Drewermann Eugen - Clerigos

February 23, 2017 | Author: Faiver Mañosca | Category: N/A
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DREWERMANN

Psico-

rama un

ideal

E U G E N DREWERMANN

Clérigos Psicograma de un ideal Traducción de Dionisio Mínguez

CÍRCULO DE LECTORES

ÍNDICE

Prólogo: El párroco de Ozerón: la meta no coincide con la salida I.

OBJETIVOS Y METODOLOGÍA

II. EL DIAGNÓSTICO A) Los elegidos, o la inseguridad 1.

9 19 41

ontológica

49

LA CONTRAFIGURA DEL CHAMÁN

50

1. 2.

Del sueño a la decisión consciente Mediación objetivada en el ministerio

52 58

2.

LA CONTRAFIGURA DEL JEFE

3.

ESTRUCTURA, DINÁMICA Y MENTALIDAD PSÍQUICA DEL CLÉRIGO: EXIS-

TIR POR LA FUNCión I. Fijaciones ideológicas y resistencia al trato con el otro II. La existencia alienada 1. Nivel de pensamiento a) Jerarquización de la vida en la Iglesia católica Primer caso: Condena pública de Stephan Pfürtner y otros teólogos Segundo caso: Resultados del Sínodo de Würzburg... b) Degradación de la fe en doctrina teórica Despersonalización como norma del pensamiento .... Razón e historia en el pensamiento clerical Sustitución de los argumentos por la prepotencia del poder administrativo 2. Una vida simbólica: la existencia como metáfora a) Determinación del espacio: el hábito clerical b) Determinación del sentimiento: prohibición de las amistades particulares

65

91 93 106 106 108 110 118 130 130 150 171 188 189 194

6

índice

Indtce c) Determinación del pasado: separación de la familia ... d) Determinación del futuro: imposición del juramento . e) Determinación de la actividad: la huida hacia el «ministerio» 3. Relaciones en el anonimato: la función como contacto ... a) Principio de disponibilidad b) Cinismo del funcionario c) Ambigüedad frente a los superiores d) Inviabilidad del centralismo autoritario e) Cisternas secas: la tragedia del doble compromiso f) Temor al compromiso y soledad g) El pastel y el látigo

B)

1.

Condiciones de la elección: psicología dinámica sejos evangélicos»

215 228 229 232 234 239 242 249 253

de los «con259

TRASFONDO PSICOGENETICO: ASIGNACIÓN DE FUNCIONES EN LA FAMILIA

259

I. II.

262

Exigencia rigurosa y exceso de responsabilidad Reparación de la realidad de la existencia: origen infantil de la ideología clerical del sacrificio III. Variaciones de la responsabilidad: el síndrome del salvador . IV. Caín y Abel: la función de los hermanos 1. La eterna historia de Caín y Abel: confrontación entre el bueno y el malo 2. Confrontación entre el mayor y el menor 3. Confrontación entre el sano y el enclenque 4. Confrontación entre el guapo y el feo 5. El factor religioso

2.

2. Sumisión pasiva de la voluntad ventajas de la dependencia a) Intimidación autoritaria, ruina del sentimiento de autoestima b) Identificación con el modelo: actitud «tipo Francisco» c) Quiebra de la capacidad personal de juicio IV. «Castidad» y «celibato»: conflictos de la sexualidad edípica.. 1. Sentido y absurdo de las decisiones, orientaciones y actitudes eclesiásticas a) Superación de la finitud y lucha contra las religiones de fertilidad b) La imposición compulsiva de la Gran Madre y ciertas características de la devoción a María 2. «Porque no aman a nadie, creen que aman a Dios» (Léon Bloy) a) La inmadurez impuesta y sus artimañas en la vida de los padres y en la vida de los «elegidos» El matrimonio católico ejemplar La transmisión del miedo b) Fantasías masturbatorias de una vida «pura» c) Escapatorias homosexuales: un tabú específico de la profesión d) Relaciones en el ámbito de lo prohibido e) Fidelidad e infidelidad- culto a la muerte y bondad del ser

199 209

264 274 284 287 300 309 313 318

III. PROPUESTAS TERAPÉUTICAS: DE LA APORÍA A LA APOLOGÍA DE LOS «CONSEJOS EVANGÉLICOS»

7

423 424 432 439 445 445 446 465 485 486 488 496 512 526 546 565

585

LIMITACIONES DE LOS ESTADIOS ESPECÍFICOS: MISERIA Y NECESIDAD DE UNA «VIDA MONÁSTICA»

Funcionahzación de un extremo: el verdadero problema de los «consejos evangélicos» II. Pobreza: conflictos de orahdad 1. Disposiciones eclesiásticas y sus deformaciones: el ideal de la disponibilidad 2. Del ideal de la pobreza a la miseria de lo humano a) Hansel y Gretel: el factor de la pobreza externa b) La muchacha sin manos: pobreza espiritual y miedo al demonio c) De la coacción a la anulación personal y a la infelicidad III. Obediencia y humildad: conflictos de anahdad 1. Prescripciones y disposiciones eclesiáticas: el ideal de la disponibilidad

327

A)

¿Cuál es realmente

la salvación que ofrece el cristianismo?

.

587

332 357

1.

UNA POBREZA QUE HACE LIBRE

605

2.

UNA OBEDIENCIA QUE ABRF, Y UNA HUMILDAD QUE EXALTA

616

3.

UNA TFRNURA CREADORA DE SUEÑOS, Y UN AMOR QUF ABRE CAMINOS

I.

357 372 374 386 391 402 402

635

B) Reflexiones extemporáneas sobre la formación de los clérigos. Ideas para un viraje en la historia de las religiones 657 1.

PFRDIDA DF UNA MÍSTICA DF LA NATURAI EZA

2.

SUBJETIVIDAD FSENCIAI DE LA FF- JUSTIFICACIÓN DF LA PROTFSTA PROTESTANTE

Lista de abreviaturas Notas

659 672

680 681

Prólogo EL P Á R R O C O D E O Z E R Ó N : LA M E T A N O C O I N C I D E C O N LA S A L I D A

Sólo obra bien el que se desarrolla a sí mismo (Proverbio budista)

Para Florence

Boensch

Es mediodía. El sol brilla en todo su esplendor y, al abrigo de un tupido follaje de color verde intenso, los grillos, las currucas y los mirlos guardan silencio para escuchar el canto de [...] un solista [...] In supremae nocte cenae Recwnbens cum fratribus [...] (Durante la última cena, recostado con sus hermanos [...]) Señor, tú estás con nosotros, sentado a nuestra mesa; en aquella noche de la última cena, quisiste llamarnos tus hermanos. El viento sopla igual que fluye el agua, los avellanos ya están a punto de reventar; juncos, hierbabuena, gramas y campánulas alfombran las calles polvorientas. Con su rítmico vaivén, la procesión avanza. Corretean los niños, ahora en cabeza, ahora en cola. Los estandartes dibujan sin parar sus evoluciones por medio de la calle. Los ramos que se cortaron ayer, todavía frescos; adornan los muros con una tupida malla verde. Las mieses ya están a punto, como una mesa engalanada para el gran convite. Observata lege plene Cibis in legalibus [...] (En estricta observancia de la ley, con los manjares prescritos [...]) Hay infinidad de rosas, toda una cascada de rosas, en la esquina de la vieja torre. Una cascada de rosas rojas, como si hubiera llovido

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Prólogo

fuego. Dos lirios asoman por entre dos candelas encendidas de color rojizo. Un gato chiquitín juega a enroscar su cola en ellas, arqueando graciosamente el lomo. Y un perro bonachón, al que los niños le han colgado una cruz del mérito, contempla embelesado el desfile, mientras no deja de mover la cola en señal de satisfacción. Todos participan en la fiesta en honor del cielo, que no desprecia a nadie, ni al perro, ni al gato, ni a la avispa que, bajo una encina, se enzarza en una lucha con el algavaro. Cibum turbae duodenae Se dat suis manibus [...] (Como alimento, a los Doce se da con sus propias manos [...]) ¡Qué canción tan maravillosa! «Señor, que con tus propias manos diste de comer a tus elegidos, lo único que nos falta es entrar en el gozo eterno». Así describe el poeta de origen vasco-francés Francis Jammes una procesión popular del Corpus en su novela El párroco de Ozerón, escrita hace más de medio siglo1. Para Jammes, esa procesión era el trasfondo, la expresión más real de lo que significaba para él la figura del sacerdote, del «párroco». En la presentación de Francis Jammes, el sacerdote es un símbolo, el representante, más aún, el fiador espiritual de un mundo que, a pesar de la debilidad y el pecado del hombre, no está dejado de la mano de Dios. En la poesía de Jammes, la creación entera, todos los seres, son el más encendido elogio a la felicidad y a la belleza, un himno interminable de agradecimiento y de alabanza por el maravilloso don de la existencia. Es verdad que la vida, en sus profundidades, sólo se mantiene a través de la lucha cotidiana y de la inexorable presencia de la muerte; pero no es menos cierto que ese ramo recién cortado rinde, con su última savia, un homenaje pasajero a su creador. Como con un soplo de ternura, las manos invisibles de Dios abrazan y acarician todo lo que posee un hálito de vida. Con todo, la figura del sacerdote sólo puede prestar al hombre una posibilidad de comprender la invisible realidad de lo divino, si en ella van unidos el fuego de la rosa, la pasión del amor, la blancura de los lirios, la pureza y la inocencia. El sacerdote debería ser el lugar en el que Dios se transforma en pan del hombre, donde Dios se despoja de su grandeza e inaccesibilidad para hacerse a nuestra medida y convertirse en nuestro alimento cotidiano. Y, en perspectiva inversa, la ben-

Prólogo

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dición del sacerdote debería santificar el pan del hombre, para transfigurarlo en un lugar en el que lo divino pueda manifestarse. Todo sería realmente maravilloso: el mundo en su totalidad, un sacramento; cada uno de sus componentes, una ilustración y un gesto del misterio divino; cada rincón del universo, un tímido barrunto de la eternidad hecha presencia. De ese modo, en el canto del sacerdote se revela y se hace palabra el silencioso y mudo concierto de la creación: la armonía de una fraternidad entre las creaturas, el mundo entero como un inmenso cenáculo de Jueves Santo, cada barrio y cada caserío como el vestíbulo de la Jerusalén celeste. En las manos del sacerdote, tal como lo presenta Francis Jammes, todo recobra su equilibrio y respira la paz del cielo; con la fuerza de su palabra, el desesperado cobra aliento, el culpable experimenta el perdón, y el moribundo se hinche de esperanza. En los ojos de un sacerdote, el mundo se hace transparente hasta sus cimientos y, aun en plena oscuridad, trasluce un tenue resplandor de estrellas. En este sentido, «Ozerón» es cualquier sitio en el que la figura del sacerdote roza la intimidad del alma humana, invitándola a interpretar su propia existencia como un camino de santificación y acción de gracias, como una hermandad universal que sólo espera el momento de la muerte para sumirse en esa esfera de lo eterno, cuya promesa es el banquete sagrado. Pero, a pesar de todo, «Ozerón» sigue estando para nosotros, hombres de hoy, infinitamente lejano. Sería, ciertamente, muy atractivo y gratificante prolongar esta línea de reflexión sobre la figura del sacerdote, bajo la guía de una persona tan sinceramente religiosa y de tan fina sensibilidad poética como Francis Jammes. Para el propio poeta, esta clase de reflexión llegó a ser tan importante que, por influjo de la espiritualidad poética de Paul Claudel y después de largos años de sufrimiento y perplejidades, terminó por convertirse al catolicismo2. Deseaba fervientemente que el mundo fuera como debería ser, para dar testimonio de lo divino: un mundo que, en virtud de su dinamismo, considerara al sacerdote como deputado para santificar la existencia de todo lo que tiene vida, para bendecir sus esfuerzos, colmar sus lagunas y purificar sus decisiones. Sería preciso rescatar para el presente algo de ese mundo soñado por Francis Jammes. Pero eso es absolutamente imposible. Es evidente que de la poesía de un autor tan entrañable, tan sensible y tan comprensivo no es fácil derivar caminos que conduzcan direc-

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Prólogo

tamente a la realidad. Y la razón no es precisamente la distancia cronológica que nos separa de aquel idilio de aldea del sur de Francia, el «Ozerón» de Francis Jammes, donde las golondrinas revolotean nerviosas en torno a la torre de la iglesia como mensajeras de los dioses, y donde el beso de los amantes es como si brotara de los propios labios de Dios. La razón es, más bien, el profundo cambio espiritual de nuestros días, que nos ha llevado a proyectar en la figura del sacerdote unas pretensiones, si no distintas, desde luego más radicales. Como ya observaba Georges Bernanos en su Diario de un cura rural, han pasado los tiempos en los que, por lo general, los obispos enviaban a las aldeas verdaderos «párrocos», de la talla del de Torcy. Hoy día, a falta de fuertes personalidades aptas para el ejercicio del ministerio, lo normal es que se envíe a la viña del Señor meros «niños cantores»3. ¡Así sucedía ya hace más de cincuenta años! Ahora bien, la verdad de esta observación radica no en la creciente neurastenia de las nuevas generaciones de sacerdotes, sino en el sirnple hecho de que ya son agua definitivamente pasada los tiempos en los que «el señor cura», como guardián oficial del orden establecido o, en cierta manera, como delegado último de la clase dirigente, constituía el centro espiritual de la vida de su parroquia. Hoy día, doscientos años después de la Revolución francesa, nadie estará dispuesto a aceptar la palabra de un párroco por el simple hecho de que es la palabra de un sacerdote. La confianza en una persona, o el hecho de dar crédito a su palabra, ya no depende de su función o de su estatuto social, sino de sus cualidades personales. Por eso, precisamente, no es posible entender hoy el lenguaje de Francis Jammes, de Georges Bernanos o de Paul Claudel más que como una pura reminiscencia nostálgica. La distancia cronológica no hace más que subrayar con toda crudeza esa constatación. En los sentimientos más profundos de nuestra sociedad se ha instalado un desencanto fundamental con respecto a la institución del sacerdocio católico, algo así como una desmitificación del estado «clerical», una absoluta secularización tanto en la manera de percibirlo teóricamente como en el modo de relacionarse con él en la vida práctica. Y lo más curioso es que ese cambio de mentalidad discurre en estrecho paralelismo con una profunda interiorización de toda la vida religiosa. El problema que se le plantea actualmente al estado clerical no es el derrumbamiento de la llamada «Iglesia popular», que la ha reducido a un simple archipiélago de islas inquebrantablemente católicas; al contrario, lo que hoy socava mortalmente a

Prólogo

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esa Iglesia, e incluso hace imposible una vuelta atrás, es la aversión innata hacia un orden fundado exclusivamente en exterioridades, hacia toda autoridad que no sea internamente creíble, y hacia toda forma de religión impuesta por instancias administrativas y que no sea ratificada y llevada a la práctica por la propia persona. Con eso, el problema de la psicología del estado clerical adquiere una relevancia de primer orden y se presenta, cada día más, como el verdadero punto débil de la Iglesia católica. Porque, en la medida en que la Iglesia se considera esencialmente representada y constituida por sus clérigos, participa necesariamente en la misma falta de credibilidad que hoy día se atribuye a esos clérigos, como corporación. Y no es que las novelas de Francis Jammes o Georges Bernanos hayan perdido, de la noche a la mañana, su puesto en la historia de la literatura; lo que pasa es que no se las puede seguir leyendo sin darse cuenta del derroche de lirismo o de realismo con el que ahí se tratan y se proyectan en un mundo de clara inaccesibilidad metafísica ciertas cuestiones psicológicas, que sólo podrían resolverse satisfactoriamente, con los pies en la tierra y a nivel puramente humano, por medio de la psicoterapia y de la acción pastoral. Hace unos quince años organicé por última vez en mi comunidad local de estudiantes un «cine-forum» sobre la extraordinaria película Diario de un cura rural, de Robert Bresson4. Entonces me di cuenta de que se había terminado definitivamente la época en la que aún se podían entender ciertas nociones de teología existencial, como «debilidad» y «gracia», en sentido paulino y como las habían venido interpretando durante siglos generaciones y generaciones de sacerdotes que, aunque sumidos en un profundo desconcierto, veían en ellas no sólo un punto de referencia, sino también una orientación para su vida. Pues bien, el hecho era que los participantes en la discusión veían a aquel «cura rural» de la novela de Bernanos, a aquella figura sacrosanta de auténtico creyente y de una personalidad verdaderamente persuasiva, como un simple neurótico afectado de problemas estomacales y necesitado, ante todo, de un buen tratamiento psiquiátrico. Todo el sentido religioso de un lenguaje que proclamaba el valor salvífico del sufrimiento se había convertido en un simple caso de psicopatología. En otras palabras, en nuestro propio siglo xx, cien años después de F. Nietzsche y setenta después de S. Freud, hemos llegado a un punto —e incluso lo hemos rebasado ampliamente— a partir del cual ya no es posible hablar de Dios al hombre, si no es en términos acordes con la ciencia humana de la psicología. Los signos

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Prólogo

de esta situación no son, en modo alguno, una novedad; sencillamente, es que, durante mucho tiempo, hemos preferido pasarlos por alto. El cambio ya se apreciaba a principios de los años 1950, cuando Graham Greene publicó su famosa novela El poder y la gloria. También aquí, como en la obra de Bernanos5, el sacerdote vive una existencia marcada por la debilidad y la enfermedad. Pero no se trata, como en el «cura rural», de una enfermedad somática, cuyos síntomas podrían ser considerados como moralmente «limpios», mientras se pudieran disimular como compensación de su neurosis represiva por medio de una apariencia de integridad personal. No; la «enfermedad» del sacerdote de Graham Greene no es una tara hereditaria transmitida por padres alcohólicos, sino su propio alcoholismo; y lo que le mantiene a flote no es el pan y vino eucarístico que, con evidente simbolismo, alimenta al «párroco» de Bernanos, sino simplemente algo tan material como la botella de whisky. Y su propia «debilidad» no procede de una galopante anemia, como la del párroco de Torcy, sino de una exuberante vitalidad que —celibato sí, o celibato no— le arroja en los brazos de una mujer, que empieza por ser su «pecado», pero termina siendo su «obligación». La novela de Graham Greene fue puesta inmediatamente en el «índice de libros prohibidos», porque la censura romana consideró que la imagen de ese cura alcohólico y mujeriego era un escarnio infamante para la santidad del estado clerical6. Pero los lectores de esa novela, que se tradujo inmediatamente a todas las lenguas europeas e inundó el mercado con centenares de miles de ejemplares, pensaron entonces, y aún piensan, de una manera significativamente distinta. A ese cura, aparentemente tan envilecido, lo ven mucho más sincero, más humano y más real que la figura sutil y puritana del «cura» de Bernanos, o que el espiritualizado ideal de bondad imaginado por Francis Jammes. Y al verlo precisamente ahí, en su más profundo quebranto, aprecian con toda sinceridad a ese mártir a pesar suyo, a ese empecatado heraldo de la gracia, a ese fracasado que sólo se encuentra a sí mismo en la hora de su muerte. Un hombre lleno de contradicciones, pero sincero y coherente consigo mismo, nos parece hoy a la mayoría que, en cuanto sacerdote, está más cerca de la gente y, en consecuencia (!), más cerca de Dios que el que se anda como por las nubes, sólo para no mancharse los pies con el polvo de este mundo. Hace ya varias décadas, Stefan Zweig había percibido perfectamente ese cambio de rumbo en la concepción del sentido religioso, cuando, en vista de las nuevas formas de narración, escribía:

Prólogo

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En todas las épocas habrá gente que aspire a la santidad de vida, porque el sentido religioso del hombre necesita imperiosamente una continua renovación de esta forma suprema de espiritualidad [...], sólo que ya no resulta imprescindible considerar a esas figuras admirables y más bien raras como personajes infalibles en lo divino e indiscutibles en lo humano. Al revés, esos espíritus intrépidos que siempre tientan nuevas empresas, a la vez que son inexorablemente tentados por el peligro de su audacia, despiertan nuestra simpatía precisamente en sus más profundas crisis y en sus luchas más encarnizadas; y si realmente nos enamoramos de ellos, no es a pesar de sus debilidades, sino justamente por ser débiles y caducos. De hecho, nuestra generación venera a sus santos no como enviados por Dios desde un supraterrestre más allá, sino cabalmente como los más terrestres de los humanos7. En otras palabras, hoy ya no creemos en el «testimonio cristiano» de un «ministro de la Iglesia» escudado tras los límites infranqueables del estado clerical para ahorrarse vivir una existencia terrestre, plenamente humana, erizada de peligros, e incluso inmersa en el «pecado». Hoy por hoy, un «testimonio» sobre lo divino sólo podrá resultar creíble si el testigo, en virtud de una decidida confianza, se atreve a correr el riesgo de exponerse a la inseguridad de la duda, a la necesidad extrema, a la desesperación, al fango, a la fealdad, al peligro de no saber comprender y al de ser un incomprendido, a la posibilidad trágica de equivocarse y a la perspectiva de un trágico fracaso, a la eventualidad de que sus mejores intenciones resulten nocivas, o de que sus sentimientos, incluso los del más auténtico amor, se conviertan en una infamia. Por consiguiente, una investigación que se proponga estudiar a fondo la realidad verdaderamente humana de la existencia que bulle tanto en la biografía personal como en la estructura psíquica de un clérigo no puede partir de la transfiguración mística o heroica del estado clerical, como lo presentan Francis Jammes o Georges Bernanos. Su poesía sacramental y su experiencia de tentación y gracia sólo podrán venir al término de la investigación. Y no es que este planteamiento pretenda acentuar la duda sobre la credibilidad o fiabilidad del clérigo; al contrario, lo que se quiere es ofrecerle la posibilidad de mostrar en la vivencia real de su compromiso cómo actúa en él su auténtica verdad. Cuando Jesús «eligió» a sus «discípulos», no los escogió como imágenes policromadas, sino como hombres de carne y hueso, vulnerables y débiles, y con una mentalidad rayana, a veces, en la locura. Así lo dice la carta a los Hebreos:

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Prólogo

Todo sumo sacerdote se escoge siempre entre los hombres y se le establece para que los represente ante Dios y ofrezca dones y sacrificios por el pecado. Es capaz de ser indulgente con los ignorantes y extraviados, porque él mismo está cercado de debilidad (Heb 5,l-2)8. El que aún se sienta atraído por ese mundo mágico del «Ozerón» de Francis Jammes tendrá que convencerse de que el camino que desde nuestra tierra conduce al paraíso perdido es infinitamente largo, y no podrá recrearse en la descripción de la «ciudad santa de Jerusalén» en términos de Tierra de Canaán, aunque sea como espejismo de esta ciénaga de la fragilidad humana. Tendrá que estudiar las mediaciones que hacen del hombre un clérigo y del clérigo un hombre; deberá restablecer los vínculos que puedan anudar el hiato entre sacro y profano, sin perder de vista esa unidad que le permita hablar de Dios, al tiempo que integra en su discurso las contradicciones entre naturaleza y cultura, sensualidad y moralidad, divinidad y humanidad. En cierto sentido, se podría decir también que de lo que se trata es de devolver al sacerdote —es decir, al clérigo, en general— la dimensión profética y la función poética de su existencia. En su novela Narciso y Goldmundo, Hermann Hesse ha logrado una formulación insuperable de la polaridad y unidad intrínseca de una contradicción cuyos términos se condicionan y corresponden mutuamente. Al personaje del abad, sacerdote fiel a sus principios ascéticos, al que llama «Narciso», consciente del enorme riesgo de una autoprotección que termina por ser estéril o de una autocontemplación que resulta mortífera, opone, como alter ego, el antitipo del artista siempre inquieto, hundido en la culpa, pero transformado por la gracia, al que llama «Goldmundo». Es el propio abad el que, después de un prolongado esfuerzo por llegar a la comprensión, declara a su amigo: Ahora, por fin, caigo en la cuenta de la infinidad de caminos que llevan al conocimiento, y que la vía de la abstracción no es la única y, tal vez, ni siquiera sea la mejor. Es mi camino, de acuerdo; y estoy dispuesto a seguirlo sin pestañear. Pero te veo a ti, que sigues el camino contrario, el de los sentidos, que captas tan profundamente el misterio del ser y lo expones incluso con mayor viveza que la mayoría de los pensadores [...] Nuestro pensamiento está anclado en la abstracción, empeñado obstinadamente en prescindir de lo sensible, para construir un mundo puramente conceptual. Pero tú, al revés; tú te tomas a pecho lo más inestable, lo más caduco, y proclamas que el universo cobra sentido únicamente en lo transito-

Prólogo

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rio. Es curioso; tú no prescindes de lo sensible, sino que te entregas a ello con pasión, y en tu apasionamiento le das el valor de lo sublime, lo conviertes en símbolo de eternidad. Nosotros, los filósofos, tratamos de llegar a Dios, sustrayéndolo del universo; pero tú te acercas a él por un amor a su creación, y así eres capaz de recrearla. Sea como sea, ambos caminos son humanos y, como tales, lógicamente insuficientes. ¡Pero el arte no tiene la culpa!9. Y así es; el propio «Narciso» se ve obligado a reconocer, un poco más adelante, que «Goldmundo» no sólo le ha enriquecido, sino que, al mismo tiempo, le ha empobrecido y ha hecho tambalear sus convicciones. De ahí la conclusión del autor: Ese mundo en el que él se sentía a gusto, como en su propia casa, su mundo, su vida monástica, su ministerio, toda su ciencia, la estructura de su pensamiento tan bella, tan armónica, tan perfecta, se habían visto en ciertos momentos violentamente sacudidos y seriamente cuestionados por la confrontación con su interlocutor10. Hoy día, el estado clerical sólo podrá recuperar un cierto grado de credibilidad si logra comprender la unidad entre «Narciso» y «Goldmundo» y la convierte en vida propia. Sólo así podrá reproducir en la realidad más íntima de su existencia el mismo ejemplo de Jesús, que no fue monje ni sacerdote, sino más bien profeta y poeta, vagabundo y visionario, médico y confidente, predicador itinerante y trovador, arlequín y mago del amor de Dios y de su inagotable y eterna misericordia11. Si se llega a conseguir que, en la existencia del clérigo, las «rosas» y los «lirios» que jalonan la «procesión del Corpus» en la novela de Francis Jammes se abran en todo su esplendor, como floración unísona e indisociable de una misma y única vida, entonces, y sólo entonces, el sacerdote, la monja, el religioso dejarán de verse como tipo de santidad trasnochada, o como hipocresía que fuerza y distorsiona la realidad, y ya no serán, con toda reverencia, objeto de desprecio, o incluso de burlas clandestinas. El caso es que, hoy en día, no vemos cómo todas estas sugerencias podrán resultar fecundas para conseguir una auténtica unidad vital, sin la ayuda de ese instrumento que a menudo provoca tantos recelos (hasta cierto punto, razonables) en la Iglesia católica, sobre todo cuando se trata de los clérigos, es decir, el psicoanálisis. En lo sucesivo, al hablar de «clérigos», incluimos naturalmente en esta denominación a las religiosas, ya que, tanto en sus conflictos psí-

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Prólogo

quicos como en sus capacidades creativas, pertenecen al mismo mundo en el que se mueven sus homólogos masculinos. El hecho de que, según la tradición, ratificada por el canon 1024 del Derecho Canónico, sólo los hombres puedan acceder a las órdenes sagradas, pone de manifiesto con suficiente claridad la profunda sima jurídica —y desde el punto de vista psicológico pavorosamente significativa— con la que la Iglesia católica discrimina a la mujer con respecto al hombre. Pero eso no puede borrar del horizonte la estructural unidad psíquica de las comunidades tanto masculinas como femeninas. Del mismo modo, cuando usamos la denominación «orden», en sentido genérico, la aplicamos también a las comunidades que, según el Derecho Canónico, se denominan propiamente «congregaciones» o «pías uniones». El objeto de esta investigación no es la diferenciación jurídica, sino la común estructura psicológica. Por eso nos parece legítimo emplear los términos según el uso corriente de la comunidad cristiana, e incluso de la opinión pública ajena a la Iglesia.

I. OBJETIVOS Y METODOLOGÍA

cA qué viene un estudio psicoanalítico sobre los clérigos? Algunos amigos míos han tratado de prevenirme contra los riesgos de tal iniciativa, mientras que otros, cuya buena intención no me parece tan fuera de toda duda, han procurado darme ánimos. Con todo, ninguna de esas sugerencias me ha parecido determinante. Y es que, en realidad, no pueden serlo. Naturalmente, es mucho más fácil soslayar los temas espinosos, sobre todo, cuando las perspectivas de producir un verdadero cambio no están, posiblemente, en relación con el elevado riesgo personal que cabe prever. Pero, aunque en los azares de la vida es bastante difícil establecer una distinción bien clara entre prudencia y pusilanimidad, nadie debería poner en duda que un teólogo no debe ser «prudente», cuando de lo que se trata es de mostrarse comprometido. Para un teólogo cristiano, más que para cualquiera otra persona, tiene que valer como promesa y como pauta de acción la garantía que, como testamento, dejó Jesús a sus discípulos en el apéndice al evangelio según Marcos: en virtud de su confianza, podrán «coger víboras» y hasta «beber venenos» sin temer ningún daño 1 . El simbolismo es inequívoco: «coger víboras» significa armarse de valor y afrontar sin miedo las «cuestiones candentes», cogiéndolas por donde queman, en vez de hundirlas en el olvido; «beber venenos» sin temor al posible daño subsiguiente equivale a hacer caso omiso de eventuales calumnias o difamaciones externas, que puedan parecer implacablemente destructivas. Para cualquier teólogo sería un título de gloria poder mostrar que su vida y su actividad profesional responden plenamente

22

Objetivos

y

metodología

a las palabras con las que, según la fuente «Q» (colección preevangélica de logia [«máximas» del Maestro]), Jesús conminaba a sus discípulos: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden quitar la vida; temed más bien al que puede destruir al hombre entero en el fuego eterno» (Mt 10,28; Le 12,4)2. Si en algún sitio hay que buscar prevalentemente esa actitud de ánimo inquebrantable, es sin duda en las filas de los teólogos. Mientras se podría mostrar cierta indulgencia con cuantos, por una u otra razón, se pliegan servilmente a una autoridad que dicta e impone sus tabúes al pensamiento y a la palabra, sin embargo, ante Dios, el teólogo tiene obligación de rastrear los pedregales para levantar las «víboras» y, en caso de necesidad, incluso de tragar «veneno», con la esperanza de que podrá «sobrevivir» espiritualmente. En tales circunstancias, ¿puede ser lógico aconsejar a uno, incluso dentro de la propia Iglesia, que haga todo lo posible por ceder al miedo, dándole precedencia sobre la verdad de la percepción y la claridad de la proclamación? Si la Iglesia quiere ser fiel a su propia autocomprensión, por la que se distingue de los demás grupos humanos, tendrá que ser una comunidad que no esté basada en la percepción de la carencia como principio o en estructuras de violencia internalizada, sino que viva esencialmente de la gracia, como don de Dios, y de una actitud de confianza mutua, como apertura a los demás. Sería, pues, inconcebible que, precisamente en esa comunidad, sus mismos representantes se retrajeran de abordar francamente y sin ningún complejo determinados temas que les conciernen en lo más íntimo, sólo por temor a la represión o a eventuales sanciones. Si hay algún tema que la Iglesia católica deba afrontar con absoluta sinceridad, sin tapujos de ninguna clase y sin la más mínima constricción interna o externa, es precisamente la situación de sus clérigos. Naturalmente, todo el mundo sabe la verdad. Desde hace siglos, no hay en la Iglesia católica un tabú más riguroso que la condición de los clérigos. Precisamente ellos, que por fuerza de su ideal deberían ser la encarnación suprema y la máxima irradiación de una libertad espontánea, parecen necesitar, para sobrevivir, una cierta barrera, un extraño cordón hermético de limitaciones mentales y de restricciones expresivas. Da la impresión de que les sucede como a las pinturas antiguas, que corren el peligro de desintegrarse al más mínimo contacto con el aire fresco. Hay que reconocer, desde luego, que en toda sociedad hay tabúes, que son como franjas de defensa destinadas a proteger ciertas institu-

Objetivos

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ciones vitales del riesgo de corrosión que encierra el pensamiento analítico3. Y también es cierto que el que se atreve a extender la mano sobre una zona sagrada, aunque no sea más que para protegerla, se expone casi de manera automática al correspondiente castigo. Eso es lo que le sucedió, según la Biblia (2 Sm 6,4-8), al desgraciado Uzá que, en compañía de su hermano Ajió, acompañaba con sus bailes al arca de Dios en su traslado a Jerusalén. Cuando llegaron a la era de Nacón, los bueyes resbalaron y basculó el carro, poniendo en peligro la estabilidad del arca; entonces, Uzá alargó la mano para sujetarla. Pero, a pesar de que la intención era buena, «el Señor se encolerizó contra Uzá por su atrevimiento, lo hirió y murió allí mismo, junto al arca de Dios»4. Lo santo no sería santo si no manifestara su carácter sagrado precisamente en su inviolabilidad y como fuente de castigo para el profanador. Pero por válidas que sean esas conexiones en una psicología religiosa o en una dinámica de grupos, lo que demuestran, por contraste, es que la Iglesia no puede proteger por medio de tabúes e intimidaciones lo que ella misma considera sagrado. Si la Iglesia, fiel a sus propias aspiraciones, desea mantener su credibilidad, no le queda más remedio que aceptar como única y exclusiva fuerza de convicción la evidencia de una humanidad libre y abierta a todo. Flaco favor le hará a la Iglesia el que, por miedo a previsibles represalias, eluda —respetuosamente, eso sí— abordar ciertos puntos neurálgicos de lo que ha llegado a estructurarse bajo la forma de temor institucionalizado. Al revés; lo que realmente beneficia a la Iglesia es lanzarse con decisión a romper esa estrechez de miras con la que ella misma se presenta, e impulsar, dentro de lo posible, el poder divino que actúa soberanamente en la libertad de expresión. Desde esta perspectiva, la actitud de aquellos amigos míos que me aconsejaban no escribir este libro demuestra escasa confianza en ese poder en el que se fundan tanto la vitalidad de la Iglesia como la amistad. Tampoco me parece legítima la actitud de los que confían en una investigación psicoanalítica del problema clerical como un abierto desafío a la política eclesiástica. La opinión se basa, obviamente, en un error de principio. Es verdad que las sondas del psicoanálisis, al estimular zonas profundas de la psique humana, pueden llegar a remover y hasta agitar, a su manera, la superficie calma de una antropología centrada exclusivamente en el pensamiento y en la voluntad conscientes. También es verdad que el psicoanálisis, prescindiendo de que se le haya tachado de cultivar una introspección puramente individual5, ha cambiado —y, en muchos aspectos, de modo decisivo— el rostro de la

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cultura occidental. Pues bien, precisamente su penetración analítica es la que le pone al abrigo de cualquier utilización polemista6. Es un instrumento muy eficaz de transformación, pero siempre dentro de sus objetivos específicos, como son la toma de conciencia de uno mismo y el desarrollo en clima de libertad. El psicoanálisis no quiere ni puede trabajar con reproches, acusaciones o exigencias; lo único que pretende es detectar relaciones, tendencias, motivaciones y estructuras ocultas, y explotarlas en beneficio del paciente, según las posibilidades del sujeto. El examen psicoanalítico suministra una infinidad de indicaciones sobre lo que razonablemente debería producirse; pero que eso se produzca o no, excede sus competencias. Los recursos verdaderamente válidos para llevar a cabo una transformación brotan del sufrimiento moral, un factor que el psicoanálisis nunca debe perder de vista, y de la confrontación de los resultados que arroja el examen de situaciones concretas con la propia autocomprensión del paciente, o sea, en nuestro caso, con las exigencias teológicas que la Iglesia cree que debe plantearse a sí misma y a sus miembros. En este sentido, una investigación psicoanalítica —no importa sobre qué tema— no es, por lo pronto, una especie de libelo «político», sino única y exclusivamente un intento de comprender mejor ciertas cosas. Me ha parecido conveniente recordar aquí estos valores de carácter interpretativo, terapéutico, apolítico —por consiguiente, ni agresivo ni polémico— inherentes a toda práctica psicoanalítica, pensando sobre todo en los posibles lectores de este libro. Cualquier percepción de orden psicoanalítico brota exclusivamente de una relación de confianza, de un diálogo amistoso entre analista y analizado. Sólo cuando se está frente a una persona que no censura, dirige ni manipula sino, al revés, acepta y tolera las verdades más íntimas -como quiera que sean-, se puede ser realmente honesto con uno mismo y aprovechar la nuevas percepciones para tener el valor de revisar los planteamientos previos. Un libro de psicoanálisis tiene que ser, por necesidad, de carácter abstracto; lógicamente, habrá de prescindir de actitudes tan decisivas como la libertad y la espontaneidad que caracterizan el contacto directo de las relaciones humanas. Su función es aislar los datos que arroja la experiencia personal, transformarlos en una formulación teórica y dejar descarnadamente al lector que reaccione por sí mismo. El problema de estas monografías no está en que sus lectores no puedan extraer de ellas suficientes conocimientos, sino más bien en que con frecuencia el lector corre el riesgo de descubrir sobre sí mismo muchas más cosas de las que razonablemente puede asimilar.

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Un estudio psicoanalítico no incluye, de por sí, un programa con las pertinentes «instrucciones de uso», para su correcta utilización por el lector. Por eso, cada uno tendrá que valorar por sí mismo el cúmulo de conocimientos adquiridos y aplicárselos a su caso concreto, según las exigencias individuales de su propia psicodinámica. En cierto sentido, eso es perfectamente lógico, ya que un libro de psicoanálisis no se puede leer como, por ejemplo, un tratado de química de hidrocarburos. Si se quiere entender correctamente, habrá que leerlo desde una perspectiva de compromiso, es decir, desde la relación que establece con la existencia del sujeto. Pues bien, por eso precisamente, puede suceder que los análisis aquí presentados sobre la psicología de los clérigos no actúen en un buen número de lectores como lo pretende el autor. A veces no se puede evitar que, ya en el mismo diálogo terapéutico, determinadas percepciones nuevas que podrían servir de ayuda y aun de estímulo se experimenten más bien como reproche o como acusación; por ejemplo, cuando se detecta que la estructura psíquica de una persona está condicionada por una neurosis compulsiva. En esos casos, es precisamente la neurosis, con su obsesividad por la perfección absoluta, la que impide al paciente sacar provecho de la terapia; bajo su dictado uno, o hace todo bien en cada momento de su vida o se percibe como no apto para la vida. Por tanto, es perfectamente comprensible que más de un lector de este libro tome como reproche lo que no es más que puro dato de percepción. Del mismo modo, si se lee una obra de psicoanálisis con una predisposición depresiva, puede ocurrir que se refuerce aún más el «super-yo», con todo su cúmulo de inculpaciones y complejos de inferioridad. Por todo ello, quisiera asegurar ya desde un principio, sobre todo a los clérigos que, presa de sus incertidumbres y sus rebeldías internas, se acerquen a leer este libro —y espero que realmente sean muchos—, que no se trata aquí de ensombrecer públicamente a nadie, ni de echar un baldón sobre el halo de prestigio que caracteriza al sacerdocio o a las órdenes religiosas, ni de minar el idealismo personal. De lo que se trata es, única y exclusivamente, de tomarse la libertad de desmontar viejos tabúes y ventilar abiertamente los problemas que en la actualidad a tantos acongojan. Ya es hora de restablecer en la Iglesia lo que en psicoterapia individual es el factor auténtico de liberación psicológica: la plena libertad de palabra, una libertad incondicional de expresión ante Dios (cf. Heb 3,5-6)7. Este libro habrá alcanzado uno de sus principales objetivos si de veras logra romper el inmenso aislamiento en el que viven muchos sacerdotes y religiosos, y les arranca del gueto de

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despersonalización administrativa en la que, a la fuerza, tiene que encarnar un determinado ideal cuya exigencia no les deja prácticamente otra salida que la de considerarse en su interior como unos perfectos fracasados. Se trata, en buena parte, de abolir esa sensación de no poder comunicar a nadie las dificultades y tensiones que se experimentan y que —en este campo de la comunicación, verdadero tabú— produce en cada uno la impresión de ser la oveja negra entre sus hermanos y hermanas. Lo que el presente libro quisiera dejar bien claro es, en primer lugar, que no hay que alarmarse por el hecho de que el sacerdote, o cualquier miembro de una orden o congregación religiosa, tenga ciertos problemas; es más, de no tenerlos, no serviría para clérigo. Y habrá que insistir en la conveniencia —por no decir necesidad ineludible— de hablar de ello abiertamente, en la convicción de que la verdadera causa de un conflicto interior no es propiamente la existencia de problemas, sino más bien ese silencio pertinaz que, en su intento de reprimir la angustia psíquica, no hace sino agravar la situación hasta convertirla prácticamente en un callejón sin salida. Este libro quisiera ser un alegato no sólo en favor de aquellos clérigos que no saben ya cómo resolver su vida, que se sienten indignos de su situación de privilegio, que se consideran fracasados e incluso malditos, que se ven como hipócritas crónicos, mentirosos de profesión, máscaras ambulantes, caracteres internamente inestables y vacíos, seres desequilibrados por sus frustraciones, maniáticos, y hasta presunta o verdaderamente «perversos»; también quiere romper una lanza en favor de todos aquellos aspectos de la psique humana que, a la sombra de la forma oficial de vida de los clérigos, no sólo no se asumen en plenitud, sino que se rechazan positivamente con un complejo de culpabilidad. El libro, en fin, en su deseo de desenmascarar la idea de que los aspectos negativos de la existencia de un clérigo son meras excepciones de carácter individual y, por consiguiente, no se deben más que al propio fracaso, pretende situar el problema en su verdadera raíz, a saber, en las estructuras objetivamente establecidas por la Iglesia católica para «regular» la forma de vida de sus seguidores más fieles e inquebrantablemente adictos. Ahora bien, aquí precisamente es donde esta monografía, basada en los principios del psicoanálisis, cobra —y debe cobrar— una dimensión (eclesio-)política; es decir, el problema se ve doblemente desplazado en su centro de gravedad. Por lo general, cualquier libro sobre clérigos, si por casualidad aborda el tema de los conflictos psicológicos, suele insistir de modo muy

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especial en el enfoque moralístico del problema, expresado en categorías de éxito y fracaso8. Es decir, el que recibe una vocación divina a ser clérigo tiene plena capacidad, si «colabora» con la gracia de Dios, para responder a las demandas, incluso a las más exigentes, que la Iglesia impone a la vocación clerical9. De hecho, siempre será válida la doctrina teológica de que Dios nunca deja de dar su gracia en la medida que cada uno necesita para hacer frente a las tentaciones del mundo 10 . Ahora bien, un estudio psicoanalítico no puede enfocar las cosas de una manera tan simplista. En primer lugar, porque para el psicoanálisis resulta inaceptable, de entrada y como un hecho incontrovertible, el uso de un lenguaje sobrenatural como el de «vocación» y «gracia»; y segundo, porque es mucho menos aceptable que, en un plano de libertad individual, se manejen términos, como los de «culpa» y «fracaso», en el sentido de conceptos simplemente morales. Por un lado, la reflexión psicoanalítica muestra continuamente el escaso radio de acción que le queda a la libertad personal con respecto a la psicodinámica del subconsciente, pues desde un principio el centro de reflexión se desplaza desde la conciencia refleja a los dominios del subconsciente. Por otro lado, en cambio, pone de manifiesto que «el subconsciente» no es una magnitud estática, sino algo que se va haciendo progresivamente y que cobra una siempre nueva entidad, al hilo de la biografía histórica de la persona, algo esencialmente vinculado a los condicionamientos cambiantes de su configuración social y que, a su vez, repercute sobre ellos. La separación que establece la teología entre el sistema —de por sí, sagrado— de la institución eclesiástica, tenida por indiscutible e incluso establecida por el mismo Dios, y el ser humano siempre —¡ay!— «vulnerable» y «falible», no es, precisamente por eso, más que un tinglado artificial, una abstracción esquemática que hace agravio a la realidad vital, a costa de estabilizar, como sea, los principios ideológicos de un orden predeterminado 11 . Desde el punto de vista psicoanalítico, el estado clerical es una institución que forma parte de un proceso de evolución social, cuyas condiciones, funciones y repercusiones se puede entender asequible y perfectamente, sin tener que echar mano de un vocabulario mistificante. En otras palabras, los clérigos no dejan de ser hombres; pero sus conflictos no son sólo suyos personales, sino que radican en las estructuras propias de su estado clerical, una institución cuya fuerza y debilidad, cuyas ventajas e inconvenientes, cuyas luces y sombras son perfectamente discutibles. Por consiguiente, ya no es posible justificar el orden eclesiástico en cuanto idealismo tabú que, en situaciones de conflicto, lleva a cargar

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toda la culpa sobre el clérigo individual, para preservar de este modo la santidad de la institución. Dicho de otra manera: desde un punto de vista psicoanalítico, el estudio de casos de patología individual obliga a buscar las posibles fuerzas patógenas en el correspondiente sistema, sobre todo cuando ese mismo sistema es el que exige que sus categorías sean reflejadas y encarnadas lo más perfectamente posible en la existencia del sujeto. ¿Qué pretende, pues, este libro sobre los clérigos? Ante todo y sobre todo, que cada sacerdote, cada religioso o religiosa aprenda a considerar sus problemas psicológicos no exclusivamente como muestra de culpabilidad personal; y, además, que la misma Iglesia, como conjunto orgánico de instituciones y reglamentos, llegue a ver con claridad sus sombras, su propio inconsciente colectivo, y afronte con sinceridad la tarea de estudiarlo a fondo. Ahora bien, esta clase de investigación es un derecho inalienable no sólo de los clérigos que se encuentran en dificultades, sino también —y en no menor medida— de los otros miembros de la comunidad eclesial, los llamados seglares o laicos. En todo caso, son ellos los que, como padres y madres, engendran y forman desde sus comienzos la personalidad de los que un día serán clérigos. Por eso, es justo y conveniente —como no podría ser menos— analizar con todo detalle esa relación intrínseca que incluso en el plano psicológico hace a un clérigo «hijo de laicos», aunque no sea más que para reinserir la institución clerical en la vida comunitaria. No basta con que una vez al año, con ocasión del evangelio del «Buen Pastor» (J n 10,1-30), se exhorte a los padres y, en general, a todas las familias cristianas a que vivan intensamente su fe, de modo que así crezca el número de voluntarios para la viña del Señor12. De hecho, la investigación psicoanalítica descubre las rupturas dialécticas, las múltiples contradicciones y aun la relativa tosquedad que suele tener, en el aspecto psicológico, la formación de un clérigo. Pero su función más importante consiste en esclarecer lo mejor posible los mecanismos inconscientes que actúan en la psicogénesis de un clérigo, para así devolver al «laico» la sensación de que, en este punto, su papel resulta imprescindible. Aquí, la analogía con la investigación histórica es sorpendente: en ésta, el esclarecimiento de los mecanismos sociales que condicionan una determinada época puede dar al traste con la inveterada concepción ideológica de que es el rey, o el general, el que da a su pueblo la victoria sobre los enemigos y el engrandecimiento de la nación. A este propósito, y no sin cierta ironía, se interrogaba Bertholt Brecht: «El joven Alejandro Magno con-

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La manera más simple de desempolvar ese halo de predilección divina que parecen tener los clérigos es mostrar que esa imagen de superioridad, con aires de supraterrestre, está tejida de represiones y transferencias psicológicas de naturaleza bien «terrestre». Al mismo tiempo, ese proceso de desmitización psicoanalítica de la figura del clérigo planteará a los padres no precisamente el problema de su deber moral, sino la cuestión, de orden psicológico, sobre si verdaderamente están dispuestos a asumir con plena convicción consciente lo que en terrenos del inconsciente se debe considerar como un influjo insustituible o, por lo menos, altamente beneficioso para una adecuada formación de la psicología del clérigo. Una última observación. Si los «seglares» logran tomar conciencia de la parte fundamental que ellos tienen en la formación psíquica de los clérigos, podrán afrontar críticamente los influjos a los que ellos mismos están expuestos en su trato normal con los eclesiásticos. A causa de su capacidad de hacer consciente lo inconsciente, el psicoanálisis —por su repercusión psico-sociológica— es una instancia extraordinariamente democrática frente a otras instituciones de respetabilidad no probada. De hecho, derriba las barreras que, incluso en las disposiciones jurídicas, separan al clérigo del laico, al sacerdote de su comunidad, al religioso del hombre de la calle, a la religiosa de la maternidad y hasta de la feminidad, en una palabra, a lo divino de lo humano. Por otra parte, intenta aproximar las magnitudes que brotan de una raíz común, con lo que consigue poner fin a esa sensación de culpa que tiene que sentir el seglar por no ser clérigo. Pues bien, ¿qué pasaría si lo problemático, lo cuestionable, en fin, lo insoluble se viera mucho más encarnado en los clérigos que en «los hijos de este mundo»? ¿Y si ya no se prestara fe a ninguna autoridad jerárquicamenta constituida que, ajena a la ciencia de su tiempo, se empeña en vivir la represión de lo que constituye su propia estructura psicogenética, con tal de mantener a toda costa la afirmación de su imponente superioridad? Si el estamento clerical se presentara en esa línea, no habría que verlo con desprecio; más bien, se le contemplaría con esa emoción con la que la gente que viaja en barco por el Rin suele admirar los impresionantes castillos de sus laderas: con un escalofrío de numinoso respeto ante esos testigos pétreos de una época de opresión y de violencia, pero también con el alivio y la satisfacción de que esas reliquias de un período tenebroso de la conciencia humana, por fortuna ya superado, han perdido su agresividad y, si sobreviven, es sólo como piezas de un fantástico museo. En sus murallas aún se puede disfrutar, al atarde-

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cer, de una cena festiva o del esplendor de un banquete de boda, pero de la majestuosa presencia de tan fastuosos palacios medievales no queda hoy más que el puro impacto romántico de su espléndida decoración perpetuamente restaurada. Si la Iglesia de hoy no quiere que una institución tan apreciada como el estado clerical degenere en el tráfago de un hostal o en algo así como un circo, tendrá que aceptar los desafíos del psicoanálisis y atreverse a conjugar la realidad de sus clérigos con un examen de las demandas que impone su formación y las expectativas que abre su actuación concreta. «Debéis ser responsables hasta de vuestros propios sueños», decía Friedrich Nietzsche hace ya cien años14. Pues bien, tal vez este camino pueda ofrecer una respuesta abierta a una crítica psicológica tan radical como la propugnada por Nietzsche contra la figura del «sacerdote». Otra razón, y no la última, de este libro es la sociedad civil. De hecho, una de las creencias todavía hoy más extendidas es que el problema de los clérigos es un asunto de orden puramente intraeclesial; es más, la propia Iglesia ha adoptado ciertas posturas que, en la mayoría de los casos, no hacen más que corroborar esa impresión de secretismo interno. Pero, evidentemente, eso no es así. La Iglesia, como comunidad dinámica, no es ajena al vaivén de cambios y reacciones que determinan el curso de los acontecimientos en la sociedad circundante. Tanto su acción como su presencia en el mundo no dependen solamente de sus propias iniciativas, sino que están determinadas por los condicionamientos estructurales de la cultura que le ha dado origen y a la que, recíprocamente, quisiera servir de intermediaria. Ya desde este punto de vista es evidente que, en psicoanálisis, no se puede abordar la cuestión sobre los clérigos en sí misma y de manera aislada, como si fuera un compartimento estanco. Y no es que el problema de los clérigos no despierte en la sociedad más que ese interés, por así decirlo, indirecto; al contrario, para la opinión pública extraeclesial, la actitud de la Iglesia hacia sus clérigos reviste una importancia de primer plano. De hecho, en todas las culturas, la tarea de la religión ha consistido siempre en acotar el campo de la contingencia, que caracteriza todos los proyectos y realizaciones del ser humano 15 , y proponer al Absoluto como lugar de asilo en el que se pueda pasar de la actividad a la escucha, del tener al ser, del proyecto a la esperanza, del juicio al perdón, en una palabra, de lo finito a lo infinito16. Una sociedad que carece de espacios libres —o que no los tiene en grado suficiente— para poder abrirse a un ámbito de eternidad terminará por asfixiarse, a falta de aire fresco. De aquí que ninguna sociedad, ninguna cultura

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puede ser indiferente al modo con que los ministros de la religión establecida presentan, transmiten o deforman los contenidos de su fe. Por eso, las cuestiones de higiene psíquica, sobre todo en los dirigentes religiosos, tienen que ser de interés público, aun para los estratos más aconfesionales de la población. Mientras no llegue a degenerar en secta, la religión impregna en gran medida, por medio de sus células activas, la concepción moral de la cultura en la que vive; igual que, inversamente, se ve obligada a reconocer las modificaciones que le plantean los incesantes cambios sociales, que le exigirán siempre nuevas respuestas. Por consiguiente, la cuestión sobre la psicología de los clérigos exige una discusión pública sin trabas ni tapujos. Ahora bien, ¿cómo se pueden conseguir conocimientos serios y bien fundados sobre la psicogénesis, la psicoestructura y la psicodinámica de los clérigos? Es tal la cantidad de tabúes que durante siglos se han ido acumulando incluso en el mismo planteamiento de la cuestión, que sin duda un determinado sector de la clerecía se sentirá inclinado a aceptar, en este libro, sólo aquellas afirmaciones que estén de acuerdo con el ideal que de sí mismo se le ha transmitido; en cuanto a todas las observaciones y resultados que arrojen una sombra de duda sobre su auto-estereotipo, habrá que contar, ya de antemano, con su rechazo, tal vez en alguna de las siguientes formas posibles: desconocimiento de la realidad, presentación banal, pura racionalización, y si esas descalificaciones fallan, ¿por qué no difamar de forma agresiva al autor? De modo que habrá que estar bien preparados para encajar una cascada de objeciones y argucias por parte de un sector de los propios clérigos, cuando surja algún punto que, en el plano psicológico, encierre alguna apreciación presuntamente negativa sobre la personalidad clerical17. Toda una lluvia de calificativos, como «deformación arbitraria», «afirmación gratuita», «exageración manifiesta», «parcialidad insidiosa», «conjetura infundada», «calumnia grosera», «imputación retrógrada que ya no se lleva hoy», todo será lícito, con tal de denigrar el fondo de estas reflexiones calificándolas de poco serias, carentes de todo fundamento e incluso absolutamente fantasiosas. O bien, se tratará de minimizar la importancia de los mecanismos descritos, con un deje de desdén: «¡Bah! Un montón de afirmaciones trasnochadas», «en realidad, nada nuevo», «en todas partes cuecen habas», «intrascendente», etc. Del flanco de los más forofos del sistema cabe esperar ciertos aires de racionalización: «Desconocimiento absoluto de la relevancia teológica del problema», «desprecio olímpico de los fundamentos cristológicos

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del ministerio clerical», «obcecación increíble frente a la excelsa dignidad de la institución y frente a la nobleza de un ideal de vida como el del clérigo». Finalmente, no hay que descartar una réplica adpersonam: «pura proyección de las propias dificultades», «nauseabundo desdoro de su propio nido», «manifestación de pura subjetividad», «psicograma del propio autor, no del clérigo», etc. Con todo, la pregunta clave sigue siendo la siguiente: ¿cómo puede un libro despertar la percepción consciente de determinados problemas del inconsciente en una persona cuya propia seguridad se funda precisamente en la represión de los datos que se deducen del análisis?, ¿es posible sacar provecho de la propia inseguridad, y del subsiguiente desconcierto, y prevenir las nuevas represiones que, por lo general, se producen a raíz del descubrimiento indeseado de ciertos mecanismos del inconsciente? A la hora de elegir el método, si lo que se pretende es asegurar los resultados, no tiene ningún sentido empeñarse en aducir el mayor número de datos y hechos «contundentes», o buscar refugio en estadísticas lo más documentadas posible. Con frecuencia se ha intentado proceder así, pero eso no ha producido ningún cambio en la Iglesia18. Por otra parte, el psicoanálisis es un método que reflexiona sobre magnitudes determinadas, pero que no trabaja en términos cuantitativos. Es verdad que para establecer la diferencia entre salud y enfermedad se basa esencialmente en la cuantía —mayor o menor— de sufrimiento, pero su verdadero valor consiste en detectar los mecanismos estructurales que gobiernan el campo de la psicopa-tología. Ya de por sí, la dedicación y el derroche de tiempo que se necesita, aun en el caso de un único paciente, para determinar los factores decisivos de su desarrollo y los principales esquemas de integración que actúan en su idiosincrasia particular impiden cualquier clase de valoración estadística de carácter generalizante19. En vez de eso, el psicoanálisis proporciona ciertas ideas y percepciones formales como las que brotan, por ejemplo, de la capacidad expresiva de una obra de arte o de la plasticidad gráfica de un poema. Y eso mismo ocurre en su presentación de datos, en la que no se busca la exhaustividad extensiva, sino la comprensión intensiva. Ante una argumentación basada únicamente en números y porcentajes, el lector podría objetar que su propio caso y su particular acopio de experiencias constituyen una excepción; de modo que tendría pleno derecho a interpretar su psicograma individual como una instantánea puramente fortuita. Ahora bien, si una presentación de los resultados concretos le enfrenta consigo mismo de manera inequívoca

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e irrefutable, es decir, cuando se ve obligado, incluso contra su voluntad, a reconocer su propia imagen, o cuando, liberado de trabas, termina por admitir conscientemente que, por más que se obstine en negarlo, se trata verdaderamente de él, y de ningún otro, sólo entonces se podrá obtener algo así como una sinceridad ineludible en un terreno como el de la psicología clerical, actualmente tabú. Y eso significa poner en el centro de la reflexión la persona real del clérigo, y no precisamente los objetivos de su peculiar forma de vida. Para poder ampliar de un modo decisivo nuestro conocimiento del ser humano, el psicoanálisis tiene que tomar a la letra la observación de Friedrich Nietzsche: «Toda investigación de ideas deberá orientarse, por necesidad, hacia la mente que las necesita»20. En realidad, casi todos los libros sobre el problema de los clérigos cometen el error de empezar por el ideal que marca la vida del sujeto como un deber institucional y como una seguridad derivada del compromiso de los votos: ideal de humildad (obediencia), de pobreza (renuncia a la posesión de bienes) y de castidad (celibato)21. Lo que se pretende probar en esos libros es: la fundamentación de ese ideal en la persona y en el mensaje de Jesús; su profunda impronta en la Iglesia todo a lo largo de su historia, sobre todo por los movimientos monásticos que se produjeron a partir del siglo iv, con su creciente influjo en la comunidad eclesial; y su capacidad, incluso en el presente, de constituir, mediante el más puro seguimiento de Cristo y como corresponde a la naturaleza íntima de la Iglesia en cuanto «definitivo (o sea, escatológico) pueblo de Dios», el «signo» creíble de una «entrega total» a Cristo y de la «insuperable» cercanía del «reino de Dios» manifestado en Cristo22. Todos esos libros suponen que se puede comprender a una persona con sólo conocer sus aspiraciones. Ahora bien, en esta suposición se producen dos cortocircuitos: 1) En primer lugar, es como si se identificara el fin subjetivo (el ideal) que se prefija una persona con el contenido objetivo que determina dicho ideal; es decir, se establece un cortocircuito de identidad entre la motivación psíquica del ideal y la función sociológica que desempeña. 2) Y, en segundo término, es como si el individuo estuviera esencialmente determinado por la orientación de sus aspiraciones; es decir, se produce otro cortocircuito, pero, esta vez, de identidad psíquica entre el ser y la conciencia de la persona. En el primero de los casos, se intercambia el ser social del individuo, es decir, su persona, en cuanto relación a lo otro, con su ser individual, es decir, su personalidad, su propio ser intransferible e incomunicable. Es éste un intercambio, cuyo alcance

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se intentará dilucidar a continuación. En el segundo caso, lo que se intercambia es la conciencia subjetiva con el propio ser individual del sujeto. Se da, por tanto, una ecuación ideal-realística, como la que propuso George Berkeley23 con su célebre principio: esse est per dpi («ser equivale a ser percibido»), es decir, «ser es igual a conciencia»; o también: «las cosas son como nosotros las comprendemos». Pues bien, si se empieza por determinar los contenidos objetivos de un ideal y, simultáneamente, se afirma su identidad con una vertiente tan subjetiva como la de la aspiración, será imposible llegar a comprender realmente el verdadero ser del clérigo. Más bien, lo decisivo para una comprensión más profunda es exactamente lo contrario, o sea, empezar por el final. La pregunta crucial no puede formularse en términos de aspiración subjetiva sino que habrá que preguntarse, más bien, por los elementos que han marcado a ese individuo, en cuanto sujeto, para despertar en él el deseo de un determinado ideal, como contenido único e insustituible de su vida. Lo que realmente mueve y remueve al hombre, lo que le liga personalmente o trágicamente le desliga de su orientación vital no es el contenido ni la realidad de una motivación concreta, sino precisamente la historia de la motivación. Nótese que decimos «orientación vital», y no «decisión vital», porque en breve tendremos que preguntarnos qué grado de libertad personal se encierra verdaderamente en la historia específica de las motivaciones que tejen la biografía de un clérigo. La diversidad de enfoque es evidente en ambos casos. El que empiece su investigación por un análisis de la figura ideal del clérigo se verá irremediablemente obligado a estudiar su realización concreta desde una perspectiva moralizante, y tendrá que bucear en la tradición eclesiástica para descubrir en qué consiste verdaderamente ser clérigo y por qué vale la pena —es más, en ciertas ocasiones, «se exige»— llegar a serlo. En cambio, desde un punto de vista psicoanalítico, esa vía de argumentación plantea serios problemas que, hasta cierto punto, se pueden formular en términos de filosofía escolástica: partir de hechos consumados —como si dijéramos, de la causa finalis—, para deducir de ellos la motivación psicológica —o sea, la causa efficiens—, es entrar inevitablemente en la dinámica de una «psicología compulsiva», ya que se presupone en la voluntad y en la acción humana un grado de unidad y racionalidad que, de hecho, sólo es propio de Dios. «Causa final» y «causa eficiente» sólo se identifican en el Ser Absoluto24; el hombre, en cambio, deberá aceptar el hecho de que, con mucha frecuencia, sus deseos se vean considerablemente apartados del objeti-

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vo (ideal) que se perfila en su horizonte, mientras que, por otro lado, sus logros pocas veces llegarán a coincidir con lo que realmente desearía alcanzar. En otras palabras, en vez de definir terminantemente en qué consiste el ideal de un clérigo y decretar desde esa cima que precisamente ese objetivo es lo que de fado debe perseguir desde su incorporación al estado clerical, parece mucho más humano, y, por consiguiente, mucho más auténtico, plantearse la cuestión de cómo llega un individuo a forjarse un determinado ideal y a elegirlo como modelo de su existencia. Por tanto, para rastrear la verdadera realidad psíquica de la institución clerical y dar razón de sus efectos, no se puede partir de los objetivos o determinaciones conscientes que motivan la decisión de un «clérigo adulto», sino de las influencias y clichés, por lo común latentes, que marcaron su infancia y su juventud, y que realmente son la base de sus decisones posteriores. Por consiguiente, queda claro que una investigación psicoanalítica no puede considerar la psique del clérigo como una magnitud acabada, en perfecta correspondencia con su ideal. Pues bien, eso mismo sucede con el concepto de Iglesia; es decir, tampoco se puede suponer —de entrada y a priori— que sea, en sí misma, algo perfecto y definitivo. Desde una perspectiva psicoanalítica, no se la puede introducir automáticamente en el debate, considerándola desde sus definiciones como «Cuerpo místico de Cristo» o como «Sacramento radical de la creación»25. Al contrario, habrá que prescindir de los modelos sociales de tipo organicista que, en cuanto arquetipos simbólicos, poseen ciertamente un gran valor integrativo, pero que, separados de la reflexión analítica, corren el riesgo de convertirse en una hipoteca de carácter colectivista o en un manifiesto decididamente ideológico26. Para comprender realmente las peculiaridades psíquicas del clérigo no se puede aplicar rutinariamente el modelo de una causalidad lineal; la realidad es tan compleja, que necesita continuas adaptaciones del esquema y una búsqueda infatigable de nuevas conexiones a los más diversos niveles. Un estudio piscogenético deberá empezar por un análisis detallado de las condiciones familiares, es decir, de las estructuras específicas en las que el futuro clérigo ha ido creciendo y desarrollando su propia psicología personal27. A continuación habrá que investigar los efectos de esos factores familiares sobre las diferentes fases psicogenéticas del desarrollo infantil, es decir, de ese período de la psicología individual en el que la persona aparece como «víctima» de su entorno. Pero sería un grave error pensar que la persona no es más que un producto pasivo de la educación en un determinado ambiente social. Lo que hay que

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preguntarse a cada momento es, más bien, cómo puede reaccionar un individuo ante los eventuales influjos del exterior, cómo concibe el «mundo» según su propio «esquema» mental y, finalmente, cómo reproduce en el ámbito de su acción y de sus relaciones con el medio ambiente las estructuras que ha logrado interiorizar28. Por tanto, habrá que ampliar y completar, paso a paso y punto por punto, la orientación analítico-regresiva del estudio con una percepción de carácter sintético-progresivo29. Pero, sobre todo, habrá que investigar el influjo espiritual que la presentación de ciertos ideales y de determinados sistemas de valores, como los que propugna la Iglesia, ejerce sobre el comportamiento de la familia y sobre la propia postura del sujeto; e, inversamente, habrá que preguntarse qué función se deriva de esas concepciones para la vida de la Iglesia, mientras se investiga de qué manera los objetivos colectivos quedan reflejados en la postura (hexis) y en el comportamiento (praxis) individual. En esta línea, los procedimientos de los que se sirve la Iglesia, tanto en los escolasticados o en los internados como en los noviciados o en los seminarios, para formar a sus clérigos en ciernes y prepararlos para sus futuras tareas adquieren una relevancia especial. Pues bien, en esa confluencia entre lo individual y lo genérico, entre lo privado y lo social, es donde se ven con una claridad meridiana los efectos psíquicos del ideal y las estructuras psicológicas que presupone para presentarse al individuo no sólo como deseable, sino incluso como imprescindible en conciencia. Al mismo tiempo se manifestará el tejido de interferencias entre Iglesia y familia que han venido preparando y condicionando hasta el presente el desarrollo vital de un clérigo, y que no dejarán de seguir condicionándolo, aunque no sea más que por el hecho de que la misma proclamación eclesiástica ejerce un poderoso influjo —precisamente por medio de los clérigos— sobre las familias de donde la Iglesia recluta sus vocaciones al estado clerical. Finalmente, habrá que prestar atención al ámbito de la sociedad en la que la Iglesia desarrolla su vida y en la que el individuo adquiere su propia formación; una sociedad en la que bullen las más variadas influencias: unas, que convencen; otras, que perturban; contradictorias, las unas; coincidentes, las otras. La sociedad posee, además, un ingente acervo de principios y valores de orden espiritual junto a unos ideales que dejan huella, pero que unas veces coinciden con los objetivos de la Iglesia, mientras que en otras ocasiones los contradicen abiertamente. La relación con esa sociedad en la que el clérigo ha experimentado su propio desarrollo y a la que más tarde será enviado es constitu-

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tiva no sólo del sacerdote diocesano, sino también de las comunidades religiosas, la mayoría de las cuales han sido fundadas para responder a necesidades concretas de su tiempo, y se han especializado, según su propia vocación y sus tareas específicas, en determinados «servicios» dentro del ámbito de la sociedad contemporánea. Por tanto, es lógico que, al modificarse los hábitos de la sociedad actual frente a los objetivos concretos de dichas órdenes, la mentalidad y la forma de vida comunitaria propia de los religiosos se vean radicalmente afectadas dentro de su respectiva comunidad. En resumen, debería quedar bien claro que los diferentes niveles del análisis, tanto por la diferenciación de métodos como por el progresivo ritmo de presentación, deben considerarse por separado, punto por punto, pero sin olvidar ni un momento que, en una cuestión como la que plantea la psicología clerical, cada uno de los elementos está intrínsecamente ligado con los demás y actúa sobre ellos en reacción recíproca. Entre las cuatro categorías expuestas: familia, individuo, Iglesia y sociedad, hay que tener en cuenta no sólo los «efectos directos» de sus interacciones inmediatas, sino que, al mismo tiempo, hay que considerar esos «efectos directos» como «efectos remotos» transmitidos por el conjunto de todas las otras relaciones causales. Además, hay que prestar atención a los mecanismos que engranan mutuamente, por ejemplo, el hecho de que la familia esté directamente constituida por la sociedad, mientras que, a su vez, reacciona sobre ella. Y lo mismo ocurre a nivel de individuo y a nivel de Iglesia. En presentación diagramática, se podría visualizar así el conjunto de conexiones e interacciones, en cuyo interior todo está relacionado con todo y cada elemento depende de los demás:

Familia ——- Individuo •«—»- Iglesia -—»- Sociedad

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De este esquema resulta que cada una de las cuatro categorías está relacionada con las otras tres, en cuanto que cada una condiciona las peculiaridades de las otras y deja sentir sobre ellas sus efectos y, a su vez, está condicionada y afectada por cada una de las demás. En una

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palabra, de lo que se trata es de enfocar la cuestión sobre la psicología de los clérigos como un proceso vivo, diversificado y múltiple, que no responde exactamente a lo que pudiera proponer, a favor o en contra, una reflexión de tipo ideológico, es decir, una realidad bien clara y bien definida que puede evaluarse globalmente por medio de las categorías de «bien» y «mal»30. Por lo demás, ya se verá que la auténtica medida para apreciar el valor de las instituciones eclesiásticas no reside en los acontecimientos reales, sino más bien en el modo como se producen. Si este libro pudiera contribuir a dar palabras a la represión, a superar el aislamiento, a derribar esas fachadas de rigidez, a promover una discusión que, aunque ya se ha retrasado excesivamente, todavía está sofocada por los miedos y por un cúmulo de sanciones de toda clase; si lograra transmitir al mayor número posible de lectores la sensación de que, en sus dificultades y conflictos, pueden contar con una infinita comprensión, en lugar de verse expuestos a la condena y al rechazo, todos los esfuerzos y peligros se verían ampliamente recompensados. En el fondo, lo que pretende este libro es elaborar una pastoral responsable dirigida precisamente a los pastores de la Iglesia, con la esperanza de mejorar sustancialmente la situación en la que hoy día se encuentra la pastoral. Es posible que, a cada paso, surja una objeción de carácter más bien genérico: «¿Es que sólo sucede como se dice aquí? ¿No hay también otros muchos casos en que las cosas son distintas?». Como respuesta, valga una analogía. En la historia de la física se creyó hasta principios del siglo xx que la luz, por su propia naturaleza, siempre «escogía» el camino más corto entre dos puntos. Hoy, en cambio, sabemos que la luz no se limita a un solo camino entre dos puntos dados, A y B, sino que puede recorrer, literalmente, todos los caminos posibles. Por un prurito de precisión, los físicos suelen dibujar flechas cuya dirección marca el tiempo del camino recorrido, y mediante una combinación de flechas obtienen, como suma de todas las posibilidades, una resultante con cuyo cuadrado se calcula el grado de probabilidad del camino efectivamente recorrido 31 . Este procedimiento ayuda a comprender fácilmente que, para determinar el arco de probabilidades, no cuenta en absoluto la multiplicidad de los posibles caminos, sino que la auténtica contribución corresponde a la distancia que une en línea recta los puntosa y B. De ahí, finalmente, se deducen las leyes de la óptica que nos permiten construir microscopios y telescopios.

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Pues de igual manera, en la presentación psicoanalítica no basta con determinar todas las posibilidades; de lo que se trata es, más bien, de detectar qué es lo que realmente posee el más alto grado de probabilidad de realizarse en la práctica. Por eso, proponemos ciertos modelos de la realidad psíquica que constituye la existencia del clérigo, tomando su configuración ideal como mera hipótesis para averiguar las condiciones en las que ese ideal tiene más probabilidades de realizarse. Cuanto más se acerque la realidad concreta al ideal de clérigo establecido por la Iglesia católica, más se ajustarán las previsiones de nuestro modelo a los casos particulares. Por consiguiente, no se trata de determinar que esto sea «así, y únicamente así», sino que sustancialmente es como aquí se describe.

II. EL DIAGNÓSTICO

La propuesta de un método psicoanalítico para investigar la psique de los clérigos se enfrenta con una objeción de carácter teológico que, aunque no se exprese abiertamente, puede suscitar serias reservas y una cierta predisposición emocional contra este tipo de análisis. Por eso, habrá que afrontarla desde el comienzo. La objeción podría formularse más o menos así: la aplicación de un método psicoanalítico —y, en general, de cualquier enfoque «meramente» psicológico— no es el modo más adecuado de abordar un tema como el de la psique del clérigo. En realidad, la trayectoria de un clérigo está sustancialmente marcada por la gracia de la vocación divina; es algo así como un mysterium sui generis, un «misterio» en sentido estricto, que no se puede encuadrar en los triviales postulados de una lógica «rastrera» como la del psicoanálisis. Es más, en este caso, como en ningún otro, tiene plena vigencia la recomendación de Jesús: «No deis lo sagrado a los perros ni les echéis vuestras perlas a los cerdos» (Mt 7,6). También podría formularse esa objeción en términos más moderados, concediendo que, aunque las leyes de la psicología tal vez se puedan aplicar, en cierto sentido, a la biografía del clérigo, de ninguna manera se puede deducir de ellas lo que constituye el aspecto más específico de la existencia clerical. De hecho, esa misma especificidad se resiste a cualquier intento de explicación lógica, porque nace exclusivamente de la libre y gratuita decisión de la voluntad de Dios1. Pues bien, como esas objeciones son de carácter teológico, sólo se pueden rebatir con argumentos igualmente teológicos. Por más que,

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bien miradas, y ya que desempeñan una función socio-psicológica, desembocan evidentemente en una justificación del estatuto específico del clérigo que, en buena lógica, constituye un círculo vicioso. De hecho, el proceso de argumentación se podría sintetizar en estos términos: si los clérigos representan algo «extraordinario» frente a lo que es «ordinario en el ser humano», porque son elegidos por Dios, las leyes «ordinarias» de la común psicología les son tan poco aplicables, que lógicamente habrá que deducir de ello que son elegidos de Dios. Pero resulta, por otra parte, que el rasgo más característico de la argumentación teológica es que no pierde en absoluto sus pretensiones de verdad, ni aun cuando se demuestre el relativismo «ideológico» de su punto de vista o la tautología «lógica» de sus postulados. Incluso lo «ideológico» pertenece al orden de lo santo —y, por consiguiente, de lo verdadero—, a causa de la santidad de la Iglesia. Por otra parte, la circularidad del pensamiento no es más que pura consecuencia de esa argumentación, ya que la razón humana no puede menos de fracasar frente a la impenetrabilidad de lo divino. Si no hubiera tantos sacerdotes y religiosos que, en su profunda honradez como personas, no dejan de defender a capa y espada ese modo de razonar, quizá no fuera especialmente necesario discutir este punto. Pero el caso es que sobre esta argumentación se basa un modo de hacer teología cuyos daños son evidentes en multitud de aspectos y que, por tanto, debe ser corregido desde un principio. El punto crucial, tanto filosófica como teológicamente, es que aquí se afirma que una realidad —la vocación a clérigo— es «inexplicable» desde un punto de vista humano, para pasar inmediatamente a «explicarla» por la inexplicabilidad del designio divino. De ese modo y, en realidad, casi sin darse cuenta, se va construyendo una especie de «teología de dos pisos», en la que lo humano y lo divino, el orden de la existencia humana y el orden de la gracia divina son como dos magnitudes separadas que se comportan mutuamente como el agua y el aire, como la tierra y el cielo, como las nubes y la luz. Es verdad que el aire «agita» el agua, el cielo «toca» la tierra, y la luz «penetra» las nubes, pero siempre el plano «superior» actúa por sí mismo y con absoluta independencia del plano «inferior». En ninguno de los actos de su voluntad el Creador está ligado a su propia «obra», a su creación2. Es más, esa clase de teología hace de Dios, según su necesidad, un simple tapagujeros de las deficiencias, presuntas o reales, del conocimiento humano e incluso un sustitutivo de la radical capacidad cognoscitiva de la inteligencia humana 3 . En último término —y usando una formu-

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lación de la filosofía escolástica— Dios queda reducido a «causa parcial» de la creación. Es como si la realidad «natural», empíricamente comprobable, se pudiera explicar por el mundo de lo metafísico, de lo «sobrenatural». En realidad, el recurso a Dios no «explica» nada; a lo más, apunta hacia algo que en sí mismo debe ser perfectamente «explicable» para que pueda producirse 4 , interpreta el contenido de la realidad fáctica, e imprime en los hechos naturales el sello de su origen divino, pero no define las causas naturales de su proveniencia. En otras palabras, la pregunta sobre la posibilidad de «explicar» como «producido por Dios» un hecho que se produce dentro de las coordenadas de espacio y tiempo, es ya en sí misma una cuestión de orden psicológico5. Por consiguiente, en vez de considerar el recurso a Dios como explicación de los hechos, habrá que pensar que es precisamente ese recurso el que, ante todo, necesita una explicación psicológica. En auténtica teología, la única cuestión consiste no en saber qué hechos de la vida de un ser humano se deben interpretar de fado como una «vocación divina», sino qué datos se pueden y se deben esclarecer con la ayuda de ese concepto. En el fondo, la objeción teológica fundamental, es decir, que un estudio psicoanalítico sobre la psicología de los clérigos es en sí mismo «inadecuado» y, en cierto modo, «lesivo» para la «dignidad» de su objeto, se basa en un error de juicio, por no decir en una pereza intelectual. Esa actitud descuida, y hasta prohibe, investigar las causas naturales que dan lugar a ciertas manifestaciones empleando los medios que nos suministra espontáneamente nuestra propia capacidad cognoscitiva. Y eso, por miedo a desacreditar la inconmensurable grandeza de Dios, si llegamos a comprender claramente las leyes que gobiernan el universo por él creado. En realidad, es el mismo problema que se planteó a principios de la Edad Moderna —a lo más tardar, con la filosofía de la Ilustración, hace doscientos años— con respecto a las Ciencias de la Naturaleza: ¿qué va a pasar con la «providencia» de Dios, si el universo está regido por unas leyes que no respetan las peculiares necesidades del hombre, más aún, que desconocen unos sentimientos y unos valores tan humanos como la ética y la estética?6, ¿qué va a ser de la religiosidad de los creyentes, si el trueno y el relámpago, las tormentas y los temporales, las lluvias y las inundaciones, en fin, todos los fundamentos de la existencia humana no proceden directamente de las manos de un Dios, Padre providente, sino que se deben a sus propias causas, que pueden y deben ser cuidadosamente investigadas?

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Las conquistas científicas de la Edad Moderna no sólo significaron el fin de una relación mágico-animística del hombre con su medio ambiente7; de hecho, y sobre todo, forzaron a la teología cristiana a batirse interminablemente en retirada, en una pugna por mantener como campo de la acción de Dios lo que la ciencia aún no había sido capaz de desvelar, por ejemplo, hace cien años, la cuestión de los orígenes del hombre o, hace unos cincuenta, el origen de la vida o, en la actualidad, el origen del universo8. Durante ese tiempo, el frente artificial de la teología contra el progreso del conocimiento humano se vio, punto por punto y problema por problema, sistemáticamente desmontado. Pero, desde luego, aún no ha llegado a producirse un cambio decisivo de mentalidad con respecto a la situación. La mejor manera de «probar» o de «alabar» la grandeza de Dios no es precisamente exaltar su acción hasta el nivel extraordinario del orden sobrenatural9, ni rebajarla a simple argamasa para rellenar las lagunas del conocimiento científico. Dios actúa en y a través de la naturaleza por él creada; y no por eso nos resulta más lejano, sino al revés, tanto más cercano y más digno de confianza, cuanto más tratamos de rastrear y comprender los fundamentos y las leyes de su creación. Eso, precisamente, es lo que nos puede dar un cierto barrunto de su verdadera grandeza y de su inabarcable sabiduría. En este contexto, siempre tendrá sentido decir, a propósito de ciertos casos concretos de la historia: «Este hombre es un elegido de Dios», o «Dios ha guiado verdaderamente a este pueblo». Pero esas frases nunca se pueden entender como expresión de un hecho que tiene en sí mismo su propia consistencia y, por tanto, es «objetivamente» verdadero, sino sólo como expresión del significado «subjetivo» de un acontecimiento capaz de transformar radicalmente la existencia de un determinado individuo. Ahora bien, expresiones como «Dios guía» o «Dios elige» plantean, desde el punto de vista psicológico, dos cuestiones fundamentales: 1. ¿Qué carácter revisten esas experiencias psíquicas a las que se atribuye origen divino? 2. ¿Qué significa para el interesado el hecho de que precisamente a esas experiencias que han marcado su vida se les atribuya un origen divino? Para evitar que el recurso a Dios se convierta en una mera etiqueta ideológica impuesta desde fuera, y no sólo ajena al sujeto, sino incluso alienante, habrá que aplicar el método psicoanalítico, para comprender exactamente el contenido y la interpretación de unas experiencias tan íntimas, sobre todo como las que configuran la vida de un clérigo.

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Por consiguiente, en nombre de Dios y en interés del ser humano, y por razones de orden teológico e incluso de higiene mental, no sólo es legítimo, sino imprescindible, investigar ante todo y sobre todo con los métodos del psicoanálisis los puntos de apoyo, es decir, las estructuras que sustentan y en las que se inserta la vida de cada clérigo; en una palabra, los principios fundamentales de la creencia en una vocación divina, en una elección particular de Dios.

A) L O S E L E G I D O S , O LA I N S E G U R I D A D O N T O L Ó G I C A

Según lo dicho, la cuestión que se plantea desde el punto de vista del psicoanálisis no se refiere a las explicaciones que ha dado la teología en el curso de la historia, y todavía mantiene hoy, sobre la creencia en una elección peculiar del clérigo por parte de Dios. Para la reflexión teológica, la «vocación» es un elemento que pertenece al plan divino de la «economía salvífica», tal como se manifestó en la vida de Cristo, al que se toma por modelo, y como ha ido configurando posteriormente la vida de la Iglesia, con sus categorías de permanente validez. En cambio, en un planteamiento psicoanalítico, la pregunta versa más bien sobre la posibilidad de entender cómo una persona, a la edad, más o menos, de veinticinco años, es decir, superada la etapa de la pubertad y de la adolescencia, llega a considerarse como elegido por Dios. Y aquilatando más la pregunta que se plantea el psicoanálisis, diríamos que no se trata de determinar si —y hasta qué punto— esa creencia es o no objetivamente legítima desde el punto de vista teológico, sino cómo llega a producirse «subjetivamente»; y, al revés, cómo esa creencia, una vez producida, actúa sobre el propio sujeto. En una palabra, ¿cómo se ve a sí mismo ese sujeto que se considera «elegido» de Dios, es decir, cómo entiende él mismo esa realidad y cómo reacciona ante ella?

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1 LA CONTRAFIGURA DEL C H A M Á N

En cuestiones de psicología religiosa, siempre es útil precisar algunos aspectos mediante un estudio comparativo de las diversas religiones y, partiendo de sus diferencias específicas, tratar de determinar ciertas estructuras que, dentro del marco cultural de la propia religión, o se suelen pasar por alto, ya que parecen evidentes, o no son suficientemente valoradas en cuanto a su significado. El llamamiento en virtud de un poder divino a ejercer la profesión sacerdotal, o una tarea afín a ella, es un fenómeno suficientemente conocido no sólo en la Iglesia católica, sino también, en cierto modo, en todas las religiones. Sin embargo, a los ojos de una determinada crítica —en particular, la protestante—, el hecho de que en el seno del cristianismo exista —todavía (!)— la institución de un grupo selecto de personas con un llamamiento especial se interpreta como una recaída en las concepciones paganas1. Eso no obsta para que se perciban con claridad algunas diferencias que, por otra parte, resultan altamente significativas. En la historia de las religiones, la vivencia de una «elección», o sea, una «vocación», proveniente de un poder divino, se encuentra, en su forma primigenia y, a la vez, más difundida, en los sueños iniciáticos del chamanismo2. Se trata de vivencias experimentadas por niños de ocho o nueve años, y que jamás deben producirse después del comienzo de la pubertad, si es que realmente van a ser determinantes para el resto de su vida. Los tratados etnológicos de tiempos pasados han querido ver en la psicología de los chamanes, precisamente por esos sueños de vocación, todas las características imaginables de un trastorno

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psicopatológico. Pero eso se debe exclusivamente a la incapacidad de nuestro pensamiento occidental para percibir en ello una manifestación que pertenece a las vivencias más subyugantes y maravillosas que pueden solicitar a la psique humana3. Hoy sabemos —y no sólo, ni en último lugar, por influjo de la psicología profunda— que se trata de vivencias oníricas que, en una cascada de símbolos arquetípicos, se convierten en el destino de un individuo, por cuanto le confieren una energía que cura enfermedades mediante ciertos ritos sagrados, interpreta los signos de los tiempos a base de benéficos presagios, y conjura los espíritus de ciertos animales y de los propios antepasados de la tribu mediante fórmulas de componente mágico4. Desde el punto de vista de la psicología profunda, las vivencias iniciáticas de los chamanes son una especie de psicoanálisis espontáneo, por cuanto representan simbólicamente, en una secuencia característica, los diversos estadios de análisis y síntesis, regresión y regeneración, destrucción y renacimiento 5 . En lenguaje mítico, se podría decir que los sueños de vocación de los chamanes son como caminos que retrotraen a un paraíso perdido, a un punto en el que el universo gravita sobre su oscuro centro, en el que cielo y tierra se tocan y se confunden, y en el que florecen hierbas y plantas misteriosas que, en su simbolismo cifrado, encierran la razón suprema del orden universal. Son formas y fórmulas mágicas de una salubridad primigenia, de la totalidad del ser6. La charlatanería y el embuste hábil, que a menudo se les imputa, son elementos esencialmente ajenos al que se siente llamado por medio de esas visiones. La personalidad de los chamanes les convierte en sacerdotes transidos de profetismo, en poetas y heraldos, en médicos sobrenaturales, en videntes y sabios, en oníricos buscadores de los caminos que llevan a los veneros más profundos de la conciencia humana. Cierto que los así llamados son, en sentido estricto, «seres anormales», «caracteres aparte», incapaces de una adaptación a la vida normal de la tribu7; es más, todo el que, como ellos, está cerca del espíritu, puede ser tenido por «loco» —en sentido estrictamente social, y con toda la razón— dentro de la rutina de la normalidad cotidiana. Un personaje así es incapaz de distinguirse como cazador o guerrero, como marido o padre, como señor o gobernante 8 . Desde el punto de vista psicoanalítico, los chamanes parecen ser personalidades extraordinariamente vulnerables, víctimas de su propio inconsciente hasta el límite de lo psicótico. Pero precisamente en esa vulnerabilidad es donde la psicología profunda ve la raíz de sus

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poderes para curar enfermedades y conjurar espíritus9. Los sueños iniciáticos que tuvieron en su juventud actúan como vacuna temprana, que despierta en ellos esa fuerza espiritual que, más tarde, les permitirá hacer frente a la aparición de una amenaza en forma de enfermedad psíquica; se trata de una especie de autocuración espontánea frente a cualquier severa crisis anímica. Por eso, el que ha experimentado esa llamada no tiene otra elección: o cede al mensaje de los sueños que, desde su infancia, le destinaron a ser chamán de la tribu, o quedará inerme, expuesto al mundo de los espíritus y al caos del inconsciente. Las profundidades de ese riesgo anímico determinan, como reacción, la intensidad de la fuerza curativa; porque, en realidad, los llamados a ser chamanes no harán en el futuro más que enseñar a otros hombres, víctimas de sus propias perturbaciones y del desorden mundano, los caminos por los que ellos mismos, como niños, puedan reencontrar su propio ser precisamente en sus visiones. Para ellos, ser chamanes es la única manera de escapar a la amenaza de destrucción; es una auténtica vocación «divina», como la de todo verdadero poeta, pintor o músico10. El chamanismo es un consumado arte de vivir, una pura poesía, una densidad insondable de la existencia, debido a la sobrecogedora tensión de una vida simbólica; es la síntesis de las contradicciones, en cuya solución cualquier espíritu menos ingenioso estaría irremisiblemente llamado a sucumbir. Una comparación entre esta llamada onírica del chamán y la vocación existencial del clérigo católico permite establecer dos diferencias fundamentales: 1. El componente psíquico de la experiencia vocacional sufre una trasposición del «sueño» a la «decisión» consciente. 2. La esfera personal de la mediación queda sustituida por una objetivación en el ministerio. De momento, ambas diferencias pueden parecer irrelevantes. Pero, en realidad, significan un cambio fundamental en el desarrollo y en la configuración de lo que generalmente se entiende por vocación divina en el sistema religioso establecido, de modo que todo el resto lleva el cuño de esas diferencias. Por consiguiente, valdrá la pena estudiarlas con un cierto detenimiento. 1. Del «sueño» a la «decisión» consciente A cualquier persona psicológicamente adulta, que tenga un cierto trato con clérigos, le sorprenderá la frecuencia con que se les oye decir

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que lo que, en realidad, ha configurado su vida ha sido exclusivamente el influjo directo de la Iglesia, es decir, la entrada en el seminario o en el noviciado. Sea como agradecimiento o como reproche, parece que el influjo de las instituciones eclesiásticas sobre la conciencia de muchos clérigos ha sido tan fuerte, que están convencidos de que todo lo que son, para bien o para mal, lo han recibido de manos de la «madre» Iglesia. Esta visión de la realidad no sólo revela una sorprendente actitud de identificación personal con las disposiciones y objetivos de la Iglesia, sino que muestra, sobre todo, una profunda represión de su infancia o, lo que es lo mismo, un considerable infantilismo en su actitud con respecto a la Iglesia. Si se pregunta a un sacerdote o a un/a religioso/a la razón, por ejemplo, de sus problemas sexuales, de su temor a los superiores o de su incapacidad para imponerse a otros, la respuesta suele ser que así se les educó desde su entrada en la orden o durante los sermones dominicales de la casa de formación, y por eso mantienen esa actitud. Es como si los interesados no hubieran vivido una infancia propia y hubieran venido al mundo a la edad de veinte años. Naturalmente, una represión tan profunda de la propia infancia y juventud obedece a causas muy concretas, de las que tendremos que hablar ulteriormente con bastante detalle. Pero, por el momento, baste describir el fenómeno y constatar que, desde un punto de vista subjetivo, los verdaderos factores de la «vocación» de un clérigo no radican en los influjos inconscientes de la primera infancia ni en los problemas de la pubertad; más bien, sobre esos temas se ha echado un velo de olvido y de silencio ante sí mismos y ante los demás. En lugar de eso, la orientación a la profesión clerical se atribuye al «yo adulto», es decir, al influjo de un supuesto «adulto» ya maduro. La idea de que las causas decisivas de una vocación clerical deberían producirse ya antes del comienzo de la pubertad y configurarse como sistema propio, para superar la futuras crisis de la vida adulta, suele ser totalmente desconocida para la mayoría de los clérigos —la idea choca demasiado violentamente con el dogma del libre albedrío y, por eso, es lógico que se tome a broma, considerándola como un prejuicio del psicoanálisis—, de modo que, a lo más, se llega a reconocer que, en la parte positiva, aparentemente sin conflictos, del propio desarrollo se ha dado un influjo directo de los padres, incluso en los primeros años de la infancia. Por ejemplo, el hecho de que la madre llevara al niño de tres años a la iglesia el día de Navidad, o que le

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enseñara a rezar el Padrenuestro, se considera un dato determinante para el rumbo de su profesión futura. Más aún, se llegará a recomendar insistentemente esa actitud a los padres como una condición pedagógica de su trabajo educativo. Sin embargo, el influjo que hayan podido tener en la evolución psicológica del individuo las encastradas y quebradizas impresiones de la infancia no engendrará una percepción consciente en ningún clérigo católico, al revés de lo que les sucede a los chamanes de una cultura tribal. Y mucho menos se admite el conocimiento de que en los estratos más profundos de la psique humana se puedan producir determinados impulsos inconscientes de carácter onírico, a través de los cuales se manifieste una vocación divina. Es fácil conceder que en el caso de ciertos santos de la Edad Media, por ejemplo, Francisco de Asís, su vocación a una determinada tarea se haya producido mediante una visión o una audición; y en esos casos excepcionales nadie tendrá dificultad en reproducir como histórico el lenguaje de la leyenda11. Pero nadie se toma la molestia de relacionar —posiblemente— la vocación de san Francisco a una vida de pobreza y de renuncia al matrimonio con la aversión profunda que experimentaba hacia la brutalidad de su padre, el comerciante Bernardone, o con el acendrado amor hacia una creatura tan equilibrada como su madre, cuyo origen francés recuerda el propio nombre del personaje. Y por lo que toca al presente, si un estudiante de teología quisiera fundamentar en una determinada vivencia onírica su inclinación personal al sacerdocio, suscitaría un cierto desdén y hasta una hilaridad más bien connivente, antes que concitar confianza y asentimiento. En cualquier caso, nadie estaría dispuesto a considerar esas incursiones, demasiado remotas, en la experiencia interna de su infancia como merecedoras de un intercambio de ideas, o de una solicitud para poder dedicarse al estudio de la teología, como candidato al ministerio sacerdotal. La claridad de una decisión consciente, por la que un individuo sabe bien lo que quiere, «como persona responsable», o está dispuesto, como servicial discípulo de Cristo, a afrontar cualquier sacrificio en el seguimiento del Maestro, es decisivamente mucho más segura que el caótico laberinto de una jerga tan incomprensible como el psicoanálisis, esa auténtica «tontería», como hace años le gustaba decir, a este respecto, a un honorable cardenal. Mientras tanto, surge aquí un problema que es bastante más delicado desde el punto de vista teológico que desde el puramente psicológico. Cuando un adolescente, sea alumno de seminario, o postulante

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de alguna orden femenina, se decide libre y conscientemente a embarcarse en una tarea tan trascendental como ser aprendiz de clérigo en la Iglesia, ¿qué tiene que ver Dios con esa decisión? Por primera vez en este estudio advertimos la vinculación que existe, paso a paso, entre una determinada estructura psíquica de los clérigos y ciertas doctrinas eclesiásticas que se refieren a la fe. Precisamente, esa pregunta sobre la relación entre elección divina y libre albedrío humano, entre el don de la gracia y la colaboración personal, atraviesa como hilo conductor toda la historia de la teología occidental, desde san Agustín a Lutero, Calvino, Pascal y los jansenistas, e incluso hasta Yves Congar y Hans Urs von Balthasar12. La cuestión incita a una nueva búsqueda de soluciones, crea incesantemente nuevas categorías de «herejes» y «heterodoxos», y está íntimamente entrelazada con la psicología de ciertos grupos, en cuyos círculos —sobre todo, de clérigos (masculinos)— se plantean esas cuestiones y se discuten acaloradamente, hasta provocar una amenaza de proscripción. No cabe duda de que la respuesta católica a la pregunta sobre el carácter de esa gracia y providencia divina hay que valorarla, desde el punto de vista del psicoanálisis, como una expresión directa de la experiencia personal con respecto a la vocación al ministerio, porque la solución consiste precisamente en la dicotomía que se produce incluso en la experiencia psíquica de los clérigos con respecto a su compromiso: una dicotomía entre la voluntad humana y el plan divino. Por una parte, se mantiene la concepción de que el que pretende ser clérigo de la Iglesia católica debe decidirse por sí mismo y con absoluta libertad a embarcarse en ese género de vida, mientras que, por otra parte, Dios tiene que haber ratificado esa decisión por medio de su gracia, en cuanto que previene, acompaña y lleva a término esa actuación de la persona humana 13 . En una palabra: la libre decisión de un determinado sujeto para abrazar precisamente ese camino de seguir a Cristo en el estado clerical es, de acuerdo con la convicción dogmática, una «obra» del sujeto humano en la que se refleja una actuación de Dios. En esa diferencia y, al mismo tiempo, unidad de voluntades —divina y humana—, la voluntad humana, según la concepción católica, no se ve limitada ni anulada en ningún estadio de su decisión personal, como pretende la «herejía» luterana o calvinista; al contrario, según la interpretación teológica, la voluntad del hombre queda reforzada, estimulada y sublimada. No vamos a entrar en las posibilidades y dificultades teológicas que, incluso hoy en día, conlleva esta concepción, sobre todo en las

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discusiones de «teología polémica» entre católicos y protestantes. Por el momento, bastará poner de relieve las implicaciones y consecuencias psicológicas de este planteamiento. Lo primero que llama la atención es el reduccionismo antropológico por el que el interés del ser humano en la «obra» de su «elección» a ser clérigo disminuye ante la participación consciente de su libre decisión y de su voluntad moral. Todo el ámbito del inconsciente, es decir, el enorme espacio de la infancia, las impresiones psíquicas y sociales de la casa paterna y del mundo circundante, las historias de la elaboración subjetiva y las diversas vivencias personales provenientes de influjos y configuraciones innatas, por no hablar de factores de predisposición y características personales, todo se derrumba sin darse cuenta y queda neutralizado en cuanto elemento determinante del camino de una persona hacia su profesión, concretamente, hacia la profesión de clérigo. Esta situación hay que tomarla muy en serio y como una realidad bien clara, ya que constituye prácticamente la actitud fundamental que define todo el proceso de formación de los clérigos, según el principio: «No te entrometas nunca en el proceso de maduración de una persona. Considera a la joven postulante de dieciocho años o al joven teólogo de veinte, en virtud de su decisión intransferible de incorporarse al estado clerical, como seres maduros y como personas responsables; y sólo en caso de evidente conflicto, y si ves que ciertas peculiaridades de carácter amenazan con obstaculizar o dificultar el proceso de inserción en la comunidad, investiga por qué el candidato no es apto para esa profesión». En resumen, el desarrollo psíquico y la propia dinámica de los fenómenos del inconsciente actúan, si es que llegan a manifestarse, de forma negativa. La consecuencia es lógica: el hombre debe cooperar con la gracia de Dios y, si no lo hace de la manera deseada, o comete pecado y es culpable, o es que está enfermo y no goza de plena libertad. De aquí se deduce con claridad que la represión del inconsciente ofrece dos ventajas: por un lado, permite valoraciones aparentemente unívocas, según ciertos principios que se suponen evidentes; y, por otro lado, simplifica la formación eclesiástica, transformándola en una enseñanza puramente moral e intelectual, que fija determinados modos de comportamiento y transmite ciertos contenidos culturales. La auténtica formación de la persona no necesita presupuestos ni amplificaciones, de modo que incluso los propios formadores no tienen por qué comprometer su propia identidad ni ponerla en juego. El camino

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para hacerse clérigo es ahora plenamente tipificable y objtivable; y el aparato institucional se pone en marcha rápidamente y sin ningún tipo de condicionamientos. Por otra parte, la reprimida participación del inconsciente no es algo que se pierda o que se destruya, sino que, más bien, es un elemento que se detrae del ser humano y se transfiere a «Dios»; o, dicho de otra manera, la represión psíquica del inconsciente conduce a una proyección teológica de los factores reprimidos sobre la divinidad. Desde el punto de vista psico-religioso, se produce así una situación que constituye la base de la crítica religiosa emprendida por Ludwig Feuerbach14. Según sus análisis, la religión, en su conjunto, es una representación proyectiva de la naturaleza humana que, en virtud de esa proyección, se presenta hoy al hombre en una forma cada vez más alienada y alienante. Mientras tanto, podemos y debemos formular las ideas de Feuerbach con mayor precisión. Lo que en la teoría teológica sobre la elección de los clérigos queda proyectado desde el inconsciente hacia lo divino no es precisamente la naturaleza del hombre, sino una parte esencial de la psique humana. Pero eso no constituye la esencia de la religión, sino simplemente una forma de religiosidad que hoy día se manifiesta, de hecho, personificada en la figura del clérigo católico; una mentalidad de continua división, bajo la que el hombre se presenta a sí mismo de una manera monstruosa, y Dios como una realidad ambivalente. Y la razón es clara: mientras que, en la renuncia a la proyección, lo que realmente se aliena del propio yo del sujeto son los problemáticos y angustiosos contenidos del inconsciente, la persona de Dios acumula en sí misma los sentimientos de ambivalencia y contradicción que anteriormente habían quedado sin resolver en la biografía del clérigo15. Lo malo es que ahora hay tres fuerzas que obstaculizan la solución de los respectivos conflictos. Ya que el propio fenómeno de proyección no sólo permanece en el inconsciente, sino que, desde un punto de vista teológico, se ve incluso fortalecido por la idea de la elección divina, se presentan serias dudas de fe para enfrentarse críticamente con la propia historia de motivaciones. Se trata de una lucha no sólo contra lo «humano», sino también contra lo divino, como en la lucha de Jacob junto al río Yabbok (cf. Gn 32,22-32). Por otra parte, la alienación originaria frente a la propia psique se ve potenciada por el fenómeno de proyección, porque el estado de alienación psíquica se transforma en un estado de alienación religiosa. La imagen de Dios que nace de esta manera, y que ahora se manifiesta incluso como un

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adversario prepotente, impide, con la ayuda de todas las presiones y sentimientos de culpabilidad que han encontrado en él su expresión objetiva, que el propio yo encuentre ánimos para atreverse a confiar en Dios. Y, sobre todo, resulta que precisamente esa separación y la contradicción entre las «exigencias de Dios» y los deseos del hombre es lo que ha llegado ahora a convertirse en una parte constitutiva de la psique del clérigo. Es más, en adelante constituirán el presupuesto inconsciente incluso de la comprensión teológica. Es evidente que, con tales presupuestos y con ayuda de la idea de elección, los conflictos internos no sólo no se solucionan, sino que, más bien, se perpetúan. Si antes dijimos que, en las experiencias chamánicas de vocación, una severa crisis anímica o la amenaza de una enfermedad que bordee el límite de la psicosis puede compensarse con sus respectivas imágenes reguladoras, ahora, en contraste con esa idea, habrá que decir sobre la interpretación de la vocación de un clérigo católico que con su represión del inconsciente no se pueden subsanar de un modo constructivo los conflictos internos, sino que así es precisamente como se perpetúan. 2. Mediación objetivada en el ministerio Estos datos están íntimamente relacionados con el segundo aspecto que distingue al clérigo católico de la psicología de un curandero de las culturas tribales. Eso consiste en el factor del ministerio, es decir, en la institucionalización del estado clerical por la fuerza externa del dispositivo eclesiástico. Porque, del mismo modo que la incidencia de los conflictos personales en la idea de elección se sustrae de la persona del que se siente llamado a clérigo y se objetiva como voluntad de Dios, así también las imágenes curativas se separan de su componente psíquico y se objetivan y despersonalizan como símbolos objetivos de la fe y del rito en la vida de la Iglesia, en cuanto revelación divina. Cierto que también la condición de chamán en las culturas tribales constituye una magnitud autóctona de orden institucioanl. Pero, ¡vaya diferencia! El chamán consigue su estatuto profesional y su prestigio público de la misma manera que, en nuestra cultura contemporánea, lo obtienen exclusivamente los artistas; es decir, llegan a un determinado momento, en el que se sienten suficientemente maduros para presentarse en público con sus fantásticas narraciones de sueños y, así, con todas sus vivencias, se presentan a sus compañeros, o sea, a los miembros de la tribu. Por supuesto que hoy día casi nadie espera de un

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poeta, de un escultor, de un músico, o de un pintor que pueda transmitir algo más que una simple descripción de la miseria anímica y de los desequilibrios del momento; la búsqueda de lo salvífico hace tiempo que desapareció del horizonte cultural del presente16. En realidad, esta pregunta debería ser contestada de manera definitiva por la religión. Sólo así se puede medir el daño que se produce por el hecho de que la teología eclesiástica haya almacenado en sus archivos dogmáticos todas las imágenes de salvación y liberación, y sólo para contraponerlas a cualquier vivencia subjetiva como expresión consumada de sí misma, como unas obras que actúan por sus propias virtualidades —opera operata—, y para desgajarlas de un contexto en el que los ritos y los símbolos puedan actuar como medios de curación psicológica. Un chamán acredita su vocación a los ojos de los miembros de la tribu, en cuanto que actualiza, de forma dramática y para bien del individuo, las imágenes que a él mismo le han liberado de una severa enfermedad. En cambio, un sacerdote católico es deputado para representar, según la forma de los sacramentos tradicionales, ciertos signos y ritos que no tienen nada que ver con su propio espíritu, sino que, más bien, proceden de una tradición controlada por el magisterio de la Iglesia católica. Esas imágenes son signos sólo para el creyente, pero, en sí mismos, son absolutamente incapaces de llevar a cabo, con la ayuda de esa fe, una curación efectiva de las enfermedades del alma o del cuerpo 17 . Un chamán asume el ejercicio de su ministerio en la vida de la tribu por fuerza de su propia personalidad. En cambio, un sacerdote o un clérigo católico entra en su estado profesional a precio de una profunda quiebra entre su propia persona y su ministerio. El servicio que tiene que desempeñar no brota de su propia persona, sino de las estructuras de la Iglesia objetivamente preestablecidas. Al clérigo católico se le exige una progresiva adaptación al ministerio que tiene que ejercer; pero el problema es como el que se le presentó a David en su lucha con Goliat (cf. 1 Sm 17,1-51): sólo se puede «luchar» eficazmente, si uno puede moverse a sus anchas. Es posible que la «armadura de Saúl» sea «más adecuada» para la lucha, pero siempre será una cosa excesivamente recargada, artificial y francamente inoportuna. Naturalmente, el hecho de objetivar la vocación también tiene sus ventajas. Si se consigue definir el tipo de «ministros» de una religión esencialmente como «funcionarios», de modo que puedan actualizar «lo divino» no precisamente en su propia persona, sino en el encargo objetivo que reciben de la Iglesia, se puede conseguir una forma de

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religión en la que, consecuentemente, se elimina lo profético, lo visionario, lo extático, a favor de lo puramente burocrático, lo administrativo, lo tradicional18. Si se consigue transformar el magma incandescente de la proclamación de Jesús en fríos y solidificados sillares, la Iglesia de Pedro se presentará como unidad perfectamente organizada, como societas perfecta; y sólo entonces una razón planificadora podrá sustituir al capricho de los talentos personales que van y vienen a su antojo. Pero, por otra parte, ¿no es bueno eso? En definitiva, hasta el propio Moisés, en vísperas de su muerte, tuvo que confiar la continuación de sus maravillosas gestas al talento práctico de un guerrero como Josué (cf. Dt 34,9) 19 . Pues bien, ¿no debería estar la Iglesia jurídicamente autorizada para procurar, mediante un cuerpo administrativo rigurosamente disciplinado, un perfecto equilibrio, una tranquilidad y un cierto orden, uniendo así la inmensidad de lo divino con las manejables reglas de juego del rito y del lenguaje? Naturalmente, la teología eclesiástica oficial no estará dispuesta a reconocer ese contraste entre sacerdocio y profetismo20; al contrario, tratará de probar con toda contundencia que el sacerdocio diseñado en el Nuevo Testamento, a diferencia, por ejemplo, del sacerdocio de la Antigua Alianza, encierra en sí mismo el elemento profético. Es más, si eso se interpreta correctamente, incluye el cumplimiento de la profecía de Joel (jl 2,28-32) y del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,16 ss.) sobre la plenitud escatológica de la universal capacidad profética21. Pero todas esas explicaciones pueden probar, a lo sumo, cómo debería ser la Iglesia, según su autocomprensión teológica; pero no pueden borrar del horizonte la realidad psíquica de que la calidad de funcionarios que la Iglesia impone a sus clérigos no es igual a la condición de profeta, ya que ella misma transforma el carácter extraordinario de una llamada espontánea de Dios en lo meramente funcional de un determinado estamento. Desde el punto de vista psicológico, esa actitud da origen a una situación muy peculiar, a algo verdaderamente específico de la Iglesia católica. El que hoy día quiera ordenarse de clérigo en el seno de la Iglesia tiene que aceptar un modo de vida que auna en sí mismo dos características que, en general, aparecen como antagónicas, pero que aquí se unen estrechamente en curioso maridaje: la cómoda tranquilidad del estado de funcionario, y la forma de vida, marcadamente antiburguesa, de los llamados «consejos evangélicos». Todo el que hoy es, o quiere ser, clérigo tiene que ser educado, desde el punto de vista psicológico, en esta contradicción. Y,

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por consiguiente, la pregunta por la psicología de la elección específica de un clérigo se plantea de una manera mucho más enfática que en épocas pasadas. Entonces podemos preguntarnos: ¿qué clase de hombres son éstos, que quieren a la vez estas dos cosas: por una parte, una vida de total excepción, y por otra —y junto con eso— la tranquila seguridad de una vida organizada, como la de un funcionario?, ¿cómo pueden convivir pacíficamente esos dos objetivos, en sí tan contradictorios? Una cosa queda ya bien clara: las razones de esa convivencia no se pueden buscar en el aspecto sociológico, sino únicamente en el ámbito de la psicología. En tiempos pasados y en diferentes circunstancias, pudo haber sido normal que las mujeres, al abrigo de los votos de pobreza, castidad y obediencia, buscasen, en realidad, una promoción, un poder y un prestigio social. Todavía a mediados del siglo xix, Stendhal pudo describir en su novela Rojo y negro cómo el personaje Julien Sorel, de orígenes humildes, aspiraba a ser clérigo para preparar de ese modo su carrera y lograr una situación ventajosa que le permitiera el privilegio del amor libre22. Para comprender al «héroe» de Stendhal, hay que recordar las costumbres de la época del Absolutismo, en la que era normal que los hijos de la burguesía tratasen de encaramarse a los cargos honoríficos de sus respectivos arzobispados, mediante el estudio de la teología, para equipararse así a los nobles, y aun para superarlos, como miembros de la clase privilegiada. Incluso hoy día se puede atribuir el elevado número de vocaciones a diversas órdenes religiosas, sobre todo, femeninas —por ejemplo, en la región de Kerala, en el sur de la India, y no hace muchas décadas, en algunas comarcas rurales de Alemania— no sólo a motivos religiosos, sino, más bien, a la situación concreta de ciertas jóvenes provenientes de una familia numerosa, con escasas posibilidades de una auténtica formación profesional y con muy pocas expectativas de contraer matrimnio en condiciones ventajosas. En Alemania, parece que esos tiempos ya han pasado; aunque, hoy por hoy, los estrechos márgenes del mercado de trabajo y el relativamente escaso esfuerzo intelectual que requiere el estudio de la teología pueden sugerir a mucha gente el deseo de hacerse clérigos, con la garantía de un «puesto de trabajo» seguro y con unas pruebas casi con toda seguridad suficientes. Pero precisamente esa considerable pérdida de motivaciones sociales nos brinda la oportunidad de investigar más profundamente los factores psíquicos que concurren en la «vocación» de un clérigo.

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Pues bien, ¿de dónde vienen esos motivos psíquicos para querer ser las dos cosas: la excepción y la regla, la circunferencia y el diámetro, la excelencia y la normalidad? La respuesta es verdaderamente difícil y admite innumerables matices. Pero, ya por adelantado, se puede decir lo siguiente: en la psicogénesis de un clérigo, ambos momentos tienen que haberse manifestado con la misma intensidad, es decir, hay que presuponer que cualquier persona que pretenda ser algo especial en su vida se verá obligada psíquicamente a ser una excepción, mientras que, por otra parte, su deseo de desempeñar un cargo administrativo dependerá de las tensiones provenientes del punto de partida originario de su situación familiar. Ahora bien, si resulta verdaderamente útil comparar el elemento «espiritual» y «profético» de la vocación clerical con sus rasgos correspondientes —mucho más acusados— en la figura de los sueños iniciáticos del chamanismo, la mejor manera de entender el componente funcional y «de servicio» de esa misma vocación podría consistir en enfocarlo desde el trasfondo de sus características profanas. Pues bien, ya que, según lo expuesto, lo «funcional», el encargo «oficial», no sólo no se impone hoy socialmente a ningún adulto como objetivo de su vida, sino que, concretamente, en el proceso de formación de un clérigo, eso responde a unas motivaciones de carácter fundamentalmente psíquico, la funcionalidad del estado clerical no se puede concebir como un simple modo de vida, sino que habrá que valorarla como una expresión directa de su personalidad psíquica. La idea está corroborada por las propias ventajas que encierra la inserción social de la Iglesia. En efecto, un clérigo no tiene que ejercer su ministerio igual que un asesor jurídico o un interventor ferroviario; es decir, el desempeño de su función no es una de tantas posibilidades de asegurarse la existencia durante un tiempo determinado y mediante una actividad personal más o menos indolente. En virtud de su encargo, un clérigo tiene que interiorizar plenamente su ministerio, según las instrucciones, tiene que llevar el hábito o la sotana día y noche —prácticamente veinticuatro horas al día— y debe entender su servicio no como medio para ganarse el pan, sino como una absorción total por parte de Dios, es decir, como absoluta entrega al servicio del hombre. Si prescindimos del lenguaje cifrado con el que se exponen estas directrices en los tratados teológicos23, podremos llegar sin un gran esfuerzo y por nosotros mismos a la idea de que cualquier persona, para estar totalmente identificada con su tarea, tiene que comprender esa misión, ya en el mismo proceso de su desarrollo psíquico, como la

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forma que se le presenta como más adecuada a su propia identidad. Lo funcional como actitud del espíritu, el ministerio oficial como orientación de la vida, eso es lo que agrava en extremo la pregunta sobre cómo llega una persona a no querer vivir esencialmente su propia personalidad, sino a sustituir su propio «yo» por una imagen genérica de sí mismo. ¿Cómo puede surgir el deseo de delegar plenamente la existencia propia en la máscara típica de lo oficial, de modo que, en lugar de ser uno mismo, llegue a ser algo puramente genérico? O, hablando en términos de psicoanálisis, ¿qué influjos llevan a una persona a someter completamente su «yo» a los dictados del «super-yo», y a explicar precisamente la forma íntima de sus impulsos y de su proyección externa como la auténtica verdad de su propia vida? Ahora bien, dado que esa constatación tiene que generar en muchos círculos una tremenda resistencia, es natural que debilite y llegue a socavar el oficial montaje teológico de sacrificio, entrega total y cumplimiento del deber; más aún, invitará sin reservas a someter los conceptos convencionales de la sublimidad cristiana y, posiblemente, de lo más adecuado para conseguir la santidad a la instancia crítica de las investigaciones psicodinámicas24. O ¿es que no sigue siendo válido, incluso hoy en día, como objetivo y misión de un clérigo, su imperiosa necesidad de «hacerse todo a todos», según la fórmula del apóstol Pablo (cf. 1 Cor 9,22), y su obligación de considerar como un ejemplo el hecho de poder decir, como el apóstol: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo el que vive en mí» (Gal 2,20)25? Precisamente ahí está la diferencia. Sin pretender entrar aquí en una prolija discusión sobre la personalidad y la psicología del apóstol Pablo, se puede decir, no obstante, que precisamente esas citas de sus cartas sólo se pueden interpretar correctamente desde la vivencia dramática de la visión en la que fue consciente de su llamamiento. Para Pablo, su caída (epiléptica) a las puertas de Damasco26 supuso la solución definitiva de un problema que, en su contacto con ia ley judía, le había llevado al límite de la perplejidad. La aparición de Jesús significó para él el fin de una pseudovida bajo la disciplina de un cumplimiento externo de la ley, el fin de una religión del super-yo saturada de miedos y de proyecciones externas27; para él fue el principio de la gracia de un «deber-ser» sin reservas, tal como él lo vinculaba a la persona del Crucificado, el principio de su verdadero ser personal. Precisamente la figura de Pablo, tal como la presenta el Nuevo Testamento, puede servir como ejemplo definitivo de cómo una perso-

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na recibe su vocación al «servicio del Evangelio» no precisamente de parte de la institución jerárquico-ministerial de la Iglesia, sino mediante una visión, o una audición, individual y privativa que, desde el punto de vista de la psicología religiosa, es totalmente análoga a los sueños vocacionales de los chamanes. Lo difícil que le resultó a la Iglesia primitiva llegar a reconocer en su propio espacio esa dimensión de la experiencia, lo prueba de manera evidente el ejemplo del apóstol Pablo28. Sólo cuando se logra aislar la vivencia liberadora de la vocación de Pablo de sus posteriores reflexiones teológicas, se percibe en ellas un tono que es fundamento de nuevos impulsos y de nuevas exigencias y que, de hecho, está fundado en la propia historia de la Iglesia29. Por eso, fue Friedrich Nietzsche el que, no sin cierta razón, trató de presentar la teología de Pablo como el paradigma ejemplar de la desfiguración y falsificación de la vida llevada a cabo por el estamento sacerdotal, al interpretar la mística del sufrimiento y del hastío de la vida, la mentalidad sacrificial y la refinadísima conciencia de pecado, típica de la religiosidad eclesiástica, como consecuencia del perverso instinto de poder de los sacerdotes30. No obstante, la vida entera de Pablo y su incansable actividad no sirvieron para engendrar un masoquismo de temores ante el pecado, sino que sirvieron para una liberación de las prácticas muertas canonizadas por la ley. Cierto que no quiso dejar ninguna instrucción sobre cómo se puede imprimir en el hombre un sentimiento de culpabilidad de tal naturaleza, que esté continuamente pendiente del perdón del sacerdote más que de la misericordia de Dios. Con toda la razón Martín Lutero, apelando a las experiencias de Pablo, fue capaz de redescubrir la cercanía de todos a su Dios, y no —como lo sentía él mismo— el ilimitado poder de los sacerdotes31. Por eso, las palabras de Pablo son las menos adecuadas para fundamentar un culto místico de la autorrepresión y, unido a ella, un prejuicio de animosidad contra el psicoanálisis. Al contrario, parece que, en las actuales circunstancias, el estamento clerical sólo podrá recuperar la mentalidad liberadora de Pablo con ayuda del psicoanálisis. Nos preguntamos una vez más: ¿Cómo tendríamos que imaginarnos la psicogénesis y la psicodinámica de un hombre que, por el destino de su infancia, necesita convertirse en algo extraordinario y buscar siempre lo excepcional, pero que, en cambio, es demasiado débil para vivir ese singular destino por la fuerza de su personalidad y, en lugar de eso, busca refugio en la objetividad del ministerio?

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LA CONTRAFIGURA DEL JEFE

Si se quiere encontrar en el campo de lo profano un punto de referencia idóneo para un análisis de la figura del clérigo, ninguno mejor, como contraste, que la novela de Jean-Paul Sartre La infancia de un jefe. El relato indica, ya en su mismo título, la circunstancia que hace posible superar la contradicción entre la voluntad de ser algo extraordinario y el deseo de desempeñar una función. Ambos impulsos llegarán a coincidir, si se logra conquistar una posición dominante. En el siguiente ejemplo —nótese bien— no se trata de afirmar, ni siquiera de insinuar, que todos los clérigos puedan identificarse con el «jefe», tal como lo describe Sartre; al contrario, en muchos aspectos se verán notables diferencias. Sin embargo, esa presentación nos servirá de «esquema de referencia» para detectar las características estructurales que mueven a un hombre a tratar de identificarse tan plenamente con una determinada función, que ese impulso termina por condicionar el destino de la entera vida personal. Para describir el laberinto de enrevesados pasadizos anímicos que llevan a la elección y consecución de un fin como ser «jefe», Sartre crea el personaje de Lucien Fleurier, que durante su proceso de maduración personal auna todas las virtualidades que le capacitan, es más, que le han predestinado a ser «jefe». Lucien es un niño cuya infancia se va desarrollando en medio de una nebulosa de incertidumbres. En primer lugar, no sabe exactamente si es chico o chica. Y a medida que empieza a abrirse a la existencia, le va invadiendo una sensación «tan dulce por dentro, que llegaba a ser un poco empalagoso»1. La inclinación hacia su madre es tan poderosa

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como el miedo y la aversión que siente hacia su padre. Y el primer sueño que puede recordar, y que solía poner fin a las noches que pasaba en la cama de sus padres, parece referirse al hecho de haber observado, como en un manual de iniciación, la «escena primitiva» de las relaciones conyugales entre sus padres (¿bajo las sábanas?)2. Era como un túnel azul oscuro, «iluminado por una pálida luz grisácea», en cuya desembocadura «algo parecía moverse»3. Desde entonces, Lucien tiene miedo a dejarse tocar por su madre, cuya figura, por otro lado, considera más como masculina que como femenina; es más, sentado en su orinal, no deja de preguntarse si esa señora será su verdadera madre. Desde aquella «noche del túnel», ha perdido prácticamente toda confianza en sus padres, y vivir bajo el mismo techo le parece una farsa de lo más estúpido. Es como si hubieran venido los ladrones y «hubieran robado de la cama a su papá y a su mamá, dejando a éstos en su lugar»4. «Todo ha sido una farsa»: eso es lo que descubre Lucien con la mayor angustia, pero a la vez como una gran liberación5. El papel de los padres es jugar a ser «los Reyes Magos», mientras que Lucien prefiere hacer de «huérfano». Ante la gente pasa por ser «el niño más encantador» 6 ; pero su vida es la de un muñeco, aunque muy fino —eso sí— y muy buenecito. Y cuando el cura párroco le pone en un aprieto, al preguntarle un día: «¿A quién quieres más: a tu mamá, o a Dios?», se pone furioso y no sabe qué contestar7. Lucien sabe perfectamente que él no quiere a su madre, pero «se mostraba especialmente cariñoso con ella, porque pensaba que los hijos debían comportarse durante toda su vida como si de veras quisieran a sus padres, ya que si no, se les tendría por unos descastados»8. Lucien lo mismo se hace «el bueno» que, a continuación, se hace «odioso, torturando a los animales». A veces, incluso pasa por una fase anal de destrucción, como el medio mejor de poner a prueba la «realidad» de las cosas y, sobre todo, la autenticidad de las relaciones humanas 9 . Pero lo que más le gusta es hacerse el «sonámbulo», porque piensa que «tenía que haber un Lucien auténtico que se levantara de noche, caminara, hablara y quisiera de veras a sus padres, pero que a la mañana siguiente lo olvidara todo y volviera a actuar como Lucien»10. En otras palabras, la personalidad de Lucien, acosada por sus propios miedos, se escinde, ya desde una época temprana, entre una vida hipócrita de «moral» consciente durante el día y, por la noche, en una vida de represión que añora el cariño, mientras se hunde en una profunda agresividad causada por sus decepciones y sus fracasos. El único

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que no se deja engañar es Dios: él es el testigo incorruptible que no acaba de creer del todo las aseveraciones de Lucien, cuando éste le asegura que quiere mucho a su madre; además, él le ve noche tras noche, cuando en la cama juega con su pilila que, en comparación con la de otros muchachos, le parece ridiculamente pequeña. En la iglesia, de rodillas en su reclinatorio, Lucien «hacía esfuerzos por portarse bien, para que, a la salida, su madre pudiera elogiar su comportamiento; pero en su interior, Dios le resultaba tremendamente antipático, porque sabía sobre Lucien mucho más que el mismo Lucien. Dios sabía perfectamente que Lucien no quería a sus padres, y que su buen comportamiento no era más que mera apariencia o, a lo más, pura cortesía»11. Al cabo de cierto tiempo, Lucien empieza a sentir tan onerosa aquella continua vigilancia de Dios y tan penosos los esfuerzos que hace por engañarle, que pronto termina por despreocuparse totalmente de él. A pesar de todo, «el día de su primera comunión, el párroco dijo que Lucien era el niño más formal y más piadoso de su promoción»12. Esas artimañas para encontrar en el reconocimiento externo una cierta seguridad en medio de su sensación de duda permanente sobre sí mismo se convertirán para Lucien, cada día más, en el fundamento de toda su existencia. Pero sobre todo es su padre, liberado después de un breve período en el frente porque es el director de una fábrica que tiene que aumentar su productividad, el que enseña a Lucien cuál es el principal objetivo de su vida: ¡ser jefe, como su padre! El presupuesto imprescindible es «ganarse la obediencia y el amor» de sus subordinados, mostrando interés por sus necesidades y conociéndolos a todos por su nombre propio 13 . Sin embargo, hay que tener en cuenta que Lucien, durante sus años de escuela, no deja de llamar la atención del cura Garromet, a causa de su notable indiferencia: es como si el chico se hubiera criado entre algodones y su vida fuera la de una marioneta movida por hilos invisibles. Y como para agudizar la sensación de su irrealidad y de su complejo de inferioridad, Lucien entra en los años de la pubertad con un tremendo estirón, que sus compañeros celebran burlonamente llamándole «el espárrago»14. Su propio cuerpo le parece algo extraño; y hasta cuando espía a su madre o a la criada mientras se bañan, lo hace más por pura curiosidad que por un arranque de incipiente pasión. La información sexual no es para él más que un tema para presumir delante de sus compañeros. Su entrada en la adolescencia no es el desenlace del típico período de aburrimiento, sino al revés: el mundo le mira a él a través de un velo de somnolencia, como por unos prisma-

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ticos invertidos. «¿Quién soy yo?», se pregunta. «Me llamo Lucien Fleurier, es cierto; pero eso no es más que un nombre. Me engrío y me desinflo con la mayor facilidad. No sé; estoy hecho un verdadero lío. Todo esto es de lo más absurdo. Soy un buen estudiante. Pero, ¡qué va! A un buen estudiante le gusta trabajar; y yo odio el estudio. Claro que saco buenas notas, pero no me gusta estudiar; aunque tampoco es que lo deteste. En fin, que todo me importa un bledo. Nunca llegaré a ser jefe». Pero de pronto, le asaltó un trágico pensamiento: « Y, ¿qué va a ser de mí? [...] En realidad, ¿quién soy yo, yo mismo?». Otra vez la misma nebulosa; una nebulosa densa, densa, impenetrable. Hasta que, por fin: «¡Yo!... Pues, ¡claro! ¡Ya lo tengo! Ahora sí que estoy absolutamente seguro: ¡Yo... no existo!»15. ¿Cómo puede continuar una vida que desde los primeros pasos de la infancia no ha tenido otro fundamento que la impresión de no existir en absoluto, es decir, la refutación existencial del postulado de Descartes Cogito, ergo sumu} Incluso el respeto de los trabajadores por el hijo del jefe disminuye progresivamente; de modo que Lucien no deja de dar vueltas a la tentación de quitarse la vida con el pequeño revólver de su madre, para demostrar a la gente «de una manera irrefutable la absurda inconsistencia del mundo» 17 . Hasta ha pensado una frase para su carta de despedida: «Me suicido porque no soy nada, porque no existo. Y tampoco existís vosotros, mis queridos hermanos»18. Pero a continuación se le ocurre «que todos los verdaderos jefes también tuvieron la tentación de suicidarse», por ejemplo, Napoleón, en la isla de Santa Elena19. En su opinión, sólo en crisis como ésta puede forjarse el verdadero jefe. Sin embargo, el camino hacia el ideal no es precisamente un camino de rosas. Durante algún tiempo, Lucien se siente fascinado por la garrulería cínica de Berliac, su compañero de clase, que escribe poemas al estilo de Rimbaud y se embarca en la más profunda disquisición filosófica de que «no hay nada, ni nunca lo ha habido, que tenga la menor importancia»20. Cuando descubre el psicoanálisis, Lucien lo ve como una liberación que le tranquiliza y al mismo tiempo le confiere una sensación de poder para penetrar la nebulosa de su conciencia y abrir a la luz «ese mundo oscuro, cruel y violento» del inconsciente21. ¿No había deseado ya antes acostarse con su madre? ¿No acaba de imaginarse, hace un momento, los pechos de la madre de Berliac bajo su blusa de color amarillo? Lucien es consciente de que está lleno de complejos; es más, siente orgullo de poder descubrir el mayor número posible de «cánceres [...]

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bajo ese oscuro velo de bruma»22. Pero cada vez tiene más miedo de sí mismo: miedo al beso con el que su madre le da las buenas noches al acostarle, miedo a su irrefrenable impulso de masturbación, miedo a que el placer que trata de asegurarse fumado opio le trastorne y le convierta en un guiñapo, miedo a que todas «las mujeres» se sientan aterrorizadas ante ese monstruo que él lleva dentro de sí. Tal vez pueda explicar sus vivencias psíquicas con los métodos de análisis psicopatológico —en fin de cuentas, él es un tipo anal—, pero en cuanto a su verdadero problema, su no existencia, el psicoanálisis no aporta ninguna solución23. Con ese motivo, y por mediación de Berliac, se pone en manos de Achille Bergére, al que confiesa que «en el fondo, él no ama a nadie ni a nada y todo le parece una farsa»24. Bergére responde que ese estado de confusión es precisamente «una espléndida oportunidad». Y añade: «¿Ve usted esa colección de puercos? Son todos unos burgueses»25. Lucien jamás habría querido, ni podido, vivir como un «burgués». Al enterarse de que Rimbaud era pederasta, se queda estupefacto. «Pero, oiga — puntualiza Bergére— la pederastía de Rimbaud es la primera y más genial subversión de su sensibilidad. A eso precisamente debemos sus poemas... Creer que hay ciertas cosas que excitan el apetito sexual, y que esas cosas son las mujeres, por el mero hecho de tener un agujero entre las piernas, es la aberración más odiosa y más complacientemente difundida de los miserables burgueses»26. Lucien se queda horrorizado al oír esa sarta de disparates y obscenidades. Desde luego, Bergére es un genio; pero —piensa Lucien— «si yo mismo fuera realmente hasta el límite de la subversión de toda sensibilidad, ¿no podría llegar a sacarle de sus casillas?». Por eso, huye y va a refugiarse una vez más en la tranquilidad vespertina de sus padres, en esa isla que le ofrece seguridad, mientras que, paralelamente, se deja introducir por Bergére en los secretos del amor físico, imitando a Rimbaud. En el fondo, puede hacer todo lo que le viene en gana: fumar hachís, recorrer todos los burdeles, u ofrecerse a Bergére para prácticas homosexuales. De hecho, tiene razón Berliac cuando le dice que es un «burgués»: «Tú te haces el valiente; te lanzas al agua, pero en realidad tienes miedo a meterte donde cubre y no puedes hacer pie»27. Después de aquella noche con Bergére, todo el mundo le parece tener un aire tan moral. A solas, no hace más que pensar: «Éste es el camino fatídico hacia la sima; todo empezó con mi complejo de Edipo, después me convertí en un sádico-anal, y ahora, la guinda: soy un pederasta. ¿Dónde voy a parar?». De momento, el suyo no era un caso

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tan grave; las caricias de Bergére no habían llegado a producirle un placer especial. «Pero, ¿y si me acostumbro?». La idea le llenó de horror. Podría convertirse en una persona de dudosa reputación, y ya nadie le aceptaría28. Por miedo a caer en un abismo sin fondo, Lucien decidió poner fin a toda aquella jerigonza del psicoanálisis. «¡Mentiras —pensó—, todo mentiras! Lo que querían era sacarme de mis cabales, pero les ha salido el tiro por la culata». En realidad, él siempre se había resistido a sus insinuaciones. Bergére había tratado de enredarle con su argumentación, pero él había presentido desde el comienzo que la pederastía de Rimbaud no era más que una tara. Y cuando el chorlito de Berliac había tratado de inducirle a fumar hachís, Lucien le había mandado a hacer gárgaras, sin contemplaciones. «Por poco me voy al garete», pensó entonces Lucien. «¡Lo único que me ha salvado ha sido mi integridad moral!»29. La «integridad moral» de Lucien consiste en un esfuerzo por olvidar de una buena vez toda su podredumbre interna e imitar a su padre, que es quien realmente se ocupa de enseñarle con la práctica del ejemplo cuáles son las verdaderas responsabilidades de un jefe. El principio fundamental reza así: «No puede haber un enfrentamiento sistemático entre patrono y trabajadores, porque si el empresario hace un buen negocio, los primeros en beneficiarse de ello serán precisamente los empleados y los propios trabajadores. De ahí que el empresario no tenga derecho a hacer un mal negocio. Eso es precisamente la solidaridad de clases». En consecuencia, Lucien decide que su futuro como hombre está en la acción; es más, llega al convencimiento de que su no existencia, ese estado que le preocupa y que tanto le angustia, no es exactamente una tara o un defecto, sino una fuerza que tiene que explotar. «Entonces pensó: Si yo soy nada, es porque nada me ha manchado... Tendré que contar, naturalmente, con una cierta incertidumbre; pero ése es el precio que hay que pagar por la pureza»30. En adelante, sus esfuerzos se van a concentrar en suprimir todas esas cavilaciones analíticas que le están haciendo tanto daño en su equilibrio interno. Pero, apenas se echa en la cama, le asalta otra vez esa maldita nebulosa que, en definitiva, es él mismo. «Le parece ser una nube fugaz y caprichosa, siempre igual y siempre diferente, una nube que no hace más que desleírsele por los extremos. "Y yo me pregunto: ¿Por qué existo?". En realidad, allí está él, haciendo la digestión, bostezando, oyendo la lluvia contra los cristales; y allí está también la nebulosa blanca, una niebla sutil que se le infiltra por la

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mente. "Y luego, ¿qué va a ser de mí?", se pregunta. Su existencia es un escándalo, un juego cruel que sus responsabilidades futuras apenas podrán justificar. "En fin de cuentas, yo no he pedido nacer", se dice. Y siente profunda lástima de sí mismo... En el fondo, su vida sigue pesándole, incluso ahora, como un fardo, como un regalo espléndido, sí, pero absolutamente inútil, que él lleva en sus brazos sin saber qué hacer con él o dónde descargarlo. "He pasado todo mi tiempo lamentando haber venido al mundo"» 31 . Todas estas meditaciones sobre su propia nada, con las que Lucien Fleurier celebra una especie de liturgia de autodesprecio, no le llevan a una actitud de resignación o de pura pasividad, sino que, al contrario, provocan en su interior un creciente desprecio por los que le rodean. Si corteja y pretende seducir a Berta, la criada de casa, y hasta se decide a acostarse con ella, es para renunciar finalmente a sus planes con una sensación de orgullo de sí mismo —sin duda, una nueva victoria de su «integridad moral»— y porque, dadas las circunstancias, eso no dejaría de traer problemas a su padre. En lugar de eso, sale de fiesta y acepta el reto de su compañero Guigard a ver quién aguanta más besando a su novia. Y aunque la «suya», Maud, no es tan guapa como la novia de su amigo, durante algún tiempo le parece que puede estar orgulloso de su conquista. Ahora, al menos, la necesita como testigo de sus actividades, pues él también tiene derecho a tomar parte en asuntos políticos. Aunque internamente Lucien es un desarraigado, termina por descubrir una nueva dimensión de la realidad, más allá de la psicología. Por fin puede liberarse de una estéril y peligrosa contemplación de sí mismo y dedicarse «a la geografía e historia de la humanidad»32. «[...] prefería el fresco olor a campo del mundo del inconsciente a esas bestias lúbricas y espantosas de un Freud»33. El aire campestre y el contacto directo con la belleza natural del paisaje le proporcionarán la fuerza para llegar a ser jefe. A través del juego, sobre todo bridge y billar, va creciendo progresivamente hasta convertirse en una especie de «Fleurier nacional»34, que se gana el aprecio y el reconocimiento de ciertos círculos sociales por su percepción intuitiva del odio, todavía larvado, que una banda de alborotadores compañeros suyos empieza a sentir por los judíos y que él procura demostrar como convicción propia, sin la más mínima reserva y con «un apasionamiento rayano en el fanatismo religioso»35. Su transformación en adulto afecta decisivamente incluso a su vida privada. Por fin, hace el amor con su novia, Maud, con gran sorpresa

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para ambos. Pero a la mañana siguiente, mientras Maud parece satisfecha de la experiencia, Lucien se siente «como vacío: lo que él había deseado con respecto a Maud, la noche precedente, eran sus facciones tan finas, sus ojos entornados que resultaban tan atractivos, su figura tan estilizada, su porte distinguido, su reputación de chica seria, su desdén por los hombres, en fin, todo lo que la hacía una chica fuera de lo corriente... Y ahora todo ese relumbrón se había desvanecido entre sus brazos, y no había quedado más que un montón de carne; sus labios se habían deslizado sobre un rostro sin ojos, desnudo como un vientre; había poseído una flor espesa, de carne húmeda y escurridiza... jamás había experimentado con otra persona una intimidad tan repugnante»36. Avergonzado de sí mismo, Lucien se refugia con mayor firmeza en su «convicción» antijudía, que cada vez da más sentido a su identidad. La desviación de su autodesprecio le transforma, le hace distinto de sí mismo y le da la confianza de dejar de ser lo que es. «¡Éste sí que soy yo, Lucien: uno que no es capaz de soportar a los judíos!»37. Ése es el verdadero núcleo que aglutina el nuevo respeto que siente por sí mismo: sólo puede negar su no existencia, si niega la existencia de los judíos. Por ahí van sus pensamientos: «Donde yo me buscaba a mí mismo, no podía encontrarme». Con su mejor intención, ha tratado de recoger hasta el más mínimo detalle de su existencia precedente. «Si yo no quisiera ser más que lo que soy, sería tan miserable como ese galopín judío. El que rebusca en una intimidad tan viscosa, ¿qué puede encontrar, sino un placer tan triste como el de la carne, una mentira tan traicionera como la de la igualdad, y el más puro desorden? Por consiguiente, primer principio: nunca mires tu propia interioridad, porque no hay error más peligroso. Al verdadero Lucien —ahora lo veía claro— había que buscarlo en los ojos de los demás..., en el optimismo de esos hombres que crecían y se hacían adultos esperándole a él, esos jóvenes aprendices que un día serían sus trabajadores... ¡Tantas esperanzas puestas en él, el gran espadachín! Él era, él sería siempre, la inconmensurable esperanza de los demás. ¡Eso es un jefe! Masas y masas de trabajadores estarían dispuestos a obedecer sus órdenes sin rechistar, y nunca agotarían su razón de mando, porque el derecho de mandar está muy por encima de la existencia, como los principios matemáticos, como los dogmas religiosos. Y eso era él, Lucien: un enorme manojo de responsabilidades, un ramillete de derechos. Tanto tiempo había creído que su existencia no era más que una casualidad, un vagar errático sin rumbo; pero únicamente porque nunca se había

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parado a pensar en ello. Mucho antes de nacer, su puesto había sido fijado por el destino; mucho antes del matrimonio de su padre, ya se le esperaba. Y cuando vino al mundo, fue para ocupar ese puesto. ¡Si existo, es porque tengo derecho a existir!»38. Ahora, lo único que le falta es dejarse bigote; iah! y romper con Maud, para buscarse «una chica joven y guapa, que pueda ofrecerle su virginidad y a la que sólo él pueda desflorar»39. «Se casarían, y ella sería su mujer, el más preciado de todos sus derechos... En la intimidad ella le mostraría lo que jamás debería enseñar a nadie; y el acto de amor sería el voluptuoso inventario de sus posesiones... Respeto hasta en el mismo placer carnal, obediencia incluso en el lecho»40. Ella le dará muchos hijos; y él sustituirá a su padre y continuará su obra. ¡Ha nacido el futuro jefe! Ya no le queda más que esperar el momento de presentarse en la tribuna de la vida, o sea, aguardar a que «el destino» ponga en sus manos todo el cúmulo de sus responsabilidades. La intención de Sartre en este bosquejo psicológico-existencial es mostrar la extremada fragilidad de los presupuestos que, actuando bajo el poder de los hados, destinan constitutivamente a un determinado sujeto a ser un dirigente social, un «jefe». Inspirándonos, por ejemplo, en Nietzsche, podríamos considerar sencillamente la voluntad de poder como el impulso determinante de esa decisión del individuo de destacar en un puesto de responsabilidad social41. Pero, en todo caso, esa motivación, por sí sola, no podría proporcionar más que el tema para describir los conflictos de rivalidad entre émulos de igual estatuto o de orientación semejante. Y naturalmente, Sartre sabe muy bien que el simple anhelo de influencia o de poder jamás puede tener tanta fuerza como para engendrar, por sí mismo, la decisión desesperada de obtener tales prerrogativas, cueste lo que cueste. Por otra parte, decidirse a desempeñar el papel de «jefe» no equivale a elegir simplemente una profesión, como puede ser la de dentista, periodista gráfico, o consejero de una agencia matrimonial. El individuo no se convierte en «jefe» por el mero hecho de desear alguna cosa, sino precisamente por desearse a sí mismo, dotado de una forma concreta de identidad personal. Con todo, si para aceptarse como ser humano resulta imprescindible ser el primero en cualquier aspecto, por secundario que sea, la voluntad incondicional de poder no se explica adecuadamente si no es por un extraordinario complejo de inferioridad. Ése es, precisamente, el caso de Lucien: si tiene verdadera necesidad de desempeñar el papel de «jefe», es porque tiene que dar razón del absurdo de su existencia.

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Detentar el poder, gozar de prestigio ante los demás y ser considerado por ellos no tiene otra razón de ser que colmar la sima de la propia insignificancia42. Pero incluso el esquema del modelo paterno y del ideal del padre sería por sí solo, desde el punto de vista de la psicopedagogía, demasiado simple para comprender cómo puede influir un agente externo en la determinación del destino de un hombre como Lucien. Antes de cualquier posible referencia al decisivo influjo del padre sobre la vida de Lucien, habrá que explicar cómo llega a esa identificación precisamente con el papel de una figura por la que jamás ha sentido el menor afecto. De esta monografía de Sartre sobre la psicogénesis de un hombre que, incluso para sobrevivir, tiene absoluta necesidad de la institución y del poder, podríamos deducir un principio fundamental. La combinación de dos motivaciones tan opuestas como el deseo de ser normal y, al mismo tiempo, extraordinario no se puede entender más que desde la confluencia de dos movimientos divergentes: por una parte, una especial anormalidad de las condiciones psíquicas, que pugna por aparecer como normal, y, por otra, una normalidad experimentada como escandalosamente burguesa, que empuja hacia lo extraordinario. Pero en ambos movimientos se trata de las contradictorias turbulencias que desde la propia interioridad del sujeto sacan a la luz un mismo vacío existencial y provocan los «torbellinos» característicos de cada etapa del desarrollo y de todo el ámbito de las pulsiones individuales. En otras palabras, para entender en profundidad la psicogénesis particularmente neurótica y casi siempre rayana en la perversión de un futuro «jefe», tal como nos la presenta Sartre, habrá que interpretar la estructura global de la persona en términos de una fenomenología de la inseguridad ortológica que, en cuanto problema nuclear, atraviesa todos los aspectos de su vida y condiciona hasta los más mínimos detalles tanto de su comportamiento privado como del ámbito general de sus relaciones interpersonales. La inseguridad de Lucien se manifiesta en los más variados niveles de su vida. Empieza por ser un inseguro ya en cuanto a su misma identidad sexual: ¿es realmente un chico, o una chica? Su bisexualidad, que más tarde llegará casi a convertirse en manifiesta homosexualidad, impregna todas las etapas de su existencia y sólo llega a su aparente conclusión en un matrimonio de corte extremadamente patriarcal, aunque eminentemente burgués por su reivindicación directa de un «derecho» inalienable, en el que el primer puesto no lo ocupa el amor, sino las relaciones de posesión sexual como servidumbre. Lucien es un

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inseguro frente al problema de la libertad moral: ¿qué es lo que debe hacer?, ¿qué es lo que deberá omitir?, ¿es una marioneta, o un verdadero ser autónomo?, ¿dónde está la frontera entre realidad y fantasía, entre realidad y juego, entre obligación y voluntariedad? Lucien es un inseguro con respecto a sus padres: ¿de quién es realmente hijo, es decir, quién le proporciona un sentimiento de seguridad para llegar a definir claramente su postura personal? Y sobre todo, Lucien es ún inseguro frente a sus propios sentimientos: ¿cuándo ama apasionadamente?, ¿cuándo odia de corazón? Desde el punto de vista de la psicología, ahí está el problema fundamental de todos los «Luciens»: si tuvieran que odiar a alguna persona o alguna cosa, no deben odiar; y si aman a una persona o una cosa, no deben fiarse de su propio amor, porque el sentimiento no es auténtico, es decir, no brota de su libertad personal, sino de una adaptación forzada del «yo». Si un Lucien es «perverso», lo único que hace es escenificar su perversión; y si es «amable», no hace más que escenificar su amabilidad. En ninguno de los dos casos se descubre la personalidad auténtica; sucede, más bien, como con una ameba que, según dicten las circunstancias, lanza uno de sus pseudópodos en la dirección correspondiente. La conciencia de Lucien es como un espejo inestable cuyas bruscas oscilaciones e irregulares desplazamientos sobre su propio eje reflejan una imagen borrosa del exterior, como una «nebulosa» densa e impenetrable, que deforma la perspectiva real e impide una decisión lúcida. «Tengo una sensación de sordera mental, un sentimiento extraño, como si mi cabeza estuviera llena de guata; las ideas me hierven en el cerebro como en una olla de lentejas». Estas cavilaciones que se oyen frecuentemente en los estados de psicosis describen con exactitud la profunda desorientación existencial que caracteriza el ámbito de una inseguridad ontológica. Otra de las peculiaridades de ese estado de ánimo es el sentimiento de alienación frente a sí mismo que trasluce la personalidad de Lucien. Esa sensación se concreta en el propio cuerpo, percibido como una máquina sin alma y gobernado por factores puramente externos. De aquí que, sobre todo, la sexualidad se conciba como una realidad viscosa y esencialmente impura. Lo que él hace en ese terreno, más que una acción real, imputable a su propio ser, es algo que sencillamente le sucede, un simple producto de condicionamientos externos y no expresión de su propio «yo». Y así, precisamente porque Lucien vive en un estado de permanente alteridad, de constitutiva alienación, es como se ensancha cada día más la sima de su no existencia.

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Ya mucho antes de que Lucien pueda justificar su vida en razón de «lo extraordinario» que le ofrece el poder institucionalizado, ve con horror que lo único que decide quién es él realmente y qué va a ser de su futuro es el medio social que le rodea. En cierto modo, una persona como Lucien igual podría afiliarse a una asociación humanitaria que hacerse miembro, o incluso dirigente, de una banda de ideología fascista. Lo que él considera como convicción personal no es, en el fondo, más que una radicalización del common sense de los diversos grupos con los que él cree identificarse. Si según la psicología social, el jefe de un grupo es el que tiene la tarea de dictar y de encarnar las normas por las que se rige la vida de la comunidad 43 , la capacidad de Lucien y sus esfuerzos en ese campo es lo que le hace importante a los ojos de los demás. De hecho, él siempre va por delante de sus compañeros, y se anticipa a su confusión mental; es un camaleón que, por temor a ser rechazado, procura prevenir las expectativas de los otros, al mismo tiempo que siente la necesidad de identificarse con ellas, sobre todo con las que, una vez cumplidas, prometen una recompensa más elevada. El cumplimiento más que estricto de las normas dictadas para los diferentes grupos, que en principio se debía a un miedo al rechazo, terminará por convertirse en un instrumento de intimidación, por el camino de una demostración de fuerza. Por eso, sería erróneo considerar esa huida hacia adelante, típica del que se propone ser jefe, como una acción deliberadamente calculada. De lo que se trata es, más bien, de una profunda represión de todos los mecanismos psíquicos que, por la conflictividad de sus contradicciones internas, la inaccesibilidad de sus problemas y el miedo a un abismo de perplejidades, se experimenta como una continua humillación y como un peso insoportable. Ahí precisamente es donde mejor se puede comprender esa añoranza de lo oficial, de lo administrativo, de lo burocrático, que constituye la absoluta necesidad de un «Lucien», e interpretarla como una reacción a la náusea permanente que le produce su existencia44. Un hombre como el Lucien Fleurier de Sartre necesita imperiosamente «lo universal», para escapar del excesivo personalismo de su propio «yo». Un personaje así reproduce literalmente lo que en términos hegelianos podría definirse como «el individuo universal»45, en cuanto que confunde sistemáticamente los distintos niveles: por una parte, personaliza las opiniones y los intereses de su medio social, al acomodarlos a su perspectiva concreta, e inversamente, individualiza el punto de vista ajeno, vinculándolo a su propia capacidad personal de realización.

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Ese doble plano de ser «personal en lo universal y universal en lo personal» tipifica con absoluta precisión la identidad «no existente» de Lucien, que le predestina a ser jefe. Es un embuste permanente, que le lleva a no ser nunca lo que es, sino a esforzarse continuamente por ser lo que no es46. El juego a existir, la nebulosa de su conciencia, la irrealidad de su ser obliga a Lucien a refugiarse en una pandilla que le pueda decir quién es él. Pero, en realidad, cuanto más se hunde en el vórtice de su alienación, más se vacía de su propia reputación como imperativo para los demás. Él, que no posee una identidad propia, se apodera, en cuanto jefe, de la propia identidad de los otros. Un carácter como Lucien, para ser algo él mismo, tiene que ser todo para los demás. Él, que en sí mismo no tiene ninguna consistencia, debe hacerse columna, bastión y fortaleza de bronce para los otros, porque sólo el corsé de una reputación prestada le puede salvar de su propia desintegración. Para que no se llegue a descubrir su valor cero, tiene que anteponerse a todos los demás, convirtiéndolos en una serie de ceros, e imponerles su voluntad, para que así le ciñan con la apariencia de verdadero ser, de auténtico sentido, aunque de hecho sea prestado. Sólo teniendo en cuenta esa desviación de personalidad, en un tipo como Lucien, se pueden entender las razones por las que su necesidad de ser «jefe» se le convierte en una vivencia personal de sentirse llamado, de ser un elegido. A otros les puede suceder que las circunstancias de la vida o, incluso, sus propios méritos les lleven a ocupar una posición semejante a la de Lucien; para éstos, ser «jefe» es algo secundario, una contingencia puramente cualitativa. Por el contrario, hombres como Lucien están inevitablemente abocados, como por imposición divina, a asumir funciones de dirección. El sentido de esa función son ellos mismos; su cumplimiento les llena plenamente. Más aún, ellos son la función; porque sin ella, no son nada. Y precisamente por eso, su función no puede ser una de tantas; para tener algún sentido, tiene que ser proselitista. El grupo que la desempeña, y que de ella recibe sus estímulos, tendrá que transformarse en comunidad comprometida, en verdadero grupo de acción. Y sólo alcanzará sus fines si, trascendiendo lo puramente funcional, se transfigura en un mandato del destino, en definitiva, en una especie de voluntad de Dios. Ser un elegido, tener un encargo que cumplir, y ser miembro de una comunidad de elegidos: eso es lo que realmente satisface y calma la inseguridad ontológica de personajes como Lucien, llamados a desempeñar el papel de jefe. Del velo de sus íntimas perversiones se teje el hábito de su «integridad moral»; de la nebulosa de sus miedos se alza su obsesión por el orden

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establecido; del reflejo borroso de sus embustes surge la verdad auténtica de su función: una verdad para los otros. Ése es precisamente el punto en el que el paradigma «Luden», con sus contenidos puramente profanos de lo que significa «ser jefe», nos da la clave para llegar a comprender la existencia del clérigo. Sólo que al aplicar el ejemplo a la realidad concreta, no se debería forzar demasiado la definición del término. «Jefes», en el sentido de Sartre, se pueden encontrar no sólo en la planta noble de la sede de una multinacional, de un banco o de una empresa, porque el concepto no requiere el ejercicio expreso de una función directiva. Ya hemos indicado que «ser jefe» no implica un estatuto social determinado, sino un proyecto existencial que responde a una psicología concreta, con sus propios condicionamientos y sus previsibles consecuencias. Así entendido, «jefe» es todo el que, en virtud de su inseguridad ontológica, o sea, por miedo a su constitutiva falta de personalidad, necesita absolutamente el desempeño de una función o de un cargo público «singular», para poder realizarse como persona. Es decir, al tiempo que la percepción de sus valores específicos le viene de esa «singularidad», su derecho a existir se funda en «la normalidad». Pues bien, precisamente esos funcionarios del destino, esos elegidos de la voluntad de Dios, que subliman la normalidad hasta convertirla en singularidad, son los que, en un principio absolutamente normales, llegan a ser realmente extraordinarios, en cuanto mediadores de la divinidad, o como catalizadores del destino. Y eso, no por el riesgo personal de su trayectoria interior o por la experiencia de visiones oníricas, como en la vocación de los chamanes, sino por un reconocimiento oficial, por una singularidad administrativa que proviene del exterior. En otros términos, desde un punto de vista psicoanalítico, y en un enfoque existencial, la elección de un clérigo es la compensación pluriforme de una inseguridad ontológica que vacía y deslíe de una manera tan profunda y permanente el propio ser personal, que la identidad del individuo sólo se ve segura en la identificación con un papel advenedizo, en la fusión con el contenido de una tarea objetivamente predeterminada. La «función» se concibe así como la auténtica verdad del propio ser, como su defensa y acreditación, como la suma de todos los valores en la que el propio «yo» se interpreta a sí mismo. La auténtica forma de existencia ya no es «ser persona», sino «ser clérigo». La consecuencia es clara. Sólo si se consigue crear unas personas radical y existencialmente inseguras a las que, al mismo tiempo, se les ofrezca el corsé de lo oficial y administrativo como última y definitiva

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protección, podrá la Iglesia católica asegurarse sucesivas generaciones de clérigos. Esa clase de gente tiene que haber interiorizado de tal manera la compasión por sí mismos y el miedo tanto a sí mismos como a los demás, que el ser clérigos les resulte como una fórmula mágica para sumar sus experiencias parciales, como el sentido oculto de una vida plagada de despropósitos y de absurdos, como la solución lógica de tantos enigmas indescifrables que atosigaban su existencia precedente, en definitiva, como la voluntad de Dios, como imposición del destino. Si a eso se añade, por un lado, la percepción que surge hacia el fin de la pubertad, cuando despunta en el sujeto la idea de hacerse clérigo, de los interrogantes que encierra subjetivamente su futuro, por otro lado, una total ignorancia de los verdaderos motivos de ese callejón sin salida, y, finalmente, una proyección hacia Dios de las voces y de las fuerzas que surgen en la psicología de un aprendiz de clérigo contra un posible desarrollo normal de la propia vida, entonces se empieza a comprender la enorme liberación, e incluso la embriaguez, que supone el descubrimiento de que, entre tanta opresión y represión, puede surgir la revelación de una voluntad positiva y originaria que, en palabras del apóstol Pablo, «me eligió desde el seno de mi madre» (Gal 1,15)47. Lo que aquí sucede es análogo a lo que cuenta Christian Andersen en su fábula El patito feo4S. Todo lo que durante quince o veinte años pudo parecer enfermizo, penoso, inhibido, intimidatorio, rechazable e incluso equivocado se presenta ahora como una vocación suprema, como señal, «en cierto modo», de una verdadera elección. Todos los sufrimientos, las debilidades, las angustias, todas las añoranzas y las expectativas jamás formuladas adquieren de repente su auténtica finalidad, con un presagio de cumplimiento. Lo que en un principio parecía una torturante maraña de perplejidades resulta ahora, aunque por un camino distinto, soberanamente accesible. El amor, el prestigio, la consideración y la estima ante Dios y ante los demás, todo cobra un nuevo sentido bajo el hábito del clérigo, bajo el velo de la religiosa, bajo la capa del reverendo padre 49 . El que siempre fue un patoso en todos los deportes, la eterna cenicienta de las celebraciones festivas, el inocente campesino, el blanco de las novatadas más crueles, el hazmerreír de sus compañeros de clase, se encuentra de repente, desde el día en que se decidió a ser clérigo, como curiosamente revalorizado, transformado y como transido de un aura sobrenatural. Los desesperados de antes son ahora los preferidos de Dios. El que no les guarda respeto no es más que un descreído, un ateo; bien mirado, es un mise-

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rabie que no merece más que lástima. ¿Cómo puede alguien, que no sea el mismo Dios, hablar en esas ensoñaciones? ¿Cómo puede no ser verdad una revelación tan evidente? Y los cristianos, ¿son de este mundo? ¿No es precisamente por ser distintos de los demás por lo que se asemejan al Crucificado (Jn 15,18-27)50? ¿Quién podría tener el atrevimiento de poner en duda y someter a estudio psicoanalítico algo tan beneficioso, algo tan evidentemente positivo? Para hacer plena justicia a la religión, habrá que ensanchar el horizonte y radicalizar el planteamiento. Lo que anteriormente, en el caso de Lucien Fleurier, hemos descrito como «inseguridad ontológica», ¿no es, en el fondo, el destino de todo hombre?, ¿no es verdad que, por el mero hecho de ser hombres, es decir, unos seres capaces de pensar, estamos condenados al sufrimiento y a la infelicidad51? ¿no es todo ser humano, en cierto sentido, un enfermo psíquico, al verse expuesto con plena lucidez a su propia muerte, a su finitud existencial, a su radical vacío, a su esencial y constitutiva contingencia52, a su ser puramente aparente? Y ¿no habrá que entender como un acto libre de la gracia de Dios el hecho de que determinadas personas estén marcadas para vivir y sufrir el problema de la existencia de un modo peculiar, es decir, con una intensidad fuera de lo común?, ¿no consiste la esencia de la religión en una respuesta del hombre al problema fundamental de toda creatura, que radica en su ser finito, en su propia naturaleza contingente 53 ?; ¿es acaso un milagro que determinadas personas, que por su biografía personal son particularmente sensibles al problema, se refugien en la religión, para no caer en el abismo? Y ¿no se pueden considerar realmente elegidos y afortunados los que, por sus miedos y sus sufrimientos, tienen la suerte de aprender en esta escuela de la verdad? Sí y no. Ésa es la respuesta. Sí, en caso de que la «inseguridad ontológica» se experimente allí donde constituye un verdadero problema, es decir, en los propios cimientos de la existencia humana. Y no, en caso de que esa misma «inseguridad ontológica» escape del ámbito metafísico y se desplace de los fundamentos de la existencia humana para refugiarse en el campo de las posibles categorías de la vida. La diferencia entre ambos presupuestos es extremadamente importante, tanto en relación a sus causas como con respecto a sus previsibles consecuencias. La inseguridad ontológica de un personaje como Lucien Fleurier no es más que la suma, el total de todas las inseguridades y miedos que él mismo experimenta frente a las circunstancias cambiantes de su vida.

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Su bisexualidad, su complejo de Edipo, sus ansias de poder específicamente anales, su necesidad de alienación desembocan en una inseguridad radical frente a su existencia, pero no surgen de los propios cimientos de la existencia humana. El hecho de que Lucien pueda o no amar a una mujer es decisivo para una percepción de sí mismo como superfluo, es decir, como no existente, o para una justificación de su propia personalidad, pero es absolutamente irrelevante para una cuestión como la de la existencia humana. Más bien, sucede lo contrario: el inflar sus problemas psíquicos hasta convertirlos en un problema universal es una prueba de su resignada debilidad neurótica. Inversamente, sólo el que fija su existencia sobre la base de sus capacidades reales y del mundo que le rodea es capaz de comprender honestamente la finitud y la contingencia de su propio ser personal. En otras palabras, convertir la psicología en metafísica, o la metafísica en psicología, no sólo no resuelve el problema esencial de la inseguridad ontológica de la existencia humana, sino que lo envuelve en una espesa niebla por el cambio indiscriminado de niveles, análogo a la persistente confusión entre «lo individual» y «lo colectivo» que hemos observado en un carácter como Lucien Fleurier, y que es el mejor ejemplo de una síntesis equivocada entre lo personal y lo meramente funcional. De estos presupuestos se deduce que es totalmente falso que una neurosis psíquica pueda llegar a intensificar el sentimiento religioso; lo único que, en todo caso, se puede producir es una deformación aún mayor de ese sentimiento. Pero lo que requiere particular atención es el cúmulo de previsibles consecuencias que puede acarrear al fenómeno religioso una categorización de la inseguridad ontológica. Si es verdad que «la incertidumbre y el riesgo»54 de la existencia humana constituyen el fundamento de cualquier experiencia verdaderamente religiosa, habrá que mantener esas fuentes en un flujo continuo, para que la autenticidad del mundo religioso no sufra menoscabo. Pero si las aguas del miedo no encuentran ningún obstáculo en el fluir torrencial de sus avenidas, difícilmente se detendrán incluso ante los más venerables templos y santuarios de la religión; serán, más bien, una continua amenaza para los diques y las esclusas laboriosamente fabricados por las religiones. En consecuencia, todas y cada una de las instituciones religiosas tratarán de dictar sus normas para alejar del ámbito de la experiencia cotidiana el peligro de incontrolada embriaguez que encierran las aguas de la vida. Ya no será la fuerza bruta de un mar encabritado la que invada prepotentemente la existencia humana, sino que será, más bien, un

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ingenioso y sutil sistema de canales y aliviaderos el que refrene la peligrosidad del lujuriante bálago de la resaca. Ese arte de poner diques al infinito tiene un gran componente de compasión y de perspicacia sacerdotal, por cuanto sabe ahorrar al hombre el incierto y desasosegado vuelo del petrel sobre el flujo y reflujo de la marea en los bajíos, mientras procura resguardarle en tranquila seguridad tras los impenetrables diques de carrizo que hunden compactos sus empalizadas en las profundidades del fondo. Pero en este punto, la misma religión es dialéctica. Cuanto más se empeña en represar y contener las fuentes de la angustia fundamental del ser humano, tanto más se priva a sí misma de sus propios fundamentos; cuanto mejor «funcionan» sus estructuras, peor desempeña su función en la vida de la sociedad. Las marismas feraces terminarán, por demasiado protegidas, convirtiéndose en un erial en el que, al cabo de poco tiempo, se habrá esfumado hasta el recuerdo de haber pertenecido al mar; sólo quedarán los canales y las zanjas aliviaderas como signo perenne de los orígenes de estos nuevos campos de cultivo. Frente a esos restos de la vivificante actividad marina, la religión, si no quiere transformarse literalmente en un sequedal, por causa de sus artificios, tendrá que producir otros miedos que, en el fondo, sólo encuentran su justificación frente a la inmensidad del mar. En otras palabras, para que la religión pueda subsistir, tendrá que incrementar su interés por una categorización siempre nueva de la inseguridad ontológica y de la angustia vital del ser humano, trasladándolas del nivel teórico de su esencia al plano objetivo de la realidad, en el que cada día son más imprescindibles nuevas formas de vigilancia, de reglamentación, de control y de protección. Por eso es, hasta cierto punto, bastante lógico que especialmente los ministros de la religión tengan verdadero interés en revestir las necesidades vitales de la gente con miedos desproporcionados. De ese modo se provocan tales neurosis o psicosis, que la intervención del sacerdote o del clérigo resulta absolutamente imprescindible para solucionar los conflictos individuales que derivan de tales miedos, delegándolos en el sistema agobiante y abrumador de una colectividad como la Iglesia. Así es como la religión, destinada en un principio a apaciguar los miedos de la existencia humana, necesita ahora esos pequeños miedos cotidianos para justificar la rutina de sus reglamentos y asegurar una presencia que ella misma concibe como indispensable. Por consiguiente, la religión no hace sino instrumentalizar los miedos que ella misma crea, para revestir de dignidad y de una aureola de respeto sus

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propias instituciones; pero el caso es que dichas instituciones no dan ninguna seguridad al hombre, sino sólo a la propia Iglesia. Es el ocaso de una religiosidad de epígonos, que necesita crear diariamente nuevas neurosis para poder encontrar sus fundamentos en el carácter puramente sobrenatural de sus instituciones salvíficas55. Tal religiosidad necesita absolutamente que sus funcionarios más cualificados sean hombres psíquica e, incluso, físicamente atenazados por el miedo, por el complejo de culpa y por toda clase de inseguridades, de modo que no encuentren otra salida a su ansiedad sino refugiarse en lo oficial, en lo administrativo, en lo que tiene todas las garantías de ser auténtico, en lo que les ofrece la verdadera salvación: el único camino que Dios ha escogido para ellos, en orden a la plena realización de su vida. Nadie mejor que Friedrich Nietzsche ha sabido diagnosticar los perniciosos efectos psicológicos de esa abdicación de la propia realidad personal en aras de un funcionariado de lo sobrenatural. Vamos a seguir paso a paso su crítica a los sacerdotes, a los clérigos y, en general, al mundo de lo eclesiástico, a pesar de que su lenguaje es, naturalmente, tributario de su época. Su diagnosis es la siguiente:

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El que tiene en sus venas sangre de teólogo se sitúa frente a la realidad con una serie de prejuicios sesgados y con actitud poco sincera. La impresión resultante se llama fe, que consiste en cerrar obstinadamente los ojos a sí mismo, para no tener que sufrir ante el espectáculo de una incurable falsedad. A partir de esa óptica distorsionada, uno se fabrica su propia moral, su propia virtud, su propia santidad, y se asocia una conciencia bien formada con un defecto de visión. Entonces viene el formular la exigencia de que cualquiera otra óptica no puede tener ningún valor, una vez que se ha consagrado la propia, dándole nombres tan rimbombantes como «Dios», «redención» o «eternidad». Yo he ido descubriendo ese instinto de teólogo en todas partes; es la forma de falsedad más extendida, la más subterránea del mundo. Todo lo que un teólogo piensa que es verdad, tiene que ser necesariamente falso; esto es prácticamente uno de los criterios de la verdad. Su más profundo instinto de conservación le impide hacer honor a la realidad en cualquier aspecto, o incluso dejarla que se exprese. En todo lo que cae bajo el radio de acción de un teólogo, cualquier juicio de valor es puramente intelectual, y las nociones de «verdadero» o «falso» aparecen necesariamente invertidas: lo que más va contra la vida se considera aquí como «verdadero», lo que la exalta, la anima, la afirma, la justifica y la colma de logros se considera aquí como «falso»...56.

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Al describir la moral del cristianismo c o m o una «anti-realidad imaginaria», Nietzsche ha intuido con toda claridad incluso la radical o p o sición entre lo «extraordinario» de la vocación onírica del chamán y lo institucionalmente seguro de la «elección» del clérigo. Por eso, escribe: Ese mundo de ficción se distingue, en perjuicio suyo, del mundo de los sueños en que este último refleja la realidad, mientras que el primero la falsea, la desnaturaliza y la niega. Una vez inventado el concepto de «naturaleza» como opuesto a la idea de «Dios», el adjetivo «natural» es sinónimo de «reprobable». Todo ese mundo de ficción radica en el odio a lo natural —¡la realidad!—, es la expresión del más profundo malestar frente a lo real... Y esto explica todo. ¿Quién puede tener motivos para apartarse de la realidad, renegando de ella? Sólo el que se siente molesto con la realidad. Pero sentirse molesto con la realidad equivale a ser una realidad frustrada... El predominio de una sensación desagradable sobre una sensación placentera es la causa de esa moral y de esa religión ficticia; y precisamente en ese predominio se contiene la fórmula de la decadencia...»57.

El principal reproche de Nietzsche al sacerdocio católico es que falsea todos los valores reales cometiendo un vil atentado de parásito: «Si el sacerdote domina, es p o r q u e se inventó el pecado» 5 8 . La doctrina de la redención se transforma, en opinión de Nietzsche, en un extraño procedimiento que hace al h o m b r e un menesteroso, un ser necesitado de redención, un enfermo grave, abocado a la destrucción de su cuerp o y de su espíritu: Basta una visita rápida a un manicomio para comprobar que la fe, en determinadas circunstancias, procura la felicidad, que la felicidad no transforma una idea fija en una idea verdadera, que la fe no mueve montañas, sino que las pone donde no existían. La fe no explica qué es un sacerdote, porque el sacerdote miente por instinto y niega que la enfermedad sea enfermedad y que un manicomio sea un manicomio. El cristianismo necesita la enfermedad, como el helenismo necesita una rebosante salud física; crear enfermos es como la segunda intención del sistema salvífico elaborado por la Iglesia. Y la propia Iglesia... ¿no es el manicomio católico, presentado como el ideal supremo? La tierra, ¿no es un manicomio colosal? El hombre religioso, tal como lo figura la Iglesia, es el típico ser decadente. Toda época en la que una crisis religiosa se apodera de un pueblo se caracteriza siempre por una epidemia de neurosis. El «mundo interior» del hom-

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bre religioso se puede confundir con el «mundo interior» del que está sobreexcitado o exhausto. Las mayores «sublimidades» que el cristianismo ha propuesto a la humanidad como los valores supremos son todas ellas formas epileptoides; de hecho, la Iglesia no ha canonizado más que a paranoicos o a redomados embusteros in maiorem dei honorem (a mayor gloria de Dios)... 59 . El cristianismo descansa sobre el rencor de los enfermos, sobre un odio instintivo contra los que están sanos y contra la misma salud. Ante todo lo positivo, lo magnífico, lo exuberante y, sobre todo, ante la belleza le zumban los oídos y le lloran los ojos. Me viene a la mente aquella maravillosa frase de Pablo: «Lo que el mundo considera débil, lo que el mundo tiene por necio, lo que considera innoble y despreciable, lo ha escogido Dios». Es el sentido de la fórmula in hoc signo vinces: vencerá la decadencia. ¡Dios en una cruz! ¿Hay alguien que todavía no comprenda la terrorífica segunda intención de este símbolo? Todo el que sufre, todo el que está clavado en la cruz, es divino... Ahora bien, todos estamos crucificados, luego todos somos divinos... Y nosotros somos los únicos... El cristianismo fue una victoria; con él se eclipsó una mentalidad más noble. El cristianismo ha sido, hasta ahora, la mayor catástrofe de la humanidad 60 . N o se trata aquí de «justificar» los contenidos de la teología cristiana, en particular de su doctrina sobre la redención, frente a la crítica de Nietzsche, tan unilateral en su aspecto psicológico. De lo que se trata es, exclusivamente, de apuntar la deformación de lo salvífico y su transformación en principio desintegrante, que necesariamente tiene que ocurrir cuando lo funcional se sitúa c o m o valor a u t ó n o m o dentro de una religión 61 . Esa situación se produce cuando los propios ministros religiosos n o tienen otra aspiración que el funcionariado, para eludir el inevitable dilema de su n o existencia personal; o, inversamente, cuando la continuidad del estamento clerical en la Iglesia presupone —y tiene que impulsar como elemento determinante de supervivencia— la progresiva despersonalización de sus candidatos. En última instancia, es el miedo al propio «yo» lo que, como en el caso de Lucien Fleurier, confiere al ejercicio de una función burocrática sus apariencias de misión y de elección divina, y así acaba por transformarlo en una nueva fuente de angustia. Pero cabría preguntar: ¿cómo es posible establecer una comparación entre el proceso vital de un personaje tan libertino y desenfrenado como el Lucien Fleurier de J.-P. Sartre y los caminos de santidad y de pureza de unos hombres que Dios ha t o m a d o a su servicio para salvar

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al mundo y para dar claro testimonio de la proximidad de su reino?, ¿no es todo eso una suposición inadmisible, y —hasta se podría decir— un paralelismo malévolo y mal intencionado? ¡De ninguna manera! La cuestión que hemos planteado es la siguiente: i cómo se puede describir un estado psicológico en el que la excentricidad más llamativa, como en el caso de los chamanes, se une con la banalidad más cotidiana de la condición de funcionario?, ¿cómo un desequilibrio psíquico, tan agudo que raya en lo patológico, puede desembocar en la reglamentación normal de una institución burocrática? Pues bien, la figura de Lucien Fleurier nos enseña cómo la categorización de una inseguridad ontológica puede llegar a imponer a un determinado individuo, en virtud de su propia biografía, la condición de dirigente concebida como llamada del destino. Claro que se podría objetar que, por ejemplo, las religiosas de clausura difícilmente se pueden comparar con los «directivos» de una empresa. Aunque es verdad que a algunos sacerdotes, que adoptan aires de dirigente, tal vez no les venga demasiado ancho el calificativo, ¿quién se atrevería a denominar así a esas «pobres siervas de Cristo»? Desde luego, hay que admitir —y habrá que analizarlo más adelante— que entre la psicología del «sacerdote secular» y la del «religioso», o la de la «religiosa», hay diferencias específicas considerables. Sin embargo, esas diferencias no radican en la huida de lo personal hacia lo burocrático, hacia lo instituido como función, sino, en cualquier caso, en simples variaciones que explotan la necesidad de prestigio, de reconocimiento y, en definitiva, de poder. Precisamente en este punto es donde habrá que hacerle a la Iglesia católica un severo reproche. ¡Cuántas religiosas, con una verdaderamente envidiable preparación en el aspecto psicológico, se entregarían con el mayor apasionamiento a ejercer públicamente las funciones de sacerdote, si se les permitiera hacerl!62. De todos modos, la injusticia que se comete es doble: primera, negar a la mujer su derecho al ejercicio del ministerio sacerdotal63; y segunda, suponer que es psíquicamente tan distinta del sacerdote, que no está capacitada para desempeñar la misma función. Por el contrario, no hay más que ver cómo bastantes religiosas, con una mentalidad volcada hacia el servicio a los demás y con unas dotes extraordinarias para realizarlo, se marchitan y languidecen literalmente en el estrecho marco de las constituciones de la propia orden. Pero es evidente que la psicología de los que se dedican al ministerio no difiere tanto de la de los demás como para que el «ser jefe», es decir, el deseo de desempeñar una función sagrada de

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carácter excepcional, no pueda y deba considerarse como algo esencialmente común a todos los clérigos. Todavía queda una última objeción —y hay que tomarla muy en serio— contra un presunto paralelismo entre el desarrollo psíquico de un clérigo y la psicogénesis de un personaje como Lucien Fleurier. Hoy día es una realidad bien palpable que no se ordena de sacerdote prácticamente ninguno que, ya desde su adolescencia, haya llevado una vida más bien tormentosa, irregular o desordenada. Al contrario, la virginidad y la inexperiencia sexual son una condición indispensable del clérigo católico. Y hasta tal punto que, ya en los primeros ejercicios espirituales, los directores «más entusiastas» o los maestros de novicios explican sin rodeos que el que se haya acostado con una mujer (o con un hombre), aunque no haya sido más que una sola vez, no puede considerarse idóneo para el sacerdocio o para la vida religiosa. Se piensa, efectivamente, que esa experiencia, por más que sea única, deja una huella tan profunda, que el que haya sentido ese placer (o esa decepción) no podrá prescindir de ello en el futuro. Como decía un franciscano con graficismo inimitable: «El sabor de la sangre fresca despierta en el tigre el salvajismo de la bestia». Si en el «escrutinio» (riguroso examen de conciencia ante un confesor oficialmente designado para la formación de los futuros clérigos) salen cosas como reiterada práctica homosexual, relaciones sexuales antes o fuera del matrimonio, participación en concursos de besos durante un baile público, o andanzas similares, es de esperar una masiva presión por parte de los círculos competentes para que el posible candidato renuncie —¡literalmente, porque es la voluntad de Dios!— a su intención de ser admitido como miembro del estado clerical en la Iglesia católica. Y con todo derecho; pues la Iglesia católica no sólo querría estar segura, sino que, después de años de influencia psíquica y con la ayuda de un técnica probada durante siglos, puede estar segura de que los hombres que ella ordena como sacerdotes y las mujeres que consagra como religiosas no han pasado por todas las vicisitudes que Sartre hace vivir a su personaje Lucien Fleurier durante su proceso de formación para llegar a jefe. De la misma manera, la vida de un futuro clérigo deberá estar absolutamente limpia de sentimientos de odio a los judíos, del consumo de drogas y de la agresividad descontrolada de las pandillas callejeras, si es que su proceso de formación debe aparecer como vocación de Dios. Pero las diferencias entre ambos casos, ¿son realmente tan enormes? También el noble señor Fleurier llega a un punto en el que ya no

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quiere saber nada de toda esa «basura» a la que le impelen las «tentaciones» de sus «amigos». Su propia frustración sexual y su repugnancia frente a la viscosidad del cuerpo podrían tranquilizar a la mayoría de los clérigos en su inseguridad ontológica. Y si se compara el «odio a los judíos» con el entusiasmo misionero contra los que no forman parte del propio grupo, el «hachís» con el alcohol, y el «gregarismo de las pandillas callejeras» con una auténtica veneración de la vida comunitaria, ¿sería tan difícil descubrir ahí una identidad de estructuras psicológicas entre uno y otro caso? Es verdad que el impulso de represión de sus desmanes y el rechazo radical de sí mismo sólo se presenta en Lucien Fleurier después de haber pasado por todas esas experiencias, con sus respectivas reacciones de miedo, de repugnancia y de vergüenza. Pero bastaría presuponer que, por sus propios miedos y con una especie de represión preventiva, se hubiera visto desde un principio impedido de engolfarse en una vida a la Rimbaud, para obtener una imagen perfectamente dibujada, hasta en sus más mínimos detalles, de la psicología de un futuro clérigo. Un individuo como Lucien Fleurier y un clérigo de la Iglesia católica se parecen como dos gotas de agua en multitud de aspectos: la más íntima realidad de sus conflictos psíquicos, el sentimiento de su inseguridad ontológica, la huida de sí mismos, la ambición innata de ser oficialmente reconocidos, la necesidad imperiosa de transformar sus perplejidades y su alienación personal en el destino a una vocación para lo realmente extraordinario (la meta del chamán) e, inversamente, para abandonar lo insólito y refugiarse en lo normal (la función del jefe), todo eso les hace prácticamente idénticos. Con razón el propio Sartre, cuyos recuerdos infantiles apadrinaron ampliamente la composición de La infancia de un jefe, confesaba sobre su trayectoria personal que, en lugar de filósofo del ateísmo, habría podido igual hacerse monje64. Entre un Lucien Fleurier y un clérigo católico se da una perfecta simetría, pero una simetría inversa. Es como la figura que se refleja en un espejo, en la que la mano derecha de la imagen corresponde a la mano izquierda de la persona. Las diferencias entre ambos personajes no están en las «marcas» psíquicas de su «piel» ni en las «proporciones» internas de sus «miembros», sino en el desplazamiento del instante en el que tiene lugar la represión: lo que hace o, más bien, lo que ha hecho el personaje Lucien Fleurier es exactamente lo que, por miedo, no hará nunca o incluso no habrá hecho jamás un clérigo de la Iglesia, si en adelante quiere experimentar el gozo de haber sido elegi-

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do por Dios. Pero los conflictos psíquicos, sobre todo la sensación de inseguridad ontológica frente a los problemas planteados por las sucesivas fases del desarrollo psicológico, son idénticos en uno y otro caso. La diferencia decisiva es la estricta censura del «super-yo», que prohibe por anticipado al futuro clérigo de la Iglesia católica todas las experiencias que han llevado a un Lucien Fleurier a su más rotundo fracaso. En la psicogénesis de un clérigo de la Iglesia católica llega un momento decisivo en que la «nebulosa» que acompaña al futuro «jefe» de Sartre durante toda su infancia y a lo largo de su adolescencia se rompe por la aparición de un moralismo punitivo. En cuestiones de bien y mal no hay lugar para experimentos ni para dudas sistemáticas; el individuo tiene que ser consciente de lo que es bueno y de lo que es malo. Nadie puede jugar a ser bueno o a ser malo. Sólo cabe ser bueno; o, en todo caso, nunca se permitirá jugar a ser «malo». En otras palabras, en toda esa convergencia de estructuras de negatividad existencial y de alienación, lo que distingue esencialmente a un clérigo de un Lucien Fleurier, en su respectiva psicogénesis y en su proceso psicodinámico, es la clara definición de sus contornos, la precisa configuración del «super-yo». Y mientras que Fleurier trata de huir de sus perversiones y de su inconsistencia personal refugiándose en la misión que le ha deparado el destino, el clérigo, tanto el joven como el adulto, huye de esos desastres ya antes de que exista el peligro de caer en ellos. Dicho de otro modo, en el futuro clérigo es su propia conciencia, sus miedos interiores, lo que actúa preventivamente para ponerle en guardia o para impedirle descubrir el mundo que le rodea y su propia personalidad de un modo que le abra los ojos sobre los elementos que laten en su propio psiquismo. Y esa forma neurótica de rechazar la perversión modificará ulteriormente el ejercicio de su papel de «jefe» o de «funcionario». Todo lo que un Fleurier consiga realizar más tarde lo hará, relativamente, en virtud de una decisión propia; es más, a pesar de su estrechez interna, su ilusión dominante no será otra que poder disponer a su capricho, como si fuera un dios supremo, de todos sus subordinados y de los resortes del poder, como «responsable» del bien de toda la humanidad. En cambio, un clérigo de la Iglesia católica estará más atado a su condición de funcionario, con capacidad mucho menor de configurarla por sí mismo. Ocupe el puesto de prepósito, de prelado, o incluso de obispo, siempre estará sujeto a las instrucciones que le vengan de arriba. En una palabra, «ser jefe» nunca supondrá para un clérigo la superación del nivel de mero funcionario. Él es, realmente, «el servidor de todos» (Me 10,44)65. En

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cierto sentido, no se trata sólo de una pretensión personal, sino de su auténtica realidad psíquica. Pero también la autorrepresión puede ser un modo de obtener dominio. Y ésa es la verdad que mucha gente no se atreve a reconocer. 3 ESTRUCTURA, DINÁMICA Y MENTALIDAD PSÍQUICA DEL C L É R I G O : EXISTIR POR LA F U N C I Ó N

El paso siguiente en la investigación será estudiar punto por punto cómo la psicogénesis de un clérigo debe pasar por las diversas fases de conflictos específicos de la primera infancia, para adecuarse al ideal de pobreza, castidad y obediencia. En este punto, la única cuestión consiste en determinar cómo está constituida la psique de una persona que, por la extraordinaria intensidad de su inseguridad ontológica, se siente tan excepcionalmente vinculada a una función que sólo ahí puede encontrar la justificación, la confirmación y la posibilidad de su existencia. La descripción más elocuente de la diferencia que existe entre la psicología de un Lucien y la de un clérigo, con relación al estado de funcionario, se puede ver en las dos nociones de «desesperanza» que Sóren Kierkegaard contrapone como los dos polos de una misma antítesis: desesperanza de obstinación y desesperanza de resignación (es decir, de debilidad)'. Lucien Fleurier es un auténtico «hijo de este mundo» en cuanto que trata, por todos los medios a su alcance, de construirse su condición de funcionario sólo a base de su actividad personal. Desde luego que su posición y su estatuto le vienen del trabajo previo de su padre, en el que siempre ha visto un ejemplo. Pero lo verdaderamente decisivo para cualquier «Fleurier» es su absoluta convicción de que, si su proyecto vital ha salido adelante, ha sido, en definitiva, porque él mismo ha puesto en juego todos los recursos de su propia personalidad. Incluso si, al final, el resultado de sus esfuerzos es una función burocrática, es decir, el culmen de su condición más burguesa, tendrá razones suficientes para vivir de la ilusión de que ha sido él mismo el que se

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ha labrado su propio futuro: él, y sólo él y para él, como un diosecillo en miniatura2. Por el contrario, la psicología del clérigo, basada en la interpretación teológica de su propia personalidad, se empeña en mantener una imagen de sí mismo que contrasta con su verdadera existencia como el cielo con el infierno. Ser clérigo no puede ser un producto de la voluntad individual. Querer «ganarse» por sí mismo una gracia que sólo se obtiene por la acción de Dios sería la temeridad más monstruosa, algo así como una simonía psíquica3. ¡No se puede elegir ser clérigo; el clérigo es elegidol De aquí que en casi todas las homilías que se pronuncian con motivo de la ordenación de un sacerdote o de la consagración de una religiosa no se pueda menos de hacer referencia a aquellas palabras con las que Jesús se despidió de sus discípulos durante la última cena: «No me elegisteis vosotros a mí; fui yo quien os elegí a vosotros» (Jn 15,16), o las de la magnífica alegoría sobre la vid y los sarmientos: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5)4. La comprensión teológica que el clérigo tiene de sí mismo se funda indispensablemente en la interpretación de esas palabras como la clave de su nueva existencia ministerial: ser clérigo no es «algo» que sucede en su vida, sino lo verdaderamente decisivo de su entera personalidad; y este nuevo ser, tan decisivo, no lo debe el sujeto a sus propias capacidades, sino única y exclusivamente a una actuación de la gracia de Dios. Pensar, por consiguiente, que es la propia persona la que elige la función de clérigo, desempeñándola y adaptándola a su gusto, no es más que pura altanería, redomada soberbia y rebelión intolerable. Todo lo contrario: el propio ser de un clérigo, lo que le determina en el tiempo y para toda la eternidad, es la circunstancia de que Dios actúa en él y le lleva por sus caminos. Él, por sí mismo, no es nada. Ésa es la idea fundamental que habrá de configurar toda su existencia; lo único que le condiciona y le distingue es su función como clérigo. Si se despojara de su cogulla de monje, de su sotana de sacerdote o del hábito de religiosa, quedaría literalmente desnudo: avergonzado, deplorable, y obscenamente ridículo a los ojos de los demás. La gracia de estado que se le concede le exige y le impone un desprendimiento total de su existencia y de su amor propio, en aras de una entrega absoluta a los valores objetivos del ministerio. Comprenderse a sí mismo por su función, recordar en todo momento la inigualable dignidad de su oficio, despojarse de su propio ser personal para revestirse de la objetividad que implica ser clérigo, todo eso es el auténtico don de Dios y la tarea verdaderamente importante de la existencia clerical. Sólo el que se

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abre enteramente, y por necesidad interna, a esa sublime transmutación de su propio ser y a esa hercúlea transferencia de lo más íntimamente personal a la fría despersonalización de lo institucional, más aún, el que vive esa transformación como gracia que, al tiempo que le libera de sí mismo, le devuelve su verdadero ser, responde plenamente al ideal psicológico del clérigo. Se alcanza así el estado de una sumisión absoluta, de una resignación desesperanzada. Es el polo opuesto de la filosofía de Sartre, o sea, el reflejo teológico de una extremada ideologización de la propia debilidad y de los límites del «yo», la posición más antitética con respecto a una psicología de la «realización personal» y del «deseo de autoafirmación».

I.

FIJACIONES IDEOLÓGICAS

Y RESISTENCIA AL TRATO CON EL OTRO

Siempre que una determinada concepción del mundo o una construcción subjetiva de la realidad circundante se enreda en una oscura maraña de contradicciones lógicas que, a pesar de todo, se defienden con la mayor obstinación como verdades irrefutables, se puede sospechar, desde el punto de vista psicoanalítico, que tiene que haber unas corrientes psíquicas tremendamente poderosas que, por su propia fuerza de gravedad, producen una curvatura del campo de los fenómenos mentales que transforma las líneas rectas en círculos viciosos. Una de esas contradicciones es la paradoja de la doctrina católica de la gracia en relación a ese fenómeno que se denomina teológicamente «gracia de estado». La cuestión ya se planteó anteriormente en nuestras reflexiones sobre la idea de «elección», pero se nos vuelve a presentar ahora como un problema específico de la existencia individual. Es un hecho que, después de dos mil años de historia de la Iglesia, no hay ni un solo aspecto relevante de la psicología de los clérigos que no haya sido formulado y hasta definido dogmáticamente por generaciones y generaciones de teólogos. Por eso, cualquier proposición derivada del método psicoanalítico no podrá menos de encerrar algún aspecto de crítica ideológica; y eso nos obligará a llamar continuamente la atención, punto por punto y problema por problema, sobre las fisuras y las incongruencias de la argumentación teológica, para desmontar ciertas contradicciones de la propia vida individual. Prácticamente, es como una psicoterapia, en la que no basta con analizar únicamente el nivel del «ello», es decir, las etapas del desarrollo pulsional de un determinado individuo, sino que para obtener resultados satisfactorios

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es tan importante, o más, reforzar el nivel del «yo», de modo que se llegue a reconocer conscientemente todo el mundo de formas racionalizadas que adquieren tanto la represión de las pulsiones como la misma limitación del «yo», y se puedan sustituir por un pensamiento y un juicio mucho más acorde con la realidad objetiva. Por consiguiente, el psicoanálisis no puede renunciar a meterse de lleno en la mentalidad filosófica, o incluso religiosa, del paciente para resolver eventuales contradicciones. Sólo en casos muy raros habrá que revisar de un modo exhaustivo la concepción global de un sujeto; la mayoría de las veces bastará —aunque, por otra parte, es indispensable— resolver las contradicciones de su propio mundo de ideas y establecer una coherencia lógica. Eso es precisamente lo que tenemos que hacer ahora, al abordar las contradicciones de la doctrina católica sobre la gracia, en relación con la llamada gracia de estado. Resulta francamente contradictorio que la teología dogmática de la Iglesia católica emplee la noción genérica de «gracia», y especialmente la llamada «gracia de estado», en un sentido que no sólo le priva de su auténtica significación, sino que incluso la deforma, hasta el punto de convertirla prácticamente en una antítesis de sí misma5. En concreto, la contradicción resulta particularmente evidente en ciertas «situaciones límite» de la existencia clerical, es decir, cuando un conflicto objetivo se manifiesta subjetivamente de una forma violenta. Es, por ejemplo, el caso de un clérigo que, durante una sesión terapéutica, reflexiona sobre la alternativa de continuar en el ejercicio del ministerio o solicitar la «secularización». Si la vocación a ser clérigo, tal como lo entiende la teología dogmática, se define en términos de «gracia», el sentido que «normalmente» se da a ese concepto debería ofrecer a todo sacerdote o a toda religiosa bastante campo libre para una búsqueda terapéutica de su propio camino hacia la plena satisfacción personal. Hace ya setecientos cincuenta años, santo Tomás de Aquino defendió una idea que ha llegado a ser doctrina clásica en el catolicismo: la gracia supone la naturaleza, es más, la exalta y la lleva a su plenitud6. Pues bien, si esa doctrina conserva aún su validez, cabría esperar que el sacerdote o la religiosa que va a consulta por problemas de ministerio o de identidad personal se sintiera llevado por esa gracia como por el poderoso brazo de Dios, es decir, con una sensación de plena confianza en que su propio «yo» está absolutamente justificado, y con la seguridad de que el plan de Dios consiste, ante todo, en procurarle su satisfacción personal y la omnímoda independencia de su vida. Sin embargo, la práctica terapéutica demuestra todo lo contrario: no

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hay ningún caso en el que el sujeto no se vea a sí mismo violentamente enfrentado —y a veces, durante muchos años— a toda forma de existencia personal, mientras que, por otra parte, trata de justificar esa actitud con apariencias de racionalidad. Cuanto más avanza la terapia, mayor es la evidencia de la estructura y del poderoso influjo que ejerce una determinada forma de autorrepresión y negación del propio «yo», corroborada por una ideología y una moral. En cuanto asoma cualquier resquicio de una posible huida de la propia esclavitud, para alcanzar aunque sea un mínimo de satisfacción personal o un regustillo de placer, surgen las típicas objeciones: «¡No puede ser! Sería demasiado simple»; «¿Qué tiene que ver eso con mi propia vida?»; «No sería justo pensar en la propia satisfacción, cuando en el mundo hay tanta gente que sufre y hasta se muere de hambre»; «Jesús le dijo a santa Angela de Foligno: "Yo no te he amado para que te rías"»7. O, quizá, como expresión más intensa de sentimientos reales: «Me preocupa tremendamente mi manía por derrochar»; «Me repugna mi propio ser»; «Si todos los demás (los miembros de la orden, los sacerdotes) pueden vivir así, ¿por qué yo no?». Profundizando un poco más en esta línea, se puede ver que, detrás de todas esas excusas, lo que suele manifiestarse es la imagen de un Dios extremadamente cruel, en chirriante contraste con la proclamación verbal de un Dios lleno de amor y de perdón. Para buscar una legitimación de ese contraste habrá que recurrir a la teología del sacrificio que ya aparece en el mismo Nuevo Testamento 8 . La ambivalencia psicológica de un amor divino que reclama una contribución cruenta no es sólo una formulación tradicional de innumerables textos neotestamentarios, sino que ha llegado a constituir uno de los pilares más sólidos del ideal de vida cristiana. A ejemplo de Cristo, que experimentó en su propia carne el más atroz de los sufrimientos, el cristiano deberá aceptar el dolor y, superando todos sus miedos, acompañar a su Maestro por ese mismo camino, para entrar con él en el misterio de la Pascua. Seguir a Cristo es sufrir con él y como él9; es lo que dice el Evangelio (cf. Me 8,31; 9,31; 10,33). Pues bien, si esto es así, ¿cómo uno, que en su ministerio y por elección especial ha quedado marcado ante la humanidad entera para participar en el sumo sacerdocio de Cristo, podría imaginarse una filosofía de la vida como el «hedonismo primario» propuesto por el psicoanálisis10, que considera la suprema obligación del hombre llegar a ser feliz y satisfacer sus ansias de placer? No cabe duda de que la teología sacrificial del rito de la misa11 ha dejado profundas huellas de esa mentalidad en la experiencia psíquica

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de generaciones y generaciones de sacerdotes, con esa monótona rutina con la que el asno ciego da incansablemente vueltas y más vueltas alrededor del pozo. Preguntado un alto cargo de la Iglesia si no sería más práctico que, en las misas que se celebran en pequeños grupos en una cripta, se diera la comunión primero a los fieles, para que al final ni faltasen ni sobrasen demasiadas hostias, respondió automáticamente: «¡De ningún modo! El sacerdote tiene la obligación de ser el primero en participar en el sacrificio de Cristo, al frente de su comunidad». Sin duda, por ser fiel al principio: ¡Vida sacerdotal, vida sacrificial!12. Y lo mismo vale para las religiosas. Una esposa de Cristo, ¿no debe tener como modelo a la Virgen, cuyo nombre recibe en la ceremonia de su consagración? Y ¿no fue la Virgen la mater dolorosa, cuyo corazón fue traspasado por siete espadas13, la que se mantuvo firme al pie de la cruz mientras todos los demás huían, la que unió su sufrimiento al de su Hijo, siendo así corredemptrix, la corredentora de una humanidad caída14 cuyos primeros padres habían pecado de concupiscencia y de soberbia por querer ser como Dios15? Una joven, o una mujer, que toma el velo se reviste necesariamente del dolor de nuestra madre celestial, de la inmaculada y siempre virgen María16. Ninguna búsqueda de satisfacciones terrenas, de una «realización personal», de una comodidad que huye del sacrificio es compatible con esa imagen de María. El que asume la función de clérigo renuncia, por la salvación del mundo, a cualquier derecho personal sobre su existencia; está, literalmente, «muerto con Cristo a lo elemental del mundo», como dice el apóstol Pablo (Col 2,20) 17 ; esencialmente es mediador de la gracia y, en cuanto tal, no puede oponerse a la actuación salvífica del Espíritu de Dios. De una de las paredes de mi despacho cuelga una reproducción del calendario azteca procedente de la antigua Tenochtitlán 18 . Entre los elementos de una complicada mecánica celeste que se engrana en torno al círculo del tiempo, en el mismo centro del ciclo que describen las cuatro edades del mundo, aparece la imagen de Tonatiuh, el dios del sol, como figura del corazón palpitante del universo. Su rostro es como el de un águila en cuyas garras están prendidos los corazones sanguinolentos de las víctimas que cada mañana se le ofrecen como sacrificio en su pirámide sagrada; así es como el sol, desfallecido y entumecido por el relente de la noche, puede reponer fuerzas y emprender su nueva andadura. Hambriento de carne humana y sediento de sangre, el dios Tonatiuh saca una enorme lengua de piedra, símbolo del cuchillo sagrado con el que los sacerdotes abren el pecho de las víctimas y les arrancan el corazón.

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El dios de la luz y de la vida sólo puede vivir por el sacrificio voluntario de una víctima humana. Y ése es su derecho, porque, según la creencia azteca, el sol nació cuando el pobre y humilde dios Nanauatzin, corroído por la sífilis, se ofreció en sacrificio por la salvación del mundo, arrojándose libremente a la llama voraz del horno de los dioses19. A ese ejemplo heroico de autoinmolación divina por amor, cuyo testimonio perdura en el sol de cada mañana, los aztecas oponen el comportamiento vil y deleznable del dios Tucuciztecatl, que, a pesar de haber prometido ante los dioses arrojarse al horno incandescente para que el mundo gozara de la luz, sólo se atrevió a hacerlo en segundo lugar, es decir, después de Nanauatzin, por lo que se transformó en la luna. Pero para que el sol y la luna no se queden fijos en el cielo, sino que corra el tiempo y se muevan y se desarrollen las cosas, los mismos dioses tienen que seguir sacrificándose. Todo lo que posee un hálito de vida, lo que alcanza su madurez plena y su sazón supone la muerte de lo viejo, para que surja la novedad20. El movimiento de los cielos sólo llega a su plenitud en el ininterrumpido sacrificio de las potencias divinas. Desde esta perspectiva, la misma existencia es un intercambio perpetuo, en cuanto que los dioses se ofrecen en sacrificio por el mundo y por la humanidad, e, inversamente, los hombres consagran a los dioses su propia existencia y la realidad mundana en el sacrificio de su muerte. Sólo el sacrificio mantiene y mueve el mundo. Ahí radica el misterio más insondable de la divinidad. De la sangre del sacrificio divino fluye una corriente de vida para todo lo que alienta. Cuando yo me ordené de sacerdote, hace poco más de veinte años, no sabía (aún) hasta qué punto la imagen de Dios que tiene el clérigo, si se la considera con suficiente atención, se parece más al dios de los aztecas, el sanguinario y benéfico Tonatiuh, que al «Padre de nuestro Señor Jesucristo»21. Es un verdadero «retorno de la represión», en el sentido en que se emplea este término en filosofía de la religión y en psicoanálisis22. La paradoja podría formularse así: por exigencias de su función, y según la idea de sí mismo que le ofrece la teología, el clérigo tiene que proclamar y dar testimonio de una redención que no sólo apenas le afecta personalmente, sino que incluso —escondida entre el tupido follaje de altisonantes fórmulas teológicas— no debe afectarle realmente, para que se mantenga en esa tensión entre sacrificio y renuncia que es de donde se supone que brota la obra redentora de Cristo. La contradicción, más teológica que psicológica, radica evidentemente en

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la doble vara de medir que se aplica a nociones como redención y gracia. En un primer sentido, de carácter más bien genérico, se entiende por «gracia» esa fuerza que libera al hombre de las constricciones de la culpa y le lleva a sentir una felicidad teñida de gratitud por la existencia; «gracia», en este sentido, es el fruto de la «redención», su resultado hasta cierto punto deseable. Por el contrario, en un segundo sentido, mucho más concreto y específicamente relacionado con la función, la «gracia», en toda su amplitud, se define por la condición del sacrificio, ya que el clérigo, en cuanto figura oficial —dada su función— del seguimiento de Cristo (personam Christi gerens, o sea, representante de la persona de Cristo, como se dice en teología dogmática con referencia al sacrificio de la misa23), está esencialmente vinculado al sacrificio de Cristo, de modo que su entera personalidad está abocada a desarrollarse exclusivamente en un ámbito de mediación, o sea, a ser puro mediador. Por eso, la «redención» —cualquiera que sea su significado—, en vez de ser «eficaz» para el propio clérigo, debe y tiene que desarrollar su «eficacia» en los demás, precisamente por acción del intermediario. Se trata de una contradicción que incluso la fórmula de Nietzsche: «Más redimidos tendrían que parecerme»24 no logra expresar más que aproximativamente. En realidad, sólo toca las «apariencias», el fenotipo, y no va a la misma raíz, al genotipo, de un sufrimiento masoquista y de una desesperada voluntad de sacrificio como la del clérigo. ¿A quién puede «aprovechar» ese sacrificio personal del clérigo, su participación místico-existencial y funcionalmente burocrática en el misterio de la Pascua, en el sacrificio redentor de Cristo, en la entrega absoluta de su holocausto personal para gloria del «Padre»25? ¿Qué clase de «Padre» es ése que, según la interpretación teológica, nos ama con un amor infinito y nos perdona con misericordia infinita, pero que, al mismo tiempo, es tan infinitamente justo que, ante el pecado del hombre, que le causa una ofensa de dimensiones infinitas, necesita una víctima de valor infinito, su propio Hijo, para armonizar en su designio salvífico, por caminos tan aventurados, la íntima contradicción entre misericordia y castigo a la que el pecado del hombre le ha llevado a él, sabiduría infinita y suma inteligencia26? Cuando Jesús habla de su Padre, nos lo presenta como un rey que condona toda la deuda de sus siervos sin exigir ninguna contrapartida, sino simplemente porque esos pobres desgraciados no están en condiciones de detraer ni un céntimo de sus medios de subsistencia27. No hay más que recordar, por ejemplo, la conocida parábola de El deudor

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inexorable, en la que Jesús cuenta cómo un alto funcionario real, debido a una gestión desastrosa, había defraudado millones al erario público. El hombre está dispuesto a «sacrificar» todo lo que posee: venderá a su mujer, venderá a sus hijos, se venderá incluso a sí mismo; pero eso no podrá compensar ni una pequeña parte de los intereses de su deuda. Si ese hombre sigue con vida, será únicamente porque el rey, movido de compasión y de una generosidad sin límites, le perdona toda la deuda. Eso es lo que dice Jesús (Mt 18,23-35) 28 . Jesús esperaba que este Dios tan magnánimo y compasivo llegara a ser también nuestro Padre, con tal de que nos fiásemos absolutamente de él para ponernos incondicionalmente en sus manos29. No más diluvios arrasadores, no más amenazas de sentencia condenatoria 30 , sino sólo perdón y benevolencia, búsqueda afanosa de la oveja perdida y cariño desbordante para devolverla al redil con las noventa y nueve (Mt 18,12.14; Le 15,l-7) 31 : ésas eran las intenciones y la correspondiente acción de Jesús de Nazaret. El Dios de Jesucristo no sabe nada sobre el problema de los teólogos que se afanan inútilmente por resolver la infinita contradicción entre su amor y su justicia. El Dios de Jesucristo desearía que los heraldos de su palabra llegaran un día a comprender hasta qué punto sus teorías sobre la «bondad» de Dios no hacen más que proyectar hacia el infinito sus propias contradicciones, ya que plantean como problema del Dios inaccesible lo que, de hecho, no es más que su propia dificultad interna, una aporía que, en resumidas cuentas, sólo concierne al ser humano. Por eso, la formulación del problema debería ser la siguiente: ¿cómo podemos nosotros mismos compaginar en armonía los términos antitéticos de esa eterna contradicción entre amor y justicia, entre gracia y ley, entre perdón y condena32? No debería haber sacerdote ni religiosa que no tuviera la convicción más profunda de la verdad que encierran esas palabras de Jesús sobre la disponibilidad de Dios para el perdón. Más aún, debería estar íntimamente persuadido —o persuadida— de que en ellas late la auténtica raíz de esa infinita nostalgia que es capaz de conmover hasta las lágrimas, apenas se pulsa una cuerda tan sensible de la proclamación de Jesús. Pues bien, ¿cómo se explica, entonces, que la mayoría de los clérigos puedan vivir absolutamente impregnados de una concepción tan cruel y estremecedora como esa teología del sacrificio? Sería totalmente falso compartir la opinión de que muchos clérigos, cuando se someten a tratamiento psicoterápico, emplean gran parte de su tiempo tratando de sugerir con la mayor seriedad que sólo por la teología eclesiástica del sacrificio se convierten en «víctimas» de la re-

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dención. Ninguna teoría —incluso de naturaleza teológica— que se adquiere a la edad de veinte o veinticinco años, es decir, durante el período de los estudios, tendría fuerza suficiente para determinar el rumbo de toda una vida, si no sintetizara de una forma simbólica o expresara de una manera racional los profundos miedos, las íntimas aspiraciones y las necesidades más perentorias que tienen su raíz en las experiencias de la primera infancia. En vez de afirmar que los clérigos son las primeras víctimas de su propia teología sacrificial, hay que decir, desde un punto de vista psicoanalítico, más bien lo contrario, o sea, que el candidato a clérigo de la Iglesia católica tiene que haber sido «sacrificado», ya durante su infancia y en multitud de aspectos de su desarrollo personal, para poder llegar más tarde a una identificación con la correspondiente doctrina teológica. De hecho, el cúmulo de resistencias que surgen durante la terapia psicoanalítica de los clérigos muestra con claridad meridiana lo poderosa que es su necesidad de aferrarse con todas las fuerzas posibles a la ideología y a la mística del sacrificio. El que trate de sacudir esos cimientos hará tambalearse el tan trabajosamente apuntalado «yo» del clérigo, arruinará sus sentimientos de propia estima, que requieren una aniquilación ficticia y un anonadamiento esclarecedor para tener acceso al ámbito de la existencia, y pondrá en peligro su misma identidad, al borrar esa diferencia específica que le separa de todo el resto, por ser tanto relativa como esencialmente distinto de los que le rodean. En el fondo y en los condicionamientos de la teología del sacrificio late un desmesurado deseo de aniquilación personal, una dictadura del miedo, un auténtico «vampirismo», que necesariamente tiene que haberse manifestado ya en la infancia y en la juventud del clérigo o de la religiosa, sin que realmente podamos comprender sus verdaderas causas. Esta ansia de sacrificio y de aniquilamiento es lo más importante para el análisis. En última instancia, eso es lo que falsea de un modo verdaderamente incomprensible la idea neotestamentaria de «redención»33, ya que, al aplicar ciertos esquemas arquetípicos de época arcaica, como las representaciones rituales del sacrificio, priva al mensaje de Jesús de todo su significado. Todavía hoy, al cabo de cien años de la muerte de Friedrich Nietzsche, podemos comprobar con indignación y con un deje de amargura que estaba en lo cierto al poner en boca de su Zaratustra estas palabras sobre los sacerdotes: Yo sufro y he sufrido con ellos. Los veo como una interminable cuerda de presos, marcados para el sacrificio. Y es que ése, al que ellos llaman su redentor, les ha cargado de cadenas: las cadenas de los

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falsos valores, de las palabras huecas y delirantes. ¡Ay, quién pudiera librarlos de su redentor! Creían haber desembarcado en una isla, mientras el mar rugía a su alrededor, pero la isla... era un monstruo dormido. Falsos valores, palabras ilusorias: los peores monstruos que acechan a los mortales. En su profundo sueño, la fatalidad está a la espera; hasta que un día se despierta, se enrosca en las míseras cabanas que se construyeron en sus lomos, y devora a sus moradores incautos. ¡Mirad, mirad esas cabanas construidas por los sacerdotes! No son más que cuevas perfumadas, pero ellos las llaman... «Iglesias». ¡Reflejos ilusorios, aire viciado! Donde el espíritu es incapaz de remontarse a las alturas...; donde, por el contrario, resuena la implacable voz de la fe con sus órdenes tajantes: «¡De rodillas, malditos! ¡A subir de rodillas los escalones!». Prefiero ver a un desvergonzado, antes que esos ojos que se salen de sus órbitas por la vergüenza y la devoción. ¿Quién construyó esas cuevas, esa escalera de tortura? ¿No fueron los que querían pasar de incógnito, los que se llenaban de vergüenza ante un cielo azul, limpio e inmaculado?... Y llamaban «Dios» a lo que les llevaba la contraria y les hacía daño... Pero, a pesar de todo, había mucho de heroico en su devoción. ¡No sabían amar a Dios, si no era crucificando a sus semejantes! Vivían como cadáveres, hasta vestían de negro su cadáver; en sus mismas palabras se puede oler aún el hedor a muerto... Sus propios redentores no venían de la libertad del cíelo empíreo; jamás habían pisado las alfombras del conocimiento... [-] Dejaron huellas de sangre en su camino, y su insensatez les enseñó que la verdad sólo se puede probar con sangre. Pero la sangre es el peor testigo de la verdad. La sangre contamina incluso el aire más limpio, y no genera más que delirio y odio en el corazón. Y aunque uno se arroje al fuego por defender esa doctrina, ¿qué puede probar eso? La verdad es, sin duda, que su doctrina brota de su propio brasero34. Hay que reconocer, efectivamente, que a Nietzsche no le falta razón. Un clérigo es lo que, en realidad, no debe ser: un ascua tomada de su propio fuego, una antorcha encendida en su propia llama. Todo lo que debe ser es una vida, una existencia prestada, una función puramente gratuita. Pero el caso es que si él no vive por sí mismo, desprestigia a aquel que resucita a los muertos invocando el nombre de Dios, y no puede servir a ese Cristo que se definió como la verdad y la vida35. «Naturalmente», replicará en seguida la dialéctica clerical, «Cristo es la verdad, pero lo que eso quiere decir es que nosotros, los hombres,

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somos pura mentira; Cristo es la vida, pero lo que eso quiere decir es que nosotros, los hombres, estamos muertos, o sea, que tenemos que matar la vida engañosa, tenemos que "sacrificarla", muriendo sistemáticamente y aprendiendo siempre a "morir"» 36 . Esta clase de argumentación ha llegado a calar tan hondo en la mentalidad clerical y ha conseguido estructurarse con una solidez tan compacta que, en la mayoría de los tratamientos de clérigos, un terapeuta no teólogo profesional chocará inevitablemente contra ese muro de resistencia ideológica. Se puede incluso decir que resulta más fácil tratar cualquier neurosis de un ciudadano «corriente» que la de estos representantes —y a veces, hasta fanáticos defensores— de una vida tan «distorsionada». El principio de fe, al que tiene que someterse incluso la doctrina de Cristo, es el siguiente: «Tú no eres nada». Frases como la de Jesús en la última cena: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5) tienen que actuar como un veneno sobre unos hombres tan totalmente convencidos de su insignificancia. No deben «pensar en sí mismos», sino sólo en Cristo; no deben «centrarse en sí mismos», porque su único centro es Cristo. Ahora bien, ¿no es verdad que la quintaesencia del psicoanálisis es un continuo y exclusivo girar sobre sí mismo37, una contemplación narcisista del propio ombligo, una estrategia para evitar el sufrimiento? Según el nivel de reflexión, se podría aumentar hasta el infinito la panoplia autodestructiva del clérigo. Por ejemplo, no hace mucho que, en el curso de un seminario, un ilustre representante de la «teología política» decía sin el menor reparo que el psicoanálisis se arrogaba el derecho de decidir quién podía arrostrar un determinado conflicto, que el cristianismo no era un método para eludir el sufrimiento, y que Jesús de Nazaret no fue precisamente un médico; y añadía que la interpretación actual de los «consejos evangélicos» debería enfocarse como la respuesta a las necesidades del Tercer Mundo. Es el terror psíquico de siempre, disfrazado de modernidad, o sea, con sentimientos de culpa mucho más amplios y con parámetros de responsabilidad más numerosos que, aunque objetivamente justificados, degeneran subjetivamente en instrumentos de represión psíquica concebida como un deber, y que se ejerce sobre los fenómenos internos del individuo38. En un ambiente psicológico tan enrarecido resulta prácticamente inútil recordar que una frase como la de Jesús en su alegoría sobre la vid y los sarmientos (Jn 15,5) sólo se puede interpretar como lenguaje del amor. De lo que se trata no es precisamente de una devaluación de la persona humana a expensas de una presunta exaltación de lo divino,

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sino, más bien, de un sentimiento de unidad interna, de una oleada que, con el flujo impetuoso de la marea, baña la totalidad del ser, hasta que el consiguiente reflujo la lleva de nuevo a disolverse en la inmensidad del mar. Todo es pura simbología, imagen armónica y sosegada de un organismo vivo. Y otro tanto puede decirse de la palabra de Jesús sobre la elección (Jn 15,16). El que ama de veras no creerá jamás que ha sido él quien ha elegido; al contrario, sabe muy bien que, en las cuestiones del amor, no hay elección que valga, y que mientras sea díscolo y exigente, no será un verdadero amante. En vez de eso, se sentirá tremendamente afortunado y, en este sentido, hasta «indigno» de una felicidad tan «inmerecida», al ser objeto del amor precisamente de aquél cuyo afecto deseaba con mayor anhelo 39 . Si las palabras de Jesús, u otras semejantes, se sacan de su verdadero contexto, que es el lenguaje del amor, y se revisten de los austeros tecnicismos típicos de los especialistas en teología dogmática o en exégesis, tendrán unos efectos de lo más degradante y devastador; serán como un auténtico potro de tortura mística, que, entre infinitos e indecibles tormentos, arranca inexorablemente de sus víctimas ese grito siempre monótono y lacerante de la angustia más aterradora: «¡No soy nada! ¡No soy absolutamente nada!». Un clérigo, que se ve tan constreñido a vivir en beneficio de otros lo que él mismo no puede ni debe vivir en beneficio propio, es natural que esté inevitablemente abocado a caer en una doble vida. Domingo tras domingo perdona a otros —suponiendo que el sacramento de la penitencia todavía esté «en vigor»— unos «pecados» que él no puede perdonarse a sí mismo40; absuelve a los demás de unas culpas que él mismo no tiene más remedio que reprocharse continuamente; por exigencias de su función, ha de infundir en los demás un aliento que les proporcione esas pequeñas dosis de felicidad que él mismo ni siquiera puede soñar para su propia vida41. Todas esas rupturas y contradicciones, que desequilibran el ritmo normal de su existencia, no le producen ningún desasosiego; al contrario, en ellas se demuestra su diferencia específica, o sea, una doble moral, cuyo larvado orgullo apenas se puede detectar bajo la densa capa de tal autorrepresión y envilecimiento personal42. La tentación es de decirle: «Amigo, ¿no ves que no eres tan importante como para envilecerte de esa manera?». Pero no cabe duda de que semejante observación, aunque no deje de tener sus efectos en la práctica terapéutica, rebotará infructuosamente contra el carácter blindado4* de la psicología propia del clérigo. La única brecha que se puede abrir en los muros de esa prisión de doble planta, para escapar del cúmulo de represiones tan profunda-

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mente racionalizadas, es una especie de pasadizo secreto y tortuoso, a saber, el descubrimiento de que no es posible querer hacer felices a los demás, mientras no se reivindique personalmente el derecho a ser feliz en la propia vida44. Sí, sí; ya veo venir la réplica: «¿Y tú dices eso? Bien sabes tú que felicidad no equivale a redención. La felicidad es una determinación estética, una magnitud puramente terrena, una vivencia exclusivamente humana45. Pero aquí se trata del misterio divino de la salvación, de la redención del mysterium iniquitatis, que se opera mediante la sangre que Cristo derramó en la cruz para salvar a la humanidad»46. Pues bien, si el «pecado» es, en realidad, algo más que un concepto meramente formal; si, sobre todo, no se puede identificar con categorías moralizantes, como sería la transgresión de un mandato 47 ; y si, en otras palabras, significa lo que verdaderamente debe significar, es decir, la alienación total de la existencia humana con respecto a la realidad de Dios, la ruptura radical con la dimensión de la gracia, la desintegración de la constitutiva unidad con los orígenes, la deformación más absoluta de la realidad humana al convertir el «bien» en «mal»48; si esto es así, ¿no habría que calificar la situación real de pecado como una auténtica «desesperación», en el sentido que Kierkegaard da a este término49? Y en ese caso, ¿qué es «redención», sino un retorno del individuo, un cambio de rumbo en la singladura de una existencia acongojada que, por medios decididamente catastróficos, pretende ser lo que en realidad no es, y no ser lo que constitutivamente es50? En última instancia, todo se reduce a la definición de la felicidad humana; es decir, sólo dependiendo de cómo se la sitúe, en un plano de exaltación o a nivel más rastrero, será posible revisar las elucubraciones teológicas que interpretan la muerte sacrificial de Cristo como una entrega capaz de realizar la salvación en cualquiera de sus posibles efectos, menos en uno: hacer al ser humano verdaderamente «feliz». Sin embargo, todavía hoy hay mucha gente convencida de que hay que rechazar rotundamente las teorías de Epicuro —uno de los filósofos más calumniados, porque el cristianismo nunca llegó a entender su verdadera doctrina51— y que habrá que considerarle como el representante más puro de la filosofía hedonista en tiempos de la Ilustración griega y como uno de los precursores del psicoanálisis moderno. El que así piense, y mucho más si es un clérigo —sea párroco en pleno ejercicio de su ministerio pastoral, o religiosa a la cabecera de un enfermo—, no podrá prescindir del hecho de que lo único que anhela el

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ser humano es ser completamente feliz y que, por tanto, espera que la teología cristiana le ofrezca una teoría de la redención que no se base exclusivamente en contraponer la figura de un Dios de la redención a la del Dios de la creación, una «herejía» que ya en los primeros siglos de la Iglesia fue acérrimamente defendida por Marción, uno de los más célebres polemistas contra el cristianismo naciente52. Desde este punto de vista, los mecanismos de una terapia bien dosificada terminarán por acorralar a cualquier teólogo en las contradicciones de su propia teología, aunque, en última instancia, el balance de sus mezquinos sentimientos no experimente ningún cambio espectacular. El juego de factores internos sólo produce una auténtica transformación de la vida de un clérigo en casos muy contados y, por lo general, de naturaleza dramática. Lo normal es que se produzca por un choque con el exterior, es decir, por ciertas experiencias que, a partir de ejemplos reales, no sólo le abran los ojos sobre sus contradicciones internas, sino que incluso lleguen a presentárselas como inexcusables. Desde el día siguiente a su «cantamisa», el sacerdote habrá de enfrentarse con la pregunta por lo verdaderamente decisivo para su existencia funcional: las normas, las directrices, la doctrina que él, en nombre de la Iglesia y en virtud de su ministerio, debe transmitir como verdad de Dios revelada en Cristo y «proclamar» para la salvación del mundo, o las necesidades del hombre que, en su catálogo de respuestas hechas, por no decir superficiales, no tienen prácticamente la más mínima cabida. Hace ya algún tiempo, un alto dignatario eclesiástico me comentaba: «Nosotros, los obispos, tenemos que dar respuestas, no cabe duda; pero tienen que ser muy concisas». Se refería indudablemente al hecho de que mis consideraciones psicoanalíticas sobre el estado actual de la Iglesia no podrían ser demasiado «prácticas», por la sencilla razón de que, al parecer, resultaban excesivamente complejas y, sobre todo, infinitamente largas. Pero ahí está precisamente el problema: ¿cuántos clérigos no se han pasado en blanco noches enteras, atormentados pnr cuestiones a las que hubieran querido dar una respuesta bien concisa?, ¿cuándo no han sufrido por encontrarse en una situación dramática que, como cualquier dolor humano, no se puede solucionar por las meras atribuciones de una función ni por los principios genéricos de la Iglesia o de la sociedad, sino por el más absoluto respeto a cada individualidad intransferible y a la exclusiva singularidad de cada situación concreta53? Ya a los pocos días de haber entrado «en funciones», el clérigo se

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encontrará —consciente o inconscientemente— ante un cambio de agujas que habrá de ser determinante para su futuro: ¿por dónde decidirse: por el cuidado de las noventa y nueve ovejas que están seguras en el redil y que (supuestamente) no necesitan «conversión», o por la búsqueda de la extraviada, que habría que dar definitivamente por perdida, si él no se afanara por «encontrarla» y «llevarla sobre sus hombros» al aprisco, como dice Jesús (Mt 18,12-14; Le 15,l-7) 54 ? En el primer caso, el clérigo se vinculará con lazos cada vez más sólidos a las demandas de su función y a las exigencias de su «super-yo», de modo que, o no mantendrá ningún contacto con los que están fuera del «redil», o sus previsibles contactos serán unas veces ficticios y otras decididamente deletéreos. En cambio, en el segundo caso, se verá envuelto en una infinidad de problemas y de tensiones de orden interno, como la autocensura de su propia conciencia, o de carácter externo, como el enfrentamiento con sus «superiores» y con sus «hermanos en la función». Pero esa actitud le llevará a estar más cerca de los marginados y le brindará, por lo menos de vez en cuando, la oportunidad de tratar con gente que ha perdido confianza en sus propias posibilidades, para abrirles un acceso a sí mismos y, en definitiva, a Dios. En el primer caso, estimulará a los demás para que aprendan con el mayor interés posible lo que él mismo ha aprendido como doctrina de la Iglesia; y en el segundo caso, según las circunstancias, se esforzará por olvidar la vieja doctrina, para aprender de la propia gente lo que Jesús quería y lo que la Iglesia debería aprender: saber escuchar en el dolor humano y en la necesidad del prójimo la voz de un Dios que no es Dios de muertos, sino un Dios de vivos (Me 12,27). Según eso, recibirán confirmación o se pondrán en tela de juicio los postulados que ahora, después de haber expuesto tantas racionalizaciones ambiguas, tendremos que establecer como elementos constitutivos de la alienación clerical. Alienación de la existencia a tres niveles: nivel de pensamiento, nivel de vida, nivel de relaciones.

II.

LA EXISTENCIA ALIENADA

1. Nivel de pensamiento Después de haber analizado el funcionamiento de la mentalidad del clérigo cuando se pone a la defensiva y adopta una actitud, por decirlo así, como de andar por casa, debemos y tenemos que describir ahora

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las estructuras en las que se organiza un pensamiento que no se atreve a dar el salto a una reconversión doctrinal e incluso, si fuera necesario, a una contradicción interna, sino que se mantiene firme en las categorías trilladas de lo funcional. Pues bien, ¿qué significa pensar funcionalmente, o sea, en virtud de la función? ¿Un perfecto contrasentido, como un cuchillo de palo? ¡Sí, algo así! Una flagrante contradicción que, sin embargo, puede ser epidémica y contagiarse como un virus; y precisamente por la misma razón por la que se contagian los microorganismos, esas sustancias que carecen de protoplasma propio y que, por consiguiente, para tener vida, necesitan multiplicarse hasta el infinito para encontrar en otras células lo que a ellas mismas les falta, o sea, la existencia. Pensar por fuerza de la función significa esencialmente partir de ciertos contenidos tradicionales y de determinadas tesis prefijadas por la autoridad, para aplicarlas sin más a la realidad circundante. El pensamiento funcional es, por naturaleza, dependiente de otros factores y perfectamente compacto; sólo es flexible y creativo cuando organiza sus propias pruebas o cuando se las ingenia para encontrar casos en los que sea posible la aplicación de sus principios. Esa forma de pensar, aun careciendo de ideas verdaderamente originales, puede ofrecer un aire de relativa «seguridad», mientras se mantenga en un terreno que no rebase los límites del puro pragmatismo. En toda sociedad plural tiene que haber diversidad de funciones, con sus respectivos funcionarios, como medios de asegurar la buena marcha del desarrollo. Pero en el ámbito religioso, lo funcional parece encerrar una contradicción interna55, ya que aquí no se trata de regular los aspectos externos de la existencia con medios puramente administrativos. Sin embargo, da la impresión de que, en este campo, lo funcional es la forma externa de la interioridad, de la espiritualidad y de la libertad del hombre. Por otra parte, ese modo de pensar, al estar íntimamente vinculado a lo oficial, a lo funcional, tiene como primer objetivo configurar la vida interior del hombre; y eso implica un serio peligro de que llegue a degenerar en un mero instrumento de propaganda al servicio de una verdad ya presupuesta de antemano. Ahora bien, por lo que concierne a los clérigos de la Iglesia católica, no se puede hablar aquí de peligro, sino de verdadera realidad; y eso se deduce claramente de dos constataciones: en primer lugar, la jerarquización de la vida eclesiástica, y en segundo término, la devaluación de la fe, que degenera en una doctrina puramente abstracta.

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a) Jerarquización de la vida en la Iglesia católica La jerarquización no se puede separar de la ambigüedad psíquica que constituye la forma de existencia del clérigo; más aún, en realidad, es la única forma de expresión social y el único soporte institucional de esa ambivalencia. Si uno se atreve a hacer una crítica a la Iglesia, la contestación será invariablemente que «Iglesia somos todos» y, por consiguiente, no existe una magnitud como «la» Iglesia. Ese modo de replicar, o ese tipo de sugerencia, brota generalmente de la mejor intención, y lo único que pretende es invitar a todos a colaborar estrechamente en la edificación de la comunidad eclesial. De hecho, ése es el clima instaurado durante el concilio Vaticano II —y que ha seguido vigente desde entonces—, al cargar el acento sobre la «colaboración de los seglares»56. Pero ya la misma expresión «colaboradores» pone de manifiesto la idea que se ha desarrollado a lo largo de la historia, a saber, que los auténticos «trabajadores» en las faenas de la «recolección» (Jn 4,3538) 57 son los no seglares, es decir, los clérigos, únicos especialistas en la proclamación del mensaje de Cristo y en su actualización por medio de los sacramentos. Son ellos los que, junto a los monjes, constituyen el gremio de los «espirituales», desde los tiempos del gran pontífice Gregorio VII (1073-1085), mientras que los seglares sólo pueden ser considerados como masa «carnal» o, sencillamente, «mundana»58. Desde el Decretum Gratiani, promulgado en 1142, los clérigos son la clase preferente en la estructura de la Iglesia, con poder y dominio sobre los seglares. Pero hoy día todo el mundo sabe que esa mentalidad no cuadra con la estructura democrática de nuestras sociedades modernas. Más aún, en muchos ámbitos de la misma teología católica proliferan ciertos planteamientos que se esfuerzan por redefinir la relación entre clérigos y seglares partiendo de un concepto como el de «pueblo de Dios»59. La «función» se interpreta, entonces, como «servicio» a la comunidad; y, en consecuencia, son las necesidades vitales comunitarias las que le sirven de fundamento. Pero, en definitiva, todos esos conatos chocan inexorablemente contra una inveterada mentalidad por la que el clérigo se identifica absolutamente con su propia función. El sacerdote de la Iglesia católica, al revés que el párroco de una comunidad protestante, no es elegido por un consejo presbiteral, sino que es ordenado por su propio obispo (o por el abad correspondiente). Además, como en su ordenación tiene que jurar obediencia incondicional al obispo (y a sus sucesores en el cargo), queda total y definiti-

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vamente vinculado a la misión que el propio obispo decida confiarle. Nótese que, en este momento, no se trata de discutir teológicamente qué concepción del oficio ministerial es «la más exacta» desde el punto de vista dogmático, o la más conforme al espíritu «posconciliar». Lo único que nos interesa aquí es llamar la atención sobre el impacto psíquico que tiene que suponer para un clérigo en ejercicio el hecho de tener que considerar toda su existencia como un don «de lo alto», como misión encomendada por Cristo a través de los apóstoles y de sus sucesores, es decir, los obispos de cada diócesis60. Eso supone un permanente conflicto entre «magisterio» y «experiencia humana», una necesidad —impuesta por la propia función— de solidarizarse, más aún, de identificarse con los verdaderos arbitros de las decisiones eclesiásticas, es decir, con los obispos, que son el fundamento de la existencia clerical. Eso no significa que, hoy por hoy, la mayoría de los sacerdotes piense o actúe precisamente así; pero el caso es que si no lo hacen, corren el riesgo de que se acentúe aún más su ambivalencia existencial o de que se vean envueltos en un conflicto interior con su condición de funcionarios. En resumidas cuentas, que el propio «superyo», desde dentro, y la censura de las autoridades, desde fuera, les llevarán a una situación tan incómoda como tener que «servir a dos señores»61. Se puede decir sin ninguna vacilación que hoy día la mayor parte de los sacerdotes mantienen con respecto a la mentalidad de sus obispos la misma actitud que la que tenían los rusos antes de 1917 con relación al régimen de Moscú, y que se puede resumir en esta frase: «¡El zar, cuanto más lejos, mejor!»62. Incluso entre los clérigos en ejercicio no habrá prácticamente ninguno que espere de la Iglesia oficial más que una sola cosa: que le deje desarrollar su trabajo en paz. Y mucho menos habrá quien piense que en las encíclicas del papa o en las cartas pastorales de los obispos que de vez en cuando hay que leer a los fieles durante la misa del domingo se pueden encontrar algunas directrices u orientaciones de carácter espiritual63. En este aspecto, parece que la vinculación personal de los ministros con las «instancias directivas» es francamente escasa. Sin embargo, no hay que olvidar con cuánta amplitud e intensidad la Iglesia inculca a sus clérigos, ya antes de su «ordenación», todos los elementos de su particular «sistema». Aparte de que siempre hay momentos en los que, de repente, aparece el «zar»; y es entonces cuando se ve con más claridad hasta qué punto los clérigos católicos, prácticamente sin excepción, dependen de sus mandatarios. De modo que la aparente distancia con reía-

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ción a sus superiores no proviene de una autonomía interna o de una convicción personal, sino, más bien, de una indiferencia nacida de la represión. Para ilustrar este punto, basten dos ejemplos: el caso de Stephan Pfürtner, en Suiza, y las deliberaciones y conclusiones del Sínodo de Würzburg. Primer caso: Condena pública de Stephan Pfürtner y otros teólogos Después del concilio Vaticano II no era normal que la Congregación romana de la Doctrina de la Fe se atreviera a perseguir a determinados teólogos por opiniones presuntamente «no católicas», relevándolos de su cátedra o poniendo toda clase de limitaciones a la difusión oral y escrita de sus ideas teológicas. ¿Cómo era posible que una Iglesia que pretendía estar al servicio de la libertad del hombre 64 tuviera tan poca confianza en la capacidad cognoscitiva y crítica de sus miembros, que se creyera en la obligación de decidir y reglamentar todos y cada uno de los aspectos de la actividad de sus fieles? Y a la vista de tantos cambios y de tales transformaciones como ella misma ha experimentado a lo largo de sus dos mil años de historia, ¿podría ignorar el cúmulo de errores y limitaciones de los que adolecen sus propios conocimientos, sobre todo si se tiene en cuenta que durante siglos y siglos no sólo se ha mantenido al margen de todo tipo de diálogo sincero y abierto con los que ella misma define como «los seglares», sino que, además, no ha sabido apreciar en todo su valor las intuiciones y experiencias de esa gente que, en realidad, son sus propios miembros? Pero el miedo a una desintegración de la libertad o, más bien, el estallido de los miedos latentes en cualquier estamento institucional, que se produce por su confrontación con esa libertad que el individuo posee para pensar y decir cómo ve él las cosas, vuelve a intervalos regulares como la cresta de una ola que surge y resurge de los sucesivos rompientes de la marea. Por eso, ya en 1973, el gran teólogo Karl Rahner, por lealtad a sus principios teológicos —y, desde luego, por razones de edad—, abandonó silenciosamente la Congregación de la Doctrina de la Fe, al darse cuenta de las oscuras maniobras que trataban de restablecer el estilo preconciliar de poner coto a la investigación teológica mediante la sistemática sospecha ejercida por el magisterio eclesiástico. Por esas fechas estalló el «caso» de Stephan Pfürtner, profesor de Teología moral en la universidad suiza de Friburgo65. Su «culpabilidad» consistió en decir en voz alta lo que en Alemania decían en secre-

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to casi todos los confesores a sus respectivos «penitentes», a saber, que a la encíclica de Pablo VI Humanae vitae, por la que se prohibía el uso de anticonceptivos, no había que concederle una importancia mayor que a la competencia y responsabilidad de los propios esposos66. Pues bien, hoy en día, eso es lo que se defiende —prácticamente, sin excepción— por los moralistas católicos en todos los países de lengua alemana. Sin embargo, Stephan Pfürtner fue condenado. Y tenía que serlo, porque, en realidad, contradecía abiertamente la doctrina propuesta por la más alta autoridad eclesiástica. Un problema exclusivamente moral se había convertido en una cuestión política; un problema humano, en una cuestión de poder. Y en esos casos, cualquier autoridad actúa según la máxima de Voltaire: «Que quede entre nosotros: Sócrates tiene razón, pero lo que no es razonable es que tenga razón tan públicamente». Por entonces, la Iglesia, preparada ya hacía tiempo para la elección de 1978, se dio como cabeza a Juan Pablo II, un papa que sabía unir una firme fidelidad a los principios más tradicionales con el carisma popular y la habilidad diplomática: suaviter in modo, fortiter in re, mano de hierro en guante de terciopelo, conciliador en el trato e intransigente en la doctrina, unitivo en lo personal y prohibitivo en lo profesional, es decir, la típica contradicción que transforma la fragilidad del propio pensamiento en función administrativa. Insisto en que no se trata aquí de determinar si las ideas de los papas sobre la inmoralidad de la pildora, de los preservativos o de los diafragmas son correctas, e incluso aceptables, desde el punto de vista teológico, o hay que revisarlas. De lo que aquí se trata, en un contexto como el de nuestra investigación, es de puntualizar lo siguiente: hace unos veinte años, no hubo ni un solo sacerdote que, con motivo de la destitución de Stephan Pfürtner, pusiera su cargo a disposición de su correspondiente obispo, alegando que, en la cuestión que se ventilaba, él personalmente no disentía ni un milímetro de las posiciones del teólogo de Friburgo. Es más —para colmo de la paradoja— estoy seguro de que, por esta cuestión, ningún obispo se hubiera atrevido a amenazar con la suspensión a un solo sacerdote de su propia diócesis, con tal de que —repito, «con tal de que»— éste se guardara para sí su opinión personal. Del caso Pfürtner se deduce, como principio fundamental, que el que piensa según su propia función no se siente comprometido en primer lugar con la verdad y, mucho menos, con la sinceridad, sino ante todo y sobre todo con la lealtad. Lo importante es no causar a la Igle-

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sia ni el más mínimo detrimento. Y lo peor que le podría pasar a cualquier partido, a cualquier mancomunidad o a cualquier gobierno sería la falta de unidad en las propias filas y, más que nada, el posible debilitamiento de su autoridad. Antes la univocidad de la función, aunque sea a costa de la ambigüedad del funcionario, que renunciar a una posición de fuerza y rebajarse al nivel de lo puramente discutible. Así es como actúan, porque no cabe otra manera, todos los partidos políticos y cualquier clase de asociación humana. Pero la Iglesia no puede permitirse esos lujos, si realmente quiere ser fiel a su misión de encarnar un modelo de sociedad que, en contraposición a las creaciones sociales de la historia, no esté esencialmente fundada en estructuras de miedo y de poder, sino en una plena confianza y en un amor desinteresado67. Eso debería plantear a los clérigos la cuestión sobre el mejor modo de «servir» a la Iglesia: con la lealtad exterior del funcionario, o con la verdad y la sinceridad de la propia vida. La reacción al «caso» Pfürtner demuestra fehacientemente que los clérigos, sin excepción, se inclinaron por la ambigüedad de su existencia. Mejor dicho, lo que demuestra es hasta qué punto esa misma ambigüedad —perdón, el arte de desviar la mirada, o ese virtuosismo hipócrita del «disimulo», usando la terminología del Derecho canónico—constituye literalmente la razón misma de su existencia. Si fueran una personalidad sincera y directa, no serían capaces de mantenerse en su función; lo único que les permite aguantar es la connivencia recíproca en la simulación, en la «nebulosa» de un Fleurier. No es difícil imaginar las coartadas que cada cual se busca para disculpar su indecisión. Los más «atrevidos» hablan de una obediencia anticipada, es decir, hoy practican ya secretamente lo que, en sus deseos y esperanzas, será en el futuro la verdad para la Iglesia entera. Por eso, para asegurar ese futuro, tendrán que seguir colaborando con la institución y, como responsables ante la humanidad y ante el mismo Dios, mantenerse firmes en su puesto. No se puede, es más, no se debe dejar la Iglesia a los halcones; no se debe permitir que un reducido grupo de mandarines romanos dicten a su antojo los principios de fe católica. ¡La Iglesia —concluyen— somos todos! Cierto que, desde un punto de vista subjetivo, todas esas razones pueden parecer convincentes y dictadas por la mejor intención, pero, en realidad, son poco creíbles mientras no se puedan manifestar públicamente. Hace ya unos doscientos años, escribía Immanuel Kant que toda actuación pública —es decir, política— debía regirse por la máxima publicitaria: «Actúa de modo que siempre puedas dar a conocer públicamente la intención

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que te mueve a obrar»68. Pues bien, si se toma esta máxima como medida, la existencia del clérigo, en virtud misma de su mentalidad basada en la función, se manifestará como lo que realmente es, debido a sus contradicciones internas: como una existencia radicalmente falaz. A este punto, la astucia del catolicismo podría objetar que Immanuel Kant era el típico prusiano. Pues bien, como la mentalidad prusiana exige una indisoluble unión entre el derecho y la moral, entre lo universal y lo particular, entre la capacidad legislativa del Estado y la virtud del individuo, resulta inevitable, al menos desde el punto de vista psíquico, un sistema de constricciones como el de Maximilien de Robespierre, según el cual el poder tiene absoluta necesidad de la virtud y del terror: del terror, porque sin él la virtud se queda inerme; y de la virtud, porque sin ella el terror golpea sin discriminación alguna69. Por otra parte, en ese modo de razonar va implícito un reconocimiento de la grandeza de la Iglesia católica que, por su percepción de la interioridad humana y en virtud de la herencia del genio político de Roma, lo único que pretende con su legislación es mantener el orden público y no precisamente someter o violentar el corazón del hombre 70 . Lo verdaderamente romano es saber distinguir entre interioridad y exterioridad, siendo a la vez consciente de la fragilidad de cada individuo. En realidad, esta lógica romana es uno de los elementos centrales de la Iglesia católica. Efectivamente, donde ella percibe su auténtica bondad y su conformidad con Cristo es en el hecho de que, en virtud de sus poderes, nunca deja de perdonar, en el sacramento de la penitencia, a todo el que «por su propia culpa» se haya apartado de las directrices oficiales. Ella sabe perfectamente que con eso crea una tensión entre lo universal y lo particular; y por eso tolera con relativa benevolencia las posibles desviaciones con respecto a la norma, siempre que éstas sean de carácter privado. Pero al mismo tiempo, atribuye un valor incondicional al reconocimiento de la obligatoriedad objetiva de sus prescripciones. Se impone, pues, un modo de pensar cuya trayectoria se desplaza en línea recta de arriba abajo. De una parte —arriba— están las verdades reveladas por Dios, los mandamientos, el campo de lo espiritual, cuya proclamación y explicación infalible compete en exclusiva al magisterio eclesiástico; y el clérigo, que pertenece intrínsecamente a ese mundo, en cuanto agente de la verdad revelada, sólo podrá entenderse a sí mismo en virtud de su determinada función. En la parte opuesta —abajo— está el mundo de las experiencias humanas que, en general, son tan complejas, que resulta verdaderamente difícil encuadrarlas en simples categorías dialécticas como lo verdade-

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ro y lo falso, el bien y el mal, la virtud y el vicio, el mérito y el pecado. Pero lo decisivo es que todas esas experiencias, o sea, el mundo de los «seglares», se presentan a los criterios teológicos del pensamiento clerical como realidades meramente pasivas, como simples objetos que hay que evaluar, y no precisamente como fenómenos de alto contenido espiritual. De ahí se deriva una especie de verdad puramente abstracta, que es lo que ya Hegel expuso y criticó severamente en su Filosofía de la historia como el principio romano por excelencia71. Según Hegel, no cabe duda de que a este nivel de pensamiento se dan ciertas nociones sobre la moral y sobre la religión que, en sí mismas, son verdaderas, pero, al mismo tiempo, son incapaces de interpretar o de integrar la realidad de la vida; son ideas cuyo carácter divino radica precisamente en que no son cuestionables por la experiencia humana. En otras palabras, la relación que esas nociones o esas doctrinas mantienen con la vida real es tan esporádica y tendenciosa como la que se da entre «clérigos» y «seglares»; es más, su misma forma no hace sino poner de relieve y elevar a rango de ideología el carácter sacrosanto y la indiscutible superioridad de la existencia clerical. En este aspecto, el sacerdote sería un perfecto iluso si creyera que, dada esa división entre clérigos y «seglares», todas las artimañas posibles de secreto y de disimulo, que determinan la ambigüedad de su existencia, le iban a permitir cumplir satisfactoriamente su doble tarea de comportarse solidariamente con los «seglares» y de permanecer leal a sus superiores jerárquicos. La condición indispensable de una auténtica credibilidad personal es tomar la decisión unívoca de atreverse a pensar en serio, es decir, presentar como verdad objetiva lo que se concibe como una exigencia de acción, y expresar abiertamente sus convicciones más profundas, cumpliendo así aquella palabra de Jesús: «Lo que hoy se dice en secreto habrá de publicarse mañana desde los tejados» (Mt 10,27; Le 12,3)72. Ésa sería la única manera de conseguir una penetración fructífera y de llegar a una síntesis entre lo ideal y lo real, entre lo objetivo y lo subjetivo tanto en el pensamiento como en la misma acción. Sólo así podríamos devolver a la compleja multiplicidad de lo real su auténtico valor y su verdadero sentido. Sólo así podrían los clérigos dejar de ser meros funcionarios, simples ejecutores de los mandatos de una estructura jerárquica como la de la Iglesia, que se impone de arriba abajo y cuyo mejor símbolo es la verticalidad del báculo episcopal73. De este modo, los clérigos, en colaboración con los «seglares», podrían empezar de una vez a explotar sus propias experiencias en el

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ejercicio pastoral, manifestando sin paliativos cómo inciden sobre las bases las doctrinas del «magisterio» de la Iglesia y si realmente se llega, o no, a comprender su auténtico significado. Se entablaría por primera vez un verdadero diálogo en el seno de la Iglesia oficial. Se manifestaría por primera vez la realidad de la existencia, con todas sus tragedias y sufrimientos, sus convulsiones y contradicciones, su afán de búsqueda y sus luchas más íntimas, como el imprescindible centro de una verdad no precisamente inmutable y absoluta, sino de una verdad que toma forma y consistencia por su radical inserción en la historia74. Pero para eso habría que contar necesariamente con lo que les falta a los clérigos católicos: valentía para desarrollar opiniones personales, sinceridad para poder pensar libremente, derecho a sacar las conclusiones oportunas de la experiencia en el trato con los demás y, si no se ve otra salida, fuerza para oponerse a lo establecido, en favor de la verdad. Lo que les falta a los clérigos católicos, desde el punto de vista de la psicología, es, por decirlo así, el principio protestante para cambiar las estructuras o, mejor, el clima interno de la Iglesia, de modo que puedan desaparecer totalmente esos dos niveles irreconciliables de la ambigüedad individual, social y teológica que caracteriza su existencia y deforma su pensamiento. El postulado que de aquí se deduce no es nada nuevo. Si se observa con un cierta perspectiva, coincide fundamentalmente con la intuición inicial de la Reforma protestante. Puede parecer hasta grotesco que una Iglesia como la católica todavía esté convencida —o, al menos, dé esa impresión— de que se están haciendo verdaderos «progresos» en el diálogo «ecuménico», al abordar la cuestión sobre los clérigos con los inmutables principios de la tradición más inveterada, según la cual la concepción católica del «ministerio», avalada por la sagrada Escritura y por la Tradición, tiene que ser reconocida por las Iglesias reformadas como de origen divino, de modo que así —y sólo así— se pueda «avanzar» en el tema de la unidad de los cristianos75. La cuestión que verdaderamente se plantea aquí es la misma que ya hace ciento cincuenta años formuló con insuperable claridad G. W. F. Hegel, sin duda, el mayor filósofo del protestantismo, en términos de la relación que existe entre el concepto de verdad y la realidad concreta. A propósito de la antigua religión romana, Hegel ponía de relieve su carácter esencialmente formal y decididamente unilateral: El aspecto más importante de la religión romana radica... en la solidez de determinados objetivos... Por eso, la religión romana es

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una manifestación totalmente prosaica de la estrechez, de la conveniencia y de la utilidad76. En la globalidad de lo que él definía como «el principio romano», lo sacro n o era más que una forma sin contenido, que se podía administrar como un p o d e r puramente externo y manejar c o m o «una desigualdad sagrada entre la voluntad y la propiedad específica»; o sea, en el fondo, una auténtica arbitrariedad, que se legitimaba p o r lo divino 7 7 . Pues bien, en la Iglesia católica, o sea, en la Iglesia medieval, tal como era antes de la Reforma y como se ha venido manteniendo hasta nuestros días, Hegel detecta esa misma desigualdad y exterioridad que, a su parecer, radica en la absoluta separación entre clerecía y laicado. Así lo dice expresamente: Los seglares no pertenecen al ámbito de lo divino. Ésa es la división más profunda que afectaba a la Iglesia del Medioevo, y que se produjo por considerar lo sagrado como una dimensión puramente externa. Para que los seglares pudieran participar en lo sagrado, los clérigos ponían determinadas condiciones. El desarrollo de la doctrina, los conocimientos, la ciencia de lo divino, es exclusiva posesión de la Iglesia; a los seglares no les toca más que creer: su obligación es la obediencia, una obediencia de pura fe, sin una reflexión personal. Este sistema de relaciones convirtió la fe en un mero asunto de derecho externo, que llevó hasta la compulsión y la hoguera 78 . Los demás condicionamientos y determinaciones son consecuencia de ese mismo principio. El saber, el conocimiento doctrinal caen fuera de las posibilidades del espíritu; todo eso es propiedad exclusiva de una casta privilegiada que es la que debe definir la verdad. El hombre es demasiado pequeño para entablar una relación directa con Dios; por eso, como ya queda dicho, cuando quiere dirigirse a él necesita un intermediario, una persona consagrada. Se niega así la constitutiva unidad entre lo divino y lo humano; y al hombre, en cuanto tal, se le niega la capacidad de conocer lo divino y de acercarse a ello. De este modo, al encontrarse el hombre separado del bien, no se le exige una transformación interna, que supondría la unidad de lo divino y de lo humano en el corazón del hombre, sino que se le enfrenta con los horrores del infierno, pintado con los colores más terribles, de los que podrá liberarse no precisamente por su propio perfeccionamiento interior, sino más bien por algo externo, como son los medios de la gracia. Pero el seglar no sabe cuáles son esos medios; tiene que ser otra persona, el propio confesor, el que debe proporcionárselos. El individuo no tiene más que confesarse, abrir todos los

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recovecos de su propia conducta al juicio prudente de su confesor, para saber cómo habrá de comportarse en el inmediato futuro. De este modo, la Iglesia se ha sustituido a la conciencia individual, ha guiado a los hombres como si fueran niños, y les ha inculcado que pueden librarse de los merecidos tormentos no por una práctica interna de la virtud, sino por obras exteriores —opera opérala—, no por unos actos dictados por su voluntad, sino por las prácticas impuestas por los servidores de la Iglesia, como oír misa, hacer penitencias, elevar plegarias, emprender peregrinaciones: todos ellos, actos que no proceden del Espíritu, sino que lo embotan; son actos que se caracterizan no sólo por su naturaleza externa, sino incluso porque se pueden poner en práctica por otras personas. Es más, como hay una profusión sobreabundante de buenas acciones —por ejemplo, las atribuidas a los santos—, se pueden adquirir algunas y obtener así la salvación que en ellas mismas se contiene. Se produce así la más completa inversión de todo lo que en la Iglesia cristiana se reconoce como bueno y perfectamente moral: lo único que se exige al hombre son prácticas meramente externas, que se pueden satisfacer con puras exterioridades. Queda claro, por consiguiente, que la esclavitud más absoluta se introduce en el principio mismo de libertad79. A este p u n t o , lo que nos importa es determinar la condición de una libertad externa — q u e , de hecho, equivale a una alienación intern a — en sus efectos psíquicos sobre la mentalidad propia del clérigo. La lectura de los precedentes análisis hegelianos podría generar la interpretación errónea de que esa división entre clérigos y seglares que se da en la Iglesia católica no es más que consecuencia de la ambición de poder y de la caza de privilegios que caracteriza al estamento clerical y que, con el paso del tiempo, se ha convertido de manera casi automática en una racionalización teológica y hasta en una auténtica ideología. Pues bien, en ese caso, habría que suponer que los clérigos católicos son personas libres y capaces de experimentar los placeres de la existencia. ¡Pero el equívoco n o puede ser más grande! Y es que Hegel tiene toda la razón al decir que n o puede haber la más mínima libertad mientras el pensamiento se quede en un nivel p u r a m e n t e exterior. M á s aún, p o n e r la verdad en una cosa tan externa c o m o las instituciones, en vez de situarla en la propia claridad interna de la inteligencia, es u n o de los rasgos más esenciales que caracterizan u n pensamiento «funcional» como el del clérigo. Es una manera de pensar que se cree valiente cuando se atreve a avanzar hasta los límites de su misma ambigüedad. Pero un ratón siempre será un ratón, incluso cuan-

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do, una vez al año, se decide a atravesar el salón corriendo por las alfombras80. Tal vez pudiera objetar alguno que todas estas reflexiones necesitan una mayor fundamentación. Se podría admitir, desde luego, que en el «caso Pfürtner» faltó una oposición abierta y una decidida resistencia a las medidas eclesiásticas, sobre todo por parte de los principales afectados: los sacerdotes de parroquia y los profesores de teología moral. Pero una cuestión como el uso de anticonceptivos ¿puede constituir verdaderamente un problema stantis et cadentis ecclesiae, es decir, una cuestión de vida o muerte para la Iglesia, cuando en la actualidad hasta los quinceañeros están perfectamente informados sobre métodos para prevenir correctamente una posible infección de sida? Y sobre todo, ¿cómo se puede deducir de un caso específico todo un problema estructural? Pues bien, hay «casos específicos» que no son meras ocurrencias fortuitas, sino que resultan verdaderamente paradigmáticos. Por ejemplo, el caso de Saverne puede proporcionar a los historiadores indicaciones muy valiosas e incluso documentación sobre el militarismo alemán en tiempos del Imperio81. Lo mismo puede pasar hoy día, si no nos obstinamos en cerrar los ojos, con un problema secularmente discutido en la Iglesia católica como el de la moralidad de los medios anticonceptivos82. Y por si hubiera alguien al que no le bastase este ejemplo, por sí solo, para ilustrar suficientemente la ambigüedad psíquica que caracteriza la estructura de un pensamiento «funcional» como el que impera entre los clérigos, podríamos ofrecerle un nuevo caso ejemplar: el Sínodo celebrado en Würzburg en 1975, con su memorable discusión sobre la posibilidad de que los divorciados católicos contraigan nuevo matrimonio. Segundo caso: Resultados del Sínodo de Würzburg Volver hoy los ojos al Sínodo diocesano que se reunió en Würzburg en 1975 le llena a uno de un dejo de nostalgia y de melancolía. ¡Fue realmente algo único! ¡Una Iglesia absolutamente decidida a reunir en torno a la misma mesa a clérigos y «seglares», con el único propósito de comunicarse abiertamente! Matrimonios y consejeros matrimoniales, psicoterapeutas y párrocos intercambiaron sus respectivas experiencias en un clima de comprensión mutua, con la esperanza de superar mediante el diálogo la diversidad de sus puntos de vista y acercarse más a la verdad de Cristo. De momento, fue la última vez que germi-

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naron unas expectativas tan prometedoras. Muy pronto fueron enterradas bajo el inexorable dictado de la violencia ideológica. De repente, se vio que la «responsabilidad de los seglares», el derecho de los «seglares» al uso de la palabra, la representación pública de los intereses de los «seglares» sólo se podían tomar en serio en la medida en que constituyeran una especie de tribuna informativa, bajo la atenta mirada de los responsables eclesiásticos. Debería ser algo análogo al Sínodo de obispos que se reúne periódicamente en Roma, un órgano meramente consultivo de la administración pontificia y, por consiguiente, privado de toda potestad decisoria83; una creación intermedia entre el parlamento democrático y el «afumado» del rey Guillermo de Prusia, en el que cada uno de los ministros podía exponer con la mayor sinceridad durante un par de horas su particular punto de vista, para, al día siguiente, ya más relajados y sumisos, recibir las órdenes de Su Majestad y «darles debido cumplimiento»84. En el Sínodo de Würzburg se trató por primera —y, de momento, por última— vez en la Iglesia católica, de manera franca y directa, el tema del divorcio o, mejor dicho, la posibilidad de un nuevo matrimonio para los divorciados. Cabría pensar que esta cuestión, más que ninguna otra de las que ocupan a la Iglesia, incumbe particularmente a los «seglares». Según la teología católica, ellos son los únicos que están oficialmente capacitados para administrarse mutuamente el sacramento del matrimonio 85 ; y —¡siempre según la misma doctrina!— el vínculo matrimonial resulta «indisoluble» sólo en cuanto que es sacramento 86 . Pues bien, al comienzo de la discusión, ante el hecho de que en Alemania se producen anualmente más de cien mil divorcios sobre unos trescientos mil matrimonios 87 , todo sonaba como si los «seglares» fueran a reivindicar y exigir como propio este problema específico que constituye el mundo de sus experiencias, de sus preocupaciones y de sus esperanzas ante Dios y ante la humanidad, en el seno mismo de la Iglesia. Lo que sucedió a partir de entonces no fue tanto una catástrofe para la política de la Iglesia —que también lo fue, y hasta lo sigue siendo hoy en día, por más que todo lo «político» sea secundario frente a las cuestiones de la psique humana— cuanto, sobre todo, una revelación, un auténtico apocalipsis de la ambigüedad radical del clérigo en ejercicio de su «función». Efectivamente, apenas empezó a manifestarse una especie de consenso mayoritario en favor de una comprensión más profunda del trágico destino de tantos seres88, y cuando las intervenciones de los «seglares» invitados a participar en el «diálogo» empezaron a crear un

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clima de reconocimiento del fracaso de tantos matrimonios, a pesar de los denodados esfuerzos de los cónyuges por recuperar de un modo más tangible su antigua cercanía, los obispos creyeron que su ministerio les imponía la obligación de dar voz a la auténtica verdad moral de la doctrina de Cristo y del magisterio cristiano. Para los pastores de la Iglesia, las ideas de los «seglares» y de algunos párrocos de comunidades de base procedían de una encomiable compasión y estaban llenas de buena voluntad, pero eran manifiestamente contrarias a la verdad de la revelación divina89. En consecuencia, los obispos alemanes no sólo perdieron la —hasta hoy, última— oportunidad de hacerse portavoces de sus propios fieles y se despojaron de su poder mediante una «solicitud» a Roma que equivalía a sustituir su propia argumentación teológica por el simple argumento de autoridad impuesto desde las más altas esferas, e incluso hicieron de su lealtad al «magisterio» una especie de frente contra los «seglares». El verdadero significado del acontecimiento reside en que la verdad de lo cristiano quedó entonces vinculada, como la cosa más natural, al absoluto poder de decisión que detentan los clérigos en cuanto designados por el mismo Cristo, en virtud de su ministerio, como guardianes de la Iglesia. Y así también se manifestó, ipso fado, el carácter de abstracción y de alienación con respecto a la vida que, en el fondo, es lo que constituye la naturaleza más íntima de esa verdad90. Quedó irrefutablemente claro hasta qué punto el concepto de verdad que caracteriza a los clérigos de la Iglesia católica es, por esencia, extrínseco frente a la realidad mundana, reaccionario frente a los cambios sociales provocados por la cultura, hostil a la voluntad moral del individuo, y prepotentemente jerárquico frente al llamado «pueblo de Dios»91. También aquí habrá que repetir una vez más que, en este momento, no se trata de entrar en una discusión dogmática o exegética sobre la moral del matrimonio católico; hace unos cuantos años, ya tuve la oportunidad de escribir un detallado artículo sobre el tema92. Lo único que interesa ahora es dejar bien claro que la separación entre clérigos y «seglares» es la misma que se repite, en el aspecto psicológico, entre «función» y «vida» en las vivencias clericales, y que, por otro lado —precisamente, por su medio—, repercute en las estructuras objetivas de la repartición del poder. La división en dos categorías: estado clerical jerárquicamente organizado, y mundo de los «seglares», no es un mero y simple subproducto histórico de la administración eclesiástica heredada del genio político de los latinos, sino, sobre todo, la objetivación

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de una insinceridad y ambigüedad psíquicas inherentes a una existencia como la clerical, que se rige por la «función». La prueba más tangible de esta afirmación es el propio Sínodo de Würzburg. Clausurada la reunión, cada uno de los participantes volvió al ejercicio normal de sus funciones, como si nada hubiera ocurrido. Sólo el propio obispo de Würzburg, Wilhelm Kempf, superando la hostilidad de un sector de los participantes más conservadores, escribió una espléndida carta pastoral a todos los «seglares» que, a pesar de haber fracasado en su matrimonio, se habían decidido a continuar en la Iglesia, pidiéndoles formalmente perdón y comprensión por el hecho de que la Iglesia católica pensara, incluso en aquel momento, que no podía tomar ninguna decisión en esa materia93. De hecho, la solución «católica» está bien clara. Actualmente, en todas las cancillerías eclesiásticas se hacen los mayores esfuerzos para encontrar posibles impedimentos que, desde un principio, hubieran hecho inválida la celebración del matrimonio 94 . Naturalmente, impedimentos de esa clase se pueden encontrar a montones; sólo que resulta muy difícil reconocerlos sin un recurso al psicoanálisis. Es más, aun en el caso de que el Derecho canónico termine por reconocer las innumerables fuentes de neurosis, siempre queda la enorme injusticia que se les hace a los casados al comunicarles que su lucha de años y años por mantener a salvo su matrimonio ha sido perfectamente inútil95. La verdad es que no hay nadie que, desde el mismo día de su boda, pueda estar seguro de que, a pesar de toda su buena voluntad, el compromiso que acaba de contraer vaya a tener éxito o vaya a fracasar estrepitosamente. Pues bien, precisamente una verdad tan simple es lo que a la Iglesia católica le cuesta tanto reconocer, porque, de hecho, equivaldría a aceptar que los «seglares» tienen alguna responsabilidad, al menos en un campo en el que todos los clérigos de la Iglesia no pueden ser más que «legos en la materia», es decir, en el tema del matrimonio. Por el contrario, parece que no hay una cuestión que, desde hace siglos, interese más a los clérigos que dictar la infinidad de leyes y mandamientos que tienen que cumplir el hombre y la mujer que quieren contraer matrimonio eclesiástico. Es exactamente lo que ya decía Jesús sobre la conducta de los fariseos de su tiempo: «Lían fardos insoportables y los cargan en las espaldas de los demás, mientras ellos no mueven ni un dedo para llevarlos» (Mt 23,4) 96 . Pues bien, ¡qué no diría Jesús a tantos teólogos actuales! Hasta el día de hoy, no han faltado esfuerzos por parte de muchos moralistas para idear modelos que, salvaguardando la doctrina dog-

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mática de la indisolubilidad del matrimonio —contraído como sacramento de la Iglesia—, pudieran ofrecer caminos para hacer justicia a las necesidades del ser humano. Pero el hecho es que, como todas esas propuestas terminan siempre en un claro debilitamiento del poder clerical, no tienen la más mínima probabilidad de imponerse y ser aceptadas en la Iglesia. Más bien, lo que sucede es todo lo contrario. Por ejemplo, en 1986, el moralista neoyorquino Charles Curran fue depuesto de su cátedra por «indeseable e inepto» para seguir desarrollando su actividad, por haber defendido la teoría de que la condena genérica del divorcio, de la homosexualidad y del aborto no hacía justicia a la realidad humana 97 . A principios de 1988, los obispos alemanes, con ocasión de su visita ad limina, es decir, para consultar con el papa, recibieron serias instrucciones sobre la obligación que les incumbía de extremar considerablemente, en cada una de sus diócesis, la disciplina demasiado laxa con respecto al tema del divorcio. A mediados del mismo año, 1988, se vio claramente el influjo de la curia de Roma en el nombramiento de profesores de Teología moral católica en las universidades alemanas, con motivo de la designación del sucesor de F. Bóckle en la universidad de Bonn. Hace poco, un profesor de teología afirmaba públicamente en un seminario: «Por el momento, no es oportuno plantearse la cuestión sobre la posibilidad de que los divorciados contraigan nuevo matrimonio». Y así tendremos que seguir. La mentalidad «funcional» empuja inexorablemente a todo clérigo a poner su lealtad al deber ministerial por encima de la sinceridad personal y del auténtico amor a la verdad. El que todavía no esté plenamente convencido, y exija más ejemplos sobre lo que venimos diciendo, que recuerde lo que pasaba hace sólo unas décadas, cuando a los moralistas católicos les estaba prohibido pensar en el pacifismo y en la objeción de conciencia como posibles actitudes de un cristiano frente a la obligatoriedad del servicio militar. Baste recordar que una de las leyes más importantes de la República Federal de Alemania, la que ratificaba la posibilidad de negarse a hacer el servicio militar por motivos de conciencia, sólo fue aprobada —contra el parecer de «expertos» jesuítas— por la razón de que también la Iglesia católica reconocía la obligación de seguir la propia conciencia, aunque ésta fuera objetivamente errónea (!)98. ¿Habrá que recordar también aquella época en la que los exegetas católicos estaban obligados a renegar de los métodos histórico-críticos mediante el juramento antimodernista99} En vez de aplicar esos métodos, tenían que probar que la aparición de la serpiente en el relato del paraíso debía

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interpretarse como realidad «histórica», en el sentido más literal100. Y los profesores de Teología fundamental debían demostrar que Jesús tuvo que subir «realmente» al cielo, para manifestarse a los ojos de los discípulos, según las concepciones propias de la época, en toda la gloria y dignidad de su naturaleza divina101. Un viejo profesor de sagrada Escritura, ya profesor emérito, decía que todo lo que había hecho —¡como científico!— había sido «contar cuentos y mentiras»102. Incluso hoy por hoy, no hay un solo exegeta católico que se atreva a hablar públicamente y sin inhibiciones sobre temas tan vidriosos como «los hermanos de Jesús»103 o la «virginidad de María»104. Hasta en los más mínimos detalles, aparece siempre la misma división entre los que «saben» y el «pueblo» simple, una división con la que el pensamiento clerical pretende objetivar su ambigüedad característica y fundamentarla en las propias instituciones. En último término, todo cae sobre los sufridos «seglares»: son «ellos» los que no entienden a los «especialistas»; son «ellos» los que, bajo los cascotes de una jerigonza incomprensible, no han sabido encontrar lo que hubiera debido constituir el fundamento de su fe; en definitiva, ellos son los culpables de tener que depender, por puro miedo, de unos maestros que, atenazados por sus propios temores, no sólo han suscitado continuamente nuevas zozobras y un clima de desasosiego, sino que, además, han tenido que defender de los desafíos del Espíritu su propia carrera y la posición que han conseguido en su escalafón burocrático, a base de suscitar continuas perplejidades y proponer interminables cuestiones. Cualquier observador neutral de este panorama podría pensar que todo indica que los clérigos no sólo son personas normales, como cualquiera otra, sino que también son unos funcionarios totalmente corrientes. Ahora bien, lo que se puede esperar de un funcionario es, ni más ni menos, que cumpla fielmente con su obligación; y una de sus principales obligaciones consiste, precisamente, en no perturbar el espontáneo desarrollo de las actividades objetivamente planeadas ni interferir en su ejercicio normal con comentarios personales o intervenciones inoportunas. Por definición, un funcionario no es más que una personificación de lo genérico. Y eso, como norma, puede ser perfectamente legítimo; sólo que, en un caso tan particular como la existencia típica del clérigo, no siempre tiene que resultar así. Por otra parte, para cualquier funcionario su actividad profesional no es más que un modo de ganarse la vida, algo meramente exterior a su existencia como persona. Por eso, a pesar de todo el empeño y dedicación que ponga en el trabajo, su oficio siempre será algo acci-

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dental: lo mismo podría ser inspector de finanzas que empleado en unos grandes almacenes. Pero en el caso de un clérigo católico, la cosa es bien distinta. Si la idea de «elección» tiene que poseer un sentido empírico, y no quedarse en mera teoría, el «ser clérigo», como ya hemos visto anteriormente, no puede ser algo accidental, fortuito o exterior a la personalidad de cada sujeto específico, sino un elemento esencial y constitutivo de la propia persona; además de que, por otra parte, la propia Iglesia demanda al candidato una entrega en cuerpo y alma a su función, hasta el punto de identificarse con ésta. Un sacerdote no puede decir misa, celebrar un matrimonio o presidir un entierro con una actitud meramente profesional y rutinaria, como si fuera un empleado del ferrocarril, un jardinero del ayuntamiento o un enterrador municipal. La actividad exterior de un sacerdote tiene que ser un vivo reflejo de sus vivencias interiores. Un clérigo católico no puede comportarse respecto a sus propias ideas y a sus funciones como si, junto a eso, tuviera una especie de existencia privada. Si las ideas y las funciones de un clérigo no son verdaderamente propias, más aún, si no tienen el derecho de serlo, para conservar su tono de objetividad, entonces lo exterior se convierte en forma de lo interior, es decir, el estado de alienación se instala en los terrenos de la libertad y la orientación puramente externa se nutre de las más fecundas energías del propio «yo». Se crea así una situación semejante a la que se produjo en Francia cuando la ocupación nazi en 1943. Todos los periódicos, aunque aparecían en francés, en el fondo hablaban alemán; y todos los trenes mercancías, cargados hasta los topes con productos franceses y que circulaban por líneas francesas, terminaban por dirigirse hacia el Reich, como destino definitivo. Es el caso ideal (!), en una perspectiva psicoanalítica, en el que el «yo» se identifica plenamente con el «super-yo»: una estructura cuyos contenidos tendremos que analizar detalladamente en un estadio ulterior de la investigación. Para ilustrar la situación psíquica del clérigo, en la que su modo de pensar está bajo el dominio del «super-yo», quizá sea oportuno añadir aquí la comparación que Freud establece en su obra Psicología de las masas entre el estamento militar y la Iglesia105. Según Freud, la psicología del ejército y la psicología de la Iglesia coinciden en que las dos nacen de la identificación de todos sus miembros con una única personalidad de relieve: con el general en jefe, en el primer caso, y con la persona de Cristo, en el segundo. La unión de los diferentes miembros se produce no precisamente por un conjunto de relaciones interperso-

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nales, sino por una referencia común a la figura señera. A partir de esa estructura social de identificación con una personalidad relevante, y basado en el famoso libro de G. Le Bon106 —tan discutido hoy como lo fue en su tiempo—, Freud elabora su propia concepción de la psicología de «masas». Por ahora, no vamos a considerar hasta qué punto se puede describir con exactitud el complicado funcionamiento de las estructuras sociales a partir de ese modelo de psicología de «masas». Lo que nos interesa aquí es la comparación —que Freud se contenta con insinuar, sin desarrollarla con detalle— entre la psicología de un mando militar y la de un clérigo de la Iglesia. El propio Freud mencionaba ya la coincidencia entre la militia Christi, o sea, la «milicia cristiana», término favorito de los santos Padres para presentar la vida ascética del cristianismo107, y sus contenidos concretos, como obediencia ciega, espíritu de sacrificio, disponibilidad de entrega personal e intrépida fidelidad al compromiso religioso. Sin embargo, en cuanto al pensamiento funcional del «super-yo», hay que observar una diferencia, que se podría definir como identificación formal, o identificación ideológica. La diferencia es la siguiente: en toda función de orden secular, incluso si se trata de una cuestión de vida o muerte —como en la profesión militar—, el tema de la verdad no sólo puede relativizarse, sino incluso anularse prácticamente; en cambio, en la función de orden religioso —como la que ejercen los clérigos— eso es totalmente imposible. Si un general pierde una batalla, siempre puede escudarse en que él no hizo más que obedecer órdenes, incluso órdenes claramente erróneas; él no puede ser responsable del contenido de una orden, sino única y exclusivamente de la formalidad de su ejecución. En cambio, el clérigo, en virtud de su función, tiene que estar identificado con los contenidos que imparte en nombre de la Iglesia. El fundamento de su fe está en la convicción personal de que en él no habla el hombre, sino el mismo Dios. Y eso significa que su fidelidad no puede quedarse en el aspecto meramente formal o externo, sino que tiene que ejercerse desde el interior, como un servicio a la verdad. Esto es lo verdaderamente decisivo para nuestra investigación: un general, mientras está en pleno ejercicio de sus funciones castrenses, tiene que cumplir formalmente las órdenes, aunque subjetivamente las considere equivocadas. Él es sólo el brazo ejecutor, la espada de «un cuerpo que es el pueblo» en cuyo nombre actúa; no es la cabeza ni el cerebro de esa corporación. En cambio, un clérigo no es así. Él tiene que creer en el contenido de sus instrucciones como palabra de Dios;

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es más, su propia existencia como clérigo no admite otra interpretación que como una gracia divina de carácter irrevocable, ya que él es «sacerdote por toda la eternidad», sacerdos in aeternumxm. En lenguaje figurativo, se podría decir que es parte integrante del sistema nervioso central de un «organismo» que es la Iglesia, ya que, en realidad, el objeto con el que él mismo se identifica no es una persona humana, sino una persona divina. Eso quiere decir que, del mismo modo que su concepción personal de la elección divina a ser clérigo le transporta al mundo de la divinidad, la Iglesia no puede concebirse como una asociación simplemente humana, sino como una creación de la providencia de Dios. De ahí se deduce con toda claridad que la obediencia al hombre sólo pueda entenderse como una obediencia al mismo Dios. Y así resulta que si un clérigo emprende una «guerra», en ejercicio de su función, su lucha sólo puede ser una «guerra santa». En otras palabras, un clérigo, en su condición de funcionario de lo divino, jamás podrá admitir haber cometido algún error o haber sido víctima de una equivocación. El fundamento de su ser es estar siempre al lado de la verdad y, por consiguiente, tener siempre razón. Ya tendremos oportunidad de tomar postura frente a la cuestión de la obediencia que se exige en la Iglesia. De momento, lo único que nos interesa aquí es constatar que el pensamiento funcional del «superyo», característico de la mentalidad del clérigo, se configura esencialmente como una incondicional necesidad de justificación, es decir, obedece a un inevitable impulso de crear ideologías de toda clase. De ahí que todo clérigo tenga que consagrar una buena parte de su facultad intelectual a la elaboración de una apologética eclesiástica. Dada esa estructura mental de necesidad de justificación, es lógico que se establezca, como premisa incuestionable, que «la» Iglesia no ha podido equivocarse jamás. Veamos unos cuantos ejemplos: Las Cruzadas, ¿no fueron una equivocación? ¡En absoluto! Fueron sólo una concesión de la Iglesia, que es esencialmente pacifista, a la belicosidad indómita de los germanos109. Y ¿qué pensar de los procesos por brujería} Parte de una histeria que la Iglesia no pudo atajar; igual que la insurgencia del Tercer Reich en pleno siglo xx110. Y ¿el antisemitismo que proliferó en Occidente durante siglos? La Iglesia siempre ha considerado a los judíos como primeros descendientes de Abrahán y hermanos de Jesús111. Pues bien, ¿qué hay de la Inquisición? Realmente, la Iglesia no torturó ni mató a nadie; hizo lo único que podía hacer. En su vincula-

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ción con el orden público, tuvo que entregar al brazo secular a los revoltosos recalcitrantes112. Aparte de que las manifestaciones históricas han de interpretarse en su propio contexto y no medirlas con criterios de otra época, como la actual; eso sería antihistórico. Pues ¡vamos al caso Galileol Bien, en este caso no estaría de más recordar lo que estaba en juego para la Iglesia y para toda la sociedad de entonces113. De todos modos, es evidente que la Iglesia es un grupo humano y que todavía no es el reino de Dios hecho realidad114. Cierto que, muchas veces, la Iglesia no es mejor que la sociedad en la que vive; sin embargo, ¿quién se atreverá a criticarla por ese mero hecho?, ¿no tenemos ahí nosotros, pobres pecadores, la mejor razón para sentirnos miembros precisamente de esa Iglesia? Con argumentos de este tipo, muchos clérigos de la Iglesia católica que han llegado a regentar cátedras de teología pueden pasarse años y años en la enseñanza. Y eso, no sólo por temor a perder su puesto si se atreven a contradecir las enseñanzas oficiales, sino, ante todo y sobre todo, porque están mentalmente orientados a buscar pruebas para toda una serie de afirmaciones preestablecidas, que hacen que la misma mentalidad clerical transforme la teología en una pura ideología. Todo razonamiento franco y libre de prejuicios ideológicos tendrá que proceder como los famosos diálogos de Platón: mediante la afanosa búsqueda de pruebas, el paciente análisis de datos, y todas las posibles aclaraciones, podrá llegar a un resultado satisfactorio, tal vez, incluso a una verdad. Por el contrario, el razonamiento ideológico parte de una tesis previamente establecida como verdad; de modo que lo único que hay que hacer es buscar en el pensamiento contemporáneo las razones que apoyen la verdad de esa tesis. Por tanto, la ideología describe un círculo vicioso: lo que hay que probar es, precisamente, el fundamento de la argumentación. Como si empezar por el tejado pudiera dar seguridad a los cimientos de todo el edificio. Contra esa mentalidad típica del clérigo se podría objetar, ante todo, que si en la historia de la Iglesia no hubiera imperado más que un acérrimo dogmatismo, la teología no sólo no habría hecho ningún progreso, sino que ni siquiera habría podido hacerlo. Ahora bien, la teología de hoy, especialmente después del Vaticano II, no sólo ha percibido que la verdad es una magnitud esencialmente histórica, sino que busca un diálogo con el mundo, y hasta define expresamente su propio ministerio como una invitación a todos a recorrer juntos un camino común. Por eso, lo que aquí se dice no es más que una caricatura, que no tiene nada que ver con la realidad.

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A esta objeción habría que contestar que aquí no se trata de poner en tela de juicio los contenidos de determinadas tendencias o de nuevos planteamientos teológicos que hayan podido producirse en el pasado o que se den en el presente, sino de hacer más comprensible por qué se ponen tantas y tales dificultades a cualquier intento de cambio de mentalidad en un terreno como el de la teología. Por otra parte, no hay que olvidar que, incluso en los casos más favorables y que han requerido mucho más entusiasmo, el modo de razonar del clérigo se ha visto encerrado en las fronteras ideológicas de unos conceptos francamente anticuados. Podemos tomar como punto de comparación el hecho de que, desde principios de la Edad Moderna, prácticamente ni una sola de las teorías tradicionales sobre la realidad y las leyes de la naturaleza, tomadas fundamentalmente de Aristóteles, ha escapado a la crítica de la ciencia; casi todas han sido radicalmente rechazadas. A cotejo con esa realidad, se ve bien claro que la teología católica todavía hoy es incapaz de explicar prácticamente ninguno de sus dogmas sin echar mano de las categorías aristotélicas. Y eso es aún más evidente en la interpretación de las confesiones de fe que, por lo común, se presentan como un conjunto de verdades reveladas absolutamente inconmovibles e inexcusablemente preceptivas. Con esos presupuestos, es prácticamente impensable que se pueda dar un verdadero salto hacia adelante, o que se llegue a romper con el pasado. No cabe duda que cualquier religión dogmática encontrará obstáculos insuperables para rebasar los condicionamientos más sustantivos de su propia experiencia fundacional115. Por eso, siempre existe la amenazadora posibilidad de que, con el paso de los siglos, no le quede más remedio que declararse acabada, ya que cuanto más tiempo transcurra, más difícil le resultará poder asimilar nuevas experiencias. Por ejemplo, en la época actual sería imprescindible y absolutamente decisivo trasladar el dogma y modo de vida católico a una nueva configuración que corresponda con más exactitud a lo que realmente pretende ser: una religión «católica», es decir, «para todos», universal, destinada a toda la humanidad. Habría que poner el mayor esfuerzo en que el pensamiento teológico, especialmente en la comprensión de los principios fundamentales que toman cuerpo en el Símbolo de la fe, adoptase fórmulas antropológicas, en vez de contentarse —como lo ha hecho hasta hoy— con unos esquemas puramente históricos116, aunque eso afectara, de momento, a la pretensión de exclusividad que ha caracterizado tradicionalmente a la teología cristiana117. Siempre cabe, naturalmente, la posibilidad de que el papa se reúna

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con los representantes de otras religiones para orar en común, como lo hizo recientemente en la ciudad de Asís118. También es posible conceder a algunas religiones, como el budismo o el hinduismo, un cierto —aunque provisional— barrunto de la verdad divina119. Pero si alguien se atreviera a declarar en público que los Símbolos de la fe de todas las religiones beben de la misma fuente, es decir, de la psique humana, y que, para entender el Símbolo cristiano de la fe en toda su riqueza y enormes dosis de humanismo, no sólo es perfectamente posible, sino hasta necesario, investigar detalladamente la diversa interpretación que de unas mismas formulaciones de fe se da en las otras religiones no cristianas, seguro que, hoy por hoy, tendría las más serias dificultades con el magisterio eclesiástico120. La pretensión de poseer la verdad definitiva, exclusiva, insuperable es lo propio del pensamiento anclado en una ideología fixista que, en vez de basarse en la experiencia de la vida humana real, parte de una total absolutización de sus contenidos. Pues bien, eso es precisamente lo que constituye la vida del clérigo en sus fundamentos más profundos y lo que le confiere su particular importancia. De modo que sería casi una injuria decirle que en todas las religiones hay «teólogos» que tratan de probar a sus correligionarios que sus propias convicciones son las únicas que responden verdaderamente a los deseos de la divinidad, las que encierran los valores supremos para el ser humano y las verdades más fructíferas para el progreso de la cultura. Bien mirado, se trata de un pensamiento que parece pertenecer a una época arcaica, fundamentalmente orientada a percibir las diferencias étnicas, culturales y lingüísticas, mientras que la época actual, en la que nos encontramos irremisiblemente inmersos, se caracteriza por percibir en todas las manifestaciones parciales la ley de una convergencia fundamental de la humanidad 121 . Por eso, no deja de ser un patente anacronismo seguir cultivando una teología en la que defender los propios principios ideológicos le resulte a un estudioso árabe de El Cairo, a un monje budista de Rangún o a un hindú de Benarés exactamente igual que a un teólogo cristiano la correcta interpretación del Corán o la del Canon pali. Por el contrario, una teología que tome como base la experiencia humana o, más propiamente, la experiencia de la humanidad, necesitaría no precisamente el fixismo estéril de las convicciones dogmáticas, sino la madurez psicológica de sus representantes. Es decir, se requiere una mentalidad que no se funde en los postulados característicos del «super-yo» del clérigo, o sea, la identificación con principios

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preestablecidos como verdaderos y que no proceden del desarrollo armónico de las propias vivencias, sino en una serie de datos cuya aceptación pueda facilitar e incluso justificar la rectitud de la propia vida personal. b) Degradación de la fe en doctrina teórica De lo expuesto cabe deducir que, desde una perspectiva estrictamente psicológica, la mentalidad clerical no se agota en la identificación del propio sujeto con la función que desempeña. Ya la estructura misma de su «super-yo» descubre una serie de peculiaridades que han dejado una amplia huella en la teología eclesiástica del pasado y que perduran incluso en el presente. Podríamos enumerar como peculiaridades más características: la total despersonalización como norma del pensamiento, la acusada tendencia a la racionalización e historificación de los contenidos mentales del sujeto, y la sustitución de argumentos convincentes por la presión del poder administrativo. Como ilustración de dichas estructuras basten un par de ejemplos. Despersonalización como norma del pensamiento Para reconocer este primer rasgo, no hay más que fijarse en el lenguaje. Si hay alguna característica de la «predicación» clerical, ésa es la abstracción del «tenemos que», o sea, de la pura necesidad teórica. Por lo general, se empieza con el enunciado de la consabida premisa teológica: Todo lo que Dios ha hecho «por nosotros» en la «gran obra escatológica de nuestra salvación, por medio de su Hijo Jesucristo», quien, «por amor a la humanidad caída, entregó su vida» en la cruz «para obtenernos el perdón de nuestros pecados»122. O bien: Dios hizo suyo el sufrimiento del Justo y, fiel a las promesas de salvación que había anunciado por los profetas y como afirmación de su propio ser, glorificó al Crucificado, «ratificando» así su naturaleza divina123. Precisamente, de «esa inconcebible entrega de Dios Padre a la humanidad» y de la propia entrega de Jesús, como Hijo, a la voluntad de su Padre, se deduce que también nosotros, a imitación del sufrimiento redentor de Cristo, tenemos que entregarnos al servicio de los hombres y, en obediencia a la voluntad del Dios trino y con la mayor disponibilidad de espíritu, cooperar con la actuación salvífico-escatológica de Dios para establecer su reino en la tierra. Y «tenemos que» llevarlo

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a cabo, cumpliendo fielmente sus mandamientos, amándonos con humildad y sincera voluntad cristiana de sacrificio y —sobre todo, los «seglares»— comprometiéndonos con toda responsabilidad en el servicio a los más necesitados y a los marginados de este mundo 124 . En un próximo capítulo tendremos que investigar las exigencias que esa exhortación a una sincera «humildad», a un profundo «espíritu de sacrificio» y a un ferviente «amor cristiano» plantea, desde un punto de vista psicológico, a la conducta de los que pretenden seriamente vivir según esos principios. Pero lo que aquí realmente nos interesa es, sobre todo, mostrar que esa colección de fórmulas hechas —por no decir, toda esa palabrería— refleja exactamente los contenidos lingüísticos de la predicación clerical. Eso es todo lo que se puede decir sobre cualquier problema —sea el que sea— en un ámbito mental como el del clérigo. De hecho, todo se reduce a un puro esquematismo de formas y de fórmulas solemnemente fijas y de una abstracción extremadamente sutil. Caben, naturalmente, infinitas variaciones y todo tipo de reflexiones o de complicaciones imaginables, pero el caso es que, a pesar de tantas y tales precisiones, no se gana ni un ápice de realidad. Es como si se dividiera un billete de mil pesetas en dos monedas de quinientas, una de doscientas, dos de cien y cuatro de veinticinco. ¿Qué conseguiríamos con eso? Por lo pronto, el billete de mil tiene la ventaja no sólo de que se puede dividir en monedas de menor valor, según la conveniencia o la necesidad, sino que se puede intercambiar fácilmente por un mayor número de mercancías. Desde el punto de vista de la abstracción, el billete de mil pesetas no tiene más significado, con respecto al mundo mercantil, que ofrecer la posibilidad de intercambio, pero de ningún modo define qué mercancías, en concreto, han de intercambiarse por él. Pues bien, no es eso precisamente lo que sucede con la predicación del clérigo. La abstracción rutinaria de su lenguaje implica toda una serie de exhortaciones sobre las consecuencias que la actuación salvífica de Dios en Cristo puede tener para el pensamiento y la conducta humana, pero de todo ello no se deduce la más mínima indicación sobre la vida práctica con todo su séquito de exigencias específicas. Dicho de modo más incisivo: Si uno tiene un billete de mil pesetas, siempre tendrá en su mano la posibilidad de convertir una parcela de sus deseos en una realidad práctica, o sea, puede hacer con ese billete lo que le dé la gana. Por el contrario, la abstracción del pensamiento clerical sólo puede alcanzar la voluntad del hombre de manera pura-

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mente interpelativa; y como no es capaz de penetrar a fondo en la realidad y elaborarla intelectualmente, acabará encerrada en aquel famoso dicho de los estoicos: «Las grandes hazañas, basta desearlas». Al revés que en la parábola de Jesús, se llegará a considerar un gran mérito haber enterrado y guardado cuidadosamente el depósito recibido (cf. Mt 25,18). Eso quiere decir que, ante la evidencia de que no basta reducirlo todo a una mera cuestión de buena voluntad, la vacía abstracción de ese modo de pensar del clérigo toma forma en la actitud de mantener viva una mala conciencia ante la debilidad humana, que recurre a expresiones típicas, como: «Aún estamos lejos del reino de Dios; todos somos débiles, falibles, pecadores por naturaleza; por eso precisamente, por la necesidad de ser perdonados, dependemos de la absolución de la Iglesia de Cristo, pronunciada por boca del sacerdote». Para evitar posibles malentendidos, habrá que insistir una vez más en que aquí no se trata de poner en tela de juicio o de discutir el valor teológico del dogma de la Trinidad, de la cristología, de la soteriología o de la escatología. Lo único que nos interesa ahora es dejar constancia de que, desde el punto de vista psicológico, la estructura mental de ese tipo de raciocinio coincide exactamente con la estructura psíquica de los clérigos, o sea, de unos hombres cuya existencia está constitutivamente marcada por esa misma teología. Lo decisivo para un tal razonamiento del «super-yo» está en que su punto de partida para comprender qué significan conceptos como «Dios» o «revelación» no es la experiencia cotidiana de los mortales, sino, por el contrario, la idea de Dios y de una revelación absoluta y definitiva, para deducir de ahí lo que constituye la realidad del ser humano. Desde esta perspectiva, el formalismo, la rotundidad, la coacción e incluso la pesadez del lenguaje funcional del clérigo no es un dato puramente casual o una simple degeneración de estilo o de gusto, sino la manifestación expresa de algo tan extraordinariamente importante como la estructura patógena de la existencia clerical. Igual que los clérigos, en cuanto estamento, están por encima de los seglares, también su modo de razonar revolotea sobre el mundo, y no precisamente con la penetración fecunda y creativa del Espíritu de Dios en la aurora de la creación, sino más bien como al rececho, con una mirada crítica y escéptica. Es como una nueva versión —intelectual— de la famosa doctrina de los «dos reinos», que no tiende más puente hacia la realidad que la violencia compulsiva de un esfuerzo de la voluntad continuamente frustrado. Los problemas que acosan a la mentalidad del clérigo, o bien a una

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teología de corte clerical, se perciben con particular evidencia en los esfuerzos con los que, hace algunas décadas, y después de largos siglos de divorcio entre la teología y el pensamiento contemporáneo, hombres tan clarividentes como Teilhard de Chardin o Karl Rahner trataron de entablar contacto con la propia época y replantear sobre nuevas bases la cuestión sobre el «mundo» actual. El giro antropológico, asociado paradigmáticamente al nombre de Karl Rahner, es, sin duda alguna, tanto por su orientación como por su forma, la renovación más importante que ha experimentado la teología católica en el siglo xx. Precisamente por eso, sus limitaciones son más evidentes y dignas de tenerse en cuenta. Se trata de una presentación de la fe católica que da una gran importancia a su carácter histórico, pero que no parece creer necesario un conocimiento de los datos concretos de la historia universal; al hablar de otras religiones, no entra realmente en un verdadero análisis de las concepciones culturales que las sustentan; y cuando toca temas como la creación o la constitución del mundo, no hace reflexión alguna sobre las cuestiones más candentes de la física, de la química o de la biología moderna. Sólo una vez, a propósito del llamado «monogenismo» —una teoría según la cual la humanidad desciende de una sola pareja, en oposición al «poligenismo», que postula una mezcla de líneas generativas—, Rahner se permitió plantearse una cuestión ajena al ámbito impositivo de la Iglesia. Y significativamente, su respuesta fue equivocada125: Rahner se decantó por el monogenismo. Su argumentación se basaba en la metafísica, concretamente en el llamado «principio de economía»: ¿por qué razón habría de multiplicar Dios su creación del ser humano, haciendo surgir varias parejas, si bastaba una sola? Es claro que la especulación de Rahner no tuvo mínimamente en cuenta las teorías del neo-darwinismo sobre las ramificaciones arborescentes por las que se produjo el paso de lo puramente animal a lo verdaderamente humano, hace ya más de dos millones de años126. Y ¿qué decir de Teilhard? Ya el hecho de que, durante su vida, no se le dejase publicar ni uno solo de sus ensayos en los que presenta la mística de sus concepciones es, de por sí, suficientemente indicativo de la realidad psíquica de la teología católica127. Pero lo más grave es que todavía hoy, a los treinta años largos de su muerte, y a pesar del gran entusiasmo que desató —postumamente (!)— su síntesis cristológica de la evolución, no se haya sentido la necesidad de convencerse de que no se puede hacer justicia a las demandas del paleontólogo francés, sin desarrollar todas sus consecuencias. De hecho, el proble-

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ma actual de la antropología no está en discutir si la forma de un cráneo o de un molar es de un animal o ya de un hombre, sino en la gran pregunta sobre la génesis de la psique humana. La fisiología del cerebro, la cibernética, el behaviorismo y el conductismo, el psicoanálisis, la etnología, la antropología cultural, todos estos campos son los que podría y debería explorar hoy el teólogo moderno, para confrontar sus viejas concepciones con los resultados de la ciencia y, de este modo, enriquecer sus propias ideas, darles mayor profundidad y hacerlas incomparablemente fecundas. Pero eso es, precisamente, lo que no se hace. El pensamiento del «super-yo», típico del clérigo, se aferra desesperadamente a unas cuantas fórmulas tradicionales que trata de presentar como verdades reveladas por Dios. Pero no se da cuenta de que hablar indefinidamente sobre los planes e intenciones de la divinidad, en vez de superar el estado de alienación en el que se encuentra el ser humano, sólo consigue ahondar aún más la situación. So pretexto de interpretar la historia humana a partir de la acción de Dios, se evita precisamente el conocimiento profundo de esa misma historia; y, del mismo modo, tanto contemplar la creación de Dios en un plano meramente abstracto no hace más que ahorrar un esfuerzo serio por entender su auténtica realidad. Esa situación de aislamiento entre la mentalidad clerical y la realidad circundante, ese predominio de las concepciones abstractas, es lo que, a la larga, produce e impone como estructura psicológica del clérigo una auténtica estrechez de miras y una irremediable pereza intelectual. Bajando a lo concreto, podríamos examinar fríamente cómo se articula el plan de estudios teológicos de los futuros clérigos. En el terreno de la historia, los conocimientos programados empiezan en el segundo milenio antes de Cristo, con la elección de Abrahán, y no rebasan las fronteras del Próximo Oriente y del Occidente cristiano, los únicos sitios del planeta donde se dio la revelación de Dios (!). Sobre el tema de la creación del universo, la enseñanza se limita a meras nociones sobre la libertad creadora de Dios y a una discusión sobre si la Trinidad y la Encarnación de Cristo se pueden deducir del carácter propio de la naturaleza, o si son misterios salvíficos que ya están presentes en el acto revelatorio de la creación128. Los profesores de dogmática o de teología fundamental, enfrascados en una contemplación de esa sublimidad de Dios, ignoran por completo ciertas nociones como la teoría de la relatividad129, la electrodinámica quántica130, las teorías sobre la gran unificación de fuerzas131, u otros conceptos fun-

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damentales de la física actual; no tienen la menor idea sobre los «quásares» de la luz132, los agujeros negros133, o las estrellas de neutrones134; no sienten la necesidad de saber algo sobre los límites de la masa, según la teoría de Chandrasekhar135, y su significado para la formación de las estrellas fijas; pero no tienen ningún reparo en hablar de la redención del cosmos por medio de la acción salvífica de Cristo136. En los cuatro semestres que obligatoriamente hay que dedicar a un estudio sistemático de la filosofía, se tratará de probar —naturalmente, en una terminología escolástica— la existencia del alma humana, realidad inteligente, libre e inmortal137, sin tocar ni de lejos ciertas cuestiones de la biología moderna, como las estructuras disipativas138 o los sistemas bioquímicos de alta complejidad139. En cuanto a la teología moral y a la dogmática, es posible —en el mejor de los casos (!)— que se mencione simplemente la responsabilidad con respecto a los países del Tercer Mundo 140 , pero, de hecho, sin entrar a fondo en ciertas cuestiones como las cortapisas del sistema económico mundial141, las condiciones comerciales del mercado internacional 142 , el problema de la superpoblación 143 , la creciente y preocupante escasez de materias primas144, las diferencias socio-culturales entre los pueblos; en suma, sin abordar decididamente una situación real tan compleja como la que actualmente azota a más de dos tercios de la humanidad. En una palabra, la mentalidad clerical de la teología contemporánea sigue, como antaño, al servicio no precisamente de una interpretación de la realidad, sino de la justificación de una ideología salvífica que se considera revelada por Dios, y cuyos principios abstractos deben ser intelectualmente superpuestos a la realidad e impuestos por la fuerza de un moralismo voluntarista. El resultado es que esa mentalidad clerical crea una especie de reducto propio, que actúa retroactivamente dejando su huella sobre la personalidad de cada uno de los «eclesiásticos» dedicados al ministerio. El sacerdote no sólo tiene derecho, sino hasta obligación de consagrarse exclusivamente al servicio de la palabra y a la administración de los sacramentos. Es decir, si quiere mantenerse fiel a su función, el clérigo no podrá evadirse de la cárcel espiritual en la que la sociedad civil de hoy ha encerrado progresivamente a la religión y a la Iglesia145. El mejor sitio para el clérigo es el cumplimiento de su obligación funcional, o sea, predicar los domingos —y a un público en rápida disminución— las fórmulas abstractas de la fe cristiana y procurar no poner obstáculos a la marcha normal del mundo.

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Si hay alguien que todavía tenga alguna duda sobre la descripción que acabamos de hacer del aislacionismo y exterioridad que caracteriza el pensamiento de los clérigos, no le vendría mal —a modo de consejo— asomarse al género de vida espiritual que llevan los eclesiásticos. Bien pronto verá ratificada la idea de que seis años de estudio teológico, si realmente van a tener sobre el sacerdote todos esos efectos que se pueden observar en cualquier parte, tienen que contener buenas dosis de las mencionadas formas de aislamiento de la vida y de alienación con respecto a la realidad. Un recorrido por los principales campos que comprende la formación de los clérigos arroja un resultado bastante sombrío. Los primeros años de carrera están dedicados a estudios de filosofía. Pues bien, una vez instalado en su actividad profesional, raro es el clérigo que cede a la tentación de coger un libro de filosofía moderna. Pero lo curioso es que —mientras tanto— la mayoría está dispuesta a reconocer que las fórmulas metafísicas que les enseñaron están radicalmente obsoletas. Sin embargo, ninguna cuestión filosófica —ni siquiera en el campo menos comprometido de Historia de la Filosofía— ha supuesto para ninguno de ellos un verdadero acontecimiento espiritual. Al revés; el estudio de los «sistemas» filosóficos no sirvió más que para proporcionarles un esquema mental™* para la elaboración de su propia ideología, algo así como una cantera de conceptos con los que la teología dogmática construye su sistema particular. El reto que supone una mentalidad abierta a toda clase de problemas, es decir, un modo de pensar decididamente filosófico, se les escamoteó sistemáticamente durante toda su formación. Pues bien, ¿cómo va a ser posible, más tarde, que un modo de pensar tan condicionado por la función y sometido a las presiones de la práctica del ministerio llegue a liberarse de sí mismo, si no es por medio de una crisis que, por lo general, sólo se resuelve con el abandono de la misma función? Después de los estudios de filosofía, el programa de formación de los clérigos contempla una etapa dedicada a la exégesis, o sea, a la interpretación de la Biblia. En la actualidad, ésta es la parte más «secularizada» de la teología, debido, sobre todo, al empleo de los métodos histórico-críticos147. De por sí, el campo exegético posee tal autonomía que es capaz de generar sus propios caminos de investigación independiente. Pero resulta que no es así. Por temor a ser fulminada por el rayo de la censura eclesiástica, la exégesis ha optado por emplear un método que, al carecer de un alcance propiamente religioso o espiritual, ha quedado neutralizado, de hecho, frente a la

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dogmática. En realidad, ha sufrido una degradación, hasta convertirse en un plantel de meros especialistas en filología. Y el resultado es que también en ese campo no tardó mucho en manifestarse la ambivalencia típica de la mentalidad clerical: por una parte, se trabaja «científicamente» sobre la Biblia, aunque de los conocimientos adquiridos no cabe esperar, en el aspecto personal, ninguna idea que alimente la propia vida religiosa; pero, por otra parte, reservada en un espacio de misticismo espiritual, se conserva siempre una especie de fe del carbonero, una actitud interna difícil de justificar intelectualmente. El caso de un célebre exégeta, cuya sinceridad está fuera de toda duda, podría ser paradigmático de la situación que viven conscientemente la mayoría de los clérigos católicos en este campo de una espiritualidad objetiva. Después de largos años de actividad profesional, y ya jubilado, confesaba nuestro personaje: «Todo mi trabajo ha consistido en buscar afanosamente la realidad de la persona y del mensaje de Jesús. Pero la Biblia no ofrece más que meras imágenes, como dibujadas en un cristal transparente. En mi intento de profundizar en esas imágenes, que yo consideraba reales, entré de lleno por el cristal de la mampara». Poco después, manifestó su «secreto»: un pequeño altar, como el que, hace unos cuarenta años, construían los niños de primera comunión en muchas partes, durante el mes de mayo, en honor de la Virgen. En la mentalidad clerical, no hay una verdadera unión entre símbolo y realidad, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre sentimiento e idea, entre deseo y cumplimiento; y esa división causa profundos desgarrones incluso en el ámbito eclesial, donde el pensamiento es ajeno a la fe, y la fe, ajena al pensamiento. El resultado de esta dualidad es perfectamente perceptible por los «seglares» que cada domingo van a la iglesia. Si se tomara un mapa de cualquier diócesis, habría que buscar con lupa a los sacerdotes que, una vez pasado el examen de sus dos o tres años de exégesis históricocrítica y de estudio de lenguas bíblicas, se dediquen a preparar sus homilías a base de la Biblia hebrea o del Nuevo Testamento en griego, por no hablar de sinopsis, concordancias o comentarios. La inconsistencia religiosa de lo que han aprendido durante la carrera les confirma en su persuasión de que esa clase de estudios resulta absolutamente inútil para preparar una predicación verdaderamente espiritual. Y si, ya prácticamente en el colmo de la desesperación, se deciden a echar mano de un comentario, en seguida se darán cuenta de que, aun dedicándose a desempolvar cientos y cientos de páginas de pura erudición,

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al final se van a encontrar con que lo que saquen en limpio no tiene realmente el más mínimo valor religioso. Dicho de otra manera, la preparación de un clérigo para su oficio de predicar y de enseñar sólo está relacionada con los fundamentos de la propia fe, es decir, con la Biblia, mediante puras abstracciones. Resulta que los textos no se estudian en profundidad, sino que se volatilizan en todo un abanico de sugerencias asociativas, válidas para cualquier clase de situación. El estudio de la sagrada Escritura no proporciona ningún verdadero estímulo para configurar la propia vida personal, sino más bien —me atrevería a decir— la oscuridad pedante de todo el que presume de haber «estudiado» y que, por consiguiente, «sabe de qué se trata». Al cabo de seis años de estudio, la mentalidad del «superyo» del clérigo termina por transformarse en una arrogancia pretenciosa y en una vanidad sin límites. Pero la situación es aún más grave en teología moral y en dogmática. No hay ningún sacerdote que no haya tenido que pasar, por lo menos, dos o tres exámenes sobre temas como la Trinidad o la unión hipostática en la persona de Jesús, Hijo de Dios. Pero al final, apenas se encontrará un solo sacerdote que sepa decir qué han significado para él esas fórmulas tan respetables, si no es que son muy importantes, indiscutibles, llenas de sentido salvífico, imprescindibles para la salvación del mundo..., y también —¡cómo no!— para sacar una buena nota en el próximo examen. Sin embargo, son precisamente esas fórmulas donde se juega una cosa tan importante como el poder y la autoridad de los clérigos. En este campo domina soberanamente, y sin opción a réplica, el lenguaje técnico del eclesiástico, que llena de admiración al pueblo sencillo; ahí radica la verdadera autoridad del clérigo; aquí, él es el especialista, el guardián competente y portador auténtico del tesoro de la fe cristiana, única e inconfundible, con su insuperable poder de salvación definitiva. Es una especie de conocimiento secreto, cuya cifra está en sus palabras. Un secreto del que ya se burlaba Mefistófeles en el Fausto de Goethe: «Por lo demás, ateneos a vuestras palabras...»148. Resulta casi inconcebible que un sarcasmo tan estridente y hasta grosero, pronunciado hace más de doscientos años contra la teología clerical —especialmente, la de los jesuítas de entonces —, no haya provocado en la Iglesia el más mínimo cambio de mentalidad. Pero es que el deber del clérigo, la afirmación de su propia seguridad, es mostrarse invulnerable a cualquier crítica sobre su formalismo impersonal o su desdén por la experiencia: «¡Típicos signos de los tiempos, maniobras del ateísmo

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mundial promovido por la masonería, debilidad de la naturaleza humana para someterse a la fe, perfidia del espíritu contemporáneo; en fin, enemigos que hay que combatir, según la palabra del apóstol: "Insiste a tiempo y a destiempo, corrige, reprende, exhorta" (2 Tim 4,2)»... Realmente, ¡eso es lo que hacen los clérigos! Todavía hay que añadir un dato a esta descripción de la mentalidad del clérigo. Durante sus estudios, sobre todo de teología moral, se le entrena para que pueda juzgar el comportamiento de la gente como realidad objetiva, según las normas reveladas por Dios y las directrices emanadas del magisterio infalible de la Iglesia; así se afina la «conciencia» de los creyentes149. En todos los campos de la vida, hasta en los más íntimos, sobre todo en cuestiones de comportamiento moral, el clérigo adopta por principio, frente a los «seglares», una postura de maestro y de director. A él le compete realmente decidir cuándo, cómo y qué pueden hacer un chico y una chica, cuándo, cómo y por qué un muchacho debe cumplir el servicio militar; más aún, en cuestiones tan importantes, él es el único que puede especificar en qué circunstancias uno pierde todo el derecho a apelar a su conciencia150. Es al clérigo, como representante de Dios, al que los esposos deben escuchar para saber si su matrimonio es válido o «nulo». Iniciados por Dios, son ellos los que saben cómo tener hijos y cómo prevenir, según el orden divino de la creación, los embarazos no deseados. En una palabra, después de dos mil años de teología occidental, no hay cuestión privada o pública para la que el clérigo católico no tenga —o no crea tener— una respuesta clara, tajante, sencilla e irrefutable. Las fuentes de su conocimientos son absolutamente indiscutibles: por una parte, la palabra de Dios en la sagrada Escritura; por otra, la autoridad del magisterio eclesiástico asistido por el Espíritu Santo. Es decir, el que quiera pertenecer a la Iglesia católica debe someterse a los dictados del estamento clerical. Por lo general, los clérigos no ven con buenos ojos, y hasta juzgan inapropiadas, ciertas indicaciones provenientes de la investigación en el campo de la etnología, según las cuales la afirmación católica de que la monogamia es de derecho natural choca frontalmente contra inveteradas concepciones de otras culturas, por ejemplo, africanas151 o polinesias, que se basan en la poligamia o en la poliandria. Esa argumentación, se dice, no puede ser decisiva, porque se trata de culturas paganas sobre las que aún no ha brillado la verdadera luz de Dios. El que se empeñe en aducir argumentos etológicos, es decir, tomados de un estudio comparativo de los comportamientos humanos, para refutar

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ciertas doctrinas de la Iglesia católica, por ejemplo, la naturaleza monógama del ser humano, recibirá como respuesta —por cierto, bastante irónica— la observación de que los hombres no somos meros animales, sino creaturas espirituales, y por tanto pertenecemos a un orden radicalmente distinto de los demás seres creados; es imposible que, a partir de un chimpancé, se llegue a deducir algo serio sobre la constitución de la personalidad humana. Y ¿qué decir del psicoanálisis, de la psicología profunda} Ese procedimiento ¿no está constituido por una serie de teorías aún no suficientemente demostradas?, ¿no existen, en realidad, tantas escuelas como maestros?, ¿no se trata de un método que incluso niega la libertad humana?, ¿no está basado en un enfoque unilateral, centrado exclusivamente en el estudio de las pulsiones? Para plantearse con toda neutralidad el alcance psicológico de esas «objeciones», hay que tener bien claro que la formación espiritual de los clérigos todavía hoy está esencialmente marcada por una férrea autoridad en todas las cuestiones de orden interno, y por una actitud externa de defensa contra los detractores del cristianismo. La mayor parte de los clérigos en ejercicio activo de sus funciones tienen tras de sí cursos y cursos de filosofía, de teología fundamental y de dogmática, en los que, en sólo una hora, se mencionaban como «adversarios» —y, en buena lógica, se refutaban— hasta veinte, o más, ateos, agnósticos, herejes y tergiversadores de la verdad, encuadrados en una interminable serie de «-ismos». Todo el arte de esos prestidigitadores de conceptos consistía entonces —y lo peor es que no ha cambiado— no en una lectura para la comprensión y el aprendizaje, sino en una representación ficticia para luego desacreditar, juzgar y condenar; y total, para presumir y hacerse ilusiones de ser los únicos detentadores de la verdad. Hace poco, un eclesiástico de alto rango me decía muy orgulloso: «Los cristianos somos los únicos que tenemos un Hombre-Dios, en el que —cómo diría yo— Dios mismo se ha encarnado personalmente». Con la única intención de quebrantar un poco aquel bastión de autosuficiencia, yo le repliqué: «También hay otras religiones, como el hinduismo, que tienen su Hombre-Dios; de hecho, los hindúes creen que Visnú, segunda persona de una divinidad trinitaria, la Trimurti, se encarnó en el Hombre-Dios Krisna»152. «Sí», me contestó, «pero eso no es más que un mito. Nosotros, en cambio, creemos en un acontecimiento histórico que, a la vez, es trascendente». En ese momento, estuve a punto de objetar: «Claro, eso es lo propio del mito: expresar un acontecimiento

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trascendente en el espacio de la historia». Mi interlocutor sonrió con una expresión de cansancio. Él sabía; de una vez por todas. Es evidente que esa absoluta seguridad en la competencia que da la propia función para emitir un juicio sobre cuestiones importantes para la vida no nace del acopio de conocimientos adquiridos, sino que descubre un rechazo de la reflexión, por miedo a recaer en la tremenda inseguridad ontológica, que es el principio que mueve al clérigo a buscar refugio en la función. Con todo, si se observa con detenimiento, el verdadero problema no está en esa especie de compromiso privado que el clérigo establece entre su ignorancia y su arrogancia, y que, para evadirse del caos de su «no-existencia» personal, le lleva a agarrarse desesperadamente a la doctrina de la Iglesia considerada como infalible. El problema radica, más bien, en la tendencia de cada religión a ofrecer a sus fieles un simulacro de «certeza» y de «seguridad» que los reduzca a meros secuaces perfectamente maleables por medios administrativos. Con razón hablaba Karl Jaspers de la tremenda fatalidad que se produce cuando una decisión existencial sin condiciones, como la que es propia del acto de fe, termina por desembocar «en una fórmula que exige conocer lo que es justo» y llega a convertirse «en una verdad universalmente válida»153. Nuestro conocimiento de las extraordinarias proezas que el cristianismo ha llevado a cabo, y de las gigantescas figuras que han crecido en esa y por esa fe, no nos impide comprobar que la corrupción de sus principios ha tenido consecuencias históricas desastrosas, disimuladas generalmente bajo el manto de una verdad sagrada e incorruptible154. El clima de temor engendrado por la inseguridad ontológica se une a una teología de esa misma especie y, en particular, a la pretensión de exclusividad de la cristología. Parece ser que la mentalidad del clérigo es el lugar privilegiado en el que la sumisión de la personalidad a una doctrina presuntamente objetiva y absolutamente cerrada sobre sí misma corre el mayor peligro de degenerar, al exterior, en un fanatismo de corte violento. La inseguridad del ser humano, que brota necesariamente de la reglamentación de la vida espiritual y no se puede vivir con plenitud si no es en la libertad de una continua lucha y de una permanente búsqueda de la verdad, desata en la psicología del clérigo una tal inquietud, que no puede calmarse más que con la intervención por decreto de la autoridad eclesiástica, que es la que define inequívo-

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camente las verdades de la fe, condena explícitamente a los discrepantes y subsana con toda claridad la incertidumbre de los perplejos. Pero así es como, psicológicamente, los contenidos de la religión y sus fundamentos espirituales se quiebran y degeneran en puro materialismo administrativo; consecuentemente, se mata el pensamiento y, en su lugar, se impone todo un sistema coercitivo de falsas garantías. Sin embargo, también hay textos en la Biblia que podrían legitimar una situación semejante. ¿No dice expresamente «el apóstol» que en la Iglesia de Cristo hay que «mantener, mediante el vínculo de la paz, la unidad que es fruto del Espíritu. Hay un solo cuerpo y un solo Espíritu... un solo Señor, una fe, un bautismo; un Dios que es Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en todos» (Ef 4,36)155? Pero, en realidad, si no existiera el amor —que es de lo que realmente trata aquí el apóstol, presentándolo como la verdadera fuerza de unión entre los cristianos—, todas estas palabras podrían resonar también en los oídos de tantas víctimas de una ideología colectivista, totalitaria y destructiva de la propia individualidad, que vivieron los horrores del Tercer Reich. Se parecerían a aquellas célebres consignas: «Tú no eres nada; tu pueblo lo es todo», y «Un pueblo, un imperio, un caudillo». Hay reputados teólogos que todavía hoy conceden tal validez a la estructura «integrada» de la «comunidad», que pueden afirmar sin inhibiciones, en cualquier discusión, que esas máximas son falsas sólo «fuera de la comunión con Cristo»156. Es la propia despersonalización de la mentalidad funcional la que, debido a su falsa identificación con la personalidad del individuo, destruye a éste y, con él, su propio espíritu personal. Ese «modo de razonar» es estructuralmente fascista, cualesquiera que sean los contenidos concretos con los que se pretenda justificarlo ante la opinión pública. Seguro que este tipo de análisis psicológico del estamento clerical de la Iglesia católica le resultará bastante difícil a uno que no esté suficientemente familiarizado con las costumbres de los clérigos. Y eso, debido a la mojigatería pseudocientífica con la que la Iglesia trata de recubrir esa franja de sus más genuinos representantes. Con todo, el testimonio más elocuente de lo que acabamos de describir como privación de espiritualidad, impuesta al pensamiento y a la imaginación religiosa —por supuesto, en cuanto apropiación subjetiva—, se puede encontrar, de un modo brutalmente directo, en las técnicas refinadas con las que, sobre todo, las órdenes y congregaciones femeninas ejercen la tutela espiritual de sus religiosas con toda clase de vejaciones personales.

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Ya nos hemos ido acostumbrando a sonreír con cierta malicia ante la inconcebible censura intelectual que supone el Index romanusxsl —el famoso «índice de libros prohibidos»— como el ejemplo más típico del anacronismo de un sistema tradicional, anticuado incluso en la tradición que representa. Pero el caso es que esa sonrisa ignora el enorme daño intelectual y religioso que la Iglesia católica, en su lucha contra la libertad de pensamiento y de expresión, ha causado hasta en sus propias filas. No se puede prohibir la lectura de unos literatos como Émile Zola, André Gide o Jean-Paul Sartre, y al mismo tiempo creer que, a pesar de todo, se puede dar entre los hombres algo así como una comunicación «en espíritu y verdad» (cf. Jn 4,23)158. Pero lo más grave es que uno ni se molesta en reflexionar sobre el hecho de que no hay institución que pueda sacudirse siglos y siglos de férrea dictadura intelectual recurriendo sencillamente a suprimir por decreto, a partir de una determinada fecha, ciertos órganos de los que echó mano en el pasado para estrangular la inteligencia. Lo malo es que en el interior, en el ámbito del espíritu, en los rincones copados por el miedo, todas esas medidas no han llegado a producir jamás el más mínimo cambio. Para hacerse una idea de la situación espiritual en la que viven precisamente esas personas sobre las que la Iglesia, por sí y ante sí, ejerce su absoluto poder de decisión, no hay nada más significativo e incluso más dramático —y eso que estamos ya a finales del siglo xx— que el caso de las religiosas de clausura. Ni punto de comparación con los religiosos. A éstos, efectivamente —desde luego, a los destinados a una actividad de orden «externo» como el ministerio pastoral—, siempre se les presentará alguna oportunidad de tener acceso a diferentes medios informativos, si la cosa les interesa. Por el contrario, estarse toda la vida sin poder leer un periódico, y no digamos un libro, a no ser que previamente se le haya juzgado irreprochable, es algo que a un extraño le resultará difícil de entender. La monja de clausura que quiera vivir su vida espiritual según las reglas de la orden jamás tendrá ocasión de ver una buena película, asistir a un teatro, escuchar algún programa de radio, o un disco, o una «cassette». Y no digamos las noticias: todavía hoy hay conventos en los que no se sabe literalmente nada de actualidad. La religiosa ha renunciado al «mundo», y su única aspiración debe ser el reino de Dios. ¿Qué le importa a ella si hay o no armas atómicas, si la capa de ozono se deteriora día a día, si la selva tropical sufre el acoso de desaprensivos especuladores? Lo único que deberá hacer es cumplir fielmente su deber ciudadano de votar en las próximas elecciones, pero votando «como Dios manda», es decir, se-

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gún los principios de inspiración cristiana15*. Además, no podrá asistir a conferencias, a actos públicos o a cualquiera otra actividad que pudiera hacerla un tanto independiente de espíritu, sin que antes la superiora responsable no dé su aprobación expresa, por considerar que dicha actividad es inocua o necesaria. Hasta los predicadores y confesores, a cuyo influjo está sujeta la monja, le vendrán oficialmente impuestos «desde arriba»; aparte de que todas las religiosas deberán tener el mismo consejero. Sin peligro de exageración, se podría decir que incluso una cárcel de máxima seguridad ofrece más oportunidades de información y de libertad de pensamiento que las que la Iglesia católica prevé para las «siervas de Cristo». ¿Se puede expresar más claramente el hecho de que todavía hoy, a más de doscientos años de la Ilustración, la Iglesia católica sigue sin ver con buenos ojos la independencia del pensamiento, la capacidad de una crítica, la mayoría de edad espiritual, en una palabra, las conquistas más importantes del Siglo de las Luces? Por el contrario, ¿no habrá que decir, más bien, que se aprovecha cualquier oportunidad para imponer la «aceptación» acrítica, irreflexiva, alienante y hasta infantil de una «fe» que termina por crear subditos incondicionalmente sumisos, a los que se puede explotar sin contemplaciones? Hay que haber vivido el proceso terapéutico de muchos clérigos y de muchas religiosas, para percatarse de lo increíblemente difícil que es volver a sacar brillo a la única arma que tiene el «yo» para recuperar, con ayuda del analista y al cabo de algunos años, la propia libertad e independencia: la espada del espíritu. Hace unos años, me encontré con un religioso que me contó con la mayor franqueza: «Cuando yo tenía quince años, mi gran pecado era que tenía dudas de fe. Recorrí una infinidad de iglesias, buscando un confesor con el que poder hablar de mi situación. Consulté a una media docena, y todos me decían que las dudas de fe no eran más que producto de la soberbia intelectual, y la soberbia era uno de los mayores vicios, uno de los siete pecados capitales, que convierten al hombre en enemigo de Dios. Así que renuncié a más consultas. Recuerdo que uno de los confesores —el más simpático, por cierto— me dijo que su actitud fundamental se sintetizaba en la máxima latina: Roma locuta, causa finita, es decir, una vez que ha hablado Roma, ya no hay dudas que valgan; ¿a qué seguir atormentándose?». A este punto, no se puede negar que, a raíz del concilio Vaticano II, la teología católica está haciendo los mayores esfuerzos —al menos, de palabra— por sacudirse el baldón de autoritarismo que pesa sobre

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la censura intelectual. Con todo, si se examina en serio la realidad, desde el punto de vista psicológico, se verá que lo conseguido hasta ahora se parece más a mera palabrería que a una auténtica libertad de pensamiento y de diálogo. No hay nada más difícil, en una terapia de clérigos, que liberar al paciente de todos sus complejos mentales, hasta conseguir, al menos, una cierta disposición para enfrentarse con las inhibiciones del «ello», que es el verdadero campo de análisis, según Freud. El miedo a una especie de autocensura interna proveniente del pensamiento y considerada como un castigo o, por el contrario, pensar maquinalmente para evitar una posible aparición de nuevos medios es —qué duda cabe— el síntoma por excelencia de la mentalidad funcional del clérigo anclada en el «super-yo». Cada vez que surge una amenaza de libertad, la mente del eclesiástico se trastorna y su imaginación se debate literalmente en una angustia mortal, ante la sola idea de que Dios puede condenarle por culpa de su infidelidad a la doctrina católica. El que haya sido testigo alguna vez de la repetida insurgencia de tales miedos, precisamente en los que constituyen la flor y nata de la Iglesia, no podrá menos de quedarse atónito al comprobar hasta qué punto ha logrado calar en la psicología del clérigo ese férreo sistema intelectual elaborado por el catolicismo. Y el que sinceramente sienta alguna preocupación por la continuidad y el futuro de esa Iglesia no tendrá más remedio que poner la máxima energía en la denuncia pública de la inconmensurable distancia estructural que separa esta concepción de Iglesia —al parecer, anclada en el Medievo— de las aspiraciones de libertad y respeto al individuo que caracterizan la cultura moderna. Dicho en otras palabras: precisamente los procedimientos que más han contribuido al desarrollo interno y a la expansión externa de la Iglesia, durante largos períodos de su historia, son los que hoy día constituyen el mayor problema para su credibilidad. Y los principales responsables de esa situación son los mismos clérigos. Mientras éstos sigan atenazados por el miedo a sus convicciones internas, igual que esos niños que, en cuanto se les cambia el más mínimo detalle de su cuento favorito, en seguida protestan de que sus padres se hayan permitido introducir esa variación, la Iglesia no deberá admirarse de que su actitud despierte en círculos cada vez más amplios una oposición instintiva más bien que una aceptación sumisa y obediente de los principios de la fe. Para resolver ese conflicto, no hay receta más eficaz que la que ya proponía Friedrich Schiller, hace más de doscientos años, en su Don Carlos: «Sugiero, señor, que deberíais dejarles pensar por sí

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mismos» . A ver cuándo la Iglesia logra descubrir que, mientras siga aferrándose a la concepción de una verdad superficial y totalmente desfasada de la realidad, en lugar de «revelar» a Dios no hará más que «velarle», cada día más, a los ojos de los creyentes. Sólo a partir de ese momento, habrá una oportunidad de resolver, de una vez por todas, la esquizofrenia espiritual que desgarra implacablemente la mentalidad de los clérigos. Mientras tanto, los «seglares» se verán expuestos a cargar con las trágicas consecuencias de ese fracaso de la psicología clerical, en el que se repite incesantemente el drama de su contradicción más íntima. Los padres se verán cada día más incapaces de transmitir convenientemente a sus hijos sus propias convicciones religiosas. Frente a este análisis de la mentalidad clerical como una forma de ambigüedad, de abstracción y de «lealtad» absolutamente dependiente del autoritarismo, aun a costa de la renuncia al propio punto de vista, es más, como una forma de radical despersonalización espiritual, al tiempo que se sigue hablando de «espíritu», se podría aducir —como, por otra parte, en cualquier otro tema, por desagradable que resulte— el fácil argumento de la excepción. Quizá pueda admitirse que determinados profesores de teología se atreven a publicar de vez en cuando en revistas especializadas, o incluso en semanarios de amplia difusión, ciertas opiniones que no concuerdan exactamente con las líneas generales establecidas por el autoritarismo central. Eso podría «demostrar», en un sentido puramente apologético, que en la Iglesia, concretamente entre los clérigos, se ha dado y se sigue dando un rico intercambio de pareceres, todo un espectro de libertad de opinión y de apertura al diálogo constructivo. Pero ese «argumento» es tan pobre como la referencia al puñado de profesores universitarios que, durante el régimen del Tercer Reich, se pronunciaron abiertamente contra la absurda mística nazi de «sangre y territorio». Si la «resistencia» de esos intelectuales no les llevó a un campo de concentración, fue porque su discrepancia se mantuvo suficientemente secreta como para no salir a la luz pública. La situación actual de muchos profesores de teología en la Iglesia católica es, más o menos, idéntica (!)161. Lo que puedan decir en sus seminarios no encontrará «objeción» o «supervisión doctrinal», mientras no trascienda al público, o sea, mientras no llegue a los «seglares». De hecho, hay bastantes profesores que, basados precisamente en esa enorme diferencia entre un mero cambio de impresiones entre «especialistas» y la publicación de un artículo, tratan de probar, con gran

satisfacción subjetiva, no sólo su propia audacia y espíritu de investigación, sino también, y no menos, su habilidad táctica en el trato con los poderosos junto a su decisión de esperar pacientemente la oportunidad de cambiar el «sistema» desde dentro 162 . Mientras no presenten públicamente su opinión ante los «seglares» —como si dijéramos, en el mercado—, no corren ningún riesgo. Y eso es precisamente lo que el magisterio de la Iglesia, en virtud de su autoritarismo, trata de evitar por todos los medios a su alcance, como la intimidación y la represión. Y así pasa lo que pasa. En la sociedad civil, los últimos descubrimientos científicos en campos como la física o la biología no tardan ni cinco años en entrar incluso en los manuales de enseñanza media. Sin embargo, en la Iglesia, el caudal de conocimientos religiosos que suelen tener los «seglares», por ejemplo, en temas como la historicidad de los textos bíblicos o la «infalibilidad» del papa, no rebasa el nivel de la teología de 1890. Por consiguiente, lo más lógico es que el «castigo» no se haga esperar. Una vez que el catolicismo, por su misma naturaleza, ha creído que debía establecer objetivamente la verdad por medio de fórmulas y ritos tradicionales, hoy por hoy no le queda más remedio que asistir impotente al derrumbamiento estrepitoso de ese saldo monumental, que es en lo que se han convertido sus propias estructuras. Y después de que, durante tantos siglos y bajo la guía de tan venerables figuras, lo único que ha hecho ha sido arrastrar a los «seglares» con un tirón de orejas, como se hace con un niño díscolo, ahora tiene que contemplar perplejo cómo las familias católicas —vivero, al fin y al cabo, de su continuidad— van dejando progresivamente de ser el santuario de transmisión de una «fe» cristiana, convertida en fardo de las más insulsas doctrinas. Achacar esa situación, como suelen hacer los clérigos, precisamente a un fallo de los «seglares» es, por lo pronto, una de las más flagrantes injusticias. En cualquier cuestión psicológica que toque directamente la personalidad del clérigo, no estaría mal preparar una buena mezcla de crítica, que es lo propio del análisis, y de comprensión, que es lo que da carácter al diagnóstico; en última instancia, las primeras víctimas de los problemas de la existencia clerical son los mismos clérigos. Sin embargo, saca verdaderamente de quicio ver cómo las directrices de Roma o de las Conferencias episcopales cargan los problemas de la educación religiosa precisamente sobre las familias. Si los niños no van en masa a las clases de religión, si ya con catorce años cuesta un verdadero triunfo llevarles a misa los domin-

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gos, si los jóvenes ya no consideran pecado las relaciones prematrimoniales —contra los preceptos de la Iglesia—, todo es por culpa de los padres, que no les dan ejemplo163. Juan Pablo II, durante sus frecuentes visitas a diversos países, no hace más que decir en casi todos sus discursos que el matrimonio y la familia están amenazados en su misma esencia por el uso de anticonceptivos, por el divorcio y por el aborto 164 . En síntesis: si los esposos se guiaran más por las instrucciones de la Iglesia católica, la familia se conservaría intacta, reinaría un clima más intenso de oración y de sacrificio, y los hijos verían en sus padres el mejor ejemplo que imitar. Así, la religión cobraría fuerza y se haría cada vez más sólida, las órdenes religiosas no tendrían tanta preocupación por la falta de novicios, y no habría tanta escasez de vocaciones al sacerdocio. Pero habrá que prescindir, por el momento, del formalismo inherente a esa clase de consideraciones, y dejar de lado el hecho de que cada día crece en nuestra sociedad el número de familias que va perdiendo en mayor o menor grado su interés por la religión. El problema surge en su cruda realidad cuando los padres hacen todo lo posible e imaginable: van a misa todos los domingos, a veces hasta forman parte del consejo parroquial, bendicen la mesa antes y después de las comidas, celebran las fiestas de Navidad y de Pascua, preparan a sus hijos para la primera comunión y, más adelante, para la confirmación; y sin embargo, tienen que ver cómo los hijos se apartan cada día más de la religión que les han inculcado, y no por comodidad o por desidia, sino porque toda esa actividad de sus padres les parece una simple superstición religiosa o una actitud psicológica puramente superficial e impuesta desde el exterior. A la hora de creer sinceramente en lo que les dicen su madre o el párroco sobre la constitución del mundo o el desarrollo de la historia, todo se reduce a la noción de un Dios que, hace unos millones de años y en un acto de amor desbordante, creó la tierra y el firmamento; y luego eligió especialmente al hombre para constituirle señor del mundo. Más adelante, en el curso de la historia humana y después de un inabarcable período de paganismo tenebroso, se reveló al pueblo judío y, finalmente, se manifestó en su Hijo Jesucristo para salvar al universo. Todo lo que los padres saben transmitir a sus hijos en el campo de una educación cristiana se resume en estos conceptos. Ahora bien, ¿cómo compaginar esa presentación con los postulados de la cosmología moderna sobre el BigBang, o explosión originaria?, ¿qué pensar de las leyes de la naturaleza, que se comportan «ciegamente» y parecen, en

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gran medida, un gigantesco «juego» de azar165?, ¿qué relación existe entre estas nociones y el esplendor de las culturas más antiguas o de las grandes religiones no cristianas? Esa falta de valentía que acabamos de describir como propia del clérigo, esa estrechez de miras del que se considera guardián de «la verdad» y esa negligencia de espíritu del estamento clerical, arrastrada siglos y siglos, son la causa de que los «seglares» se encuentren solos e indefensos ante los desafíos de la modernidad. Por un lado, esa rigidez mental dominada por el miedo alcanza también a los «seglares» y actúa retroactivamente sobre las generaciones de jóvenes en desarrollo creando en ellos un profundo disgusto por la «fe», o haciéndola aparecer como una forma sectaria de increencia y alienación. Por otro lado, suele ocurrir que, en esas circunstancias, los mismos padres, conscientes de su propia inseguridad, se aferran desesperadamente a la doctrina «clara y segura» de la Iglesia, y exigen a los clérigos que les acompañen en su resignado repliegue a los rincones de la sociedad donde reina verdaderamente el espíritu. Sólo si se ha vivido de cerca y por bastante tiempo la amarga lucha que tienen que librar los padres católicos entre la tendencia a condenar y el deseo de comprender a unos hijos que presuntamente han perdido la fe, se podrá entender lo que supone para los «seglares» vivir en una Iglesia que, en la figura de sus clérigos, hace siglos que reacciona —y siempre con la máxima intensidad— a las señales de suprema angustia elevando a la categoría de sistema los miedos de su propia mentalidad despersonalizada. Lo que ya puso de manifiesto el concilio Vaticano II, o sea, la rapidez con la que muchas prácticas piadosas del catolicismo se derrumban como un castillo de naipes al menor soplo de libertad y voluntariedad, se repite hoy, treinta años más tarde, en cada una de las familias, aunque a menor escala. De un lado, los padres —por lo general, las madres— que (todavía) celebran el mes de mayo («mes de las flores»), rezan regularmente el rosario y hasta guardan una reliquia de algún santo; de otro lado, los hijos, cuya indiferencia religiosa obliga a los padres a una práctica más o menos secreta de lo que consideran un deber sagrado, para no quedar en ridículo ante los jóvenes. La crisis religiosa que hoy afecta a la Iglesia es, esencialmente, consecuencia de la falta de verdadero pensamiento en su clase pensante, es decir, en los clérigos. Dicho a la inversa: el mayor beneficio para los «seglares» católicos sería la transformación radical de ese modo de pensar que caracteriza a los clérigos.

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Razón e historia en el pensamiento clerical Una mentalidad que se rige por la función que desempeña, como es la del clérigo, posee intrínsecamente una dialéctica que, al estar esencialmente determinada por factores externos, o sea, «sin vitalidad», tiende a huir a un mundo de representaciones absolutamente racionales, a la vez que busca el sentido de su actuación preferentemente en acontecimientos de orden histórico. La explicación de esa realidad no resulta excesivamente difícil: de hecho, tanto el racionalismo como el historicismo son, formal y fundamentalmente, los caminos más simples y más seguros para huir de la propia personalidad. En un contexto como el de la investigación que nos ocupa, el término «racionalismo» no se refiere a la convicción meramente filosófica de la plena inteligibilidad del mundo, sino, más bien, a la actitud psicológica de inhibición, rechazo o negación de toda clase de contenidos o fórmulas de una experiencia «puramente subjetiva», «exclusivamente personal», o «excesivamente emotiva». Aunque, en el plano subjetivo, ese afán de poner diques al desbordamiento de la propia afectividad suele ser más frecuente en clérigos de carácter abierto y personalidad dinámica, no es raro que, a nivel teórico, se considere esa postura como un acto de responsabilidad personal. Si por casualidad, y de puro ingenuos, se van excesivamente de la lengua, terminarán demasiadas veces por revelar sus propios miedos y sus perplejidades, a riesgo de desconcertar al «pequeño rebaño» que les ha sido confiado. Son absolutamente incapaces de entender que vale más y da más «aliento» una pregunta sincera que los obligados artilugios de una mentalidad burocrática. Con el escepticismo clásico del pensador atormentado, pero con la apasionada búsqueda religiosa de un espíritu dramáticamente inquieto, el gran filósofo español Miguel de Unamuno supo expresar este conflicto con insuperable maestría en su novela San Manuel Bueno, mártir1*'*'. Transcribo alguno de los párrafos más significativos: Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece esta mi querida aldea de Valverde de Lucerna, anda, a lo que se dice, promoviendo el proceso para la beatificación de nuestro Don Manuel, o, mejor, San Manuel Bueno, que fue en ésta párroco, quiero dejar aquí consignado, a modo de confesión y sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que sé y recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó toda la más entrañada vida de mi

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alma, que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu, del mío, el de Angela Carballino... Su maravilla era la voz, una voz divina, que hacía llorar. Cuando al oficiar en la misa mayor o solemne entonaba el prefacio, estremecíase la iglesia y todos los que le oían sentíanse conmovidos en sus entrañas. Su canto, saliendo del templo, iba a quedarse dormido sobre el lago y al pie de la montaña. Y cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello de «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?», pasaba por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara de aquel viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres habían depositado sus congojas. [...] Su acción sobre las gentes era tal que nadie se atrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que ir al confesionario, se le confesaban. Todos veneraban a don Manuel como a un santo, cuya mirada cautivaba los corazones y desvelaba los más profundos pensamientos. Pero resulta que su ama de llaves, Angela Carballino, encuentra en su diario unas anotaciones de las que se deduce que don Manuel, durante toda su vida, no ha podido creer en Dios, en el sentido de una verdadera fe. De hecho, cuando Lázaro, el hermano de Angela, regresa de Estados Unidos, don Manuel trata de persuadir a este ateo de la necesidad de entregarse a remediar las necesidades de la gente. Con la mayor naturalidad, le confiesa que todo su frenético ministerio en favor de los pobres no ha sido más que un intento de escapar a su propósito de suicidio: He aquí mi tentación mayor. Mi pobre padre, que murió de cerca de noventa años, se pasó la vida, según me confesó él mismo, torturado por la tentación del suicidio, que le venía no recordaba desde cuándo, de nación, decía, y defendiéndose de ella. [...] ¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros! Aquí se remansa el río en lago, para luego, bajando a la meseta, precipitarse en cascadas, saltos y torrenteras por las hoces y encañadas, junto a la ciudad, y así se remansa la vida, aquí, en la aldea. Pero la tentación del suicidio es mayor aquí, junto al remanso que espejea de noche las estrellas, que no junto a las cascadas que dan miedo. Mira, Lázaro, he asistido a bien morir a pobres aldeanos, ignorantes, analfabetos que apenas si habían salido de la aldea, y he podido saber de sus labios, y cuando no adivinarlo, la verdadera causa de su enfermedad de muerte, y he podido mirar allí, a la

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cabecera de su lecho de muerte, toda la negrura de la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor que el hambre! Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe éste su vida como el lago sueña el cielo. [...] ¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles comprender -dónde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la superstición! Y más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se consuelen. Vale más que lo crean todo, aun cosas contradictorias entre sí, a no que no crean nada [...] No, Lázaro, no; la religión no es para resolver los conflictos económicos o políticos de este mundo que Dios entregó a las disputas de los hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y como obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más contentos que puedan en la ilusión de que todo esto tiene una finalidad. Yo no he venido a someter los pobres a los ricos, ni a predicar a éstos que se sometan a aquéllos. Resignación y caridad en todos y para todos. Porque también el rico tiene que resignarse a su riqueza, y a la vida, y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, c'y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio a la vida? Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio... Opio... Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe. Yo mismo con esta mi loca actividad me estoy administrando opio. Y no logro dormir bien y menos soñar bien... ¡Esta terrible pesadilla! Y yo también puedo decir con el Divino Maestro: «Mi alma está triste hasta la muerte». Y cuando D o n Manuel ve acercarse su hora, llama a su casa a Angela y a Lázaro, para despedirse de ellos en privado, antes de despedirse de su comunidad en la iglesia: ¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar!, ¡olvidando el sueño! Cuando me entierren, que sea en una caja hecha con aquellas seis tablas que tallé del viejo nogal, ¡pobrecito!, a cuya sombra jugué de niño, cuando empezaba a soñar... ¡Y entonces sí que creía en la vida perdurable! Es decir, me figuro ahora que creía entonces. Para un niño, creer no es más que soñar. Y para un pueblo. [...] Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al llegar al final yo me callaba. Cuando los israelitas iban llegando al fin de su peregrinación por el desierto, el Señor les dijo a Aarón y a Moisés que por no

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haberle creído no meterían a su pueblo en la tierra prometida, y les hizo subir al monte de Hor, donde Moisés hizo desnudar a Aarón, que allí murió, y luego subió Moisés desde las llanuras de Moab al monte Nebo, a la cumbre del Fasga, enfrente de Jericó, y el Señor le mostró toda la tierra prometida a su pueblo, pero diciéndole a él: «¡No pasarás allá!» y allí murió Moisés y nadie supo su sepultura. Y dejó por caudillo a Josué. Sé tú, Lázaro, mi Josué, y si puedes detener el Sol, detenle, y no te importe del progreso. Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la Escritura que el que le ve la cara a Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada... Y ahora, en la hora de mi muerte, es hora de que hagáis que se me lleve, en este mismo sillón, a la iglesia para despedirme allí de mi pueblo, que me espera. Ya en la iglesia, en el presbiterio, al pie del altar, con un crucifijo entre las manos, don Manuel pronuncia su último sermón: Muy pocas palabras, hijos míos, pues apenas me siento con fuerzas sino para morir. Y nada nuevo tengo que deciros. Ya os lo dije todo. Vivid en paz y contentos y esperando que todos nos veamos un día en la Valverde de Lucerna que hay allí, entre las estrellas de la noche que se reflejan en el lago, sobre la montaña. Y rezad, rezad a María Santísima, rezad a Nuestro Señor. Sed buenos, que esto basta. Perdonadme el mal que haya podido haceros sin quererlo y sin saberlo. Y ahora, después de que os dé mi bendición, rezad todos a una el Padrenuestro, el Ave María, la Salve, y por último el Credo. Y empezaron las oraciones. Al terminar el Credo, al llegar a «la resurrección de la carne y la vida perdurable», t o d o el pueblo sintió que su santo había entregado su alma a Dios. «Y ahora creen en San Manuel Bueno, mártir, que sin esperar inmortalidad les mantuvo en la esperanza de ella». La idea de U n a m u n o sobre este santo de la duda, descreído mártir de la dedicación al h o m b r e , es el testimonio más conmovedor del «deber» que experimenta el clérigo de cerrar su más íntima interioridad a la mirada ajena. H a y muchos don Manueles que silencian su propia personalidad, que n o viven lo que realmente son, pero cuya cálida sensibilidad, e incluso su amor a la gente, les convierte en antípodas de

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una «teología de clérigos», esos desterrados de la existencia que viven en su mundo de pensamiento despersonalizado. Pero así como don Manuel experimenta una cierta calma, dentro de su inseguridad ontológica, en el hecho de su actividad en favor del hombre, también hay «teólogos» que encuentran una cierta satisfacción en la idea de que su palabra ha procurado difundir algún aspecto de la auténtica realidad divina. Sólo que la seguridad de su propia inseguridad radica en una íntima convicción de ser los portavoces autorizados de la única, total y definitiva verdad de Dios. La psicología del clérigo necesita imperiosamente esa convicción, como se ve por la violencia con la que reacciona cuando alguien pretende relativizar la pretensión de la fe cristiana de poseer absolutamente la verdad. Aunque, de hecho, sobran motivos para ponerla en duda. Si uno se plantea, por ejemplo, lo inverosímil que resulta el hecho de que, entre todos los pueblos de la tierra y a lo largo de toda la historia de la humanidad, nosotros hayamos sido los únicos en tener la suerte de pertenecer, ya desde la cuna, a la única religión verdadera, la mayoría de los clérigos pensarán que ya el mero planteamiento de la pregunta es una prueba de increencia. Se podrá admitir fácilmente que la convicción de que el propio pueblo y la propia cultura son mejores que los demás es, en el fondo, la señal de un pensamiento arcaico167; sin embargo, eso que en todas las demás religiones se debe considerar como egoísmo primitivo de grupo, como petulancia, o incluso como obstinación, es para la lógica clerical, en cuanto se refiere a la religión cristiana, la expresión más exacta de una fe que muestra su sincero agradecimiento por el don inmerecido de una especial elección divina. El que se atreva a poner en duda la validez de esa convicción, tendrá que contar con la condena más violenta de los guardianes e intérpretes oficiales de la fe cristiana. Una vez más, el problema que nos ocupa aquí no se plantea a nivel dogmático, es decir, no nos preguntamos si la fe en la persona de Jesús implica necesariamente la pretensión de una posesión exclusiva de la verdad' 68 . Lo que realmente nos interesa es el descubrimiento de que la propia personalidad del clérigo comienza a perder pie, apenas se le pone en duda este —supuestamente firme— «punto de apoyo» de su existencia, como diría el viejo Arquímedes. En un análisis precedente, descubríamos en la figura paradigmática de Lucien Fleurier su imperiosa necesidad de una tarea misionera, su fanatismo beligerante y su furibunda intolerancia, como consecuencia de un sentimiento radical de inseguridad ontológica. Ahora podemos

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comprobar hasta qué punto la tarea de la mentalidad clerical consiste en buscar el equilibrio de la persona mediante una absolutización de sus pensamientos y de sus doctrinas. En ese contexto de autocomprensión del clérigo hay que interpretar literalmente la vieja doctrina teológica según la cual, «fuera de la fe cristiana, no hay salvación posible», sino únicamente perdición y condena; sólo a través de una sincera conversión y una vida de penitencia se podrá escapar del irremisible castigo del infierno 169 . Estas doctrinas, que parecen enunciados teológicos trascendentes, pueden considerarse muy bien como una afirmación de la autoconciencia clerical. Efectivamente, valer para clérigo de la Iglesia presupone, en el aspecto psicológico profundo, sentirse irremediablemente perdido, sea cual sea la posible formulación teológica de este sentimiento. Es como si el clérigo no tuviera otra justificación de su vida, en cuanto ser humano, que su pertenencia a la Iglesia. La «nebulosa» que invadía a Fleurier, el sentimiento de no tener raíces, más aún, de no existir en absoluto, sólo se disipa por medio de una ratificación puramente externa de que, a pesar de todo, uno es «querido», «estimado», «comprendido», en suma, «imprescindible». A esta luz, la predicación del clérigo, su lenguaje sobre Dios, no es más que una manera de convencerse a sí mismo de que su existencia es algo verdaderamente real. Y eso no sólo se aplica a la realidad de Dios, sino a la propia religión, a la propia orden, incluso a las explicaciones que en sus años de carrera —hace ya más de cuarenta años— le daban sus profesores de teología sobre los dogmas de la religión. Únicamente ahí se encuentran la verdad y la vida, la ortodoxia y la paz; de modo que el que se atreva a perturbar esa paz no podrá ser más que un alborotador y un vocinglero, un hereje, un enemigo del ser humano, una personalidad anormal, un caso verdaderamente patológico. En este panorama mental, el trenzado de las pequeñas diferencias resulta francamente significativo. No hay más que asomarse al campo de otras profesiones análogas para comprobar que también en ellas se da una tendencia a complacerse en el recuerdo nostálgico de los viejos tiempos de carrera, y una cierta pereza intelectual para ponerse al día en los avances técnicos de la propia especialidad. Por ejemplo, ¿es normal que un médico en pleno ejercicio de su profesión, al llegar a casa por la noche, después de horas y horas de consulta o de quirófano, tenga humor para sentarse tranquilamente a estudiar las últimas novedades en el campo de la medicina? Lo más lógico es que se contente con aplicar lo mejor posible los conocimientos adquiridos en la carrera; aunque, por otra parte, cuanto más «técnica» sea su actividad, verá

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más claramente la importancia de aquellos años en los que su interés estaba acaparado por la bioquímica, la botánica, la zoología o la anatomía comparada. Y si tiene que asistir a algún cursillo especializado o a algún congreso, por lo general estará más interesado en el aspecto social que en el contenido propiamente científico. Al fin y al cabo, uno es alguien en su profesión. Y eso es lo más normal. En cambio, en la profesión del clérigo todo es distinto. A él, por ejemplo, no le afectan las normas sobre una especie de prejubilación espiritual. Al contrario, hay muchos países, como Alemania, en los que el clérigo es el único profesional que está obligado a continuar en su «oficio», incluso con setenta y cinco años. El es sacerdos in aeternutn («sacerdote por toda la eternidad»). En terminología civil diríamos que para el clérigo no hay edad de jubilación. A la mayoría de los clérigos no les afecta la dimensión puramente externa de su situación social. Lo que realmente les importa, lo único que les satisface, es la exactitud objetiva de una verdad garantizada por la autoridad suprema, y la necesaria consistencia de sus convicciones de fe y de su actividad funcional, porque su fundamento es el mismo Dios. Su interior está dominado por el torbellino de su inseguridad ontológica, de modo que cualquier duda sobre la solidez del sistema que da seguridad a su ideología debe interpretarse no sólo como una ofensa personal, sino, en última instancia, como una ofensa a Dios170. Su inestabilidad mental es tan aguda, que basta que una teoría de sus profesores de antaño pueda considerarse falsa, para que vuelvan a desatarse los viejos miedos tan laboriosamente reprimidos. Todo lo que en buena lógica podría parecer irreconciliable, como la postura de fidelidad pragmática que asume como verdadera una proposición por el mero hecho de ser la que «defienden» sus superiores, o la sumisión fideísta del que sólo hace una cosa porque cree que es verdad, encuentra su perfecta armonización, como convergencia de contrarios, en la actitud del clérigo. Ésa es la razón por la que necesita una Iglesia que nunca se equivoca, y que, si hoy enseña algo manifiestamente distinto de lo que enseñaba ayer, no por eso deja de estar en lo cierto: no es que antes se hubiera equivocado, es sencillamente que se ha transformado. Ya decía Pablo: «Y si yo mismo, o incluso un ángel del cielo, os anunciara un Evangelio distinto del que yo os anunié, maldito sea» (Gal 1,8)171. De ahí se deduce lo importante que es prestar atención a la enorme dosis de energía desarrollada por esos miedos subyacentes que, de hecho, constituyen las estructuras básicas de la mentalidad clerical, en cuanto expresión del «super-yo». La certeza de una salvación que ideo-

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lógicamente parece tan sólida, la supuesta infalibilidad del magisterio eclesiástico, la convicción rutinaria de que la verdadera Iglesia de Cristo se realiza plenamente en la Iglesia católico-romana con todas sus instituciones, sus ritos y sus prácticas, todo eso se ve, en una perspectiva psicoanalítica, como un gran montaje de la fantasía para conjurar tantos y tan profundos miedos como atenazan el espíritu. Y si ese mecanismo ha llegado a cobrar proporciones tan gigantescas, es porque su función consiste en reprimir y oscurecer la obra más espléndida, la más sublime —y sin duda también la más inquietante— que ha brotado de la evolución de este planeta, es decir, la persona individual. Toda esa superestructura mental del clérigo en tanto es necesaria —literalmente, con «necesidad salvífica»— en cuanto que el sujeto mismo no ha aprendido, es más, no debe aprender, a desarrollar una reposada confianza en sí mismo y a buscar la auténtica verdad divina en su propio interior o, en términos teológicos, a vivir más intensamente el elemento profético de su «vocación»172. Al depender de una verdad enraizada en la función, el «super-yo» mental del clérigo sirve, en primer lugar, para combatir, para arruinar y, literalmente, para «negar» su propio «yo»173. Y las consecuencias son inevitables. Todo ese entramado intelectual, cuya misión consiste principalmente en refrenar los desatados torbellinos del miedo, no puede resolver la contradicción originaria entre la fundamental inseguridad ontológica y los resortes personales de la existencia; lo más que puede hacer es perpetuar los contrastes. Es decir, todo mecanismo que pretenda apaciguar el desasosiego interno a expensas del propio «yo» no podrá menos de crear un sistema de permanente y autoritaria orientación externa, y una heteronomía que, aunque interiorizada en el «super-yo» y considerada como de origen divino174, en realidad, equivale a un mandato de pensar contra el propio «yo»; una especie de obligación de huir de sí mismo, para poder participar, dentro de la Iglesia de Cristo, del aprecio con que Dios trata a los salvados y elegidos. Sólo desde esos presupuestos se puede comprender psicológicamente ese derroche de energías, ese tesón indómito y consecuente, por más que condenado una y otra vez al fracaso, con el que la teología occidental ha tratado de probar y explicar los «misterios» de la fe con argumentos filosóficos, es decir, puramente racionales. Desde una perspectiva histórica, la racionalización de la fe comenzó ya hacia finales del siglo i de nuestra era, cuando se presentó la figura de Cristo como «Logos», como razón universal hecha carne, como Sabiduría de Dios personificada175. Con esas fórmulas, la Iglesia

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primitiva trató de abrir, como con una llave maestra, los reductos más escogidos de la filosofía pagana, esforzándose por ofrecer, con la ayuda del monoteísmo judío manejado elocuentemente por los primeros apologetas, una especie de pensamiento ilustrado y una moral de más altos vuelos176. Al mismo tiempo, presentó batalla a los mitos paganos que tomaban forma en las religiones de los misterios, tratando de fundamentar históricamente los contenidos altamente mitificados de su propia cristología con argumentos racionales177. Poco importa aquí lo que piense el historiador sobre las ventajas o los inconvenientes de este verdadero cambio de agujas que, ya desde sus comienzos, fue decisivo para el desarrollo del cristianismo en Occidente. El hecho es que de ahí se deducen dos consecuencias importantes, desde el punto de vista psicoanalítico. La primera es la formulación del dogma, es decir, de las «verdades salvíficas», en conceptos racionales que hay que aprender y repetir a la letra para transmitir y llegar a asimilar la fe en Cristo; esa transformación de la fe en una doctrina sobre «hechos salvíficos» plenamente objetivos significa, en un plano de psicología de la religión, el paso decisivo a una nueva situación histórica que exige y promueve estructuralmente en el clérigo esa psicodinámica que hemos visto cristalizar siglo tras siglo de manera cada vez más evidente178. La segunda es que esa represión de los mitos paganos implica, paralelamente, la represión, destrucción y demonización de las fuerzas mitopoyéticas de la psique humana que, consecuentemente, quedan relegadas a los rincones más lóbregos del inconsciente179. La conjunción de estos dos factores —represión de todo componente onírico, imaginativo, sentimental o poético, y objetivación en fórmulas doctrinales y transmisibles racionalmente de una realidad que, por su carácter de misterio, escapa a toda comprensión— actúa sinergéticamente y crea una mentalidad teológica cuyo presupuesto inevitable es que, por principio, la verdad divina sólo se puede encontrar mediante un proceso que prescinde de las capacidades y sentimientos personales. En el ámbito de una mentalidad como ésta, todo lo emotivo es, de por sí, sospechoso, más aún, conducente al pecado, por el mero hecho de ser un sentimiento, es decir, un dato meramente subjetivo, personal, producto de los sueños o de un lirismo exacerbado. Sólo la cabeza, el pensamiento puro, guiado por la obediencia a la fe180, es capaz de percibir la palabra de Dios e interpretarla correctamente. Pero el que tiene que orar es el corazón, porque «sólo el corazón tiene razones que la razón no puede comprender», como dice un pensador fran-

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cés, el jansenista Blaise Pascal, al que la Iglesia de su tiempo consideró hereje e incluyó en el índice de libros prohibidos 181 . Habrá que insistir una vez más en que nuestra intención, en este momento, no es analizar teológicamente hasta qué punto el racionalismo filosófico y la claridad del pensamiento metódico de Descartes, el gran antagonista de Pascal, lograron imponerse hasta la época de la Ilustración, a finales del siglo xvm. De hecho, el triunfo de la certeza subjetiva de la razón fue cobrando cada día nuevas fuerzas en su lucha contra el dogmatismo y el clericalismo eclesiástico182, socavándole de ese modo el único pilar sobre el que pretendía afirmarse: la razón humana. Lo que nos interesa aquí es la función psicológica de una mentalidad que, valiéndose de una ascesis muy refinada, trata de desembarazarse progresivamente de toda injerencia personal o tonalidad afectiva, tildándolas de insolencia o de arbitrariedad. Con estos presupuestos, nuestra afirmación es la siguiente: La tarea esencial de este tipo de razonamiento consiste en descargar al sujeto de cualquier clase de culpabilidad por ser constitutivamente falible y, dada la perversión de sus sentimientos y la profunda inseguridad en sí mismo, extremadamente vulnerable. Es el salto del que hablábamos anteriormente, cuando veíamos a Lucien Fleurier salir del caos de su juventud para caer en el purgatorio de su honorabilidad: es sencillamente un compromiso, una misión con respecto al grupo, una ideología que, por sí misma, libera del complejo de inferioridad, una convicción personal inquebrantable de ser el elegido del destino para convertirse en sujeto «imprescindible para los otros». Así empezamos a entender paulatinamente el hecho y la razón de que, en la mentalidad del clérigo, la «doctrina» cristiana produce la «salvación» del hombre no tanto por su contenido peculiar cuanto por su formulación como doctrina. Su auténtico valor salvífico, para la persona del clérigo, reside en el hecho de que la proclamación de la doctrina le libera de la necesidad de hablar de sí mismo. En fin de cuentas, él nunca deberá ser tan petulante y pretencioso como para convertirse en tema de su propio discurso. Al contrario, cuando presenta sus opiniones, lo hace en su condición de personaje incuestionable, como mensajero de Dios, como enviado de la Iglesia, como «vaso elegido» por el Espíritu de Dios. Esta última metáfora no resulta demasiado solemne para comprender un tipo de raciocinio que vale esencialmente para encerrar y reprimir los propios sentimientos. Vamos a ver, ¿de qué hablan dos clérigos a los dos minutos de encontrarse? Naturalmente, de los sentimientos

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de otros, con clara preferencia por temas relacionados con el amor; concretamente, de cuestiones relativas a la pareja, tanto durante el noviazgo como en el matrimonio, o fuera de él. Como el preso, que sólo habla de libertad, o el enfermo, cuyo único tema de conversación es la salud, el pensamiento del clérigo, que ha tenido que renunciar al amor y echar la llave a sus afectos, gira y gira invariablemente en torno a las vivencias más íntimas y a las sensaciones más intensas de la vida de otras personas. Como el animal aterido por las heladas del crudo invierno se acurruca junto a la puerta de la casa buscando, al menos, una mínima cercanía al calorcillo del hogar, ya que no le dejan estar dentro, el clérigo calienta sus labios yertos discutiendo sobre los besos de los demás, porque no le está permitido experimentar por sí mismo ese calor. Su afán de racionalización y formalización del pensamiento, su prurito de diseccionar, catalogar y reducir a sistema cuadriculado las experiencias de los otros, tiene como finalidad secreta cerrarse deliberadamemte el acceso al paraíso natural de los sentimientos espontáneos 183 . Desde el punto de vista psicoanalítico, ese modo de pensar, con todo su bagaje de valoraciones y establecimiento de normas, no puede menos de desembocar en una tácita reafirmación de la propia infancia, en la que el verdadero acceso a la realidad experiencial de los sentimientos estaba determinado por las ideas advenedizas de una moral alienante, de modo que una lista de prohibiciones era el mejor reflejo de todos los peligros que acechan en un mundo tan proceloso como el de las más intensas emociones individuales. Paralelamente, ese pensamiento —censurado y censurante— tiene como objetivo primario encuadrar los sentimientos de los otros en un predeterminado esquema de valores. Ya desde este momento, e incluso antes de abordar el estudio de las inhibiciones específicamente sexuales de los clérigos, se puede deducir de su estructura mental característica que, debido a ese entredicho de la afectividad que viene impuesto por la función, el máximo interés de su esfuerzo intelectual, en cuestiones como las que se refieren al amor, se puede describir como un intento por reservar exclusivamente al ámbito del matrimonio el disfrute de las sensaciones sexuales y de las emociones humanas más intensas. Igual que ellos mismos no pueden permitirse el lujo de tener sus propios sentimientos más que dentro de su institución y en beneficio de la misma, tampoco pueden admitir los sentimientos de otras personas, si no «se producen» en un marco bien delimitado y válido bajo cualquier circunstancia. ¡Qué poco

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nos damos cuenta de que los clérigos, en realidad, cuanto más hablan de los otros, más están hablando de sí mismos! Una descripción bastante exacta de lo que verdaderamente significa para la psicología del clérigo ese continuo desplazar el sentimiento al nivel de pensamiento se puede ver en dos facetas de su modo personal de manifestarse, que podríamos designar como la comunicación indirecta y la insinceridad pastoral. Entendemos por comunicación indirecta ese fenómeno tan curioso que se da en muchos clérigos y que consiste en que, mientras aparentemente se retraen de ponerse a sí mismos en primer plano, en realidad, siempre encuentran un camino sustitutorio para manifestar su propio interior: el camino, concretamente, de la «predicación». Aunque resulte paradójico, el mejor modo —por no decir, el único— de conocer a muchos sacerdotes como personas es prestar atención a su «ministerio». En sus homilías o sermones, en la proclamación de un texto de la Biblia, en la declamación de un poema o en la simple lectura pública de una carta pueden llegar a emocionarse de tal manera, que dejen traslucir su lado más humano. Es como un tímido permiso para hablar de sus sensaciones personales, como si por esa fisura del muro de sus represiones se escapase toda la energía de una existencia violentamente represada. En particular, en sacerdotes cuya identificación con el ministerio es prácticamente absoluta —como, por otra parte, sería de desear en todo funcionario— es donde más salta a la vista esa personalización de lo oficial. En fin de cuentas, es ese ministerio lo que les proporciona un mínimo resquicio para vivir su más auténtica vida. Y no se puede negar que todo eso les brinda la mejor oportunidad de ejercer algo así como un verdadero arte184. Precisamente esa expresión indirecta es lo que les hace más creíbles. Hombres que, en su foro privado, jamás deben hablar de sí mismos, ahora, cuando con motivo de una comunicación objetiva se les presenta la ocasión sustitutoria de mostrar su auténtica personalidad, dan la impresión de poner toda su existencia, con sinceridad absoluta, en cada una de sus palabras. Pero, ¡cuidado! Puede ocurrir también que sólo se trate de aquel trueque de niveles —metafísico y experiencial— del que hablábamos en el caso de Lucien Fleurier. La mejor manera de determinar con ciertas garantías hasta qué punto esa personalidad se mueve en una relación contradictoria por la que, en lugar de asimilar lo genérico, está dispuesta a disolver lo personal en puras generalidades —lo que implicaría no estar realmente anclada en ninguno de los dos niveles—,

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será someterla a la prueba del ejemplo, es decir, de su comportamiento práctico. Una de las advertencias más dramáticas, y no por eso menos verdaderas, que Jesús pronuncia en el Nuevo Testamento es su crítica despiadada a la convicción errónea de que, con hablar sinceramente de Dios, uno ya está salvado. Al contrario, Jesús exige una palabra que corresponda exactamente al propio ser interno: No todo el que me dice: «¡Señor, Señor!» entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán aquel día: «¡Señor, Señor! ¿No profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios, y en tu nombre hicimos milagros?». Pero yo les responderé: «No os conozco de nada. ¡Apartaos de mí, malvados!» (Mt 7,21-23)185. Y es que, ante Dios, no vale ningún sustitutivo de la propia vida personal. Sin embargo, cuanto más despersonalizada e insensible es la vida del clérigo, con más vigor se manifiesta la segunda variante del pensamiento convencional: la insinceridad del ministerio, el ejercicio mecánico de la función. No es raro que, en medio de una conversación normal sobre temas sociales o religiosos, el interlocutor cambie de repente de tono, saque una voz melodramática, suelte una retahila de frases solemnes, y con un acento engolado pretenda dar mayor convicción a sus palabras. Es el popular tonillo de predicador, la mejor prueba de que el otro, a pesar de todos sus esfuerzos, ha dejado de hablar con toda espontaneidad o, dicho con mayor crudeza, está mintiendo por oficio. Ya no es él el que habla; es como si, al salir a relucir determinados temas o cuestiones, se pusiera en marcha en su cerebro una especie de magnetófono invisible que reproduce un texto programado para la ocasión. En vez de ceñirse al verdadero tema propuesto, deja caer una auténtica granizada de frases que se aunan para pulverizar, ya en germen, una cuestión que jamás se hubiera planteado en una perspectiva de «fe». Pero, sobre todo, al fijar la conversación en tópicos aparentemente racionales, el interlocutor pierde por completo la dosis de subjetividad que encierra la palabra sincera, es decir, el significado emotivo de la comunicación interpersonal. Es difícil —más aún, no se debe— captar el interés que pueda tener una persona en defender determinadas ideas, o lo que pueda significar para ella el hecho de que una u otra formulación de doctrina adquiera un sentido diferente al que aprendió en la preparación para la primera comunión 186 . El fondo de la inseguridad

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ontológica está totalmente dominado por el temor de que todo, literalmente todo, se pueda venir abajo, si se cambia un mínimo detalle en la estructura del «super-yo»187. Se trata, desde luego, de un temor inconsciente; siempre está ahí, aunque congelado estructuralmente al abrigo del «super-yo» pensante. De modo que, en esas circunstancias, cualquier discusión teológica se verá subjetivamente no como un problema personal de angustia, sino, más bien, como cuestión de defensa de la verdadera fe188. En otras palabras, esa represión de sentimientos que caracteriza la mentalidad despersonalizada del clérigo se transforma en las reglas de un juego en el que ninguno de los participantes llega a tocar al otro, es decir, sólo hay aproximación, que es lo típico del funcionario. Y eso produce, desde el punto de vista ideológico, una tremenda intolerancia en caso de desviación con respecto a la norma. Incluso en otros campos de las relaciones sociales, es frecuente ver la indignación con la que los miembros de un determinado consorcio suelen reaccionar contra los que han sido «infieles» a las normas del respectivo club, asociación, o grupo de camaradas. Ante la amenaza de ruptura de la cohesión, todos se unen como una pina, para lanzarse todos juntos a la caza de una presa común, animados por el alarido de guerra189. Sin embargo —habrá que repetirlo una vez más— lo que se concibe como perfectamente normal en otros contextos debería considerarse anormal dentro de la Iglesia. Pues bien, será realmente difícil encontrar, en la larga historia de Europa, un grupo humano que, durante tanto tiempo, en un espacio tan dilatado, y con una saña tan despiadada, haya perseguido y tratado de aniquilar física y psicológicamente a cualquier «disidente», «discrepante» o «hereje» surgido de sus propias filas, como la Iglesia católica190. Naturalmente, en esa serie de acontecimientos se puede hacer referencia a un marcado fanatismo, que se vio decisivamente exacerbado por motivos de orden ideológico191. Pero el fanatismo es una realidad muy compleja, desde el punto de vista psicológico; es el resultado de un buen número de factores concretos, entre los que destaca indudablemente una teología de la represión estructural de los sentimientos. Precisamente, ese hablar y venga a hablar de salvación y de redención, de pecado y de perdón, de Dios y de creación impone al sujeto una cerrazón total en sí mismo y da pie a esa visión totalizante, de la que hablaba Karl Jaspers en su crítica de la religión192. No se puede mantener, a sabiendas, que toda transmisión de verdades que trascienden el puro dato de experiencia pueda llevarse a cabo en otro lenguaje que el simbólico, si no quiere degenerar en

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un mero fundamentalismo objetivista y, de ahí, en auténtica increencia193. Pues bien, si la psicología del clérigo se basa esencialmente en una lacerante identificación del «yo» con los contenidos de «super-yo», es lógico que los círculos eclesiásticos que se arrogan el monopolio de las cuestiones teológicas sientan una incoercible necesidad de interpretar sus propios «símbolos de la fe» como la representación exacta de un mundo objetivo, y no como claves intrínsecamente vinculadas con la realización existencial del sujeto. Es ese objetivismo racionalístico, que transforma los comportamientos humanos en construcciones lógicas y las experiencias palpitantes en teoremas demostrables. Consecuentemente, esa mentalidad tiene que ser necesariamente violenta, porque consiste estructuralmente en la negación y represión más absoluta de la subjetividad humana. Véase, como prueba, el modo en que, hace ya más de cuatrocientos cincuenta años, la Reforma desembocó en una dramática ruptura de la unidad confesional194. Prescindiendo de las habituales cuestiones de poder y dinero, lo que realmente motivó y consolidó el cisma fue la incapacidad clerical de los teólogos de entonces para dar su valor a los sentimientos y a las experiencias humanas, o, al revés, su falta de flexibilidad para encontrar unas fórmulas doctrinales que, aparte de incluir las vivencias del ser humano, ayudaran a interpretarlas. Esos acérrimos defensores de la verdad de Cristo, encelados en interminables debates teológicos sobre la doctrina de la gracia, el libre albedrío y la justificación, fueron absolutamente romos para ver en Lutero al auténtico ser humano, con todos sus miedos y sus depresiones, su total entrega al ministerio, su audacia, su entusiasmo por la verdad, y una creciente rabia contra el formalismo de aquellos eclesiásticos que presumían de tener siempre la razón. La protesta inicial de Lutero se transformó, con el tiempo, en una rabiosa insurrección de su personalidad y de su subjetividad contra un objetivismo tan monolítico, rígido e intransigente como el de la teología romana. Pero no se vio entonces, y todavía no se llega a comprender hoy, que es precisamente esa forma tan impersonal, insensible y absolutamente descarnada de la teología la que, en virtud de sus contradicciones y de su propia desintegración, engendra —y no puede menos de engendrar— sus «herejes» y sus «renegados». Y es que el corte racionalístico de toda su argumentación se resiste a aceptar como base de sus argumentos las más íntimas experiencias personales de la vida humana. Por eso, cuando la Reforma, nadie fue capaz de admitir que la angustia que corroía al famoso monje agustino reflejaba perfec-

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tamente los miedos y la desolación de toda una época, e incluso de todo un continente195. Mientras tanto, por parte del catolicismo, no se llegaba a comprender que las dudas existenciales que planteaba Lutero no pudieran solucionarse por una determinada ley o por alguna norma concreta; más bien, existía el convencimiento de que, en ese estado de cosas, no harían más que agudizarse196. Todo eso condujo inevitablemente a que la crítica de Lutero contra la teología de su tiempo no tardara mucho en transformarse en una crítica a los clérigos católicos, o, más concretamente, a la corporación clerical como estamento administrativo197. Con todo, no parece que, incluso en el momento actual, se haya entendido plenamente el verdadero núcleo de la «protesta» reformista contra la versión romana del cristianismo, tal como se defiende en la Iglesia católica. Aún se sigue discutiendo, igual que antaño, sobre la correcta interpretación de nociones como «ministerio», «sacramento», «tradición» y «primado», sin darse cuenta de que se soslaya continuamente el punto más fundamental: el significado del sujeto, con sus experiencias y su afectividad, sus miserias y sus temores, sus dramas y sus esperanzas. Casi quinientos años después de la Reforma, instaurada por Lutero, el catolicismo romano aún ignora qué es, exactamente, la angustia vital. Y eso significa que, todavía hoy, los propios clérigos en activo tratan de escamotear ese profundo miedo a «ser uno mismo», un individuo auténtico, y se aferran a instituciones que puedan ofrecer una garantía de salvación, aunque no sea más que aparentemente objetiva, como si ese recurso les facilitara, o incluso les impusiera, liberarse de un peso tan insoportable como el de la propia existencia. Peor aún; esa esperanza de aligerar el peso de la propia existencia les impide el acceso al otro. En la mentalidad del clérigo, que piensa por imposición de un deber, se conciben las relaciones humanas a nivel de participación en una misma fe. El otro es nuestro hermano o nuestra hermana, pertenece a nuestro propio grupo, es de «los nuestros», sólo si —y mientras— está de acuerdo con las fórmulas doctrinales de nuestra religión cristiana; si se aparta de ellas, o las abandona totalmente, deberá considerársele «como un infiel o un publicano» (Mt 18,17)198. Aquí cuadra perfectamente la recomendación del apóstol: «Hermanos, en nombre de Jesucristo, el Señor, os mandamos que os apartéis de todo aquel que viva desordenadamente y no se porte según la tradición que nosotros os hemos transmitido» (2 Tes 3,6)199. Si las relaciones humanas van por ese camino, quiere decir que están total y absolutamente vinculadas a una conformidad con los dic-

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tados del «super-yo». Nada tienen que ver con el afecto o el cariño, la concordia de corazones o la afinidad de espíritu. En ningún caso habrá cabida para los sentimientos humanos, porque, en definitiva, todas esas inclinaciones no son más que eso: reacciones puramente humanas. Lo que cuenta es, única y exclusivamente, la coincidencia total en una misma profesión de fe. Es lógico que, según esa concepción, haya fanáticos que lleguen a proponer la anulación de un matrimonio porque el marido no quiere acompañar a su mujer a la misa dominical de una parroquia considerada como modelo. ¿Es posible volver la espalda a una comunidad de creyentes a machamartillo, basada en la eclesiología del evangelista Lucas, cuando esa comunidad de elegidos por el Espíritu es, para cualquier persona honrada, el signo más fehaciente y creíble de que la gracia de Dios no se ha extinguido, sino que todavía sigue actuando en nuestro tiempo200? Hay un tipo de teología que, si se toma una vez en serio, no deja ninguna escapatoria: los dictados intelectuales del «super-yo» truncan radicalmente el sentimiento humano, devalúan su capacidad perceptiva y desacreditan su entero sistema de valores, relegando todo lo humano a meras categorías de error, seducción, ateísmo y anticristianismo. Dentro de esos parámetros doctrinales, hablar de «amor» es como pronunciar una palabra tan hermosa con labios contraídos, prietos, exangües, labios que sólo saben hablar de la pura ascesis del miedo. Por más que lamentemos hoy la mentalidad de cruzada característica de la Edad Media, no habremos logrado superarla, en la Iglesia católica, hasta haber devuelto a los clérigos de esa Iglesia el permiso de ser realmente hombres, antes que meros funcionarios. Y, al revés, la fe cristiana sólo recobrará su más puro humanismo, en la Iglesia católica, si la teología de esos clérigos se ocupa de interpretar la vida y las dificultades del ser humano, en vez de meterse a gobernarla con medidas de orden administrativo, y destruirla con su rigorismo en materia de comportamiento o su dogmatismo en el campo de la doctrina. Si todas estas indicaciones sobre la relación entre una religiosidad unilateral que ha degenerado en doctrina y un sistema de constricciones mentales y represiones psicológicas no bastan para suscitar un vivo deseo de sublevarse contra la alienación estructural que ha hecho presa en los clérigos católicos, tal vez puedan abrir los ojos a aquel que quiera ver claramente lo reacio que es el mensaje de Jesús a dejarse transformar en una «doctrina» de fe201. Lo que pretendía Jesús no era, en absoluto, una «nueva» teología o un sistema ideológico que sirviera

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de base a una nueva forma de religión202. Al contrario, cuando Jesús hablaba a la gente, les contaba una parábola o les ponía imágenes bien sencillas sobre la bondad de Dios y nuestra confianza en el Padre; el rasgo más característico de su predicación era que no hablaba en categorías jurídicas, filosóficas o éticas, sino que simplemente se limitaba a describir las escenas de la vida humana con tal candor, que a la gente se le esponjaba el corazón y se le henchía el espíritu en ansias de abrirse hacia lo alto203. Desde el punto de vista de una psicología de la religión, se puede decir que el pensamiento y las «enseñanzas» de Jesús, por su graficismo de imágenes y su acomodación a las circunstancias concretas del oyente, constituyen la única manera de transmitir las verdades religiosas como una percepción interior, sin constricciones o alienaciones de cualquier clase204; por el contrario, toda «doctrina» religiosa, sea cual sea el modo de proponerla, comporta necesariamente la tendencia a encastillarse en una especie de «super-yo» intelectual, opuesto frontalmente al «yo». Para expresar ese contraste en sus términos más agudos, diríamos que, de acuerdo con el mensaje de Jesús, no podrá haber una teología o una cristología que necesite su estamento particular de «doctores» que, investidos de poder y con la fuerza del dinero, proclamen que Jesús fue pobre y tuvo que afrontar toda clase de sufrimientos205. Con la actitud de Jesús sólo se puede conciliar una «teología» capaz de transmitir con imágenes y símbolos la experiencia de Dios, una «teología» abierta, ajena a todo despotismo, transida de benignidad y de sentido humano, y con unas aspiraciones tan internacionales que resulte perfectamente comprensible y asimilable en cualquier parte del mundo, en cualquier cultura, en todas las épocas de la historia humana, como el «mensaje» de las sinfonías de Beethoven —por ejemplo, la Séptima206—, del Rey Lear de Shakespeare207, o de los Desastres de la guerra de Goya208. En perspectiva existencial, la comprensión religiosa es mucho más intensa, más completa y humanamente más comprometida que cualquier clase de receptividad estética. Pues bien, precisamente por eso deberá impedir, de manera casi automática, una explotación de la teología como «doctrina» que, según el ideal científico moderno, presupone en el acto cognoscitivo una división radical entre el sujeto y el objeto209, y eleva a categoría de obligación el hecho de hablar sobre los «acontecimientos salvíficos» revelados por Dios con la misma neutralidad con la que hablaría sobre el unicornio o sobre algún monstruo marino 210 .

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Una variante característica de la despersonalización que rige en el pensamiento clerical es su tendencia a historificar la realidad. En este punto se da una confluencia de dos factores. El primero es la ya mencionada incapacidad para el pensamiento simbólico, que obliga a buscar lo religioso donde, en realidad, no puede encontrarse, es decir, en un mundo exterior de espacio y tiempo, y no en la vivencia interior de los afectos y sentimientos del corazón humano. ¡Cuánta energía ha despilfarrado hasta hoy la teología católica tratando de imponer a la gente la convicción de que los credos o «símbolos de la fe» cristiana reproducen acontecimientos históricamente objetivos, y que como tales deberán ser interpretados! ¡Cuánta increencia, por una parte y, por otra, cuánta estrechez y canija pseudoseguridad en el propío «yo» ha sembrado en el mundo! ¡Cuánto misticismo nostálgico, fundamentalismo agresivo u oscurantismo retrógrado se sigue extendiendo todavía hoy entre los creyentes, por no hablar del cínico desprecio o de la burla mordaz de sus adversarios211! La desintegración psíquica del clérigo, la lacerante escisión entre doctrina y vida que se da en su propio interior es, se mire donde se mire, lo que engendra en la teología católica una serie de alternativas necesariamente falsas. Por ejemplo, una de dos: o es verdad, en el sentido histórico-fáctico más estricto, que en la mañana de Pascua la tumba de Jesús estaba vacía, o no hay resurrección de muertos que valga; o Jesús subió literalmente al cielo, en el sentido de visibilidad óptica, ante los ojos de sus discípulos, o no es verdadero Hijo de Dios, es decir, no existe ningún cielo; o Jesús resucitó verdaderamente a su amigo Lázaro liberando de la mortaja su cadáver que ya despedía un hedor fétido, como lo presentaría cualquier fotógrafo de prensa, o Dios no es el dueño de la vida y de la muerte. Y así se podrían aducir otros muchos ejemplos. La eliminación sistemática del sujeto, en la mentalidad clerical, conduce irremisiblemente a proyectar la realidad de Dios fuera del ámbito del hombre, hacia el mundo externo. Si antes decíamos que la imagen de Dios que tiene el clérigo es una proyección de las profundas represiones de su inconsciente hacia el mundo de lo divino212, ahora tendríamos que añadir como complemento que, a consecuencia de esa misma psicodinámica que hace que se busquen los contenidos divinos en un mundo exterior a la realidad humana, la revelación de Dios sólo puede tener una consistencia sólida, si se la considera como acontecimiento histórico, como sucesión de unos hechos anclados en espacio y tiempo. Desde el punto de vista del psicoanálisis, la teología del

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catolicismo está totalmente invadida por un oscuro miedo al sujeto. Su mejor y más clara personificación es la despersonalización de los propios clérigos. Pero lo peor es que destruye psicológicamente todos los presupuestos sobre los que únicamente se puede construir una religión sin constricciones ni meras apariencias de fe. El segundo factor de la historificación de la realidad religiosa en el pensamiento del clérigo es la disolución de las tensiones personales, inherentes a toda existencia religiosa, en la distancia que separa a los creyentes de hoy de los de antaño. Uno de los hábitos característicos del clérigo católico es solemnizar el pasado y pensar en clave metafísica los acontecimientos remotos; lo que hace que su relación con la historia sea la de mero repetidor ritual de hechos antiguos, o la de mediador oficial e institucional entre el pasado y el presente. Así se explica esa contradicción —paradójica, desde el punto de vista lógico, pero psicológicamente comprensible— que caracteriza la actitud espiritual del clérigo. Mientras que, por una parte, se orienta permanentemente hacia un pasado que le confiere su legitimidad en virtud de una tradición histórica, por otra, no deja de nutrir una irreprimible aversión a pensar en categorías históricas, a reconocer la inestabilidad espacio-temporal de todos los fenómenos de la vida humana y, sobre todo, a aceptar la crítica que la propia historia ejerce sobre las más sagradas tradiciones. Pero prescindiendo de la crítica histórica, la orientación mental del clérigo se encuentra con la neutralidad individual y la indiferencia existencial del historicismo del siglo xix213. Eso, precisamente, es lo que le permite situar su discurso sobre Dios en el invisible paréntesis del pasado214, justificar su pretensión de ser el único especialista en la interpretación histórica de la Biblia frente a la masa de «seglares» insuficientemente instruidos, y establecer cada momento histórico de lo cristiano en continua dialéctica con la realidad presente215. No hay nada que se pueda considerar unívoco, definitivo y obligatorio, mientras no se pueda probar con argumentos históricos. La historificación que ha experimentado lo religioso en manos de los clérigos ha contribuido de manera esencial a una creciente alienación de la Iglesia con respecto a la vida humana, y a crear una imagen de sus formas de predicación y de presentación de sí misma como antiguallas obsoletas o simples piezas de museo. Pero es claro que no se debe reconocer ni tomar conciencia de la gravedad de esta situación, porque eso supondría poner en serio peligro la existencia misma del estamento clerical, como representante de la teología de pura raza.

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También sobre este punto podríamos haber aprendido de Friedrich Nietzsche, hace ya unos ciento veinte años, algo fundamental. En su obra Utilidad e inconvenientes de los estudios históricos para la vida, el gran crítico del cristianismo arremete sin el más mínimo reparo contra la insinceridad existencial de historiadores y filólogos que, en sus análisis de la historia, no dudan en distanciarse —objetivamente, según ellos— de los acontecimientos en sí mismos. Nietzsche no duda en rechazar como «saber» o como «ciencia» todo ese «caótico fárrago de conocimientos carentes de proyección externa», esas «enseñanzas que, en realidad, no inciden en la vida»216. Cualquier teólogo podría aplicarse, sin más, las siguientes líneas de Nietzsche: Basta una mirada al exterior, para darse cuenta de que la eliminación de los instintos por la historia ha transformado al hombre en una pura abstracción, en una sombra. Nadie se atreve a ser él mismo, sino que se disfraza de hombre culto, de sabio, de poeta, de político. Si uno se aferra a esas máscaras por creer que se trata de realidades, y no de meras bufonadas —ya que todas ellas pregonan la mayor seriedad—, se encontrará de repente entre las manos con un montón de andrajos y remiendos multicolores [...]217. Sólo desde la increíble fuerza del presente podéis interpretar el pasado; sólo llevando al colmo de la tensión vuestras cualidades más nobles podréis adivinar las lecciones más fecundas, las ideas más indiscutibles y las fuerzas más dinámicas de pasado. ¡Uno por otro! Si no, conformaréis el pasado a vuestro capricho. No os fiéis de una presentación de la historia que no haya brotado de las mentes más selectas. Conoceréis la verdadera calidad de su espíritu, cuando los veáis obligados a enunciar principios universales o a repetir fórmulas trilladas. El auténtico historiador tiene que poder transformar lo consabido en excepcional, y explicar lo universal en términos tan simples y, a la vez, tan profundos que la gente no vea la profundidad, a causa de la sencillez, ni se quede en la sencillez, ignorando la profundidad. Nadie puede ser al mismo tiempo un gran historiador, o sea, un artista, y un espíritu trivial o totalmente romo218. Cuando escribía esto, Nietzsche todavía tenía la esperanza de que llegaría el día en que «arte y religión, como verdaderos auxiliares de la vida humana», pondrían fin al insulso y frivolo trabajo científico de filólogos e historiadores, para crear una cultura capaz de «satisfacer las verdaderas necesidades del ser humano y que no le enseñe solamente, como lo hace la cultura general de hoy, a engañarse sobre esas

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mismas necesidades, de modo que termine por convertirse en una auténtica mentira ambulante»219. Por desgracia, estamos muy lejos de ese día. ¡Qué razón tenía el propio Nietzsche, al poner a estos pensamientos el significativo título de «Consideraciones intempestivas»! Sustitución de los argumentos por la prepotencia del poder administrativo La falta de inserción en la vida y el continuo desplazamiento de la experiencia individual al plano de una realidad presuntamente objetiva, históricamente comprobable y que hay que formular racionalmente genera, como condición estructural del pensamiento del clérigo, una irrefrenable tendencia a compensar la falta de persuasividad de sus argumentos con la prepotencia del poder administrativo. Cuando un párroco que «está en la brecha» llega a una situación en la que no puede menos de reconocer que la teología que aprendió durante tantos años no es más que una abstracción con respecto a la realidad que se vive en su parroquia y en la sociedad circundante, es perfectamente lógico que, al tomar contacto con la gente y sus problemas de cada día, se sienta extremadamente inseguro. Su misión de representante oficial de la doctrina de la Iglesia choca con su deber de acercar esa doctrina a los hombres de su tiempo. De modo que no se excluye que los sacerdotes, al menos los más despiertos, descubran tarde o temprano hasta qué punto ese «modo de pensar impuesto desde arriba» es absolutamente incompatible con la realidad en la que se mueven. Para resolver ese complicado dilema entre función y humanismo, o «super-yo» y personalidad, hay clérigos que recurren a una escapatoria: aferrarse con la mayor firmeza posible a las directrices emanadas de sus superiores y buscar la razón de la discrepancia entre doctrina y realidad precisamente en esta última; es decir, si las concepciones de la Iglesia sobre la vida humana son difíciles de transmitir, la culpa es únicamente de los hombres, no de la propia Iglesia. Otros, por el contrario, se ven incapaces de soportar por más tiempo el frío aislacionismo de su función y recurren a formas de pastoral que tienen más en cuenta la realidad de la vida. Indudablemente se abre aquí, en el seno de la Iglesia, un campo de experimentación del que podría surgir algo verdaderamente nuevo y, sin duda, prometedor para el futuro. Pues bien, precisamente por eso, los directivos eclesiásticos no dejan de considerar ese aspecto de su propia renovación como extremadamente inquietante y sospechoso.
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