Dorfman Mattelart Para Leer Al Pato Donald

September 21, 2017 | Author: Samuel Chacón Alegría | Category: Walt Disney, Adults, Children's Literature, Truth, Love
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Introducción: Instrucciones para llegar a general del club Disneylandia

“Mi perro ha llegado a ser un salvavidas famoso y mis sobrinos serán brigadieres-generales. ¿A qué mayor honor puede aspirar un hombre?” (Pato Donald, en Disneylandia, Nº 422.)

“Ranitas bebés, algún día serán ustedes ranas grandes que se venderán muy caras en el mercado. Voy a preparar un alimento especial para apresurar su desarrollo.” (Pato Donald, en Disneylandia, Nº 451.)

Sería falso afirmar que Walt Disney es un mero comerciante. No se trata de negar la industrialización masiva de sus productos: películas, relojes, paraguas, discos, jabones, mecedoras, corbatas, lámparas, etc., inundan el mercado. Historietas en cinco mil diarios, traducciones en más de treinta idiomas, leído en cien países. Sólo en Chile, según el propio autobombo de la revista, estas emisiones culturales reclutan y satisfacen cada semana a más de un millón de lectores y, ahora convertida fantásticamente en la Empresa Editoria Pinsel (Publicaciones Infantiles Sociedad Editora Ltda.), Zig-Zag abastece a todo el continente latinoamericano con las publicaciones del sello Walt Disney. En

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esta base de operación nacional, donde tanto se vocifera acerca del atropello (y sus sinónimos: amedrentar, coartar, reprimir, amenazar, pisotear, etc.) de la libertad de prensa, este grupo económico, en manos de financistas y filántropos del régimen anterior (1964-1970), hace menos de un mes se ha dado el lujo de elevar varios de sus productos quincenales al rango de semanarios. Más allá de la cotización bursátil, sus creaciones y símbolos se han transformado en una reserva incuestionable del acervo cultural del hombre contemporáneo: los personajes han sido incorporados a cada hogar, se cuelgan en cada pared, se abrazan en los plásticos y las almohadas, y a su vez ellos han retribuido invitando a los seres humanos a pertenecer a la gran familia universal Disney, más allá de las fronteras y las ideologías, más acá de los odios y las diferencias y los dialectos. Con este pasaporte se omiten las nacionalidades, y los personajes pasan a constituirse en el puente supranacional por medio del cual se comunican entre sí los seres humanos. Y entre tanto entusiasmo y dulzura, se nos nubla su marca de fábrica registrada. Disney, entonces, es parte –al parecer inmortalmente– de nuestra habitual representación colectiva. En más de un país se ha averiguado que el Ratón Mickey supera en popularidad al héroe nacional de turno. En Centroamérica, las películas programadas por la AID para introducir los anticonceptivos son protagonizadas por los monos del “Mago de la Fantasía”. En nuestro país, a raíz del sismo de julio (1971), los niños de San Bernardo mandaron revistas Disneylandia y caramelos a sus amiguitos terremoteados de San Antonio. Y un magazine femenino chileno proponía, el año pasado, que se le otorgara a Disney el premio Nobel de la Paz. No debe extrañar, por lo tanto, que cualquier insinuación sobre el mundo de Disney sea recibida como una afrenta a la moralidad y a la civilización toda. Siquiera susurrar en contra de Walt es socavar el alegre e inocente mundo de la niñez de cuyo palacio él es guardián y guía.

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A raíz de la aparición de la primera revista infantil de la Editorial del Estado, de inmediato salieron a la palestra los defensores. Una muestra (del tabloide La Segunda):1 “La voz de un periodista golpeó hondo en un micrófono de una emisora capitalina. En medio del asombro de sus auditores anunció que Walt Disney sería proscrito de Chile. Señaló que los expertos en concientización habían llegado a la conclusión de que los niños chilenos no podían pensar, ni sentir, ni amar, ni sufrir a través de los animales. ”Por lo consiguiente, en reemplazo del Tío Mc Pato, de Donald y de sus sobrinos, de Tribilín y el Ratón Mickey, los grandes y pequeños tendremos, en lo sucesivo, que habituarnos a leer y seguir las historietas que describan nuestra realidad nacional, la que de ser como la pintan los escritores y panegiristas de la época que estamos viviendo, es ruda, es amarga, es cruel, es odiosa. La magia de Walt Disney consistió, precisamente, en mostrar en sus creaciones el lado alegre de la vida. Siempre hay, entre los seres humanos, personajes que se parecen o asemejan a aquellos de las historietas de Disney. ”Rico Mc Pato es el millonario avaro de cualquier país del mundo que atesora dinero y se infarta cada vez que alguien intenta pellizcarle un centavo, pero quien a pesar de todo suele mostrar rasgos de humanidad que lo redimen ante sus sobrinosnietos. ”Donald es el eterno enemigo del trabajo y vive en función del familiar poderoso. Tribilín no es más que el inocente y poco avisado hombre común que es siempre víctima de sus propias torpezas que a nadie dañan, pero que hacen reír. ”Lobo y Lobito es una obra maestra para enseñar a los niños a diferenciar el bien del mal, con simpatía, sin odio. Porque el mismo Lobo Feroz, llegada la oportunidad de engullir a los tres

1 La Segunda, Santiago, 20 de julio de 1971, p. 3.

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chanchitos, tiene cargos de conciencia que le impiden consumar sus tropelías. ”El Ratón Mickey, por último, es el personaje por antonomasia de Disney. ¿Quién que se considere ser humano no ha sentido, durante los últimos cuarenta años, que la sola presencia de Mickey calaba hondo en su corazón? No le vimos hasta una vez de ‘aprendiz de brujo’ en una inolvidable cinta que hizo delicias de chicos y grandes, sin que se perdiera una nota de la magistral música de Prokofiev (NOTA: se refiere sin duda al músico Paul Dukas). Y qué decir de Fantasía, aquella prodigiosa lección de arte llevada al celuloide por Disney, movidos los artistas, las orquestas, los decorados, las flores, y todos los seres animados por la batuta de Leopoldo Stokowski. Y conste que allí, para darle mayor realce y realismo a una de las escenas, correspondió a los elefantes nada menos que ejecutar, de graciosísima manera, ‘La danza de las libélulas’ (NOTA: se refiere sin duda a La danza de las horas). ”¿Cómo puede decirse que no es posible enseñar a los niños haciendo hablar a los animales? ¿No se les ha visto a ellos entablar tiernos diálogos con sus perros y gatos regalones, mientras éstos se adaptan a sus amos, y demuestran, en un movimiento de sus orejas, en un ronroneo, que entienden y asimilan los mensajes y órdenes que se les dan? ¿Acaso las fábulas no están repletas de enseñanzas valiosas en donde son los animales los que nos enseñan cómo debemos de hacer y comportarnos ante las más variadas circunstancias? ”Hay una, por ejemplo, de Tomás de Iriarte que nos pone en guardia frente al peligro que se corre cuando se adoptan actitudes rectoras y de obligatoriedad para quien trabaja para el públíco. No siempre la masa acepta a fardo cerrado que le den lo que le ofrezcan”. Quien dictaminó estas palabras es el dócil vocero de alguna de las ideas prevalecientes acerca de la niñez y la literatura infantil que transitan por nuestro medio. Ante todo, se implica que en el terreno de la entretención no debe penetrar la política, y menos aún tratándose de tiernos. Los juegos infantiles asumen sus pro-

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pias reglas y código: es una esfera autónoma y extrasocial (como la familia disneylandia), que se edifica de acuerdo con las necesidades psicológicas del ser humano que ostenta esa edad privilegiada. En vista de que el niño, dulce, manso, marginado de las maldades de la existencia y los odios y rencores de los votantes, es apolítico y escapa de los resentimientos ideológicos de sus mayores, todo intento por politizar ese espacio sagrado terminará por introducir la perversidad donde ahora reinan la felicidad y la fantasía. Como los animales tampoco toleran las vicisitudes de la historia y no pertenecen ni a derecha ni a izquierda, están pintados para representar ese mundo sin la polución de los esquemas socioeconómicos. Los personajes son tipos humanos cotidianos, que se encuentran en todas las clases, países y épocas. Por eso es posible un trasfondo moral: el niño aprende el camino ético y estético adecuado. Es cruel e innecesario arrancarlo de su recinto mágico, porque éste corresponde a las leyes de la madre naturaleza: los niños son así, los dibujantes y guionistas interpretan experta y sabiamente las normas de comportamiento y las ansias de armonía que el ser humano posee a esa edad por razones biológicas. Es evidente, por ende, que todo ataque a Disney significa repudiar la concepción del niño que se ha recibido como válida, elevada a ley en nombre de la condición humana eterna y sin barreras. Hay anticuerpos automágicos que enmarcan negativamente a todo agresor en función de las vivencias que la sociedad ha encarnado en la gente, en sus gustos, reflejos y opiniones, reproducidos cotidianamente en todos los niveles de la experiencia, y que Disney no hace sino llevar a su culminación comercial. De antemano, el posible ofensor es condenado por lo que se ha dado en llamar la “opinión pública”, un público que opina y da su consenso según las enseñanzas implícitas en el mundo de Disney y que ya ha organizado su vida social y familiar de acuerdo a ellas. Es probable que el día después de que este libro salga a la venta se publique uno que otro artículo estigmatizando a los au-

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tores. Para facilitar la tarea a nuestros contrincantes, y para uniformizar sus criterios (en la gran familia de los diarios de la burguesía criolla), se sugiere la siguiente pauta, que se ha realizado tomando en cuenta el apego de los señores periodistas a la filosofía de esas revistas:

instrucciones para ser expulsado del club disneylandia Los responsables del libro serán definidos como soeces e inmorales (mientras que el mundo de Walt Disney es puro), como archicomplicados y enredadísimos en la sofisticación y refinamiento (mientras que Walt es franco, abierto y leal), miembros de una elite avergonzada (mientras que Disney es el más popular de todos), como agitadores políticos (mientras que el mundo de Walt es inocente y reúne armoniosamente a todos en torno a planteamientos que nada tienen que ver con los intereses partidistas), como calculadores y amargados (mientras que Walt es espontáneo y emotivo, hace reír y ríe), como subvertidores de la paz del hogar y de la juventud (mientras que Disney enseña a respetar la autoridad superior del padre, amar a sus semejantes y proteger a los más débiles), como antipatrióticos (porque siendo internacional, el Sr. Disney representa lo mejor de nuestras más caras tradiciones autóctonas) y por último, como cultivadores del “marxismo-ficción”, teoría importada desde tierras extrañas por “facinerosos forasteros”2 y reñidas con el espíritu nacional (porque el Tío Walt está en contra de la explotación del hombre por el hombre y adelanta la sociedad sin clases del futuro).

2 Palabras textuales de Lobito Feroz en Disneylandia, Nº 210.

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Pero más que nada, para expulsar a alguien del Club Disneylandia, acusarlo (reiteradamente) de querer lavar el cerebro de los niños con la doctrina del gris realismo socialista, impuesta por comisarios. Y por fin, con esto encalamos en la peor de las transgresiones: atreverse a poner en duda lo imaginario infantil, es decir, ¡horror!, cuestionar el derecho de los niños a consumir una literatura suya, que los interpreta tan bien, fundada y cultivada para ellos. No cabe duda de que la literatura infantil es un género como cualquier otro, acaparada por subsectores especializados dentro de la división del trabajo “cultural”. Otros se dedican a las novelas de cowboys, a las revistas eróticas, a las de misterio, etc. Pero por lo menos estas últimas se dirigen a un público diversificado y sin rostro, que compra anárquicamente. En el caso del género infantil, por el contrario, el público ha sido adscrito de antemano, especificado biológicamente. Esta narrativa, por lo tanto, es ejecutada por adultos, que justifican sus motivos, estructura y estilo en virtud de lo que ellos piensan que es o debe ser un niño. Llegan incluso a citar fuentes científicas o tradiciones arcaicas (“es la sabiduría popular e inmemorial”) para establecer cuáles son las exigencias del destinatario. El adulto difícilmente podría proponer para su descendencia una ficción que pusiera en jaque el porvenir que él desea que ese pequeño construya y herede. Ante todo, el niño –para estas publicaciones– suele ser un adulto en miniatura. Por medio de estos textos, los mayores proyectan una imagen ideal de la dorada infancia, que en efecto no es otra cosa que su propia necesidad de fundar un espacio mágico alejado de las asperezas y conflictos diarios. Arquitecturan su propia salvación presuponiendo una primera etapa vital dentro de cada existencia al margen de las contradicciones que quisieran borrar por medio de la imaginación evasiva. La literatura infantil, la inmaculada espontaneidad, la bondad natural, la ausencia del sexo y la violencia, la uterina tierra de Jauja garantizan su propia redención adulta: mientras haya niños habrá pretextos

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y medios para autosatisfacerse con el espectáculo de sus autosueños. En los textos destinados a los hijos, se teatraliza y se repite hasta la saciedad un refugio interior supuestamente sin problemas. Al regalarse su propia leyenda, caen en la tautología: se miran a sí mismos en un espejo creyendo que es una ventana. Ese niño que juega ahí abajo en el jardín es el adulto que lo está mirando, que se está purificando. Así, el grande produce la literatura infantil, el niño la consume. La participación del aparente actor, rey de este mundo no-contaminado, consiste en ser público o marioneta de su padre ventrílocuo. Este último le quita la voz a su progenie; se arroga el derecho, como en toda sociedad autoritaria, a erigirse en su único intérprete. La forma en que el chiquitito colabora es prestándole al adulto su representatividad. ¡Pero, un momento, señores! ¿Los niños acaso no son así? En efecto, los mayores muestran a los más jóvenes como una prueba de que esa literatura es esencial, corresponde a lo que el mismo niño pide, lo que reclama gustoso. Sin embargo, se trata de un circuito cerrado: los niños han sido gestados por esta literatura y por las representaciones colectivas que la permiten y fabrican, y ellos –para integrarse a la sociedad, recibir recompensa y cariño, ser aceptados, crecer rectamente–, deben reproducir a diario todas las características que la literatura infantil jura que ellos poseen. El castigo y la gratificación sostienen este mundo. Detrás del azucarado Disney, el látigo. Y como no se les presenta otra alternativa (que en el mundo de los adultos sí existe, pero que por definición no es materia para los pequeños), ellos mismos presienten la naturalidad de su comportamiento y acatan felices la canalización de su fantasía en un ideal ético y estético que se les aparece como el único proyecto posible de humanidad. Esa literatura se justifica con los niños que esa literatura ha engendrado: es un círculo vicioso. Así, los adultos crean un mundo infantil donde ellos puedan reconocer y confirmar sus aspiraciones y concepciones angelicales; segregan esa esfera, fuente de consuelo y esperanza, garantía

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de que mañana todo será mejor (e igual), y al aislar esa realidad, al darle autonomía, traman la apariencia de una división entre lo mágico y lo cotidiano. Los valores adultos son proyectados, como si fueran diferentes, en los niños, y protegidos por ellos sin réplica. Los estratos (adulto y niño) no serían antagónicos: se resumen en un solo abrazo, y la historia se hace biología. Al ser idénticos los padres y los hijos, se desmorona el fundamento de un conflicto generacional verdadero. El niño-puro reemplazará al padre corrompido, con los valores de ese progenitor. El porvenir (el niño) representa el presente (el adulto) que a su vez retransmite el pasado. La independencia que el padre otorga benévolamente a ese pequeño territorio es la forma misma que asegura su dominación. Pero hay algo más: esa comarca simple, llana, traslucida, hermosa, casta, pacífica, que se ha promovido como salvación, en realidad importa, de contrabando e involuntariamente, el mundo adulto conflictual y contradictorio. El diseño de este mundo transparente no hace sino permitir el encubrimiento y la expresión subterránea de sus tensiones reales y fatigosamente vividas. El engendrador sufre esta escisión de su conciencia sin tener justamente conciencia de esta desgarradura piel adentro. Se apropia del “fondo natural” de la infancia, que él ha nostalgiado, para ocultar las fuentes de lo que él presume es su propia desviación del paraíso perdido, su propia caída en el mundo. Es el precio que debe pagar para subsistir junto a su depravación castigada. En función de ese modelo divinizado, se juzga y se halla culpable: necesita ese espacio encantado-salvador, pero jamás podrá imaginárselo con la pureza indispensable, jamás podrá convertirse él mismo en su propio hijo. La forma de la evasión implica opacar, pero al mismo tiempo expresar sus problemas. Por eso, la literatura infantil quizás sea el foco donde mejor se pueden estudiar los disfraces y las verdades del hombre contemporáneo, porque es donde menos se los piensa encontrar. Y ésta es la misma razón por la cual el adulto, carcomido por la chatura

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cotidiana, defiende enceguecidamente esa fuente de eterna juventud: penetrar ese mundo es destruir sus sueños y revelar su realidad. Así concebido, lo imaginario infantil es la utopía pasada y futura del adulto. Pero precisamente, por constituirse en el reino interior de la fantasía, es ahí, en ese modelo de su Origen y de su Sociedad Futura Ideal, donde se reproducen con libertad todas las características que lo aquejan. Él puede, de esta manera, beber sus propios demonios, siempre que hayan sido acaramelados en el almíbar del paraíso, siempre que viajen con el pasaporte de la inocencia, siempre que sean presentados como ingenuos y sin segundas intenciones adultas. Todo hombre tiene la obligación constante de imaginarse su propia situación, y la cultura masiva ha concedido al hombre contemporáneo la posibilidad de alimentarse de sus problemas sin tener que pasar por las dificultades y angustias temáticas y formales del arte y la literatura de la elite contemporánea. Es un conocimiento sin compromiso, la autocolonización de la imaginación adulta: por medio del dominio del niño, el grande se domina a sí mismo. Tal como la relación sadomasoquista de Donald con sus sobrinos, el parroquiano de esta literatura se encuentra atrapado entre su utopía y su infierno, entre su proyecto y su realidad. Pretende evadirse a otro mundo, santificado, y de hecho sólo viaja cada vez más adentro de sus propios traumas, un giro sin tornillo y un tornillo sin giro.

¡la imaginación al joder! Esto se relaciona con toda la problemática de la cultura de masas, que ha democratizado la audiencia y popularizado las temáticas, ampliando indudablemente los centros de interés del hombre actual, pero que está elitizando cada vez más, apartando cada vez más, las soluciones, los métodos para estas soluciones y

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las variadas expresiones que logran trasuntar, para un círculo reducido, la sofocada complejidad del proceso. Es esencial, por lo tanto, que lo imaginario infantil sea definido como un dominio reservado exclusivamente a los niños (mientras el padre exiliado se solaza mirando por el ojo de la cerradura). El padre debe estar ausente, sin ingerencia ni derechos, tal como el niño no tiene obligaciones. La coerción se hace humo para dar lugar al palacio mágico del reposo y la armonía. Palacio construido y administrado desde la distancia por el padre, que se ausenta justamente para no provocar la reacción de su prole. Su lejanía es la condición sine qua non de su invasión total, de su omnipresencia. Como la revista es la proyección del padre, su figura se hace innecesaria y hasta contraproducente. Él se convierte en tío favorito que regala revistas. La literatura infantil misma sustituye y representa al padre sin tomar su apariencia física. El modelo de autoridad paterna es inmanente a la estructura y a la existencia misma de esa literatura, subyace implícitamente en todo momento. La creatividad natural del niño, que nadie en su sano juicio podría negar, es encarrilada mediante la supuesta ausencia del padre hacia mensajes que transmiten una concepción adulta de la realidad. El paternalismo por ausencia es el vehículo inevitable para defender la autonomía del mundo infantil y, simultáneamente, asegurar su invisible dirección ejemplar y ejemplarizadora. Las revistas infantiles no escapan, por lo tanto, a la dominación que funda todas las relaciones sociales verticales en una sociedad: la distanciación refuerza la emisión teleguiada. La primera prueba de que esta visión crítica es acertada la constituye el hecho de que dentro del mundo imaginado mismo se reitera esta relación padre-hijo. En general, como se verá a lo largo de este estudio, en múltiples ocasiones, la experiencia del lector (niño) con respecto a la obra que consume tiene su base y su eco en la experiencia de los personajes con su propia realidad. Así observaremos, tomado el caso, que el niño no sólo se identificará con el Pato Donald por razones temáticas, corres-

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pondencia de situaciones vitales, sino también porque su aproximación inmediata a la lectura del Pato Donald, el modo y las condiciones de su recepción, imita y prefigura la forma en que el Pato Donald vive sus problemas. La ficción robustece circularmente el modo de acercamiento que el adulto ha propuesto. Por lo tanto, para iniciarse en el mundo de Disney, empecemos –ya que se enunció el vínculo padre-hijo– con la gran familia de los patos y los ratones.

I. Tío, comprame un profiláctico…

Daisy: “Si me enseñas a patinar esta tarde, te daré una cosa que siempre has deseado tener”. Donald: “¿Quieres decir...?”. Daisy: “Sí... Mi moneda de 1872”. Sobrino: “¡Auuu! Completaría nuestra colección de monedas, Tío Donald”. (Conversación en Disneylandia, Nº 433.)

Lo primero que salta a la vista en cualquiera de estos relatos es el desabastecimiento permanente de un producto esencial: los progenitores. Es un universo de tíos-abuelos, tíos, sobrinos, primos, y también, en la relación macho-hembra, un eterno noviazgo. Rico Mc Pato es el tío de Donald, la abuela Pata es la tía de Donald, Donald a su vez es el tío de Hugo, Paco y Luis. El otro pariente inmediato es el primo Glad Consuerte, que de ninguna manera es hijo de Mc Pato o de la abuela Pata. Incluso cuando aparece un antecesor más antiguo, se denomina tío Abuelo León (TR 108).3 Es fácil suponer, entonces, que cual-

3 Para aliviar el texto hemos convenido en la siguiente abreviatura: D, Disneylandia; F, Fantasías; TR, Tío Rico; TB, Tribilín. Nuestro material de estudio lo constituyó las revistas publicadas por la Empresa Editorial Zig-Zag (ahora Pinsel); con un promedio de dos a cuatro historietas grandes y medianas por número. Debido a la dificultad

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quier otro miembro consanguíneo de la familia automáticamente pertenece a la rama secundaria. Un ejemplo: el Sheik Kuak, conocido también como Primo Pato Patudo (TR 111); el tío Tito Mac Cuaco (D 455), y el Primo Pascual (D 431). Dentro de esta genealogía hay una preferencia manifiesta por el sector masculino a despecho del femenino. Las damas son solteras, con la única excepción de la abuela Pata supuestamente viuda, sin que se le hubiera muerto el marido, ya que sólo aparece en el Nº 424 de Disneylandia para no hacer su reaparición jamás, bajo el sugestivo título de “La Historia se repite”. Aquí están la vaca Clarabella (con la fugaz prima Bellarosa, F 57), la gallina Clara (que a veces se transforma, por olvido de los guionistas, en Enriqueta), la bruja Amelia, y naturalmente Minnie y Daisy, que, por ser las novias de los más importantes personajes, tienen sus propias acompañantes: sin duda sobrinas. Como las mujeres, éstas son poco querendonas, y no se amarran matrimonialmente; los del sector masculino son obligadamente, y por perpetuidad, solteros. Pero no solitarios: también los acompañan sobrinos, que llegan y se van. Mickey tiene a Morty y Ferdy, Tribilín tiene a Gilberto (y un tío Tribilio, F 176). Giro tiene a Newton; hasta los Chicos Malos están seguidos por los “angelitos malos”. Los personajes menores no tienen jóvenes que los secunden: no se ha oído de sobrinos del caballo Horacio, de los diferentes gansos (Boty y Gus), etc., pero es pronosticable

para obtener todas las revistas publicadas, optamos por utilizar las que adquirimos en forma regular desde marzo de 1971 y las anteriores que podíamos comprar a través del sistema de reventa. La muestra puede considerarse como al azar, no sólo por nuestro método de selección, sino porque estas historietas han sido redactadas en el extranjero y publicadas en Chile sin tomar en cuenta para nada su fecha de fabricación o el pago de royalties. La distribución es la siguiente: 50 D, 14 TB, 19 TR, y 17 F. Los interesados podrán consultar el anexo para el desglose de los números específicos.

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que, si ocurre el crecimiento demográfico, siempre se llevará a cabo por medio de circunstancias extra-sexuales. Aún más notable es la duplicación en el campo de los críos. Hay cuatro pares de trillizos en este mundo: los sobrinos de Donald, los Chicos Malos, las sobrinas de Daisy y los infaltables tres chanchitos. Es más destacable aún la cantidad de mellizos gemelos, sean hermanos o no: los sobrinos de Mickey son un ejemplo. Pero la mayoría prolifera sin adscribirse a un tío: las ardillas Chip y Dale, los ratones Gus y Jacques. Esto resulta aún más significativo si se compara con innumerables otros ejemplos extra-Disney: Porky y Petunia y sobrinos, el Pájaro Woody Woodpecker y sobrinos, el gato Tom enfrentando a la parejita de ratoncitos. Las excepciones Pillín y el lobito Feroz las veremos aparte. En este páramo de clanes familiares, de parejas de solitarios, donde impera la arcaica prohibición de la tribu de casarse entre sí, donde cada cual tiene su casa propia ahorromet pero jamás un hogar, se ha abolido todo vestigio de un progenitor, masculino o femenino. Los abogados de este mundo convierten, mediante una racionalización veloz, estos rasgos en inocencia, castidad y recato. Sin entrar a polemizar con una tesis que ya en el siglo XIX resultaba pasada de moda con relación a la educación sexual infantil y que parece más de cavernarios conventuales que de hombres civilizados (nótese este lenguaje mercurial), es evidente que la ausencia del padre y de la madre no obedece a motivos casuales. Claro que de esta manera se llega a la situación paradójica de que para ocultarles la sexualidad normal a los niños es urgente construir un mundo aberrante, que –como se verá posteriormente– para colmo transpira secretos, juegos sexuales en más de una ocasión. Sí, es inverosímilmente difícil comprender el valor educativo de tanto primo y tío. Pero no hay para qué rascarse tanto los sesos: es posible bucear en busca de otros motivos, sin desconocer que una de las intenciones es rechazar la imagen de la infancia sexualizada (y por lo tanto teñida también por el pecado original).

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Ante todo, parecería ser que –debido a la tan cacareada fantasía a la que Disney continuamente nos invita– es menester cortar las raíces que pudieran atar a estos personajes a un origen terrenal. Se ha dicho que uno de los atributos más encomiables de estos monos es su cotidianidad, su semejanza a seres vulgares que encontramos a cada rato. Pero para que funcione el personaje es preciso operarlo de toda posibilidad real y concreta, suprimir la historia personal, el nacimiento que prefigura la muerte y por lo tanto el desarrollo entre aparición y desaparición, el cambio del individuo a medida que crece. Estos personajes, al no estar engendrados en un acto biológico, aspiran a la inmortalidad; por mucho que sufran en el transcurso de sus aventuras han sido liberados de la maldición de sus cuerpos. Al desgastar el pasado efectivo del personaje, así como la posibilidad de que éste se interrogue respecto de la situación en que se halla, se elimina la única perspectiva desde la cual el personaje pudiera situarse fuera del mundo en que se sumerge desde siempre. Tampoco el futuro le servirá: la realidad es invariable. Así no sólo desaparece el conflicto de generaciones entre el niño lector de Disneylandia y el padre que compra la revista; dentro mismo del texto, los tíos podrán ser siempre sustituidos por los sobrinos. Al no haber padre, es indoloro el reemplazo del tío, su desplazamiento constante. Como él no es el responsable genético de esa juventud, no hay acto de traición al derrocarlo. Es como si el tío no fuera nunca el rey –ya que de cuentos de hadas se trata– sino sólo el regente, que guarda el trono para su legítimo dueño, que algún día vendrá (el joven príncipe encantado). Pero no hay que pensar que la ausencia física del padre elimine automáticamente la presencia del poder paterno. Por el contrario, la estructura de las relaciones entre los personajes es mucho más vertical y autoritaria que lo que se pudiera hallar en el hogar más tiránico de la tierra de los lectores, donde la convivencia, el amor, la madre, los hermanos, la solidaridad, la construcción cómplice dignifican y amenizan el trato autoritario y el

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acatamiento a los dictámenes y donde, además, hay alternativas de crecimiento y constante redefinición al surgir un mundo, fuera de la familia, que presiona, critica y llama. Para colmo, como es el tío el que ejerce esta facultad, el poder se vuelve arbitrario. La autoridad del padre en nuestra sociedad se funda, en último término, en la biología (apoyada sin duda en la estructura social que institucionaliza la educación infantil como responsabilidad primaria de la familia); la autoridad del tío, en cambio, al no ser conferida por el padre (los sobrinos en las historietas tampoco son hijos del hermano o hermana, inexistentes), al nacer simplemente de facto, pierde toda justificación. Es

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una relación contractual que toma la apariencia de una relación natural, una tiranía que no asume siquiera la responsabilidad del engendramiento. Se ha sepultado incluso a la naturaleza como causa de rebeldía. (A un tío no se le puede decir: “Eres un mal padre”.) Dentro de este perímetro, nadie ama a nadie, jamás hay una acción de cariño o lealtad hacia el otro ser humano. En cada sufrimiento, el hombre está solo: no hay una mano solidaria o un gesto desinteresado. Como máximo, se suscita la caridad o el sentimiento de lástima, lo que es ni más ni menos que la visión del otro como un lisiado, un paralítico, un viejo, un inerme, un desfavorecido, y al cual hay que ayudar. Tomemos el ejemplo más extremo: el famoso amor de Mickey y Pluto. Aunque existe evidentemente cariño caritativo hacia su perro, siempre éste siente la necesidad de probar su utilidad o su heroísmo. En D 381, después de haberse portado pésimamente y ser castigado con el encierro en el sótano, Pluto se redime atrapando un la-

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drón (siempre hay uno): “Hace meses que andamos detrás de este delincuente. Hay una recompensa de cien dólares por él”. Además el policía ofrece otros cien por el perro, pero Mickey se niega a venderlo. “Bueno, Pluto, me costaste alrededor de cincuenta dólares en daños esta tarde, pero la recompensa me deja ganancias.” La relación comercial es moneda corriente aquí, aun en un vínculo tan maternal como el de Mickey y su sabueso. Para qué mencionar a Tío Rico. Llegan agotados los sobrinos: “¿Y por qué te demoraste tanto?”. Por su rastreo en el desierto de Gobi durante seis meses, le paga un dólar. Huyen los sobrinos: “De otro modo es seguro que nos enviará en busca de esa moneda”. No se les ocurre quedarse en su casa y simplemente negarse a ir. Pero Mc Pato (TR 106) los fuerza a salir sufrientes en busca de una moneda de varias toneladas, por la cual, evidentemente, el millonario avaro paga unos cuantos centavos. Pero la gigantesca moneda es una falsificación y Tío Rico debe comprar la auténtica. Donald se sonríe, aliviado: “Ya que ahora tienes la verdadera junca-junca, Tío Rico, todos podemos tomarnos un descanso”. La respuesta del tirano: “No hasta que ustedes devuelvan esa basura y me traigan de vuelta mis centavos”. Último cuadro, los patos, como esclavos de Egipto, empujando la piedra hacia su destino en el otro lado del globo. En vez de sacar como conclusión el hecho de que debería abrir la boca para decir que no, Donald llega a un resultado absolutamente opuesto: “Cuándo aprenderé a cerrar la boca”. Ni siquiera la queja es posible en esa relación de supremacía incuestionada. A raíz de una conversación que molesta levemente a su tía Crispina (D 383) (supo que Daisy se había atrevido a salir hacía un año a un baile que ella desaprobaba), la novia de Donald sufre las consecuencias: “Me voy de aquí... y te borraré de la lista de mis herederos, Daisy. Adiós”. La motivación de este mundo excluye el amor. Los niñitos admiran a un lejano tío, que descubrió “un invento que mata al gusano de la manzana”. Aseguran: “el mundo entero le está agradecido por ello... Es famoso... y rico”. Donald responde acertadamente:

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“¡Bah! El talento, la fama y la fortuna no lo son todo en la vida” –“¿No? ¿Qué otra cosa queda?”, preguntan Hugo, Paco y Luis al unísono. Y Donald no encuentra nada que decir, sino: “Er... Humm... A ver... Oh-h” (D 455). Vemos, por lo tanto, que Disney aprovecha del “fondo natural” del niño sólo aquellos elementos que le sirven para inocentar el mundo de los adultos y mitificar el mundo de la niñez. En cambio, todo aquello que verdaderamente pertenece al niño –su confianza ilimitada y ciega (y por lo tanto manejable), su espontaneidad creativa (como ha demostrado Piaget), su increíble capacidad de amar sin reservas y sin condiciones, su imaginación que se desborda en torno y a través y adentro de los objetos que lo rodean, su alegría que no nace del interés– ha sido mutilado de este fondo natural. Bajo la apariencia simpática, bajo los animalitos con gusto a rosa, se esconde la ley de la selva: la crueldad, el chantaje, la dureza, el aprovechamiento de las debilidades ajenas, la envidia, el terror. El niño aprende a odiar socialmente al no encontrar ejemplos en que encarnar su propio afecto natural. Resulta entonces infundada y antojadiza la acusación de que atacar a Disney es quebrar la armonía familiar: es Disney el peor enemigo de la colaboración natural entre padres e hijos. Todo personaje está a un lado u otro de la línea demarcatoria del poder. Los que están abajo deben ser obedientes, sumisos, disciplinados, y aceptar con respeto y humildad los mandatos superiores. En cambio, los que están arriba ejercen la coerción constante: amenazas, represión física y moral, dominio económico (disposición de los medios de subsistencia). Sin embargo, hay también entre el desposeído y el poderoso una relación menos agresiva: el autoritario entrega paternalísticamente dones a sus vasallos. Es un mundo de permanentes granjerías y beneficios. (Por eso, el club de las mujeres de Patolandia siempre realiza obras sociales.) La caridad es recibida por el destinatario con entusiasmo: él consume, recibe, acepta pasivamente todo lo que puede mendigar.

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El mundo de Disney es un orfelinato del siglo XIX. Pero no hay afuera: los huérfanos no tienen dónde huir. A pesar de sus innumerables desplazamientos geográficos, viajes a todos los continentes, febril movilidad enloquecida, los personajes se contienen invariablemente –vuelven siempre– en las mismas estructuras de poder. La elasticidad del espacio físico recubre la realidad carcelaria de las relaciones entre los miembros. Ser más viejo o más rico o más bello en este mundo da inmediatamente el derecho a mandar a los menos “afortunados”. Ellos aceptan como natural esta sujeción; se pasan todo el día quejándose acerca del otro y de su propia esclavización. Pero son incapaces de desobedecer órdenes, por insanas que sean. Este orfelinato, sin embargo, también se conecta con la génesis de los personajes: como no han nacido, no pueden crecer. Es decir, nunca saldrán tampoco de esa institución por la vía de la evolución biológica personal. En definitiva, de esta manera se puede aumentar el mundo agregando personajes a voluntad y aun quitándolos si es menester: cada ser que llega, sea un solitario o un par de primos lejanos, no necesita ser inseminado por alguien dentro del mundo. Basta que el guionista lo piense, lo invente. La estructura tíos-sobrinos permite que el autor de la revista, que está fuera de ella, sugiera que es su mente la que arma todo, que la cabeza es la única fuente de creatividad (tal como salen genialidades y ampolletas de cada cerebro patudo). Rechaza los cuerpos como surtidores de existencia. Disney inflige a sus héroes la pena que Orígenes se infligió a sí mismo; los emascula y los priva de sus verdaderos órganos de relación (percepción y generación) con el universo. (Mediante esta estratagema inconsciente, las historietas reducen sistemáticamente, deslumbrando al lector, los hombres reales a un punto de vista abstracto.) La castración de los héroes dentro de este mundo asegura a Disney el control irrestricto sobre su propia creación; es como si él se sintiera padre espiritual de estas criaturas, que a su vez tampoco pueden crear corporalmente. Deben imi-

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tarlo. Una vez más el adulto invade la historieta, ahora bajo el manto benefactor de la genialidad artística. (Por si acaso, no estamos en contra de la genialidad artística.) Por último, esta falta de axila y muslo enfatiza la incapacidad para rebelarse en contra del orden establecido: el personaje está condenado a ser un esclavo de los demás, tal como lo es de Disney. Cuidado; el universo es rígido, pero no debe jamás transparentarlo. Es un mundo jerárquico, pero que no puede aflorar como tal. El momento en que se extralimita este sistema de autoridad implícito, es decir, el momento en que se vuelve explícito, visible, manifiesto, el orden arbitrario, fundado únicamente en la voluntad de unos y la pasividad de los otros, se hace perentorio rebelarse. No importa que haya un rey, mientras éste gobierne escondiendo el hierro bajo un guante de seda. Pero cuando muestra el metal, es obligatorio su derrocamiento. Para que el orden funcione no debe exagerar su poder más allá de ciertos límites tácitamente convenidos, porque al extremarse, muchas veces se evidencia la situación como caprichosa. Se ha destruido el equilibrio y hay que restituirlo. Quienes emprenden inevitablemente esta tarea son los niños o los animalitos pequeños, no para colocar en lugar del tirano el jardín de la espontaneidad, no para llevar la imaginación al poder, sino para reproducir el mismo mundo de la racionalidad de la dominación del adulto. Cuando el grande no se comporta de acuerdo con el modelo, el niño toma su cetro. Mientras el sistema sea eficaz, no se lo pone en duda. Pero basta que falle para que el niño se rebele exigiendo la restauración de los mismos valores traicionados, reclamando la estabilidad de las relaciones dominante-dominado. Los jóvenes auspician, con su prudente rebelión, con su madura crítica, el mismo sistema de referencias y valores. Nuevamente, no hay discrepancias entre padres e hijos: el futuro es igual al presente y el presente es igual al pasado. No hay que olvidar que el niño se identifica con su semejante dentro de la revista y por lo tanto participa en su propia coloni-

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zación. La rebeldía de los pequeños dentro del cuento es sentida como una rebeldía propia, auténtica, en contra de la injusticia; pero al rebelarse en nombre de los valores adultos, los lectores también interiorizan y acceden a estos valores. Como veremos, la persistencia obsesiva de seres pequeños que son astutos, inteligentes, eficaces, responsables, empeñosos, frente a grandulones torpes, ineficaces, desconsiderados, mentirosos, flojos, lleva a una frecuente (pero no permanente) inver-

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sión. El lobito feroz frente a su padre, constantemente encarcelado por su hijo, las ardillitas frente al oso y al zorro, los ratoncitos Gus y Jacques frente al ganso y al infaltable ladrón, el osito Bongo ante el terrible Quijada son sólo algunos ejemplos. El petiso Gilberto se transforma en el maestro de escuela de su tío Tribilín al enseñarle cómo salir por la puerta. Incluso hay varios episodios en que hasta el habilidoso Mickey es criticado por sus sobrinos. Así, el único cambio y pasaje posible de una condición a otra, de un estatus a otro, es que el representante de los adultos (dominante) puede ser transformado en el representante de los niños (dominado), en vista de que muchas de las torpezas que comete son aquellas que justamente se les critica a los niños que descompaginan el orden de los grandes. Asimismo, el cambio permitido al niño (dominado) es convertirse en adulto (dominante). Habiendo creado el mito de la perfección infantil, el adulto traslada sus propias “virtudes” y “saberes” a este niño tan perfecto. Pero a quien admira es a sí mismo. Tomemos detalladamente un caso típico (F 169): Donald es un ser doble (y aparece tres veces con la cara duplicada en el dibujo), porque les ha prometido a sus sobrinos llevarlos de vacaciones y ha roto sus compromisos. Cuando ellos le recuerdan el juramento, él trata de pegarles y finalmente los engaña. Pero la justicia interviene cuando el adulto las emprende a golpes con “porotito”, un pequeño elefante, como si fuera un sobrinito cualquiera. Dictamina el juez: “Debe cumplir la pena en un lugar al aire libre, bajo la vigilancia de ustedes”. Los sobrinos reciben a su tío en custodia, con toda la autoridad de la ley para sancionarlo. Es una sustitución total. ¿Cómo se logró que los niños representaran el poder paternal y Donald la sumisión infantil? Es Donald el que empieza a engañar y a romper el código autoridad-obediencia. Los sobrinos se controlan todo lo posible; primero le exigen el cumplimiento, luego guardan silencio para que se arme una situación en que él se autoilusione, sin que ellos tengan que mentir, y sólo lo engañan provocándole aluci-

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naciones cuando se ha demostrado la ineficacia de los métodos anteriores. Y cuando los resultados exceden su voluntad causándole daño físico a su tío, ellos se apresuran en ambas ocasiones a sentirse culpables y a rectificar su conducta: “Pobre tío. La caída no estaba en nuestro plan” y “Paciencia: Merecemos este castigo”. Pero Donald jamás reconoce sus errores. Al criticar al adulto, se consolida el código único: los niños no sugieren que deba desvirtuarse la subordinación, sólo que se cumpla con justicia. Ellos son “buenos, diligentes y estudiosos”; él debe ser caritativo y recto. La rebelión de los pequeños es para que los padres sean auténticos y cumplan con su lado del contrato. Quien rompe la norma sacra no sólo pierde el poder, sino incluso la capacidad de percibir unívocamente la realidad sensorial. Donald pensó primero que el elefante (de goma) era verdadero y en realidad era falso. Después pensó que era falso (es decir, el mismo de goma que los niños utilizaron) y en efecto era verdadero. Después trató al verdadero como si fuera falso (“¡Tío Donald! ¡Ese elefante es de verdad!”, y respondió: “¡Grrr! ¡Ahora se arrepentirá de no ser falso!”). Así que la vida estaba llena de alucinaciones, resultado de su errada ética, de su incapacidad para el juicio moral y su desvío de la normatividad paternal. La objetividad es idéntica a la verdad, a la bondad, a la autoridad, al poder. En la imagen doble de Donald se recalca que por una parte él tiene las obligaciones del adulto y por otra se comporta como un niño. Este caso límite en que un juez lo castiga (generalmente es el destino moral del universo) señala el compromiso de que recobre su cara única, antes de que se desencadene una lucha generacional. Los sobrinos disponen, además, de su llave para entrar al mundo adulto y lo aplican sin cesar: el manual de los cortapalos. Es el compendio enciclopédico de la sabiduría tradicional. Contiene una respuesta para todo espacio, toda época, todo dato, todo comportamiento, toda habilidad técnica. Basta seguir las instrucciones de este saber enlatado para salir de cualquier difi-

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cultad. Es el cúmulo de convenciones que permite al niño controlar el futuro y atraparlo para que no varíe frente al pasado, para que todo sea necesariamente repetitivo. Todos los caminos ya están gastados y definidos por las páginas autoritarias: es el tribunal de la historia, la ley eterna, patrocinada y sacralizada por quienes van a heredar el mundo, que no les deparará sorpresa alguna, ya que es el mundo trazado de antemano y para siempre en el manual. En este rígido catequismo, ya todo ha sido escrito: sólo queda poner en práctica y seguir leyendo. El adversario es propietario de una norma objetiva y justa. Es uno de los raros casos de ciento por ciento en el complejo mundo-Disney: en las cuarenta y cinco unidades en que aparece, jamás se ha equivocado, e incluso le ha ganado en infalibilidad al cuasi-perfecto Mickey. ¿Pero no hay algo que escape a esta traslación incesante? ¿No hay nada que permita ponerse al margen de esta lucha por la subordinación vertical o por la propagación obsesiva del mismo sistema? Sí, en efecto. Hay una horizontalidad en este mundo, y jamás es olvidada. Es la que existe entre seres que tienen la misma condición y poder y por lo tanto no pueden ser dominados ni dominantes. Lo único que les queda –en vista de que la solidaridad entre semejantes está prohibida– es competir. Lo que se necesita es ganarle al otro. ¿Y para qué ganarle? Para estar más arriba de él, es decir, ingresar al club de los dominantes, subir un escalón más (como un cabo, sargento, general de Disneylandia) en la escala del mérito mercantil. La única horizontalidad autorizada es la línea plana que termina en la meta de una carrera. Hay, no obstante, un personaje que nunca sufre una crítica ni es reemplazado por los seres más pequeños: se trata de la mujer. Y esto a pesar de existir la misma línea genealógica que en la rama masculina (por ejemplo, Daisy y sus sobrinas tienen a la vez a la Tía Crispina, como aparece en D 383). Tampoco significa esto que ella se evada de la relación dominante-dominado. Por el contrario, no se la impugna precisamente porque lleva a cabo

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a la perfección su rol de humilde servidora (subordinada al hombre) y de reina de belleza siempre cortejada (subordinando al pretendiente). El único poder que se le permite es la tradicional seducción, que no se da sino bajo la forma de la coquetería. No puede llegar más lejos, porque entonces abandonaría su papel doméstico y pasivo. Hay mujeres que infringen este código de la feminidad: pero se caracterizan por estar aliadas con las potencias oscuras y maléficas. La bruja Amelia es la antagonista típica, pero tampoco pierde las aspiraciones que son propias de la “naturaleza” femenina. A la mujer únicamente se le concede dos alternativas (que no son tales): ser Blanca Nieves o ser la Bruja, la doncella ama de casa o la madrastra perversa. Hay que elegir entre dos tipos de olla: la cazuela hogareña o la poción mágica horrenda. Y siempre cocinan para el hombre, su fin último es atraparlo de una u otra manera. Si no es bruja, no se preocupe madre: siempre podrá ocuparse en profesiones adscritas a la “naturaleza femenina”: modista, secretaria, decoradora de interiores, enfermera, arreglos florales, vendedora de perfumes, azafata. Y si no le gusta el trabajo, siempre puede ser la presidenta del club de beneficencia local. De todas maneras, le queda a usted el eterno pololeo: la coquetería une a todas estas damas en la misma línea, incluyendo a la Abuela Pata (véase D 347) y a Madame Mim. Para traducir esta ensalada de coquetas a una forma pictórica, Disney utiliza sin cesar los estereotipos de las actrices de Hollywood. Aunque a veces se las caricaturiza, con cierta burda ironía, de todos modos sirven de único arquetipo, única compuerta de existencia física en su lid amorosa. Esto es aún más visible en las famosas películas “para menores” que se dan en las matinés: las hadas en Pinocchio y en Peter Pan. Véase por ejemplo uno de los cuadros donde Daisy realza las cualidades infantiles estilo Doris Day, frente a la vampiresa Silvia, modelada en las italianas. El hombre le tiene miedo a esta mujer (¿quién no?). Se corteja eternamente sin resultados, se compite por ella en torneos,

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se la quiere salvar, se la unta de regalos y se la lleva a pasear. Tal como los trovadores del amor cortés no podían inseminar a las mujeres de su amo, así estos castrados viven en un eterno coitus interruptus con sus vírgenes imposibles. Como nunca se las posee plenamente, se vive la perpetua posibilidad de perderlas. Es la compulsión eternamente frustrada, la postergación del placer para mejor dominar. Lo único que detenta la mujer para subsistir en un mundo donde no puede participar en las aventuras y hazañas (porque no es propiedad de la mujer), donde no puede ser criticada jamás, y donde para colmo no tiene la posibilidad de ser madre (que por lo menos se les permite a las esclavizadas mujeres de nuestro tiempo), ni de cuidar el hogar del héroe o a los niños, es su propio estéril sexo. Estará en una eterna e inútil espera o saldrá corriendo detrás de ídolos y deslumbrada por la posibilidad de hallar por fin un hombre verdadero. El único acceso a la existencia, la única justificación, es convertirse en objeto sexual, infinitamente solicitada y aplazada. Se la congela en el umbral de la satisfacción y de la represión: sólo hay aquí un preludio de impotentes. En el momento en que ella cuestionara su rol, sería borrada del vals. Así, resultan hipócritas las preocupaciones de los editores por la salud moral y material de los niños (“De la misma forma, no se aceptarán avisos de productos perjudiciales para la salud moral o material de los niños, o que puedan afectarlos, tales como tabacos, bebidas alcohólicas o juegos de azar”). “Nuestra intención ha sido siempre servir como un vehículo de sana entretención y descanso en medio de tantas preocupaciones que nos rodean.” Aquí, pese a las protestas de los defensores de Disney, hay un modelo implícito de enseñanza sexual. Lo único que ha sido callado entonces es el acto carnal, la posesión misma, el orgasmo. Su supresión indica hasta qué punto se debe pensar que es demoníaco y terrible, porque todos los demás pasos preliminares están plenamente presentes y hasta exigen a cada rato su culminación. Disney masturba a sus lectores sin autorizarles un contacto físico. Se ha creado otra aberración:

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un mundo sexual asexuado. Y es en el dibujo donde más se nota esto, y no tanto en el diálogo. De nuevo, para lograr esta deformación de un sector de la realidad, en este caso el femenino, la historieta ha trabajado sobre el “fondo natural” de la mujer, su “ser esencial”, aprovechando sólo aquellos rasgos que acentúan epidérmicamente su condición de objeto sexual inútil, buscado y nunca poseído, olvi-

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dando, entre otras cosas, tanto la función materna como la de compañera solidaria. Ni qué hablar de la mujer emancipada intelectual y sexualmente: el sexo está pero sin su razón de ser, sin el placer, sin el amor, sin la perpetuación de la especie, sin la comunicación. El mundo es centrípeto, introvertido, ególatra: el paroxismo del individuo-isla. Es una soledad que no quiere admitir su condición de tal. Pero, ¿por qué esta obsesión y fobia malsana de Disney? ¿Por qué ha expulsado a la madre de su Edén? Tendremos ocasión de responder a estas preguntas más tarde, y sin recurrir a la biografía de Disney o al comodín que siempre se saca victoriosamente en estos casos, como sería un complejo de Edipo. Lo que importa por ahora es insistir que su ausencia, su rol secundario, su amputación, posibilita la rotativa de tíos y sobrinos, de grandes y chicos, sustituyéndose eternamente en torno a los mismos ideales. Al no haber una madre que se interponga, no hay problemas para mostrar al mundo de los grandes como perverso y torpe y preparar así su reemplazo por los pequeños que enarbolan los valores adultos. O como dijo Lobito Feroz (D 210): “¡Glup! ¡Las cosas malas vienen siempre en envases grandes!”.

II. Del niño al buen salvaje

“¡Gú!” (Palabras del abominable hombre de las nieves en Tío Rico, Nº 113.)

Todos los intentos de Disney se basan en la necesidad de que su mundo sea aceptado como natural, es decir, que combine los rasgos de normalidad, regularidad e infantilismo. La justificación de las figuras de la mujer y del niño es, en efecto, que así son objetivamente estos personajes, aunque, según hemos visto, ha torturado implacablemente la naturaleza de cada ser al cual se acerca. En esto reside el hecho de que su mundo esté poblado de animales. A través de esto la naturaleza invade todo, coloniza el conjunto de las relaciones sociales animalizándolas y pintándolas (manchándolas) de inocencia. El niño tiende, de hecho, a identificarse con la juguetona bestialidad de los animales. A medida que el niño crece va comprendiendo que las características del animal (maduro) corresponden a algunos de sus propios rasgos evolutivos psicosomáticos. Él ha sido, de alguna manera, como ese animal, viviendo en cuatro patas, sin habla, etc. Así, el animal es el único ser viviente del universo que es inferior al niño,4 que

4 Disney, incluso, aprovecha esta relación biológica superior-inferior para militarizar y regimentar la vida de los animales bajo la férula

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el niño ya ha superado, que es el muñeco animado del niño. Constituye además uno de los sitios donde la imaginación infantil puede desenvolverse con mayor libertad creativa; ya no es un secreto para nadie que muchas películas que han utilizado animales tienen alto valor pedagógico en tanto educan su sensibilidad y sentidos.

Empero, el uso que hace Disney de los animales es para atrapar a los niños y no para liberarlos. Se les invita a un mundo en el cual ellos piensan que tendrán libertad de movimiento y creación, al cual ellos ingresan confiados y seguros, respaldados por seres tan cariñosos e irresponsables como ellos mismos y de los cuales no se puede esperar ninguna traición, con los cuales ellos podrán jugar y confundirse. Después, una vez dentro de las páginas de la revista no se dan cuenta cuando, al cerrar las puertas tras ellos, los animales se convierten, sin perder su forma física, sin sacarse la máscara simpática y risueña, sin perder su cuerpo zoológico, en monstruosos seres humanos. El lenguaje de este tipo de historieta infantil no sería sino una forma de la manipulación. El uso de los animales no es bueno o malo en sí. Es el tipo de ser humano que encarnan lo que se debe determinar en cada caso.

aprobatoria de los niños (véase el traslado de los ideales de los “cortapalos” a los animales en todas sus historias. Ejemplo: TR 119).

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Pero como si no le bastara con expulsar la verdadera naturaleza de los animales y usar sólo su cuerpo impostor (tal como lo hizo con los niños y las mujeres), la obsesión de Disney por la naturaleza, su nostalgia por seguir eximiendo un mundo que él siente profundamente perverso y culpable, lo lleva a exagerar esta tendencia aún más. Todos los personajes ansían el retorno a la naturaleza. Algunos viven en el campo o en los bosques (Abuela Pata, ardillitas, lobitos, etc.), pero la mayoría pertenece a la vida urbana y desde allí sale en viajes incesantes hacia las islas, los desiertos, el mar, bosques, cielos, estratósfera, montañas, lagos, en todos los continentes (Asia, América, África, Oceanía y muy de vez en cuando algún sector no urbanizado de Europa). Es cierto que una buena proporción de historietas transcurre en la ciudad o en habitaciones cerradas: pero éstas enfatizan el carácter catastrófico y absurdo de la vida urbana. Hay cuentos dedicados al esmog, a las congestiones de tráfico, a los ruidos intempestivos, a la dificultad de la vida social (muchas veces las peleas entre vecinos alcanzan ribetes muy cómicos), a la omnipresencia de la burocracia y de los agentes de la policía. En realidad, la urbe está concebida como un infierno, donde específicamente el hombre pierde el control de su propia situación. En un episodio tras otro, el personaje se enreda en los objetos. Por ejemplo, en D 431, Donald se queda pegado, al llegar de hacer compras, en un patín. Va a iniciar una solitaria carrera demente por la ciudad, en la cual irá acumulando experiencias traumáticas de la vida contemporánea: un tarro de basura, las calles, los trabajos de obras públicas, los perros sueltos, el cartero, el parque público lleno de gente (donde, si se nos permite la interrupción, una madre reprime a su retoño: “No te muevas, hijito, para que no se asusten las palomas”), la reglamentación del tránsito, la policía, la obstrucción (el Café Airelibre ocupa toda una vereda y Donald, al volcar las mesas, se pregunta, preocupado, pero sin poder parar: “Me pregunto si volverán a admitirme en este café”), los choques automovilísticos, los negocios, los descargadores, el alcantarillado y el caos generalizado.

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En otras ocasiones el hilo conductor que induce a recorrer la ciudad como una inmensa vitrina de desdichas son otros objetospulpos: caramelos (D 185), un billete perdido (D 393), una motocicleta descontrolada que monta Pillín (D 439). En esta sufrentura (porque de aventura tiene sólo el ritmo y de desgracia todo lo demás), vuelve a acechar la leyenda de Frankenstein, el robot que se escapó de las manos de su inventor. Donde este carácter monstruoso alcanza sus rasgos más neurotizantes es en D 165, en el cual Donald, para poder dormir de noche (el tráfico pesado pasa por su calle, “aceleran, frenan, tocan la bocina”), clausura la vía. Es multado por un policía: “Autorización escrita no tengo, pero el derecho a un sueño tranquilo me autoriza...”, interrumpido por el agente: “¡Está equivocado!”. Y comienza su enloquecida búsqueda de permiso: del comando policial a la casa del jefe de policía, y de ahí a hablar con el señor alcalde, que sólo puede firmar “ordenanzas aprobadas por el concejo comunal”. (Notemos la rigidez jerárquica de este mundo burocrático, donde todo está prohibido y aplazado.) Donald debe elevar una solicitud a este concejo, firmada por todos los que habitan en su calle. Comienza su exploración por la jungla vecinal. Jamás encuentra a alguien que se solidarice con él, que lo ayude, que entienda que es una lucha comunitaria por el silencio. Lo echan a pistoletazos, a patadas, a golpes; le hacen pagar un auto al que roza (cincuenta dólares), debe ir a Miami a buscar una firma y, al desmayarse cuando sabe que acaba de partir su vecino de vuelta a Patolandia, recibe la dulce noticia del dueño del hotel: “Señor, tengo que comunicarle que por dormir sobre la alfombra la tarifa es de treinta dólares”. Otro no firma nada antes de consultar al abogado (veinte dólares pagados por Donald). Un perro lo muerde mientras una viejuja simpática firma. Al próximo es necesario comprarle anteojos (trescientos dólares porque eligió unos de marco de oro puro) y al final debe perseguirlo hasta las cataratas, donde realiza hazañas de acróbata. Se cae al agua y se le borra la tinta. Reconstruye la lista (“el reposo nocturno vale todos los contratiempos que he soportado”), para ser informado

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de que el concejo se pronunciará en veinte años más. Desesperado, compra otra casa. Pero el episodio termina mal: el concejo decide, en vista de sus dificultades, cambiar el tránsito de su vieja calle a la calle nueva. En la ciudad, mejor es no moverse, hay que conformarse, porque si no, quizá le vaya peor. Retornaremos a este tipo de historietas posteriormente, cuando veamos, por ejemplo, la necesidad de no empeñarse contra el destino y las formas de la crítica social de Disney. Pero valía la pena recalcar la idea de la ciudad como pesadilla y degradación, porque esto motiva en parte el retorno a lo natural. La metrópoli, entonces, está pensada como una base de operaciones desde la cual hay que evadirse, un dormitorio mecanizado o una caja fuerte que histeriza a huir antes de que los desastres del universo tecnológico descontrolado absurdicen la existencia. Tan es así que para que la Abuela Pata pueda dejar “la paz y tranquilidad del campo” debe pasar por las plagas de los mosquitos, los ratones y las abejas, un incendio, la destrucción de su jardín por una vaca invasora, fenómenos provocados artificialmente por el ganso Gus. Se dirige, convencida, por unos días a la ciudad: “Me alegro de lo que ha pasado. Después de un día como éste, estoy segura de que soportaré todas las inconveniencias modernas de la ciudad”. El ciudadano podrá llegar al campo siempre que abandone antes toda la maldición técnica: naufragan los barcos, caen los aviones, les roban el cohete. Hay que pasar por el purgatorio antes del paraíso: y si llega con un objeto contemporáneo, sólo causará problemas, complicará vengativamente al hombre que quiere descontaminarse. En “El Balde Infernal” (nótese la connotación religiosa), las vacaciones de Donald son destruidas por ese objeto. Por eso, cuando los cortapalos (D 433) quieren variar el curso de la naturaleza y le piden a Giro que les invente algo para detener la lluvia, la tecnología se muestra como deficiente: el pequeño claro de bosque donde no caen gotas se llena de multitudes, calcando la ciudad en miniatura, trayendo de nuevo las contradicciones al campo. “Yo creo que no hay que

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forzar a la naturaleza”, dice uno. Otro responde: “A la larga no compensa”. Sería factible pararse en el umbral de una primera explicación superficial: se trata de un mero escapismo, la válvula de seguridad corriente en toda cultura masiva, que exige un poco de reposo y ensoñación, imprescindibles para la salud mental y física. Es el paseo al parque del domingo y las añoranzas después del período de vacaciones. Como el niño vive un feriado perpetuo, no debería extrañar que los personajes que se le imponen también buscaran la paz campestre. Esta tesis tendería a ser exhaustiva si esos lugares hacia los cuales se aventuran nuestros héroes estuvieran abandonados y deshabitados, en cuyo caso, la relación sería entre el hombre y la materia inorgánica, la naturaleza pura incontaminada. Al no haber nativos, se imposibilitaría cualquier relación humana diferente de la que ya hemos analizado en el capítulo anterior. Pero no es el caso. Tomemos un índice: sobre la totalidad de cien revistas que constituían nuestro material de estudio, el 47% de las páginas estaba dedicado a historietas donde los protagonistas debían enfrentar a seres de otros continentes o razas. Si se agregaran las historietas que juegan con la ficción extraterrestre, se superaría ampliamente el 50%. Esta muestra cubre todos los rincones, tierras, mares e islas del globo. Ilustremos ante todo nuestra América: Inca-Blinca (¿Perú?) (TB 104), Los Andes (Perú) (D 457), Ecuador (D 434), Azteclano, Azatlán y Ixtikl del Sur (México, D 432, 455, TB 107), una isla de México (D 451), Brasil (F 155), Altiplano chileno y boliviano (incluso se habla de Antofagasta) (TB 106), Caribe (TB 87). América del Norte: indios de los Estados Unidos (D 430, TB 62), salvajes del Gran Cañón (D 437), indios de Canadá (D 379 y TR 117), esquimales del Ártico (TR 110), indios de la antigua California (D 357). África: Egipto (D 422, donde se llama Esfingelandia, y TR 109), algún rincón del continente negro (D 431, D 382, D 364, F 170, F 106). Oriente: países árabes, uno con el extraño nombre de Aridia, uno denominado el archipiélago de Frigi-Frigi, los otros tres sin nombre (TR 111 y 123, dos episodios,

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D 453, F 155), Lejanostán (D 455, ¿Hong Kong?), Franistán, una mezcla rara de Afganistán y Tibet (TR 117), Lejana Congolia (¿Mongolia?) (D 433), Inestablestán (Vietnam o Camboya) (TR 99). Oceanía: islas habitadas por salvajes (D 376, F 68, TR 106, D 377), islas deshabitadas (D 439, D 210, TB 99, TR 119), a las cuales cabría agregar la multitud de islas adonde llegan Mickey y Tribilín, pero que por carecer de interés eliminamos de la muestra. En estos mundos, lejanos de la metrópoli Patolandia, pistas de casual aterrizaje de las aventuras de nuestros héroes, ávidos de tesoros y deseosos de fracturar su aburrimiento cotidiano con una sana y pura entretención, esperan habitantes de características poco comunes. Cualquiera de nuestros pijes se entusiasmaría aquí y diría que es como para llevarse a estos salvajes a la casa. Le haremos la introducción turística a este pije para que sepa exactamente lo que va a consumir, pues se trata sin duda de consumo. Va aquí el retrato-típico extraído del manual “Cómo Viajar y Enriquecerse” de la gran familia norteamericana de Selecciones del Reader’s Digest. 1. IDENTIDAD. Primitivos. Dos especies: una puramente bárbara (Edad de Piedra), generalmente África, Polinesia, algunos rincones perdidos de Brasil, Ecuador o los Estados Unidos; la otra, mucho más evolucionada pero en vías de extinción si no de degeneración, y que alguna vez cobijó una civilización antigua con muchos monumentos y comidas específicas. Sin embargo, ninguna de las dos especies ha incursionado en la era tecnológica. 2. RESIDENCIA. El primer grupo no tiene ciudades. A veces logra levantar cabañas. El segundo tiene ciudades, en ruinas o inservibles. Se sugiere llevar cámara fotográfica, porque todo, absolutamente todo, es folclórico y exótico. 3. RAZA. Todas menos la blanca. Es menester comprar Kodakchrom porque existen todos los tonos: desde el negro más oscuro hasta el amarillo, pasando por el café crema, el ocre y un cierto ligero matiz de naranja para los pieles rojas.

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4. TALLA. Debe llevar una escalera o un microscopio. Generalmente son enormes, gigantescos, brutos, macizos, pura materia prima, puro músculo. De vez en cuando, en cambio, se encuentran pigmeos. Por favor, no pisarlos. Son inofensivos. 5. VESTIMENTA. En pañales, a menos que se vistan como su más lejano antepasado de sangre real. Nuestro amigo Disney, que hablaba del “Desierto Viviente”, sin duda que aquí habría acuñado la feliz expresión: Museo Viviente. 6. COSTUMBRES SEXUALES. Por extraño azar, en estas tierras sólo hay hombres. No se pudo hallar rastro de mujer. Aun en Polinesia, el famoso baile tamuré es desempeñado por el sexo fuerte. No se entiende todavía muy bien cómo se reproducen estos salvajes. Sin embargo, en nuestra próxima edición, les informaremos, ya que el Fondo Monetario Internacional está financiando una investigación sobre la explosión demográfica y quiere saber cuál es la tan eficaz fórmula contraceptiva. En Franestán se localizó una princesa cuya cara no se ha podido ver, porque los hombres no pueden acercarse a ella. 7. CUALIDADES MORALES. Son como niños. Afables, despreocupados, ingenuos, alegres, confiados, felices. Les dan pataletas de rabia cuando son contrariados. Pero es muy fácil aplacarlos y hasta diríase engañarlos. El turista cauto llevará algunas baratijas y seguramente podrá traer más de alguna joya nativa. Extraordinariamente receptivos: aceptan cualquier dádiva, sean artefactos traídos desde la civilización, sea dinero o, en último término, reciben sus propios tesoros, siempre que sea bajo la forma de un regalo. Son desinteresados y además generosos. Los misioneros hastiados de los delincuentes juveniles podrán solazarse con estos cristianos primitivos nunca evangelizados. Y sin embargo son capaces de entregarlo todo. TODO, TODO. Así, son una fuente permanente de riquezas y tesoros que a ellos para nada les sirven. Son supersticiosos e imaginativos. Por sobre todo, podríamos calificarlos, sin ponernos eruditos, como el típico buen salvaje de que hablan Cristóbal Colón, Jean-Jacques Rousseau, Marco Polo, Richard Nixon, William Shakespeare y la Reina Victoria.

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8. ENTRETENCIONES. Este primitivo canta, baila y, a veces, por divertirse, hace revoluciones. Tiende a utilizar cualquier artefacto que usted lleve como un juguete (teléfonos, pelucas, cañones). 9. IDIOMA. No necesita intérprete o diccionario bilingüe. Casi todos hablan patolandés fluidamente. Pero no se preocupe: si usted tiene un hijito, puede entenderse con los demás sin dificultad, puesto que hablan el mismo lenguaje que niños de muy corta edad, con preferencia por las guturales. 10. BASE ECONÓMICA. Economía de subsistencia. Pastoreo, pesca, recolección de frutas. A veces, vendedores. En una que otra ocasión fabrican objetos turísticos: no los compre; puede conseguir eso mismo, y más, gratis, mediante algún truco. Demuestran un extraordinario apego a la tierra, lo que les hace más naturales aún. Hay abundancia. No necesitan producir. Son consumidores modelos. Tal vez su felicidad se deba a que no trabajan. 11. ESTRUCTURA POLÍTICA. El turista va a encontrarse muy a gusto, ya que los paleolíticos viven una democracia natural. Todos son iguales, menos el rey, que es más igual que los demás. Esto significa que son innecesarias las libertades cívicas: el poder ejecutivo, legislativo y judicial se entrecruzan. Tampoco es necesario votar o expresarse por medio de la prensa. Comparten todo, como en un Club Disneylandia, si se nos concede la comparación: y en realidad el rey no tiene autoridad ni derechos, fuera de su título, tal como un general de un Club Disneylandia, si se nos concede otra comparación. Es lo que los diferencia del segundo grupo, de las culturas antiguas degeneradas, donde el rey tiene poder ilimitado, pero también debe vivir un constante derrocamiento. Sin embargo, padecen de una afección un tanto curiosa: siempre desean restaurar a su rey. 12. RELIGIÓN. No tienen, porque habitan un paraíso perdido, un verdadero Jardín del Edén antes de la expulsión de Adán. 13. EMBLEMA NACIONAL. El molusco, de la familia de los invertebrados. 14. COLOR NACIONAL. El blanco inmaculado.

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15. ANIMAL NACIONAL. La oveja, siempre que no sea descarriada o negra. 16. VIRTUDES MÁGICAS. Este acápite es acaso el más importante y el más difícil de explicar para quien no ha padecido la gloriosa experiencia, pero es la base del buen salvaje y la razón por la cual se le frecuenta tan asiduamente. Se explica también por qué se ha preferido dejarlo en un estado relativamente atrasado y sin las contradicciones de la sociedad contemporánea. Al estar en tan estrecha comunión con la naturaleza física, ésta le presta sus cualidades morales, su bondad, y el salvaje se convierte en esencia ética que irradia pureza. Sin saberlo, constituye una fuente de permanente santidad, siempre renovable y renovada. Tal como existen reservas de indios y de bosques, no debe extrañarnos que haya también reservas de moralidad y de inocencia. Sin alterar el mundo tecnológico, ellos lograrán, por quién sabe qué recónditas rutas, salvar la humanidad. Son la redención. 17. RITOS FÚNEBRES. Nunca mueren. (Copyright Readers, 1971 (?), prohibida la reproducción sin indicar la fuente.) A cualquier lector perspicaz le debe haber llamado la atención las semejanzas y paralelismos entre estos buenos salvajes y esos otros salvajes que se denominan niños. ¿Es que por fin –y es legítimo que se haga la pregunta– se ha encontrado al verdadero niño dentro de las revistas de Disney, el inocente y subdesarrollado bárbaro? ¿Acaso en las vastas islas y altiplanos de los incultos, no se darían la mano el pueblo ignorante a causa de su condición social y el niño igualmente ignorante a causa de su edad? ¿No comparten acaso magia, inocencia, ingenuidad, este fondo natural de una humanidad perdida, castigada, generosa? ¿No se hallan los dos igualmente indefensos frente a la fuerza y al subterfugio de los adultos? La representación que este tipo de revista infantil, elaborada por y para el padre en su juego narcisista, hace del niño-lector,

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concuerda con la imagen que construye de este sector adulto marginado e inferior. Si así fuera, este buen salvaje resultaría el único niño que no tiene agregados como una sombra simultánea los valores paternos: al carecer de inteligencia, astucia, conocimiento enciclopédico, capacidad de maniobra, disciplina, saber tecnológico, todas cualidades que evidencian los pequeños de la ciudad (y también las ardillas, el lobito, Bongo, habitantes de los bosques metropolitanos de Patolandia), el nativo carga con las características de la niñez, tal como ha sido concebida por la revista, sin tener las llaves y puertas y escaleras que conducen a la entrada del mundo adulto. Aquí parece ponerse pesada la pista. Confuso el ambiente. En este baile de disfraces, ya es posible tener la impresión de que no se sabe quién es niño, quién es adulto, quién es quién. Si se acepta que el auténtico niño es el salvaje, entonces ¿qué representa el chicuelo de Patolandia? ¿Hay diferencias entre ellos? ¿Hay semejanzas? Los niños de la ciudad son niños sólo en apariencia. Tienen de niños la forma física y la estatura, la constante posición dependiente inicial, la supuesta buena fe, las actividades escolares y a veces los juguetes. Pero, según se ha visto, representan la fuerza que juzga y rectifica cada desliz de sus mayores con los argumentos, la racionalidad, la perspectiva y la preocupada madurez de los mismos adultos. En cuarenta y dos episodios de Donald y sus sobrinos, éstos tienen razón en treinta y ocho. En cambio, sólo en cuatro (por ejemplo, “Burladores burlados”) los pequeños son los que han transgredido las leyes del comportamiento adulto y son verdaderamente castigados por haber adoptado la conducta de los niños. El lobito feroz (treinta episodios) no admite variación ya que su padre es negro, feo, grande y malo: siempre vence el niño que alecciona a su padre que ha descendido por la inocente pendiente de la flojera y el delito. La aparición de esta figura paterna física ratifica una vez más nuestra tesis: el único padre de esta literatura es el vagabundo, cuyo poder, al no estar legitimado por los valores adultos, será siem-

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pre burlado. Sugestivamente, el nombre del padre (alimenticio) de Pillín es Vagabundo (Tramp), y es criado por una jauría de tíos, entre los cuales se confunde su propio padre. El verdadero padre de Pillín es el amo humano, es el dueño. Las ardillitas burlan las torpezas y deshonestidades de todos los adultos (Donald, Lobo Feroz, el oso Quijada, el hermano zorro y el hermano asno, etc.) en dieciocho de las veinte aventuras. En las otras dos, al comportarse traviesamente, reciben palizas. Gus y Jacques, Bongo, Peter Pan: ciento por ciento de razón. Tribilín es fuente eterna y culminante de lecciones adultas en bocas infantiles: él nunca tiene razón, porque carece de la madurez intelectual del adulto. Y es en el ratón Mickey, el primer personaje de Disney, donde mejor se concilian los rasgos maduros e infantiles. Este perfecto adulto en modelo reducido, este niño detectivesco, este paladín de la ley y la simpatía, ordenado en sus juicios y desordenado en sus costumbres (recordemos a Pepe Grillo, el torpe guardián de la conciencia de Pinocchio), ejemplifica la síntesis y simbiosis que Disney quería transmitir inconscientemente y que después, al poblar su mundo, fue escindiéndose y dando lugar, al dividirse, a la rotatoria sustitutiva.5 Esta estructura no fue inventada por Disney: tiene su raíz en los cuentos y leyendas llamados populares, y más de un investigador de motivos folclóricos ha descubierto esta simetría central entre padre y niño dentro de la acción cíclica de las narraciones. El chiquitito de la familia, por ejemplo, o el pequeño hechicero o leñador están sujetos a la autoridad paterna, pero disponen de un poder de desquite y regulación, que se vincula invariablemente a su capacidad de generar ideas, es decir, su astucia. Véanse Perrault, Andersen, Grimm.6

5 Esto se repite en las películas Disney con actores juveniles. Por ejemplo, las de Hayley Mills. 6 Para una visión que escapa al formalismo de los análisis estructurales de Vladimir Propp (Morphologie du conte, París, Seuil, 1970), véanse entre otras las investigaciones de Marc Soriano, Les

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Ahora podemos entender la ahogante presencia de los salvajes dentro de este mundo. Ellos vienen a reemplazar el hueco que dejan los pequeños niñomorfos (forma de niños) urbanos, que a su vez sustituyen constantemente a los adultomorfos (forma de adultos). Hay dos tipos de niños. Mientras los metropolitanos son inteligentes, calculadores, cargados de mañas y estratagemas, superiores (cowboys), los periféricos son cándidos, tontos, irracionales, desorganizados y fáciles de engañar (indios). Los primeros son espíritu y se mueven en la esfera de las ideas brillantes; los segundos son cuerpo, materialidad, peso. Unos representan el futuro, los otros el pasado. Por eso, los chicos urbanos están en constante movimiento, derrocando al grande cada vez que éste revierte al infantilismo. El reemplazo es lícito y hasta necesario, porque de esta manera no hay cambio. Todo sigue igual. No importa que unos tengan la razón y otros se equivoquen, siempre que la regla se mantenga inalterable. Esto sólo puede ocurrir en el territorio céntrico de Patolandia. La unidad férrea de estos niños y adultos metropolitanos en torno a los ideales de la civilización, la madurez y la habilidad técnica cada vez que se enfrentan al mundo natural es la prueba de la preeminencia de estos valores adultos dentro de Patolandia. Los salvajes-niños no pueden criticar, ni por lo tanto sustituir, al bloque monolítico de afuerinos de la ciudad. Sólo pueden recibir sus liberalidades y entregarles sus riquezas. Los prehombres deben permanecer en sus islas, en el estado eterno de la infancia pura, niño que no es pretexto para una proyección del mundo adulto. El buen natural constituye el sustrato indiferenciado, perpetuo, el principio y el fin de los tiempos, el pa-

Contes de Perrault: culture savante et traditions populaires, París, Editions Gallimard, 1968, y “Table ronde sur les contes de Perrault”, Annales, mayo-junio, 1970.

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raíso original y el cielo último, la fuente de bondad, paciencia, alegría e inocencia. Garantiza que siempre habrá niños, que los sobrinos podrán crecer, pero que el nacimiento y la regeneración, sin que haya intervenido un agente sexual, continuarán. Justamente los niños de la metrópoli, al asimilar valores “superiores”, pierden automáticamente varias de las cualidades que los adultos buscan y adoran en el niño. Desde ya, la inteligencia y la astucia cuestionan la imagen tradicional del niño confiado e inmune, que purifica y perfuma sus pesadillas transformándolas en sueños. Los trucos de los pequeños, aunque estén despachados como travesuras, empañan la imagen de perfección originaria, imposibilitan un mundo (y por ende una salvación) más allá del pecado sexual y el dinero. Si bien el padre quiere que el niño sea igual a él, que sea su reflejo, hecho a imagen y semejanza suya, prolongarse eternamente a través de un hijo que nunca lo contradiga, que asegure su inmortalidad (tal como Disney lo trata de mono-polizar a través de sus monos), el padre también desea que haya seres que respondan siempre a su imagen de la niñez transparente y totalmente sumisa, inmóviles, congelados en la fotografía del living. El adulto quiere un niño que sea adulto en su futuro, pero que nunca deje de ser dependiente, que nunca abandone el pasado. Así, al niño lector se le abren dos alternativas, dos proyectos de infancia en qué modelar su comportamiento: puede elegir imitar a los sobrinos y otros pequeños y astutos, elegir las artimañas, y por lo tanto vencer adultamente, ganar la competencia, salir primeros, obtener recompensas, escalar, o bien, puede seguir al niño buen salvaje, que jamás se mueve ni gana nada. El único camino para emerger de la puerilidad es el camino que el adulto ha trazado disfrazándolo de inocencia y de naturalidad. Es un camino normal, m’hijo. Esta escisión no obedece a razones místicas o metafísicas. Los anhelos de la pureza no surgen de la necesidad de una salvación que pudiéramos denominar religiosa. Es como si el padre no quisiera continuar dominando su propia carne, su propia rami-

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ficación. Al sentir que su hijo es él mismo, él se percibe a la vez como dominante y dominado, traslación de su perpetua represión interna. Tratando de alejarse de este círculo infernal, huyendo de sí mismo, busca otro ser al cual dominar y con el cual puede haber una polarización no culpable y una definición nítida de quién es el dominado y quién el dominante. Su heredero puede tranquilamente crecer, adoptar sus valores y seguir reprimiendo al otro, que nunca varía ni protesta. Para escapar del conflicto sadomasoquista con su propio hijo y con su propio ser, busca una relación únicamente sádica con ese otro ser inerme, ingenuo, que es el buen salvaje. Él lega a su hijo un mundo satisfactoriamente inmutable: sus propios valores y sus buenos salvajes que los aceptarán sin chistar. Pero parecería que los autores mismos fuéramos víctimas de esta circularidad: nos paseamos dentro de la estructura familiar y no hemos asomado afuera todavía. Detrás de esta relación padre-buen salvaje, ¿no se esconderá otra?

III. Del buen salvaje al subdesarrollado

“Donald (hablando con el médico-brujo en África): Veo que son una nación moderna. ¿Tienen teléfonos? Médico-Brujo: ¿Si tenemos teléfonos?... De todos los colores y formas... El único problema es que uno solo está conectado: en línea directa con el banco de crédito mundial.” (Tío Rico, Nº 106.)

¿Dónde está Aztecland? ¿Dónde está Inca-Blinca? ¿Dónde está Inestablestán? Es indudable que Aztecland es México: todos los prototipos del “ser” mexicano de tarjeta postal se guarecen aquí. Burros, siestas, volcanes, cactus, sombreros enormes, ponchos, serenatas, machismo, indios de viejas civilizaciones. No importa que el nombre sea otro, porque reconocemos y fijamos al país de acuerdo con esta tipicidad grotesca. El cambio de nombre, petrificando el embrión arquetípico, aprovechando todos los prejuicios superficiales y estereotipos acerca del país, permite Disneylandizarlo sin trabas. Es México para todos los efectos de reconocimiento y lejanía marginal; no es México para todas las contradicciones reales y conflictos verdaderos de ese país americano. Walt tomó tierras vírgenes en los Estados Unidos y construyó sus palacios de Disneylandia, el reino embrujado. Cuando mira

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el resto del Globo, trata de encuadrarlo en la misma perspectiva, como si fuera una tierra previamente colonizada, cuyos habitantes fantasmales deben conformarse a las nociones de Disney acerca de su ser. Utiliza cada país del mundo para que cumpla una función modelo dentro de este proceso de invasión por la naturaleza-Disney. Incluso si algún país extranjero se atreve a esbozar un conflicto con los Estados Unidos, como el de Vietnam o el del Caribe, de inmediato estas naciones quedan registradas como propiedad de estas historietas y sus luchas revolucionarias terminan por ser banalizadas. Mientras los marines pasan a los revolucionarios por las armas, Disney los pasa por sus revistas. Son dos formas del asesinato: por la sangre y por la inocencia. Disney tampoco inventó a los habitantes de estas tierras: sólo les impuso un molde propio de lo que debían ser, actores en su hit-parade, calcomanías y títeres en sus palacios de fantasía, buenos e inofensivos salvajes hasta la eternidad. Para Disney, entonces, los pueblos subdesarrollados son como niños, deben ser tratados como tales, y si no aceptan esta definición de su ser, hay que bajarles los pantalones y darles una buena zurra. ¡Para que aprendan! Cuando se dice algo acerca del niñobuen salvaje en estas revistas, el objeto en el que en realidad se está pensando es el pueblo marginal. La relación de hegemonía que hemos establecido entre los niños-adultos que vienen con su civilización y sus técnicas, y los niños-buenos salvajes que aceptan esta autoridad extranjera y entregan sus riquezas, queda revelada como la réplica matemática de la relación entre la metrópoli y el satélite, entre el imperio y su colonia, entre los dueños y sus esclavos. Tan es así que los metropolitanos no sólo buscan tesoros, sino que venden a los nativos revistas (como éstas de Disneylandia) para que aprendan el rol que la prensa urbana dominante desea que ellos desempeñen. Bajo el sugerente título “Más vale maña que fuerza”, Donald parte a un atolón del Pacífico para tratar de sobrevivir un mes, y vuelve cargado de dólares, convertido en héroe comercial moderno. El empresario puede más que el misionero o el Ejército. El mundo de la revista Dis-

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neylandia se autopublicita, haciendo que se compre y se venda entusiastamente dentro de sus mismas páginas. Basta de discurrir. Ejemplos y pruebas. Entre todos los niños-buenos salvajes, ninguno llega más lejos en su exageración de los rasgos infantiles que Gu, el abominable hombre de las nieves (TR Nº 113): descerebrado, oligofrénico, de tipo mongólico (y vive en el Tíbet, miren qué casualidad, entre seres de raza amarilla), se lo trata como a un niño. Es un “abominable dueño de casa” (tiene la cueva desordenada), desparrama los utensilios baratos y los desperdicios. “¡Qué mal gusto!” “Sombreros que él no puede usar”, y habla balbucientemente con desarticulados sonidos de guagua: “Gu”. Sin embargo, lo que lo distingue como descriterioso es el hecho de que ha robado la corona de oro y piedras preciosas de Genghis Khan (que pertenece a Tío Rico mediante operaciones ocultas de sus agentes) y no conoce su valía. La corona está tirada en un rincón como un balde y Gu prefiere el reloj de Tío Rico que vale un dólar (“el reloj es su juguete favorito”). Pero no importa: “su estupidez nos ayudará a huir”. En efecto, Tío Rico cambia mágicamente el artefacto barato de la civilización que hace tictac por la corona. Hay obstáculos hasta que el niño (inocente animal-monstruo-subdesarrollado) entiende que sólo se quieren llevar algo que a él para nada le sirve y que en cambio se le entregará un pedazo fantástico de progreso inexplicable (un reloj) que sí le sirve para jugar. Lo que se extrae es un tesoro, oro, materia prima. El que lo entrega es significativamente un subdesarrollado mental y superdesarrollado físico. El gigantismo material de Gu, y de todos los demás salvajes marginales, es el síntoma de su fuerza corporal sólo apta para trabajar físicamente en la naturaleza pura.7

7 Para el tema del gigantismo del cuerpo con amenaza sexual, véase de Eldridge Cleaver (1968), Soul on Ice, Waco, Texas, Word Books, 1978.

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Esto traduce las relaciones de trueque que los primeros conquistadores y colonizadores (en África, Asia, América y Oceanía) tuvieron con los indígenas: se intercambia una baratija producto de la superioridad técnica (europea o norteamericana) y se lleva el oro (las especies, el marfil, el té, etc.). Se le quita algo en lo que ni se había fijado como elemento de uso o de intercambio. Éste es un caso extremo y casi anecdótico. Los casos más corrientes en otra literatura infantil, pan de cada día, dejan al abominable en su condición de animal y por lo tanto incapaz de entrar en una economía de ninguna clase (Tintin en el Tíbet). Sin embargo, esta víctima de la regresión infantil señala el límite de un clisé del buen salvaje. Más allá de él está el feto salvaje, que por razones de recato sexual Disney no mostrará. Por si el lector pensara que estamos hilando muy fino al establecer un paralelo entre un hombre que se lleva el oro y otro que lo regala por una baratija mecánica, entre el imperialismo extractor y el país monoproductor de materias primas, entre dominados y dominantes representativos, proporcionamos ahora un ejemplo más explícito de la estrategia de Disney con respecto a los países que él caricaturiza como atrasados, pero sin revelar la causa de su atraso. Algunos diálogos fueron sustraídos de la misma historieta que nos sirvió de encabezamiento de este capítulo. Donald ha caído en un país de la selva africana. Allí, un médico brujo (con anteojos encima de su gigantesca máscara primitiva) lo cura. La versión que se entrega de la independización de los africanos es vergonzante. “Es la nueva nación de Cuco Roco, aviador. Ésta es nuestra capital.” Se ven tres rucas de paja y un conjunto ambulante de parvas de heno. Cuando Donald pregunta por este extraño fenómeno, el brujo le explica: “¡Son pelucas!”. “Es la novedad que trajo nuestro embajador de las Naciones Unidas.” Cuando el chancho que persigue a Donald aterriza y necesita que saquen las pelucas para ver dónde está su pato-adversario, se produce el siguiente diálogo: “Chancho: Escuchen. ¡Les pagaré un buen precio por sus pelucas! ¡Véndanme todas las que tengan!

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Un nativo: ¡Yippi! Un comerciante rico nos compra las pelucas. Otro nativo: Me pagó seis estampillas por la mía. Aún otro (alborozado): A mí me pasó dos fichas para el subterráneo de Chicago”. Cuando el chancho escapa: “Arrojaré unas cuantas monedas para que los nativos no se acerquen al remolino”. Y se agachan felices e invertebrados a recoger el dinero. Tan es así que cuando los “chicos malos” se maquillan de nativos polinésicos, para engañar a Donald, no tienen otro modelo de conducta: “Tú salvar nuestras vidas”. “Seremos tus servidores para siempre.” Y mientras se postran, Donald comenta: “Son nativos también. Pero un poco más civilizados”. Otro ejemplo (número especial D 423). Donald parte a la “Lejana Congolia” porque allá el negocio de Tío Rico no ha vendido nada. La razón: “El rey ordenó a sus súbditos no hacer regalos de Navidad este año. Desea que todo el pueblo le entregue a él su dinero”. Comentario de Donald: “¡Egoísta!”. Y manos a la acción. Donald es convertido en rey al ser tomado como un gran mago que vuela por los aires. Es destronado el antiguo (“No es hombre sabio como tú. No nos permite comprar regalos”). Donald acepta (con la intención de partir apenas la tienda quede vacía): “Mi primera orden como rey es... ¡compren regalos para sus familias y no entreguen un centavo a su rey!”. Pero, al terminar las ventas, Donald devuelve la corona al rey. Éste desea el dinero para irse del país y comer lo que se le antoje, en vista de que los congolianos exigen que su rey sólo coma cabezas de pescado. El rey: “Si tuviera otra oportunidad, gobernaría bien. Y de algún modo me las arreglaría para no comer ese guiso espantoso”. Donald (al pueblo): “Y les aseguro que dejo el trono en buenas manos. Su antiguo rey es un buen rey... y más sabio que antes”. (El pueblo: “¡Hurra! ¡Viva!”.) El rey aprende que debe aliarse con los extranjeros si quiere conservar su poder, que él ni siquiera puede demandar impuestos a su pueblo porque éstos deben ser entregados íntegros al ex-

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terior a través del Agente de Mc Pato. El dinero vuelve a Patolandia. Además, los afuerinos solucionan el problema del aburrimiento del rey en sus tierras, de su sentimiento de marginación y deseo de viajar hacia la metrópoli, mediante la importación masiva de lo suntuario: “Y no te aflijas por esa comida”, dice Donald. “Yo te mandaré unas salsas que cambiarán de gusto aun a las cabezas de pescado.” El rey zapatea de felicidad. El mismo esquema se repite hasta la saciedad. Mc Pato cambia puertas de acero inoxidable por puertas de oro puro a los indios de Canadá (TR 117). Boty y Donald, atrapados por los aridianos (árabes) (D 453), empiezan a soplar y producir pompas de jabón, que los nativos desean más que cualquier otra cosa. “Ja, ja. Se deshacen cuando uno las atrapa. Ji, ji.” Y dice Alí-Ben-Golí, el jefe: “Es verdadera magia. Mi gente ríe como niños”. Ellos no entienden cómo se hace. “Es sólo un secreto transmitido de generación en generación”, dice Boty: “Te lo revelaré si nos das la libertad”. (La civilización se presenta como algo incomprensible que debe ser administrado por los hombres extranjeros.) El jefe (con extrañeza): “¿La libertad? Eso no es todo lo que les daré. Oro. Joyas. Mi tesoro es de ustedes si me revelan el secreto”. Los árabes consienten en su propia enajenación. “Joyas tenemos, pero de nada sirven. No hacen reír como las pompas mágicas.” Mientras Donald se ríe de él, con una mueca, “pobre ingenuo”, Boty entrega el jabón Flor-flop: “Tienes razón amigo. Cuando desees un poco de alegría, echa un poco de polvos mágicos y recita las palabras mágicas”. La historieta termina con la conclusión de que no es necesario excavar las pirámides (o la tierra) personalmente: “Para qué necesitamos una pirámide, teniendo a Alí-Ben-Golí”. Esta situación tiene a los nativos cada vez más eufóricos. Cada objeto de que se libran les aumenta la felicidad y cada artefacto que reciben como magia desprovista de origen maquinario los llena de regocijo. Ninguno de nuestros más enconados adversarios puede justificar este trato desequilibrado; ¿o acaso alguien piensa que un puñado de joyas es

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igual a una cajita de jabón o una corona de oro igual que un reloj? Seguramente se objetará que estos trueques obedecen a la fantasía, pero es desafortunado que estas leyes de la imaginación favorezcan unilateralmente a los personajes que vienen de afuera y a los que escriben y editan estas revistas. Pero ¿por qué nunca llama la atención este flagrante despojo, o en otros términos, cómo es posible que esta desigualdad aparezca como una igualdad? Es decir, ¿por qué el saqueo imperialista, para llamarlo por su nombre, y por qué la sumisión colonial, no aparecen en su carácter de tales? “Joyas tenemos, pero de nada sirven.” Ahí están en sus tiendas de desierto, en sus cavernas, en sus ciudades otrora florecientes, en sus islas aisladas, en sus fortalezas prohibidas, y nunca podrán salir de ahí. Cuajados en su tiempo histórico pretérito, definidas sus necesidades en función de este pasado, estos subdesarrollados no tienen derecho a construir un futuro. Sus coronas, sus materias primas, su petróleo, su energía, sus elefantes de jade, su fruta, pero especialmente su oro jamás podrán ser utilizados. Por lo tanto, el progreso, que viene desde afuera con sus múltiples objetos, es un juguete. Nunca perforará la defensa cristalizada del buen salvaje, al cual se le prohíbe civilizarse. Nunca podrá entrar en el club de los actores de la producción, porque ni siquiera entiende que esos objetos han sido producidos. Los ve como elementos mágicos, surgidos desde el cerebro de los extranjeros, de su verbo, de sus palabras mágicas. No habiendo otorgado a los buenos salvajes el privilegio del futuro y del crecimiento, todo saqueo no aparece como tal, ya que extirpa lo que es superfluo, lo prescindible, una nonada. El despojo capitalista irrefrenable se escenifica con sonrisas y coquetería. Pobres nativos. Qué ingenuos son. Pero si ellos no usan su oro, es mejor llevárselo. En otra parte servirá de algo. Mc Pato (TR 48) toma posesión de la luna de veinticuatro quilates, donde “el oro es tan puro que se puede moldear como si fuera mantequilla”. Pero aparece el dueño legítimo, Mukale, un venusiano que posee el título de la propiedad, y que está dis-

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puesto a vendérselo a Tío Rico por un puñado de tierra. “Oh, ¡es la mayor ganga que he oído en mi vida!”, exclama el avaro, y se lo da. Pero Mukale es un “buen natural” y con un “convertidor mágico” transforma la tierra en un planeta, con continentes, océanos, árboles, un universo natural: “He vivido demasiado pobremente aquí rodeado sólo de átomos de oro”. Exiliado de su naturaleza inocente, deseando un poco de lluvia y volcanes, Mukale reniega del oro con tal de poder volver a la tierra originaria y conformarse con los medios de subsistencia mínimos: (“¡Alfalfa! Me siento renacer”). “Ahora tengo un mundo propio, con alimentos y bebidas.” No sólo que Tío Rico no le roba el oro, sino que, por el contrario, le hace el favor de extractarle todo ese metal corrompido y facilitar el retorno a la inocencia primitiva. “Él consiguió lo que quería y yo esta fabulosa luna. Ochocientos kilómetros de espesor de puro oro. Pero a pesar de eso, creo que él sacó la mejor parte.” Al pobre se le deja entregado a la celebración feliz de la vida simple. Es el viejo aforismo: los pobres no tienen preocupaciones, la riqueza trae problemas. Hay que saquear a los pobres, a los subdesarrollados, sin sentimiento de culpa. La conquista ha sido purgada. Es inofensiva la presencia de los forasteros, ellos construyen el futuro sobre la base de una sociedad que jamás podrá o querrá salir del pasado. Pero hay una segunda manera de infantilizar y exonerar su actitud ladrona. El imperialismo se permite presentarse a sí mismo como vestal de la liberación de los pueblos oprimidos y el juez imparcial de sus intereses. Lo único que no se le puede quitar al buen salvaje es su subsistencia, y esto, porque destruiría su economía natural, forzándolo a perder el paraíso y crear una economía de producción. Donald (F 165) viaja al “Altiplano del Abandono” para buscar un chivo de plata. Pero este animal metálico sirve para salvar a un pueblo primitivo de la muerte por hambre (palabra prohibida). Dice el jefe: “Lo único para llegar a la llanura exterior es este estrecho sendero. Sólo ustedes y las ovejas tienen coraje de

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atravesarlo. Nuestro pueblo ha sufrido siempre de vértigos. Jamás uno de nosotros tendrá el valor de aventurarse a salir con el rebaño. Nos habríamos muerto de inanición en nuestro pañuelo de tierra si un bondadoso hombre blanco no hubiera llegado a nosotros en ese misterioso pájaro (NOTA: es un avión) que ustedes ven allá... Construyó un chivo blanco con metal de nuestra mina”. Donald y sus sobrinos de inmediato devuelven el chivo a los introvertidos.

Pero entran en escena personajes que todavía no habíamos encontrado: los villanos. Es un hombre rico y su hijo que desean el chivo aunque ese pueblo se muera de hambre, olvidando incluso la caridad como actitud obligada. “Firmó un contrato y tiene que entregarme la mercadería.” Este malo es vencido y los patos se muestran desinteresados y amigos de los nativos. Se concluye: lo que ellos se lleven, por definición, no es indispensable para el cielo vital de los buenos salvajes. Ellos sabrán –hay que tener confianza en estos hombres tal como en el otro que vino antes– distinguir lo esencial de lo superfluo. La oposición buenosmalos crea la alianza de los nativos y extranjeros buenos contra los extranjeros malos. El maniqueísmo moral sirve para repartir la soberanía foránea en su lado autoritarista y paternalista. Garrote y Caritas. Los extranjeros buenos, al cobijarse bajo el manto ético, se ganan el derecho a decidir, y a ser creídos, acerca de la distribución de la riqueza de ese país. Los villanos, burdos, groseros, repulsivos, directamente ladrones, están ahí

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con el exclusivo propósito de transformar a los patos en defensores de la justicia, de la ley, del alimento para los pobres y, por lo tanto, de limpiar cualquier otra acción futura. Defendiendo lo único que sí les puede servir a los buenos salvajes (su alimentación), y que provocaría su muerte o rebelión, destruyendo de esta manera la imagen infantil con la violencia, los metropolitanos logran convertirse en los portavoces de estos pueblos sumergidos y sin habla. Esta división ética de los dominadores, los explícitos y los solapados se repite incesantemente. Mickey y su compañía (TB 62) buscan una mina de plata y desenmascaran a dos estafadores que aterrorizaban a los indios. Esta característica habitual de los nativos –pánico pavoroso e irracional frente a cualquier hecho que desconcierte su ciclo natural– enfatiza su cobardía (tal vez, como los niños, teman a la oscuridad) y la necesidad de algún ser superior que venga a rescatarlos y a restaurar el sol. Los dos malvados vendían “los adornos” (de los indios) a los turistas haciendo grandes ganancias, “disfrazados de conquistadores españoles”, que ya habían robado el mineral indígena. “Lo siento, Minnie”, dice Mickey, “pero los indios habían descubierto la mina antes.” Ella se alegra de todas maneras: “Ahora estarán libres de salir del barranco y vender sus propias joyas”. Como recompensa, se los entroniza dentro de la tribu: Minnie, princesa; Mickey y Tribilín, guerreros; Pluto, una pluma. Así, la libertad de los indios es para poder colocar sus productos en el mercado extranjero. Lo que se condena es el robo directo, abierto, sin una mínima participación en las utilidades. La expoliación imperialista de Mickey aparece como contrapuesta a la de los españoles y a la de quienes desearon en el pasado –quién podría negarlo– esclavizar al indígena. Ahora las cosas han cambiado. Robar sin pagar es robar sin disfraz. Robar pagando no puede considerarse robar, sino favorecer. De ahí que las condiciones de la venta del adorno y la importación desde Patolandia nunca estén cuestionadas, relaciones que reconocen de antemano la igualdad de trato para los dos socios de la negociación.

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Algo similar ocurre con los indios de Villadorado (D 430), que desconfían de los patos en base a una experiencia histórica anterior. Cato Pato, cincuenta años antes, y nada ha cambiado desde entonces, los engañó doblemente (al robarles las tierras y vendérselas de vuelta, inútiles). Es importante convencerlos de que no todos los patos (blancos) son malos, que los engaños del pasado pueden ser reparados. Cualquier libro de historia, hasta Holywood y la televisión, admiten que los nativos fueron violados. Porque el pasado de fraude y explotación ha sido superado. Una situación histórica es pública y ya no puede enterrarse, aparece extinguida hacia el pasado. El presente es otra cosa. Pero para asegurar el poder de redención del imperialismo, llega un par de estafadores y los patos los desenmascaran: “¡Eso es una estafa! Ellos saben lo valioso que es el gas natural que se está filtrando en la mina”. Resultado: “Los indios han declarado la paz a los patos”. “Hay que olvidar viejas diferencias, hay que colaborar, las razas pueden entenderse.” ¡Qué mensaje bello! Como dice un espectáculo, patrocinado por el Bank of America, la miniciudad de Disneylandia en California es un mundo de paz, en que todos los pueblos pueden entenderse. Pero, ¿qué pasa con las tierras? “Una gran compañía de gas se hará cargo de todos los trabajos y pagará bien a la tribu.” Es la política imperialista más descarada. Frente a estafadores pretéritos y presentes, que se quedaron para colmo en la etapa artesanal, está el gran Tío Compañía, que con justicia resolverá los problemas. No es malo el que viene de afuera, sólo el que no paga “justicieramente” es perverso. Por oposición, la compañía es maravillosa. Pero hay más. Se abre un hotel y comienzan las excursiones. Los indios permanecen en su fondo natural con tal de ser consumidos turísticamente. La condición de su “riqueza” es que no se muevan. Estos dos últimos ejemplos insinúan ciertas diferencias con la política clásica de un colonialismo burdo. Es posible advertir en esta colaboración benévola un neocolonialismo que, rechazando

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el saqueo desnudo del pasado, permite al nativo una mínima participación en su propia explotación. Tal vez, donde más claro se observe este fenómeno sea en D 432 (escrito en 1962, en pleno auge de la Alianza para el Progreso), donde los indios de Aztecland son convencidos por Donald de que los conquistadores son cosa del pasado, venciendo simultáneamente a los chicos malos, conquistadores contemporáneos. “¡Esto es absurdo! ¡Los conquistadores ya no existen!” El botín del pasado es un delito. Se criminaliza el pasado, y se purifica el presente borrando su prontuario. No hay para qué seguir ocultando los tesoros: los patolandeses, que además han demostrado su bondad cuidando caritativamente a una ovejita perdida, sabrán defender a los mexicanos. “Visite Aztecland. Entrada: un dólar.” La geografía se hace tarjeta postal y se vende. El anteayer no puede avanzar ni cambiar, porque eso destruiría la afluencia turística. Las vacaciones de los metropolitanos se transforman en el vehículo de la supremacía moderna, y además volvemos a ver cómo se guarda incólume la virtud natural y física del buen salvaje. El reposo en esos lugares ya es un adelanto, un cheque en blanco, sobre la regeneración purificadora por medio de la comunión con la naturaleza. Todos estos ejemplos tienen en común nutrirse de estereotipos internacionales. Quién podría negar que el peruano (en Inca-Blinca, TB 104) es somnoliento, vende greda, está acuclillado, come ají caliente, tiene una cultura milenaria, según los prejuicios dislocados que se proclaman en los afiches publicitarios mismos. Disney no descubre esta caricatura, pero la explota hasta su máxima eficacia al encerrar todos esos lugares comunes sociales, enraizados en las visiones del mundo de las clases dominantes nacionales e internacionales, dentro de un sistema que afianza su coherencia. Estos clisés diluyen la cotidianidad de estos pueblos a través de la cultura masiva. La única manera de que un mexicano conozca Perú es a través del prejuicio, que implica al mismo tiempo que Perú no puede ser otra cosa, que no puede dejar esta situación prototípica, el aprisionamiento en su

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propio exotismo. Pero de esta manera el mexicano se está autoconociendo, autoconsumiendo, se ríe de sí mismo. Al seleccionar los rasgos más epidérmicos y singulares de cada pueblo, al provocar nuevas sensaciones para incentivar la venta, al diferenciar a través de su folclore a naciones que ocupan una misma posición dependiente y separarlas por sus diferencias superficiales, la historieta, como todos los medios de comunicación de masas, juega con el principio del sensacionalismo, es decir, de ocultación por lo “nuevo”. Nuestros países se transforman en tarros de basura que se remozan eternamente para el deleite impotente y orgiástico de los países del centro. En televisión, radio, revistas, periódicos, chistes, noticias, reverberando en conversaciones, películas, sofisticándose en los textos de historia, en dibujos, vestuario, discos, todos los días, en este mismo momento, se lleva a cabo la disolución de la solidaridad internacional de los oprimidos. Estamos separados por la representación que nos hacemos de los demás y que es nuestra propia imagen enana en el espejo. Este gran pozo tácito, del cual siempre se pueden extraer riquezas estereotipadas, se basa en las representaciones cotidianas

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y no necesita buscar en la actualidad directa sus fuentes de información alimenticia. Cada uno tiene dentro un manual de cortapalos atestado de encrucijadas comunes que le vienen a todo. Sin embargo, y por suerte, las contradicciones afloran, y cuando éstas son tan poderosas que se constituyen a pesar de la prensa metropolitana en noticia, es imposible reiterar el mismo apacible fondo argumental. La realidad conflictiva no puede ser tapada por los mismos esquemas que una realidad que, siendo conflictiva, aún no ha estallado lo suficiente como para llamar la atención informativa. Así, hay una multitud de hechos cotidianos que revelan el malestar de un sistema. El artista, que destruye la percepción habitual y masificada para agredir al espectador y provocar su inestabilidad, no es más que un estrafalario, que por casualidad logró sembrar colores en el viento. Se aísla al genio de la vida, y toda su tentativa de reconciliar la realidad con su representación estética queda anulada. Tribilín gana el primer premio en el concurso “pop” al resbalar locamente por un estacionamiento volcando tarros de pintura y creando el caos. En medio de la basura intelectual que ha escupido, Tribilín protesta: “¿Yo ganador? ¡Recontra! Ni siquiera lo intenté”. Y el arte pierde su ofensiva: “Este trabajo sí que es bueno. Por fin puedo ganar dinero divirtiéndome y así nadie se enfada conmigo” (TB 99). No debe desconcertarse el público por esas “obras maestras”: no tienen nada que ver con sus existencias, sólo los flojos y los estúpidos se dedican a este tipo de deporte. Lo mismo ocurre con los hippies y las manifestaciones de paz y amor. Un tropel (notemos cómo los aglutinan) de iracundos desfila fanáticamente y Donald (TR 40) los invita a desviar su trayectoria para tomar limonada en el boliche de sus sobrinos (Tío Rico quiere comprobar su honradez): “Ahí va un grupo sediento... ¡Eh, gente! ¡Tiren sus estandartes y tomen limonada gratis!”. Como una manada de búfalos le arrebatan el dinero a Donald, olvidan la paz y sorben ruidosamente. Para que vean que son unos alborotadores hipócritas, venden sus ideales por un vaso de limonada.

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Contrastando con ellos toman limonada los retoños militares, pequeños cadetes, ordenados, obedientes, limpios, buenitos, verdaderamente pacíficos, y no sucios y anárquicos “rebeldes”. Esta estrategia de convertir el signo de la protesta en impostura se llama dilución: hacer que un fenómeno anormal al cuerpo de la sociedad, síntoma de un cáncer, pueda ser rechazado automáticamente por la “opinión pública” como una cosquilla pasajera. Rásquese y terminaremos con ellos. A Disney no se le iluminó esta ampolleta solito; es parte de un metabolismo del sistema, que reacciona frente a hechos reales y los envuelve, parte de una estrategia, consciente o inconscientemente orquestada. Por ejemplo, al convertir la primitiva dinamita del hippy en gran industria textil, en moda, se le trata de privar de su denuncia de los males del sistema. Es similar lo que sucede con la licuefacción de los movimientos para la liberación de la mujer en los Estados Unidos. La publicidad se atreve a sugerir que las damas deben comprar licuadoras (¡sic!) para hacer sus tareas domésticas velozmente y poder concurrir así a la próxima manifestación callejera en pro de la emancipación. Por último, la piratería aérea (TR 113) sólo es cosa de bandidos locos: “Estamos secuestrando su avión”. Comenta Pascual: “Según he visto en los diarios, el secuestro de aviones se ha hecho muy popular”. La interpretación pública no sólo desinfla la noticia, sino que se reasegura a sí misma de que no pasa nada.

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Pero todos estos fenómenos son sólo potencialmente subversivos, son meros índices. Cuando hay un lugar en el mundo donde se infringe el código de la creación disneylandesca, que estatuye el comportamiento ejemplar y sumiso del buen salvaje, la historieta no puede callar el hecho. Debe hacerle arreglos florales, reinterpretarlo para su lector, incluso si éste es un niño. Esta segunda estrategia se llama recuperación: un fenómeno que niega abierta y dinámicamente el sistema, una conflagración política explícita, sirve para nutrir la represión agresiva y sus justificaciones. Es el caso de la guerra de Vietnam. El reino de Disney no es el de la fantasía, porque reacciona ante los acontecimientos mundiales. Su visión del Tíbet no es idéntica a su visión de la península de Indochina. Hace quince años el Caribe era el mar de los piratas. Ahora han tenido que ajustarse al hecho de Cuba y a la invasión de la República Dominicana. El bucanero grita ahora vivas a la revolución y es sometido. Ya le tocará el turno a Chile.

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En busca de un elefante de Jade (TR 99), Mc Pato y su familia llegan a Inestablestán, donde “siempre hay alguien disparándole a alguien”. De inmediato, la situación de guerra civil se transforma en un incomprensible juego entre alguien con alguien, es decir, fratricidio estúpido y sin dirección ética o razón socioeco-

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nómica. La guerra de Vietnam resulta un mero intercambio de balas desenchufadas e insensatas, y la tregua, en una siesta. “¡Rha Thon sí, Patolandia no!”, grita un guerrillero apoyando al ambicioso dictador (comunista) y dinamitando la embajada de Patolandia. Al advertir que anda mal su reloj, el vietcong dice: “Queda demostrado que no se puede confiar en los relojes del ‘paraíso de los trabajadores’”. La lucha por el poder es meramente personal y excéntrica: “Todos quieren ser gobernantes”. “¡Viva Rha Thon! Dictador del pueblo feliz” es el grito, y se agrega, en un susurro, o “infeliz”. El tirano defiende su parcela: “Mátenlo. No dejen que estropee mi revolución”. El salvador en esta situación caótica es el príncipe Encanh Thador o Yho Soy, formas del egocentrismo mágico. Él viene a reunificar el país y a “pacificar” al pueblo. Finalmente debe triunfar, porque los soldados rehúsan las órdenes de un jefe que ha perdido su carisma, que no es “encantador”. Soldado 1: “¿Para que sigan estas tontas revoluciones?”. Soldado 2: “No. Creemos que es mucho mejor que haya un rey en Inestablestán, como en los buenos tiempos”. Y para cerrar el circuito y la alianza, Tío Rico regala “estas riquezas y el elefante a Inestablestán”, tesoros que le pertenecían antes a ese pueblo. Uno de los sobrinitos comenta: “La gente pobre puede hacer uso de ellas”. Y por último, tantas ganas tiene Tío Rico de volver de este remedo de Vietnam, que promete: “Cuando vuelva a Patolandia, haré incluso algo más. Devolveré la cola de un millón de dólares del elefante de jade”. Apostamos, sin embargo, que Mc Pato se olvidó de sus promesas apenas llegó. Así, el siguiente diálogo (en Patolandia) en otra revista (D 445): Sobrinito: “También les dio la gripe asiática”. Donald: “Siempre he dicho que nada bueno nos puede venir del Asia”.

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Una similar reducción es la que ocurre respecto del Caribe: Cuba, Centroamérica: La República (?) de San Bananador (D 364). Donald se burla de los niños que juegan al secuestro: son cosas que ya no suceden: “En los barcos no se secuestra a nadie y los marineros no padecen escorbuto en este tiempo…” El suplicio del tablón está también estrictamente prohibido. Estamos frente a un mar inofensivo. Pero aún existen lugares donde sobreviven estas reminiscencias y hábitos salvajes. Un hombre trata de escapar de un barco que él califica de terrorífico. “Lleva una carga peligrosa y su capitán es una amenaza viva. ¡Socorro!” Cuando lo llevan a la fuerza de vuelta a la nave, invoca la libertad (“¡soy un hombre libre! ¡Suélteme!”), mientras que los secuestradores lo tratan de esclavo. Aunque Donald, típicamente, interpreta el incidente como de “salarios” o de “actores rodando una película”, él y sus sobrinos también son raptados. En el barco se vive una pesadilla, hay racionamiento de comida, se impide hasta a las ratas abandonar el buque; sólo impera la ley injusta, arbitraria y enloquecida del “Capitán Tormenta” y sus barbudos secuaces; hay trabajos forzados, esclavos, esclavos, esclavos, esclavos. Pero, ¿no se tratará de unos piratas antiguos? En absoluto. Son revolucionarios en lucha contra la ley y el orden, perseguidos por la armada de su país porque intentan llevar un cargamento de armas a los rebeldes de la República de San Bananador. “¡Tratarán de ubicarnos con aviones. Apaguen las luces. Nos escabulliremos en la oscuridad!”. Y con el puño en alto grita el radioperador: “¡Viva la revolución!”. La única esperanza, según Donald, es “la buena y vieja armada, símbolo de la ley y el orden”. Obligatoriamente el polo rebelde actúa en nombre de la tiranía, la dictadura, el totalitarismo. La sociedad esclavista que impera a bordo del barco es la réplica de la sociedad que ellos proponen instalar en vez del régimen legítimamente establecido. En los tiempos modernos, el único vehículo para que vuelva la esclavitud del hombre es por medio de las sociedades que propugnan los movimientos insurreccionales.

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Ya no puede escapar a nadie los propósitos políticos de Disney, tanto en estas pocas historietas donde tiene que mostrar sin tapujos sus intenciones, como en aquellas mayoritarias en que está cubriendo de animalidad, infantilismo, buensalvajismo, una trama de intereses de un sistema social históricamente determinado y concretamente situado: el imperialismo norteamericano. No sólo lo que se dice del niño se piensa del buen salvaje y lo que se piensa del buen salvaje se piensa del subdesarrollado, sino –y ésta es la nuez definitiva– que lo que se piensa, dice, muestra y disfraza de todos ellos tiene en realidad un solo protagonista verdadero: el proletariado. Lo imaginario infantil es la utopía política de una clase. En las historietas de Disney, jamás se podrá encontrar un trabajador o un proletario, jamás nadie produce industrialmente nada. Pero esto no significa que esté ausente la clase proletaria. Al contrario: está presente bajo dos máscaras, como buen salvaje y como criminallumpen. Ambos personajes destruyen al proletariado como clase, pero rescatan de esta clase ciertos mitos que la burguesía ha construido desde el principio de su aparición y hasta su acceso al poder para ocultar y domesticar a su enemigo, para evitar su solidaridad y hacerlo funcionar fluidamente dentro del sistema, participando en su propia esclavización ideológica. Para racionalizar su preponderancia y justificar su situación de privilegio, la burguesía dividió el mundo de los dominados en dos sectores: uno, el campesinado, no peligroso, natural, verda-

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dero, ingenuo, espontáneo, infantil, estático; el otro, urbano, amenazante, hacinado, insalubre, desconfiado, calculador, amargado, vicioso, esencialmente móvil. El campesino adquirió en este proceso mitificador la exclusividad de lo popular y se lo erigió en guardián folclórico de lo que se produce o conserva en el pueblo, lejos de la influencia de los centros humeantes urbanos, purificándose por un retorno cíclico a las virtudes primitivas de la tierra. El mito del pueblo como buen salvaje no hacía sino servir una vez más a una clase para su dominación y para representarse al pueblo como un niño que debía ser protegido para su propio bien. Eran los únicos capaces de recibir, sin contradecir, los valores de la burguesía como eternamente válidos. La literatura infantil se nutrió de estos mitos “populares” y sirvió de constante recuerdo alegórico acerca de lo que se deseaba que fuera el pueblo. En toda civilización urbana grande (Alejandría con Teócrito, Roma con Virgilio, la época moderna con Sannazaro, Montemayor, Shakespeare, Cervantes, D’Urfé) se ha creado el mito pastoril: un espacio edénico, extrasocial, casto y puro, donde el único problema era el amor (problema biológico). Junto a este bucolismo evangélico, emana una literatura picaresca (rufianes, vagos, jugadores, glotones), que muestra una realidad del hombre móvil degenerado e irredimible. El mundo se divide en el cielo laico de los pastores y el infierno terrestre de los desocupados. Al mismo tiempo, brotan las utopías (Moro, Campanella, Victoria) que proyectan hacia el futuro humano (y sobre la base del optimismo que trajo la técnica y el pesimismo del quiebre de la unidad medieval) el reino estático de la perfección social. Sólo la burguesía en formación fue capaz de impulsar los viajes de descubrimiento, donde de pronto florecieron innumerables pueblos que obedecían teóricamente a los esquemas pastoriles y utópicos, que participaban de la razón cristiana universal que el humanismo erasmista había proclamado. Así, la división entre lo positivo popular-campesino y lo negativo-popular-proletario recibió toda una afluencia desbordante. Los nuevos continentes fue-

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ron colonizados en nombre de esta repartición, para probar que en ellos, alejados del pecado original y del pecado del mercantilismo, se podía llevar a cabo la historia ideal que la burguesía se había trazado y que los holgazanes, inmundos, proliferantes, promiscuos exigentes proletarios no admitían con su constante oposición obstinada. A pesar del fracaso de América Latina, a pesar del fracaso en África, en Oceanía y en Asia, el mito nunca perdió vigor y, por el contrario, sirvió de constante acicate al único país que logró su desarrollo, que abrió la frontera una y otra vez, y que finalmente iba a dar nacimiento al infernal Disney, que quiso abrir y cerrar la frontera de la imaginación infantil basado justamente en los mitos que dieron origen a su propio país. La nostalgia histórica de la burguesía, producto tanto de las contradicciones objetivas dentro de su clase, de sus conflictos con el proletariado, de su mito siempre desmentido y siempre renovable, de las dificultades que goteaban desde la industrialización, se disfrazó de nostalgia de la geografía del paraíso perdido que ella no pudo aprovechar, y de nostalgia biológica del niño que ella necesitaba para legitimar su proyecto de emancipación y de liberación del hombre. No había ningún otro lugar adonde huir si no era hacia esa otra naturaleza, la tecnología. Y el anhelo de McLuhan, el profeta de la era tecnológica, por volver a la aldea planetaria (calcada sobre el “primitivismo tribal comunista” del mundo subdesarrollado) a través de los medios masivos de comunicación, no es sino una utopía del futuro que vuelve a un ansia del pasado. Aunque la burguesía no pudo llevar a cabo, durante sus siglos de existencia, su proyecto histórico imaginario, lo mantuvo junto a sí calentito en cada una de sus expediciones y justificaciones. Disney siempre tuvo miedo a la técnica, y no la asumió; prefería el pasado. McLuhan es más inteligente: entiende que concebir la técnica como la vuelta a los valores del pasado es la solución que debe propiciar el imperialismo en su próxima etapa estratégica. Y ya que hablamos de política, de imperialismo, burguesía y proletariado, de clases sociales, para los que no hubiesen apren-

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dido las instrucciones para expulsar a alguien del Club Disneylandia, autorizamos la reproducción masiva del siguiente editorial de El Mercurio (13 de agosto, 1971) titulada “Voz de alerta a los padres”: “Entre los objetivos que persigue el Gobierno de la Unidad Popular figura la creación de una nueva mentalidad en las generaciones juveniles. ”Para cumplir este propósito, propio de todas las sociedades marxistas, las autoridades que intervienen en la educación y la publicidad están echando mano a distintos recursos. ”Opiniones responsables del Gobierno sostienen que la educación será uno de los medios calificados para lograr aquel propósito; de ahí que a estas alturas estén severamente cuestionados los métodos de enseñanza, los textos que utilizan los alumnos y la mentalidad de grandes sectores del magisterio nacional, que rechaza ser instrumento de concientización ideológica. ”No puede sorprender que se ponga énfasis en cambiar la mentalidad de la juventud escolar, que por su escasa formación no puede descubrir el sutil contrabando ideológico que se le suministra. ”Sin embargo, también se intentan otras vías a nivel infantil, cuya expresión más clara son las revistas y publicaciones que ha comenzado a lanzar la Editorial del Estado, bajo mentores literarios chilenos y extranjeros, pero en todo caso de probada militancia marxista. ”Conviene subrayar que ni siquiera se descartan los medios de esparcimiento y entretención infantiles para impopularizar personajes ya consagrados en la literatura mundial, y al mismo tiempo reemplazarlos por otros modelos discurridos por los expertos en propaganda de la Unidad Popular. ”Hace ya algún tiempo que seudosociólogos han venido clamando, en su enrevesado lenguaje, contra ciertas historietas cómicas de circulación internacional, juzgadas funestas por cuanto serían vehículos de colonización intelectual para quienes se impusieran de su contenido. Es natural que tales argumentos ha-

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yan sido considerados irrisorios en diversos círculos, que ahora se ven acudir a un expediente análogo con el objeto de difundir consignas en forma hábilmente disfrazada. ”Es indudable que una concientización realizada en forma burda no tendría acogida, en este rubro, entre padres y apoderados. Se ha debido, pues, destilar cuidadosamente un material que lleva incluidas algunas ideas propicias para alcanzar las metas que persiguen. ”En esta forma los niños reciben desde temprana edad una dosis de propaganda sistemática para desviarlos en otras etapas de su formación hacia los derroteros del marxismo. ”También se ha querido aprovechar las revistas infantiles para que los padres reciban un adoctrinamiento ideológico, para lo cual se incluyen en ellas suplementos especiales para los adultos. ”Ilustra acerca de los procedimientos marxistas el que una empresa del Estado auspicie iniciativas de esta especie, con la colaboración de personal extranjero. ”El programa de la Unidad Popular prescribe que los medios de comunicación deberán tener una orientación educativa. Ahora empezamos a saber que tal orientación se convierte en instrumento para el proselitismo doctrinario impuesto de la primera infancia en forma tan insidiosa y disimulada, que a menudo muchos no vislumbran los reales propósitos que las publicaciones persiguen”. Y en este momento perseguimos la siguiente respuesta: si el proletariado está eliminado, ¿quién produce todo ese oro, todas esas riquezas?

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