Educar, Elegir La Vida - Jorge Bergoglio

January 12, 2017 | Author: Omar Horacio Lorente Sarmiento | Category: N/A
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BajaLibros.com ISBN 978-987-34-1557-9 Diseño de tapa: Equipo Editorial 2ª edición 1ª reimpresión, marzo de 2013 Todos los derechos reservados Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723 © Editorial Claretiana, 2005 EDITORIAL CLARETIANA Lima 1360 - C1138ACD Buenos Aires República Argentina Tel: 4305-9510/9597 - Fax: 4305-6552 E-mail: [email protected] www.editorialclaretiana.com

PRESENTACIÓN ¿Cuánto tiempo podemos caminar sin un rumbo definido? ¿A dónde podemos llegar si una meta no orienta nuestros pasos? ¿Qué podemos proponernos si no sabemos quiénes somos? No es casual el uso del plural en estas preguntas. Porque si bien es cierto que, de alguna manera, resumen las inquietudes del corazón humano, también expresan el devenir de un pueblo en la construcción de su identidad. Y son los tiempos de crisis los que revelan con veracidad de qué madera estamos hechos. Son ellos los que despiertan con urgencia las voces que devuelven el sentido al caminar incierto. En este marco presentamos los mensajes del Cardenal Bergoglio a las comunidades educativas en los últimos tres años, acompañadas de propuestas para su trabajo a nivel personal y grupal.

Las palabras del Arzobispo de Buenos Aires descubren a un hombre de Dios que, por eso mismo, está profundamente comprometido con la suerte de sus hermanos. Son palabras que nos invitan a hacer memoria de nuestras raíces, a volver la mirada sobre los valores de nuestro pueblo, a renovar la confianza en la verdadera riqueza de nuestra patria. Y en este sentido, sintetizan y estimulan la tarea que desde hace tiempo viene realizando la Vicaría de la Educación de la Arquidiócesis. En el primero de los mensajes, el Pastor se dirige al mundo de la educación para recordarnos que “lejos de ser un mero consuelo fantaseado, una alienación imaginaria, la utopía es una forma que la esperanza toma en una concreta situación histórica”. Así, el eje de su reflexión nos invita a vivir “la creatividad como característica de una esperanza activa”. En el inicio del segundo declara: “Si miramos a Jesús, Sabiduría de Dios

encarnada, podremos darnos cuenta de que las dificultades se tornan desafíos, los desafíos apelan a la esperanza y generan la alegría de saberse artífices de algo nuevo. Todo ello, sin duda, nos impulsa a seguir dando lo mejor de nosotros mismos”. Todo un plan de vida. En el tercer mensaje el Cardenal invita a los educadores a la reflexión sobre “la tarea de acompañar a los niños y jóvenes en su proceso de maduración”. Afirma que “es imprescindible tratar de acercarnos a la realidad que los chicos viven en nuestra sociedad, e interrogarnos qué papel cumplimos nosotros en ella”. Llama a establecer metas concretas para la educación en la madurez. Horizontes abiertos, fraternidad solidaria, ir a más, gratuidad con eficiencia, excelencia de la solidaridad, son conceptos originales que el Cardenal promueve como parte de nuestro aporte específicamente cristiano

para una educación que testimonie y realice otra forma de ser humanos. “¡Nuestro objetivo no es sólo formar individuos útiles a la sociedad, sino educar personas que puedan transformarla! (...) O somos capaces de formar hombres y mujeres con esta mentalidad, o habremos fracasado en nuestra misión.” El rumbo está definido. Ya podemos caminar. El Editor

1 Ser creativos, para una esperanza activa Un acto de esperanza Hace exactamente un año, iniciaba mi mensaje a las comunidades educativas hablando de un momento crítico y decisivo en la vida de nuestro pueblo. Muchas cosas han pasado desde entonces: sufrimiento, desconcierto, indignación, pero también mucho poner el hombro por parte de tantos hombres y mujeres que se brindaron al prójimo sin justificarse en la indiferencia o en el afán de “salvarse” de otros. Como balance, nos encontramos con la convicción de que no tenemos que esperar ningún

salvador, ninguna propuesta mágica que vaya a sacarnos adelante o a hacernos cumplir con nuestro “verdadero destino”. No hay verdadero destino, no hay magia. Lo que hay es un pueblo con su historia repleta de interrogantes y dudas, con sus instituciones apenas sosteniéndose, con sus valores puestos entre signos de pregunta, con las herramientas mínimas como para sostener un corto plazo. Cosas demasiado pesadas como para confiárselas a un carismático o a un técnico. Cosas que sólo mediante una acción colectiva de creación histórica pueden dar lugar a un rumbo más venturoso. Y no creo equivocarme si intuyo que la tarea de ustedes como educadores, va a tener que hacer punta en este desafío. Crear colectivamente una realidad mejor, con los límites y posibilidades de la historia, es un acto de esperanza. No de certezas, ni de meras apuestas: ni destino ni azar. Exige creencias y virtudes. Poner en juego todos

los recursos, más un plus imponderable que le da su dramatismo. La reflexión de este año también versa sobre la esperanza, pero muy en particular sobre un componente esencial de su dimensión activa: la creatividad. Porque si estamos en un momento de creación histórica y colectiva, nuestra tarea como educadores ya no puede limitarse a “seguir haciendo lo de siempre”, ni siquiera a “resistir” ante una realidad sumamente adversa: se trata de crear, de comenzar a poner los ladrillos para un nuevo edificio en medio de la historia; es decir, ubicados en un presente que tiene un pasado y –eso deseamos– también un futuro.

Utopía y creación histórica Para nosotros, hablar de creación tiene una inmediata connotación creyente. La fe en

Dios Creador nos dice que la historia de los hombres no es un vacío sin orillas: tiene un inicio y tiene también una dirección. El Dios que creó “el cielo y la tierra” es el mismo que hizo una Promesa a su pueblo, y su poder absoluto es la garantía de la eficacia de su Amor. La fe en la creación, de este modo es soporte de la esperanza. La historia humana, nuestra historia, la historia de cada uno de nosotros, de nuestras familias, de nuestras comunidades, la historia concreta que construimos día a día en nuestras escuelas, nunca está terminada, nunca agota sus posibilidades, sino que siempre puede abrirse a lo nuevo, a lo que hasta ahora no se había tenido en cuenta. A lo que parecía imposible. Porque esa historia forma parte de una creación que tiene sus raíces en el Poder y el Amor de Dios. Una vez más, conviene aclarar que no se trata de una especie de compulsa entre pesimismo y optimismo. Estamos hablando

de la esperanza, y la esperanza no se siente cómoda con ninguna de esas dos opciones. Vamos a centrarnos en la creatividad como característica de una esperanza activa. ¿En qué sentido podemos ser creativos, creadores, nosotros los seres humanos? No lo será en el sentido de crear de la nada como Dios, obviamente. Nuestra capacidad de crear es bastante más humilde y acotada puesto que es un don de Dios que, ante todo, debemos recibir. Nosotros, a la hora de ejercer nuestra creatividad, debemos aprender a movernos dentro de la tensión entre la novedad y la continuidad. Es decir debemos dar lugar a lo nuevo a partir de lo ya conocido. Para la creatividad humana, no hay ni creación de la nada ni idéntica repetición de lo mismo. Actuar creativamente implica hacerse seriamente cargo de lo que hay, en toda su densidad, y encontrar el camino por el cual a partir de allí se manifieste algo nuevo.

En este punto, podemos volver a convocar, como lo hicimos ya el año pasado, a uno de los más importantes maestros de la fe: san Agustín. En su obra La Ciudad de Dios, este Padre de la Iglesia reflexionaba sobre el sentido de la historia desde la perspectiva de la salvación escatológica realizada en Cristo. La inminente caída del Imperio Romano anunciaba una profunda novedad histórica: el fin de una época y el incierto comienzo de otra. Y Agustín se proponía comprender los designios de Dios para iluminar a la Iglesia confiada a su ministerio. Ya hemos expuesto los elementos centrales de esta obra en el mensaje del año pasado. En última instancia, nos remitíamos a la historia humana como lugar del discernimiento entre las ofertas de la gracia, orientadas hacia la plena realización del hombre, la sociedad y la historia en la redención escatológica, y las tentaciones del pecado, pretendiendo construir un destino oponiéndose a la

dinámica divina de salvación. Pero hay otras dimensiones de este pensamiento agustiniano que pueden orientarnos en la búsqueda de una creatividad histórica. Para aprovechar su enseñanza, es preciso preguntarnos antes sobre el sentido de la utopía. En primer lugar, las utopías son frutos de la imaginación, la proyección hacia el futuro de una constelación de deseos y aspiraciones. La utopía toma su fuerza de dos elementos: por un lado, la disconformidad, la insatisfacción o el malestar que genera la realidad actual; por el otro, la inquebrantable convicción de que otro mundo es posible. De ahí su fuerza movilizadora. Lejos de ser un mero consuelo fantaseado, una alienación imaginaria, la utopía es una forma que la esperanza toma en una concreta situación histórica. La creencia de que el mundo es perfectible y de que la persona humana tiene recursos

para alcanzar una vida más plena alimenta toda construcción utópica. Pero dicha creencia va de la mano con una búsqueda concreta de mediaciones para que ese ideal sea realizable. Porque si bien el término utopía literalmente remite a algo que está “en ningún lugar”, algo que no existe de un modo localizable, no por eso apunta a una completa alienación respecto de la realidad histórica. Por el contrario, se plantea como un desarrollo posible, aunque por el momento imaginado. Anotemos este punto: algo que no existe aún, algo nuevo, pero hacia lo cual hay que dirigirse a partir de lo que hay. De ese modo, todas las utopías incluyen una descripción de una sociedad ideal, pero también un análisis de los mecanismos o estrategias que la podrían hacer posible. Diríamos que es una proyección hacia el futuro que tiende a volver al presente buscando sus caminos de posibilidad, en este orden: primero, el ideal,

delineado vívidamente, luego, ciertas mediaciones que hipotéticamente lo harían viable. Pero además, en su ida y vuelta a partir del presente, se apoya fundamentalmente en la negación de los aspectos no deseados de la realidad actual. Brota del rechazo (no visceral sino inteligente) de una situación considerada como mala, injusta, deshumanizadora, alienante, etc. En ese sentido, hay que señalar que la utopía propone lo nuevo... pero sin liberarse nunca de lo actual. Perfila la expectativa de la novedad desde la percepción actual de lo que sería deseable si pudiéramos liberarnos de los factores que nos oprimen, de las tendencias que nos impiden acceder a algo superior. Por dos lados distintos, entonces, vemos la indisoluble ligazón entre lo futuro deseado y lo presente soportado. La utopía no es pura fantasía: también es crítica de la realidad y búsqueda de nuevos caminos.

En ese rechazo de lo actual en pos de otro mundo posible, articulado como un salto al futuro que debe después hallar sus caminos para hacerse viable, tiene dos serios límites: primero, cierta cualidad “loca”, propia de su carácter fantástico o imaginario que, al poner el acento en esa dimensión y no en los aspectos pragmáticos de su construcción, puede convertirla en un mero sueño, un deseo imposible. Algo de eso resuena en cierto uso actual, realista, del término. El segundo límite: en su rechazo de lo actual y deseo de instaurar algo nuevo, puede recaer en un autoritarismo más feroz e intransigente que aquello que se quería superar. ¿Cuántos ideales utópicos no han dado lugar, en la historia de la humanidad, a todo tipo de injusticias, intolerancias, persecuciones, atropellos y dictaduras de diversos signos? Pues bien: justamente son estos dos límites del pensamiento utópico los que han

provocado su descrédito en la actualidad; ya sea por un pretendido realismo que se ata a lo posible, entendiendo eso posible como el solo juego de las fuerzas dominantes descartando la capacidad humana de crear realidad a partir de una aspiración ética; ya sea por el hartazgo ante las promesas de ciertos mundos nuevos que, en el último siglo, sólo han traído más sufrimiento a los pueblos. Y aquí podemos volver a leer La Ciudad de Dios. La utopía, tal como la conocemos, es una construcción típicamente moderna (si bien hunde sus raíces en los movimientos milenaristas que atravesaron la segunda mitad de la Edad Media). Pero san Agustín, al plantear su esquema de las “dos ciudades” (la ciudad de Dios, regida por el amor, y la ciudad terrena, por el egoísmo) inextricablemente yuxtapuestas en la historia secular, nos ofrece algunas claves para ubicar la relación entre novedad y

continuidad, que es justamente el punto crítico del pensamiento utópico y la clave de toda creatividad histórica. En efecto: la Ciudad de Dios es, en primer lugar, una crítica a la concepción que sacralizaba el poder político y el statu quo. Todo imperio de la antigüedad se apoyaba en este tipo de creencia. La religión formaba parte esencial de toda la construcción simbólica e imaginaria que sostenía la sociedad desde un poder sacralizado. Y esto no era sólo cuestión de los paganos: una vez que el cristianismo fue adoptado como religión del Imperio Romano, se fue conformando una teología oficial que sostenía esa realidad política como si fuera ya el Reino de Dios consumado en la tierra. Justamente a ese tipo de lectura teológica de una realidad histórica se oponía Agustín con su obra. Al mostrar las semillas de corrupción en la Roma imperial, estaba rompiendo toda identificación entre Reino

de Cristo y reino de este mundo. Y al presentar la Ciudad de Dios como una realidad presente en la historia, pero de un modo entremezclado con la Ciudad terrena y sólo separable en el Juicio final, daba lugar a la posibilidad de otra historia posible, vivida y construida desde otros valores y otros ideales. Si en la teología oficial la historia era el lugar exclusivo y excluyente del Poder autorreferenciado, en la Ciudad de Dios se constituye en espacio para una Libertad que acoge el don de la salvación y el proyecto divino de una humanidad y un mundo transfigurados. Proyecto que será consumado en la escatología, es cierto, pero que ya en la historia puede ir gestando nuevas realidades, derribando falsos determinismos, abriendo una y otra vez el horizonte de la esperanza y de la creatividad a partir de un plus de sentido, de una promesa que siempre está invitando a seguir adelante.

También podemos asumir el momento “utópico” de su crítica a los modelos sacralizados, y vincularlo al realismo con que el obispo de Hipona consideraba su pertenencia activa a la Iglesia. Porque otro aspecto de nuestro santo es su comprometida y concreta lucha por la construcción de una Iglesia fuerte, unida, centrada en la experiencia de fe de la cual él mismo era un testigo privilegiado, pero también realizándose de un modo histórico y terreno en una comunidad concreta. Su firme posición ante los donatistas (una corriente que pretendía una Iglesia de los puros, sin lugar para los pecadores) ponía de manifiesto la convicción realista de que la espera de un cielo nuevo y una nueva tierra no debe dejarnos de brazos cruzados ante los desafíos del presente, en pos de una pureza o no contaminación con lo terreno, sino que – por el contrario– debe darnos una orientación y una energía propia para

amasar el barro de lo cotidiano, el ambiguo barro de que está hecha la historia humana, para plasmar un mundo más digno de las hijas e hijos de Dios. No el cielo en la tierra: sólo un mundo más humano, en espera de la acción escatológica de Dios. La creatividad histórica, entonces, desde una perspectiva cristiana, se rige por la parábola del trigo y la cizaña. Es necesario proyectar utopías, y al mismo tiempo es necesario hacerse cargo de lo que hay. No existe el “borrón y cuenta nueva”. Ser creativos no es tirar por la borda todo lo que constituye la realidad actual, por más limitada, corrupta y desgastada que ésta se presente. No hay futuro sin presente y sin pasado: la creatividad implica también memoria y discernimiento, ecuanimidad y justicia, prudencia y fortaleza. Si vamos a tratar de aportar algo a nuestra Patria desde el lugar de la educación, no podemos perder de vista ambos polos: el utópico y el realista,

porque ambos son parte integrante de la creatividad histórica. Debemos animarnos a lo nuevo, pero sin tirar a la basura lo que otros (e incluso nosotros mismos) han construido con esfuerzo.

Un creativo en la historia argentina Tratemos de ver esto de un modo un poco más concreto. ¿Por qué no hacer el intento, ya que estamos en tema, de dejarnos enseñar por la historia? Pensando en los tiempos fundacionales de nuestra patria, me salió al encuentro un personaje al cual, por lo general, no se le reconoce la relevancia que ha tenido en la Argentina naciente. Me refiero a Manuel Belgrano. ¿Qué se puede decir de él, además de su participación en la Primera Junta y la creación de la bandera? No fue un hombre

exitoso, al menos en los términos en que nos hemos acostumbrado a usar esa palabra en estos tiempos de pragmatismo y necedad. Sus campañas militares carecieron del brillo y profundidad que le ganaron a José de San Martín el título de Libertador. Carecía de la pluma de escritor y propagandista de un Sarmiento. Como político, siempre estuvo relegado a una segunda línea. Tampoco su vida privada fue demasiado llamativa: su salud dejaba bastante que desear, no pudo casarse con la mujer que amaba y murió a los cincuenta años, en la pobreza. Sin embargo, Sarmiento dijo de él que había sido “uno de los poquísimos que no tiene que pedir perdón a la posteridad y a la severa crítica de la historia. Su muerte oscura es todavía un garante de que fue ciudadano íntegro, patriota intachable”. De muy pocos exitosos de nuestra historia nacional podría decirse lo mismo... Es que, además de sus incontrastables virtudes personales y su

profunda fe cristiana, Belgrano fue un hombre que, en el momento justo, supo encontrar el dinamismo, empuje y equilibrio que definen la verdadera creatividad: la difícil pero fecunda conjunción de continuidad realista y novedad magnánima. Su influencia en los albores de nuestra identidad nacional es muchísimo mayor de lo que se supone; y por ello puede volver a ponerse de pie para mostrarnos, en este tiempo de incertidumbre pero también de desafío, cómo se hace para poner cimientos duraderos en una tarea de creación histórica.

Un creativo revolucionario Belgrano vivió en una época de utopías. Hijo de italiano y criolla se había dedicado a estudiar Leyes en algunas de las mejores universidades de la metrópoli: Salamanca, Madrid y Valladolid. En la convulsionada

Europa de fin de siglo, el joven Belgrano no sólo había aprendido la disciplina que había ido a estudiar, sino que se había interesado por el torbellino de ideas nacientes que estaban configurando una nueva época. En particular, la economía política. Firmemente convencido de las más avanzadas ideas de progreso de su tiempo, no dudó en formar en su interior un proyecto: poner todo esto al servicio de una gran causa en su patria natal. Así, en 1794 fue nombrado primer Secretario Perpetuo del Real Consulado de Industria y Comercio del Virreinato del Río de la Plata, algo similar a lo que hoy sería una cartera de Hacienda. No era algo común que la España fuertemente centralista de los Borbones ubicara en puesto tan importante a un hijo de criolla y extranjero. Pero en Buenos Aires escaseaban hombres con una formación semejante. El flamante Secretario no tardó en confrontarse con la realidad americana, al intentar cumplir su tarea de promover la

producción y el comercio con un espíritu realmente transformador. Pronto se dio cuenta de que los brillantes ideales de derechos del hombre y el progreso chocaban con las mentalidades conservadoras de la administración colonial y los sectores acomodados de Buenos Aires, comerciantes que se beneficiaban del monopolio español y el contrabando: “... conocí que nada se haría en favor de las provincias por unos hombres que por sus intereses particulares posponían el del común. Sin embargo, ya que por las obligaciones de mi empleo podía hablar y escribir sobre tan útiles materias, me propuse, al menos, echar las semillas que algún día fuesen capaces de dar frutos, ya porque algunos estimulados del mismo espíritu se dedicasen a su cultivo, ya porque el orden mismo de las cosas las hiciese germinar”, diría en su breve Autobiografía. ¿Cuáles eran estas semillas? “Fundar

escuelas es sembrar en las almas”, dirá nuestro prócer. El espíritu revolucionario de Belgrano descubrió rápidamente que lo nuevo, lo que podría llegar a ser capaz de modificar una realidad estática y esclerotizada, vendría por el lado de la educación. De este modo, promovió por todos los medios la creación de escuelas básicas y especializadas. Las Memorias anuales del Consulado, el periódico Telégrafo Mercantil y, más tarde, el Correo de Comercio, serían algunos de los medios a través de los cuales buscará sembrar esas semillas. Su prédica insistirá en la necesidad de la enseñanza técnica, diseñando proyectos de escuelas de agricultura, comercio, arquitectura, matemáticas, dibujo. De todas ellas, sólo pudieron concretarse las de Náutica y de Dibujo. Mucho antes que otros Belgrano comprendió que la educación y aun la capacitación en las disciplinas y técnicas modernas eran una importante clave para el

desarrollo de su patria. Si sus proyectos no pudieron desarrollarse, fue porque –como él mismo escribiría años después– “todos, o escollaban en el gobierno de Buenos Aires o en la Corte, o entre los mismos comerciantes, individuos que componían este cuerpo, para quienes no había más razón, ni más justicia, ni más utilidad ni más necesidad que su interés mercantil; cualquiera cosa que chocara con él, encontraba un veto, sin que hubiese recurso para atajarlo”. Pero no por eso abandonó su empeño: por uno u otro lado se las arreglaba para seguir difundiendo y poniendo en práctica sus ideas. Porque además de idealista, el creador de la bandera era sumamente perseverante, y no se dejaba vencer fácilmente, a pesar de su carácter moderado y conciliador. Además de lo que hacía al desarrollo económico, Belgrano consideraba que “un pueblo culto nunca puede ser esclavizado”.

La dignidad de la persona humana ocupaba en su mentalidad, al mismo tiempo cristiana e ilustrada, el lugar central. De allí que bregara también por la fundación de escuelas en la ciudad y en el campo, donde se brindara a todos los niños las primeras letras, junto a conocimientos básicos de matemáticas, el catecismo, y algunos oficios útiles para ganarse la vida. “Esos miserables ranchos donde se ven multitud de criaturas, que llegan a la edad de la pubertad, sin haberse ejercitado en otra cosa que la ociosidad, deben ser atendidos hasta el último punto”, escribía en 1796. “Uno de los principales medios que se deben adoptar a este fin son las escuelas gratuitas, a donde puedan los infelices mandar a sus hijos, sin tener que pagar cosa alguna por su instrucción, allí se les podrían dictar buenas máximas, e inspirarles amor al trabajo, pues en un pueblo donde reina la ociosidad, decae el comercio y toma su lugar la miseria”.

No, otro era el espíritu de su insistencia (en el Reglamento de la Escuela de Geometría, Arquitectura, Perspectiva y Dibujo, escrito por su propia mano) en los derechos igualitarios para españoles, criollos e indios y en la provisión de cuatro vacantes para huérfanos, “los más desposeídos de nuestra tierra”. En la misma línea, Belgrano da una fundamental importancia a la educación de las chicas, en una época en que todavía estaba muy lejos el reconocimiento práctico de condiciones y derechos igualitarios para varones y mujeres. Vemos así a un verdadero creador en acción, alguien que, lejos de considerarse satisfecho por la posición alcanzada y hacerla jugar a su favor, consagró lo mejor de sus energías a tratar de plasmar una sociedad nueva, distinta, mejor para todos. Abierto a las ideas más avanzadas de su tiempo y –al mismo tiempo– atento a la necesidad de que nadie quedara afuera de ese nuevo mundo que iba tomando forma.

Pero algo más: no se trataba de un idealista que se desentendía de las dificultades prácticas de sus proyectos. Para todos ellos buscaba prever el modo de financiamiento, los recursos materiales y humanos que lo harían posible. En este punto no dudó en aportar él mismo elementos que serían necesarios para sostener un esfuerzo educativo serio. Poco después de la Revolución de 1810 donó 165 volúmenes para la biblioteca pública de Buenos Aires (hoy Biblioteca Nacional). Asimismo, es sabido que destinó el premio de 40.000 pesos que le otorgaron por su victoria en la batalla de Salta a construir cuatro escuelas en Tarija, Salta, Tucumán y Santiago del Estero. Él mismo redacta el Reglamento para esas escuelas, en el cual mostraba el modo en que esos recursos deberían ser usados para sostener a los maestros, proveer de útiles y libros a los niños de padres pobres, etc. Un detalle llamativo: sostenía que el

maestro debía ser considerado como “Padre de la Patria” y debería tener asiento en el Cabildo local. Otro detalle, ya no tan llamativo: esas escuelas no llegaron a construirse nunca.

“Lo que ves no es todo lo que hay” Antes de que parezca que el Arzobispo intenta convertirse indebidamente en profesor de historia, quisiera rescatar de lo visto algunas enseñanzas acerca de la creatividad. Más allá de las profundas diferencias de época, hay mucho de permanente, de vigente, en la actitud de Belgrano de tratar de mirar siempre más allá, de no quedarse con lo conocido, con lo bueno o malo del presente. Esa actitud utópica, en el sentido más valioso de la palabra, es sin duda uno de los componentes esenciales de

la creatividad. Parafraseando (e invirtiendo) una expresión popular, podríamos decir que la creatividad que brota de la esperanza afirma que “lo que ves... no es todo lo que hay”. De esta manera el desafío de ser creativos nos exige sospechar de todo discurso, pensamiento, afirmación o propuesta que se presente como “el único camino posible”. Siempre hay más. Siempre hay otra posibilidad. Quizá más ardua, quizá más comprometida, quizá más resistida por aquellos que están muy instalados y para los cuales las cosas marchan muy bien... Los argentinos ya hemos padecido ese tipo de discurso durante la última década, con todo el peso y el brillo de la academia y la ciencia, con la suprema sabiduría de los técnicos y los títulos. Promesas vanas de los gurúes de turno, y ya hemos visto dónde desembocaron. Hoy todo el mundo parece saber qué habría que haber hecho en vez de

lo que se hizo. Y todo el mundo parece olvidar que aquello que se hizo era presentado por los popes del saber económico y los formadores de opinión de la comunicación como el único camino posible. Ser creativos, en cambio, es afirmar que siempre hay algún horizonte abierto. Y no se trata solamente de un optimismo idiota que intentamos copiar de un prócer de hace dos siglos. La afirmación de que “lo que ves no es todo lo que hay” se deriva directamente de la fe en Cristo Resucitado, novedad definitiva, que declara provisoria e incompleta toda otra realización, novedad que mide la distancia entre lo actual y la manifestación del cielo nuevo y la nueva tierra. Distancia que sólo salva la esperanza y su brazo activo: la creatividad que desmiente toda falsa consumación y abre nuevos horizontes y alternativas. ¿Qué decir, asimismo, de las lápidas que podemos poner sobre una persona –un

alumno, un compañero– cuando la encasillamos, etiquetamos y empaquetamos debajo de un rótulo, una definición, un concepto? ¿Cuántas veces podemos cerrar los caminos de renovación y crecimiento de una persona o de una institución educativa, cuando declaramos resignadamente que “las cosas son así”, “funcionan así”, o que “con fulano no hay nada que hacer”? De todas las instituciones posibles, justamente las escuelas animadas por la fe cristiana son aquellas que menos deberían resignarse y quedarse con lo “ya conocido”. Nuestras escuelas están llamadas a ser signos reales, vivientes, de que “lo que ves no es todo lo que hay”, que otro mundo, otro país, otra sociedad, otra escuela, otra familia es posible. Llamadas a ser instituciones donde se ensayen formas nuevas de relación, nuevos caminos de fraternidad, un nuevo respeto a lo inédito de cada ser humano, una mayor apertura y sinceridad, un ambiente

laboral signado por la colaboración, la justicia y la valoración de cada uno, donde queden afuera relaciones de manipulación, competencia, manejos por detrás, autoritarismos y favoritismos interesados. Todo discurso cerrado, definitivo, encubre siempre muchos engaños; esconde lo que no debe ser visto. Trata de amordazar la verdad que siempre está abierta a lo auténticamente definitivo, lo cual no es nada de este mundo. Pensamos en una escuela abierta a lo nuevo, capaz de sorprenderse y ella misma aprender de todo y de todos. Una escuela arraigada en la verdad, que es siempre sorpresa. Escuela que es semilla, en el sentido en que lo decía Belgrano y, sobre todo, en el sentido de la palabra evangélica, de un mundo nuevo, transfigurado. Les hago una propuesta: en una sociedad donde la mentira, el encubrimiento y la hipocresía han hecho perder la confianza básica que permite el vínculo social, ¿qué

novedad más revolucionaria que la verdad? Hablar con verdad, decir la verdad, exponer nuestros criterios, nuestros valores, nuestros pareceres. Si ya mismo nos prohibimos seguir con cualquier clase de mentira o disimulo seremos también, como efecto sobreabundante, más responsables y hasta más caritativos. La mentira todo lo diluye, la verdad pone de manifiesto lo que hay en los corazones. Primera propuesta: digamos siempre la verdad en y desde nuestras escuelas. Les aseguro que el cambio será notorio: algo nuevo se hará presente en medio de nuestra comunidad.

“Todo el hombre, todos los hombres” Hay un criterio, verdaderamente evangélico, que es infalible para desenmascarar pensamientos únicos que

cierran la posibilidad de la esperanza, e incluso falsas utopías que la desnaturalizan. Es el criterio de universalidad. “Todo el hombre y todos los hombres” era el principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo. La opción preferencial por los pobres del Episcopado latinoamericano no buscaba otra cosa: incluir a todas las personas, en la totalidad de sus dimensiones, en el proyecto de una sociedad mejor. Será por eso que nos suena tan familiar la insistencia de Manuel Belgrano acerca de una educación para todos, que contemplara particularmente a los más necesitados para garantizar una plena universalidad. En realidad, ¿puede ser deseable una sociedad que descarte a una cantidad grande o pequeña de sus miembros? Aun desde una posición egoísta, ¿cómo podré estar seguro de que no seré yo el próximo excluido? Quizás algo de eso haya aprendido nuestra

sociedad en el último año. “Siempre hubo pobres entre nosotros”, pero en las últimas décadas fueron cayendo una a una las instituciones que intentaban garantizar para todos al menos la oportunidad de vivir una vida digna. El desempleo que aumentaba y aumentaba fue el signo más notorio. Durante mucho tiempo fue desapareciendo y devaluándose el trabajo, la seguridad social, fueron desarticulándose las economías provinciales... Hoy nos horrorizamos al ver que los chicos se mueren de desnutrición. Pero hace unos años, quienes estábamos incluidos en el mundo del consumo, ni soñábamos (ni queríamos soñar) con que, al mismo tiempo que algunos se convertían en ciudadanos del primer mundo, otros descendían a una especie de inframundo sin trabajo, sin sentido, sin esperanza, sin futuro, decretado inviable o sólo objeto de asistencia (siempre insuficiente) por un sistema injusto y sin corazón. Hasta que

llegaron el corralito y el colapso, y ahí muchos argentinos descubrieron que la máquina infernal también venía por ellos, por los que se venían salvando. Si se acepta que algunos sí y otros no, queda la puerta abierta para todas las aberraciones que vengan después. Y esto es, también, un punto central de la creatividad que buscamos. La capacidad de mirar siempre qué pasa con el lado que no se tuvo en cuenta en los cálculos. Volver a mirar, a ver si no quedó nadie afuera, nadie olvidado. Por muchos motivos. Primero, porque en la lógica cristiana, todo hombre debe tener su lugar y cada uno es imprescindible. Segundo, porque una sociedad excluyente es, en realidad, una sociedad potencialmente enemiga de todos. Y tercero, porque aquel que fue olvidado no se va a resignar tan fácilmente. Si no pudo entrar por la puerta, tratará de hacerlo por la ventana. Resultado: la bella sociedad excluyente y amnésica

tendrá que volverse más y más represiva, para evitar que los Lázaros que dejó afuera puedan meterse a manotear algo de la mesa de Epulón. Pues bien, una imprescindible misión de todo educador cristiano es apostar a la inclusión, trabajar por la inclusión. ¿No ha sido una práctica antiquísima de la Iglesia llevar la educación a los más olvidados? ¿No han sido creadas con ese objetivo muchas congregaciones y obras educativas? ¿Hemos sido siempre consecuentes con esta vocación de servicio e inclusión? ¿Qué vientos nos hicieron perder este norte evangélico? Porque la Iglesia también sueña con brindar educación gratuita a todos los que deseen recibir su servicio, especialmente los más pobres. Pero ¿dónde nos deja eso a nosotros? Es obvio que las cosas no caen del cielo como el maná, y que en estos tiempos no se nos hace fácil sostener nuestras instituciones. Por supuesto que el Estado

tiene también su responsabilidad y su función, y debe garantizar de diversas maneras la educación gratuita y de calidad para todos, respetando el derecho a elegir que también tienen los pobres. Pero ahora me refiero más bien a una cuestión de mentalidad. La mentalidad con que llevamos adelante nuestros colegios, la mentalidad que transmitimos, la mentalidad con que tomamos determinaciones y opciones. Nuestras escuelas deben regirse por un criterio bien definido: el de la fraternidad solidaria. Y ese debe ser su sello distintivo en todas y cada una de sus dimensiones y actividades; y también, permítanme decirlo, el de cada uno de los maestros cristianos. De ningún modo su trabajo es una mera mercancía. Ningún trabajo lo es, pero el de ustedes por un título especial. Es un servicio a las personas, a los pequeños, personas que se ponen en sus manos para que ustedes los ayuden a llegar a ser lo que pueden ser.

“Padres de la Patria”, los llamaba Belgrano, y reclamaba para ustedes un asiento en el Cabildo. ¡Ojalá todas nuestras instituciones educativas pudieran recompensar como corresponde a sus maestros! No sólo económicamente: también en respeto, participación, reconocimiento. En lo económico, la realidad nos impone límites que no podemos negar. Pero todos: maestros, directivos, pastores, padres y madres, alumnos podemos ser signos de un mundo distinto donde cada uno sea reconocido, aceptado, incluido, dignificado, y no sólo por su utilidad, sino por su valor intrínseco de ser humano, de hija o hijo de Dios. Llamados a ser creativos en este crítico momento de nuestra patria, tendremos que preguntarnos qué hacemos como Iglesia, como escuela, como maestros, para aportar a una mentalidad y una práctica verdaderamente incluyente y universal, y a

una educación que brinde posibilidades no a algunos, sino a todos los que estén a nuestro alcance, a través de los diversos medios que tengamos. Una segunda propuesta: atrevámonos a jugarnos por entero por el valor cristiano de la fraternidad solidaria. No permitamos que la mentalidad individualista y competitiva tan arraigada en nuestra cultura ciudadana termine colonizando también nuestras escuelas. Animémonos a enseñar y hasta a exigir el desprendimiento, la generosidad, la primacía del bien común. La igualdad y el respeto a todos: extranjeros (de países limítrofes), pobres, indigentes. Combatamos desde nuestras escuelas toda forma de discriminación y de prejuicio. Aprendamos y enseñemos a dar incluso desde los recursos escasos de nuestras instituciones y familias. Y que esto se manifieste en cada decisión, en cada palabra, en cada proyecto. De ese modo, vamos a estar poniendo un signo muy claro

(y hasta polémico y conflictivo, si es necesario) de la sociedad distinta que queremos crear.

“De buenas intenciones está sembrado el camino del infierno” Un tercer criterio para orientar nuestra creatividad. Una vez más, reconociéndolo en la acción del creador de la bandera nacional, el cual procuraba siempre asegurar los recursos y medios para la realización de sus proyectos. No basta con las intenciones, ni tampoco con las palabras. Es preciso poner manos a la obra, y de un modo eficaz. Es muy bonito hablar de solidaridad, de una sociedad distinta, teorizar sobre la escuela y la importancia de una educación actualizada, personalizada, con los pies en la tierra. Hay

toneladas de palabras sobre la sociedad de la información, sobre el conocimiento como principal capital del mundo actual, etcétera, etcétera. Pero “de buenas intenciones está sembrado el camino del infierno”. Una verdadera creatividad no descuida, como ya vimos, los fines, los valores, el sentido. Pero tampoco deja de lado los aspectos concretos de implementación de los proyectos. La técnica sin ética es vacía y deshumanizante, un ciego guiando a otros ciegos, pero una postulación de los fines sin una adecuada consideración de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse en mera fantasía. La utopía, decíamos, así como tiene esa capacidad de movilizar situándose adelante y afuera de la realidad limitada y criticable, también, y por eso mismo, tiene un aspecto de locura, de alienación, en la medida que no desarrolle mediaciones para hacer de sus atractivas visiones, objetivos posibles.

Por ello, para enfrentar creativamente el momento actual, debemos desarrollar más y más nuestras capacidades, afinar nuestras herramientas, profundizar nuestros conocimientos. Reconstruir nuestro alicaído sistema educativo, desde el reducido o prominente lugar que nos haya tocado ocupar, implica capacitación, responsabilidad, profesionalismo. Nada se hace sin los recursos necesarios, y no sólo los económicos, sino también los talentos humanos. La creatividad no es cosa de mediocres. Pero tampoco de iluminados o genios: aunque siempre hacen falta los soñadores y los profetas, su palabra cae en el vacío sin constructores que conozcan su oficio. La escuela que se juegue por responder a estos desafíos deberá entrar en una dinámica de diálogo y participación para resolver los nuevos problemas de modos nuevos, sabiendo que nadie tiene la suma del

saber o de la inspiración, y que el aporte responsable y competente de cada uno es imprescindible. La exclusión socioeconómica, la crisis de sentido y valores y la labilización del vínculo social son una realidad que toca a todos, pero de un modo especial afecta a nuestros chicos y adolescentes. Se hace necesario buscar formas eficaces de acompañarlos y fortalecerlos ante los riesgos que los acechan. Y no sólo el SIDA o las drogas; también el individualismo, el consumismo frustrante, la falta de oportunidades, la tentación de la violencia y de la desesperanza, la pérdida de vínculos y horizontes, la limitación en la capacidad de amar. ¿Es-tamos preparados? ¿Contamos con equipos profesionales adecuados? ¿Salimos a buscar experiencias, saberes, propuestas, o tendemos a quedarnos con lo que ya sabemos, haya o no funcionado? ¿Estamos

dispuestos a armar redes, con apertura generosa a lo diocesano? Si a una verdadera mística cristiana de la apertura a lo adveniente y de la solidaridad universal y concreta le sumamos una prudencial y generosa administración de nuestros talentos humanos e institucionales, no contentándonos con lo que ya tenemos sino buscando perfeccionar más y más nuestras habilidades y capacidades, estaremos en condiciones de responder al momento actual con una auténtica actitud creativa. Y aquí va la tercera propuesta: no dudemos en buscar lo mejor en nuestras escuelas. Salgamos de cierta chatura, de cierto estilo de “lo atamos con alambre” que ha sido durante mucho tiempo un hábito en nuestras comunidades. Preocupémonos para que nuestros maestros, nuestros directivos, nuestros capellanes, nuestros administrativos, sean realmente buenos y serios en lo suyo. El espíritu es importante,

pero también lo es la competencia profesional. No para caer en el mito de la excelencia en el sentido competitivo e insolidario en que a veces se presenta, sino para ofrecer a nuestra comunidad y a nuestra patria lo mejor de nosotros, poniendo en juego a fondo nuestros talentos.

Creatividad y tradición: “Construir desde el lado sano” La creatividad, que se nutre de la utopía, arraiga en la solidaridad y procura los medios más eficaces, puede sufrir todavía de una patología que la pervierte hasta convertirla en el peor de los males: el creer que todo empieza con nosotros, defecto que, como ya señalamos, degenera rápidamente en autoritarismo.

Volvamos a 1810. Pocos meses después de la Revolución de Mayo, Belgrano es enviado en misión militar al Paraguay. Un año más tarde, sería puesto a cargo del Ejército del Norte con la misión de combatir los importantes focos realistas en el Alto Perú. Con triunfos y reveses, ocupará ese puesto hasta 1814, en el que lo reemplaza luego San Martín. Obviamente, no vamos a hacer aquí la crónica de las campañas militares del abogado puesto a comandar ejércitos, pero sí me gustaría llamarles la atención sobre un detalle que nos muestra la actitud del prócer y puede darnos pie para desarrollar nuestra última reflexión acerca de la creatividad. Ustedes sabrán que Belgrano era un jefe verdaderamente reconocido y querido por sus subordinados, pero que también, en la tropa, circulaban sobre su persona algunos comentarios jocosos y socarrones: que era un mojigato, que era débil de carácter... Es verdad que, para aquellos soldados, un hijo

de comerciantes acomodados, formado en los mejores centros de Buenos Aires y de España, dedicado siempre a los libros y las tareas intelectuales, tendría sin duda un aspecto más bien distante. Pero también es cierto que gran parte de esas críticas tenían que ver con su actitud moderada y, sobre todo, con sus estrictas prohibiciones en lo que se refería al trato con las mujeres, el consumo de alcohol, las peleas, los juegos de naipes y otros aspectos que hicieran a la disciplina de la tropa. Es que Belgrano consideraba que las campañas militares realizadas en nombre de la Revolución tenían que estar a la altura de los ideales que la animaban, ideales de dignidad del hombre, libertad y fraternidad, todo ello, además, fundamentado en las virtudes cristianas. Por eso, exigía de su tropa un verdadero testimonio de integridad y de respeto a las comunidades por donde pasaban. Especialmente severo era con todo aquello

que pudiera escandalizar las creencias religiosas de los pueblos del interior. En un bando a la tropa al entrar en el Alto Perú ordenaba: “... se respetarán los usos, costumbres y aun preocupaciones de los pueblos; el que se burlare de ellos con acciones, palabras y aun con gestos será pasado por las armas”. Además de sus propias convicciones religiosas, para él estaba en juego el significado de la Revolución y, en última instancia, de la nación que quería construir. En efecto, en una de sus cartas a San Martín, ya a cargo este último del Ejército del Norte, Belgrano escribía que “... la guerra (en el Alto Perú) no sólo la deberá hacer Ud. con las armas, sino con la opinión, afianzándose siempre en las virtudes naturales, cristianas y religiosas, pues los enemigos nos la han hecho llamándonos herejes, y sólo por este medio han atraído a las gentes bárbaras a las armas, manifestándoles que atacábamos a la

religión. (...) No debe dejarse llevar de opiniones exóticas, ni de hombres que no conocen el país que pisan”. No era ajeno a estas prevenciones el hecho de que jefes militares y civiles anteriores habían escandalizado seriamente a los habitantes de aquellos lugares con sus actitudes y su prédica anticatólica, típica de la mentalidad ilustrada de la Revolución Francesa. Por el contrario, Belgrano sabía que nada puede construirse sobre la destrucción indiscriminada de lo anterior, sino que debe partirse del reconocimiento de la identidad y valor del otro. Y aquí es donde completamos nuestra perspectiva acerca de la creatividad como ubicada en la tensión entre novedad y continuidad. Si ser creativos tiene que ver con ser capaces de abrirse a lo nuevo, eso no significa descuidar el elemento de continuidad con lo anterior. Sólo Dios crea de la nada, decíamos más arriba. Y así como

no hay forma de curar a un enfermo si no nos apoyamos en lo que tiene de sano, del mismo modo no podemos crear algo nuevo en la historia si no es a partir de los materiales que la misma historia nos brinda. Belgrano reconoció que la América unida y fuerte con la cual soñaba sólo podía construirse sobre el respeto y la afirmación de las identidades de los pueblos. Si la creatividad no es capaz de asumir los aspectos vivos de lo real y presente, deviene rápidamente en imposición autoritaria, brutal reemplazo de una verdad por otra. ¿No será ésta una de las claves de nuestra dificultad para llevar adelante una dinámica más positiva? Si siempre, para construir, tendemos a voltear y pisotear lo que otros han hecho antes, ¿cómo podremos fundar algo sólido? ¿Cómo podremos evitar sembrar nuevos odios que más tarde echen por tierra lo que nosotros hayamos podido hacer?

Por eso, si como educadores queremos sembrar verdaderamente las semillas de una sociedad más justa, más libre y más fraterna, debemos aprender a reconocer los logros históricos de nuestros fundadores, de nuestros artistas, pensadores, políticos, educadores, pastores... Quizás ahora nos estemos dando cuenta de que en la época de las vacas gordas nos habíamos dejado deslumbrar por algunos espejitos de colores, modas intelectuales y de las otras, y habíamos olvidado algunas certezas muy dolorosamente aprendidas por generaciones anteriores: el valor de la justicia social, la hospitalidad, la solidaridad entre las generaciones, el trabajo como dignificación de la persona, la familia como base de la sociedad... Nuestras escuelas deberían ser un espacio donde nuestros chicos y jóvenes pudieran tomar contacto con la vitalidad de nuestra historia. No sólo disfrazándose de vendedora

de mazamorra en al acto del 25 de mayo, sino también aprendiendo a reflexionar sobre los aciertos y errores que configuraron nuestra realidad actual. Pero eso supone que, antes, todos nosotros, como educadores, hayamos podido realizar –juntos–, ese proceso. Más allá de las diversas opciones y formas de pensar, es preciso aprender a elaborar acuerdos básicos, compartidos –que no nivelen hacia abajo–, sobre los cuales poder seguir construyendo. Es la única forma de afirmar una identidad colectiva en la que todos puedan reconocerse. Crear a partir de lo existente supone, también, ser capaces de reconocer las diferencias, los saberes previos, las expectativas e incluso los límites de nuestros chicos y sus familias. Sabemos que la educación no es, de ninguna manera, un proceso unidireccional. Pero, ¿actuamos en consecuencia? ¿Realmente estamos dispuestos a dejarnos enseñar, nosotros,

maestros? ¿Somos capaces de hacernos cargo de una relación de la que todos podemos salir cambiados? ¿Creemos en nuestros alumnos, en las familias de nuestro barrio, en nuestra gente? La capacidad de “construir desde el lado sano” es, entonces, el cuarto y último criterio para una acción creativa que hoy quiero compartir con ustedes. Y les hago la última propuesta: animémonos a proponer modelos de vida a nuestros alumnos. La cultura posmoderna, que todo lo diluye, ha declarado pasada de moda toda propuesta ética concreta. Presentar ejemplos valiosos de servicio, de lucha por la justicia, de compromiso por la comunidad, de santidad y heroísmo, tiende a ser visto como una especie de túnel del tiempo inútil o pernicioso. Y sobre un territorio devastado ¿qué queda sino el instinto de supervivencia? Parafraseando una canción que sin duda ustedes conocerán

y habrán cantado, “¿quién dijo que todo está perdido?: muchos han ofrecido su corazón”. Propongamos testimonios con la convicción de que esas ofrendas no han sido en vano. Y, ante la uniforme aplanadora del “todo es igual, nada es mejor”, habremos puesto inocultables signos de que algo nuevo es posible.

Conclusión Nuestra reflexión nos ha dejado cuatro enseñanzas acerca de la creatividad histórica que es preciso poner en juego en estos tiempos, cuatro principios de discernimiento: Mirar siempre más allá: “Lo que ves no es todo lo que hay”. Tener siempre en cuenta a “todo el hombre y todos los hombres”. Buscar siempre los medios más adecuados

y eficaces: “De buenas intenciones está sembrado el camino del infierno”. “Construir desde el lado sano”, rescatando los valores y realizaciones positivas. Y, como una forma (¡no la única!) de ir poniendo en práctica lo anterior, cuatro propuestas: • Decir siempre la verdad. • Jugarnos por la fraternidad solidaria. • Desarrollar siempre más nuestras capacidades. • Proponer testimonios y modelos concretos de vida. Como en el milagro de Jesús, nuestros panes y peces pueden multiplicarse (Mt 14,1720). Como en el ejemplo puesto por el Señor a sus discípulos, nuestra pequeña ofrenda tiene un máximo valor (Lc 21,1-4). Como en la parábola, nuestras pequeñas semillas se convierten en árbol y cosecha (Mt 13,23.31-32). Todo ello desde la fuente

viva de la Eucaristía, en la cual nuestro pan y nuestro vino se transfiguran para darnos Vida eterna. Se nos pide una tarea inmensa y difícil. En la fe en el Resucitado, podremos enfrentarla con creatividad y esperanza, y ubicándonos siempre en el lugar de los sirvientes de aquella boda, sorprendidos colaboradores del primer signo de Jesús, que sólo siguieron la consigna de una Mujer: “Hagan lo que él les diga” (Jn 2,5). Creatividad y esperanza hacen crecer la vida. Este año, en el que sintetizando todo esto queremos decir con fuerza: Educar es elegir la Vida, pidámosle a nuestra Madre con las palabras de Juan Pablo II en Evangelium Vitae: Oh María, aurora del mundo nuevo, Madre de los vivientes, a Ti confiamos la causa de la vida: mira, Madre, el número inmenso

de niños a quienes se impide nacer, de pobres a quienes se hace difícil vivir, de hombres y mujeres víctimas de violencia inhumana, de ancianos y enfermos muertos a causa de la indiferencia o de una presunta piedad. Haz que quienes creen en tu Hijo sepan anunciar con firmeza y amor a los hombres de nuestro tiempo el Evangelio de la vida. Alcánzales la gracia de acogerlo como don siempre nuevo, la alegría de celebrarlo con gratitud durante toda su existencia y la valentía de testimoniarlo con solícita constancia, para construir, junto con todos los hombres de buena voluntad, la civilización de la verdad y del amor,

para alabanza y gloria de Dios Creador y amante de la vida. Amén. Buenos Aires, en la Cuaresma del año del Señor de 2003

Clave de lectura para trabajar a solas o en grupo ●Reflexionamos Si decimos que la utopía “lejos de ser un mero consuelo fantaseado, una alieneación imaginaria, es una forma que la esperanza toma en una concreta situación histórica”: Para la reflexión personal: - ¿Cuáles son los fundamentos de mi esperanza? - ¿En qué momentos de mi vida experimenté la necesidad de la esperanza?

- ¿En quién encontré un modelo para vivir la esperanza? Para el trabajo en grupo: - ¿Cuál es la evolución de nuestra sociedad durante los últimos diez años según los siguientes parámetros: Confianza, Tolerancia y Solidaridad? - ¿Cuáles son las características de la utopía que alienta nuestra esperanza? - ¿Qué elementos positivos encontramos en nuestra sociedad para construir a partir de ellos? ● Leemos “Ustedes saben en qué tiempo vivimos y que ya es hora de despertarse, porque la salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está muy avanzada y se acerca el día. Abandonemos las obras propias de la noche y vistámonos con la armadura de la luz.” Rom 13,11-12

● Pensamos “La Iglesia se siente comprometida a promover en sus hijos la plena conciencia de que han sido regenerados a una vida nueva. El proyecto educativo de la Escuela Católica se define precisamente por su referencia explícita al Evangelio de Jesucristo, con el intento de arraigarlo en la conciencia y en la vida de los jóvenes, teniendo en cuenta los condicionamientos culturales de hoy.” La escuela católica, 9 ● Revisamos nuestra tarea Mons. Bergoglio nos deja cuatro líneas bien claras para orientar nuestra actividad como educadores. Repasemos el texto. 1. “Ser creativos, en cambio, es afirmar que siempre hay algún horizonte abierto. Y no se trata solamente de un optimismo idiota que intentamos copiar de un prócer de hace dos siglos. La afirmación de que “lo que ves no es todo lo que hay” se deriva directamente de la

fe en Cristo Resucitado, novedad definitiva, que declara provisoria e incompleta toda otra realización, novedad que mide la distancia entre lo actual y la manifestación del cielo nuevo y la nueva tierra. Distancia que sólo salva la esperanza y su brazo activo: la creatividad que desmiente toda falsa consumación y abre nuevos horizontes y alternativas.” ¿Cómo enfrentamos la tentación de resignarnos a la imposibilidad de renovar nuestras instituciones educativas? ¿Qué signos de anquilosamiento detectamos en nuestros criterios? ¿Cuáles son las circunstancias en las que, como institución educativa, hemos desplegado nuestra creatividad? 2. “Pues bien, una imprescindible misión de todo educador cristiano es apostar a la inclusión, trabajar por la inclusión. ¿No ha sido una práctica antiquísima de la Iglesia llevar la educación a los más olvidados? (...)

Nuestras escuelas deben regirse por un criterio bien definido: el de la fraternidad solidaria. Y ese debe ser su sello distintivo en todas y cada una de sus dimensiones y actividades; y también, permítanme decirlo, el de cada uno de los maestros cristianos.” ¿Hemos sido siempre consecuentes con esta vocación de servicio e inclusión en nuestras instituciones? ¿Cómo se manifiesta este espíritu de inclusión en nuestras comunidades educativas? ¿Cuál es la mentalidad imperante sobre la fraternidad solidaria en los siguientes niveles de relación: •Entre las instituciones educativas •Entre los docentes •Entre los alumnos •Entre los docentes y los alumnos? 3. “La escuela que se juegue por responder a estos desafíos deberá entrar en una

dinámica de diálogo y participación para resolver los nuevos problemas de modos nuevos, sabiendo que nadie tiene la suma del saber o de la inspiración, y que el aporte responsable y competente de cada uno es imprescindible. (...) Salga-mos de cierta chatura, de cierto estilo de “lo atamos con alambre” que ha sido durante mucho tiempo un hábito en nuestras comunidades. Preocupémonos para que nuestros maestros, nuestros directivos, nuestros capellanes, nuestros administrativos, sean realmente buenos y serios en lo suyo.” ¿Cuáles son, en nuestra institución, los problemas nuevos que deberíamos enfrentar? ¿Qué hacemos para evitar el estancarnos en nuestro crecimiento humano y profesional? ¿Salimos a buscar experiencias, conocimientos y propuestas, o tendemos a quedarnos con lo que ya sabemos, haya

funcionado o no? 4. “Si ser creativos tiene que ver con ser capaces de abrirse a lo nuevo, eso no significa descuidar el elemento de continuidad con lo anterior. (...) Si la creatividad no es capaz de asumir los aspectos vivos de lo real y presente, deviene rápidamente en imposición autoritaria, brutal reemplazo de una verdad por otra. (...) Si siempre, para construir, tendemos a voltear y pisotear lo que otros han hecho antes, ¿cómo podremos fundar algo sólido?” ¿Realmente estamos dispuestos a dejarnos enseñar, nosotros, maestros? ¿Somos capaces de hacernos cargo de una relación de la que todos podemos salir cambiados? ¿Cómo cultivamos la capacidad de construir desde el lado sano? ● Oramos Señor,

concédeme la gracia de luchar, no tanto para ser llamado maestro sino para serlo; no tanto para hablar de ti sino para revelarte; no tanto para referirme al amor y al servicio humano, sino para poseer el espíritu del amor y el servicio; no tanto para referirme a los ideales de Jesús sino para revelarlos en cada acto de mi enseñanza. Wallace Grant Fisk

2 Con Audacia, entre todos, un País Educativo Jesús, Sabiduría de Dios encarnada Queridos educadores: No es ninguna novedad decir que vivimos tiempos difíciles. Ustedes lo saben, lo palpan día a día en el aula. Muchas veces habrán sentido que sus fuerzas son pocas para enfrentar las angustias que las familias cargan sobre sus espaldas y las expectativas que sobre ustedes se concentran. El mensaje de este año quiere ubicarse en ese lugar y quiere invitarlos a descubrir una vez más la grandeza de la vocación que han recibido. Si miramos a

Jesús, Sabiduría de Dios encarnada, podremos darnos cuenta de que las dificultades se tornan desafíos, los desafíos apelan a la esperanza y generan la alegría de saberse artífices de algo nuevo. Todo ello, sin duda, nos impulsa a seguir dando lo mejor de nosotros mismos. Estas cosas son las que hoy quiero compartir con ustedes. Los cristianos tenemos un aporte específico que hacer en nuestra Patria y ustedes, educadoras y educadores, deben ser protagonistas de un cambio que no puede tardar. A ello los invito y para ello pongo en ustedes mi confianza y les ofrezco mi servicio de Pastor. En este último año se hizo popular la afirmación de que los argentinos hemos “recuperado la esperanza”. Habría que ver si se trata de aquella auténtica esperanza que nos abre a un futuro cualitativamente distinto (aunque no tenga una denominación explícitamente religiosa), o si estamos

dispuestos simplemente a volver a ilusionarnos una vez más, con todos los riesgos que eso implica. De cualquier manera, vamos a tomar ese cambio de humor como punto de partida para hacer algunas reflexiones. Ciñéndonos a lo que aquí nos interesa, que es la cuestión de los valores que sostienen y justifican nuestra tarea como educadores, les propongo ubicarnos en un escenario que puede dar lugar a planteos interesantes: el escenario de la reconstrucción de la comunidad. El panorama de los últimos años en nuestro país nos ha llevado a reconocer un problema de fondo, una crisis de creencias y valores y, como todo reconocimiento, nos pone de frente al desafío de buscarle solución. Allí es donde la idea de reconstrucción resulta bastante más que una metáfora. No se trata de volver atrás, como si nada hubiera pasado o como si nada se hubiese aprendido. Tampoco de quitar algo

pernicioso, una especie de tumor en nuestra conciencia colectiva, suponiendo que antes el organismo poseía plena salud. Si hablamos de reconstrucción es porque somos conscientes de la imposibilidad de saltearnos y sobrepasar lo histórico. Reconstruir significa, en este caso, volver a poner en primer plano los fines, los deseos y los ideales, y encontrar nuevas formas más eficaces de orientar nuestras acciones hacia esos fines, deseos e ideales, articulando esfuerzos y generando realidades (exteriores e interiores, instituciones y hábitos) que permitan sostener coherente y compartidamente la marcha. A nadie se le escapa que la educación es uno de los pilares principales para esta reconstrucción del sentido de comunidad, aunque ella no pueda disociarse de otras dimensiones igualmente fundamentales como son la económica y la política. Si es certero el diagnóstico que ubica la crisis no

sólo en los yerros de una macroeconomía carente de visión (o con una visión distorsionada de su lugar y función en una comunidad nacional) sino también en un nivel político, cultural y –más hondamente todavía– moral, la tarea será larga y consistirá más en una siembra que en una serie de rápidas modificaciones. Por ello, no creo exagerar si afirmo que cualquier proyecto que no ponga la educación en un lugar prioritario será sólo “más de lo mismo”. Ahora bien, como educadores cristianos ante el desafío de hacer nuestro aporte a la reconstrucción de la comunidad nacional, necesitamos operar una serie de discernimientos relativos a aquello que, al menos a nuestro juicio, debe ser priorizado. La fecundidad de nuestros esfuerzos no depende solamente de las condiciones subjetivas, del grado de entrega, generosidad y compromiso que podamos alcanzar.

También depende del acierto “objetivo” de nuestras decisiones y acciones. Comprender, interpretar y discernir son momentos imprescindibles de todo actuar responsable y consistente, de todo camino en esperanza. Los cristianos tenemos un punto de partida, una referencia que se nos brinda como luz y guía. No caminamos a ciegas, no tanteamos en nuestra búsqueda de sentido orientándonos solamente por un método de prueba y error. El discernimiento cristiano es justamente cristiano porque toma como eje a Jesucristo, Sabiduría de Dios (1 Cor 1,24.30). Si se trata de entender, de dar sentido, de saber hacia dónde ir, los cristianos tenemos una fuente inagotable que es la Sabiduría divina hecha carne, hecha hombre, hecha historia. Allí hemos de volver, una y otra vez, en busca de iluminación, inspiración y fuerza.

Nuestro cimiento: Cristo, sabiduría de Dios Los tres lados de la sabiduría ¿Qué significa hablar de sabiduría? En primer lugar, está claro que se trata de algo del orden del conocimiento. Es un primer sentido de saber: conocer, entender. Ser sabios, vivir con sabiduría, implica muchas cosas pero nunca puede dejarse de lado el aspecto intelectual. Como educadores, el servicio a la sabiduría de nuestro pueblo es – en gran medida– un servicio al crecimiento en el orden cognitivo. Si hoy tenemos en cuenta los aspectos vivenciales, afectivos, vinculares, actitudinales... todo eso no puede darse en desmedro de una fuerte apuesta a lo intelectual. En eso debemos reconocer su parte de verdad a la matriz, quizás ilustrada o enciclopedista, de la educación argentina fundacional. Una persona que conoce más,

que ha cultivado su capacidad de informarse, evaluar y reflexionar, de incorporar nuevas ideas y ponerlas en relación con las anteriores para producir nuevos sentidos, tiene en sus manos una herramienta invalorable no sólo para abrirse camino en lo que hace al trabajo y el éxito en la vida social; también posee elementos valiosísimos para desarrollarse como persona, para crecer en el sentido de ser mejor. No en vano la Iglesia ha visto desde siempre la importancia, en la educación, de la actividad intelectual además de la educación estrictamente religiosa. El saber no sólo “no ocupa lugar”, como decían nuestras abuelas, sino que abre espacio, multiplica lugar para el desarrollo humano. Aquí, todavía en el inicio de nuestra meditación, tenemos ya un punto concreto para revisar y conversar en nuestras comunidades educativas. Con mucha razón

ponemos el acento en la vida comunitaria, en amplificar nuestra capacidad de acogida y contención, en crear lazos humanos y ambientes de alegría y amor, que permitan a nuestros niños y jóvenes crecer y dar fruto. Y hacemos bien: muchas veces esos aportes básicos les son negados por una sociedad cada vez más dura, exitista, competitiva, individualista. Pero todo ello no puede hacerse a costa de la tarea indispensable de alimentar y formar la inteligencia. Hoy está de moda la palabra excelencia, a veces con un sentido ambiguo sobre el cual más tarde volveremos, pero rescatemos de esa moda el imperativo de trabajar en serio en el plano de la transmisión y creación de conocimientos de todo tipo. Parafraseando ese término de moda: busquemos una educación “de inteligencia”. Pero la sabiduría no se agota en el conocimiento. Saber significa también gustar. Se saben conocimientos... y también

se saben sabores. ¿Qué le aporta esta dimensión a lo que venimos diciendo? El aspecto “afectivo” y “estético”: sabemos y amamos lo que sabemos. Educar será, entonces, mucho más que ofrecer conocimientos: será ayudar a que nuestros chicos y jóvenes puedan valorarlos y contemplarlos, puedan hacerlos carne. Supone un trabajo no sólo sobre la inteligencia sino también sobre la voluntad. Apostamos a la libertad personal como última síntesis del modo humano de estar en el mundo, pero no una libertad indeterminada (¡inexistente!) sino abonada por experiencias de seguridad, de gozo, de amor dado y recibido. No estoy hablando de que a los chicos “les guste” ir a aprender en la escuela. La búsqueda de sabiduría como sabor no se reduce a una cuestión de motivación, aunque la incluya. Se trata de que puedan sentir el gozo de la palabra, del dar y recibir,

de escuchar y compartir, de comprender el mundo que los rodea y los lazos que a él los unen, de maravillarse con el misterio de la creación y de su punto culminante: el hombre. Volveremos sobre estas cuestiones. Por ahora, dejemos apuntado que nuestra tarea educativa tiene que despertar el sentimiento del mundo y la sociedad como hogar. Educación “para el habitar”: imprescindible camino para ser humanos y para reconocernos hijos de Dios. Todavía quiero llamar la atención sobre un tercer lado, una tercera dimensión de la sabiduría. Sabio es el que no sólo sabe sobre las cosas, las contempla y las ama, sino que logra integrarse a ellas a través de la elección de un rumbo y de las múltiples opciones concretas y hasta cotidianas que la fidelidad le exige. Un lado, entonces, “práctico”, en el cual se resuelven los dos anteriores. Esta dimensión coincide con el sentido antiguo de Sabiduría presente en la Biblia: capacidad

para orientarse en la vida, de modo que un obrar prudente y hábil fructifique en plenitud existencial y felicidad. Saber lo que “vale la pena” y lo que no: un saber ético que, lejos de constreñir e inhibir las posibilidades humanas, las despliega y desarrolla máximamente. Un saber moral opuesto tanto a inmoral como a desmoralizado. También saber “cómo hacerlo”: un saber “práctico” no sólo en relación con los fines, sino con los medios disponibles para no quedarnos en las buenas intenciones. Esta tercera dimensión de sabiduría es la que pedía el rey Salomón como gracia para poder gobernar a su pueblo (Cf Sab 9,1-11). Queremos una escuela de sabiduría... como una especie de laboratorio existencial, ético y social, donde los chicos y jóvenes puedan experimentar qué cosas les permiten desarrollarse en plenitud y construyan las habilidades necesarias para llevar adelante sus proyectos de vida. Un lugar donde

maestros sabios, es decir, personas cuya cotidianeidad y proyección encarnan un modelo de vida deseable, ofrezcan elementos y recursos que puedan ahorrarle, a los que empiezan el camino, algo del sufrimiento de hacerlo desde cero experimentando en la propia carne elecciones erróneas o destructivas. Promover una sabiduría que implique conocimiento, valoración y práctica es un ideal digno de presidir cualquier empeño educativo. Quien pueda aportar algo así a su comunidad habrá contribuido a la felicidad colectiva de un modo incalculable. Y, como decíamos, los cristianos poseemos en Jesucristo un principio y una plenitud de sabiduría que no tenemos derecho a retener dentro de nuestros espacios confesionales. No de otra cosa se trata la evangelización a que nos urge el Señor: compartir una sabiduría que desde el principio fue destinada a todos los hombres y mujeres de

todos los tiempos. Renovemos con audacia el ardor del anuncio, de la propuesta que sabemos que colma las búsquedas hondas, silenciadas por tanta vorágine, hagámoslo cada día e intentando llegar a todos. Edificar sobre roca Ésta es nuestra convicción como cristianos. Pero todavía tenemos que hacer un largo discernimiento para comprender la novedad radical de que somos depositarios. Al fin y al cabo, los fracasos históricos y hasta los horrores y aberraciones más increíbles que hemos vivido como pueblo han tenido a veces como protagonistas a hermanos nuestros que confesaban nuestra misma fe y compartían nuestras celebraciones. Proclamar el nombre de Jesucristo no nos exime ni del error ni de la maldad. Ya lo dijo el mismo Jesús: no basta con decir “¡Señor, Señor!” si no se hace la voluntad del Padre (Mt 7,21-23). No se trata sólo de mala

intención, o de “lobos con piel de oveja”. Es muy fácil decir que “al fin y al cabo, en realidad, en el fondo de su corazón, nunca fueron de los nuestros”: así preservamos nuestras seguridades meramente nominales, expulsando afuera aquellos elementos que nos harían preguntarnos acerca de la profundidad y solidez de nuestras creencias y prácticas. Sigamos prestando atención a las palabras del Señor que acabamos de recordar. En los versículos que siguen, Jesús prosigue su enseñanza con la parábola del hombre que edifica su casa sobre roca. “Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa; pero ésta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca” (Mt 7,25). Las imágenes de lluvias, torrentes y vientos pueden dar a esa construcción una cierta impresión de pasividad: simplemente aguanta. Aguanta manteniendo su fe, sus

convicciones, en medio de las adversidades del mundo. Pero la inmediata relación de la parábola con las declaraciones anteriores de Jesús (“no son los que dicen Señor, Señor...”) nos ubican en un lugar completamente distinto; refieren a más. Se trata de “hacer la voluntad del Padre que está en el cielo” (Mt 7,21), o de hacer lo que Jesús, el maestro, nos dice (Lc 6,46). Se trata de resistir a los embates del mundo, y más aún, “poner manos a la obra” en una tarea que está estrechamente vinculada al Reino que en Jesús se hace presente. ¿Qué significa, pues, “construir sobre roca” para poder poner en práctica la voluntad del Señor? Creo que la idea de sabiduría nos permite empezar a abrirnos camino en nuestra búsqueda. Si la tarea, la tarea concreta que tenemos entre manos, la tarea educativa en el contexto de reconstrucción de la comunidad, requiere de un sólido compromiso subjetivo y también de un serio

y lúcido discernimiento objetivo, entonces tendrá que estar presidida por una Sabiduría intelectual, afectiva, práctica que ponga plenamente en juego el modelo de Jesús en esos tres planos. Confesar a Cristo como el Señor, ser sus apóstoles en la difusión del Evangelio y en la puesta en marcha de su Reino, implica necesariamente construir sobre la roca de la Sabiduría encarnada el edificio de nuestra identidad cristiana y docente, y de nuestra acción educativa. En este punto, al cual sin duda todos habremos llegado al responder a nuestra vocación, pueden cruzarse algunos malentendidos que dan lugar a verdaderas tentaciones. La primera es la de quedarnos en una concepción meramente piadosa de la Sabiduría encarnada en Jesús de Nazaret. Hacer de ella sólo una experiencia interior, subjetiva, dejando de lado el costado objetivo, la mirada real sobre el mundo, el

movimiento del corazón a la luz de esa comprensión, la concreta determinación que incluye la creación de mediaciones eficaces para aproximarnos al ideal. Es la tentación permanente de las tendencias pseudomísticas de la existencia cristiana. Esta perspectiva, sin dejar de constituir uno de los aspectos del Misterio cristiano (y de toda mística religiosa), termina reduciéndose a una especie de elitismo del espíritu, a una experiencia extática de elegidos que rompe con la historia real y concreta. Las élites ilustradas, por dinamismo interno, nos despojan del sentido de pertenencia a un pueblo, en este caso el pueblo de Dios que ahora es la Iglesia. Las elites ilustradas clausuran todo horizonte que nos provoca a seguir andando y revierten nuestra acción hacia adentro, en un inmanentismo sin esperanza. En la base de este elitismo del espíritu, despotenciador de toda sabiduría, está la negación de la verdad

fundamental de nuestra fe: el Verbo es venido en carne (1 Jn 4,2). Tenemos en el Nuevo Testamento un ejemplo concreto de esta acentuación reductiva: la primera comunidad cristiana de Corinto, que motivara una enérgica carta de san Pablo. Estos cristianos de origen griego habían desarrollado una concepción de la fe de tipo carismática, pero disociando las experiencias “en el Espíritu” (don de lenguas, éxtasis...) de su correlativo compromiso moral y social. San Pablo tendrá que llamarles la atención acerca de esa suerte de cristianismo espiritual que perdía conexión con la vida cotidiana en el plano concreto. Se trata de una concepción más apta para desarrollar lo que hoy llamaríamos una religiosidad new age que una auténtica fe en Jesús de Nazaret y su Buena Noticia. En tiempos de orfandad y falta de sentido, como los que hoy vivimos, esta unilateralidad de lo místico constituye una experiencia sin duda

consoladora y benéfica. Pero lo cierto es que, al cabo de un tiempo, el misterio de la condición pecadora del ser humano desmiente las pretensiones de “elevación por encima de lo mundano” que esta deficiente espiritualidad implica, y le obliga a revelar su faceta oculta de mentira y autoengaño. ¿De qué modo afectará a nuestra tarea en el aula una acentuación semejante de la sabiduría cristiana? Entre otras formas, a través de una concepción mágica de la fe y a veces de los sacramentos. No tengo intención, en este punto, de analizar la vida sacramental de nuestras comunidades educativas. Menciono algunas situaciones que se dan, entre las varias posibles: rutina y ausencia. A veces absolutizamos los signos del encuentro con Dios hasta el punto de descuidar lo que esos signos deberían significar, no hacemos otra cosa que invalidarlos, hacerles perder consistencia,

mecanizarlos. En la misma línea, hemos confiado a veces demasiado en la exaltación de lo emocional en la convivencia catequística, en el retiro de jóvenes, en el buen momento vivido en el día de la familia... Momentos de gratuidad, sí, de fiesta y alegría, pero a veces tan inconsistentes... La alabanza y gozo en el Señor no son instrumentos o “medios” para nada sino que expresan el resplandor de una vida verdaderamente evangélica, el descanso en el camino efectivamente transitado, el anticipo de la felicidad esperada. Finalmente, otra forma de parecernos a los corintios de san Pablo: el culto a la espontaneidad... traducida en improvisación. La justa crítica de lo burocrático, de la formalidad porque sí, del apego al procedimiento y al reglamento, la prioridad del espíritu sobre la letra, también nos puede llevar a la mediocridad y la inoperancia, cuando no al mero culto de la personalidad y,

en definitiva, a la deserción de la misión que se nos ha encomendado, haciéndola naufragar en una lamentable parodia de comunidad viva y creativa que, como la mentira, tiene patas cortas. En el otro extremo, la Sabiduría cristiana se convierte en un hecho predominantemente “objetivo”, una “bandera” que, sobre el icono del Cristo histórico que no permaneció en el sepulcro sino que fue exaltado como Señor, perfila un nuevo orden social y cultural observable, una serie de certezas identificadas con alguna realización histórica concreta. La objetividad de la Resurrección de Cristo, según esta concepción reductiva, daría lugar a la objetividad de su triunfo en la historia, al modo de una identificación entre el Reino de Dios y el de este mundo, que una y otra vez se reedita en la historia de la Iglesia y que, ya en lo albores del cristianismo, mereció una importante página crítica del evangelio de Juan en el diálogo

entre Jesús y Pilato (Jn 18,33-37). En efecto, ¿por qué renunciaría Jesús a convocar a sus ángeles para defender su Reino? Porque ese Reino “no era de este mundo”, no se trataba de otra alternativa política, social o cultural fatalmente atada a la caducidad de todo lo que nace, crece y muere en el tiempo. Y si el cristianismo místico daba lugar a una especie de elitismo o de “celebración del narcisismo”, su opuesto, el extremo histórico le abre las puertas a un “autoritarismo del espíritu” que, al igual que el anterior, termina indefectiblemente tocando la carne de los seres humanos. Porque la condición histórica como conflicto de subjetividades, como campo ambiguo donde las cosas nunca son absolutamente blancas o negras (cf la parábola del trigo y la cizaña) siempre hace caer por tierra los órdenes perfectos y definitivos y los obliga a mostrar la capacidad de maldad que les es propia. Finalmente, asoma la voluntad de dominio

que el ser humano lleva adentro, en este caso camuflada por la contemplación del triunfo de Cristo sobre la muerte. También esto puede afectar (y distorsionar seriamente) nuestro servicio en la tarea educativa. Es claro (aunque no falte quien pueda sostener lo contrario todavía hoy) que un modelo de identidades históricas rígidas, carente de lugar para el disenso e incluso para opciones y orientaciones diversas y plurales, no puede ya tener lugar, al menos en nuestras sociedades occidentales. El lugar de la subjetividad en la cultura moderna, reconociendo desvíos y desvaríos, es ya una conquista de la humanidad. En este desarrollo del concepto de persona humana como sujeto de una libertad inviolable no ha sido ajena la inspiración evangélica. En el mismo plano religioso, la dignidad humana exige un tipo de propuesta y adhesión a las creencias que está muy lejos de la imposición de una letra inmanente

indiscutible que encadene o amengüe la búsqueda personal de Dios, poniendo en juego la rica dotación que recibió el ser humano para semejante aventura. De ningún modo deben aspirar nuestras escuelas a formar un hegemónico ejército de cristianos que conocerán todas las respuestas, sino que deben ser el lugar donde todas las preguntas son acogidas, donde, a la luz del Evangelio, se alienta justamente la búsqueda personal y no se la obtura con murallas verbales, murallas que son bastante débiles y que caen sin remedio poco tiempo después. El desafío es mayor: pide hondura, pide atención a la vida, pide sanar y liberar de ídolos... y cabe aquí la precisión: tanto la concepción mística como la histórico– política configuran un triunfalismo, verdadera caricatura del real triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Dimensiones de la sabiduría cristiana

Pero entonces, ¿cómo podemos avanzar en una comprensión positiva de la Sabiduría cristiana? Sabemos que no es posible aquí más que una primera mirada, necesariamente breve y limitada. Nadie puede pretender agotar la infinita riqueza de la Palabra hecha carne en una simple colección de palabras humanas. Se trata, más bien, de invitarlos a buscar, a orar, a profundizar en la Escritura y en las muchas expresiones del magisterio y de la tradición viva de la Iglesia, tratando de descubrir los acentos y relieves propios de una fe que se hace vida para el mundo de hoy. Quiero exhortarlos a una mirada más atenta y vigilante de los signos de los tiempos, a un nuevo fortalecimiento de la oración y reflexión comunitaria, a recrear aquel diálogo de salvación que, en diversos momentos de la historia, dio frutos de santidad y abrió instancias impensadas de evangelización y renovación. Esto nos

reclama hacernos tiempo para lo común, para abrirnos con seriedad y entusiasmo a construir junto a los otros, poniendo el corazón. En este sentido, permítanme compartir, como Pastor, algunas ideas que puede ser valioso tener en cuenta. Simplemente, algunos aspectos en que la persona y la palabra de Jesús le dan forma al ideal de sabiduría esbozado más arriba. En primer lugar, la sabiduría cristiana como verdad. Jesús mismo se define de esa manera (Jn 14,6). Tenemos que avanzar hacia una idea de verdad cada vez más incluyente, menos restrictiva. Al menos, si estamos pensando en la verdad de Dios y no en alguna verdad humana por más sólida que nos parezca. La verdad de Dios es inagotable, es un océano del cual apenas vemos la orilla. Es algo que estamos empezando a descubrir en estos tiempos: no esclavizarnos a una defensa casi paranoica de nuestra verdad (si

yo la tengo, él no la tiene; si él puede tenerla, entonces es que yo no la tengo). La verdad es un don que nos queda grande, y justamente por eso nos agranda, nos amplifica, nos eleva. Y nos hace servidores de tal don. Lo cual no entraña relativismos, sino que la verdad nos obliga a un continuo camino de profundización en su comprensión. El Evangelio de Jesús nos ofrece verdad: acerca de Dios, de un Dios que es Padre, de un Dios que viene al encuentro de los suyos, de un Dios libre y liberador que elige, llama y envía. Releamos las parábolas y comparaciones del Reino: hablan de Dios. Dios sale a los caminos porque preparó una fiesta y quiere que todos la disfruten; Dios está escondido en lo pequeño y lo que crece, aunque no sepamos verlo. Dios es infinitamente generoso, espera hasta el último momento y va en busca de los que se extraviaron. Paga en demasía a los obreros

de la última hora y no mezquina tampoco su amor a los de la primera y al hermano del hijo pródigo: por el contrario, los tiene siempre junto a él y los invita a trascenderse a sí mismos y parecerse a él. Dios... ¡Qué podemos decir, que no quede superado por la infinitud de lo que Él es! Cuando volvemos a beber en el pozo del Evangelio, al instante nos damos cuenta de lo patéticas que han sido, a lo largo de la historia, las representaciones de Dios que los hombres hemos manufacturado, muchas veces a nuestra imagen. Pero todavía hay más: estamos hablando de un Dios que no se quedó instalado en su “divinidad”. Todo lo que podemos decir de él ha tenido y tiene un modo humano de existir: el de Jesús de Nazaret. Ese Padre infinitamente misericordioso y salvador no es una figura inalcanzable: realizó su obra en las acciones y palabras del Maestro. De modo que la sabiduría cristiana es

también verdad sobre el hombre. Sobre el DiosHombre, y sobre el hombre llamado a vivir la condición divina. Éste es un mensaje siempre nuevo y siempre actual: aun en tiempos de globalización tecnológica, donde todo lo humano parece reducirse a bits y parecería que se ha decidido dejar a muchos afuera del reino que se organiza, hay una palabra de sabiduría que nos insiste una y otra vez, al oído y a los cuatro vientos, desde los púlpitos y los areópagos, y también desde los gólgotas y los muchos infiernos de este mundo, acerca de la fidelidad inconmovible de un Dios que quiso ser hombre para que los hombres seamos como Dios. Y esto justamente por el camino inverso al sugerido por la Serpiente en el Edén. Me pregunto si los que hoy tenemos la misión de enseñar logramos ponderar toda la belleza y explosividad de esta verdad sobre Dios y sobre el hombre que hemos recibido. Hace ya más de un siglo (este año se

cumplen 110 años de su muerte), un cristiano encarnó su vocación de docente, periodista y político desde estas convicciones, asumiendo plenamente su condición de creyente y de hombre de su tiempo, sin dualismos ni reticencias. Me refiero a José Manuel Estrada y creo que es importante rescatar su figura no sólo desde las luchas concretas en que vehiculizó su fidelidad a la Iglesia y su amor a la Patria, sino desde el hecho mismo de que entendió la verdad cristiana como un potencial inmenso de elevación de la humanidad y no se conformó con menos: para él, no se trataba de aguantar el viento y las lluvias, sino de potenciar sus capacidades al servicio de la construcción de una sociedad nueva. Plenamente en su tiempo, compartió el interrogante acerca del sentido de la vida humana y apuntó certeramente al punto donde ese sentido se vuelve interrogante e invitación a la búsqueda para todo hombre

de buena voluntad: “Las ciencias de observación, ya pertenezcan al orden material como la química, ya pertenezcan al orden moral como la filosofía, clasifican hechos, definen fenómenos, formulan acaso sus leyes inmediatas y secundarias; pero son impotentes para descubrir el enlace superior que las vincula, dentro de sus condiciones metafísicas de producción, a una armonía universal, sumisa a una ley excelsa. (...) Si la ignorancia del hombre consistiera tan sólo en la impotencia para apreciar los fenómenos y sus condiciones, el naturalismo bastaría para disiparla gradualmente. Pero ni de la mente del cristiano, ni de la mente del ateo lógico, ni del espíritu de quien se eleva un ápice sobre el nivel en que, por exceso de la primitiva gradación, la animalidad pura y la barbarie se confunden casi indisolublemente, desaparecerá jamás, aun agotadas todas las curiosidades del mundo

visible y escondido al por qué circunstancial de todos los hechos experimentales, esta otra curiosidad: ¿qué soy yo?, ni esta otra: ¿de dónde vengo?, ni, por fin, este angustioso problema centro de las dulzuras de la fe y de las congojas punzantes de la incredulidad o de la duda: ¿a dónde voy?...” Pero la sabiduría cristiana, y Estrada testimonia también esto, no se queda en discurso. La dimensión de Verdad va de la mano con la de Vida y Camino. Los “tres lados” de la sabiduría alcanzan su resolución evangélica en Jesús y también en aquellos que siguieron sus pasos. La Verdad sobre Dios y sobre el hombre es principio de otra forma de valorar el mundo, el prójimo, la propia vida, la misión personal; es principio de otro Amor. Y, necesariamente, es principio de orientaciones éticas y opciones históricas que dan forma a una encarnación concreta de la Sabiduría en el tiempo que nos toca vivir.

Los invito a que sigamos adelante, reflexionando acerca de algunos modos en que la sabiduría cristiana podría modelar nuestra vocación docente, traduciendo en valoraciones de fondo y en prácticas concretas la Verdad revelada.

Maestros con el Maestro Primero, recordemos el punto de partida de nuestra meditación: los cristianos comprometidos en la tarea educativa tenemos hoy una importante responsabilidad y, al mismo tiempo, una oportunidad de poner en juego nuestro aporte. Por eso, es necesario acertar en los objetivos a priorizar, sobre la base de una sabiduría madurada en la experiencia del encuentro con el Señor. Para eso no está de más volver a hacerse la pregunta fundamental: ¿para qué educamos? ¿Por qué

la Iglesia, las comunidades cristianas, invierten tiempo, bienes y energías en una tarea que no es directamente religiosa? ¿Por qué tenemos escuelas, y no peluquerías, veterinarias o agencias de turismo? ¿Acaso por negocio? Habrá quienes así lo piensen, pero la realidad de muchas de nuestras escuelas desmiente esa afirmación. ¿Será por ejercer una influencia en la sociedad, influencia de la cual luego esperamos algún provecho? Es posible que algunas escuelas ofrezcan ese producto a sus clientes: contactos, ambiente, excelencia. Pero tampoco es ése el sentido por el cual el imperativo ético y evangélico nos lleva a prestar este servicio. El único motivo por el cual tenemos algo que hacer en el campo de la educación es la esperanza en una humanidad nueva, en otro mundo posible. Es la esperanza que brota de la sabiduría cristiana, que en el Resucitado nos revela la

estatura divina a la cual estamos llamados. Con el lenguaje y la teología de su tiempo, Estrada planteaba claramente esta finalidad de la tarea educativa desde la perspectiva cristiana: “¿Veis afanados a los hombres de este siglo por un anhelo inagotable de perfección? También nosotros amamos el progreso y la perfección, mas una perfección adecuada al hombre en la totalidad de su destino y de su índole moral. Es excelente la ciencia, y la aplaudo y la amo, porque es ley del hombre dominar la naturaleza; pero también es ley nuestra aspirar a fines suprasensibles e inmortales; y la purificación del alma y su unión con Dios, requiere la adopción de medios sobrenaturales como estos fines. La condición y sumo objeto de todo progreso es la restauración de lo sobrenatural en los hombres por la virtud de Cristo. Napoleón lo adivinaba: educar es crear.” Todo esto no es mera poesía. De hecho

muchos de los valores vigentes en nuestra sociedad pierden de vista esta Verdad inclusiva y trascendente que constituye la cifra del hombre y la comunidad. La escuela puede ser simplemente la transmisora de esos valores o la cuna de otros nuevos; pero eso supone una comunidad que cree y espera, una comunidad que ama, una comunidad que realmente está reunida en el nombre del Resucitado. Antes que las planificaciones y currículas, antes que la modalidad específica que los códigos y reglamentos puedan tomar, es preciso saber qué es lo que queremos generar. Sé también que para esto debe implicarse el conjunto de la comunidad docente, comulgar con fuerza en un mismo sentir, apasionándose por el proyecto de Jesús y tirando todos para el mismo lado. Muchas instituciones promueven la formación de lobos, más que de hermanos; educan para la competencia y el éxito a costa

de los otros, con apenas unas débiles normas de ética, sostenidas por paupérrimos comités que pretenden paliar la destructividad corrosiva de ciertas prácticas que necesariamente habrá que realizar. En muchas aulas se premia al fuerte y rápido, y se desprecia al débil y lento. En muchas se alienta a ser el número uno en resultados, y no en compasión. Pues bien, nuestro aporte específicamente cristiano es una educación que testimonie y realice otra forma de ser humanos. Pero eso no será posible si nos limitamos simplemente a aguantar las lluvias, torrentes y vientos, si nos quedamos en la mera crítica y nos regodeamos en estar afuera de aquellos criterios que denunciamos. Otra humanidad posible... exige una acción positiva; si no, siempre va a ser otra meramente invocada, mientras ésta sigue vigente y cada vez más instalada. Considero que una postura más activa exige indefectiblemente que logremos

superar algunas antinomias que, más que clarificarnos, nos paralizan. Algunos antagonismos rígidos terminan extremando tanto los claroscuros que regalan potencialidades a aquellas orientaciones que consideramos más negativas. Un compromiso real, decidido y responsable nos invita a dar un paso más en nuestro discernimiento y superar algunos clichés muy arraigados en nuestras comunidades. Para ello, entonces, les propongo tres desafíos encadenados entre sí: tender a que nuestra tarea dé frutos sin descuidar los resultados; privilegiar el criterio de gratuidad sin perder eficiencia; y crear un espacio donde la excelencia no implique una pérdida de solidaridad. “Frutos” y “resultados” Nuestra tarea tiene una finalidad: provocar algo en los alumnos que nos han sido confiados; provocar un cambio, un

crecimiento en sabiduría. Deseamos que, luego de pasar por nuestras aulas, los chicos o jóvenes hayan vivido una transformación, tengan más conocimientos, nuevos sentimientos, y al mismo tiempo ideales realizables. Para el docente que quiere ser maestro de sabiduría no basta “cumplir con sus obligaciones” con prolijidad y atención. La mirada va más allá de la necesaria competencia y probidad profesional, más bien se centra en lo que suscita en los educandos que son quienes constituyen la razón de ser de su vocación. Esa transformación que deseamos y esperamos, para la cual ponemos en juego toda nuestra capacidad, tiene múltiples aspectos que deben ir unidos para que implique algo mejor. De un modo quizás esquemático, pero útil para entendernos, podemos ubicarlos en dos dimensiones que se llaman mutuamente: “producir resultados” y “dar frutos”.

¿Qué implican ambos objetivos? “Dar frutos” es una metáfora que tomamos de la agricultura, es el modo en que lo nuevo se hace presente en el mundo de los seres vivientes. También podríamos usar la imagen del engendrar: dar vida a un nuevo ser. Como sea, vegetal o animal, la idea apunta a un proceso interior en los sujetos. El fruto se forma a partir de la misma identidad del viviente, se alimenta de aquellas fuerzas que ya han pasado a formar parte de su ser, se enriquece con las múltiples identificaciones internas y es algo único, sorprendente, original. La naturaleza no da dos frutos exactamente iguales. Del mismo modo, un sujeto que da frutos es alguien que ha madurado su creatividad en un proceso de libertad, gestando algo nuevo a partir de la verdad recibida, aceptada y asimilada. ¿Cómo se vincula esto con nuestro trabajo concreto? Un maestro que sapiencialmente

apunta a que su tarea dé frutos nunca se limitará a esperar algo predeterminado conformándose con que el sujeto se adecue a un molde considerado deseable. No descartará lo diferente y lo que pone en cuestión alguna de sus prácticas habituales. No se engañará con el cumplimiento sobreadaptado y sin cuestionamiento por parte de sus alumnos. Sabe que una pregunta del alumno vale más que mil respuestas, y alentará las búsquedas sin dejar de estar atento a los riesgos que éstas implican. Ante el cuestionamiento y la rebeldía no pretenderá doblegar e imponer, sino que promoverá la responsabilidad a través de una crítica inteligente, desde una disposición abierta y flexible que no duda en aprender enseñando y enseñar aprendiendo. Y cuando se encuentre con el fracaso o el error, lejos de negarlo o remarcarlo victoriosa o amargamente, retomará pacientemente el proceso en el punto en que se vio

obstaculizado o desviado, promoviendo el paciente aprendizaje y aprendiendo él mismo. Por su parte, la metáfora de la “producción de resultados” pertenece al ámbito de la industria, de la eficacia seriada y calculable. Un resultado se puede prever, planificar y medir. Implica un control sobre los pasos que se van dando. Un set de acciones perfectamente determinadas que tendrán un efecto previsible. Una sociedad que tiende a convertir el hombre en una marioneta de la producción y el consumo siempre opta por los resultados. Necesita control, no puede dar lugar a la novedad sin comprometer seriamente sus fines y sin aumentar el grado de conflicto ya existente. Prefiere que el otro sea completamente previsible a fin de adquirir el máximo de provecho con el mínimo de gasto. Pero la sabiduría no sólo implica la maduración en el orden de los contenidos y

valores, sino también de las habilidades. Toda transformación verdadera en orden a ese otro mundo posible a que aspiramos implica también un saber hacer, una competencia instrumental que es preciso incorporar comprendiendo su lógica. Nuestros alumnos tienen derecho, ante todo, a su propia autonomía y unicidad; pero también a desarrollar habilidades socialmente reconocidas, probadas, en orden a poder plasmar en el mundo real sus deseos y aportes. El maestro que arraiga en la sabiduría cristiana no desprecia la necesaria eficacia que debe alcanzar, con todo el esfuerzo que eso conlleva para él y para los alumnos. Sabe que para pasar de las buenas intenciones a las realizaciones hay que transitar el arduo sendero de la técnica, la disciplina, la economía de esfuerzos, la incorporación de experiencias de otros, y es capaz de perseverar con sus alumnos en ese camino a pesar de que tanto él como ellos

preferirían a veces tomar un atajo o quedarse en algún remanso. El problema radica en que muchas veces los cristianos hemos disociado los “frutos” de los “resultados”. De ese modo, descuidamos nuestra formación, aflojamos el nivel cuando sería mejor para los alumnos que encontráramos la forma de motivar y sostener el esfuerzo; nos conformamos con lograr un buen clima y con establecer buenos vínculos, en vez de construir sobre ese entramado una dinámica de creatividad y productividad. O, por el contrario, nos refugiamos en conductas estereotipadas, creencias correctamente formuladas, expresiones acordes a la nor-ma... todo ello desde una libertad más “do-mada” que fortalecida, ¡pensando que con ello hemos “educado”! Nada peor que una institución educativa cristiana que se conciba desde la uniformidad y el cálculo, al modo de aquella

“máquina de hacer chorizos” tan crudamente caricaturizada por la película The Wall hace ya varios años. ¡Nuestro objetivo no es sólo formar “individuos útiles a la sociedad”, sino educar personas que puedan transformarla! Esto no se logrará sacrificando la maduración de habilidades, la profundización de los conocimientos, la diversificación de los gustos, porque, finalmente, el descuido de esos “resultados” no dará lugar a “hombres y mujeres nuevos”, sino a fláccidos títeres de la sociedad de consumo. Se trata de resolver ambas polaridades integrándolas entre sí: “educar para el fruto” brindando todas las herramientas posibles para que ese fruto se concrete en cada momento de un modo eficaz, “produciendo resultados”. Desde la objetividad de la verdad propongamos ideales y modelos abiertos, inspiradores, sin imprimir el formato que nosotros hemos encontrado

para vehiculizar esa dinámica, desarrollando a su vez las mediaciones necesarias para que los chicos puedan motorizar sus elecciones. Prefiramos educandos libres y responsables, capaces de interrogarse, decidirse, acertar o equivocarse y seguir en camino, y no meras réplicas de nuestros propios aciertos... o de nuestros errores. Y justamente para ello, seamos capaces de hacerles ganar la confianza y seguridad que brota de la experiencia de la propia creatividad, de la propia capacidad, de la propia habilidad para llevar a la práctica hasta el final y exitosamente sus propias orientaciones. Esto supone creer seriamente en todas las instancias del diálogo, en la fuerza de la palabra. Una palabra no idealizada: una palabra que pueda alentar y urgir, abrir puertas y establecer límites, invitar y perdonar. Todo lo cual supone también algunas virtudes sumamente difíciles: humildad para saber relativizar las propias

posturas, paciencia para saber esperar los tiempos del otro y magnanimidad para perseverar y no decaer en el esfuerzo por dar lo mejor. Gratuidad con eficiencia Con mucha razón, los cristianos procuramos privilegiar en nuestras escuelas el criterio de gratuidad. En primer lugar, por su valor intrínseco: es el signo por excelencia del amor de Dios y del amor entre los seres humanos según el modelo incondicional de Cristo. Y en segundo lugar, porque conocemos y padecemos las consecuencias de la extensión de los criterios economicistas a toda actividad humana. Si por eficiencia entendemos obtener los máximos resultados con un mínimo de gasto de energía y recursos, es obvio que una educación para el fruto, para el valor y para la libertad tenderá a replantear todas esas relaciones. Sin duda, la energía invertida en

nuestros niños y jóvenes será inmensa, y los resultados no siempre serán los deseados. Es más, en última instancia, el fruto dependerá de cada sujeto, lo cual no nos exime de evaluar nuestra tarea. Un criterio de eficiencia librado a sí mismo nos llevaría a invertir más allí donde más garantía tenemos de éxito. Exactamente lo que hace el vigente modelo exitista y privatista. ¿Para qué gastar en aquellos que nunca saldrán de su postración?, se pregunta el inversor que busca rendimiento ante todo. ¿Qué sentido tiene invertir más y más para que los más lentos o conflictivos puedan encontrar su camino?, ¿para que los menos dotados (y ahora se quiere contabilizar también la genética para determinar quiénes no) dilapiden los bienes de la comunidad, ya que de todas maneras nunca van a alcanzar el nivel requerido? Pero esta lógica de mal humanismo pedagógico se trastoca cuando consideramos

el núcleo de nuestra fe: el Hijo de Dios se hizo hombre y murió en la cruz por la salvación de los hombres. ¿Cuál es la proporción entre la inversión hecha por Dios y el objeto de ese gasto? Podríamos decir sin ser irreverentes: no hay nadie más ineficiente que Dios. Sacrificar a su Hijo por la humanidad, y humanidad pecadora y desagradecida hasta el día de hoy... No cabe dudas: la lógica de la Historia de la Salvación es una lógica de lo gratuito. No se mide por debe y haber, ni siquiera por los méritos que hacemos valer. Porque leemos en el Evangelio que el grano de mostaza, tan pequeña semilla, se convierte en un enorme arbusto y captamos la desproporción entre la acción y su efecto, entonces sabemos que no somos dueños del don y procuramos ser administradores cuidadosos y eficientes. Debemos ser eficientes en nuestra misión porque se trata de la obra del Señor, y no primordialmente

de la nuestra. La Palabra sembrada fructifica según su propia virtualidad y de acuerdo a la tierra donde cae. No por eso el sembrador va a hacer su trabajo con torpeza y descuido. El correlato de la gratuidad divina es la adoración y agradecimiento del hombre; adoración y agradecimiento que implican un sumo respeto por la sabiduría compartida, por el don precioso de la Palabra y de las palabras. No nos confundamos: la eficiencia como valor en sí, como criterio último, no se sostiene de ningún modo. Cuando hoy, en el ámbito de la empresa, se pone el acento en la eficiencia, está claro que se trata de un medio para maximizar la ganancia. Pues bien: nosotros debemos ser eficientes para que la “ganancia” pueda darse gratuitamente. Eficiencia al servicio de una tarea educativa que sea verdaderamente gratuita. No me refiero aquí a aranceles y aportes (¡si pudiéramos encontrar la fórmula

para que los pobres más pobres pudieran ejercer sus derechos ciudadanos de elegir nuestros colegios porque también son gratuitos!), sino más bien a una actitud de fondo que la presida. Ni el sentido ni la eficacia de nuestra tarea están dadas principalmente por los recursos utilizados y su cálculo; pero precisamente por eso debemos poner lo mejor de nuestra parte. También Jesús tuvo en cuenta esa dimensión: no en vano enseñó la parábola de los talentos… Esto nos compromete seriamente, como docentes cristianos, a dar gratuitamente y cuidadosamente lo que gratuitamente y cuidadosamente hemos recibido, del mismo modo también tiene que formar parte del contenido de aquello que transmitimos. El maestro que quiera hacer de la sabiduría cristiana su principio de vida y el sentido y contenido de su vocación, pondrá su atención en el clima del aula y de la

institución toda, en las actitudes que asuma y promueva, en el estilo de los intercambios cotidianos, buscando plasmar en todo ello una atmósfera de gratuidad, cuidado y generosidad. Nunca una atmósfera de interacciones calculadas, medidas e interesadas, aunque a veces sienta la tentación de mezquinar su entrega. Ni tampoco una atmósfera de descuido y desprecio por los bienes, el tiempo, la sensibilidad y el esfuerzo de cada uno de los interlocutores en su tarea: alumnos, colegas, colaboradores, familias. Aunque la cultura profundamente insolidaria en que vivimos lo impulse cotidianamente a encogerse de hombros diciendo “qué me importa”, se sentirá profundamente responsable de no dilapidar lo que pertenece a todos: su saber, su escuela con todos los que en ella participan, la vocación docente. Y con esto llegamos a nuestro tercer y último desafío.

Excelencia de la solidaridad El criterio que rompe con la lógica del individualismo competitivo es, finalmente, el de la solidaridad. Aquí es donde el aporte de los educadores cristianos puede tornarse más crítico y relevante, porque, más allá de los discursos, la “ética» de la competencia (que no es más que una instrumentación de la razón para justificar la fuerza) tiene plena vigencia en nuestra sociedad. Educar para la solidaridad supone no sólo enseñar a ser buenos y generosos, hacer colectas, participar en obras de bien público, apoyar fundaciones y ong’s. Es preciso crear una nueva mentalidad, que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos y cada uno por sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. Una mentalidad nacida de aquella vieja enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia acerca de la función social de la propiedad o del destino universal de los

bienes como derecho primario, anterior a la propiedad privada, hasta el punto que ésta se subordina a aquél. Esta mentalidad debe hacerse carne y pensamiento en nuestras instituciones, debe dejar de ser letra muerta para plasmarse en realidades que vayan configurando otra cultura y otra sociedad. Es urgente luchar por el rescate de las personas concretas, hijos e hijas de Dios, por sobre toda pretensión de uso indiscriminado de los bienes de la tierra. La solidaridad, entonces, más que una actitud afectiva o individual, es una forma de entender y vivir la actividad y la sociedad humana. Debe reflejarse en ideas, prácticas, sentimientos, estructuras e instituciones; implica un planteo global acerca de las diversas dimensiones de la existencia; lleva a un compromiso por plasmarla en las relaciones reales entre los grupos y las personas; exige no sólo la actividad privada o pública que busca paliar las consecuencias

de los desequilibrios sociales sino también la búsqueda de caminos que impidan que esos desequilibrios se produzcan, caminos que no serán sencillos ni mucho menos festejados por quienes han optado por un modelo de acumulación egoísta y de él se han beneficiado. Esta solidaridad esencial pasa a ser una especie de marca de fábrica, de certificado de autenticidad del estilo cristiano, de aquella forma de vida y aquella forma de llevar adelante la tarea educativa. No necesitamos de ninguna ideología crítica al cristianismo para plantear nuestra novedad. O somos capaces de formar hombres y mujeres con esta nueva mentalidad, o habremos fracasado en nuestra misión. Esto implicará también revisar los criterios que han guiado nuestras acciones hasta el día de hoy. Cabe cuestionarnos: ¿Dónde está, entre nosotros, esa solidaridad hecha cultura? No podemos

negar que existen múltiples signos de generosidad en nuestro pueblo; pero, ¿por qué no se plasman en una sociedad más justa y fraterna? ¿Dónde está, entonces, la marca del Resucitado en el país que hemos construido? Quizá se trate, una vez más, de una disociación entre los fines y los medios. Pero esta afirmación merece un desarrollo un poco más detallado. Ya mencioné que hoy se habla mucho de “excelencia”, a veces desde una concepción insolidaria y elitista. Los que pueden reclaman excelencia porque para ello pagan. Éste, lamentablemente, es un discurso demasiado oído como para ignorarlo. El problema está en que nunca se pregunta seriamente qué pasa con los que no pueden, y mucho menos, cuáles son las causas que hacen que unos sí puedan y otros no puedan. Como tantas otras cosas debidas a una larga cadena de acciones y decisiones humanas, esa situación se considera un dato,

algo tan natural como la lluvia o el viento. Ahora bien, ¿qué pasaría si diéramos vuelta el planteo, y nos propusiéramos alcanzar una excelencia de la solidaridad? El diccionario de la Real Academia define excelencia como “superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo”. Yendo más allá, sabemos que en la antigua Grecia la excelencia era un concepto muy cercano a la virtud: la perfección en algún orden socialmente valorado. No sólo el aprecio, sino aquello que lo merece: la superior capacidad que se pone de manifiesto en la calidad de la acción. De este modo, hablar de excelencia de la solidaridad implicaría, en un primer nivel, postular la solidaridad como un bien deseable, enaltecer el valor de esa disposición y esa práctica. Conlleva, ante todo, hacer bien lo que nos compete y partir del espíritu de la misión propia de todo maestro, que empieza –como el mismo Jesús lo señaló al lavar los pies a sus

discípulos– por una profunda conversión personal, afectiva y efectiva, que se traduzca en testimonio: “Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,1415). En segundo lugar, perfeccionar esa solidaridad. Hay momentos en que se nos pide dar más, avanzar por sobre lo que veníamos trabajando y brindando por imperio o reclamo de la misma realidad acuciante. Podríamos hablar de una solidaridad superficial y una solidaridad fecunda. La primera la conocemos: meras declaraciones, ostentación de generosidad, ayudas puntuales que a veces hipócritamente esconden la verdadera raíz de los problemas... O, sin ir tan lejos, mero sentimentalismo, falta de visión, superficialidad e ingenuidad. Por el

contrario, la excelencia de la solidaridad implicaría todo un modo de pensar y de vivir, como decíamos más arriba; y más: una preocupación efectiva por hacer de nuestras prácticas solidarias acciones que realmente produzcan un cambio. Aquí visualizamos una posible razón de lo que parece una impotencia de la solidaridad. No basta con ser “buenos” y “generosos”: hace falta ser inteligentes, capaces, eficaces. Los cristianos hemos puesto tanto el acento en la rectitud y sinceridad de nuestro amor, en la conversión del corazón, que por momentos hemos prestado menos atención al acierto objetivo en nuestra caridad fraterna. Como si lo único importante fuera la intención... y se descuidan las mediaciones adecuadas. Esto no basta; no basta para nuestros hermanos más necesitados, víctimas de la injusticia y la exclusión, a quienes “el interior de nuestro corazón” no los ayuda en su necesidad. Ni tampoco basta

para nosotros mismos: una solidaridad inútil sólo sirve para paliar un poco los sentimientos de culpa. Se necesitan fines elevados... y medios adecuados. Así vemos, finalmente, que no hay por qué oponer solidaridad y excelencia, si las entendemos de este modo. Un maestro sapiencialmente arraigado en el modelo de Jesús de Nazaret será capaz de discernir en su propio corazón los motivos de su compromiso y su entrega, y encontrará en su vocación, en sus capacidades personales y en una activa preocupación por la formación y la reflexión personal y comunitaria, el modo de generar un cambio en sus educandos, en pos de una sociedad incluyente y fraterna. Y lo hará con iniciativas concretas que vayan desde el tipo de trato que mantiene y promueve con cada uno de sus alumnos hasta su participación en la comunidad educativa en un sentido más integral; desde su espíritu de compañerismo y solidaridad

en el trabajo hasta la firmeza de sus opciones éticas y espirituales, procurando siempre descubrir, a partir de una mirada que conjugue inteligencia y amor, lo mejor de cada uno de sus chicos para promover en ellos la excelencia de la virtud, la vocación personal a través de la cual estarán llamados a vivir y sembrar el Reino. De esta manera llegamos al final de nuestra reflexión. Pensando en aquello que hoy podemos y debemos aportar a nuestra Patria pusimos en el centro de nuestra consideración la dimensión de Sabiduría que el Evangelio de Jesús revela. ¡Un ideal digno de presidir el mejor de los empeños educativos! La Sabiduría cristiana, Verdad, Vida y Camino, nos iluminó a la hora de discernir algunas orientaciones éticas y opciones históricas para nuestra tarea docente. No quedarnos en palabras sino construir sobre roca, significará tomarnos en serio el

sentido de nuestra misión: si en nuestras escuelas no se gesta otra forma de ser humanos, otra cultura y otra sociedad, estamos perdiendo el tiempo. Para avanzar en esa tarea, les propuse el desafío de superar algunas antinomias que no nos permiten crecer: Primero, proponernos provocar en nuestros chicos y jóvenes una transformación que dé frutos de libertad, autodeterminación y creatividad y –al mismo tiempo– se visualice en resultados en términos de habilidades y conocimientos realmente operativos. Nuestro objetivo no es formar islas de paz en medio de una sociedad desintegrada sino educar personas con capacidad de transformar esa sociedad. Entonces, “frutos” y “resultados”. Para eso, optar sin vacilación por la lógica del Evangelio: lógica de la gratuidad, del don incondicional, pero procurando administrar nuestros recursos con la mayor

responsabilidad y seriedad. Sólo así podremos distinguir lo gratuito de lo indiferente y descuidado. Gratuidad con eficiencia. Y finalmente, superando la destructiva ética de la competencia todos contra todos, llevar adelante una práctica de la solidaridad que apunte a las raíces del egoísmo de un modo eficaz, no quedándonos en meras declamaciones y quejas, sino poniendo nuestras mejores capacidades al servicio de este excelencia de la solidaridad. Maestros con el Maestro: testigos de una nueva sabiduría, nueva y eterna, porque el Reino que Dios ha puesto en marcha en nuestra historia nos llama a esperar siempre más que todas las búsquedas e intentos que podamos soñar. En esa novedad universal podemos ser semillas de una humanidad mejor, signo de lo que vendrá. Nuestra vocación no es nada menos que eso. ¿Olvidamos nuestra fragilidad? Por el

contrario, ella nos mueve a dejarnos llevar, con confianza de pequeños, por la fuerza de quien nos sostiene y alienta, de quien hace nuevas todas las cosas: el Espíritu Santo. Espíritu que hace presente a Jesús Vivo en cada Eucaristía celebrada, como signo del inagotable amor del Padre; reuniéndonos y enviándonos con audacia a forjar entre todos un país educativo. Buenos Aires, en la Pascua del año del Señor de 2004

Clave de lectura para trabajar a solas o en grupo ●Reflexionamos “Si miramos a Jesús, Sabiduría de Dios encarnada, podremos darnos cuenta de que las dificultades se tornan desafíos, los desafíos apelan a la esperanza y generan la alegría de saberse artífices de algo nuevo.

Todo ello, sin duda, nos impulsa a seguir dando lo mejor de nosotros mismos.” Para el trabajo personal: ¿En quién encontré un modelo de sabiduría a lo largo de mi vida? ¿Cómo reacciono ante los desafíos? ¿Qué es lo mejor que tengo para dar en mi vocación docente? Para el trabajo en grupo: ¿Cuáles son los mayores desafíos que enfrenta nuestra cultura? ¿Dónde encontramos sabiduría en las actitudes de nuestra sociedad? ¿Qué podría ser lo nuevo que tenemos para aportar como Iglesia? ● Leemos “Jesús vio también a una viuda de condición muy humilde, que ponía dos pequeñas monedas de cobre, y dijo: «Les aseguro que esta pobre viuda ha dado más

que nadie. Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir’.» Lc 21,2-4 ● Pensamos “La fidelidad al proyecto educativo de la Escuela Católica requiere también, por este motivo, una continua autocrítica y un constante retorno a los principios y a los motivos inspiradores. No es que se vaya a deducir de ellos una respuesta automática a los problemas de hoy, sino una orientación que permita resolverlos en diálogo con los nuevos avances de la pedagogía y en colaboración con cuantos, sin distinción de confesión, honradamente trabajan por el verdadero progreso del hombre.” La escuela católica, 67 ● Revisamos nuestra tarea Queda claro que el único motivo por el cual

tenemos algo que hacer en el campo de la educación es la esperanza en una humanidad nueva, en otro mundo posible. Es la esperanza que brota de la sabiduría cristiana, que en el Resucitado nos revela la estatura divina a la que estamos llamados. Nuestro aporte específicamente cristiano es una educación que testimonie y realice otra forma de ser humanos. Y para esto resulta necesaria la superación de tres antinomias que, a su vez, nos plantean tres desafíos: Frutos y resultados Nuestro objetivo no es sólo formar “individuos útiles a la sociedad”, sino educar personas que puedan transformarla. • ¿Qué es necesario renovar en nuestras comunidades educativas para formar personas genuinamente libres y responsables? • ¿Cómo incentivamos la creatividad y la

iniciativa en nuestros alumnos? • ¿Qué porcentaje de las siguientes actitudes encontramos en nuestra vida docente? Diálogo Humildad Paciencia Magnanimidad Gratuidad con eficiencia Como docentes cristianos, sabemos que no somos dueños del don que hemos recibido y procuramos ser administradores cuidadosos y eficientes. Debemos ser eficientes en nuestra misión porque se trata de la obra del Señor, y no primordialmente de la nuestra. • ¿Cómo nos preparamos para transmitir el mensaje evangélico en nuestra tarea específica? • ¿Qué es lo propio de un educador cristiano, es decir, en qué se distingue de uno que no lo es? • ¿Cómo promovemos eficazmente en nuestra institución educativa este espíritu de

gratuidad? Excelencia de la solidaridad La solidaridad, más que una actitud afectiva o individual, es una forma de entender y vivir la actividad y la sociedad humana. Pasa a ser una especie de certificado de autenticidad de la forma cristiana de llevar adelante la tarea educativa. • ¿Dónde está, entre nosotros, esa solidaridad hecha cultura? • ¿Por qué los múltiples signos de generosidad que percibimos en nuestro pueblo no se plasman en una sociedad más justa y fraterna? • ¿Qué canales de solidaridad existen en nuestra comunidad educativa? ● Oramos Rezamos con el salmo 62.

3 Una oportunidad para madurar Una nueva oportunidad de la Providencia Queridos educadores: Una vez más, la fiesta central de todos los cristianos constituye la ocasión para ponernos a reflexionar acerca de la tarea que nos convoca. Tratamos de tomarle el pulso a los tiempos que vivimos, y de comprender de qué modo podemos recrear nuestra experiencia espiritual de manera que responda certeramente a los interrogantes, angustias y esperanzas de nuestra época. Este esfuerzo es realmente imprescindible. En primer lugar, para comenzar por lo más

evidente, porque estamos inmersos en una situación en la cual vemos cada vez con mayor claridad las consecuencias de los errores cometidos y las exigencias que la realidad de nuestro pueblo nos demanda. Tenemos la sensación de que la Providencia nos ha dado una nueva oportunidad de constituirnos en una comunidad verdaderamente justa y solidaria, donde todas las personas sean respetadas en su dignidad y promovidas en su libertad, en orden a cumplir con su destino como hijas e hijos de Dios. Esa oportunidad es también un desafío. Tenemos en nuestras manos una inmensa responsabilidad, derivada justamente de la exigencia de no dilapidar la chance que se nos brinda. Es obvio señalar que a ustedes, queridos educadores, les toca una porción muy importante de esa tarea. Una tarea repleta de dificultades, cuyo desarrollo seguramente demandará generar prácticas de

diálogo y hasta, por qué no, transitar arduas discusiones que tengan por objeto aportar al bien común desde una perspectiva abierta y verdaderamente democrática, superando la tendencia –tan nuestra– a las mutuas exclusiones y a la desacreditación (o condena) del que piensa o actúa diferente. Me atrevo todavía a insistir: los argentinos llevamos una larga historia de intolerancias mutuas. Hasta la enseñanza escolar que hemos recibido se articulaba en torno al derramamiento de sangre entre compatriotas, en cualquiera de las versiones –por turno oficiales– de la historia del siglo XIX. Con ese trasfondo, en el relato escolar que consideraba a la Organización Nacional como la superación de aquellas antinomias, entramos como pueblo en el siglo XX, pero para seguir excluyéndonos, prohibiéndonos, asesinándonos, bombardeándonos, fusilándonos, reprimiéndonos y desapareciéndonos mutuamente. Los que

somos capaces de recordar sabemos que el uso de estos verbos que acabo de escoger no es precisamente metafórico. ¿Estaremos ahora en condiciones de aprender? ¿Podremos madurar como comunidad, para que por fin deje de tener dolorosa actualidad la no deseada profecía del Martín Fierro acerca de los hermanos que son devorados por los de afuera o, peor aun, que se devoran entre ellos mismos? Otras miradas nos han mostrado, gracias a Dios, que entre nosotros fructifican también todo tipo de voluntades e iniciativas que promueven la vida y la solidaridad, que claman por la justicia, que intentan buscar la verdad. Será en esas energías personales y sociales que tendremos que ahondar para responder al llamado de Dios de construir, de una vez por todas y con su gracia, una Patria de hermanos. Pero además, el esfuerzo de leer los signos de los tiempos para comprender lo que Dios

nos pide en cada situación histórica es requerido también por la misma estructura de la fe cristiana. Me atrevo a decir que sin ese permanente ejercicio, nuestra vocación cristiana –de docentes cristianos, de pastores, de testigos de la Resurrección en las múltiples dimensiones de la vida humana– se resiente hasta perder su verdadero valor transformador. No es posible prestar oídos a la Palabra de salvación fuera del lugar donde ella nos sale al encuentro, es decir, en la concreta historia humana en la cual el Señor se encarnó y en la cual fundó a su Iglesia para que predicara el Evangelio “hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Una comunidad madura prioriza la Vida Desde nuestras comunidades eclesiales, somos conscientes de que los argentinos

estamos transitando tiempos de cambio y que hoy más que nunca se hace necesaria la oración y la reflexión, en orden a un serio discernimiento espiritual y pastoral. Particularmente, quisiera llamar la atención de todos aquellos que tienen hoy a su cargo la tarea de acompañar a los niños y jóvenes en su proceso de maduración. Creo que es imprescindible tratar de acercarnos a la realidad que los chicos viven en nuestra sociedad, e interrogarnos qué papel cumplimos nosotros en ella. Si queremos partir de la realidad, no podemos dejar de poner en el centro de la escena dos hechos dolorosos que han sacudido a la sociedad en su conjunto, pero particularmente a los jóvenes y a quienes están cerca de ellos. Me refiero a la tragedia de Carmen de Patagones y al terrible 30 de diciembre en el barrio porteño de Once. Dos hechos muy distintos entre sí, pero que tienen un mensaje común para nuestra

comunidad: ¿qué les está pasando a nuestros chicos? ¿Qué pasa, mejor dicho, con nosotros, que no podemos hacernos cargo de la situación de abandono y soledad en que nuestros chicos se encuentran? ¿Cómo es que hemos llegado al punto de darnos cuenta de los problemas de los adolescentes cuando uno de estos sufre una crisis que lo lleva a matar a sus compañeros con un arma de fuego sustraída a su padre? ¿Cómo es que reparamos en la desidia de todos aquellos que tienen por tarea cuidar a nuestros chicos recién cuando casi doscientas personas, en su inmensa mayoría niños, adolescentes y jóvenes, son sacrificados en nombre del negocio, el descuido y la irresponsabilidad? No nos toca a nosotros, obviamente, determinar responsabilidades, aunque sabemos que es imprescindible que esas responsabilidades se pongan de manifiesto y cada uno tenga que hacerse cargo de lo suyo. No es bueno diluir acciones y omisiones

humanas que han tenido tan terribles consecuencias en una especie de culpa colectiva. Como orábamos en la misa al mes de la tragedia, “le pedimos (a Dios) justicia. Le pedimos que su pueblo humilde no sea burlado por ninguna astucia mundana; que su mano poderosa ponga las cosas en su sitio y haga justicia. La llaga es dolorosa. Nadie tiene el derecho de experimentar con los niños y los jóvenes. Son la esperanza de un pueblo y los debemos cuidar con decisión responsable”. Aun así, y mientras confiamos en que más allá de los oportunismos políticos prime la responsabilidad y la seriedad en aquello que desde hace mucho habría que haber procurado (el bien común en su más básica expresión, la vida misma de los ciudadanos), necesitamos abrir los ojos y volver a revisar nuestras propias ideas, sentimientos, actuaciones y omisiones en el campo del cuidado, la promoción y la educación de los

chicos y los adolescentes. Porque otro riesgo que se puede correr es acotar el problema a una cuestión de control en los centros de esparcimiento, del mismo modo en que, hace unos meses, la discusión sobre las situaciones de violencia que se reflejan en la escuela podría haberse deslizado a una mera indicación de psicodiagnósticos y “marcación cuerpo a cuerpo” para los chicos desde una mirada de tipo médica, psicopatologizante. Y no estoy minimizando la importancia de garantizar las condiciones de seguridad de los locales, o el aporte imprescindible de los profesionales de la salud. Simplemente, los estoy invitando a que seamos bien conscientes de que las cosas nunca están aisladas unas de otras, y todos nosotros (padres, educadores, pastores...) tenemos en nuestras manos la responsabilidad y también la posibilidad de hacer de este mundo algo mucho más habitable para nuestros chicos.

En este punto, quisiera reiterarles algunas ideas que compartí con muchos de ustedes en el Foro para Docentes, en octubre último. Todos somos conscientes de las dificultades cada vez mayores que aparecen cuando queremos acompañar a nuestros chicos desde nuestras instituciones educativas. Como les decía en el Foro, la presión del mercado, con su propuesta de consumo y competencia despiadada, la carencia de recursos económicos, sociales, psicológicos y morales, la gravedad cada vez mayor de los riesgos que hay que evitar... todo ello hace que a las familias se les haga cuesta arriba cumplir con su función, y que la escuela se vaya quedando cada vez más sola en la tarea de contener, sostener y promover el desarrollo humano de sus alumnos. Esta soledad termina viviéndose, inevitablemente, como sobreexigencia. Sé que ustedes, queridos docentes, están

teniendo que cargar sobre sus espaldas no sólo con aquello para lo cual se prepararon, sino con una multitud de demandas explícitas o tácitas que los agotan. A eso se suman los medios de comunicación, que no se termina de saber si ayudan o confunden más las cosas, al tratar cuestiones delicadísimas con la misma ligereza con que ventilan las intimidades de los personajes del espectáculo, en el mismo bloque del noticiero, en la misma página del periódico, entremezclado con publicidades de los objetos más inverosímiles. Y todo ello, mientras nos vamos pareciendo cada vez más a una sociedad de control en la cual todo el mundo desconfía de todo el mundo, y al mismo tiempo que, a la nueva atención justamente prestada a muchas formas de negligencia y abuso, se adosan tanto la mala costumbre de ventilar denuncias sin chequear suficientemente las fuentes como la inescrupulosidad de personajes que sólo

ven en las instituciones una oportunidad para lucrar a cualquier costo. ¿Y entonces? ¿Qué tienen que hacer ustedes, así como están de sobrecargados y cansados? ¿Tendrá razón el que diga “mi tarea es enseñar tal o cual disciplina, yo no voy a poner el cuerpo para que me peguen, que los otros se hagan cargo de lo suyo”? Y, sí, ojalá cada uno hiciera lo que le corresponde. Pero, como les decía hace unos meses, la maestra no podrá limitarse a ser la segunda madre que era en otras épocas, si no hubo antes una primera. Estoy seguro de que a todos nos agrada recordar cómo de chicos podíamos jugar en la vereda, suficientemente alimentados y queridos, en familias donde el bienestar, el cariño y el cuidado eran lo cotidiano. También sé que más de una vez intentamos discutir cuándo las cosas dejaron de ser así, quién empezó todo, quién degradó la educación, quién desmontó la relación entre educación y

trabajo, quién debilitó a la familia, quién socavó la autoridad, quién pulverizó al Estado, quién llevó a la anomia institucional, quién corrompió los ideales, quién desinfló las utopías... Podemos analizar todo eso hasta el cansancio, debatir, opinar... Pero lo que no se puede discutir es que ustedes se enfrentan diariamente a chicos y chicas de carne y hueso, con posibilidades, deseos, miedos y carencias reales. Chicos que están ahí, en cuerpo y alma, como son y como vienen, ante un adulto, reclamando, esperando, criticando, rogando a su manera, infinitamente solos, necesitados, aterrorizados, confiando persistentemente en ustedes aunque a veces lo hagan con cara de indiferencia, desprecio o rabia; atentos a ver si alguien les ofrece algo distinto... o les cierra otra puerta más en la cara. Inmensa responsabilidad, que requiere de nosotros no sólo una decisión ética, no sólo un compromiso consciente y esforzado, sino

también, y más básicamente, un adecuado grado de madurez personal. Madurez que a veces parece ser un bien escaso en nuestra sociedad argentina, siempre queriendo empezar desde cero, como si los que nos precedieron no hubiesen existido, siempre encontrando la vuelta para resaltar lo que nos divide aunque lo que nos une esté a la vista, siempre oponiéndonos por las dudas, tirando la piedra y escondiendo la mano, silbando bajito y mirando para otro lado cuando las papas queman, declamando patriotismo y pasión por la justicia mientras pasamos el sobre por debajo de la mesa o conseguimos un amigo que nos ayude a colarnos en la fila... Parece que una meditación sobre la madurez nos va a venir bien a todos. No sólo porque vayamos a madurar meditando, sino para que podamos vernos con los ojos más abiertos (¿quizás como nos ven nuestros adolescentes?) y, en consecuencia,

empecemos a modificar aunque sea las conductas y actitudes que están más a nuestro alcance.

La madurez es más que crecimiento No es sencillo definir en qué consiste la madurez. Sobre todo, porque más que un concepto, madurez parece ser una metáfora. ¿Tomada de la fruticultura? No lo sé. Si así fuera, tendríamos que señalar inmediatamente que hay una diferencia fundamental entre las manzanas y duraznos, y los seres humanos. Mientras que el pleno desarrollo (porque de eso se trata) de las frutas es un proceso que depende directamente de determinadas programaciones genéticas del vegetal y de las condiciones ambientales adecuadas (el clima, la acción de los insectos, pájaros y

viento para la polinización de las flores, la humedad, los nutrientes de la tierra...), en el caso de la madurez humana no se trata sólo de genética y alimentación. Salvo que consideremos al hombre como un ser viviente en nada diferente de los otros (amebas, cactus...). A veces, cuando uno lee algunas divulgaciones científicas, se queda con la impresión de que los genes determinaran casi en un mismo nivel que uno tenga el pelo lacio o enrulado, que el primer diente se le caiga a los cinco años, que le vaya mal en la escuela, que sea pobre, que sea sociable, que un día mate a su suegra y que finalmente se muera de un infarto a los cuarenta y tantos años. Pero si la madurez fuera solamente el desarrollo de algo precontenido en el código genético, realmente no habría mucho que hacer. El diccionario de la Real Academia nos da un segundo significado de madurez:

“buen juicio o prudencia, sensatez”. Y aquí nos ubicamos en un universo muy distinto al de la biología. Porque la prudencia, el buen juicio y la sensatez no dependen de factores de crecimiento meramente cuantitativo, sino de toda una cadena de elementos que se sintetizan en el interior de la persona. Para ser más exactos, en el centro de su libertad. Entonces, la madurez, desde este punto de vista (que se presenta como mucho más interesante y rico para nuestra reflexión), podría entenderse como la capacidad de usar de nuestra libertad de un modo “sensato”, “prudente”. Fíjense que con esto, nos corremos no sólo de la reducción biológica, sino de la misma perspectiva psicológica, para acceder a una consideración ética. Atención: no se trata de elegir entre uno y otro enfoque. Sin un determinado programa genético no podemos ser humanos, y sin el desarrollo de las facultades que son objeto de la psicología no podrá

hablarse de una madurez en el sentido ético. Pero justamente porque lo humano implica esa multiplicidad de dimensiones quiero subrayar la diferencia: no me compete, como pastor, “dar clase” de psicología, pero sí proponerles una serie de consideraciones que hacen a la orientación de nuestro obrar libre. Si hablamos de sensatez y de prudencia, la palabra, el diálogo, incluso la enseñanza tendrán mucho que ver con la madurez. Porque para llegar a obrar de esa manera sensata, uno debió haber acumulado muchas experiencias, realizado muchas elecciones, ensayado muchas respuestas a los desafíos de la vida. Es obvio que no hay sensatez sin tiempo. En un primer momento, entonces, todavía muy cercano a la perspectiva psicológica y hasta biológica, la madurez implica tiempo. Pero retomemos a la persona madura como alguien que hace uso de su libertad de un

modo determinado. ¿Cuál es, nos preguntamos en seguida, ese modo? Porque aquí se abre otro problema: ¿hay una especie de tribunal de madurez? ¿Quién determina cuándo algo es sensato y prudente? ¿Los otros (sean quienes fueren)? ¿O cada uno, desde su experiencia y orientación? Si en una primera instancia tenemos que relacionar madurez con tiempo, a continuación deberemos ubicarnos en el conflicto entre el individuo y los demás. La libertad en el tiempo, la libertad en la sociedad. Éste es, entonces, el trayecto que les propongo. Un trayecto que, como veremos, nos permitirá comprender la madurez humana en una perspectiva abierta. Porque al final nos encontraremos con una última dimensión de la madurez: la invitación divina a trascender el horizonte de lo intersubjetivo y social para abrirnos a lo religioso, es decir, de la madurez ética a la santidad.

Pero no nos adelantemos: la reflexión todavía está verde.

La madurez exige una experiencia en el tiempo Para que algo deje de estar verde y llegue a estar maduro en serio es esencial no apurarse. ¡Cuántas veces nos habremos decepcionado con frutas de muy buena apariencia y poco sabor! Y decimos: “es de frigorífico”... Es decir, no se le dio el tiempo necesario para que llegue a su punto justo. Salvando las distancias, la maduración humana, en su dimensión ética, también requiere de tiempo. Psicólogos de diversas escuelas coinciden, más allá de sus diferencias, en que la conciencia moral se va desarrollando a través de un proceso que implica etapas y movimientos diversos,

transcurriendo necesariamente en el tiempo. Es así: para llegar a un punto de madurez, es decir, para que seamos capaces de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso que nos hayamos dado (y nos hayan dado) tiempo. En el tiempo se dan algunas operaciones imprescindibles para formar la libertad. Por ejemplo, la capacidad de esperar. Sabemos que “lo quiero ya” es el lema de los niños pequeños y de aquellos que consideramos que no han madurado convenientemente. Probablemente sea una de las cosas más importantes que tengamos que aprender. Aunque más no sea, porque el paso de la satisfacción inmediata a la espera, la simbolización y la mediación de la acción razonada es uno de los factores que nos definen como humanos. Entre nosotros, el estímulo no despierta necesariamente una respuesta inmediata y automática. Es justamente en el espacio entre el estímulo y

la respuesta que hemos construido toda la cultura. Eso implica un largo camino de aprendizaje, sobre la base de capacidades que van madurando desde lo biológico y lo psíquico. A veces solemos imaginar la figura del viejo sabio como alguien que ha llegado a una cierta impasibilidad. Más allá de algunos acentos propios de la cosmovisión oriental presentes en esas imágenes, es verdad que esa toma de distancia respecto de las cosas y de las presiones es uno de los aspectos que se resaltan en todos esos personajes que pueden vincularse a la sensatez y la prudencia. Al menos, en lo que hace a la capacidad de no guiarse por los primeros impulsos. El hombre prudente, maduro, piensa antes de actuar. Se toma su tiempo. ¿Será obvio anotar que todo ello implica una serie de operaciones que se hacen muy difíciles en la actual cultura digital? El

tiempo de la reflexión no es de ningún modo el tiempo de la percepción y respuesta inmediata de los juegos de computadora, de las comunicaciones on line, de las operaciones de todo tipo en las cuales lo importante es “estar conectados” y “actuar rápido”. No se trata de prohibir a los chicos que jueguen con las máquinas electrónicas, sino de encontrar la forma de generar en ellos la capacidad de diferenciar las diversas lógicas y no aplicar unívocamente la velocidad digital a todos los ámbitos de la vida. También se tratará de estar atentos a nuestras propias tendencias estímulorespuesta inmediata. Por poner un ejemplo: el auge –de origen mediático– de la opinión: todo el mundo opina de todo, sepa o no sepa, tenga o no los elementos de juicio. ¿Cómo darnos lugar a pensar, a dialogar, a intercambiar criterios para construir posiciones sólidas y responsables, cuando

cotidianamente mamamos un estilo de pensamiento que se arma sobre lo provisorio, lo lábil y la despreocupación por la coherencia? Es obvio que no podemos dejar de formar parte de la sociedad de información en la cual vivimos, pero lo que sí podemos es tomarnos tiempo para analizar, desplegar posibilidades, visualizar consecuencias, intercambiar puntos de vista, escuchar otras voces... e ir armando, de esa manera, el entramado discursivo sobre el cual será posible producir decisiones prudentes. Tomarse tiempo para esperar es también tomarse tiempo para construir. Las cosas realmente importantes requieren tiempo: aprender un oficio o profesión, conocer una persona y entablar una relación duradera de amor o de amistad, saber cómo distinguir lo importante de lo prescindible... Ustedes saben muy bien que hay cosas que no se pueden apurar en el aula. Cada chico

tiene su tiempo, cada grupo tiene su ritmo... El año pasado les hablaba de la diferencia entre dar frutos y producir resultados. Bien, una de las diferencias es justamente la calidad del tiempo que implican ambas finalidades. En la producción de resultados, uno puede prever y hasta racionalizareficientizar el tiempo; en la espera del fruto, no. Es justamente espera: no está en nuestras manos el tiempo, el ritmo. Implica humildad, paciencia, atención y escucha. El Evangelio nos ofrece la imagen bellísima de la Sagrada Familia tomándose su tiempo, dejando que Jesús fuera madurando, “creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 23,52). El mismo Dios hizo del tiempo el eje principal de su Plan de salvación. La espera de su Pueblo se concentra y simboliza en esa espera de María y José ante ese niño que se toma su tiempo para madurar su identidad y su misión, y más tarde, ya hombre, hace de la

espera de “su hora” una dimensión esencial de su vida pública. Ahora bien, ¿hay alguna diferencia, en este punto, entre las frutas que maduran en determinado tiempo y las personas que requieren tiempo para madurar su libertad? ¿Qué es lo que el tiempo hace con nosotros, para tener un papel tan importante? El tiempo es imprescindible, pero no solamente en tanto magnitud cronológica, cuantitativa. Tiempo es experiencia, sí, pero sólo si uno se dio la oportunidad de hacer experiencia de la experiencia. Es decir: no se trata sólo de que pasen cosas, sino de apropiarnos del sentido y el mensaje de las cosas que pasan. El tiempo tiene sentido dentro de una actividad del espíritu, en la cual juegan la memoria, la fantasía, la intuición, la capacidad de juzgar... Pocos lo han ahondado de un modo tan profundo y tan bello como san Agustín:

“¿Qué es, entonces, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé. (...) El pasado y el futuro, ¿cómo son, puesto que el pasado ya no es, y el futuro no es aún? Hay tres tiempos: presente de lo pasado, presente de lo presente y presente de lo futuro. Existen, en efecto, en el alma, en cierta manera, estos tres modos de tiempos y no los veo en otra parte: el presente del pasado, es la memoria; el presente del presente, es la visión; el presente del futuro, es la espera.” (Confesiones, Libro XI. El resaltado es mío). La maduración en el tiempo es, en el ser humano, mucho más que el transcurrir objetivo de un programa biológico. Es “distensión del alma”, decía san Agustín, es decir, la experiencia del tiempo se da en el alma misma, en su movimiento y en su actividad. En efecto, madurar en el tiempo es poner en juego la memoria, la visión y la espera. Para el desmemoriado, para que

el que no guarda registro de lo que ha sucedido y de sus propios sucesos internos, el tiempo es un mero fluir sin sentido. Sin memoria, vivimos un mero presente sin densidad, un presente que siempre está empezando, vacío. Ser inmaduro es, en este punto, justamente estar siempre recién aterrizado, no tener el respaldo de las experiencias recordadas y ponderadas ante la necesidad de dar respuestas a los desafíos de la realidad. A veces nos decimos que somos un pueblo inmaduro. Pero eso no se deberá a que tenemos una historia aún breve, sino a que no hemos sabido rumiar esa historia. Poco es lo que hemos aprendido, y tendemos a tropezar una y otra vez en la misma piedra. Como no aprendemos, como no nos recortamos sobre el fondo de experiencias anteriores que mucho tendrían para enseñarnos, sólo nos queda un presente hueco, el presente del todo ya, el presente

del consumismo, la dilapidación, el afán de enriquecimiento fácil, la irresponsabilidad (total, ¿quién se va a acordar?) o, en un intento de protegernos, el presente inmediato de la desconfianza mutua y el escepticismo. Hacer memoria, mantener despierta la memoria de los triunfos y los fracasos, de los momentos de felicidad y de los de sufrimiento, es la única forma de no ser como niños en el peor sentido de la palabra: inmaduros, sin experiencia, tremendamente vulnerables, víctimas de cualquier señuelo que se nos presente revestido de luces de colores. O como viejos en el sentido también más triste: descreídos, blindados de amargura. La memoria selectiva tampoco madura, pues desgaja los datos, los momentos del corazón, los episodios de la vida desfigurando la totalidad. Se crea una suerte de ser mitológico: mitad realidad vivida, mitad fantasía (llámese ilusión,

ideología, deseo). Por otra parte conviene recordar que la manipulación de la memoria nunca es inocente; más bien es deshonesta. ¿Y la espera, presente del futuro en el alma, según san Agustín? ¿Cómo puede haber experiencia y sensatez si no sabemos hacia dónde queremos dirigirnos, hacia dónde mirar para elegir entre las posibilidades que se presenten, en qué dirección sembrar, construir y apostar? La dimensión temporal de la madurez también implica contar con la distensión de la espera: convertir el deseo en esperanza. El presente, como momento de decisión, como única actualidad de la libertad que elige, se diluye sin esa capacidad de ver lo que deseamos en los mínimos movimientos y las pequeñitas semillas que hoy tenemos entre las manos. Semillas que descartaríamos, movimientos que dejaríamos perderse si no pudiéramos alimentar la expectativa de que a partir de ellos, y mediando tiempo y nuevas

decisiones, puede crecer el bien que deseamos y hemos aprendido a esperar activamente. Y así, nos sigue diciendo san Agustín, el presente es visión: de lo que fue, lo que es y, sobre todo, de lo que puede ser. Campo propio de la libertad, campo propio del espíritu. En este aspecto de visión radica la dimensión de la complementatividad, elemento necesario de la madurez. Sin esa conjunción de pasado, presente y futuro, conjunción que se da en la actividad del alma humana, no hay proyecto posible. Sólo improvisación. Borrar lo que pasó antes para volver a escribir sin asideros lo que alguien borrará mañana. ¿No será tiempo de aprender a proyectar, esperar y sostener el esfuerzo y la espera? Volvamos al punto de partida de nuestra reflexión: ¿no hay algo de esto en la terrible desprotección que viven nuestros chicos y adolescentes? ¿No están ellos asomándose a la vida sin un relato que les permita construir su identidad y perfilar

sus opciones? Y no se trata de volver al publicitado y gastado tópico del fin de los relatos, que no fue otra cosa que la implantación violenta de un único relato, un cuento, sí, sin tiempo, basado en la confianza ciega en leyes relativas a la riqueza, al olvido y a la ilusión de que la avalancha de objetos de consumo era realmente la tierra prometida. Cuento que nadie había corroborado jamás, una ilusión colectiva que sólo enterrando la memoria y degradando la esperanza pudo ser creído. Así sucede cuando la ideología centra toda la actividad humana y se impone con un dogmatismo que no conoce de memoria ni de realidad ni de visión. Los actuales progresismos adolescentes bloquean todo real progreso humano y, en aras de un pretendido progreso pero sin la fuerza de la memoria, la realidad y la visión, configuran totalitarismos de diverso estilo pero crueles como los del siglo XX; totalitarismos conducidos por los

democráticos gurúes del pensamiento único. Confunden el proceso de maduración de las personas y de los pueblos con una fábrica de conserva en lata. Tenemos hoy la oportunidad de caer en la cuenta de una de las más horribles consecuencias de la desorientación de los adultos: la muerte de chicos. Si no hay pasado, no se aprende, si no hay futuro, no se apuesta ni se prepara. Todos quedamos colgados de la nada, de esa mentirosa atemporalidad de las pantallas. Todo hoy, todo ahora, ¿qué otra cosa importa? Y el que no pudo pegar el manotazo hoy, perdió. Se perdió. No tiene lugar, no tiene tiempo. Deambulará por las calles y nadie lo verá, como los niños que a montones piden una moneda o golpean un teléfono público para exprimirle unos centavos. Niños sin tiempo, niños a quienes no se les ha dado el tiempo que necesitaron. O como los adolescentes que no saben qué esperar y no tienen de

dónde aprender, con padres ausentes o vacíos, con una sociedad que los excluye o los expulsa y los pone en el lugar de víctimas o de victimarios (decidiendo el bando, muchas veces, por el color de su piel) en vez de reconocerlos como sujetos plenos de futuro... siempre y cuando la comunidad les aporte lo que necesitan para ello. Ese mismo inmediatismo que ha producido adolescentes que hoy, sólo hoy, creen que pueden satisfacerse con cualquiera de los productos que se les ofrecen, hoy, porque hay que vender hoy, no importa si mañana el chico vive o no, si crece o no, si aprende o no. Adolescentes que, en la exasperación del presente como único horizonte, son muchas veces víctimas/victimarios de la compulsión a tener hoy un peso para lo que sea y del modo que sea, aunque sea el peor, rifando su vida y la de los otros porque de cualquier manera, ¿qué importa el mañana? Hoy, sólo hoy, llegando a matar para hacerse de un

dinero, del mismo modo que otros más grandes han dejado morir (o provocado la muerte) para hacerse de un dinero infinitamente mayor. Es la ley de la vida... cuando no hay distensión del alma. Cuando el pasado no es memoria y el futuro no es espera, el presente no es visión sino ceguera mortal. Pero permítanme una última precisión: tomarse tiempo no es lo mismo que dejarse estar. La vigilancia es un aspecto esencial de la espera. Jesús mismo, atento a su hora, no ahorró imágenes para sembrar en sus discípulos las parábolas de los servidores esperando a su señor, de las vírgenes que esperaban al novio sabia y prudentemente, y las que no. Aquí es donde vemos con claridad la virtualidad propia del tiempo presente: no sólo visión, sino don. El presente es aquello que recibimos no para dejar que se convierta en pasado inútilmente, sino para convertirlo en futuro... actuando.

Para concluir esta sección: la libertad se cumple plenamente, maduramente, cuando es libertad responsable. Es allí cuando se torna lugar de encuentro entre las tres dimensiones del tiempo. Una libertad que reconoce lo que hizo y lo que no hizo (del presente al pasado), se apropia de sus decisiones en el instante que corresponde (el presente) y se hace cargo de las consecuencias (del presente al futuro). Ésa es una libertad madura.

La Madurez implica Libertad Una segunda dimensión de la madurez se vinculaba con la tensión entre individuo y comunidad. Tensión que, ya podemos señalar desde un comienzo, es por lo menos inevitable, en el sentido que decididamente no puede existir el uno sin la otra, y viceversa.

Pero salteémonos las cuestiones básicas implícitas en este tema (por otra parte, suficientemente articuladas en la antropología bíblica y en la visión acerca del hombre, persona única y ser social a un tiempo) para preguntarnos de lleno por la relación entre ser una persona madura (es decir, según la segunda acepción del Diccionario, poseer “buen juicio o prudencia, sensatez”) y ser alguien adaptado a la sociedad. En una primera y rápida aproximación, parecería que la madurez tuviera que ver con esa adaptación. Al menos comúnmente se vincula enseguida al inmaduro con el inadaptado. A veces (incluso en nuestras instituciones), el concepto de inmadurez sirve para estigmatizar sin condenar moralmente al que se sale de lo esperado, al que actúa de un modo sorprendente o inadecuado para los criterios comunes. “No es una mala persona, sólo es un poco

inmaduro”. ¿No es una forma de hablar muy vigente entre nosotros? Con esto el problema es doble. En primer lugar, no es pertinente hablar de una persona inmadura, sino de conductas inmaduras. Y aun así, no es tan sencillo definir dónde está el criterio que discrimina unas y otras conductas. ¿Quién define qué es lo maduro, es decir, a qué hay que adaptarse? ¿Será la autoridad? ¿La mayoría? ¿Lo instituido? El criterio que asimila madurez a adaptación se vuelve particularmente complicado si tomamos como ejemplos algunas situaciones. Hace no tanto tiempo, la autoridad en nuestro país decía que “el silencio es salud”, y lo hacía sentir. Sin embargo, no faltaron quienes elevaron su voz a favor de los derechos humanos y en contra de diversos atropellos a los pobres y a quienes no coincidían con la ideología dominante. Otro ejemplo: probablemente, la mayoría considere más adaptado al mundo

en que vivimos hacer un pequeño obsequio al agente de tránsito o al inspector que pagar una abultada multa en la oficina correspondiente. ¿Será cosa de inmaduros negarse a entrar en esa red de corrupción, no por aceptada menos perniciosa? Pero claro, aquí aparece la figura de lo instituido, en este caso, la ley de tránsito, o la reglamentación sobre habilitación de comercios o boliches. Mal que les pese a muchos argentinos, lo adaptado (y maduro) no estaría así del lado de las prácticas corruptas pero extendidas, sino de lo que la ley exige, aunque poco se cumpla. Y sin embargo, la cosa vuelve a complicarse cuando los sujetos se ven obligados a actuar contra las leyes en nombre de lo que consideran justo. Es la historia del movimiento obrero en todo el mundo: ¿cuánta lucha, cuánto sufrimiento, cuántas muertes, incluso, costó el reconocimiento de la legitimidad de la protección al trabajador y

su familia, de la reglamentación del trabajo de los menores, etc., contra la rapacidad del capitalismo de la época, que había generado su propia legalidad? ¿Podrá decirse que aquellos pioneros en las luchas por la dignidad del trabajo humano eran personas inmaduras? Los cristianos deberíamos ser los primeros (¡y no siempre los somos!) en rechazar la identificación apresurada entre madurez y adaptación. Jesús, nada menos, podría haberse constituido para muchos en su tiempo en el paradigma del inadaptado y, por lo tanto, del inmaduro. Así lo atestiguan los mismos evangelios, al consignar las reacciones ante sus prácticas (“Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores”, Mt 11,19) y ante sus rupturas con los marcos institucionales (“Cuando sus parientes se enteraron, salieron para llevárselo, porque decían: «Es un exaltado»”, Mc 3,21, y la respuesta de Jesús acerca de su

verdadera familia, 33-35). Lo mismo está implicado en su polémica con los fariseos y los sumos sacerdotes respecto a la Ley y al Templo. Podríamos leer los evangelios completos, y particularmente el de Juan, como el intento de responder a esta pregunta dirigida al Señor: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te dio autoridad para hacerlas?” (Mc 11,28). En aquella época, en la cual no había una mentalidad científica y ni siquiera humanista en el sentido moderno, no se consideraba inmaduro al que desafiaba de algún modo a la autoridad, lo instituido o la mayoría, sino “endemoniado” (Jn 8,48.52) o “blasfemo” (Jn 10,33). Así, la reacción ante la actitud de Jesús culminaría en las acusaciones mortales de blasfemia primero (Mt 26,6566) y luego de rebeldía contra el César (Jn 19,1215). ¿Y qué decir de san Pablo, indeseable para tantas situaciones del establishment al punto

de la cárcel, la lapidación y finalmente la ejecución? ¿Y de tantos y tantas mártires y confesores, enfrentándose a los criterios y valores de su tiempo, atrayendo sobre sí las iras del poder? Bien considerado, los santos siempre han sido como una piedra en el zapato de sus contemporáneos. Y no puede ser de otro modo, habida cuenta la fuente de la autoridad de Jesús, que trasciende a todo buen juicio posible en este mundo. Si la madurez fuera lisa y llanamente adaptación, la finalidad de nuestra tarea educadora sería adaptar a los chicos, esas criaturas anárquicas, a las buenas normas de la sociedad, sean cuales fueren. ¿A costa de qué? A costa de un amordazamiento y sumisión de la subjetividad. O, peor aun, a costa de la privación de lo más propio y sagrado de la persona: su libertad. ¡Tremendo desafío, entonces, la educación en y para la libertad, ya que supondrá en todos nosotros, docentes y formadores,

pastores y maestros, una abnegada relativización de nuestra forma de ver y sentir para disponernos a la búsqueda humilde y sincera de la verdad. Por una vía indirecta, entonces, llegamos a ver que la madurez implica, más que la adaptación a un modelo imperante, la capacidad de tomar posición desde sí mismo en la situación determinada en que uno se encuentra. Es decir, la posesión de la libertad para elegir y decidir según la propia experiencia y deseo, en consonancia con los valores a los que adhiere.

La Madurez se plenifica en el Amor Ahora bien, ¿significa esto la canonización automática de todo subjetivismo, de toda excentricidad, de toda pretensión del individuo como tal?

De ningún modo. La pregunta que los contemporáneos hacían a Jesús era en sí misma válida. Sus palabras y obras no podían presentarse como pura ruptura: debían tener una referencia de Verdad. El momento negativo de la crítica, de la rebeldía, de la subjetividad como rechazo de la sujeción, sólo puede apoyarse en el momento positivo de la trascendencia, de la tendencia a una mayor universalidad, a una más plena verdad. No es el poder lo que han rechazado los mártires: era el poder que beneficiaba sólo a algunos. No es la Ley lo que Jesús combatía: era la Ley que se ponía por encima del reconocimiento del prójimo. No es de la mayoría que el testigo de la verdad reniega: es de la mayoría en tanto que priva de visibilidad y palabra a todo lo demás, a las otras presencias y las otras voces. Dicho de otra manera: la libertad no es un fin en sí mismo, un agujero negro detrás del cual no hay nada. Se ordena a la vida más

plena del ser humano, de todo el hombre y todos los hombres. Se rige por el amor, como afirmación incondicional de la vida, y el valor de todos y cada uno. En ese sentido, podemos dar todavía un paso más en nuestra reflexión: la madurez no sólo implica la capacidad de decidir libremente, de ser sujeto de las propias opciones en medio de las múltiples situaciones y configuraciones históricas en las que nos veamos incluidos, sino que incluye la afirmación plena del amor como vínculo entre los seres humanos. En las distintas formas en que ese vínculo se realiza: interpersonales, íntimas, sociales, políticas, intelectuales... No es otra cosa la idea, que ya hemos presentado, de una libertad responsable. ¿Ante quién vamos a ser responsables, sino ante el otro y ante nosotros mismos en tanto miembros de la familia humana? ¡Alto!, dirán. ¿No somos responsables, primero que nada, ante Dios? Sí, por supuesto. Lo cierto

es que a Dios lo vemos como a través de un espejo, en enigma... Y la prueba más definitiva de la veracidad y verdad de nuestra responsabilidad ante Él sigue siendo la prueba del amor al prójimo (1 Jn 4,20) vivido desde la verdad más íntima de nuestra conciencia (1 Jn 3,21 24) hasta las obras más concretas y eficaces que muestran nuestra fe (Sant 2,18). Una personalidad madura, así, es aquella que ha logrado insertar su carácter único e irrepetible en la comunidad de los semejantes. No basta con la diferencia: hace falta también reconocer la semejanza. ¿Qué implica esto para nuestra vocación y tarea de docentes cristianos? Implica la exigencia de construir y reconstruir los lazos sociales y comunitarios que el individualismo desenfrenado ha roto. Una sociedad, un pueblo, una comunidad, no es sólo una suma de individuos que no se molestan entre sí. La definición negativa de libertad, que pretende que ésta termina

cuando toca el límite del otro, se queda a medio camino. ¿Para qué quiero yo una libertad que me encierra en la celda de mi individualidad, que deja a los demás afuera, que me impide abrir las puertas y compartir con el vecino? ¿Qué tipo de sociedad deseable es aquella donde cada uno disfruta sólo de sus bienes, y para la cual el otro es un potencial enemigo hasta que me demuestre que nada de mí le interesa? Quisiera que se me entienda bien: no somos los cristianos quienes vamos a caer en una concepción romántica e ingenua de la naturaleza humana. Más allá de las formulaciones históricas, la creencia en el pecado original quiere dar cuenta de que en cada hombre o mujer anida una inmensa capacidad de bien... y también de mal. Nadie está inmune, en cada semejante puede anidar también el peor enemigo, aun para sí mismo. Pero esa consideración, realista o teológica,

como se quiera, es sólo el punto de partida. Porque a partir de allí habrá que pensar en qué consiste la tarea del hombre en la historia, la empresa de las comunidades humanas, la finalidad de la civilización: ¿simplemente sancionar la peligrosidad de unos contra otros limitando las posibilidades de conflicto, o más bien promover las más altas capacidades humanas en orden a un crecimiento de la comunión, el amor y el reconocimiento mutuo que apunte a la construcción de un vínculo positivo y no ya meramente negativo? Mucho hemos avanzado, y muchísimo queda aún por avanzar, en la tarea de sacar a la luz las múltiples situaciones de violaciones a la dignidad de las personas y, especialmente, de los grupos más castigados y sometidos. Particularmente importante ha sido el avance en la conciencia de los derechos de los niños, de la igualdad de los derechos del

varón y la mujer, de los derechos de las minorías. Pero es preciso dar un paso más: no será a través de la entronización del individualismo que se dará su lugar a los derechos de la persona. El máximo derecho de una persona no es solamente que nadie le impida realizar sus fines, sino efectivamente realizarlos. No basta con evitar la injusticia, si no se promueve la justicia. No basta con proteger a los niños de negligencias, abusos y maltratos, si no se educa a los jóvenes para un amor pleno e integral a sus futuros hijos. Si no se brinda a las familias los recursos de todo tipo que necesitan para cumplir su imprescindible misión. Si no se favorece en la sociedad toda una actitud de acogida y amor a la vida de todos y cada uno de sus miembros, a través de los distintos medios con los cuales el Estado debe contribuir. Una persona madura, una sociedad madura, entonces, será aquella cuya libertad sea plenamente responsable desde el amor. Y

eso no crece solo en las banquinas de las rutas. Implica invertir mucho trabajo, mucha paciencia, mucha sinceridad, mucha humildad, mucha magnanimidad.

Caminando hacia la madurez ¿De qué modo podemos convertir estas reflexiones en pistas concretas para que los educadores cristianos pongamos en marcha las impostergables tareas que se nos exigen? Fortalecer la comunidad eclesial En primer lugar, creo que es imprescindible reforzar el sentido eclesial entre nosotros mismos. No hay otro lugar donde ponernos a la escucha de lo que Dios nos dice en la realidad actual que el seno de la comunidad creyente. La humilde comunidad eclesial real y concreta, no la deseada o soñada. Con sus falencias y

pecados, en medio de un proceso nunca acabado de penitencia y conversión, buscando nuevas y mejores vías de comunicación mutua, de corrección fraterna, de solidaridad, de crecimiento en fidelidad y sabiduría... Es posible que muchos cristianos, ante las dolorosas divisiones y pecados por las que atraviesa el cuerpo eclesial, se desanimen y busquen fuera de la comunidad las vías de realización de su compromiso por el otro. Pero quizá de esa manera se priven de la riqueza que sólo en la comunidad creyente van a encontrar. No todos pensamos igual, y a veces las diferencias parecen inconciliables. No todos actuamos como deberíamos, ni todos llevamos a la práctica plenamente la Palabra que nos atraviesa. Pero eso no debería ser obstáculo para seguir orando, dialogando, trabajando para que esa Palabra se encarne y brille para todos. Quizás la primera apuesta, la primera búsqueda, sea la de hacer

realidad una comunidad eclesial mucho más respetuosa del otro, menos prejuiciosa y más madura en la fe, en el amor y en el servicio. Ensayar nuevas formas de diálogo en la sociedad pluralista En segundo lugar, crear un sentido de libertad responsable en el amor en la relación entre los distintos grupos que conforman nuestra sociedad. Ésta es una tarea particularmente importante para nosotros, en tanto que los cambios sociales y culturales que se están dando en nuestro país, como ya lo han hecho en otras partes del mundo, nos plantean la necesidad de encontrar nuevas formas de diálogo y convivencia en una sociedad pluralista, mediante las cuales se lleguen a aceptar y respetar las diferencias, y a potenciar los espacios y tópicos de encuentro y coincidencia. ¡Cuántos cristianos trabajan codo a codo con hermanos de otras

confesiones o grupos religiosos, o de movimientos políticos y sociales, en tareas de promoción humana y servicio a los más necesitados! Quizás allí se esté gestando una nueva forma de relacionarnos, que ayude a reconstruir el lazo social entre los argentinos y a ampliar nuestra conciencia de solidaridad más allá de toda frontera religiosa, ideológica y política. Revitalizar la dimensión específicamente teologal de nuestra motivación En tercer lugar, quisiera apuntar brevemente a la más alta dimensión de la madurez, que es la santidad. Si toda esta reflexión no nos mueve a los cristianos a retomar una y otra vez la motivación última de nuestra existencia, se habrá quedado a mitad de camino. Para el cristiano, la actuación de la libertad en el tiempo se cumple según el modelo eucarístico: proclamación de la salvación efectuada hoy

en Cristo y en cada uno por la fe (con palabras y hechos), que da cumplimiento al pasado de la historia de salvación y anticipa el futuro definitivo. La esperanza en su más pleno sentido teológico, así, se torna clave de la experiencia cristiana del tiempo, centrada en la adhesión a la persona del Resucitado. Es pertinente tener muy presente en este punto lo que nos señala el Santo Padre en Mane nobiscum Domine: “En efecto, la Eucaristía es un modo de ser que pasa de Jesús al cristiano y, por su testimonio, tiende a irradiarse en la sociedad y en la cultura. Para lograrlo, es necesario que cada fiel asimile, en la meditación personal y comunitaria, los valores que la Eucaristía expresa, las actitudes que inspira, los propósitos de vida que suscita. ¿Por qué no ver en esto la consigna especial que podría surgir del Año de la Eucaristía?” (n. 25). Y todo ello en el seno de la comunidad que comparte la fe arraigada en el amor. Porque

la superación de la contradicción entre el individuo y la sociedad no se agota, desde nuestro punto de vista, en una mera búsqueda de consensos, sino que tiene que remontarse hacia la fuente de toda verdad. Profundizar el diálogo para acceder más plenamente a la Verdad, profundizando nuestras verdades en un diálogo que no iniciamos nosotros sino Dios, y que tiene su propio tiempo y su propia pedagogía. Un diálogo que es un camino hacia la verdad juntos. Establecer metas concretas en la educación para la madurez Para concluir, y ya ubicándonos en la específica tarea del educador, hemos de procurar poner en el centro de todas nuestras actividades la formación integral de la persona, es decir, el aporte a la plena maduración de hombres y mujeres libres y responsables. En este sentido, tendríamos

que poder plantearnos metas concretas y evaluables, a fin de no quedarnos en una retórica narcisista. Si me permiten, no quisiera terminar este mensaje sin sugerirles algunas cuestiones derivadas de la reflexión precedente, que podrían vehiculizarse algunas en prácticas, otras en objetivos, otras incluso en contenidos transversales. Son seis propuestas: Despertar la memoria para hacer “experiencia de la experiencia” La ausencia de memoria histórica es un serio defecto de nuestra sociedad. Además, es una nota distintiva de la cultura por algunos llamada posmoderna, la cultura juvenil del ya fue. Toda referencia a la historia es vista como una cuestión meramente académica, en el sentido más estéril de la palabra historia. Creo que es imprescindible despertar en nuestros chicos la capacidad de conectarse con las

motivaciones, opciones y acciones de los que nos precedieron, descubriendo la innegable relación entre ellas y el presente. Conocer y poder tomar posición frente a los acontecimientos pasados es la única posibilidad de construir un futuro con sentido. Y esto no debe ser sólo el contenido de una materia específica, sino que debe atravesar toda la vida escolar a través de diversas actividades y en distintos espacios. En este sentido es imprescindible el contacto con los clásicos de la literatura, encuentros de la dimensión metahistórica de la vida social de los pueblos. Ayudar a vivir el presente como don Si Dios nos sale al encuentro en la historia concreta, el presente es el punto desde el cual acogemos el don y damos nuestra respuesta. Esto implica ir más allá del escepticismo que hoy campea en nuestra cultura, y también más allá de cierta

omnipotencia típicamente argentina. Vivir el presente como don es recibirlo con humildad y ponerlo a producir. En el mensaje que les dediqué hace dos años desarrollé este tema de la relación entre continuidad y novedad en creación histórica. Los invito a retomarlo y a encontrar formas de entusiasmar a nuestros jóvenes con el enorme potencial transformador que está en sus manos, no tanto a través de arengas y discursos sino convocándolos a desarrollar experiencias y situaciones concretas que le permitan descubrir ellos mismos sus capacidades. Desarrollar la capacidad de juicio crítico para salir de la “dictadura de la opinión” No nos cansemos de preguntarnos una y otra vez si no estaremos simplemente transmitiendo informaciones en lugar de educar para la libertad, que exige la capacidad de comprender y criticar situaciones y discursos. Si vivimos cada vez más en una sociedad de información que

nos satura de datos indiscriminadamente, todo en el mismo nivel, la escuela tendría que resguardar su rol de enseñar a pensar, y a pensar críticamente. Para ello, los maestros tenemos que ser capaces de mostrar las razones que subyacen a las distintas opciones de lectura de la realidad, así como de promover la práctica de escuchar todas las voces antes de emitir juicios. Asimismo, tendremos que ayudar a establecer criterios valorativos y, último paso no siempre tenido en cuenta, poner de relieve cómo todo juicio debe dejar lugar para ulteriores interrogantes, evitando el riesgo de absolutizarse y perder vitalidad rápidamente. Aceptar e integrar la propia realidad corpórea Particularmente urgente es un acompañamiento en la aceptación e integración de la corporeidad. Paradójicamente, la cultura actual pone el

cuerpo en el centro de su discurso y al mismo tiempo lo somete a todo tipo de constricciones y exigencias. Una antropología más atenta a las nuevas condiciones de la subjetividad no puede dejar de lado un trabajo concreto en este punto, desde todos los ámbitos en que se hace problemático (la salud, la imagen y la identidad, la sexualidad, el deporte, el bienestar y el ocio, el trabajo), y siempre apuntando a una liberación integral para el amor a sí mismo, al prójimo y a Dios. Profundizar los valores sociales Sabemos que nuestros jóvenes tienen una enorme capacidad de sentir el sufrimiento del prójimo y poner el cuerpo en acciones solidarias. Esta sensibilidad social, muchas veces sólo emotiva, debe ser educada hacia una solidaridad de fondo, que pueda elaborar reflexivamente la relación entre situaciones evidentemente dolorosas e injustas, y los

discursos y prácticas que les dan origen o las reproducen. Será a partir de un permanente ida y vuelta entre experiencias de auténtico encuentro humano, y su iluminación a partir del Evangelio, que deberemos reconstruir los valores de solidaridad y el sentido de lo colectivo, que el individualismo consumista y competitivo de los últimos tiempos ha minado en nuestro pueblo. Sin duda, esto exigirá una profundización y renovación de la Doctrina Social en nuestro contexto concreto. Insistir con la predicación del kerygma Todo lo anterior caerá en saco roto si no acompañamos a nuestros jóvenes en un camino de conversión personal a la persona y mensaje de Jesús, como motivación última que articule los otros aspectos. Esto nos exigirá, además de coherencia personal –no hay predicación posible sin testimonio–, una búsqueda abierta y sincera de las formas que

la experiencia religiosa puede tomar en este nuevo siglo. La conversión, queridos hermanos, no es algo que se da de una vez para siempre. Es signo de una auténtica vida cristiana la disposición a adorar a Dios “en Espíritu y en verdad”, es decir, dondequiera que sople ese Espíritu.

Argentina despierta… Llegamos así al final de nuestra meditación. Nos encontramos en un momento histórico de dolor y de esperanza. Sentimos que no podemos hacernos los distraídos ante la oportunidad que la Providencia nos brinda de aportar nuestros ladrillos a la construcción de un mundo distinto. Hemos compartido con dolor la constatación del sufrimiento y abandono que padecen muchos de nuestros chicos,

expresado de un modo trágico en algunos hechos del año que pasó, y hemos reconocido la necesidad de dar una respuesta a esta situación, de hacernos cargo de algún modo, desde nuestra pobreza pero también desde nuestra esperanza. Y en ese contexto, hemos reflexionado acerca de las condiciones de madurez personal y colectiva requeridas para este compromiso. Madurez que implica una capacidad de vivir el tiempo como memoria, como visión y como espera, yendo más allá del inmediatismo para ser capaces de articular lo mejor de nuestra memoria y de nuestros deseos en una acción pensada y eficaz. Madurez que se despliega en una libertad que no se sujeta a ninguna particularización excluyente, que hace oídos sordos a las verdades a medias y a los horizontes de cartón, que no se adapta sin crítica a lo que esté vigente ni critica sólo por resaltar su

individualidad, sino que apunta a la búsqueda de un amor universal y eficaz que fundamente, y dé contenido, a esa libertad plenamente responsable. Y que se abre, en última instancia, en una renovada vida de fe eclesial y de cara a la sociedad en su conjunto, bien fundamentada en una experiencia teologal y eucarística. Desde allí, les propuse seis metas para el trabajo con los chicos: despertar la memoria; ayudar a vivir el presente como don; desarrollar la capacidad de juicio crítico; promover la aceptación e integración de la propia realidad corpórea; profundizar los valores sociales e insistir con la predicación del kerygma. Si la realidad que hoy nos plantea sus desafíos encuentra en nosotros un espíritu generoso y valiente, el momento presente habrá sido también un regalo de crecimiento para nosotros. Será así que la madurez personal y comunitaria de nuestras

comunidades educativas habrá trascendido, por la gracia de Dios, hacia una experiencia de encuentro con Él en una vida de santidad, respuesta a un don que nos antecede y envuelve, signo y anticipo en la historia de la plenitud que esperamos. Me despido de ustedes haciendo mías las palabras del Apóstol: “Por eso, queridos hermanos, permanezcan firmes e inconmovibles, progresando constantemente en la obra del Señor, con la certidumbre de que los esfuerzos que realizan por él no serán vanos” (1 Cor 15,58). Y, por favor, les pido que recen por mí. Buenos Aires, en la Pascua del año del Señor de 2005

Clave de lectura para trabajar a solas o en grupo ●Reflexionamos

“Tenemos la sensación de que la Providencia nos ha dado una nueva oportunidad de constituirnos en una comunidad verdaderamente justa y solidaria, donde todas las personas sean respetadas en su dignidad y promovidas en su libertad, en orden a cumplir con su destino como hijas e hijos de Dios. Esa oportunidad es también un desafío. Tenemos en nuestras manos una inmensa responsabilidad, derivada justamente de la exigencia de no dilapidar la chance que se nos brinda. No es posible prestar oídos a la Palabra de salvación fuera del lugar donde ella nos sale al encuentro, es decir, en la concreta historia humana en la cual el Señor se encarnó.” Para el trabajo personal: ¿Mi vida de fe me impulsa a formar comunidad o se reduce a una experiencia individual?

¿Cuáles son mis faltas de libertad? ¿Tengo una actitud pasiva ante la Providencia? Para el trabajo en grupo: ¿Qué signos de madurez encontramos en nuestra Iglesia? ¿Qué valores emergentes encontramos en nuestra sociedad? ¿Qué pasos podemos dar para promover el respeto y la libertad en las nuevas generaciones? ● Leemos “Cuando desembarcó, Jesús vio una gran muchedumbre y, compadeciéndose de ella, curó a los enfermos. Al atardecer, los discípulos se acercaron y le dijeron: «Éste es un lugar desierto y ya se hace tarde; despide a la multitud para que vaya a las ciudades a comprarse alimentos». Pero Jesús les dijo: «No es necesario que se vayan, denles de comer ustedes mismos».

Ellos respondieron: «Aquí no tenemos más que cinco panes y dos pescados». «Tráiganmelos aquí», les dijo. Mt 14,13-18 ● Pensamos La Escuela Católica asume como misión específica –y con mayor razón hoy frente a las deficiencias de la familia y de la sociedad en este campo– la formación integral de la personalidad cristiana. (...) Ella enseña a los jóvenes a dialogar con Dios en las diversas situaciones de su vida personal. Los estimula a superar el individualismo y a descubrir, a la luz de la fe, que están llamados a vivir, de una manera responsable, una vocación específica en un contexto de solidaridad con los demás hombres. La trama misma de la existencia humana los invita, en cuanto cristianos, a comprometerse en el servicio de Dios en favor de los propios hermanos y a

transformar el mundo para que sea una digna morada de los hombres. La escuela católica, 45 ●Revisamos nuestra tarea Como educadores cristianos nos proponemos no sólo transmitir conocimientos sino formar personas maduras. En este sentido, la madurez podría entenderse como la capacidad de usar nuestra libertad de un modo sensato, prudente. En otras palabras, se trata de enseñar a nuestros niños y adolescentes que el presente es aquello que recibimos no para dejar que se convierta en pasado inútilmente, sino para convertirlo en futuro actuando. Una personalidad madura es aquella que ha logrado insertar su carácter único e irrepetible en la comunidad de los semejantes. No basta con la diferencia: hace

falta también reconocer la semejanza. ¿De qué modo podemos convertir estas reflexiones en pistas concretas para que los educadores cristianos pongamos en marcha las impostergables tareas que se nos exigen? Pensemos entre todos tres acciones que pongan en práctica las siguientes pistas: Fortalecer la comunidad eclesial. Ensayar nuevas formas de diálogo en la sociedad pluralista. Revitalizar la dimensión específicamente teologal de nuestra motivación. Establecer metas concretas en la educación para la madurez. ● Oramos María, Virgen de la escucha y del Verbo hecho carne en tu seno, ayúdanos a estar disponibles a la palabra del Señor, para que, acogida y meditada, crezca en nuestro corazón.

Ayúdanos a vivir, como tú, la bienaventuranza de los creyentes y a dedicarnos con amor incansable a la evangelización de los que buscan a tu Hijo. Juan Pablo II

Palabras de Juan Pablo II a los educadores cristianos Dios les ha confiado la singular tarea de guiar a los jóvenes por el camino de la santidad. Sean para ellos ejemplo de generosa fidelidad a Cristo. Anímenlos a no dudar en remar mar adentro, respondiendo sin tardanza a la invitación del Señor. Él llama a unos a la vida familiar, a otros a la vida consagrada o al ministerio sacerdotal. Ayúdenlos para que sepan discernir cuál es

su camino, y lleguen a ser verdaderos amigos de Cristo y sus auténticos discípulos. Cuando los adultos creyentes hacen visible el rostro de Cristo con la palabra y con el ejemplo, los jóvenes están dispuestos más fácilmente a recibir su exigente mensaje marcado por el misterio de la Cruz. Virgen Santísima, Madre del Redentor, guía segura en el camino hacia Dios y el prójimo, que guardaste sus palabras en lo profundo de tu corazón, protege con tu maternal intercesión a las familias y a las comunidades cristianas, para que ayuden a los adolescentes y a los jóvenes a responder generosamente a la llamada del Señor. Amén.

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