El Ascenso de Stalin
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EL ASCENSO DE STALIN Aunque las divergencias existieran desde antes, fue la aparición a fines de 1922 de la "troika" integrada por Zinoviev, Kamenev y Stalin como posible bloque dirigente del Partido, lo que desató el debate. En octubre de 1923, casi al mismo tiempo que 46 conocidos dirigentes -Preobrazenski, Rakovsky, Smirnov y otrosreclamaban la reconducción del proceso económico, Trotsky denunció "el régimen de partido" que se estaba creando y la progresiva "burocratización de su aparato". En artículos y folletos posteriores, como El nuevo curso y Lecciones de Octubre, a la vez que acentuaba sus críticas al partido, perfiló lo esencial de su pensamiento: recuperación del espíritu y de los ideales de octubre de 1917, reafirmación de los principios bolcheviques en el PCUS, revolución permanente, y una nueva y más enérgica política económica que impulsase la industrialización y el socialismo. Tal vez, Trotsky se postulase así para asumir la sucesión de Lenin. Pero en cualquier caso, lo hizo muy mal. Sus críticas se alternaron con largos silencios; enfermo, ni siquiera asistió a los funerales de Lenin; desinteresado en la gestión diaria del Partido, no acudía a las reuniones de los órganos de dirección del mismo. El caso Trotsky revelaba que, bajo la apariencia de unidad que le había dado Lenin, el PCUS estaba profundamente dividido. Tres grandes cuestiones fueron las razones de la ruptura: el ritmo de la industrialización, el papel del sector privado en la economía soviética y el dilema revolución internacional/revolución rusa. Esto último, en concreto, adquirió nuevo y particular relieve cuando, frente a las tesis de Trotsky -que todavía en 1923 creía posible la revolución en Alemania, Bulgaria y China, como la creería posible en Gran Bretaña, en 1926, a la vista de la huelga general que allí tuvo lugar dicho año-, Stalin propuso (1924) la idea del "socialismo en un solo país", esto es, la tesis de que la revolución mundial exigía previamente la consolidación y defensa de la revolución soviética y, por tanto, la subordinación de la política comunista internacional a los intereses de la Unión Soviética. La contraofensiva de Kamenev, Zinoviev y Stalin hizo que, en enero de 1925, Trotsky dimitiera como comisario de la Guerra. Vino, luego, la ruptura entre Kamenev-Zinoviev, que integraron lo que se llamó Nueva Oposición, y Stalin, por la oposición de aquéllos a la tesis nacional del Secretario General y a la política de contemporización con el sector privado agrario. En diciembre, el XIV Congreso del PCUS aprobó la tesis del "socialismo en un solo país" y desautorizó a la Nueva Oposición. En julio de 1926, el comité central del Partido (donde Stalin contaba ahora con el apoyo de Bujarin, Rykov, Tomsky y otros dirigentes) condenó los métodos "escisionistas" de Trotsky, Zinoviev y Kamenev -que habían aproximado posiciones y formado una poco convincente Oposición unificada- y poco después, los excluyó del Politburó. La evolución de la situación internacional agudizó el enfrentamiento. Los fracasos en 1926-27 de la huelga general británica y del comunismo chino (que se verá en el capítulo siguiente) parecieron dar definitivamente la razón a las tesis nacionales de Stalin. En noviembre de 1927, días después de que la Oposición intentara la celebración de una manifestación en Moscú, el XV Congreso del PCUS acordó la expulsión de Trotsky, Kamenev y Zinoviev. La relación de fuerzas que reveló el Congreso dejaba pocas dudas. Stalin contó con el apoyo de los representantes de 854.000 miembros del partido; Trotsky, con el de unos 4.000. En enero de 1928, Trotsky fue, además, exiliado a Alma-Ata, en Siberia; fue expulsado de la URSS un año después. El XV Congreso del PCUS significó, por tanto, el triunfo de la concepción nacional-comunista de la revolución que Stalin había ido perfilando en artículos, folletos y discursos, concepción que suponía, de una parte, una reafirmación del poder y de la unidad del Partido (como vanguardia de la clase obrera e instrumento de la dictadura del proletariado), y de otra, el fortalecimiento económico y militar de la URSS. Eso es lo que haría Stalin a partir de 1927-28. Sus objetivos serían la rápida industrialización del país, la colectivización forzosa de la agricultura y la planificación estatal de toda la actividad económica; sus medios, la coerción y la represión, ejercidos a una escala jamás conocida en país alguno, y el encuadramiento de la sociedad a través de una formidable presión propagandística; los resultados: la transformación de la URSS en un gigante industrial y militar y una completa revolución social que cambió definitivamente la sociedad rusa (aunque con un coste humano y económico q ue literalmente arruinaría a la larga al país). El cambio se inició con la aprobación en abril de 1929 del I Plan Quinquenal (1928-32), cuyo comienzo se fijó retroactivamente a partir del 1 de oct ubre de 1928. El Plan aspiraba básicamente al desarrollo de la industria pesada y a la colectivización del 20 por 100 de la agricultura -límite suprimido en 1930- y para ello, fijaba índices de producción, la distribución del PIB, precios y salarios, productividad, plazos fijos para entrega de producción, y muchos otros indicadores económicos. Lo verdaderamente revolucionario eran los cambios que introducía en el mundo agrario. El Plan creaba granjas colectivas, o "koljozes", de 400 hectáreas de extensión, de propiedad cooperativa, en las que se integrarían las explotaciones individuales y minifundios y a las que el Estado asignaría maquinaria y otros recursos; y granjas estatales, o "sovjozes", de propiedad estatal y explotación directa por el Estado, con sus propios funcionarios y trabajadores.
Josè Stalin, Cuestiones de leninismo (extractos) He aquí lo que dice Marx, en su "Mensaje", sobre la revolución ininterrumpida (permanente), después de haber enumerado una serie de reivindicaciones revolucionario-democráticas, a cuya conquista llama a los comunistas: "Mientras que los pequeños burgueses democráticos quieren poner fin a la revolución lo más rápidamente que se pueda, después de haber obtenido, a lo sumo, las reivindicaciones arriba mencionadas, nuestros intereses y nuestras tareas consisten en hacer la revolución permanente hasta que sea descartada la dominación de las clases más o menos poseedoras hasta que el proletariado conquiste el Poder del Estado, hasta que la asociación de los proletarios se desarrolle, y no sólo en un país, sino en todos los países predominantes del mundo, en proporciones tales, que cese la competencia entre los proletarios de estos países, y hasta que por lo menos las fuerzas productivas decisivas estén concentradas en manos del proletariado" [14]. En otras palabras:a) Marx no proponía, en modo alguno, comenzar la revolución, en la Alemania de la década del 50, directamente por el Poder proletario, contrariamente a los planes de nuestros "permanentistas" rusos; b) Marx sólo proponía que se coronase la revolución con el Poder estatal del proletariado, desalojando paso a paso de las alturas del Poder a una fracción de la burguesía tras otra, para, una vez instaurado el Poder del proletariado, encender la revolución en todos los países. De completo acuerdo con lo enunciado está todo lo que enseñó y llevó a la práctica Lenin en el transcurso de nuestra revolución, aplicando su teoría de la revolución proletaria en las condiciones del imperialismo. Resulta, pues, que nuestros "permanentistas" rusos no sólo menospreciaban el papel del campesinado en la revolución rusa y la importancia de la idea de la hegemonía del proletariado, sino que modificaban (empeorándola) la idea de Marx sobre la revolución "permanente", haciéndola inservible para su aplicación práctica. Por eso Lenin ridiculizaba la teoría de nuestros "permanentistas", calificándola de "original" y de "magnífica" y acusándolos de no querer "reflexionar acerca del por qué la vida llevaba diez años, ni más ni menos, pasando de largo por delante de esta magnífica teoría" (el artículo de Lenin fue escrito en 1915, a los diez años de aparecer en Rusia la teoría de los "permanentistas". Véase t. XVIII, pág. 317). Por eso Lenin tildaba esta teoría de semimenchevique, diciendo que "toma de los bolcheviques el llamamiento a la lucha revolucionaria decidida del proletariado y a la conquista del Poder político por éste, y de los mencheviques, la 'negación' del papel de los campesinos" (v. el artículo de Lenin, Sobre las Dos Líneas de la Revolución, lugar citado). Eso es lo que hay en cuanto a la idea de Lenin sobre la transformación de la revolución democráticoburguesa en revolución proletaria, sobre el aprovechamiento de la revolución burguesa para pasar "inmediatamente" a la revolución proletaria. Además, antes se creía imposible la victoria de la revolución en un solo país, suponiendo que, para alcanzar la victoria sobre la burguesía, era necesaria la acción conjunta de los proletarios de todos los países adelantados o, por lo menos, de la mayoría de ellos. Ahora, este punto de vista ya no corresponde a la realidad. Ahora hay que partir de la posibilidad de este triunfo, pues el desarrollo desigual y a saltos de los distintos países capitalistas en el imperialismo, el desarrollo, en el seno del imperialismo, de contradicciones catastróficas que llevan a guerras inevitables, el incremento del movimiento revolucionario en todos los países del mundo; todo ello no sólo conduce a la posibilidad, sino también a la necesidad del triunfo del proletariado en uno u otro país. La historia de la revolución en Rusia es una prueba directa de ello. Únicamente debe tenerse en cuenta que el derrocamiento de la burguesía sólo puede lograrse si se dan algunas condiciones absolutamente indispensables, sin las cuales ni siquiera puede pensarse en la toma del Poder por el proletariado. He aquí lo que dice Lenin acerca de estas condiciones en su folleto La Enfermedad Infantil: "La ley fundamental de la revolución, confirmada por todas las revoluciones, y en particular por las tres revoluciones rusas del siglo XX, consiste en lo siguiente: para la revolución no basta con que las masas explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de seguir viviendo como viven y exijan cambios; para la revolución es necesario que los explotadores no puedan seguir viviendo y gobernando como viven y gobiernan. Sólo cuando los 'de abajo' no quieren y los 'de arriba' no pueden seguir viviendo a la antigua, sólo entonces puede triunfar la revolución. En otras palabras, esta verdad se expresa del modo siguiente: la revolución es imposible sin una crisis nacional general (que atecte a explotados y explotadores ) [****]. Por consiguiente, para hacer la revolución, hay, en primer lugar, que conseguir que la mayoría de los obreros (o, en todo caso, la mayoría de los obreros conscientes, reflexivos, políticamente activos) comprenda profundamente la necesidad de la revolución y este dispuesta a sacrificar la vida por ella; en
segundo lugar, es preciso que las clases gobernantes atraviesen una crisis gubernamental que arrastre a la política hasta a las masas más atrasadas . . ., que reduzca a la impotencia al gobierno y haga posible su rápido derrocamiento por los revolucionarios" (v. t. XXV, pág. 222). Pero derrocar el Poder de la burguesía e instaurar el Poder del proletariado en un solo país no significa todavía garantizar el triunfo completo del socialismo. Después de haber consolidado su Poder y arrastrado consigo a los campesinos, el proletariado del país victorioso puede y debe edificar la sociedad socialista. Pero ¿significa esto que, con ello, el proletariado logrará el triunfo completo, definitivo, del socialismo, es decir, significa esto que el proletariado puede, con las fuerzas de un solo país, consolidar definitivamente el socialismo y garantizar completamente al país contra una intervención y, por tanto, contra la restauración? No. Para ello es necesario que la revolución triunfe, por lo menos, en algunos países. Por eso, desarrollar y apoyar la revolución en otros países es una tarea esencial para la revolución que ha triunfado ya. Por eso, la revolución del país victorioso no debe considerarse como una magnitud autónoma, sino como un apoyo, como un medio para acelerar el triunfo del proletariado en los demás países. Lenin expresó este pensamiento en dos palabras, cuando dijo que la misión de la revolución triunfante consiste en llevar a cabo "el máximo de lo realizable en un solo país para desarrollar, apoyar y despertar la revolución en todos los países " (v. t. XXIII, pág. 385). Tales son, en términos generales, los rasgos característicos de la teoría leninista de la revolución proletaria. EL RÉGIMEN FASCISTA El régimen político
Benito Mussolini, cuyo gobierno fue ratificado por el Parlamento, tardó aún en crear un régimen verdaderamente fascista. Ello se debió, primero, a que el fascismo carecía de ideas y programas claros, coherentes y bien estructurados; y segundo, a que su llegada al poder había exigido evidentes compromisos políticos. La "primera etapa" de gobierno fascista, de octubre de 1922 a enero de 1925, fue así una "etapa de transición", en la que la vida pública (Parlamento, partidos, sindicatos, prensa) siguió funcionando bajo una cierta apariencia de normalidad constitucional. Mussolini siguió en ese tiempo una política económica liberal o por lo menos, no intervencionista y definida por la voluntad de favorecer el libre juego de la iniciativa privada, lo que en la práctica significó privatizaciones (teléfonos, seguros), incentivos fiscales a la inversión (los impuestos sobre los beneficios de guerra fueron reducidos), drásticas reducciones de los gastos del Estado (por ejemplo, los militares) y estímulos a las exportaciones. Favorecida por el relanzamiento de la economía mundial y de la propia demanda interna, la economía italiana creció notablemente entre 1922 y 1925, sobre todo, el sector industrial cuyo crecimiento medio anual fue del 11,1 por 100 -frente al 3,5 por 100 de la agricultura-, si bien al precio de una inflación anual del 7,4 por 100 y de una pérdida del valor de la lira en las cotizaciones internacionales. En cuestiones internacionales, Mussolini se mostró igualmente ambiguo y contradictorio. Desde luego, no ahorró gestos que indicaban su oposición al tratado de Versalles y a la Sociedad de Naciones, expresión de que la Italia fascista aspiraba a la revisión del orden internacional de 1919. Así, en septiembre de 1923, Italia bombardeó y ocupó militarmente la isla griega de Corfú, tras el asesinato poco antes de varios militares italianos que formaban parte de la delegación internacional que debía fijar la frontera greco-albanesa. En enero de 1924, firmó con la nueva Yugoslavia, al margen de la Sociedad de Naciones, un compromiso sobre Fiume, que pasaba a integrarse en Italia a cambio de concesiones importantes sobre los territorios del entorno de la ciudad. Igualmente, Mussolini firmó acuerdos comerciales con Alemania y la URSS -a la que reconoció enseguida- que contravenían cláusulas de la paz de Versalles. Pero hubo también manifestaciones tranquilizadoras que parecían indicar que esa misma Italia fascista, pese a la retórica imperial y expansionista de sus dirigentes, podría jugar un papel internacional estabilizador. En diciembre de 1925, por ejemplo, firmó el tratado de Locarno, que garantizaba la inviolabilidad de las fronteras de Alemania, Francia y Bélgica, de acuerdo precisamente con el texto de Versalles. En 1928 se adhirió al pacto Kellog-Briand, suscrito por 62 naciones, en virtud del cual se declaraba ilegal la guerra y en 1929, como veremos, Mussolini firmaba con el Vaticano los acuerdos de Letrán. Con todo, Mussolini tomó antes de 1925 iniciativas políticas significativas. En diciembre de 1922, creó el Gran Consejo Fascista, de 22 miembros, como órgano consultivo paralelo al Parlamento. En enero de 1923, procedió a legalizar la Milicia fascista -creada en el congreso del partido de 1921-, verdadero ejército del partido (uniformado y jerarquizado), colocándola bajo el control del citado Gran Consejo y encargándole la defensa del Estado, lo que le convertía de hecho en un ejército paralelo (y en efecto, unidades de la Milicia, que tendría oficiales propios y que llegaría a los 800.000 hombres en 1939 combatirían en E tiopía, en España y en la II Guerra Mundial). En febrero de 1923, procedió a la fusión del partido fascista con los nacionalistas
de Corradini y sus sucesores Rocco y Federzoni. Más aún, en abril de 1923, Mussolini hizo aprobar al Parlamento una nueva ley electoral en virtud de la cual la lista que obtuviera más del 25 por 100 de los votos recibiría el 66 por 100 de los diputados. Mussolini, por tanto, daba pasos hacia la fascistización de las instituciones, el control del Parlamento y el partido único. En las elecciones de abril de 1924, en las que los fascistas recurrieron de nuevo a formas extremas de violencia intimidatoria, Mussolini y sus aliados (nacionalistas, liberales de la derecha y otros) lograron 374 escaños (de ellos, 275 fascistas) de una cámara de 535 diputados. La oposición, integrada por liberales independientes (Giolitti, Amendola), populares, socialistas-reformistas (expulsados del PSI en 1922 y liderados por Giacomo Matteotti), socialistas y comunistas, obtuvo 160 escaños. En términos de votos, la victoria fascista no había sido tan amplia: algo más de cuatro millones de votos frente a los tres millones de la oposición. Pero la nueva ley electoral había dado al fascismo el control del Parlamento. El giro definitivo hacia la dictadura y la creación de un sistema totalitario vino inmediatamente después. La ocasión fue propiciada por la gravísima crisis política que siguió al secuestro el 30 de mayo de 1924 y posterior asesinato por una banda fascista -con conocimiento previo de la secretaría del partido- del líder de la oposición, Matteotti. El "delito Matteotti" pudo haber servido para liquidar la experiencia fascista. El estupor e indignación nacionales, expresados por la prensa, fueron extraordinarios. El crédito internacional del gobierno italiano sufrió un desgaste evidente. La oposición se retiró del Parlamento, como forma de presionar al Rey. Destacados miembros del propio partido fascista creyeron que se había ido demasiado lejos. Altos jefes del ejército, dirigentes de la banca y la industria -que seguían viendo a Mussolini como un aventurero peligroso-, políticos de la vieja oligarquía dinástica que hasta entonces habían visto con complacencia al fascismo, pensaron, y algunos así lo hicieron saber, que Mussolini no debía seguir. Se habló hasta de un posible golpe de Estado contra él. El gobierno quedó paralizado y sin iniciativa durante algunos meses. Hubo algunas dimisiones y ceses resonantes. El secretario del PNF, Martinelli, fue detenido. Pero nada se hizo. La oposición, dividida y debilitada, no acertó a canalizar la crisis. El Rey sostuvo en todo momento a Mussolini (que, además, no tuvo problemas para que las nuevas cámaras, elegidas a su medida, le reiteraran la confianza). Los escuadristas del partido fueron retomando la iniciativa. En agosto, las marchas fascistas volvieron a las calles. Cuando el 12 de septiembre fue asesinado un diputado del partido, las escuadras sembraron de nuevo el terror. Mussolini reaccionó: el 3 de enero de 1925, se presentó ante el Parlamento y en un desafiante discurso que galvanizó a sus diputados y a todos los cuadros y militantes del fascismo, asumió toda la responsabilidad "moral e histórica" de lo acaecido. El fascismo había recobrado el pulso. Desde 1925, Mussolini y sus colaboradores procedieron a la creación de un régimen verdaderamente fascista, esto es, de una dictadura totalitaria del partido. Las tesis sobre el "Estado ético", encarnación ideal y jurídica de la nación, del filósofo Giovanni Gentile (1875-1944), ministro de Educación en el primer gobierno Mussolini y uno de los hombres más influyentes en la formulación de toda la cultura fascista, proporcionaron las bases ideológicas para la legitimación del ensayo totalitario. "Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado": el mismo Mussolini resumiría así la significación de la nueva y definitiva etapa de su régimen. El Estado encarnaba la colectividad nacional. Su soberanía y su unidad frente a partidos, Parlamento, sindicatos e instituciones privadas resultaban imprescriptibles. El régimen fascista italiano se concretó, como ha quedado dicho, primero, en una dictadura fundada en la concentración del poder en el líder máximo del partido y de la Nación, en la eliminación violenta y represiva de la oposición y en la supresión de todas las libertades políticas fundamentales; segundo, en una amplia obra de encuadramiento e indoctrinación de la sociedad a través de la propaganda, de la acción cultural, de las movilizaciones ritualizadas de la población y de la integración de ésta en organismos estatales creados a aquel efecto; tercero, en una política económica y social basada en el decidido intervencionismo del Estado en la actividad económica, en una política social protectora y asistencial y en la integración de empresarios y trabajadores en organismos unitarios (corporaciones) controlados por el Estado; cuarto, en una política exterior ultra-nacionalista y agresiva, encaminada a afianzar el prestigio internacional de Italia y a reforzar su posición imperial en el Mediterráneo y Africa. En efecto, Mussolini había anunciado la dictadura en su discurso de 3 de enero de 1925 y de forma inmediata, además, había procedido a la retirada de periódicos, a la suspensión de los partidos políticos y al arresto de numerosos miembros de la oposición. Luego, el 24 de diciembre de ese año -días después de que un ex-diputado socialista intentara atentar contra su vida-, asumió poderes dictatoriales en virtud de una ley especial: partidos y sindicatos quedaron legalmente prohibidos; la prensa, incluidos los grandes periódicos como La Stampa e Il Corriere della Sera, quedó bajo control directo del Estado.
Mussolini gobernó en adelante por decreto ley. El 25 de noviembre de 1926 se aprobaron la Ley de Defensa del Estado y las llamadas "leyes fascistísimas", obra todo ello del ministro de justicia Alfredo Rocco (18751935), un destacado jurista procedente del partido nacionalista que fue, de hecho, el creador del entramado jurídico del Estado totalitario. Aquel amplio paquete legislativo incluyó, entre otras medidas, la creación de un Tribunal de Delitos Políticos y de una policía política, la Obra Voluntaria de Represión Anti-fascista (la OVRA, organizada por Arturo Bocchini), el restablecimiento de la pena de muerte, la disolución definitiva de los partidos y el cierre de numerosos periódicos. Unos 300.000 italianos se exiliarían (entre ellos Nitti, Sturzo, Salvemini, Turati); otros 10.000 fueron confinados en islas apartadas (Lípari, Ustica, etcétera) o en pueblos remotos e insalubres. El dirigente comunista Gramsci, detenido en 1926, murió sin recobrar la libertad en 1937. 26 personas -cifra insignificante comparada con las atrocidades represivas de otras dictaduras- fueron ejecutadas (pero dirigentes de la oposición en el exilio, como los hermanos Carlo y Nello Roselli fueron asesinados; y otros, como Piero Gobetti y Giovanni Amendola murieron como resultado de palizas y agresiones infligidas impunemente por escuadristas fascistas). En 1926, el régimen suspendió todos los Ayuntamientos electos y los sustituyó por otros designados desde arriba, a cuyo frente se nombró, con las funciones de los antiguos alcaldes, a una "podestà". Prefectos (gobernadores civiles) y sobre todo jefes locales del Partido Nacional Fascista integraron así la administración local y provincial. En 1928, una ley transformó de raíz el sistema electoral. Las elecciones consistirían en adelante en un plebiscito sobre una lista única elaborada por el Gran Consejo Fascista, convertido así en órgano supremo del Estado. En las elecciones de 1929, los votos sí fueron 8.506.576 frente a 136.198 votos negativos; en las de 1934, los primeros alcanzaron la cifra de 10.045.477 y los segundos, 15.201. Las elecciones eran, pues, una farsa. El Parlamento era simplemente una cámara oficialista sin más funciones que la aclamación de las disposiciones legales del gobierno. En buena lógica, en 1939 fue sustituido por una Cámara de los Fascios y de las Corporaciones. El culto al "Duce" (del latín dux: guía), título oficial adoptado por Mussolini al llegar al poder --primer ministro de Italia y Duce del fascismo- fue parte esencial del Estado fascista. Saludarle y vitorearle eran obligados siempre que aparecía en público. Los baños de multitud, que Mussolini cultivó con asiduidad desde el balcón del Palacio Venecia, su residencia en el centro de Roma, eran continuamente interrumpidos por gritos de "Du-ce", "Du-ce". Una propaganda desaforada, a la que se prestaba bien el histrionismo y la teatralidad del personaje, lo presentaba como un superhombre de excepcional virilidad -se diría que recibía una mujer cada día- e incomparable capacidad de trabajo: una luz del Palacio permanecía encendida por la noche para indicar que el Duce no dormía, cuando lo hacía bien y largamente. Las fotografías oficiales lo presentaban como jinete, tenista, violinista, piloto de avión o campeón de esgrima consumado, como un atleta musculoso y fuerte capaz de pasar revista a sus tropas a la carrera. Se decía que conocía la obra de Dante de memoria, que lo leía y lo sabía todo: "el Duce tiene siempre razón" sería uno de los más repetidos eslóganes del régimen. Se tejió, en suma, una leyenda grotescamente adulatoria que poco tenía que ver con la mediocridad real de Mussolini, pero que resultó operativa y eficaz y que contribuyó a reforzar aquella especie de mística heroica y nacionalista que el fascismo había elaborado. El culto al Duce tuvo una proyección social extraordinaria y como tal, fue parte principal en la obra de indoctrinación y encuadramiento sociales emprendida por el fascismo. Para la integración de los jóvenes, atención prioritaria del régimen, se creó el 3 de abril de 1926 dependiendo del Ministerio de Educación y del Partido la Opera Nazionale Balilla (ONB), en la que en 1937 estaban integrados unos 5 millones de niños y adolescentes de ambos sexos (de los 4 a los 18 años), divididos según edades en Hijos de la Loba, Balillas, Vanguardistas, Pequeñas Italianas y Jóvenes Italianas, cada una de ellas a su vez estructurada en unidades de tipo pseudo-militar (escuadras, centurias, cohortes, legiones) y todas vinculadas mediante juramento de lealtad personal al Duce. Todas las demás organizaciones juveniles -como los "boy-scouts", por ejemplofueron prohibidas, si bien las católicas acabaron por ser toleradas. Aunque la ONB, reorganizada en 1937 en la juventud Italiana del Lictorio, tenía por objeto la educación física y moral de la juventud y centró sus actividades en el deporte, las excursiones, los campamentos de verano y la cultura, la intencionalidad política era evidente. Su lema era "crecer, obedecer y combatir": la juventud encarnaba las nuevas "levas fascistas" y la ambición de la ONB era perpetuar la continuidad de la revolución de 1922. A través de la Subsecretaría de Prensa y Propaganda (convertida en Ministerio de Cultura Popular en 1937), el fascismo hizo igualmente de la cultura y del deporte vehículos de propaganda estatal y de indoctrinación ideológica. Los dos ejes de su actuación fueron la exaltación de la romanidad y la italianización. En línea con la incorporación de toda clase d e símbolos y referentes del Imperio romano a los rituales y nombres oficiales (Duce, Fascios, Líctores, la Loba, Legiones, etcétera), la Roma imperial fue objeto de atención preferente: la Roma medieval fue, así, destruida a fin de abrir la Vía de los Foros Imperiales entre el Coliseo y el Foro de
Trajano. El arte oficial volvió hacia los modelos renacentistas y romanos. Mario Sironi (1885-1961) creó una pintura fascista desde una visión estética a la vez ascética, viril, vigorosa y heroica, que aplicó sobre todo a la pintura mural a la que, por su carácter social, creía particularmente idónea para los objetivos del régimen. La escultura, ejemplificada por las 60 estatuas de mármol de atletas desnudos hechas po r distintos artistas para el Estadio de los Mármoles (1927-1932) del arquitecto Enrico Del Debbio en el Foro Mussolini (Itálico) de Roma, por encargo de la ONB, retornó sin disimulo a la estatuaria clásica. La arquitectura se debatió entre el clasicismo y el modernismo y por ello pudo, en los mejores casos, incorporar elementos de las vanguardias racionalistas (como en la estación de Florencia, obra de Pier Luigi Nervi, y en el Palacio del Trabajo, de Guerrini, La Padula y Romano en el recinto de la EUR- Exposición Universal de Roma- diseñado entre 1937 y 1942 por el arquitecto Marcello Piacentini). Desde 1934 se organizaron los Lictoriales de la cultura y el arte, especie de congresos sobre cuestiones políticas, literarias y artísticas que pretendían actualizar el espíritu de los juegos greco-romanos y que eran meros fastos propagandísticos (aunque eso no excluyese la participación de escritores y artistas, sobre todo jóvenes, de indudable valía y calidad). La italianización se reveló, por ejemplo, en la imposición en el deporte de términos italianos como "calcio", "rigore", "volata" y muchísimos otros acuñados expresamente para evitar anglicismos como fútbol, penalti o sprint, y afectó sobre todo a la política educativa en las regiones con minorías étnicas significativas (228.000 alemanes en Bolzano, casi medio millón de eslovenos y c roatas en Venezia Julia). En 1927 , el régimen que ya controlaba la prensa, nacionalizó la radio e hizo de ella un formidable vehículo de propaganda oficial. En 1925, se había creado por iniciativa de Gentile un Instituto de Cultura Fascista- para llevar, como dijo el filósofo, el fascismo a la cultura- y un año después, una Real Academia Italiana, con la misión de promover los estudios de la cultura nacional y de velar por la pureza de la lengua y se impulsó con el mismo objeto la labor del Instituto Dante Alighieri. El deporte, que era ya espectáculo inmensamente popular, sobre todo el fútbol y el ciclismo, sirvió igualmente como catalizador del nacionalismo italiano y como factor propagandístico de las concepciones raciales y viriles que alentaban en el fascismo. El culto al deporte se convirtió en política oficial: la Educación Física quedó bajo control directo de la secretaría del Partido. El régimen cuidó sobremanera su participación en los Juegos Olímpicos. Italia, hasta entonces país marginal en esas competiciones, quedó en séptimo lugar en las Olimpiadas de 1924, en segundo lugar en las de 1932 y logró más de veinte medallas en las de 1936. "Sus héroes del aire", los aviadores -y entre ellos, el "cuadrumviro Balbo"- lograron por entonces un total de 33 récords mundiales. Un boxeador, Primo Carnera, logró en 1933 el campeonato mundial de la máxima categoría. La selección nacional de fútbol ganó el campeonato mundial en 1934 y 1938 y el olímpico en 1936. Todos esos éxitos tuvieron una significación extradeportiva y política. Desde la perspectiva de la propaganda fascista, eran la demostración evidente de que una nueva Italia -sana, joven, fuerte- estaba naciendo bajo el liderazgo del Partido y su Duce. Por si fuera poco, el régimen fascista resolvió en 1929 el más delicado y difícil de los pleitos diplomáticos y políticos de la reciente historia italiana, el problema del Vaticano, pendiente desde la unificación del país en 1870. Los "pactos de Letrán", firmados el 11 de febrero de ese año por Mussolini y el cardenal Gasparri, supusieron la reconciliación formal entre el Reino de Italia y la Santa Sede, simbolizada en la construcción de la vía de la Conciliación entre el Castillo Sant'Angelo y la Plaza de San Pedro. Italia reconocía la soberanía de la ciudad-Estado del Vaticano (palacios y parques del Vaticano, diversos edificios en Roma y la villa pontificia de Castelgandolfo); la Santa Sede, a su vez, reconocía al Reino de Italia y renunciaba a Roma. Se firmó, además, un Concordato: el gobierno italiano reconoció la religión católica como única religión del Estado, indemnizó al Papa con una suma cuantiosa (750 millones deliras en efectivo, más otros 1.000 millones en títulos del Estado) por las posesiones confiscadas tras la ocupación de Roma en 1870 y concedió a la Iglesia importantes privilegios en materia educativa. Los "pactos de Letrán" no significaron ni la catolización del fascismo -que continuó apelando a la Roma clásica como afirmación de su identidad cultural e histórica- ni la fascistización de la Iglesia. En 1931, el Papa Pío XI criticó el totalitarismo, aunque sin aludir al fascismo, en su encíclica Non abbiamo bisogno. La existencia y actuación autónomas de organizaciones juveniles católicas (Acción Católica, Federación Universitaria de Católicos Italianos y otros) produjeron algún roce ocasional entre ambos poderes. Pero los pactos fueron un gran golpe de efecto que Mussolini -el ateo, que ni se casó por la Iglesia ni bautizó a sus hijos hasta 1923, ahora "el hombre de la Providencia"- capitalizó con innegable habilidad. La opinión católica italiana y las mismas órdenes religiosas, incluso jerarquías prestigiosas, dieron al fascismo el apoyo que jamás dieron a la Italia liberal.
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