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Edición especial | 2013
Sexo Sex o y dem emoc ocracia racia por José Natanson
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al vez porque no fue consecuencia de heroicas luchas sociales y polít icas sino del f raca so del programa económico y la derrota de Malvinas (una Bastilla que se derrumbó sola), la democracia argentina parece vivir en estado de permanente desencanto, un medio tono de desilusión que nos empuja a descubrir todos los días que no era en realidad todo lo que prometía. Esta singular idad nos impide a menudo menudo observar sus tr iunfos, no sólo los más obvios y unánimemente aceptados, como el confinamiento de los militares a sus á speros cuarteles o el fin de la violencia política, sino también otros menos visibles pero cruciales: la alta asistencia electoral y el hecho, comprobable comprobable en las últimas elecc iones, de que la gente vota contenta; los avances sanitarios en materias tan concretas como la esperanza de vida o la mortalidad infantil; la expansión permanente, incluso durante los 90, de la cobertura educativa en todos los niveles, con un aumento impresionante de la inclusión universitaria de los sectores po pulares gracias a la creación de nuevas universidades en el interior y el conurbano; y las conquistas en cuestiones de género, que van desde las leyes de sa lud reproductiva a la reducción de la brecha de ingresos entre hombres y mujeres y la mayor presencia femenina en ámbitos de decisión política. Podríamos seg uir con la lista de tendencias y contratendencias, pero sería un ejercicio agotador y al cabo inútil: un balance político supone supone algo más que un c uadro de pros y contras, y por eso este número especial de el Dipló analiza los treinta años de democracia desde varios áng ulos complementarios, que van desde los clásicos (política, economía, sociedad) hasta los menos convencionales. Para sumar un punto de vista más, me enfocaré aquí en un tema que muchas veces se pasa por alto y que sin embargo es parte sustancial de las transformaciones ocurridas en estas t res décadas: la democratización de la vida ínt ima, e n el sentido de un cambi o–naturalizado en su cotidiana mutación pero ciertamente radical– de los vínculos de la puerta para adentro, incluyendo desde luego a las relaciones sexuales. Veamos. Orgullo y prejuicio En La tran sform ación de la in timid ad (1), el so-
ciólogo inglés Anthony Giddens explica que vi vim os en soc iedade s en las qu e prima n lo que llama “relaciones puras”, es decir relaciones en las que las recompensas derivadas de la misma relación son el factor que hace que ésta continúe (quienes mantienen una relación lo hacen por los “beneficios” que obtienen de ella y no por una imposición externa). Menos condicionadas por las tradiciones religiosas o familia-
caracterizan por una mayor equidad sexual y emocional. Para Giddens, la relación pura es heredera del amor romántico típico del siglo XIX, que por primera vez aceptó la posibilidad de un lazo emocional duradero sobre la ba se de ese mismo víncu lo y no por factores exteriores, como la decisión familia r o la dote. Pero la relación pura es una relación más igualitaria, flexi ble y moderna que la romá ntica , que no encierra a la mujer dentro de las paredes del hogar ni la condena a esperar pasivamente al hombre, como la Elisabeth Bennet de Orgullo y prejuicio que Keira Knightley elevó a la cumbre de su deslumbrante belleza (2). Otro sociólogo dedicado dedicado a analizar los ca m bios oper ados en la v ida soc ial, el polaco Zygmunt Bauman, dice que la nuestra es la era del “amor líquido”, caracterizado por vínculos flexibles y cambiantes , que son más conexiones que relaciones y que incluyen lo que llama “vínculos de bolsillo” (se pueden sacar cuando uno quiere pero también gua rdarlos cuando ya no son necesarios), en el contexto de una sociedad afectiva en red. Una de las explicaciones de estos nuevos formatos relacionales radica en que, como señala Giddens, los vínculos de largo plazo suelen comportarse como los pozos petroleros: rinden mucho al principio y luego declinan. Pero vayamos a la política. El alfonsin ismo y el kirchnerismo, es decir los dos ciclos políticos de cambio progresista de estos 30 años de democracia, avan zaron en la sanción de leyes orientadas a ponerse al día con esta nueva realidad social: me refiero a las leyes de patria potestad compart ida y divorcio de los 80, y a las de matrimonio igualitario e identidad de género de la última década, que en esencia implican el reconocimiento por parte del Estado de la autonomía de los ciudadanos acerca del modo más conveniente de vivir su vida privada, afectiva y familiar. Además de sugerir una línea de continuidad entre ambos gobiernos (una línea poco estudiada y que ilumi na las conexiones del kirchnerismo con la tradición liberal), las iniciativas funcionaron como recurso de reinvención política en t iempos de debilidad: Alfonsín impulsó la ley de divorcio luego del fracaso del Plan Austral y el gi ro en su política de derechos humanos (de hecho fue sancionada la misma semana que la ley de obediencia debida), y Kirchner llevó adelante la ley de matrimonio igualitario tra s la derrota en el conflicto conflicto por la 125. Con este tipo de iniciativas, ambos gobiernos demostraron que la izquierda moderna es una izquierda de la igua ldad pero también de la diferencia (para la izquierda clásica este tipo de temas eran irrelevantes al lado de las cuestiones realmente importa ntes, como la lucha de clases o la emancipación de los pueblos pueblos). ). Y, en el camino, pusieron en evidencia que los cambios culturales profu ndos son un trabajo de todos: como señala Giddens, mientras que la democra-
mente masculina , la democratización de la vida íntima tiene a las mujeres, las minorías sexuales y los jóvenes como como grandes protagoni stas. El punto G
La pregunta es delicada pero va le la pena formularla: así como se democratizaron las instituciones políticas y se democratizaron también los vínculos sociales, ¿se democratizó el sexo? Siguiendo al sociólogo fra ncés Eric Fassin (3), que ha dedicado buena parte de su obra a estudiar la relación entre esfera pública y esfera pri vada, podría mos decir que sí. El razonam iento es simple: si la democracia supone la capacidad de la sociedad de gobernarse a sí misma más allá de c ualquier principio trascendente (Dios o lo que sea), entonces el sexo se ha democrat izado en el sentido de que se ejerce ya no según los mandatos tradicionales (reproductivos, patriarca les, heterosexuales) sino de acuerdo al gusto y placer de cada uno. No se trataría de ejercer una sexualidad sin normas, lo cual a Fassin le parece tan imposible como una sociedad sin reglas, sino de aceptar que la democratización de la sexual idad implica que las normas son discutidas y consensuadas dentro de cada pareja (o trío o lo que sea), sin más prohibiciones que aquellas contempladas en el Código Penal (violencia, menores, etc.). Como afirman los swinger a lo Rolando Hanglin, el único límite es el consentimiento. El planteo, que a primera vista puede parecer abstracto, se verifica en concreto. Si se mira bien, es fácil comprobar que en estos treinta años diferentes grupos sociales mejoraron su capacidad de goce sexual: las mujeres, sobre todo las pobres, porque se han implementado políticas de salud reproductiva que les permiten acceder a métodos anticonceptivos y disfr utar de su sexualidad sin temor al embarazo, y tam bién porq ue la prog resiv a toma de con cienc ia social acerca de las desigua ldades de género les posibilita “negociar” su vida sexual en otras condiciones (y, en el extremo, decir no). Tam bién mejoró el disfrute de los jóvenes jóvenes y los adolescentes, porque los “nuevos pactos familiares” replantearon las relaciones inter-generacionales, menos autoritar ias que en el pasado, y habilitaron la posi bilidad del sexo en casa (a esto también contribuyó una tendencia negativa de estos años, el aumento de la inseguridad, que convenció a muchos padres de la conveniencia de que sus hijos no salgan de noche y los empujó a aceptar resignadamente que se encierren en su cuart o con su pareja). Paralelamente, las minorías sexuales fueron encontrado espacios para el ejercicio de su sexualidad que antes estaban limitados a los submundos gays (y que se han natura lizado con una rapidez asombrosa, como demuestra el hecho de que Florencia de la V hoy conduzca un programa en la ma ñana de… ¡Telefé!). Final-
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Sexo Sex o y dem emoc ocracia racia por José Natanson
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al vez porque no fue consecuencia de heroicas luchas sociales y polít icas sino del f raca so del programa económico y la derrota de Malvinas (una Bastilla que se derrumbó sola), la democracia argentina parece vivir en estado de permanente desencanto, un medio tono de desilusión que nos empuja a descubrir todos los días que no era en realidad todo lo que prometía. Esta singular idad nos impide a menudo menudo observar sus tr iunfos, no sólo los más obvios y unánimemente aceptados, como el confinamiento de los militares a sus á speros cuarteles o el fin de la violencia política, sino también otros menos visibles pero cruciales: la alta asistencia electoral y el hecho, comprobable comprobable en las últimas elecc iones, de que la gente vota contenta; los avances sanitarios en materias tan concretas como la esperanza de vida o la mortalidad infantil; la expansión permanente, incluso durante los 90, de la cobertura educativa en todos los niveles, con un aumento impresionante de la inclusión universitaria de los sectores po pulares gracias a la creación de nuevas universidades en el interior y el conurbano; y las conquistas en cuestiones de género, que van desde las leyes de sa lud reproductiva a la reducción de la brecha de ingresos entre hombres y mujeres y la mayor presencia femenina en ámbitos de decisión política. Podríamos seg uir con la lista de tendencias y contratendencias, pero sería un ejercicio agotador y al cabo inútil: un balance político supone supone algo más que un c uadro de pros y contras, y por eso este número especial de el Dipló analiza los treinta años de democracia desde varios áng ulos complementarios, que van desde los clásicos (política, economía, sociedad) hasta los menos convencionales. Para sumar un punto de vista más, me enfocaré aquí en un tema que muchas veces se pasa por alto y que sin embargo es parte sustancial de las transformaciones ocurridas en estas t res décadas: la democratización de la vida ínt ima, e n el sentido de un cambi o–naturalizado en su cotidiana mutación pero ciertamente radical– de los vínculos de la puerta para adentro, incluyendo desde luego a las relaciones sexuales. Veamos. Orgullo y prejuicio En La tran sform ación de la in timid ad (1), el so-
ciólogo inglés Anthony Giddens explica que vi vim os en soc iedade s en las qu e prima n lo que llama “relaciones puras”, es decir relaciones en las que las recompensas derivadas de la misma relación son el factor que hace que ésta continúe (quienes mantienen una relación lo hacen por los “beneficios” que obtienen de ella y no por una imposición externa). Menos condicionadas por las tradiciones religiosas o familia-
caracterizan por una mayor equidad sexual y emocional. Para Giddens, la relación pura es heredera del amor romántico típico del siglo XIX, que por primera vez aceptó la posibilidad de un lazo emocional duradero sobre la ba se de ese mismo víncu lo y no por factores exteriores, como la decisión familia r o la dote. Pero la relación pura es una relación más igualitaria, flexi ble y moderna que la romá ntica , que no encierra a la mujer dentro de las paredes del hogar ni la condena a esperar pasivamente al hombre, como la Elisabeth Bennet de Orgullo y prejuicio que Keira Knightley elevó a la cumbre de su deslumbrante belleza (2). Otro sociólogo dedicado dedicado a analizar los ca m bios oper ados en la v ida soc ial, el polaco Zygmunt Bauman, dice que la nuestra es la era del “amor líquido”, caracterizado por vínculos flexibles y cambiantes , que son más conexiones que relaciones y que incluyen lo que llama “vínculos de bolsillo” (se pueden sacar cuando uno quiere pero también gua rdarlos cuando ya no son necesarios), en el contexto de una sociedad afectiva en red. Una de las explicaciones de estos nuevos formatos relacionales radica en que, como señala Giddens, los vínculos de largo plazo suelen comportarse como los pozos petroleros: rinden mucho al principio y luego declinan. Pero vayamos a la política. El alfonsin ismo y el kirchnerismo, es decir los dos ciclos políticos de cambio progresista de estos 30 años de democracia, avan zaron en la sanción de leyes orientadas a ponerse al día con esta nueva realidad social: me refiero a las leyes de patria potestad compart ida y divorcio de los 80, y a las de matrimonio igualitario e identidad de género de la última década, que en esencia implican el reconocimiento por parte del Estado de la autonomía de los ciudadanos acerca del modo más conveniente de vivir su vida privada, afectiva y familiar. Además de sugerir una línea de continuidad entre ambos gobiernos (una línea poco estudiada y que ilumi na las conexiones del kirchnerismo con la tradición liberal), las iniciativas funcionaron como recurso de reinvención política en t iempos de debilidad: Alfonsín impulsó la ley de divorcio luego del fracaso del Plan Austral y el gi ro en su política de derechos humanos (de hecho fue sancionada la misma semana que la ley de obediencia debida), y Kirchner llevó adelante la ley de matrimonio igualitario tra s la derrota en el conflicto conflicto por la 125. Con este tipo de iniciativas, ambos gobiernos demostraron que la izquierda moderna es una izquierda de la igua ldad pero también de la diferencia (para la izquierda clásica este tipo de temas eran irrelevantes al lado de las cuestiones realmente importa ntes, como la lucha de clases o la emancipación de los pueblos pueblos). ). Y, en el camino, pusieron en evidencia que los cambios culturales profu ndos son un trabajo de todos: como señala Giddens, mientras que la democra-
mente masculina , la democratización de la vida íntima tiene a las mujeres, las minorías sexuales y los jóvenes como como grandes protagoni stas. El punto G
La pregunta es delicada pero va le la pena formularla: así como se democratizaron las instituciones políticas y se democratizaron también los vínculos sociales, ¿se democratizó el sexo? Siguiendo al sociólogo fra ncés Eric Fassin (3), que ha dedicado buena parte de su obra a estudiar la relación entre esfera pública y esfera pri vada, podría mos decir que sí. El razonam iento es simple: si la democracia supone la capacidad de la sociedad de gobernarse a sí misma más allá de c ualquier principio trascendente (Dios o lo que sea), entonces el sexo se ha democrat izado en el sentido de que se ejerce ya no según los mandatos tradicionales (reproductivos, patriarca les, heterosexuales) sino de acuerdo al gusto y placer de cada uno. No se trataría de ejercer una sexualidad sin normas, lo cual a Fassin le parece tan imposible como una sociedad sin reglas, sino de aceptar que la democratización de la sexual idad implica que las normas son discutidas y consensuadas dentro de cada pareja (o trío o lo que sea), sin más prohibiciones que aquellas contempladas en el Código Penal (violencia, menores, etc.). Como afirman los swinger a lo Rolando Hanglin, el único límite es el consentimiento. El planteo, que a primera vista puede parecer abstracto, se verifica en concreto. Si se mira bien, es fácil comprobar que en estos treinta años diferentes grupos sociales mejoraron su capacidad de goce sexual: las mujeres, sobre todo las pobres, porque se han implementado políticas de salud reproductiva que les permiten acceder a métodos anticonceptivos y disfr utar de su sexualidad sin temor al embarazo, y tam bién porq ue la prog resiv a toma de con cienc ia social acerca de las desigua ldades de género les posibilita “negociar” su vida sexual en otras condiciones (y, en el extremo, decir no). Tam bién mejoró el disfrute de los jóvenes jóvenes y los adolescentes, porque los “nuevos pactos familiares” replantearon las relaciones inter-generacionales, menos autoritar ias que en el pasado, y habilitaron la posi bilidad del sexo en casa (a esto también contribuyó una tendencia negativa de estos años, el aumento de la inseguridad, que convenció a muchos padres de la conveniencia de que sus hijos no salgan de noche y los empujó a aceptar resignadamente que se encierren en su cuart o con su pareja). Paralelamente, las minorías sexuales fueron encontrado espacios para el ejercicio de su sexualidad que antes estaban limitados a los submundos gays (y que se han natura lizado con una rapidez asombrosa, como demuestra el hecho de que Florencia de la V hoy conduzca un programa en la ma ñana de… ¡Telefé!). Final-
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Staff EDICIÓN ESPECIAL Direc Di rector: tor: José Natanson Edición Creusa Muñoz Corrección Correc ción Alfredo Cortés Diseño de maqueta Javier Vera Ocampo Diagramación Ariana Jenik Cola Co labo bora rado dores res
mayores, aunque menos por efecto de la democratización que por el impacto del viagra (cabe preguntarse de todos Editorial modos si la revolucionaria píldora azul hubiera podido comercializarse en un contexto autoritario). Las mujeres, los jóvenes, los g ays, los viejos… no parece absurdo afirmar que, en un contexto de progresiva retirada del autoritarismo y debilitamiento de las tradiciones patriarcales y conservadoras, los avances en materia de toleranc ia a la diversidad y respet o de la diferen cia, v alores pr omovidos por las instituciones democráticas e imposibles de garantizar sin ellas, mejoraron los “niveles de placer” de los sectores más vulnerables de la sociedad. Estamos pues ante una conquista fundamental de la democracia, imposible de medir pero muy real en la vida de m illones de personas que se inclinan cada vez más por una sexualidad plástica, liberada de las necesidades reproductivas, más var iada y compleja. compleja. Y ciertamente más divertida. Todo es político
Al tiem po que ocu rría n estos ca mbios, s e producía también una politización del sexo. La irrupción del sida, que con el primer caso not ificado en Argentina en 1982 prácticamente prácticamente coincidió con el regreso de la democracia, le permitió al Estado recuperar su “autoridad sexua l”, aunque no ya para imponer un mandato moral o religioso sino para desplegar una política sanitaria orientada a la prevención del virus. El efecto, sin embarg o, no fue sólo epidemiológico: el uso del preservativo, es decir la introducción en el momento sexual de un objeto ajeno a los cuerpos, nos recuerda que existe un mundo externo, lo que a su vez hace visible el hecho de que las relaciones sexuales no son naturales, un simple reflejo de la biología, biología, sino que está n condicionadas por el entorno social y atravesadas por relaciones de poder: son construcciones sociales históricamente situadas y no –pongámonos psicoanalíticos– pura pulsión primaria. Mi tesis final es la siguiente: hay una conexión entre la creciente aceptación social de la diversidad y el pluralismo sexual y la inter vención del Estado vía políticas sanitarias en los los mundos íntimos de las personas. En tiempo de descuento, la democracia argentina descubrió que, como decían las primeras feministas, lo personal también es político.
Nicolás Artusi Juan Martín Bustos Lucas Carrasco Mariano del Mazo Rut Diamint Elsa Drucaroff Marcelo Leiras Javier Lewkowicz Federico Lorenz Damián Nabot Marta Novick José Nun Alan Pauls Gabriel Puricelli Martín Rodríguez Marcelo Fabián Sain Alejandro Sehtman Arte Diana Dowek Marcia Schvartz
LE MONDE DIPLOMATIQUE Direc Di rector: tor: José Natanson Redacción Redac ción Carlos Alfieri (editor) Pablo Pa blo Stancanelli (editor) Creusa Muñoz Luciana Rabinovich Luciana Garbarino Secreta Secre taria ria Patri Pa tricia cia Orfi Orfila secre se creta taria@el ria@eldi diplo.org plo.org Corrección Correc ción Alfredo Cortés Diagramación Cristina Melo Diseño de maqueta Javier Vera Ocampo Producción y circulación Norberto Natale Publicidad Maia Sona
[email protected] www.el ww w.eldi diplo.org plo.org Fotolitos e impresión: Worldcolor S.A. Ruta 8, Km. 60, Calles 8 y 3, Parque Industrial Pilar. Le Monde diplomatique es una publicación de Capital Intelectual S.A., Paraguay 1535 (C1061ABC) Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, para la República Argentina y la República Oriental del Uruguay. Redacción,administración, publicidad,suscripciones, cartas del lector: Tel/Fax: (5411) 4872 1440 / 4872 1330 E-mail:
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La circulación de Le Monde diplomatique,
edición Cono Sur, del mes de septiembre de 2013 fue de 25.700 ejemplares.
1. La
transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en
las sociedades modernas, Cátedra, Madrid, 1998. 2. Me refiero a la versión de Joe Wright de 2005. 3. “ La democracia sexual y el conflicto
de las civilizaciones”, en Gé-
nero, sexualidades y política democrática, UNAM y Pueg/Colmex,
México.
Capital Intelectual S.A. Le Monde diplomatique (París) Fundador: Hubert Beuve-Méry Presidente del Directorio y Director de la Redacción: Serge Halimi Director Adjunto: Alain Gresh Jefe de Redacción: PierreRimbert 1-3 rue Stephen-Pichon, 75013 París Tél.: (331) 53 94 96 21 Fax: (331) 53 94 96 26
Y que cu cum mpla muchos mu chos más… más… por Creusa Muñoz
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Existió alguna vez en el mundo una democracia real? El ideal político ateniense, tan aclamado aclam ado como denostado, puesto en práctica en los EstadosNación a partir de f ines del siglo XIX con la implementación del sufragio universal, muestra aún hoy serias falencias en su propia lógica de funcionamiento. Y es que las democracias de masas, para no convertirse en una quimera, necesitan de organizaciones de mediación entre el Est ado y la sociedad (sindicatos, partidos políticos) para que el ciudadano común no quede relegado a la atomización. Pero las propias condiciones de masividad de las sociedades modernas terminan condicionándolas condicionándolas a un f uncionamien uncionamiento to verticalista que a su vez las aleja cada vez vez más de sus representados, con el consecuente riesgo de clausurar estos espacios de canalización de la demanda colectiva y convertirlos así en meros instrumentos de una elite para cooptar el Estado. Argentina no estuvo exenta de esta crisis de representación que hoy vive la mayoría de las democracias del mundo. Aunque en su caso part icular, ésta se vio exacerbada por los estragos que la c ultura política autoritaria dejó en nuestras instituciones tras 53 años de interrupciones golpistas y por la devastadora exclusión social que desató el neoliberali smo, cuyo auge coincidió con la apertura democrática. La deuda de la democracia argentina, treinta años después de su recuperación, sigue siendo el fortalecimiento institucional y partidario porque “lo que realmente se dirime en la lealtad a las instituciones democráticas es la constitución de un conjunto de prácticas que hagan posible la creación de c iudadanos democráticos” (1). Sin verdaderos antagonismos políticos, sin instituciones gubernamentales libres de personalismos, se corre el riesgo de caer en tendencias autocráticas de poder y de erigir a la violenc ia como ca nal a lternat ivo de expres ión ciudadana en el espacio público. diplomatique, Esta edición especial de Le Monde diplomatique edición Cono Sur, dedicada a los 30 años que la democracia argentina cumplirá el próximo 10 de diciembre, intenta destacar la evoluci evolución ón política, económica, social y cultural de nuestro país bajo es ta for ma de g obierno , así como se ñala r en un dossier especial, ilustrado con obras de la artista Diana Dowek –disting uida en 2012 con el Premio a la Trayectoria del Fondo Nacional de las Artes–, las deudas pendientes. La idea de lanzar un número monográ fico, con mayoría de artículos inéditos y una selección fotográfica sobre hitos históricos de las tres últimas décadas, responde justamente a la necesidad de reflexionar como ciudadanos sobre los alcances de nuestra democracia, recordando sus fracasos, pero también resaltando sus logros y la fortaleza de nuestra sociedad civil, porque aunque imperfecta, la democracia sigue siendo la mejor forma de gobierno posible y sólo se mejora con más democracia. g 1. Chantal Mouffe, La
Barcelona, 2000.
paradoja democrática paradoja democrática, Gedisa,
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Edición especial | 2013
Los partidos políticos son parte esencial de la vida democrática. En los primeros años, las grandes fuerzas políticas se democratizaron internamente y aprendieron a aceptar resultados electorales adversos. Con el tiempo, sin embargo, fueron mutando, hasta definir un sistema crecientemente desequilibrado y poco efectivo.
De la resurrección a un u n sistema poco competitivo
La asombrosa transformac transformaciión de los par parti tidos dos pol polít ítiicos por Marcelo Leiras*
La asunción de la presidencia de Raúl Alfonsín, 10-12-1983 (Víctor Bugge/AFP)
A
fines de 1982 los par tidos políticos resurgieron como si hubieran pasado los seis largos años previos entrenándose para el regreso y no buscando rincones para sobrevivir. Escoltaron a la última junta militar hasta la puerta de servicio e in fluyeron en la transición pos Malvinas en mucha mayor medida que en cualquiera de las transiciones previas. Sus liturgias y sus íconos marcaron el paisaje urbano y organizaron el tiempo de quienes empezamos a leer, discutir o hacer política en esos años. En cuestión de meses, enormes pintadas con cal opacaron a las notitas clandestinas en aerosol que habían adornado esquinas selectas de algunas ciudades argentinas durante los años oscuros. La campaña de 1983 fue un crescendo de actos en espacios cada vez más grandes. Raúl Alfonsín empezó en la Federación de Box y pasó
zó en Vélez Vélez y ambos terminaron termina ron llenando, en la misma semana, semana , la Avenida 9 de Julio desde el Obelisco hasta Constitución. Se abrieron locales partidarios en casi todos los barrios de casi todos los pueblos y las fichas de afiliación se completaron tan rápido como las paredes se cubrían de pintadas. La política se hacía en los comités, se discutía en los locales y se mostraba en la calle. Los militantes de todos los partidos marchábamos muy seguido por motivos de muy diversa importancia, ca si siempre junto a militantes militantes de otros partidos. El auge de los partidos trascendió las elecciones de 1983. Desde la salida de la dictadura, las fuerzas políticas desarrollaron una capacidad de movilización tal que en abril de 1985 Raúl Alfon sín pudo convocarlas a un acto en Plaza de Mayo en defensa de la democracia y torcer luego su discurso hacia el a nuncio de una “economía de guerra”, en lo que pareció
Austral. Y si se arriesgó a hacerlo fue porque sabía que la plaza se iba a llena r, como se llenó, con columnas de todos los par tidos. La liturgia callejera y festiva terminó en las grandes movilizaciones movili zaciones de la Semana Santa de 1987, pero la potencia electoral y la capacidad de formación de coaliciones de gobierno que los grandes partidos argentinos desarrollaron en los cinco años previos sobrevivieron largamente a nuestra Primavera de Praga. En la primera década y media de democracia, entre ent re 1983 y 1999, el PJ y la UCR cosecharon, en promedio, dos tercios de los votos, y obtuvieron casi todos los cargos ejecutivos y legislativos, tanto en las elecciones nacionales como en las provinciales y las municipales. Pero la disputa electoral no les impidió reafirmar su compromiso democrático durante las rebeliones carapintadas carapintada s ni cooperar en el trabajo legislativo, particularmente para aprobar
para hacer frente a las recurrentes crisis fiscales y financieras. En 1994, la reforma de la Constitución parecía cristalizar una sociedad parcialmente competitiva entre los dos grandes partidos nacionales. Los sucesos inmediatamente posteriores confirmaban esta impresión. Nos hemos acostumbrado a pensar en los triunfos de Fernando de la Rúa en la interna de la Alianza y en las elecciones generales de 1999 como presagios del desastre de 2001. Pero mientras ocurrían daban la sensació sensación n de que Argentina estaba consolidando un sistema de partidos; es decir, una división estable entre un oficialismo con capacidad de gobierno y una oposición que no recurría a tácticas extra-constitucionales y que tenía presente que en algún momento le tocaría respaldar con medidas factibles sus críticas al oficialismo; una oposición que era, en definitiva, capaz de ganar elecciones.
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un solo tesoro: el compromiso democrático de los partidos. Pero los pa rtidos de oposición, tanto en el plano nacional como en la mayoría de las provincias, se han vuelto crecientemente irrelevantes para la discusión de las políticas públicas y muy débiles como alternativas electorales. ¿Por qué sucedió así? Es tentador pensar que lo que llevó a aquel sistema aparentemente consolidado a este presente de fragmentación, inestabilidad y competencia asimétrica es la crisis de 2001. Pero se trata de un diagnóstico incompleto y poco iluminador. En efecto, muchos de los problemas entre los partidos, y dentro de ellos, empezaron bastante antes de 2001, y algunos aspectos de esa misma crisis, como las dificultades para salir a tiempo de la convertibilidad o para adoptar políticas fiscales consistentes con el ancla monetaria, también fueron producto de la incapacidad para atar acuerdos partidarios estables. En otras palabras, la debilidad de los partidos fue tanto una consecuencia como una causa de la crisis.
Esto permite entender el resurgimiento partidario en general. Pero, ¿por qué los dos partidos tradicionales, el PJ y la UCR, y no alguna fuerza nueva, ocuparon un lugar tan dominante? En una primera mirada, la larga tradición de ambos partidos puede haber garantizado un predominio natural. Aunque parcial, este argu mento es correcto: en un contexto de información política incompleta y confusa, buena parte del capital electoral del peronismo y el radicalismo consistía simplemente en que los votantes los conocían. Pero en las reaperturas democráticas previas los grandes partidos nacionales eran igual de conocidos, y sin embargo habían estado lejos del duopolio representativo que ejercieron durante la primera década del actual período democrático. A esas ocasiones habían llegado con profundas divisiones internas, que se expresaron a veces como cisma electoral (la UCR en los 60) y otra s como confrontación violenta (el PJ entre 1973 y 1975). La diferencia radica en que en 1983
Partidos democráticos
¿Qué pasó con los partidos políticos argentinos? ¿Por qué se mantuvieron fuertes durante los primeros años desde el regreso democrático y qué los debilitó después? Como subrayaron los estudios de ciencia política de los 80, el primer síntoma de madurez de los partidos argentinos fue la disposición a aceptar los resultados de las elecciones aun cuando fueran adversos. Contextos políticos propicios, tanto en el ámbito nacional como en el internacional, ayudaron a que los partidos argentinos aprendieran a perder elecciones. En el frente interno, el cambio más significativo fue la completa neutralización de las Fuerzas Armadas como actor político. En el ámbito internacional, la distensión entre las grandes potencias privó de apoyos a los conspiradores locales; la difusión del movimiento y la doctrina de los derechos humanos restó posibilidades a los gobiernos de facto, y la aceleración en la circulación internacional de las noticias aumentó el costo de ejercer la violencia como herramienta política, en particular desde los Estados. Todo ello contribuyó a fortalecer el carácter democrático de los partidos. Pero sería injusto decir que las fuerzas políticas argentinas dejaron de apostar a los golpes simplemente porque no les quedó otro remedio. Los ensayos de transformación social e institucional de las dos dictaduras previas dejaron un aprendizaje amargo y persistente. Para quienes habían ensayado iniciativas anti-dictatoriales e inter-partidarias como la Hora del Pueblo en 1970, la última dictadura no era una novedad sino más bien la confirmación de que los regímenes militares, lejos de ser interregnos breves, podían dejarlos definitivamente fuera del juego. En comparación con esta posibilidad, el peor resultado electoral parecía buen negocio. Paralelamente, la derrota de Malvinas disolvió el silencio sobre la crueldad e incompetencia de los gobiernos militares y facilitó la formación de un amplio consenso anti-autorita rio. En 1973, losrechazos más enérgicos al autoritarismo se habían elaborado con las retóricas clasistas, tercermundistas e insurreccionales de las izquierdas. Diez años después la oposición más firme a la dictadura se expresaba con el vocabulario y los modos de razonar de las tradiciones liberal y republicana. Y eran los partidos políticos los que ofrecían la forma de organización más acorde con estas tradiciones, lo cual les dio una ventaja respecto de los sindicatos y los movimientos sociales para encauzar
El primer síntoma de madurez fue la disposición a aceptar los resultados de las elecciones aun siendo adversos. el peronismo y el radicalismo consiguieron someter la competencia interna a reglas más o menos aceptadas por todas las partes. Se hicieron fuertes en la medida en que aprendieron a perder elecciones generales, y se mantuvieron fuertes mientras sus miembros aceptaron perder internas. Por eso lograron dominar la representación política en los primeros años de la democracia. En efecto, después de los comicios de 1983, el PJ y la UCR llegaron a las segundas elecciones presidenciales con candidatos elegidos por sus afiliados. En 1988 Eduardo Angeloz le ganó una interna muy desigual a Luis León, y Carlos Menem una muy peleada a Antonio Cafiero. Esas contiendas parecían representar el triunfo definitivo de los movimientos de democratización interna que habían tran sformado a ambos partidos en los años previos. Sin embargo, este primer gran momento de institucionalización partidaria terminó siendo también el último. Partidos no tan democráticos
Con el tiempo, los partidos empezaron a encontrar dificultades cada vez mayores para asegurar la permanencia y motivar la cooperación de los derrotados en las competencias internas. ¿Cómo se explica este cambio? Los estudios coinciden en que un actor político coopera solamente cuando espera obtener una porción del poder hoy o bien todo el poder en algún futuro probable. Si ninguna de esas dos cosas es posible, la única alternativa que le queda es disputar el lugar de f uerza interna dominante, haciendo todo lo posible por excluir a la oposición, y sostener esa posición durante todo el tiempo que pueda. Este es el juego que los partidos argentinos empezaron a jugar, con cada vez más frecuencia, a par tir de 1989. Desde entonces, los oficialismos adoptaron dos estrategias centrales: en el corto plazo, concentrar poder y recursos en-
diano, poner vallas institucionales cada vez más altas a la competencia interna y externa. Con estos objetivos, los oficialismos, tanto peronistas como radicales, no ahorraron imaginación institucional para reforzar sus posiciones y debilitar las de sus adversarios . Por ejemplo, más de la mitad de las provincias adoptaron leyes de lemas, un sistema que fragmenta el poder en la base de los partidos y lo concentra en las cúpulas. La ley de lemas, en efecto, alienta la presentación de numerosas sublistas que compiten entre sí y evita que cualquiera de ellas reúna el poder suficiente para desafiar al oficialismo partidario. Cuestionadas en su legitimidad, estas normativas fueron abolidas en casi todas las provincias. Sin embargo, la lógica que las inspiró sigue vigente en las listas colectoras que hoy proliferan en todo el país y que producen resultados muy parecidos. Con propósitos semejantes, los gobernadores de la mayoría de las provincias redefinieron los distritos electorales, alteraron la composición de las legislaturas y modificaron las fórmulas electorales. En varios casos, los cambios fueron significativos, y solo excepcionalmente produ jeron una distribución más igualitaria de la probabilidad de ganar elecciones. Pero estos cambios no se limitaron a las provincias. La competencia por las candidaturas presidenciales estuvo su jeta a la misma incertidumbre y con consecuencias igualmente perniciosas. La reforma constitucional de 1994 postergó cuatro años las a spiraciones de Eduardo Duhalde y regresó al banco de suplentes a los radicales que precalentaban para reemplazar a Alfonsín. La sucesión justicia lista de 1999, en la que Duh alde se impuso como candidato presidencial, se resolvió pocos meses antes de la elección, y cuando las encuestas habían dejado claro que no tenía ninguna chance de ganar. En 2003 Néstor Kirchner asumió la presidencia después de salir segundo en una elección con tres candidatos afiliados al PJ (Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá y él mismo), y en 2007 consagró la candidatura de Cristina Fernández con un amplio consenso interno pero sin ningún mecanismo institucional de selección competitiva. Mientras tanto, el radicalismo elegía un ca ndidato presidencial extra-partidario en 2007 (Roberto Lavagna) y se asociaba con otro ext rapartidario (Francisco de Narváez) como candidato a gobernador de Buenos Aires en 2011. Puede que en 2015 se produzc a la primera repetición de un mecanismo de selección de fórmulas presidenciales en todos los partidos mediante internas abiertas, aunque parece improbable que los principales candidatos justicialistas compitan en la misma lista. Otras opciones
Las restricciones a la competencia y la debilidad de los mecanismos de reparto no obedecen solo a la manipulación frecuente de las reglas de juego por par te de los partidos más g randes. También tienen que ver con obstáculos estruc turales, que se observan claramente al analizar la imposibilidad de las llamadas terceras fuerzas de extenderse más allá de los distritos altamenteurbanizados. Una de las constantes de estos treinta años de democracia fue el auge y la rápida desaparición de f uerzas con arraigo electoral metropolitano. El PI, la Ucedé, el Modin, el Frente Grande y Acción por la República, entre otros, crecieron en la Capital y en los municipios bonaerenses adyacentes, entusiasmaron a una parte del electorado y de la prensa, imaginaron que
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do mayoritario hacia la Presidencia de la Nación, y pagaron rápidamente el error con su disolución en la intrascendencia. Los motivos hay que buscarlos en las características de los electorados metropolitanos, que se parecen muy poco a los de la mayoría de las otras provincias, y en el hecho de que en los distritos chicos, que eligen pocos diputados nacionales, hay poco lugar para agregar un tercer competidor a las fuerzas ya consolidadas. Expandirse es, por lo tanto, muy difícil. Pero un atajo hacia la Casa Rosada no tanto. Esta es la tesis que parece revelar actualmente la consolidación del PRO y del Partido Socialista como fuerzas distritales en la Capital Federal y Santa Fe: el control del aparato de gobierno en un distrito grande ofrece garantías más firmes que un par de buenas elecciones para la eventual expansión o negociación con un partido mayoritario. Por eso el éxito de estas dos agrupaciones, con estilos e ideologías muy distintos, es un signo auspicioso, pero también revelador del desequilibrio en la representación que caracteriza al sistema político argentino posterior a 2001 y que parece difícil de remediar. El futuro
El sistema de partidos está desequilibrado. En términos concretos, para gana rle una elección presidencial al PJ hay que obtener un resultado extraordinario en Buenos Aires y en el resto de las provincias grandes. De otro modo, el predominio justicialista en los distritos chicos, esa mitad fiel del conurbano bonaerense y la ayudita de la Constitución Nacional (que evita el ballottage a quien reúna el 40 por ciento de los votos y diez puntos de diferencia con el segundo) inclinan la balanza indefectiblemente hacia el candidato peronista. Hasta 1999, la UCR podía evitar estos obstáculos. Hoy no lo puede hacer ningún partido. Este desequilibrio en la representación partidaria a favor del PJ tiene dos condiciones: que la distinción entre el peronismo y el resto de las agrupaciones siga siendo relevante, y que las restricciones institucionales a la competencia política sigan dificultando el acceso de nuevos actores a las arenas electorales de las provincias más pequeñas. ¿Puede cambiar alguna de estas cosas? Parece difícil. En primer lugar, es posible que la memoria del peronismo histórico se haya disipado como fuerza electoral, ya que los candidatos justicialistas han abrazado discursos y políticas de la más diversa inspiración ideológica. Es probable también que la estética peronista, ese sentimiento que inspiró sinfonías a los mejores artistas a rgentinos, tenga muy baja resonancia electoral. Pero mientras la promesa de protección social creíble para los electorados más pobres siga viniendo de candidatos del PJ (y esta promesa excede largamente al clientelismo), el predominio peronista en ese segmento seguirá siendo firme, y entonces la distinción entre el peronismo y el resto se mantendrá como un dato relevante. En segundo lugar, parece difícil que, a menos que un vendaval electoral nacional redefina las distinciones políticas f undamentales, cambie la competencia restringida en las provincias más chicas. En treinta años de democracia los partidos políticos, y los votantes, aprendimos a perder elecciones. Tal vez sea mucho más importante la parte que todavía nos falta, que es aprender a perder bien. g
*Politólogo (Universidad de San Andrés / Conicet).
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En parte por eso el gobierno de Ronald Reagan, en alianza con Europa y Japón, jugaba durísimo contra los países endeudados de América Latina. En el frente interno, el fantasma de los militares estaba vigente. El alfonsinismo no tenía una visión de subordinación a los poderes globales, pero se encuentra con una situación dramática”, explicaba el economista Ricardo Aronskind, investigador de la Universidad de General Sarmiento (UNGS) y miembro del Plan Fénix. El pago de la deuda externa en los 80, herencia de la dictadura, fue una batalla perdida por el alfonsinismo frente al sistema financiero internacional. Eso limitó enormemente sus posibilidades de hacer política económica, de modo que afectó a la soberanía. Si el alfonsinismo hubiera tenido menos temor al golpe de Estado y percibido una correlación de fuerzas más favorable, podría haber defolteado la deuda apenas inició su ma ndato. No lo hizo, y para fina les de la década, ya se había naturalizado la presencia constante del Fondo Monetario Internacional.
El ex ministro de Economía Domingo Cavallo (Mauricio Lima/AFP)
Desde la redemocratización hubo batallas ganadas por sectores de poder, sumisión a los organismos internacionales; en definitiva, hubo pérdidas de soberanía económica. Hoy el país recobra márgenes de maniobra aunque aún se ciernen sobre la economía serias amenazas.
Del descalabro al despegue económico
La pelea por la soberanía perdida por Javier Lewkowicz*
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a cuestión de la soberanía económica argentina giró sobre ejes muy distintos en los años democráticos que siguieron a la última dictadura militar. Durante el gobierno de Alfonsín se focalizó en la deuda externa, acumulada por el circuito de endeudamiento y la fuga de capitales del proceso militar. El escenario internacional era desfavorable por los bajísimos precios de los bienes exportables y las altas tasas de interés, que incrementaron el costo del endeudamiento. Eso determinó una ma rcada debilidad en el sector externo, también sufrida por otros países de la región como México y Brasil. Después del fest ival de la deuda a fines de los 70, faltaban dólares, y los bancos extranjeros querían cobrar sus préstamos. Como el problema de la deuda era de solvencia y no de liquidez, la solución no era conseguir más fondeo sino reducir los pagos o suspenderlos, de modo que no había otro camino que enfrentarse a la banca acreedora estadounidense.
externa estaba presente en las movilizaciones populares. Ese primer año el gobierno, con Bernardo Grinspun como ministro de Economía, ofreció resistencia a la banca. Intentó, en vano, formar un club de deudores en la región y conseguir el apoyo de Europa. El resultado fue el apartamiento de Grinspun del gabinete por “recomendación” del FMI. La asunción de Juan Vital Sourrouille en 1985 implicó un cambio de postura frente al tema de la deuda, ya que el Plan Austral planteaba hacer el “ajuste positivo”: crecer y pagar. Pero lamentablemente con buena voluntad no bastaba. “Los dólares disponibles no permitían crecer. En 1987 se utilizó todo lo disponible para pagar la deuda y ya en 1988 tuvimos que dejar de pagar los intereses porque no había con qué. El Fondo refinanciaba las deudas a cuentagotas y no tenía la capacidad de fuego, como tiene ahora, para hacer un rescate, porque en una situación similar estaban Brasil y México. A cambio del fondeo, exigía más ajuste, una fórmu-
economista Roberto Frenkel, quien formó parte del equipo del Plan Austral. La sangría de recursos que exigía el pago de la deuda externa dejó al gobierno de rodillas frente al FM I, al tiempo que el cinturón fiscal junto a la escasez de divisas le impedían al debilitado Estado impulsar el crecimiento. Por eso debió dejar la búsqueda de la expansión económica en manos de los “capitanes de la industria”, quienes le respondieron a Alfonsín con el bolsillo y agudizaron su sometimiento. El resultado, en una economía muy deteriorada, fue una crisis interna casi permanente, que estalló en las dos hiperinflaciones que le abrieron el paso a la profundización del esquema de valorización financiera en los 90. “En la región primaba la desunión y la socialdemocracia europea le dio la espalda al Gobierno. Ante el problema de la deuda quedaba la opción del enfrentamiento individual, que el radicalismo no supo o no pudo adopta r. A su vez, los bancos estadounidenses estaban en una situación crítica y podrían haber sufri-
La entrega El descalabro en el que termi nó el gobierno radical facilitó la int roducción del plan más conservador de la región, la convertibilidad, caracterizado por haber resignado la posibilidad de hacer política monetaria , que quedó atada a la evolución de las reservas internacionales. A medida que ésta dejó de atraer capitales privados por la creciente insostenibilidad de la paridad y el agotamiento de los activos privatizables, junto a la salida de utilidades y la enorme fuga de capitales, la necesidad de financiamiento externo del sector público se volvió acuciante y el FMI se convirtió en el amo y señor. Otras medidas económicas jugaron también un papel determinante en la entrega de la soberanía. Una de ellas fue la política de privatizaciones, que no sólo implicó una venta del patrimonio público en condiciones adversas para la Nación, sino que además le quitó al Estado herramientas fundamentales de intervención económica y dilapidó décadas de acumulación de conocimiento. Según Eduardo Basualdo, la venta de YPF, los ferrocarriles, Gas del Estado, Hidronor, Somisa, Agua y Energía, Segba, ELMA, Aerolíneas Argentinas y Entel, entre otra s, redujo sustancialmente la participación de las empresas públicas en la economía argentina. Má s de la mitad del capital percibido por esas ventas fue a t ravés de la capitalización de bonos de la deuda pública, como deseaban los organismos financieros internacionales. Además, se entregó a las empresas en óptimas condiciones, ya que el Estado asumió antes su deuda externa p or 27.723 millones de pesos/dólares. Deuda que había sido tomada en buena medida años antes p or la dictadura militar para financiar la creciente fuga de capitales. Argentina también desreguló en forma extrema su cuenta de capital. En parte lo hizo a través de los 55 trat ados bilaterales de inversión (TBI) firmados y puestos en vigencia por el Congreso Nacional (1). Además, en 1993 se sancionó una nueva Ley de Inversiones Extranjeras (Ley Nº 21.382), a favor de las multinacionales. El esquema de TBI + Ciadi + Ley de I nversiones Extranjeras es inseparable de la intención de proteger a las empresas que invirtieron en las privatizaciones. Por eso la salida de la convertibilidad generó una catarata de demandas. Actualmente Argentina es el país más demandado ante el Ciadi, con 23 casos pendientes y otros 25
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do de partes, con pocos laudos firmes (2). En una cla sificación de 0 (economía formalmente abierta) a 1 (economía cerrada), la calificación para China es de 0,4; la de Brasil es de 0,10, y la de E stados Unidos es también de 0,10. Argentina figura entre los primeros lugares, calificada con un 0,05 (3). La extrema fragilidad de la convertibilidad hizo que el gobierno nacional firmara con el Fondo siete acuerdos en diez años, cuyas condicionalidades se basaban, en líneas generales, en que el Estado debía librarse de todos los gastos a fin de concentrarse en la deuda externa y el sistema financiero. Según Mario Rapoport, “la seguridad socia l y la deuda pública fueron temas especialmente monitoreados por el Fondo, dado el interés del sector financiero en es os sectores” (4). Para sostener el régimen se recurrió a la recesión planificada , de modo que la caída de salarios y otros precios generara una mejora en la competitividad mientras se buscaba hacer espacio fiscal para seguir pagando la deuda. De esta manera, el FMI enfocó su presión sobre la “austeridad”. A instancias del organismo, el Congreso sancionó en 1999 la Ley 25.152 de solvencia fiscal , en 2001 la Ley 25.453 de déficit cero, marco en el cua l se aplicó la rebaja del 13% a los jubilados. Resulta ilustrativa la carta que el 14 de febrero de 2000 Pedro Pou, presidente del BCRA, y José Luis Machinea, ministro de Economía, le escribieron en ese entonces al director gerente del FMI, Horst Köhler. Allí solicitaban más financiamiento y explicaban cómo consigu ieron el compromiso de préstamos adicionales por parte del Banco Mundial (BM), el BIRF y del Estado español. Proponían, además, iniciativas para reformar el sistema jubilatorio y para desregular las obras sociales. En ese contexto surgieron iniciativas como la privatización del Banco Nación, el BCRA y de las finanza s públicas. “Hace unos días presentamos un plan para proveer el ingrediente preciso que se necesita: un programa por el que Argentina acepta e incluso solicita una comisión de estabilización extranjera que conduzca el BCRA y, a cambio del desembolso de un importante préstamo de estabilización, tome control de la implementación del presupuesto”, proponía el MIT (5). El menemismo y la Alianza llevaron a cabo en el país un experimento financiado y promocionado por los organismos internacionales. Hubo ga nadores, como los grupos económicos locales con-
centrados, multinacionales que ingresaron en el negocio de las privatizaciones y parte de la banca internacional. Del otro lado quedaron pidiendo aire los pobres, indigentes y desocupados, mientras se rifaba una enorme porción del patrimonio nacional. Fue una derrota tan profunda que se convirtió en una entrega democrática de la soberanía, posible en buena medida después del desguace de la resistencia popular en manos de la última dictadura y el descalabro económico de los 80, que ayudó a conformar un amplio consenso interno para sostener la estabilidad de precios del “1 a 1”.
La recuperación La profundidad de la crisis y la bancarrota del Estado obligaron a un default forzoso a fines de 2001 por la m itad de la deuda pública aproximadamente. Los primeros pasos para avanzar hacia una reestructuración los darían, en la segunda mitad de 2003, Néstor Kirchner y Roberto Lavagna. Si bien se llegó a 2005 con préstamos del Fondo y compromisos de resultado fiscal y crecimiento (Ley de Responsabilidad Fiscal de agosto de 2004), la reducción en 67.328 millones de dólares de la deuda externa y la merma en el riesgo cambiario por la emisión de títulos en pesos que se concretó en marzo de 2005 “se desarrolla ron sin injerencia del FMI. Es la primera vez que esto ocurre en el sistema financiero internacional que rige desde los 70. La relevancia de esta novedad es resaltada por la magnitud récord de la deuda reestructurada y de la quita, la mayor en la historia de las reestructuraciones del período moderno de globalización”, señalan Damill, Frenkel y Rapett i (6). El divorcio con el F MI (después del quiebre de la relación en 2001) se completaría con el canje de 2005 y la cancelación de la deuda a comienzos de 2006. El escenario internacional esta vez era favorable: el organismo sufría un gran descrédito tras la sucesión de fracasos en Asia, Rusia, Brasil y Turquía. En el ámbito interno, la profundidad de la crisis, que incluso puso en juego el sistema político, fue un factor funda mental en el cambio de relación con el organismo. De esa crisis emergió el gobierno de Kirchner, quien le dio contenido propio y profundizó la búsqueda de un mayor grado de soberanía económica. Fuera de escena el Fondo, el gobierno avanzó, con grandes disputas de por medio, en la recuperación de una ser ie
de herramientas centrales de la política económica. Ejemplos de ello: la estatización de las AFJP, que no sólo terminó con un negocio fabuloso de los bancos y permitió una persistente mejora en el acceso a la jubilación y en los haberes, sino que también proporcionó un enorme poder al Estado en mater ia de financiamiento en moneda local (co-
El menemismo y la Alianza llevaron a cabo en el país un experimento financiado y promocionado por los organismos internacionales. mo la Asignación Universal o el Pro. Cre.Ar); las Licencias no Automáticas de Importación, ya derogadas, y las Declaraciones Juradas Anticipadas de Importación, que otorgan al Estado un relevante manejo sobre las compra s externas, más allá de graves deficiencias en su implementación; la reforma de la Carta Orgánica del BCRA, que ofrece importantes posibilidades en materia de direccionamiento del crédito; la estatizac ión de YPF, que devolvió al Estado la capacidad de intervención directa en el estratégico sector de los hidrocarburos y representa una posibilidad para dar impulso a la industria proveedora y al sistema de innovación nacional, y la prohibición para comprar dólares para atesorar, aunque con errores de ejecución y de comunicación.
Los límites del modelo Desde el año pasado, sin embargo, la disponibilidad de divisas en la economía nacional se deterioró notablemente, lo que se manifiesta en la persistente caída de las reservas i nternacionales del Banco Central. En ese proceso jueg an un pap el r elev an te l a p érd ida del autoabastecimiento energético y la falta de un salto cua litativo en el sector industrial para reducir su dependencia de los insumos importados, junto a
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la enorme dificultad para conseguir financiamiento externo para proyectos de infraestructura. La carencia de dólares limita las posibilidades de política económica y de crecimiento. En un país que padece aún profundas inequidades, un techo bajo para el crecimiento implica postergar avances que son fundamentales. La disputa con los fondos buitre, por otra parte, es una amenaza que aún se cierne sobre la estabilidad financiera argentina.
Un debate necesario Nuestra historia muestra que las marchas y contramarchas de la soberanía implicaron disputas políticas, con ganadores y perdedores. Por eso es vital no eludir discusiones, roces y choques entre la clase dirigente, trabajadores organizados, otras organizaciones del campo popular y distintas facciones del capital. Eso permiti rá comprender quiénes apuestan a un país industrial con un vigoroso mercado interno, quiénes prefieren “aprovechar” el impulso de China para abrazar la primarización y erigirse como compradores de la industria y la tecnología de terceros países, quiénes desearían que Argentina contribuyera a valorizar el capital financiero en búsqueda de rendimientos que el mercado global no ofrece, y quiénes advierten que ese circuito debilitará la soberanía nacional, con todas la s implicancias que ello tiene en términos de empleo, salarios y estabilidad macroeconómica. El ocultamiento de esos contrapuntos no es neutral. g
1. El TBI le permite a la empresa extranjera dirimir
un conflicto con Argentina en tribunales como el Ciadi, que depende del Banco Mundial. 2. Javier Echaide, “Ciadi y soberanía”, Le Monde Diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, enero de 2013. 3. Thilo Hanemann y Daniel H. Rosen, “China invests in Europe”, Rhodium Group, 2012. 4. M ario Rapoport, Historia económica, política y social de la Argentina (1880 2003), Emecé, Buenos Aires, 2012. 5. Ricardo Caballero y Rudi Dornbusch, “La batalla por Argentina”, Institute of Technology(MIT),Massachusetts,2002. 6. M ario Damill, Roberto Frenkel y Martín Rapetti, “La deuda argentina: historia, default y reestructuración”, Cedes, abril de 2005.
*Economista, maestrando en Historia Económica (UBA). © Le Monde diplomatique , edición Cono Sur
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man la conducción los sectores más tolerantes y democráticos. De lo contrario la democracia no hubiera soportado las intentonas golpistas, el terrorismo, los ataques guerrilleros... Ya la sociedad estaba harta y no tomaba como natural la amenaza de una bomba en un colegio, los discursos trasnochados ni las presiones desde los tanques del otrora todopoderoso Ejército Nacional. Incluso la Iglesia Católica sufre en este período transformaciones más lentas pero inexorables que la llevan, por ejemplo, a aceptar un papel más modesto en la vida nacional, replegándose corporativamente a defender la “asistencia social” o la educación privada con la que se financia la institución (cuya influencia, al no jugar más el Vaticano un papel primordial en la ya diluida Guerra Fría, se debilitó). De manera correcta, las distintas ciencias sociales, particularmente la economía, pondrán a posteriori el corte de la Argentina del Estado de Bienestar en 1976, pero es en el comienzo de la década corta, en la derrota de Malvinas, cua ndo se visibiliza el fin del sueño de la Argentina grande. La verdadera latinoamericanización del país ocurre, sin el escándalo anticipatorio de Frondizi, durante la ba-
La verdadera latinoamericanización del país ocurre con Malvinas y se prolonga en el club de deudores que organiza Alfonsín. Alfonsín en campaña, 1982 (Dani Yako)
En los años de Alfonsín se afianzaron algunos de los ejes ideológicos de la dirigencia política actual. Aunque breve, la década del 80 marcó a fuego a los dos “períodos largos” que le siguieron.
Los 80 como base de nuestra cultura política
La década corta por Lucas Carrasco*
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a década del 80 fue, entre otras cosas, la que forjó y formó a la actual dirigencia de todos los campos, pero especialmente del campo político. Esto no sólo es fácilmente deducible por la eda d promedio de los líderes actuales (entre 50 y 70 años tienen Cristina Kirch ner, Juan Manuel Abal Medina, Hermes Bin ner, Mauricio Macri, Daniel Scioli, la mayoría de los gobernadores , los presidentes de las Cámara s y los miembros de la Corte, además de las Fuerzas Armadas, el gabinete, los embajadores, etcétera). Mechados con los acontecimientos que vivió el país –la clausura forma l de la política por parte de la dictadura pero también antes del golpe de 1976, la clausura informa l de la política cuando sólo hablaban las armas–, los 80 explican
medio, si es que tal cosa es di scernible, en el campo político. Tomemos como formación ideológica promedio el rol destacado del Estado en las orientaciones principales de la economía, la conducción de las empresas estratégicas para el mercado nacional, la voluntad de ser parte de América Latina, la consideración de la igua ldad como correlato de la libertad y no como su antagónico, la necesidad de una cultura, religión y sexualidad libres, la aceptación del capitalismo como inevitable, la represión de los saqueos a la propiedad privada, un nacionalismo acaso no militarista , la creencia en el potencial de la educación, el no racismo... Esos elementos se configuran en forma “definitiva” en la década del 80. En esos años se entrecruzan la cri-
ta de la democracia, la cr isis de la deuda externa, la emergencia cultural del posmodernismo y la oxidación, o mejor dicho la evidencia de la oxidación, de la Argentina peronista y su mecano de grandes empresas estatales junto a su imaginario de Gran Nación. Los dos principales partidos políticos del país sufren, transversalmente, estas mutaciones. Y con distintos grados de entusiasmo abandonan las pretensiones totalitarias y movimientistas para aceptarse como partido político, es decir, como parte, corriente de pensamiento y tradición cultural que no se asume como la Nación misma sino como una facción. Aunque esto no quiere decir que no fueron partidos democráticos en su trayectoria anterior, sí es cierto que la caída del Partido Militar como factor de presión logra que, al interior de cada una
talla con Inglaterra, y de algún modo se prolonga en el club de deudores que organiza y tr ata de liderar Raúl Alfonsín. La década corta se cierra en 1987, cuando la renovación peronista vence electoralmente al radicalismo poniendo fin al sueño del tercer movimiento histórico y creando las condiciones, junto con el gobierno vencido, para la llegada del neoliberalismo, que finalmente se dará de la mano de Carlos Menem. El neoliberalismo de Menem y la década actual –que para los partidarios del gobierno es una “década ganada”– no se terminan de explicar sin los años 80. La primera imagen de la década corta es la inflación, con sus histerias: el éxito del Plan Austral ayuda al alfonsinismo a ganar de manera contundente las primeras elecciones para renovar el Congreso, lo que a su vez cristaliza, en el peronismo, la renovación, sacude a la izquierda y parece aislar, de manera definitiva, a la derecha liberal, anclada en la nostalg ia de los años del Partido Militar. Vista desde hoy, esa postal fundacional duró un suspiro, pero dejó sus secuelas. Algo de eso hubo en la primera transversalidad K, en el inicial sacudón en la izquierda y los movimientos sociales, en el desconcierto sindical, y algo de eso hay tras las últimas elecciones, los sindicatos aprestándose a reacomodarse con los modales de un acomodador de cine que entra a los cadenazos, y en el auge de la izquierda, esta vez en moda lidad “clasista”, que sorprendió a propios y extraños. La década corta es la que mejor explica, para mal y par a bien, las décadas largas del menemismo y el kirchnerismo. g *Periodista.
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En los años de Menem se estabilizó el valor de la moneda y se logró el disciplinamiento del poder militar. Con el peso clavado al dólar, parecía que Argentina ingresaba finalmente en la modernidad. Pese a ello, y a las dos elecciones presidenciales impecablemente ganadas, los 90 ocupan un lugar incómodo en la historia reciente.
Los 90, la década que nadie quiere ver
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turco esotérico, poncho al viento, otro Facundo, de golpe, como todo hombre demasiado humano, farandulero, supo hacer el guiño con que volver popular el camino de las tentaciones capitalistas. ¿Hay mercado para todos? ¿Entramos todos? No hubo tiempo para responder. ¿Dónde metemos el Estado en la mudanza, a ese viejo Estado argentino? Era como el bodrio de mudar un piano. Y se lo arrastró por el empedrado, haciendo todo el ruido posible. Última música maravillosa del descala bro. El Estado no es el pueblo, dijo Menem. Y fue peronista a su modo: imaginando derrames. Chucherías
Menem y su simbiosis con el “poder real” solidificó el poder de la democracia. Un gobierno civil fuerte que –casi no importa con qué rumbo– tenía que consagrar la transición democrática. Digamos: tenía que venir alg uien votado por el pueblo y ser capaz de algo que los civiles no habían podido: gobernar la economía. Las instituciones y la ley debían hacerse
En la neblina por Martín Rodríguez*
No podemos elegir cuándo tuvimos esperanzas buenas y cuándo no, cuándo las mayorías fueron nobles y cuándo no…
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s de mal habitante del suelo argentino oír la voz cascada de Raúl Alfonsín recitando el Preámbulo de la Constitución Nacional y no sentir un cosquilleo, una piel de gallina o una mínima emoción. Por lo menos que te llore un ojo, como con el viento. Ese salmo laico dice todo lo que los civiles querían oír para saltar al camino. ¿Alguien recuerda un momento solemne en la vida política de Carlos Menem, en sus largas presidencias tan intensas y reformadoras? Se pueden recordar furcios, chistes, reacciones destempladas, bravatas, lecturas monótonas, pero no momentos solemnes. El repaso de sus batalla s dice que el 14 de mayo de 1989 derrotó a los radicales, que el 3 de diciembre de 1990 derrotó a los carapintadas, que el 29 de diciembre de 1990 derrotó con los indultos a los organismos de derechos humanos. Y cuando cerró el círculo de la economía con el 1 a 1 convulsionó el costo de todo ese decoro perdido: un país empieza con la certeza del valor real de su moneda. Menem puso el dólar ahí, de donde ningún cepo o batalla cultural podrá fácilmente sacarlo. Que la convertibilidad fue una trampa, una bomba, ya lo sabemos y lo sufrimos en carne propia: con muertos, heridos y hambrientos. Pero el beneficio económico de esos primeros años (la “estabilidad”) tuvo sus consecuencias políticas paradójicas: el beneficio para el tiempo venidero de que era posible un orden. Un orden civil sólido. Un orden democrático. Menem indultó a los militares del pasado y disolvió a los militares del futuro porque clavó por años el valor estable de una moneda. De la hipnosis del mercado libre despertamos con instituciones que se iban a aguantar los estallidos. Porque 2001 tuvo de todo, incluso elásticos institucionales con los que hacer la tran sición. La pregunta
El sociólogo Ricardo Sidicaro solía preguntar hace no muchos años a la estudiantina cuál era la pregunta de la década del 90. Y ahí se queda ba con su media sonrisa cínica oyendo las exclamaciones y certezas de un montón de jóvenes que –en promedio– habían sido adolescentes en esos años, y que hablaban de resistencias y épica de los márgenes. Sidi-
fuertes alcanzando altura de crucero, la inercia de la burocracia. No hablo de la calidad instituciona l, ni de la ideología de las leyes, sino de una pacifica ción hecha con el espejismo de la felicidad del mercado. Alfonsín en los 80 armó una escena democrática bellísima: un cantón suizo en medio de las retiradas negociadas o de las dictadura s residuales de la región, que juzg a al Ejército vencedor en nombre de la humanidad vencida y se lanza de lleno a un ciclo de reform as que retiraban el manto neg ro del Medioevo militar para poner la vida cívica al sol. Pero Menem trae la modernidad en las cosas. Las chucherías modernas. El busto
El presidente Carlos Saúl Menem, 11-3-1992 (Diego Goldberg/Latinstock/Corbis)
de los años 90 sabiendo que ese círculo que cerraba era una fosa de la comprensión bienpensante: “¿Por qué los excluidos votaban a los excluidores?”. Menem hizo la revolución conservadora con las urnas llenas de votos. Y consumó la legitimidad de un paquete de reformas económicas con que Martínez de Hoz soñó; pero Joe desperta ba en el medio de la naturaleza esquiva de la
Sopló en 1989 como siempre sopla el viento mundial y acá encontró un peronismo deseoso de volver al poder, mientras el mundo derrumbaba el último muro que haría de Occidente un solo bloque, una sola economía. Se interpretó con fanatismo el Consenso de Washington. Levántate de tus petates, Pancha Argentina, podría haber dicho Menem emulando a otro religioso, Ernes-
¿Por qué Menem no puede tener su busto en la Casa Rosada? Alguien que fue votado dos veces para presidente, en elecciones limpias, que terminó en paz social sus mandatos, aunque puso la bomba en las manos “amistosas ” de un conservador radical. No podemos elegir cuándo tuvimos esperanzas buenas y cuándo no, cuándo las m ayorías fueron nobles y cuándo no. Menem dejó en la superficie algo de lo que no nos vamos a desprender, y que siempre estuvo en los genes del peronismo: la esperanza de la movilidad social ascendente. Menem dijo: de a uno, muchachos. Y que g ane el mejor. Democratizó en su revolución cultural algo impensado: que nos merecemos el mundo. Sus tecnologías. Su Miami. Sus guerras de Medio Oriente. Andá ahora a convencer a cada arg entino de que no tiene derecho a un celular. Un busto ahí. g *Periodista.
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La refundación democrática incluyó una ambiciosa propuesta de reformulación territorial, que contemplaba el traslado de la Capital a Viedma y la creación de una nueva Provincia del Plata. Pero esa propuesta no bastaba por sí sola y los planes aún siguen pendientes.
La ausencia de planificación pone límites al desarrollo
El problema está en el territorio por Alejandro Sehtman*
Villa Itatí , Provincia de Buenos Aires, 2002 (Martín Acosta)
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Es indispensable crecer hacia el Sur, hacia el mar, hacia el frío.” La afirmación de Raúl Alfonsín, al anunciar en abril de 1986 el traslado de la Capital Federal a Viedma/Carmen de Patagones, debe leerse como el complemento de aquella que reivindica los poderes nutritivos, educativos y curativos de la democracia. Porque a pesar de su fama d ispar, las dos apelaciones alfonsinianas (unidas por una misma forma retórica triple) resumen dos componentes fundamentales del ethos de la s transición democrática: la fe en la potencia redistributiva de los derechos políticos recuperados y la voluntad de refundación político-institucional de Argentina con una importante
Tanto el proyecto de redistribución social como el de refundación política se disolvieron apenas el impulso original de Alfonsín fue erosionado por los mercados y las urnas. A diferencia del juici o a la s Junt as, n ing uno de los do s objetivos contaba con un sujeto organizado interesado en –y capaz de– sostenerlo. Pero mientras la cuestión redistributiva reapareció en la agenda pública a mediados de la década de 1990 (esta vez desde afuera del Estado, apoyada en importantes actores sociales como el sindicalismo y los recién nacidos movimientos de desocupados), el segundo aspecto de la propuesta de refundación político-institucional de la tra nsición jamá s volvió a l escena rio princ ipal del
los mayores desafíos de Argentina: la reconfiguración territoria l del gobierno.
El pecado capital La decisión de trasladar la Capital por primera vez desde la reunificación nacional se inscribe en tres niveles distintos. El primero es el de la historia política, que permite conectar a la transición con la génesis del Estado argentino, durante la cual la “cuestión capital” ha bía sido crucial. El segundo es el de la geopolítica y el desarrollo estratégico: con la derrota de Malvinas aún f resca, en su discurso pronunciado desde Río Negro, Alfonsín dijo: “Ningún imperio hubiera podido mantener impunemente, contra la voluntad nacional, un enclave marítimo frente a una
mo “cada país tiene, sobre todo, el espacio que utiliza”, Viedma/Carmen de Patagones reemplaza al A mazonas por el Atlántico, y aparece como una Brasilia austral que permitiría desplaza r el centro de gravedad del desarrollo. Pero la real dimensión del Proyec to Patagonia (como se denominaba al programa de traslado) va más allá de su conexión directa con la Organi zación Nacional y de su mirada estratégica. Es en el nivel político-territorial donde el proyecto de traslado alcanza toda su f uerza. En su versión original, el conjunto de medidas, agr upado bajo el ambicioso “Plan para una Seg unda República Argentina”, incluye la creación de la Provincia del Río de la Plata, que abarcaría el territorio de la Ciudad de Buenos Aires y de los municipios del conurbano. No es sólo hacia “adelante” que mira el traslado, sino también hacia “atrás”, hacia las consecuencias palpables de la macrocefalia metropolitana. En la Segunda Argentina, el traslado de la Capital le quitaba al territorio metropolitano el corset institucional de la federalización para revestirlo de una organización política a medida de su realidad f ísica y demográfica. Previsiblemente, la creación de la nueva provincia metropolitana fue eliminada del proyecto de ley presentado en mayo de 1987 y aún vigente: agrupar al 40% del padrón electoral bajo una misma jurisdicción no debe haberle parecido una buena idea al resto de las provincias, en particular a la de Buenos Aires, que debía ofrendar su región más poblada y una buena parte de su economía industrial y de servicios. Siete años después, en 1994 y en el marco del proceso de reforma constitucional, Alfonsín volvió a la carga con un proyecto de reformulación de la cuestión capital. Pero esta vez Alfonc ity no estaba en el Sur sino bajo los adoquines de la borgeanamente eterna Buenos Aires. No se trataba ya de trasladar la capital y crear una nueva provincia urbana sino de darle autonomía al distrito federal, electoralmente favorable al radicalismo. A diferencia de la Provincia del Plata, la Ciudad Autónoma no sólo mantenía la división artificial sobre el territorio metropolitano sino que ni siquiera les garantizaba a los porteños la plenitud de las competencias del resto de las unidades subnacionales. En el Pacto de Olivos, el pionerismo político de la transición dejó de lado su proyección territorial y quedó reducido a una variable de la división de bienes entre la UCR y el PJ.
Trascendiendo la dinámica nacional Sin embargo, el cálculo político de los acuerdos para la reforma constitucional fue errado. Como confirmación de su inexactitud permanece el único gobierno radical de la Ciudad Autónoma. El intento de crear una unidad política a imagen y semejanza de la mayoría electoral radical no tuvo en cuenta los efectos que la autonomía tendría sobre el comportamiento del electorado porteño y el sistema de partidos local. De hecho, más temprano que tarde la nueva Ciudad Autónoma sufrió los efectos de dos fenómenos concomitantes que se venían desarrollando desde principios de los años noventa: la fragmentación y la territorialización del sistema de partidos. El primero de ellos, la fragmentación, implicó el debilitamiento del bipartidismo y el surgimiento de terceras fuerzas, un fenómeno que involucró primero a las regiones metropolitanas. El segundo, la territorialización, consistió en la diferenciación de los sistemas de partidos provinciales del nacional.
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el Frente Grande la que, en alianza con la UCR en 2000 y en coalición con otros partidos menores en 2003, se alzó con la Jefatura de Gobierno de la Ciudad. Y fue nuevamente en 2007 otra tercera fuerza (el PRO, entonces de existencia puramente local) la que se instaló en Bolívar 1. Pero el desarrollo de una dinámica partidaria del todo desnacionalizada no fue patrimonio exclusivo de la Capital. En un proceso que se vio acentuado con la implosión de la A lianza, otras ciudades importantes de la región metropolitana de Buenos Aires y de diferentes provincias también experimentaron la conformación de un sistema político claramente localizado, distinguido no sólo del nacional sino también del provincial. En el caso de Rosario, la hegemonía local del socialismo logró escalar hacia el nivel provincial, poniendo así en reversa a la correa de transmisiónpolítico-territorial clásica. Durante los últimos veinte a ños, el surgimiento de fuerzas políticas exclusivamente locales, como el PRO o el Pa rtido de Luis Juez en Córdoba, la “autonomización” de intendentes de sus partidos de origen (sobre todo cua ndo ese partido era la UCR/Alianza, como en los casos de Martín Sabbatella en Morón, Ricardo Ivoskus en San Martín y Gustavo Posse en San Isidro) y la llegada al gobierno de ciudades importantes de partidos menores en el escenario naciona l (como el socialismo rosarino) se sumó a los vecinalismos municipales sobrevividos a la últim a dictadura (como en los casos de Tigre y San Fernando) para dar lugar a un verdadero universo de sistemas políticos partidarios locales. Esto sucede sobre todo en los municipios de más de 100 mil habitantes, que si bien son alrededor del 3% del total concentran más del 60% de la población. Pero la política partidaria no es la única que encontró en el espacio local urbano un hábitat que le permitiera trascender la dinámica política nacional. Desde mediados de los 90, diferentes vertientes del movimiento de desocupados se enraizaron en los fragmentos territoriales urbanos en los que se concentraba la marginación producida por la crisis económica y la reformulación de la protección social estatal. Se trata de lo que el sociólogo Denis Merklen denomina “inscripción territorial” de los sectores popu lares (1), que encuentran en el barrio una base tanto para la supervivencia como para la organiz ación política. Y son precisamente las organizaciones sociales de base territorial las que logran, a través de una combinación alquímica de conf licto y negociación, marca r el ritmo de la resistencia al neoliberalismo y la reconstrucción de la protección estatal. En suma, los años noventa fueron testigos de un verdadero desplazamiento de la articulación territorial de la ciudadanía hacia el ámbito local a part ir de la “politización de los territorios habitados” (2), tanto en el plano de la organización partidaria como de la organización social. No es casual que el partido que mejor leyó esta mudanza de la ciudadanía al barrio fuera, durante y después, el más competitivo: la metamorfosis del Partido Justicialista, de partido sindical a partido sectorial es para la política argentina contemporánea una innovación cuya importancia sería imposible exagerar (3).
La Argentina municipal Comprender el proceso de territorialización de la ciudadanía es imposible si no se lo pone en relación con el de descentralización político-administrati-
partir de 1930, de la mano del proceso de industrialización, Argentina había desarrollado lo que el politólogo estadounidense Neil Brenner denomina “keynesianismo espacia l” (4), es decir, la búsqueda de una distribución balanceada de las capacidades socioeconómicas y las inversiones en infraestructura a lo largo del territorio. Las leyes de promoción industrial son el ejemplo más claro. La Ley de Reforma del Estado de 1989 y la reforma constituciona l de 1994 borraron el objetivo del equilibrio territorial del desarrollo (por cierto escasamente alcanzado a pesar de los generosos intentos del Ejecutivo Nacional) y profundizaron una tendencia a la descentralización que se había iniciado ya treinta años antes con la transferencia a provincias y municipios de la gestión de áreas de los sistemas de salud y educación. La descentralización del Estado estaba doblemente vinculada al proyecto de neoliberalización: por un lado, porque buscaba promover la eficacia económica de las distinta s porciones del territorio nacional trasladándoles los costos de los bienes y servicios públicos consumidos en ellas. Por otro lado, porque transfería a las provincias la carga presupuestaria, saneando nominalmente las cuentas públicas nacionales, particularmente frente a los prestamistas internacionales. Así, mientras el Estado se abría “hacia afuera” en consona ncia con la globalización, también lo hacía “hacia adentro”, transfiriendo poder a las provincias. El más conocido de los arreglos institucionales de la nueva Constitución fue el reconocimiento a las provincias del dominio original de los recursos naturales. La constitucionalización de la coparticipación impositiva y el otorgamiento de la facultad (por ahora no utilizada) de agruparse en regiones, son otros de los elementos “federalistas” de la última reforma constitucional. Pero la municipalización avanzó solo hasta cierto punto. Si bien la reforma introdujo el principio de autonomía municipal y el gobierno de la Provincia de Buenos Aires creó siete municipios nuevos, los gobiernos locales no logran adquirir una gravitación mayor en la constitución política del Estado o en el ordenamiento provincial, quedando subsumidos a los ordenamientos políticos provinciales. De hecho, son las provincias las gra ndes destinatarias (decir “beneficiarias” implicaría desconocer la carga que implicaba la desproporción entre las nuevas responsabilidades y los recursos disponibles) de la descentralización: la brecha entre el nivel de gasto público nacional y el provincial (medidos como porcentaje del PIB) se achica más de cinco veces entre 1990 y 2000. Ese año, el conjunto de los gobernadores manejaba casi tantos recursos como el Ejecutivo Nacional. Pero los municipios permanecen a la sombra de los gobiernos provinciales. En muchos casos no tienen siquiera previsibilidad en la disposición de recursos, al no existir leyes de coparticipación provincial. En muchos otros enfrentan grandes desigualdades presupuestarias en proporción a la cantidad de habitantes respecto de otros municipios de la misma provincia. En la mayoría, las ca racterísticas de conformación de los concejos deliberantes y el juicio político al intendente convierten a este mecanismo en un recurso de revocatoria legislativa. A pesar de su fragilidad presupuestaria e institucional, desde los años noventa los municipios se transformaron
de la crisis social de 2001/2002, los gobiernos municipales, sobre todo en los centros urbanos más poblados, fueron la forma en que se manifestó la presencia del Estado para millones de argentinos. Durante los años más duros, los municipios fueron al mismo tiempo “mesa de entrada” de demandas y boca de expendio de recursos siempre escasos. La participación en el más importante plan socia l implementado en el ápice de la crisis, el Jefa s y Jefes de Hogar, puesto en marcha en 2002, confirma la importancia f uncional del nivel de gobierno más frágil. En los momentos más difíciles, la brecha entre la demanda de la sociedad y la capacidad material de proveer respuestas por parte del Estado Nacional fue saldada por la densidad del espacio político local. Y si la legitimidad política trabajosamente adquirida por los intendentes en las urnas y en la gestión diaria no podía serv irse a la mesa de los más necesitados, sí podía producir niveles de convivencia aceptables para quienes se
A pesar de la tendencia a la renacionalización, los intendentes de los municipios grandes son vitales para las elecciones. enfrentaban a la urgencia de la supervivencia. En una situación extrema, la proximidad entre gobernantes y gobernados, vista tanto por el progresismo como por el neoliberali smo como la mejor garantía de buena admin istración, permitió al menos que hubiera gobierno en el ámbito local cuando las instituciones nacionales (incluida s la moneda de curso legal y la cadena de mando del Ejecutivo) se habían diluido casi tota lmente. Durante los últimos diez años, la mejora de la situación socioeconómica producto del aumento del empleo y la formulación de nuevos mecanismos de protección social desplazaron a los municipios de su rol de socorristas. Ni siquiera son las provincias, sino el Estado central, el encargado de implementar, principalmente a través de la ANSES, políticas de transferencia monetaria, como la i nclusión jubilatoria y la Asignación Universal por Hijo. Al ig ual que su “retirada” en los noventa, la reconocida “vuelta” del Estado en estos años implica su rearticulación territorial, en este caso volviendo a concentrar funciones en la escala nacional, donde también se define la negociación salarial, es decir un mecanismo distributivo estructurado por sector productivo y no por territorio. Sin embargo, a pesar de la evidente tendencia a la renacionalización del Estado, incluso en cierta medida a expensas de las provincias, nos encontramos con una escena municipal recargada: los intendentes de los municipios grandes son piezas centrales de cualquier propuesta electoral, y la experiencia de gobierno local lustra la chapa de estadista de los candidatos, en mayor medida que un cargo de ministro nacional. De un tiempo a esta parte, la combinación de legitimidad electoral y kilometraje de gobierno es el fernet con cola de la de-
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ñado “alumbrado, barrido y limpieza” parece residir hoy la clave del éxito para las ligas mayores, sean provinciales o nacionales. Con un sistema de part idos territorializado, si se piensa en la elección presidencial es necesario recordar, por ejemplo, que La Matanza tiene más población que Mendoza (si fuera una provincia, sería la quinta más poblada). Sean indefinidamente reelectos o debutantes, los intendentes son profetas en su tierra. La desnacionalización del sistema de partidos les permite una gran flexibilidad en los alineamientos electorales, al poner en juego su capacidad de traccionar votos hacia las lista s provinciales y nacionales. Políticamente disponibles y administrativamente templados, los intendentes, part icularmente los del conurbano bonaerense, se sacuden el estigma de grises (y a veces oscuros) administradores municipales, y se prueban el traje de ministros o cabezas de lista. Pero la transformación de males necesarios de los armados electorales (los impresentables “barones del conurbano”) a ambicionados pibes de oro c uya imagen positiva se proyecta incluso fuera de sus localidades no debe engañarnos. La puesta en valor de las virtudes de los gestores locales en el mercado político general difícilmente se t raducirá en un fortalecimiento de la escala municipal de gobierno. En efecto, la ca lidad de vida de millones de personas se ve afectada por una configuración institucional que coloca la toma de decisiones sobre cuestiones prioritarias –como la seguridad ciudadana y el transporte de pasajeros– en ámbitos fuertemente desvinculados de los territorios.
Aciertos y equívocos La intuición de Alfonsín de que era necesario resetear la articulación entre gobierno y territorio en torno a la cabeza de Goliat era acertada. Lo que era equivocada era la convicción de que esa intuición bastaba por sí sola, sin ninguna persuasión de los jugadores, para bara jar y dar de nuevo en el truco más complicado de Argentina desde su misma fundación. Tal vez haya llegado el turno del peronismo de hacer foco en el territorio metropolitano de Buenos Aires, el más complejo de todos y donde siempre recibe una fuerte aprobación de los votantes. El pensamiento estratégico y la voluntad planificadora de su fundador podrían ser la compañía ideal del habitual éxito electoral en el camino hacia una metrópolis más digna. La refundación que en 1983 quería radicarse en los grandes espacios vacíos podría, treinta años después, tratar de hacerse un lugar en los espacios densamente poblados pero todavía subaprovechados en su capacidad de producir valor económico y bienestar social. g
1. Denis Merklen, Pobres ciudadanos. Las clases populares en la era democrática (Argentina 1983 2003), Editorial Gorla, Buenos Aires, 2005. 2. Gabriela Delamata (comp.), Ciudadanía y territorio. Las relaciones políticas de las nuevas identidades sociales , Espacio Editorial, Buenos Aires, 2005. 3. Steven Levitsky, La transformación del justicialismo. Del partido sindical al partido clientelista (1983-1999), Siglo XXI, Buenos Aires,2005. 4. Neil Brenner, New State Spaces: Urban Governance and the Rescaling of Statehood , Oxford University Press, Londres, 2004.
*Politólogo.
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Edición especial | 2013
Un testigo privilegiado de la crisis política que atravesó el país tras la renuncia de Fernando de la Rúa narra la intimidad del poder frente al estallido económico y social.
La crónica de los cinco presidentes
El estallido de la crisis de 2001 por Damián Nabot*
que aquella mañana le había exigido al Presidente un cambio en el rumbo económico. Pero Fernando de la Rúa se aferraba al camino marcado por Domingo Cavallo y prefería soñar con convencer al peronismo de compartir el poder, como si se tratara de la llave mágica que garantizaría la gobernabilidad. Los saqueos se extendían ya por el conurbano. Los almacenes habían quedado desguarnecidos, pero tras los llamados de las embajadas de Francia y Estados Unidos, la Policía Bonaerense había desplegado sus efectivos frente a los hipermercados de capitales extranjeros. La tensión fácilmente había desembocado en represión. En los sectores medios, a su vez, el corralito devoraba los últimos respaldos de la Alianza y se aprestaban las ca cerolas. Fue aquella noche del 18 de diciembre cuando Ramón Mestre sugirió en los oídos de Fernando de la Rúa la idea de desplegar efectivos del Ejército en el conurbano, militares armados a bordo de camiones cargados de provisiones en una marea de personas desesperadas. La tentación militar frente a la crisis. — Y De la Rúa le respondía que no, con el ceño fruncido. Yo veía cómo negaba con la cabeza y repetía “No, no”. De pronto cortó, se dio vuelta y me contó la idea que le había transmitido el ministro: “Mestre quiere que el Ejército reparta comida con sus camiones y, de paso, que sirva como disuasión. No, una cosa, o la otra”, me dijo De la Rúa –el automóvil ya avanzaba por avenida Maipú rumbo a la Quinta de Olivos. Una cosa era repartir comida. Y la otra, a la cual aludía Fernando de la Rúa, era desplegar al Ejército para intimidar a los manifestantes. La semilla de la declaración del estado de sitio ya estaba en la mente del Presidente. Anochecía el 18 de diciembre. La declaración llegaría la jornada siguiente. • ••
Fernando de la Rúa abandona la Casa Rosada, Buenos Aires, 20-12-01 (Martín Acosta)
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urante años fue testigo de los acontecimientos más herméticos de la Casa Rosada, con la condición de callar. La discreción era el valor primordial de su tarea. — Te pido reserva de mi nombre. Ahora, en el café La Esquina de Palermo, luego de acomodarse su saco verde agua y levantarse el cuello de la camisa, mientras vigila con la mirada hacia la calle Beruti, quiere quebrar el silencio de una década. Si su nombre se deslizara lo acusarían de traición, de infringir los principios que regían sus obligaciones, como los códigos que gobiernan el silencio de un mayordomo inglés. Estuvo junto a los cinco presidentes que se sucedieron frenéticamente durante dos semanas: Fernando de la Rúa, Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde. Fue testigo de ascensiones y derrumbes, de euforias y depresiones profundas, cuando los fugaces presidentes se hundían en la impotencia en medio de una sociedad enfurecida. Junto a su mano tiene el libro Dos semanas, cinco presidentes , las páginas están subrayadas con lapicera negra y, cada tanto, aparece anotada alguna observación en sus márgenes. ¿Por qué romper el silencio ahora? La crisis de 2001 comienza a fraguarse
un reconocimiento, al menos anónimo, de su paso por la intimidad del poder. Contar que estuvo ahí, que lo vio todo. Pero está condenado a los márgenes borrosos de las fotografías, a los rostros fuera de foco que aparecen detrás de los presidentes. — La noche del 18 de diciembre de 2001 De la Rúa regresó en auto, con los vidrios cerrados, a la Quinta de Olivos. Era sofocante. Pero el Presidente se negaba a encender el aire acondicionado porque le hacía mal –relata pausadamente mientras su memoria ensambla los fragmentos– . Íbamos hacia la Quinta cuando lo llamó Ramón Mestre, que era ministro del Interior. Yo le pasé el teléfono. Mestre le propuso al Presidente que el Ejército repartiera comida en sus camiones. Argumentaba que tenía una doble función, por un lado calmar las necesidades y al mismo tiempo usar al Ejército como una presencia intimidante. Para entonces, en el momento de la escena que describe, la crisis había tomado un rumbo trágico. El economista jefe del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kenneth Rogoff, había terminado por ba jarle el pulgara Argentina: “Está claro que la combinación de política fiscal, su nivel de deuda y el régimen de tipo de cambio fijo no es sustentable”. La previsión de derrumbe del gobierno había inyectado pá-
En horas arribará la tormenta. Al otro lado de la calle, el follaje de los árboles del Jardín Botánico se mece suavemente. El café La Esquina de Palermo se vacía lentamente. El hombre que estuvo con los cinco presidentes termina el café y se sirve de la botella de agua mineral. Su mirada ma rina es inexpresiva. Se alisa los pliegues del pantalón, luego toma una lapicera y dibuja un croquis de la Quinta de Olivos: la entrada por la ca lle Villate, la residencia, el chalet y el contorno de La Jefatura, como se conoce a un edificio lateral donde se agrupan oficinas y salones. — De la Rúa me dijo: “Vamos a La Jefatura”. Había aparecido a las 7:45. Todo el mundo lo buscaba pero sólo llamó a Roque Maccarone, presidente del Banco Central. Cortó y dijo: “Que vengan Inés [Pertiné] y Antonito”. Los tres se quedaron en La Jefatura. Habló con el jefe de Gabinete, Chrystian Colombo. Pasó el tiempo hasta que le dije: “Presidente, tenemos que ir para allá”. Me miró y me dijo: “Bueno, vamos”. Se lo veía como a un hombre que estaba sufriendo. “Allá” es la Casa Rosada. El momento, la mañana del 20 de diciembre de 2001. Argentina se derrumbaba pero la noche anterior Colombo se había retirado de la Quinta de Olivos sin poder hablar con el Presidente porque se había ido a dormir. El estado de sitio decretado por De la Rúa había sido desafiado por una multitud, que había ocupado la Plaza de Mayo, el símbolo del descascaramiento final que tanto había intentado evitar el gobierno. La respuesta, la represión encabezada por la Infantería. Para el amanecer, el gabinete
te el hedor cadavérico del gobierno, el Justicialismo había cortado de cuajo las negociaciones abiertas para compartir el poder. Aquella jornada, en la Casa Rosada, el jefe del bloque de diputados de la UCR, Horacio Pernasetti, había interpelado al Presidente por los muertos que se multiplicaban con la represión. — ¿Qué muertos? –había respondido De la Rúa. Era la tarde del 20 de diciembre de 2001. — La Casa Rosada era como un velorio. Todos parecían superados, aplastados. El único que todavía iba y venía era Adalberto Rodríguez Giavarini, el canciller. Hernán Lombardi, que era secretario de Turismo, lloraba desconsolado. En un último intento, De la Rúa se dirigió nuevamente al país a través de la cadena nacional y públicamente propuso al Justicialismo un “gobierno de unidad nacional” y modificar “el sistema monetario”. Tras el discurso, Pernasetti lo llamó al presidente de la Cámara Baja, el duhaldista Eduardo Camaño. — ¿Y ustedes qué piensan hacer? – preguntó. — Me parece que se terminó el tiempo –respondió el peronista. La suerte estaba echada. El Justicialismo ya buscaba un sucesor y los gobernadores del PJ habían acordado reunirse esa misma noche para definir el nombre. — El despacho presidencial tiene tres sectores: uno principal, la oficina del edecán en el medio y una oficina más pequeña en el ala opuesta, adonde se retiró De la Rúa para escribir la renuncia – recuerda con un tono solemne en sus palabras–. El Presidente pidió una hoja membretada y se fue solo a sentarse a un pequeño escritorio. Del otro lado quedaron los ministros. Cuando terminó de redactar la renuncia, le acercó el texto a Vir gilio Loiácono, que era el secretario Legal y Técnico, para llevarla al Congreso. Después saludó a los que estaban ahí y cuando salió del despacho se interpuso el jefe de la Casa Militar, el vicealmirante Carlos DanielCarbone, y le dijo que la seguridad de la rampa no estaba garantizada, que no se podía lle gar al helipuerto. De la Rúapreguntó:“¿Y entonces, qué hacemos?”. Y Carbone le dijo que iban a traer el helicóptero a la terraza para salir desde ahí. En ese momento nadie objetó la idea del helicóptero. Nadie. El helicóptero levantó vuelo a las 19:52 desde la azotea de la Casa Rosada. La postal se multiplicaría en millones de pantallas, en Argentina, en el mundo. De la Rúa se había marchado. Ramón Puerta se enteraría en San Luis, adonde llegó en el avión prestado por el empresario Francisco de Narváez, que la presidencia ya recaía sobre sus hombros. El poder había vuelto al peronismo. — Para los justicialistas, la primera obsesión desde que llegaron a la Casa Rosada fue garantizar el orden.La mayoríade lasreuniones en los días siguientes fueron con jefes policiales o militares. Todo el tiempo. Y Juan José Álvarez,queerasecretario de Seguridad,ibay venía, de un lado para otro, pegado al celular. El hombre que estuvo con los cinco presidentes hace una pausa y rememora. Ahora resulta tan irreal aquel calor, aquella plaza, el pánico instalado en el sistema nervioso de la dirigencia política, la incertidumbre como ambiente natural, la sangre de los muertos por la represión sobre el asfalto caliente. — ¿Qué le dejaron aquellos días? Ver pasar aquellos personajes, que un día eran presidentes y al día siguiente ya no lo eran. — ¿Una conclusión? – se pregunta a sí
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Todavía queda un resto de agua mineral en la botella de vidrio. El mediodía de noviembre acumula pesadez. En pocos días se cumplirán diez años. Van dos horas de conversación pero no hay rastros de cansancio en su cara, parece imperturbable, sigue el hilo sin apartarse del relato más allá de los caminantes que dan vueltas alrededor, de la camarera que ofrece otro café, de los automóviles que estacionan a un costado de la vereda, que traen y llevan pasajeros. Y sin embargo, a pesar del dominio de sus emociones, del control marcial de sus reacciones, una sombra de añoranza se trasluce en los silencios, la nostalgia de haber estado, de haber sido parte, de subir y bajar aviones sin pedir permiso, de atravesar vallas y sortear controles, y de pronto quedar afuera, tener demasiado tiempo, leer cómo otros nombres van quedando en la historia, y buscar el propio sin encontrarlo. – Puerta tenía una muletilla. Me pre-
guntaba: “¿Cómo la ves? ¿cómo l a ves?”. Lo mismo cada vez que me cruzaba. Hasta que en un momento le dije: “Tiene que esconder a este tipo, es impresentable”. El tip o era José Lu is Manzano. Yo di mi opinión. Y Puerta me respondió: “Sabe lo que pasa, es el que tiene más aceitadas las relaciones con los radicales”. No sé si era cierto. Los políticos siempre tienen una respuesta para salir del paso –y por primera vez se entrevé un velo de ama rgura en sus palabras, un sutil rencor hacia los otros, a quienes sirvió y lo olvidaron. En la última semana de diciembre de 2001, la liga de gobernadores que asumió el poder tras la caída de Fernando de la Rúa
nominó a Adolfo Rodríguez Saá para encabezar una transición de tres meses y convocar a elecciones. Pero el puntano rápidamente se tentaría con ir más allá del tiempo acordado, con la convicción de que contaba con el apoyo popular para quedarse. — El hermano lo seguía a todas partes. Iban juntos de un lado para otro. Y de hecho, Alberto se instaló en la oficina más pequeña del despacho presidencial de la Casa Rosada. Un día íbamos en el auto y unos albañiles de una obra vieron a Adolfo y lo saludaron. El hermano enseguida se puso eufórico: “Mirá Adolfo, te reconocen, te reconocen; saludá, saludá”, le decía. Y Adolfo sacó la mano y se pusoa saludar. Pero Rodríguez Saáse fuedestruyendo con el paso de los días. El primer día de su presidencia llegó a primera hora y se puso atrabajar,enérgico,hiperactivo.Pero amedida que pasaron los días se fue consumiendo. Los sueños de Rodríguez Saá de permanecer en el poder terminarían de marchitarse el 28 de diciembre, con la Plaza de Mayo colmada de manifestantes que amenazaban con entrar a la Casa Rosada y repudiaban los nombramientos de Carlos Grosso y otros personajes del Gabinete que arrastraban acusaciones de corrupción. Nuevamente sonaba el cacerolazo en la ciudad. La idea de recostarse sobre el respaldo popular, erigir su liderazgo sobre la ejecutividad y la acción, marcar un fuerte contraste con la imagen de De la Rúa, todo se había desmoronado. Rodríguez Saá renunciaría desde San Luis mediante una teatral conferencia de prensa televisada. Pero no sería el último acto de su o bra.
— Después de renunciar, Rodríguez Saá había recobrado el talante que tenía cuando llegó a la Casa Rosada, se lo veía aliviado. Era el 31 de diciembre. Yo sólo quería volver a casa con mi familia. Estábamos en San Luis, en la residencia del gobernador, cuando de pronto llega un fax firmado por la jue za María Romilda Servini de Cubría que lo intimaba a hacerse cargo de la Presidencia, porque la Asamblea Legislativa todavía no le había aceptado la renuncia y el país había quedado acéfalo. “¿Qué hacemos?”, me acuerdo que le preguntó Adolfo a su hermano. “¿Qué hacemos? Y… hay que decir que sí”, respondió Alberto. “Es una jueza”, dijo. Y entonces Adolfo se puso a gritar: “¡Decile que sí! ¡Decile que sí! ¡Decile que sí!”. Levantaba los brazos, y gritaba “¡Decile que sí!”. La Asamblea Legislativa le aceptaría la renuncia a Rodríguez Saá el lunes 31 de diciembre de 2001 y asumiría Eduardo Camaño, para servir como bisagra a la llegada de Eduardo Duhalde. — El 1º de enero, a las 7 de la mañana, llegó un señor con bigote y me dijo: “Hola, soy Aníbal Fernández, voy a ser el secretario general de la Presidencia”. Yo lo llevé a su despacho. Un rato después llegó Duhalde. Me acuerdo que Chiche siempre se preocupaba por no dejarlo solo, sobre todo cuando terminaba el día. Lo acompañaba para la cena o mandaba a una hija. No quería que estuviera solo. Una vez se había hecho tarde y le dije: “Doctor, por qué no se queda a dormir acá”. Estábamos en la Quinta de Olivos. La llamó a la mujer y le dijo que se quedaba. A la hora estaba Chiche. Poresosdías, quien iba mucho a la Quinta de Olivos era Leopoldo Moreau.
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El relato comienza a completarse. De los vaivenes del estallido a una nueva rutina.
Duhalde siempre volvía al conurbano. Se subía al helicóptero y le decía al piloto: “Ba já ahí”. “Elhelicópteroes como un llamador”, me decía. Y era cierto, la gente escuchaba el motor y empezaba a juntarse alrededor, como hormigas, cientos. Y Duhalde bajaba y les preguntaba:“¿Recibiste el plan, te llegó,quién te lo dio?”, y llamaba a los intendentes, a los dirigentes de la zona; los conocía a todos. — ¿Qué le dejaron aquellos días? –insisto. Las mesas de La Esquina se preparan para los almuerzos. La camarera mira de reojo desde el mostrador porque presiente que la mesa, finalmente, quedará liberada. — La burbuja. Siempre me impresionó la
burbuja.
— ¿La burbuja? — Sí. La Quinta de Olivos. El helicóptero.
La alfombra roja. Los secretarios. Es muy di fícil ser normal. Los presidentes tienen que hacer un gran esfuerzo para ser normales. ¿Añora la burbuja? –me pregunto. Pero el hombre que estuvo con los cinco presidentes ya se marcha por la calle Beruti. Se lo ve alejarse, primero nítido, luego difuso, borroso, hasta que se pierde en los márgenes de la historia. g *Periodista.
Autor de Dos semanas, cinco presidentes.
Diciembre de 2001: la historia secreta , Aguilar, Buenos Aires,
septiembre de 2011. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Este artículo fue publicado en el Dipló, Nº 150, diciembre de 2011.
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Néstor Kirchner ordena al general Bendini que baje el cuadro de Videla en el Colegio Militar, Provincia de Buenos Aires, 24-3-04 (Reuters)
La democracia argentina ha manifestado, a lo largo de estas tres décadas, una poderosa vitalidad para procesar conflictos, pero el Estado aún sigue sin poder subordinar plenamente a las Fuerzas Armadas ni diseñar una política integral de defensa.
El control político de las Fuerzas Armadas
Claroscuros de una relación conflictiva por Rut Diamint*
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n los treinta años que siguieron a la última dictadura militar argentina hubo una continuidad que fue transversal a todos los gobiernos democráticos: la admisión de niveles residuales de autonomía militar. Es cierto que las Fuerzas Armadas argentinas ya no amenazan al orden institucional, pero también que siguen sin subordinarse plenamente al poder civil y el Poder Ejecutivo continúa sin establecer los mecanismos institucionalizados necesarios para la formulación de una política integral de defensa. El modelo de transición democrática y el lugar que en él ocuparían las Fuerzas Armadas fue delineado por el presidente Raúl Alfonsín. La estrategia del gobierno fue imprimir juridicidad a la relación cívico-militar: en 1985 comenzó el juicio oral y público a los comandantes del Proceso de Reorganización Nacional. Fue una acción conmocionante, sin antecedentes, de altí-
la comunidad internacional y en las propias Fuerzas Armadas. Pero tras los sucesivos levantamientos militares, el gobierno promovió la aprobación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, paralizando así los procesos judiciales contra los oficiales de la dictadura militar. No era la expresión de una opción política, sino de una debilidad. La política de defensa del gobierno radical se centró en la defensa de los derechos humanos y en el restablecimiento de pautas formales de “normalidad” institucional. Pero Alfonsín optó por una forma incompleta de control sobre las Fuerzas Armadas. El ex presidente logró cambiar el patrón recurrente de golpes militares, pero fue menos eficaz a la hora de manejar los numerosos problemas derivados de ese control democrático. La ausencia de un plan integral de defensa y la implementación de una limitada reforma ministerialpermitieronque losmilitaresgeneraran estrategias de preservación de po-
gobierno democrático, dejando en suspenso la resolución del conflicto cívico-militar. El carácter fragmentario de estas medidas desembocó en la permanencia de altos grados de autonomíamilitar.Lasrebelionescarapintadas y el ataque al cuartel del ejército en La Tablada fueron decisivos para sellar la suerte del gobierno. Alfonsín, desbordado por los acontecimientos, declaró el estado de sitio y unas semanas después anunció la cesión anticipada de la presidencia. El presidente que lo sucedió, Carlos Menem, estaba convencido de la necesidad de reducir la autarquía militar y reforzar la conducción civil de la defensa. Se trataba, en ese entonces, de una condición institucional básica para el funcionamiento de la democracia. Pero, a diferencia de su antecesor, Menem no apeló a la juridicidad para limitar la autonomía militar, sino a unjuego político que buscaba generar dependencia personal. Su línea política demostró no temer a los planteos corporativos. Así colocó
otras instituciones del Estado sin reconocer sus prerrogativas. Se apoyó en los oficiales más leales y rompió con las cadenas corporativas, lo cual contribuyó a debilitar a los militares, aplacó algunas demandas y recompuso selectivamente aquellas funciones que eran útiles a su proyecto. En otras palabras, negoció con las cúpulas beneficios a cambio de lealtad. Menem buscó descomprimir la presión militar y otorgó el indulto a los jefes militares responsables de las violaciones de los derechos humanos, a los jefes de la Guerra de Malvinas y a militares que se habían levantado contra Alfonsín. Durante su gobierno se anuló el servicio militar obligatorio, se intensificó la participación argentina en las misiones militares conjuntas con otros países, y se publicó el primer Libro Blanco de Defensa. Pero el ministerio de esa cartera nunca superó el personalismo con el cual el Presidente resolvía los temas castrenses: no estableció metas institucionales y actuó sin precisar los lineamientos para el funcionamiento del sistema de defensa. En su gobierno coexistían dos tendencias –internacionalista y nacionalista– que permiten explicar la incoherencia de algunas políticas. Su idea era potenciar los espacios de cooperación adquiriendo seguridad a través de alianzas con otros países y mecanismos multilaterales, en vez de recurrir a la inversión en recursos de defensa. El objetivo era que el instrumento militar acompañara las decisiones a nivel internacional y que ni los militares, ni el Ministerio de Defensa, obstaculizaran esa nueva inserción internacional de Argentina. En este contexto, el mandato específico para las Fuerzas Armadas era que se conectaran profesionalmente con el mundo. Las misiones de paz en el marco de Naciones Unidas fueron el vehículo elegido para promover este nuevo papel. Su mayor legado fue la construcción de un medio regional más seguro, minimizando las tensiones militares. Pero fue también durante su presidencia que surgieron casos de corrupción vinculados a la venta de armas a Ecuador. Menem, en suma, dio un paso más en el largo camino hacia la desmilitarización de la política, siguiendo algunas propuestas de su antecesor, pero con un estilo pragmático y personalista. Cambió conflicto por degradación. No intentó construir las herramientas necesarias para conducir las Fuerzas Armadas; tampoco diseñó una política integral de defensa. Crisis e inercia El gobierno de Fernando de la Rúa tuvo poco espacio para las innovaciones en materia de políticas públicas. En materia de defensa, se acomodó a las aspiraciones militares. Los principales lineamientos de defensa de la Alianza se conocieron a partir de un documento llamado Revisión de la Defensa 2001. Este informe de 62 páginas nunca fue objeto de una presentación formal, dado que cuando se terminó de imprimir ya no estaba en el cargo. En la página preliminar del escrito, el entonces presidente expresaba: “La política de defensa en la que estamos trabajando está basada en una profunda reingeniería organizacional del sector y la transformación estructural de sus sistemas operativos y administrativos”. Sin embargo, no hubo ninguna reingeniería y la revisión sólo se limitó a las palabras. Se intentó una ampliación de las misiones militares en cuestiones de seguridad pública. Para ello se creó la Dirección de Inteligencia para la Defensa (DID) y se designó al frente al general Ernesto Bossi, defensor enérgico de las operaciones de inteligencia y de seguridad militar interna para combatir el “narcoterrorismo”. Su concepto expansivo de “seguridad inte-
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interna y defensa. De modo que se tornaba difuso el límite entre las funciones militares y policiales. Este enfoque sostenido por los altos oficiales del Ejército sería uno de los motivos más importantes para el reemplazo de las cúpulas realizado por el presidente Néstor Kirchner. De la Rúa conquistó el poder por su imagen de sobriedad y austeridad, diferente a la frivolidad menemista. Pero su gobierno no sólo secaracterizó por el derrumbe económico, sino también por intentar desmantelar la Ley de Defensa. Cuando comenzó a profundizarse la crisis política en 2001, el jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni, reclamó ante el presidente De la Rúa una mayor participación de su Fuerza frente a la crisis nacional. Ante la inercia del gobierno, los militares recobraron nuevamente autonomía pero por suerte esta vez no hubo lugar para el regreso de los golpes. Eduardo Duhalde llegó así a la presidencia en un escenario caótico. Tenía que pacificar a una población que había llegado a sumar un flagrante 45% en situación de pobreza. Los desafíos que enfrentaba su gestión eran tales que el presidente negoció con todos los sectores políticos una coalición amplia que dotara de sustento político a su gobierno. Así, llegó a un tácito acuerdo con las Fuerzas Armadas: el gobierno no intervendría en los asuntos militares si éstos no cuestionaban al poder civil. El ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, que provenía de la presidencia anterior, estaba más preocupado por mantener una relación cordial con los oficiales que por conducir el sistema de defensa. En muchos aspectos, parecía que el titular del Ejército, el general Ricardo Brinzoni, era quien ocupaba la cartera, mientras que, como en el pasado, el ministro sólo se encargaba de articular las relaciones entre las Fuerzas Armadas y el Poder Ejecutivo. El ministro Jaunarena propuso la modificación de la Ley de Defensa, para que las Fuerzas Armadas pudieran ocuparse de las nuevas amenazas a la seguridad y ofreció afrontar la crisis asignándoles misiones sociales. El tiempo no alcanzó para establecer esos claros retrocesos. ¿Retorno, consolidación o fracaso? Néstor Kirchner comenzó su gobierno en mayo de 2003 con la cabal decisión de ganar rápidamente legitimidad pública. Pero la claridad de sus objetivos no se tradujo en una política de defensa nítida. En realidad, la cuestión militar no volvía al centro del debate político por voluntad de Kirchner sino por decisión del Poder Judicial. La imagen del general Roberto Bendini descolgando los cuadros de Jorge Rafael Videlay de Reynaldo Bignone,ex presiden-
tes de facto y antiguos directores del Colegio Militar, el 24 de marzo de 2004, quedó grabada como un símbolo de la condena al aberrante pasado autoritario y es el espejo del cierre de un pasado atroz. El reemplazo de las cúpulas (46 oficiales) y la entrega de la ESMA para convertirla en Museo de la Memoria y Archivo de la Represión Ilegal, junto con la reapertura de los juicios por violaciones a los derechos humanos, recu-
El uso político de las Fuerzas Armadas pulveriza las mismas bases del Estado de Derecho. peró la juridicidad que había motorizado el presidente Alfonsín. Pero lo que comenzó como una etapa de enormes aciertos tuvo tambiénabsurdasrenuncias. Kirchner no era un activista de organizaciones de defensa de los derechos humanos, lo suyo era cimentación del mando y la alusión al pasado era un instrumento de su estrategia de construcción de poder. Los militares fueron ubicados como enemigos por su pasado y por las resistencias a los procesos de enjuiciamiento. Sin embargo, esa enemistad tenía dos caras. Kirchner había puesto al frente de las Armas a oficiales que habían estado al mando de bases en Santa Cruz y los defendió reiteradamente ante cuestionamientos de la sociedad civil. El enjuiciamiento de Bendini por actos de corrupción y el relevamiento del almirante Jorge Godoy, jefe de la Armada desde 2003 hasta 2011, por actos de espionaje, ya durante el gobierno de su sucesora, Cristina Fernández de Kirchner, obligaron a renunciar a esas preferencias personales. Durante ambos gobiernos hubo medidas efectivas para generar una política de defensa como el debate multisectorial de “La Defensa Nacional en la agenda democrática”, realizado por el ministro José Pampuro. La ministra Nilda Garré, primera mujer al frente de la cartera, se propuso su perar la carencia de los últimos 50 años en que las Fuerzas Armadas eran internamente independientes entre ellas en materia de doctrina, organización, estructura operacional, formación, material y personal. Encaró la modernización de la educación militar y dictó numerosas leyes de organización y funcionamiento. Bajo el concepto de que
las sucesivas administraciones gubernamentales desde la recuperación de la democracia sólo se limitaron a un conjunto de medidas menores y de coyuntura, prometió llevar a cabo una reforma integral, orgánica y funcional del sistema defensivo militar, desterrando la histórica “delegación” en las Fuerzas Armadas de los aspectos centrales de la conducción de la defensa. Sin embargo, la reforma quedó en una gesta personal que no se traspasó integralmente cuando dejó el Ministerio de Defensa. No se institucionalizó ese ministerio ya que tras su pase al Ministerio de Seguridad, el enfoque y el dinamismo político se diluyeron. Arturo Puricelli, su sucesor, paralizó muchas de las propuestas de la ministra. El actual ministro Agustín Rossi, con un equipo de fieles seguidores sin conocimiento sobre cuestiones militares, tiene la misión de incentivar la producción para la defensa. La Presidenta de la Nación le asignó esa directiva, en función de una reestructuración de la funcionalidad de las Fuerzas Armadas, confiriéndoles un papel en el desarrollo de infraestructura –por ejemplo, su participación en el Belgrano Cargas o en la industria de la construcción de barcazas– con el fin de incorporar a las Fuerzas Armadas a un proyecto de país. La gestión del ministro Rossi se orienta además a socorrer a la comunidad en situaciones de emergencia. Es decir, se vuelve a ubicar a la institución armada en relación directa con la sociedad. Los militares son caros. Su largo y continuo entrenamiento, equipamiento y conservación de sus instalaciones a lo largo del país, implican erogaciones altas para el presupuesto nacional. Las tareas sociales que pueden asignárseles son ejecutables por otras entidades, asociaciones y personas, con costos inferiores, y posiblemente con una efici encia mayor. Esas desviaciones afectan a la institución militar porque la sumergen en deliberaciones políticas que llevan a una aleatoria polarización y al quiebre de la cadena de mando, castigando a opositores por cuestiones externas al desempeño castrense y contaminan, de esta manera, el sistema democrático así como exponen a las Fuerzas a cuestionamientos por mal desempeño, en asuntos que no les competen y que conllevan a un debilitamiento de su profesionalidad. La institucionalidad necesaria La democracia argentina ha demostrado tener una poderosa vitalidad para procesar conflictos: pudo encauzar el papel de las Fuerzas Armadas en la sociedad, afrontar las consecuencias de una derrota militar y estrechar lazos con los países vecinos. Sin embargo, ninguno de los cinco gobiernos
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democráticos invirtió en el entrenamiento de funcionarios estatales y la defensa sigue sin adoptarse como una política de Estado. La prédica por su institucionalización hoy ha perdido relevancia o, peor aun, su demanda ha sido catalogada como un recurso de los “enemigos” para descalificar un proceso político de alta movilización. Pero, a largo plazo, la falta de institucionalidad debilita las costosas transformaciones del poder militar y no sólo se pierde la subordinación de las Fuerzas Armadas a los gobiernos civiles, sino que se disipan la certidumbre y la solidez que garantiza la democracia. Las Fuerzas Armadas no son una institución multipropósito. No están para hacer caminos, ni para construir barcazas, ni para vacunar niños, ni para establecer el orden público. Las Fuerzas Armadas son un seguro que los ciudadanos pagamos, ante una eventual amenaza externa hacia la forma de vida de los habitantes, ante una agresión al territorio o a las autoridades legítimamente elegidas. Cualquier alianza política con las Fuerzas Armadas o con sectores de la institución revierte la estructura democrática que se sustenta en la división de poderes y en la especialización de sus agencias. En vez de afirmar la noción de Estado, garante de la seguridad nacional y del monopolio legítimo de la fuerza, se corre el riesgo de igualar la institución militar con la militarización de los militantes políticos. Coincidencias semánticas que dieron pie a los años más violentos de la historia latinoamericana. Y tal vez, de seguir esta tendencia, regresemos a ese oscuro pasado cuando progresivamente esos oficiales, hoy funcionales a un gobierno, se autonomicen, creando un partido militar. El uso político de las Fuerzas Armadas tergiversa su función originaria, y por lo tanto, pulveriza las mismas bases del Estado de Derecho. El control civil de las Fuerzas Armadas es, desde los inicios de la constitución del Estado-Nación, un requisito esencial para neutralizar el uso impropio de los militares. Una institución que detenta el monopolio de la fuerza pública, sin los debidos controles, puede utilizar ese poderío en contra de sus propios ciudadanos. De ahí la importancia del control civil sobre los militares en todo régimen democrático. Además, la complejidad del sistema internacional obliga a estructurar y gobernar el sistema de defensa con pericia y efectividad. La deuda de Argentina es profesionalizar la conducción civil de la defensa. g *Profesora del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella e Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). © Le Monde diplomatique , edición Cono Sur
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Edición especial | 2013
La política latinoamericanista y la activa diplomacia multilateral que lideró Néstor Kirchner permitieron concretar iniciativas que estaban ya en germen en la política exterior de la transición democrática. Sin embargo, hoy ese impulso inicial ha perdido fuerza .
Progresos y estancamiento de la política exterior
Un lugar en el mundo por Gabriel Puricelli*
Cumbre del Mercosur en el Planalto, Brasilia, 31-07-12 (Ueslei Marcelino/Reuters)
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a obsesión acerca de “cómo nos ven afuera” está involuntariamente emparentada con el narcisismo de quien sonríe en el momento del relámpago porque cree que Dios le toma una fotografía. En el discurso público más corriente, fuera de los círculos de especialistas, ésa tiende a ser la pregunta que organiza la conversación sobre la política exterior argentina. Lo ha sido al menos desde algún momento que podríamos situar convencionalmente alrededor de ese acontecimiento de cambio inevitable de la geopolítica que f ue el fin de la Guerra Fría. El ca mbio en el orden mundial que significó el fin de la bipolaridad impactó sobre la política exterior de todos los países del mundo. En Argentina, ese ca mbio epocal coincidió con un viraje en la política doméstica que se puede definir como una adopción sui generis del programa implícito en el llamado Consenso de Washington. Ese programa presuponía, entre otras cosas, la adopción de políticas conducentes a un “clima de negocios” enmarcado en una creciente apertura comercial y favorable a la llegada de la inversión extranjera. El discurso político oficial presentó ese marco de política pública como una puerta de acceso al “primer mundo” y el debate sobre la política exterior –siempre limitado y escasamente informado– fue puesto bajo ese prisma. Ahora bien, es necesario rechazar
portancia que tuvieron determinadas opciones para consolidar este largo período de democracia, y para detectar las continuidades que hubo entre los gobiernos democráticos. Más allá de las diferencias retóricas que buscan convencer de la existencia de ruptura s (que tal vez no hayan sido ta les), es necesario preguntarse en realidad cuáles eran los problemas que la política exterior debía resolver y cómo (y si) los resolvió.
Ruptura y transición La recuperación de la democracia en Argentina implicó una ruptura –bastante radical, si se la compara con los casos de los países vecinos– que desplazó a los actores del régimen dictatorial y en la que no se pactó con éstos ni nguna continuidad política. La ruptura fue catalizada por la derrota autoinfligida en la aventura malvinen se, hecho que tuvo consecuencias perdurables en el terreno de la política ex terior. La dictadura dejó tras de sí un tendal de víctimas, una hipoteca económica en forma de deuda externa y una reputación internacional hecha trizas como consecuencia de su brutalidad y de la intentona fallida en la s islas del Atlántico Sur. La guerra del dictador Leopoldo Galtieri no sólo agregó a las víctimas posteriores al golpe de Estado a centenares de conscriptos y cuadros militares, sino que puso a Argentina en el lugar imposible de un aliado de Esta-
frentaba en armas al más incondicional aliado de esa potencia. Pocas veces en su historia fue más problemática la inserción argentina en el escenario internacional: baste recordar al canciller del régimen, Nicanor Costa Méndez, estrechando la mano de Fidel Castro. La política exterior del primer gobierno democrático debía, entonces, encarar una dura tarea de redefinición del interés nacional argenti no, dejando de lado las hipótesis de conflicto ideológicas y territoriales, y de reconstrucción de la reputación, adoptando una conducta consistente a lo la rgo del tiempo. Las condiciones para hacerlo estaban lejos de ser óptimas, en tanto las Fuerzas Armada s seguían siendo un actor de peso y no estaban atadas a ning ún pacto, y el peronismo, única oposición sólida, estaba conducido por su ala derecha. Estas condiciones mejorarían luego al lograr el presidente Raúl Alfonsín doblegar las posiciones chauvinistas del peronismo en el debate y la consulta popular sobre el acuerdo de paz con Chile, y a l imponerse dentro del peronismo la corriente renovadora (1985-1986), que confluiría en el consenso de política exterior que fue la base de la gestión de Dante Caputo al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores. De modo que a partir de 1984 el pa ís se ubicó rápidamente en unas coordenadas precisas: u n buen vecino en su región, un no alineado sin timidez para
agendas de las potencias del mundo bipolar y un multilateralista convencido y activo. El despliegue de esa política no dejó de tener en cuenta de manera realista el modesto po der duro con el que contaba el país, anticipándose además en el cálculo al debilitamiento inevitable que ese poder sufriría con el nuevo rol de las Fuerzas Armadas en el orden democrático. Las decisiones adoptadas en materia de política exterior en esos años recogieron además aspectos de las políticas exteriores de anteriores gobiernos, principalmente radicales y peronistas, pero también de los conservadores previos a la Ley Sáenz Peña, como la firme defensa del principio de no i ntervención y la importancia de la creación de reglas internacionales para limitar la discrecional idad de los Estados más poderosos.
De las tensiones a la pacificación Convertirse en un buen vecino fue una tarea mucho más ardua que la simple enunciación de la intención. En primer lugar, se desactivó definitivamente toda posibilidad de guerra con Chile, aun cuando todo el gobierno de Alfonsín transcurrió mientras en ese país aún perduraba la dictadura de Augusto Pinochet y frente a la pretensión del peronismo de sostener esa hipótesis de conflicto. En segundo lugar, se dio i mpulso a las medidas de construcción de confianza con Brasil, que ya se habían puesto en marcha en 1980 con la firma del Acuerdo de Cooperación para el Desarrollo y la Aplicación de los Usos Pacíficos de la Energía Nuclear. Esta segunda hipótesis de conflicto era la más gravosa a largo plazo: a pesar de que A rgentina nunca estuvo ni remotamente tan cerca de una guerra con Brasil como llegó a estarlo con Chile en 1978, el hecho de que ambos países hubieran desarrollado tecnología propia para la fisión nuclear abría la posibilidad de una carrera armamentista no convencional en la región. La desactivación de ambas hipótesis de conflicto era fundamental para garantizar la v iabilidad de la democracia en Argentina en momentos en que Alfonsín se proponía reducir el poder de los militares para eliminar la principal amenaza doméstica del país. Sin embargo, muchas veces se ignora la importancia capital del acuerdo con Brasil en ma teria de no proliferación para explicar la desaparición de esa amenaza y, a veces, hasta para explica r por qué América del Sur tiene en el siglo XXI en su condición de zona de paz, una de sus principales ventajas comparativas. En efecto, se menciona más a Alfonsín y a su homólogo brasileño José Sarney por la constitución del Mercosur, con la Declaración de Foz de Iguazú de 1985, que por sus visitas recíprocas a los sitios de investigación en tecnología nuclear de cada país y por la firma de las declaraciones de Viedma (1987) y de Iperó (1988) que sentaron las bases de la Agencia Brasileño-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares (ABACC), que es hasta hoy la ga rante de que en América del Sur no exista u na situación como la de India y Pakistá n. Una política tercermundista Alfonsín reafirmó el no alineamiento del país, que ya había reverdecido de la mano de Galtieri y Cost a Méndez (entre abril y junio de 1982), cuando el Movimiento de Países No Alineados fue un foro privilegiado para abogar por la posición argentina en el conflicto de Malvinas. A l gobierno democrático le tocó
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desafiante a una post ura de marcada continuidad con la del últi mo Perón. Sin embargo, precisar las características de ese no a lineamiento recentrado, implicaba definir los términos de las relaciones bilaterales con Estados Unidos y la Unión Soviética. La relación con Estados Unidos era especialmente delicada, tanto por la ubicación de Argentina en el hemisferio occidental, como por el papel que cumplían los bancos acreedores estadounidenses en la crisis de la deuda exter na que engullía a los países más grandes de América Latina desde 1982. El conflicto que más ponía en tensión a América Latina en ese momento era la guerra civil en Nicaragua. Alfonsín desplegó iniciativas para contribui r a la distensión y buscar una solución, dando impulso al Grupo de Apoyo a Contadora que proveyó el marco para la pacificación del istmo en la década siguiente y que fue el germen del Grupo de Río y la actual Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). Al m ismo tiempo, buscó la aquiescencia de Estados Unidos para lidiar con la cuest ión de la deuda, elemento que estuvo presente en las dos visitas dura nte su mandato a Washington para sendos encuentros con su homólogo Ronald Reagan. Más allá de un breve flirteo con la idea de un club de deudores, Alfonsín buscó una relación constructiva con Estados Unidos en esa cuestión, evitando un default al inicio de su gestión y consiguiendo respaldo para una serie de salvatajes. En lo que respecta a la Unión Soviética, el canciller Caputo fue muy claro en que no habría “discriminación ideológica” en política exterior y buscó mantener viva la relación bilateral a pesar de la pérdida de dinamismo de la economía soviética y de la déca da “perdida”, como la calificaría más tarde la CEPAL, que atravesaba en ese entonces América Latina. Los dos primeros años de Alfonsín coincidieron con los decesos de dos secretarios generales del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Yuri Andrópov y Konstantin Chernenko, sucedidos en 1986 por Mijail Gorbachov, quien recibió a Alfonsín en Moscú ese mismo año. En el ámbito político, la Unión Soviética respaldó a Argentina en sus iniciativa s por la paz en la región, pero el costado económico de la relación no alcanzó para equilibrar los problemas que el país af rontaba en relación con su balanza de pagos. Argentina, como Estado con limitado peso relativo, estaba obligado casi por de-
finición a apostar por el fortalecimiento de los foros multilaterales. El gobierno democrático inauguró, en ese terreno, la única política que se ha mantenido casi sin var iaciones en los últimos treinta años. El país actuó como un promotor activo de la diplomacia multilateral (el tratamiento de la cuestión centroamericana tiene ese sello) y también como creador de nuevas reglas de derecho internacional. En este proceso el gobierno fue acompañado por sectores de la sociedad civil, que se transformaron en usuarios permanentes del sistema interamericano de derechos humanos y de las instancias equivalentes del sistema de Naciones Unidas. La diplomacia malvinense del gobierno siguió desplegándose en los mismos foros de la ONU que habían fatigado los gobiernos de Arturo Illia y el último de Juan Domingo Perón.
El realismo periférico El gobierno de Menem siguió la hoja de ruta trazada por A lfonsín en la cuestión crucial de la relación con Brasil. En 1991 se estableció la ABACC y se firmó el Tratado de Asunción que dio origen a l Mercosur. En el ámbito multilateral, la diplomacia argentina continuó jugando un papel constructivo a través de iniciativas como la creación de la Corte Pena l Internacional. Sin embargo, el fin de la Guerra Fría implicó para la política exter ior argentina la ruptura de los alineamientos previos como el abandono del país del Movimiento de Países No Alineados. El enfoque que se favoreció, y que encontró su justificación en la teoría del llamado “realismo periférico”, estuvo orientado a la apertura de la economía y a la generación de oportunidades para la inversión extranjera directa a gran escala, a part ir de la privatización de activos en manos del Estado. Así la política exterior intentó maximizar beneficios a través del “ali neamiento automático” con Estados Unidos. El frente de la deuda externa, que había implicado tensiones en ese vínculo bilateral en el pasado, impactó de manera opuesta bajo el gobierno de Menem: Estados Unidos facilitó una reestructu ración con el Plan Brady, que dio inicio a un nuevo período de endeudamiento, destinado en este caso a financiar el sostenimiento de la convertibilidad del peso argentino. En esa misma línea, Argentina acompañaría la línea favorable a un tratado hemisférico de libre comercio, lanzada en la Cumbre de las Américas de Miami en 1994. Pero la iniciativa de comercio internacional que verdaderamente dio frutos fue el Mercosur, que vio multipli-
carse tres veces el intercambio intrarregional en los primeros cinco añ os desde su creación. En ese contexto debe entenderse el congelamiento parcial del reclamo por la soberanía argentina en Malvinas: durante el gobierno de Menem se restablecieron plenamente las relaciones diplomáticas con el Reino Unido. Alfonsín y Caputo se habían tra zado ese objetivo, pero estuvieron dispuestos a estirar los tiempos cuanto fuera necesario en función de mantener el activismo argentino en los foros multilatera les. Menem, en cambio, ofreció poner la cuestión de la soberanía bajo un “paraguas” que permitió desarrolla r el resto de la agenda bilateral con los británicos. Se culpa a veces a esa política por la falta de avances en la materia, cuando en realidad ésta era bastante clara en cuanto a que no se proponía avanzar.
Los límites de la autonomía Al tiempo que la política doméstica vivía cambios traumát icos después del
Argentina logró maximizar su autonomía respecto a Estados Unidos una vez que reestructuró su deuda externa. fin del decenio menemista, la política exterior se reorientó gradualmente hacia una línea pa recida a la del gobierno alfonsinista, sin que hubiera cambios bruscos, sino variaciones en los acentos y en los estilos de la pol ítica exterior. La política hacia Malvinas volvió al cauce reivindicativo ya con la llegada de Fernando de la Rúa. La política hacia Estados Unidos fue evolucionando con criterios más pragmáticos y con menos automatismo al compás de la situación de la deuda externa, con un grado de proximidad relativo a la necesidad del país de acceder a mecanismos de salvataje (bajo el gobierno de la Alian za) o de rehacer su reputación (y asegurarse al mismo tiempo la continuidad del financiamiento multilateral) después del default. La unipolaridad, entretanto, no re-
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sultó en una hegemonía incontestada de Estados Unidos, sino que se enfrentó a la amenaza de actores no-estatales y a las consecuencias anómicas de la desaparición de la Unión Soviética en Asia Central y del Sur y en Medio Oriente. Así, Estados Unidos se vio forzado, de manera drástica después del 11 de septiembre de 2001, a concentrarse en un único escenario con casi todas sus fuerzas militares y diplomáticas. Esa ausencia relativa de las Américas coincidió con la llegada al gobierno en la mayoría de los pa íses de América del Sur de partidos y movimientos que recusaron en mayor o menor medida la agenda económica que predominó en la década de los noventa. Esa coincidencia explica, entre otros factores, el abandono de la agenda de libre comercio hemisférico tras la Cumbre de las Américas de Mar del Plata de 2005. Argentina maximizó su autonomía relativa respecto de Estados Unidos una vez que reestructuró su deuda externa, también en 2005, y luego de cancelar las acreencias con el FMI, logro que también concretó Brasil. En es e contexto, cobraron vuelo las iniciativas más recientes, como la constitución de la UNASUR y de la CELAC, que ha n de ser leídas como la concreción de iniciativas que estaban en germen en la política exterior de la transición democrática. Pero hoy esas iniciativas han perdido algo de su impulso inicial, mientras las más ant iguas, como el Mercosur, se enfrentan a un estancamiento marcado. En esas coordenadas hay que situar la búsqueda de relaciones diversificadas que parece signar la agenda exter ior de la presidenta Cristina Fernández en el último año. Lo mismo puede decirse del volumen político que empieza a adquirir la relación con China, cada vez más proporcional al peso económico de la misma. Si prescindimos de las cuestiones de estilo, que son las únicas a las que se les presta atención cuando se busca responder a la pregunta de “cómo nos ven desde afuera”, podemos ver cómo treinta años de política exterior han ido de la mano de la consolidación de la democracia, contribuyendo a hacerla posible, e intuir cómo las li mitaciones de aquélla convergen con las promesas que la democracia aún debe cumplir en materia de desarrollo y bienestar para los argentinos. g
*Presidente del Laboratorio de Políticas Públicas, (www.ipp-buenosaires.net). © Le Monde diplomatique , edición Cono Sur
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Tras años de luchas, Argentina cuenta con una de las legislaciones más progresistas del mundo para las minorías sexuales. Pero los avances también alumbraron una generación de “inadaptados” a la gaycidad omnipresente que añora la épica heroica y clandestina del pasado.
De la homosexualidad clandestina a la gaycidad pública
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“I will survive”.
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a húmeda y calurosa noche del 17 de febrero de 1984, una canción de Gloria Gaynor electrizó la pista y, bajo el centelleo epiléptico de las luces estroboscópicas y con el ritmo machacante de una epifanía disco, resumió en un estribillo la pulsión de vida compartida entre los presentes: “Sobreviviré”. La democracia tenía apenas dos meses y una semana de vida cuando abría sus puertas “Contramano”, el venerable boliche gay de Barrio Norte que todavía hoy, casi treinta años después, recibe a varios de aquellos sobrevivientes, acaso los más nostálgicos, para compartir bailes y libaciones. “Al asumir Alfonsín, el adalid de los derechos humanos, creíamos que se iban a terminar las razias, el levantamiento de gente en la calle. Pero el esqueleto policial de la dictadura quedó firme; es decir, quedó la misma cúpula. Abrí un viernes, el domingo vino el subcomisario, el lunes arreglé con él, y el miércoles empezaron las razias de la División Moralidad”, recordaba su dueño José Luis Delfino, fallecido en el 2008 (1). Se los acusaba de violar el inciso 2º H, que penaba el “escándalo” en lugares públicos. “Me agarraba una indignación muy grande, más allá de que me estaban afectando el negocio, así que decidí acompañar a la gente que se llevaban en cana. Hablaba por teléfono con mi abogado y el tipo iba allá: él me facturaba como un taxímetro. Pero junto con eso empecé a tener una especie de con-
Si las grandes gestas empiezan en los sitios más inesperados, dos meses después “Contramano” fue la sede vespertina de una asamblea abierta en repudio a una redada feroz en un bar llamado Balvanera. Un boliche de tarde muestra la realidad descarnada que la noche disimula, los sillones raídos, las paredes manchadas, los mingitorios ajados. Ahí se fundó la Comunidad Homosexual Argentina, la CHA (2): donde la democracia no supo (no quiso o no pudo) desterrar a tiempo algunos de los peores vicios de la dictadura, para aquella generación de homosexuales la apertura de locales “entendidos” dibujó una cartografía de la ciudad y el deseo, limitada a unos pocos barrios (Retiro, el Centro, Barrio Norte) y con una vereda específica para el yire: la de la mano derecha, donde paran los colectivos y los taxis. Tres décadas más tarde, con la conquista de derechos que entonces parecían quiméricos y con una “gaycidad” omnipresente, los últimos homosexuales se lamentan en privado por la “desaparición” de la homosexualidad, según la premonitoria advertencia del poeta Néstor Perlongher, y se preguntan: “¿Qué vendrá después?”. Vientos de cambio Buenos Aires, 1983. “En la ciudad sitiada por patrullas militares y por una retórica que dividía el país entre fieles y herejes de una doctrina de la argentinidad anclada en la cruz, la espada y la Escuela de Chicago,
alimentar sus goces clandestinos”, escriben Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli en Fiestas,baños y exilios(3). Los baños públicos y los andenes ferroviarios, los carnavales entre los meandros del Tigre o las fiestas en casaquintas aliviaban las urgencias eróticas de aquel que “ya conocía la amistad de los vagos, de los rateros, de los enfermos, de los viciosos, de los desertores; ya había sufrido la humillación del grito, de la trompada, del furor y de la impotencia; de los celos que no provocaba y del desamor que no podía cambiar aunque quisiera” (4). El 10 de diciembre de 1983, la asunción de Raúl Alfonsín como presidente democrático aceleró una relajación en las costumbres clandestinas y, aunque faltaran unos años para la privatización de los servicios de transporte y la extinción definitiva de la estación como “tetera”, los vientos de cambio apuraron la apertura de los primeros boliches y bares. Pero la visibilidad y la aceptación no fueron instantáneas: en 1984, la CHA apenas reunía a un puñado de miembros en su sede de Diagonal Norte, y en 1985 una razia policial en “Contramano” fue histórica por su brutalidad en defensa de una “moral pública” y consagró al militante Carlos Jáuregui como un héroe de las minorías, según el recuerdo de José Luis Delfino: “Fue la actitud de él, de enfrentamiento casi inconsciente, de pararse delante del que estaba haciendo el operativo, que no dio bolilla al principio. Y seguirlo y decirle: ‘Usted no se
Himno y toda la gente lo siguió. Les importó un carajo, porque la redada la hicieron igual. Se llevaron bastante gente”. Si entre los militantes de la izquierda setentista la homosexualidad era un problema de seguridad interna (veían al “puto” como un buscón capaz de las peores flaquezas en un loco afán de satisfacer sus instintos), y en la sociedad militar se la sufría como una opción insoportable por disidente, amoral e individualista, la democracia de los ochenta no supo muy bien cómo tratarla. El 28 de mayo de 1986, la CHA publicaba su primera solicitada en Clarín, con un reclamo concreto: “Con discriminación y represión no hay democracia”, decía el título que resumía el pensar de personas que “trabajamos, estudiamos, sentimos, amamos”. Los militantes de la sexualidad minoritaria se organizaban, celebraban mítines con debates interminables, entregaban folletos en Plaza de Mayo, coordinaban los primeros esfuerzos colectivos en la lucha contra el sida, que la revista La Semana, en su infame edición del 11 de abril de 1985, había bautizado como “la peste rosa”. Soñaban con una Marcha del Orgullo Lésbico Gay (que recién tendría su primera y púdica edición en 1992, con unos pocos manifestantes camuflados detrás de caretas y con corazones de cartulina donde habían recortado las iniciales de sus nombres), y salían. Alargaban los cafés en las confiterías “de ambiente”, frecuentaban los boliches, a veces caían presos. Tenían los pulgares gastados de “hacer el pianito” según las exigencias de la fuerza policial. Entre aquellos detenidos en democracia había muchos que habían encontrado en la híper codificación un mecanismo de subsistencia: cómo mirar, sobre qué vereda andar o qué color de pañuelo usar podían ser la diferencia entre la fugacidad de un amor ambulante y unas horas en la comisaría. “Era a partir de un ‘olfato’ especial que se tenía o se adquiría en las calles y los andenes del ferrocarril que podía accederse a a quella lengua singular”, escriben Rapisardi y Modarelli. Hoy todo eso no existe. Pero existen muchas de esas personas que, ya maduras y criadas en el secretismo del código, añoran el heroísmo de los primeros años de la democracia. “Hoy, los gays tienen un mundo efectivo al alcance efectivo”, compara el sociólogo Ernesto Meccia en el brillante libro Los últimos homosexuales: sociología de la homosexualidad y la gaycidad (5): “En cambio, los últimos homosexuales disponen de un mundo efectivo mucho más reducido y un extenso mundo de recuerdos irrecuperables”. El vértigo de un precipicio Buenos Aires, 2013. En un diario del 5 de mayo, una efeméride discreta recuerda que se cumplieron tres años desde la san ción de la Ley de Matrimonio Igualitario, “la segunda religión burguesa”, según el profesor italiano Paolo Zanotti (6). Los noticieros celebran que las elecciones primarias del 11 de agosto fueron las primeras en que votaron jóvenes de 16 años o ciudadanos transgénero que pudieron cambiar de nombre en el documento. Los treinta años de democracia crearon el campo fértil para una legislación que se inscribe entre las más progresistas del mundo (sólo 14 países admiten el matrimonio entre personas del mismo sexo y en más de 50 la homosexualidad todavía es penalizada). Si es cierto que “la gaycidad no es ningún regalo, es un trofeo ganado a fuerza de sangre, sudor y lágrimas”, según escribe Meccia, una generación de pioneros invertidos no encuentra su lugar en el mundo. En su libro, indaga sobre “el significado del fenómeno que
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a las urgentes transformaciones sociales y políticas de las últimas décadas por parte de un cierto número de individuos homosexuales”, según la socióloga Dora Barrancos, directora del CONICET. Para el antropólogo brasileño Sérgio Carrara, “habría una especie de abismo entre el régimen de la homosexualidad, caracterizado por el sufrimiento, la marginalidad y el silencio; y el régimen de la gaycidad, caracterizado por el orgullo, el reconocimiento y la visibilidad social”. Para una décima parte de la población, ésta es la grieta, la auténtica: aquella matriz por la que se alumbra una nueva era aunque en algunos provoque el vértigo de un precipicio. Clausura y nostalgia En los años más feroces de la dictadura, “los yirantes masculinos del deseo han utilizado para sus encuentros, más allá de las comunes calles del pecado, los cines X y los baños públicos, convirtiendo la expresión ‘salir del clóset y ganar las calles’ en algo más que en una figura del ‘darse a conocer’”, escribió María Moreno en el prólogo de Fiestas, baños y exilios. Con la llegada de la democracia, los sitios clandestinos empezaron a rozarse con los espacios públicos de socialización. Así, la Reserva Ecológica fue consecuente con su nombre y regaló discreción a los amantes furtivos de la Costanera Sur, las mesas de la confitería “El Olmo” ofrecieron refugio a los varones con cuitas domésticas y la esquina de San ta Fe y Pueyrredón se convirtió en peatonal para “los públicas” de “Contramano”, “Experiment” o “Angel’s”, las discotecas que, aun en contravención a los edictos policiales todavía vigentes, daban pista a aquellos que perseguían el levante non sancto. En democracia, el deseo estaba codificado: una numerosa legión de “entendidos” compartía un rosario de códigos y lugares, de contraseñas y direcciones: en 1983, la revista Siete Días se preguntaba en tapa: “¿Sabe usted cuál es la fortuna de Isabel Perón?”, y más abajo advertía con el tono premonitorio de cualquier represión homofóbica: “El riesgo de ser homosexual en la Argentina”. Años antes de la tolerancia, y mucho más lejos todavía de la integración, ser gay era un peligro. Así, el sociólogo Meccia identifica un fenómeno inverso al coming out que, desde la calle pero también desde la televisión aun en sus espacios más machistas, traza una elipsis de la identidad sexual en estos treinta años: el coming in, o meterse para adentro. Ocultarse. Con las más crueles lógicas del mercado aplicadas a la cosificación del deseo (hoteles temáticos, pases gratis en saunas para menores de 25 años, cirugías plásticas para rejuvenecer las carnes ahumadas y secas que dan los años), aquellos primeros homosexuales “visibles” son parias de un sistema que ni siquiera habrían imaginado: “Para los de su generación, la liberación gay les abrió la puerta a otras formas de opresión y ellos cayeron en la volteada”, escribe Meccia: “Llega entonces el momento del coming in (eterno, de ahora en más)”. Su libro recoge testimonios de gays veteranos y replegados, nostálgicos de las misteriosas posibilidades amatorias que ofrecía el recorrido de la Interisleña en el Tigre, asqueados de la ostentación mediática, excluidos de una sociedad donde todo parece ser gay en su versión más frívola y donde, más que la veteranía, se celebran las carnes duras, las colas paradas y los pechos depilados. Reaccionarios, a su modo. Identificado como “Juan Carlos, de 57 años”, un hombre se queja de que “la vida gay te hace sentir más grande de lo que sos, como si ya no pudieras hacer más nada”. Y otro Juan Carlos, de 75, que en los años 90 escribía para una re-
el cuerpo para defender una política del deseo, cuando asumirse públicamente era para valientes, locos o militantes: “La Marcha la veo desde la vereda. No me animo”. Para Meccia, “si la homosexualidad tenía todos los atributos de una ‘institución’ (normas, usos, costumbres, imaginaciones, anhelos y temores relativamente estabilizados), habría que consignar que el paso del tiempo que la devoró y la transformó en otra cosa, pudo producir en las personas que usaron ese mundo instituido como marco de experimentación, el mismo pasmoso efecto que experimentaría quien, de pie delante de un espejo, descubre que no
le devuelve su imagen o que le devuelve su imagen en los confines de lo reconocible”. Cercana a su trigésimo aniversario, la democracia otorgó derechos a quienes no los tenían y a los demás no les quitó nada. Cumplió con la misión de crear una sociedad más inclusiva entre las minorías sexuales siempre postergadas a las orillas de la legalidad. Pero también clausuró un mundo, que parece extinguirse junto con los teléfonos públicos, los cospeles para el subte o los pizza-cafés. g
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2. Mabel Bellucci, Orgullo: Carlos Jáuregui, una biografía política, Editorial Emecé, Buenos Aires, 2010. 3. Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli, Fiestas, baños y exilios: los gays porteños en la última dictadura, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2001. 4. Oscar Hermes Villordo, La brasa en lamano, Librería de la Paz, Resistencia, 1983. 5. Ernesto Meccia, Los últimos homosexuales: sociología de la homosexualidad y la gaycidad , Gran Aldea Editores, Buenos Aires, 2011. 6. Paolo Zanotti, Gay, la identidad homosexual de Platón a Marlene Dietrich, Fondo de Cultura Económica, México DF, 2010.
1. Mabel Bellucci y Martín De Grazia,
*Periodista.
www.sentidog.com, Buenos Aires, 2012.
© Le Monde diplomatique , edición Cono Sur
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Edición especial | 2013
PIB y deuda externa En miles de millones de dólares corrientes (1976 - 2011)
La idea de que la democracia alcanzaría por sí sola para dar de comer, educar y curar a los argentinos se reveló exagerada. Sin embargo, no todo ha sido decepción en estos treinta años, y junto a algunos indicadores negativos es posible encontrar progresos y conquistas.
Algunos datos para un balance complejo
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Las promesas y lo que pasa en Formosa por Juan Martín Bustos*
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n 1983, en uno de los puntos más recordados de una campaña brillante, Raúl Alfonsín repetía “con la democracia se come, se cura y se educa”, y ampliaba el universo de las ideas asociadas a ella. Y con el recitado del Preámbulo de la Constitución Nacional evocaba otros valores postergados, como la justicia y la libertad. Pocos años después salía a la luz el Índice de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). En un clima de ideas semejante, se proponía superar la visión sobre el progreso de los países centrada en el crecimiento económico y sostenía que la riqueza de una nación estaba en su gente. Para evaluarla, el Índice contemplaba tres dimensiones del bienestar humano: el acceso a una vida decente, a una vida larga y saludable, y a la adquisición de conocimientos. Y las medía, respectivamente, a través del PIB per cápita, la esperanza de vida al nacer y el alfabetismo. Por supuesto, el PNUD entendía que eso no era suficiente y que otros valores, como la libertad política o la garantía de los derechos humanos, también hacían a la cuestión, pero era imposible medirlos por la falta de datos. Hoy la disponibilidad de estadísticas es mayor y más diversa y permite dar cuenta de una gran variedad de temas, pero a menudo no informa sobre décadas pasadas. Como sea, resulta interesante, en un horizonte temporal de 30 años, comprobar si la democracia cumplió esas promesas y si pudo poner en el centro de la escena el bienestar de las personas. Y también mirar algunas otras variables que dan cuenta de la fuerza que tienen los límites o condicionantes de la democracia. Naturalmente, observar solo el desempeño de algunos indicadores no supone una evaluación instrumental de la democracia. Es más, se sabe que regímenes no democráticos a veces obtienen resultados económicos y sociales más rápido y por más tiempo, como demuestra el caso de China. Tampoco supone un avance lineal y gradual de las metas que se propone la democracia. Se trata, simplemente, de explorar algunas tendencias.
con poder para condicionar o limitar fuertemente las políticas públicas, tanto en lo económico como en lo político-sindical, social, militar y policial. Mencionemos por ejemplo al FMI, a los grandes grupos económicos con intereses en el agro, las finanzas y la industria, a los militares que resistían su ostracismo o juzgamiento (como Seineldín y Rico), a las policías antidemocráticas (como la de Patti y el Malevo Ferreyra) y a una jerarquía de la Iglesia ultramontana comandada por Aramburu y Primatesta. Tampoco el peronismo, estrenándose como partido de oposición, haría las cosas fáciles: sin haber emprendido aún su renovación, se apoyaba en un sindicalismo escasamente renovado que contaba con casi 40 diputados, el jefe del bloque y el recurso al paro a flor de piel, como lo demostraría en septiembre de 1984 con el primero de los 13 paros generales que sufrió el alfonsinismo. Las estrategias económicas heterodoxas implementadas en los primeros años de la recuperación democrática, en un mundo crecientemente neoliberal, fueron insuficientes para asegurar el pago de la deuda y a la vez controlar el déficit fiscal y la inflación: en 1984 y en 1985 la inflación superó el 500% anual y en 1989, ya con Menem en la Presidencia, superó el 3.000%. Para peor, lo que Argentina producía en los 80 valía bastante poco en el mundo: los términos de intercambio (la relación entre el valor de lo que se vende al exterior y lo que se compra) fueron los peores en 30 años. Mejoraron algo durante los 90 y en la últi ma década treparon a un valor un 50% más alto. La falta de dólares y el pago de la deuda fueron determinantes en el final anticipado del alfonsinismo, como lo serían doce años después con De la Rúa. En 1989 el stock de deuda llegó a tener un valor seme janteal delPIB;a finesde los 90,si bien esta Tasa de mortalidad infantil Cada mil nacidos vivos (1983-2011) 35 30 25
La comida, la educación y la salud
PIB
Deuda externa total
La democracia empezó su camino con promesas y amplias expectativas, pero lo hizo en medio de una crisis económica fenomenal, incomprendida por casi todos, que limitó sus posibilidades de transformación. Entre las pesadas herencias de la dictadura se cuentan los 45 mil millones de deuda externa y una inflación anual de más del
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relación era bastante más baja, los servicios de la deuda, es decir los dólares q ue se pagan efectivamente cada año, eran muy significativos (1). Treinta años después la situación de endeudamiento externo es holgada, aunque la aguda necesidad de divisas y el juicio con los holdouts en Estados Unidos invitan a la cautela. En este contexto, garantizar el acceso a una vida decente para la población, como se prometía en 1983, fue dificultoso y tuvo momentos muy críticos. A lo largo de tres décadas el crecimiento del PIB fue pobre y recién en los últimos años pudo mostrar una evolución favorable. Si se evalúa el crecimiento per cápita, el desempeño fue aún más decepcionante: en 2000, antes del estallido de la crisis de 2001, se situaba apenas por encima del de 1980. Y si bien, considerando la última década, el PIB per cápita aumentó un 50% en los últimos 30 años, la mejora fue una de las menores del mundo (2). En la vida cotidiana esto significó poca creación de empleo en los 80, período que se caracterizó por un aumento del autoempleo y el abuso de la utilización del Estado como empleador de última instancia. En los 90, con las reformas neoliberales, el “sinceramiento” del mercado de traba jo supuso la aparición del desempleo masivo y algunos momentos de expansión del empleo, junto a un continuo aumento de la precarización laboral y una pérdida de derechos de los trabajadores. Desde 2003, la recuperación marcada del empleo, fundamentalmente el registrado, mejoró el cuadro ocupacional, aunque persisten elevadas tasas de informalidad. Por último, la pobreza se movió al ritmo de esta creación y destrucción de la riqueza y del empleo, con picos del 50% en momentos en que se combinaron devaluaciones profundas con una aceleración inflacionaria. La desigualdad se mantuvo: en 1986 el 20% más pobre de la población se apropiaba del 5,1% de los ingresos totales; hoy se apropia del 4,3%. Pero si en las últimas tres décadas el crecimiento fue errático y en promedio bajo, y si el empleo y la pobreza lo acompañaron, en otras áreas los avances fueron más claros y sostenidos. El acceso a la educación y a la salud, a pesar de las crisis económicas, mostróuna evoluciónmarcadamentepositiva y constante. Un ejemplo es la mejora en la asistencia escolar: en 1980 solamente el 60% de los chicos de 5 años iban a preescolar y en 2010 lo hacía el 91%. En el otro extremo de las edades escolares, de los de 18 a 24 años, en 1980 asistía el 18% y en 2010 lo hacía el 37%. Asimismo, en las franjas educativas intermedias se fue alcanzando
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PIB per cápita
Gasto en defensa
Miles de dólares constantes de 2005 en paridad de poder de compra (1980 -2011)
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salidad, aunque llamativamente en el último decenio el incremento de la asistencia a partir de los 15 años fue pobre. Es probable que la Asignación Universal por Hijo ayude en el mediano plazo a mejorar esos valores, pero también parece necesario que la escuela cambie para mejorar la retención y graduación de los jóvenes. Respecto de la salud, puede observarse una mejora general y continua durante las tres décadas: por ejemplo, la mortalidad infantil descendió del 29,7 por mil en 1983 al 11,7 por mil en 2011; de manera semejante, la esperanza de vida al nacer pasó de 70,2 a 75,8 años (3). Otro país
La medición del PNUD sitúa a Argentina en el puesto número 45 (el segundo lugar en América Latina) entre 186 países. Para comparar con la ubicación en 1980 se debe elegir a los países de los que se disponían datos en los dos momentos, que son 111: en este escenario Argentina se ubicaba en el puesto 34 en 1980 y hoy se sitúa en el 35. Es decir que no avanzó mucho más que el resto, pero tampoco se cayó del mundo. Sin embargo, a pesar de esta imagen de quietud, se trata, como vemos, de un país muy distinto. Otros datos puntuales quizás sirvan para reforzar esta caracterización: Argentina era en 1983 un país de 29,5 millones de habitantes y hoy cuenta con 41,5 millones (un 40% más poblado). Además, la mitad de las personas que viven en Argentina hoy no habían nacido todavía en 1983. También es un país menos joven: los niños menores de 14 años eran el 30,3% del total en 1980 y hoy
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son el 25,5%. Por otro lado, el peso de los inmigrantes de los países limítrofes no ha variado mucho: representaban el 2,7% de la población y hoy constituyen el 3,1%. Pero los cambios no son sólo económicos, sociales o demográficos. Una parte relevante de la transformación de estos treinta años se expresa en la pérdid a de la importancia relativa de ciertos sectores y en la emergencia de nuevos actores. La democracia, como parte de sus promesas iniciales, se propuso descorporativizar la vida política y social, con algunos avances espectaculares, algunos fracasos y otros intentos quizás más lentos y con retrocesos, más parecidos a una guerra de guerrillas. Parte de esta política apuntó a la descolonización de las agencias estatales (que no esté al frente de obra pública un empresa rio de la construcción o de la policía un po3.000
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Inflación
Fuente: Banco Mundial.
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Fuente: Banco Mundial, desde 1988.
licía), como también a la democratización de los medios de comunicación o de la representación sindical. Si en este campo los avances fueron lentos, en cambio la desmilitarización de la vida social es un proceso continuo y profundo, posible, en parte, por los juicios a los represores y los recortes presupuestarios. La pérdida de poder económico de los militares es un indicador de su nuevo rol en la sociedad: el gasto en defensa pasó de valores superiores al 3% del PIB en los 70, con picos de casi 5% en momentos álgidos como la crisis con Chile o Malvinas, a poco menos del 1,5% a partir de fines de los 80 (4). El fin del servicio militar obligatorio es otro hito, decidido luego del asesinato del conscripto Omar Carrasco, un crimen que llevó al paroxismo la violencia a la que eran sometidos decenas de m iles de jóvenes cada año. Pero además, y tal vez más importante, es el hecho de que en estos 30 años de democracia aumentaron la participación y los derechos de muchos colectivos sociales, desde la mayor presencia de mujeres en la actividad económica y política (la tasa de actividad femenina, por ejemplo, pasó del 31% al 55%), al reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y las distintas identidades sexuales. Cambios que se expresan en la vida cotidiana, en el quehacer de la gente y que han llevado muchas veces al reconocimiento explícito a través de la adhesión a convenciones internacionales, la sanción de leyes o incluso el dictado de resoluciones judiciales. El acuerdo y la excepción
Promedio anual, precios al consumidor, en porcentaje (1976 -2012)
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Junto a la alegría por estos treinta años, también hay malestar, por resabios autoritarios que persisten (en escuelas, policías, empresas), por las promesas sin cumplir y por las nuevas demandas que van apareciendo: las cosas que faltan. Y entre éstas
menciono dos: las agudas diferencias regionales y sociales que llevan a fuertes diferencias en la calidad de vida de la población y la mentada falta de consenso. Respecto de la primera, en muchos de los párrafos anteriores podría haberse agregado un comentario del tipo: “mientras en Formosa…”. Por ejemplo: “la mortalidad infantil bajó un 61%, mientras en Formosa se redujo en un 44% y aún se sitúa en el 21,2 por mil”; o “se avanzó en el respeto a los pueblos originarios, mientras en Formosa se siguen registrando episodios de represión policial a la comunidad Qom”. En cuanto al acuerdo, digamos que las ideas de consenso, políticas de Estado o de un terreno común para dialogar sobre algunos principios generales son una demanda constante que muestra una carencia recurrente y transversal a la clase política. La idea de consenso implica reconocer lo concretado antes por otros, de construir desde lo pensado y hecho por los demás. Las democracias avanzan como la ciencia, en un proceso lento y acumulativo, fuertemente condicionadas por lo que el contexto ofrece y demanda: como enseñan la historia de la ciencia y la política, los períodos revolucionarios, en los que se desconoce todo lo previo, existen, pero son excepcionales. g 1. De hecho, en 1999 representaron el 74% de las
exportaciones y en 1986, previo al plan Baker, llegaron al 83%. Hoy representan el 15%. Indicadores del Desarrollo Mundial 2013 , Banco Mundial. 2. Indicadoresdel DesarrolloMundial
2013, Banco Mundial. 3. Estadísticas vitales, Información básica
2010 y 2011, DEIS, Ministerio de Salud. 4. Gerardo Gargiulo (1988), Gasto militar y política de defensa, Desarrollo Económico , 28 (109) e Indicadores del desarrollo mundial 2013 , Banco Mundial.
*Sociólogo. © Le Monde diplomatique , edición Cono Sur
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Edición especial | 2013
Una entrega cada bimestre:
China (marzo), Brasil (mayo), India (julio), África (noviembre)
Dossier
Diana Dowek, Honorable, 1994/95 (Gentileza de la autora)
Las deudas de la democracia Desde el retorno a la democracia, Argentina ha realizado notables avances políticos, económicos, sociales y culturales. Pero las crisis recurrentes y la ausencia de políticas progresistas de largo plazo –que trasciendan los cambios de gobierno– así como la debilidad institucional, la pobreza y las desigualdades persistentes, ponen de relieve las grandes deudas pendientes.
La cuestión social, por Marta Novick 24 | El reino del revés, por José Nun 26 | Maldita herencia, por Marcelo Fabián Sain 28 | Bajo el cepo patriota, por Federico Lorenz 32
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Edición especial | 2013
Dossier Las deudas de la democracia
El regreso de la democracia estuvo marcado por la desconfianza hacia las instituciones del trabajo y el reconocimiento de que la pobreza se había convertido en el principal problema del país. El análisis de la cuestión social en estas tres décadas muestra una trayectoria sinuosa a pesar de los avances de los últimos años.
Desigualdad, pobreza y empleo
La cuestión social por Marta Novick*
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l regreso de la democracia en 1983 estuvo cargado de esperanzas y también de fantasmas del pasado, entre ellos la percepción de las instituciones laborales –sobre todo de los sindicatos– como un problema. Predominaba en aquellos años la imagen del poder sindical de los 70 antes que de los gremialistas como víctimas de la dictadura y con su capacidad de movilización en los últi mos años del gobierno autoritario (la marcha del 30 de mayo de 1982 fue, sin dudas, un hito en esa lucha). Recordemos que, hasta ese momento, Argentina había sido una sociedad de casi pleno empleo, en la que la pobreza prácticamente no existía. Sin embargo, en estos 30 años de democracia los temas por excelencia de la “cuestión social” son justamente la pobreza y el trabajo: la desigualdad social fue creciendo y, aunque en la últi ma década se registró un proceso de mejora, la segmentación so-
Diana Dowek, El modelo, 1998 (Gentileza de la autora)
mayoría de los países en esta etapa de globalización financiera. Un breve repaso por estas t res décadas nos permite una mirada de lo que se hizo y de lo que todavía falta hacer. Un camino sinuoso
Desde mediados de los 70, Argentina había comenzado a abandonar un modelo híbrido de Est ado de Bienestar, con una articulación entre las dimensiones económicas y sociales de ma nera que la política económica endogeneizaba los objetivos sociales. Se trataba de un régimen de protección socia l con aspiraciones de universalismo que i mplicaba un grado considerable de desmercantilización de los servicios y una alta i ntegralidad de las prestaciones, y que reconocía como eje la solidaridad intra e inter-generacional. La democracia regresó luego de un gobierno militar caracterizado no sólo por su despotismo
por constituir la primera etapa de un proceso cuyo mandato central fue la adopción del modelo neoclásico o liberal que se expandía por el mundo. Un modelo centrado en la mejora acelerada de la competitividad, con un tipo de cambio sobrevaluado y un aumento de la productividad en base a una mayor intensidad del trabajo y una drástica apertura a los mercados internacionales de bienes, servicios, tecnología y capitales, con un fuerte arribo de capitales especulativos y una expansión de los grandes grupos nacionales al calor del Estado. La vuelta de la democracia liderada por Raúl Alfonsín estuvo marcada por la i mpronta del juicio a las Juntas y la convicción de que la democracia era “todo”: “Con la democracia se come, se educa y se cura”. En materia social el ab ordaje de la pobreza quedó enmarcado en la política focalizada y asistencialista de las cajas PAN. Sin embargo, simultáneamente el INDEC lanzó una amplia investigación sobre pobreza con un abordaje integral al
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organismos internacionales. Ese estudio pionero presentaba a la pobreza como u n fenómeno novedoso en el país y utilizaba esa categoría como una innovación: por primera vez, el Estado subrayaba de manera clara la idea de que la pobreza se estaba constituyendo en el principal problema de Argentina. En materia laboral el camino fue errático. En una primera etapa se intentó sancionar una ley que regulaba las asociaciones profesionales y la actividad sindical con vistas a transformar un modelo que con sus cualidades –representación sindical desde la base, delegados y comisiones obreras y capacidad de movilización y defensa de los intereses de los trabajadores– y sus problemas –centralización, pocos cambios en las cúpulas, etc.– permanece hasta hoy. No sólo el intento fracasó, lo cual se verificó en un período de conflictividad sindical muy alta, sino que entre los vaivenes de la época el Mi nisterio de Trabajo descansó durante un breve lapso en manos sindicales. El camino fue sinuoso: al tiempo que se intentaba reformar el modelo gremial, la reapertura de la negociación colectiva en 1988, con alg unas limitaciones, implicó la recuperación de uno de los rasgos identitarios del sindicalismo argentino. En una mirada más general, fue una etapa dominada por la crisis de la deuda y los episodios h iperinflacionarios, que crearon zozobra, presiones internacionales y un aumento de la pobreza: tras el final anticipado del gobierno alfonsinista (julio de 1989), en octubre de 1989 la pobreza medida por ingresos alcanzó por primera vez en la historia (al menos desde que existe evidencia) al 47,3% de la población (1) Segmentación y precarización
En la década del 90, y a riesgo de cierta simplificación, se podría afirmar que el principal cambio consistió en consolidar la t ransformación iniciada a mediados de los 70. Se abandonó un modelo basado en un patrón de acumulación con centro en la producción industrial, altamente regulada, protegida y virt ualmente cerrada, para adoptar un modelo abierto que instaló al mercado y a la política macroeconómica, centralmente monetaria, como la institución rectora. La cuestión social quedó relegada a un lugar casi margina l; un problema que, en todo caso, sería resuelto por el efecto derrame. En este contexto, las políticas sociales adquieron un estatus subsidiario. Pasa ron de un esquema que, con imperfecciones y limitaciones, contemplaba un paquete amplio de servicios provistos por el Estado, a una concepción restringida, transfiriendo más y mayores riesgos a la esfera individual. Así Argentina, de ser uno de los paí ses pioneros en América Latina en términos de protección laboral y seguridad social, se convirtió en un caso claro de retracción y desmantelamiento de la red de protección, con efectos negativos sobre la calidad de vida de la mayoría de la ciudadanía. En materia laboral, el período estuvo caracterizado por una fuerte desregulación del mercado de trabajo que tendió esencialmente a segmentar y erosionar el estatus relativamente protegido de los trabajadores asalariados. Esta desregulación se articu ló a través de la reforma tanto de la s relaciones individuales de empleo como de las relaciones colectivas de trabajo. Entre las principales dimensiones podemos mencionar la proliferación de mecanismos de flexibilización o precarización contractual mediante formas atípicas de contratación, lo que produjo situaciones de alta vul nerabilidad que socavaron el rol central del empleo y contribuyeron a la conformación de un mercado laboral segmentado y heterogéneo. Las “modalidades promovidas de contratación” crearon una relación jurídica no laboral que eximía a los empleadores de hasta el 50% de su contribución al sistema de seguridad social. El argumento era que de este modo se lograría un mayor incentivo para la creación de puestos de t rabajo. Sin embargo, a la vez que el gobierno intentaba reducir el costo laboral la tasa de empleo no registrado aumentaba: del 29,6% en 1991 al 37,3% en 2000 y el 44 ,8% en mayo de 2003 (2).
predominó la idea de focalizar las políticas públicas en la atención a las necesidades básicas de los sectores más vulnerables. La reorientación se materializó con la reforma previsional, la reforma del sistema de salud y la descentralización del sistema educativo, generando nuevas segmentaciones. La crisis de la convertibilidad y la ruptura social, institucional y política de d iciembre de 2001 se verificó en un desplome de los indicadores sociolaborales nunca antes visto. La tasa de desempleo alcanzó el 21,5% en 2002, en tanto la subocupación, la precarización y los salarios bajos se encontraban fuertemente extendidos. Las consecuencias de la carencia de trabajo y del debilitamiento de las instituciones históricamente atadas a él (salario digno, seguridad social, negociación colectiva, etc.) fueron devastadoras: los hogares pobres pasaron del 16,3% en 1993 al 41,4% en el 2002 (más del 50% de las personas) y los hogares indigentes, e s decir que no pueden acceder a una canasta básica de alimentos, pasaron del 3% al 18%. El i ncremento de la desigualdad a niveles inéditos para la historia argentina (el Índice de Gini pasó de 0,455 en 1993 a 0,502 en 2002) fue segmentando a la so ciedad y excluyendo a vastos sectores de la población, incluso cuando comenzaron a registrarse tasas de crecimiento económico positivas (3). Un nuevo modelo
Desde mayo del 2003 comenzó a construirse un nuevo modelo basado tanto en la recuperación de los viejos derechos, vinculados al trabajo, la salud y la educación, como a la creación de nuevos (derecho a la comunicación, al matrimonio igualitario y la política de derechos humanos y de identidad). La recuperación de la cultura del trabajo y la reivindicación de los derechos laborales, las políticas de generación de empleo, de lucha contra el traba jo no registrado, las políticas de ingre sos y la me jora en la distribución del ingreso –que se explica sobre todo por el efecto de la mejora del mercado de trabajo y los salarios y, en menor medida, por la protección social– constituyen el eje de este nuevo modelo. Complementariamente, la moratoria previsional garantizó la cobertura a quienes no contaban con los años de aportes suficientes, mientras que la Asignación Universal por Hijo extendió los derechos de los hijos de los trabajadores registrados, que cobran las asignaciones familiares, a los hijos de los trabajadores desocupados o informales. Este conjunto de medidas no pueden ser interpretadas como un simple efecto del aumento del precio de los commodities (el argumento del viento de cola) ni como políticas aisladas, sino como el objetivo de un Estado que busca una mayor consistencia entre las políticas macroeconómicas, laborales, sociales y productivas. En materia económica, el crecimiento fue, entre 2003 y 2012, del 7,2% promedio anual. En ese mismo período se crearon cerca de 200 mil empresas formales en el sector privado, muchas de las cuales pudieron consolidar su situación y aumentar su tamaño generando empleo registrado. En materia laboral, se generaron 5,6 mi llones de puestos de trabajo. El crecimiento del empleo registrado fue el más elevado de los últimos 37 años: 92% desde 2002. De hecho, casi dos tercios –65%– de la totalidad de los puestos for males creados en esta etapa fueron empleos asalariados en empresas del sector privado (casi 2,5 mi llones de puestos). El empleo no registrado descendió del má ximo histórico de casi el 50 % en 2003 al 34,6% en 2012, mientras que la desocupación alcanzó el 7,2% en el segundo trimestre de 2013, una de las tasas más bajas desde 1991. La negociación colectiva adquirió una dinámica que acompaña institucionalmente el crecimiento de la actividad y del empleo: mientras que en los 90 se homologaban alrededor de 200 convenios y acuerdos anuales, en 2010 se alcanzó un récord histórico de 1.620, alcanzando a más de 5 millones de trabajadores. El salario mínimo, vital y móvil, que constituye una
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jadores de menor nivel adquisitivo y que genera un efecto macroeconómico indiscutible, aumentó, entre 2004 y 2013, 1.338% en términos nominales. En materia de protección social, la cobertu ra de la población mayor pasó de 61% en 2003 a 88% en la actualidad, con once aumentos dispuestos por el Poder Ejecutivo entre 2003 y el 2008 y una ley sancionada en 2009 que establece un índice de movilidad bianual (4). Lo que se hizo y lo que falta
Este breve recorrido por los 30 años de democracia muestra que su sustentabilidad está asociada a la cuestión social, que en definitiva refiere al bienestar de la población y la ratificación de su ciudadanía. La vi nculación entre macroeconomía y cuestión social t iene en la política su pivote, su eje orientador. Es la política la que define metas y ob jetivos, entre otras cosas La protección mediante instituciones social ha avanzado que pone en vigencia y que ordena jerárquicade manera mente. En este sentido, el lugar de las instituciosignificativa en nes laborales y sociales expresa el grado de comsu cobertura promiso de la sociedad, y ese lugar es cambiante. pero requiere Europa, por ejemplo, está mutando claramente una mejora en la la jerarquía instituciocalidad. nal, dando prioridad a temas fiscales y monetarios y debilitando –o destruyendo– el eje fundamental de la sociedad de bienestar a la que queríamos parecernos: opera allí un cambio en el contrato social. A pesar de lo hecho, el ca mino a recorrer es tanto o más difícil. La desigualdad sigue afectando a la sociedad argentina: aunque el Índice de Gini cayó de 0,520 en 2003 a 0,423 en la actualidad, en los países más equ itativos se ubica entre 0,2 y 0,3 (5). La extensión de ciertos derechos es acompañada por un aumento legítimo de las exigencias y el planteo de nuevas demandas. Por otra parte, sabemos bien que la inequidad no se expresa solamente en brechas de ingresos: las di mensiones de la protección social han avanzado de manera significativa en su cobertura pero requieren, como un mínimo primer paso, una mejora en la calidad en materia de infraestructu ra, salud, educación, trabajo, etc. Estas brechas son todavía muy importantes y atentan contra el sostenimiento de la democracia: la interpelan, la desaf ían a implementar nuevas políticas que implican, a su vez, fuertes conflicto s de intereses. Distribuir ingresos siempre es difícil, y la dificult ad es mayor cuando la riqueza no crece de manera suficiente. Por eso para avanzar es necesario un Estado que ubique a la cuestión social como el eje pri ncipal de su acción. Siempre los logros de igualdad, justicia y derechos humanos son insuficientes , y siempre dependen de las convicciones y la voluntad política. Pero sólo pueden concretarse con una democracia plena, transparente y representativa. g Datos del INDEC para el Gran Buenos Aires (no hay datos del tota l del pa ís). 2. Emilia Roca, “Mercado de trabajo y cobertura de la seguridad social”, Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, Revista de Trabajo , Nueva Época, Año 1, N° 1, Buenos Aires, 2005. 3. Todos datos del INDEC. 4. Estos datos provienen del Observatorio de Dinámica de Empleo y de Empresas (OEDE) del Ministerio de Trabajo en base a estimac iones del SIPA, de la Encuesta Permanente de Hogare s del INDEC y de los registros administrativos del ANSES y el Censo Nacional. 5. Ministerio de Trabajo en base a EPH–INDEC . 1.
*Investigadora del CONICET y profesora titular de la UBA. Actualmente es subsecretaria de Pro gramación Técnica y Estudios Laborales del Ministerio de Trabajo, Empleo y S eguridad Social.
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Dossier Las deudas de la democracia
El mayor desafío de Argentina es revertir la desigualdad, impulsando una fuerte redistribución progresiva del ingreso, principalmente a través de la captación fiscal. Con un sistema tributario regresivo que arrastra desde la última dictadura militar, y que hoy convierte al país en un caso único en el mundo, la reforma impositiva se torna urgente.
Régimen fiscal
El reino del revés por José Nun*
Diana Dowek, Está pintada, 1999/2000 (Gentileza de la autora)
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esulta bastante curioso, decía Ludwig Wittgenstein, que uno pueda “ver” una interpretación. Y, sin embargo, “vemos” interpretaciones todo el tiempo. En un desocupado, por ejemplo, un neoliberal “ve” a alguien con pocas gan as de trabajar, y un socialista, a una persona que necesita ayuda. De manera parecida, un par de editoriales recientes de la revista conservadora británica The Economist nos han explicado que una cosa es el intervencionismo estatal y otra, el pragmatismo. Para que se entienda: que el Estado se dedique a rescatar bancos dedicados a la especulación o empresas inmobiliarias que estafaron al público no debe ser “visto” como intervencionismo sino como pragmatismo. En forma análoga, si sólo se dirige la mirada al período 2002/2010, la brecha de ingresos entre el 10% más rico y el 10% más pobre de la población argentina se redujo en un 30%. Pero si la comparación parte de 1975, esa brecha se amplió casi 3 veces y sigue creciendo (y todo esto sin considerar la notoria magnitud de los ingresos que el decil más próspero omite declarar). Pasa que también las diferencias que percibimos y los significados que les damos son producto de interpretaciones. Claro que, en cualquiera de las alternativas, no hay duda de que hoy es perentorio buscarle remedio a la desigualdad económica imperante y que el camino más seguro para hacerlo es impulsar una fuerte redistribución progresiva del ingreso. Se trata de sacarles a unos para darles a otros a través de un proceso que de-
te cuenta con una herramienta fundamental que es el gasto público. Sólo que para poder gastar (por ejemplo, en obras de infraestructura o en programas sociales), debe antes disponer de fondos. ¿Cómo puede conseguirlos? Hay básicamente tres maneras. La principal es la recaudación de impuestos. Las otras dos son, por un lado, las eventuales ganancias que generen las empresas públicas y, por el otro, el endeudamiento interno y/o externo. En síntesis: redistribuir ingresos para promover una mayor igualdad implica hoy en Argentina plantearse no sólo la cuestión del gasto público sino también el problema de la captaciónfiscal de los recursos que hagan falta. A este tema estarán dedicadas las reflexiones que siguen.
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Desde los tiempos de la Revolución Francesa, se distingue entre la progresividad y la regresividad de un régimen tributario. La primera supone que, en términos de justicia social, los gravámenes sean proporcionales a los ingresos de modo que pague más el que más tiene y que el que no tiene, no pague. Se trata de un punto fundamental pues, a ese fin, no basta simplemente con un aumento en la percep ción de impuestos por más que se incrementen así los fondos disponibles. Una mayor igualdad depende de la estructura de la política fiscal mucho más que del nivel de la recaudación. Imaginemos, por ejemplo, el caso de un subsidio a los alimentos que consumen los sectores más pobres que fuera financiado en gran parte por ellos mismos a través del pago del Impuesto al Valor Agregado (IVA). El efecto redistri-
Dicho de otra manera, el mayor o menor impacto redistributivo del gasto público comienza por el diseño mismo del sistema tributario que se aplique. Por desgracia, en nuestro país (y en varios otros de América Latina), los impuestos en su conjunto acaban casi siempre no disminuyendo sino, peor aun, aumentando la desigualdad. Claro que es raro que se hable de esto porque, entre otras cosas, los beneficiarios de la situación y sus “expertos” se empeñan en presentar el asunto como tan complejo que el ciudadano común no estaría en condiciones de entenderlo y, por añadidura, a muchos políticos les conviene “mirar” hacia otro lado.
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En lo que más importa aquí, desde mediados del siglo XX hasta ahora la estructura tributaria argentina ha avanzado escasamente en materia de reformas tendientes a mejorar la distribución del ingreso. Por el contrario, gran parte de las medi das adoptadas tuvieron efectos regresivos. Llama la atención que cincuenta años atrás esa estructura fuese más parecida a la del mundo desarrollado que a la del resto de las naciones de América Latina; que el impacto distributivo de la acción fiscal resultara entonces muy superior al actual, y que existiese también una mayor igualdad. El retroceso que se produjo nos convierte en un caso bastante único en el mundo. Sucede que una de las desafortunadas originalidades argentinas consiste en haber pasado de la estructura tributaria progresiva que instaló el primer peronismo (paga más el que más tiene) a la estructura regresi-
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el que más tiene) y que todavía sigue en pie, compensada parcial y coyunturalmente por las retenciones al agro y otros gravámenes. Veamos, a modo de ilustración, algunas de sus características más llamativas. Losbeneficiariosdelexitosísimomodelo primario exportador que se aplicó en Argentina desde fines del siglo XIX se ocuparon de preservar muy bien sus rentas, mientras hacían que el Estado se endeudase. De ahí que recién en 1930 se introdujera en nuestro país el impuesto a las ganancias –llamadas por entonces “réditos”–. Pero hubo que esperar otros veinte años para que el tributo adquiriese alguna importancia, que fue perdiendo después. Tanto es así que recién en el año 2000 volvió al nivel de 1952 (3,4% del PIB). Pero hay algo todavía más grave y es el modo mismo en que se recauda este impuesto, o sea, su estructura. Y esto al punto de que especialistas como Oscar Cetrángolo o Juan Carlos Gómez Sabaini “ven” seriamente afectada su progresividad. Y tienen razón. Para entenderlo, el primer paso consiste en advertir que la mayor parte de lo que se percibe por este rubro no lo abonan las personas físicas sino las sociedades comerciales. Después, es preciso tener en cuenta que, dado el alto grado de concentración económica que existe en Argentina, abundan las ramas dominadas por muy pocas empresas, que actúan como formadoras de precios (1). La consecuencia es que, toda vez que pueden, les trasladan el tributo a sus compradores a través del precio que les fijan a los bienes y servicios que proveen. O sea que, por vía directa o indirecta, el impuesto lo terminan pagando muy frecuente y paradójicamente los consumidores finales. La pregunta obvia es si acaso no ocurre lo mismo en los países desarrollados. Si ponemos a un lado los temas nada menores de las alícuotas y de la evasión (que suele ser allí cuatro o cinco veces inferior a la nuestra), la respuesta debe ser afirmativa. Pero la diferencia crucial es que, por lejos, el impuesto a las ganancias que pagan las personasfísicasconstituye en esos casos el componente decisivo desde el punto de vista de la progresividad. Alcanza con decir que, entre nosotros, este componente ronda apenas el 30% del total que aporta el tributo frente al 72% que, en promedio, recogen por idéntico concepto las naciones avanzadas. En Estados Unidos, por ejemplo, el 60% de la población económicamente activa paga ganancias; en Argentina, sólo un 4%. Más aun: incluso el promedio latinoamericano (40%) es superior al argentino y en Brasil y Chile alrededor de dos tercios de la recaudación por este tributo proceden de las personas físicas. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? Gracias a las numerosas exenciones que benefician a las rentas del capital que poseen los individu os, tales como las que se generan por la compraventa de acciones, por los dividendos, por las transacciones financieras, por los intereses de los títulos públicos, etc. Varias de estas desgravaciones fueron eliminadas en Brasil, Chile, Uruguay, Colombia, México y Paraguay y no rigen en casi ningún país desarrollado. En términos redistributivos, el problema es doble. En primer lugar, en lo que hace al volumen global de los aportes por ganancias (sociedades y personas físicas) medido como porcentaje del PIB, la media de los países avanzados es casi tres veces superior a la nuestra, aunque ésta haya aumentado en los últimos años al 5,5%. Y, a la vez, la propia composición del tributo restringe considerablemente sus alcances progresivos. Ocurre que incluso aquel magro 30% que contribuyen las personas físicas mejora sólo en parte la progresividad del impuesto. ¿Por qué? Porque quienes no pueden eludirlo son los trabajadores en blanco ya que se les deduce de su salario. De resultas de esto, un 80% de lo que se cobra por ganancias personales proviene de los salarios y sólo el 20% restante corresponde a otras fuentes. Se entiende que, en un contexto inflacionario como el actual, los sindicatos reclamen que se eleve el mínimo no imponible a partir del cual los trabajadores deben pagar. Lo sorprendente es que no digan una palabra acerca del modo mismo en que opera el tributo en nuestro país y, peor aun, que algunos dirigentes gremiales hayan pedido su
A todo lo cual se suma el gravísimo problema de la evasión, que se estima en bastante más del 50% (según un cálculo oficial conservador, en 2010 los depósitos en el exterior no declarados superaban el 36% del PIB). Si se le añade a esto la elusión fiscal (uno de cuyos signos más ostensibles es la proliferación de fideicomisos), la conclusión que se impone es que, entre nosotros, una parte sustancial de este impuesto simplemente no se recauda.
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Las ilustraciones de eso que llamé la “originalidad argentina” podrían multiplicarse (2). Así, es ínfimo lo que se percibe en concepto de gravámenes patrimoniales. El impuesto sobre los bienes personales aporta escasamente un 0,6% del PIB, o sea entre 15 y 20 veces menos que la media de los países desarrollados. En cuanto al impuesto inmobiliario que recaudan las provincias, su magnitud fue descendiendo desde la crisis del 2001 y todavía es inferior al 0,5% del PIB. Además, la última dictadura militar abolió el impuesto a la herencia y hasta ahora no ha sido restablecido (salvo desde 2011 en la provincia de Buenos Aires). Como contrapartida, un tributo indirecto y regresivo como el IVA tiene una elevada alícuota general del 21% y, cuando se le suman los impuestos a las ventas que cobran las provincias, el total de los gravámenes al consumo más que duplica lo que se recauda por ganancias y por impuestos patrimoniales, afectando sobre todo a los sectores de menores ingresos. No sólo esto: entre quienes embolsan esos pagos, uno de cada dos después no los liquida al fisco.
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Dos reconocidos especialistas, en un importante estudio basado en datos del INDEC de 2010 (sobre cuya calidad ellos mismos previenen), parecerían contradecir algunas de mis afirmaciones (3). De acuerdo a sus cálculos, existiría en el país una redistribución del ingreso “levemente progresiva”. Pero esto se debe fundamentalmente al aumento y recomposición del gasto público que, entre 1997 y 2010, varió del 30,3% al 45,5% del PIB. Gracias a ello, las partidas otorgadas a educación pasaron del 2,9% al 4,4% del PIB; las de salud, del 4,6% al 6,3 %, y las asignaciones familiares, del 0,6% al 1,2%. No obstante, insisto, la estructura de fondo del sistema impositivo no ha sido modificada . Desde luego, hubo que apelar a una serie de medidas fiscales que hicieran posible por lo menos en parte un i ncremento como el mencionado. Es lo que ha ocurrido, ante todo, con la incorporación de los derechos de exportación (retenciones) y del impuesto sobre débitos y créditos bancarios que, sumados, representan un 4% del PIB. Después, se incrementó la participación del impuesto a las ganancias al ampliarse su base en virtud de la suba de los ingresos y de la inflación, y se eliminó el régimen de capitalización individual para el sistema de seguridad social. Pero cito a Rossignolo: “La evolución de los ingresos tributarios no sólo ha estado sustentada en la favorable evolución de los gravámenes tradicionales (ganancias, IVA y otros) sino también en los recursos generados por una serie de gravámenes cuya permanencia en el largo plazo resulta difícil justificar, y que necesariamente requerirán ser reemplazados por otros tributos que respondan a los objetivos indicados de transparencia, equidad y simplicidad”. O sea que no ha habido hasta ahora una modificación orgánica del régimen fiscal que genera desigualdad. Por eso agrega el mismo autor: “Será necesario que se vaya abandonando poco a poco el uso de gravámenes transitorios y que la recaudación fiscal se sostenga sobre instrumentos de mejor calidad y recurrencia a lo largo del tiempo”. Más todavía cuando los ajustes practicados no han sido óbice para que: (a) el 20% más pobre de la población continúe soportando una presión tributaria mayor que la que reca e sobre el 10% más rico, y (b) las cargas sobre el consumo interno superen en más de un 50% a los impuestos sobre las rentas (incluidas las retenciones). En síntesis: se torna “visible”, espero, que promover una mayor igualdad que sea sustentable en el tiempo exige poner en prácti-
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No es fácil hacerlo, sobre todo si se le pretende dar a esta reforma el carácter orgánico que requiere. Su sola mención pone de inmediato en estado de alerta a los sectores que serían afectados y no suscita necesariamente el apoyo de quienes resultarían favorecidos. Me explico. Parodiando una conocida propaganda, aquí y en todas partes la elite económica está siempre “custodiada por expertos”. Y una de las principales tareas de estos custodios es anticiparse e impedir cambios normativos que la perjudiquen o, si no pueden evitarlos, movilizarse para quitarles filo. Baste como ejemplo el escándalo que ocurrió en la provincia de Buenos Aires debido al revalúo de los inmuebles agrarios y al aumento del Impuesto Inmobiliario Rural. Esa actualización, por demás módica, es la primera que se hace en más de quince años; y en cuanto al gravamen mismo, no afecta para nada a casi dos tercios de los predios rurales y, en los hechos, sólo una tercera parte de aquel revalúo incide sobre la base imponible. No obstante, se desencadenó una agitación mayúscula y la protesta continúa. A la vez, el respaldo popular a las reformas nunca es inmediato debido a todas las instancias que deben sortear antes de plasmarse en beneficios sociales concretos. Para retornar a lo ya dicho, son reinterpretaciones de la realidad que tardan en “verse” porque, en el mejor de los casos, el procesamiento e implementación de las medidas integrales a las que me refiero demanda un par de años. Este último es uno de los motivos por los cuales tanto los gobernantes como buena parte de los políticos absorbidos por el día a día suelen hablar de la reforma fiscal pero no se empeñan en llevarla adelante: saben que los obstáculos son muy grandes y no tienen ninguna certeza de que serán ellos quienes cosechen los frutos del esfuerzo. Además de que, como convincentemente sostiene Colin Crouch, en el capitalismo contemporáneo las grandes corporaciones no son parte del mercado sino del sistema político (4). De ahí que una de las tareas urgentes e imprescindibles a cumplir sea el esclarecimiento de la opinión pública. Hay que sacar a la luz, para que se “vean”, los aspectos regresivos de nuestra actual estructura fiscal. Alcanza con descorrer el velo para advertir que ni sus causas ni sus efectos son tan inaccesibles para el ciudadano medio como se imagina. Sólo de este modo, genuinamente democrático, podrán crearse las condiciones para que la reforma tributaria se vuelva un reclamo popular d ifícil de desoír. g
Una mayor igualdad depende de la estructura de la política fiscal mucho más que del nivel de la recaudación del Estado.
1. En las últimas dos décadas, las 200 em presas de mayor
facturación en el país aumentaron en un 40% su participación en el valor bruto de la producción nacional; 117 de ellas son g randes firmas extranjeras que dan cuenta del 60% de las ventas de ese segmento. Véase Daniel Azpiazu, Pablo Manzanelli y Martín Schorr, Concentración y extranjerización. La Argentina en la posconvertibilidad , Capital Intelectual, Buenos Aires, 2011. 2. Véase José Nun, La desigualdady los impuestos. Introducción parano especialistas, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2011. 3. Jorge Gaggero y Darío Rossignolo, El impacto del presupuesto sobre la equidad. Argentina 2010, Documento de Trabajo Nº 40, CEFID-AR, Buenos Aires, septiembre de 2011. 4. Colin Crouch, La extrañano-muertedel neoliberalismo, Capital Intelectual, Buenos Aires, noviembre de 2012.
*Fundador y director honorario del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de General San Martín. Ex secretario de Cultura de la Nación. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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Dossier Las deudas de la democracia
Diana Dowek, En torno al sillón , 1999 (Gentileza de la autora)
Diseñadas por los gobiernos militares, las bases institucionales de la Policía Federal la convirtieron en una herramienta de disciplinamiento social. Ya en democracia, ningún gobierno se atrevió a ensayar cambios profundos.
Policía Federal Argentina
Maldita herencia por Marcelo Fabián Sain*
L
a Policía Federal Argentina (PFA), más que una policía ciudadana, es un sofisticado instrumento de control político y social al servicio de los gobiernos. Durante los últimos 60 años, ha sido tallada a medida por el poder político argentino. Las sucesivas dictaduras militares se sirvieron de ella para desarrollar una fabulosa t rama de espionaje político y de control social, y para montar un eficiente dispositivo de represión política de la d isidencia y de los opositores, recibieran éstos el mote de “peronistas”, “comunistas” o “subversivos”. Y los gobiernos democráticos –algunos, sólo limitadamente democráticos– que transcurrieron desde entonces hasta los años 70, también hicieron uso de ella para lo mismo, aunque con una intensidad y una envergadura menores a las observadas durante los gobiernos castrenses. En cambio, desde la instauración democrática de 1983, la PFA dejó paulatina mente de ser un instrumento de represión política pero, al amparo de la indiferencia, la ignorancia o el aval tácito de los
dispositivo de regulación política y social ta mbién al servicio de éstos y de sus propias cúpulas. Disciplinamiento social
Las bases institucionales de la PFA son una obra de cuño militar. Fue creada el 24 de diciembre de 1943 a través del Decreto 17.750/43 y fue puesta en funcionamiento el 1º de enero de 1945 mediante el Decreto 33.265/44. Asienta sus bases institucionales en el Decreto-Ley 333/58 –y normas complementarias– promulgado durante la llamada “Revolución Libertadora”. Allí se fijaron las funciones de “policía de seguridad y judicial” dentro del territorio de la Capital Federal y también en la jurisdicción federal, y para su cumplimiento se le atr ibuyeron las labores de mantenimiento del orden público, la prevención de delitos y la intervención en la i nvestigación de los mismos. La reglamentación de aquella vieja norma fue más allá en materia f uncional y le atribuyó a la PFA un conjunto de tareas que la convirt ieron en una verdadera instancia de disciplinamiento social. En efecto, en el Decreto 6.580/58, se dispuso que de-
y las buenas costumbres garantizando la tranquilidad de la población y reprimir el juego il ícito”, así como también “velar por la moralidad pública [y] por las buenas costumbres en cuanto puedan ser afectadas por actos de escándalo público”, para lo cual debía vigilar los espectáculos públicos autorizados e intervenir ante “toda representación impúdica o que importe un atentado a la moral pública”; vigilar los bailes públicos y sa las de diversión a fin de que “guarden las formas determinadas por la moral”; “reprimir la falta de respeto debido a la ancianidad y personas del culto”; controlar “toda actividad en materia de prostitución que no se ajuste a las disposiciones legales”; e intervenir en la tramitación de permisos y control de “colectas, rifas y tómbolas”, entre otras labores de profilaxis moral. Todo esto dio lugar a los ya h istóricos “edictos policiales”, cuya vigencia por más de tres décadas le permitió a la PFA legislar, establecer conductas prohibidas, imponer sanciones y también recaudar los fondos provenientes de aquellas conductas formalmente prohibidas aunque soterradamente permitidas y reguladas por sus huestes. Pero lo importante eran los delitos y los delincuentes, y –por qué no– la población, en general. Y para su control fue necesario montar un reservorio de información sobre las personas y disponer de un sofisticado sistema de vigilancia sobre los “sospechosos”. De este modo, en el Decreto 6.580/58, se estableció que la PFA debía identificar a las personas a través de los “prontuarios” y las “fichas de identidad”. Los primeros se refieren a toda persona imputada de la comisión de un delito o inf racción a las leyes penales y los segundos a todas las personas que soliciten la cédula de identidad y el pasaporte. Tales documentos son de carácter “oficial y reservado” y constituyen “registros privados a cargo de la Policía Federal, para uso exclusivo de la misma”, no pudiendo ser remitidos “a requerimiento de ninguna autoridad”, sea administrativa o judicial. Asimismo, en materia de prevención, la PFA debía mantener la “vigilancia especial sobre las personas cuyos a ntecedentes y costumbres susciten sospechas, y aquellas que frecuenten su trato personal y comercial”, prestando especial atención a “los lugares o locales en que se reúnan o realicen sus operaciones”. Tal facultad llegaba al punto, inclusive, de permitir la excepción a lo indicado cuando la misma fuese ordenada por la superioridad. En efecto, por resolución de la jefatura, las personas sospechosas podrían ser temporalmente relevadas de la “vigilancia especial” cuando “demuestren propósitos de regeneración acreditando medios lícitos de subsistencia y conducta ordenada”. Una verdadera artesanía institucional. Todo ello, en fin, ha sido –y es– posible porque la PFA cuenta desde el año 1963 con un sistema de inteligencia interna relativamente protegido y sofisticado. En efecto, el Decreto-Ley 9.021/63 instituye la “Orgánica del Cuerpo de Informaciones de la Policía Federal Argentina”, posteriormente reglamentado a través del Decreto 2.322/67. Este cuerpo, que sigue funcionando a pleno, constituye un verdadero servicio paraestatal de informaciones e inteligencia compuesto por “agentes secretos” –los llamados “plumas”– abocados a las tareas específicas de la “especialidad de informaciones” y cuyos cargos no son “incompatibles con otro empleo de la administración pública, provincial, municipal y privados”, es decir, pueden ser contratados o admitidos como funcionarios o empleados en cualquier organismo público y privado, a los que, por cierto, la superioridad ordena infiltrar y espiar. Este dispositivo, no sujeto a ningún tipo de contralor administrativo, judicial y parlamentario más allá que el ejercido por la propia cúpula institucional, cuenta con casi 1.000 espías que conforman una dotación integrada por dos categorías –“Superior” y “Subalterno”–, cada una de las cuales tiene sus propias jerarquías (1). Por su parte, hasta la reforma legislativa de 1991 impulsada por el diputado socialista Simón Láza-
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de identificación, en circunstancias que lo justifiquen, y por un lapso no mayor de 24 horas, a toda persona de la cual sea necesario conocer sus antecedentes”. Ese año, a través de la Ley 23.950, se modificó esa facultad y se estableció que la PFA no podría detener a las personas sin que mediara una orden judicial, excepto cuando “existiesen circunstancias debidamente fundadas que hagan presumir que alguien hubiese cometido o pudiese cometer algún hecho delictivo o contravencional y no acreditase fehacientemente su identidad”, en cuyo caso la persona detenida podría ser conducida a la dependencia policial con conocimiento del juez competente y por el lapso de un “tiempo mínimo necesario para establecer su identidad, el que en ningún caso podrá exceder de diez horas”. Ésta fue la única reforma seria introducida en democracia a la referida organización policial. Salvo los “edictos policiales”, todas estas normas, disposiciones y facultades están vigentes y sirven como andamiaje instituciona l para convertir y legitimar a la PFA como un instr umento oficialista de vigilancia y control político y social. Independencia operacional
¿Por qué, desde la instauración democrática de 1983, la PFA no ha sido objeto de ningún tipo de reforma o modernización institucional que erradique sus enclaves autoritarios y la ponga a tono con los parámetros de la seguridad pública democrática? Por dos razones diferentes que, desde entonces, han primado entre las sucesivas gestiones gubernamentales. Por un lado, porque, como mecanismo de vigilancia y control político y social, la PFA
constituye una herramienta útil para gobernar. Y, por otro lado, porque los “costos” políticos de emprender un proceso de reforma institucional son percibidos por los actores políticos como altos, o más altos que los del mantenimiento del statu quo. Durante 2009, la PFA gastó 51.600.000 pesos en labores de inteligencia. En alguna medida , esas labores estuvieron destinadas a producir conocimientos sobre el delito. Pero también permitieron la provisión de información sensible para el gobierno y otro tanto pa ra el comisariato que la conduce. Pues si no, ¿qué razón habría para ma ntener vigente y activo aquel servicio paraestatal de informaciones creado en los años 60? No obstante, la utilidad institucional de la PFA no deriva principalmente de ello, sino del “control de las calles” de la ciudad más relevante de la política argentina, y sin que el Estado tenga que financiarla integralmente del erario público. La PFA tiene condiciones técnicas y profesionales para desarrollar de manera adecuada las labores de seguridad preventiva o de investigaciones complejas que emprende. Se trata de una organización eficaz, si así lo dispone su conducción. Ello se ha podido apreciar en estos años de gobiernos kirchnerista s, desde el año 2003, en los que la PFA ha cumplido estrictamente las directivas gubernamentales a favor de no policializar ni responder punitivamente a la protesta social. Y cua ndo debió intervenir ante situaciones de violencia derivadas de esas protestas, lo hizo, en general, con racionalidad, gradualismo y proporcionalidad. Su accionar se inscribió claramente en la estrategia oficial de tolerancia y disuasión ante las grandes mani-
festaciones de los sectores populares. A diferencia de otras policías provinciales, también ha sido eficiente en la contención general de las demandas ciudadanas a favor de mayor protección frente al fenómeno de la inseguridad. Asimismo, durante estos años, los abusos en el uso de la fuerza, las extorsiones, las coacciones, las torturas, las prácticas del “gatillo fácil” y las ejecuciones extrajudiciales cometidas por personal de la PFA han sido reiterados y sistemáticos. Sin embargo, ninLos “costos” guno de estos hechos, muchos públicos y node un proceso torios y otros exitosade reforma mente encubiertos, ha puesto en tela de juicio institucional la utilidad política de la misma. son percibidos La PFA cuenta con un amplio grado de autocomo más nomía institucional y de independencia opealtos que el racional “por abajo”. Es statu quo. su propia cúpula la que ejerce el gobierno sobre la institución en todo lo atinente a sus parámetros doctrinales, organizativos y funcionales, y lo hace sin n ingún tipo de injerencia o control gubernamental rea l. Y en el marco de esa autonomía, el comisariato articula y gestiona una fabulosa red de financiamiento institucional proveniente de las actividades delictivas reguladas por la propia policía. Esas actividades d
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d son reguladas porque suponen una combinay merecido por la mayoría de los habitantes de la ción compleja de acciones tendientes a permiti rlas urbe capitalina, no se producirá mientras el titular y protegerlas y, al mismo tiempo, a desarticularlas de ese gobierno –Mauricio Macri– sea un dirigente o reprimirlas, cua ndo ello es necesario. En la Ciu- con ínfulas de candidato a Presidente de la Nación. dad de Buenos Aires, los diversificados y rentables Allí, la PFA vuelve a despuntar como un instrumercados minoristas de drogas ilegales, de auto- mento de coacción sobre el incompetente gobierno partes desguazadas de automóviles robados y de porteño, el que no dejó de cometer eficientemente servicios sexuales garantizados a través de la trata todos los errores posibles en el proceso de formade personas, tienen protección policial, como tam- ción de la escuálida Policía Metropolitana, justibién la tienen las actividades ilícita s llevadas a ca- ficando así la impronta especulativa del gobierno bo por las principales “barra s bravas” de los clubes nacional al respecto. Quizás la soterrada amenaza de fútbol más grandes del ámbito porteño. Estas de la PFA de “manejar la calle” para tirar por la borúltimas son las fuentes más rentables de recauda- da y hacer f racasar este emprendimiento institución ilegal regenteadas por la PFA. El armado de cional, siempre a tono con los intereses del gobiercausas judiciales fraguadas contra personas ino- no nacional, dé cuenta del espanto inocultable con centes, la prostitución de barrio, la permisión de que los funcionarios de Macri explicaron y justifiactividades económicas y comerciales “flojitas de caron, casi pidiendo permiso y disculpas, la puespapeles” y de ciertas diversiones nocturnas, entre ta en funcionamiento de esta pequeñísima policía. otras bicocas menores, sólo alimentan el circuito pequeño de la recaudación ilegal de fondos. Sólo cuentan los costos políticos Ahora bien, gran parte de todos estos recursos Un solo ejemplo basta. El brutal asesinato de son distribuidos con d iferentes criterios entre el Rubén Carballo, el adolescente de 17 años que mucomisariato, pero otro tanto es usado para afron- rió por golpes recibidos en la cabeza en el marco tar los gastos de funcionamiento y de capital de la de la espantosa e injustificada represión desatada propia institución y a mejorar los ing resos de nu- el 14 de noviembre de 2009 en los alrededores del merosos jefes y oficiales. Durante 2009, la PFA estadio de Vélez Sarsfield contra los asistentes a l destinó el 84,19% de su presupuesto de gastos a las recital del grupo de rock Viejas Locas, no constiremuneraciones del personal –40.626 integran- tuye una razón política de peso para poner en tela tes, entre oficiales, suboficiales, administrativos, de juicio el pacto de reciprocidad atado entre el goprofesionales, técnicos, contratados y personal de bierno nacional y la PFA. inteligencia–, tan sólo el 11,99% a ot ros gastos de Durante esa jornada, la s huestes de la PFA lleconsumo y el 2,53% a inversión. ¿Cómo hace para varon a cabo un a ccionar represivo propio de las financiar su funcionam iento una institución pú- épocas dictatoriales. La masividad y diversidad blica que cuenta con más de 40 mil integrantes, de unidades policiales intervinientes, la coordiunas 750 dependencias con equipamiento y apo- nación de su actuación represiva y la evidente inyo administrativo y logístico y que destina casi el tención de reprimir sin atenuantes, indican cla85% de su presupuesto al pago de remuneracio- ramente que se trató de un operativo concebido, nes? Sólo de una manera: con “fondos extra-pre- planificado e impulsado por los mandos operaciosupuestarios”. Y, con ello, se exime a los gober- nales superiores. Más allá del impúdico silencio y nantes de tener que idear la forma de financia r “en la quietud oficial al respecto, todo indica que esos blanco” un organismo caro y, más caro aun, si se lo hechos no fueron casuales ni fueron el resultado prefiere con un alto grado de modernización in- de una concatenación de excesos, sino, más bien, fraestructural y operativa y con un elevado nivel de algún desajuste o puja interna. de profesionalización de sus efectivos. Las internas policiales siempre se dirimen en la Desde los años 80, esta práctica es viable por- calle, y se dirimen “haciendo”, como en este caso, o que se asienta en un pacto de reciprocidad suscrito “dejando hacer”, como cuando “liberan zona” para entre los distintos gobiernos y la PFA, que se sella que los delitos sufran una sustantiva in flación. Tocon dos compromisos. Del lado gubernamental, se do ello constituye una forma de presión y, en cierle garantiza a la institución policial una suerte de tos casos, una modalidad de extorsión que pueprescindencia institucional basada en la no inje- de tener diferentes destinatarios –la cúpula de la rencia oficial en todo lo relativo a la organización y institución, otros sectores policiales en confronel funcionamiento policial, la protección de ciertos tación, un mini stro, un gobierno, un grupo u or jefes y cuadros policiales funcionales al pacto me- ganización social– y diferentes objetivos –tumbar diante el aseguramiento de sus ascensos o la pro- jefes o funcionarios, renegociar repartos o puesmoción para la ocupación de cargos o destinos im- tos, abrir ascensos congelados, amenazar o coacportantes dentro de la instit ución así como la indi- cionar a dirigentes políticos o sociales–. Lo cierto ferencia, la “vista gorda” o el encubrimiento oficial es que cuando lo que prima es el pacto recíproco frente a los hechos de corrupción, la s modalidades entre gobierno y policía y, a parti r de ese acuerdo, de regulación policial de las actividades delicti- ésta cuenta con una amplia autonomía instituciovas de alta rentabilidad económica y los abusos e nal, el gobierno de turno se convierte en un mero ilegalidades en el uso de fuerza. Del lado policial, espectador o, peor aun, en una víctima pasiva de se les asegura a las autoridades gubernamentales algún desborde crítico. un grado socia lmente aceptable de eficiencia en el En la Argentina de las últimas décadas, numerocontrol formal o informal del delito, permitiendo sos gobernantes que jugaron a “todo o nada” deleuna magnitud y envergadura criminal que no ge- gando a sus policías el gobierno de la seguridad púnere reclamos o protestas ciudadanas o que no dé blica, terminaron pagando “costos” enormes que lugar a situaciones de crisis política. esmerilaron su legitimidad y, en algún caso, su caPor lo tanto, de no mediar una situación de rrera presidencial. A fines de los noventa, esto le pacrisis instit ucional derivada de la debacle de es- só a Eduardo Duhalde con la “mejor maldita policía te pacto, ¿por qué el gobierno nacional habría de del mundo”. Algo similar sucede con el gobernador emprender un proceso de reforma de la PFA ten- de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, y su diente a ponerla a tono con los designios de la se- confundido ministro de Seguridad Carlos Stornelli guridad pública democrática? Desde la perspecti- [en 2010], aunque con una policía más fragmentada va de nuestra clase política y de la actual gestión y menos poderosa que la de otrora. No le fue mejor de Cristina Fernández de Kirchner, y de acuerdo a Mauricio Macri con la “Armada Brancaleone” del con su comportamiento histórico, no hay ninguna comisario Jorge “Fino” Palacios (2). razón fundada para ello. Por cierto, reformar la policía supone reformar Y, menos aun, si se trata de reestructurar las ba- la política o, más bien, reestructurar las modalidases institucionales de la PFA para producir el pro- des tradicionales de vinculación establecidas enclamado traspaso de algu nos de sus servicios y es- tre la dirigencia política y, más específicamente, tructuras a la Ciudad de Buenos Aires. Este traspa- las autoridades gubernamentales, por un lado, y so, que fue postulado en 2007 por todos los candi- la institución policial, por el otro, asumiendo ex-
democrática implica que los funcionarios g ubernamentales responsables del gobierno de la seguridad pública, junto con las diferentes instancias competentes de la sociedad civil, ejerzan la responsabilidad de elaborar, formular e implementar estrategias inclusivas e integ rales de gestión de los conflictos y, en ese marco, de abordar la problemática criminal, tan acuciante y crecientemente compleja en sociedades como la nuestra. Ello no constituye un proceso sencillo, ya que requiere de una manifiesta voluntad política, una serie de acuerdos institucionales entre gobierno y oposición, un plan de reforma y un equipo de gestión. Pero sí es necesario. Y creer que, si esas condiciones son convergentes, las resistencias o presiones corporativo-policiales pueden resultar exitosas, constituye un acto de ingenuidad. O de perversidad. En las democracias, los gobernantes gestionan los conflictos y los delitos. No los encubren ni los niegan. Tampoco delegan el manejo de estas problemáticas a quienes son parte del problema. Sin embargo, si ello causa pudor o los funcionarios no cuentan con el ánimo para semejante desafío, deberían saber que son gobernantes ma ncos. Y, en nuestro caso, esa deficiencia no se encubre repudiando el golpe de Esta do del 24 de marzo de 1976 sino intentando hacer algo por la herencia institucional que esa dictadura ha prolongado en nuestras policías, con la complicidad política. g 1. El memorable agente del
recontra-espionaje Ciro James (actualmente detenido) y sus secuaces, con los que Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta y varios de sus ministros [en aquel entonces] pretendían conformar una estructura de inteligencia porteña, pertenecen a esta dotación. 2. N. de la R.: En el momento en que el autor escribió la nota el comisario “Fino” Palacios, que fuera el primer jefe de la Policía Metropolitana, se encontraba detenido, al igual que Ciro James, en el marco de una causa por escuchas ilegales. *Profesor e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Es autor de Política, policía y delito. La red bonaerense , Capital Intelectual, Buenos Aires, mayo de 2004, y de El Leviatán azul. Policía y política en la Argentina, Siglo XXI, Buenos Aires, 2008. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur Este artículo fue publicado en el Dipló, Nº 129, marzo de 2010.
Un cambio posible. Delito, inseguridad y reforma policial en la Provincia de Buenos Aires León Carlos Arslanian Edhasa, Buenos Aires, junio de 2008, 236 páginas.
Pocas instituciones han sufrido tantos cuestionamientos y reformas como la Policía Bonaerense. En este libro, Carlos Arslanian describe las transformaciones que encaró durante su gestión como ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires (2004-2007). A través de datos estadísticos, parte de un análisis de las formas que asumió el delito durante los últimos años para culminar con un planteo de aquellas cuestiones que hoy representan un desafío, como la redefinición de la función policial o el reconocimiento de la multicausalidad del delito. Este último punto es central no sólo para entender la importancia de generar políticas de seguridad desde un espacio interdisciplinario, sino también para erradicar a quellos discursos estigmatizantes que impiden ver la naturaleza del crimen en relación a una coyuntura caracterizada por un profundo proceso de exclusión social. Este estudio sirve de disparador para una reflexión más amplia sobre la seguridad pública, una cuestión que suele estigmatizarse con los peores pronósticos, pero sobre la cual Arslanian muestra que un cambio sí es posible...
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La invasión de Malvinas no fue sólo una chapuza militar que acabó en derrota. Hizo retroceder por años a la diplomacia argentina, que hoy necesita plantear una estrategia acorde a los tiempos democráticos.
Bajo el cepo patriota
diferencia a los kelpers de tantos argentinos descendientes de europeos que pueblan la Patagonia continental? Como irónicamente señaló Martín Caparrós, los británicos usurparon las Malvinas “no muy distinto de cómo Rosas y Roca ocuparon la Pampa y la Patagonia” (1). Tanto los isleños como los argentinos somos usurpadores, parece decirnos, en línea con la idea acerca de “sociedades suplantadoras” del historiador australiano David Day (2). Este concepto recuerda que las situaciones políticas son el resultado de procesos históricos: en consecuencia, ni se puede ignorar la identidad de los isleños (“isleños”, y no “argentinos” a partir de una usurpación en el siglo XIX), ni el peso que el reclamo por Malvinas tiene en la cultura política argentina; tanto, que es calificada por algunos como “malvinitis” (3).
por Federico Lorenz*
Un problema americano
Malvinas
Diana Dowek, Justicia, 1996 (Gentileza de la autora)
C
uando el 22 de febrero de 2010 la plataforma británica Ocean Guardian inició la búsqueda de petróleo en el lecho marino que circunda las Islas Malvinas, se abrió una nueva etapa de un proceso que, anclado en una disputa diplomática casi bicentenaria, presenta algunas características novedosas. Las Islas Malvinas son reclamadas por Argentina a Gran Bretaña desde que esa potencia colonial ocupó y pobló las islas por la fuerza en 1833, tras expulsar a las autoridades rioplatenses. Ante las sucesivas resoluciones de Naciones Unidas que instan a ambos países a negociar, la política exterior británica ha consistido en dilatar esa instancia. En ese marco, la guerra consecutiva al desembarco argentino en 1982, decidido y conducido por una dictadura militar, le permitió a la vieja potencia imperial británica reforzar su intransigencia desde una posición de fuerza y de aparente superioridad moral. Para lo primero, y como consecuencia de la guerra, construyó en Malvinas la base de Mount Pleasant, con lo que desde entonces en el archipiélago hay tantos militares como civiles. Para lo segundo, su argumento es que enfrentó a una dictadura en defensa de la libertad de los isleños, aunque para hacerlo no tuvo inconveniente en aliarse con otra, la de Augusto Pinochet. En 2009, el Tratado de Lisboa de la Unión Europea (UE) incluyó a las Malvinas en sus“territoriosultraperiféricos”. El principal argumento británico se basa en soste-
leños. Sin embargo, el rechazo argentino a considerar los “deseos” de los malvinenses ha sido avalado por Naciones Unidas, que descartó hace décadas el argumento británico del derecho a la autodeterminación de los isleños. En las islas se da una situación colonial “especial y particular”: en el siglo XIX la autoridad designada por el gobernador de Buenos Aires (a cargo de las relaciones exteriores de las Provincias Unidas del Río de la Plata) fue expulsado por la fuerza, junto a aquellos pobladores que quisieron acompañarlo. De a poco, fueron reemplazados por súbditos británicos, cuyos descendientes habitan hoy el archipiélago. En consecuencia, los isleños no son una población sometida o colonizada, sino descendientes de la potencia usurpadora. Además (otra de las consecuencias de la guerra), la British Nationality Act de 1983 transformó a los isleños en ciudadanos británicos plenos. Y desde esta perspectiva, una consulta sobre la autodeterminación es como preguntar a los londinenses si quieren seguir siendo británicos. Pese a esto, en marzo de 2013 los isleños realizaron un referéndum, no reconocido por Argentina, en el que el 99,83% de los votantes manifestaron su voluntad de que las islas siguieran siendo administradas por la Corona. Pero los criterios geográficos, históricos y diplomáticos no son suficientes. Desde el plano de la experiencia humana la situación es diferente. En Malvinas no hay “pueblos originarios”, los primeros pobladores llegaron con la expansión europea. Franceses, españoles, británicos, criollos y aborígenes
La actual situación, aunque difícil para Argentina, puede revertirse. En total sintonía con el punto de vista legal británico, los isleños no se sienten argentinos, ni quieren serlo. Salvo una minoría recalcitrante, los malvinenses no son “antiargentinos”: son isleños que en muchos casos crecieron con el temor de una “invasión” argentina, confirmado en 1982, y de la peor manera: fueron invadidos por militares que representaban a una dictadura execrada en todo el mundo civilizado. Vivieron la presencia militar argentina entre abril y junio de 1982 como una ocupación, y así se refieren a ella. No obstante, muchos mantienen crecientes vínculos con los argentinos, sobre todo con ex combatientes que regresan, en grupos o solos, a visitar el antiguo campo de batalla. La Argentina que hoy protesta y enfrenta el último de una serie de gestos unilaterales británicos no es la dictadura ilegítima de 1982. Esa debe ser la base para cualquier reflexión acerca del futuro de los reclamos por Malvinas. De hecho, los gobiernos argentinos han establecido claramente el terreno para la recuperación del archipiélago (que, bueno es recordarlo, forma parte del territorio de la provincia de Tierra del Fuego): el derecho internacional. La primera disposición transitoria establecida en la Constitució n Nacional tras la reforma de 19 94 establece que “La Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser parte integrante del territorio nacional. La recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía, respetando el modo de vida de sus habitantes, y conforme a los principios del derecho internacional, constituyen un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino”. El unánime apoyo continental regional a la posición argentina expresado en la Cumbre de la Unidad celebrada en Cancún a fin es de febrero de 2010, fue el comienzo de una etapa de profundización del apoyo de distintas instancias multilaterales a la po sición argentina. En esa ocasión el entonces presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva se pronunció en forma categórica, y hasta cuestionó la conformación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas: “no es posible que siga [...] representado por intereses geopolíticos de la Segunda Guerra Mundial y no se tengan en cuenta los cambios que ocurrieron en el mundo” (4). La presidenta argentina, por su parte, criticó a un organismo en el que “quienes tienen un sillón permanente […] pueden violar una y mil veces las resoluciones de las Naciones Unidas, mientras el resto de los países se ven obligados a cumplir las normas bajo pena de ser declarados enemigos o calificaciones aun más duras” (5). En Cancún quedó en evidencia que la disputa por Malvinas es también un campo para la construcción de una posición regional más sólida y para el cuestionamiento a los poderes de facto en las disputas internacionales. En un mundo militarmente unipolar, en el que cada vez es más descarnado el avance sobre zonas ricas en recursos globalmente escasos, Argentina debe posicionarse en el marco regional para sostener y fortalecer sus reclamos, que además dejan de ser un pro -
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América Latina y el Caribe, región rica en recursos. Al referirse a la exploración petrolera anunciada por Gran Bretaña, Federico Bernal señala que “el inicio de esta última fase exploratoria tiene para la Argentina (y UNASUR) no sólo implicancias geopolíticas (base militar de una potencia extranjera en territorio nacional) y políticas (el único enclave colonial del siglo XXI en actividad), sino fundamentalmente económicas (las reservas probables en las islas equivalen a unos 502.425 millones de dólares) y energéticas (de certificarse esas reservas, el horizonte de vida de las reservas probadas en Argentina pasaría de 6-7 años a unos 27)” (6). Entonces, los esfuerzos argentinos deben tender a consolidar a Malvinas como un problema americano, en el marco de una región, liderada por Brasil, que busca negociar en conjunto con las potencias más poderosas. No debe olvidarse que Brasil tiene el objetivo de ingresar como miembro permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (7). Se trata de cambios profundos, si se piensa, por ejemplo, que Chile respaldó a Argentina, revisando su apoyo a Gran Bretaña durante la guerra. Diferentes análisis coinciden en valorar positivamente la firmeza de la posición argentina, llaman la atención sobre el fuerte respaldo regional y reclaman “imaginación” a ambas partes, en particular al gobierno argentino, para que defina una política exterior coherente. Alertan también sobre la necesidad de exhibir una mínima operatividad militar en la zona de conflicto. Algunos marcan también dos tiempos en la política a seguir. Para Guillermo Makin, el gobierno argentino debe “hacerles incómodo el statu quo a los isleños y a los británicos, hay que dificultarles la exploración petrolera” (8), y obligar a la Corona a negociar. En esta dirección, a mediados de febrero de 2010, Cristina Fernández decretó que todo buque que atraviese o navegue aguas jurisdiccionales argentinas hacia Malvinas debe solicitar la autorización correspondiente. En consonancia, un buque que llevaba caño s de acero sin costura a las islas fue impedido de zarpar desde el puerto de Campana. Ahora bien, ¿qué sucederá si Gran Bretaña efectivamente encuentra petróleo y tiene que expandir la extracción, con una lógica tan antieconómica como verse obligada a traer las plataformas desde el Mar del Norte? Si así fuese, para que la presión argentina sea eficaz, necesitará del respaldo regional (sobre todo de Chile, Uruguay y Brasil), para que las acciones no se reduzcan a una mera declaración principista, y se establezca un efectivo aislamiento logístico. La articulación de una medida de fuerza semejante pondría en evidencia la lógica más elemental: que las islas y el continente deben co ordinar sus actividades. Esto sucedía antes de 1982: el gas, el combustible y los alimentos frescos consumidos en Malvinas provenían del territorio continental argentino. He aquí otra consecuencia negativa de la guerra de 1982: las Malvinas nunca estuvieron más “lejos” de Argentina que a partir de la derrota. Pero conviene destacar que por su parte los británicos desarrollan medidas tendientes a limitar el aislamiento de Malvinas: el fortalecimiento de las rutas aéreas y pistas intermedias (Ascensión y Santa Elena serán fundamentales) es una de ellas. Los desafíos
El principal desafío que plantea Malvinas consiste en pensar el conflicto en el contexto más amplio de la reconstrucción democrática. Sólo en esa clave se podrá diseñar una política exterior de largo plazo firme y coherente para cumplir con el mandato constitucional de recuperación. No será posible salir de una política errática si en la sociedad argentina no se da una discusión más profunda acerca de qué significa Malvinas. La guerra fue un hecho irresponsable producido por una dictadura militar represora de su propio pueblo. El Informe Rattenbach (9), elaborado por una comisión investigadora conformada por orden de la Junta Militar, es tajante: las autoridades militares y sus asesores civiles no previeron una respuesta mili tar británica, no tuvieron en cuenta la desproporción
mandos argentinos demostraron falta de planificación e inoperancia. No hay más que rememorar las terribles condiciones enfrentadas por sus tropas en uno de los climas más inhóspitos del planeta. Desde junio de 1982, la justicia de la posición argentina, el sacrificio de los muertos y sobrevivientes y la amplia adhesión popular a la recuperación, anularon por completo un análisis abarcador y profundo sobre ese disparatado error. El hecho de que ocho de cada diez combatientes y movilizados a Malvinas fueron soldados conscriptos, la emoción que suscita su sacrificio, contribuyó a obstruir el necesario debate. Por otra parte, desde los sectores de izquierda, progresistas y democráticos no ha habido serios intentos por disputar el campo simbólico de Malvinas, lo que deja el campo libre a los sectores más reaccionarios. Así, todo crítico es antipatriótico, traidor y pagado por los británicos, como puede descubrir cualquier navegante de internet que visite páginas “malvineras”. Por eso es fundamental que el gobierno democrático se pronuncie claramente sobre el tema Malvinas también desde el punto de vista de la política interna. Así como pidió perdón en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA) en nombre del Estado, también debe “calificar” a la guerra de 1982 y a sus actores. Porque al recordar la invasión apelando a una simbología patriótica que no ha sido revisada y toca cuerdas sensibles en amplios sectores de la población, fortalece a los sectores antidemocráticos y autoritarios. En “el tema Malvinas” se mezcla todo: el ex canciller argentino Jorge Taiana seguramente habrá pensado muchas veces en Dardo Cabo, su compañero de prisión durante la dictadura hasta que fue asesinado en un simulacro de fuga. Cabo era un héroe de la Resistencia Peronista, porque en 1966 secuestró un avión y lo hizo aterrizar en Malvinas. Allí izó una bandera argentina para deslegitimar a la dictadura militar de Juan Carlos Onganía. Otra dictadura lo asesinó: la misma que ordenó el desembarco de 1982. Es evidente que desde el final de la guerra, lo que ha estado en juego en relación con Malvinas ha sido la revisión del pasado y, sobre todo, qué instituciones puede y quiere construir una sociedad democrática. Tal vez por eso el Informe Rattenbach demoró treinta años en ser publicado oficialmente: la criminal irresponsabilidad de los conductores de la guerra quedaría condenada por las mismas instituciones castrenses y no por la sociedad civil, anulando toda posibilidad de teoría conspirativa. Por debilidad en los 80, por pragmatismo en los 90, los sucesivos gobiernos democráticos no han avanzado, a diferencia de otros temas de la historia reciente, sobre Malvinas. Han tenido a mano, para alivio de gobernantesygobernados,el discursoautocomplaciente que honra a todos los que combaten por la patria, hayan sido militares violadores de derechos humanos o inocentes soldados conscriptos. Revisar la historia
La causa de Malvinas, que funciona casi como un sinónimo de la guerra, está íntimamente unida a la calidad de nuestra democracia. En “Malvinas” anida el dilema argentino: dos décadas y media en las que no se terminó de emerger de las secuelas de la represión estatal, entre otras cosas porque los gobiernos democráticos, especialmente durante la década de los 90, profundizaron la reestructuración social y económica implantada entonces. Así como se revisa la legalidad y moralidad de los centros clandestinos de tortura y desaparición instalados en nombre de la patria, debería revisarse la invasión del archipiélago, la derrota militar y las consecuencias de ese desvarío (no sólo militar, sino del conjunto de la sociedad y de su dirigencia), para la legítima reivindicación nacional sobre las islas. Desde el Estado aún no ha sido dicho con la suficiente firmeza que un ejército que reprimió a su propia gente en nombre de la patria como excusa –pero en realidad como instrumento del poder económico nacional e internacional concentrado– no podía librar y mucho menos encabezar una lucha “antiimperialista y de liberación”. El freno a esta firmeza,
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vinas. Causa nacional, regada en sangre hace muy poco, viva en los sobrevivientes y los deudos. Desde la memoria y desde la sangre, se bloquean las posibilidades de discusión no sólo sobre el pasado, sino, y sobre todo, acerca del futuro. De allí que el aspecto más difícil del futuro de Malvinas es otro. Existe una relación profunda entre las formas institucionales y el desarrollo de las li bertades en las sociedades, y entre este desarrollo y las representaciones de la patria. La única manera de honrar a tantos que lo merecen –oficiales, suboficiales y soldados– es denunciar y eventualmente castigar a quienes vienen consiguiendo evitar el juicio de la historia. Pero también, extender las conquistas so ciales y democráticas en el plano de los derechos y nuevas reflexiones sobre nosotros como comunidad. Por eso la disputa por la soberanía en Malvinas arroja otros desafíos, relativos a la calidad de la democracia que hemos consolidado desde 1983. Hay una relación íntima entre la democracia y el reclamo por las Islas Malvinas. Para poder fi jar una política exterior sobre el archipiélago, éste debe volver a pensarse en el contexto de la política nacional tal cual ésta se presenta hoy, y no continuar como patrimonio simbólico de quienes quieren permanecer impunes del enfrentamiento civil de los años 70, dirimido a sangre y fuego por la dictadura militar. Patrimonio, también, de quienes imaginan a la nación como eterna en sus límites y sus formas, así como en los valores de sus habitantes. La retórica nacionalista que llevó a Argentina a la guerra y alejó a las Malvinas más que nunca del país es, sin embargo, tentadoramente eficaz, y no admite dobleces, lo que dificulta la reflexión creativa para imaginar salidas eficaces a la disputa. Asumir este desafío debería llevarnos a una serie de revisiones en posiciones históricas y objetivos estratégicos. Emergen claramente dos áreas prioritarias en esa modificación: revisar formas en la colaboración económica en áreas estratégicas, como la pesca y la minería, y a la vez reescribir la historia de las Islas Malvinas y Argentina dentro del pa radigma de los derechos humanos y en el marco de nuevas investigaciones históricas de escala regional. Así como esto colocaría a Gran Bretaña en el lugar que se merece en la Historia, que es el de una potencia imperialista usurpadora, es cierto que también daría a los isleños un lugar en la discusió n, y a la vez obligaría a los argentinos a revisar algunas de sus posturas en relación con estos últimos. La capacidad para asumir esos desafíos tiene mucho más que ver con la consolidación de una sociedad democrática que con la recuperación del archipiélago. g
La Argentina que hoy protesta y enfrenta el último de una serie de gestos unilaterales británicos no es la dictadura ilegítima de 1982.
1. Martín Caparrós, “La Argentina es malvina”,
Crítica, Buenos Aires, 26-2-10. 2. David Day, Conquista. Una nueva historia del mundo moderno,Crítica,Barcelona,2006. 3. Esteban Cichello Hubner, “La diplomacia lateral”, Newsweek Argentina, Buenos Aires, 10-3-10. 4. Página/12, Buenos Aires, 23-2-10. 5. “Apoyo del Continente por Malvinas”, Página/12, 23-2-10. 6. “Tras un manto de sospechas y especulaciones”, Página/12, 18-2-10. 7. Martín Granovsky, “La ONU y Malvinas, un test con Brasil”, Página/12,27-2-10. 8. “Hay que dificultarles la exploración petrolera”, en sección “Enfoques”, La Nación, Buenos Aires, 28-2-10. 9. Informe Rattenbach, Ediciones Fin de Siglo, Buenos Aires, 2000. *Historiador. Es autor de Unas islas demasiado famosas. Malvinas, historia y política (Capital Intelectual, Buenos Aires, 2013), Malvinas. Una guerra argentina (Sudamericana, Buenos Aires, 2009) y Las guerras por Malvinas (Edhasa, Buenos Aires, 2006). © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur Este artículo, publicado en el Dipló, Nº 130, abril de 2010,
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La Guerra de Malvinas no sólo constituyó la agonía del último régimen militar argentino, también representó en la música el encendido de la pantalla hacia un mundo nuevo, en el que el rock pasó a formar parte del sistema, perdiendo así su inocencia frente al poder. De la contracultura a las entrañas del sistema
Rock, un monstruo de mil cabezas por Mariano del Mazo*
Tapa intervenida del disco de Charly García Clics modernos
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l rock fue la bisagra. Pasó de agitar la contracultura a incorporarse, manso y tranquilo, a la cultura oficial. El camino, que fue del ghetto a los salones de la Casa Rosada, tuvo en 1983 su año clave, aunque el inicio de esta etapa irreversible comenzaría el 2 de abril de 1982. Dos miradas evalúan este proceso: la primera, fundamentalista, más punk si se quiere, supone que la democracia le robó al rock argentino su alma para transformarlo en la banda de sonido del sistema; la segunda, lo percibe como una expresión nacional y popular, parte de un amplio folklore –que incluye al tango–, que natural y necesariamente se convertiría en aliado de la incipiente democracia: el rock como tema de Estado. Tal vez estas perspectivas, en principio excluyentes, sean concordantes. Pero lo cierto es que en esta tensa relación, el rock argentino ganó, perdió, lavó culpas y se convirtió en un impresionante artefacto cultural y económico. La música de
Los cambios fueron profundos y, como suele ocurrir, no tienen una única causa. Así como el tango inició su decadencia con la llamada Revolución Libertadora, en 1955, en coincidencia con una serie de transformaciones que se daban a nivel planetario (el advenimiento del rock and roll, la invención de la “juventud” como mercado, etc.), nuestro rock aceleró su gran mutación con la Guerra de Malvinas. Pero el cambio de piel ya estaba ocurriendo. En términos estrictamente musicales, las tendencias que conmocionaban las principales ciudades del Hemisferio Norte bajaban aquí con un promedio de cinco años de retraso. Más allá de que se trata de una era comunicacional distinta, el país de la dictadura era un país alambrado, encerrado en sí mismo: sólo sorteaban la claustrofobia quienes podían viajar o comprar revistas importadas. El delay fue claro: cuando a mediados de los 70 estalló el punk para barrer con las suntuosidades del rock sinfónico, aquí justamente se impuso ese rock cargado que remitía al sinfonismo o a lo que se llamó rock progre-
irrumpió cuando ya ese movimiento –que en Londres combinó el desencanto de la juventud suburbana de la era Thatcher y el mero fashion citadino– se había disuelto en la new wave. El rock en democracia, entonces, también significó una arrebatada puesta al día de ritmos y géneros que resonaban como onomatopeyas: ska, funk, rockabilly, punk, new wave, reggae. El fin de la inocencia El trasvasamiento fue básicamente etario, peroaderezadocon condimentosclasistas. La modernidad fue llevada adelante en su mayoría por chicos de clase media alta que podían acceder a la información. También revitalizaron la escena con viejas novedades los músicos pioneros que habían sido empujados por el mal clima político y económico a peregrinar por el mundo. El regreso fue con ropas flamantes, que camuflaban añejos bronces de los años de Onganía y Lanusse: Pappo, que anduvo por Inglaterra y Estados Unidos, volvió reconvertido en el heavy lookeado de Riff, de pelo corto, cam-
cubrió el reggae en los barrios jamaiquinos de Londres y se lo inoculó a Miguel Abuelo, que andaba por Francia y España; Miguel Cantilo se reformuló vagamente en la new wave en España con Punch…. La escena era vigorosa y se podría sintetizar en la confluencia de un rock progresivo y/o hippoide-folk en retirada y una avalancha moderna que asomaba desde los sótanos under o desde el aeropuerto de Ezeiza. El trazo grueso podría indicar que se trataba, también, de una sorda batalla entre los “comprometidos” y los “frívolos”, entre los pelilargos y los raros peinados nuevos. Sin embargo, el viejo rock –con algunas excepciones– recién tuvo una actitud claramente política hacia el fin de la dictadura. El plan de aniquilamiento del último régimen militar no los contemplaba. Simplemente los excluía, porque no los entendían. Pero la persecución existió aunque el enemigo estaba en otro lado, en la militancia y en las organizaciones armadas. Malvinas fue barajar y dar de nuevo. Mientras que políticamente la guerra significó el comienzo de la agonía del régimen, en el rock representó el encendido de la pantalla de un mundo nuevo, como cantaba Riff. La prohibición de pasar música en inglés precipitó el recambio. La sociedad descubrió un movimiento poderoso, denso y extraordinario en sus matices y en su peso específico. El rock se blanqueó. Con tantas buenas intenciones como candidez, participó del Festival de la Solidaridad en mayo de 1982 –cenit del fragor patriotero– en apoyo a los soldados que combatían en el Sur y, luego de la derrota y ya con la certeza de que nada de lo recaudado había llegado a las islas, perdió para siempre la inocencia. La siniestra manipulación lo ubicó en un callejón con salida: el fondo del túnel ofrecía la posibilidad de la democracia y el aprovechamiento comercial de la súbita popularidad adquirida en pocos meses. El rock ya nunca dejaría de ser manipulado por el poder. Letras, música y política Hace exactamente treinta años empezaron a operar los engranajes de una maquinaria abrumadora. El río estaba revuelto y todo entraba en una misma batea: Marilina Ross y Los Violadores, Víctor Heredia y Sumo, Rodolfo Mederos y Piero. Desde pubs o tugurios under hasta festivales masivos, la diversidad era producto de una olla a presión destapada. Tres agencias se disputaban el mercado, y los artistas con los que traba jaban funcionan como una muestra de esa heterogeneidad: Daniel Grinbank mane jaba a Charly García, Nito Mestre, Celeste Carballo, Mercedes Sosa, Oveja Negra, Los Abuelos de la Nada, Suéter, Pedro Aznar, Los Twist, Moro-Satragni, Dulces 16 y Virus; Oscar López a Miguel Cantilo, Alejandro Lerner, Claudia Puyó, Rubén Rada, Dúo Fantasía, Zas, Carlos Cutaia y Pedro y Pablo; Alberto Ohanian a Luis Alberto Spinetta, León Gieco, Raúl Porchetto, David Lebón y María José Cantilo. De un modo directo, críptico, absurdo o humorístico, la mayoría de las letras hacían referencia al movilizante momento político. La llegada de Raúl Alfonsín a la presidencia tuvo un efecto catártico en los veteranos que venían batallando desde años represivos y también en los chicos que habían terminado la secundaria en dictadura. Desde la melancolía o la irreverencia, la banda de sonido de aquellos primeros años que luego se definió con pereza como “primavera alfonsinista” incluía, por caso, la gris historia de un hombre que salía de la cárcel y lo recibía “el frío y un nuevo gobierno” (“De regreso, Mirtha”, hit de Juan Carlos Baglietto), “Pensé que se trataba de cieguitos” de Los Twist (que en su inteligente cinismo compite con el “No bombardeen
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madre” de Raúl Porchetto (que luego logró unir los tópicos Malvinas y democracia con “Che pibe, vení votá”, en la frase “para guerras o elecciones / pibe no nos abandones”), “Represión” de Los Violadores y más. Hasta Luis Alberto Spinetta abría las puertas de la realidad más lacerante en el álbum Bajo Belgrano (1983) con “Resumen porteño”, un retrato de personajes prototípicos de Buenos Aires entre los que destaca Cacho, a quien Spinetta utiliza para referirse al tema de los desaparecidos arrojados al Río de la Plata. “Este tipo va a pescar –contaba Luis Alberto–, y de pronto, así como saca un pez, también saca un cadáver NN dentro de una bolsa de nylon.” En el mismo disco figura “Maribel se durmió”, dedicado a las Madres de Plaza de Mayo. Pero el gran catalizador de la época fue Charly García con su disco Clics Modernos. Grabado en Nueva York, fue editado en 1983 y desde lo musical se puso al frente de su propia camada y de las nuevas a través de una modernidad inapelable. Desde lo letrístico apuntó al núcleo duro del pasado reciente con “Los Dinosaurios” y “Nos siguen pegando abajo”. “Dos Cero Uno (Transas)” se pone en sintonía con Alfonsín –acusado por la izquierda en campaña de “haberse vendido a Coca Cola” – e ironiza con haberse vendido él mismo a Fiorucci; se ubica en la piel de los exiliados y pregunta: “¿Por qué tenemos que ir tan lejos para estar acá?”. Los consagrados eran permeables a la época y los nuevos irrumpían como quien ingresa al saloon pegando una patada. Mezclados entre los imberbes Soda Stereo y la iracundia de Sumo –dos estéticas y modales contrapuestos que marcarían las décadas siguientes– y entre una escena que contemplaba bandas con cierta impor-
tancia pero efímeras (Alphonso S’Entrega, Casanovas, Suéter) y otras duraderas que tuvieron la astucia de reformularse periódicamente (como Los Fabulosos Cadillacs), Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota emerge en esta historia abriendo un camino singular y, también, como un poderoso síntoma de la relación entre una banda de rock y su contexto social y político, con dos muy diferentes democracias como extremos. El arco se dibuja entre otra primavera, la camporista, y las ruinas del gobierno de la Alianza en 2001. El espíritu perdido Un dato poco conocido que marca un punto de partida de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, cuando aún la banda no existía como tal, es que el padre de Skay (uno de sus líderes), el multimillonario Aarón Beilinson, fue secuestrado por la Fracción Roja del ERP en junio de 1973. Luego de un mes de cautiverio y de un pago suculento, fue liberado. Tres años después, en plena dictadura, Patricio Rey daba sus primeros pasos y a diferencia de los rockeros contemporáneos de la Capital, debieron actuar en semiclandestinidad. El caótico combo que era entonces la banda estaba integrado por gente de la JP, por devotos de Silo, por lúmpenes, ácratas y hippies. El demorado debut discográfico fue en 1985 y hasta el final, en 2001, su obra fue un reflejo de los estados de ánimo de la oscilante democracia. Su eficaz ideología de autogestión y una actitud decididamente cuestionadora de los estándares del negocio del rock, medios periodísticos incluidos, otorgó una arista extra al mito en formación. Jugaban seriamente a la contracultura, abonaban solapadamente una épica. Mientras el rock
argentino se convirtió durante el alfonsinismo en un producto de exportación, con estrategias diseñadas con precisión en escritorios empresariales que proyectaron a América Latina a bandas como Los enanitos verdes, Zas, G.I.T. y Soda Stereo, los Redonditos optaron por un paciente y artesanal cabotaje. La propuesta fraguaba el rito, la mística, la fiesta y letras herméticas pero abrasivas que apuntaban tanto a conceptos de rebeldía y liberación como a veladas referencias a la cocaína, la droga de la época. Cuando en plena hiper inflación (1989), el rock prácticamente en bloque decidió apoyar la campaña presidencial del radical Eduardo Angeloz en su compulsa con Carlos Menem (hubo una gira proselitista en la que participaron, entre otros, Spinetta, los Ratones Paranoicos, Virus, La Torre, Los Pericos, Man Ray y Baglietto), Los Redondos mantuvieron una inteligente endogamia que estalló durante los dos mandatos de Menem. Ahí hubo una reconversión del público: ya no iban a los conciertos los de clase media como ellos. La feroz política privatizadora, y el consiguiente aumento de los índices de desocupación, abonaron una nueva tipología de espectador. Los conciertos eran representaciones de los bolsones de pobreza: el Indio Solari los definió como “los desangelados”. Los recitales seguían siendo ceremonias, pero ahora tatuadas por un a fán liberador extremo, futbolizado, que muchas veces llegaba a la violencia. Uno de los versos del Solari de los 80 actuó como profecía autocumplida: “Esos chicos son como bombas pequeñitas”. El final fue con la Alianza en el poder, con el macabro y opresivo Momo Sampler, con gélidos sonidos electrónicos que enmarcaban versos como “¡no da más
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la murga de los renegados!”. Y no dio más. Por supuesto que la parábola de los Redonditos no es la única en estas tres décadas democráticas. Se puede pensar que las brillantes canciones del Charly de los 80 se oscurecieron en tiempos de Menem en su inescrutable período de Say No More con capas y capas sonoras, climáticas, tenebrosas; o que fue durante el menemismo cuando se perdieron los mercados latinoamericanos y cuando surgió una categoría política de la escena, el rock barrial. Como fuere, el movimiento surgido con aires de vanguardia en Barrio Norte (Plaza Francia, La Cueva) en la segunda mitad de los 60 y cristalizado como contracultura en los 70, ingresó a la democracia entregándose al sistema. La democracia tomó el rock como una causa propia: desde los recitales oficiales organizados en Barrancas de Belgrano a partir de 1984 –en sintonía con la idea de recuperar los espacios públicos que la dictadura había restringido– hasta Iván Noble cantándole “Avanti morocha” a la Presidenta, el rock se desplegó como un monstruo de mil cabezas en el que todo cabe: desde marcas de celulares y cervezas organizando inocuos festivales de Grandes Valoreshastamovidas indiesviralizadaspor internet. Con el sistema naturalizado como la mejor forma de gobierno posible, el rock ya no es una cultura: es parte de la cultura. Tal vez en las entrañas del sistema se esté generando una nueva forma de aquel espíritu perdido. Tal vez no se llame rock. g *Periodista y conductor radial. Especialista en cultura popular. Actualmente está preparando un libro sobre el fenómeno de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
© Le Monde diplomatique , edición Cono Sur
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La democracia que emergió con el fin de la dictadura, aquella que Horowicz llamó “la democracia de la derrota”, porque continuó con el desmantelamiento de la industria nacional, logró lo que los militares no habían podido: barrer de un plumazo la literatura argentina. Hoy, ante un nuevo contexto, vuelve a despuntar el interés por las letras.
Escritos post-dictadura
Literatura argentina: muerte y ¿resurrección? por Elsa Drucaroff*
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omo casi todo lo que aprendí en ese entonces, esto lo entendí en el bar La Paz: desde que empezó la democracia la literatura argentina dejó de interesar a nuestra sociedad; el desinterés se mantuvo sin fisuras hasta el estallido de 2001 y si hoy se revirtió es, apenas, suavemente. En 1984 La Paz empezaba a poblarse temprano y hervía por las noches; cada gesto se sostenía en la ilusión de la euforia del pasado reciente, preñada de futuro. “ Volver a”, “volvamos a” era lo que más se pronunciaba. Una escena se repetía: entraba al bar gente que, cuando empecé a ser habitué, no había visto nunca en los años de dictadura; entonces alguien que yo conocía se paraba conmovido y daba un abrazo y dec ía cosas como “creí que te habían matado”. Luego quienes habían tenido la suer te de volver y reencontrarse se sentaban en nuestras mesas; los recibíamos con alegría : eran la prueba de todo lo que regresaba. En ese todo, claro, estaba la literatura argentina: ese territorio abierto, en producción, donde la fantasía y la reflexión se liberan de la chata obligación de la referencialidad directa, de la responsabilidad por bajar línea, donde la sociedad entera puede imaginar Argentinas alternativas, mundos distintos, temidos o deseados, discutir con audacia cualquier cosa. Pronto escuché contar en una mesa que había vuelto al país Néstor Sánchez, un escritor experimental y vanguardista que Cortázar admiraba. Sin embargo, asombrosamente, era un completo desconocido sin editor ni periodistas interesados en hacerle notas. Y sería 1986 cuando pasó por mi mesa la colecta que organizaron para Antonio di Benedetto, que había vuelto y estaba enfermo en la miseria, o cua ndo supe del fracaso estrepitoso de la reedición de un par de novelas argentinas famosas porque las censuraron gobiernos militares anteriores a causa de cruces entre erotismo y política, escandalosos para su época. Esas reediciones se habían gestado frente a mí en ese ba r, sentada con editores y escritores, entre cafés, whisky y ceniceros repletos; yo hubiera jurado que se iban a vender mucho, eran libros que habían hecho ruido cuando era chica, moría por leerlos. Germán García lo explicó una noche
León Ferrari, sin título, 2-10-76 (Gentileza Galería Jorge Mara-La Ruche)
la insignia de una consigna que fracasó del peor modo: hagamos la revolución”, nos dijo. “Los libros hoy están asociados a la masacre, nadie los quiere cerca.” Recordé lo último de Charly: “Y si mañana es como ayer otra vez, lo que fue hermoso será horrible después”. Entendí: nada volvía. Los tiempos en que casi cualquier obra argentina nueva vendía 3.000 ejemplares y multitud de profesionales liberales y otros especímenes de clase media poblaban las librerías de
compraban las colecciones completas de Eudeba, el Centro Editor de América Latina o el Círculo de Lectores, en que el periodismo cultural iba a la vang uardia de los dinosaurios de la academia y “ vestir” una pared en un livi ng a la moda era ponerle una biblioteca nutrida (incluso si nadie leía, o si los libros de arri ba eran lomos de utilería), en que se seducía llevando un libro bajo el brazo… esos tiempos habían terminado. Nacidos de la euforia político-cultural, habían so-
Paradójicamente, la naciente democracia lograba lo que los milicos no habían podido y los barría de un plumazo. La aniquilación de la literatura argentina fue la victoria póstuma de la dictadura milita r o la primera de esa democracia que Horowicz llamó “de la derrota” por razones precisas, hoy ya obvias: la democracia que continuó con el programa de desmantelamiento de la industria nacional de Martí nez de Hoz y con la masacre de generaciones de compatriotas, una masacre que ahora no usó (casi) la desaparición y la tortura: bastaron el hambre, el saqueo al consumo popular, el final del derecho a trabajar, a educarse, a curarse, la privatización de riquezas esenciales llamadas “joyas de la abuela”, la consagración vergonzante de la impunidad para atroces crímenes de Estado que daba permiso para toda corrupción sistémica futura. Todo ese contexto empezó a desplegarse casi el mismo d ía en que comenzó la ansiada y festejada democracia, se evidenció cuando una plaza llena escuchó “felices pascuas” o con la primera hiperinflación y una sociedad derrotada, decepcionada, aterrada por el pasado amenazante decidió que no tenía que pensar(se) más, que era peligroso, y con esa decisión perdió la conciencia de que había literatura argentina en producción y el interés por leerla, porque leer literatura es confrontarse, reflexionar: dos acciones íntimas pero también sociales que habían caído cuando ahora las únicas acciones valiosas se compraban y vendían en la Bolsa. Pero esta aniquilación no supuso la liquidación de escritores, escritoras y obras sino la de un público lector y por consiguiente la de las posibilidades de publicar. Supuso, además, el final de la literatura del presente como objeto visible de estudio por parte de la crítica. Las pocas veces que se ocuparon de libros nuevos, los especialistas hablaron con una endogámica jerga afrancesada, postestructuralista, a menudo incomprensible hasta para ellos mismos, jerga que tendió a predominar durante la democracia, usada más para guiñar un ojo a los “elegidos” y excluir a los pocos pero empecinados lectores comunes que quedaban, que por la pulsión de decir algo. Así se ahuyentó de la literatura argentina a la gente que leía. Los periodistas no actuaron contra eso; al contrario, se prosternaron ante la academia, entregando ca si por completo los suplementos literarios a un solo criterio de legitimación y hasta de escritura . Así perdieron lectores. Se puso de moda despreciar los pocos libros argentinos nuevos que tenían la insólita fortuna de vender, se instaló la “verdad” de que en la literatura argentina ya no había nada valioso y se festejó que, entre lo poco que había, lo que la academia aceptaba no tuviera ningún mercado. Eso probaba, supuestamente, el carácter “irreconciliable” de esas obras con el statu quo. Era un uso viejo, mecánico y acrítico de la notable teoría estética de Theodor W. Adorno (una teoría que, como todas, sólo debería entenderse en su contexto y coyunt ura). Porque lo que realmente reconciliaba con el statu quo eran, por un lado, esa nueva crítica literaria, actividad que si en los sesenta y setenta había sido de riesgo ahora renunciaba (con pocas excepciones) a cualquier nexo de la literatura con el mundo presente; y por el otro, un mercado sin demanda de palabra ficcional y pensamiento crítico, consumidores de libros que, cuan-
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se. Llegamos a diciembre de 2001 con la Historia detenida , el fondo del pozo y la fantasía insta lada: los últimos escritores argentinos valiosos tienen sesenta años.
seguirla en sus deleites pequeños, cotidianos, sus desautomatizaciones inteligentes, humorísticas, su sensibilidad de género antes ilegible.
El parto oscuro No era así. Durante la década de los noventa había nacido, en un parto oscuro, una literatura diferente de potencia enorme que poquísimos conocían. Era una etapa brutalmente distinta de todo lo anterior: la memoria de la pica na eléctrica estaba grabada aun en quienes no lo habían vivido y sembraba miedo ante cualquier conflicto, cualquier enfrentamiento podía conjura r de nuevo el espanto; eso escr ibieron los jóvenes lúcidos: miedo, aislamiento e inmovilidad para sus solitarias conciencias de un presente negro y sin futuro. En ese mundo en que habían caído todas las certezas, los modos de escribir antes hegemónicos habían envejecido a una velocidad pasmosa. Una innovación clave pasaba por la entonación: ya no era creíble tomar la palabra propia demasiado en serio; la denuncia convencida de su importancia o la solemnidad épica habían dejado paso al sarcasmo, la ironía , el humor negro, y (pese a interesantes excepciones) las peripecias, las tramas, tendían a perder dramatismo, aflojaban los enlaces de causa a consecuencia o incluso desaparecían. Esa literatura nueva logró convocar con pocos títulos y por u n lapso muy breve a nuevos lectores. Con la excepción de Memoria falsa, de Ignacio Apolo (una joyita que pasó inadvert ida y luego tendió a ser libro de culto de a lgunos jóvenes), lo poco que se visibilizó fue a través de “Biblioteca del Sur”, la colección de ficción nacional de Planeta que salió entre 1991 y 1993. La academia la despreció aunque allí salieron obras de enorme influencia como Nadar de noche, de Juan Forn, o clásicos de la nueva narrativa como Muchacha punk , de Fogwill (quien pertenecía a otra generación pero sería descubierto y leído por los nuevos), El muchacho peronista, de Marcelo Figueras, Rapado, de Martín Rejtman, Acerca de Roderer, de Guillermo Martínez, Historia argentina, de Rodrigo Fresán. “Biblioteca del Sur” logró interesar a adolescentes y jóvenes lectores que habían llegado a la conciencia ciudadana en un desierto de valores y derrota. Cuando cerró, la literatura argentina se volvió invisible. Se escribía en soledad, se peleaba en soledad por publicar. Los escritores a veces encontraban un editor; las escritoras, casi nunca. Pagar la edición era casi el único modo. Como pasa siempre en toda transformación radical, el pasado se resignificó y modificó el canon: la crítica se liberó de la confusión entre compromiso político de quien escribe y potencia subversiva de una obra y Borges terminó de ocupar su trono merecido; Silvina Ocampo dejó de ser “la esposa” que escribía cuentos menores sin la elegancia del marido para ser la originalísima, audaz creadora de una poética chirriante y socarronamente marginal, de imaginación bizarra; Copi dejó de ser un escritor rarito para volverse punto de referencia de una estética nueva. La academia nos hizo el gra n aporte de imponer a Juan José Saer y César Aira, desconocido hasta muy entrados los ochenta, fue –pese a hacer una literatura inane– el modelo que autorizó a los jóvenes a escribir relajados sin intención de transmitir mensajes. Hebe Uhart venía produciendo en la oscuridad desde los setenta pero ahora brilla-
Textos hablados por el trauma Nunca hubo una producción literaria más profusa y rica que en estos últimos treinta años y nunca esa producción fue tan silenciada e ignorada, al menos hasta hace poco. Por un lado están los que fueron muy jóvenes en los noventa; por el otro, los más gra ndes que quedamos pinzados entre la época rutilante y heroica de la militancia y estos nuevos que lograron salir de la oscuridad hace muy poco y escribieron una nueva literatura argentina, marcada por la postdictadura y el t rauma de 30.000 jóvenes como ellos que vagaban fantasmagóricamente a su lado, junto con in numerables asesinos que también andaban por las calles pero no como fantasmas sino como asesinos de carne y hueso, libres e impunes. Estos jóvenes escribieron una literatura con risa amarga y angustiada, víc-
Nunca hubo una producción literaria más profusa y rica que en estos últimos 30 años y nunca esa producción fue tan silenciada. timas no de la falta de memoria sino de una memoria traumatizada donde sólo se podía recordar desaparecidos arro jados al río porque la sociedad enmudecía las relaciones históricas concretas, la memoria política de una lucha de clases anterior, de intentos, de errores, la posibilidad de criticar, de preguntar a los padres qué hicieron y pensa ron entonces, de trascender teorías que simplificaban, que apelaban a dos demonios o angelizaban a todos los desaparecidos y demonizaban a todos los sobrevivientes. Todo esto se lee en filigrana en la obra que los jóvenes de postdictadura empiezan
Letras y política Marcos Bertorello, Quieto en la orilla , Interzona, Buenos Aires, 2012. Oscar Fariña, El guacho Martín Fierro, Factotum Ediciones, Buenos Aires, 2011. Patricia Ratto, Nudos, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2008. María Negroni, La anunciación , Seix Barral, Buenos Aires, 2007. Martín Rodríguez, Maternidad Sardá , ediciones Vox, Bahía Blanca, 2005. Sergio Raimondi, Poesía civil, ediciones Vox, Bahía Blanca, agosto de 2001. Washington Cucurto, La máquina de hacer paraguayitos , Mansalva,
a publicar en los noventa. Los prisione ros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura muestra cómo sus libérrimos y variados imaginarios y estilos pueden leerse como síntomas de preguntas i mpronunciables que impedían elaborar el pasado para vivir el presente. Profusión de relatos con fantasmas; angustia ntes escenarios abstractos sin lugar ni tiempo, sin relaciones de causa y efecto; culpas materializadas en pare jas de personajes donde uno está muerto o ausente, etc., están presentes en varios cientos de obras, tematicen o no la política. Son textos hablados por el trauma cuyo éxito estético es a veces rutilante, como se ve en g randes cuentistas como Gustavo Nielsen, Alejandra Laurencich, Patricia Suárez, Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, y en novelas notables como Las Islas, de Carlos Gamerro, Entr e hom bres , de Germán Maggiori, El año del des ierto, de Pedro Mairal, El viajero del siglo, de Andrés Neuman, El trabajo, de Aníba l Jarkowski, Glaxo, de Hernán Ronsino, La virgen Ca beza , de Gabriela Cabezón Cámara, Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, Gineceo o El director, de Gustavo Ferreyra, Museo de la revolución, de Martín Kohan, además de otras obras intensas, difíciles de encuadrar en la novela tradicional, más íntima s o extrañas como la de Oliverio Coelho o Fernanda García Lao, o en Plaza Irlanda, de Eduardo Muslip, El origen de la tristeza, de Pablo Ramos, Opendoor, de Iosi Havilio, Los topos, de Félix Bruzzone, Niños, de Selva Almada. Estos son apenas alg unos de los textos valiosos de la literatura de postdictadura, elegidos entre muchos porque sus autores descuellan con una obra ya consolidada o porque tuvieron fuerte repercusión y presencia. Pero hay más que deberían nombrarse aunque tienen todavía pocos pero poderosos títulos, y también habría que hablar de escritores más jóvenes que publicaron muy recientemente y aunque continúan tendencias propias de los noventa, en algunos ca sos además marcan virajes donde la pertinencia de la caracterización “de postdictadura” tiende a diluirse, pues aparecen otra conciencia histórica y una ironía o humor menos amargos. Tal vez finalmente el trauma empiece a elaborarse, tal vez la decisión del Estado de castigar delitos de lesa humanidad contribuya a liberar a estos nuevos de la segunda década del siglo XXI de la culpa que tuvieron los nuevos anteriores, que debieron ser jóvenes después de los últimos jóvenes en el sentido primaveral: los últimos considerados idealistas y valiosos. Tal vez hoy los nuevos puedan visibilizarse como creadores y constructores de futuro porque el Estado los ha liberado de la culpa al terminar con la impunidad. Balance y enigma Con el sangriento estallido del plan neoliberal en diciembre de 2001 retrocedió la democracia de la derrota y empezó a gestarse (con vacilaciones y contradicciones que hoy pueden impedir que aquella etapa oscura se cierre) la posibilidad de una nueva. Sin emba rgo, lo que comenzó después de 2001 y logró el kirchnerismo dio un oxígeno político diferente en el que pareció retornar en la clase media y media alta algo de disposición a leerse y pensarse. Eso explica entre otros factores el éxito rotundo de Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, una novela que trabajó con inteligencia la descomposición de ese sector. En ese contexto los escritores y escritoras más
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de postdictadura, pudieron juntarse y armar un movimiento literario social y militante. No militante como antes; no se trataba de levantar el dedo acerca de los compromisos políticos que había que tener para escribir ni de juzgarse entre ellos por sus posiciones políticas; se trataba de juntarse en grupos de discusión y gestión inclusivos, horizontales, de leerse entre sí, tolerarse y colaborar para hacerse conocer, para editarse y difundirse utilizando todas las ventajas de las nuevas tecnologías, para comprar y vender sus libros. Militante porque tenía como objetivo la literatura argentina más allá de los destinos personales de cada miembro, aunque también estuvieran en juego y porque entendieron que la unión da más fuerza, que la competencia narcisista debilita y que el triunfo de alguno abre puertas a otros, visibiliza una literatura invisible. Con contradicciones, esto funcionó y cambió el campo intelectual: la academia pasó a ser uno de los dadores de prestigio, no ya el ú nico; los suplementos culturales recuperaron iniciativa y la consagración entre pares del oficio que se leen entre ellos en lugar de desconocerse, se volvió significativa. La endogamia empezó a caer y apareció la literatura valiosa que había surgido en las dos primeras décadas de democracia porque el movimiento arrastr ó a escritores mayores: a los de los noventa y a la generación anterior oculta. En esta última hay obras consolidadas, alguna s con el reconocimiento que merecen; otras, marginadas. En la nutrida literatura local que empezó a gestarse en los ochenta están los cuentos brillantes, malignos y sensuales de Ana María Shua, las lúcidas geografías postindustriales de Marcelo Cohen, los climas fantásticos de Elvio Gandolfo; está Plop, la novela impresionante que dejó Rafael Pinedo al morir con 54 años en 2006 y otras obras excelentes de escritores, sin embargo hasta hoy poco visibles, como María Inés Krimer, María Negroni, Edgardo Cozarinsky, María Teresa Andruetto, María Rosa Lojo, Sergio Bizzio, Miguel Vitagliano, Federico Jeanmaire y otros. ¿Cuántas malas novelas policiales leyó Jorge Luis Borges para escribir “La muerte y la brújula”? ¿Cuántas horas de reunión con nombres que no recordamos alimentaron a la vanguardia de Florida? Una literatura viva no son sólo obras buenas, es un proceso socia l que permite su emergencia. No la hacen algunas personas talentosas. Los genios son siempre minoría y sólo se leen si lo s sostiene una literatura. Eso significa mucha producción mala y bastantes libros medianos; significa formadores de opinión generosos, dispuestos a leer lo nuevo y proclamar que les gusta; escritores que se lean y consagren por sincero entusiasmo y contagien lectores que demanden libros a editores que deciden apostar. Significa una sociedad preocupada, inquieta. Todo lo que murió en la democracia y apenas empezó a resucitar. ¿Sobrevivirá lo mejor de esta década o ganarán el espíritu y los valores de una democracia de la derrota que nunca terminó del todo? De eso también depende nuestra literatura, eso es lo que está por verse. g
*Escritora, investigadora y docente, autora de
Los
prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura, Emecé, Buenos Aires, 2011.
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Edición especial | 2013
El pathos del calvario
Marcia Schvartz, En carne propia, 2006 (Gentileza de la autora)
La realidad argentina es, como cualquier otra, múltiple y polimorfa, pero tiene un pathos único e irreductible: el pathos del calvario. En un país en el que no hay pasión sin luto ni continuidad sin ruptura, la democracia es una suerte de terapéutica integral.
Entre cumbres y abismos
El melodrama argentino por Alan Pauls*
I
maginemos que el planeta todo f uera un sistema de televisión por cable y cada país una señal que tra smitiera las veinticuatro horas del día los siete días de la semana. Imag inemos –no cuesta nada: tan lejos no estamos– un mundo así, teledemocrático, en el que todos los países son al mismo tiempo productores y consumidores de televisión y cada país el espectáculo que admiran, del que se burlan o con el que se consuelan los demás. Francia sintoniza la señal USA, por ejemplo, y puedeconsumir veinticuatro horas de vida estadounidense en continuado, fraccionadas en la s secciones más o menos previsibles: Deportes, Negocios, Política, Hollywood, Judiciales, Bélicas, Tecnología, Policiales, etc. He ahí el primer problema con el que tropezaría la señal Arg entina. ¿Cómo segmentar, en ese caso, esas veinticuatro
discriminar en rubros un continuo en el que todo se entrelaza, se mezcla y se contamina con todo? Hasta no hace mucho tiempo, por ejemplo, uno de los ca ndidatos más firmes para enfrentar a l gobierno a nivel nacional (Política) era cierto ex piloto de Fórmula 1 (Deportes), un chacarero santafesino (Agropecuarias) famoso, entre otras pocas cosas, por el natural a némico de su temperamento (Psicología), por no haber ga nado jamás un campeonato (Récords) y por haber estado casado con una mujer de la alta sociedad (Sociales) lanzada al estrellato, a su vez, hace treinta y cinco años (Efemérides), cuando la policía de Londres (Turismo) la sorprendió yéndose de la tienda Harrod’s con un gua nte de golf impago (Policiales) en la cartera. Esa continuidad vertiginosa no es una experiencia rara en la vida cotidia-
la cambiando unas pocas palabras con sus dealers más conspicuos: choferes de taxis, porteros de edificios, gente que hace algún t ipo de cola (banco, correo, aduana, empresa de servicios) con alguna regu laridad, tres de los gremios más dotados a la hora de disparar una conversación con un comentario casual sobre alguna banalidad inmediata (un bache que lleva meses sin cerrarse, un travesti arrastrando sus tacos tras una noche de trabajo, un foul no cobrado en la última fecha de fútbol) y terminarla invitando al interlocutor a ejecutar una de esas medidas drásticas y espectaculares que los argentinos adoramos invitar a los otros a ejecutar: echar del territorio nacional a toda la población de origen paraguayo, por ejemplo, o liquidar de una vez por todas al Presidente de la República (cuando no ambas cosas simultánea-
Cómo llegar de la patada impune al f uror xenófobo, del bache al magnicidio, sin caer en las facilidades del cadáver exquisito: ésa es la cuestión. O quizás habría que decir: ése es el arte. Ése era al menos el arte de Copi, un escr itor del Río de la Plata que siempre cargó con una fama de delirante y en el fondo nunca hizo otra cosa que traducir al idioma de la literatura la lógica ag resiva de esas aceleraciones demenciales. En La Internacional Argent ina , Copi cuenta cómo un poeta indigente pasa de quemarse las pestañas redactando unas odas ridículas a ocupar el sillón presidencial gracias a la intervención de un multimillonario negro que se pasea en limousine, en un prodigio centrífugo que involucra ambientes diplomáticos, exiliados que se ha n vuelto hippies, una hija natural de Borges, arribistas... La sociedad secreta del título es la encarnación institucional, globalizada pero todavía sigilosa, de ese arte argentino –mezcla de imaginación rencorosa, furor y vocación dramática insobornable– que conecta las cosas, mundos y personas más dispares a la máxima velocidad, que desdeña las soluciones de continuidad y que sólo puede desplegarse en forma de flujo, sin cortes. Es, pues, por lealtad a esta singular destreza nacional que la señal Argentina debería preservar sus veinticuatro horas de trasmisión intactas, sin rubros ni secciones, en el estado de monólogo interior aluvional en el que nacen, viven, brillan y se extinguen. Si se previera para la señal alguna campaña de marketing , ése debería ser uno de sus puntos clave: esa modalidad incontinente y caudalosa, capaz de acelerar de cero a cien en un pa r de segundos y arrastra r a su paso –sin delimitar, precisar ni jerarquizar nada– todo lo que se le cruce por el camino. Ése, y quizá también el hilo de oro afectivo que enhebra en secreto los variadísimos episodios de realidad que la señal mostraría al mundo: el sufrimiento. Porque la realidad argentina –como cualquiera– es múltiple y es polimorfa, pero tiene un pathos único, irreductible, que está en las antípodas de la alegría carnavalesca de Copi: el pathos del calvario. Nadie ha encarnado mejor ese suplicio gozoso que Leonardo Favio y Maradona, dos de los íconos más unáni mes y radicales de la historia contemporánea argentina. El primero en su película Gatica –biopic del famoso boxeador de los años 40 que encandiló a Perón y a Evita–, con esos planos del rostro del héroe desfigurados en cámara lenta por los puñetazos de sus adversarios. Los planos aparecen primero como momentos funcionales de las escenas de pelea; pero Favio poco a poco va recortándolos, adorándolos, fetichizándolos, hasta despegarlos de todo contexto narrativo y presentarlos como verdaderos tableaux vivants donde brilla el logotipo animado de una nacionalidad que nunca goza tanto como cuando es martirizada. El segundo, Maradona, en su memorable incursión televisiva de hace unos años, La noche del 10, serie de diez programas donde la estrella del fútbol repasaba su vida y su carrera y remataba cada episodio con una crisis de llanto terminal, suerte de catarsis explosiva en la que arrastraba a toda su fami lia –instalada siempre en primera fila–, al público reunido en el estudio, al equipo técnico y a los millones de espectadores que hicieron del programa un suceso de rating . Ni el Mono Gatica transformado en un Bacon por los golpes del rival, ni el Maradona atravesado por el llanto son losers. El loser –estereotipo político-sen-
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nudo enarbola contra la figura del “exitoso”, patrimonio de la derecha– es sobrio, discreto; la ética que cultiva es tan intransigente como su bajo perfil. Gatica y Maradona son corderos de Dios; es decir, víctimas, y una de las condiciones básicas de la figura de la víctima, en la Argentina contemporánea, es la espectacularidad. De ahí la sensación ambivalente que sentimos cuando algún país del mundo, después de darse una panzada de pop corn y señal Argentina frente al televisor, emite esos clásicos veredictos apenados: “Qué lástima, Argentina: un país con tanto potencial...”. No nos reconocemos del todo en esa imagen de ruina y despilfarro, pero nos reconforta
Los que redactan la historia argentina parecen venir de un workshop shakespeareano, melodramático. saber que hemos dado el espectác ulo que sabemos dar, y que el público lo ha apreciado. Por supuesto: subsiste algún stock de épica en la condición de víctima. Si no, sería difícil entender por qué en plena crisis 2001-2002, cuando Argentina se volatilizaba, hordas de europeos aterrizaban en Ezeiza embriagados por el perfume del caucho quemado y el silbido de las balas. Eran a menudo europeos ilustrados, capaces de bosquejar en un par de minutos de lucidez académica las razones histórico-técnicas por las cua les la famosa séptima potencia mundial de los años 30 era entonces un territorio devastado, sin tiempo, que agonizaba en un presente perpetuo. Pero no viajaban doce mil kilómetros para enseñarnos lo que nosotros ignorábamos sobre nosotros mismos sino para perderse –mucho más incluso que nosotros– en ese ag ujero negro del que parecían saberlo todo.
era K, por ejemplo– sobrevive sin calvarios. No sé dónde recluta la h istoria del primer mundo a los guionistas encargados de escribirla, pero los que redactan la argentina parecen venir de un workshop shakespeareano, melodramático, donde no hay pasión sin luto ni cu mbres sin abismos. Hasta la muerte de Néstor Kirchner éramos todos actores de un guión accidentado, ríspido, pero bien estructurado; después del macabro plot point del 27 de octubre de 2010, el guión cambió de género y se despolitizó: se volvió doméstico, de entrecasa, intolerablemente personal. Claro que lo intolerable, ¿no es precisamente nuestro fuerte? ¿No es la pasión lo intolerable por excelencia? ¿Y no es ese recurso natural peculia r, escaso, al parecer, en los mercados pulsionales del mundo civilizado, el que se abalanzan a consumir los extranjeros que llenan nuestras plaza s hoteleras? Quizás hacer de la condición de víctima un espectáculo tenga al menos un mérito: mostrar blanco sobre negro que la democracia es la continuación de la neurosis por otros medios. El ejercicio cotidiano de la insuficiencia, el límite, la decepción, el forcejeo parcial, siempre insatisfactorio. Aceptar eso, dicen muchos, no sería poco para un país como éste, siempre tan tentado por la mística sensacionalista de las psicosis. Para estos borderlines que somos los argentinos, la democracia sería una suerte de terapéutica integral, encargada de reemplazar la intensidad heroica de los abismos (y sobre todo la necesidad de esa intensidad) por la monotonía pampeana de la negociación, hecha de pormenores modestos, siempre al borde del sopor y el burocratismo administrativo pero también, a la vez, siempre previsible. El problema, claro, es la ma nera idiosincrática en que Argentina interpreta, y suele ejecutar, ese libreto tan tedioso y razonable. Quizá para sostener su prestigio de plaza turística top, Argentina sigue retrucando: ¿por qué hay que elegir entre una cosa y otra? ¿Por qué quedarnos con la anemia y renuncia r a la psicosis? ¿Por qué no aspirar a tenerlo todo, es decir: el éxtasis de la catástrofe y el tedio del pacto, la excepción y la regular idad, el acontecimiento y la llanura? g
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*Escritor. © Le Monde diplomatique , edición Cono Sur
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Ni siquiera la épica en el poder –la épica más o menos exitosa encarnada por la
Sumario
Este artículo fue publicado en el Dipló, Nº 148, octubre de 2011.
Dossier Las deudas de la democracia
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