El amor de Cristo en la Santisima Eucaristia - Mons. Tihamer Toth.pdf

March 8, 2018 | Author: Geovanny Jose Ochoa Ruiz | Category: Eucharist, Christ (Title), Mass (Liturgy), Love, Prayer
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EL AMOR DE CRISTO EN LA SANTISIMA EUCARISTIA1

No era posible empezar con palabras más sublimes ni de una manera más conmovedora la descripción de la Ultima Cena que hace San Juan en el capítulo XIII de su Evangelio. Con unas breves palabras indica el ánimo de Jesús: «Como hubiese amado a los suyos, que vivían en el mundo, los amó hasta el extremo». Con estas pocas palabras muestra todo el amor abrasado del Corazón Sacratísimo, del cual procedió también el gran don de la Ultima Cena: la Santísima Eucaristía. Con justa razón menciona San Juan el amor inefable de Jesús, precisamente al describir la Ultima Cena. Ciertamente se necesitaba un amor grande para que el Hijo de Dios bajase del cielo y el Dios omnipotente tiritase de frío como un niño impotente en la noche de Navidad. Un amor extraordinario se necesitaba también para que el Hijo de Dios pasase treinta y tres años en medio de nosotros y por nosotros soportando continuos trabajos y fatigas. Un amor nunca sospechado por hombre alguno tenía que arder en el Corazón del Redentor cuando por nosotros quiso sufrir la más terrible muerte de cruz. Todo esto es verdad. Y, no obstante, sobrepuja a todos estos amores aquel amor pródigo, inefable, sin límites, con que Nuestro Señor Jesucristo abrazó y estrechó contra su corazón amantísimo a los hombres en la Ultima Cena al instituir la Santísima Eucaristía; y los sobrepuja también el amor que aun hoy día demuestra tener a cada uno de nosotros en el Santísimo Sacramento de nuestros altares.

Discurso pronunciado en el Estudio de la Radio de Budapest el día del. Corpus del afila 1927. 1

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I EL AMOR DE CRISTO EN LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA Ante todo, es señal de un amor infinito el haberse dado a Sí mismo en la Santísima Eucaristía. La Santísima Eucaristía es para nosotros el tesoro más precioso, el que guardamos con más esmero. Pero no hemos de contentarnos con esta apreciación. También el diamante brilla y relumbra más cuando lo miramos y le damos vueltas bajo los rayos de sol. Meditemos, pues, con mayor detenimiento el amor grande que el Salvador nos demuestra en la Santísima Eucaristía para que también nuestro corazón se enardezca al sentir esas llamas, y nosotros amemos como se merece «el milagro eterno del mundo, que la razón no es capaz dé comprender». ¿Recordáis cómo es el corazón humano? Os sorprenderá lo poco que se parece al Corazón de Jesucristo... Y es que nosotros amamos poco. ¿Quién ama hasta la entrega completa, hasta tener sed de sacrificio? ¿Quién, al subir al Calvario —donde el hombre se sacrifica por amor—, no desea descender nuevamente?... Somos incapaces de sufrir mucho, aun por aquellos que más amamos. No hay más que una excepción: el Corazón de Jesucristo. El hace entrega de todo cuanto tiene... Nosotros, precisamente porque amamos poco, amamos a unos pocos. Para amar nos encerramos; nos hacemos un nido reducido en que colocamos a los seres más queridos: al padre, a la mujer, a los hijos, a unos amigos contadísimos. ¿Qué vamos a hacer? No tenemos más que una gota de amor. Debemos administrarlo bien... ¡Qué diferente es el corazón de Dios! Ama a todos los hombres, y los ama a todos con el mismo ardor. A los pequeños y a los grandes, a los pobres y a los ricos, a los pecadores, a los desamparados y a los que el mundo desprecia. ¿De quién se olvidó jamás? ¿A quién dejó de amar con ternura y ardor? ¿Existió jamás un ser demasiado inmundo para ese corazón tan puro, demasiado vulgar para ese corazón tan noble, demasiado grande para ese corazón tan humilde o demasiado pequeño para ese corazón tan sublime?... 3

Pero he ahí que va a coronar la grandeza de su amor. No se presenta ante el mundo con la tristeza que hace prorrumpir a PASCAL en estas palabras melancólicas: «La debilidad más grande del hombre es poder hacer poco por los que ama»; al contrario, se presenta con serenidad, con la convicción cierta de que El puede curar, consolar, salvar y llenar de dicha a todos los que ama. «Venid a Mí todos...» ¡Dichoso el corazón que así puede hablar! ¡Ah! Nosotros no nos atreveríamos a hablar de esta manera, no nos atreveríamos a hablar así a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestro amigo, a nuestros hijos; y El habló así al mundo entero. «El que tiene sed —exclama—, venga a Mí y beba.» ¿Tenéis sed de felicidad, de consuelo, de santidad, de paz? No importa... No se turbe vuestro corazón. Yo os dejo la paz; una paz como no puede darla el mundo, una paz que supera todo lo que entendemos por paz. De tal amor es señal el haberse dado Cristo a nosotros en la Santísima Eucaristía. Todavía veremos con mayor claridad su amor si meditamos por qué instituyó el Santísimo Sacramento. —Hijos míos, por quienes bajé del cielo, ahora tendría que dejaros; almas muy amadas, por las cuales lo sufrí todo, ahora tendría que separarme de vosotras. Si un día sois capaces de olvidar mi amor, mirad este Sacramento que os di en la Ultima Cena, y vuestro corazón sentirá el fuego de mi amor. Tenéis pocos recuerdos de Mí, pero os he dejado uno que los suple todos. No temáis, «no os dejaré huérfanos; Yo volveré a vosotros» ( (Juan, 14, 18). De un modo prodigioso, bajo las especies de pan y de vino, quedaré en medio de vosotros para consolaros. Sé que lobos voraces os atacarán... «y vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo se regocijará; os afligiréis, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Juan 16,20), porque «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mateo 28,20). Iré con vosotros a las oscuras catacumbas, cuando los poderosos emperadores romanos os persigan, así como estaré dentro de milenios con vuestros descendientes, porque os amo con perpetuo amor (Jeremías 31, 3). 4

Iré hasta las casas de los esquimales; estaré hasta en las pobres chozas de las tribus africanas, porque os amo… Hasta ahora habéis caminado sin apoyo en la vida; mas ahora Yo me entrego por completo a vosotros; haced de Mí lo que queráis. El mundo os perseguirá: «en el mundo tendréis grandes tribulaciones; pero tened confianza; Yo he venido al mundo» (Juan 16, 33). Si hombres sin entrañas os maltratan, venid a Mí, porque «soy manso y humilde de corazón» (Mateo 11,29). Si os parece que no podéis resistir más…, si juzgáis insoportable la vida, «venid a Mí todos los andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré» (Mateo 11, 28). ¿Queréis orar? Postraos delante de Mí. ¿Necesita vuestra alma un descanso? Recibidme «y hallaréis el reposo para vuestras almas» (Mateo 11, 29). Lo sabéis: «Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos» (Juan 15, 13). Yo he hecho aún más. Y por todo ello no deseo a cambio sino una sola cosa: Yo os he amado; amadme a Mí vosotros. Os he dado mi corazón...; «dame, oh hijo mío, tu corazón» (Proverbios 23, 26). Conviene meditar también cuándo instituyó Nuestro Señor Jesucristo la Santísima Eucaristía. Se necesita un amor inconmensurablemente grande para que Nuestro Señor Jesucristo nos tratara de esta manera; y nos tratara así precisamente cuando nosotros menos merecíamos un amor tan tierno, antes al contrario, teníamos que ser castigados: cuando iba a empezar la amarga Pasión. Cuando los judíos estaban reunidos para ver cómo perderle; cuando Judas maquinaba la traición abyecta; cuando ya casi se oía por la calle el griterío del populacho amotinado, y nosotros — pobres hombres engañados— quisimos arrojar de en medio de nosotros al Redentor, como el desecho de la humanidad: «Crucifícale, crucifícale...», no contestó Jesús fulminando un rayo del cielo, no abrió las entrañas de la tierra para que nos tragara, sino que nos tuvo un amor misericordioso, inconcebible: instituyó la Santísima Eucaristía. ¿Era posible hacer más? ¿Podía manifestarse de una manera más conmovedora y admirable el amor de Jesucristo? Antes de sumergirse en el mar de los tormentos fue cuando más hermosamen5

te llameó el amor ardoroso de su Corazón divino, a semejanza del sol que se pone en el ocaso. Había llegado la hora de abandonar este mundo y regresar a la gloria eterna; donde había estado junto al Padre desde toda la eternidad. Mas el Buen Pastor no quiso dejar abandonada a su grey, sino que pe quedó en nuestros altares para que podamos encontrar junto a Él protección, apoyo, refugio, mientras dure nuestra peregrinación acá abajo en la tierra, lejos de la patria celestial, donde Él ha ido con antelación para prepararnos lugar. Realmente, hemos de reconocer que no pudo hacer más por nosotros. Añadamos aún: ¡con qué facilidad se realiza el prodigio de la transubstanciación! Unas breves palabras y queda realizado lo infinitamente sublime. Cuando en la santa misa, al toque de la campanilla, el celebrante toma en la mano la hostia, ésta no es más que pan de trigo..., nada más. Cesa el canto, se mitigan los acordes del órgano, reina un silencio casi sepulcral, el sacerdote se inclina sobre la hostia y repite las palabras del Salvador: «Este es mi cuerpo»; se inclina sobre el vino y dice: «Esta es mi sangre...»; y en el mismo momento el cuerpo y la sangre del Redentor se hacen presentes en el altar; el sacerdote hace una genuflexión y adora a Dios, que acaba de bajar a nosotros; los fieles se inclinan y musitan sus labios palabras de gratitud: «Señor mío y Dios mío.» Tan admirablemente fácil quiso el Señor que fuese la transubstanciación. Casi diría que la hizo demasiado fácil. Esta facilidad podría ser peligrosa para nuestra fe, para nuestra veneración, si la Madre Iglesia no hubiese rodeado la escena sublime de oraciones y acciones hermosísimas: las ceremonias de la santa misa. Y si preguntamos por qué hizo Jesucristo tan fácil la transubstanciación, la respuesta ha de ser ésta: para que nosotros podamos acercarnos a Él con la mayor facilidad y Él pueda recibir en el mayor número de altares posible nuestro amor y poder entrar en el mayor número posible de almas.

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II NUESTRO AMOR A LA SANTÍSIMA EUCARISTÍA ¿Sabemos corresponder a tanto amor? ¿Sentimos una veneración profunda cuando le recibimos en la comunión y le decimos: «Señor, yo no soy digno»? Amaremos la Santísima Eucaristía si nos complacemos en orar delante de Jesús sacramentado. El Señor está con nosotros en el Santísimo Sacramento, entre otras razones, para que haya un lugar donde podamos expresarle con tranquilidad todos nuestros sufrimientos, para que podamos llorar ante Él nuestros desconsuelos. Nos es lícito llorar, pues mismo Jesucristo lloró en les momentos de gran dolor. Lloró junto al sepulcro de su amigo Lázaro, que había muerto hacía cuatro días. Lloró cuando contempló con los ojos del alma la destrucción de su patria terrena, de la Jerusalén infiel. Se conmovió en la agonía del monte de los Olivos, cuando sudando sangre dijo: «Mi alma siente angustias de muerte.» Y lloró también la Virgen Santísima al pie de la Cruz. Lloró San Agustín junto al lecho mortuorio de su madre. Lloró de un modo desgarrador Santa Isabel de Hungría cuando hubo de despedirse de su esposo, que murió tan joven. Y San Luis, Rey de Francia, al recibir la noticia de la muerte de su madre, sintió un dolor tan profundo, que los que le rodeaban le dijeron: «Que no muera también Su Majestad...» «Bienaventurados los que lloran», dijo el Señor. Se modo que si nos duele algo es lícito llorar; pero... hemos de llorar orando. ¿Comprendéis ya por qué «el Señor está con nosotros» en el Santísimo Sacramento? Para que cuando nos abrume el dolor de la vida nos arrodillemos en la penumbra de la iglesia silenciosa, ante Jesucristo, que también supo llorar: «Señor mío, me duele mucho esto que me ha sucedido... ¡Ojala no hubiese sucedido!.. Pero, Señor mío, si Tú lo has consentido, hágase tu voluntad.» Sé muy bien lo que vas a decirme: «Sí, es cosa fácil razonar así fríamente, en abstracto. Pero en el momento de la verdad, en 7

que en medio de la noche la desgracia me envuelve..., pronunciar entonces esas palabras: ¡Hágase tu voluntad! ¡Ah, no puedo..., es imposible!» Lo comprendo. No obstante, pronúncialas. Al principio acaso las digas sin convicción, como sin alma. Acaso se rebele tu corazón cuando las pronuncien tus labios. No importa: pronúncialas, pronúncialas... y verás cómo poco a poco sentirás alivio... Y llegará el momento en que no solamente dirás, sino que también sentirás: «Señor mío, Tú me amas, ya que soy hijo tuyo. Tú me amas y no quieres más que mi bien. No puedo ni sospechar que Tú quieras hacerme daño. Señor mío, todo cuanto haces lo haces bien. Hágase tu voluntad.» ¡Oh! ¡Cuántos corazones destrozados han sentido las dulzuras y el consuelo de Jesucristo-Eucaristía! El catolicismo rebosa de símbolos a cuál más hermosos, pero apenas habrá otro tan conmovedor en su sencillez como la lámpara que arde ante el sagrario. ¿Quién no se enternece cuando ora a solas, a la luz de la lámpara, ante el Santísimo Sacramento? Como si hablara aquella lucecita cuando estoy arrodillado allí. ¿Qué dice? «Te he amado desde toda la eternidad». Dios me ama. Me ama desde toda la eternidad; ¡impresionante! En Belén había una estrella sobre el establo. Parecía decir: «Hombres, almas justas, pastores que buscáis a Jesús, venid aquí.» Y ahora es la lámpara que arde ante el sagrario la que nos dice: «Venid aquí. Aquí está con vosotros el Señor. El Señor está con vosotros.» Cuántas veces en las horas tristes nos preguntamos: ¿Por qué me creó el Señor?; y entonces parece que la lámpara del sagrario da una llamarada más viva y nos dice: «Ven aquí y descansa en este amor infinito.» ¡Oh! si nuestros ojos pudiesen ver por un momento el mundo sobrenatural, veríamos cómo arde por nosotros el Sagrado Corazón Jesús; veríamos cuánta razón tiene la lámpara del sagrario cuando con su luz parpadeante nos dice: «El Señor te ha amado con amor perpetuo.» ¡Cómo jugamos con esta palabra «eterno»! « ¡Eternamente te amaré!», dice el novio a la novia. ¡Y pasa muy aprisa ese «eternamente»! A lo más, dura hasta la muerte. No así el amor de Cristo; 8

porque ante el moribundo brilla una luz nueva: «Brille para él la luz eterna.» «Es cosa inconcebible que Dios nos ame —dijo un santo—; es cosa más inconcebible aún que nos sea lícito corresponder a su amor; y lo más inconcebible de todo es que nosotros, con todo, no le amemos.» Cada mañana, cuando los rayos del sol naciente caen sobre alguna región del globo terráqueo, se encienden miles de velas en las capillas, en las iglesias, en las catedrales. Revestidos con los ornamentos sagrados, los sacerdotes se acercan al altar, para repetir las palabras misteriosas del Salvador sobre la blanca hostia y sobre el vino vertido en el cáliz, y elevar luego hacia el cielo el cuerpo sacratísimo —que un día estuvo pendiente en la cruz del Calvario— y la sangre preciosísima —que un día se derramó por nosotros del árbol de la cruz. Y a medida que va rodando la tierra, nuevas regiones del globo se ven bañadas por los rayos del sol, y sucede lo mismo... No pasa ni una hora, ni un momento, ni un segundo de las veinticuatro horas del día sin que en algún punto del orbe se celebre la santa misa y sin que los fieles fervorosos, postrados de rodillas, rodeen con gratitud y amor el cuerpo sacratísimo del Salvador. Lenguas de bronce, los badajos de miles de campanas, van lanzando a los espacios del universo, en el momento de la Elevación, la grata expresión del amor, del reconocimiento que siente la humanidad. Pasa la voz de las campanas por los campos, por los montes, por los valles, por los ríos y mares; pasa por encima de ciudades, aldeas y países dilatados. Vibra ya sobre las islas color de esmeralda y sobre los picachos que parecen rozar el cielo; sus últimos estremecimientos se aquietan junto a los mares de hielo, allá en el Norte, donde unos cuantos esquimales desamparados están arrodillados en una pobre choza, oyendo la misa que celebra el misionero. Y se repite el tañido triunfal de las campanas hacia mediodía; y pasa por encima de las antiguas catedrales italianas y españolas; por las regiones septentrionales de África, donde un día floreció 9

una pujante vida cristiana; y llega hasta los habitantes de las regiones más meridionales. Por todas partes va realizándose la misma acción sacra; por todas partes se celebra el mismo culto divino; por todas partes el mismo Redentor, el Hijo de Dios, se hace presente para sacrificarse nuevamente por nosotros. El mismo cántico de alegría y gratitud brota de labios de los hombres que asisten a la misa celebrada por todos los rincones del planeta. Y prosigue el culto de hora en hora, día tras día. La tierra está rodando continuamente en ese misterioso y sublime sacrificio de gratitud. No parece sino que el Salvador pasa ahora por nuestro planeta, como pasó hace dos milenios; y repite: Padre mío, guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean una misma cosa, así como lo somos nosotros. No estemos ausentes de esa grandiosa oración eucarística en que se unen los pueblos y las naciones. Mezclémonos con estos fieles fervorosos que día tras día se arrodillan ante el Salvador oculto en la blanca hostia. Nuestra alegría, nuestra gratitud, nuestro amor, nuestra devoción han de resonar con la mayor frecuencia y con todo el vigor posible en la grandiosa oración de los pueblos; oración que brota en todas las lenguas, de innumerables corazones...; oración continua, oración que constantemente se renueva: «Has dado las prendas de tu amor eterno, ¡oh Jesús!, instituyendo este gran sacramento y concediendo a tus fieles el poder unirse contigo y corresponderte con amor. ¡Gloria, honor, adoración, acción de gracias, a tu santo nombre! Amén.»

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NUESTRA ALEGRÍA EL DÍA DEL CORPUS2

Alabado, bendito y glorificado sea el Santísimo Sacramento. Bendecid al Señor. Bendecid al Señor todas las criaturas, el sol, la tierra y todas las estrellas. Bendecid al Señor los habitantes de la tierra, los peces del mar, los pájaros del aire, los animales que pobláis la tierra firme... Bendecid y glorificad al Señor todos los hombres, porque grande es su bondad, infinita su gracia, benigno su amor para con nosotros, pobres y mezquinas criaturas... Con esa oración de alabanza tendrían que empezar todos los cristianos la gran solemnidad de hoy; todos tendrían que repetir estas palabras llenas de gratitud, y al prepararse para el descanso de la noche, seguir arrodillados en espíritu ante el Santísimo Sacramento, y repitiendo el corazón con sus latidos y con su voz los labios la oración de gratitud: «Eres santo, ¡oh Señor!; eres santo, ¡oh Jesús!, bajo la apariencia de pan en el Santísimo Sacramento.» Con una ceremonia que conmueve el corazón y el alma; con una ceremonia sublime y hondamente emocionante celebra nuestra Santa Madre la Iglesia en el día de hoy el don indeciblemente grande de Jesucristo, conmemora la institución de la Santísima Eucaristía. Sabemos que el Salvador la instituyó, no en el día de hoy, sino en la víspera de la Pasión, en la Ultima Cena, el Jueves Santo. Mas en los días tristes de la Semana Santa la Iglesia no puede regocijarse y celebrar de todo corazón, como se merece, este don de valor infinito: la Santísima Eucaristía. Por esto fue designado un día especial, la fiesta de hoy, para que celebrásemos con corazón desbordante de alegría, con alma ardiente de gozo —cuando ya hemos recordado la Pasión del Señor, cuando nuestra alma se ha bañado ya en la alegría del aleluya pascual, cuando ya nos hemos enardecido por la venida del Espíritu Consolador—, el día del Señor; ¡sí, el día del Señor, el día 2

Discurso pronunciado en el Estudio de la Radio de Budapest el día del Corpus del año 1928.

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de Nuestro Señor Jesucristo, el día en que Él nos dio las prendas de su amor eterno! I CÓMO NOS ALEGRAMOS EN EL DÍA DEL CORPUS Las ceremonias más hermosas de la Iglesia —por muy grande que sea su brillo y pompa— se desarrollan en su mayoría allá en el interior del templo, lejos del estrépito de la vida diaria. Y estas ceremonias nos recuerdan nuestra culpabilidad, nos instan a hacer penitencia y aplacar a Dios, insistiendo en que esta vida es vida de destierro y no tenemos acá abajo ciudad permanente. Cuando el Miércoles de Ceniza la Iglesia pone un puñado de ceniza sobre nuestra frente; cuando en la Cuaresma se reviste de ornamentos morados —color de penitencia—; cuando nos invita desde el púlpito al arrepentimiento; cuando repite con acentos desgarradores las lamentaciones de Jeremías, llegando de este modo al Viernes Santo, tristísimo aniversario de la muerte de Jesús, y luego al Sábado Santo, con su silencio sepulcral..., el corazón de todos los fieles se mueve a compunción, siente un dolor profundo de los pecados cometidos. Y algo nos incita a arrodillamos ante el árbol de la cruz, a postramos ante el Salvador colocado en el sepulcro y pedir perdón de nuestros pecados. Al celebrar la festividad de la Ascensión, también brota de nuestra alma un deseo vehemente del cielo, y con anhelo miramos al Salvador que sube, que se aleja. Al celebrar la Asunción de la Virgen María, ¡con qué tristes sentimientos brotan de nuestros labios las palabras: «A ti suspiramos gimiendo y llorando en este valle de lágrimas»! Cuando el día de Todos los Santos se abre ante nosotros el cielo y contemplamos la dicha infinita de los bienaventurados, también sentimos un vehemente afán de estar en la patria eterna. En una palabra: durante todo el año predominan en las ceremonias estos sentimientos: penitencia, imploración de perdón, afán de cielo. 12

Pero hay un día en el año litúrgico en que desaparece la tristeza de nuestra alma, en que olvidamos los pecados y olvidamos — por decirlo así— el mismo cielo. Hay un día en que la Iglesia juzga estrechas las paredes de la iglesia, y sale del sagrado recinto, y colocándose en medio del pueblo lanza su pregón a los cuatro vientos para que no quede ni un palmo de tierra en que dejen de oírse sus palabras: Hijos de los hombres, atended; nosotros los católicos tenemos un enorme tesoro, que guardamos con solicitud y veneramos de rodillas; un tesoro de valor infinito. No lo sacamos a relucir muchas veces; durante todo el año lo guardamos en el altar, en el sancta sanctorum del templo; no hay cerca de él más que la tenue luz de una lámpara. Pero en la presente festividad lo sacamos del templo para que todos lo vean; lo llevamos procesionalmente, clamando: «He ahí nuestro tesoro; he ahí nuestro Fundador, nuestro Dios, nuestro todo.» Casi diríamos que en el día de hoy la Iglesia se embriaga de alegría; y ya sabemos que cuando la Iglesia quiere celebrar una fiesta no tiene rival. ¡Si desde una cima elevada pudiéramos pasear nuestra mirada por las ciudades, por los países y continentes, por los fieles que andan regocijados, por las procesiones innumerables! ¡Esta hostia pura, inmaculada, divina, cuya fragancia sube hoy al trono del Dios infinito! ¡Las mil y mil procesiones que bajo una selva de estandartes bañados en rayos de sol pasan por las engalanadas plazas de las grandes ciudades, por calles alfombradas de flores, y entran bajo las vetustas bóvedas de templos seculares! ¡Cómo baña la luz llameante de los cirios los altares cubiertos de flores! ¡Cómo sube al cielo el humo del incienso con la oración de corazones fervientes para implorar bendición y gracia del Dios Redentor, que está presente en la Santísima Eucaristía! No parece sino que para este día se ha vestido de gala toda la redondez de la tierra. Los jardines nos ofrecen sus flores más bellas, para que sirvan de alfombra al Salvador oculto bajo la apariencia de pan; las torres tiemblan por el repiqueteo de las campanas, retumban los cañones en la cima de los montes, las embarcaciones izan sus banderas en los puertos, y soldados vestidos de gala rinden las armas ante el Rey de reyes. El primer pensamiento 13

del Papa y el de la niña que aprende las primeras letras, el de los obispos y el de los sacerdotes, el de los reyes y el de los gobernantes, es la Santísima Eucaristía. Y en medio de esta solemnidad brillante, en medio de esa fastuosidad, entre el tañer de campanas, luces, humo de incienso y salvas, se unen los latidos de gratitud de millones de corazones, la oración humilde de millones de almas y el cántico de alabanza de millones de labios: «Canta, oh Sión, con voz solemne al que viene a redimirte, a tu Rey, a tu Pastor.» «Te adoramos, Sagrada Hostia, maná precioso, Señor de los ejércitos, Rey de reyes.» Hoy no se habla de tristeza, hoy no se habla de pecados. Aun el que llora vierte lágrimas de alegría. No parece sino que nos olvidamos del mismo cielo; como si hoy ni siquiera el cielo fuese objeto de nuestros anhelos, ya que el mismo Rey de los cielos está en medio de nosotros y nosotros sentimos ya ahora la alegría gozosa de su presencia. Añadamos a esta manifestación de alegría, puramente exterior, la festividad interior, mucho más valiosa; el cambio, la enmienda que se realiza en el secreto de tantos corazones. Consideremos las almas que ayer todavía iban errando por los caminos del pecado, y hoy se sintieron impulsadas a la penitencia por el amor del Salvador, y cuya conversión llena a los ángeles de un gozo mayor que la creación de cien mundos nuevos. Consideremos los innumerables fieles que ahora se preparan con fervor para la sagrada comunión, el amor ardoroso con que reciben en su corazón a Jesús Salvador y la oración de gratitud que brota espontánea del fondo de los corazones después de comulgar. ¡Cuántos irán a descansar por la noche con el alma más pura que cuando se levantaron por la mañana! ¡Cuántos enfermos creyentes que sufren clavados al lecho del dolor elevarán al cielo una oración de gratitud! ¡Y qué fervorosa será la oración que dura todo el día y con la que queremos aplacar al Salvador por las frialdades, tibiezas, blasfemias, profanaciones con que le ultrajan los hombres durante todo el año! ¡Ah!, realmente el día del Señor, el día del Corpus, es por toda la redondez de la tierra el día de la alegría, la fiesta de la gratitud, del amor y del triunfo.

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II POR QUÉ NOS ALEGRAMOS FI, DÍA DEL CORPUS Pero, ¿para qué todo este boato y pompa de que hace derroche en el día de hoy la Santa Madre Iglesia? ¿Por qué se alegran tanto los creyentes? ¿Acaso porque los enemigos de nuestra fe ya se callaron y ahora puede descansar la Iglesia gozando de paz y tranquilidad en esta tierra? ¡Ah, no! La Iglesia todavía se ve acosada aquí y allí por sus enemigos; su mismo Fundador divino predijo que la perseguirían. ¿Se alegra acaso por haber triunfado de tantos errores y por haber guardado incólumes las enseñanzas del Señor para los fieles? No; porque en sustitución de un error vencido surgieron diez nuevos, y los pseudo profetas también hoy siguen tentando con sus doctrinas el alma de los fieles. ¿Se deberá su alegría al hecho de que sus fieles ya se ven libres de todos los males y tristezas y hayan alcanzado la recompensa de sus luchas terrenales? No; difícil y triste es nuestra vida, y la recompensa de nuestra fe no la recibimos en esta tierra. Se alegra de su gran tesoro: la Santísima Eucaristía. Se alegra de que el Redentor esté aquí con nosotros, de que viva en medio de nosotros Nuestro Señor Jesucristo. ¡No es el mero recuerdo del Salvador, sino el mismo Salvador viviente! ¡No una gracia, sino la fuente de todas las gracias! ¡No una ayuda para la felicidad eterna, sino el centro y la fuente de la misma, el Dios de majestad infinita, oculto bajo las especies de pan y vino! Y todo esto por nosotros. Por nadie más, solamente por nosotros; no por los ángeles, ni por los arcángeles, que no saben de pecado, sino «por el hombre pecador, por el ingrato». Realmente, esta fiesta ha de ser para nosotros el día de la más excelsa alegría espiritual. Porque si en Navidad nuestro corazón saluda con latidos jubilosos al Niño Jesús que baja en medio de nosotros; si en Pascua aclamamos con alegría al Salvador resucitado; si en Pentecostés recibimos alborozados al Espíritu Consolador, ¿qué regocijo ha de bullir en nuestros 15

corazones al sentir el amor de Jesús, que en la Santísima Eucaristía ha eternizado para nosotros todo el brillo y felicidad de Navidad, Pascua y Pentecostés? La Santísima Eucaristía es una Navidad perenne. No aludo ahora al hecho de que muchas veces el Salvador en el Santísimo Sacramento no es recibido con mayor veneración que en Belén; de que muchas veces en el sacramento no nos preocupamos de Él más que aquellos hombres desalmados, que arrojaron a la Madre Virgen en medio de la sombría noche de diciembre, aunque en realidad aquella noche no pudo ser más fría que el alma helada de tantos, de tantísimos hombres modernos que no se preocupan de la Santísima Eucaristía. El desamparo de Belén y la despreocupación de los hombres de entonces no pudo dolerle más al Señor que nuestro comportamiento ante el Santísimo Sacramento, al encontrarnos ante su presencia insensibles, conversando acaso con el que tengo a mi lado. No aludo a estas circunstancias cuando afirmo que la Santísima Eucaristía es una Navidad perenne. Lo que quiero expresar es que el Niño de Belén, que vino a nosotros en la noche de Navidad, no nos abandona ya nunca, sino que en el Santísimo Sacramento sigue viviendo para siempre con nosotros aquí abajo en la tierra. El mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo que estuvo recostado en el pesebre del frío establo; el mismo que recibió el mensaje de los tres Magos, está presente en la Santísima Eucaristía; y como un día en el establo de Belén, también ahora en el Santísimo Sacramento está esperando el homenaje y la adoración de sus fieles. Aquí en el Santísimo Sacramento está presente nuestro Jesús. ¿Podemos decir algo más grande? Jesús, cuyo simple nombre exhala fragancia y pone en fuga a todos los poderes del infierno. Jesús, cuya virtud curaba a los enfermos, aun cuando ellos no hacían más que tocar una fimbria de su vestidura. No es que en la Santísima Eucaristía esté escrito su nombre, ni que lo pronunciemos tan sólo, o tengamos un retazo de su vestidura, sino que está aquí el que llevaba la vestidura, el que tenía el nombre. Y no está únicamente en Belén, no está tan sólo en la Tierra Santa, sino que está dondequiera que haya un sacerdote católico que celebra el santo sacrificio de la misa; está con todos los pue16

blos del mundo, está en cada país, en cada nación; está con nosotros, en medio de nosotros. ¡Dichosos los hombres entre quienes habita el Señor! «Bendito seáis, cuerpo sacratísimo, sangre preciosísima, que estáis ocultos bajo las especies de pan y vino» La Santísima Eucaristía no es tan sólo una Navidad perenne, sino también una Pascua perpetua para nosotros, una Pascua que nos colma de alegría, que nos vivifica, que renueva nuestra alma quebrantada. La Santísima Eucaristía no es un trozo del árbol de la cruz, sino Aquél que estuvo clavado en ella. No es la corona de espinas ensangrentada, sino la misma cabeza coronada. No es la lanza que traspasó el Corazón del Salvador, sino el Corazón Sacratísimo traspasado, aquel Corazón que en la aurora pascual empezó a latir nuevamente e hizo correr la sangre por las venas del Salvador resucitado. ¡Qué energías puedo esperar yo de esta Santísima Eucaristía! ¡Qué germinar de primavera, qué nueva vida llena de sol, si recibo dignamente a Jesús Sacramentado! Después de la comunión, este Corazón Sacratísimo, resucitado —que vuelve a latir nuevamente por nosotros—, descansa sobre mi corazón y envía la sangre del Salvador a mis venas y expulsa toda flaqueza y mezquindad de mi pobre corazón pecador y lo purifica a fuego vivo para que no quede en él ni la más pequeña escoria, para que no tenga ni un solo latido que no sea por Dios y por su gloria. Cada comunión es el despertar de un alma dormida. Y la Santísima Eucaristía es realmente una madrugada pascual a través de las centurias, a través de los milenios. «Alabado y glorificado seas, dulce Jesús, a quien confesamos aquí con fe firme. Por amor viniste a salvamos.» Finalmente, Jesucristo, en la Santísima Eucaristía, es nuestro perenne Pentecostés. ¡Qué urgente necesidad tiene nuestra alma vacilante, atormentada, desfallecida, de que no haya un solo Pentecostés al año! Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo que consuela, que confirma, que alienta; en Pentecostés bajó a nosotros el Espíritu divino e hizo descender sobre nuestra pusilanimidad su fuego llameante, su vigor; para que no temamos confesar nuestra fe, para 17

que no cedamos a la tentación, para que no caigamos nunca en pecado. ¿Quién puede afirmar de sí que está tan afianzado en el bien, tan curtido contra el pecado, que no necesite el auxilio de Pentecostés? Pues ahí está la Santísima Eucaristía, en que Nuestro Señor Jesucristo derrama sobre nosotros con amor ardoroso el espíritu de Pentecostés todas las veces que nos acercamos a Él. En el Santísimo Sacramento el mismo Jesús entra en nuestra morada a fin de darse como auxilio y alimento para la lucha que todos hemos de sostener en esta vida contra el pecado. Por esto nos alegrarnos el día del Corpus, en este día conmemorativo de la institución de la Santísima Eucaristía. Toda la sublimidad de Navidad, todos los fulgores de Pascua, todas las alegrías de Pentecostés se juntan hoy, cuando con amor, oración y homenaje acudimos a la Santísima Eucaristía, y exultando llevamos en marcha triunfal por las calles nuestro gran tesoro. Y lo hacemos bien. Aun la fastuosidad exterior ha de ser la más grande posible, ha de ser deslumbrante el brillo, resplandeciente de riqueza el derroche de adornos con que festejarnos tan solemne día. Mas no olvidemos una cosa: también la fiesta de hoy termina con la noche; las flores estarán marchitas mañana, el humo fragante del incienso pronto se disipará, los acentos del cántico festivo se perderán en medio del estrépito de la vida ordinaria; no consintamos que con las flores se marchite nuestro amor, que se disipe con el cántico y el humo del incienso, que se enerve y mengüe nuestra gratitud. Porque si bien el Salvador se contenta con que sólo una vez al año celebremos el día del Corpus y le ofrezcamos este derroche y brillo, con todo, espera de nosotros que nuestros pensamientos descansen en Él, que con el corazón lleno de gratitud nos arrodillemos delante de Él, que con nuestro amor le busquemos en el Santísimo Sacramento no solamente hoy, sino toda nuestra vida. Puede esperarlo de nosotros Él, que, impulsado por el amor, no se contentó con nacer sobre la paja punzante de un establo frío, ni se contentó con morir —después de una vida dura de treinta y tres años— en el árbol de la ignominia entre indecibles tormentos, sino que instituyó la Santísima Eucaristía para permanecer con 18

nosotros todos los días, hasta la consumación de los siglos, bajo el velo de la blanca hostia. *** Muchas veces brotan de nuestros labios las alabanzas del Salvador oculto en el Santísimo Sacramento; y le adoramos con profundo homenaje; pero no hemos de olvidar que el Salvador no acogerá con agrado nuestra alegría, nuestra gratitud, nuestras alabanzas, si no tenemos suficiente espíritu de sacrificio para enfrentarnos —por amor a Él— con todos los pecados. Solamente con este espíritu podremos celebrar de veras el día del Corpus, esta fiesta tan grata a Jesucristo. Solamente así podremos convertir toda nuestra vida mortal en un grandioso día del Corpus, lleno de gratitud. Y solamente después de tal vida podremos participar del día eterno del Corpus, cuando seamos ya unos seres glorificados que en el resplandor indescriptible del reino de Dios unan su voz al cántico de alabanza y gratitud: «Gloria y veneración al Padre y al Hijo. »Bendición y gloria eterna juntamente con el Espíritu Santo. »Bendigan todas las generaciones al Dios santo, Uno en tres personas.»

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¿QUÉ ES LA SANTÉSIMA EUCARISTÍA? ¡Qué amor, gratitud y ternura debemos nosotros al Santísimo Sacramento, en que Nuestro Señor Jesucristo nos dio la prueba más brillante de su amor infinito! Porque para nosotros la Santísima Eucaristía es: I. El recuerdo de Cristo que se despide. II. El alimento de nuestras almas. III. Nuestra compañía mientras dura nuestra peregrinación terrenal. I RECUERDO DE CRISTO QUE SE DESPIDE Este recuerdo lo prometió Jesucristo mucho tiempo antes de su Pasión, con ocasión de la multiplicación de los panes. Después de este milagro, grandes multitudes rodean al Señor en Cafarnaum: ¿Eres más grande que Moisés? —le preguntan, porque también él nos pidió pan. —¿Si soy más grande? —contesta el Señor—. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo. Vuestros padres comieron del maná y murieron; mas quien coma del pan que Yo os daré, no morirá jamás. Los judíos empiezan a murmurar. Y Cristo confirma sus palabras: «En verdad, en verdad os digo...», y luego añade Trifnfalmente: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, en Mí mora y Yo en él» (Juan 6,57). Lo que prometió en esta ocasión el Señor, lo cumplió en la Ultima Cena. «El Señor Jesús, en la noche misma en que había de ser traidoramente entregado, tomó el pan»—escribe el Apóstol (I Cor 9,22). ¡Qué sublime recuerdo del amor de Cristo! El mundo frívolo se encuentra hoy ante la Santísima Eucaristía con la misma incomprensión que un día los judíos. También hoy 20

se pregunta: ¿Cómo puede dar Éste su cuerpo? ¿Cómo puede haber un cuerpo vivo en esa hostia inmóvil? El mundo moderno pregunta lo que preguntaron los judíos, ya que el engreimiento humano es siempre el mismo. Y, sin embargo, miremos el campo durante el invierno: ¡qué frío, qué rígido, qué inmóvil!; ¡Parece que no tiene vida!..., y, con todo, va a brotar de él la vida en millones de seres. Miremos el árbol descarnado durante el invierno; parece que está muerto; ¿es posible que haya vida en él? Miremos los cables por donde pasa la electricidad, ¿quién creerá que en ellos pasa una fuerza impresionante? Me preguntas: ¿Cómo cabe Dios en esa pequeña hostia? Pero ¿por que no preguntas cómo cabe, por ejemplo, el grandioso edificio de una catedral en tus ojos tan pequeños? Pues bien; el Dios todopoderoso, que en la naturaleza sabe obrar milagros tan sublimes, ¿no tendrá fuerza para obrar un nuevo milagro con que dejarnos un recuerdo sublime de su amor? ¡De cuánto es capaz el amor! ¡El amor omnipotente! ¡El amor que se despide! ¡Con qué milagros nos sorprende un día y otro día el mismo amor humano! El mayor sufrimiento del amor es sentir su impotencia. ¡Cómo sufre el padre moribundo, que no deja a sus hijos sino su fotografía... porque no puede dejarles más! Pero Cristo agonizante era omnipotente. Y así nos dejó en recuerdo, no su fotografía, sino a Sí mismo en la Santísima Eucaristía. II EL ALIMENTO DEL ALMA Todos los seres vivientes necesitan un alimento. Un alimento que esté en consonancia con la clase de vida que les corresponde. El hombre tiene tres clases de vida: la del cuerpo, la del alma, la de la gracia o sobrenatural; ha de ser triple también su alimento. Así como el cuerpo se consume sin el alimento, de modo análogo se consumiría también el alma y llegaría a perderse la gracia. «Si los 21

ciudadanos de la gloria viven en la tierra, del cielo han de recibir el pan» (SAN BUENAVENTURA). Y puesto que Nuestro Señor JESUCRISTO dijo explícitamente: «Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Juan 6, 54), la Iglesia prescribe que, por lo menos una vez al año, todos los fieles reciban el alimento sagrado. ¿Cuáles son sus efectos?: a) Cura las enfermedades, y b) da nuevas fuerzas para la vida. ¿Cuáles son las enfermedades? Los pecados, la pena temporal merecida por los pecados y las malas inclinaciones. El pecado venial viene a ser en el alma como la erupción de la piel en el cuerpo. Pero si el Señor viene a nosotros y toca nuestras llagas, quedan curadas. Aún más, en la sagrada comunión el Señor hasta condona la pena temporal en la proporción del amor con que le recibimos. ¿Y quién no sabe por propia experiencia que el corazón del hombre se inclina al mal desde la juventud? Mas un manzano salvaje, después de injertado, dará buenos frutos. Así dice el Señor: «Quien me come, también él vivirá por Mí» (Juan 6, 58); sus inclinaciones no serán torcidas. b) La sagrada comunión no solamente cura, sino que comunica nuevas fuerzas para la vida sobrenatural. El pan sostiene la vida del cuerpo; la Santísima Eucaristía, el «pan celestial», nos da la gracia santificante, hermosea el alma y nos otorga la perseverancia final. Y así como no nos damos puente de cómo no nos damos cuenta de cómo nos nutre el pan corporal, tampoco advertimos de qué manera la Santísima Eucaristía alimenta nuestra alma. No lo notamos, pero podemos repetir: «Vivo yo, mas no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.» Por desgracia, muchos hombres no saben nada de todo esto; muchos ni siquiera sospechan qué cosa sea la comunión bien hecha. Lo indica el mismo nombre: comunión, es decir, unión. Dos seres se funden en uno. Dos: Jesús y yo. ¡Atención!: Jesús y yo, no yo y Jesús; porque en la comunión todo depende de quién es el primero y quién es el segundo, quién es el personaje principal y quién el secundario. 22

Puedo comulgar de tal manera que yo sea el personaje principal y Jesucristo el secundario. Así comulgan los tibios, y luego se quejan de no ver el resultado de la comunión. Y puedo comulgar de manera que Cristo sea el primero y yo el segundo. Así comulgan los creyentes fervorosos, y consiguen las bendiciones de la Santísima Eucaristía. También los tibios reciben a Cristo, es cierto; mas no se funden con Él. ¿Basta comer un alimento bueno? Hay que digerirlo y asimilárnoslo; de lo contrario, es inútil. Se comprende por qué quedan sin efecto muchas comuniones y por qué no se nota la influencia de Cristo. Sencillamente, porque no hay lugar para Él en muchas almas. Nuestro corazón esté lleno..., ¿de qué?..., del mundo y de nosotros mismos. Observa a uno de esos hombres que, desde la mañana hasta la noche, desde el domingo hasta el sábado, desde el día de año nuevo hasta fin de año viven de continuo en un ambiente extraño a Cristo. Ahora va a comulgar. Tendría que levantarse al ambiente sobrenatural de la sagrada comunión, pero no es capaz de de ello. Sólo está allí su cuerpo, sólo está su lengua; pero está lejos su corazón, su alma, sus sentimientos, sus anhelos, sus pensamientos. ¿Cómo decirlo? Ese tal recibe a Cristo solamente en la antesala, y no le introduce en el aposento de los íntimos. ¡Pero recita la acción de gracias! Sí; repite una fórmula hecha. ¿Introduce acaso al Señor en la sala de sus íntimas confidencias, para explayar con Él su alma?... ¿Cómo ha de ser nuestra comunión? Hay que despertar en nosotros una fe firme: Va a venir Cristo el Hijo del Dios vivo, mi Rey; voy a hablar con Él, le daré gracias, le haré peticiones, le presentaré mis quejas. Si después de comulgar así vuelvo a casa, mi madre, mi esposa, mi marido, mi familia, mis compañeros de oficina... quedarán sorprendidos: ¡cuánto, más suave, paciente, amable, tolerante y pacifico me verán! ¿EI motivo? Ellos no lo saben. Yo sí que lo sé: llevo a Cristo en mi interior. ¡La Santísima Eucaristía, alimento del alma!

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III NUESTRA COMPAÑERA EN LA PEREGRINACIÓN TERRENAL Nuestro Señor Jesucristo quiso quedarse con nosotros hasta la consumación de los siglos. Acaso haya quien suspire con el corazón entristecido: ¡Oh, si yo hubiese vivido en aquellos tiempos en que el Señor anduvo sobre la tierra! Y no tiene razón. Fueron pocos los que entonces le vieron; ahora pueden acercarse a Él todos. Entonces estuvo en medio de los hombres algunos años, ahora está continuamente, y sólo dejará el altar cuando haya conducido a la meta a todos sus hijos. Mientras tanto, queda en medio de nosotros un recuerdo constante y Vivo de su Pasión, permanece en medio de nosotros el cuerpo crucificado y la sangre derramada en el Calvario, sigue en medio de nosotros el Maestro que nos enseña a vivir sacrificándonos por los demás, permanece como ejemplo y como garantía de nuestra futura resurrección. Me imagino qué sería, qué agitación se apoderaría de los hombres si se diese la noticia de que el Señor ha vuelto a la tierra y se le puede ver en Jerusalén o en Roma o en otro lugar. ¡Cómo irían ahorrando los hombres para hacer el viaje y poder verle! Y, sin embargo, con una fe viva podemos saludar al Señor en todos las iglesias en que se suarda la Santísima Eucaristía. Todos hemos oído hablar del célebre santuario de la Virgen de Lourdes. Es un cuadro inolvidable para todos los que pudieron contemplarlo: sale la procesión de la magnífica basílica, y las multitudes allí congregadas de todas las partes del mundo colocan sus mutilados, sus enfermos, al lado del camino: ¡un americano con los huesos fracturados, un alemán moribundo, un obispo africano paralítico, una muchacha húngara arrollada por el tren, un negro con una llaga grande, abierta!... ¡Miserables al borde del camino! Distinto es su idioma, distinto el color de su rostro, distintos sus dolores, no tienen de común más que su fe: la fe viva e inconmovible de que se acerca a ellos, bajo las especies de la blanca hostia, el Redentor omnipotente, el cual, si quiere, puede curarlos. 24

Y al emprender su camino la procesión, se oye una letanía que conmueve el corazón y desgarra el alma, una letanía que brota de labios de aquellos dolientes, una letanía que no se oye en ningún otro punto del mundo; se oyó algo semejante en el camino de Jericó, y también de labios del centurión de Cafarnaúm, cuando Jesucristo andaba corporalmente en medio de nosotros. Esta letanía no dice: «Señor, ten piedad de nosotros; Cristo, ten compasión de nosotros», sino «Jesús, Hijo de David, haz que yo vea; Jesús, Hijo de David, haz que yo oiga; Jesús, hijo de David, haz que se junten mis huesos; Jesús, Hijo de David, haz que yo pueda vivir todavía; Jesús, Hijo de David, di una palabra y mi cuerpo quedará curado.» Sollozando rezan la letanía los sanos y los enfermos. Y a medida que pasa la procesión y se da a cada cual una bendición especial con el Santísimo Sacramento, una fuerza divina invade a uno de esos pobres enfermos, y el que durante años apenas pudo moverse, estalla en un grito y se yergue curado, y con gran gozo arroja sus muletas... La multitud se estremece de gratitud, emoción y alegría. En medio de la procesión, con voz temblorosa de alegría, se oye el canto del sacerdote: «Te Deum laudamus». A Ti, Señor, te alabamos. Al volver la procesión a la iglesia iluminada, no queda ya ningún incrédulo, nadie duda, todos creen, todos son cristianos firmemente convencidos, y con los labios trémulos, con el corazón rebosante de gratitud, con los ojos arrasados de lágrimas, postrados todos, entonan con voz vibrante el cántico: «Ten Piedad de nosotros, Señor; ten piedad de nosotros. Descienda sobre nosotros tu misericordia, pues hemos esperado en Ti.» ¡Dulce Redentor nuestro! Danos esta fe viva, esta fe inconmovible que no sabe de dudas. En Ti, en tu bondad, ciframos todas nuestras esperanzas. Haz que sintamos siempre la gratitud, la veneración y el amor más profundos hacia la mejor prenda de tu bondad, la Santísima Eucaristía, y así la merezcamos, a fin de que cuando llegue nuestra hora postrera, confortados con este sacramento, con tu cuerpo sacratísimo y tu sangre preciosísima, podamos rezar confiados: En Ti, Señor, he esperado, no sea yo 25

eternamente confundido. Recoge ahora mi alma humilde, para que en el otro mundo pueda verte cara a cara, a Ti —que en esta tierra sólo he podido verte oculto bajo las especies de pan y vino, pero en quien he creído humildemente—, y unido inseparablemente con tu Corazón Sacratísimo sea indeciblemente dichoso por eternidad de eternidades. Fuente: Primeros capítulos del libro ANUNCIAD EL EVANGELIO, de Mons. Tihámer Tóth.

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