Brunita Rojo

August 7, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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CAPÍTULO I LO QUE CUENTA EL CARDÓN El silencio desciende por la falda de un cerro de arcilla rojiza, cubierto con un poncho que le tejieron las arañas en el telar de los cardones: las espinas. Este silencio de la puna1 es cetrino, tiene los ojos pequeños y oscuros como brasas sin lumbre y, al caer la tarde, baja de sus ocultas moradas en los guancares 2 para dialogar con el Cardón. Sus ojotas3 no tocan las piedras y apenas si rozan los negros airampos4. Baja al tranco, despacio, es muy viejo y siempre anda solo. En mitad de la ladera se detiene y se inclina ante el Cardón, que es muy alto y grueso. Los años, el viento, los duros inviernos, lo han cubierto de marcas y arrugas. El silencio acaricia sus largas espinas como si fuesen cuerdas de charango. Con voz profunda, arrastrando las erres y silbando las eses, habla el Cardón: Hoy has tardado mucho. Creí que no vendrías. Yo no falto a esta cita bien lo sabes -respondió el Silencio. ¿Qué cuentan, amigos? –interrumpió el Viento, dando un rápido giro alrededor del Cardón. Ya sabes que no podemos hablar los dos al mismo tiempo – rezongó el Silencio, con un mohín que expresaba su inocultable desagrado. El Viento se alejó riendo rumbo a la quebrada. La voz del Silencio pareció un lamento de quena cuando se dirigió al Cardón: Debes tener noticias muy interesantes. Mientras me paseaba por allá –y señaló las cumbres que eran ya líneas contra el cielo turquesa-, he visto a una pastora que no conozco. Y eso que sé de la vida y la muerte de todos los pobladores de la región. Sí, tú lo sabes todo, puedes ir donde quieres…En cambio yo estoy clavado en la tierra. Sin embargo desde esta ladera domino la quebrada y sé muchas cosas. Por eso he venido. Háblame de la pastora. ¡Ah, sí, la pastora! –suspiró el Cardón. 1 Puna: Tierra alta, cercana a la cordillera de los Andes. Dícese también del terreno yermo, raso y desolado. Se le da, asimismo ese nombre al soroche o mal de la montaña. 2 Guancar: Formación arenosa de ciertos cerros que con el viento produce extraños sonidos que remedan lamentos. Los naturales de la puna le tienen un temor supersticioso y creen que allí mora el diablo. 3 Ojotas: (Ushuta). Sandalia rústica hecha de cuero sin curtir que protege la planta del pie y se asegura entre los dedos y el tobillo con tientos de cuero. 4 Airampo: Planta rastrera de la familia de las cácteas.

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El viento se acercó velozmente envuelto en un hálito frío. El silencio se impacientó porque al rozar las espinas del Cardón, el Viento las hacía quejarse como dulces quenas. ¿Te acuerdas del rancho que el invierno pasado abandonó la vieja Florinda? – preguntó el Cardón. Sí, claro que me acuerdo. La vieja Florinda se fue a la ciudad porque el viento la enfermó –comentó el Silencio alzando la voz para que el Viento lo escuchara. Yo no la enfermé –protestó el Viento. Voy y vengo por las quebradas y los cerros y no tengo la culpa que haya gente que apenas come, que haya viejos que no tengan quien los cuide. Y si alguien la enfermó no he sido yo, sino el frío. Dicho esto se alejó con gesto ceñudo saltando sobre sus largas piernas. El Silencio y el Cardón callaron. De las piedras inmóviles, sobre cuya lisura los siglos han tendido piel sobre suave piel, surge un relumbre rojizo, como el último reflejo extraño del sol, ya invisible detrás de las montañas. Sólo las nubes altas retienen los destellos finales. El ropaje verde oscuro del Cardón comienza a aparecer negro. En los extremos agudos de sus espinas, se demoran leves gotas de luz. Todavía no me has dicho nada de la pastora –insistía el Silencio.

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El rancho es aquel… Allí donde la quebrada se recoge en una bahía protegida, se tambalea un rancho de grises adobes con techo de tola5. Desde que se fue la vieja Florinda permaneció abandonado. Hasta anoche. Acurrucado inmóvil debajo de su poncho, el Silencio escucha. Ya he olvidado los años que tiene continúa el Cardón, pero si no estuviera protegido por el abrazo de la montaña, el Viento lo habría tumbado. Y no porque el Viento sea un desalmado, sino porque es tan viejo que sólo la costumbre lo mantiene en pie. Anoche una majada de cabras se detuvo delante del rancho; detrás de las cabras llegaron los burros y con ellos el padre, la madre y los chicos. ¿Y la pastora? También. La mayor es la pastora. Sus padres y sus hermanitos la nombran Brunita. ¿Brunita…? Sí, porque tiene la tez oscura, curtida. ¿Y cómo es? ¿Cómo quieres que sea? Es una niña, una coyita. Tendrá diez años, pero es retacona y flaquita. Eso sí, tiene los ojos grandes y la cara redonda; una boca fácil para la sonrisa y dura para la palabra. Esta acotación halagó al Silencio que no disimula su disgusto por los habladores. ¿Qué más…? No mucho… Ella cuida de sus hermanos y de las cabras. Esta tarde, temprano, anduvo por aquí con la majada. Y se sentó justamente ahí, sobre esa misma piedra sobre la que estás tú. ¿Y qué hacía? Nada. Miraba tristona por el embudo de la quebrada hacia el norte, que es desde donde vinieron. ¿Cómo lo sabes? Conozco a todas las familias que moran en la quebrada de Humahaca desde aquí a Volcán, por el sur, y desde aquí hasta Maimará, por el norte. Y a esta familia no la oí mentar hasta hoy. ¿Eso es todo? Puedes agregar que hay una nueva familia en Purmamarca. El Silencio no pudo disimular su desencanto. Lo que en verdad quería saber, es si la pastora se iba a quedar, de dónde venía y cómo era; pero por dentro, no por fuera.

5 Tola: Nombre de diferentes arbustos de la zona cordillerana. En la Puna se la utiliza como combustible y para techos y quinchados.

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Anda, cuéntame la historia de la niña. Yo sé que sabes más, mucho más de lo que has dicho. No, no es así, te equivocas. Quien realmente puede saberlo es el Viento. Pregúntale a él. El Silencio hubiese preferido conocer la historia de la niña por el Cardón. Le molestaba el Viento porque en la medida que éste intervenía, él quedaba anulado. La noche había extendido su poncho de barragán6 negro que los siglos han deteriorado. Tiene cada vez más agujeros y por ellos se asoman las estrellas. Algunos son tan grandes que permiten pasar la luna. El Silencio podía haber esperado hasta el día siguiente para enterarse por sí mismo y satisfacer sus interrogantes acerca de Brunita y su familia; pero la noche era larga y su paciencia corta. Y pese a que no hacía buenas migas con el Viento, fue en su búsqueda. El Viento que mora en la Quebrada de Humahuaca es un coya alto y flaco. Viste un poncho oscuro, hilachudo y polvoriento. Tiene el pelo desgreñado, largo quiscudo, de color ceniza. Todos los días se pasea por sus extensos dominios desde la siesta hasta la madrugada. Y nadie es más temido. De él depende la lluvia y la sequía, la tormenta… Doblega a los árboles. Su poder es casi tan grande como su sabiduría. Sólo el Silencio sabe más. Porque aunque el Viento viaja mucho y conoce hombres y pueblos, el Silencio está detrás de todas las palabras y en el fondo de cada pensamiento.

6 Barragán: (O barracán). Tela rústica tejida en telares caseros. Gruesa y áspera.

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CAPÍTULO II LO QUE CUENTA EL VIENTO El Cardón no les hubiese perdonado nunca que se quedasen lejos de él, sin darle participación en la historia de Brunita. Así es que reunidos junto a él contó el Vientoacuantoasabía: Brunita vivía con sus padres y sus hermanos en el Moreno. Allí nació. En los meses menos fríos iban a los salares después de la lluvias, a cortar panes de sal. Cargaban con ellos los burritos y las llamas y emprendían el camino hacia Jujuy. Días y días de marcha, leguas y leguas, mascando coca para no sentir sed, para mitigar el hambre, por sendas áridas, por rutas desiertas; durmiendo en el lecho del río sobre cueros de ovejas, sin más abrigo que ponchos gastados por el uso, comiendo mazamorra y mote... Caminando en silencio al paso de las llamas, tardaban doce días en llegar a la ciudad de Jujuy. Allí cambiaban los panes de sal por azúcar, harina, alguna ropa… Vivían de ese trueque. Los panes de sal se utilizan en las fincas y en los tambos para aquerenciar la hacienda. Hasta que un día Brunita enfermó. Y ni el famoso curandero Serapio Vilte, muy mentado en toda la extensión de la Quebrada por su sapiencia para curar con yuyos y brebajes cualquier tipo de mal, pudo conjurar la enfermedad de la niña. Tosía continuamente y enflaquecía con alarmante rapidez. Eso decidió a sus padres a buscar un clima más benigno. En Purmamarca el aire es saludable y como está a menos altura que el Moreno, hace menos frío. Don Demetrio Pantoja, el padre de Brunita, cambió las llamas por cabras y abandonaron la puna, quebrada abajo. Casi a la entrada de la quebrada de Purmamarca los alcanzó la noche. Por suerte encontraron a pocas cuadras el rancho abandonado. Justo a tiempo, porque el frío arañaba las carnes. Mientras Demetrio inspeccionaba el rancho, la pequeña majada de cabras y la reducida recua de burros se arremolinaron alrededor de Martina y de sus hijos que, de cuclillas, esperaban pacientemente la decisión del tata. Y Demetrio, después de entrar y salir varias veces del rancho, de convencerse que estaba abandonado, concluyó que no debía tener dueño. ¿A quién podía servirle un rancho en ruinas…? La pirca de los que alguna vez fueron corrales estaba derruida. El techo de tola tenía agujeros por los que la lluvia había entrado a sus anchas, dejando un vaho de vieja humedad y un hálito de irremediable vetustez. Y de no mediar el respaldo de la montaña ya se habría desplomado. Desde fuera se lo veía inclinado como a un viejo cansado y solitario. Demetrio se dijo que era probable que aguantase una noche más. Después lo iría arreglando poco a poco. Mientras tanto, y si Brunita mejoraba su salud, se vería si podían quedarse a vivir allí. Así la familia Pantoja se instaló en el rancho que habitara, por años, la vieja Florinda. Esa misma noche Martina encendió fuego y Brunita encerró, como pudo, a las cabras.

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El humo fue la primera señal. Y por los cerros y los huaicos, por el lecho del Río Grande, de cardón en cardón, de piedra en piedra, al ras de los airampos pegados a la tierra, volando por los aires, corriendo en las polvaredas de los caminos se extendió la noticia que el Viento ayudó a difundir. El rancho de la vieja Florinda ya no está abandonado.

CAPITULO III BRUNITA El Viento despertó al cardón y sacudió al Silencio cuando todavía el Alba, aterida, envuelta en girones de bruma arrebolada, transitaba descalza por el lecho del río: ¡Miren, miren, la pastora! Restregándose los ojos y seguida por el Sueño que le hacía muecas de burla, Brunita se encaminaba pata pila7 al corral. Las cabras balaron largamente al verla acercarse. Brunita solo atendía a un balido y hacia él encaminó sus pasos como una sonámbula. Las cabras la rodearon. Ella tenía ojos solamente para un cabrito negro que corrió a su encuentro, tembloroso. Brunita lo alzó y apretó contra su pecho. Negrito es guacho. Y Brunita se hizo cargo de él desde que era muy pequeño. Para ella es como un hermanito más, pero también algo así como un juguete vivo, como la muñeca que nunca tuvo. Le habla y lo mima y el cabrito le responde con balidos trémulos, suaves, entrecortados, que expresan su alegría. Las cabras, arremolinadas en torno a Brunita la empujan, se refriegan en sus piernas. ¿Qué les pasa? ¿Tienen hambre? ¿Quieren salir hacia ese mundo nuevo 7 pata pila: Descalza. Andar en patas es andar descalzo.

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que huele a pastos verdes…? La niña quita las ramas y la majada sale en pos de ella. Vienen hacia aquí musita emocionado el Cardón. Las cabras trepan gozosas la ladera. Brunita queda rezagada. Cuando está cerca del Cardón se sienta sobre una piedra y deja en libertad a Negrito. El recental no se aleja de ella y la mira, esperando. El Silencio se acerca a observarlos. Ya va, aurita no más te via dar la leche dice la pastora. Negrito agradece con un suave topetazo en sus rodillas. Brunita lo levanta y lo abraza. Negrito se deja mimar, se queda quietecito en el regazo de la niña. Mirando hacia allá, hacia lo lejos, hacia donde la quebrada se abre al camino, y más allá aún, hacia donde empieza la montaña que ciñe al río, Brunita canta suavemente: De nieve, de sal y espuma Su corazón está triste vidalitá, vidalitá, tiene mi niño el pelaje. y su pecho acongojado Y en sus ojitos hay bruma desde muy lejos viniste vidalitá, vidalitá, porque sin madre lo traje. y su tierra no ha olvidado. El Silencio se ha acercado tanto a la pastora para escucharla, para mirarla, que su poncho roza la piedra sobre la que está sentada. El Cardón hace esfuerzos para sobrepasar su propia altura y el Viento, arrastrándose entre los airampos, se aproxima para tocar a la niña. Pero ella no los ve. No puede verlos. Siente sin embargo, el hálito frío del Viento y se estremece. El Silencio le hace un gesto de reproche al Viento y éste se aleja. ¿Qué pasa? pregunta el Cardón. Nada explica el Viento, en cuanto me le acerco, tiembla. No la toques, entonces. El Silencio regresa junto a sus amigos. ¿Y… qué tal la pastora? Es una runita chura8; pero está triste opina el Silencio. Ya se aquerenciará sentencia el Cardón. 8 Runa: Rústica. También significa gente. Chura: Linda. Donosa, simpática. De modo que la combinación Runita chura, significa muchacha agraciada.

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CAPITULO IV BRUNITA VA A LA ESCUELA Aprovechando los calores del verano el padre de Brunita trabaja afanosamente en la reparación de los corrales. Piedra a piedra, acarreadas desde la cercana playa del río, reconstruye las paredes de pirca. Después, valiéndose de totoras encontradas junto a las vías del ferrocarril y ayudado por Brunita, arregla el techo. La niña y el padre hacen numerosos viajes por día al totoral hasta que no queda ningún agujero que tapar. Finalmente Demetrio apuntala los horcones que sostienen el alero y repone, con una verdadera masa de barro y paja, las fisuras abiertas en las paredes, cubriendo y alisando las grietas. Con la leche de cabra Martina hace quesillos que Brunita vende en la estación de Purmamarca al paso de los trenes. Con la leche alimenta a los niños. Y los días transcurren felices. Sienten el rancho como propio. Demetrio ha resuelto sembrar maíz. Ahora sonríe y su sonrisa se refleja en los hijos. Los niños sonríen, también, y juegan entre ellos y con las cabras. Todas las mañanas Brunita recorre con la majada la ladera de los cerros cercanos. La conocen los cardones de la montaña, los cardones del valle y los del huaico. Y el Viento con sus trenzas oscuras y su pollera clara. Toditos los días hace las mismas cosas en silencio y sin prisa porque aquí el tiempo no apremia a nadie. Su lugar preferido sigue siendo la enorme piedra que el tiempo ha fijado al lado del Cardón. Suele pasar horas mirando hacia el río. Cuando el sol ha corrido al frío de los amaneceres el Cardón la protege con su sombra. Ella siente que la ampara y algunas veces le parece escuchar voces. Pero ¡qué va! Ha de ser el Viento rasgueando las espinas. Y aquella tarde desde allí, desde la sombra larga del Cardón, Brunita intuyó que era por ella. Y era por ella. Vino una maestra y le dijo a su tata que Brunita debía ir a la escuela; que ya tenía edad para aprender a leer y escribir; que la ley de educación… Los padres de Brunita no habían ido a la escuela y Demetrio pensaba que era una desgracia ser ignorante. Entendió que la maestra quería el bien de la niña y le prometió que la enviaría al día siguiente. Brunita se apenó cuando lo supo. Le parecía que la escuela no era para ella; que siendo pastora le bastaba con saber cuidar de sus cabras. ¿Para qué tenía que saber contar una pastora, o leer…? Si ella conocía una por una a sus cabritas. Por el pelaje, por la pequeña historia de cada día en la majada, en el ordeño, en el pastoreo… Pero a Demetrio, su tata, se le había metido entre ceja ceja que debía ir a la escuela y así quedó resuelto.

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Esa mañana se levantó cuando el Alba empezaba a descender muy lentamente desde las cumbres más altas. Buscó a Negrito, lo alzó y corrió a refugiarse junto al Cardón. Ir a la escuela la obligaba a separarse por horas de sus cabras, a dejar a su preferido. Aunque a lo mejor, con el tiempo, la dejaran llevarlo con ella. ¿Podría molestar en la escuela un cabrito guacho…? El Viento la sacudió con una ráfaga fría. Ya había amanecido. Brunita regresó al corral para ordeñar a las cabras. Los animalitos saludaron con alegría. A ella le pareció que esa mañana era más cariñosa que otros días. Seguramente ya sabían lo que pasaba, por más que ella no les hubiese contado nada para no apenarlas. Después, a la hora del pastoreo, se iban a dar cuenta. ¿Quién iba a cuidarlas? Porque el tata y la mama tenían muchas cosas que hacer. De seguro que las dejarían libres para que se rebuscasen como pudieran. ¿Y Negrito…? Todavía era muy chico para dejarlo solito su alma… Vaya no más, que yo termino la interrumpió su tata. La escuela no estaba muy lejos. Purmamarca es pequeña y recatada como el corazón de algunos frutos. El Viento iba con ella y le hablaba, pero el lenguaje del Viento, que entendía muy bien el Cardón y el Silencio, no era comprensible para Brunita que iba temblando, pero no de frío, sino de angustia, de melancolía y hasta de temor por ese ámbito desconocido que era la escuela; preocupada por Negrito, que quizá ya estaría extrañándola. Con unos deseos enormes de volverse, de no llegar nunca, de extraviarse, inclusive. Y de pronto la vio. Ahí está la escuela. Un caserón de adobes pintado de blanco con techo de tejas. Desde el amplio portal se ve el gran patio rodeado por una galería a la que se asoman, una al lado de las otras, las aulas. Es un edificio vetusto. Las paredes anchas, panzonas, blanqueadas a la cal, resplandecen a la luz del sol. Un puñado de niños que Brunita no conoce, se apeñusca al calor inicial de la mañana. Ella se pega a una de las columnas tratando de no ser vista y espera inmóvil. La maestra, la misma que fuera a buscarla, con un delantal más blanco que las paredes, toca la campana. Los niños forman. Brunita permanece en el mismo sitio.

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A ver, vos, vení era una maestra joven quien la llamaba. Pero Brunita parecía pegada al piso. La maestra se le aproximó: ¿Cómo te llamás? Nada. Si le hubiese preguntado a la columna la respuesta hubiese sido la misma ¿No sabés hablar…? Bueno, no importa. Vení. Pero Brunita no fue. La maestra la tomó por los hombros con suavidad y firmeza y la obligó a seguirla. Entraron en una habitación grande con tres hileras de bancos, en pizarrón negro y retratos en las cuatro paredes. ¿Cómo te llamás? La niña no movió ningún músculo de su cara. Permanecía con la cabeza gacha, mirando, obstinadamente, las manchas de tinta y las rayaduras del pupitre. La maestra no insistió. Cuando estuvo segura que nadie la observaba, levantó la cabeza y comenzó a mirarlo todo. Le llamaron la atención el pizarrón negro cruzado por finas líneas verdes y dos retratos que colgaban de uno y otro lado. Ella no conocía a esos señores. Lo único que logró cambiar su expresión y encender una punta de luz en sus ojos, fue la taza de mate cocido que sirvieron a media mañana. También los demás chicos parecieron alegrarse. Charlaban más y en tomo más alto; Brunita miró por primera vez a la maestra. Tenía una tez muy blanca y el cabello muy negro. ¿Cómo te dicen en tu casa? volvió a preguntarle. En voz muy baja, sin alzar los ojos hacia ella, pudo responder: Brunita Brunita… ¡Qué lindo nombre! Parece de cuento.

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CAPITULO V COYA CABEZA DURA A medida que pasaron los días se fue acostumbrando a la vida de la escuela y comenzó a jugar con los otros chicos a la pillada, a la gallina ciega, a las esquinitas, a saltar la piola, al rango… Aprendió a sonreír y a dialogar con sus compañeritos. Una mañana lluviosa Brunita llegó completamente mojada. La maestra le hizo un tazón de mate cocido acompañado con galleta marinera y después le dio un delantal tan blanco como la puya-puya9. Aunque le castañeaban los dientes de frío, Brunita estaba contenta, tan contenta como no lo había estado nunca antes de ese momento. Si no lo demostraba era sólo por ser coya. La mañana se oscureció por la tormenta. La lluvia caía en remolinos densos. Y quizá por eso mismo el delantal de Brunita y su sonrisa parecían más claros y brillantes. Habían concurrido muy pocos alumnos. Brunita era la única en su grado. Por eso la maestra pudo dedicarle todo su tiempo. Por primera vez le habló de Sarmiento y con voz dulce y queda susurró para ella: “La niñez, tu ilusión y tu contento la que al darle el saber le diste el alma…” Para Brunita “el alma” fueron, desde aquella mañana, el delantal blanco y la tierna voz de su maestra musitando el Himno a Sarmiento. El Viento jugaba una ronda con el Silencio alrededor del Cardón. El Frío, para ahuyentarlos, se había puesto guantes de cristal. En el corral de las pircas bailaban las cabras y en el rancho, con los ojos muy abiertos y el oído alerta, Brunita no podía dormir. Sentía que los balidos le dolían como puntadas en la piel y en el corazón. Hasta que no pudo más. De una carrera fue hasta el aprisco, alzó a Negrito y se lo llevó a dormir con ella. Al rato el calor del cabrito unido a su calor le trajo el sueño y se durmió con una sonrisa feliz en los labios. A la mañana la nieve cubría los cerros, la quebrada, los ranchos y los árboles. Los cardones parecían monjes cubiertos por largos hábitos blancos. Brunita fue a la escuela corriendo para quitarse el frío. Tanto corrió que fue la primera en llegar. Al toque de la campana la asistencia era completa. Ningún chico se hubiese quedado en el rancho. Todos querían ver y tocar. Porque aunque los inviernos son fríos en Purmamarca, muy rara vez nieva. Excitados por la novedad, estaban pendientes del recreo para jugar con ese elemento que veían por primera vez. No podían creer que la nieve era agua. Cómo podía ser. El agua corría, no se podía retener en las manos, salvo como humedad. 9 Puya: Planta pequeña de la puna que da flores muy blancas y perfumadas.

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En tanto que la nieve se podía retener en puñados que se pegaban a la piel dejando una sensación extraña. Entre el frío y el temblor de lo fugaz. ¿Esto es gua, señorita…? Y los chicos reían con ingenua incredulidad. No duró mucho la risa. Los puñados de nieve guardados en los bolsillos desaparecieron y, en su lugar, se veían manchas y la tela estaba mojada. Como hacía mucho frío las maestras sirvieron el mate cocido antes de empezar las clases. Después sí se podía enseñar. Las caritas de los niños se habían teñido como manzanas maduras. Pero los ojos seguían yéndose afuera. Allá, en los tolares, la nieve remedaba vellones de lana. Como si hubiese pasado una numerosa majada de ovejas de motas blanquísimas. A Brunita le costaba aprender. Los palotes le salían torcidos, como ramas nudosas y siempre le quedaban por encima o por debajo de las rayas de la hoja. Su mano era torpe, lenta; pero además sucia. Y esa mañana la maestra la reprendió: ¿Por qué tenés el cuaderno tan desprolijo? ¿Y las manos…? ¿Es que no sabés lavarte…? Brunita no respondió. Sintió que la sangre se le agolpaba en su rostro y se puso rígida, arisca. Hay que lavarse todos los días. Y cuidar el delantal. Mirá cómo lo tenés. Nada. Brunita parecía una pared: sorda e inexpresiva. A decir verdad, la maestra tenía razón. Brunita era desaseada. Pero no tenía la culpa de serlo. Nadie le había enseñado a ser pulcra. En los ranchos no hay baños, ni comodidades y las acequias llevan el agua muy fría. La maestra no insistió. Quizá había sido demasiado severa y para suavizar la tensión quiso enseñarle a escribir la palabra mamá. Pero Brunita estaba empacada y no quiso escribir ni contestar. Al fin, descontrolada, la maestra exclamó: ¡Sos una coya cabeza dura! Brunita alzó los hombros y permaneció en el banco como si nada.

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Mientras regresaba al rancho el Viento correteaba a su alrededor y susurraba: Brunita es una coya cabeza dura… Brunita es una coya cabeza dura… Ella apresuró el paso. El Viento, desde la falda del cerro, repetía para que los cardones escuchasen: “Brunita es una coya cabeza dura…” Brunita corrió al corral y abrazándose al Negrito lloró silenciosamente.

CAPITULO VI LO QUE CUENTAN LAS TOTORAS Al Viento le gustaba acariciarlas. Sus altas varas, terminadas en cilindros como de terciopelo marrón, danzaban suavemente. Y siempre parecía estar hablando en voz muy baja. O cantando tonadas inaudibles. Conocieron a Brunita cuando la niña ayudaba a su padre a remendar el techo. Y les llamó la atención porque era calladita y humilde. También la niña las recordaba porque nunca le había reprochado por cortarlas para el techo del rancho. En cambio la maestra… Y se apareció entre ellas con Negrito en los brazos. Parecía muy triste y los churretes de sus mejillas revelaban que había estado llorando. ¡Cómo hacer para borrar las lágrimas de la niña! ¿Qué hacer para entretenerla, para llamar su atención…! El Viento iba a ayudarlas. A pedido del Cardón corrió en su ayuda. Disfrazado de brisa bajó por el camino y se mezcló entre las totoras, hamacándose graciosamente. Brunita sintió la caricia leve del totoral y levantó la vista. Hasta ese momento había permanecido con la cabeza hundida entre los rizos suaves del cabrito, que se mantenía muy quieto entre sus brazos. Y empezó a mirar y, a poco, a ver. Por entre las totoras que se balanceaban a derecha e izquierda descubrió del otro lado del camino, a un pato chamuco 10 en el momento de posarse. Prestó atención. En un breve instante el pato desapareció de su vista. Si un pato bajaba allí debía haber agua. Porque cuándo y dónde se han visto patos en terrenos secos… ¿Vamos a ver, Negrito…? Y cruzó el camino a la carrera. Parpadeó sorprendida. Mirá, Negrito, mirá. Parecían, parecían… Sí, eran… Eran berros. Flotaban sobre el agua clara. En ese momento prestó atención. Entre la base del cerro y el camino se había formado una muy pequeña laguna; pero no de aguas quietas. Una ligera corriente se dirigía a 10 Pato chamuco: Pato salvaje con plumaje de color negro

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la ruta y era orientada, por un desaguadero hacia las tierras bajas, del otro lado del terraplén. Pero si el agua salía, tenía que entrar por alguna otra parte. De lo contrario no se remansaría… Empezó a buscar con la mirada. Hacia el cerro la vegetación ocultaba un pedazo del jagüel. ¿Jagüel…? “Mañana le via preguntar a la señorita cómo se llama a… bueno, cuando el agua entra y sale, pero antes de salir se remansa”. Se sonrió. “¡Qué tonta, remanso pues!” Igual, para estar segura, lo consultaría con la maestra. Vamos, Negrito. Se está haciendo tarde y mama se va afligir. Las totoras la vieron alejarse con expresión sonriente. Y el Viento, disfrazado todavía de brisa, se aquietó junto al Cardón. Había cumplido con su encargo. Es claro que una parte importante debió al totoral. Inesperadamente, Brunita volvió sobre sus pasos. Regresó corriendo a la aguada. Depositó a Negrito a la orilla y juntó brazadas de berro. “Mañana le via llevar a la señorita, pa que vea que…” El entusiasmo la hizo olvidar que los berros eran el argumento que reforzaría su pregunta. Señorita, ¿cómo se llama…? Porque en cuanto llegó al rancho se apresuró a comunicar su descubrimiento. Tata, ¿sabe que hay una lagunita con patos…? Demetrio la miró. ¿Le parece…? Sí, ahí mismo, frente al totoral. ¿Y qué anduvo haciendo por ahí…? Juntando berros. Pa la maestra se apresuró a aclarar.

CAPITULO VII DON CARLOS La maestra se quedó sin palabras cuando Brunita le ofreció el paquete de berros con las manos y el delantal limpios. Con los ojos humedecidos sólo atinó a besarla y la niña se sintió feliz, tan feliz, que también se quedó muda. Mientras tanto en la falda del cerro el Cardón y el Silencio disputaban con el Viento, a quien reprochaban las lágrimas de la pastora. ¿Qué tienen en mi contra? Por tu culpa lloró la pastora le incriminó el Cardón. ¿Cómo lo sabes? se sorprendió el Viento. Porque yo se lo conté se apresuró a aclarar el Silencio. No me han entendido. Lo que quiero que aclaren es cómo saben que yo la hice llorar.

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¿Lloró, no es cierto…? reiteró el Cardón. Pero no por mi culpa se defendió el Viento. ¡Ah! ¿No? chicaneó el Silencio. No. ¿Quién anduvo susurrando de un extremo a otro de la quebrada que Brunita es una coya cabeza dura…? Pero ella no me entiende y ustedes lo saben muy bien. Eso crees y sin embargo lloró. Si lloró enójense con la maestra, no conmigo, porque a ella sí la comprende. El Viento tenía razón. El Cardón y el Silencio no insistieron. Por otra parte, desde el rancho de Pantoja les llegó un jubiloso murmullo y el Viento se apresuró a acercarse para ver de qué se trataba. Había llegado Guanuco. Demetrio lo conocía desde que eran changos. Habían nacido en el mismo caserón. Sólo que Guanuco se marchó antes de ser hombre, en busca de otras posibilidades. Primero a Humahuaca, donde se enteró que funcionaba una escuela en la que se enseñaba a tejer en telares, después a Tilcara y a Jujuy y más tarde al Ingenio. Siempre volvía a ver a sus antiguos compañeros; pero no se quedaba mucho tiempo. Era un andariego infatigable, un buscador de nuevas perspectivas que añoraba su pueblo y sus amigos; pero repetía que no se quedaba porque no quería vivir como un pobre infeliz; allá en el Moreno sólo había sal, algunos tolares, algunos cardones y pura piedra. Y él no aceptó la suerte que Pantoja aceptó. Andar leguas y leguas para cambiar los panes por alimento y ropa. Y Demetrio lo escuchaba con reverente atención porque sabía mucho y de distintos temas. Gracias a que había recorrido una gran extensión de la provincia. Cuando Brunita regresó de la escuela, con la carita radiante porque se había reconciliado con su maestra, Guanuco comentaba las ventajas de irse al Ingenio a trabajar en la zafra. Y la niña escuchó embelesada lo que decía de los trapiches que trituran la caña, exprimiendo el jugo que será transformado en blanquísima azúcar. Pero lo que más la entusiasmó fue la chorvita. Una locomotora pequeña, exactamente igual a las máquinas que arrastran los trenes grandes, pero chiquitita, como de juguete, que remolca vagoncitos abiertos y playos que transportan la caña de los cañaverales a los trapiches. A Brunita se le agrandaron los ojos y se esforzaba por imaginar ese diminuto tren viboreando entre los cañaverales que no conocía. Salió corriendo rumbo al corral para contarle a Negrito cuanto acababa de escuchar. Con el cabrito en los brazos se sentó al amparo del Cardón y se dejó ir por la magia de los sueños hacia las tierras desconocidas de la caña de azúcar y las chorvitas de fantasía. El Silencio llegó muy excitado y sacudió al Cardón que contemplaba embelesado el arrobo de la pastora.

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¿Qué pasa? Viene don Carlos. ¡Vaya y eso qué! Trae malas intenciones… Hay que salvar a Brunita precisó el Silencio. ¿Salvarla…? Pero ¿y de qué? El Viento se anticipó con agudo silbo y envolvió a sus amigos y a la pastora en una polvareda blanquecina. ¡Qué suerte que la niña esté aquí! exclamó aliviado. El Cardón seguía sin entender la preocupación de sus amigos. ¿Me quieren explicar, de una buena vez, qué los preocupa? Observa. Hacia allá abajo. ¿Vés algo? Sí, un jinete que se acerca respondió el Cardón. ¿Sabes quién es? ¡Claro que lo sé! Lo que no entiendo es qué tiene que ver con Brunita. Pronto lo sabrás. Entretanto, hay que evitar que la niña regrese al rancho. Pero justamente esa era una cuestión irresoluble. Ninguno de los tres podía hacerse entender por la pastora. Y la impotencia puso agresivo al Cardón. ¿Por qué no dices de una buena vez lo que sabes? ¿A qué tanto misterio? le reprochó el Viento. Si así lo quieres… Hace un momento nomás, cuando don Carlos se preparaba a montar le gritó a su capataz: “Voy a ajustarle las cuentas a ese coya de m…”. ¿Las cuentas…? ¿Qué cuentas? intercedió el Silencio. Es lo que sabremos en seguida. Don Carlos detuvo el caballo frente al rancho. En el momento que golpeaba con violencia las manos, llamando, Brunita retornó a la realidad sobresaltada y sintió miedo. Fue como un escalofrío rápido que corrió por su espalda y endureció sus piernas. Apretó con fuerza el corderito contra su pecho y se encogió acercándose al Cardón hasta rozarlo, para no ser vista. Demetrio apareció sorprendido. Sin darle tiempo ni siquiera a saludar, don Carlos lo increpó: ¿Con qué permiso te has adueñado de este rancho y de estas tierras? ¿A quién has pedido autorización para plantar maíz y tener majada? No, patroncito, yo no me adueñé de nada. Como vi la tierra llena de yuyos y el ranchito sin nadie y casi cayéndose… ¡Eso a vos no te importa! lo interrumpió don Carlos Estas tierras y este rancho tienen dueño. ¿O vos te creés que el mundo es de todos? Yo no creía nada, pues patroncito. ¡Coya ladino! ¿Sabés quién soy yo? Y no, pues, señor. Yo soy don Carlos.

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Así ha de ser, pues, señor. Y al aceptarlo humildemente, con la mirada clavada en sus ojotas, su voz estuvo a punto de quebrarse en un sollozo. Él no tenía la menor idea de quién fuera don Carlos. Alguien le había dicho que el rancho fue abandonado por la vieja Florinda y nada más. No sabía nada más. Estas tierras son mías continuó don Carlos, desde el pie de ese cerro hasta el río y desde ahí hasta allá y con un gesto amplio abarcó con el cabo del rebenque toda la extensión que abarcaban los ojos asombrados, desorbitados, de Demetrio. Nosotros no sabíamos, señor alcanzó a balbucear. Bueno, ahora ya lo sabés. Si querés quedarte tendrás que pagar arriendo. Y si querés irte, también. La expresión de los ojos de Demetrio había pasado del azoramiento al temor. ¿Qué podía hacer él ante semejante poderío…? ¿Cómo es eso, pues, señor? preguntó tímidamente. Del maíz que cosechés la mitad será para mí. De las cabras con cría me vas a dar media docena y además tres burros cargueros, que me hacen mucha falta. Brunita no pudo escuchar más. En el rostro desencajado de su padre creyó ver la expresión de terror supersticioso que provoca la aparición de mandinga. Sigilosamente, agazapándose, comenzó a alejarse. Muy lentamente al principio y luego a toda carrera, emprendió el camino de la escuela con Negrito pegado a su corazón. El Cardón fue el primero en hablar. Había un temblor nuevo en su entraña de pulpa blanca y las gotas de rocío que la noche recién nacida comenzaba a acumular en sus espinas, parecían lágrimas a punto de caer: ¿Dónde está la pastora? El Viento la había seguido y lo sabía. Se refugió en la escuela por temor a que don Carlos le quite el corderito negro. Hay que hacerla volver insistió el Cardón. Ya lo he intentado, pero no me escucha se lamentó el Silencio. ¿Por qué no intentas tú? instó el Cardón al Viento. Sin responder, el Viento se alejó rumbo a la escuela. Y allí, en una esquina de su aula, estaba Brunita acurrucada en las sombras con el cabrito atesorado entre sus brazos. El Viento se hizo brisa y acarició a la niña. Brunita sintió que un hálito cálido la envolvía. Podés volver, don Carlos ya se ha ido le susurró el Viento. Tus padres no saben dónde estás. No los aflijas más. Ella no podía comprender el lenguaje del Viento; pero se sintió protegida y supo que el peligro de perder a su guacho había pasado, que las sombras la protegían y regresó junto a los suyos. La noche se hizo larga, dolorosa y sin palabras.

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Pero en el cerro el Viento, el Silencio y el Cardón permanecían desvelados por la excitación. ¡No puede hacer eso! ¡Con qué derecho va a apropiarse de la mitad del maíz, de seis cabras y tres burros! reflexionó el Cardón ¿Cómo, con qué derecho…? ¿No sabías que don Carlos es el dueño de más de media Purmamarca…? aclaró el Viento. ¿El dueño…? No entiendo. Es como si dijeras que yo también le pertenezco replicó el Cardón. Y claro que le perteneces! El Cardón se estremeció. Yo pertenezco a la tierra. Precisamente. Y la tierra es e don Carlos. La tierra y sus frutos. ¡Absurdo! Nosotros tenemos nuestras leyes y los hombres las suyas, eso es todo puntualizó el Viento. El Silencio, que hasta ese momento se había mantenido al margen del diálogo, opinó en apoyo del Cardón:

Para mí es absurdo, como ha dicho él. Nosotros no tenemos dueño. Tú, él, yo, las piedras, el río y el agua que lleva, la tierra, la luz y las estrellas, los pájaros y las flores, somos de todos, para todos. Como las estrellas. Nosotros estaremos siempre. Los hombres vienen y se van, viven y mueren… ¿Es que el sol, la luna, la lluvia pueden tener dueño…? Como en respuesta la noche encendió todas sus candelas. El Silencio retornó a su morada en los guancares y el Cardón dormitó inquieto, mientras el Viento enfurecido, se estrellaba inútilmente contra

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las paredes de piedra de la casona de don Carlos. Toda la noche embistió infructuosamente. El Alba lo vio alejarse derrotado.

CAPITULO VIII LOS DESHEREDADOS Digamos ahora que el Alba es la luz niña que se adelanta gozosamente al sol y, envuelta en nubecillas doradas, atisba desde las cumbres a los hombres. El Alba vio a Demetrio Pantoja salir del rancho y emprender el camino que conducía a la estación de Purmamarca. Por el sendero pedregoso, paralelo al río, daba vueltas y más vueltas a una idea en su cabeza. Guanuco había dicho que en la zafra había trabajo para mucha gente en la cosecha de la caña de azúcar y que pagaban un jornal a cada trabajador. Tal vez conchabándose él, la Martina y Brunita lograrían reunir los pesos necesarios para comprarle a don Carlos el ranchito y el pedazo de tierra que ocupan los corrales y el maizal. Brunita no fue a la escuela aquella mañana. ¡Para qué! Sentía que todo estaba perdido y que, como no hacía mucho tiempo, tendrían que volver a partir para empezar nuevamente, lejos de los cerros, de los cardones, de las cabritas y los burros bonachones y pacientes. Sacó del corral a Negrito y luego se fue a sentar a la piedra que amparaba el Cardón y desde la cual se divisaba el rancho, los corrales, el río… No volvería a ver más el cerro azul, ni el Porito11, no podía volver a la escuela. El paisaje lleno de luz y de colores se fue esfumando entre sus lagrimones. Toda la luz y todos los colores no redimían su dolor ni podían salvarlos del drama que el día anterior se había precipitado sobre sus vidas. De nieve, de sal y espuma entre mis brazos lo traje vidalitá, y ahora dicen que no es mío. tiene mi niño el pelaje. De nieve, de sal, de espuma, Y en sus ojitos hay bruma, tiene mi niño el pelaje vidalitá, y en sus ojitos hay bruma, porque sin madre lo traje. vidalitá, Con hambre, con sol, con frío, de sueño, de miedo y frío. vidalita ¡Huye, Brunita, escóndete! Nosotros te protegeremos musitaba el Cardón. Pero la niña no entendía. Además, qué podría hacer ella sola. Su suerte era la de su familia. 11 Porito: Cerro de Purmamarca, visible desde el corazón del pueblo.

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Esa misma tarde ayudó a su padre a arriar los animales hasta lo de Serapio Vilte. Allí se los cuidarían hasta el regreso, porque ninguno de ellos se arriesgaba a partir para siempre. Brunita permaneció un largo rato contemplando a su mimado. Era negro y tenía una mancho blanca en la frente, que parecía una estrella diminuta. Sus patas temblaban y balaba lastimosamente vuelto hacia la pastora, como si presintiese que aquella despedida era definitiva.

CAPITULO IX LA PARTIDA Un silencio de pájaros creció desde las piedras. Brunita se marchaba. El rancho, que el invierno pasado abandonara la vieja Florinda, iba a quedar otra vez solitario y silencioso. Sin embargo, la luz era la misma y los colores resaltaban plenos en la plena mañana. Sólo el Cardón temblaba de dolor, en tanto el Viento y el Silencio, mudos, como las mudas piedras, asistían atónitos e impotentes, a la callada marcha de toda la familia. Cargando sobre las espaldas las pocas cosas que poseían y podían transportar, caminaban rumbo a la estación. Uno detrás de otro. Lejos ya, Brunita se dio vuelta.

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¡Qué chiquitito el rancho! El maizal era un manchón de oro y la pirca de piedra parecía blanca, de un blanco triste y frío. El Viento fue tras de ellos y moderó su ímpetu a los pies de la niña. ¡Cómo expresarle, en nombre de los tres amigos, los sentimientos que a lo largo de aquellos meses habían acumulado! ¡Ah, no ser cóndor agradecido para terciar en la injusticia! Sí, exactamente, como el cóndor de don Salustiano… El hombre le salvó la vida. Lo encontró al pie de un risco y lo recogió con la misma ternura que a un pichón de hornero, lo llevó a su casa, lo alimentó y un día, cuando el cóndor ya era adulto, le dio la libertad, lo dejó partir, porque entendió la tristeza profunda de sus ojos, el anhelo de sus enormes alas siempre plegadas, torpes. “Andate. El aire es tuyo”. El cóndor no sabía muy bien lo que pasaba. Miró al hombre y el hombre sonreía. Y con voz suave volvía a decir: “Andate si querés, ya sos muy grande para seguir aquí. Te espera la montaña”. La mano trazó un vago camino hacia la altura y el cóndor comprendió. Abrió las alas, las agitó con fuerza y antes de echarse al aire volvió a mirar al hombre. El hombre sonreía. Corrió unos metros y se fue elevando lentamente hasta que el patio, el rancho y Salustiano parecieron pequeños, solitarios. Entonces planeó sobre él, picó hacia él como un viviente planeador y cerca remontó hacia el hondo azul. El hombre dijo adiós respondiéndole al cóndor y lo siguió con la mirada hasta que fue un oscuro punto en el espacio. Mucho después a Salustiano, pagador de una mina en ese tiempo, lo asaltaron en un camino desolado. Eran dos hombres decididos a todo para apoderarse del dinero que llevaba en costal de cuero. Salustiano estaba perdido. Aquellos hombres querían la bolsa y la vida para no correr el riesgo de ser reconocidos. No había manera de salvarse. Un destello de sol descubrió la hoja. Salustiano se estremeció. Retrocedió unos pasos; pero no había ningún refugio ni la más remota posibilidad de auxilio. Nadie renuncia a la vida así como así. No es que se piense, se actúa. Y Salustiano decidió defenderse de cualquier manera. ¡Cuidado! gritó uno de ellos. En ese momento Salustiano lo vio. Un pájaro enorme cayó sobre el que avanzaba con el puñal en la mano, lo derribó y en seguida lo atrapó con sus garras, lo levantó varios metros y lo dejó caer. El ladrón quedó tendido inmóvil. No lo podía creer. Era su cóndor. No suyo, precisamente, un cóndor es del aire, de la altura y la luz, de los picachos. Sino el cóndor que él había cuidado por espacio de dos años. El segundo ladrón trató de salvarse huyendo a la carrera. El cóndor fue tras él, lo atrapó y repitió la operación. Después giró sobre Salustiano un par de veces y se elevó nuevamente para desaparecer de la vista en poco tiempo.

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Pero Brunita no podía esperar ayuda de ningún cóndor. Y el Viento lo sabía. Como también lo sabía el Silencio que marchaba con ellos y permaneció entre ellos hasta que abordaron el tren. Después la pequeña estación pareció más desolada que nunca antes. La tristeza se abatió sobre ellos. El convoy se perdió en la primera curva y en el vacío flotó, ligeramente, una nube de polvo. Eso fue todo. Volvieron al lado del Cardón. Ninguno dijo nada. Las palabras, y el Silencio sabe más que nadie, son un medio de expresión, pero no el único y, muchas veces, cuando de muy grandes dolores se trata, resultan ineficaces.

CAPITULO X EN EL CAÑAVERAL Verde. Todo es verde. Hasta el blanco es verdoso en el cañaveral inmenso. Por las orillas delas plantaciones, sombras claras en el amanecer tropical, marchan hombres, mujeres y niños con machetes que parecen colgar de las manos laxas, no repuestas de la fatiga acumulada en los días anteriores. Confundidos en la larga fila van Brunita y sus padres. Agobiados por el clima tórrido al que no están acostumbrados y por la rudeza del trabajo duro, sin respiro ni pausas, con horarios interminables, los tres están flacos, consumidos. Ya están en la parcela que les ha asignado el capataz. Demetrio se refriega las manos que sienten la empuñadura del machete como si tuviese aristas cortantes. Cada machetazo es una caña que cae, pero inmediatamente hay que deshojarlas. Y las hojas son ásperas. Defienden empeñosamente la dulce entraña que los trapiches transforman en azúcar. Al principio Demetrio se dijo que era fácil; pero al cabo de ocho horas de labor el machete pesa más que un hacha y la caña deja de ser blanda para el filo. Primero empieza a doler la palma de la mano, irritada por el juego del cabo de madera de la herramienta, después la muñeca, el antebrazo, el brazo, el hombro y la espalda. Al cuarto día duele todo el cuerpo y las horas de reposo, en las noches caliginosas y sin aire del lote, no alcanzan para recuperarse. Y no se puede faltar al trabajo. Día no laborado no se cobra, con el riesgo adicional de malquistarse con el capataz quien, a su vez, es controlado por el encargado del lote para que el ritmo previsto de producción no merme. Imitando a su madre, Brunita pasó el machete a la mano izquierda, intentando aliviar el dolor de la diestra. Transpiraba. Buscó con la mirada a su padre que la observaba. ¡Qué, sos zurda ahora…? le preguntó. Hum…

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Al rato Demetrio cambió el machete de mano; pero no era lo mismo. No solamente era más torpe, sino más lento y el capataz lo advirtió: ¿Ya estás aflojando…? La sombra del caballo se recostaba ligeramente deformada sobre las cañas erguidas. No, pues, patroncito. Mire la mano. Y exhibió su mano derecha. La palma, enrojecida, parecía estar en carne viva. Hay que seguir. Hasta que se te haga callo. ¿No sos coya, vos? Aunque sangre, sí, total es sangre de coya y los coyas tienen que ser duros. Demetrio volvió a empuñar el machete con la mano derecha. Al primer machetazo sintió que una puntada ardiente trepaba por su brazo y atravesando el hombro se clavaba en su cuello, produciéndole un dolor similar al que provoca una mordedura venenosa. Pálido, dejó caer el machete. Brunita no aflojaba. Entre los niños se decía que, cuando no estaba el capataz, vigilaba un duende y que el duende tenía una mano de lana y otra de plomo. Era petiso y agresivo, usaba un gran sombrero aludo y tenía mirada de víbora, dura y magnética, con la que atraía a sus víctimas impidiéndoles correr o defenderse. Si sorprendía a alguien en falta lo obligaba a acercársele con esos ojos irresistibles y preguntaba: ¡¿Con qué mano querés que te pegue…?”. Era inútil pedir que usara la de lana. Siempre castigaba con la de plomo. Brunita no quería mirar a su alrededor. Por más que ella ya sabía algo de esas creencias, porque en la Puna se dice que mora Coquena. Pero Coquena es un duende bueno que veía por la conservación de llamas, vicuñas y guanacos. Además Coquena no castigaba a los cazadores, simplemente les confunde las huellas para que no puedan dar alcance a las vicuñas y, si éstos son muy empecinados, los pierde en los cerros. Empero, lo que más preocupaba a la niña son sus hermanitos, que han quedado solos. Olvida pronto al duende y piensa en ellos. Por más que una vecina le haya dicho a su madre: “Vaya tranquila, Martina, yo se los voy a mirar de vez en cuando…”. Son tan chicos todavía… A la hora de más calor, que es el momento aprovechado por los cortadores para tomarse un respiro y chupar alguna caña, aprovechando que el capataz se había marchado, Brunita se escabulló por el cañaveral para retornar al lote a ver a sus hermanos. Sentados sobre la tierra, semidesnudos, los niños comían mazamorra a manos llenas y sucias. Doña Segunda los atendía sin descuidar sus tamales. Brunita, empapada de sudor, se tranquilizó. Pero en seguida se angustió. ¿Qué ocurriría si el capataz se daba cuenta que había hecho abandono del trabajo…? Del cañaveral se levantaba un vaho luminoso. La temperatura superaba los 45°. El calor aplastaba y la luz inventaba extraños movimientos en el aire, creando formas cambiantes y vagarosas.

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Brunita regresaba por entre las cañas con el corazón oprimido. ¿Estaría el capataz esperándola para castigarla…? ¿Qué castigo podía imponerle…? Estos interrogantes la preocupaban a tal punto que no tenía clara conciencia de dónde estaba. Avanzaba sin levantar los ojos de los surcos por temor al encuentro desagradable. Sin embargo en un momento, y sin saber por qué, sintió que alguien la observaba y alzó los ojos. El duende estaba allí, a pocos metros delante de ella, cerrándole el paso. Inmóvil, petiso y rudo, cubierto por el enorme sombrero negro de alas anchas, su rostro permanecía en penumbra y en él centelleaban los ojos extrañamente claros. Tenía ambas manos ocultas detrás del cuerpo y, aunque no se movía, por momentos parecía alejarse y de pronto aproximarse peligrosamente a ella en actitud amenazadora. Brunita no podía gritar, ni correr… Paralizada por el terror, fascinada por el hombrecito, estaba clavada a la tierra caliente como una caña más, mientras una extraña sensación de frío le ponía la piel de gallina. ¿Cómo salvarse del duende? Esperaba, indefensa, el golpe de la mano de plomo, sancionándola por haber dejado el trabajo sin permiso del

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capataz. ¿No le habían dicho, acaso, que si el capataz descuidaba su vigilancia el duende jamás lo hacía…? Al capataz se lo podía burlar, pero no al duende. ¿Cómo, de qué manera? Y ahí estaba, ocultando el rostro bajo el ala del sombrero para que no fuese posible adivinar su intención. ¿Cuánto tiempo iba a prolongarse este suplicio? Brunita no se atrevía a mirar, porque si el duende le clavaba los ojos estaría totalmente a su merced. Como se cuenta que hace la víbora con el sapo. Por fin te encuentro! No era un sueño, ni la voz del duende, que nadie había escuchado jamás, sino la de su madre que repitió: ¿Dónde te habías metido? Brunita no podía creerlo. ¿Es que el duende no tenía poder sobre su madre…? Miró hacia el claro del cañaveral donde el sombrerudo había estado acechándola y no, no había nadie. El duende había desaparecido.

CAPITULO XI LO QUE CUENTAN LAS CAÑAS DE AZUCAR Noche quebradeña, clara y serena, de una luminosidad sideral. En los huaicos lejanos, desolado, se pasea el Viento. Blancos de blanca luna el Cardón y el Silencio escuchan. Han pasado meses, años, ellos no miden el tiempo como los hombres, desde que Brunita se fue con sus padres. El Cardón sólo sabe que ha soportado fríos y calores, alternativamente, lluvias y sequías y que su corteza está más curtida. Para él los ciclos se miden por el florecer en primavera y los fríos tenaces y agudos del invierno. Para el Silencio ni siquiera eso. Pero recuerdan a la pastora porque nada olvidan. No han vuelto a saber de ella. Sin embargo, permanece entre ellos y cuando al amanecer balan las cabras, esperan verla llegar con su Negrito en brazos. Se había metido en sus vidas como nadie antes. El Cardón no recordaba que, ese pedrón, tanto o más viejo que él, hubiese sido utilizado por ser humano alguno. Tampoco la sombra que proyectaba su tronco añoso y robusto había sido disfrutada por otro ser que no fuera la pastora. Se requiere, a veces, una larga vida para aprender a querer. Brunita les había enseñado eso. Podían, pues, hablar de lo que había sido su existencia en la quebrada antes y después de la pastora. La necesitaban. A la ternura que el Cardón sentía por ella se sumaba la sensación de una soledad mayor que la de antes. El reino de la piedra es desolado: sin árboles no hay pájaros, sin pájaros no hay cantos. Brunita y Negrito habían colmado aquella ausencia de vida palpitante. Sin Brunita era como vivir sin flores y sin pájaros. Por noches y noches el Cardón imaginó mil formas para saber de la niña. Hasta que una idea se aposentó con fuerza en sus entrañas. Sólo el Viento podía conseguir noticias.

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¿Por qué no le dices que se disfrace de brisa y baje a los valles, recorra los cañaverales, los ingenios en busca de Brunita? La propuesta es buena reflexionó el Silencio, pero vaya uno a saber si quiere hacerlo. Tú sabes cómo es el Viento. Cambiante e inconstante. El Silencio dio una vuelta alrededor del Cardón, jugueteando con los flecos de su poncho. Meditaba. La luna parecía sonreírles dulcemente. Las espinas del Cardón proyectaban sus finísimas sombras sobre las piedras. El Silencio se detuvo y contemplando la luna exclamó: ¡Buscaré al Viento. Lo necesitamos! Transcurrió un tiempo. La luna se rodeó de una aureola rojiza y las pocas nubes algodonosas que se mecían entre las cumbres, se tiñeron de un color de naranjas maduras. A poco se oyó llegar al Viento. Al principio parecía que las piedras rodaban por la quebrada produciendo un rumor sordo, similar al que anuncia la creciente de los ríos de montaña. El Silencio no pudo soportarlo. Se caló el sombrero hasta cubrirse las orejas y se alejó dando brincos de cabra hacia su morada. Cuando hubo desaparecido en la penumbra de las altas cumbres, apareció el Viento clamando con voz ronca: ¿Quién ha osado pedirle a la luna que me haga venir? Fui yose apresuró a calmarlo el Cardón. Necesito un gran favor de ti. Bueno, está bien. ¿Qué es lo que quieres? ¿Te acuerdas de Brunita? ¿Brunita… Brunita…? No. ¿Quién es? La pastora. La que moraba con sus padres y sus hermanos en el rancho del cerro azul. El que fuera de la vieja Florinda. ¡Ah, sí! Lo derrumbé la semana pasada. ¡Lo derrumbaste! ¿Por qué? Ya estaba tan viejo y sucio, tan abandonado, que me dio lástima. Le di un empellón y se desplomó sin un quejido. Una nube de tierra y después nada. ¡Pobre! Ahora sólo queda un pedazo de pared que resistió porque está apoyada en el cerro azul. ¡Ah!, también han quedado los corrales de pirca. Me gustan los corrales de pirca. Después crecerán allí cardos y puya-puyas. No respetas nada le reprochó el Cardón. He respetado los corrales. Y acaso ¿no te he respetado siempre a tí? Sí, pero porque no podías hacer otra cosa. No me provoques. Recuerda que estás viejo. Viejo pero duro. No te temo. ¿Me has llamado para reprenderme hasta por las cosas que nunca he intentado hacer…? No, tienes razón. Es que me duele lo que has hecho con el rancho de Brunita.

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El Viento se alejó silbando bajito por un huaico, saltó hasta la cumbre de un cerro y descendió nuevamente hasta el Cardón: Hablemos de Brunita propuso con voz suave. El Cardón meditó un instante. Hace mucho tiempo, no sabemos cuánto, se fue a la zafra con sus padres. Desde entonces no hemos vuelto a saber nada de ninguno de ellos. ¿Y qué quieres de mí? A eso iba… No seas impaciente. Quizá si te disfrazaras de brisa… –¿Yo, el Viento de la puna, disfrazarme de brisa…? ¡Estás loco! –lo interrumpió el Viento. Vamos, vamos, todos sabemos que ya lo has hecho otras veces. Conmigo no tienes por qué fingir. Está bien. Di de una vez lo que quieres. Podrías ir hasta los cañaverales del ingenio y averiguar qué ha sido de la niña. Las cañas de azúcar tienen que saber mucho de ella, de sus padres y de sus hermanos. Estoy seguro que si pones en juego toda la habilidad de que eres capaz no te será difícil concluyó el Cardón sin prestar atención a la exclamación horrorizada del Viento. Hacía mucho que lo conocía. ¡Jamás! zumbó el Viento Yo no me disfrazo de chola12 y mucho menos para ir a charlar con las cañas de azúcar. Pensé que tú también le tenías cariño a la pastora y la echabas de menos. Tanto como nosotros. ¡Claro que la quise! Y tanto o más que ustedes. Eso les consta. Pero, ¿la quieres todavía? La recuerdo con cariño. Eres un egoísta, entonces. Tomas del amor sólo tu parte. Aquella que se reduce a un recuerdo: tu recuerdo, porque no compromete ni perturba; pero la suerte de la niña, la que vive en carne y hueso todavía, por más que no sepamos dónde, no te importa. Querer así no sirve para nada. El Viento, muy molesto, inclusive perturbado, se elevó en un remolino y volvió a alejarse. El Cardón esperó. Estaba convencido que el Viento volvería; que había acusado la aguda verdad de sus palabras… Esperó. Y el Viento retornó: Está bien. Haré lo que tú quieras. Todavía flotaba en las quiebras y en huaicos una bruma espesa, cuando el Viento fue a despedirse del Cardón convertido en una lindísima chola. Se había puesto un largo par de trenzas negras, blusa verde, pollera roja, amplia y llena de volados y sombrero ovejuno blanco. Y cuando el sol se anunciaba en la línea rojiza de las cumbres más elevadas y, lenta, pesada, ascendía la bruma como un gigantesco telón que abría a la

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admiración la belleza de la Quebrada de Humahuaca, el Viento emprendió el camino. Bajó hasta Jujuy y, sin detenerse, rumbeó hacia la sierra de Calilegua. Trepó hasta la cima y después descendió hacia el caliente valle. Las cañas de azúcar alargaban sus líneas verdeantes en las negras parcelas. Lejos, gigante de ladrillo y de hierro, trepidaba el ingenio. El intenso calor de la siesta levantaba un vaho húmedo y denso de los cañaverales que, a cierta altura, parecía una nube blanca y leve. Se percibía ese silencio pesado que sigue a la actividad intensa. De tanto en tanto llegaba, como desde otra parte, como manifestaciones ajenas al paisaje, el zumbido vibrante de los trapiches y el silbo intenso de las centrifugadoras. En los caminos de acceso a las plantaciones los hombres, agobiados por el calor, parecían pequeños y desvalidos. En torno a la planta fabril la vida dormitaba en los alegres chalets de los jefes, en las casas de los altos empleados. Más allá, en las viviendas miserables de los lotes, puro cinc y madera, la gente se calcinaba. Algunos niños jugaban sucios y semidesnudos sobre la tierra caldeada bajo las galerías o a la sombra de los paraísos. La Brisa pasó como un aleteo entre los cañaverales. Hubo un ondular lento y cansino. Gracias, amiga susurraron las cañas. Volveré al atardecer prometió la chola, alejándose en dirección a Calilegua. Las mujeres, los hombres y los niños retornaron a la tarea. Unos cortaban las cañas, otros las deshojaban y otros las cargaban en las vagonetas. Las horas transcurrían monótonas y lentas. ¡Qué alivio fue el ocaso! Los hombres se limpiaron el sudor pasándose por las frentes y los rostros los pañuelos ennegrecidos. La Brisa, esto es, el Viento disfrazado de chola, descendió a los cañaverales fresca y bullanguera. Aquí estoy, amigas. ¡Qué suerte! Ha sido un día terrible. La Brisa jugueteó largamente con las hojas lanceoladas de las cañas. Y las cañas, mimosas, se dejaban acariciar agradecidas porque la Brisa las revitalizaba al cabo de un día caluroso, que les hacía perder mucha agua por evaporación. Ellas eran sumamente sedientas y esperaban que la Brisa les aseguraría el rocío gratificante de la noche. Sus hojas lucirían a poco el verde lujurioso que brilla como la más bella joya de la tierra en las noches de luna clara. El Viento las había seducido y sabía que ahora podía hablar con ellas del tema que afligía al Cardón, el solitario soñador de las cumbres y las laderas de la Puna que, a esa misma hora, pensaba seguramente en él y, más que en él, en Brunita. Había llegado el momento de intentarlo.

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Traigo les dijo a las cañas una misión muy importante. Para cumplirla he venido desde muy lejos. Sí, tu atavío lo dice. Conocemos a las cholas quebradeñas. ¿Saben ustedes algo de Brunita? Las cañas se balancearon y el nombre de la niña recorrió largamente, dulcemente, el cañaveral. El Viento consideró que debía proporcionar más elementos que hiciesen posible individualizar a la coyita. Era una pastora que vino hace más de tres años. Vivía con sus padres y sus hermanitos en la quebrada de Purmamarca. ¿La conocen ustedes, la conocieron si es que ya no está aquí? Hubo un murmullo prolongado. Las cañas se transmitían unas a otras las noticias que les había traído el Viento. No, no la recordamos respondió finalmente una caña alta y morada. Vienen muchos coyas a cortar. Tal vez cerca del camino que lleva al lote sepan algo. La Brisa corrió zigzagueante hasta la vera del camino y repitió sus preguntas. Y cuando el silencio sin respuestas le hacía pensar en la inutilidad de su largo viaje, una voz lejana lo llamó: Ven aquí, yo sé mucho de esa coyita. La que así hablaba era una caña blanca, no muy alta, pero sí muy fuerte. La Brisa corrió ansiosamente hacia ella. La caña se sintió envuelta en un soplo fresco y suspiró aliviada. Cuéntame lo que sepas urgió la Brisa.

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La caña se tomó su tiempo para actualizar los recuerdos. Con esta ya van cuatro zafras que llegaron Brunita y sus padres. ¡Ah, también los hermanitos! Les dieron una pieza en el lote Florencia. Cortaban caña en aquel sector y una de sus hojas señaló el lugar no muy distante. Comían mal. El calor anula el hambre, sólo provoca sed. Súmale a eso la humedad, la fatiga… Todo estaba en contra de la pastora. Aquí los niños no son niños, ¿sabes? Quiero decir que no viven como niños. Ho juegan ni estudian; trabajan. La excepción son los muy pequeñitos. Pero en cuanto tienen seis o siete años deben trabajar para ayudar a sus padres. ¿También Brunita cortaba caña?Y claro, pues. No solamente trabajaba en la zafra, sino que ayudaba a su madre a hacer buñuelos y chancaca13 para vender. Demasiado para una niña, ¿no te parece? La caña calló, concentrándose en el pasado reciente. Continúa se impacientó la Brisa. Te aclaro que mucho de lo que sé de ella me lo contaron los pájaros que repiten a diario las historias que han aprendido, nunca se sabe muy bien dónde. Eso no tiene importancia. Sigue, sigue insistió la Brisa. Soñaban con volver a Purmamarca. Al silencio y la paz de las montañas. Querían ahorrar para comprar un ranchito allá, pero nunca tenían lo suficiente. Y así fueron postergando el regreso de zafra en zafra. Todavía trabajan obsesionados por la idea del retorno. El Viento que se impacientaba con facilidad, no aguantó más: ¿Podrías decirme dónde están ahora, en este mismo momento? La caña continuó su narración como si no lo hubiese escuchado. Y refirió como, atrapados por esa esperanza, asidos a la nostalgia de los cerros lejanos, Brunita y sus padres no lograban salir de un círculo agobiante: trabajar mucho para juntar unos pesitos con el propósito de recuperar el rancho comprándoselo al dueño que, quizá no lo vendería. Y al cabo de cada zafra la suma reunida, a pesar de las privaciones, eran tan exigua que descontados los gastos de viaje poco y nada iba a quedar. Así es que debían continuar dando vueltas en el mismo círculo. Y continuaron. Aún continúan. Ya van, te he dicho, cuatro zafras… Se prolongó el silencio. El Viento había vuelto a prestar atención a la caña, pero ésta callaba como si hubiese concluido. Todo el cañaveral había escuchado la historia de Brunita y de su familia y participaba de la tristeza que había invadido a la Brisa. Tenía miedo de seguir preguntando. ¿Le habría ocurrido algo malo a la pastora…? 13 Chancaca: Masa preparada con miel de caña de azúcar. (Debe derivar de chancar, que significa machacar, moler, triturar).

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Pero si dejaba allí la historia ¿qué noticias iba a llevarle al Cardón…? Avanzaba la noche. Blanca y distante, la luna parecía haberse detenido sobre el cañaveral. Y desde el pueblo llegaba, sordo y profundo, el trepidar de los trapiches incansables. Como si millares de manos batiesen los parches de cajas invisibles. Sin cesar, con monótono ritmo. Dum-dum-dum. Dum-dum-dum… Como el latido de un corazón ajeno, palpitante y poderoso.

CAPITULO XII LA FLOR DEL CARDÓN ¿Dónde encontrarla, cómo…? Ya tenía, en apretada síntesis, idea de lo que había sido la vida de la niña en aquellos años de la zafra. Pero y ahora, ¿qué hacer para dar con ella? Quería estar de regreso al amanecer y la noche se cerraba implacable sobre el valle de los cañaverales. Y no podía decirle al Cardón que Brunita había estado allí y ya no estaba, porque presentía que no era así; que la niña estaba en alguna parte y no muy lejos de allí. “Recorreré todos los cañaverales”, se propuso. “Y si es necesario, visitaré cada uno de los lotes”. Los lotes eran subdivisiones administrativas en las que la dirección del ingenio parcelaba los inmensos cañaverales que llenaban el extenso valle y que abarcaban varios miles de hectáreas. No había, pues, tiempo que perder. El Viento, siempre en su atavío de brisa, inició su recorrido. De un envión llegó hasta el puente tendido sobre el Río Ledesma. Pero no, había equivocado la ruta. Por allí no se veía una sola caña. Desanduvo el camino. “No se dijo, si ando tan ligero no podré ver nada”. Y aminoró la marcha. La primera vez no la reconoció. Dio varias vueltas alrededor de la casilla de chapas y maderas. La carita le recordó el rostro de la pastora. Sin embargo le pareció demasiado alta y delgada. Pero debía tener en cuenta que habían transcurrido cuatro zafras… ¿No sería nomás ella? ¿Cómo averiguarlo, qué podía hacer para saberlo con certeza…? Decidió quedarse rondando por las cercanías. Al padre de la niña lo reconoció en seguida. A pesar de que estaba avejentado estaba seguro que era él, Demetrio Pantoja. Sintió un gran alivio y pensó en el Cardón. Se aproximó muy lentamente a Brunita. La pastora estaba no solamente muy flaco sino también muy pálida. Sus ojos parecían más negros y hundidos. En Demetrio llamaban la atención sus arrugas. Su rostro estaba cruzado por profundas señales de preocupaciones permanentes, acentuadas por la tristeza. Había adelgazado mucho, lo mismo que Martina, su esposa. Ella parecía la más avejentada, seguramente porque sus cabellos estaban blancos y un rictus de

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amargura deformaba su boca, reduciendo sus labios a dos líneas rectas y siempre apretadas. ¿Por qué no regresaban a Purmamarca…? ¿Qué sentido tenía continuar muriéndose lentamente allí...? Porque no se podía decir que vivieran... Sería como había explicado la caña blanca: nunca tenían la cantidad de dinero suficiente para realizar el proyecto de adquirir el rancho. De pronto a Brunita le dio un acceso de tos, prolongado y violento. La aflicción de la cara de Martina, reveló al Viento la gravedad del mal de la pastora. ¿Por qué seguir permaneciendo en un lugar donde no solamente no eran felices, sino que ni siquiera tenían salud…? Es claro que si don Carlos hubiese sido nada más que justo, no habrían abandonado Purmamarca. Porque, en definitiva, Pantoja le había recuperado un rancho perdido, un rancho que ya no existía. Don Carlos se había quedado sin el pan y sin la torta. Pero los Pantoja habían perdido, sin ninguna duda, mucho más. Había que hacerlos volver. Salvar por lo menos a Brunita. ¿Cómo? ¿De qué manera comunicarse con ellos…? El Viento daba vueltas y más vueltas sin alejarse de la vivienda de la familia de Brunita, pensando, pensando constantemente. ¡Ya sé! exclamó para sí mismo Esta noche tendrán el Viento, el Silencio y hasta la luna de la Quebrada14. Haré que lo sientan casi, casi, como si lo estuviesen viviendo”. Es claro que para lograrlo iba a necesitar la ayuda de la luna, del Silencio, de la noche… 14 Quebrada: Con este solo nombre se designa en Jujuy a la Quebrada de Humahuaca, cuenca del Río Grande, con una extensión de 200 km. Es la ruta natural que une Argentina con Bolivia.

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Y esperó. Se metió entre las cañas hasta que finalizó la larga y lenta tarde caliginosa. El verde de los cañaverales ponía una extraña luminosidad que se refractaba en esa especie de niebla que inventa la evaporación en los valles cálidos. La luna, como un inmenso disco ardiente, parecía emerger de la entraña incendiada de los cañaverales lejanos. El Viento corrió hacia ella; pero se engañó, no estaba tan cerca como parecía y no logró hacerse escuchar por ella. No quedaba otra alternativa ni más posibilidad que recurrir al Silencio. Y como estaba en juego a suerte de Brunita, el Silencio acudió en seguida. Tienes que decirle a la luna que deberá brillar tan intensa y claramente como en la Quebrada, mientras recorre el espacio sobre los cañaverales. Lo haré. El Silencio se lanzó al espacio sin sendas que conduce a la luna. No ya el cañaveral, sino el valle y poco después la tierra se fue empequeñeciendo hasta parecer un cuerpo celeste más en la extraña luz de la galaxia. El Silencio supo así que había un silencio mayor que el de la tierra. Supo, además, que el mundo que él conocía era, también, pequeño y mudo en la inmensidad sideral desconocida. ¿Dónde habían quedado los cerros de la Quebrada, la sierra de Calilegua, tan imponente desde el valle…? Si la propia tierra parecía, nada más y nada menos que un grano de arena flotando allá abajo, sumergido en un halo de luz azulada, en tanto que la luna, era enorme y blanca. El Silencio de la tierra habló con el silencio de la luna, que era más arisco que él, y logró su ayuda para salvar a la pastora. Aquella noche fue una noche extraña. La luna y las estrellas parecían haberse aproximado a la tierra y un Silencio y un Viento de otras latitudes conformaron un cuadro distinto que llenó de suspiros la casucha de Demetrio Pantoja. Si casisito parecía la limpia luz y el cielo limpio de allá, de la Quebrada. El Viento acercaba un dulce y nostalgioso lamento de quenas que parecían llamarlos, como el que, de vez en vez, se suele oír en los guancares. También a Brunita la atrapó el embrujo y le pareció que, más allá de las quenas musicales, un tierno balido le recordaba a Negrito. Y nunca supo si durmió realmente o si solamente fue una duerme-vela, a lo largo de la cual se le apareció nítidamente la Quebrada de Purmamarca, el rancho de Florinda, el Cardón, la escuela, Negrito y la majada y, minuciosamente, cuanto había vivido en los días felices, después del Moreno. Al día siguiente iba a decir: “Mama, y soñao…” Y se quedó callada porque no estaba segura de nada. Su padre contó un sueño y Martina otro. Eran el mismo sueño, muy parecido al que ella creía haber soñado… ¿Sería posible? La niña suspiró con esa mansedumbre resignada de los seres sin esperanza. Le había parecido todo tan real, tan cercano, concreto, casi palpable… Un acceso de tos la dejó pálida y jadeante.

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Hay que salvar a las guaguas, Demetrio. ¿Y cómo te creés que se puede…? preguntó el padre con dolor y bajando la voz agregó ¿No sabés que si nos vamos así de golpe, nos puede agarrar el Familiar15…? ¡Y bueno, qué tanto! ¡Que se desquite con nosotros, pero no con las guaguas…! Tenía razón la Martina. Demetrio decidió que no quedaba otra alternativa, ni más solución que ésta: desprenderse de los hijos. Después irían ellos… Dos días después Brunita con sus hermanos emprendían el retorno a la quebrada de Purmamarca, con la recomendación de buscar al compadre Vilte para que les diese protección y ayuda hasta que Demetrio y Martina se reuniesen con ellos. El Viento los acompañaba. Y la tristeza también. Los tres viajaban prendidos a la ventanilla del vagón de segunda clase, mirando y mirando sin saber lo que veían. Como anestesiados por la fascinación del espectáculo cambiante, la ventanilla remedaba un calidoscopio que ofrecía en minutos imágenes distintas. De ahora en adelante deberán vivir sin el tata y sin la mama. No lloran, tampoco hablan; pero lo mejor es no pensar en eso todavía. Y contemplan el paisaje que parece irse a medida que el tren avanza. Brunita no tiene hambre; quizá sus hermanitos quieran comer algo. La madre les ha preparado un paquete con empanadas y pasteles y ella distribuye equitativamente una empanada a cada uno, un pastel a cada uno. Porque hay que guardar para más tarde, por un acaso, porque el viaje es largo. ¿Ustedes viajan solos? Brunita se topó con una cara ancha, generosa y risueña. Y si, pues. ¿A dónde van? A Purmamarca. La mujer no se decidía a hacer la pregunta por temor a la respuesta; pero había que hacerla: ¿Y tus tatas? En el ingenio han quedao. Trabajando. ¡Ah! suspiró aliviada doña Luisa Mamaní, que era quien se había interesado por Brunita y sus hermanos. Parecía más gorda de lo que era, por el diseño de su cara y por la cantidad de polleras que usaba. 15 Familiar: Leyenda según la cual un monstruo (perro negro de tamaño impresionante) merodeaba el Ingenio Ledesma y cobraba sus víctimas entre quienes osaban quebrantar las férreas leyes feudales que imponían los propietarios del Ingenio.

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Yo voy hasta La Quiaca. ¿Me puedo sentar aquí? Sin decir palabra Brunita se apretó contra la ventanilla para hacerle lugar. Los niños observaban a la mujer en una mezcla de curiosidad y de recelo. Pero su sonrisa era tan franca y cordial que, sin saber por qué también Brunita acabó sonriendo. ¿Tienen hambre? No, ya hemos comío, reciencito nomás respondió Demetrio, el mayor de los varones. ¿Y sed, no tienen sed? y de una canasta de paja doña Luisa extrajo una botella de chinchibirria16 . Al más chico los ojos se le agrandaron como si los tuviese de pespir 17. Doña Luisa hundió la bolita y la bebida saltó en un chorro espumante. Tomá. Demetrio bebió con avidez. Sus hermanos esperaron con paciencia. ¡Bueno, basta, che! intervino Brunita temiendo que el mayor de los varones vaciara la botella. Doña Luisa sonreía. Dejalo tomar, nomás, tengo más. Pero ya Serapio se había hecho cargo de la botella. Guanuco debió conformarse con lo que restaba. Brunita se resistió a beber, enojada con sus hermanos que habían vaciado la chinchibirria como desesperados, pero doña Luisa sacó otra botella que repartió entre el menor de los varones y la niña. Aunque le costó bastante vencer su resistencia. Seguía siendo una “coya cabeza dura”. Aquel recuerdo ya no le dolía. Formaba parte de una etapa feliz de su vida. Porque había sido dichosa en la escuela y conservaba un grato recuerdo de su maestra. Porque ella le había descubierto un mundo donde la bondad y el amor eran ciertos, posibles, que se expresaban por modos muy concretos y no meramente declamatorios. La certidumbre de volver a ver la escuela y de reencontrarse, acaso, con su maestra, dulcificó su expresión. ¿Qué van a hacer cuando lleguen a Jujuy? preguntó doña Luisa. Esperar, pues, el tren de la quebrada. No hace falta quedarse. Mirá, el tren llega a los de la tarde y a las tres sale el ómnibus para la quebrada. Si vos querés yo los acompaño. En Purmamarca ustedes bajan y yo sigo a La Quiaca. 16 Chinchibirra: Bebida gaseosa, de producción local, que se podía consumir en el Jujuy de mi infancia. 17 Pespir: La lechucita del noroeste argentino. (Ver: mi amigo el pespir, del mismo autor)

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¿Cómo no iba a querer? Ella no tenía la menor idea de lo que debía hacer ni cómo. Repetiría lo aprendido junto a sus padres en el viaje de ida. Esto es, esperar en la estación de Jujuy hasta que saliese un tren para el norte. La ayuda de doña Luisa les permitiría llegar a destino ese mismo día. Caminando llegaron a la parada del ómnibus, en la esquina de Salta y Senador Pérez. No les requirió gran esfuerzo encontrar la terminal. En aquellos años Jujuy tenía doce cuadras de largo por ocho de ancho. Ceñida por dos ríos, el Grande y el Chico, limitada por ciudad de Nieva que era un caserío, y no una ciudad, y por la unión de ambos ríos en Punta Diamante, no tenía posibilidades de crecer si no invadiendo los cerros cercanos del otro lado de ambos ríos. Más aldea que ciudad, tenía el ritmo lento del andar humano. Llegaron, pues, con tiempo de sobra. El resto fue, para Brunita, más sueño que realidad. La Quebrada era su ámbito vital. Ahí se podía respirar y desde el aire a la luz todo era hermoso y parecía bueno. Debería ser bueno. Por lo menos, no agresivo. Como no había cañaverales, tampoco existían capataces, ni duendes peligrosos, ni moraba el Familiar, aunque rondara a veces el hambre y, a menudo, también el frío. El ómnibus se detuvo en medio del chirriar de los frenos y de una nube de polvo. Brunita y sus hermanos descendieron. Del otro lado de la ruta estaba el camino que conducía a Purmamarca. Los rodeó el Silencio. El Viento le había anticipado al Cardón el regreso de la pastora y el Cardón esperaba impaciente. ¿Sería la misma niña que había conocido…?

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Su rostro no había cambiado mucho, pero su cuerpo sí. De no mediar su delgadez, ciertas marcas invisibles de dolor y sufrimiento que se manifestaban en cierta dureza de su expresión, se hubiese podido decir que era una cholita. Además de retacona, se la notaba apocada, menoscabada. El Cardón había estado en lo cierto. Si no se lograba hacerla regresar podía haber tenido un trágico final. Pero ya estaba allí. Comenzaron a andar el camino. El Silencio había hecho enmudecer todos los ruidos. Todavía no se divisaba el pueblo; pero lo sentía, lo sabía en la sangre, en la piel erizada que anticipaba lo que venía después de cada meandro. Desde la altura de su ladera el Cardón los veía y su emoción lo estremeció a tal punto, que al cabo de la misma le brotó una flor. Y aquella larga campánula blancorosácea fue su más bella flor. Nadie había visto antes, ni vería después, una flor como aquella: plena de luz, húmeda de rocío, temblorosa de amor.

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EL AUTOR JOSÉ MURILLO Escritor, periodista y maestro argentino, nació en el Ingenio Ledesma, Provincia de Jujuy, el 18 de agosto de 1922. Tras realizar estudios primarios y parte de los secundarios en la ciudad de San Salvador de Jujuy, se recibió de Maestro Normal Nacional y de Profesor de Educación Física en 1940, en San Fernando, provincia de Buenos Aires. Regresó a su provincia en donde ejerció la docencia. En 1952, se trasladó a la ciudad de Buenos Aires en donde cursó estudios de filosofía y letras. En 1961 viajó a Cuba con otros docentes argentinos para participar de una Campaña de Alfabetización. Creó el primer taller literario llamado Aníbal Ponce (1964) y el primer taller de literatura infantil con Ruth Pardo Belgrano. Colaboró en revistas culturales: Hoy en la cultura, Meridiano 70, Cuadernos de cultura, Contexto, Rumbos. También en la revista Billiken. Fue Director de Cultura del diario La Calle. Dictó cursos y conferencias sobre temas de literatura infantil y juvenil. Participó en congresos nacionales e internacionales. Fue copresidente de la Comisión Promotora del Año Internacional del Niño (UNESCO). Durante la última dictadura militar, como miembro de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores) presidida por Aristóbulo Echegaray, reclamó desde allí por la aparición y por la integridad física de escritores desaparecidos y amenazados. El 24 de octubre de 1978 firmó con otras personalidades de la política y la cultura, una solicitada publicada por el diario Clarín, en la que se reclama al dictador Jorge Rafael Videla por muertes, desapariciones, detenciones ilegales y secuestro y robo de niños. En 1985, participó de la fundación de ALIJA (Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina) y en 1995 recibió el Premio a la Trayectoria que esta entidad entrega anualmente. En 1994 recibió el premio de la Fundación Konex por su literatura para jóvenes. Es considerado uno de los más importantes escritores para niños de Argentina. Situó gran parte de su obra en lugares y personajes del norte argentino. Falleció el 23 de febrero de 1997.

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INDICE CAPÍTULO I

Lo que cuenta el Cardón…………………

3

CAPÍTULO II

Lo que cuenta el Viento……………………

7

CAPÍTULO III

Brunita………………………………………

8

CAPÍTULO IV

Brunita va a la escuela……………………

10

CAPÍTULO V

Coya cabeza dura…………………………

13

CAPÍTULO VI

Lo que cuentas las totoras………………

15

CAPÍTULO VII

Don Carlos…………………………………

16

CAPÍTULO VIII

Los desheredados…………………………

21

CAPÍTULO IX

La partida……………………………………

22

CAPÍTULO X

En el cañaveral……………………………

24

CAPÍTULO XI

Lo que cuentan las cañas de azúcar……

27

CAPÍTULO XII

La flor del Cardón…………………………

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EL AUTOR

José Murillo

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