El Arte de Sanar a Las Personas - JOSÉ CARLOS BERMEJO
January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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José Carlos Bermejo
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Entre el counselling y el coaching
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Prólogo por Rosa de la Calzada, coach Introducción PRIMERA PARTE: ACOMPAÑAR A SANAR Buscamos sanar Viaje a la salud: en busca de sentido Hacia una salud holística ¿Sanar a las personas? Counselling Acompañar en el coche. Coaching Poder, counselling y coaching Counselling y coaching Sed de relaciones, sed de encuentro Buscando a Sócrates Las patatas de Rogers SEGUNDA PARTE: HERRAMIENTAS PARA EL ACOMPAÑAMIENTO La acogida: hospital para el corazón Empatía terapéutica y compasión El radar emocional Escuchar el silencio ¿Oratoria? El poder de la palabra
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Acompañar a perdonar para sanar Manejo de la propia vulnerabilidad Competencia espiritual para acompañar a sanar Infundir esperanza en la debilidad Gestionar la transferencia Cerrando el libro: Profesión de fe en la resurrección para hoy y para mañana
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s para mí una gran satisfacción que el autor de este libro, José Carlos Bermejo, me haya pedido que escriba el prólogo de su nuevo libro, El arte de sanar a las personas; y lo es por un doble motivo: primero, porque comparto con José Carlos muchos puntos de vista en el ejercicio de esta maravillosa profesión de acompañar a las personas en su proceso de desarrollo o sanación; y segundo, porque admiro profundamente la rigurosidad en el análisis y en la exposición de los conceptos e ideas que el autor es capaz de realizar. ¿Quién no ha sufrido una adversidad en su vida? ¿Quién no se ha sentido impotente en medio de su dolor o de su soledad? ¿Quién no ha pensando que no era capaz de superarlo? El arte de sanar a las personas nos ayuda a entender que todos pasamos por un proceso similar, que siempre hay solución, que la solución se encuentra en nosotros mismos; y nos presenta de manera muy detallada cómo los profesionales del counselling, y entre ellos el autor de este libro, confían en la capacidad de la persona para encontrar el camino, elaborar el duelo, otorgar el perdón y transformar estas dolorosas vivencias en una experiencia de aprendizaje y renovación. Cuando conocí a José Carlos, me impresionó la sencillez de sus planteamientos, la pasión con que presentaba la capacidad de los seres humanos para superar la adversidad y la enorme humildad con que mostraba el trabajo de un counsellor. Después de leer este libro, he aprendido además que un profesional del counselling necesita una buena dosis de generosidad, pero también un alto nivel de profesionalidad y el dominio de ciertas técnicas de acompañamiento. Agradezco a José Carlos - supongo que como otras personas que se encuentran perdidas entre tantos vocablos «extraños» - su exposición de las similitudes y diferencias entre disciplinas muy cercanas, como son el Counselling y el Coaching. Por ejemplo, ambas disciplinas comparten la fuerza de la escucha profunda, la presencia y la aceptación como actitudes y competencias esenciales (entre otras) para ayudar a las personas a superar estados emocionales o alcanzar sus objetivos; pero, sobre todo, el autor defiende una posición integradora de todos los modelos y herramientas que permitan ayudar al otro, cualquiera que sea su meta, situación o necesidad. ¿Qué es diferente, entonces? Fundamentalmente, el ámbito de actuación y, quizá, la temática en la que cada disciplina se centra; pero esto es también, una maravillosa oportunidad para la complementariedad. 14
Personalmente, creo en el poder de la integración, en lo importante que es sumar, desde cualquier modelo, profesión o metodología que se utilice en las relaciones interpersonales de acompañamiento y ayuda. Leer El arte de sanar a las personas me ha ayudado a afianzar mi creencia de que las diferencias las creamos los profesionales y no significan nada ni tienen una importancia especial para la persona que necesita ayuda. Por otra parte, es todo un placer zambullirse en este libro en la lectura de las explicaciones claras y reveladoras sobre las actitudes básicas de una relación interpersonal capaz de «sanar»: la acogida, el lenguaje, la empatía terapéutica, el «radar» emocional o la autoconciencia de la propia vulnerabilidad tienen un impacto esencial sobre la capacidad de superación y crecimiento de un ser humano. José Carlos añade, además, una competencia espiritual a la práctica de las relaciones de ayuda, que nos indica su manera de entender esta profesión basada en una dimensión ética y volcada en el objetivo de «humanizar» o llegar a toda la humanidad con la capacidad de ayudar a superar la adversidad. Deseo que los lectores disfruten «humanamente», como yo lo he hecho, de la lectura de este libro, tan lleno de compromiso y experiencia personal. RoSA DE LA CALZADA Psicóloga y Coach personal y de equipos
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NA mirada especial al corazón del ser humano. Eso es lo que pretendo hacer. Al corazón que busca, que anhela, que quiere orientar su vida con sentido, que quiere sanar los rotos que se van produciendo en la vida. Una mirada sana y sanadora que cree y apuesta por el otro y desea hacer un acompañamiento facilitador desde el asombro de las bondades y de los límites presentes en cada persona. En estas páginas deseo mirar a quien busca vivir sanamente, a quien desea sanar su corazón o alcanzar sus objetivos y apuesta por el diálogo como recurso básico para caminar acompañado, dejándose interpelar y ayudar, soplando brasas que permitan recuperar llamas latentes. Deseo echar una mirada saludable al corazón del ser humano, como lo haría el Principito, que, lejos de ser un personaje, es una metáfora de temas tan profundos como el sentido de la vida, el amor, la vida saludable y realizada. Si para el Principito las cosas importantes para los adultos no siempre están conectadas con el mundo del corazón, la historia, además de criticar esta actitud, nos muestra que vivimos en un mundo que va marcándonos el camino que deben seguir nuestras vidas, y que en raras ocasiones nos paramos a pensar y a plantearnos el sentido de las cosas y si el camino que estamos siguiendo es el que nosotros desearíamos seguir, más allá de lo que nuestro entorno nos impone. Con frecuencia, en nuestra vida, necesitamos un compañero de camino que, como el Principito, nos ayude a desvelar, a iluminar, a conectar mente y corazón de manera realista y esperanzada, confiada en las posibilidades e integradora de los límites. Estas páginas son resultado de la apuestan por el diálogo, por el acompañamiento, por el que se realiza en formas de ayuda como el counselling, el coaching o las profesiones de salud y de intervención social que estén humanizadas. El diálogo es ese espacio potencialmente sanador y empoderador de caminos de felicidad, de realización, de sanación interior y de sanación relacional. Este no es un libro científico sobre la salud, o exclusivamente para especialistas de counselling o de coaching. Es un libro para todos, para disfrutar pensando y sintiendo mientras se busca la luz interior para vivir saludablemente con nosotros mismos y con los demás. Unas páginas que apuestan por pensar bien, relacionarse exitosamente, vivir gobernando los sentimientos, dejándose orientar por los valores, trascendiendo lo que los sentidos nos permiten percibir. Estas reflexiones son píldoras de salud para todas las estaciones de la vida, particularmente para cuando experimentamos especialmente el 17
deseo profundo de salud integral, de felicidad. Serán particularmente útiles para quienes, apostando por el diálogo, quieren cualificar sus relaciones de horizonte de sentido, interiorizando claves de valor en procesos de acompañamiento. Por eso, son prácticas para profesionales de la ayuda en general: para psicólogos, médicos, enfermeros, trabajadores sociales, psicoterapeutas, counsellors, coach...; para quienes, en una palabra, caminan por senderos de relaciones de ayuda humanizadas y humanizadoras. Habrá acompañamiento exitoso si hay confianza, si apostamos por un modelo de salud biográfica - no solo biológica-, si creemos en la profundidad de la escucha que es capaz de asombrarse de la condición humana y realizar procesos fecundos de interacción que saquen lo mejor de cada uno para afrontar las crisis y caminar en la consecución de los propios retos y objetivos personales y grupales.
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Ya no es posible participar en un congreso relacionado con cualquier especialidad del mundo sanitario donde no se escuche varias veces el reclamo del concepto de salud propuesto por la OMS en 1946. Los conferenciantes desfilamos citándola («estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo ausencia de enfermedad o dolencia»), como si hubiéramos descubierto la gran novedad: la salud no es solo ausencia de enfermedad.
E este modo, unos y otros, haciendo alarde de un gran paso adelante, reconocemos que el vivir humano no es solo biológico, y que estar sano no es lo mismo para el hombre que para el animal, con el que podemos compartir gran parte de nuestro funcionamiento orgánico. Nos hacemos cargo así de la dimensión subjetiva, autónoma, libre y responsable en relación a la salud. Y es que conceptualizar la salud de alguna manera no es algo baladí. De ello depende, en buena medida, el modo de entender las relaciones con nosotros mismos (con nuestro cuerpo, con nuestra mente...), con los demás y (para el creyente) con Dios. Si un objetivo es clave en las relaciones de ayuda, no es otro que promover la salud; promover la máxima experiencia de salud en sentido holístico, integral. Pero ¿responde la definición de la OMS a este objetivo? Paseo por las definiciones Daría para un estudio sesudo y en profundidad. No lo haremos. Pero sí presentaremos algunas definiciones recogidas aquí y allá. Salieras Sanmartí la definía así en 1985: «El logro del más alto nivel de bienestar físico, mental y social y de capacidad de funcionamiento dentro de los factores sociales en que viven inmersos el individuo y la colectividad». Interesante reclamo el que hace a algo más de lo que hacía la OMS hablando de «estado». Sanmartí se refiere a capacidad de funcionamiento y reclama la dimensión social, no solo la individual, en la experiencia de bienestar. Ivan Illich, en Némesis Médica, la define como «la capacidad del individuo y del grupo de ejercitar el arte de vivir, con sus lados oscuros (los del arte de sufrir) y sus lados luminosos (los del arte de gozar): es decir, la capacidad de integración del individuo en una cultura visible». No es poco referirse a la salud como «arte»; y no solo arte relacionado con el bienestar, sino también con el arte de sufrir. Así, se puede dar la situación paradójica de que, examinada la vida humana desde el punto de vista 22
meramente animal, no exista salud y, sin embargo, considerada desde el punto de vista humano, sí pueda decirse que la hay. Y de la misma manera, es frecuente encontrar diálogos que reflejan esta aparente paradoja. A la pregunta de cortesía sobre el estado de salud, una persona puede responder: «Estoy bien; bueno..., con los achaques propios de la edad, pero bien...». En un interesante encuentro celebrado en Francia, conocido como el congreso de médicos de Perpignan, en 1978, se referían a la salud como «un modo de vivir autónomo, solidario y gozoso». En relación a la definición de la OMS, daban el salto a modo de vivir, no a estado y a la experiencia subjetiva de gozo, también relacional, traducido en preocupación por el semejante. No menos interesante es la definición de Jean-Claude Tremblay al referirse a la salud como «estado de bienestar resultante de una armonía física, psicológica y espiritual del ser humano». Es la armonía la que se convierte en categoría de referencia, armonía en las diferentes dimensiones de la persona. Y la armonía es la unión y combinación de sonidos simultáneos y diferentes, pero acordes, al menos en el ámbito musical, donde «bailan las notas de la vida personal y social». Diego Gracia Guillén se refiere a la salud como «capacidad de posesión y apropiación, por parte del hombre, de la propia corporeidad». Es una clara referencia al protagonismo biográfico sobre algo más que el propio cuerpo: sobre la propia persona en su dimensión relacional. No solo podríamos recorrer definiciones que nos hacen reflexionar sobre el concepto de salud, sino también caer en la cuenta de cómo el término lo utilizamos para referirlo a ámbitos como «salud mental», «salud sexual», «salud reproductiva», «salud alimentaria», «salud animal», etc. En cualquier caso, lejos de marear la perdiz con el concepto, caminamos hacia una toma de conciencia de que la salud no puede reducirse al silencio de los órganos, del que solo nos damos cuenta cuando no está (porque hay ruido = enfermedad). Reclama la autonomía y la responsabilidad. Reclamando la autonomía En efecto, aunque existan pequeñas molestias o malestares, no necesariamente alcanzan estos a impedir la experiencia de salud de una persona. Una persona que tenga algunas alteraciones físicas o psicológicas leves (como puede ser una ligera inestabilidad de la articulación del tobillo o una leve ansiedad pasajera) puede, en muchas ocasiones, desarrollar su vida normalmente. Dependien do de la actividad que desempeñe, estas alteraciones, que serían enfermedad en el animal, pueden constituir o no enfermedad en esa persona. La constatación de esta realidad ha llevado a numerosos autores a concluir que la 23
salud es algo subjetivo, que depende solamente de la apreciación del sujeto. Esta conclusión aporta un aspecto importante, a la vez que limitado, puesto que la salud no depende exclusivamente de cómo se sienta el sujeto, sino más bien del modo en que cada persona consiga vivir - incluidos los límites-su realidad limitada. He ahí la autonomía o la dimensión subjetiva: en la tarea, en el arte de gestionar la propia vida con sus funciones y disfunciones, en cada una de las dimensiones de la persona, desde la dimensión física hasta la dimensión mental, relacional, emocional y espiritual. Promover la salud, así, se convierte en una responsabilidad de cada uno de nosotros para con nosotros mismos, para con los demás, para con el entorno presente y el que construimos para el futuro. Lejos de este modo de pensar, aquellos estilos relacionales que encontramos en el servicio de urgencias de un hospital, en internamiento o en atención primaria, en los que el agente así llamado «de salud» se limita a controlar parámetros para constatar alteraciones biológicas o funcionales e intentar restaurar - reparar - la avería producida en la máquina del cuerpo humano. Vicio cómodo y deshumanizador que deja un amargo sabor de boca a quien, con ocasión de la enfermedad, desearía hacer experiencia de relaciones sanas con los profesionales de la salud que merecieran tal nombre. Las relaciones de ayuda en salud, si se sigue la idea de la OMS, tendrían un objeto parecido a la veterinaria: reparar las lesiones físicas de modo mecanicista, como se realizan en el taller los arreglos de los coches, y conseguir que el paciente se sienta a gusto. La definición de la OMS, pues, además de ayudarnos, nos limita. Es obvio que es una definición incorrecta, sesgada y potencialmente generadora de una mala atención clínica, que consistiría en promover el sentirse bien a toda costa, como en el hipotético «mundo feliz». Las genuinas relaciones de ayuda en salud, las que se impregnan de las técnicas del counselling y del coaching, no serán entonces la aplicación ciega de unos patrones fisiológicos ideales que hay que restaurar, como quien repara una máquina. Son, en primer lugar, diálogo auténtico entre personas, conocimiento de las propias potencialidades de sanar y de acompañar a sanar, con una originalidad vital con la que se interactúa y se hace experiencia saludable de encuentro. Han de ser relaciones sanas.
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Si es posible ser libre en la esclavitud, como me decía un preso en la cárcel, si es posible aprender de la desgracia - incluso aprender a aprender de los demás-, como me decía otro, es posible también alcanzar cotas de salud en medio de la enfermedad y la discapacidad. Hay un viaje libre en medio del sufrimiento, un viaje hacia el sentido que no siempre es realizado en paz. A veces es angustioso; a veces humanizador. Nunca es un viaje a ninguna parte.
í, el mundo de la salud y de la enfermedad no solo nos sitúa ante personas que necesitan ayuda física, social o psicológica para «arreglar la máquina estropeada por la enfermedad» en la «fábrica de la salud», como diría el sociólogo de la salud Achille Ardigó. Hay un camino hacia la salud sembrado de preguntas, sembrado de sentido o de búsqueda de sentido. A ello acompañamos si estamos equipados con conocimientos, técnicas y actitudes que bien podemos aprenderlas en la escuela del counselling y del coaching. Un viaje cargado de preguntas La salud es una conquista, un camino, un viaje, más que un punto de llegada o un lugar que ya se posee. El camino hacia la salud es una tarea que nos compromete a nivel físico, mental, emocional, relacional y espiritual. Esta sa lud la deseamos todos; es compatible, como experiencia biográfica, también con discapacidades y enfermedades. En efecto, los seres humanos, con ocasión del sufrir, hacemos un camino regado de preguntas. No solo buscamos la eliminación de los males, sino que buscamos también sentido. Lo buscamos unas veces secretamente; otras, formulando preguntas al profesional de la ayuda, preguntas existenciales que nunca encuentran respuesta suficiente a nivel racional. Quizás en los tiempos que corren la pregunta por el sentido es formulada menos en términos de interpelar o apuntar al misterio y, en ocasiones, vehicula más la expresión de la rabia que experimentamos al no poder controlarlo todo y dar una respuesta que elimine las causas del sufrimiento. Sea como fuere, sufrir y contemplar el sufrimiento, secreta o explícitamente, en todas las edades de la vida, antes o después, provoca un cuestionamiento profundo: ¿por qué?, ¿por qué ahora?, ¿por qué a mí?, ¿hasta cuándo?, ¿qué he hecho yo para que me toque a mí?... y otras muchas formulaciones distintas. 26
Compañera de camino Desde hace años, me ha parecido emblemática la experiencia descrita por la madre de una niña discapacitada psíquica, que escribía en el libro Crónica de una infancia dolorida. En ella encuentro la fiel compañera de camino: la pregunta persistente, la que no encuentra respuesta: «No cesamos de hacernos mil preguntas, y cada día, encontramos mil más que no habíamos descubierto. Con la minuciosidad de un entomólogo, escudriñamos los recuerdos del embarazo, del parto, de los días que siguieron. ¿ Cuándo cometimos la falta? ¿ Qué se nos escapó que debimos co nocer e ignoramos? ¿Qué debimos hacer (o no hacer) y descuidamos? Cuando creemos haber agotado la lista de relaciones banales de causas y efectos - sobre la que incesantemente volvemos, porque nunca se agota del todo-, nos remontamos más atrás, al ¡antes! ¿Cuándo se produjo nuestro fallo? ¿No existirá en nuestro pasado una sombra, alguna indelicadeza, alguna infamia por la que debemos pagar? Siempre descubrimos algo, sin quedar nunca tranquilos. Un castigo: eso es para nosotros el hijo enfermo; castigo de una antigua culpa sin relación con él y, lo que es peor, castigo de una falta imposible de encontrar, tan cierta como si el acta de acusación estuviera escrita por mano de un juez, aunque en este caso la tinta sea incolora, el papel diáfano, y el juez esté en nosotros mismos, más obstinado que en un tribunal». En efecto, a veces la pregunta por el sentido es vivida al estilo de Sísifo, que pertinazmente tenía que subir la enorme roca a la cumbre de la montaña, sabiendo que le esperaba una nueva caída y una nueva subida, sin cesar. Y en este escenario la pregunta se vive de manera angustiosa y genera, ciertamente, sufrimiento. A la búsqueda del sentido Nos hacemos preguntas por el sentido, sí, pero... ¿qué es el sentido? ¿Qué quiere decir exactamente el que una vida humana tiene sentido? Tiene sentido tomar un avión que nos lleva a la ciudad que deseamos; es insensato subir a un avión que va en dirección distinta, simplemente porque nos guste más su diseño, su velocidad o la compañía a la que pertene ce. La decisión carecería de sentido, sería insensata. Por eso podríamos decir que la cuestión del sentido está en relación con el reto de encontrar el verdadero ideal. El gran pedagogo alemán Joseph Kentenich afirma que «las dificultades juveniles son superadas en lo esencial cuando los jóvenes encuentran su ideal personal». Pero todo esto se nos hace más oscuro y difícil cuando el avión que se presenta ante 27
nosotros, al que hemos de subir sin elección, es el avión del sufrimiento, cuyo recorrido y cuyo destino último desconocemos. Por eso, quizá tenga razón Albert Schweitzer al afirmar que «un buen médico debe escuchar como un sacerdote, razonar como un científico, actuar como un héroe y hablar... como una persona normal». Yo lo hago extensible a todos los profesionales de la ayuda que quieran acompañar en la vulnerabilidad humana, donde la mejor respuesta a las preguntas por el sentido quizás no sean las racionales, sino las respuestas de cuidado: la asistencia, el alivio, la cura, la paliación de los síntomas, el acompañamiento. Quizá tenga razón Viktor Frankl al decirnos: «quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo». Y quizá, digo yo, podríamos añadir: «quien encuentra un buen cómo puede convivir con cualquier porqué». Por eso, creo firmemente que la pasión del cuidado apasionado es capaz de apasionar al desalentado que no encuentra luz y sentido. El camino, recorrido juntos, cobra color y sabor, amargo quizás; de pan compartido que, si no sacia, sí al menos alimenta. Pero, en todo caso, aún hay mucho grito que levantar al cielo y dirigir a la tierra. La tierra está inundada de las lágrimas de los hombres. En su novela Los hermanos Karamázov, Dostoievski presenta la posibilidad de que el sufrimiento puede incluso convertir por un tiempo a un hombre superficial en un hombre serio y profundo. Y, sin embargo, la pregunta permanece, además de la de to do ser humano, la que más interpela la responsabilidad: ¿por qué la mayor parte del mundo sigue viviendo y muriendo con dolor físico? En ningún viaje está enlatado el sentido en el lugar de llegada. El gusto está en el mismo camino. El significado se lo vamos poniendo por el camino. No solo, sino que también queda iluminado por el modo en que es recordado después. Así también, en el viaje a la salud, no es la restauración de las funciones y órganos el sentido último. Es el significado que le vamos dando al camino, al cuidar, al dejarse cuidar, al disponerse a aprender, a conquistar cotas de libertad en las limitaciones.
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Cada vez se habla más de salud integral, de salud holística. Parece que cada vez somos más conscientes de que la salud no se reduce a algo puramente biológico, sino que afecta a toda la persona. Por eso todas las relaciones de ayuda sanantes han de tener también una perspectiva holística, global, integral. Si así no fuera, las profesiones humanas de ayuda se aproximarían a la práctica veterinaria sobre cuerpos humanos.
N realidad, podríamos decir que humanizar es generar salud holística. En efecto, uno de los indicadores de un cuidado humanizador es la consideración de la persona ayudada en sentido integral, holístico. El canon ideal de salud La palabra «holístico» no figura en el diccionario de la Real Academia de la Lengua. Proviene del griego: «holos/n» (todo, entero, total, completo) y suele usarse como sinónimo de «integral». Acompañar, cuidar en sentido holístico, significa entonces considerar a las personas en todas sus dimensiones, es decir, en la dimensión física, intelectual, social, emocional y espiritual y religiosa. De este modo, el concepto de salud que proponemos para un cuidado holístico no se conforma - como ya hemos presentado - con considerarla como «estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solo ausencia de enfermedad o dolencia» (OMSWHO, 1946), puesto que, si bien esta definición tiene las ventajas de no reducir la salud a mera afección corporal y supera criterios exclusivamente somáticos y organicistas, descuida aspectos de la salud importantes y la reduce a un mero «estado». Entendemos por estilo de acompañamiento holístico el de la persona que pretende generar salud holística, y esta sería la experiencia de la persona armónica y responsable en la gestión de su propia vida, de sus recursos, de sus límites y disfunciones en cada una de las dimensiones de la persona ya citadas: física, intelectual, relacional, emocional y espiritual y religiosa. Así, una persona está sana físicamente cuando, al considerar su cuerpo, lo cuida y lo trata más que como cuerpo «animal»; lo ve en su aspecto de «corporeidad»: el ser humano entero en el cuerpo, superando viejos dualismos que veían este como «cárcel del alma» y, en todo caso, con sus connotaciones negativas. El cuerpo humano, en efecto, evoca y vehicula la dimensión relacional. Se da salud física, pues, también con 30
grandes límites en el cuerpo, como de hecho sucede cuando las personas sufren diferentes tipos de discapacidades. De la misma manera, acompañar procesos de sanación en sentido holístico supone generar salud también en el ámbito mental. La salud mental no es solo ausencia de patologías psíquicas, sino que la entendemos como apropiación de las propias cogniciones, ideas, teorías, paradigmas, modos de interpretar la realidad, libres de obsesiones y excesivas visiones cerradas y pretendidamente definitivas de las cosas y de la vida. Igualmente, acompañar en sentido integral a sanar implica promover salud relacional, salud en la dimensión social. Se dará salud relacional cuando se pueda decir que una persona se relaciona bien consigo misma porque experimenta un cierto equilibrio en la relación con su cuerpo, porque promueve el autocuidado, la be lleza, la autoestima. Una persona vive sanamente su dimensión relacional cuando experimenta paz con su «ser tierra», cuando se relaciona positivamente con toda la geografía humana física, cuando se ve «bella», cuando sabe disfrutar y tiene buena capacidad de posponer la gratificación, cuando se mira a sí misma aceptando los límites de su propio cuerpo. A su vez, una persona vive sanamente las relaciones con los demás cuando estas están impregnadas de buen uso de la mirada, cuando es capaz de experimentar ternura, equilibrio, y vive el contacto corporal de manera personal y positiva. Una persona indica salud relacional cuando se reconoce interdependiente, no exclusivamente independiente ni dependiente, sino que reconoce las diferentes interdependencias en los distintos ámbitos de la vida. Pero hablamos también de salud emocional, y nos referimos a ella en el marco de este acompañamiento holístico porque la dimensión emotiva es una más de las que consideramos. Queremos generar salud emocional como manejo responsable de los sentimientos, reconociéndolos, dándoles nombre, aceptándolos, integrándolos y aprovechando su energía al servicio de los valores. La persona sana emocionalmente controla sus sentimientos de manera asertiva, afirmativa. Y acompañar en sentido holístico a sanar significa también intentar generar salud espiritual, es decir, conciencia de ser trascendente, conocimiento de los propios valores y respeto de la diversidad de escalas, gestión saludable de la pregunta por el sentido y adhesión o no, libre, a una religión liberadora y humanizadora, que no genere fanatismos, esclavitudes, moralización, sentimientos de culpa morbosos, anestesia de lo humano... En realidad, para intervenir holísticamente se requiere recuperar la visión integral, hay que ir contra corriente en relación a la mentalidad contemporánea, que va por el camino de la fragmentación y la super-especialización.
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Los profesionales de la ayuda a sanar de hoy pueden perder de vista que detrás de cada problema o patología está la totalidad de un sujeto. Pero el «modelo integral», «holístico», de intervención en el cuidado a las personas que sufren supone no solo considerar al hombre en todas sus partes (cuerpo, psique, sentimientos, relaciones, valores, creencias, cultura...). No se trata solo de ver al otro globalmente, sino de partir de la complejidad del ser humano y del mundo entero, atravesado por la vulnerabilidad e interaccionando con la totalidad de los sujetos, produciéndose una concatenación de vínculos que pueden favorecer o entorpecer los procesos de sanación. Holismo y agente de ayuda Ya empiezan a surgir también algunas voces reclamando el cuidado de la salud del ayudante. En efecto, el concepto de holismo no solo considera a la persona destinataria de cuidados y de ayuda, sino a la persona que los presta y sus relaciones dentro de un todo integrado, dentro de un entramado a modo de tela de araña donde naturaleza y condición humana están implicadas, donde la realidad se puede leer con un nuevo paradigma de interpretación saludable. Este paradigma de lectura de la realidad constituye una propuesta humanizadora, por considerar a la persona en su globalidad, a las personas realmente interrelacionadas. En este sentido, la salud no podrá reducirse a un simple buen funcionamiento de los órganos y las funciones vitales, sino que es una experiencia de relación consigo mismo, con la naturaleza, con el propio cuerpo, con los demás, donde los valores evocan y realizan lo trascendente de todos los agentes en interacción. El concepto de holismo, pues, no solo implica la consideración de la persona en todas sus dimensiones, sino también el camino de vuelta que se produce en las relaciones de ayuda. También el agente de ayuda, el counselor, el coach, queda afectado. No hay relación que no afecte al universo entero. Nos hacemos en nuestra relación. Somos también lo que nuestra persona construye en el mundo del sufrimiento y de la salud. Por eso, pensar en la salud holística es pensar en la relación con los demás, pero también en el impacto que esta tiene sobre uno mismo y, por ende, en la relación con uno mismo, que puede ser sana o patológica. La salud: esa tarea relacional.
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La palabra «sanar» tiene connotaciones sospechosas para muchas personas. No es curar, no es paliar, no es solucionar... Pongamos que en estas líneas sea sinónimo de ayudar. ¿Y cómo se ayuda?, nos preguntamos muchas personas. Respondamos aquí diciendo que el counselling es un medio privilegiado. Pero no resulta fácil traducir la palabra counselling, decimos todos los que la utilizamos. Consejo, relación de ayuda, asesoramiento psicológico... Todas ellas se quedan cortas o no recogen cuanto en inglés - e importada también a nuestro diccionario - queremos decir. Qué es el counselling
N los últimos años, están surgiendo programas de formación en counselling destinados a profesionales y voluntarios (quizá más profesionales) que realizan sus tareas en diferentes ámbitos donde se practican relaciones de ayuda. Existe en este momento el «master» en counselling impartido por el Centro de Humanización de la Salud en Tres Cantos (Madrid) y en Barcelona, ambos de la Universidad Ramón Llull. En realidad, el counselling es casi sinónimo de relación de ayuda, tal como esta expresión se está utilizando en la bibliografía española. Es un modo de relacionarse una persona experta en ayudar con otra en situación de crisis. Esta vive alguna dificultad sobrevenida con ocasión de problemas relacionales, de salud, de tra bajo, familiares, emocionales, de empresa, éticos, etc., y difícilmente maneja dicha dificultad sin un acompañamiento externo que le ayude a explorar cuanto vive y a buscar dentro de sí los mejores recursos para salir al paso de las dificultades. Por eso necesita ayuda. Aunque la traducción más literal de la palabra counselling sería «consejo», es obvio que no se trata de dar consejos, sino de acompañar a la persona o al grupo que vive la dificultad a ayudarse a sí mismo. Este acompañamiento pretende ayudar al «cliente», «usuario» o como queramos llamarlo, a clarificar cuanto está en juego en su situación problemática, a concretar también cuanto desea mejorar y a adquirir las habilidades y el compromiso concreto por hacer lo que vaya determinando en el proceso para superar las dificultades, afrontarlas sanamente o vivir lo más pacíficamente posible con las dificultades que no sean superables. Qué pretende el counselling Con el counselling se pretende ayudar a mejorar las relaciones (especialmente las problemáticas), modificar las conductas destructivas para uno mismo y para los demás, 34
adquirir destrezas para vivir más efectivamente y adaptarse a las situaciones siendo protagonista, más que víctima, de las mismas. Para conseguirlo, el ayudante o counsellor (asesor, consejero) acompaña al otro a clarificar cuanto vive, a identificar los recursos con los que cuenta, a movilizarlos y a comprometerse activamente en el afrontamiento de las dificultades. En realidad, resulta espontáneo preguntarse qué es lo que diferencia al counselling de otras formas de ayuda clásicas, como las que puedan prestar los profesionales del trabajo social, de la medicina, del acompañamiento espiritual o los psicólogos. En efecto, no faltan reacciones contrarias al counselling movidas también por un cierto temor a que este, si se llega a profesionalizar como en otros países, le «coma un poco el terreno» a los profesionales de la psicología. Y no resulta fácil establecer las líneas divisorias entre la cada vez más conocida «relación de ayuda», el counselling, la psicología clínica y la psicoterapia. Algo semejante ocurre con la relación entre counselling y coaching. Todas estas formas de relación tienen en común la clara voluntad de acompañar a una persona a afrontar sus dificultades o a desarrollar los propios objetivos, y - a excepción de la relación de ayuda, que es expresión más genérica - se practican en ámbitos de alguna manera profesionalizados, que no son los únicos en los que los seres humanos nos ayudamos unos a otros. Hay entre estas expresiones una cierta progresión hacia la gravedad de la dificultad que vive la persona a la que se pretende ayudar, hasta llegar al trastorno psicopatológico necesitado de psicoterapia. Pero, en mi opinión, no es incompatible su desarrollo simultáneo por profesionales distintos, ofreciendo apoyo complementario una y otra intervención. Hay también indicaciones específicas para ellas, tanto más cuanto más grave es la problemática del ayudado y más competencia específica se requiere por parte del ayudante. Es obvio que la psicoterapia está reservada a los psicoterapeutas competentes, y que la intervención psicológica solo puede realizarla un psicólogo debidamente adiestrado. Ahora bien, hay numerosas situaciones en la vida en las que muchas personas no se encuentran bien, a causa de problemáticas diferentes, de relaciones insanas consigo mismas y con los demás, de conductas no saludables para alcanzar un modo gratificante de vivir la propia vida... Son situaciones en las que se experimenta la necesidad de un cierto «consejo», algún tipo de «orienta ción» o «apoyo» para alumbrar las tinieblas experimentadas, los bloqueos emocionales, relacionales o de conducta. Situaciones como problemas en el trabajo, la decisión o no de cambiar, la elección de una u otra carrera, problemas de pareja, con los hijos o con los padres, etc., enfermedades con fuerte impacto emocional, pérdidas significativas, duelos difíciles, necesidad de realizar procesos de integración social, y otras, en las que un experto debidamente adiestrado en counselling puede ofrecer una ayuda significativa mediante su relación para lograr un más 35
alto nivel de felicidad, de gratificación, de eficacia, de adaptación, de salud en el modo de vivir la propia vida, incluida la enfermedad. En todas estas situaciones, el consejero (¡qué mal suena en nuestra lengua!) intentará promover el máximo de autonomía de la persona a la que quiere acompañar, proporcionándole estrategias para estimular el cambio después de haberle garantizado una aceptación incondicional, haberle comprendido con su actitud empática y haberse mostrado auténtico en la relación. Quién y dónde realiza el counselling En cierta manera, la historia de la humanidad es historia de un acompañamiento recíproco por el que se ofrecen apoyo unos a otros, porque «no es bueno que el hombre esté solo». Ahora bien, en algunos países, más en el ámbito anglosajón, se ha promovido esta figura con carácter profesional, como van haciéndolo también en nuestro país otras figuras, como la de mediador familiar, por ejemplo. Los «Centros de Escucha» surgidos también en España a raíz del primero que se creó en Madrid (Centro de Escucha San Camilo), lo que hacen en realidad es counselling, con la particularidad - podría discutirse - de ser un servicio gratuito. Más interesante resulta, a mi juicio, promover la formación en counselling de aquellos profesionales que, ejerciendo profesiones de ayuda por su propia naturaleza y encontrándose con personas en serias dificultades, necesitan capacitarse en destrezas para ayudar mediante el recurso de la relación. Es el caso de los trabajadores sociales, diplomados en enfermería, médicos, pedagogos, maestros, abogados, psicólogos, mediadores, orientadores familiares, agentes de pastoral, tutores, así como los directivos de las organizaciones (empresas y otras) que tienen que realizar su trabajo afrontando dificultades e intentando resolverlas centrándose no solo en los problemas, sino también en las personas. Si bien no tenemos la suficiente tradición de formación en counselling y, por tanto, no hay suficientes expertos, no se han resuelto posibles problemáticas, como la delimitación profesional, los criterios de derivación a otros profesionales, etc. Pero las experiencias existentes en nuestro país dan buenos resultados si quienes realizan este tipo de relación de ayuda - de manera formal o en el ejercicio de su profesión - han sido debidamente adiestrados con un buen programa. Los existentes en la actualidad comparten la mayoría de las características y se inspiran en modelos de referencia similares, con su base en el nodirectivismo de C.Rogers y su desarrollo posterior por parte de otros autores como R.Carkhuff o G.Egan. No cabe duda de que, en pocos años, tendremos más profesionales expertos en el 36
acompañamiento en situaciones de dificultad y serán bienvenidos especialmente en aquellos contextos en que la vulnerabilidad humana requiere buenos ayudantes.
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¿Se puede ser un ejecutivo hoy sin saber lo que es el coaching? ¿O sin haberse asomado a él? ¿O quizá no sea solo cosa de ejecutivos? Quién sabe si necesitamos todos un entrenador para sacar lo mejor de nosotros mismos, particularmente cuando han entrado en crisis figuras que antes hacían de otra forma esta misma tarea, quizás en sintonía con la cultura, con la experiencia, con la reconocida autoridad de quien es referente ético, psicológico, espiritual...
EA como sea, en estas últimas décadas, el coaching se ha puesto de moda en ciertos contextos. Al menos en el mundo de la empresa. Se enojarán los coach que se definan a sí mismos como expertos en coaching personal, ejecutivo, en salud, ontológico, de grupos... Pero ¿qué es el coaching? Hay quien dice que no se puede definir fácilmente, que la definición es inherente al mismo proceso de coaching. Significa ayudar a las personas a definir metas claras y a establecer un plazo específico para alcanzarlas, desarrollándose como personas en el proceso. Estas metas pueden ir, desde superar un problema de interacción personal hasta alcanzar unos determinados objetivos profesionales. El coaching es un proceso bien definido, que tiene puntos de partida y de llegada. El corazón del proceso es el potencial de la persona a la que se acompaña. En nuestra vida personal o profesional, muchas veces nos encontramos con situaciones que nos impiden avanzar y no entendemos por qué, y quizá por eso necesitamos a alguien que nos acompañe, que nos ayude. El coaching sirve para detectar estas áreas de dificultad, estas «barreras invisibles» que traban nuestro crecimiento o dificultan nuestro desempeño. Es un proceso de aprendizaje, un viaje de autodescubrimiento. Permite, a través de la reflexión, tomar conciencia de los propios pensamientos, emociones y acciones. Y a partir de ahí, cuestionarse con libertad para seguir creciendo. El coaching se basa en el poder de las preguntas. Bien realizadas por un experto en coaching, las preguntas permiten abrir el camino para cambiar la forma de percibir y sentir una situación concreta. El coaching ayuda a desarrollar la creatividad, a descubrir nuevas posibilidades y opciones. El coaching es, por tanto, un modo de ayudar a alguien a pensar por sí mismo, a encontrar sus respuestas, a descubrir dentro de sí su potencial, su camino al éxito, sea en los negocios, en las relaciones personales, en el arte, en el deporte, en el trabajo... 39
Un viaje en coche La palabra coach significa al mismo tiempo «entrenador» y «coche». La etimología se sitúa en la ciudad húngara de Kocs y en el siglo XV, donde los viajeros utilizaban el término «Kocsi szekér» o «carruaje de kocs» para nombrar un tipo de carruaje que se popularizó en la región, al incorporar un nuevo sistema de suspensión más cómodo para los viajeros que hacían el trayecto entre Viena y Budapest. Así pues, el término pasó al alemán como «kutsche», al italiano como «cocchio», al inglés como «coach», y al español como «coche». A partir de 1850, lo encontramos también en las universidades inglesas para designar a la figura del entrenador, inicialmente de corte académico, y luego deportivo. Más tarde se emplea para designar programas educativos, pero hasta 1980 no se habla del coaching como una profesión con una formación y unas credenciales específicas. Es entonces cuando surge el concepto de «coaching ejecutivo», como una nueva forma de ejercer un tipo de acompañamiento entre personas. Actualmente existen varias líneas o familias que caminan paralelas, según sus líderes y enfoques, entre los que se encuentran la escuela norteamericana (Thomas Leonard), la europea (Timothy Gallwey y John Whitmore) y la chilena u ontológica (Fernando Flores, Rafael Echeverría y Julio Olalla). El coach, pues, recogiendo el origen de la palabra, es la persona que acompaña a otra que desea ir del «lugar» donde se encuentra a otro «lugar» de mayor potencialidad de desempeño o desarrollo personal o profesional. El experto no conduce, sino que acompaña en el camino de definir la meta y el itinerario. Un modo de facilitar... ¿y de acompañar a sanar? Decía Lao Tse que «óptimo mercader es aquel que, cargado de riquezas, parece siempre pobre; sumo sabio, el que por su perfecta virtud semeja un tonto». O, como habría dicho Wittgenstein, que nos enseñó a desconfiar de las trampas del lenguaje, es una escalera que se abandona después de haber subido por ella. El coach no pretende ser más que eso: un instrumento, un facilitador del proceso de avance, que sirve al caminante, su cliente, porque sabe que a él se debe su función y su tarea. Es un mapa interactivo, que sabe hacia dónde dirigir a su cliente porque sabe escucharlo. Para realizar un buen proceso de coaching es necesario que el coach sea consciente, en todo momento, de estar conduciendo un proceso con un objetivo bien definido: la resolución de un determinado problema o el alcance de una meta. Es preciso que tenga la madurez y la honradez intelectual suficientes para reconocer en algunos casos soluciones distintas de las que él haya previsto y que podrían surgir en el curso de la indagación. La mayéutica, bien entendida, es un proceso activo de investigación, tanto para el cliente como para el mismo coach. 40
Una de las habilidades fundamentales que el coach debe practicar es la escucha activa. Como a Sócrates, las palabras de su cliente le darán los indicios que él necesita saber para brindar la orientación adecuada: cuál es el punto de partida, cuáles las motivaciones e intereses del cliente, cuál su visión de la situación, y cuáles sus objetivos. El conocimiento que tenga de sí mismo y su búsqueda constante de objetividad le ayudarán a poner entre paréntesis sus propias ideas, sus propias presunciones, para que no actúen como prejuicios, y aun a distinguir el problema de las posibles distorsiones e interpretaciones del cliente, que aprenderá, bajo su guía, a enfocarlo bajo un nuevo prisma. La lógica y la retórica le darán las herramientas para plantear las preguntas precisas, que marcarán los puntos de inflexión para su cliente, que indicarán los callejones sin salida en el «viaje en coche», así como las amplias vías por las que el caminante trazará su propia ruta. Juntos revisarán los pasos del proceso, dispuestos a modificar su apreciación de la situación cada vez que sea necesario. Muchas de las metas que se proponen las personas que buscan un coach no pertenecen únicamente al ámbito del desempeño de las potencialidades profesionales, sino también al campo de la sanación de las propias dificultades que limitan el uso excelente de las capacidades, a veces secuestradas por una situación o una biografía necesitada de ser sanada.
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Una de las variables fundamentales en el mundo del counselling, del coaching y de la relación de ayuda es el uso del poder por parte del experto con el cliente. De hecho, toda definición del counselling suele hacer referencia explícita al mismo y, en particular, se describe en términos de acompañamiento «no directivo», que consiste, paradójicamente, en no dar consejos.
L counselling se difunde desde no hace tantos años, particularmente desde que, en la segunda mitad del siglo XX, Rogers desarrollara la psicoterapia centrada en la persona y conocida como una forma no directiva de ayuda. El coaching, más reciente si cabe, se difunde a gran velocidad, atrayendo a líderes y otros colectivos en las últimas décadas. Encontramos iniciativas de formación en ambos en ámbitos generalistas, de desarrollo personal, de desarrollo del liderazgo; en el ámbito de la salud, de la intervención social, de la familia, de las crisis, así como en espacios más específicos, como la terminalidad, la adicción a las drogas, la educación, etc. El poder en el counselling y en el coaching En estos contextos, el modo en que se concibe el poder - inevitable capacidad de influir unos sobre otros - se califica como «no directivo». Así, Rogers y sus seguidores consideran que los seres humanos son esencialmente buenos y tienen la capacidad de crecer, desarrollarse, evolu cionar, conocerse y encontrar respuesta a sus problemas si se contribuye a despertar y movilizar los recursos a veces latentes, pero siempre presentes en las personas. En este sentido, tanto el counselling como el coaching otorgan al cliente acompañado, ayudado, el papel del protagonista o conductor de su propio proceso de desarrollo, sanación y superación del desequilibrio o situación en que se encuentre. Y el profesional o ayudante adquiere el rol de facilitador o «co-piloto» de esa conducción, cuyo protagonista es la persona del cliente que busca o que está necesitada de ayuda. La tarea del ayudante (counsellor o coach, según se trate, tal como se habla en el sector), consiste fundamentalmente en ayudar al individuo a explorar, clarificar, reconocer, aceptar el mundo de sus experiencias, adueñándose de sus dificultades para intervenir especialmente con sus recursos, que son desvelados, identificados y activados gracias a este tipo de relación. Los recursos personales del individuo que desea desarrollar sus potencialidades o que sufre se consideran el mejor remedio para el afrontamiento de los retos y dificultades y son identificados y movilizados con la ayuda 43
eso sí - del counsellor o coach para caminar hacia donde el mismo ayudado cree que es su destino personal, su fin propio, su objetivo vital y concreto en cada situación problemática. Quien ostenta el poder, por tanto, de reconocer lo que sucede, sus causas, las posibilidades, los fines a los que tender, es el ayudado. Estas formas de ayuda constituyen herramientas poderosas en las interacciones humanas. Son, en realidad, un compromiso ético y social de unos para con otros, particularmente de aquellos colectivos que desempeñan roles de acompañamiento en la vulnerabilidad humana. Tanto el counselling como el coaching son capaces de contribuir a prevenir enfermedades, adicciones. Pueden ser buenas herramientas para humanizar situaciones que en la relación profesional son complejas, como dar malas noticias, asesorar en conflictos éticos, procurar soporte emocional, etc. El counselling y el coaching tienen la potencialidad de favorecer la dilucidación de situaciones complejas en la vida familiar, en encrucijadas existenciales (cambiar de trabajo, separarse, someterse a un tratamiento...), etc. Sin duda, la difusión de iniciativas de formación de diferente envergadura para la formación en counselling y coaching contribuye a que numerosos agentes sociales de la ayuda puedan cualificar su estilo relacional y promover la autonomía de las personas, su propia responsabilidad en la conducción de sus vidas, en la toma de decisiones, en la elaboración sana de los propios duelos y tantas situaciones que perturban la vida sin llegar a constituir patologías mentales que requerirían una intervención psicoterapéutica de otra naturaleza. Directividad y no directividad Pero no todo es tan sencillo. Si todos los modelos de counselling y coaching en vigor que, en el fondo, son muy semejantes - se apoyan en la tesis del no-directivismo, es decir, del reconocimiento del protagonismo del usuario, cliente, coachee, ayudado (o el término que se desee), hay matices. En efecto, tendríamos que reconocer que la absoluta no directividad no existe. A veces es propugnada ingenuamente por quienes abanderan sobre todo el principio de autonomía de las personas. Pero ¿acaso no influimos en los demás también cuando no lo pretendemos?; ¿acaso no hay ya una «dirección» en la pretendida «no directividad»? Si hay un punto de partida de humildad en el counselling y en el coaching por parte del profesional, este habría de llegar a reconocer la inevitabilidad del in flujo sobre los pensamientos, sentimientos y conductas del ayudado.
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Por otro lado, hay situaciones en que las personas consultan o piden ayuda, o a las que se acercan los profesionales de la ayuda, y que requieren un uso del poder distinto de lo que se entiende habitualmente como «no directivo». Quien va a adoptar una conducta antisocial o éticamente reprobable, porque claramente daña a otros o a sí mismo, quien no se adhiere a una indicación terapéutica que visiblemente constituirá una oportunidad saludable para sí mismo y para los demás, quien no abandona formas de manejo de sentimientos, pensamientos y conductas dañinas..., ha de ser confrontado y quizá persuadido. La persuasión no goza de buena prensa en el mundo del counselling, por tratarse precisamente de una estrategia relacional directiva; es decir, que tiende a inducir en otra persona algo que ella no considera oportuno. Los diccionarios de counselling desaprueban esta forma de intervención. Algunos psicólogos que se acercan al counselling, si ejercen el difícil arte de combinar eclécticamente la psicología humanista con otras tendencias más cognitivas y conductuales, si superan el prurito profesional que puede llevarles a ver en esta forma de acompañamiento una amenaza a su espacio profesional, pueden contribuir eficazmente a humanizar el counselling y hacerlo llegar a estrategias de intervención que, teniendo dosis de directividad, sean respetuosas de la autonomía de las personas. Quizá discípulos de Rogers, particularmente Carkhuff y Egan, hicieron cierto camino que hoy nos toca continuar a quienes, apasionados por las relaciones de ayuda, queremos dibujar, en el escenario del poder de ayudar a los demás, formas eficaces, respetuosas del protagonismo del ayudado, pero éticamente comprometidas con la búsqueda corresponsable del bien. En el fondo, es cuestión de cómo usar el poder de influir unos en otros.
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No es fácil distinguir entre estas dos formas de encuentro interpersonal. Están relacionadas. No me parece tan fácil distinguirlas. Es posible que algunos que estudian coaching lo hagan porque no sabían que existe el counselling, y viceversa. En todo caso, asistimos a un desarrollo de ambos.
N efecto, los dos son procesos de acompañamiento a través del diálogo entre un coach o un counsellor (respectivamente), centrados en el cliente y realizados por una persona adecuadamente preparada, desde un planteamiento de no directividad. Ambos parecen tener una idea de la persona que podríamos decir que es compatible con lo que entendemos en la psicología humanista, además de una confianza en las posibilidades de desarrollo y crecimiento del ser humano, así como de un abordaje de las propias dificultades y retos. ¿De qué hablamos? Coaching y counselling son palabras de origen inglés, cuya etimología merece la pena explorar en busca de claves para comprender mejor las acciones que se realizan en su nombre. Counselling proviene del latín consilium, que significa «parecer o dictamen que se adopta acerca de una cosa», lo cual a su vez proviene de la voz latina consulere (consultar). Así, ya desde su etimología, counselling alude al hecho de consultar, aconsejar, orientar, informar, asesorar, indicar. En países como los Estados Unidos y el Reino Unido, el counselling constituye una profesión cuyo origen se remonta a los años 50 y que atiende una demanda situada en un espacio intermedio entre lo educacional, lo social y lo psicológico. Su origen podemos decir que se lo debemos a Carl Rogers. En nuestro país no es una profesión, existiendo formación tipo master particularmente en Madrid y en Barcelona (Centro de Humanización de la Salud y Universidad Ramón Llull, respectivamente). El sentido en que se comprende el counselling desde sus orígenes es el de brindar un proceso que ayude al consultante a clarificar su situación vital y las metas y valores que orienten su vida, particularmente en situaciones de dificultad. Aquí, «ayuda», «orientación» y «asesoramiento» se entienden como un proceso de facilitación para una toma de decisiones autónoma, más que como un asesoramiento experto que indique lo que debe hacerse. 47
Coaching proviene, como ya dijimos, de coach: entrenar o preparar, vocablo que alude originariamente a un carruaje (de ahí «coche») y, posteriormente, a un vagón ferroviario, elementos ambos para conducir personas de un lugar a otro. Metafóricamente y de manera muy limitada, diríamos: si llego al cine, y la película ya ha empezado y está oscuro, necesito que alguien me conduzca con su linterna hasta mi localidad, hasta mi objetivo, hasta mi butaca; necesito una especie de «taxi» para alcanzar mi objetivo, sin que decidan por mí, sin que me impongan el lugar, sin que me traten de incapaz. Necesito luz, mediación... una particular ayuda para conseguir mi reto personal o profesional. ¿Diferencias? Más difícil me resulta establecer las diferencias. He intentado investigar un poco sobre lo que piensan otros, pero aún no me siento seguro sobre todas las razones que encuentro que dan los que ya han pensado sobre esto, entre las cuales enumero algunas que me parecen más acertadas, y otras menos. Es el inicio de una reflexión. Hay quien dice que el coaching se centra en objetivos laborales, y el counselling en los cambios emocionales, si bien es cierto que también el coach da importancia al mundo emocional, del mismo modo que el counsellor trabaja en ámbitos laborales. Otros consideran que el coaching ayuda a la persona a cambiar hacia dónde desea ir para transformarse en quien desea ser, mientras que el counselling acompaña a solucionar un problema que el otro tiene. Lo cierto es que, en mi humilde opinión de principiante en el estudio del coaching, también yo veo que los clientes presentan como retos el abordaje de dificultades en diferentes ámbitos de su vida. No faltan quienes apuntan el hecho de que en el counselling el counselor es consejero, orientador, asesor (expresiones complejas para ser usadas en nuestra lengua, al menos en España), mientras que en el coaching se facilita que sea el propio cliente quien encuentre sus soluciones. Muchos counsellors afirmaríamos, más bien, que en ambos se promueve la capacidad de autodirección del cliente. Algunos autores dicen que el counselling está orientado al conocimiento de sí mismo para aplicarlo a la mejora de la eficacia y gratificación en las situaciones vitales, cualquiera que sea el contexto de estas, mientras que el coaching está orientado a la mejora del desempeño personal y profesional, con el fin de alentar un mayor de sarrollo del propio potencial. No resulta ser, por otro lado, una clara diferencia. El coaching está centrado principalmente en objetivos de desempeño y de carácter laboral, mientras que el counselling se centra en algún malestar o disconformidad con aspectos personales que pueden o no estar vinculados al trabajo. Esta es la opinión de otros y una de las que más me convencen, si bien en la práctica del coaching creo que es 48
fácil encontrar también malestares, disconformidades del cliente consigo mismo en ámbitos no exclusivamente laborales. Se dice que es muy importante en un proceso de coaching la definición de objetivos a lograr, mientras que esta definición no es imprescindible en un proceso de counselling. Por otro lado, algunos expertos en counselling nos dirían que no se hace un buen trabajo sin llegar a definir metas, objetivos, particularmente en la tercera fase. Son distintos sus orígenes y su evolución. En relación a sus orígenes, el coaching nace como una necesidad de las organizaciones para optimizar el potencial de sus recursos humanos, mientras que el counselling nace como una necesidad de las personas para resolver una situación insatisfactoria en sus vidas o modificar una conducta disfuncional. También hay quien dice que el counselling es un marco actitudinal indispensable para un eficaz desarrollo de intervenciones de coaching. De hecho, la insistencia del coaching en el uso correcto de las preguntas que, mayéuticamente, promueven la autoconsciencia y autodirección, comporta claves de fondo que se corresponden con técnicas propias del counselling, como la reformulación, la personalización, la destreza para iniciar y, en principio, yo no dudaría en decir que también la confrontación. ¿Qué sucede, entonces? En estos momentos, a mi modo de ver, está sucediendo que el counselling se está concentrando en espacios de cualificación de profesiones de ayuda en situaciones de sufrimiento (más que en el ámbito organizacional), y el coaching empieza a abrirse a espacios de intervención que quizá fueran más apropiados para el counselling, por ir, más allá del acompañamiento, al desarrollo de los retos personales y laborales. Al día de hoy, quizá cada uno de los que frecuentan estos programas se incorpora al que primero ha conocido por los medios o por el boca-oreja, más que por un discernimiento discriminado entre ambos. El futuro irá por el camino que vayamos construyendo. Ambas son formas de relación de ayuda.
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No hace tanto tiempo que salió publicado un libro con un título interesante: Por qué temo decirte quién soy?, del que me consta que ha alcanzado varias ediciones. En él, John Powell presenta diferentes niveles de comunicación interpersonal. Me pregunto hoy si no padecemos también en las relaciones interpersonales una profunda sed de identificar lo mejor de nosotros mismos para no vivir un consumismo enfermizo de comunicación que no responde a las mejores condiciones de salud relacional y a la profunda sed de nosotros mismos. Counselling y coaching pretenden entrar en niveles significativos de encuentro interpersonal y comunicación eficaz.
L autor del libro se refería a cinco niveles de comunicación. Como toda clasificación, también esta es limitada, pero se convierte para mí, hoy, en interpelación sobre la calidad de las relaciones que podemos consumir y en un modo de evocar un tipo de relación que hoy muchas personas necesitan y buscan: la que les ayude a sentirse encontrados en el corazón. Los niveles de comunicación Powell se refiere a los diferentes niveles bautizándolos. Así, al quinto nivel lo llama «conversación tópica». Representa el más débil y el más bajo. En realidad, no se da verdadera comunicación. En este nivel hablamos con frases hechas, tales como: «¿Cómo estás?»; «¿Y la familia?»; «¿Ha venido el médico?»; «Espero que volvamos a vernos»; «Todo irá bien» ; «Con el tiempo...» Es un nivel superficial, en el que se utilizan frases convencionales que suelen estar vacías de contenido personalizado. En realidad, no se comparte nada personal; uno sigue estando solo en la aparente comunicación. Se charla sin hablar, se oye sin escuchar; no se rompe el silencio, sino que se llena de ruidos, de fonemas. Al cuarto nivel lo llama «hablar de otros». En este nivel no nos aventuramos demasiado lejos de la prisión de nuestro aislamiento para adentrarnos en la verdadera comunicación, porque no revelamos casi nada de nosotros mismos. Utilizamos expresiones como «El médico ha dicho que...»; «Ha venido fulano, y resulta que...»; «Los anestesistas son muy buenos, y el equipo está estudiando el caso»; etc. En este nivel no hacemos ningún comentario personal, autorrevelador, sobre tales hechos, sino que tan solo los referimos. El grado de agudeza empática es mínimo, porque nos mantenemos en el nivel de los datos y de las personas del entorno. El tercer nivel recibe el nombre de «mis ideas y opiniones, tus ideas y opiniones». 51
En este nivel, comunicamos algo de nosotros mismos. Estamos dispuestos a dar este paso asumiendo el riesgo de comunicar opiniones y decisiones. Sin embargo, hay una censura en lo que se refiere al mundo de los sentimientos. Estamos atentos al efecto que lo que comunicamos produce sobre el otro (feed-back), para continuar con nuestra comunicación acomodando las ideas, opiniones y decisiones a las reacciones del otro, asegurándonos de que seremos aceptados. En este nivel está presente la persona, pero escondida detrás de la máscara para no comprometer la propia vulnerabilidad y la dimensión afectiva, emotiva, el mundo de los valores... Camino de las relaciones auténticas Al segundo nivel, en el camino de profundización de la comunicación, Powell lo denomina «Mis sentimientos, tus sentimientos. Comunicación gut level. No falta quien cree que, una vez que ha revelado las propias ideas, opiniones y decisiones, ya lo ha compartido todo. Pero lo cierto es que las cosas que más claramente nos diferencian de los demás, que hacen que la comunicación sea objeto de un conocimiento realmente único, son los sentimientos o emociones. Para comunicar con autenticidad hay que comunicar con las entrañas, además de con la cabeza. Nadie vive por nosotros la frustración, los miedos, las pasiones. Algunas personas tienen la sensación de que hablar de los sentimientos no es soportable, y que el otro, particularmente cuando deseamos ayudarle con la relación, se sentirá peor si se afrontan las cuestiones a nivel emotivo, si se captan sus sentimientos y se reflejan, si se comparten las impotencias, frustraciones y deseos. No falta quien arguye que quien está en crisis necesita ser consolado y, por lo tanto, no pensar en lo mal que lo está pasando, para así sentirse aliviado. Esto lleva a producir soledades emotivas, a veces marginación emotiva, en lugar de espacios de drenaje emocional y de buen gobierno de los sentimientos. A veces, el descubrimiento de que el partner relacional no está dispuesto a mantenerse en el nivel de los sentimientos, a acogerlos y relacionarse dándoles espacio, hace que el otro se sienta incomprendido y le mueve a uno a promover una especie de asepsia emotiva que se reflejaría en un electroemotivograma plano si la situación fuera registrada por un aparato adecuado. En ocasiones, el ayudado descubre la incapacidad del ayudante para mantenerse en este nivel de comunicación y efectúa una especie de retirada que puede alcanzar cotas de muerte social o relacional previa a la muerte real o de suicidio relacional, decidiendo no compartir lo que necesita compartir, porque no percibe la disposición a acoger la experiencia en sentido global, incluyendo el aspecto emocional. Pongamos un ejemplo: la relación con un paciente. «Pienso que conoce el diagnóstico fatal», y puede que no reconozca en mí los sentimientos que me puede producir: experimento miedo a la relación, me siento incómodo en su compañía, me 52
siento frustrado en el ejercicio de mi propia profesión, me siento inseguro en la relación, tengo deseos de ayudar y dar lo mejor para que aproveche al máximo, siento ternura, me siento culpable de no hacer más por él... Y puede que quizá tampoco perciba sentimientos que pueden habitar su persona: siente tristeza al elaborar el dolor, se cansa de luchar, siente miedo a sufrir o a estar solo, o bien miedos asociados a la muerte física, o rabia por lo que no ha podido concluir, o resentimiento por lo que constata al repasar su vida... Pues bien, algunas reglas para la comunicación gutlevel, para que la comunicación no sea resultado de un consumismo de fonemas vacíos y sin producir verdadero encuentro entre las personas, serían las siguientes: creer en la comunicación; autenticidad y sinceridad; escasa racionalización; confianza en el otro; ausencia de juicio moralizante; claridad: preguntar cuando no se entiende; liberación de los sentimientos de las connotaciones morales; manejo saludable de los propios sentimientos; acogida de los sentimientos del otro, no huida; empatía terapéutica... ¡Casi nada! La comunicación gut-level hace de la relación interpersonal un verdadero encuentro entre personas. Se convierte en terapia. Permite vivir en la autenticidad. Evita invertir energía en huidas o en uso de máscaras. Libera tensiones. Hace estar por encima de los hechos o ser uno mismo, aun en medio de las dificultades. Ayuda a crecer. Permite ser persona. Humaniza. Existe para Powell, que nos guía esta vez en esta reflexión, un primer nivel de comunicación, un tipo de comunicación propia de la amistad profunda y auténtica, especialmente de quienes mantienen un sólido vínculo de pareja. No puede ser una experiencia permanente; pero allí donde hay amistad íntima o pareja sólida, ha de darse de vez en cuando una comunión emocional y personal total y absoluta, que pasa no por la comunicación de los sentimientos, sino por la donación de toda la persona. Una cosa es escuchar centrado en sí mismo (creencias y prejuicios); otra, escuchar centrados en el otro; y otra más profunda, escuchar centrados en la energía, los sentimientos, los valores del otro, que es necesaria para cualquier relación de ayuda. Consumimos comunicación No creo ser un extraterrestre ni vivir en entornos raros de convivencia, trabajo y comunicación, sino uno más del común de los mortales. Y aun así, con tanta tecnología potencialmente favorecedora de la comunicación, no me resisto a pensar que, efectivamente, somos consumidores de comunicación, de fonemas, de temas superficiales, irrelevantes, poco comprometedores. Lo somos, a mi juicio, en excesivos entornos. Sigo percibiendo temas que son calificados «de mal gusto»; sobredosis de conversaciones repetitivas que no conducen a 53
nada; frases hechas, tan hechas que ya están pasadas para cualquier relación que merezca el nombre de «diálogo» o «conversación». Tanto más, cuando entre uno de los interlocutores sufre por algún motivo, y el otro pretende ayudarle. Mentiras, palabras huecas, bulos, palabras hirientes, silencios matadores y otras formas enfermizas de comunicación han existido siempre. Quizás hoy se añadan otros riesgos: presumir de número de enlaces en el «Messenger», telefonía de última generación, imágenes y frases ya prefabricadas para enviarse mensajes por email sin saber que consumimos... Puede que asistamos a un exceso de consumo de comunicación de esos bajos niveles que no ayudan a crecer como personas ni a generar verdadera comunión, particularmente en la fragilidad. Quizá también por ello necesitamos experiencias de relación auténtica y de ayuda como las que se producen en el counselling y el coaching.
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«No tengo tiempo» es la frase con la que nos identificamos muchas personas cuando llevamos una vida activa y deseamos acompañar en el sufrimiento. En otras ocasiones, no sabemos cómo «matar el tiempo» que parece no tener ningún sentido o estar habitado de nada. Lo que realmente es un arte es ayudar a generar espacios de tiempo de calidad, especialmente en medio del sufrimiento y la vulnerabilidad humanos. También cuando necesitamos que alguien nos ayude a ser nosotros mismos, a sacar lo mejor de nosotros mismos, para lo cual hay que encontrarlo.
ESDE no hace mucho, se oye hablar del denominado tiempo de calidad. Se trata de un constructo social que suele ir incluido en un discurso dirigido a los padres y madres que tienen poco tiempo para estar con sus hijos y para estar juntos ellos mismos, cuyo mensaje viene a decir que no importa tanto la cantidad como la calidad del tiempo compartido. La percepción generalizada que todos tenemos al hablar de tiempo de calidad es la de ese tiempo en que se comparte ocio mediante juegos, cuentos, actividades con los niños o con la pareja, en cada caso. Es un tiempo maravilloso para relacionarnos, para disfrutar y para que disfruten con nosotros. Sócrates y el tiempo de calidad Una forma de tiempo de calidad es la que podemos ofrecernos en contextos de counselling, coaching y otras formas de acompañamiento y ayuda. Muy buena parte del éxito del tiempo compartido centrado en la búsqueda del bien del otro es el diálogo socrático. En este método, los participantes intentan explorar, de un modo más o menos estructurado, los anhelos más profundos y las necesidades que se desean satisfacer: el contenido de la sed. La conversación adquiere significado como diálogo, más que como debate formal o discusión informal. Hace 2500 años, Sócrates, maestro de Platón, emprendió las investigaciones retóricas con sus alumnos de una manera muy particular. En el filósofo griego se inspiran diferentes formas de acompañamiento facilitador, no directivo. Sócrates decía haber heredado el oficio de su madre, que era partera. Él se consideraba «partero de ideas», porque ayudaba a los jóvenes que oían sus enseñanzas a descubrir en sí mismos la verdad de las cuestiones que acudían a plantearle, las cuales, además, debían saber distinguir de la mera opinión. El método que empleaba Sócrates era el de la «mayéutica», 56
o pregunta dirigida, con el que lograba, siguiendo una secuencia lógica de razonamientos y planteando hábilmente sutiles contraejemplos, que el discípulo encontrara su propia respuesta, la cual nunca recibía directamente de Sócrates, sino que llegaba a ella como resultado de su investigación conjunta con el maestro o con el grupo de discípulos. Sócrates no se limita a hacer preguntas, ni las formula al azar. Él parte del principio de que quien se interesa por un problema posee, al menos, un preconcepto del mismo; en alguna parte, en algún contexto, ha tenido noticia de aquello que llama su atención. Alguna idea del concepto, por vaga que sea, debe tener. Sócrates explora primeramente cuál es esa idea, que será el punto de partida de su mayéutica, de su metodología de «partera» psico-espiritual. Tiempo de calidad Pero el tiempo de calidad lo hemos de pensar también en el mundo de la salud, en el acompañamiento en el sufrimiento. Tiempo de calidad es ese que no se pierde, sino que se invierte. No necesariamente está lleno de ocio. Puede estar lleno de presencia, de compañía, de diálogo cualificado. Y no tiene por qué ser abundante (desde luego, nunca más del que disponemos). Perder el tiempo con alguien significa que no hay que invertirlo, en el sentido de rentabilizarlo. Significa, sencillamente, que no es un esfuerzo, que no es necesariamente un trabajo, ni es necesariamente ocio o conversación, sino que tiene el significado del estar, de la presencia. Esa presencia cualifica la vida entera. Tener conversaciones de calidad en medio del malestar y del sufrimiento es indicador de una relación sana y tiene un poder sanante. Es hacer filosofía, es buscar sentido, plantearse preguntas hondas, buscar metas alcanzables. Nadie duda del poder terapéutico de un encuentro auténtico, basado en la verdad, en la sencillez de la escucha, en el poder de la mirada, en el valor de la presencia silenciosa. No, no es fácil. Mantenerse en verdad, no dar consejos no pedidos, compartirse como sanador herido, saber estar sin decir nada sin que ello signifique perder el tiempo..., es un arte. Todo el mundo pierde el tiempo. Es parte del ser humano. Cierto tiempo perdido puede ser constructivo, porque ayuda a relajarse o a reducir la tensión. Sin embargo, a veces esto puede ser frustrante, especialmente cuando se pierde el tiempo por hacer algo menos impor tante de lo que se podría estar haciendo. A veces perder el tiempo, en el sentido más popular y vulgar de la expresión, puede ser sinónimo de un mejor aprovechamiento del mismo, en tanto que el ocio, la compañía y el descanso forman parte consustancial del desarrollo humano y puede ser un indicador precisamente de un tiempo de calidad si ese tiempo es compartido, porque en realidad no será tiempo perdido. Es el caso de quien sabe estar junto al enfermo o junto a cualquier persona que se encuentra mal, no porque tenga algo que hacer por él, sino por el mero significado de la presencia, siempre que no sea un estorbo, que no todas las personas saben evitar. Y 57
así, hay muchas personas que emplean más tiempo en hablar de sus problemas que en afrontarlos o en escuchar los del otro. El tiempo propicio No es el tiempo cronológico el que más nos interesa y nos preocupa en la estación del sufrimiento. Es el tiempo en subjetivo, el tiempo psicológico, el tiempo en espera. Y es que, particularmente en el malestar, el tiempo es siempre un tiempo de espera. Esperamos que pase la noche, que llegue el médico, que alguien nos ayude a levantarnos, que el trabajador social tramite los papeles, que llegue la hora de la medicación, que alguien nos acompañe, que un profesional nos escuche... Esperamos. Vivir la enfermedad - incluso en la proximidad de la muerte-, vivir la dependencia, es vivir en espera. En espera de un tiempo de calidad. Y en el tiempo de espera es más que frecuente que nuestra memoria haga sus viajes al pasado. En él encontramos a veces nuestros mayores tesoros, y otras veces la fuente de nuestro mayor sufrimiento. Aprender a recordar, sanar la memoria, compartir los recuerdos... son ca minos para humanizar el modo de vivir el tiempo presente. Por eso, quizá sea verdad que no vale la pena tanto lamentarse de los tiempos en que vivimos cuanto estar dispuesto a mejorarlos. Se dice que el tiempo es un gran maestro que todo lo cura; y bien sabemos que no es cierto. El tiempo no cura nada, sino que necesitamos del tiempo de calidad para vivir sanamente, para integrar nuestras heridas, límites y frustraciones y para, a ser posible, aprender de ellos y salir resilientes de las crisis. En el Qohélet, en la Sagrada Escritura, se lee: «Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo; su tiempo el nacer, y su tiempo el morir; su tiempo el plantar, y su tiempo el arrancar lo plantado». Quizá por eso, humanizar el tiempo es también aprender a vivir el instante y, a la vez, saber mirar con perspectiva..., porque hay un tiempo para todo. El valor del ahora Es cierto que hoy es el primer día del resto de nuestra vida. Por eso, pensar en la relación de ayuda en el sufrimiento, en nuestro potencial sanador mediante la comunicación, es tomar conciencia de que el instante no es pura anécdota, sino que está cargado de densidad, si es vivido como tiempo de calidad. Quizá sea esta la cara positiva de la vieja sentencia Carpe diem, vive el instante, sácale la médula al instante presente, porque es obvio que no ha de volver. Y no vale la disculpa de que «no tenemos tiempo», porque cuando el instante se cualifica, adquiere la densidad, que puede darle más valor que al mucho tiempo sin sentido.
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Zubiri recuerda expresiones bíblicas como «tiempo de penitencia», «tiempo de misericordia», «plenitud de los tiempos»... Así, el instante adquiere una densidad enorme, adquiere calidad. Es como un mensaje para el ser humano. No solo no es algo que pasa, sino que se coloca ante cada uno y se le impone de modo absoluto. El instante siempre es más que todo lo que podamos pensar o imaginar. No ponemos nosotros el instante, sino que él se nos impone, nos interpela, reclama nuestra responsabilidad para con él. Al fin y al cabo, la vida humana, el tiempo humanizado, el tiempo de calidad, no es otra cosa que el intento de responder a esa interpelación y decir en cada momento: «Heme aquí»; adsum, presente, estoy vivo, estoy contigo, soy para ti, dime si necesitas algo. Cada instante es un mundo y, por eso, «cada cosa a su tiempo». Junto a quien vive alguna forma de malestar, en el despliegue de las relaciones profesionales y de cuidado informal, el manejo del tiempo, experimentado siempre como limitado, reclama la sabiduría del refrán: «en cada tiempo, su tiento». Ser profesional de la sanación y de la ayuda en el crecimiento personal (counsellor, coach u otra forma de acompañamiento) es, sin duda, ser artista del uso del tiempo. Y así hemos de decir en este contexto simultáneamente: «no hay tiempo que perder» y «pierde el tiempo un poco conmigo, por favor». Este será tiempo de calidad, tiempo de escucha y silencio, tiempo de encuentros en la vulnerabilidad y en el amor.
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Hace tiempo, en un país del África sub-sahariana, en una sesión formativa dirigida a cooperantes y misioneros españoles, agentes de salud, utilicé el conocidísimo cuento titulado «El águila y la gallina». Desconocía entonces que quien más contribuyó a su difusión había sido James Aggrey, utilizándolo precisamente en un país africano, en 1925, en una reunión de líderes populares en la que se discutía sobre la colonización y la organización política del pueblo de Gana.
mi regreso a España, tuve la oportunidad de leer el libro que lleva el mismo título que el cuento, de Leonardo Boff, que lo utiliza como metáfora de la condición humana; y - no sé muy bien por qué - lo he relacionado con la anécdota de las patatas con la que Rogers explica su posicionamiento de confianza en la persona. El cuento no es viejo Aunque usted lo conozca, aunque lo haya leído, ha de reconocer que es revolucionario. Evoca categorías tan modernas hoy como cuanto está detrás de la psicología positiva, del empoderamiento, así como del acompañamiento bajo forma de counselling, coaching, etc. El cuento dice así: «Érase una vez un granjero que, mientras caminaba por el bosque, encontró un aguilucho malherido. Se lo llevó a su casa, lo curó y lo puso en su corral, donde pronto aprendió a comer la misma comida que los pollos y a comportarse como estos. Un día, un naturalista que pasaba por allí le preguntó al granjero: -¿Por qué este águila, el rey de todas las aves y pájaros, permanece encerrado en el corral con los pollos? El granjero contestó: -Me lo encontré malherido en el bosque y, como le he dado la misma comida que a los pollos y le he enseñado a ser como un pollo, no ha aprendido a volar. Se comporta como los pollos y, por tanto, ya no es un águila. El naturalista dijo: -El tuyo me parece un gesto muy hermoso: haberlo recogido y curado. Además, le has dado la oportunidad de sobrevivir, le has proporcionado la compañía y el calor de los pollos de tu corral. Sin embargo, tiene corazón de águila y, con toda seguridad, 61
se le puede enseñar a volar. ¿Qué te parece si le ponemos en situación de hacerlo? -No entiendo lo que me dices. Si hubiera querido volar, lo habría hecho. Yo no se lo he impedido. -Es verdad; tú no se lo has impedido. Pero, como muy bien decías antes, como le enseñaste a comportarse como los pollos, por eso no vuela. ¿Y si le enseñáramos a volar como las águilas? -¿Por qué insistes tanto? Mira, se comporta como los pollos y ya no es un águila. ¡ Qué le vamos a hacer...! Hay cosas que no se pueden cambiar. -Es verdad que en estos últimos meses se está comportando como los pollos. Pero tengo la impresión de que te fijas demasiado en sus dificultades para volar. ¿Qué te parece si nos fijamos ahora en su corazón de águila y en sus posibilidades de volar? -Tengo mis dudas, porque ¿qué es lo que cambia si, en lugar de pensar en las dificultades, pensamos en las posibilidades? -Me parece una buena pregunta la que me haces. Si pensamos en las dificultades, es más probable que nos conformemos con su comportamiento actual. Pero ¿no crees que, si pensamos en las posibilidades de volar, ello nos invita a darle oportunidades y a probar si esas posibilidades se hacen efectivas? -Es posible. -¿Qué te parece si probamos? -Probemos. Animado, al día siguiente el naturalista sacó al aguilucho del corral, lo tomó suavemente en sus brazos y lo llevó hasta una loma cercana. Le dijo: "Tú perteneces al cielo, no a la tierra. Abre tus alas y vuela. Puedes hacerlo". Estas persuasivas palabras no convencieron al aguilucho. Estaba confuso y, al ver desde la loma a los pollos comiendo, se fue dando saltos a reunirse con ellos. Creyó que había perdido su capacidad de volar y tuvo miedo. Sin desanimarse, al día siguiente el naturalista llevó al aguilucho al tejado de la granja y le animó diciendo: "Eres un águila. Abre tus alas y vuela. Puedes hacerlo". El aguilucho tuvo miedo nuevamente de sí mismo y de todo cuanto le rodeaba. Nunca lo había contemplado desde aquella altura. Temblando, miró al naturalista y 62
saltó una vez más hacia el corral. Muy temprano, al día siguiente, el naturalista llevó al aguilucho al tejado de la granja y le animó diciendo: "Eres un águila, abre las alas y vuela". El aguilucho miró fijamente a los ojos al naturalista. Este, impresionado por aquella mirada, le dijo en voz baja y suavemente: "No me sorprende que tengas miedo. Es normal que lo tengas. Pero ya verás cómo vale la pena intentarlo. Podrás recorrer distancias enormes, jugar con el viento y conocer otros corazones de águila. Además, estos días pasados, cuando saltabas, pudiste comprobar qué fuerza tienen tus alas". El aguilucho miró alrededor, abajo hacia el corral, y arriba hacia el cielo. Entonces el naturalista lo levantó hacia el sol y lo acarició suavemente. El aguilucho abrió lentamente las alas y, finalmente, con un grito triunfante, voló alejándose en el cielo. Había recuperado, por fin, sus posibilidades». Somos granjeros y naturalistas, águilas y gallinas No resulta fácil, en las relaciones de ayuda, liberarse de la tendencia a llevar al otro al propio corral del ayudante. Resulta más comprometedor y complejo promover al máximo los recursos del ayudado. No, no es fácil apostar por las potencialidades escondidas en el otro. Podemos fácilmente adoptar actitudes semejantes a las del granjero, que promueve la cómoda actitud de la dependencia y el cuidado no liberador, en lugar de actitudes semejantes a las del naturalista, que se empeña en despertar el corazón del águila y estimularla a ser ella misma. Ayudar a ser uno mismo supone reconocer que dentro de cada uno hay un águila y una gallina. Y ayudar significa acompañar a liberar al águila. Pensemos en la necesidad de promover el protagonismo de cada uno en los procesos preventivos y terapéuticos, en la necesidad de acompañar a descubrir los propios recursos para utilizarlos al máximo y no hacer de las relaciones de ayuda una producción de dependencias o estilos autoritarios, protectores o paternalistas. En el fondo, en la relación de ayuda corremos el peligro de actuar como el granjero, mientras que estamos llamados a hacer como el naturalista: acompañar a las personas y grupos a ser ellos mismos. Dentro de nosotros podemos encontrar un poco de águila y un poco de gallina. Tanto 63
cuando ayudamos co mo cuando nos dejamos ayudar. Podemos adoptar actitudes semejantes a las del mismo águila que se resiste a explotar sus recursos. El águila representa la misma vida humana en su creatividad, en su capacidad de romper barreras, en sus sueños, en su luz. Representa a la persona con toda sus potencialidades, pero susceptible de acomodarse en la dependencia y comodidad del corral. Aceptar la condición de águila supone responsabilizarse de la propia historia, participar activamente en el destino personal y comunitario, apostar por lo inédito viable, defender la propia identidad, arriesgarse a lo desconocido aunque produzca vértigo, apasionarse por construirse y participar activamente en la sinfonía de fuerzas y contrariedades individuales y colectivas. No aceptar la condición de águila significa desarrollarse solo como gallina, sin sacar el jugo a los propios recursos, instalándose en la dependencia, enterrando en el sótano de la historia la riqueza personal y grupal, renunciando a la propia identidad, conformándose con la mediocridad y la comodidad de quien no vive o a quien no dejan vivir como protagonista en el escenario de su propia vida. El counselling, el coaching y otras formas de relación de ayuda, no son otra cosa que hacer de naturalista y promover el águila interior de cada persona. Las patatas del sótano Carl Rogers nació el 8 de enero de 1902 en Oak Park, Illinois, un suburbio de Chicago. Cuando Carl tenía 12 años, su familia se trasladó a 30 millas al oeste de Chicago, y allí pasó su adolescencia. Fue a la Universidad de Wisconsin para estudiar agricultura. Luego estudiaría teología y experimentaría serias dudas sobre cuestiones bási cas. Después de graduarse, se casó con Helen Elliot, se mudó a Nueva York y empezó a acudir al Union Theological Seminary, una famosa institución religiosa liberal. Pronto se cambió al programa de psicología clínica de la Universidad de Columbia. En 1940 se le ofreció la cátedra completa en Ohio. Dos años más tarde, escribiría su primer libro, Counseling and Psychotherapy. Más tarde, en 1945 fue invitado a establecer un centro de asistencia en la Universidad de Chicago, donde en 1951 publicó su mayor trabajo, la Terapia Centrada en el Cliente, donde hablaría de los aspectos centrales de su teoría. Una de las claves fundamentales de la teoría de Rogers está construida a partir de una sola «fuerza de vida» que él llama la «tendencia actualizante». Esto puede definirse como una motivación innata presente en toda forma de vida dirigida a desarrollar sus potenciales hasta el límite de lo posible. No estamos hablando aquí solamente de 64
supervivencia: Rogers entendía que todas las criaturas persiguen hacer lo mejor de su existencia; y si fallan en su propósito, no será por falta de deseo. Carl Rogers, creador de la orientación centrada en la persona, explicaba cuánto le había impresionado la fuerza hacia la vida que expresaban todos los seres vivos del planeta. Él había podido verlo en la gente que acudía en busca de ayuda o counselling. Explicaba que en algún lugar de la persona siempre existía una dirección u orientación hacia la autorrealización y que incluso en los casos de más grave patología se expresaba esta tendencia actualizante. Utilizaba el paralelismo de una experiencia infantil en la granja de su familia, donde observaba cómo, tras cosechar las patatas y almacenarlas en el sótano, en un lugar frío, con apenas la luz que en el invierno del medio oeste americano se filtraba por las ranuras, muchas de ellas conseguían producir tímidos brotes de un color blanco, con poca vida, pero que con decisión, venciendo todas las dificultades posibles, se dirigía hacia la fuente de luz. Sabemos que en cada uno de nosotros existe esta tendencia actualizante y tenemos que encontrar la manera de conectar con ella y permitir que la vida se exprese a través de nosotros. Las relaciones de ayuda generadas en el counselling y en el coaching tienen este convencimiento en su centro. Las personas, como las patatas, tienden a la luz, al bien, a la realización de lo mejor de sí mismas, siempre que... condicionantes importantes o personas no competentes no lo impidan. Pero, obviamente, no hemos de engañarnos: no todo es posible ni con counselling ni con coaching. Hay que reconocer que las personas también tenemos límites que ni un proceso terapéutico consigue eliminar.
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Cuando Camilo de Lelis tuvo posibilidad de definir os criterios de acogida en el hospital del Espíritu Santo de Roma, se produjo una gran novedad. Impuso, contra todo criterio de la época, una hospitalidad muy especial: la acogida se define por la atención prioritaria a las necesidades experimentadas como más urgentes y básicas por parte del enfermo. Para la época, una revolución. Por entonces, la acogida había de empezar por «la limpieza del alma», aunque el enfermo estuviera sucio y dolorido en el cuerpo.
RA requisito para la aceptación en el hospital confesarse primero. Así lo dictaban las normas de la casa. Camilo, ese hombre rudo convertido en un ser entrañable como una madre con su único hijo enfermo, con en el corazón en las manos, dio la vuelta al paradigma de acogida, como es propio de quien pone al otro en el centro, no a sí mismo; como es propio de quien concibe la hospitalidad como algo sagrado, y justamente por eso la norma es la persona. Y es que acoger es un arte. Es imprescindible para los procesos de acompañamiento en la sanación. Uno percibe inmediatamente si hay en el otro disposición a la acogida. Como también percibe si molesta, si tiene que hacer un esfuerzo acelerado por acomodarse a las normas del lugar y de las personas que están allí adonde llega. Los mensajes suelen ser percibidos de manera clara: «eres bienvenido», o bien «molestas y te tendrás que amoldar». La acogida exige estar atento incesantemente a la meteorología del corazón del otro para hacer la alianza propia del counselling y del coaching. La experiencia de sentirse o no acogido está relacionada con diferentes variables y sentidos. Hay una acogida espacial, una acomodación al universo del lenguaje, una acogida en la intimidad del corazón... El espacio que acoge Sí, hay espacios pensados para el que llega, no solo para el que ya estaba. Hay personas que piensan, al diseñar los espacios, en quién los va a usar, en sus características especiales, en su estado emocional al llegar, en su desorientación inicial. El paciente que ingresa en un Centro y se encuentra una hermosa fotografía del edificio a donde llega, con la palabra «bienvenida/o» en el techo de la sala de espera, pensada para ser vista desde la camilla en la que ingresa al Centro, es acogido de una manera muy particular. Es el criterio de la empatía el que ha de regir la preparación de los espacios.
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Quien hace sesiones de prueba de la anchura de las puertas, de los giros de los pasillos, de la posibilidad de deambular por terrazas, de la maniobrabilidad de un servicio y los diferentes lugares de un centro asistencial, sentándose en una silla de ruedas y verificando si todo funcionaba correctamente, tiene más garantías de preparar el espacio para la acogida. Y, sin duda, las decisiones se toman de manera diferente con esta clave de la hospitalidad pensada en función del protagonista que llegará. Y no es lo mismo que el familiar de un enfermo que llega al Centro en situación crítica sea recibido en un pasillo, donde se le entrega información sobre la naturaleza del servicio socio-sanitario, o que sea recibido en un espacio con un ambiente cómodo y acogedor, que inspi re simetría en la relación, disposición al diálogo y a la comunicación confortable. Como no es lo mismo un encuentro de coaching y de counselling en una proximidad adecuada que en un espacio frío y guardando una distancia impropia. En condiciones pensadas a la medida de la persona hospedada es más fácil reforzar la confianza en que cualquier síntoma que produzca displacer va a ser tratado con la intención de procurar la mayor calidad de vida posible, eliminando cualesquiera sufrimientos evitables o sensaciones de incomodidad en el abordaje de procesos de sanación. Y es que la persona aparece ante nosotros como un país extranjero que hay que explorar y descubrir. El lenguaje que acoge Si el espacio invita a experimentar que se ha pensado en las necesidades del que llega, la escucha y el lenguaje empleado muestran si a uno le acomodan o si es uno el que tiene que acomodarse. Un lenguaje comprensible, a la medida del estado emocional en que uno se encuentra, no excesivamente especializado o incomprensible por demasiado técnico, es el que transmite acogida. Hay lenguajes que ridiculizan y humillan, subrayando la ignorancia del que llega, la inferioridad del que podría, por el contrario, sentir que su llegada a un lugar nuevo se convierte en oportunidad de aprendizaje fácil. Los seres humanos disponemos de dos hermosas antenas parabólicas llamadas «orejas» («patenas», me gusta a mí llamarlas) para disponernos a recibir la experiencia única de quien llega. Así, ser escuchado es sentir una entrañable acogida para el mundo más íntimo y personal, ser comprendido en la especificidad de la propia experiencia, hacer experiencia de la terapia de la solidaridad emocional. Lo cual no se consigue con la típica fra se hecha, por muy cariñosamente que se pronuncie o por más que se intente adornar con una sonrisa estereotipada. El interés de una persona por otra lo revela la autenticidad del modo en que la trata. Ya lo dice la antigua sabiduría recogida en el Eclesiastés: «Duro es esto para el hombre con sentimientos, reproches del casero». Y, como menciona la aleya del Corán, ofrecer algo «con rapidez» (sin demora) revela las ganas y la modestia del anfitrión a la 70
hora de servir a su invitado. El diálogo es, en el fondo, el camino más directo para facilitar la liberación en el crecimiento personal que pretendemos acompañar con estrategias de counselling y de coaching. El corazón que acoge Sentirse acogido de corazón tiene que ver con esa sensación de confort emocional que uno tiene cuando experimenta que lo más íntimo es también observado, contemplado, no juzgado, entrañablemente cuidado por el que acoge. La hospitalidad del corazón tiene que ver directamente con sentirse escuchado, comprendido en el mundo de los sentimientos, visto con los ojos del espíritu. Wilber ha referido tres tipos de ojos para subrayar la importancia de los ojos del espíritu: los ojos de la cara, que nos permiten ver, salvo en el caso de los invidentes; los ojos de la mente, que nos permiten entender y expresarnos espontáneamente, diciendo «ya lo veo», para querer decir «ya lo entiendo, ya me hago cargo»; y los ojos del espíritu, que nos permiten comprender el significado de la interioridad de las personas, la justicia, el modo en que una persona ama, la compasión que un ser humano siente. Los ojos del espíritu, los ojos del corazón, son los más genuinamente humanos. Son los que mejor cualifican la especificidad de la acogida y la hospitalidad. Y es que el corazón también tiene heridas que esperan ser sanadas con las vendas de la mirada, con el suave ungüento del contacto físico, con la palabra y el tono calibrados adecuadamente, con la proximidad generada por todos los sentidos, transformados en terapia eficaz para el sufrimiento de quien, por el motivo que sea, se siente foráneo en el mundo. Quien es acogido nunca viene con «las manos vacías». Quien pide posada - del tipo que sea - nos regala la posibilidad de desarrollar nuestra humanidad. Acoger ayuda también a crecer al posadero. Escuchar ayuda a humanizarse al que escucha. Mirar bien sana la vista del que mira. Aliviar al prójimo ennoblece al galeno. Cuidar nos hace humanos. Y esta oportunidad la ofrece el huésped que, con su vulnerabilidad, se hace fuerte ante la aparente fuerza del posadero. Somos todos sanadores heridos que, en el encuentro, tenemos la posibilidad de crecer. Así, el buen counsellor y coach crece en el encuentro con el otro si la relación es auténtica.
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En su libro Los límites del perdón, Simon Wiesenthal relata un interesante ejemplo de compasión. Durante la Segunda Guerra Mundial, en un campo de concentración, se ordena a un judío que acuda a la habitación de un miembro de las SS. Simon Wiesenthal es conducido al lecho de muerte de ese alemán, quien le relata las torturas que ha infligido a los judíos y por las que siente grandes remordimientos. Su intención es pedir perdón a un judío como representante de todo su pueblo. Wiesenthal, cuyo estado es tan lamentable que tan solo es capaz de sentir indiferencia, con un gesto de su mano espanta una mosca del rostro ensangrentado del alemán.
í, algunos creen que ya pasó la época de hablar de la empatía, que se puso de moda algunas décadas atrás. Otros creen que aún estamos por aclararnos en cuanto a su significado. Y no falta quien desea profundizar sobre su relación con la compasión. En todo caso, no habrá procesos de acompañamiento saludables a personas que sufren si no están apoyadas en la genuina actitud empática. Ni en el counselling ni en el coaching ni en ninguna forma de relación de ayuda. Empatía terapéutica Lo que hay detrás de la empatía es el arte de mirar desde el punto de vista del otro para comprender. La literatura científica reciente presenta una sorprendente y com pleja diversidad a la hora de determinar el significado, la naturaleza, los elementos integrantes y la dimensión comportamental de la empatía. Así lo muestra Manuel Marroquín, por ejemplo, en un estudio sobre la compleja evolución del concepto «empatía». En su trabajo, Marroquín se centra en el aspecto de la empatía que él denomina «empatía terapéutica» (Bohart y Greenberg, 1997), distinguiéndola de esa otra empatía, de carácter más simple y vulgarizado, mínimo necesario del entramado personal. Esta distinción, dice él, no supone el reconocimiento de dos clases de empatía, sino la intención de estudiar los grados de su existencia más compleja. «La empatía terapéutica es un proceso interactivo destinado a conocer y comprender a otra persona con el fin de facilitar su desarrollo, su crecimiento personal y su capacidad para resolver sus problemas». Estamos con este autor cuando dice que el concepto de «empatía terapéutica» puede empezar a ser clarificado a partir de una distinción muy básica. En ocasiones, esta empatía ha sido considerada como una mera variable creadora de una relación preliminar, de manera que el ayudado pudiera ser inducido más eficazmente a cumplir con 73
determinadas prescripciones, que eran las consideradas «verdaderamente terapéuticas». De ese modo, se consideraba la empatía como un prerrequisito relacional, más que una auténtica variable terapéutica de intervención en el acompañamiento sanador. Quizás en los ambientes en los que hablamos de relaciones de ayuda, de counselling, y considero también que en muchos momentos del proceso de coaching, deberíamos usar, pues, la expresión empatía terapéutica para ir aclarándonos en medio del bosque conceptual. Las neuronas-espejo Es posible percibir el germen de la empatía desde la primera infancia. De hecho, podemos comprender cómo un niño reacciona ante el llanto de otro, y muy pronto imita el sufrimiento ajeno. En los años veinte, Tichner llamó a esta habilidad «mimetismo motorio», el cual, según él, es el precursor de la empatía. A principios de la década de los noventa, Giacomo Rizzalatti y con un grupo de neurocientíficos de la universidad de Parma dieron a conocer el hallazgo de un tipo de neuronas en los monos que se activan cuando estos realizan un acto motor, pero también cuando el animal ve realizarlo a otro. Los investigadores les dieron el nombre de «neuronas-espejo», y su descubrimiento dio pie a una enorme cantidad de especulaciones e hipótesis sobre el papel funcional que podrían tener estas neuronas. Posteriormente, muchos investigadores emprendieron experimentos para determinar si el ser humano y otros animales tenían algún sistema de «neuronas-espejo». La importancia de este descubrimiento es de tal categoría que Ramachandran no tiene ningún reparo en afirmar que «las neuronas-espejo harán por la psicología lo que el ADN hizo por la biología: proporcionarán un marco unificador y ayudarán a explicar una multitud de capacidades mentales que hasta ahora han permanecido misteriosas e inaccesibles a los experimentos». El mismo autor llama a las neuronas-espejo «neuronas de la empatía», por ser las implicadas en la comprensión de las emociones de los otros. De algún modo, si la observación de una acción llevada a cabo por otro individuo activa las neuronas que permitirían al observador realizar la misma acción, estaríamos ante una especie de «lectura de la mente». Buena noticia para quienes buscan evidencias y fundamentos biológicos; pero otra cosa más comprometida y actitudinal será la empatía terapéutica como expresión de la compasión. Aproximación al concepto de compasión Dice Maurice Blondel que el corazón del ser humano se mide por su capacidad para 74
acoger el sufrimiento. Hoy no faltan quienes se pregunten si es culturalmente posible la compasión, si somos capaces de interpretar con el lenguaje de la compasión el modo en que nos comportamos con los demás. Podemos decir que los rasgos del encuentro compasivo serían la suma de tres elementos que se han de producir en ese campo propio de la compasión que es el encuentro personal: la gratuidad (nunca tenemos nada que ofrecer a cambio de quien se muestra compasivo, siempre se puede «pasar de largo»); la proximidad (tocar, ver, acercarse, dejarse afectar... son requisitos de la compasión); la hondura (entramos a compartir la herida más profunda de la otra persona). En la tradición bíblica, compadecerse se expresa como un estremecimiento de las entrañas que, según los estudiosos del verbo griego correspondiente (splagnizomai), comporta la misericordia y tiene diferentes momentos: ver, es decir, entrar en contacto con alguna realidad de sufrimiento mediante los sentidos; estremecerse, es decir, el impulso interior o movimiento íntimo de las entrañas; y actuar, es decir, que no es un impulso infecundo, sino que mueve a la acción. Se trata, pues, de una voluntad de «volver del revés el cuenco del corazón» y derramarse compasivamente sobre el sufrimiento ajeno sentido en uno mismo. Hoy no está de moda hablar de compasión en estos términos si no es en espacios particularmente especializados. La compasión y la misericordia añaden la actitud de una cierta inclinación del ánimo hacia la persona desgraciada, cuyo mal se desearía evitar. Nos inspira compasión y nos produce misericordia ver a una persona en duelo, a un enfermo mal atendido, a una persona mayor abandonada, a una mujer víctima de la violencia... Pues bien, la misericordia es un movimiento interno que parte del sentimiento de pena o indignación por quienes sufren y que impulsa a ayudarles o aliviarles; en determinadas ocasiones, es la virtud que impulsa a ser benévolo en el juicio. García Roca habla de «inteligencia compasiva». Al fin y al cabo, la compasión no es mero sentimiento, sino una transformación activa de la persona hacia la vida gozosa, cuidada, atendida en su fragilidad, tanto física como espiritual. Es frágil la vida, es fuerte la compasión. Quizá por eso, Agustín de Hipona calificó la misericordia como «el lustre del alma», que enriquece a esta y la hace aparecer buena y hermosa; y Tomás de Aquino llamó la atención sobre el serio riesgo de que «la justicia sin misericordia sea crueldad». Así pues, si puede haber empatía sin compasión, entiendo que la empatía terapéutica es una de las expresiones nobles de la mencionada compasión, un modo concreto de aliviar el sufrimiento ajeno. Acompañar a sanar requiere estas actitudes de fondo.
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En un taller impartido a un grupo de personas que se forman para «acompañar a sanar el corazón» de otros, utilicé un diálogo entre un profesional de la salud y un paciente. Este, un hombre de cincuenta años, que se encontraba al final de su vida en una unidad de cuidados paliativos, le decía al profesional: «Yo lo veo muy mal, me huelo lo peor...; usted ya sabe a lo que me refiero. Que sea lo que Dios quiera; el destino me ha jugado esta mala pasada». Y ninguno de los participantes en el seminario aceptaba que este hombre estuviera hablando de la muerte ni quería entrar directamente al tema.
ONFIESO que me cuesta aceptarlo. Era un grupo de quince personas que ya habían hecho su carrera de cinco años, que estaban interviniendo con enfermos al final de la vida y que, después de escuchar el ejemplo que yo les ponía, se resistían a percibir en esas palabras el miedo a la muerte. Miedo a escuchar Si hablar es una necesidad que tenemos los seres humanos, escuchar es un arte. Se puede aprender, aunque no es fácil. Churchill decía que, si para levantarse y hablar se necesita valor, también se necesita para sentarse y escuchar. Y creo que no le falta razón. Sentarse y escuchar comporta el esfuerzo por comprender la experiencia ajena, con sus categorías, con sus cogniciones, con sus vi braciones emocionales concretas. Y a esto quizá nos han educado menos que a quedar bien utilizando de manera brillante la palabra. Escuchar es de sabios. Popularmente se entiende que es algo pasivo, que se reduce al mero ejercicio de oír y ser capaz de entender lo que el otro dice. En cambio, el difícil arte de escuchar comporta una madurez personal relacionada con la humildad, con el silencio interior, con el autocontrol emocional, con la gestión del sentimiento de impotencia y con la libertad de encontrarse ante la verdad ajena, dispuesto a concederle un espacio en uno mismo. Por la escucha empieza toda relación de counselling y de coaching. Hay quien tiene mucho miedo a la verdad. Mucho miedo a escuchar en los espacios de sufrimiento y de necesidad de superación. Quizá porque escuchar es muy comprometido, o quizá porque, como decía Paul Tillich, escuchar es el primer deber del amor, y entonces hablamos de cosas serias, no de simples técnicas de comunicación. Y cuando desplegamos este arte en espacios de sufrimiento, nos encontramos con mucha información que no resulta cómoda. No es cómodo encontrarse con el miedo a la muerte; no lo es encontrarse con los sentimientos que producen displacer; no lo es 77
cuando no tenemos respuestas concretas, recursos materiales para aliviar la complejidad de la vida del otro. No, no es fácil. Es un arte, un arte preciso, muy preciado, muy deseado, con el que disfrutamos cuando hacemos experiencia de él, tanto escuchando como siendo escuchados. El miedo a la escucha es el miedo a la verdad. Es el miedo a la verdad de la propia limitación, el miedo a la vulnerabilidad. Con cierta facilidad, en las relaciones de counselling y de coaching podemos jugar a las mentiras manteniéndonos en la superficialidad de datos. Puede que pretendamos y justifiquemos como mentiras piadosas lo que únicamente son huidas del encuentro genuino y au téntico entre dos seres humanos limitados. Justificamos la mentira piadosa so pretexto de hacer el bien, cuando en realidad nos escondemos detrás de nuestra incapacidad de mirar cara a cara a la verdad, que nos haría libres, sencillos, acogedores, compañeros de camino. Es apariencia de caridad lo que se esconde bajo el hedonismo relacional, la comodidad del compromiso superficial. Un radar muy particular La palabra «radar» responde al acrónimo inglés Radio Detection And Ranging y es un sistema que detecta y mide las distancias por radio. Utiliza ondas electromagnéticas para medir distancias, altitudes, direcciones, velocidades de objetos, etc. ¿Y quién no le teme en la carretera, si circula a una velocidad superior a la permitida? El radar emocional es el despliegue de nuestro sistema de detección del mundo de los sentimientos y significados que están detrás de las palabras y la comunicación no verbal de quien se relaciona con nosotros. Quien lo activa gasta mucha energía, se compromete con la vida ajena, pero a la vez adquiere mucho poder sobre ella. Es el poder de la comprensión, del alivio, de la posibilidad de generar intimidad emocional, comprensión del corazón. Quien está despierto en el escenario de la relación de ayuda tiene la gran posibilidad de acercarse a la fascinación de lo distinto, del corazón del ser humano, y mostrar que el particular palpitar es detectado, registrado, fotografiado y devuelto con la delicadeza de quien toca terreno sagrado. El núcleo duro de la comunicación, de las relaciones en escenarios de sufrimiento, de las relaciones que quieren ser de ayuda, es el mundo de las «habilidades blandas», donde la palma se la lleva este arte de escuchar, de entrar en el mundo del otro. Escuchar o no escuchar no es en absoluto algo banal en el ejercicio de la medicina, la enfermería, el trabajo social, la asistencia espiritual, la psicología, el counselling o el coaching. Escuchar o no escuchar: esa es la cuestión. Radar emocional encendido o apagado: esa es la cuestión. Comprender o no comprender: esa es la cuestión. Entrar en la verdad o salir huyendo: esa es la cuestión. Evidentemente, hay personas que, en lugar de escuchar lo que les están diciendo a 78
ellas, están escuchando ya en sus adentros lo que ellas van a decir. No saben guardar silencio interior, acallar las voces interiores que piden derecho de ciudadanía en la relación. Y bien sabemos que «el que callar no puede, hablar no sabe». Y escuchar es ese fabuloso arte de acoger lo que el otro dice, lo que no dice, lo que le hace decir lo que dice y lo que le hace no decir lo que no dice. Eso es escuchar. De ahí que el coaching le conceda mucha importancia a la sana intuición que permite conectar con significados a partir de la escucha del otro, no solo de su lenguaje, sino de lo que destila su discurso, su cuerpo, el fluir de la energía. Saber escuchar y dejar hablar a los demás correctamente es un claro síntoma de madurez mental, intelectual y afectiva. Solo aquel que está preparado para ello sabe aceptar a los demás, incluso con los prejuicios, exageraciones y otras cosas que mucha gente no toleraría. Aprender a escuchar El arte de escuchar se puede aprender. Quizás hasta existan motivos para sorprenderse hoy cuando la escucha se produce. En la economía de las transacciones personales, la escucha es la más preciada y compleja de todas. Hay cada vez más iniciativas para enseñar a escuchar. Son todavía pocos los que frecuentan «masters» en counselling, coaching o talleres sobre escucha activa. Y, digámoslo también, algunos de ellos son superficiales experiencias que no reclaman lo esencial: aprender a hacer silencio interior, disponerse a encontrarse con el corazón ajeno, entrar en el mundo de la vulnerabilidad, desaprender las tendencias espontáneas de anestesia o deseo de alivio del malestar. Es cierto que la escucha tiene un precio, no solo crematístico, sino también personal. Por eso hablamos de la fatiga de la compasión, del riesgo del burra-out, como hablamos también de la respuesta silenciadora de quien ya no absorbe más por saturación. Por eso, al aprender a escuchar, procede aprender también a regular el grado de implicación emocional con el sufrimiento ajeno. Nunca un arte podrá reducirse a un conjunto de técnicas que nos hagan salir del paso ante la complejidad del encuentro interpersonal. Nunca la escucha será una mera habilidad social rutinaria, como quien registra en una grabadora y es capaz de mostrar que ha almacenado los sonidos. No. El arte habrá de encarnarse en cada uno, como se encarna el diálogo en El Quijote, con una originalidad inusitada, generando un nuevo modelo de conversación. Será siempre la creatividad la inspiradora del calificativo «activa» con que nos referimos frecuentemente a la escucha. Baltasar Gracián decía que «no hay peor sordo que el que no puede oír; pero hay otro peor: aquel que por una oreja le entra y por otra se le va».
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Con la palabra, el hombre supera a los animales; pero con el silencio se supera a sí mismo, si así entra en contacto consigo mismo y con los demás. La escucha es el arte de abstenerse de demostrar con las palabras que uno no tiene nada que decir. Es el arte acoger la personal y misteriosa experiencia ajena sin palabras y, al mismo tiempo, mostrando auténtico interés. La escucha es el arte de ejercer la humildad en relación al propio criterio o percepción del otro; es la posibilidad de descubrir algo nuevo, de arrojar luz sobre algo tenebroso, de nacer o renacer en el otro, para quien podemos volver a ser o empezar a ser alguien. Me uno a aquella expresión tan fuerte de Carl Rogers: «Si un ser humano te escucha, estás salvado como persona». Me uno a Marta, que me habla de tanta gente de la que afirma que, gracias a haberla escuchado, «estaba muerta y ha resucitado». Y una vez más me uno también a Zenón de Eleas: «Recordad que la naturaleza nos ha dado dos oídos y una sola boca para enseñarnos que más vale oír que hablar».
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«Nos enseñan a contar mitocondrias hasta con los dedos de los pies, pero no nos enseñan a escuchar»: estaba escrito a la puerta del salón de actos de la Facultad de Medicina en la que la Asociación de Alumnos me había invitado a dar una conferencia sobre la escucha. Y sospecho... que tenía razón. Quizá por eso se empieza a promover la formación de los profesionales de la salud en counselling y en coaching. Puede ser el inicio de una nueva era, de un modelo de medicina centrado en la persona; un elemento más de las diferentes iniciativas humanizadoras.
í, escuchar es un arte. Lo es cuando el mensaje nos viene cifrado a través de las palabras, con diferente tono y acompañado con gestos. Pero es más difícil todavía escuchar el silencio. Y en ocasiones, sin embargo, el mensaje más importante es vehiculado a través del elocuente silencio. Escuchar lo que no se oye A veces oímos a las personas a las que intentamos ayudar: «estoy preocupado»; otras: «tengo miedo»; quizás también: «no me atrevo a contar lo que siento»; y mil mensajes más que pueden ser expresados con palabras o estar directamente contenidos en el silencio. ¡Qué expresiva la frase que Tolstoi pone en boca de Iván Illich en el lecho de muerte: «Mi silencio les estorba. Yo era como botella al revés, cuya agua no puede salir porque la botella está demasiado llena»...! Solo es capaz de escuchar el silencio quien maneja sus propios sentimientos, sobre todo la impotencia experimentada al captar la densidad comunicativa del silencio en medio de la experiencia personal compartida. Porque probablemente también sea cierto en la estación del dolor que «los ríos más profundos son siempre los más silenciosos», como decía Curcio. A escuchar el silencio se puede aprender, como a escuchar la palabra. «Un discípulo, antes de ser reconocido como tal por su maestro, fue enviado a la montaña para aprender a escuchar la naturaleza. Al cabo de un tiempo, volvió para dar cuenta al maestro de lo que había percibido. -He oído el piar de los pájaros, el aullido del perro, el ruido del trueno...
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-No - le dijo el maestro-, vuelve otra vez a la montaña. Aún no estás preparado. Por segunda vez dio cuenta al maestro de lo que había percibido: -Maestro, he oído el ruido de las hojas al ser mecidas por el viento, el cantar del agua en el río, el lamento de una cría sola en el nido. -No - le dijo de nuevo el maestro-, aún no. Vuelve de nuevo a la naturaleza y escúchala. Por fin, un día... -Maestro, he oído el bullir de la vida que irradiaba del sol, el quejido de las hojas al ser holladas, el latido de la savia que ascendía por el tallo, el temblor de los pétalos al abrirse acariciados por la luz. -Ahora sí. Ven, porque has escuchado lo que no se oye». Efectivamente, el silencio, es a veces el ruido más fuerte que podemos escuchar, pudiendo incluso aturdirnos con su intensidad, con el impacto emocional que es capaz de producir en nosotros si le prestamos verdadera atención. Responder con el silencio Pero si escuchar el silencio es un arte que exige desarrollar una actitud contemplativa, de genuino asombro, manejar el silencio es más difícil aún que manejar la palabra. Por eso, un proverbio hindú dice: «Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio». Y aquella sentencia: «Cuando basta una palabra, evitemos el discurso; cuando basta un gesto, evitemos las palabras; cuando basta una mirada, evitemos el gesto; y cuando basta un silencio, evitemos incluso la mirada». Y es que hacer un buen uso del silencio es una condición que solo está al alcance de los sabios. Con razón se dice que después de la palabra no existe nada más poderoso y que, si con la palabra demostramos nuestra supremacía por encima de los animales, con el silencio podemos demostrarnos a nosotros mismos que somos mejores. Efectivamente, el silencio puede querer decir: «estoy contigo», «me hago cargo», «no sé qué decirte, pero cuenta conmigo»... No digamos si el silencio va acompañado de una mirada cómplice, cariñosa o compasiva; o si va acompañado de un gesto amable, de un abrazo sincero. Entonces su poder se multiplica exponencialmente. Se convierte en palabra penetrante, con poder de confortar y aliviar a quien se encuentra en medio del sufrimiento. No hay counselling ni coaching posibles que no estén apoyados en el silencio bien empleado en la relación. 83
A responder con el silencio se puede también aprender. Seguramente, la clave fundamental es el autocontrol emocional, la disciplina de los impulsos, la paz con la propia impotencia, la relativización del propio criterio, la empatía con el mundo interior ajeno. Hay un tiempo para todo. También para callar. Así lo dejaba claro Calderón en La vida es sueño: «Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla». Y no es simplemente quien calla, sino quien mejor calla, porque es claro que no siempre el silencio es la adecuada respuesta. El silencio inoportuno Si el silencio es elocuente, también puede ser escondrijo de la palabra debida. Puede ser el partido más seguro para el que desconfía de sí mismo. La falta de denuncia o de crítica oportuna, la ausencia de información, la conspiración de silencio, la callada por respuesta... son situaciones en las que no somos dueños de la comunicación y en las que guardar silencio es faltar al deber. No hay peor desprecio que no hacer aprecio, dice la sabiduría popular. Y así ocurre algunas veces con el silencio: que es falta de aprecio. Nietzsche lo decía así: «La manera más desagradable de replicar en una polémica consiste en enojarse, o bien en callar, pues el agresor interpreta ordinariamente el silencio como un desprecio». Sí, con el silencio podemos huir de la conversación comprometida y escondernos tras la cómoda callada, que ni arriesga ni confronta ni se mete donde pueda incomodar, pero que en ocasiones puede ser necesario. Y Santa Catalina de Siena protestaba contra esta actitud diciendo: «¡Basta de silencios! ¡Gritad con cien mil lenguas! Porque, por haber callado, ¡el mundo está podrido!». Así están también algunas relaciones por falta de la oportuna palabra, de la solicitada palabra o del regalo - aunque incómodo, a veces - de la palabra. Tanto en el counselling como en el coaching, como formas que son de relación de ayuda, el contacto, la mirada, la palabra y el silencio, son elementos de una sinfonía que puede sintonizar con la melodía del ayudado o, por el contrario, desafinar y convertirse en «platillos que aturden». Paradoja, contradicciones; temor o seguridad; refugio cálido e inexpugnable; amenaza o miedo... ¡Cuán económico y normal es a veces, pero qué refinado y costoso puede llegar a ser...! ¡Cuánta paz puede procurar, pero qué afilado cuchillo es capaz de ser...! En todo caso, seguro que es cierto que si la palabra es plata, el silencio es oro. Con él tiene que ver la «presencia total» a la que con frecuencia se refiere el requisito necesario para realizar counselling y coaching.
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«Si tengo que pronunciar un discurso de dos horas, empleo diez minutos en su preparación. Si se trata de un discurso de diez minutos, entonces me lleva dos horas...». Así se expresaba nada menos que Winston Churchill. Me pregunto el tiempo que dedicamos profesionales de la ayuda como los agentes de salud, de la intervención social, los counsellors y los coach a prepararnos para dirigirnos a las personas a las que queremos ayudar, a aprender a usar correctamente la palabra.
ECUERDo haber escuchado en una conferencia que para hablar con el paciente habría que estudiar oratoria. Lo escuché con sorpresa, pues no sé si aquel hombre que hablaba tan bien estaba echándose un piropo a sí mismo o estaba diciendo algo que yo no era capaz de comprender. Y menos aún en los tiempos que corren, en los que la oratoria brilla por su ausencia... en el mundo mundial. La oratoria de los griegos La oratoria, entendida como el arte del buen hablar siguiendo unas determinadas reglas, tiene su origen en Grecia, más específicamente en la antigua filosofía griega. En aquel tiempo, la oratoria era parte integrante de la formación cultural y ha sido objeto de estudios por parte de muchas personas en cuya profesión se incluía el arte de hablar en público. En contraste con esta realidad, la oratoria hoy se utiliza más específicamente en campos como la administración, el marketing, sectores privados, medios de comunicación... y, salvo excepciones, nunca forma parte de un adiestramiento educativo permanente. En Grecia destacaron los sofistas en el siglo IV a.C., los cuales, a diferencia de Sócrates (que utilizaba la mayéutica, el arte de interpelar dialogando) se interesaban por el arte de convencer por medio de la palabra. Ahora bien, si hoy dijéramos que la oratoria es exclusivamente el arte de convencer, seríamos parciales. En realidad, podríamos pensar en ella como la ciencia que se ocupa de la forma en que una persona expresa y transmite su mensaje con el deseo de que este sea eficaz, con afán de persuadir, pero sin manipular o subestimar a quien lo escucha. Queda lejos de las profesiones relacionadas con la salud, con la intervención social y con otras formas de ayuda aquel arte tan cultivado en la antigüedad. Basta pasarse por una facultad de medicina o escuela de enfermería para ver cómo se comunica en las 87
aulas, tanto por parte de profesores como de alumnos. Un colorido power point que se lee (si el tamaño de letra es suficientemente grande) ha sustituido al arte de comunicar con entonación, de explicar con pasión, de provocar interés por el tema, de interaccionar... Ya he escuchado a varios grupos de alumnos de medicina su hartura del power point, que permite que un profesor «llegue y lea» sus diapositivas, y los alumnos se dispongan a la carrera de escribir velozmente. Y queda lejos de las profesiones de salud aquel arte tan cultivado en otros tiempos de sentarse junto al paciente o con sus familiares y hablar unos minutos (¡tampoco tantos...!) sobre lo que está sucediendo, lo que está en juego en el mundo personal y social del paciente. ¿Lo llamaría Laín Entralgo la «amistad médica»? El poder de la palabra Nadie pondrá en duda, sin embargo, el poder de la palabra en las relaciones que se producen en escenarios de sufrimiento. La eficacia de un tratamiento, la fidelidad a su seguimiento, el impacto emocional de una mala noticia, la reacción de una familia ante un fracaso o una situación inesperada, y mil situaciones más, están en estrecha relación con el modo en que los agentes de la ayuda manejan la comunicación, utilizan la palabra. Y es que la palabra tiene un poder impresionante. Con ella construimos una especie de aureola en torno a nosotros mismos y a lo que decimos. Con ella inspiramos confianza o desconfianza, atraemos o producimos rechazo, generamos atención o aburrimos, hacemos pensar o matamos la curiosidad. Con ella hacemos reír o llorar, generamos indiferencia o sentimientos intensos. Con la palabra damos vida o generamos muerte. Tiene, efectivamente, el poder de una espada afilada. Que la palabra llega a tener tanto poder que de ella puede depender la vida o la muerte, nos lo enseña la experiencia y lo ilustra con sencillez la siguiente fábula, levemente modificada y recogida en nuestro libro Regálame la salud de un cuento. «Un grupo de ranas viajaba por el bosque y, de repente, dos de ellas cayeron en un hoyo profundo. Las ranas se reunieron alrededor del hoyo. Cuando vieron cuán hondo era el hoyo, le dijeron a las dos ranas del fondo que, a efectos prácticos, debían darse por muertas. Las dos ranas no hicieron caso a los comentarios de sus amigas y siguieron tratando de saltar fuera del hoyo con todas sus fuerzas. Las otras ranas seguían insistiendo en que sus esfuerzos serían inútiles. Finalmente, una de las ranas puso atención a lo que las demás decían y se rindió. Finalmente, se desplomó y murió. La otra ra na continuó saltando tan fuerte como le era posible. Una vez más, la multitud 88
de ranas le gritó que dejara de sufrir y simplemente se dispusiera a morir. Pero la rana saltó cada vez con más fuerza hasta que, finalmente, salió del hoyo. Cuando salió, las otras ranas le preguntaron: ",No escuchaste lo que te decíamos?" La rana les explicó que era sorda. Ella pensó que las demás la estaban animando a esforzarse más para salir del hoyo». Usar bien la palabra Resulta difícil hacer recomendaciones sintéticas para hacer un buen uso de la palabra que no incurran en el riesgo de convertirse en simples recetas escasamente eficaces. Sin embargo, es sabido que hablar con seguridad (sin altanería), expresando claramente el mensaje (sin tecnicismos innecesarios), teniendo en cuenta al auditorio y sus características (también en la comunicación a dos), haciendo síntesis, comprobando que uno es comprendido, preparando debidamente el tema, hablando con orden..., son algunas claves importantes. Empezar por un «no», utilizar muchos «pero» que con frecuencia anulan todo lo dicho anteriormente, usar un tono monótono, no mirar a la cara, no considerar el lenguaje no verbal y el contacto físico, y otras tantas variables, pueden arruinar la eficacia de una comunicación. Podría ser sabio un profesional de la ayuda, amable e incluso dulce, erudito como él solo, que, si no se interesa por algo más que la información y las razones, perdería mucho de su valor personal y profesional. En cambio, las razones claras y palpables, expresadas con sencillez pero dichas con el corazón y al corazón, ge nerarán un atractivo que facilitará la consecución del objetivo en las relaciones que se dan en el counselling y en el coaching aplicados a espacios de sufrimiento. En la tensión entre razón y corazón, el corazón suele ganar la batalla, particularmente cuando la fragilidad humana asoma por alguna parte.
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Confieso que si analizara mi desarrollo personal, la categoría del perdón no estaría para mí entre las más tempranamente integradas de manera consciente. Soy hijo de una cultura en la que creo que se ha devaluado una clave de salud tan importante como esta. He acompañado a un equipo de trabajo en estos últimos meses en el que hay serias heridas fruto de la relación y el trabajo, y he podido constatar que quizá lo que me ocurre a mí puede ocurrirles fácilmente a otras muchas personas.
NCLUSO una cierta tendencia de la psicología ha podido caer en la tentación de insistir excesivamente en la no culpabilización. La culpa es mala. No hay que inocular culpa. A quien se siente culpable hay que acompañarle a liberarse de tal sentimiento. Como si no hubiera un sano sentimiento de culpa, racional y capaz de desencadenar mecanismos de reparación, de perdón e incluso de reconciliación. Lo que no es perdonar En los procesos de counselling y de coaching u otras formas de relación de ayuda, encontramos con frecuencia la experiencia del daño. Una persona se siente herida por otra. Heridas recientes, heridas envejecidas, heridas sin cicatrizar, heridas agrandadas por el herido (no por el ofensor)... Gran parte del sufrimiento es debido al ma nejo de la memoria de la ofensa recibida, a la gestión del daño, al resentimiento o deseo de venganza, al hecho de recordar insistente y obsesivamente los hechos vividos como ofensa. El objetivo del acompañamiento no es superar inmediatamente la culpa, sino aprovecharla cuando es racional y proporcionada, así como interpretarla cuando es irracional. En todo caso, algo puede revelar un sentimiento tan humano como este. Cada vez más, sueño con que en diferentes procesos terapéuticos, de counselling, de coaching y de relación de ayuda en general, entre a formar parte la variable «perdón» como variable terapéutica, como objetivo saludable de sanación y reparación. Pero el perdón no es un mero ejercicio voluntarista, y menos aún algo que debamos hacer porque alguien nos lo ordena con tono imperativo: «Hay que perdonar». Ante este tipo de indicaciones, sugerencias u órdenes, solemos responder defendiéndonos o devaluando aún más el significado del perdón. No faltan quienes se resisten ante el mero pensamiento de un posible ejercicio de perdón, porque piensan que significa olvidar o negar la ofensa, o bien renunciar a los propios derechos. Hay también quienes creen que el perdón consiste en dis-culpar (quitar la culpa real de quien ha ofendido), o que se trata 91
de abandonar el miedo a que pueda reproducirse el daño, o convertir un mal en un bien, sin más. Sanarse el corazón herido El verdadero perdón es una particular liberación de un prisionero del rencor, del resentimiento, de la ira, que es uno mismo el que perdona. Cuando uno es capaz de dinamizar esta forma de intenso amor que regala y excusa incluso lo que es vivido como algo que no tiene disculpa posible, está realizando una experiencia de sanación interna. Las paradojas del perdón consisten en que, aun siendo fácil, no siempre está disponible; en que, aun siendo liberador para el ofensor, libera más aún al ofendido; en que, siendo vital, a veces nos da miedo; en que, aun siendo ligero, a veces pesa mucho; en que, a la vez que misterioso y profundo es cotidiano; en que, siendo tan divino, es también genuinamente humano. Quien se dispone a perdonar decide antes no vengarse, aprende de sí mismo y de su propia vulnerabilidad y limitación, renueva los ojos y mira de una forma nueva, alcanza a valorar al ofensor y se llena de entrañas de misericordia, permitiéndose a sí mismo ir más allá del dolor producido por la ofensa, sin negar su realidad y su intensidad. Perdonar es un proceso. En los últimos años, diferentes autores hablan de los pasos que es preciso dar para realizar el camino hacia un perdón auténtico. Más allá de que este camino se describa en cinco, siete o doce pasos, lo importante es la tarea que conlleva. Efectivamente, no hay perdón sin decisión de no vengarse y hacer que cesen los gestos ofensivos. Como tampoco lo hay sin reconocer la herida como tal, dando espacio al revivir la ofensa (sin negarla ni amplificarla). Muchas veces necesitamos también compartir con alguien el daño sufrido en términos de desahogo y sana verbalización del mundo interior, aceptando la cólera y el deseo de venganza. En el fondo, el perdón comporta también la aceptación de lo que se ha perdido con ocasión de la ofensa, la identificación del grado en que uno mismo ha contribuido al sufrimiento tras ser ofendido, lo cual da paso a un extraño requisito: perdonar comporta también perdonarse a sí mismo, en cuanto que el daño recibido ha generado reacciones que pueden haber desencadenado nuevos daños a uno mismo o al ofensor. Así de claro: perdonarse antes de perdonar. «El perdón cae como lluvia suave desde el cielo a la tierra. Es dos veces bendito: bendice al que lo da y al que lo recibe», dice William Shakespeare. Y un ejercicio mental, afectivo, actitudinal, será imprescindible: comprender al ofensor. No justificarlo, sino comprenderlo. Es obvio que, si nos pusiéramos en su lugar, si conociéramos sus antecedentes, si nos convirtiéramos no ya en fiscales, sino en abogados defensores del agresor, las cosas cambiarían radicalmente. Sabemos, con 92
Terencio, que «nada humano me es ajeno». No nos resultan extraños los dinamismos que han provocado en quien nos ha dañado las reacciones de las que se trate. Y no viene mal - como es obvio, por otro lado - distinguir entre perdonar y reconciliarse. Perdonar es cosa de uno; reconciliarse es cosa de dos. Uno puede alcanzar y desear perdonar, pero no reconstruir con la misma intensidad - o quizá no esté dispuesto a ello el ofensor - la relación previa. El perdón no puede exigir garantía de no repetición, ni puede poner como condición que el otro cambie. Eso es algo deseable y justo; pero si constituyera un requisito, no habría espacio para el perdón, porque no somos dueños de la libertad y la limitación ajenas. El que es incapaz de perdonar es incapaz de amar, decía Martin Luther King. Y como todas cosas grandes e importantes para el ser humano, se ha de celebrar. El perdón requiere ser celebrado. De la manera que sea, pero el mundo de los símbolos, de la expresión de la alegría producida por el bien que uno realiza y la liberación que experimenta, bien merece alguna expresión celebrativa. Lo que no se celebra tiende a desvanecerse, a perder la hondura de su significado. Recuperar este dinamismo Al acompañar a este equipo de trabajo, así como al revisar mi propia vida, voy tomando cada vez más conciencia de que las relaciones de ayuda tienen ante sí el reto de incluir este dinamismo sanante entre sus objetivos fundamentales. El que perdona se libera y libera de la culpa. No se trata, pues, de eliminar en primera instancia el sentimiento de culpa, sino de realizar un proceso sanador del corazón oprimido por el rencor y el daño recibidos y permitir un espacio de salud relacional. Al terminar una serie de sesiones de acompañamiento - llámese coaching, si se desea - a este grupo, pude experimentar las diferentes actitudes de sus miembros. Había quien aún exigía: «no puedo confiar en que no se repita el daño, así es que no puedo perdonar»; había también quien manifestaba: «yo me libero perdonando, y así descubro y reconozco también mi limitación, apuesto por el equipo y por mí mismo de nuevo». Quizá sería bueno escuchar a Teresa de Calcuta, que decía: «El perdón es una decisión, no un sentimiento; porque cuando perdonamos, no sentimos más la ofensa, no sentimos más rencor. Perdona, porque perdonando tendrás en paz tu alma y la tendrá el que te ofendió».
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Una de mis compañeras de trabajo en la Unidad de Cuidados Paliativos del Centro San Camilo, médico ella, me cuenta: «Cada vez que hago un ingreso, creo que me llaman a una película de cuyo guión me hago cargo, pero me salgo de la película. Veo el sufrimiento, pero no es el mío, y me salgo. Es la muerte de los otros. No creo tener menos miedo a la muerte ahora que antes. Quizá sí tenga más conciencia de lo que pueda ser. Yo creo que no me afecta gracias a un mecanismo de defensa. Hay una fase de acostumbramiento que ya he pasado. Al principio, en cambio, necesitaba tomar un orfidal para dormir, porque me habían soltado en el ruedo de todo el sufrimiento, cuando hasta entonces yo había firmado tan solo dos certificados de defunción. Mi marido me decía que saliera de allí, porque me hacía sufrir. A veces me digo, al ver mi misma fecha de nacimiento: ¿Y por qué no me ha tocado a mí?».
N el counselling, en el coaching, en las relaciones de ayuda..., entra en juego la persona del ayudante, el cual, lejos de ser un mero técnico, es un sanador herido que se reconoce como tal al experimentar el eco del esfuerzo empático de entrar en el mundo del otro. Es el otro el que nos devuelve nuestra propia realidad, no solo la suya. Es el ayudado el que hace sentir en nosotros el eco de la vulnerabilidad que también como ayudantes nos pertenece, junto con el poder de comprender la alteridad. Acogemos, hospedamos, entramos en el mundo del otro, y el nuestro se nos revela más claramente a la vez. Si no manejamos bien nuestra vulnerabilidad, necesitaremos unas veces orfidal; otras nos saldremos de la escena defendiéndonos, y no necesariamente de manera saludable. Zambullirnos en el mundo del otro nos abre las puertas de nuestro propio mundo y nos permite apreciar las semejanzas entre ambos. Somos, efectivamente, mucho más parecidos de lo que permiten entrever la profesión, el censo, la pertenencia étnica o la misma cultura. Psíquica y existencialmente, estamos construidos de la misma madera. Dentro de nosotros encontramos el significado del comportamiento del otro, que se convierte en potencial para ayudar cuando es bien utilizado. La yuxtaposición de dos experiencias - no ya únicamente la del ayudado, sino también la del ayudante - da lugar a interpretaciones que fomentan la comprensión. A esto conduce lo que Lipps denominaba «contagio emotivo». Aldo Carotenuto lo define como «simetría secreta», y Martin Buber como «relación yo-tú», de persona a persona, de corazón a corazón. Quirón y la metáfora del sanador herido La imagen del sanador herido (que cada vez se emplea más en la literatura médica, 95
psicológica y espiritual) sirve para poner de manifiesto el proceso interior al que son llamados todos cuantos prestan ayuda a quien atraviesa un momento difícil en la vida, marcado por el sufrimiento físico, psíquico o espiritual. Significa, pues, el reconocimiento, la aceptación y la integración de las propias heridas, de la propia vulnerabilidad y condición de finitud. Los orígenes de esta imagen se remontan a la antigüedad. Mitologías y religiones de casi todas las culturas poseen una gran riqueza de figuras que, para po der ayudar a los demás, primero deben sanarse a sí mismas. Cuenta la mitología griega que Filira (Phylira), hija de Océano y de Tetis, era acosada pasionalmente por Kronos, razón por la que pidió a Zeus ser transformada en yegua, para burlar así al dios. Pero advertido Kronos del engaño, se transformó en caballo y logró su empeño. De esta unión forzada nació un ser singular, Quirón, con figura de centauro, es decir, cabeza, torso y brazos de hombre, y cuerpo y patas de caballo. La madre, al ver el monstruoso ser fruto de su vientre, renegó de su hijo, el cual creció en una cueva al amparo de los dioses Apolo y Atenea. De la mano de estos padres adoptivos, Quirón, contrariamente a sus pares centauros, violentos y destructivos, se convirtió en ejemplo de sabiduría y prudencia. Conocía el arte de la escritura, la poesía y la música; pero, ante todo, era reconocido como médico y cirujano, sanador y rescatador de la muerte, a quien consultaban héroes y dioses. Toda su ciencia se produjo tras un accidente fortuito que le infligió una herida incurable: un día, accidentalmente, Hércules, con la punta de su lanza envenenada, hirió en una de sus patas traseras al centauro, el cual, al ser su condición inmortal, quedó condenado a un sufrimiento perpetuo que no podía recibir alivio ni curación. Buscando remedio a su mal, comenzó a descubrir el arte de curar; pero, he aquí su mítica paradoja: mientras que podía curar a otros, no podía curarse a sí mismo. El sentido de su existencia se centró así en sanar a los demás y hacerse cargo de su dolor. La medicina actual le debe mucho; por cierto que la palabra «quirófano» proviene de Quirón, Kirón o Chirón, que significa «el que cura con las manos las heridas de otro». Integración y manejo de la propia «herida» Aunque el personaje de Quirón fue rescatado en la literatura por Dante en La divina comedia y por Goethe en su Fausto, entre otros, hubo que esperar a los albores del siglo XX para que el mensaje contenido en su historia adquiriera un claro sentido antropológico de la mano del psicólogo Carl Gustav Jung. Quirón es el arquetipo del sanador herido: el sanador lo es porque sana, pero a su vez está herido, lo cual constituye una paradoja existencial que se encarna en cada persona, tanto en la que busca curar su 96
dolor como en la que ofrece curación. El sanador herido es, pues, la figura arquetípica de la relación terapéutica, donde el ayudante ejecuta el arte de curar más allá de un método o una terapia puntual, involucrando todo su ser en ese acto y empatizando con la herida del paciente, que lo rememora y activa su propia herida, devolviéndole así su percepción, de modo que ayudado y ayudante se «pasan» sus roles, haciendo fructíferamente sanador el dolor de ambos. Jung, adelantándose a Carl Rogers y a Martin Buber, ya sabía que ningún proceso terapéutico funciona sin el involucramiento de la subjetividad que implica la relación personal. Al hilo de las reflexiones de Carl Jung, diríamos que el autoconocimiento tiene como uno de sus objetivos fundamentales la integración de la propia sombra. La sombra constituye, en lenguaje metafórico, un oscuro tesoro compuesto por los elementos infantiles del propio ser, los apegos, los síntomas neuróticos y los talentos no desarrollados, los sentimientos difícilmente aceptados, los límites y zonas oscuras que, a primera vista, repugnan a la buena imagen que queremos tener y dar de nosotros mismos, los traumas experimentados en la propia biografía, los problemas sin resolver... Conocer e integrar la propia sombra es sanarse. Supone una apasionante terapia del límite, es decir, un proceso de humanización en el que la propia fragilidad se convierte en recurso resiliente, y lo que desearíamos esconder se transforma en fuente de comprensión de las dinámicas ajenas, hasta que podamos decir serenamente: «nada humano me es ajeno». Cualquier dinámica personal que descubro en los demás tiene un eco en mí que me permite ser comprensivo y humano ante ella. Sentarse ante el telón del propio corazón, dispuestos a asistir a la representación realista de nuestro interior, puede producirnos pánico. Solo quien sobrevive a la contemplación serena de las escenas menos agradables, de los recuerdos imborrables que afectan y han construido la propia personalidad, de la tiranía de los sentimientos que a veces no se han dejado manejar por la razón..., solo ese será un artista en la escucha de la vulnerabilidad ajena. Y la propia podrá ser manejada con una sana autorrevelación cuando esta sea oportuna, porque se intuye que refuerza el vínculo y aporta luz al ayudado. Por desgracia, la formación de los terapeutas no presta mucha atención al proceso de integración de las propias heridas, de la vulnerabilidad del ayudante. Un manejo inmaduro de la propia vulnerabilidad puede llevar, como a mi compañera, a defenderse, unas veces con orfidal, otras con mecanismos de defensa que pueden impedir sacarle partido a la propia vulnerabilidad.
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En las acciones formativas sobre counselling y coaching, me gusta hablar de competencia relacional, emocional, ética, cultural y espiritual. Es un conjunto de «competencias blandas» que, junto con la competencia técnica, confieren -a mi juicio - lo que podríamos llamar la «competencia profesional».
UCEDE a veces que se entiende por «competencia profesional» únicamente la competencia técnica, y esta se percibe como opuesta a los rasgos más humanos de las profesiones de ayuda. No es más que un empobrecimiento en la reflexión y una oposición entre técnica y humanidad, tan vieja como el mito de Prometeo. En realidad, creo que solo podemos hablar de competencia profesional si un conjunto de habilidades que se dominan con arte están presentes en un counsellor, en un coach o en cualquier profesional de la ayuda. Y entre estas, también la competencia espiritual. Dimensión espiritual En los últimos años, junto con un empobrecimiento colectivo de la sensibilidad ante la dimensión espiritual, asistimos también a un enriquecimiento selectivo de atención a la misma. En efecto, algunas sociedades científicas - como, por ejemplo, la de Cuidados Paliativos- se interesan por la dimensión espiritual, y esta, en principio, vista desde una perspectiva aconfesional. También la literatura empieza a arrojar reflexiones sobre la espiritualidad laica. Y la OMS se ocupa igualmente del asunto, definiendo la dimensión espiritual como «aquellos aspectos de la vida humana que tienen que ver con experiencias que trascienden los fenómenos sensoriales. No es lo mismo la dimensión espiritual que la dimensión religiosa, aunque para muchos aquella incluye un componente religioso, pues se percibe vinculada con el significado y el propósito y, al final de la vida, con la necesidad de perdón, reconciliación o afirmación de los valores». En medio de esta creciente sensibilidad, quizás hoy, a la pregunta «¿Cree usted en el espíritu», en lugar de dar responder: «Claro que no; ¡soy científico!», deberíamos dar cada vez más esta otra respuesta: «Claro que sí, ¡soy científico!». Wilber, en su obra El ojo del espíritu (1998), para responder a la pregunta «¿Se puede observar el espíritu?», añade esta otra pregunta: «¿Se puede observar con sofisticados instrumentos mi manera de amar, mi sentido de la justicia, de la honradez, la 100
compasión o del perdón?» Y distingue entre tres tipos de ojos: los ojos biológicos (los sentidos y sus extensiones), que pueden revelar lo que se percibe a través de ellos; los ojos de la mente y sus comprensiones a través de disciplinas que ha desarrollado, como las matemáticas, la física..., que pueden revelarnos otro campo importante del conocimiento; y los ojos del espíritu: los únicos capaces de revelarnos la naturaleza profunda del ser. En realidad, cuanto tiene que ver con la dimensión trascendente del ser humano, con el mundo de los valores, con la pregunta por el sentido y con la dimensión de misterio (que supera al problema, en palabras de Gabriel Marcel), está en el corazón de la dimensión espiritual. En todo caso, no resulta fácil hoy, y menos en el contexto español, reflexionar sobre el corazón de la condición humana sin que se produzcan reacciones de todos los colores, no siempre favorecedoras de un discurso ordenado y racional en torno al tema. Inteligencia espiritual En el ámbito educativo, la reflexión sobre la competencia espiritual quizás ha avanzado más en el contexto de la reflexión sobre las competencias básicas educativas. En este contexto se explora también el término «inteligencia espiritual», reclamando a Viktor Frankl, que percibe el espíritu como un eje que atraviesa el consciente, el preconsciente y el inconsciente y que considera al hombre, no como un manojo de instintos, sino como un ser existencial, dinámico y capaz de trascenderse a sí mismo. Asimismo, Howard Gardner habló de una inteligencia existencial o trascendente, definiéndola como «la capacidad de situarse con respecto al cosmos y con respecto a rasgos existenciales de la condición humana tales como el significado de la vida, el significado de la muerte y el destino final del mundo físico y psicológico en profundas experiencias, como el amor a otra persona o la inmersión en un trabajo artístico». Otros autores, como el psicólogo Emmons, han centrado el concepto de la inteligencia espiritual, que abarca la capacidad de trascendencia del hombre, el sentido de lo sagrado o los comportamientos virtuosos que son exclusivos del hombre. También teólogos como el cardenal Newman, Karl Rahner o Juan Martín Velasco han subrayado la necesidad de que en el terreno cristiano se dé un salto. Newman reflexionaba sobre la necesidad de un trabajo educativo para la competencia espiritual; Rahner dirá que «el cristiano del futuro será místico o no será cristiano»; y Martín Velasco desarrolla la necesidad de personalizar, de hacer propia la experiencia espiritual y, por tanto, la religiosa. Competencia espiritual 101
Y no han faltado quienes han desarrollado el concepto de competencia espiritual de manera escalonada, proponiendo cuatro tipos, a modo de matriuskas que se superponen la una a la otra. En este sentido, -la competencia espiritual habla de la preparación para hacerse preguntas hondas, para asombrarse y comprometerse con la realidad del mundo en el que vivimos; -la competencia espiritual trascendente expresa la inclusión en esas preguntas-respuestas y en ese compromiso de la dimensión trascendente, el Misterio; -la competencia espiritual religiosa proporciona las habilidades para saber qué tipo de respuestas y aportaciones se han realizado desde las diferentes religiones; -y la competencia espiritual cristiana desarrolla todo ello en la propuesta cristiana, en los procesos de pastoral y acciones explícitas. Algunos rasgos que afectarían a la primera tipología y que, por tanto, afectan a todas las demás, serían el autoconocimiento, la necesidad de sentido y de una opción vital radical; la identificación de valores; los relatos unificadores y utópicos; el sentido de pertenencia; las preguntas y respuestas desde la filosofía y las religiones; la admiración y el compromiso con la naturaleza; la contemplación. En el mundo de la relación de ayuda, del counselling, del coaching..., o hablamos también de competencia espiritual o estaremos deshumanizando la intervención. Dado que en el contexto en que nos movemos el término «espiritualidad» tiene unas fuertes connotaciones religiosas de carácter confesional que provocan reacciones muy encontradas, se hace cada vez más necesario afrontar las reticencias, porque tal competencia espiritual representa una exigencia ética para todos los profesionales de la ayuda y el acompañamiento. Es cuestión de humanización; es decir, está en juego la humanidad. Atender a las personas en medio del sufrimiento sin considerar esta dimensión es, sencillamente, olvidar lo más genuinamente humano.
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Creo que tuve que resultar pesado, porque durante quince días de estancia en Colombia no paraba de hacer la pregunta «...¿y cuál es vuestra esperanza?» Fue una de las veces que más me impresionó el sufrimiento de un país precioso y que me conquistaba el corazón a pedazos, según iba encontrándome con las personas. Quiero recordar que todas las respuestas eran iguales: «nuestra esperanza es hoy».
oMO si se hubieran puesto de acuerdo, pude ir constatando que, en medio del sufrimiento producido por cualquier causa, la esperanza es un dinamismo vital que se encarna en el presente, no en el futuro. La esperanza en la debilidad Pero la esperanza tiene mil nombres, sobre todo en medio del sufrimiento. La esperanza se llama ilusión por un mañana con menos dolor, por una vida sin ese límite que genera una discapacidad, por una enfermedad superada, por un desencuentro aclarado, por conseguir la paz, por lograr un objetivo personal o profesional... La base antropológica de la esperanza es el deseo, el anhelo de que lo que produce displacer desaparezca, y lo que se sueña como bien se haga realidad. Como si de una lanzadera se tratara, la esperanza nos empuja también más allá del tiempo, donde se abre a un bien supremo logrado únicamente en la eternidad, donde confiamos que no habrá llanto ni dolor, sino luz y paz, el gozo de una felicidad completa anhelada durante toda la vida. Y si el contenido de esta esperanza fuera una vana ilusión, sin duda habría valido la pena esperar, por cuanto de confianza tiene en el triunfo definitivo del amor experimentado en el más acá y por cuanto de bien genera el mismo hecho de esperar. En el sufrir, la actitud positiva, esperanzadora, confiada, deseosa del bien, contribuye a que este pueda realizarse con más facilidad. Nuestro cuerpo responde también a la disposición interior del deseo. Quizá también por eso, para Freud el deseo es expresión de la esencia del hombre, un motor realmente poderoso. Cuando la muerte es el mayor de todos los peligros, se tienen esperanzas de vida; pero cuando se llega a conocer un peligro aún más espantoso que la muerte, entonces puede uno tener esperanzas de morirse, porque vivir sería vivir desesperado. Y cuando el peligro es tan grande que la muerte misma se convierte en esperanza, entonces el reclamo a la solidaridad en el alivio del peligro resulta vital. Con frecuencia, este alivio no 104
es otro que el soporte emocional, pues se hace la paz más fácilmente con los límites que marca la naturaleza que con los que nuestra negligencia o distancia emocional imponen. Pero la esperanza tiene también una dimensión social. Ernst Bloch, en su obra principal (El principio esperanza), a mediados del siglo XX, hace de la esperanza la categoría fundamental del hombre, relacionándola con la utopía marxista como la utopía que mejor permite la realización de lo que «todavía no es». Se sueña con superar las diferencias atribuibles a la injusticia mediante una comunión que no se consigue alcanzar, pero que forma parte de un ideal tensional, de un sueño que se espera ver realizado. Cómo infundir esperanza Siempre me ha llamado la atención el símbolo universal de la esperanza: el ancla. Si comparásemos la estación del sufrimiento con una tempestad en el mar, entonces se puede comprender el valor del ancla, símbolo de la esperanza. En medio de la zozobra, de los problemas, de la inseguridad, con el ancla uno se puede apoyar, tiene un recurso para aferrarse a algún lugar más seguro. Infundir esperanza pasa entonces por ofrecer a otra persona un lugar donde hincar el ancla de su barca, un corazón en el que residir, un hombro en el que apoyarse. Por eso es tan importante la escucha. Porque cuando uno se siente escuchado, se apoya en aquel que le presta atención. Sentirse escuchado es afianzarse en que la soledad radical puede ser compartida o, cuando menos, expresada y aliviada. Infundir esperanza no es solo invitar a desear la salud y el logro de los objetivos y retos personales. A veces pasa más bien por lo contrario: por aceptar que eso no es posible. Porque la esperanza, para ser tal, ha de estar arraigada en la realidad, también en la realidad del deseo, pero no de la vana ilusión. Entonces, esperar es un dinamismo que transforma el presente haciéndolo más activo y sabroso. El que infunde esperanza comparte el deseo a la vez que reconoce la realidad. Vivir esperanzado es ya un indicador de salud, de humanización de la experiencia. Quien espera alimenta la confianza y, en algún momento, se abandona en alguien. Este abandono o entrega no es el resultado de la desesperanza, sino del grado máximo de confianza y de aceptación activa de la realidad que se impone. Infundir esperanza quizá sea también ofrecer los propios brazos para que el otro pueda entregarse y abandonarse confiadamente en ellos. La acogida mutua, especialmente en la fragilidad, hace crecer la confianza, mata la soledad, promueve la responsabilidad compartida en la búsqueda del bien propio y ajeno. En el fondo, la experiencia del amor es la fuente de la esperanza y su realización.
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Ser esperado Si me observo a mí mismo, me doy cuenta de que, cuando alguien me espera, incluso mi cuerpo funciona de otra manera. Una cierta tensión hace que se desencadene en mí una energía que haga lo posible por llegar puntual, un cierto malestar si no lo consigo, y una grata experiencia de ser considerado. Experimento, por eso, que la esperanza tiene un influjo muy concreto en el presente. Quien espera a otra persona (en una cita, en una llegada, etc.), normalmente ha tenido que aguardar, predisponerse a la acogida, hacer espacio en el tiempo, en la mente y en el corazón a quien había de llegar. Me pregunto qué ocurriría si al llegar al hospital, al quirófano, a un servicio sanitario o social, a una consulta de counselling o de coaching, las personas encargadas de atender dijeran a quien llega: «Te estábamos esperando». ¡Sería explosivo! Una carga de confianza y de ilusión por el bien que se desea se desencadenaría en el encuentro. Ser esperado es un reconstituyente saludable para todos, pero tanto más para quien se encuentra en la estación de la vulnerabilidad. Porque ser esperado infunde esperanza en la debilidad, genera seguridad, sugiere confianza, y las energías del anhelo y del deseo bullen en las células como recursos para combatir las causas del mal. Por eso creo que ser esperado es terapéutico. Quizá el ser esperados nos cura no solo de la inseguridad producida por la debilidad, sino también del enga ño en que vivimos cuando nos sentimos autosuficientes y omnipotentes. Ser esperados, en el fondo, nos cura de la soledad a que nos condena nuestro pecado de orgullo. Ser esperados, en el fondo, nos hace vivir. Ninguna persona puede vivir si nadie le espera, o quizá sea más acertado decir que es muy fácil morirse si nadie te espera. Y ser esperado cura. Porque, de alguna manera, podríamos decir que vivimos de la esperanza de ser esperados por alguien. La esperanza, en el fondo, es como la sangre: no se ve; pero si no está, si no circula, estás muerto.
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Pilar se sentía mal con su pareja. Tenía problemas de relación, mucha distancia, ausencia de pasión, rutina, falta de diálogo, desacuerdo en la educación de su hija... Un sinfín de motivos que la hacían sufrir. Me contó cómo, al desahogarse con un compañero de trabajo, concretamente el jefe de servicio (también este comprometido), terminó enamorándose de él. Ahora está hecha un lío, porque su jefe la comprende y la ayuda, pero tiene a su pareja estable, y con dos parece que la cosa no resulta muy fácil.
ODO el mundo - digo yo - se ha enamorado alguna vez. Y seguro que habrá sido para bien. La cosa habrá terminado en la formación de una pareja o en la ruptura porque la relación no ha cuajado. Pero no todos los enamoramientos son sanos. Algunos se producen dentro del ámbito terapéutico, en la práctica de profesiones de ayuda, en la psicología, en el counselling, en el coaching... y complican bastante la vida. Los expertos hablan de relaciones transferenciales. ¿Amor o idealización? Cuando Anna, la hija de Sigmund Freud, constató que uno de sus pacientes se había enamorado de ella, fue objeto de especial atención la dinámica subyacente y su influjo en el proceso terapéutico. En realidad, se habla de transferencia cuando una persona reacciona ante otra como si esta fuera una tercera, experimentando (transfiriendo) hacia ella sentimientos, expectativas y comportamientos que no le son propios, sino que tienen más que ver con una relación vivida en el pasado (con el padre, la madre, la pareja, etc.). Así, cuando Pilar se ha enamorado de la persona que pretendía ayudarla, puede estar transfiriendo inconscientemente sobre ella sentimientos que no le corresponden como tal ayudante, sino con la imagen que tuvo de su pareja anterior en los momentos en que algunas características coincidían con la naturaleza de la relación actual: atracción, comprensión recíproca, acogida, etc. En el ejercicio de mi rol de ayudante (en el Centro de Escucha y otros ámbitos), he tenido la oportunidad de encontrarme con diferentes personas cuyo problema actual era el haberse «colgado» de otros ayudantes, hasta el punto de que el problema inicial que les había llevado a pedir ayuda había quedado en un segundo plano, y el más grave ahora era el difícil manejo de los sentimientos de atracción y deseo de posesión del confidente. En efecto, no es difícil encontrarse con el paciente que se relaciona con su enfermera como si esta fuera su nieta, o su hija; o el médico con la enfermera como si esta fuera su 108
criada; o el fiel con el sacerdote como si este fuera el padre que ha de dictar normas; o cualquiera en situación de dificultad con su counsellor o con su coach, como si este fuera su pareja, experimentando sentimientos, alimentando expectativas y teniendo comportamientos impropios del rol de ayudante y, por tanto, faltos de autenticidad. Normalmente, tales situaciones no se producen demasiado conscientemente ni son inducidas por alguna de las dos personas de la relación. El fenómeno de la transferencia no es tan sencillo como hasta aquí hemos descrito. Hay, en efecto, una transferencia positiva y una negativa (proyección de senti mientos de rechazo u hostilidad), y existe también la posibilidad de utilizar tal fenómeno como recurso terapéutico (se dice que transferencia la hay siempre, y hay que saber utilizarla bien), que de lo contrario puede convertirse en un verdadero embrollo que complique las relaciones de ayuda y las prive de autenticidad. Lo cierto es que la falta de autenticidad en la relación y el surgimiento de una situación emocionalmente intensa en mitad de otro problema hacen que las cosas se compliquen. Cuando el sentimiento es de atracción, enamoramiento o deseo de posesión, no es infrecuente que el ayudado idealice las cualidades del ayudante que, al compartir su dificultad, constata no encontrarlas en sus relaciones habituales y admirarlas (quizás idealizando) en el ayudante. Cómo manejar la transferencia Alguno podría decir que el enamoramiento de Pilar de la persona a la que pidió ayuda puede constituir también un elemento positivo en el conjunto de su experiencia vital. Sin embargo, la experiencia nos dice que, en medio de la fragilidad y en contexto terapéutico, este hecho ha de ser afrontado con mucha delicadeza y respeto, pero también con coraje. La factura emocional que pasa el hecho de no afrontar a tiempo este fenómeno suele ser más alta que el valor que supone salir al paso progresivamente de las dificultades que pueden surgir en la relación de ayuda. Quizá el primer paso consista en prevenir. Toda persona que ayuda a otra - en las profesiones sanitarias, en la acción social, en el trabajo en equipo, en el counselling, en el coaching o en las relaciones habituales - ha de ser auténtica a la hora de desempeñar su rol. Sería muy triste, por otra parte, no implicarse ni acercarse afectiva mente, por temor a no saber mantenerse en el propio rol o a «perder los papeles». En segundo lugar, no hay que tener miedo a la proximidad, pero tampoco a decir «no» cuando dicha proximidad genera expectativas desproporcionadas. Un terapeuta que ceda a expectativas de enamoramiento y alimente sentimientos intensos de deseo y de posesión genera una situación de difícil manejo para ambos. Por otra parte, cuando este fenómeno se produce, con la sencillez y el coraje 109
necesarios en toda relación de ayuda, lo propio es analizar lo que hay detrás. Quizá sea el mismo ayudante quien esté induciendo sentimientos y expectativas desproporcionadas o satisfaciendo necesidades y carencias afectivas propias. En este caso, se empezaría a hablar de contratransferencia, y lo propio es invertir energía en la aclaración explícita entre las personas afectadas de cuanto sucede en la relación que quiere ser de ayuda, pero se ve teñida de otras dinámicas. A veces, lo que procede es que el ayudante se haga ayudar por otra persona. Trabajar en equipo puede permitir solicitar otros puntos de vista, acudir a los compañeros para leer la naturaleza de la relación en el ámbito de la ayuda. Quizás una confrontación externa pueda ser un buen modo de que el ayudante se deje ayudar a su vez. Y no hay que excluir aquellas situaciones en las que, en el intento de ayudar, habiéndose complicado la relación por enamoramiento (u otro tipo de relación transferencial), no queda más remedio que derivar al ayudado a otro terapeuta para evitar males mayores o un sufrimiento añadido al que la persona tenía cuando pidió ayuda. Pilar, que se ha enamorado de su ayudante, lo tiene difícil. Pero también lo tiene difícil su ayudante. Quizás un tercero pueda ayudar a ambos a la vez o a cada uno por separado. En todo caso, negar que la relación de ayuda también se constituye en problema en algunas oca siones donde falta autenticidad es garantía de un sufrimiento añadido y evitable. Si amar es emigrar hacia la persona amada, cuando este camino es huida y refugio de las propias dificultades, más que un ir hacia el otro saliendo de sí, suele constituir un problema al que debe prestarse especial atención, libre de la tendencia a moralizar y atenta a la importancia de todo sentimiento que nos habita.
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Así dice el Credo de los cristianos: «creo en la resurrección de la carne». Y toca a los teólogos y teólogas explicar su significado, seguro que para indicar la esperanza en una vida eterna después de la muerte, de una nueva vida para toda nuestra persona, en todas sus dimensiones. Pero yo creo también en la resurrección de la carne en el más acá, en los procesos de sanación, en los acompañamientos realizados mediante el counselling, el coaching y las diferentes formas de relación de ayuda. Lo creo y lo espero. La resurrección cotidiana
ADA vez que «nos ponemos en pie», resucitamos. Cada vez que conseguimos que triunfen la vida y el amor sobre cualquier forma de muerte y de límite humano, apostamos por la resurrección y la experimentamos. Y a ello acompañan las diferentes formas de relación de ayuda, el counselling, el coaching... De hecho, también cuando creemos que un accidente o una enfermedad podría haber tenido consecuencias más graves, solemos decir: «ha vuelto a nacer». Y eso es lo que yo espero: que vuelva a nacer nuestra carne, la carne, la salud en nuestro modo de concebir «la carne». Vuelve a nacer la carne cuando hemos sufri do una herida y vemos cómo se cierra. Vuelve a nacer la carne cuando un órgano que no funcionaba recupera su funcionalidad. Vuelve a nacer la carne cuando una persona recibe un transplante de un órgano, y allí donde amenazaba la muerte se recupera la vida. Cada día, cuando sale el sol, resucitamos al alba, a la relación, a la carne. Nos ponemos en pie (físicamente los que podemos, pero todos simbólicamente) para hacer frente a la vida, para trabajar por alcanzar nuestros objetivos y superar nuestros retos. El día es nueva vida, es oportunidad para ver las cosas con mirada renovada, con esperanza comprometida. También el counselling y el coaching, como formas de relación de ayuda, producen resurrección: cada vez que una persona empuja a otra para que supere cualquier dificultad o se esfuerce por superar un reto, ha sido instrumento de resurrección. Allí donde había abatimiento, hay postura erguida; allí donde había soledad, hay comunión; 112
allí donde había anhelo, hay compromiso. La resurrección de la carne Pero yo creo también en la resurrección de la carne en otro sentido. Han sido tantas las connotaciones negativas de «la carne» que me parece que bien merece que la resucitemos sanamente en nuestra mente y en nuestro corazón. La carne es débil, sí. Lo es porque enferma y porque es vulnerable. Lo es la persona entera, en el fondo, y ese es su auténtico significado. Pero la carne es buena. Dios mismo la asumió y se encarnó. La carne, nuestra carne, nuestra condición carnal, es nuestra posibilidad de relacionarnos unos con otros. La carne es puerta de acceso a la experiencia de placer, pero no solo. La carne es posibilidad de aproxi marnos, de vincularnos, de querernos tangiblemente. Es vínculo y vehículo, es expresión. Yo espero en la resurrección de una visión positiva de la carne. Espero asistir al funeral del elogio de la razón como instancia pura y fuente de bien, en contraposición a las bajas pasiones de la carne. Espero en la resurrección de una visión sana de nuestros sentimientos, nuestros deseos y nuestras pasiones, porque son fuente de energía y pueden ser motor para hacer el bien. Espero en la resurrección de un nuevo modo de mirar, tocar, escuchar...; de un nuevo modo de gustar de las cosas y de la vida; de un nuevo modo de oler cuanto nos rodea. Lo espero porque deseo la salud en todos los sentidos. Confío en que cambie la connotación del color negro con que Platón describe uno de los caballos del mito del auriga y el carro alado en Fedro, donde el auriga representa la parte racional, que gobierna dos caballos, uno blanco y otro negro. El blanco simboliza el valor, el impulso, el coraje, la valentía, con una connotación siempre positiva; el negro, en cambio, el deseo y los sentimientos, con una connotación siempre negativa. En el fondo, humanizarse no es otra cosa que reconocer nuestra condición carnal, débil, sí, pero moldeable y viva. Mortal, sí, pero capaz de permitirnos experimentar la eternidad en el más acá. Creo en el más allá No, no es fácil creer en la resurrección. No lo es cuando la muerte se impone con su ley incontestable; cuando lo hace en situaciones inesperadas, de manera violenta, por accidente, a una edad temprana y en tantas y tantas situaciones. 113
De manera intensa experimentamos confusión, aturdimiento, sinsentido, vacío, soledad, irracionalidad, desgarro... Se nos rompe el corazón, y muy rara vez somos capaces de establecer lazos entre la razón y el sentimiento. Sin embargo, si escuchamos en alguno de los últimos rincones del corazón, no podemos dejar de reconocer que la muerte no puede tener la última palabra. La experiencia del amor es más fuerte que la de la muerte. Y esperar en la resurrección no es más que abandonarse al reconocimiento (no a la demostración) de que el amor reclama eternidad y de que, de alguna manera no explicable con categorías meramente humanas, nuestra vida, al terminar, será transformada y plenificada. Pensar la resurrección no puede consistir en transponer a un futuro un modo de vida como el actual, pero en otro lugar. No. Creer en la resurrección es apostar y comprometerse porque la vida y el amor digan siempre una palabra más fuerte que el sufrimiento y la muerte, para hoy y para «mañana». Más allá del aquí y ahora de nuestra vida en la tierra, más allá de la muerte, no existen el tiempo y el espacio. Resucitar, por tanto, no puede consistir en ir a otro lugar donde vivir felices. Este modo de expresarnos nos ayuda, como otros muchos, a hablar de lo que creemos, como pueden ser el cielo, el paraíso... Yo creo que resucitar es dejarse levantar por Dios cuando nos sentimos caídos y abatidos, doloridos y muertos. Resucitar es dejar que Dios diga y haga y sea en nosotros todo y para siempre. Entender así la resurrección es también un compromiso comunitario de fe, de trabajo por el amor y la justicia, por que Dios y su palabra (Jesús) constituyan buena noticia de amor para toda la humanidad. Creer en la resurrección significa trabajar para salir del desierto de lo puramente legal y avanzar hacia un es pacio común de construcción, en el que se apueste por la dignidad humana; es decir, un espacio de salud y salvación, que es asimismo de liberación. Es preciso no solo ser buenos samaritanos que curan, sino preguntarse proféticamente cómo evitar que haya tantas personas vulneradas o bloqueadas en sus potencialidades. En el siglo XVI, al invitar a sus compañeros a «poner más corazón en las manos», Camilo de Lelis, patrono de enfermos, enfermeros y hospitales, apostaba por un camino de humanización por la vía de la relación: la sabiduría del corazón que se hace operativa para acompañar procesos de «ponerse en pie». Por eso, hoy me nace del corazón esta oración: «Danos hoy nuestra dosis de resurrección cotidiana».
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Índice Prólogo por Rosa de la Calzada, coach 12 Introducción 15 Buscamos sanar 20 Viaje a la salud: en busca de sentido 24 Hacia una salud holística 28 ¿Sanar a las personas? Counselling 32 Acompañar en el coche. Coaching 37 Poder, counselling y coaching 41 Counselling y coaching 45 Sed de relaciones, sed de encuentro 49 Buscando a Sócrates 54 Las patatas de Rogers 59 La acogida: hospital para el corazón 67 Empatía terapéutica y compasión 71 El radar emocional 75 Escuchar el silencio 80 ¿Oratoria? El poder de la palabra 84 Acompañar a perdonar para sanar 89 Manejo de la propia vulnerabilidad 93 Competencia espiritual para acompañar a sanar 97 Infundir esperanza en la debilidad 102 Gestionar la transferencia 106 Cerrando el libro: Profesión de fe en la resurrección para hoy y para 110 mañana
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