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GEORGES OIDI-HUBERMAN
El hombre que andaba en el color
Serie
LECTURAS H.a del Arte Arte y de la Arquitectura
DIREC DIRECTO TORE RESS
Juan Miguel HERNÁNDEZ LEÓN y Juan CALATR AVA
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación d e e s t a o b r a s ó l o p u e d e s e r rere a l i z a d a c o n l a a u t o riri z a c i ó n d e s u s t i t u l a r e s , s a l v o e x c e p ción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO [Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta otra.
L’homm equi ma rcha itdans la coule couleur ur Título original: L’homm © L e s É d i t i o n s d e Mi n t ji t , 2001 © J u a n M i g u e l H e r n á n d e z L e ó n , 2014. de la introducción © A b a d a E d i t o r e s , s . l , , 2 0 1 4 pa ra todos todo s los pa íses ís es de lengua españ ola Calle del Gobernador 18 28014 Madrid www. www. abada editor es. com
diseño producción
Sa b á t i c a G u a d a l u p e G is b e r t
ISBN
978-84-16160-17-4.
IBIC
H P N
depósito legal M-3064.5-2014 preimpresión impresión
E s ca r o l a
L e c z in s k a
P u n t o v e r d e , s .a .
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DIREC DIRECTO TORE RESS
Juan Miguel HERNÁNDEZ LEÓN y Juan CALATR AVA
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GEORGES DIDI-HUBERMAN
El hombre que andaba en el color col or traducción d e
JUAN MIGUEL HERNÁNDEZ LEÓN
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ABADAEDITORE? LECTURAS DE HISTORIA DEL ARTE
INTRODUCCIÓN Juan Miguel Hernández León
Este ensayo de G eorges D idi-H u b erm an trata, en p rin c ip io , d e la o b ra del a rtista Jam es T u rrell. M ás b ien , so sp echo, sobre la d im en sió n onto lógic a del arte a partir de esa obra concreta. Porque Turrell crea, inventa lugares trabajando con la luz; lugares que se reclam an de la acepción plató nica de la chóra, la que exige un dec ir pro pio para alcanzar su sentido. Quizás por esto (así al menos lo plantea DidiH ub erm an ), la fábula, el apólogo , resulta el géne ro literario más apropiado para dar cuenta de un pensar que se enfrenta a la visibilidad de lo que no es visto, a lugares que subvierten las convenciones perceptivas de lo visible; donde el horizonte se sitúa por delante del ilimitado espacio que debería contener, donde el
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JUAN MIGUEL HERNÁN DEZ LEÓN
deseo anuncia la presencia, y el color es sustancia y no atributo. De un pensar que pretende resolver, median te el bucle continu o de nue stro ser (estar) en el m u n do, la antigua y asumida con tradicció n en tre lo sentido y lo pensado. Es decir, de un pensamiento adecuado p a ra ap ro x im arno s a aq u ello que ll am am os arte-, y que no pu ed e presc ind ir de la experiencia, o m ejor, a la m an era del decir de D eleuze, de la sensación. Todo relato (insistimos, fabula) se construye con la p resen cia de pers onaje s, su je to s de la acció n en la que se enhebra el acontecimiento (tal vez un caminante qu e reco rre po r el tiemp o y el espacio; un tiemp o ana crónico y u n espacio vaciado). Aunque aquí, como pro ta gon ista (aun con la duda de que pue da ser un pe rso n a j e ) , s e n o s p r o p o n e u n l u g a r desertificado. Pero los que le acom pañan, y sirven para co m pon er una cons telación conceptual, se asoman con más o menos dis cre ció n al escenario de la escritura y nos obligan a dia log ar c on ellos. Sin orden de preferencia, por qué no comenzar con Benjamín y su aportación sobre el concepto de aura , «esa tram a sing ular de espacio y tiem p o » . Es decir, como en otro lugar escribe Didi-Huberman, « u n espaciamiento ob rad o» po r el que m ira y po r lo mirado, en la que el mismo objeto deviene el indicio de
INTRODUCCIÓN
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una pérdida. En ese mismo sitio se trae a colación lo que e n B e n j a m í n s e e n t e n d í a c o m o u n poder de la memoria: « . . . aura de un objeto ofrecido a la intuición; el con ju n to de las im ág enes que, surg id as de la mémoire involontaire, tien de n a agruparse en torn o a él» . En todo caso hay que co m prend er de m anera com pleta lo complejo de esta relación en tre ausencia, memoria y síntoma, cuestión ampliamente tratada po r D idi-H ub erm an en su biblio grafía, y do nd e tam bién rastrea esa cue stión fenome™ nológica que sitúa la noción de voluminosidad como una dialéctica entre el espesor y la profundidad. A esta reflexión no es ajeno Merleau-Ponty en cuanto que entre lo visible y lo tangible, esa distinción estratégica con la que dividimos nu estra experiencia de las cosas en el mundo, no establece una separación radical, sino, más bien, un entrelazamiento o super po sició n . U n pliegue en la c o n tin u id a d de lo m últiple, donde lo que reconoce el tacto no es ajeno a lo que vemos, ni, de la misma forma, lo visual es indiferente a la anticipación del contacto. D icho de otro m od o, que el espacio del cuerpo se constituye m edian te el acto, que su naturaleza reside en la potencialidad de movimiento, que esa espacialidad es la potencialidad de la movilidad; que ella es la que p ro p o rcio n a sus m odalidades.
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JUAN MIGUEL HERNANDE Z LEON
Q uizás p o r ello, es u n caminante el hom bre qu e nos guía en el relato, no ya atravesando etapas tem porales y recalando, aun por instantes, en arquitecturas disími les, sino p oruñ a constelación de imág enes-concepto, las que conforman el auténtico escenario de la fábula. Y H eideg ger también aparece, precisamente para aten de r un a de las cuestiones más determ inantes: la inestable relación entre lugar y vacío. Leere des Raumes (vacío del espacio) es un tema protagonista en su noción de espacialidad (Raumlichkeit ) y de espacio (Raum) , ya que «el espacio no está en el sujeto, ni el mundo está en el espacio. El espacio está, más bien, en el m u n d o , en la m edida en que el estar-en -el-m un do , co nstitu tivo del D asein, ha ab ierto el espa cio» (Sein und&it). Este abrir y dar espacio (Raumgeben) es una apertura en la que se habita y donde nos salen las cosas al encuentro. Recordemos, nosotros también, aquel fragmen to de « E l arte y el espacio»: « ¿Y qué sería del vacío del espacio? Con demasiada frecuencia el vacío aparece tan sólo co mo un a falta. El vacío pasa entonc es p o r u n a falta de algo que ll ene los espacios huecos y los intersticios. Sin embargo, el vacío está presumiblemente her manado con el carácter peculiar del lugar y, por ello, no es echar en falta, sino un producir » (Puede que no
INTRODUCCIÓN
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haga falta señalar que Hervorbringen tiene también el sig nificado de crear o engendrar ) . ¿No es así como nos dice Didi-Huberman que T urrell crea lugares? Es de cir, ¿en la co njun ción de ese vaciamiento y aquel espaciamiento? Heidegger ofrece la sente ncia definitiva: « E l vacío no es nada. Tam poco es un a falta. E n la corpo reiza ció n plástica el vacío jueg a a la m anera de un instituir (stiffens) que busca y proyecta lugares». (Tampoco resulta obvio recordar que stiffens p ued e volver a te n e r el sentid o d e fundar, donar o crear). Lo que dicho de otro m od o, como es cono cido, hace residir en la obra de arte la posibilidad de la ver dad, p ero n o sólo como ape rtura sino tam bién com o ocultamiento. U na lucha p o r tanto, una contienda, una lucha entre tierra y mundo. La obra de arte resulta la p o sib ilid a d m ism a de que se dé la presencia: el mismo aparecer. De ahí su sentido de inminencia, donde la espera se fun de con el deseo. Y do n de el tiemp o ya no es u n a sucesión continua sino cesura, una brecha análoga al momento, un umbral en el que se da la transición entre el sueño y el despertar. A l f in , d e s cu b ri m o s q u e D i d i -H u b e r m a n , c o m o Aby W arburg (a quien ha estudiado a fon do ), ha segui do el inq uietan te camino de un a «atracción visual», la «q ue nos produ ce vértigo y nos hace hu nd irnos e n el
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J U A N M I G U E L H E R N Á N D E Z L E ÓN
cráter de los tiempos que nos kablan también de la regresión y del c/eseo» . Pero reconozcamos que una fábula, como género narrativo, no es independiente de su estilo literario, más bien se sustancia en él. Es Dichtung, y, como tal, pre senta u n a espec ial dific ult ad e n su translació n a otra lengua. Sólo espero que la traición de la tradu cció n no haya falseado en exceso al personaje.
Georges Didi-Huberman
EL HOMBRE QUE ANDABA EN EL COLOR
¿Q uées, de hecho , est a su perfi ci e co l or ead a que ant es no est aba al l í? N o hab i endo vi sto nunca n ad a p ar ecid o, no lo sé . Lo encuent ro sin r el aci ón con el ar t e, en todo caso si mi s recuerdo s del a rt e son exactos.
S.
Beckett,
Troisdialogues ( i g 4 9 ) >
París, Minuit, 19 9 $. p- 3 o -
1. Vista aérea del Roden Cráter, Painted Desert (A rizo na), 1982. Foto: J. Turrell y D. Wiser.
ANDAR EN EL DESIERTO
Esta fábula comienza con un lugar desertificado, nuestro p erso n aje p rin c ip a l (¿ p e ro se p u ed e llam ar a esto u n p erso n aje?). Es « u n a esta ncia d o n d e los cuerpos b u s can, cada uno, su despoblarse». «Lo bastante amplia p ara p e rm itir u n a b ú sq u ed a in ú til» . « L o su fic ie n te m en te restringid a para que to da fuga lo sea en v an o » 1. N u e stro p erso n aje sec u n d a rio se rá , sin g u la r e n tre otros, un geóm etra del lugar, u n h om bre que camina. Ca m ina sin fin; parece que esto du rará cuarenta años, p ero como su capacid ad para co n tar los días se ha ago tado co n bastante rapidez, el tiemp o real de su and adu ra no tiene ya nada que ver con el tiempo verdaderam ente I
S. Beckett, Le Dépeupleur, París, Minuit,
1970
*P- 7 -
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E L H O M B R E Q U E A N D A B A E N E L C OL O R
transcu rrido: se enc uen tra, po r tanto, andan do sin fin, and and o sin fin en ausencia de cualquier trazado, de cualquiera ruta. El objetivo de su andadura no es una meta, sino un destino. Tal vez, después de todo, incluso pro bable m ente, n o h abrá hecho más que girar en cír cu los. Sin saberlo o sabiéndolo muy bien, no lo sé. El lugar de esta marcha lenta es una gigantesca m o n o c r o m í a . Es u n d e s ie r to [fig. 1]. E l h o m b r e a n d a en el am arillo abra sado r de la arena, y este am arillo no tiene límites para él. A nd a en el amarillo, y com prend e que el mismo horizonte, por más nítido que aparezca en la lejanía, no le servirá nunca de límite o de marco-. sabe bien, ahora, que, más allá del límite visible, sólo hay un mismo lugar tórrido, que continúa siempre idén tico y am arillo hasta la desesperación. ¿Y el cielo? ¿C óm o po dría apo rtar algún rem edio para este encie rro coloreado, si no propone más que una capa de ard iente co balto, a la que resulta imposible m irar de frente ? ¿Él, que obliga a nu estro cam inante a inclin ar su cabeza hacia un suelo siempre, y cada vez más, de color crudo? En cierto momento, sin embargo, el hombre fatigado se da cuenta de que algo ha cambia do: la textura de la arena ya no es la misma; ahora hay peñasc os; u n gris ceniza, u n a in m ensa fra nja ro jiza ha ocupado el paisaje. ¿Cuándo ha cambiado aquello?
ANDAR EN EL DESIERTO
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¿Desde cuándo la montaña está delante de él? No lo sabe. Imagina a veces que el marco de la monocromía, el límite entre el agobiante amarillo y el gris-amarillo de ahora, fue arrastrado por el viento, signo táctil de un pasaje, signo que tal vez señalaba el borde de un horizonte del color. O signo de que es el desierto lo ún ico qu e vive y se mueve ba jo sus pies.
Así sería la experiencia. No crea ninguna obra de arte. N o verem os nada de lo q u e fu e visto . N o hay o b je to reliquia. No nos quedan más que algunas palabras, algunas frases violentas de un libro titulado Exodo, y consagrando a esta ausencia, que el lugar incluía en sí m ismo, algo así como un c ulto. Sin duda no hay nec e sidad de u n desierto para que prob em os esta esencial coacción sobre nuestros deseos, nuestro pensamiento, nuestro dolor, que es la ausencia. Pero el desierto —espacio so , vaciado, m o n o cro m o —constituye sin duda el lugar visual más apropiado para reconocer a esta ausencia como algo infinitam ente po deroso , sob erano. Más aún, constituye sin duda el lugar imaginario más apropiado para creer que esta ausencia se manifestará c o m o u n a p e r s o n a , c o n u n n o m b r e p r o p i o —i m p r o
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nu nc iable o pro nu nc iad o s in cesar—. Y más aún tod a vía, constituye sin duda el lugar simbólico más apro p iad o p ara co n ceb ir la an tig ü ed ad de u n a ley y de u n a pasada alianza con el au sen te. Esto es lo que nos cuenta el Éxodo. El ausente flo rece ah í del de sierto —del des eo —, ahí ad qu iere n o m br e, ahí se vuelve celoso, o muy furioso, o incluso benevo lente. No es ya el despoblador sino el divino, el omnicreador. No es el ausente como tal sino el deseado, el inm inen te, el pro nto presente. En la inm ensidad de sértica encontrará su lugar: a partir de ahora se situará delante de este hom bre que and a y que cree enc on trar en él —el ausen te, el dios—u n objeto ún ico pa ra todos sus deseos. He aquí pues por qué el hombre habrá aceptado tan fácilmente la absurda prueba de and ar sin fin: se inventa andando hacia él, caminando hacia el oasis de un diálogo, de una ley, de una alianza defini tiva qu e establecer. E nto nc es, las aguas saladas p o d rá n endulzarse p or el bastón de Moisés. E ntonce s po drá n crearse las falsas dulzu ras de la ley2. El A use nte , en ad e lante co n mayúscula, fascina y alime nta a su pueblo: una
2
Exodo, XV,
: «Moisés interpeló a Yahvé, y Yahvé le mostró un trozo de madera. Moisés lo arrojó al agua, y el agua se volvió dul ce. Es así como él afirmó u n estatu to y un d ere ch o» . 25
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capa de rocío al aman ecer d ejará apare cer la superficie granulosa y coagulada de un a d on ació n de alimentos. Lloverá pan, los pájaros c ub rirán la aren a am arilla, el agua brotará de un peñascoEl hombre que anda se atreverá a levantar los ojos hacia el cielo, de frente, hacia la mo ntaña —y verá al Ausente. Al fin. * Re capitu lem os: hab ía u n lug ar dese rtificado —el tema real de m i apólogo—y u n h om bre que and aba po r allí, en ausencia de todo, con la única evidencia de un color amarillo o gris, obsidional y soberano. En un determ inad o m om ento la ausencia vaciante deviene un nombre, y el hombre decide acordar una alianza, col marse del Au sente. El libro cuen ta que antes fue nec e sario m antenerse a distancia tanto de las mu jeres como de la m on tañ a —lugares pro p ios de la alianza, lugares p o r excele ncia d o n d e la a lte rid a d llega a abrazar al ho m bre —y que aquel que fuera tocado, au n sólo en el ribete del vestido, habría sido lapidado hasta la muerte4.
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Ibid., X V I , 1 -3 6 ; X V I I , 1 - 7 . Ibid., XIX, 12-15.
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EL HOMBR E OUE ANDABA EN EL COLOR
A continuación el mito nos cuenta la aparición del dios: episodio de especial condición volcánica, com puesto de re lá m pagos y oscuro s n u b a rro n es, de fueg os y hum aredas escapadas del Sinaí en me dio de incon ce bib le s rum ores. D e in m ed iato —y n o fo rtu itam en te—el Decálogo prescribe «no esculpir ninguna imagen, na da q ue se asemeje a lo qu e está en los cielos, allá ar ri ba, o sobre la tie rra , aq u í abajo , o e n el ag ua, bajo la tierra»5. La paradoja reside más bien en el hecho de que a este ho m bre erra nte en el desierto, sin nada a lo que anclarse, Dios le impone como condición para su alianza la forma de una inm ensa prescripción arquitectó nica: deberá construir altares de tierra, un Arca, un altar de ofrendas, un candelabro, un «T abernácu lo» con sus cortinas, su cubierta, su armazón, su pileta ritual, su atrio 6.. . Y todo esto lo con signa Moisés graba nd o palabras definitivas y co m pa rtiend o la sangre de u n sacrificio: la m itad esp arcida sobre el altar del dios —mesa m o n o crom a, roja, vacía de im ágen es—, la otra m itad d err a mada sobre el pueblo. Unción dividida, señal de la
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Ib¡¿, XIX,
i 6 - 2 5 ¡ XX, 4.
Ibid ., XX-XXXI y XXXV-XL.
ANDAR EN EL DESIERTO
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alianza7. Concluida la alianza (en hebreo se dice: la alianza zanjada, puesto que acordar una alianza con el Ausente nos arrebata algo, nos vacía, nos priva y nos marca), a los hom bres sólo les queda re torn ar al de sier to. Así pues, de nuevo, andan en el color, ahora tran quilos, o más bien confiados. El Ausente, de aho ra en adelante, los pro teg e con su ley, los precede, los espera: «A cada etapa, cuando la nube se elevaba sobre el Tabernáculo, se ponían en marcha. Si la nube no se elevaba, no iniciaban la marcha hasta el día en que ella lo hacía. Pues, durante el día, la nube de YHWH se situaba sobre el Tabernáculo y, durante la noche, albergaba en su in ter io r un fuego» .
7 /lid., XXTV, 1-8. 8 I b i d . , XL , 36-38.
2. Anónimos bizantinos e italianos, Pala d'oro , siglos X-XIII. Oro, esmaltes, pedrerías. Venecia, basílica de San Marcos. Foto: D. R.
ANDAR EN LA LUZ
Transcurre el tiempo. Dos mil trescientos cincuenta y cinco años para ser precisos. El ho m bre ya no anda en los desiertos, sino en el lab erin to de las ciudades: p e n semos en Venecia. Recordemos que para entonces el mundo está abigarrado, que las figuras han invadido el espacio, y que el Au sente de los Ju dío s se ha en carn ado en una nueva religión bajo el rostro del hijo sacrifi cado. Pero, jud ío o cristiano , el A usen te con tinúa actuand o, exigiendo su alianza con el ho m bre . Lo que llamamos «arte» sirve también para esto1. En el año IIO5 el dogo O rdefalo Falier man da reno var el antepenI
Gfr. P. Féd ida, L ’Absence, París, Gallimard, 1978. Pcia es, tal vez, la obra del art e » .
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iy^.safv'ftic^i 3. Anónimo inglés, Vidr iera de las Cinco Hermanas, ca. 1260. York, catedral. Foto: D. R.
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EL HOMBRE QUE ANDA BA EN EL COLOR
lo rodean, el eco repetido, borroso, no opresivo y diseminado, de los colores recocidos allí arriba en el mágico espesor del vidrio. Se dará cuenta de que un rojo sob rena tural cae sobre él, rod ea sus prop ios pasos hasta envolverlo de he ch o . Entonces se reco no cerá a sí mismo como u n c am inante en el color. Tal vez recor dará, ung ido de roja lum inosidad, la sangre com parti da sobre el altar, de cara al Sinaí, para señalar en la histo ria de los hom bres la g ran alianza con el Ausen te. No será hasta el gra n arte figurativo p o r ex ce len cia, la pintura, cuando se vea alcanzado por este gran vendaval de lo desemejante, por el voraz juego de un co lor que se pres enta , y después nos abraza —fro n ta l m en te, más tarde ac osad or—, antes incluso de re p re sentar no importa qué. Nuestros libros sobre arte han encuadrado, y po r tanto traicionado, toda la pin tura antigua. No es la historia de Cristo, ni la de la Virgen, lo que se ofrece en primer lugar a la m irada del hom bre que se adentra por primera vez en la capilla Scrovegni de Padua: es en primer lugar un hormigueo de cuerpos yendo y viniend o en los intervalos de un a gran m o no crom ía azul cince lada —el fam oso cielo de G iott o—y de una zona que, a ¡a altura de sus ojos, despliega la franja de un a alucinante grisalla m arm órea. Fra Angélico ha bría llevado esta práctica del color (esta teología en acto) al
: . v . r ' r ■ -
4. Fra Angélico, Madon a de las sombras (de tal le), ca. 1438-1450. Fresco. Florencia, convento de San Marcos (co rredo r ori ent al). Foto: G. D.-H.
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grado de su mayor coherencia: donde el Ausente que se presenta no adquiere figura más que en la evidencia de un color-vestigio goteado sobre un m uro . E n un gesto de un ció n de todo lo qu e quedaba p o r esperar —o, depende, por lamentar—al Ausente: la mera y simple verticalidad de un lienzo de m u ro 11(fe l i
li
Cfr. G. Didi-Huberman, «La dissemblance des figures selon Fra Angélico», Mélanges de l’Ecolefran^aise de Rome. Mayen Age-Temps modernes, XC V 1II, ig 8 6 , 2 , pp- 709-802 (Cfr., posteriormente, FraAngelico. Dissemblance etfguration, París, Flammarion, 1990, pp. 1 7-m ).
ANDAR EN EL COLOR
Transcurre el tiempo. Quinientos cuarenta y cinco años, para ser exactos. El hombre no anda ya en las iglesias, a Dios gracias, sino en las extrañas naves de las galerías de arte. C on mayor m otivo n o anda ya p o r los desiertos y bajo los rigores m ísticos del Decálogo, sino en u n superm ercado del arte con meno s rigor y m isti cismo. Sin embargo sucede que ahí se exhiben los sig nos o vestigios de algún hab itan te d el desierto: com o es el caso del californiano Jam es Tu rrell, ubicado desde 1977 en el seno del «R od en C rá te r» , u n volcán apaga do en el lindero de lo que los Americanos llaman sig nificativamente el PaintedDesert, el desierto coloreado de Arizona. Muy lejos de allí, u n caminante podrá e nc on
3^
EL HOMBRE QUE ANDABA EN EL COLOR
trar, en el fondo de un patio parisino, algo similar a un semáforo del desierto y, tal vez, más allá de eso, algo como la experiencia misma de un lugar desertificado, en los cuarenta y cinco m etros cu adrados de la peq ueña galería1. Cada instante del encuentro con esta obra debería ser relatado min ucios am ente, como si cada fracción de minuto, de este contacto, valiera por cada jornada de un a marcha de cuarenta años. U na man era como cual quier otra de teorizar o reinventar el tiempo de nues tra m irada. Hay que pasar una cámara, traspasar dos cortina s n egras para acceder a la pieza: y el cam inante ya sabe que el espacio va a dejar de serle cotidiano. Lo que no es saber mucho, puesto que habitaciones, dobles puert as, se e n cu en tran y se cru zan en cu alquier sitio: para entrar en u n a n o taría o en u n m inis terio , o en el laberinto de una feria, o en un lugar sagrado, o en un sex-shop, o en un submarino, o en el gabinete de curiosidades ópticas de algún Palacio de la Ciencia... Pero, allí de ntro , no ha brá n i prescripción de la ley, n i espacios retorcidos, ni ritual sagrado, ni inconfesables
I
Se trata de la exposición de Jam es Turre ll celebrada en la galería From ent & Pu tm an (París), en noviembre y diciemb re de 1989. Allí se mos traba la pieza BloodLust (1989) que cito aquí.
ANDAR EN EL COLOR
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imágenes, n i zambullida en el océan o, n i maravillas de la ciencia. O todo ello mezclado, y por lo tanto trans formado, desvanecido, sobrepasado, en cualquier caso totalmente simplificado. Indefinible de inmediato. Po rtado r de lo desemejante. * Así pues, el caminante entra. Pen etra en prim er lugar en un ámbito de bruma, algo así como un extraño vapor seco, que cambia con el tiempo y que, en pocos minutos, casi habrá olvidado2. Pero, de momento, el caminante se siente como si se volviera borroso, parecido a esos cuerpos perdidos, diluidos en las acuarelas de Turner... Mientras que, delante de él, aparece exacta m ente lo contrario: un rectángulo escarlata (pero s or damente escarlata), un rectángulo incandescente (pero jijado en su incandescencia) con un a increíble nitidez de con torn o. U n rectángulo absolutamente frontal, un
2
Todos estos elementos de feno m enolo gía uísugÍ, con la temp orali dad que suponen, son de forma evidente ajenos a las fotografías que persiguen, en general, hacer a la obra bien visible, pero sola mente visible. La indicación vale también para la pa la do ro, los ventanales bizantinos o los vitrales góticos.
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E L H O M B R E Q U E A N D A B A E N E L C O LO R
color masivo, sin sombras, sin matices, y que anula toda esperanza de que el ojo distinga una superposi ción de planos o una variación de textura. Color « p u ro » , se dice el ho m bre. Pero ¿p uro respecto a qué? ¿Y hecho de qué? P or el mom ento no puede contestar nada. Color-frontal y color-pesante: es un lienzo en todo caso, pero que deja en suspenso la naturaleza de su materia, así como el modo en que está colgado del muro. Digamos que flota masivamente [fig. $]. ¿Es un trampantojo? Hay que aproximarse, o cambiar de posición: en general es así como u n tra m p an to jo se descubre , se resu elve, com o conseguim os pasa r de la ilu sión sufrida a la il u sión explicada o, al menos, detectada. Pero, aquí, nada de eso. Nuestro ho m br e da algu nos pasos hacia la izquie rda, y ve en ese m om en to el rectáng ulo roj o d e man era sesgada —m irar al sesgo: la form a de int en ta r com pre nd erlo —, pe ro todo se vuelve aún más extraño, y mucho más inquie tante. Pues un objeto, aunque esté iluminado débil mente (como es el caso, ya que tres focos eléctricos dan luz indirecta a cada lado), un objeto «normal» con serva siempre en su superficie los indicios visibles de una luz que se le adhiere o que lo traspasa. ¿Cómo decir que aquí nada de todo esto sucede? A algunos centím etros del co lor —colo r suspend ido atmosférica-
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