Diego Tatián
Baruch
Tatián, Diego Baruch . - 2a ed. - Adrogué : Ediciones La Cebra, 2015. 84 p. ; 21,5x14,5 cm. ISBN 978-987-28096-2-1 1. Filosofía Argentina Contemporánea. CDD 194
© Diego Tatián 2012, 2015
[email protected] www.edicioneslacebra.com.ar Editor Cristóbal Thayer Esta primera reimpresión de 400 ejemplares de Baruch se terminó de imprimir en el mes de abril de 2015 en Talleres Gráficos Su Impres, Tucumán 1480, Ciudad Autónoma de Buenos Aires Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
ÍNDICE
Lección de anatomía 7 Ladino11 Vis existendi 15 Odio y excremento 19 Fruir más allá de la lengua 21 Voorburg, más tarde 23 Sibolet27 Etcétera31 Gramática y gratitud 35 Melancólicos, tristes, sordos y sabios 41 La busca de Abentofail 45 La busca de Averroes 49 El misterio de Niccolò 51 Un cuadrito que representa a un tipejo 55 Herencia59 Pescador61 Curaçao63 El panteísmo y la nieve 65 Museo de zoología 69 El libro en el jardín 71 Darse vuelta 73 Praeclara77 Post-scriptum. Spinoza como símbolo 79
LECCIÓN DE ANATOMÍA
Por encargo del poderoso gremio de cirujanos de la ciudad, Rembrandt pintó La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp en 1632, en una casa de la Breestraat en el barrio judío de Ámsterdam (al parecer, el artista optó por vivir allí para tomar de sus vecinos los modelos con los que trabajaba en sus motivos bíblicos), a pocos metros del lugar en el que ese mismo año nacía un niño al que su padre Michael d’Espinosa y su madre Hannah Deborah bautizaron como Baruch. En ese célebre cuadro que hoy puede apreciarse en el Mauritshuis de La Haya, el doctor Tulp desarrolla su lección sobre los músculos del brazo abierto (en el que los especialistas han detectado algunos errores, por ejemplo que el músculo flexor superficial no se inserta en el húmero) de un cadáver que pertenecía a Adriaan Adriaanszoon, malhechor de cuarenta y un años ahorcado ese mismo día por haber sido declarado culpable de robo. Según la ley, sólo era posible una disección pública en el año, durante los meses de invierno para evitar la descomposición acelerada del cuerpo, que debía ser el de un criminal ejecutado. Las lecciones de anatomía eran públicas, solían realizarse en teatros y se volvieron muy populares no sólo entre especialistas de la cirugía, sino también entre estudiantes y curiosos que abonaban elevadas sumas para 7
poder ingresar a la sala. Sabemos por la lista que tiene en su mano izquierda el personaje del centro –completamente ausente de la explicación del maestro–, que los hombres allí representados eran, además del doctor Tulp, los cirujanos Jacob Blok, Hartman Hartmanszoon, Adriaen Slabran, Jacob de Witt, Mathijs Kalkoen, Jacob Koolvelt y Frans Van Loenen. Los estudiosos de esta pintura concuerdan en que el libro abierto en el primer plano de la parte inferior derecha de la obra, no es otro que el De Humani Corporis Fabrica, escrito en 1542 por Andrea Vesalio. No nos consta que este libro, muy popular desde su misma publicación en Basilea, haya sido leído por Spinoza si nos atenemos a la reconstrucción de su biblioteca –que no lo registra. Sin embargo, una línea en el scholium de Ética, III, 2 proporciona un vestigio en contrario: “Pues nadie hasta ahora ha conocido la fábrica del cuerpo de modo lo suficientemente preciso como para poder explicar todas sus funciones (Nam nomo hucusque Corporis fabricam tam accurate novit, etc.)”. Más allá de la conjetura que este pasaje permite realizar, no hay pruebas de que Spinoza conociera de primera mano el texto de Vesalio; tampoco de que hubiera visto nunca el óleo de Rembrandt, y ni siquiera de que hubiese abierto el libro de su viejo Maestro Menasseh ben Israel –desmesuradamente llamado Piedra gloriosa o de la estatua de Nebuchadnesar, con muchas y diversas authoridades de la Sagrada Escritura y antiguos sabios–, que incluye cuatro grabados de su amigo Rembrandt (fue este el único libro que, en toda su vida, el pintor del Rin había aceptado ilustrar). El volumen que sí, en cambio, fue registrado en la biblioteca de Spinoza por el notario que realizó el inventario en los días que siguieron a su muerte, es Observaciones medicae, escrito por propio Doctor Nicolaes Claes Tulp y publicado en 1641. En la página 8
275 de dicho libro se ve una lámina que corresponde al dibujo realizado por Tulp de un chimpancé, al parecer tomado del natural. El animal sería uno de los primeros individuos de esta especie traídos a Europa, cautivo en la casa de fieras del príncipe Federico Enrique de Orange-Nassau, en los alrededores de La Haya. Allí mismo habría sido dibujado por el anatomista, que lo llamó “sátiro índico” (satyrus indicus). El hecho de que Spinoza nunca hable de monos no impide imaginar que debió sentirse atraído y curioso por la figura de la página 275. Otra Lección de anatomía –menos célebre pero sin duda más impresionante– pintada por Rembrandt en 1656, año de la excomunión de Spinoza, es la impartida por el doctor Joan Deijman. Representa una disección del cerebro de otro condenado, Joris Fonteyn, al que antes le habían sido extirpados los intestinos y el estómago, por lo que vemos el cadáver abierto por el vientre. Como ha sido notado muchas veces, esta pieza presenta una extraña comunión con el Cristo de Mantegna y con la última conmovedora fotografía del guerrillero argentino Ernesto Guevara de la Serna, tomada en un pueblito serrano llamado La Higuera, cerca de Valle Grande, Bolivia, tras su asesinato. Entre el doctor Tulp, el doctor Deijman y el militar boliviano que señala el torso desnudo del guerrillero abatido (otro le asienta la mano en la cabeza como si se tratara de un animal sagrado), hay quien cree haber hallado un hilo invisible de misterioso azar que vincula el mundo amstelodano del siglo diecisiete con el latinoamericano del veinte.
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LADINO
Se ha conjeturado muchas veces, a partir de un escueto comentario transmitido por Bayle como única fuente de prueba (aunque luego reproducido por Colerus, Lucas, Stolle-Hallmann, Van Til, etc.), que un texto de descargo ante el tribunal rabínico compuesto por Spinoza al ser excomulgado –conocido como Apología para justificarse de su abdicación de la Sinagoga– habría sido escrito en español. Pero lo cierto es que el documento, si existió, jamás pudo ser hallado. Siendo así, las únicas tres palabras en la lengua de sus ancestros que es posible encontrar en toda la obra de Spinoza, constan en el capítulo XX del Compendium gramatices linguae hebreae dedicado al verbo reflexivo activo. Allí, su autor escribe el término hebreo, luego su correspondiente en latín, y finalmente, entre paréntesis, el equivalente en castellano: “hythyasseb, se sistere (Hispanicè: pararse), hithal-lek, se ambulationi dare (Hispanicè: pasearse, andarse)”. La lengua española pareciera pues estar indicada aquí como más fluida que la latina para comprender el reflexivo activo del hebreo. En La potenza del pensiero, Giorgio Agamben se detiene en este pasaje para reflexionar acerca de las posibilidades expresivas que encuentra en el lenguaje el hecho ontológico en virtud del cual quien afecta y quien es afectado por una acción no son distintos, y mostrar en la estructura misma de 11
la lengua –en particular del ladino– el “vértigo de la inmanencia” y el “movimiento infinito de la auto constitución y la autopresentación del ser”. ¿Por qué motivo Baruch Spinoza no redactó su obra en español –en el español de los judíos, que emplearon Menasseh ben Israel, Abraham Pereyra y los cabalistas de Ámsterdam, y al que despectivamente se designaba con la palabra ladino? En una carta que debió escribir en holandés –lengua que dominaba aún menos que el latín– por el hecho de no saber si su interlocutor conocía alguna otra, Spinoza habla de su dificultad para escribir en lenguas adquiridas y de su anhelo de poder hacerlo “la lengua en que me he educado”, alusión que presumimos menta al español –aunque tal vez se refiera al portugués, pero es menos probable, pues en la biblioteca del filósofo no hay siquiera un solo libro escrito en esta lengua. Mucho me gustaría –le escribe Spinoza a Blijenbergh– poder escribir en la lengua en que me he educado, porque quizá pudiera así expresar mejor mis pensamientos. Pero sírvase tomar esto a bien, y corregir usted mismo las faltas. El español era la lengua obligatoria en Ets Haim –donde el pequeño Baruch fue “educado”–, y en la que a su autor, tal vez, le “hubiera gustado” redactar la Ética, de no haber sido por el hecho de que sus destinatarios no eran –o no sólo– los miembros de la comunidad que lo había expulsado. Meinsma cree poder afirmar que, aunque escribía en latín, Spinoza pensaba en español. Si esto es así, si la Ética es un libro que fue pensado en español, debe entonces ser considerado una traducción, de la que el original se ha perdido para siempre. Muchos años más tarde, muy lejos de la fría Holanda, vivió un hombre misterioso que dedicó su tiempo y su vida a restituir la “traducción” de la obra spinozista a la lengua en la que fue pensada –y aparte de esto, tal vez,
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a caminar por Buenos Aires, la ciudad de la que se trata. “Oscar Cohan. Es un argentino amigo de la filosofía. Traductor fidelísimo del latín y el alemán, manifestó su devoción por Spinoza con su magnífica versión del texto latino del Tratado de la reforma del entendimiento, en 1944. A partir de ello tradujo del mismo idioma el Epistolario y la Ética”. A estas breves líneas se reduce prácticamente la sola información que ha sido posible recabar sobre Oscar Cohan. Figuran como acápite en el único texto suyo –de apenas tres páginas– que, hasta donde he podido saber, existe publicado (se llama “En torno a Spinoza”, y fue incluido en el Homenaje a Baruch Spinoza, que hiciera el Museo Judío de Buenos Aires en 1976). Fuera de este pequeño escrito ocasional, sólo nos han llegado de su trabajo cuatro traducciones. La primera, de un ensayo de Carl Gebhardt (Spinoza), publicado por la Biblioteca filosófica de Losada en 1940. Luego, la traducción del Tratado de la reforma del entendimiento –la primera en lengua española–, con otro texto de Gebhardt como introducción, publicada por la editorial Bajel en 1944 y reeditada en 2007. Su tercera traducción fue del Epistolario –asimismo la primera en lengua española–, que lleva un breve prólogo suyo, editada por la Sociedad Hebraica Argentina en 1950 y reeditada en 2006. Finalmente, una versión de la Ética por Oscar Cohan fue publicada por Fondo de Cultura Económica en 1954. Sabemos también, por una carta, que Cohan tradujo un texto sobre Spinoza de George Santayana, quien le escribe: “...cuando se trata de escribirle a un cosmopolita y, a la vez, filósofo, que conoce perfectamente el inglés, como lo prueba su traslado de partes de mi disertación sobre Spinoza, se me hace más seguro atenerme a mi habitual y más familiar medio de expresión... Su excelente traducción del Epistolario me ha traído a la 13
memoria los pasajes cruciales en los que Spinoza se expresa más nítidamente que nunca...”. Pero no sabemos, en cambio, si la traducción de Santayana fue publicada alguna vez. Actualmente, el rastro de Oscar Cohan ha desaparecido casi por completo en Buenos Aires. “Nadie va a poder decirle nada de Cohan”, afirmó una tarde moviendo la cabeza Bernardo Koremblit, importante intelectual de la ilustración judía porteña que por muchos años fuera director de la revista Davar y que a sus noventa años hablaba pausado y lúcido. “Aparecía y desaparecía de manera imprevista, nadie sabía mucho de él. Yo sólo puedo decirle que era un verdadero erudito, de maneras exquisitas, agradable, recoleto, muy aislado; participó en algunas mesas redondas en la Sociedad Hebraica pero se iba inmediatamente después. Era muy gentil pero también insociable; no le gustaba figurar. César Tiempo y Francisco Romero lo apreciaban mucho. Si a usted le parece un hombre misterioso, no lo es sólo ahora, después de tantos años, era muy misterioso cuando vivía. No creo que vaya a encontrar mucho”, insistió. Casi nada podrá encontrar quien hoy busque huellas de un solitario traductor porteño de Spinoza llamado Oscar Cohan. Tal vez está bien que sea así, y que estemos destinados a sólo evocarlo como un enigma. Acaso porque no podemos imaginar la vida de Oscar Cohan ocupada en cualquier otra cosa que no fuera traducir a Spinoza, pienso ahora, es que tampoco resulta posible imaginar la obra de Spinoza escrita en español –ese español tan dulce y particular de los judíos, llamado despectivamente ladino.
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VIS EXISTENDI
¿Cómo es posible que existir sea una “fuerza” –una potencia, una capacidad, una virtud? ¿No resulta más bien evidente que la existencia está siempre ahí y que experimentamos su contundencia sin hacer nada, a pesar nuestro? Y sin embargo, no es nunca una pura perseverancia pasiva, ni una mera conservación, ni una duratio que simplemente sucede. Potentia existendi; vis existendi. Se trata de una expresión misteriosa y fundamental que hace de la existencia una fuerza productiva. Que algo exista significa: produce efectos –“que se siguen necesariamente de su naturaleza”, no de una voluntad. “Como poder existir es potencia (Cum posse existere potentia sit)… cuanta más realidad tiene una cosa, tanta más fuerza tiene por sí misma para existir” (E, I, 11). Pero existir no es el ejercicio de una potencia sino una potencia sin más, en su plenitud y su colmo: enérgeia. Puro acto de existir que requiere pensar la actualidad como actividad; la manifestación como producción –de cosas, ideas, acontecimientos, situaciones… Así concebida, la existencia deja designarse, tal vez, no tanto por la palabra enérgeia como por el antiguo vocablo stásis –término anfibio del que no sólo deriva “estado” sino también “estallido” (en sentido biológico y en sentido político). Fuerza que se sustrae y retorna según una temporalidad del imprevisto (en esto más próxima a la 15
política que a la naturaleza), existentia que rehúsa la circularidad de los días y las estaciones. Hay un fondo –no manifestado como finitud sino como infinito– del que proviene el estallido, sin el que nada podría irrumpir en la existencia y “conservarla”. Conservación equivale aquí a ruptura, manifestación, creatividad. La fuerza de estallar es, pues, discontinua y compleja, presupone un revés, un fondo que no es “algo”: “…la fuerza, sin embargo, con la que cada una [cosa singular] persevera en la existencia (vis, tamen, quae unaquaeque in existendo perseverat) se sigue de la necesidad eterna de Dios” (E, II, 45, esc.). Esa fuerza de perseverar no es por tanto nunca conservadora sino invención de sí y del mundo; la expresión “existencia pasiva” se revela imposible en sus términos. No se padece la existencia sino la finitud, el límite, la no-existencia, pues “la fuerza con la que un hombre persevera en la existencia (Vis, quae homo existendo perseverat) es limitada e infinitamente superada por la potencia de las causas exteriores” (E, IV, 3). Sin embargo, algo arcaico se aloja en la rutina de los seres como tempestades, desencadenadas o retenidas. La fuerza de existir que anima las criaturas es arcaica y por ello eficaz, cargada de cosas nuevas. Es lo inapropiable mismo que descentra la soberanía del sujeto, desplaza el tiempo de su quicio, se renueva una y otra vez e irrumpe en los seres, entre los seres. Es lo que yace en el fondo del tiempo –no en el sentido de un inicio o un origen perdidos del que nos hemos alejado, sino en el fondo de cada instante–; lo que yace, más bien, en el trasfondo del tiempo, lo que el tiempo trae y carga a su pesar. Pascal Quignard recuerda que “según los antiguos japoneses el origen se capitaliza. Los primeros antiguos son menos antiguos, menos cargados de lo anterior que los más recientes, ellos son cada vez más eruditos, cada vez más conocedores, cada vez más concentrados, cada vez más ebrios. En 1340, el Abad Kenkó ha escrito en su diario: ‘No es el ocaso de la primavera 16
lo que anuncia el verano sino algo más fuerte que el declinar’. Hay algo indeclinable. Hay un empujón que no conoce tregua. Las cosas que comienzan no tienen fin”. No existe poder, ningún poder, que se halle a salvo de ser vulnerado por lo arcaico.
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ODIO Y EXCREMENTO
El silencio lo envuelve todo y queda poca tinta. Las palabras que impregnan lentamente la sensual textura del papel surgen, como siempre, de algún lugar incierto: “…quien imagina que la mujer que ama se entrega a otro, no sólo se entristecerá por resultar reprimido su propio apetito, sino que también la aborrecerá porque se ve obligado a unir la imagen de la cosa amada a las partes pudendas y las excreciones del otro [qui enim imaginatur mulierem, quam amat, alteri sese prostituere, non solùm ex eo, quòd ipsius appetitus coërcetur, contristabitur; sed etiam, quia rei amatae imaginem pudendis, & excrementis alterius jungere cogitur, eandem aversatur]” (Ethica, III, 35, scolium). Al leer ciertas páginas querríamos imaginar la mano que exacta desliza la pluma por la hoja blanca; saber cómo fueron redactadas, cuáles eran los objetos en torno, qué era posible distinguir en ese preciso momento desde la ventana que el escribiente no miraba por estar inclinado sobre la mesa de trabajo. Es probable que Spinoza haya escrito esta contundente línea (sin duda muy extraña para un libro de filosofía) una fría noche en la casita de Rijnsburg, tal vez en la habitación en alto (la misma en la que durante la guerra fueron escondidas dos mujeres judías que no pudieron ser detectadas por la ocupación alemana), o acaso, junto al fuego, en 19
la que tiene chimenea. Al menos sus adversarios sostenían que, habida cuenta la impiedad de sus ideas, debió concebirlas en plena noche –en su De tribus impostoribus Kortholt es más preciso: “la mayor parte de sus tenebrosos libros los elucubró entre las diez de la noche y las tres de la mañana”. Excrementis alterius. ¿Cuáles son precisamente los excrementa de una persona a los que la imaginación está “obligada a unir” [jungere cogitur] la imagen de la cosa amada cuando la imagina entregada a otro? ¿Cuántos son? Los pudenda y los excrementa toman la imaginación por asalto; la ocupan, la martirizan, no la sueltan: sudor, saliva, orina, mierda, lágrimas, esperma…, ofrendas de cuerpos arrebatados, vestigios de cuerpos exhaustos, heraldos negros de la intimidad en otra parte que abisman la imaginación y la arrastran al aborrecimiento sin límite. El hombre que piensa junto a la llama vacilante registra con minucia la tristeza humana, cree necesario hacerlo pero no encuentra en ello ningún placer. No leyó el escolio que acababa de escribir porque se sintió de pronto destemplado. Apagó la candela, caminó hasta la ventana y miró.
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FRUIR MÁS ALLÁ DE LA LENGUA
En una frase –descuidada por el comentario– de la Epistola XII conocida como la carta sobre el infinito, Spinoza se aventura por un momento en una senda que finalmente quedará perdida, o sólo reducida a esa línea, como si hubiera retrocedido del paso dado en dirección a una –forzando el español– ontología del placer. Allí, según la traducción de Atilano Domínguez, se lee que “… la existencia de la sustancia se explica por la fruición infinita de existir o, forzando el latín, de ser” (…Substantiae verò per Aeternitatem, hoc est, infinitam existendi, sive, invitâ latinitate, essendi fruitionem) –en uno de los pocos descuidos que delata su versión del Epistolario, Oscar Cohan omite el crucial invitâ latinitate, para apenas traducir: “…la sustancia sólo podemos explicarla por medio de la eternidad, esto es, la fruición infinita de existir o de ser”. Lo cierto es que esa ontología de la fruición de existir, el placer de estar en la existencia, se radicaliza más allá de la lengua como “fruición infinita de ser”. Por la fruición como propiedad del infinito podemos explicar (explicare possumus) la sustancia. Nunca más dirá Spinoza algo así.
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VOORBURG, MÁS TARDE
En una página en la que medita acerca de la felicidad y su oposición al goce –y escribe sobre la “sincronía que se pierde”, la “curiosidad prelingüística” o “atenciones y delicadezas tan obsesivas y tan domesticadas que llegan a ser largas sonatas de costumbres”–, justo en esa página, que corresponde a una conferencia en el Centre Roland-Barthes sobre El pasado y lo anterior, Pascal Quignard introduce abruptamente una frase sin relación ninguna con lo que se venía diciendo, ni con lo que dirá inmediatamente después. Esa frase, más bien una desgarradura en el cuerpo terso del texto, dice: “Spinoza ha escrito mucho en Voorburg” (Spinoza a beaucoup écrit à Voorburg). Por la célebre carta sobre el infinito a Meyer, sabemos que el 20 de abril de 1663 Spinoza –luego de haber vivido tres o cuatro años en la casita de Rijnsburg– ya estaba en Voorburg, donde iba a permanecer hasta principios de 1670. En la Kerkstreet o Calle de la Iglesia (se conjetura que vivía en ella por indicios de su correspondencia) persisten aún algunas pocas casas del siglo XVII. Una de ellas, no sabemos ni sabremos nunca cuál, podría haber sido la del pintor Daniel Tyderman, donde Baruch ya Benedictus –como en Rijnsburg antes y en La Haya después– alquiló un cuarto, o tal vez dos. Según Colerus Spinoza aprendió a dibujar con su due23
ño de casa en esos años; sobre todo retratos que hacía “con tinta o carbonilla”. Hendryk van der Spyck, también pintor –en cuya casa de La Haya el singular pensador aficionado a dibujar retratos pasaría sus últimos años–, le dijo a Colerus que uno de esos retratos, que representa al célebre pescador y revolucionario napolitano Masaniello, tenía un “chocante parecido” con el propio Spinoza. ¿Dónde habrá ido a parar la carpeta de dibujos de Spinoza que Colerus asegura haber tenido entre sus manos? Además de aprender a dibujar, en Voorburg Spinoza se involucró en una disputa religiosa que tenía en vilo al pueblo entero cuando él llegó; comenzó a escribir la Ética y la abandonó durante cinco años para dedicarse a trabajar en un libro de intervención cuyo extraño título sería Tratado teológico-político. Seguramente también fue allí visitado por su amigo Adriaen Koerbagh, y una fría mañana de 1668 habrá recibido la carta que traía la mala nueva de su muerte en prisión, donde había sido recluido en castigo por escribir cosas que no debió haber escrito –al menos no en holandés. Siempre imagino que ese en el que recibió la noticia de la muerte de Adriaen –quien tanto, si no todo, había aprendido de él– fue el día más triste en la vida de Spinoza, y que conmovido y tal vez herido a su pesar por el remordimiento, fue a su mesa de trabajo y anotó en el libro que estaba escribiendo esta frase: “Leyes con las que se impone qué debe leer cada uno y se prohíbe decir o escribir algo contra tal o cual opinión, han sido siempre dictadas para ceder ante la ira de quienes no son capaces de soportar los caracteres libres”. Acaso no únicamente esa línea sino todo el último capítulo del Tratado teológico-político sea un secreto homenaje escrito en tinta de agua, al amigo llevado a la muerte por escribir un libro. No debió haberlo hecho en holandés.
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También en Voorburg, durante el verano, visitaba a Christian Huygens en Hofwijk, la casa de campo rodeada de lago que había adquirido su padre Constantijn; para llegar a ella, el camino desde la Calle de la Iglesia no toma más de diez minutos a pie. Con Huygens discutió de óptica, de libros, tal vez de filosofía. Pero el aristócrata apasionado por los péndulos se refería a su vecino de manera despectiva como el “judío de Voorburg” –así en una carta a su hermano desde París– o, irónicamente, como “nuestro israelita”. Muchas cosas hizo Spinoza en ese villorio cuya Kerkstreet habrá recorrido cientos o miles de veces caminándola pensativo en su corta extensión que abarca desde el canal hasta la vieja Iglesia de St. Martinius, frente al Swaensteijn anno 1632. En ese pueblo de seres simples no distante de La Haya, escribió una vez: “si alguien viera claramente que cometiendo crímenes podría gozar de una vida y de una esencia mejor y más perfecta que practicando la virtud, sería necio si no los cometiera”. También escribió allí, en el cuarto alquilado de una casa hoy indecidible, o demolida hace mucho tiempo, que “el gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar con el nombre de religión el miedo con el que se los quiere controlar, a fin de que luchen por su esclavitud como si se tratara de su salvación”. Muchas páginas escribió Spinoza en las mañanas, las tardes y las noches de Voorburg, mientras todos hacían cualquier otra cosa. Pero nunca que “el hombre sólo es feliz en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo”, según el propio Quignard, en su bellísimo La barca silenciosa, le atribuye haber escrito alguna vez. El solitario Spinoza jamás se permitió un elogio de la soledad y en cambio sí, muchas veces, de la mutua compañía que se cumple en la vida humana. Por lo demás, 25
siempre respondía las cartas. Quien quisiera escribirle debía hacerlo a esta dirección: “Paseo de la Iglesia, casa del maestro Daniel Tydeman, el pintor”.
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SIBOLET
Un sábado de 1640, el hombre entró en la Sinagoga llena de gente –“que había ido como para un espectáculo”–, subió a un estrado, y leyó el escrito redactado por las autoridades rabínicas. En él confesaba que era “digno mil veces de muerte” y se comprometía a no reincidir en las iniquidades y crímenes que había cometido, como la violación del Sabbat y la inobservancia de la Ley. Acabada la lectura lo hicieron desnudarse. “Hícelo hasta la cintura, me até entonces un lienzo en torno a la cabeza, quitéme los zapatos y extendí los brazos, agarrándome con las manos en una especie de columna”. Un portero procedió a atárselas con una cuerda, y luego a propinarle treinta y nueve azotes en la espalda (“pues está en la Ley que no debe excederse el número de cuarenta”). Entre azote y azote se cantaban salmos. Tras el castigo, el hombre debió postrarse en la puerta del templo para que todos salieran “levantando un pie por la parte inferior de mis piernas; y esto hicieron todos, tanto niños como ancianos”. El final del relato es lacónico: “acabado todo, cuando ya no quedaba nadie, me quité el polvo, salí y volví a casa”. A los pocos días de este hecho y luego de haberlo relatado en su Exemplar humanae vitae, Uriel da Costa –cuyo nombre de cristiano nuevo había sido Gabriel– se pegó dos tiros. En el primero falló. En el segundo, no. 27
Uno de los niños que ese sábado salió de la Sinagoga levantando su piecito por encima del humillado, tenía ocho años y se llamaba Baruch. Aunque cantaba, como todos, los salmos aprendidos en Ets Haim, habrá visto lo que sucedía con un dejo de angustia, extrañando el brazo de Hannah Deborah. Además de liturgia, en Ets Haim el pequeño Baruch aprendía hebreo. Llegaba allí todas las mañanas a pie, desde su casa frente al canal de Houtgraecht en el barrio de Waterlooplein –donde también Rembrandt había comprado una, que luego perdió, en la Joden-Breestrat. Muchas cosas sucederían en la intensa vida breve de Spinoza, pero jamás olvidaría el hebreo aprendido en la infancia con los mismos maestros que lo excomulgaron pocos años después. Dos obras para siempre inconclusas escribía al momento de morir; una de ellas, el Tratado político, no deja de cobrar importancia en la discusión filosófica. La otra, prácticamente desconocida, es un Compendio de gramática de la lengua hebrea. Ya debilitado por la tuberculosis, el filósofo, que en sus últimos años vivió en La Haya, destina sus preciosas horas finales a la composición de una gramática hebrea, a la rara atención por una lengua adquirida que no fue la de sus mayores –quienes consideraban sagrado el español–, sino la de judíos de otras partes y otros tiempos, que la fueron perdiendo en medio de “calamidades y persecuciones” historicopolíticas. Lengua que se pierde por la desgracia, pero también por el descuido en lo que ahora él, Spinoza, pone sumo cuidado. Pocos años antes había escrito: “Los antiguos expertos en esta lengua no dejaron a la posteridad nada sobre sus fundamentos y su enseñanza; al menos, nosotros no poseemos nada de ellos: ni diccionario, ni gramática, ni retórica. Por otra parte, la nación hebrea ha perdido todo ornato y toda gloria (nada extraño, después de sufrir tantas calamidades y persecuciones [nec mirum, postquam tot clades & persecuciones passa est]), y no ha conservado más que 28
unos cuantos fragmentos de su lengua y de algunos libros; pues casi todos los nombres de frutas, de aves, de peces y otros muchos perecieron con el paso del tiempo. Además, el significado de muchos nombres y verbos que aparecen en los sagrados Libros, o es totalmente ignorado o discutido. Junto con todo esto, echamos en falta, sobre todo, el modo de construir frases de esta lengua, ya que el tiempo voraz ha borrado de la memoria de los hombres casi todas las frases y modos de expresión característicos del pueblo hebreo”. Quizá Spinoza tampoco olvidó, nunca, la humillación de Uriel en la que tomó parte siendo niño. Y quizá también hay un secreto vínculo entre esa infancia, la memoria vaga de un rostro al que vio por última vez aquel sábado de 1640, ya desvanecido por el tiempo, y la piedad por una lengua amenazada. Reliquia de esa encrucijada de la muerte y la lengua –reliquia, también, de la muerte en la lengua–, una gramática puede haber sido ofrenda de amistad, o tardío estallido en el final de la vida de un pasaje (está en Jueces, 12, 5-6) en el que alguna vez pudo haberse detenido con tembloroso asombro el precoz aprendiz de hebreo: “Y los galaaditas tomaron los vados del Jordán a los de Efraín; y aconteció que cuando decían los fugitivos de Efraín: Quiero pasar, los de Galaad le preguntaban: ¿Eres tú efrateo? Si él respondía: No, entonces le decían: Ahora, pues, dí Shibolet. Y él decía Sibolet, porque no podía pronunciarlo correctamente, Entonces le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. Y murieron entonces cuarenta y dos mil efrateos”. Spinoza nunca fue viejo. Cuando se ocupaba en la gramática del hebreo ya había escrito sin embargo todos sus libros, y pensaba en los muchos dialectos perdidos para siempre en los que fueron redactadas las Escrituras –tal vez pensaba también en los cuarenta y dos mil efrateos degollados apenas por la pronun29
ciación de una consonante, que había leído en ese desolador pasaje del Antiguo Testamento hacía mucho tiempo. “La letra es el signo de un movimiento de la boca que provoca que se oiga cierto sonido”, dice en el comienzo la gramática spinozista. Y aclara que para los hebreos las vocales no son letras sino las “almas de las letras”, y en cambio las letras sin vocales –como la que dificulta la pronunciación de la palabra shibolet– son “cuerpos sin alma”. Siempre en la primera página de su Compendium, Spinoza escribe –para que todo sea “más fácilmente comprendido”– que la lengua hebrea es como una flauta donde las vocales son la música misma y las consonantes los agujeros pulsados por los dedos. Las muchas generaciones que habían hablado hebreo como si se tratara del sonido de una flauta no tomaron los recaudos que requiere la muerte. Esto sin embargo no lo escribió; en cambio sí escribió abruptamente: “Pero de esto ya es suficiente” (Sed de his fatis), como si se hubiera forzado a abandonar el tema para no sucumbir a la melancolía. Pensó irremediablemente en Hannah Deborah. Tenía siete años al morir ella; tal vez por eso, aunque trató de hacerlo muchas veces, no podía recordar el timbre de su voz. Tampoco ahora. Sustituyó entonces ese inútil esfuerzo de memoria por el de la sencilla piedra en la que estaba –y está– escrito su nombre en el viejo cementerio de Ouderkerk. Se prometió que iría aún otra vez allí a dejarle una amapola. También dejaría una en la de su padre, y otra en la del viejo Menasseh (que nunca había querido responder las preguntas que le hizo de niño sobre el texto de Jueces). Pero esa promesa no pudo ser cumplida.
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ETCÉTERA
El viaje desde Ámsterdam hasta Voorburg no es muy largo, lleva unas seis o siete horas de carreta. Un día de mayo de 1665 Spinoza debió detener la marcha a mitad de camino para hacerse una sangría debido a la fiebre. Relata este hecho en una carta de muy extraño tono que le envía al doctor Johannes Bouwmeester –quien es allí simplemente tratado como “amice singularis”. Se manifiesta en ella un delicado reproche por haber sido objeto de desatenciones varias: recibir una invitación para visitarlo la víspera del regreso a Voorburg y enterarse al llegar a la casa de su huésped que había partido a La Haya sin previo aviso; lucubrar una posible enmienda de esta descortesía con una visita de Bouwmeester a Voorburg, que sin embargo no se produjo; haber esperado “tres semanas y en todo este tiempo no he llegado a recibir carta suya”. Es posible advertir una pequeña desesperación en esta misiva –originalmente no incluida en las Opera posthuma por personal y “sin ningún valor”–, que Spinoza no dejará traslucir en ninguna otra antes ni después; un interés de singular intensidad, un raro énfasis para convencer a Bouwmeester de entregarse al estudio de la filosofía (“quisiera rogarle encarecidamente, aún más, se lo pido y suplico por nuestra amistad”) y desarrollar juntos una correspondencia sin necesidad de 31
temer que sus cartas serían comunicadas a otros “que después se burlen de usted”. En medio de tanta demanda afectiva e intelectual expresada en tan pocas líneas, hay una que no lo es: “espero que… me envíe un poco de ese dulce de rosas rojas (conservae rosarum rubrarum) que me había prometido”. El dulce de rosas que Spinoza pide a su amigo le envíe con la primera carta, había hecho presumir a Meinsma que el destinatario no era aquí Bouwmeester sino Koerbagh, quien en su libro Un jardín florido compuesto de toda clase de delicias sin tristeza se ocupa del dulce de rosas rojas y de ninguna otra conserva de las incluidas en las farmacopeas de la época. Incluso proporciona allí la receta, que Meinsma transcribe así: Se toman los botones de rosa, se los deshoja y se los muele con tanta cantidad de azúcar como de rosas, usando un mortero de piedra y una maja de madera, hasta que sea suficiente; se pone todo en una cacerola, se agrega un poco de agua y se deja reducir hasta lograr una consistencia razonable. Luego se vierte el contenido hirviendo en un pote y se deja enfriar. Cuando ya está frío se cierra el pote y se conservan así las rosas hasta el momento en que serán usadas. Sin embargo, ha podido establecerse que la carta iba dirigida no a Koerbagh sino a Bouwmeester y que pertenece a un conjunto epistolar más amplio que se ha perdido, o tal vez ha sido intencionalmente destruido. El último párrafo alude a la guerra entre Holanda e Inglaterra y concluye: “Deseo saber qué opinan los nuestros [respecto a la situación de la flota holandesa] por ahí y qué saben de cierto. Pero lo que deseo por encima de todo, etc. (sed magis, et supra omnia ut mej, etc.)”. El resto falta. Ese etcétera, seguramente lo que más importa, se ha perdido para siempre. ¿Qué deseaba en esa carta el filósofo Baruch Spinoza por encima de todo? El fragmento que nos ha llegado y estuvo a punto de no hacerlo (por no tener “ningún valor” a criterio de los primeros editores, sus amigos) deja presumir una historia de vida no 32
irrelevante; sobrevive como resto encriptado de algo más vasto que una incierta posteridad no tenía por qué saber; importa por lo que hay, allí, ausente. Si Spinoza obtuvo finalmente el preparado de rosas que le había sido prometido es una afirmación que nos está vedada para siempre.
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GRAMÁTICA Y GRATITUD
En la biblioteca inventariada de Spinoza, no pasa desapercibida una pasión muy singular por léxicos, gramáticas y diccionarios, colección elocuente que trasunta un marcado interés por la lengua. Ese inventario consigna el siguiente repertorio: Johannes Scapula, Lexicon graeco-latinum (Leiden, 1652); Philippus Aquinas, Dictionarium absolutissimum complectens… omnes voces hebraeas, caldaeas, talmudico-rabinicas (Paris, 1629); Nathan Mardochai, Concordantia hebraica (Basilea, 1580); Nathan ben Jechiel, Lexicon talmudico-rabbinicochaldaicum (Ámsterdam, 1655); Dictionarium lat. gall. hisp. (Bruselas, 1599); Gerardus Vossius, Aristarchus sive de arte grammatica libri septem (Ámsterdam, 1662); Ambrosius Calepinus, Linguarum novel… dictionarium (Leiden, 1654); Cornelius Schrevelius, Lexicon manuale graeco-latinum et latino-graecum (Leiden, 1654); Lorenzo Franciosini, Vocabolario italiano e spagnuolo (Ginebra, 1665); Johannes Buxtorf, Thesaurus grammaticus linguae sanctae hebraeae (Basilea, 1629); Martines Binnart, Bigloton amplificatum sive dictionarium teuto-latinum (Ámsterdam, 1662); Elia Levita, Grammatica hebraea (Basilea, 1543); Johannes Renius, Tirocinium linguae graecae (Ámsterdam, 1651); Gerardus Vossius, Institutiones linguae graecae (Ámsterdam, 1651); Gaspar Scioppius, Grammatica philosophica… (Ámsterdam, 1664); Gerardus 35
Vossius, Rudimento linguae graecae (Leiden, 1617); Ulrick Raetken, Gramatica o instruccion pàra quièn deséa deaprender perfectaménte à leér, escrivir i pronunciàr la léngua española, compuèsta por U. R., maestro de las lénguas española, portuguèça, alemana àlta i bàxa i flamenca; de la aritmética; libro de caxa… (Ámsterdam, 1653); Colloquia et dictionariolum linguarum (Ámsterdam, 1598). La acumulación de estos instrumentos de trabajo no admite ser adjudicada a la casualidad sino a una muy explícita política del lenguaje: la resistencia a la lengua única, la democratización de la filosofía (que en este caso aspira a ser democrática a su vez), el interés por la diseminación de las culturas, un universalismo militante concebido como consustancial al trabajo filosófico –que después de todo es un trabajo con las palabras–, y una explícita voluntad de crear las condiciones para el mutuo entendimiento de los hombres. En Spinoza el lenguaje es una institución política por antonomasia y la disputa de su hegemonía y administración a los poderes fácticos (en este caso la monarquía y el clero), una tarea que involucra de manera decisiva la práctica del pensamiento que llamamos filosófico. ¿Cómo, de qué, con cuál propósito, para quién se escribe en filosofía? En el caso del spinozismo y los autores radicales de Ámsterdam, el contenido político de la filosofía no es independiente de su popularización. La construcción de una filosofía popular, protegida por el anonimato, el pseudónimo, la clandestinidad y orientada a la emancipación religiosa y política, testimonia aquí una confianza en la potencia transformadora de las ideas, una paradójica articulación de radicalismo y prudencia, sin jamás apartarse de un realismo estricto. El trabajo contra la superstición comienza por una intervención sobre la lengua. La “lexicografía subversiva” de ese movimiento intelectual que articulaba radicalismo democrático y emancipación con sede en la escuela 36
de Van den Enden y en la librería de Jan Rieuwertsz, encuentra una de sus estaciones fundamentales en la trágica historia de los hermanos Johannes y Adriaen Koerbagh. Adriaen pone en el centro de su trabajo la cuestión, dramática e intensa, que se interroga por las maneras de hablar de la filosofía y la cultura, y pone en marcha la subversión de las existentes para su apertura a las clases populares. Perteneció al círculo del maestro lucianista, en cuya escuela de latín trabó amistad con Spinoza, que fue estrecha entre 1661 y 1663. El título de su obra más célebre resulta por demás significativo: Un jardín florido compuesto de toda clase de delicias sin tristeza, plantadas por Plácido Bocasincera, buscador de verdades, para uso y provecho de todo hombre que quiera sacar de allí algún uso o provecho. O sea una traducción y una explicación de todas las palabras y maneras de hablar bastardas sacadas del hebreo, el griego, el latín, el francés y otras lenguas extranjeras que son usadas (lo que es deplorable) en teología, derecho, medicina y en todas las artes y todas las ciencias, e incluso en el uso cotidiano de la lengua holandesa. Se trata de una verdadera enciclopedia práctica al servicio de las clases populares, llena de subjetivismos y usos de la primera persona, donde se abordan temas tales como medicina, cocina, educación sexual, ciencia, derecho, crítica bíblica, pintura, filosofía... –compendio heterogéneo y múltiple de saberes considerado por algunos como un antecedente de la Encyclopédie de Diderot y D’Alembert. El propósito de su autor al redactar este diccionario, como puede deducirse de la aluvional titulación, era sin dudas más político que filológico o puramente lingüístico: atacar el lenguaje de los especialistas y los doctos, incomprensible para el pueblo, y proporcionarle a la gente sin instrucción una herramienta de acceso a la ciencia, la medicina, el derecho y la filosofía. 37
La publicación del Jardín cometía la imprudencia de criticar, entre otros, el dogma de la Trinidad en lengua vernácula, y denunciar su instrumentación política por los teólogos. Atacaba en holandés corriente a las elites (juristas, médicos, teólogos, académicos) que monopolizaban el lenguaje, el saber y la cultura. Tras una delación, las autoridades de Ámsterdam arrestaron a Adriaen en Roterdam, desde donde fue trasladado encadenado en una jaula abierta y condenado, entre otras cosas, a diez años de prisión. Koerbagh declaró el 20 de julio de 1668 –tenía treinta y cinco años–; se ha conservado el documento de su declaración. En ella dijo dos veces “sí” y tres veces “no”. Dijo sí cuando le preguntaron si había compuesto la obra intitulada Un jardín florido…; también cuando inquirieron si lo había hecho sin ayuda de nadie. Dijo “no” cuando le preguntaron si había conversado sobre el contenido de la obra con Spinoza o con su hermano. Dijo “no” cuando le preguntaron si tuvo conversaciones con Spinoza sobre la lengua hebrea. Y finalmente, “preguntado por las palabras de su Diccionario hacia mitad de la página 664, que comienzan: quien ha sido propiamente el Padre de Jesús, si ha hablado de esta doctrina con Spinoza, dice no”. Adriaen protegió a su amigo de toda responsabilidad por ese vademécum de spinozismo práctico escrito en lengua popular, sin dudas a resultas de muchas y largas conversaciones sobre todas las cosas, y en particular sobre el manuscrito provisorio de la Ética. Una sola palabra suya y Baruch, también él, habría acabado en la prisión de Rasphuis. Confinado en la sección de delincuentes peligrosos, poco más de un año después, el 15 de octubre de 1669, quebrado, Adriaen Koerbagh moría en la cárcel. Sin dudas se trató de un golpe devastador para el grupo de librepensadores amstelodanos que desde hacía más de diez años había emprendido una poderosa aventura político-cultural contra la superstición y la servidumbre. 38
Aunque Spinoza no nos haya dejado ninguna referencia directa a la muerte del amigo, sin duda conmovida aún por esa tragedia, la pluma que redactaba el Tratado teológico-político (1670) deja leer entre líneas, en varios pasajes, alusiones de sentido inequívoco; en particular uno del capítulo XX que parece estarle dedicado –acaso la entera invención democrática que trasuntan las páginas finales de este libro sea una derivada de la amistad. “¿Qué puede haber más pernicioso [para el Estado] –se lee allí– que tener por enemigos y llevar a la muerte a hombres que no han cometido ningún crimen ni fechoría, simplemente porque son de talante liberal; y que el cadalso, horror de los malos, se convierta en el teatro más hermoso, donde se expone, ante el oprobio más bochornoso de la majestad, el mejor ejemplo de tolerancia y de virtud? Pero quienes tienen conciencia de su honradez… consideran honroso, no un suplicio, morir por una buena causa y glorioso morir por la libertad”. También parece haber sido el proceso por herejía y la suerte aciaga de los hermanos Koerbagh lo que llevó a Spinoza a extremar toda prudencia y manifestar su preocupación al enterarse de que el Tratado teológicopolítico había sido traducido al holandés y estaba en proceso de publicación. Una versión holandesa de la obra sería desastrosa, no sólo porque tendría la inevitable consecuencia de su prohibición (no obstante los obstáculos que debió sortear fue formalmente prohibido recién en 1674, es decir dos años después del asesinato de los hermanos De Witt), sino también porque era probable que desencadenara un proceso por herejía en su contra, similar al que llevó a la muerte a Adriaen. Desesperado, en febrero de 1671 Spinoza le escribía a Jarig Jelles: “El profesor N.N. en su reciente visita me contó, entre otras cosas, que mi Tratado teológico-político ha sido traducido al holandés y que alguien, no sabía quién, había decidido mandarlo a imprimir. Le ruego, pues, con toda seriedad, que ponga todo su interés en 39
informarse de ello, a fin de impedir, si es posible, su impresión. Este ruego no es solamente mío sino también de muchos de mis conocidos y amigos, que no verían de buen grado que se prohibiera este libro, como ocurrirá, sin dudas, si se publica en holandés. Confío firmemente que usted nos prestará este servicio a mí y a la causa”. Finalmente, la intercesión de Jelles parece haber tenido éxito y la versión holandesa –de Glazemaker– no aparecerá hasta 1694. ¿A qué llama Spinoza, en la última línea citada, “la causa”? Una militancia intelectual colectiva cuyo centro es una política de la lengua, se subordinaba –en el caso de Spinoza, aunque no de su amigo Koerbagh– a una cautela y una conciencia del significado que revestía la operación filosófica en curso. Esa conciencia era la de estar transitando una cornisa. Una tarde pensó en el silencio de Adriaen ante los jueces que lo condenaron. Lo que en realidad pensó es que ese silencio le había salvado la vida. Estaba triste pero quiso escribir algo que no lo fuera; lacónico, anotó en el folio manchado por descuido: “sólo los hombres libres son agradecidos entre sí”. Esa línea de la Ética sería, enigmática, un secreto homenaje a su memoria.
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MELANCÓLICOS, TRISTES, SORDOS Y SABIOS
Un sordo no es alguien privado de la escucha. No está privado de nada ni le falta nada –como nada les falta a los ciegos, a los mudos ni a las piedras. Un sordo es un sordo. Ni siquiera está excluido de la ciudadanía en los regímenes aristocráticos, donde sí lo están sin embargo los mudos, y también los infames, los niños, los que tomaron por esposa a una extranjera, los dementes y los vendedores de vino y de cerveza (oenopolae & cerevisiarii) (TP, VI, 11 y VIII, 14). Sólo que, a diferencia de los melancólicos y de los tristes, afligidos o de luto, los sordos están más allá de la música, no son afectados por ella para bien (como los melancólicos), ni para mal (como los que están tristes): Musica bona est Melancholico, mala lugenti; surdo autem neque bona neque mala (E, IV, Praef.). Algunos lectores de esta línea spinozista la han comentado con ironía y con sorna, como si fuera la revelación misma de la incapacidad que los filósofos ostentan siempre que abandonan el mundo de los puros conceptos. Como sea, intriga aquí sobre todo la presunta bondad de la música en los melancólicos. En el mundo antiguo hallamos un amplio tratamiento filosófico y médico de la melancolía. Platón la menciona –junto a la borrachera y la voluptuosidad– como una de las causas de la tiranía (República 573c); Aristóteles en cambio pareciera conferirle un estatuto 41
más clínico que político, aunque traza también un vínculo entre melancholia y akrasía: “los hombres irritables y melancólicos son los más dispuestos a la incontinencia” (Etica Nicomáquea 1150b). La acepción spinozista por su parte se sustrae a una antigua tradición iconográfica –que remonta presumiblemente al neoplatonismo del Renacimiento y tiene su momento más alto en el grabado Melancolia I de Durero–, según la cual la melancolía se encuentra estrechamente vinculada a la inclinación por pensar el mundo more geometrico y Saturno es considerado como el planeta de la Geometría: quien ama la manera geométrica vive bajo el signo de Saturno. Klibansky, Panovsky y Saxl han mostrado que sólo desde el siglo XVII melancolía tiene que ver con la Meditazione della morte (por ejemplo en Cesare Ripa); el vínculo entre melancholia y vanitas, en cambio, es más remoto. Una vieja leyenda de amplia circulación en la antigüedad –en virtud de la cual Robert Burton, autor de la monumental The Anatomy of Melancholy (1621), adopta el pseudónimo de Democritus Junior– hace de Demócrito el filósofo melancólico por antonomasia, a quien la vanidad de los asuntos humanos hacía reír todo el tiempo. No deja de resultar sin embargo extraña esta conjunción de risa –que según Spinoza es lo propio de los satíricos– y melancolía –pasión que afecta de tristeza a todas las partes del cuerpo al mismo tiempo. Pero un escolio de la Etica establece un vínculo entre los satíricos –que se ríen de las cosas humanas–, los teólogos –que las detestan– y los melancólicos –que las desprecian. Si la melancolía es mala de manera absoluta –no es posible imaginar una melancolía contraria al exceso– en cuanto bloquea totalitariamente la vida activa, es también una pasión solitaria por antonomasia: conlleva un elogio de “la vida inculta y agreste”, un “desprecio de los hombres” y una “admiración de las bestias”. Por ello, Hilaritas excessum habere nequit, sed semper bona est, 42
& contrà, Melancholia semper mala. Ninguna frase es posible acuñar con mayor contundencia antimelancólica. El vínculo melancolía / superstición cuenta con una profusa tradición iconográfica y se verifica por ejemplo en el grabado de C. Le Blon para la tercera edición (Oxford, 1928) de The Anatomy of Melancholy de Burton. Allí encontramos retratadas las formas principales de la melancolía: el enamorado, el maníaco, el envidioso, el solitario, el hipocondríaco y, como representante del superstitiosus, puede verse a un monje de rodillas recitando su rosario (el grabado se reproduce en Klibansky, Panofsky, Saxl, Saturno y la melancolía, figura 120). También un breve pasaje del Leviatán remitía la melancolía al mismo conjunto conceptual que Spinoza: superstición, muerte, soledad, temor: “el abatimiento provoca en el hombre temores inmotivados; es llamado comúnmente melancolía y tiene también manifestaciones diversas; por ejemplo la frecuentación de cementerios y lugares solitarios, los actos de superstición, el temor a alguien o a alguna cosa en concreto”. Melancolía y superstición revelan esta inherencia mutua en uno de los textos más bellos de la Ética. La moral del sufrimiento es sometida allí, junto a todo lo que resulta connatural a ella (el miedo, las lágrimas, los sollozos...), a una radical desmitificación concibiéndola como lo que es: mera superstitio, pues “sólo una torva y triste superstición puede prohibir el deleite (Nihil profectò nisi torva & tristis superstitio delectari prohibet). ¿Porqué saciar el hambre y la sed va a ser más decente que desechar la melancolía (melancholiam expelere)? (...) Ningún ser divino ni nadie que no sea un envidioso, puede deleitarse con mi impotencia y mi desgracia, ni tener por virtuosos las lágrimas, los sollozos, el miedo y otras cosas por el estilo que son señales de ánimo impotente” (E, IV, 45, corol. II, esc.). En esa misma página Spinoza escribe por segunda y última vez en toda su 43
obra la palabra “música”, esta vez no para recabar su efecto en los melancólicos, los tristes y los sordos, sino para decir que gozar de ella es lo propio del hombre sabio. Imaginemos una fiesta popular, un día cualquiera, en una plaza amstelodana. Suenan el chalumeau, el rommelpot (tambor antiguo que es posible detectar en cuadros de Jan Steen o Brueghel el Viejo), el dulcimer, una especie de viola llamada vielle, el shawm, la concertina y la gaita. Por un momento se mezclan sabios, tristes, melancólicos y hasta sordos; quizá bailan, o cantan canciones tradicionales. O tal vez sólo contemplan, apartados, mientras esperan su turno para comprar un poco de vino en medio de niños que corretean haciendo rodar grandes aros de caña, y de perros al acecho de comida.
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LA BUSCA DE ABENTOFAIL
El Dr. Johannes Bouwmeester fue fundador de la sociedad literaria Nihil volentibus arduum y también director del Teatro de Ámsterdam. A pedido de sus amigos Spinoza y Meyer, realizó una traducción al holandés del clásico relato panteísta del filósofo granadino Ibn Tofail o Abentofail, llamado originalmente Risala Hayy ibn Yaqzan fi asrar albikma al-mušrigiya (Epístola de Hayy ibn Yaqzan acerca de los secretos de la filosofía iluminativa) aunque más conocido como El filósofo autodidacto (Philosophus autodidactus...), según el título de la edición príncipe –que incluye el original árabe y una versión latina– publicada en Oxford por E. Pococke en 1671. La traducción de Bouwmeester fue tomada de allí, y publicada por Rieuwertsz un año después, en 1672. Misteriosamente, la segunda edición de 1701 lleva las iniciales S. d. B., que invertidas se leen B. d. S. Misteriosamente, un ejemplar de las Opera posthuma que consta en la Biblioteca Rosenthaliana de Ámsterdam se halla encuadernado junto a la versión holandesa de la Epístola de Hayy... Misteriosamente, Spinoza no tenía en su biblioteca el libro cuya traducción había impulsado. El filósofo autodidacto relata la vida de Hayy ibn Yaqzan, nacido en una isla desierta de la India bajo el Ecuador. El niño habría sido criado por una gacela y, como Robinson, se viste con pieles de las bestias, cons45
truye una choza, cultiva alimentos y cría animales, pero antes, por espontánea inteligencia y curiosidad de las cosas del mundo, aprende la ciencia y descifra filosóficamente el universo hasta lograr la visión intuitiva de Dios. Un día llega a la isla un anacoreta llamado Asal con el propósito de apartarse de la sociedad humana, en busca del retiro y la soledad. Cuando Hayy ibn Yaqzan lo vio, “le pasó la mano por la cabeza y por los costados, lo acarició y le mostró un rostro alegre y contento, hasta que Asal perdió el miedo y vio que no intentaba nada contra él”. Aquí, la curiosidad del solitario no es sólo intelectual sino física: vivo deseo de lo desconocido, atracción por él. El peregrino enseña al nativo el lenguaje y, cuando lo logra, se maravilla de que Hayy hubiera llegado por medio de la razón natural más lejos en el camino de la verdad que él por medio de la religión, y se impone la obligación de servirlo e imitarlo. A su vez, Asal le describe el culto externo y los preceptos de la religión, en los que Hayy no encuentra nada contradictorio con lo experimentado en el éxtasis sublime logrado por la sola inteligencia. La incursión de ambos amigos por el mundo de los hombres –pues hacia el final del relato emprenden un viaje a la isla habitada de la que provenía Asal para comunicar a sus pobladores la verdad tal y como había sido hallada por el filósofo autodidacta, esto es, de manera no alegórica–, acaba en fracaso dado que “los hombres son como las bestias”, al menos en su mayoría, sólo capaces de obedecer, de aspirar a premios y temer castigos. Antes de volver a la soledad de su isla, Hayy comprende la necesidad política de las alegorías, de los profetas y del culto externo para la “salvación de los ignorantes” –según un tópico clásico que se extiende desde la historia de la caverna platónica hasta el Tratado teológico-político. Hayy ibn Yaqzan advierte pues que 46
la vida de los muchos está definida por las pasiones y –aunque el texto no lo diga– es precisamente esa condición la que abre la vida política, inexistente en las islas de un solo habitante. ¿Cuál, me pregunto, pudo ser el motivo que condujo a esta vieja historia hispanoárabe a quien escribió tantas veces contra el mito de la soledad, contra la presunta dulzura de la vida agreste y contra la nostalgia? Arriesgo una conjetura: la nostalgia. En la biblioteca de Spinoza no está el volumen de la Risala… traducida por el doctor Bouwmeester que su amigo Rieuwertsz debió sin duda haberle enviado a La Haya no bien estuvo lista la edición. Pero sí está en cambio la más importante narración del barroco español, en cuyas páginas iniciales Gracián relata el naufragio de Critilo y su llegada a una isla sólo habitada por el joven Andrenio, quien no obstante no haber visto nunca antes a un ser humano le salva la vida ayudándolo a llegar a tierra. Y aunque carecían de común idioma (pues el isleño sólo sabía imitar “los bramidos de las fieras y los cantos de los pájaros”), “crecía en ambos a la par el deseo de saberse las fortunas y las vidas”. De manera que Critilo emprendió la enseñanza del lenguaje al inculto Andrenio, quien lo aprendió con facilidad gracias al “deseo de sacar a luz tanto concepto por toda la vida represado, y la curiosidad de saber tanta verdad ignorada”. Las primeras palabras del isleño fueron para expresar una curiosidad de sí: “Yo, dijo, ni sé quién soy, ni quién me ha dado el ser, ni para qué me lo dio: qué de veces, y sin voces, me lo pregunté a mí mismo, tan necio como curioso, pues si el preguntar comienza en el ignorar, mal pudiera yo responderme”. Los estudiosos de la literatura española han mostrado que, por haber sido publicado en su versión latina veinte años más tarde que la primera parte de El criticón, el relato de Abentofail no pudo ser una fuente de Gracián sino que 47
ambos habrían tenido por fuente común un viejo cuento tradicional árabe llamado Cuento del ídolo y del rey y su hija, muy popular en España desde el siglo dieciséis. Una noche de invierno Benedictus recordó el rostro de un niño gentil que lo llamaba Bento; recordó la tarde en la que Menasseh le explicó el significado del nombre Baruch mientras encendía las candelas de la Sinagoga; recordó los relatos tradicionales que Hanna Deborah le contaba en dulcísimo español, y sintió nostalgia. No era nostalgia de su infancia, no de su madre, no del viejo maestro, sino de un lugar que no conoció y al que sin embargo hubiera querido volver.
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LA BUSCA DE AVERROES
La modesta casa de Rijnsburg en la que Spinoza vivió entre 1660 y 1663 pertenecía al médico Herman Homan; fue vendida por su mujer en 1677 y luego olvidada y perdida toda memoria de sus moradores. En la última década del siglo diecinueve pudo ser detectada gracias a la inscripción sobre la piedra que está en el muro de la fachada, y que había sido mencionada por un autor del siglo diecisiete; cuatro breves líneas que atravesaron los siglos para llegar aún legibles hasta nuestros días. Se trata de versos escritos por un poeta colegiante llamado Camphuyzen, que suelen traducirse así: Si todos los hombres fueran sabios / y también buenos / la tierra sería un paraíso / pero ahora más parece un infierno. Gracias a esta inscripción la casita fue redescubierta en la senda que popularmente era conocida por la gente del lugar como Calle del Paraíso, luego adquirida, restaurada y abierta al público el 24 de marzo de 1899. Como se sabe, la biblioteca de Spinoza que desde entonces se alberga allí fue reconstituida poco a poco con auxilio del acta notarial que consignaba con minucia los libros y los objetos que pertenecieron al filósofo. Lo que apenas se conoce es el percance que la biblioteca sufrió durante la ocupación alemana de Holanda en la guerra. En la mañana del 6 de febrero de 1941 (“entre las 11 y las 13 hs.”) los libros y archivos laboriosamente obtenidos por 49
Van der Tak fueron confiscados, “empaquetados en 18 cajas” (según consta en el documento producido por los grupos de tareas nazis en Holanda, que también advierte se incluye en las cajas “obras de gran importancia para el examen del problema-Spinoza”) y trasladados a Alemania por orden de Rosenberg. Se trata de 159 volúmenes que, excepto dos, serían recobrados gracias a su hallazgo fortuito en una mina de carbón cerca de Frankfurt tras la derrota de Hitler. Para nuestra pena e infinito perjuicio de la filosofía, entre ellos no consta ninguno de Averroes. Sin embargo, por una carta de Schuller a Leibniz sabemos que en el momento de morir Spinoza se hallaba en su busca, la busca de Averroes. En esa epístola, escrita el 29 de marzo de 1677, el doctor Georg Hermann Schuller consultaba con el erudito filósofo de Hannover esto: “Quisiera saber por ti si acaso has visto algunos de los siguientes libros, cuyo catálogo con la inscripción de libros rarísimos se hallaba entre sus papeles [de Spinoza]:… Averroes, Argumenta de aeternitate mundi…”. En el límpido título de este libro “rarísimo”, Spinoza habrá sentido que tenía un amigo y también, como si fuera el sentimiento de otro que había llegado a él sin que supiera cómo, una vaga nostalgia de Sepharad.
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EL MISTERIO DE NICCOLÒ
El 25 de febrero de 1677 hacía frío. Ese día, cuatro después de su muerte, Spinoza era enterrado en una tumba colectiva junto a la Iglesia Nueva, donde el cortejo llegó seguido de seis carrozas. Tras la ceremonia, breve y sin oración, los amigos fueron invitados con vino en la casa de Pviljoensgracht 72/74. Colerus transcribe en su relato el contenido de la cuenta de gastos abonados en esa ocasión: Año 1677. En la casa mortuoria del señor Spyck. Se le debe a Geredina Boom, el 24 de febrero, 50 litros de vino, con impuestos y gastos de porte: 19,65 florines. La que suscribe reconoce que se le ha abonado el total el 28 de febrero de 1677. Geredina Boom. La abundancia del vino hace pensar que las personas reunidas para beber no fueron pocas, y que las tres pequeñas plantas de las que consta la casa, y no sólo una, fueron ocupadas por los amigos y vecinos del filósofo esa tarde, en la que enseguida anocheció. Spinoza fue enterrado en la concesión temporaria n° 162 de la Nieuwe Keerk sobre el río Spuy. El 20 de febrero, en la misma fosa, había sido enterrada una mujer. Cinco días más tarde, el sepulturero escribió en el registro de inhumaciones de la Iglesia: El 25 de este mes fue enterrada Meryge van Tessel, que habitaba en la Prinsestraat. El mismo día, un niño de Louris Lemans que habitaba sobre el Kalvermert. El mismo día Benedictus 51
Spinoza, quien habitaba frente a las casas del Espíritu Santo. Añade Meinsma que aún tres cuerpos más fueron sepultados en la tumba 162 antes de que concluyese el 25 de febrero. Esa sepultura no existe más. La azarosa colección de muertos con la que se iría cargando en el tiempo fue desenterrada un día para renovar el lugar, o bien llegó a su límite, quedó olvidada en el indecidible sitio del predio que ocupaba, y así desapareció en silencio por acción de los días y la tierra. Ningún elemento de prueba permite en cambio afirmar que los restos de Spinoza hayan sido “robados”, como es posible leer en una página de Antonio Damacio. ¿Cuánto tiempo transcurre antes de que los vestigios de un cuerpo desaparezcan por completo? En el prólogo a su transcripción de 1836 al francés moderno del Discours de la servitude volontaire, cuenta Charles Teste que, “notable por su singularidad”, el cementerio de Nápoles estaba compuesto de 365 fosas muy profundas. Todos los días se abría una y se arrojaba en ella entremezclados, luego de haberlos despojado de todo, los cadáveres de quienes habían muerto el día anterior, y a la tarde el foso se cerraba herméticamente para no volver ya a ser abierto hasta el mismo día del año siguiente. Los testigos de esa reapertura aseguraban que, durante ese período, la tierra devora completamente a los cadáveres sepultos y que no queda ningún vestigio de ellos. Durante los 364 días en los que permanecía cerrada, a veces coincidían en la misma tumba colectiva personas que concurrían a llevar una flor a sus seres queridos, muertos en diferentes años, y se formaba una extraña comunidad de desconocidos sólo hermanados por el azar de una sepultura común. Allí se entablaban amistades, se convenían matrimonios y se pactaban delitos. 52
En los registros del cementerio se conserva un documento necrológico donde consta que alguien llamado Niccolò di Possello asistía todas las mañanas a la reapertura de la tumba donde correspondía descargar los muertos recientes. Sólo miraba que así ocurriese y, cuando parecía cerciorado, se iba. En la Nieuwe Keerk las cosas sucedieron de otro modo, con mayor lentitud y sin misterio. Todo vestigio de lo que un día fue allí confiado a la tierra se fue perdiendo por pura simplicidad del tiempo.
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UN CUADRITO QUE REPRESENTA A UN TIPEJO
Alguien muere. Lo que deja alguien que muere está envuelto en un tabú. Cuando ya no son de nadie, las cosas cambian completamente de aura y se cargan de una espectralidad misteriosa, a veces insoportable, en particular la ropa y las telas, las almohadas, la cama, todo lo que tuvo un contacto asiduo con la piel y con las partes del cuerpo –sobre todo las que no son las manos. Otro tipo de objetos, en cambio, se recobran del despojo con mayor facilidad. ¿Qué deja un filósofo al morir? ¿Qué ha recogido a lo largo de sus días? ¿Qué decidió conservar de todas las cosas que interceptaron su existencia en algún punto y qué, en cambio, consideró preferible no procurar para sí? Las cosas que alguien deja al morir son las reliquias de un tipo de intimidad con el mundo; las que deja un filósofo en particular, también, los restos de una forma de vida y de una contemplación …En primer lugar una cama, una almohada, dos almohadones y dos mantas, junto con un par de sábanas rojas, cortinas y un volante con una colcha de paño, y, además, siete camisas, buenas y malas, y dos pares de sábanas más –dice el primer inventario de las cosas de Spinoza, firmado el mismo día de su muerte por el notario público W. van den Hove. 55
Sigue lo que se halla en un cuartito de la fachada, cuya puerta ha sido sellada por mí, el notario: un molino de afilar, con distintos utensilios, para pulir cristales y un armario con diversos libros; un pantalón y una chaqueta turcos, un pantalón y una chaqueta de paño, y un abrigo turco de color y otro turco negro; ítem un manguito negro, una llave y un sello al lado; ítem dos sombreros negros y un manguito negro; dos pares de zapatos, unos negros y otros grises, con un par de hebillas de plata; un cuadrito que representa a un tipejo; una mesita de madera y otra mesita de tres patas; otras dos mesitas con utensilios encima y un cofrecito que está debajo. Doce días más tarde, el 2 de marzo, un segundo inventario (¿por qué razón?) repite algunas cosas del primer conteo y agrega otras. Lanas. En primer lugar, una cama, una almohada, dos almohadones, una colcha blanca y otra roja, dos sábanas, cortina, volante y colcha. [Además], un abrigo turco negro y otro de color; una chaqueta de tela de color con una almilla y un pantalón de tela de color, una chaqueta turca negra y un pantalón turco y negro; una chaqueta vieja de sarga, un par de medias de punto negras; dos sombreros negros, un manguito con un par de guantes; un par de zapatos negros y otros grises, un viejo bolso de viaje a rayas y un gorro viejo de guata. Ropa blanca. Dos pares de sábanas, seis fundas de almohada, dos bolsas de ropa; siete camisas, diecinueve alzacuellos; diez pares de puños, buenos y malos; cuatro pañuelos de algodón, con otro pañuelito a cuadros; catorce pares de calcetines de hilo y otro más, entre buenos y malos; una bufanda, con dos corbatas de algodón, y dos pañuelos malos. Según el anuncio del 2 de noviembre de 1677, la subasta de los bienes dejados por Spinoza tendría lugar en La Haya, en casa del señor Hendryck van der Spyck, pintor, en el Paviljoensgracht, frente a Dubelestraat; según ese mismo documento se venderán el día jueves 4 de noviembre a las nueve horas, en pública subasta
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al mejor postor: libros, manuscritos, catalejos, lentes de aumento, vidrios pulidos al efecto y distintos utensilios de pulir, tales como molinos y llaves de metal, grandes y pequeñas, apropiadas a ese fin. El jueves indicado por el anuncio se vendieron, efectivamente, los bienes del difunto señor Spinoza en casa del mencionado señor H. van der Spyck, sobre el Burgwall, por 430,65 florines. La suma no hubiera sido mucho más abultada si se hubiera contado en el remate con el cuchillito de mango de plata que, según Colerus, al marcharse de la habitación donde acompañaba al moribundo se llevó consigo el doctor Lodewijk Meyer, una vez constatada la muerte de su viejo amigo –algunos afirman que no se trató de Meyer sino de Schuller; otros que ni de Meyer ni de Schuller sino de Bouwmeester. De todas las cosas registradas por el notario sólo hay una carente de uso en sentido estricto. No imagino subastado el cuadrito con el tipejo que –adorno solitario, regalo sentido de alguien amado o adquisición en la tienda de un chamarilero simpático a orillas del Amstel– habrá ocupado una de las paredes en la habitación en alto del filósofo durante los días tranquilos de trabajo con el vidrio y las noches frías del cuerpo paciente inclinado sobre el manuscrito de la Ética. Ese pequeño cuadro –que presumo sin ningún valor, como el que conservaría una abuela o una tía vieja en una sala a oscuras– me conmueve sin que yo sepa muy bien por qué. Si pudiéramos transformar todo lo que menciona la enumeración del notario en una imagen fotográfica, el cuadrito del tipejo sería el punctum del que hablaba Barthes. Seguramente, al menos durante un tiempo, habrá quedado arrumbado en la habitación de trastos de Van der Spyck.
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HERENCIA
Kortholt y Colerus transmiten que la única herencia obtenida por Spinoza tras el saqueo familiar de sus hermanos, fue una cama. Tal vez hubo algo más. Entre los objetos encontrados en su habitación el día de su muerte –además de una mesita de roble, otra mesita de roble de tres patas, dos mesitas de abeto cuadradas con un cajón, una caja de color, una librería de roble con cinco anaqueles y un cofre viejo, según consta en el acta notarial–, hay uno inadvertido y precioso: “un juego de ajedrez en una bolsa” (Freudenthal 164/69). Ni en sus cartas, ni en los testimonios de sus amigos, ni en las biografías antiguas hay menciones que proporcionen alguna información de Spinoza como ajedrecista. Si lo había sido, quizá el tablero se hallaba siempre abierto con algún problema en curso con el que se distraía de la redacción filosófica y de la lectura; o quizá sólo lo abría para una partida cuando algún visitante llegaba a la Paviljoensgracht. Pero podemos presumir otra cosa. Podemos imaginar ese juego como una remota herencia sefaradita que pasó por muchas generaciones, por muchos países y por muchos peligros hasta llegar a esa precisa casa de La Haya. En caso de que así fuera, al entregárselo a Baruch antes de morir, su padre Michael pudo haberle confiado que su abuelo Abraham lo trajo consigo de Nantes para luego obsequiárselo a él una 59
tarde cualquiera en Vidigueira, y que antes, hacía muchos años, Abraham lo recibió de Fernão, su padre. A su vez, el padre de Fernão, cuyo nombre se ha perdido, lo había puesto entre las pocas cosas que pudo llevarse cuando, de un día para el otro, debió huir con su pueblo de España y de la muerte. El ajedrez era muy popular entre los árabes y los judíos de la Península (en tiempos de Al-andalus, la reina carecía de poder y movía de un casillero solo, como los peones). Probablemente el juego de Spinoza tenía aún elefantes (en árabe al-fil) en lugar de obispos, figura introducida más tarde por los cristianos en detrimento del noble paquidermo, que los hindúes usaban en la guerra. El ajedrez que Spinoza conservaba dentro de “una bolsa” es el más misterioso de sus objetos –acaso algunas veces sacaba las piezas, las dejaba caer sin orden sobre la “mesita de roble” para tocarlas o sólo mirarlas con tristeza, como vestigios de una memoria que no había sabido honrar. Como todo lo demás, fue subastado el 4 de noviembre de 1677.
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PESCADOR
El cuaderno de dibujos de Spinoza que Van der Spyck le enseñó al pastor Colerus (“Tengo entre mis manos todo un librito con sus dibujos”, escribió este en su relato sobre la vida del filósofo, como si quisiera convencer al lector de su veracidad) al parecer contenía retratos de “personajes relevantes” que Colerus dice silenciar “por razones obvias”, para sólo detenerse en el retrato de Masaniello que consta en la “página cuatro” –seguramente una réplica del conocido grabado de Pieter de Jode, circa 1660. Según la descripción del religioso alemán, el dibujo de Spinoza representa al pescador napolitano “en mangas de camisa y con una red de barco sobre el hombro derecho”. El hospedero –de quien tenemos así de manera indirecta la única información de ese cuaderno de dibujos que Colerus afirma haber tenido en la mano–, le habría dicho también que el rostro del mítico revolucionario de Nápoles era un autorretrato de Spinoza, pues “se parecía a él punto por punto”. Los diez días que conmovieron a Nápoles en la revuelta antiespañola de julio de 1647 tuvieron una intensa circulación e interés en los grupos radicales de Holanda y de toda Europa, y una extensa iconografía no obstante la damnatio memoriae del joven pescador, y la orden de la realeza española, tras su asesinato, de 61
quemar sus imágenes y abstenerse de realizar otras –con excepción de escritos, dibujos y pinturas que lo mostrasen como un “loco”. Son conocidos los retratos de Aniello Falcone (1647), el de Micco Spadano en el que Masaniello está vestido de capitán general, o el Masaniello precozmente envejecido de Onofrio Palumbo (ca. 1647). Lo es menos el de Andrea de Lione, del mismo año, salvado por milagro de la destrucción española (todos ellos y muchos otros pintores formaban parte de la Compagnia della Morte, grupo clandestino que en las noches tendía emboscadas a los españoles por las calles de Nápoles). También ha sobrevivido una importante cantidad de estampas populares anónimas, que inundaron Europa tras el asesinato y decapitación de Masaniello el 16 de julio de 1647, último día del breve “reinado” que instituyó en la ciudad con el apoyo de las clases populares y los artistas. El escueto pasaje en el que Colerus habla de este dibujo donde Spinoza se habría autorretratado vestido como pescador, transmitió a la posteridad la leyenda de un Spinoza revolucionario: finalmente, en esa imagen perdida estaría cifrada la idea que el filósofo habría tenido de sí y el secreto de su obra. Sin embargo, otra interpretación es posible. Baruch (por entonces ya Benedictus) no quiso retratarse como revolucionario sino sólo como un pescador, como un hombre de mar contiguo a ese inocente mundo sumergido en el que los peces grandes se alimentan de los más pequeños sin perturbar la naturaleza, al igual que tampoco lo hacen las arañas que riñen. El día que Spinoza tomó un carbón y se dibujó con una red de pesca al hombro, tal vez sintió la muerte cerca y recordó, o anheló, el olor del mar.
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CURAÇAO
Tuvo la súbita revelación de que se iría lejos la fría tarde en la que caminó hacia la sepultura de su hermano junto a un grupo de personas que desconocía, como lo desconocía todo de Baruch. Ahora enferma, Rebeca observó el mar desde la playa de esa isla remota que no hacía honor a su nombre y pensó con nostalgia en su infancia, en el negocio de especias de su padre donde sus hermanos y ella jugaban a esconderse, en la Sinagoga vacía donde sintió el miedo por primera vez. No sabía por qué, en esos días de debilidad el rostro lánguido de Baruch la golpeaba como una ola de pasado que percutía con emoción; se reprochaba no haberlo acompañado después del herem que destrozó a su familia. Iba todas las tardes a la costa para olvidarse de los rostros afiebrados que acariciaba sin esperanza, y para simplemente mirar el mar como si trajera cosas olvidadas de su vida. Aquella vez, al enterarse de la muerte de Baruch, había viajado a La Haya de inmediato y no pudo evitar ser capturada por una pena aguda mientras observaba con discreción a las personas del cortejo que acompañaron los restos de su hermano hasta la Iglesia Nueva, tratando de comprender en algún signo fortuito el significado de una vida de filósofo. Salvo ella, ningún judío se había acercado ese día a la Paviljoensgracht, ni a la Iglesia. Le pareció en cambio que Baruch era muy 63
querido entre los artistas y los comerciantes gentiles y que había cultivado amistad con mucha gente sencilla. Ella había ido por remordimiento. Todos pensaron que fue por interés en las pertenencias de su hermano; en realidad, la única que le interesaba era una vieja cama familiar que se hallaba aún entre sus cosas y que ella recordaba bien, pues allí dormían juntos cuando eran niños en algunas noches de invierno. Aquella tarde, caminado hacia la Iglesia entre gente desconocida sintió por primera vez que quería irse lejos, lo más lejos que fuera posible, y también un intenso deseo de hacer algo por otros, de ayudar a seres ignotos en cuyo fondo se agitan otras lenguas, otras memorias, otras mañanas, otras historias. Ahora, sentada al borde de una isla perdida en un continente nuevo, pensaba en su vida y pensaba que pronto moriría, como había visto morir a tantos hombres y mujeres en Curaçao sin poder otra cosa que escuchar incomprensibles palabras de dolor en creol y dejarse tomar la mano en el momento en que se iban. Los moribundos necesitan que alguien los acompañe para tomarles la mano con angustia, como si se sintieran a punto de caer desde muy alto. Ahora, frente al mar, se preguntaba si Baruch había tenido junto a él una mano amiga de la que aferrarse cuando sintió que la vida lo dejaba. Ya casi no quedaba luz, se paró con dificultad, sacudió la arena de su cuerpo y caminó despacio de regreso a la aldea. Se había hecho demasiado tarde. Rebeca murió ese año de 1695, al igual que su hijo Miguel, de fiebre amarilla. Tal vez pensó aún una última vez en Baruch, como quien busca una mano en el momento antes de caer a lo desconocido. En la más antigua tumba del más antiguo cementerio judío de América está inscripto desde entonces el nombre de Spinoza, que Rebeca trajo desde Holanda, con el propósito de ayudar a otros. 64
EL PANTEÍSMO Y LA NIEVE
En la Carta sobre Estados Unidos que Sarmiento enviara a Don Valentín Alsina con fecha del 12 de noviembre de 1847, el sanjuanino vaticinaba el panteísmo como destino ineluctable del país norteamericano; según sus impresiones de viaje, la tradición judeo-cristiana, a través de la multitud de sectas que pululan en Norteamérica, ha sabido adaptarse a la inteligencia popular; luego se ha elevado a “filosofía pura”, al “deísmo”, sin desmedro del sentimiento religioso. El caos religioso que la multitud de sectas despliega con tolerancia, a distancia de la autoridad política, acabará en una religión filosófica única: “…una secta nueva, panteísta, en cuanto admite todas las disidencias i respeta todos los bautismos… desprendiéndose de toda interpretacion religiosa… La moral del cristianismo como expresion i regla de la vida humana, como punto de reunion asequible i aceptable por todas las naciones, hé aquí el único dogma que admiten, como la virtud y la humanidad del único culto i la única práctica que prescriben a los creyentes” (…) “Concluyo de todo esto, mi buen amigo, en una cosa que hará pararse los pelos de horror a los buenos yanquis, i es que marchan derecho a la unidad de creencia, i que un dia no mui remoto la Union presentará al mundo el espectáculo de un pueblo católico devoto, sin forma relijiosa aparente, filósofo sin abjurar el cristia65
nismo, exactamente como los chinos han concluido por tener una relijion sin culto…”. Religión filosófica en la que confluye el proceso civilizatorio norteamericano, el panteísmo es el paralelo espiritual que se corresponde con la desembocadura democrática que persigue la historia. ¿Sarmiento panteísta? No resulta imposible imaginar que, durante el segundo viaje del sanjuanino a los EEUU en 1865, pudo ser este uno de los temas en los “prolongados coloquios” entre él y Ralph Waldo Emerson, conspicuo exponente –al igual que su discípulo Walt Whitman– de esa amenaza panteísta que acecha en democracia y tanto preocupaba a Tocqueville. En el escrito sobre Educación común, Sarmiento transcribe la célebre referencia acerca de la educación y la nieve: “Vueltos de Lenixton pasé otro día con Mr. Waldo Emerson, en aquellos coloquios que tan de suyo vienen y se prolongan entre hombres que representan países, literaturas, civilizaciones y costumbres distintas y que se ponen en inmediato y personal contacto por la primera vez. Hablamos de todo: de educación, de escuelas, del clima. ‘¿Nieva en su país?’, me preguntó. ‘Poco’, respondí. –‘La nieve, repuso, contiene mucha educación’. Yo me quedé parado, dando tiempo a que se desarrollase la serie interminable de pensamientos que esta expresión de forma nueva despierta. La nieve, el largo invierno, la reconcentración de la familia en torno de la chimenea, la acción moral de los mayores, las familias del norte y del sur”. ¿Sarmiento panteísta? Dejemos esta inquietante conjetura abierta, o más bien mantengamos su carácter de pura ficción, pero la compongamos con una curiosidad. A principios de 1876, se formó en Holanda una comisión internacional en conmemoración del bicentenario de la muerte de Baruch Spinoza –cuyo nombre, como se sabe, es sinónimo de panteísmo desde que en 1705 John Toland acuñara ese neologismo precisamente 66
para designar el sistema spinociano–, con el propósito de encomendar una estatua de bronce bajo la consigna Spinoza, mensajero de la humanidad emancipada y feliz. La realización de la escultura –actualmente en la Paviljoensgracht frente a la morada última del filósofo– fue finalmente adjudicada a un joven escultor francés llamado Frédéric Hexamer y erigida el 14 de septiembre de 1880.El documento en el que consta la constitución de esa Internacional spinozista, se halla incluido como Appendix D en la reciente edición del clásico libro de Sir Frederick Pollock, Spinoza, his life and Philosophy. Puede corroborarse allí que se hallaba constituida por miembros de Austria, Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia, Irlanda, Rusia, Estados Unidos, Holanda y otros países. Como integrantes argentinos de ese ilustre comité, se consignan dos nombres: “Prof. H. Weyenbergh” y “Dr. D. F. Sarmiento”.
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MUSEO DE ZOOLOGÍA
Cuando el profesor Hendryk Weyenbergh llegó al puerto de Haarlem diez años después de haber zarpado de allí, le pareció encontrar una ciudad distinta, indiferente, desencantada. Tal vez la enfermedad que lo trajo de vuelta le hacía ver de ese modo todas las cosas. Era médico y no se engañaba, moriría pronto. Su vida había sido breve y los años de Córdoba le parecían como un sueño. Aunque todo era muy reciente, recordaba con nostalgia la tranquila Calle Ancha por donde caminaba todas las tardes hasta el río, los insectos desconocidos que encontraba en la orilla y guardaba en un frasco, algunas especies raras de aves que le hubiera gustado traer a Holanda si no estuviera tan derrotado por el dolor –en particular una monjita gris embalsamada en una vitrina del museo de zoología que logró formar con mucho esfuerzo y que los cordobeses sin duda destruirían rápidamente, si es que no lo habían hecho ya, apenas haberse ido él. Piensa con tristeza en la monjita gris con el cartel inverosímil que la presentaba como xolnis cinerea, criatura tan delicada y digna de estar en el mundo; se la había regalado el doctor Schulz para el museo. ¿Es posible sentir nostalgia por algo que ha sido soñado? La vanidad lo engulle todo. Haarlem ha cambiado mucho, el olor del puerto donde jugaba cuando era 69
niño ya no existe, ni la alameda del norte. Todas esas cosas estaban hechas de la materia de los sueños, como la ciencia, como Córdoba. No la monjita que Schulz había atrapado en Tulumba, ni la muchacha india que todos los días durante ocho años le preparó el almuerzo. Tampoco el ejemplar de la Ética que lo acompañó por la travesía y que dejó olvidado junto a otros papeles en su mesa de trabajo de la Academia de Ciencias. En esa misma mesa le habló una tarde de invierno al señor Sarmiento de su compatriota Spinoza. Sarmiento –como todos, también el doctor Weyenbergh le decía simplemente Sarmiento– lo escuchó con una inusual atención en él; dijo que esa filosofía sería desde entonces la suya y que aunque estaba pobre contribuiría con la estatua. En la comisión que formó Van Vloten había muchas eminencias de todo el mundo pero nadie que hubiera sido presidente. Supo por carta que finalmente instalaron la estatua, pero él ya no tenía fuerzas para ir a La Haya, le bastaba saber que estaba allí. Aún no había cumplido cuarenta años y moriría pronto, lo sabía por su cuerpo y también porque era médico. Por las noches lo asaltaba el recuerdo de algunas pocas cosas, a las que ahora se reducía su realidad: la monjita embalsamada, la atenta cara hosca del viejo Sarmiento mientras le hablaba de Spinoza, los insectos en la vera tranquila del río, el puerto de Haarlem cuando era niño y su madre lo llevaba a jugar allí, el fuerte olor a pescado y a sal… Algunas pocas veces en las que se siente con fuerzas para leer se lamenta por el descabalado volumen de la Ética olvidado en Córdoba, donde con seguridad no le serviría absolutamente a nadie.
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EL LIBRO EN EL JARDÍN
A excepción de trece cartas autógrafas custodiadas de los embates del tiempo por el azar, el único objeto aún en el mundo que sabemos con certeza estuvo en las manos de Spinoza es un ejemplar del Tratado teológicopolítico obsequiado por su autor a un tal Jacobus Statius Klefmann, con una dedicatoria de su puño y letra en la que se lee: Nobilísimo D° / D° Jacobo Stasio / Klefmanno Dono / D. Auctor et nonnullis / notis illustravit / illasque propria / manu scripsit Die / 23 Julii Anno 1676., y cinco anotaciones al margen, que hacen presumir se trataba de su propio ejemplar de trabajo. El itinerario de este objeto puede ser recorrido desde comienzos del siglo XIX, cuando se hallaba, sin que se sepa cómo llegó allí, en la biblioteca universitaria de Könisberg, de donde fue sacado durante la ocupación rusa tras la guerra; actualmente se encuentra en el Spinozaeum del Monte Carmelo, en Haifa. Por elemental materialismo de la imaginación atribuimos a los objetos un poder revelador del que carecen las palabras, afectadas siempre de desvanecimiento –cuando son pronunciadas– o de irremisible alteridad –cuando son escritas. Los objetos tocados alguna vez por el cuerpo de alguien separado por los siglos transmiten esa existencia con extraña eficacia (si sueñas con el 71
Paraíso y despiertas con una rosa entre las manos, ¿entonces qué?) y establecen un vínculo en el tránsito catastrófico de las generaciones que evita su dispersión en la inconmensurabilidad del tiempo. Pues las marcas dejadas en el mundo por el hombre enigmático –todo ser humano lo es– que buscamos comprender cuando lo evocamos por sus ideas o su nombre, trasvasan de un soporte material a otro, de una lengua a otra, de un lugar a otro, como si fuera el líquido precioso que un cántaro vuelca en un cántaro antes de romperse. Lo que así nos llega es incierto; adulterado, enriquecido, malversado, llevado a plenitud –incluso todo ello a la vez– por la infinita conversación humana –y también por las manos que preservan los cántaros hasta que se desusan o finalmente se rompen. Pero la materialidad de los objetos que nos llegan íntegros, extraños, en tanto restos de un naufragio o reliquias de un mundo desaparecido, de algún modo nos devuelven al principio y permiten siempre comenzar la conversación como si se tratara de las primeras palabras acerca de algo y no hubiera habido antes ninguna que debamos presuponer. Porque, ¿qué sería de la aventura humana sin objetos a descifrar que prueben la existencia de otros en la anterioridad imaginaria del tiempo? Sin que sepamos muy bien por qué tranquiliza saber que en algún lugar de la Tierra existe un libro en cuyas páginas Baruch Spinoza anotó palabras que tal vez olvidó escribir antes de confiarlo a la imprenta de su amigo Jan Rieuwertsz –también palabras que buscan testimoniar el don de la filosofía. Y está bien que ese lugar sea el Monte Carmelo, llamado por los árabes Karmel, es decir jardín.
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DARSE VUELTA
Cuando los varones de la ciudad de Sodoma rodearon la casa e increparon a su morador para que les entregase a los dos forasteros que hospedaba, el viejo Lot quiso disuadirlos con la siguiente proposición: a cambio del cuerpo de los extranjeros, les ofreció el de sus dos hijas, que eran vírgenes. Según la antigua versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, amenazado por la viril multitud el hombre habría exclamado: “…tengo dos hijas que no han conocido varón; os las sacaré fuera y haced de ellas como bien os pareciere; solamente que a estos varones no hagáis nada, pues vinieron a la sombra de mi tejado”. Los sodomitas rehusaron la propuesta, que las jóvenes habían escuchado desde el interior de la vivienda asediada, al parecer con resignación –o al menos sin que conste protesta ni reproche. El final de la historia es conocido: una vez a salvo de la destrucción gracias a los ángeles, en la cueva de una montaña las hijas de Lot emborracharon con vino al viejo –único varón sobreviviente de la ciudad y del mundo–, para dormir con él y asegurar la descendencia humana. Ebrio, Lot no sintió a sus hijas cuando en dos noches sucesivas se acostaron junto a él, ni cuando se levantaron. Y así concibieron de su padre.
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En tanto, de camino a la montaña, la mujer de Lot había quedado convertida en estatua de sal por desoír la única advertencia de los ángeles antes de que una lluvia de fuego y azufre se abatiera sobre la ciudad: “no mires tras de ti” (Génesis, 19, 17). Lacónica recomendación de presumible ineficacia tratándose de seres humanos, criaturas que parecieran no poder dejar de mirar atrás cuando son alcanzados por un sonido, una sensación o un recuerdo. Los humanos, casi siempre, se dan vuelta. ¿Qué vio la mujer de Lot? ¿Fue su desgracia la curiosidad? “Nunca se sacia el ojo de ver”, dice el Eclesiastés (1, 8). La destrucción de Sodoma esconde un secreto de Dios insoportable para el ojo humano, o prohibido para su recuerdo. La mujer de Lot, que había escuchado ella también impasible y sin decir nada cuando el marido entregaba sus hijas a la turba masculina, simplemente vio algo que no debía; convertida en estatua de sal, jamás podrá revelar el secreto. Padre e hijas siguieron su camino sin mirar atrás –ni a la mujer ahora inmóvil, ni a Sodoma en llamas. Más infinitamente triste es la historia de Orfeo, cuya dulcísima lira había conmovido la existencia infernal, y había interrumpido sus rutinas de dolor: la rueda en la que Ixión era supliciado se detuvo por única vez; Tántalo se olvidó del agua y de la sed; Sísifo descansó sobre la roca… Según la versión de Ovidio en Metamorfosis X, emocionados por una música tan sentida, Plutón y Proserpina concedieron al tañedor la gracia de bajar a los infiernos para rescatar a Eurídice –que había muerto de una mordedura de serpiente– y hacerla volver entre los vivos. En el regreso Orfeo debía caminar delante de su amada y la condición era solo una: no darse vuelta para mirar atrás, hasta haber salido del país de las sombras. Así caminaban en medio del silencio, la penumbra y el terror cuando, enamorado y feliz, el hombre se volvió para preguntarle a la joven –que aún cojeaba por la
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mordedura– si estaba cansada. Eurídice desapareció al instante, para siempre. Orfeo no se dio vuelta por curiosidad ni desobediencia. Tampoco simplemente para ver, debido al carácter insaciable del ojo. Se volvió por amor, un amor tan intenso que sucumbió a la irreversible distracción. Contrito y doliente, se retiró a una montaña a contar historias de transformaciones acompañado de su lira; entre otras la de Pigmalión y su bella estatua, que cobró vida por la gracia de Venus, y también la de Mirra –la más hermosa historia de congoja e “íntima tragedia” jamás contada–, enamorada de su padre esta vez por desgracia de Venus –pues Cupido juró, también él sensibilizado por la desdicha de la muchacha, que ninguna flecha suya había sido la culpable. Ciniras, hijo de Pigmalión y la estatua viviente y padre de Mirra, la recibió a oscuras, ignorante de quién se trataba, durante muchas noches, ebrio como lo había estado Lot pero despierto y lúbrico, respetando la única condición que le había puesto la astuta nodriza al entregarle a la joven: no encender lumbre. Esta estratagema fue el único modo que había encontrado la vieja para salvar la vida de Mirra, suicida por amor de su padre. “Lo importante es que vivas, niña mía”, le dijo mientras la descolgaba, justo a tiempo, de la viga donde había anudado la cuerda en su acto desesperado por destruir consigo un amor lleno de culpa. Una noche, Ciniras quiso ver. Hizo luz. Vio. La muchacha escapó hasta ser convertida en árbol; de ahí tenemos la mirra, que se emplea en ungüentos, perfumes, incienso y, antiguamente, en tinta para los papiros. Dante encuentra a Mirra, enferma de rabia para toda la eternidad, en el octavo círculo del infierno. Por haber mirado hacia atrás, Orfeo acepta su destino de contar historias tristes. La mujer de Lot, debe aceptar el de ser estatua hasta que muchos siglos des75
pués un anacoreta que la encuentra en el desierto –según imaginó Lugones– la despierte con un beso que no viene de Venus sino de un estertor distinto. La confianza en lo que sucede detrás –pues todo, en verdad, sigue sucediendo– es lo único que permite no darse vuelta, la brisa ligera que anuncia nuevos brotes en la “crédula enredadera” del tiempo, nunca mustia, aunque lo parezca. Confianza de saber que los incendios a los que sobrevivimos quedan y lo que amamos continúa, aunque no pueda verse por la sombra de un momento. Tal vez sólo eso significa el carpe diem que una madrugada de Roma escribió Horacio, con la última energía, antes de dormir. Aprovechar el día no turbado de pasado ni de porvenir. El notario W. van den Hove consignó un libro in 12°, sin fecha ni ciudad de edición –no detectadas hasta ahora–, que corresponde al volumen n° 152 de la biblioteca inventariada de Spinoza, con el escueto título: Phrases Virgil. et Horat. Acaso Baruch leyó en ese libro incierto la expresión carpe diem, que no escribe en ningún lugar de su obra. Acaso aprendió de él, del viejo Horatius, a nunca, nunca, darse vuelta.
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PRAECLARA
Una lámpara encendida en una casita de suburbio; alguien vela mientras todos duermen. Alguien lee. Alguien piensa. Alguien lucubra una claridad sobre algún asunto que turbio turba. ¿Qué son las cosas praeclara? Se trata de una palabra misteriosa y fundamental de Spinoza. Es lo “raro”. Lo que ofrece dificultad. Sed omnia praeclara tam difficilia, quam rara sunt. Así está escrito en la última línea de la Ética. Según consta en una nota de Giovanni Gentile a la edición italiana del libro, se trata de un adagio común entre autores latinos y griegos, y aduce como ejemplos a Republica 435c; a Sophista 259c y a Ética Nic. II, 9, 1109a 30. La traducción dice: Ma tutte le cose sublimi sono tanto difficili quanto rare. La contigüidad del italiano con el latín de Spinoza es evidente; sin embargo, las dimensiones del adjetivo en cuestión quedan fuera del término escogido por el traductor. Praeclara: sublimi. La brasileña de Tomaz Tadeu dice, en cambio, Mas tudo o que é precioso é tão difícil como raro. En la vieja versión inglesa de A. Boyle puede leerse: But all excellent things are as difficult as they are rare, y en la francesa de Roland Caillois: Mais tout ce qu’est très précieux est aussi difficile que rare. La versión al español de Vidal Peña opta por Pero todo lo excelso es tan difícil como raro, al igual que la de Atilano Domínguez –quien en nota remite a Crátilo 77
384 a8-b1; a Heereboord, Maletemata, I, 17, 165, y a Cicerón, De amicitia, 21, 79: et quidem omnia praeclara rara. Probablemente sea esta última la fuente de Spinoza. Hasta aquí las alternativas para el adjetivo praeclara: “sublimi”, “precioso”, “excellent”, “précieux”, “excelso” (la edición más antigua de Manuel Machado había traducido por “hermoso”). ¿Pero qué es lo raro en el modo de darse de las cosas y de los seres? Hay algo, en las cosas mismas, que ofrece una resistencia y una dificultad, pero hay algo. Una claridad, un claro, una lucidez. Las claridades son raras, pero no son claridades por el hecho de su rareza. La amistad es rara. La amistad consigo mismo es rara. La alegría que captura la totalidad de una criatura es rara. La felicidad es rara. Amicitia, philautía, hilaritas, beatitudo son las praeclara spinozistas.
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Post-scriptum. Spinoza como símbolo
En el importante texto de 1945 que de algún modo cerraba un ciclo de intervenciones políticas antifascistas durante la Guerra (“Valéry como símbolo”), Borges afirmaba la paradójica politicidad del símbolo Valéry, cuya actualidad y urgencia desplazaba al símbolo Whitman. Una transpolación de la poesía a la filosofía nos llevaría a componer el nombre de Spinoza y el de Whitman con la misma naturalidad con la que suelen asociarse el de Valéry y el de Descartes –hecha la salvedad de que a diferencia del poeta norteamericano, “que redactó sus rapsodias en función de un yo imaginario”, se cantaba a sí mismo, tenía “la costumbre de fechar sus poemas en territorios que jamás conoció” y decía haber nacido en un lugar para haber nacido en otro algunas páginas más adelante, Spinoza no fue motivo de sí mismo, casi no firmó sus libros, y la única vez que lo hizo agregó a su nombre un lacónico “ciudadano de Ámsterdam”. Esta composición del poeta norteamericano y el filósofo nacido judío es alentada años más tarde por el autor de Ficciones en un prólogo a su traducción de Hojas de hierba, donde escribe que “[Whitman] necesitaba, como Byron, un héroe, pero el suyo, símbolo de la múltiple democracia, tenía forzosamente que ser incontable y ubicuo, como el disperso Dios de Spinoza”. Según sugiere Borges en el texto de 1945 (que puede ser leído en constelación con otros de la misma época, en particular “Nuestro pobre individualismo”) la potencia crítica 79
de Valéry –cuyo perfecto emblema encarna el Señor Teste– consiste en “proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica”: la era del nazismo, el materialismo dialéctico, la “secta” freudiana y los “comerciantes” del surrealismo. El Valéry político de Borges contrapone a los “caóticos ideales de la sangre, de la tierra y de la pasión”, los “placeres del pensamiento” y las “secretas aventuras del orden”. Inspiración cartesiana del sujeto pensante y sensible que ahora toma nota, filosóficamente, de los estropicios liberados por ideologías gregarias, nacionalistas, clasistas, raciales. Sabiduría de crepúsculo que arroja una definitiva sospecha sobre los entusiasmos matinales, habidos y por venir. Esta página quisiera ahora proponer que en ese punto exacto, desde una Europa recóndita y latente, se abre camino el símbolo Spinoza para transitar el tiempo que nos toca –el mismo de 1945 y a la vez otro. En la interlocución que se abre después del desastre, Spinoza (para quien no hay interioridad pero sí ética) llega como símbolo después de Valéry, al igual que antes su filosofía había seguido a la de Descartes. Llega como un deseo profundo de comunidad tras la ruina de la comunidad. Esa comunidad se compone de singulares y de diferentes (la palabra latina ingenium designa esa natural diferencia de cada ser humano con cada ser humano en la que se inscribe siempre la universalidad de la razón, que en Spinoza es una fuerza de comunidad y, si forzáramos los términos, aunque no el sentido, una potencia comunista). En algún pasaje de alguno de sus libros el Profesor Remo Bodei sugiere que el origen de la noción spinozista de “amor intelectual de Dios” –quizás la más sugestiva y compleja de toda una obra sugestiva y compleja– no está en León Hebreo, ni en Maimónides, ni en su maestro Van den Enden, como algunas veces ha sido conjeturado, sino en una página de Maquiavelo. En esa página, señalada por Bodei, se lee que después de haber sido los Medici expulsados de Florencia en 1494, la ciudad fue capturada por la licencia y el desorden, y 80
que muchos hombres del partido popular culpaban de la ruina cívica a las ambiciones de los nobles, a quienes amenazaban de castigo cuando llegasen a la Signoria. Pero, continúa el Secretario florentino, al llegar a la primera magistratura advertían que las cosas aparecen de otro modo consideradas desde el poder al que se acaba de acceder: “cuando estaban allí y veían las cosas más de cerca, comprobaban de dónde nacían los desórdenes y los peligros que amenazaban y la dificultad de evitarlos. Y, visto cómo los tiempos y no los hombres causaban los desórdenes, se volvían de inmediato de otro ánimo y de otros hechos porque, el conocimiento de las cosas particulares (cose particulari), les quitaba aquel engaño que habían concebido al considerarlas generalmente. De modo que quienes los habían oído hablar antes, cuando eran ciudadanos privados, y los veían después tan callados en la suprema magistratura, creían que ello nacía no de un conocimiento más profundo de los asuntos, sino porque habían sido seducidos y corrompidos por los poderosos” (Discorsi, I, 37). El sentido de la historia maquiaveliana –acaso leída por el filósofo de Ámsterdam cuando aún era joven, una tarde reveladora, en la edición italiana hallada entre sus libros luego de su muerte– encierra una advertencia acerca de la dificultad material del poder, que Spinoza hace suya no sin poner en tensión con ella la necesidad de una sabiduría filosófica o, para emplear la palabra por la que él optó, de una ética. Comprender las cosas singulares y amarlas es una vía de conocimiento y de acción muy diferente de la que lleva a pensar por abstracciones y teorías generales. Filósofo de la necesidad (que encuentra su expresión en la línea del Tratado político donde se explicita la intención de “no ridiculizar, ni lamentar ni detestar las acciones humanas sino comprenderlas”), Spinoza es al mismo tiempo un filósofo del acontecimiento y la novedad. Equidistante del idealismo y del cinismo, propone un “realismo con rostro humano” (creo que la expresión es de Bobbio) donde lo central, en mi opinión, no es tanto la potencia de la multitud ni la espontaneidad revolucionaria de las fuerzas sociales en conflicto, sino la serenidad crítica que 81
asume la dificultad de la relación entre emancipación y poder (como la asume la página citada de Maquiavelo), y la paciente tarea de pensar algo diferente de lo que hay: en su caso, la no superstición; en el nuestro, el no capitalismo (menos un sistema económico que un acendrado modo contemporáneo de la superstición). Pero ese pensamiento en ningún caso adopta en Spinoza la forma de una perspectiva privada sino más bien resulta de una atención intensa por las pasiones humanas y los combates sociales que se libran en todas las épocas –como en muchas otras cosas también en esto Spinoza era marxista, si se permite el anacronismo. Filósofo de la necesidad, el autor de la Ética nos lega la idea preciosa de que la historia –cualquiera sea el momento en el que nos haya tocado nacer– está radicalmente abierta a un trabajo del pensamiento y de la militancia (que es una forma del pensamiento). Símbolo de la palabra libre, de la singularidad lúcida, Spinoza lo es al mismo tiempo del filósofo que toma por su objeto más eminentemente filosófico los avatares colectivos orientados a la igualdad, a los encuentros políticos y las composiciones de indeterminada pluralidad, que todos los tiempos producen con intensidad mayor o menor. Esa encrucijada de soledad serena y deseo de comunidad; de cautela y apertura a los demás; de lucidez filosófica y pasión política, dotan a la aventura spinozista de una extrañeza sensible que logra conjugar amor y pensamiento –según nos lega su expresión “amor intelectual”–, y de una potencia crítica que jamás subordina la emancipación al poder –sino siempre al revés– ni la transformación colectiva a la línea recta de la desgracia. Las páginas de este pequeño libro, sin embargo, no se interrogan por ideas ni por la actualidad de un pensamiento para comprender el mundo; más bien nacen de la gratitud por la existencia de un hombre llamado Baruch, con quien no nos fue dado compartir el tiempo pero sí el mundo.
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Esta primera reimpresión de 400 ejemplares de Baruch se terminó de imprimir en el mes de abril de 2015 en Talleres Gráficos Su Impres, Tucumán 1480, Ciudad Autónoma de Buenos Aires