Dios Uno y Trino. Un Solo Dios Tres Veces Santo - Ignacio Cacho Nazábal...
IGNACIO CACHO NAZÁBAL, SJ
Dios uno y trino Un solo Dios tres veces Santo
SAL T2ERRAE
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[email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Manuel Sánchez Monge Obispo de Santander 22-06-2015 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2510-2
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Índice Portada Créditos Introducción: ¿Ocaso de Dios? 1. Atracción y seducción de Dios 2. Sentido y sinsentido de Dios a) «El sentido de la vida es irreal» b) «El significado del sentido» c) «Los juegos del sentido» 3. Dios y dioses 3.1. El Dios judío 3.2. El Dios islámico Primera parte: A Dios nadie lo ha visto nunca (Jn 1,18) 1. Más allá de lo verificable, nada se puede decir 2. Dios y el lenguaje: la Escuela de Fráncfort 2.1. El lenguaje del sentido sigue jugándose 2.2. De lo que no se puede callar, mejor es hablar 2.3. ¿Qué dice el lenguaje cuando dice «Dios»? 3. Entre el deseo y la esperanza: E. Bloch 3.1. El lenguaje del deseo 3.2. De lo inacabado a lo trascendente 3.3. Lo pragmático y lo estético 3.4. La esperanza constituyente 3.5. La utopía de la esperanza 3.6. Trascendencia de lo utópico 3.7. ¿Qué espera la esperanza cuando espera a Dios? 3.8. ¿Trascendencia sin Trascendente? 4. Dios y la diversidad de los lenguajes 4.1. El lenguaje del inconsciente 4.2. El lenguaje funcional 4.3. El lenguaje personal 4.4. El lenguaje enamorado 4.5. El Tú absoluto Segunda parte: Dios es mayor que nuestro corazón (1 Jn 3,20) 1. El Dios diferente 1.1. Dios de la religión 1.2. Dios y cuestiones últimas 1.3. Dios y cuestiones diarias 1.4. Dios-solución y Dios-sentido 4
1.5. El ser para el otro 1.6. El Dios crucificado 2. El Dios de Jesús 2.1. El Padre pródigo (Lc 15,11-32) 2.2. Un padre tenía dos hijos 2.3. Buen hijo y mal hijo 2.4. Padre incondicional 2.5. Padre increíble 3. El nombre de Dios: ’Abba’ 3.1. La invocación «’Abba’» 3.2. La oración del Padre nuestro 3.3. «Nos atrevemos a decir» 3.4. El texto más antiguo 3.5. Las dos redacciones 3.6. Los dos contextos 3.7. Longitud de las dos redacciones 3.8. Características de las dos redacciones 3.9. Contenido de las dos redacciones 3.10. El texto más originario 3.11. Significado del Padre nuestro Tercera parte: Jesús el Señor 1. El Señor que amó hasta el extremo 1.1. El gran Hallel (Sal 113-118) 1.2. El relato de la cena (Mc 14,22-25) 1.3. «Lo reconocieron al partir el pan» (Lc 24,35) 2. El Señor que sirve al esclavo 2.1. «¿Tú lavarme a mí los pies?» (Jn 13,6) 2.2. La hora de Jesús (Jn 13,1-17) 2.3. «Yo os he lavado los pies» (Jn 13,14) Cuarta parte: Ruaḥ/Pneuma, Génesis/evangelio 1. Yahvé y Ruaḥ 2. Ruaḥ y gestación 3. Pneuma y Dios del evangelio 4. La teología del Pneuma 5. El Pneuma del evangelio 6. Ruaḥ, pasión de vida 7. Ruaḥ, pasión de vida y muerte 8. Pneumatología del Nuevo Testamento 9. Pneumatología del creyente actual Quinta parte: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu 1. La Trinidad en el Nuevo Testamento 1.1. Lo específico del Dios cristiano 5
1.2. Lo trinitario ¿es diferencial? 1.3. Las fórmulas triádicas de la liturgia primitiva 1.4. Las redacciones tri-unitarias del Nuevo Testamento 1.5. La historia trinitaria del Nuevo Testamento 2. Los símbolos de la fe 2.1. El camino hacia Nicea 2.2. El Concilio de Nicea (325) 2.3. Entre Nicea y Calcedonia 2.4. Physis e hypostasis, naturaleza y persona 2.5. La divinidad del Espíritu 3. Significado de los símbolos 3.1. Tres símbolos actuales 3.2. Dios es trias 3.3. Dios es koinōnia 3.4. Dios es agape Conclusión: Dios es Trinidad porque es Agapē Notas
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INTRODUCCIÓN: ¿Ocaso de Dios? En las zonas más avanzadas de la civilización occidental se registra, aparentemente, un amplio ocaso de Dios. Pero también se constata un amanecer, hasta ahora solo emergente. Hoy conviven en Occidente sensibilidades diversas (creyentes y agnósticas) e incluso contrarias (creyentes y ateas). A veces, es una misma persona la que participa de ambas sensibilidades: mitad creyente, mitad no creyente. Es un signo de los tiempos.
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1. Atracción y seducción de Dios Hoy como ayer, el creyente recita las primeras estrofas del salmo 42: «Como la cierva anhela las corrientes de agua, / así mi alma te anhela, mi Dios. / Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. / ¿Cuándo veré el rostro de Dios?». El creyente expresa, como san Agustín, su ansia de ver a Dios para saciar su sed, porque «su corazón está inquieto y no encontrará sosiego hasta que descanse en Dios». Cuando calme su sed en el manantial de aguas vivas, intentará abrir ese manantial a toda tierra que se encuentre sedienta de Dios. Pero hoy no le resulta fácil, por lo que el creyente prosigue recitando la siguiente estrofa del salmo: «Mis lágrimas son mi pan de día y de noche / cuando me preguntan: ¿Dónde está tu Dios?». El creyente sigue hoy creyendo que son los otros, los no creyentes, los que preguntan dónde está Dios. Cree que, hoy como antes, son ellos los que hacen la pregunta, y que lo propio del creyente sigue siendo responder a la pregunta. ¡Es él quien tiene la respuesta sobre Dios! Ellos preguntan, porque todavía lo buscan. Él responde, porque ya lo ha encontrado. «En su alegría» él les muestra el tesoro escondido en el campo que ha tenido la fortuna de descubrir. Es lo que le han enseñado desde joven, que debe transmitir a los demás lo que él cree y lo que él vive: contemplata aliis tradere. Sin embargo, empieza a darse cuenta de que hoy los no creyentes no le preguntan dónde está Dios. A ellos no les interesa Dios. Tampoco les interesa otro dios. Se interesan por cosas más concretas, como la subida del sueldo, el alquiler del piso, las notas del hijo, también por la paz del mundo; incluso se interesan por el creyente, por su persona, pero no por su Dios. En fin, parece que son hoy los creyentes los que se preguntan dónde está su Dios. Y se lo preguntan no solo desde su propia creencia, sino desde su dificultad para creer. El mundo tal vez comenzaría a interesarse por esas cuestiones el día en que el creyente, más que responder a preguntas que nadie le hace, se plantease sus propias preguntas y se contestase a sí mismo, sin preocuparse de si los otros se preguntan o no se preguntan por su Dios. Eso no es hoy lo más importante. Lo más importante es que el creyente hable de Dios porque «tiene ganas de hacerlo», y porque le gusta hacerlo, y porque no puede dejar de hacerlo, ni puede callar «esa vida y esa muerte» que lo atraviesan de parte a parte. Esa vida, pues siente la seducción de Dios, y esa muerte, pues no ve a Dios pero no puede vivir sin él. «Me sedujiste y me dejé seducir. Tú eras más fuerte que yo, y yo fui vencido» (Jr 20,7). El día en que los creyentes hablen de Dios en razón de sí mismos y no en razón de los demás, Dios no será «Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22,32). ¿Dónde está mi Dios? Este es un asunto entre Dios y yo. Como son asunto del músico y del escultor su música y su mármol, cuando el uno compone la sinfonía o el otro esculpe la estatua. Es evidente que para el artista, como para el creyente, resulta vital poder comunicar a los 8
demás la grandeza de su impulso creador, que traspasa fronteras y descubre lo que es nuevo. Pero en el momento en que el artista se enfrenta a su mármol, o el creyente lucha con su Dios (¡en el momento creador!), no existen más que él y el mármol, no existimos más que yo y mi Dios. El mundo lo siento así más grande y más bello, así me entiendo mejor a mí mismo y entiendo mejor mi mundo. «Con Dios no entiendo muchas cosas. Sin Dios, ninguna» [1].
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2. Sentido y sinsentido de Dios «Es grato el tono poético de las afirmaciones religiosas. Es interesante ese mundo imaginario en el que uno se siente confuso y seguro, como en un tiovivo en el que vas dando vueltas vertiginosamente, y te encuentras a la vez mareado y tranquilo, pues sabes que aquello no se va a romper ni te vas a caer» [2]. La religión, según esta comparación, es una metafísica recreativa, que por un lado satisface el ansia metafísica de explicaciones omnicomprensivas –y eso sí que forma parte del funcionamiento de la razón humana– y, por otro lado, introduce un elemento picante de narración e ilusión que las metafísicas no tienen. «Todos descubren la razón por la que, en algún momento de su vida, surge el sentimiento religioso. Es el momento del amor y la impotencia. En una ocasión yo acompañaba a mi hijo para tomar un avión. Al llegar al aeropuerto, no sé por qué error de la agencia de viajes, el caso es que yo no tenía plaza. Mi hijo tenía que ir solo. Era pequeño y nunca había viajado en avión. La situación era inesperada y apresurada, pues acabábamos de llegar y ya estaba embarcando el pasaje. Fue una situación de zozobra. El niño estaba tranquilo, pero yo me quedé sumido en todo tipo de agonías, mientras él se iba. Me quedé preguntándome qué podría hacer yo en aquella circunstancia, a quién podría encomendar a mi hijo para que no le pasase nada. Y fue entonces cuando me di cuenta de qué gran seguridad daría el poder encomendárselo a alguien». Esta es, ciertamente, una de las situaciones en las que puede nacer ese sentimiento de necesidad teológica: la experiencia de una intensa frustración, al no poder hacer nada por las personas que amamos, si no es seguir amándolas, aunque no haya otra forma de protegerlas que seguir amándolas. Esto es verdad, pero no es toda la verdad. «Todo esto produce tal sensación de precariedad que nos hace soñar con alguien cuyo amor fuera además poderoso. Ese sentimiento lo vive uno y lo entiende perfectamente. Entiende esa poesía íntima, siempre expectante. Pero ello no significa que necesite creer que existe tal cosa, o que tal cosa tenga alguna verdad, aparte de la necesidad y el deseo de que la tenga. Esto es lo que ya no se puede entender». Dios, en el sentido racional, es un absurdo para la razón, salvo para las personas que aún no han comprendido que la razón es autónoma. Pero cabe preguntarse: ¿En qué se funda tal absurdo para la razón autónoma? a) «El sentido de la vida es irreal» El absurdo antes mencionado se funda en una concepción irreal del sentido de la vida. «No hay nada más vacío, hoy día, que esa metafísica que desprecia con suficiencia a los científicos por su apego a lo empírico». Lo cierto es que la filosofía es una actividad intelectual que viene después de la información positiva en los diversos campos del saber humano, no antes. Es verdad que la filosofía tiene como fin propio reflexionar sobre la 10
realidad en que vivimos y su significado, objetivo y subjetivo, pero ¿solo sobre el significado inmanente a la realidad? «Tal metafísica es, además, estática. La filosofía nunca debe pretender sacar de dudas, sino entrar en ellas. Muchos filósofos, aun de los grandes, dan la impresión de haber encontrado ya respuestas definitivas a preguntas que intelectualmente nunca pueden ni deben cerrarse». Desde luego, la filosofía debe educar en la duda, pero debe asimismo educar en la búsqueda de la verdad, que, por ser relativa, siempre estará abierta a posibles errores y a posibles certezas mayores. La metafísica trascendental de Karl Rahner remite al absoluto como a la condición de posibilidad del pensar contingente, siempre abierto a una más plena afirmación del mismo («Dios es siempre mayor»). «La metafísica se funda finalmente en el frecuente asalto de la filosofía al terreno de la teología, a saber, “en la búsqueda salvadora del sentido de la vida” [...]. Y lo único que puede hacer la filosofía ante tal planteamiento es intentar replantearlo de modo que resulte filosóficamente válido». Aquí se define con claridad la naturaleza de la filosofía, tal como se comprende esta palabra en el ensayo de Savater. ¿Qué se entiende en él por sentido, y por sentido filosóficamente válido? b) «El significado del sentido» Sentido, genéricamente, «es aquello que quiere significar algo por medio de otra cosa; y también aquello que ha sido concebido de acuerdo a un determinado fin». Sentido, más específicamente, se puede aplicar a una palabra o frase, y entonces «significa lo que se quiere decir con esa palabra o frase». Al decir besugo, aludiendo a una persona, se quiere significar corto mentalmente. Se constata aquí el carácter particular y subjetivo de los referentes de sentido y la equiparación del concepto de sentido con el concepto de signo de algo perceptible. Sentido puede aludir también a una señal indicativa (una dirección, un horario) o preventiva (un peligro, un paso de peatones). Sentido, entonces, es «aquello de lo que se quiere informar o advertir». Sentido, referido a un objeto, es «aquello para lo que quiere servir» (cuchara para tomar la sopa, teléfono móvil para hablar a distancia desde cualquier sitio…). Sentido de una obra de arte es «aquello que quiere expresar el artista», «una forma de lo bello, una figura de lo real, una protesta por lo real, una nostalgia de lo ideal». Aquí se señalan conceptos universales, como lo real, lo bello y lo ideal. El sentido rebasa entonces los referentes particulares. Sentido de una conducta es «aquello que se quiere lograr por su medio» (amor, diversión, justicia, riqueza, seguridad, orden…).
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c) «Los juegos del sentido» En los juegos del lenguaje, la regla de juego que determina todo sentido es la intención que anima al sujeto que se interroga por el sentido. «Los símbolos, los objetos, las obras de arte... están llenos del sentido que les conceden nuestras intenciones». Y en todo comportamiento, sea vegetal, animal o humano, «la intención está ligada a la vida», y más concretamente «a conservar, reproducir y diversificar la vida. Allí donde no hay vida, deja de haber intención, y por tanto sentido». Podemos explicar las causas de una inundación, de un terremoto, de un amanecer, pero no su sentido. Ni la inundación, ni el terremoto ni el amanecer tienen vida. La geología no posee vida, luego la geología no tiene intenciones. Solo la biología tiene intenciones. La conclusión es obvia. «Si las intenciones ligadas a la vida son la única respuesta inteligible a la pregunta por el sentido, ¿cómo podría tener sentido la vida misma?». Como puede verse, el autor de este ensayo admite únicamente respuestas comprobables. Y la vida misma parece in-comprobable. Si todas y solo las intenciones vitales y comprobables tienen sentido, debería analizarlas todas para deducir que solo ellas tienen sentido. Tal análisis, sin embargo, desborda las posibilidades estipuladas para las intenciones vitales, que solo cumplen funciones particulares y verificables. Se da aquí un salto mental de la biología a la meta-biología, de la física a la metafísica. Sea finita o infinita la cadena de intenciones, ambas cadenas son inviables para quien solo admite intenciones vitales, es decir, singulares y concretas. Además, ¿por qué la vida toda, en cuanto objeto vital de posibles análisis vitales ulteriores, en cualquiera de las dos hipotéticas cadenas, no puede ser objeto de interrogación acerca del sentido de todas sus manifestaciones vitales? «Si todas las intenciones remiten a la vida como última referencia, ¿qué intención podría tener la misma vida en su conjunto?», se pregunta Savater. Pues bien: ¿por qué no la misma y mayor que cada una de las intenciones parciales de la vida? «La vida no tiene sentido porque todos los restantes sentidos remiten a la vida». Entonces, el sentido de la vida es sinsentido. «Las cosas no tienen sentido, sino existencia. Las cosas son el único sentido de las cosas». El salto conceptual resulta trascendental cuando se plantea la cuestión de la posible respuesta al sentido de la vida. «Lo propio del sentido de algo es que remite intencionalmente a otra cosa que a sí mismo, a los propósitos conscientes, a los instintos del sujeto, o en último término a la auto-conservación, autorregulación y propagación de la vida. Pero si nos preguntamos qué quiere la vida, las únicas respuestas posibles, como “vivir”, “vivir más”, nos retrotraen a la vida misma sobre la que nos preguntamos». El autor establece así un círculo vicioso, que no es tal, porque no es la vida la que pregunta por el sentido de la vida, sino que las intenciones vitales particulares preguntan por el sentido de todas las intenciones vitales particulares. Si no se admite la existencia de intenciones objetivas de la vida, independientes de la voluntad del sujeto, sino solo de 12
intenciones subjetivas, propias de la voluntad del sujeto, entonces la vida no tendría intenciones propias, independientes del sujeto viviente, pero en realidad sí las tiene, como la evolución –y la involución– del individuo y de la especie. «Y para encontrar el sentido de la vida misma, debemos buscar otra cosa que no sea la vida, sino algo más allá de la vida». Nótese cómo el salto trascendental se da con anterioridad al posible hallazgo de un sentido de la vida inmanente a la vida, pero no necesariamente verificable, como podría ser la defensa del derecho, la promoción de la justicia o el respeto de las lenguas y el desarrollo de la cultura... «Para responder de modo no auto-referente, debemos referirnos a algo que no forme parte de la naturaleza, a algo sobrenatural, lo cual es apelar a lo desconocido, porque nadie sabe realmente a qué se podría parecer algo sobrenatural. Con razón dijo L. Wittgenstein en su Tractatus logico-philosophicus, otra de las piezas maestras de la filosofía de este siglo: “El sentido del mundo debe encontrarse fuera del mundo”. Muy bien, pero ¿dónde? ¿Tiene el mundo un “fuera del mundo”?». En este punto del discurso, parece que tendría que aludirse al nombre de Dios, para poderlo afirmar o negar. Y, en efecto, se alude a él, con cierto ingenio. «¿Acaba la pregunta acerca del sentido donde acaba el mundo, o se puede seguir preguntando por el sentido más allá del mundo?». Como puede verse, la respuesta no es directa, sino indirecta: no es la respuesta de Dios, sino la del final de toda pregunta. «Lo característico de la mentalidad religiosa, por oposición directa a la filosófica, no es responder Dios a la cuestión acerca del sentido e intención del universo. Lo propiamente religioso es creer que, una vez dada tan sublime respuesta, ya está justificado dejar de preguntar». «Gracias a Dios las cosas tienen sentido, pero sería impío preguntar qué sentido entonces tiene Dios. Y sin embargo, desde un punto de vista filosófico, la pregunta que inquiere por el sentido de Dios es tan razonable como la que pretende desvelar el sentido del mundo y de la vida. Si tal pregunta no puede hacerse en nombre del gran enigma divino, resulta soportable no responder: “Dios es el sentido, y más allá de él, la pequeñez humana nada puede saber”. Lo mismo nos habría dado quedarnos conformes mucho antes». Como suele decirse, «para tal viaje, sobran alforjas». Pero tal viaje parece conocerlo únicamente el cura de aldea, según Savater, y no el teólogo, ni el Dios de la teología. Lo sorprendente es que ese Dios sigue permitiendo al hombre hacerse preguntas, incluso es él quien se las sigue haciendo. Más aún, él mismo es la pregunta, que deja siempre abierta la respuesta. «Podríamos haber aceptado, de entrada, la lección de aquellos dos versos de El guardador de rebaños que escribió Fernando Pessoa: “Las cosas no tienen sentido, sino existencia. / Las cosas son el único sentido oculto de las cosas”». «Aceptar que Dios sea el sentido supremo, que da sentido a todos los sentidos, es un pacto aún más conformista con la oscuridad que responder que el sentido de todos los sentidos es la intencionalidad vital, la intención humana. Al menos existen razones 13
filosóficas para no ampliar más allá de la vida la pregunta sobre el sentido de la vida, es decir, más allá del uso habitual de la palabra intención. Una vez saltada esa barrera, no hay por qué detenerse ni contentarse nunca». Por ahí se debería haber comenzado, por la pregunta sobre el uso habitual, tanto de la intención y del sentido como de Dios. Tal vez hubiéramos ido más allá de esa pregunta, sin «detenernos ni contentarnos nunca». «Lo religioso no es tanto querer ir más allá, cuanto creer que, después de haber dado con Dios, está justificado detener toda pregunta». «Algunos filósofos han intentado con grandes respuestas sistemáticas justificar frenazos semejantes a los de la religión. Y han solido tomarse sus respuestas de modo tan dogmático como pueda hacerlo un pontífice o un inquisidor, aunque con menos fuerzas represivas para castigar herejes». El autor recurre a supuestos dogmas del medievo, que definen palabras últimas sin apelación, como el gran inquisidor con verdugos y torturas. No era de esperar encontrar a finales del siglo XX, en clima de tolerancia civil y religiosa, la intolerancia propia del siglo XIX anticlerical, y todavía menos sorprender, en un discurso moderno, sofismas que desfiguran al adversario para suprimirlo de un trazo. Si se afirma que «para discutir sobre Dios, prefiero un cura de Aldeavieja que un teólogo de Tubinga», la intolerancia está servida. Lo más acorde a la filosofía del presente siglo será recurrir al análisis usual del lenguaje del sentido, y tratar de descubrir su morfología, su sintaxis y su significado, sin previas posiciones conceptuales a favor o en contra de Dios.
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3. Dios y dioses La población mundial, a comienzos del siglo XXI, era de aproximadamente seis mil millones de habitantes. De esa población, más de cuatro mil millones son creyentes, creen en algún género de dios/diosa o dioses/diosas. Y menos de dos mil millones son no creyentes. De ellos, 250 millones son ateos[3]. Las religiones cósmicas (A. Pieris) de las culturas tribales dan culto a la naturaleza y a sus fuerzas primarias: cielo, tierra, agua y fuego. El culto a los espíritus y a los antepasados es también elemento constitutivo de esa religiosidad. La pluralidad de divinidades vegetales, animales y antropomorfas parece ser el estrato religioso más primitivo de la humanidad. El universo está poblado de dioses. El dios Sol, la diosa Luna, las diosas benignas del día y de la tierra, los dioses malvados de la noche y las cavernas. Prevalecen los símbolos naturales, dominantes y determinantes de la vida humana: claridad y oscuridad, lluvia y sequía, tormenta y bonanza. Todos ellos remiten a potencias cósmicas que superan la potencia humana. Las religiones metacósmicas (Pieris) son las grandes religiones, que focalizan la existencia humana en un polo trascendente, que surge como realidad salvadora, mediante un conocimiento que unifica (gnōsis) o un amor que libera (agapē). En una primera fase (politeísmo), se caracterizan por la pluralidad de figuras inmensas, con rasgos y hábitos animales o humanos, distribuidas en panteones según categorías superiores o inferiores: las tríadas hindú (Brahma, Visnú y Siva) y griega (Gea, Caos y Eros); los pares divinos (Apolo/Venus) y las generaciones divinas de titanes, gigantes y héroes, como Prometeo, Narciso y Orfeo. En una segunda fase (henoteísmo), se producen intentos de entronizar por encima de todos los dioses a uno solo como dios supremo, del que los demás son «rayos de un sol único»: Zeus en Grecia, Júpiter en Roma, Marduk en Babilonia y Ra en Egipto. La verdadera revolución del Dios uno y único (monoteísmo) se produce sucesivamente en el Egipto del faraón Amenofis IV (1364-1347 a.C.), cuando declara al dios solar Atón como dios supremo y único; en la Babilonia del sátrapa Nabónido (556539 a.C.), cuando sustituye al dios solar Marduk por la diosa lunar Sin como divinidad única; y en la Persia del profeta Zaratustra (siglo VI a.C.), que concentra en el Ahura Mazda los rasgos divinos de todos los dioses y establece la pareja de espíritus Spenta Mainyu y Angra Mainyu, que representan la dualidad del bien y del mal que deben elegir los mortales. 3.1. El Dios judío La cumbre del monoteísmo se eleva en la historia cuando las tribus hebreas salen de Egipto (hacia el 1250 a.C.) y, en la cima del monte Horeb, su caudillo Moisés escucha al 15
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob: «Yo soy el que soy, el que he sido, y el que seré» (Ex 3,14). La unidad del pueblo elegido por Yahvé no es concebible sin un Dios, una ley y un templo. a) «Yahvé Dios es único» (Dt 6,4) La Šema‘ hebrea, recitada tres veces al día, representa el núcleo de la religiosidad judía y de su inagotable sed de unidad, que concilia la multiplicidad de lo real: un único Yahvé que crea un único universo y lo puebla con un único pueblo, que procede de un único hombre y obedece a una única ley. Tal es la clave de la certeza judía de pertenecer al pueblo elegido, al que Yahvé ha jurado: «Tú serás mi pueblo y yo seré tu Dios» (Ex 6,7), con el que ha pactado una alianza de sangre: «Esta es la sangre de la alianza que Yahvé hace con vosotros» (Ex 24,8), y al que ha transmitido una Torah (Ex 20,1ss). b) «No adorarás a dioses extranjeros» (Ex 20,3; Sal 81,10) La Šema‘ es fruto de un largo proceso de fidelidades e infidelidades. Israel ha idolatrado a falsos dioses antes de adorar al verdadero Dios. El patriarca Jacob ordena: «Retirad los dioses extraños que hay entre vosotros» (Gn 35,2), y Josué pide a su gente: «Alejaos de los dioses a los que sirvieron vuestros padres más allá del Río y en Egipto» (Jos 24,14). La travesía del Sinaí pone a prueba la confianza de las tribus en el Dios que las liberó de la esclavitud egipcia. El pueblo de dura cerviz abandona al Dios verdadero y corre detrás de los ídolos, construyendo un becerro de oro fundido «que vaya delante de nosotros» y clamando: «Israel, ahí tienes a tu dios, que te ha sacado de Egipto» (Ex 32,1-6). La entrada de Josué en Canaán (hacia el 1200 a.C.) produce una fascinación por los dioses agrícolas, cuyos árboles sagrados se mezclan con las tiendas de los pastores. Se inciensa a Baal, dueño y señor de la tierra, que cabalga sobre nubes, y a su esposa Anat, diosa del amor y de la guerra, a la benigna Venus y al perverso Rashap. Y los reyes de Israel se postran ante los dioses de sus mujeres extranjeras. Así, el sabio Salomón (975 a.C.) «se enamoró perdidamente de sus setecientas esposas y trescientas concubinas, moabitas, amonitas, edomitas, fenicias, hititas, y de la hija del faraón […], que desviaron su corazón tras dioses extranjeros, y su corazón ya no perteneció por entero a Yahvé, como el corazón de David su padre» (1 Re 11,1-4). Después de la división de los reinos de Israel y de Judá (935 a.C.), el rey del norte, Jeroboán, modeló becerros de oro y les construyó templos en Betel y Dan, y dijo a su gente: «Ya está bien de subir a Jerusalén. Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto» (1 Re 12,28). Y el rey del sur, Roboán, contempla impotente cómo los de Judá «provocan los celos de Yahvé […], construyendo ermitas en los altozanos, erigiendo obeliscos y estelas en las colinas y practicando la prostitución sagrada bajo los árboles frondosos, imitando los ritos de las naciones que el Señor entregaba a los israelitas» (1 Re 14,22-25).
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Los profetas de la época (Elías, Amós, Oseas, Isaías) reclaman con vehemencia la Šema‘ y condenan, en feroces y bellos poemas, a Israel, la esposa adúltera de un marido celoso, Yahvé (Ez 16,1-63). Pero Yahvé era un Dios tribal y no estaba ligado a lugares concretos, sino que seguía los pasos de ese pueblo nómada que, guiado por Abrahán, el «arameo errante» (Dt 26,5), emigraba de Ur de Caldea a las tierras de Canaán (+1900 a.C.) y después, en busca de mejores pastos, a las fértiles llanuras del faraón (+1600 a.C.), donde hubo de padecer severa esclavitud, de la que el caudillo Moisés le liberó (+1225 a.C.), proporcionándole 40 años de subsistencia en la península del Sinaí, hasta lograr la conquista de Jericó y el regreso a la antigua Canaán (+1185 a.C.), la tierra del contraste, la tierra de higueras, granados y vides (Nm 13,23). c) «A Yahvé solo adorarás» (Dt 6,13) La experiencia del éxodo es el tiempo crucial de la afirmación monoteísta. La huida de Egipto y la conquista de Canaán no son acontecimientos de auto-liberación, sino de «hetero-salvación». El pueblo lo plasma en el credo mosaico: «Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto y se estableció allí con pocas personas, pero luego se convirtió en nación grande y vigorosa. Los egipcios […] nos impusieron dura servidumbre. Entonces clamamos a Yahvé, el Dios de nuestros padres, y Yahvé oyó nuestra voz y vio nuestra opresión. Y entonces nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de terrores y prodigios, regalándonos este país que mana leche y miel» (Dt 26,59). Israel toma conciencia de que el Dios de la encina de Mambré es «yo soy el que he sido, el que soy y el que seré», y de que no hay más dios que ese Dios, que castiga la infidelidad con vara de hierro, pero jamás quebranta la alianza (Sal 89,33-35), que es como un padre (Is 63,16) y como una madre (Is 49,15) que se estremece al recordar que «enseñé a andar a Efraín y lo levanté en mis brazos […], y lo até con lazos de amor, y lo alcé hasta mi mejilla, y me agaché para darle de comer» (Os 11,3-4), porque «Efraín es mi hijo predilecto, mi niño mimado» (Jr 31,20). d) «Creo que el Creador es uno y único» En la soledad del desierto han tenido una compañía única, la columna de nube durante el día y la columna de fuego durante la noche, símbolos de la teofanía de Yahvé Elohim, el gran Señor de la luz y la tiniebla. En el siglo XII Mošeh Maimónides, en su comentario a la Misná, redacta la síntesis monoteísta más completa del credo judío: «Creo con pleno convencimiento que el Creador, alabado sea su nombre, ha creado y dirige todas las cosas y que él solo las lleva a la consumación. Creo con pleno convencimiento que el Creador, alabado sea su nombre, es único, y que solo él fue, es y será nuestro único Dios.
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Creo con pleno convencimiento que el Creador, alabado sea su nombre, es el primero y será el último. Creo con pleno convencimiento que el Creador, alabado sea su nombre, es el único adorable y ningún otro es adorable fuera de él. Creo con pleno convencimiento que a nuestro rabí Mošeh, la paz sea con él, le fue dada la Torah, como ahora la poseemos, y que el Creador, alabado sea su nombre, no dará ninguna otra Torah. Creo con pleno convencimiento que vendrá el Cristo, bendito sea su nombre, y mientras llega, espero todos los días su venida».
e) El diálogo judeo-cristiano El diálogo interreligioso judeo-cristiano tiene bases comunes, particularmente cercanas en los últimos años. Ambas confesiones profesan la fe en un solo y único Señor y Padre; ambas reconocen el Pentateuco como código de vida religiosa y de conducta ética; ambas se remiten a Abrahán como el padre de la fe y a Moisés como legislador de los diez mandamientos. «Solo Cristo los une y los separa. Los une, porque actualmente el judaísmo reconoce en Jesús de Nazaret una encarnación de Israel y su destino, y un paradigma de fidelidad a la Torah. Los separa, porque los cristianos afirman que Cristo es el Mesías. Los judíos esperan todavía su venida. La Iglesia reza todos los días por la parusía de Cristo; la sinagoga, por la aparición del Mesías. Pero tanto la soteriología cristiana como la judía admiten un único Mesías»[4].
El cristianismo, por su parte, ha pasado en pocos años del anatema al diálogo, del reproche al pueblo deicida al aprecio por la tierra de Jesús y cuna de sus patriarcas en la fe. Por eso «al diálogo con el pueblo judío le corresponde un puesto de honor. La primera alianza es suya y Jesús, el Mesías, que vino a darle plenitud, “nunca la revocó”. Una común historia nos une tanto como nos divide de nuestros hermanos y hermanas mayores del pueblo judío, en el cual y a través del cual Dios continúa actuando para la salvación del mundo» [5]. La Ruaḥ Yahweh impulsa al diálogo en la fe (Dios y dioses en la sociedad avanzada), en la plegaria (salmodia e himnos) y en la solidaridad (talión y paz). 3.2. El Dios islámico a) «No hay más Dios que Allah» (Corán 112) El Corán y la Sunna, la palabra de Allah y la tradición de los muslimes de Allah (= «sumisos a Dios»), fundan la confesión de fe primaria del islam (= «someterse»): Lâ ilâha illâ’llah, «no hay más Dios que Allah». El monoteísmo es el fundamento religioso y social del islam. «Di: él es Allah. Él es único. Él solo. No ha engendrado. No ha sido engendrado. No tiene a nadie igual» (sura 112). Este sura se escribe en La Meca contra la tradición tribal de que «Allah tenía diosa compañera, y varias hijas diosas de ella». El Corán es radical: «Allah no ha tomado compañera, ni ha engendrado hijos de ella» 18
(Corán 72,3). Allah no crea la vida mediante genes divinos, sino mediante su palabra creadora. «Cuando decide crear algo, dice tan solo: “Sé”, y es» (Corán 2,117). La palabra del Corán es la palabra directa de Alá a Mahoma, copia original de la voz celeste del enviado de Alá, el arcángel Gabriel (sura 2,91). «El texto ha descendido, procedente del Señor de los mundos» (sura 56,77). El Corán es, por tanto, autoridad absoluta. b) Dioses y diosas árabes Hacia el año 600, en el desierto de Arabia, la vida se concentraba en los grandes oasis cercanos a la costa, en particular en La Meca, ciudad natal de Mahoma (570), y en Medina, ciudad de la hégira (= «huida») de Mahoma (622). La religión proto-árabe en aquellos lugares de cruce de caravanas era un politeísmo semejante al de las etnias cananeas, poblado de estelas sagradas, árboles sagrados, dioses y diosas tribales. Cada tribu árabe tenía su dios solar emparejado con su diosa lunar. Hacia el siglo V comenzaba a despertar el henoteísmo del «dios más grande» (Allah Akbar) junto a los demás dioses. En el oasis de Yatrib, donde se levantará más tarde Madînah (futura Medina), y en Makkah (futura La Meca), el monoteísmo palpitaba en el ambiente, al parecer por influjo del judaísmo rabínico y del cristianismo mediterráneo. El culto a Allah comienza a concentrarse en el santuario de Al-Ka‘ba (la Kaaba), en torno al meteorito negro, símbolo de la unidad de Dios. c) Lâ ilâha illâ’llah Mahoma nace hacia el año 570 en La Meca. Queda huérfano de niño y vive una infancia pobre. De joven, emprende la ruta de las caravanas hacia Siria y Palestina. Se casa a los 25 años con Jadicha, viuda rica de 40 años, cuyos bienes administra. No soporta el politeísmo de su tribu koraichí y de su clan hachemí. Una tarde del año 610 recibe la revelación del mensajero de Alá, Gabriel, que le anuncia que «Alá, el Clemente y Misericordioso, es uno y único» y le transmite «letra a letra» el Corán, compuesto de 114 suras, que él lee y transcribe literalmente, pues es receptor pasivo del mensaje de Alá. La autoridad del Corán es, por tanto, literal. El Corán se proclama en La Meca. Los suras del período mequí tienen un neto carácter reivindicativo de justicia, en favor del pobre y de toda víctima de la riqueza injusta (Corán 83, 89, 90, 92, 104...). Los demás suras transmiten mensajes de profetas, como Ibrahim (Abrahán), Musa (Moisés) e Isa (Jesús). Ellos son los precursores del Profeta, Muhammad (Mahoma). La oposición que encontró Mahoma entre los miembros politeístas de su clan y la acogida que encuentra entre los clanes de Madînah precipitan su hégira (huida) a esa 19
ciudad el 622, año que señala el punto de partida de la era islámica. El período mediní lo dedica a organizar la comunidad muslim y el Estado Islámico para todos los tiempos y a emprender la Guerra Santa contra todo enemigo del islam. Lleva a cabo expediciones bélicas contra sus enemigos de Medina y La Meca, cuyas caravanas asalta y expolia. Estalla una guerra civil entre ambas ciudades y tras la victoria de Badr (624), la «guerra del foso» ante Medina asediada (627), la marcha sobre la capital (628) y la conquista final de La Meca (630), las tribus árabes se le someten y Mahoma se convierte en señor de Arabia. La Meca se erige en centro de oración (qibla) y de peregrinación (hadj) de todos los muslimes. Mahoma muere en Medina sin heredero el año 632, dejando 14 esposas e innumerables concubinas, entre ellas una cristiana, María la Copta, que le da el único hijo varón, al que significativamente pone el nombre de Ibrahim. Deja cuatro hijas, de las que solo sobrevive Fátima, que se casa con su primo Alí. Los suras del período mediní están consagrados a la Guerra Santa (Corán 8, 48, 110...) y confieren al Corán un carácter guerrero y a la vez sagrado, pues el guerrero de Dios, que muere en combate, alcanza de inmediato el paraíso de todas las delicias. También legisla lo concerniente a contratos civiles, pues el Profeta es jefe espiritual y temporal del Estado teocrático del islam (Corán 49,10). «Fuera del islam no hay salvación». Todos y solo los islamitas, buenos y malos, tarde o temprano, se salvarán. d) «¿Hay un Dios junto a Dios?» «¿Hay un Dios junto a Dios? Hay gente que lo dice. ¿Quién ha establecido la tierra, hecho brotar los ríos, fijado las montañas? ¿Hay un Dios junto a Dios? La mayoría no sabe. ¿Quién escucha la invocación del pobre, quién cura las enfermedades, quién os da sucesores en la tierra? ¿Hay un Dios junto a Dios?» (Corán 27,60-64). «A quien le reconoce uno y único, él le recompensa con un oasis eterno de ríos de agua viva, de vegetación lujuriante, de festines suculentos, de comensales vestidos de oro y seda, servidos por bellos efebos y muchachas de ojos negros» (Corán 52,17-28; 56,1040; 5,46-78). Pero el premio no es causa, sino consecuencia de la fe en Alá. La mística sufí lo expresa en este bello himno a la gratuidad: «¡Oh Señor! Si te invoco por temor al infierno, mándame al infierno. Si te invoco por la esperanza del paraíso, exclúyeme del paraíso. Pero si te invoco por amor a ti mismo, descúbreme tu eterna hermosura». (Rabi‘a al-Adawiya, mística, 720-800) 20
e) El diálogo islámico-cristiano El diálogo del cristianismo con el islam es más complejo que el diálogo con el judaísmo. Requiere preparación intelectual, conocimiento histórico y tolerancia ideológica. «El resurgir del islam como fuerza religiosa, política y económica es una realidad de nuestro mundo, incluso en países cristianos occidentales; de hecho, se ha convertido en una religión mundial. Aun cuando rivalidades, conflictos y aun guerras de antaño hayan dificultado el diálogo actual, tanto la Iglesia como la Compañía se han afanado por lanzar puentes de mutuo entendimiento entre cristianos y musulmanes. […] La experiencia de los que se han acercado a los musulmanes con preparación, conocimiento y respeto ha demostrado con frecuencia que es de veras posible un diálogo fecundo» [6]. Teólogos actuales invierten el planteamiento clásico de considerar las religiones en relación con la revelación cristiana. Hoy se consideran todas las religiones como manifestaciones de la comunicación incesante de Dios con la humanidad. El plan divino de salvación es universal (K. Rahner). El diálogo interreligioso debe ser un diálogo de identidades, porque cada religión tiene su propia especificidad y, desde ella, está llamada a ser interpelada y enriquecida. Es verdad que Dios se ha revelado en el Hijo, pero el conocimiento del Hijo no se desvelará hasta el final de los tiempos. Es verdad que el Hijo es el Mediador de la nueva alianza, pero ¿el Dios de todos solo ha pactado la nueva y la antigua alianza? Las verdaderas dificultades especulativas estriban en la divinidad de Cristo y la trinidad de Dios. Y las dificultades prácticas, en el establecimiento de Estados teocráticos con legislación coránica. Pero, con el fin de superarlas, es preciso «promover el cuádruple diálogo recomendado por la Iglesia: a) el diálogo de la vida, en el que las personas se esfuerzan por vivir en un espíritu de apertura y de buena vecindad, compartiendo sus alegrías y penas, sus problemas y preocupaciones humanas; b) el diálogo de la acción, en el que los cristianos y las restantes personas colaboran con vistas al desarrollo integral y la libertad de la gente; c) el diálogo de la experiencia religiosa, en el que las personas, enraizadas en sus propias tradiciones religiosas, comparten sus riquezas espirituales, por ejemplo en lo que se refiere a la oración y la contemplación, la fe y las vías de búsqueda de Dios y del Absoluto; d) el diálogo del intercambio teológico, en el que los expertos tratan de entender más profundamente sus respectivas herencias religiosas y apreciar sus respectivos valores espirituales» [7]. Tal participación en la vida y progreso de los pueblos es particularmente urgente en los países islámicos, que son países del Tercer Mundo, subdesarrollados económicamente y colonizados cultural y políticamente (sur y este de Asia, norte de África, Oceanía).
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PRIMERA PARTE:
A Dios nadie lo ha visto nunca (Jn 1,18)
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1.
Más allá de lo verificable, nada se puede decir La filosofía empieza a ser moderna cuando el empirismo adquiere carta de ciudadanía en la historia del pensamiento. Entonces se consuma la ruptura con lo meta-empírico, que había dominado el pensamiento occidental. Las verdades universales no son reales. Solo son reales las verdades singulares. Se instituye el imperio de lo sensible: del sentir sobre el pensar, de lo útil sobre lo ideal, del querer sobre el deber, del hecho sobre el derecho, de la parte sobre el todo, de lo particular sobre lo universal, de lo temporal sobre lo eterno. Para el realismo, la experiencia sensible era la materia prima, a la que el pensamiento daba forma («lo inteligible en lo sensible»). Para el empirismo, la experiencia sensible lo es todo, materia y forma («Lo sensible es lo inteligible»). Ello, y solo ello, decide la verdad o falsedad de un enunciado. «No existe la verdad, sino esta verdad». El cambio de enfoque es radical. El planteamiento clásico de la filosofía (desde el siglo VI a.C. hasta el XVII) aborda la pregunta acerca del ser, de sus propiedades y sus causas, a partir de la percepción sensible de la realidad. En lo referente a Dios, la pregunta es objetiva: «¿Qué es Dios cuando la realidad es y no es?» (Tomás de Aquino). De la evidencia del ser relativo, físicamente inconsistente, se deduce la existencia del ser absoluto, metafísicamente consistente. No se cuestiona la realidad objetiva del fenómeno, más allá de la comprensión subjetiva del mismo. El planteamiento moderno (siglos XVII-XIX) cuestiona el presupuesto de la objetividad de lo real, ya que lo real es aprehendido por el pensamiento y el pensamiento no sale de sí mismo al pensar lo real. Lo real no puede comprenderse a sí mismo, por ser pura objetividad. Y el pensamiento no puede salir de sí mismo para pensar lo real, por ser pura subjetividad. Lo real, en cuanto tal, naufraga en el pensamiento. Y el pensamiento, en cuanto tal, disuelve lo real. La pregunta sobre Dios, entonces, es subjetiva: «¿Qué piensa el sujeto cuando piensa a Dios?» (E. Kant). A partir de la aisthēsis, percepción sensible, se pretendía legitimar la physis, la esencia de lo sensible, ya que «los fenómenos no existen en sí mismos, sino en el pensamiento del que los percibe». Otro planteamiento, pero este contemporáneo (siglo XX), trata de explorar lo real a partir del deseo: «¿Qué desea el sujeto cuando desea a Dios?» (E. Bloch). ¿Es posible trascender el deseo y alcanzar el objeto del deseo? El planteamiento más actual (siglos XIX-XXI) presupone que lo real, en cuanto tal, no es ni inteligible ni verificable, sino meramente sensible. Y como lo sensible es extra-subjetivo y el pensamiento es intra-subjetivo, solo el lenguaje, que es intersubjetivo, puede proporcionar consenso sobre el significado de lo real. La filosofía actual 23
es filosofía del lenguaje, del lenguaje empírico (Escuela de Viena), del lenguaje lógico (Escuela de Cambridge) y del lenguaje usual (Escuela de Oxford). La pregunta sobre Dios hoy se formula así: «¿Qué dice el lenguaje cuando dice Dios?» (L. Wittgenstein). Y lo que hoy dice el lenguaje es: «No existe lo absoluto. Solo existe esta cotidianidad fugitiva, esta vida tercamente sensible. El Eterno eclipsa el valor relativo de lo único que se evidencia y percibe como real: lo diario, lo fluvial. Si Dios nos ha robado esta vida cotidiana, ¡alcanzable!, y nos la contrapone a otra vida sublime, ¡inalcanzable!, el reto del hombre actual consiste en robar el robo y disfrutar de la inmediatez del instante» (J. Sádaba).
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2.
Dios y el lenguaje: la Escuela de Fráncfort 2.1. El lenguaje del sentido sigue jugándose Dios es indecible. No hay palabra que pueda decirlo, pues marca el límite del lenguaje. Pero el habla humana continúa diciendo al Indecible. El habla sigue recurriendo a mediaciones lingüísticas, extraídas de la experiencia natural («Dios es fuente de aguas vivas»), de la experiencia personal («Dios es amor»), de la experiencia cultural («Dios es padre»), sabiendo que en realidad Dios ni es fuente, ni es amor ni es padre, quia inter creatorem et creaturam non potest tanta similitudo notari, quin inter eos maior sit dissimilitudo notanda, «porque la semejanza entre el Creador y la criatura nunca es tan grande que no sea mayor la desemejanza» (Concilio IV Lateranense, 1215)[8]. Al hablar de Dios, el lenguaje humano emplea signos conocidos que apuntan al referente desconocido, pero es incapaz de apresarlo, pues los predicados de Dios pueden afirmarse y a la vez negarse, ya que los trasciende todos, con distancia cualitativamente infinita. Dios es «el totalmente Otro» (S. Kierkegaard). Dios es indecible, pero el lenguaje usual sigue diciendo «Dios». El lenguaje lógico prohíbe el lenguaje sobre Dios, pero el lenguaje normal ignora la prohibición y sigue jugando al juego de Dios. El lenguaje de todas las culturas sigue hoy dando nombre al Innombrable. Se teoriza, es verdad, con la conveniencia de hacer un largo silencio lingüístico y someter a una terapia semántica a ese nombre vacío de significado, para que sea él mismo quien vuelva a autodefinirse sin mediaciones, como cuando, desde la zarza que ardía sin consumirse, pronunció el nombre sin nombre: «Yo soy el que seré» (Ex 3,14). Tal vez sería mejor no hablar de Dios, ya que, cada vez que se habla de él, se tiene la impresión de estar profanando el mandato bíblico: «No os hagáis dioses de oro y de plata» (Ex 20,23). Y es que, cuantas veces habla el hombre de Dios, tantas veces se arriesga a traducir en lenguaje divino sus deseos imposibles o a divinizar su propia esencia, por sentirse incapaz de asumirla tal cual es, inconsistente por naturaleza. Frecuentemente ocurre así. Pero, corregidas las falsas traducciones, el silencio de Dios vuelve a hacerse pregunta. ¿No pertenece esa pregunta a estratos existenciales que ninguna terapia lingüística logra extirpar? La dialéctica negativa ofrece diversos juegos de lenguaje sobre Dios, unos sin referente, otros con referente, unos con referente negativo, otros con referente positivo. Parece que el juego divino es una pesadilla, que emerge en sueños del inconsciente
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colectivo, sin que podamos ahuyentarla y conseguir ¡por fin! dormir tranquilamente sin Dios. Los análisis del lenguaje dialéctico, desde luego, no nos despiertan del sueño.
2.2. De lo que no se puede callar, mejor es hablar La dialéctica negativa otorga al lenguaje negativo una función esencial en la dinámica del decir. «La negación desempeña en la filosofía del lenguaje un papel decisivo, en una doble dirección: el acto de decir no a cualquier afirmación acaba con las pretensiones absolutas, a) del idealismo como sistema y b) del empirismo como teoría» [9]. La originalidad de la dialéctica negativa, frente a la dialéctica hegeliana, consiste en no cerrar nunca el proceso dialéctico, ni en el concepto (idealismo) ni en el dato (empirismo). El error básico de Hegel consiste en intentar superar todas las contradicciones del Espíritu Subjetivo en un sistema que todo lo armoniza en el Espíritu Objetivo (Estado) y en el Espíritu Absoluto (Dios). Status et Deus definiri nequeunt. «La negación de la negación no conduce a la afirmación de ninguna realidad inmanente, sino a la negación de toda realidad, de principio a fin. La reconciliación final de tesis y antítesis se opone a la esencia contradictoria de la realidad nunca reconciliada consigo misma. Suprimir una injusticia y un mal (seísmo, hambre, guerra) es suprimir esta injusticia y este mal, pero no la injusticia y el mal, porque no existe garantía, en un mundo incompleto, de que no vayan a surgir otras injusticias y otros males. La dialéctica negativa no puede bajar la guardia ante la lógica afirmativa de la realidad, de la sociedad y de los sistemas dominantes (sociales, económicos y políticos). Mientras haya hambre y dolor sobre la tierra, quien se atreva a mirar de frente nunca encontrará descanso» [10]. Ni siquiera en Dios. La izquierda hegeliana retiene, sin embargo, con fuerza el carácter negativo de la dialéctica. «La negación de la afirmación es el factor decisivo del dinamismo dialéctico de las cosas, las ideas y las palabras, y condición esencial de su transformación. […] La existencia de las cosas es esencialmente negativa. Tal negación posibilita su transformación en otra realidad cualitativamente nueva. En virtud de la negatividad inherente a su naturaleza, toda cosa está ligada a su opuesto para afirmarse de forma nueva y diferente. Decir que cada cosa se contradice a sí misma significa que su esencia contradice a su existencia, tal como se da o es dada. […] El desasosiego de la cosa dentro de su límite es la contradicción que impulsa a la cosa más allá de sí misma. El concepto de libertad, por ejemplo, se define por la contradicción real que soporta contra toda forma de opresión interna y externa. La negación de la negación, es decir, la negación de cualquier opresión, posibilita trascender la libertad y afirmar una sociedad libre de cadenas» [11]. El concepto de Dios se define por la negación de toda realidad que se erija en ídolo de adoración, como si fuera dios. 26
«La negatividad impulsora del devenir llega en Hegel a la reconciliación suprema del Estado de derecho; al quedar el Estado in-conquistado por el Espíritu, es por necesidad Estado opresor. La negación ha sido absorbida por la afirmación de lo real» [12]. Pero la negatividad, constitutiva del proceso, debe mantener la negación en el origen, en el desarrollo y en el fin del proceso, cuestionando toda reconciliación intrahistórica, incapaz de adecuarse a la libertad del Espíritu. La negación no se permite descanso en el mundo. ¿Por qué? Porque ninguna afirmación descansa sobre sí misma, sino que se encuentra sacudida por la nostalgia de lo distinto de sí misma. En el fondo de la negación de la negación se halla la imposibilidad de asegurar algo absoluto de la historia dentro de la historia. La dialéctica negativa no puede reconciliarse tampoco con el pensamiento empirista. Las ciencias de la naturaleza reducen la realidad al dato en el que la realidad se agota. La naturaleza no es la realidad total, pues la naturaleza no es separable del hombre que la interroga, ni de la sociedad que interroga a ambos. El hombre y la sociedad no se reducen al dato objetivo, sino a las condiciones de posibilidad del dato objetivo, no para que aumente cuantitativamente (dato mayor, sociedad más abundante), sino para que cambie cualitativamente (dato mejor, sociedad más justa). Tales condiciones son la universalidad y la «cuestionabilidad». «Tal potencialidad del dato no puede estar dada de una vez por todas, sino que es siempre dable» [13]. El positivismo lógico y empírico encierra una verdad válida, a saber, que no existe verdad absoluta en el campo de lo sensible. Pero se encierra en esa verdad como si fuera la verdad total, y se priva de seguir avanzando en el dominio de la verdad. «Lo que dices es verdad». Tal enunciado expresa el deseo ilimitado de confirmar, no un efecto esperado de verdad, sino la verdad propiamente dicha. Más aún, no puede proferirse ningún enunciado sobre esta verdad sino en las coordenadas de comprensión de la verdad, como posibilidad suya. La verdad es condición de posibilidad de que esta verdad sea verdadera y de que cada verdad pueda asimismo serlo. Esta verdad se remite a la verdad como posibilidad suya. Si no, ni siquiera es comprensible, y menos aún real.
2.3. ¿Qué dice el lenguaje cuando dice «Dios»? Horkheimer se ve finalmente abocado a plantear en su Teoría Crítica el problema de lo absoluto de la verdad. «La filosofía siempre ha articulado la teoría de la verdad con el concepto de lo absoluto de la verdad». ¿Qué ocurre con una teoría que quiere tener validez universal, si apela a esta verdad particular y no a la verdad universal? Sencillamente, que no es posible como teoría. «La teoría es conciencia de que la realidad no es solo fenómeno dado, sino fenómeno dable, es decir, abierto a un futuro absoluto, que no puede afirmarse, pero tampoco negarse». Con talante sociológico, propio de la 27
Escuela de Fráncfort, afirma que «teoría es teología, y teología es esperanza de que la injusticia que caracteriza el mundo no puede tener la última palabra. Tal esperanza descansa en el anhelo de lo Otro, más allá de lo dado» [14]. Y lo Otro que se anhela, ¿qué es, más allá del anhelo? De esa verdad que se anhela no podemos decir nada. Dios no puede definirse. El lenguaje, desde este lado, no es apto para translimitarse y decir algo del Absoluto, que está más allá de este lado. Solo puede añorarse y esperarse, incluso postularse, pero no descubrirse. Y, sin embargo, la función del Absoluto es inevitable. «Sin tal añoranza de lo Otro es imposible resistirse al ídolo inmanente, sea positivista, sea idealista. Con tal añoranza, se mantiene el imperativo de no adorar ningún ídolo que no sea el Otro anhelado. La religión, en tal sentido, es esencialmente inconformista, frente a toda sumisión al estatus dado. Los que anhelan lo Otro no podrán decir nada del objeto de su anhelo, pero podrán indicar qué es aquello que debe afirmarse o negarse, para evitar la barbarie del mundo» [15]. El Deus definiri nequit de la teología medieval se convierte así en principio de la dialéctica negativa, con reminiscencias judaicas del mandato bíblico de prohibición de imágenes. Y tal principio incluye: a) crítica implacable de los ídolos inmanentes, ya sean religiosos (Iglesias), laicos (Estados) o ideológicos (marxismo, capitalismo, liberalismo); y b) crítica negativa de toda determinación positiva de Dios, que no puede identificarse con ninguna afirmación inmanente, ni secular (caudillo) ni clerical (pontífice). Tal modo negativo de hablar acerca de lo Otro lleva a la conclusión de que ningún sustituto histórico puede ocupar el lugar de Dios. Niega, por tanto, el teísmo positivo (Deus homini Deus de Teresa de Ávila) y su hermano natural, el ateísmo positivo (Homo homini Deus de L. Feuerbach). Y como el hombre inacabado y doliente no se conforma con su déficit esencial, Horkheimer emplea la fórmula basculante «añoranza de lo totalmente Otro» para señalar lejanamente a Dios. «Este anhelo de una justicia perfecta jamás puede verificarse en la historia profana, pues, aunque una sociedad futura mejor sustituya al desorden de la sociedad presente, el sufrimiento presente y futuro quedarán sin remedio mientras no pueda suprimirse el mal radical del mundo. La esperanza radical es la esperanza del non confundar in aeternum». Como esta esperanza se mantiene etsi Deus non daretur, se ha dado en llamar a esta esperanza trascendencia sin Trascendente. Si «de lo que no se puede callar, mejor es hablar», puede también afirmarse que «de lo que no se puede callar, mejor es anhelar». E incluso preguntarse si la afirmación real del Trascendente no es la única condición real de posibilidad de que la añoranza de lo totalmente Otro no sea una vana añoranza, sino una añoranza real, y de que la esperanza de no ser confundido para siempre no sea una vana esperanza, sino una esperanza real. Si el hombre es estructuralmente homo negans, y el homo negans es 28
estructuralmente homo sperans, sin la existencia real del totalmente Otro el hombre sería estructuralmente pasión inútil (J.P. Sartre). Y tal conclusión no es coherente con la existencia humana, que es ciertamente pasión, pero no es en modo alguno inútil, si es posible afirmar y confirmar que «la pasión del hombre es dar la vida por el hombre, para que todo hombre tenga vida y vida abundante».
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3.
Entre el deseo y la esperanza: E. Bloch 3.1. El lenguaje del deseo La dialéctica de la esperanza de E. Bloch sostiene que la esperanza es el elemento más constituyente de lo real. Más aún, es su elemento constitutivo. El hombre que espera es humano. El que no espera, sencillamente no es hombre. Los juegos de lenguaje que emplea la esperanza sitúan al hombre en la frontera de la trascendencia ya lograda, pero todavía no alcanzada, y posiblemente nunca alcanzable. Son los términos «blochianos» de trascendencia ya-sí y trascendencia todavía-no. Con un discurso desbordante de imágenes, metáforas y alusiones anecdóticas, su riqueza literaria se conjuga con su rigor de pensamiento. La definición del hombre, en primera persona, es como el acorde musical que abre y cierra su sinfonía incompleta: «Yo ya-sí soy, pero todavía-no soy lo que estoy llamado a ser». Igualmente, la definición de todo ser humano es cifra de su pensamiento: «Nosotros ya somos, pero no nos poseemos a nosotros mismos, únicamente devenimos y nos trascendemos, mientras nos vamos haciendo» [16]. Cuando en 1961 imparte su Introducción a la filosofía en Tubinga, se levanta el muro de Berlín. Él ya no vuelve a su cátedra de historia de la filosofía en la universidad de Leipzig.
3.2. De lo inacabado a lo trascendente El punto de partida de su pensamiento es el hombre como realidad inacabada. «Desde la niñez a la vejez el hombre es todo él sueño, deseo, esperanza de algo que se persigue y nunca se alcanza». A diferencia del animal, que se desarrolla en ciclo acabado de nacimiento, vida y muerte, el ser humano nunca se encuentra acabado. Es un ser deficiente, y por tanto siempre «deseante», expectante, trascendente. La trascendencia es el concepto clave de su antropología y su lingüística. Trascendencia es superación de una situación presente y logro de una posición futura cualitativamente mejor, sea en el eón terrestre, sea en el eón celeste. «Traspasar fronteras, superar límites, abandonar lo pasado y lanzarse desde el presente hacia el clamor del futuro». En términos reales, ello significa superar cualquier situación dada (mis conocimientos empíricos, mis derechos civiles...), para trascenderla y alcanzar así otra situación dable (mis conocimientos teóricos, mis derechos humanos...). Se insinúa
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la filosofía del ya-sí/todavía-no, de tantas reminiscencias bíblicas. «El ser humano siempre se trasciende tratando de sobrepasar su insuficiencia originaria». Lo primero que experimenta el ser humano es la carencia total, la conciencia de que le falta todo. «El niño busca instintivamente el pecho materno para calmar su vacío. El enfermo busca instintivamente su salud. El preso, su libertad. Todos los impulsos humanos tienen su matriz en el hambre». El hambre es el motor del principio de conservación, porque el hambre es insatisfacción biológica, psicológica, ontológica... que reclama imperiosamente satisfacción. El ser humano siempre anda a la búsqueda, fuera de sí, de algo que le calme y le colme, dentro de sí. El hambre del hombre es hambre total: de pan, de verdad y de libertad. «El vacío desasosiego dentro de sí busca el pleno sosiego fuera de sí». El juego de lenguaje típico de Bloch se juega aquí en contexto real y concreto, por lo que la semántica de sus palabras es aquí también real y concreta: pan que se come, verdad que se expresa, libertad que se consigue al soltar las cadenas.
3.3. Lo pragmático y lo estético El apetito primario es necesidad de subsistir. La necesidad de subsistir despierta en el hombre el pensamiento pragmático: fabricar hachas, encender fuego, habilitar cuevas, construir cabañas... ciudades, rascacielos. La satisfacción de la necesidad es la expresión del ya-sí. Pero el deseo crea el asombro, que es el principio del pensamiento estético: crear mitos, dibujar bisontes, componer poemas, adorar la tierra. El asombro de lo desconocido, «tremendo y fascinante», presiente la profundidad latente de la superficialidad patente. Por eso el asombro lleva al hombre más allá de lo real y lo adentra en el ámbito de lo posible. Le revela la apertura originaria del ser-ya al no-sertodavía. El significado de este juego de lenguaje es a la vez concreto y abstracto, con la concreción del ya-sí (la talla de utensilios) y la abstracción del todavía-no (la expectativa del invento).
3.4. La esperanza constituyente El homo transcendens se sobrepasa por el surgimiento dialéctico del homo negans. El hombre no-es como debería ser y, para serlo, debe negar lo-dado y prometerlo a loposible. La dialéctica negativa y afirmativa se desarrollan a lo largo de los tres volúmenes de la obra maestra de Bloch, Das Prinzip Hoffnung[1 7]. El principio esperanza se abre con las tres grandes preguntas kantianas: ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? (que en el pensamiento de Bloch se traduce por la pregunta diferencial: ¿Qué esperamos?). Todo ser humano, individual o colectivo, inacabado en cuanto tal, se 31
encuentra remitido en su pensamiento y en su acción a una dinámica de extralimitación trascendente. «El hombre vive en la medida en que se posiciona de cara al futuro que todavía no es, y ese futuro lo define y determina. La existencia humana es nuda insatisfacción, y se encuentra transida de sueños despiertos de un nudo deseo de acabamiento». Este el principio esperanza, constitutivo del ser inacabado. Tal esperanza es única e intransferible, y sella la especificidad del ser humano. La actitud que dimana de esta esperanza originaria y constitutiva es la docta spes, la esperanza vivida y probada, que ha saboreado el dolor y el gozo de la existencia, y ha aprendido a integrar en la esperanza hasta la desesperanza, como déficit creador. Esta actitud subjetiva es una determinación básica de la realidad objetiva. El principio mental de esperanza subjetiva es el principio real de esperanza objetiva. El hombre espera porque la realidad es expectante, y la realidad es expectante porque el hombre espera. No hay distinción entre sujeto expectante y objeto esperado, porque la realidad es el sujeto deficiente, inscrito en el objeto inacabado. «La docta spes lo sabe como nadie, pero sobre todo sabe que no solo es mayor la libertad donde crece el peligro, sino que aumenta el peligro donde mayor es la libertad. Ella sabe que el fracaso, como función de la nada, ronda en el mundo sin descanso, y que en toda posibilidad objetiva real está latente una gratuidad que lleva en sí, implícita o explícita, tanto la salvación como la perdición». «El mundo es el laboratorio de la posible salvación o perdición». El proceso del mundo no ha llegado aún a su plenitud en tiempo alguno ni en lugar alguno, y tampoco en tiempo y lugar alguno a su perdición. Los hombres sobre la tierra son los centinelas y guardianes de su posibilidad, todavía no decidida, de salvación o perdición. Las reglas de este juego de lenguaje tienen una función real-irreal. Real es la esperanza probada, e irreal la salvación deseada o la perdición temida.
3.5. La utopía de la esperanza La dialéctica utópica afronta la cuestión última del futuro trascendental, más allá de todo futuro categorial, en lenguaje de utopía. La utopía es un concepto recurrente en la Escuela de Fráncfort. La utopía nace de la esperanza y hace alusión a todo proyecto de transformación de la realidad espacio-temporal que se sitúa fuera del tiempo (u-crónico) y fuera del espacio (u-tópico). El proyecto utópico se suele considerar irrealizable por ser imposible, o inalcanzable por difícilmente realizable. El final de la utopía, de H. Marcuse, concibe la utopía en términos de «posibilidad concreta de lo imposible concreto», como el proyecto de transformación de esta sociedad unidimensional en una sociedad pluridimensional[18].
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Este proyecto concreto se considera socialmente imposible, no por estar en contradicción con las leyes de la naturaleza, independientes de la voluntad (utopía científica), sino por estar en oposición a factores sociales objetivos y subjetivos dependientes de la voluntad (utopía histórica). «Pedid lo imposible. Lo que hoy es imposible, mañana será real» (La Sorbona, 1968). «La utopía es la realidad del porvenir» [19]. Es un elemento inseparable de la realidad, en orden a la transformación cualitativa de la misma realidad. En virtud de lo que en el futuro se presiente (conciencia) o se presenta (ciencia) como posible, la realidad está llamada a superar el presente. Los juegos de lenguaje son aquí múltiples y paradójicos. Se dan juegos reales con significado real, como el logro de un cambio social de la dictadura del bienestar («sociedad al servicio de la producción») a la democracia de la igualdad («producción al servicio de la sociedad»)[20]. Pero se dan juegos irreales que paradójicamente tienen base real, como la esperanza trascendente. La trascendencia todavía-no es real, pero la esperanza ya-sí es real.
3.6. Trascendencia de lo utópico El mundo es tendencia estructural hacia algo que no es, pero se anhela que sea. Es presencia de algo, tópico, y latencia de algo, utópico. «El anhelo ha influido en todos los movimientos de liberación de la humanidad: el Éxodo, el Mesías, Gilgamesh, Prometeo, Ulises, Fausto, don Quijote…; en las fuerzas de la revolución campesina del medievo y de las revoluciones urbanas de la edad moderna (inglesa, francesa, rusa); en los movimientos de liberación de las etnias oprimidas y de las sociedades subdesarrolladas; y ¡hasta en la filosofía!: el concepto de devenir de Demócrito, la tendencia de Leibniz, el imperativo categórico kantiano, la dialéctica hegeliana, el pathos revolucionario de Marx...». En todo «la utopía, como conciencia adelantada de lo que todavía no es, desborda el presente e impulsa el porvenir en todas las direcciones». Una ontología del todavía-no se expresa en «las categorías históricas del hombre nuevo, la patria liberada, el paraíso perdido, el árbol de la inmortalidad», e incluso en las manifestaciones más cotidianas (los sueños del cine, el frenesí de la autopista, la ruta de las discotecas, los viajes de la droga) y en todas las utopías creativas de la medicina, la ingeniería y el arte... Y, sobre todo, ya en el universo de los valores e ideales, en las categorías de «una sociedad sin pobres, un mundo sin dolor, un cielo sin tiempo» y en la esperanza desesperada de huir de «la más poderosa anti-utopía: la muerte» [21]. Los juegos de azar de este lenguaje utópico se sitúan entre la expectativa improbable de la lotería («una sociedad sin pobres») y la sorpresa real de «número cantado» («el éxodo de Egipto»).
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3.7. ¿Qué espera la esperanza cuando espera a Dios? «En todo este conjunto inacabado, el problema central es el anhelo de lo Acabado, del Bien Completo». El Bien Completo no reside en el nihilismo. La carencia de todo eschaton es carencia de humanidad. El nihilismo, al negarlo todo, niega al mismo hombre que todo lo niega. De esta forma, no resuelve nada, porque disuelve todo. El puro no-ser como horizonte del ser anula el deseo de ser. Y el deseo de ser es estructural al hombre. Si la cultura es cultura del hombre, el nihilismo es contracultural. El Puro Bien no reside, por la misma razón, en el ateísmo positivo, pues carece de eschaton. Pero tampoco se encuentra en la religión positiva, ya que esta ofrece la institución en lugar del eschaton. «El Nudo Bien reside en la fe rebelde de la Biblia, en la fe real en una sociedad de iguales entre iguales, como judíos y griegos, y libres entre libres, como judíos y cananeos. Lo profético y revolucionario de la Biblia está llamado a convertirse en el reino de Dios sin Dios, en esta tierra de hombres» [22]. «Donde hay esperanza, hay religión». No hay mejor ateo que un creyente, ni mejor creyente que un ateo, porque lo contrario de la religión no es el ateísmo, sino la fe. A diferencia de Feuerbach y de Marx, la religión de Bloch no es ni apropiación de la esencia humana (Feuerbach) ni opio del pueblo (Marx), sino epifanía de la esperanza. Por eso no es válida la afirmación cristiana: «Donde hay religión, hay esperanza». Eso es una «idolización» de la esperanza. Solo es válida la afirmación bíblica: «Donde hay esperanza, hay Dios». ¿Hay, entonces, lugar para Dios? Un Dios positivo sería un Dios objetivo, es decir, un Dios sin trascendencia. Dios es únicamente la cifra de lo humano, el ideal de la humanidad inacabada. Bloch es radical en su inmanentismo. Hay que volver la espalda a Dios para recoger su esperanza, que no es otra que la naturalización del hombre y la humanización de la naturaleza, «allí donde hombre y naturaleza, cosmos y logos, se reconciliarán entre sí».
3.8. ¿Trascendencia sin Trascendente? El último juego de lenguaje de Bloch es irreal. Su Dios es irreal, pero también lo es su esperanza. ¿O son ambos utopías todavía-no alcanzadas? Desde luego, el fundamento antropológico de los dos es idéntico. ¿Puede el ser trascendente alcanzar el Bien Acabado, sin el Trascendente como determinante real de su esperanza? La pregunta de Bloch (¿hacia dónde?) suscita la pregunta radical (¿por qué?) y su dialéctica, siempre interrogante, se niega a responder a ella por principio. Ahora bien, sin tal respuesta, la estructura expectante del ser humano no solo es inacabada en sí misma, sino incoherente
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consigo misma. Una cosa es no objetivar a Dios y otra silenciar al Dios «inobjetivable», por ser Deus semper maior.
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4.
Dios y la diversidad de los lenguajes 4.1. El lenguaje del inconsciente Sigmund Freud comienza su obra El malestar en la cultura con una controversia religiosa. Con anterioridad había enviado al escritor Romain Rolland su ensayo El porvenir de una ilusión, en el que presenta la religión como ilusión protectora del hombre[23]. Existe en el hombre, es verdad, el sentimiento oceánico, pero este en realidad no es más que la proyección hacia el infinito del narcisismo humano, que se niega a aceptar el dolor de ser finito, es decir, el principio de realidad. «Dios es inconsciente, y por tanto ilusorio, y por tanto irreal». Rolland declara reduccionista esta interpretación del fenómeno oceánico. Admite que el sentimiento de impotencia puede estar en el origen de un deseo alienante de infinitud. Existe, sin embargo, un sentimiento de infinitud que no es alienante, y puede ser creador. Y este nace de la pasión oceánica, que el hombre reconoce como pasión suya, la más honda sin duda. Sería alienante si dispensase al hombre del deber de crear y crearse desde sí mismo. Pero es auténtico si impulsa al hombre a buscar en el infinito aquello que reclama desde el fondo como plenitud suya, y que ninguna de sus creaciones finitas logra cubrir. El problema, entonces, será descubrir si es posible trascender ese impulso infinito para alcanzar, más allá del impulso, al Infinito mismo. ¿Es posible pasar de la trascendencia sentida a la Trascendencia real?
4.2. El lenguaje funcional «Dios es inconsciente», dice el lenguaje del ello. Pero el yo dice que «Dios no es ilusorio», e incluso que «Dios es real». Todo depende del tipo de lenguaje que se emplee cuando se intenta acceder a cualquier referente real, y por supuesto al Referente divino. «Todo cambia en el lenguaje usual, según lo leamos en clave funcional o en clave personal». Podemos utilizar el lenguaje en clave funcional. El lenguaje de las definiciones científicas es funcional. Cuando la ciencia se pregunta: ¿Qué es un átomo? ¿Qué es una célula? ¿Qué es una persona?, hace de los datos en cuestión (átomo, célula, persona) un objeto que está ahí, fuera de mí, para darme respuestas. Clasifica los datos en una misma categoría de ser: la categoría de objetos. Me sitúo ante un problema, cuya solución es una forma de clarificar las cosas, pero no de entenderlas. Es una forma de 36
instrumentalizarlas, pues cosas y personas se reducen entonces a una sola función, la de ser útiles o inútiles para darnos respuestas objetivas. Cuando pido información al empleado de la ventanilla, no veo más que a aquel-que-está-detrás-de-la-ventanilla-paradarme-informes. No sé quién es, ni me interesa. No sé si vive feliz o infeliz, si está solo en la vida o vive acompañado. No he comprendido nada de esa persona. Es pura función de utilidad/inutilidad, según me informe correcta o incorrectamente. Tal es el mundo de la función. En ese mundo se toma distancia de la persona, para convertirla en cosa. «En él se integran los clasificables: los profesionales, los especialistas, los técnicos, los que sirven para darnos respuestas exactas. El inclasificable está de más. El hombre, sencillamente el hombre, es un verdadero problema. Ningún sistema social prevé solución para él» (G. Marcel). El ser humano no puede capturarse como presa en la red de las ventajas funcionales. Y lo que no es medible no es útil. Tal es el universo del tener, que es el universo de las cosas. No es el universo del ser, que es el universo de las personas. «En el análisis objetivo, la persona está ahí, delante de mí, para ofrecerme respuestas. Puedo analizarla, clasificarla, obtener pruebas de que está ahí. Puedo establecer una frontera donde mi yo acaba y el otro yo comienza. No es un tú para mí» (J. Moltmann/G. Marcel). No es, por tanto, descifrable, porque el problema se agota en preguntas y respuestas, sin espacio para la presencia, el diálogo y el silencio. He obtenido datos de la persona. No he conocido a la persona. La persona, como el amor, es indescifrable. Una cosa es amar y otra, pensar en el amor. Si el enamorado reflexiona sobre su amor, en ese momento deja de ser enamorado. Se coloca a distancia de la persona que ama. Objetiva el amor. Se propone el amor como objeto universal, válido para todos, es decir, para nadie que ama. En la actividad de amar, el amor es intransferible. «La exactitud de la ciencia queda desbordada por la magia del amor». Cuando la magia del amor da paso a la exactitud de la ciencia, no se ha comprendido qué es la persona, qué es el amor, qué es la vida. «El conocimiento objetivo condena a destierro perpetuo aquello que cree conocer» (J. Moltmann/G. Marcel). ¿Y si el objeto en cuestión es Dios? Dios será entonces un planteamiento nominal, que solo ofrece respuestas nominales. Dice la Summa Theologica: «Y eso que funda lo infundado, podemos llamarlo Dios». Dice la theologia perennis: «Y eso que soluciona lo insoluble, podemos llamarlo Dios». En tales respuestas, Dios es función de una necesidad, la imposibilidad de ser, o la incapacidad de subsistir. Dios es útil. Dios es la conclusión de un planteamiento. ¿Es también la razón de una vida? Y esa razón de la vida ¿es vida ella misma?
4.3. El lenguaje personal 37
«La realidad cambia según la leamos en clave funcional o en clave personal». La visión personal de las cosas nos introduce en el mundo del tú. Y el mundo del tú, en el ámbito de lo inabarcable. En ese ámbito no hay «un objeto ante mí» (ob-iectum), sino «un sujeto en mí» (sub-iectum). No hay un ser (esse), sino un coexistir (co-ex-sistere). La persona es ser-en-el-otro, tan originariamente como es ser-en-lo-real (M. Buber). El modo dual de existir es tan constitutivo del ser personal que sin tú no solo no es persona, sino sencillamente no es ser humano. «Realizas un encuentro con alguien que va a tener honda repercusión en tu vida. Es evidente que semejante encuentro plantea preguntas: ¿Quién es? ¿Dónde trabaja? ¿Por qué hemos coincidido? Pero la respuesta a estas preguntas se queda “del lado de acá” de la única cuestión que verdaderamente importa. Si se me dice: “Te has encontrado con esa persona en tal sitio porque le gustan los mismos sitios que a ti, o porque tiene las mismas aficiones que tú”, la respuesta no vale. Hay muchas personas que comparten mis gustos y aficiones, y no significan nada para mí. La supuesta afinidad de gustos y aficiones no tiene nada que ver con esa afinidad única e íntima de que aquí se trata. Me hallo en presencia de una realidad cuyas raíces penetran más allá de las preguntas obvias y las respuestas obvias.
Me encuentro en presencia de un verdadero misterio. ¿Por qué esta afinidad, que me lleva a bendecir el día en que se produjo ese encuentro? No puede decirse que, después de todo, no se trata más que de un puro azar. Una protesta se alza inmediatamente desde el fondo de mí mismo contra esa fórmula vacía, contra esa negación de algo que me envuelve desde el centro de mí mismo. Me encuentro, una vez más, ante un misterio, ante un problema que rebasa sus propios datos y no encuentra respuesta. Preguntándome a mí mismo por el sentido de ese encuentro, no puedo situarme fuera de él. Estoy comprometido con él, dependo de él, le soy interior desde el interior, me envuelve, me comprende y me transforma, no como algo exterior a mí, sino como algo que se desarrolla en mi interior, como un principio interior a mí mismo» (J. Moltmann/G. Marcel). El misterio es la atmósfera envolvente e inabarcable de la presencia de un tú significativo, «es un problema cuya solución rebasa los datos del problema, una afirmación que no solo profiero sino que soy». Cuando amo a una persona, le estoy presente desde el interior de mí mismo. Si intento ponerla fuera de mí para definirla de forma objetiva, como espectador, se me escapa lo esencial de «esa relación indecible donde no existen distancias, donde el yo es tú y el tú es yo» [24]. El misterio es el ámbito de la presencia, y la presencia, el ámbito de la persona, «donde la persona es conocida tal como ella es desde el interior. Solo puede ser conocida una persona desde donde es ella misma, y solo es ella misma desde dentro, de centro a centro» [25]. Desde fuera, se descubre el archivo del tener. Desde dentro, se revela el misterio del ser. Por eso no es posible conocer, y menos juzgar, a una persona a la que no se ama. A la que se ama, no se la juzga.
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Ante una presencia que se ama, la persona queda envuelta por el misterio de esa presencia. Los porqués del problema quedan rebasados por el misterio de la presencia. Lo verdaderamente importante de la presencia se sitúa más allá del problema, allí donde las fronteras del yo y él tú se confunden. «Las razones de la razón se encuentran desbordadas por las razones del corazón. Aquellas satisfacen la lógica humana. Estas, el corazón humano» (B. Pascal).
4.4. El lenguaje enamorado El amor realmente es misterio. Cuando alguien ama de verdad, todos los datos de la persona se ven desbordados por el dato decisivo: la persona misma que se impone, por encima de los datos. Las preguntas están de más. ¿Por qué la quiero? «Porque es inteligente». Sí, pero también es tímida. «Porque es comprensiva». Sí, pero también orgullosa. Sobran las preguntas y sobran las respuestas. El lenguaje del amor es inequívoco: la quiero porque la quiero. La quiero porque sí. Se ha impuesto el ser de la persona a todos los registros del tener. Los datos pertenecen al universo del tener. La persona, al universo de ser[26]. Y solo en este universo es posible alcanzar al otro desde dentro, y aceptarlo y quererlo. ¿Cómo se alcanza al otro desde dentro? También aquí el lenguaje del amor es inequívoco. Pertenece a la lógica del amor, siempre que sea verdadero, la experiencia de la infinitud del amor. «Si la experiencia del otro fuera profunda, el hombre experimentaría la infinitud de su personalidad y entonces la persona nunca resultaría agotada» (E. Fromm). Amar a una persona es amarla incondicionalmente. El lenguaje del amor desconoce condiciones de tiempo y de espacio: «Te quiero aquí y allí», «Te quiero ahora y siempre». La liturgia del amor es inalterable: «Te elijo a ti para siempre». Pero la liturgia del amor debe afrontar el bautismo de la realidad. La incondicionalidad del amor nos sumerge en el fondo de la condición humana, y esta es paradójica. La condición humana constata que su afán de amar es incondicional, pero no su posibilidad de amar, que es condicional. El grave contrapunto de la condicionalidad pone la nota de realismo: «Lo que ha quedado unido, no lo separe el hombre». El hombre puede separar lo que no quisiera separar. Lo incondicional está condicionado. Sin embargo, el lenguaje del amor se mantiene inalterable: «Amar a una persona es poder decirle: Tú no morirás. Yo no moriré. Nuestro amor no morirá» (J. Moltmann/G. Marcel). Puede parecer utópico el alcance de esa experiencia, pero la experiencia misma es real. En presencia del verdadero amor, se presiente que ese amor será inagotable. Se trata de una ley del corazón tan difícil de razonar como de negar.
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La experiencia del amor hace el descubrimiento de que el amor tiene que ser inagotable, aunque la realidad constate que es agotable y finalmente se agotará. «El amor reclama de nosotros el rechazo explícito de la muerte. La muerte de que aquí se trata no es la muerte en general, ni la muerte propia en cuanto propia, sino la muerte de aquello que amamos. Amar a una persona es decirle: tú no morirás. Y esto no es un recurso literario, sino la única afirmación que nos es dado trascender. Consentir la muerte de un ser que se ama es, en algún sentido, entregarlo a la muerte. El amor nos prohíbe esa capitulación, que en realidad es una traición» [27].
4.5. El Tú absoluto Esta es la única afirmación que el hombre desde sí mismo no consigue trascender. La trascendencia humana solo alcanza la tendencia infinita. Ella no garantiza el objeto infinito. El lenguaje del amor trascendente tiene su morfología y su sintaxis. La morfología del lenguaje del amor es clara: «El amor debería ser inagotable». Pero ¿cuál es su sintaxis? Su sintaxis puede expresarse en este enunciado trascendental: «La única garantía de que el amor agotable es inagotable, es la presencia del amor inagotable en el centro del amor agotable», la presencia de un Tú incondicional en el corazón de todo tú condicional. «No hay amor humano digno de tal nombre que no contenga un germen de inmortalidad. Ya no es posible pensar en el amor incondicional sin descubrir que no puede constituirse en un mundo cerrado sobre sí, sino en un mundo abierto fuera de sí, en una comunión absoluta con lo Absoluto. Esa comunión solo puede suspenderse en el Tú absoluto» [28]. La sintaxis del amor hace dos afirmaciones e induce una conclusión. La primera afirmación es que todo amor es agotable. Esta es una constatación empírica y cotidiana. La segunda afirmación es que todo amor debería ser inagotable. Este es el anhelo estructural del verdadero amor, tan inalcanzable como real. Y la conclusión que se induce de estas dos experiencias, constatables y contrarias, es que ningún amor agotable puede garantizar ese deseo estructural de amar inagotablemente, y que solo un Amor inagotable es capaz de garantizarlo. La conclusión no acredita la existencia de ese Amor. Pero sí acredita lo razonable de su existencia. Si esa tendencia es estructural, no es coherente que no exista el objeto real de esa tendencia. El anhelo más radical del hombre, y la misma existencia, serían vanas. Y la existencia humana no es vana. El dilema trascendental de la existencia se hace entonces inevitable: o el anhelo de infinito es vano, porque el Tú infinito no existe, o el Tú infinito existe, y el anhelo de infinito es pleno. Se trata de elegir una de las dos opciones. Ambas presentan zonas de claridad y zonas de oscuridad.
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¿Qué zonas de oscuridad? La existencia del Infinito no es evidente. Las cinco vías ontológicas de la existencia de Dios parten de la contingencia del mundo y deducen de ella la existencia del ser necesario, que dé consistencia a su inconsistencia (santo Tomás). Pero las cinco vías presuponen un mundo real y un mundo ordenado, y para la razón humana ni lo uno ni lo otro es evidente. Además, la pura razón no puede alcanzar al ser necesario, porque las coordenadas en las que razona la razón son espaciotemporales, y el ser necesario trasciende el espacio y el tiempo (E. Kant). Solo la vía antropológica de la razón práctica puede acceder al Bien supremo que otorgue a la libertad humana su máximo bien: la felicidad y la inmortalidad. ¿Y qué zonas de claridad? Las que induce la vía antropológica que aquí se ha recorrido, en clave de esperanza. Es la única que da significado a la vida y colma su anhelo infinito. Elegirla no es una necesidad. Es una opción de la libertad. Es una opción razonable y plenamente humana. En esa opción está en juego el sentido de la vida. «Nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (san Agustín). La comprensión de la vida como amor inagotable lleva a una conclusión importante: no es posible salir del amor para comprobar el amor, pues somos nuestro amor. No se puede salir de Dios para probar a Dios, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Solo desde el interior del Amor puede aceptarse o rechazarse a Dios, pues él es «más íntimo que nuestra intimidad y más profundo que nuestra profundidad» (san Agustín). No podemos erigirnos en jueces del Absoluto y exigir a Dios que exhiba sus credenciales. Somos libres para interpretar la vida como realidad agotable o inagotable. Pero, hecha la opción, para la cual no faltan argumentos fehacientes, no nos es dado salir de su lógica para interpretarla. El amor solo se define desde el amor. Y el absurdo solo se define desde la convicción de que «el hombre es ese sinsentido, que está ahí de más por toda la eternidad, como un guijarro arrojado para siempre en el desierto de la existencia» (J.P. Sartre). Y el sentido solo se define desde la persuasión de que «el hombre no es prescindible ni para sí ni para Dios». «¡Oh tú, que posees el secreto de lo que soy yo, descúbreme tu rostro!» (G. Marcel). Si «de lo que no se puede hablar, mejor es callarse», puede también afirmarse que «de lo que no se puede callar, mejor es esperar». E incluso cabe preguntarse si la afirmación real del Trascendente no es la única condición de posibilidad real de que el anhelo de lo totalmente Otro no sea un vano anhelo sino un anhelo real, y de que la esperanza de no ser confundido para siempre no sea una vana esperanza sino una esperanza real. Si el hombre es estructuralmente homo sperans, sin la existencia real del totalmente Otro el hombre sería estructuralmente una esperanza inútil. Tal conclusión no es coherente con la existencia humana, que es ciertamente esperanza, pero no es ciertamente inútil, si es posible afirmar y confirmar que la pasión del hombre es vivir y sobrevivir. El hombre es el único animal que rechaza la muerte y prolonga la esperanza de vida hasta el límite de sus posibilidades. El hombre es el único animal que ama y 41
apuesta por el amor sin condiciones, en el tiempo y más allá de él. Fortis ut mors dilectio, «el amor es fuerte como la muerte» (Cant 8,6).
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SEGUNDA PARTE:
Dios es mayor que nuestro corazón (1 Jn 3,20)
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1.
El Dios diferente El Dios de la razón es, en última instancia, una prolongación del deseo infinito del hombre. El Dios del evangelio es una inversión de ese deseo, como tal deseo infinito. Por eso se manifiesta en forma de paradoja. Su poder es debilidad, su sabiduría es ignorancia, su gloria es cruz (1 Cor 1,18-31). El Dios de Jesús es un Dios diferente. Lo diferente de ese Dios no es cuestión de palabras. Es Señor, como el Dios del Corán. Es Amigo, como el Dios del Bhagavad-Gita. Es Padre, como el Dios del Pentateuco. La diferencia radica en el significado de esas palabras. Es un significado paradójico: es Señor que sirve al esclavo, es Amigo que da la vida por el enemigo, es Padre que quiere al hijo legal pero privilegia al hijo ilegal, al pródigo de la parábola. No refleja su rostro sub aequali, en lo racionalmente comprensible, sino sub contrario, en lo racionalmente incomprensible. El Dios del evangelio es Amor (1 Jn 4,8.16). Tal es la esencia del mensaje de Jesús. Pero su amor no es sublimación del eros, sino instauración del agapē. Promueve la realización plena del amor humano pero subvierte su sentido, pues intima a amar al hombre caído en el camino, y ese hombre no es precisamente el judío cumplidor de la ley, sino el samaritano proscrito por la ley. Por eso, es apertura incondicional al otro, y expresión de un amor otro. El Dios de Jesús es un Dios diferente.
1.1. Dios de la religión El Dios de la mayoría de los creyentes es el Dios de la religión, el Dios al que el hombre se remite cuando toma conciencia de sus límites: fracasos personales, sociales, económicos... y sobre todo el fracaso inevitable de «nacer para morir». Incapaz de asumir la evidencia de ese fracaso, protege esa evidencia con un sistema de defensa, que consiste en re-ligar –de ahí re-ligión– su límite finito con la realidad infinita que llama Dios, y que lo libera de su «dolor de ser finito». A ese Dios se le reserva una función: la de solucionar los conflictos no resueltos por el hombre, por su ciencia y su razón. Es el Dios-solución de lo soluble y lo insoluble. El hombre primitivo conjura con ensalmos a ese Dios para ahuyentar enfermedades. El hombre moderno invoca con plegarias a ese Dios para que por fin sea posible vivir en paz. En el fondo, se trata del mismo mecanismo. La revolución científica del siglo XIX y la revolución técnica del XX han enseñado al hombre a interpretar el mundo desde sí mismo, sin necesidad de recurrir a autoridades 44
ajenas y lejanas. El hombre descubre cada día leyes que le permiten comprenderse y comprender el mundo sin necesidad de recurrir a Dios. Va aprendiendo a arreglárselas solo en todos los asuntos importantes, etsi Deus non daretur. Hoy resulta obvio que, sin Dios, todo marcha tan bien, o tan mal, como antes. Esto es evidente en el terreno médico, laboral, social e incluso ético. Pero pudiera llegar a ser evidente también en la llamada «cuestión religiosa»: ¿vivir la religión sin Dios?
1.2. Dios y cuestiones últimas El creyente actual, por instinto de protección, reserva a Dios el ámbito de las cuestiones últimas, la culpa y la muerte, como propio y exclusivo suyo. Pero ¿qué ocurriría si, un día, tales cuestiones dejasen de ser últimas, es decir, si también ellas llegasen a resolverse sin Dios? El sentido de esta interrogante no es preguntar si solo la «hipótesis Dios» puede resolverlas, sino si el hombre tiene derecho a planteárselas a partir de la «hipótesis Dios». Desde luego, es científicamente improbable que el hombre pueda solucionar desde sí mismo el problema de la muerte, ya que la perspectiva de vida del primate humano rebasa apenas como máximo el centenar de años. Y en cuanto al problema de la culpa, es igualmente dudoso que la razón consiga descifrarlo. Ciertas conductas sociales son crímenes de lesa humanidad, que ni el psicoanálisis ni el derecho penal logran borrar de la conciencia. Sería necesario olvidar Hiroshima para poder reconciliarse con el ser humano. Y ¿quién es capaz de olvidar esa barbarie? Una cosa es que el hombre nunca resuelva esas cuestiones desde sí mismo, y otra muy distinta es que sea ese precisamente el último refugio que construya, a la desesperada, para defender a su Dios. El Dios de ese refugio ¿no sería de nuevo la imagen divinizada del hombre, o el eco humano de la promesa del paraíso: «Y seréis como dioses» (Gn 3,5)? ¡Dios en el límite, tan vulnerable como todos los dioses de la ciencia y la razón, que la historia ha moldeado desde Aristóteles hasta Teilhard! «Estando en el límite, me parece más honrado no hablar de Dios, sino guardar silencio y dejar lo insoluble sin solución» [29].
1.3. Dios y cuestiones diarias «La actitud religiosa solo tiene posibilidades de perdurar mientras el hombre logre ampliar los límites humanos. Pero hablar de límites humanos es harto problemático. La misma muerte, que los hombres temen, y la culpa, que los hombres a duras penas entienden, ¿acaso son hoy día verdaderos límites? Siempre tengo la impresión de que, al hablar de límites, tratamos de reservar un lugar en el mundo para Dios. Pero yo no quiero hablar de Dios en el límite, sino en el centro»[30]. «No en los momentos de debilidad, sino de fortaleza; no en la muerte, sino en plena vida»[31].
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¿No es posible hablar de Dios todos los días, y no los últimos días? Dios en el centro es la contra-imagen de Dios en el límite. Es el Dios que rompe los esquemas del hombre religioso. El hombre creyente no tiene esquemas.
1.4. Dios-solución y Dios-sentido El Dios del creyente no es el Dios-solución del drama humano. No es el Dios que estáahí para resolver los conflictos de la sociedad. Esos conflictos, o los resuelve el hombre o no hay quien los resuelva. Nuestro Dios es el Dios que está-con el hombre para dar sentido a la vida: Dios-con-nosotros, ‘Immanu-’El. Ese Dios es el sentido del mundo. «Pero ¿puede Dios dar sentido a un mundo que ha aprendido a vivir sin Dios? Dios como hipótesis de trabajo ha sido eliminado en casi todos los terrenos. Es pura honradez intelectual abandonar esa hipótesis de trabajo, hasta donde sea posible. ¿Queda entonces lugar en el mundo para Dios?» [32]. ¿Puede darse sentido del mundo sin solución de problemas? Desde luego, sentido no es solución. La economía soluciona problemas, pero difícilmente da sentido a la vida. El amor da sentido a la vida, pero no soluciona problemas, más bien los crea. ¿Hay algo que pueda dar sentido a la vida sin solucionar problemas? Si lo hay, no será una fórmula de descifrar el mundo, sino una forma de estar en el mundo. Si el creyente abre el evangelio y se pregunta cómo está Dios en el mundo, la respuesta del evangelio es clara: Dios está en el mundo des-vivido por los demás, clavado en cruz para liberar al mundo. El Hijo del Hombre no baja de la cruz para resolver su vida. «A otros ha salvado y no puede salvarse a sí mismo. ¡El Cristo, el rey de Israel! Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos en él» (Mc 15,31-32). «El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15,34). Es el Dios clavado en la cruz que permite que lo echen del mundo. Dios es impotente y débil en el mundo, y solo así está con nosotros y nos salva. No nos ayuda con su omnipotencia, sino con su impotencia y sufrimiento»[33].
Solo así está con nosotros y nos salva. «Solo así está con nosotros», porque está identificado con el mundo tal como el mundo es, con problemas y sin soluciones. Y «solo así nos salva», porque está con el hombre de la única forma en que es posible dar sentido a la vida: crucificado, entregado al otro, «siendo para los demás». «No podemos ser honestos sin reconocer que hemos de vivir en el mundo como si Dios no existiese. Y eso es precisamente lo que reconocemos ¡ante Dios! Ante Dios y con Dios, vivimos sin Dios»[34].
No se trata de una afirmación atea, pero tampoco religiosa. Es una afirmación creyente, y por eso paradójica. Lo paradójico de la afirmación consiste en que el Dios sin el cual tenemos que aprender a vivir es el Dios-solución del hombre religioso. Y el Dios 46
con el cual tenemos que arriesgarnos a vivir es el Dios-sentido del hombre creyente. En ese Dios, la humanidad de Jesús nos descubre la verdadera divinidad de Dios: la omnipotencia de servir (Jn 13,13-15), la omnisciencia de comprender (Lc 23,34) y la omnipresencia de compartir (Jn 19,34). Tal es la paradoja de la fe: la inversión radical del concepto humano de hombre. El ideal de hombre no es ya la autoafirmación, el ser-para-sí de la filosofía racional, sino la auto-donación, el ser-para-el-otro de la sabiduría existencial. Este ideal no se deduce de la lógica de la razón, sino de la paradoja de la fe y de la promesa de Jesús: «Quien quiera conservar su vida la perderá, pero quien entregue su vida por mí y por el evangelio, la salvará» (Mc 8,35).
1.5. El ser para el otro La verdadera trascendencia no es la extensión hasta lo ilimitado del centro del hombre, sino la des-centralización de ese centro, la total metanoia del ser-en-sí, del ego humano, en el ser-para-los-demás, en el tú divino. En la absoluta libertad de ser para el otro se revela la absoluta divinidad de Dios. La divinidad de Dios se manifiesta en la impotencia del crucificado, que no reserva su ser para sí, sino que entrega su ser para el otro. «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante» (Jn 10,10). El crucificado, entonces, no es estigma de muerte, sino paradigma de vida. Esta es la única trascendencia que puede dar sentido a la existencia. «Vivimos una época turbulenta, y frecuentemente olvidamos la razón por la cual merece la pena vivir. Creemos que por el hecho de que tal o cual persona vivan, tiene sentido que vivamos nosotros. Pero la realidad es esta: si la tierra fue considerada digna de albergar al hombre Jesús, si ha vivido un hombre como Jesús, entonces y solo entonces tiene sentido que nosotros vivamos. Si Jesús no hubiese vivido, entonces nuestra vida, a pesar de todas las personas que amamos, estaría falta de sentido» [35]. En él se encerró la plenitud de la divinidad, es decir, en él se albergó el mayor amor que ha existido en la tierra, el amor del mismo Dios.
1.6. EL DIOS CRUCIFICADO «Él se esconde en la debilidad, hasta el punto de no ser reconocido como Dios. Permanece incógnito como mendigo entre mendigos, descastado entre descastados, desesperado entre desesperados, muerto entre los muertos... En su muerte no se manifiesta ninguna de las propiedades divinas. Sin embargo, de ese hombre decimos: este es Dios. Esto significa que el escándalo es el espacio de la posibilidad de la fe. [...] Los 47
cristianos están con Dios en su pasión. Esto es lo que los distingue de los paganos. ¿No habéis podido velar una hora conmigo? Esto es lo opuesto a todo aquello que el hombre religioso espera de Dios. El creyente está llamado a compartir el sufrimiento de Dios en el mundo sin Dios» [36]. Solo en una existencia para los demás, los hombres pueden intuir, sin palabras, la absoluta gratuidad de Dios, que es su verdadera esencia. En julio de 1944, y en la prisión de Prinz Albert Straße de Berlín, Dietrich Bonhoeffer no encontraba palabras para hablar de Dios a los condenados a muerte, pues la Iglesia de ese Dios no había hecho lo imposible para evitar su holocausto. «Solo quien grita a favor de los judíos tiene derecho a cantar salmos». Por eso únicamente se atrevía a clamar en silencio al Dios de Jesús y a compartir con ellos sin reservas «su tiempo, su amistad y sus cigarros». En esos simples gestos de amor, podrían tal vez intuir que solo el Amor es digno de fe[37].
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2.
El Dios de Jesús 2.1. El Padre pródigo (Lc 15,11-32) Jesús invocó a Dios con el nombre más entrañable que un niño puede pronunciar: ’Imma’, ’Abba’. Y, al pronunciarlo, sintió que su vida entera estaba penetrada de centro a centro por un manantial permanente de confianza y libertad. Pero al pronunciar la palabra ’Imma’/’Abba’, nunca nos dijo quién era Dios. Jesús nunca definió a Dios, como lo han hecho los pensadores. Jesús puso en acción a Dios, como lo hacen los sabios. Más aún, para ponerlo en acción, contó cuentos orientales, como lo hacen los poetas. Conservamos la ipsissima vox Iesu en parábolas que hablan del Padre, contadas a los niños para que las puedan entender los mayores. La parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) es «la obra de arte de todas las parábolas de Jesús» (J. Fitzmyer). En realidad, debería llamarse la parábola del padre pródigo. De principio a fin, el centro literario del relato no es el hijo, sino el padre. Y el adjetivo pródigo tiene dos significados, uno aplicable al hijo (pródigo = «derrochador», «dilapidador» de su fortuna y juventud) y el otro al padre (pródigo = «generoso», «dadivoso», que «se pasa» en dar y en querer). Por eso, y en contra de la tradición al uso (Vulgata), la llamaremos «parábola del padre pródigo». ¿Cómo es ’Abba’ en acción?
2.2. Un padre tenía dos hijos La exégesis del relato de Lc 15,11-32 nos lleva a hacer un análisis morfológico, sintáctico y semántico, necesario para descubrir el rostro escondido de Dios en la mera sucesión de palabras. v. 11: anthrōpos tis, textualmente «cierto hombre», anónimo. Por el contexto, se trata de un padre judío que tenía dos hijos y era propietario de una rica hacienda, «un terrateniente judío de posición desahogada» (J. Fitzmyer). v. 12: neōteros (latín adulescentior, opuesto al senior del v. 25) = «el más joven», un soltero de 18 a 20 años (a partir de esa edad, solía celebrarse la boda legal judía). Su decisión y su comportamiento sugieren juventud y libertad, sin compromisos. Pater (vocativo) refleja la ironía lucana: el hijo invoca el título de «padre» para exigirle, como un siervo, lo que se recibe después de morir el padre.
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Dos moi (imperativo) = «dame». Manda a su padre que le dé lo que no tiene derecho a recibir, impera en lo que no es imperativo. To epiballon meros tēs ousias (Zerwick: quod ad me attinet portionem substantiae), «la parte del patrimonio que por derecho me corresponde», de lo que es mío, de la fortuna familiar (de re familiari). El paterfamilias legaba: 1) por herencia post mortem, dos tercios al hijo mayor y un tercio al menor (Dt 21,17); 2) por libre donación in vita, la propiedad al hijo para vivir. La disposición la reservaba el padre para preservar el patrimonio de una posible venta, derroche...; el usufructo lo disfrutaba el padre. Como no media aquí ni un testamento ni una libre disposición, el hijo «jurídicamente, elimina a su padre». Desde el punto de vista semítico, comete una especie de asesinato legal. Dieilen autois ton bion: el padre, inalterable, «les repartió» ton bion, «la fortuna», el sustento, la comida (literalmente «la vida», cf. v. 30). El padre obedeció al mandato injusto del hijo y les repartió, sin decir palabra, sus derechos. v. 13: apedēmēsen (aoristo de apodēmeo) eis chōran makran (Zerwick: procul a popularibus abfuit, peregre profectus est) = «emigró a lejanas tierras». Como judío, salió sin duda de la Palestina pobre hacia la diáspora rica, a las ciudades del Mediterráneo (Alejandría, Corinto, Atenas, Chipre, Roma…). Ekei dieskorpisen tēn ousian autou = «allí derrochó (disipó, dilapidó) el patrimonio» recibido (cf. v. 12). En la tierra de la libertad, quemó su fortuna. Por ello podía ser legalmente apedreado. Zōn asōtōs (Zerwick: vivens luxuriose, in voluptatibus venereis, prodigus in voluptates): del verbo asōzō, con a privativa, «descontrolado sexualmente», «viviendo a puro placer y lujuria». v. 14: limos ischyra = «hambre poderosa», vehemente. v. 15: boskein choirous = «apacentar cerdos». La expresión equivalente hebrea y aramea es sinónimo de «caer en lo más bajo», ya que el cerdo es un animal impuro: «El cerdo […] será inmundo para vosotros. No comeréis su carne ni tocaréis su cadáver» (Lv 11,7-8); «Maldito el que cría cerdos» (Misná, tratado Baba Qamma). Mientras se cuidan cerdos, no se puede santificar el sábado. v. 17: eis heauton de elthōn (Zerwick: in se autem veniens) = «volviendo en sí» (reversus), «convirtiéndose» (conversus). Misthioi = «mercenarios» (de misthos, «merced»), los que reciben el pan por merced, no por mérito. v. 18: anastas (participio aoristo) = surgens, «levantándome» (cf. resurgens en los versículos 24 y 32). 50
Pater, hēmarton eis ton ouranon kai enōpion sou = «Padre, pequé ante ti y contra el cielo» («cielo» es un circunloquio eufemístico en lugar de «Dios»). Todavía se atreve a llamarlo padre: ha perdido todo, menos la confianza en el padre, a quien tiene presente incluso cuando peca («pequé ante ti»). v. 19: hyios sou... misthiōn sou constituye un paralelismo hebreo de contraste entre «hijo» y «esclavo»: «Yo no tengo derecho a ser tu hijo, sino tu esclavo», tan sin méritos propios ante la sola gracia. v. 20: makran [...] eiden auton ho patēr autou = «De lejos [...] lo vio su padre». El amor reconoce a distancia. No hay límites para el amor que espera. Esplanchnisthē (aoristo deponente, de la raíz splanchnon, «vísceras, entrañas, corazón, compasión») = «se le conmovieron las entrañas», «se le enterneció el corazón», «se llenó de compasión». Sintió lo que siente el mismo Dios ante un hombre deshecho. Se trata de un verbo específico del Nuevo Testamento para desvelar el corazón de Dios, «el Compasivo». Dramōn = «corriendo», actitud desusada y mal vista en un hombre mayor. Epepesen epi ton trachēlon = «se le tiró al cuello», en señal de intimidad. Katephilēsen auton, aoristo de kataphileo (Zerwick: deosculatus est eum cum effusione) = «lo besó efusiva, largamente». v. 21: eipen de ho hyios autō, pater, hēmarton eis ton ouranon... = «El hijo le dijo: Padre, pequé contra el cielo...». Verbaliza deprisa el examen general, aprendido de memoria, hasta ouketi eimi axios klēthēnai hyios sou («no merezco llamarme hijo tuyo»). Como el padre no le escucha por el desbordamiento de alegría, no consigue terminar la lección aprendida («trátame como a un esclavo»), pues el padre ya está mandando a los esclavos que lo traten como a un hijo. Lo central para el padre es la transparencia de corazón, a tumba abierta: «Soy un pobre hijo, sin ningún derecho, puro mendigo de tu amor». v. 22: tachy (cito) = «¡rápido!». No escucha la confesión. Le basta verlo deshecho y convertido. Pronuncia los tres imperativos: «Traed... Vestidle... Dadle...». Stolēn = «túnica», vestidura judía de fiesta, blanca, amplia y larga, ceñida a la cintura con franja, sobre la camisa. Tēn prōtēn = «la mejor», o también «la primera, la de antes». Daktylion = «anillo, sello». Hypodēmata = «calzado, sandalias de cuero». Hay aquí un eco de las tres órdenes reales del faraón de Egipto en favor de José, su visir (Gn 41,42): túnica de júbilo, anillo de poder y calzado de hijo, no de esclavo.
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v. 23: ton moschon ton siteuton = «el novillo cebado» para el festejo. Fagontes euphranthōmen (participio de aoristo y subjuntivo) = «Comamos y bebamos» (Zerwick: laete epulari, «banquetear de dicha»). v. 24: nekros/anedsēsen, apolōlōs/heurethē. Hay aquí un doble paralelismo hebreo de contraste: «muerto/revivido», «perdido/encontrado». Este es el motivo del banquete: «Hay más fiesta en el cielo por un solo pecador [...] que por noventa y nueve justos» (Lc 15,7). v. 25: ho hyios autou ho presbyteros = «su hijo el mayor», de más de 20 años de edad. Symphōnias: se trata de la «sinfonía judía», música coral e instrumental con palmas. Chorōn: coro de hombres cantando y bailando. v. 28: ōrgisthē = «se llenó de ira». Asistimos a un nuevo contraste entre el gozo del padre y la ira del hijo. v. 29: douleuō soi = «te sirvo». Entolēn = «mandamiento». Emoi oudepote edōkas eriphon hina meta tōn philōn mou euphranthō (aoristo pasivo subjuntivo) = «A mí no me has dado jamás ni un cabrito para comer y beber con mis amigos», para celebrarlo igual. El hijo mayor exhibe sus méritos y reclama recompensa. v. 30: ho hyios sou houtos ho kataphagōn sou ton bion = «este hijo tuyo, el devorador de tu fortuna» (tu asesino, el antropófago de tu vida). Se da un contraste violento de hermano a hermano. Meta pornōn = «con rameras». v. 31: teknon, sy pantote met’emou ei, kai panta ta ema sa estin = «Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo». El padre no acusa el golpe: lo llama hijo y le recuerda que la mayor recompensa es «estar con su padre en casa». Y le asegura que, una vez que el hijo menor se ha llevado injustamente lo que le corresponde, «todo lo mío es tuyo», es decir, todo el patrimonio (fortuna y hacienda: casa, tierras, ganado...) y el amor del padre nunca perdido. v. 32: charēnai (infinitivo aoristo pasivo) = «alegrarse, congraciarse» (de charis, «favor, gracia, alegría»). Edei (Zerwick: oportebat, necesse erat): era necesario ser agradecido. Hay un contraste divino entre «necesario» y «gratuito»: para el Dios de Jesús «la gracia es deuda». 52
2.3. Buen hijo y mal hijo El hijo mayor es el prototipo del fariseo, fiel observante de la Torah: «Siempre estoy en casa, te sirvo muchos años, cumplo todas tus órdenes» (v. 29), luego merezco recompensa; se me debe hacienda, festejo y amor de padre. Él es el hijo fiel. Él es el justo. «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres […]. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que poseo» (Lc 18,11-12). En cambio, «este hijo tuyo» ha quebrantado todas las leyes, divinas y humanas: se ha llevado el patrimonio, lo ha quemado con rameras y te ha quitado la vida (v. 30), luego no merece recompensa, sino castigo. Ni casa, ni fiesta, ni amor de padre. Pero tú lo vistes como a un rey y le organizas el gran banquete. Él es el hijo infiel. Él es pecador. «No soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano» (Lc 18,11). Su esquema mental es de justicia conmutativa, do ut des: al que actúa bien, premio; al que no, castigo. El hijo menor es la imagen del publicano. Es ilegal, pues quebranta todas las leyes: no honra a su padre, roba el patrimonio, fornica con prostitutas, cae en lo más bajo apacentando puercos y acaba con la vida del padre (v. 30), luego merece castigo. «Merezco ser esclavo, no hijo». Es el hijo infiel. Es el pecador. Es «como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros, y como ese publicano» (Lc 18,11). Solo le queda permanecer a distancia ante Dios, no alzar sus ojos al cielo, golpearse el pecho y decir: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador» (Lc 18,13). Su esquema mental es también de justicia conmutativa: «Si no doy, no se me debe dar». «Si doy guerra, ¡prisión!».
2.4. Padre incondicional El padre de la parábola no es de este mundo. ¿Es imagen del Padre que está en los cielos? ¿El que «hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace caer la lluvia sobre justos e injustos»? (Mt 5,45). El padre de la parábola rompe de entrada el esquema de justicia de sus dos hijos. Ellos dan con condiciones. Él da sin condiciones: no le condiciona ni la justicia del bueno ni la injusticia del malo. No da al bueno porque sea bueno, ni deja de dar al malo porque sea malo. Da al bueno y al malo, porque lo suyo es amar sin condiciones. Su amor es incondicional. Introduce al justo y al injusto en el horizonte de la gratuidad. «Aquí todo se da gratis». Da gratis al hijo justo, porque lo suyo es dar. Da gratis al hijo injusto, porque lo suyo es dar. Él da como Dios. «Dios es Amor» (1 Jn 4,8.16) y no puede salir del Amor cuando da. El padre pródigo ama como Dios; es el paradigma de Dios, del Dios incondicional. 53
El hijo mayor hace cálculos: si consigo méritos, recibiré premios, pues mi padre es justo. El hijo menor también hace cálculos: si acumulo deméritos, alcanzaré misericordia, pues mi padre es bueno. El padre no entra en cálculos. Cuando el amor es incondicional, es imposible hacer cálculos; solo es posible derramar gracias. Doy gratis porque lo mío es dar gratis. En el terreno de la gratuidad, tampoco el hombre puede hacer cálculos, sino responder al amor con amor y recordar: «Amarás al Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu ser» (Dt 6,5). Y si no responde con amor, sino con culpa, tampoco puede hacer cálculos, sino golpearse el pecho y confesar: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador» (Lc 18,13). El amor solo es compatible con el amor... o con la humildad.
2.5. Padre increíble El padre pródigo no pone su amor a interés. Quiere a los dos hijos a fondo perdido. Al hijo mayor, que, como buen israelita, a) nunca sale de casa, b) sirve sin desobedecer una orden, c) y por ello pide recompensa... el padre pródigo no le recompensa con las dos terceras partes del patrimonio, sino con todo, porque es un padre increíble, que da todo sin reservas: «Todo lo mío es tuyo» (Lc 15,31). El padre pródigo no pone su amor a interés. Quiere a los dos hijos a fondo perdido. Al hijo menor, que, como mal israelita, a) pide, contra toda ley, el adelanto de un tercio del patrimonio, b) dilapida toda la fortuna en «noches de vino y rosas», c) apacienta puercos, como un puerco, d) y solo pide misericordia... el padre pródigo no escucha su confesión, pues le basta verlo deshecho, ni le trata como esclavo, sino que al esclavo lo hace rey, y al rey lo hace hijo, hijo de nuevo, porque es un padre increíble, que da todo sin reservas: «Había que hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido encontrado» (Lc 15,32). El padre se quedó en casa con sus dos hijos. Ya nada era suyo. Solo eran suyos sus dos hijos. La única recompensa de su amor terminó siendo aquello que él tanto amaba, el hijo pequeño y el hijo mayor. Y así acaba la historia increíble de un padre que tenía dos hijos.
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3.
El nombre de Dios: ’Abba’ 3.1. La invocación «’Abba’» Cuando Jesús habla en directo con Dios Padre, emplea la forma posesiva en primera persona del singular, mi Padre, que es sinónima del posesivo arameo ’Abba’. Los cinco estratos más antiguos de la tradición evangélica, de los cuales tres son los más originarios, testimonian que Jesús invocó a su Dios llamándolo con el término arameo ’Abba’, acentuando la última sílaba. Estos tres estratos son: 1) La versión de Lucas del Padre nuestro (Lc 11,2-4); 2) la exclamación de júbilo de Jesús, en perfecto estilo semita (Lc 10,21-22; Mt 11,25-26); y 3) la invocación ’Abba’ en el huerto de Getsemaní (Mc 14,36). Estos estratos, netamente arameos, atestiguan unánimemente que Jesús utilizaba de ordinario la palabra ’Abba’ para invocar a Dios, y que la invocación ’Abba’ se pone en sus labios en la totalidad de sus oraciones a Dios, con la excepción del grito en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), pero en este caso la invocación a Dios viene impuesta por tratarse del texto hebreo del salmo 22. La supervivencia del término arameo ’Abba’ se refleja en todas las traducciones griegas, de morfología oscilante, que se sirven ya del vocativo Pater (Mt 11,25 y par.), ya del posesivo Pater mou (Mt 26,39), ya del nominativo, bien con artículo: ho Patēr (Mc 14,36), o bien sin él: Patēr (Jn 17,5.21.24). Los usos y fluctuaciones del traductor griego no están en conformidad con el uso popular ni con el uso ático, por lo que pueden considerarse reflejos de un original semítico. En efecto, en los tres pasajes del Nuevo Testamento en que se mantiene sin traducir el término ’Abba’ (Mc 14,36; Rom 8,15; Gal 4,6), se explicita a continuación con la expresión ho Patēr. Y cuando Pater y ho Patēr se siguen en una sola y misma oración (como ocurre al comienzo y al final de Mt 11,2526 = Lc 10,21), tal yuxtaposición gramatical revela el arameo ’Abba’ en el trasfondo de la forma griega Patēr. Esas formas gramaticales se las reserva Jesús en exclusiva, y no permite que los demás penetren en ese círculo de intimidad única que él mantiene con su Dios. Jesús aprueba que sus discípulos llamen Padre a su Dios, pero empleando el posesivo en segunda persona del plural, vuestro Padre (Mt 5,45; 6,8.14.26; 7,11; 10,29; 18,14; y paralelos sinópticos). Dios es Padre vuestro, Padre de los discípulos, no porque mantenga una relación singular y única con ellos, sino porque les propone una relación de cercanía y solicitud permanente, ofreciéndoles su perdón, su misericordia, su atención «mayor que a los lirios del campo y a las aves del cielo», y, ante todo, brindándoles de forma gratuita su salvación. Es verdad que la Iglesia primitiva invocó a Dios con el 55
nombre de ’Abba’. Nos lo asegura Pablo, no solo respecto a las comunidades gálatas, que él mismo había fundado (Gal 4,6), sino igualmente a las Iglesias de Roma, que él todavía no conocía (Rom 8,15). Ahora bien, en esas circunstancias no son los discípulos los que invocan ’Abba’, sino que el Espíritu del Hijo, que Dios Padre infunde en sus corazones, es el que permite clamar: ’Abba’ ho Patēr (Gal 4,6; Rom 8,15).
3.2. La oración del Padre nuestro Durante el tiempo litúrgico de Pasión y de Pascua del año 350, el presbítero Cirilo de Jerusalén, que al año siguiente (351) sería consagrado obispo, explicaba a los fieles sus famosas 24 catequesis en la iglesia del Santo Sepulcro. Las dividía en dos grupos: 1) Las 19 primeras eran prebautismales, y se centraban en el símbolo de la fe. Se dirigían a los catecúmenos que iban a recibir el bautismo la noche de Pascua. 2) Las 5 restantes eran posbautismales. Explicaban a los neófitos recién bautizados los sacramentos que acababan de recibir. Se denominaban, por tanto, catequesis mistagógicas, pues introducían a los nuevos cristianos en los misterios de la fe. En la catequesis 24, última de la serie, Cirilo exponía la liturgia de la eucaristía, con sus oraciones correspondientes. Entre estas oraciones figuraba el Padre nuestro. Es el documento más antiguo de que disponemos para demostrar el uso regular del Padre nuestro en los oficios litúrgicos. ¿En qué momento se rezaba? Es importante constatar que se hacía inmediatamente antes de la comunión, como elemento que pertenecía a la denominada missa fidelium, es decir, a la parte de la liturgia en la que solo los bautizados podían participar. Y no solo en Jerusalén, sino en toda la Iglesia primitiva. En todas partes el Padre nuestro constituía un elemento integrante de la solemnidad eucarística, junto con el credo, entre los textos que se enseñaban a los catecúmenos, bien antes del bautismo, bien después del bautismo, como en la catequesis de Cirilo. El Padre nuestro se enseñaba petición por petición. Una plática final resumía el conjunto. Los catecúmenos y los neófitos lo aprendían de memoria, para poderlo recitar en la primera celebración eucarística consecutiva al bautismo.
3.3. «Nos atrevemos a decir» Remontándonos en el tiempo a la Didache (Doctrina de los Apóstoles), del siglo I, fechada recientemente entre los años 50-70 d.C. (J.P. Audet), el marco de presentación es diferente a primera vista. La Didache cita literalmente el Padre nuestro (D 8,2). Lo precede una introducción: «No habéis de rezar como los hipócritas, sino como el Señor mandó en su evangelio que lo hicierais». Y lo sigue una doxología de dos miembros: «Porque tuyo es el poder y la gloria, por toda la eternidad». A continuación (D 8,3) 56
comienza la instrucción: «Habéis de rezar así tres veces cada día». En esta época primitiva se prescribe el uso regular del Padre nuestro, al parecer sin conexión con la eucaristía. Pero este parecer debe corregirse cuando se observa el lugar en el que la Didache sitúa el Padre nuestro. Los primeros capítulos de la Didache (1-6) comienzan con la enseñanza de los dos caminos, el que conduce a la vida y el que lleva a la muerte. Evidentemente esta instrucción se daba a los catecúmenos, que debían abandonar los ídolos y volverse al Dios verdadero. El capítulo 7 instruye sobre el bautismo e introduce a los neófitos en las secciones importantes de la oración y el ayuno. En la sección de la oración (cap. 8) se incluye el Padre nuestro. Después, en los capítulos 9-10, se habla del banquete eucarístico, y en los capítulos 11-15, de la organización y disciplina de la Iglesia. Queda claro, por tanto, que el Padre nuestro y el banquete del Señor se celebraban después del bautismo. Así se comprueba que, en la Iglesia del siglo I, el Padre nuestro estaba reservado a aquellos que eran plenamente miembros suyos. Actualmente se considera el Padre nuestro un capital común a todos los hombres, cristianos y no cristianos, creyentes e incluso no creyentes, y parece lo más natural, pues Dios, que hace salir el sol sobre justos e injustos, es Padre de todos los hombres, de buena y mala voluntad. En los tiempos primeros de la Iglesia, en cambio, la situación fue muy distinta. El Padre nuestro era uno de los tesoros más sagrados de la Iglesia y la plegaria distintiva del grupo de Jesús. Era su sello y su privilegio. Los que no pertenecían al grupo de Jesús no podían disponer de la plegaria del grupo. ¿Quién podía llamar Padre a Dios, sino el creyente impulsado por el Espíritu de Jesús? Las fórmulas introductorias procedentes de las antiguas liturgias orientales y occidentales indican a las claras el gran respeto (¡y audacia!) que se requería para poder pronunciar esta oración. En la liturgia oriental de san Juan Crisóstomo, todavía en uso entre los ortodoxos griegos y rusos, el ministro introduce así la plegaria del Padre nuestro: «Dígnate, oh Señor, concedernos que con alegría y sin temeridad nos atrevamos a invocarte a ti, Dios del cielo, como Padre, y te digamos: Padre nuestro…». La misa romana de Occidente utiliza una fórmula análoga: Praeceptis salutaribus moniti [...] audemus dicere…, y lo mismo la versión castellana («Fieles a la recomendación del Salvador [...] nos atrevemos a decir…») y la versión en euskera («Salbatzaileak agindu […] beldur gabe esan dezagun…»). Este temeroso respeto reverencial a la oración de Jesús constituye un patrimonio de la primitiva Iglesia, que debería conservarse sin pretender banalizarlo, como está ocurriendo en algunas versiones modernas («Llenos de alegría por ser hijos de Dios, digamos con fe y esperanza…»). La alegría, por aconsejable que sea, no sustituye a la audacia necesaria para atreverse a llamar a Dios Padre.
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Tal banalización debiera inquietar al creyente actual y llevarlo a preguntarse por qué la Iglesia primitiva rodeó de tanta «veneración y audacia» al Padre nuestro. Indagando el sentido que Jesús dio a esta oración, podremos barruntar las razones de esa reverencia. Con la ayuda de la más moderna investigación neotestamentaria, pasamos a analizar el texto original.
3.4. El texto más antiguo La plegaria del Señor se nos ha transmitido en dos discursos: 1) el sermón de la montaña (Mt 6,9-13) y 2) la parénesis sobre la oración (Lc 11,2-4). Para conocer su significado genuino, es necesario resolver un problema previo: ¿cuál de los dos textos es el más antiguo? Desde hace 120 años las investigaciones sobre los textos primitivos del Nuevo Testamento han recibido un poderoso impulso en Alemania, después en Inglaterra y finalmente en Estados Unidos. La nueva edición alemana y la nueva traducción inglesa de la Biblia ofrecen una redacción de Lucas más breve que la de Mateo. Los descubrimientos de unos 5.000 manuscritos griegos del Nuevo Testamento han permitido reconstruir, por agrupación y comparación, un texto del siglo II, dos siglos anterior a aquel del que se disponía hasta ahora, el texto fijado hacia el siglo IV por la Iglesia bizantina. Se puede decir, sin exagerar, que la investigación ha concluido en lo esencial y que «actualmente disponemos del mejor texto posible del Nuevo Testamento» (J. Jeremias).
3.5. Las dos redacciones Por lo que al Padre nuestro se refiere, el resultado fue el siguiente. Cuando se escribieron los Evangelios de Mateo y Lucas, hacia los años 75-85 d.C., el Padre nuestro se había transmitido en dos redacciones, concordantes en lo esencial y divergentes en lo accidental. Una de ellas, la de Mt 6,9-13 (como la de la Didache 8,2), era más larga que la otra, la de Lc 11,2-4. La redacción de Mateo coincide con el texto tradicional de las siete peticiones, si bien falta la doxología. La de Lucas, en cambio, presenta cinco peticiones en los manuscritos más antiguos, y dice así: «Padre, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Danos cada día nuestro pan de mañana. Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. Y no nos dejes caer en la tentación». Todo lo dicho plantea dos problemas: 1) ¿Por qué hacia el año 75 d.C. ya se transmitía en dos redacciones diferentes? 2) ¿Cuál de las dos debe ser considerada la original?
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3.6. Los dos contextos Analizando los contextos en que se redactan los textos de Mateo y Lucas, puede explicarse por qué circularon dos redacciones. Ambos textos se encuadran en palabras de Jesús que tratan de la oración. Mt 6,1-18 censura las prácticas oracionales de los círculos fariseos laicos, que rezan, ayunan y dan limosna para auto-complacer su orgullo. Jesús, por el contrario, enseña a sus discípulos a rezar, ayunar y dar limosna solo para complacer al Padre del cielo. La construcción gramatical de las tres perícopas es simétrica. Cada una consta de dos frases que comienzan con el adverbio cuando, y confrontan la forma acertada y desacertada de comportarse. Ahora bien, la perícopa Mt 6,5-6, que trata precisamente de la oración, se amplía con tres sentencias más: 1)
Los fariseos buscan el momento en que las trompetas del templo anuncian la hora de oración para situarse en la plaza del mercado, rodeados por el gentío. Jesús, en cambio, invita a rezar a puerta cerrada, aunque sea en un espacio tan profano como la despensa (Mt 6,5-6).
2)
Jesús contrapone la ampulosidad de las oraciones paganas a la sobriedad de su oración al Padre que conoce las necesidades de sus hijos antes de que las expresen (Mt 6,7-8).
3)
Jesús propone el Padre nuestro como modelo de oración sobria y concisa (Mt 6,9-13), tan diferente de las del judaísmo tardío.
4)
Al final, la petición del perdón viene acompañada por la exigente sentencia que afirma que solo tiene derecho a suplicar el perdón a Dios quien esté dispuesto a perdonar al prójimo (Mt 6,14-15).
En consecuencia, Mt 6,5-15 presenta un catecismo sobre la oración, que contiene sentencias de Jesús para instruir a los neófitos. Lc 11,1-13 inserta también el Padre nuestro en una catequesis oracional. Ello nos revela la importancia que la Iglesia primitiva concedía a la formación de sus fieles en la recta oración. Sin embargo, el catecismo de Lucas es totalmente distinto al de Mateo. Se divide también en cuatro partes: 1)
Ante todo, presenta al Señor orante, como figura modélica del orar cristiano. Y les propone la oración del Padre nuestro (Lc 11,2-4) en respuesta a la petición de los discípulos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1).
2)
De forma gráfica les propone la parábola del amigo importuno, para exhortarles a insistir en la plegaria, aunque no sea inmediatamente escuchada (Lc 11,5-8).
3)
Nueva exhortación, en forma imperativa: «Pedid y se os dará…» (Lc 11,910). 59
4)
Concluye la catequesis con una comparación entre el Padre del cielo y los padres de la tierra, que dan cosas buenas a sus hijos (Lc 11,11-13).
La diferencia entre ambas catequesis es que van dirigidas a públicos totalmente distintos. Mateo habla a cristianos de origen judío, que desde niños han aprendido a orar y tienen el peligro de caer en la rutina. Lucas enseña a cristianos procedentes de la gentilidad, que deben aprender a orar, o al menos a orar en cristiano. Por tanto, hacia el año 75 d.C. el Padre nuestro era un ingrediente básico de la instrucción oracional en toda la Iglesia, tanto en la judeocristiana como en la gentil-cristiana. Unos y otros coincidían en una cosa. Era el mismo Jesús quien les había enseñado a rezar a su Padre Dios. Pero ¿cómo se explica que sean diferentes las redacciones de una oración formulada por Jesús? Las variantes no pueden imputarse a la voluntad de los evangelistas. Ningún autor se hubiera atrevido a modificar por propia iniciativa la oración del Señor. La explicación debe buscarse en el distinto Sitz im Leben. Ante nosotros tenemos dos textos de dos Iglesias, y cada evangelista nos transmite el texto tal como se rezaba en su tiempo y en su Iglesia. La Iglesia formada por cristianos procedentes de la gentilidad, con menos recursos literarios, conserva el texto en su sobriedad originaria. Los cristianos procedentes del judaísmo estaban en condiciones de modificar el texto transmitido por Mateo, por la riqueza de sus tesoros culturales y la abundancia de sus prácticas oracionales. Por ser literariamente más elegante, esta versión prevaleció muy pronto en toda la Iglesia, como ya se ve en la redacción de la Didache.
3.7. Longitud de las dos redacciones Ahora estamos en condiciones de responder a la pregunta: ¿cuál de las dos redacciones es la más original? La diferencia más llamativa entre las dos es la brevedad del texto de Lucas y la longitud del de Mateo, en tres aspectos: 1) La invocación de Lucas es más escueta: «¡Padre!», o probablemente «¡Padre bien amado!» (Lc 11,2b); 2) Mt 6,10b añade un tercer deseo («Hágase tu voluntad»), que no aparece en Lucas; 3) Mt 6,13b prolonga con la antítesis «mas líbranos del Malo» su última petición: «No nos dejes caer en la tentación» (Mt 6,13a). Y la constatación más importante es que «la forma breve de Lucas está toda ella contenida en la forma larga de Mateo». Luego, según los criterios que rigen la transmisión de textos, cuando la redacción más breve se expresa íntegramente en la más larga, la primera debe considerarse más original. ¿Quién se atrevería a suprimir dos peticiones que perteneciesen a la tradición del modelo primitivo? Hay múltiples pruebas documentales de lo contrario: los enriquecimientos, ampliaciones, retoques... realizados sobre los textos litúrgicos
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primitivos, antes de que su formulación quedara fijada de modo definitivo, son frecuentes.
3.8. Características de las dos redacciones Otras observaciones confirman que el texto de Mateo es una ampliación o desarrollo del texto de Lucas: 1)
Los tres añadidos de Mateo se encuentran al final: a) de la invocación; b) del apartado de los deseos; y c) de las peticiones. Lo cual concuerda con el criterio de que la evolución de los textos litúrgicos gusta de añadir finales solemnes.
2)
La arquitectura estilística de Mateo es más elaborada. A los tres deseos corresponden tres peticiones (ya que las dos últimas peticiones se concentran en una) y el tercer deseo se asimila a los dos primeros en estructura y en longitud. En cuanto a Lucas, su brevedad es abrupta. El arte de establecer el parallelismus membrorum, la armonía de las estrofas, es nota distintiva de la evolución litúrgica, como revela el análisis comparativo de los relatos de la cena.
3)
Finalmente la recuperación de la invocación característica de Jesús, ’Abba’ (Padre-muy-querido), en la plegaria de los primeros cristianos (Rom 8,15; Gal 4,6) habla a favor de la primacía en el tiempo de la redacción de Lucas. Mateo añade a la invocación el posesivo «nuestro» y el locativo «que estás en los cielos», acorde con el uso litúrgico más solemne de la Iglesia judeocristiana. Por tanto, también por esta invocación más breve, el texto más antiguo es el de Lucas.
4)
Pero la cuestión no queda cerrada. Permanece abierta la posibilidad de que Jesús hubiera pronunciado su oración en versiones diferentes, una más corta y otra más larga, en situaciones diferentes. A priori no puede excluirse esta posibilidad.
3.9. Contenido de las dos redacciones Además de sus distintas longitud y características, ambas redacciones difieren también por su contenido literal, sobre todo en la segunda parte de las peticiones, si bien de forma poco importante: 1)
Petición del pan. Mt 6,11 pide: «Nuestro pan de mañana, dánoslo hoy». El acento se pone en la contraposición poética mañana/hoy. Lc 11,3, en 61
cambio, ruega: «Nuestro pan de mañana, dánoslo cada día». El hoy se extiende a cada día, y la contraposición, a mañana/siempre. Además, la palabra «da» tuvo que traducirse del arameo al griego en imperativo presente, cuando el tiempo verbal ordinario del Padre nuestro es el imperativo aoristo. Por lo que se refiere a la petición del pan, la redacción de Mateo, por su inmediatez y sobriedad, debe considerarse más antigua. 2)
Petición del perdón. Mt 6,12a dice: «Perdónanos nuestras deudas». Lc 11,4a pide: «Perdónanos nuestros pecados». Una peculiaridad del arameo es emplear el término hoba para connotar pecado, pero hoba propiamente significa «deuda económica». Mateo, al traducirlo por «deuda», deja traslucir el texto arameo. Lucas sustituye, en el antecedente, la expresión «deuda», inusual en griego, por la palabra «pecado», habitual en esa lengua. Pero Lc 11,4b utiliza el verbo «deber», de «deuda», en el consecuente, con lo que deja entrever que también su antecedente aludía al originario arameo «deuda». Por tanto, también en la petición de perdón parece más probable el carácter originario del texto de Mateo.
3)
Condición del perdón. La última variante textual presenta idéntico cuadro. Leemos en Mt 6,12b «así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores»; en Lc 11,4b, «pues también nosotros perdonamos a todo el que nos debe». ¿Cuál de las dos fórmulas es más antigua? De entrada, la redacción de Mateo es más difícil. Su texto literal sugiere, al parecer, que el perdón humano precede al perdón divino, y es además su modelo de perdón: «Perdónanos, Padre, como nosotros hemos perdonado». En calidad de lectio difficilior, la versión de Mateo tiene, pues, más probabilidades de acercarse más al original.
3.10. El texto más originario El conjunto de la investigación conduce a la conclusión de que Lucas conservó la forma más antigua, mientras que Mateo se aproxima más al original en el fondo común a ambas redacciones. Intentando, finalmente, reproducir el Padre nuestro en la lengua materna de Jesús, el arameo, se observa que estilísticamente se mantiene dentro de la lengua litúrgica del salterio. Este intento refleja a las claras el solemne lenguaje semítico de la estructura paralela, los ritmos con dos cumbres tónicas acentuadas, la rima interior en los renglones segundo y cuarto… En labios de Jesús sonaría aproximadamente así: ’Abba’ yitqaddaš šemaj / tete maljutaj 62
laḥman delimhar / hab lan yama den ušeboq lan ḥobain / kedišebaqnan leḥayyabain wela’ ta ‘elinnan lenisyon.
3.11. Significado del Padre nuestro Para la comprensión del Padre nuestro, tiene gran importancia la circunstancia en la que se pronuncia. Se encuentra Jesús orando y, cuando termina, un discípulo anónimo invoca el modelo de oración del Bautista para que Jesús le descubra su modelo propio (Lc 11,1). En aquel tiempo, el estilo y los usos oracionales eran el distintivo específico de cada grupo religioso. La manera propia de orar expresaba su peculiar relación con Dios y el principio aglutinante del grupo. Los discípulos de Jesús tenían conciencia de ser una comunidad del tiempo de salvación, y pedían a Jesús una oración que los vinculase y los distinguiese, precisamente al manifestar a Dios sus deseos más íntimos y centrales. «De hecho, el Padre nuestro es el sumario más claro y rico del mensaje de Jesús» (J. Jeremias). Con el regalo del Padre nuestro a los hombres, se inicia la plegaria en nombre de Jesús (Jn 14,13-14; 15,16; 16,23-24). La estructura de la oración del Señor es transparente. El texto que damos a continuación es la redacción breve de Lucas con las ligeras variantes de Mateo: Padre querido, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Nuestro pan de mañana, dánoslo hoy. Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros, al decir estas palabras, perdonamos a nuestros deudores. Y no nos dejes caer en la tentación. La estructura de la oración es la siguiente: 1) la invocación; 2) dos demandas en forma de deseo (en Mateo, tres); 3) dos demandas en forma de petición, con paralelismo; 4) la petición final. Un pequeño detalle es que las dos demandas de deseo del primer grupo no tienen conjunción intermedia, mientras que las dos paralelas demandas de petición del segundo grupo van unidas por la conjunción «y». a) La invocación: «¡Padre bien amado!» La historia de la invocación a Dios como padre, desde los orígenes más remotos, representa una mina de riquezas siempre nuevas y siempre inesperadas. La palabra 63
«padre» en la cultura oriental viene a connotar normalmente lo que para la cultura occidental significa la palabra «madre». Resulta asombroso que en el antiguo Oriente, en el segundo y tercer milenio antes de Cristo, la divinidad fuera invocada con tonalidad paternal. Oraciones sumerias, anteriores a Moisés y a los profetas, hablan a Dios como a un padre, y al hacerlo no solo lo designan como el soberano lleno de poder, sino como la mujer llena de ternura, en cuyas manos bondadosas descansa la nación entera (himno de Ur a la diosa lunar Sin). El Antiguo Testamento se dirige raras veces a Dios como padre. Solo en catorce pasajes, desde luego muy importantes, Dios aparece como padre de Israel: no como un antepasado mitológico, sino como un benefactor histórico. Él eligió, salvó y liberó a su pueblo a lo largo de su historia con hechos portentosos. Esta persuasión alcanza su cumbre en el mensaje de los profetas, quienes reprochan incesantemente al pueblo por no haber honrado a Dios como un hijo a su padre. «El hijo honra a su padre. El siervo teme a su señor. Si yo soy tu padre, ¿dónde está mi honra? Si yo soy tu señor, ¿dónde está mi temor?, dice Yahvé Sebaot» (Mal 1,6; Jr 3,19-20). Israel contesta a Dios reconociendo sus culpas, pero con complacencia recurrente: «Y con todo, tú eres nuestro padre» (Is 63,15-16; 64,7-8; Jr 3,4). Y Dios le responde con perdón inconcebible: «¿No es Efraín mi hijo predilecto? ¿No es Efraín mi niño mimado? […] Se conmueven mis entrañas, y no puedo retirarle mi compasión. Palabra de Yahvé» (Jr 31,20). ¿Puede haber una relación más entrañable entre el hombre y Dios? Sí. En Jesús de Nazaret se encuentra algo más entrañable, y además nuevo: la invocación ’Abba’ Dios. En la oración del huerto, Jesús pronuncia esta palabra inédita (Mc 14,36); lo confirma el uso atestiguado en Rom 8,15 y Gal 4,6. Pero todavía más: Jesús repite esa palabra en todas las ocasiones en las que la extraña fluctuación lingüística del vocativo griego Pater deja traslucir el subyacente uso arameo de la invocación ’Abba’. En una detallada revisión de la abundante literatura oracional judía, nunca se ha encontrado la invocación ’Abba’. ¿Cómo se explica esta ausencia? Los padre de la Iglesia originarios de Antioquía, donde se hablaba el arameo en el dialecto siríaco occidental, aseguran que ’Abba’ era el nombre con el que el niño pequeño se dirigía a su padre. Así lo indican Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia y Teodoreto de Ciro. También lo confirma el Talmud en sus tratados Berakot 40a y Sanedrín 70b: «Tan pronto como al niño lo destetan y prueba el sabor del cereal, aprende a decir ’abba’ e ’imma’ (papá y mamá)». Se trata de los dos primeros balbuceos que pronuncia el pequeño. ’Abba’ pertenece al habla diaria infantil, y nadie se hubiera atrevido a dirigir esta palabra a Dios. Jesús, sin embargo, la emplea siempre, en todas sus invocaciones a Dios que se nos han transmitido, con la única excepción del grito de abandono en la cruz (Mc 15,34 y Mt 27,46), cuando cita el salmo 22,2. Como un niño habla con su padre, así hablaba Jesús a su Dios, en un tono tan llano y tan íntimo, en actitud de total abandono y descanso. Por Mt 11,27 sabemos que Jesús consideraba su relación con la divinidad como genuina 64
expresión de la sabiduría y poder singular de Dios, que su Padre le había comunicado. Esta ipsissima vox Iesu encierra el núcleo de su identidad y actividad, de su ser y su misión. Solo él tenía el privilegio de dirigirse al Eterno con esa inconcebible confianza y seguridad que lo acompañaban en todo momento, lo mismo en el templo que ante el sanedrín. Pero esto no es todo. En el Padre nuestro autoriza a sus discípulos a que pronuncien como él, con confianza total, la palabra secreta, ’Abba’. Y les recuerda que solo esa relación infantil con Dios les abre las puertas del paraíso: «Os digo de verdad que si no os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (traducción exacta del arameo que subyace a Mt 18,3). Los niños saben decir «papá» y «mamá». Solo los niños, que vuelcan en esas palabras toda su confianza, abren la puerta del corazón de sus padres. Eso dice Pablo cuando afirma que, al invocar ’Abba’, el creyente posee el Espíritu y es realmente hijo de Dios (Rom 8,15; Gal 4,6). Desde esta primera invocación, se puede barruntar ahora por qué la Iglesia primitiva introdujo el Padre nuestro con esa fórmula de respeto reverencial: «Nos atrevemos a decir…». b) Las dos demandas de deseo: «Santificado sea tu nombre. Venga tu reino» La estructura literaria de los dos deseos es paralela, en la forma y en el contenido. Se relaciona con el Qaddiš, la antigua oración aramea que se rezaba al concluir el servicio en la sinagoga y que Jesús repetía desde niño. Su texto más antiguo dice así: «Ensalzado y santificado sea su gran nombre en el mundo, que su voluntad creó. Haga prevalecer su reino pronto y en breve, en vuestras vidas y en vuestros días, y en la vida de la casa de Israel. Y a esto decid: Amén». Por su relación con el Qaddiš, se explica que los dos deseos paralelos figuren yuxtapuestos, a diferencia de las dos peticiones paralelas, enlazadas por la conjunción «y». La comparación con el Qaddiš muestra además que, así como la entronización del monarca terrenal se acompaña con el homenaje oral y gestual, así ocurrirá en el advenimiento del rey eternal. Los dos deseos apuntan al eschaton del reino futuro. Entonces se proclamará la santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor Dios Todopoderoso, el que era, el que es y el que viene» (Ap 4,8). Y todo el universo se inclinará ante el rey de reyes: «Te damos gracias, Dios de poder, el que era y el que es, porque has comenzado a reinar» (Ap 11,17). El reconocimiento de la santidad de Dios es
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el inicio de su reinado. También la israelita María invoca al Santo en el prólogo del Magnificat y, al invocarlo, anuncia la manifestación de su misericordia (Lc 1,49-50). Mt 6,10 añade un tercer deseo, coincidente en su contenido con los dos de Lucas: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». La plenitud escatológica incluye la santidad de Dios reconocida, que es justamente la manifestación de su reinado y el cumplimiento de su voluntad en la tierra y en el cielo. En medio de un mundo sumergido en las tinieblas del Malo, el discípulo de Jesús clama por el brillo de la gloria de Dios, con la peculiaridad de que estos deseos son expresión de una certeza absoluta: Dios vino, viene y vendrá. El deseo asegura y adelanta el objeto del deseo. Quien así reza toma en serio la promesa y no duda de que Dios es garante de ella. El que ha comenzado su obra de gracia la llevará a la perfección de su gloria. La comunidad judía reza el Qaddiš en las tinieblas del mundo y pide que se manifieste la luz. La comunidad cristiana reza el Padre nuestro envuelta también en las tinieblas, pero con la certeza de que la luz ya ha clareado, porque el reino de Dios se encuentra ya entre nosotros. Pide entonces que culmine en gloria lo que ya ha comenzado en gracia. c) Las dos demandas de petición: «Danos nuestro pan» y «perdona nuestras deudas» La demanda del pan y la del perdón también tienen analogía en la forma y en el significado. Su estructura es bimembre, unida por la conjunción «y», a diferencia de los deseos. Ambas representan el cumplimiento de los dos deseos. Si los deseos se inspiran en el Qaddiš, las peticiones representan la novedad de la plegaria de Jesús. La primera suplica el pan diario. La palabra griega epiousios, luteranos y católicos la traducen por «cotidiano». Tal traducción es objeto de discusión todavía abierta. Parece decisivo el testimonio de san Jerónimo, cuando encuentra en el evangelio arameo de los Nazarenos la palabra mahar («mañana»), es decir, el pan para mañana. Este evangelio se basa en el de Mateo, luego es posterior a los sinópticos. Sin embargo, la fórmula aramea en la que aparece «pan para mañana» tiene que ser anterior a la traducción griega de Mateo. Durante el siglo I el rezo del Padre nuestro se practicó en Palestina en lengua aramea de forma ininterrumpida. Luego el traductor al griego no traduciría la palabra mahar, como hizo con el resto de las palabras, sino que la transcribió tal como él acostumbraba a pronunciarla todos los días, ya que entre los cristianos arameos pervivía el original arameo: Danos hoy nuestro pan de mañana. San Jerónimo nos explica además cómo se ha de entender esa palabra: «En el evangelio llamado de los Hebreos [...] he encontrado la expresión mahar, es decir, para mañana». En el judaísmo tardío, esta expresión no solo designa el próximo día sino el futuro, el gran día de la plenitud final: Danos hoy nuestro pan de siempre, por los 66
siglos. En la Iglesia primitiva de Oriente y de Occidente, se entendía frecuentemente como «el pan del paraíso», «el maná del cielo», «el pan de vida», «el pan de salvación». Pan de vida y agua viva eran, desde tiempo inmemorial, símbolos de inmortalidad, cifras de todos los dones de Dios, tanto espirituales como corporales. Jesús habla de este pan cuando promete a sus discípulos que comerán y beberán en el banquete del reino (Lc 22,30) o que se ceñirá la túnica y servirá a los suyos en la mesa (Lc 12,37), así como cuando les ofrece el pan partido y la sangre derramada (Mt 26,26-29). Tal vez extrañe una súplica tan material en la plegaria del Señor. ¡Son tantos los hombres para quienes es importante que al menos una petición del Padre nuestro encierre la sencillez de lo cotidiano! No se les puede quitar ese deseo. Supondría una laguna en el evangelio de la vida. Y es una riqueza. Sería un error suponer que la plegaria evangélica es puramente platónica. A los ojos de Jesús, todo lo profano es sagrado: en el ámbito del reino no hay oposición entre cielo y tierra, pan de trigo y pan de vida. La orientación de todas las peticiones es escatológica; también la de esta, que supone que el hombre tiene hambre de pan y sed de evangelio. La pertenencia de los discípulos al universo nuevo del reino penetra en todos los niveles de la vida, en los más grandes y en los más pequeños. Se manifiesta en sus palabras (Mt 5,21-22), en sus miradas (Mt 5,28), en sus saludos (Mt 5,47), y hasta en el comer y en el beber. No existen para ellos alimentos puros e impuros. «Nada de lo que come el hombre puede mancharlo» (Mc 7,15). Todo lo que Dios ofrece es sagrado y lleva su bendición. Donde mejor se aprecia esto es en las comidas del Señor. El pan que distribuye en los banquetes con pecadores es pan de cereal, pero es señal del pan de vida que cambia el corazón de Zaqueo. «Hoy ha entrado la bendición en esta casa». El pan que come con sus discípulos es comida ordinaria y comida mesiánica, porque él es Señor de la tierra y del cielo. El pan que bendice y reparte en la última cena es pan ácimo y además es su cuerpo fraccionado para la salvación de muchos, puro regalo que nos hace participar en el don e inmolación de sí mismo. Lo mismo ocurría en la comunidad primitiva. Sus comidas diarias eran cenas de la comunidad y cenas del Señor (1 Cor 11,20), vínculo de los comensales y comunión con él (1 Cor 10,16-17). Así se entiende la petición del pan de mañana y la contraposición mañana-hoy. El acento recae sobre el hoy, pues no separa lo cotidiano y lo definitivo (el reino de Dios); contiene todo lo que el cuerpo y el espíritu de los discípulos necesitan. El pan de vida implora la santificación de lo cotidiano. En un mundo hambriento de pan y sediento de Dios, los discípulos se atreven a urgir ese hoy mismo: ya aquí, danos el pan, y el pan de vida, Señor. La urgencia del «hoy mismo», del «ya aquí», afecta también a la petición del perdón. «Y perdónanos nuestras deudas como nosotros ahora, al decir estas palabras, perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12), pues este pretérito tiene por base el perfectum praesens arameo, que expresa una acción que se produce aquí y 67
ahora. Su traducción textual es, por tanto, «así como nosotros, al decir estas palabras, perdonamos a nuestros deudores». Lucas, por el contrario, suprime todo malentendido, eligiendo el presente para los cristianos que hablaban griego, y dice, de manera exacta en cuanto al contenido, «pues también nosotros perdonamos a todo el que nos debe». Lo que supone mayor radicalidad en el perdonar, pues no admite ninguna excepción: a todo el que nos debe. Luego Lucas ha asimilado algunos usos idiomáticos griegos. Esta petición se adelanta al gran día de la rendición de cuentas, en el que la majestad de Dios desvelará su gloria y «al atardecer de la vida» juzgará al hombre en el amor. Los discípulos tienen conciencia de ser cogidos en falta, pero saben también que Dios les brinda el perdón gratuito para salvarlos. Sin embargo, no lo solicitan para cuando llegue la hora, sino ahora, desde hoy mismo, mientras estamos rezando la oración del Señor. Están situados en el tiempo de salvación, que es tiempo de gracia y perdón. El perdón es el don del tiempo salvífico por antonomasia. También esta petición es bimembre. Su segundo miembro expresa de manera sorprendente la relación con la conducta humana. Esto sucede solo en este pasaje del Padre nuestro. El que así reza, se conciencia a sí mismo de su propio deber de perdonar. Cristo lo repetirá una y otra vez. No podemos pedir a Dios que nos perdone si nosotros no estamos dispuestos a perdonar. «Cuando os pongáis en pie para orar, si recordáis que tenéis pecado contra el hermano, perdonadlo primero, para que vuestro Padre del cielo os perdone a vosotros vuestros pecados» (Mc 11,25). En Mt 5,23-24, Jesús llega incluso a pedir a sus discípulos que, si al ofrecer una víctima a la divinidad para impetrar perdón, les viene a la memoria que su hermano tiene algo contra ellos, abandonen el sacrificio y vayan primero a reconciliarse con el hermano, antes de terminar la ofrenda. Con todo ello, Cristo quiere decir que, si el discípulo no ha aclarado antes su relación con el hermano, su oración no es transparente ni sincera. Por el contrario, como el discípulo sabe que está viviendo el tiempo mesiánico del perdón, debe ofrecer al hermano el perdón que recibe de Dios. «Danos, Señor, tu perdón hoy mismo, para que nosotros perdonemos hoy mismo, como tú nos perdonas». En resumen, las dos peticiones anhelan que la plenitud final se adelante hasta el tiempo presente. Hay, por tanto, una clara dependencia entre deseos y peticiones. Las peticiones son actualización de los deseos. Los deseos añoran que la gloria de Dios resplandezca, y las peticiones se atreven a implorar que brille hoy mismo. d) La petición final: «No nos dejes caer en la tentación» Como se ha visto, los dos deseos y las dos peticiones eran paralelos, y estas últimas, además, bimembres. Tras tal paralelismo y armonía de estilo nos sorprende una petición final de un solo miembro, y además abrupta, ruda, y la única que se enuncia de forma 68
negativa. Todo esto resulta intencionado. La petición final debe resonar con dureza. Su contenido lo demuestra. Hagamos dos consideraciones respecto al vocabulario. El texto griego kai mē eisenenkēs ēmas eis peirasmon se traduce literalmente «y no nos conduzcas a la tentación». El significado obvio viene a decir que Dios nos tienta. Santiago, refiriéndose a esta última petición, rechazó con energía esta interpretación: «Que ninguno diga en la tentación “soy tentado por Dios”, pues Dios no puede hacer el mal, por lo que no tienta a nadie» (Sant 1,13). Una antiquísima oración judía nocturna (y otra diurna similar), que Jesús pudo conocer y en la que pudo inspirarse, indica cómo se entendía el verbo conducir: «No conduzcas mi pie al poder del pecado, y no me lleves al poder de la culpa, ni al poder de la tentación, ni al poder de la infamia» (Talmud babilónico, Berakot 60b) Tanto la yuxtaposición de los vocablos «pecado», «culpa», «tentación» e «infamia» como el giro «conducir al poder de...» muestran que la oración judaica no pensaba en una intervención inmediata de Dios, sino más bien en una posición permisiva suya. Para ello emplea una expresión gramatical técnica, en la que el verbo causativo tiene matiz permisivo. Tal es, por tanto, el sentido: «No permitas que caiga en las manos del pecado, de la culpa, de la tentación y de la infamia». Esta oración de la noche, como la de la mañana, implora ser preservados de la caída en el momento de la tentación, y tal es también, sin duda, el sentido de la petición final del Padre nuestro. Por eso la traducimos «y no nos dejes caer en la tentación». Un logion no canónico confirma que aquí se pide ser protegidos durante la tentación, y no precisamente ser preservados de ella. Según tradición antigua, Jesús habría dicho una última frase antes de la oración de Getsemaní: «Nadie puede alcanzar el reino de los cielos sin antes haber pasado por la tentación», afirmación expresa de que al discípulo no se le ahorra la prueba, sino la derrota. Se le promete la ayuda de Dios para superarla y, en definitiva, la victoria. Todo esto se aclara si conocemos el significado de peirasmon. El término no se refiere a las pequeñas tentaciones de cada día, sino a la gran tentación final que está ya a las puertas. Se refiere al desvelamiento de los secretos del mal, a la aparición del Anticristo, a «la abominación de la desolación», en la que Satán ocupará el lugar de Dios. Al último asalto de los santos de Dios por seudo-profetas se le llama la apostasía. ¿Y quién podrá librarse? La última petición del Padre nuestro lo dice con claridad: «Señor, líbrame de apostatar». Así la entendió también la tradición de Mateo, ya que añade la súplica de salvación final contra el Malo que busca la condenación del hombre: «mas líbranos del Malo».
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Ahora puede entenderse por qué la petición final es tan brusca y breve. Jesús ha invitado a los discípulos en el Padre nuestro a desear que el nombre de Dios sea reconocido como santo y que el reino de Dios se establezca. Más todavía, los ha intimado a implorar que la riqueza del tiempo de salvación descienda ya ahora sobre la humana pobreza. Pero, con la sobriedad que caracteriza a la palabra de Jesús, los ha prevenido del posible iluminismo, devolviéndolos a la realidad de la existencia amenazada en esta petición final, que es un grito de profundis desde la angustia humana: «¡No permitas que nos separemos de ti!». No es casualidad que esta petición carezca de paralelo en el Antiguo Testamento. e) La doxología: «Tuyo es el reino, el poder y la gloria» Falta en los manuscritos más antiguos de Mateo y en todos los de Lucas. La encontramos por vez primera en la Didache. Pero de ello no se puede concluir que el Padre nuestro se rezase normalmente sin alabanza final. Una oración que terminase con el corte lingüístico de tentación sería una oración impensable en el ámbito palestino. Era usual finalizar las oraciones con una alabanza de fórmula libre. Tal era el sello final de la oración judía. Tal fue, sin duda, la intención y práctica de Jesús, y así procedió también la comunidad cristiana. El Padre nuestro finalizaba con la alabanza. Recapitulando en una sola expresión la riqueza inagotable del Padre nuestro, esta sería escatología anticipada o escatología en realización, uno de los temas centrales de la investigación neotestamentaria en tiempos recientes. Viene a significar la irrupción del hoy de Dios en el hoy y mañana y siempre del hombre. Dondequiera que haya hombres que se atrevan a pedir al Padre del cielo, con confianza infantil y en nombre del Señor Jesús, la manifestación de su gloria, el regalo de nuestro pan y la remisión de nuestras culpas, se está realizando ya-ahora-aquí el reino soberano de Dios sobre las vidas de sus hijos, inmersos en la amenaza de la abominación de la desolación, de la apostasía final y de la aparición del Anticristo.
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TERCERA PARTE:
Jesús el Señor
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1.
El Señor que amó hasta el extremo 1.1. El gran Hallel (Sal 113-118) Los textos paralelos del relato de la fracción del pan son Mc 14,22-25; Mt 26,26-29; Lc 22,19-20; 1Cor 11,23-25 (cf. además Jn 6,25-59). Una lectura sapiencial del relato nos hace comprender de entrada que el Señor se entrega en «el cuerpo partido y la sangre derramada», como signo visible del don invisible de Dios al mundo. «Cuando llegó la tarde, se puso a la mesa con los doce» (Mc 14,17). Jesús, después de la puesta del sol, ocupa el centro del triclinio de la época romana, recostado sobre el lecho o banco con tapices y almohadones, con el brazo izquierdo apoyado en la mesa y el brazo derecho libre para alcanzar el alimento. Pedro está a su derecha, Juan a su izquierda, Judas a la izquierda de Juan y el resto de los doce, repartidos en torno a la mesa rectangular. En la cena de Pascua, descrita por la Misná (tratado Pesakim), se reúne la haburah o grupo de 10 a 20 personas que alquila una sala. La cena se consume al ritmo de las cuatro copas de vino y las bendiciones prescritas. a)
El padre de familia bendice la primera copa de vino y agua y pronuncia dos fórmulas, una sobre el vino («Alabado seas, Yahvé, Dios nuestro y Rey del mundo, que creas el fruto de la vid») y otra sobre la fiesta («Alabado seas, Yahvé, que santificas a Israel y los tiempos del mundo»). Se bebe la primera copa y se traen los panes ácimos (sin levadura) y las verduras. Se lavan las manos, se pronuncia la acción de gracias y se comen los alimentos.
b)
Se templa la segunda copa y se trae el cordero sacrificado en el templo y asado entero en las casas en un asador de madera de granado. Debe ser macho, de un año y sin defecto. Después se pasa el ḥaroset (compota de higos, dátiles y frutos diversos), verduras amargas (Ex 12,8; Nm 9,11) de escarola y lechuga silvestre y de otras tres hierbas amargas (Misná, Pesakim 2,6) y los panes ácimos. El padre relata a la familia el sentido de la cena y el simbolismo de los ritos, con referencia a la liberación de Egipto (Ex 12,1-28) y se canta la primera parte del gran Hallel (Sal 113 y 114). Se bebe la segunda copa. Se come deprisa el cordero pascual con las hierbas amargas y el pan ácimo que se moja en el ḥaroset. Se permiten también otros aperitivos.
c)
Sigue la tercera copa, la copa de bendición (1 Cor 10,16), con acción de gracias por la comida. 72
d)
Con la cuarta copa, que señala el fin de la fiesta, se canta la segunda parte del gran Hallel (Sal 115-118), en el que se expresa la esperanza judía de la liberación mesiánica. En tiempos del Nuevo Testamento se celebraba de este modo la cena pascual. Si la última cena tuvo carácter pascual, así la celebró Jesús.
El gran Hallel consta de los seis salmos masoréticos 113-118, que son un himno de alabanza a la majestad de Yahvé por su providencia con los pequeños. Se llama Hallel por comenzar los seis con la aclamación Hallelu-Yah («alabad a Yahvé»). Se canta en las grandes solemnidades del año: Pascua, Pentecostés, Tabernáculos y Dedicación. Su estilo es majestuoso y fluido. Su significado es «punto de unión entre el cántico de Ana y el Magnificat de María» (Derowne).
1.2. El relato de la cena (Mc 14,22-25) El relato de Marcos es el más antiguo, procede de una liturgia cristiana primitiva y revela la forma original en que Jesús concibe la naturaleza de su muerte «en favor de muchos» y la relaciona con la fracción del pan. Mateo es una versión ampliada de Marcos. Lucas y Pablo proceden probablemente de la misma fuente independiente. Todos coinciden en las palabras «esto es mi cuerpo». Lucas y Pablo añaden «entregado por vosotros». La sangre es «sangre de la alianza» (Mc y Mt), «cáliz de la nueva alianza» (Lc y Pablo), «derramada por muchos» (Mc y Mt) o «por vosotros» (Lc), «para remisión de los pecados» (Mt). «Haced esto en memoria mía» (Lc y Pablo, del cuerpo; Pablo, también del «cáliz de mi sangre»). «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (Pablo). v. 22: esthiontōn = «comiendo» el cordero pascual. Eulogēsas = «bendiciendo», mientras bebían la tercera copa, la «copa de bendición», y comenzaban a cantar la acción de gracias, eucharistia, de la segunda parte del gran Hallel (Lucas y Pablo: eucharistēsas). La fórmula del rito judío podía ser: «Bendito seas, Señor Dios nuestro, Rey del universo, que haces que la tierra produzca pan», o también «Bendito seas, Padre nuestro del cielo, que nos das hoy el pan de la necesidad». Labōn o Iēsous arton: Jesús tomó uno de los māṣṣot, un pan, textualmente un pan con o sin levadura, por lo tanto el pan de una cena ordinaria o el pan de la cena pascual. Eklasen: partió y repartió los trozos de pan entre los mathētais. La acción profética de partir y romper adelanta el sacrificio del viernes (V. Taylor).
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Labete = «tomad». Mt trae también phagete, «comed», y algunos manuscritos de Mc añaden «y comieron todos de él». El pan debe comerse, como todos los sacrificios judíos, a excepción de las ofrendas por la culpa y el pecado. Comer es participar en las bendiciones divinas. Cuando Jesús invita a los discípulos a comer su cuerpo y beber su sangre, les garantiza la participación en la fuerza de su entrega y en la virtud de su muerte: con-mori et con-resuscitare (2 Tim 2,11; Ef 2,6), con-corpóreos y consanguíneos. «Mi vida es Cristo. Ya no soy yo. Es Cristo quien vive en mí». Touto estin to sōma mou: en los cuatro relatos se citan estas cinco palabras. Touto son los trozos de pan; sōma, el cuerpo de Cristo, la persona entera (Taylor). Según este autor, se usa «cuerpo» por ser correlativo de «sangre» y por tratarse de sacrificio de oblación por muchos (to hyper hymôn didomenon, Lc y Pablo). Estin: en arameo no existe cópula, luego la versión literal sería: «Esto, mi cuerpo», lo cual deja abierta la posibilidad lingüística de sobrentender o bien la cópula real de identidad («esto es mi cuerpo») o bien la cópula simbólica de representación («esto significa mi cuerpo»). La frase aramea den hu guphi significa: «Este soy yo». Pero tanto el uso cristiano como la referencia a la sangre aconsejan la traducción «mi cuerpo», correlativo a «esta es mi sangre». Ambas expresiones aluden sin duda a toda la persona de Cristo (Taylor), pero a toda la persona «partida como el pan y derramada como el vino» a favor de la multitud. «La sustancia del pan no cambia, pero adquiere un valor nuevo» (Taylor), es decir, cambia su finalidad: alimentar el cuerpo y el espíritu. Caro, cardo salutis (Tertuliano). La materia animada sigue siendo algo que pertenece a la tierra, porque el «espíritu encarnado en la materia» está tan íntimamente radicado en su propia esencia material que nunca puede separarse completamente de ella. La corporeidad es el signo de nuestra humanidad. La «carne», bíblicamente, es el hombre concreto, terreno, pasible, mortal, pero justamente todo el hombre, la persona entera, el sujeto de todas las facultades terrestres. Por eso, cuando Jesús dice: «Esto es mi cuerpo», quiere decir «este pan es toda mi persona». De ahí que nuestra misma corporeidad concreta se convierta en signo eficaz de la gracia de Dios, y esa gracia de Dios solo actúa cuando transfigura, santifica e inmortaliza la humanidad corporal de nuestra existencia terrena. En este sentido estricto, podemos decir que la eucharistia es el sacramento de la humanidad, porque «la gracia de Cristo incorpora y santifica toda humanidad» [38]. v. 23: Labōn potērion eucharistēsas. Si la cena fue pascual, esta copa es la tercera copa de acción de gracias y bendición. Si no fue pascual, es la única copa del qidduš del šabbat. «Y bebieron todos de ella». v. 24: to haima mou tēs (kainēs) diathēkēs = «mi sangre de la (nueva) alianza». Algunos manuscritos añaden nueva, porque Jesús tiene presente la antigua aspersión de sangre de Ex 24,8, con la que Yahvé sella la primera alianza con su pueblo en el Sinaí. 74
Por ella el pueblo participa de las bendiciones de la elección de Dios. La sangre de la nueva alianza (Heb 9,15) ofrecida por Jesús es su vida que, ofrecida y aceptada por el Padre, beneficia a la humanidad. El vino es símbolo de vida, de la vida de Jesús, que, al beberla los fieles, se la apropian. El targum de Zac 9,11 relaciona la sangre de la alianza con la sangre del cordero pascual de la noche del éxodo de Egipto. Diathēkē: en la LXX traduce el hebreo berit («alianza»), aunque la palabra griega significa más bien «testamento» o «voluntad» (no sunthēkē, que es un pacto entre iguales). La alianza es el reino de Dios, la soberanía de Dios sobre el universo en favor de los hombres (Behm). «Mi sangre de la alianza» es la garantía que ofrece Jesús para que el hombre pueda vivir la nueva alianza de la nueva vida. To enchynnomenon hyper pollōn = «derramada por todos». La expresión connota el carácter expiatorio de su sangre, como Mc 10,45 e Is 53,12. En el trasfondo semítico, polloi («muchos») no se opone a «todos», sino que suple la carencia de este vocablo en las lenguas semíticas: todos, que son muchos. «Es decir, que no significa algunos, con exclusión de todos, sino todos en contraposición a uno solo» (Taylor). También E. Mally afirma a este respecto: «En sentido semítico, no debe entenderse como designación de un gran número, pero limitado. La sangre de Cristo hace que toda la humanidad sea admitida en la nueva alianza e intimidad con Dios». Mt 26,28 añade eis aphesin hamartiōn, que es una interpretación válida de la unión de la alianza con el perdón de los pecados como distintivo de ella (Jr 31,31). Este logion es uno de los indicios más claros en el Nuevo Testamento de que Jesús concibió su muerte como sacrificio de expiación por el pecado del mundo. v. 25: eōs tēs hēmeras ekeinēs hotan auto pinō kainon en tē basileia tou Theou. La frase es típicamente judía y su vocabulario, semítico. Expresa el ideal judío del banquete mesiánico en el reino de Dios La dimensión escatológica de la eucharistia va implícita en su relación con el reino futuro, que Jesús compartirá con los invitados en su banquete mesiánico. Ello ocurrirá no solo de una manera nueva, sino además definitiva. De ahí la dimensión de anhelo y esperanza inscrita en cada eucharistia terrestre, «arras o adelanto de inmortalidad celeste», como expresa Lc 22,15 al introducir la institución y beber la primera copa: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que no la comeré más hasta que se cumpla en el reino de Dios». «Anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,26 y liturgia romana). «Jesús trasciende aquí su muerte y contempla anticipadamente la perfecta amistad consumada en el reino de su Padre. El acto de beber la copa significa participar aquí y ahora de la vida y la amistad de Dios» (Dalman). «Lo que constituye el sacrificio del Señor es su muerte en la cruz, de la cual la última cena es clave de su significado cristológico» (Rawlinson).
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1.3. «Lo reconocieron al partir el pan» (Lc 24,35) Cuando llegó la hora, Jesús no cantó el adiós a la vida, no pudo eclipsar aquella vida que había amado tanto, amando a los suyos hasta el final. «Tomó el pan», pan de trigo, símbolo de subsistencia humana, para transformarlo en pan de vida, y al transformarlo, señalarnos el verdadero sentido de la vida: partirse como el cuerpo partido y derramarse como la sangre derramada, desvivirse para que los hombres tuviesen vida y la tuviesen incesante. «Tomó el pan». Él era hombre de «tierra de pan» y había amasado la harina de trigo muchas veces con María su madre. «Tomó el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, lo bendijo y se lo dio». Les dio pan vegetal, sin vaciarlo de su sustancia, pues debía ser signo real, y no ficticio, de un pan del cielo que alimenta el alma, como el pan de la tierra alimenta el cuerpo. «Tomad y comed». Jesús conocía bien al hombre (Jn 2,24-25) y sabía que el pan constituye su primera necesidad y que es símbolo de todas las necesidades. Jesús es profeta realista y sabe que el hombre no puede subsistir sin pan. Por carecer de ese pan, cada cinco minutos mueren en África cincuenta niños desnutridos. Por abundar en ese pan, mueren en Europa miles de adultos sobrealimentados (colesterol, diabetes, ácido úrico…). «Tomad y comed». Jesús no es profeta surrealista. Es profeta de la vida ordinaria y alimenta con pan de cebada a cinco mil mujeres y hombres, desfallecidos por el hambre y el cansancio porque en aquel despoblado no había pan. «Y se saciaron todos» de aquel pan que amanecía a millares en las manos de Jesús, que habían aprendido a sembrar trigo y amasar pan en la aldea de Nazaret. «Tomad y comed hoy»: también hoy, el hombre que sigue a Jesús es el hombre que parte y reparte entre los hermanos pan, horas de trabajo, excedentes del sueldo y bienes de cultura y de espíritu. Los primeros cristianos no conocieron hambrientos ni mendigos en la oikos tou Theou, porque practicaban la comunidad de bienes y «ninguno tenía nada como propio, sino que todo lo tenían en común» (Hch 2,44; 4,32). Tal era el sello de Jesús. No necesitaban que se les instruyese en el deber de repartir el pan, pues ese deber estaba inscrito en la naturaleza misma de ese pan partido y repartido diariamente en la philadelphia de las primeras comunidades. Era el cuerpo de Jesús entregado «por vosotros», era la sangre de Jesús derramada «por la multitud», era la vida entera de Jesús desvivida por la vida del mundo la que les inspiraba y alentaba a dar y darse sin reservas. «Y tomó el cáliz». Jesús nació en tierra de viñedos y lagares. Conocía que el fruto de la vid es símbolo de dicha y de desdicha, que se bebe en cáliz de felicidad en el banquete mesiánico y en cáliz de ira en el agōn escatológico. Cáliz de la alegría, que no desconoce el dolor, pero que lo afronta y supera porque el dolor no es eterno. Y les dijo: «Esta es mi sangre» (Mc 14,24). Cuando Jesús da a la muchedumbre de comer y a la samaritana de beber, le ruegan: «Señor, danos siempre de ese pan» (Jn 6,34); «Señor, 76
dame de esa agua, para que no tenga más sed» (Jn 4,15). ¡Qué equivocación! Jesús está persuadido de que ni hombres ni mujeres le entienden una palabra. «Danos siempre de ese pan». Pero ese pan sacia el hambre un instante, para convertirse en hambre al instante siguiente. «Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. […] Quien coma de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6,49.51). «Mi cuerpo, el entregado por vosotros» (Lc 22,19). «Mi sangre […], la derramada por muchos» (Mc 14,24). En el comer del pan y en el beber del vino, el hombre asimila la vida de Jesús, entregada como el pan y derramada como el vino, y que nadie le quita, sino que la da él, para volverla a tomar él (Jn 10,17-18). El que come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna. Desde las primeras catequesis eucarísticas, al pan y al vino de Jesús se les llamó «maná celeste» y «elixir del paraíso». Maná y elixir que serenan el corazón inquieto del hombre, que nunca se contenta con menos que con Dios, porque fue hecho a la medida de Dios y, si le falta Dios, le falta todo, aunque tenga todo. «Solo Dios basta», dice Teresa de Ávila. «Vuestro amor […] me basta», dice Íñigo de Loyola. Al hombre del primer mundo nada le basta. Se le ha disparado la dinámica del deseo, y todo lo que el deseo ansía debe alcanzarlo ya (una casa y dos casas, un coche y dos coches, un apartamento de vacaciones y otro más lejos). El hombre europeo «tiene cara de haber comido hasta saciarse y haber quedado insatisfecho» (C. Boff). Europa vive una primavera material y un invierno espiritual. Le falta alma, «su alma es su automóvil» (H. Marcuse). «Yo soy el pan de la vida. […] Quien coma de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6,35.51). El pan de la inmortalidad, que cura nuestra herida de ser hombres y no dioses. El pan que fortalece el alma y transforma el corazón de Caín, que no perdona, en corazón de Cristo, que perdona setenta veces siete. «Todo hombre tiene hambre de pan y sed de evangelio» (P. Arrupe). Sin pan, desfallece el cuerpo. Sin evangelio, desfallece el corazón. Si damos al hombre evangelio sin pan, secuestramos su derecho a vivir. Si le damos pan sin evangelio, secuestramos su derecho a esperar. «Todo gastarse y desgastarse» por los demás, como el trigo en el pan y la viña en el vino, todo desvivirse para dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, y vestir al desnudo, y dar voz a los hombres sin voz, y dar derecho a los pueblos sin derecho... es hacer la obra propia de Dios, celebrar la fracción del pan en el corazón del mundo, bajando de la cruz a todos los crucificados por la injusticia de los hombres.
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2.
El Señor que sirve al esclavo 2.1. «¿Tú lavarme a mí los pies?» (Jn 13,6) El prólogo del relato de la cena se abre con entonación solemne, propia de una liturgia de despedida, al llegar «la hora de Jesús». Al final, algo importante va a ocurrir. Hasta la gramática lo anuncia. El griego de Juan no es literario ni clásico, sino popular, koinē. Pero «en esta hora» Juan afina la morfología y la sintaxis del texto para poner de relieve una semántica llena de hondura. La cadena lingüística es la más larga de todos los evangelios griegos. Comienza el prólogo situando el relato (Jn 13,1-17) en el tiempo externo (chronos) e interno (kairos). v. 1: Pascha: antes de Pascua. En Mc 14,22 y paralelos, la última cena es la cena pascual, que se celebraba la noche del 14 al 15 de Nisán, pues en el calendario lunar el nuevo día comenzaba con la puesta del sol, y la muerte de Jesús ocurre el día de la fiesta de Pascua, el 15 de Nisán, a las tres de la tarde. Para los sinópticos, pues, el cordero pascual es símbolo sacramental del verdadero Cordero, que se va a inmolar la mañana del 15. En Juan, en cambio, todo el escenario es anterior a la cena pascual (cf. Jn 18,28; 19,31). La última cena no es cena pascual, sino cena de despedida, anterior a la Pascua, anterior al 14 de Nisán. La muerte de Jesús ocurre la víspera de Pascua, el 14 de Nisán. Ese día Jesús será el Cordero pascual. Hē hōra hina metabē = «la hora para que pasara». La semántica de metabainō es doble (Beda el Venerable, C. Phillips): el viernes, la hora de pasar de la vida a la muerte, y el domingo, la hora de pasar de la muerte temporal a la vida eterna (Jn 5,24; 1 Jn 3,14). El contexto del texto, así como Jn 16,28, sugiere una segunda traducción: la hora de pasar del mundo al Padre (LXX, R. Brown). Agapēsas: participio aoristo complexivo, se refiere al amor que Jesús tiene y sigue teniendo a los suyos durante toda su vida. Ēgapēsen: aoristo puntual terminal, indica el acto de amor en el momento final de la vida. Eis telos tiene dos posibles acepciones: 1) Cuantitativa: amor duradero en el tiempo, hasta el final, hasta la muerte; 2) Cualitativa: amor acabado y perfecto por naturaleza, el género supremo de amor. v. 3: Eidōs […] hoti apo Theou exēlthen (aoristo) kai pros ton Theon hypagei (presente) = «sabiendo que salió de Dios y que a Dios vuelve»: momento clave de identificación. 78
v. 4: Diedsōsen (de diadsōnnimi) heauton (praecinxit se) = «se ciñó él mismo», como un siervo (Lc 12,37; 17,8). Himatia = «manto/túnica». Lention (linteum, pannum): «lienzo» o «toalla». v. 5: Hydōr eis ton niptēra = «agua en la palangana». Son preparativos propios de un esclavo. vv. 7-8: El esclavo dice al Señor: Ou mē nipsēs mou tous podas eis ton aiōna («No me lavarás los pies jamás»). El Señor dice al esclavo: Ho egō poiō sy ouk oidas arti, gnōsē de meta tauta («Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, lo entenderás después»). v. 12: Ginōskete: interrogativo por imperativo. «¿Comprendéis lo que os he hecho?» = «¡Entended lo que os he hecho!». Desde el versículo 12 al 20, el estilo es poético, probablemente para destacar la solemnidad de la liturgia y su sentido. v. 13: Ho Didaskalos kai ho Kyrios (en hebreo, Rab y Mar) = «Maestro» y «Señor». Son títulos que daban sus discípulos a los rabinos. El orden indica el conocimiento y uso progresivo de los discípulos: Jesús es su Rabbi en los primeros esbozos del Evangelio y su Kyrios en la redacción final. Eimi gar = «Y lo soy, realmente». Autoafirmación trascendente. v. 14: Ho Kyrios kai ho Didaskalos: cambia el orden de los dos títulos, bien por juego estilístico, bien por ser el mismo Jesús el sujeto que se atribuye ambos, pero es ante todo el primero de ellos, ho Kyrios. v. 15: Hypodeigma = «ejemplo». Se trata de un simbolismo de humildad a imitar, por sugerencia del mismo relato (Crisóstomo, Lagrange, Feibig), pero también, y más aún, de un simbolismo de identidad a compartir: «mi majestad es servir a la bajeza». Se destaca aquí la sacramentalidad del signo, bien bautismal, por el lavado con agua (Cullmann, Brown), bien eucarístico, pues Juan sustituye pan y vino por agua y cuerpo (Goguel, MacGregor), bien penitencial (Agustín y otros teólogos católicos desde el siglo IV hasta hoy): «No necesita lavarse lo de fuera, los pies, pues la penitencia limpia lo de dentro, el pecado». En la primitiva Iglesia, ¿no fue el lavatorio de los pies sacramento de caridad, al que se reducían todos los demás sacramentos: el sacramento del amor servicial en la vida, después de participar de los sacramentos del amor cultual en el templo? v. 16: Doulos/Kyrios. Hay un contraste semita invertido (siervo/señor, esclavo/amo). Lo propio del Señor Jesús es servir al esclavo Pedro. Ese es su señorío. v. 17: Makarioi puede corresponder a dos formas hebreas: el participio pasivo baruk (griego eulogētos, latín benedictus, castellano «bendito») o el adjetivo ašre (griego makarios, latín beatus, castellano «dichoso»). La forma participial se aplica 79
solo a Dios. Dios es el Bendito, lleno de bendiciones. La adjetival se aplica a los hombres: Dios colma de bendiciones (= favores) al hombre, a quien bendice y hace feliz, con gozo en el presente y alegría en el futuro.
2.2. La hora de Jesús (Jn 13,1-17) La hora de Jesús es ese acontecimiento que lo angustia y lo fascina desde que toma conciencia de sí: «me matarán, me matarán, me matarán... y volveré al Padre» (Mc 8,32-34). Lo angustia la hora del adiós a la vida, que tanto ha disfrutado durante 30 años (Jn 13,1); la hora de la huida de los incondicionales, que estaban dispuestos a dar la vida por él y van a negar que lo han conocido (13,37-38); la hora del olvido de las masas de aquel amor que se había impuesto por derecho propio (16,32); la hora de la condena de su causa por los fiscales de Dios que juzgan blasfemia la Šema‘ de Jesús (16,9); la hora de la tiniebla en la que la luz que brillaba inalterable en su vida, su Padre Dios, va a volverse ella misma oscuridad (16,28). Y a la vez lo fascina, pues es la hora que no puede acabar en nada de nada, porque él no sabe cómo, pero sabe que quien ha puesto su esperanza en Dios no puede ser confundido para siempre. Lo fascina, porque al fin ha llegado el instante dichoso de dejar este mundo para volver a Dios Padre, bendito sea, que lo ama como ama el Padre único «al Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14). En esa hora, Jesús no reacciona con la grandeza del hombre que se arriesga a perder todo menos su propia dignidad y que cae por primera vez en la cuenta de que es preciso pensar en sí mismo, siquiera una vez, «un instante en esa hora», ya que pensando en los demás está a punto de perderlo todo. En esa hora Jesús reacciona con la grandeza de Dios, y nos da la verdadera medida de su amor sin medida. «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Habiendo llegado la hora de decirnos a las claras quién es él y quién es su Dios, ¿qué dice en esa hora? No dice, hace. Y ¿qué hace? Se levanta de la mesa... y comienza a lavar los pies a los discípulos (Jn 13,4-5). Es un momento sacramental. La primera Iglesia reconoció ese momento como el sacramento del amor al hermano. Si los diez mandamientos se resumen en uno, en el mandamiento del amor al hermano, los siete sacramentos se resumen en uno, el sacramento del amor servicial al hermano.
2.3. «Yo os he lavado los pies» (Jn 13,14) Los hombres de Occidente no estamos capacitados para entender el rasgo del Señor, arrodillado a los pies del esclavo. Es un gesto típicamente oriental, pero a la inversa. No es el esclavo a los pies del Señor, sino el Señor a los pies del esclavo. Juan, con el sentido 80
servil del señorío, acaba de intuir todo el misterio de la Palabra hecha carne, del Señor hecho siervo. El Kyrios a los pies del doulos descubre a Juan que la pasión de su Señor es una pasión de amor. Que el Dios de Jesús es un Dios totaliter aliter, totalmente otro. Lavar los pies es cosa de esclavos. El rabí puede pedir al discípulo que le limpie el cuarto, pero no los pies. La mujer no puede lavar los pies a ningún hombre que no sea su esposo, porque sería adúltera y solo le pertenece a él. Ni siquiera las esclavas pueden lavar los pies de los varones. «¿Tú a mí?» (Jn 13,6): el judío Juan comprende al judío Pedro. Pero el discípulo que amaba Jesús empieza a comprender que la pasión de su Señor es una locura de amor, y que Dios, su Dios, ¡oh maravilla!, ama al hombre hasta lo incomprensible, hasta anonadarse a sí mismo «tomando forma de esclavo» (Flp 2,7), hasta la kenōsis del Kyrios omnipotente, que lava los pies al esclavo impotente. En el evangelio de Jesús no hemos conocido a un Dios potente, sino un Dios amante. Juan no nos transmite que «Dios es poder», sino que «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16). El señorío de este Señor no es señorío de «ser servido, sino de servir» (Mc 10,45). Si ofrecemos la misma resistencia que Pedro al anonadamiento del Señor, vamos a escuchar su respuesta: «Si no te lavo los pies, no tienes que ver conmigo» (Jn 13,8). Si Dios no se aniquila por el hombre, no hay ablución de las culpas, no hay salud plena del hombre, no hay transformación del mundo, no hay amor cualitativamente distinto de Dios. El Señor del cielo no es Señor de la tierra. «Los reyes de la tierra tiranizan a sus súbditos y los poderosos los oprimen. Entre vosotros, no sea así. El que quiera ser señor, que sea siervo. El que quiera ser el primero, que sea esclavo de todos. Como este Hombre, que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,42-46). «Haced vosotros también como yo he hecho con vosotros». Haced esto en memoria mía. El lavatorio de los pies es la forma que tiene Juan de narrar la eucaristía (J.R. Busto). En el lavatorio nos encontramos con la escenificación de la eucaristía: «Yo soy el Señor y estoy entre vosotros como el que sirve y da la vida». En la eucaristía será la entrega de su cuerpo y de su sangre, de su vida toda en forma de esclavitud: pan «para ser comido» y vino «para ser derramado».
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CUARTA PARTE:
Ruaḥ/Pneuma, Génesis/evangelio
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1.
Yahvé y Ruaḥ ¿Cómo aparece el Espíritu de Dios en la génesis del universo? En Gn 1,2 se presenta como Ruaḥ que transforma el desorden original en orden universal. «La tierra era caos informe. Sobre la faz del abismo, la tiniebla. Y la Ruaḥ de Yahvé se cernía sobre la superficie de las aguas» (Gn 1,2). El lenguaje es enigmático. Se menciona la tierra, pero no es la tierra, sino el caos. Se cita el abismo, pero es no es el abismo, sino el agujero negro insondable. La tiniebla es también impenetrable. Todo sugiere la oscuridad y el caos primordial (tohu wa bohu). ¿La Ruaḥ de Dios es parte del caos? Así lo afirma Westermann en su comentario a los primeros capítulos del Génesis[39]. La divina Ruaḥ se concibe como viento de tempestad sobre las aguas, y no como inicio de creación, previo a ella, ni como energía que hace posible la evolución de la materia primordial. La creación propiamente dicha comienza en Gn 1,3, cuando la palabra creadora genera la luz. Pero, tanto si aceptamos como si no aceptamos la referencia a Ruaḥ en el v. 2 como un «ave universal incubando el huevo cósmico y gestando la materia prima», en el v. 3 se identifica Ruaḥ con Yahvé. «En Génesis 1 aparecen dos principio dinámicos: a) la poderosa Ruaḥ/Aliento de Dios, que empieza a incubar y transformar el caos/desorden en cosmos/orden, y b) el soberano Dabar/Palabra de Yahvé, que hace existir lo existente, y le asigna un puesto en el universo, y le pone un nombre y lo bendice» [40]. El Dabar/Palabra de Dios se ha descrito como un monólogo imperativo: el Creador dice y las cosas se hacen. Así, se ha entendido la imagen del Creador en clara clave patriarcal. Pero Dabar es en sí mismo análogo a Ruaḥ, ya que la palabra no es pronunciable sin el aliento. Para emitir sonidos es necesario inspirar y expirar; por lo tanto, Ruaḥ ya está presente en el primer aliento creador. Ruaḥ resuena en el primer Dabar/Palabra del Creador. También el término latino correspondiente, Spiritus, tiene, entre otros, el significado de «respiración». Cuando Ruaḥ inspira y expira, amanece la creación. En consecuencia, «hágase la luz» es el proceso de inspirar y expirar de Dios en la génesis del cosmos. En términos tri-unitarios/com-unitarios, Ruaḥ/Espíritu emerge eternamente en el seno de Dios, y Dabar/Hijo resuena eternamente en el corazón de Dios, confiriendo al Creador el carácter de Padre. La teología ortodoxa, ya desde Juan Damasceno, denomina a ese dinamismo originario perichōrēsis (circuminsessio o inhabitatio). Dios, en su mismo origen, no es monádico sino triádico, «unión de tres seres intraexistentes en el eterno círculo divino». Este enfoque tri-unitario permite entender el Dabar divino dentro de un proceso dinámico de comunicación e intercambio. En virtud 83
de ese proceso tria-lógico, toda la materia creada adquiere un código tria-lógico de inter-comunión, por el cual existe y subsiste. Todos los elementos de la creación reflejan en su ser la esencia y presencia sociable de Dios. El aliento divino late en el corazón del cosmos. En términos mítico-simbólicos, esto significa que, a medida que Dios respira, la creación se va enriqueciendo en la diversidad de sus formas cada vez más evolucionadas. La conclusión lógica, en perspectiva evolutiva y teológica, es que el fenómeno humano es el fruto esperado/inesperado del fenómeno natural, modelado a imagen y semejanza de Dios, en forma de «varón y hembra». Esa imagen masculina y femenina es, desde el principio, reflejo de un Creador que es Padre y es Madre. El Creador, en cuanto padre y madre, es el principio y fundamento del dinamismo conyugal del universo creado. Y la tensión plural y relacional entre el decir y el hacer de Dios deberá expresarse en Gn 1,26 en primera persona del plural: nosotros tres «hagamos la humanidad a nuestra imagen y semejanza». El uso del número plural en el lenguaje es signo de la esencia tria-lógica de Dios. Y el uso del género masculino y femenino en la imagen y semejanza de la realidad es signo de la existencia paterno-materna-filial de Dios. Ruaḥ y Dabar implican una forma perijorética de crear y evolucionar.
84
2.
Ruaḥ y gestación La teología de la creación plantea la cuestión de si se trata realmente de una creación o más bien de una emanación de la divinidad. Tal cuestión se remonta más allá de la génesis del universo, y dirige al mito de los orígenes una pregunta que este no es capaz de responder. El mito bíblico presupone que Dios se manifiesta en el bara’. Todo lo que podemos saber de Dios se nos dice en esa manifestación. El problema de la creatio ex nihilo cuestiona si es posible concebir una realidad externa y distinta de Dios, que él pueda utilizar como materia prima de la creación. La respuesta teológica ha sido siempre que Dios creó todo de la nada. Su carácter originario y su unicidad incondicionales no pueden ser condicionados por otro ser que, junto a él, participe en la creación del mundo. Dios es glorificado como el origen único de todo ser. Todo surge de él y todo retorna a él. Nada divino existe fuera de él. «Las fisuras del mundo no afectan a Dios, sino al mismo mundo transido de dolores», afirma un himno compuesto por Lutero. Dios nada tiene que ver con la existencia de tales dolores. Con todo, nos seguimos preguntando si no será preciso concebir un espacio diferente de Dios, del que pueda surgir lo no divino, la creación finita. Si Dios es totalmente todo, ¿queda espacio para algo que no sea este todo? Entonces ¿es posible la creación? Algunos teólogos judíos, como Isaac Luria, proponen una solución imaginativa, mediante el término zim-zum («repliegue»). Según esta teoría, en el instante de la creación, Dios se replegó sobre sí mismo y dejó en su interior un espacio vacío, que no era él, como el cuerpo al replegarse se vacía del aire de sus pulmones. Ese espacio sería el «caos informe», al que el Creador pudo volverse y cubrirlo, para transformar el vacío en la realidad del cosmos. Dios estableció ese espacio pre-cósmico, que no era la nada, antes de replegarse. Esta solución es ingeniosa, pero bastante irreal, pues ¿cómo puede el Creador crear lo que no es nada fuera de él o lo que es algo dentro de él? En la última hipótesis, ¿qué entidad tiene esa pre-nada? Si tiene entidad real, sería la creación, y si no la tiene, sería únicamente la pre-nada de lo que todavía no es. Y eso ¿qué es? Es pensable otra solución más real y convincente. Esta consiste en enfocar la creación como gestación, de manera femenina y maternal, y no masculina y paternal. Una mujer embarazada prepara en su interior un espacio para el no nacido, que no es ella misma, pero que de ella extrae el jugo de la vida. En esta hipótesis, el espacio primordial de la creación sería como un seno materno, en el que se va gestando el cosmos. ¿Hay alguna razón para no admitir la gestación evolutiva del universo? Su analogía sería el proceso maternal del alumbramiento. ¿No es posible expresar lo inexpresable recurriendo a la imagen analógica del embarazo? 85
La experiencia humana no posee imagen más tierna y entrañable, más creacional y creatural, que la concepción, gestación y alumbramiento del ser humano. No es posible concebir una relación más intensa y fecunda que la de una futura madre con su futuro hijo. Y ello es verdad, aunque la madre sepa que ese hijo no es ella misma, sino otro ser todavía dependiente de ella, pero también diferente, y que un día será independiente de ella, es decir, individuum autónomo y libre, y en la fase de individuación incluso hostil. ¿No es entonces imaginable concebir el espacio primigenio de la creación como un senomaterno-divino en proceso de gestación de lo no divino, antes de dar a luz? El vocabulario hebreo expresa con la misma palabra raḥamim («entrañas») el seno de la mujer y la miseri-cor-dia entraña-ble de Dios. Los hebreos eran conscientes de que la protección que ofrece el seno materno a su feto es la metáfora más sugerente de la protección con la que la providencia entraña-ble de Dios cubre y envuelve al hombre y a la entera creación. Ellos pensaban, sin duda, que la seguridad que Dios ofrece a todo viviente en su origen y en su evolución podía representarse con la seguridad de la que todo viviente disfruta en el seno materno. ¿No tenemos todos los humanos la sensación de que en algún momento hemos vivido en el paraíso de esa tierra viva, y el temor o la esperanza de que un día volveremos al fin al paraíso de la tierra muerta? Si el pueblo de la Escritura representaba así la miseri-cor-dia/ternura/compasión divina, ¿por qué extrañarnos de la asociación genesíaca entre creación y gestación? Es muy probable que esa extrañeza nazca de la imagen que nos hemos forjado de un Dios exclusivamente patriarcal y artesanal. Dentro de una tradición cultural que concibe a Dios como motor inmóvil y hacedor externo del universo, las metáforas íntimas, sensitivas, y en cierto sentido eróticas, de los nueve meses de gravidez resultan crudas y demasiado directas. Es verdad que este modo de concebir la creación corre el riego de divinizar la naturaleza, como ocurre en las religiones cósmicas y matriarcales. El panteísmo puede alzarse amenazante. Sin embargo, basta recordar que se trata únicamente de una analogía sobre el origen divino de la creación. En el mismo relato yahvista de Gn 2,7 se emplean imágenes naturalistas equivalentes, como «soplo», «alma» y «vida». Cabe recordar otros textos bíblicos, como el siguiente: «¿Tiene padre la lluvia? ¿Quién engendró las gotas de rocío? ¿De qué seno nacen los hielos? ¿Quién da a luz la escarcha?» (Job 38,28; cf. además Sal 33,6 y Sal 104). ¿No recurre Pablo en Atenas a cierto panteísmo cuando dice que «en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28)? Por tales dificultades no deberíamos desechar la imagen de gestación. Deberíamos, más bien, recordar los límites de toda analogía metafórica. La creación como gestación no es más que una metáfora que intenta iluminar la gratuidad que se establece entre el Creador y la criatura en el proceso de la creación, y así mismo introducir la función del espacio y el tiempo del cosmos dentro del espacio y tiempo de Dios. La misma metáfora 86
puede ayudarnos a corregir la imagen unilateral del hombre y su poder, y permitirnos comprender la imagen de la mujer y su amor. La omnipotencia de Dios Padre se revela de la forma más persuasiva en la omniquerencia de Dios Madre. La acción creadora y gestante de la Ruaḥ, el Espíritu de Dios, nos descubre intuitiva y gráficamente la esencia del ’Abba’ del Evangelio, su amor incondicional a la creación, que es como el amor de la madre que acuna al pequeño en su seno.
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3.
Pneuma y Dios del evangelio La Ruaḥ del Génesis es el Pneuma del evangelio. La Iglesia de Jesús invoca siempre al Pneuma al inicio y al fin de toda liturgia, concilio, sínodo y de cualquier reunión ordinaria. Lo invoca porque tiene conciencia de que el Espíritu es Dios, como el Padre es Dios y el Hijo es Dios, aunque esta conciencia fue asumiéndola con cierto retraso histórico, porque hasta el Concilio I de Constantinopla, en el siglo IV, no definió su divinidad, y hasta el Concilio II de Lyon, en el siglo XIII, no dio contenido teológico a esa definición. Lo invoca porque sabe que el Espíritu, por ser Dios como el Padre y el Hijo, tiene que tener su tiempo y espacio sagrado para la invocación y la adoración: la fiesta y novena de Pentecostés. Afirma K. Rahner que la Iglesia «lo invoca con el catecismo de la mente, y no con el evangelio del corazón». Sabe que es Dios, pero no se confía a él como a Dios. Se le dedica algún tiempo, pero no se le entrega la existencia entera. No es alguien presente en nuestra vida, y mucho menos determinante de las grandes o pequeñas decisiones que se adoptan en ella. Cuando se programa un plan de acción, o se redacta un documento público, o se procede a una elección, no somos capaces de asegurar, porque normalmente sería falso, que «con entera docilidad al Espíritu Santo hemos llegado a adoptar tal medida o elegir a tal persona». Tales decisiones son casi siempre fruto de un razonamiento sereno, a veces de un compromiso tenso e incluso de una conspiración oscura. Cuando la Iglesia de Jerusalén experimentaba que la vida de la primera comunidad cristiana estaba atravesada por la fuerza y el fuego del Espíritu recién derramado y desbordada por una creciente inflación de dones y carismas del Espíritu, podía escribir con toda naturalidad al término del «concilio de Jerusalén» (mediados del siglo I): «Nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros que no es justo echar sobre vosotros [cristianos procedentes de la gentilidad] otras cargas [observancia de la ley mosaica y circuncisión] que las indispensables: absteneros de carnes ofrecidas a los ídolos, de la sangre (Lv 17,10), de animales estrangulados y de la impureza[41]. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Saludos» (Hch 15,28-29). Y lo mismo se observa en la elección de Matías y en la de Esteban y los demás diáconos, o en las misiones de Pablo. La Iglesia tenía conciencia de que, sin el Espíritu, Pedro seguiría siendo Simón el pescador de Betsaida, y, en cambio, con el Espíritu, se convertiría en el Kefas de la Iglesia de Jesús; sin el Espíritu, Santiago sería un estricto rabí de la Torah, y con el Espíritu, columna de la comunidad de Jerusalén; sin el Espíritu, Tomás sería el incrédulo de la resurrección, y con el Espíritu, el creyente en la presencia real de «mi Señor y mi 88
Dios». Sin el Espíritu, la Iglesia naciente sería una comunidad temerosa y dispersa; con el Espíritu, koinōnia de una sola alma y un solo corazón, en la alabanza, en la fracción del pan y en la comunidad de bienes. El Espíritu fue el alma y la inspiración (casi física, porque «impulsaba y empujaba») del cuerpo social de los once y las mujeres, con María la madre del Señor, y de todo el relato viviente de los Hechos de los Apóstoles, el evangelio de Jesús después de Jesús, evangelio del Espíritu que guía a la verdad y plenitud del Resucitado. Y en la pneumatología de san Pablo es axiomático que, sin el Espíritu del Señor, no es posible llamar a Dios ’Abba’ (Rom 8,15; Gal 4,6), ni a Cristo Kyrios (1 Cor 12,3), ni al hombre adelphos (Gal 5,22; Ef 4,32), ni tampoco es posible otorgar a la vida una confianza plena en sí misma.
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4.
La teología del Pneuma La teología clásica ha hecho un flaco servicio al Espíritu, y un buen servicio a la razón, al separar las relaciones intra-divinas, es decir, las tres personas divinas, de la única esencia divina, porque así hemos adorado a un Dios solitario y no a un Dios comunitario. Se profesa entonces un monoteísmo unitario y no tri-unitario. Se adora entonces al Santo y no al tres veces Santo, como lo hace la Iglesia ortodoxa, la de Constantinopla y la de todas las Rusias. Y como lo hace el Nuevo Testamento cuando revela un monoteísmo comunitario y no unitario. Por el contrario, si la esencia divina es, además, la individualidad y unicidad incomunicable de Dios, al ser comunicable a tres hipóstasis, corre el riesgo real del triteísmo. El cristiano puede preguntarse si el punto último de referencia de su existencia, que admite que es Dios, es un Tú divino o un Nosotros divino. ¿Hablamos en directo con un Tú divino? ¿Dialogamos en círculo con un Nosotros divino? En la mesa del reino, ¿esperamos sentarnos con el Único Amor de Juan de la Cruz, o con los tres invitados de Rublev? ¿Qué significado tiene «la esfera perfecta que envuelve a los tres», o «el triple acorde musical de la sinfonía única», del Diario de Ignacio de Loyola? Al distinguir mediante conceptos de la filosofía griega, como esencia y relaciones, naturaleza y personas, se ha relegado al Espíritu Santo al último lugar, detrás del Padre y del Hijo, convirtiéndolo en Dios anónimo, e incluso ignorado. «Ni siquiera hemos oído que existe el Espíritu Santo» (Hch 19,2). Pero, al unir mediante conceptos de la teología bíblica, el Espíritu Santo ocupa el centro de la relación Padre-Hijo, pues no es otra cosa que el Amor incondicional con que el Padre, amante incondicional, ama al Hijo, amado incondicional. Tan plenos los tres en sus relaciones de expresión, comunicación e identificación que ad extra se comportan como tres personas autónomas (Tri-unidad económica, per analogiam rationis) y ad intra, como tres personas unidas (Triunidad inmanente, per analogiam fidei). Dios es Trinidad porque es Amor. Y porque Dios es Amor, es koinōnia tēs a, comunidad de amor.
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5.
El Pneuma del evangelio Después de Pascua, el testimonio del Resucitado se transforma en invocación pascual al Cristo glorioso, sentado a la derecha del Padre, y en invasión pentecostal del Pneuma presente y actuante en la koinōnia y el kerygma de los primeros testigos de Jesús, el Kyrios. Jesús se ha ido, pero «no ha dejado huérfanos» a los once (Jn 14,18). En su lugar ha dejado su Espíritu, que conduce a la entera Verdad y gobierna a la Iglesia naciente. «Os digo de verdad: os conviene que me vaya. Si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros, pero si me voy, os lo enviaré [...]. Os enseñará toda la verdad, […] pues recibirá de mí lo que os diga, y todo lo que tiene el Padre es mío» (Jn. 16,7.13-15). «El Espíritu de la verdad procede del Padre, y yo os lo enviaré desde el Padre, para que dé testimonio de mí, y también vosotros lo deis» (Jn 15,26-27). La ausencia de Jesús se cubre con la presencia del Espíritu de Jesús, para la edificación de la oikos tou Iesou. La historia de Jesús (Evangelios) continúa en la historia del Espíritu/Iglesia (Hechos de los Apóstoles). En ese momento, se produce una verdadera «inflación de carismas»: a) En forma de dones extraordinarios y gratuitos (1 Cor 12,1-30): •
Charismata: don de profecía, glosolalia, interpretación… en las liturgias eucarísticas y bautismales (cf. los actuales grupos neocatecumenales y pentecostales).
•
Diakoniai: ministerios de presidir la asamblea, de predicar la Palabra, servir a la mesa y repartir el pan y los bienes a los hermanos de la philadelphia.
•
Energēmata: poderes de curación de cuerpos y conversión de espíritus.
b) En forma de dones ordinarios y también gratuitos: •
Los siete dones: sabiduría, entendimiento, ciencia, fortaleza, consejo, piedad y temor de Dios (Is 11,2-3).
•
Los doce frutos: caridad, paz, magnanimidad, benignidad, fe, continencia, gozo, paciencia, bondad, mansedumbre, modestia y castidad (Gal 5,2223).
Esta iniciativa del Espíritu significa teológicamente que toda la comunicación de vida nueva del Resucitado a la primera comunidad, y a todas las comunidades reunidas 91
en nombre de Jesús el Señor, es obra gratuita del Espíritu Santo, que gratifica la docilidad del espíritu humano. Tras la ausencia del Jesús terrestre, la presencia del Jesús celeste se produce por el don del Espíritu prometido por Jesús, que es el Espíritu de Jesús en la historia hasta la consumación de los siglos, «hasta que él vuelva en gloria y en poder».
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6.
Ruaḥ, pasión de vida El fresco de la creación de Adán de Miguel Ángel produce efectos de sentido equívocos. Dios es el «anciano de muchos días» que alarga un dedo creador que ya se extingue. El joven Adán irrumpe en la creación pleno de vida. Dios es puro fin; Adán, puro inicio. Adán se estrena perfecto en fondo y forma. Dios descansa, cansado de crear. El paisaje del fresco es un marco estático, donde se va desarrollando el dinamismo de la salvación, poblado de reyes y profetas, guerras y paces, fidelidades e infidelidades. Al fin, la obra de la creación culmina en el acontecimiento de la salvación, cuyo vértice es Cristo. Para Miguel Ángel, toda la tarea bíblica es alcanzar la salvación del alma encarnada en hercúleos cuerpos renacentistas. Por el contrario, todo el impulso creador se centra y se extingue en el dedo dormido del Creador (Müller-Fahrenholz). ¿Dónde palpita la pasión de la Ruaḥ? Al invocar la liturgia el Veni Sancte Spiritus, en vocativo anhelante, parece restablecer la armonía entre creación y salvación. Esta invocación asegura que ningún demiurgo interviene en la creación del universo. La Ruaḥ materna acuna todo lo creado con apasionada ternura. De esta forma enlaza, en cadena femenina, la creación y la salvación. A la Ruaḥ se la llama poder increado (Paul Gerhardt). Ello equivale a afirmar que la creación está todavía inacabada. Aunque se nos asegura que el Creador descansó al séptimo día y vio que toda la creación «era buena», no se nos dice que fuera «definitivamente buena». El estudio de la fertilidad/fecundidad de la tierra ha puesto en claro que lo «muy bueno» es, en efecto, «muy bueno», pero en proceso de mejoría, de ser «todavía más bueno». La Ruaḥ materna es potencia inagotable. Es el «alma del cuerpo del universo». Le proporciona aliento y alimento, calor y amor. Es el poder divino que sostiene la creación entera e impulsa la entera evolución desde el punto alfa al punto omega. No proporciona el mantenimiento regular de las máquinas, sino que dinamiza la vida como un motor en movimiento incesante hacia un fin que todavía no ha alcanzado. «Todas las criaturas aguardan a que les eches la comida a su tiempo. Tú la echas y ellas la atrapan. Abres la mano y se sacian de tus bienes. […] Retiras tu aliento y vuelven al polvo. Envías tu aliento y las recreas, y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,27-30). La Ruaḥ materna infunde alma y vivifica lo existente. Si deja de respirar, todo expira. Si se ausenta, el mundo se queda huérfano. A sus moradores les asalta el temor a perder la tierra, como a los habitantes de zonas sísmicas. La Ruaḥ materna mantiene la creación respirando al ritmo de su inspiración. «Inspirando y expirando, la hace inspirar y expirar en su seno» (G. Liedke). Su respiración es, además, «boca a boca», como sugiere el relato del paraíso: «El Señor Dios modeló al hombre de la arcilla de la tierra, y 93
sopló en su nariz el aliento de la vida» (Gn 2,7). En el fresco de Miguel Ángel se respira esa atmósfera erótica entre Dios y el primer hombre, si bien sublimada por la censura eclesial. En el Génesis, Adán recibe la vida –de la carne y del espíritu– a través del gesto amante del «beso de Dios», que es «beso de vida». La teología patriarcal ha debilitado esa apasionada intimidad, cubriendo de velos el «beso de la vida», que es el elixir vital de la Ruaḥ divina. Así se ha des-erotizado la pasión de Dios por su creación. No es posible entonces comprender en profundidad la creatio/evolutio continua, el continuo «boca a boca» de esa Ruaḥ velada. El salmo 104 destaca el impulso fecundo y apasionado que atraviesa toda la evolución del universo. La investigación científica de la historia de nuestro planeta demuestra lo inmenso e impactante que es el proceso de la creatio/evolutio continua. Los continentes aún se desplazan y la faz de la tierra está en continua gestación cambiante. Nuestro universo tiene todavía gran reserva de días.
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7.
Ruaḥ, pasión de vida y muerte Bajo la expresión creatio continua subyace la asombrosa confesión de que el universo, que ha empleado miles de millones de años en desplegarse, empleará otros miles de millones en seguir desplegándose, lo que en la historia del universo representa un instante. La creatio continua hace inconmensurable al universo. Pero tal inconmensurabilidad comporta no solo pasión de vida, sino además pasión de muerte; no solo evolución, sino involución; no solo nuevas creaciones, sino nuevas catástrofes. ¿Pero acaso ambas no son inseparables? Los volcanes en erupción devastan territorios enteros, pero la erupción volcánica libera la presión subterránea, y el terreno amasado por la lava volcánica es extraordinariamente fértil. Los terremotos son consecuencia inevitable del movimiento de las placas tectónicas. Estos y otros desastres naturales son señales de que el planeta siempre palpita con pasión de vida y muerte. El salmo 104, en estilo mítico y poético, asocia los procesos de construcción y destrucción al ritmo de la inspiración y expiración de la Ruaḥ. Así podemos entender la osadía que supone reconocer que Dios es el hacedor del cielo y de la tierra, porque es una audacia admitir que las catástrofes de la historia, la extinción de las especies vegetales, animales y humanas (Atlántidas, dinosaurios, neandertales...), son efectos de la acción vivificante de la divina Ruaḥ. En el proceso gestante de inspirar y expirar, toda la creación avanza y retrocede, evoluciona e involuciona, nace y muere. La ley de «comer o ser comido» no es solo amenaza de mortalidad, sino fuente de vitalidad sin fin. «La naturaleza es cruel y benéfica». El cristianismo ha sabido asociar la crueldad y la bondad de la naturaleza, al asociar el dolor del parto con el gozo del recién nacido (cf. Jn 16,21; Rom 8,22-23). La experiencia de las crueldades naturales es posiblemente la razón por la que la creación se ha considerado fruto del pecado y se la ha denominado teológicamente creatio lapsa («creación caída»). Pero ¿la ley de la caducidad es fruto de la concupiscencia (san Agustín) o de la contingencia (P. Teilhard)? ¿El dolor del universo es síntoma de la ira de Dios o de la ira del universo? La finitud creatural no justifica la teoría del pecado original. Todo viviente, por el hecho de serlo, cumple el proceso de nacer, procrear y morir. El pecado de Adán nada tiene que ver con la involución del universo. Desde el punto de vista cosmogónico no tiene sentido introducir el pecado original, o la libertad culpable, para explicar el fracaso cósmico. La crueldad de la naturaleza ya existía antes de que emergiese el homo sapiens, iustus et peccator. Pero hay que tener valor para integrar las quiebras de la naturaleza en la grandeza de la creación. Si la armonía y belleza creadas invitan a celebrar la belleza y armonía del 95
Creador, como la celebra Haydn en el oratorio La Creación, ello no debe mitigar nuestro terror ante los fenómenos caóticos del universo creado. «Mientras el mundo no posea la tonalidad apacible de Dios, no se puede deducir de él la existencia de la justicia y la bondad divinas. Tal como el mundo está hecho, es más fácil creer en el diablo que en Dios». Esta es la denuncia de cierto ateísmo. Pero la fe en la creación es realista, y sabe asumir el proceso de la vida y de la muerte del universo, no solo como maldición, sino como bendición y gracia[42]. La bendición originaria de un cosmos incompleto incluye necesariamente las lagunas de la naturaleza, las ambivalencias de la libertad y la pasión en ambas, es decir, la doble pasión de padecer de dolor y padecer de amor. El amor a la vida se encuentra sometido a la ley del tiempo y del espacio, y esa ley comporta el dolor y el gozo de la creación finita destinada al Infinito. El universo no es divino, el universo clama por ser divino (Rom 8,18-25; Jn 1,12). «En consecuencia, la naturaleza creada y la libertad humana son a la vez víctimas y verdugos de una historia de violencia y de ternura. Todos los seres humanos caminamos hacia la muerte con temblor, bajo la sombra de la caducidad de la vida y el peso de la culpa. Pero ¿tal es el precio que se paga a la ley del pecado original (san Agustín) o al código del sistema molecular (P. Teilhard)? Los hombres sufrimos las consecuencias de las caídas de la naturaleza, pero ello no significa que la naturaleza sea una naturaleza caída» (G. MüllerFahrenholz)
La Ruaḥ femenina inspira desde el origen una confianza basal en la tierra de los hombres y en los hombres mismos. La naturaleza es buena, y ninguna de sus lagunas debe hacernos temblar. La libertad humana es buena, y ninguna de sus labilidades debe hacernos desesperar. El beso original de la Ruaḥ a la creación sella la amistad, antigua y nueva, de Dios con su mundo y le adelanta que en el Hombre nuevo, el Hijo del amor, el Espíritu del Hijo clamará dentro de nosotros: «’Abba’, ¡Padre Dios!».
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8.
Pneumatología del Nuevo Testamento En el Nuevo Testamento, el Espíritu es Pneuma Christou (Rom 8,9), to Pneuma Iesou Christou (Flp 1,19), to Pneuma Kyriou (2 Cor 3,17), to Pneuma tou Hyiou autou (Gal 4,6). Es decir, Pablo «cristifica» el Espíritu, lo encarna en la palabra y el gesto del Señor Jesús, para distinguir el estilo y espíritu de Jesús del estilo y espíritu del mundo. No cualquier espíritu, bueno o malo, que pueda surgir en la Iglesia de Jesús es, por principio, Espíritu de Jesús, al margen del espíritu de discernimiento. Pues solo el Espíritu de Jesús conduce a la verdadera sabiduría de Dios, que es «Jesucristo, y este crucificado» (1 Cor 1,23; 2,2). Por eso, la relación de Jesús y su Espíritu no es solo genitiva y posesiva (tou Christou), sino conjuntiva, «inhesiva» y constitutiva (en Christō). «El Espíritu de Jesús es Cristo en nosotros», de forma que Cristo y Espíritu son intercambiables. El Espíritu no solo suscita los sentimientos de Cristo de modo subjetivo (Flp 2,5) y la actitud filial (Rom 8,14; Gal 4,6), sino que nos identifica con Cristo, de forma que objetivamente somos Christos Pneumatikos. Por eso, la fórmula en Christō (164 veces) equivale a la fórmula en Pneumati (19 veces), como en Rom 8,9. Existen otros casos de fórmulas sinónimas, como sōma physikon = sōma pneumatikon; kata sōma = kata pneuma; en tē sarki = en pneumati. Como Jesús fue Cristo en la historia, el Espíritu es Cristo en el devenir de la historia. Pablo los considera intercomunicables e intercambiables, posiblemente porque él no conoció al Jesús terrestre y corporal, sino que irrumpió sobre él el Cristo celeste y espiritual, el Cristo en el Espíritu, y a través de él y en él reconstruyó la figura histórica del Jesús «nacido de mujer», «muerto por nuestros pecados» y «resucitado para nuestra justificación». Y en ese ámbito, en la atmósfera del Cristo glorioso y del Espíritu del Cristo glorioso, se desarrolla y fructifica «la misión eclesial entre judíos y gentiles», hasta «gastarse y desgastarse» por él y como él. Ahora bien, teológicamente el Espíritu de Dios no es el Hijo de Dios, sino el Espíritu del Hijo de Dios, el Espíritu de «Dios es Amor», el Amor con el que el Hijo del Amor ama al Padre del Amor. Agapē estin ho Theos. Tampoco el Espíritu de Dios es el espíritu que animó el cuerpo del Jesús histórico, sino el Espíritu que dirigió y confortó el espíritu y el cuerpo del Jesús histórico. En sus cartas a los Romanos, a los Gálatas, a los Corintios, Pablo no duda de que, sin el Espíritu de Jesús, no es posible vivir la vida nueva del Resucitado. Sin el Espíritu no podemos llamar a Dios Padre; ni a Jesús, Señor; ni al hombre, hermano; ni al mundo, reino de los cielos nuevos y la tierra nueva. 97
98
9.
Pneumatología del creyente actual Cuando nosotros decimos hoy: ¿Dónde está Dios? ¿No es «el hombre dios para el hombre»?, ante el silencio de Dios, el fracaso de la enfermedad y la muerte, la amargura y el tedio de vivir, el Espíritu clama en nosotros, contra nosotros: «¡’Abba’ Dios!», «¡Padre Dios!». Padre inseparable de sus hijos en vida y en muerte, aunque los hijos se separen del Padre por el gozo de vivir y el temor de morir. Cuando nosotros decimos hoy: ¿Dónde está Cristo? ¿Dónde está el maestro de la vida, el médico que cura los dolores, el profeta que borra las culpas, el Señor de la vida?, cuando la vida pierde vida, cuando la violencia siembra muerte, cuando el futuro cierra toda esperanza y solo consigue admirar en Jesús al amigo de los hombres y al mártir de las causas perdidas, el Espíritu clama en nosotros, contra nosotros: «¡Jesús es Señor!». El Señor de la vida y de la muerte, el Alfa y Omega de la historia, porque Dios se ha encarnado en su carne y en la carne del mundo, y en él el mundo ha vencido a la muerte y la culpa ha sido agraciada por su gracia con el don de «la paz y la alegría de la salvación». Cuando nosotros decimos hoy: ¿Dónde está el hombre? ¿Dónde está el animal racional y razonable? ¿Dónde el animal sociable y vulnerable? ¿Dónde el homo faber, ludens, amans, adorans?, cuando constatamos que el hombre es animal primario hostil al hombre, «hombre lobo para el hombre», en la violencia y la traición del enemigo y del amigo, el Espíritu clama en nosotros, contra nosotros: «El hombre es frágil pero no es cruel, el hombre es débil pero no es malo, el hombre es hermano del hombre». El hombre es capaz de ser el amigo por el que hay que dar la vida, el hombre es digno de ser querido como uno se quiere a sí mismo, como uno es querido por Dios, y comprendido y perdonado «setenta veces siete», porque «el hombre vale lo que vale para Dios, infinito», porque «el hombre es hijo del Padre que reparte sol y lluvia sobre buenos y malos, y espera al final de la siega para separar la cizaña del trigo».
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QUINTA PARTE:
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
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1.
La Trinidad en el Nuevo Testamento 1.1. Lo específico del Dios cristiano ¿Qué es lo diferencial del Dios cristiano con relación a los dioses de las grandes religiones? Comparemos estas tesis de dos teólogos actuales. a)
«Lo específico del cristianismo es lo cristológico» (H. Küng). Lo diferencial del cristianismo es el mismo Cristo. Naturalmente, en relación inseparable con Dios Padre y con Dios Espíritu. Pero el número tres, que desde tiempos inmemoriales tanto ha fascinado como «la unidad de lo múltiple», y que tanta importancia ha tenido en la historia de las religiones, las artes, los mitos y la misma vida cotidiana, así como las divinidades triádicas extendidas desde Grecia y Roma (Júpiter, Juno, Minerva) hasta la China e India (Brahma, Visnú, Siva), dista mucho de ser elemento específicamente cristiano, lo mismo que dista de ser específicamente cristiano el ritmo ternario del espíritu (identidad consigo, salida de sí, vuelta a sí) o la trilogía dialéctica de la historia (tesis, antítesis, síntesis). Lo distintivo cristiano es lo cristológico. Históricamente, lo trinitario deriva de lo cristológico. Las fórmulas diádicas del Padre y del Hijo son más originarias que las fórmulas triádicas del Padre y del Hijo y del Espíritu. Esto significa que el Dios cristiano es ante todo el Dios humano. Lo más sorprendente en la historia de las religiones es que Dios se haya reflejado en el rostro de un hombre.
b) «Lo específico del cristianismo es lo trinitario» (J. Moltmann). Frente a los monoteísmos judío e islámico, la doctrina de la Trinidad ha sido señal de identidad del cristianismo. El judaísmo no admite que Cristo sea verdadero Dios, si solo «Yahvé es el Dios uno y único».Tampoco admite que el Espíritu sea divino, si solo es la Ruaḥ de Dios Creador, que en el principio surcaba el caos del universo para imprimirle orden. Por eso, cuando el islam conquista el Asia Menor en el siglo VII y transforma las iglesias en mezquitas, en lugar destacado graba el sura 112 del Corán: «Alá no ha engendrado. Alá no ha sido engendrado. Alá es el único Dios. No hay más Dios que Alá». Pretendía, sin duda, atentar contra lo que consideraba la quintaesencia del Dios cristiano, la Trinidad. La Iglesia ortodoxa griega y rusa proclama la gloria del tres veces Santo en el vértice de su liturgia y en el tímpano de sus basílicas. Esto quiere decir que lo más fascinante del cristianismo es el Dios solidario, cifra divina del enigma humano de «lo uno y lo múltiple». 101
Una vez que Dios ha dilatado su identidad hacia la humanidad del hombre y la sociabilidad del mundo, ¿son separables la unidad y la pluralidad de Dios, es decir, su humanidad y sociabilidad de su unidad? La única cuestión que debe plantearse es cuál de las relaciones de Dios, la del Padre con el Hijo, o la del Padre con el Hijo y el Espíritu, es la relación dominante y determinante, en orden a identificar su propia esencia y la esencia de la Iglesia. «La Iglesia del Dios humano y sociable no se refleja en la mitra única del pontífice ni en el clamor unánime de los estadios, sino en el rostro del Eterno humanizado y socializado en la comunidad de los pequeños» (J. Moltmann).
1.2. Lo trinitario ¿es diferencial? Cuando se habla de la Trinidad, las ideas que se asocian a ese concepto son muy variadas, y no siempre creativas. Se lo suele relacionar con el ritual litúrgico de comienzo y despedida de las celebraciones, como puro signo gestual («En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu»). También se lo relaciona con los símbolos de fe de los primeros concilios, como mero enunciado nominal («Dios es la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu»). Más frecuentemente se lo relaciona con el tratado de Trinitate, que es una especie de matemática superior para iniciados (de Deo uno et de Deo trino). La filosofía de Kant considera la Trinidad como un misterio inviable: «La doctrina trinitaria, tomada al pie de la letra, no es útil a la razón práctica, y cuando se cree entenderla, desde el primer momento se comprueba que rebasa todos los conceptos de la razón pura». La teología protestante se contenta con la conclusión del joven Melanchton: «Adoremos el misterio trinitario, que es mejor que investigarlo». Y el manual de la devotio moderna, el tratado De imitatione Christi, se interroga: «¿De qué te sirve hablar de la Trinidad si no vives conforme a la Trinidad?». Lo que debería ser signo de identidad cristiana ¿es puro símbolo especulativo del dogma, o de la teología, o de la liturgia, sin resonancia afectiva y efectiva en la vida del creyente y en la praxis de la Iglesia? La distancia insalvable entre la teoría de Dios y la vida de Dios lleva a D. Bonhoeffer a proponer una pedagogía de la Trinidad accesible al hombre secular. Las formulaciones de la Trinidad, afirma, son palabras incomprensibles para el hombre normal. Todavía más, son meros oráculos sin mediación humana. «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» es una fórmula que no disuena en el marco del culto litúrgico, aunque allí también resulte incompresible. Pero en el marco de la vida real, a la hora de afrontar los problemas de la existencia diaria, además de incomprensible, resulta inviable. Ante esos misterios límite del cristianismo, Bonhoeffer recomienda practicar la disciplina del arcano de la Iglesia primitiva, que consistía en reservar los misterios más elevados para los bautizados, y ofrecer a los catecúmenos el fondo humano del cristianismo, es decir, las verdades básicas del amor gratuito, la justicia verdadera y la paz absoluta. A partir de su 102
implicación en la antropología, la ética y el compromiso social, se podría hacer comprensible al hombre secular el amor incomprensible de Dios Padre, Hijo y Espíritu. Esta pedagogía progresiva de los misterios cristianos, como los de cualquier verdad no evidente, es sin duda útil, pero antes o después el creyente debe encararse con el misterio de quién es Dios tal como Dios mismo se ha revelado en el Nuevo Testamento. Y para ello no es lo más recomendable teorizar sobre la «única naturaleza y las tres personas» de Dios, porque tales nociones especulativas difícilmente se concilian con la razón, y menos con el evangelio. En ese supuesto, obtendríamos una complicada ciencia del Dios esencial, y no una rica vivencia del Dios existencial. Tampoco es recomendable adorar el misterio de Dios al margen de la razón y de la vida. En tal caso, la fe del creyente podría ser vivencial, pero también irracional. La mejor, y la única, pedagogía del conocimiento experimental de Dios será seguir paso a paso la historia de Dios tal como él ha decidido compartirla con el hombre y, a partir de esa historia vivida, activar el intellectus quaerens fidem, e intentar clarificar lo difícilmente compresible: la unidad del Dios uno y la diversidad del Dios tres veces Santo.
1.3. Las fórmulas triádicas de la liturgia primitiva El Nuevo Testamento emplea textos catecumenales y bautismales que mencionan en una misma secuencia a Dios Padre, Hijo y Espíritu, bien los tres juntos, en fórmulas triádicas como «bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19), o bien dos de ellos, en fórmulas diádicas: «Os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero y esperar a su Hijo Jesús, […] a quien resucitó de entre los muertos y que nos libra de la condena futura» (1 Tes 1,9-10). También encontramos fórmulas monádicas: «Se bautizaron, invocando el nombre del Señor Jesús» (Hch 19,5). La evolución histórica de estas fórmulas obedece a las distintas situaciones que atraviesa la comunidad cristiana (Sitz im Leben). 1) Originariamente se utilizaba la fórmula monádica, invocando «el nombre del Señor Jesús» y significando con ello que el recién bautizado pasaba a ser propiedad del Señor Jesús y a llevar su nombre como sobrenombre, «el del grupo de Jesús», distinguiendo así el rito cristiano de otros ritos de iniciación. 2) Cuando se bautizaba a un gentil, debía convertirse primero de los ídolos al Dios verdadero, como condición previa de su pertenencia al Señor Jesús, y entonces se utilizaba la fórmula diádica: «Una vez convertidos de los ídolos a Dios Padre, eran bautizados en el nombre del Señor Jesús». Los paganos entraban en la casa del Padre y desde entonces pertenecían al Señor de la casa, su Hijo el Señor Jesús. 3) Cuando, después de un largo catecumenado cuaresmal, se bautizaba a los neófitos en la noche de Pascua con pleno conocimiento del credo y los sacramentos, se empleaba la fórmula
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triádica: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», y el bautizado pasaba a ser imagen de la Trinidad.
1.4. Las redacciones tri-unitarias del Nuevo Testamento Las fórmulas de salutación, despedida y doctrina de las cartas de Pablo son frecuentemente tri-unitarias. Así saluda Pablo a los creyentes de Corinto en 2 Cor 13,13: «La gracia (hē charis) del Señor Jesucristo, y el amor (hē agapē) de Dios y la comunión (hē koinōnia) del Espíritu Santo estén con todos vosotros». Es una fórmula triádica proveniente de la liturgia primitiva de la Iglesia de Corinto, todavía vigente en la liturgia de Roma. Tiene paralelos monádicos en 1 Cor 16,23; Gal 6,18; Flp 4, 23; 1 Tes 5,28; 2 Tes 3,18. Su significación teológica parece ser la siguiente: la fórmula contiene tres elementos. El primero es una explicación del segundo (la gracia del Señor Jesús es manifestación de la benignidad y humanidad del amor de Dios Padre), mientras que el tercer elemento es fruto de esa gracia del amor del Padre, y consiste en entrar en koinōnia con el Espíritu del Padre y del Hijo. Koinōnia es lenguaje carismático, que expresa el júbilo que embarga la conciencia del bautizado cuando experimenta que pertenece al Dios viviente. Sin embargo, tal significado teológico no resiste un análisis riguroso, pues ¿se trata únicamente de fórmulas litúrgicas solemnes, y por tanto retóricas? ¿Su sentido es claramente trinitario? No es del todo claro. Lo que sí parece desprenderse con claridad es que la liturgia cristiana solo es posible en el Espíritu (cf. Jn 4,23). Teológicamente, es más rica la fórmula parenética de 1 Cor 12,4-6: «Existen diversos carismas, pero un mismo Pneuma. Existen diversos ministerios, pero un mismo Kyrios. Existen diversas actividades, pero un mismo Theos, que obra todo en todos». Después de Pentecostés y ante la inflación de experiencias carismáticas (profecías y lenguas, curaciones y exorcismos, jerarquías y servicios), Pablo trata de poner orden en el desorden real de Iglesias y sectas dispersas que empezaban a surgir: los de Apolo, los de Cefas, los de Pablo… (cf. 1 Cor 1,10-13), y apela para ello al principio teológico de la unidad de Dios, que, siendo plural, es uno. La intuición de Pablo alcanza a demostrar que en la Iglesia es posible «la unidad en la diversidad». Los carismas de la Iglesia son dones gratuitos del Espíritu y por tanto son eclesiales, pero proceden del mismo Espíritu, y a él hay que remitirse siempre, y no «al carismático de turno». Las diaconías son servicios necesarios en la Iglesia del Señor y por tanto son eclesiales, pero proceden del mismo Señor, y a él hay que remitirse siempre, y no «al diácono de turno». Los energēmata son signo de la Iglesia del Dios compasivo con el dolor del mundo, y por tanto son eclesiales, pero las curaciones proceden de Dios Padre, el Compasivo, y a él hay que remitirse siempre, y no «al energúmeno de turno», que cura y cobra. Aunque la disposición trimembre de dones y 104
de donantes tiene cierto carácter literario y retórico (O. Kuss), la intención teológica de fondo es la de asentar la unidad en la diversidad, que no se satisface con la invocación unitaria al Dios Uno, sino con la confesión tri-unitaria del Dios Tres. Todo intento de hacer un balance de la triple explosión carismática de la Iglesia primitiva aboca al esquema tri-unitario, vivido como efecto de tales gracias y tales carismas, y por tanto no con elucubraciones mentales, sino con la espontaneidad del primer amor que acaba de estrenar la primera comunidad de vida, de bienes y de corazones (cf. Hch 4,32).
1.5. La historia trinitaria del Nuevo Testamento El kerigma del Nuevo Testamento no ofrece ni siquiera un esbozo de teoría trinitaria. Utiliza su habitual género descriptivo para narrar la relación interpersonal de los Tres en la historia de salvación, que, por desarrollarse entre el tiempo y la eternidad, no puede ser registrada como hecho histórico comprobable, sino como testimonio de fe experimentable en la comunidad creyente. Esta comunidad confiesa que: 1)
El Padre de Jesús es inseparable del Hijo de ese Padre, es decir, que en la historia del Nuevo Testamento Jesús y el Padre son inseparablemente relatados, invocados y adorados. En el Nuevo Testamento, las palabras y las obras de Jesús son la historia de un Hijo que tenía un Padre único (Lc 2,48-50) y la historia de un Padre que tenía un Hijo único (Lc 3,38). En esa historia, el Hijo aparece distinto al Padre, hoti ho Patēr meidsōn mou estin, «porque el Padre es mayor que yo», y solo él es bueno (Mt 19,17), y solo él conoce el día del juicio (Mt 24,36), y solo él puede conceder el privilegio de estar a su derecha en el reino (Mt 20,23). Pero, también en esa historia, el Hijo, en sentido propio, es igual al Padre, porque «quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9) y «yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,11), y sobre todo egō kai ho Patēr hen esmen, «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Por eso, los judíos cogieron piedras para lapidarlo, hoti sy anthrōpos ōn poieis seauton Theon, «porque, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 10,33). En el Nuevo Testamento, Dios Padre y Dios Hijo forman una com-unidad inseparable, una bi-unidad intransferible: la koinōnia de amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre.
2)
El Espíritu de Dios es inseparable del Padre y del Hijo, es decir, en la historia del Nuevo Testamento, el Espíritu es inseparablemente relatado, invocado y adorado con el Padre y el Hijo. En esa historia, el Espíritu es diferente del Padre y del Hijo, ya que su función específica es hagiadsō, «santificar» la obra del Padre y del Hijo, que «nacerá santo» por la epifanía del Espíritu: Pneuma hagion epeleusetai epi se […] dio kai to gennōmenon hagion klēthēsetai Hyios Theou (Lc 1,35). Y a lo largo de la 105
historia de la Iglesia, su función será también santificar a la comunidad cristiana: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, Judea, Samaría y hasta el extremo de la tierra» (Hch 1,8). Pero, en esa misma historia, el Espíritu es, en algún sentido, igual al Padre y al Hijo, pues se lo define Dios como al Padre y al Hijo: «Dios es Espíritu» (Jn 4,24), y Cristo es Espíritu (Rom 8,9; 1 Cor 15,45). Al elevarse Cristo sobre la historia, a la derecha del poder del Padre, el Espíritu ejerce de Cristo en el devenir de la historia. El Dios del Nuevo Testamento, Padre, Hijo y Espíritu, forma la koinōnia del Amor-a-Tres, la com-unidad inseparable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu, en Tri-unidad indivisible. Lo que el Nuevo Testamento desvela de Dios, sin complicaciones mentales, es que «un Padre tenía un Hijo, el único y el predilecto, al que amaba con un Amor sin reserva»; y que «un Hijo tenía un Padre, el único y el exclusivo, al que amaba con un Amor sin límite». El Nuevo Testamento desvela, con sobriedad descriptiva, que en el paraíso de Dios habitan los Tres, el Padre del Amor, el Hijo del Amor y el Espíritu del Amor, que es el Amor con el que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre (Jn 14,2326). Un Amor tan denso como denso es el Yo del amante y el Tú del amado.
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2.
Los símbolos de la fe La historia de los símbolos trinitarios es resultado de una polémica teológica y política que se desarrolla desde el siglo III al VI principalmente, entre Roma y Bizancio, teólogos orientales y teólogos occidentales, escuela humanista de Antioquía y escuela divinista de Alejandría, obispos ortodoxos como Atanasio de Alejandría y presbíteros heterodoxos como Arrio de Alejandría, pero «heterodoxos por exceso, no por defecto de fe». La polémica llegó a convertirse en «una inmensa batalla naval intra-cristiana de todos contra todos» (san Basilio Magno), batalla que ni siquiera en el siglo XX ha logrado firmar su tratado de paz: todavía hoy J. Moltmann tacha a K. Rahner de «modalista» y a K. Barth de «monarquista», epítetos que en el debate trinitario no son precisamente títulos de honor.
2.1. El camino hacia Nicea Partiendo del monoteísmo judío, que defiende que Dios es uno y único, «una sola naturaleza y una sola hipóstasis», y avanzando por todas las teorías de la filosofía griega que especulan con la hipótesis de tres modalidades de un solo Dios o tres entidades de un triple Dios, podemos sintetizar la polémica estableciendo dos líneas de pensamiento y de creencia, en un sentido amplio, y pasando por alto distinciones, matices y filigranas mentales que intentan conciliar las dos nociones que la fe debe salvaguardar en el debate teológico: la unidad y la pluralidad del misterio trinitario. a) Escuela monofisita. Hacia el año 250, un grupo de teólogos procedentes del monoteísmo judío, como Noeto, Práxeas y Sabelio, cirenaico de Pentápolis (de ahí el nombre de «sabelianismo», utilizado a partir del siglo III), defiende que Dios es un ser uno y único, estrictamente unipersonal. «Una esencia y una persona, un Señor y un monarca» (de ahí el nombre de «monarquianismo» que también se aplicará a esta corriente). Si Dios es uno, entonces ¿Cristo no es Dios? El problema inicialmente es cristológico. Los sabelianos adoran a Cristo como a Dios, y por tanto confiesan que Cristo es Dios. Pero, como no hay más que un solo Dios uno y único, Cristo es una apariencia, una manifestación exterior del único Dios. Es decir, la única ousia (esencia) de Dios se manifiesta históricamente en tres modalidades/apariencias distintas (de ahí el nombre «docetismo», de dokeō = «parecer», también dado a esta escuela), es decir, con distintos prosōpa (de prosōpon, «máscara teatral»), rostros externos de Dios. El único Dios Padre, al manifestarse en la historia de salvación, sin dejar de ser Dios Padre, se 107
manifiesta como Dios Hijo y, al derramarse en el corazón de los fieles, sin dejar de ser Dios Padre, se manifiesta como Dios Espíritu. Pero el Padre y el Hijo y el Espíritu son de tal forma la única esencia del único Dios que lo mismo podría haberse encarnado y padecido en la cruz el Hijo que el Padre (de ahí el nombre de «patripasianos» con el que también se conoce a estos teólogos). Cristo, por tanto, era Dios y no hombre, sino apariencia de hombre, y el Espíritu era Dios y no persona, sino apariencia de persona. En realidad, el único Dios se manifestó primero en el mundo con la modalidad de Creador, después con la modalidad de Salvador, y finalmente con la modalidad de Santificador. Se trata, por tanto, de una «divina comedia» en tres actos: el Dios del Génesis (primer acto), el mismo Dios del Evangelio (segundo acto), y el mismo y único Dios de los Hechos (tercer acto). Tal concepción teológica no dejaba de tener su fundamento teológico y filosófico. Por un lado quería dar razón del relato bíblico, que describe a un Dios tridimensional, y por otro lado no podía ceder ni un punto en el estricto monoteísmo judío, del que procedía, que confiesa a un Dios uno y único. Incluso encontraba en la filosofía estoica una base especulativa que hacía razonable el misterio: «Un mismo y único ser puede manifestarse de distintas formas, según sus diversas relaciones con la realidad, sin dejar de ser en su interior uno e igual a sí mismo». La dificultad de aceptar que el Logos hecho carne era una persona distinta de Dios Padre los obligó a interpretar alegóricamente el prólogo de Juan. Esta explicación filosófico/teológica ofrece una tríada nominal y formal, válida únicamente en el plano de la manifestación –quoad nos– pero no el plano de lo real –quoad se–. La personalidad y autonomía real de Jesús y del Espíritu de Jesús, en cuanto contradistintas de la personalidad y autonomía del Padre, pierden consistencia propia. Y, no pudiendo estructurar la Trinidad eterna/inmanente, se reducen a formular la Trinidad histórica/económica, asequible a la mente humana y a la cultura helena. Debe reconocerse que este intento pone en juego una de las pocas posibilidades de armonizar razón y fe, por lo que se refiere al misterio de la unidad y pluralidad trinitaria. Quizá por ello este intento ha ejercido y sigue ejerciendo cierta fascinación en el homo religiosus, tanto en la época patrística del siglo VI (priscilianismo) como en la temprana escolástica del XII (Abelardo, para el cual «la única divinitas era captada por la mente humana bajo los conceptos de potentia, benignitas y sapientia»), y así mismo en el racionalismo moderno del XVI (socinianos) y en el neo-protestantismo del siglo XX: «Dios no es una esencia única en tres personas distintas, sino un sujeto soberano en tres modos de ser» (K. Barth). b) Escuela duofisita. En la escuela antioquena del siglo IV se cultivaba la filosofía humanista griega. Esta filosofía llegó a fundirse y confundirse con el cristianismo, de tal 108
forma que ya desde el siglo III casi todas las formas del pensamiento griego penetraban la fe trinitaria en una simbiosis de razón y fe sin precedente (gnōsis). Ahora bien, inicialmente la discusión no nació de la reflexión tri-unitaria (cómo conciliar la unidad y diversidad de Dios Padre, Hijo y Espíritu), sino de la discusión bi-unitaria (cómo conciliar la unidad y diversidad del Padre y el Hijo): la teología trinitaria será una elaboración posterior al debate cristológico. Avanzado el siglo IV, en el Sínodo de Alejandría (362) y en el Concilio I de Constantinopla (381), se planteará formalmente la cuestión tri-unitaria, referida ya a la divinidad del Espíritu y su procedencia del Padre y del Hijo (Iglesia de Roma) o solo del Padre (Iglesia de Constantinopla). Dos teólogos de relieve, Arrio y Eusebio de Cesarea, son los factores desencadenantes de la evolución del dogma trinitario, porque, con especulación rigurosa y sutil, llegan a marcar una dirección sin retorno, una especie de politeísmo griego dentro del monoteísmo judío. «En Dios coexisten tres realidades distintas: una divina, la del Padre, y dos semi-divinas/semi-humanas, las del Hijo y el Espíritu». ¿Se defiende un triteísmo? La personalidad intelectual y social del presbítero de Alejandría Arrio, procedente de la escuela antioquena, le lleva a enfrentarse el año 323 a su obispo Alejandro de Alejandría, que defendía la igualdad sustancial entre el Padre y el Logos. A lo largo de la polémica, Arrio mantendrá con gran sutileza una ortodoxia formal y una heterodoxia real, defendiendo a la vez la monas y la trias de Dios, pero con contenidos diferentes y cambiantes (el término griego trias aparece por vez primera en el siglo II en los escritos del apologeta Teófilo de Antioquía; su equivalente latino Trinitas lo emplea en el siglo III el teólogo africano Tertuliano). Arrio, en principio, sostiene que el Logos es la primera criatura del Padre, no en línea de igualdad con los humanos, sino en posición privilegiada entre lo divino y lo humano. El Logos es la más elevada creación de Dios. Niega, por tanto, la divinidad del Logos, su eternidad y su esencial igualdad con el Padre. El Logos no es engendrado en la eternidad, sino creado en el tiempo, es poiēma («hechura») y ktisma («criatura») de Dios Padre en sentido real. Hubo un tiempo en que no existía: ēn pote, hote ouk ēn (erat aliquando, quando non erat). Pero el Logos hecho carne es una criatura tan perfecta que, en su progresiva evolución espiritual (proficiebat […] gratia, Lc 2,52), se hizo acreedor al «Nombre sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el abismo» (Flp 2,9-10). La filosofía griega que sustenta esta concepción es la filosofía platónica. Creador y criatura se diferencian con distancia cualitativamente infinita, porque to on, «el que es», mantiene una diferencia y una distancia esencial con to poion, «el que hace», de forma análoga a la distancia y diferencia existente entre el alma y el cuerpo. La base bíblica en la que se apoya tal posición son los textos subordinacionistas del Nuevo Testamento, en los que el Hijo reconoce que «el Padre es mayor que Yo» (Jn 14,28); de ahí el nombre de «subordinacionismo» que se da también a la herejía arriana. Al convertir al 109
Logos en un ser intermedio entre la criatura y el Creador, Arrio mantiene una Trinidad nominal, integrada por seres unidos y subordinados, pero no iguales. No admite que el Logos es homoousios tō Patri, «de idéntica naturaleza que el Padre», sino solo homo-i-ousios, «de semejante naturaleza». Marca así una línea de inflexión hacia el politeísmo griego, con su panteón de dioses y semidioses, que resulta fácilmente asimilable por la cultura humanista de la escuela de Antioquía, una especie de neoplatonismo cristiano de extracción más racional que creyente. Por el atractivo de la doctrina y el poder sugestivo de su autor, el arrianismo se convirtió pronto en el adversario más serio de la ortodoxia de la Iglesia y en el peligro más amenazante para la unidad del imperio. El obispo de Roma, Silvestre, cuya primacía se iba afianzando, y los obispos de tendencia monofisita, como Osio, obispo de Córdoba, y Alejandro, obispo de Alejandría, comenzaron a polemizar con la teología de Arrio. La polémica alcanzó su punto álgido cuando, el año 319, el presbítero Arrio fue atacado por el obispo de su propia diócesis, Alejandro de Alejandría. Alejandro, dada la popularidad de Arrio, quiso que la polémica no trascendiera a la opinión pública, por lo cual cruzó con él dos cartas privadas. Fue pronto informado de que las cartas se habían propagado y que la popularidad de Arrio iba en aumento. Entonces, en el año 320, convocó el Sínodo de Alejandría, donde cerca de 100 obispos anatematizaron a Arrio y a los arrianos. Arrio, por su parte, pasó al contraataque y reunió dos sínodos, el de Nicomedia y el de Cesarea, que ratificaron su doctrina y afianzaron su influjo y prestigio. La ortodoxia anti-arriana cerró filas a través de nuevas cartas de Alejandro a Arrio y de la convocatoria de un nuevo Sínodo de Alejandría, que volvió a condenar la doctrina arriana y a aprobar la doctrina, nada precisa, del obispo Alejandro: «El Logos es una ousia (“esencia”) = hypostasis (“persona”) con el Padre».
2.2. El Concilio de Nicea (325) La reacción arriana fue tan violenta y contagiosa que el problema trascendió del ámbito religioso y se convirtió en una amenaza de cisma político. El emperador Constantino, temiendo por la unidad del imperio, convocó el primer concilio ecuménico, el Concilio de Nicea (325). Lo presidió personalmente y ratificó de modo autoritativo sus decisiones. El papa Silvestre envió a Osio como representante suyo, junto con los presbíteros Vito y Vicencio. Unos 300 obispos, en su mayoría orientales, exigieron a Arrio, Acacio y Eusebio de Cesarea y sus seguidores una inequívoca confesión de fe ortodoxa. Eusebio de Cesarea propuso una fórmula conciliadora de inspiración bíblica: «El Hijo es igual al Padre», en el sentido metafórico del prólogo de Juan, obviando así la unidad esencial del Padre y el Logos. Pero el ambiente no estaba para afirmaciones ambiguas, sino para declaraciones netas. 110
El Concilio de Nicea[43] proclamó en asamblea solemne, presidida por el emperador, su professio fidei, que incluía cinco elementos claves: a)
El Hijo es homoousios tō Patri, de la misma naturaleza que el Padre.
b)
El Hijo es Theos ek Theou, Phōs ek Phōtos, Theos alēthinos ek Theou alēthinou, «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero».
c)
El Hijo es gennētheis, ou poiētheis, engendrado en la eternidad y no creado en el tiempo.
d)
El Espíritu forma parte del mismo enunciado del símbolo: kai eis to Hagion Pneuma (et in Spiritum Sanctum). Se lo cita únicamente como un elemento gramatical, sin más contenido. No se le otorga ningún atributo divino explícito, pero se lo incluye en el marco implícito de la misma fórmula de fe.
e)
A los defensores de verdades contrarias, anathematidsei hē katholikē ekklesia, los anatematiza la católica Iglesia.
El símbolo de Nicea afirma positivamente la unidad e identidad de esencia del Padre y del Hijo (¿y del Espíritu?), superando la fórmula imprecisa de Alejandro de Alejandría: única ousia = única hypostasis (única esencia = única subsistencia). Y anatematiza negativamente todas las tesis arrianas: la temporalidad del Logos, su creación de la nada, su mutabilidad y su progreso evolutivo. Nicea tiene una clara impronta oriental, monoteísta en el fondo y en la forma, pero refleja cierto destello occidental al referir la única esencia divina a la persona diferente del Hijo. Se posiciona, por un lado, en las antípodas del arrianismo, pero, como todo lenguaje es tolerante y por tanto interpretable, Arrio y su escuela se reconocieron en ese lenguaje. Hubo sumisiones formales acompañadas de reservas mentales. Se logró, sí, una cohesión unitaria y pública de los ciudadanos del imperio, con vistas al favor del emperador. Todo ello dio origen a interpretaciones y debates que pusieron en confusión a la Iglesia de Oriente y de Occidente. El concilio había dirimido un problema de base, la morfología de la fórmula «Padre e Hijo son iguales» (qué), pero no la sintaxis de la fórmula: «¿Con qué género de relación son iguales?» (cómo). El concepto de homoousios representa un claro avance doctrinal en la historia de los dogmas: afirma claramente el monoteísmo, la unidad e identidad de Dios, contra todo posible triteísmo. Pero también supone una formulación ambigua, en dos direcciones: a) en cuanto a la Trinidad inmanente, no aclara la presencia y procedencia eterna del Hijo en el seno del Padre, y b) la Trinidad económica, es decir, la revelación histórica del Dios trinitario, ni se menciona. Como la fundamentación bíblica no fue completa, la escuela arriana interpretó que la unidad definida no era numérica (unus, singular) sino genérica (unum, universal), atribuible por tanto a sujetos y personas distintas, como todo predicado universal, como 111
el universal «hombre» se predica de Pedro y de Pablo, que son dos personas distintas, pero también dos naturalezas singularmente distintas. Los arrianos se hicieron fuertes y obtuvieron el apoyo del emperador, que, satisfecho por la unidad externa, comenzó a favorecer las interpretaciones de sus numerosos súbditos arrianos, hasta el punto de que el año 355 se podía pensar que Nicea había sido un concilio arriano, o que la ortodoxia monoteísta había perdido la batalla. El arrianismo se poblaba de interpretaciones neoarrianas: 1) la de los anomeos, que defendían un monoteísmo nominal, traduciendo el concepto homoousios como unidad cualitativa y no cuantitativa; 2) la de los homeos, que traducían el concepto homoousios en forma narrativa, «según las Escrituras».
2.3. Entre Nicea y Calcedonia Ante la expansión arriana, la ortodoxia conciliar comenzó a preparar su ofensiva teológica. Serán los teólogos de la segunda generación, como san Atanasio, obispo de Alejandría desde el 328, y los tres Padres de Capadocia, san Basilio el Grande, san Gregorio Nacianceno y san Gregorio Niseno, quienes elaborarán el instrumental teológico de comprensión del dogma trinitario con el cual se llegará a la formulación definitiva que el Concilio de Calcedonia confesará y definirá el año 451, y que todavía hoy recitan las Iglesias occidentales y orientales, a excepción del Filioque en Oriente. El diácono Atanasio asiste el año 325 al Concilio de Nicea como consejero de su obispo, Alejandro de Alejandría. Tres años más tarde es consagrado obispo de Alejandría y se convierte en el «martillo de los herejes», por lo que, desde el año 335 hasta el 366, padece cinco destierros por orden de cuatro emperadores: Constantino, Constancio, Juliano el Apóstata y Valente. Atanasio vio en el arrianismo un problema de fe, y no solo de teología. Estaba en juego la identidad de Dios. Como buen oriental, destacaba la unidad esencial de Dios, Padre e Hijo. Defendía también su diversidad, pero, al carecer de aparato conceptual para explicar en qué consistía la triple diversidad de Dios, confundía sustancia con subsistencia, esencia con persona, como si fueran conceptos sinónimos, manteniendo, por tanto, una diferencia meramente manifestativa y no real. La aportación conceptual y sistemática de los tres Padres de Capadocia fue decisiva para la comprensión clara y distinta del misterio trinitario. Con certera visión teológica, cambiaron la perspectiva del problema. Para clarificar el misterio de la Trinidad no había que partir de la unidad esencial del único Dios trinitario, pues de esta forma Dios quedaba cercado en la noción, sin posible salida, del monoteísmo judío. Por el contrario, era preciso partir de la diversidad personal del Padre, del Hijo y del Espíritu. Entonces, la misma unidad quedaría afectada por la triple personalidad diferencial de Dios, y consiguientemente abierta a un trinitarismo cristiano. Para expresarlo en términos más claros, los capadocios abandonaron la noción filosófica de la unidad de
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esencia y recurrieron a la noción bíblica de la diversidad de personas, utilizando el nuevo concepto de hypostasis o persona, y definiéndolo con entera precisión. Hypostasis es la existencia singular e intransferible, por la que un individuo es él mismo y solo él mismo. El Padre, siendo Dios, es intransferiblemente Padre. El Hijo, siendo Dios, es intransferiblemente Hijo. El Espíritu, siendo Dios, es intransferiblemente Espíritu. Eso singular e intransferible es lo distintivo y determinante de cada una de las personas divinas, e inconfundible con su naturaleza divina única. Lo singular e intransferible del Padre es su originariedad inoriginada, «origen sin origen». Lo singular e intransferible del Hijo es su procedencia eterna del Padre, «filiación increada». Lo singular e intransferible del Espíritu es su procedencia eterna del Padre («y del Hijo»), espiración intemporal. Lo común y comunicable a las tres personas es la physis o «naturaleza», que es una y única, no universal y común, como ocurre con la naturaleza humana, atribuible a todas las naturalezas. Con el fin de evitar ese posible equívoco, afirmaron categóricamente que la única naturaleza divina era cuantitativa y numérica, no cualitativa y genérica. De forma que Padre, Hijo y Espíritu no eran tres personas singulares y una naturaleza universal, sino una naturaleza única y singular participada por tres personas singulares, comunicables en la esencia. El misterio de «tres personas y una naturaleza» fue el enunciado que, de forma definitiva, hizo creíble a la razón el misterio de la Trinidad, desde finales del siglo IV hasta nuestros días. Tal base teológica conceptual logró el acuerdo eclesial de Roma (san Dámaso) y Constantinopla (san Gregorio Nacianceno), así como el apoyo del emperador (Teodosio), y fue definida en el Concilio I de Constantinopla (381) y confirmada en el Concilio de Calcedonia (451).
2.4. Physis e hypostasis, naturaleza y persona Las nociones elegidas para clarificar la diversidad y la unidad de la Trinidad son idénticas a las empleadas para explicar la unidad y diversidad de los seres humanos, pero atribuidas a Dios por analogía de la razón y de la fe: la naturaleza y la persona. La naturaleza (physis), para la filosofía griega clásica, es «aquello óntico y real por lo que alguien o algo es lo que es». La esencia universal por la que una cosa es constituida en su especie, haciendo abstracción de su diferencia específica. Es «el conjunto de sustancias y cualidades por las que una realidad puede actuar y ser constituida en su especie». Es el principio objetivo que responde a la pregunta: ¿Qué es eso o ese? Por ejemplo, Juan es hombre. Juan tiene alma y cuerpo. Juan es humano, no es ángel ni es bestia. Juan tiene facultades espirituales y corporales, no tiene facultades de puro espíritu ni de puro animal. Eso es lo que es y tiene Juan, pero todos los humanos son y tienen lo que es y tiene Juan. Porque esas cualidades son 113
universales, y por tanto atribuibles a todos los seres humanos y predicables de todos ellos. Aplicando analógicamente la noción de naturaleza a la Trinidad de Dios, sería aquello por lo que el Padre, el Hijo y el Espíritu son lo que son: es la divinidad, el hecho de ser y pertenecer a la dignidad de Dios. Con una diferencia respecto al ser humano, a saber, que esa naturaleza no es universal y atribuible, por tanto, a otros dioses iguales, superiores o inferiores, sino singular, única y exclusiva; intransferible, por tanto, e incomunicable a cualquier otro ser que no sea divino. Tal es la diferencia entre naturaleza divina y humana, que en cierto sentido hace comprensible la identidad de Dios, pero en otro sentido la sigue envolviendo en el misterio, por ser singular para la realidad divina lo que es universal para la realidad humana. ¿Y eso singular es naturaleza o persona? La persona (hypostasis), para la mentalidad griega clásica, es «aquel atributo óntico y real que a un sujeto le hace ser quien es». Es «el individuo racional completamente distinto de cualquier otro individuo plenamente racional». Es el principio de atribución de todas las facultades y cualidades, que responde a la pregunta: ¿Quién es ese? Por ejemplo, Juan es Juan. Juan tiene sus huellas dactilares ónticas y su DNI óntico. Juan no es Koldo, ni otro Juan que no sea él mismo en exclusiva. Nadie más que él tiene esas huellas dactilares y ese DNI. Aplicándolo analógicamente a la Trinidad, el Padre es Dios como el Hijo, pero no es el Hijo, sino el Padre. El Hijo es Dios como el Padre, pero no es el Padre, sino el Hijo. El Espíritu es Dios como el Padre y el Hijo, pero no es el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu. La huella dactilar del Padre es la paternidad originaria; la del Hijo, la filiación eterna; la del Espíritu, la espiración intemporal. De esta forma se hace comprensible a la razón el misterio de las diferencias divinas, pero sin que el misterio rompa en claridad, porque la persona humana, incomunicable, es comunicable cuando se trata de las personas divinas, que se comunican com-unitariamente en la naturaleza divina. Ahí radica el misterio. De esta forma, Dios es uno que no se multiplica en su esencia única, sino en su triple personalidad. Lo cual no implica contradicción, porque «tres cosas iguales a una tercera son iguales entre sí», pero únicamente lo son si la igualdad es de la misma naturaleza y del mismo género. Y en el misterio de la Trinidad, el concepto de esencia de Dios no es de la misma naturaleza ni del mismo género que el concepto de persona. Por su parte, las tres personas mantienen unas relaciones en sí mismas (relationes-in) y tres relaciones referidas a la esencia divina (relationes-ad). Y el concepto de relación no es entitativo (ens) sino referencial (ens entis). No es ser-en-sí, ni no-ser-en-sí, sino puro ens entis respecto al Ens, pura referencia al Ser-en-sí. No podemos negar que la lógica del misterio trinitario se mantiene a salvo, pero esa «lógica matemática para entendidos» ¿mantiene a salvo la vida y vitalidad trinitaria del creyente en el Dios vivo? 114
Pero ahí también radica un género de misterio que difícilmente llega a conciliarse con la concepción actual de «naturaleza» y «persona». ¿No es la persona de Dios su misma naturaleza singular, única e intransferible? ¿Es entonces intransferible en su esencia, y transferible en sus personas? Y, en sentido opuesto, ¿la persona divina, identificada con su naturaleza, no sobrepasa y enriquece el mismo concepto de esencia? La esencia humana es universal en abstracto (hombre), pero es singular e intransferible en concreto (Pedro). En el evangelio de Jesús, por el contrario, la esencia de su Dios no se manifiesta singular, en una especie de divina soledad, sino común, en una verdadera solidaridad divina. Una esencia plural y solidaria es impensable para la mente humana. Si realmente existe, es un verdadero misterio. Tal es el misterio de Dios. Una esencia que no tiene que salir de sí para comunicarse con lo diferente de sí, porque en sí misma es com-unión. La esencia humana tiene que salir de sí para alcanzar la alteridad del otro, sin conseguirlo nunca de forma plena. Es el imposible humano. El intento de fundirse en un tú, sin dejar de ser yo. «Lo imposible para el hombre es posible para Dios». Porque el yo divino es tres veces tú. Si esa esencial solidaridad de Dios hay que entenderla como un modo pluridimensional de existir (K. Barth) o una forma pluridimensional de subsistir (K. Rahner) o una subsistencia pluridimensional de ser (san Agustín), se tratará siempre de una comprensión mental del misterio, pero ello no afectará a la fe vivencial en el misterio com-unitario del Dios vivo y verdadero del Nuevo Testamento.
2.5. La divinidad del Espíritu Como inicialmente el Espíritu no fue objeto de la polémica trinitaria, los concilios tardaron en definir explícitamente su divinidad. El Concilio de Nicea (325) lo incluye en la profesión de fe, al final y sin ningún atributo: Pisteuomen […] kai eis to Hagion Pneuma, «creemos […] también en el Espíritu Santo» [44]. El Concilio I de Constantinopla (381) otorga al Espíritu los mismos atributos que al Padre y al Hijo, pero sin declarar explícitamente su divinidad: et in Spiritum Sanctum, dominum et vivificantem, ex Patre procedentem [qui ex Patre Filioque procedit, qui] cum Patre et Filio adorandum [simul adoratur] et conglorificandum [-atur], qui locutus est per sanctos prophetas[45]. Hay que aguardar al Concilio II de Constantinopla (553) para encontrar la declaración explícita de la divinidad del Espíritu: Si quis non confitetur Patris et Filii et Spiritus Sancti unam naturam sive substantiam, et unam virtutem et potestatem, Trinitatem consubstantialem, unam deitatem in tribus subsistentiis sive personis (mian theotēta en trisin hypostasesin) adorandam, talis anathema sit. Unus enim Deus et
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Pater, ex quo omnia; et unus Dominus Jesus Christus, per quem omnia; et unus Spiritus Sanctus, in quo omnia[46].
La procedencia del Espíritu ex Patre Filioque fue propuesta por los padres latinos a los griegos ya en el Concilio I de Constantinopla (381), pero no fue aceptada. Solo en el Concilio II de Lyon (1274) y en el de Florencia (1439) fue aceptada por los padres latinos y griegos presentes en el concilio, pero fue rechazada por el clero y el pueblo griego, hasta nuestros días.
116
3.
Significado de los símbolos En el culto de las Iglesias y en la conciencia de los creyentes apenas se vive a Dios trinitariamente. «Las ideas religiosas de muchos cristianos evidencian un monoteísmo débilmente cristianizado. Se puede sospechar que, para el catecismo de la cabeza y del corazón, la idea que el cristiano tiene de la creación, de la encarnación y de la salvación no tendría que modificarse apenas si no existiese el misterio de la Trinidad» (K. Rahner). ¿No ocurre lo mismo con la escatología? ¿Qué esperamos en el reino futuro de Dios, un Dios-Uno o un Dios-Tres? ¿Un Tú o un Nosotros? La distinción pedagógica que hizo Tomás de Aquino, al separar el tratado de Deo uno para los gentiles del tratado de Deo trino para los cristianos, ha repercutido negativamente en la teología trinitaria. Con recta intención apologética, Tomás se valió de la luz natural para preguntarse an Deus sit («si Dios existe») y para demostrar filosóficamente la existencia de Dios y su esencia una y única. Con la luz sobrenatural, se preguntó quis sit Deus («quién es Dios») y, a través de las fuentes de la revelación, llegó a inducir históricamente las relaciones, procesiones y misiones trinitarias de Dios. K. Rahner juzga inadecuada esta división de santo Tomás. Históricamente no hay más que un Dios cristiano, el Dios trinitario, por lo que no hay más que un tratado cristiano, de Deo trino. En consecuencia, propone Rahner esta tesis: «La esencia de Dios no es la unidad sino la trinidad, porque la Trinidad histórica (económica) es la Trinidad eterna (inmanente)». Es, por tanto, necesario realizar una nueva configuración histórica del tratado trinitario, y, desde esa configuración, remontarse a la inmanencia eterna de Dios. ¿Qué ocurrió realmente en la vida y en la muerte de Jesús, entre el Hijo y el Padre, en la com-unión del Espíritu? Si no partimos del acontecimiento histórico del Nuevo Testamento, corremos el riesgo de desembocar otra vez en una nueva edición especulativa del monoteísmo racional.
3.1. Tres símbolos actuales Desde el siglo IV hasta nuestros días, la Iglesia proclama invariablemente el símbolo Quicumque: «Todo el que quiera salvarse, es menester que venere a un solo Dios en la unidad y en la trinidad, sin multiplicar la única naturaleza ni confundir la triple persona. Porque una es la persona del Padre, otra es la persona del Hijo y otra es la persona del Espíritu, pero el Padre, el Hijo y el Espíritu tienen una sola e igual divinidad, una sola e igual gloria, una sola e igual majestad. Cual el Padre, tal el Hijo, tal el Espíritu. Eterno el Padre, eterno el Hijo, eterno el Espíritu. Sin embargo, no son tres eternos, sino un solo eterno. Dios el Padre,
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Dios el Hijo, Dios el Espíritu. Sin embargo, no son tres dioses, sino un solo Dios. De suerte que en todo hay que venerar la unidad en la trinidad, y la trinidad en la unidad. Esta es la fe católica y todo el que no la creyere firmemente no podrá salvarse»[47].
Una nueva definición de las categorías trinitarias de «naturaleza» y «persona» y una nueva exégesis de los relatos bíblicos del Padre, del Hijo y del Espíritu permiten ofrecer una nueva comprensión del Dios de Jesús, que no complique más nuestra mente, sino que cautive más nuestro corazón. Ofrecemos tres neo-interpretaciones del Dios tres veces Santo, para que los creyentes de hoy crean y, al creer, den razón de su fe.
3.2. Dios es trias a) Exégesis de Jn 14-17 En el sermón de la cena (Jn 14-17), Jesús revela con entera claridad el misterio de su vida escondida en Dios. Para descubrir quién es su Dios, no le basta con repetir la Šema‘ del Antiguo Testamento: «Escucha, Israel: Uno es tu Dios». Al recitar la Šema‘ del Nuevo Testamento, Jesús nos hace un descubrimiento insólito: «Escucha, Israel: tu Dios no es solo Uno, tu Dios es Tres». ¿Uno y Tres? ¿Qué género de enigma es este? Jesús comienza a descifrar el enigma. Ha llegado la hora. La hora de la Phase, del paso de la muerte a la vida: «Salí del Padre y vine al mundo. De nuevo dejo el mundo y vuelvo al Padre» (Jn 16,28). Llega la hora del adiós a la vida, la hora en que se suelen decir las verdades a corazón abierto. Y Jesús, como queriendo ganar tiempo al tiempo, comienza a abrir su corazón y a desgranar los secretos de su Dios, que en él se encierran. ¿Quién es su Dios? Para él es claro que sus obras han dicho ya quién es su Dios, pero para los suyos no ha quedado todavía tan claro. Necesitan sus últimas palabras, las palabras que se dicen a la hora de la verdad. «Ahora sí que hablas claro […]. Ahora entendemos que lo sabes todo y no necesitas que nadie te pregunte. Por esto creemos que vienes de Dios» (Jn 16,29-30). ¿Quién es el Dios de Jesús? En clave de conocimiento, lo va describiendo así: «Si me habéis conocido a mí (ei egnōkeite me), habéis conocido al Padre. Desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14,7). Ginōskō, semíticamente, significa «conocer, reconocer y experimentar» (H. Huffmon): quien me conoce a mí, no solo conoce al Padre sino que reconoce, experimenta en su ser la doxa del Padre que se refleja en la kenōsis del Hijo. Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). El judío Felipe espera una teofanía sagrada de Dios, pero Jesús expresa solo la diafanía profana de Dios. «Felipe, hace tanto tiempo que estoy con vosotros ¿y todavía no me habéis conocido? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. […] ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?» (Jn 14,9-10). Dios no es Uno, Dios es Dos. El Padre y el Hijo. Dos expresiones de Dios, y no una, son las que descubren quién es mi Dios. 118
¿Quién es el Dios de Jesús? En clave de gloria, lo sigue desvelando así: Nyn edoxasthē ho Hyios tou anthrōpou kai ho Theos edoxasthē en auto, «Ahora ha sido revelada la doxa del Hijo del hombre y en el Hijo ha sido revelada la doxa de Dios Padre» (Jn 13,31). Doxadsō significa «glorificar» y «resplandecer», y hē doxa, «la gloria» y «el resplandor». Luego ahora resplandece, en el rostro visible del Hijo, la gloria invisible del Padre Y ahora también, en ese rostro visible del Hijo, el Padre hace visible la gloria invisible del Hijo. El Hijo es la gloria del Padre y el Padre es la gloria del Hijo. Por lo que la gloria de Dios no es una. La gloria de Dios es dos. Dos resplandores de Dios, y no uno, son los que manifiestan quién es el Dios de Jesús. ¿Quién es el Dios de Jesús? En clave de amor, lo va presentando así: Pater, […] ēgapēsas me pro katabolēs kosmou, «Padre, […] tú me amabas antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Agapaō significa «amar gratis», y hē agapē, «amor gratuito». Ese amor gratuito del Padre, que desde siempre palpitaba en el corazón del Hijo, es la esencia de la doxa de Dios. Por ese amor, que invadía el corazón del Hijo desde la eternidad, nos ha descubierto en el tiempo que ho Theos agapē estin, que «Dios es Amor» (1 Jn 4,8.16). Y recíprocamente, hina gnō ho kosmos hoti agapō ton Patera, «que el mundo sepa que yo amo al Padre» (Jn 14,31). Este versículo es «el único pasaje del Nuevo Testamento en que se afirma que Jesús ama al Padre» (R. Brown). Este amor le ha permitido sumergirse en el corazón del Padre y descubrir en ese océano de amor hoti meidsōn estin ho Theos tēs kardias hēmōn (1 Jn 3,20), «que Dios es mayor que nuestro corazón». No hay mayor amor que ese Amor, y quien ha visto a Jesús ha visto que ese amor mayor es don de vida. «No hay mayor amor que dar la vida» (Jn 15,13). El amor de Dios es cosa-de-Dos. Dos amores, y no uno, descubren el núcleo del Nuevo Testamento: que Dios es Amor. ¿Quién es el Dios de Jesús? Su Dios no es cosa-de-Uno. Su Dios es cosa-deDos. Y ¿cómo es posible que esos Dos sean Uno? Es un misterio de unión. Y en clave de unión, Jesús descifra, ¡por fin!, el enigma de su Dios: egō kai ho Patēr hen esmen, «yo y el Padre somos Uno». Hen es un pronombre neutro, no masculino (Zerwick: unum, non unus!): no una unidad singular, sino una unidad plural, una com-unidad. Además, el verbo está conjugado en primera persona del plural: no soy, sino somos. Este versículo fue clave en las primeras controversias trinitarias. Para Sabelio, hen era «uno individual», para Arrio era «uno universal». «Por la palabra “somos” queda refutado Sabelio, por la palabra “uno” queda refutado Arrio» (san Agustín). Dos amores unidos y no un amor separado, el amor del Padre al Hijo y el amor del Hijo al Padre, revelan, ¡al fin!, quién es el Dios de Jesús. b) Exégesis de Lc 10,21-24 Los Evangelios escenifican algunos momentos cumbre en los que irrumpe en la historia la tridimensionalidad de Dios: en la Anunciación (Lc 1,35), en el Bautismo (Lc 3,22), 119
en la Transfiguración (Mc 9,7) y en la última aparición del Resucitado (Mt 28,19). Existe además una escena original, que rompe el estilo descriptivo de los sinópticos e introduce un nuevo género literario, existencial e intimista. Se trata del himno de acción de gracias de Lc 10,21-24. Al entonar ese himno, todas las fibras del corazón del Hijo vibran de gratitud porque su Padre ha descifrado los secretos del reino no a los grandes de la tierra, sino a los pequeños del mundo. En esa experiencia de interioridad, Jesús revela que el tú a tú del Hijo con el Padre no tiene carácter unitario, sino comunitario. El Padre no es Tú para el Hijo, sino Nosotros, es decir, Tú-y-Yo inseparables. El contexto (vv. 17-21) es un «juego de contrastes», con experiencia de alegrías diferentes, típicas de la poética hebrea y del Evangelio de Lucas: 1) la alegría de la salvación de Dios (v. 19), 2) la alegría de la misión del discípulo (v. 17), 3) la alegría del poder del hombre sobre Satán (v. 20a) y 4) la alegría del cielo futuro (v. 20b). El sustantivo chara, «júbilo», y el verbo chairō, «gozar de júbilo», son gramaticalmente dominantes en el contexto. Los 72 discípulos vuelven «con alegría y júbilo», meta charas, por el éxito de su primera actividad misional. Jesús los reprende, pues solo sienten «alegría» por haber sometido a Satán: mē chairete, «no os alegréis» por exorcizar y someter a Satán. Él quiere contagiarlos de su alegría, la alegría de saber que ya han entrado en el reino, que sus nombres ya están registrados en el libro de la Vida: chairete de, «alegraos más bien» de que vuestros nombres estén escritos en el cielo de mi Padre. El texto de Lc 10,21-24 cierra la secuencia con el himno de acción de gracias de Jesús, que no deja de tener resonancias, también lucanas, del Magnificat de la madre de Jesús. En él, «en la alegría del Espíritu», Jesús nos descubre la unión inseparable del Padre con el Hijo. v. 21: En autē tē hōra = «en aquella hora». Ēgalliasato tō pneumati tō hagiō = «exultó de gozo en el Espíritu Santo». Los LXX emplean el verbo agalliaomai (aquí en aoristo) con dativo o bien con las preposiciones en y epi. El significado es el de valde gaudeo (Zerwick), «exulto de gozo», «me siento inundado de la alegría» del Espíritu. «En toda la Biblia, nunca se dice que alguien se alegre en el Espíritu Santo. Pues bien, esa es precisamente la razón para elegir esa lectio difficilior» (J. Fitzmyer). El corazón del Hijo rebosa de júbilo porque ve que el paraíso del Padre ya ha sido destinado a sus discípulos, y con predilección especial a los más pequeños. Cuando el Evangelio se adentra un instante en el interior de Jesús, descubre que realmente Jesús es «humilde de corazón» (Mt 11,29). El interior de Jesús desbordaba de alegría en el Espíritu porque la inmensidad del cielo estaba destinada a los más humildes. Ho Iēsous: unos códices omiten el nombre, otros lo mantienen. Por razones lingüísticas de identidad, nos parece más conveniente mantener el nombre de Jesús, 120
como sujeto del himno. Exomologoumai soi, Pater: el verbo griego (que refleja el hebreo hodah) lo traduce Zerwick por agnosco et eloquor, gratias ago, laudibus celebro. «Te alabo y te bendigo y te doy gracias, ’Abba’/Padre. ¡Bendito seas!». Jesús el Hijo invoca a su ’Abba’/Dios. Es un himno de alabanza de la liturgia palestina y una pieza maestra de la oración de alabanza de Jesús al Padre. Kyrie tou ouranou kai tēs gēs = «Señor del cielo y de la tierra» (cf. Jdt 9,12), apelativo dado por la liturgia judía al Creador y nombre divino que Jesús, el judío, da a Yahvé, su único Señor. Hoti apekrypsas tauta apo sophōn kai synetōn kai apekalypsas auta nēpiois: el motivo de la alegría es 1) el ocultamiento a los sabios y grandes de este mundo, a los doctores de la ley, de tauta, es decir, del eschaton: el futuro del cielo, el futuro del infierno de Satanás, el destino del mundo... (W. Davies) y 2) el desvelamiento del eschaton a los sencillos, a los pequeños, a los discípulos de Jesús. El himno de alabanza del Hijo al Padre es el único texto de la tradición sinóptica en el que el lenguaje de Jesús tiene un estilo muy similar al de los discursos del Evangelio de Juan. Se habla del comma johanneum, o interpolación de un original de Juan en la redacción de Lucas y Mateo. Tal es el «meteorito joaneo» (K. von Hase), relacionado principalmente con dos versículos: Jn 10,15 («Como el Padre me conoce a mí, yo conozco al Padre») y Jn 17,2-3 («Tú le diste el poder sobre toda carne, para que él dé la vida eterna a todos los que tú le has dado. Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo»). También se han señalado paralelos con Jn 3,35; 6,65; 7,29; 13,3; 14,7.9-11 y 17,25. La procedencia directa del pasaje de Lc y Mt de la fuente Q, así como las originalidades lucanas que personalizan su propio texto, hacen pensar que la formulación del himno, de procedencia judía y helena, la transforman los Evangelios de Lucas y Mateo. Más tarde, la tradición representada por Juan le imprimirá su sello y su desarrollo teológico, con más riqueza y densidad. Nai ho Patēr = «Sí, Padre». Nai pertenece al griego literario. Tal vez el griego koinē no poseía una fórmula tan selecta de expresión personal. Jesús usa una fórmula coloquial, en directo, para hablar a su ’Abba’ Dios. Houtōs eudokia egeneto emprosthen sou = sic placuit ante te, «tal ha sido tu querer, tu predilección, así te gusta a ti». Emprosthen sou, «delante de ti, ante ti, ante tu mirada», reproduce una fórmula reverente judía para dirigirse a Dios. Así hablaba el Hijo con el Padre, con gran intimidad (Nai ho Patēr) y con gran respeto (emprosthen sou). v. 22: panta moi paredothē (aoristo pasivo de paradidōmi, trado, «entregar») = «todo se me ha entregado». Panta se refiere a la soberanía universal de la creación, 121
en virtud de su título de Creador de la tierra, o más probablemente a toda la esencia del evangelio, que consiste en conocer quién es el Padre y quién es el Hijo y cuál es la naturaleza de su relación única. Se me ha entregado todo el poder universal, o más bien, todo el conocimiento existencial de saber quién es el Padre, y la capacidad de transmitir ese conocimiento a los pequeños. Oudeis ginōskei tis estin ho Hyios ei mē ho Patēr = «Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre». Ginōskei expresa un conocimiento sapiencial, experimental, fruto del trato personal e íntimo. Ei mē ho Patēr: solo el Padre conoce la intimidad del Hijo, pues solo él está implicado en esa intimidad. «Lo que acentúa esa intimidad es el carácter único y exclusivo de la filiación de Jesús» (Fitzmyer). Los cristianos son también hijos de Dios (Rom 8,19; Gal 3,26), pero Jesús lo es en sentido absoluto. Kai tis estin ho Patēr ei mē ho Hyios = «Y [nadie conoce] quién es el Padre sino el Hijo». Hay un paralelismo antitético con la frase precedente. «Si el conocimiento de la relación entre Padre e Hijo es de carácter único y singular, eso implica que la relación en sí misma es también única y singular» (Fitzmyer). c) Semántica de Lc 10,21-24 Este himno de alabanza abre un resquicio existencial en la inmanencia de Dios. Y el Dios que vibra de alegría en esa inmanencia no es el Dios único y solitario, sino el Dios plural y solidario. En la intimidad de Dios, el «Espíritu de júbilo» se apodera del corazón del Hijo, que, «inundado del júbilo del Espíritu», entona el himno a la paternidad del Padre y a la filiación del Hijo, en la com-unión única, singular e inseparable del Espíritu-deunión del Padre con el Hijo. En la communio del Espíritu, solo el Hijo sabe quién es el Padre y solo el Padre sabe quién es el Hijo. El Dios del Nuevo Testamento no es solo un Dios Uno, monas, sino también un Dios Tres, trias. Dios no es unidad del Uno, sino com-unidad de los Tres: koinōnia del Padre y del Hijo y del Espíritu, o, con sensibilidad más ecuménica, «koinōnia del Espíritu del Padre del Hijo». «El significado de esa formulación originaria no debe hacernos pensar en las teorías trinitarias que han tomado cuerpo en el desarrollo ulterior de las fórmulas conciliares» (Fitzmyer). El significado primigenio es el de una experiencia directa y existencial, no refleja y conceptual, de que el Dios de Jesús es el Dios de la dicha de experimentarse, en el Espíritu, como el Hijo único, que ama a su Padre único, como el Padre lo ama a él por toda la eternidad (Jn 15,10), y como el Padre único del Hijo único que ama al Hijo como el Hijo lo ama a él por toda la eternidad (Jn 15,9). Es la eterna historia de amor de un Padre eterno y un Hijo eterno que se consuma en el eterno Espíritu de Amor. Aquí adquiere toda su fuerza y densidad el saludo cristiano de la liturgia de acción de gracias: «La charis del Señor Jesucristo, el agapē de Dios y la koinōnia del Espíritu Santo estén con todos vosotros» (2 Cor 13,13), con vosotros a quienes el Hijo quiere revelar, 122
en el júbilo del Espíritu, quién es Dios, Padre del Hijo de su Amor (Lc 10,22). «Dichosos los ojos que ven lo que estáis viendo»: quién es ese Padre y quién es ese Hijo y quién es ese Espíritu (Lc 10,23). La confesión del Dios tres veces Santo es la vivencia originaria de la primera comunidad. Pero el carácter originario de esa vivencia encierra una contradicción. Si a los apóstoles de Jesús se les hubiera preguntado si Jesús era Dios y si el Espíritu era Dios, se hubieran rasgado las vestiduras y, como verdaderos israelitas, hubieran contestado: «Escucha, Israel, Uno solo es tu Dios». Entonces ¿cómo ese Dios Uno puede ser Padre, Hijo y Espíritu? «Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí». Luego Hijo y Espíritu, iguales al Padre Dios, ¿son Dios también? Luego ¿no un Dios, sino tres dioses? La polémica de los primeros siglos cristianos giró en torno a la pregunta de cómo era posible lo que se vivía como real. Los Evangelios afirman que Jesús es el Hijo, y que entre el Hijo y el Padre existe una relación única e intransferible. Ulteriormente, la tradición cristiana, incluso ya en el siglo I, llegó a atribuir al Hijo el título absoluto de Theos (Jn 1,1; 20,28; Heb 1,8) y las primeras comunidades comenzaron a adorarlo como Theos ek Theou. Es verdad que los textos humanistas del Nuevo Testamento reconocen que «el Hijo se someterá a quien todo se lo sometió a él, para que ho Theos sea todo en todas las cosas» (1 Cor 15,28). Luego el Hijo, adorado como Theos, ¿era diferente a ho Theos? Se trata de una precisión clave para poder interpretar correctamente el apelativo Theos cuando se vaya cargando de sentido en ulteriores profesiones de fe: «El Hijo del Padre es también ho Theos» [48]. ¿Hasta qué punto se pueden retrotraer estos enunciados del estadio II de la tradición (mensaje pascual del Resucitado) y del estadio III (mensajes misionales del Cristo) al estadio I (relatos históricos de Jesús)? Este es el problema central de la tradición sinóptica. «Pues bien, aun teniendo en cuenta todos los factores de controversia, no hay base verdadera para negar la conexión existente entre los logia pertenecientes al estadio III de la tradición y los pertenecientes al Jesús histórico del estadio I» (P. Stuhlmacher). Indudablemente, algo debió de haber dicho o hecho Jesús en ese sentido, para que surgiera tan pronto, muy poco tiempo después de su muerte, la convicción general de que él era «el Hijo de Dios». No entramos aquí en las polémicas y especulaciones cristológicas sobre la divinidad de Jesús, que alcanzaron su sistematización modélica en los concilios de Nicea y Calcedonia[49].
3.3. Dios es koinōnia a) Exégesis de Jn 15,26 123
¿Quién es el Dios de Jesús? Ho Paraklētos hon egō pempsō hymin para tou Patros, to Pneuma tēs alētheias ho para tou Patros ekporeuetai, ekeinos martyrēsei peri emou = «El Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15,26). Develando los velos del misterio de Dios, Jesús descubre en el círculo divino de los Dos un Tercero: el Espíritu, con artículo determinado, que procede del Padre y que el Hijo envía a los suyos para dar testimonio, «por el agua y por la sangre», de que el creyente que reconoce al Hijo tiene vida, y vida eterna (1 Jn 5,6.11-12). El Dios que anuncia y testimonia ese evangelio no es el Dios-a-Uno, ni el Dios-a-Dos, sino el Dios-a-Tres, el Padre-Dios, el Hijo-Dios y el Espíritu- Dios. Todavía más: To Pneuma tēs alētheias hodēgēsei hymas eis tēn alētheian pasan [...]. Ekeinos eme doxasei, hoti ek tou emou lēmpsetai kai anangelei hymin. Panta hosa echei ho Patēr ema estin· dia touto eipon hoti ek tou emou lambanei kai anangelei hymin = «El Espíritu de la verdad os guiará hacia la verdad completa [...]. Él revelará mi gloria, porque tomará de lo mío y os lo comunicará. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso he dicho que tomará de lo mío y os lo comunicará» (Jn 16,13-15). El Dios que Jesús revela es un Dios que comunica todo lo que tiene. El Padre lo tiene todo, tiene hē charis tēs agapēs, el don del Amor. Todo lo que tiene el Padre lo tiene el Hijo, el don del Amor del Padre. Y el Hijo comunica al Espíritu todo lo que él tiene del Padre, el don de su infinito Amor. Tres dones de Amor, y no un solo don de Amor, revelan quién es el Dios-a-Tres de Jesús. En la koinōnia del Espíritu, habitan, así en la tierra como en el cielo, la charis del Hijo y el agapē del Padre. Y por eso el don que se comunica a los creyentes es «la gracia de nuestro Señor Jesucristo y el amor del Padre en la koinōnia del Espíritu» (2 Cor 13,13). b) Koinōnia en el Nuevo Testamento Koinōnia significa «comunión», participación efectiva y afectiva en la vida del Resucitado. Deriva del verbo koinōneō, «estar en comunión» y «comunicar», ser partícipe y hacer partícipe. Otro sustantivo de esta raíz es koinōnos («compañero», «partícipe»). La comunión puede ser material, como la colecta económica en favor de la Iglesia de Jerusalén (Rom 15,26), o espiritual, como la comunidad de corazones, en la plegaria y en la fracción del pan, de la primera Iglesia (Hch 2,42.46; 4,32). La máxima expresión de koinōnia es: 1) la comunión con el Hijo, la participación plena en su vida y muerte (1 Cor 10,16) y la participación específica en su cuerpo y sangre (1 Cor 10,17), en su sufrimiento (Flp 3,10) y en su gloria (2 Cor 1,5), es decir, la identificación interior con sus dolores y sus gozos, para ser con él y como él; 2) la comunión con el Espíritu, la participación en la atmósfera y el ámbito del Espíritu y de sus dones de fortaleza, de paz y de alegría (2 Cor 13,13); 3) y la expresión eclesial de la comunión con el Espíritu, que es la philadelphia para con los hermanos (Flp 2,1-2). 124
Si Dios ha querido decirnos quién es él a través de la humanidad de su Hijo, ha sido esa humanidad la que nos ha dado la buena noticia de que Dios es koinōnia del Padre, del Hijo y del Espíritu. Y si ese es el Dios que se ha desvelado en la tierra, ese es el mismo Dios que se desvelará en la gloria: la Trinidad económica es la Trinidad inmanente. La com-unidad terrestre es la com-unidad celeste. El ser de Dios es uno, pero esa unidad es com-unidad. La esencia de Dios no es unitaria, como la del hombre real, sino com-unitaria, como la del Dios real. Lo que para la esencia humana es utopía deseable, «ser para el otro sin dejar de ser yo», para la esencia divina es realidad inevitable, «ser para el otro es ser Dios». Y ese Dios no es el Tú absoluto, sino el absoluto Nosotros, el Dios tres veces Santo. En el fondo, la gran intuición trinitaria sobre Dios es que Dios es tanto que es todo. No es solo «lo uno», sino «lo uno y lo múltiple», «individuo y comunidad». Dios no es soledad, Dios es solidaridad, porque «Dios es Amor» (1 Jn 4,8.16). La primera koinōnia tou Iesou fue comunidad de bienes y de corazones (Hch 2,46; 4,32). Pero no debemos idealizar en exceso la oikos tou Theou del relato de los Hechos, porque era una comunidad heterogénea, unida y dividida. Había diversidad de procedencias y niveles: esclavos como Onésimo y libertos como Silas; ancianos como Loida, abuela de Timoteo, y jóvenes como Bernabé; médicos como Lucas, juristas como Zenas, financieros como Erasto, filósofos como Dionisio, intelectuales como Apolo, pequeños comerciantes como Lidia, herreros como Alejandro, tejedores como Saulo, soldados, oficiales y procónsules como Sergio Paulo. Había diversidad de talantes e ideologías: fariseos y ascetas rigurosos como Santiago, helenistas tolerantes como Saulo y Cefas, sacerdotes judíos desorientados por la supresión de ritos y normas… Diversidad de razas y naciones: inmigrantes medos, persas, egipcios, fenicios, chipriotas, que afluían a Roma, la gran metrópoli. Pero cuando toda esta masa plural se «juntaba en el Señor» y se instalaba en la oikos tou Theou, se encontraba unida en la koinōnia de bienes y de corazones, de plegarias y alabanzas, y en la fracción del pan (Hch 2,42.46; 4,32-37). No necesitaban que se les instruyera en el deber de amarse y repartirse todo, porque ese amor fraternal, philadelphia, estaba inscrito en la misma esencia del nuevo ser, que surgía de la misma fuente del agua de la vida, y del pan partido y de la sangre derramada. La parábola de la koinōnia fraterna era imagen, en el tiempo, de la koinōnia eterna del Hijo y del Espíritu en la gloria del Padre.
3.4. Dios es agape Los cristianos evocan la idea de Dios: a) con conceptos (ser subsistente, sujeto absoluto, esencia única, persona triple...) y b) con imágenes (fuente de aguas vivas, zarza ardiente, pan de vida, vino de salvación, Padre eterno, Hijo encarnado...). Los conceptos clarifican, las imágenes sugieren. Sugerir es el arte. El arcaísmo de lo imaginario puede 125
coexistir con culturas muy elaboradas. Las diosas matriarcales de Oriente conviven con los dioses patriarcales de Occidente. Pero la reflexión conceptual, al tiempo que define, aleja el universo de lo imaginario, para codificar la realidad en términos abstractos que de-limitan lo ilimitado. Los conceptos tienen su matriz en la razón, las imágenes en la afección. a) Análisis antropológico 1: lo imaginario y lo simbólico Es preciso des-codificar los conceptos para recuperar la riqueza de la relación vital del hombre viviente con el Dios de la vida. Las imágenes tienen su matriz en la afección y en la fantasía. Como las imágenes míticas de los dioses y de los héroes, que sugieren lo inmenso del ser, lo ilimitado del saber y lo prepotente del poder, ¿es posible recuperar los símbolos del padre, de la madre y del hijo, para evocar lo ilimitado del Amor? Las imágenes tienen una energía creadora, que al mismo tiempo es ambigua. Su energía puede ser expansiva y regresiva (padre modélico y padre fálico), apolínea y dionisíaca (madre acogedora y madre castradora), festiva y orgiástica (hijo sociable e hijo sátiro). Las imágenes se desarrollan en dos planos anímicos: a) el de lo imaginario, y b) el de lo simbólico. a) Lo imaginario procede de una lógica diferente de lo real (padre y madre reales) y arraiga en el deseo (padre omnipotente, madre omni-gratificante). Surge de y se elabora en el subconsciente, bajo el dominio del principio del placer y las pulsiones del eros. Son fantasías trans-subjetivas, no reguladas por el principio de la realidad y el código de la convivencia. Se caracterizan por su naturaleza coalescente, que tiende a fusionar, sin establecer fronteras entre lo mío y lo tuyo. Como los signos lingüísticos, tienen su significante (forma/imagen acústica) y su significado (fondo/concepto mental). El significante es el soporte morfológico/fonológico del posible significado mental/real: la huella física, la imagen, la palabra, el gesto... sin contenido ni sentido (como cuando veo a una persona hablando y gesticulando dentro de una cabina telefónica sin oír lo que dice). Es signo del mundo intra-subjetivo. El significado es el concepto psíquico, el contenido conceptual, que otorga al significante su sentido etimológico originario o derivado. Significante y significado no son separables en realidad, pero, en su unidad, tienen diferente función lingüística, con un polo dominante (significado) y otro dominado (significante). El significado es símbolo del yo formal y lógico y del superyó relacional y supra-lógico. Es símbolo de la palabra, la lengua, las instituciones…; en resumen, de la realidad del mundo extra-subjetivo. b) Lo simbólico designa la ley, el orden, la estructura de lo real y lo relacional intersubjetivo. «Toda cultura puede ser considerada como un conjunto de sistemas simbólicos, entre los cuales el lugar principal lo ocupa el lenguaje, y después las leyes, las costumbres, las transacciones políticas y económicas, las manifestaciones artísticas, las 126
ideologías, las creencias, los ritos...» (C. Lévi-Strauss). Lo imaginario y lo simbólico se inter-relacionan. Ambos utilizan el mismo material de imágenes y conceptos, pero el primero intra-subjetivamente, y el segundo inter-subjetivamente. El primero crea una fusión inmediata e irreal del sujeto con el significante y significado del signo, como sucede en los sueños y en la música para soñar. El segundo establece mediaciones entre el sujeto y el significante y significado del signo, como ocurre con el código del lenguaje y las leyes de la sociedad. b) Análisis antropológico 2: padre y madre originarios Aplicando estos conceptos lingüísticos a la relación antropológica paterno-maternal, obtendríamos el siguiente cuadro: Padre y madre imaginarios: sus imágenes inspiran relaciones míticas e ilimitadas de poder y de amor. Son sujetos de dominio omnipotente y omni-amante, prometeicos y dionisíacos, sin límites ni fronteras. El poder del padre es capaz de alcanzar la luna, y el amor de la madre es capaz de perdonar lo imperdonable. Ambos se funden en la imaginación del sujeto y se apropian masivamente de la totalidad somático-psíquica del hijo alucinado. «Os quiero como os sueño». Padre y madre reales: sus figuras reales ostentan los límites que la realidad impone al deseo del todo-poder y todo-amar. El poder del padre es real, y no puede ofrecer lo imposible. El amor de la madre es real, y no debe perdonar lo imperdonable, aunque llegue a comprenderlo. La libertad de los padres se encuentra limitada por la identidad del hijo, y la identidad del hijo por la libertad de los padres. La libertad propia termina allá donde comienza la libertad ajena. «Os quiero como sois». Padre y madre simbólicos: sus contornos reales se encuentran sublimados por proyecciones ideales, pero posibles. Sus límites de poder y de amor son realmente superables, en el marco de un comportamiento amable, sociable y modélico. No coartan la evolución del hijo, sino que favorecen su crecimiento en humanidad. Confortan, motivan y crean las condiciones que convierten el signo-a-contemplar en símbolo-aemular-e-imitar. Ofrecen lo real en perspectiva utópica. «No puedo darte la luna, pero te doy la tierra como si fuera la luna. Dilátala». «No puedo aprobar tu delito, pero estaré contigo para probar tu inocencia». «Os quiero como sois ya y como todavía podéis ser». c) Análisis teológico 1: el simbolismo trinitario La imagen paterna de Dios es la primera que evoca la narración bíblica, sea en fórmula monádica de Padre, diádica de Padre e Hijo o triádica de Padre, Hijo y Espíritu. Pero es preciso identificar analíticamente la imagen paterna, para despejar posibles fantasías de amor y de temor, siempre ambiguas y frecuentemente nocivas. ¿A qué Padre se invoca cuando se invoca a Dios? ¿Al invocado imaginariamente por la cultura (padre127
patrón o padre-padrazo)? ¿Al invocado históricamente por Jesús (Padre Dios-Madre Dios, ’Abba’-’Imma’)? Y el uno y el otro ¿están libres de sospecha? ¿No es Dios un Padre sádico que envía a su Hijo para que sea víctima infinita de la infinita maldad del mundo? Se corre el riesgo, bien real, de hacer de Dios una proyección del temor de omnipotencia, de la entrega de la libertad a su total dominio y del deseo de no deberse a ningún otro sino a él, revestido de los atributos del ser, el poder y el saber absolutos; o, al contrario, de hacer de él una prolongación del deseo de infinitud y de ser, como él, ilimitados y eternos, anestesiando así el dolor de ser finitos. La imagen paterna de Dios sería entonces pura imagen delirante de auto-exaltación, y no figura real de auto-limitación, y menos aún símbolo real/ideal de auto-evolución (Dios es inconsciente, pero no necesariamente imaginario; puede ser también simbólico, e incluso real). La mediación dual del amor paterno-filial: la óptica trinitaria se ordena inicialmente alrededor de la doble imagen «Padre e Hijo», y posteriormente alrededor de la triple imagen «Padre, Hijo y Espíritu». La crítica analítico/clínica no se dirige contra la imagen del padre, sino contra la función alienante del padre, que ha sido elaborada por el arcaísmo primitivo del patriarca castrador del hijo. «Todo Führer con brazo erecto de patriarca decide el holocausto del súbdito. En favor de su visión y misión femenina de la historia y de la naturaleza, que lo envuelve a él, gesta y aniquila al pueblo, en el seno de la tierra madre». No se trata, por tanto, de asesinar al padre real, y menos aún al simbólico, sino de liberarse del asesinato del hijo real por el padre imaginario. La pedagogía teológica consistiría en afirmar al padre real –tesis–, en negar al padre imaginario –antítesis– y en trascender hacia el padre simbólico –síntesis–. El padre simbólico es el signo modélico que supera la ilusión narcisista de alcanzar la divina inmortalidad, que eclipsa los límites de la humana mortalidad. El símbolo sería entonces el «porvenir de una ilusión» que deslumbra el vacío del no ser del ser. La imagen paterna queda compensada por la forma en que el ser humano se sitúa con relación al deseo primario de la necesidad imperativa y satisfacción inmediata. El deseo simbólico, por el contrario, aprende a aplazar la satisfacción al tiempo y al espacio en el que el yo no peligra, y la gratificación puede ser alcanzada sin el riesgo de aniquilarse en pulsiones de muerte. El hombre no es pura naturaleza que gratifica orgiásticamente su componente animal, pero tampoco es pura conciencia que controla y anula represivamente toda gratificación. El logro del equilibrio emocional se alcanza en un difícil proceso de negociaciones/mediaciones en las que el ello experimenta al yo «como una esclavitud» y el yo experimenta al ello «como una muerte». El ser humano accede así a una autonomía mental y emocional, a través de la ruptura del segundo cordón umbilical de la madre (niño-rey: todo es mío) y la aceptación del segundo lazo social del padre, los hermanos y los compañeros de clase y de juego (niño-hermano: todo es de todos). 128
Tratándose de Dios, el equilibrio mental y emocional no se alcanza fácilmente, ya que Dios no es el padre empírico que se confronta con el padre imaginario, sino que él mismo es, por su propio ser, el padre originario revestido de omnipotencia. d) Análisis teológico 2: mediación dual Padre-Hijo Sin embargo, tal tendencia pulsional no es inevitable. El paso de lo imaginario a lo simbólico puede controlar al padre imaginario, incluso al divino, mediante el éxodo del deseo arcaico de esclavitud, inherente a la omnipotencia protectora que reclama el inconsciente, y mediante la entrada en la tierra prometida de la libertad y autonomía, que promueven la palabra, la historia y la comunidad del evangelio. El yo, entonces, deja de concentrarse en la existencia del yo-para-sí y comienza a descentrarse en la coexistencia del yo-con-el-otro. Sobre esta base liberadora, la designación y la invocación de Dios como Padre integra el encuentro y el proyecto de una nueva experiencia: «Yo recibo mi existencia de otro, y ni yo ni ese otro se me deben como un derecho inalienable». Aceptándonos como humanos en medio de los humanos, es como se puede nombrar e invocar a Dios como Padre, sin pretender encontrar en él la cobertura y la divinización de nuestra finitud. Mediante la palabra, la ley y el contrato del evangelio, se establece el código de circulación cristiano, libre y liberador del otro y con el otro, distinto de mí y libre como yo. Reconocer que yo existo por otro, por el amor del Padre y por el don del Hijo, como principios constituyentes y estructurantes de mi ser nuevo, es comenzar a vivir, no bajo la esclavitud del deseo imaginario, sino en la libertad del deseo simbólico de ser llamados hijos en el Hijo, «porque lo somos» (1 Jn 3,1). La interrelación yo-tú entre el Padre y el Hijo es la mediación que posibilita la relación yo-tú, libre y liberadora, del hombre con su Padre Dios. ¿Qué principio de realidad permite el paso divino de la imagen irreal al símbolo real?: a) La objetivación de la simbólica trinitaria en la historia de la relación real del Hijo con el Padre, y b) La educación de la propia creencia trinitaria, en la convicción de que la invocación al Padre comporta la aceptación del propio límite y el reconocimiento del espacio del otro. La imagen del Padre no puede desligarse de su relación histórica con el Hijo, con los dichos y los hechos, la vida y la muerte de Jesús, en las manos de su Padre-Madre. El olvido de esta función histórica priva del principio de realidad a la relación hombre (hijo)-Dios (Padre) y la sumerge en la fantasía onírica del Dios represivo-regresivo, a la medida del humano deseo de omnipotencia y omni-sumisión. «Sobre la base de la acción/pasión de Jesús, Dios no es nuestro deseo, sino el sujeto liberador de nuestro deseo». La invocación de Jesús al Padre se inserta en su vida real, despojada de falsas seguridades, y no cubierta por la tentación de traspasar las leyes de la condición humana. 129
«Si eres Hijo de Dios, di a estas piedras…, tírate abajo…, todo esto te daré...» (cf. Mt 4,1-11). El Hijo no traspasa su límite humano para deificarlo, «por ser uno entre los hermanos». Solo después de Pascua «fue constituido el primero de los hermanos, por el Espíritu que lo despertó de la muerte y lo sentó a la derecha del Padre» (Heb 5,1). e) Análisis teológico 3: mediación trial Padre-Hijo-Espíritu El establecimiento del triángulo real padre-madre-hijo rompe analíticamente el hechizo imaginario de la relación lineal hijo-padre e hijo-madre. Ante el caso de un niño que reclamaba de noche a su madre y no la dejaba dormir ni a ella ni a su marido, la doctora aconsejó a la madre: «Aniquile al hijo, antes de que el hijo la aniquile a usted. Atiéndalo con amabilidad, pero dígale con entera claridad: “Si sigues gritando, yo no te atenderé más, porque tengo que dormir con tu padre”». Al seguir este consejo, los síntomas de inapetencia y gastroenteritis que mostraba el niño desaparecieron. La relación triangular del Espíritu rompe la relación lineal Padre-Hijo, mediante la Ruaḥ, el soplo de vida, el viento que «no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn 3,8). Tal es la imagen de la acción transformadora y creadora de toda relación del hombre con Dios. El paso cristiano de «mi Dios» al «Dios de Jesús» no es fruto de un conocimiento intelectual (gnōsis), sino de una conversión cordial (metanoia), a impulsos del vendaval y el fuego que «todo lo aniquila y todo lo crea», que «ilumina los corazones y renueva la faz de la tierra». La acción del Espíritu determina el paso, en última instancia, de la imagen al símbolo, del deseo imposible al deseo real. f) Análisis teológico 4: Dios paternal, maternal y filial La relación triangular padre-madre-hijo ¿no puede ser imagen y semejanza de la relación trinitaria? No es posible conceptuar a Dios masculina o femeninamente. Dios trasciende el género, pero ¿no es posible representar a Dios con las imágenes del padre, la madre y el hijo? ¿El Dios del Nuevo Testamento no es a la vez Padre maternal y Madre paternal, e Hijo de ese Padre y esa Madre? O, más sencillamente, ¿el hombre no puede dirigirse como un hijo a su Dios, llamándole Madre de igual forma que acostumbra a llamarlo Padre? El Padre engendra al Hijo (Pater genitor-Filius genitus) y alumbra al Hijo (Pater parens-Filius partus). Los himnos de la liturgia de la Natividad, y muy particularmente el himno de las primeras vísperas del 25 de diciembre, así lo evocan: Testatur hoc praesens dies / currens per anni circulum / quod solus e sinu Patris / mundi salus adveneris. Y el Sínodo XI de Toledo (año 675) confiesa: Nec enim de nihilo, neque de aliqua alia substantia, sed de Patris utero, id est, de substantia eius, idem Filius genitus vel natus esse credendus est[50]. Sea cual fuere la génesis divina del Hijo, la tradición eclesial pone en claro que «el monoteísmo cristiano puede 130
favorecer la figura patriarcal y masculina de Dios, pero cierto panteísmo, también cristiano, debe favorecer la figura matriarcal y femenina de Dios» (E. Newman). Por el contrario, el tri-unitarismo/com-unitarismo cristiano permite evitar la imagen patriarcal en exclusiva y acoger también la imagen matriarcal, pues el Dios del Nuevo Testamento abarca y trasciende a ambas. La com-munio del Padre con el Hijo en el Espíritu activa en la eternidad un amor tan pleno que es paternal, maternal y filial, y genera en el tiempo la communio de los hermanos, hijos de ese Padre divino, esa Madre divina y ese Hijo divino. En esa communio «ya no hay judío ni griego, siervo ni libre, varón ni hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Solo una comunidad liberada del dominio de un género sobre otro puede llegar a ser imagen del Dios Amor tres veces Santo. La antropología igualitaria del hombre y la teología comunitaria de Dios permiten hacer hoy día una relectura de la Biblia, en la que el rostro de Dios presenta rasgos maternales y filiales tanto como rasgos paternales. En el Nuevo Testamento, el Hijo designa e invoca a Dios como ’Abba’, y esa palabra aramea, articulada en la atmósfera lactante en que el pequeño la balbucea, reviste más caracteres maternales de ’Imma’ que paternales de ’Abba’. También el Antiguo Testamento, en contextos de fidelidad e infidelidad de esposo y esposa, presenta a Yahvé como mujer que pare al hijo con dolores y lo acuna como madre con amores. «Avanza el Señor como gigante, [...] como mujer que en el parto resuella y jadea» (Is 42,13-14). «Decía Sión: el Señor me ha abandonado, mi dueño me ha olvidado. ¿Puede una madre olvidar a su pequeño y no amar al hijo de sus entrañas? Pues si ella lo olvidara, yo no te olvidaré. Llevo en mis palmas tu tatuaje» (Is 49,14-16). Las imágenes y vocablos femeninos de sophia («sabiduría») y šekinah («habitación») describen también la relación Dios-hombre en términos de esposa y amante. Si Dios es representable con caracteres femenino-maternos, ¿a qué persona de la Trinidad se le pueden atribuir tales caracteres con mayor propiedad, conforme a las funciones que ejercen las personas en los textos del Nuevo Testamento? El problema crucial de la Trinidad lo representan las relaciones entre las tres personas divinas. ¿Son analogías nocionales o reales? ¿Son analogías in se o ad alterum? Por tratarse de conceptos filosóficos griegos ¿quedan afectadas las definiciones de fe de Calcedonia? Siendo todo ese lenguaje mera analogía, ¿no puede representar el Hijo el principio masculino de la relación con el Padre, y el Espíritu, el principio femenino de la misma relación? En la tradición teológica y en la piedad cristiana, el Hijo representa la masculinidad, pues se encarnó varón. Y el Espíritu puede representar la feminidad, pues lingüísticamente el hebreo Ruaḥ es femenino y funcionalmente, en el Génesis, está asociado al soplo del aire femenino sobre el barro masculino, gestante/alumbrante de la vida del paraíso, y, en la encarnación, su función es descender sobre el seno de la mujer bendita entre las mujeres y en ese seno alumbrar lo Santo. 131
«Si afirmamos que el ser humano, en cuanto masculino y femenino, es imagen y semejanza de Dios, llevados por la lógica de esa afirmación, podemos admitir que Dios prototípicamente es tanto masculino como femenino. Lo femenino del ser humano sería el registro en que se revela el rostro femenino de Dios. Podemos entonces hablar de un Eterno Femenino en Dios, e invocarlo como Padre y como Madre, como Esposo y como Esposa, como Hombre y como Mujer»[51].
El credo llama a Dios Padre, y el problema no es que Dios sea Padre, sino que sea solo Padre. El lenguaje del credo, como todos los lenguajes, es tolerante, y por tanto flexible. «Se redactó en una cultura pre-científica, que entendía que la vida procedía del semen masculino, sin intervención del óvulo femenino, sin el concurso decisivo de la fuerza vital de la mujer. Por lo que Dios, si era Creador, tenía que ser varón o, como mínimo, se tenía que parecer más al hombre que a la mujer» (J. Chittister). En los primeros credos, lo importante era afirmar que Dios era la fuerza procreadora y progenitora personal de todo ser humano. Contra esto se afirmaba que la ciencia, al excluir la fuerza generadora de la mujer, daba a entender que Dios encarna al hombre, y no a la mujer, ya que la plenitud de la vida es masculina. «Si la idea no fuera falsa, por su reducción de lo divino a la masculinidad, sería ofensiva para la mitad de la humanidad. La Biblia es más expresiva que la ciencia y emplea un lenguaje inclusivo que permite articular el credo de esta forma: “Creo en un Dios que es amor creador. Creo en un Dios que es Padre que engendra y Madre que alumbra. Creo en un Dios que es Espíritu que enamora a la humanidad”» (J. Chittister). Dios es seno del universo, pasión compasiva, corazón de ternura. «Necesitamos un lenguaje que nos dé una imagen más plena de Dios, que nos creó, nos gestó y nos alumbró. Entonces el mundo sería un territorio más tolerable y Dios, una persona tan total que merecería la pena que tanto la mujer como el hombre lo adorasen por igual» (J. Chittister). g) ¿Theologoumenon razonable? En la encarnación de Jesús (Lc 1,26-38) intervienen la fuerza creadora del Altísimo y la energía alumbradora del Espíritu. En un seno femenino se gestó y alumbró, bajo la sombra del Espíritu, a Jesús el Cristo, hijo de María e Hijo de Dios. El fruto del Espíritu y de la mujer es divino y es humano. En esta iniciativa de Dios, fuerza creadora y energía alumbradora, no interviene, como en las hierogamias míticas, un principio genital y un vínculo coital, sino, como en la cosmogonía genesíaca, una energía creadora y alumbradora, la Ruaḥ/Pneuma de Dios Padre, Madre e Hijo. María es el principio vital femenino de la generación humana de Jesús, hijo de María. Y el Espíritu es el principio alumbrador femenino de la generación divina de Cristo, Hijo de Dios. Dios Padre y Dios Madre no intervienen en la generación eterna del Hijo (así ha quedado definido en los símbolos de fe), pero intervienen en la gestación histórica del Hijo (así se describe en el relato de Lucas). ¿El Espíritu Santo es, entonces, Madre divina[52]? 1) Si la experiencia del Espíritu 132
Santo se concibe como nacimiento nuevo, gestación nueva (Jn 3,3-8), se sugiere una imagen del Espíritu que a la cristiandad matriarcal siria le resultaba muy próxima a la imagen de la madre, y que en la comunidad patriarcal romana se ignora. 2) Si los creyentes nacen del Espíritu Santo, el Espíritu debe concebirse como la madre de los creyentes, como la Ruaḥ femenina de la creación. 3) Si el Espíritu ejerce la función consoladora de Paráclito (Jn 14,26) y «aboga, excusa y consuela», entonces actúa como la madre que excusa y aboga en toda causa perdida y alegra y consuela en todo tiempo y lugar: el Espíritu aboga y consuela como la madre al hijo (Jn 15,26; Is 66,13) en la gestación, en el nacimiento, en la lactancia, en las tensiones familiares y en los conflictos sociales. ¿Será por eso que el Espíritu es femenino en hebreo (Ruaḥ), neutro en griego (Pneuma) y masculino en latín (Spiritus)? Se puede concluir que la imagen familiar de Dios Padre, Dios Madre y Dios Hijo es una metáfora representativa del Dios no representable. Pero tal representación metafórica es mucho más plena que la imagen patriarcal de un único Dios Padre. Dios no es el Dios uno y solitario del Antiguo Testamento, sino el Dios com-ún y solidario del Nuevo. «Allí es el Dios de una Iglesia jerárquica y dominante. Aquí es el Dios de una Iglesia democrática y libre» (J. Moltmann). La función materna del Espíritu y la naturaleza com-unitaria de la Trinidad son el principio y fundamento que ofrece el Nuevo Testamento para erigir una Iglesia de hermanos entre hermanos, de iguales entre iguales. Si las funciones maternas del Espíritu en la historia (Trinidad económica) son análogas a las funciones maternas del Espíritu en la eternidad (Trinidad inmanente), en la eternidad el Espíritu ejerce la misma función intra-divina de Madre en la eterna relación del Padre con el Hijo. Y si no alumbra al Hijo en la eternidad, sí alumbra el Amor eterno del Hijo al Padre y del Padre al Hijo.
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CONCLUSIÓN: Dios es Trinidad porque es Agapē En el ámbito del Nuevo Testamento, Dios no es un templo vacío donde el sumo sacerdote Yahvé oficia en solitario, alabándose a sí mismo, agradeciéndose a sí mismo y adorándose a sí mismo, en una liturgia divinamente yoísta. En el ámbito del Nuevo Testamento, Dios es una casa habitada por un Padre, una Madre y un Hijo que, en armonía con toda la creación de hermanos, alaban, cantan y adoran «la gloria de Dios en el cielo y la paz de los hombres en la tierra». En la casa de ese Dios «no habrá dolor, ni lágrimas, ni muerte, porque todo lo antiguo ha pasado. […] No necesita ni de sol ni de luna, porque la ilumina la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,4.23). Él iluminará por fin «la anchura y la largura y la altura y la profundidad» (Ef 3,18) del Amor del Padre y del Hijo en el Espíritu, hoti ho Theos agapē estin, «porque Dios es Amor» (1 Jn 4,8.16). Y ¿no es Dios Trinidad porque es ese Amor?
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NOTAS [1]. J. P OHIER , Quand je dis Dieu, Seuil, Paris 1977,13-15. [2]. Esta cita, como todas las demás incluidas en el presente apartado, está tomada del ensayo Las preguntas de la vida, de Fernando Savater, y concretamente de su epílogo, titulado «La vida sin porqué» (cf. F. SA V A TER , Las preguntas de la vida, Ariel, Barcelona, 2003, 265-280). [3]. Fuente: J. O’BR IEN – M. P A LMER , Atlas del estado de las religiones, Akal, Madrid 2000, 46-47. [4]. P. LA P IDE – K. RA HN ER , Heil von den Juden? Ein Gespräch, Matthias Grünewald, Mainz 1983, 65. [5]. Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, decreto 5, «Nuestra misión y el diálogo interreligioso», n. 12. [6]. Ibid., n. 13. [7]. Ibid., n. 4. [8]. H. DEN ZIN GER – P. HÜN ER MA N N , El magisterio de la Iglesia. Enchyridion simbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 2000, 432. [9]. M. HOR KHEIMER , Crítica de la razón instrumental, Trotta, Madrid 2002, 190. [10]. Í D., Sociedad, razón y libertad, Trotta, Madrid 2005, 165. [11]. H. MA R CUSE , Razón y revolución, Alianza Editorial, Madrid 2010, 125. [12]. Í D., El hombre unidimensional, Ariel, Barcelona 2010, 34. [13]. H. MA R CUSE – K.R. P OP P ER – M. HOR KHEIMER , A la búsqueda del sentido, Sígueme, Salamanca 1989, 102. [14]. M, HOR KHEIMER , Anhelo de justicia: teoría crítica y religión, Trotta, Madrid 2000, 106. [15]. H. MA R CUSE – K.R. P OP P ER – M. HOR KHEIMER , op. cit., 40. [16]. E. BLOCH, Tübinger Einleitung in die Philosophie, Suhrkamp, Frankfurt am Main 1963. [17]. E. BLOCH, Das Prinzip Hoffnung, Suhrkamp, Frankfurt 1967 (traducción española: El principio esperanza, Aguilar, Madrid, 1977-1980). [18]. H. MA R CUSE , El hombre unidimensional, Ariel, Barcelona 2010. [19]. Í D., Razón y revolución, Alianza Editorial, Madrid 2010. [20]. Í D., El hombre unidimensional. [21]. E. BLOCH, El principio esperanza. [22]. Ibid. [23]. S. FR EUD, El porvenir de una ilusión, Alianza Editorial, Madrid 2003, 141. [24]. Cf. G. MA R CEL, Aproximación al misterio del ser, Encuentro, Madrid 1987; J. MOLTMA N N , Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 2006.
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[25]. E. FR OMM, El arte de amar: una investigación sobre la naturaleza del amor, Paidós Ibérica, Barcelona 2003. [26]. Cf. E. FR OMM, ¿Tener o ser?, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1981. [27]. G. MA R CEL, Homo viator, Sígueme, Salamanca 2005. [28]. Ibid. [29]. D. BON HOEFFER , Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde el cautiverio, Sígueme, Salamanca 2008. [30]. Ibid. [31]. Ibid. [32]. Ibid. [33]. D. BON HOEFFER , ¿Quién es y quién fue Jesucristo?, Ariel, Barcelona, 1971. [34]. Í D., Resistencia y sumisión. [35]. D. BON HOEFFER , ¿Quién es y quién fue Jesucristo? [36]. Ibid. [37]. H. U.
V ON
BA LTHA SA R , Solo el Amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca 2004.
[38]. K. RA HN ER , Meditaciones sobre los Ejercicios de san Ignacio, Herder, Barcelona 1971. [39]. C. WESTER MA N N , Genesis 1-11, Fortress Press, Minneapolis 1994, 147. [40]. L. A LON SO SCHÖKEL, Biblia del peregrino, nota 1 (Gn 1,1). [41]. El término zenut/porneia, «fornicación», significa aquí probablemente «mantener relaciones carnales con parientes próximos» (Lv 18,6). [42]. Cf. P. T EILHA R D DE CHA R DIN , Himno del universo, Trotta, Madrid 2013. [43]. H. DEN ZIN GER – P. HÜN ER MA N N , El magisterio de la Iglesia. Enchyridion simbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 2000, 125-126. [44]. H. DEN ZIN GER – P. HÜN ER MA N N , El magisterio de la Iglesia. Enchyridion simbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 2000, 125. [45]. Ibid., 150. [46]. Ibid., 421. [47]. Ibid., 75-76. [48]. H. DEN ZIN GER – P. HÜN ER MA N N , El magisterio de la Iglesia. Enchyridion simbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 2000, 253. [49]. Ibid., 125, 301. [50]. H. DEN ZIN GER – P. HÜN ER MA N N , El magisterio de la Iglesia. Enchyridion simbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder, Barcelona 2000, 526 (6). [51]. L. BOFF, El rostro materno de Dios. Ensayo interdisciplinar sobre lo femenino y sus formas
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[51]. L. BOFF, El rostro materno de Dios. Ensayo interdisciplinar sobre lo femenino y sus formas religiosas, San Pablo, Madrid 1980. [52]. Cf. J. MOLTMA N N , El Espíritu Santo y la teología de la vida, Sígueme, Salamanca 2000.
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Índice Portada Créditos Índice Introducción: ¿Ocaso de Dios?
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1. Atracción y seducción de Dios 2. Sentido y sinsentido de Dios a) «El sentido de la vida es irreal» b) «El significado del sentido» c) «Los juegos del sentido» 3. Dios y dioses 3.1. El Dios judío 3.2. El Dios islámico
8 10 10 11 12 15 15 18
Primera parte: A Dios nadie lo ha visto nunca (Jn 1,18) 1. Más allá de lo verificable, nada se puede decir 2. Dios y el lenguaje: la Escuela de Fráncfort 2.1. El lenguaje del sentido sigue jugándose 2.2. De lo que no se puede callar, mejor es hablar 2.3. ¿Qué dice el lenguaje cuando dice «Dios»? 3. Entre el deseo y la esperanza: E. Bloch 3.1. El lenguaje del deseo 3.2. De lo inacabado a lo trascendente 3.3. Lo pragmático y lo estético 3.4. La esperanza constituyente 3.5. La utopía de la esperanza 3.6. Trascendencia de lo utópico 3.7. ¿Qué espera la esperanza cuando espera a Dios? 3.8. ¿Trascendencia sin Trascendente? 4. Dios y la diversidad de los lenguajes 4.1. El lenguaje del inconsciente 4.2. El lenguaje funcional 4.3. El lenguaje personal 4.4. El lenguaje enamorado 138
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4.5. El Tú absoluto
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Segunda parte: Dios es mayor que nuestro corazón (1 Jn 3,20) 1. El Dios diferente 1.1. Dios de la religión 1.2. Dios y cuestiones últimas 1.3. Dios y cuestiones diarias 1.4. Dios-solución y Dios-sentido 1.5. El ser para el otro 1.6. El Dios crucificado 2. El Dios de Jesús 2.1. El Padre pródigo (Lc 15,11-32) 2.2. Un padre tenía dos hijos 2.3. Buen hijo y mal hijo 2.4. Padre incondicional 2.5. Padre increíble 3. El nombre de Dios: ’Abba’ 3.1. La invocación «’Abba’» 3.2. La oración del Padre nuestro 3.3. «Nos atrevemos a decir» 3.4. El texto más antiguo 3.5. Las dos redacciones 3.6. Los dos contextos 3.7. Longitud de las dos redacciones 3.8. Características de las dos redacciones 3.9. Contenido de las dos redacciones 3.10. El texto más originario 3.11. Significado del Padre nuestro
Tercera parte: Jesús el Señor
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1. El Señor que amó hasta el extremo 1.1. El gran Hallel (Sal 113-118) 1.2. El relato de la cena (Mc 14,22-25) 1.3. «Lo reconocieron al partir el pan» (Lc 24,35) 2. El Señor que sirve al esclavo 2.1. «¿Tú lavarme a mí los pies?» (Jn 13,6) 2.2. La hora de Jesús (Jn 13,1-17) 139
72 72 73 76 78 78 80
2.3. «Yo os he lavado los pies» (Jn 13,14)
80
Cuarta parte: Ruaḥ/Pneuma, Génesis/evangelio
82
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9.
Yahvé y Ruaḥ Ruaḥ y gestación Pneuma y Dios del evangelio La teología del Pneuma El Pneuma del evangelio Ruaḥ, pasión de vida Ruaḥ, pasión de vida y muerte Pneumatología del Nuevo Testamento Pneumatología del creyente actual
Quinta parte: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu 1. La Trinidad en el Nuevo Testamento 1.1. Lo específico del Dios cristiano 1.2. Lo trinitario ¿es diferencial? 1.3. Las fórmulas triádicas de la liturgia primitiva 1.4. Las redacciones tri-unitarias del Nuevo Testamento 1.5. La historia trinitaria del Nuevo Testamento 2. Los símbolos de la fe 2.1. El camino hacia Nicea 2.2. El Concilio de Nicea (325) 2.3. Entre Nicea y Calcedonia 2.4. Physis e hypostasis, naturaleza y persona 2.5. La divinidad del Espíritu 3. Significado de los símbolos 3.1. Tres símbolos actuales 3.2. Dios es trias 3.3. Dios es koinōnia 3.4. Dios es agape
Conclusión: Dios es Trinidad porque es Agapē Notas
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