Donnelly Jennifer - 02 - Olas Salvajes (Waterfire)

April 11, 2020 | Author: Anonymous | Category: Sirena, Orfeo, templo, Atlantis, Espejo
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02. OLAS SALVAJES Saga Waterfire Jennifer Donnelly Biblioteca Tiflolibros Asociación Civil Tiflonexos Adolfo Alsina 2604 – Ciudad de Buenos Aires – Argentina Telefax: +54-11 4951-1039 E-mail: [email protected] http://www.tiflolibros.com.ar Este libro es para uso exclusivo de personas ciegas, con baja visión o con otra discapacidad que no permita la lectura impresa. OLAS SALVAJES Jennifer Donnelly Traducción de Ana María Lojo y Virginia Sauda Planeta Donnelly, Jennifer Olas salvajes, - la ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Pianeta, 201S. i04 p.; 21x15 cm. ISBN 978-950-49-4578-9 1. Literatura Juvenil Estadounidense. I. Título CDD 813.928 3 Título original: Roguc Wave Copyright © 2014 Disney Fnterpri.ses, Inc. ISBN 9778*1-4231-3316-2 Mapas de la guarda c ilustraciones de inicio de los capítulos por Laszlo Kibinyi Visitar v^rvw, DisneyHooks.com Todos los derechos reservados © 20]3,Cirupo Editorial Planeta S.A.l.C. Publicado bajo el sello Planeta® Independencia 1682 (1100) C.A.B.A, www.editoriaIplaneta.com.ar 1 “ edición: mayo de 2015 3.ÜÜÜ ejemplares

ISBN 978-950-49-4578-9 Impreso en Master Graf S.A. Mariano Moreno 4794, Munro en el mes de abril de 2015. Hecho el depósito que preve la ley 11.723 Impreso en la Argentina No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización, u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor la infracción está penada por las leyes 1 1.723 y 25.446 de la República Argentina. Para el formidable Steve Malk, con gratitud El mar nunca está quieto. Golpea en la orilla, inquieto como un corazón joven, cazando. El mar habla. Y sólo los corazones tormentosos saben lo que dice... Carl SANDBURG, «Mar joven» PRÓLOGO Detrás del vidrio plateado, sonrió el hombre sin ojos. Ella estaba aquí. Había venido. Tal como él lo había previsto. Su corazón era fuerte y leal. Y la había guiado a casa. Había venido con la esperanza de que hubiera quedado alguien. Su madre, la regina. Su hermano guerrero o su valiente tío. El hombre observó a la sirena mientras nadaba por el camarote en ruinas del palacio de su

madre. La observó con ojos que eran insondables fosas de oscuridad. Ahora tenía un aspecto distinto. Llevaba la ropa de las corrientes, de aspecto duro y osado. Había cortado su pelo largo y cobrizo bien corto, y lo había teñido de negro. Sus ojos verdes se veían cautelosos y alertas. Sin embargo, en algunos aspectos, no había cambiado. Sus movimientos eran vacilantes. Había inseguridad en su mirada. El hombre notó que ella todavía no reconocía la fuente de su poder y, por eso, no creía en él. Eso era bueno. Para cuando sí la entendiera, ya iba a ser demasiado tarde. Para ella. Para los mares. Para el mundo. La sirena miró el enorme hueco donde una vez había estado la pared este del camarote. Una corriente, lenta y lúgubre, circulaba a través de él. Las anémonas y las algas habían empezado a colonizar sus bordes irregulares. La sirena nadó hasta el trono destrozado y se inclinó para tocar el piso. Con la cabeza inclinada, se quedó ahí por un largo rato. Después, se levantó y se alejó hacia atrás, más cerca de la pared norte. Más cerca de él. Él ya había tratado de matarla una vez. Antes del ataque a su reino. Había entrado a su cuarto a través de un espejo, pero había aparecido una sirvienta, obligándolo a introducirse de nuevo en la plata. Ahora, lo detenían largas grietas dentadas que recorrían el vidrio como una red de venas. Los espacios entre las grietas eran demasiado chicos para pasar el cuerpo a través de ellos, pero lo bastante grandes como para deslizar las manos. Despacio, en silencio, empujó con ellas, atravesando el espejo. Las manos flotaron a apenas unos centímetros de la sirena. Sería tan

fácil enroscarlas alrededor de su delgado cuello y terminar lo que habían empezado las iele... «Pero no», pensó el hombre, y retiró la mano. Eso no sería una buena idea. Ella tenía más fuerza y coraje de lo que él hubiera imaginado. Todavía podía triunfar ahí donde otros habían fracasado: podía encontrar los talismanes. Y si lo hacía, él se los quitaría. Lo ayudaría un hombre sirena en quien ella una vez había confiado y a quien había amado. El hombre sin ojos había esperado mucho tiempo. Sabía que no tenía que perder la paciencia justo ahora. Se replegó dentro del espejo y se perdió otra vez en la plata líquida. En las cavidades donde una vez habían estado sus ojos, brillaba la oscuridad, viva y radiante. Era una oscuridad que observaba y esperaba. Una oscuridad que se agazapaba. Una oscuridad antigua como los dioses. En su última hora, ella iba a verla. Él iba a voltear la cara de la sirena hacia la suya y la iba a hacer mirar dentro de esas profundidades negras e insondables. Ella iba a saber que había perdido. Y que la oscuridad había ganado. UNO —¡Vengan aquí, peces! ¡Vengan aquí, peces de plata! Serafina, sin aliento y temblorosa, llamó gritando tan fuerte como se atrevió. La plata líquida hacía ondas a su alrededor mientras ella avanzaba por el Salón de los Suspiros de Vadus, el reino de los espejos. Había miles de espejos colgados en las paredes. La luz titilante de las arañas bailaba dentro de ellos. Salvo por algunas vitrinas, que contemplaban su reflejo

con la mirada perdida, el salón estaba vacío. Sera esperaba que sus amigas estuvieran cerca, pero no fue así. Debían de haber salido en otras partes de Vadus, razonó. Al menos no la había seguido ningún jinete de la muerte. Baba Vrája se había asegurado de que así fuera, rompiendo el espejo a través del cual había nadado Sera, y así le había permitido escapar de los soldados y de su capitán, Markus Traho. —¡Vengan, peces de plata! —llamó ella otra vez, la voz apenas un susurro. Tenía que hacer silencio. Hacer la menor cantidad de ondas posible. No quería que el señor de los espejos supiese que ella estaba aquí. Era, en todos sus aspectos, igual de peligroso que Traho. Se acordó de los escarabajos. Vrája le había dado un puñado para atraer a los peces de plata. Se los sacó del bolsillo y los agitó en el puño para que se entrechocaran y sonaran. —¡Aquí, peces, peces, peces! —los llamó. Cuanto más pronto encontrara uno, más pronto llegaría a casa. A casa. Serafina había escapado de Miromara hacía dos semanas, después de que Cerúlea —la capital— hubiera sido invadida. Los atacantes habían tratado de asesinar a su madre. Habían matado a su padre. Los había enviado el Almirante Kolfinn de Ondalina, un reino de sirenas del Ártico, bajo el liderazgo del brutal Capitán Traho. Sera había conocido a Astrid, la hija de Kolfinn, en las cuevas de las iele, y le había jurado que su padre no había ordenado el ataque a Miromara, pero Sera no confiaba en ella. Al igual que la propia Serafina y las otras cuatro sirenas —Neela, Becca, Ling y Ava—,

Astrid había sido convocada por las iele, un clan de brujas de río muy poderosas. Gracias a Vrája, líder de las iele, las sirenas se habían enterado de que eran descendientes directas de los Seis que Reinaron, unos magos poderosos que una vez habían gobernado el imperio de la isla perdida de Atlántida. También se habían enterado de que Orfeo, el más poderoso de los Seis, había desatado un mal enorme sobre la isla: el monstruo Abbadón. La criatura había destruido Atlántida antes de que, por fin, fuera derrotada por los cinco magos compañeros de Orfeo. Lo habían encarcelado en el Carceron; después, uno de ellos —Sycoraxhabía arrastrado la prisión hasta el mar del Sur, donde la había hundido bajo el hielo. Pero ahora el monstruo se estaba despertando otra vez. Alguien lo había despertado. Serafina estaba convencida de que era Kolfinn. Creía que él quería usar su poder para tomar el control de todos los reinos de las sirenas. Vrája les había dicho, a ella y a las otras sirenas, que tenían que destruir a Abbadón antes de que quien fuera que lo había despertado lo liberara. Para eso, tenían que encontrar unos talismanes antiguos que habían pertenecido a los Seis que Reinaron. Con esos objetos, las sirenas podrían abrir la cerradura del Carceron y atacar al monstruo. Sera sabía que su mejor chance de averiguar dónde estaban los talismanes era en el ostrokón de Cerúlea, entre los caracoles con antiguas grabaciones sobre el Viaje de Merrow. Ella creía que Merrow, la primera líder del pueblo de las sirenas, había escondido los talismanes durante un viaje que había hecho por las aguas del mundo y que los caracoles podían revelarle su ubicación.

Aunque sabía que era extremadamente peligroso —y la asustaba ver a Cerúlea en ruinas— tenía que volver a casa. Pero no todavía. Había otro lugar donde tenía que ir primero. —¡No, Sera! —le dijo una voz con firmeza. Ella giró sobre sí misma, buscando a quien había hablado, pero no vio a nadie. —No vayas, mina. Es demasiado peligroso. —¿Ava? —susurró Sera—. ¿Eres tú? ¿Dónde estás? —En tu cabeza. —¿Es un convoca? —preguntó Sera, al acordarse del dificultoso hechizo para convocar que les habían enseñado las iele. —Sí... estoy tratando... de mantenerlo... cuerdas... Astrid... —¡Ava, se está cortando! ¡Te pierdo! —dijo Sera. No hubo ningún sonido por unos segundos, y luego la voz de Ava volvió: —¿Te acuerdas de lo que dijo Astrid? «Los opáfagos se comen a sus víctimas vivas... cuando todavía está latiendo su corazón y bombeando su sangre». —Lo sé, pero tengo que ir— dijo Sera. —El ostrokón... más seguro... por favor... —La voz de Ava se desvanecía otra vez. —No puedo, Ava. No todavía. Antes de averiguar dónde están los talismanes, tenemos que averiguar qué son. Sera esperó la respuesta de Ava, pero esta no llegó. —¡Aquí, peces de plata! —llamó con más urgencia. Se estaba acabando el tiempo. Tenía que apurarse —. ¡Vengan, peces! ¡Tengo una sabrosa sorpresa para ustedes! —¡Qué fabuloso! ¡Me encantan las sorpresas! — dijo una voz nueva. Justo detrás de ella.

A Serafina se le heló la sangre. «Rorrim Drol», pensó. Al fin de cuentas, la había encontrado. Ella giró despacio. —¡Principessa! ¡Qué lindo verla otra vez! — exclamó el señor de los espejos. Sus ojos recorrieron la cara de Sera, percibiendo su palidez. Notó los profundos cortes de la cola, hechos por el monstruo. Su sonrisa melosa se ensanchó—. Debo decir, sin embargo, que no se la ve muy bien. —A usted, sí. Bien alimentado, quiero decir — replicó Serafina, apartándose de él. Tenía la cara redonda como una luna llena. Llevaba una bata de seda de color verde ácido. Sus voluminosos pliegues no alcanzaban a cubrirle la barriga. —¡Bueno, gracias, cariño! —respondió él—. De hecho, acabo de comer un plato maravilloso. Cortesía de una joven humana. Una chica aproximadamente de tu edad. —Eructó ruidosamente y después se tapó la boca—. Uy. Discúlpame. Me sobrepasé un poco. Había tantos babosuchos deliciosos para comer. Los babosuchos eran los temores más profundos de una persona. Rorrim se alimentaba de ellos. —Por eso está gordo como una morsa —dijo Serafina, manteniendo la distancia. —No pude resistirlo. ¡Esa chica tonta me lo hizo tan fácil! Lee esas cosas que se llaman revistas, ya ves. Están llenas de fotos de otras chicas, sólo que las fotos están hechizadas para que esas chicas parezcan perfectas. Pero ella no se da cuenta de eso. Lo único que ve es que ellas son perfectas y ella no. Se pasa horas preocupada frente al espejo y yo, desde el otro lado, le susurro que nunca va a ser lo suficientemente flaca, o lo suficientemente linda o lo suficientemente buena. Y cuando está

totalmente asustada y deprimida, ¡yo me doy un banquete! «Pobre chica», pensó Sera, recordando lo mal que se sentía cuando no cumplía con las expectativas de los demás. Lo mal que seguía sintiéndose a veces. —“¿No es fabuloso, principessa? ¡Ah, los terras! Sencillamente, los adoro. Hacen una gran parte de mi trabajo. Pero ya hemos hablado bastante de ellos. ¡Las cosas que oí de ti en estos días! — comentó Rorrim, agitando un dedo acusador—. Tienes al Capitán Traho surcando ríos enteros en tu búsqueda. ¿Qué haces en Vadus? ¿A dónde vas? —A casa — mintió Sera. Rorrim entrecerró los ojos. Se lamió los labios. —Por cierto, no tienes que irte tan pronto, ¿verdad? —Ya estaba detrás de Serafina antes de que ella se hubiese dado cuenta siquiera de que se había movido. Ella dio un grito ahogado al sentir que un escalofrío líquido le recorría la columna. —¡Todavía tan fuerte! —se lamentó. —¡Quítame las manos de encima! —gritó Sera, nadando lejos de él. Pero él la alcanzó. —¿Para qué llamabas a mis peces de plata? ¿A dónde vas realmente? —le preguntó. —Ya te dije, a casa —dijo ella. Sera sabía que tenía que ocultarle sus miedos. El iba a usarlos para retenerla allí para siempre, como una vitrina. Pero era demasiado tarde; de pronto, sintió un dolor agudo. —¡Ah! ¡Ahí está! —susurró Rorrim, echándole su aliento frío en el cuello—. Principessita, te crees muy lista y muy valiente, pero no lo eres. Yo lo sé. Y también lo sabía tu madre. La decepcionaste una y otra vez. La defraudaste. Y después la dejaste morir.

—¡No! —chilló Serafina. Los dedos rápidos de Rorrim sondeaban su columna con crueldad, buscando sus temores más profundos. —Pero espera, ¡hay más! ¡Sólo mira lo que te traes entre manos! —Se quedó callado un momento y después continuó—: Cielos, qué tarea te encargó Vrája. ¿Y de verdad crees que puedes hacerla? ¿Tú? ¿Qué va a hacer ella cuando fracases? Supongo que buscará a otra persona. A alguien mejor. Tal como hizo Mahdi. Sus palabras venenosas se clavaron en el corazón de Serafina como la púa de un pez raya. Mahdi, el príncipe heredero de Matali, un hombre sirena que ella había amado, la había traicionado con otra y la herida todavía estaba en carne viva. Bajó la vista al suelo, paralizada por el dolor. Olvidó para qué estaba allí. Y hacia dónde iba. Su voluntad estaba decayendo. Una sombra gris, sofocante, cayó sobre ella como una niebla marina. Con un ronroneo de placer, Rorrim arrancó algo oscuro, pequeño, escondido entre dos vértebras. El babosucho chillaba y se agitaba cuando él se lo metió en la boca. —¡Qué delicioso! —exclamó mientras tragaba—. No debería comer más, pero no puedo evitarlo. — Comió otro y luego agregó—: Nunca vas a derrotar a Traho. Tarde o temprano, va a encontrarte. El brillo en los ojos de Serafina se opacó. Agachó la cabeza. Rorrim arrancó más babosuchos y se los embutió en la boca con el talón de la mano. —¡Mmm! ¡Divino! —dijo mientras los deglutía. Se le escapó un eructo estrepitoso. El ruido grosero quebró el letargo de Serafina. Por unos segundos, se disipó la sombra gris y su

mente se aclaró otra vez. «Me está destruyendo. No puedo permitírselo», pensó desesperada. «¿Pero cómo puedo luchar contra él? Es tan fuerte...» Con un gran esfuerzo, alzó la cabeza... y dio un grito ahogado. Rorrim había duplicado su tamaño. La barriga le colgaba hasta las rodillas. La cara estaba hinchada, grotesca. La boca, torcida en una mueca. «Comió tanto que está dolorido», pensó ella. Entonces, oyó otra voz: la de Vrája. Sonó en su memoria, fuerte y clara. «En lugar de huir de tu miedo, debes dejarlo hablar», le había dicho la bruja. Eso iba a hacer Serafina. Iba a dejarlo gritar. —Tienes razón, Rorrim —dijo ella—. Lo que me pidió Vrája es imposible de verdad. Le estaba entregando su corazón abierto a un monstruo. Si fallaba, se lo devoraría. Rorrim arrancó otro babosucho y lo masticó. Eructó otra vez, con un gesto de dolor. Ahora, su barriga tocaba el suelo. —Quizá sería conveniente una pequeña pausa entre un plato y otro —reflexionó él-—. Un momento, por favor... Sera no le dio tregua. —Tengo miedo de no encontrar a mi tío. Ni a mi hermano —habló atropellada—. Tengo miedo de los jinetes de la muerte. Tengo miedo por Neela, Ling, Ava y Becca. Tengo miedo de que Astrid esté diciéndome la verdad. Tengo miedo de que esté mintiéndome. Tengo miedo de Traho. Tengo miedo del hombre sin ojos... Ahora Rorrim estaba agarrando puñados llenos de babosuchos. Tenía los brazos tan gordos que apenas podía llevarse las manos a la boca y, sin embargo, no podía dejar de comer. Su glotonería

lo abrumaba. —¿Sabes de qué más tengo miedo? —Oh, dioses, basta. ¡Por favor! —rogó Rorrim. Dio un paso hacia atrás, perdió el equilibrio y se desplomó. Trató de levantarse, pero no pudo. Sus piernas y sus brazos pateaban enloquecidos como los de una tortuga dada vuelta. Estaba indefenso. Serafina se inclinó sobre él. Ahora estaba gritando. —¡Tengo miedo de perder la cabeza si veo más sufrimiento! ¡Tengo miedo de que maten a más habitantes de Cerúlea! ¡Tengo miedo de que las aldeas sean atacadas! ¡Tengo miedo de que Traho lastime a Vrája! ¡Tengo miedo de que Blu esté muerto! ¡Tengo miedo por los pueblos de sirenas atrapados en el barco de Rafe Mfeme! Rorrim cerró los ojos. Gimoteó y Serafina dejó de vociferar. Se enderezó, sorprendida de ver que la niebla gris había desaparecido. Había vencido a Rorrim. Su miedo se había convertido en un aliado en lugar de un enemigo. Sonriendo, abrió la mano. Los escarabajos seguían dentro de ella. —¡Peces de plata! ¡Vengan! —gritó, tan fuerte como pudo. Pero no apareció ningún pez de plata. Serafina se dio cuenta de que lo estaba haciendo mal. Gritó otra vez: ——llamó. La plata líquida se agitó. De ella emergieron dos antenas temblorosas, seguidas por una cabeza. La criatura se arrastró por completo fuera del líquido y Serafina vio que era enorme. El doble que un hipocampo grande. De su largo caparazón segmentado chorreaban gotas de plata. La observaron unos enormes ojos negros. —dijo.

…—dijo Serafina. El pez de plata asintió con la cabeza y Serafina montó en su lomo. La criatura dobló sus largas antenas hacia abajo para que ella pudiese usarlas como riendas. Sera se sentó sobre el pez de plata tal como lo habría hecho si estuviese montando su propio hipocampo, Clío. Se abrazó a su costado con la cola. Su columna estaba erguida y fuerte. —¿A Atlántida? ¡Viajas hacia tu muerte! —gritó Rorrim. —Voy a Atlántida para evitar la muerte. La mía y la de muchos más —dijo Serafina. —¡Sirena idiota! —vociferó Rorrim, agitando sus brazos y sus piernas con furia—. ¡Los opáfagos van a comerte viva! ¡Van a abrirte los huesos y lamerte la médula! ¡Si no estás asustada, deberías estarlo! —No estoy asustada, Rorrim.. —Mentirosa —siseó Rorrim. —... estoy aterrada. DOS —… —le dijo Serafina al pez de plata. La criatura la miró fijo con sus grandes ojos negros. ——dijo. Serafina miró el espejo otra vez. El pez de plata la había llevado un largo trecho por el interminable Salón de los Suspiros y la había depositado aquí. El espejo frente a ella estaba roto, con los bordes dentados, sujeto al marco sólo por dos lados. Si ella hundía el estómago y se ponía de costado, podría llegar a nadar a través de él, pero no estaba segura y no quería correr ningún riesgo. Cada espejo en el Salón de los Suspiros correspondía a un espejo en el mundo de los

terragones o de las sirenas. El otro lado de este espejo estaba en algún lugar de Atlántida, en algún cuarto en ruinas, ¿pero dónde? Estaba oscuro dentro del vidrio. Ella no podía ver lo que le esperaba. ¿Qué pasaba si se quedaba atorada? ¿Y si se quedaba mitad fuera y mitad dentro, sin poder moverse, con opáfagos del otro lado? Le pidió a la criatura que la llevara a otro espejo. El pez de plata se encabritó y después apoyó de golpe sus patas contra el suelo. …—exigió. —…—respondió Serafina. Quizás había otra entrada, o quizá no, pero quedaba claro que hasta aquí era lo más lejos que estaba dispuesto a llegar el pez de plata. Ella se deslizó de su lomo hacia el suelo y le extendió la mano con los escarabajos que le había prometido. Él los comió de su palma y después se sumergió de nuevo en la plata. Serafina estaba sola. Atlántida había sido una gran isla. Además de Elysia, la capital, Atlántida había ostentado numerosos pueblos y aldeas, los cuales habían sido destruidos por completo. Sera sabía que podía pasar una eternidad buscando otra entrada y jamás encontrarla. Respiró hondo y después — con las manos juntas sobre la cabeza como un buceador— nadó con cuidado a través del espejo, atenta a sus bordes afilados. Terminó de pasar su cola de pez y se encontró sobre un piso lleno de escombros. Había nadado fuera del reino de los espejos, pero no estaba segura hacia dónde. Sólo un débil rayo de luz, que brillaba a través de una hendija encima de ella, penetraba la oscuridad. En voz baja, cantó un he

chizo illuminata, tiró del rayo hacia ella, y lo expandió para iluminar el lugar. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, vio que estaba en lo que alguna vez había sido un gran salón elegante de la casa de un terragón. Dos paredes se habían derrumbado; las otras dos seguían en pie. Sobre su cabeza, había vigas de madera gigantes que habían sostenido un piso alto, inclinadas hacia abajo desde las paredes que quedaban. Había escombros, todos cubiertos de maleza, apoyados con todo su peso sobre las vigas. Serafina examinó el lugar en busca de una salida, pero no encontró ninguna. Cantó un hechizo commovio, otra vez en voz baja, con cuidado de no alertar a nadie ni a nada acerca de su presencia. Usó la magia para empujar enormes trozos de piedra, pero fue inútil; habrían hecho falta una docena de hechiceros para moverlos. Empujó con los dedos los ladrillos y los escombros, pero no logró más que tirarse limo en la cabeza. Entonces fue cuando la sintió... una vibración en el agua. Una vibración fuerte. Lo que fuera que la producía era algo grande. Ella se volteó. A un metro de distancia había una morena grande y enojada. La anguila se alzó y siseó, mostrando sus dientes letales. —¡Anguila, por favor, a ti yo problemas no causo! —gritó Serafina. La sintaxis espantosa de las palabras que habían salido de su boca la conmocionó. Pero lo que la conmocionó más aún fue que sus palabras estuvieran en anguilés, una lengua que ella no hablaba. —¿Aquí qué tú haces? —preguntó la anguila, con voz baja y amenazadora. «¡Le entiendo!» pensó Serafina. «¿Cómo es

posible? Ling es la única sirena que conozco que habla anguilés». Se dio cuenta de que también había entendido al pez de plata. Había hablado rursus con él. Después se dio cuenta: el lazo de sangre. Cuando las cinco sirenas mezclaron su sangre e hicieron su promesa de trabajar juntas para vencer a Abbadón, algo de la magia de Ling debía de haberse metido en ella. ¿Habría recibido la magia de Ava, Neela y Becca también? —Te hice una pregunta, sirena — gruñó la anguila, acercándose más. —Ahora, saliendo. Tratando —respondió Serafina enseguida. —¿Cómo entraste? —Por el espejismo. La expresión de la anguila cambió de enojo a confusión. —Espejuelo. Espejo. Por favor, anguila, muéstrame la salida. —Hay un túnel —dijo la anguila—. Pero no vas a caber. Vas a tener que irte por donde viniste. —¡No! ¡No puedo! Hombre malo ahí. Por favor, anguila, la salida. —Voy a mostrártela, pero no va a servirte de nada —afirmó la anguila. Nadó a lo largo del piso hasta los restos de una pared derrumbada. Entre los escombros, había una roca de alrededor de cuarenta centímetros de diámetro. Allí habló, señalando detrás de la roca con la cola. El agua estaba tan turbia en esa parte del cuarto, que Serafina no había visto la roca, y mucho menos el túnel detrás. Tironeó de la roca y la liberó del limo que la rodeaba, y después hizo otro commovio para empujarla fuera del paso. Se descolgó el bolso del hombro, se arrodilló, puso una mano dentro del túnel

angosto y sintió una leve corriente. —¿Cuánto tiene de largo? —preguntó. —No mucho. Quizá sesenta centímetros. —Cavar un pozo voy a —dijo Serafina. —Haz lo que tengas que hacer. Pero sal de mi casa. Serafina empezó a sacar puñados de limo del fondo del túnel. Ya lo había ensanchado bastante, unos quince centímetros, cuando dio con algo duro y grande. Como no pudo moverlo, siguió cavando en el techo del túnel en lugar del fondo y después en los costados, aflojando el limo, el pedregullo y rocas pequeñas. Despacio, se abrió camino de espaldas por el pasaje angosto, pestañando para sacarse el limo de los ojos, escupiendo la arenilla de la boca, rogando no desprender algo muy grande y que se le viniera una avalancha encima. Cuando por fin llegó al otro lado del túnel, no se detuvo para mirar a su alrededor, sino que se escabulló rápido dentro de la casa de la anguila de nuevo y agarró su bolso. —Me agradezco —dijo. —¿Por qué, exactamente? —preguntó la anguila. —No, a ti. Te agradezco, anguila —respondió Serafina. —Como sea. Vete —ordenó la anguila. Serafina empujó el bolso dentro del túnel. Después se dio vuelta y se metió de espaldas para poder poner la roca que había sacado otra vez en su lugar. No quería dejar a la anguila con un gran agujero en el costado de su casa. Empujando su bolso hacia delante con la cola, se escurrió por el túnel una vez más. Cuando por fin salió del otro lado, vio que estaba en aguas abiertas. Con cautela, se fijó si había alguna señal de movimiento pero no vio ninguna. Las aguas encima de su cabeza brillaban. Por la

posición de los rayos de sol que pasaban a través del agua, pudo ver que era el mediodía. Miró a su alrededor y descubrió que estaba en la parte de atrás de la casa terragona. Detrás de ella, las laderas de los cerros caían suavemente hacia el fondo del mar. Ahora los cerros estaban invadidos por corales y algas, pero Sera sabía que antes de que Atlántida fuera destruida debían de haber estado cubiertos de cultivos de viñas y olivos en terrazas. Nadó hasta el frente de la casa, con la esperanza de encontrar el rumbo. Allí, el terreno caía empinado hacia el valle. En el centro, amontonadas a lo largo de lo que alguna vez había sido una calle, había ruinas que se extendían por kilómetros. Al verlas, Serafina se detuvo en seco, pasmada. Tenía que conseguir información, encontrar los talismanes y cazar al monstruo pero estaba tan abrumada que no podía moverse. Los ojos se le llenaron de lágrimas. —Oh —susurró—. Oh, gran Neria, ¡mira lo que es esto! Sus casas estaban destruidas. Sus templos, derrumbados. Sus palacios, arruinados. Estaba en silencio. Desierta. Desolada. Pero seguía siendo tan hermosa... Era un lugar que Serafina había imaginado durante mucho tiempo, pero nunca había tenido la esperanza de ver. Era un sueño desvanecido. Un imperio caído. Un paraíso perdido. Era Elysia, el corazón de Atlántida. TRES Serafina se quedó mirando, estática, casi sin respirar. Era mucho lo que se había derrumbado durante la

destrucción de la isla, pero aquí y allá, algunos edificios, o al menos partes de ellos, habían sobrevivido. Ella había estudiado sobre Elysia en la escuela y había producido varios caracoles semestrales sobre su arte y su arquitectura. «Allá a lo lejos, esa estructura con forma de cuenco... ese tiene que ser el anfiteatro», pensó. «Y el espacio enorme flanqueado por columnas, esa es el ágora... la plaza pública. Y allí está el ostrokón, que los habitantes de Atlántida llamaban "biblioteca”». Incapaz de contenerse un segundo más, hizo un hechizo canta prax de camuflaje que le permitiera mezclarse con su entorno al igual que un pulpo. El prax, o canción simple, era la magia más básica de las sirenas y exigía poca energía o habilidad. Apenas estuvo listo el hechizo, ella nadó hacia las ruinas. En unos minutos, ya estaba en las afueras de la ciudad. Se lanzó en picada hasta abajo, dispuesta a entrar como lo hacían sus ancestros, por sus calles. Mientras nadaba por ellas — deteniéndose para tocar una columna o un dintel, cuarenta siglos se desvanecieron al instante. Entró nadando en los hogares, tanto humildes como lujosos. El tiempo y el limo habían tapado mucho, pero en una casa vio un retrato en mosaico de un hombre, una mujer y tres niños, la familia que había vivido allí. En otra, una estatua de la diosa del mar, Neria, milagrosamente intacta. En una tercera, vio un esqueleto humano, de una mujer, supuso ella, a juzgar por las pulseras en las muñecas y los anillos en los dedos. Sus huesos delicados estaban peludos de algas. Había pececitos entrando y saliendo de su calavera. «Atlántida

está encantada. ¿Quién sería ella?», se preguntó Serafina con tristeza. ¿Había conocido a los seis magos que reinaron en Atlántida? ¿Había visto sus talismanes? Cómo deseaba que los muertos hablasen... Mientras miraba los huesos, un movimiento repentino a su izquierda la sobresaltó. Tuvo el puñal en la mano al instante pero sólo era un cangrejo trepando una pared. Suspiró con alivio, pero el susto le recordó dónde estaba: en el reino de los opáfagos. La información que necesitaba estaba allí, de eso estaba segura, tallada en una fachada o esculpida en un friso. Cuanto más rápido la encontrara, mejor. Serafina siguió avanzando, internándose en la ciudad, alerta a todos los sonidos y movimientos. Mientras nadaba, el hechizo de camuflaje que había hecho le permitía que su cuerpo tomara los colores que la rodeaban: las tonalidades arenosas de los escombros, el rosa y blanco del coral, los verdes y marrones de las algas. En el centro de Elysia, ella lo sabía, estaba el Salón de los Seis que Reinaron y los templos dedicados a dioses y diosas importantes. El ostrokón estaba allí y el ágora también. Era más probable que la información que buscaba estuviese en esos espacios públicos que en las casas privadas. Pasó por lo que parecía el taller de un ruedero, con aros cubiertos de hálanos todavía apoyados contra el frente, luego el de un carretero y el de un herrero. Se dio cuenta de que estaba en lo que habría sido un distrito de artesanos, como el fabra de Cerúlea. La calle hacía una curva cerrada hacia la izquierda y se angostaba; Serafina la siguió. El negocio de las tiendas que la bordeaban se

volvió más sombrío. Una vendía ataúdes para funerales. Otra, mortajas. Al final de la calle, había algo así como un templo. Cuando Serafina se acercó, vio que el techo y las paredes estaban intactos, a diferencia de muchos de los edificios que lo rodeaban. Las puertas enormes, hechas de bronce, todavía colgaban de las bisagras. Extrañamente, no estaban corroídas. Las columnas de piedra que flanqueaban las puertas también estaban intactas. Encima de ellas, había palabras talladas en griego antiguo. Fue una lucha para Sera entender las letras, pero finalmente las descifró, susurrando en voz alta las palabras que formaban: Templo de Morsa. Abbadón había pronunciado palabras parecidas: Daímonas tis Morsa, demonio de Morsa. A Sera se le heló la sangre al acordarse. ¿Habría información sobre el monstruo en este lugar? ¿O sobre los talismanes? Nunca se había construido ningún templo para Morsa en Miromara ni en ningún otro reino. Merrow había decretado que la diosa era una abominación que no merecía un lugar en la sociedad civilizada. Mientras juntaba coraje para entrar, Serafina se preguntó si Merrow no habría tenido otras razones para prohibir la adoración de Morsa. Tal como se preguntaba si Merrow no habría tenido otros motivos para arrear a los opáfagos sedientos de sangre hasta el interior de los Páramos de Thira, las aguas que rodeaban Atlántida. Según los historiadores, Merrow dijo que había conducido a los caníbales a los Páramos porque las ruinas eran inútiles para el pueblo de las sirenas. Sera, sin embargo, creía que Merrow lo había hecho para asegurarse de que la verdadera

historia de la destrucción de Atlántida nunca se descubriera. Según la antigua canción de sangre de Merrow, transmitida a Vrája, el Templo de Morsa era donde Orfeo se había encerrado durante la destrucción de la isla. ¿Había algo allí dentro que Merrow también quería mantener en secreto? —Hay una sola manera de descubrirlo —se dijo Serafina. Estaba oscuro dentro del templo. Las ventanas angostas del edificio dejaban pasar poca luz de las aguas de la superficie. Serafina hizo un hechizo illuminata para ver por dónde iba, haciendo girar juntos algunos rayos de sol. Cuando la bola de luz empezó a brillar en sus manos, sus ojos se abrieron enormes. El templo lucía exactamente como habría sido hacía cuatro mil años. Nada se había alterado. No había limo cubriendo el piso. Ni las algas, ni las anémonas, ni las plantas acuáticas habían invadido sus paredes. Era como si hasta las criaturas ciegas, diminutas, del mar supieran que debían evitar a la diosa. Sera estaba asombrada de que el templo hubiese sobrevivido y estaba deslumbrada por su oscura belleza. Había estatuas elevadas de los sacerdotes y sacerdotisas de Morsa esculpidas en obsidiana, con rubíes pulidos a modo de ojos. Había paneles pintados en las paredes que representaban su reino sombrío, incensarios hechos de oro y candelabros de plata. Pero más allá del asombro de Sera, había una creciente inquietud. «¿Cómo puede ser que el templo haya sobrevivido todos estos siglos?» se preguntó. Sera soltó su illuminata y la dejó flotar en el agua turbia. Nadó hasta el altar, cada vez más despacio al ver lo que había más arriba: un mosaico, de no menos de siete metros de altura,

de la aterradora Morsa. Era sólo una imagen y de todos modos la asustaba. Morsa, la diosa carroñera de los muertos, en una época había tomado la forma de un chacal. Cuando empezó a practicar la necromancia, el arte prohibido de conjurar a los muertos, Neria la transformó en una criatura tan odiosa que nadie soportaba mirarla. La criatura que le devolvía la mirada desde el muro del templo, con sus ojos destellantes, era una mujer de la cintura para arriba y una serpiente enroscada de la cintura para abajo. Tenía la cara de un cadáver, manchada por la descomposición. Llevaba una corona de escorpiones, con las colas listas para atacar, apoyada sobre su cabeza. En la palma de una mano, descansaba una perla negra, perfecta. Lo que había en el piso del altar de Morsa, sin embargo, la asustó más todavía: una mancha grande, intensa, de un rojo tan fuerte como el de los granates. Ella sabía lo que era. Lo que no sabía era por qué el agua del mar no la había borrado hacía siglos. Se sintió invadida de temor al inclinarse para tocarla y, a la vez, extrañamente atraída. Llevada por la urgencia de su misión, Serafina había cometido una tontería: había entrado en un lugar que tenía una sola entrada y una sola salida. Cuando la mano cayó sobre su hombro, no tenía absolutamente ningún lugar a dónde ir.

CUATRO Serafina gritó. Giró rápido como un látigo, levantó su puñal por el agua y apuntó a su atacante debajo del mentón. —Quizá debería haber golpeado antes de entrar. —¿Ling? —gritó Serafina sin poder creerlo. Le temblaba la voz casi tanto como la mano. Ling trató de asentir con la cabeza pero no podía. Tenía la punta del puñal de Sera hincada en la piel. —¡Pude haberte matado! —dijo Serafina, guardando su puñal—. ¡Casi lo hago! ¿Qué estás haciendo aquí? —Vigilándote. —¿Cómo te metiste en las ruinas? —preguntó Sera. —Salí del espejo de Vrája en Vadus. Una vitrina me dijo que estaba en el Salón de los Suspiros. Encontré un espejo que daba a la casa de una anguila, una anguila muy enojada. Cuando me dijo que yo era la segunda sirena que invadía su espacio en el día de hoy, supe que estaba siguiéndote. El túnel era un poco angosto con esta cosa en mi brazo —dijo, dando una palmada en la tablilla que llevaba para proteger su muñeca rota—, pero logré pasar. —¿Cómo averiguaste que estaba yendo a Atlántida? —Ava. ¿Viste que a veces puede ver el futuro? Vio que venías para aquí, entonces usó un convoca para contactarme. Estaba realmente preocupada, así que le dije que iría a buscarte. —Lo siento, Ling. —¿Por qué? —Porque casi te corté la cabeza. —No te preocupes —dijo Ling sonriendo—. Si me hubieras matado —hizo un gesto con la cabeza, señalando el mosaico—, la vieja amiga Morsa

habría podido traerme de nuevo. —Ling nadó bien alto y miró atentamente la inscripción antigua que había encima de la cabeza de la diosa—. Significa «devoradora de almas" —afirmó. Ling era mucho más rápida para traducir que Sera. Era una omnivoxa, una sirena que podía hablar todas las lenguas. —Devoradora de almas. Guau. Eso me deja más tranquila —dijo Serafina. Ling volvió abajo nadando y miró la piedra del altar. —Cielos. Eso es... —¿Sangre? Eso creo. —¿Por qué está aquí todavía? ¿Cómo está aquí todavía? —Yo me preguntaba lo mismo —dijo Serafina. Estiró el brazo para tocar la mancha oscura otra vez. —¿Qué haces? —preguntó Ling. —Saco una canción de sangre. Aún después de cuatro mil años, la sangre cobró vida bajo la mano de Sera. Se puso brillante como recién derramada, después se elevó del suelo girando en un violento remolino rojo. Las sirenas oyeron una voz. Después otra. Y más. Hasta que las había por docenas. Gritando. Sollozando. Rogando. Chillando. Sonaban tan aterradas, que Serafina no pudo soportar escucharlas más. Retiró la mano con tanta fuerza que se cayó para atrás. El remolino de sangre volvió a bajar hacia el altar. Ling había retrocedido y se había apoyado contra la pared. —Algo malo pasó aquí —expresó, pálida y temblorosa. —Tiene que haber una manera de averiguar qué fue —dijo Serafina—. Podríamos registrar más

templos. Ir al ostrokón y al Salón de los Seis. Leer todas las inscripciones que encontremos. —Sí, podríamos. Si tuviésemos un año o dos — replicó Ling. Pensó por un momento y se le iluminaron los ojos—. Estamos en el lugar equivocado. Sera. Olvida los ostrokofies y los templos. Lo que necesitamos es una peluquería. O una tienda de togas. Algún lugar con muchos espejos. —¿Por qué? —preguntó Serafina. Y entonces entendió—. ¡Una vitrina! ¡Eres genial, Ling! CINCO —Así que dime, ¿me queda mejor el pelo recogido? ¿O suelto? —Pasaron cuatro mil años, ¿y esto es lo que nos pregunta? —gruñó Ling. —¡Shh! —siseó Serafina, codeándola—. Recogido, lady Thalia. Definitivamente —le dijo a la figura del espejo—. Es hermoso el modo en que te encuadra la cara. Y resalta tus lindos ojos. La vitrina se enroscó el cabello y se lo recogió con una horquilla. —¡Oh, tienes toda la razón! Ahora, ¿qué aros? ¿Las gotas de rubí o las argollas de oro? —Te acuerdas que estamos justo en el medio de una tribu de caníbales, ¿no? —susurró Ling. Serafina y Ling estaban en los baños de mujeres. El edificio, hecho de gruesos bloques de piedra, había sobrevivido con pocos daños. Había un cuarto —tal vez un vestidor— que tenía las paredes cubiertas con espejos. Gran parte de ellos se había oscurecido, rajado o caído, pero todavía había un panel de buen tamaño que no estaba demasiado oscuro y en él encontraron a lady Thalia, una mujer de la nobleza. Era su primera y única ocupante, según se habían enterado las sirenas. Había vivido allí sola

durante los últimos cuatro milenios. —Pobre lady Thalia —había dicho Sera—. Debes de haberte sentido tan solitaria todo este tiempo sin nadie con quien hablar... —¡Difícilmente! Me tengo a mí misma para hablar, cariño, y no hay nadie más encantadora, ni más adorable, ni más agraciada, ni más lista, ni más cautivadora en todas las formas posibles que yo. Como todas las vitrinas, Thalia era un fantasma. Había estado enamorada de su propio reflejo mientras vivía, y ahora su alma estaba atrapada dentro del espejo para siempre. Había estado altiva y callada al principio, cuando las sirenas la encontraron, pero Serafina la había halagado tanto que finalmente se había dignado a hablarles. Siempre y cuando el tema de conversación fuese ella. Serafina sonrió al espejo. —Bueno, lady Thalia... —comenzó. —¿Mmm? —dijo Thalia, ajustándose un aro. —Necesitamos tu ayuda. —¡Pensé que nunca iban a pedírmelo! —¿En serio? ¿Vas a ayudarnos? —preguntó Serafina entusiasmada. —Sí. Primero, cariño, haz algo con ese pelo — declaró Thalia—. Consigue una peluca. Haz un hechizo. Lo que sea. Pero arréglalo. En segundo lugar, la sombra de ojos negra debe desaparecer. Y el atuendo... ¡sin palabras! —Eh, ese no era el tipo de ayuda que teníamos en mente —dijo Ling. —Y tú. —Señaló a Ling—. Deshazte de la espada. Es poco femenina. Depílate esas cejas. Píntate un poco los labios. Y sonríe. Sonreír te hace bonita. Ling brilló. —Lady Thalia, gracias por tus magníficos

consejos. Te estamos muy agradecidas. Pero necesitamos otro tipo de ayuda —dijo Serafina, —Necesitamos saber sobre Orfeo —agregó Ling, —No quiero hablar más. Adiós —respondió Thalia y se puso de espaldas abruptamente. —No te vayas, lady Thalia, por favor —rogó Serafina—. Si tú no nos ayudas, mucha gente va a morir. Thalia se volvió despacio hacia las sirenas. Su expresión insulsa había sido reemplazada por un gesto de miedo. —¡No puedo! ¿Qué pasa si me oye? —susurró. —Está muerto. Merrow lo mató hace mucho tiempo — aclaró Ling. —¿Estás segura? —preguntó Thalia, con cara de no creerles. —Sí. Pero su monstruo, Abbadón, está vivo. Y va a atacar otra vez. Va a hacer a otros lo que le hizo al pueblo de Atlántida —explicó Sera. Thalia se estremeció. —No se siente como si Orfeo estuviera muerto. Se siente como si todavía estuviese aquí, andando por las calles de Elysia como un viento dañino. Cerramos con llave nuestras puertas, los postigos de nuestras ventanas, pero fue inútil. —Cuéntanos lo que pasó —la invitó Serafina. Apretó la mano de Ling, segura de que estaban a punto de conseguir las respuestas que necesitaban. Thalia meneó la cabeza apenada. —Era tan hermoso. No se les dice «hermosos» a los hombres, ya lo sé. Pero Orfeo lo era. Era alto y fuerte. Bronceado por el sol. Rubio, de ojos azules. Tenía una sonrisa que derretía corazones. Todas las mujeres de Elysia estaban enamoradas de él, pero él amaba a una sola: Alma, mi amiga. Era buena y amable, como el

mismo Orfeo en ese entonces, y él la amaba más que a nada en este mundo, o en el otro. Se casaron y fueron muy felices, pero después Alma se enfermó gravemente y todo cambió. Orfeo no pudo aceptar que ella iba a morir. Él era un sanador y usó todos sus poderes para salvarla pero fue inútil. Ella sufría tanto que rogó por su muerte, diciendo que sería un alivio... Thalia se detuvo para secarse las lágrimas. Serafina vio que la memoria de la muerte de su amiga todavía le causaba mucho dolor, aun después de cuatro mil años. —Cuando Alma estaba cerca del final, el sacerdote colocó una perla blanca bajo su lengua, como era la costumbre, para atrapar su alma cuando salía del cuerpo —continuó Thalia—. Después de que murió, pusieron su cuerpo en un ataúd de bambú y lo enviaron flotando por el mar a donde Horok, el antiguo dios celacanto, el Guardián de las Almas, tomaría la perla de su boca y la llevaría al inframundo. Pero cuando el ataúd se alejó flotando, Orfeo, loco de dolor, llamó a Horok y le rogó que no se llevara a Alma. Horok le respondió que ese tipo de cosas era imposible. Ahí fue cuando Orfeo se volvió loco. Juró que recuperaría a Alma aunque eso le llevase mil vidas. Volvió a su casa y destruyó todas sus medicinas. Sus hijos, asustados, corrieron a la casa de una tía. Prácticamente no habló con nadie durante los meses que siguieron y apenas si comió o durmió. Concentró todas sus energías en construir un templo para Morsa. Cuando estuvo terminado, se encerró adentro. —¿Por qué? —preguntó Ling. —Para convocar a la diosa. Para instarla a que le enseñase sus secretos. Le dio todo lo que

tenía: sus riquezas, sus posesiones, las joyas deslumbrantes de Alma, hasta su precioso talismán, una esmeralda perfecta que le había entregado Eveksion, el dios de la sanación. Yo vi la esmeralda. Era incomparable, un regalo de un dios, y Orfeo la destruyó de todos modos. Dicen que la trituró y la mezcló en el vino que les daba a quienes sacrificaba. Para tentar a Morsa. Sus poderes los hacían saludables y fuertes, ya ven, y así era como a ella le gustaban sus víctimas. —Lady Thalia, ¿dijiste sacrificaba? —preguntó Serafina, sintiendo náuseas de sólo pensarlo. Se acordó de la mancha de sangre que había en el altar de Morsa. Y de la canción de sangre. Las voces que habían oído ella y Ling eran voces de seres humanos cuyas vidas habían sido ofrecidas a la oscura diosa. —Sí, eso dije. Empezó con navegantes y viajeros —explicó Thalia—. Aquellos que no tenían parientes en Atlántida, aquellos cuya ausencia nadie iba notar. Después vino por nosotros. Vino de noche. Nadie supo lo que estaba haciendo hasta que ya fue demasiado tarde. Hasta que fue tan poderoso que nadie pudo detenerlo. —¿Pero cómo podía tener semejantes poderes sin su esmeralda? —inquirió Ling. Thalia se rio. —Morsa le dio otro talismán diez veces más poderoso: una perla negra perfecta. Era su símbolo, una burla a las perlas blancas que usaba Horok para retener las almas. Las perlas de Morsa también retenían almas: las almas de quienes eran sacrificados para ella. Orfeo le ofreció muerte y a cambio, ella le dio sus saberes prohibidos. Le dio tanto poder que Orfeo construyó a Abbadón y declaró que iba a usar al monstruo para entrar al inframundo y recuperar a

Alma. A Sera se le aceleró el pulso. Ella y Ling acababan de enterarse por qué Orfeo había creado a Abbadón. Ni las iele sabían eso. La vitrina también les había dicho lo que era uno de los talismanes. —Lady Thalia —preguntó entusiasmada— ¿alguna vez viste alguno de los talismanes de los otros magos? —Oh, sí —contestó Thalia—. Los vi todos. —¿Puedes decirnos qué eran? —preguntó Sera. Pero Thalia no respondió. Estaba sosteniendo un collar en alto y lo miraba frunciendo el entrecejo. Sera entró en pánico. Sabía cómo eran las vitrinas —unas cuantas vivían en su propio espejo— y sabía que su capacidad de atención era muy breve para cualquier tema que no fuese ellas mismas. Si Thalia se aburría con la conversación, podría sencillamente dejarse llevar y hundirse más dentro del espejo. Sera no quería tener que sumergirse detrás de ella y correr el riesgo de toparse con Rorrim Drol otra vez. —Ese collar es precioso. Va a hacer resaltar los destellos dorados de tus lindos ojos —habló Sera rápido, con la esperanza de halagar a Thalia con más cumplidos. Thalia le hizo una sonrisa engreída. —Sí, así es. Tienes mucha razón, ¿sabes? Con respecto al collar y mis ojos. —Me imagino que los talismanes también serían hermosos. Tú sabes reconocer la belleza, claro, siendo tan bella —dijo Sera, desesperada por hacer que siguiera hablando. —Oh, ¡lo eran! —recordó Thalia—. El de Merrow se llamaba la Pétra tou Néria: Piedra de Neria. Merrow salvó al hijo menor de Neria, Kyr,

¿sabes? Él había tomado la forma de un cachorro de foca y lo atacó un tiburón. Ella estaba trasladándose de una ola a otra en ese momento y vio el ataque. Lo agarró y lo sacó del agua, y lo dejó a salvo. Neria estaba tan agradecida que le regaló un diamante azul magnífico. Tenía la forma de una lágrima. Yo lo vi. Era deslumbrante. Igual que el talismán de Navi, una piedra de la luna. —¿Y ese cómo era? —preguntó Ling. —Era azul plata y aproximadamente del tamaño de un huevo de albatros. Brillaba desde adentro como la luna. —Igual que tu piel, lady Thalia —intervino Sera. No podía creer su suerte. Thalia sabía lo que eran los talismanes. .. cada uno de ellos. Lo único que tenía que hacer Sera ahora era escuchar los caracoles del Viaje de Merrow y averiguar dónde estaban. Con tanta información, iban a llevarle una buena ventaja a Traho. —¿Qué era el talismán de Sycorax? —indagó Ling. Pero Thalia no respondió. Ya no miraba a las sirenas. Miraba más allá de ellas, con ojos llenos de terror. —¡Váyanse! ¡Salgan de aquí! ¡Apúrense! —siseó. Las sirenas voltearon. En la entrada, había seis criaturas. Eran altas y parecían humanos, con las extremidades largas, la espalda encorvada y el cuello grueso. Tenían el cuerpo cubierto de escamas como las de un dragón de Komodo. Unos ojos rojos que miraban fijo bajo una frente ancha y huesuda. Trompas que se inclinaban hacia abajo, desde los costados de la nariz, las mejores para aspirar a sus presas. Unos labios negros se abrían mostrando filas de dientes puntiagudos y afilados. —Hora de cenar —dijo Ling gravemente—. Y

nosotras estamos en el menú. SEIS —El espejo, Ling —dijo Serafina en voz baja—. Tenemos que entrar nadando al espejo de Thalia. Ling asintió con la cabeza pero no respondió. No podía. Estaba cantando un hechizo que le habían enseñado las iele, un apa piatra. Un opáfago se abalanzó, golpeó la pared de agua que había creado Ling y rugió. Los otros empezaron a golpear contra la pared con sus grandes garras. —¡Vamos! —gritó Serafina. Ling nadó hacia atrás hasta el espejo, sin quitar los ojos de la pared de agua. —Yo voy a entrar primero —dijo Serafina—. Después te meto de un tirón detrás de mí. — Empezó a nadar a través del espejo. Cuando lo hizo, apareció una cabeza del otro lado, redonda y pelada. —¡Querida sirena! -—Por favor, Rorrim, tienes que dejarnos entrar —dijo Serafina. —En realidad, no las dejo, pero ese no es el tema. Aquí tengo a alguien que muere por verlas. —Se llevó un dedo al mentón—. ¿O era que quería verlas morir? Se hizo a un lado y Serafina vio otra figura en la plata. Se le heló la sangre. Era el hombre sin ojos. Avanzó hacia ella, con una expresión asesina en el rostro. Sera estaba tan asustada que apenas podía pronunciar las palabras. —Ling... problemas —avisó con voz ronca. Ling miró sobre su hombro. —¡Rompe el espejo! Sera sabía que si hacía eso, el hombre no podría salir del espejo porque los pedazos serían

demasiado chicos para que pudiera pasar. Pero también sabía que nunca más iban a ver a Thalia. Vadus tenía pocas reglas. La condesa que vivía dentro del espejo de Sera le había dicho que algunas vitrinas se quedaban dentro de los límites de sus propios espejos; otras vagaban por todo el reino. Algunas hablaban con los vivos; otras, se negaban a hacerlo. Sin embargo, había una regla que todas respetaban; cuando el propio espejo de una vitrina se rompía, su alma se liberaba del vidrio. —¡No puedo romperlo, Ling! —chilló Sera—. ¡Necesitamos a Thalia! ¡Tenemos que averiguar lo que son los otros talismanes! —¡Nada de eso importa si estamos muertas! ¡Hazlo, Sera! ¡Ahora! El hombre sin ojos estaba más cerca. En unos segundos, iba a atravesar el vidrio. Sera no tenía opción. Golpeó el espejo violentamente con la cola y lo destruyó. Llovieron pedazos por el piso. Cien órbitas oculares vacías la miraron desde cien vidrios rotos y desaparecieron. —¡Busca otra salida! —gritó Ling. La pared de agua cedió bajo la fuerza de los opáfago. Ling cantó el hechizo otra vez para reforzarla. Mientras lo hacía, Serafina recorrió todo el cuarto con la mirada buscando un agujero en el techo o una grieta en la pared. Pero no había nada. Entonces, divisó una puerta angosta medio escondida entre la pila de escombros. —¡Por aquí! —gritó. Ling la siguió, sin sacar los ojos de encima a los caníbales en ningún momento. Había un cuarto del otro lado, mucho más grande que el cuarto del que acababan de salir. También estaba construido con piedras pesadas y estaba

intacto. Demasiado tarde, descubrieron que tampoco tenía salida. Ling hizo otro hechizo apa piatra, concentrando toda su magia en la abertura. Era más fácil bloquear un espacio más chico, pero los opáfago, lanzándose contra la pared de agua una y otra vez, estaban agotando sus fuerzas. —No puedo sostener esto por mucho más tiempo — advirtió. Serafina cantó un commovio y lo usó para empujar contra las paredes, pero el cuarto estaba construido con tanta solidez que no pasó nada. —Voy a dejar caer la pared de agua. Van a entrar todos de golpe. Cuando lo hagan, atrápalos en un remolino —dijo Ling. —¡No puedo! Cualquier remolino que sea lo bastante grande como para arrastrarlos a ellos nos va a arrastrar a nosotras también. —¡Me estoy cansando con esto! ¡Tenemos que hacer algo! Serafina nadó frenética por todo el cuarto. Vio que ahora ella y Ling estaban en los baños propiamente dichos. No había ventanas y la única puerta era por la que habían entrado. Un gran cuadrado hundido, que había sido una piscina alguna vez, ocupaba la mayor parte del cuarto y lindaba con la pared de atrás. Sera notó que había grabados de piedra en esa pared; seis cabezas de delfín ornamentales. El agua corría por cañerías hasta sus bocas y caía a la piscina. —¡Oh, guau! —exclamó—. Ling, ¿sabías que los atlantes fueron los primeros en descubrir cómo se construye un acueducto y empotrar las tuberías dentro de las paredes? ¡Casi me olvido de eso!

—¿Estás burlándote de mí? ¡Este no es momento para una lección de historia! —gritó Ling. Pero sí lo era. Las cañerías tendrían líquido adentro, dado que en la actualidad estaban sumergidas bajo una cantidad de agua importante. Y esa agua podría usarse para hacer un remolino. Provocaría una explosión. Que podría hacer un agujero en la pared de atrás y así permitirles escapar... si todo salía bien. Si todo salía mal, derrumbaría el baño completo sobre sus cabezas. Sera empezó a cantar. Agua, del mar separada, al igual que yo, aquí atrapada, escucha mi llamado forma un remolino, ¡haz que caigan estos muros antiguos! Al principio, no pasó nada, pero después. Sera oyó que el agua y el sedimento se arremolinaban dentro de las tuberías. Cantó el hechizo otra vez, levantando cada vez más la voz. Las cañerías rechinaron. Las viejas piedras de la casa de baños retumbaron. El agua giraba cada vez más rápido, tratando de salir en espiral hacia arriba, como los vientos de un tornado, pero no pudo, y las antiguas tuberías chirriaron con la presión de contenerla. —¡Vamos, Sera! —aulló Ling. Sera cantó el hechizo una vez más, con todas sus fuerzas. Cuando se elevaba la última nota, hubo un rugido ensordecedor. Las tuberías explotaron y se llevaron con ellas casi toda la pared de atrás. La fuerza de la explosión arrojó al piso a Serafina y lanzó escombros que volaron por el agua, cubriéndola de grava y limo. Ella se sacudió, se levantó y miró a Ling. Ling se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, azorada. Un escombro le había cortado la mejilla. Había dejado caer su apa piatra y los opáfago, azorados también, entraban por la

puerta tambaleándose. Serafina agarró a su amiga y la arrastró a través del enorme agujero en la pared. —¿Puedes nadar sola, Ling? —preguntó Sera—. Tenemos que ganar tiempo. Ling parpadeó. Sacudió la cabeza para despejarla. Después de respirar hondo unas cuantas veces, dijo: —Dirígete hacia la superficie. Oigo un cardumen. Es comida fácil para los opáfagos. Si logramos llegar hasta arriba del cardumen, quizá los perdamos. Serafina y Ling subieron rápido como un rayo hasta las aguas más cálidas y llenas de luz. Miles de sardinas, con las escamas lanzando destellos, avanzaban por la corriente. Las dos sirenas pasaron a través del cardumen como un disparo, haciendo bombear su corazón, exigiendo al límite sus pulmones. Sera miró hacia atrás y alcanzó a ver a los seis opáfagos horrendos atrapando peces con sus garras y metiéndoselos en la boca. —Pudimos haber sido nosotras —dijo Ling. Un minuto después, las dos sirenas salieron a la superficie. Ling, jadeando, se protegió los ojos del sol y miró a su alrededor. —Allá veo una caleta —dijo señalando hacia el oeste—. Pronto va a anochecer. Quizá deberíamos buscar una cueva en el mar y escondernos durante la noche. Nadaron en silencio durante cerca de media hora. Al acercarse a la caleta, Sera notó que Ling se acunaba el brazo lastimado. —¿Estás bien? ¿Cómo te sientes? —le preguntó. —Estoy cansada. Muy, muy cansada —respondió Ling. —Es que nadamos a toda velocidad —dijo Sera. —Sí, pero es más que eso. Estoy cansada de nadar

por mi vida. Cansada de Traho y de los caníbales, y de la gente estrafalaria en los espejos. —Te olvidas de los podridos, de los jinetes de la muerte y de las rusalkas —agregó Serafina con una risa cansada. —Solamente quiero una taza de té de burbujas, ¿sabes? Coralberry. Es mi sabor favorito. Quiero juntarme con mis amigas. Ir a bailar. Escuchar el último caracol de los Dead Reckoners. Dormir en una cama cómoda. —Ling hizo una pausa, contemplando el horizonte—. De todos modos eso no va a pasar, ¿no? Sera miró a su amiga. La sangre de la herida que tenía Ling en la mejilla le goteaba debajo de la mandíbula. Seguía sosteniéndose el brazo. Esa era la vida de ambas ahora: tener encuentros violentos y salvarse de milagro. Por unos segundos. Sera se vio presa de un sentimiento de irrealidad tan fuerte que la mareó. El nombre de la banda que había mencionado Ling —los Dead Reckoners— resonaba en su cabeza. Se acordaba de cuando ella y Neela habían encontrado a Mahdi y a Yazeed, el hermano de Neela, desmayados en las ruinas del palacio de Merrow después de una noche de juerga. Yazeed, mintiendo a lo loco, dijo que habían ido a la Laguna a ver a los Dead Reckoners. Sera no podía creer que eso había ocurrido apenas hacía unas semanas; parecía toda una vida. Antes del ataque a su reino, era una princesa mimada. Ahora era una marginal cuya cabeza tenía precio, siempre nadando, siempre en peligro. Las personas que había dejado atrás: Yaz, Mahdi, su madre, su tío y su hermano... ni siquiera tenía idea de si habían sobrevivido. No tenía idea de si ella misma iba a sobrevivir.

—No, Ling —respondió al final—. No va a pasar. Ling suspiró. —Supongo que tendremos que arreglarnos con la caleta entonces. Allí deberíamos estar a salvo. Dudo que alguien venga a estas aguas. No con nuestros amiguitos hambrientos dentro de ellas. Cualquiera sea el refugio que encontremos, probablemente no va a ser gran cosa... —Pero va a ser suficiente —dijo Sera con voz repentinamente apasionada. Se volteó para ver a su amiga de frente. No necesito té de burbujas ni una cama mullida, Ling. Perdí todo lo que tenía pero estoy encontrando lo que necesito. Como fuerza, valor... y sobre todo, sirenas que cubren mis espaldas. Eso es suficiente. Es más que suficiente. Lo es todo. Ling le sonrió. —Sí —contestó con voz tenue—. Supongo que sí. Las dos sirenas se sumergieron. Nadaron apenas por debajo de las olas. Lejos de los opáfago. Lejos de Atlántida. Lejos de Rorrim y del hombre sin ojos. Lejos, al menos por una noche, de todo peligro. SIETE —Arriba, vamos, dormilona. Serafina abrió los ojos. —¿Ya es de mañana? —preguntó. —Sí. Conseguí algo para el desayuno —dijo Ling—. Lapas y mejillones. Y también aceitunas del arrecife. Apoyó en el suelo su chalina, que coronaba el bulto con lo que había encontrado. —Gracias. Estoy muerta de hambre —afirmó Serafina bostezando. La caleta marina donde ella y Ling habían pasado

la noche estaba cubierta por una gruesa alfombra de algas y anémonas, Serafina había dormido bien. Se incorporó y se desperezó. —¿Cómo están tus heridas de guerra? —le preguntó a Ling. —El corte de la cara ya dejó de sangrarme. Y el brazo ya no me late más. Qué excursión la que hicimos a Atlántida. —Estuvimos tan cerca de averiguar lo que son todos los talismanes... —recordó Sera, con la voz apesadumbrada por la desilusión. —También estuvimos cerca de convertimos en comida —agregó Ling—. Al menos averiguamos qué son tres de los talismanes: una perla negra, un diamante azul y una piedra de la luna. Son tres más de lo que teníamos antes. Es importante. —Supongo que tienes razón. Deberíamos decirles a las demás. Voy a hacer un convoca. A ver si logro que todas nos enganchemos en la misma longitud de onda. Serafina trató de cantar la canción mágica, pero no pasó nada. Trató otra vez. —¿No te llega nada de mi parte, Ling? —inquirió frustrada. —No. Nada. Nothing. Nihilo. Nichts... —Está bien, está bien, ¡ya entendí! —resopló Serafina. Golpeó con la aleta contra la pared de la cueva—. ¿Por qué no puedo hacer este hechizo? —Porque estás cansada. Serafina arqueó una ceja. —¿Quieres decir que no soy buena para esto? —No, no digo eso. ¿Sabes? Acabo de intentar hablar con un pulpo. Cuando estaba afuera buscando nuestro desayuno. Quería preguntarle dónde encontrar almejas. Aprendí molusqués cuando tenía dos años, pero ahora no me acordaba ni de cómo se dice hola.

—¿Sabes qué es lo raro, sin embargo? —recordó Serafina—. Cuando estaba en Atlántida, pude hablar con una anguila. Y no sé anguilés. Creo que ocurrió por el lazo de sangre. Porque ahora tengo algo de tu sangre en mí. —Ajá. Supongo que eso explica por qué el illuminata que hice recién cuando estaba buscando el desayuno fue el mejor que he hecho en mi vida —dijo Ling, mordiendo una aceituna—. Ahora tengo algunas de las habilidades de Neela. Más tarde voy a tratar de convocar un waterfire. Para ver si tengo algunas de las habilidades de Becca también. Pero ya sabes cómo es esto. Sera... la magia no es exacta. Depende de un montón de cosas. Habilidad. Fuerza. La luna. Las mareas... —La inutilidad absoluta de la hechicera musical. —Inténtalo de nuevo en un día o dos. Cuando te sientas más fuerte. Cuando no vengas de superar a nado a quinientos jinetes de la muerte, Rorrim Drol, toda una jauría de opáfagos y un terragón sin ojos. A Sera la recorrió un escalofrío ante la sola mención del aterrador hombre de ojos negros, vacíos. Se le había aparecido por primera vez en su propio espejo. Había tratado de arrastrarse fuera de él para atraparla, pero su niñera, Tavia, lo había espantado. En ese momento. Sera se había convencido de que todo había sido una alucinación. Ahora sabía que él era real. Y que tenía toda la intención de hacerles daño a ella y a sus amigas. —¿Quién es? ¿Por qué nos persigue? —se preguntó. —Ojalá lo supiera —dijo Ling, sacando una lapa de su conchilla—. Igual prométeme algo. —¿Qué? —Cuando nos vayamos cada una por su lado, mantente alejada de los espejos y de Atlántida.

Son demasiado peligrosos. —Sí, seguro —se burló Serafina—. Me lo voy a tomar con calma de aquí en más. Derecho a casa en Cerúlea, a relajarme en zona de guerra por un ratito. Ling se rio. —En realidad, tal vez haga un pequeño desvío primero. —¿Otro? Suena como si estuvieras tratando de evitar Cerúlea en lugar de volver. Sera se ofendió. Su resistencia a volver a casa había sido la manzana de la discordia entre ellas. Habían discutido por eso durante el viaje a la cueva de las iele, justo antes de que Ling quedara atrapada en una de las redes de pesca de Rafe Mfeme. Sera se seguía sintiendo culpable por la quebradura en la muñeca que había sufrido Ling al escapar. —Tengo un motivo para desviarme. Uno bueno — comentó ella, un poco a la defensiva—. ¿Te acuerdas de cuando te conté a ti y a las otras sirenas cómo Traho nos atrapó a Neela y a mí? ¿Y que nos escapamos con la ayuda de los praedatori? Nos llevaron a su sede, un palazzo en Venecia perteneciente a un humano. Armando Contorini, duca di Venezia. Traho lo descubrió y atacó el palazzo. Por culpa nuestra. Tengo que volver. Tengo que asegurarme de que el duca esté bien. Los duchi de Venezia, de los cuales el Duca Armando era el más reciente, habían sido creados por la propia Merrow para defender de los terragones al mar y sus criaturas. Tenían guerreros que luchaban por su causa en el agua (los praedatori) y en tierra (los Guerreros de las Olas). Al principio, Serafina no había entendido por qué el duca se había involucrado junto con sus

guerreros en el ataque a Cerúlea. Después de todo, había pensado ella, ningún terragón había participado de la invasión, sólo las sirenas, Pero el duca le había enseñado lo contrario. Traho había contado con la ayuda de un humano llamado Rafe laoro Mfeme. Mfeme, un hombre cruel y brutal que era dueño de una flota de arrastreros y dragas, había transportado tropas para Traho. A cambio, Traho le había revelado los lugares donde se escondían los atunes, los peces espada y otras valiosas criaturas marinas. Sera se acordaba de la noche en que Mfeme había irrumpido en el palazzo del duca y lo había arrojado contra la pared. Y de cómo los hombres sirena de Traho, invadiéndolos desde las aguas bajo el palazzo, habían disparado sus arpones contra los praedatori. Uno de ellos le había dado a Blu. La última imagen que Sera tenía de él era su cuerpo retorciéndose violentamente mientras trataba de cortar la línea que iba del lanzaarpones al arpón. Grigio, otro de los praedatori, había llevado a toda velocidad a Sera y a Neela al dormitorio de Sera durante el ataque, y había cerrado la puerta con llave. Cuando los soldados de Traho habían empezado a dar golpes contra la puerta, las dos sirenas se habían escapado a través del espejo. Desde entonces. Sera había estado preocupada por el duca y sus valientes guerreros. Esperaba con desesperación que estuviesen bien. Aunque no se lo había contado a nadie, y apenas podía reconocerlo ella misma, se había enamorado del misterioso Blu. Él era todo lo que Mahdi —el hombre sirena que le había roto el corazón— no era. —Sólo ten cuidado —aconsejó entonces Ling—. Te seguí a Atlántida pero no voy a seguirte a Cerúlea.

—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó Sera. —Vuelvo a mi pueblo. Quiero hablar de todo esto con mi bisabuela. Ella es muy sabia. Si hay alguna leyenda sobre una visita de Merrow a nuestras aguas, ella va a conocerla. Tal vez haya alguna pista en una fábula o en una canción popular de Qin. Pero yo también voy a desviarme. Hasta el Gran Abismo. Sera la estudió con la mirada. —¿Y dices que Atlántida es peligrosa? —Ya sé, ya sé —concedió Ling—. Pero es el último lugar al que fue mi padre antes de desaparecer. Allí me siento cerca, como si él nunca hubiese muerto. Ling les había contado a Sera y a Neela sobre la muerte de su padre. Había ocurrido hacía un año, mientras él estaba explorando el Abismo. Su cuerpo jamás había sido encontrado. —Yo también extraño a mi padre. Siempre cabalgábamos juntos —dijo Sera—. Si pudiera, volvería a los establos del palacio. Sé que allí sentiría su espíritu. Pero ni siquiera sé si nuestros hipocampos siguen por allí, ni si los establos siguen en pie. —Rio con amargura—. Ni siquiera sé si el palacio está en pie. Sera todavía podía ver a la dragona garranegra atravesando los muros del palacio. Y el cuerpo sin vida de su padre cayendo por el agua. Veía la flecha que se hundía en el pecho de su madre. Y los soldados descendiendo desde arriba. Sabía que esas imágenes nunca iban a irse, ni tampoco el dolor que le hacían sentir. Pero ahora también sabía que tenía que enfrentar sus pérdidas... más allá de lo duro que fuera. Vrája había tenido razón cuando le había dicho que tenía que ir a casa. Había otra persona que también había tenido

razón y Sera no se lo había reconocido. Si no lo hacía ahora, quizá tal vez nunca tuviera la oportunidad. —Eh, ¿Ling? —¿Mmm? —dijo Ling, masticando una lapa. —Antes de que salgamos, hay algo que tengo que decirte... Lamento no haberte escuchado. Allá cerca del Dunárea. Cuando me dijiste que tenía que enfrentar el hecho de que mi madre pudiera no estar viva. —Olvídalo, Sera. Ya te disculpaste por eso. —No, no lo hice. Me disculpé por ir a nadar en grupo, no por negarme a escucharte. Tú tratabas de hacerme ver lo que tenía que hacer. Dijiste que las omnivoxas tenían la responsabilidad de hablar no sólo con palabras, sino con la verdad. Tú nunca evadiste esa responsabilidad, ni siquiera cuando yo estaba enojada y me porté como una estúpida. Sólo quiero que sepas que creo que eso fue muy valiente. Ling se encogió de hombros. —Solían molestarme mucho. Allá en casa. Tuve que armarme de coraje desde muy temprano. Lo necesitas para enfrentarte a tus enemigos. —Y a tus amigos —completó Sera, arrepentida. Ling se rio. Las dos sirenas terminaron de comer, y luego fue hora de irse. —Me tengo que ir a salvar al mundo —afirmó Ling, levantando su bolso. —Cuídate —dijo Serafina, abrazándola fuerte. —Tú también —replicó Ling, devolviéndole el abrazo. Mientras Sera se alejaba nadando, miró hacia atrás a Ling. Su amiga se veía muy chiquita a la distancia, muy sola. —Sí, tenemos que salvar al mundo, Ling... ¿pero quién va a salvarnos a nosotras? —se preguntó en voz alta.

Y después se volvió y comenzó el largo viaje de regreso a casa. OCHO —Usted no es la Princesa Neela —descartó el subasistente del tercer ministro del Interior de Matali, que dependía de la sobresecretaría de la Sala de Audiencias del emperador—. La Princesa Neela ni muerta se dejaría ver vestida así. Usted es una impostora. Obviamente perturbada. Tal vez peligrosa. Debe irse del palacio ahora mismo o llamaré a los guardias. Neela gruñó. Había estado discutiendo con el subasistente, el guardia de la Sala de Audiencias del emperador, durante diez minutos seguidos. Y eso fue después de discutir con el asistente ejecutivo del guardia de la reja levadiza, el asistente superior de la escolta de los Jardines del Emperador y el administrador jefe adjunto, dos veces removido del cargo, del gran vestíbulo exterior. Había llegado al palacio hacía una hora. Después de sumergirse en el espejo dentro del Incantarium de las brujas de río, se había perdido en Vadus y le había llevado mucho tiempo encontrar el rumbo correcto nuevamente. Al final, otro espejo la había llevado a una tienda de ropa en Matali, Por suerte, el lugar estaba tan lleno de gente, que nadie se dio cuenta cuando apareció de pronto en el vestidor. Nunca había estado tan feliz de volver a casa. Cuando salió nadando de la tienda, localizó el palacio y, como siempre, de sólo verlo con sus domos dorados fulgurantes, sus columnas elevadas de cristal de roca y sus arcos abovedados, se le cortó la respiración.

El corazón del palacio era un octágono enorme de mármol blanco, flanqueado por torres. La bandera de Matali —un estandarte rojo con un dragón boca de navaja rampante que sostenía un huevo azul plata en sus garras— flameaba en cada una de ellas. El palacio había sido construido por el Emperador Ranajit hacía diez siglos, en una plataforma rocosa de aguas profundas frente a la costa sudoeste de la India. Cuando los emperadores que le sucedieron se quedaron sin espacio en la plataforma original, construyeron sobre afloramientos cercanos y conectaron el viejo palacio con los nuevos edificios por medio de puentes cubiertos de mármol. Delicados y elegantes, los pasajes permitían a los cortesanos y ministros que habitaban en los afloramientos trasladarse de ida y vuelta al palacio sin que sus vestiduras oficiales se arrugasen con las corrientes. A medida que Neela se había ido acercando, vio que el palacio lucía diferente. Las ventanas estaban cerradas con postigos y las puertas con llave. Había miembros del Pánt Yod'dhadm, los guerreros acuáticos de Matali, patrullando el perímetro. —Disculpe, ¿podría decirme qué sucede? ¿Por qué el palacio está rodeado de guardias? —le preguntó a un hombre sirena que pasaba. —¿Estuvo viviendo bajo una roca? ¡Nos estamos preparando para la guerra! El emperador y la emperatriz fueron asesinados. El príncipe heredero ha desaparecido. Todo Matali está bajo ley marcial —explicó el hombre sirena—. Ondalina está detrás de todo: tome nota de lo que le digo. Neela estaba tan aturdida que tuvo que sentarse. Sintió que las palabras del hombre eran como un puñal en su corazón. Durante el caos del ataque

a Cerúlea, ella había quedado separada de su familia. En los días que siguieron, había supuesto que los habrían tomado prisioneros, pero nuca pensó que los invasores los matarían. Su tío Bilaal y su tía Ahadi... muertos. El dolor le había pegado de lleno. Hundió la cabeza entre sus manos. ¿Por qué? Su tío había sido un gobernante justo y su tía, amable y de buen corazón. Y Mahdi... había desaparecido. Eso significaba que ahora sus padres eran emperadores. ¿Yazeed estaría con ellos? ¿Habría escapado de la matanza? Después de unos minutos, Neela había levantado la cabeza. Se dio cuenta de que sentada en un banco no estaba ayudando a nadie. —Levántate y haz algo —se dijo a sí misma. Había peleado para abrirse camino entre guardias y burócratas con el fin de llegar a la Sala de Audiencias del emperador y ahora quería entrar. Necesitaba ver a sus padres y contarles todo lo que había pasado. Lo que no necesitaba era pasar un solo minuto más discutiendo con el subasistente. —¡Yo soy la princesa! Estaba en Cerúlea cuando fue invadida. He estado nadando desde entonces. ¡Por eso tengo este aspecto! —gritó, golpeando la aleta de la cola con frustración. —¡Ah! ¿Lo ve? Más pruebas de que usted es una impostora —dijo el subasistente con aire de suficiencia—. La Princesa Neela jamás grita. Neela se inclinó cerca de él. —Cuando mi padre descubra que estuve aquí y usted me echó, ¡va a ser guardia del escobero! El subasistente, nervioso, se dio unos golpecitos en el mentón. —Supongo que puede llenar este formulario —dijo. Buscó en los estantes detrás de él—. Estoy seguro de que tengo uno en algún lugar. ¡Ah!

Aquí: Pedido oficial para que se considere la solicitud de petición de la posibilidad de obtener permiso para ingresar ante la presencia real. Neela, hirviendo de furia, dijo: —Si lleno esto, ¿va a dejarme entrar? —Dentro de seis meses. Semana más, semana menos. En ese momento, se abrieron las puertas de la Sala de Audiencias del emperador y salieron tres oficiales. Aprovechando la oportunidad, Neela los rodeó y se metió en la sala, lo cual le puso los nervios de punta al subasistente. —¡Espere! —gritó—. ¡Tiene que llenar un formulario! ¡Así es como se hacen las cosas! ¡Así es como se hizo siempre! La Sala de Audiencias del emperador era increíblemente suntuosa, diseñada para impactar tanto a los amigos como a los enemigos del reino. Las ventanas en arco estaban cubiertas con delicadas cortinas de coral. Las paredes de mármol tenían incrustaciones con imágenes hechas a mano de la realeza matalina, de lapislázuli, malaquita, jade y perlas. Había cientos de antorchas de lava, con sus globos de vidrio teñidos de rosa, que proyectaban un brillo halagador. Había murtis, estatuas de espíritus divinos del mar, apoyadas en nichos en la pared. El inmenso techo abovedado del cuarto estaba hecho de pedazos de cristal de roca facetados, que capturaban la luz y la proyectaban sobre dos tronos dorados, ubicados sobre una tarima alta. En esos tronos se sentaban Aran, el nuevo emperador, y Sananda, la emperatriz. Debajo de ellos, había una multitud de cortesanos. Neela contuvo la respiración, atónita por un segundo ante la vista de sus padres en sus opulentas vestiduras de estado. Parecían casi

envueltos en ellas y muy distantes en sus tronos elevados. Ella sabía que había reglas para acercarse al emperador y la emperatriz, y que hasta ella debía seguirlas, pero la alegría de ver a su madre y a su padre la conmocionó tanto que se olvidó del protocolo real y nadó como un rayo hacia ellos. También se olvidó de los guardias del palacio, que estaban posicionados en un círculo cerrado alrededor del emperador y de la emperatriz. Cuando ella se acercó, desenvainaron sus espadas y la detuvieron. —¿Quién autorizó a este espadachín a presentarse en el palacio real? —tronó Khelefu, el gran visir. Neela estaba casi irreconocible. Tenía el pelo rubio decolorado recogido en un rodete sobre la cabeza y llevaba una chaqueta abrochada con anzuelos. —Khelefu, ¿no me reconoces? —preguntó ella, molesta. El gran visir, imponente en su chaqueta azul y turbante dorado, ni siquiera la saludó, —No sabemos cómo entró, señor —respondió el guardia. —Va a haber que llenar los formularios —dijo Khelefu en tono amenazante—. Muchos formularios. Sáquenla de inmediato. —¡No, espera! ¡Khelefu, soy yo, Neela! Anonadada ante el ruido indecoroso, la corte hizo silencio. Al oír el nombre de su hija, Sananda giró hacia las voces, con un gesto de esperanza en la cara. Cuando vio a la joven sirena hecha un desastre, este se tornó en un gesto de desilusión y amargura. —Llévatela, Khelefu —ordenó, haciendo un ademán

con una mano cargada de joyas. —Mata-ji ¡Soy yo, tu hija! —gritó Neela. Sananda resopló, con una mirada de desprecio en la cara. —Mi hija nunca... —Y dejó de hablar—. Alabada sea Neria —susurró. Nadó hasta Neela y le echó los brazos al cuello. Aran la siguió y envolvió a su mujer y a su hija en un fuerte abrazo. Después de un momento, los tres se soltaron y Sananda tomó la cara de Neela entre sus manos. —Pensé que nunca iba a volver a verte. Pensé... pensé que estabas... —Shhh, mata-ji. No hablemos de eso —reconvino Aran con voz ronca—. Ya está aquí. Sananda asintió con la cabeza. Besó a Neela otra vez y después la soltó. —¿Yazeed está aquí? —preguntó Neela esperanzada. —No —dijo Aran con tristeza—. No hemos oído nada de él. Nada de Mahdi. Neela asintió con la cabeza, tragándose su decepción. —Esperaba que de algún modo hubieran escapado. —No tenemos que perder la esperanza —afirmó Aran —. ¿Sabes qué le pasó a Serafina? ¿Y a Desiderio? —Sera está viva. Des, no sé. —¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¡Ya caminábamos por las paredes de la preocupación! —exclamó Sananda. Al notar de pronto todos los ojos y oídos a su alrededor, Neela bajó la voz. —La situación es muy... difícil. Y muy urgente. En el té, les cuento. El té era una comida liviana, a la tarde, que la familia real se servía en un comedor privado, lejos de la corte. Neela sabía que allí iba a poder hablar sin que la oyesen. Su experiencia

le había enseñado a ser precavida. Podía haber espías en cualquier lado. —Khelefu, vamos a tomar el té ahora —informó Aran. —¿Ahora, Su Alteza? Eso no es lo habitual. Recién son la tres y veintiuno y el té siempre se sirve puntualmente a las cuatro y cuarto — replicó Khelefu. —Ahora, Khelefu. Khelefu agachó la cabeza con un gesto triste. —Como usted desee. Antes de que pudiera cumplir la orden de Aran, sin embargo, un ministro —ansioso y pálido— se le acercó y le susurró al oído. Khelefu escuchó, asintió con la cabeza y luego anunció: —Se llamó a una reunión urgente del gabinete de guerra. Su Alteza. Se requiere su presencia. —Ya voy —respondió Aran. Se volvió hacia Neela—. Me temo que el té va a tener que esperar. —Pita-ji, ¿estamos...? —Neela no pudo soportar terminar su pregunta, —¿En guerra? —completó Aran—. La mayoría del gabinete está a favor de atacar Ondalina. Nuestros consejeros están convencidos de que Kolfinn está detrás de los asesinatos de Bilaal y Ahadi. Creen que pueden estar reteniendo a Mahdi y Yazeed como prisioneros. Me temo que ya no es una cuestión de si vamos a entrar en guerra o no, sino más bien de cuándo vamos a hacerlo. Mandé un mensaje a los gobernantes de todos los reinos pidiendo un Consejo de las Seis Aguas. —Meneó la cabeza—. Pero con Isabella supuestamente muerta y Kolfirm al ataque, va a ser un Consejo de Cuatro, si es que se llega a reunir. Ahora tengo que reunirme con mis propios consejeros. —Besó a Neela—. Nosotros vamos a hablar en un ratito, hija mía. Neela lo observó alejarse nadando. Su porte era

majestuoso y sereno, pero tenía los hombros vencidos. Era un segundo hijo y no había sido preparado para ser emperador. Neela notó que la muerte de su hermano, junto con sus nuevas responsabilidades, le pesaban mucho. «Pronto le voy a sumar más preocupaciones», pensó. —Khelefu, busca a Suma. Dile que atienda a la princesa. Haz que le lleven comida y bebida a su cuarto, que le preparen arena para exfoliarse y le dispongan ropa limpia —mandó Sananda. —Sí, Su Alteza —asintió Khelefu. —Pero mata-ji, hay cosas que tengo que decirte. Ahora. No pueden esperar. ¿Podemos ir a tus aposentos privados? Sananda miró con atención la cara de Neela y frunció el entrecejo, preocupada. —¿Qué? ¿Qué pasa? —inquirió Neela. —¡Tienes ojeras! Estás muy demacrada —dijo Sananda—. Y... perdóname, pero soy tu madre y tengo que decirlo, tienes una arruga en la frente que antes no estaba. Consternada, Sananda chasqueó los dedos y trajeron un plato de chilaguondas. Ella tomó una de inmediato. Abrió grandes los ojos cuando vio que Neela no tomaba ninguna. —¿Qué pasa, mi amor? ¿Te sientes mal? —Estoy bien. Es sólo que no tengo hambre — respondió Neela. Neela había perdido su gusto por las golosinas durante el tiempo que estuvo con las iele. Aprender convocas y otros hechizos difíciles la había absorbido tanto, que se había olvidado por completo de los bing bangs, los ze zés y ese tipo de cosas. Suma, el amah de Neela, entró nadando en el cuarto. La vieja niñera le echó un solo vistazo

y empalideció. —¡Gran Neria, niña, su pelo! Neela suspiró con impaciencia. Había sobrevivido el violento ataque a Cerúlea y había escapado de Traho y de Mfeme. Había atravesado mares traicioneros para llegar a las iele y le habían encomendado la tarea de destruir a Abbadón... y ahora tenía que escuchar a su madre perdiendo la cabeza por una arruga en la frente y a su amah armando un escándalo por su pelo. Suma, con las manos temblorosas, sacó un puñado de ze zés del bolsillo. Le ofreció uno a Neela. —No, gracias. Suma —declinó Neela con un dejo de irritación en la voz. No vio a su madre agarrar la sarta de perlas que llevaba, pero Suma sí. —Hija, tenemos que sacarle estos harapos espantosos —dijo el amah con dulzura—. Es obvio que pasó por una gran odisea. Voy a hacer traer refrescos y después puede descansar. —¡No quiero cambiarme de ropa y no quiero descansar! ¡Tengo que hablar con mi madre! — insistió Neela. —¡La emperatriz! —chilló una voz. Neela giró y vio a dos damas de honor que nadaban rápido hacia su madre. Agarraron a Sananda justo cuando iba a desmayarse. Una tercera dama trajo rápido un abanico de mar y lo agitó sobre su cara. — ¡Mata-ji! —gritó Neela, nadando hacia ella, Sananda la alejó haciendo un gesto con la mano. —No es nada, cariño. Estoy bien —dijo con una sonrisa débil—. Sólo necesito sentarme. —Venga, princesa. Deje respirar a la emperatriz —dijo Suma, rodeando a Neela con el brazo—. Está muy abrumada. Ya sabe lo sensible que es. El pelo despeinado la altera mucho.

—Pero Suma... —Shhh, bien. Vamos a ocuparnos de su aspecto. Verla en un sari limpio y con algunas lindas joyas le va a venir de maravillas. Neela respiró hondo, deseando tener paciencia con su madre y su amah. No era la misma sirena que había dejado Matali hacía unas semanas. No era culpa de ellas que todavía no lo supieran. —Está bien. Suma —dijo—. Voy a lavarme y a cambiarme la ropa. Pero no voy a descansar. De hecho, en cuanto mi padre termine con el consejo, quiero verlo. Neela se encaminó hacia sus aposentos. Estaba mirando hacia adelante, así que no vio cuando su amah miró por sobre el hombro, buscó los ojos de la emperatriz y se cruzaron miradas alarmantes. NUEVE —¿Una kootagulla, priya? —preguntó Aran, ofreciendo a Neela un platillo con pasteles de muchas capas. —No, gracias, pita-ji —dijo Neela. Aran le echó una mirada preocupada a su esposa. Dejó ese platillo y tomó otro. —¿Una pompasuma, entonces? —No, no tengo hambre. Como decía... Neela y sus padres estaban tomando el té. Neela se había cambiado la ropa y había vuelto a su tono natural de cabello. Su madre se había recuperado de su desmayo. Su padre había terminado su reunión. Habían mandado a llamar a Neela y se habían encontrado todos en el comedor de su residencia. Por fin, Neela había podido contar a sus padres lo que le había pasado. Cuando terminó su relato, tomó un sorbo de su té almibarado y

volvió a apoyar la taza en su delicado platillo de porcelana. Su mascota Ooda, un pez globo, feliz de verla otra vez, nadó en círculos alrededor de su silla. Neela rascó la cabeza del pececito, muy aliviada de estar en casa. Después de muchos días en las corrientes, evitando que la capturaran, se sentía segura y a salvo en el palacio. Aquí no podía sufrir ningún daño. Sus padres iban a saber cómo protegerla. También iban a saber cómo proteger a sus amigas. Ahora Neela esperaba que su padre le dijese la mejor manera de encontrar los talismanes y de deshacerse de Abbadón. Pero Aran no le dijo cómo. En cambio, se recostó en su silla, con sus ojos oscuros muy abiertos en su cara agobiada. Después miró a su esposa, que se echó a llorar. —Mata-ji, ¡no llores! ¡Está todo bien! —la consoló Neela—. Ya estoy aquí. Estoy bien. Está todo bien. —No, no lo está —replicó Sananda—. Supe que algo estaba mal apenas te vi con ese atuendo espantoso. Se lo dije a tu padre no bien llegó de su reunión. Eres otra. Suma me contó que en realidad conservaste esa ropa horrenda, que no la dejaste que la tirase. Y rechazaste un plato de pompasumas. ¡Tú nunca le dices que no a una pompasuma! Neela apretó los dientes. Tomó una golosina y la puso en su plato. —Discúlpame —dijo, tomándole el pelo a su madre —. Pero estoy un tanto distraída con todo lo que pasó. En realidad, no. No estoy distraída. Estoy aterrada. Estoy aquí, tomado té, mientras Abbadón se hace más fuerte. Tengo que contactarme con Serafina y averiguar si logró volver a Cerúlea. —¡No vas a hacer semejante cosa! —vociferó

Sananda bruscamente. Hizo señas a un guardia para que viniera y lo mandó a buscar a Suma. —Pero... —empezó a decir Neela. —Tú no estás bien, pobre hija mía. Tienes que descansar —intervino Aran con una expresión dolorida en la cara—. Estas terribles experiencias te destrozaron la mente. Neela miró a su padre desconcertada. —¿Qué estás diciendo, pita-ji? Mi mente está completamente bien. Aran cubrió la mano de Neela con la suya. —Piensa en lo que acabas de decirnos. Que los sueños son reales. Que las brujas de los cuentos existen. Que hay un monstruo maligno en el mar del Sur y un terragón bueno en un palazzo. Necesitas ayuda y vas a tenerla. De la mejor. No tienes que preocuparte. Va a quedar todo entre nosotros, en secreto. Nadie va a saberlo. —Espera un minuto —habló Neela, sin poder creer lo que oía—. ¿Ustedes creen... ustedes creen que estoy loca? Al oír la angustia en la voz de su ama, Ooda empezó a inflarse. —No, priya, loca no. Tu madre y yo... pensamos que tuviste un shock terrible, eso es todo — explicó Aran con ternura—. Sólo los dioses saben lo que has visto. El ataque a Cerúlea, perder a tu tío y a tu tía, la violencia que sufriste a manos de los invasores... esas cosas habrían enloquecido a cualquiera. Es sorprendente que hayas podido escapar de este terrible Traho y nadar de vuelta hasta aquí desde su campamento. —Pero no nadé de vuelta hasta aquí desde su campamento. ¡Nadé desde la cueva de las iele! dijo Neela, levantando la voz. Aran miró a Sananda. —Descanso y tranquilidad —decretó. —¡Todo lo que dije era verdad! Alguien está

tratando de liberar al monstruo. ¿No ven el peligro en el que estamos? —inquirió Neela, alterada. —Comida blanda. Colores pálidos —dictó Sananda. —¡Tengo que contactarme con Serafina! ¡Ahora! — protestó Neela, con desesperación en la voz. Suma apareció en la puerta. —¿Usted me mandó llamar. Su Alteza? —La princesa no está bien. Llévela de nuevo a su cuarto y vigile que no la molesten. —Sí, Su Alteza —dijo Suma. Nadó hasta Neela y la tomó del brazo—. Venga, princesa. —Va a estar todo bien. Ya vas a ver —indicó Sananda a su hija—. Kiraat, el medica magus, va a examinarte. Bajo sus cuidados, vas a volver a tus cabales. —¡No, eso no va a pasar! —exclamó Neela—. ¡Porque nunca me salí de ellos! —Vamos, princesa —la calmó Suma—. No hace falta hacer un escándalo. —Neela, hija, ve por las buenas. Por favor — pidió Sananda, otra vez con lágrimas en los ojos —. No me hagas pedirles a los guardias que te escolten. Nadie quiere eso. Neela abrió la boca para discutir y la cerró otra vez al ver que era inútil. Cuanto más discutía con sus padres, más les confirmaba su idea de que se había vuelto loca. —Están cometiendo un gravísimo error —advirtió ella. Su madre la besó. Luego lo hizo su padre. Neela no les devolvió el beso. Suma la condujo fuera del comedor, tratándola como una gallina a sus pollitos, al igual que cuando era una niña, pero Neela apenas la oía. Ooda, ya redonda como una luna llena, las siguió. Mientras nadaba hasta su cuarto por el

pasillo largo, cubierto de espejos, con Suma tomándola fuerte del brazo, Neela oyó otra cosa. Algo oscuro. Algo grave y gorgoteante. Sonaba como Abbadón riendo. DIEZ —¿Oíste eso? —preguntó Neela. —¿Oír qué? —dijo Suma. —Risas. —Estoy segura de que son los mozos de cuadra. Los establos están debajo de nosotros. Neela se liberó de la mano de hierro de Suma y nadó hasta una ventana cercana. Había un mozo de cuadra nadando por el patio del establo, guiando a un hipocampo rebelde. No estaba riéndose. «Era Abbadón, estoy segura. ¿Pero cómo lo oí?», se preguntó inquieta. «No hice un ochi para espiarlo y, a diferencia de Ava, no tengo el don de la visión. Quizá tengan razón. Tal vez esté volviéndome loca». Suma tomó a Neela del brazo otra vez y la llevó a los tirones. —¡Suéltame! ¡Me tratas como a un bebé! —Porque se comporta como tal. Ahora venga aquí. Esta actitud de no cooperar es otro síntoma más de su demencia —razonó Suma, sabiamente. —¡¿Demencia?! —espetó Neela—. ¡No estoy demente! —Ah. Ahí tiene la prueba. Los locos nunca piensan que están locos —apuntó Suma. —Estoy preocupada y asustada. Suma. Porque están ocurriendo cosas en los mares. Cosas malas. Y mis padres no se están ocupando de ellas. Suma chasqueó la lengua. —Es toda esta preocupación lo que arruinó su cara y su mente. Pero claro que su cara es más

importante. Tiene que dejar de preocuparse, niña. El Emperador Aran no va a dejar que nos pase nada malo. Él va a hablar con los consejeros y ellos van a resolver todo. Así es como se hacen las cosas. Así es como se hicieron siempre. Neela, al ver que no iba a llegar a ninguna parte con su amah, se quedó callada. Unos minutos más tarde, llegaron a las habitaciones. —Aquí estamos —expuso Suma—. Mandé a buscar una taza de leche de morsa antes de ir a buscarla. Todo va a verse mejor después de una rica bebida caliente, ya va a ver. ¡Basta con eso, Ooda! Ooda estaba tan afligida por la desdicha de Neela que se había inflado hasta proporciones dolorosas. Ante la mirada de Suma y Neela, empezó a girar en círculos y subió flotando hasta el techo. —Déjala. Va a bajar cuando esté lista —indicó Neela. Ella estaba acostumbrada a las travesuras de Ooda. Suma se movió afanosamente por el cuarto, corriendo las cortinas. Después, cepilló el cabello largo de Neela hasta que lo hizo brillar. Cuando terminó, entró una sirvienta con la leche de morsa y un plato de golosinas. —Ahora descanse, princesa —dijo—. Pronto va a venir el sabio Kiraat y va a hacerla entrar en razones. Neela hizo una sonrisa forzada. Se recostó en un diván peludo, suave. Suma la cubrió con una manta de seda marina y luego se fue y cerró la puerta sin hacer ruido. En cuanto sintió el clic de la puerta, Neela se quitó la manta. Nadó hasta su ropero y bajó su bolso de mensajero del estante. Las

piedras de transparocéano que le había dado Vrája todavía estaban ahí. Puso algo de dinero marino en el bolso, junto con su atuendo negro de espadachín y algo más de ropa. Su enojo no había disminuido nada; sólo había aumentado. ¿Tomar leche de morsa? ¿Comer golosinas? ¿Descansar? ¡Difícil que lo hiciese! Iba a escaparse disimuladamente y a dirigirse a Cerúlea. Tomó una piedra de transparocéano de su bolso. Iba a hacer el hechizo y después arreglárselas para salir del palacio. ¿Pero había guardias en el pasillo? Si así fuera, verían cuando su puerta se abriera y se cerrara. Iba a tener que verificarlo. Neela agarró el picaporte y lo giró, pero no pasó nada. La puerta no se abría. Suma la había encerrado. ONCE La entrada subacuática al palazzo del duca estaba cubierta en sombras. Los globos de lava que flanqueaban las puertas altas, dobles, ya no estaban. Las caras talladas en piedra estaban en silencio. Serafina golpeó una de las puertas. Se abrió de golpe al tocarla. «Qué extraño», pensó. «¿Por qué no está con llave?». Observó hacia arriba y abajo de la corriente, inquieta. Aquí y allá, iba o venía una figura sombría, pero la mayoría de los palazzos estaban bien cerrados, sus ventanas con postigos. La Laguna se veía muy distinta de la última vez que ella había estado allí. Serafina también se veía diferente. Nadar durante varias semanas seguidas había tomado su

cuerpo delgado y firme. Tenía los pómulos más marcados bajo la piel. Su ropa estaba raída y manchada de limo. Estaba tomando el aspecto fuerte y errante de una sirena que ha estado en las corrientes durante demasiado tiempo. Había dejado a Ling hacía una semana y había nadado en dirección oeste hacia el Mediterráneo, después al norte hacia el Adriático, manteniéndose en las contracorrientes solitarias durante todo el trayecto. Sabía que volver a Cerúlea iba a ser extremadamente peligroso. Antes de intentarlo, quería obtener la mayor cantidad de información posible por parte del duca sobre el número de tropas que todavía había en la ciudad y las ubicaciones de las casas seguras que hubiera. Esperaba que tuviese noticias de su familia, también. De los Matali. Y de Blu. —¿Hola? —llamó, mientras cruzaba la entrada nadando—. ¿Hay alguien aquí? ¿Blu? ¿Grigio? Nadie respondió. Avanzó por el pasillo con cautela. Empezaron a erizársele las aletas. Apenas salió a la superficie de la piscina del duca, supo que algo estaba muy mal. Dentro de la biblioteca estaba oscuro. No había faroles encendidos, ningún fuego ardiendo. Se subió al borde de la piscina y al hacerlo, se cortó la palma de la mano con un trozo de vidrio roto. —¡Ay! —gritó sacudiendo la mano—. ¿Duca Armando? —llamó—. ¿Está aquí? No hubo respuesta. Alrededor de una docena de medusas bioluminiscentes flotaban en la piscina. Hizo un illuminata sobre ellas y se encendieron brillantes. A la luz de su resplandor azul, pudo ver bien la biblioteca. Dio un grito ahogado cuando sus ojos recorrieron las estatuas rotas y las pinturas tajeadas. Habían tumbado las estanterías y pisoteado su contenido. Los

muebles estaban destrozados. De pronto, oyó pasos. Venían rápido. Algo silbó en el aire por encima de su cabeza. Ella se metió a la piscina dando un salto de espaldas. Cuando salió a la superficie, vio una sartén flotando en el agua y una mujer aterrada, parada en el borde. —¿Filomena? ¡Soy yo, Serafina! —Oh, mio Dio! Che cosa ho fatto? Mi dispiace tanto! —dijo Filomena entre lágrimas. —Estás hablando demasiado rápido. No te entiendo. ¿Hablas sirenés? Filomena asintió con la cabeza. —Disculpe, principessa —dijo, con la voz entrecortada y vacilante—. Non ho visto que era usted. Creí que Traho y sus soldados sono venuti otra vez. —Se puso a llorar—. El duca está muerto. Oh, principessa, está muerto. —Se sentó pesadamente. —¡No! —gritó Serafina. Con brazos temblorosos, se impulsó fuera del agua y se sentó en el borde de la piscina, junto a Filomena. — Ha passato la noche que usted y la Princesa Neela erano aquí —contó Filomena—. Los hombres que vinieron... los humanos... ellos lo torturaron. Después, lo mataron. Sera se sintió afligida por la culpa. —Fue por culpa nuestra, ¿no? —apuntó—. Por Neela y por mí. El duca murió por culpa nuestra. Filomena meneó la cabeza. —No, ragazza. Ellos sapevano que ustedes escaparon, y lo mataron igual. Quieren informazione. Creían que el duca la tenía. «Los talismanes», pensó Serafina. —Por favor, Filomena, es muy importante — insistió Serafina con la mayor suavidad posible —. Los hombres que vinieron aquí, ¿oíste lo que

dijeron? Filomena se presionó los talones de las manos contra la frente, como si quisiera empujar sus recuerdos fuera del cerebro. — Uno degli uomini. Tenía anteojos —relató. —Rafe Mfeme —dijo Serafina. —Sí, Él gridò al duca. Lo mismo, una y otra vez. Él le pegó... a un anziano, un hombre amable... —Ella se deshizo en lágrimas otra vez. Serafina la tomó de la mano. —¿Qué decía? —Él decía: «¿Dónde está? ¿Dónde está la Piedra de Neria?» Y el duca, él ha detto que non sapeva. Pero Mfeme no le creía. Serafina maldijo para sus adentros. Ahora estaba segura de que Traho sabía lo que eran los talismanes. Se lo había dicho a Mfeme y lo había enviado a buscarlos. ¿Pero cómo lo sabía? Ni las iele lo sabían. ¿Había ido a Atlántida y había encontrado a lady Thalia? No, no podía ser. Thalia había dicho que ella había estado sola desde la destrucción de la isla. —¿Mfeme dijo algo más? —preguntó Serafina. —No, pero él se llevó algo: una pintura. De María Teresa. Serafina se acordaba del retrato de la hermosa infanta de España, de sus ojos tristes, de su ropa suntuosa y sus magníficas joyas. Ella se había ahogado hacía siglos, cuando su barco había sido atacado por piratas. —¿Tienes idea de por qué? —preguntó Sera. Filomena meneó la cabeza. Serafina tenía una pregunta más. Tuvo que armarse de todo su valor para hacérsela. —¿Sabes lo que pasó con los praedatori? Uno de ellos. Blu, estaba gravemente herido. —No, C'era una grande pelea. Hirieron a algunos praedatori. A algunos los mataron. C'erano

cadaveri en el agua. Non ho potuto mirarlos. Lo siento. La voz se le quebró y Serafina supo que no podía presionarla más. —Gracias por decirme todo esto, Filomena —le dijo—. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a quedarte aquí? —Sí, sí. El hijo del duca, él verrà de Roma pronto. Él es el duca ahora. Me pidió que me quedara. —Apretó la mano de Serafina—. Pero usted, usted váyase ya, principessa. Aquí no es seguro para usted. Serafina la abrazó y estaba por despedirse, cuando Filomena agregó: —¡Ah, principessa, me ho dimenticato! El duca, él le dejó algo para usted. Salió apurada del cuarto y después volvió con una pequeña caja de madera. —Él mi ha dato esto. La noche que usted y la Princesa Neela sei venuto. Después de que ustedes si va a letto. «Llegado el caso de que me pasara algo, dale esto a la principessa», dijo. Yo lo escondí en mi cocina debajo di los tomates. Serafina abrió la caja. Contenía veinte trocus de oro y un caracol chiquito. Se lo llevó al oído. El sonido de la voz del duca le estrujó el corazón. Mi queridísima principessa: Esta noche recibí noticias. Tu tío está vivo y lo vieron en el estrecho de Gibraltar. Mi fuente me dice que en realidad se dirige al mar del Norte en busca de una alianza con los kobold. Tenemos que aguardar sin perder la esperanza hasta ver qué nos deparan los días que tenemos por delante. Si pasa algo, si me atrapan o me matan, no vayas

a tu hogar Ve a Matali. Los praedatori van a escoltarte a ti y a la Princesa Neela hasta el palacio. Los Matali son amigos incondicionales de Miromara y van a ofrecerte asilo. Si no sigues mi consejo —y me temo que no lo harás— ten en cuenta que Cerúlea es un lugar muy peligroso. No dejes que te vean. Hay una casa segura en el fabra. Calle Basalto 16. La contraseña es estrella de mar. Sé valiente, principessa. Sé precavida. No confíes en nadie. Siempre tuyo. Armando Serafina bajó el caracol. Su tío Vallerio — hermano de su madre y generalísimo de Miromara— estaba vivo. La invadieron la esperanza y la felicidad. Si él triunfaba en sus esfuerzos con los kobold, iba a poder reunir un ejército y recuperar Cerúlea. Los duendes del mar eran guerreros temibles. Si alguien podía echar a los invasores, eran ellos. La felicidad de Serafina se opacó de golpe, sin embargo, cuando volvió a su mente el recuerdo de la visión de Ava, la que habían compartido cuando Ava hizo un convoca en la cueva de las iele. En esa visión, los duendes eran sus enemigos, no sus aliados. Se había visto a sí misma en un campo de batalla, posicionando a los soldados. En el otro extremo del campo había un ejército de duendes. Uno de sus soldados se había acercado sigilosamente por detrás de Sera y había blandido su hacha sobre ella. Sera se dijo que había una explicación muy simple. Había cuatro tribus de duendes: los feuerkumpel, los holleblaser, los meerteufel y los ekelshmutz. Tal vez una de ellas se había puesto del lado de Traho y en su visión era esa tribu contra la que ella se había estado preparando para atacar.

—¿Va a ir a un lugar seguro ahora? —preguntó Filomena. —Voy a Cerúlea —respondió Serafina. A pesar de lo que le había aconsejado el duca, sabía que eso era lo que tenía que hacer. —¿Cómo va a llegar allí? La Laguna é piena de soldados. Nunca va a poder llegar así —dijo Filomena, señalando el atuendo de espadachín de Serafina—. Si cruza la Laguna nadando, tiene que parecerse a un lagunense. Serafina hizo un hechizo illusio. Su pelo se tiñó de rosa. —No —declaró Filomena—. Ahora si guarda come una anémona. Serafina hizo otro hechizo. Se le tiñó de verde. —Ahora si guarda come un sapo. Hágase el pelo negro otra vez. Pero largo. Serafina lo intentó y Filomena sonrió. Tomó la chalina roja de seda que llevaba alrededor del cuello, la colocó alrededor de la cabeza de Serafina y se la ató con un nudo detrás de la nuca dejando colgar las puntas. Después, fue a la cocina a buscar su monedero y volvió con una selección de maquillaje. —¿Maquillaje de térra? Se me va a salir —apuntó Serafina. —Este maquillaje es a prueba de agua. ¿Qué otra cosa iban a usar las mujeres de Venecia? —se preguntó Filomena. Delineó bien fuerte los ojos de Serafina con un lápiz kohl y le dibujó un lunar. Después le pintó los labios de rojo oscuro. Al final, le puso sus propios aros de oro con forma de argolla en las orejas. Dio un paso atrás, evaluó su trabajo y frunció el entrecejo. —La ropa, no buona. ¿No si puo fare una canción

para la ropa también? Serafina miró su túnica negra. La transformó en un vestido largo negro. En una túnica floreada. Un vestido rojo. Filomena meneó la cabeza ante todas las transformaciones. —No, como yo —aconsejó. Se desabrochó los primeros botones de la blusa. Debajo, llevaba un corsé muy lindo. —De acuerdo —dijo Serafina escéptica. Cantó una nueva canción mágica y al minuto, la parte de arriba de su túnica se había convertido en un corsé y la de abajo en una falda corta, con mucho vuelo. —¡Sí! ¡Mucho mejor! —exclamó Filomena—. Sólo el top, hágalo más grande. Serafina cantó otra vez. El corsé se expandió tanto que casi se le cayó. Filomena meneó la cabeza con impaciencia. — No, cara, no. La tua sfaldamento! —Puso las manos a los costados de sus enormes senos y se los levantó—. Capito? —dijo. —¿Hacerlos más grandes? ¡Ya me llegan hasta debajo de la barbilla adentro de esta cosa así como están! —¡Sí! Maggiore! ¡Más grandes! —reclamó Filomena. Serafina ajustó el corsé y luego se miró el escote. —Parece que tengo dos montañas marinas pegadas adelante. Con un abismo entre ellas —opinó. Observó su reflejo en el agua de la piscina—. ¡Lo único que puedo verme es el pecho! — Buono! Eso es lo que van a ver los soldati también —explicó Filomena—. No la cara. —Se puso de pie—. Ahora bien, non nuotare así, todo con los codos —describió, imitando las brazadas veloces de Serafina—. Las lagunenses nadan así. —Alzó la cabeza en alto, sonrió seductora y

avanzó con el pecho—. Donde fueres, haz lo que vieres. Cuando estés en la Laguna, haz como los lagunenses. ¡Mueva las caderas! ¡Agite las aletas! —Trataré —prometió Serafina indecisa, preguntándose cómo lograría menear las caderas como lo hacía Filomena—. Gracias —agregó, poniéndose en el bolsillo el dinero marino que le había dejado el duca—. Por todo. Filomena restó importancia a sus palabras con un gesto de desdén. —Tome esto —dijo, dándole su maquillaje a Serafina—. No ringraziarmi ahora. Agradézcame cuando si arriva del otro lado. —Si llego del otro lado —expresó Serafina. Después se sumergió en la piscina y desapareció bajo el agua. DOCE —¡Eh, sirenita, por aquí! —llamó a Serafina el jinete de la muerte. Él y algunos soldados estaban flotando afuera de un bar en la Corrente Larga, la carretera principal de la Laguna, mirándola con ojos desorbitados. El corazón de Sera palpitaba a lo loco, pero su cara no mostraba ningún miedo. Les sacudió su cola de pez y siguió nadando, sacando pecho, con la cabeza en alto, los mechones negros arremolinándose detrás de ella como gusanos cintiformes en aguas revueltas. «Mis dioses, ¿qué habría pasado si me reconocían?», pensó ella. Los soldados de Traho estaban por todos lados. Serafina sabía que tenía que salir de la Laguna, y rápido. Agradeció a Neria que era de noche. La

oscuridad, su maquillaje y su ropa hacían que luciera totalmente distinta de la princesita ingenua que miraba desde los carteles de «Se busca» que había por todos lados. Los soldados habían estado bebiendo; eso también ayudaba. Sera vio botellas de vino de posidonia, un vino dulce hecho de algas fermentadas, y de negra, una cerveza espumosa destilada de manzanas de mar ácidas. Hubo más silbidos y llamados de pez gato mientras ella nadaba corriente abajo. Ella pasó con arrogancia, sin prestarles atención. Los negocios estaban abiertos. A través de las ventanas, vio sirenas vendedoras envolviendo rápido las mercaderías. Los bares y los restaurantes también estaban repletos. Sus carteles —hechos de bioluminiscentes diminutos— lanzaban destellos brillantes. Los destructores —enormes medusas de las que colgaban largos tentáculos— flotaban encima de las entradas a las discotecas, golpeando a cualquiera que tratase de escabullirse sin pagar. No se habían llevado a ninguno de los residentes de la Laguna, al parecer, y Serafina enseguida se dio cuenta de por qué: la Laguna se había convertido en una gran barraca para muchas de las tropas de Traho, y los lagunenses eran necesarios para atenderlas. La puso furiosa ver a los invasores seguir a su antojo en aguas miromarenses como si fueran de ellos. «Mantén la calma. No falta mucho para llegar», se dijo a sí misma. Pasó por otro bar. Dos bares más. Vio una vinoteca sofisticada más adelante, en la base de un enorme coral amarillo. Nueve metros más allá, había una bifurcación en la corriente. Ella quería ir por la corriente de la izquierda, que

llevaba al sur. Una vez que estuviera fuera de la bulliciosa Corrente Larga, iba a poder alejarse nadando rápido. «Lento y constante, Serafina», se advirtió a sí misma. «Una aleta delante de la otra. No les regales el partido. Ya casi estás ahí». Justo cuando pasaba por la última discoteca de la corriente, un soldado —que se paseaba con sus amigos cerca de la entrada— estiró el brazo y la tomó de la muñeca. Sobresaltada, Serafina trató de liberarse pero no pudo. —No tan rápido, bella —le dijo—. Esta noche tengo ganas de oír el canto de una sirena hipnotizadora. «¿Una sirena hipnotizadora?» pensó Serafina horrorizada. Obviamente se le había ido la mano con el maquillaje y el escote. Las sirentas hipnotizadoras cantaban por dinero marino... y este imbécil con cara de morsa la había confundido con una, «¿Qué voy a hacer?», pensó. Decidió ir con él. No tenía opción. No podía darse el lujo de hacer un escándalo y llamar la atención. —¿Qué atrapó aquí, sargento? —gritó uno de sus amigos. Serafina entró en pánico. Si la llevaba con el resto su grupo, estaba muerta. Podía engañar a un borracho tonto, pero tal vez el resto de los compañeros del sargento no estuvieran tan pasados de copas. Pero en lugar de llevarla con los otros, el sargento la llevó hasta el resplandor de un poste de luz. Tenía un póster de ella pegado. «Oh, no», pensó Serafina. «Esto es peor todavía». —¿Cómo te llamas, cara? —preguntó él. Su aliento apestaba. Tenía la chaqueta desabotonada y le sobresalía su gran barriga.

—Lisabetta —respondió Serafina, tratando de alejarlo del poste. —Ah, eres tímida, ¿no? Déjame verte —le dijo llevándola de nuevo hacia la luz. Sus ojos la recorrieron toda—. Ah, sí. Tú vas a andar bien. Si tu voz es la mitad de linda que tu cara, vas a andar muy bien —dijo. Serafina rogó que no viera el póster de «Se busca» pero los dioses no la oyeron. Los ojos del sargento de pronto parpadearon y fueron de la cara de ella al póster y a su cara otra vez. —Te pareces un poco a la princesa fugitiva — comentó, levantándole la barbilla con el dedo. —Debe de ser porque siempre doy un trato de realeza a mi público —ronroneó Serafina. —¿Cuánto? Serafina no tenía idea. —Diez trocii —contestó. —¡Eso es una barbaridad! «Oh, gracias a los dioses», pensó Serafina. «No tiene el dinero». —Quizás en otra oportunidad —sugirió ella, tratando de alejarse. —Aquí —dijo el sargento, dándole diez monedas de oro—. Y mejor que valga la pena cada cauri. — Todavía sosteniéndola de la muñeca, la llevó tironeando de ella hasta la discoteca—. Vamos. Mi hombres sirena y yo queremos una canción. Sera tenía que pensar rápido, pero tenía tanto miedo que no se le ocurría nada. Tenía que escapar. No podía seguir con esto. Los soldados iban a darse cuenta de que ella no era una sirena hipnotizadora tan pronto como abriera la boca. Sera tenía voz fuerte y linda, y que conducía muy bien la magia, pero la voz de una sirena hipnotizadora tenía un tipo de magia muy

particular. Sus voces y las canciones que cantaban eran tan desgarradoramente bellas que los que las escuchaban se olvidaban de todo: de sus desilusiones y corazones doloridos, sus amores perdidos y sueños rotos. Algunos quedaban tan profundamente hechizados que se olvidaban hasta de sus propios nombres. ¿Qué harían cuando descubrieran quién era ella en realidad? Iban a encadenarla y a entregársela a Traho. El sargento la arrastró por un corredor a media luz. Había unas pocas antorchas de lava titilantes en la pared. «Podría agarrar una y pegarle en la cabeza con ella», pensó. «¿Pero qué pasa si le erro? ¿O si logro pegarle pero no noquearlo? Va a gritar y van a venir más jinetes de la muerte». Su miedo ya berreaba tan fuerte que amenazaba con apabullarla. Después oyó una voz distinta en su cabeza. «Piensa, Serafina, piensa. Gobernar es como jugar al ajedrez. El peligro viene de muchas direcciones, tanto de un peón como de una reina. Tienes que jugar con todo el tablero, no sólo con una pieza». Eran palabras de su madre. Isabella se las había dicho la mañana de su dokimí. «Juega con todo el tablero. Sera», se repitió para sus adentros. «Piensa». Ella y el sargento estaban llegando a una entrada de puertas dobles al final del corredor. Desde el otro lado, llegaban fuertes voces y risas. Ella trató de ir más despacio, de parar para hacer tiempo, pero el sargento le dio un tirón fuerte. Cuando lo hizo, su bolso golpeó contra su costado. Algo se entrechocó dentro. «¡Los regalos de Vrája!», pensó. La bruja les había entregado objetos mágicos a ella y a las

otras cuatro sirenas antes de que escaparan de las cuevas: piedras de transparocéano, bombas de tinta y frasquitos con pociones. Sera sabía que una piedra de transparocéano no iba a ayudarla. Los jinetes de la muerte iban a verla cuando hiciera el hechizo. Podían, sencillamente, bloquearle la salida hasta que el hechizo de invisibilidad se acabara. Dudaba de que la bomba de tinta pudiera ayudarla tampoco. Esos soldados, que lidiaban con dragones y bombas de lava, ni siquiera iban a pestañar ante una bomba de tinta. Con lo cual le quedaba el frasquito con la poción. «Es poción de lenguado, del lenguado de Moisés del mar Rojo. Los tiburones la detestan. Quizá los jinetes de la muerte también la aborrezcan», había dicho Vrája. «¿Por qué la detestaban los tiburones? ¿Qué hacía?», se preguntó Sera. No había habido tiempo de preguntar. Iba a tener que lanzarla dentro de la discoteca y rogar que se esparciera rápido por el agua hasta alcanzar a cada uno de los jinetes de la muerte. Pero ella también iba a estar en el agua. ¿Cómo podía protegerse de los efectos de la poción? El sargento abrió las puertas de un empujón. Sera ya no tenía tiempo. Metió la mano en su bolso, sacó el frasquito y lo escondió en la mano. Estalló una algarabía fuerte, estrepitosa, cuando el sargento entró en el salón, arrastrándola detrás. Los soldados aplaudieron ruidosamente. Sera hizo una sonrisa forzada. El sargento le liberó un espacio junto a la barra, echando a todos los hombres sirena a la otra punta del salón. Mientras se acomodaban. Sera juntó las

manos detrás de la espalda y sacó la tapa del frasquito. Sabía que tenía que actuar rápido, antes de que se terminara el ruido. —Ayúdame —pidió en voz baja, en el idioma pesca, a un miracielos que pasaba nadando—. Toma este frasquito y vuélcalo en las aguas que están por encima de las cabezas de los soldados. El pez se alejó como un rayo, asustado. —Ayúdame, por favor —le imploró en tortugués a una tortuga boba que llevaba una botella de vino en el caparazón—. No soy una sirena hipnotizadora. Tengo que escapar antes de que se den cuenta. Demasiado despacio, la tortuga dijo: —Si... yo... te... ayudo... van... a... matarme... Soy... prisionera... aquí. Serafina sintió un roce suave en la mano. Se arriesgó a echar un vistazo atrás. Era un pulpo. —Yo te ayudo —ofreció la criatura en molusqués—, si nos liberas a nosotros también. Nos sacaron de nuestras casas y nos usan como esclavos. Quiero volver a ver a mis hijos. —Lo haré, lo prometo —afirmó Serafina. El pulpo tomó el frasquito y se fue nadando. El sargento dejó de hablar. Extendió una mano hacia Serafina. Los soldados empezaron a golpear las mesas. —¡Que cante! ¡Que cante! ¡Que cante! ¡Que cante! —gritaban. Sera, con una sonrisa adherida a la cara, levantó una mano para pedir silencio. Por el rabillo del ojo, vio al pulpo moverse por el piso, pasar por debajo de algunas mesas, después trepar por la pared detrás de los soldados, mezclando su color con el entorno. La criatura inclinó el frasquito y nadó por sobre las cabezas de los jinetes de la muerte, dejando a su paso una cinta lechosa de poción.

Sera rogaba desesperadamente que nadie mirara hacia arriba. «¿Cuánto tardará la poción de lenguado en hacer efecto?», se preguntó. —¿Qué esperas, sirenita? ¡Canta! —gritó alguien. Sera trató de que no se notara el pánico que le subía por dentro. Inclinó la cabeza y la levantó despacio otra vez, tratando de ganar tiempo. —Será un placer para mí —declamó—. Pero primero quiero contarles una historia sobre una canción muy especial que voy a cantar para ustedes... —¡Nos importa un pepino la historia, hermana! — aulló otro— ¡Canta! Entonces Sera vio que uno de los soldados fruncía el entrecejo. Codeó a su compañero y señaló un póster en la pared. Sera no necesitó mirar de cerca para saber la cara de quién estaba en el póster. El soldado se levantó como disparado de la silla y la señaló. A Sera se le hizo un nudo en el estómago por el terror. Todo había acabado. Ahora él iba a gritar su nombre. Iban a sujetarla y llevarla con Traho. Pero eso no ocurrió. En lugar de gritar, el soldado bostezó. Sus ojos parpadearon y se cerraron. Se hamacó hacia atrás y hacia adelante, y se desplomó en la silla. Cayó otro soldado, y otro, hasta que casi todos los hombres sirena del salón se quedaron fritos. Sólo el sargento seguía en pie. —Tú... Túúú hicisssste essssto —dijo, arrastrando las palabras. Dio algunas brazadas hacia ella y se estampó contra el piso. Mientras Sera observaba todo el salón, sin poder creerlo, empezó a sentir que la invadía una pesada somnolencia, «¡Así es como funciona la poción!», pensó. Sabía que si la aspiraba mucho más, ella también

iba a desmayarse... justo aquí, junto a cientos de sus enemigos. Se arrancó la chalina de Filomena del pelo y se la ató, cubriéndose la nariz y la boca. En ese momento, volvió al salón el barman, que había ido al sótano a buscar más vino. Al instante, dejó caer las botellas. —¡Si serás loca como un lábrido, sirena! ¿Qué hiciste? —gritó, mirando a los cuerpos inmóviles —. Yo no voy a caer en esto. De ninguna manera —dijo. Agarró un trapo de la barra, se lo ató sobre la nariz y la boca como había hecho Sera y se encaminó hacia la puerta. En un abrir y cerrar de ojos, Serafina desenfundó el lanzaarpones del sargento dormido. —Ni una brazada más o disparo —dijo, apuntándoselo al barman. Él se detuvo en seco, a apenas unos treinta centímetros de la puerta, y giró despacio. Cuando se cruzaron sus ojos con los de Serafina, se abrieron grandes al reconocerla. —Tú eres ella. La principessa, —Aléjate de la puerta —ordenó Sera—. Ahora. El hombre sirena no se movió. Serafina alzó el lanzaarpones a la altura de su cabeza. —No puedes gastar el dinero de la recompensa si estás muerto —dijo, acercándose a él. Era un engaño absoluto. No tenía ni idea de cómo disparar esa cosa. Pero funcionó. El hombre sirena retrocedió. —Siéntate —dijo Sera, señalando una silla cercana—. Pon los brazos a los costados del cuerpo. El hombre sirena lo hizo. Había una tira de diminutas luces de lava titilantes detrás del bar. Sera cantó un hechizo

para hacer un remolino y enroscó la tira alrededor de él, de modo que quedara atado a la silla. —No puedo permitir que me vendas a Traho — afirmó. —Jamás haría eso, principessa. Lo juro —protestó —. Sólo quiero ayudarte. Serafina se rio, recordando cómo, hacía apenas unas semanas, había confiado en un hombre sirena llamado Zeno Piscor y en su ofrecimiento de ayuda. Miró al sargento que la había traído a la discoteca. Todavía seguía dormido. —El trato de realeza —dijo entre dientes—. Justamente. Lo que obtuviste, sanguijuela, fue una jugada imperial. Bajó el lanzaarpones y lo apoyó en la barra. Era demasiado peligroso llevarlo. Si la detenía otro jinete de la muerte, no iba a poder explicarle cómo lo había conseguido. Moviéndose rápido, abrió las puertas dobles. —¡Váyanse, todos ustedes! ¡Salgan de aquí antes de que se despierten los soldados! El miracielos y media docena de tortugas pasaron nadando junto a ella, luchando contra los efectos de la poción. Los siguieron tres pulpos. —¡Gracias, principesca! —gritó el que la había ayudado—. ¡No olvidaremos esto! Sera estaba a punto de salir cuando vio una bandera colgada de la pared, detrás de la barra. No era la de Miromara. —¿De quién es esa bandera? —interrogó al barman. —De los invasores —respondió él. —Eso no puede estar bien —murmuró. La bandera no era la de Ondalina, una orea blanca y negra contra un fondo rojo; era sólo un círculo negro sobre un fondo rojo, ¿Y si Astrid le había estado diciendo la verdad cuando estaban con las

iele? ¿Qué pasaba si el reino Artico no estaba detrás de la invasión a Cerúlea? «Probablemente sea una bandera del ejército», pensó Sera. La arrancó de la pared y la tiró al piso. Después agarró una botella de vino de la barra y empapó la bandera hasta arruinarla. Sacó de su bolso el lápiz de labios que le había dado Filomena y garabateó «Merrovingia regere hic » en la pared. Usó el latín, la lengua de la historia. Porque estaba decidida a hacer historia. —Cuando la escoria marina vuelva en sí, tradúceselos —le ordenó al barman—. Diles lo que dice allí: «Los merrovingios gobiernan aquí». Y después se fue, fuera de la discoteca, por la corriente oscura, nadando rápido a las aguas abiertas del Adriático. A Cerúlea. A casa. Era casi medianoche cuando Serafina llegó a las murallas de su ciudad... o lo que quedaba de ellas. Había sido difícil orientarse en el trayecto porque los puntos de referencia que le resultaban familiares habían sido destruidos o estaban ocultos, y los globos de lava se habían roto. Había tomado una contracorriente y había nadado bajo para evitar que la detectasen. No había visto ni un alma en el camino. Ahora, sólo unos pocos globos chisporroteaban débilmente sobre la entrada este. Sera cruzó la arcada nadando y se detuvo en seco. Tambaleante, dio unas brazadas más y después se hundió despacio por el agua hasta quedar sentada en el limo. —No —dijo, sin poder creer lo que veían sus ojos —. No. Su amada ciudad estaba en ruinas. Serafina había escapado cuando Cerúlea cayó bajo

el primer ataque. No había visto en su totalidad la fuerza de destrucción de los invasores. Lo único que quedaba del matorral de la Cola del Diablo, que alguna vez había flotado sobre la ciudad, protegiéndola, eran los tocones donde habían podado las ramas de las enredaderas. Partes inmensas de la muralla que rodeaba Cerúlea se habían desmoronado. Las antiguas casas de piedra que una vez habían bordeado la Corrente Regina ahora eran una pila de escombros. Habían derrumbado los templos a los dioses y diosas del mar. Y lo peor de todo, se había hecho un silencio terrible. Serafina sabía que el corazón de la ciudad era su pueblo, y el de Cerúlea ya no estaba allí. Las lágrimas amenazaron con asomarse pero ella las contuvo. La pena era un lujo que ya no podía darse. El sol iba a estar alto en unas horas apenas y se iban a iluminar las aguas. Se acordó de la advertencia del duca de no dejarse ver, de buscar una casa segura. Había venido aquí para buscar la ubicación de los talismanes. Eso era lo que iba a derrotar a sus enemigos. Eso era lo que iba a ayudar a su pueblo. No quedarse sentada en el limo llorando. Empezó a subir por la Corrente Regina. Quedaban sólo unos pocos globos de lava para iluminar su camino. En su media luz titilante, alcanzó a ver las ventanas rotas de los negocios saqueados y los restos de hipocampos muertos durante la lucha. Los cazones salvajes merodeaban en grupos, dándose festines de carroña o gruñendo desde las sombras. Sera cruzó nadando la intersección desierta, dobló en la curva y vio el palacio real, elevado sobre su colina. Era el único edificio que todavía seguía iluminado. Algunos de los daños causados por los dragones garranegra habían sido

reparados, pero no todos. Todavía faltaba un pedazo grande de la pared externa del este. Sera se acordaba de cómo los dragones se habían abierto paso a los golpes a través del muro y habían entrado en el camarote de su madre. Había montones de soldados entrando y saliendo del ala oeste del palacio montados en hipocampos. «Deben de estar usándolo como base», pensó ella. Sus ojos siguieron a los jinetes. Se preguntaba si su propio hipocampo, Clío, ahora les pertenecía a ellos. Y su pulpo mascota, Silvestre... ¿habría sobrevivido al ataque? Manteniéndose en las sombras, siguió remontando la corriente hasta que llegó al ostrokón. Su gran frontispicio ornamentado había caído al fondo del mar y la entrada estaba llena de escombros. Pensó en Fossegrim, el anciano liber magus, guardián del conocimiento. Él nunca habría permitido por su propia voluntad que los invasores entraran a este lugar de paz y erudición. Seguro que los jinetes de la muerte lo habían matado. Sera miró con atención hacia arriba y abajo de la corriente, después la cruzó como una flecha. Echó un vistazo por arriba de los escombros, entró disparada al ostrokón y se escondió detrás de una columna, rogando que nadie la hubiera visto. Una buena parte del primer piso todavía estaba intacta. El mostrador de la recepción tampoco estaba dañado. Todavía tenía un par de anteojos apoyados encima, como si su dueño se acabara de alejar nadando por un minuto. Aquí y allá, había caracoles rotos tirados por el piso. Como todos los ostrokones, el de Cerúlea estaba diseñado siguiendo el modelo de la conchilla de nautilo. Tenía doce pisos, en honor a las doce lunas llenas del año y su importancia para los

mares. Pero mientras que las cámaras del nautilo estaban separadas unas de otras, las del ostrokón se abrían a un pasillo central, y era por este corredor donde estaba nadando ahora Serafina. Sabía adónde tenía que ir: al sexto piso, donde estaba guardada la colección de caracoles sobre la historia antigua de los merrovingios. El agua se oscurecía a medida que bajaba, así que tomó una antorcha de lava de la pared. El pasillo en espiral, siempre tan familiar para ella, ahora le parecía extraño. Había entradas que se alzaban amenazadoras a izquierda y derecha como bocas abiertas, gigantes. Las atravesaban, nadando en silencio, bancos de blénidos de labios gruesos y lábridos de color naranja brillante, que generalmente eran ahuyentados por los ostroki. Cuando giró en la curva que iba al quinto piso, la sobresaltó un movimiento. Sacó rápido su puñal. —¿Quién está ahí? —gritó. No hubo respuesta, —¡No tengo miedo de usar esto! —volvió a vociferar. Se sintió un gruñido bajo. Serafina levantó su antorcha, sosteniéndola —al igual que su puñal— delante de ella. Vio pasar como un rayo cuerpos grises brillantes, ojos negros, dientes afilados. Era un grupo de cazones. Ella no sabía lo que estaban haciendo aquí. Ni por qué eran tan agresivos. Y entonces, la pestilencia se lo hizo saber. Bajó la antorcha para iluminar el piso y vio a un hombre sirena muerto al que se habían estado comiendo. —Tranquilos, cachorritos —dijo con un escalofrío, siguiendo su camino—. No estoy aquí

para robarles su cena. Por fin llegó al sexto piso. Entró rápido y nadó hasta las estanterías donde estaban archivados los caracoles del Viaje de Merrow. Cuando llegó hasta ahí, levantó su antorcha, lista para agarrar un caracol y empezar a escuchar. Pero no pudo hacerlo porque no había ninguno. Las estanterías estaban vacías. ¿Dónde estaban? ¿Era posible que Traho se los hubiese llevado? ¿Pero cómo se le había ocurrido la idea de buscar pistas sobre la ubicación de los talismanes en los caracoles del Viaje de Merrow? No sabía la verdad sobre Atlántida. Vrája no le había mostrado la canción de sangre de Merrow. ¿Cómo podía ser que él siempre estuviese una brazada más adelante que ella? Serafina estaba derrotada. Todo dependía de esos caracoles. Había hecho todo ese recorrido sólo para terminar de nuevo en el punto de partida. Un grupo de róbalos pasó nadando, en dirección a un rincón sin luz del cuarto. Sera sabía que eran peces nocturnos. Si estaban buscando aguas más oscuras, eso significaba que estaba por amanecer. Era hora de que buscase la casa segura mientras podía. Con el corazón apesadumbrado, volvió nadando hasta el primer piso y colgó la antorcha de lava otra vez en su soporte en la pared. Justo estaba por salir nadando del ostrokón, cuando una luz jugueteó por encima de los escombros que había delante del edificio. Escuchó voces gritando órdenes. «¡Oh, no!», pensó. «Jinetes de la muerte, ¡Es una patrulla!» Llevó las manos a su bolso, donde había guardado las piedras de transparocéano de Vrája, pero era demasiado tarde. No había manera de hacer el

hechizo sin que la oyeran. Se agachó rápido detrás de una columna de piedra rota. Su escondite no era de lo mejor. Si los soldados inspeccionaban la entrada a fondo, estaba perdida. Pasó un grupo de seis y se metió en el primer piso. Sera oyó sus voces y vio sus faroles de lava balanceándose de un lado a otro dentro del edificio. Después de unos minutos, salieron otra vez. —¿Todo despejado? —gritó una voz. Pertenecía a un oficial. Estaba del lado de adentro. Serafina no lo había visto. Rogó que él tampoco la hubiese visto a ella. —¡Primer piso despejado, señor! —vociferó en respuesta uno de los soldados de la patrulla de búsqueda—. ¿Deberíamos recorrer los pisos del subsuelo? El oficial, ahora más cerca, le dijo que no se preocupara. —Dudo que los rebeldes estén ahí abajo estudiando. Salgan —ordenó. Su voz le sonó familiar a Serafina. Quedaba ahogada por la columna, pero aun así, estaba segura de haberla oído antes. Despacio, con cuidado, Sera movió la cabeza hacia la izquierda, tratando de identificar al que hablaba. —Ahora vamos a dirigimos al fabra —anunció mientras seguía a sus hombres sirena hasta afuera. Ahora lo veía de espaldas. Llevaba el mismo uniforme negro que los otros. —¡Señor! —llamó uno de sus soldados—. El Sargento Attami- no está afuera. Acaba de llegar. Su patrulla recién encontró dos rebeldes escondidos cerca de la Puerta Sur. —Llévenselos a Traho —dijo el oficial—. Él va a querer interrogarlos.

Giró sobre sí y echó otro vistazo a la entrada del ostrokón. Por fin, Serafina pudo verle la cara. Las manos se le cerraron en un puño al reconocerla. Se tragó un grito herido. El oficial era Mahdi. CATORCE Serafina se agachó, aterrada de que la hubiesen visto. Esperó que el sonido de las aletas le llegase por el agua, que la luz de los faroles de lava se proyectase frente a ella. —¡Todo despejado! ¡Vamos! —gritó Mahdi. Y después él y sus soldados se fueron. Sera no podía moverse. Había sufrido muchas conmociones y muchas pérdidas. Pero esto... esto desafiaba toda comprensión. Se acordó de la advertencia del duca... no confíes en nadie. ¿Pero Mahdi? La había traicionado con Lucía, sí, ¿pero cómo podía traicionar al pueblo de Miromara? ¿Y a su propio pueblo? Los invasores probablemente habrían matado a sus padres, ¿y ahora él estaba de su lado? Trató de convencerse de que estaba equivocada. De que no era más que un truco de la luz. Pero ella lo había visto con claridad. Vestía el uniforme del enemigo. Tenía que aceptarlo; Mahdi era un traidor. Dolorida, salió nadando del ostrokón y entró en la corriente, esperando cruzarse con una patrulla en cada curva. La calle Basalto, donde estaba la casa segura, estaba en el extremo norte del fabra. Cuando por fin llegó, todavía aturdida por la traición de

Mahdi, se preguntó si, en su estado de shock, no habría cometido un error. La casa en sí —la número 16— parecía en ruinas. Los pisos altos no estaban. Lo que quedaba de la fachada estaba agrietado y hundido. Espió por una ventana rota y vio el interior de la habitación que estaba vacío. Indecisa, golpeó la puerta. No pasó nada. Golpeó otra vez. —Estrella de mar —susurró. La puerta giró y se abrió. Una mano la agarró y la metió adentro de un tirón. —¿Quién te envió? —gruñó un hombre sirena corpulento. —El duca di Venezia —dijo Serafina—. El difunto duca di Venezia. El hombre sirena asintió con la cabeza. La soltó. —Busca un lugar donde puedas. Esta noche está lleno —informó—. —¿Cuántos más hay aquí? —preguntó Serafina, siguiéndolo por un pasillo angosto. —Cuarenta y tres. —¿Dónde están? La casa parece vacía. —Le lanzamos un hechizo illusio impresionante para engañar a las patrullas —dijo el hombre sirena—. Está funcionando. Por ahora. El pasillo llevaba a lo que una vez había sido la sala. Ahora se parecía más al pabellón de un hospital. Había enfermos y heridos por el piso. Los que estaban en buenas condiciones físicas hacían todo lo que podían para cuidarlos. Nadie reconoció a Serafina. Nadie la miró siquiera. Una sirenita gritó entre sueños. Sera se olvidó por completo de su corazón dolido e, instintivamente, se inclinó junto a ella. Le acarició la cabeza a la niña, murmurando palabras tiernas, y la sirenita se volvió a dormir. Otro niño se quejó de que tenía frío.

Sera le acomodó las mantas. Después nadó hasta el cuarto de al lado, que había sido el comedor. También estaba lleno de sirenas en grave estado. Al igual que los cuartos de arriba. La cocina era el único lugar donde no había camas porque la estaban usando como comedor y quirófano improvisado a la vez. «Yo soy su principessa y no tengo ni la menor idea de cómo ayudarlos», pensó. —¿Qué hago? —dijo en voz alta. —Haz lo que puedas. Como hacemos todos —le llegó una respuesta ronca. Serafina giró. Una sirena vieja, apresurada y distraída, le dio una taza de té—. Me llamo Gia. Estoy a cargo aquí. Llévale esto a Matteo. Está en la sala cerca de la pared del frente. Pelo negro. Ojos azules. Fiebre. Serafina agarró la taza. Buscó a Matteo, lo sentó y lo ayudó a tomar el té. Lo ayudó cuando le dio un ataque de tos y después lo acostó otra vez sobre el colchón. Después volvió a la cocina, en busca de más trabajo. —Llévale esto a Aldo. Es el tipo de la puerta. No comió en toda la noche —intervino un hombre, sirviendo un guiso. Serafina llevó diligentemente el cuenco, atravesando la casa, hasta la puerta de entrada. —Gracias —dijo Aldo cuando ella se lo alcanzó. Estaba justo por agarrarlo cuando golpearon la puerta. —Estrella de mar habló una voz del otro lado de la puerta. —Sostenlo un minuto más, ¿quieres? —pidió Aldo. Sera asintió con la cabeza. Él espió por una pequeña mirilla y después abrió la puerta. Un hombre sirena de negro se inclinó y entró nadando. Aldo cerró la puerta detrás de él. El hombre sirena se incorporó.

A Sera se le abrieron grandes los ojos al verlo. Se le cayó el cuenco. —¡Escoria marina! —gritó—. ¡Traidor! Al instante, tenía el puñal en la mano. Una fracción de segundo después, estaba atravesando el agua. Directo hacia Mahdi. QUINCE —Guau, hombre. Tú sí que tienes éxito con las damas —bromeó Aldo. —No es gracioso, Aldo —respondió Mahdi, sujetando a Serafina con un brazo y manteniéndola alejada. Tenía el otro brazo inmovilizado porque el puñal le había clavado la manga contra la puerta—. ¿Qué tal si me ayudas un poco con esto? —¡Tiene jinetes de la muerte con él! —chilló Serafina—, ¡Es un traidor! ¡Ayúdame, Aldo! —Baja la voz, sirena, antes de que te oigan todos los soldados de Cerúlea. Ese no es ningún traidor, es Mahdi —explicó Aldo. Le rodeó la cintura con un brazo carnoso y la apartó de él. —¡No me toques! —vociferó Sera. Se soltó de Aldo y se apartó. Mahdi se sacó el puñal de la manga. —Hola —saludó—. Yo también me alegro de verte. —¿Vas a entregarme? —siseó Sera—. ¿Eh? ¿Vas a entregarme a tu amo? Puedes engañar a Aldo pero yo te vi. En el ostrokón con tus soldados. El enojo oscureció los rasgos de Mahdi. —Estás bromeando, ¿no? Si hubiera querido entregarte, lo habría hecho en ese momento. Yo también te vi, ¿sabes? —¿Me viste? —dudó Serafina insegura.

—Estabas escondida detrás de una columna. Gracias a los dioses, los idiotas que estaban conmigo no te vieron. Al principio no te reconocí. Qué atuendo que llevas puesto —le dijo, señalando con la cabeza su traje de lagunense. Sera se enfureció. —¿Y qué hay del tuyo, Mahdi? Veo que decidiste unirte a los invasores. Los mismos que destruyeron Cerúlea y mataron a sus ciudadanos. A las damas les gustan los hombres sirena de uniforme. Lucía debe de estar fuera de sí. Aldo, que estaba levantando el cuenco de Serafina, miró a Mahdi y parpadeó. —¿Lucía? ¿Lucía Volnero? ¿En serio? —Aldo... —habló Mahdi entre dientes. Aldo miró de Mahdi a Serafina, percibiendo el enojo que había entre ellos. Inventó rápido una excusa para volver a la cocina. —Serafina —expuso Mahdi apenas él se fue—, ¿todavía no te diste cuenta? —Iba a decir algo más, pero lo interrumpió el llanto de un niño que venía desde adentro de la casa. Se pasó una mano por el pelo—. Este lugar está desbordado esta noche. Y probablemente no haya suficiente comida. Nunca hay suficiente comida. ¿Estás aquí sola? ¿Dónde está Neela? —No es asunto tuyo —respondió bruscamente Serafina. —Todavía no confías en mí. Serafina resopló. —¿Y tú todavía no te diste cuenta de eso? Mahdi nadó cerca de ella. —¿Me tienes tan poca fe? ¿Qué clase de hombre sirena crees que soy? —preguntó, ya furioso. Agarró la pechera de su chaqueta y se la rasgó. Debajo, su pecho estaba desnudo. —Esa movida podrá funcionar con Lucía, pero

conmigo no hace gran cosa —replicó Serafina. Él le alcanzó el puñal. —Tómalo —ordenó—. Vamos, Serafina.., ¡Tómalo! Como ella no lo hacía, él le agarró la mano, le puso el puñal en ella y presionó la punta contra su corazón. Le pinchó la piel. Un hilo delgado de sangre le salió flotando del pecho. —¿Qué haces? ¡Basta, Mahdi! —exclamó ella. Trató de retirar la mano pero él se la sostenía con firmeza. —Vamos. Úsala —la desafió—. Sácame del medio. Tú puedes matar al enemigo. Si eso es lo que realmente crees que soy. —Suéltame. ¡Suelta! —chilló Serafina. Mahdi la soltó. Ella arrojó el puñal. —¡No sé quién eres! —gritó ella enojada—. ¡Ya no! Lo único que sé es que te vi con jinetes de la muerte. Rodeando al pueblo de las sirenas. A tu pueblo. Así que dime, Mahdi, ¿quién eres? —Serafina, tú no... —empezó a decir él. —¿En serio vas a negarlo? ¡Te vi! —No, Serafina, no me viste. No me viste a mí. Lo que viste era una mentira. Como este uniforme. Como mi aro. Como la Laguna y Lucía. Tomó la mano de Serafina otra vez, esta vez con suavidad. Se metió la mano en el bolsillo, sacó algo y se lo deslizó en el dedo. Era el anillito de caracol. El que le había hecho hacía dos años. —Sigues siendo mi elección. Siempre —afirmó él—. Aunque yo ya no sea tuyo. Serafina contempló el anillo, incrédula. —¿Cómo conseguiste esto? —preguntó, —Lo levanté después de que lo tiraste. —Pero eso es imposible. No estabas allí. Lo tiré cuando estaba con los praedatori. No... no entiendo.

Y de pronto entendió. Le tomó la chaqueta de las solapas y se la sacó de los hombros. Debajo de su hombro derecho, justo debajo del borde externo de la clavícula, tenía un vendaje. Le cubría el lugar donde se le había clavado el arpón del jinete de la muerte. Cuando estaba en el palazzo del duca. Cuando estaba peleando por su vida. Cuando era Blu. DIECISÉIS Mahdi tomó la cara de Sera entre las manos. —No me toques, Mahdi. Estoy enojada. No, ¡estoy furiosa! Después de lo que pasó en lo del duca, ¡pensé que estabas muerto! —exclamó Sera, sacándole la mano de un golpe—. Dejaste que lo creyera. —Quizás era una expresión de deseo —dijo Mahdi. Sera pasó eso por alto. —¿Cuánto hace que estás con los praedatori? ¿De qué se trata todo esto del uniforme de jinete de la muerte? Mahdi permaneció en silencio. —Tienes que decirme. Mi vida está en peligro, Mahdi. Tengo que saber lo que está pasando. —Soy miembro de los praedatori desde hace un año. Estoy simulando ser un jinete de la muerte desde hace unas semanas. —¿Por qué no me dijiste nada en lo del duca? — preguntó Serafina—. ¿Por qué no me dijiste que eras tú? La cabeza le daba vueltas. Hasta hacía un minuto, había pensado que su prometido la había abandonado. Y que un bandido se había sacrificado por ella. Ahora eran los dos el mismo hombre sirena, aquí mismo, ante ella.

—No podía decirte nada. Sera. Hacemos una promesa... —¡No me importa! —gritó ella, golpeando su cola —. Me hiciste otra promesa a mí, A mí. O estabas por hacerlo. —Sólo quería protegerte. Es peligroso saber cosas. Hoy en día saber cosas puede llevarte a la muerte. —Es más peligroso no saber. Acabo de arrojarte un cuchillo, Mahdi. Pude... pude haberte... —A Serafina se le quebró la voz. —No te preocupes. Estoy bien. —¿Yazeed también está con los praedatori? ¿Está vivo? Mahdi no dijo nada. —Voy a tomar eso como un sí. Dile que tiene que enviar noticias a Matali. Neela está terriblemente preocupada. —No puedo. Yaz está desaparecido en acción. Estaba dirigiendo operaciones guerrilleras afuera de Cerúlea. Su base fue atacada hace una semana. Desde entonces nadie lo vio. Serafina se quedó callada y Mahdi siguió tratando de explicar —Quería decir algo. Todo el tiempo que estuve contigo, deseaba poder. Pero no podía, incluso aunque no hubiera hecho ninguna promesa. Si tú hubieras sabido que era yo, podrías haber tomado decisiones teniendo en cuenta mi seguridad y no la tuya. Quería que pudieras escapar. Dejarme si tenías que hacerlo. También estaba preocupado por mi falsa identidad. ¿Qué tal si te hubieran atrapado? Podrían haberte obligado a decirle la verdad a Traho. —Jamás. Jamás le habría dicho nada a esa escoria marina. —Traho puede ser muy persuasivo,

—No me importa si me torturaba. Jamás te habría traicionado. —¿Qué tal si no era a ti a quien torturaba? ¿Qué tal si era a Neela? ¿Qué tal si le cortaba los dedos a ella y te hacía mirar? ¿Podrías haber guardado silencio? Hace cuatro días, le cortó un dedo a una niña —a una niña. Sera— para obligar a su madre a decirle dónde estaba escondido su padre. Yo lo vi hacerlo. Y no pude hacer nada. No pude detenerlo. Habría descubierto mi identidad. Habría salvado a uno, quizá... y sacrificado a miles más. Todavía la veo. A esa sirenita. La veo a la noche cuando trato de dormir. Todavía la oigo. Mahdi apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. —Oh, Mahdi —dijo ella, con el corazón dolido por él. Él la miró, y le tocó un mechón de pelo, siguiendo su onda a través de la sien y bajando por la mejilla, —Te queda bien —afirmó sonriendo—. El traje también. Serafina se miró la ropa. Los illusios que había hecho en lo del duca se habían desvanecido. Estaba otra vez con pelo corto y traje de espadachín. —Gracias —dijo ella—. Lo hizo todo Neela. Necesitábamos disfraces y ella inventó algunos. —Estuve tan preocupado por ti. Sera. Después de que luchamos contra los invasores en el palazzo, te buscamos. Todos los praedatori. Los que sobrevivimos, al menos. No pudimos encontrarte en ningún lado. ¿Cómo saliste? —Por un espejo. —¿En serio? —Sí. —Pero sólo los mejores magos pueden hacer eso.

¿Cómo es que tú... —Mira, Mahdi, yo soy la que está haciendo las preguntas ahora, ¿de acuerdo? Sera estaba recelosa. Las lecciones de las últimas semanas le habían enseñado a no dar su confianza hasta que la hubiesen ganado. ¿Quién era el verdadero Mahdi? ¿Era el muchacho tímido y serio del que se había enamorado hacía dos años? ¿El fiestero que había encontrado desmayado en las ruinas de la reggia? ¿O el guerrero solemne y altruista con quien hablaba ahora? —¿Por qué te uniste a los praedatori? —preguntó ella. Quería oír la historia completa, desde el principio. —Serafina, no puedo romper... —¿Tu promesa? Lo siento, esa olla ya está destapada. Y además, tú no rompiste tu promesa. No técnicamente. Tú no me lo dijiste. Yo lo adiviné. Mahdi respiró hondo. —Todo empezó apenas llegué a casa desde Miromara. Después de que se decidió que nos comprometiéramos. Al principio te mandaba caracoles, ¿te acuerdas? —¿Qué si me acuerdo? Vivía para recibirlos — aseguró Serafina. —Yo no elegí dejar de mandarlos. Se llevaron a mi mensajero, Kamau. Con dos de mis mejores amigos: Ravi y Jai. —¿Qué quieres decir con que se los llevaron? —Volvían viajando juntos desde Miromara y se detuvieron para pasar la noche en una aldea a unos cien kilómetros de la ciudad de Matali. La aldea fue saqueada. Khelefu, el gran visir, vino a decírmelo. Me trajo el bolso de Kamau. Lo encontraron en la taberna donde se habían

quedado. Adentro había un caracol de tu parte para mí, un collar que él había comprado para su novia y un caracol de estudio. Kamau estaba quemándose las pestañas para el exámen de ingreso a nuestro colegio militar. Ravi y Jai habían estado un año en el extranjero en la universidad de Tsamo... Mahdi meneó la cabeza, sobrecogido por la emoción. —Yaz y yo crecimos con esos chicos. Eran más que amigos; eran hermanos. Le preguntamos a Khelefu si se estaba haciendo algo al respecto. Dijo que se habían completado los formularios correspondientes y que se había enviado un batallón de soldados a la aldea pero no habían encontrado nada. Otras aldeas también habían sido saqueadas. Nadie sabía quién estaba detrás de eso. Le pedí que enviaran más soldados. Para ampliar el área de búsqueda. Me dijo que eso no era para nada habitual y que iba a haber que presentar más formularios. Serafina sabía que a Mahdi lo irritaba el peso de la burocracia arcaica de Matali. —No podía quedarme sentado ahí mientras se robaban a mi pueblo —continuó Mahdi—. Le pregunté a nuestro generalísimo si Yaz y yo podíamos ir con los soldados, pero dijo que era muy peligroso. Así que fuimos al jefe del Servicio Secreto. Nos preguntó cómo íbamos a ayudar... ¿Utilizando una identidad falsa? Se rio de la idea. Todos en todo el reino sabían quiénes éramos. Entonces, me enojé. Me enojé en serio. Había perdido tres amigos y no podía hacer nada al respecto. Yaz sentía lo mismo. De hecho... ¿lo que hicimos? Fue su idea. Serafina levantó una ceja. —¿Qué hicieron? —preguntó.

—Nos escabullimos a los establos con cuatro amigos más, buscamos algunos hipocampos y partimos. Fuimos a buscar a Kamau, Ravi y Jai. Nos fuimos por dos días. Nadie podía encontrarnos. Medio que causó un revuelo. —Apuesto a que sí —dijo Serafina—. ¡Eres el heredero del trono! ¿En qué estabas pensando? —No estaba pensando. No en ese momento, ni tampoco por mucho tiempo después —dijo él. —¿Qué quieres decir? Mahdi miró al techo. —Sabía de los saqueos. Habían estado ocurriendo en Matali por más de un año. Había oído los informes. Pero en realidad nunca había visto uno de los pueblos saqueados. Fue horrible. Sera. Lo peor que jamás hubiera visto. Algunos de los pobladores deben de haber tratado de luchar. Había manchas de sangre en las paredes y los pisos de las casas. Garabatearon notas y las dejaron. «Por favor, díganle a mi mujer... Por favor, ayúdennos... Tienen a mis hijos...» Serafina apoyó la cabeza en el hombro de Mahdi. Estaba callada. Había aprendido que cuando el dolor era muy profundo, uno no podía hablar Tenía que escuchar. —Perdí la razón —relató Mahdi—. Por completo. Estaba de duelo por mis amigos y por los pobladores robados. Deseaba poder hablar contigo y te extrañaba como loco y ni siquiera podía enviarte un caracol, no sin Kamau. Él era el único a quien podía confiar algo tan íntimo. Yo era el primero en la línea de sucesión al trono, el segundo hombre sirena más importante del reino, pero no podía hacer nada para ayudar a nadie. Es como que perdí los estribos. —Todavía tenía la chaqueta abierta. Se llevó los dedos al pecho, sobre el corazón, sacó una canción de sangre, haciendo un leve gesto de dolor.

Serafina vio la espiral roja subir por el agua y fusionarse, formando las imágenes. Unos segundos más tarde, se incorporó. Se le cayó la mandíbula. No podía creer lo que estaba viendo. Mahdi y Yaz estaban en una discoteca jugando un juego de drupas muy divertido, en el que los jugadores trataban de embocar una moneda brillante de plata en un porrón de cerveza negra. El que la embocaba, le pasaba el porrón a otro jugador para que bebiera. Ellos dos, obviamente, eran los que habían recibido más porrones porque, un minuto después, estaban en el escenario de la discoteca, levantando sus colas en medio de una línea de coro de un show de sirenas. Unas pocas horas más tarde, estaban en un local de piercing haciéndose poner argollas de oro en las orejas. Serafina vio otros recuerdos. De carreras de hipocampos veloces y juegos de «haz caer al tipo», en los que empujaban a surfistas terragones de sus tablas. De salidas ruidosas para nadar en grupo y enormes apuestas hechas en partidos de caballabongo. Había recuerdos de juergas descontroladas que duraban toda la noche y terminaban con Yaz desmayado encima de una torrecilla y Mahdi colgado de un chapitel con una sola mano, gritando «¡Serafina! ¡Serafina!» antes de ser detenido por los guardias imperiales. —Guau —dijo ahora Serafina mientras la canción de sangre se esfumaba en el agua. —Sí —replicó Mahdi—. Me temo que sí. Eso siguió durante alrededor de un año y después, una noche —o más bien una mañana- cuando los dos despertamos en el piso de una discoteca, había un hombre parado. El duca. En pantalones, zapatos de cuero y saco de lana. —¿Bajo el agua? ¿Cómo hizo para...?

—No lo sé. No puedo explicar la mayor parte de las cosas que hacía. —¿Él tiene —tenía— magia? —preguntó Serafina. Mahdi pensó por un minuto y luego expresó: —Él tenía amor. Sera. Muchísimo amor. Por el mar y todas sus criaturas. Creo que esa era su magia. Serafina asintió con la cabeza. —Él se quedó parado ahí, apoyado en su bastón, mirándonos —continuó Mahdi—. Y después nos dijo que éramos una vergüenza. «¿Así es como honran la memoria de sus amigos? ¿De esos aldeanos?», dijo. Le preguntamos quién era y cómo sabía de los aldeanos. Nos habló de los duchi di Venezia, de los praedatori y de los Guerreros de las Olas. Le explicamos que nos habíamos dirigido al generalísimo y al Servicio Secreto. Le contamos que hasta habíamos tratado de encontrar a los aldeanos. —Mahdi meneó otra vez la cabeza, avergonzado—. Ahora suena a tan poca cosa como en ese momento. El duca nos dijo que teníamos que hacer algo más que intentar, que teníamos que lograrlo. Y que lo lograríamos si nos uníamos a los praedatori. Así que lo hicimos. Hicimos el juramento. Prometimos que íbamos a ponernos en forma, pero él no quiso eso. Quiso que siguiéramos haciendo exactamente lo mismo que estábamos haciendo. Andar por las discotecas. Codearnos con los jugadores de caballabongo, las sirenas hipnotizadoras, los chicos de las discotecas y los de las corrientes bajas que se juntan con ellos. —¿Por qué? —Para que pudiéramos mirar y escuchar, y conseguir información. Si alguno de los de las corrientes bajas estaba de pronto derrochando dinero marino, era bastante probable que hubiera

vendido un cardumen de peces espada o les hubiera entregado un tiburón a los aleteros. Le decíamos al duca y él mandaba a otros praedatori a que siguieran al tipo, lo atraparan en el acto y se lo entregaran a las autoridades. Eso era lo que estábamos haciendo en la Laguna la noche anterior al ataque de Cerúlea. Estábamos pasando el rato en una discoteca con la esperanza de entrar en contacto con alguna escoria marina de las que ayudan a los cazadores de focas. Quería explicarte. Sera. Con desesperación. No podía decirte la verdad, pero quería al menos decirte que lo que veías no era yo. No era mi verdadero yo. Pero después, bueno... el mundo entero se hizo pedazos y nunca tuve la oportunidad. Sera lo miró, y ahora supo en su corazón que estaba viendo al verdadero Mahdi. Se preguntaba si alguna vez volvería a tener la oportunidad de conocer a ese Mahdi, de estar tan unidos como lo habían estado antes, de compensar todo el tiempo que habían perdido. —Había oído tantas historias —contó ella—. Esa mañana, en mis aposentos, Lucía hablaba de lo bien que la habían pasado todos ustedes en la Laguna. Y después cuando te vi, con su chalina atada alrededor de tu cabeza... —... pensaste que tenía algo con ella —terminó Mahdi. Serafina asintió con la cabeza. —No quiero a Lucía. —Ella te quiere a ti. —Sí, ya lo sé. Ella me lo dijo. A Serafina se le erizaron las aletas. —¿Qué? ¿Cuándo? —En prisión. Justo antes de que me fueran a ejecutar. Lucía Volnero es la única razón por la que estoy vivo.

DIECISIETE —Escucha, Sera. Esta vez, escucha, ¿de acuerdo? —De acuerdo, Mahdi —aceptó Serafina, tratando de no enojarse—. Estoy escuchando. —Cuando empezó la invasión a Cerúlea, Yaz y yo hicimos hechizos con perlas de transparocéano para poder luchar sin ser vistos. Pero fue bastante inútil. Es decir, dos hombres sirena no pueden luchar de igual a igual contra las fuerzas de Traho. Después nos enteramos de que las habían capturado a ti y a Neela, así que fuimos a buscarlas y las llevamos a lo del duca. Después de que lo mataron, y tú desapareciste. Verde le ordenó a Yaz que se mantuviera en la clandestinidad para dirigir operaciones guerrilleras. A mí me ordenó que me hiciera capturar —¿En serio? —Sí. Pensó que sería un valioso prisionero político. Supuso que me tratarían bien y que podría conseguir información sobre los invasores. Así que lo hice. Pero el plan falló. Traho no pensó que fuese valioso en lo más mínimo. Pensó que era un idiota. No puedo culparlo... me esforcé mucho para dar esa impresión al mundo. Me tiró en prisión y pensaba hacerme fusilar. Tal como... tal como mando fusilar a mis padres. Mahdi apretó la mandíbula. No pudo seguir. Serafina lo lamentó por él. Apoyó su frente contra la de él y lo rodeó con los brazos. Sabía lo que estaba sintiendo, conocía demasiado bien su dolor. Cuando pudo, él habló otra vez. —Lucía descubrió lo que estaba pasando y me sacó. No tengo idea de cómo. Aunque sí sé que

los Volnero y sus amigos tienen a Traho a su favor. No destruyó sus casas de Golden Fathom, y pueden ir y venir cuando quieren. Lucía me hizo llevar ante Traho. Vi mi oportunidad de ganarme su voluntad, de acercarme a él, así que negocié entregarle Matali. Le dije que se la entregaría sin derramamiento de sangre, si él me dejaba ser un emperador títere. Dije que no me importaba el reino mientras yo tuviese suficiente dinero marino para poder seguir de juerga. Estuvo de acuerdo con intentar llevar a cabo mi plan. Dijo que le ahorraría el tiempo y el costo de un ataque. Serafina se puso pálida. —Mis dioses, Mahdi... ¿tomar Matali? ¿Cuándo? —No lo sé. Todavía no está listo. Todavía me está probando, viendo si puede confiar totalmente en mí. Me dio el mando de dos patrullas para empezar. Algo habré hecho bien porque las aumentó a veinte justo antes de que él saliera de Miromara para rastrearlas a ti y a Neela. Ahora estoy a cargo de hacer una barrida de la ciudad. Salgo tres, o hasta cuatro, veces al día. Creo que está nervioso. —¿Por qué? —Los rumores de una resistencia en Cerúlea. El corazón de Serafina dio un salto de esperanza. —¿En serio, Mahdi? ¿Quién la dirige? —averiguó. —No lo sabemos. —Yo... yo pensé que quizá sería mi mamá o mi hermano —dijo ella, perdiendo la esperanza. Mahdi la miró pero no dijo nada. Serafina entendió. Agachó la cabeza. Todas estas semanas, se había negado a creerlo. Todas estas semanas, se había aferrado a la posibilidad de que su madre todavía siguiera viva.

—¿Los dos? —preguntó en voz baja—. ¿Seguro? —Sabemos que Isabella está muerta. Creemos que Des también. Nadie vio ninguna señal de él. Tú sabes cómo es. Es feroz. Si estuviese vivo, nadie habría podido impedirle entrar a Cerúlea. Se habría enfrentado a Traho por sí solo. Lo siento. Sera. Serafina asintió con la cabeza. Las lágrimas le hicieron arder los ojos, pero ella parpadeó para que se fueran. —Nunca llegué a despedirme —contó—. Ni de mi padre, ni de Des, ni de mi madre. Ella murió luchando, Mahdi. ¿Sabías eso? Murió protegiéndome. Desearía poder agradecerle. Desearía poder decirle cuánto la amaba... Se le escapó un gemido bajito, de dolor. Mahdi la atrajo hacia él y la abrazó fuerte. Ella enroscó las manos en un puño y las golpeó contra él. Él recibió sus golpes y siguió abrazándola, acunándola, sin decir nada, porque no había nada que decir. Su dolor era demasiado profundo para las palabras. Después de un rato, él la soltó. —Hay una buena noticia —dijo él—. Sobre tu tío. Se dice que lo vieron y se rumorea que está... —Dirigiéndose al norte. A los kobold. —Te enteraste. Debe de estar corriendo la noticia. No me sorprende. Aquí se habla mucho de eso. En Golden Fathom. En las cenas en lo de los di Rémora y los Volnero. Los nobles creen que va a volver. —¿Tú visitas a los Volnero? —inquirió Serafina. Mahdi asintió con la cabeza. Serafina miró para otro lado. —Mírame, Sera —dijo Mahdi, girándole la cara hacia él otra vez—. Esta es la verdad: besé a Lucía esa noche en la Laguna, ¿sabes? No significó nada para mí. Todavía sigo besándola…

Sera hizo un gesto de dolor. —... y sigue sin significar nada. Es parte de mi trabajo. Verde quiere que le siga el juego a Lucía porque ella y su madre están cerca de Traho. Voy a seguir fingiendo con ella hasta averiguar si Kolfinn es el que lo está apoyando. —¿Crees que no es él? —No pudimos rastrear una conexión clara entre Traho y Kolfinn, Los jinetes de la muerte... ellos no son ondalinenses. Son todos mercenarios, comprados y pagados. —Entonces no es Kolfinn. —Yo no dije eso. Tal vez sea sólo que Kolfinn es bueno cubriendo la estela que deja. De ese modo, puede tomar el poder de todos los reinos y mientras tanto, negarlo ante el Consejo de los Seis. Serafina asintió con la cabeza. —Por eso ando con Lucía. Espero ver algo u oír algo que nos ayude a detener a Kolfinn. ¿Puedes entender eso? ¿Puedes perdonarme? Serafina tenía la intención de decirle que no, hasta que pensó en el sargento borracho de la Laguna y el juego peligroso que había jugado con él. Había hecho lo que hacía falta para escapar. Para sobrevivir otro día. Para luchar por su pueblo. Y sabía que lo haría de nuevo si fuese necesario. —Sí, puedo —afirmó. Mahdi le tocó la mejilla con la parte de atrás de la mano. —No quiero a Lucía. Te quiero a ti. Te lo dije hace dos años y te lo digo ahora. Perdí a mis padres. Tal vez pierda a Matali. No puedo perderte a ti también. Tienes que creerme. Sera. Di que me crees. Entonces Serafina lo miró, buscando la verdad en

sus hermosos ojos oscuros. Lo que vio en ellos le hizo creer. —Te creo, Mahdi, Y después ella estaba en sus brazos y los labios de él en los suyos, diciéndole en silencio quién era. Suyo. Siempre. Y por un momento, no hubo ni casa segura, ni peligro, ni dolor. Lo único que sentía era el calor de su beso y la sensación del corazón de él latiendo bajo su mano. Mahdi cortó el beso. —Tengo que irme —dijo—. Fue un riesgo enorme venir. Pero tenía que ver si estabas aquí. Serafina, que estaba aferrada a su saco, lo soltó de mala gana. —Odio verte con esta cosa. —Yo también. A veces, cuando recién me despierto a la mañana, no sé dónde estoy. Ni quién soy — relató él—. Este uniforme, todo lo que digo, todo lo que hago... Todo es una mentira. Sólo una cosa es real y verdadera... mis sentimientos por ti. —La besó otra vez—. Quédate aquí donde estás a salvo. Sera. Por favor. No hagas más viajes al ostrokón. Prométemelo. —No puedo, Mahdi —negó Serafina—. Tengo que volver al ostrokón. Tengo que encontrar unos caracoles que hay ahí. —Es demasiado peligroso. Las patrullas de Traho... —... no van a detenerme. Traho estuvo siguiéndome los pasos durante todo el camino hasta Freshwaters, pero yo me mantuve una brazada delante de él. No voy a dejar que me atrape —aseguró Sera enfurecida—. Tengo trabajo que hacer aquí, Mahdi. Tal como tú. —¿Freshwaters? —inquirió Mahdi, con voz de no poder creerlo—. Sera, ¿dónde estuviste todo este tiempo? ¿Qué estuviste haciendo?

Sera estaba a punto de responder cuando la interrumpió un golpe atronador. Lo siguió el sonido de madera astillándose. La puerta del frente se sacudió. De afuera de la casa, venían gritos y órdenes. Mahdi maldijo. Un segundo después, vino Aldo como disparado por el corredor. Agarró una tabla pesada que estaba apoyada contra la pared y la deslizó dentro de dos soportes a cada lado de la puerta para reforzarla. —Eso va a darnos un minuto —dijo. —¿Qué es ese ruido? ¿Qué pasa? —preguntó Serafina, asustada. —Jinetes de la muerte —explicó Aldo con seriedad —. Váyanse de aquí. DIECIOCHO Este hechizo de fuerza te canto, para apuntalarte a lo largo y a lo ancho. Mi canción arreglará maderas rotas y rajadas. Y cambiará por acero todas tus tablas. Mantén afuera el mal, que la muerte se vaya. Mantén a todos los enemigos bien a raya. A un lugar seguro, debemos ir rápido. Danos, puerta, el tiempo necesario... Aldo estaba haciendo un hechizo robus. Con los ojos cerrados, el sudor chorreándole por la cara, empujaba su voz contra la puerta de la casa segura con todas sus fuerzas. Pero los jinetes de la muerte empujaban del otro lado. Hubo terror y confusión mientras todos iban rápido al sótano. Sera se había enterado de que allí había una puerta que daba a una red de túneles que conducían a otra casa segura.

—¡Sal de aquí, Mahdi! —siseó una voz. Era Gia—. Tú eres nuestro único contacto con Traho. ¡Si te atrapan, no vamos a obtener más información sobre las patrullas! —¿Y tú y Aldo? —gritó Mahdi, tratando de hacerse oír por encima de los gritos asustados y los golpes en la puerta—. ¿Qué va a pasar con ustedes cuando ellos atraviesen la puerta? —No te preocupes por nosotros. Vamos a arreglarnos para llegar a los túneles afirmó Gia. Pero Sera vio el miedo en sus ojos. Trata de sonar convincente por el bien de Mahdi. Para lograr que él se vaya, pensó. «Sabe que no tenemos esperanzas». A pesar del robus de Aldo, la puerta —hecha de maderas de barcos naufragados— se astilló bajo el ataque de los jinetes de la muerte. —Traho no se va a llevar a esta gente. No va a hacerlo —dijo Sera en voz alta. Sin embargo, ¿cómo podía detenerlo? Trató de pensar, pero sus oídos resonaban con los gritos de las sirenas y los chillidos de su propio miedo. «Tengo que ayudarlos», reflexionó. «Tiene que haber una forma». Y entonces, ocurrió otra vez... tal como había ocurrido en las cuevas de las iele cuando Abbadón trató de atravesar el waterfire: una claridad cristalina, fría, descendió sobre ella. Silenció el caos de su cabeza, enfocó su mente y le permitió jugar con todo el tablero, no sólo con las piezas. —Olvídense de los túneles. Aquí tienen —le habló a Gia, sacando de su bolso dos pequeños trozos preciosos de cuarzo que le había dado Vrája—. Piedras de transparocéano para ti y para Aldo. Úsenlas. Ahora. Detengan a los jinetes de la muerte todo el tiempo que puedan. Cuando

derriben la puerta, naden hasta arriba y salgan por la ventana. Gia asintió con la cabeza, con los ojos encendidos de valor renovado. —Eso haremos. Gracias, sirena. ¡Ahora vayan! Mientras Sera y Mahdi atravesaban la casa hacia el sótano a toda carrera, oyeron un sollozo tenue, asustado. Se detuvieron, se volvieron y nadaron hacia el lugar de donde venía. En lo que alguna vez había sido la sala, dos sirenitas, de no más de un año, estaban sentadas en una cuna, llorando. En el apuro desenfrenado de las sirenas por escapar, los niños huérfanos habían quedado olvidados. Dos niños sirena estaban sentados en su cama con los ojos muy abiertos. Otro seguía todavía acostado, con los ojos cerrados. Era Matteo, el que tenía fiebre. —¿Matteo? ¿Me oyes? —preguntó Sera, sacudiéndolo despacito para despertarlo. El niño sirena abrió los ojos. Estaban vidriosos y sin ver —No podemos dejarlos aquí —dijo Mahdi, mirando ansioso para atrás, hacia el pasillo. —Vamos, Matteo, no tengas miedo —lo convenció Sera—. Tenemos que irnos. Pon los brazos alrededor de mi cuello. El niño sirena lo hizo y Sera lo levantó de la cama. Mahdi levantó a las dos sirenas de su cuna y las acurrucó debajo de sus brazos. Despertó a los otros dos niños sirena —Franco y Giancarlo— y les dijo que lo siguieran porque iban a tener una aventura. Después, nadó en dirección al sótano. Sera iba justo detrás de ellos. Aldo y Gia seguían con la canción mágica, pero sus voces ya estaban cascadas y el ruido de los golpes era

ensordecedor. —¿Y los cuartos de arriba? ¿Qué pasa si alguien todavía está ahí? —dijo Sera al llegar a la puerta del sótano. —No tenemos tiempo de revisar. Tenemos que llevar a estos niños a donde estén a salvo — replicó Mahdi. Los últimos habitantes del refugio estaban entrando apurados en los túneles. Mahdi condujo a Sera y a los niños delante de él, y después cerró la puerta del sótano. Era endeble, hecha de madera comida por los gusanos, y no valía la pena hechizarla. La puerta del túnel era de hierro, así que los hechizos para reforzarla o camuflarla no iban a servir de nada, ya que el hierro rechazaba la magia, pero sí tenía una cerradura fuerte. En cuanto todos estuvieron en el pasadizo, Mahdi cerró la pesada puerta y puso el cerrojo. —Eso va a demorarlos —se dirigió a Sera. Después se volvió hacia los niños—. Vamos, niños. Vamos a hacer una carrera. El primero que llega a la bifurcación del túnel, gana. ¡Preparados, listos, ya! Franco y Giancarlo salieron disparados. Sera los siguió con Matteo. Mahdi llevaba la retaguardia con las dos sirenitas en los brazos. Su grupo no tenía antorchas de lava, pero podía seguir el resplandor de las que llevaban los que iban delante de ellos. Nadaron durante cerca de un cuarto de hora por un túnel que era oscuro, angosto y lleno de ofiuras y cangrejos araña. Después de girar a la derecha en dos bifurcaciones distintas, tomaron por una curva a la izquierda y se encontraron en un sector lleno de grafitis. Dentro de una pintura gigante del Capitán Kidd, se abrió una puerta para que ellos pasaran.

—Hay que golpear en el pecho de Kidd cuatro veces —explicó Mahdi—. La contraseña es «erizo de mar». Por si alguna vez vienen aquí solos. Un hombre sirena llamado Marco los apuró a entrar. —¿Ustedes son los últimos? —preguntó. Mahdi asintió con la cabeza y Marco cerró la puerta detrás de ellos. Sera se encontró en otro sótano. —Aquí tengo un niño enfermo —informó Serafina, respirando con dificultad. Llevar a Matteo por los túneles la había agotado. Otro hombre sirena tomó al niño y lo llevó a la enfermería. Marco les dijo a Mahdi y a Sera dónde podían encontrar camas para los otros niños. Mientras los acomodaban, el niño llamado Franco preguntó: —¿Dónde está Cira? A Sera se le hizo un nudo en el estómago. Rogó que Cira fuese un juguete. —¿Quién es Cira? —averiguó Mahdi. —Es mi amiga. Su mamá no está bien. Va a tener un bebé. Duermen arriba. —Voy a volver —afirmó Sera. —De ninguna manera. Es suicida. A esta altura, los jinetes de la muerte ya están en la casa. —Tendríamos que haber revisado arriba. —¿Y qué habría pasado si lo hubiéramos hecho y los jinetes de la muerte hubieran entrado mientras estábamos ahí? ¿Cómo habrían salido estos niños? —Cualquiera que quede en esa casa va a ser interrogado por Traho. —Tú también si te atrapan sus soldados. —Una niña, Mahdi. ¡Una sirena embarazada y una niñita! —La voz de Sera estaba subiendo de tono. Por el miedo. Y la furia.

—Si vuelves y te atrapan, Traho va a hacerte decirle dónde está esta casa y esta gente. —Son míos, Mahdi. Mi gente —gritó ella—. ¡No puedo dejar que él se apodere de todo! —Sera... Pero ella ya había salido a toda velocidad hacia el sótano. —Déjame salir. Voy a volver a la calle Basalto. Dejamos a dos sirenas atrás —le informó a Marco. —Esa es una muy mala idea —dijo Marco. —¡Déjame salir ya mismo! —exigió Sera. Marco la miró detenidamente y luego concedió: —Esta puerta tiene una mirilla. Si veo, oigo o huelo algún soldado detrás de ti, no voy a abrirla. Te quedas fuera, sirena. Sera asintió con la cabeza. Tomó un farol iluminado por medusas luna brillantes. Marco abrió la puerta y ella salió nadando, Mahdi fue detrás de ella. DIECINUEVE Sera se puso tensa, lista para hacer un hechizo Jrag o formar un remolino. —¿Estás bien para ir? —susurró Mahdi. Ella asintió con la cabeza. Estaban de vuelta en la calle Basalto, en el túnel, sin tener idea de lo que los esperaba del otro lado de la puerta de hierro. Mahdi apoyó el oído en ella. Escuchó por unos segundos y después corrió el cerrojo despacio. Respirando hondo, abrió la puerta de golpe. El sótano estaba vacío. Sera apoyó su farol en el suelo y entró nadando con cautela. Cruzó el sótano y se encaminó hacia el primer piso, pero un ruido la detuvo en seco. Era el sonido de muebles que estaban siendo volteados y arrojados contra el suelo.

Mahdi la alcanzó. —Jinetes de la muerte. Arriba. — Formó las palabras en silencio con los labios. Sera echó un vistazo a la puerta de madera desvencijada que llevaba afuera del sótano. Estaba entornada. Mahdi la había cerrado cuando escaparon. Ella estaba segura de eso. Le tocó la mano y señaló la puerta. Él asintió con la cabeza. Entendió lo que ella estaba tratando de decir, que había alguien más allí abajo. Sera giró lentamente en círculo, esperando ver a Traho acechando en las sombras, con una sonrisa en la cara, un lanzaarpones en la mano, pero él no estaba ahí. Otro estrépito que venía de arriba la congeló en el lugar. Mahdi, con los ojos fijos en la puerta, le hizo un gesto para que lo siguiera de vuelta al túnel, pero ella meneó la cabeza. —Están aquí. Cira y su mamá. Lo sé —susurró—. Ellas son las que dejaron la puerta abierta. Mahdi levantó un dedo, indicando que ella tenía un minuto. Ella dio vueltas por el sótano como un remolino, buscando en todos los rincones, detrás de la caldera de lava, entre las pilas de muebles viejos. Mahdi hizo lo mismo, manteniendo la vista cautelosa en la entrada. Después de que pasaron unos minutos, hizo señas de que era hora de irse. Sera asintió con la cabeza, con el corazón apesadumbrado. Traho debía de haber encontrado a Cira y a su madre. Su arriesgado viaje hasta ahí había sido en vano. Se encaminó de nuevo hacia el túnel. Al hacerlo, un movimiento le llamó la atención. Un viejo sofá de coral, con sus almohadones de seda marina deteriorados desde hacía tiempo,

había sido empujado cerca de la pared, pero no estaba apoyado del todo. La punta de una pequeña aleta de una cola verde sobresalía por debajo. Sera tomó a Mahdi del brazo y se la señaló. Se acercaron nadando. Agachada en el espacio entre el sofá y la pared, había una sirena, con la barriga grande y redonda, sosteniendo una sirenita temblorosa. Los ojos de la madre se abrieron grandes, aterrados, cuando vio a Mahdi con su uniforme de jinete de la muerte. Ella agarró más fuerte a su hija y se encogió contra la pared. —Está todo bien —susurró Sera—. Él no es uno de ellos. Es sólo un disfraz. Ven con nosotros. Vamos a sacarte de aquí. La madre observó a Sera y luego a Mahdi, indecisa. En ese momento, se oyó otro estruendo sobre sus cabezas. —Por favor —rogó Sera—. No tenemos mucho tiempo. Pero la madre, paralizada por el miedo, se negaba a moverse. —¡Revisen el sótano! —ordenó una voz. Sera reconoció esa voz. La oía en sus pesadillas. —Traho —informó—. Tenemos que irnos. —Cira —habló Mahdi a la sirenita—, tus amigos están esperándote. Franco y Giancarlo. Ellos me dijeron que estabas aquí. Ellos están a salvo y quieren que tú estés a salvo también. La sirenita le sonrió a Mahdi con valentía. Le dio la mano. —Vamos, mamá —dijo—. Está todo bien. Mahdi hizo entrar rápido a la madre y la niña en el túnel. Sera los siguió. Estaba a punto de cerrar la puerta cuando entraron nadando al sótano cuatro jinetes de la muerte. —¡Ustedes, ahí! ¡Deténganse! —gritó uno de

ellos. —¡Llama al Capitán Traho! —aulló otro. Uno agarró el lanzaarpones que llevaba en su funda, en la cadera. Otros dos se abalanzaron sobre Sera. Los dos llevaban antorchas de lava. Sera se dio cuenta de que sólo tenían segundos entre la vida y la muerte. Ahora necesitaba algo más que un canta mirus; necesitaba un canta malus. No lo dudó. Su voz se precipitó en una nota baja, oscura, mientras ella se concentraba en los globos de vidrio llenos de lava colocados encima de las antorchas. Lava brillante, lava caliente, cúbrenos del enemigo, ¡urgente! Bulle, salta, sisea y quema. Haz que estos soldados pronto se vuelvan. Lava mortífera, haz tu peor hazaña. ¡A través del vidrio de los duendes, ya mismo estalla! Mahdi se lanzó hacia Sera justo cuando la última nota de la canción mágica salía de sus labios. De un tirón, la metió en el túnel y cerró la puerta de un golpe. Su velocidad para pensar le salvó la vida. La explosión fue instantánea. La fuerza expansiva fue tan grande que hizo temblar el suelo. Sera vio una ráfaga de luz blanca enceguecedora por la ranura bajo la puerta; oyó el impacto de los escombros al salir lanzados contra el hierro y el borboteo y siseo de la lava. Después no se oyó nada en absoluto. —Están... —empezó a decir. —Sí, lo están —afirmó Mahdi—. Nadie podría haber sobrevivido a una explosión como esa. Dudo que la casa haya quedado en pie. Mis dioses. Sera, ¿qué fue eso?

—Una canción negra —respondió Sera—. Es legal si se usa contra un enemigo en tiempos de guerra. No tuve opción, Mahdi. Era nosotros o ellos. —Ya sé eso. Quise decir tú. ¿Cuándo aprendiste a hacer un frag tan poderoso? Conozco a comandantes experimentados que no podrían hacer lo que tú acabas de hacer. El lazo de sangre, pensó Sera. Me dio las habilidades de Neela con la luz y las de Becca con el fuego. Estaba a punto de explicar sus nuevos poderes, o de intentarlo, cuando se oyeron gritos a través de la puerta. —Más jinetes de la muerte —dijo Mahdi, tenso—. Traho debía de tener tropas extra fuera de la casa segura. Hora de irse, todos. —Gracias —habló la madre de Cira cuando arrancaron—. Gracias por volver por nosotras. —A la luz del farol de Sera, su cara se veía pálida y esquelética. Respiraba con dificultad—. Soy Kallista, dicho sea de paso. —¿Estás bien? —preguntó Sera. —Estoy en trabajo de parto. —Oh, guau. Oh, dioses —exclamó Mahdi, pasándose la mano por el pelo. —Hay una enfermería en la nueva casa segura. No queda lejos de aquí. Unos dos kilómetros y medio —explicó Sera—. ¿Puedes llegar? Kallista rio débilmente. —¿Tengo opción? —Sera, tú agárrala de un brazo. Yo la agarro del otro. Cira, tú mantente bien pegada a nuestras colas —ordenó Mahdi. Sera esperaba que pudieran avanzar más rápido que antes, ya que esta vez sabían a dónde iban, pero no fue así. Los túneles eran demasiado angostos para que pudieran nadar los tres juntos. Ella y Mahdi muchas veces tenían que

ponerse de costado, lo cual los demoraba. Se alegró cuando apareció la primera bifurcación frente a ellos. Sin embargo, antes de que la alcanzasen, Mahdi se detuvo de golpe. —Esperen un minuto —dijo. —¿Qué pasa? —preguntó Sera. Entonces lo oyó: el sonido de voces. Acercándose rápido. —Pudieron pasar —apuntó Mahdi—. Vamos a dividirnos en la bifurcación. Ustedes tres vayan por la derecha y naden lo más rápido que puedan hasta la casa segura. Yo voy a ir por la izquierda y los voy a distraer. —¡No, Mahdi! —exclamó Serafina. —¡Vayan! —habló él entre dientes. Pescó una medusa luna del farol de Sera para iluminar su camino, levantó una roca del suelo y la arrojó dentro del túnel opuesto. Un segundo después. Sera oyó el sonido de algo que raspaba. Él estaba rozando la roca contra la pared del túnel. —Vamos —les dijo Sera a Cira y Kallista, recordando la advertencia terrible de Marco de no dejarla entrar otra vez si la seguían los soldados—. Tenemos que nadar. Rápido. Arrancaron por el túnel del lado derecho, avanzando tan rápido como podían. Unos minutos más tarde. Sera localizó el segundo desvío. Cuando lo alcanzaron, oyó voces otra vez. El plan de Mahdi no había funcionado. Los jinetes de la muerte no estaban siguiéndolo a él; estaban siguiéndolas a ellas. Sera tomó a Cira por los hombros. La niña no podía tener más de ocho años. —Cira, escúchame. Tienes que llevar a tu mamá el resto del camino hasta allí, ¿de acuerdo? Puedes hacerlo. Sé que puedes. —Les explicó como entrar

a la casa segura, después sacó otra medusa luna de su farol y se la puso en la mano a Cira—. ¡Vayan! —siseó. Mientras Cira y su madre se alejaban rápido. Sera nadó dentro del otro túnel. —¡Socorro! —gritó—. ¡No podemos encontrar la casa segura! ¡Por favor! ¿Hay alguien allí? Esta vez, el plan sí funcionó. Los jinetes de la muerte la persiguieron a ella, no a Cira y Kallista. —¡La tengo! —oyó que aullaba uno de ellos. Un na después de errarle a su cola por un pelo. Los jinetes de la muerte eran rápidos, pero Sera — fuerte y delgada de nadar durante semanas por las corrientes— lo era más. Unos minutos después, vio el final del túnel. Afuera, los rayos de sol se inclinaban al pasar por el agua. Hizo una última carrera, salió disparada a las aguas iluminadas por la luz del día y se encontró cruzando la corriente que venía del ostrokón. Se lanzó hacia su entrada en ruinas y bajó a sus profundidades sombrías. Con el corazón latiéndole fuerte, los pulmones agitados, nadó hasta una sala de escucha y se escondió debajo de una mesa. Pasaron unos minutos. Después unos más. Cuando hubo pasado media hora. Sera por fin se permitió creer que había escapado de sus perseguidores. Le temblaban los músculos. Tenía calambres dolorosos que le formaban nudos en la cola. Se estiró y cerró los ojos. —Por favor —susurró—. Por favor, que Cira y Kallista hayan llegado a salvo a la casa segura. Por favor, que Mahdi esté bien. Se acordó de la confianza en los ojos de la sirenita. Y del alivio desesperado en los de su madre. ¿Y si los jinetes de la muerte se habían dividido y habían buscado en los dos túneles? ¿Y

si Cira y Kallista los habían llevado derecho a la casa segura de la calle Mercado? ¿Habría puesto en peligro a montones de personas por salvar a dos? —Un buen gobernante nunca sacrifica a muchos por unos pocos —le había dicho una vez su tío. Ella había tratado de discutir con él. —Pero tío, esos pocos no son menos... Importantes, iba a decir. Valiosos, amados. Pero Vallerio la había cortado en seco. —Esos pocos son menos, Serafina. Y en la guerra, los números son lo único que importa. Ella no había entendido eso. No en ese entonces. Ni ahora. Kallista era importante. Y el bebito que llevaba en su vientre. La pequeña Cira era importante. Los que eran muchos y los que eran unos pocos. Había elegido bien. Había hecho lo correcto. Mientras la invadía el sueño, Serafina se aferró a esa idea. Y trató por todos los medios de creer en ella. VEINTE —Ahí tiene, priya —dijo Suma, ayudando a Neela a ponerse una bata suave de seda marina—. Un lindo baño frotándose bien lo mejora todo. Neela no respondió. Sencillamente, se sentó junto a la ventana, en el mismo lugar donde se había sentado buena parte de los últimos tres días, y miró hacia afuera. Acababa de fregarse el cuerpo con arena blanca, suave. Después se había frotado aceite de nueces exóticas en el pelo y se lo había cepillado hasta que le quedó brillante. Suma le había traído una fuente con sus comidas favoritas para

la cena y un plato de golosinas de postre. Pronto se iba a acostar en su cama suave y a dormir. Estaba a salvo. Estaba abrigada y bien alimentada. Estaba furiosa. —¿Hay algo más que necesite? —preguntó Suma. Neela meneó la cabeza. —¿Me puedo llevar esa ropa negra horrible? —No puedes, —Ya sabe lo que dijo la medica magus, princesa — le recordó Suma—. Cuanto antes reconozca que necesita ayuda, más rápido va a poder ayudarla. Prometa que va a comportarse y a deshacerse de esas cosas espantosas, y Kiraat va a permitirle salir del cuarto. Démelas a mí. Voy a ponerlas en el incinerador. La lava va a encargarse de ellas en un instante. —Déjalas, Suma. Y a mí también. —¿Y los espejos? ¿Qué hay de los espejos? — preguntó Suma. Neela había cubierto todos y cada uno de los espejos de su cuarto con saris. —Déjalos también —dijo. Suma meneó la cabeza, afligida. Se secó los ojos delicadamente, dándose golpecitos con los dedos. —¡Tapar los espejos! Ay, princesa, es peor de lo que ninguno de nosotros hubiese pensado. ¡Perdió la cabeza! Cuando empezó a comer bing bangs otra vez, yo pensé que estaba progresando, pero me equivoqué. Le dio a Neela unas lacrimosas buenas noches y se fue. Neela desenvolvió una golosina con aire distraído y se la comió. El aburrimiento y la ansiedad la habían volcado otra vez a las golosinas. Echó una mirada al atuendo ofensivo: su top de encaje negro y su falda, su chaqueta, su bolso de mensajero. Estaban colgados sobre

una silla. Kiraat le había exigido que se deshiciera de ellos y ella se había negado. Él la había declarado peligrosamente trastornada y había aconsejado que se la confinara a su cuarto para que no se hiciera daño ni a sí misma ni a los demás. Kiraat y sus padres pensaban que la estaban protegiendo. Pensaban que la estaban ayudando a volver a su sano juicio, pero todo lo que hacían estaba destruyendo su espíritu poco a poco. ¿Cómo podía explicarles lo que significaba para ella su atuendo de espadachín? Cuando lo miraba, no veía peleas ni lágrimas, veía a Sera y a Ling comiendo guiso en la cocina de Lena después de que Ling casi había sido capturada por Rafe Mfeme. Veía a Becca y a Ava en el río Olt, luchando contra las rusalkas. Veía a la feroz Astrid peleando contra Abbadón en el Incantarium sólo con su espada. Y se veía a sí misma más valiente y fuerte de lo que jamás hubiera pensado que podía ser. Y ahora ellos querían que volviera. De vuelta al rosa. De vuelta a sonreír hasta que le doliera la cara. De vuelta a la charla sobre las mareas. De vuelta a no hacer nunca nada importante ni a decir nada con sinceridad. De vuelta al eterno concurso de belleza. Neela había tratado de escapar. Había tratado de abrir la cerradura de su puerta con una horquilla, tal como había abierto las cerraduras de los collares de hierro que ella, Sera y Thalassa habían sido obligadas a usar cuando eran prisioneras de Traho. Pero esta cerradura estaba hechizada. Sólo podía abrirse con la llave que llevaba Suma. La cámara de Neela entera se había acondicionado a prueba de hechizos. No podía abrir las ventanas. Ni hacerlas estallar. No podía hacer ni el más

mínimo remolino, ni un débil frag. Hasta el convoca que había tratado de hacer, para informar a las demás de su terrible situación, había fallado. Había pensado en escapar por uno de sus espejos, pero la había detenido el miedo de encontrarse con Rorrim. De hecho, había tapado todos los espejos para evitar que él la espiara. Así que Neela estaba sentada, mirando distraída por la ventana, observando las banderas de Matali que flameaban en la corriente. Desenvolvió otra golosina, preguntándose quién aflojaría primero. ¿Kiraat? ¿Sus padres? O ella. VEINTIUNO Serafina se despertó con un grito ahogado. Por un momento, entró en pánico. No sabía dónde estaba. Después se acordó... el ostrokón. Se había metido nadando debajo de una mesa para esconderse y se había desmayado del agotamiento. Ahora giró sobre su espalda y abrió los ojos. ¿Cuánto tiempo había estado ahí? Se sentía como si hubiera estado durmiendo durante tres días. Tenía el cuerpo entumecido de dormir en el piso duro. Su mente también estaba entumecida... por todas las preguntas que todavía la acosaban, las que no tenían respuestas. Pensó en Mahdi, Cira y Kallista. ¿Habrían escapado? Quizá podría arreglárselas para volver a la casa segura de la calle Mercado y averiguar. Se acordó de la canción negra letal que había cantado contra los jinetes de la muerte. No había tenido alternativa; sabía que volvería a hacerlo si fuese necesario.

Cuando los praedatori habían matado a un guardia de la prisión para liberarla en el campamento de Traho, Sera se había traumado con su muerte. Había sentido pena por él. En la casa segura de la calle Basalto habían muerto más jinetes de la muerte. Esta vez, por causa de ella. Pero no sintió pena por ellos. No sintió nada. «Estoy cambiando», pensó, «y no del todo para bien». Había percebes en la parte de abajo de la mesa, que relucían blancos en la oscuridad. Apoyó la palma de la mano contra sus bordes filosos. Quería el dolor. Quería saber que todavía podía sentir algo. Había voces flotando en su mente, suyas y de su madre. «Mamá, ¿puedes ser nada más que una mamá, aunque sea por una vez? ¿Y olvidar que eres la regina?», le había gritado Sera la mañana de su dokimí. Isabella había sonreído con tristeza. «No, Sera», había dicho. «No puedo», Serafina se había enojado mucho con ella por eso. Pero ahora entendía que Isabella amaba a su pueblo con tanta intensidad que había dejado de lado muchas cosas por ellos... incluso el tiempo para su familia. Ahora entendía que Mahdi amaba tanto los mares que estaba arriesgando su vida para defenderlos. Sera estaba empezando a ver que el amor no era palabras lindas y promesas fáciles. El amor era difícil. Te desafiaba y te cambiaba. Te llenaba el corazón y, a veces, también te lo endurecía. El amor exigía sacrificios. Ella había hecho muchos durante las últimas semanas y sabía que sería necesario que hiciese más. Acostada de espaldas, con la palma todavía

presionada contra los percebes, le gruñó el estómago. Sonó terriblemente fuerte en la gran sala vacía. Sera tenía hambre y no sabía qué hacer al respecto. No había comido nada más que un puñado de aceitunas del arrecife y bayas de anguila durante días. «Voy a morir de hambre debajo de esta mesa», se dijo a sí misma. «Dentro de unos años, alguien va a encontrar mis huesos aquí. Van a sentir lástima por mí». —No, no van a sentir lástima —habló una voz—. Van a pensar que eras una perdedora total. —¡Ling! —dijo Sera en voz alta. —¿Quieres un poco de vino para acompañar tus pucheros? —Ah. Muy gracioso. ¿Dónde estás? —Cerca del Abismo. Pensé que podía hacer un convoca y ver cómo te estaba yendo. No muy bien, parece. —«No muy bien» sería el eufemismo del siglo. Me persiguieron los soldados de Traho esta mañana. Al menos, creo que fue esta mañana. Quizá fue ayer. Como sea, también descubrí que los caracoles que necesitamos no están. Cerúlea fue destruida y mi pueblo, o lo que queda de él, está sufriendo terriblemente. ¿Y qué estoy haciendo yo? Estoy acostada debajo de una mesa. —¿Alguna buena noticia? —De hecho, sí. Resulta que sigo amando al mismo hombre sirena que amaba, aunque esté enamorada de otro. —¿Qué? Sera le explicó. Le contó a Ling todo lo que había pasado desde la última vez que se habían visto. —Guau, Sera. Nunca hay tiempo de aburrirse en Miromara. En serio, aunque lo de Traho suena

aterrador. ¿Estás bien? —Estoy bien. Fue aterrador. ¿Y las otras? ¿Supiste algo de ellas? —Becca ya cruzó la Dorsal Mesoatlántica. Ava está en la llanura abisal de Ceará. Están bien. Te alegrará saber que Baby también. —¿Cómo podría no estarlo? Ese monstruito mascota muerde a todos los que lo miren. ¿Y Neela? La voz de Ling asumió un tono preocupado. —No puedo contactarme con ella. Sera. No importa cuántas veces haga un convoca, ella no responde. ¿Oíste algo de ella? —No, pero bueno, no intenté contactarme. No pude hacer un convoca desde que me falló, allá en la cueva marina. Voy a intentarlo cuando salga del ostrokón. Aquí no se puede. La acústica hace que los hechizos musicales fracasen. Fossegrim, nuestro liber magus, quiso que fuera así. Siempre dijo que el conocimiento era su propia magia. A Serafina le rugió el estómago otra vez. —¡Suenas como una morsa enferma! Mira, tal vez no puedas derrocar a Traho en este preciso momento, pero puedes levantarte y buscar algo para comer, así no tenemos que escuchar más ruidos asquerosos. —¿Cómo? ¡Estoy en un ostrokón! —¿No tiene un mareabar? Los de Qin tienen. —¡Sí, tiene! Uno chiquito en el cuarto piso, ¡Me olvidé por completo! ¡Eres un genio, Ling! —Claro... soy... cuidado. Sera... —Estoy perdiéndote, Ling. —... oírte... más tarde... —Sí, amiga. Más tarde —dijo Sera mientras se desvanecía el convoca. Ahora que Ling se había ido, la sala parecía el doble de grande y el doble de oscura y Sera se sentía más sola que nunca. Suspirando, salió

nadando de abajo de la mesa. Los mareabares eran pequeños bares al paso, independientes, que vendían bebidas y aperitivos. Serafina había visitado el del ostrokón cada vez que se quedaba hasta tarde a estudiar, con sus guardias reales siguiéndola disimuladamente. Nadó hasta una de las paredes de la sala de escucha y bajó una antorcha de lava. Había que reemplazar la lava. Se estaba enfriando, daba apenas una luz naranja, tenue, pero todavía le permitía ver por dónde iba. Asomó la cabeza por la abertura de la puerta y miró con cautela hacia arriba, al pasillo en espiral. Estaba vacío y triste. Ya no había estudiantes, ni profesores con togas negras, ni ostroki cargando canastas con caracoles, haciendo callar a todo el mundo. Avanzando despacio, Serafina se abrió camino hacia arriba por el pasillo. Paraba de vez en cuando para escuchar si había voces. Ya casi estaba en el cuarto piso cuando sintió vibraciones en el agua. Se metió el globo de lava debajo de la falda, para que se apagara la luz, y se agachó en el umbral vacío de una puerta. Unos segundos más tarde, pasó nadando un pequeño cardumen de blénidos. Los hombros se le aflojaron, aliviados. El mareabar estaba metido entre la colección de geología y la de biología. Cuando Sera llegó, vio que estaba oscuro y desierto, como el resto del ostrokón. Nadó hasta el mostrador, con la esperanza de encontrar una bolsa de mejillones fritos o chicles de caracol, pero no había nada para comer Ni siquiera un gusano de arena salado. —Genial —dijo ella en voz alta. Ahora iba a tener que arriesgarse a salir. Trató de recordar

si había algún café cerca. Si así fuese, quizá podría meterse en uno y buscar algunas ciruelas de playa. Bocaditos de almejas. Lo que fuera. Ahí fue cuando le cayó la red sobre la cabeza. Serafina gritó. Se le cayó la antorcha. Su globo se estrelló contra el piso. La lava se derramó sobre la piedra, siseando y burbujeando, y echando vapor por el agua. —¡Suéltenme! —aulló cuando la envolvió la red. Forcejeó y trató de escapar nadando, pero sólo logró enredarse tanto que apenas podía moverse. Una cara, pálida y con anteojos, se acercó a la suya. Pertenecía a un joven sirena. —Es una de nosotros, magistro, no un jinete de la muerte — dijo—. Creo. Al menos, no lleva uniforme. Serafina reconoció en él al ostroko que trabajaba en la sección de literatura. Otra cara se hizo visible... la de un hombre sirena mayor. Él también llevaba anteojos. Su pelo largo y su barba eran canosos. Sus aletas anchas, magníficas, eran negras. Estaba apuntando un arpón. A ella. —¿Magistro Fossegrim? —chilló ella—. ¡Soy yo, Serafina! Una tercera cara la miró con atención. La de una niña. Parecía de unos doce años. Serafina la había visto antes. Si al menos pudiera poner su mente en orden, podría recordar dónde. —¡Es ella, magistro! —dijo la jovencita—. ¡Se cortó el pelo! —¡Santos dioses! ¿Qué hicimos? ¡Suéltenla! — ordenó Fossegrim. Le quitaron la red. Serafina, que se había hundido hasta el suelo, alzó la vista hacia sus supuestos captores: Fossegrim, el joven sirena,

otros dos hombres sirena, dos sirenas mayores y la jovencita. —¡Cósima! —dijo ella cuando por fin le vino a la mente el nombre de la niña—. La hermanita de lady Elettra. Te recuerdo de la corte. —Coco, Su Alteza —replicó la sirena, con una inclinación rápida de cabeza—. Detesto el nombre Cósima. —¿Coco, Fossegrim, qué están haciendo aquí? — preguntó Serafina. —Este es nuestro cuartel general. Su Alteza. Disculpe este recibimiento tan agresivo. Sólo tratábamos de defenderlo —respondió Fossegrim. —No entiendo —habló Serafina—, ¿El cuartel general de quién? Fossegrim se levantó en toda su altura, señaló con un gesto de la mano a todos sus compañeros y dijo con grandilocuencia: —La resistencia Aleta Negra. VEINTIDÓS —Por favor, principessa, tome más caracoles. Coma más gusanos —invitó Fossegrim. —Gracias, magistro, estaban deliciosos, pero ya estoy llena. Era mentira. Serafina todavía tenía hambre. Pero Fossegrim y los otros también. Ella se daba cuenta. Estaban flacos. La ropa les quedaba floja. Ella estaba sentada con el liber magus en el subsuelo del ostrokón. Ya eran casi las diez de la noche. Los demás se habían ido a sus rondas. Sera había dormido la mayor parte del día. Se habían presentado todos, en el cuarto piso, después de que Serafina se hubo levantado del suelo. Ya conocía a Fossegrim y a Coco. Después

venía Niccolo, el joven sirena de anteojos. Los otros eran Calvino, Domenico, Alessandra y Sophia. Algunos ostroki y la niña. Esa era la resistencia. —Cerúlea tiene mucha suerte de tenerlos a ustedes luchando por ella —había dicho Serafina con una sonrisa. «Cerúlea está totalmente condenada», pensó. Pero eso fue antes de que la hubieran llevado a través de la puerta trampa que había en el piso del sótano. Allí había descubierto una habitación limpia, cálida, bastante grande, que tenía catres, una pequeña cocina de lava, provisiones médicas y reservas de comida. Las paredes estaban cubiertas con mapas de la ciudad. —La sala de guerra —había dicho Fossegrim con orgullo—. Desde aquí, nos las arreglamos para cortar el suministro de lava al palacio, soltar una corriente de lava que destruyó las cocinas y liberar cangrejos en la comida almacenada. —¿Cómo supieron hacer todas esas cosas? ¿Los ayudaron los acqua guerrieri? —había preguntado Serafina, azorada. Lamentaba haberlos subestimado. Estos ostroki eran tan formidables como los praedatori. —¡Los caracoles! —había interrumpido Coco con voz chillona. —Escuchamos a mariscales de campo de la Guerra de los Cien Años, a generales de la dinastía Yonggán de Qin, a guerrilleros de los pantanos de Atlántica y a un montón de los primeros comandantes merrovingios.

¡No hay nada que Quintus Ligarius no pueda enseñar sobre sabotaje! —había explicado alegremente Niccolo. —Somos una espina marina larga y puntiaguda en el costado de Traho —expresó ahora Fossegrim mientras retiraba de la mesa los caracoles y los gusanos que habían sobrado—. ¡Vamos a derrotarlo y a recuperar Cerúlea para los merrovingios! —Magistro, me temo que la batalla abarca mucho más que Cerúlea —dijo Serafina con suavidad—. Sé de una manera de presentarla. Pero necesito su ayuda. —Lo que sea, principessa —afirmó él—. Sólo tiene que decirlo. —Vine aquí anoche para escuchar caracoles acerca del Viaje de Merrow, pero no están. —Sí, Traho se los llevó. No sé por qué, —Yo sí, pero no puedo decírselo sin ponerlo en más riesgo. ¿Hay algunos otros caracoles aquí sobre el mismo tema? —¿Sobre qué tema? —preguntó Coco. Acababa de volver de sus rondas, cargando un saco lleno de pepinos de mar. La seguía un tiburón de arena gris, de pequeño tamaño y con ojos cobrizos chispeantes y veloces. —¿Dónde conseguiste eso? ¡Te dije que no salieras del ostrokón, jovencita! ¡Es demasiado peligroso! —la retó Fossegrim. Coco no le prestó atención. —¿Qué información busca, principessa? —volvió a preguntar. —Caracoles sobre el Viaje de Merrow —respondió Serafina por cortesía. Dudaba mucho de que la sirena hubiese siquiera oído hablar del Viaje. Sera había estudiado ampliamente la historia de Atlántida posterior a su caída y sabía que diez años después de que fuese destruida Atlántida,

Merrow, la primera regina de Miromara, había hecho un largo viaje por las aguas del mundo. La historia oficial era que estaba buscando nuevos lugares seguros para que su pueblo pudiera vivir en ellos, ya que estaba en expansión y necesitaba terreno. Sin embargo. Sera tenía la certeza de que había una razón extraoficial para el viaje; esconder los seis talismanes. —Intenta con Baltazaar, primer ministro de Finanzas desde el comienzo del reino de Merrow hasta el año sesenta y dos — indicó Coco con toda naturalidad—. Él es una buena fuente, pero casi nadie sabe de él. Creo que es porque sus caracoles no están archivados en el piso cinco, en Historia merrovingia antigua. Están en el piso tres, con los Informes gubernamentales. En la sección de gastos del anno 10 de Merrow, el año en que Merrow hizo su Viaje. A Serafina se le cayó la mandíbula. —¿Qué? —dijo. —Baltazaar —repitió Coco despacio, como si le hablara a una idiota—. El primer ministro... —Sí, te oí. ¿Cómo sabes eso? —Escuché montones de caracoles desde que vine aquí. No podemos salir durante el día y no hay mucho más para hacer. Me gusta escuchar caracoles. También me gusta el ostrokón. Mucho más de lo que me gustaba la corte. Lo siento, Serafina sonrió. —No lo sientas. A mí me pasa lo mismo —comentó ella. —Así que, como estaba diciendo —continuó Coco—, Baltazaar era como... el contador de Merrow. Él participó en el Viaje y registró todo. Me llevó dos días terminar sólo cinco de esos caracoles. ¡Es tan aburrido! Habla de todo lo que empacaron. Todo lo que usaron. Todo lo que se

pusieron. Todo lo que dijeron. Todo lo que hicieron. Todo lo que vieron. Todos los lugares donde se detuvieron ... —¿Todos los lugares donde se detuvieron? — interrumpió Serafina. —Sí. —¿Puedes mostrarme dónde están esos caracoles? — preguntó Serafina, tratando de esconder su entusiasmo. —Seguro —dijo Coco—. Vamos. —Un momento, por favor —intervino Fossegrim—. Los jinetes de la muerte recorren el ostrokón con regularidad. Coco, tú debes hacer de vigía mientras la principessa estudia los caracoles. No podemos correr ningún riesgo. Las dos tienen que estar aquí para la medianoche. Coco hizo un saludo militar Pero Serafina protestó. —No puedo hacer eso, magistro. Tengo que terminar de escuchar esos caracoles lo más rápido que pueda. Voy a trabajar toda la noche, el día y la noche siguiente también si es necesario. Fossegrim meneó la cabeza. —Es demasiado peligroso —afirmó—. Para usted y para nosotros. —No tengo alternativa. Tengo que encontrar información muy importante antes de que la encuentre Traho. Fossegrim lo pensó y luego dijo: —Lleven dos canastas con ustedes. Pongan tantos caracoles como quepan y tráiganlos aquí. No va a ser tan tranquilo, pero va a ser más seguro. Coco agarró un par de canastas que había en el piso y después subió nadando hasta la puerta trampa, Serafina tomó dos antorchas de lava y la siguió, rogando desesperadamente que el Primer

Ministro Baltazaar pudiese decirle lo que ella necesitaba saber. VEINTITRÉS —Él sufre. Un montón —informó Coco mientras ella y Serafina nadaban hasta el piso tres. Las dos sirenas llevaban una canasta en una mano y una antorcha de lava en la otra. —¿Quién? —Fossegrim. Casi no duerme. Apenas come. Se culpa por todo lo que pasó. Por la destrucción del ostrokón. Por el robo de los caracoles. Niccolo le dice que no había nada que él hubiera podido hacer, pero Fossegrim no escucha. —Pobre Fossegrim —se compadeció Serafina—. Mi abuela una vez me contó cuánto él protegía al ostrokón y sus colecciones, hasta cuando era un joven ostroko. Dijo que siempre se había notado claramente que se convertiría en un liber magus. Fossegrim había descripto a Sera el ataque de Traho al ostrokón después de que la hubo conducido al búnker. Varios ostroki habían sido asesinados tratando de defenderlo. —Apuesto a que Fossegrim no te dijo cuánto luchó él. Ni lo que le hicieron —apuntó Coco—. Los soldados de Traho lo golpearon tanto que perdió el conocimiento. Lo dejaron dándolo por muerto. Por suerte, Niccolo y los otros estaban escondidos en las estanterías. Ellos esperaron hasta que se fuese Traho y después arrastraron a Fossegrim hasta el subsuelo. Le salvaron la vida. Desde entonces, estamos todos ahí abajo. Enseñándonos a nosotros mismos a defendernos. Nos bautizamos Aletas Negras en honor a Fossegrim. Hechizamos nuestras aletas para que combinaran con la de él. Afuera, por supuesto.

Ya sabes cómo es con respecto a hacer hechizos en el ostrokón. —Ella levantó las aletas de la cola. Eran de un negro brillante, intenso—. Nos está saliendo bastante bien —agregó, sonriendo con orgullo—. Que les cortásemos el suministro de lava de veras les arruinó las cosas ahí en el palacio. Lo que más nos cuesta es encontrar suficiente comida. Yo soy la mejor de todos en eso. Encuentro un montón de cosas en las casas en ruinas. —Se le desdibujó la sonrisa—. A veces también encuentro a los dueños. Pero ya estoy acostumbrándome a los muertos. —¿Por qué estás en el ostrokón, Coco? ¿Dónde está tu familia? —preguntó Serafina. —Desaparecidos. Serafina oyó cómo se le quebraba ligeramente la voz a la sirena. Le echó una mirada, a tiempo para ver cómo se frotaba los ojos. —¿Qué pasó? Coco meneó la cabeza. El tiburón de arena gris que las había estado siguiendo en su estela giró en círculo alrededor de ella, preocupado. —Por favor, cuéntame —invitó Serafina, rodeándola con el brazo. —Entraron al palacio —dijo ella—. Los jinetes de la muerte. Estaban rodeando a todos. Mis padres los oyeron venir y trataron de protegernos. Mi madre me hizo un hechizo con una perla de transparocéano y me dijo que nadase hasta el techo. Estaba haciendo un hechizo para Ellie cuando los jinetes de la muerte derribaron la puerta. Ellie gritaba. Mi mamá también. Mi papá trató de luchar contra ellos pero lo golpearon. Yo lo vi todo. Después se los llevaron. Coco miraba hacia adelante, a las aguas oscuras, mientras hablaba. Pero Serafina sabía que no estaba viendo nada cercano. Estaba viendo como apaleaban a su familia.

—Estaba muy asustada —continuó Coco—. Tan pronto como se fueron los soldados, salí nadando del palacio. Fui directo al ostrokón porque era el lugar más seguro que se me ocurrió. Estuve escondida en el cuarto piso durante días. Comí la comida del mareabar. Me encontraron Alessandra y Domenico. —Lo siento mucho. Coco —dijo Serafina, con el corazón dolido por la niña. Coco asintió con la cabeza, —Vamos, deberíamos seguir —indicó y se alejó nadando. «No quiere que la vea llorar», pensó Serafina. La rabia ardía constantemente en su corazón en estos días, pero de vez en cuando —como ahora— se alzaba en llamas. Lo que les había pasado a Fossegrim y Coco eran dos crímenes más para sumar a la cuenta de Traho. Se lo diría a su tío cuando volviese a casa con sus ejércitos de duendes. Traho iba a pagar por sus crímenes, Vallerio iba a encargarse de que así fuera. —Aquí estamos. Piso tres —señaló Coco unos minutos más tarde, iluminando con su globo la escritura sobre la puerta—. Vamos a necesitar un centinela —agregó—, Abby, ve a vigilar arriba de todo, ¿quieres? —El tiburoncito de arena asintió con la cabeza—. Abelardo es el mejor vigía de todos los tiempos. Percibe los movimientos mucho antes que yo. Si aparecen los jinetes de la muerte, él va a estar aquí en dos segundos exactos. Abelardo empezó a subir Sera lo observó alejarse. —No viste a Silvestre, ¿no? —preguntó Sera con melancolía. —No desde el ataque —respondió Coco—, Yo me escabullo dentro del palacio lo más seguido que puedo para buscar medicamentos, comida, armas, cualquier cosa que pueda servirle a la

resistencia. Ahí no está. Sera asintió con la cabeza tristemente. Extrañaba a Silvestre y tenía la esperanza de que, de algún modo, hubiese escapado de los jinetes de la muerte, pero se daba cuenta de que, probablemente, nunca iba a descubrir lo que le había pasado, —Vamos, Coco. Tenemos mucho que hacer —aseguró. Las dos sirenas entraron en la sala de escucha. Estaba tan negra como el abismo de adentro. Todos los globos de lava se habían extinguido. —Los registros del gobierno están archivados en estantes año por año y después por tema. ¡Ay! — aulló Coco al golpearse la cola contra una silla dada vuelta—. No veo nada aquí. —Levantó la antorcha y nadó hasta el fondo de la sala—. Uno treinta y seis... no, ese no es el que quiero — dijo, mirando detenidamente los estantes. Se movió hacia la derecha. Serafina la siguió—. Ahí está el noventa y ocho... sesenta y siete... veintinueve... Aquí está... anno diez de Merrow. Coco iba recorriendo con el dedo índice todo el frente de los estantes mientras hablaba. —K... L... Necesitamos las V... Aquí están... Valuación del tesoro... Ventas oficiales... Verificación interna... ¡Viaje de Merrow! — Alumbró el estante con la luz—. Parecen ser unos veinte caracoles en total. Vamos a poder meterlos dentro... Su voz fue interrumpida por la repentina llegada de Abelardo. Le dio un toquecito en el hombro con los dientes. —¿Jinetes de la muerte? Abelardo asintió con la cabeza. —Rápido, principessa —dijo Coco, barriendo los caracoles del estante adentro la canasta. Serafina la siguió. Las sirenas no podían cargar las pesadas

canastas y las antorchas de lava, así que pusieron las antorchas encima de las canastas y después salieron nadando de la sala de escucha tan rápido como pudieron. Cuando llegaron al pasillo, oyeron voces. Sera supuso que los jinetes de la muerte estarían a sólo un piso de distancia. Alcanzaba a sentir sus vibraciones pesadas. —¡Vamos! —Formó la palabra con los labios, esperando que ella y Coco pudieran llegar a bajar lo suficiente por el pasillo como para que la luz de las antorchas no las delatara. Coco avanzó a los tumbos, luchando con el peso de su canasta. El movimiento brusco desequilibró la antorcha, con su globo redondo de vidrio. Empezó a balancearse de lado a lado. Coco trató de equilibrarlo con un movimiento de la canasta, pero eso empeoró las cosas. La antorcha rodó por encima de los caracoles hasta el costado de la canasta. Serafina dio un grito ahogado. Si se caía y golpeaba el piso, los jinetes de la muerte iban a oírlo. —¡Abby! —siseó Coco, Abelardo giró sobre sí justo cuando caía la antorcha. Se lanzó hacia ella y alcanzó a atrapar el globo con la punta de la nariz, apenas a unos centímetros del piso. Lo empujó de nuevo dentro de la canasta, hizo un giro de ciento ochenta grados y salió disparado por el pasillo. Serafina y Coco lo siguieron, nadando a toda máquina. —Espera un minuto.., ¿sientes algo? —habló una voz. La voz de un jinete de la muerte. —No, ¿y tú? —Lo pensé. Tal vez no. —Hubo una pausa, y

después el jinete agregó—: Dile a Fabio que traiga los cazones. Más vale prevenir que lamentar. —¡Fabio! —¿Qué? —¡Suelta los cazones! —¿Hace falta? Quiero salir de aquí. Odio este lugar. —Hay que hacerlo. Si el ostrokón estalla mañana y no lo registramos, nos costará nuestras colas. —¡Vamos, Coco! ¡Nada! —susurró Serafina, loca de miedo. Por fin, llegaron al sótano, Abelardo había alertado a Fossegrim golpeando la nariz contra la puerta trampa. —Entren —dijo Fossegrim, sosteniendo la puerta abierta—. ¡Apúrense! Cuando Serafina pasó junto a él, Fossegrim abrió la jaula de junco llena de peces. —¡Vayan! —les ordenó en lengua pesca—. Diríjanse a la superficie. —Los peces salieron como flechas, eran cuarenta por lo menos. Él miró hacia el extremo más alejado del sótano. —Escóndannos. ¡Rápido! —dijo en rayano. Mientras él tiraba de la puerta trampa y la cerraba, dos rayas se levantaron del piso. Empujaron una canasta llena de caracoles rotos sobre la puerta y desaparecieron otra vez en la penumbra. Apenas unos segundos después, Sera, Fossegrim y los otros oyeron a los cazones aullando sobre sus cabezas y a los jinetes de la muerte gritándoles. Nadie se movió. Apenas si se animaban a respirar —¡No era nada, cabeza de lábrido! —vociferó uno de los jinetes de la muerte—. ¡Sólo un puñado de blénidos! Ahora nunca voy a lograr que los cazones vuelvan. Van a seguir a esos peces hasta

Tsarno. Las voces de los soldados se fueron apagando. Fossegrim esperó. Pasó un minuto, después otro. No se oyeron más sonidos. Apoyó la cabeza contra la puerta, dejó escapar un suspiro de alivio y giró hacia Serafina. —Espero que esos caracoles lo valgan —dijo. Temblando, Sera replicó: —Yo también. VEINTICUATRO Serafina se desperezó. Bostezó. Inclinó la cabeza de lado a lado y se hizo sonar los huesos del cuello. —Deberías dormir un poco —dijo Niccolo. Señaló con la cabeza los caracoles que ella había desparramado sobre la mesa—. ¿Cómo va? —No muy bien —respondió Serafina. Estaba perdiendo las esperanzas en Baltazaar. Sólo le quedaban dos caracoles por escuchar y todavía no tenía idea de dónde había escondido Merrow los talismanes. Había empezado a escuchar los caracoles tan pronto como los jinetes de la muerte salieron del ostrokón. Había trabajado durante el resto de la noche y el día siguiente, parando sólo una vez para dormir una siesta por unas pocas horas. Ese día ya estaba terminando y empezaba su segunda noche en el búnker. Mientras tanto, Niccolo y los otros, que habían dormido todo el día, empezaban a despertarse. Habían hecho un túnel debajo del palacio y habían puesto una pila grande de explosivos debajo de las viejas barracas de los janicari, que ahora albergaban a algunas de las tropas de Traho. Planeaban detonar los explosivos en unos

días y hacer volar las barracas en pedazos. Serafina levantó otro caracol, resquebrajado y amarillento por el paso del tiempo. Sólo el que estaba escuchando un caracol podía oír los sonidos que había en él y eso alegraba a Sera. Saber sobre los talismanes era peligroso y ella no quería poner en un riesgo mayor a Fossegrim y los demás. Cuando se apoyó el caracol contra el oído, la voz ya demasiado familiar de Baltazaar empezó a hablar La noche anterior, cuando había escuchado el primer caracol, había sido sorprendente oír las palabras débiles de un hombre sirena muerto hacía largo tiempo que le llegaban a través de los milenios. Al principio, había tenido que esforzarse un poco para entenderlo, ya que hablaba una forma antigua de sirenés, pero cuanto más escuchaba, más familiares le resultaban las palabras antiguas. Él contaba cómo Merrov había salido de viaje para buscar nuevas aguas para las sirenas. La regina y sus ministros habían investigado todo, explicaba: bosques de Kelp, aguas bajas ricas en plancton, llanuras abisales, montañas submarinas y grietas, y peligros también. —Ella era muy valiente —decía Baltazaar— y examinaba todos los peligros sin prestar atención a su propia seguridad, tomando nota de las dimensiones, ubicación y descripción de cada uno de ellos para poder advertir a su pueblo que se mantuviese lejos. Coco tenía razón: Baltazaar era aburrido. Hablaba y hablaba exhaustivamente enumerando cada carpa, vasija, taza, arpón, pluma, cuchara y montura que llevaban en la expedición. Cada manzana de agua, platelminto y baya de anguila

que comían. Cada roca, arrecife y cueva que veían. Pasada una hora, Serafina quería estampar el caracol contra la mesa. Pasadas dos horas, quería estampar la cabeza contra la mesa. Sin embargo, había sido perseverante y había anotado cada peligro mencionado por Baltazaar en un pergamino de kelp. Las Tierras de la Muerte de Qin, donde había fumarolas subacuáticas que lanzaban azufre y humo; lagos de agua dulce tan caliente que hervían cualquier cosa que cayese en ellos; las tierras de los duendes kobold; las cuevas de los nakki: asesinos del Atlántico Norte que cambiaban de forma. Ahora Niccolo y sus compañeros de resistencia se despedían de Fossegrim y de Sera agitando la mano mientras salían para encargarse de sus obligaciones nocturnas. Fossegrim les advirtió con severidad que tuviesen cuidado. Sera les devolvió el saludo y siguió agregando ítems a su lista de peligros, tomando nota de los espíritus de hielo del océano Ártico, los demonios del agua del canal de la Mancha, las Puertas del Infierno del río Congo. Tres horas más tarde, tomó el último de los caracoles de Baltazaar Había tomado nota de más de cien lugares peligrosos. «Esto es totalmente inútil», pensó ella, mirando la lista, «No podríamos buscar en todos estos lugares ni aunque tuviésemos mil años. Perdí un montón de tiempo». Se preguntó de qué se habría enterado Traho por medio de los caracoles que se había llevado. Quizá tenía uno de los talismanes en la mano en este preciso momento. Suspirando, miró el último de todos los caracoles. Tenía escrito en él: «Sobre la adquisición y mantenimiento de hipocampos. Con especial atención a los gastos en forraje y medicamentos».

«De ninguna manera», pensó Serafina. «No puedo hacerlo. No puedo perder más tiempo en esto». Estaba a punto de poner el caracol otra vez en la canasta, pero algo la hizo detenerse. «Ya empecé esto; debería terminarlo», reflexionó. Su madre siempre había insistido en eso, ya fuese que se tratase de practicar una canción mágica hasta que estuviese perfecta, revisar una tesis hasta que estuviese impecable o cepillar a Clío ella misma después de una larga cabalgata en lugar de entregársela al mozo de cuadra. Sera se llevó el caracol al oído, esperando oír a Baltazaar aburriéndola con los elevados precios del junco marino. En cambio, su voz sonó enérgica y agitada. —Asistí a la reunión del consejo privado de la regina en su carpa esta mañana —relataba él—, para tratar el tema de sus cabalgatas nocturnas, la destrucción demasiado frecuente de buenos hipocampos en dichas cabalgatas y el alto costo de obtener nuevos animales en aguas extranjeras. Como no hay sirenas donde vamos, tenemos que comprarles a los comerciantes kobold o nakki. Saben que no tenemos otra alternativa y ponen precio a su ganado en consecuencia. Señalé que las cabalgatas son peligrosas no sólo para nuestros animales, sino para la propia regina. Varias veces tuvimos que contratar el servicio de sanadores locales tanto para ella como para sus monturas. Sin embargo, ella no quiso aceptar mi consejo y arguyó que necesitaba tiempo a solas al final del día para poner en orden sus pensamientos. Estas cabalgatas son una ocupación imprudente y lo dejo asentado aquí para que a nuestro regreso, cualquier cargo de dilapidación de los fondos del reino sea dirigido a la parte que lo merece y no a la parte inocente. Serafina se incorporó, confundida. Los buenos

jinetes no lastimaban a sus animales, ni mucho menos los destruían. Y Merrow había sido muchas cosas, pero imprudente no. ¿Qué había estado haciendo durante esas cabalgatas? ¿Cuántas monturas había perdido? Sera siguió escuchando, tomando nota de las bajas a medida que Baltazaar las dictaba. —Semental blanco comprado para reemplazar animal perdido en el torbellino frente a la costa de Lochlanach, quinientos trocii. —Lochlanach... ese es el antiguo nombre sirenés para Groenlandia —recordó Serafina. Se acordaba de que Vrája había dicho que Orfeo había venido de Groenlandia. Empezaron a erizársele las aletas. —Hipocampo capón pinto comprado para reemplazar animal perdido en manos de un dragón en sus tierras de cría, cuatrocientos trocii. Gastos del sanador para las heridas de la regina, treinta trocii. Los dragones vivían y tenían a sus crías en un solo lugar: el océano índico. Navi había venido de la India. —Yegua gris comprada para reemplazar animal barrido por el espíritu del viento Williwaw en las aguas de Hornos, trescientos cincuenta trocii. Hornos era el antiguo nombre en sirenés para denominar al cabo de Hornos, ubicado en las costas de Atlántica, el hogar de Pyrrha. —Semental alazán para reemplazar animal devorado por Okwa Naholo en los pantanos del río Mechasipi, seiscientos trocii. —El Misisipí. Un reino de Freshwaters —afirmó Serafina—. Nyx vivía en sus orillas. —Yegua ruana para reemplazar animal perdido en las cuestas del Gran Abismo, cuatrocientos

trocii. Eso fue en Qin, en cuyas costas había vivido Sycorax. —Capón moteado comprado para reemplazar animal perdido en las costas de Iberia, setecientos trocii. Servicios del sanador para la regina por herida de arpón de pesca terragón, cuarenta trocii. Esa sería la costa española del mar Mediterráneo, el reino de Merrow. «Iberia» era una palabra antigua para denominar a España. Cuando Baltazaar empezó a quejarse del costo de las monturas, Serafina dejó el caracol. Merrow había cabalgado hasta lugares tan peligrosos que llevaron a la muerte a sus hipocampos seis veces. En cada uno de los seis reinos acuáticos. —Para cada uno de los seis talismanes —habló Sera en voz alta. Se le aceleró el pulso. Estaba segura de que había habido un método en la locura de Merrow. Merrow había estado cerca de los otros cinco magos —hasta de Orfeo, antes de que se volviera malvado— y los había perdido a todos durante la destrucción de Atlántida. No se habían recuperado sus cuerpos. No tenía sus restos para llorarlos. No se habían cantado canciones fúnebres. «¿Habría llevado sus talismanes a escondites en aguas cercanas a sus hogares de origen como una manera de dar descanso a sus almas?», se preguntó Sera. De ser así, entonces era la perla negra de Orfeo la que estaba en el torbellino frente a la costa de Groenlandia. La piedra de la luna de Navi estaba en las tierras de cría de dragones de Matali. Y el talismán de Merrow —la Piedra de Neria— estaba en algún lugar de la costa de España.

Lady Thalia no había tenido tiempo de decirles a Sera y a Ling qué eran los tres talismanes que faltaban, pero Sera podía apostar que el de Nyx —fuera lo que fuese— estaba en los pantanos del Misisipí, el de Pyrrha estaba en el cabo de Hornos y el de Sycorax estaba en el Gran Abismo. Sera estaba entusiasmada por haberse enterado de tanto, pero abatida porque todavía no tenía todas las respuestas que necesitaba. Tenía sentido que ella tuviese que buscar el talismán de su propio ancestro, ya que estaba escondido en las aguas de su propio reino... ¿pero por dónde debería empezar? Baltazaar no había mencionado ningún peligro específico en relación con la Piedra de Neria. Sólo había afirmado que Merrow había sido herida por un pescador en la costa de España y que su hipocampo se había perdido. Pero la costa de España tenía cientos de kilómetros de largo. Iba a ser imposible registrar cada centímetro. Serafina lanzó un gemido de frustración. Lo que necesitaba saber desesperadamente estaba justo frente a ella, en sus anotaciones. Tenía que estar ahí. ¿Por qué no podía verlo? Levantó su pluma y garabateó un dibujo de un gran diamante en su pergamino. Lo dibujó como lo había descripto lady Thalia: con forma de lágrima. —Vamos, Merrow, ayúdame con esto —susurró—. Por favor ¿Dónde está la Piedra de Neria? La puerta trampa del búnker se abrió de pronto. Niccolo y Domenico entraron nadando, agitados. Serafina pronto vio por qué. Habían encontrado un bebé. Un niñito sirena. De sólo dos o tres meses. Estaba aullando. Niccolo lo tenía en brazos. Domenico estaba balbuceando como un loco. —Lo encontramos en el fabra. Lo oímos llorar. No

puedo creer que los jinetes de la muerte no lo hayan oído. Estaba escondido debajo de unos corales. No sabemos cómo llegó allí. ¡Es un bebé, magistro! ¿Qué hacemos? Antes de que Fossegrim pudiese responder, Alessandra nadó hasta Niccolo y le sacó el bebé de los brazos. Trató de calmarlo. —Oh, povero piccolo infante! —lo arrulló. Ella provenía de la Laguna y a menudo usaba espontáneamente el italiano—. Dolce bambino! Poveretto! Dolce infante! Infante. —Oh. Mis dioses —susurró Serafina—. Ya sé dónde está el talismán. VEINTICINCO Serafina saltó tan rápido de su silla que la tiró al suelo. —¡Magistro! —gritó. —Por Dios, hija, ¿qué le pasa? —inquirió sorprendido Fossegrim. —¿Dónde puedo encontrar caracoles sobre los naufragios en Miromara? —En el octavo piso —respondió—. ¿Por qué? Serafina recogió su bolsa y la cargó sobre su hombro. Se dirigió a la puerta. —¡Principessa, espere! ¿Dónde va? Es peligroso allá afuera —protestó Fossegrim. —Debo ir, magistro. Regresaré tan pronto como pueda. Con suerte, en unos días. Despídame de los demás, por favor ¿Puedo pedirle prestada una brújula? —preguntó ella, tomando una de un estante. —Sí, por supuesto. ¿Pero por qué? —interrogó

Fossegrim. —¡Se lo diré cuando regrese! —dijo Serafina. Abrazó al anciano hombre sirena, tomó un globo de lava y nadó fuera del búnker. Unos minutos después, estaba en el octavo piso. Infante. La palabra había despertado un recuerdo en ella, una imagen de una pintura que colgaba en la pared de la biblioteca del duca antes de que Rafe Mfeme la hubiera robado. Era un retrato de uno de los antepasados del duca, María Teresa, una infanta española. Colgando de su cuello, podía verse un magnífico diamante azul, una joya que varias generaciones de reinas españolas habían heredado. ¿Sería esa la razón por la que Merrow se había ido a la costa española? ¿Para darle su propio talismán a un humano? Cuanto más pensaba Serafina sobre ello, más sentido tenía todo. Merrow eligió a un humano porque no había nada más peligroso. Ese humano debía de haber sido un ancestro de la infanta, y así fue cómo ella llegó a poseer el diamante. Y Rafe Mfeme había robado el retrato de la infanta para mostrárselo a Traho, de manera que él pudiera ver exactamente cómo era el talismán que estaba buscando. Lo único que Sera no pudo dilucidar fue cómo Traho había relacionado las mismas cosas sin haber visto la canción de sangre de Merrow en las cavernas de las iele y sin haber hablado con lady Thalia. Una vez más, él estaba una brazada delante de ella. Sera encontró la sección de naufragios con facilidad. Recordó que el duca había dicho que la infanta viajó a Francia en 1582 a bordo del Deméter y pronto encontró un caracol que tenía información sobre el barco e, incluso, sobre dónde se había hundido, a veinticinco leguas al

sur de la ciudad francesa de Saintes-Maries. El pirata que había atacado la nave provenía de Catay; su nombre era Amarrefe Mei Foo. Fuentes contemporáneas creían que Mei Foo no pudo robar el diamante, pero nadie sabía qué le ocurrió a la piedra en realidad; sólo se sabía que nadie la volvió a ver desde entonces. —Espero que sea porque aún está en el cuello de la infanta —dijo Serafina, colocando el caracol nuevamente en su lugar. Cargó el bolso sobre su hombro. Había conseguido lo que necesitaba. Todavía faltaban varias horas para el amanecer. Partiría de Cerúlea con la protección de la oscuridad. Más tarde, contactaría a Neela, Ava, Ling y Becca para contarles lo que había descubierto. —¿Dónde vas? ¿Puedo ir contigo? —habló una voz. El corazón de Serafina dio un vuelco. Giró rápidamente sobre sí misma, tratando de tomar su cuchillo, pero se trataba de Coco y de Abelardo, —¡No lo hagan más! ¡Casi me matan del susto! La mirada de Coco se posó en el bolso que Serafina cargaba sobre su hombro, —Te estás yendo a algún lado, ¿verdad? Llévame contigo. —No, es demasiado peligroso. Y además, ¿quién cuidará de Fossegrim? La sirenita arrojó sus brazos alrededor del cuello de Sera. —Prométeme que regresarás. Prométemelo —dijo con fiereza. —Lo prometo —respondió Serafina. La abrazó fuertemente y luego continuó—: Tengo que irme. Coco. Vuelve al búnker, allá es más seguro. Serafina se despidió y luego se alejó nadando. No tenía todo el tiempo del mundo. Traho también creía que el diamante azul de la infanta y la Piedra de Neria eran lo mismo. Además, él tenía

el retrato en su poder. Sabía cómo era el diamante. Probablemente, también sabía acerca del Deméter y que la infanta se había hundido con él. Ella sólo podía tener la esperanza de que Traho no supiera que los restos del naufragio yacían a veinticinco leguas al sur de Saintes-Maries. VEINTISÉIS Neela bostezó. Había pasado otro día. Las aguas al otro lado de sus ventanas estaban oscureciéndose cada vez más. Había perdido la cuenta de cuántos días había estado confinada en su cuarto. ¿Cinco? ¿Seis? ¿Acaso importaba saberlo? ¿Acaso importaba algo? Había ze zés y bing bangs a su alcance. Bolsas llenas. Los papeles de sus envolturas estaban esparcidos por el suelo. También había cañaibujus. Y también todo era rosa, muy rosa. Saris rosas. Brazaletes rosas. Bufandas rosas. ¿Era tan malo el rosa? Tal vez debía hacer lo que ellos querían. Tal vez debía resignarse, decía una vocecita en su interior, antes de volverse loca de aburrimiento. —De ninguna manera —habló en voz alta, refutando a la voz—. No lo haré. Resignarse a hacer lo que ellos querían era imposible, no porque ella tuviera que desprenderse de sus prendas de espadachín, aunque las extrañaba mucho, sino porque Kiraat quería promesas de buen comportamiento. Eso significaba que no podía hablar de Abbadón o huir nadando para encontrar a Serafina en cuanto pudiera. Neela se levantó de la silla. Estaba por servirse otra taza de té

cuando escuchó que alguien golpeaba su ventana. Sorprendida por el ruido, Ooda se infló, alerta. Neela nadó hacia la ventana y vio que un pelícano estaba nadando de un lado a otro en el exterior. El ave golpeó nuevamente la ventana. —¡No puedo abrirla! —le dijo—. Lo siento. Kiraat había hechizado las ventanas con el objetivo de que Neela no pudiera nadar a través de ellas, pero había dejado una abierta apenas lo suficiente para que entrara agua fresca. O un caracol. Mientras Neela miraba, el pelícano empujó un caracol blanco a través de la rendija. —¡Gracias! —exclamó y lo tomó en sus manos. Abrió unos cuantos ze zés y los empujó por la rendija. Sabía que los pelícanos se volvían locos por ellos. El ave los guardó en su pico y luego volvió a la superficie. Neela, excitada, se colocó el caracol sobre la oreja y reconoció la voz en el interior —¡Hola, Neels! —dijo Serafina—. Logré llegar a casa. Espero que tú también hayas regresado. ¿Estás bien? Ling y yo tratamos de enviarte un convoca, pero no pudimos comunicarnos, por lo que te envié este caracol. Sé que es un riesgo, pero le enseñé al pelícano a romperlo si algún jinete de la muerte lo seguía. No puedo explicarte todo ahora, aunque creo que mi teoría sobre Merrow era correcta: ella escondió los talismanes durante su viaje. Incluso pienso que los ocultó todos menos uno en las aguas cercanas a los lugares de origen de cada uno de los magos. Una vitrina nos dijo a Ling y a mí que el talismán de Navi era una piedra de la luna con forma de huevo. Creo que está en alguna parte, en las tierras de cría de dragones de Matali. Si vas a buscarlo, no vayas sola. Necesitarás soldados armados o te comerán viva. Yo estoy por

viajar para buscar la Piedra de Neria. Deséame suerte. Está todo muy complicado, aquí en Cerúlea. Tenemos muchos problemas. Y no sé cómo hacer esto, ¿sabes? Te extraño muchísimo. Pero estás dentro de mí, de alguna manera. Por el lazo de sangre. Puedo hacer un fragor lux de primera y también puedo hablar con las anguilas y los pececitos de plata. Creo que el juramento nos dio algo de la magia de las demás. —Hubo una pausa y Serafina continuó—: Mahdi está vivo. Está bien. Esto es todo lo que puedo decir por ahora. Estamos tratando de saber algo de Yaz. No abandones las esperanzas. Lo encontraremos. Lo sé. Te quiero mucho, Neels. Rompe este caracol cuando hayas terminado de escucharlo, ¿sí? Neela rio con fuerza, feliz de saber que Sera y Mahdi estaban a salvo. Le hubiera gustado que ella pudiera decirle que su hermano también estaba bien, pero Neela mantendría la fe. Sabía que Yazeed aparecería en un club nocturno en alguna parte. Ella pensó en las otras cosas que había dicho Sera, que el talismán de Navi era una piedra de la luna y que estaba en las tierras de cría de dragones... ¿pero cuáles? Matali tenía muchas. Los dragones eran la fuente principal de la riqueza de Matali. Sus aguas templadas ofrecían condiciones ideales para la cría de muchas especies, entre ellas el dragón aleta azul bengalí, amable, calmo y apto para arrastrar carretas y carruajes; el garranegra de Lakshadwa, enorme, poderoso, utilizado por el ejército; y el árabe real, una criatura tan sorprendente y tan costosa que solamente las sirenas de mayor poder adquisitivo podían comprarlas. Había muchas especies más, que se criaban en Matali y luego se exportaban. Todas

excepto los dragones boca de navaja, que eran feroces y asesinos. Siglos atrás, se había intentado domesticarlos, pero los intentos siempre terminaron mal. Sin embargo, los dragones boca de navaja servían para un fin trascendental. Los criaban en la cuenca de Madagascar, al oeste de Matali, cerca de Kandina. Los intentos de invadir Matali atravesando la cuenca siempre terminaban mal porque ningún invasor podía burlar la vigilancia de las criaturas. La importancia de los dragones boca de navaja para la defensa del reino era la razón por la que su imagen estaba en la bandera natalina. Neela nadaba de un lado a otro de la habitación, tratando de pensar qué tierra de cría habría elegido Merrow. Las tierras de los dragones boca de navaja eran la elección más obvia, pero otras especies podían ser peligrosas también. Se detuvo frente a las ventanas y miró hacia afuera, mordiéndose el labio. El sol casi se había puesto. Sus últimos rayos, débiles, estaban desvaneciéndose en el agua y se sentía una fuerte corriente que venía del oeste. Estaba azotando las banderas matalinas, haciéndolas flamear. La sirena observó el símbolo nacional, la reina boca de navaja que sostenía su huevo «especial», el único que no era de desagradable color marrón. Mientras seguía mirando las banderas, la aleta de la cola de Neela comenzó a retorcerse y su piel comenzó a brillar con una luz azul. Se le había ocurrido algo. —¡Ooda! —dijo en voz alta—. La piedra de la luna de Navi también tenía forma de huevo. Eso dijo Sera. Tal vez no sea un huevo lo que tiene la reina boca de navaja... ¡tal vez sea la piedra de la luna! ¿Y si Merrow se la dio a la reina dragón? Porque no hay nada más traicionero que

un dragón boca de navaja, ¿verdad? Y la reina la legó a las reinas que vinieron después de ella. Quienquiera que haya hecho la primera bandera matalina debe de haber visto a la reina dragón con la piedra. No sabía que era una piedra de la luna... ¿por qué habría de saberlo? Probablemente haya pensado que sólo era un huevo. ¡Exacto, Ooda! La piedra de la luna está con los dragones boca de navaja. Lo sé. «Necesitarás soldados», le había advertido Serafina. «Sí, miles de ellos», pensó Neela. Con lanzas, escudos y lanzadores de bombas de lava. —¿Cómo lo haré? Es imposible —afirmó en voz alta —. Aunque vaya con soldados, me voy a colgar un cartel al cuello que diga «Almuerzo». —Hizo una pausa por un minuto para pensar. Luego prosiguió —: Tal vez Kora pueda ayudarme. ¿La recuerdas, Ooda? Ooda sacudió rápidamente la cabeza. —Sí, la recuerdas. Simplemente, no quieres ir. Neela había conocido a Kora durante los viajes que había hecho con la familia real a las aguas occidentales. Kora, que tenía diecinueve años en este momento, gobernaba una gran parte de Matali como vasallo del emperador. Cuando los adolescentes de Kandina llegaban a la mayoría de edad, a los dieciséis años, debían afrontar el desafío de nadar a través de las tierras de cría de los dragones boca de navaja. Aquellos que lograran llegar al otro lado eran considerados adultos. Los que no lo lograban eran llorados por sus familias. —Si alguien sabe algo sobre las tierras de cría de los dragones boca de navaja y cómo evitarlos, esa es Kora —razonó Neela—. Iré a Kandina tan pronto como pueda. Tiene que haber una manera de salir de aquí. Debe haberla. Ooda se veía preocupada y comenzó a inflarse.

Pronto, se había elevado tanto que chocó contra el techo. Neela estaba enojada con ella. No tenía tiempo para sus payasadas. Tenía problemas mucho más importantes para preocuparse. —¡Ooda, deja de hacer eso! —la reprendió—. ¡Baja ahora mismo! ¡No me hagas ir por ti! ¡Ay, Ooda! ¡Eres tan... —Neela dejó de hablar y observó al pez globo, luego continuó—: ... brillante! Nadó hacia el techo, besó al pez hembra en los labios y regresó con ella al suelo. —Creo que ya sé cómo salir de aquí, Ooda —dijo—. Y tú vas a ayudarme.

VEINTISIETE Temprano, a la mañana siguiente, Neela escuchó una llave que entraba en la cerradura de la puerta de su cuarto. Apenas había dormido en toda la noche. —Aquí viene, Ooda. ¡Prepárate! —susurró. Ooda salió disparada y se escondió debajo de la cama. Suma entró en la habitación, cargando una bandeja. La colocó sobre una mesa, y luego nadó hacia la puerta y la cerró. La llave colgaba de una cinta plateada. Suma la dejó caer en el bolsillo lateral de su saco largo y holgado. —¿Cómo está usted, querida princesa? —preguntó—. ¿Durmió bien? Neela se desperezó, parpadeó soñolienta y respondió: —Muy bien, gracias, pero todavía me siento cansada. Creo que me estoy enfermando. ¿Por favor, sientes si tengo temperatura? Suma se apresuró a llegar junto a ella. Mientras la sirena posaba su mano sobre la frente de Neela, Ooda salió de debajo de la cama. El

extremo de la cinta plateada estaba colgando del bolsillo de Suma. Ooda agarró la cinta en su boca y comenzó a nadar hacia atrás. —¡Por favor, hija! —exclamó—. ¡Está ardiendo! — Ella se sentó sobre la cama y la cinta se deslizó fuera de la boca de Ooda, «¡Oh, no!», pensó Neela. —Siento las mejillas calientes, también —agregó rápidamente Neela—. ¿No crees? Suma le puso la mano sobre las mejillas, y Ooda buscó la cinta. La llave se había deslizado más profundamente en el bolsillo de Suma y el pececito tuvo que hurgar en él para encontrarla. —Por favor, tócame la otra mejilla. Suma —dijo Neela para distraerla. Al fin, Ooda pudo tomar la cinta nuevamente y tiró de ella con todas sus fuerzas hasta que la pudo quitar del bolsillo de Suma. Estaba tan contenta que empezó a flotar detrás de Suma, sonriendo satisfecha con la llave colgando de su boca. —Tenemos que bajar la fiebre —expresó Neela, lanzando una mirada a Ooda. Ooda salió disparada debajo de la cama una vez más, arrastrando la llave con ella. —¿Podrías traerme el frasco de elíxir de ortiga de mi gruta? —preguntó Neela—. Está en uno de los estantes de mi gabinete. —Por supuesto, princesa —dijo Suma y se retiró rápidamente de la habitación. El frasco no estaba allí; Neela lo había escondido en su armario. Nadó fuera de su cama, tomó el globo de lava de debajo de su almohada y lo colocó nuevamente en el soporte de la pared. Gracias al globo, había calentado su almohada y su cabeza de tal manera que había sido capaz de engañar a Suma. Luego, se quitó su bata. Vestía sus ropas de espadachín bajo ella. Su bolso de

mensajero ya tenía todo lo que necesitaba y estaba bajo su cama. La buscó mientras Ooda salía de allí con la llave. —¡Buena chica! —murmuró, tomando la llave—. ¡Vayámonos! Neela levantó la tapa de su bolso y el pececito se ubicó dentro. —¡No veo dónde está el elíxir de ortiga! —gritó Suma desde la gruta. —Sigue buscándolo. ¡Estoy segura de que está allí! —respondió Neela. Sacó con manos temblorosas una de las piedras de transparocéano de Vrája de su bolsillo y la hechizó. Casi instantáneamente, se hizo invisible. Abrió la puerta con la llave, salió y la cerró de nuevo. Por suerte, no había guardias en el pasillo que observaran cómo se abría y se cerraba. Neela atravesó velozmente el palacio, nadando apenas debajo del techo, como había hecho Ooda la noche anterior. Las cosas habrían sido más fáciles si hubiera podido salir por alguna ventana, pero todas las que vio tenían los postigos cerrados, debido a los preparativos para la guerra. Continuó por largos pasillos, a través de los camarotes, sobre las cabezas de los cortesanos. —Ya casi llegamos —le susurró a Ooda cuando vio un par de puertas de arco que señalaban la salida del palacio. Y luego un grito, fuerte y urgente, se propagó por el agua. —¡Cierren las puertas! ¡Son órdenes del emperador! ¡La Princesa Neela ha escapado de su habitación! —¡Caramba! —exclamó Neela. Todavía le faltaba atravesar unos seis metros para llegar a la salida. Dos guardias tenían que

empujar cada una de las enormes hojas de la puerta para cerrarlas y ahora se estaban apresurando a hacerlo. Había un espacio de aproximadamente ochenta centímetros entre las puertas que se estrechaba cada minuto que pasaba. Neela aceleró y se dirigió directamente hacia ese punto. Puso las manos juntas sobre su cabeza, giró sobre el costado en el agua y se lanzó entre las dos hojas. La puerta se cerró con un estruendo detrás de ella. No miró hacia atrás en ningún momento mientras nadaba velozmente a través de los Jardines del Emperador hacia aguas abiertas. Sentía culpa por haber encerrado a Suma y culpa por la preocupación que sabía que causaría a sus padres, pero ellos no entendían lo que estaba pasando. Con suerte, cuando descubrieran que todo lo que les había dicho ella era verdad, la perdonarían. Mientras nadaba, Neela escuchaba la voz del subasistente en su cabeza. También la de Khelefu. Y la de Suma, y la de sus padres. Todos le decían lo mismo: «¡Así es como se hacen las cosas! ¡Siempre se hicieron así!». Neela sabía que si quería encontrar el talismán de Navi y vencer al monstruo, ella tenía que dejar atrás la manera en que se hacen las cosas. Tendría que encontrar una nueva manera de hacer las cosas. Su manera. VEINTIOCHO —¿Y cómo fue su estadía con nosotros, señorita Singh? —Insuperable. ¿Podría traerme la cuenta? Estoy bastante apurada, ¿sabe? —respondió Neela,

haciendo explotar el globo de su esponja de mascar. —Ya se la traigo —dijo el recepcionista, sumando el importe—. Una habitación por una noche, dos servicios a la habitación... Mientras el hombre hacía los cálculos, Neela miraba con nerviosismo la ventana recubierta de mica detrás de él. Podía ver a un grupo de guardias matalinos. Aún estaban en la calle. ¿Cuánto tardaría hasta que entraran en el hotel? —Aquí la tiene. Es un total de seis trocii y cinco drupas. Neela le pagó. Mientras lo hacía, los guardias ingresaron. Uno sostenía una pieza de pergamino. Ella sabía que su fotografía estaba en ella. No había tiempo para nadar hacia los pisos de arriba o para hechizar una piedra de transparocéano. Tendría que salir por la puerta de adelante. Rezando para que el hechizo illusio se mantuviera, giró y avanzó en zigzag hacia la puerta. Transformó su bolso de mensajero en una vistosa cartera de diseñador, hizo que su pelo negro se viera rubio, su piel azul transmutó en una tez sonrosada y pintó sus uñas de un plateado centelleante. Sus ropas negras de espadachín ahora se habían convertido en un saco deportivo de caballabongo azul neón, largo, del tamaño que tendría un saco prestado por un novio, con las palabras «¡VAMOS GOA!» en el frente y el número 2 en la espalda. En el puente de su nariz se observaba un par de anteojos redondos enormes. De sus orejas colgaban argollas de oro brillante. Los guardias estaban buscando a una princesa disfrazada como un espadachín. No mirarían dos veces a una sirena porrista de caballabongo. Mientras los guardias se aproximaban, simuló hablar con un pequeño caracol para mensajes.

—¡Claro, es algo como muy cool! —dijo—. ¿Esta cosa podría funcionar alguna vez en la vida? ¿Hola? ¿Hola? Bueno, creo que ahora sí está grabando. ¡Hola, sirenita! Espero que puedas escuchar esto. Nos encontramos en una hora en el Manatí Delgado para tomar un té de burbujas, ¿sip? Si llegas antes, pídeme una manzana de agua. Sin grasa. Te veo. ¡Muac! Nadó fuera del hotel de la forma más pausada que pudo, como si tuviera todo el día. Apenas dobló en la esquina, sin embargo, escupió su esponja de mascar y surcó la corriente como si fuera un pez espada. Veinte minutos después, ya estaba fuera de la ciudad, en aguas abiertas. —Uf, estuvo cerca —dijo suspirando, y se detuvo para abrir su bolso y dejar salir a Ooda—. Qué miedo. Estamos a sólo un día de distancia de Nzuri Bonde. Nademos por la contracorriente durante todo el camino. Será un poco más largo, pero más seguro, creo. Tenemos que apurarnos. ¿Estás lista? Ooda asintió con la cabeza y partieron, Neela y su mascota habían pasado cuatro días en las corrientes, hospedándose en hoteles durante la noche, pagando sus cuentas con dinero marino que había guardado. Hasta el momento, ella había evitado a tres equipos de búsqueda de los guardias del palacio, todos ellos enviados, estaba segura, por sus padres para llevarla nuevamente a su hogar. Era difícil mantenerse una brazada adelante de los guardias, pero, extrañamente, Neela era capaz de pensar por sí misma como nunca antes. Podía adivinar lo que iba a venir, como Ava, y después ver cómo enfrentarse a eso, como Sera. Recordaba lo que Serafina hubo dicho acerca del lazo de sangre en el caracol que había enviado. Sera estaba segura de que el juramento les había

dado a todas algo de las habilidades mágicas de las otras sirenas. «Debe de tener razón», pensó Neela. «Es lo único que explica cómo me las arreglé para que no me capturasen». Sabía que no podía permitir que la capturaran. Tenía que encontrar el talismán de Navi. Unas pocas leguas más de nado rápido y estaría en Nzuri Bonde, la aldea real de Kandina, y mucho más cerca de la piedra de la luna. O eso pensaba. Ocho horas después, la contracorriente que habían tomado se había reducido a nada, y Neela y Ooda estaban totalmente perdidas en el medio de un desierto chato y gris con vegetación achaparrada y sin ninguna señalización, excepto los carteles que advertían sobre la presencia de dragones. Neela sabía que las tierras de cría de los dragones boca de navaja estaban cerca de Nzuri Bonde y estaba segura de que ella y Ooda estaban cerca de la aldea, pero, sobre la superficie del agua, los rayos del sol ya se estaban debilitando; sería de noche en unas pocas horas. Los dragones cazaban en la oscuridad. Si ella y Ooda no encontraban la aldea pronto, tendrían que dormir a la intemperie, perdidas, solas y demasiado visibles. La sirena consultó un mapa que había comprado. Cuando lo hacía, advirtió que sus manos estaban brillando. La luz suave de color azul pálido que emitía a menudo se había hecho más brillante. —Es raro —dijo. Neela únicamente brillaba cuando experimentaba alguna emoción o cuando había seres bioluminiscentes alrededor. Los bioluminiscentes podían sentir la presencia de otros como ellos y, cuando lo percibían, sus fotocitos entraban

en acción, haciendo que brillaran. Volvió su atención nuevamente al mapa. Estaba segura de que en él aparecía el camino a Nzuri Bonde desde donde se hallaban, pero no sabía dónde estaban y, de todas maneras, no era muy buena para leer mapas. Nunca había tenido que hacerlo. Siempre lo hacían los oficiales por ella. Dio vuelta el mapa hacia un lado y hacia el otro y, finalmente, decidió dirigirse en dirección a lo que ella pensaba que era el oeste. Ella y Ooda nadaron por otros quince minutos sin cruzarse con ningún indicio de la aldea en absoluto. Su preocupación era cada vez mayor. En ese momento, Ooda le mordió el brazo y apuntó enfrente de ellas con su aleta. Mientras Neela se frotaba el mordiscón, se dio cuenta de que su piel se había oscurecido a un color azul cobalto. —¿Qué me está sucediendo? —se preguntó. Neela la mordió nuevamente—. ¡Ay! ¡Detente! —la reprendió —. ¿Qué te pasa? Miró hacia adelante, parpadeando, hacia las aguas oscuras. Y entonces la vio: una gran nube de limo que se elevaba a la distancia. —¡Muy bien! —dijo—. ¡Vamos! Neela sabía que una nube de ese tamaño era un signo de vida. Podía ser que muchas cosas estuvieran levantando el limo, como jugadores de caballabongo, una fábrica, granjeros que araban la tierra. Tal vez fuera un campo ganadero de vacas marinas. En este momento del día, los ganaderos estarían arreando a sus animales hacia los establos para ordeñarlos y luego hacerlos dormir Corrió hacia la nube, aliviada por haber encontrado sirenas y, con suerte, un lugar donde podrían refugiarse, ella y Ooda, para pasar la

noche. Pero cuando se acercaban, Neela redujo la velocidad y se detuvo. No era un campo ganadero de vacas marinas ni un juego de caballabongo lo que estaba produciendo la nube de limo. Era una enorme cárcel. Llena de sirenas. VEINTINUEVE —¡Mis dioses! —murmuró Neela, asombrada. Nadó un poco más cerca, agachada detrás de una piedra, y espió desde su escondite. Había visto prisiones antes —todos los reinos tenían una—, pero nunca había visto una cárcel como esta. Dentro de ella, había miles de hombres y mujeres sirena. Tenían la piel más oscura, característica de las sirenas de Matali Occidental, y estaban cavando. Neela podía verlos. Podía ver todo, porque el cerco que rodeaba la prisión estaba hecho de decenas de gorgonias, unas monstruosas medusas bioluminiscentes que eran casi translúcidas. Había cientos de ellas, cada una de más de siete metros de largo y dos metros de ancho. Estaban flotando en un apretado círculo. Sus tentáculos letales formaban las rejas de la prisión. —¡Por eso estoy brillando! —se dijo a sí misma. Había más gorgonias, incluso más grandes, que flotaban por encima, alertas a cualquier movimiento. —Torres de vigilancia vivientes —murmuró Neela. Mientras miraba a los prisioneros, uno de ellos, una sirena anciana, paró de trabajar para descansar sobre su pala, a todas luces exhausta. Inmediatamente, un jinete de la muerte acudió a

su lado; le gritó y la golpeó con una fusta. La sirena gimió y rápidamente volvió a cavar. Cerca de ella, un hombre sirena, flaco como un junco, se desmayó. Más jinetes de la muerte lo arrastraron fuera de allí. Luego, Neela observó algo mucho peor: niños. Cientos de niños. No podía saber qué estaban haciendo desde su escondite, pero no estaban cavando. Conmocionada, abrió su morral, tomó una de las dos piedras de transparocéano que le quedaban y la hechizó. Quería mirar más de cerca. —Quédate aquí, Ooda —dijo, tan pronto como se hizo invisible. Nadó hacia el cerco, procurando mantenerse lejos del alcance de los tentáculos. Las gorgonias eran las medusas más mortíferas del mundo. El dolor de su picadura era tan insoportable que podía causar que el corazón de una sirena dejara de latir en apenas unos minutos. Las gorgonias no podían verla, pero sí podían sentir sus movimientos en el agua y podrían descargar un golpe contra ella si se acercaba demasiado. Desde su nuevo lugar de observación privilegiado, Neela podía ver con claridad a un grupo de niños. Estaban sacudiendo unos enormes tamices rectangulares llenos de barro. Dentro de los tamices, corrían cangrejos y langostas de un lado a otro, buscando entre piedras y caracoles. Unos hipocampos, delgados y con aspecto temeroso, traían el lodo en unos carritos a la zona donde trabajaban los niños. Los niños, también, estaban flacos y asustados. Muchos estaban llorando. Neela nadó alrededor de todo el perímetro de la cárcel, viendo sufrimiento dondequiera que posara la mirada. En el lugar más alejado de la prisión había barracas, apenas un poco más que

chozas. Detrás de ellas, dos guardias estaban de pie, cerca del muro de gorgonias, hablando. Ella podía escuchar lo que estaban diciendo. —Ya hemos excavado cada maldito centímetro del barro de este lugar alejado de la mano de Dios. Traho dice que son tierras de cría antiguas y que podría estar aquí, pero yo opino lo contrario. —Tenemos órdenes de mover toda la prisión unas cinco leguas al norte si no hemos encontrado nada para el día de la luna —dijo el segundo guardia. —Cuanto más nos alejemos de las cavernas de los dragones, mejor. Ahora estamos solamente a tres leguas al este —replicó, señalando con el pulgar a su derecha—. Que no nos hayan descubierto todavía es pura suerte. —Traho vino ayer ¿Lo viste? El primer guardia negó con la cabeza. —No estaba muy contento. Quiere la piedra de la luna y la quiere ya —afirmó el segundo guardia—. Dijo que los prisioneros tienen que trabajar más, con menos comida y castigos más fuertes, y... —El guardia dejó de hablar y miró hacia arriba. Una enorme sombra pasó sobre ellos. —Es él —aseveró el primer guardia—. Mfeme. Trae más prisioneros. —Mejor vamos —dijo el segundo guardia—. Nos necesitarán para ayudar a arrearlos. Neela siguió la mirada de los guardias. Por un momento, no vio nada más que la silueta del casco de un barco gigantesco. Mientras seguía observando, sin embargo, vio cosas que caían de la nave y surcaban el agua. Parecían objetos cuadrados, negros y grandes. Cuando se acercó, Neela vio que eran jaulas cargadas de sirenas. Las medusas que flotaban sobre la prisión se apartaron, y las cajas aterrizaron bruscamente

en el lecho marino. Los guardias abrieron las puertas de las jaulas y empezaron a gritar a los prisioneros, azotándolos con sus fustas, para llevarlos a una zona de ensamblaje en el centro de la prisión. Mientras los guardias arreaban a los prisioneros, les quitaron todos los efectos personales que les quedaban —brazaletes con cuentas, pañuelos, cinturones— y los arrojaron fuera, a través de los tentáculos de las gorgonias. Un brazalete aterrizó cerca de Neela. Lo levantó cuando los guardias estaban de espaldas a ella y lo guardó en su bolsillo. Los prisioneros, demacrados y con aspecto enfermo, estaban aterrorizados. Una vez que los reunieron a todos, les dijeron que estaban allí para cavar en busca de un objeto valioso, una gran piedra de la luna, y que quienquiera que lo encontrase sería liberado. A todos les dieron palas: jóvenes y viejos, fuertes y débiles. Un hombre protestó y dijo que su esposa estaba demasiado enferma para cavar; inmediatamente, los guardias le propinaron una paliza. Neela perdió el equilibrio desde el cerco, asqueada por la crueldad de lo que había visto, y observó que su cola estaba brillando. Las piedras de transparocéano no eran tan potentes como las perlas. El hechizo se estaba desvaneciendo. Nadó de regreso hasta su escondite detrás de la roca, donde Ooda estaba esperándola, y se sentó en el suelo para recobrarse. —Sera se equivocó, Ooda —dijo con voz temblorosa —. Mfeme apresó en su barco a la gente de los pueblos que saqueó, sí, pero no los está llevando a Ondalina. Los está trayendo a estos campos de prisioneros para cavar en busca de los talismanes. Tengo que advertir sobre esto a las otras sirenas, pero primero debemos irnos de

aquí, antes de que terminemos nosotras también en la prisión. O en el estómago de un dragón. Neela se recostó contra la piedra y cerró sus ojos. No sabía qué hacer y no había nadie allí que se lo dijera. No estaba Sera. No estaba Ling. No había ningún subasistente con sus formularios. Ningún gran visir. Tampoco estaba Suma para hacer que todo fuera mejor con una taza de té y un plato de bing bangs. Tendría que arreglárselas por sí misma. ¿Pero cómo? Ella abrió los ojos, abrió su bolso e hizo lo que siempre hacía cuando estaba enojada o asustada: buscó ansiosamente una golosina. «Tiene que haber una aquí», pensó desesperada. Sus ansias eran terribles. Arrojó a un lado su maquillaje, su cepillo, una pequeña bolsa de dinero marino…y luego descubrió un envoltorio verde y brillante. —¡Un ze zé! ¡Oh, gracias a los dioses! —exclamó. Estaba un poco aplastado por haber estado tanto tiempo en el fondo del bolso, pero era un ze zé. Las golosinas hacían que todo fuera mejor. Las golosinas siempre hacían que todo fuera mejor. Desenvolvió el caramelo brillante con las manos temblorosas y lo arrojó dentro de su boca, esperando que la tranquilizara, que la hiciera sentirse más feliz..., pero estaba tan empalagoso que la asqueó. Lo escupió. Cuando lo hizo, escuchó una voz que le hablaba dentro de su cabeza. —Aquí tienes, especialmente para ti. Un cañaibuju —invitaba la voz—. Trágatelo, querida. Tal como te tragas todos tus miedos y tus frustraciones. Dejan un sabor tan amargo, ¿no es así? Era la voz de Rorrim. Tenía razón. Era lo que ella siempre hacía, tragarse sus miedos, con la ayuda de un poquito de golosinas para

endulzarlos. Miró la prisión nuevamente y a la gente en ella, y se dio cuenta de que la realidad no mejoraría para ellos. Y menos la mejoraría un bing bang. Si quería que las cosas mejoraran, ella debía encargarse. Se levantó, se sacudió el limo de los costados y cargó el bolso de mensajero sobre su hombro. —Gracias a esa escoria marina de los guardias, sabemos por lo menos en qué dirección nadar —le dijo a Ooda, recordando cómo uno de ellos había señalado a la derecha con el pulgar—. Si tenemos suerte, llegaremos a Nzuri Bonde por la mañana. TREINTA —|Uuuuuuuaaaaauuuuu! El grito —fuerte y aterrador— atravesó el agua. —Esa es Kora —dijo Neela—. Reconocería su voz donde fuera. Vamos, Ooda. Ya casi llegamos. Neela y Ooda habían estado viajando toda la noche desde que salieron del campo de prisioneros. Neela se arrastraba. Necesitaba un descanso y una buena comida con desesperación, pero la voz de Kora recargó sus energías. Los suaves rayos del sol matinal iluminaban las aguas de Nzuri Bonde. Cuando se aproximaron al pueblo, Neela y Ooda vieron casas bajas, construidas con piedras y una mezcla de limo y caracoles triturados que hacía las veces de argamasa, rodeadas de una vegetación exuberante. Las puertas y las ventanas estaban decoradas en sus bordes con austeros diseños geométricos de color rojo, blanco y amarillo. Simples y sobrios, armonizaban con el paisaje salvaje y apartado. Los cobertizos, hechos con huesos de

ballena recogidos del lecho marino, albergaban dugongos que esperaban plácidamente que los llevaran a pacer. Neela recordó cómo podían verse las cúpulas brillantes y las torrecillas de la ciudad de Matali mucho antes de llegar a ella. La aldea de Nzuri Bonde era lo contrario: antes de verla, uno ya estaba prácticamente dentro de ella. Había un gran estadio en las afueras de la aldea. Kora estaba allí, entrenándose con los askari, su guardia personal. Vivían alejados del resto de los habitantes en el ngome ya jeshi, un recinto cercado. Ahora estaban practicando haraka, una forma de artes marciales cuyos golpes eran rápidos como un rayo. Usaban largas cañas de bambú para azotar a los enemigos en todo el cuerpo o arrancarles las colas. Neela observó a los luchadores mientras se aproximaba al estadio. Los askari eran delgados, rápidos y letales, y ninguno lo era más que su líder. Kora, de piel oscura y porte principesco, tenía pómulos altos, una boca carnosa y ojos color almendra con manchitas doradas. Su poderosa cola tenía rayas marrones y blancas, como un pez león. Sus aletas pectorales se agitaban a sus costados cuando estaba enojada y se elevaban como espigas altas y punzantes. Vestía un turbante de seda marina roja y un peto de valvas de cauri adornado con cuentas. Su brazalete, de coral blanco, tenía una muesca por cada dragón marino que ella había matado. —¡Mgeni anakuja! —exclamó una de los askari. Todos dejaron de ejercitarse y miraron lo que ella estaba señalando, hacia Neela. Ooda, asustada, se metió dentro del bolso de la sirena. Neela, que hablaba kandinés, pero no mucho, se

sorprendió al comprobar que podía comprender a la guardia. Había advertido a Kora que se aproximaba una extraña. «Es el lazo de sangre», pensó. Kora giró sobre sí misma. Sus ojos se entrecerraron al principio y luego se agrandaron cuando la reconoció. —¡Salamu kubwa, malkia! —gritó Neela, saludándola con una inclinación de cabeza—. ¡La saludo, gran reina! —¿Princesa Neela? ¿Eres tú? —preguntó Kora, hablando sirenés ahora. Ella nadó hacia Neela. En su rostro podía verse una sonrisa, amplia y hermosa. Tomó a Neela por los hombros y la besó en las mejillas. —¡Tienes un nuevo look! No sabía que eras una fanática de Goa. —Neela aún tenía su uniforme de caballabongo. —No lo soy, aunque lo parezca —replicó Neela—. Estuve... Iba a decir que estuvo nadando toda la noche, pero Kora la interrumpió. Juguetona, tomó uno de los grandes aros de Neela. —¡Eres la única sirena que conozco que haría un viaje tan peligroso con tantos accesorios! — exclamó—. Si hubiera sabido que venías, me habría hecho la manicura. A Kora, a quien no le interesaba la moda, le gustaba molestar a Neela por su pasión por la ropa y los accesorios. Neela siempre le seguía la corriente, pero este no era el momento. —Kora, no vine a visitarte. Estoy aquí porque necesito tu ayuda. —¿Qué clase de ayuda? Una oleada de cansancio la abrumó. Neela no tenía idea de por dónde empezar —Este... necesitamos salvar al mundo, básicamente.

—¿Y unos buenos accesorios te van a servir? — inquirió Kora, levantando una ceja. Los askari rieron ruidosamente, Neela les echó una mirada furiosa. —Unos buenos accesorios —dijo exasperada— sirven para todo. —Necesitaba que Kora la ayudara, no que se burlara de ella. Kora rodeó su cuello con un brazo y le hizo una llave de cabeza, una muestra kandinesa de cariño. —¿Recuerdas la última vez que viniste a Kandina? ¿Con toda la familia real matalina? ¡La corte que los seguía se extendía dos leguas detrás de ustedes! ¿Dónde están tus cofres? ¿Dónde están tus criados? —Kora, no hay ningún criado. Es lo que estoy tratando de decirte. Esta visita no es como la de la última vez. Para nada. Hay problemas, muchos problemas... —dijo Neela. Su voz se quebró en la última palabra. Estaba tan triste por lo que había visto en el campo de prisioneros, tan exhausta por las horas que había nadado, que estaba a punto de desmayarse. Kora entró en acción. Llevó a Neela a una parte del estadio con sombra, la hizo sentarse en una silla cómoda y pidió que le trajeran comida y bebida. Los askari la siguieron y se sentaron en círculo, alrededor de su reina y de su invitada. —Ahora, dime todo —la instó Kora. Neela echó una mirada a los guardias. —Ellos darían su vida por mí —espetó Kora, leyéndole los pensamientos—. No podemos ayudarte si no puedes confiar en nosotros. En todos nosotros. Neela asintió con la cabeza y les contó todo: acerca del sueño, del ataque a Cerúlea, del duca, los jinetes de la muerte, las iele, los

Seis que Reinaron, el monstruo, los talismanes y el escape de su propio palacio. —Necesito que me ayudes a encontrar la piedra de la luna. Sera y yo creemos que la tiene la reina de los dragones. Y hay algo más, también — agregó. Hizo una inspiración profunda, preparándose para contarles sobre el campo de prisioneros, cuando se dio cuenta de que los askari se habían quedado mudos. Se miraban entre sí y luego la observaron a ella. Reconoció sus expresiones. Las había visto hace muy poco, en los rostros de su padre y de su madre, —Esperen, no me digan —dijo—. Ustedes creen que estoy loca, ¿no es cierto? —La mirada de Neela iba de los guardias a Kora. —Neela —comenzó Kora—, vienes con una ropa muy rara, contándonos una historia tirada de los pelos... —Es una historia verdadera. Cada palabra de ella —replicó Neela. —¿Tienes alguna prueba? —inquirió Kora. Neela recordó el brazalete con cuentas. Estaba en su bolsillo. —¿Quieres pruebas? Muy bien. ¿Alguna de tus aldeas fue saqueada? ¿Secuestraron a alguno de tus compatriotas? Kora la miró por unos segundos antes de responder. —Sí —dijo al fin—. Saquearon Jua Maji. Mi kiongozi, mi general, está buscando a los aldeanos en la frontera sur del reino en este momento. ¿Por qué lo preguntas? ¿Cómo lo sabes? —Tu general no los encontrará. Están al oeste de donde estamos, no al sur. Los he visto. Los secuestró un terra. Los están usando como esclavos. —Neela, nada de lo que dices tiene sentido. Llegó la comida. Tal vez debes comer algo —

afirmó Kora y les hizo un gesto a sus sirvientes para que colocaran las fuentes de plata cerca de ella. Sacaron jarras con leche de dugongo especiada, recipientes con huevos de serpiente marina con salsa de anémona azul, platos de medusa luna cocida con pimientos de cardumen y una torta de esponja tachonada con gusanos de coral. Neela ignoró las delicias. —Tus súbditos, Kora, están en un campo de prisioneros —insistió—. Los obligan a buscar una piedra de la luna, el talismán sobre el que les conté antes. Los he visto. Los hacen trabajar hasta morir —Sacó el brazalete de su bolsillo y se lo entregó a Kora—. Esta es tu prueba. Los ojos de Kora se agrandaron. Tomó el brazalete. —Este diseño es kenji, rayo de sol. Cada aldea tiene su propio diseño. Este pertenece a Jua Maji. En un instante, Kora había saltado de su silla. Con las aletas centelleantes, tomó un bastón de combate, lo blandió sobre su cabeza y lo arrojó sobre una mesa, rompiéndola en mil pedazos. —¡Tenemos que sacarlos de allí! —gritó—. ¡Ahora! ¡El kiongozi está lejos, tenemos que hacerlo nosotros, los askari y yo! Neela había olvidado cómo era su amiga cuando estaba furiosa. Era difícil razonar con ella. —Uh, Kora —dijo—. Espera un momento. No puedes rescatarlos. Hay gorgonias y guardias armados. Por más intrépidos que sean los askari y tú, no podrán vencerlos. Esa prisión es una fortaleza. Kora gruñó. —Todas las fortalezas pueden tomarse por asalto —masculló—. Solamente hay que pensar cómo. —Vas a hacer que te maten —le advirtió Neela, su

voz quebrada por el agotamiento. Preocupada, Kora les ordenó a sus sirvientes que llevaran a Neela a un lugar confortable. Neela fue tras ellos, sin fuerzas para nadar otra brazada más, con Ooda siguiéndola de cerca. En el límite del estadio, giró sobre sí misma para echar un vistazo hacia atrás. Kora y los askari estaban cantando unos hechizos para transformarse y teñir sus llamativas formas de distintos matices oscuros y barrosos, negros, marrones y verdes, los colores del lecho marino y de su flora. Neela no podía creer lo que había provocado. Todo estaba pasando demasiado rápido. ¿Pero sería lo suficientemente rápido? Los guardias habían estado hablando de mudar la prisión. Los súbditos de Kora sufrían indeciblemente por las condiciones brutales que debían soportar. Muchos de ellos, probablemente, morirían por la gran distancia que debían nadar hasta llegar al nuevo lugar de la cárcel. Cuando se completó la transformación, Kora lanzó su cabeza hacia atrás y lanzó un grito que le heló la sangre: un grito de guerra. Los askari le respondieron en un solo clamor, levantando sus bastones de combate. Y al segundo siguiente estaban en marcha, nadando a toda velocidad, surcando el agua. Dirigiéndose hacia la prisión.

TREINTA Y UNO Neela se ajustó un cinturón tachonado de coral negro alrededor de la cintura. Luego se puso sus aros de caracoles torrecilla, que hacían juego con su gargantilla de dientes de tiburón. Imaginar un atuendo siempre la calmaba, y ella

realmente necesitaba tranquilizarse. Aunque se había recobrado un poco del estado en que se hallaba cuando llegó a Kandina, ocho horas atrás, aún estaba angustiada y furiosa. Las imágenes de la prisión no se iban de su cabeza. Había dormido gran parte del día, sin embargo, y había comido bien. Ya era de noche y se sentía lo suficientemente fuerte para hablar acerca de los prisioneros sin quebrarse. Había oído hurras y gritos hace unos minutos, por lo que supo que Kora y los askari habían regresado. A Neela y Ooda les había llevado una noche entera nadar desde la prisión hasta Nzuri Bonde, pero los askari eran nadadores veloces y sabían hacia dónde se dirigían. Neela le preguntó a una criada dónde podría encontrar a Kora, y la sirena le indicó que volviera al estadio. Ooda había decidido quedarse en su habitación porque los askari la ponían nerviosa. Cuando Neela se acercó al estadio, vio que los askari estaban sentados en el suelo, en un semicírculo, compartiendo la cena. El camuflaje había desaparecido. Habían cambiado sus petos por túnicas finamente tejidas de lino de mar. La luz de sus lámparas de lava jugueteaba sobre sus cuerpos poderosos y brillaba en sus ojos oscuros y vigilantes. Sus filas estaban conformadas por hombres y mujeres sirena. Como su líder, cada uno vestía un brazalete de coral blanco con una muesca por cada dragón boca de navaja que hubieran matado. Algunos tenían profundas cicatrices que les habían infligido los dragones. Neela sabía que, para estos guerreros, las cicatrices eran medallas de honor que debían ser exhibidas con orgullo. Kora no estaba con sus askari. Estaba en el centro del estadio, silenciosa y solitaria.

Había muñecos clavados en postes cerca de ella. Neela observó cómo vaciaba el relleno de uno de los muñecos con un golpe de su cola, golpeaba a otro muñeco con un bastón de combate y destripaba a otro con una lanza. —¿Encontraron la prisión? —le preguntó a una askara, una sirena llamada Basra. Basra asintió con la cabeza. Era ágil y musculosa, y no llevaba ningún adorno salvo su brazalete. Como todos los otros, tenía el pelo negro muy corto para impedir que los enemigos la asieran del cabello. Hubo un grito alto y gutural en el centro del estadio. Cayó otro muñeco. —¿Qué está haciendo Kora? —inquirió Neela. —Está pensando —replicó Basra. —¿Así piensa Kora? No puedo imaginarme entonces cómo lucha. —No —dijo Basra con desdén—. No puedes imaginártelo. Molesta por el tono cortante de Basra, Neela la miró fijo. En ese momento, Kora emitió un silbido penetrante. Los askari dejaron de comer de inmediato y nadaron hacia ella. Neela los siguió. Kora reunió a todos alrededor de ella y comenzó a dibujar en el piso limoso con la punta de su bastón de combate. Hizo un bosquejo de las tierras de cría de los dragones marinos y de la prisión. —Los viste, entonces —intervino Neela. —Los vi, sí. Vi cómo mi gente... vi que... — empezó a hablar. Se quedó sin palabras. Giró sobre sí misma y golpeó con su cola contra un muñeco, decapitándolo. Recordando el efecto que la prisión había tenido en ella, Neela le dio un momento a Kora para

recuperarse. Esperó en silencio a que ella hablara nuevamente. —Te debo una disculpa —dijo finalmente Kora—. Nunca debí haber dudado de ti. Sólo,.. —Sí, lo sé, parecía loca... el suéter, el pelo, las uñas. Quienquiera que se vista así debe de estar demente —bromeó. Kora le hizo otra llave de cabeza y luego la liberó. Neela hizo un gesto de dolor y se frotó el cuello, escuchando mientras Kora hablaba. —Tenemos dos problemas aquí —expuso ante el grupo—. Necesitamos sacar a nuestra gente de una prisión bien defendida y Neela necesita encontrar una piedra de la luna que actualmente está en las manos de Hagarla, la reina dragón. —No creo que podamos pedírselo amablemente, ¿cierto? —dijo Neela esperanzada. Kora le dedicó una sonrisa sombría, —No. No podemos. —Me imagino que tiene un gran valor para ella. Lo heredó de sus antepasados, quienes lo legaron de generación a generación, de reina a reina, ¿verdad? Kora gruñó. —¿Por qué gruñíste? —preguntó Neela. —Porque los dragones son nuestros vecinos. Alcanzamos la mayoría de edad en sus dominios. Sufrimos sus ataques y a veces perdemos a los nuestros por culpa de ellos —explicó Kora. Neela asintió con la cabeza, recordando que un dragón había matado al padre de Kora. —La única manera de vencer a tu enemigo es conociéndolo —continuó Kora—, y nosotros conocemos a los dragones boca de navaja. Ninguna reina en ciernes esperaría a que la reina anciana muera y le legue un tesoro de esas características. No

actúan así. Una reina mataría a la reina anterior y se llevaría el tesoro. Así son los dragones. —Entonces, compartir la piedra de la luna está más allá de toda discusión —razonó Neela. —Es bastante improbable. Los dragones son codiciosos y mezquinos. Les encantan las cosas que brillan y escudriñan los naufragios en su busca, roban caravanas de mercaderes, incluso atacan aldeas. Se pelean por un pedazo de vidrio que hallan en la playa, imagínate lo que harían por una joya. El mayor orgullo de un dragón boca de navaja es tener una montaña de tesoros, y Hagarla vive en una caverna llena de lo que robó en sus saqueos. Tiene sus piezas favoritas en un baúl y duerme a su lado. Hay algo más que sabemos sobre los dragones —informó Kora—. Son glotones. ¿Y qué es lo que más les gusta comer? Gorgonias. Las consideran una delicia, pese a la forma en que pican. —Creo que me doy cuenta de qué quieres decir, Kora —dijo Neela con excitación. —Tengo un plan. Es muy sencillo. Hacemos que los dragones salgan de sus cuevas y se dirijan a la prisión. Después de que se hayan devorado hasta la última gorgonia, los echamos de allí. Neela parpadeó. —Un momento, Kora, ¡pensé que habías dicho que era muy sencillo! —Lo es, en teoría. El problema es la ejecución. Si funciona, sin embargo, liberaré a mi gente y tú conseguirás tu piedra de la luna. —¿Y si no funciona? —preguntó Neela. —Si no funciona —respondió Kora encogiéndose de hombros—, estamos muertas. TREINTA Y DOS

—Justo al sur, dijo el caracol. No dijo sur suroeste, ni sur sureste. Justo al sur. ¡Tiene que ser aquí! —se dijo Serafina a sí misma. Había llegado a las aguas de las afueras de Saintes-Maries hacía cuatro horas, después de haber nadado durante días, y había estado buscando al Deméter todo ese tiempo. —¿Habré entendido mal esta cosa? —se preguntó en voz alta, mirando otra vez la brújula que Fossegrim le había prestado. Según el instrumento, ella estaba en el lugar correcto. Desafortunadamente, el Deméter no estaba allí. La sobrecogió un pensamiento aterrador: ¿y si Traho ya lo había encontrado? ¿Y si Mfeme, de alguna manera, lo había subido a bordo de uno de sus enormes barcos arrastreros? Eso explicaría por qué no se lo veía en ningún lado. Sera estaba considerando esta posibilidad cuando sintió vibraciones en el agua. Apenas unos segundos después, algo pasó sobre su cabeza. Miró hacia arriba justo a tiempo para ver dos vientres blancos que nadaban encima de ella. Eran tiburones. Tiburones grandes. El corazón de Serafina dio un vuelco. Eran tiburones tigre, que solían atacar a las sirenas. Dieron la vuelta y comenzaron a nadar de regreso hacia ella, cobrando cada vez más velocidad. Esperando ahuyentarlos, buscó la poción de lenguado de Moisés del mar Rojo que le había dado Vrája, pero recordó que ya no le quedaba más; la había usado para los jinetes de la muerte. Miró el lecho marino, esperando encontrar algún lugar para esconderse —una cueva, un arrecife de coral, algo—, pero todo lo que había allí era un matorral de kelp. ¿Podría llegar a él antes de que la atacaran los tiburones?

Con su corazón golpeándole el pecho. Sera se sumergió. Los tiburones la siguieron. Podía sentir cómo descendían, surcando el agua, ganando terreno a cada segundo. Diez metros, cinco metros, tres metros... y ya estaba en el matorral de algas, tratando de alcanzar el fondo para echarse sobre el lecho marino. Pero no había fondo. No había nada. De pronto. Sera se dio cuenta de que se hundía entre las hojas de las algas; estaba cayendo en un barranco profundo y negro. Las verdes frondas eran tan densas que lo habían ocultado a sus ojos. Frenó la caída, giró sobre sí misma y miró hacia arriba. Los tiburones estaban nadando sobre su cabeza, pero no la perseguían. Algunos débiles rayos de luz penetraban el matorral. Hizo una bola con ellos y la ocultó en su mano. Luego miró nuevamente hacia el barranco y casi la dejó caer de la sorpresa. El barco naufragado yacía en el fondo, inclinado hacia un lado. Si los tiburones no la hubieran perseguido hasta el barranco, nunca lo habría encontrado. El barco estaba asombrosamente bien preservado. Eso debería haber sido una advertencia para Sera, pero ella estaba tan emocionada por haber encontrado los restos del naufragio que no registró el hecho de que los mástiles, los aparejos y la cubierta aún se veían en buen estado a pesar de que habían pasado cuatrocientos años. Sera observó que la nave era una carabela de tres mástiles, un barco que usaban los españoles hacía siglos. Era ligero, elegante y medía cerca de dieciocho metros de eslora, justamente el tipo de barco maniobrable y rápido en el que viajaría una princesa temerosa de un ataque pirata. Tenía que ser el Deméter.

Cuando se acercó, vio que el casco estaba plagado de agujeros. Espió dentro de uno de los orificios y vio cangrejos que se escabullían sobre canastas y barriles de vino y de agua. Había cálices y platos de plata en el piso de la bodega. Baúles de madera, iguales a los que usaban antiguamente los terra para guardar la ropa, estaban caídos por todos lados, como los ladrillos de un edificio en ruinas. ¿Estas cosas podrían haber pertenecido a la infanta? ¿Estarían sus restos a bordo del barco? ¿Encontraría el diamante azul de Neria? Sera escudriñó en busca de huesos humanos, pero no vio ninguno. Tendría que entrar y registrar el resto de la nave. Los agujeros en el casco eran demasiado pequeños para que ella pudiera entrar, por lo que decidió nadar hacia la cubierta y entrar por allí. Miró hacia arriba, lista para dirigirse a la borda, y se detuvo, congelada en el lugar. Alguien estaba parado en la cubierta del barco, observándola. Era una joven con encantadores ojos negros. Era bella, pálida. Y estaba muerta. La reconoció inmediatamente por la pintura del duca. El estómago de Sera se le retorció del miedo. Era la infanta. El Deméter era un barco fantasma. Sera corría un gran peligro. TREINTA Y TRES El fantasma continuó observando a Serafina sin decir nada. Sera sabía que debía alejarse lo más rápido que pudiera. No era ninguna de esas tontas rusalkas, el fantasma era algo mucho peor. Pero no podía irse; necesitaba el diamante de Neria. Decidió

hablarle al espectro, aunque debía tener mucho cuidado. Los fantasmas de los naufragios eran traicioneros. Tenían hambre de los vivos. Añoraban sentir el latido de un corazón viviente, la sangre corriendo por las venas. Su contacto, si se prolongaba, podía ser letal. Moviéndose despacio, Sera nadó hacia arriba por el costado del barco. Cuando alcanzó la cubierta, hizo una profunda reverencia. La infanta podía estar muerta, pero aún era de la realeza, y Sera sabía que debía mostrarle el debido respeto. —Salve, María Teresa, la infanta más noble y estimada de España. Soy la Principessa Serafina di Miromara, hija de la Regina Isabella —habló Sera, tratando de mantener la voz firme—. He arribado por un asunto de estado y humildemente le ruego me dé su permiso para abordar vuestra nave. —Salve, Serafina, principessa di Miromara —dijo la infanta con una voz que sonaba como una ventisca cortante—. Tiene mi permiso para abordar. Gracias al lazo de sangre. Sera había podido dirigirse a la infanta en español. Apoyó la bola de luz que llevaba en su mano sobre la borda y luego nadó hasta abordar el barco, con mucho cuidado de dejar una amplia distancia entre ella y el fantasma. —¿Por qué ha venido sola? ¿Dónde está vuestra corte? —preguntó la infanta. —Mi corte ya no existe. Su Alteza. A mi madre se la llevaron. Mi reino fue invadido —respondió. Los ojos de la infanta se oscurecieron. —¿Quién hizo una cosa tan terrible? —preguntó. Serafina le relató lo que había pasado en Miromara y por qué había sucedido. Le contó del monstruo en el mar del Sur y cómo los invasores

buscaban los seis talismanes que se necesitaban para liberarlo. —Vuestro magnífico diamante azul es uno de los talismanes. Su Alteza —dijo—. Creo que se lo entregó mi antepasada, la Regina Merrow, a uno de vuestros ancestros. He venido para solicitárselo. Lo necesito para impedir que los invasores de mi reino desaten un inmenso mal sobre los mares. —Usted está pidiendo un gran favor ¿Qué estaría dispuesta a dar a cambio? —inquirió la infanta. —Otro gran favor —replicó Serafina. —Por favor, siéntese a conversar conmigo, principessa. Hace mucho que no tengo compañía. — La infanta se acomodó sobre la borda y le hizo un gesto a Serafina, invitándola a unírsele. Serafina obedeció, dejando varios metros de barandilla entre ellas. Se sentó sobre el borde, lista para huir si era necesario. Sabía que estaba jugando con la muerte. Si la infanta se abalanzaba sobre ella, si la agarraba y la sujetaba contra su cuerpo. Sera nunca dejaría el barco. —La Lágrima de la Sirena —dijo la infanta con tristeza—. Así llamaba mi familia el famoso diamante. Mi madre me lo regaló en ocasión de mi decimosexto cumpleaños. —Su sonrisa se desvaneció. Usted debe tener más cuidado con lo que pide, principessa. Esa hermosa joya me costó la vida. La infanta se acercó a Serafina. —Yo estaba comprometida con un príncipe francés —relató—. Se planeó que la boda fuera en Aviñón. Zarpé hacia Francia en el verano del año en que cumplí dieciocho. Nos dirigíamos a SaintesMaries cuando el primer oficial dio la alarma. Habían avistado el barco de Amarrefe Mei Foo. Conocía ese nombre. Todos lo conocían. Mei Foo

era despiadado y cruel, un asesino. Su barco se llamaba Shayú. Todos sabían que el diamante era parte de mi dote. Sabía que él se lo llevaría. Y a mí con él. La infanta se alisó su falda y luego continuó. —Juré que no me raptaría. Era una princesa de España que estaba destinada a casarse con un príncipe francés, no una zorra para calentar el lecho de un pirata. Nuestro capitán hizo lo que pudo para escapar de Mei Foo, pero fue inútil. Yo sabía lo que tenía que hacer. Esperé hasta que el Shayú apareciera al lado de nuestro barco, hasta que Mei Foo pudiera verme. Entonces pedí que me trajeran a Miha, mi halcón hembra. Me saqué el collar y se lo di. ¡Vuela!, le ordené, Miha se elevó sobre el agua con el diamante. Mei Foo también tenía un ave, un ave de presa grande y negra. La envió a atacar a mi halcón, Miha era rápida, pero el ave demoníaca del pirata lo era más. Cuando estuvo cerca, Miha dejó caer el collar. El ave de Mei Foo trató de sumergirse en su busca, pero Miha luchó contra ella. Resultó muerta; sin embargo, había logrado impedir que el ave consiguiera la piedra preciosa, que se hundió en el mar. Los chillidos que dio ese pájaro malvado no fueron nada en comparación con los gritos de Mei Foo. Me burlé de él, diciéndole que un pulpo usaría mi diamante, pero que al menos no estaría en sus sucias manos de ladrón. La infanta estiró un brazo grácil y posó su mano exangüe sobre la borda, a apenas centímetros de la mano de Serafina. Fascinada por la historia. Sera no se dio cuenta. —Puse tan furioso al pirata que no me llevó consigo —continuó la infanta—. En su lugar, me asesinó. Eso era lo que yo deseaba. Abordó el Deméter y se llevó a la tripulación y a mis

damas para venderlos como esclavos. Luego me encerró en mi camarote, volvió a su barco y dio órdenes de que bombardearan mi nave. La voz de la infanta vaciló. El dolor de sus recuerdos se reflejaba en su rostro. —Aún puedo oír el sonido del disparo de cañón. Puedo oler la pólvora. Me enfrenté a la muerte con valentía, como debe hacerlo una princesa de España. Había esperado que Mei Foo me disparara, que mostrara algo de compasión por mí, pero no lo hizo. Ahogarse no es una muerte sencilla. — Volvió sus ojos oscuros y muertos hacia Serafina —. Después de escuchar mi historia, ¿todavía desea llevarse la joya? Los invasores de los que usted habla seguramente tratarán de robársela, como lo hizo Mei Foo. Puede costarle la vida, también. —Todavía deseo llevármela. Me dijo dónde está el diamante, en el fondo del mar. ¿Podría decirme ahora cuán lejos voló Miha? ¿Y en qué dirección? Me llevará un tiempo encontrarlo, creo, y no tengo mucho. El fantasma rio. —Oh, mas principessa, no le dije dónde está el diamante. —Pero lo hizo. Su Alteza —replicó Serafina, confundida—. Dijo que Miha lo había dejado caer al mar. —Le dije que Miha dejó caer el collar que le di. Ese collar era falso. Había escondido el diamante verdadero para salvaguardarlo. Aún está a bordo de este barco. El corazón de Sera dio un salto por la excitación. El diamante estaba aquí. ¡El talismán de Merrow estaba a bordo del Deméter! —¿Me permitiría llevármelo? —preguntó. —Por un precio. —Lo que pueda ofrecerle, se lo daré.

—¿Qué tal su vida? —inquirió la infanta, adelantándose para tocar la mejilla de Serafina. Sus dedos se detuvieron a apenas centímetros del rostro de la sirena. Serafina se dio cuenta demasiado tarde de que había dejado que la infanta se acercara demasiado, pero no dio un respingo, se mantuvo en su lugar. Sintió que el fantasma estaba estudiándola, probándola. Sabía que no podía mostrar cobardía. —Sí, Su Alteza. Si eso es lo que debo sacrificar para salvar a mi reino contestó. La infanta asintió con la cabeza en signo de aprobación. Retiró la mano. —Usted tiene un corazón fuerte, principessa. Y un espíritu valiente —habló—. Necesitará ambos, porque quiero volver a mi hogar, y le solicito que me lleve allí. Serafina sintió como si le hubieran quitado el aliento. El pedido de la infanta era una sentencia de muerte. Sabía, como todas las sirenas, que el agua atrapaba las almas humanas. Si un humano moría en la superficie, su alma se liberaba, pero si se ahogaba en sus profundidades, su alma quedaba atrapada y se convertía en un fantasma. Ningún alma quería que la atrapen. Se rebelaba contra su destino. La fuerza de esa rabia determinaba el poder de un fantasma. Las aguas inquietas, como aquellas de la costa con el reflujo y el ritmo de las mareas, o los saltos apresurados de los ríos, disipaban la rabia. Los espíritus de esas aguas, como las rusalkas, tendían a ser débiles. Podían dar cachetazos o pellizcar, pero nunca matar. Podían robar objetos a los seres vivientes, pero no podían controlarlos. Recorrían libremente las aguas donde habían muerto y eran más una molestia que

una amenaza. Los fantasmas de los naufragios eran, sin embargo, fuertes. Una nave tan bien construida que podía evitar que las aguas del océano entraran podía también atrapar un alma dentro de ella. La feroz fuerza vital que manaba de un ser humano en el momento de su muerte no se disipaba a bordo de un barco, sino que se concentraba al quedarse atrapada en un camarote, una litera o las galeras. Se entrelazaba con el barco, envolviendo sus vigas de madera o fundiéndose en el metal de su casco; esta es la razón por la cual los barcos fantasma no se pudren ni se oxidan. Perduran, en cambio, aprovechando el poder de las almas a bordo. Y las almas perduran, también, atrapadas para siempre en sus naves. A menos que una criatura viviente estuviera de acuerdo en liberarlas. —He estado atrapada en este barco por cuatrocientos años —dijo la infanta—. Suspiro por el sol, por el cielo azul, por los vientos cálidos de España. Añoro el aroma del jazmín y de las naranjas. Quiero ser libre, principessa. Quiero irme a casa. Si accedía al pedido de la infanta, Serafina tenía que tomar la mano del fantasma y nadar con ella hasta España. Sabía que tenía escasas posibilidades de sobrevivir al viaje, porque el contacto de un espectro absorbía la vida de los seres vivientes, poco a poco, hasta que no quedaba nada. Sera sabía, de las historias que se contaban sobre los fantasmas de los naufragios, que los vivos podían soportar minutos, incluso horas, de ese contacto, ¿pero días? Nadie había sobrevivido tanto tiempo. Usted tiene un corazón fuerte, había dicho la infanta. «¿Es lo suficientemente fuerte?», .se

preguntó Serafina. —-¿Su respuesta, principessa? —Mi respuesta es sí—contestó Serafina. El diamante estaba escondido debajo de una tabla del piso del camarote de la infanta. Serafina nadó debajo de la cubierta. Usando un cuchillo que había encontrado en las galeras del barco, comenzó a arrancar las tablas y, de pronto, ahí estaba, brillando ante sus ojos; la Piedra de Neria. Era un diamante claro, de un azul profundo, tan grande como el huevo de una tortuga. Serafina había visto muchas joyas—los cofres de su madre estaban llenos de ellas—, pero nunca había visto nada como el diamante de la diosa. Cuando lo levantó, sintió cómo su poder se irradiaba a su mano. La sensación era excitante y aterradora a la vez. Rápidamente, la dejó caer dentro de su bolso. Aunque no lo tocara más, aún podía sentir su poder. —Lo ha encontrado —dijo el fantasma cuando Sera volvió a ella—. Espero que la ayude en vez de causarle daño. Serafina reunió ánimos. Ahora debía cumplir con su parte del acuerdo. —Su Alteza —dijo, ofreciendo su mano. La infanta la tomó y Serafina arqueó la espalda, dando un grito ahogado. Era como si el fantasma hubiera entrado en su cuerpo y hubiera tomado su corazón con una mano helada. El barco gruñó y se sacudió en protesta, como si supiera que la infanta lo iba a abandonar. Una gran grieta dividió su cubierta. Una parte de un mástil se rompió y se estrelló contra el lecho marino. Sera sintió cómo le fallaba el corazón; sintió cómo su respiración se hacía más lenta. Durante unos segundos, el mundo y todo lo que había en él se volvieron de color gris.

«¡Pelea, Serafina!», se dijo a sí misma. «¡Pelea!». Pensó en su madre, repeliendo a los invasores con su último aliento para que ella, Sera, pudiera escapar. Pensó en Mahdi, arriesgando su vida para vencer a Traho. Vio a sus amigas, uniéndose valientemente en el lazo de sangre con ella, y a Vrája quedándose atrás para enfrentarse a los jinetes de la muerte. Y entonces reunió toda la fuerza que tenía en su interior y nadó, arrastrando a la infanta lejos de su barco, al mar abierto, moteado por los rayos del sol. TREINTA Y CUATRO —¿Estás segura? —le preguntó Neela a Kora. —Para nada—replicó Kora. —Me estás dando la respuesta incorrecta. Kora la ignoró. Era la mañana siguiente, un día después de que Neela hubiera llegado a Nzuri Bonde. Todos se habían levantado antes del amanecer y habían nadado silenciosamente fuera de la aldea. Ahora Kora estaba repasando el plan por última vez con dos de los askari, Khaali y Leylo. Neela había aprendido que no sólo eran formidables guerreros, fuertes y con una contextura sólida, sino también jinetes de ballenas. —Dile a Ceto que le daré las gracias en persona cuando terminemos con esto —dijo Kora cuando hubieron terminado de hablar. Posó su frente sobre la de Khaali y luego la de Leylo. Los envió a su misión y luego se volvió hacia los otros—. Ikraan, necesitas más verde en la nuca. Jamal, puedo ver la punta de la aleta de tu cola. Neela... —Sacudió Ja cabeza, suspirando. —¿Qué? —preguntó Neela, a la defensiva—. ¡Me

camuflé! ¡Estoy totalmente camuflada! Basra gruñó. —¡Estoy camuflada! ¡Qué tiene de malo mi camuflaje? ¿No tienen anémonas en Kandina? Kora cantó una copla. El púrpura brillante y las manchas azules sobre el torso y la cola de Neela desaparecieron. Kora cantó de nuevo e, instantáneamente, la piel de Neela apareció moteada con cinco tonos barrosos diferentes. Neela se inspeccionó los brazos. —Puaj —dijo. —¿Prefieres que te coma los brazos un dragón? — preguntó Basra con acritud, dándole la espalda. —¿Prefieres que te coma los brazos un dragón? – la imitó Neela con sorna. La actitud arrogante de Basra la estaba cansando. Kora, Neela, Basra y varios otros askari estaban en los límites de las tierras de cría de los dragones boca de navaja. Era una barrera de coral, un lugar rocoso, lleno de los caparazones pútridos de las criaturas marinas. La mitad del grupo, incluidas Basra y Neela, estaba camuflado. La otra mitad no. —Muy bien, el grupo camuflado se ve bien. ¿Estamos todos listos? —preguntó Kora. Todos asintieron con la cabeza, aunque los askari se veían más entusiasmados que Neela. —Ya saben el plan. Nos dirigimos a las cavernas todos juntos y después nos dividimos. Mi equipo va a ser el señuelo para atraer a los dragones y hacer que vayan a la prisión. El equipo de Basra se mantiene escondido con el camuflaje. Después de que los dragones nos empiecen a perseguir, ellos van a buscar la piedra de la luna en la cueva de Hagarla y van a llevarse algo del botín. Tienes una hora, Basra, luego te encuentras con nosotros en la presión. Si todo

sale bien, volvemos a casa nadando todos juntos. —Kora hizo una pausa y luego gritó—: Gran Neria, ¡favorécenos! —Gran Neria, ¡favorécenos! —gritaron en respuesta los askari. —Gran Neria, ¡favorécenos! —gritó Neela, a destiempo. Trató de sonar tan ruda como los askari, pero no tuvo éxito. Basra revoleó los ojos. Partieron, nadando directo hacia el corazón de las tierras de cría. Basra y su grupo nadaban al ras del lecho marino; Kora y su grupo nadaban en lo alto. Todos nadaban rápido. Era lo único que podía hacer Neela para estar a la altura de las circunstancias. Cerca de diez minutos después, Kora se detuvo y señaló en silencio una cueva. La boca era ancha y alta. Alrededor de ella, había pilas de huesos desparramados. Neela tenía el corazón en la garganta. Una vez que los empezaran a perseguir, Kora y su equipo debían mantener una distancia de los dragones de al menos tres leguas. Y los dragones son nadadores veloces. Neela se preguntó si volvería a ver a Kora después de esto. Basra y su grupo permanecían en el fondo del mar mientras el grupo de Kora se escondió detrás de un afloramiento rocoso. Kora no estaba con ellos. En cambio, se ubicó a medio camino entre la roca y la caverna. Hizo una inspiración profunda y emitió un grito agudo de auxilio, el sonido que hace una sirena cuando está herida. Lo hizo nuevamente y luego una vez más, pero nada pasó. —Vamos, apestosa bolsa de entrañas. —Neela escuchó la provocación—. Tú, cerebro de esponja, aliento asqueroso, bicho de marea baja... Entonces hubo un sonido, un golpeteo lento y

pesado que hacía temblar el suelo. Kora hizo una sonrisa lúgubre y aulló otra vez. Unos segundos después, Hagarla, la reina dragón, sacó la cabeza fuera de la cueva. —-¡Mis dioses! —susurró Neela. —Cálmese, princesa —le advirtió Basra. —Déjame tranquila, cara de tiburón —dijo Neela, cansada de sus comentarios sarcásticos. Basra le echó una mirada asesina, pero Neela no se dio cuenta. Sus ojos, tan grandes como valvas de abulón, estaban fijos en el dragón. Hagarla tenía el tamaño de una ballena pequeña. Su piel escamosa tenía el tono negro azulado de un moretón y su abdomen, el color de la piel de un hombre ahogado. Seis ojos amarillos con negras rajas horizontales por pupilas observaban desde una enorme cabeza de serpiente. Una negra lengua bífida se asomaba en sus labios. El dragón rugió con fuerza, y Neela vio que tenía varias filas de dientes afilados en sus mandíbulas. Bajaban en espiral por toda su garganta y tenían pegados los trozos sangrientos de su última comida. Kora aulló de nuevo. La cabeza de Hagarla dio un giro brusco y sus ojos se estrecharon cuando vio a Kora. El dragón tensó todo su cuerpo y saltó hacia ella, pero Kora salió disparada. Otros dragones salieron de sus cuevas. Hagarla giró sobre sí misma y les rugió, celosa de su presa, aunque ellos también querían comerse a Kora, por lo que se unieron a la persecución. Cuando Kora dio la señal, el resto de su grupo salió de detrás de la roca, todos gritando, entre alaridos ululantes. Tal aparición volvió locos a los dragones. Una decena de ellos saltaron hacia las sirenas. Kora y sus guerreros salieron a toda velocidad y los dragones los siguieron, propulsándose con sus enormes alas

semejantes a una mantarraya, —¡Vamos! —Basra hizo una seña para que su grupo entrara a la caverna. Dentro de la cueva de Hagarla, el olor de la carne podrida era insoportable, y Neela pensó que se desmayaría. Dejó de pensar en las náuseas y siguió nadando, tratando de mantenerse concentrada en su misión, A unos veinte metros en el interior de la cueva, el pasadizo se ensanchó y se encontraron dentro de una caverna grande, cuyo techo alto se perdía en la oscuridad, —Caramba —dijo Neela, sobrecogida por la impactante montaña de tesoros que había en ella. Platos de oro, cálices de plata, monedas, cristalería, jarrones de porcelana, armaduras, joyas, copas de metales preciosos, pedazos de espejos, figuras de bronce, estatuas de mármol y alabastro, trozos de obsidiana, malaquita y lapislázuli, varios autos, unas pocas bicicletas, cafeteras cromadas, cubiertos, hilos de perlas, espadas, tijeras…todo lo que brillara o fulgurara había sido apilado en esa pequeña montaña. —Naasir, toma algo del botín —ordenó Basra—. Todos los demás, empiecen a buscar. Naasir sacó una bolsa de malla de su bolsillo y comenzó a llenarla. Los otros se zambulleron dentro de la pila de tesoros. Neela empezó a apartar las piezas del tesoro de la pila con su cola. —¿Cómo se supone que encuentre la piedra de la luna en medio de todo esto? —preguntó. —Empieza por el cofre de Hagarla. Está junto a su nido. Ella guarda lo mejor allí. Apúrate. No tenemos mucho tiempo —dictaminó Basra. Neela encontró el cofre y dejó caer la tapa hacia atrás. Sacó collares, coronas doradas,

gemas, hilos de perlas tan largos como su cola, uno tras otro. Unos minutos después, había llegado al fondo del cofre sin haber encontrado la piedra de la luna. —Ve a ayudar a los demás a buscar en la pila -— dijo Basra. Ella misma estaba examinando los bordes del nido de Hagarla. —¡Eh! —Se oyó una voz amortiguada—. ¡Creo que la encontré! —¿Ikraan? —llamó Basra—. ¿Eres tú? ¿Dónde estás? —Al otro lado de la montaña de tesoros. —¿Qué esperas? ¡Toma la piedra de la luna! —Este... no creo que pueda, jefa —respondió Ikraan, Neela y los otros dejaron caer lo que tenían en sus manos y nadaron sobre la pila de tesoros, Ikraan estaba flotando arriba de otro nido. Allí dentro había seis dragones de mar bebés que forcejeaban entre ellos, cada uno tan grande como un tiburón blanco. Uno de ellos tenía un cetro entre sus grandes garras negras. Otro tenía una lata de gaseosa. Otro un espinoso erizo de mar, otro una máscara para bucear, otro la cabeza de un buceador… y otro, la piedra de la luna, Neela contuvo la respiración cuando la vio. Era el talismán de Navi, estaba segura de ello. Era del tamaño de un huevo de albatros, de cerca de quince centímetros de largo. Su color era azul plata y brillaba desde el interior. —¿Ni son lindos? —dijo Basra, ácida—. Están durmiendo con sus ositos de peluche. Los dragones bebés los escucharon y sisearon. Uno trató de arrastrarse fuera del nido, arañando las paredes. —¿Cómo vamos a quitarles la piedra de la luna? — preguntó Naasir. Neela tuvo una idea. Empezó a cantar, con un

tono bajo y suave. —¿Qué? —exclamó Basra—¿Qué vamos a hacer con tus cantos? Tenemos que sacarlos del nido, uno por uno. —¡No, espera, Basra! —soltó Naasir—. ¡Mira! Los dragones bebes estaban meciéndose hacia adelante y hacia atrás. Habían dejado de sisear. Sus párpados escamosos cayeron sobre sus ojos amarillos. Neela les estaba cantando una antigua canción de cuna matalina, una que su madre le cantaba cuando era pequeña. Después de unos minutos, estaban casi profundamente dormidos, cuando uno de los dragones golpeó a otro porque sí. Todos comenzaron a forcejear y sisear de nuevo, pero Neela continuó cantando, y finalmente, después de un rato, se durmieron. —¡Buen trabajo! —susurró Ikraan. Neela dejó de cantar y nadó hacia el nido. Era su tarea conseguir la piedra de la luna, y de nadie más. Se quedó inmóvil cuando uno de los dragones bebés se revolvió en el nido, luego nadó por encima del dragón que tenía consigo la piedra, apretándola contra su pecho. Lenta y cuidadosamente, Neela desprendió las garras del dragón del talismán y lo tomó. Luego giró hacia las otras sirenas y sonrió. Cometió un gran error. Un rayo de dolor golpeó su espalda, repentino y cegador, y la hizo gritar. Dejó caer la piedra do la luna. El dragón bebé al que le había quitado su juguete le había clavado las garras. Siseó furioso y luego se arrojó en busca de la joya. De la piel desgarrada de Neela manaba sangre, que se arremolinaba en el agua. El ruido de su hermano y el olor de la sangre despertaron a los demás dragones. Sus ojos se abrieron rápidamente y sus lenguas se asomaron entre sus labios, y empezaron a arrastrarse fuera del

nido. Con un dolor indescriptible, Neela nadó en picada y recuperó la piedra de la luna. Tan pronto la tuvo entre sus manos, Ikraan y Basra la agarraron. Naasir y Jamal tomaron piezas del tesoro del montículo de Hagarla y las arrojaron contra los dragones bebés, haciendo que las criaturas volvieran al nido. Furiosos por haber sido privados de un sabroso y sangriento bocado y bombardeados con objetos contundentes, empezaron a gemir y gruñir con fuerza. —Vamos, tenemos que irnos. ¡Ahora! —ordenó Basra. Neela y los askari salieron disparados. Nadaron lejos del nido, sobre la pila de tesoros, a lo largo del pasadizo hacia la boca de la caverna. —Agradezcamos a los dioses que son demasiado pequeños para perseguirnos —expresó Ikraan, mirando detrás de su espalda. Todavía agarraba con fuerza el brazo de Neela. Basra, lejos de ellos, se detuvo de golpe. —-Pero él no —dijo. Adelante, de pie en la boca de la cueva, había un dragón macho. Eras más pequeño que Hagarla, pero no mucho. Les gruñó a las sirenas, aplastando las orejas. —Nademos de regreso donde está el tesoro. Muy, muy lento —dictaminó Basra en voz baja—. Es nuestra única oportunidad para salvarnos. Las sirenas le obedecieron, con sus ojos puestos en el dragón. La criatura las siguió, sacudiendo la cabeza de lado a lado. Hilos plateados de saliva caían de su mandíbula. A Neela le pareció una eternidad hasta que llegaron al tesoro, pero apenas les había tomado unos segundos. —Sepárense y échense al suelo —ordenó Basra. Así lo hicieron, y su camuflaje las disimuló entre el barro y las malezas del piso de la

cueva. Confundido, el dragón se paró en seco. Husmeó el agua y luego corrió hacia Neela, sintiendo el olor de su sangre. —¡Eh! ¡Eh, tú, cerebro de barro! ¡Aquí! —exclamó Basra. Los ojos del dragón se entrecerraron. Arremetió contra ella, con la mandíbula abriéndose y cerrándose con un chasquido seco. Basra salió disparada hacia atrás, fuera del alcance de la criatura. —¡Salgan de aquí, todos ustedes! —gritó ella, haciendo que el dragón se alejara del pasadizo. Naasir, aún con una bolsa llena de tesoros robados, corrió para salir por él, pero el dragón lo percibió. La criatura giró sobre sí y movió su enorme cabeza en dirección al hombre sirena. Naasir se zambulló debajo del pecho del dragón, entre sus piernas, evitando por unos centímetros su mandíbula batiente. Trató de llegar al pasadizo, pero el dragón lo bloqueó, rugiendo de furia. Ikraan insultó. —Nunca podremos salir de aquí —dijo—. Basra, mantenlo ocupado. Voy a tratar de engañarlo para que vaya hasta el nido, al otro lado de la pila de tesoros. Todos los demás, estén listos para salir Mientras Basra aplaudía para atraer la atención del dragón, engañándolo para que fuera contra ella, Ikraan nadó disparada hacia atrás, tomó una caja enjoyada del montículo y nadó hacia el nido. Neela no podía ver lo que ella estaba haciendo, pero dos segundos después, escuchó chillar a un dragón bebé. «Ikraan debe de haber arrojado la caja y golpeó a uno de los cachorros», pensó. Al oír el chillido, el dragón macho rugió. Le dio la espalda a Basra y se trepó sobre la montaña de tesoros.

—¡Váyanse! —gritó Ikraan desde el nido—. ¡Salgan de aquí! Basra tomó el brazo de Neela y tiró de ella hacia el pasadizo. —¡No podemos dejar a Ikraan! —exclamó Neela. —¡No tenemos otra opción! -—aulló Basra—. ¡Si volvemos por ella, podemos morir todos! Neela no quería irse con Basra. Quería volver a buscar a Ikraan. Pero Basra la agarraba con la fuerza de una prensa, y Neela estaba demasiado débil por la pérdida de sangre para liberarse. Sabía que los askari estaban entrenados para dejar atrás a uno de los suyos si por salvarlo se ponían todos en peligro. Era más importante la supervivencia del grupo que la del individuo. Si Basra no podía salvar a Ikraan, ¿cómo podía hacerlo Neela? Basra era mucho más fuerte que ella y ya había tomado una decisión, «Siempre alguien decide por mí», pensó Neela mientras Basra seguía arrastrándola hacia el pasadizo. «Mis padres. Suma. Mis profesores. El gran visir. Incluso el subasistente». Ellos decidían lo que ella debía hacer. Lo que debía vestir. Lo que debía estudiar. Dónde debía ir. Lo único que podía decidir ella era qué gusto de bing bang iba a comer. Entonces se los comía. Uno tras otro. Más y más. Se tragaba su frustración y su enojo. Se distraía de su dolor con envoltorios brillantes. Comía golosinas para poder seguir siendo dulce. Para poder seguir sonriendo, asintiendo, brillando... pero sólo un poco; no le estaba permitido brillar demasiado. Siempre alguien decidía por ella. Ella, nunca. Con un grito salvaje, se liberó de Basra y nadó de regreso a la cueva. —¡Neela, detente! —le ordenó Basra. Pero Neela no la escuchó. El talismán, pesado en

sus manos, ya no tenía el mismo color pálido. Tampoco Neela. Ambos estaban brillando con un color azul cobalto. Ella se apresuró para llegar a la pila de tesoros. Cuando llegó a la cima, vio a Ikraan, que yacía aturdida en el piso, cerca del nido. El dragón debía de haberla noqueado. Estaba avanzando hacia ella ahora, chasqueando su cola, descubriendo sus horribles dientes. Sin saber muy bien lo que hacía, Neela tomó la piedra de la luna y con una mano la puso enfrente de ella. De la piedra emanaban manojos de luz, que se curvaban como volutas en el agua. Enrolló las madejas de luz con la otra mano hasta que logró armar una gran bola brillante. El dragón estaba de pie frente a Ikraan ahora; abrió su boca y le siseó. ¡Eh, monstruo feo! ¡Por aquí! – gritó Neela. El dragón miró hacia ella y recibió una bomba de luz directamente en el rostro. Gruño de dolor y cayó hacia atrás, cubriéndose los ojos con sus garras. Neela metió la piedra de la luna en su bolsillo y se apresuró para llegar junto a Ikraan. —¡Levántate! ¡Rápido! —le dijo, tomando el brazo de Ikraan. La sirena se irguió, atontada. Neela se puso el brazo de la askara alrededor de su cuello y nadaron juntas sobre la montaña de tesoros. El dragón estaba enceguecido, poro todavía podía usar su sentido del olfato. Trepó la pila, tratando de atacarlas, pero erró el golpe. Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, arrastrando una tonelada de tesoros sobre su cabeza. Neela e Ikraan huyeron hacia la boca de la caverna. Basra y los demás estaban esperándolas allí. Basra estaba furiosa. Tomó a Ikraan con una mano y a Neela con la otra y nadó con todas

sus fuerzas, gritándole a Neela durante todo el camino. A Neela le importaba un bledo. Ikraan estaba con ellos. Viva. Después de media hora tensa, conteniendo el aliento, habían salido de las tierras de cría. Basra frenó en un arrecife y guio a todos debajo de un saliente del coral, donde estarían a salvo. Inmediatamente, Naasir empezó a limpiar y vendar las heridas de Neela. Los askari siempre llevaban algunos medicamentos y vendas consigo, y reunieron varios paquetes para ocuparse de la espalda de la sirena. Naasir trató de ser delicado, pero las heridas de Neela eran profundas y sus cuidados le dolían. Neela dio un respingo, pero no gimió. Cuando él terminó de limpiarle las heridas, buscó algunas hojas de Kelp para atárselas en la espalda a fin de mantener las vendas en su lugar. —Ya limpié los arañazos, pero debes ver al sanador tan pronto como regresemos a Nzuri Bonde. Las garras de los dragones están sucias. Tenemos que asegurarnos de que los cortes no se infecten —le informó a Neela, —Amiga, van a quedarte unas cicatrices bastante grandes —afirmó Ikraan. Neela giró para mirarla, asombrada por la nota de admiración que había en su voz. —Casi suenas envidiosa. No entiendo por qué — respondió—. Nunca más podré ponerme un vestido con la espalda descubierta.., —¡Claro que te envidio! No hay nada más sexy que las cicatrices que te hace un dragón, por lo menos para la gente de Kandina. A la mayoría de las sirenas que se acercan tanto a un dragón, las terminan devorando. ¡Y mejor si usas un vestido con la espalda descubierta! Te lo estoy diciendo, una vez que te cures, todos los chicos sirena en Nzuri Bonde estarán detrás tuyo.

¿Verdad, Naas? Naasir sonrió con timidez. Terminó de atarle las hojas de kelp. —Por ahora, esto será suficiente. Tenemos que llegar a la prisión —dijo. Mientras Naasir estaba curando a Neela, Basra se sentó sola en un rincón, en el borde del saliente. Ni siquiera se acercó para ver si Neela estaba bien. Mirándola ahora, silenciosa y con la cara inmóvil como piedra, Neela sintió una ola de irritación. Había arriesgado su vida, recibido un golpe del dragón y salvado a Ikraan. ¿Qué más tenía que hacer para probarle su valor a esta sirena? Harta, nadó hacia ella. —Salvé a tu amiga, ¿sabes? Estaba por ser comida para bebés —le dijo—. Lo mínimo que puedes hacer es agradecerme. Basra, mirando todavía hacia adelante, sacudió la cabeza. —No, Neela —respondió—. Salvaste a mi hermana. Entonces se levantó, se sacó su brazalete —el que estaba hecho de coral con todas las muescas que indicaban los dragones que había matado— y la colocó en el brazo de Neela. —No combina con tu ropa, pero espero que igualmente lo uses —habló. Neela miró el brazalete y luego se tragó el nudo que se le había formado en la garganta. —Ya no está de onda combinar la ropa —afirmó—. Este año están de moda los contrastes. Basra apoyó la frente contra la de Neela. —Gracias —dijo Neela—. Llevaré este brazalete siempre conmigo. Es totalmente invencible. Basra sonrió. —Lo es, sí —contestó—. Igual que tú. TREINTA Y CINCO

Kora, con los brazos cruzados sobre el pecho, hizo una sonrisa amplia al admirar la carnicería que tenía frente a ella. Si estaba cansada por su carrera de tres leguas con Hagarla, no lo parecía. Ella y su grupo habían hecho que los dragones fueran hacia la prisión. Tan pronto como Hagarla vio las gorgonias, dejó de perseguir a las sirenas, que eran difíciles de atrapar, y atacó a las medusas en su lugar. Ella y los otros dragones boca de navaja estaban dándose un festín frenético. Las gorgonias se defendían, lanzándoles sus poderosos tentáculos, aunque los dragones apenas sentían las picaduras a través de sus gruesas escamas. Los guardias de la prisión trataron de hacer que las gorgonias se mantuvieran en su lugar, pero no lo lograron; las gorgonias rompieron filas y los guardias abandonaron sus puestos. Mientras ellos huían, Nadifa y cuatro askari más se lanzaron a través de lo que quedaba del cerco y guiaron a los aterrorizados prisioneros a las barracas. —Ahora viene la parte difícil —dijo Kora. —Claro —respondió Neela—. La parte difícil. Porque todo fue pan comido hasta ahora. —Khaali, Leylo y Ceto están en su posición y nos esperan al norte de aquí —comentó Kora—. Basra, espera hasta que logremos que los dragones se vayan y luego tú, Neela e Ikraan ayuden a Nadifa a sacar a los prisioneros. El resto de ustedes, divídanse el tesoro y prepárense para nadar. Naasir dejó caer el contenido de la bolsa del botín que se había llevado de la cueva de Hagarla. Para el momento en que Kora y varios askari recogían los objetos brillantes, los dragones ya habían terminado lo que se había convertido en una matanza absoluta de las gorgonias. Había nubes de sangre, pedazos de

carne y tentáculos retorciéndose. —Vamos —dijo Kora, señalando las barracas. Un puñado de dragones se estaba moviendo hacia las edificaciones. Uno ya había aterrizado sobre un tejado y estaba golpeándolo con su larga cola puntiaguda. Neela observó cómo Kora y su equipo se preparaban. —En sus marcas... —habló Kora. Los askari esperaron, las cabezas hacia abajo, luciendo como si estuvieran listos para correr la carrera de sus vidas. —... listos... Las cabezas se levantaron de repente, los cuerpos se tensaron, las colas se enroscaron. —... ¡ya! Los guerreros levantaron una polvareda en el lecho marino, impulsándose en el agua. Gritaban y se llamaban unos a otros mientras nadaban, haciendo una conmoción que no iba a pasar inadvertida, Al oírlos, los dragones giraron hacia ellos. —¡Eh, mal aliento! —le gritó Kora a Hagarla en draca—. ¡Mira lo que tenemos! —-Levantó una copa tachonada con piedras preciosas—. ¡La robamos de tu cueva! Neela comprendió lo que Kora estaba diciendo. Otra vez, era el lazo de sangre, tenía que serlo. Nunca había estudiado una palabra de draca en su vida. Los otros askari, ululando y gritando, alzaron el producto del saqueo. —¡Robamos el tesoro del dragón! ¡Robamos el tesoro del dragón! —cantaron. —¡Tu cueva está vacía! ¡El tesoro es nuestro. Haga-imbécil! —vociferó Kora. Los ojos de Hagarla se abrieron. Rugió fuerte, loca de furia. Kora y su grupo surcaron el agua

y los dragones los siguieron, olvidándose de los prisioneros. Basra le hizo una seña a su grupo para que nadara a la prisión. Descendieron a las barracas, gritando que los dragones de mar se habían ido, tratando de convencer a los prisioneros de que los siguieran, de que estarían seguros. Los prisioneros estaban flacos y débiles. Los padres abrazaban fuerte a sus hijos mientras nadaban, llorando de alegría por haberse reunido con ellos otra vez. Continuamente, los askari los hacían moverse, amables pero firmes. Si los dragones volvían de repente, todos serían carnada. Cuando estuvieron a una buena distancia al norte de la prisión, Basra dijo nerviosa: —Dónde están Khaali, Leylo y los Rorqual? Ikraan, escuchando con atención, señaló hacia adelante. —¡Allí! ¡Oigo a Ceto! —replicó—. ¡Por aquí! ¡Vamos! —le ordenó a la columna de prisioneros. Neela miró hacia donde Ikraan estaba señalando. Vio a Khaali y a Leylo y, detrás de ellos, suspendidas en el agua, lo que parecían varias montañas flotantes. Más de veinte ballenas jorobadas los esperaban. Cuando las ballenas vieron a Basra y a los prisioneros liberados, se dividieron en dos filas, con una amplia distancia entre ellas, —¡Salve, Ceto, honorable líder del clan Rorqual! —gritó Basra en ballenés, haciendo una reverencia a la ballena jorobada más grande—. ¡Malkia Kora le envía sus respetos y su más profunda gratitud hacia usted y vuestra familia! Ceto inclinó su magnífica cabeza. —Los respetos pueden esperar, askara. Trae a tu gente. ¡Apresúrate!

Basra y los demás guiaron a los prisioneros liberados al espacio que se había formado dentro del corro de ballenas, mientras Ceto y las otras ballenas jorobadas comenzaron a cantar. Su canción era bella, pero no estaban cantando para complacer a su público. El canto de la ballena, misterioso y poderoso, tenía una magia irresistible. Las ballenas jorobadas estaban cantando un hechizo para proteger a los prisioneros, construyendo un campo de fuerza sónico a su alrededor Tan pronto como las sirenas liberadas se ubicaron entre las ballenas, Ceto tomó su lugar al frente y otra ballena tomó el suyo en la retaguardia. Dos más nadaron por arriba y por debajo de las sirenas. A una señal de Ceto, partieron en formación. Khaali y Leylo, los jinetes de ballenas, se sentaron sobre las dos ballenas jorobadas que flanqueaban a Ceto, escrutando las aguas en busca de cualquier signo de un dragón. Tuvieron un viaje sin incidentes y no encontraron dragones hasta que estuvieron a apenas una legua al este de Nzuri Bonde. —¡Problemas adelante! —gritó Leylo. Unos segundos después, apareció Hagarla seguida por los otros seis dragones. Las orejas de Hagarla estaban achatadas contra su cráneo. Su cola daba latigazos en el agua, haciendo espuma. Estaba buscando pelea. —Vete, Hagarla. Te superamos en número ampliamente —le advirtió Ceto en draca. —No queremos pelear con ustedes, Ceto Rorqual — siseó Hagarla—. Queremos a las sirenas. Entrégalas y dejaremos a tu familia en paz. —Vete por donde viniste. No tienes nada que hacer aquí. Ni con mi familia ni con las sirenas.

—¡Las sirenas me robaron! ¡Invadieron mi casa! ¡Molestaron a mis hijos! —Y los alimentaron bien —dijo Ceto—. A ustedes les gustan demasiado las gorgonias. Lo saben en todos los mares. Váyanse. No les entregaré a las sirenas. Para eso, deberán pelear conmigo y perderán. Vete, Hagarla. Los ojos de Hagarla se entrecerraron. —¡Me lo pagarán, askari! —gruñó—. ¡Un día, muy pronto, cuando Ceto Rorqual no esté aquí para defenderlas! Lanzó un rugido ensordecedor y se alejó. Uno de los otros dragones trató de atacar a las ballenas, pero lo frenó el campo de fuerza. Se unió a los otros en la retirada. Poco después del encuentro con los dragones, Ceto y las sirenas a su cargo arribaron a Nzuri Bonde a salvo. Los rescatistas habían instalado carpas, comedores y hospitales para alimentar y alojar a las sirenas liberadas. Kora se movía entre los prisioneros, hablándoles, escuchándolos, abrazándolos. Cuando todos estuvieron instalados, se dirigió a Ceto. Haciéndole una reverencia, le agradeció a él y a su familia por haber rescatado a su gente. —Tu agradecimiento no es necesario, malkia —dijo Ceto—. El clan Rorqual recuerda los arpones que tu gente nos quitó, las redes que cortaron para liberar a nuestros hijos, los anzuelos crueles que sacaron de nuestra carne. Los Rorqual no olvidamos. Kora nadó hacia la enorme criatura y apoyó su frente contra la de la ballena. Ceto cerró los ojos cuando lo hizo y luego se despidió. Mientras se preparaba para irse, miró a Khaali y Leylo, que lo habían acompañado desde que regresaron a Nzuri Bonde. Lucían como si quisieran algo, pero no podían reunir el valor

para pedirlo. Cómplice, Ceto los miró con sus ojos sabios. —Está bien —concedió—. Pero sólo una vez. Me estoy poniendo viejo para estos trotes. —¡Sí! —gritaron Khaali y Leylo, chocando sus colas. Kora sacudió la cabeza con desaprobación. —Estos dos no crecen más —dijo—. Vamos, miremos. —¿Miremos qué? —preguntó Neela—. ¿Dónde vamos? —Arriba —replicó Kora. Khaali y Leylo tomaron una de las enormes aletas de Ceto cada uno. Ceto giró y se dirigió hacia la superficie. Nadó cada vez más rápido. Kora, Neela y los demás tuvieron que esforzarse para seguirle el ritmo a la ballena. A unos pocos metros de la superficie, Ceto se impulsó con su monumental cola y los tres estuvieron de repente en el aire, en un espectacular salto. Khaali y Leylo soltaron las aletas y saltaron aún más alto, haciendo volteretas hacia atrás en el aire. Ceto se zambulló, y Khaali y Leylo cayeron hacia el agua después de él, riéndose a carcajadas y gritando como tontos. Ceto rio también, un sonido que era tan antiguo y profundo como el océano, y luego él y su clan se despidieron de las sirenas. Kora, Neela y los askari regresaron al estadio. Kora, notando la espalda vendada de Neela, la llevó directamente a la tienda hospital. Un sanador le quitó las vendas a las heridas. Kora dejó escapar un silbido cuando las vendas cayeron. —Impresionante —dijo—. ¿Qué pasó? Kora escuchó atentamente mientras Neela le explicaba, observando el brazalete que le había regalado Basra. Cuando el sanador terminó, Neela le dio las buenas noches a Kora. Estaba exhausta y le dolían las heridas. —Me voy a mi cuarto —informó—. Las veré mañana.

—No —replicó Kora. —¿No? ¿Por qué no? ¿Tienes planeado para hoy otro rescate que desafíe a la muerte? —Dormirás en una habitación en el ngome ya jeshi. Es el único que está a tu altura. Neela no entendía. —¿El ngome ya jeshi? Pero no es... —Sí. —Pero Kora, yo no... Kora sonrió. Apoyó su frente contra la de Neela. —Lo eres ahora. Bienvenida a casa, askara. TREINTA Y SEIS Neela tenía hambre. Estaba hambrienta. Pero no de un ving Bang. Había dejado Kandina hacía cuatro días, después de una gran despedida. Kora había nadado con ella hasta las afueras de Nzuri Bonde. —Nos esperan días oscuros, me temo —había dicho en el camino. Neela había asentido con la cabeza. —Liberamos a tus súbditos, pero los jinetes de la muerte pueden atacar otra vez. Y Abbadón será liberado si no podemos encontrar una manera de detenerlo. —Construiremos fuertes para defendernos contra los ataques —había dicho Kora—, y tú y los demás deben llamarnos cuando necesiten ayuda. Siempre estaremos para ayudarlos. Habían intercambiado saludos y luego, mientras Neela se alejaba, había oído que Kora le gritaba: —Kuweka mwanza, dada yangu, conserva tu luz, hermana mía. —Vamos, Ooda —habló Neela—. Veamos si podemos

encontrar algunas medusas. Un poco de algas. Algo. Era de noche, y las criaturas marinas se estaban dirigiendo a las aguas más cálidas de la superficie para alimentarse. Neela hizo lo mismo; recogió puñados de medusas peine y se los tragó. Ahora tenía hambre la mayor parte de tiempo. Había puesto a prueba a su cuerpo y este había cambiado mucho durante las últimas semanas. El largo viaje hasta el río Olt, la travesía por Vadus hacia Matali y luego el viaje a Kandina habían hecho su cola fuerte, sus brazos musculosos, sus amplias curvas, firmes. Encontró que ahora deseaba hojas de alga, vegetales barrosos y proteínas crocantes —preferentemente, aún con sus cabezas— en lugar de golosinas. Sobre ella, flotando en la superficie, había montones de algas rojas de aspecto sabroso. Con cautela, levantó su cabeza, observando a su alrededor si había algún peligro. Había un barco grande cerca y muchos más a la distancia, pero no eran causa de alarma. Su presencia no era inusual, y un confuto evitaría que cualquier terra que la viera le contara a otra persona de su existencia. Comió hasta llenarse, luego se zambulló. Una hora y media después, Ooda y ella habían llegado a las afueras de la ciudad de Matali. Sonrió cuando vio las cúpulas doradas y las torres del palacio. Nunca había notado con qué gracia la pradera marina se balanceaba ondulante a lo largo de la Corriente Real. O cómo la cúpula central del palacio viraba del dorado al plateado con los últimos rayos de sol antes del atardecer. A sus ojos, su hogar lucía más hermoso que nunca. «Tal vez sea porque estuve muy cerca de no verlo

nunca más», pensó, recordando la cueva de Hagarla. Estaba tan feliz de ver su ciudad y tan aliviada de estar en un lugar seguro después de días en mar abierto... pero cuando miró el palacio, su sonrisa se desvaneció. Percibió algo. De la manera en que Ava percibía cosas. Ooda la miró, interrogante. —No sé. Algo está diferente. Algo está mal. La mirada de Neela vagó sobre la miríada de edificios, torres y espirales, arcos y pórticos. Recordó el ataque a Miromara. Había visto la terrible destrucción causada por los jinetes de la muerte. En apenas unos minutos, los dragones garranegra habían destruido enormes partes de los muros de la ciudad y habían aplastado edificios. Aquí no había pasado nada de eso. Todo estaba intacto. Las banderas estaban flameando. Pese a todo, ella estaba inquieta. «Probablemente sea porque mis padres me van a patear la cola», pensó. Imaginarse cómo la iban a recibir cuando nadara dentro de la Cámara del Emperador era casi suficiente como para volver directo a Kandina. Sus padres iban a estar furiosos. Querrían explicaciones. Y ella se las daría, pero no toleraría que le dijeran que estaba loca. Nunca más. Había tomado la precaución de hacer que Kora le enviara un caracol a su padre, contándole todo lo que había pasado y pidiéndole tropas para patrullar sus aguas y prevenir otros ataques. Neela había logrado lo que se había propuesto cuando dejó su ciudad. Había encontrado la piedra de la luna. Y encontraría una nueva manera de hacer las cosas: su manera. —Debo de ser yo, Ooda —dijo, finalmente, tratando de olvidar su inquietud—. Yo soy la que

está diferente. Vamos, apurémonos. Mientras nadaba debajo del altísimo arco que llevaba a la corriente principal y al palacio, Neela ensayó lo que les diría a sus padres. Tan pronto como hablara con ellos y hubiera guardado la piedra de la luna a salvo en las bóvedas reales, le enviaría un caracol a Serafina y a las demás y les diría que había hallado el talismán de Navi. Todo estaba muy silencioso a su paso, negocios y restaurantes, embajadas y oficinas del gobierno. No había mucha gente en la calle. La corriente se había hecho más fuerte, y ella podía oír las banderas que flameaban con ella. Esta noche había muchas de ellas izadas. ¿Se había olvidado de alguna fiesta? Neela estaba tan sumida en sus pensamientos que, al principio, no se dio cuenta de que Ooda estaba mordiéndole suavemente la mano. Neela siguió nadando hasta que la pequeña pez globo se colocó directamente enfrente de su rostro y amenazó con morderle la nariz. —¿Qué pasa? —preguntó. No podía ver lo que podía estar inquietando a Ooda. ¿Un banco de peces mariposa? ¿Alguna medusa? ¿Las banderas?—. Para, ¿quieres? Estamos aquí. Ahora tenemos que entrar y soportar a mis padres. Visiblemente alterada, Ooda se alejó nadando. —¡Vuelve! —gritó Neela. Pero Ooda no escuchó. Nadó a gran altura sobre la cabeza de Neela, hacia la punta de uno de los mástiles. Luego nadó alrededor del poste y alrededor de la propia bandera a una velocidad que mareaba. —¡Baja ahora mismo! —le ordenó Neela—. Ooda, ¡hablo en serio! Ooda, te dije que.. —Sus palabras se desvanecieron cuando vio lo que el pez había estado tratando de mostrarle—. Eso es

lo que era diferente —dijo, mirando fijamente la bandera. Era roja, como la bandera anterior, por eso no lo había notado, pero no tenía en el centro el blasón de la familia real matalina, el dragón boca de navaja sosteniendo la piedra de la luna. En su lugar, había un enorme círculo negro. —¿Qué es esto? —se preguntó—. ¿Por qué mi padre cambió las banderas? Nadie cambia la bandera de su reino, a menos que... ... alguien te fuerce a ello. Traho. Las escamas en la espalda de Neela se erizaron. —Está aquí, Ooda. Invadió la ciudad —murmuró—. Los barcos que vi deben de haber sido las naves de Mfeme. Deben de haber transportado a las tropas do Traho. Pero no tenía sentido. Traho estaba trabajando para el Almirante Kolfinn. Si él había tomado la ciudad de Matali, las banderas tendrían que ser las de Ondalina, no estas, ¿verdad? Tal vez Kolfinn no quería que se supiera que Traho y Mfeme estaban trabajando para él, razonó Neela. O, quizá, la bandera estaba para confundir a la gente. Neela no sabía la respuesta y no tenía tiempo para dilucidarla. Si Traho estaba aquí, sabría que había huido del palacio y habría adivinado por qué. La piedra de la luna estaba en su bolso. Una vez que la hallara a ella, le tomaría dos segundos encontrar la piedra. —Cambio de planes, Ooda —habló—. Nos vamos de aquí. Apenas giró para irse, alguien puso una mano sobre su boca. Ni siquiera había tenido la posibilidad de gritar.

TREINTA Y SIETE —No puedo fallar... no puedo morir aquí... la Piedra de Neria... tengo que recuperarla... Serafina estaba desvariando. Había estado nadando durante dos días sin descanso desde que había rescatado a la infanta del Deméter. Estaba débil y desorientada, apenas capaz de seguir las corrientes. La infanta estaba absorbiendo su fuerza, quitándole su aliento vital. Los ojos de Sera estaban opacos, sus mejillas estaban hundidas y, en cambio, el color estaba volviendo a la espectral princesa española. Florecía el rubor en sus mejillas. Sus labios se habían vuelto rojos. Sus ojos oscuros bailaban una vez más. —Sólo un poco más lejos, principessa —la arengó —. Unas pocas leguas más. —Su mano apretó más la mano de Serafina. La sirena gimió. Un pulpo nadó cerca de ellas. La criatura le recordaba a Silvestre. Ella lo había querido mucho. Y ese pensamiento le dio fuerzas. Pensó en todas las cosas que amaba. Eso la mantendría en marcha, —Silvestre —dijo—. Y Clío... Cerúlea en la mañana... los janicari cantando... mis padres bailando... la esgrima con Des... la sonrisa de Neela... los gusanos de la quilla y los frutos de anguila... el ostrokón... las ruinas del palacio de Merrow... los ojos de Mahdi, su sonrisa... Continuó esforzándose, con sus aletas temblando por el agotamiento. —Me alejé del camino... debo de haberme alejado —balbució. Ella se había dirigido a Cap de Creus, un saliente rocoso de tierra cerca de la frontera de España con Francia.

—Ya tendría que estar allí... —¡Oh, principessa! —exclamó súbitamente la infanta—. ¿Puedes olerlo? ¡El enebro! ¡Hojas de laurel, rosas! ¡Naranjas! —¿Por qué no llegamos todavía? Dioses, ayúdenme... por favor... —rogó Serafina. —¡Palamós! —dijo la infanta—. ¡Lo recuerdo! Vine aquí de niña. La cabeza de Serafina estaba dando vueltas. Estaba tan débil que no se había dado cuenta de que estaban en las aguas poco profundas de una playa desierta. Continuó nadando y su cabeza se asomó a la superficie. Olas suaves lamían su pecho. Pero su calvario aún no había acabado. La infanta tenía que romper su lazo con el mar. Tenía que dar un paso en tierra firme. Y Serafina tenía que llegar lo suficientemente lejos fuera del agua para hacerlo. Con los últimos restos de sus fuerzas, lanzó su cuerpo sobre la playa y sacó a María Teresa de las olas. La infanta pisó la costa y, por fin, todo terminó. Soltó la mano de Serafina y caminó fuera de la rompiente. —Estoy en casa —susurró—. Gracias, principessa. ¡Muchas gracias! Besó su palma y sopló un beso hacia Serafina. Luego giró y continuó caminando, su cabeza hacia atrás, sus brazos abiertos hacia el brillante cielo azul, riendo como la joven que había sido una vez. Su cuerpo brillaba ahora. Se convirtió en un millón de puntos de luz plateados y, luego, se desmoronó, convirtiéndose en un polvo fino y reluciente. Serafina observó cómo los cálidos vientos españoles se la llevaron, hasta que lo único que quedó fue el eco de su risa. Serafina apenas podía respirar. Su cuerpo exhausto estaba fallándole. Trató de impulsarse para volver al mar, pero no tenía fuerzas

suficientes. El fantasma le había quitado demasiada energía. Su pecho estaba sacudiéndose. Su rostro estaba adquiriendo un color azul. Colapsó en la arena y rodó sobre su espalda. El sol la cegó. Cerró los ojos, sabiendo que iba a morir allí. Sabiendo que había fallado. Y entonces, sintió unas manos sobre su cuerpo. Estaban moviéndola. Estaban arrastrando su cuerpo sobre la arena rugosa, centímetro a centímetro. Eran los terragones. Estaban sacándola del agua para ponerla en una pecera. Era lo que les hacían a las criaturas del mar. Sera se resistió, pero no tenía fuerzas para defenderse. La infanta le había sacado todo el aliento vital. «Por favor, dioses, no dejen que los humanos me lleven. Déjenme morir», rezó para sí. Pero no. La estaban arrastrando nuevamente hacia el mar. De repente, sintió la vitalidad del agua alrededor de su cuerpo. Hundió la cabeza. —¡Serafina! —Una cara pequeña y preocupada le sonrió—. ¡No llegamos demasiado tarde! ¡Estás viva! —¡Coco! —carraspeó—. ¿Cómo... cómo hiciste.. .? —No pudo terminar. Estaba en el agua de nuevo, pero respirar aún era muy difícil para ella. —¡El caracol! El que estabas escuchando en el ostrokón antes de que partieras. Antes de que te fueras, lo tomé y lo escuché. Me imaginé que te dirigías al Deméter, ¡así que te seguí! —¿Sola…? ¿Cómo? —preguntó Sera, tosiendo. —No. Busqué ayuda. —Serafina... Oh, dioses, Serafina, ¿qué hiciste? Serafina conocía esa voz. Era Mahdi. La arrastró de nuevo hacia el agua. La tenía entre sus brazos ahora. Ella le sonrió.

—Está todo bien... Lo encontré. —Estaba jadeando ahora. —No está todo bien. ¡Mírala, Mahdi! ¡Estoy asustada! —dijo Coco. —Respira profundo. Sera. Respira profundamente. —Se está poniendo azul! —gritó Coco—. ¡Haz algo, Mahdi! —Vamos, Sera... quédate conmigo... ¡No, Serafina! ¡Respira! ¡Por favor, por favor, respira! TREINTA Y OCHO Neela luchó como un tiburón tigre. Su atacante la había arrastrado fuera de la corriente y la había llevado detrás de un arrecife de coral. Estaba inmóvil detrás de ella, su mano presionada contra su boca, su brazo alrededor de su cintura, apretándola con fuerza. «Este inmundo jinete de la muerte no se va a llevar la piedra de la luna», pensó con fiereza. «No lo hará». Neela dio latigazos con su cola, adelante y atrás, golpeándola fuerte contra la cola de él. Tomó el brazo del atacante y le hundió sus uñas. Le mordió la mano con todas sus fuerzas. —¡Ay! ¡Deja! «¿Deja?», pensó Neela. «¿Desde cuándo los jinetes de la muerte dicen "Deja"?». —¡Neela, soy yo, Yazeed! Neela dejó de moverse. El atacante la soltó y ella giró sobre sí. Se cubrió la boca con las manos. El chico enfrente de ella estaba muy delgado y lucía agotado, pero era Yaz. —¡Mis dioses! —exclamó Neela, arrojándole los brazos alrededor del cuello. Casi le había dado una paliza a su hermano. Ahora lo estaba abrazando tan fuerte que el apenas podía respirar

—¡Lo siento. Yaz! ¡Lo siento mucho! No sabía que eras tú.¡Estás vivo! —Lo estaba —gruñó él. Neela lo soltó y nadó hacia atrás unas cuantas brazadas, las manos sobre las caderas. —¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Por qué no nos hiciste saber que estabas bien? —Es una historia larga. Te la contaré después. —¿Por qué me agarraste así antes? ¡Me diste un susto de limo! —Para salvarte de todo un batallón de jinetes de la muerte. Estaban por nadar fuera de las puertas de palacio. Te habrían visto. No había tiempo de explicarte. Perdóname. —¿Qué está pasando? ¿Por qué están aquí? ¿Por qué izaron estas banderas? —Porque Matali es de ellos ahora. Neela sacudió la cabeza, afligida. «Yo tenía razón», pensó. —¿Y mata-ji... y pita-ji? —preguntó con lágrimas en los ojos. —Están bien. Están vivos. Traho los tiene bajo arresto domiciliario, pero no los lastimó. —¿Traho está en el palacio? Yazeed asintió. —Sí, y su jefe, también. Neela sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. —¿Kolfinn? ¿Él está aquí? Yaz sacudió la cabeza. —No, Neels... ella está aquí. TREINTA Y CUATRO —¿Ella? —dijo Neela—. Kolfinn es un hombre. —No es Kolfinn. Mira —respondió Yazeed, entregándole una perla de transparocéano—.

Hechízala. Te mostraré. Yazeed hechizó otra perla. Cuando ambos fueron invisibles, llevó a Neela a través de los Jardines del Emperador y dentro del palacio. Nadaban pegados al techo, sobre las cabezas de decenas de jinetes de la muerte. Ver a los invasores en el palacio, en su hogar, le hizo hervir la sangre. «Asesinos, escoria marina», pensó Neela. «No tienen derecho a estar aquí». —Quédate cerca de mí —susurró Yazeed. Lograron entrar a la Cámara del Emperador y flotaron debajo de una de las arañas. Unos jinetes de la muerte corpulentos con espadas en sus manos se alineaban contra las paredes de la habitación. —Aquí está —murmuró Yazeed, señalando a la sirena sentada en el trono del emperador—. Conoce al cerebro detrás de todo esto. Neela miró hacia abajo. La sirena tenía pelo largo de color caoba, ojos color esmeralda y un rostro asombrosamente bello. —¡Portia Volnero! —siseó Neela. —Nada más y nada menos —dijo Yazeed, Portia era una duquesa, uno de los miembros más importantes de la nobleza de Miromara. También era la madre de Lucía Volnero. —No era Ondalina. Astrid estaba diciendo la verdad —reconoció Neela. Tenía que avisarles a las demás. —¿De qué estás hablando? Neela estaba por explicarle cuando Khelefu, el gran visir de Matali, nadó dentro del cuarto, Al verlo, Portia habló. Su voz de mando llegó hasta Neela y Yazeed, —¿Abriste las bóvedas como lo ordené, Khelefu? —Lo hice. Su Alteza. Khelefu prácticamente escupió las palabras. Y

aunque su rostro lucía sereno, Neela, que había conocido a este orgulloso y leal hombre sirena toda su vida, podía observar el odio en sus ojos, —Muy bien —dijo Portia. Se levantó del trono y nadó hacia él—. Me gustaría usar la tiara de diamantes de Ahadi para la coronación de Lucía en Miromara. La tiara con la Perla de las Maldivas en el medio. Y ella va a necesitar algo para su compromiso, también. Zafiros, creo, para que combinen con el color de sus ojos. Y para su futuro esposo, el Príncipe Heredero Mahdi, la Esmeralda de Bramaphur. Va a lucir maravillosa en su turbante, —-¿Qué dijo? —Neela casi gritó, —¡Shhhh! —La calló Yaz, —No sabía que el príncipe heredero iba a comprometerse con su hija. Su Alteza —dijo Khelefu—. Creía que él estaba comprometido con Serafina, la principessa di Miromara, Los ojos de Portia se oscurecieron cuando mencionó el nombre de Serafina. —Lo estaba, pero, desafortunadamente, la pobre principessa está muerta. Creemos que fue asesinada durante los ataques a Cerúlea. Nuestro diligente Capitán Traho colocó carteles en todo el reino, en su búsqueda, pero no hemos tenido ninguna noticia de ella. Aunque nos duela grandemente, debemos aceptar esta difícil realidad. —Qué triste. Su Alteza. —Es trágico —replicó Portia—. Necesito que empaquen estas joyas inmediatamente, Khelefu. Tengo planes de partir hacia Miromara en la mañana. —¡Tenemos que avisarle a Sera! —le susurró Neela a Yazeed. —Prepararé los documentos necesarios y se los

traeré. Su Alteza —dijo Khelefu—. Necesito que los complete antes de retirar las joyas de las bóvedas. —Para ser exactos, no lo haré —respondió Portia. —Pero así debe hacerse. Así se hizo siempre — protestó Khelefu. Portia hizo un gesto con la cabeza a dos de sus guardias y ellos sujetaron al gran visir. Ella se pasó sobre el cuello uno sus dedos con uñas perfectamente rojas, en el amenazador gesto de cortar la garganta, y los guardias lo arrastraron fuera de la habitación. Mientras los veía irse, la sirena sonrió. Luego afirmó: —Ya no. CUARENTA Serafina abrió los ojos. No sabía dónde se hallaba. Las aguas a su alrededor eran oscuras. Yacía sobre algo blando. Un globo de lava brillaba en una mesa cercana. Sin hacer ruido, deslizó una mano hacia su cadera y la daga que tenía escondida allí. —Está todo bien. Sera. Estás a salvo. —¿Mahdi? —Estamos en una granja, en una aldea cerca de la Costa Brava. Pertenece a una pareja, Carlos y Elena Aleta Roja. Están en la resistencia. Serafina se levantó de un salto. Estaba atontada. Le dolía todo el cuerpo. Vio que estaba acostada en una cama angosta en un cuartito rústico. Las cortinas que decoraban la única ventana de la habitación se arremolinaban por la corriente nocturna. Alguien había puesto una tetera y dos tazas sobre la mesa debajo de la ventana. Mahdi estaba sentado en una silla al lado de la

cama. Tomó la mano de Serafina. —¿Cómo te sientes? —Mucho mejor, ahora que sostengo tu mano y no la de un fantasma —dijo ella débilmente. —Era un fantasma de un naufragio, ¿verdad? Eso fue lo que dijo Coco. Sera, dime que no hiciste lo que pienso que hiciste. —No tuve más remedio. Ella tenía algo que yo necesitaba. Era la única manera de conseguirlo. —¿Cuánto tiempo estuviste en contacto con ella? —No sé. ¿Dos días, tal vez? ¿Tres? No recuerdo bien. —No puede ser. Nadie puede sobrevivir al contacto con un fantasma de un naufragio por tanto tiempo. Sera sacudió la cabeza, tratando de aclarar sus pensamientos. ¿De alguna manera había calculado mal el tiempo? Estaba tan exhausta que no podía pensar. —¿Qué pasó después de que tú y Coco me llevaron de nuevo al agua? —preguntó. —Te desmayaste. No podías inspirar el oxígeno suficiente. Tu piel se volvió azul y dejaste de respirar. Te di respiración boca a boca. Tosiste, eliminaste un montón de aire y empezaste a respirar otra vez. —Estaría muerta si no fuera por ti, Mahdi. Me salvaste la vida —dijo Sera, apretándole la mano —. ¿Cómo llegaste aquí? ¿No se supone que debes estar patrullando Cerúlea? —Tuve mucha suerte. Hace unas noches, Coco vino a mí en pánico. Me dijo que te habías ido para encontrar el Deméter y que estaba preocupada por ti, y me rogó que fuera a buscarte. Dos noches antes, yo estaba en palacio, cenando con Traho. Resulta que tiene una nueva adquisición, una pintura que Rafe Mfeme le robó al duca. Él le hizo algún tipo de hechizo para protegerla del

agua. Está colgada sobre una chimenea de lava, y... —...es un retrato de María Teresa, una infanta de España. Mahdi la miró perplejo. —¿Cómo lo sabes? —Cuando llegué a la casa del duca, elogié el retrato y él me dijo que la infanta era uno de sus antepasados. —Traho no me dijo eso. Me contó la historia del Deméter, sin embargo, y la del diamante azul de la infanta. Dijo que es muy valioso y que lo quiere. —Claro que lo quiere —respondió Serafina sombríamente. Recordó cómo se sentía tener el diamante en su mano. La sensación de poder que había experimentado no era como nada que hubiera sentido antes; era aterradora e intoxicante al mismo tiempo. —Después de que hablé con Coco, yo también me preocupé por ti, por lo que inventé algo para dejar mi puesto —relató Mahdi—. Le dije a Traho que sería un gran honor si me permitiera encontrar el diamante de la infanta por él. Estaba tan encantado que inmediatamente me dio permiso para buscarlo. Tengo a unos diez jinetes de la muerte conmigo. —¿Cerca? —preguntó Serafina, alarmada. —Alrededor de una legua al este de aquí. Les sugerí que nos separáramos para rastrear el naufragio. Salvo yo, que vine para buscarte. —Nunca encontrarán los restos, y si lo hicieran, nunca encontrarán el diamante —aclaró Serafina—. La infanta era la única que sabía dónde estaba y la he liberado recién. Ya no está más entre nosotros. El barco naufragado está vacío. —¿Y el diamante? Sera no contestó.

—Allá en la casa segura, me pediste que te contara qué estaba pasando. Me pediste que confiara en ti. Ahora yo te estoy pidiendo que confíes en mí. —El diamante lo tengo yo. —Oh. Bueno —dijo Mahdi, claramente sorprendido—. ¿Lo encontraste en el barco naufragado? Sera asintió con la cabeza. —Es raro —afirmó Mahdi. —¿Por qué? —Traho nos dijo que encontráramos el barco y que luego buscáramos en el lecho del mar, a media legua al norte de allí. Dijo que la infanta tenía un halcón y que el ave salió volando con el collar y lo dejó caer allí. Serafina soltó la mano de Mahdi. Se sentó tensa sobre la cama. —¿Qué? ¡Es imposible! ¿Cómo sabe eso? ¡Apenas un puñado de personas podría haber sabido eso, y están todos muertos! —Espera, no entiendo... ¿cómo sabe qué? —¿No lo ves? Solamente la infanta, el pirata que la atacó y el resto de los tripulantes de los barcos podrían haber sabido que el halcón voló con el collar. La infanta, por cierto, no se lo dijo a Traho y, hasta ayer, ella es la única que podría habérselo dicho. Por supuesto, Mei Foo y su tripulación tampoco pudieron contárselo. De acuerdo con el caracol que escuché, todos fueron colgados en tierra hace siglos. La tripulación y los pasajeros del Deméter tampoco se lo dijeron, ya que todos deben de haber muerto en tierra firme como esclavos. Entonces, ¿cómo sabe Traho dónde está el collar? —Serafina frunció el entrecejo—. Más bien, ¿cómo cree que lo sabe? —¿Qué quieres decir? —La infanta engañó a Mei Foo —explicó-—. El collar que llevaba el halcón era falso. Ella

mantuvo oculto el collar con el diamante verdadero. —¿Qué es lo que no me estás diciendo sobre este diamante. Sera? ¿Por qué es tan importante? ¿Por qué pusiste en peligro tu vida por él? ¿Vas a venderlo para financiar a la resistencia? — preguntó Mahdi. —Es más valioso que mi vida y nunca lo vendería. Es poderoso, Mahdi. Realmente poderoso. Creo que es la razón por la que sobreviví a la infanta. Su poder me protegió de ella. Mahdi la observó un largo rato. —Hay otras cosas, además del diamante, que no me estás contando, ¿cierto? —Quería decírtelas en la casa segura. Te lo habría dicho, si los jinetes de la muerte no hubieran atacado. —Dímelas ahora. Serafina miró la tetera. —¿Podría tomar una taza de té primero? Voy a necesitarla. Mahdi le sirvió té. Mientras le alcanzaba a Sera la taza de la cálida y relajante bebida, ella comenzó a hablar. Le contó todo lo que le había pasado desde que ella y Neela habían huido del palazzo del duca. Terminó de hablar una hora después. Mahdi volvió a sentarse en su silla, estupefacto. —Podrían haberte matado. Sera —dijo—. Los jinetes de la muerte. Rorrim, Rafe Mfeme. Los opáfagos. ¿Por qué no regresaste? ¿Por qué no me dejaste que te ayudara? —Mmmm, veamos... ¿porque no tenía idea de que tú eras Blu? ¿Porque nunca me lo dijiste? —¿Y tú piensas que Ondalina está detrás de todo esto? ¿Piensas que Kolfinn es el que quiere liberar al monstruo? —Estaba segura de que era Ondalina hasta que

conocí a Astrid. A ella también la convocaron las iele. Peleó contra el monstruo con tanto coraje... y me juró que su padre no tenía nada que ver con el ataque a Cerúlea. Pero luego nos abandonó. Nos dijo que no lucharía con nosotras. Y ahora no sé qué pensar. Mahdi digirió lo que le había contado Serafina. —Yo tampoco lo sé. Sera, pero sí se esto: ¿viste la historia que me contaste acerca del halcón de la infanta y del collar falso? Es una muy buena noticia. —¿Por qué? —Porque Traho cree que el dragón dejó caer el collar real. Si yo puedo encontrar la falsificación, él tendrá un talismán falso, pero no lo sabrá. Y él o Kolfinn fallarán si tratan de usarlo para liberar a Abbadón. —Tienes razón. Debes encontrar el collar falso, Mahdi —concordó Sera. Le dijo exactamente dónde estaba el barco naufragado para que él pudiera buscar al norte. Cuando terminó de hablar, golpearon a la puerta. —Adelante —invitó Mahdi. —¡Estás despierta! —exclamó Coco, nadando en la habitación con Abelardo pegado a su cola. Abrazó fuertemente a Serafina—. Elena quiere saber si te sientes bien para cenar. —¿Tan tarde es? —preguntó Mahdi, mirando hacia afuera desde la ventana. Las aguas estaban oscuras. —¿Puedo decirle que bajarás a comer? —inquirió Coco. Serafina sonrió. —Sí, puedes decirle que bajaré a comer. Cuando Coco se marchó, Mahdi se volvió hacia Serafina. —Necesito irme después de comer. Tengo que regresar al campamento. —Dudó y luego agregó—:

Sera, tengo noticias de tu tío. Buenas noticias, creo. —¿Qué noticias? ¿Qué pasó? —preguntó Sera con excitación. —No quiero darte falsas esperanzas, pero lo vieron en Portugal, aguas adentro, con un ejército de kobold a sus espaldas. —Mahdi, ¿me lo estás diciendo en serio? Él asintió con la cabeza y Serafina gritó de alegría. —También oí que Portia Volnero dejó Cerúlea y nadie sabe adónde fue. —¿Alguien sabe por qué se fue? —inquirió Serafina—. ¿Era una colaboracionista? ¿Se alió con Traho? —Es posible. Si lo hizo, debe de haberse ido porque estaba preocupada acerca de lo que pasaría cuando tu tío recupere la ciudad. —¿Y Lucía? —preguntó Sera. —No sé nada. No la he visto hace días. Me pone un poco nervioso. Es como un pez piedra, es más peligrosa cuando no puedes verla. —Oh, Mahdi, qué buenas noticias que me diste. Quería algo de luz al final del túnel, no puedo evitarlo, pero casi tengo miedo de esperanzarme —dijo Serafina. El rostro de Mahdi se puso solemne. —Deberías tener miedo. Sera —advirtió en voz baja. —¿Por qué? ¿Qué pasa? —lo interrogó. —Cuando los jinetes de la muerte vinieron a Cerúlea, fue una invasión. Cuando Vallerio regrese a la ciudad, será la guerra, sin lugar a dudas. Tomó su mano de nuevo y luego afirmó: —No importa lo que pase, quiero que sepas que te amo, Sera. —Oh, Mahdi —murmuró Neela.

—Te he amado desde el día en que te conocí. En que realmente te conocí. En el jardín. —Sonrió—. Cuando estabas escuchando el caracol e hiciste caer el abanico submarino para llamar mi atención. —¿Qué? ¡No lo hice caer! ¡Se cayó! —Ajá. Sí, claro, se cayó. —¡Mahdi! —protestó. Y luego se inclinó y lo besó. Lenta y dulcemente—. Yo también te amo. Siempre te he amado. Desde que hiciste que el Embajador Akmal hiciera caer el abanico submarino. Para llamar mi atención. —Sera —dijo él, serio nuevamente—. No sé qué pasará cuando tu tío trate de recuperar la ciudad. Estoy trasladando a la gente a lugares seguros. Estoy ayudando a Fossegrim y a los Aletas Negras. Traho puede descubrirlo en cualquier momento y si lo hace... —Hizo una pausa por un momento, como para juntar coraje, y luego agregó súbitamente—: Quiero que tomemos nuestros votos. Sera parpadeó. —Mahdi, yo... creo... Quiero decir, oh. Es algo muy repentino. —Una vez te dije que yo te había elegido. ¿Tú me eliges a mí? —Sí —afirmó Serafina—. Siempre. —Entonces hagámoslo. El vecino de Carlos y Elena es un juez de paz de los mares. Su nombre es Rafael. Ya he hablado con él. No será una gran ceremonia de Estado, contigo prometiéndole una hija al reino y todo lo demás. De hecho, apenas será una ceremonia. No va a haber ningún anillo brillante, ningún vestido elegante. No es lo que sueña cualquier sirena, lo sé, pero igualmente será una promesa. Haremos votos para estar juntos algún día. Aunque Traho quiera separarnos y destruir nuestro mundo. No importa lo que

pase, quiero saber que eres mía y quiero que sepas que soy tuyo. Siempre. —Tomó la mano de Serafina con la suya otra vez—. ¿Aceptas? «Sé por qué está haciendo esto», pensó, débil. «Se aproxima una guerra y él no cree que sobreviva». El dolor, familiar ahora pero igual de terrible, la abrumó. Traho le había quitado todo: su familia, sus súbditos, su reino. Y todavía quería más. Bueno, esta vez, no lo conseguiría. Ella tomaría sus votos. Aprovecharía esta noche y estas escasas y preciosas horas. Tomaría a este hombre sirena como su esposo. —Sí, Mahdi —respondió—. Acepto. CUARENTA Y UNO Carlos Aleta Roja sonrió. —Es hora de irnos —dijo. Ofreció a Sera su brazo, y juntos nadaron fuera de la cocina de la granja hacia el jardín. Bajo y enjuto, con cabello entrecano, Carlos tenía las manos ásperas y los movimientos rígidos de un hombre sirena que había vivido muchos años de trabajar la escasa tierra entre las rocas del lecho marino. El y Elena cultivaban ostras. —Usted no podría pedir una noche mejor —comentó— La marea está alta, las aguas están calmas, la luna está llena. Sera intentó sonreír. —¿Está bien, principessa? ¿Está nerviosa? —Muy nerviosa —admitió. —Recuerde —dijo Carlos, cubriéndole la mano con la suya—, no importa cuán nerviosa se sienta, ¡Rafael se siente mil veces peor! Sera rio. Carlos tenía razón. Sera había oído al inquieto Rafael. Ella estaba en el rellano, a la

puerta de su dormitorio, ajustándose el vestido, y él estaba en la planta baja de la granja, hablándole a Elena. Sus voces habían subido hasta ella. —¡No puedo hacer esto! —había dicho Rafael—. ¡Soy sólo un ínfimo juez de paz de los mares y ellos son de la realeza! Mi voz, mis poderes... no son lo suficientemente potentes. Mahdi y Sera necesitan alguien que ejecute mejor las canciones mágicas. Necesitan un canta magus. Necesitan… Elena lo interrumpió. —Lo que necesitan es una esperanza. Entonces, dásela. Son dos jóvenes enamorados. ¿No te acuerdas de cómo se siente? Recuerdo cuando conociste a Ana, que los dioses la tengan en su gloria. No podías sacarle los ojos de encima. —Nunca le saqué los ojos de encima. Ni una sola vez en cincuenta años. Ella era todo para mí — dijo Rafael con melancolía. —Y Mahdi no puede sacarle los ojos de encima a Sera. No necesitan un canta magus. Se aman. Eso es suficiente —afirmó Elena—. El amor es la magia más grande de todas. Sera guardó esas palabras en su corazón. Ya había aprendido que el amor no era fácil y que demandaba sacrificios. Ahora también sabía que requería coraje. Era difícil hacer votos de compromiso cuando podían quitarle a Mahdi en cualquier momento, pero ella no iba a dejar que el miedo la detuviera. —¿Está lista? —preguntó Carlos. Habían llegado a la entrada del jardín. Como la mayoría de los jardines de las sirenas, no sólo estaba cercado, sino que también estaba techado. Cañas delgadas de kelp, tejidas entre sí, evitaban que las plagas entraran al jardín. —Sí, lo estoy —dijo Sera, irguiéndose—. Gracias,

Carlos. Por llevarme con usted al altar. Por darme refugio. Por todo lo que Elena y usted han hecho por mí. Carlos sonrió con tristeza. —Debería haber estado su padre con usted esta noche, principessa. Era un buen hombre sirena. Sera asintió con la cabeza; extrañaba tanto a sus padres que le dolía. —Él está en mi corazón —dijo—. Y usted está a mi lado. Tengo mucha suerte de tener dos buenos hombres sirena conmigo. Carlos besó la mejilla de Sera y luego abrió la puerta que daba al jardín. Cuando entraron nadando, los ojos de Sera se iluminaron con sorpresa y deleite. —¡Oh, qué hermoso! —exclamó. Cientos de medusas luna formaban una marquesina brillante sobre el jardín. Nadando a toda velocidad entre ellas había decenas de pececitos, con sus escamas plateadas que parpadeaban por la luz que se reflejaba en ellas. En el jardín, florecían las anémonas de todos los colores posibles. Medusas luminiscentes, de color púrpura con largos tentáculos llenos de pliegues, flotaban como linternas. Rosas marinas —unos gusanos chatos y trémulos— se enroscaban en forma de pimpollos rojos, y exóticos lirios de mar sacudían sus brazos ligeros. Las valvas de erizos de mar, que contenían pequeños globos de lava, brillaban suavemente sobre las rocas y los corales. Elena había hecho todo esto. Serafina estaba tan conmovida por el gesto que las lágrimas asomaron a sus ojos. La decoración era encantadora y a Sera le encantaba cada detalle, pero fue la visión de Mahdi, que esperaba por ella en el otro extremo del jardín, lo que hizo que su corazón se

hinchara de emoción. Vestía un saco de lino marino de color azul oscuro, de moda hacía treinta años, que le había pedido prestado a Carlos. No quería vestir el uniforme de los jinetes de la muerte para su compromiso. Elena le había dado un toque de elegancia al prender una brillante anémona amarilla en una solapa. Su pelo oscuro estaba suelto y le caía sobre la espalda. Su rostro era solemne, pero sus ojos cálidos y castaños estaban sonriendo. Para ella. Cuando Sera le sonrió, sintió que su nerviosismo desaparecía. Sus preocupaciones y sus miedos, también. Los jinetes de la muerte estaban cerca, buscando el talismán. Traho había tomado Cerúlea y no renunciaría a ella sin pelear. No sabía lo que le deparaba el futuro ni si ella y Mahdi vivirían para saberlo. Y sin embargo cuando ella lo miraba a los ojos, se sentía lo suficientemente fuerte para enfrentar lo que fuera que la esperaba. Elena tenía razón. El amor era suficiente. —Sera, te ves... —comenzó a decir él. —... ¡taaaaaaaaaaaaan linda! —lo interrumpió Coco. Sera rio. Coco estaba a la izquierda de Mahdi y vestía un vestido rosado que había pertenecido a una de las hijas de Elena. Abelardo nadaba en círculos alrededor de ella. Elena estaba a su lado con un bonito vestido de lino marino color azul, su pelo plateado trenzado con un rodete en la nuca. Serafina lucía el propio vestido de compromiso de Elena. Era de seda marina verde pálido y tenía mangas tres cuartos, cuello cuadrado, cinturón y una pollera que ceñía con gracia las curvas de Sera. Había adornado su pelo corto con una estrella de mar azul eléctrico y sostenía un

ramo de coral rojo y blanco que Elena había armado para ella. Carlos acompañó a Sera hasta donde la esperaba Mahdi y luego regresó junto a su esposa. Entonces, todo el grupito se volvió hacia Rafael, que estaba flotando detrás de Mahdi. Rafael los saludó con una inclinación de cabeza y luego comenzó a cantar. Su voz no era la más potente, pero tenía calidez y una sinceridad rústica que expresaba perfectamente la emoción de los votos de compromiso. Con un mar quieto y de luz bañado, comenzamos este rito sagrado. Con ayuda de Neria, cantaré con presteza los votos sagrados de la promesa. Sera giró para mirar a Mahdi, como dictaba la tradición. Levantó su mano derecha y él le puso en el dedo anular el pequeño anillo de caracol que alguna vez había hecho para ella. Luego, él levantó su mano izquierda y ella le colocó a su vez, en el mismo dedo, un anillo de oro con esmeraldas engarzadas. Carlos se lo había dado a Mahdi; lo había encontrado hacía muchos años entre los restos de un naufragio. Cuando Mahdi y Sera juntaron las palmas de las manos, Rafael les envolvió una cuerda hecha de kelp alrededor de las muñecas y las ató. Alrededor de sus brazos, estas cuerdas se entrelazan, tal como sus corazones con estos votos se abrazan. Lo que la diosa ha unido por siempre jamás, que no lo separe una sirena mortal. Sus votos ahora van a cantar, estén seguros del compromiso real. Estos votos de amor y fe que ahora se dan nunca más se romperán. Rafael hizo una pausa para que Mahdi y Sera pudieran asimilar las palabras, además de darles

una oportunidad de cambiar de opinión. Cuando estuvo seguro de que no lo harían, continuó, mirando hacia Mahdi. Que ningún agua turbulenta vaya a separar a estos dos corazones que en uno se han convertido. Porque el amor no es amor si no puede soportar una ola vagabunda que rompa en la arena con un bramido. Mahdi le respondió a Rafael, cantando sus votos a la perfección. Tan fuerte como las mareas y su atracción, tan fuerte como el viento en los médanos, mi amor tiene la fuerza de diez océanos. Mi voto nos mantendrá unidos en una ilusión. Rafael dirigió la siguiente estrofa a Sera. El amor no tiene ciclos; debe ser constante como la pleamar, la bajamar, las tormentas, la erosión. Porque el amor no es amor si se obliga al amante a continuar el rumbo sin convicción. Ahora era el turno de Sera, que miró a Mahdi y empezó a cantar. Tan seguro como las aves en vuelo, tan seguro como el azul profundo y sin fin, mi amor es tan verdadero como el amanecer para ti. Mi voto nos mantendrá sinceros. Rafael volvió a cantar. Manténganse con las manos y los corazones unidos, cercanos como el agua que besa la tierra en su fluir. Porque el amor no es amor si se deja de sentir, las almas se enfrían, los votos no están vivos. Mahdi y Sera cantaron la próxima estrofa juntos. Mientras la pálida luna siga saliendo, mientras las olas en la playa sigan rompiendo, nuestro amor continuará, infinitamente.

Como las ballenas en el abismo, para siempre. Rafael sonrió. Casi habían terminado. Anillos cambiaron, sus votos hicieron. Ahora viene el fin de la promesa. Sean fieles, amables, tengan fuerza. A ambos una larga vida les deseo. Pero, sobre todas las cosas, nunca olviden que importa lo que dan, no lo que consiguen. Debajo del mar o arriba, en la rompiente, que los guíe el amor para siempre. La última nota de la canción de Rafael se elevó y se desvaneció. La cuerda que unía a Sera y Mahdi se desató y, lentamente, se fue hundiendo hacia el fondo del mar Mahdi, sobrecogido de emoción, tomó el rostro de Sera entre sus manos y la besó, y Sera lo besó a su vez, olvidándose de que había otras personas a su alrededor El sonido de los aplausos, sin embargo, la devolvió a la realidad. Carlos y Rafael estaban aplaudiendo con gusto. Sera se ruborizó furiosamente. Elena se enjugó las lágrimas con un pañuelo. Coco hizo una mueca. Una vez terminada la ceremonia, Rafael llevó a Serafina y a Mahdi de regreso al interior de la casa. Ambos tenían que firmar un pergamino que atestiguara que habían hecho en efecto sus votos de compromiso. Carlos y Elena firmaron a continuación como testigos. — ¡A cenar! —dijo Elena cuando terminaron—. Mantuve la comida caliente todo este tiempo. ¡Vamos, todos a comer! Los guio hacia la cocina, con Coco siguiéndola de cerca. Mahdi no los siguió. En su lugar, se inclinó sobre el pergamino. —¿No vienes? —inquirió Serafina. —Sí, voy —respondió, sonriéndole—. Solamente estoy comprobando que todo esté bien completado. Adelántate. Iré en un minuto.

Serafina nadó hacia la puerta y luego miró hacia atrás. La sonrisa de Mahdi había desaparecido. Sostenía el pergamino entre sus manos, escrutándolo. —Si uno de nosotros se casara con otra persona ahora, ese matrimonio sería... —le preguntó a Rafael. —Nulo e inválido —contestó Rafael—. ¿Por qué lo preguntas? Serafina pensó que era una pregunta muy extraña. ¿Por qué Mahdi estaba preguntando acerca de casarse con otra persona? Pero después, tan pronto como había desaparecido, su sonrisa afloró nuevamente. —Sólo quiero asegurarme de que no me la roben, señor —replicó. Sera pensó que estaba bromeando y nadó hacia la cocina. El sonido de la risa de Rafael la siguió. —Ay, hijo —habló—. En otros tiempos, tal vez. En mi época... Una bonita mesa esperaba a Sera en la cocina, puesta con la mejor porcelana de Elena y antiguos cubiertos de plata pulida rescatados de naufragios. Había un florero con un arreglo de coloridos abanicos marinos. Alrededor de ellos, Elena había anudado gusanos cordón de bota de tonos brillantes. —Todo está tan bien decorado —elogió Serafina, abrazando a Elena—. Muchas gracias. Elena le restó importancia con un ademán. —Estoy segura de que la decoración es mucho más lujosa en el palacio, principessa —respondió, —Lo es, pero me gusta más esta decoración. Ninguna mesa será jamás tan agradable como esta. Y ninguna comida será tan especial. Todos se sentaron para comer. Elena cocinaba delicioso y Sera se dio cuenta de que estaba

famélica. Había lechugas de mar con pimientos de cardumen, rosados y picantes, melones de marisma de agua salobre rellenos con ciruelas de mar y las propias ostras de la granja glaseadas con baba de caracol. El postre era esponja marina con limo y cerezas. El corazón de Serafina se henchía al mirar la mesa y el festejo a su alrededor. La ceremonia de casamiento, que estaba prevista para cuando alcanzara los veinte años de edad —si llegaba a cumplirlos—, sería una gran ceremonia de Estado y legalizaría su unión con Mahdi. Pero esa noche no se trataba de reinos ni de alianzas; esa noche estaba dedicada al amor verdadero. Sólo deseaba que sus padres estuvieran allí, así como los de Mahdi. Como si percibiera su tristeza, Mahdi tomó su mano. Ella le sonrió. Él era suyo ahora, y ella era suya. —Debo irme —dijo en voz baja. Serafina asintió. Sabía que él tenía que regresar con sus hombres sirena al campamento que habían levantado. Se suponía que estaba buscando la Piedra de Neria. Se despidió y les agradeció profusamente a Carlos, Elena y Rafael, y luego Sera nadó afuera con él. La luz de la luna brillaba hacia las profundidades, haciendo resplandecer las escamas de las anchoas y de los bonitos, delineando las siluetas de los tiburones y de las rayas. —Si nado toda la noche, podré llegar al campamento por la mañana. Encontraré el Deméter mañana y, con un poco de suerte, también el collar. Seré un héroe a los ojos de Traho —dijo Mahdi con amargura. —Eres un héroe —afirmó Serafina—. Para mí. Para nuestra gente. Algún día, todos lo sabrán. Él inclinó la cabeza para mirarla. —Mérédila, meriatma—susurró. Era «Mi corazón, mi

vida» en matalino. La tomó entre sus brazos y la abrazó fuerte—. Te amo, Serafina. No importa lo que pase, recuérdalo —habló con fiereza—. Eres mía. Siempre lo serás. Créelo. Dime que me crees. —Basta, Mahdi. Me estás asustando —respondió—. Hablas como si fueras a morir. —Hay cosas en este mundo que son peores que la muerte —replicó—. Dímelo, Serafina. Ahora. Dime que me crees. —Te creo. —Nos encontraremos nuevamente algún día. En un lugar mejor —afirmó Mahdi con voz ronca. Le dio la espalda a Serafina y nadó hacia las aguas oscuras. —Te amo, Mahdi —dijo Sera. Pero él ya se había ido. CUARENTA Y DOS —No estamos muy lejos —dijo Serafina, tratando de dar ánimos. Coco estaba exhausta. Habían estado nadando en las corrientes durante cuatro días. Sera trató de que ella se quedase en la granja. Era un lugar seguro. Carlos y Elena la adoraban. Pero Coco se negó. No se separaría de Serafina. Se encontraban a alrededor de cinco leguas de Cerúlea ahora y estaban entrando a la pequeña aldea de Bassofondo. Serafina se dirigió a una posada que había visto en algunos carteles, pero no tenía lugar. Intentó en otras dos posadas, también estaban completas. Se preguntó qué podía estar pasando. Finalmente, encontraron un hotelito en el límite este de la aldea. —Hay una sola habitación libre. Es pequeña. Tendrán que compartir la cama. ¿También se

dirigen a Cerúlea? —le preguntó la sirena de la recepción. Serafina dudó, temerosa de revelar sus planes. —Bueno, nosotras... —comenzó a decir. —¡Oh, por supuesto que van también! Todos están viajando para allá. ¿No es maravilloso? ¡Está de regreso! ¡El Príncipe Vallerio, el generalísimo! Se está dirigiendo directamente a la ciudad y habrá una gran ceremonia de compromiso cuando él llegue. Para compensar un poco por la ceremonia que nunca llegó a hacerse. —¿Habrá una ceremonia? —inquirió Serafina, anonadada. —¡Sí! En el Kolisseo. Los jinetes de Vallerio visitaron aldea por aldea, ordenándoles a todas las sirenas a dos leguas a la redonda de Cerúlea que asistan. —El generalísimo parece muy confiado. Su ejército debe de ser poderoso —comentó Serafina, tratando de obtener de la sirena la mayor información que pudiera. —Dicen que es imponente. Mucho más grande que el de Traho. Los jinetes de la muerte deben estar aterrorizados. Estoy segura de que están haciendo las valijas para irse mientras hablamos y les digo hasta nunca. —La sirena le entregó la llave de la habitación—. Aquí tienes. La habitación cuatro. Que duermas bien. —¡Mahdi debe de estar enterado de todo esto! — exclamó Coco con excitación, tan pronto como ella y Sera entraron en el cuarto. —Creo que tienes razón —respondió Sera—. Debe de haber desertado de las filas de Traho y debe de haberle dicho a Vallerio que sólo estaba fingiendo estar del lado de los invasores. —Debe de haberle contado a Vallerio acerca de ti, también — dijo Coco—. ¡Tu tío debe de saber que estás viva y por eso está organizando la

ceremonia de compromiso! Tan pronto como recuperen la ciudad, Mahdi y tú podrán tener un compromiso apropiado. Tal como se suponía que tuvieras antes de que Cerúlea fuera atacada. ¡Tenemos que volver a la ciudad. Sera! ¡Tienes que estar allí! ¡Mahdi y Vallerio van a estar esperándote! —La sirenita casi estaba rebotando contra las paredes de alegría. —Y tú tienes que dormir un poco. Tenemos que nadar cinco leguas mañana. Le dio a Coco algo de la comida que les había dado Elena para el camino. Coco la engulló y luego cayó rendida en la cama. Abelardo se acurrucó a su lado. Segundos después, tanto Coco como su tiburoncito estaban dormidos profundamente. Serafina cerró la puerta, apagó las luces y gateó sobre la cama. Sin embargo, no podía dormir. En la casa de Elena y Carlos, Mahdi había dicho que habían visto a Vallerio en Portugal, aguas adentro. Eso había sido hacía cuatro días; él debía de estar tan cerca de la ciudad como estaba ella ahora. Si estaba en lo cierto, ella podría reunirse con su tío. No podía creer este giro feliz de los acontecimientos. Sera cerró los ojos y, por primera vez en largo tiempo, se durmió con esperanza en su corazón, no con miedo. Finalmente, la marea se dirigía otra vez hacia la paz. CUARENTA Y TRES —Estoy tan contenta de que no seas un estúpido. Yaz —afirmó Neela. Yazeed la miró de reojo. —Pensé que ibas a decir que estabas contenta de

que no estuviera muerto. —Eso también. —Gracias —contestó irónicamente. —Tú y Mahdi de verdad nos habían engañado. No teníamos idea de que ustedes eran Blu y Grigio. Pensábamos que ustedes eran un par de idiotas. —Esa era la idea. Neela miró a su hermano. —Por cierto, voy a extrañarlo. —¿A quién? —Al antiguo Yazeed. —Todavía está presente —respondió Yaz. Adoptó una expresión insulsa—. ¡Amiga, estás perfecta con ese vestido! ¿Quieres ir al Bar Arena esta noche? Tocan los Nepp Tuno. Ahí tienen los mejores smoothies de kombu. Son como totalmente fantásticos — dijo. Un segundo después, la expresión insulsa había desaparecido y el Yazeed que ahora conocía Neela estaba de regreso. Un Yazeed con cierta dureza en él. —Vaya. Sabes, da un poco de miedo. Yaz. No tenía idea de que fueras tan buen actor. —Y yo no tenía idea de que eras una hechicera tan buena. ¿Podrías intentar cantar un convoca de nuevo? Realmente necesito hablar con Mahdi. —Seguro, pero necesito parar y sentarme en algún lugar. Las últimas dos veces que traté fueron un fiasco total. Espero que haya sido porque estaba cansada. —Estoy viendo un lugar allá abajo —avisó Yaz, señalando un hueco debajo de un arrecife de coral. Neela y él nadaron hacia el arrecife. Neela se sentó por un momento, contuvo la respiración e hizo un esfuerzo sobrehumano para cantar un convoca, pero una vez más, falló. —No es nada, debes de estar cansada —la animó Yazeed.

—No, es más que eso —contestó Neela desalentada —. Vrája nos dijo que nuestros poderes son más fuertes cuando estamos todas juntas. El convoca es una de las canciones mágicas más difíciles. Parece que no puedo cantarlo sin las otras sirenas cerca de mí. Vamos, Yaz, continuemos. Tenemos que encontrar a Mahdi y a Sera. —Descansemos por dos minutos más, después seguiremos nadando —dijo Yaz. Se sentó en el piso limoso y se recostó contra el coral, pero no cerró los ojos. Sólo miró hacia adelante, con una expresión seria en su rostro. Neela y Yazeed estaban en camino hacia Cerúlea. Habían estado nadando durante días, deteniéndose para dormir unas pocas horas cada noche. Dejaron el palacio tan rápido como pudieron después de que Khelefu fue asesinado. Querían estar bien lejos de la ciudad de Matali cuando la magia de las perlas de transparocéano se terminara. La primera noche de su viaje, se refugiaron en una caverna marina. Allí, Yazeed le contó a Neela por qué él y Mahdi se unieron a los praedatori, y ella le relató su pesadilla, adónde la había llevado y lo que había aprendido. —¿Yaz? Creo que debemos irnos ahora —habló Neela, levantándose—. ¿Yaz? ¡Yaz! —La sirena chasqueó los dedos en la cara de él. —Perdón. ¿Estás lista para irte? —preguntó, incorporándose. Aún tenía una expresión sombría en el rostro. —¿Qué te pasa? —preguntó Neela, aún sin acostumbrarse a este nuevo hermano serio y taciturno—. ¿Dónde estabas? —Estaba pensando en el palacio. Cuando vimos cómo Portia Volnero enviaba a la muerte a nuestro gran visir. —No puedo pensar en eso ahora. O en mata-ji o en

pita-ji. Tenemos que seguir viaje. Encontrar a Mahdi. Avisarle a Sera. Conseguir ayuda. —Ella va a pagar lo que hizo, Neela. Khelefu era un hombre sirena inocente. No merecía morir, —Portia está completamente loca —reflexionó Neela—. Su plan no puede funcionar. ¿Cómo podría Lucía ser coronada regina? Sólo una sirena con sangre merrovingia en sus venas puede sentarse en el trono de Miromara. Sólo hay una sirena que reúne esas condiciones, y no es Lucía, por cierto. Alítheia le va a arrancar la cabeza. —Supongo que eso es algún consuelo —dijo Yazeed. —¿Pero cómo podría hacer eso Portia? Eso es lo que no entiendo. Ella sabe lo que va a pasar. ¿Cómo puede quedarse sentada y observar cómo mata un monstruo sediento de sangre a su única hija? —Neela sacudió la cabeza—. Todo este tiempo. Sera y yo estábamos seguras de que el Almirante Kolfinn había enviado a Traho, pero resulta que Portia es la que está detrás de todo esto. —Debe de haber estado colaborando con Traho desde el principio —aventuró Yaz. —Ella le ayudó a tomar Cerúlea para que él pudiera tener acceso a las aguas de Miromara a fin de buscar el talismán, el mismo que Sera está buscando ahora mismo —razonó Neela. —Y a cambio, Traho le permitirá que su hija gobierne Miromara y que se comprometa con Mahdi, el futuro gobernante de Matali, un líder que Traho ya controla. O que piensa que controla. —En un reino que ya controla. Y cuyas aguas y cuya gente está usando para encontrar la piedra de la luna de Navi. Mis dioses. Yaz, ¿cómo terminará todo esto? —preguntó Neela. —Con suerte, en Cerúlea —dijo Yaz. —¿Qué quieres decir? Le contó que los praedatori tenían información

confiable de que el generalísimo de Miromara, Vallerio, había tenido éxito en su apuesta de aliarse con las tribus de los duendes kobold. —Si la información que tengo es buena, Vallerio está llegando a la ciudad en este mismo momento —comentó Yaz. —¿Tiene la fuerza suficiente como para detener a Traho? —inquirió Neela. —No lo sabemos. Depende de cuántas tropas le hayan brindado los kobold. Y depende de los dragones. ¿Los kobold tienen alguno? Porque sabemos que los jinetes de la muerte sí tienen — replicó Yazeed. —¿Dónde estamos, a todo esto? ¿Estamos más cerca de Cerúlea? —preguntó Neela con voz preocupada. —Estamos en Miromara. Específicamente, estamos en lo que los terra llaman el Mediterráneo. Igual que la última vez que preguntaste. —¿Todavía? ¿Cuándo vamos a llegar al Adriático? —Mañana por la mañana, si podemos mantener un ritmo rápido. —Tenemos que llegar allí a tiempo para advertirle a Sera acerca de las Volnero. Portia se nos adelantó. —Sí, eso pasa cuando viajas en un carruaje arrastrado por doce peces martillo. Lo mejor que nosotros fuimos capaces de hacer fue que un tiburón ballena nos lleve en su espalda. ¿Cuándo aprendiste a hablar ballenés, por cierto? —No aprendí. Es el lazo de sangre —le explicó Neela—. Al menos, todavía tengo estos poderes. Yaz miró hacia arriba, —Veo una mantarraya gigante sobre nosotros — advirtió—. Háblale un poco de rayano, ¿sí, Neels? Veamos si nos puede llevar sobre ella. Y alcanzar a Portia.

CUARENTA Y CUATRO Serafina oyó al ejército kobold antes de verlo. A diferencia de las sirenas, los duendes tenían pies, y el lecho marino temblaba violentamente debajo de ellos cuando marchaban. —¿Los oyes. Sera? ¡Debe de haber un millón de ellos! —susurró Coco—. ¡Mira esa nube de limo que se levanta! Me voy a la Corriente con los otros. Quiero verlos de cerca. Serafina la agarró el brazo. —Oh, no, no lo harás, Coco. Espera aquí. Los jinetes de la muerte de Traho pueden estar esperando para hacerles una emboscada. Serafina y Coco se habían escondido detrás de una saliente de piedra sobre la Grande Corrente, la ruta principal hacia Cerúlea. Desde ese lugar con una vista privilegiada podrían ver a Vallerio y sus tropas cuando se acercaran a la ciudad. Miles de sirenas se habían reunido a la vera de la Corrente para esperar y observar el espectáculo. Sera estaba preocupada por ellos. Si Traho atacaba, quedarían atrapados justo en el medio de la batalla. —¡Sera, mira! —exclamó Coco, señalando. El primero de los combatientes subió la cuesta. Musculosos y de espaldas anchas, con piernas gruesas y poderosas, llevaban una variedad letal de armas: hachas de dos hojas, largas espadas, alabardas y mangales, todas forjadas con acero kobold. Tenían los rasgos de la tribu feuerkumpel, con orificios nasales pero sin nariz, ojos transparentes, bocas sin labios llenas de dientes afilados y orejas mutiladas o que habían sido arrancadas en batalla. La inquietud de Sera se hizo mayor cuando

recordó la visión que había tenido en las cavernas de las iele sobre un duende que la atacaba. —¿Dónde está mi tío? —preguntó, esforzándose para identificarlo entre la multitud. —No lo veo. Espera... ¡allá está! —exclamó Coco —. ¡Allá, a la distancia! Vallerio, magnífico en una brillante armadura, iba en un carruaje de plata rodeado por los kobold. En una mano, tenía las riendas de cuatro magníficos hipocampos negros. Con la otra, saludaba a los miromarenses. Cuando la gente lo vio, hizo una tremenda ovación. Se apresuraron a entrar en la corriente, saludando felices a sus libertadores. Serafina observaba con miedo las puertas de la ciudad, las rocas y los arrecifes cercanos, y las aguas sobre ella, esperando que las tropas de Traho llegaran a la carga en cualquier momento. Pero no lo hicieron. Las aguas estaban escalofriantemente tranquilas. El carruaje de Vallerio pasó frente a ellas y los vítores de la gente se hicieron ensordecedores. —¡Vamos! ¡Nos estamos perdiendo todo! ¡Vayámonos! —gritó Coco. Y, acto seguido, salió disparada, con Abelardo surcando el agua detrás de ella. —¡Coco! —llamó Serafina—. ¡Vuelve aquí! Pero la sirenita estaba demasiado lejos para oírla. Serafina no tenía otra opción que seguirla. Aún estaba disfrazada de espadachín, pero dudaba que alguien hubiera notado su presencia, incluso si hubiera estado vestida con las galas de la corte. Sólo querían ver a Vallerio. —¡Coco! —gritó—. Coco, ¿dónde estás? Mientras la buscaba, vio cómo un niñito se abrió

paso en la multitud y nadó hacia un duende. En lugar de sonreírle, la criatura lo alejó a puntapiés. Unos pocos metros, Grande Corrente arriba, una sirena le ofreció a otro duende una corona de laurel hecha de algas. Él la golpeó con el dorso de la mano. «Mi tío no lo sabe», se dijo Sera. «No sabe que sus tropas se están comportando mal. Tan pronto como lo encuentre, le contaré lo que están haciendo. No pueden tratar a nuestra gente de esta manera». Mientras miraba cómo los kobold, fila tras fila, continuaban marchando por la corriente, vio un destello de una cola de color bronce brillante. —¡Coco! —la llamó. Nadó rápidamente tras ella y la agarró por el brazo—. ¡No lo vuelvas a hacer! —¡Vamos, Sera! ¡Sigámoslos! —exclamó Coco, intoxicada por la excitación. —No, quédate cerca de mí. Todavía me pregunto dónde estarán los jinetes de la muerte. —¡Allá! A las puertas de la ciudad. Está todo bien. Sera. ¿Los ves? —dijo Coco. Sera miró las puertas. Coco tenía razón. Los jinetes de la muerte no estaban allí antes, pero habían llegado allí ahora, y no se los veía listos para atacar. Estaban alineados a ambos lados de la corriente, con las lanzas frente a ellos en tributo a su tío. —¡Se rindieron! —comentó entusiasmada—. Traho debe de saber que lo superamos en número. Está entregando la ciudad pacíficamente. Coco. No habrá ninguna batalla. —¡Te lo dije! —contestó Coco. La alegría inundó el corazón de Serafina. Soltó el brazo de Coco y la tomó de la mano. —¡Vamos! ¡Tenemos que llegar a mi tío! —gritó. El comportamiento de los duendes aún la inquietaba y la presencia de los jinetes de la

muerte, aunque fuera pacífica, la ponía nerviosa, pero lo único que importaba era que su tío había llegado a casa y que la ciudad era suya. Dejó sus dudas a un lado y nadó hacia delante, deseosa de formar parte del retorno triunfal. Tenía ganas de ver a Mahdi, también, y de ocupar un lugar a su lado en un compromiso público. Cuando la ceremonia hubiera terminado, le preguntaría a Vallerio si tenía alguna novedad de su hermano. Le mostraría la Piedra de Neria y le diría lo que necesitaba hacerse. Ella y Coco siguieron a los miromarenses hasta el Kolisseo. Allí era donde todo había empezado y allí sería el lugar donde todo terminaría. Ya no habría más luchas. Los invasores estaban derrotados. «Al fin», pensó Serafina, «todo terminó». CUARENTA Y CINCO Los hipocampos negros de Vallerio arrastraron su carruaje hasta el centro del Kolisseo. Descendió para recibir los vítores de los miromarenses. Con Coco detrás de ella, Serafina trató de abrirse paso a través de la densa multitud para llegar a su tío. Lo necesitaba para la promesa. La frenó con rudeza un kobold con una pica. —¡Ga tílbake! ¡Regresa por donde viniste! le gruñó con voz profunda. —Pero tengo que ver al generalísimo. Él es,.. —¡Tilbake! —gritó el kobold, empujando la punta de acero del arma cerca de su rostro. Serafina lo entendió e hizo lo que le dijeron. Ella y Coco nadaron al anfiteatro y se sentaron. Abelardo nadó debajo del asiento de Coco y espió entre las aletas de su cola. Sera decidió que esperaría hasta que la multitud se aquietara y

su tío anunciara el compromiso. Entonces ella revelaría su presencia. Alrededor de ellas, la gente aún estaba ovacionando a Vallerio, pero Serafina notó que los vítores más fuertes provenían de las tropas de los kobold y de los jinetes de la muerte. Algo había cambiado. La atmósfera festiva de la Grande Corrente se había disipado. Las sirenas de Cerúlea se veían cautelosas y desconfiadas. Algunas lucían realmente asustadas. Algunas filas enfrente de ella, un hombre sirena estaba vitoreando sin entusiasmo. Un duende lo notó y lo golpeó. —¡Heie hoyere! ¡Más fuerte! —gritó la criatura. Serafina miró a su alrededor y vio que los jinetes de la muerte formaban un círculo en las filas más altas del Kolisseo, en una formación densa y cerrada, con lanzas en sus manos. «Si quisiéramos irnos, no podríamos», reflexionó inquieta. Entonces vio algo que hizo que se le erizaran las aletas. Sobre las cabezas de los jinetes de la muerte, flameaban banderas. Eran rojas con un círculo negro en el centro, las mismas banderas que había visto en la Laguna. —Algo está mal. Coco —murmuró—. Pase lo que pase, continúa sonriendo y vitoreando. —-Algo está muy mal —dijo Coco, haciendo un gesto con la cabeza hacia el recinto real. Serafina siguió su mirada. Enfrente del recinto, descansando sobre una tarima, estaba la corona de oro de Merrow. Delante de ella había dos tronos ornamentados. La última vez que Serafina había estado allí, estaban ocupados por su madre y el Emperador Bilaal. Esta vez, el trono de su madre estaba vacío y Mahdi estaba sentado en el otro. La expresión de él era sombría. Sus manos, que

descansaban sobre los brazos de su silla, estaban cerradas en un puño. Estaba vestido con el uniforme negro de los jinetes de la muerte y lucía un turbante de seda marina haciendo juego. En el centro del turbante, se veía la magnífica Esmeralda Bramaphur. Serafina la reconoció. Bilaal la había usado. ¿Por qué no estaba sonriendo Mahdi? ¿Por qué no estaba buscándola entre la multitud? Sera continuó observando fijamente el recinto real, esperando obtener alguna respuesta. Directamente detrás de Mahdi se sentaba Portia Volnero con un vestido resplandeciente de seda marina dorada. Debería haber estado sentada con las otras duchessas del reino, pero estaba aparte, en una silla un poco menos adornada que los dos tronos. Tenía una sonrisa serena, a diferencia de las otras duchessas. La sensación de que algo andaba mal se hizo mayor. Necesitaba hablar con Mahdi para averiguar qué estaba pasando. Esperando que ningún duende la estuviera mirando y que su voz se ahogara en medio de la ovación, cerró los ojos, inclinó la cabeza y cantó serenamente un convoca para llamarlo. Falló. Hizo una inspiración profunda y, reuniendo todos sus poderes, intentó otra vez. —Mahdi... ¡Mahdi, soy yo! ¡Por favor, responde! Ella abrió sus ojos y lo observó, deseando que la escuchara. Esta vez, la canción mágica funcionó. Los ojos de Mahdi se abrieron. Miró a su alrededor, escrutando fila tras fila de rostros. Y entonces Serafina oyó la voz de él. Dentro de su cabeza. —¡Sera! ¿Eres tú? —¡Sí! Estoy aquí, en el Kolisseo. A tu

izquierda. En las filas del medio. Se arriesgó a hacer un pequeño saludo, Mahdi la vio. Incluso desde donde ella estaba sentada, podía ver que el rostro de Mahdi había empalidecido. —¡Sera, vete de aquí! —¿Por qué? ¿Qué ocurre? —Vete del Kolisseo. ¡Apúrate! —No puedo. Los jinetes de la muerte están bloqueando las salidas. —Estás en grave peligro. Si se dan cuenta... si te ven... —¿Quién se dará cuenta? ¿Qué quieres decir? Antes de que Mahdi pudiera responder, las trompetas estallaron en una fanfarria ensordecedora. El ruido rompió el convoca. Vallerio nadó hacia el recinto real entre las ovaciones. —¡Miromarenses, gracias! —vociferó, levantando las manos para pedir silencio—. ¡Gracias por esta cordial bienvenida! Estoy muy feliz de estar nuevamente entre ustedes. Han sufrido. Han perdido a su regina. Han perdido su ciudad real. Yo estoy aquí hoy para recuperarla para ustedes. Los vítores se dejaron oír nuevamente, pero no eran lo suficientemente entusiastas para complacer a los kobold. A unos asientos de Sera, un duende soldado amenazó a una familia: —¡Heie, darer! ¡Fer du blir goblin kjett! ¡Ovacionen, imbéciles! ¡Antes de que los convierta en comida para duendes! —Hemos hecho las paces con nuestros enemigos — continuó Vallerio. He traído amigos desde el norte para ayudar a mantener esta paz y a reconstruir nuestra ciudad. Pero no es suficiente. Nuestro reino necesita un líder si tenemos que salir de la oscuridad que hemos soportado hacia un brillante amanecer nuevo.

Todos lamentamos que se llevaran a nuestra amada Isabella demasiado pronto. Lloramos la muerte de su hija, Serafina, asesinada durante el ataque al palacio. —¿Qué? —susurró Serafina—. ¿Piensa que estoy muerta? Comenzó a elevarse en el agua. Hubiera o no duendes, iba a nadar hacia su tío e iba a mostrarle que no estaba muerta, sin duda alguna. —¡Sera, no! El va a... no... —dijo una voz dentro de su cabeza. Era Mahdi. Sus palabras eran débiles y entrecortadas. Ella lo miró. Él estaba mirando en su dirección. Despacio, casi imperceptiblemente, Mahdi sacudió la cabeza. Era una advertencia. Sera se sentó de nuevo. —Tengo a su nueva regina aquí conmigo —siguió Vallerio con voz jubilosa—. ¡Tengo a la reina que sacará a Miromara del dolor y miseria del pasado y la llevará a un brillante futuro! Vallerio hizo un gesto con el brazo hacia el lado opuesto del Kolisseo. Serafina observó en esa dirección y apareció una sirena bajo el arco de las puertas. Serafina la conocía muy bien. Conocía el pelo color ébano, los ojos color cobalto, la sonrisa burlona. Era su vieja enemiga. Lucía Volnero. CUARENTA Y SEIS La multitud tragó saliva. Ni siquiera el miedo a los duendes brutales podía hacer que la gente la ovacionara. Lucía, asombrosamente bella con un vestido del color de la medianoche, nadó dentro del Kolisseo. Mientras lo hacía, treinta fornidos hombres sirena la siguieron, cada uno de ellos

con una armadura, un escudo y una antorcha de lava. Serafina sabía quiénes eran esos hombres sirena y a qué se dedicaban. —Mis dioses, no. ¡Va a morir! —susurró. Vallerio habló. —De acuerdo con el decreto de Merrow y las leyes de este reino, le pediremos a Alítheia que juzgue si esta sirena tiene las condiciones para ocupar el trono de Miromara,.. —Hizo una pausa y luego agregó—: ... o no. «¿Qué está haciendo?» se preguntó Serafina, presa del pánico. «No es una merrovingia. Alítheia la matará». Serafina recordó que Mahdi dijo que los Volnero podrían haber colaborado con Traho. ¿Esta era la manera de Vallerio de castigarlos por ello? Siempre había sido duro e inflexible con los enemigos del reino, pero nunca sanguinario. ¿Habría cambiado? Seguramente, Portia lo frenará. La madre de Lucía no permitiría que condujeran a su hija al matadero. Le rogaría a Vallerio por la vida de su hija. Serafina recordó que en un tiempo habían estado enamorados. Sus palabras lo ablandarían. Pero Portia no se movió. No estaba alterada. No estaba sollozando. Estaba perfectamente bien, Lucía tomó su lugar en el centro del Kolisseo y los fuertes hombres sirena nadaron hacia las rejas de hierro que cubrían la guarida de Alítheia, —¡Liberen a la anarachnal —ordenó Vallerio, Los minutos siguientes fueron como un sueño para Serafina, una pesadilla en la cual estaba sucediendo algo horripilante, pero ella no podía hablar o moverse o hacer algo para detenerlo. Miró cómo la terrible araña de bronce le siseaba a Lucía, ansiando su sangre, sus huesos, tal

como la criatura se lo había hecho a Sera apenas unas semanas atrás. Sera sabía que la tarea de la araña era asegurarse de que sólo los descendientes de Merrow gobernaran Miromara. La leyenda decía que cuando Merrow estaba cerca de la muerte, les pidió a Neria, la diosa marina, y a Bellogrim, el dios del fuego, que forjaran una criatura de bronce para proteger al trono de los farsantes. Mientras los kobold fundían el mineral para crear al monstruo, Neria cortó la palma de la mano de Merrow y echó su sangre, gota a gota, en el metal fundido para que la araña tuviera la sangre de Merrow en sus venas y reconociera la sangre de las impostoras, —Por favor, tío, detén esto —murmuró Sera—. Si ella es culpable de algo, merece un juicio, no que la maten a sangre fría. Pero Vallerio no hizo nada y Sera, junto con todos los presentes en el Kolisseo, tuvo que observar cómo Lucía se enfrentaba a Alítheia, Miraron cómo el mehterbasi, el líder de la guardia de los janicari, le entregaba su cimitarra. Cómo Lucía cortaba su palma con la hoja. Y cómo Alítheia se inclinaba para beber sangre de la herida. Y luego. Sera no pudo ver más. Agachó su cabeza para no ver a la araña hacer su oscuro trabajo. —¡Alítheia! —bramó Vallerio—. ¿Qué dices? Serafina apretó los puños, esperando el ataque de Alítheia. Pero la araña no atacó. En su lugar, habló. —Viva Lucía, hija de sangre, jusssta heredera al trono de Miromara... Serafina levantó la cabeza de golpe. —¿Qué? —inquirió.

Sin poder creerlo, observó cómo la criatura se escabullía hacia el recinto real, tomaba la corona de Merrow de su tarima y la colocaba en la cabeza de Lucía; la misma corona que ella, Serafina, había usado. «Esto no es real», pensó. «No puede estar pasando. Los propios dioses forjaron a Alítheia. Ella es infalible». Vallerio nadó hacia Lucía. La tomó entre sus brazos y le besó la frente. Entonces se volvió hacia la multitud y, sonriendo triunfante, dijo: —¡Mi buen pueblo de Miromara! Les entrego a su nueva regina... Lucía Volnero... mi hija. CUARENTA Y SIETE Serafina se tambaleó. Ahora todo cobraba sentido. ¿Cómo podía no haberlo visto? Lucía, con su cabello negro azabache, sus ojos azul profundo y sus escamas plateadas, era exactamente igual a Vallerio. Igual a Isabella también, de hecho. Su aspecto era más merrovingio que el de Serafina, Con razón Vallerio nunca se había casado y Portia sí. Se había casado con un hombre parecido a Vallerio apenas semanas después de que la Regina Artemesia, la abuela de Sera, hubiera prohibido su matrimonio. Porque Portia estaba embarazada de Vallerio. Ese hombre, Sejanus Adaro, había muerto poco después del nacimiento de Lucía. ¿Portia y Vallerio habían continuado su relación en secreto durante todos esos años? Los kobold habían amenazado a la multitud una vez más para que los ovacionaran, y Vallerio levantó sus manos otra vez para callarlos.

—Sí, es verdad, mi buen pueblo. Lucía Volnero es mi hija, la concebí con su madre, la duchessa, hace diecinueve años. Es una merrovingia, como confirmó Alítheia. Lucía deseaba mantener la verdad de su parentesco en secreto y pasar una vida tranquila al servicio del reino, Pero teniendo en cuenta que perdimos a nuestra regina y a nuestra principessa, y que únicamente una sirena de sangre merrovingia puede ocupar el trono de Miromara, ella ha decidido, valiente y abnegada, ponerse a su servicio como su gobernante. Exultante detrás de su padre, Lucía hizo su sonrisa de barracuda. Vallerio levantó sus manos para pedir silencio otra vez. —De acuerdo con los decretos de Merrow, Lucía ahora continuará con el hechizo, la segunda parte de su dokimí, y ejecutará la canción mágica que se requiere. Lucía nadó hacia el frente y comenzó la canción mágica. Serafina esperaba que ella tropezara, que se equivocara. El hechizo era torturantemente difícil. Ella misma había pasado gran parte del año practicándolo. Pero Lucía no cometió ningún error. Ni uno. Su dominio de la magia era excelente. Su canto era perfecto. Su bella voz era encantadora. «¿Cómo puede ser?», se preguntó Serafina. «¿Cómo puede cantar la canción mágica de Merrow de manera tan perfecta si nunca la practicó?». Con un escalofrío, se dio cuenta de la respuesta: Lucía había practicado. Se había preparado para este momento desde mucho tiempo atrás. Cuando Lucía terminó la canción mágica, el anfiteatro entró en erupción. Los vítores fueron ensordecedores, los aplausos fueron largos. Como antes, las reacciones más entusiastas provenían de los kobold y de los jinetes de la muerte.

—¡Gracias! ¡Gracias, mi buen pueblo! —gritó Vallerio, y el ruido se aquietó—. Para asegurar la estabilidad del reino y la continuidad del linaje de Merrow, Lucía ahora va a realizar su compromiso, durante el cual recitará los votos junto a su futuro esposo y prometerá darle una hija a este reino. Vallerio giró hacia el recinto real y miró a Mahdi. —Su Alteza, sea tan amable de unirse a nosotros... CUARENTA Y OCHO Mahdi se levantó del trono. —No puedes hacer esto —murmuró Serafina. Ella también se levantó de su asiento. —¡Sera, no! —dijo Coco, empujándola para que se sentara de nuevo. —Coco, debo hacerlo. Yo... —... no te muevas... por favor... en peligro... Era Mahdi. Estaba dentro de su cabeza otra vez. —Mahdi, no puedes hacer esto... —le dijo. —¡¡¡Sera, siéntate ahora mismo!!! La voz era tan fuerte que Serafina pensó que le reventaría los tímpanos. —¿Neela? —dijo débilmente, cuando el dolor cedió. —¿Me escuchaste? ¡Oh, gracias a los dioses! No sabía si mi convoca funcionaría. —¿Escucharte? ¡Casi me volaste la cabeza! ¿Dónde estás? —Aquí, en el Kolisseo. Quédate donde estás. Sera. No te muevas. —Pero tengo que decirle a mi tío... —Nada. No le digas nada. No hagas nada.

—¡Pero todo es un gran error! Mi tío está haciendo esto por el bien del reino. Rompió una tregua con los jinetes de la muerte. Puso a Lucía en el trono porque piensa que estoy muerta. Ahora va a comprometerla con Mahdi. Si sólo pudiera llegar hasta él y decirle... —Si te mueves del asiento, morirás. Era otra voz, pero Serafina la reconoció. —¿Yazeed? —preguntó Sera—. ¿De qué estás hablando? ¿Por qué tengo que...? —Quédate quieta hasta que todo esto termine. Luego ven a buscarnos fuera del Kolisseo. —No puedo ver esto. Yaz. No puedo. —No tienes otra alternativa. Portia... volvió de... los jinetes de la muerte... y después... La voz de Yazeed se estaba entrecortando. —Por favor. Sera... no te muevas. Esa era Neela. Luego el convoca se desvaneció y no pudo escuchar más. Serafina hizo lo que le pidieron, aunque eso hizo que se sintiera morir. Se quedó en su asiento, miró fijamente hacia el anfiteatro y vio cómo el hombre sirena que ella amaba le declaraba su amor a otra sirena. Mahdi tomó la mano de Lucía. La miró a los ojos. Le sonrió. Dijo sus votos. Y le rompió el corazón a Serafina. Pero, aunque estaba pestañeando para contener las lágrimas, Serafina notó algo raro: Mahdi lucía una anémona amarilla en su saco negro. Cuando lo observó mejor, entrecerrando los ojos para verlo claramente a la distancia, se dio cuenta de que era la anémona que había usado para su compromiso. Estaba viva; sus pequeños tentáculos se estaban moviendo. Era obvio que la había cuidado y la había mantenido con vida. Ella vio otra cosa, también. Continuamente,

Mahdi se acariciaba la oreja. Tocaba una argolla de oro que le colgaba del lóbulo. Es raro, pensó. En la casa de Carlos y Elena no tenía ningún aro. Le dio su aro a esa madre en la Laguna para que pudiera venderlo y comprar comida para sus hijos, cuando él era Blu». Cuando la ceremonia terminó y Mahdi besó a Lucía en la mejilla, se produjo otra ovación, provocada otra vez por los soldados. —¿Lo reconoces? —dijo Mahdi súbitamente, dentro de la cabeza de Sera—. Es el anillo que me diste en nuestra promesa. Era de Carlos. Lo tuve que quitar de mi mano, pero encontré una manera de seguir usándolo. —Oh, Mahdi... —No te enojes. Sera. Por favor. No por esto. No significa nada para mí. —Entonces, ¿por qué lo haces? —Para estar cerca de ellos. Para frenarlos. A Traho, a las Volnero... —¿A mi tío también? —No lo sé. No sé si realmente piensa que estás muerta o no. Ten cuidado con él. Sera. —Ahora le perteneces a ella, a Lucía. —No, no le pertenezco. Lo sabes. Serafina recordó su compromiso. Habían firmado el pergamino. Ella había empezado a nadar hacia la cocina de Elena y Mahdi se había quedado atrás para hablar con el juez de paz de los mares. —Por eso le preguntaste a Rafael acerca de la ceremonia, ¿verdad? Por eso le preguntaste si el compromiso estaba vigente incluso si uno de nosotros se casaba con otra persona. —Sí. Tenía miedo de que Portia y Lucía estuvieran tramando algo como esto. Por eso estás en un peligro tan grande, Sera. Portia también conoce las leyes. Si ella se entera

acerca de nosotros, hará lo que sea para romper nuestro voto. Cualquier cosa. ¿Me entiendes? Sera comprendía. —Quieres decir que me matará. —Sí, Por eso tienes que irte de aquí. Abandona Cerúlea. Aléjate lo más que puedas de las Volnero y no vuelvas más. —No puedo hacer eso, Mahdi. Este es mi hogar. Esta es mi gente. El convoca empezó a desvanecerse, —... tengo que irme... por favor, ten cuidado,.. te amo... —¿Volveré a verte? Ella se quedó escuchando, esperando una respuesta. Que nunca llegó. CUARENTA Y NUEVE —Tenemos que apurarnos —dijo Yazeed en voz baja, mientras nadaba detrás de Serafina—. Si Portia Volnero se entera de que estás en la ciudad, eres carnada. Sera miró detrás de su espalda. Lo vio y corrió a abrazar a Neela, luego a Yazeed y después los presentó a Coco. Estaban todos fuera del Kolisseo, en el medio de la oleada de soldados y civiles que salía. El grupo real ya había partido hacia el palacio. —Yazeed, me alegro tanto de que estés bien. Neels, ¿qué estás haciendo aquí? Se supone que estabas sana y salva en tu hogar —dijo Serafina. —Mi hogar ya no es ni sano ni salvo. No es ni siquiera mi hogar —¿Qué quieres decir? Neela le contó que Portia había tomado la ciudad de Matali. Yaz le explicó que ella también había

saqueado las bóvedas matalinas y asesinado al gran visir, y que habían venido lo más rápido que pudieron a Miromara para advertirle a Sera sobre ella. —Bueno, ¿y eso que necesitábamos? Lo conseguí — dijo Neela, mirando de reojo a los soldados. Sera comprendió. Había demasiados enemigos alrededor para hablar libremente. —Es estupendo, Neela. Yo también. —Excelente —murmuró Neela—. ¿Has visto algún campo de prisioneros, Sera? ¿Traho instaló alguno aquí? —¿Campos? —repitió Serafina. —Dejémoslo para después —intervino Yazeed—. Llegamos justo a tiempo para encontrarte, Serafina —agregó—. Y ahora tenemos que irnos de nuevo. Vamos. —No puedo. Yaz. Todavía no. Primero tengo que llevar a Coco a un lugar seguro. —Principessa —susurró una voz. Serafina giró. —¡Niccolo! —exclamó al reconocer a su amigo y compañero de la resistencia. —Sonríanme como si fuéramos viejos amigos —dijo Niccolo, sonriendo él mismo como si fuera idiota —. Y sigan nadando, como si volviéramos a nuestro antiguo barrio. No se detengan. Hay dos soldados kobold vigilándonos. Todos hicieron como les ordenó. —Nos atraparon —dijo Yaz, sombrío. —No lo creo —respondió Niccolo—. La principessa luce muy diferente. Sólo la reconocí porque la he visto antes con su ropa de espadachín. Y porque Coco estaba con ella. ¿Están yendo al cuartel general? —Sí —contestó Serafina. —Eso pensé. Por eso vine hasta aquí. Olvídense de él. Lo atacaron los kobold. Pusimos una bomba

debajo de las barracas de los jinetes de la muerte la semana pasada. —¿Fueron ustedes? —preguntó Yaz con admiración—. ¡Buen trabajo! Niccolo continuó: —Sí, fuimos nosotros, pero ahora Traho quiere vengarse. Los duendes están yendo casa por casa, en busca de miembros de la... este, de nuestros amigos. La mayoría de nosotros logró escapar, pero Fossegrim, Alessandra y Domenico no pudieron. Coco se mordió los labios. Apretó la mano de Serafina hasta hacerle doler. Abelardo, percibiendo su inquietud, nadó alrededor de ella con preocupación en círculos cada vez más rápidos. —Yo... nuestros amigos... todos estamos nadando por separado hasta la guarida, el vertedero de basura que está al norte de la ciudad. Nos vamos a encontrar en el bosque de kelp, en el límite oeste. Esperaremos hasta que se haga de noche y luego nos dirigiremos hasta una nueva casa segura en los azzurros, las colinas azules. Tienen que venir con nosotros. Todos ustedes. Están corriendo demasiado peligro aquí. Serafina miró a Neela y a Yazeed. Ellos asintieron con la cabeza. —Gracias, Niccolo —respondió—. Te veremos allí. Tan pronto como se hubo ido, Serafina le dijo a Yaz cómo llegar al bosque de kelp. —Espera un momento, ¿por qué me lo estás diciendo? —preguntó—. ¿No vienes con nosotros? —Voy a encontrarme con ustedes allí. Hay algo que tengo que hacer primero. ¿Tienen alguna perla de transparocéano? —¿Para qué necesitas...? —empezó a decir Yazeed. Luego sacudió la cabeza—. De ninguna manera. Sera. ¿Estás loca?

—Dame una perla. Yaz. Tengo que saber si él es parte de esto. —Lo siento, pero me tienes harto. —Voy a ir, sea como sea. Yaz soltó un insulto, pero le dio una perla. —Me encontraré con ustedes en el bosque —afirmó Serafina—. Dentro de una hora. —Una hora —dijo Yazeed—. De lo contrario, te voy a buscar —Por favor. Sera... —imploró Coco, con sus ojos abiertos como platos por el miedo. —Estaré allí —afirmó Sera con confianza, haciéndole una gran sonrisa—. Lo lograré. Te lo prometo. Mientras Neela se llevaba a la niña, la sonrisa de Serafina se desdibujó. Tomó la mano de Yazeed y puso algo en ella. Él miró hacia abajo y vio que en su mano había un collar con un gran diamante azul en el centro. —Dáselo a Neela si no lo logro —pidió. CINCUENTA Serafina, aún visible, nadó con cautela dentro del camarote en ruinas en el palacio de Cerúlea. Había tomado un pasaje secreto desde los establos para llegar a este lugar. Era riesgoso, pero no tenía otra alternativa. La magia de las perlas de transparocéano a menudo se disipaba sin aviso, y ella no quería usar la que le había dado Yaz hasta que estuviera en el interior del palacio. Era un lugar enorme y sabía que le llevaría tiempo encontrar a su tío. Pasar inadvertida entre dos mozos de cuadra y tres jinetes de la muerte para entrar a los establos le había costado un poco. Por suerte, habían estado bebiendo vino de posidonia para celebrar el dokimí de Lucía y no notaron a Sera

cuando cruzó el patio de ejercicios nadando bajo, detrás de fardos de heno marino. Ahora cruzó el camarote y miró el enorme agujero donde alguna vez había estado la pared oriental. Una triste corriente entraba a través del hueco. Las anémonas y las algas crecían en sus bordes destrozados. Nadó hacia el trono y luego se acuclilló para tocar el piso cerca de él. Con la cabeza gacha, se quedó allí por un rato, recordando a su madre. Después se levantó y se alejó. Cuando lo hacía, un movimiento detrás del trono la sobresaltó. Salió disparada hacia él, con la daga en la mano, y entonces se dio cuenta de que estaba viéndose a sí misma en los espejos del piso al techo que había en la pared. Por un momento, temió que Rorrim estuviera acechándola detrás de la red de grietas del espejo plateado o, peor aún, que apareciera el hombre sin ojos. Pero los espejos estaban vacíos. Sacó la perla de transparocéano de su bolsillo y la hechizó. Ahora, todo lo que tenía que hacer era descubrir dónde estaba su tío. Sus habitaciones estaban en el ala norte del palacio, por lo que decidió empezar por allí. Para llegar a ellas, tenía que nadar por la sala de recepción de su madre hacia el corredor norte. Al aproximarse a la sala, vio que su puerta estaba cerrada, pero escuchó voces que salían de la habitación. Con mucho cuidado para no hacer ningún ruido, presionó el oído contra la puerta. Las voces eran las de Vallerio y Portia. Pero no podía distinguir qué estaban diciendo. Sera nadó rápidamente a través de un agujero en la pared del camarote y alrededor de uno de los

costados del palacio para ver si una de las altas ventanas de la sala de recepción estaba abierta. Por suerte, una de ellas lo estaba. Se apretujó a fin de entrar por la abertura y nadó en silencio hasta una esquina para escuchar y observar —Si la gente supiera... si alguna vez se dan cuenta... —estaba diciendo su tío. —La gente es estúpida. Nadie tiene la más pálida idea de que tú estuviste detrás de la invasión. Cubriste bien la estela que dejaste. Le advertiste a Isabella que Ondalina libraría una guerra contra Miromara. Kolfirm, sin quererlo, nos ayudó al romper el permutavi. —Todavía no entiendo por qué lo hizo —comentó Vallerio. —Yo tampoco. Y no me importa. Tuvimos mucha suerte con eso. También tuvimos suerte de que le pidieras a Isabella que declare la guerra el mismo día del ataque. Los cancilleres que sobrevivieron recordarán tus palabras y le contarán a la gente cuán sabio fuiste. —¿Pero cómo se hicieron los pagos? Si se dan cuenta de que falta oro de las bóvedas... —Él le pagó a Traho, como prometió. Y los cancilleres no tendrán problema en pagarles a los kobold, porque vieron cómo los utilizaste para liberar la ciudad —respondió Portia, riendo. Sera se preguntó a quién se referiría con este «él». —Eso fue una verdadera genialidad, querido mío — continuó Portia—. Hace parecer que tú y los kobold atemorizaron a Traho para que se rindiera. Ahora que las bestias están aquí, pueden erradicar a la resistencia por nosotros. Miromara es nuestro. Matali es nuestro. Pronto, Qin lo será también. Mfeme está viajando para

allá en este mismo momento. Atlántica será la próxima en caer, luego Ondalina y, finalmente, Freshwaters. ¡Pronto, nuestra hija dominará todas las aguas del mundo! —Diecinueve años —dijo Vallerio—. Esperé por esto todo ese tiempo. Esperé tanto para que fueras mía. Para ser la familia que siempre hubiéramos debido ser. Para poner a nuestra hija en el trono. Serafina puso una mano contra la pared para no perder el equilibrio. Se sentía como si le hubieran arrancado las tripas. No era el Almirante Kolfinn el que le había ordenado a Traho atacar Miromara. Y no era Kolfinn el que había colaborado con el terra Mfeme. Todo este tiempo, había sido Vallerio, su propio tío. Él no se había escapado al norte para traer las tropas que liberarían Cerúlea. Había ido allí en busca de refuerzos, en busca de duendes matones que aseguraran que nadie pusiera en peligro la coronación de Lucía. Y él y Portia no iban a parar con Miromara: planeaban invadir todos los reinos de las sirenas. Tan pronto como llegara a los azzurros y a la casa segura, les avisaría a los demás. A Astrid, también. Astrid había estado diciendo la verdad; Ondalina no tenía nada que ver con la invasión. Portia tomó una botella de vino de posidonia de una mesa y llenó dos copas. Le entregó una a Vallerio. —Las cosas están yendo perfectamente. Aún mejor de lo que esperaba —dijo, chocando su copa contra la de él—. Él está complacido, ¿y por qué no lo estaría? Tiene la perla negra y ahora Mahdi ha encontrado el diamante azul para él. El corazón de Serafina casi se detuvo. ¿Quién en nombre de los dioses era «él»? Quienquiera fuera esta persona tenía el talismán de Orfeo. Sus

amigos y ella tendrían que quitárselo. —Él quiere los otros talismanes, también —aclaró Vallerio—. Fueron su precio por ayudarnos. No tenemos que hacerlo esperar —No lo haremos —afirmó Portia—. Los campos están llenos. Los prisioneros están trabajando día y noche para encontrar los talismanes. ¿Campos? ¿Prisioneros? ¿De qué están hablando?, se preguntó Neela. Entonces recordó que Neela había mencionado algo similar. ¿Traho estaba tomando prisioneros y obligándolos a trabajar? —Estamos superando todos los obstáculos, Vallerio —continuó Portia— y estamos eliminando todas las amenazas a nuestro poder. Ese idiota de Mahdi está de nuestro lado y continuará estándolo mientras sigamos dándole dinero. Bilaal y Ahadi están muertos. Aran y Sananda son nuestros rehenes. Bastián está muerto. Felizmente, Isabella está muerta también. —¿Felizmente? —repitió Vallerio—. No estoy feliz, Portia. Era mi hermana. Desearía que todo hubiera sido diferente. Portia no tenía tales sentimientos. —Vamos, Vallerio, no hay tiempo para remordimientos. Lo que hicimos, lo hicimos por el bien del reino. —Ella sólo estaba siguiendo el decreto de Merrow que establece que únicamente la hija de una hija puede gobernar Miromara, no la hija de un hijo — reflexionó Vallerio, echando una ojeada dentro de su copa. Portia gruñó. —¡Claro! Esa era una de las mal llamadas fortalezas de Isabella, seguir servilmente los absurdos decretos de Merrow. Es tiempo de crear nuevos decretos, los nuestros. De que nuestra hija los imponga a nuestros súbditos. Vallerio asintió con la cabeza.

—Tienes razón, amor mío. Por supuesto, tienes razón. Portia sonrió. —No debes perder la calma. No ahora. Estamos a punto de lograr todo lo que queríamos. Pronto, nadie podrá detenernos. —¿Hay alguna noticia de Desiderio? —preguntó Vallerio—. ¿Y de Serafina? —Tenemos varios jinetes de la muerte buscando a Desiderio. No lo han encontrado hasta ahora, pero lo harán. En cuanto a Serafina, está probando que es más difícil de capturar de lo que pensaba. Pero tarde o temprano, se le acabará la suerte. Le diré a todo el que pregunte que está muerta, y pronto lo estará. Los jinetes de la muerte tienen órdenes de asesinarla y las cumplirán. El gobierno de nuestra hija no está seguro mientras la hija de Isabella esté viva. Golpearon a la puerta. —¡Adelante! —dijo Vallerio. Un sirviente nadó dentro de la habitación. —Sus Altezas —habló—, la cena de compromiso está por comenzar. Vallerio le ofreció el brazo a Portia y dejaron la sala de recepción juntos. Cuando se cerró la puerta detrás de ellos, Serafina sintió unas ganas abrumadoras de destrozar la habitación, de destruir todo lo que habían tocado los dos. Trató de serenarse. Únicamente una imbécil alertaría a los enemigos acerca de su presencia. Nadó fuera de la ventana y se dirigió al bosque de kelp en busca de sus amigos. Yazeed tenía razón. Tenía que irse de Cerúlea. Cuanto antes, mejor. Mientras nadaba. Sera cantó en voz baja un lamentatio, el canto fúnebre de las sirenas. Había perdido a otro miembro de su familia.

CINCUENTA Y UNO Serafina echó la cabeza hacia atrás y miró hacia arriba a través de las frondas del bosque de kelp. Estaba cayendo la noche. Podía ver los primeros rayos pálidos de la luna en el agua. —«Felizmente», dijo ella. «Felizmente, Isabella está muerta...». Y sonrió y bebió su vino. —Se le entrecortó la voz. Coco la abrazó por la cintura. Neela la besó en la mejilla. Yaz tomó su mano. —Oh, Sera —habló Neela—. Lo siento muchísimo. Finalmente, cuando fue capaz de hablar de nuevo, Serafina contó: —Alguien tiene un talismán. La perla negra de Orfeo. No sé quién es «él», solamente que Vallerio y Portia lo están ayudando. Yaz, Neela, ¿lo sabían? ¿Y saben algo acerca de los campos de trabajos forzados y los prisioneros? Neela le contó todo lo que le había pasado desde que se separaron en el Incantarium. Sera sintió náuseas ante la descripción de los campos de trabajos forzados. —¿Cómo pueden hacer algo así? ¿Cómo pudo mi tío? —se preguntó—. Nada puede explicarlo. Ni siquiera sus diecinueve años de sufrimiento. —Tenemos que averiguar quién es este «él» —dijo Yazeed, soltándole la mano. —Tenemos que quitarle la perla negra —redobló Serafina. —Tenemos que salir de aquí primero —intervino Neela. El bosque de kelp en el que se estaban escondiendo crecía tan denso que tenían que flotar de pie. No podían sentarse ni estirar las colas. —¿Quiénes siguen desaparecidos? —preguntó

Yazeed. —Bartolomeo y Luca. —La respuesta llegó del otro lado del bosque de kelp. Era Niccolo. —Esperemos otra media hora, luego vayamos a la casa segura —propuso Yaz. Serafina sintió un golpe sordo. Coco estaba cabeceando mientras flotaba verticalmente. La pesada cabeza de la niña había caído sobre su hombro. —Voy a nadar un poco más adentro del bosque — susurró, alzando a Coco—. Voy a ver si puedo encontrar un lugar donde podamos recostarnos. No iré muy lejos. Sílbenme cuando los demás lleguen. Yazeed asintió con la cabeza y Serafina se adentró entre los tallos altos y frondosos. Abelardo la siguió. Unos minutos después, encontró un pequeño claro. El único problema era que no estaba vacío como ella esperaba. Contenía dos largos túmulos. Pedazos de estatuas de bronce yacían sobre la superficie de cada uno de ellos. Vio un torso en uno de los túmulos. Una mano. Una placa. Aletas. Parte de una cola. Se inclinó y, con cuidado, acostó a Coco en el suelo. La sirenita se despertó de inmediato. —¿Qué está pasando? —preguntó con miedo—. ¿Hay jinetes de la muerte? —Shhh, Coco, está bien. Sólo estoy tratando de encontrar un lugar para que duermas —le respondió Serafina. Coco parpadeó cuando vio los túmulos. —¿Qué son? ¿Tumbas? —Eso creo —dijo Serafina. Se acercó nadando y vio que las piezas rotas estaban acomodadas de acuerdo con cierto orden, con las aletas de la cola sobre la parte inferior de los túmulos y los rostros en la parte superior. Se inclinó para observar las

caras de bronce y se dio cuenta, con un respingo, de que las conocía. Eran los rostros de sus padres. Un dolor fresco brotó del interior de Sera. Se dejó caer en el fondo del mar, preguntándose cómo era posible que su corazón se rompiera una y otra vez, y aún siguiera latiendo. «Las piezas están acomodadas en las tumbas», pensó. «Provienen de estatuas de Cerúlea». Reconoció la estatua de su madre. Solía estar en una esquina en el fabra y había sido un buen retrato de ella. Unos carteles escritos a mano en las cabeceras de las tumbas proclamaban que en ellas yacían la Regina Isabella y su consorte, el Príncipe Bastián. «QUE DESCANSEN EN AGUAS CALMAS», estaba escrito debajo de cada uno de los nombres. Mientras Sera recorría con el dedo las letras del nombre de su padre, escuchó un crujido agitado entre los tallos de kelp. Unos segundos después, un anciano hombre sirena enojado con una lanza oxidada entró como una tromba en el claro. Parecía un espinoso, de color gris en la parte superior y naranja en la superior, con aletas cortas y puntiagudas. —¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó airadamente, apuntando la lanza hacia ella. —Estamos presentando nuestros respetos — respondió Serafina. —Oh —dijo, bajando la lanza—. Bueno, está bien, entonces. Temía que fueras uno de los saqueadores que mataron a la regina y a su esposo. —No —contestó Sera—. Ni siquiera sabíamos que sus tumbas estaban aquí. ¿Quién los enterró? —Yo. Mi nombre es Frammento. Vivo allí, —Señaló con el pulgar a sus espaldas—. Me dedico a vender lo que encuentro en la basura. Esa noche

encontré algo más de lo que pensaba, dos cuerpos envueltos en una alfombra empapada en sangre. Sera se estremeció ante sus palabras, pero rápidamente escondió su dolor. No quería que el viejo hombre sirena adivinara quién era. —Ellos eran Isabella y Bastián —continuó Frammento—. Los matones de Traho deben de haber querido deshacerse de ellos sin que nadie se enterase a fin de que ninguno de sus súbditos tuviera un lugar para reunirse. Me dolió mucho encontrarlos. Me enojé mucho, también. Me los llevé y les di una sepultura apropiada. —Fue muy amable de su parte —dijo Sera, más agradecida al hombre sirena de lo que ella era capaz de expresar —No fue nada. Me gustaría haber podido hacer más. No tenía nada para adornar las tumbas al principio, pero luego Traho empezó a tirar abajo las estatuas y pude recoger algunas piezas y traerlas aquí. Nadie sabía acerca de las tumbas al principio, pero luego una o dos personas las vieron y empezaron a hacer correr la voz. Cada vez más gente viene a presentar sus respetos. Te dejaré en paz para hacerlo. —Se tocó el ala del sombrero y se fue. Coco, que estaba observando de cerca las tumbas, dijo; —Oh, no. Sera, mira eso. —Señaló una pequeña pila de escombros cerca de la parte superior de la tumba de Isabella. Eran los restos de la corona que había descansado en la cabeza de la estatua. No estaba hecha de oro o plata, sino de ramas de coral rojo, un regalo del mar—. Debe de haberse caído cuando Frammento puso la cabeza aquí —dijo Coco y Abelardo husmeó las piezas—. La arreglaré. Soy muy buena para los canta prax. Siempre rompía las cosas de Ellie y siempre las arreglaba antes de que se diera cuenta. —Se

sentó en el suelo y comenzó a unir las piezas nuevamente. Serafina apenas la oía. Estaba observando el bello rostro de su madre. Fuerte y sereno, la estaba mirando otra vez. Tocó su fría mejilla. —La resistencia es muy valiente, pero es débil y está dispersa, mamá —susurró—. Están atacando las casas seguras. No tenemos suficiente comida. Algunos de los nuestros están muy enfermos. Hay mucho para hacer. Aquí en Cerúlea, contra Vallerio y Portia. Lejos en los mares, contra Abbadón. No sé por dónde empezar. Su madre siempre había tenido respuestas para todo. Y Sera ahora necesitaba una con desesperación. Pero el rostro de bronce estaba silencioso. —¡Ya está! —exclamó Coco de repente. La corona de coral estaba entera otra vez. La levantó del lecho marino, la llevó hasta Serafina y se la colocó en la cabeza—. Esta era la corona de Isabella, pero ella ya no está; ahora es tuya. Tú eres la regina en este momento. No Lucía. —Le echó los brazos al cuello y la abrazó con fuerza. Sera abrazó a Coco a su vez, agradecida por la fe de la sirenita en ella y por su amor constante. Cuando la soltó, los ojos de Serafina se posaron en la placa que había adornado la base de la estatua de Isabella. Podía leer las palabras grabadas en ella. Las conocía bien. Habían sido el lema de Merrov y el de todas las reinas merrovingias desde entonces. El amor del pueblo del mar es mi fortaleza. Eso era. La respuesta que ella necesitaba había estado allí todo el tiempo. Oía la voz de Thalassa ahora: «El mayor poder de una gobernante viene del corazón... del amor que siente por sus súbditos y del amor que ellos

sienten por ella». La voz de Vrája: «Nada es más poderoso que el amor». Y la de Elena: «El amor es la magia más grande de todas». El amor era el mayor poder de Merrow. Y de su madre. Sería el de ella, también. Pelearía por su pueblo hasta la muerte. Recuperaría su ciudad y su reino. Frenaría el mal en el mar del Sur. No con terror, crueldad y odio, como Traho, sino con amor. —Gracias, mamá —murmuró—. Vamos —le dijo a Coco mientras se levantaba—. Partamos. Es el momento de irnos a la casa segura y organizarnos nuevamente. Voy a liderar la resistencia. La espalda de Serafina estaba derecha y su frente estaba alta mientras las dos nadaban para reunirse con los demás. Había una peligrosa luz nueva en sus ojos. CINCUENTA Y DOS En el mar de la China Oriental, un gran arrastrero se movía lentamente sobre el agua. Rafe laoro Mfeme estaba sentado en una silla, en la cubierta de popa, contemplando cómo pintaban el cielo los últimos rayos del sol. Una gorra de béisbol cubría su pelo. Sus ojos estaban ocultos con lentes de sol. Una perla negra perfecta pendía de una cadena alrededor de su cuello. Su mano derecha estaba ensangrentada. Enfrente de él, había una sirena atada con cuerdas a una silla. Caía sangre de su mandíbula. La cabeza le colgaba sobre el pecho. Una de sus negras trenzas se había deshecho. Su espada yacía sobre una mesa. Su bolso había sido destrozado. Sus contenidos estaban tirados

sobre la cubierta: unos pocos cauris, algunas piedras de transparocéano, una manzana de agua y fichas con letras de un juego de mesa de los terragones con palabras, —Me estoy aburriendo de esto —dijo Mfeme, volviéndose hacia ella. La sirena levantó la cabeza y escupió sangre. Tenía el labio partido. Uno de sus ojos estaba hinchado y cerrado. —Lamento oírlo —respondió Ling—. Lo estoy pasando de maravillas. Mfeme hizo sonar sus nudillos. —Te lo pregunto una vez más: ¿dónde está el talismán? —Te lo digo una vez más: no tengo idea —contestó Ling. —¿Piensas que estoy bromeando? Te cortaré las orejas y las tiraré a los tiburones. —Está bien. No tendré que oírte más, entonces. Mfeme agarró el pelo de Ling y le tiró la cabeza hacia atrás. —Hay muchos tipos de dolor, Ling. Está el dolor que estás sintiendo ahora, pero hay un dolor peor, también. El tipo de dolor que vas a sentir cuando encuentre a tu padre, lo levante y lo meta en este barco, y le corte a él las orejas, todo porque no me dices lo que quiero saber. —Que tengas suerte con eso. Mi padre está muerto. No sé dónde está el talismán. Y si lo supiera, no te lo diría. Mfeme la soltó. —Tengo ganas de matarte. Tengo muchas ganas. —Entonces hazlo y no me hagas perder más el tiempo. —Lamentablemente, no puedo. Eres valiosa para mí y lo sabes. Eres inteligente, Ling, pero no lo suficiente. Todo este tiempo y todavía no tienes idea con lo que te estás metiendo, ¿verdad?

—En realidad, sí. Eres el marinerito de Traho. Su lacayo térra. —Me temo que estás muy equivocada —respondió Mfeme. Se quitó los lentes de sol. Ling tragó saliva. Mfeme no tenía iris, no tenía el blanco de los ojos. Eran completamente negros, Mfeme sacudió su mano en el aire y las fichas con letras se deslizaron por la cubierta. Mientras Ling las miraba, deletrearon su nombre. RAFE lAORO MFEME. Luego, lentamente, las fichas deletrearon otras palabras. —No —dijo Ling, horrorizada por las palabras que veía—. No puede ser. ¡Hace más de cuatrocientos años que estás muerto! SOY ORFEO. TÉMEME. AGRADECIMIENTOS En esta página, el autor debe agradecer a la gente que lo ayudó a escribir un libro y, una vez más, me gustaría agradecer a mi maravillosa familia y al fantástico equipo de Disney por el entusiasmo y el apoyo que le brindaron a esta obra y a toda la saga Waterfire. Pero hay una persona en particular a la que quisiera agradecer aquí, la persona que me presentó por primera vez a mis amigas las sirenas: mi agente de toda la vida, Steve Malk. El papel de un agente en la vida de un escritor es importantísimo. Es socio, confidente, animador, consejero y, si tiene tanta suerte como yo, un amigo. No puedo agradecerle lo suficiente a Steve por todo lo que ha hecho por mí en estas pocas líneas, pero voy a intentarlo. Aquí va. Gracias, Steve, por tu conocimiento, tus sabios

consejos, tu constante buen humor, todo lo cual lo tengo en grandísima estima. Gracias por amar la música y el chocolate tanto como yo. Compartí mi última trufa de jengibre, sésamo y wasabi contigo y sé que tú harías lo mismo por mí. Gracias por salvarme muchas más veces de las que puedo contar. Gracias por preocuparte lo suficiente para decirme siempre qué estaba mal en un manuscrito, así como lo que estaba bien. Gracias por tu amor genuino y duradero por los libros infantiles. Sobre todo, gracias por ayudarme a vivir de lo que me gusta. Toda mi vida quise ser escritora. Debido a todo el trabajo que hiciste en mi nombre, lo pude lograr. GLOSARIO ABBADÓN: Monstruo inmenso creado por Orfeo que luego fue derrotado y enjaulado en las aguas del Antártico. ABELARDO: El tiburón de arena de Coco. ACQUA GUERRIERI: Soldados miromarenses, AGORA: Plaza pública. AHADI, EMPERATRIZ: La antigua líder de Matali, madre de Mahdi. ALETAS NEGRAS: Miembros de la resistencia de Cerúlea cuyo cuartel general está en el ostrokón. AlÍTHEIA: Araña venenosa de tres metros y medio hecha de bronce mezclado con gotas de la sangre de Merrow. Bellogrim, el dios herrero, la forjó, y la diosa del mar Neria le dio vida con su aliento para que protegiese el trono de Miromara de cualquier farsante. ALMA: La mujer que Orfeo amó; cuando ella murió, él enloqueció de dolor AMAH: Niñera. AMARREFE MEI FOO: Pirata que atacó el Deméter

para robarse el diamante azul de la infanta. ANARACHNA: Palabra miromarense que significa «araña», ANGUILÉS: El lenguaje que hablan las anguilas. APÁ PIATRÁ: Viejo hechizo rumano de protección que levanta una pared de agua y luego la endurece, formando un escudo. ARAN, EMPERADOR: El actual gobernante de Matali; padre de Neela. ARMANDO CONTORINI: Duca di Venezia, líder de los praedatori (alias Kharkarias, el Tiburón). ASKARI (ASKARA, sing.): Los miembros de la guardia personal de Kora en Kandina. ASTRID: La hija adolescente de Kolfinn, gobernante de Ondalina. ATLÁNTICA: Los dominios de las sirenas en el océano Atlántico. ATLÁNTIDA: Antigua isla paradisíaca en el Mediterráneo, poblada por los ancestros de las sirenas. Seis magos gobernaron la isla con bondad y sabiduría: Orfeo, Merrow, Sycorax, Navi, Pyrrha y Nyx. Cuando la isla fue destruida, Merrow salvó a los atlantes, recurriendo a Neria para que les otorgara aletas y colas de pez. AVA: Sirena adolescente del río Amazonas. Es ciega pero puede percibir las cosas. BABA VRÁJA: Anciana líder —u obarsie- de las iele, brujas de río. BABOSUCHOS: Los temores más profundos de una persona; Rorrim Drol se alimenta de ellos. BABY: La piraña guía de Ava. BALTAZAAR: El primer ministro de Finanzas desde el comienzo del reino de Merrow. BASTIÁN, PRÍNCIPE CONSORTE: El esposo de la Regina Isabella y padre de Serafina; hijo de la noble Casa de Kaden del mar de Mármara. BARCO FANTASMA: Un barco naufragado que se

entrelaza con la fuerza vital de un ser humano que murió a bordo; su casco no se pudre ni se oxida. BECCA: Sirena adolescente de Atlántica. BEDRIEER; Uno de los tres buques arrastreros que posee Rafe Mfeme. BELLA: Palabra italiana que significa «hermosa». BILAAL, EMPERADOR: El antiguo gobernante de Matali, padre de Mahdi. BING BANG: Golosina matalina. BIOLUMINISCENTE: Criatura marina que brilla con luz propia. BLU, GRIGIO y VERDE: Tres praedatori que ayudan a Neela y Serafina a escapar de Traho. BUONO: Palabra italiana que significa «bueno». CABALLABONGO: Juego con hipocampos, parecido al polo de los humanos. CANCIÓN DE SANGRE: Sangre extraída del propio corazón que contiene recuerdos y permite hacerlos visibles a otros. CANCIÓN NEGRA: Un poderoso hechizo canta malus que causa daño; es legal usarlo contra los enemigos en tiempos de guerra. CANTA MAGUS {MAGI, pl.) Uno de los magi de Miromara, el guardián de la magia. CANTA MALUS: Canción negra, un don ponzoñoso otorgado por Morsa a las sirenas a fin de burlarse de los dones de Neria. CANTA MIRUS: Canción especial. CANTA PRAX: Canción mágica que hace hechizos sencillos. CAÑAIBUJU: Golosina matalina. CARA: Palabra italiana que significa «querida». CARACOL: Caparazón de molusco que se utiliza para grabar información y conservarla. CARCERON: La prisión de Atlántida. La cerradura sólo puede abrirse con seis talismanes. Ahora está ubicada en algún lugar del mar del Sur

CERÚLEA: La ciudad real de Miromara, donde vive Serafina. CETO: El líder del clan Rorqual, las ballenas jorobadas. CHILAGUONDA: Golosina matalina. CLÍO: El hipocampo hembra de Serafina. COMMOVIO: Una canción mágica que puede usarse para mover objetos. CONFUTO: Hechizo canta prax que hace que los humanos parezcan locos cuando hablan de haber visto una sirena. CONVOCA: Canción mágica que puede usarse para convocar a otros y para comunicarse con la gente. CORRENTE LARGA: La carretera principal de la Laguna. CÓSIMA: Una joven de la corte de Serafina. Su sobrenombre es Coco. CONSEJO DE LAS SEIS AGUAS: Una reunión de los representantes de todos los reinos de las aguas. CUENCA de MADAGASCAR: Cuenca donde se crían los dragones boca de navaja, ubicada al oeste de Matali, cerca de Kandina. DAÍMONAS TIS MORSA: Demonio de Morsa. DEMÉTER: El barco en el que María Teresa, infanta de España, estaba navegando cuando se perdió de camino a Francia en 1582. DESIDERIO: Hermano mayor de Serafina. DESTRUCTOR: Medusa de gran tamaño que flota sobre las entradas de las discotecas y evita que las personas entren sin pagar DINERO MARINO: Dinero que usan las sirenas; trocii de oro (trocus, sing.), drupas de plata, cauris de cobre. Los doblones de oro son dinero del mercado negro. DOKIMÍ: Palabra griega que significa «prueba», una ceremonia en la cual la heredera al trono de Miromara tiene que demostrar que es la verdadera

descendiente de Merrow, derramando sangre para Alítheia, la araña marina. Después debe realizar un hechizo con una canción mágica, hacer sus votos de compromiso matrimonial y jurar que un día dará al reino una hija. DRACA: La lengua que hablan los dragones. DRAGÓN BENGALÍ DE ALETA AZUL: Especie de dragón gentil, calmo, bueno para tirar de carruajes y carretas. DRAGÓN BOCA DE NAVAJA: Una de las variadas especies de dragones que se crían en Matali y que son la principal fuente de la riqueza del reino; son feroces y asesinos, y evitan que los invasores pasen más allá de la Cuenca de Madagascar. DRAGÓN ÁRABE REAL: Una de las variadas especies de dragones que se crían en Matali y que son la principal fuente de la riqueza del reino; son tan imponentes y tan costosos que solamente las sirenas de mayor poder adquisitivo se los pueden permitir DUCHI DE VENEZIA: Nobles cuyos títulos fueron creados por Merrow para proteger los mares y a sus criaturas de los terragones. EKELSHMUTZ-. Una de las cuatro tribus de los duendes. ELYSIA: Capital de Atlántida. ESPADACHINES: Jóvenes sirena que desafían a la sociedad vistiéndose de piratas, extravagantes y aventureros. EVEKSION: El dios de la curación. FABRA: Mercado público. FANTASMAS DE NAUFRAGIO: Fantasmas que viven en los barcos naufragados, hambrientos de vida; su contacto, si es prolongado, puede ser letal. FEUERKUMPEL: Duendes mineros, pertenecientes a una de las tribus kobold, que canalizan el magma desde las fallas de las profundidades debajo del

mar del Norte a fin de obtener la lava para la iluminación y la calefacción. FILOMENA: Cocinera del Duca Armando. FOSSEGRIM: Uno de los magi miromarenses, el liber magus, guardián del conocimiento. FRAGOR LUX (FRAG, acort.): Canción mágica que crea una bomba de luz. FRESHWATERS: Los dominios de las sirenas en ríos, lagos y lagunas. GLOBO DE LAVA: Fuente de luz cuya luminosidad proviene del magma extraído de las minas y refinado en forma de lava blanca por los feuerkumpel. GORGONIAS: Las medusas más mortíferas del mundo. GRAN ABISMO: Sima en Qin donde se cree que se encuentra el talismán de Sycorax y donde el padre de Ling desapareció mientras lo estaba explorando. GUERREROS DE LAS OLAS: Humanos que luchan por el mar y sus criaturas. HAGARLA: Reina de los dragones boca de navaja. HARAKA: Tipo de arte marcial practicado por los askari. HIPOCAMPOS: Criaturas que son mitad caballo, mitad serpiente, con ojos de serpiente. HOLLEBLÁSER: Duendes sopladores de vidrio, una de las tribus kobold. HOROK: El Guardián de las Almas en Atlántida, que llevó a los muertos al inframundo, reteniendo cada alma en una perla blanca. IELE: Brujas de río. ILLUMINATA: Canción mágica para crear luz. ILLUSIO: Hechizo para crear un disfraz. INCANTARIUM: El cuarto donde las incanta, las brujas de río, mantienen a Abbadón a raya con canciones mágicas y el waterfire. HIERRO: Metal que repele la magia. ISABELLA, LA SERENISSIMA REGINA: Gobernante de

Miromara, madre de Serafina. JANICARI: Guardia personal de la Regina Isabella. JINETES DE LA MUERTE: Los soldados de Traho, que montan caballos de mar de color negro. JUA MAJI: Aldea de Kandina. KANDINA: Región en la parte occidental de Matali, cerca de la cuenca de Madagascar, gobernada por Kora. KANDINÉS: Gentilicio de Kandina; la lengua que se habla en Kandina. KENJI: Palabra kandinesa que significa «rayo de sol»; el símbolo de Jua Maji. KHARKARIAS: «El Tiburón», líder de los praedatori. KHELEFU: El gran visir de Matali. KIONGOZI: General de Kora. KIRAAT: Medica magus de Matali, KOBOLD: Tribus de duendes del mar del Norte. KOLFINN: Almirante de Ondalina, la región del Ártico. KOLISSEO: Enorme teatro de piedra de aguas abiertas en Miromara que se remonta a la época de Merrow. KOOTAGULLA: Un postre matalino de varias capas. KORA: Sirena que gobierna la región matalina de Kandina como vasalla del emperador; líder de los askari. KUWEKA MWANGA, DADA YANGU: Palabras en kandinés que significan «conserva tu luz, hermana mía». KYR: El hijo menor de Neria, a quien Merrow salvó del ataque de un tiburón. LA LÁGRIMA DE LA SIRENA: El diamante azul que le regalaron a María Teresa, una infanta de España, por su decimosexto cumpleaños. LA LAGUNA: Las aguas frente a la ciudad humana de Venecia, prohibidas para las sirenas. LAGUNENSE: Residente de la Laguna.

LAKSHADWA: Dragón garranegra, una de las variadas especies de dragones que se crían en Matali y que son la principal fuente de la riqueza del reino; son enormes y poderosos, y son utilizados por el ejército. LAZO DE SANGRE: Hechizo en el que la sangre de distintos magos se mezcla para formar un lazo inquebrantable que les permita compartir sus habilidades. LIBER MAGUS: Uno de los magi de Miromara, guardián del conocimiento. LING: Sirena adolescente del reino de Qin. Es omnivoxa. LUCÍA VOLNERO: Una de las damas de honor de Serafina; miembro de los Volnero, una familia noble tan antigua y casi tan poderosa como los merrovingios. MAGGIORE: Palabra italiana que significa «más grande». MAHDI: Príncipe heredero de Matali, prometido de Serafina, primo de Yazeed y Neela. MAREABAR: Pequeño bar al paso. MARÍA TERESA: Infanta de España que estaba navegando hacia Francia a bordo del Deméter en 1582 cuando fue atacada por un pirata, Amarrefe Mei Foo. MARKUS TRAHO, CAPITÁN: Líder de los jinetes de la muerte. MATA-JI: Palabra matalina que significa «mamá». MATALI: El reino de las sirenas del océano índico. Empezó como un pequeño puesto remoto frente a las islas Seychelles y creció hasta convertirse en un imperio que se extiende hacia el oeste hasta las aguas de África, hacia el norte hasta el mar Arábigo y la bahía de Bengala, y hacia el este hasta las costas de Malasia y Australia. MATALINO: Natural de Matali.

MEDICA MAGUS: El equivalente de las sirenas de un doctor. MEERTEUFEL: Una de las cuatro tribus de los duendes. MEHTERBASI: Líder de los janicari. MEREDILA, MERIATMÁ: Palabras matalinas que significan «mi corazón, mi vida». MERROW: Una gran maga que formó parte de los Seis que Reinaron en Atlántida, antepasado de Serafina. Primera gobernante del pueblo de las sirenas. Las canciones mágicas nacieron con ella. Decretó el dokimí. MERROVINGIOS: Descendientes de Merrow. MERROVINGIA REGERE HIC: Palabras del latín que significan «los merrovingios gobiernan aquí». MGENI ANAKUJA: Palabras en kandinés que significan «se aproxima una extraña». MINA: Voz brasileña coloquial para referirse a una amiga. MIROMARA: El reino de donde proviene Serafina. Es un imperio que se extiende por el mar Mediterráneo, los mares Adriático, Egeo, Báltico, Negro, Jónico, el mar de Liguria y el Tirreno, los mares de Azov y de Mármara, los estrechos de Gibraltar, de los Dardanelos y del Bósforo. MOLUSQUÉS: Lenguaje que hablan los pulpos. MORSA: Antigua diosa carroñera, cuyo trabajo era llevarse los cuerpos de los muertos. Enfureció a Neria por practicar la necromancia. Neria la castigó, dándole la cara de la muerte y el cuerpo de una serpiente, y la desterró. NAKKI: Asesinos del Atlántico Norte que cambian de forma. NAVI: Una de los seis magos que gobernaron Atlántida, antepasado de Neela. NEELA: Princesa matalina, la mejor amiga de Serafina. Hermana de Yazeed y prima de Mahdi.

Ella es una bioluminiscente. NEGRA: Una cerveza espumosa destilada de manzanas de agua ácidas. NERIA: La diosa del mar NEX: Canción negra usada para matar NGOME YA JESHI: El recinto cercado de los askari, la guardia personal de Kora. NOCÉRUS: Canción negra usada para hacer daño. NYX: Uno de los seis magos que gobernaron Atlántida, antepasado de Ava. NZURI BONDE: La aldea en Kandina donde vive Kora. OMNIVOXA (acort., OMNI): Sirena que tiene una habilidad natural para hablar todos los dialectos del sirenés y para comunicarse con todas las criaturas del mar ONDALINA: El reino de las sirenas en las aguas del Ártico. OODA: Pez globo hembra, mascota de Neela. OPÁFAGOS: Criaturas marinas caníbales que vivían en Miromara y cazaban sirenas hasta que Merrow las obligó a retirarse a los páramos de Thira, que rodean las ruinas de Atlántida. ORFEO: Uno de los seis magos que gobernaron Atlántida, antepasado de Astrid. OSTROKI: La versión de las sirenas de los bibliotecarios. OSTROKÓN: La versión de las sirenas de una biblioteca. PALAZZO: Palabra italiana que significa «palacio». PÁNI YOD'DHÁ'OM: Guerreros de las aguas de Matali. PÁRAMOS DE THIRA; Las aguas de los alrededores de Atlántida, donde viven los opáfagos. PERLA DE TRANSPAROCÉANO: Perla que contiene un hechizo de invisibilidad; las piedras de transparocéano no son tan potentes como las

perlas de transparocéano. PERMUTAVI: Pacto entre Miromara y Ondalina, efectuado después de la Guerra de la Cordillera Submarina de Reykjanes, que decretó el intercambio de los hijos de sus gobernantes. PESCA: La lengua hablada por algunas especies de peces. PETRA TOU NERIA: La Piedra de Neria, un diamante azul en forma de lágrima que le regaló Neria a Merrow por salvar a Kyr, su hijo menor, del ataque de un tiburón. PIEDRA DE LA LUNA: El talismán de Navi, de color azul plata y del tamaño de un huevo de albatros. Brilla desde el interior PIEDRA DE NERIA: Diamante azul en forma de lágrima que le regaló Neria a Merrow por salvar a Kyr, su hijo menor, del ataque de un tiburón. PITA-JI: Palabra matalina que significa «papá». POCIÓN DE LENGUADO DE MOISÉS: Líquido extraído del lenguado de Moisés del mar Rojo que hace dormir a la gente. POMPASUMA: Postre matalino. PORTIA VOLNERO: Madre de Lucía, una de las damas de honor de Serafina. Quería casarse con Vallerio, tío de Serafina. POSIDONIA: Vino dulce hecho de algas fermentadas. PRAEDATORI: Soldados que defienden el mar y a sus criaturas contra los terragones; conocidos en tierra como los Guerreros de las Olas. PRAESIDIO: La casa del Duca Contorini en Venecia. PRAX: Magia práctica que ayuda a las sirenas a sobrevivir, como hechizos de camuflaje, hechizos de ecolocalización, hechizos para aumentar la velocidad o para oscurecer con una nube de tinta. Hasta los que tienen poca habilidad para la magia pueden hacerlos.

PRINCIPESSA: Palabra italiana que significa «princesa». PRIYA: Palabra matalina que expresa afecto. PYRRHA: Una de los seis gobernantes de Atlántida, antepasado de Becca. QIN: El reino de las sirenas en el océano Pacífico, hogar de Ling. RAFAEL: El juez de paz de los mares que oficia en la ceremonia de intercambio de votos de Mahdi y Sera. RAFE IAORO MFEME: El peor de los terragones, dirige una flota de dragas y enormes arrastreros que amenazan con sacar hasta el último pez del mar REGGIA: Antiguo palacio de Merrow. REGINA: Palabra italiana que significa «reina». RÍO OLT: La región de Freshwaters donde se encuentra la caverna de las iele. ROBUS: Canción mágica usada para empujar RORQUAL: Ballena jorobada. RORRIM DROL: El señor de Vadus, el reino de los espejos. RURSUS: La lengua de Vadus, el reino de los espejos. RUSALKAS: Fantasmas de jóvenes humanas que saltaron al río y se ahogaron porque alguien les había roto el corazón. SAGI-SHI: Uno de los tres arrastreros de Rafe Mfeme. SAINTES-MARIES: Los restos del naufragio del Deméter yacen a veinticinco leguas al sur de este punto de Francia. SALÓN DE LOS SUSPIROS: Largo corredor en Vadus, el reino de los espejos, cuyas paredes están cubiertas de espejos; cada uno de ellos tiene un espejo que le corresponde en el mundo de los terragones.

SALAMU KUBWA, MALKIA: Palabras kandinesas que significan «La saludo, gran reina». SANANDA, EMPERATRIZ: La actual gobernante de Matali; madre de Neela. SEJANUS ADARO: El marido de Portia Volnero, que murió al año del nacimiento de Lucía. SERAFINA: Principessa di Miromara. SIRENA HIPNOTIZADORA: Sirena que canta por dinero marino. SILVESTRE: El pulpo mascota de Serafina. SOLDATI: Palabra italiana que significa «soldados». SUMA: Amah, o niñera, de Neela. SVIKARI: Uno de los tres arrastreros de Rafe Mfeme. SYCORAX: Una de los seis gobernantes de Atlántida, antepasado de Ling. TALISMÁN: Objeto con propiedades mágicas. TAVIA: Niñera de Serafina. TERRAGONES (acort. TERRAS): Humanos. Hasta ahora no han podido romper los hechizos de las sirenas. THALIA, LADY: Una vitrina que sabe dónde están los seis talismanes, TORTUGUÉS: La lengua hablada por las tortugas de mar. VADUS: El reino de los espejos, VALLERIO, PRINCIPE DEL SANGUE: Hermano de la Regina Isabella, generalísimo de Miromara, tío de Serafina. VIAJE DE MERROW: Diez años después de la destrucción de Atlántida, Merrow hizo un viaje a todas las aguas del mundo a fin de buscar lugares seguros donde las sirenas pudieran establecer colonias. VITRINAS: Almas de humanos bellos y vanidosos que pasaron tanto tiempo admirándose en los espejos, que quedaron atrapados dentro.

VORTEX: Una canción mágica usada para crear un remolino. WATERFIRE: Fogata mágica que se usa para encerrar o contener YANTIYAPTA: Golosina matalina. YAZEED: Hermano de Neela, primo de Mahdi. ZE ZÉ: Golosina matalina. ZENO PISCOR: Hombre sirena que traicionó a Serafina y Neela, aliado de Traho.

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