Doctrina Social Iglesia
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ILDEFONSO CAMACHO LARAÑA
DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA Quince claves para su comprensión
DESCLÉE DE BROUWER
SUMARIO
PRÓLOGO - UNA JUSTIFICACIÓN DE ESTE LIBRO ...............
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INTRODUCCIÓN - DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA: UNA VISIÓN DE CONJUNTO . . .. . .. . .. . .. .. . .. . .. .. . .. .. . .. ..
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1. DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA . .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .. .
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2 . C A P I TA L I S M O , L I B E R A L I S M O E CO N Ó M I C O... .. ... .. ... .. ...
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3 . S O C I A L I S M O . . .. . .. . .. . .. .. . .. .. . .. .. . .. . .. .. . .. .. . .. ..
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4. PROPIEDAD Y DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES .........
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5 . T R A BA J O , S A L A RI O . . .. . .. .. . .. .. . .. .. . .. . .. .. . .. .. . .. ..
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6 . E M P R E S A . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 5 7 . D E S A R R O L L O . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12 1 8 . D E R E C H O S H U M A N O S . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 37 9 . C O M U N I D A D P O L Í T I C A - P O D E R P O L Í T I C O . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 55 1 0 . D E M O C R A C I A Y P A R T I C I P A C I Ó N P O L Í T I C A . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 69 1 1 . R E S I S T E N C I A A L P O D E R , R E V O L U C I Ó N . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 79 1 2 . R E L A C I O N E S E N T R E I G L E S I A Y C O M U N I D A D P O L Í T I C A . . . . . . . 1 87 1 3 . C O M P R O M I S O S O C I O P O L Í T I C O D E L O S C R I S T I A N O S . . . . . . . . . 1 99 1 4 . P A Z , C O N V I V E N C I A E N T R E L O S P U E B L O S . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 11 1 5 . J U S T I C I A , S O L I D A R I D A D . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 21 Í N D I C E T E M Á T I C O . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2 31 Í N D I C E G E N E R A L . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235
PRÓLOGO Una justificación de este libro Este libro tiene una larga historia, pero bastante lineal. Su prolongada gestación no se ha debido a falta de claridad sobre lo que quería, sino a escasez de tiempo para dedicarme a él sistemáticamente. Pero nunca ha estado relegado al olvido: se ha beneficiado de muchas actividades, especialmente docentes, con ocasión de las cuales he ido seleccionando textos y dando forma a los capítulos. Ha sido una tarea lenta, pero pensada y sometida a la experimentación: esa ventaja ha tenido su larga elaboración... De lo dicho puede deducirse que el libro tiene una clara intención pedagógica. Pero no es un manual, ni está concebido con ese fin. Es un libro de textos de la Doctrina Social de la Iglesia. Estoy convencido que nada hay más eficaz para la comprensión de ésta que la lectura directa de los documentos. Pero también sé que es lo más difícil. Dicha lectura puede hacerse de una forma sistemática y seguida para obtener una visión completa de todos sus contenidos tal como han ido configurándose a lo largo de la historia. Pero pueden leerse también –y es lo que se ofrece aquí– con un criterio temático: para eso se han entresacado, en torno a cada uno de los temas escogidos, los fragmentos más significativos de los sucesivos documentos. Evidentemente la selección de los temas exige una justificación. ¿Con qué criterio se han elegido? De ningún modo me he dejado llevar por un criterio de exhaustividad. Este libro no aspira a ser un “enchiridion” completo de todos los asuntos que aparecen en los documentos de la Doctrina Social. Mi criterio ha sido limitarme a algunos pocos temas que pudieran servir como claves para tener una visión cualitativa más que cuantitativa de la totalidad. He escogido aquellos temas que me parecen más significativos, no sólo por su interés en sí, sino por el lugar que ocupan en el conjunto y por su capacidad para iluminar la posición oficial de la Iglesia ante los grandes problemas de nuestro tiempo.
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Tampoco he querido ser exhaustivo en la recogida de textos dentro de cada tema. Me he limitado a los grandes documentos del magisterio universal: encíclicas y otros documentos pontificios, Concilio Vaticano II, sínodos universales. Y siempre he buscado no la cantidad, sino la calidad y la capacidad de dar una idea de la postura de la Iglesia y de cómo ésta se ha ido configurando y remodelando a lo largo de la época moderna. Soy consciente de que elegir y seleccionar siempre implica un riesgo. No tengo inconveniente en correrlo, si con ello evito ofrecer una interminable colección de temas y textos indiferenciados, que puede ser una selva en la que el lector termine por perderse, si no se aburre antes. En todo caso, la selección que he hecho es fruto, como ya quedó dicho, de tiempo y reflexión. Cada capítulo tiene unidad en sí mismo y puede leerse independientemente de los demás. Con todo, el orden en que se presentan tiene cierta lógica, que responde al desarrollo histórico mismo de la Doctrina Social de la Iglesia y ofrece una presentación de lo que considero sus ejes vertebradores. El capítulo 1 pretende clarificar la expresión misma “Doctrina Social de la Iglesia”. Sigue el bloque de temas económicos, que son los que más peso han tenido en la primera etapa de la Doctrina Social: dentro de ellos tienen prioridad en el tiempo los más directamente relacionados con la sociedad industrial (sistemas socioeconómicos, propiedad, trabajo, empresa: capítulos 2-6) sobre los relativos a los problemas mundiales (desarrollo: capítulo 7). A continuación se colocan los temas políticos, que es quizás donde los cambios han sido más radicales en este último siglo: ante todo, los derechos humanos (capítulo 8); luego todo lo relativo a la organización política y sus elementos (capítulos 9-11). Muy en conexión con la forma de entender y valorar la política está la forma como la Iglesia y los creyentes se sitúan en la sociedad moderna (capítulos 12-13). El tema de la paz y de las relaciones entre los pueblos (capítulo 14) ofrece la dimensión mundial de la vida política, a la vez que da como un horizonte comprehensivo a toda la convivencia humana. Al final la justicia y la solidaridad (capítulo 15) se presentan como las claves de un sistema de valores que habría que colocar como resumen y alma de todo lo anterior. A la vista de este resumen cabría pensar que la lectura continuada de este libro da un visión sistemática y completa de la Doctrina Social de la Iglesia. Pero insisto en que no ha sido esa mi intención: si se busca en él un tratado íntegro o un manual, se echarán de menos puntos esen-
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ciales. Eso sí, las 15 claves seleccionadas pueden suministrar una panorámica de lo más nuclear de la Doctrina Social, pero más en términos cualitativos que cuantitativos. Para ayudar a una mejor comprensión de los textos escogidos he colocado una breve introducción a cada uno de ellos, que dé cuenta de su contexto y del contenido básico. Con la misma intención he insertado al comienzo de cada capítulo una visión de conjunto del tema tratado en él: cómo ha evolucionado y cuáles son sus elementos más significativos. Quedan todavía dos observaciones más técnicas. Para la traducción castellana he empleado la versión oficial, siempre que ésta existe; en caso contrario, he seguido la edición de documentos más frecuente y completa en nuestra lengua1. En cuanto a las notas, he respetado las de los textos originales, pero he puesto una numeración correlativa en cada capítulo, aunque se trate de documentos diferentes. Dudé si colocar un capítulo introductorio con un cuadro global de lo que es la Doctrina Social de la Iglesia. Si me decidí a hacerlo fue porque pensé que podría ayudar a captar mejor el enfoque general del libro y los criterios desde los que está hecho, que evidentemente tienen que ver con la manera como entiendo yo la Doctrina Social. Este capítulo puede leerse, bien al comienzo (como una orientación inicial), bien al final (como síntesis conclusiva). Son muchas las personas que me han manifestado el deseo de acercarse al pensamiento social de la Iglesia, incluso que me han expresado las dificultades con que tropezaron si alguna vez lo intentaron. Al entregar este libro a la imprenta tengo la esperanza de que pueda ser útil para los que tienen tales inquietudes; incluso para despertarla en otros que nunca las tuvieron. Al fin y al cabo ha nacido como respuesta a esa demanda, tantas veces expresada explícita o implícitamente. ¡Ojalá que estas páginas, que pretenden ofrecer una visión objetiva de un aspecto de la vida de la Iglesia, sirvan para ilustrar y animar la fe de muchos creyentes, y también para facilitar el diálogo con los que viven en la duda o en la indiferencia! Ildefonso Camacho Granada, 1 enero 2000 1.
Doctrina pontificia. Volumen II: Documentos políticos (Edición preparada por J.L. GUTIÉRREZ GARCÍA), BAC, Madrid 1958; Doctrina pontificia. Volumen III: Documentos sociales (Edición preparada por F. RODRÍGUEZ ), BAC, Madrid 1964 2.
INTRODUCCIÓN Doctrina Social de la Iglesia: una visión de conjunto La expresión Doctrina Social de la Iglesia , de uso frecuente hoy, no es entendida ni valorada de la misma manera por todos. Por eso ha parecido conveniente iniciar este libro ofreciendo respuesta a las principales preguntas que se pueden hacer a propósito de ella, de su origen, evolución, alcance y características. Las páginas de esta Introducción podrán ser, entonces, una base instrumental útil para el manejo y mejor comprensión de los textos que se han recogido en el presente volumen1. Doctrina Social de la Iglesia y pensamiento social cristiano
No es raro ver estas dos expresiones empleadas en sentido casi equivalente. Quizás conviene decir desde el comienzo que sería mejor restringir el concepto de Doctrina Social de la Iglesia, entendiendo por ella sólo una parte del pensamiento social cristiano. ¿Cuál es el sentido y cuáles las razones de esta restricción? Las diferencias son de dos órdenes, que se refieren al alcance temporal y al contenido: • El pensamiento social cristiano puede entenderse como toda la reflexión que se ha hecho a lo largo de los veinte siglos de historia de la Iglesia sobre las cuestiones relativas a la sociedad en cada época, integrando incluso la herencia recibida de la etapa anterior (contenido en los libros del Antiguo Testamento). La Doctrina Social de la Iglesia se restringe a la etapa que comienza con la industrialización en el marco más amplio de la modernidad: sus orígenes no se remontan, por tanto, más allá del siglo XIX. 1.
Una exposición más completa puede verse en I. CAMACHO, Creyentes en la vida pública. Iniciación a la Doctrina social de la Iglesia, San Pablo, Madrid 1995, especialmente en 43-94; para un estudio detenido de los documentos: I. C AMACHO, Doctrina social de la Iglesia. Una aproximación histórica, San Pablo, Madrid 1998, 3ª edición.
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• En la Doctrina Social de la Iglesia tienen una importancia muy destacada los documentos oficiales de la jerarquía eclesiástica: durante muchas décadas fueron encíclicas o textos de rango parecido, siempre firmados por el Papa; más recientemente se añaden documentos conciliares o sinodales, así como otros procedentes de conferencias episcopales o de obispos particulares. El pensamiento social cristiano, en cambio, se debe directamente a otros sujetos no jerárquicos que, desde su reflexión o desde su acción, han contribuido a elaborar la postura oficial de la Iglesia ante los problemas sociales. Probablemente estas dos formas de distinción no son independientes. En todo caso el estudio que sigue de los orígenes y desarrollo de la Doctrina Social nos dará luz para explicar su relación y las razones que explican cómo se ha configurado ese núcleo más limitado dentro de la amplia tradición del pensamiento social. El origen de la Doctrina Social de la Iglesia
Es común relacionar los comienzos de la Doctrina Social de la Iglesia con los nuevos problemas nacidos de la industrialización en el marco más amplio de los cambios que están en la génesis de la sociedad moderna. Pero las relaciones de la Doctrina Social con la industrialización y con la modernidad tienen sentido y alcance muy diferente que conviene distinguir: porque es ahí donde radica una de las principales claves para entender las posibilidades y las limitaciones de la Doctrina Social de la Iglesia. La industrialización es, en sí misma considerada, un fenómeno técnico, pero con fuertes connotaciones económicas y sociales. La revolución industrial hubiera sido impensable sin el desarrollo del capitalismo, el cual a su vez se desarrolló, en su primera etapa, bajo la inspiración y el impulso de la ideología liberal. La convergencia de todos estos factores explica las profundas transformaciones que se van consolidando en Europa desde mediados del siglo XVIII. El rápido crecimiento económico va unido a amplios movimientos de población desde el campo hacia los grandes centros urbanos industriales, donde se va formando una nueva clase obrera que acude en busca de mejores condiciones de vida. Esta afluencia masiva de mano de obra, en cantidad muy superior a lo que puede absorber la industria naciente, se une a la fiebre de ganancia económica típica del capitalismo liberal: todo ello da
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lugar a una explotación alarmante de esta nueva clase obrera industrial, que se hunde progresivamente en una situación de miseria extrema y de malestar creciente. Ahí queda descrito en sus rasgos más relevantes lo que se conocerá como la cuestión social . Esta situación nueva suscita una fuerte inquietud en toda la sociedad, especialmente en los sectores más acomodados. La Iglesia, por su parte, tampoco permanece indiferente ante un cambio tan sustancial de las condiciones sociales. Es ahí donde nace la Doctrina Social de la Iglesia, como un esfuerzo para dar respuesta a los nuevos problemas de esta sociedad emergente. El primer gran documento de la Doctrina Social (la encíclica Rerum novarum de León XIII, publicado en 1891) es una excelente muestra de esta preocupación que invade a la Iglesia en Europa y en los restantes países industrializados. Que el primer gran documento social de la Iglesia no se publicara hasta 1891 puede interpretarse como signo de su retraso en reaccionar ante esta nueva problemática. Este retraso podría explicarse por el retraso de la industrialización en Italia, con respecto a Inglaterra o Centroeuropa. Pero no debe interpretarse como ausencia total de reacción, porque el siglo XIX es fecundo en iniciativas eclesiales como respuesta a la cuestión social. El catolicismo social englobaría ese conjunto de iniciativas, sin las cuales no hubiera sido posible la Rerum novarum. Esta interrelación entre la vida de la Iglesia y sus documentos oficiales debe ser siempre destacada para captar mejor el alcance de los textos mismos. El nacimiento de la Doctrina Social de la Iglesia puede interpretarse también como el reconocimiento de la insuficiencia de la moral tradicional para responder a estos problemas nuevos. Este es otro dato esencial para explicar por qué nace esta nueva corriente de pensamiento sin apenas conexión con esa otra tradición rica en contenido cuyos frutos se habían venido recogiendo en los manuales clásicos de moral, dentro de lo que se llamaban los tratados sobre la justicia o sobre el séptimo mandamiento (De iustitia o De septimo precepto ). Si se intenta buscar una razón a esta insuficiencia de los tratados más tradicionales habría que señalar, en primer lugar, el carácter individual de la moral contenida en éstos. Una moral entendida casi exclusivamente desde la relación entre individuos es incapaz de captar lo que son los fenómenos sociales, objeto preferente de las modernas ciencias sociales. El concepto de justicia social, que se va elaborando en este nuevo contexto, y su dificultad para integrarse en las formas de justi-
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cia desarrolladas en esos tratados (general y particular; conmutativa y distributiva), confirma esta falta de adecuación entre la tradición precedente y las necesidades de estos tiempos nuevos. Toda esta problemática vinculada a la industrialización y sus consecuencias sociales explica, por consiguiente, el origen y desarrollo de este nuevo cuerpo de doctrina que, con el tiempo, se llamaría Doctrina Social de la Iglesia. Este conjunto de circunstancias explica también su limitación geográfica: la Doctrina Social nace y se desarrolla durante décadas (hasta pasada la mitad del siglo XX, como veremos) en estrecha vinculación al mundo occidental industrializado; los problemas específicos del resto del planeta, por su parte, están fuera de su horizonte de preocupaciones. Pero la industrialización sola no es suficiente para entender la Doctrina Social de la Iglesia y sus aspectos más profundos e interesantes. Es preciso recurrir a un fenómeno de más amplitud, cual es todo el movimiento de la modernidad. Las difíciles relaciones de la sociedad moderna con la Iglesia y su eco en la Doctrina Social
La Doctrina Social nace en una Iglesia convencida de mantener en la sociedad el papel que ha venido representando en toda la época de la cristiandad. Según esta convicción, la clave para explicar los graves problemas del momento remiten siempre a la descristianización de la sociedad y a su progresivo distanciamiento de las directrices de la Iglesia. Independientemente de la pertinencia de sus respuestas concretas a los problemas sociales nuevos mencionados, va tomando cuerpo una cuestión de orden diferente, que condiciona todas sus intervenciones en este terreno: ¿cuál es el título que exhibe la Iglesia para que sus orientaciones tengan que ser atendidas por la sociedad como procedentes de una autoridad que no admite ser cuestionada? En la sociedad antigua esta pregunta tenía tan fácil respuesta, que normalmente ni siquiera se formulaba. Porque lo religioso era factor estructurante de toda la sociedad y a la autoridad religiosa se la reconocía como competente para establecer los criterios morales de comportamiento para todos los ciudadanos. Aunque dejaba la organización concreta del orden temporal al poder civil, mantenía una cierta prevalencia
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sobre él, que se hacía efectiva en caso de discrepancia entre ambos y se justificaba por la superioridad de lo espiritual sobre lo temporal. Evidentemente la modernidad significa la puesta en cuestión desde sus raíces mismas de este orden de cosas. La mentalidad moderna supone un giro antropológico decisivo: la razón humana se emancipa de la tutela de lo religioso hasta conquistar su autonomía propia. La sociedad moderna , por su parte, se libera también de la autoridad de la religión y concentra en el poder secular toda la responsabilidad de garantizar una convivencia pacífica. Los presupuestos sobre los que se construye la sociedad moderna son, como se ve, radicalmente distintos de los de la sociedad antigua. Pero este cambio radical lo vive la Iglesia como la fuente de destrucción más absoluta para la sociedad misma; y, al mismo tiempo también, como un atentado intolerable contra unos derechos que le habían sido secularmente reconocidos. El entendimiento entre la Iglesia y la sociedad en la época moderna se hace extremadamente difícil, en algunos momentos prácticamente imposible. Es tan abismal la distancia entre los presupuestos de cada parte que el siglo XIX asiste a un desencuentro casi permanente entre Iglesia y sociedad. La Iglesia sigue reivindicando cosas que la sociedad está cada vez menos dispuesta a aceptar. El tema de la libertad y sus consecuencias sobre la organización de la sociedad y la política constituye quizás el núcleo central de las discrepancias: y precisamente la libertad humana es la base de los derechos humanos, cuyo reconocimiento es uno de los principales motivos de orgullo de la cultura moderna. Todos los datos contribuyen a explicar la magnitud de este desencuentro. Sobre este telón de fondo es fácil percibir que el mensaje que la Iglesia quisiera transmitir a la sociedad sobre los problemas sociales, por muy acertado que fuera en sí, quedaba debilitado de antemano por la resistencia casi invencible de muchos contemporáneos a admitir la autoridad de la que procedía. Este desencuentro condiciona las posibilidades de la Doctrina Social desde sus orígenes hasta que la situación logre desbloquearse. ¿Cuándo ocurrirá eso? De una forma sustancial y con carácter oficial, sólo con el Concilio Vaticano II. Por eso el Concilio constituye un hito esencial para la Doctrina Social de la Iglesia, y no tanto por la novedad de los temas que aborda cuanto por el nuevo enfoque que asume sobre las relaciones de la Iglesia con la sociedad moderna.
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Más allá de los documentos que se aprobaron en el curso de sus sesiones, el Concilio debe ser entendido e interpretado como un acontecimiento histórico, sin duda el más trascendental de la historia moderna para la Iglesia. Porque es el momento del reencuentro. Aunque los acercamientos se habían ido produciendo a lo largo de todo el siglo XX, de forma más bien fragmentaria o parcial y por iniciativa de muchas instancias eclesiales, faltaba un momento solemne en que dicho reencuentro se plasmara. Ese momento sólo llegó con el Concilio: y está constituido, no tanto por sus documentos, cuanto por la experiencia viva de lo que significó el acontecimiento conciliar, para los que participaron directamente en él, pero también para (casi) toda una Iglesia que asistía gozosa y esperanzada al comienzo de una era nueva. La principal consecuencia del acontecimiento conciliar fue la renovación de la eclesiología. Para ello bastó volver a las fuentes más antiguas de la tradición y recuperar dos conceptos esenciales, que constituyen los ejes de este nuevo modelo de Iglesia, tan antiguo como idóneo para responder a los retos de la modernidad: el pueblo de Dios (eclesiología de comunión) y el misterio y sacramento de salvación (eclesiología de la misión). La toma de conciencia de la misión como núcleo de la Iglesia y como tarea de todos sus miembros en virtud de la vocación cristiana y de los sacramentos de la iniciación es la base para un nuevo enfoque de la Doctrina Social. Evidentemente en estas páginas introductorias no se pretende entrar en un estudio detenido de la eclesiología del Vaticano II. Pero sí es oportuno dejar constancia de su importancia para la Doctrina Social. Puede decirse que en ésta se puede distinguir un “antes” y un “después”: el punto de inflexión es la nueva forma de entender las relaciones de la Iglesia con la sociedad moderna implícita en esa eclesiología y, por tanto, el lugar que le corresponde en dicha sociedad. La Iglesia no renuncia a su misión (¡evidentemente!), pero reconoce que tiene que realizarla de una forma diferente: no desde una autoridad que nadie discutiría, sino desde el testimonio de su vida y desde el compromiso de transformación de la realidad que abren el camino para el anuncio explícito del mensaje de salvación ofrecido por Dios al mundo en la persona de Jesucristo. La Iglesia no renuncia a la autoridad, pero deja de concebirla como un poder coactivo para entenderla como verdadera autoridad moral que hay que conquistar: y la conquistará en la medida en que su presencia, no sólo su palabra, sea creí-
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ble para los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Esta presencia es, además, una presencia, no sólo ni principalmente institucional, sino personal: se realiza en múltiples presencias de los creyentes en todos los ámbitos de la vida social. La Iglesia como levadura en la masa es la mejor imagen evangélica del concepto conciliar de sacramento de salvación. El protagonismo de los laicos se entiende desde aquí en su verdadero sentido: no se justifica en primer lugar por razones de eficacia estratégica o de necesidad de aumentar el número de efectivos en acción, sino que es la consecuencia de una eclesiología del pueblo de Dios, donde todos y cada uno de los creyentes son llamados para ser testigos de Dios en medio del mundo. Y para los que pensaron, o piensan, que esto es ir demasiado lejos o renunciar a demasiadas cosas, quizás cabría recordar que esta nueva situación de la Iglesia en nuestro tiempo tiene más puntos de coincidencia con lo que fue la Iglesia de los primeros tiempos que con la Iglesia de cristiandad, a la que tanto costó renunciar. Tan importantes son estos cambios que no pocos pensaron que el Concilio había supuesto el final de la Doctrina Social de la Iglesia porque los presupuestos desde los que se había elaborado ésta habían perdido toda su vigencia. Sabemos que el Vaticano II eludió positivamente el uso del término. Y también Pablo VI, que prefirió otros más flexibles, como “enseñanza social” o “enseñanzas sociales”. Juan Pablo II, en cambio, desde los comienzos mismos de su pontificado volvió a él: suele citarse el discurso que tuvo en la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Puebla) como el momento de esta cierta restauración. Pero no puede deducirse de ello que se haya vuelto a los planteamientos anteriores al Concilio. De este modo la cuestión terminológica pierde importancia mientras que se confirma el nuevo enfoque que nace del Concilio y que se va consolidando en los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II. Hacia una definición de la Doctrina Social de la Iglesia
Después de estos datos estamos en condiciones de intentar una definición descriptiva de los que es la Doctrina Social de la Iglesia. Cabría decir que es un proceso abierto de reflexión, que implica a toda la Iglesia pero que tiene su expresión más decisiva en los documentos del magisterio social, a través del cual, no sólo se formulan los grandes
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principios, sino sobre todo se elaboran respuestas a los problemas sociales de cada momento histórico, al tiempo que se va remodelando todo el conjunto doctrinal con perspectivas nuevas.
Es importante destacar los aspectos más sobresalientes de la descripción que precede: 1) El empleo del término “doctrina” tiene sus inconvenientes porque induce a pensar en un sistema cerrado e inmutable de principios. La realidad se presenta más bien como un proceso abierto de reflexión a través del cual se manifiesta la vitalidad de la Iglesia toda, atenta a los problemas de cada momento. 2) Cada documento tiene su contexto histórico , que es imprescindible conocer para captar el verdadero sentido y alcance de un texto. Los documentos no son presentaciones sistemáticas de los contenidos doctrinales, sino actualizaciones de algunos puntos adaptadas a las condiciones de cada momento. 3) La contraposición entre “grandes principios” y “aplicaciones” pretende, entre otras cosas, evitar una visión excesivamente relativista de la Doctrina Social, como si ésta consistiera sólo en un permanente fluir de reflexiones sin nada estable. En la práctica, sin embargo, es difícil establecer las fronteras entre ambos niveles. Más bien habría que hablar de un cuerpo de enseñanzas sometido a un continuo proceso de remodelación. Porque las nuevas “aplicaciones” no son sólo como añadidos que se van yuxtaponiendo a un todo preexistente: muchas veces suponen, por el contrario, una cierta revisión de “aplicaciones” precedentes y del conjunto mismo. Es ese conjunto en continua remodelación, en el que se mezclan los “grandes principios” y las “aplicaciones”, el que constituye el patrimonio doctrinal de la Iglesia, en el que se percibe una indudable continuidad pero también una notable vitalidad. 4) Cada vez más la doctrina es concebida como un momento de un proceso más amplio, en el que se implica toda la comunidad cristiana y que tiene como objetivo último iluminar la acción y el compromiso, principalmente de los laicos. Todos estos elementos son muy evidentes en la etapa que sigue al Vaticano II, que es cuando, además, han sido explícitamente tematizados. Pero, cuando se analizan con detención los documentos anteriores desde el siglo XIX mismo, se observa que las cosas siempre fueron de esta manera, aunque los presupuestos filosóficos y eclesiológicos de entonces impedían una mayor claridad en los planteamientos. En este
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sentido la continuidad es, al menos en algunos aspectos, mayor de lo que pudiera parecer a primera vista. El “antes” y el “después” de la Doctrina Social de la Iglesia
Con lo dicho apenas cabrá ya dudar de que el Concilio marca un “antes” y un “después” para la Doctrina Social. Para entender mejor ese cambio es útil fijar la atención en la figura de Juan XXIII, cuyo talante hizo posible la celebración del Vaticano II. En su breve pontificado publicó dos grandes encíclicas sociales: Mater et magistra y Pacem in terris . En ambas se percibe una situación que podríamos llamar de transición : se constata en ellas una nueva sensibilidad, pero falta aún capacidad para elaborar nuevas respuestas. Puede decirse que, sobre todo en el primero de los dos textos citados, el planteamiento de los problemas va más allá de las soluciones. Es claro que estamos en el tránsito de la primera a la segunda etapa. Concretemos ahora algunas diferencias entre esas dos grandes etapas. 1º) En relación con los contenidos
Estos cambios no se deben tanto a planteamientos teológicos cuanto al nuevo contexto mundial de los años 50 y 60. Sin embargo, una actitud más atenta a los signos de los tiempos permite que aparezcan con un relieve mayor. a) Si en la primera etapa la atención se concentra en los problemas típicos de las sociedades industrializadas (conflicto capital-trabajo, confrontación de los dos grandes sistemas socioeconómicos), en la segunda el horizonte se abre para atender al problema Norte-Sur (el subdesarrollo frente al desarrollo, sus mutuas relaciones). b) Las cuestiones socioeconómicas dejan espacio a los temas políticos y, en un momento posterior (sobre todo con Juan Pablo II) a los culturales. En el tratamiento de lo político se pone ahora el acento en el pluralismo consustancial a la sociedad moderna; en el cultural, a los sistemas de valores subyacentes a las formas de organización económicas y políticas, que actúan como legitimación de unas y otras. En ambos casos se busca definir, de modo más coherente con estas condiciones de la sociedad, cuál ha de ser el lugar a ocupar por la Iglesia y por los creyentes.
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c) Por último destaca la perspectiva cada vez más internacional que adopta el tratamiento de todos los problemas, con la conciencia de que la globalización es un factor determinante en cualquier cuestión de nuestro tiempo. 2º) En relación con el sujeto eclesial
La eclesiología conciliar supone, entre otros aspectos, una atención nueva a los laicos, cuyo protagonismo y responsabilidad en estas cuestiones se reconoce, al menos en principio. La presencia de la Iglesia en la sociedad conecta directamente con la vocación cristiana, y ésta es común a todos los miembros de la comunidad eclesial, aunque luego se realice de forma diferenciada. Los laicos tienen una responsabilidad propia, que no los reduce a meros ejecutores de directrices emanadas de la jerarquía, sino que los hace autónomos en sus opciones, aunque éstas supongan un discernimiento serio y atento a la tradición doctrinal de la Iglesia. A la jerarquía corresponde, en coherencia con el papel de los laicos, no sólo la tarea tradicional de iluminar doctrinalmente las opciones de éstos, sino también la de animarlos pastoralmente a hacer efectiva esta presencia. A la clásica función doctrinal hay que añadir la función pastoral , entendida como animación de la comunidad. 3º) En relación con el método
a) En la primera época predomina el método deductivo, que parte de los grandes principios y desciende hasta las concreciones. En la segunda época hay una clara preferencia por el método inductivo, que arranca del análisis de la realidad, para elevarse luego a las directrices y a los principios. b) Casi como una consecuencia de lo anterior, al uso casi exclusivo de la mediación de la filosofía sucede un recurso creciente a las ciencias sociales, más adecuadas para el análisis y la interpretación de la realidad. c) Todo esto no implica un abandono de la filosofía, pero sí se constata novedades en el uso de ésta: se pasa de la preferencia por una filosofía de corte esencialista (basada en la naturaleza humana) a una filosofía más personalista. d) De la insistencia en lo estrictamente doctrinal, tan marcada en las formulaciones de los primeros documentos, se evoluciona hacia una
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comprensión más amplia –que incluye los principios de reflexión, las normas de juicio y las directrices de acción–, donde se percibe el eco del método de “ver, juzgar y actuar”. e) Si los primeros documentos mantenían sus reflexiones en el terreno de una ética natural (frecuentes alusiones al derecho natural), en la época reciente hay una mayor atención a la reflexión teológica, que no supone el abandono de aquélla como el instrumento más útil para el diálogo con la sociedad moderna, pero tampoco quiere prescindir de la aportación específicamente cristiana y evangélica a la resolución de estos problemas. f) Del recurso convencido a una autoridad que debe ser escuchada por todos como intérprete autorizada de la ley moral natural, se pasa a una Iglesia que se presenta en medio de una sociedad laica y plural y ofrece su rica experiencia histórica y el compromiso generoso de sus miembros. Los grandes momentos del proceso
Todavía es posible afinar más la presentación anterior de dos grandes etapas y fijar de forma más pormenorizada los pasos del proceso. Cabe hacerlo deteniéndose brevemente en cada uno de los pontificados desde León XIII hasta Juan Pablo II. El pontificado de León XIII (1878-1902)
León XIII es considerado el iniciador de la Doctrina Social de la Iglesia. Al llegar al papado encuentra una Iglesia profundamente distanciada de la sociedad. Su tarea doctrinal está inspirada por el objetivo “político” de tender puentes con este mundo de finales del siglo XIX. A pesar de que sus documentos sobre cuestiones filosóficas y políticas son más numerosos, siempre en polémica con el liberalismo, León XIII ha pasado a la historia por su gran encíclica social, la Rerum novarum (1891). En ella se parte de una profunda inquietud ante la miseria creciente del mundo obrero, y se aportan pistas para afrontar la cuestión social, que suponen el rechazo frontal del socialismo de su época, pero también profundas correcciones al modelo vigente inspirado por el liberalismo.
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Doctrina Social de la Iglesia
El pontificado de Pío XI (1922-1939)
Tras un paréntesis de dos pontificados –Pío X, menos atento a las cuestiones sociales y con tendencias restauracionistas marcadas, y Benedicto XV, absorbido por la primera guerra mundial y sus urgencias–, Pío XI se encuentra una sociedad metida de lleno en la crisis del capitalismo liberal (que ha evolucionado hacia un capitalismo cada vez más monopolista), con un fuerte malestar social derivado de las crisis económicas, que amenaza la misma estabilidad de las incipientes democracias europeas; a ello se une el nacimiento y expansión de los fascismos, alarmante por las pretensiones que sostienen; como último elemento, el modelo comunista, ya establecido y medianamente consolidado en la Unión Soviética, se ofrece como una alternativa viable para el capitalismo occidental en descomposición. Pío XI busca, en Quadragesimo anno (1931), ofrecer ya una alternativa más global a los dos sistemas socioeconómicos vigentes. En esto avanza sobre León XIII. Pero la solución propuesta, el corporativismo, tendrá una vida bien efímera por su cercanía con el fascismo (aunque las diferencias sean sustanciales), a cuyo fracaso no logrará resistir. Al mismo tiempo, y sin abandonar el carácter polémico que caracteriza a todos los documentos sociales de la Iglesia antes de Juan XXIII, se toma posición muy crítica frente a los totalitarismos de todo signo, tanto el fascismo como en comunismo. El pontificado de Pío XII (1939-1958)
Elegido Papa pocos meses antes de que estallase la segunda guerra mundial, su pontificado está enmarcado por la guerra y la reconstrucción posbélica. Los temas socioeconómicos comienzan a ceder terreno en favor de los políticos. Y la preocupación principal de su abundante magisterio –aunque Pío XII no llegó a publicar ninguna encíclica social– fue la elaboración de unas bases para la convivencia social que eliminasen definitivamente la posibilidad de modelos autoritarios o totalitarios. Esto le puso en la vía de conducir a la doctrina de la Iglesia hacia una aceptación de principio de la democracia, ante la que tantas reservas había mostrado en tiempos anteriores. Este modelo de convivencia para los pueblos no podía tener otra base que el reconocimiento de un orden moral objetivo, al que hubiera de someterse todo poder político, y cuyo fundamento estuviese directamente en Dios.
Introducción
En estas preocupaciones Pío XII sintonizó con las líneas de convergencia de todos los pueblos tras la tragedia de la segunda guerra. Es más, avanzó en la misma dirección que la Organización de Naciones Unidas, entre cuyos primeros frutos se cuenta la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Paradójicamente, sin embargo, nunca llegó a darse un reconocimiento recíproco de esta sintonía. El pontificado de Juan XXIII (1958-1963)
Juan XXIII fue considerado inicialmente como un Papa de transición. Pocos Papas, sin embargo, habrán dejado una huella tan indeleble en la historia de la Iglesia. Quizá no tanto por lo que él hizo directamente cuanto por lo que propició. Del Concilio Vaticano II y de su incidencia en la Doctrina Social de la Iglesia ya sabemos lo esencial. Pero también Juan XXIII fue autor de dos grandes encíclicas sociales –Mater et magistra (1961) y Pacem in terris (1963)–, una producción considerable si se tiene en cuenta la brevedad de su pontificado. En él aparece ya un estilo nuevo, no de confrontración, sino de diálogo, que impregnó toda su actividad papal y se transfundió a casi toda la Iglesia. En la primera de esas dos encíclicas se manifiesta ya un cambio de sensibilidad para captar las nuevas dimensiones de la cuestión social, el problema multiforme de las desigualdades económicas y sociales en sus diferentes niveles de expresión. La segunda, publicada semanas antes de su muerte, ha sido considerada por muchos como su testamento espiritual. Es el primer documento eclesial dirigido “a todos los hombres de buena voluntad”, como signo de que la Iglesia busca la colaboración con personas con las que, si no comparte la fe, comparte al menos la preocupación por la persona humana y por la convivencia social. El influjo del pensamiento social de Juan XXIII sobre el Concilio, especialmente sobre la constitución Gaudium et spes , es difícil de ignorar. En ella se ofrecen respuestas a los problemas más acuciantes de la humanidad en los años 60, pero con una conciencia nueva del lugar que corresponde a ésta en la sociedad moderna y del sentido de su aportación. El pontificado de Pablo VI (1963-1978)
Pablo VI hizo de la puesta en práctica del Concilio el eje de todo su pontificado. Su pensamiento social está marcado por su profundo
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humanismo, según el cual lo cristiano no exige la negación de lo humano, sino su profundización: lo más auténtico de la condición humana está en su capacidad de abrirse a Dios y a la persona de Jesucristo. En sintonía con este rasgo, Pablo VI destaca también por su confianza en la persona concreta, en su capacidad para discernir responsablemente la mejor respuesta a la llamada de Dios en cada situación. Pablo VI fue quien más lejos llegó en sacar las consecuencias de las intuiciones más nucleares y novedosas del Concilio en todo lo relativo a la presencia del cristiano en la sociedad. Esto fue la clave de su actividad en unos años en que la Iglesia busca respuestas a los dos grandes retos de su tiempo: la secularización y las desigualdades. Si a esta segunda cuestión dedicó su única encíclica social, la Populorum progressio (1967), a la primera consagró una parte considerable de sus energías: primero, con la carta Octogesima adveniens (1971), que abre nuevos cauces para la presencia de los cristianos en los movimientos nacidos de ideologías poco compatibles con una visión cristiana de la vida; más tarde, con los dos sínodos universales de 1971 (justicia) y 1974 (evangelización), que permitieron una rica reflexión para integrar adecuadamente el compromiso en favor de un mundo más justo dentro de la misión evangelizadora de la Iglesia, y no como un mero apéndice a su actividad. El pontificado de Juan Pablo II (1978-...)
Siguen en pie los dos grandes desafíos del pontificado anterior, incluso más agravados. Pero con un nuevo rasgo envolvente: la globalización, económica y también cultural. Tras la caída del muro de Berlín, la crisis del Estado de bienestar y la incapacidad de socialismo para crear un modelo propio, parece que no queda más alternativa que el capitalismo puro de dimensiones mundiales y la cultura que en su seno se genera y potencia: de la eficacia inmediata, de la competitividad exacerbada, del consumo como horizonte último, del individualismo que se manifiesta hasta en nuevas demandas religiosas. Más aún, todo esto se afronta ahora desde un ambiente nada ilusionado, muy distinto del que se vivió en la Iglesia del posconcilio y en toda la sociedad de los 60: ahora domina la pérdida de interés por los grandes proyectos colectivos y el refugio en las satisfacciones individuales a corto plazo. Juan Pablo II lanzó pronto su consigna de nueva evangelización, que pretendía una renovación de la sociedad inspirada por el Evangelio, y
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que no estuvo ajena en determinados ambientes a una cierta nostalgia restauracionista. El deseo de que la visión cristiana de la vida (la antropología cristiana) impregne toda la cultura y la organización social, política y económica es una nota recurrente en su pensamiento social, que busca siempre los niveles más hondos (culturales o éticos) de las instituciones y de toda la vida de la sociedad. Es aquí donde Juan Pablo II ve el lugar en que la Iglesia ha de desarrollar su misión. Esta tónica la ha mantenido en sus tres encíclicas sociales: en Laborem exercens , antes de la caída del muro de Berlín, buscando una transformación de los sistemas socioeconómicos, capitalista y colectivista, basada en un mayor respeto a la persona del trabajador y en una más efectiva participación de éste en la empresa; en Sollicitudo rei socialis , proponiendo un sistema alternativo de valores, en que el afán de ganancia y la sed de poder dejen su primacía a la solidaridad, que permita unas estructuras mundiales menos discriminatorias; en Centesimus annus, una vez ya caído el muro de Berlín, haciendo el análisis del único sistema superviviente, el capitalismo, para criticar nuevamente en él el universo de valores que lo sustenta y, especialmente, la forma de entender la libertad. Conclusión
El recorrido ha sido rápido. Pero eso ha permitido captar mejor el carácter procesual de la Doctrina Social de la Iglesia. A través de todo él preside una preocupación: cómo hacer más humana la sociedad a todos sus niveles, cómo garantizar un mayor respeto de la persona y de sus derechos. Todo esto no es sólo tarea de otros grupos sociales o políticos; es también responsabilidad de la Iglesia. Y no como una actividad más, añadida a otras muchas o reservada a pocos, sino como un elemento constitutivo de la misión de la Iglesia, que marca la existencia de todos los creyentes. Bibliografía ANTONCICH, R. y MUNÁRRIZ, J. M., La Doctrina social de la Iglesia ,
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