12 de octubre de 1575, su fundación se celebró el 20 de enero de 1576; estuvo a cargo de Juan Bautista Orozco, con la participación de 100 indios de Acámbaro. En fin, muchos de los poblados que después se convertirían en ciudades, además de las - 65 -
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mencionadas están, entre otras, Charcas (San Luis Potosí), Tepezcala, Aguascalientes y Saltillo (Powell 1977: 159-162). Movimientos de población en el occidente de México
La búsqueda de minerales preciosos fue una de las principales causas por las cuales se conquistaron nuevos territorios en el norte y occidente de nuestro país (ver figura 18). El descubrimiento de importantes yacimientos de oro y plata en sierras cercanas a Guadalajara por Juan Fernández de Híjar y Cristóbal de Oñate (héroes y veteranos de la guerra del Mixtón), ensanchó la colonización española de Nueva Galicia y la incorporación de los cazcanes al sistema español, quienes contribuyeron a la conquista de otras tribus chichimecas (Powell 1977: 24-25). Nueva Galicia incluía los actuales estados de Jalisco y Zacatecas y otras regiones cercanas, fue conquistada por Nuño Beltrán de Guzmán entre 1530 y 1531. Guadalajara que era su capital, tenía 114 vecinos con predominio de castellanos viejos, andaluces, extremeños y castellanos nuevos y un poco menos del 2% de gallegos, que a pesar de ser minoría, su provincia de origen dio nombre a la región. La afluencia de nuevos colonizadores, propició el aumento de la población que hacia 1750 era de 122 000 neogallegos y para 1795 había alcanzado casi 400 000 habitantes. Guadalajara que tenía 35 vecinos en 1548, para 1770 había alcanzado los 12 000 (Israel 1980: 12; Muriá 1998: 77 y 79). El elemento africano alcanzó niveles altos en las costas (Tierra Caliente) y en algunas jurisdicciones de Michoacán, como el Bajío Zamorano, en Nayarit y Colima (Chávez 1997: 81, 97 y 100; Cook y Borah 1978: 208; Reyes 1997). Movimientos de población en el norte de México
En esta región se incluye por algunos autores todo el territorio que colonizaron los españoles y sus aliados después de conquistar a la Triple Alianza y al estado tarasco; es decir, todo el territorio que quedaba por arriba de la frontera chichimeca-mesoamericana, tal como se consideraba hacia 1520-1530 (ver figura 6). Estos avances dieron lugar a una guerra encarnizada entre españoles y sus aliados en contra de los grupos que habitaban esa gran región (ver figuras 7). Esta lucha se inició con la Guerra del Mixtón (1541-1542) (Powell 1977: 19), después con la llamada Guerra de los Chichimecas. Esta última fue la lucha contra indígenas más prolongada y sangrienta en toda la historia de Norteamérica; proceso lento y costoso que duró cuatro décadas de 1550 a 1590 (Cook y Borah 1978: 196; Powell 1977: 9; Ruíz 1994: 355; Sámano 1998: 1095-1096). Braniff (2005: 45), en cambio, afirma que tardó unos 300 años en completarse; en otras palabras, duró todo el periodo colonial.
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El proyecto español de colonización del norte de Nueva España, implicó la participación, de algunos de sus aliados como fueron los aztecas, tarascos, otomíes y Tlaxcaltecas, principalmente los dos últimos, así como de los mismos chichimecas. Rivera (1999:7), opina al respecto: “La relevancia de la gran diáspora tlaxcalteca de 1591 no sólo fue la marcha de cuatrocientas familias provenientes de las cuatro provincias de Tlaxcala, ni el inicio de la expansión española hacia el septentrión una vez pacificada la Gran Chichimeca, sino la diseminación estratégica de la herencia cultural mesoamericana transmitida por estos nuevos pobladores a las nacientes poblaciones fronterizas”. Comentarios
De lo anterior se deduce que los grupos recolectores cazadores habitantes de América en general y de México en particular en la época Prehistórica (Precerámica), recorrieron grandes distancias, ocuparon nichos ecológicos diversos y formaron asentamientos distintos, los cuales no siempre tuvieron el mismo carácter ni se produjeron de la misma manera; modificaron su entorno procurando adaptarlo a sus necesidades, y en general a sus condiciones de vida. La región de El Bajío, principalmente en su parte suroriental, muestra evidencias de ocupación muy temprana, se puede decir que desde la época Precerámica como lo muestran los hallazgos de cultura material en Caulapan (2 100 años aP) y de restos óseos humanos en la cueva del Tecolote en Huapalcalco (7 500 años ap), realizados por Irwin-Williams, ambos provenientes del estado de Hidalgo; así como evidencias de cultura material (lítica) en el sitio arqueológico de Oyapa, del área de Metztitlán, Hidalgo. Se tienen también dos sitios, localizados en el norte de Michoacán, muy cerca del actual pueblo de Penjamillo, ellos son las cuevas del Platanal y de los Portales, en esta última se identificaron cuatro fases de ocupación ubicadas entre 5 200 y 2 000 aC (Faugère 2006). Pero es fundamentalmente a partir del Preclásico, en el que se registran asentamientos poblacionales muy significativos, los cuales corresponden a la cultura Chupícuaro muy arraigada en la región de El Bajío, que abarca unos 700 años de permanencia (600 o 650 aC-300 o 350 dC), le siguen los de la teotihuacana (desde principios de la era hasta el 800 dC), sin olvidar los asentamientos toltecas del Epiclásico, y los correspondientes al Posclásico. Alrededor de las numerosas migraciones que se dieron durante la época prehispánica de México, se han emitido diferentes teorías por los estudiosos de la arqueología, de las fuentes históricas y etnohistóricas, pero lo que queda claro en esa abundancia de datos y fechas es, ante todo, que se dieron movimientos de población de grupos de distintas etnias, lenguas y culturas, en diferentes épocas y en todos los sentidos, movimientos que en ocasiones fueron debidos, bien a desplazamientos voluntarios, o
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a migraciones forzadas por guerras, conquistas, control y apropiación de productos suntuarios, expansiones, sobreexplotación y cambios climáticos. Ya para la época colonial, la larga historia de los presidios, ranchos ganaderos y misiones religiosas, como instituciones básicas de frontera, tuvo su inicio con las guerras del Mixtón y Chichimeca, que llevaron a las autoridades coloniales al establecimiento de poblados defensivos indígenas provenientes del centro de México, principalmente otomíes, tlaxcaltecas, mexicas y tarascos, colonos voluntarios venidos de España, forzados de África en calidad de esclavo, y soldados colonos. La ocupación de tierras norteñas, dio lugar a la fundación de diversos pueblos de indios, villas y ciudades de españoles y mixtas como fue el caso de Celaya, donde participaron tlaxcaltecas, mexicas, cholultecas y huejotzincas, y San Luis (San Luis de la Paz), que recibió gran cantidad de españoles, esclavos africanos, mexicas y otomíes, además de chichimecas (Israel, 1980:27-30; Powell, 1977:206, 219). La región del Bajío fue polo de migración hacia el norte, la cual como ha sido señalado por Jiménez Moreno (1961:84), se realizó con gran número de indígenas, que “…desarraigados de sus comunidades de origen, y faltos de sus controles institucionales de sus culturas locales, adoptaron el patrón cultural español, que en este caso era el que recibían de una cultura organizada”. Una de las principales causas de la ocupación del Bajío en la época colonial, fue la fertilidad de sus suelos, que permitió una amplia producción agrícola y explotación de ganado mayor, se constituyó desde entonces en zona de abastecimiento de estos productos de las zonas mineras. Si se acepta lo dicho por Esteva Fábregat (1988:256), en el sentido de que en los pueblos agrícolas se dio un mestizaje de español-indio, se podría decir que en esta región, predominaba este tipo de mestizaje más que el africano-español o africano-indio; lo cual podría significar que el elemento africano estuvo poco representado en esta región, sin embargo, se debe considerar que los pueblos que integraron el Bajío durante la colonia tuvieron un predominio de población “negra”, entre ellos el Bajío Zamorano que recibió importantes contingentes de esclavos africanos que se ocuparon en la agroganadería (Chávez 1997: 97), sin olvidar su participación en algunos lugares como Guanajuato, Querétaro, Irapuato y Celaya (Cuadro 2). Como se puede apreciar, la movilidad de la población indígena durante el periodo colonial, no fue tanto de individuos, sino de grupos y en ocasiones de pueblos enteros, en algunos casos como consecuencia de las epidemias, en otros debido a la escasez de alimentos, o por programas de congregación de pueblos, o de su participación en la conquista de nuevos territorios, fundación de pueblos de frontera y de fundos mineros, todo ello repercutió en su fragmentación, así como en la formación de nuevos poblados y en su continuidad; situación que rompe con la visión tradicional de una sociedad indígena estática. A lo cual Pérez Zevallos (1995:149), agrega: - 68 -
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La movilidad de la población se convierte en un elemento funcional que permite entender el proceso a través del cual los distintos grupos que integran la sociedad indígena se amoldan al sistema colonial y al mismo tiempo logran actuar y adaptarse de manera activa al nuevo orden […] Es decir, la impresionante movilidad de la población indígena en el espacio novohispano y su activa participación en los sistemas mercantiles nos permite observar las estrategias de sobrevivencia ante la dominación española. Por otro lado, la población española en el área que nos ocupa, estuvo presente, aunque generalmente en bajo número con relación a los indígenas e incluso con la población de origen africano (esclavos, libertos) y mulatos, pero su actuar sí que fue significativo ya que era la ostentadora de la riqueza, de los medios de producción y por tanto, quien ejercía el poder político, y socioeconómico. Por último, debo decir que si bien he realizado una especie de recuento de lo sucedido en las épocas prehispánica y colonial en México relativo al fenómeno de la migración, no me ha sido posible ahondar en las repercusiones que tuvieron las diversas migraciones en las gentes, tanto de los lugares emisores, como de los receptores; si bien, los datos arqueológicos e históricos, me inclinan a decir que en algunos casos, las movilizaciones se debieron bien a un aumento de la población en ciertos lugares, a cambios climáticos drásticos en otros; y en otros más a las epidemias, la conquista de territorios con el afán de obtener minerales preciosos (oro y plata), enriquecerse o apropiarse las mejores tierras de cultivo, todo ello trajo como consecuencia la reducción de la población en ciertas áreas o su desaparición en otras; en algunos casos hubo intercambio de productos y de genes. Referencias bibliográficas Aveleyra Arroyo de Anda, Luis; Manuel Maldonado-Koerdell y Pablo Martínez del Río 1956 Cueva de la Candelaria, Memorias del Instituto Nacional de Antropología e Historia 5, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México. Ayala, Francisco J. y Camilo José Cela Conde 2006 La piedra que se volvió palabra. Las claves evolutivas de la humanidad, Alianza Editorial, Madrid, España. Armillas, Pedro 1964 Condiciones ambientales y movimientos de pueblos en la frontera septentrional de Mesoamérica, Homenaje a Fernando Márquez Miranda, Publicaciones del Seminario de - 69 -
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Evidencia osteológica de una mulata del siglo XVIII Josefina Bautista Martínez y María Teresa Jaén Esquivel† DAF/INAH
Datos históricos sobre la Parroquia de Indios.
De la construcción de este recinto se tienen pocos datos bibliográficos, muchos de ellos hacen referencia como Ermita Montúfar, de la cual quedan restos en el ala este del presbiterio de la capilla. Se empezó a construir durante el siglo XVI y fue ampliada en el siglo XVII. Más reciente tuvo dos remodelaciones, una con motivo del proceso de beatificación de Juan Diego y la otra con la visita del papa Juan Pablo II en el año de 1997 (Romano y col. 2012). Durante los últimos trabajos de remodelación de la Capilla de Indios, se construyó por debajo del altar una cripta, la cual se encuentra en el extremo noroeste del área que ocupa el altar. En este lugar fue depositada una gran cantidad de restos óseos humanos, cuya recuperación estuvo bajo la Dirección del Maestro Arturo Romano a petición formal de la Fundación Miguel Alemán. Recuperación de los materiales óseos.
De junio de 2006 a febrero de 2008 se recuperaron los restos óseos humanos de la Capilla de Indios durante 3 temporadas; la primera se llevó a cabo de junio a octubre de 2006, la segunda de febrero a octubre de 2007 y la tercera de enero y febrero de 2008. En total fueron recuperados 7442 huesos completos (Romano y col. 2012: 54), de los cuales 319 son cráneos: 14 infantiles y 305 de adultos, de los cuales 155 son masculinos, 124 femeninos y 26 indeterminables (Romano y col. 2015). Análisis de los restos óseos.
Los 305 cráneos adultos se analizaron por morfoscopia y se confirmaron por métrica directa para determinar cuántos grupos de población se encontraban representados en los restos extraídos; se establecieron cinco: europeos, indígenas, mestizos indígenas y una mulata. Este último es el sujeto de estudio que motivó el presente texto.
Josefina Bautista
Cabe mencionar que algunos de los cráneos fueron mandados a fechar, el cráneo de la mestiza está fechado entre 1620 a 1700 (1665 + 45 años). La descripción antropofísica basada en los parámetros utilizados por la mayoría de los especialistas en este tema (Comas, 1976; Krogman, 1986; Olivier, 1969; Ubelaker, 1989; White 2005) nos indica que este es un cráneo medio en longitud, medio en anchura y muy alto; de frontal ancho y crestas intermedias, cara estrecha, órbitas medias, nariz ancha y maxilar saliente (Figura 1). Debido a la importancia que representa tener un cráneo de una mulata y fechado, se decidió, dentro del Proyecto, llevar a cabo una aproximación facial, estudio que en la actualidad se utiliza en la investigación, dentro de la investigación antropofísica, en lo referente a la caracterización física de los sujetos en estudio; se trata de establecer una aproximación facial a partir de la estructura del cráneo y de los estudios de referencia para la población de origen de los ejemplares que se estudian.
Figura 1.
Para llevar a cabo la aproximación se realizó una tomografía axial computarizada del cráneo y una impresión en tercera dimensión (esterolitografía), sobre el cual se realizó la aproximación (Figura 2). Como primer paso se restauraron las áreas faltantes, se fijó la mandíbula y el cráneo se colocó en un soporte de madera. Posteriormente se pusieron los espesores faciales en los puntos craneométricos (Figura 3) designados para ello y de acuerdo con el referente poblacional se realizó la colocación de músculos, glándulas, globos oculares, cartílago nasal, para finalizar con la colocación de la piel (Romano y col. 2012), (Figura 4). - 82 -
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Figura 2.
Figura 3.
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Josefina Bautista
Figura 4.
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Figura 5.
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Josefina Bautista
Figura 6.
Posteriormente, con la colaboración del artista plástico Daniel Olea se colocó la resina adecuada para concluir con la aproximación (Figura 5). Con fines de difusión se decidió hacer otro ejemplar colocándole cabello, cejas y pestañas, anotando que esta última fase fue la interpretación del artista plástico (Figura 6). Consideramos importante dar a conocer esta información y sobre todo difundir la aproximación facial de la mulata recuperada en los alrededores de la Villa de Guadalupe, ciudad de México ya que hasta ahora son pocos los ejemplares de población mulata que se han localizado en nuestro país, y no hay estudios cráneométricos de ellos; a pesar de los datos poblacionales que se tienen sobre la población africana desde 1570 (Lagunas 2010: 231, 232,233 y 236). En estas referencias del Dr. Lagunas nos da datos poblaciones de la Nueva España desde 1568 hasta 1646; esta última fecha coincide con la del cráneo de la mulata de La Villa de Guadalupe, ciudad de México. Tampoco se tiene mucha información arqueológica acerca de restos africanos o afrodescendientes en México; González Miranda (1979) reporta algunos cráneos localizados en BANCEN (hidalgo y Reforma, DF); Mota y Meza (2001) excavaron un cementerio con negros esclavos en Oaxaca; Lagunas y Karam (2003) reportan cráneos con mutilación dentaria, procedente del Hospital Real de San José de los Naturales, de la ciudad de México; Tiesler (2003) reporta la práctica de la mutilación dentaria - 86 -
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en una población negroide de Campeche; Meza (2012) reporta 20 cráneos con rasgos negroides provenientes del Hospital Real de San José de los Naturales de la ciudad de México y Martínez y Jarquín (2012) describen la presencia de restos óseos de negros en Zultepec, Tlaxcala; pero como se observa estas referencias solo aportan datos culturales ( limado dental). Por lo antes descrito consideramos que el dar a conocer el cráneo de la mulata localizada en el conjunto mezclado de huesos humanos localizado en la cripta de La Capilla de Indios, de La Villa de Guadalupe, ciudad de México, aporta datos antropofísicos de este núcleo poblacional presente desde el Virreinato. Bibliografía Comas, Juan 1976 Manual de Antropología Física, México, UNAM. Krogman, W.M. y M. Y. Iscan 1986 The Human skeleton in Forensic Medicine, Springfield, Illinois, C.C. Thomas. Lagunas Rodríguez, Zaid 2010 Población, migración y mestizaje en México: época prehispánica- época actual. México. INAH. Romano, Pacheco Arturo, Ma. Teresa Jaén Esquivel y Josefina Bautista Martínez 2012 La población antigua de La Villa de Guadalupe ciudad de México (1200-1700 dC), Fundación Miguel Alemán A.C., INAH, México. Ubelaker, Douglas 1989 Human skeletal remains: Excavation, analysis, interpretation, Taraxacum, Washington, D.C. White, Tim 2005 The Human Bone Manual, Elsevier Academic Press, California.
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De cuerpos, enfermedades y prácticas curativas. Los nahuas del occidente Edith Yesenia Peña Sánchez y Lilia Hernández Albarrán DAF-INAH In memoria María Elena Salas Cuesta
Introducción
Las explicaciones sobre la cosmovisión de los pueblos de occidente en el ámbito histórico resultan complicadas debido a que existen pocas fuentes que contribuyan con información sobre las poblaciones y organización de sus grupos indígenas originarios y sólo hacia la época del Virreinato se encuentra más información, pero aun así es limitada y escasa; sin embargo, con base en textos de este periodo retomaremos algunos documentos e investigaciones para perfilar brevemente el devenir histórico. Las investigaciones arqueológicas han contribuido a complejizar aún más el problema al brindar evidencia de que los asentamientos prehispánicos fueron innumerables y muy dinámicos, pese al saqueo y destrucción de que han sido objeto. Lo que ha implicado la descontextualización de algunos elementos y dificultado su interpretación, pero a la vez permiten observar un vasto desarrollo en la alfarería y elaboración de figurillas de animales, guerreros, chamanes y personajes con enfermedades, discapacidades y tratamientos corporales intencionales únicos en el mundo, así como una asombrosa tradición funeraria y una amplia herencia del manejo de recursos naturales para alimentarse y curarse. Estas características hacen constatar la presencia y movilidad constante de varios grupos indígenas que dejaron un legado de sus tradiciones culturales en la zona como: los olmecas, toltecas de origen nahua, toltecas-chichimecas, tarascos o purépechas entre otros (Valencia 2004:25). Lo cual dio como resultado la integración de una amplia gama de rasgos propios del desarrollo cultural de occidente, con evidencias tempranas de su población hacia 1500 años antes de nuestra era (Reyes 2001:12), y de elementos y características mesoamericanas del Centro de México (Olay 2001:10). De ahí que, para esta región, el cuerpo de saberes que en el pasado se construyó en torno a la salud y enfermedad se han heredado, de alguna manera, de generación en generación y constituyen un cúmulo de saberes históricos con elementos prehispánicos de diferentes grupos indígenas, de la medicina española, la integración
e. y. peña sánchez y l. hernández albarrán
de una medicina colonial con influencias asiáticas y africanas debido a la constante migración de los llamados “indios chinos y negros o pardos” que enriquecieron las representaciones y prácticas curativas de occidente y que muestra una dinámica de transformación y reproducciones culturales que permitieron su existencia y adecuación a las condiciones sociales y culturales actuales de sus descendientes. Para dar cuenta de ello, el objetivo de este trabajo es brindar un breve panorama sobre las prácticas y representaciones curativas que presentan una de las comunidades de ascendencia indígena nahua del estado de Colima reconocida por sus pobladores como “los brujos de Suchitlán, Comala” a través de una perspectiva emic, que permitió describir la zona y grupo de estudio, la percepción del cuerpo-persona, sus prácticas curativas, así como componentes de la vida social y cultural, para lo cual se utilizó una metodología cualitativa y la aplicación de técnicas etnográficas como la observación participante, entrevista semiestructurada y en profundidad realizada a 18 poseedores del saber tradicional y científico y 30 residentes de la comunidad. Breve retrospectiva histórica de las poblaciones indígenas del estado de Colima
Isabel Kelly (1980) propone que los complejos arqueológicos de los Órtices y Comala fueron desarrollados por pueblos y culturas con características distintas al resto de Mesoamérica, lo que se hace evidente en la presencia de tumbas de tiro y la ausencia de representaciones de deidades en su arte (Olay, 1997). Sin embargo, hacia el Posclásico (desde 900 dNE) aparecen centros urbanos como el Chanal que comienzan a tener algunas similitudes con las culturas del Altiplano central, al mostrar representaciones de deidades como Ehécatl y Tláloc y símbolos calendáricos, así como la constante presencia de Huehueteotl en la cerámica (Olay, 1996), estas modificaciones han sido atribuidas a los contactos culturales así como al arribo de dichos grupos, pues en las evidencias arqueológicas se observa una marcada estratificación social que antes no se hacía evidente. Carl Sauer realizó una reconstrucción histórica con base en la Relación sumaria de Lebrón de Quiñones de 1554, sobre la organización del territorio de Colima estableciendo que antes de la llegada de los españoles existían tres zonas bien definidas que eran las de: Colimotl, Tecomán y Tepetitango (Sauer, 1948). Se propone que al momento de la conquista el territorio que conformaba Colima se extendía desde el Motín y la Bahía de Navidad hasta el volcán de Colima, donde existía una población aproximada de 140,000 indígenas (Sauer, 1948). Sin embargo, tal como se cuestiona Nettel (1996: 8): ¿Porqué para 1548 en la Suma de Visitas, existían tan sólo en esta área 51 pueblos con diez y siete mil tributarios aproximadamente? Es evidente la baja de la densidad poblacional o despoblamiento que bien se podría asociar con condiciones materiales de existencia, sometimiento y explotación de la población indígena, epi- 90 -
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demias, fenómenos naturales y migración, por lo que tardó un par de siglos para dar comienzo el repoblamiento. Felipe Sevilla del Río (apud Reyes, 2000:72) manifiesta que para el siglo XVII tanto en la provincia de Colima como en el Valle de Alima sólo quedaban mil indios aproximadamente, y es hasta el siglo XVIII que comenzó una recuperación en su número pues según datos de Cook y Borah (1977) para 1804 existían 4336 indígenas. Schöndube (1994) menciona que en el vasto territorio de lo que se constituyó como la Alcaldía Mayor de Colima (desde el sur de Sinaloa hasta el Río Balsas en sus inicios)5, se hablaban muchas lenguas aparte del mexicano, esto se hace evidente en un documento que trabaja Román (1993:296-300) sobre un capítulo celebrado en Guadalajara en 1553, cuando Lebrón de Quiñones pregunta sobre las peculiaridades de los naturales de la provincia de Colima en el que le manifiestan los participantes que los hablantes en su mayoría son otomíes pero de lenguajes diferentes, y hay muy pocos naguatlatos de la lengua mexicana en comparación de los que hay de lenguas diferentes. Lebrón de Quiñones (1988) menciona que encontró 33 lenguas diferentes en tan sólo diez leguas de comarca y que además en muchos pueblos pequeños había hasta tres o cuatro formas diferentes de hablar. Reyes (2000:42) pone de manifiesto que entre las lenguas existentes destacaron para el siglo XVI el cazcán, sayulteca, tarasco, tamazulteca, zapoteca (la lengua propia de Zapotlán no relacionada con Oaxaca), pinome, coca, tiam, cochin y otomí. Reyes (1994) ejemplifica que en documentos históricos se encuentran testimonios de los pobladores del área de Occidente que mencionan el uso de la lengua mexicana como sucede con los habitantes de Zapotlán en las Relaciones de la Provincia de Amula quienes afirmaron que la lengua que entre ellos hablan es otomita (…) pero que generalmente hablan la mexicana y della usan al igual que los pueblos de Tuxcacuesco y Cuzalapa, por tanto Reyes (2000:43) considera que la lengua más difundida era el náhuatl o mexicano de la que se piensa se hablaba una versión modificada conocida como tocho (Urzúa, 1970). Aparte del contacto cultural con la zona del Altiplano y la evidencia del uso de la lengua náhuatl se ha establecido conforme la Relación de Michoacán que hubo un tiempo en que el Señorío de Colima estuvo dominado por los purepéchas a quienes tributaron algodón y sal (Reyes 2000:45-46), con quienes posteriormente tuvieron una enemistad muy fuerte como se hace evidente a la llegada de los españoles. La entrada de los españoles al Señorío de Colima resultó difícil, pues eran poblaciones conocidas por su carácter bélico y difícil acceso con una fuerte rivalidad con los purépechas; según documentos históricos se presentaron varias batallas sin que quede claro cómo es que se dio la conquista de Colima, pues los cronistas mencionan que era fácil que derrotaran a los españoles, al respecto Reyes menciona que tal vez tuvo que ver el hecho de que supieran de la caída de Tenochtitlán para no continuar la batalla (2000:57-58). Asimismo comenta que hacia 1525 (según datos de Felipe Sevilla - 91 -
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del Río) el territorio se extendía hasta lo que sería Nayarit, en ese sentido la Alcaldía de Colima abarcaba para ese entonces casi la totalidad de lo que hoy se conoce como la región de Occidente, pero debido a conflictos armados y el control de los puertos fue desmembrándose y siendo repartido. Con el establecimiento del virreinato en la zona se inició el aprovechamiento de los abundantes recursos utilizando como mano de obra a la población indígena que al principio fue sometida como esclava, si bien esta forma de explotación fue derogada en 1526 por España y ratificada por la Nueva España en 1542 (Reyes 2000:59) pese a ello, Reyes y otros autores, consideran que esta práctica continuó hasta el XVII bajo formas simuladas, lo que contribuyó a la muerte de un gran número de indígenas, situación que atestiguó Lebrón hacia 1552 al observar los abusos cometidos por los encomenderos. Así pues, no se conoce con certeza la población existente y la que fue muriendo o siendo reubicada según las modificaciones de los límites y el establecimiento de villas, las reducciones de pueblos, el establecimiento de un nuevo orden social y de dominio. Las fuentes más cercanas a esto son los reportes de visitas como la de Lebrón de Quiñones y los datos recogidos en los archivos parroquiales. Terríquez (1985:85) menciona que para 1619 el territorio de Colima contaba con 7,710 tributarios y López de Lara (1973) indica que para 1630 tan sólo se contaba con 1,134. En el Padrón de Villa de Colima de 1793 realizado por don Diego de Lazaga, que forma parte del Censo levantado en la Nueva España a partir de 1789, por orden del virrey Don Antonio Guemes y Pacheco segundo conde de Revillagigedo, se empadronaron 907 casas habitadas por 4,314 personas de las cuales 2,205 eran blancos y castas (españoles, criollos, castizos y mestizos) y 2,109 pardos o mulatos1. La población indígena no vivía en el centro de la Villa de Colima sino en poblados de Almoloyan, Zacualpan, Quizalpa, Coquimatlán, Ixtlahuacán, Cautlán, Tamala y Tecomán, no tenían ninguna participación política y servía de mano de obra artesanal, minera y agrícola (Lazaga apud Nettel 1992:19-20). Se considera que algunos servían de centinelas del mar del sur y daban aviso a la Ciudad de México del arribo de naos por las costas cuyo destino final eran el puerto de Acapulco, actividad que brindaban como tributo y era realizada por algunos habitantes de las costas, cuando comenzaron a ser frecuentes los viajes del galeón de Manila conocido como la Nao China. En dicha embarcación también llegaban de contrabando los “indios chinos” como se les llamaba a los filipinos (Reyes 2000:111y 170) y con ellos el coco, mango y tamarindo, entre otros recursos comestibles y curativos. En el padrón de la Villa de Colima se contabilizaron 491 matrimonios en su mayoría de blancos (criollos con “mujeres de su calidad” y en menor número con pardos y mestizos) y diez casos de criollos casados con indios (Lazaga apud Nettel Los españoles preferían los servicios personales de mulatos o pardos al de los indígenas, por lo que se considera que Colima recibió inmigraciones constantes de mulatos provenientes de Michoacán y sur de Jalisco, en busca de mejores condiciones de vida (Nettel, 1996:15). 1
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1992: 26). Nettel (1992: 39) analiza un documento de la Colección de Manuscritos del Fondo Franciscano de la Biblioteca Pública del Estado de Guadalajara registrado bajo el título de División Política del Estado de Jalisco de 1823, el cual contiene información sobre la provincia de Colima al que corresponde un documento de 1818, periodo cercano a la independencia del país, que envía el señor Bernardo Campero de la Sierra al intendente Antonio Gutiérrez y Ulloa; en el cual se pone de manifiesto la cantidad de 28,398 habitantes para dicha provincia. El 9 de diciembre de 1856 se aprobó la modificación del territorio de Colima a estado de la federación según Francisco Zarco, cronista del Consejo Extraordinario Constituyente de 1856-1857 y fue hasta el 19 de julio de 1957 en que se instaló la primer legislatura del estado con carácter constituyente y legítimo (Ortoll 1988:118 y 130), se desconoce la población existente para ese momento; sin embargo conforme al decreto 345 emitido por el Poder Legislativo Estatal (2011:2) el cual retoma el texto de exposición de motivos de la época menciona que se calcula que la población puede llegar para 1847 a ser de 80,355 habitantes (número que especificaba la Constitución Mexicana de entonces como requisito para ser considerado estado), en ese sentido se cree que la población tenía un número cercano al mencionado. En 1990 la población era de 428,510 mientras que para el 2000 ascendía a 554,052 (INEGI, 2001) y según el Censo de población y Vivienda en 2010 se contaba con 650,555 de los cuales 322,790 eran hombres y 327,765 mujeres (INEGI, 2011), donde se considera que al igual que en el pasado la población está creciendo lentamente por migrantes que llegan al estado, de los cuales hay un fuerte porcentaje de indígenas que van a las costas a trabajar en actividades agrícolas, salinas y de pesca. Las poblaciones que conservan rasgos de ascendencia indígena así como saberes tradicionales en el estado de Colima no son pocas, pese a la pérdida de la lengua y otros rasgos etnográficos, como lo atestiguan estudios históricos y antropológicos. Sin embargo, los esfuerzos estatales para dar seguimiento de las mismas insisten en ubicarlas a partir de una sola característica, la lengua, tal como lo hace constar el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática donde destaca que para el estado de Colima la población actual de más de cinco años de edad hablante de alguna lengua indígena se conforma de 2,932 personas, siendo las lenguas más utilizadas el náhuatl, purépecha, zapoteca, huasteca, maya, amuzgo y otomí (INEGI, 2001), cuya concentración poblacional varía y obedece a procesos sociohistóricos tales como asentamientos de origen prehispánico, reducciones coloniales y reubicación o repartición de territorio agrario como a migraciones recientes de otros grupos indígenas que llegan a la entidad en busca de mejores opciones de trabajo y calidad de vida, destacando su concentración de hablantes en Manzanillo (865), Tecomán (597) y Colima (543) (INEGI, 2006). Asimismo, del total de hablantes de alguna lengua indígena en el estado el 35.1%, es decir, 1,028 personas hablan náhuatl (INEGI, 2005) y dicha población se concentra - 93 -
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principalmente en los municipios de: Ixtlahuacán (El novillero y Los chivos), Tecomán (El ciruelo, Tres de noviembre, Chalipa, El Jarano, Nuevo México, Los Desmontes, El chorizo, El tesoro, Mocambo dos, El mirador, Rancho el Diecinueve, Los Pocitos, San Rafael, Alfonso Cárdenas, Unidad habitacional maya, Cabeza de toro, El chococo y La colonia), Armería (Gerardo Chávez), Manzanillo (Salinas de San Buenaventura), Cuauhtémoc (El Cóbano) y Comala (Suchitlán, Cofradía de Suchitlán y Zacualpan) (INALI, 2005). Esto no quiere decir, que otras comunidades del estado no tengan ascendencia indígena, sino que las características que los identifican son cada vez más difíciles de establecer, además de que ya no existe una adscripción por parte de sus residentes. Lo que ha llevado a que no se considere necesaria la existencia de una instancia como la Coordinación para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas en el estado de Colima y por lo tanto para atender problemáticas relacionadas con los pueblos indígenas del estado se tiene que acudir a dicha instancia dependiente del estado de Jalisco. A lo que se suma la carencia de información arqueológica e histórica por lo que es complicado documentar el mestizaje y movilidad territorial de diferentes grupos que habitaron el actual estado de Colima. El contexto ecológico, histórico y sociocultural de Comala, Colima
Entre las comunidades de ascendencia indígena del estado de Colima destacan las que forman parte del municipio de Comala (cuyo significado en náhuatl es “lugar donde hay comales” deviene de comalli -comal-y llan –lugar-), Olay (1994:99) menciona a Comallan como pueblo localizado a legua y media de la Villa de Colima a la que estaba sujeta la estancia de Tecomachan según la Suma de visitas de pueblos. Se le consideró un camino de paso tradicional y comercio que se transformó hacia 1541 por la incorporación de nuevas rutas como el Camino Real de Colima, además de que cuenta con evidencia etnohistórica de documentación colonial sobre personajes, hechos históricos, ecológicos y epidemias que asolaron a la población. Carl Sauer (1948) menciona que Comala fue un territorio que pudo estar densamente poblado. Hacia 1532 en el documento Vecinos y Pueblos de Colima se habla de la presencia en Comala de 40 indios, mientras que entre 1546 y 1547 se mencionan 468, en 1553 se cree que la población llegó a 500 habitantes, cifra que aumentó a 668 en 1565, declinando a 600 en 1570 y luego a 548 en 1597 (Reyes 1994:121). Al respecto del aumento de la población indígena en el siglo XVI surgen muchas interrogantes y se han generado algunas hipótesis al respecto. Reyes (1994) explica que una de ellas es la realización de una reducción de población, lo que Sauer propone como la reubicación del antiguo Suchitlán que estaba en Tepetitango (Armería) ya que durante la primera mitad del siglo XVI no existen referencias en los documentos sobre Suchitlán en Comala; - 94 -
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mientras que la segunda hipótesis, que no ha sido confirmada, sostiene con base en elementos culturales que se encuentran en la zona, una posible migración de un grupo cora o huichol que habría llegado a Colima a la zona del volcán del Fuego (Comala) alrededor del año 1540 (1994:121-122)2. En la época virreinal Comala era una República de Indios en la que se manifestó un aumento en el número de indios para la segunda mitad del siglo XVI siendo que la mayor parte de ellos radicaba en el nuevo Suchitlán3 debido a que se constituyó como uno de los centros para proveer mano de obra para los graneros y la cría de ganado de los frailes de San Francisco de Almoloyan, ubicado a legua y media de la Villa de Colima (Reyes 2000:82). Misma situación que sucedió en Caxitlán y Tecomán, mientras que Armería se convirtió en pueblo de españoles y de mulatos. La población de Comala pertenecía a fines del siglo XVI al curato-doctrina de San Francisco (Flores 1994:112). Comala, a través del tiempo fue organizada bajo diversos sistemas socioeconómicos como la encomienda, el ayuntamiento y el municipio, hubo movilidad constante de los pobladores originales que eran orillados a refugiarse en los cerros y zonas accidentadas difíciles para vivir, pero que a la vez se considera, servían como barrera para no ser sometidos y utilizados en los conflictos armados ni afectados por epidemias. Por lo que, para la atención del cuidado de la salud de los habitantes acudían como lo manifiesta Tank (1982 apud Romero de Solís, 1996:11) a una serie de sujetos que se relacionaban con la medicina: -médicos o “físicos”, cirujanos, ensalmadores, boticarios, especieros y herbolarios- tal vez los cirujanos eran los que gozaban de mayor descrédito. Por ley sólo atendían dolencias denominadas “externas” o “mixtas”, a saber “heridas, fracturas, cataratas, tumores, llagas, enfermedades venéreas y hernias” A través de la documentación histórica del Archivo Municipal de Colima para el siglo XVI es observado por Romero de Solís, el ejercicio de la medicina entre españoles y naturales que revelan los conflictos raciales, sociales y culturales de la práctica para la época, de los cuales mencionaremos tres casos: El primer caso es sobre el proceso inquisitorial realizado en 1568 a Pablo Chapoli natural de Comala (Romero de Solís 1994:69-110 y 1996:15-23) acusado de hechicería en la declaración del testigo Martín Ziménez indio natural del pueblo de Mazatlán,
Al respecto Reyes menciona que Existen notables similitudes entre ambos grupos, particularmente en el uso ritual de algunos elementos. Por ejemplo: “los azules” –bolas de pinole amasado con piloncillo que, ensartadas, se usan como collares en ciertas ceremonias-; y los equipales, que además de ser estilísticamente muy cercanos, en Suchitlán como en el Nayar, su uso está reservado a algunas ceremonias (1994:122). 2
Al respecto Reyes comenta que según el mapa de Sauer existía la mención de un Suchitlán en Tepetitango, el cual se cree que se reubicó mediante una reducción a Comala, pues a partir de 1560 comienza a hacerse mención de un Suchitlán en Comala (2000: 82). 3
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Amula, dijo que le habían regalado un libro de conjuros y que buscó a Chapoli para que le enseñara como usarlo, el cual lo vio y le dijo que hiciera lo siguiente: Ve casa mañana a bañarte al río de Comala en nombre de Lucifer, y has de ir diciendo estas palabras: “Diablo, tú que a nuestros antepasados oías e ayudabas cuando te llamaban”. Y has de ayunar cuatro días: los tres por tres demonios que se llaman Xuchimatl y Xuchicuauhitl y Xilsutlitecutli, y el otro día por el propio río. Y que luego se le aparecería el demonio en flor, red o piedra o niño, y allí se le ofrecía por suyo y le daría una señal para que por ella pudiese usar encantamientos, haciendo el mal que quisiese, y curando y sacando de los cuerpos las enfermedades en figura de piedra, huevo y paja (Ibidem:16). Martín Ziménez no logró hacer todo lo encomendado y volvió con Chapoli para que le dijera que hacer y este le comentó “que tomase en la boca un poco de piciete4 él lo podría ver” lo hizo y no le funcionó, se lo comentó a dos comaltecos y declaró uno, Dioniso Flores que lo había visto curar y que era un “bellaco burlador”: Los chupa en brazos y piernas, e en otras partes del cuerpo, y les hace entender (que) les saca piedras, e pajas, e palos y les dice: ‘Veis aquí los hechizos que teníades en el cuerpo’ (Ibidem:21). Chapoli en el interrogatorio, reconoció que tenía: …por oficio curar a los enfermos e soballo… porque sus antepasados lo hacían de aquella manera cuando querían hablar con el demonio o velle; y este confesante, como lo vía haber, lo deprendió… (Que esto lo hacía) antes que se tornase cristiano e le bautizasen y que si de ello platicó y algo mostró a Ximénez es aquella sazón, fue por ambos “estaban borracho” (Ibidem:21). Se le sentenció como culpable y fue condenado a servir en la iglesia de Colima, y se le prohibió seguir realizando sus prácticas curativas: De hoy más a ningún indio ni le chupe, como ha tenido la costumbre hacer, ni use más del dicho oficio, so pena que por la primera vez le serán dados cien azotes e será trasquilado, y sirva un año en la dicha iglesia; e la segunda, desterrado desta Provincia. E otrosí le condenó en las costas (Ibidem:22). El segundo caso es el que se relaciona con el saber español de sangrar, muy utilizado en la época para socorrer o brindar alivio, lo que obligaba con frecuencia a improvisar en situaciones de emergencia aplicando estas terapéuticas, los autores mencionan el caso en 1556 de un principal indígena Francisco Mozque del pueblo Según Romero Solís, el piciete o pícietl es el nombre que se asignaba a diversas plantas como la Nicotiana rustica y la Nicotiana mexicana, que son especies de tabaco, comenta que el uso de picietl en los conjuros y ceremonias religiosas de la población indígena estaba comprobado (1996:17). 4
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de Tapistlán, cuya familia acusa a Antonio de Contreras, hombre de confianza de Lebrón de Quiñones según el alcalde mayor Alonso Sánchez de Toledo, de obligarlo para acompañarlo a Alimancín a pesar de encontrarse enfermo y quejarse de dolor en la garganta, viendo la enfermedad un acompañante de Contreras, “Pedro de Hoces le metió la mano en la boca e le quebró unos flemones que tenía en la garganta, y lo sangró” según un negro acompañante. Después Alonso Miguel lo sangró de la lengua, Pedro Vivanco le puso paños calientes en el estómago y Juan de Arana lo sangró de la lengua y del brazo por una papera o llaga que tenía en el cuello. Todo esto pasó a lo largo del viaje y de regreso, posteriormente Contreras y su séquito pasaron de nuevo por el pueblo de Tapistlán y visitaron al principal, del cual comentó: “Lo hallaron malo, que se quejaba del costado, (…) e dijo que le habían sangrado de los brazos e de la lengua nueve veces” a la mañana siguiente murió. La familia retiró la querella (Romero de Solís 1996:23-25). En el tercer caso se priva de la libertad al cirujano italiano Maestre Donato por un mandato del virrey en 1588 en el que se ordenaba al alcalde mayor de la Villa de Colima, aprehender a los extranjeros que anduvieran o residieran en su jurisdicción, se les incautaran sus bienes y enviaran presos a la cárcel real de México. El preso dio una petición por escrito al alcalde suplicando ser liberado y tomando por cárcel la Villa de Colima, solicitando sus bienes embargados para continuar con su oficio, lo cual se confirmaba por su buena reputación y abundante clientela. El auto del alcalde le concedió la petición ya que consideró su oficio “cosa necesaria para la República” (Romero de Solís 1996:7-11). Mediante estos casos es posible observar que en la época coexistían diferentes prácticas curativas que eran ejercidas de maneras y en contextos diferentes, siendo que los indígenas mantenían el uso de prácticas que se mezclaban ideológicamente con significados y símbolos del cristianismo las cuales eran sujetas a persecución y castigo por considerarse herejías, mientras que los españoles ejercían algunas técnicas para curar que no eran mal vistas y que en circunstancias de emergencia ponían en práctica, aunque fueran riesgosas para quien las recibiera. Romero de Solís (1996) comenta que españoles y negros residentes en Colima acudían a médicos, cirujanos, barberos y sangradores para su atención. Mientras que los naturales se atendían con remedios caseros trasmitidos de generación en generación o curanderos, pero que es muy probable que los primeros también recurrieran en caso de necesidad a dicha práctica curativa. En su caso acudían al hospital de la Villa de Colima y a conventos que abrieron hospitales como el de San Juan de Dios desde principios del siglo XVII que subsistía por donativos y por el apoyo de la cofradía del Dulce nombre de Jesús (Nettel 1992:22) En 1624 quedo asentado en la Visita General de todo el Obispado realizada por Fray Alonso Enríquez de Toledo y Armendáriz que se contaba en Comala con un hospital y estancia, mientras que otros poblados - 97 -
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tenían hospital de limosna. Lo que se corroboró el 4 de mayo de 1624 en el auto de vista efectuado en Tuxpan (Flores 1994: 112) además que la mayoría de los naturales se trataban comúnmente con los curanderos. En el siglo XVIII los datos son escasos; sin embargo conforme a la ordenanza de Felipe V que establece “conocer oficialmente la realidad humana, económica y administrativa del Virreinato” (Hernández 1979:157) se ordena que en la Nueva España, Perú y Nueva Granada se emprendan las acciones pertinentes para recabar la información, producto de ello surgen varias descripciones entre ellas destaca la Descripción de Colima de 1744 realizada por Juan de Montenegro en la cual se menciona que para dicha fecha, Comala y su barrio Suchitlán son administrados por el convento de San Francisco de Almoloyan, cuya población es de 67 familias de indios (Calderón Quijano 1979). Asimismo Valencia (2004:51) comenta que para 1789 existen en Comala 125 familias de indios. En el siglo XIX, Comala después de la epidemia de cólera consigue tener camposanto, y estaba constituida para 1845 por 3,131 habitantes distribuidos en los barrios de San Miguel, Dolores, Llanito, San Juan López, las haciendas de Suchitlán y cañada, y los ranchos de los Colomos, Cofradía de agosto, La Joya y San Antonio (García 1994:114). Comienzan los movimientos armados y la inestabilidad constante asociada a sequías, epidemias y hambres. En virtud de lo cual, en las primeras décadas del siglo XX surgen en las regiones de ascendencia indígena líderes que, en distintas etapas de la historia y por caminos diversos, lucharon por la tierra. Entre ellos destacan el “indio” Alonso en Zacualpan y Gorgonio Ávalos de la Cruz en Suchitlán, ambos envueltos en un velo de misterio que los ha señalado durante años como nahuales. Este último personaje, decidió luchar por la repartición de las haciendas a favor de quienes trabajaban en ellas. Lo hizo con la Hacienda de Nogueras y San Antonio, logrando que Suchitlán se convirtiera en 1918 en el primer ejido a nivel estatal y el segundo a nivel nacional (López 1998: 8-9). Sin embargo, según Valencia (2004), la “rebelión cristera” generó una serie de estragos más profundos que la Revolución, de hecho comenta que fue precisamente en las afueras de Comala que se originó el primer enfrentamiento armado en enero de 1927, de hecho a partir de dicho conflicto se generan una serie de rivalidades y enemistades que perviven en la actualidad a la par que se afectó el desarrollo agrícola y ganadero que conllevó a una falta de productividad, el comercio se vio mermado, además de la inseguridad. Para poner fin a la situación el Estado mandó contingentes armados al mismo tiempo que se solicitó apoyo de los habitantes, según comenta Valencia (2004:47-48) siendo que en 1929 pobladores de Suchitlán fueron organizados por Gorgonio Ávalos para participar como reserva por lo que partieron a las faldas del Volcán donde se refugiaban los cristeros. Épocas en que la única atención en salud para el pueblo era la doméstica, los curanderos y solo la gente de “dinero” podía pagar - 98 -
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un médico en la ciudad, por lo que persistió el sentido de las prácticas curativas del saber tradicional5 y popular6. Los “brujos de Suchitlán” Sea cual fuere su origen, a la actual comunidad de Suchitlán perteneciente al municipio de Comala, Colima, se le reconoce por su toponimia en náhuatl como “lugar de las flores” de xóchitl (flor) y tlan (lugar), donde según la tradición oral la flor típica de la comunidad es el cempasúchitl. Desde la antigüedad fue considerada como un asentamiento de diferentes culturas de origen indígena, que por sus condiciones difíciles para vivir migraban constantemente. La fundación de la comunidad es todavía un dato por esclarecer, siendo que las evidencias coloniales en 1577 hacen mención de Suchitlán como “pueblo de indios” y se le consideraba conjuntamente con Comala, parte de una encomienda (Romero citado por Preciado, 2007). La configuración ecológica de la comunidad cuenta en su extensión territorial con un suelo fértil de tierra color rojizo y negro, lomeríos y volcanes, favoreciendo un clima templado húmedo que permite la presencia de una amplia variedad de flora y fauna. Suchitlán es considerada una comunidad con fuertes raíces indígenas que conserva una serie de tradiciones de origen ancestral relacionadas con la elaboración de artesanías (cestos de otate y carrizo, máscaras de madera para danza7), equipales8, instrumentos musicales de tipo prehispánico9, danzas10 y el uso de prácticas curativas tradicionales. Es un lugar donde han confluido un sinfín de misiones religiosas que han permitido una amplia gama de ideologías con predominio de prácticas católicas y evangélicas, pero también de espiritualistas y testigos de Jehová, que han dotado de un sentido particular la forma de percibir la enfermedad, la salud y los recursos a través de los cuales pueden tratarse. Pese a este gran bagaje de tradiciones, sentido festivo y turístico, se presentan una serie de problemáticas sociales y culturales que ubican a la comunidad de Suchitlán con un moderado índice para el desarrollo humano. Se ha caracterizado por Con base en Anzures (1981: 49-51) y Romero (2006:146) se considera a la medicina tradicional como los conocimientos y saberes que se construyen en torno a la salud y la enfermedad heredados de generación en generación que constituyen un cúmulo de conocimiento y saberes históricos con remanencias del sentido prehispánico y colonial de curar. 5
Paul Hersch (1998:3) define a la medicina popular como: ... puede o no ser tradicional o indígena... pero se ha nutrido a lo largo de varios siglos, tanto de recursos e ideas de la medicina prehispánica, como de los provenientes de la Europa, así como de otras corrientes introducidas desde entonces, incluyendo elementos del naturismo, de la misma medicina oficial y de la religión. 6
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Se elaboran en madera de zopacle y se pintan con colores vivos.
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Son asientos, sillas o banquitos hechos de guásima, carrizo y palma.
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Como el tlapitzalli (flauta de carrizo), huehuete (tambor) y chirimía (flauta de madera).
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Destacan las danzas de los morenos, los gallitos, los negros, los sonajeros y el rebozo. - 99 -
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tener desigualdad social en su espacio territorial, problemas de tenencia de la tierra, desempleo, deserción educativa, problemas de salud asociados a hábitos y costumbres culturales, pérdida acelerada de las tradiciones por parte de las nuevas generaciones y falta de un mecanismo que refuerce la identidad de pertenecer a un grupo de ascendencia indígena. Los moradores de Suchitlán continúan dedicándose particularmente a actividades socioeconómicas y laborales relacionadas con la producción del café, caña, verduras, frutas y ganado lechero; así como al comercio y elaboración de artesanías. Sin embargo, la comunidad ha visto en su tradición curativa un elemento más para su reivindicación social, ya que en la memoria colimense se tiene presente a “Suchitlán, la tierra de los brujos” y permite identificar a la comunidad como un lugar donde se “sabe curar” y que, además, la gente busca y legitima como necesario e indispensable. En la actualidad, se considera que dicha denominación obedece a un reconocimiento que no rebasa el siglo pasado, y se inicia con el caudillo del lugar, tal como nos lo hace saber Doña María Dolores Fuentes de Elizondo: Por ahí del mil novecientos y tantos [...] aquí había un brujo llamado Gorgonio Ávalos a quien perseguían mucho y dicen que se convertía en veces en guajolote, burro o tecolote. Siempre despistaba a los militares. Sin embargo, como previamente se comentó se cuenta con el proceso inquisitorial al indio Chapoli de Comala por practicar la curación de sus antepasados. Otros lugareños comentan: ¡los brujos se están acabando! y una adolescente del lugar manifiesta estar harta de que en la secundaria le digan “de cosas” o la llamen “bruja” por ser de Suchitlán. Los curanderos indican, que por momentos su práctica curativa ha sido considerada como una forma de desprestigio, ya que se piensa como una manera menos válida de curar, y a sus practicantes se les considera charlatanes por lo que surge la interrogante ¿Si una práctica en efecto es curativa puede ser errada? Olvidando que la mala práctica médica se puede dar en ámbitos tradicionales o académicos y en espacios rurales e indígenas como en ciudades. A esto se le aúna la edad avanzada de la mayoría de los curanderos del lugar, la paulatina modificación del entorno y del perfil de los padecimientos y enfermedades, así como la pérdida del sentido de las representaciones y prácticas ancestrales. Por ello, consideran difícil tanto acceder a recursos naturales, como generar alguna intervención para la cura de enfermedades modernas, crear tecnologías, heredar el saber a las nuevas generaciones y subsistir económicamente. Sin embargo, pese a este panorama los curanderos de Suchitlán continúan vigentes, ya que dichas prácticas curativas se han incorporado en la cotidianeidad de las unidades domésticas donde llega a ser el primer recurso útil, y con frecuencia el único para solucionar sus problemas de salud. E incluso en Colima en otras poblaciones - 100 -
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y las ciudades se constituye como una alternativa más para aliviar padecimientos y enfermedades, ya que el “remedio casero” evoca la seguridad y el cuidado familiar, pero también el recuerdo “de la abuela o madre que hablaba de la eficacia de la medicina de los antiguos” practicadas por los diferentes tipos de curanderos. Todo ello se articula en un conjunto de saberes, habilidades y acciones que los individuos utilizan para resolver sus problemas de salud y obtener un bienestar físico y emocional visible en sus relaciones sociales en la que participan los curanderos. Configurando los problemas de salud y las prácticas curativas en Suchitlán
Todo ser humano es motivado a buscar atención para solucionar sus problemas de salud, los cuales se llegan a percibir cuando se presentan cambios en la forma o funcionamiento del organismo y del estado anímico. Estas apreciaciones se comparan con lo que habitualmente se observa en el cuerpo y sentir emocional día a día; por lo que se recurre al conjunto de saberes domésticos y familiares que nos brinda un conjunto de experiencias para tratarlos de resolver, y cuando éste es rebasado, entonces se acude con alguien que pueda brindar una atención llámese: doctor, curandero, partera, sacerdote, hermano espiritual o terapeuta alternativo. Esto nos lleva a pensar que cada persona le da un sentido particular a sus problemas de salud, el cual permite identificarlos como enfermedades o no, pero que siempre presentarán una reacción ante estos, como aprender a vivir con ellos o resignarse, sufrirlos y por lo general enfrentarlos, para lo cual utiliza una atención doméstica o especializada. Es decir, la persona tiene una manera específica de “padecer” su problema de salud que frecuentemente no se toma en cuenta, ya que se considera que solamente la enfermedad es la piedra angular de los problemas de salud. De ahí la importancia de hacer hincapié en que cada sistema de atención en salud11 genera su particular definición y clasificación de lo que es o no una enfermedad, por lo que existen problemas de salud y padecimientos que no son identificados por todos los sistemas médicos, ya que su causalidad y origen obedecen a una cosmovisión12, que concibe un cuerpo de enfermedades y terapéuticas, cuyos especialistas aprenden a diagnosticar para las cuales indiscutiblemente estarán preparados y brindarán la mejor atención. Conjuntan representaciones (explicaciones) y prácticas (modos de acción) de los que parte cada grupo humano para interpretar el cuerpo, la persona, espíritu, medio natural y social, la salud, la enfermedad y la muerte. Dichos sistemas médicos se consideran respuestas sociales y culturales que se relacionan con las dinámicas históricas de las poblaciones frente a sus determinadas condiciones de vida, por lo que se piensa que, en conjunto, cada sistema de salud es independiente. Según Pederson (1991) el sistema de salud se define como el conjunto de recursos humanos, tecnológicos y servicios destinados específicamente al desarrollo y la práctica de una medicina para la asistencia de la salud individual y colectiva. 11
…la visión estructurada en la cual los miembros de una comunidad combinan de manera coherente sus nociones sobre el medio ambiente en que viven, y sobre el cosmos en que sitúan la vida del hombre (Broda 1991:462). No es eterna ni inmutable; y es uno de los problemas por investigar cómo ésta se modifica a través del tiempo y en distintos contextos sociopolíticos. 12
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Por todo lo anterior, quien tenga un problema de salud, dependiendo del contexto social y cultural del que forme parte, la ideología que tenga, la oferta de los sistemas y servicios de salud a los que tiene acceso, su confianza en ellos, su percepción del origen y causa del “padecer” y la experiencia que tenga sobre ese problema; integrará un particular mecanismo de atención para solucionar su problema de salud. En el que hará uso de un sistema de salud específico o complementará su atención con recursos pertenecientes a distintos sistemas de salud (científico, tradicional o alternativo, complementario). Mecanismo que no cesará de echar a andar hasta que encuentre alivio o cura, y que se construirá dinámicamente cada vez que se presente un problema de salud (Peña 2008; Peña, 2012). De ahí que una de las situaciones que resulta crucial para comprender las representaciones y prácticas curativas implica el hecho de saber cuándo se presenta un problema de salud. En ese sentido, los curanderos de Suchitlán describen una serie de problemas que abarcan desde lo que conocemos como signos y síntomas (tos, temperatura, dolor del cuerpo, dolor de estómago, dolor de cabeza, entre otros), lo que denominamos como enfermedades propiamente en nuestro ámbito (gripa, infección de la garganta, diabetes, cáncer, colitis, infección del estómago, etc.), accidentes (fractura de huesos, torceduras, piquetes de insectos, etc.), afecciones (granos en la piel, leche apretada, leche agria, etc.), hasta lo que se ha denominado enfermedades culturales (agarre de duendes, susto, caída de mollera, empacho, etc.). Por lo que se otorga la noción de enfermedad a todo proceso que implique una alteración de la vida cotidiana manifestada en el cuerpo que impida el desarrollo de las actividades y el trabajo, que altere el estado de ánimo, asimismo se manifiesta una distinción clara con “un mal o maldad” la cual manifiesta que se hizo un “trabajo” o se generó “un mal puesto o compuesto” es decir, que alguien que le desea mal a otra persona acudió con algún “brujo” para que hiciera algún tipo de hechizo ya sea a distancia o mediante engaños o hacerle comer algo “preparado” para “enfermarlo”. Observando lo que implica una enfermedad es posible comprender que se trata de una alteración en la integridad como cuerpo-persona (biológico, psicoafectivo, social, natural e incluso “espiritual”). Por ello resulta crucial determinar su origen para poder atenderlo de manera efectiva. Así pues, un dolor de estómago puede deberse a la ingestión de un alimento que cayó pesado, manifestar un empacho, ser inicio de una infección estomacal o signo de un daño, por lo que resulta crucial la observación de otros síntomas, la vigilancia de la evolución de la enfermedad; la aplicación, en algunos casos, de tratamientos iniciales para descartar causas. En esta distinción de causas de la enfermedad es importante destacar que la alteración de las fuerzas vitales y naturales, así como de ciertas normas también tienen un papel importante, ya que las fuerzas vitales del cuerpo y ser humano manifestadas en la respiración y el pulso se enferman y dañan por ejemplo por el susto; sin embargo - 102 -
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más allá de un proceso fisiológico que se altera, la persona resulta dañada, pues su “ser se ha ido”, ha abandonado su cuerpo, se quedó en el lugar donde recibió la impresión o tuvo el accidente; sin embargo fuerzas naturales y sobrenaturales también pueden ocasionar esto, ya que lo mismo sucede cuando los dueños del agua son alterados al pasar por un río o zonas donde hay higueras o árboles lechosos, asimismo los “duendes” pueden realizar esta acción y quedarse con el “ser o espíritu” de la persona. De igual manera, se distinguen enfermedades que son específicas por etapa de la vida (niñez, adultez o vejez), según sexo (hay enfermedades propias de la mujer), según estado del cuerpo (por ejemplo el embarazo y la lactancia), por origen (las que refieren más a una alteración de: las funciones biológicas, de fuerzas vitales y naturales, del estado de ánimo, por daño o incluso por una conjunción de algunas de éstas causas). En la comunidad de Suchitlán, la población distingue a los curanderos como aquellos con quienes se acude debido a que son quienes tienen cierto conocimiento o poder que les permite curar de enfermedades que no cualquiera puede. Asimismo se les distingue por el tipo de enfermedades que cura cada uno o por su efectividad que han tenido en algunos casos. Sin embargo, las prácticas curativas realizadas se trastocaban y no tenían límites muy fijos de manera que los curanderos en general hacían curación de susto y agarre de duendes, incluyendo al sobandero y algunas parteras; mientras que algunos hacían también “prácticas espirituales de sanación de daños” y curación de enfermedades en general, en general se realizan prácticas médicas plurales que incluyen elementos de diferentes sistemas de atención. Entre este tipo de prácticas se encuentran los siguientes especialistas: Sobador. Las personas que tienen esta especialidad se dedican a arreglar “descomposturas” de la carne o de los órganos; por ejemplo, cuando el pulso está fuera de lugar, hay presencia de “latido”, el estómago se movió, el recto o “fundillo” se salió, se cae la matriz o se caen las varillas. También se especializan en quebrar las anginas y subir la mollera, así como en otras prácticas similares. Las técnicas para sobar son muy variadas dependiendo de la parte afectada, pero siempre se conjuga con una petición que hace el terapeuta para que le sea permitido curar. Es de suma importancia la forma de diagnóstico en donde se encuentran métodos como tomar los “pulsos”, ponerlos en su lugar, sentir la parte dañada, y en algunos casos solicitar el nombre de la persona y realizar rezos. Las técnicas de sanación también son amplias y atienden a la necesidad específica del padecimiento, así se pueden untar aceites (principalmente de oliva, nogal y tejón, entre otros), aplicar ventosas (para la cadera abierta), jalar algunas partes del cuerpo (la piel de la parte baja de la espalda para el empacho), sobar en círculos (la matriz) seguir la forma de los órganos (de los intestinos y el estómago), jalar la piel de algunas extremidades (como el brazo en su parte media interna para quebrar las anginas) o los cabellos (útil en el dolor de cabeza, garrotillo o punzada). En Suchitlán - 103 -
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se logró ubicar a tres curanderos con esta especialidad en activo, hay otros curanderos que también llegan a hacerlo, aunque no sea su especialidad. Huesero. Es la persona —por lo general hombre—, que arregla “descomposturas” sobre la forma y acomodo de los huesos y articulaciones, cuerdas (tendones), venas (nervios) y carne (músculos) del cuerpo, es decir, trabaja todo lo relacionado con golpes, torceduras y zafaduras de hueso. Las técnicas utilizadas para esta práctica son muy similares a las del sobador, por lo tanto varían dependiendo de la zona afectada y siempre se acompañan de una petición para que pueda realizarse la curación. Se debe pulsar para sentir la parte afectada siguiendo los contornos y teniendo en mente cómo debe estar acomodado el cuerpo. Dependerá del tipo de problema si se llega a utilizar una sobada suave (cuerda o nervio fuera de lugar) o profunda (como el pellizcamiento de la cadera o ciática), sacudida (para colocar huesos de la mano y el pie), jalón seco (acomodar huesos largos), vendar o amarrar (para que no se enfríe la zona o inmovilizarla si es una quebradura o esguince). El huesero llega a frotar con aceite, colocar algunos emplastos en las áreas afectadas del cuerpo y dar hierbas para el dolor y desinflamar. Encontramos en Suchitlán a dos curanderos que ejercen esta especialidad, ellos argumentaron que solamente pueden trabajar con una persona cuando se descarta la presencia de fracturas en el hueso, y en caso de que ésta exista, lo canalizan directamente con un doctor, ya que es más fácil que en el hospital lo enyesen a que ellos puedan conseguir todas las hierbas y camotitos que se necesitan para realizar un emplasto de lodo natural que sane la fractura; señalan que antes lo hacían, pero que ahora debido a esta dificultad, ya no. Los informantes también refirieron que cuando una persona requiere de más de tres sobadas, entonces consideran que se trata de un problema más complejo y le sugieren que acudan con otro curandero o con un doctor. Hierbero/Curandero. Son las personas reconocidas por su amplio saber en herbolaria o plantas medicinales, así como en otros recursos que brinda la naturaleza, tales como el uso de algunos minerales y animales que se unen a rituales específicos y rezos. Es heredero de un saber tradicional o popular que se ha transmitido durante siglos y que se enriquece al incorporar nuevos recursos a los saberes ancestrales. Posee un amplio conocimiento de los ciclos naturales de reproducción de las plantas, sabe cuándo (fechas), cómo (el cuidado específico para que no pierdan su fuerza) y dónde (lugares donde crecen) recolectarlas o adquirirlas (contacto con otros hierberos). Conoce la manera de conservarlas (secarlas, ponerlas en líquidos como alcohol, a temperaturas adecuadas bajo el sol o sereno de la luna, entre otras cosas), prepararlas para hacer remedios (molerlas y combinarlas en cantidades adecuadas) y aplicarlas (infusión, lavativa, baño, emplasto, cataplasma, sahumerio, masticándola, untándola y frotándola), también conoce su utilidad según enfermedad y reconoce los riesgos de su mal uso. Partera. Por lo general son mujeres que se dedican exclusivamente a atender el embarazo, parto, puerperio o cuarentena, recién nacido, lactancia y problemas de - 104 -
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infertilidad y anticoncepción. Este ejercicio requiere el uso de diferentes especialidades que le facilitan su ejercicio, como el conocimiento de herbolaria (para preparar infusiones útiles para quitar la frialdad, provocar los dolores de parto, la salida de la placenta y limpiar la matriz, hacer baños de hierbas para que el cuerpo sude y se desinflame, entre otras cosas). Las parteras atienden problemas asociados con el embarazo (sangrado, vómitos, náuseas, dolor de pezones y cadera), asociados al bebé (cortar ombligo, amarrarlo y secarlo, bañarlo, limpiarlo y hacer que coma), a la cuarentena (empacho de hombre, secuelas de la subida de placenta durante el alumbramiento) y dificultades asociadas a la lactancia (empachos, enlechados, leche apretada, leche asustada, ausencia de leche o los casos en que el pezón está invertido y el niño no puede comer). Finalmente, también conoce sobre sobandería (tiene que acomodar al bebé durante el embarazo, darle a la mujer sus sacudidas previas al parto y enseñarle a respirar y pujar hacia arriba y hacia abajo durante el alumbramiento). Es tanta la confianza que llegan a generar en la comunidad, que la gente acude a ellas para solucionar sus problemas de infertilidad, o por el contrario, conocer algunos métodos naturales de anticoncepción e incluso para abortar. Curandero/Espiritualista. Son personas elegidas que reciben instrucción, ayuda o son poseídas por diversas entidades divinas o espíritus, que les permiten saber de enfermedades y tratamientos para curar a personas o a sí mismos. En este tipo de curandero hay unos que trabajan en lo individual y otros en la oración colectiva para llevar a cabo “desalojos”. Brujo/Hechicero. Se dice que realizan un pacto con el “amigo” (demonio) u otros espíritus para recibir poderes a cambio, trabajan con libros específicos que contienen información sobre prácticas mágicas, como el libro de la Cruz de Caravaca, los Enchiridiones y Grimorios del Papa León XIII, el Libro de la Santa Muerte o los libros de San Cipriano y las Clavículas del Rey Salomón. Otros trabajan “magia blanca” con la advocación a la Santísima Trinidad o alguna Virgen o Santo. Ambos obtienen la información de enfermedades y tratamientos por medio de los sueños, visiones o adivinaciones (huevo o cartas). Con su saber pueden causar “bien”, curar y hacer amarres o lo contrario, de acuerdo a la necesidad de la persona que acude a solicitar sus servicios. Sin embargo, manifiestan que están cansados de que la gente diga que llegan con una enfermedad específica, nada grave, que saben que se puede curar, y que al ir con ellos, se terminan enfermando más. Por lo que se piensa que sólo curan para ganar dinero. Debido a lo anterior, han sido considerados charlatanes, aunque a final de cuentas, los siguen buscando. En la comunidad de Suchitlán existen nueve curanderos de este tipo y se considera que los más poderosos han desaparecido porque ya les tocaba morir o por curar algún trabajo donde el mal se les pasó. Se cree que entre “los brujos y hechiceros” existen los nahuales, que son personas con la capacidad de convertirse en animales. - 105 -
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Rezandero. Se ocupa de hacer curaciones mediante rezos, oraciones e invocaciones. En la curación actúan fuerzas de “orden divino”, aunque el rezandero es sólo un medio de la divinidad para curar. Se respaldan en el Señor de la Expiración, así como en la Virgen de la Salud y algunos Santos, habitualmente estas personas también saben sobar. Existen otros tipos de rezanderos que se ocupan de realizar los rezos para los difuntos. Esto se considera de vital importancia, pues se asume que asisten en el proceso final de cuidado del cuerpo y del alma para que el cuerpo-persona descanse en paz y pueda llegar a su destino: Dios. Todas estas especialidades de los saberes tradicionales y populares son adquiridas a través de algún don innato enviado por “Dios” o por la enseñanza que brinda algún familiar o curandero que haya visto en ellos cierta característica que consideran señal suficiente para que pueda acceder a esos conocimientos. Pero también hay quienes aprendieron viendo a otros. Adquieren experiencia de dichas prácticas en su vida personal como es el caso de los hierberos, parteras, sobanderos, rezanderos y de los espiritualistas. Una característica, significativa en estos últimos para recibir el don de la curación, es la presencia de la epilepsia, condición que se considera como algo que vuelve a la persona más receptiva. Algunos otros hacen pactos específicos con entidades sobrenaturales (como los brujos). Otros aprenden viendo a quienes les enseñan o aconsejan. En particular los curanderos tienen un altar que puede estar dentro o fuera de la casa, un lugar especial de culto donde piden permiso y razón para curar o hacer lo que les solicitan. Los altares se componen sobre todo de imágenes religiosas donde siempre está presente la Virgen de la Salud u otra advocación, el Señor de Villa y Cristo, a quienes se les ofrece una veladora y flores; junto a las imágenes se dejan algunos de sus instrumentos utilizados en las curaciones como libros y aceites. También encontramos otros altares a los que nadie puede tener acceso porque son de tipo personal y peculiar relacionados con “el amigo”. Los curanderos practicantes de la religión evangélica no tienen un lugar especial o altar, ya que todo lo hacen en grupos de oración dando remedios naturales. En el caso de los brujos y curanderos especializados en atender enfermedades asociadas a fuerzas sobrenaturales, suelen realizar sus curaciones frente al altar. Hay ocasiones en que debido al origen y causa de la enfermedad, se tienen que ir al lugar donde se cree que se contaminó o perdió el paciente, como en el caso del agarre de duendes. Sólo en circunstancias en las que la enfermedad tiene causas naturales, no importa el lugar ni horario para curar. La manera en que se debe vestir no es específica, sólo indican que al realizar curaciones de “daños” o relacionadas con fuerzas sobrenaturales son susceptibles de contaminarse; sin embargo, no tienen temor y consideran que son los brujos los que deben cuidarse. En tales curaciones recomiendan cargar algo de color rojo, pues se dice que los antiguos utilizaban un fajo o enredo en la cintura de - 106 -
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dicho color. Estos especialistas procuran cuidarse practicando autolimpias con alcohol después de curar y encomendándose y rezando. Cabe hacer mención que dentro de toda esta gama de curanderos encontramos algunos que se especializan en atender enfermedades identificadas como “enfermedades que no cura el doctor”, que engloban una serie de signos y síntomas característicos cuyo origen suelen ser causas asociadas a fuerzas sobrenaturales o la alteración de las fuerzas vitales y naturales, por ejemplo el agarre de duendes y situaciones imprevistas como el susto, entre otras. A continuación, ejemplificamos dos por las que se acude al curandero: Susto. Si bien, en todo el país esta enfermedad se presenta en diferentes grupos de ascendencia indígena y en el conocimiento popular, en Suchitlán toma una connotación particular, pues más que atribuirla a una situación sobrenatural se adjudica a cualquier circunstancia que haya causado una sorpresa, preocupación muy fuerte, caída o accidente. Sin embargo, si no es tratada a tiempo se “trepan los pulsos”, “se pierden” y hasta se pueden llegar a “subir al corazón y matar a la persona”. Es común que, en la zona, la gente acuda a curarse de susto con los curanderos especialistas en esta enfermedad para evitar que se agrave, ellos, a través de “tentar” y establecer “los pulsos” soban y rezan para ponerlo en su lugar llamando a la persona por su nombre al que previamente agrega el denominativo de María o José según el sexo de la persona. Esta es una terapéutica que tiene que realizarse tres veces seguidas. Agarre de duendes. Obedece a causas sobrenaturales. Hay unos espíritus llamados duendes que “agarran el alma” de los niños especialmente, aunque se tiene registro de algunos casos en adultos. El agarre ocurre en lugares donde hay nacimientos de agua, cuevas, zonas oscuras y húmedas o al pasar cerca de árboles lechosos como la higuera. En Suchitlán es bien sabido que hay curanderos especializados que pueden ayudar a solucionar este problema “que ni los doctores logran acabar”. La cura la realizan a través de sahumar y rezar, para llamar a la persona, que la dejen libre y vuelva. El tratamiento se realiza una sola vez. Se considera que si no se atiende se puede agravar y morir, porque los duendes tienen su alma. Todos los tipos de curanderos coinciden en que sus prácticas ayudan a que la gente hable y no tenga miedo de decir qué siente o tiene, ya que ellos, a diferencia del “doctor”, sí los escuchan. Esto tiene como consecuencia que las personas entiendan sobre los diagnósticos y las curas que llevan a cabo. Los diagnósticos son variados, pueden ir desde tomar “los pulsos” (para ello se toma el pulso en diferentes partes del cuerpo, principalmente en la flexión interna de las muñecas, codos y parte posterior del cuello), a través de un huevo (el cual se frota en todo el cuerpo de arriba hacia abajo y una vez que se termina de hacer dicha acción, en un vaso con agua a medio llenar se rompe el cascarón y se echa el huevo. A través de él se observan los “males” en la persona, aunque también se utiliza para - 107 -
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curar), los sueños (donde se revela la enfermedad y posible curación), en estados de trance (al ser poseído por un espíritu que le indique que tiene la persona y cómo poder curarla) y en general por los signos y síntomas que manifiesta la persona, el cual suele ser el diagnóstico más común. Los tratamientos que realizan son regidos por una concepción naturalista e incluso psicorreligiosa donde usan números, fechas, días, horas y lugares especiales para poder curar, sobre todo en el caso de los brujos. Los días que debe durar el tratamiento refieren al 3, 7 y 9 (tienen claro que el último obedece a una novena y por ello consideran que es más eficaz). Los brujos tienen fechas de gran importancia como el día de San Juan y Semana Santa (algunos dicen que es un momento en que no se debe curar porque hay que respetar el dolor de Cristo y comentan que gente que practica el arte de hechizar está activa). Se considera que cualquier día es bueno para curar, ya que la necesidad o enfermedad no pide permiso, pero hacen hincapié en que los curanderos o brujos que hacen “males” tienen días y horas específicas para curar, y que reconocen el martes y viernes (día de duelo en el cielo y la tierra) y las doce de la mañana (hora de angelus) o de la noche (hora del diablo o el “amigo”). Sin embargo, también comentan que hay curaciones buenas que se tienen que llevar a cabo en esos días y horas, al igual que recoger algunos recursos del entorno y realizar ciertas prácticas en el campo abierto, cerros, cuevas, ríos y cruces de caminos. Asimismo, las técnicas curativas varían según la enfermedad y aplicación por el especialista. Los procedimientos o técnicas empleadas van desde sahumar, limpiar, succionar, soplar, rociar, pellizcar, sobar, invocar, bañar, masticar, insuflar, hacer lavativa de órganos internos, aplicar emplastos, frotar o untar aceites, preparados de plantas y animales, inmovilizar, ingerir infusiones y alimentos, hasta agregar fluidos corporales en algunos remedios, introducir alguna parte del cuerpo como las manos u objetos en el cuerpo y aplicar gotas. Los curanderos aseveran que aquellas personas que no creen en estas curaciones no deben de entorpecer su trabajo porque es “noble”. Sin embargo, aunque las prácticas curativas tradicionales son apreciadas por la comunidad e incluso “gente de fuera”, continúa siendo incomprendida por algunos sectores sociales, tal como lo manifiesta el testimonio de una curandera de 80 años originaria de Suchitlán: Nuestra labor no es fácil, hay que tener mucho valor para curar, ya te echan los médicos, ya te echan las gentes, pero uno terco sigue haciéndolo, porque vienen a verte y como aquí no hay por dónde trabajar, pues... uno le sigue, gana algo, le agarra gusto y también el disgusto, ya que le dicen a uno ¡bruja!, que lo que uno hace es “engaño”, aunque sea “medicina buena”. Los curanderos mencionan que aunque los “doctores” y los “nuevos” (gente joven) no crean en esta forma de curar, la siguen usando porque se basa en el conoci- 108 -
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miento que les ofreció las hierbas aunque el medicamento de “farmacia” sólo sea un químico hecho en laboratorio. Algunos médicos solían visitar Suchitlán para aprender sobre remedios con León Andrés (finado), incluso actualmente, los servicios de los curanderos son solicitados hasta por personas de otros estados del país y del extranjero. Manifiesta un curandero de 78 años de Suchitlán: ...me interesaría que el gobierno me reconociera como curandero, siempre y cuando no me pase lo que a las parteras que desaparecieron por tanto papeleo y responsabilidad, por estar viejas... y las nuevas ni siquiera lo intentan hacer por miedo. Las técnicas empleadas para diagnosticar se basan principalmente en la observación de los signos y síntomas así como en la explicación que dé la persona al respecto sobre lo que está seguro o sospecha que le hizo mal; sin embargo en algunos casos, sobre todo los que se denominan curanderos, también usan otros métodos como la lectura de cartas y de huevo. Asimismo las prácticas curativas implican una serie de técnicas que se combinan según las necesidades desde la ingestión de tés, alimentos, animales, minerales, el uso de ungüentos y emplastos, sobar, tronar, tocar ciertas partes del cuerpo, hacer ciertos masajes, oraciones y rezos específicos, entre otros. Los recursos curativos empleados muestran una gran variedad de plantas13, animales, minerales, alimentos14 y otros15. Respecto a las unidades domésticas se encontró que existe un amplio conocimiento de las enfermedades y varias prácticas curativas que se emplean para atender sus problemas de salud. Lo cual se relaciona con la permanencia de una serie de saberes de autocuidado que han permanecido en los diferentes grupos indígenas con sus consabidas transfiguraciones, formas particulares de ver el mundo y coincidencias, en el saber natural curativo. Así pues, en la comunidad se hace evidente el conocimiento histórico y dinámico que se ha enriquecido con diferentes contactos culturales y tradiciones que forma parte del conocimiento colectivo sobre el cuerpo, la salud y la enfermedad, donde las unidades domésticas participan de este saber y lo ejercen en su cotidianidad, pero sin embargo cuando se trata de curar problemas de salud específicos que implican el conocimiento y ejercicio de habilidades y fuerzas especiales es que se acude con aquellos “que saben”, con “los que curan” quienes ejercen una serie de especialidades, oraciones, rezos, fuerzas, técnicas, terapéuticas tradicionales, populares e incluso médicas 13
Se registró el uso de 228 plantas.
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Esta categoría se refiere al uso de pan, vinagre de manzana, nijayote, nixtamal, miel, queso entre otros.
En esta categoría se agrupó a una serie de objetos muy variados como medicamentos como vick vaporub, sulfatiacina y claracil; objetos metálicos como tijeras, guadaña, etc.; sustancias químicas como el alcohol; objetos como el jabón de pasta, detergente, fabuloso, pabilos de vela de sebo, entre muchos otros. 15
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científicas que permiten solucionar los problemas de salud (biológicos, emocionales, espirituales o mixtos) de la comunidad e incluso de aquéllos que en la búsqueda de sanar llegan de fuera a la comunidad. Ser cuerpo-persona y las representaciones en la cosmovisión de los pobladores de Suchitlán
Conocer y entender las representaciones sobre el cuerpo, la salud y la enfermedad que se explican en la cosmovisión o ideología de los pueblos sirve de base y guía para una mejor comprensión de las causas y terapéuticas que utilizan las diferentes culturas como estrategia de atención cuando se presenta un problema de salud. En ese sentido es necesario considerar que, en muchas ocasiones, en la vida práctica y cotidiana de las personas, el estado de salud no se percibe conscientemente asumido como una condición “normal” inherente a la vida, sino que más bien se distingue su alteración cuando se presenta algún malestar, padecimiento o enfermedad, que interrumpe o quita a la persona de hacer su vida diaria como está acostumbrada. En la comunidad de Suchitlán existen diversas prácticas curativas que hacen evidente el proceso histórico, los contactos culturales y la asimilación e integración de tradiciones de origen negro y filipino, así como judeocristiano y espiritualista. Sin embargo, es importante distinguir que existen algunos especialistas que curan diversas “enfermedades” y padecimientos, pero también es común que los habitantes, en general, conozcan plantas y remedios curativos que ponen en práctica frecuentemente y cuyo saber socializan entre familiares, amigos y conocidos, con el fin de apoyar en el caso de un problema de salud. En ese sentido, es posible encontrar un discurso sobre el origen de la enfermedad, padecimiento o signo colectivo, por lo menos en una gran mayoría de la comunidad, que permite estructurar una cosmovisión del cuerpo y la persona de una manera integral que deja vislumbrar al individuo como unidad de cuerpo-mente-espíritu-colectividad, es decir ser cuerpo-persona, como un proceso que se origina desde el vientre materno y que continúa aun en la muerte. Proceso cambiante, lleno de experiencias, vivencias, aprendizajes, decisiones, confrontaciones, en que se concretiza el tiempo y el espacio, en el que se acumula una historia personal, pero también se participa de la colectividad con las obligaciones y derechos que implica. Pero ¿cómo se vivencia el ciclo y proceso del ser cuerpo-persona en referencia a las representaciones y prácticas curativas?
Conforme al trabajo de campo realizado en la comunidad con los especialistas y varios grupos domésticos fuimos encontrando que el cuerpo es el espacio donde transcurre - 110 -
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la vida, se da suma importancia al cuerpo como ente biológico donde se expresa y manifiesta quien soy, cómo soy, qué se experimenta y qué se espera de mí, donde surge la conciencia del ser como individuo y del ser como colectividad, por tanto el cuerpo no está separado del ser persona, sino que se constituye como unidad entre el ser biológico y el ser subjetivo y colectivo, lo que hemos propuesto como el ciclo de ser cuerpo-persona, donde constituirse persona implica como expresa Magazine (2010:120) ser persona interdependiente16, proceso que inicia con el trabajo, sin embargo es importante notar que el trabajo debe tomarse en un sentido amplio, trabajo como cualquier actividad que genera en la familia o comunidad, la demostración de correspondencia de reciprocidad y obligaciones y en consecuencia el acceso a diferentes derechos, roles y estatus que se modifican conforme el paso de las etapas de la vida. De manera que, se aprende y se van asumiendo diferentes roles desde pequeños, que permiten el desarrollo de la persona y la inserción en la dinámica social y cultural de la comunidad. Esta lógica hace viable una organización familiar y colectiva que teje redes de comunicación, apoyo, reciprocidad que entran en juego en diferentes momentos sean en situación de urgencia, en eventos importantes, en las fiestas comunitarias, etcétera; garantizando así la reproducción cultural, que algunas veces solemos ver como riesgosa para la salud y la sociedad. Tal es el caso de unos adolescentes entre 12 y 13 años encontrados ebrios acostados en el pasto de la plaza principal de Suchitlán, y al preguntarle al comisario y una señora que lo acompañaba sobre ellos comentaron: que los muchachos por primera vez fueron a trabajar en el jornal y les pagaron su dinero, y celebraron con otros el momento con unas bulingas y changos. Sin embargo, las manifestaciones de reciprocidad no sólo surge en la colectividad humana sino que también entran en juego las fuerzas vitales, naturales y sobrenaturales con las que también se generan relaciones de reciprocidad y ante las cuales también se construye un compromiso o pacto que ha de respetarse y cumplirse pues su rompimiento genera problemas y enfermedades. Ejemplo de ello lo logramos ubicar a partir de una enfermedad reconocida como los nacidos, que son granos rojos con punta blanca en «forma de grano de elote» que sale en contacto con los granos de maíz que se tiran o desperdician. Si no se atiende se pudre y se va comiendo la carne. Según Neurath entre los huicholes a los niños se les relaciona con los elotes: Sembrando se establece una relación de pareja con la tierra (el acto de la nixtamalización y de la cocción del maíz implica una nueva separación entre hombres y dioses de la naturaleza). Simbólicamente, el consumo de los primeros elotes implica nada menos que matar al hijo del cultivador y de la tierra. A través de la lógica social del intercambio recíproco de dones y de las obligaciones mutuas, la religión huichola contempla comprometer a las deidades a sacrificarse en beneficio Roger Magazine expresa como “las actividades comunitarias constituyen un contexto en el cual la gente del pueblo puede demostrar un acercamiento a la idea local de la persona interdependiente, que necesita a los demás a la vez que es necesitada por ellos” (2010: 120). 16
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de los humanos. Es por los esfuerzos y los sacrificios de los cultivadores, que el maíz está dispuesto a morir y ser consumido (1998:122). Los niños realizan peregrinaciones simbólicas al cerro Pariteka en el oriente y al mar al poniente, lo que constituye un primer rito comunitario de paso para ellos, su ingreso a la sociedad huichola. Tatei Neixa marca el momento en que los elotes se secan y se convierten en mazorcas, lo que corresponde a cuando los niños dejan de ser como dioses de la lluvia y se vuelven verdaderos seres humanos (Neurath 1998:326). Los coras también manifiestan la existencia de esta misma enfermedad con el nombre de «malnacidos» que se propaga a través de la semilla del maíz (Gispert y Rodríguez 1998:59). Ese elemento mítico que refiere a un castigo, “los nacidos” como consecuencia de romper un pacto puede ser considerado como otro elemento más que permea la existencia de éste tipo de representaciones y prácticas en la zona de estudio. En el cuerpo se conjugan las fuerzas vitales y naturales que son dinámicas y se modifican conforme las etapas de la vida, esto implica que la energía no permanece estable, que se modifica conforme a las experiencias, la forma de vida, la edad, los padecimientos y enfermedades vividas, las adicciones, entre otras circunstancias. Un momento crucial es la concepción y el periodo del embarazo en el que fuerzas naturales pueden influir en el proceso, en particular se reconoce el poder del sol y de la luna, ya que se asume que el cuerpo humano al igual que la naturaleza se encuentran en una relación intrínseca con ambos astros, pues así como resultan cruciales para el desarrollo de las plantas y de los animales, también lo es para el ser humano. En ese sentido las facetas de la luna, la luz del sol, los eclipses pueden fortalecer o afectar al producto, estableciendo un continuo entre el cosmos, las fuerzas y poderes celestes y naturales y el desarrollo de la vida humana. Esta continuidad se manifiesta claramente en ciertos ejemplos, como es el hecho de que la comunidad expresa que la siembra de maíz o de otras plantas y el corte de madera deben llevarse a cabo con la luna llena o “sazona” para que el maíz crezca sano, resistente y fuerte, y la madera dure y no se apolille, de igual manera si un ser humano es concebido durante la luna llena será fuerte y resistente; si por el contrario se siembra en luna menguante el maíz crece débil, si se corta madera ésta se pudre y apolilla y el ser humano que se concibe es débil, enfermizo, sin carácter. El eclipse de la luna tiene una influencia especial durante el embarazo, ya que si la mujer no se protege mediante el uso de alfileres en su ropa alrededor de la cintura, las parteras mencionan que el bebé puede nacer con labio leporino y paladar hendido o incluso sin huesos en la cara17. El sol juega otro papel importante mencionan que mientras la mujer está embarazada es importante que no se exponga directo al rayo del sol en Al respecto las parteras y varias mujeres de la comunidad atestiguan este hecho, dicen que la “luna se come la carita del bebé”. 17
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particular al orinar (hay que tomar en cuenta que en las comunidades se acostumbraba el fecalismo y el orinar al ras de suelo como práctica común sobre todo si se salía al campo a trabajar o al potrero) y no ver hacía él pues el sol se marca en la placenta18. Estas expresiones ponen de manifiesto la continuidad y estrecha relación entre la naturaleza y el ser humano, en ese sentido el cuerpo y ser humano forma parte de la naturaleza. De acuerdo con la información brindada por los curanderos podemos mencionar que durante la gestación, el nacimiento y la primera alimentación se van integrando las fuerzas naturales de los elementos que van constituyendo al nuevo ser humano “pues nace incompleto y requiere de las fuerzas que lo harán fuerte”. De esta manera concepción, gestación, nacimiento, la primera respiración y el primer alimento se establecen como un continuo que inicia el proceso de ser cuerpo-persona debido a la integración de fuerzas vitales y naturales. Fuera de la madre y como persona incompleta, el cuerpo presenta diferentes pulsos19, en las que se expresa el latir del corazón, sin embargo estas zonas implican además la fuerza y el estado de ánimo de la persona, si están en su lugar y el ritmo es constante quiere decir que se encuentra bien, si por el contrario si casi no se siente o no se perciben, “están saltones”, agitados, con ritmo irregular implica que la persona “está mal”. Los pulsos se alteran por varias situaciones y se considera un síntoma para diagnosticar diferentes padecimientos y enfermedades, así pues un susto, un coraje, un sobresalto, cualquier tipo de accidente desde un tropezón, una caída, un choque alteran los pulsos, así como el agarre de duendes y la caída de la mollera implican que se tengan que ajustar los pulsos y “ponerlos en su lugar”. La alteración de los pulsos es crucial en las curaciones pues nos comentaron que si a un niño que se cayó, se asustó o se le cayó la mollera “no se le ajustan los pulsos, crece enfermo y es muy seguro que tenga hemorragias constantes de más grande”, mientras que si a un adulto no se le hace el tratamiento “muere del corazón”. Los pulsos según nos manifestaron representan la armonía del cuerpo, el estado de ánimo y su adecuado funcionamiento, asimismo las fuerzas vitales, naturales sobrenaturales también se expresan a través de ellos, pues cualquier alteración realizada a la naturaleza o a espacios de “otros seres como los duendes” se reflejará en los pulsos, expresión de que la “persona se fue, ya no está” por eso en su curación es preciso invocarlo, llamarlo por su nombre para que regrese. Otro elemento a destacar es que el sexo que este cuerpo tenga marca también una diferencia sustancial en la energía del mismo, pues la comunidad tiene claro y distingue que las fuerzas (biológicas por diferenciación sexual, vitales y de la naturaleza) Este aspecto en particular lo comentan las parteras que menciona que les tocó atender varios casos en los que al revisar la placenta una vez que era expulsada observaban el sol que se había “retratado”. 18
1) atrás de las rodillas (2), en los tobillos (2). En el caso del bebé y los niños se encuentra un pulso en la zona conocida como mollera que desaparece cuando se cierra, (en la vida adulta no se toma ese punto como pulso, el área es útil para tratar algunas enfermedades como el garrotillo) y en el caso de la mujer existe otro en el vientre. 19
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del cuerpo de un hombre y las del cuerpo de una mujer no son las mismas y esto a lo largo de su vida se manifestará en particular cuando el cuerpo haya desarrollado los caracteres sexuales secundarios, así pues es reconocido que la mujer no puede realizar ciertas prácticas curativas sobre todo cuando menstrúa o está embarazada ya que su fuerza se modifica y altera plantas y animales mientras que el hombre no manifiesta esta situación20. En ese sentido, el cuerpo de la mujer tiene modificaciones en su fuerza que son constantes y dependen de su ciclo, el cual está fuertemente vinculado con la luna y la naturaleza; mientras que el hombre mantiene constante la fuerza de su cuerpo otorgada por su sexo. A lo largo de la vida el individuo desarrolla y modifica su ser, pensamiento, fuerzas vitales, naturales debido al paso por etapas de la vida, las experiencias subjetivas y colectivas, el desarrollo del trabajo, la reciprocidad y participación con la comunidad, lo que implica el contacto con otras fuerzas entre las que destacan: el vínculo madre-hijo en el embarazo, entre hombre y mujer en el acto sexual, y como persona-grupo en relación con la comunidad (su reconocimiento, participación y aportación de fuerza). El ciclo cuerpo-persona nos permite entonces comprender la forma en que se vincula el ser humano y la naturaleza; pero a la vez nos permitió entender etnográficamente la concepción que se tiene de la naturaleza y el cuerpo como un espejo que refleja características de ambos. La naturaleza contiene en sí fuerzas, siendo que los espacios, las plantas, animales y minerales tienen energías contenidas que pueden variar conforme el ciclo o época del año y el tiempo, de igual manera la fuerza es diferente conforme al sexo, en particular en animales aunque algunas plantas también tienen diferenciación sexual y se aplican de maneras diferentes para prácticas curativas21. Otra distinción crucial es la existencia de plantas frías, calientes y cordiales22 manifestadas como esencia de las mismas más que una situación de temperatura, pero al igual que el cuerpo humano sus fuerzas de la naturaleza pueden alterarse y modificarse. En alusión al orden de la naturaleza, el cuerpo humano se asume como algo móvil y cambiante, no se considera que tenga una estructura fija ni anatómicamente hablando ni en términos de fuerza, así pues se constituye por músculos, cuerdas, nervios, huesos y venas que se mueven y alteran; que mantienen una interacción entre sí y con los órganos, siendo que lo que afecta a una parte del cuerpo altera a todo el organismo esto implica que la curación tiene que ser integral: cuerpo, estado de ánimo, fuerza y en algunos casos espíritu. Actúan fuerzas vitales en el cuerpo y entre los cuerpos, Nos explicaron que la mujer en particular no puede tocar plantas curativas mientras menstrúa o está embarazada porque “es muy fuerte” y las altera al igual que a los animales. Por lo que muchas mujeres pasaron a ser curanderas una vez que dejaron de menstruar pues entonces se “vuelven como hombres”. 20
Un ejemplo de ello es el romero macho, la sábila macho y la hembra que se usan para diferentes fines curativos. 21
En la comunidad le denominan cordiales a las plantas que son templadas, ni frías ni calientes como la cebolla y el limón, por ejemplo. 22
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existe un sentido de conocimiento de anatomía y fisiología diferente al nuestro y se asume un temperamento del cuerpo que puede ser frío, caliente o cordial, no sucede así con los órganos; sin embargo se afirma que pueden ser afectados por padecimientos o enfermedades que pueden ser frías o calientes, y algunos pueden ser susceptibles a ciertas enfermedades por ejemplo el “pecho” (o pulmones) es sensible a enfermedades frías mientras que el estómago lo es a las calientes por lo que su curación tiene que realizarse con recursos curativos cuya esencia sea contraria a la enfermedad, es decir si es una enfermedad fría se aplican recursos calientes y viceversa, mientras que los cordiales pueden aplicarse indistintamente “porque no caen mal al cuerpo, lo templan”. Reflexiones finales
Las representaciones y prácticas curativas de la comunidad de Suchitlán ejercidas por los curanderos y la comunidad en general, hacen evidente una noción colectiva que integra una cosmovisión sobre el cuerpo, la salud, la enfermedad, la interacción con la naturaleza y fuerzas vitales, naturales y sobrenaturales que manifiesta la integración de diferentes saberes (nahua, negro, filipino, español, judeocristiano, espiritualista e incluso de la “medicina científica”), hecho que hace evidente su proceso sociohistórico, pero a la vez le otorga un carácter dinámico y de recreación cultural. Consideramos que desde la antropología resulta crucial hacer estudios a profundidad sobre las representaciones y prácticas curativas en las comunidades indígenas o de descendencia indígena de nuestro país, al respecto es necesario reflexionar sobre el hecho de que aunque se pierdan algunos rasgos culturales como el habla y vestimenta entre otros, ello no necesariamente implica la ausencia de formas culturales que manifiesten un sentido de la naturaleza, el cuerpo, la salud, la enfermedad, las relaciones sociales y la colectividad, en una palabra la cosmovisión. Suchitlán en la actualidad presenta varios conflictos sociales críticos (carencia de opciones laborales, problemas de tenencia y propiedad de la tierra, rencillas entre grupos y familias por la posesión de tierras, drogadicción y prostitución) lo cual manifiesta una seria desintegración social además de una serie de problemas de orden socioeconómico y político. A pesar de esto realizando trabajo de campo fue posible hacer referencia a la cosmovisión así como las representaciones y prácticas curativas descritas brevemente en este texto. En ese sentido, el conflicto social necesariamente influye en las relaciones sociales y comunitarias, y estamos seguras que también en la cosmovisión y sus representaciones y prácticas culturales a mediano o largo plazo, pero ello no quita la posibilidad de encontrar y trabajar ese “sentido de la vida” o “lógica cultural” aun en sociedad en crisis. Más bien podemos continuar el trabajo y tratar de comprender qué sucede en las comunidades o sociedad en conflicto y su proceso de cambio. Al respecto durante el trabajo etnográfico logramos observar que algunos - 115 -
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habitantes lamentan que “estas tradiciones se están perdiendo”, pero a la vez otros tantos se preguntaban qué más se podía hacer y trataban de difundir sus tradiciones. Finalmente es importante resaltar que se hace evidente que los curanderos, aquéllos que en el ámbito antropológico les hemos denominado especialistas, no manifiestan límites muy específicos de su acción curativa, pues aunque describimos brevemente a los diferentes “especialistas” (sobandero, partera, hierbero, curandero espiritualista, rezandero) según su autodenominación (cuando se les pregunta y tiene que definirse como tales) o como los conoce la comunidad por su eficacia en ciertas curaciones, en los hechos realizan prácticas sumamente amplias que rebasan los límites de las especialidades. Asimismo se manifestó constantemente que en general en la comunidad se les conoce como “curanderos o brujos” y sólo cuando se especifica de qué está uno enfermo es cuando la comunidad o ellos mismos te orientan con quien puedes ir a atenderte. Otra situación importante es que el poder ser curandero o curandera generalmente se dio por aprendizaje con algún familiar (por tener parientes que sabían curar, lo que manifiestan que antes era muy común, por “la falta de doctores”, de manera que según mencionan “antes las abuelas, padres o mamás, alguien de la familia sabía curar”) sea porque le enseñaron o viendo, incluso algunas parteras mencionan que más bien aprendieron a atenderlo por la experiencia propia y que poco a poco gente fue a solicitar su apoyo (hijas, nueras, amistades, etc.) constituyéndose como tales por la solicitud de la gente aunado al conocimiento colectivo que tienen de las plantas y que poco a poco además fueron aprendiendo. Sólo uno de los curanderos espirituales asumió que curaba porque era un “don” con el que nació. Esto nos conduce a reflexionar que las representaciones y prácticas curativas y los curanderos están relacionados intrínsecamente, en este estudio de caso, con una herencia sociocultural e histórica, pero también con un sentido práctico de resolución de necesidades personales y colectivas e incluso con el deseo de aprender a ejercer dicho conocimiento y no exclusivamente con una noción de ser elegido o haber sido dotado de un don especial, lo que a nuestro parecer hace una distinción crucial entre los curanderos y los especialistas rituales, sin descartar que los especialistas rituales en muchas ocasiones también hacen prácticas curativas. Este contexto nos hace preguntarnos que si bien existen especialistas no podemos dejar de lado que la comunidad en general maneja un conocimiento común y tal vez pensar al respecto que lo que atestiguamos y observamos actualmente como prácticas curativas especializadas es la evidencia de un conocimiento histórico generalizado que cada vez más se diluye, que cada vez se transmite menos en las comunidades y qué por lo mismo habría que preguntarse, en el ámbito antropológico, qué sucederá a partir de las nuevas políticas de interculturalidad y turismo en salud.
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RELATORIA DE LA SESION LINEAL DE ANTROPOLOGIA FISICA Carlos Serrano Sánchez Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM
La XXX Reunión de Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, Querétaro 2014, propuso como tema central “El Bajío y su regiones vecinas”, abordado en la perspectiva de la historia y de las disciplinas antropológicas. En mesas redondas previas se había tocado el tema, aunque de manera tangencial, en el marco dela temática de la antropología del norte o del occidente de México. Enfocar ahora en particular a El Bajío es a todas luces pertinente, considerando esta región con sus perfiles bioculturales propios, conformados históricamente en un marco geográfico que excede las actuales delimitaciones político administrativas de las entidades federativas en que se asienta. En lo que corresponde al campo de estudio de la antropología física es de interés plantear hasta qué punto se conoce la historia biológica de la población de esa área, su dinámica demográfica,la cual involucra a los componentes poblacionales presentes en ese escenario desde los tiempos prehispánicos, durante la etapa colonial y en la historia mas reciente. La visión bioantropológica se integra así al estudio de los procesos históricos y culturales que han conformado la identidad antropológica de la región.Estos temas se plantearon en las sesiones de mesa redonda del Congreso de Querétaro. Hago referencia enseguida a los trabajos de antropología física ahí presentados. En la ponencia “Movimientos de poblaciones humanas en el centro de México durante las épocas prehispánica y colonial con énfasis en la región de El Bajío, nuestro colega Zaid Laguna Rodríguez asume el reto de delinear los movimiento poblacionales en la región a través del tiempo. Hace uso de la información dispersa en diversos textos, ya que no existe a nuestro conocimiento una obra que esté centrada en la antropología física de El Bajío. En este trabajo se puede apreciar el contexto general del antiguo poblamiento de la región, desde la prehistoria, con sus pueblos cazadores recolectores de los cuales apenas se tiene evidencia de sus industrias líticas, hasta los tiempos prehispánicos próximos a la Conquista.
Carlos Serrano Sánchez
Se reúnen los escasos datos que se pueden obtener a partir de los materiales osteológicos provistos por las excavaciones arqueológicas. La importante presencia de la cultura Chupícuaro, del Preclásico medio , cuyos pobladores están representados en los abundantes enterramientos del sitio, los movimientos poblacionales que afectaron lo que hoy es la región de El Bajío a la caída de Teotihuacán; después, en el Posclásico temprano, el tránsito de contingentes humanos de filiación tolteca.Más tarde, la presencia Tarasca, relacionada con las fluctuaciones de la frontera septentrional mesoamericana, así como los avances desde el norte de los pueblos chichimecas Si bien estos movimientos poblacionales pueden conocerse por evidencias arqueológicas y las más tardías también por fuentes históricas, es claro que en el área de la antropología física falta aun documentar la información que proporcionan los restos esqueléticos. De igual manera, puede decirse de los tiempos coloniales. La llegada de la población española, que condujo contingentes indígenas principalmente otomíes y nahuas, pero también de otras extracciones étnicas, así como numerosos individuos de origen africano, condicionaron el proceso de miscegenación que configuró finalmente la población actual de la región que estamos considerando. No se cuenta con los materiales de fuente osteológica que permitan un conocimiento mas preciso de cómo han participado estos componentes poblacionales en la conformación de la geografía humana regional. En este sentido, las ponencias presentadas abonan solo indirectamente la información sobre la región, al referirse a poblaciones del occidente de México, asumiendo la conexión geográfico-cultural estrecha que tuvo El Bajío con los extensos territorios del occidente mesoamericano. En la ponencia “El hombre prehispánico del occidente de México”, María Elena Salas Cuesta elabora un recuento de los estudios realizados a la fecha en la amplia extensión del occidente de México, comenta la información osteológica que incidentalmente tiene que ver con El Bajío y considera que no se conoce mucho más de lo que ya en 1988 se había presentado sobre la antropología física del occidente en la mesa redonda de la SMA celebrada en ese año. Aun cuando puedan citarse algunos trabajos que se han ocupado de temas puntuales en restos esqueléticos de exploraciones recientes en el área, propone la autora que deben plantearse estudios sistemáticos en colecciones osteológicas resguardadas en diferentes sedes del INAH. Señala los variados temas en las líneas de investigación de la biología esquelética de poblaciones antiguas que concurra a configurar el conocimiento sobre los antiguos pueblos del occidente y sus relaciones con el altiplano y otras regiones mesoamericanas. En el trabajo “Evidencia osteológica de una mulata del siglo XVIII”, las autoras, Josefina Bautista y MaríaTeresaJaén, relatan el hallazgo de un cráneo cuyas características antropológicas fueron identificadas como pertenecientes a una mulata. Este - 122 -
movimientos de poblaciones humanas en el centro de méxico...
ejemplar fue hallado en una cripta del subsuelo de la Capilla de Indios de la Villa de Guadalupe en la Ciudad de México.Se mencionan otros trabajos semejantes que tienen que ver con restos óseos de individuos de ascendencia africana, procedentes de diversos sitios en el país. Es de interés el aporte metodológico de este trabajo, que incluye la aproximación facial del individuo cuyo cráneo fue estudiado. Ha de señalarse en efecto, la limitada investigaciónosteoantropológica que se ha realizado a la fecha sobre el componente africano que, en diferentes contextos regionales, participó en la conformación de la población del país. Finalmente, en el trabajo “De cuerpos, enfermedades y prácticas curativas. Los nahuas del occidente”, Edith Yesenia Peña y Lilia Hernández, elaboran una breve retrospectiva histórica de las poblaciones indígenas del estado de Colima y revisan la movilidad constante de estos grupos en el ámbito del occidente de México. Estudian su legado cultural cuyas evidencias datan de 1500 a.C. tanto en rasgos propios como de otros relacionados al Altiplano. Destaca en este legado el cuerpo de saberes que estos grupos construyeron en torno a la salud y a la enfermedad, enriquecido en la Colonia con elementos de la medicina española y otras tradiciones asiáticas y africanas, cuya expresión contemporánea se examina en este texto. En resumen, los trabajos presentados en la línea de antropología física constituyen un nuevo intento de aproximación al conocimiento de una región particular. Se muestra, sin embargo, que los aportes son aún muy limitados en las investigaciones realizadas hasta la fecha en este campo disciplinario y que es demandante un programa de investigación que enfoque la rica y diversa gama de temas que ofrece una región con las particulares características antropológicas que identifican a El Bajío.
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Carlos Serrano Sánchez
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EL BAJÍO Y SU DEFINICIÓN TERRITORIAL Y CULTURAL Efraín Cárdenas García El Colegio de Michoacán A.C., Centro INAH Michoacán
A la memoria de los pioneros de la arqueología de Guanajuato, ilustres maestros y colegas: Beatriz Braniff, Ana María Crespo, Margarita Gaxiola, Enrique Nalda y Carlos Castañeda. Reconocido por sus notables hechos históricos y hasta hace poco tiempo sólo esbozado en lo arqueológico, El Bajío prehispánico ha pasado de ser una vaga referencia como un espacio geográfico y tierra de antiguos pueblos nómadas o chichimecas, ahora podemos hablar de una región cultural de notables significados.1 El papel de los antiguos pueblos mesoamericanos asentados en la planicie aluvial del Río Lerma conocida como El Bajío, es una historia colmada de hechos históricos. Un entramado de pueblos habitó estas fértiles tierras, algunos con raíces profundas en la región, otros migrantes o comerciantes y algunos más fusionados socialmente a través de relaciones de parentesco. La cultura material del Bajío con más de 800 sitios arqueológicos2, denota costumbres y ceremoniales compartidos con otras regiones de Mesoamérica, como el juego de pelota, los sistemas constructivos y los rituales funerarios, aunque mantiene expresiones particulares como las construcciones tipo Palacio (patios rodeados de habitaciones) las edificaciones circulares y diversos tipos cerámicos de notable calidad técnica y de gran expresión plástica y notables diseños. El presente texto intenta complementar la visión del pasado generada por destacados investigadores cuyos resultados pueden ser consultados en la literatura especializada.3 Se destacan tres aspectos generales del Bajío y simultáneamente se incorporan con el mundo mesoamericano: la diversidad cultural mostrada en los vestigios arqueológicos, la presencia de grupos humanos primigenios del Bajío interactuando con sociedades vecinas y migrantes y evidencias de una gran movilidad de personas y Gracias a la SMA, a sus directivos y organizadoras por especialidad, se atrajo la atención de los colegas hacia el Bajío y regiones colindantes. Para quienes estudiamos áreas limítrofes y aparentemente distantes de la Mesoamérica nuclear, nos complace mucho el interés de la SMA, nos hace sentir acompañados. 1
En 1988 el Atlas Arqueológico de Guanajuato registró 1143 sitios (Cárdenas 1998), en años recientes el Centro Regional INAH-Gto., aumentó este registro a 1400 lugares con restos arqueológicos. 2
3
Brading, David, 1991; Chevalier, Francois 1976, Powell, Philip, 1977, Carrillo, Alberto, 1999.
Efraín Cárdenas García
conocimientos bajo un sistema de intercambio de bienes, factor determinante de los rasgos generales mesoamericanos. Pero la arqueología intenta ir más allá, busca afanosamente entender el modo de vida de las sociedades antiguas, explicar los sistemas de organizarse política, conocer las prácticas culturales y mostrar los contactos o redes de intercambio de bienes de subsistencia y objetos de prestigio. Para las poblaciones abajeñas, hay una historia de 2000 años de antigüedad, con creaciones artísticas y artesanales singulares, desde la época la cultura Chupícuaro, la Tradición Morales, la Tradición Bajío representada en sitios como San Bartolomé Agua Caliente (Tzcthé) y Peralta, y la presencia de poblaciones migrantes en sitios como Plazuelas y Zaragoza en la porción Suroeste del Bajío. Las sociedades abajeñas lejos estaban de ser sociedades nómadas viviendo de la caza y recolección como se manejó a partir de la información histórica. Ahora las evidencias arqueológicas demuestran que en épocas más antiguas4 entre los años 350 y 900 d.C. las poblaciones desarrollaron estrategias de organización política y mantuvieron cierto nivel de autonomía, estaban enlazadas en una red de relaciones de parentesco compartiendo prácticas culturales similares, transformando su entorno natural, aplicando similares diseños y sistemas constructivos, de esta manera crearon amplias redes de intercambio lo que les permitió tener objetos de concha del Océano Pacífico, obsidiana de Ucareo y Zináparo, turquesa de Nuevo México y amazonita del Sureste mexicano y formaron núcleos urbanos con una forma particular de planeación. Regresando al tema central, ¿cuáles son los límites del Bajío? Se debe puntualizar que El Bajío no es una categoría geográfica, es un espacio de relaciones sociales, una demarcación político-territorial identificada a partir de la ubicación de los asentamientos y sus áreas de captación de recursos, de esta manera la conformación territorial del Bajío es cambiante y se define por los espacios ocupados, transformados y las relaciones poder que subyacen a las prácticas culturales. EL BAJÍO, HISTORIA AMBIENTAL Y DESARROLLO SOCIAL
Definido por sus características fisiográficas, El Bajío corresponde a la planicie de inundación formada por el Río Lerma y sus afluentes: Laja, San Juan, Turbio, Guanajuato y Angulo. Abarca la parte meridional del estado de Guanajuato y algunas porciones de Querétaro y Michoacán. Colinda al norte con las serranías de Cuatralba, Lobos, Santa Rosa y sierra de San Miguel, al Oriente limita con el área del semidesierto Queretano, al Poniente con la región de los Altos de Jalisco y al Sur con las cuencas lacustres de Cuitzeo y Zacapu, Michoacán y la cienega de Chapala. Forma parte de la cuenca Lerma-Chapala-Santiago, corresponde a lo que Enrique Nalda (1978) identificó para propósitos arqueológicos como el Lerma medio; inicia en el valle de Toluca, 4
Hablamos de los periodos Formativo (1800 a.C. a 300 d.C.) y Clásico (300 a 900 d.C.) - 126 -
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ampliándose hasta al norte de Michoacán y abarcando parcialmente los estados de Guanajuato, Jalisco, Zacatecas y Nayarit. Esta circunstancia geográfica es relevante dado que aquí confluyen tres áreas culturales de la Mesoamérica definida por Paul Kirchoff: Centro, Norte y Occidente de México. Como veremos, esta circunstancia favoreció que la cuenca del Lerma se constituyera como un espacio de notables interacciones culturales entre las tres áreas culturales antes mencionadas.
Figura 1. Delimitación del Bajío y los sitios arqueológicos referidos en el texto. Mapa: Marco A. Hernández
Desde el punto de vista arqueológico y cultural, la demarcación del Bajío debe ser más amplia si queremos explicar los procesos sociales y las estructuras de organización política en época prehispánica, debemos integrar y analizar los recursos y las condiciones ambientales existentes más allá de la planicie, por lo tanto, debemos incluir las laderas, cerros y las formaciones geológicas que rodean el valle pues se trata de una misma unidad cultural. (Figura 1) Geológicamente, El Bajío forma parte del Eje Neovolcánico Transversal, este enorme cinturón volcánico atraviesa la República Mexicana en su parte media, se - 127 -
Figura 2. Eje Neovolcánico Transversal con la ubicación de las fuentes de abastecimiento de obsidiana. Mapa base: Cárdenas 1999, dibujo: Marco A. Hernández.
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extiende desde tierras nayaritas hasta el estado Veracruz. Se caracteriza por la enorme cantidad de volcanes y diversos eventos de vulcanismo reciente. La geología y la arqueología se integran en el Bajío entorno a un interés común por el vulcanismo, solo que trazan objetivos distintos, la arqueología documenta la presencia de pintura y grabado en cuevas y abrigos rocosos dentro de los volcanes; las ofrendas y objetos prehispánicos arrojados como ofrendas a los cráteres de Valle de Santiago; el vulcanismo generador de estratos de ceniza volcánica transformada en tierra fértil para cultivo y los derrames de lava formadores de grandes yacimientos de obsidiana como Ucareo-Zinapécuaro y el complejo Varal-Zináparo-Cerro Prieto (Figura 2). En su pasado geológico este territorio se formó a partir de un gran hundimiento, son testigos de ello los grandes frentes rocosos que prácticamente lo rodean. Terrenos palustres y amplias lagunas formaban el paisaje del Bajío, las laderas y los cerros estaban cubiertos de vegetación como robles y encinos característicos de ambientes húmedos. Los fechamientos más antiguos de actividad agrícola en la región datan de los años 4500 a.C. El sitio arqueológico más antiguo es El Opeño, ubicado en la parte sur de la cuenca del Lerma ha sido fechado hacia 1800 a.C. Los estudios paleoambientales en los cráter-lago del Rincón de Parangueo (Brown, 1992) y La Alberca (Domínguez y Castro 2017) en Valle de Santiago, demuestran que hubo importantes cambios climáticos: “El paisaje de la Alberca sufre una transformación completa a los 3700 años a.P. (1700 a.C.) lo cual estuvo asociado a la intensidad de la actividad agrícola y a la perturbación asociada a ésta. La evidencia agrícola inicia hace 6600 años a.P. (4500 a.C.), la cual es el registro más antiguo reportado en el Bajío. Estos cultivos primitivos estaban basados en calabazas, incorporándose maíz 2000 años después. El periodo comprendido entre los años 100 a.C y 500 d.C., las condiciones climáticas son favorables para la agricultura, ya que la zona presenta alta humedad. Estableciéndose condiciones extremadamente áridas de 1400 a 1700 d.C.” (Domínguez y Castro 2017) Estos cambios climáticos afectaron el modo de vida de las poblaciones antiguas provocando el abandono de la región y migrando a las regiones vecinas. Esta afirmación no implica un determinismo ambiental pues las sociedades agrícolas tienen una enorme dependencia de las condiciones naturales, una sequía prolongada siempre afectará la producción de alimentos, incluso en la actualidad. Brown (1992: 84-87) señala que en el periodo Formativo tardío, época de la cultura Chupícuaro, de 600 a.C. a 300 d.C., hay una explotación del bosque para fines agrícolas, no obstante, la situación ambiental sigue manteniendo un alto nivel de humedad. Para el periodo comprendido entre los años 100 y 500 d.C. las condiciones de humedad se mantienen favoreciendo la agricultura. - 129 -
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EL BAJÍO, DESARROLLO Y PROCESOS DE INTERACCIÓN CULTURAL
La arqueología mexicana -tanto la arqueología académica y la oficial, señaladas por Luis Vázquez (2017)- se ha distinguido por privilegiar el dato arqueológico generando conclusiones y explicaciones en un marco comparativo de casos investigados en campo. Dicha orientación teórica bien podría pensarse simplemente como historia cultural, sin embargo, la existencia de un cuerpo conceptual conformado por una serie de hipótesis, argumentos y teorías explicativas sobre el desarrollo cultural, demuestra que se trata de una orientación científica de mayor complejidad, la cual no solo describe sino que interpreta y explica con base en un cuerpo conceptual teórico, metodológico y técnico. Si analizamos con detalle los alcances del concepto Mesoamérica se verá que tiene un trasfondo teórico. Mesoamérica es un complicado entramado de relaciones y procesos sociales locales-regionales, con rasgos materiales homogéneos y heterogéneos, a partir de los cuales tratamos de explicar las estrategias de organización social, la especialización del trabajo en los procesos productivos, las redes de intercambio, las relaciones de parentesco y las dinámicas poblacionales de las sociedades antiguas en contextos arqueológicos; tiene una base etnográfica y sus proyecciones buscan entender y explicar las relaciones sociales, así como los procesos de desarrollo social y cambio cultural. La homogeneidad mesoamericana es el sustrato cultural compartido, en arqueología se maneja como una tradición cultural, como un sistema de conocimientos ancestrales y pautas de conducta que se repiten por costumbre o transmisión oral. Particularmente significativo es el hecho de considerar que los elementos mismos de la cultura material al momento de su creación son respuestas a determinadas necesidades sociales, pero también –en un momento posterior- son factores centrales en la reproducción social de prácticas, rituales, sistemas de creencias; de dichos elementos materiales nuevas sociedades retoman y transmiten conocimientos. Esto no excluye la posibilidad de casos o elementos culturales derivados de invenciones paralelas como respuestas similares a condiciones ambientales similares, esto es muy claro por ejemplo en la repetición de motivos en el arte rupestre, en los diseños de alfarería y en las técnicas constructivas a base de materiales locales como la arquitectura de tierra. La materialidad prehispánica, como el juego de pelota, edificios tipo Palacio, sobre posición de estructuras, orientación de los edificios, estructuras circulares, plazas abiertas y conjuntos de doble templo, es fundamental para explicar las redes de interacción, comunicación y los sistemas de intercambio de bienes como factor determinante de esa homogeneidad mesoamericana. La heterogeneidad material en cambio, representa el componente particular de una sociedad o de un grupo humano, es la expresión local de un sistema de creencias, creaciones artísticas dotadas de significados, con un sentido de identidad y pertenencia, - 130 -
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un ejemplo de ellos sería un taller de alfarería que usa determinadas técnicas y diseños propios, tecnologías específicas en la manufactura de artefactos, entre múltiples determinantes sociales y decisiones individuales. Lo medular es que la heterogeneidad expresa la diversidad cultural, las distintas maneras de comprender y transformar su entorno. Bajo estas consideraciones, El Bajío ha tenido dos enfoques principales de investigación, el primero consideraba el desarrollo cultural prehispánico como resultado de la influencia de las sociedades del Centro de México. Durante muchos años “el dulce encanto del difusionismo” (como lo señala Luis Vázquez (2017) mantuvo la tesis de centralidad y periferia cultural, El Bajío era simplemente un lugar de frontera rígida y parte de la expansión civilizatoria teotihuacana.5 Con el avance de las investigaciones un segundo enfoque fue tomando mayor sentido, llegando a demostrar la existencia de un desarrollo propio, denotando una continuidad cultural y la transmisión de rasgos culturales en distintos momentos de su historia prehispánica. Ahora podemos hablar de los rasgos típicamente abajeños resultantes de una asociación de procesos internos y de la interacción –manifiesta o relativa- con otras sociedades mesoamericanas. En las últimas dos décadas hemos estudiado El Bajío considerando que el término Mesoamérica de Paul Kirchoff (1967) no es sólo un concepto evolucionista o difusionista con una determinada conformación de áreas culturales, su contenido y sus implicaciones le convierten en una teoría social. Sin abandonar el paradigma antropológico de estudiar la evolución humana y aceptando este entramado de rasgos homogéneos y heterogéneos que caracterizan y definen la Mesoamérica indígena o prehispánica, resulta pertinente recordar que Mesoamérica constituye nuestro marco de referencia cronológico, espacial y conceptual, por lo tanto, es una “teoría” explicativa social y general, donde hay procesos sociales interactuantes, relacionados o excluyentes, observables e inferidos desde la materialidad cultural, presentes en lo que llamamos contextos arqueológicos, es decir, los espacios, materiales y momentos concretos de la actividad humana. Esto modifica sustancialmente los esquemas y preguntas de investigación, pudiendo trazar objetivos menos amplios, por ejemplo, en lugar del estudio del origen de las sociedades estatales podemos orientarnos a estudiar la existencia -en un mismo territorio- de distintos modos de vida, explicando la manera en que coexisten diferentes formas de organización política y, a través de documentar casos arqueológicos, establecer las relaciones de parentesco entre unidades domésticas en colectivos sociales más amplios y entre asentamientos. Entendemos entonces la construcción de un territorio como el resultado de un determinado modo de vida (agrícola o urbano) y de las relaciones poder, las cuales se proyectan de manera diferenciada en los ámbitos local, regional y mesoamericano. En la Primera Mesa de trabajo en el Centro de Estudios Teotihuacanos, Ana María Crespo y Rosa Brambila presentaron una ponencia donde expusieron esta idea de una expansión civilizatoria hacia El Bajío. Posteriormente, Ramos y Crespo (2004) desarrollan esta misma hipótesis de trabajo. 5
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Reconociendo el trabajo de muchos colegas, intentaré explicar la relación territoriocultura en el caso de las sociedades abajeñas. UN MODELO INTERACCIÓN CULTURAL DESDE EL BAJÍO
El enfoque de larga duración de Braudel (2006) es un planteamiento teórico sumamente útil para el estudio de las sociedades mesoamericanas, uno de sus argumentos expone que el desarrollo humano debe explicarse analizando distintos momentos de su historia, estudiando las continuidades y los momentos de ruptura y cambio social. Para lograrlo es necesario trabajar en un en un marco cronológico amplio y en un vasto territorio. A partir de la información de varios sitios arqueológicos del Occidente mexicano y en particular de la experiencia adquirida en proyectos propios, se proponen siete momento o fases de interacción. (Figura 3) Se ha podido distinguir una arqueología característica del Bajío pero al mismo tiempo, articulada e interactuando con otras sociedades mesoamericanas a lo largo de dos milenios, pudiendo distinguirse, en determinados momentos eventos específicos de interacción supra regional, insertos
Figura 3. Fases culturales o momentos interacción regional.
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en el fenómeno mesoamericano. En su conjunto y bajo la perspectiva de larga duración, estos momentos de interacción conforman un gran proceso cultural de notable continuidad, aunque no necesariamente podemos hablar de relaciones causales de una fase a otra pues estos fenómenos de continuidad reflejados en la materialidad (arquitectura, tecnología cerámica o lítica, costumbres funerarias e iconografía) pueden tener diferentes lógicas y explicaciones o significados diversos. Primera interacción años 1800 a 1200 a.C. El Opeño - Capacha –Tlatilco – Olmecas.
Los sitios arqueológicos de El Opeño y Capacha son los complejos funerarios más antiguos y distintivos del Occidente mexicano. El primero se ubica dentro de la cuenca Lerma-Chapala en el municipio de Jacona, Michoacán y, el segundo, se presenta en varios sitios en las inmediaciones de la ciudad de Colima. La historia de contactos entre estas antiguas culturas, es una propuesta sustentada en las similitudes de rasgos en la cerámica, en las figurillas humanas y en su contemporaneidad (Braniff 1999). Por su parte, Tlatilco es un sitio arqueológico destruido por la mancha urbana de la ciudad de México, se trataba de un complejo funerario con una gran variedad de tipos cerámicos, destacando las figurillas humanas de ojos rasgados similares al trazo de los ojos de los jugadores de pelota de El Opeño (Oliveros 2004). La importancia de Tlatilco radica en su antigüedad y en la síntesis de rasgos culturales que proceden de la cultura Olmeca del Sur de Veracruz y Tabasco con elementos procedentes del Occidente mexicano. Esta red de interacción es una primera interpretación y una hipótesis de trabajo que deberá sustentarse con estudios y determinaciones absolutas de antigüedad, técnicas alfareras y composición de pastas para poder demostrar estos vínculos hace 3500 años. Es complicado argumentar el carácter de una relación entre sitios tan distantes y sobre todo, explicar cómo es que se adoptan sólo algunos rasgos, migrando sólo algunos conocimientos. Aquí entra otra de las características de las sociedades mesoamericanas, me refiero a la notable movilidad de personas y conocimientos como resultado de una economía sustentada en un sistema de intercambio a larga distancia de bienes de prestigio. Esto queda demostrado con la presencia de objetos de concha procedente del Océano Pacífico y la presencia de piedras verdes (entre ellas amazonita) procedente del sureste de México en el sitio El Opeño fechado entre 1880 y 1200 a.C. Como ya se mencionó, El Opeño es contemporáneo de Tlatilco en la cuenca de México, además de Capacha en las inmediaciones de Colima, La Venta y San Lorenzo en la costa del Golfo de México. Las similitudes observadas en estos sitios arqueológicos son la cerámica incisa y esgrafiada, la decoración al negativo en cerámica y figurillas humanas, así como con diseños, proporciones y rasgos semejantes. (Figura 4)
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Figura 4. Materiales arqueológicos de El Opeño (izq.) y Tlatilco (der.). Fuente: Oliveros 2004 y García Moll y Daniel Juárez. Nótese la similitud de rasgos: técnica al pastillaje, ojos alargados y “grano de café”, proporciones similares en las figurillas de piernas anchas. La pieza 184, vasija de silueta completa procedente de Tlatilco es idéntica a las formas de Capacha, Col. Segunda interacción 600 a.C. – 200 d.C. Chupícuaro- Teuchitlán- Cuicuilco- Guadalupita
La tradición cultural Chupícuaro se distingue fundamentalmente por su cerámica de alta calidad, el uso de motivos decorativos geométricos y la notable diversidad de formas. Las figurillas son los materiales más conocidos de Chupícuaro y son un sello distintivo de la arqueología mexicana en el mundo. Durante muchos años fue considerada como un complejo funerario pues se carecía de información sobre el modo de vida y los sistemas de organización social. Con el avance de las investigaciones (Braniff 1996, Florance 2000, Healan y Hernández 1999, Darras 2006 y Darras y Faugère 2007) se tienen mayores elementos para delimitar y caracterizar esta sociedad de manera más amplia.
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El área nuclear de la cultura Chupícuaro incluye la región del río Lerma en el extremo sureste de Guanajuato y la cuenca de Cuitzeo en Michoacán. Los sitios en dicha cuenca son Santa María, Lomas del Valle, La Bartolilla, El Cenicero, Queréndaro, Araró, y San Juan Tararameo (Filini 2004, 2010; Pulido et al. 1996; Cárdenas 1999b). Aunque la información sobre la arquitectura y el patrón de asentamientos sigue siendo muy fragmentada y los estudios de procedencia de los materiales cerámicos son casi nulos, podemos asociar ciertos elementos constructivos, me refiero a una estructura circular excavada por Faugère y Darras 2007 y una plataforma con patio hundido con material Chupícuaro asociado en superficie en el sitio La Virgen, ubicado en Acámbaro e identificada por Castañeda et .al. 1988. Por el momento no podemos asegurar una relación directa y estratigráfica entre la arquitectura y la cerámica, pero hay dos sitios con arquitectura cívico ceremonial que podrían ser considerados como sitios principales de la época Chupícuaro, me refiero a Chehuayo y El Cenicero, ambos ubicados en la cuenca de Cuitzeo. El origen de esta sociedad es un tema de debate pues se ha propuesto la colonización de la región del Lerma medio por grupos humanos que llegaron desde la cuenca de México (Porter 1956) o bien del Occidente (Braniff 1996:60, 1998:77, Florance 2000:29, Faugère y Darras op.cit.). Faugère y Darras (op.cit.) establecen una posible relación entre Chupícuaro y Teuchitlán hacia la Fase San Felipe (años 800 - 600 a.C.) el argumento central es que comparten trazos circulares en la arquitectura, desafortunadamente esta fase propuesta por Weigand (2004), no ha sido corroborada con fechamientos y materiales asociados, por lo tanto, es difícil pensar en esta relación y en una interacción cultural con Teuchitlán. Volteando hacia el Centro de México, se ha documentado la presencia de cerámica y figurillas Chupícuaro en el sitio de Cuicuilco en la CDMX y las exploraciones de García Cook demuestran la existencia de materiales Chupícuaro en la cuenca Puebla Tlaxcala, esto fortalece la hipótesis de una interacción y obliga a revisar las dinámicas poblacionales entre estas sociedades en un contexto espacial y temporal más amplio. Los materiales arqueológicos compartidos son: el uso del diseño circular en las edificaciones y las figurillas humanas tipo Choker y H4. Por alguna razón se excluyeron de estos intercambios y movimientos de bienes las grandes figuras policromadas y la cerámica policroma Negro y blanco sobre rojo pulido con motivos geométricos. (Figura 5) Tercera interacción 100 a.C.- 400 d.C. Morales/ Loma Alta/ Santa María- Teotihuacán
El sitio arqueológico Rancho Morales en Comonfort, Gto., fue explorado por Beatriz Braniff en 1965 y publicados los resultados en 1998 y 1999, este sitio significa la continuación de formas y diseños de la alfarería Chupícuaro y la integración elementos - 135 -
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Figura 6a. Cerámica al negativo, Santa María, Morelia (MRM Morelia).
Figura 6b y 6c. Cerámica policromada Fase Loma Alta, procedente de Zacapu y cuenca de Cuitzeo (MRM Morelia, foto: EVFM).
Figura 5. Cerámica Chupícuaro (MRM Morelia).
Figura 6. Cerámica Fase Morales en la cuenca de Cuitzeo y sur de Guanajuato.
Figura 5a. Cerámica de la transición Chupícuaro-MoralesLoma Alta, Col. Torres Serranía, MOrelia. Aguato 2015.
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decorativos de la Fase Loma Alta compartidos por varios asentamientos de las cuencas de Cuitzeo y Zacapu y del sureste de Guanajuato, particularmente los Cerros La Gavia y Culiacán. Para Braniff (1999:15-16) Morales es una variante de la tradición Chupícuaro y se relaciona con la Fase Ticomán III a Tezoyuca, 400 a.C. a 100 a.C. Estos importantes vestigios culturales en una amplia extensión territorial, nos hablan de un fuerte desarrollo local y constituyen la base cultural sobre la que descansan las siguientes culturas o tradiciones culturales. Carot (2010:319) precisa6 que la Fase Loma Alta se fecha entre 100 a.C. y 550 d.C.) y es fundamental para entender el desarrollo regional desde Chupícuaro- Morales-Mixtlán y Queréndaro. La primera fase de ocupación de Loma Alta en Zacapu tiene fechas de 100 a.C. y 200 d.C., este dato es muy significativo para la construcción de una secuencia cronológica regional, pues el fin de la cultura Chupícuaro estaría ubicada entre el año 100 y 200 d.C., coexistiendo en esa época ambas expresiones culturales, los diseños empleados en la cerámica Morales son trazos geométricos con diseños naturalistas zoormorfos y antropomorfos, decoración al negativo y la creación de diversos objetos. La tradición Morales y los sitios del periodo Clásico de Cuitzeo más que un heredero de la tradición Chupícuaro, resultan ser contemporáneos durante los siglos I y II de la era Cristiana. (Figura 6) La presencia de algunas piezas de cerámica con decoración al negativo encontradas en Teotihuacán (Gómez 2002 y V.H. Bolaños 2017 comunicación personal) y en la etapas más antiguas de Tula (Paredes 2004) nos remiten a la cuenca de Cuitzeo como el posible origen de cerámica al negativo y de algunos ejemplares de cerámica estucada. Esta similitud de rasgos en la alfarería expone la pervivencia de redes de intercambio y notables procesos de movilidad de poblaciones entre ambas regiones. Un primer momento sería La Fase Loma Alta y un segundo momento correspondería a las piezas con decoración al negativo tipo Santa María, Morelia, ubicándolas hacia los años 200 y 400 d.C. Cuarta interacción 400-600/650 d.C. Peralta y la Tradición Bajío-Teotihuacán: contactos en la periferia del Bajío y una ofrenda teotihuacana.
Entre los años 400 y 650 d.C., la arquitectura prehispánica del Bajío muestra una gran expansión poblacional, los asentamientos se extienden por toda la geografía del Bajío, incluyendo la planicie y las laderas que forman la vertiente del río Lerma y sus afluentes. Este periodo se caracterizó por la presencia de una arquitectura cuyo componente central fueron patios hundidos delimitados por basamentos para templos y espacios habitacionales. A esta arquitectura presente tanto en los grandes centros ceremoniales como en los asentamientos de vida cotidiana, la he identificado como Publicada en 2001, su tesis de Doctorado es un estudio sistemático del sitio Loma Alta, aunque se conocían otros sitios de esta temporalidad, este estudio es fundamental para adentrarse al periodo de mayor ocupación de la región lacustre de Michoacán. 6
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Figura 7. Las cruces punteadas son una prueba más de los flujos de información entre el Occidente y Centro de México. Denotan la existencia de distintas tradiciones astronómicas. En el mapa, las líneas rojas son la ruta de la turquesa propuesta por Weigand. Las fotos corresponden a una de las cruces del sitio de Degollado, Jal. Fuente: Rétiz y Cárdenas 2017. Fotos y mapa: Mario Rétiz
la Tradición Bajío. En suma, esta arquitectura representa un rasgo singular de las poblaciones abajeñas, siendo la Zona Arqueológica de Peralta el testimonio más claro de una sociedad agrícola y un centro de poder político. Las fechas obtenidas para este lugar y en especial para el Recinto de los Gobernantes que es una edificación tipo Palacio con patio central rodeado por habitaciones, oscilan en el año 600 d.C., estas fechas fueron obtenidas de la última etapa de ocupación y en la escalera principal para ingresar al Recinto, esto significa que las etapas constructivas más antiguas serán anteriores al año 600 d.C. Cerca de doscientos asentamientos en la región datan de esta época, algunos de ellos se ubican en las inmediaciones de la ciudad de León, Gto. Con Carlos Castañeda† realizamos una pequeña excavación de salvamento en el sitio Cerrito de Jerez, detectando dos pisos al interior de un patio hundido con fechas de 410 y 490 d.C. Considerando que Braniff detectó una aldea Chupícuaro en la misma ciudad y Ezra Zubrow obtuvo fechas de 100 d.C. para el sitio de Cañada de Alfaro con ello, podemos
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asegurar que algunas de las evidencias más antiguas de la tradición de patios hundidos se encuentran en esta porción noroeste del Bajío. Este periodo de la historia del Bajío es muy importante, Castañeda et. al. 1988 lo definen como la etapa del desarrollo regional. Las discusiones sobre el desarrollo regional y las influencias teotihuacanas siguen analizándose pues en sitios cercanos al límite oriente del Bajío como La Negreta y Santa María del Refugio, Castañeda et.al. (1982) detectaron cerámica del tipo Anaranjado delgado y navajillas prismáticas en obsidiana verde procedente de la Sierra de las Navajas, evidencias típicamente Teotihuacanas asociadas a un conjunto arquitectónico de montículo y patio hundido. En Peralta encontramos seis cuchillos de obsidiana y sílex con una figurilla o máscara pequeña de alabastro con rasgos claramente teotihuacanos. Estos objetos fueron colocados a manera de ofrenda en la cara posterior -lado Oriente- del basamento 1 del conjunto 2 de Doble Templo y patio hundido. Hay varias posibles explicaciones, la primera sería que se trata de una ofrenda fundacional, lo que implicaría que habría una mayor presencia de personas y materiales del Centro de México, pero las excavaciones no mostraron más elementos externos. Una segunda posibilidad es hablar de objetos colocados por personas que vienen o regresan a Peralta despues de estar en la urbe, esto sería una ofrenda al sitio ceremonial. La información sigue siendo muy fragmentada para tener una idea más precisa del significado de esta “ofrenda”, lo relevante es que hay un tipo de contacto y relación entre los sitios. Quinta interacción 600/650 – 900 d.C. Peralta-El Grillo- Oconahua: Arquitectura tipo Palacio y las cruces punteadas.
Alrededor del año 600 d.C. el mundo mesoamericano sufrió grandes cambios, la urbe de Teotihuacán dejaba de ser el centro urbano dominante, desarrollándose entonces ciudades de rango medio como Chingu-Tula y Xochicalco en el Centro de México; en el Occidente y Norte de México los sitios de Peralta, Plazuelas, Zaragoza, El Grillo, Oconahua y La Quemada son representativos de esta etapa. El desarrollo regional del Bajío alcanza su máxima expansión territorial, la tradición arquitectónica de patio hundido o Tradición Bajío, diversifica sus patrones constructivos creando al menos ocho diseños donde se combinan patios, basamentos y espacios habitacionales. En esta época llegaron influencias culturales poco conocidas hasta ese momento, gente portadora de tradiciones culturales como el juego de pelota, arquitectura con talud-tablero y deidades mesoamericanas plasmadas en esculturas de notable belleza y significado. Los sitios de Plazuelas y Zaragoza tienen manifestaciones de estos reacomodos demográficos y constantes migraciones, aunque no cuentan con elementos característicos de la Tradición Bajío como el patio hundido. Será necesario precisar la cronología de los sitios de ésta fase y la anterior para comprender mejor poblamiento del Bajío pues - 139 -
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es posible que los sitios de Santa María del Refugio, La Negreta y Tzcthé tengan una secuencia cultural que incluya estas dos fases de interacción. Uno de los elementos materiales indicadores de interacciones culturales en un contexto regional mesoamericano son las edificaciones tipo Palacio. Estas edificaciones son grandes espacios constructivos con un templo como elemento central, un patio o plaza de grandes dimensiones delimitado por habitaciones para una élite social y con ingreso controlado por tener solamente uno o dos accesos. En varios sitios del occidente y Norte de México se han identificado este tipo de recintos, tratándose de edificaciones con ciertas similitudes y algunas diferencias, Peralta, El Grillo, Oconahua y La Quemada podrían corresponder a formas arquitectónicas que antecedieron a los Palacios mesoamericanos como el famoso Mapa Quinatzin también conocido como El Palacio de los Reyes de Texcoco. Si bien falta mucho por investigar para poder explicar cabalmente el papel de las sociedades abajeñas en esta época, resulta evidente la concatenación de eventos entre la cuenca de México, los lagos michoacanos y la vertiente del Lerma medio. Así como la caída de Teotihuacán, la llegada de grupos procedentes del Bajío portando la cerámica conocida como Coyotlatelco7, el abandono paulatino o masivo del Bajío hacia el año 900 d.C. y la formación de ciudades como Tula, sólo por mencionar algunos de los eventos y flujos migratorios detectados por la arqueología; ahora sabemos que los cambios ambientales que mencionaba Pedro Armillas (1991:220) fueron un hecho fundamental para entender estos flujos migratorios del periodo clásico. Domínguez y Castro (2017) han demostrado la existencia de eventos de sequía en la región, lo que seguramente motivó la migración de algunas sociedades agrícolas. Podemos concluir por el momento que los avances de investigación configuran al Bajío como una región clave para entender los cambios en la historia prehispánica en el septentrión mesoamericano. El segundo tipo de restos culturales que nos remiten a la relación entre la cuenca del Lerma y el Centro de México (Rétiz 2014, Rétiz y Cárdenas 2017), son los petrograbados conocidos como “cruces punteadas” (pecked cross). Hablamos de dos figuras concentrícas, círculares o cuadradas, divididos en cuatro secciones por una línea y orientadas a los cuatro rumbos cardinales, todas ellas formadas por la alineación de pequeñas oquedades. Las funciones atribuidas a estos petrograbados son diversas, se les ha considerado como marcadores solares, marcadores de horizonte e incluso como evidencia de migraciones teotihuacanas hacia el norte de México. Tenemos aquí un problema de interpretación, lo primero que debemos considerar es que para hablar de influencia o interacción es necesario contar con varias evidencias materiales, no basta con tener un sólo elemento o rasgo cultural. Es claro que si nos alejamos del Esta es una idea básicamente de Beatriz Braniff 1972, posteriormente Mastache y Cobean (1990) enfatizan el posible origen norteño o abajeño de la cerámica Coyotlatelco (pasta café y motivos pintados en rojo). 7
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esquema difusionista, la existencia y concentración de 22 sitios con cruces punteadas en la cuenca del Lerma se proyecta como la existencia de distintas escuelas o tradiciones astronómicas. Nuevamente, podemos hablar de una interacción bidireccional entre las sociedades de la cuenca del Lerma-Chapala-Santiago y del Centro de México. (Figura 7). Sexta interacción 900-1200 d.C. Cañada de la Virgen, Plazuelas, Tzcthé y El Cerrito
Hasta el año 900 d.C. el poblamiento del Bajío registra un cambio fuerte, el abandono de los asentamientos del Bajío puede explicarse –como ya se mencionó- retomando la propuesta de Armillas de la existencia de un fenómeno climático de sequía, lo que motivo el éxodo de poblaciones abajeñas dedicadas a la agricultura. Este “cambio climático” de Armillas ha generado puntos de vista distintos, cuestionándose su existencia, me parece necesario precisar que los estudios paleoclimáticos de Brown (op. cit.) y Domínguez y Castro (op.cit.) han mostrado la existencia de varios periodos de sequias prolongadas en el Bajío, derivados de fenómenos similares al “Niño” seguidos de incendios forestales de gran magnitud. Esta información novedosa se ha logrado mediante muestreos estratigráficos y fechamientos absolutos. Los cambios en el clima sucedieron alrededor de los 600 d.C. y 900 d.C. Ocasionando los desplazamientos poblacionales del Bajío hacia la cuenca de México, esto permitiría entender la presencia de materiales cerámicos típicamente norteños o abajeños como el Blanco levantado y el grupo Rojo sobre bayo (Coyotlatelco) presentes en Teotihuacán y Tula como testimonios de estas posibles migraciones históricas. En el Bajío sobresales dos sitios arqueológicos por su arquitectura y los elementos asociados Cañada de la Virgen en San Miguel de Allende y El Cerrito en Querétaro. Plazuelas en Pénjamo también tiene dos etapas de ocupación, de la primera es anterior a 900 d.C. y se han obtenido dos fechamientos por arqueomagnetismo de 1050 d.C. Cañada de Virgen presenta el complejo arquitectónico tipo Palacio, con un patio central delimitado por una plataforma con habitaciones y un basamento para templo en el lado del patio. Entre los materiales cerámicos registrados por Nieto (1988, 1993) y Zepeda (2004) destaca el tipo Blanco levantado, elemento compartido y contemporáneo con el sitio de Tula, Hgo. Este material ha permitido sugerir algún tipo de contactos entre ambos asentamientos, hablando incluso de una presencia Tolteca en el Bajío. Es necesario anotar que la arquitectura de Cañada tiene como antecedente o pervive a partir de la tradición Bajío, aunque tiene una connotación cultural y significados distintos. La presencia de estas ocupaciones permite asegurar nuevamente un contacto cultural en el septentrión mesoamericano.
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Figura 8a. Esculturas de Chac Mool procedentes de Tula (a) y Ihuatzio, Mich (b).
Figura 8b. Figurillas tipo ;azapa procedentes de la cuenca de Cuitzeo, Col. Museo Regional Michoacano.
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Séptima interacción 1200-1530 d.C. Ihuatzio, Tzintzuntzan- Mexicas
La historia de la cultura Tarasca o purépecha se conoce principalmente a partir de las narraciones y láminas de documento conocido como La Relación de Michoacán (Alcalá 1521), sin embargo, en cuestiones arqueológicas y de cronología cerámica falta mucho trabajo por realizar. Podemos identificar histórica y arqueológicamente una fase cultural entre los años 1200 y 1400 d.C. de notable interacción entre el sitio de Ihuatzio, ubicado en la cuenca de Pátzcuaro con el sitio de Tula, Hidalgo, el principal indicador es la presencia de dos figuras conocidas como Chac mool. Dichas esculturas en lo general son similares, la posición del individuo semi-recostado y sosteniendo un objeto a la altura del pecho y tienen algunas diferencias en los atuendos que portan en la cabeza y los pies (figura 8a). Un segundo componente de la arqueología de la región lacustre y en especial de la cuenca de Cuitzeo, es la presencia de figurillas tipo Mazapa8, estos materiales son indicadores de la etapa de ocupación posterior al apogeo de Teotihuacán. Según Laura Solar (et.al.) “Jorge Acosta localizó los mismos materiales asociados a la fase temprana del asentamiento en Tula (siglos X al XII de nuestra era), y a ello se debe que hasta la fecha se le considera una cerámica diagnóstica de lo ‘tolteca’, y a la presencia de algunos de sus elementos en sitios muy distantes, un supuesto símbolo de expansión imperial.” (Solar et.al. 2011:66) (v. figura 8b). En los siglos previos a la conquista de México, ya conocemos la historia oficial de los tarascos y mexicas, sólo mencionaré un par de indicadores compartidos: los 3389 cascabeles de cobre encontrados en las ofrendas del Templo Mayor (Schulze 2007) y los conjuntos arquitectónicos de Doble templo. Tradicionalmente se ha manejado que el trabajo de los metales es una particularidad de las poblaciones michoacanas, si aceptamos este hecho entonces la presencia de los cascabeles y la arquitectura indica algún tipo de relación de información, migración de conocimientos tecnológicos o el tributo de algunas poblaciones orfebres que estaban manufacturando para ambos Estados. A MANERA DE CONCLUSIONES
La definición y límites del Bajío es una labor complicada y cambiante, dado que la demarcación de una región para fines de investigación es una creación heurística, aproximativa. Para trazar los límites del Bajío se pensó en la dimensión espacial de una determinada expresión cultural o en la manifestación espacial de una estructura de poder político y de organización social. Los temas de espacialidad-territorialidadcultura, el paisaje y los espacios constructivos se convierten en notables indicadores de organización social, rutas de intercambio, áreas culturales y redes de interacción. Las figurillas tipo Mazapa fueron manufacturadas en molde con atributos como el tocado, una banda en la frente y portando orejeras. 8
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Queda claro que el Bajío es una demarcación territorial y cultural de notable significado para el mundo mesoamericano, su ubicación como parte de la cuenca Lerma-Chapala-Santiago lo coloca en una posición geográfica y ambiental medular enlazando las áreas culturales de Occidente, Norte y Centro de México. Esta situación ambiental es un factor condicionante a aunque no determinante de las expresiones culturales pues permite entender los fenómenos sociales en un contexto temporal y espacial muy amplio. Es importante enfatizar el doble significado territorial y cultural de las sociedades abajeñas, por una parte, como entidades interactuantes con sus vecinas contemporáneas lo que aporta los elementos de homogeneidad material y al mismo tiempo, manteniendo rasgos y prácticas culturales locales lo que genera mecanismos de identidad y adscripción social lo que detona la heterogeneidad cultural. Un concepto analizado y redimensionado de Mesoamérica desde una región concreta, permite retomar antiguos debates y formular nuevas preguntas, debemos comprender el papel que los desarrollos locales y regionales en los procesos mayores y al mismo tiempo debemos explorar temáticas de interés antropológico e histórico, tales como: a) la diversidad cultural, b) un sistema de intercambio a larga distancia detonante de una gran movilidad de personas y conocimientos, c) la coexistencia de sociedades indígenas con diferentes niveles de organización sociopolítica, modos de vida y prácticas rituales distintas. BIBLIOGRAFÍA Adams, Richard Newbold 1978 La red de la expansión humana: un ensayo sobre energía, estructuras disipativas poder y ciertos procesos mentales en la evolución de la sociedad humana, CIESAS, México, 189 p. Armillas, Pedro 1991 Condiciones ambientales y movimientos de pueblos en la frontera septentrional de Mesoamérica. En: Pedro Armillas: vida y obra, México, INAH, t.II: pp. 207-232. Brading, David 1991 Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, FCE, México. Brambila Paz, Rosa. 1993 El Bajío. en: Cuadernos de Arquitectura Mesoamericana. N° 25, México, UNAM, pp 3-10. Braniff Cornejo, Beatriz 1996 Los Cuatro Tiempos de la Tradición Chupícuaro, en: Arqueología, Revista de la Dirección de Arqueología del INAH, Segunda Época. N°1, Julio-Diciembre. pp 59-68. 1999 Morales Guanajuato y la tradición Tolteca, México, INAH (Colección Científica). - 144 -
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RECURSOS NATURALES, ASENTAMIENTOS Y EVOLUCIÓN CULTURAL EN EL BAJÍO, DEL PRECLÁSICO AL POSCLÁSICO Gérald Migeon Profesor invitado, COLMICH, La Piedad Investigador del CNRS-CEMCA
RESUMEN
Después de una corta reseña bibliográfica de las investigaciones arqueológicas desarrolladas en el Bajío desde hace cuarenta años, entraremos al tema de la lineal. Partiremos de los recursos naturales para ir a hacia las producciones culturales, por grandes periodos, apoyándonos en los estudios de los asentamientos mayores de cada periodo. Para empezar, cabe aclarar un punto importante: la diferencia entre materias y recursos. La materia deviene recurso después de un proceso de producción simple o complejo. Pero la creación de un recurso, no es sólo técnica, sino también política, social, económica, ideológico, simbólica… La producción de los recursos supone un control territorial (gracias a los asentamientos mayores) y económico sobre las materias, pero también político, ideológico, social… sobre las poblaciones. Además, un recurso evoluciona como producto, a lo largo del tiempo, y puede tener características diferentes según los periodos; y esa complejidad tiene que ser tomada en cuenta. Empezaremos a delimitar precisamente lo que constituye para nosotros el Bajío y presentar sus rasgos generales; primero los principales recursos minerales, segundo los recursos renovables (en particular agua, tierras cultivables, vegetales…) y otros, usados por los habitantes en diferentes momentos de evolución de las civilizaciones del Bajío, enfocando la presentación sobre los distintos modos de apropiación de las materias en las diferentes cuencas del Bajío. El tercer capítulo analiza la evolución cultural de los pueblos del Bajío, que desde más de 4000 años constituye una zona de contactos culturales entre cazadores-
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recolectores “chichimecas” y sedentarios, y también un eje de tránsito este-oeste, entre la Cuenca de México y el Norte. La última parte contempla el papel del Bajío en las exportaciones de recursos locales afuera del Bajío y las importaciones de recursos faltantes en el Bajío, para abrir la discusión sobre el papel económico, comercial y político de esta región en Mesoamérica y en particular en su parte centro-norte, durante los dos últimos milenios de su historia prehispánica. INTRODUCCIÓN
Después de delimitar precisamente lo que es el Bajío y presentar sus rasgos generales, están presentados los principales recursos minerales, los recursos renovables (en particular agua, tierras cultivables, vegetales…) y otros, usados por los habitantes en diferentes momentos de evolución de las civilizaciones del Bajío, enfocando la presentación sobre los distintos modos de apropiación de las materias en las diferentes cuencas del Bajío. La conclusión contempla el tema de las exportaciones de recursos afuera del Bajío y de los recursos faltantes en el Bajío, para abrir la discusión sobre el papel económico, comercial y político de esta región en Mesoamérica y en particular en su parte centro-norte. Kirchhoff (1943) y Jiménez Moreno (1944) son los primeros que le dan realmente vida al Bajío en la historia antigua y en la arqueología, gracias a unos estudios etnohistóricos, subrayando su carácter de región fronteriza multiétnica y de escenario de migraciones, intercambios, guerras…, entre pueblos con tradiciones diferentes. En los años 70, resaltan los trabajos de Nalda en san Juan del Rio (1975, 1976), que tuvo siempre una mirada hacia la frontera norte durante su vida de arqueólogo, como lo demuestran unos de sus publicaciones posteriores (1976, 1986, 1990, 1991, 1996); y los de Snarkis (1974, 1985) que obtuvo una secuencia cerámica demasiado larga (en todos los sentidos del término). Pero faltaba esperar los años 80 y 90, cuando llega una oleada de trabajos arqueológicos y etnohistóricos, con Brambila sola (1988, 1993, 1995, 1996) o con Crespo (1991, 2005), con Crespo (1991ª, 1991b, 1992, 1996, 1998) y otros colegas del INAH Querétaro y del INAH Guanajuato (véase infra), que desarrollan unos trabajos importantes sobre espacios y territorios en el Bajío. Aparte tuvieron lugar unos encuentros colectivos pioneros sobre las sociedades prehispánicas del Centro-Occidente en 1988, sobre la cerámica rojo sobre bayo en 1992 y la arquitectura de Centro y Occidente en 1993, que hicieron resaltar los trabajos de campo - muchos de superficie y en mayoría resultantes de los trabajos del Atlas- de investigadores jóvenes y entusiastas. el bajío mexicano
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recursos naturales, asentamientos y evolución...
A partir de los 90, nos es grato mencionar las importantes publicaciones de Cárdenas, 1990, 1992, 1996, 1999ª, 1999b, 2015) en todo el Bajío y en Peralta, de Castañeda et alii, 1988 y 1989, Castañeda, 2004 y Castañeda y Quiroz Rosales, 2004, para el sitio de Plazuelas, de Durán, 1991, en la región de Salamanca –Yuriria, de Durán y SaintCharles, 1991; de Flores y Crespo, 1988; de Macías Goytia, 1990 en Huandacareo. Siguen más trabajos y publicaciones en el Bajío, los de Nieto Gamiño, 1988, 1993 en la región del rio Laja; Ramos de la Vega, 1992, 1996, de Ramos de la Vega y Crespo, 2005, para la región de Comanja, de Saint-Charles, 1990, 1996 y de Saint-Charles et alii, 1991 particularmente en el sitio de Cerro de la Cruz, de Sánchez Correa, 1993a y 1993b, 1993c, 1995, en La Gloria y la Gavia y sus trabajos con otros arqueólogos, 1982, 1990, 1994, de Torreblanca, 2013, en el Cóporo, de Zepeda, 1986, 1988, en las confluencias de los ríos Lerma y Guanajuato y en el sitio de Nogales, que desarrollan unos trabajos importantes sobre espacios y territorios en el Bajío. No olvidamos los trabajos del equipo de Salvamento de Pulido Méndez (1995), al norte de la zona de Zacapu donde tuvieron lugar entre 1983 y 1996, los tres programas Michoacán I, II y III del CEMCA (véase los resultados en las publicaciones de Arnauld, Carot, Darras, Fauvet-Berthelot, Faugère, Michelet, Migeon, Pereira, entre otros). Ahora el panorama arqueológico del Bajío resulta ser más amplio; unos encuentros recientes, como entre muchos otros, él sobre las Tradiciones cerámicas del Epiclásico en el Bajío y regiones aledañas (Pomédio, Pereira y Fernández-Villanueva, 2013), u otro intitulado “Relaciones interregionales en el Centro Norte de Mesoamérica (coordenado por el amigo desaparecido Castañeda, 2015), dan a conocer los numerosos trabajos arqueológicos de la región. Como lo señala muy justamente Castañeda en la introducción de este encuentro (2015: 12-13), en 1998, “la investigación arqueológica en la región dio un giro inesperado, ya que la información arqueológica de Guanajuato con la que se venía trabajando procedía en mayor parte de reconocimientos sistemáticos de superficie…”, con todos los problemas de interpretación de los vestigios del punto de vista funcional y sobretodo cronológico que este tipos de trabajo supone. “Las últimas excavaciones intensivas se habían llevado a cabo en Chupícuaro en 1945-1946” (Castañeda (2015: 13). Y en 1998, empezaron el mismo año, excavaciones en los sitios de Plazuelas, Peralta, Cerro Barajas, Cañada La Virgen, El Cóporo, Zaragoza, Puroagüita… y recorridos en diferentes zonas de Guanajuato y Querétaro. La publicación del encuentro citado supra (Castañeda, 2015) resume los últimos avances de las investigaciones en el Bajío, con nuevas zonas de trabajo, en las vertientes del Río Turbio, (Lisbeth Pérez Álvarez) y Cerro de los Remedios (Omar Cruces Cervantes) o nuevos enfoques sobre viejos temas, como el arte rupestre (Carlos Viramontes Anzures y Luz María Flores Morales) o la arquitectura (Daniel Valencia Cruz). - 153 -
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DELIMITACIÓN DEL BAJÍO. FISIOGRAFÍA, RÍOS Y CLIMA.
Ubicado entre los meridianos 100° y 102° oeste y 20° y 21° norte, el Bajío es conformado por planicies que no rebasan la cota 1750. Pero está compuesto también por mesetas, altiplanicies, valle limitadas por lomeríos y sierras (que tienen una altura promedia que va de los 1700 hasta los 2100 msnm. Dentro de la cuenca del Lerma- Chapala, lo que constituye, para mí, el Bajío estrictamente dicho, encontramos las llanuras del Lerma y de sus afluentes: los ríos de La Laja, Guanajuato-Silao, Turbio, Angulo y Duero. Lo que queda del río Lerma desemboca en el lago de Chapala, que consideramos afuera del Bajío, como Braniff (1999: 33) y muchos otros investigadores. Los diferentes valles escalonados, de Este a Oeste entre el estado de Querétaro y Jalisco, limitadas por el eje neovolcánico, y al norte por las estribaciones de las siguientes sierras (Madre Oriental, Gorda, de Puroagua, Central (con la de Guanajuato) y de Pénjamo) conforman el Bajío. Al oeste, la Sierra de Pénjamo y los Altos de Jalisco cierran el Bajío. El clima que predomina en el Bajío es templado (o un poco más fresco, con la altura). Se define como ACw- Semicálido Subhúmedo con lluvias en verano. La temperatura media anual es de 20.2° (promedio del periodo 1922 al 2002), con una precipitación promedio (periodo 1922 al 2002) de 688 milímetros, con extremos de 366.2 a 1234.8 milímetros. Es importante subrayar las importantes variaciones anuales de las precipitaciones así como las reparticiones inciertas por temporadas según los años; estos factores jugaron un papel crucial en la historia de las poblaciones antiguas, ya que con menos de 500-600mm de agua por año, es casi imposible cultivar; y con dos o tres años de acequia los campesinos prefieren irse a otro lugar para sobrevivir. Además, el clima de las épocas prehispánicas era diferente, más húmedo según Cárdenas (1999: 96), existían numerosos lagos o zonas pantanosas, por ejemplo en las confluencias de los ríos Turbio y Lerma, Guanajuato y Lerma...; las zonas altas estaban cubiertas de robles, no había pinos. Elliott y otros en un excelente resumen de los trabajos paleoecológicos efectuados en Mesoamérica septentrional, concluyen que “las variaciones de resultados entre las cuencas o dentro de una misma cuenca, pueden ser el resultado de múltiples factores” (2008: 111). Los autores citan cuencas ubicadas adentro del Bajío y estudiadas por Brown (1992): primero, la Hoya de San Nicolás de Parangueo, ubicada casi a confluencia de los ríos Lerma y Laja, donde los resultados indican una continua degradación climática desde 1000BC; y segundo, el Lago Guzmán, cerca de Sayula donde “hay evidencias de un impacto humano mayor hacia 1200 dC” (Elliott et alii, 2009: 111). Añaden los el bajío mexicano
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datos obtenidos por Metcalfe et alii (1989) en la laguna de Zacapu, que evidenciaron “dos periodos de regresiones del nivel lacustre; La primera fechada entre 1000-400 aC y la segunda alrededor de 900 dC. Señalan que los diferentes periodos de actividades tectónicas jugaron un papel importante para las secuencias paleoambientales (Elliott et alii: 2009: 112). La misma región del Bajío no es homogénea; está dividida generalmente, en dos cuencas principales: • La Cuenca Lerma – Salamanca que drena una superficie correspondiente a la Zona Centro y Sur del Estado de Gto, tiene su origen en la presa Solís; comprende además los afluentes Salamanca - Río Angulo, arroyo Temazcatío y Río Guanajuato - Silao. • La Cuenca Río Lerma y Chapala que comprende la porción Suroeste del Estado de Gto; se inicia en la población de Villa Jiménez hasta los límites con el estado de Jalisco recibe las aguas de su único afluente en el estado de Guanajuato, el Río Angulo - Briseñas. No incluiremos la cuenca del río San Juan, en Querétaro, considerando que está afuera del Bajío, aunque esté conectada al Bajío y podría ser incluida en él, por otros investigadores. La superficie del Bajío así definido es más o menos de 30 000 km2. LOS NUMEROSOS RECURSOS LOCALES
Para empezar, cabe aclarar un punto importante: la diferencia entre materias y recursos. La materia deviene recurso después de un proceso de producción simple o complejo. Pero la creación de un recurso, no es sólo técnica, sino también política, social, económica, ideológico, simbólica… La producción de los recursos supone un control territorial y económico sobre las materias, pero también político, ideológico, social… sobre las poblaciones. Además, un recurso evoluciona como producto, a lo largo del tiempo, y puede tener características diferentes según los periodos; y esa complejidad tiene que ser tomada en cuenta. La obsidiana que sobra por todos los lados, representa actualmente sólo un recurso muy secundario, y no sirve más para fabricar navajas, puntas, como en el periodo precolombino, salvo en unos casos de supervivencia como lo vimos en Zináparo, Norte de Michoacán, donde unos campesinos la usan para capar puercos. Para ilustrar nuestra idea, tomamos unas líneas de Healan (2011: 198) que cita a Weigand et alii (2004: 116), “uno de los yacimientos más extensos de obsidiana de todo el mundo... se encuentra en el oeste de Jalisco”, pero añade “parece que tan solo - 155 -
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Figura 1: Mapa del Bajío según el autor de esta ponencia (Dibujo: César Hernández)
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Figura 2: Paisaje característico del Bajío, cerca de Zaragoza (Gérald Migeon)
Figura 3: Paisaje característico del Bajío, cerca de Peralta (Gérald Migeon) - 157 -
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una cantidad relativamente pequeña de las fuentes o sub-fuentes que se han identificado en la región muestran evidencia de explotación extensiva”. Se trata del sitio de la Mora. ¿O de La Joya? Los recursos minerales Las piedras para la construcción como el tezontle y las lajas (figura 4) abundan en varios lugares, así como la cal y el caolín usado para el Blanco Levantado, y la arcilla para las cerámicas. Cabe añadir el cinabrio de la Sierra Gorda (Langenscheidt, 1982) citado por Weigand (2005: 117) muy utilizado como pigmento ocre; y la riolita abundante, de uso fácil y muchas veces asociada con la obsidiana, por ejemplo en la Sierra de Pénjamo, de Abasolo, Ojo Zarco (figura 5). Muchos otros elementos minerales como piedras, arcillas… fueron usados por los pueblos prehispánicos, (la lista todavía es incomplete aunque sea larga), pero los recursos más estratégicos explotados en la región, conciernen la obsidiana (Pastrana, 1990: 391-399) y la sal. Obsidianas Los extensos yacimientos de Zinapécuaro-Ucareo, Zináparo, El Varal, Cerro Prieto, La Mora-Teuchitlán, Tequila, Magdalena, la Victoria y La Joya son los más conocidos gracias a diversos investigadores (Cobean, 1991, 1998; Darras, 1987, 1994, 1999; Darras y Rodriguez, 1988; Cárdenas, 1990, 1992, 1999a; Healan, 1998, 2004, 2011; Pastrana, 1990, 1991, y otros). Pero decenas de yacimientos pequeños pueden abastecer los pueblos en material de más o menos buena calidad. Por ejemplo, los de la Sierra de Pénjamo, de Abasolo, de Ojo Zarco y Sierra los Agustinos (Cárdenas, 1999a: 104). “Uno de los aspectos más sobresalientes del uso de la obsidiana en el Occidente es la persistencia de la tecnología de núcleos y lascas expedientes a lo largo de la época prehispánica, incluso después de que se popularizo la tecnología de navajas prismáticas. (Healan, 2011: 199). Estas herramientas rápidamente y “burdamente” fabricadas se encuentran en otras civilizaciones, en Amazonia por ejemplo, con herramientas de cuarzo de mala calidad, usados una o pocas veces, pero que a un momento dado, en un lugar preciso, si sirvieron para una tarea rápida (cf. la ley del menos esfuerzo). En cuanto al acceso, Healan (2011: 200) no ha encontrado evidencia arqueológica de un acceso restringido a la obsidiana en ninguno de estos grandes sitios, aun en el caso de La Mora, ubicado al lado del gran sitio de Teuchitlán. el bajío mexicano
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Desde el Preclásico temprano, “Zinapécuaro pudo funcionar como un enlace entre el Occidente y otras regiones de Mesoamérica” (López Mestas, 2004: 216) “Durante la fase clásica temprana y media, el yacimiento de Ucareo, Michoacán, no participaba en la red de intercambio de obsidiana” (Filini, 2010: 173), quizás porque Teotihuacán preferiría exportar “su” obsidiana de Pachuca. “Durante los periodos clásico tardío y epiclásico, tuvo lugar de nuevo la explotación de las minas de obsidiana de Zinapécuaro, Ucareo y Zináparo” y los datos atestiguan de intercambios de obsidiana gris con Tula, Cerro Portezuela, Azcapotzalco, Xochicalco (Filini, 2010: 175 y 180-182). Entre 800 y 1000 dC, diferentes sitios mayas utilizaron la obsidiana de Ucareo (Filini, 2010: 182). Para Ucareo, Healan (2011: 200) supone que la explotación del recurso por parte del estado tarasco era manejada a través de los tributos entregados por las poblaciones locales, que dominaban mejor, probablemente, la tecnología de reducción y talla de la obsidiana. La sal Desde los años 90, en la cuenca de Sayula, los sucesivos proyectos arqueológicos pusieron a la luz elementos relacionados con la producción de sal, que atestiguan de una actividad artesanal entre 300 y 600 d.C., industrial entre 500/550 y 1100 d.C. y de menos importancia entre 1100 y 1520 d.C., con ocupaciones tarascas tardías (Liot, Ramírez Urrea, Reveles y Schöndube, 2006). Los mismos investigadores sintetizan de manera contundente las relaciones de la cuenca de Sayula con el Bajío (Ramírez Urrea, Liot, Reveles y Schöndube, 2013: 123-127) Subrayan “el papel de primer orden que debió tener la región en las relaciones interregionales entre los grupos de élite de diversas estructuras equipolentes asentadas en el Occidente de México, entre otras cosas, por su ubicación estratégica y por la producción de sal a gran escala y de concha”. “El intercambio era fomentado por la demanda de bienes suntuarios como ornamento de concha, cerámica especializada como el seudo-cloisonné y uso de la técnica al negativo en cerámica». (Ramírez Urrea, Liot Reveles y Schöndube, 2013: 123). Un tipo de objeto difundido en los sitios del Cerro Barajas, del Cóporo, de Peralta, de Cañada la Virgen, de Peralta, de la cuenca de Zacapu, y en varias regiones de Jalisco, de los Altos y del sur de Zacatecas, llamo la atención de los arqueólogos. Se trata de un “cajete /molcajete de base pedestal, mejor conocido como copa”, con base calada e incisiones muy finas en el fondo. El estudio fino revelo dos esferas de distribución de este objeto. Una “que abarca el oeste del Bajío, el norte de Micho- 159 -
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acán y los Altos de Jalisco, corresponde a la distribución de las copas rojo sobre bayo con decoración al negativo”, fechadas entre 700/750 y 1000. Los autores lo asocian a “una esfera ideológica compartida”. (Ramírez Urrea, Liot Reveles y Schöndube, 2013: 123-126). “En la segunda esfera de distribución, se tiene, además, de las copas con base calada, los cajetes de base anular del tipo Atoyac inciso, las ollas efigie con borde angular tipo Iztepete y las figuras tipo Cerro de García”. Los autores interpretan esta asociación como “un complejo cultural que podría ser el resultado de un intercambio no solo de bienes de lujo y estratégicos, sino de tipo ideológico” (Ramírez Urrea, Liot Reveles y Schöndube, 2013: 124). Beekman (1996: 256) relaciona, de manera hipotética, esos cambios (las copas, el tipo Atoyac inciso y otros) de la fase El Grillo, a migraciones de grupos nahuas del Bajío. En conclusión, parece que las relaciones entre el Bajío y Sayula “se dieron a través del norte de Michoacán, pero sobre todo por la región de los Altos de Jalisco” (Ramírez Urrea, Liot Reveles y Schöndube, 2013: 126). En Cuitzeo y en el área tarasca, Williams (1999 y 2003) estudio la producción de sal, un producto estratégico para las sociedades antiguas, pero no encontró evidencias prehispánicas de producción de sal, a pesar de que los datos etnohistóricos de la primera mitad del siglo XVI la mencionan. Conclusiones
Los metales no eran explotados en el Bajío como lo son ahora, ya que la “zona metalúrgica del occidente de México particularmente rica en minerales de mena de cobre” abarca los estados de Michoacán, Jalisco, Colima, Guerrero y Nayarit” (Hosler: 2004: 336). Los yacimientos explotados en la época prehispánica estaban localizados al sur o al oeste del Bajío. Afuera de estos estados, aparecieron objetos de metal en otras áreas de Mesoamérica, sobre todo después de circa 1200 d.C”, pero muy pocos en el Bajío. Recursos renovables: Suelos, agua y recursos vegetales y animales Tierras de cultivo y agua Los suelos feozem y vertisol del Bajío, son muy favorables para la agricultura; el imprescindible control del agua se hizo construyendo numerosas terrazas sobre los andosoles; hay muy pocas evidencias de riego prehispánico por canales o chinampas, más bien no hubo programas de investigación dedicados a buscarlos, si están todavía conservadas.
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Figura 4: Muro construido con lajas en el grupo D de Nogales (Gérald Migeon)
Recursos vegetales y animales La cubierta vegetal en el estado ha sido alterada en su mayor parte, encontrándose en la actualidad más de la mitad del territorio ocupada principalmente por zonas agrícolas, urbanas, industriales y vías de comunicación. En buena parte de las áreas que aún mantienen su vegetación, es común observar grandes cambios en su fisonomía y estructura, básicamente por la presencia de matorrales o pastizales secundarios. Las cinco principales formaciones vegetales registradas son: bosque de encino, bosque de coníferas (Pinus y Juniperus), bosque tropical caducifolio y matorral subtropical, matorral xerófilo (crasicaule, submontano y micrófilo) y pastizal. Además se registran pequeños enclaves de bosque mesófilo de montaña, vegetación acuática y subacuática, así como bosque de galería (resumido del artículo de Carranza, 2005). - 161 -
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Figura 5: Yacimiento de obsidiana compuesto de pequeños nódulos esparcidos en las laderas. al oeste de Pénjamo (Gérald Migeon)
Los recursos vegetales renovables eran numerosos: madera y resinas de los bosques de encinos, pinos, tule y carrizo de las orillas pantanosas de los ríos y espejos de agua. Los bosques abastecían en animales cuyas pieles eran usadas; y los lagos, ciénegas, ríos y arroyos, en almejas, peces y otros animales acuáticos. Entre los pocos estudios sobre la vegetación prehispánica, cabe subrayar el trabajo pionero de Brown (1985, 1992), seguido por Metcalfe y su equipo (1990). Para concluir la riqueza y la diversidad del medio ambiente antiguo del Bajío no pueden ser negadas. el bajío mexicano
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RECURSOS HUMANOS: EVOLUCIÓN CULTURAL DEL BAJÍO POR PERIODO
El Bajío fue una zona de contactos culturales de norte a sur, entre cazadores-recolectores “chichimecas” y sedentarios, y también un eje de tránsito este-oeste, entre la Cuenca de México y el Norte y Occidente de Mesoamérica. “Se han documentado aproximadamente 800 sitios arqueológicos, desde campos de tiestos hasta lugares de notable arquitectura”, en la parte central del Bajío (Filini y Cárdenas, 2007: 137-138). Y el registro completo de los sitios todavía conservados no está completo, lo que nos daría un número de sitios más importante todavía. Sin olvidar los sitios más antiguos, en particular formativos tapados por metros de coluviones o aluviones. Ya que para las épocas anteriores a 2500-3000 BP en el Bajío, tenemos pocos datos. Los estudios sedimentológicos realizados en las cuencas lacustres de Guanajuato y Michoacán, por Metcalfe y su equipo (Metcalfe et alii, 1990: 13) concluyen: “El Alto Lerma y posiblemente Yuriria muestran una fase temprana de perturbación, que se inicia alrededor de 3500 BP, lo que es un reflejo de la adopción propagada del cultivo del maíz durante el Preclásico. En Hoya San Nicolás, Yuriria, Pátzcuaro y Zacapu, una segunda fase de perturbación más intensa abarca desde el Postclásico a la época colonial (1000 BP)” Para explicar las diferencias de poblamiento entre el Bajío y el Norte de Michoacán, los datos aportados por Metcalfe et alii, 1990: 13-14) parecen muy relevantes. Dice: “En contraste, en la cuenca del Alto Lerma, la perturbación parece haber sido continua, aunque culmina durante el Clásico y Posclásico Temprano (1400-700 BP)”. Braniff (1974 y 1999: 34) señala que casi no se encuentran sitios arqueológicos abajo de la cota de nivel 1800m, que marcaría según ella, el nivel acuífero, que impedía los asentamientos humanos antiguos. Estamos de acuerdo con esta propuesta relativa a los sitios agrícolas y nucleados, salvo que se puede sugerir que el nivel de los cuerpos de agua ha podido cambiar con el transcurso del tiempo. Y que podían vivir pueblos cazadores-recolectores, que no dejan tantos vestigios “en duro (construcciones de piedra)” de sus campamentos, al mismo tiempo que pueblos sedentarios, que podían vivir en pequeñas aldeas actualmente no conservadas o no visibles por los arqueólogos, tal vez por haber construido sus casas con adobe o bajareque, materiales ahora diluidos en los campos y las capas de tierra. Además otro factor poco estudiado pero tal vez crucial, son las erupciones volcánicas del eje neo-volcánico cercano y en particular de la Sierra tarasca ubicada al sur del Bajío, que pudieron jugar un papel importante en la vida de los pueblos de la región, ya que los temblores pudieron ahuyentar a los pobladores atemorizados y las cenizas y escorias volcánicas volando en el aire taparon probablemente el sol durante meses impidiendo buenas cosechas. - 163 -
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Conocemos en el México antiguo, las erupciones del Xitle, fechadas por “edades radiocarbónicas y arqueomagnéticas entre 2041 y 1968–2041 años AP y 2035 y 1968–2073 años cal AP, respectivamente. El intervalo estimado de ~ 90 aC a 20 dC es compatible con una posible relación entre el abandono de Cuicuilco y el desarrollo de Teotihuacán” (Urritia-Fucugauchi et alii, 2016: 24). Para El Metate, cerca de Purépero, en Michoacán, la edad está estimada a 1250 AP o sea 750 BP (Chevrel et alii, 2016). Y en el Malpaís de Zacapu, hay datos coincidentes de abandono de sitios por culpa de erupciones alrededor de 1000 BP (Pereira, comunicación personal 2016). Cabe recordar que El Paricutín salió de tierra en 1943, y el Jorullo hace alrededor de 250 años, y que estos eventos volcánicos violentos y espectaculares recurrentes en la región, no fueron tomados demasiado en cuenta hasta ahora en la historia y arqueología prehispánica, pero podrían explicar una parte de las acequias antiguas y de las migraciones de pueblos prehispánicos que eligieron huir de la hambruna o del peligro. Preclásico: la preponderancia de Chupícuaro Nos complace citar a Grove (2009: 319-320) que escribe que “la Mesoamérica del Preclásico (y del Clásico también) es como una familia que tiene tres hijas”: la del sur, una magnifica escultora, la de la tierras altas, una magnifica arquitecta, y la del Occidente, una magnifica ceramista”, (con referencias a las cerámicas de Capacha, El Opeño y Chupícuaro). No podemos olvidar los imprescindibles trabajos pioneros de Braniff sobre el Bajío y sus relaciones con el Norte a lo largo de los milenios prehispánicos (1975ª, 77, 1989, 1990ª, 1990b, 1994, 1999a, 1999b, 2000, 2004…). En el Bajío, como todos saben, se desarrolló la cultura Chupícuaro que parece ser la madre de las culturas del Bajío, y de una parte de las del Occidente. Brown (1984: 84-87) nota fuertes indicadores de la agricultura de maíz a partir de 1000 aC, en La Hoya se San Nicolás de Parangueo, cerca de la confluencia de los ríos Lerma y Laja y la relaciona con los portadores de la cultura Chupícuaro. El origen de esas poblaciones Chupícuaro queda en discusión: local, Centro de México, Occidente…, pero la importancia de esa Tradición que se expandió por todo el Occidente, en la región de Tula, por ejemplo en el sitio de la Loma, previamente Tepeji del Río, no cabe duda (Healan y Cobean, 2009: 327), y su presencia en lugares tan lejanos como Copan o Dzibilchaltun no tiene discusión (Filini, 2010: 166). Su influencia, probablemente importante sobre Teotihuacán, queda todavía por definir. Filini (2010: 172-173) agrega que la obsidiana gris de Ucareo se intercambiaba en cada rumbo de Mesoamérica, cuando la Tradición Chupícuaro era presente en el Altiplano, a pesar de que los centros de poder disponían de fuentes locales. Lo que
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nos lleva a pensar que Chupícuaro tenía sus propias redes de comercio y las mantuvo, a pesar de tener competencia, gracias a su deseada obsidiana gris. Fase de desarrollo regional (100-600 dC): la problemática de las relaciones de los pueblos del Bajío con Teotihuacán Como lo hemos señalado supra, Brown (1984: 84-87) detecta entre 200 y 1100 dC una reducción de las especies propias de ambientes muy húmedos y una regeneración de las comunidades de pinos, y las atribuye a cambios climáticos, cuyos factores quedan todavía por elucidar. Regresando a los aspectos estrictamente culturales, es patente que los habitantes del Bajío incorporaron elementos de la Tradición Chupícuaro y esta sobrevivió, en parte, por ejemplo, en la fase Morales de Guanajuato (Braniff, 1998: 72-77, Cárdenas, 1999b: 56; Filini, 2010: 171). El libro “El Bajío en el Clásico» de Cárdenas (1999a) constituye la referencia actual para ese periodo, el arqueólogo integrando en su reflexión los avances de los trabajos pioneros de Beatriz Braniff, y de los investigadores del Centro INAH Guanajuato. La Tradición que Cárdenas (1999a: 48), define como “El Bajío”, fundamentada sobre el estudio de 174 asentamientos, está en interacción con la Tradición Teuchitlán y la Tradición Chalchihuites; y tiene pocas relaciones con Teotihuacán, al contrario de lo que unos pensaban antes. Aunque todos los investigadores admiten que esta Tradición es característica del Bajío, todavía quedan diferencias entre autores como Ramos de la Vega y Crespo (2005: 94-95), Castañeda et alii (1988), Jiménez Betts (1992)... de un lado, y Cárdenas (1999a y 1999b), de otro lado, que argumenta que la Tradición de los patios hundidos, es originaria del centro-norte, mejor dicho del Bajío, mientras que los demás autores la ven como una adaptación de una estructura arquitectónica “previamente reconocida en el Centro de México”. Cárdenas (1999b: 56-57 y 2015: 157-164) insiste en que la Tradición de los patios hundidos fue “un desarrollo característico del Bajío, donde se extendió a otras regiones vecinas, como los Altos de Jalisco, el Norte de Michoacán, el sur de Querétaro y muy probablemente el sur de Zacatecas”. Y apoya, entre otros, su argumentación con datos proporcionados por Darras y Faugère (2007: 67), que excavaron en el sector de Puroagüita, un patio hundido de planta cuadrada fechado de la fase Chupícuaro tardío, entre 200 y 100 aC, una fecha tal vez más antigua que los edificio parecidos del centro de México. Pensamos que la definición demasiada general del “patio hundido” según Cárdenas lo empujó a globalizar un tipo de arreglo arquitectónico muy difundido en el Bajío y Mesoamérica; y sería mejor llamar este arreglo “patio cerrado” como lo - 165 -
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propusieron Ramos de la Vega y Crespo (2005: 94-95). Los aportes de Cárdenas quedan imprescindibles por su extensión geográfica y su valor heurístico. ¿Y cuáles eran las relaciones de los pobladores del Bajío con Teotihuacán? Los tipos de contactos con Teotihuacán fueron expuestos de manera rigurosa y acertada por Filini (2010), que no trata el Bajío como un área marginal o marginalizada, retrasada o menos sofisticada. La investigadora propone examinar los “procesos de cambio en un continuum”; los centros pueden ser “degradados” a un papel periférico en el sistema y vice-versa (Filini, 2010: 183) “La población de la región de Cuitzeo no solo recibió los artefactos teotihuacanos en su fábrica ritual, sino que también reprodujo muchos de ellos utilizando los recursos locales” (Filini, 2010: 192). Los individuos de alto rango eran enterrados con objetos de prestigio (orejeras de ámbar, cuentas de jade y turquesa...). Para Filini (2010: 193-196), la cuenca de Cuitzeo es una semi-periferia, ya que tenía contactos con otras áreas, en “un sistema multicéntrico competitivo”. Ejemplos de objetos teotihuacanos encontrados en contexto mortuorio, en Santa María del Refugio, Tres Cerritos..., que llegaron por vía de comercio, traídos por migrantes pertenecientes a la élite, antes de la caída de Teotihuacán, están citados por Saint-Charles (1996: 155-156) que concluye que esta migración “tendría, entonces, fines políticos que no descartan una conquista de carácter económico con intereses económicos...” En otros sitios de esa época como Queréndaro, Huandacareo, Loma Alta, Loma de Santa María..., hay huellas de presencias materiales o inmateriales teotihuacanas. Con los conocimientos arqueológicos actuales sobre las sociedades del Clásico del Bajío, es imposible evaluar realmente las influencias teotihuacanas en la parte este del Bajío, y saber si son consecuencias de migraciones de grupos de la élite teotihuacana o nuevas ideas o conceptos llevados por comerciantes, artesanos, provenientes del Bajío o de otras regiones. Afuera de la región de Cuitzeo, ubicada en el este del Bajío y más cercana al Centro de México, es claro que las influencias teotihuacanas en el Bajío son menos evidentes; Cárdenas habla de frontera rígida entre El Bajío y Teotihuacán (1999a: 280); y es claro que tenemos, en las partes oeste y central del Bajío, más evidencias de relaciones con la Tradición Teuchitlán con la cultura Chalchihuites y con las zonas lacustres de Michoacán, que con Teotihuacán. Por ejemplo, en Plazuelas, Peralta, y diez sitios más, los conjuntos circulares de tipo “Guachimontones” u otros, dan testimonio de esas influencias jaliscienses, que pueden llegar del norte, por la antigua “ruta de la turquesa” (Darling y Glascock, 1998). En Teotihuacán, la presencia de migrantes, probablemente provenientes del Bajío, parece indudable, fundamenta en diferentes análisis de ADN y de cerámicas (Manzanilla, 2005ª). “Vinieron probablemente antes del colapso, quizás como alfareros el bajío mexicano
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especializado o incluso como mercenarios (sugerencia, esta última, de Jorge Angulo). Cuando la ciudad cayo, vinieron más grupos familiares y se quedaron a saquear la ciudad” (Manzanilla, 2005b: 269). Gómez y Gazzola (2007: 113-135) añaden: “La presencia en Teotihuacán de grupos étnicos procedentes de Michoacán”, puede sugerir que originarios del Bajío iban de vez en cuando a Teotihuacán o vivían en la gran urbe. Los autores piensan, y estoy de acuerdo con ellos, que “ el papel más significativo del estado teotihuacano fue formalizar y fortalecer las relaciones económicas y políticas con las élites de los sitios mayores, o con aquellos que funcionaron como centros regionales...” (Gómez y Gazzola, 2007: 131). Después de la caída de Teotihuacán, estos grupos pudieron regresar a su antiguo lugar de origen, llevando consigo el mito teotihuacano, como lo suponen Gómez y Gazzola (2007: 132) para los michoacanos fundadores de Tingambato. Y como lo sugieren Nelson y Crider (2005: 96), “la idea de reacomodo demográfico captura muy bien el patrón probable” de los acontecimientos; no fueron oleadas, sino desplazamientos, organizados, de grupos pequeños o medianos (20 a 100 individuos, por ejemplo) en otros lugares conocidos anteriormente gracias a los intercambios. Epiclásico (600-1000 dC): una región multicéntrica Durante este periodo, tenemos como lo denomina Cárdenas (1999a: 270-271, 280-283), “una organización regional policéntrica”, con varios asentamientos mayores, como en la parte suroeste del estado de Guanajuato, con los sitios de Plazuelas, Peralta, Zaragoza, Nogales, por lo menos contemporáneos unas decenas de años. Ese periodo es también marcado por reorganizaciones de las redes de intercambio, migraciones, abandonos de unos asentamientos, creaciones de otros. Empezamos con Plazuelas, el sitio más conocido de la región ahora. La primera etapa fue poca reconocida. “En la segunda etapa, cambia la traza y el estilo” (Castañeda, 2004: 158), aparecen salientes y tableros, en silueta de “atadura de años”, que Castañeda y Aramoni (2004) asocian con “el símbolo de Tláloc como señor del tiempo y la “T” invertida con de Quetzalcóatl como dios del viento”. Estos nuevos elementos podrían ser ligados a nuevos grupos, nuevas ideas… llegados o ligados a los cambios ocurridos en el sitio de Nogales del Cerro Barajas (Mo de Pénjamo) ubicado a unos veinte kilómetros de Plazuelas y con vista a este sitio. De hecho, circa 600/650 dC, un cambio arquitectónico ocurre en el grupo A de Nogales; y ca. 700/750 dC otro cambio, después de una destrucción de unos edificios con huellas de incendio, y de construcciones de edificios al estilo Barajas (salones-atrios con columnas), en todo el cerro (Migeon, 2003, 2013; Migeon y Pereira, 2007; Pereira, Migeon y Michelet, 2001, 2005). Nuestra hipótesis es que el grupo A y sobre todo el grupo B, los dos grupos más antiguos del Cerro Barajas, tienen caracteres clásicamente mesoamericanos. El grupo - 167 -
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B está compuesto por una plaza con altar - según Filini y Cárdenas (2007: 139) sería un “patio hundido -, cercado por tres estructuras piramidales y un muro cerrando el recinto hacia el norte. El sitio de Peralta, ubicado unos veinte kilómetros al este del Cerro Barajas, fue estudiado por Cárdenas (2015). Es característico de la tradición Bajío definida por el arqueólogo, con sus tres patios hundidos: uno con doble templo patio y banqueta habitacional, otro con templo recinto patio hundido con banqueta habitacional y el tercero con patio hundido delimitado con banqueta habitacional. Pero el sitio cuenta también con una estructura circular relacionada, según el autor con, el ritual del Volador-danzante, documentado arqueológicamente en la Huaxteca (Cárdenas, 2015: 154-155). El sitio de Zaragoza, Mo de La Piedad, localizado al oeste del Cerro Barajas y bastante cercano al sitio de Plazuelas, tiene un centro cívico-ceremonial compuesto de dos complejos. El primero con una plaza ceremonial con un montículo y un recinto; el segundo con una cancha de juego de pelota, un montículo-basamento en forma de “L”, dos plataformas, y un probable temascal (Fernández-Villanueva, 2013: 80-82). El sitio de Plazuelas (véase infra) presenta “enormes similitudes con Zaragoza, tanto en arquitectura como en cerámica y comparten la práctica ritual del juego de pelota” (Fernández-Villanueva, 2013: 87). Esta región sur-occidental del Bajío parece estar en la convergencia de influencias diversas, la del Norte (salones-atrios), la del este, la Huasteca (el volador) y la del sur, la zona de los lagos de Michoacán (cerámicas). Además, en la zona al norte de Zacapu, y al sur del Lerma y del Cerro Barajas, en el estado de Michoacán, Faugère (2009: 204-207) puso en evidencia un poblamiento continuo entre 700 y 1200 d.C., con dos etapas de organización socio-política. La primera sería la de comunidades de colonos agricultores, que pudieron haber construido subestructuras piramidales y juegos de pelota, atestiguando una búsqueda de prestigio. La segunda marcada por la llegada de un o unos grupos foráneos más jerarquizados que construyen en el sitio de San Antonio Carupo, un edifico con salas con columnas, característico de las sociedades norteñas más colectiva y horizontales de La Quemada. Al final, esta arqueóloga concluye que “un grupo estructurado con una fuerte cohesión interna y un jefe identificado, un grupo autónomo que llega con su dios tutelar y sus rituales bien establecidos”, se parece mucho a la descripción de los Uacúsechas de la Relación de Michoacán. “Este grupo podría ser el resultado de una larga evolución y el término de un proceso marcado de cristalización de una forma social que conoció el Occidente del Bajío, y tal vez zonas más amplias en el Centro-norte, desde por lo menos el inicio del Epiclásico” (Faugère, 2009: 207)
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Hay un consenso entre los arqueólogos sobre el despoblamiento gradual del Bajío en el siglo X que coincide con el surgimiento del estado tolteca; en el bajío oriental, el despoblamiento llego en los siglos XI y XII (Wright, 1999: 83-84); Hasta la Conquista, la mayor parte de la región quedo poca poblada con grupos sedentarios, semi-sedentarios o nómadas, pero los Tarascos repoblaron unos sectores y grupos otomíes, mazahuas, nahuas parecen haberse asentados en el Bajío oriental. Según Healan (2004: 52-53), en los “asentamientos documentados etnohistóricamente de Zinapécuaro, Araro, Taimeo y Queréndaro”, los datos sugieren “un patrón de consumo en gran medida local”, es decir de la fuente de Zinapécuaro. Excepto las grandes cantidades de obsidiana de Zinapécuaro encontradas en Tzintzuntzan. Para el valle de Ucareo,...la explotación inicial, antes del Posclásico, pudo haber sido estacional, para abastecer la cuenca de Cuitzeo al oeste y del valle del rio Lerma al norte. Durante el Clásico y el Epiclásico, el sitio de Las Lomas (Ucareo) provee obsidiana a Xochicalco, Tula, Chichén Itzá y otros sitios. “En el Posclásico, parece que tenemos una situación clásica de presencia de grupos extranjeros enclavados en la región (Healan, 2004: 54). Para la zona oeste del Bajío, los movimientos de población fueron estudiados por Migeon, Michelet y Pereira en diversas publicaciones ya citadas (véase bibliografía) y por Carot (2005: 111-117) que argumenta, de manera apasionada y bastante convincente, que en realidad, los Uacúsechas, uno de los linajes de los Tarascos, que regresan en la región de Zacapu durante la fase Milpillas del Posclásico tardío (alrededor de 1200-1250 dC) son los mismo que se fueron en el siglo VI (alrededor de 550 dC). Estamos de acuerdo sobre el hecho de que unos grupos se fueron de la región de Zacapu, unos kilómetros al norte, pero no hasta Arizona, como lo propone Carot (2000, 2005). Las publicaciones de Hers sobre los Toltecas-Chichimecas y sus relaciones con la cultura Chalchihuites de Zacatecas abren una perspectiva de discusión interesante (Hers: 1983, 1988, 1989, 1992, 1995ª, 1995b). En conclusión, el papel del Bajío en Mesoamérica, como lugar de migraciones, de intercambios norte-sur y este-oeste de ideas y productos (en puertos de intercambio culturalmente diversos) fue lo que forjo la identidad prehispánica polisémica de la región, que se refleja hasta hoy en la identidad bajiense. Para la época prehispánica, los bienes estratégicos transitando por el Bajío eran numerosos;
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Figura 6: Pirámide B2 de Nogales (Gérald Migeon) LOS INTERCAMBIOS: IMPORTACIONES DE RECURSOS ESTRATÉGICOS EN EL BAJÍO Y EXPORTACIONES DE RECURSOS ESTRATÉGICOS AFUERA DEL BAJÍO
El papel económico, político y sobre todo comercial de esta región en Mesoamérica y en particular en su parte centro-norte, no es periférico sino central para los bienes citados infra, que sean productos mismo de la región o que transiten por el Bajío. En el sistema mundial mesoamericano, la obsidiana, la sal, las telas de algodón, el cacao, la cerámica, los chalchihuites, los metales, son los bienes estratégicos más representativos, según Blanton, Farghter y Heredia (2005:) y Kowalewski (2009: 354-363). La obsidiana y la sal (de las cuales ya hemos hablado arriba), son los principales bienes locales exportados y la turquesa, las conchas, las plumas, las cerámicas seudocloisonné los bienes suntuarios de transito más conocidos. Turquesa Símbolo de prestigio, estatus y poder, además de ser cara y más codiciada que el jade en el Posclásico, la turquesa jugo un papel estructurante para el comercio el bajío mexicano
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Figura 7: Plano de los grupos A y B de Nogales (Proyecto Barajas) - 171 -
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prehispánico antiguo de Mesoamérica según Weigand (1995: 115-117). “El complejo minero de Chalchihuites probablemente inicio durante la fase Canutillo, ca. 200-500 dC, pero alcanzaron su cúspide durante las fases Alta Vista y Vesuvio (ca.500-800 dC)”, con alrededor de 800 minas, que dieron más de un millón de piezas individuales de turquesa (Weigand, 2005: 117-118). Weigand (1993) piensa que en el Posclásico temprano, la turquesa de Nuevo México y Arizona reemplazo la de Chalchihuites. Sobre esa “ruta de la turquesa” circulaban otros bienes estratégicos como las conchas, las plumas, los objetos de metal. Conchas Para el Preclásico tardío y el Clásico temprano, los sitios de la Tradición Teuchitlán controlaban el comercio de conchas del Pacifico, pero también del Caribe, hacia el norte (Cerro del Huistle), el sur (Colima), según López Mestas (2004: 215-219) y añado, que tenían que tener relaciones con el este (El Bajío), por las rutas de donde llegaban los caracoles del Caribe. Para el Clásico y el Posclásico temprano, (Gómez Gastelum (2004: 243) piensa que no hay “un patrón único de utilización de conchas y caracoles” y parece que el puerto de Salagua, en Colima, jugo un papel importante de intercambio con la cuenca de Sayula, ubicada justo al oeste del Bajío. Plumas Como lo señala muy justamente Olay Barrientos (2004: 311), el arte de la plumaria es “un aspecto de la cultura prehispánica del Occidente de México, que raramente es tratado por los arqueólogos, dada su falta de representatividad en el registro arqueológico”. Pero nadie puede contestar el hecho de que los plumajes en la alta sociedad del estado tarasco eran muy valorizados, símbolos de prestigio y de poder, como en las sociedades del centro de México. Cerámicas suntuarias
Los tipos cerámicos frecuentemente encontrados en el Bajío: el rojo sobre bayo, con o sin negativo, blanco sobre rojo, rojo y/o negro sobre naranja, sobre café, negro y rojo inciso, pueden ser estudiados de manera muy detallada como lo hizo Pomedio (2010, 2013: 19-32) que demostró, con datos técnicos y estilísticos, la voluntad de los alfareros de una comunidad de diferenciarse de los de otras comunidades del suroeste de Guanajuato durante el Epiclásico. O como lo demostró Pereira (2013: 47-63) gracias a una seriación fundamentada sobre 128 vasijas procedentes de tres conjuntos funerarios y un depósito de fundación
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Figura 8: Copa de pedestal con pintura roja y negativa (Gérald Migeon)
del Cerro Barajas, que permitió revelar tres fases, entre 650 y 850 dC (fases Barajas temprano y tardío). Pero muchas veces, son las cerámicas de muy alta calidad, que permiten inferencias relacionadas con el comercio, el intercambio...Entre ellas, sobresalen el seudocloisonné y el Anaranjado Delgado. En el Bajío, Molina Montes y Torres Montes (1974: 31-36) publicaron los primeros lo que llamaron “el estilo Queréndaro”, a partir del estudio somero de unas treinta vasijas. Filini y Cárdenas (2010: 140) señalan que en Huandacareo, Tres Cerritos, y Santa María..., “junto con los artefactos locales, aparece un número de elementos importados de Teotihuacán o de estilo teotihuacano, pero de manufactura local”. Unos ejemplares de cerámica Anaranjada Delgado fueron encontrados en El Cóporo y Santa María, en Guanajuato, en la Negreta en Querétaro, en diversos sitios - 173 -
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de la cuenca de Cuitzeo y una imitación local en Tres Cerritos (Filini y Cárdenas, 2007: 140-141 citando a Macías, 1997: 205) Máscaras, navajillas y orejeras de obsidiana verde, esculturas de Tláloc, del dios viejo Huehueteotl, representaciones del ábaco teotihuacano, figurillas características... atestiguan de la presencia directa o indirecta de Teotihuacán en el Bajío (Filini y Cárdenas, 2007: 141-143). En cambio, el Bajío que es y fue una gran zona agrícola, pudo abastecer los centros urbanos más poblados del centro de Mesoamérica, en productos agrícolas (maíz, legumbres de todo tipo…) y forestales (miel, resina, pieles de animales…) diversos, así como lo hemos visto en obsidiana procedente de los yacimientos del eje neo-volcánico y otros productos, como el algodón, o el cacao, procedentes de las tierras calientes del Pacífico. Perspectivas
La zona del Bajío fue el escenario de múltiples desarrollos culturales, primero por su ubicación en uno de los corredores naturales entre por una parte, el centro del Altiplano, y por otra parte, el norte y el Occidente, y segundo por su posición en la frontera, oscilante a lo largo de los años, de Mesoamérica (Armillas, 1964, 1987; Braniff, 1974, 1989, 1994). A veces, el aporte de colegas de otras disciplinas nos lleva a nuevas vías de investigación o de reflexión. En el caso que nos ocupa, Raúl Valadez y su equipo que estudian los perros pelones asociados a sepulturas humanas (Valadez et alii, 2007: 231-245), nos revelaron que “los xoloitzcuintles ya existían en el Occidente” entre los siglos III-V dC, que no estaban en el Centro de México en los siglos V y VI dC Y que solo en el siglo VII dC “inician su proceso de dispersión del Occidente hacia el Centro de Mesoamérica” en particular Tula. Ese proceso de dispersión en el Centro de México sigue lento en los siglos VII a IX dC, con una dispersión lenta hacia el sureste de Mesoamérica a partir del siglo X d.C. (Valadez et alii, 2007: 234-236). La corriente de esta influencia, en este caso, va de la llamada periferia, el Occidente, hacia el denominado centro (Valle de México), pasando por el Bajío. Hemos dejado de lado hasta el momento las culturas del estado de México estudiadas por Sugiura y su equipo 2005, 2013) pero las integraremos en un próximo trabajo, como las del sur de Zacatecas (Pérez Cortez, 2013), para ampliar la esfera de interacción (Jiménez Betts, 1998, 2007, 2013). Nuevos estudios arquitectónicos y de patrones de asentamiento, así como de cerámica, del ADN de los esqueletos encontrados en contextos de excavaciones bien controladas podrían aportar nuevas visiones acerca del Bajío, de su papel en la evolución de Mesoamérica. Ya que como Willey (1991: 197-209), constatamos que en el bajío mexicano
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Mesoamérica (como también en los Andes), los periodos de integración cultural, como el Clásico entre 100 y 600 dC, dominado en el altiplano por el estado teotihuacano, alternan con periodos de regionalismo, como lo fue el periodo epiclásico (600 a 1000 dC) con múltiples centros de poder, entre los cuales destacamos los centros del Bajío. Para Willey (1991: 197), esa alternancia “es vital en el ascenso hacia la complejidad de la civilización.” Esta posición nos llevaría a escribir que “La Civilización” del Altiplano, posterior a las sociedades del Epiclásico, fue más compleja que la Teotihuacana. No lo sé, y además, es bastante difícil definir la “Complejidad” y “La Civilización” (véase el ensayo de Testart, 2005), pero podemos decir que después del Epiclásico, encontramos civilizaciones “diferentes” a la teotihuacana, que sincretizan diversos aportes, en parte provenientes del Bajío. Y hicimos mentir Peter (Jiménez Betts, 2005: 60) cuando subrayaba “la escasez de trabajos sistemáticos en el Bajío en los últimos treinta años... más allá de los trabajos iniciales de Braniff (1972). El mismo, unos años después, enfatiza “los proyectos mayores de investigación”, desarrollados por el COLMICH y el CEMCA, que han logrado detallar el Bajío mayor precisión tempo-espacial (2013: 203-206). Estamos orgullosos que estas dos instituciones hayan retomado el relevo después de las reuniones pioneras del Centro Regional Querétaro, INAH, en 1988, y del INAH Guanajuato y que la SMA haya elegido al Bajío para la sede de su congreso en 2014, honorando una región no-periférica, sino central de Mesoamérica. BIBLIOGRAFÍA Armillas, Pedro 1964 Condiciones ambiéntales y movimientos de pueblo en la frontera septentrional de Mesoamérica. In Homenaje a Fernando Márquez Miranda, Seminario de Antropología Mexicana, Madrid, pp.62-81 1987 Chichimecas y esquimales: la frontera norte de Mesoamérica. In La aventura intelectual de Pedro Armillas. J.L. de Rojas (ed.): 35-66, Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán. Arnauld, Charlotte y Brigitte Faugère 1998 Evolución de la ocupación humana en el Centro-Norte de Michoacán (Proyecto Michoacán CEMCA) y la emergencia del estado tarasco. In Génesis, culturas y espacios en Michoacán. Véronique Darras (coord.): 13-44. CEMCA, México. Blanton, Richard, E., Lane F. Farghter y Verenice Y. Heredia Espinoza 2005 The Mesoamerican World of Goods and its Transformations. In Settlement, Subsistence and Social Complexity. Essays Honoring the Legacy of Jeffrey R. Parsons. Richard E. Blanton (ed.): Los Angeles, Cotsen Institute of Archaeology, University of California. - 175 -
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EL BAJIO Y LA COSTA OCCIDENTAL MESOAMERICANA A LA LUZ DE SUS PERIODOS TEMPRANOS Ma. de los Ángeles Olay Barrientos Centro INAH Colima
EL OCCIDENTE, LOS PRIMEROS ACERCAMIENTOS.
El estudio del amplio territorio que comprende al Occidente Mesoamericano se ha realizado a través de periódicos abordajes destinados a explicar los diversos procesos sociales que se sucedieron en su extenso y heterogéneo territorio. Esta falta de continuidad hizo que el conocimiento que se tiene actualmente de la macroregión sea fragmentario y que incluso, varios de sus espacios mantengan secuencias temporales elaboradas hace ya varias décadas. Esta suerte de marginalidad que le caracterizó buena parte del siglo pasado fue compartida en buena medida por el Bajío, esa región del Centro/Norte/Occidente ubicada al norte del río Lerma. El desarrollo de las investigaciones arqueológicas a partir de entidades impulsadas por el Estado nacido del movimiento revolucionario de 1910 tuvo, en sus inicios, la misión de darle contenido al nacionalismo anclado en un pasado prehispánico deslumbrante en el cual abrevaba la ideología destinada a dotar de identidad a un país, tan grande como complejo. El crecimiento del turismo como industria impulsó a la vez, la restauración de los grandes centros ceremoniales del centro del país, de la zona maya y de la costa del Golfo y Oaxaca (ver Suárez Cortés, 1987). Al tenerse por cierto que en Occidente y el Bajío no contaban con sitios con arquitectura monumental patente, ambas regiones quedaron al amparo del interés de los estudiosos locales quienes llevaron a cabo variopintos acercamientos a las evidencias arqueológicas conocidas por sus pobladores. El extenso saqueo y la compra venta de objetos alcanzó el rango de industria en diversos momentos, facilitado por la ausencia de alguna autoridad que velara por su resguardo. Esta suerte de orfandad de investigaciones serias fue paliada, de alguna manera, por el interés de instituciones académicas extranjeras, principalmente norteamericanas La discusión emprendida por Alfred Kroeber relativa a la definición de las áreas culturales durante las primeras décadas del siglo XX y que implicó definir dónde el bajío mexicano
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comenzaban y dónde terminaban las susodichas, se hizo presente de manera clara entre lo que posteriormente fue Mesoamérica y el Suroeste norteamericano (Kroeber, Lowie y Olson, 1939). El asunto de la frontera, sin embargo, era tan sólo una parte del problema. A la par del mismo se encontraba el hecho de que una buena parte de los “rasgos culturales” que definían a las grandes áreas culturas (el Suroeste, en este caso), constituían rasgos típicos del área mesoamericana. Fueron estas las razones que impulsaron la llegada de lo que en el Occidente mexicano sería conocida como la Escuela Norteamericana de arqueología. El impulso de Kroeber a lo que fueron las primeras exploraciones en diversos puntos de Sinaloa tuvo como objetivo el de conseguir evidencias acerca de la existencia o no existencia de un corredor prehistórico entre la Sierra Madre Occidental y el Suroeste. Esta tarea fue emprendida por Donald Brand y Carl Sauer (1932) cuyas investigaciones en Sinaloa dieron la pauta para la realización de estudios específicos en varios de sus valles costeros como los de Isabel Kelly en Chametla (1938) y Culiacán (1945), y los de Gordon Ekholm en Guasave (1942). A través de estos trabajos se encontró y se definió la tradición Aztatlan, desarrollada en las planicies costeras de Sinaloa y Nayarit. Al respecto se puede resaltar el hecho de que si bien el descubrimiento y definición de lo Aztatlan confirmó buena parte de las tesis que postulaban la existencia de un corredor cultural entre los altiplanos centrales de México y el Suroeste norteamericano, para el Occidente significó también el que se le otorgara el papel de una región pasiva a la que la cultura le llegaba de fuera. El que la temporalidad de los sitios trabajados correspondiera a etapas posteriores al 700 d. C. acentuaba esta idea pues suponía la inexistencia de tradiciones tempranas. Debió pasar mucho tiempo antes que esta percepción inicial cambiara. A partir de sus exploraciones en Sinaloa, Isabel Kelly fue escalando su interés en la región y buscó la forma de continuar investigándola1 a través de largos reconocimientos y eventuales exploraciones, a ello se sumó la periódica revisión de colecciones públicas y privadas así como búsquedas bibliográficas sobre las regiones visitadas. Los resultados de esta primera mirada arqueológica dan cuenta de las particularidades de los materiales de las diferentes comarcas que integran al Occidente. La recuperación de datos se basó, es importante señalarlo, a través de la recolección de colecciones cerámicas en los diversos sitios visitados a lo largo de la costa del Pacífico –de Nayarit a la Costa Norte de Michoacán- así como de los altiplanos existentes al oriente del macizo montañoso conformado por la Sierra Madre. Su posterior y concienzudo análisis le permitió conformar su conocida propuesta enunciada en la IV Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología sobre catorce “provincias cerámicas” del Noroeste mexicano (Kelly, 1948). La lectura del escrito no sólo ilustra sobre la escasa demografía existente entonces en los poblados costeros y la notoria ausencia de caminos, también da cuenta de que los contextos arqueológicos conservaban su información y materiales el bajío mexicano
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en condiciones ideales para su estudio. Fue una verdadera lástima que el interés sobre la región concitara tan escaso interés por parte de la arqueología institucional. Las observaciones enunciadas por Kelly se constituyeron, con el paso del tiempo, en líneas de investigación de sus catorce provincias establecidas las cuales, todas ellas, debieron esperar varias décadas antes de comenzar a ser respondidas. En principio, esta autora observó una suerte de unidad cultural, principalmente en dos comarcas. Una de ellas aglutinadas a través de la tradición Aztatlán ―“En términos amplios, Sinaloa y el dilatado norte de Nayarit, con excepción de Tacuichamona, pueden agruparse y formar la gran provincia de Aztatlan. A este grupo se puede agregar con el tiempo, la aislada costa de Jalisco (Kelly, 1948: 69) ―. La segunda gran región estaría conformada por los territorios que se extendían desde el altiplano nayarita hacia Ameca, Sayula, Autlán, Tuxcacuesco y Colima. El elemento que las enlaza, acorde a los datos recabados por Kelly, sería el material funerario presente de manera clara tanto en los valles interiores de Nayarit como en el obtenido en el de Colima (Ibid). Sus conclusiones también enfatizan la percepción de inexistencia de tradiciones antiguas en la región pues, como afirma: “No existen horizontes aislados que aparezcan con anterioridad a Teotihuacán III”. Aún más: “No se han encontrado culturas pre-cerámicas aunque, en una región tan abandonada y tan difícil de recorrer como el Noroeste de México, tal remanente es probable que no haya llamado la atención”. Estas percepciones negativas serán las que priven por largo tiempo y que llevará a interpretaciones en las que persistirá la imposibilidad de responder a dos de las grandes líneas de investigación sobre Mesoamérica: por un lado, el origen del poblamiento de las regiones y sus procesos de sedentarización y por el otro, la ocurrencia y características del fenómeno urbano. En otras palabras, el Occidente fue visto no sólo como una región carente de trayectorias culturales de largo aliento sino también, como un espacio en el cual no existieron sociedades complejas que impulsaran la edificación de ciudades. Al respecto se debe mencionar que el trabajo de Kelly no menciona a la Meseta Tarasca en la cual, como se sabe, si existían claras evidencias de sociedades complejas. En todo caso el asunto remite a la propia definición de “Occidente” toda vez que sus componentes han ido modificándose. El caso emblemático ha sido Guerrero el cual, como se sabe, fue considerado como parte del Occidente justamente en la IV Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología realizada en 1946. En la actualidad existe una suerte de convención relativa a que los procesos sociales desarrollados en Guerrero presentan claras diferencias con el Occidente. El más evidente: la presencia del fenómeno olmeca en su territorio. Al respecto se debe considerar la sentencia señalada duramente por Ignacio Bernal en su clásico trabajo sobre los olmecas ―”Al no tener la influencia civilizadora de los olmecas, el Occidente quedó permanentemente en una posición de atraso” (1968: 192) ―. El peso de la opinión se sostuvo durante décadas debido tanto a la ausencia de investigaciones que comprobaran lo dicho por - 195 -
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Bernal, como por que los indicios que apuntaban a la existencia de los desarrollos tempranos en la región, no fueron considerados como temas relevantes de estudio. Las dimensiones del Occidente han sido, desde entonces, un tema difícil de establecer pues ciertas regiones suelen participar no sólo de esta sub área mesoamericana sino también de otra. Así por ejemplo, Teresa Cabrero considera para sus investigaciones que el Noroeste lo integra el norte y el oeste de Zacatecas, el noroeste de Jalisco y los estados de Durango y Sinaloa (Cabrero 1989: 31). Esta autora señala a la vez que Beatriz Braniff habría definido a la Mesoamérica Marginal o “Expansión Norteña” a los estados de Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes, San Luis Potosí, Zacatecas y Durango (Braniff, 1972). Acorde al mapa propuesto por Cabrero, el Occidente no integraría ni a Sinaloa, ni al Noreste de Jalisco pero sí, en cambio, mantendría entre sus linderos a Guerrero (ver mapa 2). En este sentido, consideraremos como Occidente a la región enmarcada en el mapa publicado por el Museo Nacional de Antropología (2004). (Ver mapa 1).
Mapa 1. El Occidente de México (Museo Nacional de Antropología, 2004). el bajío mexicano
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Mapa 2. El Occidente de México según Cabrero (1989). Obsérvese cómo Sinaloa queda por fuera y se integra una buena parte de Guerrero. EL BAJÍO, LAS PRIMERAS INVESTIGACIONES.
Tal y como acontecía con el Occidente, la región del Bajío tardó en ser considerada como una región relevante en términos del conocimiento que podría aportar a los desarrollos sociales del Altiplano. En este caso sin embargo, hubo personajes que habiendo trabajado sus materiales y conocido la región, se atrevieron incluso a establecer de manera temprana, su relevancia. En tal sentido se debe considerar la exploración efectuada por Eduardo Noguera hacia 1931 en la localidad de El Opeño. Debido a un brote de fiebre aftosa en las cercanías de Jacona, cientos de reses fueron sacrificadas y en ánimo de enterrar sus cuerpos y evitar la propagación del mal, el terreno elegido por los campesinos para depositar los restos dejó a la luz una suerte de fosas excavadas en el tepetate (Oliveros, 1988). Los objetos rescatados de una de estas “fosas” pudieron ser observadas de manera fortuita por Noguera. El que los objetos analizados mostraran analogías con culturas “extrañas a la región” lo llevó a reconocer primero el lugar del descubrimiento y proceder, posteriormente, a su exploración. La misma dejó en claro que se trataba de una serie de tumbas en las cuales se habría depositado a individuos asociados con ofrendas cuya “clase y calidad” guardaban una acusada analogía con productos de lo que entonces se denominaba como “cultura arcaica” (Noguera, 1931). - 197 -
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Las tumbas de El Opeño exploradas en ese entonces por Noguera consistieron en cinco recintos excavados en el tepetate, a cuya cámara se accedía por medio de un pasillo. Las bóvedas, de planta ovalada, contenían banquetas también labradas en el tepetate, sobre las cuales se habrían depositado los enterramientos y sus ofrendas. El descubrimiento le sembró de inquietudes pues la evidente similitud de estos recintos funerarios con los existentes en Sudamérica, lo llevó a señalar que “desde épocas muy remotas hubo olas o mareas culturales que, procedentes de las regiones sureñas de la costa del Pacífico, dieron nacimiento o nuevos impulsos a las civilizaciones que se desarrollaron en el Valle de México” (Noguera, 1942: 586). No puede dejar se señalarse que Noguera había enunciado con anterioridad la idea de que las civilizaciones establecidas en el Bajío habían tenido un verdadero impacto en el desarrollo cultural del Valle de México. Esta percepción habría surgido a partir de las exploraciones efectuadas en el interior de la Pirámide del Sol: “podemos decir que hubo una relación, por no decir identidad entre la cultura encontrada bajo la pirámide del Sol con la que floreció en Michoacán, Jalisco, Guanajuato […] futuras exploraciones tanto en el Centro de México como en esa región podrán ofrecer nuevos datos para demostrar que se trata solo de la modalidad de una única cultura que tuvo un tronco común” (Noguera, 1935: 78). Habría que señalar el hecho de que Eduardo Noguera llevó a cabo algunos trabajos en La Quemada en Zacatecas hacia 1926 en una etapa en donde los remanentes arqueológicos del Norte y Occidente concitaban escaso interés, sin embargo, la oportunidad le ofreció una clara evidencia del potencial de interpretaciones que el estudio de estas regiones planteaban. Un año después, en 1927, fueron realizadas las primeras exploraciones en Chupícuaro, Guanajuato bajo las órdenes de Ramón Mena. Si bien es cierto que una primera interpretación designó a sus materiales como “tarascos”, un análisis más exhaustivo dio cuenta de su enorme parecido con los recuperados en Cuicuilco, en el Valle de México. Posteriormente los trabajos de Carlos Margain ofrecieron elementos que daban cuenta de un complejo distinto al tarasco y a lo Chupícuaro y de algún modo, cercano a los materiales de La Quemada. Estos hallazgos dejaron en claro que el Bajío era una región en cuyo espacio convivieron tradiciones culturales distintas. El quid del asunto radicaba en reconocer los tiempos en que se sucedieron, esto es, si las tradiciones eran tempranas, tardías o contemporáneas entre sí (Margain, 1944). Posteriormente el área de Chupícuaro fue explorada de manera intensiva cuando el gobierno federal informó que sus vestigios quedarían bajo las aguas de la presa Solís, próxima a construirse sobre el curso del río Lerma, en las inmediaciones de la población de Acámbaro. Los trabajos del rescate arqueológico se iniciaron hacia el año de 1945 con la participación de un grupo diverso de arqueólogos. La descripción de las formas de enterramiento y sus ofrendas asociadas fueron descritas a través de los el bajío mexicano
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trabajos de Daniel Rubín de la Borbolla, Elma Estrada Balmori (1948), Román Piña Chán y Muriel Porter (1956). El impacto que la cultura Chupícuaro tuvo en el desarrollo de diversas tradiciones del Occidente llevó a Otto Schöndube (1980) a definirla como una de sus raíces fundamentales. La otra raíz, acaso la más conocida, nos lleva al complejo funerario designado como tradición de tumbas de tiro. LAS EVIDENCIAS TEMPRANAS. EL FORMATIVO EN EL OCCIDENTE.
Durante la década de los cincuenta del siglo pasado, el Difusionismo alcanzó un particular consenso entre numerosos investigadores. Los estudiosos de los procesos sociales desarrollados tanto en Centro como en Sudamérica postularon la hipótesis, a partir de series de ausencia/presencia de rasgos culturales, de que los principales núcleos de cultura de América (Mesoamérica y el Perú), habrían compartido formas ideológicas y económicas a partir de un temprano intercambio. Así, n el año de 1958, en San José de Costa Rica durante las sesiones del 33avo. Congreso de Americanistas se sentaron las bases para estructurar un proyecto de investigación destinado a explorar algunos puntos de la costa Pacífica de México a Ecuador a efecto de ubicar los contextos que la confirmaran. El Institute of Andean Research -dependiente del National Science Foundationfinanció el conocido “Proyecto A”, destinado a realizar un reconocimiento de la costa Pacífica mexicana comprendida entre la desembocadura del río Grande de Santiago en Nayarit, hasta Puerto Angel en Oaxaca con objeto de ubicar sitios que resguardaran contextos tempranos que confirmaran la existencia de estos contactos; al frente del ambicioso proyecto quedaron Clement Meighan y H.B. Nicholson. Las exploraciones efectuadas en las costas de Nayarit, Jalisco, Colima y Michoacán, sin embargo, no dieron los suficientes datos como para bordar sobre los objetivos cardinales del Proyecto. Los resultados ofrecidos, de cualquier modo, sentaron las bases de lo que sería el conocimiento arqueológico de vastas áreas de las que existían, apenas, someros reportes y que tendrían que ver, así fuera colateralmente, con la resolución de la problemática central (Nicholson y Meighan, 1974). Unos años después, correspondió a Isabel Kelly descubrir, recuperar y documentar los objetivos fundamentales del Proyecto A. Casi sin desearlo o sin planteárselo como una prioridad de su investigación -la cual iba dirigida básicamente hacia el establecimiento de una secuencia cronológica confiable para Colima-, Kelly logró encontrar las evidencias afanosamente buscadas por el equipo de la Universidad de California: los materiales culturales que pudieran equipararse con el Preclásico mesoamericano, el buscado Formativo del Occidente en Colima. El nombre con el cual bautizó a este conjunto de materiales ―Capacha―, fue tomado de una conocida y vieja hacienda localizada el norte de la actual ciudad de Colima en cuyas cercanías - 199 -
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Kelly exploró uno de los diez lugares con presencia de enterramientos y sus respectivas ofrendas (Kelly, 1980). Los materiales asociados a esta tradición fueron recuperados en el interior de simples fosas excavadas en el tepetate y agrupados en pequeños cementerios. El utillaje cotidiano incluyó metates sencillos de molienda así como lascas de obsidiana; las figurillas asociadas, sólidas y de acabados muy rústicos, fueron conocidas entre los saqueadores como “monos crudos”. En cuanto a las formas cerámicas las mismas incluyeron ollas pequeñas de boca abierta, tecomates, cántaros y formas compuestas. Resaltó la ausencia de platos con fondo plano, de molcajetes y de manera importante, del botellón, el cual remite al corpus propio de Tlatilco en el valle de México. Los elementos característicos del estilo fueron los bules, ollas de boca abierta con “cintura” y con decoración realizada a través de líneas incisas paralelas partiendo de una suerte de “ombligo” (sunburst). Además de estas formas, Kelly recuperó vasijas con pintura roja zonal, vasijas sobrepuestas y unidas entre sí a partir de dos o tres delgados tubos ―a las primeras se les nombra asa de estribo a los segundos Kelly dio el nombre de
Figura 1. Vasijas características de la fase Capacha. Vasijas acinturadas, trífidos y grandes vasijas acinturadas tipo “bule” (Kelly, 1980). el bajío mexicano
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trífidos―. En este primer acercamiento a los materiales Capacha, Kelly encuentra que el asa de estribo parece ser más antigua en Colima que en Tlatilco y Morelos (estilo Río Cuautla) y que, también, la forma es más tardía en Colima que en la costa del Ecuador (fase Machalilla). La ubicación cronológica de esta tradición causó polémica desde que se ofreció el resultado de la única muestra de radiocarbón datada. Según estos resultados Capacha se ubicó hacia el 1,450 a.C. (ajustada a 1,522 a.C. ± 200 años y calibrada de 2,110 a.C. a 1,520 a.C.) (Mountjoy y Olay, 2006). La fecha se percibió demasiado temprana como para poder relacionar lo Capacha con otros lugares tempranos del mismo Occidente. Kelly publicó su monografía sobre Capacha en el año de 1980, diez años después de haber enunciado sus primeros planteamientos (Kelly, 1970). En virtud de que para este momento Arturo Oliveros había concluido su trabajo sobre El Opeño en el colindante estado de Michoacán (Oliveros, 1970; 1974), pudo Kelly realizar un profundo análisis comparativo. Como ciertas formas y estilos cerámicos mostraban un gran parecido sugiere que entre ambos lugares debió de haber existido algún tipo de comercio o, por lo menos, la ocurrencia a un lugar común donde se realizaran intercambios, algo que no pasó, sin embargo, respecto a otro tipo de elementos como figurillas o artefactos de piedra y obsidiana (Kelly, 1980). La autora, por otro lado, no deja de resaltar el listado de rasgos realizado por Oliveros en relación a sitios típicamente del Formativo en otros lugares de Mesoamérica ligados a la tradición olmeca. La ausencia en El Opeño de tecomates, acabados negro pulidos, cocción diferencial, diseños rocker stamping y figurillas olmecas del tipo A y B le llevan a señalar cómo estas carencias son recurrentes no sólo a Capacha y El Opeño sino también a Tlatilco, dejando entrever el que las tres tradiciones parecen tener referentes distintos a los presentes en las cerámicas tempranas del Soconusco -en la costa de Chiapas- las cuales han sido aceptadas como el sustrato antiguo de lo olmeca (ver Piña Chán, 1976; 1978). El estudio del Formativo en el Occidente adquirió en los últimos años una gran relevancia en el marco del desarrollo evolutivo de las diversas sociedades que integraron el mosaico cultural del Occidente. En un primer intento interpretativo relativo al desarrollo de la llanura costera del Occidente publicado en 1989, Joseph B. Mounjoy establece varios elementos relevantes respecto a la tradición Capacha a la cual ubica como su fase más temprana -1,200-800 a.C.-. (Mountjoy, 1989). En principio señala que los sitios explorados por Kelly fueron cementerios y no espacios habitacionales, que la cerámica funeraria asociada a los entierros pudo ser distinta a la utilizada en espacios domésticos dificultando con ello la identificación de estos últimos, resalta a la vez que ninguno de los sitios Capacha reportados por Kelly se encontró en la llanura costera de Colima sino en valles y balcones serranos. - 201 -
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Es en este trabajo donde Mountjoy comienza a cuestionar la fecha establecida por Kelly para Capacha toda vez que resalta las dificultades que enfrentó para obtener material orgánico susceptible de ser datado. A esa fecha polémica habría que agregar, además, la negativa de Kelly de reconocer en lo Capacha, los típicos rasgos “olmecoides” de las culturas tradicionales del Preclásico o Formativo mesoamericano. Respecto a la influencia “olmeca” Mountjoy sostuvo sin embargo, que los diseños “sunburst” sí podrían estar relacionados con la “cruz de San Andrés”, plasmada sobre el pectoral de piedra con forma de carapacho de tortuga de El Opeño (Oliveros, 1974), lo mismo que sus figurillas del grupo tres, similares a las de gesto gruñón características de Capacha (Mountjoy, 1989:13). Respecto a las relaciones estilísticas esbozadas por Kelly, Mountjoy opina que si Capacha fue, en algún momento, contemporánea a El Opeño y Tlatilco, dicho momento debió ubicarse entre el 1,000 y el 800 a.C. Cabe señalar, respecto a los estudios sobre el Formativo en el Occidente, las investigaciones desarrolladas por Mountjoy en El Pantano, en las cercanías de Mascota en Jalisco, a partir de una serie de contextos funerarios del Formativo Medio (tumbas de tiro y bóveda y tumbas de tiro y pozo). En ellos encontró evidencias que indicaron que los cuerpos no fueron depositados de manera inmediata en la tierra sino que los cadáveres fueron resguardados y posteriormente enterrados de manera desarticulada, en fardos mortuorios o incluso, puestos en urnas después de haber sido cremados. A través de los objetos cerámicos colocados como ofrendas, definió la existencia de dos estilos pertenecientes a etapas distintas: uno temprano ligado a la fase Capacha de Colima y un segundo relacionado a los materiales de El Opeño y a Tlatilco (Mountjoy, 2012: 217-221). De todo lo señalado hasta ahora, pareciera evidente el hecho de que el Occidente tuvo un desarrollo alejado de la tradicional evolución unilineal manejada para el resto de Mesoamérica. No obstante, las preguntas relativas a las características que tuvo el Neolítico y la manera en la cual se colonizó la región y se sucedieron los diversos poblamientos de sus regiones, enfrenta aún un rezago alarmante si tomamos en consideración que aquellos espacios que conservaron a lo largo de los siglos los contextos que resguardan las claves de las respuestas, enfrentan el peligro de su destrucción causada por el crecimiento de las ciudades modernas así como dramático y acelerado cambio de los paisajes. LA TRADICIÓN DE LAS TUMBAS DE TIRO
Sin duda, el corpus material y simbólico que integra la conocida tradición de tumbas de tiro es el rasgo más conocido del Occidente mesoamericano. Los materiales depositados como ofrendas a aquellos que partían a la muerte fueron, durante un amplio período, el bajío mexicano
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los objetos más solicitados por coleccionistas nacionales y extranjeros. El feroz saqueo de estos espacios y la ausencia de políticas de protección por parte de las autoridades, hizo que el estudio de los pueblos que habrían creado los diferentes estilos plasmados en los materiales de cada región que participó de esta tradición, partiera más de la historia del arte y menos, del resultado de investigaciones arqueológicas.2 La definición de la tradición de las tumbas de tiro fue abordada a través de la enumeración de sus características: la descripción formal de sus tumbas y la clasificación estilística de sus ofrendas. Las tumbas consisten en pozos de planta circular cuya profundidad –el tiro-, conduce a una o varias cámaras mortuorias en las cuales fueron depositados los cadáveres y su bagaje mortuorio. La arquitectura de estos recintos muestra un abanico de posibilidades que tiene que ver con diversas variables, desde las características del subsuelo ―una matriz de fuerte consistencia permitía tiros profundos y bóvedas grandes a diferencia de un entorno frágil que permitía apenas tiros cortos y recintos pequeños―, hasta la importancia del o los sujetos que serían depositados. Los datos recuperados hasta ahora indican que la costumbre de enterrar a los muertos en tumbas de tiro y bóveda es una tradición antigua que se remonta al Formativo Medio, a través de las evidencias presentes en El Opeño. La tradición de tumbas de tiro fue la primera del Occidente mexicano en ser ubicada cronológicamente por Kelly en el lejano año de 1939, a partir del hallazgo de una vasija teotihuacana –anaranjado delgado- en una tumba de la localidad de Chanchopa, en las cercanías de Tecomán. A este hallazgo fortuito Kelly agregó el hecho de que en ciertas vasijas se podían adivinar formas y rasgos teotihuacanos. Los pueblos que construyeron las tumbas de tiro habrían sido por ello contemporáneos al momento en el cual Teotihuacán desplegó su poderío en buena parte de Mesoamérica. No deja de sorprender el que la arquitectura formal de estos recintos no sea considerada, de manera recurrente, como uno de los grandes logros técnicos obtenidos por los grupos prehispánicos de nuestro país. Si se tiene claro que estos grupos construyeron los recintos a partir de meras herramientas fabricadas en piedra, sorprende la meticulosa y paciente labor de los que fabricaron tumbas tan espectaculares como la de El Arenal, en Jalisco, con su tiro de 16 metros de profundidad y sus tres amplias cámaras labradas. La evaluación de las peculiaridades de las tumbas en Colima, Jalisco y Nayarit da cuenta de los primeros intentos de su clasificación en cada región. Hans Disselhoff hizo lo propio para Colima (1932), de la misma manera que José Corona Núñez enunció algunas propuestas para Nayarit (1955). Fue el trabajo de Stanley Long, como parte de los trabajos del Proyecto A, el que llevó a cabo un exhaustivo análisis formal de este elemento no sólo en el Occidente de Mesoamérica, sino también en el noroeste de Sudamérica. Long definió seis tipos distintos y un total de 45 subtipos (Long, 1966). - 203 -
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Figura 2. Planta de las tumbas de El Opeño exploradas por Arturo Oliveros (1970, 1974).
Los datos reportados hasta ahora por estudiosos de esta tradición han permitido establecer algunas variables que se repiten en las diversas comarcas en las que este tipo de recintos han sido reportados. En principio se percibe la elaboración de ahuecamientos cavados en el tepetate3 a partir de formas y accesos diversos; las tumbas se agruparon en conjuntos alejados de las áreas habitacionales y formaron una suerte de “panteones”. Es común que una misma bóveda sea compartida por múltiples difuntos de edades diversas, dato que apunta a interpretaciones tales como que son recintos en los que se realizaban ceremonias que reforzaban los lazos comunitarios. Como parte de los elementos ofrendados ―y que sobrevivieron al tiempo, pues objetos elaborados en fibras vegetales, madera o textiles seguramente se disgregaron por efecto de la humedad/resequedad del ambiente― se colocaron las herramientas, las vasijas y los objetos cotidianos de los fallecidos. Al interior de las tumbas se colocaron figuras humanas y animales, huecas o sólidas, elaboradas en barro que representaban, al parecer, a deidades asociadas con el más allá, con los creadores del mundo, con los controladores de las fuerzas de la naturaleza e incluso, con los agentes involucrados con los ritos de paso, necesarios para facilitar el tránsito entre la vida y muerte (Furst, 1966; Schondube, 1980; Towsend; 2002). el bajío mexicano
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Figura 3. Tres estilos de figurillas recuperadas por Oliveros en la exploración de El Opeño. El Grupo 1 corresponde a figurillas enmascaradas representado por el famoso conjunto de jugadores de pelota y las mujeres asociadas a ellos. El Grupo 2 lo compusieron las figurillas pintadas caracterizadas por sus brazos cortos, pies en punta y ojos ovales punzonados, como su nombre lo indica, presentaron decoración pintada de color rojo. El Grupo 3 son las figurillas exóticas correspondió a un reducido conjunto de ejemplares elaborado en barro claro semejante al caolín, con un pulido fino, decorado con finas incisiones y con tocados, orejeras y collares aplicados al pastillaje.
La aparente homogeneidad de los elementos que constituyen el cuerpo de esta tradición da cuenta, sin embargo, de algunas diferencias en términos de su forma y su función. Ellas tardaron en ser explicadas a partir de una interpretación más elaborada que iba a contrapelo de la idea que por décadas se tuvo del Occidente: el hecho de que en algunos lugares que compartieron esta tradición funeraria sí se sucedieron procesos sociales que dan cuenta de una evidente estratificación social y de un desarrollo económico social que se expresó tanto en la monumentalidad de las tumbas como de la riqueza de sus ofrendas. La belleza de los objetos depositados como ofrendas hizo, durante mucho tiempo, que la explicación estética predominara sobre la cultural. Las exploraciones controladas y las evidencias palpables que mostraron los individuos destinados a los grandes recintos mortuorios contrastaron con aquellos individuos confinados a tumbas sencillas acompañados con modestas ofrendas, dieron cuenta de las diferencias existentes al interior de las sociedades vivas de las cuales, los investigadores, tardaron un poco más en percibir la necesidad de rastrear sus huellas. CHUPÍCUARO Y SU RELEVANCIA CULTURAL.
La tradición Chupícuaro como se mencionó párrafos arriba, tuvo una gran relevancia no sólo en el desarrollo de la tradición Occidental como tal, sino también en los desa- 205 -
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Figura 4. Composición de la tumba 1 de Chilpancingo con su ofrenda asociada (Solar, 2006, basado en Martínez Don Juan, 1990: 61 y 64).
rrollos culturales del Noroeste. El corpus mayormente conocido de su cultural material se obtuvo durante el rescate arqueológico realizado en un gran panteón inundado a resultas de la construcción de la Presa Solís, sobre el curso del río Lerma, a la altura de la población de Acámbaro, Gto. El número de entierros explorados -396- ofreció no sólo las variantes más comunes, sino también una importante cantidad de vasijas cuyas formas y decoración dan cuenta del alto nivel técnico alcanzado por sus alfareros. A ello se puede agregar una característica tradición de figurillas y la presencia de numerosos abalorios trabajados en concha y caracol, no sólo procedentes de los fondos marinos, sino también de espejos de agua dulce. De la tradición Chupícuaro se resalta su influencia proyectada hacia las regiones a las que conducía el Alto Lerma (los valles de Toluca, México, Puebla y Tlaxcala), a las cruzadas por el eje Lerma-Santiago (valle de Atemajac) y aun a aquéllas a las que se llegaba a través de los afluentes norteños de este importante sistema fluvial (a Chalchihuites y La Quemada se llegaba por medio de la barranca de Bolaños). La importancia de Chupícuaro, -constituida por grupos agrícolas y sedentarios- es resaltada como la base cultural sobre la cual se produjo la expansión teotihuacana tanto el bajío mexicano
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hacia el Bajío como a la región del valle de Malpaso (La Quemada) (Jiménez Moreno, 1959; Braniff, 1998; Schondube, 1980; Cabrero, 1989; 2003). Es importante resaltar en este sentido, lo señalado por Darrás y Faugere respecto a la influencia de Chupícuaro en tan amplio espectro geográfico: “En un nivel estrictamente regional se considera que la tradición cerámica Chupícuaro suele situarse como origen de tipos característicos del Clásico en el Bajío y en la región de Tula, en particular del tipo “Rojo sobre Bayo”, como ya lo mencionaba Porter en 1869. En un nivel suprarregional, las analogías cerámicas se concentran sobre todo en la iconografía” (2007:54). El fenómeno Chupícuaro, al igual que la tradición Capacha y la de las tumbas de tiro, enfrentó su estudio con severos problemas para obtener dataciones confiables. Ello hizo que buena parte de las interpretaciones relativas a su propio desarrollo y su ámbito de influencia, fuera realizado mediante comparaciones estilísticas y modelos teóricos. En este tenor, los trabajos realizados por Veronique Darras y Brigitte Faugère en la cuenca media del Río Lerma, a partir de 1998 por intermedio del Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, se enfocaron a la tarea de ubicar y explorar contextos en los cuales pudieran recuperar registros susceptibles de otorgar certeza a la secuencia cronológica Chupícuaro ―establecida entre 650 aC a 200 dC (Florence, 2000)―; a más de ello se buscó conocer más allá de los señalado por la cerámica: la índole de su poblamiento a través de los cambios demográficos ―tanto local como regionalmente― y a establecer las pautas económicas que los permitieron. Los nuevos análisis cerámicos han procurado minuciosos análisis petrográficos y geoquímicos de pastas y pigmentos con objeto de dilucidar si las vajillas que han sido utilizadas como marcadores cronológicos corresponden a intercambios comerciales o producciones locales. Esto último deriva de una puntual crítica a la forma de analizar y describir materiales de los diferentes investigadores que han trabajo el problema pues afirman, sólo mediante una revisión metódica que permita establecer bases de comparación firmes, a través de la aplicación de parámetros de descripción uniformes, se podrá construir una explicación consistente pues sólo esta claridad permitirá vincular los demás aspectos de cultura material recuperada en las exploraciones arqueológicas (Darras, 2006). Los planteamientos realizados por Darras y Faugère ―efectuados a partir de una lectura exhaustiva y analítica de los numerosos autores que han trabajado tanto a lo Chupícuaro como a sus improntas en diversas regiones del Altiplano―, proponen que esta tradición se conformó en el área del Lerma medio (Acámbaro) a partir de diversas migraciones procedentes tanto de grupos que integraban en su cultura material tanto rasgos de las tradiciones antiguas del Occidente ―Capacha, El Opeño― como de poblaciones ligadas a Tlatilco y a Morelos (estilo Río Cuautla). La paulatina definición - 207 -
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de la fase Mixtlan (100-300 d.C.) ofrecerá elementos interpretativos novedosos en el sentido de que su desarrollo da cuenta de la manera en la cual el Centro-Occidente se inscribe en la esfera mesoamericana impulsada por la creciente expansión de Teotihuacán (Darrás y Faugère, 2007; 71). LA TRADICIÓN TEUCHITLÁN.
La percepción de que no todas las culturas mesoamericanas cruzaron el mismo sendero del ascenso civilizatorio de la Mesoamérica olmeca y teotihuacana llevaron a Otto Schondube a proponer el establecimiento de una secuencia cultural cualitativamente distinta que explicara el particular desarrollo de la región (Schondube, 1980). Esta secuencia cultural se estableció a partir de la definición de dos grandes etapas. La Etapa I dio cuenta del periodo en el cual el Occidente llevó a cabo un desarrollo cultural particular en el que se plasma una innegable similitud con algunos complejos arqueológicos del noroeste de Sudamérica, razón por lo que la Etapa I fue denominada por Schondube como Tradición Occidental o del Pacífico. La Etapa II integró el tiempo en que el Occidente es ya, ostensiblemente mesoamericano. Los cambios, notables, muestran el drástico cambio de tradiciones cerámicas, el abandono de las construcciones de tumbas de tiro, el surgimiento de los primeros centros ceremoniales con una planificación evidente, el incremente demográfico, la aparición de un panteón de deidades semejantes a las veneradas en los altiplanos y, sobre todo, formas más complejas de organización social. Si bien esta forma de organizar las expresiones culturales de las tradiciones propias del Occidente fue importante en razón de que permitió llevar a cabo las primeras interpretaciones globales de su heterogénea trayectoria histórica, la propuesta recibió severas críticas. Phil C. Weigand señaló que esta propuesta simplificaba en extremo la definición de las expresiones económicos-sociales desarrolladas en el área. Su negación se sustentó en la propuesta de que en los alrededores del Volcán de Tequila se expresó una cultura que pudo haber desarrollado el fenómeno urbano a partir del sustento económico que significó el cultivo de chinampas en las partes bajas del lago Magadalena, en el noroeste de Jalisco. Además, esta cultura ―conocida como Tradición Teuchitlán― fue capaz de desarrollar conceptos notables en cuanto al manejo del espacio al crear un patrón de asentamiento basado en el círculo. Los famosos guachimontones marcaron la novedosa idea de crear plazas y patios a partir de plataformas circulares de diversos diámetros y monumentalidades. (Weigand, 1993; 1996). Si bien la posición de Weigand fue percibida en un principio como contestataria y encaminada a generar una discusión más amplia y puntual de los procesos sociales en una región poco explorada científicamente, no puede negarse que sus planteamientos impulsaron la investigación en la región bajo nuevas perspectivas teóricas destinadas a el bajío mexicano
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dejar de lado la idea de que el Occidente fue un espacio marginal al resto de Mesoamérica. Esta manifestación cultural sería la expresión compleja de la extendida tradición de tumbas de tiro que caracterizó a los grupos humanos de los territorios de Nayarit, Jalisco y Colima (el denominado corazón del Occidente) en el periodo comprendido entre el 200 aC y el 500 dC, esto es, del Formativo tardío al Clásico medio. Weigand planteó que el auge constructivo de tumbas de tiro monumentales ―ligadas a los linajes de la elites― se sucedió hacia el Formativo Tardío y que la etapa constructiva de las plazas circulares ―los Guachimontones― se habría desarrollado hacia el periodo Clásico, manteniendo los grandes poblados el control político hasta el Clásico tardío (Weigand, 1996). Una vez que Weigand tuvo oportunidad de explorar e investigar el sitio Teuchitlán, al pie del volcán de Tequila, la cronología se fue ajustando pues las evidencias indicaron que la etapa de construcción de tumbas se encontró ligada a la irrupción de la arquitectura (Weigand, 2008). El estudio de la tradición de las Tumbas de Tiro, en este ámbito, se ha enriquecido ante las investigaciones de varios panteones con tumbas selladas exploradas por arqueólogos. Es notable la exploración de la tumba monumental de Huitzilapa, Jalisco, la cual se ubicó al centro de la estructura que cerraba al sur una plaza de planta cruciforme. La tumba tuvo un tiro de acceso de 7.6 m de profundidad que conducía a dos cámaras mortuorias. En cada una de las cámaras se depositaron tres individuos al parecer emparentados cercanamente entre sí, su rica ofrenda consistió en finas cerámicas, joyería de concha y piedra así como punzones de obsidiana (López Mestas y et al, 1998). En el Cañada de Bolaños en Zacatecas, María Teresa Cabrero reportó a la vez, el hallazgo de tumbas de tiro, varias de las cuales funcionaron como osarios y en las cuales se depositaron objetos que dan cuenta de la existencia de comercio a larga distancia (Cabrero y López, 2003). Poco después que Weigand realizara la exploración de Teuchitlán, en otros lugares del Occidente se comenzó a explorar asentamientos con arquitectura circular. Tal fue el caso de Teresa Cabrero en la Cañada de Bolaños y de Ángeles Olay y Sofía Sánchez en Colima. Los trabajos y las dataciones obtenidas en Bolaños reforzaron de alguna manera la idea de que el fenómeno Teuchitlán no sólo impulsó el comercio de bienes de prestigio hacia otras regiones (en este caso hacia Chalchihuites), sino que su impronta cultural las impactó. En el caso de Colima, los primeros acercamientos a la definición, registro y exploración de estos asentamientos ha dejado en claro que la expresión local dista de ser un enclave de Teuchitlán y que, dadas las dimensiones de los círculos, sus componentes y la índole de sus materiales, serán las dataciones que ofrezcan las nuevas exploraciones, las que establecerán la temporalidad y las características de la complejidad social desarrollada en el Valle de Colima (Olay y Sánchez, 2015). - 209 -
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EL CLÁSICO EN EL BAJÍO. ALGUNOS ACERCAMIENTOS
A partir de la década de los ochenta, se sucedieron algunas investigaciones de área en Occidente, algunas de las cuales retomaremos de manera sintética. Los trabajos en Zacapu incluyeron tanto reconocimientos en toda el área como exploraciones en algunos puntos de la antigua Ciénega, permitiendo con ello establecer la importancia de la localidad de Loma Alta, ubicada en el interior de un conjunto de lomas ubicadas alrededor de la península de Jauja, en la ribera occidental del antiguo lecho lacustre. Las exploraciones en Loma Alta permitieron documentar, la existencia de un peculiar complejo funerario. Durante sus fases tempranas (150 aC-350 dC) se llevaron a cabo inhumaciones no reportadas hasta entonces como la cremación colectiva de osamentas humanas procedentes de antiguas sepulturas primarias exhumadas. La acción procuraba reducir los restos óseos a polvo, para posteriormente ser blanqueadas con calcita a efecto de ser depositadas en urnas, cuidadosamente selladas con tapones de barro. Las urnas fueron enterradas en un espacio específico de la loma a lo largo de 500 años. (Carot y Fauvet, 1996). El estudio minucioso de la cultura material recuperada en Loma Alta ha promovido numerosas líneas de investigación que conducen, no sólo a caracterizar la tan señalada influencia mesoamericana en el Suroeste de los Estados Unidos -básicamente la cultura Hohokan-, sino también confrontar la idea de que los purépechas eran un grupo intrusivo y tardío en la región lacustre michoacana. Si bien es cierto que estos planteamientos se encuentran en vías de ser esclarecidos con mayores datos, no puede dejar de resaltarse el cambio que ha promovido en la concepción de la historia antigua de la región. En todo caso se quiere resaltar el hecho de que si bien la región no compartió la idea de depositar a personajes relevantes en recintos subterráneos, sí existió un desarrollado ritual fúnebre que involucró la exhumación y cremación de los ancestros. No puede dejar de señalarse, en este sentido, que la cerámica de Loma Alta asociada con estos contextos mostró una evidente cercanía con los tipos y diseños de Chupícuaro. A la vez, los trabajos realizados en la zona sur de Guanajuato y el occidente de Querétaro, fueron relevantes en tanto trataron de construir un esquema de poblamiento regional a partir, tanto de un exhaustivo rastreo bibliográfico como de prospecciones de áreas específicas (Castañeda at. al, 1988). Parte importante de esta tarea fue la de buscar alguna arquitectura formal que pudiera ser adscrita a Chupícuaro. Si bien este punto en específico no llegó a buen fin, se puede señalar que los trabajos del Proyecto Atlas Arqueológico Nacional fueron los primeros en plantear la presencia de sitios con un patrón consistente en patios hundidos. Acorde a estos autores:
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“Los núcleos de población contaban con edificios destinadas a las actividades rituales y políticas. El diseño de patio cerrado con un basamento piramidal hacia el oriente que caracteriza a esta zona, está asociado a las actividades de culto; los patios hundidos que también cuentan con un basamento piramidal en la misma dirección, se asocian a las actividades político-económicas. En éstos último se han detectado áreas de recepción y almacenaje de bienes [….] esta misma disposición de los edificios en los centros mayores, es común encontrarla a escalas menores, en los centros diseminados dentro del área de influencia. Por lo general, dentro del área de dominio de estos centros, se encuentran zonas dedicadas a la talla de obsidiana y a la producción cerámica (Castañeda, at. al, 1988: 325). Fue a través de diversos rescates arqueológicos (debidos a la introducción de gasoductos, construcción de carreteras o embalses para riego) y del citado Proyecto Atlas Arqueológico cuando el estudio de la región recibió un fuerte impulso. Ello permitió la documentación exhaustiva no sólo de sitios con patios hundidos sino, también, la existencia de emplazamientos con la típica traza de Teuchitlán esto es, a partir de círculos. El Proyecto Atlas impulsó a la vez, investigaciones destinadas a rastrear recursos estratégicos como fuentes de obsidiana permitiendo con ello, orientar el espectro de interpretación de los propios asentamientos. Es precisamente a partir de investigaciones enfocadas a la explotación de recursos susceptibles de generar riqueza que Efraín Cárdenas llevó a cabo un estudio específico sobre la importancia y el papel desempeñado por esta peculiar tradición característica del Bajío, misma que alcanzó su esplendor durante el período Clásico. A través del estudio de una muestra de 174 asentamientos con presencia de patio hundido y de su relación con sus recursos, Cárdenas planteó un modelo que analiza la existencia de tres tipos de organización social: monocéntrico, semi-monocéntrico y policéntrico. El primero plantea el claro predominio de un centro rector, de gran monumentalidad y organización social compleja (Teotihuacan, Monte Albán); el segundo la existencia de un asentamiento dominante pero conviviendo con otros sitios que se le acercan en complejidad y tamaño, finalmente, el tercero se caracteriza por la presencia de varios centros mayores similares, presentes en una misma región cultural los cuales no alcanzan a dominar a los otros por lo que el tamaño y la complejidad constructiva ponen de manifiesto una interesante equidad en cuanto a la capacidad de transformar el entorno. Este sería el modelo, desde la perspectiva de Cárdenas, que explicaría la dinámica de desarrollo sucedida en el Bajío durante el Clásico (Cárdenas, 1996). En este acercamiento hubo preguntas apenas enunciadas, entre ellas la convivencia del patrón del patio hundido con el circular, el papel desempeñado por esta tradición tanto conteniendo como asimilando las influencias culturales teotihuacanas y, finalmente, su utilización como corredor cultural entre las zonas lacustres de Michoacán y las regiones de Mal Paso (La Quemada) y Chalchihuites. Existe un elemento que - 211 -
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consideramos prudente resaltar: las vajillas asociadas a la tradición de patios hundidos se agrupan en tres tipos fundamentales: el rojo sobre bayo (el cual se considera una derivación de lo Chupícuaro), el negro sobre anaranjado y el blanco levantado. Este particular estilo cerámico se encuentra íntimamente emparentado con el tipo Bandas sombreadas de Colima, el cual habría sido reportado para su fase Ortices (400 a.C.-100 d. C.). La relación fue notada tanto por Isabel Kelly como por Beatriz Braniff, misma que, sin embargo, no profundizó en el tema (Kelly y Braniff; 1966). EL SISTEMA FLUVIAL LERMA-SANTIAGO
Como se enunció al inicio de este escrito, el desarrollo de la investigación en el Occidente de México fue producto de los trabajos de la Universidad de California quienes buscaron establecer la manera en la cual se sucedió el evidente intercambio entre Mesoamérica y el Suroeste de Estados Unidos. Este primer impulso generó interés en varios estudiosos quienes se dieron a la tarea de colocar los primeros cimientos de la investigación arqueológica en una de las subáreas culturales más grandes de Mesoamérica. Se señaló también que la percepción de marginalidad y de escasa profundidad histórica hizo que la temática sobre la forma en que sucedió el poblamiento, la sedentarización y la complejización social no fuera abordada de manera sistemática (a excepción de la zona tarasca). En buena medida las preguntas que se buscaron responder derivaron de un interés por entender su impronta en los altiplanos centrales. En este sentido, las exploraciones efectuadas por Christine Niederberger en los contextos del Formativo temprano y medio de la Cuenca de México en Zahopilco, le llevaron a postular la existencia de una tertium quid, un conjunto de rasgos imbricados en los materiales analizados que no podían ser adscritos ni a una influencia olmeca ni a grupos locales del centro de México (Niederberger, 1976: 216). Braniff enfatiza esta percepción y establece que este grupo de rasgos pertenece a “linajes ancestrales de Chupícuaro” (Braniff, 1998: 28). En otro texto, Braniff elabora una discusión en la cual, al retomar nuevamente a Niederberger respecto su propuesta relativa a que “hacia el 700 aC las sociedades sedentarias [...] habrían alcanzado un nivel protourbano caracterizado por centros regionales mayores” (Niederberger, 1987: 33), a fin de plantear que la evolución de este fenómeno fue lo que permitió la paulatina colonización de la región septentrional mesoamericana hacia el 300-200 aC, a través de grupos de agricultores (Braniff, 1999). En este tenor, propone: “Para estos tiempos y en los límites norteños de Mesomérica existían tres sitios que fueron importantes centros de control regional: Teuchitlán en Jalisco, Chupícuaro en Guanajuato y Cuicuilco (y sus contemporáneos Tlapacoya, Ticomán, Cuanalan, entre otros), en la cuenca de México” (op. cit. 234). En suma, establece lo que se ha enunciado en párrafos anteriores: el bajío mexicano
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“Teuchitlán y Chupìcuaro, y en su caso Cuicuilco, pudieron haber sido la base de la colonización norteña, como lo sugieren las similitudes arquitectónicas y cerámicas. Faltan sin embargo, muchas otras investigaciones para verificar las sugeridas filiaciones, así como para entender el tipo de colonización sobre las poblaciones previas en la región” (op. cit. 236). Retomo estas ideas porque ilustra muy bien dos aspectos que han impactado de manera determinante los estudios de la región: por un lado existe un enorme rezago en cuanto a proyectos de investigación destinados a explorar sitios y regiones de una manera sistemática y de largo aliento y, por el otro, el notable y generalizado rezago en cuanto a la datación de contextos, razón por la cual se sigue manejando información y planteando hipótesis con base a estudios comparativos y cronologías relativas. En este ámbito, las hipótesis que pueden ser planteadas con mayor seriedad proceden de proyectos que han logrado ubicar en tiempo y espacio, los procesos sociales que hemos venido enunciando. Existen, sin embargo, espacios que debieran ser estudiados con mayor rigor a efecto de concretar explicaciones sólidas que respondan a percepciones que pueden ser enunciadas pero que, sin embargo, son difíciles se sustentar con datos duros. Señalo lo anterior a partir de algunos aspectos que no han sido resaltados. En el encuentro efectuado en el año 2006 en el Museo Regional de Guadalajara, fuimos invitados investigadores que trabajamos el Bajío, el Occidente y el Noroeste, a presentar nuestros temas de estudio a la luz de un eje temático que tomaba al curso del río LermaSantiago y su larga y sinuosa cuenca como un eje geográfico articulador de las más relevantes tradiciones culturales de la macro región (el simposio fue publicado varios años después, Solar, 2006). A ella asistimos investigadores que trabajamos en Colima y la Tierra Caliente Michoacana. Ambas regiones sin embargo, quedan fuera del eje de afluentes del eje LermaSantiago que alimentan su caudal a lo largo de su camino al océano Pacífico. Se asume que estos drenajes cumplen a la vez el papel de caminos, rutas que de ida y vuelta ayudarán a dispersar las pautas culturales de una región a otra. Como se observa en el mapa respectivo, la dinámica y el peso de la relación se establece para los afluentes que van de norte a sur y centro al noroeste. Esto es, toda la región ubicada al sur y sureste queda por fuera de esta red de contacto (ver mapa 3). Lorenza López Mestas intentó enlazar a Colima al interior de las problemáticas que bordan sobre los procesos de jerarquización social hacia el Formativo Tardío a través de dos propuestas. Por un lado establece que a la par de Teuchitlán, la tradición cultural desarrollada por aldeas agrícolas durante el lapso de Ortices-Tuxcacuesco, sur de Jalisco y Colima, “marca un momento de unidad cultural y densidad demográfica considerable”, del todo comparable al desarrollo social sucedido en Teuchitlán (López Mestas, 2007: 42). Por el otro, mediante la estrategia de profundizar en la ideología plasmada en el discurso iconográfico de la diversidad de elementos que integran la - 213 -
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Mapa 3. El Eje fluvial Lerma-Santiago, incluyendo los principales afluentes según Solar (2006).
expresión material de las tumbas de tiro, demuestra que las regiones que participan en ella corresponde en sus puntos nodales, a la cosmovisión de las sociedades agrícolas que caracterizan a Mesoamérica, estableciendo con ello que la especie de que el Occidente no fue mesoamericana sino en sus etapas tardías (López Mestas, 2011). Estos intentos de enlazar la enorme región al sur del eje Lerma-Santiago a la discusión relativa de el bajío mexicano
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su participación en las dinámicas de intercambio a través de los diferentes periodos cronológicos sin embargo, no ha tenido mucho eco. En este sentido, considero que es necesario integrar al eje Lerma-Santiago las trayectorias de las corrientes mayores de agua que descargan sus caudales principalmente en el Lago de Chapala y, a través de estos trayectos vislumbrar las rutas que sirvieron para enlazar las regiones ubicadas en ambas vertientes de la Sierra Madre del Sur, lo cual ayudaría a responder numerosas interrogantes relativas, principalmente, a esclarecer las características de lo que Noguera describió como “olas o mareas culturales que, procedentes de las regiones sureñas de la costa del Pacífico, dieron nacimiento o nuevos impulsos a las civilizaciones que se desarrollaron en el Valle de México”. Cabe mencionar que una de estas rutas enlazó a los antiguos pobladores portadores de lo Capacha, con los constructores de tumbas de El Opeño. Estas rutas permitirían conocer con mayor certeza, a la vez, la manera en la cual la tradición de tumbas de tiro se incorporó a las prácticas funerarias de la Tierra Caliente de Michoacán (López Camacho y Pulido, 2006) e incluso explicar su presencia en lugares como Chilpancingo en Guerrero (Martínez Don Juan, 1990, citado por Solar, 2006: 4). EL EJE NARANJO-TEPALCATEPEC-BALSAS
En el mapa 4 se muestran las corrientes de agua que debieran integrarse a la discusión destinada a dilucidar los orígenes de las más antiguas tradiciones del Occidente. En términos de cercanía y pertinencia relativa a su participación en el eje fluvial Lerma Santiago, la única corriente que se acerca de manera directa del océano Pacífico al lago de Chapala es el río Coahuayana el cual nace en las inmediaciones del Cerro del Tigre en el municipio de Mazamitla, Jalisco, a una elevación aproximada de 2 530 metros sobre el nivel del mar. Lo alimentan aguas de numerosos ríos y arroyos, y recibe sucesivamente los nombres de Cofradía, San Lorenzo, Tamazula, Tuxpan, Naranjo y Coahuayana.4 Cabe señalar que el caudal del río Naranjo debió ser considerablemente mayor al de nuestros días debido a que la región no experimentaba la alarmante deforestación de nuestros días. A lo largo del curso del río, las corrientes que lo alimentaban conducían a numerosas cañadas y valles, muchos de los cuales no han sido explorados desde el punto de vista arqueológico. Cabe enfatizar, acorde a la cita 4, la importancia que tienen dos de los afluentes que lo alimentan: por un lado el río Salado, mismo que conduce al Valle de Colima a través de localidades como Ixtlahuacán y Los Ortices. Por el otro, el río Barreras el cual conduce al área de Tepalcatepec y con ello, a la cuenca occidental del Río de las Balsas.
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Mapa 4. El Eje Lerma-Santiago con las cuencas Naranjo-Tepalcatepec-Balsas.
Mapa 5. Escurrimientos. En esta imagen de satélite se sobrepusieron los cuerpos de agua estacionales y perenes de la región, y no se observan escurrimientos entre los volcanes de Colima, hacia la cuenca de la Laguna de Sayula. Los escurrimientos que aparentemente viajan de Sur a Norte, se ubican en la serranía que flanquea al Sur la Laguna de Chapala. El resto de los escurrimientos en toda la Serranía adyacente a Ciudad Guzmán, viajan hacia el Sur. el bajío mexicano
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Mapa 6. En esta última imagen en la que se muestran las elevaciones, combinadas con las corrientes de agua, y no se aprecian corrientes de Sur a Norte, lo que es claro es que hay una serie de cuencas o valles lacustres que se conectan entre los volcanes, las lagunas de Sayula, Chapala y la región de Zamora, lo cual me parece una ruta que podría funcionar entre ambas regiones, con una gama muy grande de productos lacustres a su paso. El Río Naranjo sería la zona de entrada al valle de Colima.
Mapa 7. La línea delimitada el llamado “arco de las tumbas de tiro”, mismo que integra los espacios en los cuales se han reportado sitios con tumbas. (Kelly, 1948; Furst, 1966; Long, 1966; Bell, 1971, 1974; Schondube, 1980). - 217 -
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La anotación efectuada por Laura Solar respecto al hallazgo de una tumba troncocónica en la cual se recuperó una vasija miniatura de clara filiación olmeca la cual, al mismo tiempo, presenta el diseño que predomina en las vasijas Capacha, la lleva a señalar que la influencia olmeca en el Occidente, misma que apoyan investigadores como Mountjoy, es una temática que no ha sido profundizada (Solar, 2006: 4). Parece evidente que el obstáculo mayor para llevar a cabo una discusión mayor responde al hecho de las dificultades que recurrentemente han enfrentado los materiales Capacha para concretar dataciones absolutas confiables (Olay et al, 2006; Morales et al, 2013). A ello se debe agregar, de manera determinante, lo mal que se conocen los contextos tempranos de la Costa de Guerrero y las casi inexistentes exploraciones en el área de Coalcomán y Tepalcatepec. Sin duda existen muchas razones por las cuales no se ha trabajado esta región. Como se sabe, los proyectos institucionales5 en estas regiones han lidiado sistemáticamente con presupuestos escasos que han impedido realizar investigaciones de largo aliento. A sido a través de los proyectos de rescate y salvamento arqueológicos como
Mapa 8. El arco de las tumbas de tiro y extensión tentativa del área propuesta por Solar (2006). el bajío mexicano
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se han podido llevar a cabo algunos reconocimientos de área (acotados a lo que permiten los tendidos de líneas eléctricas, trazos carreteros, gasoductos) y/o exploraciones sistemáticas en lugares destinados a su transformación a causa de cambios de uso de suelo y o algún tipo de construcción. En las áreas a las que nos referimos ―el área de Coalcomán y Tepalcatepec― prácticamente no se ha llevado a cabo obra pública que permita este tipo de trabajos. A ello se debe sumar, como es de todos sabido, lo pernicioso que ha sido el crecimiento del narcotráfico y la cauda de actividades ilícitas que ha derivado de la diversificación de la delincuencia. Ciertamente es aventurado dar por cierto una percepción a través únicamente del análisis comparativo de conjuntos de materiales más si, buena parte de los mismos, carecen de dataciones confiables. En todo caso considero que existen indicios que dan cuenta que fue el área ubicada entre Acapulco y la desembocadura del río Coahuayana, en la cual se sucedieron los contactos más tempranos. Se debe tomar en consideración, al respecto, el hecho de que la cerámica más antigua datada hasta ahora procede de Puerto Marqués (Brush, 1969) y de que la fechas más tempranas para un grupo sedentario en el Occidente corresponden a lo Capacha, ubicado en el eje que va del río Coahuayana/Salado al Valle de Colima. La fecha aceptada para este complejo cultural se ubica entre 1,500/1,200 aC, lo cual la enlaza con la temporalidad establecida para El Opeño. Esto es, hacia el siglo 12 antes de Cristo existía ya una comunicación entre los valles cercanos a la costa del Pacífico y la región de Jacona-Zamora, ubicado al sur de la cuenca central del río Lerma. En este tenor, pareciera ser que la carretera federal que une a Tamazula con Jiquilpan y Zamora se trazó sobre el antiguo camino colonial y este, a su vez, sobre el camino prehispánico que comunicaba con la costa. Cómo se mencionó en el apartado correspondiente, la etapa más temprana de Chupícuaro se ha establecido hacia el 650 aC. Asi, existe un periodo de seis siglos en los cuales no se tiene claridad respecto al desarrollo de las sociedades humanas en el área. En este sentido, la fecha que otorga Ellen Brush a un conjunto de figurillas denominadas como “pretty lady” (figura 5) recuperadas en la Costa Grande de Guerrero, a las cuales les otorga una fecha de 800 aC, parece ser el antecedente directo de otro estilo de figurillas conocido como San Jerónimo (ver figura 6). Este estilo parece haber tenido una suerte de dispersión en tipos de figurillas en Colima (figura 7) y Jalisco, en el inicio de la conocida tradición de tumbas de tiro. En Chupícuaro sin embargo, parece haber sido anterior (figura 8). La ausencia de fechas en el área de Colima entre el 1,000 y el 400 aC, ha impedido establecer con certeza la continuidad ininterrumpida de las poblaciones Capacha que colonizaron la región. Al respecto quedan por ser respondidas varias preguntas. La primera de ellas es la falta de indicios respecto al proceso mismo de sedentarización en el Occidente, asunto que ha llevado a postular que fue a través de los préstamos - 219 -
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culturales realizados por grupos de la costa ecuatoriana los que dinamizaron el proceso civilizatorio de la región (Olay, 2017). Hipótesis que ya ha sido postulada con anterioridad por diversos autores (Tolstoy y Paradis, 1967; Lowe, 1975; Kelly, 1980). A MODO DE CONCLUSIÓN
Como se mencionó párrafos arriba, los problemas nodales relativos al poblamiento y desarrollo civilizatorio en el Occidente de México, han sido abordados de manera esporádica. La propia definición de sus límites como área cultural enfrenta problemas que tienen que ver con la índole de características con las que se quiera definir la región. Si se toma como cierto lo dicho por Bernal respecto a que el Occidente no recibió ningún tipo de influencia olmeca, el área de Guerrero quedaría por fuera. Si por el contrario, se acepta que existió un temprano aporte que introdujo en sus sociedades prácticas
Figura 5. Figurillas del tipo “Pretty Lady” y “San Jerónimo” (Brush, 1968), mismas que se encuentran ubicadas hacia el 800 aC. el bajío mexicano
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Figura 6. De izquierda a derecha, Figurilla San Jerónimo (Museo Saint Louis, Missouri); San Jerónimo (reportada por Piña Chán, 1978); la tercera y la cuarta superior derecha, Colección Sáenz, 1986); abajo a la derecha, Museo de Zihuatanejo.
Figura 7. Figurillas del tipo “Ojo Circular”, asociadas a la exploración del salvamento arqueológico Los Tabachines “A” (Cabello, Marco, 2008). - 221 -
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Figura 8. Figurillas, de izquierda a derecha: Choker, Chupícuaro y Tala (según Hernández, 2013: 51 y 121).
Figura 9. Vasijas Fase Chorrera (800-100 aC). Museo Antropológico de Arte Contemporáneo (MAAC), Guayaquil, Ecuador. Obsérvese el evidente parecido formal con vajillas Chupícuaro. (Fotografía de la autora) el bajío mexicano
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Figura 10. Vasijas Fase Chorrera (800-100 aC). Museo Antropológico de Arte Contemporáneo (MAAC), Guayaquil, Ecuador. (Fotografía de la autora)
económicas y concepciones simbólicas del mundo, entonces sería del todo necesario que no sólo se replanteara la definición del Occidente sino, a la vez, que se llevaran a cabo exploraciones en aquellos espacios por los cuales, presumiblemente, arribaron los impulsos culturales señalados por Noguera, los cuales, acorde a lo aceptado por Piña Chán, tuvieron una clara matriz procedente de las regiones costeras de Sudamérica. Considero que fueron los deltas de los ríos Balsas y Coahuayana los que recibieron los tempranos flujos comerciales que impactaron culturalmente a la región. Esta relación debió continuar a lo largo de los siglos y tuvo un papel relevante no sólo en los procesos de sedentarización y colonización de los valles costeros de la costa pacífica sino también, en los grupos que habitaron de manera temprana los fértiles valles del eje fluvial del río Lerma. Pareciera evidente que los pobladores de El Opeño marcaron el desarrollo de lo que posteriormente sería lo Chupícuaro y, a la vez, buena parte de la cultura material de las regiones que participaron del complejo funerario de las tumbas de tiro. Será al término del período Clásico, a la caída de Teotihuacán y del sistema de intercambio que imperó durante su égida, que los movimientos migratorios cambiaron los flujos comerciales y, con ello, el curso y peso de las ideas y las concepciones del mundo que viajaron con ellos. Fue entonces cuando arribó la innovación tecnológica de la metalurgia y el paulatino ascenso y consolidación de lo Aztatlan. La historia de la región fue otra desde entonces. Los territorios por los cuales entraron las tradiciones antiguas quedaron entonces, por fuera de los flujos comerciales predominantes. Se inició entonces lo que Carl Sauer definió como el “Camino a Cíbola”, la ruta costera hacia el Noroeste de los Estados Unidos (1998). Sin duda, una dinámica histórica tan compleja como lo constituyó la tradición antigua del Occidente.
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Figura 11. Vasijas colocadas como ofrendas a los entierros recuperados en el salvamento arqueológico Los Tabachines F. Estos materiales parecen haber tenido una clara relación con los tipos desarrollados en la fase Mixtlán de la secuencia de Chupícuaro (Sagardy y Platas, 2011).
Figura 12. Vasijas Rojo/crema y Rojo/café, fase Ortices, secuencia del Valle de Colima. el bajío mexicano
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Figura 13. Vasijas del tipo Bandas Sombreadas, borde rojo-guinda (fase Ortices, secuencia Valle de Colima). A este tipo cerámico se le conoce como el antecedente del característico “Blanco Levantado” del Bajío. BIBLIOGRAFÍA Braniff, Beatriz 1972 Secuencias arqueológicas en Guanajuato y la cuenca de México: intento de correlación”, Teotihuacan. XI Mesa Redonda, Sociedad Mexicana de Antropología, México, pp. 273-299 1998 Morales, Guanajuato y la tradición Chupícuaro, Instituto Nacional de Antropología e Historia, (Colección Científica 373), México. 1999 La región septentrional mesoamericana”, Teresa Rojas Rabiela y John Murra dir.) Historia General de América Latina, Tomo I, Las Sociedades Originarias, Editorial Trotta S. A., Madrid, pp.229-259. Bernal, Ignacio 1968 El mundo olmeca, Editorial Porrúa, México.
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Los realizados a través del Instituto Nacional de Antropología e Historia a través de recursos
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PRESENCIA NEGRA EN EL BAJÍO Y SUS AFRODESCENDIENTES. UNA CASA HABITACIÓN CON ORNAMENTOS DECORATIVOS DE MINORÍAS RACIALES DE LA NUEVA ESPAÑA. Elsa Hernández Pons Coordinación Nacional de Monumentos, INAH
Una ponencia que integra la discusión general de la reunión de la XXX Mesa Redonda Sociedad Mexicana de Antropología con el tema: El Bajío y sus regiones vecinas. Acercamientos históricos y antropológicos y de la temática lineal de una mesa sobre la presencia negra o tercera raíz en la nueva España, en diversos enfoques antropológicos e históricos. Si bien no es mi tema directo, quiero aportar, desde la arqueología histórica, el caso de una casa habitación en la ciudad de México, que cuenta con una extraña y amplia colección de azulejos en sus paredes. Hablar de población negra en México nos lleva al siglo XVI y toda una serie de nuevas actividades sociales y económicas emergentes, una sociedad nueva y otras formas de sobrevivencia. Entre 1942 y 1944, el médico y antropólogo Aguirre Beltrán (1908-1966) investigó en el Archivo General de la Nación de México los antecedentes de la población negra de México. Demostró cómo se ha soslayado la importancia de la población negra en México y resaltó desde entonces la presencia de lo africano en México, atendiendo su importancia como factor dinámico de aculturación, y su supervivencia en rasgos culturales hasta entonces tenidos por indígenas o españoles, fue en esas investigaciones en las que mostró a Cuajinicuilapa, Gro, a la que bautizo como la capital de los negros de México en su libro Cuija. Hoy es recordado como uno de los grandes luchadores afromexicanos quienes lo denominan como el gran Gonzalo Aguirre Beltrán. Esta población minoritaria, junto con la china, fue desarrollando estilos de vida y costumbres diversas y sus actividades primordiales siempre estuvieron ligadas a trabajos sencillos, atadas a la producción de artículos y trabajos pesados en la minería y el campo.
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Las representaciones más conocidas se tienen en los cuadros de castas, que presentan las diversas mezclas raciales del Virreinato de la Nueva España. Los cuadros de castas, pinturas netamente novohispanas, reflejan el cruce de diversas culturas y sus relaciones cotidianas. Los oficios y los gremios, así como sus Ordenanzas durante los siglos XVI a XVIII, fueron una fuente “selectiva” que prohibía totalmente la participación de negros y mulatos en algunas de esos artes y oficios. Mulato es el término utilizando para designar al individuo nacido del mestizaje entre una persona blanca y una persona negra. Sabemos de su participación en los puertos y muelles, minas, ingenios azucareros y servicios domésticos básicamente como esclavos, condición compartida con los indios. Hoy en día ya se habla de la tercera raíz americana, debido a: la fuerte huella que dejó la población negra en los 300 años de la Nueva España (1521-1821). Una de las actividades económicas que pronto atrajo a cientos de colonizadores españoles fue la minería. El nuevo orden social estaba controlado por los españoles, los criollos (españoles nacido en la Nueva España) buscaban acceder a los puestos privilegiados y el resto, es decir la mayoría de la población se conformaba de mestizos, indígenas, mulatos y africanos, ubicados en el fondo de la escalera social. En 1518 se da en las colonias españolas la primera licencia para la introducción de esclavos africanos en las colonias españolas En toda América los negros y esclavos lucharon por la Independencia de su territorio obteniendo así su libertad (primero denominada libertad de vientre y luego libertad total, el Brasil fue el último país de América del Sur en abolir la esclavitud (1888). La abolición de la esclavitud de los indios se decretó en 1548, en adelante la esclavitud “afectaría sólo a los negros…“ la que tardó dos siglos más. Hay mucho trabajo de investigación por delante, para que este tema sea abordado de manera amplia en toda la nueva España: documentos de compraventa de esclavos que se conservan en archivos dan a conocer el origen de los negros que llegaron aquí, así como la fecha de su introducción. La tarea está ahí, así como identificar dentro de las Ordenanzas de los gremios, sus opciones de participación. CASA DE AZULEJOS: UN CASO ESPECIAL.
Existe una hermosa edificación de tres niveles que se localiza en la calle de 5 de febrero # 18, entre V. Carranza y Uruguay, Centro Histórico de la Ciudad de México. Majestuosa construcción del Siglo XVIII nos permite apreciar los espacios de vida de una familia acomodada. La fachada de dos niveles con un mezzanine, común en las casas en el siglo XVIII. El mezzanine solía servir como oficina para el dueño de la casa y tenía una entrada independiente. Las áreas planas de la fachada tienen una decoración sencilla, pero en algunas áreas están grabadas algunas gárgolas. La entrada principal está decorada con plantas esculpidas, eslabones de cadenas, volutas, conchas - 234 -
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de moluscos y pequeñas máscaras grotescas. Los arcos del patio tienen decoraciones piramidales.
Figura 1. Fachada de la Casa de Azulejos, Majestuosa construcción del Siglo XVIII calle de 5 de febrero # 18, entre V. Carranza y Uruguay, Centro Histórico de la Ciudad de México
Sin embargo, es dentro de la casa donde está su característica más distintiva. En el interior, en el segundo piso, se encuentran unos murales construidos con azulejos realizados en la Ciudad de México, que muestran imágenes de tamaño natural de los sirvientes, como los mayordomos, las lavanderas, cazadores y aguadores.
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Figura 2. Acercamiento a una pared de azulejos del entrepiso, que representan algunos empleados de la casa
figura 3-4. Patio interior de distribución de la casa y los diversos niveles en que se distribuyen las habitaciones
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Figura 5. El interior y las áreas de acceso también tienen detalles ornamentales en azulejo.
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Figura 6-7. todos los espacios tienen en mayor o menor medida, detalles decorativos, algunos en malas condiciones
Llama particularmente la atención uno de los murales que retrata a una mujer, se cree que se trata de la esposa de uno de sus dueños, el alférez don Nicolás Cobián y Valdés. Los murales de este tipo por lo general solían diseñarse con imágenes religiosas. La casa no está abierta al público.
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Figura 8, acercamiento de la dama plasmada en los azulejos
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Figuras 9 y 10. Cada escena en azulejo es una revelación, ya que además de las señoras de la casa, hay lavanderas, aguadores, jardinero, cazador y mayordomo. Un lugar con mucho calor humano
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Este predio en el XVI correspondió a Hernando de Ávila y posteriormente entre 1762 y 1766 se hace la edificación actual y su propietaria la Marquesa de Uluapa (n) atribuida a…; se le conoce también como La Casa de los Azulejos, debido a la gran profusión que hay de ellos de piso a techo, siendo los personalizados de las dueñas y la servidumbre, los más llamativos, aunque toda la casa tiene muchos detalles ornamentales con azulejos. Fue declarada monumento histórico en 1931 y ratificada en 1955. Tuvimos oportunidad de recorrerla completamente y tomar fotos, además de complementar con algunas citas del archivo histórico de la Coordinación Nacional de Monumentos Históricos del INAH y por supuesto, del invaluable texto de Romero de terreros al respecto. Es a la fecha propiedad privada y está en muy buenas condiciones. Lo más novedoso es la representación de la servidumbre en sus diversos oficios y actividades y la presencia de hombres y mujeres de raza Negroide, así como jarrones con personas asiáticas, ambas minorías raciales en el México novohispano. Sitio poco conocido y de no fácil acceso, que damos a conocer por su importancia histórica, estética y cultural, esperando que en un futuro cercano se pueda apreciar libremente.
Figura 11 y 12. Detalles de azulejos y azulejos del conjunto, un lugar, digno de estudios profundos y sobre todo, de la posibilidad de ser conocidos por todos los mexicanos - 241 -
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RELATORÍA DE LOS TRABJOS DE ARQUEOLOGÍA DE LA MESA LINEAL XXX MESA REDONDA DE LA SMA. “El Bajío y sus regiones vecinas. Acercamientos históricos y antropológicos”, Querétaro, del 3 al 8 de agosto de 2014 Rosa Ma. Reyna Robles Elizabeth Mejía Pérez Campos
El trabajo de Efraín Cárdenas García, titulado “El Bajío y su definición territorial y cultural”, se presentó en cuatro secciones. En la introducción, el arqueólogo estableció que en la planicie aluvial del río Lerma o Bajío existen más de 800 sitios con costumbres y ceremoniales compartidos con Mesoamérica, como es el caso del juego de pelota y los rituales funerarios, además de los sistemas constructivos, patios rodeados por habitaciones y edificios circulares. Anotó que los pobladores primigenios recibieron migraciones y, con ello, una gran movilidad de personas, conocimientos y objetos, sobre todo cerámicos, de alta calidad y expresión plástica notable. Brevemente hizo un recuento de las tradiciones culturales a lo largo de 2,000 años y de los sitios que las caracterizaron, enfatizando que desde épocas antiguas las poblaciones desarrollaron una organización política, con cierto nivel de autonomía constructiva y de materiales, pero enlazadas en una red de prácticas culturales compartidas y amplias redes de intercambio, lo que permitió la circulación de objetos de concha del Pacífico, obsidiana de Ucareo y Zinapécuaro, turquesa de Nuevo México y amazonita del Sureste mexicano. Remata este apartado anotando que El Bajío, contemplado como un espacio cultural y no como una categoría geográfica, es: “un espacio de relaciones sociales, una demarcación político-territorial reconocida por la ubicación de los asentamientos y sus áreas de captación de recursos”, por tanto, con límites cambiantes. En la siguiente sección, que tituló “Bajío, historia ambiental y desarrollo social”, indicó que el Bajío incluye parte de Guanajuato, Querétaro y Michoacán, pero los planteamientos arqueológicos indican que inicia en el valle de Toluca, que se debe ampliar al norte de Michoacán, e incluir parte de Guanajuato, Jalisco, Zacatecas y Nayarit. En este territorio ampliado confluyeron tres áreas culturales de la Mesoamérica, Centro,
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Norte y Occidente de México, lo que permitió la interacción de todas ellas. El expandir esta región permite no sólo considerar su entorno sino sus recursos disponibles y sus procesos sociales. Su inclusión en el Eje Neovolcánico Transversal significa que el vulcanismo género tierra fértil para el cultivo y la obtención de obsidiana. En cuanto a la actividad agrícola, los estudios señalan condiciones ambientales favorables hacia 1700 a. C., cuando se reporta un momento de intensidad agrícola en tiempos de El Opeño. Las buenas condiciones se mantienen hasta el 500 d. C., pero desaparecen entre el 1,400 y 1,700 d. C., lo que propició la migración y el abandono de algunos lugares. En la tercera sección, “El Bajío, desarrollo y procesos de interacción cultural”, hace una reflexión inicial sobre cómo nuestra disciplina pondera una compleja orientación científica, donde prevalece el dato duro, se interpreta y explica con base en un cuerpo conceptual teórico, metodológico y técnico. De esta forma, anota cómo el concepto Mesoamérica tiene un trasfondo teórico, ya que a partir de rasgos materiales homogéneos y heterogéneos pretende entender las relaciones y procesos sociales y productivos, tanto locales como régionales de las sociedades antiguas. Con esta base teórica señala que El Bajío ha tenido dos enfoques de investigación: el difusionismo desde el Centro de México, que coloca al Bajío como periferia y frontera rígida, como parte de la expansión teotihuacana, mientras que el otro demuestra su desarrollo propio e interactuante con culturas externas. Con estas bases y con las investigaciones del gremio, el autor formula una última sección donde propone un “modelo de interacción cultural desde El Bajío” con siete momentos de interacción cultural, en un marco cronológico amplio y un territorio extenso. La primera interacción, entre 1800 a 1200 a. C., involucra a El Opeño y Capacha en Occidente y a Tlatilco en la Cuenca de México. En esta relación se puede observar cómo sólo migra un número reducido de conocimientos hacia Occidente, aunque desde entonces las sociedades prehispánicas ya tenían una gran movilidad y una gran cantidad de conocimientos como producto de una economía sustentada en una gran red de intercambio a larga distancia de productos suntuarios y de prestigio, evidentes entre 1200 y 1000 a.C., por productos alóctonos y la presencia olmeca en Tlatilco, o bien, por productos del centro de México en El Opeño y Capacha. En la segunda interacción, entre 600 a. C. y 200 d. C., destaca la territorialidad y expansión de Chupícuaro, con relación a Teuchitlán y Acámbaro en el Occidente, y a Cuicuilco y la cuenca Puebla-Tlaxcala en el centro de México. La amplia red de contactos es detectable, sobre todo, en la decoración cerámica con el apogeo de los motivos geométricos, pero también en las figurillas H4 y Chocker y en las estructuras circulares.. Ante la falta de profundidad en algunos estudios cerámicos y arquitectónicos que refuercen la existencia de una comunicación más amplia, anota la necesidad de revisar las dinámicas poblacionales en un contexto espacial y temporal más amplio. - 244 -
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En su tercera propuesta de interacción, entre 100 a. C. y 400 d. C., se refiere a la Tradición Morales, con Loma Alta en el Occidente y Teotihuacán y Ticomán en la Cuenca de México. Braniff concibe a la Tradición Morales como la continuación de formas y diseños de la alfarería Chupícuaro, que integra elementos decorativos de la Fase Loma Alta, relacionada también con Ticomán entre 400 a.C. a 100 a.C., concluyendo que tuvo una amplia extensión territorial, un fuerte desarrollo local y fue la base cultural de las siguientes tradiciones culturales. A Teotihuacán lo relaciona por la cerámica decorada al negativo. La cuarta interacción, de 400 a 600/650 d. C., la establece entre el sitio de Peralta y la Tradición Bajío con Teotihuacán. El autor denomina Tradición Bajío al momento de presencia y expansión de patios hundidos en numerosos sitios, entre los cuales Peralta es ejemplo de una sociedad agrícola y centro político. Castañeda define a los lugares con patio hundido como una etapa de desarrollo regional. En Peralta, con cerámica teotihuacana y obsidiana, hace mención de una ofrenda, la que interpreta en dos vertientes, la de una ofrenda fundacional, o de una ofrenda de personas que vienen o regresan a Peralta después de estar en la urbe. En La Ventilla de Teotihuacán se encuentran vasijas y figurillas, amazonita y turquesa, tapaderas tipo Capiral y cerámica pintada tipo Huandacareo estucada. La quinta interacción, entre 600/650 y 900 d. C., inicia con la caída de Teotihuacán y con un cambio climático. En el Centro de México surgen Chingú en Tula y Xochicalco, Morelos, y en el Occidente y Norte de México los sitios de Peralta, Plazuelas, Zaragoza, El Grillo, Oconahua y La Quemada como representativos de esta etapa. El desarrollo regional del Bajío alcanza su máxima expansión territorial, diversificando su arquitectura con la llegada del juego de pelota, el talud-tablero y los edificios tipo Palacio, junto con deidades mesoamericanas. Cárdenas anota la relevancia del periodo de la caída de Teotihuacán, el surgimiento tolteca y la llegada de grupos procedentes del Bajío con la tradición cerámica denominada Coyotlatelco, lo que para el 900 d.C., coincide con reacomodos poblacionales en el Bajío. Finalmente destaca la comprobación del cambio climático, referido por Armillas como evento fundamental para entender las migraciones en el Clásico y del Bajío como clave para entender este periodo. Al hablar de la sexta interacción, entre el 900 y 1,200 d. C., se refiere a los sitios de Cañada de la Virgen y Plazuelas, Guanajuato, Tzcthé y El Cerrito en Querétaro, y a Tula, Hidalgo. Para este periodo resalta el reacomodo poblacional hacia la cuenca de México, provocado por sequías e incendios, confirmados con datación absoluta y por la similitud entre las vasijas de Plazuelas Zaragoza y Tula. En ese periodo se refiere particularmente a Cañada de Virgen, donde resaltan las construcciones tipo Palacio y materiales como el Blanco levantado, que si bien se observan en el Bajío, también están presentes en Tula, lo que habla de la interacción entre ambos lugares. - 245 -
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La séptima y última interacción, entre 1,200 y 1,530 d. C., la establece entre sitios de la zona lacustre de Michoacán, particularmente entre Ihuatzio y Tula, por la presencia de dos esculturas de Chac mol y las figuritas Mazapa. Otra relación la establece entre Tzintzuntzan y los Mexica, evidenciada por cascabeles de cobre en ofrendas del Templo Mayor y los conjuntos arquitectónicos de doble templo. En sus conclusiones, el autor recapitula que la definición del Bajío es complicada y sus límites cambiantes. Comenta que los límites del Bajío puede ser un tema de espacialidad, de territorialidad y de cultura, como parte de la cuenca LermaChapala-Santiago que enlaza el Occidente, el Norte y el Centro de México. La gran diversidad ambiental, la ve como un factor condicionante, aunque no determinante, de las expresiones culturales que lo relacionan con sus vecinos contemporáneos, dando lugar a elementos de homogeneidad y de heterogeneidad que brindan una identidad particular. Anota que, además de reanalizar el concepto de Mesoamérica, se deben explorar temas como la diversidad cultural, los sistemas de intercambio a larga distancia y la coexistencia de sociedades indígenas con diferentes niveles de organización socio politica. II
El arqueólogo Gérald Migeon presentó el trabajo titulado “Recursos naturales, asentamientos y evolución cultural en el Bajío, del Preclásico al Posclásico” que desarrolla en cinco apartados con el objetivo de iniciar la discusión sobre el papel económico, comercial y político de la región. En la introducción presenta los antecedentes de las investigaciones arqueológicas llevadas a cabo en el Bajío, resaltando que Kirchhoff y Jiménez Moreno fueron los primeros en destacar su importancia, así como su carácter multiétnico y fronterizo. En el aspecto arqueológico enfatiza las prolíficas investigaciones en la década de los 80 y 90, que continúan hasta la fecha, así como de los encuentros de académicos, uno de los cuales, publicado en 2015, resume los avances de investigación en el Bajío. En la primera parte se refiere a la delimitación del Bajío y su fisiografía, indicando que el Bajío se forma por valles bajos delimitados por lomeríos. Al norte lo limitan las serranías; al sur el eje Neovolcánico y al oeste la Sierra de Pénjamo y los Altos de Jalisco. En el Bajío se localiza la cuenca hidrográfica del Lerma- Chapala. Enfatiza la diferencia del clima actual con el prehispánico, y cómo la variabilidad en las precipitaciones pluviales determinó el cambio de recursos vegetales y, a la larga, la movilidad humana. Enfatiza también la falta de homogeneidad de las cuencas del Lerma – Salamanca y del Lerma y Chapala. Más adelante, el autor establece la diferencia entre los materiales naturales y los recursos que se generan después de un proceso de producción técnica, lo que implica - 246 -
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un control territorial, de índole política, social, económica, ideológica, y simbólica. Menciona varios recursos, como arcillas, rocas, almagre, cinabrio y, específicamente, la obsidiana y la sal. Sobre la obsidiana, hace un recuento de los yacimientos de Michoacán y Jalisco, así como sobre su uso, ya que en Occidente se utilizaron básicamente núcleos y lascas en el Preclásico; durante el Clásico Temprano, al parecer el yacimiento de Ucareo, Michoacán, no participaba en la red de intercambio de obsidiana, mientras que en el Clásico Tardío y Epiclásico si entra en las redes de circulación a larga distancia. Respecto a la producción de sal en época antigua, las investigaciones arqueológicas recientes nos permiten conocer su producción artesanal entre 300 y 600 d. C., la industrial entre 500/550 y 1100 d.C. y la disminución de su producción entre 1100 y 1520 d.C. Según Migeon, la sal fue medio de intercambio de bienes suntuarios: ornamentos de concha, cerámicas como el seudo-cloisonné o al negativo y los cajetes o molcajetes con soporte pedestal, mejor conocidas como copas, presentes en sitios como el Cerro Barajas, Cóporo, Peralta, Cañada de la Virgen, en varias regiones de Jalisco y del sur de Zacatecas. Para el Posclásico se refiere al cobre. Considera también como recursos estratégicos a los suelos –particularmente del tipo feozem y vertisol– a los recursos vegetales, que incluyen bosques, matorrales y pastizales, así como a los animales que poblaban estos lugares y al agua. Aunque hay pocas evidencias del uso del riego en época prehispánica, indica que se aprovecharon los recursos acuáticos de lagos, ciénagas, ríos y arroyos. El tercer apartado lo dedica a los recursos humanos, considerando que el Bajío fue una zona de contactos culturales por los cuatro rumbos y en todas las épocas. El autor resalta que se han registrado apenas unos 800 sitios, que van desde concentraciones de tiestos hasta arquitectura monumental. En los cambios de densidad poblacional, resalta la ubicación topográfica de los asentamientos en función del agua y su disponibilidad a lo largo del tiempo entre las sociedades agrícolas antiguas y sedentarias. Expone también el factor de las erupciones volcánicas antiguas, particularmente de la sierra tarasca, y sus efectos en el eventual abandono de los sitios arqueológicos. Continúa con las principales tradiciones culturales, como la de Chupícuaro, haciendo notar la riqueza artística de su cerámica y su impacto a otras regiones, tanto aledañas, como en las alejadas regiones de Tula y de Teotihuacán. Su entrada en el comercio a larga distancia también se reconoce en la obsidiana gris de Ucareo. Señala el impacto que tuvo la tradición Chupícuaro en la tradición Morales, definida por Braniff, y se refiere a la polémica sobre el origen del Patio Hundido, ya que algunos autores lo sitúan como una tradición característica del Bajío, mientras otros la ubican como una adaptación local de moda en el Centro de México. Respecto a la relación del Bajío y del Occidente con Teotihuacán enfatiza la postura de algunos autores que no consideran al Bajío como un área marginal y a la presencia de objetos teotihuacanos con fines políticos. Para Migeon los conocimientos - 247 -
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arqueológicos actuales todavía no permiten evaluar el carácter de la relación entre Teotihuacán y el Bajío, ya que no es una relación homogénea. Además, anota que se debe considerar el impacto del Bajío en Teotihuacán y si hubo migrantes de esta tradición que llegaban regularmente o habitaban permanentemente en la gran urbe. Así, el autor se inclina por la postura de que el estado teotihuacano mantuvo un papel que formalizó y fortaleció las relaciones económicas y políticas con las élites importantes de los sitios mayores, o cabeceras regionales de Occidente y el Bajío, y que a la caída de Teotihuacán, estos migrantes retornan a sus lugares de origen enriqueciéndolos con las tradiciones adquiridas. El Epiclásico en el Bajío lo identifica como: „una organización regional policéntrica“, marcada por ajustes ante la reorganización de redes de comercio a larga distancia. En este contexto temporal analiza el papel de los sitios de Plazuelas, de Nogales, del Cerro Barajas, de Peralta y Zaragoza. En ellos aprecia la convergencia de diversas influencias, tanto del norte, como del este –la Huasteca– y del sur. Para el Posclásico, el autor subraya el consenso que existe sobre el despoblamiento gradual del Bajío oriental, que inicia en el siglo X, y continúa hasta su desocupación total en los siglos XI y XII, lo que al parecer coincide con el surgimiento del estado tolteca. Esta situación perdura hasta la Conquista española, con un Bajío poco poblado y la coexistencia de grupos sedentarios, semi-sedentarios y nómadas. Más tarde, los Tarascos repoblaron ciertos sectores del Bajío oriental. Así, en el Posclásico, al decir del autor, la obsidiana de Zinapécuaro jugó un papel importante, tanto como lo fue la de Ucareo durante el Clásico y el Epiclásico. Finalmente, anota que el Bajío mantuvo un papel donde confluyó el intercambio de ideas y productos de norte a sur y de este a oeste; esto fue lo que formó la identidad polisémica de la región que se refleja hasta hoy en día. El cuarto apartado lo dedica a los intercambios, esto es, a la importación y la exportación de recursos estratégicos en el Bajío. Según Migeon, los bienes estratégicos más representativos fueron la obsidiana, la sal, las telas de algodón, el cacao, la cerámica, los chalchihuites y los metales. Entre ellos, la obsidiana y la sal fueron los principales bienes locales dedicados a la exportación, mientras los bienes suntuarios de tránsito más conocidos fueron la turquesa, las conchas, las plumas, y las cerámicas seudo-cloisonné. A continuación, da un breve panorama de cada recurso. Sobre la turquesa anota, fue un símbolo de prestigio, estatus y poder, altamente codiciado en el Posclásico. Primero involucró la turquesa de Chalchihuites, Zacatecas, y posteriormente la de Nuevo México y Arizona. Respecto a las conchas anota que en el Preclásico Tardío y el Clásico Temprano, los sitios de la Tradición Teuchitlán controlaban el comercio de conchas del Pacifico para enviarlas vía el Bajío y recibir conchas del Caribe. También la plumaria, aunque - 248 -
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poco analizada por su carácter perecedero, fue un símbolo de prestigio y de poder, tanto en las sociedades del centro de México como en Occidente. Con relación a la cerámica suntuaria local, el Bajío se asocia con algunos tipos, como el rojo sobre bayo, con o sin negativo, el blanco sobre rojo, el rojo y/o negro sobre naranja, sobre café, negro y el rojo inciso. Las cerámicas de muy alta calidad, seudo-cloisonné y Anaranjado Delgado, son las que permiten hacer inferencias sobre las relaciones de comercio o intercambio. Migeon se remite a autores que establecen la presencia de elementos importados de Teotihuacán o bien de estilo teotihuacano, esto es, imitaciones locales, además de otros objetos como: figuritas, máscaras, navajillas y orejeras de obsidiana verde, esculturas de Tláloc y del dios viejo Huehuetéotl. En el último apartado, que denomina “Perspectivas”, califica al Bajío como el escenario de múltiples desarrollos culturales, importante por su ubicación en un corredor natural entre el Centro, el Norte y el Occidente, y su posición como una frontera mesoamericana que osciló a lo largo de los años. Destaca el aporte que brindarán estudios de otras disciplinas, como la zoología, o del ADN, así como los estudios recientes sobre arquitectura, patrones de asentamiento y cerámica, anotando que los proyectos de investigación desarrollados por el COLMICH y el CEMCA han logrado detallar con mayor precisión tempo-espacial al Bajío. III
María de los Ángeles Olay Barrientos divide su trabajo en diez secciones. En la primera define la región de Occidente. Dice que en el pensamiento post revolucionario de inicios del siglo XX, que concedía importancia sólo a lugares con grandes pirámides, el Centro Norte, el Bajío y el Occidente no existían, se dejaban de lado o quedaban rezagados. En el recuento de las primeras investigaciones da énfasis particular a las exploraciones de Isabel Kelly en Sinaloa, Nayarit y Jalisco, con las que definió dos grandes provincias, una en Aztatlán y la segunda de Colima a Nayarit. Señala la problemática de la extensión del Occidente, lo que la lleva a preguntar si Guerrero es o no Occidente, ya que se definía por la presencia de materiales olmecas. El segundo apartado se refiere a la historia de las investigaciones realizadas en el Bajío por Noguera y a las de Chupícuaro. En el tercero aborda las ocupaciones tempranas en Occidente. Se remite al proyecto conocido “Proyecto A”, que abarcaba la costa de Pacífico, desde Nayarit hasta Oaxaca. Como parte de este proyecto, Kelly logró encontrar las evidencias materiales que pudieran equiparar el Preclásico mesoamericano con el del Occidente en Colima, definiendo al conjunto como Capacha, caracterizado por vasijas con asa de estribo y con una antigüedad de 1,450 a. C., lo que provocó polémica, ya que se basó en una sola muestra de C14.
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Olay recuerda que Isabel Kelly publicó sobre Capacha 10 años despiés de exponer sus primeras ideas; que retomó el trabajo de Arturo Oliveros sobre El Opeño, Michoacán, y que comparó los materiales de ambas regiones diferenciándolos de las tradiciones cerámicas olmecas y de Tlatilco. Esto generó polémica por tres vías: la antigüedad de la fecha, el basarse sólo en contextos funerarios –sin un correlato a los estratos habitacionales– y las diferencias entre las regiones. El siguiente apartado se refiere la tradición funeraria conocida como Tumbas de Tiro, misma que fue definida por las características formales del recinto donde se enterró a los difuntos y sus ofrendas. La autora hace un recuento de los trabajos con este tipo de evidencias, y menciona que Stanley Long, del Proyecto A, definió seis tipos distintos y 45 subtipos, mismos que fueron ubicados cronológicamente por Kelly a partir del hallazgo fortuito de una vasija teotihuacana, lo que la llevó a concluir que las tumbas de tiro eran contemporáneos a esta cultura. Finalmente, la autora apunta que las tumbas se percibían como panteones alejados de las áreas habitacionales; que posteriormente se ven como recintos donde se realizaban ceremonias que reforzaban los lazos comunitarios, y que las ricas ofrendas denotan un desarrollo económico y una clara estratificaciónón social que contrasta con las tumbas sencillas y sus modestas ofrendas. El tema de Chupícuaro es similar a lo Capacha y a las tumbas de tiro porque sólo se define por un contexto funerario, en este caso por los restos rescatados en la presa Solís. Sobre este complejo resalta su influencia hacia regiones que conducían al Alto Lerma, llegando a los norteños Chalchihuites y La Quemada. Anota que los portadores de la Tradición Chupícuaro fueron grupos agrícolas y sedentarios, base cultural en que se produjo la expansión teotihuacana en el Bajío. Sobre la preponderancia de la cerámica Chupícuaro, anota la necesidad de enfocarse en su estudio para conocer los cambios demográficos, tanto locales como regionales, así como la economía que lo permitió. Además, ve la necesidad de hacer análisis y obtener datos duros para establecer si los tipos usados como marcadores cronológicos corresponden a intercambios comerciales o a producciones locales. Esto se torna relevante porque las investigadoras Darrás y Faugère proponen que la tradición Chupícuaro se conforma en el Bajío a partir de migraciones de grupos que integraban en su cultura material tanto rasgos de las tradiciones antiguas del Occidente como del Centro de México, por lo que esta línea de investigación podrá dar elementos del sentido de las relaciones entre ambas regiones cruzando por el Bajío. Para conocer el vínculo del Occidente con Mesoamérica, Olay se remite a la polémica entre dos investigadores: Schondube y Weigand. Otto Schondube propuso una secuencia cultural en dos etapas. En la primera supone que en el Occidente hubo un desarrollo cultural particular con similitud a algunos complejos arqueológicos del - 250 -
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noroeste de Sudamérica, que llama Tradición Occidental o del Pacífico. En la segunda el Occidente es claramente mesoamericano. Por su parte. Phil C. Weigand hace críticas a esta propuesta bajo el argumento de que simplifica la definición de las expresiones económicas y sociales desarrolladas en el área, con base en los trabajos efectuados por Schondube en Jalisco. En contraposición, plantea que en el área se desarrolló un fenómeno urbano con un sistema de chinampas construidas en las partes bajas del lago Magdalena, en el noroeste de Jalisco, y que llamó Tradición Teuchitlán. Esta tradición, desarrollada en el Clásico y en el Clásico Tardío, se caracteriza por la construcción de edificios y plazas circulares o Guachimontones. Estas interpretaciones promueven otras investigaciones y Weigand ajusta su cronología, ya que los resultados mostraron que la etapa de construcción de tumbas estuvo ligada al cambio de la arquitectura. Las exploraciones de Weigand en Teuchitlán, las recientes en tumbas de tiro, y el trabajo en lugares con arquitectura circular, como Bolaños y Colima, reforzaron la idea de que el fenómeno Teuchitlán impulsó el comercio de bienes de prestigio, aunque para Colima se estableció que las expresiones locales de estructuras circulares no representaban un enclave Teuchitlán. Para entender lo que ocurrió durante el Clásico en el Bajío, la autora nos remite a las exploraciones de los ochenta en la región de Zacapu, tanto de recorrido como de exploraciones en la antigua Ciénaga, lo que llevó a conocer la relevancia de la localidad de Loma Alta. Tales trabajos documentaron, entre otras cosas, un sistema de enterramiento entre el 150 a.C. y 350 d.C., en el que se cremaban los restos óseos previos, se pulverizaban, se mezclaban con calcita y se depositaban en urnas selladas con barro, para luego enterrar las urnas en lugares específicos a lo largo de 500 años. Las exploraciones en Loma Alta documentaron nuevas líneas de investigación a desarrollar, como la influencia mesoamericana en la cultura Hohokan, y que los purépechas fueron un grupo intrusivo y tardío en la regíón lacustre michoacana. Todo esto representa un cambio en la concepción de la región en época antigua, particularmente el sistema funerario, ya que aunque no hay tumbas si hubo un ritual fúnebre complejo; además, la cerámica asociada a estos contextos es de tipos y diseños de Chupícuaro. De manera simultánea, en la zona sur de Guanajuato y el occidente de Querétaro se realizaron trabajos para conocer un esquema de poblamiento regional, basado en datos documentales y de recorridos. Así, los trabajos del Proyecto Atlas Arqueológico Nacional fue decisivo para buscar arquitectura Chupícuaro, lo que no se logró, pero sí se pudo registrar la presencia de sitios con un patrón de patios hundidos, que fueron explorados en varios rescates arqueológicos y en el Proyecto de Atlas Arqueológico. En este marco, Efraín Cárdenas, basado en una muestra de 174 sitios, desarrolló trabajos sobre el papel que desempeñaron los recursos para obtener riqueza, y sobre cómo esta área alcanzó su esplendor durante el Clásico. Cárdenas plantea un modelo - 251 -
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de organización social que analiza el predominio y papel de uno o varios centros rectores, con lo que explicaría la dinámica de desarrollo en el Bajío durante el Clásico como un sistema de varios centros o policéntrico. Ángeles Olay agrega temáticas que no se abordaron en trabajos previos, por ejemplo, la convivencia del patrón del patio hundido con el circular, el papel de esta región con respecto a la influencia cultural teotihuacana y su papel como corredor cultural con Michoacán, La Quemada y Chalchihuites. Además, realza los estudios de las tres tradiciones cerámicas asociadas a los patios hundidos: el rojo sobre bayo, el negro sobre anaranjado y el blanco levantado. Este último, emparentado con el tipo Bandas sombreadas de Colima, fue resaltado tanto por Isabel Kelly como por Beatriz Braniff. En el siguiente apartado, la autora retoma preguntas y argumentos de Christine Niederberger para el Formativo en la Cuenca de México, en el que identifica materiales que no podían ser adscritos a una influencia olmeca ni a grupos locales. De manera similar, Braniff supone un grupo de rasgos pertenecientes a “linajes Chupícuaro” en centros régionales con un nivel proto urbano, lo que permitiría la colonización de la región septentrional mesoamericana hacia el 300-200 a. C., con lugares como Teuchitlán, Chupícuaro, y Cuicuilco, aunque faltan investigaciones para verificar las propuestas filiaciones y entender el tipo de colonización. Después, Olay reflexiona sobre el rezago de los estudios de la región en dos aspectos: la falta de proyectos de investigación para explorar sitios y regiones de manera sistemática a largo plazo, y lo indispensable de datar contextos. Estas ausencias, afirma, no permiten tener hipótesis para explicar fenómenos sociales sustentados en datos duros. Como ejemplo, la autora refiere un encuentro en el que se presuponía que el curso del río Lerma-Santiago tenía el papel de camino, lo que no es así. Continua con la recapitulación del trabajo de la arqueóloga Lorenza López Mestas, cuando analiza a Colima en el Formativo con dos propuestas: en la primera juzga que la presencia de aldeas agrícolas en el sur de Jalisco y en Colima son una unidad cultural comparable socialmente a Teuchitlán; en la otra propone profundizar en la iconografía de los elementos de las tumbas de tiro y con ello establecer si pertenecen a Mesoamérica. Finaliza anotando que para integrar al eje Lerma-Santiago es necesario sumarlo a mayores caudales, como el del Lago de Chapala, y visualizar cómo se enlaza al sur. Así, el eje fluvial del río Coahuayana, cercano al sistema Lerma Santiago, es la única corriente directa del Océano Pacífico al lago de Chapala. Este río nace en el municipio de Mazamitla, Jalisco, a 2,530 msnm, y a lo largo de su curso recibe varios nombres: Cofradía, San Lorenzo, Tamazula, Tuxpan, Naranjo y Coahuayana; en su recorrido existen lugares sin reconocimiento arqueológico. Un afluente importante es el río Salado, que conduce al Valle de Colima, y otro, el río Barreras, que va a la cuenca occidental del Río de las Balsas. Al respecto, la autora refiere el hallazgo de una - 252 -
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tumba troncocónica en Chilpancingo, que contuvo una figurilla olmeca y una vasija miniatura decorada con un diseño Capacha. Aunque se han hecho trabajos parciales mediante proyectos de rescate y salvamentos, una investigación a mayor profundidad enfrenta problemas por la falta de datación de contextos Capacha y del conocimiento de la Costa de Guerrero, sobre todo, al tratar de dilucidar las primeras ocupaciones, tanto en Guerrero como en los complejos tempranos de Occidente. El artículo concluye con varias reflexiones ya planteadas, respecto a los límites de Occidente, a la inclusión de Guerrero, a la necesidad de trabajo en lugares donde se presume la entrada costera de Sudamérica, particularmente en los deltas de los ríos Balsas y Coahuayana, bajo el principio de que seguramente fueron acciones de largo plazo. IV
En el trabajo “Presencia negra en el Bajío y sus afrodescendientes. Una casa habitación con ornamentos decorativos de minorías raciales de la Nueva España”, de Elsa Hernández Pons, resalta la poca información que hay sobre este tema, no sólo en el Bajío. Hablar de los negros, dice la autora, nos remite forzosamente al siglo XVI, cuando la Conquista de México fue un choque, una ruptura y la introducción de muchas cosas nuevas. La arqueóloga recuerda que Aguirre Beltrán investigó este tema en el Archivo General de la Nación de México y posteriormente resalta la presencia e importancia de la población negra de México en su libro Cuija. Hernández Pons se enfoca en las artes y en los gremios de la Nueva España, mezcla que se refleja en las obras pictóricas sobre las castas. Los mulatos fueron esclavos en ingenios azucareros, en la minería y en todo trabajo que requiriera fuerza. Al respecto hay poca información arqueológica y de antropología física. Por ello se refirió a una casa ubicada en la calle 5 de febrero número 18 de la ciudad de México, donde fueron hallados un grupo de esqueletos que no han sido estudiados, pero que podrían ser de población negra. Recuerda que en 1518 se otorga la primera licencia para la entrada de esclavos negros; que en México se abolió la esclavitud hasta 1810, pero que la de los indios fue abolida en 1598, y desde entonces la esclavitud sólo afectaría a los negros, recalcando que en este tema aún falta mucho trabajo de investigación por realizar. En la segunda parte de su trabajo se enfoca en la casa conocida como la “Casa de los Azulejos”. El predio perteneció a Hernando de Ávila, y en el siglo XVII se levantó la edificación actual, siendo su propietaria la Marquesa de Uluapa (n). Su construcción permite conocer los espacios de vida de una familia acomodada. La casa consta de tres niveles, pero es en la segunda planta donde se encuentran unos murales de azulejos que muestran imágenes de tamaño natural, tanto de los sirvientes: lavanderas, cazadores y aguadores, como de los mayordomos que ahí vivieron, todos ellos hombres y mujeres de raza negroide. También hay jarrones con personas asiáticas que, junto con las de - 253 -
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los murales, conformaron las minorías raciales en el México novohispano. La autora resalta el mural de una mujer, ya que posiblemente se trata de la esposa de uno de sus dueños, el alférez don Nicolás Cobián y Valdés. V CONCLUSIONES
Llegar a la XXX Mesa Redonda de la SMA es un gran logro ante las condiciones cada vez más adversas, a diferencia de la IV Mesa Redonda sobre Occidente cuando, al menos en arqueología, hubo dos años de investigación previa patrocinada por instituciones de México y el extranjero. En la primera sesión del lunes 4 de agosto, con el tema “El Bajío y su definición territorial”, Efraín Cárdenas nos presentó al territorio del Bajío como una planicie con terrenos llanos, delimitada por el septentrión mesoamericano, que a lo largo del tiempo va desde el Eje Volcánico Transversal hasta mucho más al norte. Él propuso dividir en siete momentos las interacciones que se dieron en ese territorio con base en lo que se ha registrado arqueológicamente, describiendo los rasgos culturales y ambientales más sobresalientes de cada uno. Así, para Cárdenas, el Bajío es Mesoamérica, su territorio se define fuertemente por la cuestión ambiental, y fue el enlace entre la Cuenca de México y el Occidente. El martes 5 de agosto, con el tema “Población, asentamientos, recursos naturales y producción cultural”, Gerald Migeon habló de cuestiones generales sobre el Bajío, al que se le ha considerado como marginal, con una alta pluviosidad e inestable, lo que repercutió en la permanencia de la población o en su abandono. Hace una diferencia entre el recurso existente en el territorio, como un recurso potencial, y el recurso o materia prima usada y trabajada, al igual que entre los recursos naturales: los silvestres y los cultivados, cuyo cálculo se puede obtener por el número y tamaño de las terrazas. En cuanto al conocimiento de los asentamientos del Bajío, señaló que el principal obstáculo es la falta de cobertura espacial. Habló de Loma Alta, que tuvo una fuerte ocupación en el Clásico, una ruptura o abandono entre 600 y 900 d. C. y un retorno de la población hacia 1200 d.C. Tambiénn se refirió a Cerro Barajas con su arquitectura de dos pisos, sus bodegas subterráneas y el tapiado de puertas, cuando la gente se va al sur, y de Plazuelas, que en 700 d.C. o después es muy teotihuacanoide. Concluyó que aunque faltan datos sobre las rutas de intercambio, el Bajío no fue marginal y participó en lo que fue Mesoamérica. El miércoles 6 de agosto, en el tema “Movimientos poblacionales en el Bajío”, María de los Ángeles Olay se refirió al Bajío y a la costa occidental. En la costa los eventos tempranos posiblemente fueron sellados por algún tsunami. A pesar de que son sumamente escasas, las evidencias tempranas de Capacha apuntan similitudes con - 254 -
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el Ecuador, y las figurillas de Colima con la Costa Grande de Guerrero y con Valdivia. En cuanto a las tumbas de tiro, dijo, hay similitudes con Colombia y Ecuador. Olay destacó que por medio de rescates y salvamentos, el Centro INAH Colima ha logrado obtener una buena muestra de entierros con ofrendas Capacha, pero los eventos volcánicos que los han cubierto han propiciado que las fechas de C14 se coloquen en un hiato entre Capacha y Ortices. Respecto a la producción cultural al interior de Mesoamérica, encuentra que las figurillas de Capacha son más parecidas a las D2 de El Infiernillo, y que lo Tlatilco se relaciona con Occidente por medio del Complejo Río Cuautla. La autora no encuentra elementos culturales que liguen a las fases Capacha y Ortices. Nota un hiato entre 1200 y 400 a.C., quizá por eventos volcánicos. Las fases más tardías las caracteriza por cambios decorativos y de formas cerámicas, asentando que no hubo un periodo urbano o Clásico. Considera que las sociedades complejas fueron las de Teuchitlán y la de las tumbas de tiro, y que el único sitio relevante es Comala. Finalmente, el jueves 7 de agosto, se trató el tema “Presencia negra en el Bajío y sus descendientes”, en el que Elsa Hernández Pons, ante la ausencia de datos sobre población negra, no sólo en el Bajío sino en muchos otros lados, se refirió a la Casa de los Azulejos, ubicada en el centro de la ciudad de México, donde fueron hallados un grupo de esqueletos de posible población negra, pero que todavía no han sido estudiados, por lo que mostró y describió los bellos mosaicos pintados que retratan a la servidumbre negra de esa casa, entre ellos, lavanderas, aguadores y mayordomos.
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De las deidades oscuras prehispánicas a los Cristos Negros Mesoamericanos Carlos Navarrete Cáceres
Cuando se habla de “sincretismo religioso”, o sea del proceso de sustitución de un culto antiguo por otro reciente, y la asimilación y fusión de creencias y potencias religiosas pertenecientes a grupos sociales diferentes, se ejemplifica con un caso notable del culto popular mariano: Tonantzin-Guadalupe, cuya raíz indígena ha sido considerada por importantes estudiosos del fenómeno guadalupano (De la Maza 1981). En el cerro del Tepeyac, lugar de las apariciones de la Virgen, existió un adoratorio dedicado a la deidad creadora Tonantzin (Figuras 1, 2), cuya imagen estaba esculpida en una roca según señala el Códice Teotenantzin, en el que se lee: Estas dos pinturas son unos diseños de la diosa que los indios nombran Teotenantzin que viene decir Madre de los Dioses, a quien en la gentilidad daban cultos en el cerro de Tepeyac donde hoy lo tiene la Virgen de Guadalupe (Glass 1964: 140 Lám. 1). En forma parecida se ha interpretado la devoción por algunas imágenes de Cristo, cuya principal característica es tener el cuerpo sumamente oscuro, en algunos casos negro. En México y Centroamérica, a pesar de haber cerca de cincuenta localidades de importancia con capillas e iglesias parroquiales y santuarios donde se les rinde culto, solo de cuatro de ellos podemos esgrimir argumentos válidos de la posible relación entre las dos épocas históricas, en el entendido de que estos procesos de asimilación y cambios no son privativos del siglo XVI, sino continuaron en los siguientes siglos coloniales, por no decir que hasta hoy. En esta ocasión voy a referirme al caso de dos imágenes, cuyos santuarios están situados en territorio maya: el de Esquipulas en tierras de habla chortí, y el de Tila en el ámbito del grupo chol. El Cristo de Esquipulas alcanzó devoción continental, el de Tila es regional.
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El Cristo Negro de Esquipulas
El origen de la imagen del Cristo de Esquipulas no ofrece discusión: el 20 de agosto de 1595, el Provisor del Obispado, Fray Cristóbal de Morales, celebró con el famoso escultor Quirio Cataño un acuerdo para tallar “para el pueblo de Esquipulas, un Crucifixo de vara é media muy bien acabado é perfeccionado” (Figura 3). Sin embargo, el hecho de que el contrato no fuera descubierto sino hasta 1685 dio paso a diversas leyendas sobre una ficticia aparición: se habla de una cueva, que no es más que el tiro de una mina cercana cavado tiempo después de ya existir la imagen; otras colocan el suceso en un cerro o en una milpa (Navarrete 1999: 96-115). La duda se centra en saber si el escultor le dio de origen el color oscuro que hoy muestra, discusión ya presente en 1723 en la noticia histórica publicada por el presbítero Nicolás de Paz: Podría aquel cuerpo quedar claro y limpio como antes de la Pasión!
No es, pues, negro el color del Santo Cristo de Esquipulas, sino la representación de un cuerpo muerto, cubierto de sangre morada oscura. Sangre muerta. Lo que afirmo es cierto y puede examinarse de cerca la imagen, notándose que la encarnación no es completamente igual, ni tersa, ni fina, lisa, sino algo áspera y como manchada y salpicada de sangre coagulada en todo el cuerpo, con espacios claros intercalados y rasgaduras en la piel para hacer patente el estado lastimoso como quedó su cuerpo (Paz Solórzano 1949).
Esta descripción indica que, a principios del siglo XVIII, la imagen estaba ya ennegrecida. Oficialmente la Iglesia atribuye el color a la exposición constante al humo de miles de candelas de cebo animal y de rajitas de ocote que ofrendan los peregrinos. Es significativo, sobre todo para el fervor popular, que la restauración que se le hiciera a la imagen en 1995 con motivo de celebrarse los 400 años de culto, no solo respetó el color oscuro sino lo acentuó más; desafortunadamente el informe rendido por los técnicos que intervinieron dice poco de su color original (González de Flores y Carías Ortega 1998). Fuera de origen oscuro o ennegrecido por el humo, el impacto de la imagen en la población indígena y después mestiza fue el mismo. Y si el tono se debe a una raíz prehispánica como plantean algunos investigadores, nos encontramos entonces frente a una sustitución inteligente de parte de las autoridades eclesiásticas, con base en un culto antiguo imposible de erradicar y sí de encausarlo por caminos de la recién impuesta religión cristiana. El primero en postular el posible origen prehispánico del Cristo de Esquipulas fue Lothrop (1924), basado en antiguas noticias sobre deidades cuyo color distintivo era el negro, entre los que destaca Ek-chuah, dios patrón de los mercaderes. Aunque no establece la relación directamente, Lothrop fijó su atención en cinco esculturas el bajío mexicano
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que adornan el puente cercano al Santuario de Esquipulas (Figura 4). Dos de ellas representan jaguares o pumas y el autor se pregunta si no estarán asociadas con EkBalam Chac, el Puma Negro de la Lluvia. Sobre el origen de estas esculturas existe un detallado artículo de Toledo Palomo (1964: 49-59), en el que demuestra su procedencia de las ruinas de Copán, detalle por demás sugerente (¿por qué jaguares?). El Ek Chuah de Lothrop proviene de la definición del dios hecha por Schellhas (1904) quién lo nombró Dios M, caracterizándolo así: la boca la lleva pintada de color café rojizo, el labio inferior está alargado y colgante, lleva dos líneas curvas en el extremo exterior del ojo; frecuentemente se le representa en actitud belicosa, armado con una lanza, y en una ocasión –Códice de Madrid– aparece combatiendo con el Dios F, quien parece herirlo; esta deidad representa a la muerte violenta, en la guerra o en el sacrificio humano. Armado de jabalinas y lanza aparece en el ámbito terrestre debajo de Ixchel, tomando parte en la destrucción del mundo por el agua. El color oscuro es distintivo de jerarcas o nobles relacionados con el comercio (Figura 5, a). Morley siguió esta interpretación y abundó: “Ek Chuah es la sexta deidad más comúnmente representada en los códices y se representa en ellos 40 veces” (1947). Hace ver que posee doble carácter: como dios de la guerra era malévolo, pero como dios de los mercaderes –básicamente los caminantes– era benévolo: Como un dios favorable aparece con un fardo de mercancías sobre la espalda, semejante a un mercader ambulante, y en algún lugar se le muestra con la cabeza de Xamán Ek, dios de la estrella polar, “guía de los mercaderes”. Ek Chuah era también el patrono del cacao, y los que poseían plantaciones de este fruto celebraban una ceremonia en su honor en el mes de Muán. En uno de sus aspectos parece haber sido hostil al hombre, y en el otro su amigo, una deidad de dos caras, parecida al dios Jano de la antigua Roma (Morley 1947) En su condición de deidad relacionada con el comercio suele llevar en la cabeza una especie de mecapal hecho de lazo trenzado, del que cuelga una cuerda y algunas veces un bulto de carga, quizá el fardo del mercader. Con esa connotación aparece en el Códice Trocortesiano, sentado en posición de descanso con la carga enfrente, en el suelo (Figura 5, b). Como potencia protectora de los mercaderes, Cardos de Méndez (1959) reunió información de Yucatán contenida en Landa, acerca de ceremonias y sacrificios dedicados al cacao y al bienestar de los comerciantes en camino, así como entre los indígenas manché-choles (Thompson 1938) y lacandones (Tozzer 1941). Sería con esta faceta de Ek Chuah con la que empataría el Cristo de Esquipulas, y el color negro establecería el vínculo entre ambas potencias, y en el hecho de que los comerciantes tenían este color como distintivo de su adorno corporal. Los demás atributos de la deidad maya distan mucho de los que conforman la imagen del crucificado. - 259 -
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Lothrop y posteriormente Borhegyi (1959: 11-28), plantearon la posibilidad de un hibridismo con una deidad prehispánica relacionada con dicho color que se hubiese venerado en la antigua ciudad maya de Copán, pero les faltaron pruebas arqueológicas y documentales para sostener su hipótesis. Como de hecho seguimos careciendo de ellas, es necesario atenernos a las palabras del presidente Arcos y Moreno en la relación escrita que hizo de las fiestas con las que celebraron la dedicación del grandioso templo de Esquipulas: No es razón callar un pensamiento que me ocurrió en Copán: hai en aquel Valle unas ruinas de antiguo adoratorio de los Yndios, por la piedra labrada su magnificencia, grande extensión y diferentes figuras de hombres, y mujeres, estatuas fabricadas con la mayor prolixidad, se comprehende que era el todo fábrica la más respetuosa de aquellos contornos, y por lo mismo su recurso en tributar a aquellos simulacros las veneraciones mas rendidas, y donde es regular acreditarse el Demonio, con algunos prodigios suyos, lo que le agradaban aquellas inocentes víctimas, que le sacrificaban, y se comprehende de que hai al pie de dichas estatuas unas piedras, como humilladeros, donde las degollaban.
Esta tiranía que poseió el común enemigo por tantos siglos, quiso la Magestad Divina, usando de su gran misericordia, destruir, poniendo á la Ymagen de Christo crucificado en el pueblo de Esquipulas, inmediato diez leguas al Valle de Copan, en cuyo caso alejaría los Demonios, que poseían aquel terreno, precipitándolos á sus infernales cavernas; parece que este discurso no tiene nada de violento, antes si muy conforme á las piedras de nuestro amorosísimo Jesús que con su pasión y muerte redimió al género humano (De Arcos y Moreno 1759).
La importancia de Copán como lugar sagrado indígena no decayó nunca, pues hasta nuestros días es posible ver grupos de peregrinos de los actuales chortis practicando ceremonias de carácter agrícola dentro del recinto arqueológico (Núñez Chinchilla 1971). En ese sentido veamos lo que dice al respecto Aplicano Mendieta: Los Chortis no han abandonado totalmente el antiguo culto pues con alguna frecuencia se observan en Copán las huellas reveladoras de la práctica de ritos de la antigua religión indígena frente a la colosal cabeza de piedra colocada sobre la Escalinata de los Jaguares. Gustav Stronswick lo relata en sus experiencias durante las obras de restauración de las Ruinas de Copán en 1940 y el Dr. Raúl Agüero Vera refiere que pudo ver a los oficiantes del rito que se alejaban en una madrugada del año 1958, y que encontró sobre una pequeña loza cabos de velas derretidas y restos de incienso copal quemado durante la extraña ceremonia. Personas que viven en las cercanías del campo de ruinas, de cuya seriedad estoy seguro, me afirman con aplomo que la costumbre perdura (1979).
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Por otra parte, me parece acertada la hipótesis de Borhegyi de que la popularidad que alcanzó el culto a partir del siglo XVI, se debió primeramente a una herencia precolombina manifestada en la creencia en el sagrado simbolismo del color negro y en el poder curativo de la tierra —geofagia— que en Esquipulas está asociada al culto (Figura 6); en segundo lugar, ya entrada la colonia, por la difusión de la fama de sus curaciones milagrosas que atrajeron tanto a los pueblos indios como a los españoles. A la hipótesis de Borhegyi acerca de la ingestión de “tierrita del Señor” en forma de tabletas moldeadas con una especie de caolín a las que popularmente atribuyen propiedades curativas, agregamos por nuestra cuenta la persistencia ceremonial frente a formas rocosas atípicas, como la que se encuentra a 1 kilómetro del santuario por la antigua ruta de peregrinos; conocida como “piedra de los compadres” por su formación de rocas encimadas. Al lugar acuden grupos de indígenas a prender fuegos; a “ramearse y a elevar sus peticiones principalmente de carácter agrícola (Figura 7). En el cerro vecino tiene lugar otra ceremonia que puede calificarse de “magia imitativa”, toda vez que la rogativa se formula frente a una representación en miniatura del motivo deseado; por ejemplo, si se busca tener una casa arman una a base de pequeños pedruscos (Figura 8). Hay otro aspecto poco conocido y que seguramente guarda raíces antiguas. Cuando se restauró la imagen para la celebración de los 400 años de culto, también se dio tratamiento al altar mayor y su camarín, hubo necesidad de desarmarlos para averiguar de dónde procedía la humedad que los dañaba. Se excavó un pozo arqueológico y cerca de los 3 m de profundidad se llegó a un brocal con agua brotante, situado a eje con el altar. ¿Tendrá este hecho que ver con la tradición oral de que el templo se construyó en donde existía una fuente que los indígenas consideraban sagrada? Si la imagen estuvo cerca de 150 años en la hoy parroquia de Santiago, es de suponer que el pozo, situado al otro extremo del valle, se mantuvo en uso todo ese tiempo hasta quedar cegado por la construcción del Santuario, dando posteriormente origen a la leyenda. Recuérdese la importancia que en Mesoamérica tenían los nacimientos y reservorios de agua, así como la relación que el color negro tenía con el “agua de abajo”, el “agua de adentro”, la que brota del interior de la tierra. Para terminar con el caso Esquipulas y regresando al problema del color original de la imagen y la relación sincrética que pudo haberse dado con alguna deidad prehispánica en cuyos atributos figura el color negro, transcribo una cita personal de un trabajo publicado anteriormente: Estoy dispuesto a aceptar la participación de viejos númenes en el origen y evolución de todo esto, pero equivocadamente hemos privilegiado el siglo XVI como única centuria en que pudieron ocurrir procesos de sincretismo; la imagen resultante tampoco tiene que ser heredera de la totalidad de atributos que se confrontan en su origen. En el caso Esquipulas no importa - 261 -
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que la sustitución se hubiese dado con una imagen de tono claro, para los creyentes la sola representación de Cristo y su martirio es suficiente. Las adaptaciones y el empate de simbolismos se dieron después, a medida que se oscureció, dando paso a antiguas tradiciones que la resistencia cultural mantuvo latentes. La identificación con el color negro se produjo en el transcurso de cuatro siglos, pasó por dos renovaciones de color y al final se impuso el sentir popular: el Señor de Esquipulas es negro. La propia Iglesia católica lo validó calladamente o silenció la evidencia, al saltarse el informe técnico de la restauración del Centenario que, con toda claridad, concluye: “La policromía general del Cristo es de un tono más claro”. Son tres capas pictóricas normales, pese a lo cual el encarnado final que ahora luce debido a los mismos autores del informe, es mucho más oscuro que antes y hasta el cendal o sabanilla que lo cubre se tornó oscuro. El color verdadero lo imponen la tradición, las creencias que aumentan al correr del tiempo, lo que la gente siente y quiere ver. Las dudas de académicos y teólogos no son cuestión que preocupe a los creyentes de la diáspora, y la historia documental va cediendo ante la espontaneidad y fuerza de la transmisión oral (Navarrete 2007: 17-18). El Cristo Negro de Tila
Al mismo tiempo en que el Cristo de Esquipulas extendía su área de influencia hacia Centro América y el Norte de México, otra imagen formaba su propio ámbito de influencia, si bien más reducida y regional. Tila, cuyo significado es “lugar negro” y para Marcos Becerra (1930) “agua negra o tinta”, es también llamada por los tzeltales Sisac (Sibsak, “blanco que se ennegrece”), y apunta que Tila tiene relación directa con costumbres precolombinas: Creo que en Tila haya habido un culto a una deidad negra o tiznada, en el cual el sacerdote también tuviera esa representación (...) Ahora, la población es objeto de una famosa romería anual, a causa de la extendidísima devoción a una imagen morena de Cristo allí venerada (Navarrete 2013: 101-168).
Según este autor el origen de la imagen proviene del “culto a una deidad que fue urgente desplazar y suplantar con la deidad cristiana”: ¿Cómo se hizo tan delicada suplantación? Aunque no es fácil saberlo con certeza, tampoco es difícil suponerlo con probabilidad. Hay en las “Constituciones” en otras notas citadas, del obispo Francisco Núñez de la Vega, un pasaje hasta hoy inadvertido, acerca del mencionado Cristo moreno de Tila. En la IX Pastoral (133), en una nota marginal al párrafo X —que refiere la quema que en su visita de 1687 hizo de los ídolos que halló ocultos en la propia iglesia de Oxchuc— dice: Tema de la plática del obispo, en este caso
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fue Illum Ezech. 8. Ver 3 et seqq. y después fue el caso de la transmutación prodigiosa del Santo Cristo de Tila (Becerra:1930). Esta es, documentalmente hablando, la asociación conocida más temprana entre la imagen y el nombre de Tila. Se da en el escenario de esa especie de acto de fe llevado a cabo por el obispo, según relata en el libro Las Constituciones Diocesanas publicado en 1702 (Núñez de la Vega 1702: 133). Al hacer el recuento de las idolatrías practicadas por los indígenas, refiere que destruyó públicamente los ídolos ocultos en la propia iglesia, tras lo cual dictó el sermón basado en Ezequiel, versículo 3, lo que denota el buen tino del prelado para cimentar el mensaje con las sagradas escrituras, de acuerdo a la “Visión de las abominaciones en Jerusalén”: “Entre pues y miré, y he aquí toda forma de reptiles, y bestias abominables, y todos los ídolos de la casa de Israel, que estaban pintados en la pared por todo alrededor”. Por sugerente, repito la nota impresa al margen de la página donde describe los hechos y el resultado de su prédica: …”y después fue el caso de la transmutación prodigiosa del Santo Cristo de Tila” (SBEAL 1989: 708).
Su origen, como pieza escultórica, posiblemente sea guatemalteca (Figura 9) y no parece corresponder a las escuelas de imagineros de San Cristóbal o Chiapa. Según los choles el lugar de la aparición ocurrió en una cueva situada en el cerro que se alza frente al pueblo, hacia donde se orientan la fachada del templo y la cruz atrial. En la cima, otra cruz señala el punto en donde se localiza la cueva del milagro (Figura 10). En el interior una estalagmita marca el lugar exacto, lo que explica que se le ofrenden flores, fuegos de ocote y candelas (Figura 11). Al pie de la estalagmita y de la cruz del cerro, en ciertas ceremonias un gallo es sacrificado y la sangre esparcida a las “4 rinconeras del mundo”, mientras el “lengua” o el principal habla y reza por toda la comunidad. Junto a la cueva se abre un banco de arcilla sumamente fina, donde los visitantes extraen pequeñas porciones de “tierra del Señor”, a la que le atribuyen poderes curativos, tal como vimos que ocurre en Esquipulas. La geofagia ritual y medicinal está presente en otros grandes centros de devoción a imágenes también oscuras (Horst 1990; M. Hunter, Horst y Thomas 1989): el señor de Otatitlán en Veracruz y la versión del Cristo de Esquipulas en el lejano Santuario de Chimayo, Nuevo México, en cuyo propio templo existe un manto de arcilla bendita (Borhegyi 1953: 44-49). Al origen del culto podría haber contribuido la cantidad de cuevas con restos arqueológicos que se abren alrededor de Tila. Para Kathryn Josserand y Nicholas Hopkins, el culto al Cristo Negro es producto de la transición con un Señor de la Tierra precolombina, cuyas peregrinaciones incidieron en la transferencia (2007: 82113). Se apoyan en casos parecidos de relación entre imágenes de Cristo y las cuevas. La exposición de Josserand y Hopkins es irreprochable en la organización de los - 263 -
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numerosos ejemplos de personajes negros que habitan el inframundo maya, aunque considero que estos asumen distintas formas de manifestarse. Entre los mismos choles hay diferencias locales en cuanto a cómo los conciben. En la recopilación de relatos de Tumbalá hecha por José Alejos (1988: 97-98) figura un “Señor de la cueva”, personaje mitológico conceptuado en otros pueblos choles como “Dueño de abajo”, “Dueño del cerro”, “Dueño del mundo”, “Dueño del bosque”. En lo que toca al “Espíritu de la Tierra”, es preciso indicar que no solamente se manifiesta a través de las cuevas, alienta en los bosques, los barrancos, las rocas, las cimas. Equivale al “Corazón de la Tierra” kiché y al “Señor-Hora-Tierra” de los chujes. En Joloniel, cueva perteneciente a Tumbalá, en la misma región de habla chol se encuentra un ejemplo impresionante de pintura rupestre, con dos personajes a tamaño natural cubiertos de negro (Figura 12 a); debajo de ellos hay un depósito de ofrendas y en la base se abre una pequeña cámara tapada por una laja con dos cruces plantadas en el interior, lugar de rezos y ceremonias (Figura 12 b). Al fondo, en la última cámara se alza una estalagmita, en cuya base encontramos evidencias de fuegos rituales, fragmentos de cerámica antigua y de braseros modernos, así como huesecillos y plumas de aves, en las paredes de la cámara hay pintadas series de glifos. En la localidad relataron que aquí habita el “Dueño” o “Señor de aquí, del cerro” (Carlos Navarrete, en proceso). Sin entrar en detalles de variantes y diferencias, en el momento del contacto una parte del ritualismo maya tocaba a los entes del mundo de abajo y de la oscuridad, mansión del dios de la Muerte, ámbito tenebroso donde corre el agua subterránea y moran lo Bolomtikú, los “9 señores del mundo inferior”; guarida de jaguares y serpientes, de tecolotes y murciélagos que extienden sus alas consteladas con los ojos de la noche; es entrada del venado que carga en el lomo al sol descendente y salida de la neblina que “provoca susto”; el rayo, el viento y el frío conducen al barranco, al cenote, a la cima, al abrigo, a los cráteres, y al ciguan o pozo natural que se traga a quien extravía los pasos. El papel que desempeñan las cuevas en la religión prehispánica ha sido ampliamente estudiado. En todo caso, sería prudente abocarse a limpiar de exageraciones el concepto en que navegan estas “puertas al inframundo maya”, región cósmica en la que suelen naufragar los esfuerzos interpretativos de arqueólogos e iconografistas (Brady 1996; Prufer y Brady 2005). Volviendo a Tila, hasta 1694 la imagen permaneció con su color original oscuro, pero eran años en que la jerarquía católica estaba empeñada en luchar contra la persistencia de las costumbres antiguas y el color de la imagen conducía a prácticas paganas, por lo que consideraron aclararla. No hubo necesidad de intervención humana: una declaración escrita del obispo Núñez de la Vega (1988) -el mismo que siete años atrás destruyera las imágenes tiznadas ante la mirada dolida de los tzeltales de Oxchuc-, certifica el prodigio de haberse el Cristo renovado solo: el bajío mexicano
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... y habiendo visto la información presedente sobre los casos, y sucesos que de algunos años a esta parte se an atribuido a la Imagen el Santísimo Christo que llaman de Tila por estar en la iglesia parroquial del Pueblo de Tila, y los pareceres de los Teólogos a quién su Sria. Illma. le remitió: dixo que usando de su autoridad ordinaria, y en aquella viá, y forma que puede, y le pertenece declarava y declaró por prodigiosa y milagrosa la renovación de la Santa imagen de Christo Crucificado de vulto (que se venera en la D dha. Iglesia de el pueblo de Tila), porque estando antes todo su cuerpo ahumado y denegrido impovisádamente se manifestó, y halló blanco como al presente se ve. Y assimesmo aprobava y aprobo por milagrossos todos los demás casos expresados en la dha. información, que la Majestad Divina a obrado en la mesma Santa Imagen: y da y dio licencia para que como tales milagros se pinten y pongan en público y refieran en los púlpitos; por convenir al mayor servicio de Dios Nro. Señor y aumento de la dha. Santa Imagen...
El color no llegó a aclararse totalmente; conservó zonas oscuras, como si representara una piel lacerada cubierta de sangre seca. El polvo, el humo de los cirios y el tiempo, la han vuelto a oscurecer. Por lo menos lo suficiente para que vuelva a darse la comunión que conciben y gustan los indígenas en sus oraciones, entre el color negro de una potencia del mundo de la oscuridad y el tono de la piel del cuerpo atormentado de Cristo. En el culto a estas imágenes ennegrecidas hay sacrificio y sangre, clamor por el agua, tierra agrícola y tierra de los antepasados, fusión de la estalagmita-árbol donde el Señor apareció. Recapitulación
Respecto al origen de ambas imágenes, en el caso de Esquipulas nos inclinamos por Ek Balam Chac, el “Puma negro”, deidad maya relacionada con el agua subterránea (Navarrete 2007: 13). En la lista de Josserand y Hopkins es “Señor de la Tierra” (2007: 401-423). La ingestión de “tierra del Señor” en forma de pequeñas tabletas habría contribuido a mantener viva una de las prácticas religiosas de la gentilidad. Respecto a Tila comenzaría imaginando una población originalmente dispersa, centrada en la cueva de culto. La evangelización iniciada en 1535 no debió permear mucho entre las creencias ancestrales de los nativos del “lugar negro”. La cueva, en cuyo interior se yergue una estalagmita, el cercano banco de arcilla comestible y las demás cavidades de la región le dan sentido al nombre. En otra parte nos referimos a la preferencia de los mayas por las cuevas con estalagmitas, estalactitas y otras formaciones calizas susceptibles de asumir valores religiosos (Navarrete y Martínez 1977). Al abrigo de la cueva se fusionaron dos concepciones religiosas encarnadas en esta formación natural que semeja la forma de un árbol y el color oscuro de la imagen (Figura 12). Como elemento vegetal significa el - 265 -
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“árbol cósmico” del mundo maya o sea la ceiba que brota de la tierra, de la oscuridad del mundo inferior, y deviene en morada de los antepasados, a través de cuyas ramas se comunican con el mundo exterior (Hernández Pons, en proceso). El ejemplo arqueológico más importante del aprovechamiento simbólico de una formación natural es la gran estalacmita en forma de árbol en el interior de la gruta de Balankanché en Yucatán (Figura 13) (Wyllys Andrews IV 1970). Ya dejamos establecido que el tono original de la encarnación es claro, y que el oscurecimiento se debe a la exposición al humo y al contacto humano, tal como sucedió con la imagen de Esquipulas. Por otra parte no todos los procesos de asimilación religiosa ocurrieron inmediatamente a la Conquista ni durante el inicio de la campaña evangelizadora que contó con pocos religiosos para un área geográfica enorme y mal comunicada. Los curas que atendían Tila se enteraron de las ceremonias en la cueva y de los númenes oscuros invocados, y para erradicarlos se valieron de una imagen de Cristo de impresionante talla. De la simbiosis con el color negro y la cueva se irían dando cuenta durante el proceso de ennegrecimiento de la imagen, que duró un siglo, culminando en 1692 con el milagro de la autorrenovación y el acto de fe practicado en Oxchuc por el obispo Núñez de la Vega al destruir los ídolos “tiznados” que ocultaban en el templo cristiano. El obispo identificó al Demonio con Poxlón, un nahual también llamado Patzlan y Tzihuizin, “entre los indios muy temido” (Núñez de la Vega 1988: 756). Les doy la razón a Josseran y Hopkins cuando afirman que, al igual que con otras deidades mesoamericanas, “los dioses de las cuevas son multívocos y aparecen de múltiples formas”, aunque pueden interpretarse “como una sola las diversas personalidades de rasgos coincidentes que habita…” Es preciso citar otras imágenes semejantes con un posible sustento devocional indígena, entre ellos el Cristo de Otatitlán (Figura 14). Su santuario está asentado en la margen del río Papaloapan, importante vía fluvial de comercio y tránsito; aquí existió en época prehispánica un templo dedicado a Yacatecuhtli (Figura 15), deidad patrona de los comerciantes (Aguirre Beltrán 1975; León Portilla 1958; Winfield Capitaine 1978; Velasco Toro 1997; 1998; 2000). El nombre Otatitlán, “lugar de otales”, puede referirse a un importante símbolo de jerarquía de los comerciantes como era el otate, especie de cayado o bastón de mando. En Tuxtepec, población vecina a Otatilán, los aztecas mantenían una guarnición militar atenta a vigilar el largo camino de Xicalango que conducía al Área Maya, en el punto en que se cruzan las rutas costeras con la bajada de la Sierra Chinanteca. A finales de los años noventa la imagen sufrió de una pésima restauración que le aclaró el color de acuerdo a las normas de la “nueva liturgia”. En busca de raíces antiguas es necesario tomar en cuenta no solamente la imagen sino otras manifestaciones tradicionales, en el caso de Otatitlán están los “voladores” de Papantla, que año con año están presentes en la fiesta titular (Figura 16). el bajío mexicano
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En la ruta hacia el norte de México, en el “Camino Real de Tierra Adentro” o “Camino de Santa Fe”, está situado el santuario del Señor del Hospital de Salamanca, Guanajuato (Figuras 17, 18), cuya historia se entrecruza con la de los indios otomís, confrontados hacia 1541 con otro grupo nahua por la posesión de la imagen, en época de rebeliones y descontentos indígenas en dicha región fronteriza de Mesoamérica (Vicente Flores 1998; 2006). Historia confusa, traza un periplo de huidas y persecuciones, trampas y traiciones a través de un territorio que abarca poblaciones de Hidalgo, Querétaro y Guanajuato, hasta el día en que –según la leyenda– las campanas de la Capilla del Hospital comenzaron a tocar solas y, al acudir el pueblo y ser abierto el recinto, “las campanas dejaron de tocar y el Cristo se encontraba clavado como una vara en tierra”. Este evento ocurrió un martes Santo de Cuaresma de 1560 o 1561, desde entonces ha permanecido en el Altar Mayor del templo del hospital franciscano. Según la tradición oral el color oscuro de la imagen se debe a que quiso confundirse con la negrera de la noche para evitar ser robada. Tradición ingenua, mejor buscar por el lado de la evangelización. Habría que preguntarse la razón por la cual, al barrio de San Román, a extramuros del puerto de Campeche, en donde fueron ubicados los auxiliares aztecas que acompañaron a Francisco de Montejo en la conquista de Yucatán, se le dotara de una imagen de tono oscuro (Figura 19) (Rivas 1937; López de Cogolludo 1971). No resulta fácil establecer un nexo entre estos “mexicanos, para esas fechas seguramente cristianizados, con una antigua potencia nativa y la imagen del Cristo moreno. Esta fue tallada en Italia, y su arribo a Veracruz aconteció el 13 de septiembre de 1565. La fecha importa porque “cosa nunca vista y oída, al día siguiente, viernes 14, arribó sin novedad alguna a las playas del barrio indígena, impelida por un fuerte temporal, lo que se atribuyó a milagro”. Ni de este milagro y tampoco de los que vinieron después se puede inferir una relación sincrética. Otro caso toca directamente a los aztecas. En la ciudad de México, enfrente de lo que fue el mercado de El Volador, vecino al templo de Tezcatlipoca (Figura 20 a), edificaron la iglesia de Porta Celli, en donde hasta finales de los años veinte del siglo pasado posaba en el altar mayor el Señor del Veneno, hoy en la Catedral Metropolitana (Moyssen 1967; Reynosos y Reynoso 1985: 23-74). Era y es imagen reverenciado por los comerciantes del mercado de La Merced, el más importante de la ciudad (Figura 20 b). La razón del color oscuro es explicada por medio de un relato tradicional: un arzobispo acostumbraba orar ante la imagen de un Cristo blanco. Habiéndose enterado de esto un enemigo del prelado untó en los pies de la imagen una mortal poción para irlo envenenando día a día. El arzobispo, al realizar sus acostumbradas plegarias, contempló asombrado que la imagen había cambiado de color poniéndose negro al haber absorbido el veneno, salvándole la vida (Schneider 1995: 63-69).
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La cercanía del pequeño templo de Porta Celli y el sitio en donde se alzaba la pirámide de Tezcatlipoca no tiene discusión, si existió relación entre ambos es otra cosa, no existe información documental que lo respalde. Empero, es sugerente que en la actualidad haya 3 imágenes del Señor del Veneno: la original en la Catedral de México, una réplica en Porta Celli y otra en el templo de La Palma, todas en una zona de la ciudad cuyo epicentro comercial es el Mercado de la Merced. Bibliografía Aguirre Beltrán, Gonzalo 1975 Pobladores del Papaloapan, Dirección General de Arte Popular, México. Alejos García, José 1988 Wajalix Batan. Narrativa tradicional chol de Tumbalá, Cuaderno No. 20; Centro de Estudios Mayas, Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México. Andrews IV, E. Wyllys 1970 Balankanché, Throne of the Tiger Priest, Middle American Research Institute, Tulane University, New Orleans. Aplicano Mendieta, Pedro 1979 Los Mayas en Honduras. Visión de un mundo extinguido, Imprenta y Papelería Calderón, Tegucigalpa, Honduras. Becerra, Marcos E. 1930 Nombres geográficos indígenas del Estado de Chiapas, Imprenta del Gobierno, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas. Brady, James E. 1996 Studies in Mesoamerican Cave Use. Sources for the Study of Mesoamerican Ritual Cave Use, Department of Anthropology, George Washington University, Washington. Borhegyi, Stephen E. 1953 El Cristo de Esquipulas de Chimayo, Nuevo México, Antropología e Historia de Guatemala, 5 (1). Borhegyi, Stephen E. 1959 Culto a la imagen del Señor de Esquipulas en Centro América y Nuevo México, Antropología e Historia de Guatemala, XI (1): 11-28. el bajío mexicano
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¿Nuevos territorios indígenas? La migración indígena a las ciudades Ivy Jacaranda Jasso Martínez I. Los estudios de flujos indígenas a las ciudades
Algunos de los iniciadores en estos temas fueron Julio de la Fuente y Oscar Lewis. Décadas después Lourdes Arizpe (1975) estudió el caso de las mujeres indígenas en la ciudad de México que se dedicaban al comercio ambulante y fueron llamadas “Marías”; Margarita Nolasco (1995) también realizó aportes a esta temática en los años 80 del siglo XX. En la década de los noventa Carmen Bueno (1994); Martha J. Sánchez (1995); y François Lestage (1998) incursionan en el análisis de la población indígena que migra a las ciudades. De forma similar, Laura Velasco (2008) se enfocó en población indígena (familia y mujeres) que han llegado a la frontera norte (Tijuana). En años más recientes, Regina Martínez en su tesis doctoral (2001) analiza el caso de los otomíes en la ciudad de Guadalajara, estudia las interacciones que esta población establece en la ciudad a partir de 3 ámbitos: casa, comunidad y ciudad. Séverine Durin (2003) realiza estudios con los indígenas urbanos en Monterrey. Por su parte, Questa y Utrilla (2006) brevemente nos refieren cómo los indígenas otomíes del norte del estado de México y sur de Querétaro se han integrado al proceso migratorio desde la década de los setenta del siglo XX. Ma. Eugenia Chávez (2004) también estudia a los mazahuas en la ciudad de México que se dedican al comercio ambulante y que vienen del Estado de México. Cristina Oehmichen (2005), Elizabeth Maier (2006), Maya Pérez (2007), y Adela Díaz (2009) hacen asimismo aportaciones importantes a esta temática. También se suma el estudio de Marta Romer (2010) que trata sobre la lucha que otomíes de Querétaro hacen por el espacio urbano. Durin (2010) coordina un conjunto de reflexiones acerca de las etnicidades urbanas en América Latina. Uno de los textos más recientes, y que refiere el área de nuestro interés es Indios en la ciudad de Vázquez y Prieto (2012) que analiza la situación de los indígenas en la metrópoli queretana. Este recuento nos permite concluir que las migraciones de población indígena a las ciudades es un tema ampliamente abordado, aunque es en años recientes en que te tenemos un mayor número de estudios y mayor diversidad temática.
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II. Los indígenas y sus nuevas ubicaciones
Los estudios que se han centrado en las especificidades de la migración indígena al interior del país nos proporcionan información acerca de diferentes aspectos: causas de la migración; lugares de origen y destino (comportamiento del flujo migratorio); adaptaciones y tensiones de la vida en la ciudad; experiencias de discriminación y situación de vida; entre otros. Con respecto al primer aspecto, una de las principales razones que impulsaron y obligan a los indígenas a salir fuera de sus comunidades es la crisis del campo y las consecuencias que esto trae consigo. Como Granados (2005) afirma, para los pueblos indígenas la migración es una forma de aliviar la situación de pobreza extrema que viven en sus comunidades. Cabe mencionar que estas motivaciones son comunes al sector rural tradicional en el país, aunque las combinaciones y acentuaciones entre estas motivaciones responderán a casos particulares. En este sentido, es conveniente rastrear el comportamiento de los flujos migratorios y las ubicaciones de los pueblos indígenas. En la década de 1970 la población indígena se dirigía a cuatro entidades federativas principalmente: Ciudad de México, Puebla, Estado de México y Veracruz; en la siguiente década, la Ciudad de México, Estado de México, Nuevo León y Veracruz concentraban el 50 por ciento de los flujos migratorios de la población indígena; en los años noventa del siglo XX Quintana Roo, Sinaloa y Baja California se convirtieron en los polos de atracción para hablantes de lenguas indígenas (Granados 2005: 142). Para el año 2000, Peralta y Ponce (2007) afirman que son cuatro las entidades que concentran la mayoría de la población inmigrante (50.4 % del total): Estado de México, Ciudad de México, Sinaloa, y Quintana Roo. Tomando como referencia los datos del Censo del año 2000, estos autores afirman que la migración indígena se compone principalmente de mujeres y jóvenes: el mayor porcentaje de mujeres se coloca en el rango de 15 a 19 años y los varones en el rango de 20 a 24 años; sobresalen Oaxaca, Guerrero, el DF, México y Veracruz como las entidades que principalmente expulsan población indígena (Peralta y Ponce 2007: 146). Por el volumen de población indígena, en el año 2000, destacan ciudades como Mérida (294.0 mil), Cancún (127.9 mil) y Oaxaca (105 mil); y de las zonas metropolitanas sobresalen ciudad de México (910.8 mil), Puebla (153.8 mil) y Toluca (94.9 mil indígenas) (Martínez et al. 2003: 156). Y respecto a los grupos que registran mayor movilidad se identifica a los mixtecos (7.2%), los mazatecos (5.6%), los zapotecos (4.9%), los totonacas (4.4%), los nahuas (4.3%) y los otomíes (3.7%) (Martínez et al. 2003: 156). En ese año (2000) se registraron aproximadamente 2.6 millones de indígenas viviendo en las ciudades y zonas metropolitanas; es decir, uno de cada cinco vivía en estas localidades (Martínez et al, 2003). Las entidades con mayor porcentaje de indígenas nacidos en otro estado para el año 2002 eran Nuevo León (61.9 %), Tamaulipas, - 276 -
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Baja California, Sinaloa, Ciudad de México, Quintana Roo, Jalisco, México, Coahuila, Morelos y Guanajuato (21.8 %) (CDI s/f: 26). Martínez et al. (2003) proponen que en la actualidad se registran dos fenómenos relacionados con la migración indígena: ocurre la concentración de pueblos indígenas en zonas metropolitanas ya conocidas (Ciudad de México, Monterrey, Toluca y Puebla); y también se registra cada vez más la presencia indígena en ciudades medias y pequeñas, como hemos observado a partir de las cifras aquí mencionadas. Según el más reciente censo, del año 2010, 38 por ciento del total de los hablantes de lenguas indígenas de 3 años y más viven en localidades de más de 2 500 habitantes (2 626 170 de personas) (INEGI 2011). En casi todas las ciudades capitales y en los principales centros turísticos encontramos indígenas de diferentes comunidades y estados que llegan a vender sus mercancías y artesanías, a emplearse en la construcción, a trabajar en el servicio doméstico entre otras ocupaciones. A partir de los datos anteriores se puede afirmar que la migración a las ciudades se trata de un fenómeno que no es nuevo, pero que aumenta, se expande y se complejiza (Jasso 2013). III. El Bajío y la sobreposición de regiones indígenas
Para ir centrándonos en el foco de esta exposición, me gustaría retomar la delimitación que realiza David Wright (2014) con respecto al Bajío, y que, como él menciona, la discusión acerca de sus límites está a discusión. Considero que a partir de esta delimitación geográfica podemos hacer preguntas y explorar argumentos que ayuden a explicar las dinámicas que se registran en esta área. Para este autor, el Bajío comprende “el conjunto de valles interconectados que conforman la cuenca hidrográfica del río Lerma, comprendidos entre 1 600 y 2 000 msnm” (Wright 2014: 1). A partir de estos criterios, se conforma un espacio que comprende parte de Guanajuato, Querétaro, Jalisco y posiblemente Aguascalientes; se trata de una zona en transición entre el norte de México y el altiplano central (Wright 2014: 3). De ahí su histórica dinámica de intercambios y movilidad de personas. Más allá de recurrir a la historia de los asentamientos prehispánicos y coloniales (ya que existen estudiosos que pueden ampliar y detallar este aspecto), quisiera exponer en esta ocasión de forma un tanto breve las regiones indígenas que podemos ubicar en la actualidad en la región denominada como Bajío. Aunque es necesario tener en mente que esta región, conocida ahora como el Bajío, estuvo inicialmente poblada por grupos mesoamericanos que edificaron pueblos y ciudades y se retiraron a partir de 1000 dC, después fue habitada por nómadas cazadores (conocidos generalmente como chichimecas) que lucharon contra la invasión española (Braniff 2001) hasta casi desaparecer; y ante la necesidad de pacificar la zona se trajo a población indígena ya evangelizada, como los otomíes de Jilotepec. Esta población indígena, que llegó a fi- 277 -
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nales del siglo XVI, se mezcló con el paso de los años y en la actualidad son pocos los reductos donde aún podemos encontrar hablantes de un idioma indígena. Según la caracterización que realiza la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) para identificar las regiones indígenas de México, en Querétaro se establece la región Otomí Hidalgo-Querétaro que abarca 14 municipios y dos de ellos en Querétaro; en Michoacán se especifica la región purépecha con 14 municipios; además se incluye al estado en la región Mazahua-Otomí (junto con el Estado de México y Querétaro) al considerar el municipio de Zitácuaro; en Jalisco (junto con Nayarit y Durango) se conforma la región Huicot o gran Nayar incluyendo dos municipios de este estado (Serrano 2006). Además de las 25 regiones definidas se establecen municipios indígenas o con presencia indígena que no se incluyeron en las regiones pero que representan particularidades que es necesario considerar, uno de estos casos es San Luis de la Paz en Guanajuato. Si tratamos de yuxtaponer a la zona que geográficamente hemos denominado como el Bajío y estas regiones indígenas denominadas por la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) con criterios culturales, no hay coincidencia, es decir, solo parte de algunos municipios de Querétaro que corresponden a la región otomí estarían incluidos en el Bajío. Lo anterior hace preguntarnos por las características culturales, desde la perspectiva indígena, que pueden dar sentido a una región que de inicio se antoja más como un corredor industrial-económico que ejerce influencia hacia el exterior. Siendo que las ciudades son los polos económicos que concentran a la población y es allí donde tienen lugar las dinámicas y el intercambio cultural más intenso. Si se observa con detenimiento el mapa de estas regiones se identifican zonas con presencia indígena en las ciudades más pobladas de los estados, como la zona metropolitana de Guadalajara, Querétaro y León. Lo que indica que además de estas regiones con rasgos coincidentes en su interior, existen ciudades-regiones que por sus características han funcionado como polos de atracción para población indígena. Entonces ¿qué influencia tienen estas grandes ciudades, que parecen estar definiendo regiones económicas importantes, en la conformación y modificación de los aspectos sociales y culturales de las poblaciones que llegan a habitar ahí? ¿Es posible que también la cultura de estas poblaciones migrantes afecte y modifique a las grandes ciudades? Para tratar de entender los flujos y desplazamientos de población indígena, así como la heterogeneidad de estos flujos es necesario considerar aspectos como el tiempo en qué se iniciaron estos desplazamientos, las causas y motivaciones, las expectativas, las redes sociales que se han formado para permitir los flujos, las oportunidades que encuentran, así como actividades que realiza esta población en los lugares de llegada.
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IV. Flujos recientes hacia el Bajío guanajuatense
En este apartado mencionaremos algunas cifras generales para los tres estados que en algunas zonas conforman el Bajío, para después centrarnos en el caso específico de Guanajuato. Con respecto a Jalisco, en el año 2010 se registraron 53 605 hablantes de 3 años y más de un idioma indígena (0.78 por ciento de la población total en el estado) de los cuales 27 380 son hombres y 26 307 mujeres; y los municipios con mayor concentración de esta población son Mezquitic (12 540 hablantes de un idioma indígena), Zapopan (12 498 hablantes de un idioma indígena), Guadalajara (5 575 hablantes de un idioma indígena), Bolaños (4 040 hablantes de un idioma indígena), Tlaquepaque (3 250 hablantes de un idioma indígena), Puerto Vallarta (2 446 hablantes de un idioma indígena), Tlajomulco de Zúñiga (2 082 hablantes de un idioma indígena) y Tonalá (1 761 hablantes de un idioma indígena) (INEGI 2017). En el caso del estado de Querétaro se registraron 30 256 hablantes de un idioma indígena de 3 años y más en el año 2010, lo que representó 1.78 por ciento del total de población en este rango de edad; y los municipios donde se ubicaban mayoritariamente esta población eran Amealco de Bonfil (15 426 hablantes de un idioma indígena), Tolimán (5 900 hablantes de un idioma indígena), Querétaro (4 267 hablantes de un idioma indígena) y San Juan del Río (1 271 hablantes de un idioma indígena) (INEGI 2017). Finalmente, en el caso de Guanajuato, en ese año (2010) se registraron 15 204 hablantes de 3 años y más de un idioma indígena (8 178 son hombres y 7 026 son mujeres), representado un 0.29 por ciento de la población total en el estado; los principales municipios donde se ubicaba esta población eran León (3 270 hablantes de un idioma indígena), San Luis de la Paz (2 273 hablantes de un idioma indígena), Tierra Blanca (2 090 hablantes de un idioma indígena), Celaya (1 279 hablantes de un idioma indígena), e Irapuato (1 019 hablantes de un idioma indígena) (INEGI 2017). Como se observa, los tres estados son disímiles entre sí (en términos de proporción y concentración), y si nos enfocamos a la zona que en cada uno de ellos es parte del Bajío, la concentración de hablantes de un idioma indígena es mínima. Aunque es de resaltar que en las principales zonas urbanas de estos estados existen concentraciones importantes de población indígena. Tomando a Guanajuato como nuestro caso de interés, el Censo del año 1990 registró 8 966 hablantes de idiomas indígenas en el estado, lo que representó cerca del 0.26 % en relación con el resto de la población en el estado (INEGI 2008a). Con respecto a los dos censos siguientes podemos afirmar que en términos absolutos y proporcionales el número de hablantes aumentó; en el Censo del 2000 y 2010 la población de 5 años y más que habla una lengua indígena alcanzó 0.26 % (10 689 hablantes) y 0.30 % (14 835 hablantes) respectivamente (INEGI 2008b, 2011). - 279 -
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Gráfica 1. Población de 5 años y más que habla una lengua indígena en el estado de Guanajuato (periodo 1990-2010)
Elaboración propia a partir de INEGI 2008a, 2008b, 2010, 2011
Los indígenas que viven en las principales ciudades del estado (Celaya, Guanajuato, Irapuato, León y Salamanca), y que probablemente se trata de indígenas de otras entidades, representaron en el año 2000 y 2005 cerca del 50 % de la población total que habla una lengua indígena en Guanajuato. En cambio, en 2010 sólo representaron poco más del 30 % (Jasso 2011). Cabe añadir que en Guanajuato este fenómeno migratorio es relativamente nuevo (en comparación de Guadalajara y Monterrey, por ejemplo), hay pocos registros y estudios que analicen los procesos de población indígena migrante. Entre los pocos estudios identificamos los primeros registros que se tienen de población indígena en León y datan de mediados de la década de los noventa, en este estudio se registró población mixteca y algunos otomíes que ocupaban los patios de la antigua estación de ferrocarril en esta ciudad en el año de 1993 (Aranda y Sandoval 2008) El 38.7 % de los indígenas residen en localidades de 100 mil o más habitantes y casi otra tercera parte en localidades de menos de 2 500 habitantes; en el estado se hablan 25 idiomas indígenas, y los idiomas que registran más hablantes son el otomí (23.2 %); el chichimeco jonaz (21.6 %) y el náhuatl (18.7 %); además también encontramos hablantes de mixe, mazahua, zapoteco, purépecha y mixteco (Vega y Partida 2014: 45, 47). Ahora me centraré en el municipio con más población hablante de un idioma indígena, y que además es el más poblado del estado y concentra las principales actividades económicas y comerciales: León. Dadas sus características económicas, León - 280 -
Elaboración propia a partir de INEGI 2011
Gráfica 2. Principales municipios con concentración de población indígena en Guanajuato, 2010
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se ha convertido en un polo de atracción para la población que busca empleo. Sin embargo, el acceso a un empleo digno y bien remunerado es limitado, encontramos zonas de gran concentración de riqueza (fraccionamientos y residenciales privados) y amplias áreas de la periferia en donde se registran condiciones de marginación y pobreza. En estas últimas áreas es donde habita la mayoría de población indígena en León. Estos grupos proceden de Guerrero, Estado de México, Oaxaca, Querétaro, Michoacán, Chiapas, y Veracruz, principalmente son mixtecos, mazahuas, otomíes, nahuas, purépechas y tzotziles. Este municipio registró también el mayor número de hablantes de un idioma indígena en Guanajuato en los años 2000 y 2005 (2 425 y 2 721 hablantes respectivamente), aunque en términos numéricos esta población no ha sigo significativa, pero si concentra la mayor diversidad lingüística (INEGI 2008a, 2010). Como se observa en la gráfica 3, el náhuatl se ha mantenido como el idioma indígena más hablado en el municipio, para el censo del año 2010 casi se duplicó con respecto al año 2000. Le siguen, en número de hablantes, el otomí y el mazahua. Estos registran un leve crecimiento; y el purépecha y las lenguas mixtecas tiene un aumentó más pronunciado que los anteriores. En el Conteo del 2005 estos idiomas registraron crecimiento, salvo el purépecha y el mixteco, que finalmente se recuperaron en 2010 (INEGI 2010). Gráfica 3. Principales lenguas indígenas habladas en León, periodo 2000 -2010
Elaboración propia a partir de INEGI 2008b, 2010, 2011
Consideramos que las cifras que aparecen en estos cuadros puede ser menores a lo que nos presenta la realidad, en las exploraciones que hemos hecho calculamos que esta cifra se rebasa ligeramente ya que en ocasiones por discriminación se evita - 282 -
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reconocer el dominio de un idioma indígena, a lo que se suma que registramos también la llegada de personas que por primera vez viven en esta ciudad, lo que indica un flujo constante, “cuando mi esposo se vino para acá nada más vivía mi suegra y sus hermanos de mi esposo, y ya cuando supieron que dieron estos terrenos se vinieron más para acá” (mujer otomí, 2013). En 1990 se registró el asentamiento de mixtecos y otomíes cerca de las vías del ferrocarril (Fuentes 2003: 39), algunos otomíes comentan que tienen en la ciudad poco más de veinte años “Nosotros salimos nuestros pueblos por la necesidad, por nuestros hijos que han sufrido mucho allá en mi pueblo, pues casi no hay nada trabajo, si hay trabajo pero ganan muy poquito” (hombre otomí, 2010); y también algunas familias purépechas refieren poco más de veinte años en la ciudad, “Por la necesidad estamos aquí… venimos a vender de rancho en rancho, por allá en los pueblitos cercanos hay mucha competencia de vender, por ese motivo venimos a buscar (mujer purépecha, 2011). El ámbito urbano ha resultado un verdadero reto para los indígenas que provienen del área rural, las reglas, normas y lógica citadina ha provocado ajustes que van desde las actividades cotidianas hasta el uso de su idioma. Por ejemplo, las mujeres se interesan en el ámbito laboral (especificamente en la venta ambulante de dulces, semillas, comida, etc.) y los niños y niñas acuden a la escuela y, en ocasiones, también acompañan a sus madres en la venta de productos. El desconocimiento que comúnmente existe ante la estructura urbana, y ante la cual se viven sentimientos de angustia e inseguridad, aunque esto se aminora con la ayuda de las redes sociales de apoyo y solidaridad entre otomíes: “A mí se me hizo muy difícil, pero gracias a mi concuña pues ella me decía qué camiones tomar y tampoco no hablaba español” (mujer otomí, 2011). Es importante mencionar que esta riqueza cultural es poco conocida y en muchos casos tampoco es valorada por aquellas instancias que tienen un conocimiento de su existencia, como el ayuntamiento y sus dependencias. Esto se relaciona con la actividad laboral que desempeña esta población, comúnmente dedicada al comercio ambulante, y que se prohíbe en algunos espacios de la ciudad. Esta situación ha causado diferencias y confrontación entre los grupos de indígenas comerciantes y el ayuntamiento. Se dice erróneamente que el indígena “pertenece” a las comunidades, a los pueblos de indios, donde se les segregó desde épocas coloniales y por tanto salir de estos “lugares a los que naturalmente pertenecen” implicaría una extrañeza. Así, su presencia en las ciudades es vista como atípica y antinatural. Para algunas autoridades del municipio los indígenas en la ciudad forman parte de una amenaza, son en pocas palabras un problema. No obstante, como mencioné, esta migración indígena, y la permanencia en las ciudades, ha provocado el aumento de la riqueza cultural.
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Negociación, capacidad de agencia, resistencia, confrontación, invisibilización, son algunos de los mecanismos que se generan a partir de los encuentros y desencuentros entre los actores que ocupan la ciudad, “la discriminación de mercados, porque a ellos [mestizos, comerciantes no indígenas] les dan más preferencia que a nosotros, a nosotros si nos puede correr y a ellos no, les dan más tolerancia… Y mientras que estás tú, pues sácate” (mujer tzotzil, 2016). Mecanismos que se complejizan aún más cuando se trata de mujeres y niños indígenas que recorren el centro histórico y las principales calles de las ciudades, ya que, así como experimentan la discriminación también generan espacios de resistencia a las formas de identidad excluyentes. El o la indígena migrante tiene una fuerte identificación con su lugar de origen, resimboliza esos espacios en su nuevo lugar de residencia, pero al mismo tiempo se apropia de espacios urbanos, no sólo de barrios, parques, espacios laborales como calles, sino también de prácticas, rituales, actividades, lenguajes, etcétera. Hay que agregar que no existen espacios públicos de conexión que no vayan más allá de la relación de intercambio mercantil, como es el caso de las empleadas domésticas o de las artesanas que venden en la vía pública. Lo que finalmente impide un diálogo e intercambio entre culturas. V. Discutiendo las dinámicas de la población indígena sobre el territorio Las agrupaciones indígenas que se establecen en las urbes estarían conformando nuevos asentamientos indígenas en las grandes ciudades. Si bien tratan de mantener sus costumbres y tradiciones, también se van adaptando a la dinámica urbana y posiblemente van haciendo pequeños aportes a la cultura de las grandes ciudades. La localización de estas agrupaciones más o menos recientes en las ciudades del corredor industrial-económico del Bajío haría preguntarnos acerca de la conformación de regiones indígenas que aún mantienen fuertes lazos con sus comunidades de origen. En este sentido estaríamos ante comunidades extendidas, que han ampliado sus redes e interconexiones por encima de las divisiones político administrativas; o se tratan de asentamientos diferentes en un contexto multicultural. A lo que hay que sumar que la socialización y desarrollo en la ciudad ha generado tensiones intergeneracionales y de sexo entre los integrantes de las familias y agrupaciones indígenas, lo que en última instancia ha implicado cambios en la reproducción cultural. En este sentido, la construcción de territorios y regiones indígenas difiere respecto a las anteriores delimitaciones (población nómada antes de la llegada de los españoles; concentración de la población indígena en pueblos y haciendas y un posible exterminio total de los indígenas) ya que en la actualidad el repoblamiento indígena de estos valles, en específico a las ciudades más atractivas económicamente, presenta otras
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características (principal motivación el trabajo, vinculos constantes con los lugares de origen, acceso a servicios de salud y educación). Ante estos procesos de migración que van en aumento podríamos preguntarnos si las consecuencias de estos flujos desembocan en la desterritorialización de las comunidades de origen o la reterritorialización de espacios urbanos. En esta línea, los territorios indígenas que parten de la discusión del ejercicio de la autonomía tendrían muchas dificultades de llevarse a la practica en ámbitos donde esta población es minoría. Así, posiblemente estamos ante una reconfiguración de las tradicionales regiones indígenas del país y la posible reelaboración de nuevas territorialidades en ámbitos urbanos. Muy posiblemente los flujos de población indígena de los estados del sur siga aumentando, y su destino se diversifica a ciudades medianas y de más de un millón de habitantes, ubicadas en el centro y norte del país; o a los principales centros turísticos. Lo anterior nos obliga a analizar la situación, problemáticas y expectativas de los indígenas que llegan a estas ciudades. Para finalizar me gustaría mencionar que en el año 2011 el Congreso del Estado de Guanajuato aprobó la Ley para la Protección de los Pueblos y Comunidades Indígenas en el Estado de Guanajuato y el 2 de noviembre de 2012 fue publicado en el Periódico Oficial del Estado el Patrón de comunidades indígenas del estado, donde se integran 96 comunidades de 13 municipios de la entidad, y habitan 67 mil 444 personas (52.2% mujeres y 47.8% hombres). Estos municipios son: Allende, Apaseo el alto, Atarjea, Comonfort, Dolores H., Salvatierra, San Luis de la P., Santa Catarina, Tierra Blanca, Valle de S., Victoria, Villagrán y Xichú (Sedeshu, 2012). Llama la atención que no aparecen los municipios con las ciudades donde se registra mayor concentración de población indígena. Lo que estaría indicando que se sigue invisibilizando a los indígenas de las ciudades y su tradicional lugar no corresponde con estos desplazamientos a la ciudad. VI. Últimas reflexiones Si recordamos nuestra pregunta inicial, acerca de la conformación de nuevos territorios indígenas en las ciudades, podríamos afirmar, junto con otros autores, que estamos ante una nueva configuración territorial indígena, que la movilidad que en la actualidad presenta esta población en el país no es nueva pero si ha aumentado y en algunos casos ha llegado más allá de la frontera. Si bien el Bajío ha tenido diferentes procesos de poblamiento, en años recientes está viendo incrementar y visibilizar su diversidad cultural. Los grupos indígenas que habitan en estas ciudades están experimentando un proceso de reapropiación de lugares, prácticas, lenguaje, etcétera que no excluye sus lazos con sus lugares de origen. Aunque lo anterior tampoco evita por - 285 -
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completo la discriminación y marginación que viven en estos lugares por ser considerados “extraños” y “ajenos” de estos lugares, ancestralmente suyos. Tal vez es más acertado pensar en regiones económicas interconectadas que en grandes ciudades aisladas, es decir, la región del corredor industrial del Bajío presenta características similares y una intercomunicación e intercambio amplios que permiten la movilidad de personas. Esto se relaciona con lo registrado en León, algunos de los indígenas que se establecieron en la ciudad refieren migraciones anteriores a ciudades comprendidas en esta región, y mantienen comunicación con parientes en Guadalajara y Tonalá, o en Querétaro. En este sentido, las nuevas regiones indígenas se yuxtaponen a regiones de un importante desarrollo económico. Referencias Aranda L., G. y Sandoval R., E. 2008 Análisis de la comunidad mixteca asentada en la ciudad de León Guanajuato. Protocolo de investigación, Universidad de Guanajuato (mimeografiado) Arizpe, Lourdes 1975 Indígenas en la ciudad de México. El caso de las Marías, Secretaría de Educación Pública, México Ariza, M. 2000 Ya no soy la que dejé atrás... Mujeres migrantes en República Dominicana, Universidad Nacional Autónoma de México, Plaza y Valdés, México Braniff C. Beatriz 2001 La Guerra Chichimeca. Guanajuato, Querétaro y San Luis Potosí, B. Braniff C. (Coord.), La gran Chichimeca. El lugar de las rocas secas, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Jaca Book, México, pp. 263-266 Bueno, Carmen 1994 Migración indígena a la construcción de la vivienda en la ciudad de México, Nueva antropología, no. 46, pp. 7-23 Chávez Arellano, María E. 2004 Identidad y migración, identidades y expectativas de algunos mazahuas en la ciudad de México, Gazeta de Antropología, no. 20, artículo 07, 12 pp. (recuperado de http:// hdl.handle.net/10481/7258, acceso 12 de enero de 2012) Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (s/f) Memoria de la consulta sobre migración de la población indígena, Comisión Nacional - 286 -
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Tras la conquista de almas y tierras. Hacia una delimitación histórico cultural de la zona noreste de Guanajuato… un Bajío oriental Alejandro Martínez de la Rosa Universidad de Guanajuato
Si bien la región del Bajío tiene presencia histórica desde hace algunos siglos dentro de los estudios socioculturales en el país, en la presente comunicación expondré algunas características culturales que determinarían una subregión de Guanajuato ubicada en el noreste del estado. A partir de la revisión de estadísticas y descripciones coloniales y de prácticas culturales registradas desde el siglo XIX hasta la fecha podré argumentar la presencia de una zona cultural confluyente pero distinta a las que surgen de estudios ecológico-geográficos, arqueológicos y económicos. En este sentido, se revisarán las delimitaciones propuestas desde la arqueología que propusieron la región mesoamericana, así como los estudios lingüísticos acerca de la dispersión de las lenguas otomangue, para determinar a partir de una revisión etnohistórica las características presentes en prácticas culturales como las velaciones y el huapango arribeño. Así veremos como la colonización de la región, junto con procesos culturales en la época independiente determinan en la actualidad la postulación de una subregión cultural en el noreste de Guanajuato. Introducción
Fue en agosto de 2014 cuando se llevó a cabo la XXX Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología en la ciudad de Santiago de Querétaro, Qro., la cual tuvo como tema general “El Bajío y sus regiones vecinas. Acercamientos históricos y antropológicos”. En ella la Dra. Phyllis Correa me invitó a dar una conferencia el segundo día del evento, en el cual la jornada tenía como tema “Población, asentamientos, recursos naturales y producción cultural”; aunque la investigación de recursos naturales no es mi tema pensé que podría aportar algo. Sin embargo, el primer día del evento llegué temprano a escuchar la jornada que llevó por título “El Bajío y su definición territorial”, en la cual el ponente del área de etnología no confirmó su llegada minutos antes de iniciar su charla, según me comentó el Dr. David Wright, co-organizador de las
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conferencias matutinas; entonces le comenté que yo llevaba imágenes que utilicé para un artículo acerca de las subregiones dancísticas que había en Guanajuato y otras de mis clases de Cultura mexicana, siglos XIX-XX, y que podría sin problema exponer algo en este sentido. David habló con los demás organizadores y estuvieron de acuerdo, una vez que el conferencista original avisó que no iba a participar definitivamente. Producto de ambas exposiciones y de la amplia interlocución al final de las exposiciones durante ambas jornadas, al igual que en los corredores de la sede, surge el presente texto, panorámico y abigarrado, dado que había dejado la duda acerca de la existencia de una región Bajío homogénea, a partir de retomar prácticas que suelen ignorarse, como la danza y la música. Por ello, en esta ocasión abordaré distintos enfoques disciplinares para mostrar la existencia de una subregión concreta, no sólo desde las fuentes particulares de mi tema de investigación. Planteamiento del problema
Actualmente se da por sentado que el estado de Guanajuato pertenece a la región del Bajío. Tal denominación se encuentra ya en los archivos desde el siglo XVIII, sin embargo, aún no hay consenso en sus límites, lo cual es comprensible si se toman en cuenta los distintos parámetros usados para definirla.1 Desde la arqueología, Efraín Cárdenas propuso una Tradición Bajío en el Clásico prehispánico (1999), del cual formarían parte tres de las cuatro grandes zonas urbanas: Cañada de la Virgen, en el municipio de San Miguel de Allende; Peralta, en el municipio de Abasolo; y Plazuelas, en el municipio de Pénjamo. El Cóporo sería parte de otra región, la de Tunal Grande, que tendría relación más con asentamientos en los actuales Altos de Jalisco, Zacatecas y San Luis Potosí. A partir de lo anterior, en la franja intermedia de oriente a poniente se encontraría el corazón de la región Bajío, que durante décadas se ha definido como una Mesoamérica marginal, ya que los tres asentamientos se encuentran al norte del Río Lerma, margen limítrofe en la postulación de la macroregión realizada por Paul Kirchhoff (1967). Sin embargo, los hallazgos de las últimas dos décadas demuestran relaciones constructivas con Teotihuacán, Monte Albán y Texcoco (Cárdenas 2008: 10) y, en general, con las regiones aledañas, dando por sentado que la marginalidad de la región está supeditada únicamente a la época de la llegada de los españoles y no a etapas anteriores, por lo cual se vislumbra una serie de intercambios culturales entre estas megalópolis y sus regiones de influencia. Cárdenas expone el debate arqueológico de la siguiente manera: Como parte de un ejercicio metodológico hemos sobrepuesto las delimitaciones de las cuencas hidrológicas y la subdivisión por cuencas y por valles, notando que el Occidente, Norte y Centro de México más que regiones separadas se presentan como tres grandes espacios atravesados o enlazados - 292 -
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por la gran vertiente del Río Lerma. Bajo esta perspectiva pocos argumentos quedan para continuar usando la separación física y cultural de Kirchhoff, no obstante, su propuesta metodológica ha sido fundamental para el trabajo arqueológico y lo seguirá siendo mientras trabajemos áreas poco estudiadas (Cárdenas 2004a: 5). En contrasentido, Andrés Medina pondera que Kirchhoff estaba ya consciente de postular una delimitación tentativa.2 Sin embargo, en los ámbitos de enseñanza básica y de difusión histórica, es aún común determinar al río Lerma como el límite entre Mesoamérica y Aridoamérica. Dado lo anterior, habría una zona cultural en la cuenca del Río Lerma conectada con el norte y centro de México en el período Preclásico (cuyo asentamiento fundamental sería Chupícuaro) y en el Clásico (con los tres asentamientos antes citados, en el actual estado de Guanajuato) (Braniff 1998, 1999). Sin embargo, en el Posclásico (900 d.C. en adelante), esta zona cultural quedaría desarticulada de sus antiguos nexos culturales y abandonadas sus construcciones urbanas.3 Para el caso del noreste de Guanajuato, no se han localizado grandes construcciones prehispánicas, no obstante, en los últimos años el Instituto Nacional Antropología e Historia (INAH) ha dado a conocer la riqueza de la zona en cuanto a pintura rupestre se refiere, principalmente en la cuenca del río Victoria, con más de 50 sitios registrados (Cárdenas, 2004b: 65-70): “Los del periodo prehispánico presentan escenas de cacería, danzas, improntas de manos y elementos zoomorfos y fitomorfos; sobresale la significativa y recurrente representación de la figura humana en diferentes tamaños, desde miniaturas de entre 2 a 5 cm hasta otras de casi un metro de altura. También abundan los motivos de la época virreinal que muestran símbolos religiosos, como cruces y altares” (INAH Noticias 2015). Arroyo Seco es el lugar que concentra un número importante de conjuntos pictóricos, cercano a la población de Victoria, “antiguamente conocida como San Juan Bautista Xichú (o Xichú de Indios)”, fundada hacia 1580 (INAH Noticias 2015). Difícil será conocer la filiación étnica de quienes realizaron tales obras a partir de datos documentales, pues sólo hay registro de colonias tarascas en el suroeste del estado hacia finales del siglo XIV y durante el siglo XV, y parece que “estos puestos fronterizos del imperio tarasco estaban abandonados cuando llegaron los españoles” (Wright 1999: 20). Para Viramontes, el territorio pame abarcaría “los valles de Querétaro y el norte de la Sierra Gorda, además parte de San Luis Potosí y el bajío guanajuatense, dejando gran parte del semidesierto y de la Sierra Gorda a los jonaces” (2000: 135-136). En este sentido, David Wright revisa el término de Mesoamérica marginal, el cual se refiere “a una región donde existen vestigios arqueológicos de carácter mesoamericano […], pero carecía de sociedades complejas en el momento de la conquista” (1999: 12). En esta última época (1520), la frontera norte de Mesoamérica “coincidía - 293 -
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con los límites septentrionales de los Estados tarasco y mexica” (1999: 20). El límite septentrional primero: coincidía aproximadamente con la actual frontera entre los estados de Michoacán y Guanajuato. Formaban parte del Estado tarasco los pueblos fronterizos de Jacona, Puruándiro, Yuriria, Acámbaro y Maravatío. La frontera oriental de los tarascos colindaba con el territorio de los otomíes, mazahuas, matlatzincas y ocuiltecos, cuatro de los grupos más antiguos en los valles centrales de México. (…) La frontera entre el Estado mexica y el territorio de los chichimecas pames caía en el límite noroccidental de la provincia tributaria de Jilotepec. (…) Los pueblos fronterizos de la provincia de Jilotepec, donde terminaban los pueblos otomíes, y se iniciaban las rancherías de los pames, eran Acambay, Aculco, Nopala, San José Atlán y Tecozautla. (…) Querétaro queda bastante lejos de los demás pueblos de la provincia de Jilotepec, todos los cuales se encuentran en el oeste del actual estado de Hidalgo y en la zona colindante del Estado de México (Wright 1999: 21-22). Con lo anterior tenemos un límite norte-sur en el cauce del río Lerma, y uno oriente-poniente entre el Valle del Mezquital y lo que actualmente se llama Bajío. Sin embargo, Wright define para “los propósitos” de su estudio al Bajío como: el conjunto de planicies —con una altura de 1 600 a 2 000 metros sobre el nivel del mar— ubicado en la parte meridional de los estados de Guanajuato y Querétaro. Su límite meridional es el río Lerma. Abarca los valles de varios afluentes, los cuales bajan desde el norte y el oriente: los ríos Turbio, Guanajuato, Laja y el sistema de los ríos Querétaro, Pueblito y Apaseo. En su extremo oriental, el Bajío llega hasta el río San Juan, único de esta región que fluye hacia el Golfo de México, a través del sistema de los ríos Moctezuma y Pánuco. El Bajío abarca las ciudades actuales de Pénjamo, Irapuato, Silao, Guanajuato, Salamanca, Celaya, Comonfort, San Miguel de Allende, Dolores Hidalgo, Apaseo el Grande y San Juan del Río (1999: 7). Es decir, usa una delimitación basada en la altura sobre el nivel del mar, referente que volvió a sostener en la Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, argumentando además que estrechando más el parámetro en metros, quedaría fuera Pénjamo como parte de la región, por lo cual decidió ampliar dicho parámetro. En este sentido es importante que Pénjamo quede dentro de un Bajío antiguo pues ahí se encuentra la zona arqueológica de Plazuelas. En aquella reunión expuse mis objeciones a David Wright y a Efraín Cárdenas respectivamente: 1) a mover el parámetro ecológico-geográfico para incluir una zona, pues se estaría usando de manera caprichosa según los parámetros ecológicos de altura sobre el nivel del mar, y 2) a llamar a una tradición prehispánica “Bajío”, pues el concepto habría sido usado con asiduidad - 294 -
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hasta el siglo XVIII, con lo cual se estaría nombrando una zona cultural con parámetros históricos fuera de la época concreta de la tradición arqueológica en cuestión. La expansión de la zona otomí al noreste de Guanajuato
Gracias al trabajo de David Wright, entre otros, hoy ya se tiene consenso en la comunidad de historiadores que hubo un proceso en que los conquistadores españoles aprovecharon la zona de frontera otomí para colonizar “el Bajío” durante el siglo XVI y primera mitad del XVII. Wright considera cuatro etapas de colonización de los estados de Guanajuato y Querétaro: 1. la clandestina, cuando algunos grupos otomíes llegaron a esta región para evitar el dominio de los europeos 2. la etapa de integración de los otomíes al sistema novohispano, cuando llegaron frailes, colonos españoles y otros grupos indígenas del sur 3. la etapa armada, que coincide con la Guerra Chichimeca, y 4. la etapa de la posguerra, desde el cese de las hostilidades hasta mediados del siglo XVII (Wright 1999: 36 y ss) A pesar de ser interesante tal proceso de colonización, no lo revisaré a profundidad; sólo mencionaré como prototipo de cacique indígena regional el caso de Hernando de Tapia, conocido en su época de gentilidad como Conni o Conín: Comerciante otomí del pueblo de Nopala, en la provincia de Jilotepec, había mantenido relaciones comerciales con los chichimecas pames desde antes de la conquista. […] Cuando los invasores europeos se apoderaron de su región, Conni sacó provecho de su habilidad para entenderse con los pames. Reclutó a un grupo de otomíes, entre ellos a siete hermanos suyos y otros parientes, y se fue a vivir entre los chichimecas del Bajío oriental (Wright 1999: 37; Viramontes 2000: 115). Estos colonizadores serían los fundadores de una zona cultural a la que podríamos llamar del noreste de Guanajuato, de filiación otomí, junto con los pames pacíficos, ambos de la familia lingüística otomangue. Tal familia es muy antigua en la zona, pues hacia el siglo 5 000 aC ya existía el idioma protootomangue, del cual se desprenderían el protojonaz, el protopame, el protootomí-mazahua y el protomatlatzinca-ocuilteco, entonces “Tlapacoya, Tlatilco, Cuicuilco y Teotihuacán probablemente fueron sitios de los antiguos otopames mesoamericanos, aunque esta última ciudad indudablemente tuvo carácter multiétnico” (Wright 1999, 27-28), en una época donde se domesticó el maíz y otros cultivos para la agricultura sedentaria. De estos grupos, los pames - 295 -
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ocupaban “el extremo nororiental de Guanajuato (Xichú)” y los jonaces el “noreste de Guanajuato” (1999: 34-35). La hipótesis fundamental es que los descendientes de los otomíes colonizadores del siglo XVI tuvieron oportunidad de resguardar y reconstruir algunos elementos culturales prehispánicos de la provincia de Jilotepec y del Valle del Mezquital, inmersos ahora en una nueva composición pluriétnica, conformada por chichimecas, nahuas, tarascos y españoles. Evidentemente, no podemos esperar que se traten de elementos netamente prehispánicos, pero sí mantienen ciertas prácticas distintas a las de la zona poniente. Si bien Wright reflexiona que en la etapa de integración los “otomíes perdieron su autonomía” de la etapa clandestina, me parece que los principales caciques indígenas debieron mantener ciertas prácticas culturales que no se transmitirían a las regiones colonizadas más allá del río Laja, por el recrudecimiento mayor de la Guerra Chichimeca o por el rápido interés que despertó colonizar por parte de los españoles esa región, dados los descubrimientos mineros, sin necesidad de ocupar caciques indígenas. En fin, aquí el caso es justificar un límite cultural oriente-poniente entre los asentamientos a la vera del Río Laja y las villas alrededor de las minas de Guanajuato. Como lo indica Wright para la etapa de integración en el “Bajío oriental”: Se adoptó el sistema de “concejo de indios”, que seguía el modelo del cabildo español. En cada pueblo había un gobernador, alcaldes, regidores y otros oficiales indígenas. Recibían salarios de los fondos comunales. Los cabildos de indios gobernaban a los indígenas de su jurisdicción, administraban las tierras comunales, recaudaban los tributos, cobraban diezmos y castigaban a quienes no asistían a misa. [En contraparte,] el virrey Mendoza concedió a Pérez Bocanegra 18 mercedes, de caballería y media de tierra cada una, para él y para sus hijos. Mendoza vio las tierras del norte como una oportunidad para fomentar la cría de ganado mayor y menor sin tener que enfrentarse a las quejas de los indígenas por los daños que los animales provocaban en sus siembras. En las tierras del norte, aptas para la ganadería, había pocos pueblos agrícolas. Mendoza también fue empresario ganadero (Wright 1999: 40). Es decir, las poblaciones de indios podían quejarse y defender sus derechos como primeros colonizadores a través de sus consejos de indios; pero donde no hubo un proceso de colonización liderado u organizado por caciques indígenas, sino por empresarios españoles, las prácticas culturales prehispánicas quedarían muy reducidas o desaparecerían, a pesar de estar conformados también por diversos pobladores otomíes, tarascos y chichimecas. Entonces los asentamientos en el Bajío oriental, y por ende el límite del noreste de Guanajuato, estarían ubicados alrededor del río Laja, que “fluye desde Dolores Hidalgo, en el norte, pasando cerca de San Miguel de Allende y de Comonfort (ori- 296 -
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ginalmente llamado Chamacuero)” y de los ríos Querétaro y Pueblito que “fluyen de oriente a poniente; y se juntan después, convirtiéndose en el río Apaseo” hasta el río San Juan (Wright 1999: 36-37). Tal delimitación dividiría el Bajío en oriente y poniente, sin negar la macroregión Bajío, la cual está justificada por otro tipo de procesos de índole económico y comercial que se sobreponen a la delimitación de los primeros asentamientos durante el siglo XVI. Desde este punto de vista, María Guevara Sanginés se propuso abordar el “desarrollo de la región económica y cultural conocida como Bajío que surge en la tercera década del siglo XVI y culmina en los levantamientos insurgentes de 18101821 (después de esta fecha el desarrollo regional sigue otros rumbos)” (2001: 45). En su estudio acerca del papel afrodescendiente en Guanajuato, asume la problemática aquí expuesta: “el Bajío ha sido visto como una región básica en el desarrollo colonial […], casi siempre en términos globales, pero pocas veces se ha estudiado a fondo su integración étnica y otros aspectos de la vida cultural. Es decir, no se ha pasado sistemáticamente de un primer nivel de análisis (el económico) de las sociedades coloniales del Bajío (Guevara 2001: 51-52).4 Guevara presenta un mapa de lo que llamaré la macroregión Bajío o el Gran Bajío, que abarca fragmentos de los estados de Guanajuato, Querétaro, Michoacán y Jalisco, y que correspondería grosso modo con la tradición Bajío del Preclásico y Clásico propuesta por las recientes investigaciones arqueológicas (2001: 73). Ambas no abonan para determinar un noreste guanajuatense. En otra delimitación, publicada en una monografía editada por la Secretaría de Educación Pública (SEP), observamos que el estado puede dividirse en cinco regiones “geográfico-culturales (o geoculturales), tomando en cuenta características de su paisaje, tanto físico como humano. Todas ellas tienen nombres tradicionales, mantenidos desde hace mucho tiempo” que son los Altos, la Sierra Gorda, la Sierra Central, el Bajío y los Valles Abajeños. En este caso el noreste queda supeditado a la Sierra Gorda, con límite al poniente con las ciudades de San Luis de la Paz y San José Iturbide (SEP 1989: 14), lo cual me parece estrechar mucho la zona, pues como veremos más abajo, la relación entre la sierra y la zona de poblamiento otomí conformaría una sola región, no geográfica, sino cultural. Además, la región Altos uniría en sus extremos a San Miguel de Allende con Ocampo, lo cual evidencia que se basa tal delimitación en rasgos ecológicos más que en “geoculturales”, ya que San Miguel, a lo largo de su historia, ha mantenido prácticas culturales de raigambre otomí, lo cual no sucede en los municipios de León u Ocampo.
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Alejandro Martínez de la Rosa
Una propuesta de regionalización a partir de prácticas culturales
A partir de una investigación monográfica acerca de la música y la danza tradicional en el estado de Guanajuato, publiqué una delimitación por regiones distinta a la que había propuesto Luis Miguel Rionda para el caso de su revisión de las culturas populares en el estado. Rionda propone cinco regiones: Valles del Bajío Sur, Bajío y Corredor Industrial, Bajío leonés, Sierra y Altos, y Sierra Gorda, donde la quinta región circunscribe al noreste del estado, con los municipios de San Luis de la Paz y San José Iturbide como límite poniente, similar a la monografía antes revisada de la Secretaría de Educación Pública. La región IV, Sierra y Altos, al igual que en la monografía, pondera en sus extremos a San Miguel de Allende con Ocampo como una sola subregión (1990: 115). En cambio, mi propuesta fue la siguiente: 1) una zona reducida a los municipios de Yuriria, Guanajuato y Puruándiro, Michoacán, donde aparece la danza de Paloteros y a la que se puede sumar la de Borrachos, aunque también hay danza de Sonaja, que aparece más al norte; 2) una zona al sureste que comprende dos centros ceremoniales importantes, el del Cerro de Culiacán en Guanajuato y el de Araró en Michoacán, el cual se caracteriza por tener danzas de Concheros y Aztecas, aunque en el Cerro de Culiacán también asisten danzas de Chichimecas y franceses de más al norte, como Celaya y Cortazár; 3) la zona que comprende los vestigios otomí-chichimeca, donde las danzas de Chichimecas y franceses y Concheros son importantes, junto a manifestaciones musicales como los tunditos o el huapango arribeño para la Sierra Gorda, ponderando que en ésta también están presentes los grupos de danza de Concheros o Azteca; 4) la zona del Bajío leonés, donde la presencia de danzas de Broncos o Bárbaros y la del Torito, permiten identificar claramente una región distinta; y, 5) la zona de Pénjamo, y municipios contiguos, en los cuales hay danza de Concheros, pero no tengo mayor información como para determinar prácticas dancísticas singulares, sin embargo, lo cierto es que no tienen intercambios con danzas de las otras zonas (Martínez 2013: 125-127). Ahora, para este trabajo haré unas precisiones a esta regionalización que surge de las danzas tradicionales en la época contemporánea y no de otras manifestaciones rituales y festivas de larga duración, que pueden rastrearse históricamente desde la Colonia. La diferencia fundamental sería bajar el límite de la zona chichimeca otomí hasta Celaya y Apaseo el Alto, y dejar al Cerro de Culiacán como límite y no como epicentro. Ahora reflexiono si este cerro, junto con el Zamorano, fungían como límite entre los imperios tarasco y mexica y las culturas de más al norte; y precisamente es en ellos donde se reunían “diversas naciones” a hacer tratos comerciales y pactos de paz, que en realidad es lo que muestra la ilustración del Chicomostoc, la reunión de muchas naciones en el cerro sagrado. Con la colonización del siglo XVI, el Cerro - 298 -
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del Zamorano, de ser punto de reunión e intercambio entre otomíes de Jilotepec y el Mezquital y chichimecas pames y jonaces, pasa a ser un centro ceremonial de los otomíes en su antigua localización y de los colonos de distintas etnias en los actuales estados de Guanajuato y Querétaro. Por lo anterior, definiré esta región como otopame guanajuatense (un Bajío oriental), la cual también está sustentada por estudios lingüísticos, específicamente de glotocronología (Wright 1999: 26-31). En mi estudio de danza propuse el término chichimeca-otomí, en el entendido de que no se trataba de danzas con filiación prehispánica fuerte, sino emanadas ya entre los siglos XVI y XVIII, donde el término chichimeca era un genérico y un estereotipo cultural creado para tales danzas, y el término otomí representaba a las danzas de concheros, con fuerte sincretismo católico, y en la certeza de que el concepto de danzas “aztecas” provino posteriormente del revival de estas danzas en la segunda mitad del siglo XX en la ciudad de México.5 A partir de esto, la región sureste quedaría reducida sólo a unos cuantos municipios más al sur, con una conformación pluriétnica no tan otomí, sino más tarasca, mazahua y matlatzinca. Para concluir, y sintetizar, la diferencia fundamental de la propuesta de regionalización es que hay un límite cultural entre el oriente y el poniente del estado, el cual no está presente en el mapa de la monografía del estado de Guanajuato (SEP 1989: 14), en el mapa regional que presenta Guevara Sanginés (2001: 70), tampoco en el que propuso Luis Miguel Rionda (1990: 115), y menos en la división usada en el libro Breve historia de Guanajuato (Blanco 2000: 241-242). Sólo Guevara (2001: 7487) y Wright (1999: Figura 2) determinan ciertas divisiones oriente-poniente. Para mí, la llamada región de los Altos no está justificada con parámetros culturales, en realidad los municipios de San Miguel de Allende y Dolores Hidalgo pertenecerían a la región otopame mientras los municipios de San Diego de la Unión, San Felipe, Ocampo y Guanajuato formarían parte de los Altos; así quedaría limitada nuestra región noreste. Entonces la definición por municipios a manera de hipótesis quedaría de la siguiente manera: Zona noroeste (de las grandes haciendas españolas y criollas relacionadas con la producción minera y sus villas ganaderas, agrícolas y textiles. Aspectos culturales: danzas del Torito y de Indios Broncos. No presentan rasgos indígenas fuertes, más allá de las migraciones de las últimas décadas). • • • • •
Ocampo San Felipe San Diego de la Unión Guanajuato León - 299 -
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Mapa 1. Cuatro regiones de Guanajuato a partir de su danza tradicional. Elaboración propia.
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Silao Romita Irapuato San Francisco del Rincón
Zona suroeste (de las haciendas españolas y criollas relacionadas con la arriería hacia el Lago de Chapala y Guadalajara. Aspectos culturales: danza del Torito y de Aztecas, al parecer de reciente apropiación. No presentan rasgos indígenas, aunque hay rastros coloniales de presencia afrodescendiente). • • Purísima del Rincón • Manuel Doblado • Pueblo Nuevo • Pénjamo - 300 -
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Abasolo Huanímaro
Zona noreste (de las haciendas y congregaciones indígenas otopames con intercambio hacia la Sierra Gorda y el semidesierto queretano. Aspectos culturales: ritos y danzas de fuerte raigambre otopame, como la de Concheros y las variantes de danzas Chichimecas. Hay una fuerte presencia indígena, aunque haya muy pocos hablantes de lengua indígena). • • • • • • • • • • • • • • • • •
San Luis de la Paz Victoria Xichú Atarjea Santa Catarina Dolores Hidalgo San Miguel de Allende San José Iturbide Tierra Blanca Salamanca Juventino Rosas Comonfort Villagrán Celaya Apaseo el Grande Apaseo el Alto Cortazár
Zona sureste (de poblaciones con influencia purépecha y mazahua-otomí, con intercambio hacia Michoacán y el Valle de Toluca. Aspectos culturales: con fuerte intercambio comercial con el sur de Querétaro y el norte de Michoacán. subsisten danzas de Concheros, de Sonaja y asisten Pastoras mazahuas. Sólo en los municipios de Yuriria, Uriangato y Moroleón aparece la danza de Paloteros). • • • • • •
Valle de Santiago Jaral del Progreso Salvatierra Tarimoro Jerécuaro Coroneo - 301 -
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Yuriria Moroleón Uriangato Santiago Maravatío Salvatierra Acámbaro Tarandacuao Conformación pluriétnica y prácticas culturales
Una vez establecida la hipótesis de regionalización, revisaré descripciones y estadísticas coloniales y del siglo XIX para conocer la conformación étnica de las poblaciones del noreste y sus zonas aledañas. El primer documento es la Guerra de los Chichimecas, atribuido a Guillermo de Santa María. En él se define que los grupos indios de la región son pames y guamares: La nación de estos chichimecas más cerca de nosotros, digo a la ciudad de México, son los que llaman Pamies, y es un buen pedazo de tierra y gente. Están mezclados entre otomíes y tarascos. Los españoles les pusieron este nombre Pami que en su lengua quiere decir no, porque esta negativa la usan mucho y ansí se han quedado con él. Su habitación o clima comienza de 20 grados de latitud, poco más o menos, que, por lo más cercano, es el río de San Juan abajo. Comienzan en la provincia de Mechuacán, en pueblos sujetos Acámbaro, que son San Agustín, y Santa María, y en Yrapundario, y aun llegan en términos de Ucareo, que es de esta otra parte del Río Grande, y de allí van a los pueblos de Xilotepeque, que son Querétaro y El Tulimán San Pedro, por el río de San juan abajo, y tocan a Izmiquilpa, y Pescadero de Mestzilán, y por aquellas serranías, hasta el fin de Pánuco, y vuelven por los pueblos de parrón a Posinquía y a Sichú y a los Samúes, que son de la misma lengua, y Cuevas Pintadas, donde acaban. Es la gente para menos y menos dañosa de todos los chichimecas, porque el más daño que han hecho ha sido en ganados de yeguas y vacas que han comido en la sabana de San Juan y en Izmiquilpa y en las más estancias, solamente, que yo sepa. (…) Luego se siguen los Guamares que a mi ver es la nación más valiente y belicosa, traidora y dañosa, de todos los chichimecas, y la más dispuesta, en los cuales hay cuatro o cinco parcialidades, pero todos de una lengua, aunque difieren en algo. Su habitación o clima es de 21 grados de latitud hasta 22. Empiezan desde la villa de San Miguel, y allí fue su principal habitación, y alcanza a la de San Felipe y minas de Guanajuato y llega hasta la provincia de Mechuacán y Río Grande. Están poblados en pueblos de Juan de Villaseñor, Pénjamo, y Corámaro, y allí fue su primera población, y de allí van, por las sierras de Guanajuato y Comanja, a dar a Los Órganos y Portezuelo, que es el primer fuerte, camino a Zacatecas […]. Están en la confederación y amistad de esto Guamares, y se cuentan por unos, los Copuzes, y éstos se - 302 -
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dividen en tres parcialidades: la una que procede del Copuz viejo, que ahora manda un Domingo, que fue su criado, y la otra Alonso Guando, el cual ha días que ha sentado de paz en El Mezquital [llano de Celaya], y ha servido y ayudado bien a los españoles contra los demás chichimecas (Santa María 2003: 206-207). De esta descripción se infiere el límite entre los chichimecas “menos dañosos”, ubicados en la Valle del Mezquital, en el semidesierto queretano y la Sierra Gorda; en cambio, los chichimecas “más dañosos” se encontraban de San Miguel de Allende y Celaya al poniente. Lo más importante es que, si bien los guamares estaban confederados con los copuces, son los pames los que ya estaban “mezclados” con otomíes y tarascos, que pudieron tener ritos y costumbres agrícolas. En cambio, de los chichimecas se dice: Ellos son dados muy poco o no nada a la religión, digo a la idolatría, porque ningún género de ídolo se les ha hallado ni cú ni otro altar, ni modo alguno de sacrificar ni sacrificio ni oración ni costumbre de ayuno ni sacarse sangre de la lengua ni orejas, porque esto todo usaban todas las naciones de la Nueva España. Lo más que dicen hacen, es algunas exclamaciones al cielo mirando algunas estrellas, que se ha entendido, dicen lo hacen por ser librados de los truenos y rayos, y cuando matan a un cautivo bailan a la redonda de él, y aun mismo le hacen bailar, y los españoles han entendido que ésta es manera de sacrificio, aunque a mi parecer, más es modo de crueldad (Santa María 2003: 208). Hasta aquí no se registran ritos a los cerros, al maíz o a los antepasados, que serán observados en otomíes décadas más tarde. Tienen bailes distintos, pero comparten juegos con los demás pueblos de la zona: Sus pasatiempos son juegos, bailes y borracheras. De los juegos el más común es el de pelota, que acá llaman batey, que es una pelota tamaña como las del viento, sino que es pesada y hecha de una resina de árbol muy correosa, que parece nervio y salta mucho; juegan con las caderas y arrastrando las nalgas por el suelo, hasta que vence el uno al otro. También tienen otros juegos de frisoles y cañillas, que todos son sabidos entre los indios de estas partes, y el precio que juegan en flechas y algunas veces en cueros. También tienen otro pasatiempo de tirar al terrero y en ello meten a las mujeres que tiren con sus arcos a una hoja de tuna, la cual tiene por de dentro llena de zumo colorado de tunas, y esto hacen cuando quieren ir a alguna guerra y en ello ponen sus agüeros. Sus bailes son harto diferentes de todos los demás que acá se usan. Hácenlos de noche al rededor del fuego, encadenados por los brazos unos con otros, con saltos y voces, que a los que los han visto parecen desordenados, aunque ellos con algún concierto lo deben hacer. No tienen son ninguno, y en medio de este baile meten al cautivo que quieren matar, - 303 -
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y como van entrando va cada uno dándole una flecha, hasta el tiempo que el que se le antoja se la toma y le tira con ella (Santa María 2003: 210). Es interesante que sus bailes no se parezcan a “los de acá”, demostrando una diferencia cultural. Además se menciona que no tienen música alguna. Respecto a la gastronomía, el texto afirma que “Los mexicanos tienen sólo el que sacan del maguey. Estos tienen el mismo, y otro que hacen de las tunas y otro del mezquite, por manera que tienen tres diferencias de vinos”; acerca de la vestimenta: La mujeres traen fajados unos cueros de venados, lo demás desnudo […] Usan mucho embijarse, que es untarse de colores con almagre colorado y otros minerales, de ellos negros y amarillos y casi de todas colores. Su luto es tresquilarse y tiznarse de negro, y tráenlo por algún tiempo, y para quitárselo hacen fiesta y convidan sus amigos y acompañados van a lavarse. No entierran sus muertos, sino quémanlos, y guardan las reliquias o cenizas en unos costalillos y las traen consigo, y si son de enemigos los esparcen por el viento” (Santa María 2003: 211). Así, éstas son las referencias culturales de los pobladores de lengua otopame y yutonahua, en la amplia región chichimeca del centro-norte de México. Primeros poblados en zona chichimeca
En la década de 1540 se establecieron otomíes y algunos pames en Xichú y Puxinquía (Wright 1999: 46). En 1557 el virrey Luis de Velasco mandó “a todos los vecinos e moradores en las partes de Querétaro” a hacer la guerra capitaneados por el cacique otomí Nicolás de San Luis Montañez:6 “en los puestos de San Miguel, San Phelipe, Sichú, San Francisco, San Luis e Río Verde y Nueva Galicia, e demás partes sus alindes, donde vaguean los bárbaros chichimecos, (…) viváis de guerra con todos los instrumentos de guerra, caja, clarín sonoro, pífano, en señal de derramamiento de sangre” (Powell, 1977: 167). Otro “muy noble jefe otomí”, don Juan Bautista Valerio de la Cruz, fue comisionado en 1559 a defender San Miguel, San Felipe, Xitzio (¿Xichú?), Río Verde, Nueva Galicia, Celaya, el valle de Gueychapam y otros lugares (Powell 1977: 168-169). Es en esta época cuando chichimecas pacíficos de los alrededores de San Miguel, junto con los españoles, “empezaron a unirse con chichimecas sedentarios en el cercano Sichú ‘para protegerse de los hostiles guachichiles’” (Powell 1977: 81, 175). Años más tarde, Juan Sánchez de Alanís, estanciero, teniente y Justicia, “se hizo clérigo alrededor de 1566 y evangelizó a los chichimecas en la zona de Xichú hasta su muerte, ocurrida entre 1576 y 1577”; el obispo de Michoacán, Antonio Morales de Molina, señaló de él que conocía la lengua otomí, chichimeca y mexicana (Salinas 2015: 121). En ese entonces, - 304 -
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Xichú tenía 585 tributarios (Lara 2007: 141, 143). Wright afirma: “Él había tenido un papel clave en la incorporación de los otomíes de Querétaro al sistema novohispano. Sánchez de Alanís afirmó que había conocido a Conni desde antes de su bautizo, cuando este vivía en San Miguel. Ciudad Real describió el pueblo de Xichú en 1586. Tenía un convento de adobe, casas de adobe con techo de viguería y terrado, así como un presidio con cuatro soldados” (Wright 1999: 46-47). Tales presidios fueron erigidos al final de la administración del virrey Martín Enríquez, uno en el portezuelo del Jofre, “donde podría proteger los dos principales caminos que iban a Guanajuato y a Zacatecas”; otro fue ubicado en las minas de Palmar de Vega entre 1575 y 1582,7 y uno más “en el poblado indio de Xichú antes de 1586” (Powell 1977: 152). A decir de su gobernador en 1597, Pedro Vizcaíno,8 Fray Juan de San Miguel fundó Xichú, “llegó al asiento donde agora es la Villa de San Miguel y allí tomó posesión y hizo una iglesia de xacal y en señal de posesión vino a este pueblo de Cichú y tomó posesión de él y después de este pueblo de Cichú se volvió a San Miguel” (Carrillo 1996: 401). A su vez, la primera alcaldía constituida en la zona, hacia 1590 aproximadamente, residió primero en Xichú (hoy Victoria) y después pasó a San Luis de la Paz (Lara 2007: 142; Guevara 2001: 82). Para el siglo XVII se cuenta ya con diversos padrones del Obispado de Michoacán, al cual perteneció durante décadas parte del noreste de Guanajuato, terminando precisamente en Xichú (Romero 1862: 4). De tales padrones, son de interés dos, Pozos del Palmar de Vega y San Luis de la Paz. De ellos, Pozos del Palmar era un curato secular y San Luis de la Paz fue la única misión jesuita del obispado, entre 1680 y 1685. En cuanto a la composición de la población, en El Palmar sólo se cuantificaron 45 españoles de 526 pobladores, mientras San Luis de la Paz contaba con 124 españoles de 961 habitantes, sin definir en ambos casos castas ni indios (Carrillo 1996: 12-23). A este lugar se le conoce como El Palmar de Vega, Real de los Pozos, o minas de San Pedro del Palmar de Vega.9 En 1619 el beneficiario de las minas fue Dionisio Raso Sotomayor, “natural de estos reinos [donde vivían] 8 vecinos españoles y 60 indios de cuadrilla, y 4 o 6 negros esclavos” (Carrillo 1996: 480). Para 1631 tendría 160 personas de confesión. Y en 1649 cuenta con: “siete vecinos españoles, tiene quatro haciendas de sacar plata, dos de ganado mayor y una de cabras; no se coge semilla ninguna; ay en estas haciendas noventa personas de servicio, indios mexicanos, negros y mulatos, los más casados” (Carrillo 1996: 480). Resulta significativo que ya no se hable de chichimecas u otomíes y sí de indios mexicanos (¿nahuas?) y negros y mulatos. Del mismo modo, Carrillo registra que en San Luis de la Paz el curato fue atendido por jesuitas desde 1589. Se llamó de la Paz en memoria de la pacificación en la frontera con los chichimecas. A su vez, Powell menciona que los primeros jesuitas llegaron en 1594, “acompañados por cuatro jóvenes mexicas y otomíes, indios prote- 305 -
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gidos de la escuela de Tepotzotlán, donde servían como catequistas” para atender a otomíes y chichimecas pacificados (1977: 218). Rionda Arreguín afirma que fueron “una considerable cantidad de familias de indios otomíes de los confines de Tepotzotlán (1996: 22-23). Vale la pena citar en extenso la estrategia misional: También se concentraron en enseñar a los niños, poniendo como ejemplos a los neófitos, cantores y catecúmenos de Tepotzotlán. Para el primer bautizo general, el jacal que servía de iglesia fue adornado con ramas y flores. […] Después del bautizo se cantó una misa, durante la cual 30 recibieron la comunión. Luego siguió un gran banquete y un baile. La víspera, los 30 que iban a ser bautizados, acompañados por parientes y amigos fueron a buscar pavos y panales para la fiesta. La noche del bautizo, con autorización de los frailes, se encendió un gran fuego y los indios bailaron a su alrededor al son de los tambores, y cantaron durante cerca de tres horas. Esto estaba en armonía con sus antiguas prácticas, pero esta vez no hubo borrachera y ‘cada marido tuvo como pareja a su propia mujer’ (Powell 1977: 218-219; Rionda Arreguín 1996: 30). Aquí se muestra claramente el sincretismo por el cual los jesuitas se caracterizarán entre las órdenes. Una religiosidad católica con rasgos indígenas. Los niños chichimecas aprendían lengua castellana y “recibían lecciones de canto llano y ya de canto de órgano y de otros instrumentos y aún de danza (Rionda Arreguín 1996: 32, 34-35). Cabe también mencionar que, después de la guerra a fuego y a sangre, la táctica de llevar regalos a los chichimecas, no sólo cubría carne, cueros y vestidos, sino instrumentos músicos varios “cascabeles, castañuelas, flautas, trompetas, chirimías”, esto en el caso de Zacatecas, entre 1590 y 1597 (Powell 1980: 288). Durante 1595 San Luis de la Paz recibirá a “gran cantidad de españoles, negros, mexicas, tarascos y otomíes, además de los chichimecas”, formándose una sociedad pluriétnica, digamos, cosmopolita; además, se construyó “una capilla para uso de los arrieros, carreteros y otros trabajadores similares, y los frailes organizaron entre ellos una hermandad religiosa” (Powell 1977: 219; Rionda Arreguín 1996: 27-29). Años después, en 1619, un obispo describiría a San Luis de la Paz de la siguiente manera: “Este pueblo se fundó de indios infieles chichimecos que se redujeron a paz (…). Tienen una bonita iglesia y convento (…). Hay presidio de soldados, y el sitio es fértil y gracioso de muchas y buenas frutas de Castilla. Habrá 120 indios casados y 40 mozos y solteros. Tiene un ingenio de sacar plata. Hay 12 personas del servicio de él” (Carrillo, 1996: 484). Para 1631 se registran 50 vecinos indios, y en 1636 los jesuitas contaban con “dos haziendas de minas, y otras de ganado y labores, se han introducido en la administrazión y quitándosela al benefiziado del Palmar de Vega cuya era”. Sin embargo, en 1649 se afirma: “los más de los indios chichimecos que allí se habían congregado se han acabado y ahora la poblasón que ay es de quatro o cinco españoles y cinquenta o - 306 -
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sesenta indios de otras naciones con tres o quatro haciendas” (Carrillo 1996: 484-485). Evidentemente no se acabaron todos los indios chichimecos, ni sus prácticas. Referencias de ellas las hicieron los propios misioneros. Idolatrías en tierra de indios
Fray Juan González Cordero, franciscano, hizo un recuento de sus experiencias por diversos poblados del actual noreste del estado. En 1640 tuvo aviso que “en un pradito [del pueblo de Xichú] tenian los antiguos enterrado un hídolo labrado de piedra verde, con las orejas mui largas, pies y manos de gato, en cuio lugar muchos de los indios viejos que alli abía hasían algunas seremonias y cuidaban de barrer d[ic]ho lugar” (Cabranes 2015: 188). El fraile mandó talar el prado y cavar en él, pero no pudo dar con el ídolo, por lo que puso “basuras y otras cosas inmundas” (2015: 188). Más de un siglo después, dentro de una causa seguida a una rebelión en San Juan Bautista Xichú, aparece Francisco Andrés, acusado de hechicero, y llamado el “Cristo viejo”, de quien se afirmó “decía missa, se fingía Propheta ó Santo, se bañaba a menudo, y el agua daba á beber por reliquia á las Yndias, y que las comulgaba con tortillas” (Lara 2007: 169). Hay otras descripciones de estos grupos, pero fuera de la región de interés, del otro extremo de la Sierra Gorda. Sólo se describirán ciertas prácticas registradas entre los pames, ubicados en esta región en Xiliapa y luego en Pacula. Adoraban antiguamente a Moctezuma, a cuyo dominio estuvieron sujetos muchos años, venerándole por deidad. Adoraban todos al sol por dios, otros tenían sus dioses particulares como unos muñecos de piedra o de palo y aún en los presentes tiempos, pues el año de 1764 les quité dos idolillos, uno a los de la ranchería de Cerro Prieto, que tenía la figura de un pescado, y otro a la ranchería de Zipatle que tenía la figura de un hombre incado y estas piedras la llaman cudoo cajoo [piedra brujo]. Otro cogí en el mismo año, por el mes de julio, que tenía varias piedras azules ensartadas en forma de rosario, y en lugar de cruz un hueso de mano de mono. A cuyas piedras es mucho el temor del indio, pensando tener estas dominio para quitarles la vida, y así, para aplacarles el enojo, les llevan una porción de tamales, para que coman las piedras. Esto es muy común todos los días (Lara 2007: 77). Ofrendas e ídolos aún subsisten actualmente en las regiones aledañas a la Sierra Gorda. Además, se describe otra práctica relacionada con la agricultura: Usan también de sus bailes que en Castilla llaman mitotes, y las casas en donde bailan las llaman Cahiz manchi que en nuestro idioma quiere decir “casa doncella”. Este baile lo usan cuando siembran, cuando está la milpa en - 307 -
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elote y cuando cogen el maíz, que llaman monsegui, que quiere decir milpa doncella, y se hace este mitote a son de tamborcillo redondo y muchos pitos, y con mucha pausa comienzan a tocar unos sones tristes y melancólicos; en medio se sienta el hechicero o cajoo con un tamborcillo a las manos, y haciendo mil visajes, clava la vista en los circunstantes, y con mucho espacio se va parando y después de danzar muchas horas se sienta en un banquillo, y con una espina se pica la pantorrilla, y con aquella sangre que le sale rocía la milpa a modo de bendición. Y antes de esta ceremonia, ninguno se arriesga a coger un elote de las milpas: decían que estaban doncellas. Después de esta ceremonia le pagaban al embustero cajoo o hechicero, y comenzaban a comer elotes todos: después mucha embriaguez, a que son todos muy inclinados. Sus vasos se componen de agua, yerba y panocha o piloncillo: llaman los Pames quija, los de razón Charape (Lara 2007: 78; Gallardo 2011: 37). Asimismo, había una jerarquía mayor de “hechicero”, según la creencia de los indios pames, llamados madar cajoo: “Que quiere decir hechicero grande. Y esta canalla se emplea en curar a los enfermos, y el modo es soplarles todo el cuerpo, y aquel soplo lo guardan en una ollita, la tapan muy bien y la llevan a enterrar junto a esas piedras o ídolos que tengo referidos” (Lara 2007: 80). Estos hechiceros atemorizaban a los enfermos, diciendo que “han a morir, y que se los comerán las piedras, y ellos con sus brujerías los asolarán” (2007: 80).10 Por último, el franciscano fray Juan Guadalupe de Soriano, en 1767 describe los ritos de parto, de muerte y algunos de sus bailes: Cuando pare alguna mujer, como en la cristiandad se usa el sacar a misa a los infantes, entre estos bárbaros se usa que ya que la parida pueda salir señalarle el día de su fiesta, y para el día asignado se juntan los parientes, le trae el padrino un cuchillo pequeño, se los ponen en las manos y después la sacan afuera de la casa, dando muchas vueltas, y si la ahijada es mujer le ponen una cajaquita [¿cajete?] un cántaro o otros trastes, y acaban con embriagarse todos. Si se muere alguno en una casa, abren la puerta para que salga el cuerpo; y si lo sacan por la puerta hecha, cierran esta y abren otra (Lara 2007: 81). Para enterrar a sus muertos (…) en todos los enterramientos, depositaban, además de sus objetos personales, arcos, flechas, ídolos de barro, silbatos y flautas elaborados por ellos mismos (Gallardo 2011: 43). Los bailes que usan para las fiestas a sus ídolos, a unos llaman dapui cocoa que quiere decir baile del zapo [sic], a otro dapui mijia, baile del zopilote y otros infernales bailes que ellos usan (Lara 2007: 79). Más tarde, en tiempos de fray Junípero Serra, aparece la narración de fray Francisco Palou, hacia 1750, de un ídolo: una cara perfecta de mujer fabricada de tecale, que tenían en lo más alto de una encumbrada sierra, en una casa como adoratorio o capilla, a la que - 308 -
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se subía por una escalera de piedra labrada, por cuyos lados y en el plan de arriba, había algunos sepulcros de indios principales de aquella nación pame que antes de morir habían pedido los enterrasen en aquel sitio. El nombre que daban al referido ídolo en su lengua nativa era el de Cahum, esto es, madre del sol, que veneraban por su Dios. Cuidaba de él un indio viejo que hacía el oficio de ministro del demonio, y a él ocurrían para que pidiese a la madre del sol remedio para las necesidades en que se hallaban, ya de agua para sus siembras o de salud en sus enfermedades, como también para salir bien en sus viajes, guerras que se les ofrecían y conseguir mujer para casarse, que para obtenerla se presentaban delante de dicho viejo con un pliego de papel blanco, por no saber leer ni escribir, el cual servía como de representación, y luego que lo recibía el fingido sacerdote se tenían ya por casados. De estos papeles se hallaron chiquihuites o canastos llenos, juntos con muchísimos idolillos que se dieron al fuego, menos el citado ídolo principal. A éste lo tenía el mencionado viejo (que cuidaba de él) con mucha veneración y aseo, y tan tapado y oculto que a muy pocos enseñaba o dejaba ver, y sólo lo hacía a los bárbaros que venían como en romería de largas distancias a tributarle sus votos y obsequios y pedirle remedio para sus necesidades (Gallardo 2011: 86; Lara 2007: 126-127). Otra nación es la de los “rebeldes indómitos jonaces”, ubicados en parajes inmediatos al Real de Zimapán, actual estado de Hidalgo: “Tal vez su religión, al igual que la de los pames, incorporó elementos astrales y seguramente también tuvieron sacerdotes que fungieron como intermediarios ante las fuerzas divinas” (Lara 2007: 56-57; Gallardo 2011: 40). Sólo basta decir que aún en el municipio de San Luis de la Paz encontramos habitantes hablantes del chichimeca-jonaz, sobrevivientes a la atroz persecución de los chichimecas.11 Descripciones estadísticas y conformación pluriétnica
En la década de 1740 se realizaron las descripciones generales del reino de la Nueva España; en ellas la jurisdicción de San Luis de la Paz comprendía el Colegio de la Compañía de Jesús y su vecindario, con “indios pames, que frecuentan las entradas en este territorio. Este vecindario se reduce a cuarenta y dos familias de españoles, sesenta y ocho de mestizos y mulatos, y seiscientas y catorce de indios con el gobernador y oficiales que componen su república: que hablan el idioma otomí” (Villaseñor 1992: 321). Es decir, había una “república” otomí en el pueblo, con gobernador y oficiales, mientras a las afueras se encontraban los indios pames, quienes eran atendidos por los jesuitas.
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Población por familias (1748)
Españoles
Mestizos y mulatos
Indios
San Luis de la Paz
42
68
614
Real de Pozos Palmar de Vega
15
36
32
Real de Sn Fco de los Amues de Tzichú
36
92
43
San Juan Baptista Tzichú
4
9
539
Santo Tomás Tierra Blanca
------------
-----------
593
Tabla I. Distribución racial en la jurisdicción de San Luis de la Paz (1748). Elaboración propia. Fuente: Villaseñor (1992) Theatro americano, pp. 321-322.
De la tabla I sorprende el alto número de indios en San Luis de la Paz, comparado con el número de españoles y de castas, suponiendo que contabilizaron a los pames de las entradas. Asimismo, impresiona el alto número de mestizos y mulatos en el Real de Xichú y el poco número de españoles en Victoria (aún llamado San Juan Baptista Tzichú), comparado con el alto número de indios. El alto número de indígenas en Tierra Blanca se comprende por ser “república de indios con gobernador”. En la Tabla no se incluyó Atarjea, ya que sólo informa de 130 “familias de españoles, y otras calidades” (Villaseñor 1992: 322). Sin embargo, se observa ya una conformación pluriétnica en toda la alcaldía, aún sin saber de qué etnias son los indios contabilizados. El historiador Peter Gerhard afirma que había “unos pocos chichimecas en el este de Sichú”, y que la población indígena estaba concentrada en sus dependencias: Santo Domingo de Tierra Blanca, La Sieneguilla o Nuestra Señora de Guadalupe, y Santa Catarina Mártir (Gerhard 1986: 239-240). En 1765 se hizo otro registro, ahora en el Obispado de Michoacán. En el caso de la Alcaldía Mayor de San Luis de la Paz, se registra que aún “es curato y misión de los Reverendos Padres de Sagrada Compañía de Jesús”, y al Real de San Pedro de los Pozos Palmar de Vega, como “el único lugar que comprende”. A este Real pertenece la hacienda de San Sebastián, no habiendo pueblo alguno en el lugar. Ya no aparece Xichú, seguramente por pertenecer ya al Obispado de México. Resulta singular que aún en San Luis de la Paz se contabilice aparte a los chichimecas de los indios, quedando muy pocos de aquéllos. El padrón puede verse en la Tabla II (González 1985: 90, 312).
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Pobl. por hab. (1765)
Españoles
Color quebrado
Indios
Chichimecas
Total
San Luis de la Paz
1023
1369
5752
311
8144
Real de Pozos
183
741
829
-----------
1753
Tabla II. Distribución racial en la Alcaldía de San Luis de la Paz (1765). Elaboración propia. Fuente: González (1985) El obispado de Michoacán en 1765, p. 312.
Para el año de la expulsión de los jesuitas de San Luis de la Paz, en 1767, el casco de la comunidad estaba habitada por cuatro o cinco familias de españoles “sólo los suficientes para formar una compañía de milicias de infantería; un poco más de 4,000 indios evangelizados y unos 500 pames chichimecas, semisalvajes, poco catolizados, que vivían a extramuros del pueblo, a media legua, en su misión nombrada Nuestra Señora de Guadalupe”. A la madrugada del 26 de junio de ese año, debían salir los jesuitas de su misión, sin embargo el pueblo se amotinó, y los “aguerridos chichimecas bajaron de su misión y con piedras, hondas y otras armas cercaron el colegio, rompieron sus puertas, entraron, buscaron a los frailes, los encontraron y se pusieron felices, pero decidieron matar o expulsar a los intrusos”, por lo que los comisionados virreinales huyeron hacia la hacienda de Trancas, jurisdicción de Dolores Hidalgo (Rionda Arreguín 1996: 451-458). El 7 de julio se organizaron los indios de nuevo para no dejar salir a los jesuitas, demostrando así el aprecio que tenían los indígenas hacia ellos. Finalmente, el 10 de julio los comisionados juntaron a personas vecinas del Real de San Pedro de los Pozos, de la hacienda del Salitre, de San Juan Bautista de Xichú, de las haciendas de Rincón de Ortega y Xofre, del mineral de San Antón de las Minas, y de las haciendas de trasquila de Ochoa, San Isidro y San Sebastián. Armados, mataron a algunos indígenas, después de que éstos se habían dedicado a la rapiña; y así sacaron a los padres para llevarles a San Diego, y de ahí, a su expulsión definitiva (Rionda Arreguín 1996: 459-461). En tanto, el 20 de julio fueron ejecutados cuatro reos acusados de causar los tumultos, fueron decapitados y sus cabezas fueron expuestas en las bocacalles de las esquinas de la plaza de San Luis de la Paz (Rionda Arreguín 1996: 477-483), excesos que sólo pueden corresponder a un “mal gobierno”, a ojos de los indígenas. Años después, en 1795, se informa que en San Luis de la Paz tienen “algunos Pamies, que son como los otomíes de por allá [y] es mucha la dificultad del idioma, porque en treinta vecinos suele haber cuatro o cinco lenguas distintas”. Desafortunadamente, no se especifican tales lenguas mas que la guaxabana. Además se informa que les enseñan canto (Romero 1862: 235-236). En 1803, el Consulado de Veracruz solicitó información estadística de las provincias de la Nueva España, donde San Luis - 311 -
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de la Paz estuvo integrada por sus agregados Targea, Sichú, Tierrablanca Casas Viejas y Pozos, teniendo una población total de 30,759 habitantes (Florescano 1976: 34). Para 1862, ya en la época independiente, se tienen los datos del Obispado de Michoacán, donde aparece la descripción de algunos poblados que corresponden a la Sierra Gorda. En la introducción general señala a San Luis de la Paz como una de las diez ciudades del obispado (Romero 1862: 6). Uno de los cinco departamentos del estado es el de Sierra Gorda, formado por las municipalidades de San Luis de la Paz, Casas Viejas y Xichú. La población del casco de la municipalidad de San Luis de la Paz asciende a 7,600 habitantes. Las haciendas más importantes son la de San Isidro y la del Jofre. Por su parte, la población de Pozos o Palmar de Vega está integrada por “indios otomites en su mayor parte: hay algunos pames, y poca gente de raza española”. Las haciendas que le asigna son la de Santa Ana, los Lobos y San Cayetano. Además, José Guadalupe Romero da información de otros poblados que “no pertenecen al obispado de Michoacán, sino al arzobispado” (1862: 151-237). De Xichú el Grande (el mineral) y Atargea no menciona el número de habitantes ni la conformación étnica; en cambio, de Xichú de Indios (San Juan Bautista) afirma que “nueve décimas partes son indios, e el resto de raza mista. El idioma de estos indios es el otomí: algunos que se avecindaron en la misión de Arnedo hablan el Pame [la cual] estuvo al cargo de los religiosos de la Cruz de Querétaro hasta el año de 1860 en que fue secularizada” (Romero 1862: 238-239). También informa de un pueblo llamado Sieneguilla, fundado a principios del siglo XVII. A continuación describe la municipalidad de Casas Viejas, a la cual ya se le había cambiado el nombre por el de San José Iturbide, “en terrenos de la hacienda del Capulín que perteneció al mayorazgo de Guerrero Villaseca”; las otras haciendas citadas son San Diego, San Gerónimo y Charcas –hoy, Dr. Mora–. Menciona que al hacer las excavaciones para la construcción de la iglesia “se encontraron grandes subterráneos con cadáveres, ídolos, utensilios domésticos y armas de guerra de los antiguos Chichimecas”, también se comenta que “Casas Viejas fué completamente arruinada durante la guerra de independencia” (Romero 1862: 239). “La población del casco es de tres mil seiscientos vecinos, la del curato de diez y ocho mil, y la del municipio, junta con la de los pueblos de Tierra Blanca, Santa Catarina y otros que se le agregaron asciende a treinta y dos mil quinientos habitantes” (1862: 240). Para tener una idea clara de los habitantes de la zona, la Tabla III muestra las cifras de la población total.
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Población por habitantes (1862)
Casco
Total
Haciendas, pueblos, misiones
San Luis de la Paz
7,600
28,000
San Isidro, Jofre
Pozos o Palmar de Vega
---------
10,000
Santa Ana, Lobos, San Cayetano
Xichú de Indios (Victoria)
---------
9,500
Misión de Arnedo, Sieneguilla
Casas Viejas (San José Iturbide)
3,600
32,000
Capulín, San Diego, San Gerónimo, Charcas, Tierra Blanca, Santa Catarina
Tabla III. Número de habitantes en la jurisdicción de San Luis de la Paz (1862). Elaboración propia. Fuente: Romero (1862) Noticias para formar la historia y la estadística del obispado de Michoacán, pp. 237-240.
Solamente unos años después, en 1864, bajo la Intervención francesa, la población total del Distrito de la Sierra Gorda fue de 77,872 habitantes, dividida en dos municipios: San Luis de la Paz, con 51,675 habitantes, y San José Iturbide con 26,197. Para 1865 las demarcaciones cambiarían, pues el Distrito de la Sierra Gorda comprendía San Luis de la Paz, Iturbide, Victoria, Santa María del Oro y Valle de San Francisco, éstos dos últimos, pertenecientes actualmente a San Luis Potosí (Preciado 2007: 76, 118). De los tres municipios pertenecientes al actual estado de Guanajuato, se referirán en la Tabla IV sus distintos tipos de conformaciones administrativas. Sierra Gorda (1865)
San Luis de la Paz
Iturbide
Victoria
Villas
San Luis de la Paz
Iturbide
San Ciro [¿?]
Pueblos
--------------
Tierra Blanca
-------------
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Haciendas
San Isidro Santa Rosa Jofre San Juan de los Ángeles Manzanares Ortega Labor Santiaguillo Zamarripa Santa Ana Ojo de agua
Del Capulín San Diego San Gerónimo Noria de las Charcas
Santa Teresa
Minerales
Pozos
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-------------
Congregaciones
San Antonio Vizcaína
Capulín Cieneguilla
-------------
Misiones
Chichimecas
---------------
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Tabla IV. Conformación administrativa en el Distrito de la Sierra Gorda (1865). Elaboración propia. Fuente: Preciado (2007) Guanajuato en tiempos de la Intervención Francesa y el Segundo Imperio, p. 76. Arrancherados queriendo ser pueblos
José Guadalupe Romero escribió dos comentarios a partir de los cuales se harán las reflexiones finales del presente apartado. Ambos hablan de la propiedad de la tierra: “En este pueblo [Xichú de Indios] y en los otros de la Sierra la propiedad raíz se encuentra muy concentrada. Por uno ó dos propietarios hay miles que son arrendatarios ó jornaleros miserables. A esta causa se atribuyen las continuas sublevaciones de estos pueblos” (Romero 1862: 238). Son varias las sublevaciones registradas en la zona que no refieren ya a la protección de la frontera frente a los chichimecas, sino a injusticias relacionadas con la posesión de la tierra o el ataque a la religión. Ya referimos los tumultos propiciados a raíz de la expulsión jesuítica, quienes protegían a los indios del gobierno y los hacendados. Pero revisemos los orígenes de uno de los conflictos más importantes del XIX, anterior a la fecha en que Romero escribió su comentario. Mientras se daba la intervención militar de Estados Unidos en México, entre 1846 y 1848, los vecinos de Xichú de Indios se quejaron de “extorsiones, tortuosidades de justicia, penas para forzosa enajenación de terrenos” por parte del alcalde José María Ramírez, nativo del lugar. Aparentemente el alcalde había perdido las elecciones en 1846, pero se anuló la votación y siguió en su puesto, causando grave descontento. Para 1848 el general - 314 -
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José López Uranga, quien encabezó la División comisionada a apagar la rebelión, informó que: La avaricia criminal de algunos propietarios los precipitaron a la insurrección porque sacrificaban en su trabajo a estos miserables. La costumbre de rayar que hay en algunas haciendas por medio de boletas que se amortizaban en una tienda del mismo dueño causa que el sirviente nunca lo sea del fruto de su trabajo, pues es forzado a emplearlo en efectos de la misma casa y por lo mismo que viva sin economías ni esperanza de conservar para su vejez algunos ahorros (Pérez 1988: 197). En contrasentido de esta opinión, el ex gobernador del estado, Lorenzo Arellano, dijo que la causa de la rebelión es: La inmoralidad de sus habitantes, que progresó con la primera revolución de independencia y con la falta de las misiones que se instituían en tiempo del gobierno colonial por aquellos puntos: el hábito que han contraído de vivir en la ociosidad y sin trabajo, inclinados puramente al robo de que han vivido muchos años; el vicio de la embriaguez que los domina y los pone fuera de los principios de la razón y de la justicia; y por último la tendencia a no reconocer autoridad alguna y viven como en estado de naturaleza (Pérez 1988: 197). A las prácticas alevosas por parte de los propietarios, concebidas hoy como lugar común de la época porfiriana, se contraponen los argumentos del estado de naturaleza en que viven los indios, como si se tratara de una descripción del siglo XVI. Otra carta del mismo año refiere cómo el síndico queretano José González Cossío “adquirió” de Mariano Noriega de la hacienda de Charcas (hoy Dr. Mora) tierras de propiedad indígena, una vez que las autoridades extraviaron los documentos que probaban que eran propiedad de ellos: Las mohoneras de Charcas que por cerca de dos siglos habían distado cuatro leguas de Xichú, se colocaron en las orillas de las casas del pueblo, y decidido Cossío a sostener, lo que él llamaba posesión judicial, armó a veinte o más guardabosques, que colocados al frente del pueblo no permitiesen a los indios dar un paso en los terrenos de su nueva adquisición. Por su parte los indígenas que nada de legal veían en cuanto había pasado, aspiraban a seguir haciendo uso de sus casas, siembras, magueyales, que tenían en el terreno de que se les despojó, y de aquí resultaron choques continuos, heridos y homicidios y siempre eran vencidos los indígenas de Xichú (…) sin duda fermentando ya entre ellos las ideas de venganza y la de hacerse por su mano justicia que no habían podido alcanzar por otros medios (Pérez 1988: 198).
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Tales injusticias fueron los antecedentes del distintos levantamientos al mando tanto de nativos descontentos como de desertores de los ejércitos de la fallida defensa del territorio nacional ante Estados Unidos. El más famoso de los sublevados será Eleuterio Quiroz, de quien no se escribirá, debido al espacio requerido (Pérez 1988: 202-214; Blanco 1998: 91-92). El segundo comentario de Romero es que Casas Viejas (San José Iturbide) se encuentra en “terrenos de la antigua hacienda del Capulín que perteneció al mayorazgo de Guerrero y Villaseca” (1862: 239). Lo importante de tal información es que tal mayorazgo hunde sus raíces en una merced dada a García de Morón en 1544, en lo que hoy es Dolores Hidalgo, el cual casó a su única hija y heredera con Alonso de Villaseca (Ruiz 2004: 167-192). Aunque interesante, no se referirán aquí las circunstancias de la consolidación del mayorazgo, sino sólo del “avecindamiento de comunidades de campesinos indígenas que formaron diversos ranchos al interior de las haciendas, o bien alrededor de sus cascos” (Ruiz 2004: 199-200). Juan Carlos Ruiz aborda el caso de dos comunidades otomíes, El Llanito y Cruz del Palmar, ambas reconocidas en la actualidad por ser importantes lugares de devoción para los danzantes concheros del Río Laja. Ambas congregaciones se formaron con indígenas migrantes de la antigua región otomí a la zona del Río Laja, para trabajar en las haciendas; con el paso del tiempo construyeron su capilla y sus casas. Tales ranchos o puestos batallaban para tener un reconocimiento legal a través del litigio, pues los dueños de la tierra se negaban a referir su existencia, ya que implicaba el riesgo de perder la tierra: Un rancho, por más población que tuviera, no generaba mayores derechos por parte de las autoridades; su elevación a la categoría de pueblo dependía de instancias virreinales, quienes al concederlo reconocían de facto la presencia y derechos de una república de indios. Esto lo sabían las comunidades, quienes no dejaron de nombrar representantes y mostrar su organización en medio de un ambiente que no les reconocía su estado comunitario (Ruiz 2004: 200). Con ello, las comunidades tenían que demostrar su antigüedad, número e infraestructura material para ser tomados por pueblos, si es que tenían el interés de poseer la tierra donde vivían. Al pasar a ser un pueblo, se les daba un cierto número de varas de terreno útil, así como “garantizar entradas, salidas, pastos, aguajes, abrevaderos, tierras de repartimiento y ejido para el tributo real”, y si contaban con capilla, se debía designar un “vicario de pie fijo. En pocas palabras, acceder a la petición implicaba “formalizar República” (Ruiz 2004: 201). Por ello es que los datos de población que informaban las autoridades no muestran la realidad de los asentamientos y, definitivamente, promovió el descontento entre los indígenas que se veían impedidos de tener bienes inmuebles, a favor de la consolidación de grandes latifundios, como lo era el mayorazgo Guerrero Villaseca. Además se continuaba con el prejuicio sobre el indio, - 316 -
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como lo ejemplifica el caso de Cruz del Palmar en 1796, donde el cura beneficiado de San Miguel informó que los indios de la Cruz era gente abatida, entregada al ocio, amante de la inquietud e indómita. Agregó que su casas eran de paja o majada; que no contaban con iglesia y ornamentos adecuados; que mentían al decir que el río que los separaba en su camino a San Miguel fuera peligroso; que no tenían montes para sus necesidades […]; que los indios ocupaban tierras del mariscal de Castilla en calidad de cuadrillas y colonos, es decir, como arranchados, nunca como congregación; que los indios deseaban lograr libertad y arbitrios para armar sus mitotes o nescuitiles; que “(…) no prometen aplicación a los cristianos principios, y antes bien conspiran al fomento de sus particulares intereses y perjuicio de los hacendados” (Ruiz 2004: 201-202). El representante de los indios de Cruz del Palmar negó los argumentos del cura, y el fiscal protector de indios afirmó que: los indios han padecido graves inconvenientes y latrocinios cada que van a la cabecera parroquial, además de que antaño habían sido sujetos a servidumbre obligada, por parte de mineros y hacendados, para el trabajo en minas, y padecido “(…) exceso muy repetido de encerrarlos en las tiapisqueras ó cárceles que tenían formadas a imitación de trojes, para el efecto de cargarlos de prisiones, ponerlos en el cepo y castigarlos con la pena de azotes, medida a la voluntad de los mismo hacendados (Ruiz 2004: 202). En fin, ambas justificaciones formaban parte de una lucha discursiva por la tenencia de la tierra, desde la llegada de indios sedentarios al noreste de Guanajuato; la cual se llevaría al campo de las armas a lo largo de la historia. Aún hoy es difícil para los historiadores sumar todas “las haciendas, estancias, sitios y caballerías de tierra que Agustín Guerrero tenía y poseía en Las Chichimecas, con todos los ganados mayores y menores, casas, corrales y demás caballerías de tierra, estancias, labores, minas y partes de minas que tenía en términos de Guanajuato” según dicta un testamento de sucesión, además de las propiedades en las regiones de Pachuca, Pánuco, Toluca, Ixmiquilpan, Alvarado, Zacatecas y ciudad de México (Ruiz 2004: 177-178). Esta misma lucha se presentó en las haciendas de Charcas, El Capulín, El Salitre y Palmillas. También el hacendado Juan Frías se negó a que los dominicos fundaran una “en el rancho de Cieneguilla, Guanajuato”, y se quejó de que las misiones de San Miguel de Palmas y Santa Rosa de las minas de Xichú se encontraban en sus propiedades, a lo que un misionero argumentó en su contra: “no se hartan de ser dueños de haciendas”. Sucedía lo mismo con las haciendas de Ortega y Manzanares, apropiándose de tierras de la Misión de Chichimecas (Uzeta 2004a: 70-71). - 317 -
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En busca de tierra que conquistar
A lo anterior se suman otros antecedentes armados en regiones más extensas, como las sublevaciones comuneras en Querétaro y Guanajuato al grito de Religión y Fueros, en contra de las reformas liberales de 1833, emitidas por Valentín Gómez Farías y elaboradas por José María Luis Mora, las cuales llegaron a prohibir expresiones religiosas populares como las procesiones y las danzas. Estos “religioneros” estarán activos en 1868 en la Sierra Gorda queretana, y tiempo después, en 1875, se volverán a levantar en armas principalmente en Michoacán, Guanajuato y Jalisco, para que al año siguiente se unan a las fuerzas de Porfirio Díaz bajo el Plan de Tuxtepec, al grito de ¡Viva la religión! Otra facción tendrá su origen en las guerrillas juaristas durante la guerra de Reforma y formarán parte de las fuerzas antiimperialistas contra Maximiliano, y que, al igual que el grupo religionero, se unirán años después a los porfiristas, para crear en 1877 la organización Fuerzas Defensoras de la Soberanía o Los Pueblos Bandera. Aunque contradictorios, ambos grupos armados se unirán a partir de 1876 para defender las tierras comunales, creándose la organización Los Pueblos Unidos (Urbina 2013: 5-6).12A decir de Urbina, la unidad de tales grupos se originó por el despojo de tierras por parte de los hacendados y mediante la fuerza o por ventas simuladas, realizadas por personas ilegítimas o apoderados. También los comisionados del repartimiento de tierras, teniendo a su favor la ley del 25 de junio de 1856, se apropiaron por vía de la adjudicación la mayor parte de las tierras. [Además] algunos caseríos de haciendas o “ranchos” demandaban haber sido originalmente pueblos de indios, devorados por las haciendas” (2013: 6). Como vemos, hay una relación directa con las viejas demandas de formar pueblos y detener el despojo de tierras desde hacía por lo menos dos siglos. En enero de 1876 se reunieron un grupo de representantes indígenas en la capilla o “calvarito” de la Santísima Cruz, bajo el resguardo de la familia Patlán, ubicado en el volcán de Palo Huérfano,13 contiguo a San Miguel de Allende y al Puerto de los Bárbaros o de Calderón, siendo éste último otro de los puntos más importantes de peregrinación y danza en la actualidad. Se reunieron representantes indígenas de los alrededores de las ciudades de Guanajuato y San Miguel de Allende al mando militar de Pablo Mandujano, nativo de San Miguel Octopan, municipio de Celaya, Guanajuato, quien fue miembro de una capitanía de danzas y de las fuerzas liberales desde 1856, así como Esteban Martínez Coronado, arrimado del Mineral de Marfil. Ambos formaban parte de las Fuerzas Defensoras de la Soberanía (Urbina 2013: 6). Allí plantearon la expulsión de los “españoles” por el despojo de tierras ya que éstas les pertenecían a “esta República por ser de los Chichimecas y no de otros”, - 318 -
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donde se observan las reivindicaciones de viejo cuño; aunque puedan sonar fuera de contexto, en realidad, la supuesta independencia del país no mejoró su situación, pues le solicitaron al presidente Lerdo de Tejada, como en la época colonial, les “pusiera en poseción de sus pueblos y terrenos que se han adjudicado los españoles” (Urbina 2013: 6-7). Con ello queremos marcar una línea de continuidad histórica pero también una relación profunda entre las luchas agrarias y la tradición otopame, formada a partir de la diversidad pluriétnica de la zona, donde se mezclan prácticas prehispánicas con la tradición católica popular. En este sentido, la lucha política esta enmarcada en los lazos comunitarios indígenas del pasado, como lo muestra que Seferino Ramírez invitara al capitán de danza de Guanajuato, Trinidad Ramírez: podemos ¿contar con Ud. en compañía de todos los Sres. Capitanes que fueren de su mayor agrado y de mayor confianza a Ud.? Puede contestar lo siguiente si? Ó no?; como primer Estandarte de la Corte Principal de Guanajuato, si se presta boluntariamente para defender nuestra Patria nuestro derecho que nos conbiene por la soberana Reina de los Ángeles María Santísima de Guadalupe de América (…) como responsable á todos Ud. podrá conquistar á los de mayor secreto que Ud. confíe y como primer Capitán Ud. sabrá quiénes son de su confianza y cuáles no? (Urbina 2013: 8). También se territorializa a partir de la conquista espiritual, que resulta en conquista de adeptos para luchar: “El mapa de este pueblo del Valle de Santiago, tiene sinco leguas en cuadro, por lo que es la parte de la Jurisdicción del pueblo, por lo que es la parte de las conquistas”. Pero esta sublevación no se llevó a cabo con este programa, pues cuatro meses después defenderían ya el plan de Tuxtepec, en espera de “premiar á los que trabajaron en la revolución, pagándoles sus sueldos íntegros con terrenos ó fincas urbanas Nacionales”; pero una vez que venció Porfirio Díaz, no se cumplió lo pactado, por ello, en Valle de Santiago se reunieron 18 alferez y capitanes de las Hermandades Chichimecas de Arco y Flecha de varios municipios de Guanajuato y de Querétaro para exigir “se entregue lo ageno á su Primer dueño” (Urbina 2013: 8-9). Para noviembre de 1877 algunas comunidades retomaron el plan anterior de “Guerra de Conquista”; alrededor del Santuario Jesús de Nazareno de Atotonilco se organizó la federación que incluía “mayordomos de arco y flecha” de las danzas chichimecas de Conquista de la región; el 16 de enero de 1878 se reunieron en San Luis de Jilotepec de los Pedernales (nombre originario de San Luis de la Paz) para proclamar el documento reivindicatorio Acta de los Pueblos; y para noviembre del mismo año, se invitó a algunos indígenas de la Sierra Gorda, interesados en sumarse a la lucha. En enero de 1879 hubo reunión en el cerro de Palo Huérfano, donde hubo misa en el calvarito, y se planeó solicitar la liberación de Lorenzo Blancarte, “Conquistador - 319 -
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general” y al capitán Donaciano Patlán. Sin embargo, fueron sorprendidos al día siguiente y fueron apresados en San Miguel de Allende. Con ello, la inconformidad se dirigiría más a una lucha de índole social-anarquista en los años posteriores, dadas las relaciones que harían con miembros del primer partido comunista, de la Ciudad de México. Tal confederación se movería más al sureste, hacia Querétaro, sin embargo, la Sierra Gorda fue el refugio de los derrotados, para sumarse después a las fuerzas de Miguel Negrete, donde se desarrolló el Plan Socialista de Sierra Gorda en 1879 (Blanco 1998: 93). Aquí detendré esta revisión, no sin antes citar los elementos culturales alrededor de la lucha armada de abril de 1877, cuando el capitán general, Florencio Sánchez, y el capitán de la Hermandad del Barrio del Espíritu Santo y del Señor de la Piedad de Santiago de Querétaro, Damasio González, solicitan al presidente Díaz: los Naturales casiques principales y los ñetos y bisñetos y tatarañetos demas los yjos de nuestros padres antecedente de los primimeros posiadores chichimecos de la Santa Cruz de los Milagros nos presentamos con el mas debido Respeto ante sus plantas de su buecelencia de ausia de ampararnos con hunna superior orden y para que nos sirba de Resguardo de nuestra conquista de arcos y flechas de nuestra danza de arco y flechas sin que algunna Autorida nos otorben ni alguna persona nos Enpida Mi costumbre de nuestra conquista de la Cruz de Santiago de Querétaro pues declaramos que lla emos dado la fuerza y con la bida y sangre y para defender la bandera del C. presidente Dn. Porfirio dias (Urbina 2013: 9). suplicamos ante Ansia de que conseda una superior orden y para defensa de nuestro lugar de nuestro naturales Endefensa de nosotros suplicamos oir nuestro pedimento que pedimos de las obligaciones que tenemos de costumbre En la Cuyda de santiago de queretaro y como también En la provincia de Jilotepeque Emos Renobado Los monumento antigua En la provincia de Jilotepeque Emos echo las obligaciones pues decimos conberda emos defendido la bandera del C. Presidente Dn Porfirio días y por el mismo tanto señor conseda la superior orden y para defensa de nuestro naturales y nos sirva de Resguardo que nayde nos atropelle de nuestra conquista de nuestro lugar (Santamaría 2014: 89). Vale la pena considerar que esta danza se establecía en la Cañada de Querétaro desde la primera mitad del siglo XIX, como queda apuntado por Guillermo Prieto, en sus Viajes de orden suprema: En todas las funciones titulares de los pueblos y en algunas iglesias particulares, tienen obligación de presentarse bandadas de indios vestidos caprichosamente con penachos de plumas, rosarios largos y numerosos de patoles ó colorines, carcáx al hombro &c., para danzar al frente de los palacios municipales ó las iglesias, al son de unas guitarras formadas con la concha - 320 -
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del armadillo, y al derredor de una enorme bandera cubierta de pinturas y llena de remiendos, que ha perdido el color primitivo por su edad avanzada y la intemperie. Se cree, y la tradición confirma, que esa bandera es de los tiempos del célebre D. Fernando de Tapia, cacique de Huichápan, y el más celoso colaborador de los conquistadores de Querétaro. En los ensayos de esta farsa bailable, gastan dias y semanas enteras, haciendo largas peregrinaciones en semejante traje, como son por ejemplo de San Miguel Allende á Dolores Hidalgo, y de estos puntos á Chalma ó lugares más remotos, para practicar al frente de las iglesias sus danzas caprichosas, ya para colocar delante de los altares el suchil gracioso, (ramillete formado del aromático cempasúchil de diversos colores con el que forman diferentes figuras) ya para plantar al frente de los templos en dos vigas perpendiculares y clavadas en tierra un enorme chimal, especie de frontispicio de quince, veinte y mas varas de altura, y de tres á cuatro de ancho, en el que sobre un armazón de vigas y de latas, forman con la vistosa y consistente cucharilla, multitud de figuras caprichosas que no carecen de gracia y que adornan también para hacerla aun mas vistosa, con las flores del cempasúchil, con chícharo aromático, alelíes y jazmines, variando los matices del modo mas simétrico y agradable (Prieto 1857: 198-199). La narración resulta estupenda, pues confirma el espacio de la danza, la ejecución indígena, algunos elementos de la parafernalia, el instrumento musical que les da nombre, el uso de estandarte, la relación con los caciques otomíes del siglo XVI, los lugares de peregrinación, la elaboración de súchiles y chimales y los materiales con que se confeccionan, esto antes de 1853. Aquí resalto el matiz político de apropiación territorial a partir de las prácticas dancísticas y su relación con una identidad guerrera chichimeca. Luchas agrarias y prácticas culturales en el siglo XX
En 1910 San Luis de la Paz contaba con 6,765 habitantes que, comparados con los 7,600 de 1862, indica un nulo crecimiento poblacional durante el Porfiriato, ocasionado por la influenza (Blanco 1998: 46; Uzeta 2004a: 85-87). Jorge Uzeta ha investigado tres localidades en el noreste de Guanajuato. Para el caso de San Luis de la Paz, específicamente Misión de Chichimecas, expone que para 1900 “la propiedad indígena se había restringido al disperso caserío en el que aún habitan”, por las mismas causas que expusimos arriba, y pondera la relevancia de los símbolos y emblemas de identidad inmersos en el sistema ritual de “las danzas, las ofrendas, los santitos y las mayordomías”, aunado a una concepción sagrada del territorio donde montes y fuentes de agua son el escenario para las numerosas ceremonias fuera de la iglesia dentro de un calendario católico sui generis (Uzeta 2004b: 208), que quiso ser erradicado por los liberales del siglo XIX (Blanco 1998: 94-95). - 321 -
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Caso aparte al de la Misión es el del mineral de San Pedro de los Pozos –llamado significativamente Ciudad Porfirio Díaz, hasta la revolución de 1910–, a donde llegaba el ferrocarril. Fue en las minas donde laboraron los chichimecas, no en las haciendas de beneficio. Durante el Porfiriato también los caciques chichimecas presentaron un juicio para recuperar los títulos de propiedad de sus terrenos contra el dueño de la Hacienda de Ortega. Otras haciendas, que corresponden a los antiguos terrenos de la misión jesuita, como Manzanares y Santa Ana, también enajenaron terrenos indígenas (Uzeta 2004b: 213). En 1922 volvieron a solicitar al gobernador del estado la restitución de tierras para formar un ejido, usando el nombre original de San Luis Xilotepec, argumentando que desde 1552 ya vivían allí sus ancestros. Por el contrario, los hacendados usan los mismos argumentos de sus pares coloniales en cuanto al indio flojo y ladrón. En ese entonces la misión contaba con 408 habitantes agrupados en 150 familias. Finalmente no se llevó a cabo la restitución sino una dotación de tierras a la “tribu chichimeca” en 1928. Más tarde, en 1936, les sería concedida una ampliación firmada por Lázaro Cárdenas; sin embargo, hoy, con más de tres mil habitantes, la Misión de Chichimecas se ha vuelto una colonia suburbana de San Luis de la Paz, con todo los problemas que ello acarrea (Uzeta 2004b: 215-220, 235). Entre sus rasgos culturales importantes es que se autodenominan ézar (indios), mientras que a la misión le llaman rancho Uzá (rancho indígena), utilizando el término chichimeca sólo cuando hablan con mestizos o personas ajenas a la comunidad. Sus fuentes de ingreso son el trabajo informal como peones, albañiles, recolectores agrícolas y trabajo doméstico. No se vislumbran prácticas culturales anteriores a su pacificación más allá de la lengua, ya que se trata de manifestaciones influidas por nahuas y otomíes (Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas 2010: 8-9). Participan activamente con procesiones en la fiesta grande de San Luis de la Paz el 25 de agosto, que venera a San Luis de Francia. Este día se hacen velaciones para después armar una estructura a manera de ofrenda conocido como chimal (crucero o súchil en otras poblaciones), decorado con cucharilla y flores, a la cual suelen asir diversos alimentos. También otra fiesta importante es la de San Juan, el 24 de junio. Las danzas pueden dividirse en dos tipos, una de índole más antiguo (probablemente de los primeros años del siglo XIX) que conserva la vestimenta del indio catequizado, con camisón adornado con grecas en la punta inferior y una cinta alrededor de la cabeza, a manera de corona, con unas plumas en la parte trasera que sobresalen sobre la coronilla. El grupo que vimos danzar era conformado por niñas de entre 7 y 15 años aproximadamente, quienes llevan sonajas y bailan en dos filas. El otro tipo de danza está formado por jóvenes y adultos quienes se visten a la manera “chichimeca”, con pieles de animal, pintados de la cara y el uso de huesos y símbolos animales a manera de collares, pulseras y otros adornos, siempre teniendo el pecho y las piernas - 322 -
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desnudos (vestimenta adoptada durante la segunda mitad del siglo XX). Bailan en círculo, pero distinto a las danzas concheras o aztecas. Este grupo ha salido a danzar a eventos de reivindicación indígena y de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), puntualizando que se trata de una reinvención de las danzas chichimecas prehispánicas, con el asesoramiento del arqueólogo Agustín Pimentel Díaz, y demás miembros del grupo musical Tribu. Cabe mencionar la organización del Encuentro de la Toltequidad en Mineral de Pozos que suele durar tres días, donde se presentan danzas y grupos New Age, entre otros conjuntos de géneros musicales invitados. También en noviembre se lleva a cabo un inmenso desfile de danzas en San Luis de la Paz, de la central de Autobuses a la Plaza Principal, donde, además de algunos grupos de danza tradicional invitados, la mayor parte de las danzas son de escuelas y grupos folklóricos. Agustín Pimentel y Alejandro Méndez grabaron ejemplos de jarabes y minuetes en 1981. La dotación instrumental fue violines, tambora y redoblante, principalmente, aunque también se incluyen en algunos ejemplos guitarra y guitarrón. Esta música tiene relación con la que se interpreta en el semidesierto queretano, como en San Miguel Tolimán, mostrando una relación cultural otopame. Otro género musical relacionado con la Sierra Gorda es la valona o decimal para la topada de dos grupos musicales, este género llamado huapango arribeño, con alguna relación con la Huasteca, se diferencia de la música abajeña anterior con tambora. De los músicos grabados en aquella ocasión, aún don Trinidad García está en espera de un sucesor que aprenda en el violín el repertorio antiguo de música de golpe (CDI 2010: 16-40). Jorge Uzeta realizó otra investigación centrada en Tierra Blanca y sus alrededores, en ella registra el lazo ritual que existe entre esta subregión y el semidesierto queretano, a través de las peregrinaciones al Pinal del Zamorano y sus mayordomías. A partir de cruces en los cerros, y capillas y calvarios en los caminos, pueblos y casas, se da un sentido ritual al territorio, donde se vela a las cruces y a nichos de santos con sahumadores y se realizan los súchiles, las rosetas y los bastones, estructuras pequeñas de madera a las cuales se adorna con cucharilla y flores (Uzeta 2004a: 151-255). Evidentemente hay relación con los ritos que se llevan a cabo en San Miguel de Allende (Correa 2004: 143-153), Comonfort y Dolores Hidalgo, y que en el pasado también se realizaban en los pueblos a la vera del Río Laja (Cervantes 2004: 127-140). Una tradición musical que se conserva aún en el municipio de Tierra Blanca y Dr. Mora (antes Charcas), es el conjunto de tunditos, el cual está conformado con dos integrantes que tocan cada quien una flauta de carrizo de tres obturaciones en una mano con la cual también cargan un tamborcillo pequeño bimembranófono el cual se percute con un macillo largo y delgado que llevan en la otra. Tienen un repertorio extenso de piezas religiosas para las imágenes y alabanzas, además de música popular como canciones y huapangos, destacando las Mañanitas. Del trabajo de campo que - 323 -
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realizara el músico Gabriel Figueroa en Cieneguilla, El Picacho y El Guadalupe, municipio de Tierra Blanca, y en Dr. Mora en 2008, uno de los integrantes ya murió, y se buscan compañeros que deseen aprender el repertorio, siendo una práctica en extinción debido a que ya se prefiere a las bandas de aliento (Muñoz 2010: 32-47). El mismo Gabriel pondera que la música de tamboleros de Comonfort, Guanajuato, es diferente, con lo cual estamos de acuerdo, por lo que esta práctica tiene más cercanía con los pifaneros del semidesierto queretano (Solorio 2010). En cuanto a las danzas, en el municipio de Tierra Blanca se encuentra una danza de Apaches, que al parecer se copió de las danzas de Chichimecas y franceses en San Miguel de Allende, de Rayados, como las de San Luis de la Paz, de Concheros, como las de Querétaro, y danza Azteca, como las que hay en el centro de México. El tercer documento que ha realizado Jorge Uzeta en la región trata de Atarjea, la población más al noreste de Guanajuato. En él trata los procesos agrarios y políticos que vivió la zona desde la segunda mitad del siglo XIX. Comparado con los otros estudios, esta población tiene una historia reciente, ya que no hay evidencia clara de su fundación (2011: 22-27). Su dedicación a la extracción minera lo relaciona más con el Real de Xichú y, al referir el sistema devocional de peregrinaciones, es claro que la zona alta de la Sierra se encuentra más vinculada con las poblaciones serranas de Querétaro, principalmente Jalpa de Serra. Ambos centros mineros son fundamentalmente mestizos, por lo que la similitud de costumbres con las zonas otomíes es baja: “Las prácticas religiosas indígenas, con sus propios santuarios y su acusado contorno agrícola (…), son ajenas a las prácticas mestizas y a la influencia del punto de peregrinaje serrano más importante, ubicado en Jalpan, Querétaro” (2011: 35, 6164). Asimismo, “Para la zona de Xichú y Atarjea, la localidad de Jalpan fue un punto comercial destacado desde finales del siglo XIX, cuando los terratenientes del lugar hacía acopio de su propia producción agrícola” (2011: 55). En cuanto a las prácticas culturales, vale la pena referir a los róbenos, enmascarados que aparecen en la Judea de Semana Santa, y a la celebración de topadas, donde la música de la Huasteca está presente (Uzeta 2011: 58, 61, 64-65). Cabe mencionar que en el presupuesto de egresos de 1870 aparezca impuestos a “licencias para fandangos” (2011: 76). Es importante comentar que las personas de la Sierra Gorda queretana asumen un pasado cultural pame, el cual se justifica por su cercanía a la zona media de San Luis Potosí y más aún con Santa María Acapulco, donde aún se habla esta lengua. Además, las misiones del siglo XVIII son un elemento visible de cohesión social para ellos. Así, entre las poblaciones de raigambre otomí, como Tierra Blanca, y de referentes pame, como Jalpan, el Real de Xichú y Atarjea quedan desprovistos de una identidad indígena, aunque, como lo demuestra Uzeta, en el discurso se adscriben a un pasado chichimeca, poco evidente (Uzeta 2011: 237, 247).
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Para cerrar este artículo, antes de las reflexiones finales, sólo abordaré la importancia de tres prácticas culturales importantes desde el punto de vista de los etnomusicólogos del país (Flores 2002: 117-120). La primera es el canto de alabanzas al uso viejo, a varias voces y con líneas melódicas no paralelas, que evidencian cierta tradición colonial de canto, las cuales se basan en libretas antiguas que proceden de alabanceros escritos, como el que se publica en el Santuario de Atotonilco (Alabanzas 2009). De éstas no existe aún alguna investigación seria al alcance del público. El segundo es la danza de concheros, que, a pesar de su importancia, aún es poco conocida su parte fundamental, que es la velación. Si bien existen variantes del ritual en la amplia región otopame, el punto central es la comunicación con las ánimas, lo cual evidencia una presencia muy antigua, y que a mediados del siglo XX se dispersará hacia la ciudad de México en su versión de danza Azteca, como lo afirmó en su momento Gabriel Moedano (1972, 1988). En este caso, es una pena que en el disco de la Fonoteca del INAH, en homenaje a Moedano (+), no se encuentre un documento escrito desde la óptica de la región que nos ocupa, sino textos desde las variantes del altiplano central (Buenas noches 2012). El único documento que existe de esta tradición regional, además de los de Moedano, lo publicó la Universidad de Guanajuato hace apenas tres años (Vargas 2013), junto a los abordajes del arduo recopilador Juan Diego Razo Oliva (+) y las tesis de licenciatura (Razo 2013: 102-110; Santamaría 2014). Por último, es indispensable hablar de la tradición musical mestiza más importante del noreste, que le ha dado vigencia a Xichú y a toda la región de la Sierra Gorda, compartida con Querétaro y San Luis Potosí. El huapango arribeño es una tradición serrana, aunque existen músicos y trovadores en Victoria, por ejemplo. Siendo difícil buscar un origen, varios huapangueros coinciden que los músicos buenos venían de San Ciro a principios del siglo XX, por ello se asume que la tradición provino de Río Verde a la Sierra Gorda. En breves palabras, la versería se ofrece en dos contextos, hacia lo humano y hacia lo divino. En el ámbito religioso se cantan versos dedicados a historias de santos, o a pasajes de la Biblia; en el ámbito de la huapangueada se versa sobre diversos temas de interés, destacando que se enfrentan dos agrupaciones musicales, cada uno con su trovador. Se sube cada grupo a una estructura de madera donde se sientan frente a frente, llamada tarango, para que en medio esté la concurrencia bailando y escuchando. Esta práctica se da en pocos lugares del mundo hispano donde la improvisación en décima se da dentro de una fiesta tradicional y no en un escenario, por lo cual ha ganado renombre entre los amantes de la improvisación, llegando a visitar el Real de Xichú durante su fiesta más importante, el 31 de diciembre (Valdivia 2010: 62-67). Si bien hay textos que hablan someramente sobre el huapango serrano desde hace algunas pocas décadas (García de León 2002: 65-70; Moreno 2002: 71-85), aún no se divulgan textos de análisis profundo de esta tradición, mucho menos en Guanajuato. - 325 -
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Textos de recopilación existen tanto en la tradición queretana como en la potosina (Velázquez 1992, 1993, 2000; Jiménez 1998; Escobar 2010), siendo apenas hasta los últimos años que la Universidad de Guanajuato ha publicado algunos repertorios de canto a lo divino y a lo humano (Gutiérrez 2014a, 2014b, 2015, 2016), por lo cual hay todavía aspectos de análisis musical sin abordar, a pesar de que el grupo más famoso del género musical es nativo de Xichú, Guillermo Velázquez y los Leones de la Sierra, y su hermano, Eliazar, uno de los promotores más importantes de las tradiciones de la región (Velázquez 2004a, 2004b, 2012). Conclusiones
Si revisamos el trabajo pionero en Guanajuato de Luis Miguel Rionda, acerca de las culturas populares del estado (1990: 106-108), sigue en lo general la regionalización propuesta por la monografía de la Secretaría de Educación Pública, en la que la región Altos uniría en sus extremos a San Miguel de Allende con Ocampo, lo cual evidencia que se basa tal delimitación en rasgos físico-ecológicos más que en “geoculturales” (SEP 1989: 14). Y como ha dicho la historiadora María Guevara Sanginés, el Bajío ha sido analizado desde sus procesos económicos sin estudiar a fondo su integración étnica y rasgos culturales (Guevara 2001: 51-52). En este sentido lo que presentamos aquí es un seguimiento histórico de elementos que limitarían la región de los Altos y de la Sierra Gorda en dos partes cada una, para formar tres subregiones en el norte del estado: la primera sería la de Sierra Gorda con el Real de Xichú y Atarjea como localidades más visibles y que tendrían como núcleo cultural Jalpan de Serra, Querétaro, y compartirían rasgos con las otras zonas serranas de San Luis Potosí y Querétaro; la segunda, donde se incluirían los municipios de Victoria, Santa Catarina, Tierra Blanca, Dr. Mora, San Luis de la Paz, San José Iturbide, Dolores Hidalgo, San Miguel de Allende, Comonfort, Juventino Rosas, Villagrán, Cortazar, Celaya y los Apaseos, se justifica por las características históricas y culturales relacionadas con la fuerte influencia otomí a partir del siglo XVI, aunque se trate, como hemos visto, de una zona pluriétnica, y se vaya diluyendo en las últimas décadas; la tercera subregión serían en sí los Altos, del municipio de Guanajuato hacia el noroeste del estado.14 Así, la región que nos ocupa pudo haber sido un epicentro urbano y cultural en el Clásico y Preclásico, interrelacionado con las demás megalópolis de la época, sin embargo, es a partir de su disgregación en el Posclásico en que pierde concreción y se dividirá, a causa de la invasión española, en una zona oriental de fuerte raigambre otopame, la cual aún hoy puede ser contrastada con la zona de los Altos, adscribiendo las regionalizaciones anteriores sólo a rasgos ecológicos o económicos, no culturales.
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Mapa 2. Tres subregiones del norte de Guanajuato a partir de prácticas culturales. Elaboración propia.
La diversidad étnica de la zona otopame tiene como punto culminante los ritos relacionados con las cruces, los cerros, las flores y las ánimas que comparten con el semidesierto queretano y con otras regiones de raigambre otomí o pame. Son el sedimento que sobrevive, y es en estas creencias donde se reafirma una relación estrecha con el entorno, más allá de las necesidades inmediatas; o, más bien, en medio de ellas, se confiere al territorio una significación ritual que aún persiste en las danzas de conquista y su música, como bailes circulares o mitotes, instrumentos percusivos y de aliento militares, hasta llegar a los instrumentos de cuerda del huapango mestizo. Por ello, no es de extrañar la relación entre defensa de las costumbres con la defensa del territorio, ya sea por vía armada o jurídica. Así, en el imaginario regional, más allá de una verdadera ascendencia otomí a partir de los caciques fundadores, la identidad - 327 -
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y reivindicación indigenista está disponible para quien cumpla la obligación ritual al pie de la letra. Con ello, se da una reivindicación del indio guerrero, en contraposición del estereotipo del indio flojo, borracho e indolente, que se sugirió desde la Colonia por parte de los hacendados. La imagen negativa del chichimeca estuvo en pugna con la reivindicación del indio catolizado que había conquistado nuevos pueblos, nuevas almas y, por ende, nuevas tierras. Así es como la lectura de tales tradiciones, que persisten hasta el día de hoy, toman sentido vital en la época contemporánea, y sólo así se puede entender que en zonas urbanas como León o San Miguel de Allende haya una proliferación de grupos de danza juveniles (Martínez 2016). Incluso, lo mismo sucede con la música arribeña de la Sierra Gorda, pues la versería funge como memoria del pasado –actualizada en un espacio de opinión como lo es la fiesta– a través del poeta en el momento de la enunciación improvisada. Con ello, espero haber aportado algunos datos sueltos para justificar la existencia de un Bajío oriental, orgulloso de su identidad conquistadora del suelo donde pisan, defendida con la sangre y el sudor de sus antepasados, las ánimas conquistadoras de los cuatro vientos.
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Para consultar un estudio sintético: (Zamora 2004).
4 Lo anterior aplica también para las regionalizaciones contemporáneas que surgen a partir de “la problemática geográfica, climática y el nuevo ámbito socioeconómico”, mencionando que la región norte es la más pobre, la centro es la más industrializada y con los mejores suelos, y la región sur presenta un desarrollo económico intermedio (Blanco 2000: 241-242). Lo cultural se deja de lado. 5 Cabe mencionar que el genérico de referencia que usan los habitantes de Guanajuato no inmersos en los grupos de danza es el de “apaches”, no de “aztecas”. Es decir, su estereotipo de danzantes semidesnudos con plumas refiere al norte de México y suroeste de Estados Unidos –los salvajes del siglo XIX–, más que a la idealización de pasado azteca, que refiere más al indio catequizado, vestido a la “Juan Diego”, o a la Nezahualcóyotl, ataviado con mantones a lo romano (Martínez 2016). 6 Cabe mencionar que la sobrina de Nicolás de San Luis, Doña Magdalena Ramírez, casó con Hernando de Tapia, Conni; por ello, Diego de Tapia amasará una gran fortuna, dada la conformación de varios cacicazgos otomíes en una amplia región (de Espinoza 2003: 331). 7 El descubridor de las minas de Palmar de Vega fue el cacique otomí Diego de Tapia, hijo de Hernando de Tapia, Conni. Antes de su muerte, en 1614, Diego de Tapia era rico en haciendas y minas (descubrió las de San Luis Potosí, de Escanela, Tonatico y Guasquiluco), tenía el patronato del convento franciscano de Santa Clara en Querétaro y el rey Felipe III confirmó sus blasones y le concedió un escudo de armas (de Espinoza 2003: 332-334; Powell 1977: 169; de la Rea 1996: 186-187). 8 David Wright menciona que probablemente Pedro Vizcaíno era otomí de la clase alta “ya que Xichú fue poblado por miembros de este grupo lingüístico” (1999: 45). 9 Ruiz Guadalajara considera que El Palmar de Vega pudo tener un “pequeño asentamiento de guachichiles pacificados antes de convertirse en real minero”, lo cual ocurrió aproximadamente en 1595. Primero habría estado sujeto a la Alcaldía Mayor de San Miguel el Grande, y pasaría a la alcaldía de Xichú al momento de su creación (2004: 135). 10 Existe la referencia a otra forma de nombrar a un brujo en tierras más al sur, en las cercanías de San Juan del Río, Querétaro: Surín, a quien le preguntaron su parecer acerca de la batalla que se avecinaba (Viramontes 200: 111). 11 Lara menciona que actualmente “los pames son escasos mientras que ximpeces y jonaces inexistentes” (2007: 129). 12 Se ha utilizado de Mirtha Urbina la investigación publicada por la Universidad Autónoma de Querétaro a los ganadores del Premio Alejandrina 2012 en Ciencias Sociales y Humanidades; pero existen otras versiones en Estudios de cultura otopame (Urbina 2012) y en las memorias del Foro Internacional sobre Multiculturalidad (Urbina s/f). 13 Actualmente se le conoce como Los Picachos, ubicado entre Comonfort y San Miguel de Allende, no tan lejos de San José Iturbide (Pérez Venzor 1996: 174-183). 14 Tal delimitación, obviamente parte del enfoque propuesto para definir el noreste de Guanajuato. Tomando otros referentes culturales o sólo alguno de ellos, traerá consigo variantes de la regionalización propuesta aquí, por ejemplo, a partir de la danza tradicional solamente (Martínez 2013).
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The Formation of Communities in the Mexican Bajío, 1550-1800: Silver, Migration, Amalgamations, and Identity Adaptations John Tutino Georgetown University
While the Bajío rose to become the economic engine that drove New Spain and energized global trades from the sixteenth through the eighteenth centuries, its population was re-created by the arrive of a few powerful Spaniards, more enslaved Africans, and thousands of indigenous peoples from Mesoamerican communities to the south. While a mix of Europeans, Africans, and Amerindians characterized mostcore regions of Spanish America, the Bajíowas different, perhaps unique. After 1550, nearly everyone there—Europeans, Africans, native Americans—arrived as immigrants: from Europe, Africa, and the diverse regions of Mesoamerica just south. As they settled commercial and industrial towns from Queretáro to Celaya and beyond, the mining center of Guanajuato, and estate communities across fertile bottomlands and nearby uplands, diverse people of immigrant origins mixed in complex and changing ways to create new communities with complex and changing identities. This essay explores ongoing amalgamations and changing identities from the late sixteenth to the late eighteenth centuries, outlining complexities while aiming to stimulate further investigations into pivotal sociocultural transformations. When Europeans arrived in Mesoamerica after 1500, the Bajío was a region of fertile lands, watered by multiple rivers, sustaining a sparse population of diverse peoples—Guachichilies, Guamares, and Jonaces who mixed mobile hunting and gathering, and Pames who remained mobile while adding cultivation into their ways of sustenance. Just south of the basin, Otomí, Mexica, and Purépecha (Tarasco in the documents) lived more settled lives in state-structured domains. They struggled to assert power over the warrior nomads of the Bajío, people the Mexica maligned as Chichimecas, and traded with them across social and cultural boundaries that were both porous and contested. Centuries earlier, the Bajío had been the site of state-ruled societies and more dense populations of cultivators—evidenced to all by the pyramidal remains at Plazuelas, near Pénjamo in the west, and atPueblito, by Querétaro in the
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east, among others.But state powers and dense settlements of cultivating communities had all but vanished from the Bajío by 1500.1 While Spaniards fought to assert rule over Mexicas and other Nahuas in the 1520s and introducedsmallpox and other diseases that assaulted Mesoamerican peoples, debilitating their states and societies,Otomí fromXilotepec drove north. They aimed to escape Mexica rule, European attacks, and perhaps the new deadly diseases that seemed everywhere. Founding Querétaro in the 1530s, they settled the rich bottomlands watered by the river that came down from the canyon just east. The Otomí incursion of the 1530s, joined by a few Spanish clergy, began a long history of migration that transformed the Bajío, its population, and communities.2 Spaniards learned of silver mines at Zacatecas in the 1540s and at Guanajuato in the 1550s just as China drove up global demand for silver, and thus the price and the potential for profitable production. The soaring demand for silver accelerated the transformation of the Bajío. Europeans, the Africans they brought as slaves, and diverse Mesoamericans—Nahuas, Otomí, and Purépechas—all came north in growing numbers seeking a chance to profit in silver, to work in the mines, and to found agricultural estates and communities that would sustain a new commercial world. The diverse Chichimecas had adapted to the limited Otomí incursion at Querétaro;they could not abide the flood of newcomers who trampled through and settled on domains long essential to their mobile hunting, gathering, and limited cultivation. Spaniards’ livestock was no less invasive and no more welcome—though it could be hunted when other prey became scarce. The post 1550 invasion of Europeans, Africans, Mesoamericans, and their livestock provoked decades of adamant Chichimeca resistance—historically called the Chichimeca wars. They were not wars of Europeans against the native peoples of the Bajío—but conflicts pitting a few Europeans allied with much larger Mesoamerican forces arriving from the south and fighting under native commanders, all seeking to end Chichimeca resistance and open the Bajío to a Euro-Mesoamerican commercial economy and a new society to sustain it.3 When the wars ended in the 1590s, the original peoples of the Bajío were all but gone. Many died in decades of warfare; others fled to survive—some to refuges as near as the Sierra Gorda; others to distant northern regions. Uncounted numbers died in the epidemics first introduced by Europeans, then brought north by Europeans and Mesoamericans,and spread in the constant engagements of war. As conflicts receded around 1600, the stimulus of silver was strong at Zacatecas and rising at Guanajuato and San Luis Potosí. The fertile lands of the Bajío, watered by a complex of rivers, might raise the crops and graze the livestock needed to sustain a dynamic new silver economy. A few might profit. Many more could find sustaining work. But asChichimeca wars ended, the Bajío was a promising land with very few people. Querétaro - 338 -
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remained; Celaya, San Miguel, León, and a few other towns had been founded during the war.They would remain toanchor a new society. During the wars, people were scarce. The conflicts over, they came in growing numbers. Some settled in cities and towns; many more built new lives on private lands operated as commercial estates. Mesoamericanswith young families could gain access to land and paid labor. At Querétaro and in scattered towns along the southern edge of the basin, a few gained rights to lands and self-rule in indigenous republics—independent communities sanctioned by the Spanish regime.Most Mesoamerican immigrants settled in the Bajío without rights to landed republics, making the Bajío notably different from the Mesoamerican regions south. That those immigrants came as Otomí, Mexica, and Purépecha and over time mixed together to create indiosmade the Bajío more different, still—as did their ongoing mixing with the minority of Africans who came as slaves (mostly men) and produced children with native women (thus freeing their offspring)—making the people of the Bajío even more different. Over generations, people with parallel ancestries mixing diverse Mesoamericans with Africans escaping slavery came to define themselves—and be accepted—as indiosand mulattoes. In a society of continuing amalgamations, ancestry did not determine identities. This essay explores three episodes of amalgamation in the Bajío—at Querétaro from 1590-1610; in the bottomlands around Salamanca and Valle de Santiago from 1650 to 1680; and at the mining center of Guanajuato in the eighteenth century—to explore how amalgamations among the peoples who did the work essential to the profits of silver capitalism led to the making and remaking of families, communities, and identities. Otomí migrants had settled Querétaro before the rise of silver stimulated the Chichimeca wars. Its Otomí leaders led Otomí warriors into battle, allied with Spaniards, in the fight to expelChichimecasandopenthe region to commercial mining, cultivation, and grazing. Throughout the conflict, Querétaro remained a pivotal base of supply for the allied Mesoamerican-Spanish forces. Its economy solidified so that when the conflict ended in the 1590s it was ready to flourish as the commercial and industrial pivot of the rising silver economy—sustained by outlying commercial estates. All the while, it remained an Otomí republic led by Otomí lords, notably the Tapia family. Spaniards (including Portuguese New Christians) had to negotiate with the Otomí to build and operate enterprises. And while the Otomí majority worked fertile urban huertas(intensely cultivated, irrigated, urban garden-farms—parallel to chinampas)as members of the republic, diverse native newcomers came north to work in city trades—joined by limited yet growing numbers of enslaved Africans.4 A set of over 400 disputes over labor contracts from 1588 to 1609 published by José Ignacio UquiolaPermisán allows a close understanding of the working population of post-war Querétaro.5 They reveal labor shortages, rising earnings, and advanced - 339 -
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payments (that rarely inhibited worker mobility) in a population mixing established local Otomí with diverse migrants recently arrived from regions south. Among 310 workers identified by calidad, 258 (over 80 percent) were classified as indios. Notably, diverse mixtures were already setting in: 16 were labeled mulattoes, 16 mestizos, 17 vecinos (Hispanic men), and 3 as chinos—revealing early arrivals from Manila. There was enormous diversity among those the regime labeledindios. Among the 236 identified by place of origin or ethnicity, 104 were from Querétaro—thus mostly Otomí. Another 41 Otomí had come from regions just south—notably fromXilotepec and the Mezquital; 27 were identified as Tarascos,Purépechas from Michoacán to the southwest; and 52 had come from Nahua regions farther south and east—theirnumbers rising after 1600.Twelve others brought even more diverse regional and ethnic origins to Querétaro: Four were from around Guadalajara; four from dispersed other places; and four were identified as Chichimecas—a small laboring remnant of the original population devastated by war and disease. A look at naming patterns and language use among253indigenous workers is further revealing. 82 retained native patronyms—and all but three required an interpreter to finalize work contracts before the court. These men surely retained their primary ethnic-linguistic identities; most had contracted to work before 1600, their numbersdeclining after that date. An intriguing group of 90, present throughout, yet increasing after 1600, used Hispanic patronyms; more than 25 percent addressed the court in Spanish, even while classified as indios. Were they the offspring of Hispanic fathers and native mothers, taking their fathers’ names while living in their mothers’ indigenous worlds—with a solid minority learning their fathers’ language? A few detailed cases show just such roots. This group suggests that significant numbers of people of mixed Spanish and native ancestry to becomepart of the population classified as indiosat Querétaro. Another group of 81 workers classed as indiosused saints’ names as patronyms (in time the predominant custom under Spanish rule); and again, more that 25 percent spoke Spanish in court. They too were present through the 1590s and early 1600s—while their proportion grew, previewing the indigenous population of Querétaro and the Bajío that would predominate in future centuries: identified by the use of saints’ names, they increasingly became bilingual, even primarily speakers of Spanish, while living and working in a developing commercial society.6 There is so much more to know about these early workers at Querétaro. But what we can glean from the labor contracts is that the “indigenous” population of the city and its nearby countryside were of diverse Mesoamerican origins, mixing with each other and with small numbers of Europeans and Africans to forge new amalgams. Languages and naming practices evolved as people negotiated to claim diverse new laboring rolesin an emerging commercial-capitalist world in which a few powerful men includingOtomí and Europeans ruled while complex mixes of diverse Mesoame- 340 -
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ricans, Europeans, and Africans forged a working majority. We begin to see that in the Bajío, indiowas a category that covered mestizajeamong diverse Mesoamericans and other peoples in a world rapidly becoming commercial and Hispanic. That process was accelerating across the Bajío bottomlands during the middle and later decades of the seventeenth century. Salamanca, Salvatierra, and Valle de Santiago were founded along the Río Lerma in the first half of the seventeenth century, Spanish towns surrounded by commercial estates populated mostly by Mesoamerican families drawn from the south, along with a minority of enslaved Africans. They developed to provide wheat to Guanajuato, Zacatecas, and other mining centers during decades of boom; they consolidated to raise wheat (on irrigated estate fields) and maize (on rain-fed tenant plots) as mining growth slowed in the 1640s.7 Baptismal records from Valle de Santiago and censuses taken across the bottomlands reveal, again, that the category—calidad—of indio, imposed by the Spanish regime as a status of subordinate obligations (to pay tributes) and rights (to access justice) covered a process of amalgamation mixing people of diverse Mesoamerican origins.A key turning point is documented in the Valle de Santiago parish registers. When records began in 1649, the parents of newborns were regularly identified by ancestry and linguistic identities: 65 percent as Otomí, 33 percent Tarasco, plus a few Mexica and others. Then, after 1655, original identities gave way rapidly to near universal labeling as indios. Was the change merely a priestly imposition?Perhaps. But there is revealing evidence of the clergy adapting to parents’ interests in recording calidades. In the late 1660s, a mother recorded as indiaand father entered as negro registered a son as indio. Soon after, a negragave birth to a son, with the father entered as desconocido(unknown). The child was registered as an indio. In both cases, the priest clearly acquiesced in the parents’ goal of establishing indiostatus—thus ensuring freedom. What is clear is that at Valle de Santiago from the late 1640s, diverse Mesoamericans were mixing together and with Africans and claiming identity as indios—in the Bajío, a label of mestizaje including indigenous and African peoples—amalgamations accelerating under the stimulus of silver and Spanish rule.8 The censuses completed in 1683 for the parishes of Salamanca, Salvatierra, and Valle de Santiago detailed urban and rural households—residents of the town, estates, and the few indigenous republics. They listed adults by name, counted children—and paid little attention to calidades. The omission is revealing. Was people’s status so in flux and uncertain that it was difficult to determine? And were such uncertain, negotiated, and changing categories of little use to clerical census takers? Ultimately, the prosperous in town were listed as español—including families named Alcázar and de Guinea, the former suggesting Muslim origins, the latter African roots. And the poor in town, in pueblos, and the majority at estates were entered in long lists of indios.9 - 341 -
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Still, if the census counts of the 1680s presume the inclusion of the majority into an amalgamating category of indios and the prominent into a class of españoles, they rarely note people of African ancestry.Yet we know from diverse sources that slaves remained along with growing numbers of their free descendants.The bottomlands’ census lists do include a notable number of persons with the patronym de la Cruz— among people in the lists of españolesin the towns and at outlying estates and villages, too. De la Cruz is widely recognized as the most common patronym given to children born to slaves and others of African ancestry in New Spain. When the numbers of households led by the de la Cruz are calculated as a minimal indicator of African ancestry (not all were named de la Cruz), we find that 8 percent of Spanish households had African ancestors in the 1680s. 11 percent had such ancestors in thefew smallindigenous villages around Salamanca and Salvatierra. And at the estates that included the majority of population across the bottomlands, 8 percent of households labeled indigenous included people of African origins.10Not only had indiobecome a generic category masking amalgamations among diverse Mesoamerican peoples who had come to make new lives in the Bajío, both indio andespañolhad become categories masking ongoing inclusions of peoples of African roots—whose ancestors had come as slaves, found ways to freedom, and incorporated themselves into the larger population dividing (according to prevailing categories) between Spaniards and indiosas the seventeenth century ended.Bifurcated labeling masked a society of complex amalgamations. A turn to the mining center of Guanajuato in the eighteenth century reveals a parallel yet different process of amalgamation and identity changes. The economic engine that drove the Bajío, New Spain, and global trade had reached a population of over 50,000 by the 1750s. An ecclesiastical census from 1755 recorded nearly 70 percent as mulatto.11 Yet there is no evidence that people of African ancestry constituted more than 15 percent of the arriving population that created the Bajío. In the bottomlands, they remained near 10 percent; around Guanajuato and the uplands near 15 percent. How, then, could 70 percent of the people who mined and refined the world’s silver at Guanajuato become mulattos? The answer is: they made themselves so by amalgamations and self-definitions. The amalgamations are well documented, if not always fully emphasized. We know that those who arrived enslaved from Africa in New Spain and the Bajío were mostly, men—over 70 percent. We know they produced children primarily with indigenous women—the great majority of available partners. As indigenous women were by definition free, enslaved men thus freed most of their offspring—and guaranteed that the great majority of mulattoes in New Spain mixed African and indigenous ancestries (despite regime assertions that the category identified the offspring of Spaniards and Africans.)12 - 342 -
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In the regions surrounding the mining center of Guanajuato, still enslaved women of African ancestry also found ways to free their newborns, as documented in the essential analysis of María Guevara Sanginés in Guanajuato diverso.13 In the first half of the eighteenth century, a community of mixed peoples in uplands south of the mines regularly welcomed enslaved women about to give birth, recorded the newborns as indigenous, and arranged adoptions by families asserting indiostatus—while the mothers returned to their masters claiming to be aggrieved by stillbirths, and surely aggrieved by having to give up their children in order to free them. By these and other means, the many men and few women brought to the Bajío as slaves mixed with the indigenous majority that surrounded them to generate a growing mulatto population. But that population could not have risen to approach 70 percent by such mixing. It expanded to that level at Guanajuato because while many families of mixed African and indigenous ancestry adopted indiostatus in the bottomlands in the seventeenth century, many of parallel origins adopted mulatto status in and around the mines in the eighteenth. Again, the question is why. In rural communities, the vast majority of people were of mixed indigenous ancestry—and indiostatus created at least the imagined possibility of seeking rights to lands and self rule as indigenous republics. Across the Bajío and nearby zones, many claimed such rights—and a few succeeded.14 Such rights to land were improbable in urban centers (beyond Querétaro, where the founding Otomí republic provided huertas and access to justice to the Otomí majority). Meanwhile, mulatto status did open the opportunity for men to serve in militias—a different means to negotiate gains with those who ruled silver capitalism.15 Still, the riots that wracked the city of Guanajuato in 1766 and 1767 were provoked in large part by attempts to force workers, most classed as mulattoes, into militias— suggesting that armed service was not always seen as a gain.16 So why did so many who worked to make the silver that drove the global economy claim mulatto status? Perhaps because it was a label of dishonor in the minds of the powerful and prosperous few. It might sanction the unruly behavior for which mine workers were famous—and by which they asserted their interests and their independence as they lived lives of laboring prosperity, thanks to ore shares and high wages, while daily facing maiming and often deadly dangers. Was being mulatto a way to be proudly and assertively “other”—knowing the powerful and the world beyond depended on their working otherness?17Until we find more sources for the visions and actions of mineworkersand town artisans, we can only ask. A final shift in the status of workers at Guanajuato adds complication to this sketch of amalgamations and changing identities making the population of the Bajío. At the time of the riots of the 1760s, most workers and rioters remained mulattoes—as they resisted new taxes on the staples of survival and on the playing cards and alcoholic drinks that provided escape from lives of dangerous work. In the militia census - 343 -
John Tutino
of 1792, the population of Guanajuato remained just over 50,000—and the majority once mulatto now appeared re-classified as español. There had been no influx of new workers; the majority of men were listed as born in the mining center or nearby. Clearly, in less than three decades a mulatto majority had become a Spanish majority. Again, we must ask how and why. The taking of Spanish status surely revealed the continued assertions of the men and women who did the work of making silver. Yet it also required the acquiescence of the authorities that recorded them in the census—heirs to those who had struggled to contain the riots of the 1760s. Why would those who aimed to rule accept that the working majority, of mixed ancestry, once mulatto, had become Spanish? Again, we can only speculate. But we know that after 1770, silver output at Guanajuato had driven to new heights while powerful mine operators led by the Marqueses de San Juan de Rayas and the Condes de Valenciana struggled to maintain profits by holding down the earnings of mining and refinery workers. Entrepreneurs cut wages and tried to eliminate the ore shares that had made the most skilled workers partners in mining operations. Managers also drew growing numbers of low-paid women to labor at refineries, holding down wages and challenging presumptions of patriarchy among working men. The result was decades of contest between silver capitalists and the working community that generated their profits. Skilled workers did lose ore shares, the less skilled saw wages fall, while growing numbers of poorly paid women and young boys entered the labor force. The majority of men at the mines remained relatively well paid—and still faced daily dangers that kept their working and earning lives short. And as material rewards were constrained, it appears they gained the cultural reward of status as españoles. As the nineteenth century began, the Bajío remained the most dynamic engine of the world economy in the Americas. Its silver drove global trades and sustained Atlantic powers in wars that would not end. And its populations forged in centuries of immigration and amalgamation showed great diversity: a majority now labeled as Spaniards at Guanajuato, including most workers in that pivotal city; a population still bifurcated between a Spanish minority and an Otomí majority in and around Querétaro; Spanish minorities and indio majorities across the bottomlands; and Spanish minorities, mulatto majorities, and indio minorities across the northern uplands (to say nothing of the diverse indigenous peoples that still lived in refuges across the nearby Sierra Gorda).18 That enormous variety of ways of life, ways of work, and ways of self, social, and cultural identity had emerged under the stimulus of silver. Ongoing amalgamations and negotiations of identity had forged in an integrated regional economy tied to global capitalism—while it generated communities of localized diversity. After 1810, the Bajíoregional economy and global silver capitalism would be destroyed when indios across the bottomlands and mulattoes across the uplands rose in - 344 -
the formation of communities in the mexican bajío...
a decade of insurgencies. Meanwhile, Querétaro, with its Otomí republic and majority still grounded in urbanhuertas, and an Otomí majority dependent on estates across the countryside, remained a bastion of Spanish power and counterinsurgency.19A society forged in fragmentation broke into diverse factions during the decade that contested everything from Spanish rule to silver capitalism. When the Bajío became a part of a new and contested Mexican nation in 1821, its silver economy had collapsed while its population consolidated new local autonomies as estates across the region leased once commercial fields to family cultivators (including men who had rebelled, many who had not, and women, too, who had taken over cultivation while insurgencies raged).20 Social amalgamations also continued, and identities continued to change. That is another equally important history. (Endnotes) 1 On early settlements and European newcomers, see David Charles Wright Carr, La conquista del Bajío y los orígenes de San Miguel Allende (México: Fondo de Cultura Económica, 1998). 2 See Lourdes Somohano Martínez, La versión histórico de la conquista y la organización política del pueblo de Querétaro (Querétaro: Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey, 2003) and the synthesis in John Tutino, Creando un nuevo mundo: los orígenes del capitalismo en el Bajío y la Norteamérica española (México: Fondo de Cultura Económica, 2016), pp. 105-118. 3 Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 118-140. 4 Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 140-150. 5 Trabajadores de campo y ciudad: Las cartas de servicio como forma de contratación en Querétaro, 1588-1609 (Querétaro: Gobierno del Estado de Querétaro, 2001). 6
See Cuadros A.8-A.10 in Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 659-661.
7 See Michael Murphy, Irrigation in the Bajío Region of Colonial Mexico (Boulder: Westview Press, 1986), pp. 9-27, 41-87, and Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 198-199. 8 The registers are analyzed in Ariana Baroni Boissonas, La formación de la estructura agraria en el Bajío colonial, siglos XVI y XVII (México: La Casa Chata, 1990), pp. 82-86. 9 The censuses are published in Alberto Carrillo Cazares, Partidos y padrones del obispado de Michoacán, 1680-1685 (Zamora: El Colegio de Michoacán, 1996), pp. 404-434. 10 The calculations and explanations are in Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 210-215; and Apéndice B, Cuadros B.20-B.22, pp. 678-680. 11 Isabel González Sánchez, El Obispado de Michoacan en 1765 (Morelia: Gobierno de Michoacán, 1985), pp. 296-297. 12 This is evident in materials presented throughout Tutino, Creando un nuevo mundo, and in Patrick Carroll, Blacks in Colonial Veracruz: Race, Ethnicity, and Regional Development (Austin: University of Texas Press, 1991) and María Elisa Velázquez Gutiérrez, Mujeres de origen africana en la capital novohispana, siglos XVII y XVIII (México UNAM, 2006). 13
(Guanajuato: Ediciones La Rana, 2001).
14 Cases are documented throughout Tutino, Creando un nuevo mundo, continuing into the early nineteenth century. 15 See Ben Vinson, To Bear Arms for His Majesty: The Free Colored Militia in Colonial Mexico (Stanford: Stanford University Press, 2001). - 345 -
John Tutino
16 See Felipe Castro Gutiérrez, Nueva ley y nuevo rey: Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España (Zamora: Colegio de Michoacán, 1996) and Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 308-348. 17 Again, such lives of rowdy assertion are documented for mine workers at Guanajuato throughout Tutino, Creando un nuevo mundo. 18 Again, all detailed in Tutino, Creando un nuevo mundo. On the Sierra Gorda in the eighteenth century, the essential work is Gerardo Lara Cisneros, El cristianismo en el espejo indígena: Religiosidad en el occidente de la Sierra Gorda, siglo XVIII (México: AGN, 2001). 19 On the bottomlands, see Luis Fernando Granados, En el espejo haitiano: Los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina (México: Era, 2016). On the uplands insurgency, see John Tutino, “The Revolution in Mexican Independence: Insurgency and the Renegotiation of Production, Property, and Pagriarchy in the Bajío, 1800-1855,” Hispanic American Historical Review, 78:3 (1998), pp. 367-418. On Querétaro and counterinsurgency, see John Tutino, “Querétaro y los orígenes de la nación mexicana: Las políticas étnicas de soberanía, contrainsurgencia, y independencia, 1808-1821,” in Laura Rojas and Susan Deeds, eds., México a la luz de sus revoluciones (México: Colegio de México, 2014), Vol. 1, pp. 17-64. 20
This is documented in Tutino, “The Revolution in Mexican Independence.
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La nueva identidad indiana en las comunidades de Guanajuato Luis Miguel Rionda
La emisión de la Ley para la Protección de los Pueblos y Comunidades Indígenas del Estado de Guanajuato el 8 de abril de 2011, ha provocado un interesante ejercicio público de reflexión y debate sobre la reconceptualización oficial del término “indígena”. Gracias a ese instrumento legal los poderes de la entidad han reconocido que la identidad étnica no se basa en el conocimiento y uso de una lengua nativa, sino de la autoadscripción a nivel comunitario. La integración de un padrón de comunidades indígenas, que enlista a 96 localidades de la entidad, 27 de ellas en San Miguel Allende, se fundamentó en una metodología participativa que garantizó que la decisión de integrarse al padrón se tomara en asambleas comunitarias libres, en las que se debatió sobre la existencia de elementos culturales e históricos que vincularan a la colectividad con alguna tradición indígena. Este ejercicio participativo ha impulsado un proceso de reconcientización nunca antes visto en una entidad que se había asumido como netamente mestiza, y ha fortalecido la capacidad de defensa de los derechos humanos y culturales de esas comunidades. Esto se ha puesto en evidencia en la reacción de los “neo” indígenas contra la construcción de la autopista Guanajuato-San Miguel Allende, que ha colocado al gobierno de la entidad en una posición difícil obligándolo a negociar. Guanajuato, entidad que se pretende mestiza
En el momento de la colonización de nuestro país, el territorio de lo que hoy corresponde al estado de Guanajuato fue un espacio con muy poca presencia de poblaciones nativas. Aunque se conoce de la existencia de más de 1 200 sitios arqueológicos, la gran mayoría de los asentamientos prehispánicos estaba despoblada antesdel siglo XVI. El patrón de colonización del Bajío por parte de los europeos fue entonces fundamentado en las alianzas que supieron tejer esos recién llegados con pueblos y señoríos mesoamericanos, en particular con los de lengua otomí, como el de Xilotepec en lo que hoy es el estado de Hidalgo, pero también de las tradiciones mazahua, mexicana y purépecha. Esta combinación de colonos españoles minoritarios, y sus compañeros nativos y sedentarios, provenientes del sur y oriente del río Lerma, caracterizó a los nuevos asentamientos, en particular los que fueron fundados por determinación de las au-
Luis Miguel Rionda
toridades coloniales. El ejemplo más claro fue la fundación de la ciudad de León en 1576, en cuyo centro urbano se asentaron las familias europeas, pero que se hicieron acompañar por indígenas purépechas que se asentaron en el pueblo vecino de El Coecillo, fundado en 1580, y por otomís que fundaron el pueblo de San Miguel en 1595 (Navarro Valtierra, 2010, p. 81 y 86). Ambas comunidades son hoy barrios de la ciudad de León. Una característica de los pueblos y comunidades indígenas que se asentaron a lo largo de los siglos XVI y XVII en el actual estado de Guanajuato es que eran habitados por indios libres, no sujetos a encomenderos que los esclavizaran. Los indios cobraban por su trabajo, y acudían a esta región atraídos por los salarios que ofrecían la minería y la agricultura. También se les proveyó de tierras, a fin de que se asentaran de manera definitiva y que contribuyeran así a la pacificación de los indios bravos del norte (Brading, 1988). Los colonos indígenas se mezclaron en alguna medida con los indios locales de origen chichimeca (jonaces, copuces, guamares, guaxabanes), cuando éstos así lo quisieron porque siempre fueron rebeldes a la sedentarización. Por la escasez de fuerza de trabajo local, los indios en el Bajío se vieron exentos de varias prohibiciones explícitas en las Leyes de Indias, y se les permitió vestir ropa europea, montar a caballo, usar armas y participar en casi toda actividad social. Eso facilitó la temprana castellanización y homogeneización de la sociedad abajeña, que incluso absorbió al pequeño componente de población africana que fue importado por los colonizadores. Mediante este modelo de colonización, el indígena avecindado en estos nuevos territorios fue perdiendo poco a poco su cultura nativa y abrazando los modos, saberes y pensares de los europeos. De esta manera el mestizaje avanzó con fuerza en el Bajío y las sierras de Guanajuato, hasta la actualidad, cuando en el censo de 2010 sólo 15 mil 204 personas de cinco años o más declararon hablar alguna lengua nativa (INEGI, 2012), lo que representa apenas al 0.31% de la población total de esa edad en la entidad. Tal vez debido a ello, durante décadas, Guanajuato ignoró a sus poblaciones nativas, y discriminó a los indígenas inmigrantes, a los que se etiquetó de pordioseros y malvivientes. Todavía hoy se percibe ese estereotipo tanto en la sociedad mestiza como en las autoridades municipales. Una de tantas evidencias fue la determinación que tomó en 2011 el gobierno municipal de León, en el sentido de “limpiar” los cruceros viales de indios pedigüeños o mercaderes. Lo mismo ocurre en la capital del estado, donde el tema de las “guaritas”, o sea las indígenas que han venido de Guerrero, del Estado de México o de Oaxaca, para ejercer como vendedoras ambulantes en esa ciudad turística, es motivo constante de quejas de las “buenas conciencias” locales, que las rechazan bajo el argumento de que “afean” la ciudad. Para muchos guanajuatenses los indios son una lacra social que hay que esconder debajo del tapete. De poco sirve argumentar que son ciudadanos mexicanos que - 348 -
la nueva identidad indiana...
emigran en busca de oportunidades en otros lares del país. Se les trata como seres exóticos, extranjeros indeseables. Descripción estadística del componente indígena
La población indígena en la entidad tiene dos componentes: la población originaria, concentrada en algunas comunidades de indígenas en los municipios de San Miguel Allende, San Luis de la Paz –particularmente Misión de Chichimecas–, Victoria, Tierra Blanca –destacando Cieneguilla–, Comonfort y otros ocho. Por otra parte, la población inmigrante, mayoritaria, es procedente de Hidalgo, Guerrero, Oaxaca, Estado de México, Michoacán, Puebla y otras entidades. El componente nativo pertenece a la etnia chichimeco-jonaz (uza o éza›r) y a la otomí-pame (xihue o xi’ui). Los inmigrantes son mixtecos (ñuu savi), zapotecos (diidzaj), mexicanos (nahua), mixes (ayook), mazahuas (j’ñatio), tarascos (p’urhépecha), huicholes (wirr’árika) y mayas en sus diversas variedades. Con base en los datos del censo 2010, la distribución de los hablantes por lengua nativa en el estado de Guanajuato es la siguiente: Total
15 204
%
Chichimeca jonaz
2 142
14.09%
Maya
143
0.94%
Mazahua
818
5.38%
Mixe
382
2.51%
Mixteco
324
2.13%
Náhuatl
1 264
8.31%
Otomí
3 239
21.30%
Purépecha (Tarasco)
568
3.74%
Totonaca (Totonaco)
105
0.69%
Zapoteco
285
1.87%
Resto de 37 lenguas
606
3.99%
No especificada
5 331
35.06%
Fuente: Censo 2010
Los mismos datos, en gráfica, se exhiben a continuación:
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Luis Miguel Rionda
Ahora bien, en cuanto a su distribución en las 46 municipalidades de Guanajuato, los datos estadísticos de los últimos censos y conteos poblacionales exhiben esta situación: Municipio
1995
2000
2005
2010
Estatal
4738
10689
10347
14835
León
1011
2425
2721
3191
San Luis de la Paz
1266
1443
1509
2163
Tierra Blanca
17
92
62
2065
Celaya
523
1124
965
1262
Irapuato
356
1031
850
1004
San Miguel de Allende
279
520
335
621
Salamanca
174
321
363
326
Guanajuato
83
292
330
306
Salvatierra
53
165
135
276
Dolores Hidalgo CIN
67
255
177
273
Silao
43
203
187
262
Valle de Santiago
53
144
184
249
San Francisco del Rincón
43
141
205
234
Acámbaro
63
281
181
214
Pénjamo
70
179
200
207
Comonfort
100
145
138
188
Cortazar
38
117
140
163
Apaseo el Grande
20
149
112
150
Purísima del Rincón
13
76
87
136
Villagrán
114
138
82
136
Uriangato
44
167
142
130
Apaseo el Alto
26
110
113
124
San José Iturbide
16
76
99
122
Yuriria
20
73
54
117
Abasolo
22
129
90
113
Santa Cruz de Juventino Rosas
21
61
70
109
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la nueva identidad indiana...
San Felipe
28
81
126
102
Moroleón
17
107
96
78
Romita
12
42
67
78
Manuel Doblado
19
57
45
46
Jerécuaro
36
70
72
46
San Diego de la Unión
10
37
34
46
Jaral del Progreso
10
60
42
42
Tarimoro
10
68
60
39
Victoria
3
48
119
39
Coroneo
8
26
26
29
Cuerámaro
9
46
21
28
Doctor Mora
4
22
18
24
Huanímaro
0
25
12
23
Ocampo
17
28
11
19
Pueblo Nuevo
0
14
6
16
Xichú
7
31
6
13
Tarandacuao
5
18
20
10
Atarjea
0
18
7
7
Santa Catarina
3
16
8
5
Santiago Maravatío
5
18
20
4
Fuente: Censo 2010
Hacia la redefinición de la identidad
Ya se afirmó aquí que en Guanajuato la mezcla racial y cultural llevó a que tempranamente se diluyeran las identidades étnicas, y que prevaleciera la cultura híbrida con predominancia española.La conciencia regional tejió lazos de identidad más orientados hacia la raíz cultural ibérica, y se fue desprendiendo de buena parte de los vínculos con las culturas originarias. Eso se percibe muy bien cuando se testimonian los rituales tradicionales de corte religioso, que en buena medida carecen de elementos del sincretismo religioso que se puede observar en las entidades del sur del país(Rionda, 1990). Sólo en las pocas comunidades que se reconocen como indígenas es posible detectar - 351 -
Luis Miguel Rionda
esos elementos de raíz nativa, o bien en gremios que tienen una directa vinculación con el pasado indígena, como ocurre con los danzantes tradicionales, los artesanos y los campesinos (Moedano, 1988). Las comunidades indígenas en Guanajuato se vieron reducidas y se acentuó así su marginalidad dentro de un entorno social que los ignoraba y discriminaba. El elemento racial no fue el definitorio, pues tan morenos los indios como los ladinos, pero sí fue el factor cultural el que marcó la diferencia. Ser indio era hablar “dialecto”. Pronto, nadie se sintió “indio” en Guanajuato. Más bien se fortaleció una identidad con la “madre patria” transcontinental, una hispanofilia que aún subsiste en nuestro gusto por las tradiciones importadas del viejo continente: su música (de ahí el gusto por las estudiantinas), su arte (nos decimos cervantistas), su arquitectura mediterránea, y su religión telúrica (no hay más mochos que los del Bajío). Sabemos que, a nivel nacional, el año de 1994 tuvo una enorme repercusión para la redefinición de la identidad indígena. Gracias a la irrupción de los neozapatistas en la conciencia nacional, los pueblos originarios cobraron una nueva conciencia, una nueva dignidad en sus relaciones la sociedad mayor mestiza. Una de las consecuencias más importantes de los Acuerdos de San Andrés que signó el gobierno federal con los levantados, fue la modificación del marco legal y el enriquecimiento del artículo segundo constitucional, que reconoce que México es una sociedad pluricultural, y ordena la atención y el respeto a las manifestaciones culturales e idiosincráticas de los pueblos originarios. De repente, ser indio se volvió “políticamente correcto”, y los pueblos y comunidades indígenas se asumieron como tales para combatir la discriminación. El estado de Guanajuato no fue la excepción dentro del concierto nacional, y aunque se tardó en adecuar su normatividad a las nuevas condiciones, finalmente lo hizo en el año de 2011, cuando emitió la Ley para la Protección de los Pueblos y las Comunidades Indígenas del Estado de Guanajuato. Este estatuto tiene la enorme bondad de declarar la existencia de las etnias indígenas, nativas e inmigrantes. Reconoce su derecho al respeto de sus valores y su identidad. Se supera el enfoque asistencialista del viejo indigenismo y asume que los indígenas son ciudadanos no sólo con los mismos derechos, sino también acreedores a la protección del Estado para la preservación y dinamización de sus lenguas, sus usos, su cosmovisión y su autonomía relativa. Para determinar a quiénes corresponden las disposiciones de esta ley, se asume el criteriode que va dirigida a aquellos individuos o colectividades con conciencia de su identidad indígena. El criterio lingüístico quedó superado. Ahora basta con considerarse indígena en función de sus orígenes, tradiciones e identidad. Es una norma que reconoce la personalidad, capacidad y voluntad de las comunidades indígenas para regirse y organizarse en su fuero interno mediante los usos y costumbres que dicta su cultura ancestral; ello excepto cuando algunos elementos de esa cultura contradigan al derecho general instituido o violen derechos humanos - 352 -
la nueva identidad indiana...
y garantías constitucionales, como lo es la participación de la mujer en el ámbito público. Sabemos que en las sociedades indígenas sigue siendo difícil que los varones reconozcan derechos a las mujeres, pero eso tiende a cambiar rápidamente. La autonomía es definida acertadamente como “la expresión de la libre determinación de los pueblos y las comunidades indígenas como partes integrantes del Estado, de conformidad con el orden jurídico vigente, para adoptar por sí mismos decisiones e instituir prácticas propias relacionadas con su manera de ver e interpretar las cosas, con relación a su territorio, recursos naturales, organización sociopolítica, económica, de administración de justicia, educación, lenguaje, salud y cultura, que no contravengan la unidad nacional.” Ahora bien, los sujetos principales de protección de la ley son los indígenas, pero no en lo individual, sino como comunidad. Y se entiende por comunidad indígena a “aquélla que forma una unidad social, económica y cultural, asentada en un territorio y que reconoce autoridades propias de acuerdo con sus usos y costumbres.” Esto último es inquietante, porque la gran mayoría de los indígenas de Guanajuato vive en las manchas urbanas de los municipios desarrollados, sin formar comunidades en sí, excepto cuando se concentran en colonias de precaristas, como las cercanas a las vías y la estación de ferrocarril en León (10 de Mayo, Morelos, Lomas de Guadalupe). Según los datos del último censo, son más de cinco mil indígenas inmigrantes, que difícilmente forman comunidades. Lo mismo sucede con los más de 2 mil 600 que habitan en Irapuato, y otro tanto en Celaya, o los 700 que viven en Guanajuato capital. En todas esas ciudades los indígenas son “invisibles”, y están expuestos a los abusos de las autoridades municipales, en particular las extorsiones de los policías y los agentes de fiscalización. En León el alcalde Ricardo Scheffield ordenó ese mismo año la implementación de una denominada “operación limpieza” bajo el argumento de que los indígenas eran burreros de la delincuencia organizada. Entre las medidas concretas previstas en la ley, cabe destacar la disposición para el establecimiento de un Padrón de Pueblos y Comunidades Indígenas, y del Sistema para el Desarrollo Integral y Sustentable de los Pueblos y Comunidades Indígenas de Guanajuato. El padrón fue integrado en 2013 por parte de la Secretaría estatal de Desarrollo Social y Humano, y enlistó a 96 comunidades de 15 municipios, que se autoadscribieron como “indígenas” a partir de una metodología participativa implementada por funcionarios de esa secretaría. Esto a partir de asambleas comunitarias, donde los habitantes discutieron y decidieron si en realidad contaban entre su cultura y tradiciones, con elementos que los vincularan con una raíz indígena. No importaba si la lengua nativa se había perdido, o se limitaba a unos cuantos viejos, sino que su conciencia comunitaria reconociera un origen ancestral como parte de los pueblos originarios. - 353 -
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El proceso fue entonces consensual y auto adscriptivo. Los ayuntamientos tuvieron la posibilidad de opinar sobre la etnicidad de las comunidades en su territorio, y se actuó con el apoyo y participación del Consejo Estatal Indígena (CEI), entidad que se había constituido desde tiempo atrás y que es reconocida por la nueva ley, además de que cinco de sus miembros pueden formar parte del Comité Estatal de los Pueblos y las Comunidades Indígenas (artículo 64, fracción XIV), órgano de dirección y coordinación para la aplicación de la ley. Los debates dentro de las asambleas fueron acalorados e intensos. No todos los habitantes de esas 96 comunidades estuvieron de acuerdo con la adscripción como indígenas, pero sí la mayoría. Y no podemos ignorar el elemento adicional de atracción para la definición comunitaria: el hecho de que el padrón permitirá que los tres órdenes de gobierno canalicen recursos especiales para el apoyo a comunidades indígenas. El hecho es que ha resurgido una nueva conciencia entre los habitantes de esas comunidades, que están redefiniendo su identidad y asumiendo su pertenencia a una tradición histórica ignorada o despreciada hasta hace poco. El CEI sesiona cada dos o tres meses, en alguno de los municipios con presencia de pueblos originarios, y aborda una agenda cada vez más amplia y ambiciosa. En fechas recientes el CEI se ha visto envuelto en una polémica relacionada con la construcción de una autopista entre la ciudad de Guanajuato y la de San Miguel Allende, cuyo trazo ha sido denunciado como atentatorio contra comunidades indígenas y sitios arqueológicos, en opinión de organizaciones civiles. Uno de los nueve miembros de su directiva del CEI, Magdaleno Ramírez, se ha mostrado muy activo en esta labor de denuncia, y presentó una demanda de amparo ante el Poder Judicial de la Federación, que logró detener la obra, que estaba planeada para ejecutarse desde finales de 2013. Esto ha ocasionado roces con la autoridad estatal, promotora de esa vía. Considero que este asunto ha puesto en evidencia que la nueva conciencia indígena local es algo más que sencillamente una declaración de una identidad; es además un recurso para el empoderamiento de las comunidades, que les ha hecho abandonar su docilidad tradicional y las ha colocado en el centro de un gran debate acerca de los costos sociales de una obra pública que se pretendió desarrollar sin consultar a los habitantes de la zona. Pude realizar tres recorridos de campo para conocer la región a ser afectada. En el recurso de amparo, el promovente Magdaleno Ramírez afirma que 23 comunidades indígenas se verían afectadas en sus derechos humanos y garantías individuales, “relativos al reconocimiento de su autonomía, a su participación en las acciones de desarrollo regional, a la no discriminación, a la garantías de audiencia y legalidad, a que los actos de autoridad sean emitidos en forma fundada y motivada, respetando las reglas de procedimiento correspondientes y a no ser privados de sus propiedades, - 354 -
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posesiones y derechos, sin ser previamente escuchados y conforme a las leyes previamente expedidas”. Todos los testimonios recolectados –15 entrevistas personales y una grupal– hablan de un notable orgullo hacia el pasado reciente y lejano, aunque no hay un conocimiento profundo hacia su propia historia, en particular entre los niños –se visitaron algunas escuelas de nivel básico–. Los ancianos en cambio recuerdan historias locales, y son orgullosos cronistas de su tradición inveterada. El conjunto de comunidades asentadas a lo largo de la cuenca del río San DamiánSan Marcos conforma una entidad socio cultural muy clara. Sus habitantes comparten usos y costumbres, comercian entre ellos, tejen lazos de parentesco de tipo consanguíneo, político –matrimonial– y ceremonial –compadrazgos–, y participan de festejos religiosos como el día de la Santa Cruz, el día de San Isidro, el del Señor del Santo Entierro, etcétera, para los cuales hay mayordomías que se rotan entre los habitantes de cada localidad. También se realizan tianguis –mercados populares informales– con motivo de esas festividades, a los que acuden habitantes de las comunidades vecinas a intercambiar sus bienes, productos o servicios. La región es atravesada por caminos rurales y veredas que comunican a los asentamientos entre sí, y ayudan a mantener los flujos humanos y comerciales que le dan integridad. Hay pues un circuito social, ceremonial y económico que debe ser respetado por los proyectos de obra pública. Muchos habitantes de la región consideran que esos montículos o evidencias de asentamientos prehispánicos forman parte de su patrimonio histórico y raíz cultural. En realidad, se trata de ocupaciones que fueron abandonadas mucho tiempo antes de la conquista y colonización europea en el siglo XVI, y muy probablemente se trataba de grupos con otra referencia étnica y lingüística. Pero es interesante constatar la apropiación que los pobladores modernos hacen de un pasado mítico para reforzar los vínculos identitarios. El valle de San Damián mantiene un intenso calendario de fiestas religiosas y tradicionales, en una región densamente poblada de oratorios denominados “capillas de indios”, cuya abundancia es impresionante, pues muchas de ellas son de carácter familiar. Su sencilla belleza expresa mucho de la sobriedad indígena. El gobierno municipal de San Miguel Allende restauró varias de estas capillas y las proveyó de infraestructura turística, para integrar la llamada “Ruta de las capillas de indios”, que desgraciadamente no se aprovecha de manera suficiente. El gobierno del estado ya ha anunciado que cambiará el trazo de la carretera, pero el líder indígena ha hecho público que no piensa retirar su recurso legal, que tiene altas posibilidades de culminar con éxito. En suma, el CEI ha cobrado un protagonismo que plantea la posibilidad de que la vieja relación de paternalismo entre el Estado y las comunidades sea replanteada. El empoderamiento parece no tener marcha atrás, y que la redefinición identitaria - 355 -
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se ha transformado en un activo político y social para esas comunidades originarias. Falta ahora que el otro componente de la población indígena, el de los que habitan en las ciudades del Bajío, cobre también conciencia de sus nuevas capacidades, y avance también en la defensa de sus derechos.
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Anthropology and History: Toward a Necessary Integration John Tutino Georgetown University
I was and remain enormously honored by the invitation to offer the closing keynote address at the XXX Mesa Redonda of the Sociedad Mexicana de Antropología that met in 2014 in Querétaro, one of my favorite Mexican cities and a focus of my historical studies. While I am most known as a historian, in my education and my heart I have always been in good part an anthropologist. In my doctoral studies at the University of Texas at Austin, my formal mentor was James Lockhart, a historian of indigenous communities in New Spain using linguistic methods and sources that made him very much an anthropologist.1 My intellectual inspiration was Richard Adams, a leading anthropologist known not only for his cultural studies of the Andes and Central America, but also for his political analysis of the assertion of U. S. power in Guatemala—and for his innovative work on the integration of power and culture in studies of long-term social evolution.2Jim Lockhart taught me to do closely detailed social and cultural analyses of popular communities, indigenous and others. Rick Adams drew me to see the essential importance of long-term analyses exploring the integration of power (defined broadly), social hierarchies, and cultural adaptations over the long term—and in global context. The irony is that, viewed from today, what I learned from Lockhart might appear more anthropological while what I gained from Adams seems more the domain of historians. The first conclusion might be that both disciplines have changed since my education in the 1970s—and they have. The better conclusion is that anthropology and history have never been ultimately different, that we should honor their commonalities, and seek a stronger integration, perhaps a fusion I might label anthrohistory. That is the goal of this essay—which builds upon my address in Querétaro and incorporates my learning from more recent work at the intersection of anthropology and history.3 Let me first survey the ways I perceive Anthropology and History as fundamentally similar. Both aim to understand the human condition over time, from ancient pasts to contemporary challenges. Both include consideration of production, power, social relations, gender questions, and cultural adaptations and expressions as they
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change together in diverse societies. Both have traditions of building upon local and regional studies to understand larger national and global processes. In all that, the separation of disciplines seems minimal—and to the extent it is the norm institutionally, misguided. Of course, key differences quickly come to mind—yet they are differences of method and technique more than of inquiry and analysis. Archeologists who literally dig into the earth in search of the material remains of peoples who have left minimal or no written records have most often found their academic homes in anthropology programs. In contrast, historians seempeople of the text—focusing on the written records generated by literate peoples to reconstruct trajectories of change over the long centuries that separate ancient, less textual societies from contemporary (increasingly digital) times. Meanwhile, cultural (and linguistic, political, even economic) anthropologists have focused on engaging contemporary peoples of diverse cultures through residence and personal interactions—participant observation. A (too) simple distinction might suggest that archeological anthropologists emphasize societies before texts, historians claim the domain of textual analyses, and cultural anthropologists engage people who rarely write texts. Yet every reader, anthropologist or historian, has already thought of exceptions to these tendencies. If historians rarely gain the skills to join in archeological work, they regularly engage the results of archeological studies to understand life in Mesoamerica (and elsewhere) in pre-textual times. To note but a few classic cases of wide and enduring influence, William Sanders and Barbara Price on Mesoamerica: The Evolution of a Civilization4influenced generations of historians seeking to understand the centuries before the arrival of European, as did René Millonon urbanization at Teotihuacan,5 and the studies of Richard MacNeish on the domestication of maize at Tehuacan.6More recently and in a brilliant integration of archeology and history, with El pasadoindígena, Alfredo López Austin and Leopoldo López Luján have influenced scholars and students in both disciplines in Mexico, the United States, and beyond.7 Similar integrations of the results of archeological studies and textual analyses mark the important work of Geoffrey Conrad and Arthur Demarest in Religion and Empire: The Dynamics of Aztec and Inca Expansionism,8and the works of Ross Hassig on Trade, Tribute, and Transportation: The Sixteenth-Century Political Economy of the Valley of Mexico,9and War and Society in Ancient Mesoamerica.10All these works have been done by scholars working primarily within Anthropology making contributions essential to history and historians. Such works at the intersection of archeology and history are essential to understanding Mesoamerica before 1500—and the complex transformations that came with incorporation into a Spanish regime and global commercial economy. - 358 -
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For studies of the sixteenth through the nineteenth century, when textual sources are plentiful, historians have ruled most analyses—yet anthropological contributions remain essential. The works of Leticia Reina, from her foundational and transforming Rebelionescampesinasen México, 1819-190611to her recent and pivotally important Historia del Istmo de Tehuantepec: Dinámica del cambio sociocultural, siglo XIX12show the results of her training as an anthropologist and commitment to documentary analysis worthy of the finest historian.Another anthropologist, Laura Lewis,built Hall of Mirrors: Power, Witchcraft, and Caste in Colonial Mexico on work in judicial archives, the classic domain of historians.13Then in Chocolate and Corn Flour: History, Race, and Place in the Making of “Black” Mexico, she mixed documentary analysis with participant engagement to understand a contemporary community in historical perspective.14The works of Reina and Lewis reveal the gains made when anthropology and history fuse rather than separate. In studies of the twentieth century Mexico, historians long focused on classic questions of conflict, state making, political economy, and social reform, were so caught in the revolution’s snare that we struggled to study the decades after 1940. In English, the works of John Womack on Zapata,15 Friedrich Katz on diplomacy and then Pancho Villa and his movement,16 and by Alan Knight on almost everything,17 all textually and archivally based, shaped conversations to the end of the century. In Mexico, the studies of Adolfo Gilly18 and Arnaldo Córdoba19 led considerations of nationalprocesses while regionally focused works proliferated. Romana Falcón studied many regions,20 Felipe Ávila returned to Zapata’s domain,21 and now Ávila and Pedro Salmerón have aimed to re-integrate nation and regions in their Historia breve de la Revolución mexicana.22 Yet perhaps the most transforming study of the era of the Mexican revolution was Luis González y González’ Pueblo envilo.23It revealed the decades from Porfirian times to the 1960s as they were lived by the people of one community—San José de Gracia, lost in the northwestern corner of Michoacán. It showed that the conflicts of 1910 to 1920 did not happen everywhere—while they impacted lives in diverse regions in diverse ways through the decades of reconstruction and transformation that followed. And while Gonzalez was by affiliation a historian, he wrote Pueblo envilothrough a mix of documentary analysis and participant observation—a near perfect fusionof anthropology and history. Long a scholar in Mexico City, Gonzalez went home to study his hometown. Like all participant observing anthropologists, he faced challenges of bias and perspective (in this case, perhaps, too much caring affection). But that closeness also brought access to information and understandings only he could gain—and readers must account for everyauthor’s personal imprint on every study. - 359 -
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Meanwhile, anthropology seemed to come from the United States to Mexico in the form of endless community studies. But before Robert Redfield, OscarLewis, and so many more came as outsiders to study the other, Manuel Gamio brought anthropology to Mexico as mediated by a Mexican who had studied with Franz Boas at Columbia University. For his dissertation, he did the field work for what became La población del valle de Teotihuacan amid revolutionary conflicts (again showing that those conflicts did not disrupt everything everywhere). Published in 1922, the work reached back to the ancient city and engaged contemporary questions of race and ethnicity.24Simultaneously, Gamio engaged the largest questions of Mexican society inForjando patria.25To escape the political conflicts of post-revolutionary times he lived in the United States from 1925 to 1930—where he wrote still classic studies of Mexican migration: Mexican Immigration to the United States26and—in migants’ own voices—The Mexican Immigrant: His Life Story.27Gamio pioneered a fusion of anthropology and history that spanned the U. S.-Mexican border and influenced scholars in both disciplines and both nations. Through long post-revolutionary decades, anthropological studies of Mexico held two primary emphases. Among Mexican scholars, the Instituto Nacional Indigenista focused on honoring diverse native peoples and communities as essential to the nation—while working to draw themtoward more mainstream participations in the national economy and culture. Among U. S. scholars of Mexico, community studies grounded in long periods of participant observation dominated. They too professed to come with deep appreciation for the peoples and cultures they studied. Yet they too brought the perspective of the “knowing outsider.” The best of the many studies in both schools of work made important contributions, often unparalleled in their local detail and analytically revealing—if read with a critical eye. From the 1950s, as Mexico’s post-revolutionary model of national development faced mounting difficulties and communities across the nation, indigenous and Hispanic, faced rising challenges, anthropologists and historians in Mexico, the U. S., and beyond showed signs of innovation and integration that led to newly revealing studies. While indigenista analyses and community studies continued, emerging scholars turned to macro-analyses seeking larger explanatory understandings and social inquiries focused on learning from communities—and less oriented to instructing them. Anthropologists began to build on their studies of communities and cultures to offer larger analyses of societal development and transformations (an orientation earlier present in Gamio’s work). Richard Adams Crucifixion by Power showed that the challenges facing Guatemalans in the 1950s and 1960s could only be understand by seeing communities and cultures in the context of power—in this case, the international power of U. S. corporations and the U. S. government working both through and against Guatemalan actors and institutions.28Darcy Ribiero offered The Civili- 360 -
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zational Process to emphasize that all local developments were linked to larger global processes.29Anthropologists began to take a leading role in a turn to macro-historical analyses grounded in deep local knowledge. Studies of Mexico took a lead in that process through the works of Eric Wolf, a scholar exiled from Europe as World War II began, educated in England and the U. S., serving in the U. S. army in Italy, then trained in Anthropology at Colombia—in a project focused on Puerto Rico. He spent much of the 1950s focusing on Mexico, often working with Angel Palerm—another exile working to understand an adopted nation. In 1959 Wolf published Sons of the Shaking Earth, an anthrohistoryof Mexico that saw indigenous times as foundational, Spanish rule as an intrusion, and the nation as still uncertain. For many—including me—that work long remained the best one-volume history of Mesoamerica and Mexico, especially for recognizing that history did not begin in 1500 and that indigenous participations and legacies shaped everything long after the coming of Europeans.30 Wolf went on to set Mexico and its history at the center of global understandings. In Peasant Wars of the Twentieth Century he offered a comparative historical analysis of the key revolutionary conflicts that shaped a century of transforming change. Mexico was the essential first case study, followed by Russia and China, Algeria and Cuba—leading to Vietnam. He wrote to set a comparative historical anthropology at the center of debates about the conflict consuming the United States and destroying Southeast Asia in the late 1960s. His work had immediate political impact—and enduring scholarly importance.31And Wolf was far from done. In the early 1980s, his Europe and the People Without History offered a powerful new vision of the world since 1500, recognizing non-western, often indigenous peoples as core participants and seeing New Spain as a key participant in the rise of global integration.32 While anthropologists led by Wolf saw the need for macro-historical understandingto make local studies (archeological, historical, and contemporary) meaningful, historians took a complementary turn toward the social and the societal. Long imagining that they focused on the “big picture,” historians had mostlyemphasizedpolitical power, war, and the ideologies that sustained them. From the 1960s, Charles Gibson’s The Aztecs Under Spanish Rule33followed by Nancy Farriss’ The Maya under Colonial Rule34marked a turn to local and regional social analyses taking on long-term questions and focused on communities facing power. Rodolfo Pastor’s Campesinos y reformas: La Mixteca, 1700-185635and Bernardo García Martínez’ Los Pueblos de la Sierra36followed with parallel and innovative visions. The great regional social histories of New Spain were complemented by new and brilliant anthrohistories of Mexico focused on times and places re-shaped by the agrarian conflicts of the revolution of 1910 to 1920. Influenced by Womack’s powerful demonstration of the importance of Zapatista communities and their revolution, and - 361 -
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by González y González’demonstration that ultimately history is lived in communities—even those that aim to avoid revolution—Mexican anthropologists moved toward a powerful fusion of locally grounded, nationally informed historical studies. Two stand out in my view. Arturo Warman led a team of scholars exploring power, production, communities, and their transformations in the eastern regions of Morelos from the Porfiriato to the 1960s. He synthesized the work in Y venimos a contradecir, a study that set communities at the center of the most pivotal transformations of modern Mexican history.37 Guillermo de la Peña soon followed with Herederos de promesas, a parallel anthrohistory of Tlayacapan and its jurisdiction, just northwest (and upland) of the zones engaged by Warman and his team. De la Peña explored communities less dominated by haciendas before the revolution—yet struggling with parallel conflicts and transformations during the decades of conflict and transformation that followed.38 Both scholars kept land and labor, production and marketing, and the powers that contested them at the center of analysis. De la Peña added a deeper focus on local religious culture—making his work, perhaps, the most complete of thefoundinganthrohistories.My From Insurrection to Revolution in Mexico attempted a synthetic analysis of rural social relations and periodic conflicts from the late eighteenth to the early twentieth centuries—inspired by Wolf, and placing my studies of the Bajío and the regions around Mexico City in the context of the strong social historical analyses of New Spain’s regions while building on the anthrohistories that explored of the roots, course, and outcomes of Zapata’s revolution.39 The Mexican tradition of anthrohistories has continued, practiced by Mexicans and Mexicanists. The Canadian anthropologist, Frans Schryer, wroteEthnicity and Class Conflict in Rural Mexico, a work focused on the Huasteca region of the state of Hidalgo.40 Claudio Lomnitz producedExits from the Labrynth, a work that builds on the anthrohistories of Morelos and onSchryer on the Huastecato offer a comparative vision rethinking national cultural challenges in regional contexts.41Pablo Castro Domínguez offered Chayotes, burros y machetes, a study of the Tenancingo region in the southern Valle of Toluca through the twentieth century, studying the revolution and its changing ramifications focused on the interplay of power and culture, nation and community, explicitly grounded in the visions of Richard Adams;42And recently, Jennifer Scheper Hughes returned to the highlands of Morelos to generate Biography of a MexicanCrucifix, a five-century analysis of the origins and persistence of devotion to the Christ of Totolapan—set inthe context of complex historical transformations.43 From the 1960s into the 1980s, then,anthropology and history in Mexico and the U. S. became more comprehensive in linking the global, the national, and the local while seeking analyses integrating power and the social relations that shaped everyday lives in diverse communities. Then, from the 1990shistory and anthropology in the - 362 -
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United States and Mexico turned away from such comprehensive and integrating approaches understanding societal change in what has been called the “cultural turn.” Historians turned away from the social history that had linked power grounded in production to laboring ways, community lives, and rounds of resistance.They turned toward the constructions of meanings and identities by diverse groups, bringing race, ethnicity, and gender to the fore in their analyses. When they looked at power, it was mostly through the lens of politics and the state. Political culture—the relationship between state power, ideas, and beliefs—became an integrating emphasis.The turn brought fine studies and analytical innovations to U. S. analyses of Mexican history. I will note three key works: Peter Guardino’sIn the Time of Liberty brought new understanding to the independence era in Oaxaca;44Florencia Mallon’s Peasant and Nation set indigenous communities at the center of state building in nineteenthcentury Mexico and Peru;45and Mary Kay Vaughan’s Cultural Politics in Revolution brought new emphasis on the relations linking state reforms, teachers(often women), and communities grappling with land reform andthesecularizing, “nation building,” cultural assertionsarriving with teachers and new schools.46 All focused on culture and politics, with varying emphases on ethnicity and gender. All set production and social relations in the background. The field gained much from the cultural turn, notably the importance of incorporating ethnicity, race, gender, and evolving constructions of self and community into historical studies. Of course, for anthropologists there could be no sudden cultural turn. Culture, its meanings debated, was a focus of anthropological studies throughout the twentieth century. Instead (and again, I refer mostly to the U.S.), the 1990s brought new depth and complexity to cultural studies, a strong emphasis on gender—and a turn away from the macro-historical emphases that had made Richard Adams and Eric Wolf leaders of the discipline. The result was that in important ways, in the United States history and anthropology became more similar in the 1990s—both focused on the local, the personal, and the cultural; both incorporating gender; both linking culture and state power—and both turning away from emphases on production and social relations and the macro-historical questions they brought tothe center of inquiries. The question is why. What seems most revealing is that the turn to the local, the cultural, and the political came just as decades of cold war competition between U. S.-led capitalism and Soviet-promoted socialism, decades when Mexico pursued what became the impossible dream of national capitalist development in the shadow of U. S. power, dissolved into a new era of globalization that transformed production and social relations everywhere and left states less pivotal as global actors—struggling to find roles in an unprecedented world of globalizing production and profit, labor, trade, and consumption. To be blunt, many scholars in the two disciplines most dedicated to understanding societal change stepped back from analyses centered on - 363 -
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production and social relations just as transformations in those domains defined a world of change. Scholars facing the radical innovations of globalization generated new understandings of self and community, yet too often left them separated from the questions of power and production then reshaping North America and the world. In Mexico, there was less of a cultural turn—though key works such as Juan Pedro Viqueira Alban’s Relajados o reprimidoshad real impact.47Perhaps most revealing, when Enrique Florescano, arguably the leading and most productive historian of Mexico during the second half of the twentieth century, published Etnía, estado y naciónin 1997, he delivered a powerful attempt to integrate power, production, and culture—offering as the subtitle: Ensayosobre las identidadescolectivasen México.48He published the book in 1997, just as Mexico struggled with the acceleration of globalization via NAFTA—and as Mexicans faced the political challenges that led to the end of PRI monopoly rule. The book ends, without explanation or a conclusion, just before the outbreak of the revolutionary conflicts of 1910. To this reader, the most comprehensive attempt to integrate Mexican history by its leading historian was shortened by the impossibility of facing the 1910 revolution analytically while living the challenges of the 1990s, politically and culturally. Most Mexican historians continued to focus intensely on questions of politics, ideology, and intellectual life—notable in the explosion of deep studies of the politics and constitutional life of the independence era. Others continued the tradition of regionally focused social histories. As the PRI fell from power, studies of the revolutionfaded (with key exceptions, such as Francisco Pineda Gómez’ four volumes rethinking Zapatismo49). At times, it seemed that scholars had accepted that the partyregime was “The Revolution”—so the fall of the party made studies of the revolution less important. Most notable to me as a voracious reader of Mexican historians was the emphasis on deep research into political themes and regionalrealities—and a turn away from macro-synthetic integration. In the latter, Mexican history paralleled developments in the U. S. From a less thorough encounter, I see Mexican anthropologists in recent decades continuing intense studies of diverse specialties: archeology, cultural ethnographies, linguistic analyses, and more. While leaders such as Guillermo de la Peña have kept the tradition of politically informed, economically aware, cultural analyses alive and increasingly including urban communities (as the nation urbanized), most continue to pursue focused studies in specialized fields (a mark of most work presented duringthe XXX Mesa Redonda in Querétaro). In that, Mexican anthropology has paralleled U. S. anthropology (without the hard turn to identity studies). The result seems to be that anthropology and history in the U. S. and Mexico turned to deep studies of diverse questions of culture, society, and politics, turned away from production and social - 364 -
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relations (as they transform the world on a global scale), and refrained from seeking to integrate their diverse studies and specialties. There are exceptions everywhere, and sometimes the exceptions offer creative solutions. After contributing key studies and then taking on difficult and controversial roles in government, Arturo Warman delivered two works of anthrohistorical synthesis rethinking pivotal developments of twentieth century Mexico: Los indiosmexicanosen el umbral del milenioand El campo mexicanoen el siglo XX.50In Zapata Lives! Histories and Cultural Politics in Southern Mexico, anthropologist Lynn Stephen offered a powerful inquiry into indigenous communities living the new Zapatismo in the era of NAFTA.51 In the U. S. while the discipline of history took the cultural turn, environmental history kept a materially grounded, economically informed approach to history alive and strengthening. Environmentalists often included cultural questions to understand debates about the environment and politics. Yet most focused on the relationship earth-economy-politics-culture, and set social relations, labor questions, community adaptations, and family consequences aside (or in the background; again, with exceptions). Still, the environmental approach brings promise of a more integrated history. It can easily incorporate social relations, gender questions, and popular movements into its ecological vision. As it does, it can become a template for a new anthrohistory: materially grounded, politically informed, socially complex, and culturally constructed—attending to the local, regional, and national in global context.52A hopeful harbinger of such a promising new integration comes in the work of Cynthia Radding on Wandering Peoples and Landscapes of Power and Identity—both grounded in northern Mexico.53 A parallel new integration is emerging in what has been labeled the new history of capitalism.That approach takes the integration of the world in global tradebeginning in the sixteenth century as a point of departure. Thus, it does not encompass the primary domains of archeological study; it is becoming a way to generate integrated analyses of societal development in global context during the broadly modern era. The approach sets profit-seeking production and trade at the center of histories that include political economy, social relations of production, racial and ethnic complexities, gender hierarchies and integrations, and the cultural constructions that inform, legitimate, and debate everything. The commercial interactions of capitalism were ever more global from the sixteenth centurywhile they changed in transforming ways over the centuries. Political economies evolved regionally—while social relations, racial/ethnic interactions, gender hierarchies, and cultural debates led to complex local particularities. The history of capitalism approachhas been most identified with the movement to rethink U. S. history to better understand the links between slavery and export - 365 -
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production; industrialization in Britain and in the U. S., and the rise of once marginal regions of British North America to hegemonic global power in the nineteenth century.54Yet before gaining recognition in studies focused on the United States, the new history of capitalism came to the history of Mexico—better, New Spain—in two converging studies that developed in isolation from each other, both published in 2011: Antonio García de León, Tierra adentro, mar enfuera: El Puerto de Veracruz y sulitoral a Sotavento, 1519-1821,55and John Tutino, Making a New World: Founding Capitalism in the Bajío and Spanish North America.56 Antonio and I had met a few times and knew each other’s earlier work, but we researched and wrote these two massive studies in isolation. He focused on the history of the port of Veracruz and the gulf coast reaching south, linking trades at the center of global commerce to imperial power and social transformations over three centuries. Seeing the changing social organizations and interactions of Spanish, indigenous, and African peoples in the context of Veracruz’ role as the port that tied New Spain to global capitalism brought unprecedented new understandings—thanks to Antonio’s deep research in Veracruz, Spain, and Mexico City. Simultaneously, I took on the foundation of the Bajío from the sixteenth century and its rise to global economic centrality in the eighteenth—seeing the rising importance of the region’s silver as the catalyst driving a complex regional economy mixing mining, commercial cultivation, textile industries, and trades—that over centuries drew, sustained, and exploited a population of immigrants mixing diverse Mesoamericans with a pivotal minority of Africans drawn as slaves, but regularly finding routes to freedom. In that analysis, I mixed a globally linked political economy with local social inquiries that integrated production and labor, ethnic interactions, and the formation and evolution of diverse cultural visions. The one way my analytical vision differed from Antonio’s came with my inclusion of a focus on patriarchal gender relations—not just as discrimination within families, but as pivotal to the hierarchies of power that organized and stabilized a dynamic capitalist society.57 By adding an emphasis on the impact of New Spain’s key role in global capitalism to studies deeply grounded in regional social and cultural dynamics, Antonio and I separately offered approaches to an integrated anthrohistory. Now I have completed The Mexican Heartland: How Communities Shaped Capitalism, a Nation, and World History, 1500-2000.58 Focused on the basins surrounding Mexico City, it remains within the history of capitalism by emphasizing the changing participations of the capital city and its region in the world—from their pivotal roles in silver capitalism from 1550 to 1810, to their struggles to adapt to industrial capitalism and liberalism from 1810 to 1910, to the search for a new national capitalism from 1920 to 1980, and their difficult adaptations to the combined challenges of urbanization and globalization after 1960. The book is also deeply anthropological—by its focus on indigenous communities, - 366 -
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by its reliance on anthropological studies as what historians call “primary sources,” and by its search for the voices and perspectives of everyday people, women and men. It emphasizes that people and communities were not just subjects impacted by the intersecting histories of capitalism, empire, nation, and globalization, but that families and communities shaped their own lives and pivotal historical changes during long centuries—by adaptation, participation, everyday resistance, and periodically by overt rebellion. Readers will decide to what extent I have succeeded. My larger message is the importance of attempting integrated anthrohistorical analyses of how societies have changed over time to generate the world we face every day. The people of Mexico, the United States, and the world face unprecedented challenges in the twenty first century: soaring concentrations of wealth and power tied to proliferating lives of insecurity and marginality, and for too many, desperation; political systems that proclaim democratic intent, but mobilize wealth to marginalize majorities and block any meaningful change toward redistribution, participation, and justice. Meanwhile, most historians, anthropologists, and other scholars in the U. S., Mexico, and across the world labor in domains focused on limited questions during limited eras. As a research strategy, such work is often essential. But we must not allow our work to remain within those limits. Our research, our conversations, and our debates must proceed with one eye on depth of investigation—and the other always aimed at the largest questions of societal change and contemporary challenges. We must take on the questions that matter. If not, the larger societies that ultimately sustain us will continue to question our relevance and value. While much research-based writing will address other scholars, we must simultaneously seek to build and share the larger conclusions of our work in text, in teaching, and in diverse new media. We must offer creative new visions to societies desperate for new understanding and more desperate for change. There will be disagreements and debates; that is inevitable and healthy. But if we address the larger and most complex questions that matter, we too may begin to matter—and perhaps, in time, new understandings can begin to shape more humane, more participatory futures. At least I can dream. (Endnotes) 1 James Lockhart, The Nahuas After the Conquest: A Social and Cultural History of the Indians of Central Mexico, Sixteenth Through Eighteenth Centuries (Stanford: Stanford University Press, 1994) 2 Richard N. Adams, Crucifixion by Power: Essays on Guatemalan National Social Structure, 1944-1966 (Austin: University of Texas Press, 1970) and Energy and Structure: A Theory of Social Power (Austin: University of Texas Press, 1975). 3 This will appear as John Tutino, The Mexican Heartland: How Communities Shaped Capitalism, a Nation, and World History, 1500-2000 (Princeton: Princeton University Press, 2017). 4
(New York: Random House, 1968).
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The Teotihuacan Map, 2 vols. (Austin: University of Texas Press, 1976). - 367 -
Luis Miguel Rionda
6 Perhaps most influential was his article: “Ancient Mesoamerican Civilization,” Science, Vol. 143, no. 3606, pp. 531-537. 7
(Mexico City: Fondo de Cultura Económica, 2001).
8
(Cambridge: Cambridge University Press, 1984).
9
(Norman: University of Oklahoma Press, 1985).
10
(Berkeley: University of California Press, 1992).
11
(México: Siglo XIX, 1980).
12
(México: INAH, 2013).
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(Durham: Duke University Press, 2003).
14
(Durham: Duke University Press, 2013).
15
Zapata and the Mexican Revolution (New York: Knopf, 1968).
16 The Secret War in Mexico (Chicago: University of Chicago Press, 1983), and The Life and Times of Pancho Villa (Stanford: Stanford University Press, 1998). 17
The Mexican Revolution, 2 Vols. (Cambridge: Cambridge University Press, 1986).
18 SeeLa Revolución interrumpida (México: El Caballito, 1971) and El Cárdenismo: Una utopia mexicana (México: Cal y Arena, 1993). 19 See La ideología de la Revolución mexicana (México: Era, 1973) and La Revolución en crisis: La aventura del maximato (Mëxico: Cal y Arena, 1995). 20 Perhaps her classic and most influential work is Revolución y caciquismo: San Luis Potosí, 1910-1938 (México: Colegio de México, 1984). 21
Los orígenes del zapatismo (México: Colegio de México, 2001).
22
(México: Siglo XXI, 2013).
23
(México: Colegio de México, 1968).
24 La población del valle de Teotihuacan: El medio en que se ha desarrollado; su evolución étnica y social (México: Departamento de Antropología, 1922). 25
Forjando patria (pro-nacionalismo) (México: Porrúa, 1916).
26
(Chicago: University of Chicago Press, 1930).
27
(Chicago: University of Chicago Press, 1931).
28
(Austin: University of Texas Press, 1970).
29
(New York: Harper and Row, 1971).
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(Chicago: University of Chicago Press, 1959).
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(New York: Harper and Row, 1969).
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(Berkeley: University of California press, 1982).
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(Stanford: Stanford UniversityPress, 1964)
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(Princeton: Princeton UniversityPress, 1984). - 368 -
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(México: Colegio de México, 1987).
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(México: Colegio de México, 1987).
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(México: CEISAS, 1976).
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(Mexico: CEISAS, 1980).
39 (Princeton: Princeton University Press, 1986). I should add that I wrote the volume in 198384, while Guillermo de la Peña and I were both visitors at the University of Texas at Austin. Many conversations with him helped shaped my vision. 40
(Princeton: Princeton University Press, 1990).
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(Berkeley: University of California Press, 1993).
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(Zinacatepec: ColegioMexiquense, 2003).
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(New York: Oxford University Press, 2010).
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(Durham: Duke University Press, 2005).
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(Berkeley: University California Press, 1995).
46
(Tucson: University of Arizona Press, 1997).
47
(México: Fondo de Cultura Económica, 1988).
48
(México: Taurus, 1997).
49 La irrupción zapatista, 1911; La revolución del sur: Historia de la guerra zapatista, 1912-1914; Ejército libertador, 1915 (México: Era, 1997, 2005, 2013). 50
(México: Fondo de Cultura Económica, 2003, 2004).
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(Berkeley: University of California Press, 2002).
52 I will cite two award-winning works by friends and colleagues: John McNeill, Something New Under the Sun: An Environmental History of the Twentieth-Century World (New York: Norton, 2001) and Martin Melosi, The Sanitary City: Urban Infrastructure in America from Colonial Times to the Present (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1999). 53 Wandering Peoples: Colonialism, Ethnic Spaces, and Ecological Frontiers in Northwestern Mexico, 1700-1850 (Durham: Duke University Press, 1997); Landscapes of Power and Identity: Comparative Histories in the Sonoran Desert and the Forests of Amazonia from Colony to Republic (Durham: Duke University Press, 2006). 54 To date, the defining work is Sven Beckert, Empire of Cotton (New York: Knopf, 2014). See also Edward Baptist, The Half Has Never Been Told: Slavery and the Making of American Capitalism (New York: Basic Books, 2014) and Sven Beckert and Seth Rockman, eds., Slavery’s Capitalism: A New History of American Economic Development (Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 2016). 55
(México: Fondo de Cultura Económica, 2011)
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(Durham: Duke University Press, 2011).
57 The book is now available in Spanish as John Tutino, Creando un Nuevo Mundo: Los orígenes del capitalismoen el Bajío y la Norteaméricaespañola, translated by Mario Zamudio Vega (México: Fondo de CulturaEconómica, 2016), with a new Preface linking the work more explicitly to the history of capitalism and to the transformations that came as insurgencies rocked silver capitalism after 1810. 58
(Princeton: Princeton University Press, 2017). - 369 -
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DE LA SIERRA A LOS BAJIALES: DIVERSIFICACIÓN CULTURALEN LA PAMERÍA Alonso Guerrero Galván Dirección de Lingüística del INAH
Introducción
En este trabajo se resumen las pesquisas que el autor han recopilado sobre los hablantes de lenguas pameanas y la región en donde habitabanen la época colonial1. Contempla una relectura de datos a la luz del proceso de etnogénesis del grupo chichimeca-jonás, que hoy auto-reconoce como uza’, y su separación y dispersión con respecto del complejo de lenguas pames, particularmente de los grupos que actualmente se autodenominan como xi’oi, y su relación con otras regiones culturales del norte de México. Etnogénesis del chichimeca
Entre 1550 y 1600, se desarrolló un conflicto armado entre nómadas y sedentarios en el norte de México, el cual se denominó como la guerra chichimeca. Durante este periodo la “tierra de guerra” comprendía un vasto territorio llamado “la gran chichimeca”; que comprendía parte de los actuales estados de Querétaro, San Luis Potosí, Zacatecas y Jalisco; así como el complejo nudo montañoso de la Sierra Gorda; el cual, forma parte de la Sierra Madre Oriental, como una prolongación de la sierra de Zacatecas, que forma una cordillera entre los estados de Guanajuato, Querétaro y San Luis Potosí; el intrincado terreno permitió que dicha región sirviera de refugio para los diferentes grupos que huían del dominio colonial; ya que sus límites meridionales bordeaban Pánuco, Meztitlán y Querétaro; lugares que ya habían sido poblados y pacificados desde los años treinta del siglo XVI. El término chichimeca era utilizado para referirse a todos los grupos cazadores recolectores que se encontraban entre Pánuco, la Sierra Gorda y el Río Grande Santiago, al norte del Río Lerma, en el llamado Arco Chichimeca, en donde habitaban un gran número de grupos indígenas, que incluyen grupos de diferente filiación lingüística, con diversas formas de organización social, que iban de recolectoresAlgunas partes de este trabajo se publicaron en Guerrero (2004) y otras se reelaboraron para publicarse en Guerrero y Gallardo (en prensa). 1
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cazadores nómadas, a grupos de agricultores y/o horticultores sedentarios. Según Francisco García Gonzáles (1988, p. 37), basado en Cuauhtémoc Esparza Sánchez, Phil C. Weigand y Philip W. Powell: El gran Arco Chichimeca (que es como se ha llamado a la región habitada por las tribus chichimecas) comprendía hacia el sur desde las sierras del noroeste al lago de Chapala; hacia el este por Michoacán y Guanajuato hasta Querétaro; hacia el noroeste hasta la Huasteca y la región de Tampico [...]. El aspecto del territorio chichimeca, en la época prehispánica, seguramente era distinto al que ocuparon nuestros más lejanos antepasados, los pre-chichimecas; así se afirma que estos se encontraban con un ambiente ecológico muy favorable: llanos suculentos, lagos de poca profundidad, valles y colinas forestales, grandes manadas de antílopes y otros animales de caza. Sin embargo, los cambios climáticos provocados por el deshielo de amplios territorios al norte del continente fueron transformando la ecología mesoamericana, haciéndose paulatinamente una región semiárida, con la consecuente disminución y la escasez de animales para la caza, lo que llevó al posterior surgimiento de formas de sedentarismo basadas en la cosecha de plantas silvestres con propiedades alimenticias. Los únicos que conservaron hasta el siglo XX el nombre de chichimecas fueron algunos grupos pertenecientes al filium otopame, como es el caso de los chichimecas jonaces, quienes aún hoy conservan el mote de chichimecas o mecos, como les llamaron los misioneros y los mestizos de la región, por lo que hoy tienen un carácter ofensivo. Ellos mismos se nombran eza’r (pl) o uzá’ (sg), que quiere decir: “persona, hombre”, y a su lengua la denominanuz’eni o uzá’; éstos se mantuvieron renuentes a las políticas de colonización y eran considerados “bárbaros” y “belicosos”; han ocupado históricamente parte de lo que hoy son los Estados de San Luis Potosí (cerca de Villa Victoria), Guanajuato (al este de San Luis de la Paz, Misión Chichimeca, Misión de Arnedo), Querétaro (San José de Vizarrón, Misión de las Palmas, San Pedro Tolimán, Santa Rosa, Villa Colón). Según Jaques Soustelle (1993, p. 368) “la palabra jonaz, cuyo origen se ignora ya que probablemente no sea un nombre indígena, sólo aparece tardíamente en los documentos coloniales. Se aplicaba, hacia mediados del siglo XVIII a los indios más salvajes y belicosos de la Sierra Gorda, por oposición a los pames, que se habían sometido.” En la historia oral de la Comunidad de Misión de Chichimecas se refiere que este nombre de jonaz se los pusieron los misioneros jesuitas porque, al igual que el profeta Jonás, los ezá’r no deseaban escuchar la palabra de Dios y huían al monte ante cualquier adversidad. Como bien menciona Soustelle (supra) es hasta su rebelión en la Sierra Gorda que se generaliza el término jonaces o tonaces para referirse a este grupo (Guerrero y Gallardo, en prensa). - 372 -
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Entre los siglos XVI y XVII muchas veces se les confundía con sus vecinos, y parientes lingüísticos, los pames, quienes junto con los jonaces fueron llamados genéricamente como chichimecas. Otras veces también se les comparaba y se decía que los pames disponían de un mayor desarrollo cultural, puesto que además de la caza y recolección, practicaba una agricultura incipiente, vivían en“las pequeñas rancherías de la sierra, cuya economía dependía de la horticultura y de la caza recolección (pames, macolias y mascorros)” (véase Rodríguez, 1985, p. 24). Según Leticia Reina (1994, p. 143), los recursos de los bosques eran los que les permitían reproducirse, por lo que su vínculo con la tierra estaba dado a partir de la movilidad para acceder a dichos recursos. Poco antes de la guerra chichimeca, las autoridades españolas los consideraban como simples abigeos, ya que robaban caballos y ganados para comérselos o llevarlos tierra adentro (Chemin, 1994, p. 57). Sin embargo, los pames iniciaron diferentes movimientos armados de resistencia a la invasión española durante todo el conflicto chichimeca. Particulares culturales de la pamería
La pamería abarcaba una gran área que comenzaba en la provincia de Michoacán, Acambaro, Irupundaro y Ucareo, continuando hacia San Pedro Tolimán, Querétaro, Ixmiquilpan; hasta la provincia de Pánuco, Meztitlan; Oxitipa, Xilitla, Xalpan; Puxinguía y Xichú (según Gonzalo de las Casas, citado en Chemin, 1994, p. 58). Hoy en día, el mayor número de hablantes del pame confluyen en los Estados de San Luis Potosí y Querétaro; Soustelle en 1937, afirma que los pames de Jiliapan Hidalgo, se llaman nyäxü, y los de San Luis Potosí xiyui; que se relaciona con yui (‘ui) que quiere decir “hombre”. Dominique Chemin transcribe el término como xi’ui y a diferencia de Soustelle relaciona xi con “lo que cubre, con la envoltura, la piel, la corteza, las yerbas o el pasto [...] podría significar ‘hombre verdadero’, nombre que por etnocentrismo, se dan múltiples grupos étnicos.” Este mismo autor (Chemín, 1996, p. 30-31) considera que: Los pames de Santa María Acapulco piensan que los antecesores de los xi’uiky (xi’ui en sg.), los pames actuales eran los ‘uiky (‘ui en sg.), quienes vivían en una época anterior a la nuestra. Eran gigantes antropófagos que construyeron los cuicillos que se encuentran en la región, y que fueron aniquilados por la lluvia-diluvio. Más allá de este mito mesoamericano [...] probablemente, algunos grupos de estas fronteras se trasculturizaban en las sociedades mesoamericanas. Aquí unos pames adoptaron la cultura huasteca, mexica u otomí. [...] Los ancestros de los pames actuales, así como de los demás grupos otopames, mangues y oaxaqueños, hubieron participado en la domesticación del maíz en Mesoamérica. - 373 -
Alonso Guerrero Galván
François Rodríguez (1985, p. 15-16) afirma que tanto los pames como los guachichiles, reciben el nombre de chichimecas de los mesoamericanos, quienes de manera genérica llamaban así a las tribus del norte; además considera que: pertenecen arqueológicamente a lo que se ha podido definir hasta ahora como las ‘Culturas del Desierto’ [...]. Cazadores de pequeñas especies animales de ciclos cortos de reproducción y recolectores de frutas, semillas y tallos silvestres del medio ambiente desértico y semidesértico, estos grupos humanos representan una de las formas de adaptación a las condiciones ambientales del Pleistoceno Final y principios del Holoceno que presenció la desaparición progresiva de la fauna mayor. En el Estado de San Luis Potosí [...] los estudios previos [...] indicaban la presencia simultánea, en varios lugares, de cultivadores y de cazadores-recolectores, desde el horizonte Clásico Medio. Durante la época colonial, una vez congregados o asentados con policía, estos grupos eran llamados “chichimecas mansos”, al igual que otro grupo conocido como ximpeces, de probable filiación otomangue, que para el siglo XVIII aún se encontraban en la misión de Santa Rosa, por las minas de Xichú, y en el paraje de Puginguia, sujetos a la doctrina agustina de Xalpan (Galavis, 1996, p. 72-75); se les consideraba una nación dócil, ya que gustaban de colaborar con los españoles, en lo referente a comercio; durante la guerra, es probable que algunos de estos grupos (sobre todo pames) se alistaran en las campañas militares contra los chichimecas; para la corona fue muy difícil congregarlos o asentarlos; ya que, cuando sus tierras eran ocupadas o atacadas por los chichimecas preferían huir o unírseles, desolando las colonias y misiones. Los chichimecas flecheros del norte de la Nueve España
Entre 1550 y 1600, los españoles llamaban indios “flecheros”, a los grupos que no habían sido conquistados, civilizados o cristianizados; mientras que a los aliados indígenas, con nombres cristianos, colonizadores o conquistadores, que vivían o fundaban pueblos en “las chichimecas”, eran nombrados indios “fronterizos”; teniendo gran importancia en el procesos de aculturación de los grupos cazadores-recolectores (Weigand, 1992, p. 180). Entre los flecheros chichimecas más “dañosos” se encontraban grupos como los guamares y guachichiles que ocupaban gran parte de los actuales estados de San Luis Potosí, Guanajuato, Zacatecas, Durango y Coahuila, habitando desde Michoacán, Arandas y Comanja en el sur, hasta las Salinas de Peñón Blanco, Mazapil y la provincia de Pánuco en el este (véase Enciso s/f, p. 3). Hoy en día hay una discusión sobre a qué familia lingüística pertenecían los guamares, algunos piensan que debido a su distribución geográfica se trata de una - 374 -
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probable población hablante de una lengua pameana, mientras que generalmente se habla de ellos como pertenecientes a familia yutoazteca; según Powell (1984, p. 52): La nación de los guamares, centrada en las sierras de Guanajuato se extendía hacia el norte hasta San Felipe y Portezuelo casi hasta Querétaro hacia el este, a veces más allá del Río Lerma en el sur, hacia el oeste al menos hasta Ayo Chico y Lagos, y hacia el noroeste hacia Aguascalientes. Un escritor del siglo XVI [Gonzalo del las Casas] constantemente llama a estos pueblos una ‘confederación’, lo que parece indicar cierta cohesión entre los distintos grupos tribales y algún principio de organización política [...] los más valientes, más aguerridos, más traidores y más destructores de todos los chichimecas, así como los más astutos. Los principales grupos guamares eran los de alrededor de Penjamo, los de Comanja de Jaso (encabezados por don Francisco ‘el cojo’), los llamados ‘chichimecas blancos’ (entre Jalostotitlán y Aguascalientes), y los de San Miguel (el núcleo principal) y San Felipe. Este núcleo abarcaba a los copuces (llamados así,[...] por uno de sus caudillos) que hicieron los primeros ataques al insipiente San Miguel durante 1551. A veces estos [...] unían sus fuerzas con los guajabanas y los sauzas (de lenguas guachichil). Por otro lado, los guachichiles siempre se han considerado de filiación yutoazteca, Powell (1984, p. 48.) nos indica que: Los guachichiles, que ocupaban el territorio más extenso, considerados a menudo como los más belicosos y valientes, merodeaban desde Saltillo en el norte hasta San Felipe en el sur, y desde la división de la Sierra Madre Occidental hasta la ciudad de Zacatecas. Sin embargo, a menudo rebasaron estos límites para atacar más al sur de San Felipe, en las Sierras de Guanajuato o al oeste de Zacatecas, a veces en temporal alianza con tribus de las naciones vecinas. El principal centro de los guachichiles fue el Tunal Grande (los valles y tierras que rodean el que fue el campo minero de y la ciudad de San Luis Potosí), abundante en tunas y mezquites, de los que se alimentaban. El nombre [...] [que] les dieron los mexicanos significaba ‘cabezas pintadas de rojo’, porque se distinguían por tocados de plumas rojas, porque se pintaban de rojo (especialmente el pelo) o porque llevaban ‘bonetillos’ de cuero pintados de rojo.” Estos grupos se mantuvieron en franca rebeldía hasta casi su total aniquilación; sin embargo, algunos se unieron a los aliados indios y españoles, durante la pacificación de la gran chichimeca; estos eran conocidos por los otomíes aliados como “chichimecas amigos”. Dominique Chemin (1994, p. 61) afirma que “tales étnias, quizá tenían una organización socio-política básicamente guerrera, la cual se reforzaba a consecuencia de las invasiones. Mas esas ‘naciones’ que, antes de la penetración española, solían estar en guerra entre sí, entablaban ahora alianzas para oponerse a los intrusos.” - 375 -
Alonso Guerrero Galván
Carlos Manuel Valdés (1995; nota 26, p. 130) apunta que el término huachichil, puede encontrarse en las fuentes como “Quachichitique [...] cuauhchichil, cuachichil, guachichil, huachichil, cuauchichil y goachichil, de ahí que se le hayan buscado traducciones como [...] águila roja [...] árbol de fruta roja [o los de la cabeza encarnada]”. Éste autor debate con Griffen y Kirchhoff, el que ciertas bandas de “cuachichil”, guamares y tobosos, sean definidas como matrilineales, y matriocales (sobre todo los últimos, en el área de Parras-Laguna); de tal manera que al casarse el que abandona el grupo familiar es el varón y no la mujer, por su parte Valdés afirma que alguna banda huachichil pudo haber sido influida por otras bandas como las confederaciones guamares (Valdés, 1995, p. 110-113). Los matrimonios servían como alianzas entre diferentes grupos enemigos, dentro de la misma comunidad lingüística o entre comunidades diferentes, el intercambio de mujeres alentaba las relaciones fraternales y de parentesco simbólico entre los grupos; mientras que los raptos alimentaban más los odios entre ellos. En el mapa de 1579 titulado Hispaniae Novae Sivae Magnae, Recens et Vera Descriptio, se les denomina como “Guachuchules gentes nudeincedunt sub dio habitantvenationibustentumintentis.” Y los ubica en “Terra incognita, tibusasperrima”, al noreste de los “Tepecuanes, gens fera, et sine legibus” (véase Weigand, 1992). Algunas de las divisiones tribales de los huachichiles eran: machiteles, machichimis, maguamara, mayaguas, maguemachichipas, majacopas, maguamimisas, maguicaco, gusabana y jaujas. José Enciso (s/f, p. 3) basado en diferentes fuentes documentales concluye que los huachichiles: “se distinguían por sus prácticas caníbales y por su indómito comportamiento”, sin embargo, vale la pena mencionar las precisiones arqueológicas que François Rodríguez (1985, p. 24) hace, al decir que: Hay que tomar en cuenta que el territorio de cada tribu estaba subdividido en pequeñas áreas controladas por familias nucleares. Cada una de estas últimas tenía pues que defender los recursos naturales que le correspondían y que eran la bese de la supervivencia. En realidad, el área de explotación familiar estaba protegida únicamente por uno o dos guerreros-cazadores cuando mucho. Sólo un sistema de intimidación extremo contra el invasor podía funcionar, ya que las fuerzas de las que disponían eran numéricamente escasas. Esta situación podría explicar la costumbre chichimeca de ‘dar un escarmiento’ a cualquier persona que violase sus tierras (con terribles suplicios como el arrancar huesos y nervios a los prisioneros mientras estaban vivos). Diferentes fuentes afirman que los huachichiles se encontraban en constantes luchas (seguramente por el usufructo y/o disfrute de los escasos recursos naturales) en contra de sus vecinos zacatecos, quienes al igual que pames, macolias y mascorros, vivían en pequeñas rancherías, que combinaban la agricultura incipiente y la cazarecolección. Elías Amador (1982, p. 31), afirma que los huachichiles y los zacatecos - 376 -
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“vivían en las cumbres y las quebradas de los cerros, al abrigo de miserables chozas, situándose temporalmente en los lugares donde podían aprovechar los frutos naturales del terreno, [...] afectos a la vida errante, ni edificaban ciudades, ni labraban sino muy poco la tierra.” A finales de la época colonial fray Francisco Ferjes, afirma que “los huachichiles [...] son conocidos [...] con el nombre de huicholes” (citado en García Guisar, 1988, p. 9); ésta interpretación ha sido retomada por historiadores modernos como Elías Amador (1982, p. 32), quien basado en observaciones de Orozco y Berra a Romero Gil, apunta que “los huachichiles, que también se llamaron coras, nayaritas o huicholes, estaban posesionados de una extensa comarca cuyos exactos límites es difícil precisar, pero que se extendía desde el Nayarit hasta el Mazapil y parte del estado de San Luis Potosí.” Así mismo Francisco García (1988, p. 41-42), basado en Amador, precisa que a los huachichiles se les nombró nayaritas sólo “después de la Conquista”; cabe destacar que la “conquista” de varios grupos “huachichiles” del noreste, fue llevada a cabo durante los siglos XVI y XVII; mientras que la de los grupos “nayaritas” del noroeste, llegaría a finales del siglo XVIII. Es por esta razón que comparto la opinión de Phil C. Weigand (1992, p. 180) acerca de que: La palabra nayarita (o nayalita) es un término inexacto que incluía a los diferentes grupos étnicos y sociedades de las montañas y las barrancas sin conquistar, al este de las planicies costeras, o al oeste de los caxcanes, al sur de los tepehuanes y al norte de los tecuales. El término ‘nayarita’ no aparece en los primeros mapas [...]. a mucho tecuales se les consideró nayaritas durante los primeros siglos de la época colonial. Las fronteras que se asignaron al Nuevo Reino de Toledo, después de la conquista de 1772, coincidían con los límites aproximados de los nayaritas a finales del siglo XVII y principios del XVIII, mismos que incluían secciones de la zona tecual. Según Elías Amador (1982, p. 33), el nombre de Nayarit, lo tomaron los huachichiles de la Sierra de Nayarit o nayaritas (del oeste): para honrar así la memoria de un famoso jefe que tenían [...] al cual tributaron, aún después de muerto, veneración o culto como a una divinidad, pues conservaron su cadáver ricamente ataviado hasta el año de 1722 en que fue conquistada la Sierra de Nayarit y se mandó quemar en México dicho cadáver, de orden del virrey Marqués de Valero y del Provisor de Indios Sr. Don Juan Ignacio Castoreña y Ursúa, originario de Zacatecas. Las investigaciones de Phil Weigand (1992, p. 183) indican que es el mapa Hispaniae Novae..., de 1579, el primero que utiliza el nombre de “coringa (cora). En el siglo XVII, este término ya se había vuelto popular, y se usaba en una de las siguientes - 377 -
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formas: cora, chora o chora nayalita. Sin embargo, los coras contemporáneos se autodenominan / náayariite /”. En este sentido, el mismo investigador apunta que el término cora se extendía a todas las tribus invasoras, que no habían sido conquistadas y que formaban parte de los nayaritas occidentales. En los siglos XVII y XVIII, las divisiones internas de los grupos nayaritas eran identificadas por el nombre de sus líderes y/o ancestros, o por los topónimos de las poblaciones o “provincias” que habitaban. Los huicholes son llamados en el mapa Hispaniae Novae... (1579), con el término: xurute, ubicándolos al este de los coringas; se les ha llamado: vitzurita, usilique, uzare, guisol, guisare, vi’sarica, virarika o wirarika (pl.) y wiraritari (sg.). Sin embargo, hasta finales del siglo XVII se les incluía, en cuanto a su cultura y política, dentro de los nayaritas del oeste (Weigand, 1992, p. 183). Durante la guerra chichimeca los grupos derrotados de nayaritas de oeste comenzaron a desplazarse a territorio de los nayaritas de este, realizándose alianzas entre los diferentes grupos (matrimoniales, militares y comerciales), y formando lo que Weigand, llama “sociedades compuestas y contestatarias”, es decir que los grupos de refugiados de los diferentes grupos indígenas, incluso negros cimarrones o delincuentes mestizos, se unían a las naciones nayaritas para resistir a las incursiones españolas o hacer escaramuzas en busca de ganado y robar caravanas. Según Weigand (1992, p. 184): El patrón de bienvenida a los refugiados inició inmediatamente después de las campañas de terror y conquista de Guzmán [...]. Los valles cercanos se despoblaron y las planicies costeras se despoblaron a consecuencia del impacto de la ‘entrada’. A principios de la época del desastre, la causa que se cita más a menudo es la enfermedad, pero la migración a las montañas también contribuyó a la despoblación. Se menciona a los totorame, thequalmes (tecuales), xamucos, chuitroles, tepehuanes, caponettas, hahuanicas, tzacahuimutas y chimalitecos, entre otros, en la diáspora que siguió a las actividades de Guzmán. Casi pasaron dos siglos entre las conquistas de Guzmán y la conquista real de los nayaritas. Fue durante ese interludio cuando la zona se convirtió en punto focal para los refugiados e invasores provenientes de distintos ambientes y culturas. La Mesa del Nayar se convirtió en uno de los muchos escenarios para la formación de sociedades compuestas contestatarias, dedicadas a conservar a cualquier precio su independencia de los españoles y aprovechar los saqueos a sus vecinos. De estos movimientos poblacionales surge la confusión de Ferjes, entre los nayaritas del este, entre los que se incluirían en el siglo XVIII a los huachichiles, y los del oeste, coras, huicholes y tepecanos. En este último caso Weigand (1992 p. 198), asevera que los tepecanos fueron habitantes del Valle de Bolaños, por lo que sí son rama reciente de los tepehuanos - 378 -
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del sur, como afirman otros etnógrafos; estuvieron separados de ellos durante largo tiempo, participando de la tradición arquitectónica circular que hasta el momento de la conquista predominó en el Valle. Grupos nómadas en la frontera de la pamería
Como vimos en el apartado anterior, las historias, costumbres y descripciones de los llamados grupos chichimecas han sido mezcladas o/y confundidas por diferentes autores desde finales de la época colonial; en este sentido, se habla de la afinidad lingüística entre ellos pero en realidad no contamos con suficiente información, por ello se hace una analogía con los grupos de que se tienen más datos, intentando hacer reconstrucciones históricas o haciendo asociaciones entre los nombres de grupos que aparecen en las fuentes y grupos étnicos vivos. No obstante, hay que ser cuidadosos, ya que se puede caer en confusiones o imprecisiones, sobre todo al tratarse de grupos desaparecidos o sin registros coloniales extensos. Uno de los grupos colindantes con la pamería fue el de los zacatecos que habitaban una gran zona que iba desde el norte de Jalisco, el valle de Bolaños, Cuzpala, Huejúcar, Jeréz, Zacatecas, Nieves, San Miguel del Mezquital (hoy Miguel Auza), Chalchihutes, Cuencamé y hasta el río Nasas en Durango (Amador, 1982, p. 21). Los principales baluartes zacatecos eran “el Malpaís (sección volcánica y agreste situada al este de Durango, cerca de las minas de San Martín y Avino), alrededor del Pañol Blanco y de la Bufa de Zacatecas. Algunos de sus ataques y aun de sus rancherías llegaban hasta Pénjamo, Tlatenango y Teocaltiche” (Powell, 1984, p. 53). Según Vázquez Hurtado (2000, p. 32)“los zacatecos eran llamados ‘cabezas negras’, posiblemente porque se pintaban el cabello de ese color. Sus campamentos eran lugares de difícil acceso a menudo ocultos en cavernas, cabañas o pequeños valles protegidos por montañas, bosques o terrenos escarpados.” Convivían en esta gran región con grupos de diversas lenguas como los tepehuanes al noroeste (en la Guadiana, hoy Durango), los irritilas y las “tribus de la Laguna” al noreste (en Cuencamé y Parras), al este con grupos huachichiles (de Saltillo a San Luis Potosí) y al suroeste los caxcanes, a quienes atacaban constantemente; es claro que distintos grupos yutoaztecas tuvieron contacto entre sí, a diferentes niveles; por lo que no sería del todo extraña la confluencia de grupos zacatecos o huachichiles con algunos de los grupos tarakaitas, hablantes de alguna variante de rarámuri o tarahumara que se encontraban muy cercanas a los tepehuanes, gusabana, jaujas y huachichiles. El polilingüísmo es aún hoy en día una práctica recurrente en el noroeste mexicano (así como en las distintas regiones multiétnicas del país), con bilingüísmo funcional para comerciar o intercambiar recursos e innovaciones culturales.
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Las investigaciones de Philip Powell (1984, p. 54) apuntan que los zacatecos se caracterizaban por: “una considerable homogeneidad de idioma y de modo de vida”, es importante destacar este aspecto ya que la diversidad dialectal de las lenguas debió ser bastante rica en el siglo XVI, como se observa en el caso huachichil. Según la interpretación de Francisco García (1988, p. 41-42) “esa unidad lingüística, adicionada a un menor grado de agresividad y una mayor tendencia sedentaria, hizo que los zacatecanos fueran más fácilmente asimilados a los patrones culturales de la Conquista.” Hacia el norte de los grupos huachichiles y zacatecos, en el noreste mexicano, se encontraban los grupos de lengua cuahuilteca, quienes se extendían desde el sur de Texas, Nuevo León y Coahuila, hasta el norte de San Luis Potosí y el noroeste de Zacatecas, parte de Durango y Chihuahua; se encontraban divididos en un gran número de bandas y tribus; entre las que se contaban las “naciones” de pacuaches, mescales, pampopas, tacames, venados, pamaques, pihuiques, borrados, sanipoas, manos de perro, aranamas, pachales, quesales, cacaxtles, catujanos, cotzales, tusares, tucas, quaaguapaias, tetecos, sipopolas y coahuilas. En total sumarían, según Frederick W. Hodge, en su artículo “Coahuiltecan” de 1968 (citado en Valdés, 1995, p. 103) más de doscientas en por lo menos 36 variantes y/o grupos de lengua ocuilteca. En la zona del actual Saltillo, se registran también grupos totomanos o cabezas blancas, pinanancas o desorejados, paniaguas o apagados, tuidamoydan o hijos de la sierra, pantiguares o los pintados de almagre, magipamicapini o estrella que mata venados (Valdés, Carlos, 1995, p. 104). Grupos sedentarios en la frontera de la pamería
Los grupos sedentarios que confluían en esta gran zona también eran muy diversos, hacia el este los huastecos de la provincia de Pánuco, Tampico, y partes de San Luis Potosí, quienes son hablantes de una lengua maya (Noguera, 1946, p. 249); así como las colonias nahuas de Oxitipa, que llegaron desde tiempos de la Triple Alianza; por el centro norte y hacia la cuenca de México habitaban los otomíes de la provincia de Xilotepec-Chiapa, quienes comenzaron una continua expansión hacia el norte desde los primeros años de la conquista; fundando poblados como Querétaro, San Juan del Río y Celaya; así como también ocupando históricamente zonas como el Valle del Mezquital, que abarca parte del Estado de México e Hidalgo; Tula, Huichapan, Ixmiquilpan, Meztitlan; entre otras regiones no menos importantes, como la del sur de la Huasteca. Según la opinión de Cruz Rangel (1997, p. 14): Con la llegada de los europeos, la ideología occidental judeocristiana destacó el proceso colonizador positivo, calificando a cualquiera que se opusiera a ese designio divino como a un ente salvaje, criminal y demoníaco, digno de - 380 -
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la conversión o del exterminio. Esta visión del mundo convertida en praxis política, arrojó a los españoles y a otros pueblos indígenas sus aliados: otomíes, tarascos, tlaxcaltecas, mexicanos y otros, contra las naciones chichimecas, moradoras de la región queretana en los siglos XV y XVI, las cuales encarnaban todos los males a erradicar. Los otomíes, nahuas, tarascos y huastecos, penetraron a la pamería desde principios del siglo XVI, ya fuera como refugiados, conformando con otros grupos sociedades compuestas y contestatarias (como de las que habla Weigand, para el Gran Nayar) o como conquistadores y colonizadores. Chemin (1994, p. 59) considera que esta penetración fue “siguiendo caminos tradicionales prehispánicos (Acámbaro-San Miguel-Xuchú de los indios-Puxinguía-Concá, y de allí, hacía Xalpan y la Huasteca, o hacia Río Verde; Oxitipa-Tampasquín-Río Verde; Metztitlan-Xilitla-Oxitipa; OxitipaXalpan, Querétaro-Tolimán; los cursos de los ríos Tula, San Juan y Moctezuma, etc.).” Por su parte François Rodríguez (1985, p. 22-23) afirma que estas incursiones no eran del todo nuevas, pues durante la fase Huerta IV, que va del 1000 al 1200 d. C., la zona del río Bagres, o en sus cercanías, existía una ruta que unía la cuenca del Río Verde con Mesoamérica Nuclear, por medio de la Sierra Gorda, por lo que algunos cazadores-recolectores adquirieron algunos rasgos mesoamericanos, como la cultura del maíz; lo que se tradujo en un crecimiento demográfico para la fase Tunal Grande I, que va de 1200 a 1550 d. C. “Corresponde al máximo auge de los grupos cazadores recolectores.” Hacia el noroeste de la frontera colonial se encontraban otros grupos confederados como sedentarios, tal es el caso de los tecuales, también considerados como indios fronterizos y pacíficos; no obstante, muchas veces se aliaban a las tribus nayaritas para tomar represalias contra los españoles, sobre todo cuando había poco control colonial; sin embargo, cuando las condiciones les resultaban adversas se cristianizaban y pacificaban. Cabe mencionar que Dominique Chemin (1994, p. 60), encuentra esta misma mudabilidad, dentro de los pames ya congregados y cristianizados, quienes servían de espías o ayudaban a los chichimecas alzados; por lo que considera que: Esa aparente ‘sumisión’, esa falta de combatividad con las cuales se quisiera calificar a toda la etnia pame, son probablemente también producto de una táctica que gran parte de la pamería adoptaría como medio de preservación, en primer lugar, de su ser y, finalmente, de su identidad étnica. Esa llamada sumisión india no sería, pues, otra cosa que un medio radical que esos indios usarían para propagarse, cuando muchos otros grupos chichimecas eran transculturados, aculturados, exterminados.
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A diferencia de los pames, lo tecuates que resistieron a la aculturación y la pacificación optaron por las luchas violentas y se desplazaron a zonas de refugió en las montañas sin conquistar, mientras que las comunidades más sureñas fueron evangelizadas y perdieron su identidad étnica. A pesar de esto, Weigand (1992, p. 180-181) afirma que una de las características de este grupo era precisamente su posición fronteriza, pues “hay muchas razones para pensar que ésta era una frontera muy antigua, con las culturas altas de la barranca del Río de Grande de Santiago, los lagos de las montañas de Jalisco y de los Valles de Tepic y Jalisco a un lado, y al otro, las zonas alejadas de las grandes montañas y barrancas del norte. Estas sociedades, incluyendo a los tecuales, eran mesoamericanas, pero no estaban civilizadas.” Colindantes con los tecuales se encontraban los grupos caxcanes, que son ubicados por Cuauhtémoc Esparza Sánchez y Weigand, en la zona de Nochistlán, Juchipila, El Teúl, Atolinga, Tepechitlán, Mecatabasco, Tayahua, Tlaltenango, Momax, Tenengo, Moyahua y Apulco; así mismo observan influencia teotihuacana en las ruinas del Teúl o Teulinchan o “Casa o morada de los dioses” (García González, 1988, p. 38). Elías Amador (1982, p. 26), basado en Romero Gil, incluye en esta lista a: Teocaltiche, Mezticacá, Tepala, Xalpa, Mezquituta, Cuzpala, Tenayuca y afirma que sus cacicazgos o señoríos principales alcanzarían una población de 50 000 habitantes. Describe su organización de la siguiente manera: Su gobierno era más bien militar, y aunque no hacían de la guerra una ocupación constante, la disciplina y la estrategia no les eran desconocidas, como lo demuestran la rapidez y facilidad con que organizaban sus ejércitos, los atrincheramientos con que defendían sus posiciones, las columnas de ataque que formaban y la distribución que sabían dar a sus tropas cuando entraban en combate, dividiéndolas en compañías y batallones de flecheros, seguidos respectivamente de los que manejaban hondas, macanas y otras armas (Amador, 1982, p. 27). Al parecer al momento del contacto los grupos caxanes se encontraban organizados en pequeños estados de conquista o de expansión (sobre todo hacia la zona lacustre de Jalisco y el Volcán de Tequila, enfrentándose a tecuexes y tecoles o tecuales), con jerarquías sociales bien desarrolladas, fraternidades militares y arquitectura monumental; a su vez contaban con cuatro tipos de asentamientos: ranchos, pueblos, centros ceremoniales y peñoles (Weigand, 1992, p. 202). La opinión de Weigand sobre la lengua caxcana, es que sin duda pertenece a la familia yutoazteca; sin embargo, al parecer tiene una mayor relación con el nahuatl del centro de México, que con lenguas más occidentales, por lo que los relaciona con el colapso de la cultura de Teuchitlán. Afirma que:
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Los caxcanes ya no existen como grupo étnico, aunque Hrdlicka (1903) quizás observó a los últimos sobrevivientes a finales de 1890 [...] prácticamente rechazaron a los españoles del Occidente de México. Sus estados conformaron entidades políticas importantes a lo largo de la frontera norte de la antigua Mesoamérica, y practicaron la expansión a través de la conquista hacia la zona lacustre del oeste de Jalisco. Sus sociedades y culturas fueron netamente mesoamericanas (Weigand,1992, p. 205). Comentarios finales
Muchas de las naciones que se han mencionado formaban parte de las confederaciones tribales o sociedades compuestas y contestatarias, que se oponían a la invasión española durante el siglo XVI; algunas otras se incorporaron dentro de las dinámicas colonizadoras y económicas de los reales mineros, las villas y los pueblos fronterizos norteños en los siglos XVII y XVIII. La mayoría de las naciones contestarias fueron parcial o totalmente aniquiladas por la colonización española; algunas pasaron por importantes procesos de aculturación y adaptación a las condiciones cambiantes de nuestro país, que comenzaba a constituirse; en algunos casos la resistencia de la identidad étnica de los grupos logró resistir al paso de los siglos y mantiene viva gran parte de su cultura y su lengua; de un considerable número de grupos sólo permanecen algunos rasgos aparentemente aislados, pero estructurados, que permanecen a pesar del desplazamiento lingüístico; es decir, de la pérdida o sustitución de las diferentes lenguas, por una lengua dominante; como es el caso del español, como la lengua colonial que se nacionalizo en México. En el presente capítulo se presenta un panorama general de la distribución de los principales grupos que se encontraban habitando el llamado “Arco Chichimeca”, situado al norte de nuestro país en el siglo XVI. Este arco se convirtió en “tierra de Guerra”, prácticamente después de las primeras entradas de conquista y pacificación, al iniciarse la guerra chichimeca (1550-1600). Esta gran región conocida durante la época colonial como la pamería, ocupaba el centro del arco chichimeca, pero, como hemos visto, estaba articulada con diferentes macroregiones que responden a características étnico-geográficas, como el gran Nayar, la Caxcana y el Tunal Grande, por mencionar a las más importantes. No obstante, la mayoría de los autores coinciden en que el impacto de la colonización española se tradujo principalmente en la desarticulación de las redes chichimecas de abastecimiento; sobre todo de los grupos nómadas y seminómdas cazadores-recolectores, quienes se encontraban en pleno auge. Pues el periodo de la guerra chichimeca coincide con lo que François Rodríguez (1985, p. 23-24) llama:
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Fase Tunal Grande II 1550-1800 d. C. Esta última fase histórica presencia el inicio de la colonización española y sus fatales consecuencias para los chichimecas, erradicados en pleno auge. Tecnológicamente el complejo CazadorRecolector se queda en la etapa evolutiva de la fase anterior. Pero sus sitios se vuelven naturalmente más escasos: cuevas y campamentos aparecen en lugares aislados y de difícil acceso, principalmente en la parte sur del Tunal Grande y alrededor de la cuenca del Río Verde; de esta manera pudieron sobrevivir algunos grupos pequeños hasta finas de esta fase. Durante este periodo la migración fue un fenómeno generalizado en toda el área de la frontera norte de Mesoamérica, ya que muchos grupos querían escapar de la dominación española; por lo que muchos refugiados conformaban algunas veces sociedades compuestas y contestatarias que asolaron las regiones fronterizas, otras veces tributaban a grupos chichimecas para poder asentarse en su territorio, o algunas otras realizaban alianzas matrimoniales, militares o económicas; que hoy tornan más complejo el estudio y la reconstrucción histórica de los grupos que integraban esta gran región norteña. Por todo lo anterior considero que es importante destacar, cuando sea posible, la caracterización que los documentos de archivo hacen de los diferentes grupos, sobre todo en donde se incluyen sus nombres y características, ya que es la única manera de conjuntar los datos necesarios, para tener una visión más clara de la composición étnica del septentrión novohispano. En este sentido coincido con Carlos Manuel Valdés (1995, p. 108), quien afirma que: Los nombres que les otorgaron los españoles u otros indios fueron muy a menudo adoptados por las bandas y con ellos se presentaban y definían siempre. Tal es el caso de los borrados, tobosos, colorados cuachichiles, cabezas, rayados, cacaxtles, tripas blancas, negritos, laguneros, mezcaleros, nadadores y muchos más. [...] El nombre imprimía carácter igual que el bautismo, sólo que el apelativo cristiano es individual, mientras que el dado a los indígenas era grupal y colectivo. El nombre de la nación a la que se pertenecía marcaba indeleblemente a cada persona del grupo. [...] la posibilidad de definir cuáles nombres son de tribu, cuáles son de bandas, en general, para la mayoría de los casos, debemos confesar que aún no puede determinarse [...] Porque si se tratase de la cuestión únicamente lingüística podría caerse en el error de acomodar a quienes hablan una lengua bajo el concepto tribal, cuando es evidente que una lengua no define tribus.
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El elemento negro-africano en el habla del español de México Erasto Antúnez Reyes Dirección de lingüística, INAH
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Quiero comenzar agradeciendo al comité organizador de la XXX Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología el haberme invitado a participar en ella. De manera especial agradezco a su entonces presidente, el Dr. Fernando Nava y a una de sus vocales, la Dra. Rosa María Reyna Robles, mis amigos, por haberme extendido la invitación para hacer referencia a un tema fascinante, pero difícil al mismo tiempo. Acepté con gusto y espero cumplir con las expectativas a través de mi esfuerzo por ser claro, breve y ameno en la redacción, al tiempo que vaya aclarando dudas y, en la medida de lo posible, desterrando prejuicios perniciosos en sí mismos. Por otro lado, felicito a los organizadores de esta mesa redonda por dedicar una de sus sesiones lineales a abordar un tema que la antropología, y toda la sociedad en su conjunto, había soslayado sistemáticamente: la presencia negra en nuestro país. Desde luego, existen excepciones como la del trabajo pionero de Gonzalo Aguirre Beltrán a finales de los cuarenta del siglo XX, al que se han sumado otros ilustres investigadores mexicanos y se han creado ex profeso instituciones que rescatan y valoran el aporte de la migración africana a México. Entre los investigadores tenemos a Luz María Martínez Montiel, Gabriel Moedano o María Elisa Velázquez, sólo por citar algunos a guisa de ejemplo. De las instituciones creadas resaltan el programa “Nuestra Tercera Raíz”, fundado en 1989 por Guillermo Bonfil Batalla; el seminario “Población de origen africano en México”, establecido en 1997en la Dirección de Estudios en Antropología Social del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y dirigido por María Elisa Velázquez y Ethel Correa. “Más recientemente…en colaboración, la UNESCO y el INAH crearon el Comité Científico de la Ruta del Esclavo” (Gallaga y Tiesler, 2013). Pero, como decía más arriba, en general el tema de la negritud en México era un tema ausente en todos los ámbitos, por negación expresa o simplemente por desconocimiento. Por eso me parece pertinente el juicio que emitió Ángel Rosenblat en los años cincuenta de la pasada centuria, opinión atípica en un hispanista, sobre todo si consideramos que por esos años el tema no estaba en boga:
Erasto Antúnez Reyes
De manera injusta se ha acostumbrado, hasta ahora, a ver a los negros como masa inerte, pasiva, de la historia americana. Hoy se empieza a estudiar su aportación a las costumbres, a la lengua, a la música. Se empieza a ver que tenían alma, orgullo, personalidad, y que incorporaron a la vida americana elementos valiosos: alegría, vitalidad, espíritu generoso, ritmo, movimiento… (Rosenblat, 1954:II, 161) Si los trabajos en México que versaban sobre la presencia africana en nuestro país fueron en sus inicios de carácter etnográfico como Cuijla (1958) o etnohistóricos como La población negra en México (1946) ambos de Aguirre Beltrán; en la actualidad se ha incrementado la cantidad de publicaciones y se ha diversificado la temática de manera notable. En el rescate del pasado y presente afromexicano, hoy contamos con investigaciones serias sobre arqueología, antropología física, historia, etnomusicología, estudios de la religión y, por supuesto, de lingüística. Los estudios en materia de las lenguas y el habla de la población negra en México y en América han ido creciendo en cantidad y su calidad, en términos generales, se ha mantenido con altos estándares, como desde el principio. Como sabemos, el tema de la legua presenta dificultades propias de la materia, pero que han sido superadas exitosamente; cuando esas dificultades no son bien zanjadas resultan en documentos poco atractivos y de difícil lectura incluso para versados en temas lingüísticos. Sin embargo, la bibliografía sigue creciendo favorecida por los estudios sociolingüísticos con estudios de las lenguas en contacto y el acicate de las lenguas “criollas”, pero también el habla de los africanos recibe atención de la dialectología. Paulatinamente estamos asistiendo a un cambio en la actitud y enfoque en los estudios dialectales y sociolingüísticos del español americano. Anteriormente, por ejemplo, se afirmaba que América estaba constituida por dos únicos componentes étnicos, culturales y lingüísticos: indios americanos y europeos. Posteriormente se aceptó la incorporación de un tercer ingrediente, el negro-africano. Pero no por haberlo aceptado como elemento primordial en el mestizaje americano esto quería decir que se le comprendiera. Ha sido un camino lento y tortuoso el de su comprensión, pero la realidad americana y el recuerdo de la historia del encuentro de los europeos con los indios americanos, quienes fueron prácticamente eliminados por los europeos en las Antillas y Centroamérica, no obligó a tener presente que había un contingente muy grande de seres humanos traídos de África en calidad de esclavos que también aportaron sangre, sudor y lágrimas a nuestra raza y cultura. Estos esclavos negros eran producto de una nueva empresa comercial capitalista que cambiaría la economía del mundo. Con el trabajo de los negros en las minas y en las feroces tierras del Bajío comenzó la “acumulación originaria del capital”, según Carlos Marx, y comenzó el mundo moderno y contemporáneo. En ese sentido, este trabajo, y quizá el de otros investigadores del tema de la negritud, sea un tributo a ese eslabón no reconocido de la historia económica del mundo globalizado. - 388 -
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Pero decía anteriormente que se había aceptado que los negros eran la “tercera raíz”, pero no se comprendía cómo había que estudiarlos. Por ejemplo, en lingüística se formulaban juicios de si sus lenguas eran tales o estaban “corrompidas”, en ocasión del reconocimiento de que habían perdido sus lenguas africanas y que se vieron en la necesidad de hablar español o portugués; entonces se pensó que quizá sus hablas eran “simplificadas” o “incompletas”. Todavía hoy, cuando los afro-descendientes se refieren ellos mismos a su forma de hablar los escucho decir que hablan “mocho”. I.
Ahora bien, para estudiar el habla de los negro-africanos y sus descendientes en el Bajío mexicano tenemos que enfrentar un problema: no contamos con datos o estudios sobre el particular. De hecho, aunque sabemos que existió una población africana traída como esclava para trabajar en esta región, hoy no se perciben sus huellas, pues el mestizaje ha eliminado los rasgos fenotípicos de esa población. Todavía más difícil es percibir alguna evidencia lingüística, toda vez que, en general, el aporte africano es muy débil, y tiene una tendencia a irse perdiendo. Pero no está todo perdido, vamos a desarrollar una estrategia que puede resultar productiva. A falta de un corpus lingüístico, con datos concretos sobre el habla de los africanos y sus descendientes en el Bajío, trabajaremos de modo indirecto para construir esta entidad lingüística tan huidiza como lo es de hecho el aporte negroafricano en el español de México y en particular del Bajío. 1) Señalaremos las regiones de Hispanoamérica y de México donde la presencia africana es demográficamente predominante, pues estudios lingüísticos evidencian una relación biunívoca entre enclaves de población negra y los rasgos considerados como típicos del habla negra. 2) Daremos cuenta de las teorías que explican la razón de la división dialectal del español en nuestro continente, así como del aporte de la sociolingüística a la comprensión de las lenguas en contacto con referencia al habla de africanos y sus descendientes. 3) A fin de tener una visión completa del tema, estudiaremos las etapas históricas del proceso por medio del cual los esclavos negro-africanos perdieron sus lenguas y se apropiaron del español o portugués y luego cómo lo fueron modelando en otras formas. 4) Finalmente, nos centraremos en el caso mexicano, donde expondremos las “imitaciones” que hizo Sor Juana de los negros en el siglo XVII, para luego describir las variantes dialectales actuales que presentan rasgos lingüísticos negros. Con este método indirecto trataremos de ver si podemos descubrir la presencia lingüística de los negros esclavos en el Bajío.
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2. Antes de abordar las estrategias propuestas para saber si existen evidencias lingüísticas del habla de los individuos esclavos africanos en el Bajío haremos un rápido recorrido de la historia de la trata de esclavos. Existe una bibliografía suficientemente nutrida sobre las exploraciones y descubrimientos portugueses con fines comerciales y esclavistas, los cuales habían comenzado por navegar a finales del siglo XV las costas atlánticas de África. Portugal comenzó con la trata de esclavos desde el principio y éstos fueron llevados a aquel país, donde se dice que Lisboa llegó a tener un cuarto de su población constituida por negros. Otra parte del “botín” fue vendido en Huelva, Sevilla, y más al sureste de España: en Valencia. Durante este periodo entraron en contacto diferentes lenguas africanas con el portugués y luego con el español. En estos casos se decía que los esclavos hablaban una lengua ´bozal´ (es decir, un “habla mal aprendida por los nacidos en África”). Poco después, algunos negros ya aclimatados en Europa aprendieron plenamente el español o el portugués por lo que se les llamó hablantes de “español ladino”, es decir, los que hablan en español o portugués de manera fluida. Por otro lado, también sabemos que los negros ya estaban presentes en España desde los siglos XI y XII. Germán de Granda (1978: 222) apunta “que el negro daba indicios de integración a la sociedad española del siglo XII. Se hacía notar como grupo social peculiar y finalmente, se fusionaba crecientemente con la población blanca”. Después que Colón “descubre” el Nuevo Mundo, los españoles mediante las encomiendas intentan esclavizar a los aborígenes de las Antillas, pero la población fue diezmada rápidamente por el maltrato, las enfermedades y el suicidio colectivo. De modo que, tempranamente, se empezó a importar esclavos negro-africanos. De acuerdo con la legislación de la época, el comercio de los esclavos estuvo a cargo de los portugueses, inclusive durante el periodo en que las coronas de España y Portugal se unieron, entre 1580-1640. La burocracia española exigía que para la importación de esclavos africanos a América, éstos deberían ser llevados a Sevilla para de ahí embarcarse al Nuevo Mundo. Los puertos autorizados para recibirlos fueron Cartagena de Indias, Portobelo, La Habana y Veracruz. Más tarde se agregó el puerto de Acapulco, a propósito de la apertura de la Nao de la China por el Pacífico. Además de las mercaderías de Manila, se comerciaban negros “cafres”. Estos puertos monopolizaron el comercio de esclavos hasta el siglo XVIII, cuando se abrieron otros como el de Buenos Aires y Montevideo. El monopolio de los comerciantes, por otro lado, -como ya dijimos- fue portugués, pero también hubo asentistas (compañías comerciales) de origen holandés. A propósito de ello Lipski (1996:113) señala: “de ahí que la reconstrucción de los contactos lingüísticos-hispánicos exija analizar con cierto detenimiento los imperios esclavistas de Holanda y Portugal”. - 390 -
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En cuanto al número de esclavos que llegaron a América, las cifras de las fuentes son muy dispares y, a veces, resultan poco confiables; para algunos autores fueron traídos más de tres millones y para otros, fueron importados 25 millones de esclavos negros. Humberto López Morales (1998: 7a) con prudencia, nos aclara: “No se conoce con exactitud la cantidad de esclavos llevados a América… Cifras conservadoras (nos dan): un millón de entradas y otros tantos de ‹‹mala entrada›› como se llama a los de contrabando”.Y más adelante completa: “los estudios de disponibilidad de transporte trasatlántico afirman que no pudieron ser más de nueve millones… o probablemente menos”. De la procedencia de estas poblaciones y de sus lenguas sabemos mucho “gracias a una práctica romana que señalaba en las cartas de compra-venta de los esclavos la procedencia de los cautivos, conocemos hoy lugares de origen de los negros (Aguirre Beltrán, 1946: 99). En América esta práctica fue útil para indicar “las características somáticas de los esclavos como sus características psicológicas” (Ibíd. 99). También las lenguas y sajaduras (cicatrices tribales) fuero marcadores de sus etnias. La mayoría de los esclavos fueron tomados del litoral del Golfo de Guinea, el Congo, Angola, predominando bantúes y sudaneses (Álvarez Nazano, 1974: 21). En realidad eran cientos de lenguas africanas las que llegaron. Al respecto nos dice Lipski (1999: 114): Sólo un puñado consiguió hacer contribuciones duraderas a la emergente lengua afrohispánica. Entre las lenguas africanas más sobresalientes están el quicongo, el quimbundú/umbundú, el yoruba, el calabar, el igbo, el efé/fon, y el acano, todas habladas por grupos importantes del África occidental. 2.1 Tras este apretado repaso histórico, ahora demos paso al primer punto de nuestra estrategia, es decir, el de la ubicación de las regiones de Hispanoamérica donde la presencia negra es predominante demográficamente. Zamora Munné y Guitart (1982: 196) señalan que “la influencia africana está limitada geográficamente” en el continente; por eso mismo acudimos al estudio de Matthias Perl (1998: 2) quien nos indica que los hispanohablantes de raza negra en América están distribuidos de la siguiente manera: 1. Antillas Mayores: Cuba, Puerto Rico y República Dominicana 2. Regiones septentrionales de Colombia y Venezuela, osea, las costas bañadas por el Mar Caribe 3. Regiones costeras ribereñas de Centroamérica: Honduras, Nicaragua, Costa Rica y Ecuador 4. Región de Pacífico: Colombia, Perú y Ecuador 5. México ahora ya no es importante, y 6. Pequeñas minorías hispanohablantes en Belice y Trinidad y Tobago - 391 -
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Aunque M. Perl cuando menciona a México, apunta “ahora ya no es importante”, lo dice porque las características de México como país y las mismas estrategias de los esclavos negros fue la de incorporarse plenamente, hasta confundirse con el resto de la población. Los africanos entraron en México predominantemente por Veracruz y, a veces, por Campeche. Posteriormente lo hicieron por Acapulco. Así mismo resulta importante destacar que “cuando España empezó a colonizar el Nuevo Mundo, ya estaba bien consolidada la idea de emplear africanos como mano de obra” (Lipski 1996:112). Además en la Nueva España se consideraba signo de prestigio tener a su servicio negros africanos. Por ello encontramos testimonios de su presencia en lugares donde ni sospechamos que los hubo: Campeche, Veracruz, Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Puebla, Michoacán, Guanajuato, Hidalgo, San Luis Potosí, Jalisco, Tamaulipas, Coahuila, Chihuahua, Sinaloa, Ciudad de México, etc. Sus servicios eran requeridos en plantaciones, haciendas ganaderas, minas, pero también en servicios domésticos. (Luz Ma. Montiel 1995) La posesión de esclavos, aunque fue una necesidad económica y una inversión, terminó siendo una cuestión social, pues se esperaba que toda persona respetable tuviera esclavos a su servicio. (Yuri Pavel González Días, 2013: 63) En la actualidad todavía existen poblaciones predominantemente negras en Veracruz, Tabasco y Campeche (en la zona de Golfo); los mascogos en Coahuila, que fueron hablantes de afroseminol-un criollo inglés con palabras provenientes del gullah, una lengua de las islas de Costa de Carolina y Georgia. Otra zona importante se localiza en el Pacífico, en la llamada Costa Chica de Guerrero y Oaxaca (Elisa Velázquez et al. 2013:19-28). 2.2 Después de haber ubicado las zonas con presencia negra en Hispanoamérica y México, daremos paso a las teorías que se han realizado para describir la variedad dialectal del español. Yo veo dos momentos cruciales, cada uno sometido a fuertes polémicas. En el primer momento no se incluía como importante el elemento africano, mientras que en el segundo se incorpora como elemento sustancial y determinante para la descripción de los diferentes dialectos del español de América. Veamos el primero. A principios del siglo XX cuando se buscaba describir la lengua española en América, surgieron varios temas interesantes, uno de ellos versaba sobre la aportación de las lenguas indígenas americanas al español; otro tema era describir las diferencias dialectales desarrolladas a lo largo y ancho del territorio americano, pero también lo era poder explicar las causas. Precisamente esta situación llevó a los investigadores - 392 -
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a buscar los orígenes del español en el habla andaluza. En este punto se suscitó una acalorada polémica protagonizada por Pedro Henríquez Ureña y Max Leopold Wagner. El primero mantenía una postura americanista apoyada en datos demográficos de los primeros colonizadores, a partir de los cuales sostenía que todas las regiones de España habían aportado igual cantidad de pobladores y que, por lo tanto, no era más el contingente andaluz. Por otro lado, proponía que los rasgos supuestamente andaluces que se atribuían a los orígenes del español eran una creación independiente de América, que era paralela de la española. Lo que buscaba atacar era que el español americano no podía tener un carácter “avulgarado” (vulgar) como era considerado en el s. XVI el habla andaluza en la Península. Siguieron en esta aventura al “Maestro de América”, Amado Alonso (1961) y Ángel Rosenblat (1954). La postura antagónica la encabezaba el lingüista italiano Max Leopold Wagner, quien proponía la tesis de un “andalucismo de tierras bajas”. Continuaron en esta línea Diego Catalán (1956-57), Peter Boyd Bowman (1964), Ramón Menéndez Pidal (1962), entre otros. Por ejemplo, Catalán señaló “ondas atlánticas” con sus variedades: variedad andaluza, variedad canaria, variedad caribeña y de las costas americanas. Es decir, estaba hablando de un “español atlántico” que comprendía las costas del sur de España y de América. Por su parte, BoydBowman trabajó en un índice de 40 000 pobladores donde el 45% de ellos eran andaluces. Menéndez Pidal en su luminoso Sevilla frente a Madrid (1962) explicó que la norma andaluza era el habla de las costas, mientras que en el altiplano se implantó la norma de las cortes españolas que él denominó “la norma de Toledo”. Los rasgos lingüísticos discutidos como andalucistas o no en esta polémica son: el seseo, el yeísmo, la aspiración o pérdida de /s/ final de sílaba o palabra, la velarización de /n/ final, la aspiración de j /x/, etc. Por último, dentro de este primer momento de discusiones sobre los orígenes y desarrollo del español de América, vemos que se plantea el contacto entre lenguas o contacto entre lenguas indígenas, caribeñas y el español durante el siglo XV, cuando sucede una rápida extinción de aquellas poblaciones; aunque paradójicamente su léxico será el que perdure e incluso se imponga a otras lenguas indígenas que eran lenguas generales de las altas civilizaciones de la América nuclear, según términos de Walter Krickberg. Esas palabras de las lenguas taínas o arawacas del Caribe que se hicieron generales el español, del que aquí sólo damos un ejemplo, fueron: canoa, maíz, cacique, maguey, tuna, etc. Se impusieron al náhuatl y hoy casi nadie se acuerda de ellas: acalla, centli, tlatoani, metl y nochtli. Así, observamos que tanto en la teoría del origen andaluzante de América, o en la importancia del aporte lingüístico de las lenguas de sustrato en el enfrentamiento o contacto de lenguas no se menciona la presencia africana. Tendremos que esperar hasta las postrimerías de los años sesenta y principios de los setena con el advenimiento de la sociolingüística, momento en que surge de nuevo el debate de los orígenes - 393 -
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y desarrollo del español de América, con énfasis en el español del Caribe. En este momento ya se incorpora el ingrediente africano y se empieza a estudiar el fenómeno de “contacto de lenguas” o “lenguas en contacto”. De estos estudios se desprende que el español que aprendieron los esclavos africanos en los siglos XV-XVI no era una lengua “incompleta” y mucho menos “caótica”, sino que era una lengua de comunicación surgida espontáneamente, por razones, en esta ocasión, de migración forzada producto de la trata de esclavos. Estas hablas conocidas como “pidgin” con el tiempo producen ´criollos´ o creole (en inglés), y pueden ser consideradas “lenguas nuevas”; su realización comunicativa en grupos donde la presencia negra es mayoritaria, como el Caribe, se ha visto que producen aquellos fenómenos como típicamente afroespañoles. 2.3 Vamos a tratar en este apartado los procesos sociolingüísticos que experimentaron los esclavos africanos desde su arribo a América para llegar a los momentos actuales. Desde siempre se había observado que en el contacto de dos o más lenguas, en algunas ocasiones se producía un tipo de lengua “incompleta”, que no entendían los hablantes de las lenguas base. Surgían por razones comerciales, pero también por migración forzada como la esclavitud, por conquistas, colonizaciones entre otras, y con la urgente necesidad de comunicarse entre todos los miembros de esas sociedades bilingües, espontáneamente acudían al vocabulario de la lengua de superestrato (o lengua dominante) y la gramática de la otra lengua dominada (lengua de sustrato). Lo que resulta es un pidgin caracterizado precisamente por el léxico limitado de superestrato con estructuras simplificadas consistentes de ausencia de oraciones verdaderas u oraciones de relativo; en la morfología no existe el género, no es completa la conjugación, entre otros fenómenos. Por esta razón, en algún momento se pensó que este pidgin afrohispano era un habla “incompleta”, la tenían quienes apenas habían desembarcado en América procedentes de África, y se les llamaba, por su forma de hablar, negros bozales. Pero, tratando de entender esta estrategia lingüística diremos que sin importar las aptitudes de cada hablante, éstos con pocos recursos se pueden comunicar eficazmente. Así que la simplificación en realidad le confiere a esa “nueva lengua” una regularidad. De esa lengua “simplificada” o pidgin o bozal, de seguir en ese mismo proceso creará un ´criollo´o creole, es decir ya es la lengua de los hijos de quienes hablaban por primera vez un pidgin. Esta nueva generación de niños y jóvenes convertían la lengua de sus padres, desde luego en un ´criollo´, pero al mismo tiempo será su lengua materna, con la que hablarán con toda confianza, haciendo frente al aumento de las exigencias comunicativas. Su sintaxis es más elaborada al de las lenguas base de las que nacieron. Por ejemplo, Germán de Granda es partidario de la hipótesis de criollización del habla de los negros de América, aunque hoy existan pocas evidencias que lo comprueben. Sin embargo, en mi opinión, al menos en México, creo que el pidgin se pasó, en general, - 394 -
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a la norma hispánica general de Nueva España, adaptándose estos hablantes al habla rural o urbana, dependiendo del lugar de residencia. En cambio sí hubo criollización en otros lugares de América como el palenquero de San Basilio en Cartagena, Colombia y el papiamento de Aruba, Boniaire y Curaçao. Es Humberto López Morales (1989: 149) quien ha identificado estos diferentes procesos de criollización del pidgin. 2.4 Ahora hablaré del pidgin mexicano de los hispanoafricanos. Éste se conoció como habla bozal y fue recogido en la Nueva España por Sor Juana Inés de la Cruz, en el siglo XVII, en muchos sus villancicos. Aquí presentó un fragmento del “Villancico VIII-Ensaladilla”. “Donde hablan los negrillos”: 1 Cantemo, pilico Que se va las Reina Y dalemu turo Una noche buena.
Cantemos, perico Que se van las Reinas Y daremos todos Una noche buena
2 Iguale yolale
Igual lloraré Francisco, de pena Que nos deja oscuras A todas las Negras
Flacico, de pena Que nos deja ascuela A turo las Negla
Cuadro 1. Características de bozal en la Nueva España
1. Aspiración de /s/ final: sobre todo en desinencias verbales como cantemos > cantemo, y en palabras como fiesta > fie´ta 2. Cambio de d por r: todo > turo, 3. Cambio de r por l: negra > negla, Francisco > Flacico 4. Paragoge de vocales al final de palabra: igual > iguale, llorar > yolale 5. Inestabilidad de las preposiciones: a oscuras > 6. Errores de concordancia nombre-adjetivo o sujeto-verbo: las Reina > las Reina, que se van las Reinas > que se van las Reina Lipski (1996, 122-124) agrega otros rasgos: 7. Nasalización intrusiva (adición de n) negro > nengro/nengre/nenque 8. Variación en la cópula. “Una coincidencia interesante de muchos textos es la creación del verbo sar o santar, mezcla de ser y estar y que combina el esquema sintáctico de ambos verbos. Los textos de Sor Juana guardan muchas semejanzas con los producidos por otros autores españoles de los siglos de oro, como Lope de Vega, Quevedo o Lope de Rueda, así que la “sistematicidad” de los rasgos fonéticos y morfosintácticos del - 395 -
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habla hispanoafricana, en México y en otros lugares de Hispanoamérica y España, nos invitan a pensar que “son verdaderos en esencia” (Lipski 1996: 115). Por razones de espacio y tiempo, ahora tomaremos el otro extremo de todo este proceso. Del siglo XVII llegamos a la segunda mitad del siglo XX y principios del siglo XXI, que es la época actual y veremos qué ha sucedido con aquella habla bozal. El pionero en nuestro país en la descripción del habla de los negros es Gonzalo Aguirre Beltrán (1958) que describe el habla de Cuajinicuilapa, Guerrero. Ahí explica muchas de las relajaciones consonánticas representativas del habla de los negros: la aspiración de /s/ final de sílaba o palabra, la elisión de la /d/ intervocálica, etcétera, además de dar cuenta del léxico. Poco después se van agregando otros importantes trabajos como el de Aparicio et. al. (1993), Díaz Pérez et al. (1993) o el de Miguel Ángel Gutiérrez (1993). A partir de estos autores presentamos el siguiente cuadro: Cuadro 2. Rasgos característicos afrohispánicos de la Costa Chica.
Fonéticos Aspiración- pérdida de /-s/ al final de sílaba o palabra.
Más ˃ má; arroz ˃ arró
Debilitamiento de j /x/ Pérdida de -d- intervocálica Pérdida de /-r/ final en verbos en infinitivo Morfosintaxis Uso de voseo en personas mayores Vulgarismos de tipo rústico: Léxico Pocos africanismos; inclusión de indigenismos que ellos consideran africanos sólo por la pronunciación
Mujeres ˃ muhere Pescado ˃ pehcao Comer ˃ comé Vos querés / vos quieres haiga, truje, orita Africanismos: guineo y bemba. Cuculuhte ˂ cocolixtle (nah) ´ Cabello ensortijado´ Choco ˂ ´xoquiatl´ (nah) Sucio, maloliente.
Estos rasgos morfosintácticos, pero sobre todo fonéticos, del habla bozal del siglo XVII como los ejemplos actuales de la Costa Chica de Guerrero, son los representativos del habla afrohispana. Pero, debemos aclarar que están compartidos con otras comunidades dialectales del español general. Es importante señalar que estos fenómenos de relajamiento consonántico pertenecen al habla andaluza que el mismo Aguirre Beltrán señaló en su libro Cuijla (1958). Pero si bien en España los andaluces de todas las clases sociales debilitan las consonantes, sobre todo la /s/, aquí en Hispanoamérica, incluido México, sólo se da en las tierras bajas costaneras. De estar de acuerdo con esta - 396 -
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situación, entonces estaríamos en consonancia con la tesis andalucista del origen del español americano. De hecho este es mi planteamiento en un trabajo en el que tomaba la importancia del sustrato indígena de Mesoamérica para el mantenimiento de la norma “toledana” de Menéndez Pidal. Frente a las costas donde se daba la aspiración de /s/ por estar visitadas por marineros andaluces; para el caso del norte de México, según yo, aceptaba la presencia de aspiraciones por el aislamiento y la baja densidad de población. Aunque puede ser aceptable en lo básico esta hipótesis, ahora me doy cuenta de que es preferible aceptar que tanto la composición étnica como la herencia lingüística de México es un trinomio constituido por españoles, africanos e indios –y en este sentido, lo único que no puede explicar la teoría andalucista que sostiene que la aspiración de –s final, la elisión de –d– intervocálica, etcétera, son rasgos propios de las tierras bajas, mientras que las tierras altas se mantienen esos mismo fenómenos con firmeza, pero se pierden las vocales, se puede explicar con la presencia africana que comparte esos rasgos andaluces como rasgos africanos. Moreno de Alba y López Chávez (1987) escribieron un artículo donde trataban, igual que yo, de explicar por qué existía la aspiración de /s/ en el norte del país, es decir, en Chihuahua o Sinaloa. Y se preguntaban: ¿Puede pensarse que la relajación consonántica propia del habla de Mazatlán se debe a la influencia andaluza y se explique por razones histórico-sociales semejantes a las que Menéndez Pidal proporciona para en andalucismo de la Costa del Golfo y las Antillas? Los autores responden que se trata de una razón histórica la que determina esta pronunciación. San Félix (hoy Mazatlán) se fundó en 1796 con diecinueve habitantes de raza negra y su población casi no varió a través del tiempo. Así, los remanentes de aspiración de /s/ actuales son producto del origen africano de esa ciudad. Para comprobar la distribución de estos fenómenos de relajamiento resulta útil consultar la síntesis que del Atlas lingüístico de México realizó Moreno de Alba (1994). Ahí se puede ver que la presencia tanto en el Norte de México, como en las costas del Pacífico, sea Sinaloa o Guerrero y Oaxaca, están lejos de las costas del Golfo o las Antillas, coto de los marineros andaluces. 3. Tras esta apretada síntesis sobre el aporte africano al español americano, que incluye México, voy a concluir mencionando que el habla afrohispana siguió en nuestro país las mismas pautas que en otras regiones del mundo hispanohablante. Según mi opinión, el habla bozal que “imita” Sor Juan en sus villancicos evidencian el habla pidgin de la que debió haber surgido algún criollo posterior, de acuerdo con la apreciación de Germán de Granda (1978). Pero, para mí si es que hubo algún criollo, éste desapareció - 397 -
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rápidamente, en menos de dos generaciones. Recordemos, que sí existen criollos de base española y africana, pero se localizan fuera de México, como es el caso del palenquero de San Basilio en Cartagena, Colombia. Por otro lado, vemos que los rasgos más característicos del habla afrohispana son precisamente aquellos considerados andaluces: el seseo, el yeísmo, la aspiración o perdida de la –s en final de sílaba o palabra, la velarización de –n final, la aspiración de j /x/, etc. Y que no encontramos otros fenómenos que están presentes en las Antillas como una fuerte nasalización de fonemas vocálicos o la doble negación del tipo “no quiero no”, etc. ¿Habrá sido el continuo contacto con andaluces en diferentes situaciones y épocas lo que produjo que se asimilaran los afrohispano a este macrodialecto llamado “español atlántico”, “habla andaluzante, “costeño”? ¿Qué tanto influyó el sustrato de sus propias lenguas, carentes algunas de ellas de consonantes obstruyentes al final de palabra, las que intervinieron para su adaptación al sistema andaluz? Desde luego hacen falta más estudios. Finalmente, quiero señalar que existen evidencias débiles en el habla del Bajío de la presencia negroafricana, aunque es más que evidente que su mano de obra esclava es patente y está documentada, pues esa región fue un polo económico importante durante el periodo colonial español. Por todo esto, tengo confianza en que se presentarán evidencias negras importantes en otros ámbitos de la cultura del Bajío. Al mismo tiempo, comparto con ustedes una de las muchas opiniones en este mismo sentido que nos dan Zamora Munné y Guitart (1982) sobre el habla de los afrohispanos: Por otra parte, la realidad americana fue una novedad para los españoles y africanos. Esta nueva realidad tenía nombres en lenguas indígenas, como es natural, y los españoles los adoptaron como elementos de sustrato. En cambio, el africano desposeído de todo como venía, sólo logró aportar en el léxico pocos afronegrismos y nada o casi nada de influencia en la morfología y en la sintaxis. Además es controvertida la influencia en la fonética (p. 167) Si esta apreciación para zonas con fuerte densidad de población negra en Hispanoamérica describe una pobre aportación africana, entonces vemos que para el Bajío esta evidencia es exigua. En fin, no cabe duda que los estudios afrohispánicos, los de criollismo y los de la evolución de este dialecto sigue presentando muchos retos para los investigadores.
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La prehistoria lingüística del Bajío David Charles Wright Carr Universidad de Guanajuato
Introducción
El Bajío es una región de fronteras en varios sentidos. Como zona geográfica, marca de transición entre los valles centrales de México y las áridas tierras del norte de México. Como consecuencia de esta situación, estaba en –o cerca de, según el periodo– la frontera entre los pueblos sedentarios, que participaban en la tradición cultural mesoamericana, y los pueblos seminómadas y nómadas del norte. También fue el lugar de encuentro entre dos familias lingüísticas, la yutonahua del occidente de México y la otopame del centro y centro norte, así como los hablantes del tarasco, una lengua aislada con raíces profundas en la región. Estas fronteras fueron borrosas, fluctuantes y permeables, generando relaciones interculturales especialmente dinámicas a lo largo de los milenios. Al principio de este trabajo, se presentan definiciones operativas de dos conceptos claves: la cultura y la etnicidad. Estos conceptos deben tratarse por separado, en lo posible, como variables independientes, y ninguno de ellos tiene una correspondencia precisa con la lengua. Se habla de las teorías y los métodos de la prehistoria lingüística, incluyendo la teoría de las migraciones y los diversos métodos lexicoestadísticos que sirven para determinar la presencia de los grupos en el Bajío a lo largo de los milenios. Luego se establecen los límites de la región abajeña, que es el marco geográfico del presente estudio. Finalmente se propone un panorama general de la prehistoria lingüística del Bajío, que podrá ser contrastado con las hipótesis generadas desde otros campos de estudio, como la arqueología, la etnohistoria y la bioantropología, para lograr una visión integral de los grupos humanos que han compartido esta región desde hace varios milenios1.
Este trabajo se basa en varios intentos previos de determinar la ubicación de los grupos lingüísticos en el centro y el centro norte de México, resumiendo algunas ideas y presentando nuevos datos e interpretaciones. Véanse Wright 1994; 1997; 1999a; 1999b; 2005a; 2005b; 2007; 2012; 2014. Una versión preliminar del presente estudio fue presentada en la XXX Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, El Bajío y sus Regiones Vecinas: Acercamientos Históricos y Antropológicos, sesión lineal 2, “Población, asentamientos, recursos naturales y producción cultural”, Santiago de Querétaro, 5 de agosto de 2014. 1
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El Bajío como región geográfica
La región del centro norte de México llamado Bajío tiene una extensión variable, según los criterios empleados en su definición. Es una unidad geográfica, y sus características particulares tienen consecuencias para la vida de los grupos humanos que lo han habitado a lo largo de los milenios. Marca una transición entre las tierras relativamente húmedas de Michoacán y los valles centrales de México, por un lado, y la región más árida del norte de México. Como consecuencia, y como resultado de las variaciones en el régimen pluvial, en algunos periodos ha albergado poblaciones de agricultores sedentarios de la tradición cultural mesoamericana, y ha sido lugar de encuentro de estas con los pueblos seminómadas y nómadas de Aridoamérica, llamadas genéricamente “chichimecas” en el siglo xvi. Actualmente tiene un clima templado, con lluvias que permiten la agricultura de temporal, aunque en ocasiones las lluvias son insuficientes para levantar una buena cosecha. Para delimitar el Bajío, tomo la cota de los 1 600 metros sobre el nivel del mar, como límite inferior, y los 2 000 metros como límite superior. Visto así, esta región se extiende desde la ciudad de Querétaro en el oriente hasta la de León, en el noroeste del estado de Guanajuato, abarcando la mayor parte del sur de este último estado. La cota de los 1 600 metros nos permite sumar al Bajío parte del oriente de los estados de Jalisco y Aguascalientes, así como el noroeste de Michoacán, donde se encuentra Zamora. Esta gran cuenca, de fondo llano, es rodeado por lomas, cerros y montañas que alcanzan entre 2 000 y 3 000 metros sobre el nivel del mar. Incluye dos subcuencas importantes, parcialmente separadas por montañas: el valle de Acámbaro en el sureste y el valle del alto Laja en el noreste. Surcan las tierras del Bajío las aguas del río Lerma, que llega desde el valle de Toluca por el de Acámbaro, cruzando la gran cuenca abajeña de oriente a poniente, para desembocar en el lago de Chapala, en el estado de Jalisco. Sus principales afluentes son el río Querétaro-Apaseo, que fluye desde la orilla oriental de la zona; el río Laja, que baja desde el norte; el río Guanajuato, que desciende desde la ciudad del mismo nombre, en la orilla norte de la cuenca; el sistema del río Turbio, que corre de Poniente a Oriente desde la frontera entre los estados de Guanajuato y Jalisco, rodeando la sierra de Pénjamo para virar hacia el sur, pasando por el valle de Pénjamo antes de desembocar en el Lerma (Wright 2014). Cultura, etnicidad y lengua
Para los propósitos del presente estudio, la cultura se define como “las ideas, los valores y los patrones de comportamiento colectivos de un grupo humano determinado; la cultura consta de un conjunto de subsistemas interrelacionados cuyas fronteras, - 404 -
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generalmente borrosas, no necesariamente coinciden; estos subsistemas culturales se transmiten y se aprenden, adaptándose continuamente a los cambios en el contexto geográfico y social del grupo”. Es importante considerar los diversos elementos que conforman la cultura –incluyendo la lengua– como variables potencialmente independientes, para evitar las visiones simplistas y distorsionadas.2 Un grupo étnico se entiende aquí como “una comunidad, de extensión variable, con ciertas afinidades que pueden ser biológicas, lingüísticas, sociopolíticas, ideológicas, económicas, tecnológicas o cualquier combinación de estas variables”. La conformación del grupo depende necesariamente de los elementos comunes que se elijan para definirlo. Por otra parte, el grupo étnico puede ser definido por el investigador, por los integrantes del grupo, o por sus vecinos. Las definiciones, por supuesto, pueden variar según estas perspectivas distintas. En cualquier caso, el grupo étnico es una construcción colectiva, hecha con propósitos sociales. Los grupos étnicos forman parte de sistemas dinámicos más amplios; las interacciones de los grupos en contacto incluyen intercambios de muchos tipos, colaboraciones, presiones, competencia, fricciones y conflictos, que pueden llegar hasta la violencia. El contraste cultural es un factor importante en la conformación de la identidad étnica de cada grupo: ser parte de un grupo también implica ser diferente al otro. Los miembros de cada grupo seleccionan elementos específicos para destacarlos, como parte de este proceso. Al mismo tiempo, unos grupos toman elementos de otros, mediante procesos de aculturación. Las asimetrías en el poder, o en el prestigio relativo de los grupos, suelen influir en estos procesos. Las transformaciones son continuas, mientras cada grupo se adapta a los procesos de cambio. La lengua es un elemento más en estos procesos de construcción de identidades colectivas; su peso relativo entre los demás elementos es variable, según la situación particular de cada grupo (Wright 2005b: i, 23-26; 2011a: 30-35). La prehistoria lingüística y la teoría de las migraciones
La teoría de las migraciones que voy a aprovechar en este ejercicio se basa en estudios de la lingüística comparativa. Nos servirá para determinar, dentro de las limitaciones propias de esta teoría, los lugares de origen de cada una de los grupos lingüísticos que históricamente han tenido una presencia en el Bajío. También nos permitirá rastrear los movimientos migratorios de los mismos grupos. Para agregar la dimensión temporal al panorama resultante, aprovecharemos los estudios existentes sobre la glotocronología, un método lexicoestadístico que permite conocer los tiempos aproximados de las ramificaciones internas de las familias y los grupos de lenguas emparentadas. Luego contrastaremos estas fechas con otras, proporcionadas por un novedoso método para Para una explicación amplia del proceso de construcción de esta definición de la cultura, con referencias a las obras de varios autores que han escrito sobre el tema, véase Wright 2005b: I, 17-22; para una visión actualizada, véase Wright 2011a: 25-30. 2
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la comparación automatizada de las lenguas, desarrollado durante el último decenio. Hace más de medio siglo, Isidore Dyen expuso los fundamentos para una teoría lingüística de las migraciones, elaborando sobre las ideas de Edward Sapir y Alfred Kroeber. Esta teoría tiene dos postulados fundamentales: 1) El área de origen de las lenguas relacionadas es continua, y 2) las probabilidades de las diversas migraciones reconstruidas tienen una relación inversa con la cantidad de los movimientos reconstruidos de las lenguas que cada una requiere. En otra palabra, si dos migraciones reconstruidas difieren en la cantidad de movimientos de lenguas necesarias, la que tenga una cantidad inferior de movimientos es más probable (Dyen 1956: 613 [traducción propia]). El primer postulado permite inferir el probable lugar de origen de un conjunto de lenguas emparentadas. El segundo, que podemos llamar “el principio de la menor cantidad de movimientos”, es básicamente una aplicación de la ‘ley de la parsimonia’, llamada también la ‘ley de la economía’ o ‘la navaja de Ockham’. Según este principio, cuando dos o más hipótesis parecen explicar satisfactoriamente la evidencia, la más sencilla probablemente es la correcta; las explicaciones complicadas suelen resultar de los intentos de hacer caber los datos empíricos en nuestros esquemas hipotéticos preexistentes (Bernard 2000: 52, 287; Popper 1989: 108, 171). Dyen explica que una migración de una lengua implica el movimiento de una parte de sus hablantes –no necesariamente todos–, resultando en una cantidad mayor de regiones lingüísticas discontinuas. Vista de esta manera, una expansión dentro de un territorio continuo, que resulte en una cadena de variantes dentro de un territorio continuo, no cuenta como una migración. Tampoco es considerada una migración cuando un grupo de hablantes de una lengua se reubica dentro del territorio ocupado por hablantes de otras lenguas emparentadas. Hay dos tipos de migraciones que pueden resultar en una mayor cantidad de regiones lingüísticas discontinuas: 1) cuando un grupo de hablantes de una lengua se desprende de los demás, ocupando un territorio donde no haya lenguas emparentadas y 2) cuando hablantes de una lengua se introduce en el territorio ocupado por otro grupo lingüístico, cortándolo en dos o más partes. Así, una región lingüística es un territorio donde las lenguas emparentadas se presentan en cadena, con cambios graduales, aunque este territorio contenga lenguas distintas, no inteligibles entre sí. Si dos variantes o lenguas emparentadas no ocupan la misma región, se consideran separadas, y los espacios que las separan se consideran como intervalos, sean estos barreras geográficas, zonas despobladas o áreas ocupadas por hablantes de lenguas no emparentadas. Para explicar la distribución de un grupo de lenguas emparentadas, se puede formular varias hipótesis alternativas, cada una con dos partes: 1) una propuesta sobre - 406 -
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su lugar de origen y 2) los movimientos requeridos para producir la distribución observada. El territorio de cada una de las lenguas del grupo puede proponerse como el lugar de origen del grupo, con la hipótesis adicional de que ninguna de estas lenguas ocupa el lugar de origen. Para evaluar las hipótesis se cuentan los movimientos mínimos que podrían resultar en una migración. La hipótesis con el menor número de movimientos se considera como la más probable. Si consideramos todas las posibles hipótesis y si calculamos los movimientos correspondientes para cada una, obtenemos varias implicaciones básicas de esta teoría: 1) el lugar de origen de un grupo de lenguas emparentadas probablemente es el territorio de una o más de sus lenguas componentes; 2) cuando observamos una cadena de lenguas emparentadas, el lugar de origen de su protolengua ancestral probablemente es el área ocupada por esta cadena, 3) si hay dos o más cadenas, su lugar de origen probablemente es la suma de las áreas ocupadas por las cadenas más los intervalos que las separan; 4) las migraciones de un solo movimiento son las más probables; las migraciones de cadenas enteras de lenguas son menos probables; y 5) las migraciones normalmente son desde regiones con mayor diversificación hacia otras con menor diversificación, sin considerar las distorsiones provocadas por las migraciones de otros grupos hacia el mismo territorio (Dyen 1956).3 Los resultados del estudio de la prehistoria lingüística nos aportan hipótesis razonables que deben ser confrontadas con los datos aportados desde otras ramas de la antropología, como la arqueología, la etnohistoria y la bioantropología. Para hacer esto es importante el factor cronológico, que nos permite cotejar los datos de cada una de estas subdisciplinas. Desde mediados del siglo xx, tenemos el método lexicoestadístico de la glotocronología que, si bien no es precisa, nos permite ubicar las migraciones de los grupos lingüísticos en el tiempo, de una manera aproximada. Este método fue desarrollado por Morris Swadesh. Se basa en la premisa de que los grupos humanos reemplazan los morfemas de sus lenguas con cierta regularidad, causando el distanciamiento gradual entre sus lenguas. Swadesh elaboró una lista de conceptos básicos que puede ser traducida a dos lenguas, para luego determinar cuantas palabras cognadas son compartidas. Aplicó el método a lenguas con una larga tradición de textos escritos con fechas conocidas. Determinó que después de un milenio de separación total o casi total de dos lenguas derivadas de la misma protolengua ancestral, hay una permanencia de 86% de palabras cognadas en cada lengua, o 74% entre las dos lenguas. El creador de la glotocronología estimó un margen de error del 10%. Señalando, además, que los cálculos glotocronológicos representan cantidades mínimas de tiempo. El consenso entre la comunidad antropológica en general ha sido más escéptico. Por ello, en trabajos publicados durante los últimos doce años, he aplicado un margen del error del 25% a las fechas glotocronológicas de Swadesh y sus Varios investigadores han aprovechado esta teoría u otras similares. Véanse, a manera de ejemplo, Diebold 1960; Knab 1983: 153; Ruhlen, 1994: 172, 173, 187, 208; Valiñas 2000a: 178; Wichmann/Müller/ Velupillai 2010. 3
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seguidores, en un intento de ampliar el rango de las fechas hipotéticas de las ramificaciones de las lenguas, antes de cotejar estas fechas con otros tipos de evidencia. Tomé los cálculos glotocronológicos publicados sobre las familias otopame y yutonahua, para tener una visión global de los cambios en cada una. Los resultados de este ejercicio se resumen en los cuadros 1 y 2, mostrando las fechas glotocronológicas con puntos y los rangos de años que resultan de la aplicación del margen de error del 25% con barras. De esta manera se obtienen lapsos amplios, dentro de los cuales se pudieron haber dado las separaciones entre las lenguas emparentadas de cada familia. Así podemos aprovechar esta herramienta sin caer ingenuamente en la ilusión de que sepamos las fechas precisas de las ramificaciones lingüísticas dentro de las familias mencionadas. En los siguientes incisos se presentan ensayos de comprender la prehistoria de las familias otopame y yutonahua, mediante el análisis de los estudios existentes de las lenguas que abarca cada familia. Desafortunadamente, no podemos hacer lo mismo con la lengua tarasca, porque no forma parte de una familia de lenguas emparentadas. La prehistoria lingüística de los otopames
La familia otopame se ubica, en su mayor parte, al norte del eje neovolcánico, en los valles de México, Toluca, Puebla-Tlaxcala y el Mezquital; se extiende hacia el norte, más allá de lo que era la frontera norte de Mesoamérica en 1521, hasta el semidesierto potosino, pasando por el oriente del Bajío y la Sierra Gorda (mapa 1). Los hablantes de las lenguas otopames se pueden dividir en dos grupos, tanto por la divergencia entre sus lenguas como por sus rasgos culturales: los otopames meridionales pertenecían a la tradición mesoamericana, mientras los otopames septentrionales eran considerados ‘chichimecas’ por su vida seminómada o nómada. Los otopames del sur, en el momento de la Conquista, habitaban los valles centrales de México. Fueron los otomíes, los mazahuas, los matlatzincas y los ocuiltecos, de acuerdo con los nombres históricamente asignados a estos grupos. Hoy el otomí presenta un grado amplio de divergencia lingüística, con nueve variantes, no todas las cuales se entienden entre sí; el proceso de divergencia interna inició algunos siglos antes de la llegada de los españoles. Después de la Conquista, durante el siglo xvi, los otomíes llevaron a cabo una importante expansión territorial desde el valle del Mezquital hasta el Bajío. Los otopames septentrionales son los que habitaban, a principios del siglo xvi, el Bajío oriental y la Sierra Gorda de Querétaro, Guanajuato y San Luis Potosí. Fueron los pames y los chichimecos jonaces.4 Véanse Campbell 1997: 362; Instituto Nacional de Lenguas Indígenas 2008; Longacre 1967: mapa; Manrique 1988: 154-159; Simons/Fennig 2017; Suárez 1995: mapa 1. Aquí empleo los nombres históricos de los grupos lingüísticos, en lengua castellana. Para los gentilicios actuales y los términos de autodenominación, véase Instituto Nacional de Lenguas Indígenas 2008. 4
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Mapa 1. Grupos lingüísticos del centro y centro norte de México.
El proto-otopame empezó a diferenciarse del proto-otomangue –antiguo tronco lingüístico que incluye el zapoteco y el mixteco, entre otras lenguas– hace unos 64 siglos glotocronológicos. Considerando el margen de error del 25% que mencioné arriba, obtenemos un rango de 6000 a 2800 aC para este suceso hipotético. Las ramificaciones internas de la familia otopame se pueden apreciar en el cuadro 1, donde las fechas glotocronológicas se marcan con círculos azules y los rangos que resultan de la aplicación del margen de error se señalan con barras de color violeta.5 El proto-otopame inició su proceso de diversificación interna hace 55 siglos glotocronológicos (4875-2125 aC), cuando se separaron los grupos septentrional y meridional. El proto-otopame meridional se dividió hace 44 siglos (3500-1300 aC), cuando el proto-otomí-mazahua se separó del proto-matlatzinca-ocuilteco. El proto-otomí-mazahua se ramificó hace 16 siglos (1-800 dC), el proto-matlatzinca-ocuilteco hace 7 siglos (1125-1475 dC). La diversificación interna del proto-otomí inició hace 9 siglos (875-1325 dC), lo que explica la gran diversidad y la falta de inteligibilidad entre algunas variantes del otomí. El proto-otopame septentrional se ramificó hace 34 siglos (2250-550 aC), cuando se separó la línea que dio origen al chichimeco jonaz del proto-pame. Esta última lengua empezó a diversificarse hace 17 siglos (125 aC-725 dC).6 El lector puede observar que la aplicación del margen de error del 25% nos da rangos amplios, sobre todo para las fechas más antiguas. Mi recomendación es que se consideren los rangos completos cuando se cotejan las fechas glotocronológicas con los datos arqueológicos, etnohistóricos o bioantropológicos, dejando sobre la mesa todas las hipótesis que resulten factibles, hasta que haya buenas razones para descartarlas. De esta manera se puede ir construyendo la prehistoria de las lenguas sin forzar los datos en favor de una u otra propuesta hipotética. Cuadro 1. Glotocronología de la familia otopame (sg = siglos glotocronológicos; los círculos azules marcan las fechas glotocronológicas; las barras violetas indican el margen de error del 25%; los círculos rojos señalan las fechas del Automated Similarity Judgment Program, que serán comentadas más adelante).
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La inspiración inicial para la forma del cuadro es de Hopkins 1984: 43 (figura 3).
Las cifras glotocronológicas se tomaron de Manrique (1967: 332), excepto las del proto-otomí-mazahua y el proto-otomí, que se tomaron de Swadesh (1960: 83; 1967: 93), y las del proto-matlatzinca-ocuilteco, que son de Cazés (1976). Valiñas (2000b) sugiere una fecha poscortesiana para la separación matlatzincaocuilteco, hacia el siglo XVII dC Opté por usar la propuesta de Cazés, de siete siglos glotocronológicos, tomando en cuenta lo que afirmaron dos frailes en el periodo Novohispano Temprano. De acuerdo con Sahagún (1979: III, 134r, 134v), quien escribió en la segunda mitad del siglo XVI, los “ocuiltecas biven en el distrito de los de toluca en tierras, y terminos suyos: son de la misma vida, y costumbre de los de toluca: aunque su lenguaje es diferente del, de los de toluca”. Grijalva (1999: 75r) considera el matlatzinca y el ocuilteco como lenguas distintas; su crónica registra el trabajo misionero realizado entre 1533 y 1592. 6
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Para poner a prueba estos rangos cronológicos hipotéticos, aproveché los estudios relativamente recientes del Programa Automatizado para la Evaluación de la Similitud (Automated Similarity Judgment Program, de aquí en adelante asjp), desarrollado por un equipo internacional de lingüistas. Con este método se analiza, de manera uniforme, un corpus único de las lenguas del mundo. Sus cálculos se basan en las distancias Levenshtein, en lugar de los porcentajes de cognadas usadas en la glotocronología. Las distancias Levenshtein expresan numéricamente las diferencias entre dos palabras –o secuencias de grafemas, en la práctica–; el número expresa la cantidad mínima de cambios de un solo grafema que son necesarios para transformar una palabra en otra. Por ejemplo, la distancia Levenshtein entre las palabras castellanas ‘pluma’ y ‘broma’ es 3: 1) pluma > pruma, 2) pruma > proma; 3) proma > broma. Los resultados son calibrados con fechas históricas, epigráficas y arqueológicas (Automated Similarity Judgment Program, sin fecha).7 En un estudio hecho con el asjp, podemos encontrar la distancia entre las lenguas del tronco otomangue, de 65.91 siglos, cifra muy cercana a la cantidad arrojada por la glotocronología, que es de 64 siglos. Para la familia otopame, sólo se reportan dos distancias: 36.54 siglos para el proto-otopame meridional (dice ‘Otopamean’, pero no se incluyen las lenguas de la rama septentrional) y 22.14 siglos para el protootomí-mazahua (Holman/Brown/ et al. 2011a; 2011b) (dice ‘Otomian’, pero usan las agrupaciones de la 16.a edición del Ethnologue,8 y ahí esta designación incluye solo las variantes del otomí y el mazahua). Estas dos fechas se marcan en el cuadro 1 con círculos rojos. Ahí se puede observar que la primera fecha cae dentro del margen de error del 25% de la fecha glotocronológica correspondiente. La segunda cae dos siglos antes del límite inferior del rango glotocronológico. Como veremos en el próximo inciso, todas las fechas generadas con el asjp para la familia yutonahua caen dentro de los rangos glotocronológicos, considerando el margen de error del 25%. La discrepancia única en las fechas reportadas para ambas familias lingüísticas, en el caso de la ramificación otomí-mazahua, tal vez se debe a los marcados contrastes fonológicos entre estas dos lenguas, que son muy similares en su estructura gramatical y la abundancia de cognadas compartidas (Bartholomew 2001; 2004 [1965]; Newman/Weitlaner 1950). Las palabras mazahuas suenan diferente, por lo que se escriben diferente, lo que necesariamente afecta las distancias Levenshtein. Los datos expuestos en este inciso nos permiten hacer una serie de inferencias sobre la familia otopame, desde la perspectiva de la teoría de las migraciones. El primer hecho relevante es que las lenguas otopames se localizan, históricamente, en una región continua del centro y centro norte de México, constituyendo un territorio Véanse también Holman/Brown/et al. 2011a; 2011b; Wichmann/Holman/ et al. 2010; Wichmann/ Müller/Velupillai 2010. 7
Lewis 2010. En la 20.a edición del Ethnologue (Simons/Fennig, 2017), la agrupación Otomian ha sido suprimida. 8
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lingüístico donde estas lenguas se presentan en una red de cadenas, en la cual los idiomas más relacionados se encuentran más cercanos en el espacio. Así, es altamente probable que estas lenguas han ocupado aproximadamente el mismo territorio desde las etapas tempranas en el proceso de diversificación interna. Considerando las fechas generadas mediante la glotocronología y el asjp, resulta evidente que los otopames han estado en o cerca de su territorio histórico desde los albores de la vida sedentaria, participando en los procesos culturales durante todos los periodos del desarrollo de la cultura mesoamericana, en el caso de los valles centrales de México, y en los procesos culturales de la zona de transición entre esta región y las tierras áridas del norte, incluyendo el Bajío, de manera particular el Bajío oriental, así como la Sierra Gorda, que lo delimita hacia el oriente. El territorio otopame está separado del resto de las lenguas emparentadas, del tronco otomangue, por un intervalo de hablantes de variantes nahuas; en tiempos anteriores a esta intrusión lingüística, es probable que había una gran red de cadenas de lenguas otomangues emparentadas, con cambios graduales a través del espacio –y del tiempo–, desde el centro norte de México hasta el istmo de Tehuantepec, ocupando la mayor parte de los valles centrales de México y la región oaxaqueña. La separación de la lengua proto-otopame fue el inicio de la diversificación al interior del tronco otomangue, sucedió hacia el tiempo de los albores de la domesticación de las plantas de cultivo (Harvey 1964; Hopkins 1984; Marcus 1983). La primera división del proto-otopame, entre el grupo septentrional y el grupo meridional, sucedió durante el proceso de sedentarización en Mesoamérica, antes del surgimiento de los señoríos y los centros monumentales. Esto probablemente refleja de alguna manera una diversificación cultural relacionada con la adaptación a medios ambientales distintos. Los otopames del norte probablemente poseyeron una cultura intermedia, de transición, reflejando el carácter transicional de su medio geográfico, considerando la evidencia mencionada en el próximo párrafo. Más allá de la teoría lingüística de las migraciones y los métodos lexicoestadísticos, la lingüística comparativa nos proporciona datos adicionales que permiten asomarnos a la vida de los hablantes de las protolenguas otopames. En las reconstrucciones del proto-otopame de Doris Bartholomew, hay palabras cognadas para una larga lista de actividades, objetos culturales y plantas que se asocian con la vida agrícola de los pueblos mesoamericanos. En varias lenguas otopames, incluyendo las variantes del pame y el chichimeco jonaz (Bartholomew 2004 [1965]). Esta situación es comentada por Yolanda Lastra y Alejandro Terrazas, quienes proponen que estos otopames del norte participaban en la vida sedentaria, como sus vecinos del sur (Lastra/Terrazas 2006). Es posible que en algún momento –tal vez cuando se presentó una contracción de los pueblos agrícolas hacia el sur, varios siglos antes de la Conquista– hayan tenido
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que adaptar a las condiciones más áridas de su medio ambiente, adoptando la vida de cazadores y recolectores que llevaban cuando llegaron los españoles.9 Otro indicio lingüístico que apoya la hipótesis de una mayor integración de los otopames del norte en la cultura mesoamericana, desde tiempos remotos, es la manera de contar de los pames meridionales. Heriberto Avelino, analizando los sistemas de números en las lenguas pames modernas, muestra que los pames del sur compartían rasgos estructurales con los grupos mesoamericanos. Los pames del norte contaban de una manera distinta (Avelino 2006). Estos datos son consistentes con la hipótesis de que los pames vivían en la frontera septentrional de Mesoamérica y que poseían una cultura de transición. También sugieren la posibilidad de un grado distinto de relación con la tradición mesoamericana entre los otopames septentrionales. La prehistoria lingüística de los yutonahuas
Las lenguas de la familia yutonahua, llamada también ‘yutoazteca’, se encuentran en el noroeste de México, desde Nayarit y Jalisco hasta Sonora, y en el oeste de los Estados Unidos, desde California y Arizona hasta Oregón, Idaho y Wyoming. La familia yutonahua, como la otopame, presenta una división interna en dos, con una rama septentrional y otra meridional; esta división corresponde aproximadamente con la frontera entre México y los Estados Unidos. Las dos ramas son separadas por un intervalo de hablantes de lenguas cochimí-yumanas; este intervalo se encuentra en ambos lados de la frontera internacional. La siguiente clasificación se basa en un estudio de Wick Miller (1984); las abreviaturas o palabras que se encuentran entre paréntesis son las que aparecen en el mapa 2, que también se tomó del trabajo de Miller. La rama norte incluye las lenguas númicas –mono (Mn), payute del norte (NP), panamint (Pn), shoshoni (Sh), comanche (Cm), kawaiisu (Ka), chemehuevi (Ch), payute del sur (Sp) y ute (Ute)–, el tubatulabal (Tbl), las lenguas táquicas – serrano (Sr), kitanemuk (Kitanemuk), gabrielino/fernandino (Gb), cupeño (Cp), cahuilla (Ca) y luiseño (Ls)– y el hopi (Hp). La rama sur abarca las lenguas tepimanas –pápago (Pg), pima alto (Upper Piman), névome (Nv), pima bajo (Lower Piman), tepehuano del norte (NT), tepehuano del sur/tepecano (Southern Tepehuan)–, las lenguas tarahumanas –tarahumara (Ta) y guarijío (Gu)–, las lenguas opatanas –ópata (Op), eudeve (Eu) y tal vez jova (Jova)–, las lenguas cahitas – mayo (My) y yaqui (Yq)–, el tubar (Tbr), las lenguas coracholes Pedro Armillas, hablando de los pames, planteó esta posibilidad en 1964; pensaba que la existencia de las palabras cognadas relacionadas con la agricultura indicaba “que la práctica del cultivo era antigua entre los pames, no producto de la transculturación reciente; ello hace sospechar que la cultura pame histórica fuera resultado de empobrecimiento de la economía, que habría sido causada por la deteriorización [sic] de las condiciones ambientales en la zona de transición entre la pradera y la estepa, conservando como reliquia de tiempos más prósperos la superestructura característica de sóciedades [sic] avanzadas” (Armillas 1991 [1964]: 218, 219). Faltan estudios detallados sobre los cambios climáticos en el centro norte de México, aunque la evidencia presentada por Brown (1992) parece apoyar la hipótesis de Armillas (1991: 223), de que “el avance y retroceso de la frontera de civilización mesoamericana en la zona del altiplano puede explicarse en función de cambios ambientales dependientes de la circulación atmosférica”. 9
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–cora (Cr) y huichol (Hch)– y las lenguas del grupo nahua-pochuteco. Estas últimas no aparecen en el mapa, debido a su amplia distribución a través de Mesoamérica, incluyendo el Occidente de México, Oaxaca, Guerrero, los valles centrales de México, la Sierra Madre Oriental, la costa del golfo de México y Centroamérica.10 Mapa 2. Distribución de las lenguas yutonahuas (tomado de Miller 1984: 2). El complicado panorama de las lenguas yutonahuas es el resultado de milenios de ramificaciones a partir de una lengua ancestral proto-yutonahua, según los cálculos glotocronológicos de Swadesh (cuadro 2). De acuerdo con estos datos, el proceso de diversificación interna de la familia yutonahua inició hace 47 siglos glotocronológicos (3875-1525 aC, aplicando el margen de error del 25%), un poco después del inicio de la divergencia interna del otopame que, según hemos visto, fue hace 55 siglos glotocronológicos (4875-2125 aC). Aquella primera división de la familia yutonahua fue entre la rama meridional y la septentrional. La lengua proto-yutonahua septentrional se ramificó hace 32 siglos (2000-400 aC), cuando se separó la lengua proto-númica. El grupo númico incluye las lenguas payute del norte y mono, con una divergencia de 19 siglos (375 aC-575 dC). El proto-taracahita incluye el tubatulabal, el luiseño y el hopi, para los cuales Swadesh sólo proporciona datos comparativos con las lenguas de la rama sur de la familia. El proto-yutonahua meridional empezó a diversificarse hace 45 siglos (3625-1375 aC), cuando se dividió en las lenguas proto-tepimano, prototaracahita-corachol y proto-nahua-pochuteco. El proto-tepimano incluye el pápago y el tepecano (un dialecto del tepehuano del sur, según Miller [1983: 329]), lenguas que se separaron hace 8 siglos (1000-1400 dC). El proto-taracahita-corachol empezó a ramificarse hace 37 siglos (2625-775 aC), dando lugar a las lenguas proto-taracahita y proto-corachol. El primero de estos incluye las lenguas tarahumara, yaqui y mayo con una distancia de 24 siglos (1000 aC-200 dC) del primero respecto a los otros dos, que son muy similares entre sí. El proto-corachol se ramificó hace 15 siglos (125-875 dC), en las lenguas cora y huichol. Finalmente, la lengua proto-nahua pochuteco se dividió hace 14 siglos (250-950 dC), cuando se separó el pochuteco, lengua extinta que se hablaba en la costa de Oaxaca. El proto-nahua inició su proceso de diversificación hace 13 siglos (375-1025 dC) (Swadesh 1956: 176, 180).11 Cuadro 2. Glotocronología de la familia yutonahua (se emplean aquí las mismas convenciones gráficas que aparecen en el cuadro 1). Véanse Campbell 1997: 358; Instituto Nacional de Lenguas Indígenas 2008; Longacre 1967: mapa; Manrique (coordinador) 1988: 154-159; Miller 1984; Simons/Fennig 2017; Suárez 1995: mapa 1; Valiñas 2000a. 10
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Véanse también Swadesh 1963; 1967. - 413 -
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Hay varias fechas generadas con el asjp, descrito en el inciso anterior, para la familia yutonahua (Holman/Brown/et al., 2011a; 2011b). La fecha para su divergencia inicial es 2018 aC, la cual se encuentra dentro del margen de error de la fecha glotocronológica de 47 siglos (3875-1525 aC) En cuanto a la rama septentrional de esta familia, tenemos la fecha asjp de 576 aC, que cae dentro del rango glotocronológico de 32 siglos (2000-400 aC). Para la rama meridional, la fecha asjp es 1472 aC, cerca del límite más tardío del rango derivado de la fecha glotocronológica de 45 siglos (36251375 aC). La fecha asjp para el proto-nahua es 491 dC, que de nuevo cae dentro del rango glotocronológico de 13 siglos (375-1025 dC). Ante las críticas hechas al método glotocronológico, me parece relevante y significativo que todas las fechas asjp para la familia Yutonahua estén dentro del margen de error del 25% que he estado usando para el cotejo de las fechas glotocronológicas con los datos aportados por las demás subdisciplinas antropológicas. Así tenemos un grado mayor de seguridad cronológica, a la hora de construir la prehistoria lingüística de las familias otopame y yutonahua. Viendo la distribución geográfica de las lenguas yutonahuas, junto con la cronología aproximada de sus ramificaciones internas a lo largo de los milenios, podemos sacar algunas inferencias relevantes para la prehistoria lingüística del occidente, centro norte y centro de México. Hay una gran red de cadenas de lenguas en el occidente de México y el occidente de los Estados Unidos, con una división antigua en las ramas septentrional y meridional. Estas ramas son separadas por un intervalo poblado por hablantes de lenguas cochimí-yumanas, probablemente el resultado de un movimiento migratorio posterior al establecimiento de los proto-yutonahuas en la región. La dimensión cronológica de las cadenas septentrionales remonta a los milenios i o ii aC, mientras la de las cadenas del sur es aun más profunda, de los milenios iv a ii aC, aproximadamente. Es evidente que los hablantes de estas lenguas ancestrales tienen raíces milenarias en este territorio. Las lenguas del grupo pochuteco-nahua tuvieron una movilidad extraordinaria, llegando mediante procesos de migración a regiones alejadas de su lugar de origen; hemos visto que hay grupos de nahuas a través de buena parte de Mesoamérica y que llegaron hasta Centroamérica. La temporalidad de estas migraciones debe ser contemporáneo con el inicio de la diversificación interna de las lenguas proto-nahua-pochuteco y proto-nahua, suceso que podemos ubicar entre los siglos iii a xi dC, es decir, con una profundidad temporal relativamente limitada.12 Es importante tomar esto en cuenta cuando tratamos de construir la prehistoria de los nahuas en el centro de México o en cualquier otra región mesoamericana. Leopoldo Valiñas muestra que los grupos yutonahuas ubicadas más al sur –los coracholes, nahuas y tepehuanes del sur– poseen rasgos mesoamericanos en sus sistemas numéricos. Ejemplifica con los números seis a nueve, para los cuales hay una tendenSobre la dialectología del grupo nahua, véanse Canger 1988; Lastra 1986. Para una propuesta sobre la prehistoria lingüística de los nahuas, véase Luckenbach/Levy 1980. 12
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cia en Mesoamérica de usar palabras compuestas que expresen con sus morfemas las sumas ‘5 + 1’, ‘5 + 2’, ‘5 + 3’ y ‘5 + 4’. Esto, como en el caso de los pames, es un indicio de contactos culturales antiguos (Valiñas 2000a: 185-191). Varios investigadores han querido ver un origen septentrional de la familia yutonahua, suponiendo que hayan llegado al occidente de México mediante un proceso de migración.13 Es posible que esta visión esté influida por las tradiciones históricas de las migraciones nahuas. Hay que tomar en cuenta, sin embargo, la escala relativa del tiempo. El establecimiento de las lenguas proto-yutonahua septentrional meridional fue hace milenios, mientras las migraciones históricas fueron hace siglos; son dos procesos distintos que sucedieron en espacios distintos. Es interesante la propuesta de Jane Hill, quien presenta argumentos en favor de la hipótesis de una expansión yutonahua de sur a norte, desde lo que ahora es territorio mexicano hasta los actuales Estados Unidos. La mayor profundidad temporal de las lenguas yutonahuas meridionales respecto a las septentrionales apoya esta hipótesis.14 Un problema con el planteamiento de Hill (2001) es que intenta colocar el lugar de origen de los yutonahuas en el “centro de México”, sin mayor precisión geográfica.15 Como hemos visto, la gran diversidad de lenguas yutonahuas en el Occidente de México, y la falta de profundidad temporal de la presencia nahua en el centro, hace muy poco probable la hipótesis de un origen en el centro de México, porque implicaría un número grande de movimientos migratorios. Panorama lingüístico del Bajío
Cuando llegaron los españoles al centro norte de México, los indígenas de esta región hablaban una variedad de lenguas. En el sur del Bajío, en la ribera izquierda del río Lerma, había señoríos tarascos, con una cultura sedentaria plenamente mesoamericana, en lugares como Yuririapúndaro (hoy Yuriria, Guanajuato) y Acámbaro. En este último señorío los tarascos convivían con inmigrados otomíes y con pames sedentarios. Es poco probable que hubiera, en las décadas anteriores a la Conquista de Tenochtitlan, señoríos otomíes en esta región, fuera de su presencia en Acámbaro; el consenso en las fuentes históricas es que los asentamientos otomíes más cercanos estaban en los actuales estados de México e Hidalgo. Al norte del Lerma había rancherías de cazadores y recolectores llamados genéricamente ‘chichimecas’ (Wright 2014). Hemos visto que los pames y los chichimecos jonaces, quienes habitaban en el Bajío oriental y en Véase, por ejemplo, los mapas hipotéticos de las ubicaciones de los grupos lingüísticos a lo largo de la prehistoria en Manrique 1975: 151-160; 2004: 56, 57. 13
Para una discusión detallada de la evidencia léxica relacionada con la divergencia entre las lenguas yutonahuas septentrionales y meridionales, véase Fowler 1983. 14
Otro intento de colocar a los nahuas en el centro de México en tiempos tempranos (el periodo Clásico, durante el auge de Teotihuacan) es el de Dakin y Wichmann (2000), quienes proponen una difusión temprana de la palabra nahua para el cacao desde esta región. Para una crítica de esta hipótesis, véase Wright 2005b: I, 86, 87. 15
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la Sierra Gorda hacia el este, hablaban lenguas que pertenecen a la familia otopame. En el Bajío occidental y central los chichimecas pertenecían a dos grupos principales: los guamares y los guachichiles, quienes se sostenían mediante una economía basada en la caza y la recolección. Sabemos muy poco sobre sus idiomas; tradicionalmente se ha supuesto, por las pocas pistas que hay, y por su ubicación geográfica, que hablaban lenguas yutonahuas (Campbell 1997: 133; Miller 1983: 331). Es posible que los guachichiles se puedan identificar con los huicholes (Olguín 2008). El territorio de los guamares abarcaba buena parte del Bajío guanajuatense. Por el sur, alcanzaba la ribera del río Lerma; por el poniente, los sitios de Pénjamo, Cuerámaro y las minas de Guanajuato; por el oriente, la subcuenca del río Laja, en las inmediaciones de San Miguel de Allende; por el norte, San Felipe y Santa María del Río, en los límites de los estados de Guanajuato y San Luis Potosí. Había cuatro o cinco grupos de guamares, cada una con su propia variante lingüística. Los guachichiles ocupaban un territorio que comenzaba en la ribera derecha del río Lerma, en la orilla poniente del Bajío, extendiéndose hacia el norte en ambos lados de la frontera Guanajuato-Jalisco, pasando por León, Arandas y Lagos, cubriendo buena parte del estado de San Luis Potosí, colindando con la Huasteca, y alcanzando hasta Saltillo en el norte (Wright 2014).16 Por lo anterior, podemos observar que el Bajío era efectivamente una región de fronteras culturales y lingüísticas. Los señoríos mesoamericanos alcanzaban el sur de la región, donde vivían algunos tarascos y otomíes. El resto del Bajío era territorio de los chichimecas nómadas y seminómada. Los del Bajío oriental y regiones cercanas –guamares y guachichiles– probablemente hablaban lenguas yutonahuas, como sus vecinos hacia el poniente. Los del Bajío oriental –pames y chichimecos jonaces– eran otopames. De estos, los pames en particular parecían compartir rasgos culturales tanto con los cazadores y recolectores del norte como con los agricultores del sur. No es posible, con la teoría de las migraciones, determinar con precisión dónde vivían los proto-otopames septentrionales –los pames y chichimeco jonaces– en un pasado remoto, cuando practicaban la agricultura, según la evidencia conservada en sus lenguas. Una hipótesis sería que participaron en la expansión de los pueblos agrícolas de sur a norte, hacia mediados del primer milenio aC, suceso que dejó huellas en el registro arqueológico. Otra sería que tenían raíces más antiguas en la región. Tal vez los otopames meridionales –antepasados de los otomíes, mazahuas, matlatzincas y ocuiltecos– participaron en la colonización prehispánica del Bajío, abandonando este territorio a finales del primer milenio e inicios del segundo dC, cuando se colapsaron los señoríos mesoamericanos de esta región. Lo mismo se podría decir de los tarascos, a pesar de que no tienen parientes lingüísticos para poderlos rastrear en el espacio y el tiempo con la teoría de las migraciones; su ubicación histórica en el sur del Bajío La principal fuente histórica del siglo XVI que habla de la cultura de los diversos grupos de chichimecas del centro norte de México es Santa María 2003. 16
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hace probable que hayan participado en los desarrollos de tipo mesoamericano que podemos observar en esta región a través de la arqueología. Así mismo es factible una presencia nahua en el Bajío en tiempos prehistóricos; esta región colinda con los territorios históricos de algunos de sus parientes lingüísticos cercanos, y el Bajío queda en el camino entre el occidente de México, donde probablemente tuvieron su origen, y los valles centrales de México, a donde llegaron mediante una serie de migraciones durante los últimos siglos de la época prehispánica.17 Conclusiones
Los resultados de este ejercicio muestran una relativa estabilidad territorial de los grupos otopames –otomíes, mazahuas, matlatzincas, ocuiltecos, pames y chichimecos jonaces–, con una presencia milenaria en los valles centrales y probablemente en el centro norte de México. Los grupos de la familia yutonahua tienen raíces milenarias en el Occidente de Norteamérica. Los nahuas, de manera excepcional, tuvieron una mayor movilidad que sus parientes lingüísticos. Algunos hablantes de esta lengua salieron del Occidente de Mesoamérica, hacia mediados del primer milenio de nuestra era, desplazándose por buena parte de Mesoamérica, desde la costa del Pacífico hasta el Golfo de México, llegando hasta Centroamérica. El tercer grupo con una presencia en el Bajío, los tarascos, habla una lengua aislada, por lo que no es posible sacar inferencias de sus relaciones con otros idiomas con los métodos de la prehistoria lingüística. Lo que queda claro es el carácter fronterizo del Bajío, en el sentido cultural y por ser región de encuentro de comunidades lingüísticas diversas. Es probable que todos estos grupos –otopames, yutonahuas y tarascos– hayan tenido desplazamientos desde el Bajío hacia las regiones vecinas del sur durante el periodo Posclásico, en los últimos siglos de la época Prehispánica, cuando se contrajo la frontera norte de Mesoamérica. Será necesario seguir poniendo a prueba estas conclusiones tentativas, mediante su cotejo riguroso con la información que se está generando en otras disciplinas. La bioantropología, en particular, promete aclarar aspectos esenciales de los movimientos migratorios, y hay un número creciente de investigaciones de este tipo. Es preciso, sin embargo, recordar que la lengua y los genes, si bien se traslapan ampliamente, son variables potencialmente independientes, como lo son los estilos artísticos y los demás elementos que conforman la cultura material. Si bien es probable que haya traslapamientos importantes entre estas variables, las fronteras identificadas en una no necesariamente van a coincidir con las de otra. La realidad suele ser más compleja que nuestras categorías conceptuales.
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Sobre los datos arqueológicos e históricos, véanse Wright 1994; 1999a; 1999b; 2005b; 2014. - 417 -
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El Bajío mexicano. Estudios recientes.
Editado por la Sociedad Mexicana de Antropología (sma). Se terminó de imprimir como libro electrónico en la ciudad de méxico y fue “subido” a la página web de la SMA el 30 de septiembre de 2017, en vísperas de la XXXI Mesa redonda de Ensenada, baja california (¡Auka!) José luis hernández jiménez y fernando nava estuvieron al cuidado de esta primera edición
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