EDMUND P

February 1, 2018 | Author: Joshichazito | Category: David, Samson, Christ (Title), Jesus, Adam And Eve
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EDMUND P. CLOWNEY

EL MISTERIO SE REVELA DESCUBRIENDO A CRISTO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

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EDMUND P. CLOWNEY

EL MISTERIO SE REVELA DESCUBRIENDO A CRISTO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

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©1998 por Edmund P. Clowney Todos los derechos reservados, incluida la traducción Library of Congress Catalog Card Number: 88-62640 ISBN 0-87552-174-6 Las citas bíblicas utilizadas en esta publicación pertenecen a la Santa Biblia: Nueva Versión Internacional (NIV), copyright © 1973, 1978, 1984, Sociedad Bíblica Internacional; a menos que se indique lo contrario. Autorizado por Zondervan Bible Publishers. Otras versiones citadas: Versión Estándar Revisada (RSV), copyright 1946, 1952, 1971, División de Educación Cristiana del Consejo Nacional de Iglesias de Cristo de USA (NCC), uso autorizado, derechos reservados; Nueva Versión King James (NKJV), copyright © 1979, 1980, 1982, Thomas Nelson, Inc., Publishers; y Versión King James (KJV). Impreso en los Estados Unidos de América.

NOTA DE TRADUCCIÓN Esta traducción fue realizada por encargo de Mission to the World, Iglesia Presbiteriana “Cristo Señor” de La Molina, como parte de su material de estudio – trabajo. Con referencia a las citas bíblicas utilizadas en esta traducción, éstas corresponden con la Santa Biblia: Nueva Versión Internacional (NVI), 1999, Sociedad Bíblica Internacional; a menos que se indique lo contrario. Otras versiones utilizadas en correspondencia con el original son: Biblia de las Américas (BA), Versión Reina Valera Revisión 1995 (RVR); y Versión Reina Valera Revisión 1960 (RV); tomadas de www.biblegateway.com. Lic. Shirley Canales A.

Lic. Zully Llontop D.

ERCA TRANS S. A. C. 4354068 / 95409891 / 98047077 Los Datileros 248 – 101, Res. Monterrico – La Molina Lima - Perú

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CONTENIDOS El Autor Prólogo por J. I. Packer Introducción 1. El Nuevo Hombre 2. El Hijo de la Mujer 3. El Hijo de Abraham 4. El Heredero de la Promesa 5. El Señor y Sus Siervos 6. La Roca de Moisés 7. El Ungido del Señor 8. El Príncipe de Paz 9. La Venida del Señor Índice de citas bíblicas

EL AUTOR Edmund P. Clowney enseñó teología práctica en el Seminario Teológico de Westminster desde 1952 hasta 1984, y sirvió como presidente del seminario de 1966 a 1982. Recibió un Th. B. (título en Teología) de Westminster, un S. T. M. (Maestría en Teología Sacra) de la Escuela de Divinidades de Yale, y un D. D. (Doctorado en Divinidades) del Wheaton College. El Dr. Clowney, un educador visionario y líder eclesial, quizás es mejor recordado como el principal defensor y gestor de la predicación histórico-redentora en las últimas décadas. Sus libros incluyen Preaching and Biblical Theology (Predicación y Teología Bíblica), Llamado al Ministerio, Doctrine of the Church (Doctrina de la Iglesia), y The Message of 1 Peter (El Mensaje de 1 Pedro).

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PRÓLOGO La Biblia es una unidad. Esta es, quizás, la más grande de todas las verdades sorprendentes que hay en ella. Consiste en sesenta y seis unidades, escritas durante más de cien años en medio de una amplia variedad de contextos culturales, por personas que básicamente trabajaron de manera independiente la una de la otra sin tomar en cuenta que sus libros se convertirían en las Sagradas Escrituras . Los libros son de todo tipo: prosa que llega a ser poesía, himnos que rayan en historia, sermones con datos estadísticos, cartas con liturgias, visiones espeluznantes con una canción de amor. ¿Por qué encuadernamos esta colección entre dos cubiertas iguales, la llamamos La Santa Biblia, y la tratamos como un solo libro? Una razón para hacer esto –una de muchas –es que la colección como un todo, una vez que empezamos a estudiarla, demuestra tener una coherencia orgánica que es simplemente sorprendente. Los libros escritos siglos atrás parecen haber sido diseñados con el expreso propósito de complementarse y aclararse entre sí. Existe desde el principio hasta el fin un personaje principal (Dios el Creador), una perspectiva histórica (la redención del mundo), una figura central (Jesús de Nazaret, que es el Hijo de Dios y el Salvador), y un sólido conjunto de armoniosas enseñanzas acerca de Dios y su santidad. Verdaderamente la unidad interna de la Biblia es milagrosa: un símbolo y una admiración, que desafía la incredulidad de nuestra era escéptica. La teología bíblica es el nombre –sombrilla de aquellas disciplinas que estudian la unidad de la Biblia, hurgando en los contenidos de los libros, mostrando los vínculos entre ellos, y señalando el continuo torrente del proceso revelador y redentor que alcanzó su clímax en Cristo Jesús. La exégesis histórica, que estudia lo que el texto quiso decir e implicó para sus lectores originales, es una de estas disciplinas. Otra es la tipología, que investiga en el Antiguo Testamento muestras de la acción, presencia y mandato divino que alcanza su realización final en Cristo. En estos dos artes, Edmund Clowney es un veterano y maestro, combinando en él mismo la sobriedad de una mente sabia y erudita con la exuberancia de un corazón cálido y adorador. El Misterio se Revela, un estudio del marco del Antiguo Testamento para comprender la figura de Jesús, es lo mejor de Clowney. La importancia de este tema – el Antiguo Testamento señalando a Cristo – es grande, aun cuando por medio siglo los maestros bíblicos, posiblemente avergonzados por el recuerdo de aventuras demasiado fantásticas en la tipología durante el pasado, no han hecho mucho al respecto. (¡Su permanente importancia, podríamos decir, está acorde con su actual abandono!) Por esta razón, el admirable tratamiento del Dr. Clowney al respecto debe ser inmensamente valorado; llena un vacío, y suple una necesidad latente. Espero que su corazón se conmueva, y su mente se aclare, cuando lea este libro. DR. J. I. PACKER

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INTRODUCCIÓN “La Más Grande Historia Jamás Contada” –este título ha sido usado para la Biblia, y con justa razón. La Biblia es el libro de historias más grande, no sólo porque está lleno de historias maravillosas sino porque cuenta una gran historia, la historia de Jesús. Y, esa historia aún es narrada a miles de personas que la escuchan por primera vez -quizás en un departamento en Hong Kong, o en un dormitorio de alguna universidad Norteamericana. Sin embargo, ¿en qué parte de la Biblia empieza esta historia, esta antigua historia? No en el pesebre de un establo en Belén, sino mucho antes. ¿Cuánto tiempo atrás? En el Evangelio de Lucas la historia comienza por lo menos un año antes del nacimiento de Jesús. Un antiguo sacerdote, Zacarías, estaba en el altar del incienso en el Templo de Jerusalén. De pronto, él no estaba solo en el santuario. Un ángel vino junto a él: “No tengas miedo, Zacarías, pues ha sido escuchada tu oración” (Lc. 1:13). Entonces el ángel anunció a Zacarías que tendría un hijo, Juan. Lo sorprendente no era sólo que una anciana pareja sin hijos tendría uno, sino que su hijo sería un profeta. Habían pasado siglos desde que Dios habló por última vez a través de los profetas, pero Dios haría de Juan como el antiguo profeta Elías. Juan sería el precursor del Señor que había de venir. Ciertamente el anuncio del ángel a Zacarías no era el principio para Lucas, incluso cuando él narró la historia desde aquel momento. El nacimiento de Juan cumplió una antigua profecía: “Estoy por enviarles al profeta Elías antes que llegue el día del Señor, día grande y terrible” (Mal. 4:5). Dicha profecía se encuentra en la última página del Antiguo Testamento. Sin embargo, ese tampoco es el principio. Para descubrir el inicio de esta historia, debemos volver a leer acerca de Elías y observar cómo se preparó él para la llegada del Señor. ¿Cuánto tiempo atrás debemos ir para empezar en el verdadero principio? Lucas nos da una respuesta impresionante cuando presenta la genealogía completa de Jesús (Lc. 3:23-37). El linaje real se remonta a Zorobabel, Natán, David, a la tribu de Judá, luego a Abraham, luego a Sem, Noé, y Set, “el hijo de Adán, el hijo de Dios.” Lucas nos hace comprender que la historia de Jesús empieza con la historia de la humanidad. Jesús era Hijo de Adán, el Hijo de Dios. Para seguir la historia de Jesús debemos comenzar por la primera página de la Biblia. En efecto, Juan, en la introducción a su Evangelio, nos remonta incluso más atrás: “En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios.” Juan testifica que Jesús es el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin de toda la historia (Ap. 22:13,16). Juan llegó a esta asombrosa conclusión sobre Jesús no sólo a partir de las palabras y hechos de los que fue testigo, sino porque él reconoció a Jesús como el Señor de la promesa, el Salvador de Israel. Juan comienza su Evangelio con “En el principio…” para llevarnos hasta el verdadero inicio de la historia. Él escribe a fin de que nosotros creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios (Jn. 20:31). Para comprender lo que Juan quiere decir, necesitamos estudiar algo que él sabía bien: la historia del Antiguo Testamento.

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Cualquiera que haya escuchado desde niño las historias de la Biblia sabe que hay grandes historias en ella. Sin embargo, es posible conocer estas historias, pero ignorar la historia de la Biblia. La Biblia es mucho más de lo que William How dijo: “un cofre de oro donde se guardan las gemas de la verdad.” Es más que una desconcertante colección de oráculos, proverbios, poemas, indicaciones arquitectónicas, anales, y profecías. La Biblia tiene una historia central. Sigue el camino de un drama que se revela. El relato sigue la historia de Israel, pero no empieza ahí, ni contiene lo que uno espera de una historia nacional. La narración no ofrece tributo a Israel. Por el contrario, condena a Israel y justifica los juicios más severos de Dios. Es el relato de Dios. Describe Su obra para rescatar a los rebeldes de su necedad, culpabilidad y maldad. Y en Su operación de rescate, Dios siempre toma la iniciativa. Cuando el apóstol Pablo reflexiona sobre el drama de la obra salvadora de Dios, dice reverentemente, “Porque todas las cosas proceden de él, y existen por él y para él. ¡A él sea la gloria por siempre! Amén” (Ro. 11:36). Sólo la revelación de Dios podría mantener un drama que se extiende por miles de años como si éstos fueran días u horas. Sólo la revelación de Dios puede construir una historia donde el final se anticipa desde el inicio, y donde el principio rector no es la casualidad ni el destino, sino la promesa. Los autores humanos pueden crear ficción alrededor de un argumento concebido, pero sólo Dios puede moldear la historia en un fin último y real. El propósito de Dios desde el principio se centra en Su Hijo: “Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. Porque por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles… Todo ha sido creado por medio de él y para él” (Col. 1:15-16). La creación de Dios es por Su Hijo y para Su Hijo; así como Su plan de salvación empieza y termina en Cristo. Incluso antes de que Adán y Eva fueran expulsados del Edén, Dios anunció Su propósito. Él enviaría a Su Hijo al mundo para traer salvación (Gn. 3:15). Dios no cumplió Su propósito de repente. No envió a Cristo para que naciera de Eva cuando salió del Edén, ni escribió toda la Biblia sobre las tablas de piedra que le entregó a Moisés en el Sinaí. Por el contrario, Dios se mostró a Sí mismo como el Señor de los tiempos y las ocasiones (Hch. 1:7). El relato de la obra salvadora de Dios está enmarcado en épocas, en períodos de historia que Dios determina por Su palabra de promesa. Dios creó todo mediante Su palabra de poder. Él habló y todo fue hecho; ordenó y todo se levantó rápidamente. Dios dijo, “¡Que exista la luz!,” y la luz existió. Del mismo modo, Dios pronunció Su palabra de promesa. Esa palabra no tiene menos poder por estar en el tiempo futuro. Las promesas de Dios son seguras; se cumplirán en el tiempo señalado (Gn. 21:2). Pero, aun cuando se trata de la historia de Dios, y la salvación es Su obra, los hombres y mujeres no son meros espectadores. Para estar seguros, hay veces en que al pueblo de Dios se le dice que permanezca firme y vea la salvación del Señor (Ex. 14:13-14). Pero Dios también les ordena dejar sus casas y convertirse en peregrinos, para ir por el desierto, y luchar contra hostiles naciones. La gracia de

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Dios al liberarlos y dirigirlos los llama a la fe en Él, al compromiso de confiar con todo el corazón. Porque Dios promete lo que Él hará, Su pueblo puede confesar con júbilo que “la salvación viene del SEÑOR” (Jon. 2:9). Pero como Dios no hace todo lo que Él ha prometido de repente, la fe de Su pueblo es de calidad probada. Su anhelo se vuelve intenso. A veces la promesa parece no sólo distante sino ilusoria. Ellos caen víctima de la incredulidad y el llanto, “¿Está o no está el Señor entre nosotros?” (Ex. 17:7). Los escritores del Nuevo Testamento nos recuerdan la realidad y la intensidad de la fe de los santos del Antiguo Testamento. El autor de Hebreos analiza sus torturas y triunfos, y concluye, “conforme a la fe murieron todos éstos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo” (Heb. 11:13, RV). Para animar y fortalecer a Sus afligidos santos, el Señor a menudo repetía Sus promesas. Mediante los profetas, Dios habló a Israel, denunciando el pecado de aquellos que se rebelaron, pero pintando cuadros cada vez más maravillosos de la bendición que había de venir. El apóstol Pedro reflexionó sobre el ministerio de aquellos profetas del Antiguo Testamento: “Los profetas, que anunciaron la gracia reservada para ustedes, estudiaron y observaron esta salvación. Querían descubrir a qué tiempo y a cuáles circunstancias se refería el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos, cuando testificó de antemano acerca de los sufrimientos de Cristo y de la gloria que vendría después de éstos” (1 Pedro 1:10-11). Pedro nos dice que no sólo los profetas, sino también los ángeles celestiales anhelaban conocer los misterios del gran plan de Dios. El drama de Dios no es una ficción en su lento desarrollo, o en su asombrosa realización. La historia de la Biblia es real, labrada en las vidas de cientos y miles de seres humanos. En un mundo donde la muerte reinó, ellos soportaron, confiando en la fidelidad de la promesa de Dios. Si olvidamos la historia central del Antiguo Testamento, también perderemos el testimonio de su fe. Dicha omisión elimina el corazón de la Biblia. Entonces las historias de la Escuela Dominical se cuentan como versiones adaptadas de las caricaturas dominicales, donde Sansón sustituye a Superman. El encuentro de David con Goliat se desvanece entonces en una antigua versión hebrea de Jack el Gigante Asesino. No, David no es un chico valiente que no le teme al gran gigante malvado. Él es el ungido del Señor, escogido por Dios para ser el rey y liberador de Israel. Dios escogió a David como rey según Su propio corazón a fin de preparar el camino para el gran Hijo de David, nuestro Liberador y Defensor. La respuesta de David a las burlas de Goliat nos demuestra que David era un guerrero de fe: “Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo vengo a ti en el nombre del Señor Todopoderoso, el Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado” (1 Sam. 17:45). Como David luchó en el nombre del Señor, su experiencia y su victoria tuvieron un significado que trasciende al combate inmediato. Él estaba seguro de la victoria porque sabía que Dios había llamado a Israel para ser Su pueblo. Él era el Dios de los cielos, pero también el Dios de los ejércitos de Israel.

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David había sido ungido por el profeta Samuel. Él sabía que el Señor lo había llamado de su trabajo como pastor de las ovejas de su padre para ser el pastor de Israel. David cumplió un papel. Dios dio liberación a través de él, no porque él fuera valiente o por un tiro mortal con una honda, sino porque él fue escogido, y lleno del Espíritu de Dios. Luego cuando Dios prometió dar un reinado eterno a un Hijo de David, hizo ver que el reinado de David no era un fin en sí mismo, pero servía para preparar la llegada del gran Rey. De este modo, el Antiguo Testamento nos otorga tipos que presagian el cumplimiento del Nuevo Testamento. Un tipo es una forma de analogía distintiva de la Biblia. Como todas las analogías, un tipo combina identidad con diferencia. David y Cristo recibieron poder y dominio real. A pesar de las amplias diferencias entre la majestad de David y Cristo, hay puntos de identidad formal que hacen significativa la comparación. Sin embargo, es precisamente este grado de diferencia el que hace distintivos a los tipos bíblicos. Las promesas de Dios en la Biblia no ofrecen un retorno hacia una época dorada del pasado. El Hijo venidero de David no es simplemente otro David. Por el contrario, Él es tan grande que David sólo puede hablar de Él como su Señor (Sal. 110:1). Los eruditos bíblicos del tiempo de Jesús no comprendían esto. Ellos no podían responder a la pregunta de Jesús: “Si David lo llama ‘Señor,’ ¿cómo puede entonces ser su hijo?” (Mt. 22:45). Tanto Jesús como Sus adversarios sabían que el Mesías prometido tenía que ser el Hijo de David. Pero sólo Jesús comprendió por qué David en el Espíritu lo había llamado “Señor.” La historia de Jesús, entonces, no comienza con el cumplimiento de la promesa, sino con la promesa misma, y con los hechos de Dios que acompañaron Su palabra. Cuando nos remontamos al principio de la historia, encontramos que el Nuevo Testamento no nos narra esto, porque ya lo leímos antes. Cuando vemos a los jueces que Dios levantó para liberar a Israel de sus opresores, comprendemos mejor a qué se refería Dios cuando dijo que se pondrá la justicia como coraza, y la salvación como casco, y que sería Él mismo el Juez y Salvador de Su pueblo (Is. 59:16-17). Cuando Dios redujo el ejército de Gedeón a sólo trescientos hombres, reconocemos que fue Él quien los liberó, no la fuerza de las armas. Cuando redujo aun más la fuerza de Israel a un hombre, Sansón, vemos que Dios los pudo liberar con un guerrero cuyas victorias en vida fueron coronadas por su victoria en muerte. Al mismo tiempo, cuando volvemos hacia el principio de la historia, encontramos que las diferencias son abrumadoras: no sólo para nosotros, sino para aquellos que por la fe recibieron las promesas. El papel de Sansón como juez marcó en adelante la promesa de Dios de liberar a Israel de todos sus enemigos, pero el comportamiento de Sansón estuvo muy por debajo de su llamamiento. Efectivamente, Sansón fue hecho juez casi a pesar de él mismo. Sus liberaciones a veces provenían de situaciones graves que él mismo provocaba cuando perseguía a las mujeres filisteas en lugar de los ejércitos filisteos. Sin embargo, cuando estuvo ciego y burlado en el templo de Dagón, Sansón murió como un juez, bendecido por el Señor. Se puso de pie apoyando sus manos contra las columnas del templo, las cuales descansaban en bases de piedra. Luego

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oró con amarga ironía para vengarse de los filisteos, a pesar de que sus últimas palabras fueron “¡Déjame morir con los filisteos!” En su muerte, el sagrado escritor nos narra, destruyó más que en su vida. Aquí la Palabra nos muestra que Dios puede obrar Su liberación incluso mediante la muerte de Su poderoso juez. Las fallas y pecados de Sansón, no menos que sus victorias, son parte de la historia, porque muestran que uno más grande que Sansón había de venir si las promesas de Dios iban a realizarse. Sansón sólo mantuvo la pureza externa del voto nazareo (e incluso rompió ésta al final); la verdadera e interna pureza aparecería en el Juicio final de Israel. El propósito de este libro no es narrar toda la historia desde el principio. ¡Hay un Libro que hace esto! Por el contrario, su objetivo es seguir la línea del argumento, mencionar episodios clave, y ofrecer una guía para la historia que subyace a todas, de modo que podamos ver al Señor de la Palabra en la Palabra del Señor.

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1 EL NUEVO HOMBRE

La primera Palabra escrita provino de la mano de Dios mismo: Dios escribió Su ley sobre dos tablas de piedra (Ex. 31:18). Aquella escritura comienza diciendo: “Yo soy el SEÑOR tu Dios…” (Ex. 20:2). Dios se identificó a Sí mismo ahí en el Monte Sinaí como el Dios de Israel. Sin embargo, el Dios de Israel no era una deidad tribal. Él era también el Rey de las naciones y el Dios de la creación. Su vida y su culto no estarían regidos sólo por la ley, incluida en la revelación de Dios a Israel, sino por mucho más. Para conocer al Señor su Dios, Israel tenía que conocerlo a Él como el Creador. Para conocer su llamamiento, el pueblo necesitaba saber la historia de su padre Abraham, y su llamamiento. Asimismo, para ellos era esencial conocer el dominio de Dios sobre las naciones: las naciones que serían bendecidas a través de la nueva nación surgida del hijo de Abraham. El primer libro de Moisés empieza a narrar la historia que conduce al llamamiento de Israel y a su éxodo de Egipto. Es el libro de las “generaciones,” que describe no sólo las historias de los padres de Israel, sino que pone su llamamiento en el contexto de las relaciones de Dios con toda la raza humana desde el tiempo de la creación. Aun cuando toda la tierra era Suya, Israel fue el pueblo escogido de Dios, Su preciosa posesión. Sin embargo, el llamamiento de Israel no fue por su solo bien. Ellos fueron escogidos de entre las naciones, a fin de que llevaran testimonio a éstas. Para ello, Israel necesitaba confesar al Dios que llamó a Abraham, salvó a Noé, y puso a Adán en el paraíso. A imagen de Dios “Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó” (Gn. 1:27). En una forma literaria bellamente diseñada, el primer capítulo del Génesis conduce al clímax de la creación: Dios creó al hombre y a la mujer a Su imagen. Toda la mitología de las naciones queda descartada. La humanidad no se origina en un proceso de cópula divina ni a partir de la sangre de un dios sacrificado. Un hombre no es un pedazo de un dios, ni mitad dios y mitad bestia. Por el contrario, Adán y Eva son creación de Dios, pero que lleva Su semejanza. El hecho de que ellos son creación de Dios está perfectamente claro. Su creación no está asignada a un día diferente en la obra divina: animales y hombres son igualmente hechos en el sexto día de la creación. Si la primera pareja es bendecida y se le ordena ser fructífera y multiplicarse, tal como lo fueron los peces del mar (Gn. 1:22,28), ambas son criaturas con capacidad para multiplicarse. La naturaleza de la creación humana se enfatiza más cuando el segundo capítulo continúa la descripción de las “generaciones” de los

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cielos y de la tierra: esto es, lo que la mano de Dios hace brotar del mundo que Él creó. La tierra hace brotar criaturas vivientes ante una orden de Dios, pero el hombre, también, proviene de la tierra. Dios forma a Adán del polvo de la tierra, y Eva es formada del cuerpo de Adán. Por otro lado, ambos capítulos enfatizan la distinción de esta criatura humana. En el capítulo uno, la creación del hombre sigue una determinación divina: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza…” (Gn. 1:26). La mención del Espíritu de Dios en el inicio del capítulo sugiere que aquí Dios consulta con Él mismo, no sólo de la forma en que un hombre podría dirigirse a sí mismo, sino en la misteriosa riqueza del divino ser. En el segundo capítulo, la extraordinaria distinción de la creación del hombre se muestra por primera vez en el especial cuidado de Dios para formar al hombre del polvo. Más allá del toque de las manos de Dios está el soplo de Sus labios. En una figura de íntima sociedad, Dios sopla en la nariz del hombre el aliento de vida. El hombre es una criatura, porque es hecho por Dios. Pero es una criatura única, porque es hecho a imagen de Dios. El término “imagen” se utiliza más adelante en el Antiguo Testamento para describir a los ídolos. Dios prohíbe a los hombres hacer imágenes para adorarlas, incluso imágenes de hombres hechos a la imagen de Dios. El hombre es hecho, no sólo a imagen de Dios, como si la imagen divina fuera reproducida en el hombre, sino que, el hombre es hecho como la imagen de Dios. Él es como Dios. Nuevamente el relato del Génesis se contrapone a las convicciones de las naciones. Las mitologías raciales separan a una tribu o un pueblo como descendiente de los dioses. Los mitos reales enseñan que sólo el rey es hecho a imagen de los dioses. Un texto cuneiforme señala, “El padre del rey, mi señor, era la imagen de Bel, y el rey, mi señor, es la imagen de Bel.” i En Génesis, sin embargo, la humanidad es creada a la imagen de Dios, “lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó” (Gn. 1:27). Hecho a la imagen de Dios, la naturaleza del hombre y su papel son únicos en la creación. El hecho de que el hombre comparta vida orgánica y física con toda la creación animada lo califica para representar a esa creación ante Dios. A través del hombre las alabanzas de la creación física pueden dirigirse a Dios. La humanidad, el clímax de la creación, tiene un papel que cumplir. El hombre media entre el Creador y el mundo creado del cual es parte. En el hombre Dios puede relacionarse con Su creación personalmente. Dios habla al hombre, y con labios humanos el hombre responde por la creación de la cual es la cabeza. Ya que el hombre representa la misma gloria de Dios en forma creada, él también tiene dominio sobre la creación. La imagen que porta el hombre se une a su potestad sobre la creación (Gn. 1:26-27). La encantadora historia de Adán colocando nombres a los animales no se cuenta sólo para la alegría de los niños. Ésta indica el llamamiento de Adán por Dios para comprender las formas de la creación y ordenarlas. Por tanto, esto también muestra de manera contundente que ningún animal, por más leal que sea al hombre, puede ser su compañero o estar a su altura.

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Todos conocemos una relación en la cual uno difiere del otro, pero demuestra un parecido extraordinario. A menudo decimos que un niño es la misma imagen de su padre. Las Escrituras señalan que cuando Set nació de Adán y Eva, Adán “engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen” (Gn. 5:3, RV). Dado que esto se registra luego de la caída en el pecado, y que el capítulo reafirma la creación de Adán conforme a la imagen de Dios, algunos han concluido que la imagen se perdió en la Caída, y que lo restante ya no es la imagen de Dios sino sólo el tenue reflejo de aquella imagen en Adán. En el mismo libro del Génesis, sin embargo, se establece el valor de la vida humana al hacer mención de la creación del hombre a imagen de Dios (Gn. 9:6; cf. Jue. 3:9). Dado que la imagen de Dios en algún sentido continua distinguiendo al hombre de los animales, podemos asumir que Set a imagen de Adán es también a imagen de Dios. Por esta razón, Lucas encontró el origen de la genealogía de Cristo en Set, el hijo de Adán, el hijo de Dios. El énfasis en Génesis está puesto sobre la continuidad de la imagen, a pesar de la Caída. Set, el hijo, es a la imagen de su padre, y Adán es a la imagen de Dios. La implicancia sobre la cual Lucas atrae la atención es clara: Adán, como el portador de la imagen y semejanza de Dios, puede ser llamado el hijo de Dios. Al mismo tiempo, en Génesis es Set, y no Caín, de quien se dice que porta la imagen de su padre, Adán. Es el linaje de Set, y no de Caín, el cual recibe la promesa de Dios; en aquel linaje se hace realidad la verdadera filiación. ¡Qué espléndida figura es Adán en el relato del Génesis! Siendo formado por Dios y hecho a Su semejanza, es colocado en el paraíso que Dios creó, y que abundaba en la riqueza de la vida creada: animales que correteaban, árboles cargados de frutos, cielos despejados y soleados o cargados de neblina. El primer hombre es el señor de todo; mediante él la creación alza sus ojos al Creador y proclama alabanzas a Dios. Adán es el cultivador del huerto, libre para explorar su riqueza y desarrollar el mundo más allá. Hay oro en Havila. Grandes ríos riegan el huerto y fluyen de él. La libertad de Adán parecía tener sólo una limitación. Dios le señaló un árbol en el huerto del cual él no debía comer. Una limitación más pequeña que esa habría sido difícil de imaginar. Todos los frutos del Edén eran suyos para disfrutarlos. Todos los árboles eran suyos para cultivarlos, todos los animales suyos para asignarles un nombre y dominarlos. Sin embargo, Adán, el hijo de Dios, estaba siendo probado en su obediencia a su Padre y Creador. Él, el primer hombre, deparó el destino de todos sus descendientes, para él fue el papel central. Él fue el padre de aquellos que nacerían a su imagen; representó la raza de aquellos que provendrían de él. Su rectitud pasaría más allá de su inocencia original al probar su obediencia. Él conocería la diferencia entre el bien y el mal al escoger el bien. Sería confirmado como el justo hijo de Dios, libre de comer del árbol de la vida para siempre. Pero Adán estaba solo en el paraíso. Dios formó de su propio costado una mujer para estar con él, su compañera y ayuda. Al papel de Adán como la cabeza de la creación se añadió una nueva función de dirección en relación con la mujer que era hueso de sus huesos y carne de su carne. Juntos, ellos, podrían ser fructíferos y llenar la tierra que era suya para poseerla.

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Incluso antes de narrar la historia de la Caída, el relato del Génesis nos prepara para el papel que Jesucristo jugaría en el plan de salvación de Dios. La figura de Adán en los albores de la historia humana nos recuerda que Dios se relaciona con la humanidad personalmente. Adán sirvió como representante del hombre. Cristo vino como el segundo Adán (Ro. 5:12-21; 1 Cor. 15:22) –no como una divina ocurrencia tardía, sino como El Escogido desde la fundación del mundo para manifestar todo lo que la imagen divina en el hombre puede implicar. Antes de empezar la historia de la redención, se encuentra ante nosotros la única figura de Adán, el portador de la imagen de Dios. Él recibe el mandato y la promesa de Dios incluso antes de que Eva le haya sido entregada. Todo esto tiene un sentido, no sólo para el principio de la historia humana, sino para su culminación. Adán, el representante del hombre, nos prepara para Cristo. Cristo es más que un sustituto de Adán, un suplente, por así decirlo, que triunfa donde Adán fracasó. Cristo es la Omega, el fin de la historia humana y de la humanidad creada, y también es el Alfa, el verdadero Adán, Cabeza de la nueva y verdadera humanidad. Él es “la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación” (Col. 1:15), porque Él no sólo es el Príncipe de la creación; Él es también el Creador. Su imagen excede infinitamente la de Adán, porque como el Hijo eterno, Él es uno con el Padre. Finalmente, la relación filial creada en Adán sólo puede reflejar la más grande del modelo divino. El apóstol Pablo se regocija porque la filiación que obtenemos en Cristo excede por mucho la que perdimos en Adán (Ro. 8:14-17). Por esta razón, también, Dios prohibió al pueblo de Israel que haga imágenes de Él mismo para adorarlas (Dt. 4:15-24). Ellos fueron advertidos no sólo de adorar ídolos que representaran a otros dioses, del mismo modo se les recordó que ellos no vieron forma alguna cuando Dios habló desde el Sinaí, y que no debían intentar representar al verdadero Dios. Esto no significa que no puede haber una representación de Dios; después de todo, Dios hizo al hombre a Su imagen. Pero significa que el hombre no es libre de inventar una imagen para rendirle culto, ni siquiera una réplica de la imagen que Dios hizo: el hombre mismo. En el plan del tabernáculo entregado a Israel en el desierto, el arca del pacto representó el mismo trono de Dios. La tapa de oro de esta arca era el propiciatorio, el lugar donde Dios era entronizado en medio de Israel. Las representaciones de los querubines con las alas extendidas acompañaban el trono. Pero sobre el trono no había imagen alguna. Sólo la luz de gloria de la Shekinah representaba la presencia de Dios para Israel. ¿Esto parece extraño? Dios hace al hombre a Su imagen, pero el hombre no puede reproducir esa imagen como el centro de su adoración. Por supuesto, Israel tenía que aprender que Dios es un Espíritu invisible, no un ser material. Pero había una razón más poderosa. Dios exigió un monopolio sobre Su propia autorevelación. Él aparecería ante los hombres como Él quisiera, no como ellos pudiesen imaginar. El sitio vacío sobre el arca estaba reservado para el Único que había de venir. Cuando Felipe le dijo a Jesús, “Señor, muéstranos al Padre y con eso nos basta,” Jesús respondió, “¡Pero, Felipe! ¿Tanto tiempo llevo ya entre ustedes, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo puedes

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decirme: 'Muéstranos al Padre'? ¿Acaso no crees que yo estoy en el Padre, y que el Padre está en mí? ” (Jn. 14:8-10). Jesús no rechazó la adoración de María cuando ella lo ungió antes de Su muerte (Jn. 12:1-8). No es idolatría llamar a Jesús “Señor.” En efecto, los cristianos son aquellos que invocan el nombre del Señor Jesús en sus cultos (1 Cor. 1:2). Ellos reconocen que hay Uno que lleva la imagen de Dios en la carne humana y ante cuyos pies podemos rendirnos en adoración (Col. 2:9; Ap. 1:17). Quien honra al Hijo, honra al Padre. Juan escribe de Jesucristo, “Éste es el Dios verdadero y la vida eterna. Queridos hijos, apártense de los ídolos” (1 Jn. 5:20-21). Adán se encuentra como una figura que nos dirige a Jesucristo. El Nuevo Testamento también percibe el sentido figurativo en la historia de la formación de Eva. El apóstol Pablo se remonta al relato de la creación para enseñar sobre la correcta relación entre los maridos y sus esposas. Ya que Eva fue tomada del cuerpo de Adán, él debía cuidar de ella por cuanto era su propia carne. La hermosa historia de la creación enseña no sólo que el matrimonio es una unión de dos que se convierten en uno, sino que los dos son hechos de uno. Ambos se pertenecen mutuamente. Pero cuando Pablo escribe acerca de esto en su Epístola a los Efesios, no sólo habla sobre Adán y Eva. Él pasa inmediatamente a hablar acerca de Cristo y la iglesia: El que ama a su esposa se ama a sí mismo, pues nadie ha odiado jamás a su propio cuerpo; al contrario, lo alimenta y lo cuida, así como Cristo hace con la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su esposa, y los dos llegarán a ser un solo cuerpo." Esto es un misterio profundo; yo me refiero a Cristo y a la iglesia. (Ef. 5:28-33) Pablo cita el mandato del Génesis, pero lo aplica a los maridos y sus esposas precisamente porque se relaciona con Cristo y la iglesia. ¿Pablo está creando simplemente una alegoría, una analogía imaginaria pero artificial, o existe aquí una conexión más profunda? ¿La institución del matrimonio en el relato de la creación puede ser un tipo de la relación entre Cristo y la iglesia? Sí, porque el principio respecto del matrimonio enunciado en Génesis 2:20-25 se cumple en Cristo. El compromiso de íntima unión creado en el matrimonio debe tener prioridad sobre los vínculos que nos unen a otros. Un hombre debe dejar a su padre y a su madre para unirse a su esposa. En Génesis el mandato sigue las palabras de Adán (“hueso de mis huesos y carne de mi carne”). El mandato de Dios se basa en Su acto de creación. La relación entre marido y mujer es exclusiva. El amor que los une es necesariamente un amor celoso; esto es, un amor que se rompería con el adulterio. Este principio se establece nuevamente en los Diez Mandamientos, cuando Dios entrega Su ley del pacto a Su pueblo redimido. Aquel mandato, “No cometerás adulterio,” no es simplemente para promover una vida familiar estable en la sociedad israelita. Es para definir un amor especial e intenso que va más allá del mandato de amar al prójimo.

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Este es el principio que Dios mismo invoca cuando Él se revela a Sí mismo ante Israel. Dios es un Dios celoso; Su nombre es “Celoso” (Ex. 34:14). Él demanda de Israel exclusivo amor, el amor celoso para el cual el matrimonio es un tipo y símbolo. Su pueblo debe amarlo a Él con todo su corazón, con toda su alma, con toda su fuerza, y toda su mente. A través de la historia de Israel, el pueblo fue culpable de adulterio espiritual. Consideremos a Salomón, el magnífico rey en el apogeo del poder y bendición de Israel. Él construyó el Templo de piedra y cedro y lo revistió de oro. Dedicó este Templo al servicio del Señor, a fin de que el pueblo acudiera a orar, y Dios los escuchara. Pero ahora veamos a Salomón ascendiendo al Monte de los Olivos, muy cerca al este del monte del Templo. Está escogiendo un lugar para un santuario que sería construido en la cima de la montaña. Ahí se encuentra Salomón: puede ver el oro resplandeciente del Templo del Señor bajo los rayos del sol, pero ahora está preparando la dedicación de un santuario para Quemos, dios de los moabitas. Salomón ha llegado hasta aquí por una habilidad política para gobernar, llena de sabiduría mundana, pero vacía de fe. Él ha traído seguridad a Israel haciendo tratos con las naciones vecinas y consolidándolos en alianzas maritales. Construye el santuario de Quemos, no para él mismo, sino para una de sus esposas moabitas. Sin embargo, cuán directa y desvergonzadamente desafía él la ley de Dios y al Dios celoso de Israel, que había advertido a Su pueblo de destruir todos los altares de Canaán, “Porque no te has de inclinar a ningún otro dios, pues Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es” (Ex. 34:14, RV). Pero Dios contiene Su juicio y llama a Israel al arrepentimiento. A través del profeta Óseas Él muestra lo maravilloso del amor divino hacia la esposa adúltera. No obstante, al final el juicio del Señor debe caer sobre el impenitente Israel. Cuando Jesús vino a reunirse Él mismo con el pueblo de Dios, se reveló a Sí mismo como el Novio, viene a reclamar a Su iglesia como a Su novia. La figura no es accidental. No es que Dios viera desde el cielo para distinguir alguna relación humana que pueda probar ser un símbolo apropiado de Su amor. La realidad es muy diferente. Cuando Dios creó a Eva del cuerpo de Adán, Él estaba proporcionando los medios por lo cuales podríamos prepararnos para comprender el gozo de un amor exclusivo. Sólo de esa manera podríamos estar preparados para asimilar algo de la ardiente intensidad del amor divino: amor que no tiene rival alguno, porque Dios es un Dios personal, y Su amor por Su pueblo es personal. La mayoría de las religiones del mundo podría construir un santuario a Quemos casi sin dificultad. La religión politeísta siempre puede agregar un dios más. En el panteísmo, dios es todo, de modo que Quemos es sólo otro nombre para el espíritu infinito. En el hinduismo, Brahma es el absoluto impersonal, y Quemos podría añadirse sólo como otra parte de una fase politeísta que facilita el camino para aquellos que aún no están preparados para ir directamente a la montaña. Incluso el deísmo, con su concepción de un creador remoto, puede llegar a la conclusión de que éste puede aproximarse en muchas maneras. Ciertamente,

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esa deidad distante no se incomodaría con celos si lo llamáramos Quemos, o adoráramos a Quemos en su ausencia. El exclusivo vínculo entre Dios y Su pueblo es un tema principal del Antiguo Testamento, pero llega a su máxima expresión en el Nuevo. “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos” (Hch. 4:12). “Celos” y “fervor” son dos traducciones para un solo término tanto en hebreo como en griego. El celo santo de Dios arde dentro del misterio de la Trinidad. El celo del Hijo por Su Padre es igual al celo del Padre por Su Hijo. Cuando Jesús limpió el Templo de los vendedores que lo habían convertido en un mercado, Él demostró Sus celos por la santidad de la casa de Dios, pero también por la beatitud de la casa de Dios como la casa de oración para todas las naciones. Jesús estaba celoso por la gracia redentora de Dios simbolizada en el Templo. Esos celos provocaron que Él no sólo levantara el látigo, sino que desnudara Su espalda para ser azotado. Sólo por el celo de Su amor, el amor celoso del Padre por Su pueblo podría ser satisfecho. Su celo por la casa de Dios lo consumió, incluso en la cruz. “Destruyan este templo,” dijo Jesús, hablando de Su cuerpo, “y en tres días lo levantaré” (Jn. 2:17,19, RV). Es el celo del amor de Dios en Cristo que reclama a la iglesia como la novia del Señor. Probado como el Hijo de Dios Cuando la Biblia coloca a Adán ante nosotros en el principio del relato dado al pueblo redimido de Dios, nosotros ya estamos apuntando al segundo Adán que habría de venir. En la creación de Eva, y en el amor de Adán por Eva como hueso de sus huesos y carne de su carne, Cristo también se revela en Su amor celoso por la iglesia. El apóstol Pablo comparte ese amor de Cristo: “El celo que siento por ustedes proviene de Dios, pues los tengo prometidos a un solo esposo, que es Cristo, para presentárselos como una virgen pura” (2 Cor. 11:2). La prueba de Adán en el huerto apunta hacia la prueba de Cristo, aunque la desobediencia de Adán hace un contraste en el paralelo. Mateo, Marcos, y Lucas hablan de la tentación de Cristo en el desierto. En el relato de los Evangelios sobre la tentación, hay una referencia subyacente a la prueba de Adán en el huerto. La prueba de Cristo ocurrió al principio de Su ministerio. Fue el Espíritu Santo quien llevó a Cristo hasta el desierto: el Espíritu del Padre que vino sobre Él en Su bautismo –es decir, el Espíritu de Su Hijo. “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Lc. 3:22, RV). Adán fue probado a fin de ser confirmado en su relación filial. Del mismo modo, Jesús fue probado en su condición de hijo. Él fue probado como el Hijo Mesiánico, el cual también era el único y amado Hijo del Padre: el divino Hijo encarnado. Su encuentro con Satanás fue una prueba de fuego. Cristo invadió el mundo caído donde Satanás pretendía hacer valer su derecho sobre los reinos de los hombres. Ahí Él combatió al “príncipe de este mundo.” Sólo cuando veamos cómo el Génesis nos remite a los Evangelios, apreciaremos también cómo los Evangelios nos remiten al Génesis. La tentación de Cristo principalmente nos da un ejemplo sobre cómo deberíamos enfrentar esto.

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Las tentaciones que Satanás usó contra Jesús, con seguridad, no fueron las tentaciones que usaría contra cualquier pecador. Ciertamente Satanás no encuentra necesario ofrecer todos los reinos del mundo a cualquier pecador. Él puede conseguir más pecadores sin ofrecer tanto. Tampoco Satanás nos tentaría a probar nuestros poderes para obrar milagros. No, las tentaciones de Satanás para Jesús estuvieron dirigidas a Su conciencia de que Él era el Hijo divino, y de que Él había venido para hacer la voluntad de Su Padre. Satanás se propuso hacer dudar a Jesús sobre la bondad de Dios. Con ese mismo objetivo tentó a Eva: “¿Es verdad que Dios les dijo que no comieran de ningún árbol del jardín?” (Gn. 3:1). Exageró grotescamente la prohibición divina en el Edén al insinuar que Dios estaba increíblemente despreocupado por las necesidades humanas, y rechazaba el progreso humano. En el desierto, podría parecer que Satanás tuvo una tarea mucho más fácil. Eva y Adán no tenían carencias; Jesús estaba al borde de la inanición. Dios había puesto a Adán y a Eva en el huerto; Él condujo a Jesús hasta el desierto. Sin embargo, Satanás no se dirigió a Cristo tan directamente. Él no le dijo, “¿Dios realmente te trajo a este desierto para dejarte morir aquí?” Por el contrario, él sólo sugirió que Cristo procurara por Él mismo, ya que al parecer Su Padre no estaba procurando por Él. Al mismo tiempo, Satanás sugirió que al procurar por Él mismo, Jesús podría despejar cualquier duda sobre Su propia identidad. Jesús había oído la voz del cielo declarando que Él era el Hijo de Dios. Satanás cuestionó aquella palabra. “¿Lo dijo Dios?” se escuchó un eco en el desierto que provenía de la voz de la serpiente en el huerto. Jesús rechazó esa tentación usando la Palabra de Dios, citada en Deuteronomio. Jesús no sólo cumplió el papel del segundo Adán, el verdadero Hijo de Dios. Él también era el verdadero Israel, Hijo de Dios. Del mismo modo, Israel había sido probado en su condición de hijo luego de que Dios dijo al Faraón, “Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo, para que me sirva” (Ex. 4:23, RV). Dios condujo al pueblo de Israel por el desierto durante cuarenta años, para probarlos, para ver si ellos aprendían que el hombre no vive sólo de pan, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios (Dt. 8:2-3). Las palabras de Dios a Israel fueron dirigidas desde el Sinaí en los Diez Mandamientos; fueron dirigidas también para guiar la marcha de Israel, cuando levantaban su campamento o montaban sus tiendas siguiendo la palabra del Señor (Ex. 17:1). Jesús hizo lo que el pueblo de Israel no hizo. Cuando sintieron hambre, ellos no confiaron en la palabra de Dios. No sólo dudaron de la bondad de Dios; la desafiaron, y menospreciaron el maná de Su provisión. Pero Jesús, a diferencia de Adán e Israel, fue obediente como el verdadero Hijo de Dios. Él vivió por la palabra de Dios: no sólo el precepto escrito, sino la voz de Su Padre desde el cielo, y la voluntad del Padre que lo condujo hasta el desierto. Luego de fracasar en su primera tentación, Satanás llevó a Jesús hasta el pináculo del Templo y lo instó a lanzarse hacia abajo. La tentación invitaba a Jesús a cambiar fe por espectáculo. Esto tenía más fuerza de lo que podríamos reconocer, porque Satanás citó un salmo que claramente contenía la promesa de

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Dios a Su Mesías (Sal. 91:11-12). Jesús formó Su vida como el único en quien las Escrituras se cumplieron. Satanás ahora no estaba pidiendo a Jesús que desobedeciera las Escrituras, sino que las cumpliera. En realidad, Satanás estaba haciendo esta proposición en nombre de la fe, pero sugería que Jesús carecía de fe si rechazaba poner a prueba a Dios. Con seguridad, si Él no saltaba, debía ser porque no podía creer que los ángeles lo levantarían antes de que Él cayera en el pavimento del Templo. Por supuesto, hay una notable diferencia entre esta tentación y la propuesta de que Eva comiera del fruto prohibido. En el jardín, Satanás había contradicho directamente la palabra de Dios: “¡No es cierto, no van a morir!” (Gn. 3:4). Pero al hablar con Jesús, Satanás, lejos de contradecir la palabra de Dios, parece invitar a Jesús a creer en ella y actuar según ella. Sin embargo, la fe no es demandar que Dios demuestre, de una vez por todas, si Sus promesas son ciertas. Esto no es recibir la prueba que Dios manda; es más bien poner a prueba a Dios. Adán y Eva tentaron a Dios al desafiarlo, por así decirlo, a llevar a cabo Su castigo ya advertido por la desobediencia. Satanás quería que Cristo desafiara la fidelidad de Dios de una manera mucho menos directa, pero quería que el mismo tipo de duda actuara en Él. No habría otra razón para saltar desde el techo del Templo excepto determinar, de una vez por todas, si Dios mantendría Su promesa. A Eva, Satanás le dijo esencialmente, “Come, no es cierto que vayas a morir – porque Dios te ha mentido.” A Cristo le dijo, “Salta, no morirás –a menos que Dios te haya mentido.” Satanás tenía una tentación más, presentada como la última en el Evangelio de Mateo. Él llevó a Jesús hacia lo alto de una montaña, le mostró todos los reinos del mundo en su esplendor, y le prometió hacerlo rey sobre todos ellos –si Jesús se postraba ante él y lo adoraba como el único autorizado para disponer de ellos. Nuevamente, el paralelo con la tentación en el jardín es sorprendente. Adán había recibido la potestad sobre el mundo por Dios: éste era su legítimo llamamiento. Sin embargo, Satanás sugirió que era posible una potestad mucho mayor, una en la cual la majestad de Adán y Eva asumiría un carácter distinto, una gloria que ellos difícilmente podrían imaginar. Ellos podrían llegar a ser como Dios: no pequeñas criaturas inocentes puestas deliberadamente en el jardín de Dios, sino poderosos rivales para Dios mismo, que poseyeran el conocimiento que Dios mismo posee del bien y del mal. Cuando Satanás obtuvo esto, Dios ya no fue adorado, sino envidiado; no fue servido, sino frustrado. El hombre podía ser su propio dios, construir su propio dominio, poseer el mundo no como servidor de Dios sino como un monarca absoluto. El Tentador, por supuesto, creó la suposición de que él era el amigo y defensor del hombre; que él intervino para liberar al hombre de la explotación de Dios y abrir para él el destino que deseara. Las implicancias de la tentación son evidentes, sin embargo. Si Adán y Eva no hubiesen sido primero cegados por sus propios deseos, ellos habrían cuestionado la autoridad de la serpiente. ¿Quién era esta criatura que llamaba mentiroso a Dios? ¿Qué nueva relación sería el resultado de hacer caso a la serpiente en lugar del Creador? Si la serpiente ofrecía hacerlos rivales de Dios,

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¿cuáles eran sus propios deseos? Es suficientemente evidente que Adán y Eva no podían rechazar la palabra del Señor sin volverse cautivos de la palabra del Demonio. Satanás no pidió abiertamente a Adán que le rindiera tributo, pero obviamente ese fue el resultado de su éxito. Al obedecer a la serpiente, Adán y Eva se hicieron amigos de Satanás y enemigos de Dios. Cuando tentó a Jesús, Satanás siguió la misma estrategia, pero nuevamente el desenlace se explica en la naturaleza y llamamiento de Jesús como el verdadero Hijo de Dios. Como el heredero de todos los reinos del mundo, y Señor de los principados y poderes, Satanás mantenía a las naciones sujetas a su voluntad. Para Jesús, recibir Su propia potestad en seguida obviamente significaría evitar el sufrimiento y la muerte que Él sabía era Su llamamiento dado por del Padre. Satanás pretendió que Jesús podía recibir Su herencia intacta al precio de un pequeño reconocimiento a él como Otorgante. Malcolm Muggeridge sugirió que si la tentación debiera ser representada en el mundo contemporáneo, Satanás se acercaría a Jesús a través de los medios, ofreciéndole las horas de máxima audiencia en la televisión para proclamar Su mensaje a todo el mundo, con un pequeño reconocimiento. Al principio y al final del programa estaría la acostumbrada línea de créditos: “Este programa llegó a ustedes gracias a la cortesía de Empresas Lucifer, S.A.” Jesús rehusó la oferta de Satanás, y procedió a demostrar una autoridad que éste no había ofrecido: la autoridad para ordenar a Satanás que se marchara. La analogía con el pecado de Adán se presenta en total contraste. Adán deseó una autoridad mayor de la que Dios le había otorgado, y heredó vergüenza y muerte. Él sería rival de Dios y por lo tanto se colocó a sí mismo contra Dios, poniéndose de parte del Enemigo. Jesús deseó servir a Su Padre, y heredó una potestad que va más allá de los sueños de Adán o de Satanás: una potestad que no rivaliza con el Reino de Dios, sino que es una con Su Reino. A la derecha del Padre, Jesucristo, el Dios-hombre, ejerce total juicio y dominio sobre toda la creación. Incluso antes de Su exaltación a la derecha del Padre, Jesús en la tierra demostró divina autoridad. No sólo podía hablar con poder divino, sino que podía sanar con alivio divino. Echó fuera demonios, porque había atado al hombre fuerte, Satanás, en singular combate, y se impuso sobre él (Mt. 12:24-30).

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2 EL HIJO DE LA MUJER

Triunfador como el Hijo de la Mujer Donde se encuentra Adán al principio de la historia humana, vemos a Jesucristo. Él es el Hijo, que lleva la imagen de Su Padre. Vence la tentación, y Su condición de hijo es probada en obediencia. La mentira de Satanás es maravillosamente rechazada en Él. La serpiente había dicho a Adán y a Eva, “Ustedes serán como Dios.” Ellos creyeron en esa mentira y por tanto regresaron al polvo del cual provenían. Lejos de probar la gloria con el fruto prohibido, la primera pareja probó el miedo y la vergüenza. Pero en Jesús, la promesa de la creación del hombre a imagen de Dios recibe la realización de la gloria celestial. La voluntad de Dios desde el principio era que el hombre fuera como Él, no en rebelión sino en unión con Cristo. La creación del hombre a imagen de Dios no sólo hizo posible la Encarnación; era el propio diseño de Dios según Su propósito de la Encarnación. La creación de Adán, la formación de Eva, la prueba en el jardín –todo nos prepara para Jesucristo. No sabemos en qué manera Dios habría tenido Su imagen en el hombre a través de Cristo, si Adán y Eva no hubiesen desobedecido. Seguramente Adán como un hijo obediente habría llegado a conocer al Hijo amado. Pero sí sabemos que el pecado humano no frustró el plan de Dios. En efecto, el triunfo de Dios a través de Cristo sobre el pecado es tan glorioso que nos lleva a concluir que fuera del pecado, tal increíble amor y misericordia en el corazón de Dios nunca podría haber sido demostrado. Casi podemos simpatizar con Agustín, quien exclamó, “¡Felix culpa!” (¡Afortunada transgresión!). La maravilla de la victoria de Dios sobre el pecado en Cristo apareció inmediatamente después de la Caída. Adán y Eva sintieron vergüenza delante de Dios, así como el uno del otro. Hicieron de las hojas de los árboles su pantalla para tratar de ocultar su sexualidad del otro y sus personas de la presencia de Dios. Pero la obra de sus manos no podía restaurar la unidad que alguna vez conocieron con el otro, ni sus obras podían protegerlos del juicio de Dios. Dios los vio en el jardín y ellos tuvieron que responder a los llamados de Su voz.

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Se instituyó la escena de un juicio. Dios hizo preguntas sobre su transgresión. Pero, luego, ellos vieron un refugio detrás de otra pobre pantalla: las excusas por las cuales cambiarían la culpa. Adán culpó a Eva, convirtiéndose en su acusador en lugar de su defensor. En el proceso, él también culpó a Dios. “La mujer que me diste por compañera me dio de ese fruto, y yo lo comí” (Gn. 3:12). Eva, a su vez, culpó a la serpiente: “La serpiente me engañó, y comí.” No fue el arrepentimiento, sino el miedo y la evasión lo que marcó la respuesta de los pecadores en el Edén. El Juez, habiendo investigado el caso, pronunció Su sentencia. Empezó con la serpiente, a quien señaló el testimonio de Eva; luego juzgó a Eva, y finalmente a Adán. Lo que es bastante sorprendente en el juicio de Dios es su moderación y misericordia. La pena por la desobediencia era la muerte, pero Adán y Eva no cayeron muertos al pie del árbol. Para ser exactos, la pena, en realidad, fue: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Gn. 3:19). Pero antes de aquella terrible sentencia, el Señor pronunció palabras de esperanza. La serpiente fue juzgada antes que Eva y Adán, y el juicio sobre ella cambió todo. Dios cambiaría todo. Si bien Eva se había hecho amiga de Satanás y enemiga de Dios, Dios daría un giro a la situación. Sembraría la enemistad entre el hombre y Satanás, mas no entre Dios y el hombre. La soberanía de la palabra de Dios resplandece a través de la promesa. Aunque en tiempo futuro, es la palabra del poder de Dios, el Dios que puede dar vida a los muertos, y llamar las cosas que no son como si ya existieran (Ro. 4:17). Específicamente, fue la mujer y la descendencia de ella quienes fueron hechos enemigos de Satanás a través de las generaciones de conflicto que habrían de seguir. No sería Adán sino la futura descendencia de Adán la Enemiga de Satanás. Los términos del oráculo no aclaran si la simiente prometida de la mujer sería su primer hijo o una larga línea de sus descendientes. Adán parecía comprender que la promesa de Dios implicaba un cumplimiento de la responsabilidad de poblar la tierra, porque llamó a su mujer Eva, “vida,” como la madre de todo ser viviente (Gn. 3:20). Dicho nombre contrasta con la sentencia de muerte que Dios había dictado, pero no como un desafío sino como un reclamo de Adán por la promesa de Dios. Eva, también, habló por la fe cuando nació su primer hijo: ella había dado a luz un varón con la ayuda del Señor. (Gn. 4:1 podría traducirse, “He tenido un hijo varón: el Señor.”) La promesa de Dios fue más allá de una declaración de enemistad entre la simiente de la mujer y la descendencia de la serpiente. Habría un resultado decisivo: la cabeza de la serpiente sería aplastada, y el talón del hombre sería herido. La figura corresponde a la maldición de la serpiente; corresponde a la aversión del hombre por las serpientes ponzoñosas. Pero como la serpiente no es sólo una bestia del jardín sino una portavoz de Satanás, entonces, también, el juicio va más allá de la experiencia del hombre con las mordeduras de serpiente hacia la realización final de esta profecía: el conflicto y la victoria donde el Hijo de la mujer sufriría, pero la serpiente sería aplastada. Pablo sostiene esta interpretación cuando escribe a los romanos cristianos, “Muy pronto el Dios de paz aplastará a Satanás bajo los pies de ustedes” (Ro. 16:20). La victoria de Cristo sobre Satanás traerá victoria al pueblo de Dios: los

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planes de Satanás serán totalmente frustrados. Juan narra las palabras de Jesús en la víspera del Calvario: “El juicio de este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser expulsado” (Jn. 12:31). Pablo se regocija en el triunfo de Dios en la cruz sobre todos los “principados y potestades,” las fuerzas demoníacas del reino de Satanás (Col. 2:15, RV). La suprema ironía del Calvario es que la aparente victoria de Satanás fue su derrota. El libro de Apocalipsis describe a Satanás no sólo como una serpiente sino como un gran dragón rojo, plantado delante de aquella mujer que está a punto de dar a luz, “para devorar a su hijo tan pronto como naciera” (Ap. 12:4). Aunque el propósito de Satanás fracasó cuando Jesús escapó de la matanza de los niños de Belén, ordenada por Herodes, parecía que Satanás conseguía sus fines en el Gólgota. Ante las burlas inspiradas por Satanás, Jesús fue colgado en la cruz en aparente desesperanza y allí murió. Pero Jesús no sólo se levantó de entre los muertos y fue exaltado a la derecha de Dios (Ap. 12:5; Hch. 2:32-33); Él fue vencedor en Su propia muerte. Fue Su muerte la que expió el pecado, cumplió con las exigencias de la ley, y trajo salvación a los pecadores. A través de la muerte de Cristo, Dios desarmó las potestades y poderes, triunfando sobre ellos mediante la cruz (Col. 2:15). En la sombra de la cruz, Jesús podía decir, “Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera” (Jn. 12:31, RV). Jesús se impuso por Su vida así como por Su muerte. Él cumplió el llamamiento dado a Adán. El mandato para Adán y Eva era señorear la tierra. El dominio de Adán ahora es ejercido por Cristo. Como siempre en la obra de la salvación, la realización sobrepasa de lejos las expectativas que despierta la promesa. Cristo ejerce un dominio mucho más grande que aquel otorgado a Adán. Él es Señor, no sólo de este planeta, sino del cosmos. El Señorío de Cristo se ejerce con una sinceridad e inmediación que refleja Su poder divino, así como Su autoridad como el segundo Adán. Él puede mandar al viento y al mar y ellos le obedecen. Los peces llenan las redes a Su voluntad; el agua se convierte en vino; una pieza de pan en Su mano calma el hambre de una multitud. Ya que Jesús no usa medios tecnológicos para manifestar Su supremacía sobre la creación, podemos dejar de apreciar cuán absoluta es dicha supremacía. Nos podemos maravillar ante la conquista técnica del hombre sobre el mar y el aire, pero nadie es capaz de caminar sobre el agua como Jesús lo hizo, mucho menos ascender al trono del Padre. Jesús también cumple el mandato hecho a Adán de llenar la tierra. Pablo usa los términos de llenar así como dominio para describir el presente Señorío de Jesucristo (Ef. 1:20-23; 4:10). Jesús no viene simplemente a rescatar al hombre de las profundidades de su perdición. Él viene a cumplir por nosotros el llamamiento de nuestra humanidad. El suyo es el perfecto y dominio final del hombre sobre el cosmos. Él, el segundo Adán, puede decir, “Aquí me tienen, con los hijos que Dios me ha dado” (Heb. 2:13; Is. 8:17f). Una gran multitud que ningún hombre puede contar se reúne desde cada tribu y pueblo en el nombre de Jesús. Él que llena todas las cosas con Su poder

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reúne la plenitud de Israel y de las naciones en el día de Su gloria (Ro. 11:12,25; Ap. 7:9). Su cumplimiento del llamado de Adán no hace vano nuestro servicio. Por el contrario, sólo porque Él ha cumplido el llamamiento del hombre nuestra obra puede valer la pena, porque nuestra comunión es con Él. Su victoria es nuestra esperanza. En humildad, no en arrogancia, recibimos del Señor victorioso un renovado llamamiento para hacer Su voluntad a este mundo. La Simiente Escogida La gran promesa de Dios permanece. La “simiente” de la mujer aplastará la cabeza de la serpiente; la rebelión del hombre será anulada. Esta promesa otorga significado a los capítulos siguientes del Génesis. La frase “Estas son las generaciones de…” marca la estructura del libro, llevándonos desde la humanidad como la “generación” del cielo y la tierra hasta los descendientes de Jacob, su “generación.” Veamos la lista de “generaciones” en el Génesis: el cielo y la tierra (Gn. 2:4); Adán (5:1); Noé (6:9); los hijos de Noé (10:1); Sem (11:10); Taré, el padre de Abraham (11:27); Ismael (25:12); Isaac (25:19); Esaú (36:1,9); Jacob (37:2). El propósito del énfasis en las generaciones es que Dios no ha olvidado Su promesa. La línea señalada de los descendientes de la mujer debe continuar. A través de la oscura y sangrienta historia del pecado y la violencia humana, Dios continúa la línea de la promesa. Esa promesa existente implica una continua separación. La separación aparece en seguida, porque Dios está complacido con la ofrenda de Abel, no con la de Caín. Ardiendo de celos, Caín asesina a su hermano Abel. La sorprendente tolerancia de Dios es evidente otra vez, como lo fue en el Jardín del Edén. Caín es perdonado, aunque es llevado al exilio, tal como Adán y Eva fueron expulsados del jardín. Los descendientes de Caín son registrados. Su progreso en tecnología y urbanización es descrito. Pero a pesar de su revelación del potencial de la creación de Dios, ellos siguen siendo rebeldes. Desarrollaron la metalurgia, la poesía, y la música, pero el fruto de esta cultura es el himno de Lamec: la canción de la espada, que celebra las amenazas del primer militarista del mundo (Gn. 4:23-24). El Génesis no presenta la descendencia de Caín como un libro de “generaciones.” La narración pasa en cambio a Set. Dios da otro hijo a Adán y a Eva. Éste levanta otra tradición en la humanidad a diferencia de la violencia urbanizada de la línea de Caín. El nombre de “Set” está vinculado al significado del verbo establecer, o poner. Dios ha puesto otra simiente en el lugar de Abel (Gn. 4:25). Este es el verbo usado en la promesa de Dios: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya” (Gn.3:15, RV). El eco de la palabra sustenta nuestra interpretación de que Eva no se regocija simplemente por tener otro hijo que reemplace a Abel, sino que es la promesa de Dios la que está en discusión, y la fidelidad de Dios la que es reclamada. La división, el juicio, y la bendición continúan a través de las secciones de “generación” del Génesis. La línea de Set está corrupta, quizás por los matrimonios

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mixtos con la línea de Caín. La maldad y violencia humana alcanzan tal profunda degradación que Dios interviene con el juicio del gran diluvio. Aquella separación cataclísmica de la humanidad reduce la historia a las generaciones de Noé, y de sus hijos. Nuevamente, los tres hijos se dividen. Dios bendice a Sem con notable amplitud: Él debe ser alabado como el Dios de Sem. Su hermano Jafet llegará a morar en las tiendas de Sem, probablemente para compartir la bendición que él goza. Las generaciones de Sem son entonces las que siguen en el relato. La división aparece nuevamente cuando los descendientes de Noé se unen en la construcción de la ciudad y la torre de Babel. Como en los días de los cainitas, la ciudad es construida, no para la gloria de Dios sino para exaltar el nombre del hombre. Otra vez Dios juzga. Para contener el crecimiento de la maldad totalitaria en una humanidad unida, Dios trae confusión de lenguas sobre los habitantes del lugar. Las naciones se dividen, y esta división provee el trasfondo para el recuento de las generaciones de Taré, la historia de Abraham y sus descendientes. Claramente, el libro de Génesis ofrece un recuento de “generaciones” que va desde la creación hasta la identidad de los descendientes de Jacob en Egipto. Sin embargo, la historia no es una mitología fantástica de una raza superior. El pueblo de Israel no es una alternativa, sino que es el escogido. Sus pecados y fracasos son descritos con doloroso candor. El punto central no está en las hazañas de los antepasados, sino en la fidelidad de Dios, quien llamó a los antepasados a fin de que Su promesa no fuera invalidada. La extensión del vasto panorama se mueve hacia una realización más allá del éxodo, a una redención que alcanzará a las naciones. El término “simiente” es ambiguo en hebreo: se puede referir a los descendientes como grupo colectivo, o a un descendiente individual. El Génesis no resuelve específicamente esa ambigüedad. Pero como muestra ante nosotros la línea de antepasados e hijos, con seguridad muestra un segundo Adán, una Simiente que es puesta como Set, llamada como Noé, escogida como Sem, y de bendición para toda la tierra como la Simiente de Abraham.

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3 EL HIJO DE ABRAHAM

La Promesa - Juramento Abram, un hombre anciano, caminó en la oscuridad bajo los grandes árboles donde estaban instaladas sus tiendas. Aunque era rico, vivía como nómada, sin poseer una tierra fija en el campo donde sus ganados y rebaños pastaran. Él llegó a un claro más allá de su campamento y se detuvo a mirar el esplendor del cielo, la oscura extensión palpitando con el brillo de las innumerables estrellas. Su vida había sido prolongada y difícil. Él fue un ciudadano de Ur en su juventud, una ciudad con grandes riquezas en los llanos de Mesopotamia. Pero junto a su padre él había dejado Ur por Jarán, un lugar muy al norte. Cuando su padre murió, Abram y su sobrino Lot dejaron Jarán, siguiendo las rutas de las caravanas alrededor de la Media Luna Fértil hasta la tierra en donde sus tiendas estaban colocadas ahora. Abram pudo hacer memoria sobre un lejano viaje a Egipto que casi hubo terminado en un desastre familiar. De vuelta en su tierra, resolvió una amarga disputa entre sus pastores y los de Lot, ofreciéndole a Lot que escoja entre la montaña y el valle para pastar. Lot escogió el valle, y la ciudad de Sodoma. Pero cuando los ejércitos invasores capturaron a Lot, junto con los residentes de Sodoma, Abram se conmovió rápidamente. Haciendo uso de su considerable séquito de sirvientes como un impresionante cuerpo, rescató a Lot y al resto de los cautivos. Él pudo haber añadido a su propia riqueza una parte sustancial del botín que rescató, pero se negó a tocar algo de aquello. ¿Qué llenaba los pensamientos de Abram mientras estaba mirando fijamente los cielos? No eran los recuerdos de su batalla, ni visiones de la riqueza que había rechazado. Abram estaba en comunión con Dios. Su corazón había llevado una gran carga por décadas. Él y su esposa, Sarai, no tenían hijos. La historia de Abraham no nos presenta una biografía completa. Ésta se enfoca donde el corazón de Abram lo hizo: en la promesa de Dios. Dios había llamado a Abram a dejar su hogar y la casa de su padre e ir tras la tierra que Él le mostraría. Abram debía ser separado de Ur, e incluso de sus parientes en Jarán. Él debía marcharse, no como parte de una migración de gente, sino como cabeza

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de una sola familia. Por mandato de Dios, él fue separado de manera que pudiera convertirse en el padre del linaje de la promesa. Dios tomó la iniciativa al llamar a Abram tal como había tomado la iniciativa al llamar a Adán en el jardín, o al llamar a Noé para construir el arca que salvara a su familia. El llamamiento de Dios a Abram contenía una doble promesa: que Él bendeciría a Abram, y que haría de Abram una bendición. Ambas estuvieron relacionadas a la promesa de Dios de hacer de la simiente de Abram una gran nación. Dios haría grande el nombre de Abram porque Él haría crecer un gran pueblo de sus descendientes. Ellos compartirían la bendición que Dios otorgó a Abram, y Abram sería bendecido por la bendición de Dios para ellos. Nuestra idea de bendición se ha desvanecido con nuestra conciencia de la presencia de Dios. La Bendición es el pronunciamiento del favor de Dios. Esto incluye los dones que Dios confiere como prueba de Su amor y favor, pero la bendición es más de lo que Dios imparte. Es el pacto de favor que une al pueblo de Dios con Él. Abram fue bendecido porque podía invocar el nombre del Señor que se reveló a Sí mismo ante él (Gn. 12:7-8). Dado que él fue investido por Dios, también podía orar por otros: el pueblo de Sodoma (Gn. 18:2-33), o Abimelec (Gn. 20:17). El ser bendecido es, por tanto, la clave para que Abram sea una bendición. Como amigo de Dios, su nombre fue engrandecido, y él testificó acerca del gran nombre de Dios. El llamamiento de Dios a Abram lo apartó a fin de hacer de él una nación consagrada. Pero Dios no olvidó a las otras naciones, aquellas generaciones de los hijos de Noé enumeradas en Génesis 10. Al bendecir a Abram, Dios se propuso bendecir las naciones. Ellas escucharían del Dios de Abram, y serían llevadas a adorarle como su Dios junto con Sus descendientes: Jafet moraría en las tiendas de Sem (Gn. 9:27). Pero así como Abram contemplaba las estrellas, estas promesas estaban lejos de cumplirse. Dios le había prometido una tierra, pero él aún era nómada en la tierra que habría de ser suya. Dios había prometido hacer de él una gran nación, pero su esposa, Sarai, aún era estéril y sus años para procrear ya habían pasado. Sin embargo, Abram fue llevado a contemplar las estrellas por Dios mismo, porque Dios se le había aparecido en una visión diciendo, “No temas, Abram. Yo soy tu escudo, y muy grande será tu recompensa” (Gn. 15:1). Abram había escuchado esta promesa renovada, pero esto sólo había hecho más profunda la agonía de su corazón. “SEÑOR y Dios, ¿para qué vas a darme algo, si aún sigo sin tener hijos, y el heredero de mis bienes será Eliezer de Damasco?” (Gn. 15:2). A pesar de que Dios había hablado nuevamente a Abram, ¿las palabras divinas no fueron sólo palabras, cuando la realidad era tan diferente? Dios no sólo prometió dar una recompensa a Abram, sino ser la Recompensa de Abram. No era posible una bendición más grande. Dios sería, Él mismo, la herencia y porción de Abram y su simiente.

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La magnificencia de la promesa parecía perdida en Abram, pero Dios no lo condenó. Por el contrario, Dios lo llamó a salir bajo el cielo de esta noche para encender su fe. “Mira hacia el cielo y cuenta las estrellas, a ver si puedes. ¡Así de numerosa será tu descendencia!” (Gn. 15:5). El Dios que diseminó las galaxias multiplicaría la simiente de Abram. La promesa de Dios era segura. Abram contempló las estrellas, y con la mirada de la fe vio la gloria del Señor: “Abram creyó al SEÑOR, y el SEÑOR lo reconoció a él como justo” (Gn. 15:6). El apóstol Pablo escogió bien ese versículo para sustentar su enseñanza de la justificación por fe. Abram no había ganado el favor de Dios por hechos de justicia. Por el contrario, la justicia fue acreditada a él. Él confió, no en lo que había hecho o podía hacer, sino en lo que Dios le había dicho y haría. La fe de Abram surgió de la oscuridad de sus dudas y temores. Pero ahí, mirando las estrellas, él creyó en Dios. Sin embargo, aunque era creyente, Abram buscó mayor seguridad. ¿Cómo podría saber él que heredaría la Tierra Prometida? (Gn. 15:8). La respuesta de Dios fue una prueba aun más abrumadora de Su real gracia y misericordia. Abram no fue juzgado por pedir una señal. Más bien, Dios le indicó que sacrificara una ternera, una cabra, y un carnero, junto con una tórtola y un pichón. Los animales debían ser partidos de modo que sus mitades formaran dos filas con una senda en medio. Abram pasó todo el día ahuyentando a las aves de rapiña. Cuando se puso el sol, Abram cayó en un profundo sueño y fue agobiado por una temible nube de oscuridad. Dios empezó a hablarle nuevamente. Él habló de oscuras noticias de exilio, cautiverio, y esclavitud para la descendencia de Abram, pero otra vez declaró una promesa de que en la cuarta generación ellos serían traídos de vuelta y finalmente poseerían la Tierra Prometida. En el silencio, luego de escuchar al oráculo, una tímida luz se encendió en la oscuridad. Un relámpago abrasador cruzó la senda formada por las partes divididas. La misma terminología usada en este relato para describir la oscuridad y el fuego es usada más adelante para hablar del fuego del Señor en el Sinaí, donde Dios apareció en fuego y nube (Gn. 15:12,17; Ex. 19:18; 20:18,21). El simbolismo es claro desde la profecía de Jeremías (Jer. 34:18-20). Caminar entre las partes divididas de un sacrificio animal es una ceremonia de toma de juramento. El juramento es claramente de auto-maldición en su simbolismo: “Si no cumplo el juramento que hago, seré dividido como este animal.” Lo maravilloso de esta visión es que Dios mismo toma el juramento. Él jura a Abram por Su propia vida que cumplirá lo que Él ha prometido. Este juramento divino sella el pacto que Dios hace con Abram. En aquel pacto, Él promete destruir a los malvados habitantes de la tierra y entregarla a los descendientes de Abram. El pacto se enfoca en la simiente de Abram: la nación que Dios hará crecer, los descendientes (y el Descendiente) de la promesa. La amenaza de la presencia del Dios santo llena la oscuridad y arde en el fuego. Dios no romperá Su palabra. Pero, ¿qué hay de los pecados de Abram y de la nación que nacerá de él? ¿Acaso ellos no deberán ser consumidos por la misma flama de juicio que Dios traerá sobre los amorreos, cuando la copa de su iniquidad

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esté llena? (Gn. 15:16). Si Dios cumple Su juramento de bendecir a Abram, ¿cómo puede triunfar Su misericordia sobre Su ira? La respuesta no está totalmente revelada hasta que la oscuridad de Dios envuelva el Calvario. Ahí, Dios Hijo lleva la maldición de Su propia imprecación, no porque Él sea culpable, sino porque Él toma el lugar de los culpables. Ese es el precio final del juramento de la gracia de Dios. Aquel misterioso juramento conlleva una solemnidad fatal. Va más allá de los siglos de servidumbre en Egipto, del regalo de la Tierra Prometida, al día cuando la promesa de Dios por Su propia vida sería pagada con sangre (1 P 1:18-19). Dios enaltece Su Promesa Abram creyó en la promesa de Dios. Se sintió sobrecogido por el juramento de Dios, y por la descripción específica de las dificultades que aguardaba para su descendencia. Sin embargo, Abram aún no tenía hijos. Habían pasado diez largos años desde que él llegó a la tierra de Canaán. Ahora él tenía ochenta años. La promesa de Dios no sólo demoraba; era ciertamente imposible. Sarai, su esposa, conociendo la desesperanza de su condición de mujer estéril, propuso una estrategia a Abram. De acuerdo con las costumbres de la época, el hijo de la sierva de una mujer podía ser considerado como suyo. De modo que Sarai le entregó su esclava Agar a Abram esperando que ella pudiese concebir el hijo de la promesa. Como resultado, Agar quedó embarazada de Abram. Sin embargo, la alegría de Abram ante la noticia se apagó de alguna manera, cuando Agar sacó a relucir su ventaja sobre su ama. Abram se vio obligado a apoyar a Sarai en contra de Agar. Cuando Sarai la trató duramente, Agar huyó, pero un ángel la persuadió de regresar. De vuelta en el campamento, Agar tuvo un hijo, Ismael. ¿Sería esta, entonces, la forma como Dios cumpliría Su promesa? Aparentemente así era. Dios había intervenido en la huida de Agar para ordenarle que regrese y se someta a Sarai. El nombre de Ismael (“Dios Escucha”) le fue dado por el ángel del Señor para dar a conocer que Dios había escuchado la aflicción de Agar. Transcurrieron más años, y cuando Abram tuvo noventa y nueve años, Dios se le apareció nuevamente, estableciendo Su pacto con límites más amplios y grandes promesas. Dado que Abraham ahora tenía a Ismael como hijo, éste también lideraría una nación. Abraham sería el padre de muchas naciones, y la circuncisión sería una señal del pacto (mientras que la circuncisión podía parecerle a Abram un símbolo particularmente inapropiado, con referencia al fruto de la procreación). Dios cambió su nombre por Abraham: “Padre de una Multitud.” Cambió el nombre de Sarai por el título real de Sara, (“Princesa”). Así mismo, reafirmó Su pacto: Él sería el Dios de Abraham y de su simiente. Su pacto sería eterno. Pero Dios también prometió nuevamente que Abraham tendría un hijo de Sara, su esposa. Ella, también, sería madre de naciones, y linajes reales estarían entre su descendencia.

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Eso era demasiado para Abraham. El ahora llamado “Padre de una Multitud” no podía dejar de reírse. Todo esto había ido demasiado lejos. Ahora eso era ridículo. ¿Sara iba a darle un hijo? ¿A su edad? ¿Una mujer de noventa años darle un hijo a un hombre de casi cien años? Lo absurdo de la figura parecía darle una irónica satisfacción a Abraham luego de todos estos años de ansiosa espera. Ya que él ahora estaba convencido de que esto no podía suceder, reírse fue un alivio. Pero ante el Señor, Abraham se serenó. “¡Concédele a Ismael vivir bajo tu bendición!” dijo Abraham. (En otras palabras, “Señor, sé razonable. Después de todo, yo tengo un hijo –un buen muchacho de trece años. Ismael es un milagro suficiente, Señor. Sólo haz de él la cabeza de la nación prometida. Escógelo como el linaje de la promesa. La promesa de Tu pacto es gloriosa, pero hablar de un hijo de Sara es demasiado…”) Las promesas de Dios siempre son demasiado, y hay muchos que propondrían que Dios se conforme con Ismael. Lo milagroso en la Biblia, incluyendo esta historia de Abraham y Sara, es ofensivo para los hijos contemporáneos de la llamada Ilustración. Sí, la historia es hermosa como una leyenda, pero biológicamente es en realidad muy absurda. Dios destruye Su credibilidad al prometer demasiado. Por supuesto la ciencia podría acercarse a algunos de los milagros de Dios: semen congelado, fertilización in Vitro, implante de órganos – sólo la biología moderna podría lograr esto. Pero antes de los avances de la ciencia moderna, algo así tendría que considerase totalmente imposible. Las risas de la incredulidad moderna son bastante diferentes de la risa de Abraham. Abraham estaba asombrado por la promesa, pero se sentía genuinamente agradecido por Ismael, y profundamente interesado en que el pacto de Dios se cumpliera con sus descendientes. Dios le aseguró a Abraham que Ismael no sería olvidado. Él, también, sería bendecido. Pero el linaje de la promesa provendría del hijo de Sara. Y por tanto Dios le dio a Abraham el nombre preciso para su hijo: Isaac – “¡Risa!” No sólo Abraham se echó a reír: Sara también lo hizo. El ángel del Señor vino a visitar a Abraham con dos compañeros. Bajo los grandes árboles de Mamré donde Abraham había mirado las estrellas, los angelicales visitantes disfrutaron de la hospitalidad de Abraham. Luego le preguntaron por su esposa, Sara. El Señor dijo a Abraham, “Dentro de un año volveré a verte, y para entonces tu esposa Sara tendrá un hijo” (Gn. 18:10). Ante esto, Sara, que estaba escuchando la conversación a la entrada de su tienda, estalló en risa. El ángel del Señor la retó, “¿Por qué se ríe Sara? ¿Acaso hay algo imposible para el Señor?” ii Avergonzada, Sara mintió. “Yo no me estaba riendo,” dijo confundida. Pero el Señor quería la verdad públicamente – y en su corazón: “Sí te reíste.” La promesa de Dios, como bien sabemos, se mantuvo. Sara concibió y, en el tiempo que Dios había prometido, ella dio a luz un hijo. El pequeño niño tuvo el nombre que Dios había elegido para él: Isaac –Risa. En la circuncisión de Isaac, Sara se rió nuevamente –no por incredulidad sino por incrédula alegría. “Dios me ha hecho reír,” dijo. “Todos los que se enteren de que he tenido un hijo se reirán conmigo… ¿Quién le hubiera dicho a Abraham que Sara amamantaría hijos?” (Gn.

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21:6-7). ¡Quién, efectivamente, sino el Dios que promete lo imposible y cumple Su promesa! En Isaac escuchamos las risas de la gracia triunfante de Dios. Él se deleita en cumplir Su absurda promesa de bendición. El infiel jactancioso puede necesitar que se le recuerde que “aquél que está sentado en el cielo puede reírse,” pero hay una risa de gracia y otra de juicio. Sara entendió el propósito de Dios; ¡ella se rió! Una vez más no podemos perder la idea central de la promesa. Abraham sería bendecido en su progenie; ellos llegarían a ser grandes naciones. Pero la clave estaba en Isaac, el hijo de la promesa, el niño que fue entregado para probar que toda palabra de Dios tiene poder. Dios hizo esto evidente cuando le pidió a Abraham que expulsara a Ismael: “En Isaac te será llamada descendencia” (Gn. 21:12, RV). Isaac, el hijo prometido era el hijo amado. En realidad, se puede decir que era el único hijo de Abraham, porque era el heredero de la promesa. Con el tiempo, el Hijo prometido de Dios nació. Cuando el ángel anunció el maravilloso nacimiento a María, ella no se rió, sino que susurró sorprendida: “¿Cómo podrá suceder esto, puesto que soy virgen?” La respuesta que recibió fue la misma que Dios le había dado a Sara: “¡Para Dios no hay nada imposible!” (Lc. 1:37; Gn. 18:14).¹ ¿Necesitamos maravillarnos de que Jesús diga, “Abraham se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó”? (Jn. 8:56, RV). La fe fortalecida de Abraham se aferró a la promesa, y su regocijo dio la bienvenida al nacimiento de Risa. Entonces, también, él pudo ver el día cuando toda la promesa de Dios se cumplió en su Simiente. ¿La Promesa Contradicha? La vida de Abraham fue una peregrinación de fe. Su fe había sido llevada al punto de lo absurdo, pero él había aprendido que toda palabra de Dios tiene poder. La prueba que quedaba para Abraham estaba, por así decirlo, más allá de lo creíble. Isaac, el hijo de la promesa, era el testimonio viviente de la fidelidad de Dios. Él era Risa, la promesa cumplida, la fe convertida en hecho. Pero ahora Dios probaba a Abraham con un mandato que parecía hacer completamente irracional a la fe. Él ordenó a Abraham ofrecer a Isaac como holocausto en un lugar por determinar. ¿Qué podía estar pidiendo Dios? Una cosa era esperar por encima de toda razón el cumplimiento de la promesa. Otra cosa era, contra toda razón, destruir con su propia mano la promesa que había sido cumplida. ¿Acaso Dios no conocía el amor que Abraham sentía ahora por Isaac? Sí, Dios lo sabía: “Toma a tu hijo, el único que tienes y al que tanto amas, y ve a la región de Moria. Una vez allí, ofrécelo como holocausto en el monte que yo te indicaré” (Gn. 22:2). Esta es la prueba más fuerte de fe que podría imaginarse. El precio para Abraham era todo. Todo el holocausto era un símbolo de consagración, de ofrecer a Dios sin reserva un cordero del rebaño o un buey del ganado. Abraham había renunciado a Ismael, lo había expulsado siguiendo la palabra del Señor. Pero ahora se le pedía que renuncie a Isaac, totalmente y sin reserva. No era suficiente para Abraham decir, “Considero todas las cosas perdidas por causa del Señor.”

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No, él debía sufrir la pérdida de todas las cosas, y por su propia mano debía llevar a cabo aquel terrible sacrificio. Parece demandarse de Abraham aun más que el precio del amor. ¿Qué pasaría con la promesa misma? ¿No se le estaba pidiendo a Abraham que renuncie incluso a eso? Él iba a ser el “Padre de una Multitud,” pero Dios esta exigiendo el sacrificio de su único hijo. ¿El mandato de Dios no destruía Su promesa? ¿Cómo podía Abraham confiar en la palabra de Dios cuando esa misma palabra parecía ser contradictoria? Fue ese dilema el que Satanás buscó para presionar a Jesús en el desierto. Si Él era efectivamente el Hijo de Dios, enviado para ser el Redentor del mundo, ¿no estaba Dios destruyendo esa misma promesa al llevarlo al desierto y permitir que Él muera de hambre? Satanás insinuó que no podía confiarse en el mandato de Dios para Jesús. Dios no lo estaba librando de la muerte, y no podía librarlo de ella. Era hora de que Él pruebe a Dios. Si Dios era Su Padre, sólo le había dado piedras como pan. Entonces, que Él mismo transforme las piedras en pan, ya que Dios no había considerado correcto hacerlo por Él. Entonces Abraham podría haber sido tentado: a desafiar el mandato de Dios, y de esa forma ceñirse a la realidad de su situación, en lugar de la pura palabra de Dios. Sin embargo, como Abraham confiaba en Dios, no dudó de Su bondad, Su sabiduría, ni de Su fidelidad. Debemos recordar que Dios no le pidió que asesine a su hijo, sino que lo ofrezca como sacrificio. La diferencia es importante. En el Antiguo Testamento, es evidente que la vida de todo pecador está perdida ante Dios; Dios puede pedir la muerte de cualquier pecador. Además, la demanda del juicio de Dios está dirigida a los primogénitos como los representantes de todos. Como Creador, Dios demandó a Israel que consagre a Él al primogénito de sus rebaños y ganados. Como Redentor, demandó de Israel a sus hijos primogénitos (Ex. 13:15; 22:29). En la liberación del Éxodo, Dios reclamó a los hijos primogénitos de los egipcios en juicio por sus pecados. Pero Israel, también, fue un pueblo pecador. Los hijos primogénitos de Israel también estaban bajo la amenaza del ángel de la muerte. A fin de que los hijos de Israel no muriesen, Dios dio la ordenanza del cordero de la Pascua. El ángel vio la sangre del cordero en los postes de las puertas y pasó de largo por las casas de los israelitas. No obstante, la demanda de Dios aún permanecía de forma particular sobre el hijo primogénito (Ex. 22:29). Los levitas le sirvieron a Dios para saldar esta demanda, todos en su totalidad. Para los que excedían el número, la ley previó el pago de un rescate. El primogénito sería redimido por la suma de cinco monedas de plata. Luego éste permanecería con su familia como pertenencia de Dios (Nm. 3:11-13, 44-51; 8:14-19). La demanda de Dios sobre Isaac era consecuente con Su demanda sobre todos los primogénitos de la progenie de Abraham. Dios no le estaba ordenando a Abraham que cometa un crimen sino que ejecute un juicio que era justo. Inclusive, todos los sacrificios que implicaban el derramamiento de sangre llevaban el simbolismo de la expiación, de pagar por el pecado. Abraham, también, era un pecador. ¿Cómo podría ser él aceptable para Dios? ¿Debería ofrecer el

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fruto de sus entrañas por el pecado de su alma? (Miq. 6:7). Dado que la promesa de Dios de bendecir a Abraham tenía que incluir la redención del pecado, ¿no era necesario que haya una ofrenda que pague el precio del pecado mayor que la ofrenda de corderos, toros y cabras? Si la promesa de la bendición salvadora de Dios vendría a través de la simiente de Abraham, ¿no era Isaac quien llevaría el pecado? ¿No fue él un regalo de Dios a Abraham y por tanto Abraham podía devolvérselo a Dios? Por supuesto, como sabemos, el propósito de Dios fue proveer un sustituto para Isaac: un carnero atrapado entre los matorrales en el monte del sacrificio. Finalmente, el hecho no ofrecía justificación para el sacrificio humano, sino todo lo contrario: Dios prohibió tales sacrificios, aceptando la ofrenda de animales a cambio. Sin embargo, no debemos perder el significado del mandato. Dios puede y debe exigir de Abraham no sólo la dedicación de todo lo que él tiene y es, sino también la completa satisfacción debida a la divina justicia de Dios. Para Abraham, entregar el fruto de sus entrañas por el pecado de su alma no habría sido un precio demasiado alto; en realidad, su propia vida estaba perdida como un pecador, que merece la muerte como el juicio de Dios. El precio de la redención es todo. En efecto, incluso Isaac, el hijo de la promesa, no es suficiente. Isaac, también, es un pecador. La ofrenda de un pecador por otro no podía ser aceptada por Dios. Un padre no puede ofrecerse a sí mismo por el pecado de su hijo, ni un hijo por el pecado de su padre. La sumisión de Isaac a la tremenda acción de Abraham puede indicar su voluntad de servir a su padre incluso en la muerte, pero la muerte de Isaac no podía reparar el pecado de Abraham. Esto, también, es parte del significado de la provisión de Dios del carnero para el holocausto, el símbolo de un perfecto Sacrificio por venir. La fe de Abraham fue probada cuando Dios le pidió entregar todo. La fe no puede ser menos que absoluta. Confiar en Dios significa depender sólo de Él, encontrar en Él toda nuestra esperanza, no ocultar ni reservar nada. La fe es compromiso. No obstante, dado que la fe sólo depende de Dios y no de nosotros mismos, dar fe es realmente recibirla. En el compromiso, el precio que la fe paga es todo. Pero en la plena confianza, el precio es nada. La fe depende de Dios, no del hombre, como otorgante. El autor de Hebreos llama la atención hacia este lado de la fe de Abraham. Por fe Abraham, cuando Dios lo probó, ofreció a Isaac como sacrificio. Aquél que recibió la promesa estaba a punto de sacrificar a su único hijo, aun cuando Dios le había dicho, “Tu descendencia se establecerá por medio de Isaac.” Abraham dedujo que Dios podía levantar a los muertos; hablando en sentido figurado, Isaac le fue devuelto de la muerte (Heb. 11:17-19). Abraham había recibido la promesa de Dios. La palabra de Dios no podía fallar. Si Abraham iba a entregar a Isaac, entonces también tenía que recibir a Isaac de vuelta. Existe una sugerencia de esto en la narración de Génesis que el autor de Hebreos nos llama a recordar cuando habla de la fe de Abraham en la resurrección. Cuando Abraham divisó el Monte Moria, les pidió a sus sirvientes que

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lo esperen. ¡No tendría compañía mientras sacrificaba a su hijo! Pero cuando Abraham los dejó, dijo, “Quédense aquí con el asno. El muchacho y yo seguiremos adelante para adorar a Dios, y luego regresaremos junto a ustedes” (Gn. 22:5). Al parecer el autor de Hebreos ve fe, y no decepción, en las palabras de Abraham. Cuando Abraham subió al monte con Isaac, estaba extrañamente confiado en que regresaría con su hijo. La promesa de Dios no puede ser evadida. Quizás esta convicción por parte de Abraham aparece, también, en la respuesta que él dio a la pregunta desgarradora de Isaac. Cuando subieron al monte juntos, Isaac estaba llevando la leña para el sacrificio (evidentemente era un muchacho fuerte, no un niño pequeño). Abraham tenía el fuego y el cuchillo. Mientras caminaban, Isaac habló a su padre Abraham: “¡Padre!” “Dime, hijo mío.” “Aquí tenemos el fuego y la leña; pero, ¿dónde está el cordero para el holocausto?” “El cordero, hijo mío, lo proveerá Dios,” le respondió Abraham (Gn. 22:6-8). Abraham no estaba mintiendo cuando respondió a la pregunta de Isaac, la cual se hundió como un cuchillo en su corazón. Había ambigüedad en su respuesta, pero ambigüedad que revelaba fe. En el texto hebreo, la palabra de Abraham aquí es literalmente “ver.” Dios “vería” el cordero para el holocausto. Esto puede significar que Dios escogería un cordero, o que Dios “se encargaría” de un cordero. Este es el término que Abraham usó para nombrar el lugar del sacrificio “Jehová-Jireh.” El nombre se explica en la frase, “En el monte de Jehová será provisto” (Gn. 22:14, RV). El nombre de Abraham para el lugar fue un grito triunfante de fe. En aquel angustioso momento, cuando su hijo le había preguntado dónde estaba el cordero para el sacrificio, Abraham se hubo entregado a la fidelidad de Dios. Dios escogería el cordero. Él vería el sacrificio; vería a Su escogido, el único que Él había provisto. En efecto, Dios había visto, y ahora Abraham vio, también. Él conocía la misericordia de Dios, y Su provisión para la redención de Isaac y la suya. El costo de la redención era total, pero lo que Dios requería Él lo proveía. La fe de Abraham nos lleva de Abraham hacia Dios, al Dios que ve, el Dios que provee. Dios tenía un propósito más al llamar a Abraham al Monte Moria. Él no sólo deseaba probar y fortalecer la fe de Abraham. También deseaba informar su fe, mostrarle mediante un símbolo que Él pagaría el precio de la redención. Abraham vio el día de Cristo; fue llevado al mismo lugar donde estaría el Templo más adelante, al mismo monte donde sería erigida la cruz del Calvario. El Cordero que Dios proveería arrancaría el pecado sacrificándose Él mismo. En efecto, el apóstol Pablo usa audazmente la figura del sacrificio de Abraham para señalarnos la provisión del Padre celestial: “El que no escatimó ni a su propio hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?” (Ro. 8:32). La sangre de toros y cabras no puede arrancar el pecado; Isaac, el hijo de la promesa, no puede ser el holocausto. Por último, sólo un sacrificio puede pagar el precio del pecado: el sacrificio del Único Hijo Amado de Dios.

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El misterio envuelve al misterio en la maravilla de ese último Sacrificio, y el relato en Génesis 2 se dirige al corazón de esto. Dios, quien le había dado un hijo a Abraham también ofreció el sacrificio por Abraham. Dios, no Abraham, pagó el precio de la redención. En realidad, sólo Dios podía pagar el precio. Él lo pagó, no al proveer un carnero o un cordero, sino al entregar a Su propio Hijo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn. 1:29). El misterio subyace no sólo en la Encarnación: que el Hijo eterno de Dios tomó nuestra naturaleza humana de modo que Él pudiese tomar nuestro lugar en la cruz. El misterio subyace también en la entrega del Padre. Dios no es un hombre, conmovido por emociones pasajeras, sujeto al tiempo y a los cambios. Él es el Creador eterno e inmutable. Sin embargo, como el apóstol Pablo nos dice, Dios entregó lo que era más querido para Él por nosotros los pecadores. Cuando Pablo describe el amor de Dios hacia nosotros, da un giro inmediato hacia la muerte de Cristo: A la verdad, como éramos incapaces de salvarnos, en el tiempo señalado Cristo murió por los malvados. Difícilmente habrá quien muera por un justo, aunque tal vez haya quien se atreva a morir por una persona buena. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. (Ro. 5:6-8) Volvamos a las palabras de Pablo. ¿No esperaba usted que él escriba, “Pero Cristo demostró su propio amor por nosotros…”? Fue Cristo quien murió por nosotros, cuando todavía éramos pecadores. Ciertamente, Cristo demostró Su amor por nosotros. Pero Pablo dice del Padre lo que usted esperaría que se diga del Hijo. El Calvario demuestra el amor del Padre por nosotros. ¿Cómo? Pablo nos remonta a la escena en el Monte Moria. Nos hace recordar al hijo que fue llamado el “amado,” el único hijo de Abraham (Gn. 22:2). Se le exigió a Abraham que no escatimara a su hijo amado. Sentimos el dolor en su corazón cuando Isaac pregunta, “Padre, ¿dónde está el cordero?” Sin embargo, Abraham caminó con Isaac, subieron al monte, los dos juntos. Entonces, también, Pablo nos hace recordar que el Padre celestial llevó a Su Amado hacia el Gólgota. Cuando el Hijo, que siempre complacía al Padre, lloró, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” el Padre pagó el precio en Su silencio. No podemos comprender cómo puede ser esto; sabemos que no podemos pensar sobre el Dios eterno en términos meramente humanos. No obstante, como Pablo, Juan nos recuerda que “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16, RV). Dios hizo lo que Abraham no tuvo que hacer: Él hizo de Su Hijo una ofrenda por el pecado. Debemos confesar reverentemente que por nuestra salvación el precio que Dios pagó fue todo. “Así manifestó Dios su amor entre nosotros: en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en

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que él nos amó y envió a su Hijo para que fuera ofrecido como sacrificio por el perdón de nuestros pecados” (1 Jn. 4:9-10). Sin la tipología del sacrificio de Abraham, no podríamos entender el profundo significado de la enseñanza en el Nuevo Testamento sobre el amor de Dios al entregar a Su Amado. En la oscuridad del Calvario, el Padre, también, pagó el precio del amor. En esta suprema prueba de la fe de Abraham, la estructura de la tipología del Antiguo Testamento otra vez aparece con claridad. La fe es central porque la promesa es central. Abraham se aferra a la palabra de Dios, aun cuando parece contradictoria. La gracia de Dios es revelada de esta forma. Dios resuelve la contradicción, pero al hacerlo, nos remite al mayor misterio de Su obra de gracia venidera. El simbolismo de la relación de Dios con Abraham puede encontrar su solución y realización final sólo en la venida de Cristo.

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4 EL HEREDERO DE LA PROMESA

La Escalinata del Cielo: La Promesa Renovada Bajo las mismas estrellas que Dios había mostrado a su abuelo Abraham, Jacob se preparaba para dormir. Él estaba agotado; el sol se había puesto sobre su largo día de viaje, incluso antes de que llegara a la cima donde pasaría la noche. Sin embargo, no era la distancia lo que había agotado a Jacob, ni la pequeña bolsa de pertenencias que dejó en lo alto. Era otra carga la que no podía dejar. Jacob era un exiliado. Había dejado las tiendas de su padre, Isaac, en Berseba, hacia el sur. ¿Volvería a ver a su anciano y ciego padre otra vez? Bien, él se había marchado con la bendición de Isaac; su padre lo había enviado a Jarán para hallar esposa entre las parientes de su madre allí (Gn. 28:2). Pero Jacob no había salido en paz de Berseba. Él había huido de la furia de su hermano gemelo, Esaú. Esaú sólo estaba esperando la muerte de su padre, Isaac, para vengarse a sí mismo con la sangre de Jacob. Jacob conocía bien la rivalidad que había hecho de su hermano su enemigo. Esaú había nacido primero, y por tanto era el principal heredero de su padre. Pero Jacob nunca pudo aceptarlo. Incluso en el nacimiento, según le contó su madre, él había retenido a su hermano por el talón. Como el favorito de su madre, Jacob usó luego su habilidad como cocinero para hacer un funesto trato con Esaú. Cuando su fornido hermano tuvo hambre al llegar de la caza un día, Jacob estaba sacando un guiso de lentejas del fuego. “¡Dame de comer de ese guiso rojizo, porque estoy muy cansado!” gritó el gemelo mayor. “Véndeme primero tus derechos de hijo mayor,” fue la respuesta de Jacob. Increíblemente, Esaú aceptó. “¡Me estoy muriendo de hambre! ¿De qué me sirven los derechos de primogénito?” Y entonces Esaú vendió su lugar como hijo primogénito por un plato de guiso. Lo que Jacob deseaba por encima de todo no valía una comida para Esaú. Aquello ya había sucedido tiempo atrás, pero un día Jacob y su madre, Rebeca, lo recordaron. También recordaron que Isaac había anunciado que

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impartiría su bendición a Esaú y le entregaría su herencia. El momento había llegado. Rebeca actuó inmediatamente. Ella estaba decidida a que el trato de Esaú se cumpla. Jacob debía tener los derechos de primogenitura. Isaac había enviado a Esaú a cazar algún animal para él. Su bendición sería otorgada luego de disfrutar una cena con su hijo cazador. Bajo las instrucciones de Rebeca, Jacob trajo dos cabritos del rebaño. Ella los preparó al gusto de su esposo –los condimentos cubrirían cualquier falta de sabor silvestre. Luego Jacob se hizo pasar por Esaú. Sirvió el “guiso de cazador” de su madre a su padre ciego. Aun cuando no podía cambiar su voz, sus brazos por lo menos podían ser verdaderamente velludos: Jacob los cubrió con la piel de los cabritos. El engaño fue exitoso. Las sospechas de Isaac fueron calmadas por las mentiras ya preparadas de Jacob: claro que él era Esaú; había regresado pronto porque Dios le había prosperado en su cacería. Convencido finalmente al tocar los brazos de Jacob, Isaac pronunció sobre éste la bendición como hijo primogénito, la bendición que Dios le había dado a Abraham y a la descendencia de Su promesa. Esaú, cuando llegó finalmente con lo que había cazado, primero se sintió consternado, luego furioso. Su padre no retiraría, no podía retirar, la bendición que había entregado a Jacob. Esa bendición incluía el derecho de Jacob a enseñorearse sobre Esaú, su hermano (Gn. 27:37). Lo mejor que Isaac podía darle a Esaú era la promesa de que un día él se liberaría del yugo de su hermano –una promesa que no era plenamente reconfortante en vista de la rica bendición que Jacob compartiría. Ahora Jacob tenía lo que quería, lo que había obtenido de su padre con engaños. No había duda de ello. Justo antes de salir de Berseba, su padre, Isaac, había renovado la bendición, reconociéndola como la bendición de Abraham, la cual incluía la tierra y la descendencia de la promesa (Gn. 28:3-4). Jacob la tenía, pero ¿qué tenía? Isaac mismo había sido un extranjero, un pasajero que iba de un lugar a otro cuando otros reclamaban los pozos que él cavaba. Pero Jacob ahora estaba perdiendo todo derecho sobre la tierra. La estaba dejando. ¿Qué significaría la bendición de Abraham para alguien que pretendía no regresar a la tierra a la cual Abraham había sido llamado? Bajo las estrellas, Jacob colocó una piedra para usarla como almohada, se envolvió en su capa, y se acostó a dormir. Luego soñó, pero no era un sueño ordinario. Dios, quien habló de diversas maneras a los antepasados en otras épocas (Heb. 1:1), se reveló a Sí mismo ante Jacob. En su sueño, Jacob vio una gran escalinata de piedra que se prolongaba hacia el cielo. iii Los ángeles subían y bajaban por ella. En medio de los ángeles estaba el Señor Mismo. Él bajó por la escalera, y luego vino y se posó junto a Jacob. iv Jacob bien puede haber sabido sobre las torres zigurat que habían sido construidas en Mesopotamia, la tierra natal de su abuelo. Estas estructuras, construidas en escalones como pasteles cuadrados de boda, sostenían escalinatas de piedra que subían hacia el cielo. Los arqueólogos nos cuentan que las gradas de

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las escalinatas eran demasiado altas para ser usadas por seres humanos. v Fueron diseñadas para los dioses. En la cima del zigurat estaba un pequeño lugar santo, al final de un gran templo. Aparentemente el lugar santo en la cima del zigurat representaba la morada celestial del dios. (¡Podía servir al menos como salón de recepción de un helipuerto donde aterrizaba el dios!) De este modo el dios podía descender por las grandes gradas para visitar su templo. No sabemos, por supuesto, si la torre de Babel fue diseñada como un zigurat. ¿Los orgullosos constructores de Babel buscaban establecer comunicación entre el cielo y la tierra en sus propios términos? (El más reciente zigurat en Larsa fue llamado “La Casa del Lazo entre el Cielo y la Tierra.”) De cualquier manera, sabemos que los constructores de Babel planeaban una torre que alcanzaría el cielo (Gn. 11:4). Esa misma frase describe la escalinata del sueño de Jacob (Gn. 28:12). La torre del hombre no podría alcanzar el cielo. (¡Los antiguos cosmonautas rusos no lo alcanzaron, ni siquiera, cuando informaron desde su cohete que el espacio estaba vacío!) Dios descendió a la torre de Babel, pero no para santificar la presunción humana. Vino para juzgar a la tierra, y desbaratar el orgullo de la humanidad, una unidad que amenazaba con encerrar a la humanidad bajo una totalitaria oscuridad. La torre de escalinatas del sueño de Jacob era la respuesta de Dios a la torre de Babel. La cima de ésta alcanzó el cielo, porque fue Dios el constructor, no el hombre. Sólo Dios establece comunicación entre el cielo y la tierra. La verdadera religión no proviene de la búsqueda del hombre, sino de la intervención de Dios. La humanidad rebelde no ha buscado al Señor. La gente busca en cambio escapar de Él, erigiendo torres, templos, e ídolos según su propia imaginación. Una pregunta perspicaz hiende todas las idolatrías de los hombres: “¿Qué se ha hecho con Dios?” Dios, quien llamó a Adán y a Eva cuando se escondieron en el jardín; Dios, quien le dio a Noé las instrucciones para construir el arca; Dios, quien llamó a Abraham a dejar la casa de su padre –este mismo Dios tomó la iniciativa con Jacob. Pablo nos recuerda que Dios escogió a Jacob, y no a Esaú, incluso antes de que los gemelos nazcan (Ro. 9:10-13). Jacob no tenía nada de que jactarse; él tenía que aprender a decir con Pablo, “Porque todas las cosas proceden de él, y existen por él y para él. ¡A él sea la gloria por siempre!” (Ro. 11:36). A Jacob, que huía de las consecuencias de su propio engaño, Dios le repitió la bendición de Abraham. Se identificó a Sí mismo como Yavé, el Dios de Abraham e Isaac; el Dios de la promesa, vinculándose al nombre que luego le revelaría a Moisés. Dios repitió los términos de la promesa: la tierra, la línea de descendientes, la bendición para todas las familias de la tierra (Gn. 28:13-14). Sobre todo, el Señor prometió Su propia presencia con Jacob. El Dios del pasado y del futuro era el Dios de Jacob en el presente. Él estaría con Jacob, lo protegería, y lo haría volver a la tierra de la promesa. “No te abandonaré hasta cumplir con todo lo que te he prometido” (Gn. 28:15). Dios no había bajado por Su escalinata en vano. Él le mostró a Jacob que no estaba solo; le enseñó el real significado de Su pacto y promesa. “Yo seré tu Dios,

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tú serás mi pueblo” –éste era el núcleo del compromiso de Dios con Su pueblo. Sí, las promesas de Dios fueron muy específicas. Dios le daría a Jacob la tierra sobre la cual se encontraba. Él podía sentir esos bienes bajo su capa. Y sus descendientes serían tan numerosos como el polvo (¡una figura más cercana a la tierra que las estrellas del cielo!). Ellos se extenderían por el oriente, y occidente, por el norte y por el sur. Pero cuando Jacob despertó de su sueño, no se encontraba sobre la cima contemplando la tierra que se extendía en toda dirección. Tampoco pensó en la esposa que debía estar esperándolo en Jarán si todas las promesas de Dios eran ciertas. Por el contrario, Jacob susurró, “En realidad, el SEÑOR está en este lugar… ¡Qué asombroso es este lugar! Es nada menos que la casa de Dios; ¡es la puerta del cielo!” (Gn. 28:16-17). La maravilla de la Tierra Prometida era que Dios habitaba ahí. Jacob vio finalmente lo que Abraham había aprendido también: que hay una patria mejor, una celestial (Heb. 11:14-16). ¡Cuán imponente es la puerta del cielo! Jacob estaba abrumado por la presencia del Señor, el Señor que descendió por la escalinata al lugar donde él estaba. Por ello, Jacob llamó al lugar “Betel” –la casa de Dios. Por fe Jacob respondió a la promesa y la presencia de Dios. Tomó la piedra que le servía como almohada y la colocó como un recordatorio, no sólo de la aparición de Dios sino también de su propia promesa. Además, derramó aceite sobre la piedra para simbolizar su fidelidad, reclamó las promesas de Dios una a una, y prometió su propia dedicación al Dios de sus padres. Contando con la prosperidad del Señor y con que Él lo haría volver a la tierra, Jacob prometió darle a Dios la décima parte de todo lo que le diera. No deberíamos pensar en culpar a Jacob por negociar con Dios. Lo que él reclamó fue lo que Dios había prometido; lo que prometió fue la adoración en gratitud que siempre se le debe al Señor que libera. Jacob no perdió el sobrecogimiento y la devoción que su sueño le había inspirado. Dios hizo regresar a Jacob hacia Betel (Gn. 35:9-15). Nuevamente el Señor descendió, y se identificó como el Dios de Betel: el Dios que había permanecido con Jacob tal como se lo prometió y el Dios que habitaría con los descendientes de Jacob. Jesús se refirió al sueño de Jacob cuando Natanael vino a Él al inicio de Su ministerio. Natanael fue llevado a Jesús por Felipe. Cuando éste se aproximó, Jesús dijo, “He aquí un verdadero israelita en quien no hay engaño” (Jn. 1:47, BA). Dado que Jacob, cuyo nombre fue cambiado por Israel, fue notable por su astucia al engañar a su padre, podría parecer que Jesús estaba comparando a Natanael favorablemente con su antiguo ancestro. Natanael estaba asombrado. “¿De dónde me conoces?” preguntó. “Antes de que Felipe te llamara, cuando aún estabas bajo la higuera, ya te había visto.” La respuesta de Natanael a esta frase parece extraordinaria: “Rabí, ¡tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el Rey de Israel!” Debemos suponer que Natanael tenía sus

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razones para recordar aquel momento bajo la higuera. conocía en realidad –en lo más profundo de su corazón.

Él sintió que Jesús lo

Jesús celebró la fe de Natanael, y prometió que él vería grandes cosas. Dirigiéndose a Natanael y a los otros, Jesús dijo, “Ciertamente les aseguro que ustedes verán abrirse el cielo, y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre” (Jn. 1:51). Jesús prometió una revelación que superaría por mucho el sueño de Jacob. La escalera del sueño de Jacob era un símbolo de la comunicación que Dios ofrece entre el cielo y la tierra. Mediante esa escalera los ángeles pueden subir al cielo desde la presencia de Dios en la tierra y bajar a la tierra desde la morada de Dios en el cielo. La escalera era una imagen en el sueño de Jacob. Pero lo que el sueño prometía se convirtió en realidad en la Encarnación de Cristo. Dios descendió en la persona de Su Hijo para habitar en la tierra. Cristo es el vínculo entre la tierra y el cielo. Él es el verdadero Betel, la Casa de Dios, Emmanuel, Dios con nosotros. Jacob ungió una piedra con aceite para recordar la presencia de Dios, y llamó a la piedra la Casa de Dios. Pero Dios ungió a Su único Hijo con el Espíritu. En Betel Dios confirmó Su pacto con Jacob, prometiendo que nunca lo dejaría, sino que le otorgaría Su bendición. Esa bendición nos ha sido traída mediante Jesucristo, que está presente entre nosotros a través de Su Espíritu. Así como el Señor dijo a Jacob, “Nunca te abandonaré,” Cristo el Señor dice a Sus discípulos, “Estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20). Jacob describiría toda su vida como un peregrinaje (Gn. 47:9). Al igual que Jacob, los discípulos de Cristo son peregrinos, que viajan a la ciudad de Dios (Heb. 11:13; 13:14; 1 P. 2:11). Sin embargo, ellos nunca están solos. Cada mañana los cristianos pueden ungir al Ungido de Dios con el fresco aceite de la oración, y decir, “Ésta es la puerta del cielo. ¡Dios está en este lugar!” Cristo, que es el Templo de Dios, es también la escalera, el Único en quien el cielo viene a nosotros y a través de quien nosotros ascendemos al cielo. Jesús habló de Su ascenso y descenso a Nicodemo, un miembro del Sanedrín judío que lo visitó una noche. Nicodemo reconoció que Jesús era un maestro que había venido de Dios. Sin embargo, él no estaba debidamente preparado para comprender el sentido en el cual Jesús había venido de Dios, y quién era Él realmente. La enseñanza de Jesús sobre la obra del Espíritu en el nuevo nacimiento lo desconcertó. No obstante, si Nicodemo y los otros maestros de Israel no creyeron cuando Jesús habló de cosas terrenales, ¿cómo creerían cuando Él habló de cosas celestiales? “Nadie ha subido jamás al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo” (Jn. 3:13, NVI var.). Estas palabras de Jesús a Nicodemo reflejan un pasaje en el libro de Proverbios. Agur, el autor del pasaje, confiesa ser ignorante, carente de sabiduría y discernimiento acerca del Dios santo. Pero sugiere que de ninguna manera él está solo en su ignorancia: “¿Quién ha subido a los cielos y descendido de ellos? … ¿Quién ha establecido los límites de la tierra? ¿Quién conoce su nombre o el de su hijo?” (Prov. 30:4).

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Agur insinúa que para conocer a Dios necesitamos tener acceso a Él: alguien tiene que subir al cielo y traer la palabra de Dios. Jesús afirma que el Único que puede ascender al cielo primero debe descender de él; en efecto, el que viene, Ése debe también permanecer en el cielo, Su propio hogar (Jn. 3:13, BA). Él es el Hijo del hombre; Él subirá al cielo, pero primero ha descendido del cielo, y puede por tanto hablar de cosas celestiales. Jesús, el Hijo del hombre, ha venido para poder ser “elevado” –primero en la cruz, y luego al trono del Padre. Un día Él vendrá en la gloria de Su Padre y con los ángeles celestiales; pero Él ya está presente, hablando con Nicodemo. Jesús es quien ha subido por la escalera al cielo. Él puede hacerlo porque ha descendido primero. Él puede llevarnos por esa misma escalera puesto que fue elevado en la cruz. A través de la cruz, Jesús es el camino al cielo, así como la verdadera, completa y final revelación de la presencia de Dios. Nosotros venimos al Padre mediante Él. El cielo permanece abierto a través de Él, a quien los ángeles sirven. El Sufrimiento de Israel: Aferrado a la Promesa El Señor se reveló a Sí mismo ante Jacob antes que deje la tierra de la promesa; Jacob sabía que era el heredero de la bendición de Dios. Veinte años más tarde, Jacob volvió a la tierra y nuevamente Dios apareció ante el patriarca. Esas dos décadas de exilio habían sido años de lucha y bendición. Había salido como un refugiado solitario; volvió como cabeza de dos caravanas. Jacob el impostor había sido engañado por su astuto tío Labán. Sin embargo, la bendición de Dios derrotó el rencor de Labán. Todo lo que Jacob tocaba prosperaba. Cuando éste viajó de regreso, su riqueza lo siguió en desfiles de ovejas, cabras, y ganado. Jacob tenía cuatro esposas: Raquel, a quien amaba y por quien había servido a Labán un total de catorce años; Lea, hermana de Raquel, la cual le había sido impuesta por Labán; Bilhá, criada de Raquel, la cual le fue entrega por ésta antes de tener hijos propios; y Zilpá, la sirvienta que Lea le entregó cuando aún no concebía. Los doce hijos de Jacob, nacidos de estas mujeres, se convirtieron en los padres de las tribus de Jacob (llamado “Israel”). Un gran drama rodeó el retorno de Jacob a la tierra. Él volvió en obediencia al mandato de Dios. Su partida de Jarán, sin embargo, fue una huida sin ceremonias, un escape que no evadió la persecución de Labán. Los dos acordaron una incómoda tregua suplicando al Señor que los supervise: “Que el SEÑOR nos vigile cuando ya estemos lejos el uno del otro… Recuerda que Dios es nuestro testigo, aunque no haya ningún otro testigo entre nosotros” (Gn. 31:49-50). Escapar de su confrontación con Labán era sólo una pequeña parte de la preocupación de Jacob. Él sabía que al regresar a la tierra se exponía al odio y la venganza ya jurada de Esaú. Con creciente aprensión, Jacob se aproximó a los límites de la tierra. Ahí se encontró no con Esaú, sino con potenciales adversarios de un orden distinto. Él notó la presencia de dos compañías de ángeles. Como guardianes de la tierra de la promesa, el campamento de ángeles salió a su encuentro. Jacob recordó que su regreso era un encuentro, no sólo con su hermano, Esaú, sino con el Señor de los Ejércitos (Gn. 32:1-2). Sin embargo, el

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sobrecogimiento que Jacob debió haber sentido ante los ángeles también le trajo tranquilidad. Vio que el Dios de la promesa protegió la tierra de Su promesa. Aquél que conoce y teme a Jehová de los Ejércitos no debe temer a nadie más. A fin de lograr la paz con Esaú, Jacob envió una delegación ante su hermano, asegurándole su prosperidad y buscando su buena voluntad. Los mensajeros de Jacob no trajeron respuesta de Esaú, sino que tenían noticias alarmantes: ¡Esaú estaba en camino a su encuentro en compañía de cuatrocientos hombres! Casi en pánico, Jacob dividió las dos compañías de su séquito y huyó hacia el Señor en oración. Le recordó al Señor que él había vuelto según Su mandato, confiando en Su promesa. Jacob confesó, “Realmente yo, tu siervo, no soy digno de la bondad y fidelidad con que me has privilegiado… ¡Líbrame del poder de mi hermano Esaú…” (Gn. 32:10-11). ¿Cómo llegarían a ser los descendientes de Jacob tan innumerables como la arena del mar si las tropas de Esaú destruían a toda su familia? Para aplacar a Esaú, Jacob preparó una serie de magníficos regalos. Cabras, ovejas, camellos, ganado, asnos –Jacob seleccionó cientos de animales y los separó en grupos. De las cabras, ovejas, y ganado, tuvo especial cuidado de ofrecer no sólo un gran número de hembras, sino suficientes machos sementales. El regalo de Jacob fue más que un presente; fue una dote. Además, Jacob se esmeró en ver que sus regalos causaran el máximo impacto en Esaú. Los grupos de animales debían estar a grandes distancias; el sirviente a cargo de cada uno debía anunciar el presente y decir que Jacob venía detrás. Pero supongamos que incluso esta caravana de presentes no apaciguara a Esaú. Este era el temor de Jacob. De modo que hizo un último y desesperado arreglo. Envió a sus dos compañías hacia el norte, cruzando el río Jaboc. Jacob entró en la tierra por el oriente, desplazándose, al parecer, hacia el extremo sur del río Jaboc.vi Esaú se acercaba por el sur. El desplazamiento de Jacob, por tanto, puso a su familia y rebaños en el extremo más lejano para las tropas de su hermano, quien se aproximaba. Si Esaú atacaba, tenía que cruzar el río. Mientras asaltaba a una compañía, la otra podría escapar. Jacob permaneció detrás hasta que la última de las ovejas bajara al agua del vado. Sin embargo, de pronto se dio cuenta que no estaba solo. En la oscuridad enfrentó a alguien, una figura misteriosa que silenciosamente peleó con él en un desesperado combate. En el antiguo Cercano Oriente, la lucha era muy distinta a la payasada de encuentros por TV de nuestra cultura. vii Una forma de resolver un caso legal era mediante un combate de lucha –un juicio por combate. Jacob estaba a prueba en esta lucha. Toda su vida había estado en conflicto. En el vientre de su madre, él había combatido con su hermano gemelo, Esaú, y ellos habían estado en contienda desde entonces. Jacob temía que el alba trajera la última batalla en esos conflictos. Pero otra, y una más profunda, lucha trajo esta crisis en su vida. La lucha de Jacob era con Dios. Seriamente, ferozmente, él había buscado la bendición de la promesa de Dios. Él se impondría a cualquier precio, de cualquier manera.

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La urgencia del deseo de vida de Jacob lo condujo contra su oponente, girando, sujetándose, levantándose. En medio de la agotadora agonía de la pelea, Jacob se dio cuenta de que éste era un combate más que mortal. Todo el significado de su vida estaba en juego. El premio era la bendición que buscaba; Aquél con quien luchaba era el mismo Ángel del Señor –Dios mismo en apariencia de hombre. No era de extrañar que Jacob sintiera que su adversario era demasiado fuerte para él. La presión era muy grande. Ahora ellos estaban de pie, y los muslos de Jacob temblaron cuando se estiró para oponer resistencia. Sin embargo, su temor trajo desesperación. Él no podía rendirse; debía continuar. En aquel momento su oponente tocó su cadera, y Jacob sintió un impacto paralizante. La fuerza de su pierna había desaparecido. No podía atacar con ella; ni siquiera podía descansar su peso sobre ella. El encuentro había terminado; Jacob estaba cojo. No obstante, para Jacob la lucha no podía terminar. Cojo como estaba, cegado por sus lágrimas, se aferró con más ferocidad a su imponente adversario. Si no podía ganar por fuerza, se impondría en debilidad. “¡Suéltame, que ya está por amanecer!” dijo el extraño. “¡No te soltaré hasta que me bendigas!”-respondió Jacob. “¿Cómo te llamas?” “Me llamo Jacob.” “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido.” “Y tú, ¿cómo te llamas?” –le preguntó Jacob. “¿Por qué preguntas cómo me llamo?” –le respondió el Ángel. Y en ese mismo lugar lo bendijo (Gn. 32:29). Siglos más tarde, el profeta Oseas recordó a los descendientes de Jacob la extraña victoria de su antepasado (Os. 12:2-6). Las tribus de Jacob –Israel en el norte, y Judá en el sur –eran igualmente culpables ante Dios. Oseas les hizo recordar que Dios se encargó de Jacob en medio de sus engaños, pero él prevaleció con Dios cuando lloró y buscó Su gracia. Por supuesto, la victoria de Jacob no fue una conquista. Él no había vencido al Ángel de Dios. Cojo y desvalido, sólo pudo aferrarse de Aquél con quien había contendido. Su victoria fue una victoria de fe. Él no lo dejó ir porque no podía. La bendición de Dios era toda su esperanza y deseo. La fe gana cuando se sabe que todo está perdido, y se aferra sólo a Dios. “Israel,” el nombre que Dios le dio a Jacob, refleja esta ambigüedad. Normalmente, habría significado “Dios Prevalece.” Pero el Señor cambia el significado cuando le da el nombre a Jacob: Jacob ha prevalecido con Dios. En ese nombre el Señor reconoce la desesperada fe de Jacob. En la mañana, Jacob llamó el nombre del lugar “Penuel” (la Cara de Dios), porque dijo: “He visto a Dios cara a cara, y todavía sigo con vida.” Cuando el Señor había dicho, “Suéltame, que ya está por amanecer,” el punto era que Jacob corría un gran peligro si, a la luz de los rayos del sol, lograba ver el rostro de Dios. Del mismo modo, Dios dijo más adelante a Moisés, “No podrás ver mi rostro, porque

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nadie puede verme y seguir con vida” (Ex. 33:20). Sin embargo, Jacob continuó bien asido del Señor. En la pálida luz de las primeras horas del amanecer, Jacob vio el rostro de su Creador y siguió con vida. Más tarde, esa mañana, Esaú llegó con sus cuatrocientos hombres. Él no atacó a Jacob, sino que lo abrazó. Jacob insistió en que conservara los presentes que le había enviado: “Si me he ganado tu confianza, acepta este presente que te ofrezco. Ya que me has recibido tan bien, ¡ver tu rostro es como ver a Dios mismo!” (Gn. 33:10). Sea cual fuere el significado de esa halagüeña expresión para Esaú, para Jacob sus implicancias eran serias. Habiendo visto el rostro de Dios, él ya no temía al rostro de Esaú, ni de ningún otro hombre. El favor que Jacob vio en el rostro de Esaú era el favor otorgado por Dios. Había sido liberado, no sólo de la mano de Esaú, cuando hubo orado, sino de la mano de Dios. En el rico simbolismo histórico de este relato, la revelación de Dios nos induce hacia Cristo en dos maneras. En la primera perspectiva, Cristo aparece en esta narración como el Señor. Esta manifestación es más que un símbolo. La aparición del Señor como un hombre o como el Ángel del pacto anticipa la Encarnación. El término “teofanía” describe tales apariciones del Señor. Dios dijo a la nación de Israel en el desierto que Él estaba enviando a Su Ángel delante de ellos para protegerlos en el camino, y llevarlos a la Tierra Prometida. “Préstale atención y obedécelo. No te rebeles contra él, porque va en representación mía y no perdonará tu rebelión” (Ex. 23:21). Como poseedor del Nombre divino, el Ángel es el representante de la presencia de Dios, la forma en la cual Dios mismo aparece – distinto al Señor, pero identificado con Él. Un misterio similar rodea esta identidad / distinción en otros relatos acerca de la aparición de Dios. Los tres visitantes de Abraham en Mamré primero fueron identificados sólo como hombres. Posteriormente, los dos que continúan hacia Sodoma son llamados ángeles (Gn. 19:1). Uno permanece con Abraham, y Ése es identificado como el Señor (Gn. 18:17,22). De modo que, también, es el Señor mismo, quien aparece para desafiar a Josué, y se identifica a Sí mismo como el Comandante del Ejército del Señor (Jos. 5:13-14; 6:2). Cuando un hombre apareció en la oscuridad para combatir con Jacob, la revelación de Dios había ido más allá de los sueños a través de los cuales Él se había comunicado antiguamente con él. Dios apareció como el oponente de Jacob, pero esta revelación mostró Su propósito final de misericordia hacia Jacob. En una situación similar arriba mencionada, Josué vio al hombre con una espada desgastada como un adversario, y le salió al encuentro con la franqueza de un soldado. Moisés, también, al inicio de su misión se enfrentó a la amenaza del poder del Señor (Ex. 4:24). Sin embargo, en cada caso, el Señor estaba revelando no sólo Su justicia (el reclamo que Su recto juicio hace contra el pecador), sino también Su misericordia: el plan de salvación mediante el cual Dios vendría, no sólo en apariencia, sino como un verdadero hombre, el Hijo de Dios encarnado. La extraña derrota del Señor en Penuel muestra el seguro compromiso de Su pacto-promesa. Dios es fiel. Jacob, débil y pecador como era, podía reclamar la bendición que Dios había prometido. Cristo el Señor tendría unirnos a El totalmente.

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Hablar de “aceptarlo” a Él es abusar de una expresión muy poco convincente. Así como Jacob, el creyente exclama, “No te soltaré hasta que me bendigas.” ¡Qué extraña victoria obtiene el Señor en Penuel! Jacob parece ser el ganador en el encuentro de lucha. Él lucha con Dios y vence. El Señor no puede escapar de Jacob sin otorgarle el premio por el cual éste pelea. Pero perdiendo, el Señor gana. Él sufre una aparente derrota para obtener la verdadera victoria. La debilidad de Dios es más fuerte que los hombres. El Señor de gloria se humilla a Sí mismo a fin de que los indefensos pecadores puedan recibir Su bendición. El nombre del Señor es demasiado maravilloso para los oídos de Jacob; el rostro del Señor es demasiado glorioso para los ojos de Jacob. Sin embargo, el Señor mismo viene para que Jacob pueda conocerlo. Su venida ante Jacob anticipó Su venida a nosotros. Jacob vio la cara del Señor pero borrosamente; nosotros vemos la luz de la gloria de Dios en el rostro de Jesucristo. Jacob preguntó por el nombre propio de Dios; nosotros somos bautizados en el nombre del Dios trino. A través del nombre de Jesús, exaltado sobre todo nombre, llevamos el nombre del Dios Todopoderoso como nuestro Padre celestial. Hay una segunda forma como Cristo aparece en esta narración. El pacto de Dios estableció una relación en la cual Él es el Señor y nosotros somos Sus siervos. La teofanía de la presencia de Dios anticipa la venida de Cristo como el Señor; el papel de Jacob anticipa la venida de Cristo como siervo de Dios. Precisamente, Jesús es el verdadero Rey, que cumple el papel de majestad representado en David; precisamente, Jesús es el verdadero profeta como Moisés –precisamente, es Jesús el verdadero Israel, que prevalece con Dios para recibir todas las promesa. (Ver Isaías 49:3, dirigido al Siervo individual; y Romanos 15:8.) Jesús fue ese Afligido Siervo de Dios. La agonía que soportó sucedió porque Él fue castigado, abatido, afligido por Dios. Existe una verdadera conexión entre el combate de Jacob en la oscuridad de Penuel y la agonía de Cristo en la oscuridad del Getsemaní. Son grandes las diferencias entre Jacob y Jesús, pero Jesús cumplió libre de pecado el llamamiento que el pecador Jacob sólo pudo presagiar. Un detalle simbólico en la narración señala esta realidad. Jacob fue golpeado por el Ángel en el muslo. En el Antiguo Testamento el término “muslo” se usa a veces como un eufemismo para los genitales. Cuando Abraham hizo jurar a su siervo con su mano en su muslo, el gesto simbólico relacionó el juramento al poder de la procreación, y por tanto a los descendientes de Abraham (Gn. 24:2,9). La progenie de Jacob que descendió con él a Egipto, es descrita como aquellos que habían salido de su “muslo” (Gn. 46:26; Ex. 1:5). viii El mismo término es usado en el relato del combate de lucha de Jacob. El golpe en el muslo tiene referencia entonces a sus descendientes, y proféticamente señala al gran Descendiente que soportaría el golpe del juicio para recibir la bendición de la promesa. El profético detalle del muslo golpeado sólo ilustra una imagen que es constante en el Antiguo Testamento. La Salvación debe venir a través de la descendencia de Eva, a través de la descendencia de Sem, a través de la descendencia de Abraham. Al bendecir a Jacob con muchos descendientes, Dios estaba preparando la venida del Único. Como siervo de Dios y heredero de la

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promesa, Jacob nos señala al verdadero Israel, que prevaleció en la agonía de Su muerte para traernos a Dios, para que podamos ver Su rostro. El Príncipe Prometido: La Bendición de Israel El libro de Génesis empieza con la creación de la luz y la vida hecha por Dios; termina con el embalsamiento de una momia en Egipto. Sin embargo, el Génesis no fue escrito como una campana fúnebre, anunciando la muerte por el pecado humano. Fue escrito para mostrar el origen de la esperanza de la liberación de Dios, Su promesa de salvación. La momia era el cuerpo de José, el hijo de Israel que se convirtió en príncipe de Egipto. Su cuerpo fue preservado según las costumbres egipcias, pero no para ser sepultado con los Faraones. Por el contrario, el último encargo de José a sus hermanos fue que su cuerpo fuese llevado con ellos cuando Dios sacara a los israelitas de Egipto, de regreso a la tierra de la promesa. José compartió la esperanza de Israel, su padre: Dios haría todo lo que había prometido a Abraham. La historia de José, tan hermosamente narrada en el libro de Génesis, es parte de la historia de Jacob, o Israel. Jacob, que había luchado para obtener la bendición de Dios, terminó su vida impartiendo la bendición de Dios a sus hijos (Gn. 49). La bendición que Israel otorgó expresaba su fe en Dios, y además atestiguaba la bendición de la salvación que Dios daría. “Por la fe Jacob, cuando estaba a punto de morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyándose en la punta de su bastón” (Heb. 11:21). La bendición de Jacob refleja algunos de los pesares que él había superado en su peregrinaje terrenal. Él ya era un anciano cuando llegó a Egipto. Cuando su hijo José lo presentó ante el Faraón, habló de sus luchas: “Ya tengo ciento treinta años. Mis años de andar peregrinando de un lado a otro han sido pocos y difíciles, pero no se comparan con los años de peregrinaje de mis antepasados” (Gn. 47:9). Podría parecernos difícil pensar que los años de Jacob fueron pocos, pero podemos reconocer abiertamente que fueron difíciles. Sus problemas no terminaron cuando volvió de esos veinte años de servicio a Labán en Jarán. Su primer intento por establecerse en la tierra acabó en un desastre. Compró una parcela de terreno cerca de Siquén. Iba a instalar sus tiendas, no como un nómada viajero sino como un ganadero residente. Aquel pacífico esfuerzo, sin embargo, terminó en otra lucha traumática. Siquén, el gobernante de la región, violó a Dina, la hija de Jacob, luego buscó negociar un matrimonio para tomarla como su esposa. Simeón y Leví, los hermanos de Dina, fingieron aceptar el arreglo, estipulando que los hombres de Siquén debían circuncidarse. Tomando ventaja del doloroso período posterior de esta operación, Simeón y Leví atacaron el pueblo, mataron a los hombres a espada, y, con ayuda de sus hermanos, huyeron con el botín del lugar. Jacob lamentó su venganza homicida; su bendición sobre ellos se convirtió, en parte, en una maldición: “Simeón y Leví son chacales; sus espadas son instrumentos de violencia… ¡Malditas sean la violencia de su enojo y la crueldad de su furor! Los dispersaré en el país de Jacob, los desparramaré en la tierra de Israel” (Gn. 49:5,7).

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La profecía se cumplió en formas que Jacob no previó. La tribu de Simeón recibió su herencia dentro de la de Judá; estuvo dispersa y perdida para considerarse como una entidad (Jos. 19:1,9). La tribu de Leví, sin embargo, se unió a la causa del Señor durante las posteriores pruebas de Israel en el desierto (Ex. 32:25-29). Debido a esto, la tribu de Leví fue seleccionada para el servicio del Señor. Ellos fueron esparcidos, efectivamente, pero como ministros de Dios entre el pueblo (Jos. 13:33; 21:1-3). El relato del Génesis aclara, sin embargo, que incluso la precipitada forma en que Simeón y Leví tomaron la justicia por sus propias manos fue impuesta por Dios para bien. El acuerdo de matrimonio propuesto por los heveos de Siquén tenía por objetivo la absorción de la familia de Jacob dentro de la población cananita. El éxito de tal proyecto habría terminado con la distinción que Israel tenía que preservar si habían de ser luz para las naciones, el conducto de la bendición prometida de Dios. Los problemas de la familia de Jacob no se limitaron a la conducta violenta de Simeón y Leví. Estos podían remontarse a los celos y tensiones de su hogar poligámico. Rubén, el primogénito de Jacob, cuya madre fue Lea, trajo la desgracia sobre sí mismo al acostarse con Bilhá, la concubina de Jacob, que había sido la sierva de Raquel. En la bendición de Jacob, ese pecado, también, fue llevado a la luz: sus palabras para Rubén no fueron tanto de bendición sino de juicio (Gn. 49:3-4; cf. 35:22). Las severas palabras de Jacob para Rubén, Simeón, y Leví contrastan con la rica bendición que confirió a José (Gn. 49:22-26). El gozo de Jacob al bendecir a su hijo José refleja su gratitud hacia Dios. La pérdida de José había sido el gran dolor de su ancianidad. Cuando Dios le devolvió a José, él conoció el gozo de la resurrección. Su hijo estaba, por así decirlo, vivo de entre los muertos. Desde el comienzo de sus días en Jarán, Jacob había amado a Raquel; José era hijo de Raquel, nacido de ella luego de muchos años de esterilidad. El amor de Jacob por la madre lo atrajo a su hijo. Su favoritismo fue público en la bien conocida “túnica de varios colores” que le regaló a José. ix La preferencia de Jacob por José despertó el celo de sus hermanos en aquella familia dividida. José, como un joven de diecisiete años, cuidaba ovejas con los hijos de las concubinas de su padre, y los hizo enfurecer al informar de sus malas acciones a éste. No obstante, lo que llevó su odio a su punto de ebullición, fue el favor de Dios hacia José. Imaginen su reacción cuando José les anunció un día, “Préstenme atención, que les voy a contar lo que he soñado. Resulta que estábamos todos nosotros en el campo atando gavillas. De pronto, mi gavilla se levantó y quedó erguida, mientras que las de ustedes se juntaron alrededor de la mía y le hicieron reverencias” (Gn. 37:6-7). Aquello llegó al extremo, cuando José dijo algunos días después, “Tuve otro sueño, en el que veía que el sol, la luna y once estrellas me hacían reverencias” (Gn. 37:9). Incluso Jacob sintió que era precisa una reprimenda. ¿Realmente los padres de José le harían reverencias? Aún, Jacob no había olvidado el incidente. ¡Él tenía razones para recordar que Dios podía revelar sueños inverosímiles!

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Pero si Jacob creía posible que el Todopoderoso tenía grandes propósitos para José, sus esperanzas fueron destrozadas un día por una terrible visión: la capa de José, llevada ante él por los hermanos. José estaba perdido, dijeron, pero ellos habían encontrado esta capa, rota y ensangrentada. ¿Jacob podía identificarla? Estaba destruido por el dolor. Evidentemente, José había sido presa de los leones y buitres del desierto. Jacob lo había enviado a buscar a sus hermanos; solo en el campo abierto, aparentemente, había sido atacado y devorado. ¿Dónde estaba la protección que Dios le había dado a Jacob? A la luz de lo que aconteció luego, Jacob pudo afirmar la protección de Dios. José estaba a salvo: “¡Gracias al Dios fuerte de Jacob, al Pastor y Roca de Israel! ¡Gracias al Dios de tu padre, que te ayuda! ¡Gracias al Todopoderoso, que te bendice!…” (Gn. 49:24-25). Dios, en efecto, mantuvo Su pacto con Israel en la vida de José. El salmista nos recuerda que a través de José, Dios mantuvo con vida a la familia de Israel en el tiempo de hambruna: “Dios provocó hambre en la tierra y destruyó todos sus trigales. Pero envió delante de ellos a un hombre: a José, vendido como esclavo. Le sujetaron los pies con grilletes, entre hierros le aprisionaron el cuello, hasta que se cumplió lo que él predijo y la palabra del SEÑOR probó que él era veraz” (Sal. 105:16-19). Para Jacob, la calamidad de la hambruna parecía sumarse a la calamidad de la pérdida de su amado hijo. Sin embargo, Dios usó una para prever la otra. José pudo decirle a sus hermanos, “Es verdad que ustedes pensaron hacerme mal, pero Dios transformó ese mal en bien para lograr lo que hoy estamos viendo: salvar la vida de mucha gente” (Gn. 50:20). Jacob, también, percibió la bendición de Dios a través de José. Dios había prometido a Abraham, a Isaac, y a Jacob bendecir a las naciones a través de su “simiente” –un término que podía referirse a un descendiente. Ciertamente, Dios había bendecido la tierra gentil de Egipto a través de José. Le reveló el significado de los extraños sueños del Faraón y a través de dicha revelación Dios previno al Faraón de los siete años de hambruna que seguirían a los siete años de abundancia. Quizás el Faraón del tiempo de José fue, él mismo, semita: un gobernante de los invasores Hicsos que se habían asimilado a la cultura egipcia, pero que usó semitas en los puestos administrativos. Incluso en ese escenario, es sorprendente ver la autoridad que el Faraón estaba dispuesto a conferirle a José como el intérprete de sus sueños. Evidentemente, era el Señor quien levantó a José para gobernar en Egipto. Cuando Jacob bendijo a José, estaba bendiciendo al Señor, no sólo por liberar a su hijo sino por demostrar Su fidelidad a la gran promesa, que fue el centro de su vida. Dios estaba haciendo de sus descendientes una nación; más que eso, había levantado a un hijo de Israel para ser bendición para las naciones, y gobernar en sabiduría a fin de preservar la vida. Lo que Dios hizo fue sorprendente; la forma en que lo hizo fue incluso más sorprendente. Los hijos de Israel no obtuvieron el control en Egipto mediante poder político o militar. No colocaron a José en su trono de visir. Por el contrario, ellos

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habían procurado matar a su hermano, precisamente debido a su don profético. José había ido a Egipto, no como príncipe sino como esclavo. Incluso como esclavo en Egipto, él había sido perseguido a causa de su rectitud, víctima de las falsas acusaciones de la esposa de Potifar, porque no quiso cometer adulterio. José fue un justo siervo de Dios, que sufrió debido a su fidelidad a Él. No obstante, el camino de la aflicción lo condujo al trono y al cumplimiento de la palabra de Dios, revelada en sus sueños. Dios había hecho de la vida de José una señal de la manera como Su bendición vendría. Mediante la palabra de Dios y el siervo de Dios, Su misericordia sería dada a conocer a las naciones. La bendición de Jacob para sus hijos muestra su gozo en lo que Dios había hecho. Su bendición para José es particularmente rica. Parece sorprendente, por tanto, que cuando Jacob pronuncia su bendición sobre el cetro del gobernante y la obediencia de las naciones, no lo hace en José sino en Judá. Es a Judá, y no a José, a quien Jacob ve recibiendo las alabanzas de sus hijos (Gn. 49:8). El sueño que cumplió José, ahora el anciano Israel lo señala como el porvenir de Judá. Compara a Judá con un cachorro de león, y continua: “El cetro no se apartará de Judá, ni de entre sus pies el bastón de mando, hasta que llegue el verdadero rey, quien merece la obediencia de los pueblos” (Gn. 49:10). No cabe duda de que Jacob sabía del liderazgo que Judá ejercía entre sus hermanos, y de la manera fiel en la cual éste había cumplido las pruebas que José les había impuesto. Cuando ellos llegaron a Egipto a comprar grano, no reconocieron a José. Éste los acusó de ser espías, y obtuvo a través de ellos noticias sobre su hermano, Benjamín. Luego, él exigió como prueba de su historia la presencia de Benjamín, y mantuvo a Simeón como rehén hasta que trajeran a su hermano. Cuando la hambruna obligó a los hermanos a volver a Egipto, Judá garantizó a su padre que traería a Benjamín sano y salvo de vuelta. Esa garantía fue puesta a prueba duramente. José había escondido su copa de plata en el saco de grano de Benjamín. Luego, lo mandó perseguir y arrestar como un ladrón. Los hermanos no abandonaron a Benjamín, sino que regresaron a Egipto con su hermano arrestado. Fue Judá quien se ofreció a sí mismo como rehén en lugar de Benjamín para que el joven pudiese volver con su padre. Esta muestra del arrepentimiento de Judá sobrecogió a José. Con lágrimas en los ojos, les dijo a sus hermanos, “¡Yo soy José!” La intercesión de Judá por Benjamín demostró, como nunca pudieron hacerlo las palabras, la autenticidad de su aflicción por la traición a su hermano. No cabe duda de que el arrepentimiento de Judá trajo el contexto para la bendición que recibió. Pero, la bendición de Jacob va más allá de todo lo que el anciano patriarca podía controlar o comprender. Él habló por inspiración: era el propósito de Dios que el Mesías proviniera de la tribu de Judá. La bendición de Jacob asignó el mando entre las tribus de Israel a Judá. Pero, además de eso, se habló de la obediencia que las naciones le debían. Obviamente, lo que el Señor había hecho a través de José intensificó la realidad de esta promesa. El Dios de Israel envió los años de abundancia y de hambruna; Él estaba a cargo de las vidas del jefe de los mayordomos y del jefe de los panaderos;

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Él podía levantar a un esclavo de la prisión y colocarlo en el trono de Egipto. La bendición de Jacob esperó con ansias y en fe el reino que Dios establecería para Su Simiente, pero la fe del anciano patriarca había sido ciertamente fortalecida por la señal que Dios había enviado en la vida de José. ¿Fue difícil para el viejo Jacob, apoyado sobre su bastón, confesar nuevamente las promesas de Dios? Después de todo, él estaba otra vez en el exilio. La tierra de Gosén en Egipto no era la tierra de la promesa. Además, Jacob ciertamente sabía de la profecía revelada a Abraham: sus descendientes deberán servir a una nación extraña durante cuatrocientos años (Gn. 15:13). La bendición que Jacob impartió en tal situación esperaba ansiosamente lo que Dios haría. Tal como José había servido, así debía hacerlo Israel, pero en el tiempo de Dios la bendición a las naciones vendría a través de la simiente de Abraham. El Gobernante de la elección de Dios llegaría finalmente, y el cetro sería Suyo. La traducción de la Nueva Versión Internacional, “hasta que llegue el verdadero rey,” asume que el hebreo se lee con vocales distintas a las del texto tradicional. Otra interpretación, haciendo uso de las vocales tradicionales, sería, “hasta que el Conciliador venga.” x Quizás sea mejor dejar la palabra sin traducir, como nombre propio: “hasta que Siló (Shiloh) venga.” Sea cual fuere la dificultad de comprensión de esa palabra, la idea central de todo el texto es clara. El Dios de Israel había determinado levantar al Gobernador que podría traer bendición y paz a las naciones. La antigua profecía es invocada nuevamente en el último libro de la Biblia. Juan llora porque no hay quien pueda abrir el libro de los designios de Dios. Uno de los ancianos en la sala del trono celestial responde, “¡Deja de llorar, que ya el León de la tribu de Judá, la Raíz de David, ha vencido! Él sí puede abrir el rollo y sus siete sellos” (Ap. 5:5). Jesús, el León de Judá, es también el Cordero que fue sacrificado. Él, el Señor, vino como el Siervo. Hay más que una similitud casual entre el símbolo de José y el cumplimiento en Jesús. En lo profundo de la estructura del plan redentor de Dios está el principio de que Su poder se ha hecho perfecto en debilidad. No mediante el poder humano, sino mediante la palabra del Espíritu de Dios, las promesas de Su palabra son cumplidas. El Gobernador elegido por Dios es Su Afligido Siervo, traicionado por Sus hermanos pero levantado para cumplir la promesa de Dios.

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5 EL SEÑOR Y SUS SIERVOS

Dios mantiene Su Promesa: El Éxodo Moisés estaba en su tiempo de jubilación; sus años de vida en la corte de Egipto habían transcurrido hacía mucho. Ahora él disfrutaba una vida tranquila en los cálidos y azules cielos de la península del Sinaí. Tenía suficientes recuerdos para largos años de reflexión. Durante cuarenta años, él había vivido en Egipto antes de su temprana y forzada jubilación. En efecto, él había llevado no una sino dos vidas en aquellas tormentosas décadas. Fue un príncipe egipcio, creció en el palacio de Faraón, fue un hijo adoptivo de la familia real. Sin embargo, cuando los sirvientes lo atendían bajo el toldo de una nave real en el Nilo, él recordaría nuevamente la historia de su madre sobre otra nave: una pequeña canasta transformada en bote con un revestimiento de brea. Moisés fue un bebé hebreo, nacido cuando el Faraón había ordenado el genocidio de la población hebrea en Egipto. Todos los bebés varones serían asesinados. Las mujeres hebreas podían ser empleadas entonces, como sirvientas e institutrices, en la nación egipcia. La “solución final” practicada en Egipto había sido menos que efectiva. El Dios de Israel había provocado una explosión demográfica entre los hebreos esclavizados. Las madres encontraron formas para esconder a sus hijos recién nacidos. Pocas, sin embargo, habían encontrado una estrategia tan efectiva como la concebida por Jocabed. Ella colocó a su pequeño hijo en el Nilo cuando y donde la princesa de Egipto venía a bañarse. Miriam, la hermana de Moisés, se había quedado a vigilar. La princesa, en efecto, descubrió al niño abandonado, y no sólo lo rescató; lo adoptó y aceptó el ofrecimiento de Miriam de buscarle una niñera –una acción que ciertamente no fue ingenua de su parte. La estrategia fue sabia, pero Moisés sabía bien por qué fue efectiva. El Dios de sus padres había tocado el corazón de la princesa. Bajo la sentencia de muerte, él había sido, al igual que José anteriormente, levantado para ser un príncipe en Egipto. ¡Cuán drásticamente había cambiado la situación de Israel en Egipto! En los años transcurridos desde que Egipto había llorado la muerte de José, Israel

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experimentó un rápido crecimiento. Las familias de los doce hermanos aumentaron hasta llegar a ser una importante minoría en la tierra de Egipto, una minoría de extranjeros que fue vista con desconfianza por los egipcios y por un Faraón que vio a los semitas como una amenaza dentro de su reino. ¿Qué llamamiento tuvo Moisés como príncipe en Egipto? Dios había hecho de José una bendición para Egipto e Israel igualmente. Pero, ahora los egipcios estaban explotando al pueblo con labores de esclavo. Sus látigos arremetieron para explotar, torturar, y abusar. ¿Debía Moisés convertirse de alguna manera en su liberador? Sí, él debía elegir, elegir entre Egipto e Israel, entre el gobierno y la esclavitud, entre el lujo y la agonía. ¡Cuán vívidamente recordaba Moisés el día en que emprendió el camino para defender a su pueblo! Él no había seguido ningún plan; no había buscado el consejo de los ancianos del pueblo. Sólo se había detenido a observar con creciente indignación a un cruel capataz egipcio azotando la sangrante espalda de un desvalido esclavo hebreo. No había manera de contener semejante brutalidad. Su ansia de sangre servía a las políticas del Faraón. Para detenerlo tendría que matarlo. Moisés miró alrededor. No había otros egipcios a la vista. El hecho fue cometido rápidamente, y así también Moisés enterró a su víctima en la arena. Luego vino una gran desilusión. ¿Se extendió la noticia entre la población esclava de que tenían un defensor en la corte del Faraón? ¿Reconoció Israel que Dios había levantado un liberador, un líder preparado para comprometerse con su causa? Al siguiente día llegaría la respuesta. Cuando estaba observando nuevamente a su pueblo en su sufrimiento, Moisés vio a dos hebreos peleando. ¿No les bastaba con ser azotados por los egipcios? ¿Debían azotarse entre ellos también? Moisés enfrentó al culpable: “¿Por qué golpeas a tu compañero?” Su respuesta cambió la vida de Moisés, inmediata y completamente. “¿Y quién te nombró a ti gobernante y juez sobre nosotros? ¿Acaso piensas matarme a mí, como mataste al egipcio?” (Ex. 2:13-14). Moisés vio que ya sabían de su acción. En la malicia de aquel israelita, él vio no sólo el rechazo a su liderazgo sino la certeza de su traición. Ningún egipcio había visto lo ocurrido, sino que su propio pueblo estaba dispuesto a usar el hecho en su contra. La noticia no tardó en llegar a oídos del Faraón, pero Moisés huyó al desierto del Sinaí. Ahí en su “jubilación” sirvió como pastor, cuidando de los rebaños de Jetro, quien se convirtió en su suegro. Quizás, no fue más que curiosidad lo que causó que Moisés divisara en la distancia un arbusto ardiendo. Aquel hecho en sí mismo era inusual, pero más extraordinario era que cuando él volvió a ver el arbusto más tarde aún estaba ardiendo. Moisés se apresuró a investigar este excepcional espectáculo. Dios habló a Moisés desde el fuego de Su gloria, gloria que permaneció en la zarza sin consumirla. Con ese discurso pronunciado por la voz del Señor en aquel lugar, empezó una nueva etapa en el plan de salvación de Dios. Él se había revelado a Sí mismo ante Jacob y José mediante sueños y visiones; se revelaría directamente ante Moisés, hablándole como cualquier hombre lo hace con un amigo.

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No obstante, la franqueza de las palabras de Dios no significaba que no había abismos por librar. Moisés tuvo que quitarse el calzado de sus pies, pues pisaba tierra santa. Las laderas del Monte Sinaí se habían convertido en el lugar más santo de la tierra, porque ahí apareció el Señor mismo en Su gloria. Es Dios quien tomó la iniciativa. Él llamó a Moisés desde la zarza, declaró que había oído el lamento de Israel en la cautividad, y que recordaba la promesa hecha a los padres. Se identificó a Sí mismo como el Dios de Abraham, Isaac, y Jacob. Además, dijo que había venido a liberar a sus descendientes, a ser su Dios y Salvador. El pueblo no podía liberarse a sí mismo. Su causa estaba perdida; ellos estaban desvalidos ante el poder del imperio egipcio. Además, las promesas de Dios fueron tales que sólo Él podía cumplirlas. Dios prometió más que sólo la exitosa rebelión de un pueblo esclavo; Él prometió que ellos serían enviados a seguir su camino fuera de Egipto, colmados de regalos hechos por los mismos egipcios. Sin hacer uso de una sola espada (porque no estarían armados), sacarían tesoros de Egipto como el botín de un ejército vencedor. Asimismo, les sería entregada la tierra de la promesa, una tierra ahora habitada por otras naciones, pero una tierra que Dios había convertido en su herencia. Una bendición aun mayor también les fue prometida. Israel fue llamado fuera de Egipto para encontrarse con Dios y adorarlo en el mismo monte donde Moisés estuvo. Dios llamó a Israel Su pueblo; Israel era Su hijo primogénito. Si el Faraón no liberaba al primogénito de Dios, Su juicio caería sobre el primogénito del Faraón y el de cada hogar egipcio (Ex. 4:22-23). Además de todo aquello, Dios sería para Israel: su Dios, el Dios del pacto que Él mismo establecería con ellos en el Sinaí, tal como se lo había prometido a los padres. En vista de que la situación de Israel era tan desalentadora –y ¡cuán bien sabía esto Moisés! –y ya que las promesas de Dios eran tan grandes, Él mismo tuvo que venir para cumplir Su palabra. Moisés también preguntó a Dios cuál era Su nombre. Hacía mucho, Jacob había preguntado su nombre al Ángel del Señor cuando el alba dio por terminado su encuentro de lucha. Podríamos suponer que Moisés preguntó por el nombre de Dios debido a que muchos en Israel habían olvidado al Dios de sus padres. ¿Estarían ellos en peligro de confundir al Dios de Abraham con los dioses de los egipcios, con Ra o Amón u Osiris? Moisés bien puede haber reconocido tal peligro, pero había una razón más profunda para su pregunta acerca del nombre del Dios cuya gloria resplandeció desde la zarza. Moisés quería conocer por Su nombre al Señor que lo llamó. Él buscaba para sí mismo y para el pueblo el privilegio de dirigirse a Dios por Su nombre. Nosotros hablamos correctamente de los nombres como “manijas,” porque nos asimos de la persona a quien llamamos por su nombre, especialmente por algún nombre íntimo o personal. El nombre que Dios le dio a Moisés es YAH. Él es “YO SOY,” el Dios cuya existencia es determinada por Sí mismo. No deberíamos comprender el nombre dado a Moisés en un sentido filosófico. Dios no estaba anunciándole a Moisés que Él es puro Ser. Él estaba declarando Su Señorío. Él es el Dios personal, que puede

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ser llamado por Su nombre. Él se revela a Sí mismo cuándo y dónde Él lo decide. Posteriormente, cuando Dios proclamó otra vez Su nombre a Moisés, dijo, “Tengo clemencia de quien quiero tenerla” (Ex. 33:19). El Dios “Yo Soy” determina Sus propios propósitos de misericordia. Bien podemos reflexionar sobre las implicancias del maravilloso nombre de Dios. Su nombre, “Yo Soy,” afirma Su existencia, tan única como personal. Dios no se define a Sí mismo como miembro de un tipo de seres; Él no es, por ejemplo, el dios celestial en oposición a una diosa terrenal. El panteón de las deidades que los hombres adoran está descartado. No obstante, por mucho que podamos aprender a partir del nombre de Dios, y por mucho que podamos atrevernos a especular al respecto, somos llamados por aquel nombre a escuchar la voz del Dios viviente, a pararnos frente a Aquél que fue, y es, y está viniendo. Cuando Jesús dijo, “Yo soy,” en el huerto del Getsemaní, aquellos que habían venido a arrestarlo cayeron de espaldas al suelo (Jn. 18:6). Cada palabra del Señor está llena de poder. Dios habla y todo está hecho, Él ordena y todo sucede rápidamente. Pero cuando Dios pronuncia Su propio nombre, el poder de Su palabra toma un especial significado. Un arqueólogo israelí cuenta sobre la emoción de reconocer la identidad de un texto perteneciente al antiguo Israel, recientemente descubierto. La inscripción estaba en caracteres arcaicos, y las palabras estaban parcialmente borradas. Pero, en tres oportunidades se repetía el nombre del Señor, Yahvé. El texto era la bendición de Dios otorgada a Aarón y a los sacerdotes para pronunciarla delante del pueblo (las Biblias en inglés usualmente traducen Yahvé como “SEÑOR” en letras mayúsculas y versalitas)xi: El SEÑOR te bendiga y te guarde; el SEÑOR te mire con agrado y te extienda su amor ; el SEÑOR te muestre su favor y te conceda la paz. (Nm. 6:2426) Esa fue la primera vez que el nombre del Señor había sido encontrado en un texto tan antiguo. Aparentemente, era una especie de medallón usado alguna vez por un antiguo israelita. Cuando Dios entregó la bendición que los sacerdotes usarían, dijo, “Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, para que yo los bendiga” (Nm. 6:27). No cabe duda de que el poder del nombre de Dios a veces era degradado en la magia. Tal como alguna vez Israel pensó despertar la bendición de Dios por el hecho de llevar el arca a la guerra, de modo que hubo veces en las que usaron Su nombre como un hechizo en amuletos. Pero, el poder del nombre de Dios no es menos que mágico; es infinitamente más. El error de la magia es suponer que el poder divino puede manipularse mediante conjuros o rituales. La verdad de la gracia es que Dios se somete a Su propio nombre. El Dios viviente no es el genio de la lámpara de Aladino. Es Él quien llama a Moisés, no Moisés quien lo llama. Sin embargo, Dios se llamó a Sí mismo el Dios de Abraham, Isaac, y Jacob. Él es el Dios de las promesas; el mismo nombre que declara que Él es Señor declara que Él es Señor de Su pueblo escogido. Él los

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llama por sus nombres; aún mejor, Él los llama por Su nombre (Is. 43:7). No es por accidente que muchos nombres del Antiguo Testamento estén compuestos de -ías, o Jo- (Elías, Adonías, Jeremías, Jonatán). Todas estas son formas del santo nombre de Dios, llevado por Su pueblo. Dios llamó a Moisés desde la zarza no sólo para anunciar Su presencia y Su propósito, sino para encargarle que actúe en Su nombre. “Así que disponte a partir. Voy a enviarte al faraón para que saques de Egipto a los israelitas, que son mi pueblo” (Ex. 3:10). La liberación de Israel es obra de Dios; Él escuchó su lamento y vino para salvarlos. Sin embargo, Dios eligió salvarlos a través del ministerio de Moisés, Su siervo. Por un lado, Israel es el siervo del Señor. Dios exigió que el Faraón libere a Israel, Su hijo, “para que me sirva” (Ex. 4:23, RV). xii Por otro lado, Moisés es siervo de Dios en un sentido único. Él fue llamado a ser instrumento de Dios para liberar a Israel. A Moisés, Dios le hablaría “cara a cara, claramente y sin enigmas. Él contempla la imagen del SEÑOR” (Nm. 12:8). Israel debería tener miedo de hablar contra “mi siervo Moisés.” Rebelarse contra Moisés es rechazar al Señor al cual él sirve. Los patriarcas fueron siervos de Dios; ellos llevaron a cabo un papel especial como cabezas de sus familias. Esa función continuó en los jefes de las tribus, reconocidos como ancianos del pueblo. Pero Dios llamó a Moisés para ser Su siervo de una nueva forma. Él tenía autoridad como profeta, para traer la palabra de Dios al pueblo; era el gobernante y juez de Israel; los condujo a través del desierto, intercedió ante Dios por ellos cuando pecaron, y los instruyó en su camino. La figura de Moisés fue el modelo para los profetas que siguieron. Más que eso, en Su llamamiento a Moisés, Dios estableció un patrón que señalaba la obra del Mesías: “Por eso levantaré entre sus hermanos un profeta como tú; pondré mis palabras en su boca, y él les dirá todo lo que yo le mande” (Dt. 18:18). Moisés, el gran siervo sobre la casa de Dios, nos prepara para los cantos del siervo escritos por Isaías, y para la venida del Hijo de Dios como el Siervo final, enviado por el Padre. De ninguna manera Moisés deseaba aceptar el encargo de Dios. Él podía imaginar las líneas de combate de los carros del Faraón; también podía oír la recusación del conflictivo Israel desde hacía cuarenta años atrás: “¿Y quién te nombró a ti gobernante y juez sobre nosotros?” Moisés ahora reconocía sus propias limitaciones. Él dijo, “¿Y quién soy yo para presentarme ante el faraón y sacar de Egipto a los israelitas?” (Ex. 3:11). Moisés conocía el poder del Faraón y la debilidad de Israel, pero aún desconocía el poder del Señor. Sin embargo, creyó en Dios y fue a Egipto. Cuando estuvo nuevamente en el Monte Sinaí, ya estaba con los miles de miles de personas de Israel. La gran liberación de Dios a Israel de la explotación de su esclavitud fue en primer lugar una obra de juicio. José como el siervo del Señor había traído bendición a Egipto; Moisés recibió una dura tarea. Los milagros que Dios obró a

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través de Moisés fueron plagas. Dios castigó a los egipcios hasta que ellos estuvieron complacidos de ver a Israel marcharse. El sagrado Nilo se convirtió en sangre; la tierra que adoraba al sol se hundió en total oscuridad. Dios mostró a través de las plagas Su poder sobre todos los ídolos de Egipto. El drama de la liberación de Israel estaba agotado entre Moisés, como portavoz del Señor, y el Faraón, como adversario del pueblo de Dios. Moisés no encabezó una revuelta de esclavos; Israel incluso se quejó de sus demandas para liberarlos, ya que el resultado inmediato fue el incremento de la opresión egipcia. La liberación no fue ganada por Israel; fue otorgada por Dios, y Moisés fue Su portavoz. Esta lección se tornó inolvidable en el último acto del drama. El Faraón repetidamente se echaba para atrás en su promesa de liberar al pueblo. Cuando éstos realmente habían iniciado su marcha, él cambió de opinión otra vez y envió a sus carros tras de ellos. Los carros de guerra del antiguo Egipto fueron la gran fuerza de ataque móvil de sus tiempos, temida por los ejércitos del antiguo mundo. Ellos vieron a su presa como una gentuza de esclavos fugitivos sin armas y cargados de niños, ganado, y carretadas de artículos domésticos. Escapar era imposible, porque el ejército egipcio los rodeó frente a las orillas del Mar Rojo (o Mar de los Bejucos). El pueblo nuevamente atacó a Moisés con amargura: “¿Acaso no había sepulcros en Egipto, que nos sacaste de allá para morir en el desierto? … Ya en Egipto te decíamos: ‘¡Déjanos en paz! ¡Preferimos servir a los egipcios!’ ¡Mejor nos hubiera sido servir a los egipcios que morir en el desierto!” (Ex. 14:11-12). Moisés no pidió luchadores por la libertad. La resistencia era imposible. Él dijo, “No tengan miedo. Mantengan sus posiciones, que hoy mismo serán testigos de la salvación que el SEÑOR realizará a favor de ustedes. A esos egipcios que hoy ven, ¡jamás volverán a verlos! Ustedes quédense quietos, que el SEÑOR presentará batalla por ustedes” (Ex. 14:13-14). Dios mismo en la columna de fuego repelió a los egipcios y los mantuvo alejados durante la noche. Por la mañana, Dios abrió el mar de modo que Israel pudo atravesarlo sobre tierra seca. Los egipcios intentaron perseguirlos y fueron destruidos por las olas que volvieron a su normalidad. Al otro lado del mar, Moisés e Israel cantaron a Yahvé, “Cantaré al SEÑOR, que se ha coronado de triunfo arrojando al mar caballos y jinetes. El SEÑOR es mi fuerza y mi cántico; él es mi salvación” (Ex. 15:1-2). Este cántico de triunfo se repite en los Salmos y en Isaías para describir la futura salvación del pueblo de Dios (Sal. 118:14; Is. 12:2). Es muy evidente que toda la narración tiene el propósito de mostrar que la gran liberación de Israel fue obra de Dios. “La Salvación es del SEÑOR” es el gran tema de la Biblia, y no hay lugar donde el poder real de salvación de Dios esté representado de manera más gráfica que en Su gran acto cuando rescató a Israel de Egipto. A menudo, los defensores de una “teología de la liberación” recurren al suceso del éxodo. Su deseo es redefinir la doctrina cristiana de la salvación para enfocarla en la liberación política. Ellos llaman a los cristianos a tomar las armas en contra de los regímenes opresivos en el nombre de Cristo. (Usualmente la opresión

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que éstos desean resistir proviene de los regímenes de la derecha más que de la izquierda.) Además, critican a la iglesia por “espiritualizar” el éxodo, haciéndolo una analogía sobre la salvación del pecado en lugar de un ejemplo de liberación política y social. Para estar seguros, Israel fue liberado de la esclavitud y la opresión política. Dios escuchó los lamentos de Su pueblo bajo el látigo. Sin embargo, Israel no fue liberado a través de la guerrilla. Fue la intervención milagrosa de Dios la que juzgó a Egipto y liberó a Israel. La grave situación del pueblo de Israel pudo ser descrita en términos políticos tanto como espirituales, pero el medio para su liberación fue el poder y la gracia de Dios. La forma como Dios liberó a Israel señala Su propósito al hacerlo. Dios es, en efecto, su Liberador: “Yo soy el SEÑOR su Dios, que los saqué de Egipto para que dejaran de ser esclavos. Yo rompí las coyundas de su yugo y los hice caminar con la cabeza erguida” (Lv. 26:13). El propósito de Dios, sin embargo, no era simplemente liberar a Israel del yugo del Faraón. Era traerlos bajo Su yugo. Dios exigió que el Faraón dejara ir al pueblo para que le sirva a Él. Cuando el pueblo llegó al Monte Sinaí y acampó allí, Dios tenía este mensaje para ellos: “Ustedes son testigos de lo que hice con Egipto, y de que los he traído hacia mí como sobre alas de águila. Si ahora ustedes me son del todo obedientes, y cumplen mi pacto, serán mi propiedad exclusiva entre todas las naciones. Aunque toda la tierra me pertenece, ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Ex. 19:4-6). El Señor sacó a Israel de Egipto a fin de poder reunirlos a Sus pies. Ellos fueron llevados sobre alas de águilas hacia la propia presencia de Dios para poder reclamarlos como Su pueblo santo, el tesoro de Su gracia. La Pascua simbolizó poderosamente la demanda de Dios sobre Israel. En vista de que el Faraón no liberaría al hijo primogénito de Dios, Israel, Dios en juicio reclamó al primogénito en la casa del Faraón, y en cada familia egipcia. Podemos suponer que este juicio no sería una amenaza para Israel. (En las primeras plagas, Israel en la tierra de Gosén se mantuvo a salvo.) Pero, sabemos que el ángel de la muerte fue enviado para traer juicio sobre cada hogar israelita también. En la ley ceremonial entregada a Israel más adelante, el primer fruto de la cosecha y el primogénito del ganado eran considerados como representación de todo el resto. Dios los reclamó para dar a conocer que todo le pertenecía a Él. La vida del hijo primogénito fue dada en prenda por dos razones muy distintas: primero, que Dios podía reclamar a toda criatura como Suya; segundo, que las pecadoras criaturas están bajo el juicio de Dios. La imposición de tal juicio sobre el primogénito representaría el castigo merecido por todos. Si Dios en Su justicia exigió esta pena a los pecadores egipcios, Israel no podía escapar y ser salvado. Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, Israel así como Egipto. La provisión de Dios del cordero de Pascua claramente demuestra que la demanda de la justicia de Dios debe cumplirse si Su misericordia se ha de mostrar. Cada hogar israelita escogió un cordero sin mancha. El cordero fue sacrificado, y su

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sangre puesta sobre el dintel y los postes de la puerta en cada casa. El ángel de la muerte, al ver la sangre, pasaba de largo. La sangre mostraba que la muerte ya había tenido lugar. El cordero había muerto en el lugar del hijo mayor, y por tanto también en el lugar de los demás representados por el hijo mayor. Israel, en el simbolismo de la Pascua, fue liberado no sólo de la carga de la esclavitud sino de la culpa del pecado. Al comer del cordero, como lo hicieran con las ofrendas de paz, marcaron la restauración de su comunión con Dios que viene a través de la expiación que Dios mismo provee. Ellos comerían de la Pascua con sus ropas de viaje porque la promesa de Dios era segura. El cordero de Pascua simbolizaba la obra de salvación que Dios llevaría a cabo. El suceso del éxodo de Egipto era igualmente revelador, combinando simbolismo histórico y ceremonial. Dios presagia por Sus hechos así como por Sus palabras lo que significaba para Él reclamar a los pecadores como Su preciosa posesión. Jesucristo cumplió la ley ceremonial. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Él es nuestra Pascua, sacrificada por nosotros. Nuestra comida de comunión con Dios es Su banquete de comunión. No sólo estos símbolos señalan a Cristo. Toda la historia lo señala. Es significativo que en el Monte de la Transfiguración, Moisés y Elías hablaran con Jesús acerca del “éxodo” que Él tenía que cumplir en Jerusalén. Él, que fue ofrecido como el cordero del sacrificio, fue también el Salvador y Liberador. Vino a proclamar libertad a los cautivos, y rompió el último yugo de esclavitud para liberar a todo el pueblo de Dios. Dios establece Su Pacto Si Dios existe, ¿por qué no lo prueba? ¿Por qué no aparece Dios con rayos y truenos para acompañar Su presencia? La historia de la Biblia ofrece una respuesta completa a esta pregunta. Dios sí apareció y volverá a aparecer. La razón por la cual no lo hace ahora no es por que Él esté poco dispuesto a persuadir a los ateos, sino lo contrario. Dios oculta la abrasadora revelación de Su santa presencia porque oculta el día del juicio que ésta debe traer. El Dios de gloria ya se ha revelado a Sí mismo como Padre de misericordia al enviar a Su Hijo al mundo. Él contiene la gloria de Su aparición para que los hombres puedan responder al llamamiento de Su misericordia y probar el milagro de Su amor. ¡Los que exigen que Dios se revele no saben lo que están pidiendo! “¿Quién podrá soportar el día de su venida? ¿Quién podrá mantenerse en pie cuando él aparezca?” (Mal. 3:2). Dios apareció en gloria en el Monte Sinaí. El pueblo fue llevado por Moisés al mismo lugar donde Dios había hablado desde la zarza ardiendo. Pero esta vez, no sólo una zarza sino el monte entero estaba en llamas. La tierra se sacudió, las rocas se abrieron. Sin embargo, lo más terrible de todo fue un sonido más imponente que el estallido de un trueno: el sonido de la voz del Dios viviente.

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El autor de Hebreos describe el terror de aquella escena: el monte ardiendo en fuego, oscuridad, tinieblas y tormenta (Heb. 12:18-21). Luego, el fuerte sonido de trompetas y Dios habló. El pueblo que escuchó aquellas palabras suplicaba que no se les expusiera más a ese terror. Le pidieron a Moisés que intercediera por ellos. ¡Que él suba a esa aterradora montaña y escuche la voz de Dios! Note la forma como el autor de Hebreos habla de aquel hecho. Nosotros no nos hemos acercado al Monte Sinaí. No nos acercamos a lo que él llama un “fuego palpable.” No escuchamos las trompetas y la voz de Dios. ¿El autor de Hebreos quiso decir, entonces, que todas esas intrusiones de la gloria celestial han terminado ahora? ¿Este autor nos aconseja cómo vivir en un mundo secular donde la presencia de Dios ya no será evidente y donde ya no hay nada a qué temer? De ninguna manera. Sinaí es una montaña en esta tierra. El fuego en el Sinaí, sorprendente como fue, fue un fuego físico igualmente, un fuego que podía ser tocado. Cuando nosotros nos reunimos en adoración, el escritor inspirado nos cuenta, no venimos al Monte Sinaí sino al Monte Sión. Nos reunimos ante Dios, no en la montaña del desierto, el lugar pactado donde Dios se encontró con Su pueblo redimido; nos reunimos, por el contrario, en la meta de su peregrinaje, en Sión, el monte de la morada de Dios, el lugar donde Su gloria mora. En efecto, el monte al cual venimos no es el Monte terrenal de Sión. Es el celestial Sión, la Jerusalén que está arriba. En el culto cristiano, nos reunimos con todos los santos de Dios, millares y millares de santos ángeles y los espíritus de los justos que llegaron a la perfección. Nuestro acercamiento en el culto no es a un santuario terrenal, para que entremos a la presencia de Dios con Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote celestial. La sangre de Cristo, rociada sobre el mismo trono de Dios es la seguridad de nuestro perdón. Nuestro culto no es menos sobrenatural que la experiencia de Israel en el desierto. Es infinitamente más que eso. Nosotros hemos salido de las sombras a la realidad. El fuego en el Monte Sinaí fue solamente palpable, pero el fuego al cual venimos es la llama de la misma presencia de Dios. “Nuestro ‘Dios es fuego consumidor’” (Heb. 12:29). Nosotros oímos la voz de Dios, también, de una forma más inmediata, porque Él nos ha hablado en Su propio Hijo. “Tengan cuidado de no rechazar al que habla, pues si no escaparon aquellos que rechazaron al que los amonestaba en la tierra, mucho menos escaparemos nosotros si le volvemos la espalda al que nos amonesta desde el cielo” (Heb. 12:25). Cuando Jesús, orando en lo alto de un monte, se transfiguró en la presencia de Pedro, Jacobo y Juan, éstos vieron a Moisés y a Elías con Él. Moisés había oído la voz de Dios en la cima del Sinaí; más adelante, Elías había sido llevado a la misma montaña para escuchar a Dios hablar, no en el fuego y la tempestad, sino en el leve murmullo de la palabra soberana de Dios. La nube de gloria que había rodeado a Moisés en el Sinaí nuevamente envolvió a Jesús y a Sus discípulos. La voz de Dios volvió a escucharse desde la nube. Pero Dios no proclamó otros diez mandamientos para añadirlos a las palabras de Su pacto de antaño. Por el contrario, la voz desde la nube dijo, “Éste es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo” (Lc. 9:35).

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Dios habló desde el Sinaí, llamó a Abraham, se reveló ante Jacob en sueños, y se dirigió a Israel a través de los profetas –“en estos días finales nos ha hablado por medio de su Hijo. A éste lo designó heredero de todo, y por medio de él hizo el universo” (Heb. 1:2). En la maravilla de la Encarnación, Jesucristo nos pronunció las palabras que le fueron dadas por el Padre. Jesús es la última Palabra de Dios. Las palabras que Él nos dirige son espíritu y vida. Israel no pudo soportar el oír la voz de Dios. Moisés, el profeta de Dios, recibió las palabras de Dios y las pronunció al pueblo. Moisés fue el gran siervo en la casa de Dios, pero Jesús es el Hijo de la casa. Sinaí era, efectivamente, la cima de una montaña en la revelación de Dios. Aquellos que discuten la autoridad de las Escrituras y cuestionan si la verdad de Dios puede ser expresada en lenguaje humano, necesitan pararse con Israel al pie del Sinaí y escuchar la voz de Dios. Sin embargo, Dios había planeado una revelación más grande para la cual el Sinaí aún era una preparación: Su revelación en Jesucristo. La palabra de Dios para nosotros es, “¡Escúchenlo!” El autor de Hebreos, que describe para nosotros la asamblea celestial a la cual entramos en nuestro culto, también nos dice que no dejemos de congregarnos en la tierra (Heb. 10:25). La iglesia de Cristo es Su asamblea. En realidad, ese es el significado de la palabra del Nuevo Testamento para iglesia: ecclesia. Jesús usó la palabra para “asamblea” cuando respondió a la confesión de Simón Pedro. Jesús dijo, “Sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mt. 16:18). Su término habría sido bien comprendido por los discípulos, porque Israel fue la asamblea de Dios. Israel se reunía tres veces al año ante la presencia del Señor en Jerusalén para celebrar Sus fiestas de guardar. Éstas eran una remembranza de la gran congregación en el Monte Sinaí, cuando el Señor reunió a Su pueblo delante de Él y estableció Su pacto con ellos. Israel era una “congregación,” porque fue llevado a la asamblea de los santos de Dios. Moisés, al bendecir al pueblo antes de morir, dibujó una imagen espectacular del significado de la asamblea en el Sinaí (Dt. 33:15). Ahí se encontraba Dios, entronizado como Rey en medio de Sus diez mil ángeles santos. Israel estaba reunido a Sus pies para recibir Sus palabras. Esta imagen del Antiguo Testamento era intensa en los pensamientos de los Pactantes del Qumran, cuyos rollos fueron descubiertos en cuevas a la orilla occidental del Mar Muerto. Esta secta reconoció que el gozo de la congregación de Dios era entrar en la asamblea donde los santos terrenales se unían a los ángeles celestiales. xiii Como el Mediador del Nuevo Pacto, Jesús reúne a los pecadores junto con el pueblo diseminado de Dios. Su llamamiento cumple con las asambleas de fiesta de la ley. Él llama a Su pueblo a Su mesa, porque Él es la verdadera Pascua, y envía a Su Espíritu sobre Sus discípulos reunidos en la fiesta de Pentecostés. Una gran fiesta continúa: la fiesta de las Enramadas, la gran fiesta de la cosecha para todos los redimidos. En la Jerusalén celestial, el autor de Hebreos nos dice, esa asamblea de fiesta ya está reunida. A esa fiesta nosotros convocamos a las naciones de la tierra. En la Gran Comisión, Jesús nos envía a reunirnos con Él, quien es elevado a fin de poder atraer a todos los hombres hacia Él mismo.

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En la gran asamblea en el Sinaí, Dios habló a Su pueblo. Les entregó Su ley en el contexto de Su redención. Los Diez Mandamientos empiezan con la descripción de Dios respecto de Él mismo como el Redentor de Israel: “Yo soy el SEÑOR tu Dios. Yo te saqué de Egipto, del país donde eras esclavo” (Ex. 20:2). El gran error del legalismo es separar la ley de Dios del Dios que la entregó. Los Diez Mandamientos no son un código abstracto de deberes que cae en el vacío. El primer mandamiento es el principio rector del resto: “No tengas otros dioses además de mí.” El pueblo de Dios está en Su presencia. Él es su Dios; ellos son Su pueblo. Reunidos ahí ante Él, deben reconocerlo como el Único Dios. Deben amarlo con todo su corazón, con toda su alma, con toda su fuerza y con toda su mente. El Señor es un Dios celoso (Ex. 20:4-5). Él no consentirá ser adorado como uno más de algún panteón de deidades. Los celos de Dios no son como la pasión envidiosa y rencorosa que a menudo describimos con esta palabra. El término que traducimos por “celoso” también puede ser traducido por “fervoroso.” Se refiere al intenso y exclusivo amor de Dios para Su pueblo, un amor que debe ser retribuido por la pura devoción de Israel. Todos los mandamientos del pacto de Dios giran en torno al núcleo de la relación del pacto, el vínculo entre Dios y Su pueblo. Ya hemos visto que el Señor instituyó el matrimonio en la creación de Adán y Eva, y que reveló en esa ordenanza la misteriosa intensidad de un amor exclusivo. El sétimo mandamiento, por tanto, tiene su marco en el pacto de Dios con Israel. El amor celoso de la fidelidad marital es dado por Dios mismo como modelo del amor de Su pacto. La fidelidad marital, por supuesto, fortalecería la vida familiar en Israel cuando el mandamiento de Dios fuese obedecido. Sin embargo, ese mandato siempre apuntó más allá de sí mismo hacia el amor fiel de Dios por Su pueblo, y Su llamamiento a rendirle una celosa dedicación a cambio. El mandato “No cometas adulterio” se refiere a lo más íntimo de las relaciones humanas, la demanda de amor que tiene su origen en Dios, el Dios del pacto. No es una mera metáfora el hecho de que Oseas y Ezequiel protestaran contra el adulterio espiritual del culto al ídolo. Pablo muestra la prioridad del amor de Dios en Jesucristo cuando se dirige a las esposas y esposos cristianos (Ef. 5:22-33). Él no está confundiendo la figura con la realidad; nos está señalando el amor de Dios a partir del cual todo verdadero amor humano debe surgir. No podemos comprender los Diez Mandamientos fuera de Jesucristo. Si los vemos sólo como una lista de “NOs” a partir de la cual podemos inferir una lista correspondiente de “SÍs,” olvidamos al Señor que pronuncia las palabras desde el Sinaí y el contexto en el cual Él las habla. Los mandamientos de Dios llaman a Su pueblo a reconocerlo como su Salvador y Señor. Israel, sin embargo, no guardó los mandamientos de Dios. Pablo puede hacer notar en Romanos que todos han pecado: no sólo los gentiles a quienes Dios abandonó a su propia rebelión, sino también Israel, que tenía la ley y no la cumplió. La ley entonces condena el pecado de aquellos que la quebraron. En ese sentido negativo, la ley nos señala a Cristo. Muestra lo que la justicia de Dios requiere, y

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por tanto nos muestra que no podemos satisfacer las justas demandas de Dios. Necesitamos que nos salve Cristo de la maldición de la ley soportando su pena por nosotros (Gál. 3:10-14). Cristo no sólo paga la pena que nosotros merecemos. También cumple la ley por nosotros. Cristo, quien llevó nuestros pecados, nos entrega la perfecta vestidura de Su justicia. “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21). La salvación que es nuestra en Cristo, no sólo es una restauración a la inocencia, con la deuda del pecado cancelada. Mucho menos es una segunda oportunidad para ganar nuestra propia salvación, haciendo borrón y cuenta nueva. Lo que recibimos en Cristo es Su justicia; somos adoptados en la perfecta filiación del segundo Adán y el verdadero Israel (Ro. 9:5; 10:4; 1 Cor. 15:22,45). Para empezar, la ley en el Sinaí expresa la demanda de perfecta obediencia hecha por Dios. Él es perfectamente santo, y no puede exigir menos. A ese respecto, Su ley sólo puede condenarnos. Pero Dios no sacó a Su pueblo de Egipto para consumirlo en las llamas del Sinaí. Su propósito era salvarlos. Por tanto, hay otro aspecto de la ley que Dios entregó. Es la ley del pacto de Dios con Su pueblo redimido. El pueblo entró en el pacto con Dios, prometiendo cumplir todas Sus palabras (Ex. 24:3). Se ofrecieron sacrificios, y tanto el altar como el pueblo fueron rociados con la sangre del sacrificio. Desde el mismo principio, entonces, quedó claro que la expiación debe llevarse a cabo, y que la expiación debe venir del altar de Dios. La venida de Cristo no es una tardía ocurrencia divina. La sangre del pacto rociada en el Sinaí sirve de testigo al sacrificio del Cordero de Dios, escogido desde la fundación del mundo. Podemos distinguir entre los Diez Mandamientos y la ley ceremonial, pero necesitamos recordar que fueron entregados juntos. Dios no pronunció palabras que sólo pudiesen condenar a Su pueblo sin ofrecer los símbolos de la expiación. En vista de que esto es así, podemos deducir que incluso el contenido de los Diez Mandamientos puede señalarnos a Jesucristo. Los celos de Dios por Su propia justicia son también los celos por Su plan de salvación. Consideremos el segundo mandamiento. ¿Por qué prohíbe Dios hacer imágenes para adorarlas? Ya hemos visto que esto no es porque una imagen sea imposible, porque Dios hizo al hombre a Su imagen. ¿Por qué, entonces, Dios prohibió al hombre adorarlo a través de imágenes? La respuesta es que Dios estaba celoso por Su revelación venidera a través de Jesucristo. Ninguna imagen o semejanza debía ocupar el lugar entre los querubines en el “propiciatorio,” porque Dios en Su propio tiempo enviaría a Su Hijo encarnado, a cuyos pies el perfume del amor de María podía ser vertido con justa razón. Jesucristo es la imagen del Dios invisible. En Su naturaleza humana, Él revela al Padre: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 14:9). El culto fuera de las imágenes significa un culto fuera de cualquier imagen excepto la que Dios ha enviado: Su único Hijo. El tercer mandamiento expresa el fervor de Dios por Su santo nombre. Dios muestra la profundidad de ese fervor en Su celo por el nombre de Jesús, el único nombre bajo el cielo dado a los hombres mediante el cual seremos salvos. Dios

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exalta el nombre de Jesús sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor. Si Jesús no fuera el Hijo eterno de Dios, dicho culto sería un sacrilegio, pero Dios distingue Su propio nombre, haciéndolo santo y glorioso, mientras enaltece el nombre de Jesús. Entonces, también, el mandamiento del sábado es hecho por el hombre, pero especialmente por el Hijo del hombre, que es el Señor del Sábado y lo transforma en el Día del Señor mediante Su Resurrección. El descanso que representa el sábado es el descanso final que Cristo ofrece (Heb. 4:9-11). Por tanto, cuando oímos la ley de Dios entregada desde el Sinaí, no sólo debemos temblar ante su estruendo y huir hacia Cristo por Su perdón y justicia. Debemos también escuchar el celo de Dios por Su propio Hijo, y encontrar testimonio del propósito redentor del Dios que rescató a Israel de la casa de esclavitud. Jesús cumplió la ley por nosotros; conoció la obediencia a través de las cosas que sufrió. En Su obediencia, Él fue no sólo nuestro representante, sino nuestro ejemplo. Transformó y profundizó la ley aun cuando la cumplió. Él nos permite comprender la voluntad de nuestro Padre celestial a medida que comprendemos el pacto hecho en el Sinaí. Sobre todo, Él nos renueva mediante Su Espíritu a fin de que podamos hacer lo que la ley demanda: amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra fuerza, y con toda nuestra mente, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.

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6 LA ROCA DE MOISÉS: ¿ESTÁ EL SEÑOR ENTRE NOSOTROS?

En el Sinaí, Dios entregó a Israel no sólo la ley de Su pacto, sino también la tienda de Su morada. Dios sería su Dios mediante Su presencia así como Su palabra. En la nube del Monte Sinaí, Moisés recibió instrucciones detalladas para la construcción del tabernáculo, la tienda que sería la casa de Dios en medio de las tiendas de Israel. Durante cuarenta días Moisés permaneció en la cima del monte, oculto de Israel por la nube de la presencia de Dios. Cuando finalmente empezó a descender, llevaba en sus manos las tablas de piedra sobre las cuales Dios había escrito las palabras de Su ley. Sin embargo, el peso de la ley de Dios en sus manos era menor que el peso que llevaba en su corazón. Dios le había referido a Moisés un mandato final: bajar ante un pueblo que ya le había dado la espalda al pacto que solemnemente había afirmado. Moisés llevaba el mandato que Dios había pronunciado con voz retumbante desde el Sinaí: “No te hagas ningún ídolo…” No obstante, Dios dijo a Moisés que el pueblo que esperaba allá abajo ya había hecho un ídolo en la forma de un becerro de oro. Ellos lo habían adorado y habían presentado sacrificios ante él. El presentimiento de Moisés aumentó cuando escuchó los ruidos provenientes del campamento que estaba abajo. Josué, que estaba esperando a Moisés, pensó escuchar el ruido de una batalla. Moisés respondió, “Lo que escucho no son gritos de victoria, ni tampoco lamentos de derrota; más bien, lo que escucho son canciones” (Ex. 32:18). Cuando Moisés pudo ver y oír la licenciosa orgía al pie de la montaña, fue demasiado para él. Lleno de ira, arrojó al suelo las tablas de la ley de Dios, y éstas quedaron destrozas a sus pies. Luego, el juicio de Dios rompió el disturbio de rebelde idolatría. Moisés se paró a la entrada del campamento e hizo un llamado a aquellos que estaban con el Señor. Sólo los levitas, la tribu de Moisés, se unieron a él. Entonces, Moisés les ordenó ejecutar la sentencia de Dios sobre los rebeldes. Cerca de tres mil murieron cuando los levitas llevaron a cabo su penosa tarea. Moisés volvió a encontrarse con el Señor. ¿Qué futuro podía haber para Israel? Si el pueblo transgredió completamente el pacto de Dios en el mismo pie de 77

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la montaña donde Dios aún estaba hablando, ¿qué punto había en continuidad con la relación del pacto? ¿Israel no fue juzgado ya y rechazado? Moisés le suplicó a Dios que no borrase a Israel del libro de la vida, sino, por el contrario, que borrase su nombre. El apóstol Pablo, siglos más tarde, reflejó esa súplica de Moisés. Él, también, siervo del Señor en el Nuevo Pacto, dijo que estaría dispuesto a ser maldecido y separado de Cristo “por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza, el pueblo de Israel” (Ro. 9:3-4). El Señor no borraría el nombre de Moisés de Su libro. Por el contrario, le propuso a Moisés un plan alternativo para Su relación con Israel. Dios no habitaría en medio de Israel. Era demasiado peligroso, porque ellos eran un pueblo “terco,” soberbio y rebelde. Si Dios permanecía un momento más en medio de ellos, Su presencia podría destruirlos (Ex. 33:5). El plan alterno de Dios no incumplía Sus promesas. Él iría delante del pueblo en la presencia de Su ángel, y los llevaría a la tierra de la promesa, derrotaría a sus enemigos, expulsaría a los malvados habitantes de esa tierra, y les entregaría su posesión prometida. Pero Él no iría en medio de ellos. Entonces, no había necesidad de construir el tabernáculo, ya que el propósito de esa construcción era hacer una tienda en la cual Dios pudiese habitar en medio del pueblo de Israel. Su tienda debía estar en el centro del campamento, y las del pueblo plantadas alrededor, según sus tribus. Ahora, en lugar de instalar el tabernáculo, Moisés continuaría la práctica que aparentemente ya había sido iniciada. Dios tendría una “tienda de reunión” instalada fuera del campamento. Él vendría a la puerta de esa tienda en la nube de gloria para encontrarse con Moisés. Cuando Moisés saliera hacia la tienda, el pueblo estaría esperándolo respetuosamente. Cuando la nube descendiera, ellos debían estar en adoración. Si alguien necesitaba preguntar algo al Señor, podía ir a la tienda y hablar con Moisés. El cambio que Dios propuso no fue sustituir un ángel por Su propia presencia. El Ángel del Señor era una teofanía, la aparición de Dios en la forma de Su mensajero. “No te rebeles contra él, porque va en representación mía y no perdonará tu rebelión” (Ex. 23:21). El tema era si el Señor iría delante del pueblo en la presencia de Su Ángel, si expulsaría a sus enemigos, y si les entregaría la tierra, o si Dios iría en medio de ellos. ¿Debía construirse el tabernáculo para que Dios esté en medio de ellos, o Dios debía continuar viniendo a la puerta de la tienda de reunión, lejos del campamento? Podríamos suponer que Moisés habría saludado la propuesta de Dios. Ciertamente, el peligro de la santa presencia de Dios en medio del campamento de Israel era obvio. ¿Qué ventajas perdería Israel bajo el nuevo acuerdo? Aún tenían acceso a Dios; aún tenían a Moisés como mediador; Aún tenían a Dios conduciéndolos a través del desierto y la garantía de la tierra de la promesa. En realidad, lo que Dios propuso parece ser precisamente lo que mucha gente hoy en día desea de la religión. Ellos no quieren perder totalmente el contacto con Dios, sino más bien prefieren que sus relaciones con Él sean manejadas por un profesional. Dejan que un clérigo se encargue de la oración. Es bueno tener disponible a Dios a no mucha distancia. Podríamos necesitar Su ayuda –en un

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centro de consejería quizás, o como una deidad nacional que podría impedir el Kremlin. Pero tener a Dios en el centro de nuestras vidas –eso es definitivamente demasiado cerca. Su presencia resultaría muy inconveniente para algunos de nuestros tratos comerciales, nuestro entretenimiento, o para captar un poco del entusiasmo que los comerciales de TV anuncian. Conociendo a Israel como lo conocía, ¿Moisés aceptó en seguida la oferta de Dios, agradeciéndole por Su consideración al decidir estar a una distancia conveniente? Muy por el contrario. Moisés estaba consternado, y cayó en un profundo llanto. Al igual que su líder, Israel también lloró. Se quitaron las joyas (el oro que no habían fundido para el becerro), y esperaron mientras Moisés venía de hablar con Dios. Nuevamente, Moisés desahogó su corazón delante del Señor. ¿No había dicho Dios que conocía a Moisés por su nombre? ¿No era Israel el pueblo de Dios? “O vas con todos nosotros, o mejor no nos hagas salir de aquí. Si no vienes con nosotros, ¿cómo vamos a saber, tu pueblo y yo, que contamos con tu favor? ¿En qué seríamos diferentes de los demás pueblos de la tierra?” (Ex. 33:1516). Nada se podía comparar con la inmediata presencia de Dios en medio de Su pueblo. Obviamente, el favor por el cual Moisés oraba no estaba basado en el récord de actuación de Israel. Él pedía por el favor de la gracia, el favor del llamamiento de Dios que había distinguido a Su pueblo de todas las demás naciones. Si Dios no iba a sellar ese favor con Su propia presencia, toda la empresa era inútil. ¿Por qué ir a la tierra de la promesa en todo caso? Moisés buscó la tierra, no porque la leche y la miel de Canaán fuesen preferibles al pescado y lentejas de Egipto, sino porque la tierra de Israel era el lugar donde Dios establecería Su nombre, el lugar de Su morada en medio de Su pueblo. Si Dios no iba a morar entre Su pueblo, no había razón de ir al lugar de Su elección. El pacto del Señor era que Él sería su Dios, y ellos Su pueblo; la comunión con Dios era la esencia del pacto. Para sellar su pedido, Moisés buscaba exactamente lo que la presencia de Dios en medio de ellos ofrecía: la revelación de la gloria de Dios. “Déjame verte en todo tu esplendor,” dijo Moisés (Ex. 33.18). ¿Acaso era un pedido extraño? ¿No había visto Moisés la gloria del Señor en la nube? ¿Él no había estado en comunión con Dios cuando recibió Sus mandamientos? Sí, pero Moisés anhelaba un mayor conocimiento del Señor. Dios había dicho que conocía a Moisés por su nombre; del mismo modo, Moisés quería conocer a Dios por su nombre en un encuentro totalmente personal. Moisés no podía pedir la permanencia de la presencia de Dios sobre la base de lo que Israel había hecho o haría. No podía ofrecerle a Dios el tipo de excusas que Aarón le había ofrecido a él sobre el becerro de oro. Si él quería asegurar la continua presencia de Dios, sólo tenía que apelar a la naturaleza de Dios mismo, a la fidelidad del pacto del Dios de gracia. Para asegurar el favor de Dios, Moisés le pidió que se revelara a Sí mismo, que proclamara Su nombre. Esto es lo que Dios hizo. Él no podía permitir que Moisés viera toda la gloria de Su rostro, pero le permitiría ver Su espalda. Dios cubrió a Moisés en la hendidura de una roca mientras Su gloria pasaba. Luego, proclamó Su nombre de

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nuevo a Moisés: el Dios “YO SOY,” que sería benévolo con quien Él quisiera serlo. Su soberana misericordia era la esperanza de Moisés y de Israel. Él es eternamente el Dios, “lleno de gracia y de verdad.” La oración de Moisés fue respondida. Dios iría con Su pueblo. El tabernáculo sería construido para simbolizar Su presencia en medio de ellos. El plan del tabernáculo presenta una doble imagen: por un lado, hubo barreras que acordonaron la santidad de Dios; por otro lado, una forma de acceso se abrió por Su gracia. Las cortinas del tabernáculo cubrieron la gloria de la presencia del Señor, pero se creó una vía de acercamiento. El adorador podía entrar en el atrio y ofrecer su sacrificio en el gran altar de bronce ubicado en la entrada del atrio. Los sacerdotes, luego de lavarse en la fuente, podían entrar en el lugar santo para orar a Dios en el altar del incienso. Más allá del lugar santo estaba el lugar santísimo, donde se encontraba el arca del pacto. En ese santuario sólo el sumo sacerdote podía entrar, y sólo una vez al año en el día de la expiación. Sin embargo, el santuario abrió una puerta hacia la presencia del Señor que moraba en medio de Su pueblo. Una vez que su pedido fue atendido, Moisés elevó una de las más hermosas oraciones en la Biblia: “Si ahora, Señor, he hallado gracia en tus ojos, vaya ahora el Señor en medio de nosotros; porque es un pueblo de dura cerviz; y perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y tómanos por tu heredad” (Ex. 34:9, RV). Dado que el pueblo de Israel era muy rebelde, Dios había dicho que Él no podía ir en medio de ellos. Pero, por esa misma razón, Moisés le pidió que fuera con ellos, que perdonara su iniquidad y pecado. Moisés no pide a Dios que le entregue su heredad a Israel, sino que Él tome a Israel por Su heredad. Moisés se aferró a la gracia de Dios, y oró para que Dios hiciera de Israel Su preciada posesión. Juan tiene en mente este pasaje en el primer capítulo de su Evangelio (Jn. 1:14-18). Él nos recuerda que la ley fue entregada por Moisés, pero que la “gracia y verdad” de la cual Moisés escribió (Ex. 34:6) vino a través de Jesucristo. Mediante el Evangelio de Juan, aprendemos sobre la forma como Moisés testificó de Cristo. Jesús dijo, “Si le creyeran a Moisés, me creerían a mí, porque de mí escribió él” (Jn. 5:46). Cuando Juan dice “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1:18, RV), está pensando en la revelación de Dios a Moisés. Moisés no había podido ver a Dios, pero toda la gloria de Dios ahora ha sido revelada en Jesucristo. Algunas traducciones de la Biblia pierden la fuerza del testimonio de Juan por no traducir literalmente la palabra que éste usó para “acampar” o “tabernacular” 1: “Y 1

El griego eskenasen (traducido como “habitó” en diversas versiones bíblicas) significa literalmente “tiendar” [preferimos acampar –término natural del castellano que implica la idea de habitar en tiendas de campaña] o “tabernacular” [describiendo el hecho de que Dios está preparando habitación para residir en medio del hombre]. Se alude así a la presencia de Dios en medio de su pueblo, en el Tabernáculo o santuario del Antiguo Testamento. 80

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el Verbo se hizo carne, y [fijó tabernáculo] entre nosotros (y contemplamos Su gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14, BA). Aquí Juan está declarando el cumplimiento de la revelación de Dios a Moisés. El punto era la presencia de Dios en medio de Su pueblo. El símbolo de esa continua presencia era el santuario; ahí era revelada la gloria del Dios “lleno de gracia y de verdad.” Sin embargo, lo que fue un símbolo en el tiempo de Moisés se convirtió en una realidad en Jesucristo. El verdadero y perdurable Tabernáculo no es una tienda hecha con pieles de cabra, sino el Señor encarnado. Incluso la nube de gloria es sólo un símbolo de la presencia del Señor; Jesús es el Señor mismo, el verdadero Templo. Jesús podía decir a la mujer samaritana que ni siquiera Jerusalén era el lugar donde Dios debía ser adorado, porque había llegado la hora en que Él debía ser adorado en Espíritu y en verdad: en Espíritu, porque Jesús podía darle a ella el agua del Espíritu; en verdad, porque Jesús era la Verdad, la realidad de la cual el Templo era el símbolo. Esa hora estaba por llegar con la muerte y resurrección de Jesús; en efecto, esa hora ya había llegado porque Jesús ya había venido: “Ése soy yo, el que habla contigo” (Jn. 4:26). Tanto las tablas de la ley como el tabernáculo fueron entregados por Dios en el Sinaí. Ambos señalaban a Cristo, que es el cumplimiento de la ley para todo el que cree, y que es el Sacerdote celestial, el Cordero de Dios, y el verdadero Santuario. Tanto la ley como el culto en el Sinaí fueron expresiones del pacto de Dios, un pacto hecho realidad en Jesús, en quien fue renovado. Sin embargo, no fue sólo en las instituciones del pacto donde Cristo fue anticipado. Él también fue presagiado en la historia del pacto. La historia de la redención en el Antiguo Testamento es la historia de Jesús. Dios condujo a Israel por el Sinaí cuando éstos viajaban hacia Canaán. Su propósito al llevarlos no fue acortar el camino; fue educarlos. Moisés reflexionó sobre el historial de Dios cuando el pacto fue renovado con una segunda generación en la frontera de Canaán: “Recuerda que durante cuarenta años el SEÑOR tu Dios te llevó por todo el camino del desierto, y te humilló y te puso a prueba para conocer lo que había en tu corazón y ver si cumplirías o no sus mandamientos. Te humilló y te hizo pasar hambre; pero luego te alimentó con maná, comida que ni tú ni tus antepasados habían conocido, con lo que te enseñó que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del SEÑOR…. Reconoce en tu corazón que, así como un padre disciplina a su hijo, también el SEÑOR tu Dios te disciplina a ti” (Dt. 8:2-5). La palabra del Señor por la cual Israel debía vivir no era sólo la palabra revelada desde el Sinaí. Era también la palabra que dirigió los viajes de Israel día con día. El pueblo fue humillado, probado, e instruido en que Dios era fiel, y vieron Su constante provisión. Dios mostró a Israel su propia impotencia para que encontraran en Él su ayuda en cada aflicción. Su instrucción fue más allá de la

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prueba. A través de Sus hechos de liberación Dios también ilustró la realidad espiritual del pacto. Al alimentarlos con maná, por ejemplo, representó gráficamente la verdad de que la vida es un regalo de Dios y que Sus hijos reciben de su Padre el pan del cielo. Jesús hizo notar esto a las multitudes que alimentó en el desierto. Él alimentó a más de cinco mil con los cinco panes y dos pescados de la cesta de un muchacho, pero para muchos este milagro no fue demasiado espectacular. Ellos querían una provisión más sorprendente de pan. Que Jesús les dé maná en el desierto tal como Moisés lo había hecho. Jesús respondió de tal forma que demostró que el maná era un tipo de provisión espiritual de Dios: “Ciertamente les aseguro que no fue Moisés el que les dio a ustedes el pan del cielo. El que da el verdadero pan del cielo es mi Padre. El pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo” (Jn. 6:32-33). Tal como lo demostraron las palabras de Jesús, hay más que una alegoría superficial por encontrar en la provisión divina del maná. La provisión de vida que el Señor envía desde el cielo va más allá de la alimentación física. Si el alimento fuera lo único que le hacía falta al pueblo, no debieron dejar Egipto. En efecto, muchos de ellos preferían los puerros y el pescado de Egipto antes que el maná: “¡Ya estamos hartos de esta pésima comida!” (Nm. 21:5). Dios les dio el maná para enseñarles acerca de Su dádiva de la vida espiritual a través de la fe. Israel aprendió a confiar en que Dios proveería el pan diario en más que un sentido físico. Por tanto, hubo buenas razones para que un poco de maná fuese colocado dentro del arca del pacto. El contenido instructivo de los episodios en el desierto apuntaba tanto hacia delante como hacia arriba. Israel aprendió a anticipar las futuras bendiciones prometidas en el pacto de Dios. Por ejemplo, cuando el agua amarga de Mara fue remediada por mandato de Dios, Él hizo del incidente una señal de Su promesa del pacto: “Yo soy el SEÑOR, que les devuelve la salud” (Ex. 15:26). El árbol que Moisés arrojó dentro del agua amarga se convirtió en una señal de que Dios eliminaría la maldición mediante la dulzura y el bálsamo del árbol de la vida (Gn. 2:9; Ez. 47:12).xiv A través de la historia de los tratos de Dios con Su pueblo del pacto, esta promesa se repitió. Jeremías lloró diciendo, “¿No queda bálsamo en Galaad? ¿No queda allí médico alguno?” (Jer. 8:22). Luego, oró, “Sáname, SEÑOR, y seré sanado; sálvame y seré salvado, porque tú eres mi alabanza” (Jer. 17:14). En respuesta, Dios repitió Su promesa a Su profeta y a Su pueblo: “Pero yo te restauraré y sanaré tus heridas” (Jer. 30:17; 33:6). Dios mismo vendría a retirar la maldición y a sanar y restaurar a Su pueblo: “(Su Dios) ‘vendrá a salvarlos.’ Se abrirán entonces los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; saltará el cojo como un ciervo, y gritará de alegría la lengua del mudo” (Is. 35:4-6). Dios mismo prometió ser el Sanador de Su pueblo; pero Su obra de sanación se cumpliría a través de Su Ungido. Este Mesías sanaría los corazones heridos y consolaría a los dolientes, porque Él introduciría el año del favor de Dios (Is. 61:1-2). En la asombrosa descripción de Isaías sobre el Siervo Afligido del Señor, aprendemos que Éste vendría a llevar nuestras penas y enfermedades, y que por

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Sus heridas somos sanados (Is. 53:5). Mateo describe el ministerio de sanación de Jesús en una noche del sábado en Capernaúm, y luego nos recuerda estas palabras: “Él cargó con nuestras enfermedades y soportó nuestros dolores” (Mt. 8:17; cf. Is. 53:4). La señal de sanación de Dios en Mara y todo Su cuidado para Israel en el desierto fue la preparación en la pantalla de la historia para el cumplimiento que aún estaba por venir con Jesucristo. Esto queda claro en otro sorprendente incidente en el desierto. Cuando una segunda generación de israelitas errantes se rebeló contra la dirección de Dios en su marcha, Dios juzgó su rebelión enviando serpientes venenosas contra ellos. Entre lágrimas el pueblo pidió clemencia, y Dios ordenó a Moisés que fraguara una serpiente de bronce y la elevara sobre un estandarte (quizás la vara del Señor). El pueblo recibió la orden de mirar la serpiente de bronce, y aquellos que lo hicieron fueron sanados y vivieron (Nm. 21:4-9). Jesús se refirió a este hecho cuando describió Su misión a Nicodemo, un miembro del Sanedrín que vino a Él una noche. “Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así también tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree tenga vida eterna en él” (Jn. 3:14-15, NVI Alt.). La serpiente de bronce, la imagen de la maldición sobre Israel, fue levantada como una señal del poder de Dios sobre la maldición y Su liberación de ella. Jesús debe haber asombrado a Nicodemo al comparar el “levantamiento” del Hijo del hombre con el levantamiento de la serpiente. El Hijo del hombre era la gloriosa figura descrita en la profecía de Daniel (Dn. 7:13-14). Daniel lo describió viniendo entre las nubes del cielo para recibir el dominio del eternal Reino de Dios. ¿Cómo podía compararse una figura tan gloriosa con la efigie de metal de una serpiente venenosa? La comparación es profunda. Jesús es el Hijo del hombre; Él habló de que sería elevado en gloria al ser levantado en la cruz. Cuando dijo, “Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (Jn. 12:32), se estaba refiriendo no sólo a Su ascensión sino a “de qué manera iba a morir” (Jn. 12:33). Jesús fue “levantado” y expuesto en la cruz, cargando sobre Sí la maldición. Este hecho por sí mismo era suficiente para convencer a Saulo el fariseo de que Jesús no podía ser el Mesías. Jesús había sido crucificado, y la ley de Dios decía que cualquiera que fuese colgado de un árbol era maldito (Dt. 21:23). Pero, luego de la aparición de Cristo a Saulo en el camino a Damasco, él llegó a comprender que ese mismo hecho que aparentemente desmentía a Jesús como Mesías era su demostración. Saulo, el perseguidor, se convirtió en Pablo, el apóstol, resuelto a conocer sólo a Cristo y al Cristo crucificado. Pablo enseñó que, “Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros, pues está escrito: ‘Maldito todo el que es colgado de un madero’” (Gá. 3:13). Como la serpiente en la vara, Cristo en la cruz era la personificación de la maldición. Él llevó el juicio de muerte porque llevó la culpa del pecado. Fue castigado y humillado por Dios, porque el Señor hizo recaer sobre Él la iniquidad de todos nosotros (Is. 53:6). “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21).

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En la cruz, Dios triunfó sobre los poderes de la oscuridad; el levantamiento de Cristo en la cruz fue sucedido por la resurrección y Su levantamiento en gloria (Jn. 13:31; Hch. 5:31). También Jesús tenía en mente Su ascensión en gloria: “Nadie ha subido jamás al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo” (Jn. 3:13, NVI var.). Como vemos, en relación con el sueño de Jacob, Jesús mismo fue la respuesta final a la pregunta de Agur en el libro de Proverbios (30:4): “¿Quién ha subido a los cielos y descendido de ellos? ¿Quién puede atrapar el viento en su puño…? … ¿Quién conoce su nombre o el de su hijo?” Jesús, quien descendió de los cielos, ascendió al cielo: su “levantamiento” empezó en la cruz. Dios triunfó sobre la maldición en la victoria del Calvario (Col. 2:13-15). Desde el principio, en los viajes de Israel por el desierto aparece la más vívida imagen del triunfo de la gracia de Dios en Su pacto con Israel. Sólo unos cuantos meses después de que Israel fue liberado de Egipto, el Señor los condujo a Refidín en el camino al Monte Sinaí (Ex. 17:1-7). No había agua en el lugar donde acamparon. En el clima árido del desierto del Sinaí, la deshidratación ocurre en horas y no en días. La muerte era segura, cuando sus odres de agua quedaron vacíos. “Así que altercaron con Moisés. ‘Danos agua para beber,’ le exigieron.” Desafortunadamente, la palabra “altercar” no expresa adecuadamente el significado del término hebreo. “Hicieron un reclamo a Moisés” sería la expresión más cercana al significado. La palabra es la raíz de “Meribá,” nombre del lugar donde ocurrió el hecho (Ex. 17:7). xv Es un término legal que describe la institución de un juicio. Entre los profetas es usado para expresar el juicio que Dios interpuso contra Israel, porque ellos rompieron Su pacto (Mi. 6:1-8). Meribá designaba el juicio de Israel contra Dios. La acción legal que el pueblo se propuso tomar era en principio contra Moisés. “¿Para qué nos sacaste de Egipto? ¿Sólo para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestro ganado?” Moisés, según ellos, era culpable de traición y merecía ser lapidado. Ellos lapidarían a Moisés, no como un acto de violencia callejera, sino como la ejecución de una sentencia de muerte dictada por la comunidad. Si sus huesos iban a calcinarse bajo el intenso sol, entonces que Moisés pague la pena primero. Como es lógico, Moisés protestó: “¿Por qué [formulan acusaciones contra] mí? ¿Por qué provocan al SEÑOR?” En realidad, no es a Moisés sino a Dios a quien el pueblo ponía a prueba: “¿Está o no está el SEÑOR entre nosotros?” (Ex. 17:7). Dios había llevado a Israel hasta el desierto para realizar Su pacto con ellos. Los condujo a fin de instruirlos; la prueba era parte del proceso de instrucción. Al final del viaje, Moisés diría: ”Recuerda que durante cuarenta años el SEÑOR tu Dios te llevó por todo el camino del desierto, y te humilló y te puso a prueba para

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conocer lo que había en tu corazón y ver si cumplirías o no sus mandamientos. Te humilló y te hizo pasar hambre, pero luego te alimentó con maná, comida que ni tú ni tus antepasados habían conocido, con lo que te enseñó que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del SEÑOR“ (Dt. 8:2-3). Israel había visto el cuidado de Dios en la provisión del maná para mitigar su hambre, pero no confiaron en que Él les daría agua para calmar su sed. No vieron que ellos, no Dios, estaban puestos a prueba en Refidín. No era la primera ni la última vez que aquellos que se rebelaron contra Dios invertían la situación para someter a juicio a Dios. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, fue producida una obra en Alemania, La Señal de Jonás, escrita por Guenter Rutenborn.xvi Ésta apareció justo cuando el pueblo alemán se vio frente a los horrores del Holocausto. Belsen, Dakau, y Auschwitz habían sido recientemente descubiertos –los campos de concentración donde los Nazis intentaron llevar a cabo la “solución final” del genocidio. La obra planteó la pregunta, “¿Quién es culpable?” Tanto el elenco como la audiencia estaban implicados en la respuesta. Pero nadie, a título personal, se sentía culpable. El ama de casa había luchado con el racionamiento, el empresario había mantenido la producción de acero, incluso el soldado de las tropas de asalto sólo había estado siguiendo sus órdenes. Sin embargo, al defender su inocencia, los acusados se convirtieron en acusadores; se acusaron unos a otros. Todos son culpables –en distintos grados, algunos por sus palabras y otros por su silencio, algunos por lo que hicieron, y otros por lo que no hicieron. Bajo su culpa, empiezan a usar la misma excusa: la culpa está más arriba –más arriba en el ejército, más arriba en el Partido… más arriba. “La verdadera culpa está mucho más arriba. Dios es el culpable. Él es el Único que debe ser juzgado.” ¿Quién se abstendría de pedirle explicaciones a Dios por la miseria del mundo? ¿Quién, en efecto? La Biblia responde: el único que vive por la fe. Los cargos llevados por Israel a Masá-Meribá muestran lo que la Biblia llama “un corazón pecaminoso e incrédulo” (Heb. 3:12). Más adelante, Moisés advirtió a Israel que no pusieran a prueba al Señor como lo hicieron en Masá-Meribá (Dt. 6:16). Dios es justo, y es el Juez de toda la tierra, Israel había traído juicio contra Él; el caso sería escuchado y el juicio ejecutado. Dios dijo a Moisés, “Pasa delante del pueblo y toma contigo a algunos de los ancianos de Israel, y toma en tu mano la vara con la cual golpeaste el Nilo, y ve” (Ex. 17:5, BA). El mandato de Dios dramatiza la escena. “Pasa delante del pueblo” puede significar simplemente ir delante de ellos, pero también sugiere que el pueblo se dé cuenta del paso de Moisés.xvii Moisés va adelante para encontrarse con Dios. No va como un criminal acusado, sino como el juez de Israel, llevando en su mano la vara del juicio. El golpe de esa vara había convertido el Río Nilo en sangre, juzgando a los dioses de Egipto. Con él, Moisés lleva a algunos de los ancianos de Israel.

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Éstos conforman una corte de jueces y testigos; su presencia es necesaria debido a la formalidad legal de la situación.xviii La vara de Moisés era única en poder y autoridad, porque representaba el juicio de Dios mismo. Pero una vara era el símbolo usual de la autoridad judicial. Nuestro término “fascista” proviene del romano fasces, el haz de varas que portaban los antiguos lictores romanos para representar su cargo. Si un hombre era encontrado culpable de un crimen en Israel podía ser sentenciado a acostarse delante del juez y ser golpeado. La ley limitaba a cuarenta el número de golpes que éste podía recibir (Dt. 25:1-3). El pueblo comprendía bien el símbolo de la vara en la mano de Moisés, su juez. Ellos habían visto al Nilo teñirse de rojo cuando Moisés bajó la vara sobre éste. ¿Qué juicio vendría ahora si Moisés levantaba su vara en contra de ellos? El profeta Isaías vio caer la vara del juicio de Dios sobre los gentiles: El SEÑOR hará oír su majestuosa voz, y descargará su brazo: con rugiente ira y llama de fuego consumidor, con aguacero, tormenta y granizo. La voz del SEÑOR quebrantará a Asiria; la golpeará con su bastón. Cada golpe que el SEÑOR descargue sobre ella con su vara de castigo será al son de panderos y de arpas;… (Is. 30:30-32) De acuerdo con el mandato de Dios, Moisés levanta la vara del juicio, pero lo que sigue es uno de los más asombrosos sucesos en las Escrituras. Dios dijo, “He aquí que yo estaré delante de ti allí sobre la peña en Horeb; y golpearás la peña…” (Ex. 17:6, RV).xix En el Antiguo Testamento, Dios no se paraba frente a los hombres; los hombres se paraban frente a Dios. En Deuteronomio, los litigantes en un caso legal eran llamados a presentarse delante del Señor y delante de los sacerdotes y jueces (Dt. 19:17). “Delante del rostro” de Moisés, el juez, con su vara levantada, está el Dios de Israel. El Señor está en el banquillo de los acusados. Moisés no puede dar con la esencia de la gloria shekinah de Dios. Dios ordena que le dé un golpe a la peña, pero ésta se identifica con Dios en el canto de Moisés: “¡Alaben la grandeza de nuestro Dios! Él es la Roca, sus obras son perfectas, y todos sus caminos son justos” (Dt. 32:3-4, 31). En los mismos Salmos que conmemoran este juicio de Masá-Meribá, el nombre “Roca” es usado para Dios: “la Roca de nuestra salvación” (Sal. 78:15, 20, 35; 95:1). Dios, la Roca, se identifica a Sí mismo con esa roca al presentarse sobre ella. Israel sometería a juicio a Dios por romper Su pacto con sus ancestros. Dios está en el lugar de los acusados, y la pena del juicio es infligida. Entonces, ¿Dios es culpable? No, el pueblo es el culpable. Ellos se rebelaron y se rehusaron a confiar en la fidelidad de Dios. Sin embargo, Dios, el Juez, soporta el juicio; Él recibe el golpe que la rebelión del pueblo merece. La ley

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debe ser cumplida: si el pueblo de Dios ha de ser perdonado, Él debe soportar su castigo. En la obra de Rutenborn, Dios es juzgado, encontrado culpable, y sentenciado “a convertirse en ser humano, un errante en la tierra, privado de sus derechos, sin hogar, hambriento, sediento. ¡Él mismo debe morir! Y perder un hijo, y sufrir las agonías de la paternidad, y cuando al fin muera, deberá ser avergonzado y ridiculizado.” De modo que, nosotros, rebeldes, gritemos en nuestro furor. Pero Dios en Su perfecta justicia ha hecho más de lo que nuestros desafíos blasfemos demandan. Isaías declara, “…de todas sus angustias. Él mismo los salvó; no envió un emisario ni un ángel. En su amor y misericordia los rescató; los levantó y los llevó en sus brazos como en los tiempos de antaño” (Is. 63:9). A través del Antiguo Testamento fluye una corriente de misericordia, cuyo origen está en el trono de Dios. El Pastor de Israel es el Rey de amor, un Dios lleno de misericordia y de verdad. El Dios que está sobre la roca es el Dios que rescató al amado hijo de Abraham, Isaac, del cuchillo sacrificial con la promesa, “El SEÑOR provee” (Gn. 22:14). La redención de Dios de Su pueblo rebelde debe ser más que un acto de liberación; debe ser un acto de amor expiatorio. En Su propio Hijo, Dios llevó nuestra condenación. ¡Qué asombro, qué sobrecogimiento debe haber sentido Moisés cuando golpeó la roca de Dios! En Su tiempo señalado se hizo realidad ese símbolo. Dios “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Ro. 8:32). En la cruz, el Hijo de Dios tomó el lugar de Su pueblo condenado y soportó el juicio. Con razón, Pablo dice de Israel en el desierto que “tomaron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los acompañaba, y la roca era Cristo” (1 Cor. 10:4). Juan nos dice que Jesús estuvo en el Templo en el último gran día de la fiesta de los Tabernáculos y dijo, “¡Si alguno tiene sed, que venga a mí! ¡Y que beba el que cree en mí! De él, como dice la Escritura, brotarán ríos de agua viva” (Jn. 7:38, NVI, alt.). Cuando Moisés golpeó la roca, una corriente de agua que da vida brotó en el desierto. Cuando Jesús fue crucificado, Juan nos dice que brotó sangre y agua de Su costado (Jn. 19:34). Al recordarnos sobre el agua y la sangre, Juan nos evoca las palabras de Jesús en la fiesta. En el Calvario fluyeron de Su corazón los ríos de agua viva. El agua que Cristo ofrece es el agua del Espíritu Santo (Jn. 7:38-39). La respiración del Cristo resucitado simbolizaba el don del Espíritu (Jn. 20:22-23); lo mismo ocurre con el agua que fluyó junto con la sangre del Crucificado. El Espíritu de vida es entregado mediante la muerte de Cristo. No es de sorprender que Moisés fuese juzgado severamente por golpear la roca en una segunda oportunidad, cuando Dios había ordenado que le hablara (Nm. 20:7-13). Sólo una vez, en Su tiempo señalado, Dios soporta el golpe de nuestra muerte. El Dios que es la Roca de Israel es el Salvador, el Dios de misericordia que soporta Su propio juicio por el pecado de Su pueblo. El pueblo había gritado en la acusación de incredulidad, “¿Está o no está el Señor entre nosotros?” Sí, el Señor

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estaba en medio de ellos, en medio de ellos de una manera que no podían imaginar. Ahí, Él parado sobre la roca; no sólo en medio de ellos, sino en su lugar, soportando su condenación. Antes de que Dios extendiera Su pacto en el Sinaí, Él prometió Su presencia en el Calvario. La historia de la redención de Dios transcurre de gracia en gracia. La gracia de la promesa de Dios a los patriarcas y la gracia de la liberación en Su éxodo remiten hacia la última gracia venidera en Jesucristo. Esto es evidente en la profética perspectiva general de la historia de redención hallada en Deuteronomio (30:1-10). Moisés ordenó que las tribus de Israel se dividieran en dos amplias asambleas luego de entrar en la tierra. La mitad de las tribus se reunirían en el Monte Guerizín y enumerarían todas las bendiciones que Dios traería sobre ellos por respetar Su pacto (Dt. 27:12; 28: 1-14). La otra mitad estaría en el Monte Ebal y enumeraría las maldiciones que caerían sobre ellos si desobedecían (Dt. 27:13; 28:15-68). Por tanto, entendemos que éstas no fueron sólo dos posibilidades, sino que ambas se llevarían a cabo. Al inicio del capítulo 30, vemos que Moisés declaró lo que llegaría a suceder luego de recibir todas esas bendiciones y maldiciones. El pueblo sería, entonces, esparcido en cautiverio entre las naciones, pero cuando ellos volvieran al Señor, Él no sólo los haría volver a su tierra, sino que “El SEÑOR tu Dios quitará lo pagano que haya en tu corazón y en el de tus descendientes, para que lo ames con todo tu corazón y con toda tu alma, y así tengas vida” (Dt. 30:6). Esta estructura abarca toda la historia bíblica. Israel recibió, en efecto, las bendiciones que Dios había prometido. Cuando el Rey Salomón bendijo al pueblo en la dedicación del Templo, dijo, “¡Bendito sea el SEÑOR, que conforme a sus promesas ha dado descanso a su pueblo Israel! No ha dejado de cumplir ni una sola de las gratas promesas que hizo por medio de su siervo Moisés!” (1 R 8:56). Este mismo Rey Salomón, sin embargo, construyó altares para otros dioses en Jerusalén a fin de complacer la idolatría de sus esposas paganas. Luego de su muerte, su reino fue dividido. Israel, al norte, y luego Judá, al sur, cayeron en la idolatría y la apostasía. Los profetas advirtieron sobre la creciente lluvia de juicios por venir, pero el pueblo se burló de sus presagios de muerte. Los asirios destruyeron Samaria y llevaron a Israel en cautiverio. El imperio babilónico trajo el mismo destino sobre Judá. Jerusalén fue quemada, sus muros derribados, el Templo destruido. Juicio, absoluto y devastador, siguieron a la bendición. No obstante, las promesas de Dios no fueron olvidadas. Los profetas que advirtieron el desastre esperaban con ansias un tiempo venidero: los “últimos días” después de la bendición y la maldición. Dios le perdonaría la vida a un grupo, los devolvería a la tierra haciéndolos salir de su cautiverio, y renovaría Su pacto con ellos en una gloria inimaginable. El perfil de la historia de Israel en Deuteronomio 30 se convirtió en la carga de los profetas. Ellos proclamaron el juicio de Dios, pero luego del juicio, la gloria de la obra redentora de Dios, llegó a su clímax en los últimos días. La real gracia de Dios, la Roca, triunfaría en la salvación de Su pueblo. El triunfo de Dios sería la obra de un Profeta más grande que Moisés; sería la obra del Ungido del Señor.

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7 EL UNGIDO DEL SEÑOR

Guerreros del Pacto Josué, el comandante de los ejércitos de Israel, estaba solo, mirando hacia los muros de Jericó. Él conocía bien las ciudades fortificadas de Canaán; años atrás había reconocido el terreno. En esos largos años transcurridos, Israel había rehusado seguir su valiente consejo; habían vuelto a andar errantes por cuarenta años en el desierto. Ahora los años de vida nómada habían terminado. Moisés estaba muerto, pero el Señor, que había separado el Mar Rojo para sacar a Israel de Egipto, había separado el Río Jordán para llevarlos a la Tierra Prometida. El maná había cesado; ellos ahora habían de vivir en la tierra que el Señor les había entregado. Mientras Josué contemplaba los muros y torres de Jericó, la responsabilidad que Dios le había encomendado palpitó en su corazón: “Durante todos los días de tu vida, nadie será capaz de enfrentarse a ti. Así como estuve con Moisés, también estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré… ¡Sé fuerte y valiente! ¡No tengas miedo ni te desanimes! Porque el SEÑOR tu Dios te acompañará dondequiera que vayas” (Jos. 1:5,9). Josué contaba con la promesa de la presencia de Dios, y la responsabilidad de guardar los mandamientos de Dios. ¿Qué estrategia debía seguir ahora? ¿Cómo debía atacar Jericó? Mientras Josué meditaba al respecto, de pronto, se sobresaltó al ver a un guerrero hacerle frente con una espada desenvainada. Josué tomó su propia espada y avanzó para retar al extraño: “¿Es usted de los nuestros, o del enemigo?” “No, sino que he venido como Príncipe del ejército de Jehová” (Jos. 5:14, RVR). Josué se postró sobre su rostro delante el Señor: “¿Qué órdenes trae usted, mi Señor, para este siervo suyo?” Delante de la zarza ardiente en el Sinaí, el Señor había dicho a Moisés que se quitara las sandalias. Ahora, le dijo a Josué que hiciera lo mismo: “El lugar que pisas es sagrado.”

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El Señor había prometido estar con Josué, y ahora revelaba Su presencia. El Señor vino con la espada como el Comandante, no sólo de los ejércitos de Israel sino de las huestes celestiales. El comandante Josué se encontró con su supremo Comandante. Era correcto que Josué se postrara delante de Él. Ningún hombre está preparado para hacer frente a la espada desenvainada del Señor. En una oportunidad, Dios se encontró con Moisés en el camino de regreso a Egipto y amenazó con matarlo hasta que sus hijos fueron circuncidados. (Ex. 4:24). Bajo el liderazgo de Josué, Israel había sido circuncidado en Guilgal (Jos. 5:29). Entonces, ellos hubieron celebrado la Pascua, conmemorando la amenaza de muerte contra el primogénito de Israel, y el egipcio. Josué podría haber temido que el Señor viniera contra él como Adversario para entablarle combate, tal como lo había hecho con Jacob en Jaboc. Él no necesitaba una zarza ardiendo para recordar que el Santo de Israel es fuego consumidor (Mal. 3:2). El Señor era el Comandante, no Josué. Dios no había venido para cumplir las órdenes de Josué; Él no podía ser convocado para brindar apoyo militar como Comandante de un batallón auxiliar de ángeles. Por el contrario, de haber sido por Su propia e inmerecida misericordia, y la gracia de Su pacto, el Señor sería, en efecto, el Adversario de Josué e Israel. No obstante, el Señor no había venido con Su espada desenvainada contra Israel sino contra la maldad de los cananitas. La copa de su iniquidad estaba llena; el día de su juicio había llegado (Gn. 15:16; Lv. 18:24-25). El Señor no llevó a Israel hasta la tierra como invasor, sino como ángeles vengadores, los ejecutores de Su juicio. El destino de Canaán debe compararse al destino de Sodoma y Gomorra: una anticipación en la historia del juicio final de Dios. El Señor es el Comandante; Él vino a llevar a cabo Su propia voluntad, Su propio plan. Vino como Guerrero porque Su misión era ser el Capitán de la salvación de Israel. Dios habló con Josué para instruirlo en la divina estrategia mediante la cual se tomaría Jericó. Su espada del juicio fue desenvainada en nombre de Su pueblo. Josué podía estar seguro de que el Señor estaba de su lado, porque él estaba de lado del Señor. “Si Dios está de nuestra parte, ¿quién puede estar en contra nuestra?” (Ro. 8:31). Antes de la primera campaña de Israel bajo la dirección de Josué, antes de los años de lucha que dieron a Israel la segura posesión de la tierra, Dios apareció como el Guerrero Divino. Si el pueblo le temía a Él, no necesitaban temer a nadie más. Jesús antes de Su crucifixión dijo, “El juicio de este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser expulsado” (Jn. 12:31). El lenguaje de batalla y victoria llena las Escrituras, pero no porque el derramamiento de sangre sea tomado a la ligera o se valoren las armas de guerra. Por el contrario, la terminología de guerra se aplica a la última batalla entre Jehová de los Ejércitos y el “príncipe de este mundo.” En la guerra santa a la cual Israel es llamado, esta batalla se presagia con escalofriante claridad. Israel no lucha contra quien quiere, sino sólo contra quien el juicio de Dios ha sentenciado para destrucción.

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Esto explica por qué Israel no podía perdonar a aquellos a quienes Dios había condenado. Cuando el Rey Saúl perdonó a Agag, rey de Amalec, el profeta Samuel pronunció el veredicto de Dios contra Agag y ejecutó Su venganza con su propia mano (1 S 15:33). Dado que Saúl había rechazado el mandamiento explícito de Dios, él fue rechazado como rey teocrático. Por la misma razón, era un crimen de proporciones blasfemas que Israel tomara para sí el botín de la ciudad o el pueblo que Dios había condenado a destrucción. Tal desobediencia pervirtió la función judicial de Israel, los convirtió en asesinos para su propio beneficio como los imperios agresores de aquel tiempo. Del mismo modo, cuando Jericó iba a caer ante los ejércitos de Israel, debía ser totalmente destruida, con excepción de la casa de Rajab, que había demostrado su fe en el Dios de Israel al proteger a los espías que Josué había enviado para reunir información. Acán, un guerrero de Israel, fue víctima de su propia codicia; supuso que podía esconder un pequeño tesoro que tomó de la ciudad: un hermoso manto de Babilonia, doscientas monedas de plata, y una barra de oro. El juicio de Dios no tardó. Israel sufrió una desastrosa derrota en la pequeña ciudad de Hai; la victoria volvería a los ejércitos de Israel, cuando el robo de Acán fuera descubierto y su pecado juzgado. Podemos encontrar difícil de aceptar el concepto de una guerra santa, en parte debido a la forma en la que el Islam se apoderado de este concepto proveniente del Antiguo Testamento. Reaccionamos contra la proclamación del Yihad hecha por los mulás del fundamentalismo islámico en Irán. Sin embargo, la comisión de Dios para Israel estuvo fundada en Su justo juicio contra el pecado. Los juicios de Dios aún recaen sobre la maldad humana: el Reich de Hitler cayó en llamas. Pero, nosotros vivimos en el tiempo en que el juicio final de Dios es pospuesto –pospuesto de modo que los hombres puedan arrepentirse y recibir la misericordia de Dios revelada en el Calvario (Ro. 2:3-6). Dios le entregó la espada a Israel para usarla en Su nombre. Jesús apartó la espada de la iglesia (Mt. 26:52; Jn. 18:11,36). El Nuevo Testamento reconoce el derecho dado por Dios al estado para usar la espada (Ro. 13:4), pero Dios no lo designó para ser el ejecutor de Su justicia absoluta. Ese juicio final es confiado a Jesucristo, y aguarda Su regreso (2 Ts. 1:710). La ley teocrática de Israel como el pueblo de Dios continúa en la iglesia, pero se transforma a través del cumplimiento de Cristo. Sus sanciones son espirituales, no físicas. La naturaleza espiritual de la batalla y la victoria de Cristo fue presagiada en la conquista de Jericó. El Señor, apareciendo como Comandante, instruyó a Josué en el extraordinario ataque a la ciudad. Los soldados no debían sitiar la ciudad ni levantar montículos contra sus muros. No habrían de construirse arietes. Por el contrario, se ordenó un desfile religioso. El ejército debía marchar en silencio alrededor de las murallas de la ciudad. Atrás de ellos vendrían los sacerdotes con el arca del pacto, tocando siete trompetas. En el Sinaí, el sonido de las trompetas había anunciado la presencia de Dios (Ex. 19:13). En el clímax del sagrado calendario de Israel, el Año del Jubileo debía ser proclamado con el toque de la trompeta de plata. El arca representaba la presencia del Señor con Israel, y el sonido de la trompeta anunciaba Su presencia en el juicio.

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Cada día el solemne desfile removía el polvo alrededor de los muros de Jericó. Al sexto día, no cabe duda, los habitantes se burlaban de la aparentemente inútil demostración. Al sétimo día, la larga marcha empezó temprano en la mañana. Siete veces Israel marchó alrededor de Jericó. Cuando las trompetas tocaron al final de la sétima vuelta, los ejércitos gritaron, y los muros de Jericó se desmoronaron en su lugar. Luego, los soldados de Israel entraron en la ciudad desmoralizada y la destruyeron. Israel usó la espada según el mandato de Dios, pero no fue por su destreza en la batalla que obtuvo la victoria. La batalla era del Señor, y la victoria era Suya. Esta idea permanece en el tema de la historia de la lucha de Israel. El tema se repite con innumerables variaciones, pero el mensaje es el mismo. La Salvación es del Señor. Él está a cargo, el Comandante que estuvo delante de Josué. Al sonido de la trompeta de Dios, cada muro caerá. El apóstol Pablo alguna vez levantó la espada para perseguir a la iglesia de Cristo. El Señor, sin embargo, lo enfrentó en el camino a Damasco, y su espada quedó abandonada. Pero él no quedó desarmado. Por el contrario, se regocijó en las armas del Espíritu para la lucha espiritual que iba a librar. Pues aunque vivimos en el mundo, no libramos batallas como lo hace el mundo. Las armas con que luchamos no son del mundo, sino que tienen el poder divino para derribar fortalezas. Destruimos argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevamos cautivo todo pensamiento para que se someta a Cristo. (2 Cor. 10:3-5) Pablo era un heraldo del evangelio. Él tocó la trompeta del evangelio y vio caer a las ciudadelas del malvado. Pablo describió vívidamente el poder de su ministerio entre los gentiles. Él era como un sacerdote que preside la ofrenda de los gentiles para Dios (Ro. 15:16). Los viajes misioneros de Pablo fueron realmente un desfile triunfal, pero el triunfo no era suyo, sino de Cristo (2 Cor. 2:14). Él era un cautivo de Cristo, encadenado a Su carro de guerra mientras Cristo andaba en triunfo. La promesa que el Señor hizo a Josué cuando estuvo frente a él ahora es cumplida a través de la victoria de Cristo sobre los poderes y principados. El Señor que prometió a Josué que nunca lo dejaría ni lo abandonaría (Jos. 1:5) es el mismo Señor que dijo a Sus discípulos, “Y, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28:20, RVR). En el rico simbolismo del encuentro de Josué con el Comandante, tenemos un anticipo de toda la historia de redención vista en el formato de la guerra santa. Jesús viene como Príncipe y Comandante, el Señor de los Ejércitos que vencerá y reinará. Sin embargo, la figura de Josué también es importante. Su nombre lleva testimonio del hecho de que el Señor salva. Él es el comandante escogido del pueblo de Dios; ocupa el lugar de Moisés como siervo del Señor. Como tal, nos prepara para Jesús, su más grande tocayo.

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El papel de Josué como el líder militar del pueblo de Dios prepara el camino para los posteriores jueces y reyes de Israel. Él anticipa, por tanto, el papel de Cristo como el Ungido del Señor, el Hijo de David, que es el Salvador y Liberador del pueblo de Dios. Jesús cumple ambas partes del pacto de Dios. Él es el Señor, el Divino Guerrero, que viene para Su propia salvación. Es también el Siervo, el Ungido del Señor, a través del cual se obtiene la victoria. Josué y sus sucesores, los jueces y reyes de Israel, libran las batallas del Señor a lo largo de los siglos de la lucha de Israel en la tierra. Sus batallas son registradas, no para describir su don militar, sino para mostrar cómo los usó Dios a fin de liberar a Israel. Todos ellos presagian a un Liberador y Salvador más grande que ha de venir. El libro de Jueces describe claramente la historia del dominio de Dios sobre Su pueblo rebelde. Inicialmente, ellos fracasaron al intentar destruir y expulsar a todos los habitantes de la tierra. Aquellos que quedaron se convirtieron en fuente de corrupción para Israel. Una y otra vez, olvidaron al Señor y cayeron en la idolatría y la inmoralidad, imitando los mismos pecados por los cuales Dios juzgó a los cananitas. Por ello, Dios los entregó a sus enemigos. Las tribus fueron divididas, el pueblo tomado por esclavo. Despojados de las armas que podían usar para su defensa, fueron forzados a cosechar el fruto de la tierra de sus opresores. Movidos por la desesperación, clamaron al Señor, y Él levantó jueces para liberarlos y ofrecerles períodos de orden y zonas de paz (Jue. 3:9,15; 6:7-8,11). La misericordia de Dios aparece en Su continuo envío de salvadores y jueces. Cuando Su pueblo otra vez clamaba a Él luego de volver repetidamente a su apostasía, se nos dice que, “el SEÑOR no pudo soportar más el sufrimiento de Israel” (Jue. 10:16, RVR). Incluso antes de que se arrepintieran bajo la explotación de los filisteos, el Señor empezó Su obra de liberación enviando a Su Ángel para anunciar el nacimiento de Sansón. Puede parecer extraño que el nacimiento de un juez tan incapaz como Sansón sea presentado en un capítulo completo, describiendo las dos apariciones del Ángel del Señor, primero a la esposa de Manoa y luego a la pareja junta (Jue. 13). Efectivamente, la maestría literaria de las historias de Sansón y su impresionante poder pueden también dejarnos perplejos. ¿Por qué darle tanta atención a un juez que desaprovechó su investidura e ignoró su llamamiento? ¿Acaso la historia de Sansón es importante por su valor de entretenimiento? ¿Acaso Sansón es un Rambo israelí, o un Superman de alguna tira cómica bíblica? La respuesta aparece en el testimonio que Sansón ofrece, casi a pesar de él mismo, sobre su papel como salvador del pueblo de Dios. Sansón fue llamado para ser un nazareo, alguien consagrado a Dios en un sentido especial, apartado por propia decisión para abstenerse de probar bebidas fuertes. Su cabello, que nunca había sido recortado, era la señal de su voto ante los ojos de su tribu y de los señores filisteos. En los días de Sansón, la nación de Israel no sólo fue oprimida sino desmoralizada. Cuando Sansón vengó una atrocidad filistea, su propia tribu lo reprendió. “¿No te das cuenta de que los filisteos nos gobiernan? ¿Por qué nos haces esto?” (Jue. 15:11). Amenazados por un ejército filisteo, su propio pueblo gustosamente lo ató y lo entregó al enemigo.

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Bajo la dirección de Débora, la juez de Israel, el pueblo se había ofrecido a sí mismo voluntariamente en el día de la batalla (Jue. 5:2,9). En el tiempo de Sansón, sin embargo, ya no existía esa voluntad de confiar en el Señor para obtener la victoria. Dios había demostrado que Él podía liberar a Israel con un ejército de voluntarios; también había demostrado que podía salvarlos con tan sólo trescientos guerreros. La diminuta fuerza de Gedeón había asustado y derrotado a un gran ejército de invasores madianitas. Pero, cuando el Espíritu de Dios vino sobre Sansón, el Señor demostró que no necesitaba ni de esos trescientos. Él podía liberar a través de uno solo. Atado por su propia nación, entregado a los gentiles, sin seguidores ni armas, Sansón acabó con mil filisteos. Su arma estaba cerca de él una vez que rompió sus ataduras: la quijada de un asno (no es tan extraño como podría parecer; las quijadas encajadas con cuchillos de piedra se usaron como armas primitivas). El clamor de victoria de Sansón fue un juego de palabras que mostraba indignación. El término hebreo para “asno” era el mismo que para “montón.” Sansón usa el mismo término tres veces en una frase: “Con la quijada de un ‘montón’ [asno], he amontonado montones.” (“Con la quijada de un asno, he matado a mil hombres.”) El juego de palabras no puede ser traducido con claridad. “Con la quijada de un asno he atacado a mis atacantes” –esta versión tampoco se acerca al original. Al siguiente instante, la amargura de Sansón se convirtió en una oración desesperada. En colapso por el cansancio y la deshidratación, él arrojó la quijada xxy clamó a Dios por agua. Entonces, Dios hizo brotar un manantial en la hondonada que hay en Lehí (“Quijada”). De aquel lugar de muerte y juicio, Dios abrió un manantial de vida. En el Salmo 110, David describió el triunfo del Mesías, que tendría sed luego de la matanza en la batalla: Juzgará entre las naciones, las llenará de… cuerpos; quebrantará las cabezas en muchas tierras. Del arroyo beberá en el camino, por lo cual levantará la cabeza.xxi El apóstol Pablo reflexiona sobre la exaltación de Cristo a la derecha de Dios, predicha en este Salmo (Ef. 1:20-22). Él medita sobre el triunfo espiritual de Cristo cuando el evangelio alcance a todas las naciones. Haciendo uso del vocabulario de este Salmo, Pablo afirma, no que Cristo llena con cuerpos [la iglesia] sino que Él llena el cuerpo, es decir, la iglesia. Su cabeza es levantada, porque Él es cabeza de todo para la iglesia (Ef. 1:22). Quizás la debilidad de Sansón, el hombre fuerte, nos ayude a distinguir entre el hombre mismo y su llamamiento: el papel que el Señor designó para él. Sansón

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ocupó un cargo en Israel: fue designado por Dios para una función que fue definida mediante el llamamiento de Dios y reconocida, al menos retrospectivamente, por el pueblo al cual sirvió. Es así como se resume su trayectoria: “Y juzgó Sansón a Israel veinte años, en los días en que dominaban los filisteos” (Jue. 15:20, RVR). Tal como hemos visto, los papeles designados a los siervos de Dios se remiten a su cumplimiento en el Siervo final de Dios, Jesucristo. Ellos tienen una función simbólica, que ofrece una clave para la forma en que las narraciones históricas del Antiguo Testamento demuestran tipos de la obra de Cristo. A pesar del abuso de Sansón sobre su investidura de poder, Dios lo usó para demostrar Su poder de salvación. El poder físico de Sansón fue el don del Espíritu, que lo hizo apto para el combate como guerrero del Señor. En la batalla, él era invencible. Sin embargo, nunca lideró a Israel contra el enemigo, ni buscó establecer el Reino de Dios de acuerdo con Su promesa. El hombre fuerte mató un león con sus propias manos, pero lo hizo cuando iba a tomar una esposa filistea, desobedeciendo la ley de Dios. Mató a treinta hombres en Ascalón, pero lo hizo para obtener sus vestimentas y pagar una apuesta. Arrancó de su lugar las puertas de la ciudad de Gaza y las llevó a la cima de un monte, pero lo hizo para escapar de una trampa que habían preparado para él cuando pasó la noche con una ramera en esa ciudad filistea. Sansón mantuvo la consagración externa de su voto como nazareo, pero como observó John Milton en Sansón Agonista: Pero ¿de qué sirvió esta abstinencia, no completa Frente a otro objetivo más tentador? ¿Patear una puerta para defenderse Y otra para dejar entrar al enemigo Y vencer afeminadamente? Finalmente, el caparazón de su dedicación externa al Señor se cayó. Su progresivo compromiso lo llevó a confiar su secreto a Dalila. Su cabello fue recortado, y su fuerza sobrenatural se extinguió. Traicionado y en manos de sus enemigos filisteos, Sansón se encontró desvalido. Él había vivido para la lujuria de la vista; ahora estaba ciego por obra de los filisteos. Sus apetitos lo habían hecho cautivo de las mujeres que vio. Ahora había sido puesto a moler grano, a servir como lo hacían las mujeres esclavas. La diversión fue su placer; ahora los filisteos se divertían a sus expensas. Ellos celebraron su triunfo en el templo de su dios Dagón, y trajeron a Sansón para burlarse de su impotencia y ceguera. Sin embargo, Dios no había abandonado a Sansón. En la prisión, su cabello había crecido –la señal de su consagración nazarea al Dios del pacto. Sansón fue llevado al templo pasando por miles que lo abuchearon. Éstos empezaron un canto de victoria que fue repetido por una gran multitud en la parte alta del templo, desde donde se observaba el atrio. Ellos exigían trucos, ofrecían pruebas de fuerza para demostrar su debilidad. Sansón soportó la burla. Luego se dio cuenta de que estaba en el centro del templo, junto a las grandes columnas de madera colocadas

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sobre bases de piedra, columnas que soportaban la parte alta. Sansón dijo al muchacho que lo llevó, “Ponme donde pueda tocar las columnas que sostienen el templo, para que me pueda apoyar en ellas.” Entonces, Sansón oró, “Señor DIOS, te ruego que te acuerdes de mí, y te suplico que me des fuerzas sólo esta vez, oh Dios, para vengarme ahora de los filisteos por mis dos ojos (Jue. 16:28, BA).” 2 Con cada una de sus manos apoyadas sobre cada pilar, Sansón echó toda su fuerza sobre ellos y los derribó, arrancándolos de sus bases. Una última oración salió de sus labios: “¡Muera yo junto con los filisteos!” La parte alta con su gran muchedumbre cayó sobre Sansón y la masa de gente que estaba abajo. El relato concluye: “Fueron muchos más los que Sansón mató al morir, que los que había matado mientras vivía” (Jue. 16:30). La narración no intenta hacer santo a Sansón. Él murió buscando venganza, y la amargura de sus palabras finales parece ser demasiado, incluso para los traductores, que sienten que la traducción más literal no es correcta. ¡Cómo pudo Sansón traer esta destrucción sobre sí mismo y los filisteos para vengar sólo uno de sus dos ojos! Sin embargo, las palabras corresponden con la ira de Sansón y su afición por los acertijos certeros; él regresaría las burlas de sus enemigos sobre sus cabezas. ¿Acaso la trágica vida de Sansón puede remitirnos a Jesucristo? Si captamos la fuerza de la narración, veremos que debe ser así. Obviamente, la historia de Sansón no tiene por finalidad que los jóvenes lo emulen. ¡El relato, a menudo, es fuertemente censurado en la Escuela Dominical! Pero Sansón tampoco es presentado como contraejemplo, alguien que demuestra el desatino del pecado y la necesidad del arrepentimiento. Su muerte no se presenta como juicio divino, ni sus últimas palabras confiesan su pecado ni buscan perdón. Para estar seguros, podemos contrastar la historia de Sansón con la de Samuel, cuyo nacimiento también fue profetizado. Pero la idea central del relato de Sansón no es prepararnos para ese contraste. Por el contrario, es demostrar cómo Dios puede traer juicio sobre los enemigos de Su pueblo a través de un hombre, provisto por el Espíritu Santo. La debilidad y los pecados de Sansón sólo sirven para intensificar la brecha entre su propia vida y su llamamiento como juez de Israel. No estamos llamados a admirar las virtudes de Sansón, sino a reconocer su fe. Él sabía que su fuerza era un don de Dios, y murió en fe, apelando al juicio de Dios sobre Sus enemigos (Heb. 11:13, 32-34). Jesucristo es el poderoso Salvador presagiado por el simbolismo del llamamiento de Sansón. A diferencia de éste (y de Juan el Bautista), Jesús es consagrado a Dios no mediante una disidencia externa, sino mediante una santidad interior. Él es un nazareo espiritual, llamado por el Padre desde el vientre de Su madre. Su distinción es evidenciada mediante Su perfecta obediencia, obediencia reconocida por la voz de Su Padre desde el cielo (Mt. 3:17; 17:5). Sansón fue investido con el Espíritu Santo, señalando el patrón que habría de realizarse en Cristo como el Portador del Espíritu. Así como Sansón, Jesús fue atado por los líderes de Su propio pueblo y entregado a los opresores gentiles. Al 2

Algunas versiones proponen: … por uno de mis dos ojos. (ASV, var.). 99

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igual que Sansón, también, Jesús soportó las burlas estando desvalido; no ciego, sino con los ojos vendados, se convirtió en la diversión de Sus captores. Jesús voluntariamente entregó Su vida. En Su muerte forjó una liberación que excedía las liberaciones de Su vida. Los aspectos típicos de la vida de Sansón no deben buscarse en la similitud de detalles. Las puertas de Gaza, removidas por Sansón hacia las alturas de Hebrón, no pueden identificarse directamente con las puertas de la muerte. Éstas no son simbólicas en sí mismas. La estructura que sirve de base a la tipología de las narraciones del Antiguo Testamento es la continuidad de la obra redentora de Dios tal como se revela a través de la historia. El papel del juez como investido divinamente y liberador designado anticipa al Juez que aún está por venir. La invencible fuerza de Sansón en el poder del Espíritu nos remite a la revelación final de ese principio en la victoria de Jesucristo. Se nos narra el traslado de las puertas de Gaza que hizo Sansón a fin de que comprendamos que ningún poder puede contener al guerrero del pueblo de Dios investido por el Espíritu. Su hazaña, por tanto, presagia, débil pero fielmente, la victoria de Cristo cuando la muerte no pudo atraparlo. El rechazo de Sansón por su tribu corresponde al patrón del siervo del Señor que es rechazado, un modelo que se extiende a través de la historia de la redención. Desde la sangre de Abel hasta la del último profeta que sufrió por su llamamiento, la historia de los siervos de Dios es una historia de rechazo. Por otro lado, el patrón continúa una y otra vez con un giro inverso. Dios no sólo usa y bendice a Sus siervos rechazados; Él incluso usa su rechazo para promover Sus propósitos. La tribu de Dan entregó a Sansón en manos de los filisteos, pero al hacerlo desataron el juicio de Dios sobre sus enemigos. El tema de la victoria a través de la aparente derrota no es accidental dentro de la historia de Sansón. Es otro ejemplo del imponente poder de liberación de Dios. Su fuerza se hace perfecta en la debilidad. En el período de los jueces, Dios levantó guerreros del pacto para liberar a Su pueblo de sus opresores. Sansón demostró que el Señor podía liberarlos a través de un solo guerrero. Sin embargo, Sansón no fue un verdadero líder para Israel. Luego del tormentoso periodo de los jueces, vino el tiempo de los reyes, y especialmente del Rey David, a través del cual se levantó un liberador que fue guerrero y líder. El Rey Guerrero De acuerdo con el pedido del pueblo, la monarquía se inauguró con Samuel, el más grande juez de Israel. Cuando era niño, Samuel vivió en el santuario con Elí, el sacerdote del Señor. En los oscuros años de la desunión de Israel hubo muy pocas revelaciones del Señor. Él habló a Samuel, convirtiéndolo en Su profeta. Samuel lideró y juzgó a Israel como ministro de la palabra de Dios y hombre de oración. El liderazgo de Samuel se mantuvo en absoluto contraste con el modo en que Sansón luchó contra los filisteos. Él no peleó con la quijada de un asno, sino con el

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sacrificio de un cordero. Invitó al pueblo a arrepentirse de su pecado, deshacerse de sus ídolos, y orar al Señor para obtener la victoria sobre los opresores filisteos. Luego, el pueblo le pidió que ore mientras ellos iban a luchar contra los invasores. Samuel así lo hizo, y mientras los filisteos avanzaban para atacar, él estaba ofreciendo sacrificio al Señor (1 S 7:10). Dios desbarató la avanzada filistea con el tronar de Su juicio, y los israelitas obtuvieron la victoria. Samuel oró a Dios y colocó el recordatorio de Ebenezer (“la piedra de ayuda”). No obstante, el pueblo no estaba satisfecho con la oración como su defensa. Ellos reconocieron que los propios hijos de Samuel no habían heredado sus dones proféticos, y no deseaban que el Señor levante otro Samuel para liderarlos. No, ellos querían tener un rey como las otras naciones. Preferían tener su defensa institucionalizada. Samuel se afligió ante la rebeldía del pueblo, pero Dios lo instruyó para cumplir con su demanda, advirtiéndoles sobre el precio que pagarían por un reinado terrenal. Saúl, el primer rey de Israel, trajo inicialmente victorias, pero fracasó miserablemente en su llamamiento como ungido de Dios. Él simplemente no pudo creer que Dios fuese capaz de liberar a través de unos cuantos; cuando vio a su ejército voluntario cada vez más reducido, ofreció sacrificio él mismo en lugar de esperar por Samuel, quien se retrasó (1 S 13:9). Luego, cuando el Señor le ordenó destruir a los amalecitas como un acto de juicio divino, él dejó con vida lo mejor de las ovejas y bueyes así como a Agag, el rey. Samuel se apartó de Saúl para indicar que el Señor lo había rechazado (1 S 15). De acuerdo con el mandato de Dios, Samuel ungió a David, escogido de Dios para suceder a Saúl como rey de Israel (1 S 16). En los relatos de David, el rey guerrero de Israel, tenemos la más completa anticipación de la victoria del Salvador venidero. Así como Sansón y otros jueces, David fue un combatiente, valiente y diestro en la batalla. Pero, a diferencia de Sansón, él fue un líder, además, considerado con sus tropas, agradecido por su servicio. Al igual que Samuel, fue un hombre de oración, que obedeció la palabra del Señor. Aun cuando David no fue un profeta en el sentido en que lo fue Samuel, él recibió la revelación de Dios (Hch. 2:30-31), y fue autor inspirado de muchos de los Salmos. En el recuento del servicio que el Rey David prestó al Señor, registrado en el Antiguo Testamento, leemos la historia de Jesús. El ministerio del más grande Hijo de David se presagia en la vida de David. Esto es evidente en las pruebas y aflicciones que David soportó precisamente porque era el ungido del Señor. El tema del siervo justo del Señor que soporta desprecio y aflicción por Su causa es descrito elocuentemente en los Salmos de David: Por ti yo he sufrido insultos; mi rostro se ha cubierto de ignominia. Soy como un extraño para mis hermanos; soy un extranjero para los hijos de mi madre. El celo por tu casa me consume;

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sobre mí han recaído los insultos de tus detractores. Cuando lloro y ayuno, tengo que soportar sus ofensas; cuando me visto de luto, soy objeto de burlas. Los que se sientan a la puerta murmuran contra mí; los borrachos me dedican parodias. (Sal. 69:7-12) La experiencia de aflicción de David por causa del Señor en parte surgió de la enemistad con los filisteos y las naciones vecinas. David recordó en el Salmo 56 la experiencia que vivió en Gat, cuando pretendía ocultarse de la celosa persecución de Saúl en aquella ciudad filistea: Ten compasión de mí, oh Dios, pues hay gente que me persigue. Todo el día me atacan mis opresores, todo el día me persiguen mis adversarios; son muchos los arrogantes que me atacan. Cuando siento miedo, pongo en ti mi confianza. (Sal. 56:1-3) Sólo a través de la más humillante representación David pudo escapar en aquella ocasión. Él fingió estar desquiciado, dejando que la saliva le corriera por la barba, arañando como un animal las puertas de la ciudad. Aquis, el rey de Gat, presumiendo lógicamente que en su corte ya había suficientes locos, ordenó la liberación de David (1 S 21:14-15). Las mayores aflicciones de David, sin embargo, no provinieron de los enemigos gentiles sino de su propio pueblo. El Rey Saúl se volvió loco de celos a causa de las hazañas de David y su popularidad con el pueblo. Cuando David estuvo tocando el arpa para calmar al atormentado rey, casi termina clavado en la pared por la lanza que Saúl súbitamente le arrojó. Un tiro fallido siguió a otro. En una ocasión, Mical, hija de Saúl y esposa de David, previno a su esposo para que huyera, y preparó un muñeco en su cama para despistar la persecución. David se convirtió en un proscrito en el desierto de Judá; un grupo de hombres que vivían fuera de la ley, desesperados, se reunieron alrededor de él. La persecución que Saúl encabezó contra David en aquella ocasión se prolongó por kilómetros. Cuando las tropas del rey se acercaron un día, la repentina noticia de una invasión filistea alejó a Saúl para cumplir con su propio deber real. Las historias se narran vívidamente. Vemos a Saúl dando vuelta a un lado para hacer sus necesidades en una cueva, la misma cueva donde David y sus hombres estaban escondidos. Los lugartenientes de David vieron esto como una oportunidad ofrecida por Dios para matar al rey homicida y dar por terminados todos sus problemas. Pero David no prestó oídos a una sola de estas palabras. A hurtadillas, se acercó y cortó el borde del manto de Saúl, pero no tocó al rey. Incluso esa pequeña alteración al vestuario de Saúl preocupó a David: “¡Que el

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SEÑOR me libre de hacerle al rey lo que ustedes sugieren! No puedo alzar la mano contra él” (1 S 24:6). Cuando Saúl estuvo a cierta distancia, poco después, David le mostró el retazo que cortó de su manto. Saúl se sintió avergonzado y reconoció la buena voluntad de David, con lo cual éste consiguió una tregua. A causa del crisol de la persecución que Saúl encabezó contra él, y luego por la rebeldía de su propio hijo, Absalón, David abrió su corazón al Señor en Salmos de lamento. Él se rehusó a tomar venganza contra Saúl por sus propias manos. Su respeto por la unción de éste como rey de Israel también era, obviamente, un reconocimiento de su propia unción por el Señor para sucederlo. Sin embargo, David no tomó su propia unción como una licencia para apoderarse del trono destruyendo a Saúl. Por el contrario, él comprometió su causa a Dios, y confió en Él para juzgar a Sus enemigos y guardar Su promesa. Las aflicciones y pruebas de David proyectaron la sombra de la muerte sobre el valle en el cual éste confesó que el Señor era su Pastor. Las victorias de David fueron victorias de fe. Podemos ver esta dedicación de fe de David en el verdadero principio de sus batallas, su encuentro con el guerrero filisteo Goliat. Fue su fe, su celo por el honor de Jehová de los Ejércitos, lo que lo llevó a ofrecerse para luchar contra el gigante. En la historia leemos cómo su padre lo envió al frente de batalla con alimento para sus tres hermanos y sus compañeros. Ahí él escuchó el jactancioso desafío de Goliat, y pareció sorprendido de que nadie lo acepte y ponga fin a tal blasfemia. Eliab, su hermano mayor, mostró más desdén del usual por un hermano menor: “¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Con quién has dejado esas pocas ovejas en el desierto? Yo te conozco. Eres un atrevido y mal intencionado. ¡Seguro que has venido para ver la batalla!” (1 S 17:28). Evidentemente, Eliab estaba incómodo por el celo de David. En el escenario de la narración, sin embargo, vemos que David estaba actuando como el ungido del Señor (1 S 16:12-13). El Espíritu del Señor permaneció en él en virtud de su llamamiento. El relato nos recuerda la unción de David con la repetición de su descripción como un joven “trigueño y apuesto.” Esa frase se usa para hablar de David cuando Goliat lo vio; también se usa para describirlo cuando Samuel lo ungió como rey (1 S 16:12; cf. 17:42). Aunque, en realidad, él era joven, fue ungido con el Espíritu. Goliat lo vio avanzando sin armadura, tan sólo con un cayado en su mano. El guerrero de Gat se sintió insultado: “¿Soy acaso un perro para que vengas a atacarme con palos?” Goliat maldijo a David invocando a sus dioses. “¡Ven acá, que les voy a echar tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo!” (1 S 17:44). David no se sintió intimidado por las fanfarronadas de Goliat ni por su tamaño o armas. “Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina; pero yo voy contra ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado” (1 S 17:45, RVR).

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El Dios de los escuadrones de Israel es el Dios de los ejércitos del cielo. Él tiene todo el poder en el cielo y en la tierra. El valor de David es el valor de la fe. No importaba que Goliat mida casi tres metros de altura ni que avance armado como un tanque de guerra. Su oponente no era un muchacho con un cayado sino el ungido del Señor, investido con el Espíritu de Dios. Ciertamente, el misil balístico de David prueba superioridad tecnológica frente a la punta de lanza de más de 6 ½ Kg. que llevaba Goliat, pero es la bendición de Dios la que otorgó la victoria a David. Los episodios de los años que pasó David en el desierto demuestran las pruebas y triunfos de su fe. Hubo días de depresión cuando David perdió la esperanza de escapar de la persecución de Saúl. Sin embargo, una y otra vez el Señor renovó su esperanza. Al final del relato sobre la vida de David, se presenta un resumen de algunas de las hazañas de sus guerreros. Ellos son recordados en su rango como héroes, los caballeros de la mesa redonda de David. Una de las marcas en este salón de la fama muestra claramente el significado de la devoción en las batallas del rey (2 S 23:13-17). Los hombres de David fueron intensamente leales a su jefe, y dicha lealtad fue llevada al extremo de la devoción. Actualmente, la firme lealtad no es inusual entre los grupos guerrilleros buscados por regímenes opresores. A menudo encontramos esto en formas sustitutas en el mundo de los deportes, donde no basta preferir a un equipo deportivo local, sino que uno debe estar obsesionado al punto del fanatismo. La historia de la devoción en los anales del rey tiene su escenario en los primeros días del reinado de David en Israel. Luego de la muerte de Saúl, David había sido reconocido como rey por su propia tribu, la tribu de Judá. Siete años después, fue reconocido como rey de todo Israel. Los filisteos, oyendo sobre su coronación, fueron contra él. Ellos habían derrotado a Saúl, y ahora pretendían capturar a David y cortar de raíz su reino. El ejército filisteo se adentró bastante en el territorio de Judá y ocupó Belén con una fuerte guarnición (2 S 5:17-18). David, que aún no tenía un ejército completo para defender su reino, se refugió en un punto fuerte conocido en el desierto de Judá, un bastión que él conocía bien desde sus días como proscrito perseguido por Saúl. Ahí se le unieron leales voluntarios, incluidos, sin duda, muchos excombatientes de ese pasado como proscrito. Era el tiempo de la cosecha, un mal período para reclutar gente, pero entre los voluntarios aparecieron tres hombres especialmente leales a la causa del rey. Hacía calor bajo el sol del desierto, y David murmuró un profundo deseo, “¡Ojalá pudiera yo beber agua del pozo que está a la entrada de Belén!” (2 S 23:15); los tres hombres escucharon. Había, por supuesto, una fuente en la fortaleza de David. Ningún campamento podría sobrevivir sin una. Pero, David añoraba el agua de Belén, la guarnición filistea. Belén era la ciudad natal de David, tal como sabían bien los filisteos. Quizás David tenía recuerdos nostálgicos de tardes calurosas como aquella, en su niñez, cuando venía de los campos a pedir agua a un amigo que la sacaba del pozo. Sin embargo, ciertamente, había más que nostalgia en el deseo de David. Él era el rey ungido por Dios, coronado sobre todo Israel, pero el ejército filisteo estaba

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ocupando la misma ciudad de su nacimiento. ¿Acaso el Señor entregaría nuevamente a Belén en sus manos? ¿Podrían ser vencidos los filisteos? David se apresuró a consultarle al Señor (2 S 5:19). Los tres guerreros escucharon el deseo de su rey. Intercambiaron miradas, se ciñeron sus espadas, tomaron un cántaro, y cruzaron el desierto rumbo a Belén. Las narraciones del Antiguo Testamento, realmente, no ahondan en descripciones sobre los escenarios de acción. Incluso los hechos de los héroes no son románticamente embellecidos. No se nos cuenta cuándo ni dónde los tres espadachines encontraron la primera oposición, ni qué puesto de avanzada de la guarnición filistea les hizo frente primero. No obstante, se nos narra que ellos cruzaron las líneas filisteas y entraron a Belén. ¿Acaso ellos pelearon en su subida a la colina rumbo a la entrada de la ciudad? Si no fue así, ciertamente tuvieron que hacerlo cuando entraron. La entrada de la ciudad había sido el puesto de mando de la guarnición filistea. El área abierta era el lugar donde las tropas se reunían. ¿Acaso alguna mujer del pueblo sacó el agua para ellos? ¿Acaso algún soldado lo hizo mientras los otros lo defendían? No sabemos eso. Evidentemente, escapar del pueblo con el agua fue la lucha más dura. ¡Quizás lo más duro de todo fue su regreso a través del desierto luego de su combate, llevando el agua en lugar de tomarla! David no les había ordenado esta incursión. Ni siquiera había pedido voluntarios para hacerlo. Estos hombres ciertamente habrían obedecido al mandato del rey. Con seguridad, ellos se habrían ofrecido si David hubiese pedido hombres que den un paso al frente para una peligrosa misión. Pero, David sólo había expresado un deseo, tal como la palabra lo dice. El deseo del rey fue su orden. La comunidad del pacto de Dios está unida por vínculos más profundos que la lealtad. Los lazos que unen al pueblo de Dios son los lazos de la mutua consagración. Charles Colson describió la hermandad de la Fraternidad de Washington, que lo llevó al amor de Cristo. Ese movimiento se toma a pecho la comisión del apóstol Pedro, “amen a los hermanos” (1 P 2:17). En la iglesia de Jesucristo, los líderes no son coaccionarios. A éstos se les anima y apoya mediante el alegre servicio voluntario de hombres y mujeres. Los guerreros deben haber estado muy agotados cuando regresaron al campamento y buscaron a David, su rey. Él había deseado agua del pozo de Belén, y ellos le entregaron el cántaro. Sin embargo, la reacción de David deja perplejos a algunos lectores de la historia, cuando éste toma el cántaro y lentamente derrama el agua en el suelo. Los hombres vieron un pequeño charco, cuando el agua cayó en la tierra seca. Los fuertes rayos del sol rápidamente secaron el lugar. ¿Acaso David era un desconsiderado, que desdeñaba el sacrificio de sus soldados? Muy por el contrario, David apreciaba su devoción, pero él no bebería el agua, porque era demasiado preciosa para hacerlo. “¡Que el Señor me libre de beberla!” dijo. “¡Eso sería como beberme la sangre de hombres que se han jugado la vida!” (2 S 23:17). David derramó el agua como una ofrenda al Señor. La humildad de David demuestra su consagración a Él.

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Siempre han existido pretendidos pastores del rebaño de Dios que se han aprovechado de Su pueblo: comiendo la carne, vistiendo lana, pero sin cuidar del rebaño (Ez. 34:1-10). Pocos pueden olvidar la imagen del video de Jim Jones en Guyana, sentándose en una silla sobre una plataforma de madera, mientras sus seguidores bebían un veneno, obedeciendo su mandato. Un pastor no debe construir un Templo del Pueblo con el insano egotismo de Jim Jones, a fin de enseñorearse sobre aquellos que confían en él, en lugar de servirlos. David no aceptó la ofrenda sacrificial del agua como lo justo para él. Por el contrario, la recibió como una ofrenda para Dios. El apóstol Pablo, de la misma forma, habla de una ofrenda enviada a él por los filipenses como “una ofrenda fragante, un sacrificio que Dios acepta con agrado” (Fil. 4:18). No cabe duda de que por el mismo acto de consagrar el agua al Señor, David animó a sus hombres a comprender su propio llamamiento. Ellos servían al Señor Dios de Israel. El agua no era el trofeo de su habilidad con las armas; era la ofrenda de la victoria otorgada por el Señor. En la adoración de David notamos su humilde gratitud a Dios por esos hombres tan leales. Al mismo tiempo, vemos la renovación de la fe de David. Si Dios hizo que tres de sus hombres penetraran hasta el pozo de Belén, ciertamente entregaría a los filisteos en sus manos y le conferiría una plena victoria. Esta hermosa historia muestra la sensibilidad de David, su consagración al Señor y a aquellos a través de lo cuales Él le daría la victoria. Podemos leer todo el capítulo, y encontrar que luego de los relatos sobre las hazañas de los poderosos hombres de David, tenemos la lista de honor con sus nombres. Al final de la lista, leemos: “Sélec el amonita, Najaray el berotita, que fue escudero de Joab hijo de Sarvia, Ira el itrita, Gareb el itrita, y Urías el hitita. En total fueron treinta y siete” (2 S 23:37-39). Leyendo esa lista, llegamos al último de los nombres: ¡Urías, el hitita! Él, también, fue uno de los poderosos hombres de David—tan leal al rey como los tres que trajeron agua de Belén. El nombre de Urías fue pisoteado en el capítulo más oscuro de la vida de David. Después, en el reino de David, él permaneció en Jerusalén mientras su ejército sitiaba la ciudad amonita de Rabá (2 S 11:1-27). Descansando en la azotea de su palacio, David vio a una mujer bañándose en un jardín cercano. Le dijeron que era Betsabé, la esposa de uno de sus guerreros, Urías, quien estaba peleando en el ejército. David la hizo traer para él, y se acostó con ella. Ella volvió a casa, y aparentemente David, habiendo satisfecho sus deseos, consideró el asunto terminado. Pero Betsabé mandó avisar a David que estaba embarazada. David inventó una estrategia vergonzosa para que Urías parezca el padre del hijo. Hizo traer a su veterano de campaña desde la base militar, confiando en que él se acostaría con su esposa. Su estrategia falló debido a la lealtad de Urías a sus compañeros y a su rey. Él se negó a ir a casa; estaba de servicio y no de salida: “Tanto el arca como los hombres de Israel y de Judá se guarecen en simples enramadas, y mi señor Joab y sus oficiales acampan al aire libre, ¿y yo voy a entrar en mi casa para darme un banquete y acostarme con mi esposa?” (2 S 11:11). Después de informar el

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progreso de la campaña a David, Urías se quedó en la puerta del palacio, durmiendo con los soldados de la guardia. La noche siguiente, David le dio de comer y lo emborrachó, sin obtener resultado alguno. Cuando vio que Urías no iría a casa, David lo regresó a su general, Joab, con una nota que era su sentencia de muerte: “Pongan a Urías al frente de la batalla, donde la lucha sea más dura. Luego déjenlo solo, para que lo hieran y lo maten.” El leal Urías llevó el mensaje del rey a su jefe, y después de pocos días fue asesinado. David, el adultero, se había convertido en David, el asesino. Trajo a Betsabé a su palacio—al precio de la vida de Urías. Más tarde, el profeta Natán denunció el crimen de David. David se arrepintió sinceramente por la maldad que había hecho; el Salmo 51 expresa la angustia de su corazón. Dios lo perdonó, pero David había socavado su propia autoridad en la vida de su familia. Él finalmente cosechó lo que había sembrado en la rebelión de su hijo Absalón. David, como Sansón, fue un pecador. Su lugar en la historia de la redención de Dios se basa en su llamamiento, no en su obediencia. Evidentemente, David está lejos de ser un perfecto ejemplo para nosotros. Sin embargo, fue un hombre de fe, que se arrepintió del pecado y creyó en la salvación del Señor. En su papel real, David nos remite a Cristo Jesús, su hijo, a quien llamó “Señor” (Sal. 110:1; Mt. 22:41-46; Hch. 2:34-36). Es al Rey Jesús, no al Rey David, que traemos el agua de nuestra entrega espontánea. Jesús, en efecto, busca nuestra fidelidad. Cuando Él curó a diez leprosos y sólo uno volvió a alabar a Dios a los pies de Jesús, el Señor preguntó, “¿Dónde están los otros nueve?” (Lc. 17:17). Dado que Él los había mandado a mostrarse a los sacerdotes, ellos pudieron revestir su ingratitud diciendo que estaban haciendo exactamente lo que Jesús les había pedido. Después de todo, ¡Él no dijo una palabra con respecto a regresar y darle las gracias! Sin embargo, la verdadera fidelidad es espontánea. Como en el caso de los guerreros de David, los siervos leales del Rey no esperan que se les pida algo. En realidad, la lealtad se regocija en las sorpresas. Estamos seguros de que no podemos sorprender al Señor de Gloria— ¡pero podemos tratar! Jesús, nuestro Rey, ofrece nuestra fidelidad al Padre, porque Él también es nuestro Sumo Sacerdote. En el santuario de los cielos Él ofrece como incienso las oraciones de los santos. Las pésimas e imperfectas maneras con las que buscamos glorificar a nuestro Padre son tomadas por nuestro Mediador real y presentadas como ofrendas muy agradables a Dios. Jesús, que está en el lugar de David, también es nuestro Rey Guerrero. Es Él quien rompe nuestras filas enemigas para traernos el agua de la vida. El agua de Belén fue preciosa para David, porque él la vio como “la sangre de los hombres que pusieron en riesgo sus vidas.” La copa que Jesús nos ofrece es traída, no sólo con

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el riesgo de Su vida, sino al precio de Su vida. Es la copa del Nuevo Pacto en Su sangre. La asombrosa gracia de Dios está presente en Su fidelidad hacia nosotros. El término del Antiguo Testamento para lealtad o entrega (chesed) se utiliza casi exclusivamente, no por nuestra fidelidad a Dios, sino por Su fidelidad hacia nosotros.xxii David, en su oración de penitencia después de su terrible pecado, se atreve a pedir la misericordia de Dios por Su chesed: “Ten compasión de mí, oh Dios, conforme a tu gran amor [chesed]” (Sal. 51:1). Por medio del profeta, Dios dijo: “Con amor eterno te he amado; por eso te sigo con fidelidad [chesed]” (Jer. 31:3). El plan de salvación de Dios revela Su chesed en el regalo de Su único Hijo. Evidentemente, fue la fidelidad de Dios a David la que llevó Su promesa adelante, a pesar de su pecado. La historia de David recuenta el pasado para remitirse hacia el futuro. La elección de David hecha por Dios subraya la historia del libro de Rut. El libro alcanza su clímax con el nacimiento de Obed, el padre de Jesé, padre de David. Es una bonita historia de amor. Sobre todo, muestra el poder de la fidelidad. La fidelidad de Noemí al Señor fue probada en la tragedia de su vida. Exiliada, bajo las presiones de la hambruna, Noemí perdió a su esposo y a sus dos hijos. Ella regresó sin nada a la tierra de sus padres. Era una viuda, sin hijos que reclamen la herencia de la familia o continúen su nombre en Israel. Mas no regresó sola. Su nuera Rut rehusó ser apartada de ella. Se aferró a Noemí con devoción, reclamando la tierra, el pueblo, y al Dios de Noemí como suyos. Ella se convirtió en la proveedora para la viuda desamparada, cosechando en los campos de Belén de acuerdo a las instrucciones de Noemí. La fiel misericordia de Dios guió a Rut a las tierras de Booz, quien mostraba gran bondad a la joven forastera. La fidelidad ahora encuentra fidelidad. Rut, quien fue mejor para Noemí que tener siete hijos (Rut 4:15), deseaba convertirse en la esposa de Booz, un hombre mayor, para asegurarle a Noemí la descendencia de su familia. Booz, a su vez, deseaba arriesgar su propia condición para rescatar la descendencia perdida de Noemí, y consagrar como su heredero al hijo que Rut tendría de él. A través de toda esta hermosa historia de lealtad dentro del pacto, resplandece el amor de Dios y la fidelidad de Su gracia. Booz cumplía con los requisitos para rescatar las tierras del esposo de Noemí, ya que él era un pariente. La ley de Moisés especificaba la función del goel, el pariente redentor (Lev. 25:25, 48-49). Pero Dios mismo es el Goel de los huérfanos y las viudas (Prov. 23:10-11). Cuando Booz conoció a Rut, él la bendijo en el nombre del Señor, el Dios de Israel, “bajo cuyas alas tu has venido a mi refugio” (Rut 2:12). Noemí, tocada por la bondad de Booz hacia Rut, confesó, “El SEÑOR… no ha dejado de mostrar su bondad [chesed] a los vivos y a los muertos” (Rut 2:20). Cuando el pequeño Obed nació de Rut, la mujer que la atendió dijo, “Alabado sea el SEÑOR, quien, este día, no te ha dejado sin un redentor” (Rut 4:14). La historia de Rut dibuja el escenario para las narraciones del Rey David. La línea de la promesa continúa. Obed es el hijo de Booz, pero ya que Booz rescató la herencia de Noemí, sus amigas ponen a Obed en su regazo y dicen con alegría,

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“Noemí tiene un hijo” (Rut 4:16). La misericordia de Dios conduce el camino al nacimiento de David a través de la lealtad de un redentor. La chesed de Dios para Noemí es una con Su chesed para David. El propósito de la misericordia de Dios que lleva a David, también conduce más allá de él. Su promesa hecha a éste remite a su Gran Hijo. Es más, en la figura de Booz, la gracia redentora de Dios es descrita. Dios, quien rescató a Israel de Egipto (Ex. 6:6), es el redentor. Él procura la herencia de Su pueblo como alguien atado a ellos con lazos de sangre, por así decirlo. El Señor, el Goel de Su pueblo, los liberará de su cautiverio (Jer. 50:34). Isaías utiliza los términos para redentor a fin de describir la salvación venidera del Señor (Is. 43:1,14; 44:22-23; 48:20; 52:3; 63:9,16). El Nuevo Testamento habla del alto precio de la redención, pagado por el Padre: es la sangre de Su propio Hijo (1P 1:18-19). Al mismo tiempo, somos remitidos a la obra de Cristo como nuestro Redentor. Él se ha convertido en nuestro redentor, hecho una sola carne con nosotros para que así Él pueda comprar para nosotros la herencia eterna de Su salvación (Ro. 8:3,29). El libro de Rut, entonces, entrega el escenario para el llamamiento de David: nos muestra cómo el hilo de la promesa de Dios no se rompió. La línea que lleva a David es importante, no simplemente como genealogía real, sino como la obra continua de Dios, que lleva a la realización final. Al mismo tiempo, la figura del redentor en Rut nos remite a la profunda necesidad que se debe suplir mediante el ungido de Dios. El pueblo de Dios debe ser rescatado de algo más que la pobreza y la opresión. La propia experiencia de David nos muestra cuán profunda es esa necesidad. Él suplica por la chesed que el Señor había mostrado a sus padres; él necesita liberación, no sólo de sus enemigos, también de sus transgresiones (Sal. 39:8; 51:14; 109:21). David falló miserablemente en su lealtad a los que fueron leales con él. Su esperanza fue la fidelidad de su Dios. La historia de David pasa desde las injurias y persecución que él injustamente sufrió en la más temprana parte de su vida hasta el castigo del Señor, que marcó la última parte. Su pecado con Betsabé fue perdonado en la misericordia de Dios; él no perdió su vida ni su corona. Después de que el hijo de la unión adultera le fuera quitado por el juicio de Dios, Betsabé le dio otro hijo a David. Éste lo llamó “Salomón,” pero el Señor lo llamó “Jedidías” (“Amado del SEÑOR”—2 S 12:25, RVR). La fidelidad de Dios no abandonó a David. El Señor no revocó Su promesa de que un Hijo del linaje de David heredaría un reino eterno (2 S 7:13). Sin embargo, las solemnes palabras de Natán, el profeta, fueron cumplidas en la vida de David. Escuchemos las acusaciones de Natán cuando éste confronta a David por su pecado: “Ahora, por lo tanto, la espada nunca se apartará de tu casa, porque tú me menospreciaste y tomaste la esposa de Urías, el hitita para que sea tuya” (2 S 12:10). David fue menos sabio en el gobierno de su propia familia que en el gobierno de Israel. Él fue a veces muy indulgente y a veces muy estricto cuando trataba con el incesto y la rebelión entre sus propios hijos. La cosecha de su pecado y debilidad fue recogida en la rebelión de su hijo Absalón, y en la horrorosa violación de sus

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esposas, cuando éste sacó a su padre de Jerusalén. David, huyendo por su vida con sus leales hombres, fue maldecido y burlado por Simí, un viejo enemigo de la casa de Saúl. Simí siguió al grupo de David, lanzando piedras e insultos. Abisai, uno de los generales de David, ofreció silenciar a Simí: “¿Cómo se atreve este perro muerto a maldecir a Su Majestad? ¡Déjeme que vaya y le corte la cabeza!” (2 S 16:9). David reprendió la amarga vengatividad de Abisai. “El hijo de mis entrañas intenta quitarme la vida, ¡qué no puedo esperar de este benjaminita!” David aceptó la humillación como venida de la mano de Dios. “A lo mejor el Señor toma en cuenta mi aflicción y me paga con bendiciones las maldiciones que estoy recibiendo.” En lo profundo de su humillación, David buscó al Señor para que lo libere y lo vindique. Su fe llegó rápido a Dios. Al mismo tiempo, David, aunque fue injustamente atacado y perseguido, estaba lejos de ser inocente. Luego de ser reprendido por el Señor, fue restablecido en su trono y pudo presidir la coronación de su hijo Salomón, el sucesor escogido por Dios. Por una parte, David era un hombre que andaba tras el propio corazón de Dios, el rey cuya fidelidad al Señor condujo a toda Israel en adoración. Por otra parte, el gran pecado de David mostraba la imperfección de su entrega. Ambos aspectos de la vida de David fueron reflejados en la promesa de Dios hacia él. Como fiel siervo del Señor, el Rey David deseaba construir una casa de Dios en Jerusalén, el lugar donde Dios estableciera Su nombre y habitara entre Su pueblo. Dado que David deseaba construir la casa de Dios, Dios prometió construir la casa de David: para establecer su reino para siempre (2 S 7:11,16). Pero como David mismo no estaba a la altura del ideal del ungido de Dios, Su promesa fue dirigida hacia un futuro Hijo de David (2 S 7:12-13). Inicialmente, la promesa de Dios señaló a Salomón, quien construiría el Templo en Jerusalén, utilizando los recursos provistos por David. Pero como David mismo reconoció, el hijo prometido sería más grande que Salomón: Así dijo el SEÑOR a mi Señor: ‘Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies’” (Sal. 110:1). La fe de David en el Señor no sólo abrazaba la promesa sino ponía a prueba la esperanza, anhelando la realización en un Hijo que sería su Señor, sentado sobre un trono celestial y recibiendo el dominio universal. La historia de David en el Antiguo Testamento ofrece la base para nuestro entendimiento de los Salmos. David mismo era un salmista por excelencia. Desde su temprana juventud, él tocaba el arpa en los campos de las ovejas. Como rey, era todavía el “dulce salmista” de Israel (2 S 23:1). Además de los Salmos que escribió, él previó compositores y cantantes para dirigir las alabanzas de Israel. Los Salmos de David y las otras canciones inspiradas de Israel remiten a la historia de Jesús. Esto es particularmente evidente en los Salmos que reconocemos como Mesiánicos. El Salmo 22, por ejemplo, empieza con el lamento que proviene de los labios de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” El

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Salmo describe con detalles gráficos la agonía del Crucificado (“Dislocados están todos mis huesos… me han traspasado las manos y los pies”), y la burla de Sus enemigos (“Cuantos me ven, se ríen de mí; lanzan insultos, meneando la cabeza: ‘Éste confía en el Señor, ¡pues que el Señor lo ponga a salvo! … Se reparten entre ellos mis vestidos y sobre mi ropa echan suertes”). No sabemos de algún tiempo en la vida de David en que haya sido torturado y avergonzado. En este Salmo, él describe sus sufrimientos en un vívido lenguaje que era una hipérbola figurativa sobre su experiencia, pero fue literal de un modo asombroso, cuando sus palabras inspiradas se cumplieron en el Calvario. No es sólo en los Salmos que se refiere tan específicamente a Cristo, y que nosotros somos remitidos hacia Él. Cuando examinamos el Salmo 22, por ejemplo, notamos que es similar a muchos otros Salmos. xxiii Tiene la forma de un lamento, el lamento de un individuo. Esta es la forma más común encontrada en el Salterio. (Hay Salmos de “nosotros,” tales como el Salmo 100, también Salmos de “Yo,” tal como el Salmo 22.) El Salmo 22 empieza con el lamento de abandono, un llanto que se convierte en lamento: Dios mío, clamo de día y no me respondes; Clamo de noche y no hallo reposo. Esta queja es seguida por una confesión de confianza: Pero tú eres santo, tú eres rey, ¡Tú eres la alabanza de Israel! En ti confiaron nuestros padres; Confiaron, y tú los libraste; A ti clamaron, y tú los salvaste; Se apoyaron en ti, y no los defraudaste. Después de estas palabras de confianza, David volvió a lamentar su condición: “Soy un gusano y no un hombre, desdeñado por los hombres y despreciado por el pueblo.” Él describe la amarga burla de sus enemigos, luego recuerda la fidelidad de Dios. Pero tú me sacaste del vientre materno; me hiciste reposar confiado en el regazo de mi madre. Fui puesto a tu cuidado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre mi Dios eres tú. Las descripciones alternativas de angustia y de confianza llevan a un clamor por liberación: No te alejes de mí,

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porque la angustia está cerca y no hay nadie que me ayude. Nuevamente el salmista describe la agonía de su situación. Habla de la ferocidad de sus adversarios. Ellos parecen toros salvajes, leones rugiendo, perros gruñendo. En cambio, él está desnudo e indefenso, su fuerza se ha acabado; está paralizado y pereciendo. Una constante tríada aparece en el lamento: ellos, yo, y tú. Ellos, mis enemigos, son asesinos; Yo estoy desamparado; Tú, Señor, me has abandonado. En esta situación desesperada, el siervo afligido del Señor sólo puede clamar desde las profundidades hasta las alturas: Pero tú, Señor, no te alejes; fuerza mía, ven pronto en mi auxilio. Libra mi vida de la espada, mi preciosa vida del poder de esos perros. Rescátame de la boca de los leones; sálvame de los cuernos de los toros. ¿Acaso el clamor del siervo abandonado del Señor será escuchado? ¡Sí! Después del clamor de salvación, David estalla en un voto de alabanza: Proclamaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré. La alabanza de Dios en medio de la congregación es una referencia para la ofrenda de agradecimiento (Lev. 7:11-18). Un adorador en profunda angustia oraba a Dios por liberación y presentaba una ofrenda de alabanza cuando la oración era escuchada. Aun cuando el salmista siente todavía la angustia de su sufrimiento, él habla con confianza de la ofrenda de alabanza que traerá al Señor cuando su liberación llegue. Con esa salvación a la vista, David cierra el Salmo con una magnífica doxología, terminando en un grito de alabanza: “¡Dios hizo!” David por inspiración va más allá de su propia experiencia. Se anticipa al sufrimiento y liberación del Único que va a venir, su Hijo y Señor. El autor de Hebreos reconoce esto, porque él atribuye a Cristo la promesa de alabanza del Salmo: En efecto, a fin de llevar a muchos hijos a la gloria, convenía que Dios, para quien y por medio de quien todo existe, perfeccionara mediante el sufrimiento... Por lo cual Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos, cuando dice: “Anunciaré a mis hermanos tu nombre, en medio de la congregación te alabaré” (Heb. 2:10-12). No sólo a Jesús le pertenece el clamor de abandono a inicios del salmo; el voto de alabanza es también Suyo. Jesús es un Salvador cantante, que dirige las alabanzas de los redimidos. Pablo describe a Cristo cantando una alabanza entre los gentiles. En Romanos, el apóstol declara a los gentiles:

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Pues os digo que Cristo se hizo servidor de la circuncisión para demostrar la verdad de Dios, para confirmar las promesas dadas a los padres, y para que los gentiles glorifiquen a Dios por su misericordia; como está escrito: “Por tanto, te confesare entre los gentiles, y a tu nombre cantare.” (Ro. 15:8-9, BA) La cita de Pablo pertenece al Salmo 18:49. ¿Quién es el “Yo” en el pasaje? Evidentemente es Cristo. Pablo dice que Cristo había sido hecho un ministro de la circuncisión—no en el sentido de que Él sirve a la circuncisión, sino que Él sirve para la circuncisión.xxiv Cristo mismo es circuncidado, y Él cumple el llamamiento de la circuncisión para así confirmar las promesas entregadas a los padres. Dios prometió a Abraham que todas las familias de la tierra serían bendecidas en Él. La circuncisión era el sello de esa promesa. Jesucristo cumplió el pacto de Dios con Abraham y con Israel. Él heredó todas las promesas de Dios, y proclama la victoria de la salvación de Dios para los gentiles. En el Salmo 18, David representa su promesa de alabanza en agradecimiento, que fue ofrecida a Dios no simplemente ante Su pueblo sino ante todas las naciones. Él piensa que la casa de Dios sea establecida en medio de la tierra para que Su presencia pueda ser conocida por todos los pueblos. La propia liberación de David atestigua el poder y la gracia de Dios, para que lo pueda conocer todo el mundo. David escribió este Salmo para orar por su liberación de Saúl, pero su inspirada comunión con Dios captó el significado más profundo de su victoria como el ungido de Dios: “Grandes triunfos da a su rey, y hace misericordia a su ungido, a David y a su descendencia, para siempre” (Sal. 18:50, RV). Pablo reconoció que la liberación de Dios fue dada finalmente a la Descendencia de David, el verdadero Rey de las naciones (Gál. 3:16). Por tanto, representó a Cristo cantando alabanzas al Padre en un himno misionero del triunfo del evangelio. El uso que da Pablo al Salmo 18 con referencia a Cristo, nos ayuda a reconocer que no sólo en los evidentes Salmos Mesiánicos Cristo ha de ser visto. Los Salmos son celebraciones del pacto de Dios con Su pueblo. Ellos reclaman la promesa de Dios de ser el Dios de Su pueblo. El salmista, sea David u otro, habla al Señor del pacto como Su siervo.xxv Ya que Cristo es el Señor del pacto, que viene como el Siervo del pacto, los Salmos se centran en Él, en quien se cumple el pacto. No sólo hay numerosos Salmos que tienen la forma del Salmo 22; los elementos de ese Salmo a menudo se encuentran en distintos Salmos de confianza, seguridad, alabanza, o doxología. El Salmo 23, por ejemplo, es un Salmo de confianza. Existen otras clases de Salmos; ellos, también, nos señalan a Cristo, como en el Nuevo Testamento. Estamos acostumbrados a ver a Cristo revelado como el Señor, nuestro Pastor, en el Salmo 23 (Jn. 10). Él es no menos que el Señor de todos los Salmos, nuestro Creador y Redentor (Is. 43:15; Sal. 102:25-28; Heb. 1:1012; Sal. 68:18; Ef. 4:8), que camina sobre las olas del mar para liberarse a Sí mismo (Sal. 77:19; Job 9:8; Mt. 14:25,33).

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Cristo, el gran Hijo de David, es el Siervo del Salmo real (Sal. 45:6-7; Heb. 1:8-9; Sal. 2:7; Heb. 1:5; Sal. 110:1; Mt. 22:4-6; Sal. 118:26; Mat. 21:9). Él es el segundo Adán, la Cabeza de una nueva humanidad (Sal. 8:4-6; Heb. 2:6-9). Él es el Siervo Justo que asciende a la montaña del Señor, y el Señor de Gloria, para quien las puertas eternas están abiertas (Sal. 24). Los salmos de sabiduría nos remiten a Él, que es nuestra Sabiduría (1 Cor. 1:24,30).

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8 EL PRÍNCIPE DE PAZ

David, el ungido del Señor, celebró la promesa que Dios le había hecho sobre la venida del Rey Mesiánico (Sal. 110). La gloria de la alianza de Dios con David continúa siendo un tema de las alabanzas de Israel (Sal. 89; 132). Esa promesa siguió siendo recordada por los profetas antes del exilio (Amós 9:11 Mi. 5:1-5; Is. 9:5-6), en la víspera del exilio (Jer. 23:5-6; 30:9), durante el exilio (Ez.34:23-24; 37:21-25), y después del exilio (Zac. 12:8). xxvi La promesa de Dios sobre la venida del Mesías fue dada a David cuando hubo tomado la decisión de construir un templo para el Señor. Dios le negó su pedido. David no construiría la casa de Dios; sino, Dios construiría la casa de David. El establecería el trono de su hijo para siempre (2 S 7:11,16). David no fue llamado a construir el Templo, porque él era un hombre de guerra, y había derramado sangre en la batalla (1 Cr. 28:3). Cuando las guerras de David se acabaran y cuando el Señor sometiera a todos los enemigos de su reino; entonces, y solo entonces, el Templo sería construido (1R 5:3). El reino de Salomón completa el reino de David. En el antiguo Cercano Oriente, la culminación de las campañas militares de un rey, a menudo, se conmemoraba construyendo un palacio o un templo. David obtuvo victorias sobre las que se estableció el pacifico reino de Salomón. Él se preparó para la construcción del Templo, acumulando un gran almacén de materiales (1 R 7:51; 1 Cr. 22: 2-5). Por tanto, los dos reinos deben ser concebidos juntos; juntos, David y Salomón representan al rey del Señor. David, el guerrero real, es sucedido por Salomón, el príncipe de paz (“Salomón,” de shalom, significa “pacífico”—ver 1 Cr. 22:9). Aunque Salomón no sea el Hijo de David en quien todas las promesas se cumplen, él se erige como un tipo de Cristo, el Príncipe de Paz. Los Salmos reales idealizan el reino de Salomón, usándolo como un modelo para remitirnos al verdadero y último Rey (Sal. 2; 45; 72). Las aflicciones de David, expresadas con tanto realismo en sus Salmos, lo señalan como el afligido siervo del Señor. Saúl lo odió y lo persiguió sin tener ninguna razón (Sal. 35:19; 69:4). Él fue traicionado por alguien de su más cercano entorno (Ajitofel, su amigo y consejero—2 Sam. 15:12): “Hasta mi mejor amigo, en quien yo confiaba y que compartía el pan conmigo, me ha puesto la zancadilla” (Sal. 41:9). El Evangelio de Juan llama nuestra atención hacia el modo en que las aflicciones de David nos remiten a las de Cristo (Jn. 13:18; 15:25). Hasta los detalles geográficos tienen claras similitudes. David, también, salió de Jerusalén y cruzó el Kidrón hacia la pendiente del Monte de los Olivos.

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En medio de sus sufrimientos y humillaciones, David siempre mostró misericordia a sus enemigos, tanto que su general Joab lo acusó de amar a los que lo odiaban (2 Sam. 19:6). En una ocasión, en sus días de fugitivo, estuvo a punto de usar su espada para exigir el tributo y cobrar venganza sobre Nabal, cuyos rebaños había estado protegiendo (1 Sam. 25:9-13). Sin embargo, él escuchó el ruego de Abigail, la esposa de Nabal, cuando ésta lo interceptó para detener su ataque. David alabó a Dios por hacerlo desistir de ejecutar su propia venganza. El Señor fue quien vengó la insensatez de Nabal. Por otro lado, David encargó a Salomón la ejecución de una pronta justicia en contra de quienes lo habían odiado y traicionado (1 R 2:2-9), una comisión que salomón cumplió. Esta acción de David no debe ser vista como una debilidad en su carácter, como si hubiese evadido las consecuencias de la administración de justicia. En realidad, podemos sentir que David fue débil, a veces, al tratar con la trasgresión y el crimen. Sin embargo, el encargo de David a Salomón tiene presente la diferencia entre sus reinos. David no sólo muestra la agonía de la batalla, sino también el reproche de los que lo traicionaron y lo desobedecieron. Salomón construye un reino en el que se funda la paz sobre la justicia firme. David presagia la paciencia que Cristo demostró en su humillación. Salomón tipifica a Cristo como el Juez, el que actúa como ujier en el Reino juzgando con justicia. El gobierno de Cristo como Príncipe de Paz se basa en la justicia perfecta de Su juicio. El cumplimiento es, por su puesto, mucho más rico que el presagio. No podemos tomar simplemente al Rey David como el tipo de la primera venida de Cristo y al Rey Salomón como su segunda venida. Por una parte, el reino de Cristo fue evidente incluso en los días de Su aflicción: los demonios le obedecieron. De otra parte, la justicia que Él traerá consigo, cuando venga nuevamente es la justicia del Cordero sobre el trono. La gloria del Reino de Cristo ya no es futura; ya se estableció en el cielo. Jesús no sólo va a preparar un lugar para nosotros; Él ya construyó el nuevo Templo mediante Su resurrección y la unión de Su pueblo con Él. No obstante, el marcado contraste entre David y Salomón nos ayuda a reconocer entre la humillación y la exaltación de Cristo: Su paciente gracia y Su justicia final. El reino de Salomón llevó la historia del pueblo de Dios a la cima de una montaña. Los artesanos habían puesto los toques finales sobre el cedro repujado y oro forjado del Templo; el rey Hiram de Tiro había fundido el bronce en inmensos pilares y delicados capiteles, piletas, lavamanos, tenazas, y aspersorios. Siete años de construcción convirtieron un inmenso tesoro en la gloria de un Templo sin rival. Salomón reunió a todos los líderes y ancianos de Israel para dedicar la casa de Dios, el lugar sobre la tierra donde el Señor establecería Su nombre, donde Su gloria habitaría. Cientos de sacerdotes ofrecieron innumerables cantidades de ovejas y reses. Los sacerdotes y levitas llevaron el arca del Señor al lugar santísimo; la nube de la presencia de Dios llenó Su casa con gloria y los corazones de Su pueblo con recogimiento. La larga marcha de siglos había llegado a su fin. Dios había sacado a Su pueblo desde la oscuridad de la esclavitud egipcia hacia la luz del Sinaí y luego al Monte Sión, el lugar de Su morada en medio de Su herencia.

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Salomón se paró frente al pueblo y alabó a Dios por cumplir todas Sus promesas: no sólo Su promesa a David, de que su hijo construiría el Templo, sino Sus promesas a Moisés, también. “¡Bendito sea el SEÑOR, que conforme a sus promesas ha dado descanso a su pueblo Israel! No ha dejado de cumplir ni una sola de las gratas promesas que hizo por medio de su siervo Moisés” (1R 8:56). Es en este marco del cumplimiento de las promesas de Dios que el tema de la sabiduría salta a primer plano. Salomón, ofreció su elección para las bendiciones de Dios, pidió sabiduría, y su pedido le fue concedido abundantemente (1R 3:4-15). En efecto, la sabiduría que Dios le dio a Salomón llegó a ser la bendición con que se cumplía la promesa de Dios, no sólo a Moisés, también a Abraham. En la simiente de Abraham todas las naciones de la tierra serían bendecidas. Cuando Israel se estableció en la tierra y se construyó la casa de Dios, había llegado la hora de que las bendiciones fluyeran a otras naciones. Esto sucedió en el reino de Salomón. Dios le dio a Salomón sabiduría e inteligencia extraordinarias; sus conocimientos eran tan vastos como la arena que está a la orilla del mar… Por eso la fama de Salomón se difundió por todas las naciones vecinas. Compuso tres mil proverbios y mil cinco canciones. Disertó acerca de las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que crece en los muros. También enseñó acerca de las bestias y las aves, los reptiles y los peces. Los reyes de todas las naciones del mundo que se enteraron de la sabiduría de Salomón enviaron a sus representantes para que lo escucharan. (1 R 4:29-34) La visita de la reina de Saba para escuchar la sabiduría de Salomón ha sido tan cambiada en la versión de Hollywood que hemos olvidado su lugar en la historia de la redención. No sólo la realeza envió embajadores a la corte de Salomón. En el caso de Saba, la reina misma llegó para descubrir la verdad de las noticias que había escuchado. Ella estaba sorprendida: ni siquiera la mitad se le había dicho. ¡Cuán afortunados fueron los siervos del rey al tener el privilegio de estar frente a él y escuchar la sabiduría de sus juicios! (1 R 10:8). La reina bendijo al Dios de Israel: “En su eterno amor por Israel, el Señor te ha hecho rey para que gobiernes con justicia y rectitud” (1 R 10:9). Las naciones fueron atraídas no sólo por Israel, que prosperaba bajo la bendición de Dios, sino por el rey de Israel, a quien se le había dado sabiduría enciclopédica. La sabiduría de Salomón fue comparada con la de los hombres sabios del mundo antiguo: él excede a todos ellos. El ideal de la sabiduría incluye profunda investigación dentro del mundo de la creación. Sin embargo Salomón también siguió con esmero a la biología así como al arte de gobernar y a la literatura. Su sabiduría no era parroquial sino internacional, cosmopolita. Es más, vendría un Rey humilde que declararía con sencillez, “Y aquí tienen ustedes a uno más grande que Salomón.” (Mt. 12:42). En los proverbios de Salomón no menos que en los salmos de David, somos remitidos a Jesucristo. El texto dorado del libro de Proverbios es: “El comienzo de la sabiduría es el temor del SEÑOR; conocer al Santo es tener discernimiento”

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(Prov. 9:10). Fuera del Señor, la adquisición de conocimiento es insensata. La realidad suprema y final no es fuego ni agua, como los primeros filósofos griegos imaginaron, tampoco es un juego abstracto de ideas. No es “Ser.” Es el Dios viviente, que se reveló a Sí mismo ante Israel, y llamó a las naciones de la tierra para que oyeran Su palabra. Estamos preparados para aprender que el Logos no es un principio abstracto, sino el Hijo del Padre. Dios es el Poseedor de la sabiduría (Prov. 3:19). En efecto, en una figura extraordinaria, la sabiduría de Dios se personifica como Su compañía, presente con Él en la creación del mundo (Prov. 8:22). La sabiduría de Dios se revela en Sus obras: el mundo creado y el curso de la naturaleza y la historia (Prov. 8:22-31; Sal. 33:6-21). Dios expresa Su sabiduría en Su palabra. Su palabra no solamente controla todas las cosas, sino que se dice a Su pueblo para que ellos puedan conocer al Señor (Sal. 147:18-19). Conocer y temer al Señor es, por lo tanto, el principio de todo nuestro pensamiento, el pensamiento realista que dirigirá nuestras vidas (Prov. 3:5,7; 12:15). La sabiduría no es solamente información acumulada y recuperada; es conciencia informada de quién somos nosotros y ante quién estamos. Mediante nuestro llamamiento para hacer de Dios el Señor de nuestro saber así como de nuestra vida, la literatura de la sabiduría nos remite hacia la revelación personal de Dios en Cristo Jesús. Por otra parte, los libros y salmos de sabiduría del Antiguo Testamento también nos preparan para Cristo en una manera negativa: “Lo más absurdo de lo absurdo, --dice el Maestro--, ¡lo más absurdo de lo absurdo, todo es un absurdo!” (Ec. 1:2). La desesperanza expresada en el libro de Eclesiastés tiene un lugar especial en la historia de la obra salvadora de Dios. Las promesas de Dios han sido cumplidas. El pueblo de Dios vive ahora en su tierra; no sólo tienen pan diariamente, sino además leche y miel. Un hombre puede disfrutar la sombra de su propio árbol de higo mientras el sol brilla sobre sus parras de uva. La herencia que el pueblo de Israel había anhelado y luchado por conseguir. Es tiempo de reflexionar. Los comerciales de cerveza en la televisión americana representan a un grupo de amigos sentados, luego de un día de pesca. El sol se está poniendo, mientras ellos están compartiendo un par de six-packs de cerveza. “No hay nada mejor que esto,” dice uno de ellos. El comercial despierta una pregunta inquietante, incluso para un pescador que podría disfrutar una cerveza en la tarde como un placer máximo de la vida. La vida no podría ser mejor, pero definitivamente sí podría ser peor. La vida se mueve hacia la puesta del sol, si no estalla antes. ¿Qué significado tiene la vida que no sea anulado por la muerte? Muchos han bebido un six-pack completo en un esfuerzo por posponer esa pregunta, pero la pregunta sigue latente. Si el israelita común, sentado bajo su árbol de higo no se está haciendo la pregunta, entonces el hombre sabio sí lo está. Sin embargo, las bendiciones de paz y abundancia fueron dadas a Israel, ¿puede ser esto todo lo que hay? El hombre trabajador labora toda su vida, pero ¿Qué es lo que tiene que mostrar al final? Él debe dejar atrás todo por lo que ha trabajado (Ec. 5:15). El hombre sabio puede ser

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diligente sólo para perfeccionar su entendimiento, pero al final muere como el tonto (Ec. 2:16). Los ciclos de la vida pasan, pero ¿qué significado pueden tener? El “Predicador” de Eclesiastés, efectivamente, señala la única resolución posible de los enigmas de la vida. La clave se encuentra con Dios. Este autor filosófico de Eclesiastés contrasta la vacuidad del trabajo humano con la obra oculta de Dios (Ec. 8:17; 11:5). Él confiesa que la sabiduría de Dios es incomprensible, y aconseja a los hombres temer a Dios y cumplir Sus mandamientos, confiando en Él por lo que no puedan comprender (12:13-14). Sin embargo, la solemne fe de esta respuesta indica fuertemente una futura respuesta más amplia, una respuesta que es revelada en los profetas. Hay mucho más por venir: un mayor descanso que el descanso de los invasores filisteos, una paz más grande de la que Salomón pudo proveer, una mayor herencia que la tierra de la promesa. Hay más por venir, porque Dios va a venir. Cuando Él venga, la muerte, devoradora, será devorada en victoria (Is 25:8; 1 Cor 15:54-56). Tanto la aflicción como la muerte son un problema confrontado en las secciones de sabiduría del Antiguo Testamento. El clamor de David al Señor, presente en los lamentos de sus Salmos, nos conduce a la promesa de la liberación de Dios. El libro de Job enfrenta el misterio de la aflicción del justo. Las respuestas sencillas de los consoladores de Job son descartadas, pero al final Job debe inclinarse ante la soberanía de Dios y buscar la solución que puede venir solamente de Él. No sólo el justo soporta aflicción, mientras el malvado parece prosperar. Las naciones malvadas, también, llevan la desesperanza delante de ellas, cuando la rastra de su poder militar barre la tierra. Jeremías lamenta no solo su propia condición sino también la desolación del pueblo de Dios. Daniel el profeta también fue un sabio. Sus visiones mostraron la respuesta de la sabiduría divina al triunfo temporal de los imperios del mundo pagano. El propio Reino de Dios vendría como una piedra partida sin las manos, golpeando la imagen del poder imperial y demoliéndola. Al final, sólo el Reino de Dios cubriría la tierra, como las aguas cubren el mar. Jesús viene como el Hijo de David, el guerrero divino, para sacar a las huestes de la oscuridad. También viene como el que es más grande que Salomón. Él es el Príncipe de Paz, que es la Sabiduría misma de Dios. El evangelio de Mateo nos dice cómo Jesús se regocijó en la sabiduría de Su Padre: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque habiendo escondido esas cosas de los sabios e instruidos, se las has revelado a los que son como niños. Sí, Padre, porque esa fue tu buena voluntad” (Mt. 11:25-26). Jesús llama a los cansados y agobiados a venir hacia Él y llevar Su yugo de sabiduría: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma. Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana.” (Mt. 11:28-30). Jesús aquí utiliza el lenguaje de la sabiduría. Hay un pasaje que de modo sorprendente es similar y se encuentra en la Sabiduría del Hijo de Sirac (Eclesiástico): Acérquense a mí los que no están instruidos y albérguense en la casa de la instrucción. ¿Por qué andan diciendo que no la tienen a pesar de estar tan sedientos de ella? Yo abrí la boca para

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hablar: adquiéranla sin dinero; pongan el cuello bajo su yugo, y que sus almas reciban la instrucción: ella está tan cerca que se la puede alcanzar. Vean con sus propios ojos con qué poco esfuerzo he llegado a encontrar un descanso tan grande. (Eclesiástico 51:23-27)xxvii Como en el pasaje de la sabiduría, Jesús emite un llamamiento, invoca a Sus oidores a venir, cargar el yugo y aprender. El hijo de Sirac promete más descanso con poco trabajo. Jesús, también, promete descanso y dice que Su carga es liviana. Pero, hay una diferencia sorprendente. Jesús no nos llama para cargar el yugo de la sabiduría, sino para cargar Su yugo. Él habla no solo como un maestro de sabiduría, sino como el Señor de sabiduría. Él nos llama para aprender, no de sabiduría de una manera abstracta sino de Él en Persona. Como Señor, Él está dentro del papel de la sabiduría y nos llama a entrar en Él mismo. Los fundamentos para el sorprendente reclamo de Jesús se dan en el versículo anterior del Evangelio de Mateo: “Mi padre me ha entregado todas las cosas. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo” (Mt. 11:27). Jesús, el Hijo eterno del Padre, reclama conocimiento exclusivo de Dios. Existe un sentido en el cual todo hijo conoce a su padre de una manera única; esta relación humana presenta una tenue analogía de lo que es cierto en la divina Trinidad. Fuera de la revelación del Hijo, que es la Imagen eterna del Padre (Col. 1:15; 2:9; Jn. 1:18), no puede haber conocimiento de Él. Dado que Dios Hijo no es menos divino que el Padre, también es cierto que el Hijo puede ser conocido sólo cuando el Padre lo quiere (Jn 6:44). La sabiduría verdadera no es el cumplimiento del esfuerzo del hombre; es el regalo de la gracia de Dios. Ni la investigación científica ni los murmullos de los mantra revelarán la verdad que da significado a nuestras vidas. La verdad finalmente es personal: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por mí” (Jn. 14:6). El evangelio que el Nuevo Testamento proclama nos llama hacia Jesucristo como la Sabiduría de Dios. La personificación de la sabiduría en Proverbios 8 presagió la revelación de una realidad mas profunda. La sabiduría no es sólo un atributo de Dios que puede ser dibujado poéticamente como servir a Dios en Su obra de creación. La Sabiduría es personal en el ser del Hijo de Dios. El evangelio de Juan se inicia con la afirmación de que la Palabra de Dios es personal, el compañero de Dios y el Hijo eterno, el Dios verdadero que se convirtió en hombre. Al llamar Verbo (Logos) al divino Hijo, Juan estuvo atribuyendo a Él el rol de la Sabiduría, un tema mucho más investigado en la reflexión judía del Antiguo Testamento. (También estuvo presentando una perspectiva del Hijo frente al Logos de la filosofía griega.) La misma conexión es hecha por el apóstol Pablo en Colosenses. Él habla de Cristo como la Imagen del Dios invisible, el Único por medio de quien Dios se revela, y en quien la “plenitud,” la totalidad del ser de Dios, reside (Col.1:15,19; 2:9). En la Sabiduría de Salomón, un libro apócrifo escrito antes del nacimiento de Cristo,

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se describe la sabiduría como un “resplandor de la luz eterna” y una imagen de la bondad de Dios (Sabid. 7:26) Cuando Pablo describe al Hijo de Dios como el Agente de la creación y la Imagen de Dios, está atribuyendo a Cristo el lugar de la Sabiduría divina. En efecto, está haciendo más, porque declara que el Único cuya gloria vio en el camino a Damasco es el Único para quien todas las cosas fueron creadas, y en quien todas las cosas son reunidas, la misma persona de Dios en forma corporal (Col.2:9). El apóstol testificó la verdad del reclamo de Jesús: Él es la Sabiduría de Dios. La majestad del reclamo de Cristo en Mateo 11:27-30 no es más imponente que su gracia. Jesús llama a los hombres a aprender de Él, que es sumiso y humilde de corazón. El poderoso Señor de sabiduría inclina Su propia cerviz para cargar el yugo de la palabra de Su Padre, y la cruz de la voluntad de Su Padre. La cruz es un absurdo para la sabiduría de este mundo, pero es la sabiduría de Dios para nuestra salvación. En el Calvario, Jesucristo se convirtió para nosotros en sabiduría, rectitud, santidad, y redención (1 Co. 1:18-31). En Cristo, la respuesta de Dios es entregada frente a los enigmas que desconciertan la sabiduría de Salomón. La muerte se consume en victoria, porque Cristo ha extraído el aguijón de la muerte pagando el precio del pecado. Él ha destruido el dominio de la muerte con el poder de Su resurrección. El misterio del sufrimiento del pueblo justo se transformó mediante Su sufrimiento, que es el Santo de Dios. Él sufrió por nosotros, dándonos un ejemplo, para que sigamos Sus pasos (1 P 2:21). El sufrimiento ahora es para nosotros el privilegio de la comunión con Jesús. Los reinos laicos pueden subir y caer, sin embargo el Reino de Cristo ha sido establecido. Él ya está a la derecha de Dios y vendrá nuevamente para juzgar y establecer la justicia de Dios para siempre en nuevos cielos y tierra. Sus discípulos crecen en verdadera sabiduría, a través de la Palabra y el Espíritu de Cristo. La Palabra de Cristo ilumina nuestro entendimiento cuando nos dirigimos a otros con salmos, himnos, y canciones espirituales, cantando con gracia en nuestros corazones a Dios (Col. 3:16). Crecemos en sabiduría cuando probamos en nuestras vidas las cosas que son complacen a Dios. El Señor ha retirado el Urim y el Tummim, los misteriosos objetos en el efod del sumo sacerdote que le permitió a David asegurar las respuestas “sí” o “no” de Dios (1 S 23:2,9). Los niños deben ser guiados por tales respuestas. Pero cuando ellos crezcan, deben aprender a comprender algo del pensamiento de sus padres. Así, también, el Señor quiere que crezcamos en sabiduría, llegando a entender el pensamiento de Cristo. No podemos garantizar un anteproyecto para el futuro de nuestras vidas. La sabiduría mejora la situación; de este modo probamos la aplicación de la palabra de Dios. En esta situación y ante esta oportunidad, discernimos qué es lo que más le agradable a Dios. Si el menor en el Reino de Cristo es más grande que Juan el Bautista, entonces el creyente, lleno del Espíritu de Cristo, instruido por Su palabra, y en comunión con Él, también puede tener la sabiduría que excede a la de Salomón. La sabiduría de Salomón, en efecto, le falló, porque él descuidó su propia enseñanza. Empezó a confiar en su propia sabiduría y ya no en el Señor, cuyo

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temor es el comienzo de la sabiduría. Dado que el suyo era un pequeño reino oprimido entre superpotencias, y siendo él un hombre de paz, no de guerra, le pareció prudente encontrar su defensa en los tratados de paz. ¿Qué mejor manera de cerrar un trato que casándome con una hija del rey cuyos ejércitos podrían ser una amenaza? Ignorando la ley de Dios, Salomón se casó con veintenas de esposas paganas, por razones de política así como de placer. Sus acciones estuvieron en contradicción directa con palabra de Dios a través de Moisés, que advirtió al pueblo de no hacer tratos con los paganos o casarse con sus hijas (Ex.34:10-17). Salomón dedicó el Templo de Dios cuando la nube de gloria llenó el santuario. Pero el mismo Salomón, más tarde en su reino, se paró frente al Monte de los Olivos, dando la espalda al resplandeciente oro del Templo de Dios a fin de escoger un lugar para un altar dedicado a Quemos, dios de Moab (1 R 11:7). Salomón, con toda su sabiduría, olvidó que el Señor es un Dios celoso, que no comparte Su gloria con la de un ídolo (Ex. 34:14). El juicio de Dios se pronunció contra Salomón. El apogeo de la bendición había llegado. Ahora, a través de la desobediencia idólatra de Salomón, el largo camino desciende hasta el nadir donde empieza el cautiverio. Fue necesario uno más grande que Salomón para traer rectitud y justicia al pueblo de Dios.

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9 LA VENIDA DEL SEÑOR

El Señor debe venir Después de los días de Salomón, la historia de Israel se convirtió en una historia de creciente apostasía y juicio. El reino de Salomón se dividió cuando su hijo Roboam se enfrentó con arrogancia real y no con sabiduría a una protesta por el pago de impuestos. Bajo el poder de Jeroboam las diez tribus del norte abandonaron el trono de David. Para fortalecer la independencia del norte de Israel, Jeroboam estableció una nueva e idolátrica forma de adoración. Con el fin de que los Israelitas no sigan con el culto en Jerusalén, edificó becerros de oro en Dan y Betel, cerca de las fronteras de su reino, al norte y al sur (1 R 12:28-30). “Aquí están sus dioses, que los sacaron de Egipto.” Sus palabras eran una ominosa repetición de la inauguración del culto al becerro al pie del Monte Sinaí. Jeroboam estableció todas las formas e instituciones del culto apóstata: sacerdotes, días festivos, sacrificios, un culto de invención humana que imitaba pero subvertía las ordenanzas del Señor. Se autorizó la adoración en los santuarios ubicados en las cimas de las colinas; las formas de religión cananita que siempre habían sido una tentación para el pueblo de Dios recibieron un reconocimiento oficial. En las crónicas proféticas de la historia de Israel, la sentencia de Dios contra el pecado de Jeroboam se repite una y otra vez. Ésta afectó a cada rey sucesor que siguió las prácticas de la apostasía de Jeroboam: “Hizo lo que ofende al Señor, pues siguió el mal ejemplo de Jeroboam, persistiendo en el mismo pecado con que éste hizo pecar a Israel” (1R 15:34). Aun así, el Señor no abandonó completamente a Israel. Él envió profetas, al principio de los días de Jeroboam. Ellos llamaron a Israel al arrepentimiento, pronunciaron los juicios de Dios, y prometieron Su perdón para aquellos que se arrepintieran. Sus mensajes fueron ignorados tajantemente. El profeta Jeremías habló de veintitrés años de ministerio sin tener respuesta, y agregó: “Además, una y otra vez el Señor les ha enviado a sus siervos los profetas, pero ustedes no los han escuchado ni les han prestado atención” (Jer. 25:4).

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En un momento, la apostasía de Israel tomó una forma aun más agresiva. Jezabel, la reina pagana del Rey Acab, logró convertir el culto del dios Baal de Tiro en el culto real oficial de Israel. Su éxito llevó a Israel a dar un funesto paso final en la apostasía religiosa. Ellos cambiaron de la idolatría en el culto del Señor al culto de otro dios. Para romper el control de este paganismo popular, el Señor envió el juicio de la sequía, que fue anunciada por el profeta Elías, quien dijo a Acab, "Tan cierto como que vive el Señor, Dios de Israel, a quien yo sirvo, te juro que no habrá rocío ni lluvia en los próximos años, hasta que yo lo ordene” (1 R 17:1). Así pasaban las estaciones sin lluvia, la hambruna llegó a Israel, y el Rey Acab organizó una búsqueda internacional para encontrar a Elías. El Señor había dado refugio y ministerio a Elías con una viuda en Sarepta, una ciudad gentil cerca de Sidón. Nuevamente la palabra del Señor llegó a Elías, y él hizo una dramática reaparición en Israel. Una vez más se enfrentó a Acab, y pidió un encuentro de poder entre los sacerdotes de Baal y él mismo, como único profeta del Señor. ¡Dejen demostrar Su poder al Dios verdadero devolviendo la lluvia a Israel! El Monte Carmelo fue el escenario para la contienda. El Rey Acab reunió cientos de profetas que servían a Baal y a Aserá, el dios y la diosa de la fertilidad, cuyos cultos Acab había promovido. Miles de Israelitas llenaron las pendientes de la montaña para presenciar el encuentro. Si la lluvia traía fertilidad, y la fertilidad era la especialidad de Baal y Aserá, el pueblo debía esperar que ellos la produzcan. Elías dio a los profetas de Baal todas las ventajas para el encuentro. Que ofrezcan el primer sacrificio, pero que Baal encienda el fuego para mostrar su aceptación del buey que ellos estaban ofrendando. Baal era dios de las tormentas; que él encienda la leña con un relámpago de luz, y que continúe la lluvia. Los profetas de Baal empezaron a invocar a su deidad, pero no tuvieron éxito, produciendo un espectáculo dramático, y no hubo fuego ni lluvia. Por cientos cantaron, bailaron, y profetizaron la respuesta de Baal. Después de varías horas, Elías empezó a burlarse de ellos. “¡Griten más fuerte!” les decía. "¡Griten más fuerte! les decía. Seguro que es un dios, pero tal vez esté meditando, o esté ocupado o de viaje. ¡A lo mejor se ha quedado dormido y hay que despertarlo!"(1 R 18:27).xxviii Incitados por la burla de Elías, los profetas de Baal entraron en histeria, cortándose con cuchillos y clamando a Baal. En la noche y a la hora del sacrificio nocturno, Elías llamó a hacer un alto y reconstruir el altar del Señor. Él utilizó doce piedras por las doce tribus de Israel (no las diez tribus del reino de Acab). Cavó una zanja alrededor del altar y ofreció el sacrificio sobre la leña. Luego ordenó que el sacrificio y el altar fuesen regados con agua, la cual fue vertida hasta que la zanja se llenó. Luego, Elías oró a Yahvé, el Dios de Abraham, Isaac, y Jacob: “¡Respóndeme, Señor, respóndeme, para que esta gente reconozca que tú, Señor, eres Dios, y que estás convirtiendo a ti su corazón!” (1R 18:37).

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Cayó el fuego del Señor. Consumió no solo la leña mojada y el sacrificio, también las piedras, el agua, y la misma tierra debajo del altar. La multitud aterrorizada cayó postrada y clamó, “¡El SEÑOR—él es Dios! ¡El SEÑOR –él es Dios!” En nuestra era escéptica, mucha gente solo pide una demostración de la existencia del Dios viviente. Que Dios muestre mediante una explosión atómica que Él es el Señor, que Él puede hacer y deshacer con Su palabra. Se le pidió eso a Jesús. Ignorando los milagros que Jesús realizó, los escépticos hostiles pedían que Él realice uno más, y Jesús se negó. Dios puede, cuando Él decide, hacer conocer Su poder como lo hizo en el Monte Carmelo. Pero el Todopoderoso no presenta Sus credenciales a pedido para nuestra inspección. ¡Que los pecadores rebeldes pidan fuego del cielo es el colmo de la insensatez! Sin embargo, si el fuego del cielo es demasiado, mucho más de lo que habíamos esperado, también existe un sentido en el cual es muy poco. El fuego del cielo podría consumir a los pecadores como consumió Sodoma y Gomorra. Pero el fuego del cielo no puede salvar a los pecadores, ya que éste no puede cumplir con el misterio del plan de Dios. Elías tuvo que aprender esa lección. Después de la victoria en el Monte Carmelo, ordenó la ejecución del juicio de Dios en contra de los profetas de Baal. Dios envió la lluvia torrentosa. Parecía que el triunfo de Elías estaba completo, que había devuelto los corazones de los hijos a sus padres y los corazones de los padres al Dios de Israel. Sin embargo, sabemos que la reina Jezabel, furiosa ante la ejecución de los profetas de Baal, prometió matar a Elías, y el profeta tuvo que huir. Solo y exhausto en el desierto de Arabia, Elías se encontraba desterrado y desesperado por su vida. ¿Qué victoria fue ésta en el Carmelo que dejó a Acab como rey y a Jezabel como reina? Quien, en realidad, quedó para proclamar la palabra del Señor fue sólo Elías, y ahora su vida estaba nuevamente en peligro. Elías se dejó caer bajo un árbol de retama. “¡Estoy harto, SEÑOR! –Protestó--. Quítame la vida, pues no soy mejor que mis antepasados.” (1R 19:4). El Señor procedió a instruir a Su profeta desmoralizado. Reconfortó a Elías con sueño y alimento, y lo guió a Horeb, el monte de Dios en el Sinaí. Cuando Elías hizo escuchar su queja, “Yo soy el único que ha quedado con vida,” el Señor reveló Su gloria a Elías, como una vez lo hizo con Moisés en el Monte Sinaí. Elías se cobijó en una cueva cuando un viento superior a la fuerza de un huracán partió las rocas de la montaña. Un terremoto sacudió la montaña. El fuego llegó al Monte Horeb así como había llegado al Monte Carmelo. Y aun, se nos dice, el Señor mismo no estaba presente en ninguna de estas repercusiones de poder omnipotente. Después del fuego, no obstante, Elías escuchó un suave murmullo. Cubrió su rostro con su manto y salió de la cueva para encontrarse con el Señor.

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El control de Dios sobre el mundo y la historia no precisa fuego del cielo. Para Él es suficiente hablar en nombre de Su voluntad para que ésta sea cumplida. Su palabra es soberana y omnipotente; Sus propósitos no fallan. El Señor habló a Elías, ordenándole ungir a tres individuos que serían, en diferentes maneras, los instrumentos de Dios en la caída del baalismo en Israel. Jazael debía ser ungido como rey de Siria; Jehú, rey de Israel; y Eliseo, profeta de Dios que sucedería a Elías. Un invasor gentil, un violento usurpador, y un fiel ministro de la palabra de Dios serían utilizados en el propio tiempo y manera de Dios. Elías no estaba tan aislado como pensaba. El Señor había preservado un fiel remanente: siete mil Israelitas que nunca habían inclinado sus rodillas a Baal. Elías vio que Acab y Jezabel no se habían apropiado del dominio de Dios sobre el mundo, y no tenía necesidad de desesperarse por los propósitos de Dios. Había algo más implícito en el murmullo de Dios en Horeb. Dios no había olvidado Su promesa a Abraham y a David. El juicio debía llegar a Israel, pero Dios todavía mostraría misericordia a través de éste. Cierto, Israel olvidó rápidamente el fuego que cayó en el Carmelo, sin embargo Dios tenía otro propósito más allá de mostrar Su poder. Su palabra sería aún revelada, una palabra que expresaba el misterio de Su salvación. Elías estuvo delante de la larga sucesión de profetas que ministraron la palabra de Dios. Ni en el estruendo del Sinaí, ni en el fuego del Carmelo, sino en la suave palabra de revelación a Sus profetas, el Señor revelaría el increíble diseño de su gracia salvadora. Mucho después, el último de los grandes profetas, Juan el Bautista, recibiría el espíritu y el poder de Elías para anunciar el cumplimiento del diseño de Dios: el Señor mismo había venido a salvar a Su pueblo. Así como Elías, Juan había esperado fuego del cielo. Creyó que Jesús, el Único venidero, debía eliminar a los malvados como árboles para anunciar la bendición del Reino. Cuando Jesús obró milagros de bendición y no de juicio, Juan se confundió. Sus propias denuncias de maldad lo habían encerrado en la prisión del Rey Herodes. Allí escuchó que Jesús incluso resucitaba a los muertos (Lc. 7:18). Pero, ¿dónde estaba Su obra de liberación? ¿Cómo es que los pobres y los oprimidos podían recibir la bendición de Dios si sus opresores no eran juzgados? Juan envió a sus discípulos a Jesús con una pregunta: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (Lc. 7:19). Así como Elías, Juan vio al Señor traer destrucción sobre los enemigos del Reino de Dios. Ante los discípulos de Juan, Jesús hizo más de Sus milagros, milagros que cumplían exactamente las profecías (Is. 35:5-6). Luego dijo, “Dichoso el que no tropieza por causa mía” (Lc. 7:23). La suave voz del Señor instruyó a Juan tal como lo había hecho con Elías. Él haría Su obra a Su manera. Si el fuego de santidad realmente descendía, todo sería consumido. Sería el día del juicio no sólo para el Rey Herodes, que había apresado a Juan, sino para el mismo Juan y sus discípulos. Jesús había venido, no sólo para traer juicio, sino para soportarlo. Cuando Elías estuvo con Moisés en el Monte de la Transfiguración,

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habló con Jesús acerca de Su muerte anunciada. Era claro que el misterio de la redención de Dios podía realizarse sólo a través del sacrificio del Calvario. Desde Elías hasta Juan el Bautista, todos los profetas fueron preparados para el Único que había de venir. Moisés mismo presagió la llegada de un gran Profeta a quien el pueblo debía escuchar (Dt. 18:18). Los profetas escribieron la historia de Israel, describiendo las lealtades o deslealtades de sus jueces y reyes. Ellos escribieron un mensaje doloroso de apostasía, juicio y muerte. Es más, no fueron simples anunciadores de muerte, que se remontaban a los recuerdos del pasado. Por el contrario, permanecieron como vigilantes en los muros de Jerusalén, esperando la llegada de la salvación del Señor (Is. 62:6-7). Cuando Israel entró a la tierra bajo la dirección de Josué, recitaron las bendiciones y los juicios del pacto de Dios, registrados en Deuteronomio 27-29. Las promesas de Dios habían sido cumplidas. A pesar de la cansada historia de desobediencia de Israel, Dios les había entregado la tierra, y Salomón pudo alabar a Dios por hacer lo que Él había prometido. Pero la apostasía de Israel, evidente incluso en el reino de Salomón, echó abajo los juicios de Deuteronomio. Sin embargo, vemos que Dios había prometido más, en Deuteronomio 30. Después del juicio que condujo al exilio a Israel, Dios reunió nuevamente a Su pueblo y circuncidó sus corazones (Dt. 30:6). Los profetas fueron fieles a este mensaje. Ellos advirtieron al pueblo de la manera en que Dios utilizaría a las naciones gentiles como Sus instrumentos para juzgar a Israel; también, advirtieron a las naciones. Los invasores que devastaron Israel no tenían conciencia de la guerra santa de Dios. Ellos no fueron los vengadores santos del Señor tal como Israel fue llamado a ser cuando entraron a Canaán. Por el contrario, fueron como bestias rapaces devorando su presa. Adoraron el sistema de su propia fuerza militar. Dios, en realidad, los utilizaría, pero Él también los juzgaría (Is. 10:5-19; 342-4). Incluso, en medio de los juicios de Dios a Israel, Sus propósitos se cumplieron con toda certeza. Dios había llamado a Abraham para ser bendición a las naciones. Si Israel fallaba a ese llamado por desobediencia, entonces el castigo de su desobediencia sería cumplido en el designio de Dios. La hambruna que Elías aplacó en Israel llevó la palabra del Señor a una viuda gentil (1R 17:8-24; Lc. 4:26). Naamán, un general sirio, que se levantó como un azote en contra de Israel, fue curado de su lepra por el profeta Eliseo—curado, ciertamente, para continuar su carrera militar contra Israel. La imagen más completa de cómo el juicio sobre Israel podría traer bendición a los gentiles se encuentra en la historia de Jonás. El Señor ordenó al profeta Jonás ir y proclamar la sentencia del juicio de Dios en contra de la ciudad de Nínive (Jon. 1:2). Jonás desobedeció al Señor; se dirigió en dirección opuesta, tomando una nave que partía para Tarsis, al oeste. Su razón es clara: Nínive era en ese entonces la capital de la superpoderosa Asiria, y sus ejércitos amenazaban la existencia de Israel. (Nuestra única representación existente de un rey de Israel está en el

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“Obelisco Negro” de Shalmaneser III, en el Museo Británico. xxix La estela asiria muestra a Jehú, el rey de Israel, besando el suelo ante el rey de Nínive. Detrás de Jehú están los mozos llevando el tributo que trajo para Asiria.) Jonás había profetizado la liberación para Israel. La nación, en efecto, disfrutaba de prosperidad bajo Jeroboam II (2 R 14:25). Pero ahora, según él confiesa al final del libro (Jon. 4:2), tenía mucho temor. ¿Suponen que su advertencia profética fue obedecida? ¿Qué pasaría si Nínive se arrepentía de su maldad? ¿Dios no le perdonaría la vida? Si Nínive era perdonada, ¿cómo podía Israel ser liberado? Jonás decidió que él era prescindible. Dios lo había llamado para advertir a la ciudad de Nínive que en cuarenta días sería destruida. Supongamos que él se retiraba de la acción: los nínivitas no recibían la advertencia, y la destrucción de Nínive sería segura. Jonás estuvo deseando perecer para que Israel pudiese ser preservado. Su decisión explica no solo su plan para realizar un viaje, sino también la admirable calma que le permitió dormir cuando un fuerte viento arrasó el barco. Cuando se reveló su identidad a los aterrorizados navegantes, él propuso un segundo plan que parecía más efectivo. Que lo tiren por la borda. La tormenta venía del Señor; Jonás era objeto de Su ira. Jonás se ahogaría; los navegantes sobrevivirían -y Nínive no escucharía la advertencia. Dentro de la gran criatura que Dios envió para rescatar a Jonás, el profeta confesó que la salvación era del Señor. Él se había hundido, por así decirlo, en las profundidades del sepulcro, pero el Señor lo había perdonado. Ya en la orilla, Jonás fue finalmente a Nínive. Predicó tal como Dios le había encomendado, y se cumplieron sus peores temores. Los ninivitas, en efecto, se arrepintieron, desde el rey hasta el más insignificante sirviente. Vemos a Jonás sentado afuera de la ciudad, esperando por el día cuarenta, aferrándose a la esperanza de que el arrepentimiento de Nínive no esté a la altura de las expectativas de Dios. Él dijo lentamente “Te lo dije” a Dios: “¡Oh Señor! ¿No era esto lo que yo decía cuando todavía estaba en mi tierra? Por eso me anticipé a huir a Tarsis, pues bien sabía que tú eres un Dios bondadoso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, que cambias de parecer y no destruyes. Así que ahora, Señor, te suplico que me quites la vida. ¡Prefiero morir que seguir viviendo!” (Jon. 4:2-3). Jonás era justo en todos los aspectos, por supuesto. ¡Tuvo razón para conocer la compasión y amor de Dios! Fue justo con respecto a Nínive, también. A pesar de que Dios perdonó a esta ciudad, después de algunos años los ejércitos marcharon desde Nínive a conquistar Israel y deportar a su pueblo en el exilio. Lo que Jonás olvidó fue el llamamiento de Israel para dar testimonio de la justicia y misericordia de Dios a fin de que los gentiles pudieran conocer esto.

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Dios había bendecido a Abraham, pero también lo llamó a ser una bendición para todas las familias de la tierra. A pesar del celo de Jonás por Israel, dicha nación pecaminosa no pudo escapar del juicio de Dios. Dios perdonó a Nínive para utilizarla como Su arma en contra de Israel. Si el pecado de Israel causó que el nombre de Dios sea blasfemado entre las naciones, entonces Dios haría que se conociera Su nombre al juzgar a Israel. Cuando lo hizo, Dios bendijo a las naciones. La propia historia de Jonás se convirtió en una parábola de esperanza para el pueblo exiliado de Dios. Devorados en el mar de las naciones, no fueron olvidados por el Señor. La salvación es del Señor, que realmente liberó a Su pueblo, y lo hizo mediante la resurrección de los muertos. La señal de Jonás tiene su realización en Jesucristo (Mt. 16:4). De Él fue enunciado proféticamente que era mejor que un hombre muriera para que la nación no pereciera (Jn. 11:50-12). Jesús, el obediente Siervo del Señor, hizo lo que Jonás había estado deseando hacer en la necedad de su desobediencia. Jesús entregó Su Vida para traer salvación al pueblo de Dios. ¡La salvación viene del Señor! El Señor mismo debe salvar, porque la situación apremiante de la humanidad pecadora es demasiado desesperante para cualquier salvador menor. A Ezequiel se le mostró una visión del pueblo de Dios en su cautiverio. Llamarlos asamblea de Dios sería grotesco. Ellos llenaron el valle, pero todos estaban muertos y pudriéndose, con los huesos ya secos. Ezequiel ni siquiera vio los esqueletos ordenados cuando caminaba por el vasto valle de la muerte. La pregunta del Señor parecía absurda: Hijo de hombre, ¿podrán revivir estos huesos?” (Ez. 37:3). Ezequiel no dio la respuesta obvia. Él tenía algo de conocimiento de Dios: “Señor omnipotente, tú lo sabes.” Y así el Señor le dio a Su profeta su más importante tarea. Él tuvo que llevar su mensaje profético a los huesos secos: “¡Huesos secos, escuchen la palabra del SEÑOR!” Ezequiel nos entrega la descripción de una espeluznante pero triunfante escena. Los huesos secos sonaban mientras se juntaban; tendones, carne, y piel aparecían sobre ellos. Nuevamente, Ezequiel profetizó, y al oír su palabra el aliento de vida entró en la asamblea: “los huesos revivieron y se pusieron de pie. ¡Era un ejército numeroso!” La promesa de Dios que acompañaba la visión habló no sólo de la liberación de Israel de su sepulcro del cautiverio, sino también de un Dios que puso Su Espíritu en ellos para que tuvieran vida. Ningún israelita exiliado podría pintar un cuadro más oscuro sobre la condición de un pueblo cautivo y esparcido. La situación estaba más allá del remedio humano. Sólo Dios podía dar la vida de Su Espíritu al valle de los muertos. La imagen del valle de Ezequiel estuvo ante el apóstol Pablo cuando describió la condición de un mundo perdido: muerto en pecados y trasgresiones (Ef. 2:1; Col. 2:13). El Señor tenía que venir, no solamente porque la condición del hombre era imposible, sino porque Sus promesas también eran imposibles. Abraham se había

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reído de la imposible promesa de que un hijo nacería de Sara, a su avanzada edad. Él pretendía que Dios redujera Sus promesas y aceptara a Ismael, hijo de Agar, esclava de Sara. Pero nada es imposible para Dios (Gn. 18:14). Isaac, “Risa,” nació en el tiempo de Dios. Aparte de la venida del Señor, las promesas de Sus profetas habían sido pura fantasía. Ellos anunciaron desastre y muerte, también anunciaron que el Señor no había terminado con Su pueblo. Isaías describió la caída del cedro, orgullo de Israel. ¿Se había acabado toda esperanza, entonces? No, porque la cepa del árbol permaneció en el suelo, y un brote creció para convertirse en un estandarte, una insignia ante la cual las naciones serían reunidas (Is. 10:33-34; 11:1,10). Se presentaron dos respuestas a las interrogantes de desesperanza que incluso los profetas compartían. Primero, la destrucción no sería absoluta: Dios conservaría un remanente. Segundo, la destrucción no sería final: Dios traería renovación. La cepa del cedro era el remanente; el brote era la renovación de Dios. El remanente, en efecto, pudo haber sido pequeño lamentablemente: como las espigas dejadas junto a un campo, o unos pequeños olivos perdidos en la cima de un árbol (Is. 17:6). Amós comparó el remanente con un carbón que quedó encendido en una hoguera, o con las patas y orejas que deja un león de su presa (Amós 4:11-12). Sin embargo, Dios conservó Su posesión. El buen grano no caería en el tierra (Amós 9:9). Después de la tormenta del juicio vendría el brillante arco iris de la promesa. Dios no sólo liberaría a Su pueblo; Él cambiaría sus corazones de piedra por corazones de carne (Ez. 36:26-27). Establecería un Nuevo Pacto con ellos. (Jer. 31:31-34). La paz y justicia universal serían establecidas en un cielo y tierra nueva (Is. 11:6-9; 65:17-25). En efecto, corrientes de agua fluirán debajo de cada ladera, la luna será tan brillante como el sol, el Señor curará las heridas de Su pueblo (Is. 30:23-26). Un remanente de las naciones enemigas será liberado junto con el remanente de Israel (Jer. 48:47; 49:6; Sal. 87:4-5). Y el Señor ofrecerá Su banquete para todo el pueblo: Sobre este monte, el Señor Todopoderoso preparará para todos los pueblos un banquete de vinos añejos, de manjares especiales y de selectos vinos añejos Sobre este monte rasgará el velo que cubre a todos los pueblos, el manto que envuelve a todas las naciones. Devorará a la muerte para siempre.

(Is. 25:6-8)

En efecto, tan inconcebible será el desbordamiento de bendiciones que tanto Egipto como Asiria adorarán al Dios de Israel. Los Egipcios viajarán desde el sur directamente a la tierra de Israel para adorar a Dios en Asiria, y los asirios

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duplicarán las peregrinaciones en sentido contrario, pasando por Jerusalén para adorar a Dios en Egipto (Is. 19:23). Los nombres cariñosos dados por el Señor a Su pueblo del pacto serán otorgados en bendición a esas naciones enemigas: “Bendito sea Egipto mi pueblo, y Asiria obra de mis manos, e Israel mi heredad” (Is. 19:25). Luego del regreso del exilio, algunos lloraron ante la aparente insignificancia de su Templo, recordando la grandeza que ostentó en el pasado. ¿Dónde estaba la gloria que Dios había prometido? El profeta Zacarías no insinuó que Dios pudo haber prometido demasiado, ni que el pueblo debía estar contento con lo que tenía. Al contrario, empezó nuevamente a describir lo indescifrable: una Jerusalén donde cada vasija es tan sagrada como una vasija del Templo, donde las bridas de los caballos lleven la inscripción de la placa de oro de la tiara del sumo sacerdote (“Consagrado al SEÑOR”), y donde el habitante más débil sea como el Rey David (Zac.12:8; 14:20-21). Queda una pregunta. ¿Cómo será el Rey ese día? “La casa real de David será como Dios mismo, como el ángel del Señor que marcha al frente de ellos” (Zac. 12:8). Ciertamente, los oráculos de los profetas están llenos de imágenes y poesía. Isaías no necesitaba un científico moderno que le sugiera la posible dificultad de un sol siete veces más brillante del que resplandecía en los campos de Israel. Pero el lenguaje figurativo de los profetas fue utilizado para describir una bendición no menor que sus palabras, sino mayor. De la misma manera, las visiones presentadas a Juan en el libro de Apocalipsis describe la gloria inimaginable de la verdadera y última Ciudad de Dios. El Señor vendrá Las promesas de los profetas se elevan más allá de lo que expresan. Debe ser así, porque es Dios mismo quien las cumplirá. El Único que trae una luz más brillante que la del sol es el Dios de Gloria: “¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! ¡La gloria del Señor brilla sobre ti! Mira, las tinieblas cubren la tierra, y una densa oscuridad se cierne sobre los pueblos. Pero la aurora del Señor brillará sobre ti; ¡sobre ti se manifestará su gloria!” (Is. 60:1-2) Si el pueblo esparcido de Dios ha de ser reunido en uno solo, Dios mismo debe ser su Pastor. Ezequiel trae la palabra del Señor contra los falsos pastores que tan miserablemente cuidan los rebaños de Dios: “Así dice el SEÑOR omnipotente: Yo estoy en contra de mis pastores. Les pediré cuentas de mi rebaño; les quitaré la responsabilidad de apacentar a mis ovejas, y no se apacentarán más a sí mismos…

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“Yo mismo me encargaré de buscar y cuidar a mi rebaño. Como un pastor que cuida de sus ovejas cuando están dispersas, así me ocuparé de mis ovejas.” (Ez. 34:10-12) Isaías describe con fuerza y con ternura al Señor como el Pastor, conduciendo a Israel fuera del cautiverio en un segundo éxodo. Handel, en su Mesías, llevó las Escrituras a la música: “Como un pastor que cuida su rebaño, recoge los corderos en sus brazos; los lleva junto a su pecho, y guía con cuidado a las recién paridas” (Is. 40:11, RV). El Señor vendrá tanto como Guerrero y como Pastor. En un mundo de injusticia y explotación, donde la verdad no se encuentra en ninguna parte, el Señor mira y se disgusta: Lo ha visto, y le ha asombrado Ver que no hay nadie que intervenga. Por eso su propio brazo vendrá a salvarlos; Su propia justicia los sostendrá. Se pondrá la justicia como coraza, Y se cubrirá la cabeza con el casco de la Salvación, Se vestirá con ropas de venganza, Y se envolverá en el manto de sus celos. (Is. 59:16-17) Todos los pastores y jueces del pueblo de Dios han fracasado; necesitan un Salvador divino. La salvación significa liberación de los opresores malvados que se aprovechan del pueblo de Dios. Dios vendrá con poder para destruir a aquellos que los mantengan cautivos. Pero su cautiverio es más oscuro, su calabozo más profundo de lo que algún brazo pueda imponer. Ellos se mantienen cautivos por sus propios pecados. Miqueas, por lo tanto, proclama que Dios triunfará, no sólo sobre sus enemigos, sino sobre sus pecados. Cuando Dios les muestre Su salvación, las naciones verán, serán avergonzadas, y temerán: ¿Qué Dios hay como tú, que perdone la maldad y pase por alto el delito del remanente de su pueblo? No siempre estarás airado, Porque tu mayor placer es amar. Vuelve a compadecerte de nosotros. Pon tu pie sobre nuestras maldades Y arroja al fondo del mar todos nuestros Pecados. (Mi. 7:18-19)

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Dios tiene el poder de salvar, ningún enemigo puede resistirse al Guerrero divino, cuyos carros de guerra son las nubes. Los milagros del éxodo, la caída de Jericó, las victorias de David, todo muestra el poder de Dios. Pero los profetas proclaman una salvación mas profunda. El Señor no sólo debe liberar a Su pueblo de las cadenas; Él debe liberarlos del pecado. Para liberar a Su pueblo, Dios debe capturar sus corazones. Dios viene, por tanto, no sólo en la majestuosidad de Su poder, sino en la compasión de Su amor. El Guerrero y Juez que también es un Pastor cuida a Su pueblo: “Él dijo, ‘Verdaderamente son mi pueblo, hijos que no me engañarán.’ Así se convirtió en el Salvador de todas sus angustias. Él mismo los salvó; no envió un emisario ni un ángel. En su amor y misericordia los rescató; los levantó y los llevó en sus brazos como en los tiempos de antaño” (Is. 63:8-9). Realmente, el Pastor de Israel es Esposo y Padre para Su pueblo. El profeta Oseas recibe la orden de traer a Gomer, su esposa adultera, para mostrar el amor de Dios por la apóstata Israel. Los personajes están mezclados en Ezequiel, donde el Señor es descrito encontrando a Israel como una niña abandonada y dejada en un campo abierto, aún con la sangre de su nacimiento. El Señor garantiza su vida, su crecimiento, la limpia, la viste y la hace Su novia (Ez. 16:1-14), sólo para que ella se aparte de Él en busca de otros amantes y use Sus regalos para seducirlos. Los amantes de Israel se volvieron en su contra, llegando a ser los instrumentos del juicio de Dios. Al final, Dios restablecería Su pacto. Su pueblo se arrepentiría por fin y estaría avergonzado: “Yo estableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy el Señor. Cuando yo te perdone por todo lo que has hecho, tú te acordarás de tu maldad y te avergonzarás, y en tu humillación no volverás a jactarte. Lo afirma el Señor omnipotente.” (Ez. 16:62-63). El personaje cambia: como Padre, Dios lleva a Su pequeño hijo, Israel, fuera de Egipto, cogiéndole de la mano y enseñándole a caminar (Os. 11:3). La rebelión de Su hijo trae el juicio, sin embargo el Señor clama: ”¿Cómo podría yo entregarte, Efraín? ¿Cómo podría abandonarte, Israel? ¡Yo no podría entregarte como entregué a Admá! ¡Yo no podría abandonarte como a Zeboyín! Dentro de mí, el corazón me da vuelcos, Y se me conmueven las entrañas. Pero no daré rienda suelta a mi ira, Ni volveré a destruir a Efraín. Porque en medio de ti no está un hombre, Sino estoy yo, el Dios santo, Y no atacaré la ciudad.” (Os. 11:8-9) El oráculo del profeta continúa para declarar que el Señor rugirá como un león a fin de reunir a Sus hijos desde el este y el oeste.

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Cuando el Señor venga a juzgar y a salvar, todos los árboles del bosque cantarán de regocijo ante Él (Sal. 96:12-13), y Su pueblo se unirá en la canción: “¡Lanza gritos de alegría, hija de Sión! ¡Da gritos de victoria, Israel! ¡Regocíjate y alégrate de todo corazón, hija de Jerusalén! El señor te ha levantado el castigo, Ha puesto en retirada a tus enemigos. El SEÑOR, rey de Israel, está en medio de ti: Nunca más temerás mal alguno. Porque el SEÑOR tu Dios está en medio de ti Como guerrero victorioso. Se deleitará en ti con gozo, Te renovará con su amor, Se alegrará por ti con cantos.” (Sof. 3:14-15,17) El Siervo del Señor vendrá La promesa de Dios no regresará vacía. Su gracia no será frustrada. Su compasión triunfará. La terrible destrucción de Su ira frente a la apostasía no será total o final, porque los propósitos de salvación de Dios van más allá de la imaginación. Sin embargo, Dios no es burlado, debe existir una respuesta a Su amor. Si Él es el Señor, entonces Él debe ser amado y servido como el Señor. Si es el Padre, debe reclamar a Su verdadero hijo. A menos que nuestra desobediencia prevalezca, la venida de Dios debe ser temida antes que bienvenida: “¿Quién puede resistir el día de su venida? ¿Quién puede estar de pie cuando el aparezca?” (Mal. 3:2). Dios ha mantenido Su pacto; Su pueblo fue el rompe-pactos. Si debía haber un nuevo pacto de la promesa, no era suficiente para Dios venir en gloria. El pueblo, también, tuvo que ser representado. Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, Josué, Sansón, Samuel, David, Salomón, Elías, Eliseo, Jonás, Isaías, Jeremías y Daniel—todos los profetas, sacerdotes, y reyes de Israel no alcanzaron. Ellos condujeron a Israel, oraron por el pueblo, razonaron con el pueblo, pelearon por ellos y se enfrentaron con ellos, sin embargo no pudieron mantener el pacto de Dios por ellos. Ellos no pudieron ponerse en el lugar del pueblo, o tomar su parte. Se necesitaba un Salvador más grande. Ese Salvador, también, vendría. La promesa de que el Siervo vendría está avanzando al mismo ritmo de la promesa de que el Señor vendría: un Profeta como Moisés, pero un mejor Mediador; un Sacerdote como Aarón, pero Uno de la orden real de Melquizedec; un Rey como David, pero a quien le es entregado un trono

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eterno. La nueva humanidad necesitaba ser fundada por un segundo Adán, el descendiente de la mujer que aplastaría la cabeza de la serpiente. La promesa hecha a Abraham tenía que ser cumplida en otro Isaac, la verdadera Semilla en quien las naciones serían bendecidas. El nuevo Israel tenía que ser establecido en la Persona del Siervo del Señor. Aquí esta la declaración de ese siervo individual: Me dijo: “Israel, tú eres mi siervo; en ti seré glorificado.”… Y ahora dice el SEÑOR, Que desde el seno materno me formó para que fuera yo su siervo, Para hacer que Jacob se vuelva a él, Que Israel se reúna a su alrededor;… “No es gran cosa que seas mi siervo, ni que restaures a las tribus de Jacob, ni que hagas volver a los de Israel, a quienes he preservado. Yo te pongo ahora como luz para las naciones, a fin de que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra.” (Is. 49:3-6) El Siervo de Dios tuvo que ser identificado con Israel, y llamado por el nombre de Israel, pero también fue distinguido de Israel, porque trajo y restauró a los que serían preservados de Israel, y serían la luz de Dios para los gentiles. El llamamiento y elección de Dios por Israel habían sido burlados cuando éstos escogieron otros dioses. Dios entonces escogería a Su Siervo, y pondría Su Espíritu sobre Él (Is. 42:1). El siervo de Dios cumpliría el llamamiento de Israel entre las naciones, y en Él sería establecida la nueva y verdadera Israel (Ro. 9:6-8; 15:89). El Siervo elegido de Dios sería Su gozo, pero sería llamado a la humillación y al sufrimiento. Los enemigos del Señor serían Sus enemigos; los reproches dirigidos a Dios recaerían sobre Él (Sal. 69:9). El sorprendente mensaje con respecto al Siervo Afligido de Dios llevó al clímax el ministerio de los profetas (Is. 53). Los sufrimientos del Siervo de Dios fueron brutales y sorprendentes. Los hombres se detuvieron horrorizados ante el abuso que Él sufrió. Él debía ser un hombre de agonía—golpeado, magullado, azotado, herido y ejecutado. Iba a ser desfigurado en Sus aflicciones hasta que Su apariencia sea apenas humana. Quedaría sin belleza; nadie lo querría. Experimentaría dolor y abandono: un hombre de dolor, familiarizado con el dolor. El orgulloso y el poderoso lo menospreciarían como insignificante; el pueblo lo acusaría como libertino. ¿Sus torturas no lo señalan como uno de los rechazados de Dios? Sin embargo, el Siervo tuvo que soportar todo esto con docilidad sumisa. Él fue justo e inocente, y es más, no se resistió. Debía ser llevado como un cordero al sacrificio, o una oveja para ser esquilada.

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Lo más sorprendente aún, habría significado en Su tragedia. La muerte agonizante del Siervo de Dios era un sacrificio. Él sufrió por decreto de Dios (Is. 53:10). Él no era un trasgresor, pero tenía que ser contado con los trasgresores, porque soportó el pecado de muchos. Nosotros fuimos como ovejas descarriadas, pero el Señor cargaría sobre él la iniquidad de todos nosotros. “Después de aprehenderlo y juzgarlo le dieron muerte; nadie se preocupó de su descendencia. Fue arrancado de la tierra de los vivientes, y golpeado por la transgresión de mi pueblo” (Is. 53:8).xxx Su alma debía ser una ofrenda por el pecado (v. 10). Él sufrió como substituto de aquellos que merecían el golpe. Lo hizo voluntariamente, porque soportó sus dolores, penas, y enfermedades. Él hizo la intercesión por los trasgresores. Mediante Sus heridas ellos serían sanados. El sacrificio del Siervo trascendió en victoria, una victoria real y sacerdotal proclamada a las naciones. Él tenía que ser un Triunfador real. El Siervo triunfante de Dios tenía que ser un completo éxito, exaltado y elevado a las alturas (52:13). El gozo del Señor prosperó en Su mano. Él justificó a muchos, y compartió con ellos el botín de Su triunfo. Como Sacerdote, Él bendijo a muchas naciones, e intercedió por los pecadores. Las naciones escucharon con asombro el significado de Sus sufrimientos. Aquí, finalmente está la culminación de la larga historia del sufrimiento de los siervos de Dios. Moisés soportó el reproche de Israel. Elías huyó por su vida. Jeremías fue lanzado a un pozo. Sin embargo, Isaías describe al Único que es más que un profeta. Como ellos, Él es perseguido, pero a diferencia de ellos, no tiene pecado. David, también, soportó reproches por amor al Señor, pero David trajo vergüenza a su gobierno por su propio pecado. El Señor lo liberó y le devolvió su trono, pero David nunca fue exaltado a la diestra de Dios. Los sacerdotes ofrecieron sacrificios diariamente, pero el Siervo se ofrece a Sí mismo como la ofrenda por el pecado. La unción del Siervo es con el Espíritu Santo; el ministerio del Siervo es cumplir la salvación de Dios hasta los confines de la tierra. En el mensaje de los profetas, la venida del Siervo ungido de Dios es señalada siempre como más cercana a la venida del Dios mismo. Cuando Dios venga para ser el Pastor de Su pueblo, David será su pastor (Ez. 34:23). Cuando el último ciudadano de Jerusalén sea como el Rey David, la Casa de David será como Dios, como el Ángel del Señor ante ellos (Zac. 12:8). Los nombres divinos son dados al Rey prometido: “Porque nos ha nacido un niño, se nos ha concedido un hijo; la soberanía reposará sobre sus hombros, y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Is.9:6). El nombre “Dios Todopoderoso” es atribuido al Señor por Isaías en el siguiente capitulo (Is. 10:21). ¿Cómo, entonces, puede ser llevado por el Mesías? “Por eso, el Señor mismo les dará una señal: La joven concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamará Emanuel” (“Dios con nosotros”—Is. 7:14).

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Si Adán fue hecho a la imagen de Dios, en cierto sentido, él puede ser llamado hijo de Dios (Lc. 3:38). Los ángeles, también, son llamados hijos de Dios en el Antiguo Testamento (Job 1:6). Pero en la exaltación del Mesías real, una única Filiación es atribuida a Él (Sal. 2:6; cf. Sal. 72). Jesús recordó a Sus críticos que David se dirigió a su Hijo prometido como su Señor (Sal. 110:1; Mt. 22:43-45). El Ángel del pacto que vendría a su Templo no era otro que el Señor mismo (Mal. 3:1). Malaquías, el último de los profetas del Antiguo Testamento, predijo la venida de Elías como Su heraldo (Mal. 4:5). Juan el Bautista, que entró en el Espíritu y poder de Elías, cumplió esa promesa, y proclamó la venida del único cuyas hebillas de sus sandalias él no fue digno de desatar. Era una voz clamando en el desierto, “¡Preparen el camino del Señor!” La historia de Jesús en el Antiguo Testamento se convierte en la historia del evangelio en el Nuevo Testamento. El Señor mismo viene a dar salvación a Su pueblo, con el milagro de la Encarnación. “Porque para Dios no hay nada imposible”—Su promesa a Sara se mantuvo en María (Gn. 18:14; Lc. 1:37). La virgen concibió como el ángel había prometido: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que el santo niño que va ha nacer lo llamarán Hijo de Dios” (Lc.1:35). Él, que nació de María, no sólo fue el Cristo del Señor (Lc. 2:26); Él fue, como dijo el ángel, Cristo el Señor (Lc. 2:11). Llegó como luz para las naciones y gloria de Israel (Lc. 2:32). “Y el Verbo se hizo carne, y [fijó tabernáculo] entre nosotros (y contemplamos Su gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14, BA). “A Dios nadie lo ha visto nunca; el Hijo unigénito, que es Dios y que vive en unión íntima con el Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn. 1:18, NVI). Jesús pudo decir, “’El Padre y Yo somos uno.’… El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn. 10:30; 14:9). Como Señor, Jesús dominó tormentas y demonios. Él caminó sobre las olas y levantó a los muertos bajo la orden de Su palabra. Habló con autoridad, perdonando pecados y pidiendo la adoración de Sus discípulos. Tomás cayó a Sus pies cuando vio al Dios resucitado, confesando, “¡Mi Señor y mi Dios!” Pedro reconoció ante todos ellos que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mt. 16:16). Años después de la ascensión de Cristo, Pedro escribió a los cristianos de Asia Menor, alentándolos, ya que ellos estaban sufriendo la persecución por amor a Cristo. Él citó la profecía de Isaías, donde decía, “No teman lo que ellos temen, ni se dejen asustar…” (Is. 8:12, Septuagint). Pero, donde Isaías continúa, “Santificar al Señor mismo,” Pedro escribe, “Santificar al Señor, al Cristo” (1 P 3:15, traducción literal). Para Pedro, Cristo Jesús, que había dormido en su bote, tenía que ser santificado como el Señor mismo. Cristo el Señor es confesado como Dios Hijo en el Nuevo Testamento. Él también es revelado como el Siervo. Viene a realizar la voluntad de Su Padre, a dar Su vida como rescate por muchos. Israel fue la vid de Dios en los profetas (Is. 5), pero Jesucristo es la verdadera Vid. Él cumple con el ministerio de la circuncisión para la verdad de Dios, para que Él pueda confirmar las promesas entregadas a los

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padres, y para que los gentiles puedan glorificar a Dios por Su misericordia (Ro. 15:8-9). Aun cuando fue tentado en todos los aspectos como nosotros, Él estuvo limpio de pecado. Cumplió con toda rectitud. Fue resueltamente a Su muerte en la cruz: “Él mismo en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados, para que muramos al pecado y vivamos para la justicia. Por sus heridas ustedes han sido sanados” (1 P 2:24). Al tercer día, Él se levantó de entre los muertos, se mostró a Sus discípulos durante cuarenta días, luego ascendió a los cielos a recibir su gloria a la derecha del Padre. Él selló Su victoria sobre el pecado y la muerte enviando al Espíritu desde el trono. Ahora es el Señor del universo, y cabeza de Su cuerpo, la iglesia. Toda la historia se descubre para completar la historia de Jesús, hasta el día en que Él venga nuevamente. Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación, porque por medio de él de fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él. Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente. Él es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de la resurrección, para ser en todo el primero. Porque a Dios le agradó habitar en él con toda so plenitud y, por medio de él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó en al cruz. (Col. 1:15-20)

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NOTAS: Citado en Henri Blocher, In the Beginning: The Opening Chapters of Genesis (En el Principio: Los Capítulos Iniciales del Génesis), D. G. Preston, trad. (Leicester, Inglaterra: Inter Varsity Press, 1984), pp. 86. ii

NOTAS: El término hebreo daba y la traducción griega rhema pueden significar “palabra” o “cosa”; en el contexto del poder de la palabra de Dios, “palabra” es mejor. iii NOTAS: La palabra hebrea aquí se refiere a un tramo de gradas de piedra en pendiente más que a una escalera de pintor. iv Algunas traducciones interpretan en el texto que Dios se detuvo sobre la escalera, y no junto a Jacob. La palabra hebrea puede significar “sobre algo” o “junto a alguien.” El significado se decide, sin embargo, por la expresión similar en Génesis 35:13. Ahí Dios se aparece a Jacob por segunda vez en Betel luego de su regreso del exilio. El pasaje dice que Dios, después de hablar con Jacob, “se alejó del lugar donde había hablado con él.” La misma preposición se usa en Génesis 28:13. Queda claro que en ambos casos Dios descendió para estar junto a Jacob. v Ver André Parrot, La Torre de Babel (N. Y.: Philosophical Library, 1955). vi Ver el artículo de K. A. Kitchen en “Mahanaim (Majanayin)” en J. D. Douglas, ed., The Illustrated Bible Dictionary (El Diccionario Ilustrado de la Biblia), Parte 2 (Wheaton, Ill.: Tyndale House Publishers, 1980), Pág. 936. vii En el “Poema de Gilgamesh,” el héroe primero enfrenta a su amigo Enkidu en un furioso combate de lucha. El relato de la Antigua Babilonia sobre la leyenda data del segundo milenio A.C. Jacob puede haber conocido la historia. James B. Pritchard, ed., The Ancient Near East (El Antiguo Cercano Oriente), Vol. 1 (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1958, 1973), Pág. 50. viii “El muslo de Jacob es la progenie de Jacob…” P. A. H. de Boer, “Génesis XXXII 23-33: Algunos Comentarios sobre la Composición y Carácter de la Historia,” Nederlandisch Theologisch Tijdschrift, Vol. 1 (1946-1947), Pág. 149163. Ver J. Pedersen, Der Eid bei den Semiten (Strassburg: 1910), Pág. 151. ix Otra posible traducción es “Bata larga con mangas.” R. E. Nixon, en el artículo “José” en The Illustrated Bible Dictionary (El Diccionario Ilustrado de la Biblia), da preferencia a “multicolor.” El Diccionario muestra una fotografía a color de un mural egipcio representando dicha bata, usada por un líder asiático de caravana –Parte 2 (Wheaton, Ill.: Tyndale House Publishers, 1980), Pág. 813. x Esta traducción es apoyada por E. W. Hengstenberg, Cristología del Antiguo Testamento (Grand Rapids: Kregel Publications, 1970), Pág. 30f. xi NOTAS: En vista de que el nombre Yahvé fue considerado demasiado santo para ser pronunciado, se leyó como “Señor” en la sinagoga. En el texto masorético del Antiguo Testamento, las vocales de la palabra para “Señor” (Adonai) fueron escritas en las consonantes de Yahvé (Y o J, H, W o V, y H), dando paso a una combinación que la ASV ( American Standard Version) transliteró como “Jehová.” El antiguo hebreo fue escrito sin vocales, “Yahvé” es una forma probable del nombre pero no es certera. El Nuevo Testamento, siguiendo la versión griega del Antiguo Testamento, usa “Señor” (Kurios) para Yahvé. xii La NVI traduce “para que me rinda culto.” La idea de rendir culto efectivamente puede ser principal aquí, pero el término describe el servicio que Israel rinde al Señor. Israel es liberado del servicio al Faraón para servir a Dios. xiii “Dios les ha dado [bendiciones celestiales] a Sus escogidos como posesión eterna, y les ha hecho heredar junto con los Santos. Él ha unido su asamblea a los Hijos del cielo…” (1QS 11:7-8 –G. Vermes, Los Rollos del Mar Muerto en Inglés [Baltimore: Penguin Books, 1962], Pág. 93). Ver también Carol Newsom, Cantos del Sacrificio del Sábado (Atlanta: Scholars Press, 1985). La palabra en inglés “saints” (santos) se refiere sólo a seres humanos; tanto en hebreo como en griego el término para “santos” puede referirse a los ángeles también. xiv NOTAS: El verbo para la demostración que hizo Dios del árbol a Moisés es la raíz del término torah, la ley de Dios como un puntero, que muestra el camino. La señal, no menos que el mandato, es designada por Dios. xv Para una descripción exhaustiva del uso de este término, ver H. B. Huffmon, “The Covenant Lawsuit in the Prophets” (El Juicio del Pacto en los Profetas), Diario de Literatura Bíblica, LXXVII, páginas 285ff; B. Gemser, “The RIB or Controversy Pattern” en Sabiduría en Israel y el Antiguo Cercano Oriente (Vetus Testamentum, Supplement III, Leiden: 1955). xvi Guenter Rutenborn. The Sign of Jonah (Nueva York: Thomas Nelson and Sons, 1960). xvii La misma frase es usada para describir a los sacerdotes que llevaban el arca del pacto a través del Jordán delante del pueblo de Israel (Jos. 3:6). Es usada para hablar de cómo el Señor pasó delante de Moisés en la hendidura de la roca (Ex. 34:6). Dios no sólo pasó delante de Moisés, sino que pasó junto a él para pasar adelante, cubriendo a Moisés con Su mano como lo hizo. xviii La situación es diferente cuando a Moisés se le ordena hablar a la piedra en una ocasión posterior. Entonces, Israel debía reunirse, y el milagro debía ocurrir ante sus ojos (Nm. 20:8). Pero los ancianos no fueron requeridos como testigos; Moisés debe llevar, no usar, la vara, y el escenario ya no es el de un juicio. xix La traducción de la NVI resta fuerza al término hebreo, al omitir, por razones estilísticas, el enfático “He aquí.” La traducción más natural es que Dios se paró sobre la roca, no al lado de ella. La preposición puede significar al lado de cuando describe la posición de una persona que está parada en relación con otra sentada o que está acostada boca abajo,

el sentido de “sobre” permanece. xx NOTAS: Otro juego de palabras: el lugar es llamado “Ramat Lehí,” la “colina de la quijada.” Ramat, sin embargo, también se relaciona con el verbo “arrojar,” como si la colina tomara su nombre a partir del hecho de que Sansón arrojó la quijada (expresado mediante otro verbo). El nombre de manantial es “manantial del que clama,” aplicable al clamor de Sansón, aunque el término describe a la perdiz como un ave “clamadora” (“el manantial de la perdiz”). xxi Salmo 110:6-7 – se ha cambiado la traducción de RVR “cadáveres” por “cuerpos,” ya que esta palabra no sólo se refiere a cadáveres. La traducción de RVR es correcta dentro del contexto del Salmo, pero la alusión de Pablo toma esta palabra y le da otro sentido de “cuerpos.” xxii Ver Francis I. Andersen, “Yahweh, the Kind and Sensitive God” en P. T. O’ Brien & D. G. Peterson, eds., God who is Rich in Mercy (Grand Rapids: Baker Book House, 1986), Pág. 41-88. xxiii Sobre la forma literaria de los Salmos, ver Robert Alter, The Art of Biblical Poetry (Nueva York: Basic Books Inc., 1985). xxiv La NVI traduce Romanos 15:8 “…que Cristo se hizo servidor de los judíos,”lo que oscurece el punto al que Pablo se refiere. xxv Ver la nota inicial en el Salmo 36: “De David, el siervo del Señor.” xxvi NOTAS: Yves M. J. Congar comparó a David y a Salomón como tipos de Cristo: “David y Salomón, Tipos del Cristo en sus Dos Advenimientos” en Los Caminos del Dios Viviente (Paris: du Cerf, 1964), pág. 149-164. Estoy de acuerdo con sus ideas, aunque no comulgo con el lugar que él le da a las buenas obras en la salvación. xxvii Traducción de R. H. Charles, The Apocrypha and Pseudepigrapha of the Old Testament in English (Oxford, Inglaterra: Clarendon, 1913). xxviii NOTAS: “Ocupado” en la traducción de NVI es un eufemismo. La burla de Elías era más terrenal. A lo que él se refería tenía que ver con el baño. xxix J. D. Douglas, The Illustrated Bible Dictionary, Parte 2, Pág. 742. xxx Para esta traducción, ver Henri Blocher, Songs of the Servant (Downers Grove, Ill.: InterVarsity Press, 1975), Pág. 64.

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