DIARIOS 1939-1968 - THOMAS MERTON

July 31, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: Monk, Love, Novels, James Joyce, Truth
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DIARIOS 1939-1968 - THOMAS MERTON...

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T HOMAS MERTON

Diarios [1939-1968] Editado por Patrick Hart y Jonathan Montaldo

MENSAJERO 2

Reservados todos los derechos. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Título del original: The Intimate Merton. His Life from His Journals © The Merton Legacy Trust, 1999 Publicado en español mediante un acuerdo con HarperOne an imprint of HarperCollins Publishers www.harpercollins.com Nueva traducción, revisada: Isidro Arias Pérez © Ediciones Mensajero, 2014 Grupo de Comunicación Loyola Sancho de Azpeitia 2, bajo 48014 Bilbao – España Tfno.: +34 944 470 358 / Fax: +34 944 472 630 [email protected] / www.mensajero.com Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-271-3639-7

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Diarios (1939-1968) está dedicado a Naomi Burton Stone, Robert Giroux, James Laughlin, Anne McCormick y Tommie O’Callaghan.

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O bien ves el universo como una creación tan pobre que nadie puede hacer nada a partir de ella, o bien ves tu propia vida y tu lugar en el universo como algo infinitamente rico, fuente de inagotable interés, que genera infinitas y siempre nuevas posibilidades de estudio, contemplación, disfrute y alabanza. Más allá de todo y en todo está Dios. Tal vez el Libro de la Vida sea, en último término, el libro que uno mismo ha vivido. De manera que, si no ha vivido nada, no figura en el Libro de la Vida. Por lo que a mí respecta, siempre he deseado escribir acerca de todo. No hablo de escribir un libro que lo abarque todo –tarea, por lo demás, imposible–, sino de un libro en el que todo tenga cabida. Un libro con algo de todo aquello que surge por sí mismo de todo. Que tenga vida propia. Un libro digno de fe. De hecho, ya no lo considero un «libro». 17 de julio de 1956

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Una senda a través de los diarios de Thomas Merton Thomas Merton empezó a llevar un diario en 1931, con dieciséis años de edad. Desde niño se familiarizó con la idea de que su vida sería de una riqueza inagotable si escribía acerca de ella. Escribir haría de él un celebrante destacado en la creación infinita de la vida. La escritura se convirtió en la segunda naturaleza de Thomas Merton: su modo de respiración profunda, con la que trataba de absorberlo todo. Escribir era su manera de saborear y de ver. Un olor se convertía en perfume cuando él lo había captado en una página. «Escribir –anotó en su diario– es pensar y vivir, e incluso orar» (27 de septiembre de 1958). Por medio de la escritura, «la vida misma vivía», pensaba él (14 de abril de 1966). Y encontró para sí mismo un lugar en el que vivir dentro de un mundo escrito. Escribió con el corazón en la mano, como si el siguiente latido de su corazón dependiese de lo que él consignara por escrito acerca del mismo. Dotado de una imaginación globalizadora, deseaba escribir un «libro» en el que cupiese todo cuanto pudiera formar parte de su vida. La esencia misma de la vida viviría a través de él, a medida que exploraba una senda a lo largo de las innumerables realidades del mundo cuyos nombres trataba de consignar por escrito. La vida se recordaría a sí misma a través de él, a medida que compilaba calendarios de los cambios que se producían en el clima interior de su corazón. Al crear en sus diarios un «libro de todo», Merton fue completando su propio apartado en la autobiografía de la vida. Escribir un diario fue la manera que tuvo Merton de realizar la «obra del corazón» de un poeta, el «trabajo interior» de un sabio, el «trabajo de la celda» de un monje. Escribir un diario fue el cauce congénito a través del cual se encarnaron y adquirieron vida propia las innumerables respuestas interiores que su espíritu ofrecía al mundo. Una vez consignadas por escrito en un papel, sus palabras formaron frases dotadas de una verdad propia. Merton escribió sus diarios como una disciplina espiritual: él «se mantenía en vela» hasta que una determinada pauta experimental desembocaba en fugaces epifanías –«destellos de verdad, pequeños y recurrentes fogonazos de una realidad que está fuera de toda duda y se materializa de forma instantánea»– que lo empujaban más allá, en «la dirección que le había sido mostrada y hacia la cual se sentía llamado» (3 de marzo de 1966). La escritura fue la religión que comprometió a Merton con su Dios. Podría decirse que Merton alumbró a Dios en sí al escribir sobre la necesidad que él mismo sentía de que Dios naciera en él.

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Merton se hizo monje escribiendo acerca de cómo hacerse monje. La forma de su particular vocación monástica se le reveló en sucesivas experiencias que, aun cuando para sus lectores pudieran resultar paradójicas, eran para él de una misteriosa claridad. Escribió acerca del silencio para convertirse en un ser silencioso. Escribió acerca de su condición de perdido para que Dios lo encontrara rápidamente. Se ocultó a sí mismo del mundo mostrándose plenamente a él. Escribir acerca de la misericordia de Dios significaba haber sido alcanzado por dicha misericordia. A medida que las palabras de Merton se hacían más agradecidas, lo que de alguna manera era vil, en él se hacía valioso; lo que era pobre en él se hacía infinito; su fragilidad humana se convertía en poder. La misericordia incesantemente renovada de Dios hacia él a lo largo de su vida es el código que nos permite entrever el núcleo del misterio encerrado en la obsesión de Merton por escribir diarios. «Pendiente totalmente de la misericordia de Dios, me alegro de cualquier acontecimiento que se produce» (29 de noviembre de 1952). Cuando Merton nació el 31 de enero de 1915 en Prades (Francia), solo la alegría casi conventual de sus padres había saludado su primer vagido. Al fallecer el 10 de diciembre de 1968, electrocutado accidentalmente en Bang-kok (Tailandia), su muerte fue sentida por millones de personas y mereció una nota necrológica en la primera página del New York Times. A lo largo de cincuenta y tres años, se había escrito a sí mismo en grandes letras y con tinta imborrable en el Libro de la Vida de su siglo. Las memorias de Merton lo hicieron famoso. The Seven Storey Mountain (La montaña de los siete círculos), el relato de cómo pasó, de joven ebrio de sí mismo, a sobrio novicio en el monasterio trapense de Nuestra Señora de Gethsemani en Kentucky (Estados Unidos), no ha cesado de imprimirse desde 1948. Durante los veinte años que siguieron a la publicación de este clásico best-seller, Merton escribiría poesía, una obra de teatro, libros populares sobre la vida espiritual, a la vez que ensayos sobre múltiples temas que le apasionaban: tradiciones contemplativas de Oriente y de Occidente; literatura, política y cultura mundiales; justicia social y paz. Los artículos que publicó en periódicos y revistas forman por sí solos quince amplios volúmenes. Además, revisó una novela temprana que había escrito en 1941, The Journal of My Escape from the Nazis (Diario de mi huida de los nazis), que sería publicada después de su muerte con el título My Argument with the Gestapo (1969). De su correspondencia se han recogido aproximadamente diez mil cartas, dirigidas a personas de todas las clases sociales. Se han conservado setenta «cuadernos de lectura», lo que demuestra que Merton leía tan cuidadosamente como escribía. El último año de su vida llegó incluso a dirigir una revista literaria: Monks Pond. Al mismo tiempo, Merton practicó su arte de «confesión y testimonio» (14 de abril de 1966) escribiendo diarios, una parte importante de los cuales se publicó ya en vida de su autor: The Secular Journal (El diario secular), The Sign of Jonas (El signo de Jonás), Conjectures of a Guilty Bystander (Conjeturas de un espectador culpable) y 7

Woods, Shore and Desert. Tres de esos diarios han sido publicados póstumamente por diversos editores: A Vow of Conversation (Un voto de conversación), Thomas Merton in Alaska (Dos semanas en Alaska) y Asian Journal (Diario de Asia). Para los especialistas, Merton fue un «maestro espiritual». Por su parte, los editores proclaman en las solapas de sus libros que su obra merece figurar entre las más significativas del siglo XX en el campo de la teología espiritual. Merton fue, sin duda, un escritor y un maestro dotado de talento. Su versátil evocación de lo que implica llevar una vida interior sometida a examen y caracterizada por una intensa oración atrae con razón el interés tanto de teólogos como de lectores laicos. Pero, en su calidad de monje, Merton nunca pudo encerrar en compartimentos estancos los aspectos conflictivos de sí mismo y sus propias contradicciones. Su mano izquierda siempre estuvo al corriente de lo que hacía la mano derecha. En este sentido, su talento para la sinceridad llenó de zonas oscuras y difíciles su largo y agraciado camino hacia la alegría. Sus diarios, por una parte, le revelan a él mismo y a sus lectores que su vida, más que una metáfora de superioridad, es un icono de lo que, desde el punto de vista salvífico, constituye el polo opuesto del dominio espiritual: la pobreza de espíritu; por otra parte, terminaron convenciéndole también a él mismo y a sus lectores de que su vida era «respuesta de nadie» (17 de junio de 1966). Ni siquiera de sí mismo. La montaña de los siete círculos puede desorientar al lector si le induce a pensar que la biografía espiritual de Thomas Merton constituyó una senda en continuo ascenso hacia la verdad. En realidad, gran parte del tiempo de su peregrinación lo consumió en caminos colaterales y en una senda indirecta. Las cimas que él buscó rara vez aparecieron a plena vista, y aun entonces únicamente bajo los efectos de fogonazos momentáneos. Sus lamentos por las frecuentes desviaciones de su camino, lo mismo que su tristeza y compunción por sus evasiones en su peregrinación hacia Dios, figuran entre los grandes temas monásticos de sus diarios personales. Cuando Merton fue recibido como novicio en la comunidad monástica de Gethsemani, su primer abad, el padre Frederic Dunne, le preguntó ritualmente delante de toda la asamblea: «¿Qué es lo que buscas?». A lo que, siguiendo el ritual, respondió el novicio: «La misericordia de Dios y de la orden». Merton hizo realidad esa respuesta a diario a lo largo de sus veintisiete años de vida monástica. Todo lo hacía depender de la misericordia de Dios para con él en Gethsemani. Merton no fue un monje virtual. El lector debería entender al pie de la letra este deseo de verse llamado por la misericordia de Dios. Thomas Merton sabía muy bien que nadie puede obtener esta misericordia por sí mismo. De hecho, él trató de vivir «únicamente para Dios» y, consiguientemente, deseó encontrarse a sí mismo escondido en el «secreto del rostro de Dios». A medida que era objeto del reconocimiento internacional y alcanzaba el éxito literario, las lágrimas que se mencionan en sus diarios parecerían patológicas si no fuera por su deseo de obedecer a la «voz» de Dios y «alejarse de todo cuanto es transitorio y pasajero [y retornar] al Primordial, al Inmenso, 8

al Desconocido, al Amante, al Silencioso, al Santo, al Misericordioso, a Aquel que lo es Todo» (22 de marzo de 1961). Frente a esta sublime visión del ser humano, basada en la entrega apasionada de uno mismo a Dios, la reputación y la fama no fueron para Merton sino escoria. Él únicamente se fiaba de su yo real y conflictivo y de sus insuficiencias. En su deseo de dominarlo todo escribiendo acerca de ello, Merton tomó conciencia de que era Dios quien lo estaba dominando a él. Nunca perdió de vista la realidad de sus pecados, pero confió, a pesar de todo, en la promesa del perdón divino. Incluso en las noches más sombrías, cuando su boca enmudecía y su corazón parecía petrificado, sus oídos seguían atentos en la oscuridad a la voz del Señor, que le dirigía palabras de acogida. Para comprender de la mejor manera posible el estilo autobiográfico de Merton, el lector debe leer las citas de sus diarios en su contexto global. Quien desee estudiar y citar con seriedad los diarios de Merton ha de acudir necesariamente a la edición completa, en siete volúmenes, de dichos diarios, publicada por la editorial Harper San Francisco con los siguientes títulos: Run to the Mountain (editado por Patrick Hart); Entering the Silence (editado por Jonathan Montaldo); A Search for Solitude (editado por Lawrence S. Cunningham); Turning Toward the World (editado por Victor A. Kramer); Dancing in the Water of Life (editado por Robert E. Daggy); Learning to Love (editado por Christine M. Bochen); The Other Side of the Mountain (editado por Patrick Hart). Si tenemos en cuenta que en Diarios (1939-1968) estos siete volúmenes de diarios se reducen a uno solo, entenderá el lector que se halla ante una obra de traducción, compilada a base de cortes selectivos, aunque extensos. Este libro es una re-visión, y el lector no debe nunca perder de vista que estas páginas, a pesar de su autenticidad, no representan la exposición cabal e íntegra que de sí mismo y de su experiencia hizo Merton en sus diarios. Hemos dividido Diarios (1939-1968) en siete partes, correspondientes a cada uno de los siete volúmenes publicados por Harper San Francisco. Los títulos de estas siete partes están tomados de los subtítulos de los volúmenes respectivos. De esta manera, las entradas seleccionadas del volumen Run to the Mountain aparecen en la Primera parte: «Historia de una vocación». Y lo mismo hemos hecho en las otras seis partes de la obra. El criterio que hemos seguido para seleccionar un determinado texto de los diarios con preferencia sobre cualquier otro ha consistido en tratar de ofrecer una exposición cronológica y, al mismo tiempo, dotada de la fuerza literaria de los grandes temas de sus diarios. Entre estos grandes temas desarrollados en el presente libro podríamos señalar los siguientes: las esperanzas de Merton de convertirse en algo más que un escritor al hacerse monje; su búsqueda de una identidad como monje a través de la escritura; su apropiación de la Sabiduría Divina como metáfora de Dios; su búsqueda fallida del «lugar perfecto»; su fuerte sensibilidad para lo sencillo y lo natural. Hemos incluido también conscientemente todos y cada uno de los sueños que aparecen 9

en los siete volúmenes de los diarios, juntamente con una amplia muestra de sus oraciones. Esta exposición abarca además otros temas que, aun cuando menores, no carecen de importancia en la biografía de Thomas Merton. Por poner –y desarrollar brevemente– un ejemplo, el papel que desempeñan las «habitaciones» en sus diarios. Diarios (19391968) comienza hablando de las habitaciones del número 35 de la calle Perry, en Manhattan, donde vivió después de convertirse al catolicismo. Merton evoca la habitación que había ocupado en la casa de los abuelos maternos en Douglaston, Nueva York. Pasa de una habitación a otra en hoteles de Miami y Cuba. En el verano de 1940, después de que los franciscanos le hicieran saber que no podía ingresar en la orden, abandona la calle Perry y se une a algunos amigos en una «casa de campo» de Olean, Nueva York. Más tarde, en su habitación del Colegio San Buenaventura de Olean, donde había enseñado inglés a lo largo de un año y medio, decide hacerse trapense. Las habitaciones adquieren para él mayor importancia aún después del 10 de diciembre de 1941, fecha de su incorporación a la estricta vida comunitaria en la Abadía de Gethsemani. Su historia monástica podría incluso dividirse en diversos periodos, teniendo en cuenta algunas habitaciones importantes que ocupó: la habitación de la enfermería en la fiesta de San José –día 19 de marzo– de 1948; la cripta donde se conservan los libros raros de la abadía, donde se le permitió escribir y rezar a solas; la habitación de Santa Ana, un cobertizo para las herramientas que él bautizó como su primera «ermita»; su ermita «Monte de los Olivos», en los terrenos de la Abadía de Gethsemani; la habitación hospitalaria en Louisville, donde se encontró con una estudiante de enfermería; y, finalmente, el chalecito de Bangkok donde le sobrevino la muerte. Simbólicamente, Merton reside en una última habitación: la «Sala Merton» del Bellarmine College, donde intentó poner a salvo su obra donando manuscritos, fotografías y obras de caligrafía, todo lo cual constituye actualmente una colección de unos cuarenta mil objetos. Merton se autocalificó de Peter Pan, por colaborar en la construcción de esta existencia póstuma para sí. Se reprochaba a sí mismo el que la «Sala Merton» fuera a representar para siempre el clásico doble vínculo mertoniano: si, por una parte, el escritor que había en él deseaba extender su fama a través del tiempo, por otra, el monje aspiraba a desaparecer en la única vida que realmente importaba después de la muerte. Nuestra tarea como editores de este libro no se ha limitado a escoger algunos textos de los diarios con preferencia sobre otros. Si el meollo de una intuición de Merton o de su descripción de un instante incomparable se contiene todo él en los párrafos primero y tercero de una entrada de su diario que comprende, pongamos por caso, siete párrafos, en nuestro texto únicamente aparecerán los párrafos primero y tercero, sin puntos suspensivos que adviertan al lector del hecho de que se ha suprimido texto.

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Desde un principio se pensó en prescindir en nuestro texto de las notas a pie de página. Por este motivo, las aclaraciones consideradas necesarias para el lector se han incorporado al texto normal. Así, cuando su amigo «Lax» aparece por primera vez, lo hace como «Bob Lax». Hemos eliminado todo aquello que, según nuestro modo de ver, pueda debilitar el estilo de Merton o desorientar a un lector que, en una exposición tan limitada, no espera encontrarse con un buen escritor que, de hecho, no escribe del todo correctamente. Por ejemplo, hemos eliminado el uso reiterativo de «Y» al comienzo de muchas frases. Por lo que a la errática puntuación de Merton se refiere, cuando el sentido de las frases estaba claro, la hemos dejado tal como salió de la pluma de su autor; en cambio, cuando dificultaba la comprensión del texto, la hemos corregido. En suma, el objetivo de reunir en un solo volumen los textos con auténtico interés temático esparcidos a lo largo de los siete volúmenes originales de los diarios ha exigido un cierto trabajo de poda. Por otra parte, los límites impuestos de antemano, en lo que a la extensión del nuevo volumen se refiere, nos han obligado a realizar un profundo trabajo editorial sobre el texto de Merton, que presentamos lo más favorable y fielmente que nos ha sido posible. La metáfora que en cierta medida disculparía las deficiencias de nuestros procedimientos editoriales es que hemos tratado de abrir una senda a través del bosque. Si el conjunto de los siete volúmenes de diarios representa el bosque, este libro no es otra cosa que una senda que nos permite avanzar por el bosque, no el bosque mismo. La metáfora de abrir una senda implica, además, que nosotros hemos señalado un camino que, sin duda, no es el único que se puede tomar para recorrer esos miles de párrafos. No pretendemos en modo alguno haber captado la «esencia» o «lo mejor» de los diarios de Merton. Después de leer Diarios (1939-1968), los lectores que lo deseen pueden volver a los siete volúmenes de los diarios y trazar personalmente sus propias sendas a través de este «libro de todo». Nadie necesita un guía turístico, un director espiritual o un montón de notas a pie de página para gozar de la lectura de Thomas Merton. Su talento literario radica en la fuerza con que mueve a los lectores a identificarse con él. Su escritura actúa frente a los lectores como una ventana y, a la vez, como un espejo. En los diarios de Merton los lectores vislumbran en parte sus propias «posibilidades infinitas» de «contemplación y oración». A medida que Merton lucha con las contradicciones de su vida, los lectores se autoanalizan en el espejo de su arte autobiográfico. Oyendo la voz literaria de Merton, se despierta en los lectores la atracción por la escucha de la voz silenciosa y tranquila que resuena en su propio interior, una voz que anhela encarnarse en algún gesto externo totalmente espontáneo y personal. Los diarios de Merton animan a sus lectores a escribir, con la misma prolijidad con que él lo hizo, en el Libro de la Vida, reconociendo sus propios corazones tal como realmente son. Merton sabía que sus dilemas personales eran universales. Él sabía que también sus lectores anhelaban vivir sus propias vidas como «un libro en el que cupiera 11

todo» cuanto Dios y cualquiera pudieran leer, a no ser que, en su timidez, sus propios corazones temiesen poner al descubierto sus infinitas posibilidades. Merton sabía que todos ocultamos el misterio de las complejidades de nuestros corazones, no solo frente al mundo, sino también frente a nosotros mismos. Al escribir sus diarios, Merton aprendió que en el banquete de la vida él comía el mismo alimento que todos los demás seres humanos. Aprendió que, como cualquier otro, también él necesitaba ocupar un lugar en torno a la mesa y recibir el sacramento de los momentos particulares de su vida. Sus diarios fueron su manera de compartir con el lector una existencia humana llena de precariedades, a través de la cual cada uno de nosotros avanza dando trompicones entre momentos de alegría y momentos de llanto. Los diarios de Merton testimonian, profundamente soterrada, su búsqueda del rostro de Dios reflejado en todas sus experiencias. En ellos deja constancia de cómo él prestó oídos a la Voz del Amor, que le llamaba a abandonar el autoexilio del Amor para volver al jardín del Amor. En realidad, Merton no escribió sus diarios para encontrarse a sí mismo en las palabras, sino para perderse a sí mismo en palabras sin otro destino ulterior que expresar la entrega a la voz del Amor que le convocaba, más allá de todas las palabras, al Amor mismo. Sus diarios dan testimonio de su educación como ser humano. Poco a poco, irá abandonando la esperanza de una vida súbitamente perfecta en algún lugar siempre distinto de aquel en el que se encontraba de hecho. Superando esta actitud, Merton terminaría entregándose personalmente al lento trabajo del corazón de buscar a Dios día y noche en el lugar donde sus ojos se abrían y se cerraban cada mañana y cada atardecer. Se levantó y cayó, volvió a levantarse y volvió a caer, y así una y otra vez. En toda su profundidad y alcance, los diarios de Merton representan para los lectores el regalo de una metáfora continuada de la vida humana como esperanza de que ningún ser humano es una «pobre creación de la vida». Somos amados por el amor, precisamente por nuestra condición de criaturas falibles y frágiles. Thomas Merton no conoció en vida morada permanente, pero se creó un hogar. Ahora ha dejado ya de ser un huérfano o un exiliado, un solitario o un hijo pródigo, y en compañía de todos los santos escucha con absoluta claridad la voz del amado. Su travesía ha terminado. Su espíritu siempre inquieto descansa en la paz de Dios.

PATRICK HART JONATHAN MONTALDO

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PRIMERA PARTE: Historia de una vocación: 1939-1941 Señora, cuando aquella noche abandoné la Isla que antes fue tu Inglaterra, tu amor me acompañaba, aunque yo no lo supiese ni tuviese conciencia de ello. Y era tu amor, tu intercesión por mí ante Dios, lo que disponía las aguas delante de mi barco, y me abría la ruta hacia otro país. Yo no estaba seguro de adónde iba, ni podía ver qué haría cuando llegara a Nueva York. Pero tú veías más lejos y más claro que yo. Abrías los mares delante de mi barco, que a través de las aguas me conducía a un lugar con el que nunca había soñado y que ya entonces me preparabas para que fuera mi rescate, mi abrigo y mi hogar. Y cuando yo creía que no había Dios, ni amor, ni misericordia, tú no dejabas de guiarme al centro de Su amor y Su misericordia, y me llevabas, sin ser yo consciente de ello, a la casa que me ocultaría en el secreto de Su Faz. La montaña de los siete círculos ¿Has tenido una visión mía, Jonás, hijo mío? Misericordia tras misericordia tras misericordia... El signo de Jonás

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1 de octubre de 1939. 35 de la calle Perry. Ciudad de Nueva York Hoy huele a fiesta. Una muchacha está sentada frente a mí en el restaurante a la hora del desayuno: su perfume me ha hecho evocar muchas cosas. En primer lugar, el perfume, la suavidad y la textura de su piel me han hecho recordar toda una serie de chicas de las que yo había estado enamorado desde que cumplí catorce años. Es ese tipo de chicas más bien delgadas, nada llenitas, tirando más a rubias que a morenas, que parecen a la vez tiernas y tristes, con una tristeza envuelta en misterio y melancolía que las hace parecer inteligentes y buenas. A continuación, ese mismo perfume me trajo a la memoria todo tipo de domingos y fiestas y los ricos olores que solían acompañar a esos días en Douglaston. El olor de polvos y perfume en la habitación de mi abuela. El olor de la misma habitación, con todo el calor por las mañanas, con mi abuelo desayunando en la cama: la habitación oliendo a perfume, polvos, nata fría, calor del radiador, huevos fritos, tostadas, café cargado. Todo a la vez. Otros olores de días festivos: la brillantina que compré este mismo año en las Bermudas. Olor bueno, pingüe, a espliego. Me recuerda el sol y las casas blancas de coral y los oscuros cedros. Esa nostalgia se ve ahora complicada por el hecho de que hoy, debido a la guerra, no tiene mucho sentido pensar en un viaje a las Bermudas. Olores de fiesta en Douglaston: humo de habanos, recuerdos de tío Charles y las tiras cómicas (él compraba el Tribune; Pop se inclinaba por el Times). Dulces. Olor de comidas, naturalmente. Olor del árbol de Navidad y, al mismo tiempo, el ruido de vapor gorjeando en el radiador. Ruidos: En este momento está lloviendo fuera. Ruidos de una coctelera en Douglaston, primero el de un martini al ser removido, después el de algo que se agita en ella. Generalmente, sol fuera, o sol del atardecer a través de las ventanas de doble hoja. Ruido de un tren eléctrico de juguete que hace su recorrido. Ruido al darle cuerda a una locomotora mecánica: giro más lento de la llave, resistencia creciente del resorte. Ruido del cocinero cortando o batiendo algo en la cocina. Ruido de neumáticos rechinando en la carretera que pasa cerca de la casa, en invierno o en otoño, cuando la carretera está bien iluminada, desierta y dura. Ruido de un fuego crepitando y chisporroteando en la chimenea recién encendida. Haces de chispas saltan de vez en cuando y desaparecen en la chimenea. Ruido del perro brincando detrás de la puerta y arañándola cuando subes los peldaños.

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Ruido de Pop subiendo las escaleras, golpeando con su mano la barandilla, a medio camino entre los golpes de sus pies sobre los peldaños de madera, que resuenan como si estuviesen huecos. Ruidos de alguien (¡nunca yo!) arrojando paladas de carbón dentro del horno en la planta baja; la pala que penetra decididamente bajo el carbón, que amortigua el sonido de aquella: el carbón que se desliza de la pala al fuego; la pala que queda resonando ligeramente, una palada completa. Ruido de alguien que despliega las patas de una mesa de naipes: un movimiento de arrastre y un golpe seco. Ruido de un aparato de radio que empieza a sonar: el clic del encendido, la luz que se enciende, medio segundo después un zumbido repentino que crece para amortiguarse de nuevo a continuación, mientras que la radio se apacigua para elaborar un sonido real. Después de lo cual, como norma general, de la radio apenas recibimos informaciones demasiado interesantes. Ruido de la puerta de la bodega golpeando al cerrarse: nunca un golpe único, sino un golpe y cuarto, debido al rebote. Ruido de pasos sobre los escalones de cemento que conducen a la bodega. Ruido de subir arrastrando cubos de ceniza por la escalera de la bodega, peldaño a peldaño, el choque pesado, sordo, apagado por el peso de la fina ceniza de color gris rosado. Todo esto tenía lugar bajo la ventana de la habitación en que yo dormía: la habitación en cuestión era la guarida de Pop. En ella había un escritorio y una silla giratoria. Ruido de la silla giratoria cuando te girabas completamente. Al principio, ausencia total de ruidos; después, una especie de quejido ligero y cantarín. (Ruido de los cajones al abrirlos y cerrarlos). El quejido de la silla no se debe al hecho de hacerla girar, sino que lo produce un duro resorte cuando te inclinas en ella y la ladeas un poco. Ruido de rastrillar hojas, de cortar la hierba, de cavar con la laya, de rastrillar tierra o de cavar con la azada. De barrer la acera y los escalones de ladrillo que hay ante la fachada. Ruido del aspersor automático a medida que gira lanzando remolinos de agua por el aire sobre el césped de la fachada. Cinco o diez metros más allá, las hojas del seto vivo se desplazan adonde tú nunca habrías sospechado que estaba cayendo agua. En cualquier caso, gracias a Dios por todos los buenos olores y las buenas vistas y los buenos sonidos; pero ¿qué hay de bueno en el hecho de permanecer apegado a ellos, sentado y volviendo a evocarlos, en el hecho de instalarte en los recuerdos que te traen, acariciando una cierta tristeza por todas estas cosas que pertenecen ya a tu pasado? Pop y Bonnemaman han muerto, y nunca volverá a ser lo mismo que cuando, con dieciséis o dieciocho años, pasaba las vacaciones en Douglaston. De todos modos, sería inútil lamentarse por la felicidad de aquellos tiempos, porque, a los dieciocho, veinte o veintiún años, cuando me sentía activo y corría tras todo tipo de cosas, ¿quién puede afirmar que 15

aquellos fueran años totalmente buenos y felices para mí, que rebosaba rabia, impaciencia e ingratitud con respecto a mi familia, en una medida que hoy resulta horrible recordar? En efecto, yo era soberbio y egoísta, negaba a Dios y me dominaban la glotonería y el placer. Estaba tan saturado de todas esas cosas que incluso ahora su infelicidad no me ha dejado del todo, sino que sigue presionándome con pensamientos, sueños y movimientos de rabia y de deseo. Todavía hoy estoy poseído por el mismo orgullo y la misma miseria, que son muy fuertes y de los que resulta muy difícil desembarazarse, debido a la fortaleza de la propia obstinación, que debilita el amor y la oración y se opone a Dios. Pero todas estas cosas resultaron mucho más fuertes porque personalmente no me opuse en modo alguno a ellas. Por su culpa, yo estaba confuso y era infeliz. Así, pues, sería erróneo considerar estos días de mi pasado como una época feliz. Desear algo que pertenece al pasado es un ejercicio de vanidad, porque no puedes cambiar las cosas. Si el placer es vanidad en el momento presente, el placer pasado es doblemente vanidad. El placer de hacer el amor ahora es bastante pobre en sí mismo (es decir, sin el amor suficiente como para desear casarse con la chica, ¡lo cual no es mucho!), si exceptuamos el placer de un primer amor cuando tenías dieciséis años: nunca más volverás a tener dieciséis años, ni volverás a enamorarte nunca por primera vez; y en cualquier caso, aquel amor fue bastante tonto y, desde luego, en absoluto satisfactorio. Por lo que a su injusticia se refiere –teniendo en cuenta que ella estaba casada–, creo que eso no tiene importancia, al menos en razón de mi propia inocencia. Yo no pensaba que fuese posible hacer algo más que declarar que personalmente la amaba y darle un beso. La desgracia que vino después fue, naturalmente, un lujo. Todo estuvo muy bien y fue hermoso, pero sería descabellado desear que algo tan estúpido se repitiese. Estúpido, no el hecho de estar enamorado, sino la serie de acciones dramáticas, excesos y lujos de sentimiento que rodearon ese hecho cuando el objeto de mi amor se encaminó hacia la otra parte de la tierra. De todos modos, hay muchas cosas buenas que recordar, porque, antes de que yo cursara mi primer año en Cambridge, y aunque siempre estuve poseído de un loco orgullo, amaba de hecho a Dios y le rezaba, y todavía no estaba completamente enfangado en el pecado. En este sentido, no faltaron días buenos en Oakham, ni en Estrasburgo, ni en Roma, ni anteriormente en Francia y en Londres durante las vacaciones escolares. Pero pienso que, incluso como niño, yo estaba demasiado lleno de rabia y de egoísmo como para desear ahora recobrar mi propia niñez, sin más. De hecho, el deseo de recobrar algo que has tenido, poseído o experimentado implica una vanidad y una infelicidad mayores que el deseo de poseer un bien presente que tienes ante ti. Y, naturalmente, san Juan de la Cruz dice que la memoria, lo mismo que la inteligencia y la voluntad, han de quedar sumidas en completa oscuridad. Realmente, no es cierto que yo me muestre sentimental acerca de cosas que recuerdo. No es eso. Es solo que me resulta fácil e interesante escribir sobre ellas. Me vienen por sí mismas y fluyen fácilmente de mi pluma. Para mí, esas cosas tienen un tipo 16

de vida e interés. Sin embargo, durante mucho tiempo me han preocupado, preguntándome concretamente qué lugar ocupan en mi vida: qué lugar ocupa cualquiera de las cosas que yo escribo aquí.

14 de octubre de 1939. Sábado Al devolverme la novela, desde Farrar and Rinehart me comunicaron que no les había entusiasmado hasta el punto de desear publicarla. Queriendo averiguar algo más, acudí repetidamente al teléfono y hablé con una mujer cuya misión era repetir: «Nosotros nunca discutimos manuscritos que han sido rechazados». Después, de forma al parecer casual, adoptó de pronto un tono más condescendiente, como esperando que yo no resultase un maníaco impenitente. Me dijo que hablase con un hombre que no había leído mi novela, pero a quien, en cualquier caso, yo ya había visto. Basándose en las notas tomadas por alguien que la había leído, el hombre en cuestión me dijo que la historia era imposible de seguir y que estaba escrita de forma muy chapucera. Que a menudo era torpe y aburrida. Que quien había tomado las notas no se había preocupado de leerla hasta el final. Que los nombres de los personajes eran feos y desconcertantes, y que los mismos personajes eran irreales. Visto ahora con frialdad, pienso que todo ello era cierto. Me dijo que era obvio que lo que yo deseaba era escribir una novela, y que aquello prometía. En un primer momento, me lo creí. Él me preguntó qué era lo que yo trataba de hacer: ¿tal vez crear un nuevo tipo de estructura novelística? El nombre de James Joyce se deslizó en una de sus frases, dándome a entender que ese tipo de cosas estaba plenamente justificado, tal vez, en Joyce. Me apresuré a negar que yo buscase la originalidad, es decir, la originalidad por sí misma y aparte de la novela. De vuelta a casa, reestructuré de nuevo todos los capítulos, y ahora no tengo la más mínima idea de qué es lo que puedo hacer con ello. Era jueves.

15 de octubre de 1939. Domingo Marcel Proust y el recuerdo: parece como si Proust solo valorase la experiencia después de que esta haya sido transformada por el recuerdo. Es decir, Proust no se interesa por el presente. Supongo que mientras escribía, enfermo en su cama, sus otras posibles experiencias presentes no le atraían en absoluto. El «tiempo presente de cosas presentes» le resultaba intolerable. Lo que a él le atraía era el «tiempo presente de cosas pasadas». De hecho, lo realmente importante para él era escribir. Es decir, escribir era el único «presente» que él podía tolerar. 17

¿En qué consiste esa terrorífica importancia que el recuerdo parece tener para mí? Tal vez mi interés por este asunto se deba al hecho de que me ha resultado muy fácil escribir abundantes relatos autobiográficos este verano; aunque tal vez esto sea tomar el rábano por las hojas. ¿Es un interés nuevo? ¿O tal vez he estado interesado siempre por el tema del recuerdo, incluso desde que era niño?

16 de octubre de 1939. Lunes La primera vez que pensé en la posibilidad de hacerme sacerdote, me dirigí al padre Ford, quien inculcó en mi mente una idea que yo no había tenido nunca: ser sacerdote secular. No mucho tiempo después, le planteé a Dan Walsh este mismo asunto, y él me dijo que ingresase en una orden religiosa, sugiriéndome que, por lo que él me conocía personalmente, me pensara más bien en los franciscanos. Walsh me conoce mejor que Ford. El año pasado asistí a su curso sobre santo Tomás de Aquino. Después de las clases solíamos charlar, y ciertamente compartiría con él algunas ideas que a mí me entusiasmaban; y estoy seguro de que nuestras conversaciones le dieron pie para conocer mi temperamento intelectual y espiritual con suficiente profundidad como para orientarme en esta materia. Walsh fue quien me introdujo en el pensamiento de Jacques Maritain. Después de la conferencia de Maritain en el Club del Libro Católico la pasada primavera, Walsh y yo nos sentimos enormemente estimulados y salimos hablando de milagros y de santos. Cuando yo mencioné por primera vez el tema de mi vocación, dijo inmediatamente que él siempre había esperado que yo abrazara un día la vida religiosa.

8 de noviembre de 1939. Jueves A lo largo de los tres últimos días he escrito otras sesenta o setenta páginas de nuevo material para la novela, que por cierto he vuelto a leer y me ha resultado aburrida. Jinny Burton ha aparecido por aquí un par de veces, y esta mañana me he detenido en el convento de los franciscanos, en la calle 31. Esta noche, mientras me bañaba, reflexioné sobre el hecho de que este otoño, dado que voy a ir a un convento, será muy diferente de los anteriores. Leyendo mi diario de 1931, que debería destruir, me he sorprendido de mi paganismo infantil. Proclamación de lo que yo deseaba: emborracharme.

20 de noviembre de 1939. Lunes

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Pienso que todo el mundo desea que la gente lea su autobiografía, o sus cartas, o sus diarios, o sus documentos de Estado, o incluso sus libros de cuentas. Por todas partes veo a personas ocupadas con sus autobiografías, o con las notas que han ido recogiendo, o algo por el estilo. Bob Lax se pasó el verano escribiendo una autobiografía después de haber dedicado la primavera a escribir un diario. La mejor novela de nuestro tiempo –Ulises– es una autobiografía. Hoy había una foto de Roosevelt inaugurando una biblioteca, o algo semejante, que ha hecho construir en Hyde Park para albergar sus papeles de Estado. En 1941 esta biblioteca se abrirá para los historiadores. El mundo piensa que esto significa que Roosevelt no se va a presentar para un tercer mandato; pero lo que a mí me parece es que aquí tenemos a otro individuo que sabe que la forma más fácil de darse a conocer en nuestro tiempo es la autobiografía, y simplemente no quiere dejar pasar esa oportunidad.

8 de diciembre de 1939. Fiesta de la Inmaculada Concepción Me gustaría que nadie me hubiese dicho que tratar de conocerse a sí mismo era algo bueno. Solía copiarlo en mis diarios en griego: γνωθι σεαυτον.(¡Nunca logré saber cómo se acentuaba!). He acarreado mis diarios de Oakham a Roma, a Nueva York y a Cambridge, y no he llegado a conocer nada: ni a mí mismo ni a otros. Nada = No-thing. Leí a Jung y traté de descubrir cuál era mi tipo psicológico y deduje que yo era un «tipo de sensibilidad extrovertida», independientemente de lo que eso pueda significar. Ciertamente, me disgustaba ser un introvertido, porque la introversión es un pecado para los materialistas y, lo que es más importante, coloquialmente este término suele usarse como sinónimo de «perversión». (¡Qué espantosamente ridículo resulta tomarse a uno mismo tan en serio!).

11 de diciembre de 1939. Lunes Hoy he vuelto del fin de semana que he pasado en Washington con Ed Rice. Tal vez yo siempre he sido un desastre a la hora de elegir hotel. En Washington escogí uno malísimo: el Harrington, absolutamente tan anticuado y tan poco confortable como el Olean (Olean House). De hecho, el hotel Olean ganaba en casi todo a esta enorme trampa mortal en caso de incendio. Conjunto sumamente destartalado, gente de cháchara ante nuestro tirador toda la mañana, habitación sombría sobre un patio desde donde no podías ver el cielo. De mala muerte. Me pregunto: ¿He escogido yo por mi cuenta alguna vez un buen hotel? Al empleado de la compañía Cook’s Travel le dejé que me enviara al hotel Hamilton en las 19

Bermudas (¡un conjunto ridículamente decadente y depresivo donde los haya!). Una vez pernocté en el hotel Alexandria, cerca de la esquina de Hyde Park. Supongo que no fue tan terrible por el precio, aunque, después de todo, este hotel no lo descubrí yo, sino Pop. En Roma: un lugar realmente asqueroso. A pesar de hallarse en Via Veneto, era un hotel pequeño, renegrido, mal ventilado, incómodo y repleto de mujeres mayores de edad. Las cosas me salieron bien en Alemania, pero no en Bruselas. ¡Oh, no, en Bruselas no! Prácticamente, todos los hoteles que he escogido hasta el momento han estado impregnados de un tipo de miseria espiritual, a veces acompañada de miseria física real. Estos hoteles me aterrorizan.

20 de diciembre de 1939. Miércoles Una de las razones por las que no puedo escribir historias cortas, tal como hacen otras personas, es porque me resulta imposible inventarme un personaje con suficiente rapidez. Tengo que escribir veinte o treinta páginas antes de hacerme una idea del tipo de personaje acerca del cual estoy escribiendo. Después, sigo y sigo, páginas y páginas y más páginas, y tal vez nunca alcanzo el punto en que dicho personaje significa algo para los demás. Otra cosa es que me preocupo enormemente de mí mismo, de todo lo que está pasando en cada momento por mi propio corazón, y simplemente no puedo escribir acerca de ninguna otra cosa. Cualquier cosa que yo pueda crear es tan solo un símbolo de alguna preocupación personal totalmente interior. ¡Pero los símbolos me resultan difícilmente manejables! Empiezo a escribir una historia corta, creando algo nuevo, en el primer párrafo me invade la angustia, y en el siguiente el hastío. Trato de crear personajes nuevos, objetivos, distintos de mí y ajenos a mi persona, pero la cosa no funciona. Me salen tipos atontados e inexpresivos. Dadme la oportunidad de escribir acerca de cosas que recuerdo, cosas que de una u otra manera se encuentran acumuladas dentro de mí, y el resultado es completamente distinto. En ese depósito hay toda una serie de cosas ricas, fabulosas y brillantes: o bien cosas que recuerdo, o bien cosas que simplemente han surgido ahí. Dentro de mí encuentro ideas y pensamientos profundos y secretos y bien ordenados y claros y ricos y dulces, pero todos ellos se refieren a cosas tan cercanas a mí que yo las amo como a mí mismo. Algunas personas reales, aunque escasean mis prójimos. Esto demuestra claramente una cosa, según creo yo. Acerca de las cosas que amo como me amo a mí mismo puedo escribir más fácilmente que acerca de cosas que no existen y que, por lo tanto, no pueden ser amadas. Supongo que yo escribiría una pequeña historia mucho 20

más interesante acerca de ángeles que amo que acerca de un personaje puramente fantástico al que no puedo atribuir ninguna de las características de alguien a quien yo haya amado alguna vez. Puedo empezar a escribir si los personajes son símbolos de algo que amo, aunque como símbolos sean difíciles de manejar. Teniendo en cuenta que existe una relación curiosamente estrecha entre amor y temor, también escribo con mucha facilidad –si bien es verdad que a disgusto– acerca de las cosas que temo, aunque después solo raramente encuentre satisfacción en lo que he escrito. Solo sé que escribo bien cuando lo hago acerca de cosas que amo: ideas, lugares, determinadas personas, todas muy bien definidas, individuales, todas ellas objetos identificables de amor, porque es imposible amar lo que no existe.

13 de enero de 1940. Sábado Si a medida que crecemos no se produce algún cambio importante en nuestras vidas, no merece la pena llevar un diario. Los diarios dan por sentado que cada día hay algo nuevo e importante en nuestra vida. He estado siguiendo los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. No les he dedicado cuatro horas diarias, sino, para ser sincero, dos y media. El primer día, yo no sabía qué era lo que iba a conseguir; no me pareció ver lo que se suponía que yo debía obtener de las meditaciones con toda claridad. Simplemente, leía lo que decía el libro, dejaba este y repetía las palabras de nuevo. Los días segundo y tercero: tentación de pensar que aquello me estaba haciendo daño. Suele pasar. Es verdad que los Ejercicios resultan agotadores. El carácter exhaustivo de las meditaciones sobre el pecado mortal es impresionante y, al mismo tiempo, eficaz. ¡Las meditaciones sobre la muerte no son nada nuevo para mí! Solo después de haber realizado la meditación sobre el pecado venial sentí realmente con toda su fuerza el impacto de la gravedad y el horror del pecado mortal, a pesar de todo lo que había precedido a esta meditación. Ahora debo pedir ardientemente la gracia de poder, a pesar de todo, enmendar mi vida total y plenamente, renunciando a todas las cosas. Es absolutamente urgente que entablemos una lucha inflexible con las pasiones y las debilidades de nuestra carne. Por lo que a mí se refiere, los argumentos psicoanalíticos únicamente han servido para que mi pereza y cobardía encuentren las excusas necesarias para evitar la lucha y, de esa manera, continuar en mi miseria. La única felicidad que yo he conocido a lo largo de estos seis años ha estado vinculada de alguna manera a mi conversión y ha dependido de mi crecimiento en la fe y en el deseo de servir a Dios.

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Hay una absoluta necesidad de desprenderse de todas las cosas, cargar con la cruz y seguir a Cristo. Todo lo demás es prisión y muerte. Antes, esto lo conocía yo intelectualmente: ahora lo sé. Doy mi asentimiento a esta verdad con toda mi alma y mi corazón, y no solo con mi entendimiento.

25 de enero de 1940. Jueves Mis jornadas empiezan a menudo de la misma manera: vuelvo de misa y desayuno, y a continuación se inicia una larga y angustiosa cacería de algunos pequeños objetos sin los que, evidentemente, no puedo trabajar: cuando no son las gafas de leer, es un lápiz, o una pluma estilográfica, o algún papel. Ahora mismo acabo de cargar una pluma: he estado utilizando pequeños trozos de papel para limpiarla después de haberla cargado, pero ahora no he podido encontrar ninguno. Ayer perdí un lápiz rojo. ¿Recuerdas los tiempos de Douglaston en que podías recorrer la casa de arriba abajo buscando un zapato, un sombrero, un calcetín, un libro o un cepillo? En materia de libros, especialmente, esto significa la guerra. Mi tío y mi abuela siempre sospecharon que era mi abuelo quien echaba mano de los libros y los arrojaba fuera de casa o se los entregaba a los taxistas. ¡Y a menudo tenían razón! Hoy, sin embargo, no empiezo el día de esta manera. He acabado de comer y no necesito escribir en un diario. Podría leer o dibujar o pensar un final nuevo para la novela o estudiar alguna cosa. Cualquier cosa. Cuando mi letra se hace más pequeña –no más clara; simplemente, más pequeña– es señal de que he estado leyendo algo que requiere gran concentración o de que he estado intentando seguir algo que exige disciplina. En la época de Cambridge, en que emprendí la apasionada reforma de mi manera de ser y empecé a trabajar duro (por ejemplo, durante las vacaciones de Pascua de 1934), mi letra disminuyó considerablemente de tamaño. Justamente antes de Navidad de 1933, cuando me encontraba en un estado realmente penoso, hice un esfuerzo deliberado por mejorar la pulcritud y precisión de mi letra. No me sirvió de mucho.

26 de enero de 1940. Viernes No acierto con mi novela. Macmillan la ha tenido más de dos semanas. No, tres semanas. He telefoneado al Sr. Purdy esta semana y me ha dicho que el primer lector había emitido un informe favorable sobre ella y que se la habían pasado a otro. Así pues, ahora, en lugar de estar receloso por mi novela, de refunfuñar a su costa y darle vueltas, me siento feliz por su causa. Me gustaría ser amable con ella y compensarla por la

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manera en que la he maltratado. Después de todo, tal vez no sea tan mala. Desearía tenerla aquí para poder acariciar su peluda cabeza. Sin embargo, mañana probablemente –bueno, supongamos mejor que sea el lunes– recibiré una educada notificación del Sr. Purdy, de la casa Macmillan, y me llegaré allí y arramblaré con mi pesado novelón sin decirle una sola palabra; a continuación, la traeré a casa, le daré unos cuantos azotes, la arrojaré en un rincón y estaré furioso con ella. Pasada aproximadamente una semana, haré unas cinco correcciones con esta pluma y volveré a mecanografiar la página de la portada y a trasladar todo el asunto... ¿a quién? ¿A Harcourt Brace? Si de mis deseos dependiese, se haría cargo de la novela Macmillan. Me gustaría que mi libro lo publicase una institución tan importante, sólida y brillante como una subdelegación de finanzas o, cuando menos, un Banco de la Reserva Federal.

Abril de 1940. Miami Beach El hotel Leroy es un lugar que merece mi aprobación. Tiene un olor particular que me cuesta identificar, pero es un olor que me parece apropiado para un hotel de playa y, de hecho, me recuerda algún otro hotel en el que ya he estado en otra ocasión en algún otro lugar. No puedo recordar cuál en concreto. Persianas venecianas, suelos de piedra, palmeras de coco que difunden su sombra verde en la habitación: es un tipo de olor rancio del interior de un edificio de madera y estuco más fresco dentro que fuera. Es un olor que, además, tiene algo que ver con la playa, un olor de traje de baño húmedo y salado, un olor de hojas secas de palmera, de bronceado, de ron, de cigarrillos. Me recuerda, hasta cierto punto, la ranciedad que mostraba aquel inmenso y destartalado hotel de Bermuda, el Hamilton: el aire salado había impregnado la madera y los muros de aquel lugar. Es un olor que se aproxima también al del hotel Savoy, en Bournemouth, asentado en la cima de una colina con vistas a una blanca playa del Canal de La Mancha. Tenía caprichosos balcones de hierro e incluso, cuando el comedor estaba repleto, podías sentir el azote del invierno apoderándose de él y sabías perfectamente cuál sería su apariencia cuando estuviera vacío y con todas las sillas apiladas. Yo estuve allí enamorado de una chica llamada Diane. El azote invernal vino sobre nuestro amor aquel noviembre, al tiempo en que los empleados del hotel apilaban nuestras sillas. Quemé sus cartas en la chimenea del salón del Prefecto, en Oakham: hice con ellas un pequeño paquete y las lancé a las llamas con un gesto grandilocuente. Solo en una ocasión deseé, de hecho, tenerlas de nuevo en mi poder para leerlas. El olor de esta habitación de Miami, situada en una planta baja y que da sobre un patio, presenta otra nueva complicación: la presencia del cuero. Mi magnífica cartera nueva de cuero, mi alforja de cuero, brillante, cuero puro, limpio (en castellano en el original), capaz de absorber todos los golpes, sin correas, transpira aromáticamente y 23

desprende un buen olor de cuero. El colega que me la vendió no tuvo la gentileza de decirme que este tipo de carteras mejora su apariencia con el paso del tiempo. Sin embargo, el dependiente que me atendió en Rogers Peet (en el centro de Nueva York) me dijo esto mismo de mi nueva chaqueta deportiva de pelo de camello. Incluso la maleta de falso cuero que tuve durante un año, y que había comprado por apenas cinco dólares, despide su propio tipo de felicidad de cuero falso. Las frescas sombras en la habitación me traen a la memoria la casa de una chica en Great Neck, donde yo solía pasar algún tiempo. Tenía una enorme y fría sala de estar, con marquesinas sobre las ventanas protegidas con una red metálica, a través de la cual circulaba la brisa, mientras nosotros transpirábamos suavemente vestidos con ropa de tenis y, sentados en el sofá, saboreábamos una Coca-Cola y nos reíamos tontamente el uno del otro. Ambas cosas, el olor y la luz, pertenecen al verano. Supongo que estoy impresionado por ellos, ante todo, debido al carácter repentino de mi inmersión en este ambiente después de dejar Nueva York, que justamente ahora ha dado la bienvenida a un crudo mes de abril. Aquí el calor es como de agosto. Llegar aquí de noche y bajar la escalerilla del tren en una tarde veraniega y pasear en coche a lo largo de bahías rodeadas de un verdor exuberante me recuerda la primera vez que bajé del barco inglés en agosto y me adentré en Long Island, asombrado del calor y la neblina y la profusión de malas hierbas de un metro y hasta metro y medio de altura que crecían a lo largo de las carreteras. Conducir a lo largo de estas calles flanqueadas de hoteles y apartamentos nuevos y relucientes por doquier (este año han construido cuarenta y siete hoteles nuevos) fue como cuando, la pasada primavera, bajé en la estación de Long Island en medio de la vistosa luminosidad, animación y movimiento, de los roncos tonos de la música difundida por los altavoces en el recinto de la Exposición Universal, de las bocinas de los autobuses, del zumbido de la sirena de la enorme locomotora junto al Edificio del Ferrocarril. Pero ¿qué es lo que realmente me recuerda el olor en este hotel? Es el olor de un típico centro de veraneo, y tal vez sintetice para mí todas las vacaciones que he tenido a lo largo de mi vida.

Abril de 1940. La Habana, Cuba La Habana es una ciudad bañada en el éxito, una buena ciudad, una ciudad real. En ella hay abundancia de todo, inmediatamente accesible y, hasta cierto punto, accesible a todos.

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La animación de los bares y cafés no está secuestrada tras las puertas y los vestíbulos: todos ellos están ampliamente abiertos a la calle, adonde llegan la música y las risas, y los peatones participan en ella de la misma manera que los cafés participan también del ruido, las risas y la animación de la calle. Esa es otra característica de la ciudad de tipo mediterráneo: la completa y vital compenetración de todos los ámbitos de la vida pública y comunitaria. La vida real de estas ciudades se encuentra en la plaza del mercado, en el ágora, el bazar y los soportales. Vendedores de billetes de lotería, de tarjetas postales o de ediciones extraordinarias de periódicos vespertinos (casi cada minuto aparece la nueva edición de algún periódico) entran y salen de la multitud y de los bares. Bajo los soportales se instalan músicos que cantan y tocan algún instrumento, para desaparecer después. Si estás comiendo en una mesa de las terrazas de la plaza, participas de la vida de toda la ciudad. A través de los soportales puedes ver, recortada contra el cielo, una musa alada de puntillas en la parte superior de una de las cúpulas del Teatro Nacional. En la parte baja, los árboles del parque central: y todo el mundo parece estar circulando a tu alrededor, a pesar de que los viandantes, literalmente, ni vienen ni van de las mesas en que se sientan los comensales, que ingieren sabrosos platos de judías negras o pintas. La comida es abundante y barata; pero, además, si no tienes dinero, no tienes que pagar por ella, porque es de todo el mundo: se desborda e inunda las calles. Tu animación no es algo privado, pertenece a todos los demás, porque cada uno te lo ha dado a ti en primer lugar. Cuanto más observas la ciudad y te mueves por ella, tanto más amor recibes de ella y más amor le devuelves; y si así lo deseas, pasas a formar parte integrante de ella, de todo complejo abanico de alegrías y ventajas; y esto, después de todo, es el modelo mismo de la vida eterna, un símbolo de salvación. Esta pecadora ciudad de La Habana está construida de tal manera que cualquiera que sepa vivir en ella puede interpretarla como una analogía del reino de los cielos.

29 de abril de 1940. Camagüey, Cuba La plena compenetración de cada ámbito de la vida pública en Cuba, el desbordamiento de las actividades de las calles hacia los cafés y el que la gente que se mueve por los soportales comparta la animación de los restaurantes...: todo ello se aplica también a las iglesias. Las puertas permanecen abiertas mientras se celebra la misa, y los asistentes, por desgracia, perciben también todo el ruido y la actividad que se está desarrollando fuera, en la calle: el sonido de la campanilla del trolebús, las bocinas de los autobuses y los gritos agudos de los chicos de los periódicos y de los vendedores de billetes de lotería. El domingo que estuve en la iglesia de San Francisco, un vendedor de lotería se paseaba arriba y abajo fuera del templo anunciando su número con la voz más fuerte y aguda que 25

escuché en toda Cuba, y Cuba es un país en que se habla en voz alta. Era un número que sonaba muy bien: Cuatro mil cuatro cientos CUA-TRO Cuatro mil cuatro cientos CUA-TRO (en castellano en el original inglés). Lo repetía una y otra vez, añadiendo de vez en cuando un chillido casi ininteligible, que tal vez tenía algo que ver con san Francisco: probablemente, a san Francisco también le gustaba este número. ¡Cuatro mil cuatro cientos CUA-TRO! Al llegar yo a la puerta de la fachada principal de la iglesia, un grupo de niños, supongo que de la escuela, se colaron de dos en dos en el interior por una de las puertas laterales y se dirigieron hacia la parte delantera del templo, hasta ocupar los cinco o seis primeros bancos. La misa ya había empezado, y el sacerdote estaba leyendo la epístola. A continuación, apareció por allí un fraile con hábito de color castaño y vimos cómo se situaba delante de los niños para dirigirlos mientras cantaban una canción. Situado detrás del altar a una cierta altura, San Francisco elevaba sus brazos hacia Dios mostrando las llagas en sus manos. Los niños empezaron a cantar. Cantaban en voz alta con voces muy claras, y su canción ascendía directamente hasta el techo con un vuelo fuerte y directo, llenando con su claridad toda la iglesia. Luego, cuando se terminó el cántico, y la campanilla –cuyo sonido se mezcló con las últimas notas de la canción– avisó a los fieles de la inminencia de la consagración, la iglesia se llenó del rumor de la gente que se arrodillaba por doquier. En ese preciso momento, el sacerdote parecía estar de pie en el centro mismo del universo. La campanilla sonó de nuevo, tres veces. Antes de que ninguna de las cabezas se alzase de nuevo, el grito claro del fraile de hábito castaño rompió el silencio con las palabras «Yo creo...» (sic en el original), al que siguieron inmediatamente todos los niños con voces tan altas, fuertes y claras, con tal unanimidad, sentido y fervor que dentro de mí se produjo como un trueno, y sin percibir ni captar nada extraordinario con ninguno de mis sentidos (mis ojos solo miraban lo que en aquel momento estaba pasando en la iglesia), conocí con la más absoluta e incuestionable certeza que ante mí, entre el altar y yo, en algún lugar del centro de la iglesia, elevado en el aire (o en cualquier otro lugar, porque no está en un lugar), pero directamente ante mis ojos, o directamente presente a una u otra aprehensión de mí que estaba por encima de la aprehensión de los sentidos, estaba al mismo tiempo Dios en toda su esencia, en todo su poder; Dios en la carne y Dios en sí mismo; Dios rodeado por los rostros radiantes de los miles, de millones, del incontable número de santos que contemplaban su gloria y alababan su santo Nombre. La inquebrantable certeza, el conocimiento claro e inmediato de que el cielo estaba directamente frente a mí, me sacudió como un rayo, me recorrió como un fogonazo de luz y pareció despegarme limpiamente de la tierra.

21 de mayo de 1940. Ciudad de Nueva York 26

He estado limpiando de chismes la habitación que tenía en la calle Perry. He vivido en ella todo el invierno. Sentado al escritorio, he pasado en ella más tiempo que en ninguna otra de las habitaciones en que he vivido hasta ahora por un periodo parecido. ¿Qué hacía yo allí? Hacer los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. Corregir redacciones escritas por mis alumnos de inglés de la Escuela Nocturna Columbia: «Mi estrella favorita de cine». «¿Es posible ser feliz sin dinero?». Estar en la cama con cinco o seis puntos de sutura en mi mandíbula en el lugar de donde me habían tenido que extraer una muela del juicio: el dulce olor del antiséptico Gilberts ocupó todo el lugar durante las semanas que siguieron a la intervención. Para consolarme, me entretuve perezosamente mirando folletos turísticos de México, Cuba, Brasil. (Sabía perfectamente que únicamente podía permitirme el lujo de viajar a Cuba). La mayor parte del tiempo lo pasé escribiendo: un diario, manuscrito, en un libro de contabilidad. Una novela que ha desconcertado a tres editores sin ningún resultado. Y también he leído a Pascal, Las florecillas y La Regla de san Francisco, a García Lorca, a Rilke, La imitación de Cristo, a san Juan de la Cruz, y también a William Saroyan, cuando estaba demasiado cansado para leer cosas más arduas.

16 de junio de 1940. La casa de campo. Olean, Nueva York. Los franceses han sido empujados hacia el sur, hasta el Loira. Todos mis amigos han ido al lago, y yo estoy sentado solo, en medio de la entrada fuera de la casa, contemplando los bosques. Precisamente porque nunca he conocido a nadie que desease una guerra, he imaginado que tampoco los alemanes la querían, y todo el tiempo no han deseado otra cosa. No, no todos los alemanes. Pero te llegan noticias del tremendo entusiasmo de algunas tropas alemanas en esta lucha: a ellos les gusta, y por eso están venciendo. A nadie más le gusta la guerra. Aquí el ambiente es muy tranquilo y soleado. Frente a mí hay un matorral cubierto de flores de un color blanco pálido, sin apenas olor. En algún lugar, debajo de algunos espinos y malas hierbas, canta secamente un grillo. Todo está tranquilo, luce el sol y se está a gusto, pero no me atrae hacer comparaciones entre esto y el valle del Loira. Es posible imaginarse a un hombre saliendo silenciosamente de estos bosques hacia el verde espacio abierto que queda frente a mí, me apunta con un fusil, me mata a tiros en esta silla y desaparece. Aunque hay luz solar, los bosques pueden muy bien llenarse de repente con el ruido seco y el estruendo de los tanques. El avión que pasó hace una hora podía muy bien 27

estar cargado de bombas, pero no lo estaba. Nada resulta excesivamente fantástico como para no creer en ello, porque todo es fantástico. En este momento, aquí no se pelea, pero muy bien podría suceder que mañana se luchase intensamente. El valle está lleno de depósitos de aprovisionamiento, y el combustible es para cargar los tanques de los bombarderos; y una vez que estos están cargados, tienen que bombardear algo, y generalmente eligen los depósitos de combustible. En cualquier lugar en el que haya depósitos de combustible, o fábricas, o ferrocarriles, o instalaciones y modernas estructuras, puedes estar seguro de que durante este siglo, más pronto o más tarde, harán acto de presencia los bombarderos. Así pues, aunque no pretendo como otras personas entender la guerra, de hecho se perfectamente que el conocimiento de lo que está pasando no hace, al parecer, otra cosa que mostrarnos lo desesperadamente importante que resulta ser pobre por propia iniciativa, desprenderse de todas las posesiones al momento. A veces me espanta el hecho de poseer algo, incluso un nombre, sin hablar de una moneda o de petróleo, municiones, fábricas de aviones. Me espanta interesarme como propietario en algo, por temor a que mi amor hacia lo que poseo pueda matar a alguien en algún lugar.

28 de junio de 1940. Colegio San Buenaventura. Olean, Nueva York ¿Cuáles son (además de hacer listas de los vicios de nuestro tiempo) algunos de los mayores vicios de nuestro tiempo? En primer lugar, la gente empezó a tomar conciencia del hecho de que sus desordenadas vidas se estaban haciendo añicos; solo que, en lugar de apartarse de las acciones que les avergonzaban y les traían la infelicidad, introdujeron una nueva norma de conducta: no debían avergonzarse nunca de las cosas que hicieran. En adelante, únicamente habría un pecado capital: sentir vergüenza. Pensaron que de esta manera podrían solucionar el problema del pecado: eliminando esa palabra. Estamos desarrollando una nueva superstición, a saber, que la gente que piensa demasiado acerca de un determinado malestar termina padeciéndolo de verdad por sugestión: nos sobrevienen las úlceras, de tanto preocuparnos por ellas. Si a este razonamiento le damos la vuelta, resulta que, cuando dejemos de preocuparnos por las enfermedades, estas dejarán de afectarnos. Tenemos otra superstición parecida. Si todos estamos de acuerdo en que la guerra es desagradable y no la deseamos, no tenemos que luchar. Pensamos que, precisamente porque no deseamos luchar, nunca vendrá nadie que nos arrebate nuestras bebidas refrescantes y nuestros helados, incidentalmente matándonos. Esto ocurrirá forzosamente si, al mismo tiempo, los acusamos de ser perros negros por codiciar nuestros refrescos y helados. Además, naturalmente, tenemos el vicio de pensar que, puesto que algo tiene éxito, es valioso, sin más. El valor de una cosa reside en el provecho que nos proporciona. 28

Por otra parte, amamos los hechos por sí mismos, en contradicción con la superstición que acabo de mencionar. La radio está plagada de programas informativos, y todo el mundo lee la revista Reader’s Digest, que pretende poner a nuestro alcance el mayor número posible de hechos en un espacio reducido. Al mismo tiempo, la cosa más difícil de obtener es una noticia auténtica acerca de la guerra. Conocemos el hecho bruto de que Francia ha sido derrotada. Pero ¿qué se sigue de ahí? Muy bien podría tratarse de un país de la luna.

27 de octubre de 1940. Fiesta de Cristo Rey Hoy he visto una película de un bombardeo sobre Londres y he escuchado el sonido grabado de las alarmas ante un ataque aéreo y la señal de que había pasado el peligro. Por primera vez en mi vida, creo yo, he deseado estar en la guerra. Hay en esto, por otra parte, una especie de hechizo: algo que va más allá del patriotismo o algo por el estilo –y más acá también–: una especie de curiosidad animal por ser testigo de las escenas de peligro y de muerte violenta, las escenas de las más importantes y terribles matanzas que se han producido en el mundo actual. Lo que más me impresionó fue la imagen de los almacenes Peter Robinson, en la calle Oxford Circus, con un inmenso vacío producido por las bombas en lo que habían sido sus tres pisos superiores. En Peter Robinson’s había comprado yo un traje gris cuando tenía quince o dieciséis años, y lo llevé conmigo a Estrasburgo y a Italia la primera vez que viajé a esos países. Recuerdo ese traje perfectamente. Era de color gris, de lana tejida en punto de espiga. Justamente por encima de la calle de Peter Robinson’s, más allá de Regent Street, se encontraba el lugar donde yo solía tomar el autobús de la Línea Verde para ir a Ripley Court. Cruzando diagonalmente Oxford Circus, se encontraba el bar Henry Long’s, desde donde yo llamé por teléfono a los Bennetts para despedirme de ellos. Más abajo de Peter Robinson’s, cruzando Oxford Street hacia el Este, estaba el cine donde vi por primera vez todas las películas de René Clair, así como aquella extraña película freudiana que fui a ver con Tom Bennett, y otras muchas cosas. Todo esto fue destruido cuando Peter Robinson’s fue destruido. Las bombas están empezando a caer en mi vida. Con Varsovia no fue lo mismo. Yo nunca había visto ni imaginado la ciudad de Varsovia. Lo de Londres fue un espectáculo terrible. Pero más terrible aún fue el espectáculo de las filas de personas entrando en los refugios contra los ataques aéreos al anochecer. Después se vieron las calles vacías, y acto seguido, a la luz del repentino fogonazo de una bomba, vi a un vigilante que caminaba lentamente con las manos a la espalda; y luego volvían a sonar las alarmas del ataque aéreo. Esto, por primera vez, suscitó en mí la idea de luchar. Por primera vez me vino a la mente la idea de que tal vez yo pertenecía a aquel mundo, no a este. Tengo responsabilidades en Inglaterra. Mi infancia la he dejado allí. 29

Ahora que la están bombardeando, tal vez sería el momento de volver al lugar de mi infancia: solo que, naturalmente, de momento ellos no necesitan hombres. En realidad, la propaganda necesaria para que creciese en mí el deseo de luchar la hacían los propios alemanes. Si ellos no hubieran bombardeado Inglaterra, seguramente yo no me habría interesado por las diferentes manifestaciones de la guerra, fuesen las que fuesen. Tal vez un bombardeo de París durante dos o tres semanas lo habría conseguido. No lo sé. El bombardeo de Rótterdam más bien me repugnó y me asustó. Pero el bombardeo de Londres, donde yo había residido en otro tiempo, donde viven tantas personas con las que me unieron estrechos lazos de amistad en la escuela y personas a las que yo amaba, es ciertamente distinto. Pienso que este ha sido uno de los documentales con mejores fotogramas, mejor montaje y mejor sonido que yo haya visto en toda mi vida. No, algunos detalles del mismo eran en realidad terribles; pero el tono de voz del locutor era el adecuado. El título no era muy afortunado: London Can Take It, «Londres puede soportarlo». El documental mostraba una enorme brecha en Somerset House, algo que podía haber sido un ala del Middlesex Hospital, abierta por la violencia de las bombas. Algunas casas de la barriada Bermondsey, de gente de la clase obrera, aparecían completamente destruidas. Muchos de los lugares filmados no pude reconocerlos; probablemente eran del centro de Londres. Pero lo realmente impresionante era la pujanza de la vida en la ciudad: autobuses, gente dirigiéndose al trabajo, afanándose en torno a los montones de piedras y ladrillos durante el día, y después, al llegar la noche, desapareciendo en los refugios subterráneos. El otro día, el ayuntamiento de Allegheny, con su cúpula entre las ramas peladas destacándose contra un cielo gris y con sus ladrillos rojos, podría haber sido un edificio de algún pueblo de Surrey, una oficina de correos o algo parecido de la época victoriana. Sea lo que sea, yo me acordé de Surrey y sentí algo extraño. Y he estado soñando que me encontraba en Londres, a menudo, de noche.

12 de noviembre de 1940 A los alumnos de mi clase les he asignado como tarea poner en inglés moderno algunos textos de Chaucer, lo que con toda seguridad sobrecargará gravemente sus cerebros y pondrá a prueba su buen humor. El padre Cornelius está furioso contra The New Yorker por su carácter anticatólico, y yo también lo estoy, por ser aburrida y sumamente torpe. Bob Gibney ha pillado un resfriado. Lax se queja de tener que conducir el coche de Gibney. Al entrenador de fútbol le ha mordido el spaniel negro del padre Hugo. El equipo de fútbol ha perdido otro partido. Alguien me ha dicho que, cuando un cerdo ataca a un ser humano, aquel –es decir, el cerdo– arremete contra las entrañas y las come, y esta sería toda la carne que toca un cerdo a lo largo de su vida. He visto una 30

fotografía que a primera vista interpreté como los tres hermanos Ritz vestidos de mujer, aunque, tras un examen más detenido, he podido comprobar que son las tres hermanas Andrew, las conocidas Andrew Sisters. Alguien dijo que ellas no podían celebrar el baile de promoción del colegio en Bradford, porque nadie podría volver después conduciendo un coche sin chocar contra un árbol en algún lugar de los treinta kilómetros de distancia que separan ambos lugares. Lo intentaron una vez, y esto fue precisamente lo que sucedió. Este es un mundo violento, en el que yo no estoy haciendo lo suficiente, aunque al parecer ando ocupado todo el tiempo.

4 de diciembre de 1940 El poema que he recuperado de la revista The New Yorker hoy al menos parecía haber sido manipulado. La otra noche arranqué un puñado de páginas de mi diario del año pasado. Es bonito disponer de un amplio diario escrito a lo largo de un año. Al año siguiente lo tomas de nuevo en tus manos en un momento de ociosidad, lees una página, la arrancas y la tiras a la papelera; has leído las noticias del día. ¿Por qué iba yo a escribir si no fuese para ser leído? Este diario está escrito con vistas a su publicación. Hace ya tiempo que he tomado conciencia de eso, y lo he escrito con cierto estilo. Todo ese griterío el año pasado para convencerme a mí mismo de que merecía la pena escribir un diario, pero no leerlo. Si un diario se escribe pensando en su publicación, luego puedes arrancar algunas páginas del mismo, corregirlo, escribirlo con estilo. Si es un documento personal, cada corrección implica una crisis de conciencia y una confesión, y no simplemente una corrección artística. Si escribir es una cuestión de conciencia y no de estilo, el resultado es una imperdonable confusión: un uso equívoco del lenguaje digno de Wordsworth.

2 de febrero de 1941 Si yo no estuviese tan infatuado con mi propia vanidad, egoísmo y mezquinas atenciones en favor de la comodidad de mi cuerpo y de mi orgullo, vería claramente cómo tal vez ninguna de las cosas buenas que he hecho hasta ahora había sido mía o se había realizado a través de mí, sino algo recibido de Dios a través del amor, los dones y las oraciones de personas que pusieron su vida entera a mi disposición como fruto que yo podía recoger, apropiarme o estropear, de acuerdo con mi indiferencia y odioso egoísmo. Ese fruto únicamente ha alimentado la gracia en mí a pesar de mí mismo, por decirlo de alguna manera, e incidentalmente me ha procurado un poco de salud.

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Mira cómo la vida entera de mi abuelo, todo su trabajo de muchos años, se volcó en favor de mi hermano John Paul y de mí, comprándome miles de cosas, Italia, Francia, Inglaterra, Cuba, las Bermudas, alimento y ropa y cuidados y cientos de libros curiosos y, además de eso, todas aquellas cosas en las que no me gusta pensar. Pero Pop trabajó desde niño y a lo largo de sesenta años en una ciudad de Ohio con el fin de que yo bajara por Bridge Street en plena noche, aterrorizado porque justamente yo acababa de arrojar algo, una botella, un zapato, un ladrillo, no sé qué, dentro de un escaparate. Él trabajó durante toda su vida para que Bill Finneran y yo escogiéramos la barra semivacía de un pequeño e infecto bar de la calle 52 para enzarzarnos en una pelea con un tipo alto, imberbe y borracho al que algunas viejas y repulsivas señoras parecían preferir antes que a nosotros. Mira cómo él se pasó la vida trabajando para que yo pudiera sentarme, en 1935, al pie del asta de la bandera en las afueras de Columbia, con gran placer y sorpresa personal, al lado de una chica de la que yo creía estar enamorado. ¿Qué más cosas compró para mí con su sangre? Porque no fue solo Cristo quien dio su vida por mí, sino que todos los que alguna vez me amaron sacrificaron algo de la sangre de su vida por mí. ¡Qué fácilmente acepté ese don, como si yo fuera un dios al que se le deben ofrecer sacrificios, como si el sacrificio fuera realmente mío, y no de Dios! Mi abuelo pagó por mí el día en que entré en la barra del American Merchant, ascendiendo por Canal Street, hacia las tres y media de la mañana, después de que yo me hubiera tumbado en la litera vestido y sin conocimiento. Así es que encuentro a una señora hablando con el médico del barco. Ello supuso una buena humillación para mí, que estaba con mis pantalones negros llenos de vómito. Ese fue el pago que yo le di por haberme amado incluso con su vida, y lo mismo cabe decir de mi abuela. Si mi padre no hubiese muerto hace diez años, ¿en qué medida lo habría lastimado yo durante ese tiempo? ¿Cómo pude echar a perder y malgastar tanto amor, tantos cuidados y tantos dones? En el funeral de tía Maude, comprendí que la situación era dramática, y solo secretamente me vanaglorié de ello y me congratulé de haber vuelto de Cambridge y de que nadie conociese el secreto de dónde había pasado yo la noche anterior. No se trataba realmente de nada terrible, pero en mi imaginación decidí que asistiría discretamente como uno más de los familiares a un funeral y saborearía una vez más la perfumada boca de esta dama en mi propia boca. Así, cuando la buena de la tía Maude, una santa, recibió sepultura, supongo que yo sentí cierto pesar sincero por su muerte, porque yo la había amado, pero estaba tan inmerso en mi propio drama personal de los diecisiete años que –estoy seguro– aplaudí la idea de una sonada aventura. ¡Esa fue la recompensa que su amor por mí recibió con ocasión de su funeral! Y es que ella, con sus pacientes cuidados, había hecho posible que yo fuese a Oakham y posteriormente a Cambridge.

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Todas estas cosas se dicen fácilmente, y el Señor sufrió en cada una de las personas que alguna vez me amaron impulsadas por el amor y a las que yo respondí con una ingratitud y un orgullo perversos. Y es que yo rechazaba incluso el hecho de ser amado de cualquiera de esas maneras. ¿Cómo puede expresar alguien lo mucho que debe a la bondad de quienes lo aman? Si comprendiésemos que con su amor por nosotros la gente nos salva de la condenación por el simple hecho de ofrecernos su amistad, aprenderíamos a ser algo más humildes. Pero todos damos por sentado que hemos de tener amigos, y no nos sorprendemos en absoluto de que ellos vengan buscando nuestra compañía y tratando de agradarnos. Nos imaginamos que nosotros somos naturalmente atractivos, y que las personas acueden en tropel a nosotros para darnos algo que realmente nos deben, como si fuéramos ángeles y las atrajéramos por nuestra gran bondad para que nos amen. Únicamente el amor nos da vida, y sin el amor de Dios todos dejaríamos de existir, tal vez sin el amor natural y bienintencionado y la caridad de nuestros amigos, que aboga permanentemente en favor nuestro ante Dios sin que los interesados mismos lo sepan siempre, Él hace tiempo que nos habría entregado a nuestro castigo y habría apartado de nosotros Su rostro y habría dejado que nos estrelláramos al borde del abismo, donde el amor de los amigos sigue sosteniéndonos con sus oraciones expresas o tácitas. De lo que yo he escrito, no sé realmente qué cosas podría decir que sean mías, como tampoco soy capaz de precisar qué es lo que en mis oraciones y buenas acciones proviene realmente de mi propia voluntad. ¿De quién fue la oración que me movió a orar a Dios para obtener la gracia de orar? Podía haber luchado durante años por mi cuenta para poner cierto orden en mi vida (y en realidad eso era lo que yo había estado intentando hacer siempre, incluso hasta extremos ridículos y recurriendo a los más excéntricas controles, todos pseudocientíficos y en buena medida hipocondríacos: anotando lo que bebía, intentando dejar de fumar reduciendo el número de cigarrillos cada día –número que apuntaba en un libro–, pesándome cada pocos días, etc.); y, sin embargo, poco a poco me habría extenuado a mí mismo, pienso yo. Pero alguien debió de mencionar mi nombre en alguna oración; tal vez el alma de alguna persona que yo apenas recuerdo; quizás un extranjero en algún paso subterráneo, o algún niño. O tal vez el hecho de que a alguien tan buena persona como Lilly Reilly se le ocurriera pensar que yo era un buen tipo al que no le vendría de más una oración. O tal vez el hecho de que Nanny mencionara mi nombre en sus oraciones moviese a Nuestro Señor a enviarme una pequeña gracia para orar de nuevo, o para empezar a leer libros que me condujeron de nuevo aquí. ¿Y cuánto de todo esto se ha debido a la guerra? ¡O quizás Bramachari, en alguna palabra dirigida al Señor en su extraña lengua, moviera al Señor a hacerme orar de nuevo! Estas cosas son inescrutables, y personalmente empiezo a conocerlas mejor de lo que puedo escribir acerca de ellas. ¿Cuántas personas se han hecho cristianas gracias a las oraciones de judíos e hindúes que, por su parte, han encontrado que el cristianismo era terriblemente duro para ellos mismos?

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11 de febrero de 1941 Estoy pensando ahora en los días en que me sentaba al sol de mayo, apretado y retorcido sobre las movedizas y carcomidas tablas del balconcito de la habitación que da a la calle Perry, y sostenía una botella de Coca-Cola en mi mano mientras contemplaba el cálido sol sobre los edificios: por ejemplo, el Día de los Caídos de 1939. Esto sucedía antes de que estallase la guerra, y la Exposición Universal estaba recién inaugurada, y en ocasiones yo tenía resaca. En ocasiones no, a menudo. Para esto era para lo que servía la Coca-Cola. Estoy empezando a pensar que la guerra tiene mucho que ver con el hecho de que yo haya dejado de beber. Tal vez, si no hubiese guerra, yo seguiría teniendo resacas, aunque también esto lo dudo. Aquella habitación delantera de la calle Perry tuvo algunas cosas buenas. El reluciente teléfono nuevo. El solemne y delicado escritorio. El sol reflejándose en las ventanas. Los innumerables gritos de la calle. Hablar con Wilma Reardon a través del reluciente teléfono. Lax me llamó para decirme que había oído en la radio el anuncio de la elección del papa Pío XII, y ese mismo día, como muchos otros, yo había estado tendido en el balcón tomando el sol. Otra cosa buena fue la grabación de «Y los ángeles cantan» (And the Angels Sing). Pero, a pesar de todo, de vez en cuando tenía mi resaca. Para colmo de males, yo estaba sin trabajo y me limitaba a pensar de vez en cuando en escribir una tesis doctoral de filosofía sobre Gerard Manley Hopkins. La habitación era un lujo muy caro. No volvería a repetir esta experiencia en toda mi vida: espero poder vivir siempre en celdas de monasterios o de colegios, o en cuartuchos de bibliotecas. La idea de disponer del «propio negocio» –teléfono propio, contrato de alquiler de un piso de seis meses de duración, nombre propio en la guía telefónica, «mi apartamento», un estado civil– me molesta tremendamente. Renunciar a esto no significa ahora para mí ningún sacrificio. La habitación de la parte trasera de la casa era oscura, pero yo pasé muchísimo tiempo en ella. Como habitación, no era nada agradable: resultaba excesivamente húmeda. Pero desde finales de agosto de 1939, en un infierno de calor y sudor y muelas del juicio arrancadas de mi mandíbula con sierras y martillos, empecé a aprender cantidad de cosas en esa habitación, y también a trabajar en ella. Pero la vida en el campo es mejor. Ese verano fue bueno cuando Lax, Rice y un servidor dejamos la ciudad para instalarnos en una casa rural.

4 de marzo de 1941

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Este ha sido un día memorable que ha dejado en mí recuerdos imborrables. Ordinariamente, no pienso en los contenidos de un día como «tal día»; pero este de hoy tengo que verlo de esta manera. En primer lugar, es un día que yo temía: hoy he juntado todas mis ideas acerca de la guerra y las he expresado brevemente, de un tirón, en unas cuantas hojas de papel, en un formulario preparado, y las he enviado por correo al centro de reclutamiento. Creo haber conseguido expresar las razones que tengo para ser parcialmente objetor de conciencia, para solicitar la prestación de servicios no directamente relacionados con la lucha, para no verme obligado a matar a hombres hechos a imagen de Dios, cuando es posible obedecer la ley –como es mi deber, sin duda– sirviendo a los heridos y salvando vidas, o en una situación que puede resultar totalmente artificial: a través de la humillación de excavar letrinas, que ante Dios es un honor inmensamente mayor que el que pueda obtenerse matando a seres humanos. Lo cierto es que yo escribí estas páginas sin que me temblase la mano, y aquello me asombró. Me llegué tranquilamente al padre Thomas y al padre Gerald, que me dieron su aprobación. Me dirigí a Olean y, una vez autentificados todos los documentos, los envié por correo. En medio de todas estas iniciativas, yo me encontraba tremendamente feliz y a la vez extrañamente tranquilo. Era como si esta fuera una de las cosas buenas que yo tenía que realizar en mi vida, y no dejaba de admirarme por ello. Cuando eché el sobre al buzón, supe que el asunto estaba totalmente en manos de Dios. Todo sucede de acuerdo con Su voluntad. Soy libre. Nunca había experimentado una sensación tan serena de libertad como cuando comprendí que ahora yo dependía de la decisión de un consejo administrativo de extranjeros, que yo voy a reconocer como la voluntad de Dios, porque Él también expresa su voluntad a través de las leyes de los Estados. Cualquiera que sea Su voluntad, que se cumpla, por medio de Cristo nuestro Señor. Viajar a Olean en un viejo y pequeño coche con uno de los obreros de la granja del convento me resultó en extremo agradable, como nunca antes en toda mi vida. El cielo exhibía un azul intenso, y las sombras se extendían oblicuamente sobre las colinas a medida que el sol descendía gradualmente. En Olean, las amplias calles estaban casi vacías, y la gente volvía a casa del trabajo. El viaje de vuelta al Colegio San Buenaventura lo hice con Bob O’Brien, fontanero de la casa de Olean. El sol se encontraba ahora más bajo que las colinas, pero el cielo era del azul más límpido y claro que yo haya visto jamás, con un par de nubes brillantes, encendidas, anaranjadas, como en los cuadros de Bellini. Bob O’Brien dijo: «¿No es agradable estar ahora aquí en el campo? ¿Qué otro lugar sería preferible a este agradable paisaje?». Habíamos estado hablando de cómo la gente anda alocada en la ciudad. Un tópico corriente. Todo lo que Bob decía acerca del campo lo expresaba con absoluta seriedad: sus palabras reflejaban una convicción profundísima.

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Bob es un grandullón feliz y siente lo que dice. Yo nunca me expreso con tanta seriedad, ni siquiera cuando estoy de acuerdo con él. Me acercaba a pie al convento, divisé la cruz en la parte superior de la pequeña cúpula sobre el borde del tejado, vi el cielo brillante, limpio, encendido y escuché el sonido de la campana que, desde la despejada torre de la iglesia de Santa Isabel en lo alto de la colina, descendía hacia el valle, por ser la hora del Ángelus; y una vez más recordé con toda claridad que yo pertenezco absolutamente a Dios. El asunto del correo demuestra esto mismo, pero en realidad no cambia la situación, porque siempre fue así y, en cierto sentido, lo será. Pero mi consentimiento es más explícito que nunca, y en mi oración le pido a Dios que sea más y más y más explícito, hasta que yo sea todo suyo.

18 de marzo de 1941 El primer inconveniente del día, después de bajarme del tren de las 5:30 en medio de una tormenta glacial, fue encontrarme con la carta de la revista New Yorker en la que se me decía que mi poema «Belleza es verdad, etcétera...» era una parodia de Emily Dickinson, que la mayoría de sus lectores se sentirían a disgusto con ese poema «de ella» y que, por lo tanto, no lo publicarían. Nunca he leído una línea de Emily Dickinson. En este momento pienso que realmente no debería enviarles más cosas. Me alegró volver aquí. El Colegio San Buenaventura es lo más parecido a un hogar, de todos los sitios donde yo he estado desde la muerte de mi padre o desde que Pop muriera en Douglaston, que en cierto sentido dejó vacía la casa. También esa casa fue mi hogar el último año, antes de mi viaje a Cuba, hace ahora exactamente un año. Lo continuaría siendo..., pero ¡no lo es!; y tío Harold está pensando siempre en trasladarse. Lo único que anteriormente la convirtió para mí en algo tan distinto de un hogar fue mi propia ingratitud. En cierto sentido, debes mostrarte agradecido a la bondad antes incluso de experimentarla.

23 de marzo de 1941. Domingo (cuarto de Cuaresma) Muerte de mi padre en el Hospital Middlesex: durante mucho tiempo no pudo hablar. Con una estilográfica, dibujaba santos bizantinos en cuartillas de papel de carta de color azul. Un día le dije que yo iba a aprender italiano. Aquel hospital era aburrido. Esta es otra cosa que no puedo entender: su muerte. Su enfermedad fue algo que «se me ocultó», por lo menos en cuanto a su gravedad. Siempre supe que mi padre moriría, pero no reflexioné sobre ello, porque no podía: quiero decir que no sabía cómo. De todos modos, yo era demasiado joven y demasiado egoísta y había estado fuera demasiado tiempo mientras estudiaba, y con excesiva frecuencia las vacaciones las pasaba en casa 36

de tía Maude o en otros lugares. Yo no reflexionaba sobre este problema, aunque, por otra parte, nunca dejé de soñar con ello. Personalmente, nunca puse en duda el hecho de que el alma de mi padre, o de mi madre, era inmortal. ¡Nunca! Ni siquiera cuando yo afirmaba no creer en nada. Al oír hoy, en el valle de las Cuatro Millas, el murmullo del agua deslizándose por las acequias de la ladera de la montaña, me vino a la memoria el recuerdo de Murat y de Le Puy du Cantal. Sobre una roca de Murat hay una gigantesca imagen de la Virgen María que estaba también entre los dibujos de mi padre, y espero que haya intercedido por él cuando nadie más lo hizo. Todos los santos a quienes estaban dedicadas las iglesias y catedrales que amaba mi padre, ¡rogad por él! Santo patrono de Saint Antonin, donde él construyó una casa, desde la que nosotros contemplamos el río y la Peña de Angears, ¡ruega por él! No he cesado de pensar en aquella ciudad y en sus alrededores. Han pasado ya trece años desde que estuve allí. Hoy he pensado también, una vez más, en la época en que vivíamos en ClermontFerrand. O en nuestra época de Marsella: el restaurante donde todo el mundo se quejaba de las toallas. El primer día que pasamos en Montauban. La excitación que me producía el olor dulzón de sus barberías. A menudo pienso en el Colegio Marista de aquella ciudad, un lugar que suscitaba mi admiración: muy misterioso. La torre de ladrillos de Saint Jacques. El Museo Ingres. Las guías turísticas que yo devoraba. Mi padre cultivando las flores durante las tardes de verano en el terreno que había comprado. Los dibujos de la casa. Los comienzos de la casa misma. Su habitación, mi habitación. La mía llena de sol. La suya olía un poco a tabaco. La cocina, donde hacíamos chocolate con leche de cabra. Yo pensaba en las curtidurías medievales, en la leyenda del santo, en las rocas, en los raquíticos robles, en las causses, los pequeños castillos fortaleza, en el Calvario, donde la gente rica de Lille trataba de ser la aristocracia del campo. En el cementerio protestante, en cuyos cipreses anidaban los ruiseñores. En las comidas en el Hôtel des Thermes. Pero, por encima de todo, en el verano. Y en las lluvias del invierno. Y en todos los cuadros de mi padre. En la gran pantalla que este le había hecho a Bennett. En las melodías que él interpretaba al piano en la casa del cine para las películas de Buster Keaton: «Quiero ser feliz», «Chicago», «Té para dos», «Toodle-oo». A veces pienso que no conozco otra cosa que los años 1926, 1927 y 1928 en Francia, como si mi vida entera estuviera contenida en esas fechas, como si mi padre hubiese hecho todo aquel mundo y me lo hubiese dado a mí en lugar de América, como si lo hubiese compartido conmigo. No he dejado de soñar acerca de todo esto, o no quiero dejar de hacerlo nunca. Por otra parte, deseo escribir otra novela.

7 de abril de 1941. Tiempo Pascual. Nuestra Señora de Gethsemani, Kentucky

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Debería arrancar todas las demás páginas de este libro y todas las páginas de todos los libros que a lo largo de mi vida han salido de mi pluma... y empezar aquí. Este es el centro de América. Me había preguntado qué era lo que mantenía cohesionado al país, qué era lo que evitaba que el universo se resquebrajase y se deshiciese por completo. La respuesta es: este monasterio... y tal vez alguno más. (Debe de haber otros dos o tres). Abrahán le rogó al Señor que perdonase a Sodoma, siempre que en ella se encontrase un solo hombre justo. María, la bienaventurada Madre de Dios, reina del cielo y de los ángeles, nos Lo muestra aquí diariamente a Sus hijos, y en virtud de sus oraciones el mundo se ve libre en cada momento de un destino funesto. Esta es la única ciudad auténtica de América: en un desierto. Es el eje alrededor del cual gira ciegamente todo el país. Washington es esmalte y enlucido y aparatos ruidosos y locura: este país no tiene otra capital, otro corazón o punto focal que Gethsemani. Este lugar mantiene cohesionado el país, de manera parecida a como un substrato subyacente de fe, inherente al ser de cada uno e inseparable, por tanto, del mismo, se conserva vivo en el individuo que se declara incrédulo. Es un palacio grande y espléndido. Nunca en mi vida he visto la corte de un rey o una reina. Ahora me veo transportado a una de esas cortes y noto que el aliento me falta minuto a minuto. He estado en las mayores capitales del mundo, pero nunca he visto algo que no fuese una estación de ferrocarril o una sala de cine, más que el palacio que pretendía ser. Aquí, de pronto, me encuentro en la Corte de la Reina de los Cielos, donde ella ha sido entronizada y recibe a la vez la adecuada alabanza de hombres y de ángeles. Te digo que no puedo respirar. (¿A quién se lo digo? Cuando estoy en el palacio de la Reina de los Cielos, ¿con quién hablo en realidad? Lo único que pido es besar la tierra sobre la que se asienta este lugar santo).

8 de abril de 1941. Nuestra Señora de Gethsemani ¿A qué se debe el que esta abadía constituya un paraíso terrenal? Es el resultado de una jerarquía de usos. Para los buenos trapenses (y ellos son hombres buenos, santos) el trabajo es importante: es una mezcla de penitencia y entretenimiento. Por duro que sea, el trabajo sigue siendo una forma de juego. Aun la más estricta penitencia es también juego. Y la liturgia. El trapense utiliza el trabajo para salvar su alma. Para ser pequeños como niños, hemos de jugar como ellos, hacer las cosas no porque estas sean físicamente necesarias, sino libremente, casi como por capricho, por amor. Tras la rigidez de la disciplina trapense asoma esta plena libertad metafísica de la necesidad física que la convierte, ontológicamente hablando, en una especie de juego. Esta utilización del trabajo como juego para salvar el alma del monje da como resultado, indirectamente, que 38

la abadía sea un paraíso terrenal: porque el trabajo necesariamente produce resultados. En este caso, los resultados son una comunidad perfecta, una granja maravillosa, unos hermosos jardines, una capilla preciosa, unos bosques, la hospedería más limpia del mundo, un pan, un queso y una mantequilla admirables: todas estas cosas hacen de la abadía una comunidad realmente única desde cualquier punto de vista (político, religioso, etc.) en todo el país.

9 de abril de 1941. Miércoles Santo. Nuestra Señora de Gethsemani, Kentucky La vida en esta abadía únicamente resulta comprensible si empiezas el día con los monjes, con el rezo de maitines a las dos de la mañana. Si te levantas para asistir a las misas privadas, a las 4:30 de la mañana (cuando cada sacerdote dice su misa), ello no te permitirá comprender plenamente el día de un monje: porque ni siquiera entonces está claro que el momento álgido del día esté representado por la misa mayor, a las 8 de la mañana. El tiempo que transcurre entre las 2 y las 8 (seis horas) está dedicado a la oración, con momentos especialmente intensos coincidiendo con el rezo de maitines, laudes, prima y las llamadas horas menores (al menos en Cuaresma). La misa mayor es la ceremonia más plena, larga y solemne del día y, sin duda, la más significativa, sin excluir el rezo de completas, con el canto del himno Salve, Regina, que es también muy emocionante y significativo. Pero en la misa mayor todo es naturalmente más profundo e impresionante, y es que, después de todo, es una misa solemne, el más excelso acto de la liturgia. Ella es el corazón mismo del día, su centro, su fundamento, su sentido: este acto es el día. Pero si te levantas a las 4 o a las 5, no te das cuenta inmediatamente de esto. Entonces, la misa mayor parece únicamente el comienzo del día, y el trabajo en el campo la parte importante de la jornada (de 9 a 11:30 y, tal vez, de 13 a 17), siendo así que en realidad el trabajo no es mucho más que un esparcimiento.

10 de abril de 1941. Jueves Santo. Abadía de Nuestra Señora de Gethsemani Deliberadamente, no he descrito aún la belleza paradisíaca de este lugar. Pienso que es más hermoso que cualquier otro de los lugares que yo mismo haya visitado nunca atraído por su belleza. Sea como sea, este es el más hermoso lugar de América. Yo nunca he visto nada parecido. Un amplísimo valle, ocupado por tierras suavemente onduladas y en pendiente, con bosques, cedros y campos de un color verde oscuro, tal vez trigo joven. Los graneros y los viñedos del monasterio. La colina con la estatua de San José en medio de un extenso campo por el cual discurre la carretera, a través de un corte superficial en el terreno, en dirección al pueblo y a la estación de ferrocarril de la línea que va de Louisville a Atlanta. Y hasta mi ventana llega el buen olor de los campos cargados de frutos: agri pleni.

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Hoy el sol calentaba tanto como en Cuba. En el patio delantero los tulipanes abrían sus cálices, se expandían y terminaban agostándose. Las abejas trabajaban cada una en el cáliz de una flor, a pesar de que todavía estamos en abril. Los árboles frutales están en flor, y cada día brotan más capullos en los árboles de la gran avenida que conduce a la portería. Los hermanos trapenses, con sus capuchas de campesinos medievales, sus piernas vendadas y sus enormes botas de fabricación casera, avanzan en fila a través de los viñedos, mientras en la torre suenan las campanas. Toda la energía que yo, desde el Colegio San Buenaventura, había estado esperando ansiosamente encontrar en este lugar está aquí, de hecho, y no le he prestado atención: por miedo a caer en la tentación de pretender que yo la poseía; por miedo a extender sobre ella títulos de propiedad y a convertirla en un bien inmueble, como hago con todo los demás; por miedo a engullirla como si fuera un banquete, convirtiéndola en mi fiesta y, de esta manera, perdiéndola. Hoy por la mañana, después de la misa solemne –una misa pontifical celebrada por el abad a las ocho y media–, estuve paseando a lo largo del muro del jardín de la hospedería bajo las ramas de los árboles frutales y a pleno sol, en medio de una belleza tan grande que no puedo recordar nada parecido desde que estuve en Roma. Aquí me asalta a menudo el recuerdo de Roma.

18 de abril de 1941. Viernes. Douglaston, Nueva York Dejar Gethsemani me resultó muy triste. Después de la bendición en la tarde del día de Pascua, los monjes habían abandonado casi en su totalidad el templo; reinaba la quietud, y el sol penetraba a raudales en el santuario. Recorrí las estaciones del viacrucis y deseé lo imposible: ¡Poder seguir aquí! Deseé que esto no fuese imposible. A primera hora de la mañana del lunes, dejé el monasterio. Llegué a Louisville a las ocho. Todo el mundo se dirigía al trabajo. En la abadía, el día estaría ya a mitad de su curso, y no en sus comienzos. Me sentía muy confuso. Entre el monasterio y el mundo hay un abismo de separación. Louisville es una ciudad relativamente agradable, pero yo no me alegraba de volver a ella. Luego estaban los periódicos, con Alemania dispuesta a entrar en guerra en Egipto. En la Calle 4 de Louisville se había producido un robo importante. Durante la mitad del tiempo no tuve claro si era por la mañana o por la tarde. Es terrible desear pertenecer totalmente a Dios y, al mismo tiempo, no ver a tu alrededor otra cosa que el mundo y no verlo a Él. Tampoco en el monasterio ves a Dios, pero no tienes otra cosa que hacer que lamentar tu separación de Él, dirigirle plegarias y orar por el mundo. Por otra parte, en el mundo tus oraciones quedan ahogadas por el

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ruido del tráfico: tienes que estar ojo avizor ante los coches, los edificios que se derrumban, el azufre, el trueno. El mundo es bello con la luz del sol, pero a la luz del sol los objetos no son bellos, sino extraños. Dulces en el escaparate de una tienda. Periódicos. Maniquíes en los escaparates de los almacenes. Ahora, ropas de mujer con insignias militares por doquier... El lenguaje es violento y duro y blasfemo. ¡Lloras porque ya ves lo terriblemente difícil que es resistirte a la limpieza y la paz que tenías en la abadía! Voy a todas partes hablando de la abadía.

14 de mayo de 1941. San Buenaventura Una vez más, el antiguo juego de mi feliz niñez, titulado «¿Dónde estaba yo por estas fechas el año pasado, hace dos años, etcétera, etcétera...?». 14 de mayo de 1940: O bien en La Habana, Cuba, o recién salido de La Habana. Tal vez tomase el barco el día 15. De encontrarme en La Habana, me encontraba alojado en el Hotel Andino. Fue una tarde tan brumosa e indefinida como esta cuando me entretuve con Manolo, el jefe de los camareros de una de aquellas terrazas de la Plaza –¡Ah, sí! ¡«Club Pensilvania» se llamaba!– y degusté un helado. Pero el día anterior a mi partida me llegué a Río Cristal y disfruté de una fabulosa comida que superó con creces mis ganas de comer. El año pasado: flores, pájaros, cascadas de agua, arroz con pollo (sic), una sopa especial, frijoles (sic), gente tocando la guitarra, una terraza. De vuelta en La Habana y en sus numerosas plazas a través de las calles que desembocan en ellas. Destino preferido: las iglesias de El Santo Cristo y de San Francisco. Lo único realmente bueno de mi estancia en La Habana era la visita de cada mañana al templo y la comunión, el consiguiente desayuno a base de un gran vaso de zumo de naranja, y la lectura, en el Diario de la Marina, de las noticias acerca de la expulsión de los ingleses de Noruega. En Bélgica acababa justamente de empezar una batalla titánica. Cuando aterricé en Nueva York después de haber estado dos días sin noticias, las cosas adquirieron de pronto un cariz terrible, con Bélgica a punto de doblegarse, y los ejércitos británico y francés en proceso de desmantelamiento, etc. 14 de mayo de 1939: Número 35 de la calle Perry. Yo estaría sentado en el inseguro balcón de aquella habitación delantera, mientras los tablones sueltos crujían bajo mi peso. Esperaría que 41

sonase el tenue, discreto, feliz y caro timbre del teléfono. Visitaría la Exposición Universal con Lax y Bob Gibney, iría al Pueblo Cubano, a la Casa de Francia –o tal vez esta última no estuviese abierta para entonces–. Por otra parte, yo estaba leyendo Finnegans Wake, pero ¿qué escribía? Aquellos poemas más bien piojosos. Excepto el tiempo que dediqué a escribir Dido, que está perfectamente. Pensaba que iba a escribir una tesis sobre Gerard Manley Hopkins para mi doctorado en filosofía en la Universidad Columbia. Mayo de 1938: Seguramente estaríamos sentados en la gran habitación de Dona Eaton sin apenas luz solar, soportando el calor, mecanografiando a toda prisa para terminar la novela de Lax para el curso de Nobbe sobre el arte de escribir novelas basado en el señor Hilquist y la señora Choppy. Puede que estuviera bebiendo un vino del Rin. Había estado muy recientemente en Ithaca, y pronto vendría a Olean con Lax. Justamente por aquel entonces, pensamos viajar a Olean en una de las barcazas de petróleo que remontan el canal de Erie hasta Buffalo, pero no lo hicimos, y tomamos el tren. Han pasado ya tres años desde que vine aquí por primera vez. Mayo de 1937: Supongo que estaría sentado en Douglaston, con la cabeza hecha un lío entre las manos. Acababan de extraerme la mayoría de los dientes de la parte delantera, y supongo que no estaría esperando que ocurriese nada más importante que la publicación del libro del año del colegio, del que yo era editor. Deseaba ver todas las fotografías mías que yo mismo había seleccionado para la imprenta. Por entonces tuvo lugar la boda de Russ Boyer, en la que todos nosotros –es decir, un puñado de gente de Douglaston– dimos un paseo en coche por Rothman’s, y yo me sentía relativamente contento gracias al champagne. Pareció una fiesta divertida. Mayo de 1936: A medida que retrocedemos hacia el pasado, el juego resulta más doloroso. Supongo que todos, sin excepción, asistimos a la alegre recepción celebrada en la antigua casa Alpha Delta, y a mí me entrevistaron como aspirante al puesto de Radio City. ¡Qué verano tan desastroso...! Mayo de 1935: Yo estaba sentado en el jardín de Douglaston mecanografiando un estúpido trabajo final para Irwin Edman sobre la función del arte. Me niego a recordar más cosas de ese 42

año de 1935. Mayo de 1934: Cambridge. Atraviésame con espadas y riega mi cabeza con basuras ante el horror y la turbación que siento al recordar Cambridge en mayo de 1934. Preferiría morir de inmediato antes que hacer una cosa o decir una frase o pensar una idea de las que probablemente me hacían feliz por aquellos días. Mayo de 1933: Estaba en Douglaston. Había viajado a Roma, y justamente empezaba a olvidarme totalmente de la gracia que me había sido concedida momentáneamente en Roma para, de una manera oscura, orgullosa y protestante, intentar amar a Dios tratando de orar temerosamente y en secreto, tratando de leer la Biblia cuando nadie me observaba, tratando de hacer el bien o, de alguna manera, de ser bueno. Por otra parte, yo estaba muy ocupado leyendo a D. H. Lawrence y haciéndome cada vez más preguntas sobre el valor de mi propia experiencia y sobre lo vergonzoso que era conocer tan poco de la «vida» como yo creía conocer. Supongo que algo averigüé. Mayo de 1932: Había estado en el sanatorio con una intoxicación, hasta ahora, de la sangre, aunque en realidad lo intoxicado en mí era algo más que la sangre. Pensaba que John Dos Passos era el más grande novelista mundial, y dedicaba parte de mi tiempo a escribir un ensayo sobre las novelas modernas. Mayo de 1931: Puedo recordar sin horror este año. Yo creía en Dios, aunque, de todos modos, continuaba siendo un niño. Empezaba a preguntarme cuándo sería un gran hombre de mundo, aunque sin exagerar. Estaba a punto justamente de embarcarme en el Minnetonka para América. Escribía poemas verdaderamente absurdos y nada buenos. Pensaba que las Geórgicas de Virgilio eran estupendas (que lo son), y me gustaba Tácito. Estaba a punto de convertirme en director de la revista de la escuela, y acababa de leer a Shelley. Diez años son suficientes. Este juego no resulta nada satisfactorio. Se asemeja mucho a un haraquiri.

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26 de junio de 1941. San Buenaventura El tiempo sigue siendo cálido y despejado. Por las mañanas escribo a veces algo en el Journal of My Escape from the Nazis. Por las tardes leo a Dante e insípidos materiales acerca de un curso que tengo que dar sobre bibliografía. El verano pasado nos desplazamos todos a la casa rural o, para ser más exacto, yo estuve aquí pensando ser un novicio franciscano y leyendo diversas cosas de santo Tomás de Aquino. Examiné detenidamente las diez primeras páginas de Brighton Rock y no me gustaron tanto como cuando las redacté. La novela que escribí el otoño pasado, The Man in the Sycamore Tree, me ha sido devuelta por Curtis Brown. La cosa no me ha afectado tanto como hace algunas semanas. Ayer por la noche volví a leer la parte cubana, y me gustó. Pero el comienzo es terrible.

15 de agosto de 1941. Sábado. 548 Oeste, Calle 114, Ciudad de Nueva York Allí, en Harlem, se encuentra la oficina de la Baronesa, la Casa de la Amistad. Ayer, cargado de avemarías, me dirigí allí. Hoy he clasificado vestidos en el centro de la moda y zapatos de mujer, hasta que mis manos se volvieron viscosas con la suciedad de la crema que se usa para blanquearlos. Atravesando la Calle 135, entre el centro de moda y la Biblioteca donde la Baronesa tiene su escritorio, te sorprende (en dirección oeste) la visión del City College en lo alto de la colina. Un edificio enorme en el que se puede leer Y.M.C.A. en letras blancas sobre fondo negro. Una película. Siete u ocho carretillas de mano. El más triste salón de billar del mundo, el metro en la esquina de la Avenida Lenox, y centenares de chiquillos negros que caminan solemnemente portando cometas en sus manos. Unos vehículos de transporte del ejército pasan llenos de soldados de color que se asoman con exageración y se ríen nerviosamente a la vista de los extranjeros de su propia raza que se encuentran a lo largo de toda la calle. Los vehículos han pasado a toda velocidad. Recuerdo a los chicos en la representación teatral en Harlem. Merlín se transforma en un gato negro y blanco. Admirables vestimentas. Tristes y formales, los padres observan, llenos de cicatrices y tan negros, dispuestos a reír y a llorar. Los niños sobre el minúsculo escenario levantado en un almacén reconvertido. Fue magnífico. Lo que yo haya podido aportar a esta obra no es equiparable a las dos comidas y tazas de café negro que ellos me dieron, tanto el viernes como hoy. Uno no se vuelve sentimental ni exulta de gozo clasificando ropas en un viejo almacén situado en una vivienda. Uno trabaja. Sin duda, no hay aquí en juego nada que podamos calificar de estético. ¿Y qué sucede? No lo sé. Lo sabré mejor cuando vea los vestidos que se repartan el martes. De todos modos, ya sé algo a partir de los rostros 44

serios y surcados de cicatrices de los abnegados padres que la noche pasada, sentados como burgueses extrañamente educados, escuchaban a la Baronesa antes de la representación de la obra.

27 de septiembre de 1941. San Buenaventura Ha sido un día precioso y un bellísimo atardecer, con una media luna perfectamente dibujada y las colinas libres todavía de bruma. Continúo viendo los prados tal como estaban el pasado invierno. Pero cuando vuelvo mi mirada hacia Martiny’s Rocks, me sobrecoge pensar en el paraíso terrenal que el pasado domingo encontré bajo el árbol: la vista panorámica de un camino, de granjas y bosques. El camino se perdía al adentrarse en una zona salvaje, tal vez una meseta boscosa con no sé cuántos kilómetros de bosque o con algún valle deshabitado repleto de pozos de petróleo. La hierba parecía seda verde al pie del árbol: y el sol y el silencio y el viento agitando las ramas, y el calor derramándose sobre el paisaje. Y yo me senté bajo el árbol, empapado de todas estas sensaciones, incapaz de decirme nada a mí mismo sobre ellas, porque todo me resultó incomprensible desde el momento mismo en que traté de describirlo como una experiencia poseída. Una realidad material individual es ininteligible: lo que yo estaba tratando de describir no era una experiencia. No era algo comprensible, la materia de una experiencia, materia prima. Eso lo puedes describir de manera que parezca que lo describes, pero realmente estás describiendo otra cosa: una experiencia; no este momento en sí mismo, sino tu experiencia en él. El truco consiste en ordenar tu experiencia de modo que esta no resulte posesiva, sino que se pierda en el objeto, en lugar de intentar contener su objeto. De esa manera, la experiencia contiene, de hecho, el objeto, pero únicamente a costa de no intentarlo. Es la fiesta de los santos Cosme y Damián, y me viene a la memoria la iglesia que tienen dedicada en Roma, con el mosaico de Cristo que, de pie encima de un banco de nubes aborregadas sobre un suelo verde rodeado de otras nubes rojas, pequeñas y compactas, recibe a los dos santos en el cielo. Esta iglesia se construyó cuando los godos estaban a las puertas de Roma, y san Gregorio el Grande tuvo la visión del ángel vengador, representado en el momento de envainar la espada en la cima del Mausoleo de Adriano. Nunca dejara de admirarme el amor que repentinamente brotó en mí por estos mosaicos. Fue sin duda la gracia de Dios, y yo no puedo conocer en esta vida todo lo que ese amor significa. Tal vez signifique toda mi vida a través de las oraciones de esos santos y otros santos de épocas más antiguas de la Iglesia, los cuales, con sus oraciones, han conseguido que yo ame sus templos y, gracias a esas mismas plegarias, que yo mismo ore y lea la Biblia. Después de eso, independientemente de adónde me haya dirigido y qué es lo que haya hecho en los cinco años siguientes, ellos han seguido orando 45

hasta que yo he vuelto a rastras sobre mis pasos, mucho más abatido y a punto casi de morir. Cosme y Damián fueron médicos a la vez que mártires y, según creo, árabes.

1 de noviembre de 1941. Fiesta de Todos los Santos Ignoro cómo empezó todo. Tal vez la carta de la Baronesa diciéndome que yo debería escribir para los pobres, para aquellos que apenas sabían leer, para quienes echaban mano de la primera revista ilustrada que caía en sus manos. En cualquier caso, un gran problema: ¿cómo puedo yo escribir para los pobres? ¿Cómo puedo yo decirles que Cristo y su bendita Madre llevaron en la tierra una vida de pobreza y que el sufrimiento fue el lote de Cristo cuando, aunque yo no gano dinero (45 dólares mensuales, habitación y pensión), la vida que llevo aquí es tan feliz y confortable como la de los más ricos? ¿Cómo puedo escribir sobre la pobreza cuando, aunque en cierto sentido yo soy un pobre, me encuentro en este feliz club de campo? Si he de escribir para quienes son pobres y apenas saben leer, no puedo hacerlo desde este lugar. Aunque eso no significa que, si vivo aquí y hago donación de mi salario –o vivo aquí y gasto mi sueldo–, yo sea en cierto modo menos cristiano que si vivo entre los pobres. ¿Por qué me planteo a mí mismo incesantes preguntas acerca de lo que debo hacer? ¿Por qué estoy siempre insatisfecho y deseando conocer cuál es mi vocación, si mi vocación es permanecer aquí, leyendo, orando y escribiendo y a veces impartiendo alguna clase? Volví a San Buenaventura con una condición que se me ocurrió en mi visita a los trapenses: esperar y pensar despacio la otra vocación. Mientras tanto, volver al trabajo y entregar la mitad del salario. Todo ello no hace otra cosa que posponer una serie de preguntas. ¿Sabía yo de antemano que, una vez implorada la gracia de ser pobre, no iba a sentirme satisfecho por el hecho de dar 20 dólares mensuales de mi salario? Sí, lo sabía. Sin embargo, ello no me impidió intentarlo. En cierto modo, he sido feliz aquí, aunque nunca he estado contento y totalmente tranquilo, en el sentido de haber encontrado mi lugar de pertenencia. Sea cual sea esta vocación, mi actitud ante el futuro ha de cambiar radicalmente. Una sensación de calma. Una sensación de que estoy en vías de hacer algo duro, homicida para mi orgullo y mis sentidos. Que no tiene sentido temerlo o amarlo: todo debo referirlo a Dios. Siguiendo el curso natural de los acontecimientos, yo nunca desearía hacer algo tan poco natural (dejar aquello que me resulta agradable por algo que me desagrada). No poseo poderes naturales que me capaciten, por sí mismos, para hacer frente a Harlem. Si Dios me ha llamado a esa vida de pobreza, Él me iluminará sobre lo que debo hacer y me dará la fuerza necesaria para llevarlo a cabo. No tiene sentido 46

inquietarse o planificar: solo seguir suplicando que yo esté dispuesto a poner mi espíritu totalmente en Sus manos, lo que significa hacer, al mismo tiempo, lo que es mejor y más duro, más santo y menos ventajoso, más compasivo y menos encantador. Hacer todas esas cosas en las cuales yo soy el último y el más pequeño. Someter mi voluntad a la de la Baronesa y a los sacerdotes. Todos los argumentos en contra de mi marcha son bromas enormemente fáciles de desmontar, puesto que todos ellos están en contradicción con los evangelios, con las bienaventuranzas, con la misma Baronesa al preguntarme, y conmigo mismo, que realmente no deseo otra cosa que esto por lo cual he estado rezando incesantemente desde agosto: ¡Que pueda entregarme enteramente al servicio de Dios! Antes de explicarle a la Baronesa mi primer argumento (centrado en la idea de escribir), yo ya había comprendido el alto grado de necedad que podían mostrar todos mis razonamientos. ¡Que me propongo permanecer aquí y escribir! ¡Que me propongo permanecer aquí y enseñar! ¡Que me propongo permanecer aquí y rezar y meditar mucho! Si me propongo escribir, también escribiré allí –y tal vez con mayor utilidad–. Si me propongo enseñar, el mismo problema. Orar y meditar, lo mismo. Allí viviré pobremente y dedicado a la obra del apostolado de Dios, a todas las obras de misericordia corporales y espirituales, ¡mientras que aquí únicamente podré practicar un par de obras de misericordia espirituales!

4 de noviembre de 1941 Volviendo a pie de Martiny’s Rocks un día de finales de septiembre, me asaltan los recuerdos de los cencerros de las vacas, los campos y el árbol bajo el cual estuve sentado, y todo ello lo comparo con Harlem. No acabo de convencerme a mí mismo de que mi vocación sea vivir como «un contemplativo» en el campo. Una de las cosas que hoy no me veo en condiciones de intentar, aunque estuviera en mis manos, es hacerme franciscano en esta provincia. Sin embargo, sigo pensando en los trapenses. Me sigo preguntando si lo que fue un obstáculo para los franciscanos no lo será también para los trapenses. Sigo pensando que tal vez podría escribirles y averiguarlo. Pero sigo sin hacerlo. La elección entre San Buenaventura y Harlem no es, evidentemente, una elección entre dos vocaciones claramente posibles. Harlem tal vez sea una vocación, pero San Buenaventura no lo es. Desde que vine aquí, nunca he mirado este lugar como algo permanente para mí mismo: siempre me ha sorprendido el hecho de que lo que yo buscaba era algo muy diferente. En un primer momento pensé en otra profesión. Después temí que pudiera ser incorporado al ejército. Posteriormente me pregunté si no 47

podría ser trapense. Ahora este asunto de Harlem. Una cosa es segura: sería preferible que lograse asentarme en algo. Para mí, la vida significa dos cosas: escribir y pobreza voluntaria, ambas cosas por el amor de Dios. Por de pronto, aquí no se puede hablar de pobreza voluntaria, ni de sacrificio. Harlem comportará eso también. Pero, aparte de eso, el apostolado con los negros no tiene por qué ser la única cosa a que me dedique, aunque comienza a parecerme indudable que debería dar algunos pasos concretos, a manera de ensayo, en el apostolado seglar de la pobreza y de la escritura y de las obras de misericordia, y consagrar mi vida a todo ello.

17 de noviembre de 1941 Era un precioso y soleado día para ser un peregrino y un desterrado. Me llegué a la ciudad y deposité el cheque de mi paga mensual en el banco, lo cual no contribuyó en absoluto a hacerme feliz. A pesar del sol, en este lugar no hay auténtica paz, sino únicamente inercia. La inercia no se identifica nunca con la paz: paz es un tipo de orden o armonía activa. Es algo vital, no inerte. A menudo, no existe razón alguna para preferir un lugar antes que otro. Metafísicamente, importa poco en qué ciudad te haya tocado vivir. Sea cual sea, en ella puedes trabajar por tu salvación y encontrar la paz, si tal es tu deseo, porque para la paz que necesitamos hemos de mirar dentro de nosotros mismos. Sin embargo, psicológicamente hay grandes diferencias entre unos lugares y otros. Los límites que tales diferencias imponen a tu propia espiritualidad son a menudo muy significativos. Estoy empezando a pensar que el hecho de que yo haya permanecido aquí tranquilo todo un año ha sido positivo, aunque tal vez ahora haya agotado las posibilidades que la mera inercia del lugar me ofrecía de llevar una vida retirada. Tal vez, si yo permaneciese aquí, la paz que al parecer poseo ahora dejaría de intensificarse y se convertiría en simple inercia (si tal cosa es posible). Tal vez algunos lugares tengan un determinado valor: te permiten buscar y encontrar determinadas cosas en tu propia alma. Cuando las has encontrado, empiezas a saber que el lugar te ha ayudado: que el lugar sea agradable y hermoso no significa demasiado. Solo tiene un valor ulterior: el valor de un sacrificio. La única cosa buena que se puede hacer con el lugar, el tipo de vida, es abandonarlo. Vence la tentación de conservar lo que has logrado como si fuese propiedad tuya y de aferrarte a ello por inercia.

24 de noviembre de 1941 Supongo que estoy hundido en ese tipo de desazón que significa que tengo que ponerme a escribir un poema. ¿Qué otra cosa, si no? Vuelta a la capilla.

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Regreso de Nueva York en el tren nocturno, donde me he pasado toda la noche en todas las posiciones posibles sobre los duros asientos verdes del vagón de día; pero no me encuentro físicamente cansado, sino simplemente sumido en una profunda y vagamente indefinida sensación de desazón espiritual, como si tuviera dentro de mí una herida sangrante que tuviera que restañar. Me iría a la capilla o trataría de decir algo en un poema. Esa herida es otro aspecto del hecho de que vivimos como exiliados en la tierra. La sensación de exilio sangra en mi interior como una hemorragia. Se trata siempre de la misma herida, ya se viva como sentido de pecado o de soledad o de propia insuficiencia o de aridez espiritual: todas estas heridas son realmente lo mismo en la forma en que nosotros las experimentamos. De hecho, la aridez espiritual es una de las experiencias más agudas de nostalgia –y, por lo tanto, de amor– que podemos tener. Vuelvo de nuevo a este maravilloso y tranquilo lugar. En las colinas hay ya un poco de nieve, un polvo ligero y helado. Los caminos son como de hierro. El aire es frío y gris. Las habitaciones son silenciosas. Por las cañerías corre el agua. Es un lugar tranquilo y lleno de paz, pero yo no encuentro la paz aquí. Estoy asombrado por toda esta quietud, que no me pertenece. Por un momento siento en mí la ilusión de que la paz es real, pero no lo es. Basta con oír las conversaciones de la gente. La paz que se experimenta aquí no es la paz de la pobreza y el sacrificio, sino simplemente la «paz» de la ausencia de problemas, y esa paz no es para mí ahora ni puede serlo nunca. Antes de convertirme al catolicismo, yo estaba medio chiflado, lleno de impaciencia, aburrimiento y pesar. Al hacerme católico, dejé de estar aburrido o inquieto, en cualquier sentido natural. La mayor parte de los católicos practicantes están seguros de llevar una vida llena de satisfacciones más o menos naturales, de paciencia natural, de ecuanimidad, de satisfacción e imperturbabilidad, propias de los estoicos. Pero tampoco esto es suficiente: la felicidad puramente natural abunda a nuestro alrededor, tanto entre los católicos como en quienes no lo son. Yo mismo he podido este año contemplar por todas partes más felicidad de ese tipo que durante los diez años precedentes, y ello a pesar de la guerra. Probablemente, se debe al hecho de que las personas ganan dinero y se sienten a gusto, aunque no de una manera tan segura que su comodidad llegue a empalagarlos. Cuando yo me encontraba en las arenas movedizas de mi propia y exagerada agitación, pensaba que ese suelo firme era todo lo que cualquiera necesitaba para alcanzar la paz. Esa felicidad natural, esa serenidad vital, está siempre presente en San Buenaventura. Pero la serenidad es ilusoria y peligrosa. Desde el punto de vista económico, está basada en la violencia y la injusticia, en la guerra y en todas las injusticias que la han propiciado. Se trata de un estado satisfactorio puramente natural, y los cristianos, aun en el caso de que fuera justo, no podemos contentarnos con satisfacciones meramente 49

naturales, con la propia tranquilidad egoísta y la ausencia de inquietudes. Los cristianos hemos de dejarlo todo y seguir a Cristo, porque únicamente en Él se encuentra la verdadera paz. En Cristo es donde los hombres mueren de hambre y son golpeados. Nosotros podemos, o bien renunciar a toda tranquilidad, desahogo y ausencia de problemas mundanos –consumiendo nuestras vidas en la liturgia ante el Santísimo, como contemplativos puros que nos amamos unos a otros en nuestra comunidad–, o bien, por el contrario, renunciar a nuestra propia tranquilidad y servir a Cristo en los pobres en la medida en que nos sea posible. Si únicamente renunciamos a nuestras preocupaciones, si nuestra idea es vivir juntos sin fricciones, de manera que cada uno de nosotros pueda preservar su paz e imperturbabilidad material, no hacemos otra cosa que acceder a una falsa paz. Es una paz que en términos mundanos puede calificarse de aceptable, pero no es suficiente para los cristianos. Nuestra paz únicamente se encuentra en Cristo y solo se consigue por medio de la mortificación, el sacrificio y la Cruz.

28 de noviembre de 1941 Una cosa que me horroriza es mi propio desamparo y estupidez: desamparo y estupidez nacidos de una absoluta, total e intransigente autoconfianza que a los ojos del mundo parece una virtud por mi parte y una enorme fuente de fortaleza. ¡Qué gran mentira y qué absurdo engaño...! ¡Como si el tener confianza en uno mismo implicara ser fuerte a inteligente! ¡Como si el tener confianza en uno mismo ayudara a superar todos los problemas sin demasiadas dificultades ni apuros! Desde que tenía dieciséis años y viajaba por toda Europa, a menudo a pie y por mi cuenta (y también solo, siempre que era posible), he desarrollado este terrorífico sentido de la geografía, este hábito del autoanálisis, esta destreza a la hora de entenderme con extraños y de probar nuevas relaciones. Esta total independencia y autodependencia han dejado ahora de ser para mí un signo de fortaleza y se han convertido, en el contexto de mi gran problema, en una señal de terrible debilidad. Cuando me veo enfrentado a alguno de tales problemas, mi instinto me ha llevado siempre a seguir adelante y caminar sin descanso por mí mismo en alguna dirección, hasta que el problema, a fuerza de darle vueltas y más vueltas, termina asqueándome. Tal vez, más tarde se presente una solución. Tal vez, el problema no es excesivamente espinoso. Esta vez, sin embargo, el problema sí es peliagudo. Al menos, lo primero que hice fue ir a la capilla, como cuando la Baronesa me pidió que fuese a Harlem. La primavera pasada me paseé por los bosques dándole vueltas al tema de mi vocación. Hace dos años –1939– paseé con este mismo problema, la vocación al sacerdocio, por el muelle de los pollos en Greenwich Village. En la capilla, mi corazón latía tan deprisa que apenas podía mirar directamente, y tenía dificultades para pronunciar las palabras de las oraciones. Todo lo que podía pensar 50

entonces era que semejante perturbación resultaba muy negativa. Finalmente, me tranquilizaba y oraba. A continuación, fue cristalizando en mi mente, poco a poco, la idea de que sería bueno ir a ver al padre Philotheus. Dejé la capilla. En primer lugar, no me dirigí a su habitación, sino a la mía. A continuación dije algunas oraciones más. Eché un vistazo a un libro sobre los trapenses, con plena conciencia de estar actuando a lo loco: personalmente, no tenía ninguna razón para seguir donde estaba sin un propósito fijo. (Cuando mi corazón latía tan precipitadamente en la capilla, me decía a mí mismo: «Estás loco: ¡Espera! ¡Espera! ¡Espera!»). Finalmente, me decidí a bajar las escaleras, me dirigí al vestíbulo de entrada del convento y di dos pasos en dirección a su puerta, pero me volví atrás y estuve paseando arriba y abajo con un montón ideas contradictorias en mi mente: en primer lugar, me estaba comportando como un loco –de forma tan desorganizada como el ejército francés frente a los alemanes–; en segundo lugar, el hecho de esperar carecía de relevancia, porque simplemente prolongaba mi estado de confusión; en tercer lugar, era prudente esperar; etc., etc. La vez siguiente, casi me llegué hasta su puerta, pero fue como si una fuerza física me alejase de ella. La idea que me hizo volver atrás fue: «¡Esto es absurdo! Un problema tan enorme en esta habitación pequeña y familiar, lanzado como una bomba cuando estará leyendo rutinariamente algún manuscrito filosófico... le va a molestar... etc.». Y una vez más me retiré sin llamar. Finalmente, paseé arriba y abajo por el campus del colegio. Cuando volví de nuevo a su habitación, el padre Philotheus había salido. Pude comprobar que la luz estaba apagada. En ese momento, mi primer impulso fue decir: «Bueno, creo que lo mejor será que dejemos que las cosas sigan como están durante algunos días más». De esta manera, pude ir a rezar a Santa Teresa en el bosquecillo. Mientras dirigía mi oración a la santa, vi más claramente el problema. Todo lo que yo deseaba saber, después de todo, era si tenía alguna posibilidad de ser sacerdote. No deseaba que él me argumentara en favor o en contra de los trapenses. Sabía que deseaba ser trapense. Recuerdo el aterrador sentido de santidad y paz que me embargó cuando pisé por primera vez el monasterio de Gethsemani; nunca antes y en ningún lugar había experimentado nada más aterrador y más cierto. Y esta sensación me acompañó hasta que la confusión acerca de la vocación se adueñó de mí al final de la semana en aquel terrible callejón sin salida: deseo ser sacerdote, pero me dicen que existe un impedimento. Por consiguiente, mi deseo es un lujo emocional: me estoy empezando a desengañar. Mientras dirigía mi oración a santa Teresa del Niño Jesús, era como si escuchase las campanas de la torre tocando a maitines a medianoche. Atravesé el bosquecillo diciéndome que ella me ayudaría a ser su trapense –trapense de Teresa– en Gethsemani. 51

Estoy de vuelta. En la habitación del padre Philotheus no hay luz. Está en la sala de recreo. Voy a su encuentro sin demasiadas ceremonias. Le planteo mis dudas. Al instante, me dice que, en su opinión, en mi caso no existe ningún impedimento canónico. Me aconseja algo que, de tan obvio, no se me había ocurrido: ir a Gethsemani tan pronto como empiecen las vacaciones de Navidad y contarle toda la historia al abad. (Personalmente, pensaba escribir. Según él, esa sería una mala solución). También me advierte que sea muy prudente a la hora de decidir ser trapense: ¿Qué hay de mi vocación de escritor? Ese tema no tiene ya absolutamente ningún sentido después de haber dicho él lo que ha dicho. Así, pues, corro escaleras arriba prorrumpiendo en «Te Deum laudamus – Te Dominum confitemur – Te aeternum Patrem omnis terra veneratur...». A continuación, me dirijo a la capilla, donde brotan de mi corazón oraciones, oraciones y más oraciones. No puedo ir a la cama y, cuando lo hago, no consigo dormir. Vuelvo a pasear por el bosquecillo. Mi cabeza está hecha un galimatías increíble: el Te Deum se mezcla con mi adiós a todo cuanto no deseo. En la cama, de pronto me invade el estupor. Con la gracia de Dios, dentro de cuatro semanas puedo muy bien estar durmiendo sobre un tablón, y allí no habrá ya más futuro: ni en cuestiones de mundo, ni de geografía, ni de viajes, ni de cambio, ni de variedad, conversaciones, obra nueva, nuevos problemas en la escritura, nuevos amigos...: nada de eso. ¡¡¡Solo un progreso mucho mejor, totalmente interior y tranquilo!!! ¡Que Dios me lo conceda! ¡Que se haga únicamente Su voluntad! Por lo que a este autoanálisis sobre el papel se refiere, tampoco es muy importante. Si las otras veinte cosas que tengo que decir son importantes, quiero tener la ocasión de decirlas. El hecho de que yo esperase tanto tiempo para plantearle al padre Philotheus la cuestión de la vocación y el que dicha cuestión quedase pendiente una vez más, no tuvo consecuencias negativas. Todo lo que yo he esperado hasta ahora, y lo que probablemente tendré que seguir esperando aún, es muy importante y significativo. Ruego de todo corazón que pueda entregarme plenamente a Dios de acuerdo con Su voluntad y que no siga transitando el camino de mi propio y estúpido querer. Solo Dios puede ayudarme a salir de mi torpeza.

2 de diciembre de 1941 ¡Ahora sé! ¡Todo el asunto ha explotado y se ha convertido en una bola de fuego y llamas, como si de una aterradora batalla se tratara! Esto es una batalla, y una batalla real, tal 52

vez la más real de todas las batallas que he tenido que librar en la vida. Y la inmensidad de las fuerzas que participan en ella, a mi favor o en mi contra, empieza a ser evidente. Esto me aterra. Recuerdo cómo una fuerza casi física trataba de impedirme hablar con el padre Philotheus y averiguar si, al menos en su opinión, había alguna razón para que yo tomase en serio mi vocación. Estuve tentado de dejar que todo el asunto se demorase unos cuantos días. Ayer por la tarde me llegó por correo una nota, totalmente inesperada, de la junta de reclutamiento. Yo pensaba que mi clasificación (1-B) del pasado marzo iba a ser válida para mucho tiempo: ahora tengo que presentarme para un nuevo examen. Han cambiado las normas relativas a los dientes. Si supero este control, para enero puedo estar enrolado en el ejército (en 1-A). Por lo menos, me había hecho a la idea y había escrito a los trapenses, comunicándoles mi deseo de presentarme en la abadía el 18 de diciembre. Ayer me pasé el día rellenando los documentos necesarios para pedir una prórroga, con el fin de averiguar si los trapenses estarían dispuestos a recibirme o no. Y he estado rezando sin interrupción.

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SEGUNDA PARTE: Primeros pasos como monje y escritor: 1941-1952 Al fin, voy a poder estar en el lugar donde perteneceré por entero a Dios y a nadie más por debajo de Él, como un escritor dotado de estatuto jurídico. Supongo, pues, que habrá algunos problemas con el tema de la escritura y que en adelante no tendré muchos problemas con todo lo demás. Harlem no es para mí. Ni tampoco un colegio. Ni Nueva York. Probablemente salga para Kentucky el día de Santa Lucía (próximo sábado). Iré bien acompañado de oraciones. No tengo palabras para expresar las cosas que tendría que decir sobre este asunto, como no sean palabras propias del lenguaje del amor: Él me enseñará allí a utilizar ese lenguaje como un niño y un santo. Mientras tanto, no puedo hablar de Él, que es lo único que me interesa como tema de conversación. Mientras yo cante en la gran iglesia, en Él estarán también Lax, Gibney, Seymour, Slate, Rice, Gerdy, Knight, Huttlinger y Van Doren y la Baronesa y Mary Jerdo y mi hermano y mi tío y mi tía y mi padre y mi madre, ya fallecidos, y Bramachari y todo el cuerpo místico de Cristo, todos y cada uno: Roger, Gil, toda la gente, Jinny, Lilly. Toda la gente. Los vivos y los muertos. Todos los días, todos los tiempos, todas las edades, todos los mundos, todos los misterios, todos los milagros... Carta a Robert Lax, en The Road to Joy

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13 de diciembre de 1946. Fiesta de Santa Lucía. Abadía de Gethsemani Desde que entré en Gethsemani, han pasado los años como si de cinco semanas se tratase. Fue un día claro, no muy frío, con pequeñas nubes muy altas en el cielo. Ayer, aunque estamos en Adviento, y se supone que no recibimos cartas, el padre Frederic, nuestro abad, me entregó una carta de Naomi Burton, de Curtis Brown, Ltd. Yo le había remitido el manuscrito de La montaña de los siete círculos. Su carta acerca de la obra fue muy positiva, y está casi segura de que mi libro encontrará un editor. De todos modos, mi idea –y también la suya– es remitírselo también a Robert Giroux, de la editorial Harcourt Brace. En mi trabajo –escribir– las cosas me van algo mejor. Me refiero a que me siento menos atado a él, más tranquilo y más independiente. Me ocupo de una cosa cada vez y la examino lenta y pacientemente (si es que puede decirse de mí que soy capaz de hacer algo lenta y pacientemente) y me olvido de otros asuntos, que tendrán que esperar su turno. Por ejemplo, Jay Laughlin me está pidiendo dos antologías para New Directions Press. Me pregunto si voy a ser capaz de completarlas. ¡Si Dios lo quiere! Mientras tanto, para mí mismo solo tengo un deseo, a saber, el deseo de soledad: desaparecer en Dios, sumergirme en Su paz, perderme en el secreto de Su Rostro.

20 de abril de 1947. Domingo del Buen Pastor. Día de retiro Si tuviera que tomar algunas resoluciones, serían las mismas de hace tiempo. No tengo ninguna necesidad de tomarlas de nuevo. Ya están tomadas. No necesito reflexionar sobre ellas. No necesitaré concentrarme mucho tiempo para ver cómo las llevo a la práctica. Lucho para que así sea. Es inútil romperte la cabeza semana tras semana y año tras año sobre los mismos viejos detalles, podando las mismas diez ramitas de lo alto del árbol. Vete a la raíz: la unión con Dios. Despréndete de todo y ocúltate en ti mismo para encontrarlo a Él en el silencio, donde está escondido contigo. Escucha lo que tiene que decir. ¡Qué cantidad de cosas desde el último día de retiro mensual...! Es como si hubiese pasado un año. Sigo pensando en la profesión solemne, y cada vez que me viene a la mente me siento más profundamente feliz. Solo hay una cosa por la que merezca la pena vivir: el amor. Solo existe una infelicidad: no amar a Dios. Lo que me apena en los días de retiro es ver mi propia alma tan llena de movimientos y sombras y vanidades, de contracorrientes de viento seco que remueve el polvo y la basura del deseo. No espero poder librarme de esta humillación en toda mi vida; pero ¿cuándo resultará esta más limpia, más sencilla, menos hiriente? No puedo dejar de escribir, y a cualquier parte adonde me dirija encuentro muestras de mis escritos que se me pegan como papel matamoscas, el gramófono que dentro de mí reproduce la misma vieja melodía:

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«Admiración, admiración. Eres mi ideal. Eres un genio único, original, enclaustrado, la maravilla tonsurada del mundo occidental». No resulta muy agradable ser un simio tan odioso.

5 de mayo de 1947 Hoy ha sido un día de gracia. Después de recorrer las estaciones del viacrucis, el padre Anthony, mi nuevo confesor, me hizo ir al confesonario para decirme que, tal como él veía las cosas, yo tenía que hacer el firme propósito de no abrigar nunca voluntariamente la idea o el deseo de hacerme cartujo o algo por el estilo. Me recordó que ni el abad de Gethsemani ni el Abad General me darían nunca permiso para marcharme. Me dijo que lo mejor era olvidarlo todo y dejar el asunto en manos de Dios. Gethsemani –el lugar y la comunidad, locus et fratres, el lugar y los hermanos– es la fuente de donde voy a beber las aguas de vida; y si miro hacia otro sitio, es, por lo que a mí se refiere, hacia una cisterna rota, porque, independientemente de la excelencia que pueda tener en sí misma, no es lo que Dios quiere para mí.

4 de enero de 1948. Día de retiro Acabo de leer algunas de las notas que escribí en mi diario hace un año (a finales de 1946), y me pregunto qué pensaba yo mismo de lo que hablaba entonces. Lo primero que me impresiona es que, prácticamente, todo lo que escribí acerca de mí mismo y de mis conflictos fueron estupideces, porque yo trataba de expresar lo que pensaba que tenía que pensar, sin que me moviera alguna razón especialmente buena, y no lo que yo pensaba de hecho. No supe muy bien qué quise decir, si es que en realidad lo dije. En ese diario había algo penosamente artificial, a saber, el hecho de que yo pusiese tanto empeño en escribirlo con un estilo parecido al que emplean tantos diarios piadosos como se han escrito hasta la fecha: «Me propongo esto»… «Pido esto». Bien, ¡soy muy lento a la hora de aprender qué es inútil en mi vida! Sigo pensando que tengo que adaptarme a un montón de normas artificiales, a cosas externas y fragmentarias que tienden a mantener mi vida interior en la superficie, donde corre el peligro de la dispersión y la desaparición brusca.

26 de enero de 1948. Fiesta de San Alberico

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Han llegado las pruebas de imprenta de La montaña de los siete círculos. Hay que eliminar un montón de palabras –unas 8.000 todavía–, pero eso no me va a resultar duro. Suprimiré más aún. Suprimir palabras no es simplemente algo que ha de hacerse para ahorrarle gastos a la editorial. Forma parte del proceso de configuración del libro, y es un paso tan importante como la acción misma de escribirlo, especialmente en mi caso. Aquí está todo este amasijo de material, este árbol enorme, descuidado y agreste que ha de podarse para que recupere un poco de orden y fecundidad. ¡San Pablo, ven en mí ayuda y afila mis tijeras! Como sucede habitualmente cuando se escribe deprisa, abundaban de manera alarmante los detalles mediocres y negativos. Me alegro de que la cosa se haya demorado lo suficiente como para que mis ojos vean con mayor claridad el panorama. Apuesto a que esta noche va a nevar.

27 de enero de 1948 Hoy, cero grados de temperatura en honor de San Amadeo, y ayer en honor de San Pablo, y los días anteriores muchos días con cero grados. La nieve se conserva limpia y seca, y alguien ha marcado en ella unas cuantas pisadas falsas de ciervo bajo los árboles del jardín. Las pruebas de La montaña de los siete círculos no están tan mal como parecía. De hecho, por lo que a la impresión se refiere, son magníficas. En 50 galeradas no he encontrado un solo error de imprenta, pero algún experto que ellos tienen en la editorial ha hecho todo tipo de correcciones de mis faltas, especialmente de puntuación. En conjunto, siento que este es el estilo que realmente debo seguir en mi escritura. Que Dios me libre del remilgado lenguaje académico y de la jerga piadosa en que yo mismo caí en muchos pasajes de Exile Ends in Glory (El exilio y la gloria) con la disculpa de que, siendo yo monje, tenía que escribir de esa manera. ¡No! ¡Así no se escribe! No merece la pena. Por otra parte, resulta aleccionador verme a mí mismo –sí, a mí mismo, y no simplemente mi escrito– en letra impresa. A veces parezco repugnante incluso ante mis propios ojos. Mis arrebatos de indignación me sorprenden. Demuestran mi petulancia y debilidad. Pienso que muchos de mis improperios son fruto de algo que no marcha bien en mí, y no tanto de errores del mundo; y no sé cómo pararlo. Necesito dejar de chillar de esa manera.

8 de febrero de 1948. Quincuagésima. Cuarenta horas Tal vez me espante el hecho de verme absorbido en el anonimato público del sacerdote, de convertirme en una de esas máscaras tras de las cuales se esconde y actúa Cristo. 57

Pienso en tantos sacerdotes que conozco en su incómodo y difícil aislamiento: hombres inocentes y francos, honestos y nada originales, generalmente sin complejos, pero todos ellos perdidos en medio de una privacidad pública. Son propiedad de Cristo y de cada hombre. Además de todo eso, tienen sus propias características, en las que yo no me reconozco a mí mismo. Temo que se decepcionen si no actúo ni pienso en todas las cosas como ellos piensan que habría actuado y pensado el cardenal Newman o, por poner otro ejemplo, Gerard Manley Hopkins.

22 de febrero de 1948. Segundo domingo de Cuaresma Hace seis años que recibí el hábito de novicio, y hasta hoy no me había dado cuenta de que la fecha de mi toma de hábito había coincidido con el aniversario del nacimiento de Washington. El padre Hilary, que es quien sabe todas estas cosas, me dijo por señas que era «el gran día laico del presidente que taló el bosque». Humble George está aquí de nuevo. Va por ahí rezando con una medalla en la boca. El otro día estaba arrodillado en la iglesia con un libro, con un rosario alrededor del cuello y con la cruz del rosario en la boca. Creo que Humble George necesita una cierta dirección espiritual. Tal vez pueda hacer algo contra las distracciones si contengo mi voraz apetito de las cosas que me distraen: nuevos libros sobre los trapenses, mi propia obra en prensa, etc. No espero verme libre de todas las distracciones: ellas son mi cruz. Las sufro con amor, en el sentido de que me he resignado al monótono asunto de procurar hundirme bajo ellas cuando puedo y permanecer con el Dios que mantiene mi voluntad en Su noche. Pero ya he dejado de lado la esperanza de vencer las distracciones a base de métodos. Simplemente, he de amar, y amar ciegamente, y profundizar la unión que ya existe a pesar de todo, y no romperla luchando contra molinos de viento. Hoy, de pronto, he caído en la cuenta: soy un monje, un monje cisterciense, con votos solemnes, preparándome para recibir el sacerdocio. ¡Es casi increíble! Yo pertenezco a esta orden, a esta orden austera con una regla que goza de una terrorífica reputación con su larga historia de doce siglos. Yo formo parte de todo eso. Es fantástico. Pero no eran estos los sentimientos que me embargaban el año pasado.

19 de marzo de 1948. Fiesta de San José He pasado el aniversario de mi profesión solemne en la enfermería, lo cual, según estoy empezando a comprender, representa una muestra especial de benevolencia por parte de san José. Tiene todo el aspecto de ser un plan trazado con el único propósito de ofrecerme un pequeño consuelo en esta fiesta y hacer que este sea un día muy feliz. 58

Tan pronto como entro en una celda en la que me encuentro a solas, soy otra persona. La oración se convierte en lo que tiene que ser. Todo está muy tranquilo. La puerta permanece cerrada, pero tengo la ventana abierta. Hace calor, por el cielo se desplazan algunas nubes grises, las ranas croan de noche y de día. El padre abad vendió todos los patos (el padre Peter había estado censurando al hermano Isidore y al hermano Cyril porque los patos graznaban toda la noche). En algo hemos mejorado. Mi traslado a la enfermería se produjo de la siguiente manera: El martes agarré un resfriado. Hacía calor y había humedad, y cuando entré en la iglesia para rezar durante el descanso de la tarde previo al trabajo, algo se instaló en mi garganta y empecé a toser mucho. Aquella noche lo pasé fatal en el dormitorio, y lo mismo la noche siguiente. La pintura hizo que me sintiese enfermo. Tosía mucho. Mis pulmones se llenaron de flemas de un color verdoso. Finalmente, ayer por la mañana, jueves, me llegué hasta el padre Gerard y comprobé que tenía un poco de fiebre: 37,30 grados, o algo así. Sin embargo, la situación empeoró. Ayer lo pasé muy mal. Traté de acabar la revisión del manuscrito de The Waters of Siloe (Las aguas de Siloé), que finalmente quedó en condiciones de ser remitido por correo, aunque la revisión no fue completa. El padre abad me envió de nuevo a la enfermería al finalizar el trabajo vespertino, y como a partir de ese momento el termómetro no ha bajado de los 38,33 grados, me han obligado a guardar cama en la habitación dedicada a Santa Gertrudis. Ya estuve en esta misma habitación hace seis años, tal día como hoy, con el mismo mal: «gripe». Es la habitación donde falleció el hermano Hugh. Sin embargo, no parece que yo vaya a permanecer aquí mucho tiempo. Aunque los ojos te duelan y la cabeza te dé vueltas, ¡qué bueno es estar solo, en silencio...! ¡Qué cerca está Dios en esta habitación...! La presencia de otras personas a mi alrededor es algo que siempre divide mi atención entre el mundo y Dios. Bueno..., tampoco siempre. Durante la meditación o después de la comunión en la iglesia no suelo percibir la presencia de otras personas cerca de mí; pero durante los descansos ver a la gente que anda de un lugar para otro constituye una distracción. ¡No tener otra cosa que hacer que abandonarte en manos de Dios y amar a Dios! Es el mayor lujo imaginable. ¡El silencio y la soledad son los supremos lujos de la vida! De todos modos, me desperté cuando sonó la campana para la hora de laudes. Estaba empapado de sudor, lo que quería decir que en buena medida la fiebre se había ido. Continué despierto en la cama y escuché el croar de las ranas. ¡Hasta qué punto llega uno a sentir el silencio como una exigencia permanente...! Tan pronto como empiezas algo, te dice: «¡Vuelve por un momento! ¡Reza! ¡Estate tranquilo! ¡Descansa en tu Dios!». ¡Abundancia de tiempo! ¡Abundancia de tiempo! ¡Nada de manuscritos, ni máquina de escribir, ni prisas para ir a la iglesia y volver de ella, ni scriptorium; nada de romperte la cabeza para que cada cosa se haga a su debido tiempo! 59

Bajé al capítulo porque el padre abad quiere que asistamos a él siempre que tengamos menos de 37,77 grados de fiebre. Ese era mi caso. El padre Amadeus predicó acaloradamente sobre los sufrimientos de san José, sobre sus sufrimientos mentales cuando descubrió que María estaba embarazada. Por mi parte, no debería haber hecho gestos de extrañeza cuando dijo que Abrahán había nacido 1959 años después de la creación del mundo, y tampoco entiendo por qué sugiere que este acontecimiento debería conmemorarse el próximo año, 1949. Pero él dice cosas de este estilo. Le vienen a la mente, y él las dice. Después regresé a la celda. Sobre la mesa había pan y mantequilla y una lata de café de cebada. Antes de que yo dijese gracias, vino el padre Gerard con la botella del vino de misa, que, dado que el padre Odo no había podido decir la suya, contenía todavía bastante vino. El padre Gerard dijo: «Hoy es un día de fiesta». Y escanció medio vaso de vino. Él no estaba al corriente de que yo celebrase ningún aniversario especial, pero en aquel momento comprendí lo que estaba pasando y que san José había organizado todo aquello para darme una muestra del amor de Dios, de la que yo tenía que alegrarme. Así pues, bebí el vino, que me supo estupendamente y me devolvió el apetito. La mantequilla de la noche anterior me había parecido repugnante y no había podido comerla. A continuación, acerqué la mesa a la ventana y comí mirando a través de ella, como hacen los cartujos. Las nubes pasaban, los cobertizos de los patos estaban vacíos, y las ranas croaban en el hermoso estanque verde. Fue un feliz día de fiesta. Anochece. Las ranas siguen croando. Tras los chaparrones que se produjeron a la hora de la cena, el cielo se ha aclarado. He permanecido toda la tarde sentado en la cama, redescubriendo el significado de la contemplación, redescubriendo a Dios, redescubriéndome a mí mismo, el Oficio Divino y la Escritura y todo. Ha sido uno de los días más maravillosos de toda mi vida, aunque tampoco a esto me siento apegado. El placer o la satisfacción que hayan podido brindarme el silencio y la ausencia de todo tipo de preocupaciones es algo sin importancia. Sin embargo, sé que esa es la manera en que yo debo vivir: con la mente y los sentidos en silencio, los contactos con el mundo de los negocios y de los conflictos de la guerra y de la comunidad suprimidos, despreocupado de todo, ya sea alto o bajo, lejano o próximo, sin maltratarme a mí mismo con mis propios deseos, fantasías o proyectos, sin dejar que mis pies se vean arrastrados por la tremenda corriente de actividad natural que fluye de Gethsemani con toda su fuerza. Una vez más, se plantea la cuestión: ¿Es posible permanecer tranquilo en medio de una atmósfera como la que reina en esta casa? ¿Debería trasladarme a un lugar donde

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pudiera encontrar soledad, silencio y paz para estar a solas con Dios en un ambiente de absoluta tranquilidad, que es imposible para un cisterciense? El padre Anthony vino a visitarme a última hora de la tarde. Dijo que si yo deseaba ser cartujo, él nunca se opondría. Por otra parte, Europa hay que descartarla. Pero no hay prisa. No es necesario que este problema nos preocupe o angustie más que ningún otro. Dios está dentro de mí. Yo lo encuentro encerrándome en el silencio en que Él se esconde. Todas las cosas que no son medios para purificar mi corazón y tranquilizarlo en su voluntad son inútiles. Pero, si yo le sigo, Él me conducirá a su paz. Mañana bajaré de nuevo a la zona de la comunidad y al dormitorio recién pintados. Y espero que mi mente esté en condiciones de decir «no» a todas las preocupaciones y ansiedades y ambiciones y riesgos e imágenes y cosas que no me ayuden a progresar en la unión con Dios en medio de la oscuridad, por encima del nivel en que se produce el cambio y el deseo, el placer y el dolor, la grandeza y la pequeñez, la vida y la muerte, y todo lo que no es solo Dios. Voy a decir los maitines de Nuestra Señora de los Dolores.

20 de marzo de 1948. Nuestra Señora de los Dolores Me siento como si estuviese en un hotel en Cuba. El paisaje tiene algo del indescriptible color gris-verde-amarillo típico de Cuba. El aire está lleno de sonidos de aves, de ranas de agua y de ranas de árbol, y también de cuervos. Por lo que a las ranas se refiere, después de haber pasado ayer la noche en vela escuchándolas, su lirismo empezaba a producirme cierto hastío. Son incansables, y su croar, semejante al sonido de las bocinas de las bicicletas, se escucha día y noche. Yo empezaba a pensar: «¿Nunca hacen nada? ¿Ni siquiera paran para comer?». Cuando estaba a punto de quedarme dormido, se callaron todas durante treinta segundos, y el silencio resultó tan llamativo que yo mismo me desvelé.

28 de marzo de 1948. Domingo de Pascua Todas las antífonas con el Alleluia pascual vuelven a mi memoria con ricas asociaciones de los días más felices de mi vida: los siete tiempos pascuales que he tenido la gracia de vivir en el monasterio. Este que empieza ahora es el séptimo: mi año sabático en el monasterio. Los manzanos florecieron el Viernes Santo. Llovió, y la temperatura descendió, pero hoy luce el sol y aparece despejado el cielo. El sauce se muestra lleno de verdor. Todas las cosas están brotando.

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Y en mi corazón, la más honda paz, claridad de Cristo, lúcida, tranquila y siempre presente como la eternidad. En estas grandes fiestas, accedes a un plano superior de la vida espiritual y tienes una nueva visión de todo. Especialmente en Pascua. Me gustaría decir que la Pascua se parece a lo que será el comienzo de la eternidad, el momento en que reconozcas repentina, pacífica y claramente todas tus faltas y todas tus buenas acciones: cada cosa en su sitio.

2 de mayo de 1948. Día de retiro Mi actividad interior tiene que empezar a sosegarse gradualmente (¡aunque en realidad tiende a crecer!). El continuo e inútil tira y afloja de mi naturaleza, que me lleva a analizar los defectos de la comunidad y del coro, a detectar lo que hay de incorrecto en todo y lo que podría ser correcto, a comparar la vida de los trapenses tal como se vivía en el siglo XII con nuestra vida actual, a imaginar formas de romper con mi situación actual y de instalarme en la soledad, son todas ellas actitudes e iniciativas personales que, además de hacerme perder el tiempo y provocarme mucho dolor, han arruinado la obra de Dios en mi alma. Viento y sol. Pelea de tordos en un arbusto. Sonido de campanas y sonar de silbatos y pájaros que graznan con un estilo deplorable. Los árboles están cubiertos de verdor, y los bancos ya están fuera: ha comenzado un nuevo verano.

30 de mayo de 1948. Día de retiro He pasado un mal rato tratando de imaginar qué significará para mí el hecho de hacerme sacerdote. A veces me aterra la idea de entrar a formar parte de una casta llena de limitaciones espirituales y de rigidez; pero el sacerdocio no es eso en realidad, aunque algunas personas lo presenten de esa manera. En último término, la única solución a ese problema radica en la obediencia. Yo sigo adelante sometido a la obediencia. Si desean mis superiores que yo sea sacerdote, esto por lo menos es sensato. Dios lo quiere, y quiere que sea algo bueno para mí, aunque puede comportar una muerte inimaginable. A veces me vienen ganas de irme lejos y vivir como un vagabundo, merodeando por los caminos desprovisto de todo, como Humble George o Benito José Labre.

20 de junio de 1948. Quinto domingo después de Pentecostés He recibido una carta de Bob Giroux, de la editorial Harcourt Brace, diciéndome que Clare Boothe Luce había estado leyendo las segundas pruebas de La montaña de los 62

siete círculos, que le habían gustado y que, de hecho, Henry Luce había birlado un juego de pruebas y su secretaria tenía que llamar a Harcourt Brace para pedir otro. El libro ha sido aceptado por el Catholic Book Club para el mes de agosto. La fecha asignada para la publicación es el 12 de dicho mes, fiesta de Santa Clara. Este mismo día, hace ahora siete años, terminé The Journal of My Escape from the Nazis en medio de muchas plegarias. Cuando veo cómo, finalmente, las cosas han contribuido a la realización de este libro, comprendo hasta cierto punto qué es lo que Dios ha estado haciendo conmigo todo este tiempo. El libro se estuvo fraguando durante nueve años, desde que escribí The Labyrinth en Olean, sin que posteriormente pudiera vendérselo a editoriales como Farrar and Rinehart, Macmillan o Harcourt Brace, y tampoco Naomi Burton consiguió vendérselo a Modern Age, Atlantic, Little Brown ni a otras editoriales a las que se lo ofreció. De todos modos, todavía no se ha dicho la última palabra. Hay partes mal escritas, pero en conjunto es el libro en que he tratado de expresar lo que realmente siento, aunque todavía de manera muy elemental. La edición británica está prevista para la próxima primavera. Está bellamente impreso. Bob ha llevado a cabo un buen trabajo. Así pues, en conjunto ahora veo cómo Dios se había hecho cargo del asunto y cómo se había involucrado en él a Su debido tiempo, cómo predispuso el encuentro y la colaboración de Bob Giroux y Naomi Burton, que es lo que realmente ha hecho el libro, y cómo Él hizo que F. X. Connolly se interesara en este proyecto. Todo ello se ha producido completamente al margen de mi control. Yo ni siquiera estaba enterado de lo que se cocía, y ahora el libro está a punto de salir al mercado. Puesto que yo pertenezco a Dios, y también mi vida Le pertenece, y mi libro es Suyo, y es Él quien gobierna todos los acontecimientos para Su gloria, a mí únicamente me toca aceptar los hechos y responder de la pequeña tarea que me corresponde: leer las cartas de muchas personas que tal vez me odien por haberme convertido y haber escrito acerca de esta experiencia, así como las cartas de aquellas otras personas que tal vez se sientan confortadas con la lectura del libro. Me parece que todo esto encierra grandes posibilidades y que Dios ha entrelazado mi loca existencia, incluidos mis defectos y pecados, con Su plan de una nueva sociedad, en la que «todas las cosas cooperen para el bien». Así pues, si yo fuera objeto de linchamiento, lo ofrecería todo por la gloria de Dios y por las almas que Él fuese a salvar en virtud de semejante hecho. Ahora veo a qué conduce todo esto: a la felicidad y la paz y la salvación de muchas personas a quienes yo nunca he conocido. No existe mayor alegría que la de verse arrastrado a participar en el gran amor de Dios por las almas de los hombres, y de Él mismo en ellos, y a cooperar con Él en la acción de hacerlos partícipes de su gozo. Lo mejor de todo es que Bob Giroux, u otra persona, elaboró un índice onomástico para La montaña de los siete círculos: la más extraña colección de nombres propios que jamás hayas visto. Comienza con Abad, padre, y sigue con Adviento; Adler, Alfred; 63

Ellington, Duke; y Fields, W. C.; a Smith, Pete, le sigue Smith, Robert Paul, y aparece también Bob O’Brien, el fontanero de Olean House, y Pierrot, el camionero de Saint Antonin, y los Privats de Murst, y el hermano Habían, que se fue a Georgia, y Mary Jerdo y Helen Freedgood y Burton, Jinny, y Flagg, Nancy, y Wells, Peggy (Peggy me escribió el otro día desde Hollywood. No puedo saber con certeza si está actuando o escribiendo, o ambas cosas a la vez). Me quedé fascinado. El índice en cuestión es algo hermoso. Es como la reunión de todas las personas que he conocido para celebrar un banquete con ocasión de la publicación del libro. Es como la promesa de que ellas me pertenecerán de algún modo como trofeos en el cielo, o de que yo perteneceré a algunas de ellas también como un trofeo. Blake, William; Francisco de Asís, san; Buenaventura, san; Tomás de Aquino, santo; Bernardo, san. Pienso que este índice es un anticipo parcial y optimista del Juicio Final, con los cuatro Hermanos Marx entre los corderos. Así pues, Dios es muy bueno. «Santo en todos sus caminos». Aunque el placer natural del éxito me repugna un poco y rechazo instintivamente pensar cómo va a ser el diseño exterior del libro, he de aguantar y permanecer tan tranquilo e indiferente como me lo permita la gracia de Dios.

11 de julio de 1948. Octavo domingo después de Pentecostés El pasado miércoles día 7, primer aniversario de la marcha de la colonia de Utah, me llegué hasta el padre abad, Dom Frederic, justamente antes del trabajo de la tarde, para ver si se me permitía no salir a los campos. Pero él me entregó el primer ejemplar de La montaña de los siete círculos y me dijo que lo revisara. Está bien impreso, y recorrí el libro por encima con el sentimiento general de que, juntamente con Thirty Poems, esta era la única obra digna de tal nombre entre todos mis escritos. Si a lo largo de mi vida me hubiese limitado a publicar La montaña y Thirty Poems, hoy me sentiría mucho más limpio. El exilio y la gloria continúa leyéndose en el refectorio, y en general la gente parece aceptarlo sin objeciones. De todos modos, algunas de sus páginas me revuelven el estómago. ¿De dónde he sacado yo toda esa retórica piadosa? Inmediatamente después de haber hecho la profesión simple, yo pensaba que así debía escribir un monje. Por lo que a La montaña de los siete círculos se refiere, dos Clubs del Libro y la Fundación Literaria Católica de Milwaukee han garantizado ya la venta de catorce mil ejemplares. «¡Cuidado! ¡Este negocio podría muy bien poner patas arriba toda tu vida!». Me sorprendí a mí mismo pensando: «Si hacen una película inspirada en mi libro, ¿será Gary Cooper el protagonista?». O tal vez no exista ningún Gary Cooper. De todos modos, este es el tipo de insensatez que he de evitar por ahora. A eso me veo reducido. No me atrevo a escuchar con excesiva atención, por miedo a que se revuelva en su 64

tumba el padre Benedict, uno de los abades del monasterio en el siglo XIX. Le ruego que me ayude a ser muy sencillo y tranquilo y sosegado en todo este asunto, que es voluntad de Dios y puede resultar beneficioso para Gethsemani. Aquí está el libro que yo no pude convertir en un éxito hace diez años. Ahora sí se ha convertido en un éxito, justamente cuando yo estoy en Gethsemani, y Gethsemani necesita el dinero. ¡El negocio de irte envenenando a pesar de ti mismo por el placer que te produce tu propio trabajo! Dices que no lo deseas, pero en cualquier caso va penetrando en tu sangre. No saboreas el plato, pero el olor que despide llega a tu cerebro y te corrompe. Te emborrachas olisqueando el corcho de la botella.

4 de agosto de 1948. Miércoles. Fiesta de Santo Domingo El padre abad ha muerto. Esta mañana, cuando bajamos al coro, él no estaba allí. Yo había olvidado todo lo referente a su viaje a Georgia. Al no haberse presentado a lo largo de todo el Oficio Nocturno, empecé a preocuparme y a rezar por él, y recé por él tanto como por el padre Dominique, que celebraba su onomástica. A la hora de prima reinaban la confusión y los rumores. En el capítulo, el padre Odilo nos dijo que el abad, Dom Frederic, había muerto en el tren la noche anterior antes de llegar a Knoxville, Tennessee. Ayer mismo por la tarde yo había mantenido una larga conversación con el padre abad acerca del trabajo y los libros, etc. Se mostró muy amable y de buen humor y me exhortó a escribir algo que animase a la gente a amar la vida espiritual. También él se mostró satisfecho del trabajo realizado por la editorial Sheed and Ward. Durante los dos últimos años ha tenido que sufrir mucho. Ha trabajado muchísimo. La casa está triste. Lo traerán de Knoxville, a lo largo de esta noche, embalsamado y en una ambulancia, y se supone que el funeral no se celebrará hasta el lunes.

13 de agosto de 1948 Nunca en mi vida había estado tan ocupado. Pero tampoco había disfrutado nunca de tanta paz conmigo mismo. Ayer tuve que ir a Louisville. Era mi primera salida del monasterio en siete años. Tuve que ir para hacer de intérprete de Dom Gabriel Sortais, cuya intervención había sido solicitada por el convento del Buen Pastor, porque su Madre General de Angers estaba allí y deseaba que él hablase a la comunidad y escuchase su confesión. Las hermanas nos recibieron en una fría biblioteca llena de sillones y alfombras. El lugar era frío, porque alrededor de todos los edificios había árboles que daban sombra. En conjunto, el convento es agradable y muy grande. Hay un enorme perro policía, una 65

lavandería... y qué sé yo cuantas cosas más. Así pues, él les dijo a las hermanas en francés que amasen su vocación, y yo traduje sus palabras al inglés, y creo que ellas eran felices. Mientras yo bebía un vaso de gaseosa de jengibre y comía un bizcocho, una de las hermanas sostuvo en sus manos mi negro sombrero.

14 de agosto de 1948. Vigilia de la Asunción Cuando el otro día recorrí Louisville, no encontré nada que me impresionase especialmente. Aunque me sentí completamente enajenado de todo en el mundo y de toda su actividad, no dejé de experimentar una cierta simpatía por las personas que iban y venían. En conjunto, me parecieron más reales que nunca antes y más dignas de simpatizar con ellas. No fue necesario que me esforzase conscientemente, pero la verdad es que pasé por la ciudad sin reparar en nadie, con excepción tal vez de dos mujeres. Una, de aspecto salvaje, vestida de negro y con los labios llamativamente pintados: me acordé de ella de repente ayer por la mañana, al hacer la disciplina, y esperé que el personaje en cuestión no necesitase ninguna penitencia añadida. El campo era todo color. Nubes. Maíz en las tierras de aluvión. Rocas rojas. Frecuentes ondulaciones del terreno y más colinas de las que yo podía imaginar entre la zona donde nos encontrábamos nosotros y Bardstown. Tuve la impresión de haber recordado muchas más cosas en mi primer viaje, cuando, siete años atrás, visité por primera vez el monasterio. Ahora me doy cuenta de que lo había olvidado prácticamente todo. Resultó simpático el rezo del Oficio Divino en el coche y la recitación del Gloria Patri mientras contemplábamos bosques y campos. Louisville resultó aburrida. De todos modos, se trataba de hacer un acto de obediencia. El viaje me obligó a perder el trabajo de un día. A las siete estábamos de vuelta, comimos huevos en la hospedería, y yo llegué a tiempo para la Salve.

25 de agosto de 1948. Fiesta de San Luis La elección duró desde las 7:45 hasta las 12:25. El acto incluyó la confirmación y la toma de posesión del nuevo abad, Dom James Fox, que, naturalmente, resultó elegido. A partir de este desenlace del asunto es fácil ver que él era, en diversos sentidos, el candidato del Espíritu Santo. Esa misma tarde, cuando él se encontraba en Louisville en la residencia del arzobispo, recibí un cheque de novecientos dólares a cuenta de La montaña de los siete círculos. Se lo entregué a la mañana siguiente. Me dijo que continuase escribiendo.

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6 de septiembre de 1948. Decimosexto domingo después de Pentecostés Experimento un deseo indefinido, pero tremendo, de darlo todo a Dios y, al mismo tiempo, la sensación constante de que no lo estoy haciendo así, o por lo menos no ahora. Sin embargo, realmente no puedo ver qué es lo que Dios desea de mí. De momento, parece ser esto. Pero esto de escribir ha degenerado en un caos de correspondencia, y no es esa, ciertamente, nuestra vocación. De todos modos, puedo darme por satisfecho, ya que interiormente me enfrento más o menos con una pared en blanco. Tan pronto como me planteo demasiadas preguntas sobre este problema, sufro. Pero si me mantengo en silencio, gozo de paz. Todo el sentido de mi existencia no puede depender exclusivamente de una Regla. Tampoco me basta con convertir una orden religiosa, una tradición espiritual, en el centro de mi vida. La contemplación no es suficiente: por sí misma no constituye un ideal cabal. He aquí algunas de las cosas que yo necesito: la entrega completa de mí mismo a Cristo, transformación, simplicidad y pobreza totales. En otras palabras, necesito desembarazarme de todo. Aquí me veo obligado a conservar mis manos llenas. Y si escribo, necesitaré vivir sumergido entre libros.

10 de octubre de 1948. Domingo Antes o después, el mundo está destinado a arder, y con él todas las cosas: todos los libros, el claustro juntamente con el prostíbulo, Fra Angelico juntamente con los carteles publicitarios de Lucky Strike, que yo no he visto durante estos siete años, porque no recuerdo haber visto ninguno en Louisville. Antes o después, todo será consumido por el fuego, y nadie sobrevivirá, porque para entonces el último hombre de la tierra habrá descubierto la bomba capaz de destruir el mundo entero y será incapaz de resistirse a la tentación de hacerla estallar y acabar con todo. Y aquí estoy yo sentado, escribiendo un diario... Pero el Amor se ríe del fin del mundo, porque el Amor es la puerta que da acceso a la eternidad. Quien ama está jugando en el dintel de la eternidad y, antes de que pueda suceder algo, el Amor lo habrá arrastrado más allá del umbral y habrá cerrado la puerta. Quien ama no tendrá que preocuparse de que el mundo se queme, porque no conocerá nada que no sea el Amor.

6 de marzo de 1949. Primer domingo de Cuaresma Ayer recibí Seeds of Contemplation (Semillas de contemplación), y es muy hermoso. Sin duda, el mejor trabajo de imprenta de todos los realizados hasta la fecha con ninguno 67

de mis libros. Tengo que hacer un esfuerzo para soltarlo de mis manos. Cada libro que sale con mi nombre es un nuevo problema. Para empezar, cada uno de ellos trae consigo un nuevo y detenido examen de conciencia. Cada libro que escribo es un espejo de mi propio carácter y conciencia. Siempre abro el último trabajo de la imprenta con la tenue esperanza de encontrarme a mí mismo agradable, pero nunca lo consigo. Así pues, tampoco en este libro hay nada de lo que pueda enorgullecerme. Es ingenioso y difícil de seguir, no tanto porque yo sea muy profundo, sino porque no sé cómo se puntúa, y mi línea de pensamiento es torpe y tortuosa. Le falta calor y sentimiento humano. Descubro en mí un orgullo soterrado y un cierto desprecio hacia los demás hombres que yo creía ya superado, pero que en realidad sigue estando ahí, tan malo como siempre. No veo cómo ese libro pueda hacer algún bien. A algunas personas las provocará; a otras, por el contrario, las impulsará a ir por la vida con aires de superioridad y pisoteando a todo el mundo. Laughlin me dice que un club del libro lo está presentando en su publicidad como una «Imitación de Cristo perfeccionada». Que Dios me perdone. Se parece más a la obra de Swift que a la de Tomás de Kempis. La Pasión y la Preciosa Sangre de Cristo tienen muy escasa presencia en el libro: algunas alusiones aquí y allá. Por eso mismo, el libro es frío y cerebral. ¿Qué sentido tiene tratar de enseñar a los seres humanos a amar a Cristo sin predicarles a través de esas heridas? La razón por la que yo no lo hago así es porque todavía soy muy egoísta. Me descubro a mí mismo pensando acerca de la comida que nos van a servir durante la Cuaresma y acerca de la manera de distribuir los ejemplares complementarios firmados de la edición de lujo de este libro. Nunca debería haber cedido a una sugerencia como esta de hacer una edición especial: cada ejemplar con su estuche correspondiente. Estoy chiflado. Desde la muerte del padre Odo y las Cuarenta Horas, mi mente ha estado en continua agitación, y finalmente no he conseguido volver a descansar en Dios en silencio hasta esta tarde, en que me he recogido durante hora y media en la cripta y me he comportado, una vez más, como un ser racional. Toda la semana me había encontrado bajo el agua con el mundo entero nadando entre Dios y yo, a la manera de un banco de grandes peces.

1 de mayo de 1949. Santos Felipe y Santiago. Día de retiro Cada día percibo algo de lo que ocurre en mí cuando tengo que retractarme de mis propias ideas acerca del canto, de la vida interior, de la soledad, de la vocación cisterciense, etc., etc. Cada día sacrifico a Isaac, es decir, mi hermoso sueño acerca de 68

una vida silenciosa, solitaria y bien ordenada de perfecta contemplación y perfecta observancia monástica, sin intromisiones del mundo, sin publicidad y sin libros de gran éxito; ¡¡simplemente, con Dios y con esa agradable, arcaica y pequeña celda de cartujo!! Tengo que hacer ese acto ciego de fe que me asegura que Dios y Nuestra Señora me están llevando –«a través de la cruz»– hacia algo mejor, que probablemente yo nunca veré en esta orilla del cielo.

15 de mayo de 1949. Cuarto domingo después de Pascua Dios nos hace plantearnos preguntas, sobre todo cuando Él está a punto de ofrecernos sus repuestas. Él pone en nosotros necesidades que solamente Él puede satisfacer y despierta capacidades que Él pretende hacer realidad. Cualquier perplejidad es susceptible de convertirse en una gestación espiritual que dé lugar a un nuevo nacimiento y a una regeneración mística. He aquí algunos puntos: ¿Qué va a significar la misa para mi vida interior? Tengo que enfrentarme al hecho de mi oración anterior. Al hacer el noviciado, tuve que reconocer que un gran número de mis actos, pensamientos, deseos y palabras anteriores eran inadecuados. Descansar en Dios, dormir –por así decirlo– en Su silencio, permanecer en Su tiniebla... son expresiones que durante siete años me alimentaron y me ayudaron a crecer. Ahora, también es probable que eso resulte inadecuado. La misa tendrá la clave de esta inadecuación, o al menos así lo espero. De momento, la única explicación ulterior que puedo ofrecer es que Cristo, el Sumo Sacerdote, está despertando en las profundidades de mi alma en silencio y majestad, como un gigante que se prepara para correr Su carrera. Desde que empecé a ejercitarme en las ceremonias de la misa y a servir como diácono junto al altar, me he sentido cada vez más impresionado por el hecho de que, como sacerdote, me será absolutamente insuficiente estar de pie junto al altar y recitar las oraciones con gran amor y devoción personales a Cristo en el Santísimo Sacramento que está ante mí. En otro tiempo pensaba que eso sería el gozo supremo imaginable: estar unido con un vínculo de amor con Cristo en el sacramento del amor, perderme allí en Su presencia, como si ninguna otra cosa importase. Pero ahora hay mucho más. En lugar de mi persona y mi Cristo y mi amor y mi oración, está la fuerza de una oración más poderosa que el trueno y más delicada que el vuelo de la paloma; esta oración se eleva del Sumo Sacerdote, que constituye el centro del alma de cada sacerdote, sacudiendo los cimientos del universo y elevándolo todo hasta Dios y sumergiéndolo todo en Él; yo, la sagrada forma, el altar, el templo, la gente, la Iglesia, la abadía, el bosque, las ciudades, los continentes, los mares, los mundos... 69

En presencia de este inmenso poder, ¡qué poco parecen significar mis propios pensamientos, palabras y sentimientos! No es que todas esas cosas no tengan valor alguno; es que ahora se van a perder y sublimar en una oración mucho mayor y más sencilla, que escapa a mi propia comprensión. En la cripta todo resultaba claro. Las segundas pruebas de imprenta de Las aguas de Siloé yacen abandonadas sobre la mesa, y espero que continúen así hasta después de mi ordenación sacerdotal. Salgo de mí mismo y echo un vistazo a mis libros y a algunas cartas, y me invade la tristeza; pero retorno a Dios y sé que mi vocación es el sacerdocio y la vida contemplativa –que mi vocación es la ORACIÓN–, y eso me hace feliz.

29 de mayo de 1949. Domingo dentro de la octava de la Ascensión No podía empezar a escribir acerca de mi ordenación, de la celebración de la misa, del ágape que duró tres días con todos los que acudieron a esa cita. Tal vez algún día aborde este tema retrospectivamente y por partes. Una sensación de la obra absolutamente formidable que se ha realizado en mí y a través de mí a lo largo de los tres últimos días, cada uno de ellos con su propia aportación al crecimiento. Ordenación, unción, misa de ordenación. A continuación, la primera misa rezada, y ayer, finalmente, la misa solemne y la charla por la tarde en el jardín, bajo los árboles de la entrada. Me he quedado con el sentimiento no solo de haber sufrido una transformación personal, sino también de que, de alguna manera, ha sido alumbrado un mundo nuevo a través del esfuerzo y la felicidad de estos tres días absolutamente extenuantes, llenos de sublimidad y de cosas que ninguno de nosotros comprenderá hasta que pasen uno o dos años. Desearía poder explicar algo acerca de la progresión que parece haber marcado los tres días de mi «festival». Cada uno de ellos pareció representar un desarrollo gigantesco que soy incapaz de captar o explicar. Al final, tuve la impresión de que todas aquellas personas que habían venido para verme se dispersaron hacia los cuatro puntos cardinales con himnos y mensajes y profecías, hablando en lenguas y dispuestas a resucitar a los muertos, porque, de hecho, durante esos tres días nos sentimos henchidos del Espíritu Santo, y el Espíritu de Dios pareció apoderarse más y más cada día de todas nuestras almas a través de las tres primeras misas de mi vida, mis tres gracias máximas. Todo me resulta extraño. Estas tres gracias pertenecen a un orden apostólico y sobrepasan mi experiencia. Sin embargo, no puedo decir, sin mostrarme ingrato y necio, que no tuvieran nada que ver con mi vocación, dado que en cierto sentido representan la coronación de la misma. Quiero decir que es la coronación de esta parte de mi historia: de los siete últimos años. Yo vine aquí para esto. Para esto vine al mundo. Es como si fuese la conclusión triunfal de una época y el comienzo de una nueva historia cuyas implicaciones me superan absolutamente. 70

El viernes dije la misa que le había prometido a Nuestra Señora del Cobre. Era la fiesta de San Beda, pero nosotros no la celebramos. Me habían dicho que uno se ve hecho un lío entre tantas rúbricas, razón por la cual la primera misa no resultaba divertida. Mi experiencia no ha confirmado semejantes apreciaciones. Al contrario, sentí como si hubiese estado diciendo misa toda mi vida, y el texto litúrgico de la misa votiva de Nuestra Señora resultó en esta ocasión inmensamente rico. Era en el altar de Santa Ana, y el templo estaba lleno de sol (después del capítulo), y no había nadie más celebrando misa cerca, por lo que realmente pude «dirigirme a Ella» en voz alta. Además, dispuse de un hermoso cáliz que Dan Walsh había traído, y yo mismo tenía un amito, unos corporales y un purificador, e incluso una toallita para los dedos, que me habían enviado los chicos y las chicas de color de una escuela superior católica de Mobile, Alabama; y tenía también un cíngulo que me había regalado una hermana en un hospital de Saint Louis. Si yo hubiera intentado decir los nombres de todas las personas que deseaba recordar en el memento de la misa, habría permanecido allí hasta la hora de la comida. Los días precedentes había seguido formulando intenciones por ellas, de manera que a su debido tiempo todas quedarían incluidas; pero incluso entonces me tomé el tiempo necesario para recordar a todos aquellos que Dios deseaba que yo recordase explícitamente otra vez en aquel momento. Ahora sé que toda la Iglesia de América estuvo rezando por mí. Tan gran misericordia me espanta y me consuela a la vez, y siento que yo mismo no he contribuido en nada a este fenómeno, que he estado siendo influenciado y poco a poco impregnado, que me he visto transportado sobre la marea de un inmenso amor que en muchas personas se ha desatado, de alguna manera, en conexión con un libro impreso con mi nombre, y sobre esta marea millones de personas, tal vez un continente entero, nos estamos elevando hacia, el cielo. Esto me convierte verdaderamente en el hijo de Nuestra Señora («¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!»), a quien se le otorgó la máxima misericordia. Cuando ella haya dado a luz en mí algo de su humildad, no tendrá fin lo que Dios derramará sobre mí, no solo en mi favor, sino en favor de todo el mundo, incluso tal vez para hacer que otros crezcan mucho, mientras yo permanezco en mi nulidad. Para mí, esto sería una gran alegría. De alguna manera, la experiencia de estos tres últimos días ha sido el reverso y la contradicción de todo lo que yo pensaba acerca de la soledad en el retiro. ¿O se trata de una plenitud que yo no logro entender?

19 de junio de 1949. Domingo dentro de la octava del Corpus Christi La misa cada día me purifica y al mismo tiempo me confunde. Esta hermosa mezcla de felicidad y lucidez y desconcierto me colma de gran salud de un día para otro. Me veo obligado a ser sencillo en el altar.

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Por este motivo, siento eterna gratitud hacia nuestra liturgia occidental, que por sí misma muestra una intensidad peculiar, en razón precisamente de su carácter serio y evasivo. Nunca hay una exclamación. Nunca hay un grito. Pero, en medio de esta bella sobriedad, la luz indescriptiblemente pura de Dios te llena de algo que únicamente puede describirse como la inocencia de la niñez. Día tras día, soy cada vez más consciente de lo poco que es mi yo cotidiano ante el altar: esta conciencia de inocencia implica realmente una sensación de sustitución. Otro se ha apoderado de mi identidad, y este otro es una inmensa infancia. Estoy de pie junto al altar –pido excusas por mi lenguaje: estas palabras no expresan nada extraordinario–, pero estoy junto al altar con los ojos bañados en la luz de la eternidad, como si fuese un hombre renacido, destinado a permanecer eternamente joven. Pido de nuevo excusas por emplear este lenguaje. No conozco palabras lo bastante sencillas como para describir esta experiencia. Solo digo que cada día soy un niño nacido de nuevo, y junto al altar soy el Niño Que es Dios. Sin embargo, cuando ha pasado todo, tengo que decir: «La Luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la comprenden». Tengo que replegarme sobre mi propio y pobre yo, que, en resumidas cuentas, no puede recibirlo, e incluso tengo que alegrarme de ser una concha. Pues bien, he recogido un cierto eco de su pureza, que ha significado algo tremendo para mí y para el mundo entero, de manera que en mi memento de vivos, que es muy prolongado, nado en un mar de alegría que está a punto de soltar las amarras que me ligan al altar. Aquí es, dicho sea de paso, donde yo me encuentro en la más profunda soledad y, al mismo tiempo, significo algo para el resto del universo. Este es realmente el único momento en que yo puedo dar algo al resto de los hombres. Yo soy el único que puedo dárselo, porque, a menos que yo se lo aplique a ellos, el fruto especial de esta misa nunca será suyo.

27 de junio de 1949. Fiesta del Sagrado Corazón Ayer (domingo) por la mañana fui a ver a Dom James, y estuvimos hablando sobre la soledad; y de manera totalmente inesperada me dio permiso para salir del recinto tapiado del monasterio e ir a pasear por mi cuenta por los bosques cercanos. Así pues, esa misma tarde aproveché el permiso para salir, aunque el cielo aparecía cubierto de nubarrones negros tras las colinas y promontorios que quedan al oeste, y a lo lejos se podía oír el incesante retumbar del trueno. Hacía mucho calor, y la humedad era elevada, pero corría un viento agradable procedente de la misma zona de la tormenta. Sea como fuere, le hice al hermano Hugh una señal para que viniese a abrirme la puerta inmediatamente después del rezo de nona, antes de que los hermanos se dirigiesen a la catequesis. (Antes de nona, durante el descanso del mediodía en el dormitorio, soñé que salía del recinto del monasterio, y en el sueño cruzaba el campo donde todavía 72

permanece instalada la tribuna del centenario, y me acercaba a Aidan Nally’s; pero en el sueño, antes de llegar a Nally’s el camino de carros empezó a estar provisto de aceras y fui a parar, no a la soledad, sino a la Escuela Superior Jamaica, que solíamos dejar atrás al subir una colina cuando íbamos a los cines de Loew’s Valencia, en la época en que yo estaba generalmente borracho. Pero cuando me desperté y salí, lo que encontré fuera no se parecía en nada a lo que había soñado). Mi primera parada fue bajo un roble en lo alto de la colina que está detrás de Nally’s. Al llegar allí, me senté para contemplar el espacioso valle y la monótona superficie boscosa que se prolongaba hasta la línea del horizonte, donde se encuentra el promontorio de Rohan. Tan pronto como me alejo de la gente, me invade la presencia de Dios. Cuando no estoy dividido por vivir con extraños (en cierto sentido, todos aquellos con quienes yo vivo continuarán siendo siempre extraños para mí), estoy con Cristo. El viento rizaba la hierba, doblada y tostada por el sol, y movía las copas de todos los árboles verdes, mientras yo contemplaba la masa verde oscuro de bosques más allá de la destilería, sobre las colinas de la zona más baja, situada al sur de donde nos encontrábamos, y caía en la cuenta de que, cuando estoy con otras personas, es cuando me siento solo; y cuando estoy a solas, dejo justamente de sentirme solo, porque tengo a Dios y hablo con Él (sin palabras), sin distracciones ni interferencias. Pensé: «Si llueve, tendré que volver al monasterio». Gethsemani ofrecía una bella estampa desde la colina. Estaba perfectamente adaptado a su entorno. No nos damos cuenta del escenario en que nos movemos, y deberíamos hacerlo: es importante saber en qué punto nos hallamos sobre la faz de la tierra. Físicamente, el monasterio está emplazado en un lugar totalmente solitario. Desde el punto de vista geográfico, no se le puede poner ninguna objeción. Una o dos casas a más de dos kilómetros de distancia; y en kilómetros y kilómetros cuadrados a la redonda, bosques, pastizales, campos de cultivo de cereales y colinas. Y nosotros nos acurrucamos juntos en medio de ese paisaje y forcejeamos unos contra otros, como la muchedumbre en una estación del metro, y nos atronamos con nuestras máquinas de escribir y nuestros tractores. Pensé: «¡Si al menos supiéramos utilizar este espacio y esta zona del cielo y estos bosques sin vallas...!». A continuación, el Espíritu de Dios se apoderó de mí, y eché a andar por el bosque. Antes de ingresar en el monasterio, yo solía tener miedo de los rayos. Ahora no parecía importarme nada el hecho de caminar directamente hacia la zona sobre la que se estaba desatando la tormenta, a pesar de que detrás de mí se encontraba el campo donde el verano pasado, o el anterior, un rayo había matado a dos muchachos. Yo tenía una vaga idea de la existencia de un lugar encantador más allá del campo que nosotros conocemos como la Casa del Labrador, aun cuando no ha habido allí casa 73

alguna desde hace años. Me llegué hasta la pradera destinada al pasto de los novillos, más allá del campo de San Malaquías, al pie del promontorio donde empiezan realmente los bosques. Es una especie de gruta en la que muy bien podría aparecerse Nuestra Señora. De ahí partimos para alcanzar la zona del bosque afectada cuando, el día de Todos los Santos de hace dos años y medio, acudimos a apagar un fuego. Pero el lugar era sencillamente maravilloso. Era casi como el Jardín de Edén: el Paraíso. Me senté en la cima del montículo, a la sombra de unos pinos jóvenes, y contemplé el estrecho valle. Justamente debajo de mí había un riachuelo seco, con charcos como vasos relucientes sobre el lecho de esquisto. El esquisto era tan blanco y rugoso que tenía la apariencia de un bizcocho de mar. Abajo, en el estrecho valle, se escuchaban los cantos de pájaros maravillosos. Sobre un árbol divisé el plumaje doradoanaranjado de una oropéndola. Las oropéndolas son unos pájaros demasiado asustadizos como para acercarse al monasterio. De un lugar difícil de precisar me llegaba el silbo de un cardenal, pero el canto más bello era, sin duda, el de dos pájaros que cantaban tan maravillosamente como los ruiseñores y cuyo canto resonaba a través del bosque. No sabría deciros de qué pájaros se trataba. Nunca los había oído con anterioridad. El eco hacía que el lugar diera la impresión de ser un espacio más remoto y autónomo, más perfectamente aislado y con mayores reminiscencias del Edén. Pensé: «¡Por aquí no pasa nadie!». ¡Maravillosa quietud! ¡El dulce olor de los bosques: la corriente clara, la paz, la soledad inviolada! ¡Y pensar que nadie le presta atención a esto...! Está aquí, y nosotros lo desdeñamos; y con nuestras alharacas y nuestros libros y nuestro lenguaje de señas y nuestros tractores y nuestro desvencijado coro, nunca saboreamos nada parecido a esto. Un instante de esa quietud fue suficiente para limpiar el tenebroso y profundo espejo interior de mi alma, y dentro de mí todo quedó inundado de una oración que no podía ser completamente pura, porque necesariamente había un grado muy elevado de exaltación natural. Había en ella algo de humo, pero yo tenía que aceptarlo; no era mucho lo que yo podía hacer para evitarlo, porque, de cualquier modo, yo mismo estoy lleno de mugre. Decir que fui feliz es constatar lo lejos que esa corta oración estuvo de la perfección; pero fui consciente, definitiva y maravillosamente feliz, y me pregunto cómo demonios permanecí sin más en el suelo. Mientras tanto, las negras nubes se arremolinaban sobre el estrecho valle, y yo me dirigí a un cobertizo que había en la zona baja donde comenzaba la tierra virgen. Era el cobertizo donde se resguardaban los novillos en los fríos días del otoño. Sin embargo, no llovió. Alcé la vista hacia los pinos y hacia el negro humo que se condensaba en lo alto del cielo, pero nada podría hacer menos maravillosa, menos apacible y menos alegre aquella cañada.

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Cuando, finalmente, decidí que pronto iba a ser la hora del rezo de vísperas, me puse en marcha para volver al monasterio. Procuré avanzar dejando siempre una pantalla de árboles entre la casa y yo, de manera que en ningún momento pisé el camino en aquellos parajes en que pudiera ser visto desde la parte trasera de la casa donde se encontraban los monjes. Llegué exactamente después del primer toque de campana para vísperas, y solo cuando ya estábamos reunidos en el coro para las primeras vísperas de la fiesta del Sagrado Corazón empezó realmente a llover. Ni siquiera entonces llovió mucho. En mi camino de retorno a casa, me volví hacia la tormenta y vi que avanzaba en dirección noreste, siguiendo la línea de los promontorios, por encima de su otra ladera, en paralelo con la autopista de peaje Green River, que discurre más allá, detrás de nuestra propiedad, en medio de los bosques, y conduce de New Haven a Bardstown. No sé qué tipo de luz arroja todo esto sobre mi vocación. No lo comprendo. La noche pasada salí de la meditación con la descabellada idea de comenzar una especie de «desierto carmelita» allí fuera. Sé que nunca se me permitiría vivir solo en una ermita, pero tal vez podría construirse una casita para casos especiales, donde priores y responsables de hospederías y otros pudieran refugiarse para hacer un pequeño retiro, donde uno podría ir a pasar un mes seguido, o incluso más, y ejercitarse en una contemplación sólida y real. No puedo imaginar un proyecto que tenga menos probabilidades de ser bien acogido por nuestro Capítulo General. Esta idea apenas tiene nada que ver con nuestra orden. Para nosotros, un retiro significa una sola cosa: una inmersión más plena en la comunidad. Los lugares donde la gracia está al alcance de un cisterciense son el coro, con el resto de la comunidad, el trabajo común y el capítulo, leyendo con los demás. ¿Y qué decir de mí? Cada vez me planteo más seriamente todo el asunto. La mayor parte del tiempo, mi mente se encuentra en situación apurada. Hago un movimiento para pensar acerca de esto, y todo se atasca, y yo me siento desamparado y sin ideas, y abro mis manos y espero con mi confusa existencia pendiente de la inescrutable voluntad de Dios. Una cosa sí debo decir: tanto en el bosque como, especialmente, en mi camino de vuelta, al cruzar un altozano despejado, todo lo que yo había saboreado en la soledad me pareció tener una conexión luminosamente inteligible con la misa. Lo percibí como una función o expresión del ofertorio de aquella misma mañana, o del ofertorio del día siguiente: del ofertorio de la misa de la fiesta. A mí personalmente, todo aquello me pareció el corazón mismo de la fiesta del Sagrado Corazón, su manifestación más clara. Aquello parecía aclarar y expresar de manera inefable mi identificación con Cristo en la misa. Mi oración en medio del bosque fue, por encima de todo, la oración de un sacerdote, hasta el punto de preguntarme si mis ojos estuvieron momentáneamente abiertos y si lo que vi fue realmente algo más que una intuición poética: algo que podría plantear la exigencia de un significado más profundo y más directo. ¿Podría yo terminar 75

siendo algo así como un sacerdote eremita, un sacerdote en medio de los bosques, o del desierto, o de las colinas, consagrado a celebrar una misa de pura adoración que cada mañana pondría toda la naturaleza sobre mi patena y alabaría a Dios más explícitamente con los pájaros? Puede que también eso sea un sueño y un pecado.

10 de julio de 1949 Estoy sentado, rodeado de abejas, y escribiendo este libro. Las abejas son felices y, por eso mismo, silenciosas. Trabajan en las delicadas flores de los hierbajos entre los que yo me he sentado. Me he situado en el flanco oriental de la casa, donde la temperatura no es tan fresca como yo pensaba que iba a ser, y estoy sentado en la cima del montículo que domina las colmenas y el estanque donde solían estar los patos, con el promontorio de Rohan a lo lejos. Aquella enorme e insegura escalera de tijera, de donde yo estuve a punto de caer en cierta ocasión cuando limpiaba la iglesia, aparece abandonada ahí fuera, al lado de un cerezo. Las ramas de un ciruelo se comban por el peso de las ciruelas delante de mí, justo al lado del camino. En la sala capitular están terminando Semillas de contemplación, del que leen un par de páginas todas las noches antes de completas. Empezaron su lectura cuando yo hacía el retiro para la ordenación. No sé cuál ha sido el sentimiento general acerca del mismo en la casa; pero, en la medida en que puedo saberlo, no es desfavorable. El padre Anthony me dijo: «A quienes se consideran intelectuales les gusta». En una o dos ocasiones, yo mismo percibí como si todo el mundo estuviera un poco exasperado ante pasajes que eran excesivamente negativos y, al mismo tiempo, sutiles y oscuros. Me alegro de que el libro haya sido escrito y leído. Seguramente, ya he dicho lo acerca del tema de las tinieblas y del «contacto experimental con Dios en la oscuridad» lo bastante como para darlos por cerrados y pasar a hablar de otras cuestiones. De lo contrario, podría convertirse en algo puramente mecánico: la repetición machacona de la misma vieja canción. Si no lo hubiesen leído en voz alta en mi presencia, probablemente habría olvidado que yo mismo he dicho todas esas cosas en repetidas ocasiones, y continuaría repitiéndolas como si fueran auténticos descubrimientos. Y es que tengo conciencia de que esto ocurre a menudo en nuestra vida. El hecho de llevar un diario me ha enseñado que en nuestra vida interior no se producen tantas novedades como uno piensa a veces. Cuando relees tu diario, compruebas que tu hallazgo más reciente es algo que ya habías descubierto cinco años atrás. De todos modos, también es cierto que uno penetra más y más profundamente cada día en las mismas ideas y experiencias. Como de costumbre, después de haber escuchado la lectura pública de uno de mis libros, me quedo con las ganas de haber sido más sencillo.

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20 de julio de 1949 La comunidad nunca ha sido tan numerosa como en este momento. No conozco el número exacto de miembros, pero debe de rondar los 185. Un día de la semana pasada ingresaron tres postulantes, y el lunes lo han hecho cinco más: todos para el coro. Uno de ellos se encuentra ahora en los establos inferiores situados frente a mí y viste una camisa muy llamativa, toda ella decorada con cazadores y perros raposeros de colores verde y castaño. Me distrae especialmente el hecho de que uno de los cazadores, que monta un caballo muy gordo, cabalga directamente, a pesar de estar en medio de la jauría de perros, en ángulo recto a la dirección evidente de la caza. Aunque mi mente debería estar ocupada en los salmos, le digo: «¿Adónde crees que vas?».

8 de agosto de 1949 Limitarse a establecer algunos de los sentidos comunicables que pueden descubrirse en un pasaje de la Escritura no equivale a agotar el verdadero significado o valor de dicho pasaje. Cada palabra que proviene de la boca de Dios es alimento que nutre el alma con vida eterna. «El hombre no vive solo de pan, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios». Que la Sagrada Escritura nos hable de David ocultándose de Saúl en las montañas y de los hombres de Saúl rodeando el escondite de David como una corona, o que nos hable de Jesús resucitando al hijo de la viuda de Naín, o de las prescripciones relativas al sacrificio vespertino del incienso, o que nos transmita el cántico de Débora, o nos cuente la historia de Elí, el sacerdote de Siló que pensó que Ana estaba ebria cuando le pedía a Dios un hijo, que se nos diga en El Cantar de los Cantares que la esposa ha salido al campo para ver si los viñedos están en flor, o se nos muestre cómo la nueva Jerusalén desciende de junto a Dios adornada como una novia, o se censure a los incestuosos de Corinto, o se dirijan los pasos de Pablo hacia un río en Macedonia donde se reúnen las mujeres, y el Espíritu Santo le abra el corazón a Lidia, la vendedora de tintes, para que escuche el evangelio, se trata siempre de lo mismo: por doquier hay puertas y ventanas abiertas que dan acceso a la misma eternidad. Y la más poderosa comunicación de la Escritura es la «palabra sembrada», la semilla secreta e inefable de contemplación plantada en lo profundo de nuestra alma, semilla que se despierta con un contacto inmediato e inefable con la Palabra Viva, de forma que estemos en disposición de adorar a Dios en espíritu y en verdad. Por la lectura de la Sagrada Escritura yo me renuevo hasta el punto de que toda la naturaleza parece renovada en torno a mí y conmigo. El cielo parece ser más puro, de un azul más fresco; los árboles, de un verde más intenso; la luz se destaca con mayor intensidad en los perfiles del bosque y de las colinas; el mundo entero se reviste de la gloria de Dios; y yo siento el fuego y la música en la tierra que pisan mis pies. Mi vocación cisterciense me hace destinatario de bendiciones que brotan de la misma Sagrada Escritura, y yo vivo de nuevo en la línea de descendencia de Bernardo y 77

veo que, si hubiese sido más profundo al leer la Escritura, habrían perdido su significado todas las tentaciones de buscar otra orden religiosa, puesto que la contemplación se fundamenta en la fe y no en la geografía: excavas en busca de ella en la Escritura, pero no puedes encontrarla cruzando el mar.

26 de agosto de 1949 Mi piadoso Abbé Fillion sugiere que, cuando estamos desconcertados y no conseguimos dar con el sentido de un pasaje de la Escritura, deberíamos dirigir nuestras súplicas al «autor sagrado», es decir, a aquella persona que actuó como instrumento de Dios al escribir la obra. Esta sugerencia me interesa, porque yo siento un profundo –aunque confuso– afecto por los autores bíblicos. Me siento más cerca de ellos que de cualquier otro autor que conozca. Isaías, Job, Moisés, David, Mateo, Marcos, Lucas, Juan...: todos ellos forman parte de mi vida. Están siempre a mi lado. Todos ellos, varones formales, pertenecientes a la fachada de una catedral medieval, miran por encima de mi hombro. Siento que ellos se preocupan mucho de mí y desean que yo comprenda lo que Dios les dijo que pusieran por escrito, que ellos me han rodeado siempre de solícitas oraciones, que ellos me aman y me protegen. Ellos forman parte de mi mundo con mayor razón que la mayoría de las personas que actualmente pueblan el mundo. A veces, los «veo» de un modo más real que a los monjes con los que vivo. Conozco bien los rostros abrasados de los profetas y de los evangelistas, transformados por la peligrosa presencia incandescente de la inspiración, porque ellos veían a Dios como dentro de un horno, y los serafines descendían hasta ellos para purificar sus labios con fuego. Leo sus libros con gozo y con «santo temor», y sus palabras se convierten en parte de mí. Son hombres solemnes, terribles y santos humillados por la revelación que ellos pusieron por escrito. Ellos son en realidad mis padres. A ellos me refiero cuando, en la última línea de La montaña de los siete círculos, hablo de los «hombres abrasados». Su visión del Reino de Dios se apodera de mí cada vez con mayor fuerza, y me parece despreciable la mera idea de buscar en la tierra algo que no sea la verdad revelada en ellos y en la tradición: un tesoro cuyas llaves guarda la Iglesia, su dueña. También siento un gran respeto y amor por los patriarcas del Antiguo Testamento – Abrahán, Isaac, Jacob– y por los profetas –Samuel, Elías, Eliseo–. En mis paseos por el cementerio durante el fresco atardecer, cuando el sol está a punto de ponerse –la luz solar ha desaparecido ya prácticamente durante el descanso de que disponemos después de la cena–, pienso en Isaac meditando en los campos al final del día, y en Rebeca acudiendo a desposarse con él desde un país lejano, a lomos de un veloz camello más voluminoso que un barco.

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1 de septiembre de 1949 Esta mañana, bajo un cielo de color azul cobalto, y habiendo terminado bruscamente el verano, he empezado a leer el libro de Job. No hace suficiente calor como para permanecer sentado mucho tiempo a la sombra de los cedros. La línea de los bosques destaca bruscamente a la luz del sol, y el graznido de los cuervos lejanos se agudiza en el aire, que ya ha dejado de crepitar con las langostas. Job me conmueve profundamente. Este año, más que nunca, el libro refleja un especial páthos. Ahora sé que todos mis poemas sobre el sufrimiento del mundo han sido inadecuados: no han resuelto nada y se han limitado a camuflar el problema. Me parece que la impaciencia por escribir un auténtico poema sobre el sufrimiento y el pecado no pasa de ser otra tentación, porque, después de todo, es algo que yo no comprendo realmente. A veces tengo la sensación de que me gustaría dejar de escribir, precisamente como un gesto de desafío. De todos modos, espero dejar de publicar durante algún tiempo, porque creo que dejar de escribir, sin más, me resultaría ahora mismo imposible. Tal vez siga escribiendo en mi lecho de muerte, y puede que hasta tenga necesidad de conseguir papel de asbesto para seguir escribiendo en el purgatorio. Aunque espero que Nuestra Señora consiga alguna victoria milagrosa sobre mis pecados que me evite el trance de pasar por el purgatorio. No obstante, me parece que el hecho de escribir, lejos de ser un obstáculo para la perfección espiritual en mi propia vida, se ha convertido en una de las condiciones de las que dependerá mi perfección. Si he de ser un santo –y eso y no otra cosa es precisamente lo que debo pensar y desear–, parece que he de conseguirlo escribiendo libros en un monasterio trapense. Si he de ser un santo, no debo limitarme a ser un monje, que es lo que todos los monjes deben hacer para convertirse en santos, sino que, además, he de poner por escrito aquello en lo que me he convertido. Puede parecer sencillo, pero no es una vocación precisamente fácil. Ser un monje tan bueno como me sea posible y seguir siendo yo mismo y escribir sobre todo ello. Poner por escrito, en semejante situación, todo lo referente a mi vida con la mayor simplicidad e integridad, sin enmascarar cosa alguna, sin confundir las cuestiones: esta tarea es muy dura, porque estoy envuelto en ilusiones y apegos. También estas cosas tienen que quedar reflejadas en mis escritos. Pero sin exageraciones ni repeticiones ni énfasis inútiles. No necesito darme golpes de pecho ni lamentarme ante nadie que no seas Tú, oh Dios, que ves las profundidades de mi fatuidad. Ser sincero sin resultar pesado. Es una especie de crucifixión, no excesivamente dramática o penosa, ciertamente. Pero esto requiere tanta sinceridad que supera mi naturaleza. De un modo u otro, tiene que venirnos del Espíritu Santo.

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Uno de los resultados de todo esto podría ser una completa y santa transparencia: viviendo, orando y escribiendo a la luz del Espíritu Santo, perdiéndome a mí mismo enteramente al convertirme en propiedad pública, de la misma manera que Jesús es propiedad pública en la misa. Este es, probablemente, un aspecto importante de mi sacerdocio, mi vivencia de mi propia misa: llegar a ser tan natural como una hostia en las manos de todo el mundo. Tal vez este vaya a ser, después de todo, mi personal camino de soledad. Un camino que, pese a ser de los más extraños imaginados hasta ahora, es el escogido por la Palabra de Dios. Sin embargo, después de todo, ¡esto solo me enseña que nada vital acerca de mí puede llegar nunca a ser propiedad pública!

16 de noviembre de 1949 Hoy, undécimo aniversario de mi bautismo, he empezado a enseñar teología, una conferencia de hora y media de duración que ha servido de introducción a mis dos clases: de Escritura y de teología mística. El lunes empiezo una serie de clases de orientación para los novicios.

24 de noviembre de 1949. Fiesta de San Juan de la Cruz El otro día leí el texto en que Ezequiel describe su visión de la gloria de Dios: esas ballenas, esas alas, esos fuegos deslumbrantes y esas criaturas vivientes que corren de aquí para allá, volviendo a Jerusalén desde Babilonia. Llovía y hacía viento. Yo salí para ir al cobertizo del furgón. Todavía eran visibles las colinas a lo lejos, lo que significa que la lluvia no era tan intensa: muchas nubes negras, bajas y desgarradas, como humo de un desastre desplazándose amenazadoramente sobre las ruinas ampliamente abiertas de la antigua cuadra del caballo, donde a mí me gusta pasear ahora solo. En días soleados no es posible gozar de la visión de este «Castillo de Otranto» sobre ellas. Hoy me he sentido henchido de una melodía que podría estar relacionada de alguna manera con el Pájaro de fuego de Stravinsky, que sin embargo he olvidado. Se ha tratado básicamente de una música personal, y yo se la canté a Dios juntamente con los ángeles. Después la melodía desapareció, y yo me senté sobre una piedra, y mi oración se hizo más profunda que en cualquier otro momento del día.

22 de diciembre de 1949

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Ayer, fiesta de santo Tomás, fue, pienso yo, un día importante. Hizo calor, el tiempo fue nuboso y ventoso, pero tranquilo. Yo tenía una cierta sensación de que a lo largo del día se estaba fraguando una profunda decisión. Una decisión sin palabras, un ofrecimiento de las profundidades y de la sustancia de mí mismo. Hay una conversión de la voluntad profunda a Dios que no puede hacerse realidad con palabras, apenas con un gesto o ceremonia. Hay una conversión de la voluntad profunda y un don de mi sustancia que es demasiado misterioso para la liturgia y demasiado privado. Es algo que ha de realizarse lúcidamente y en secreto, lo que implica ante todo la no comunicación a otros, excepto tal vez como algo neutral. Siempre recordaré el momento y el lugar de esta libertad y neutralidad, que no pueden ser expresarse por escrito. Estas nubes bajas en el horizonte, los afloramientos de roca amarilla y resistente en la carretera, la puerta abierta, la perspectiva de los postes de la valla ascendiendo desde el suelo hacia el cielo, y los cedros gigantes doblegados y enmarañados por el viento. De pie sobre la roca. Presente. La realidad del presente y de la soledad divorciada del pasado y del futuro. Estar sosegado y recogido en claridad y silencio y pertenecer a Dios y no entrar en los cálculos de nadie. Quisiera poder recobrar la libertad de esa decisión interior, que fue muy sencilla y que me parece haber sido un cheque en blanco y una promesa. Para pertenecer a Dios tengo que pertenecerme a mí mismo. He de estar solo o, cuando menos, interiormente solo. Ello significa la renovación constante de una decisión. Yo no puedo pertenecer a otras personas. Nada de mí pertenece a nadie, excepto a Dios. Soledad absoluta de la imaginación, la memoria, la voluntad. Mi amor hacia todo es ecuánime, neutral y limpio. Sin exclusivismos. Sencillo y libre como el cielo, porque amo a todos, y cada uno y nadie me posee, me retiene o me ata. Para no ser recordado o incluso deseado, he de convertirme en una persona a la que no conoce nadie. Ellos pueden tener a Thomas Merton, que está muerto. El padre Louis está también medio muerto. Por lo que a mí se refiere, mi nombre es ese cielo, esos postes de la valla y esos cedros. Ni siquiera meditaré en quién soy yo, ni diré que mi identidad no es asunto de nadie, porque eso implica una agresividad que está fuera de mi intención. No tiene ningún sentido. Ahora toda mi vida es esto: mantenerme sin trabas. El viento posee los campos por donde yo paseo, y ni yo poseo nada ni nada me posee a mí; e incluso nadie se olvidará de mí, porque nadie me descubrirá nunca. Esto constituye para mí una fuente de inmensa confianza. Esta mañana mi misa se transfiguró en virtud de esta independencia. Están derribando la cuadra de los caballos. Después de la comida, engancharon la excavadora al edificio bajo la lluvia. La cuadra estaba ya medio en ruinas. «Y una casa se derrumba sobre otra». El tejado ya se había venido abajo, y sus viejos aleros rojos aparecían diseminados irregularmente entre las ruinas de los establos. La otra mitad de la cuadra estaba ligada al monstruo y preparada para el derribo. Los pilares de piedra ya estaban encorvados y torcidos. Mientras yo trabajaba, podía oír el estruendo del motor 81

de la excavadora, pero me fue imposible distinguir el momento en que se vino abajo el viejo edificio. Yo no busco un rostro. Yo no atesoro experiencia, ni memoria. Todo lo que pongo aquí por escrito es para mi gobierno, debido a mi constante tendencia a huir de la soledad. Me recordará cómo ir a casa. Que no tengo que parecerme al hombre que se miró en el espejo e inmediatamente olvidó cómo era. Pero, al mismo tiempo, no por acordarme menos de mí voy a recordar la persona que yo no soy.

27 de diciembre de 1949. Fiesta de San Juan El día de Navidad paseé por los bosques y descubrí muchas cosas, anteriormente desconocidas para mí, acerca de la configuración de nuestro terreno: ahora que los árboles están sin hojas, puedes ver el país, si subes a un promontorio. Ayer el padre ecónomo me dejó el todoterreno. Sin que yo se lo pidiese, él, movido simplemente por la bondad de su corazón, me lo ofreció, de manera que pude salir a dar una vuelta hasta la parte más lejana de los promontorios. Con anterioridad, yo nunca había conducido un coche. Me habían dado algunas clases prácticas en una o dos ocasiones en el Colegio San Buenaventura. El padre Roman intentó enseñarme a conducir un pequeño y destartalado Chevy que tenía. Ayer me subí al todoterreno y me lancé alegremente a recorrer los bosques por mi cuenta. Había llovido copiosamente. Todos los caminos tenían una buena capa de barro. Me costó algún tiempo descubrir la tracción delantera. En varias ocasiones fui a parar a la cuneta y logré salir de nuevo, atravesé arroyos, me quedé atascado en el barro, choqué contra varios árboles, y en una ocasión, encontrándome en la carretera principal, se me caló el motor al intentar quitar la tracción delantera y terminé atravesado en medio de la calzada, con un coche que descendía de la colina frente a mí. Gracias a Dios, sigo vivo. En aquel momento no pareció preocuparme si mi destino era la vida o la muerte. Conduje el vehículo alocadamente dentro del bosque, en medio de una niebla feliz y prometedora de confusión y placer. Saltamos por encima de troncos, y yo canté: «Oh María, te amo», avanzamos chapoteando por lodazales de un pie de profundidad, penetramos alocadamente en la maleza y salimos de nuevo dando marcha atrás. Finalmente, conseguí devolver al monasterio el coche cubierto de barro de arriba abajo. Durante el rezo de vísperas, estuve de pie en el coro medio aturdido, con un pensamiento rondándome la cabeza: «¡He estado conduciendo un todoterreno!». El padre ecónomo se limitó a decirme por señas que no se me ocurriese volver a salir con el todoterreno bajo ninguna circunstancia.

3 de enero de 1950 82

En el orden natural, tal vez los solitarios sean el producto de madres severas.

18 de enero de 1950. Fiesta de la Cátedra de San Pedro en Roma El sábado pasado, fiesta de San Hilario, firmé un contrato a largo plazo con la editorial Harcourt Brace para cuatro libros: San Aelredo, San Bernardo, The Cloud and Fire y un libro sobre la misa. Durante tres días he estado rezando intensamente por este motivo, especialmente en la misa conventual de ese mismo día, que fue una misa votiva de Nuestra Señora. Todo es obra y asunto de Ella. Yo no esperaba que este acto legal tuviera los efectos que ha tenido. Envié el contrato por correo, completamente resignado con mi situación y decidido a no perder más tiempo dando vueltas de aquí para allá como un perro, antes de tumbarme en el rincón que la Providencia ha preparado para mí. Eso significa la renuncia final y para siempre al sueño de vivir en una cartuja o en una ermita. Dios preparará para mí Su propia ermita para mis últimos días. Mientras tanto, mi obra es mi ermita, porque la acción de escribir me ayuda más que nada a ser un solitario y un contemplativo aquí, en Gethsemani. Pero la verdadera razón por la que la firma de este contrato me ha llenado de paz, sin deseos ya de seguir racionalizando mi destino, ha sido el hecho de que todos mis días estén ahora completamente subordinados a la obra de Dios en la oración, la enseñanza y la escritura. No tengo tiempo de ser otra cosa que un contemplativo o un maestro de la vida contemplativa. Y teniendo en cuenta que todavía conozco escasamente mi materia, no puedo permitirme el lujo de perder el tiempo escenificando mi enfoque en películas mentales o controversias interiores. No me queda otra salida que la de vivir plena y completamente en el presente, rezando cuando rezo, y escribiendo y rezando cuando escribo, sin preocuparme por nada que no sea el deseo y la gloria de Dios, encontrando estos valores lo mejor que pueda en el sacramento del momento.

27 de enero de 1950 Hoy, en un momento de prueba, he redescubierto a Jesús, o tal vez Lo he descubierto por primera vez. Por otra parte, en un monasterio siempre estás descubriendo a Jesús por primera vez. Lo cierto es que yo he estado más cerca que nunca de darme plenamente cuenta de una profunda verdad: que nuestras relaciones con Jesús son algo que excede absolutamente el plano de la imaginación y la emoción. Los ojos de Jesús, que son los ojos de la Verdad, miran fijamente hacia mi corazón. Hasta donde alcanza Su mirada, hay paz: y es que la luz de Su Rostro, que es la Verdad, produce verdad dondequiera que brille. Sus ojos nos miran siempre en el coro y en todas

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partes y en cada momento. La gracia que nos llega del cielo no es otra que Su mirada sobre nuestros corazones. La gracia de esta mirada fija de Cristo sobre mi corazón transfiguró este día, como si de un milagro se tratase. Me parece haber descubierto una libertad que yo no había conocido nunca antes en mi vida, y con esta libertad un recogimiento que no constituye impedimento alguno para moderar la acción. He sentido al Espíritu de Dios sobre mí, y después de la comida, paseando a solas por el camino que hay detrás del huerto, bajo un cielo azul cobalto (en el que ya había hecho acto de presencia la luna), pensé que, con solo girar un poco la cabeza, vería una cohorte inmensa de ángeles con armaduras plateadas avanzando a mis espaldas por el cielo. Venían, por fin, para limpiar el mundo entero. No tuve que reprimir esta fantasía, ya que no excitaba de hecho mis emociones, sino que me sumergía en un océano vivo de paz. Y el mundo entero y todo el cielo aparecían henchidos de una música maravillosa, como a menudo me había sucedido a lo largo de esos días. Sentado a solas en el ático de la casa jardín y contemplando la corriente que brilla bajo los sauces desnudos y las colinas lejanas, pienso que nunca antes me había encontrado tan cerca del paraíso de Adán, mi padre. Nuestro paraíso es el corazón de Cristo.

31 de enero de 1950 Tengo treinta y cinco años de edad. Treinta y cinco es un buen número. Es la mitad de lo que hoy es el promedio de vida. Si vivo otros treinta y cinco años, espero que sean tan felices como lo ha sido hasta el momento este año de 1950.

10 de febrero de 1950. Santa Escolástica Como de costumbre, después de comer me dirigí al ático de la casa jardín. Me subí a lo alto de la escalera y observé las palas y las azadas esparcidas por el suelo. Me abrí paso por entre los restos de viejos tubos de estufa y de cajas rotas de fresas hasta llegar a la silla que está junto a la ventana. En la silla hay un saco manchado no sé si de pintura, de creosota o de la sangre de algún animal descuartizado. Abrí la pequeña ventana (uno de sus cristales se desprendió un día en que yo la cerré de golpe. Todavía puedo ver los fragmentos de cristal en el tejado rojo del cobertizo inferior). Hoy ha sido maravilloso. Nubes, cielo encapotado, pero con penetrantes rayos de luz solar descendiendo en forma de abanico sobre las peladas colinas. De pronto, me di cuenta de que fuera sucedía algo extraño. La pradera estaba llena de pájaros: estorninos. Sobre los bosques planeaba un águila. Los cuervos parecían todos ellos asustados y graznaban de manera llamativa, sin acercarse al camino. A mayor distancia todavía, volaban en círculo los buitres, entenebreciéndolo todo desde lejos. Los 84

estorninos habían ocupado todos los árboles de la colina, brillaban a la luz del sol y trinaban. El águila atacó uno de los árboles ocupado por los estorninos, pero, antes de que se acercase a ellos, toda la nube de pájaros abandonó el árbol, que quedó vacío, y el águila no consiguió aproximarse en ningún momento a ellos. A continuación, el águila desapareció, y todos los estorninos se posaron en el suelo. Estuvieron moviéndose por allí y trinando durante unos cinco minutos. Lo que sucedió después fue como un relámpago. Yo percibí un sobresalto en la nube de pájaros, que desplegaron sus alas y empezaron a levantar el vuelo, y en ese mismo instante, desde detrás de la casa y por encima de mi tejado, descendió un halcón como si fuese una bala y se lanzó directamente al centro de la bandada, en el momento mismo en que esta abandonaba el suelo. Los estorninos se elevaron en el aire, y en el suelo se produjo una pequeña pelea cuando el halcón hundió sus garras en el pájaro que había atrapado. Fue algo terrible y a la vez hermoso, ese vuelo de relámpago, directo como una flecha, que mató al estornino más lento. Acto seguido, tanto los árboles como el campo se vieron libres de pájaros. No sé adónde fueron todos los estorninos. Tal vez a Florida. Los grajos estaban todavía a la vista, pero sobre su bosque. Sus graznidos guturales no tenían ya nada que ver con el asunto. Los buitres, ávidos de carroña, volaban en círculo sobre los suelos, donde tal vez hubiera algún animal muerto. El halcón, completamente solo en medio de la pradera, disfrutaba de su presa. No se marchó volando con ella como un ladrón. Continuó en el campo como un rey con el pájaro muerto, y nada ni nadie se le acercó. No tenía prisa. Después de esto traté de rezar. Pero el halcón estaba devorando su presa. Y yo pensaba en el vuelo de aquella rapaz que, como una bala, había descendido del cielo a mis espaldas y por encima de mi tejado, y en la seguridad con que había atacado a aquel pájaro concreto, como si lo hubiese seleccionado entre todos a más de un kilómetro de distancia. Por un momento envidié a los señores de la Edad Media, que tenían sus propios halcones, y pensé en los árabes, que a lomos de sus veloces caballos cazaban con halcones al borde del desierto, y también comprendí el hecho terrible de que algunos hombres amen la guerra. Después de todo, pienso que los santos y los contemplativos deberían estudiar al halcón, por lo bien que este pájaro conoce su negocio. Ojalá yo conociera mi tarea tan bien como él conoce la suya. ¡Me pregunto si mi admiración por ti me hace afín a ti, artista! Me pregunto si alguna vez habrá algo connatural entre nosotros, entre tu vuelo y mi corazón, estimulado secretamente a servir a Cristo como tú, soldado, sirves a tu naturaleza. ¡Y el amor de Dios es mil veces más terrible! Vuelvo al ático y a las palas y a la ventana rota y a los trenes en el valle y a la oración de Jesús.

3 de marzo de 1951

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Marzo es el mes de san Benito. Limpiando de espinos los terrenos rocosos por donde se está construyendo la nueva carretera, ayer terminé comprendiendo que entre su legado y yo podía haber relaciones de buena amistad. ¡Qué cansado estoy de ser escritor...! Para los monjes es imprescindible trabajar en los campos, bajo la lluvia o el sol, entre el barro, con la arcilla, expuestos al viento: estos son nuestros directores espirituales y nuestros maestros de novicios. Ellos forman parte de nuestra contemplación. Ellos nos infunden virtud. Ellos nos hacen estables como el país donde vivimos. Todo eso no te lo puede dar una máquina de escribir. La cordura de san Benito tiene algo que ver con el misterio de un monje que se convierte en ciudadano americano. Por primera vez en diez años, ayer examiné detenidamente el manuscrito de Journal of My Escape from the Nazis, que escribí hace diez años en el Colegio San Buenaventura al comienzo de la guerra. En el libro hay páginas que me parecen bien escritas. Pero en él se refleja también la profunda desintegración moral de mi propia vida: ¡Mayor de lo que yo nunca sospeché! En esas páginas, que no son tan crípticas como yo pensaba, aunque realmente no pretendía ocultar nada, yo revelé de mí mismo más de lo que imaginé. Con mi aparente oscuridad únicamente trataba de descubrir algo de mí mismo. Yo no podía ver lo que era tan evidente. Se trató de un libro lleno de inhibiciones, a pesar de que en él abundan los estallidos de desinhibición de un lenguaje inventado y que yo sigo apreciando. La acción no puede en ningún caso avanzar. De hecho, no hay acción. Se plantea por sí misma una situación, y la corriente del libro –que, después de todo, tiene una corriente– se detiene y forma un lago. En ocasiones se trata de un lago realmente brillante. Pero yo no puedo hacer nada con él. Sentado en la glorieta, yo observaba el pálido resplandor de la luz del sol en el tejado de la destilería, aproximadamente un kilómetro y medio más allá, sobre el trasfondo de las oscuras colinas, y pensaba en todo este asunto. Aunque mi pensamiento era algo incoherente, dándole vueltas al tema con una pereza apropiada a la hora –la una y cuarto de la tarde–, yo de todos modos salí de aquel estado más sano que cuando había entrado en él, y cuando bajé las escaleras me sentía más unificado interiormente que cuando las había subido. Uno de los problemas del libro era mi relación personal con el mundo y con la guerra. Cuando lo escribí, pensaba tener en mis manos una solución sobrenatural. Después de los nueve años que he vivido en el monasterio, veo que aquella no era en realidad ninguna solución. La falsa solución era la siguiente: el mundo entero, del que la guerra es una de sus expresiones características, es malo. Por lo tanto, primero hemos de ridiculizarlo, después escupir sobre él y, por último, maldecirlo formalmente. En realidad, yo he venido al monasterio para encontrar mi lugar en el mundo, y si no logro encontrar eso, estaré perdiendo mi tiempo en el monasterio.

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Para mí sería un grave pecado llevar una vida de aparente humildad en este monasterio, flagelarme, hacer penitencia –aunque en este momento no estoy tan delgado como me conviene– y, por otra parte, gastar mi tiempo maldiciendo al mundo, sin distinguir lo que en él es bueno de lo que es malo. Las guerras son malas, pero las personas que en ellas se ven implicadas son buenas, y yo no puedo hacer absolutamente nada por mi propia salvación o por la gloria de Dios, si simplemente me aparto de la confusión en que vive la gente y me exhibo a mí mismo y escribo un libro diciendo: «¡Mirad, yo soy diferente!». Hacer esto es morir, porque un hombre que pretende ser un ángel o una estatua tiene que morir. La inmovilidad de ese Journal of My Escape era una confesión de mi propia nulidad, resultado, a su vez, de un retraimiento psicológico. Por otra parte, si dejas que la corriente te arrastre con toda la suciedad que flota en su superficie, terminarás formando parte en algún lugar, con otro tipo de inmovilidad, del montón de desechos del universo. Para mí, la entrada en el monasterio ha sido, ni más ni menos, el tipo adecuado de retraimiento. Me ha dado perspectiva. Me ha enseñado a vivir. Ahora yo les debo a todos y cada uno de los seres humanos una participación en esa vida. Mi primera obligación es empezar a vivir, por primera vez, como miembro de una raza humana que no es ni más (ni menos) ridícula que yo mismo. Y mi primer acto humano es el reconocimiento de lo mucho que debo a todos los demás. Hay un mundo por el que Cristo no rezaría, pero el mundo fue creado por Dios y es bueno; y a menos que ese mundo sea nuestra madre, nosotros no podemos ser santos, porque no podemos ser santos si no empezamos siendo, por encima de todo, humanos. De esta manera, Dios me trajo a Kentucky, donde la gente se muestra, en su inmensa mayoría, especialmente desinhibida. Este es el lugar preciso que Él ha escogido para mi santificación. Aquí debo yo revisar todos mis planes absurdos, aceptarme como soy y dar mi visto bueno a Gethsemani y a América tal como son, con su bomba atómica y todo lo demás. Es extraño, sin duda, pero verdadero en cualquier caso, que la nacionalidad de cada uno de nosotros debería llegar a tener un sentido a la luz de la eternidad. Durante treinta y seis años, yo viví como un apátrida. Hace nueve años, me jactaba de ello. Pensaba que, para ser un ciudadano del reino de los cielos, todo lo que uno tenía que hacer era desprenderse de su pasaporte terreno. Pero ahora he descubierto un misterio: que todas las señoras en las oficinas de la Subsecretaría del Distrito de Louisville están capacitadas, tal vez de manera accidental, para ver que yo he sido admitido claramente en el reino de los cielos para siempre. De momento, estoy empezando a creer que tal vez la única manera –o al menos la más rápida– que yo tengo de llegar a ser santo es en virtud de los deseos que manifiestan muchas personas buenas en América de que realmente lo sea. La noche pasada soñé que les decía a otros monjes: «Yo seré un santo». Y ellos no parecieron cuestionarme. Es más, yo mismo me lo creí. Si lo consigo –como es mi deber–, será en virtud de las 87

oraciones de otras personas que, aun cuando mejores que yo, desean sin embargo que yo rece por ellas.

4 de marzo de 1951. Día de retiro ¿He de releer una vez más los textos de san Juan de la Cruz acerca de la memoria en su Subida al Monte Carmelo? Tengo la sensación de que estos textos me hacen – ¡siempre!– mucho bien. Año tras año, vuelvo a ellos. ¿En qué sentido marcan estos textos, de hecho, una diferencia en mi vida? Este Diario. Me refiero a este que estoy escribiendo precisamente ahora. Evidentemente, lo escrito no es suficiente aún para que yo me convierta en un solitario empedernido y sea capaz de prescindir de él. Es inútil pasar por alto este detalle y decir que yo soy un solitario precisamente porque no estoy escribiendo un Diario, siendo así que, de hecho, el escribir podría ayudarme a encontrar mi camino hacia donde se supone que estoy viajando. Así pues, leo cosas acerca del olvido y pongo por escrito todo lo que recuerdo. De alguna manera, no existe contradicción entre ambas cosas. Se trata, simplemente, de una manera un tanto peculiar de convertirme en santo. No quiero insistir en que esto sea santidad. Lo único que digo es que yo he de hacer aquello que la situación parece exigirme, y la santidad aparecerá cuando, a partir de todo esto, Cristo aparezca en Su momento apropiado y manifieste Su gloria.

13 de junio de 1951 Estamos en junio. Por decir una fecha, creo que es el 13 de junio, que puede ser –o no– la fiesta de San Antonio de Padua. En cualquier caso, para mí todos los días son lo mismo, porque me he convertido en una persona muy diferente de la que solía ser. El hombre que escribió este Diario ha muerto, de la misma manera que había muerto ya varias veces el hombre que escribió La montaña de los siete círculos cuando di comienzo a este Diario. Ahora que todos estos hombres han muerto, me basta con dejarlo consignado en el papel, y pienso que acabaré olvidándolos. El hecho de poner por escrito una parte de mi vida en La montaña de los siete círculos fue suficiente para arrancarlo definitivamente de mi mente. La semana pasada corregí las pruebas de imprenta de la traducción francesa de ese libro, y me pareció una historia completamente extraña. Fue como si, siendo yo un corrector de pruebas que trabajase para una editorial, leyera las galeradas de un libro escrito por alguien que no era yo. Por lo tanto, La montaña de los siete círculos es la obra de un hombre de quien yo nunca he oído hablar. Este Diario está destinado a ser la producción de alguien a quien no he tenido la deshonra de ser presentado. 88

«¡Mirad, todo lo hago nuevo!». El domingo de la Trinidad fui nombrado maestro de los «escolares». Dom Louis, adjunto del abad de Gethsemani, había pedido la formación de un escolasticado regular. Algunos de nuestros grandes monasterios los tienen. Son absolutamente necesarios cuando los jóvenes profesos son excesivamente numerosos para permanecer mucho tiempo en el noviciado. Necesitan un director espiritual y algún tipo de vida familiar que responda a sus necesidades. Los problemas de los profesos jóvenes se están convirtiendo en el asunto más crucial en el contexto de su formación cisterciense. El hecho de que yo haya terminado de pronto en esta posición aclara todas las descabelladas páginas que he escrito en el diario acerca de mis propios problemas siendo «escolar». Ahora sé que la razón por la que tuve que enfrentarme a la tentación de hacerme cartujo era para que yo mismo aprendiese a ayudar a todos los demás que, de una u otra manera, se sintieran tentados a dejar el monasterio. Si leí tantas páginas de Duns Escoto, fue para aprender la importancia que tiene, después de todo, el hecho de mantenerse dentro de la línea del tomismo, alejando a los escolares de dificultades que resultan excesivas para que un cisterciense pueda resolverlas. Nuestra vida no gira en torno a las controversias teológicas, y Escoto es más de lo que una mente cisterciense puede soportar, al menos mientras alguien no nos lo ofrezca quintaesenciado y convenientemente digerido. Finalmente, algo acerca de la cripta y los bosques. Me asombra el número de libros inútiles que he amontonado en la cripta. Mientras era un escritor, pensaba que tales libros podían serme útiles en el proceso de compilación de un libro. Ahora, como director espiritual que soy, tengo que vivir más allá de mis propias fronteras, pensando en las almas de aquellos que Dios ha puesto a mi cuidado. Es evidente que muy pocos de estos libros me van a prestar alguna ayuda para que yo, a mi vez, pueda ayudar a mis dirigidos. Por el contrario, la mayor parte del material que se apila en estas estanterías únicamente me incitará a distraerlos. Me siento a disgusto por haber incurrido a sabiendas en un pecado tan obvio. Por lo que a los bosques se refiere, el lunes después de Pentecostés (justamente antes de que taláramos el último bosquecillo de cedros donde todavía podía esconderse uno dentro del recinto cercado) exploré un risco boscoso fuera del muro oriental que parece lo bastante protegido como para ser considerado una ampliación de dicho recinto. Con la plena aprobación de Dom Louis, el abad me ha concedido este bosque como refugio para mis escolares. Es un lugar agradable, y en él puede uno encontrar la soledad más fácilmente que en el bosque, que queda lejos. Así, tengo la sensación de que ahora paso más tiempo rezando y menos tiempo admirándome a mí mismo. Mi oración es más confusa y más oscura. Yo desaparezco y no sé nada (solo me resta una confusa conciencia de que los bosques y yo existimos, y de que tengo un centro que está fuera del ámbito de esta existencia). Dos horas son lo mismo que cinco minutos. Suena la campana, y a menudo llego tarde a vísperas. 89

Mientras tanto, en la cripta, bendigo a mis hijos y hablo con cada uno de ellos, y esto es mucho más interesante que escribir un libro, además de resultar menos fatigoso. Es más, teniendo en cuenta que estoy obligado a vivir la Regla para poder hablar sobre ella con cierta autoridad, salgo afuera a trabajar siempre que puedo, y ahora tengo de nuevo ampollas como las tenía durante el noviciado. Vuelvo a casa lleno de suciedad y sudor y me baño y me cambio y me siento a la sombra de un árbol detrás de la iglesia, donde realmente uno puede orar. De esta manera me encuentro en el umbral de una nueva existencia. Quien va a recibir la más cabal formación en el nuevo escolasticado es, sin duda, el maestro de los escolares. Es como si yo estuviera empezando de nuevo a ser cisterciense: esta vez, sin embargo, lo estoy haciendo sin plantearme a mí mismo cuestiones abstractas, que son el lujo y a la vez el suplicio de la propia adolescencia monástica. Y es que ahora yo soy ya un monje adulto y no tengo tiempo para las cosas que no sean esenciales. Lo único esencial no es una idea ni un ideal: es Dios mismo, a quien no es posible encontrar contraponiendo el presente al futuro o al pasado, sino exclusivamente hundiéndose en el corazón del presente tal como es.

29 de noviembre de 1951 Juan Bautista envía a Andrés a Jesús, y Andrés convence a Pedro, y Pedro se lo dice a Felipe, y Felipe le habla a Natanael, que no cree que de Nazaret pueda salir algo bueno. Pero Jesús dice que las sospechas de Natanael son poco astutas. Jesús le habla a Natanael de la higuera. De buenas a primeras, el Reino de Dios aparece formado en el mundo: «El Reino de Dios está en medio de vosotros». Los ángeles suben y bajan sobre la Iglesia, Cuerpo Místico del Hijo del Hombre. Antes de que empiece el tiempo de Adviento (al menos el Adviento de este año), Cristo aparece en medio de nosotros: Parousía. Él viene. Él aparece ya formado ante nuestros ojos en sus santos, antes incluso de que la Iglesia pueda dar sus primeros pasos y trazar su figura a partir de los tipos y misterios del Antiguo Testamento. Antes de empezar, el ciclo ya ha concluido. La vigilia de san Andrés es un preludio de Pentecostés, contiene Pentecostés. El cuerpo que ha de ser vivificado con el Aliento de Dios ya ha sido formado del limo de la tierra. Elías fue un hombre como nosotros. Andrés, Pedro, Santiago y Juan fueron hombres como nosotros. Como ellos, también nosotros venimos con nuestras debilidades a Cristo para que Su fortaleza pueda ser glorificada en la transformación de nuestra debilidad. Un día tras otro, el hombre exterior se desmorona y se derrumba, y el hombre interior, el Hombre Celestial, nace y crece en sabiduría y conocimiento a los ojos de los hombres, que no pueden reconocerlo. Tampoco nosotros podemos reconocernos a nosotros mismos en la imagen que de Él se forma en nosotros, porque todavía no poseemos los ojos adecuados para verlo. Sin embargo, sospechamos que Él está presente en el misterio no revelado a los sabios y prudentes. Sentimos sus ojos sobre nosotros 90

cuando nos sentamos bajo la higuera, y en ese momento nuestras almas se abren a la vida al toque de Su dedo oculto. Este destello de fuego es nuestra soledad, que sin embargo nos une a todos nuestros hermanos. Es el fuego que ha avivado al Cuerpo Místico desde Pentecostés, de manera que cada cristiano es, al mismo tiempo, un ermitaño y la Iglesia en su conjunto, y todos nosotros somos miembros los unos de los otros. A nosotros nos toca reconocer el misterio de que tu corazón es mi ermita y de que el único camino de que dispongo para adentrarme en el desierto es cargando con tus tribulaciones y dejándote a ti las mías. Se cumplen ahora seis meses desde mi nombramiento como maestro de los escolares. En este tiempo he escudriñado sus corazones y he cargado con sus quebrantos. No siempre he visto las cosas con claridad ni he llevado demasiado bien sus tribulaciones, y he dado muchos traspiés. Muchos días hemos estado dando vueltas sin avanzar y hemos caído en charcos, porque un ciego guiaba a otro ciego. No sé si ellos han descubierto algo nuevo, o si son capaces de amar más a Dios, o si yo les he ayudado de alguna manera a encontrarse a sí mismos, es decir, a perderse a sí mismos. Pero yo sí sé lo que he descubierto: la clase de trabajo que yo temía en otro tiempo, porque pensaba que interferiría con mi «soledad», es de hecho la única senda verdadera que lleva a la soledad. En cierto sentido, hay que ser un ermitaño antes de que la cura de almas pueda servir para adentrarse más profundamente en el desierto. Pero, una vez que Dios te ha llamado a la soledad, todo lo que tocas te lleva a una mayor soledad. Todo lo que te afecta te transforma en un ermitaño, siempre que tú no te empeñes en hacer la obra por ti mismo y en construir tu propio tipo de ermita. ¿Cuál es mi nuevo desierto? Su nombre es Compasión. No existe yermo tan terrible, tan bello, tan árido y tan fructífero como el yermo de la compasión. Es el único desierto que verdaderamente florecerá como el lirio. Se convertirá en un estanque. Echará brotes y florecerá y saltará de gozo. En el desierto de la compasión, la tierra sedienta ve brotar fuentes de agua, el pobre posee todas las cosas. No existen fronteras que controlen a los moradores de esta soledad, en la cual yo vivo solo, tan aislado como la Hostia sobre el altar, que siendo el alimento de todos los hombres pertenece a todos y no pertenece a nadie, porque Dios está conmigo y se asienta en las ruinas de mi corazón, predicando el evangelio a los pobres. ¿Supones que yo tengo una vida espiritual? No, no la tengo. Yo soy indigencia, soy silencio, soy pobreza, soy soledad, porque he renunciado a la espiritualidad para encontrar a Dios, y es Él quien predica en voz alta en lo profundo de mi indigencia, diciendo: «Derramaré mi espíritu sobre tus hijos, y crecerán en medio de las hierbas como sauces junto a corrientes de agua» (Isaías 44,3-4). «Los hijos de que fuiste privada te dirán al oído: El lugar es estrecho para mí, cédeme sitio para alojarme» (Isaías 49,20). Muero de amor por ti, Compasión. Te tomo por mi Señora. De la misma manera que Francisco desposó a la Pobreza, yo te desposo a ti, Reina de los eremitas y Madre de los pobres. 91

26 de febrero de 1952. Martes de carnaval El olmo azul al alcance de mi mano, y la luz sobre las colinas a lo lejos, y la arcilla roja y desnuda donde se supone que voy a plantar algunos árboles para que den sombra: todas estas cosas están delante de mí mientras me siento al sol durante la media hora que tengo libre entre la dirección y el trabajo. Mañana es miércoles de ceniza. Hoy, mientras estoy sentado al sol, gigantescos peces de color azul y púrpura nadan delante de mí en la oscuridad de mi mente vacía, en ese mar que se abre dentro de mí tan pronto como cierro los ojos. Deliciosa oscuridad, delicioso sol, que brilla en un mundo que, por lo que a mí respecta, ha llegado ya a su fin. No se me ocurre preguntar si alguna vez vamos a trasplantar los arces jóvenes de aquel bosque a esta parcela nivelada y desnuda: el lugar donde en otro tiempo se alzó el viejo edificio de la cuadra del caballo. No se me ocurre preguntar cómo es que todo aquí ha terminado transformándose. Estoy sentado en un tronco de cedro que el hacha embotada de algún novicio dejó a medio desbastar, y no reflexiono sobre los planes que me he hecho para este lugar de oración, porque no interesan. Los planes se concretarán cuando llegue el momento. A lo lejos, las colinas se muestran puras como el jade. Dios se muestra en su mundo transparente, pero Él es demasiado sagrado para que lo mencionemos, demasiado santo para someterlo a observación. Estoy sentado en silencio. Los peces gigantes de las profundidades son de color púrpura en mi mar. Diferentes niveles de profundidad. En primer lugar, nos encontramos con la superficie ligeramente agitada del mar. Aquí hay acción. Yo trazo planes. Estos se balancean de un lado para otro como consecuencia del tráfico de otros seres humanos: transatlánticos que pasan. Les hablo a los escolares. Me propongo hablar menos salvajemente, decir menos cosas que me sorprendan a mí mismo y a ellos. ¿De dónde brotan? En segundo lugar, está la oscuridad que hace acto de presencia cuando cierro los ojos. Por aquí es por donde se mueven los gigantescos peces de color azul, púrpura, verde y gris. Oscuridad superlativamente bella y apacible: ¿Es la caverna de mi propio ser interior? En esta caverna acuática vivo cómodamente siempre que lo deseo. Solo me llegan rumores apagados del mundo. A veces un tonel medio hundido entra flotando en la habitación. Peces gigantes de color gris verdoso con tonos plateados bajo sus escamas de color púrpura. ¿Son estas las cosas que ven los ciegos durante todo el día? Cierro mis ojos a la luz del sol y vivo en el segundo nivel, una oración natural, paz. Cuando estoy cansado, es como si estuviese dormido. No hay sonidos. Enseguida desaparecen incluso los peces. Noche, noche. No sucede nada. Si haces una teoría acerca de esta experiencia, terminas en el quietismo. Todo lo que yo puedo decir sobre esto es que es confortable. Es un descanso. Entreabro mis ojos a la luz del sol, ensalzando al Señor de la gloria. ¡Atención! De esta manera he vuelto del abismo total, reincorporándome a las ciudades 92

del betún del Génesis. Vuelven los helechos y los peces. Cosas deliciosas de color verde oscuro. En la profundidad de las aguas, paz, paz, paz. Tal es el segundo nivel de las aguas bajo el sol. Rezamos allí dentro, balanceándonos ligeramente entre los peces. Las palabras, en mi opinión, no brotan de este segundo nivel. Únicamente se supone que se ahogan ahí. La cuestión de la socialización no afecta a estas aguas. No son propiedad de nadie. Animalidad. Coto de caza. Paraíso. Ningún problema en absoluto perturba su botánica sagrada. Territorio neutral. Mar de nadie. Pienso, sin embargo, que Dios quería que yo escribiese acerca de este segundo nivel, más que del primero. Abandono todos los problemas a merced de sus propias soluciones insatisfactorias, incluido el problema de la «espiritualidad monástica». Ni siquiera voy a responder, como les respondo a los escolares, que los Padres del desierto no hablaban sobre la espiritualidad monástica, sino sobre la pureza del corazón, sobre la obediencia, sobre la soledad y sobre Dios. Los más sabios de entre ellos hablaban muy poco acerca de todo. La vida divina es la vida del alma, de la misma manera que el alma es la vida del cuerpo: esta es una cosa pura y concreta, que no puede evaluarse a partir de tu teoría ascética. Dios en ti es algo que no puede sopesarse con las escalas de mi doctrina. En realidad, Él no puede ser sopesado de ninguna manera. Tercer nivel. Aquí hay vida positiva nadando en la rica oscuridad, que ya no es pesada como el agua, sino pura como el aire. Luz estelar, y no sabes de dónde procede. En esta oración hay luz de luna, quietud, espera del Redentor. Muros que vigilan los horizontes en medio de la noche. Todo aparece cargado de inteligencia, aunque todo es noche. Aquí no hay especulación. Hay vigilancia: la vida misma ha recuperado la pureza en sus propias profundidades refinadas. Todo es espíritu. Aquí se adora a Dios. Su venida es objeto de reconocimiento. Se le recibe tan pronto como se le espera; y porque se le espera, se le recibe. Pero Él ha pasado cerca antes de haber llegado. Él se ha ido antes de haber venido. Él ha vuelto para siempre. Él todavía no ha pasado cerca nunca, y ya había desaparecido para toda la eternidad. Él es y no es. Todo y nada. No es brillante ni oscuro, ni alto ni bajo, ni este lado ni el otro. Para siempre jamás. En el viento de su paso los ángeles gritan: «Tu Santo Único se ha ido». Por consiguiente, yo yazgo muerto en el aire de sus alas. Vida y noche, día y oscuridad, entre la vida y la muerte. Esta es la bodega santa de mi existencia mortal, que desemboca en el cielo. Es un extraño despertar el que te hace descubrir el cielo dentro de ti y debajo de ti y sobre ti y alrededor de ti, de manera que tu espíritu se ha unido con el cielo y todo es noche positiva. Aquí el amor quema con una llama inocente, el deseo limpio de la muerte: muerte sin dulzura, sin enfermedad, sin comentario, sin referencia, y sin vergüenza. Muerte limpia por la espada del espíritu en que habita la inteligencia. Todo en orden. Salida y liberación. Pienso que este es también el sentido del miércoles de ceniza: Haz duelo, hombre, porque todavía no eres polvo. Recibe tus cenizas y alégrate. 93

Recibe, oh monje, la verdad santa concerniente a esa cosa que llamamos muerte. Toma nota de que en cada hombre existe una voluntad profunda en favor de la libertad o de la cautividad, dispuesta a decir sí a la vida, nacida consintiendo en la muerte, vuelta al revés, engullida por su propio yo, prisionera de sí misma como Jonás en la ballena. Esta es la verdad de la muerte, impresa en el corazón de cada hombre, que le lleva a buscar el signo del profeta Jonás. Pero son muchos los que se han ido a los infiernos proclamando a gritos que ellos habían esperado la resurrección de los muertos. Otros, en cambio, recibieron el bautizo y la liberación: pero sus poderes permanecieron dormidos en la oscuridad y en el abismo de las profundidades. De entre los bautizados en Cristo, muchos han resurgido de las profundidades sin preocuparse por averiguar la diferencia existente entre Jonás y la ballena. Nosotros mimamos a la ballena. Jonás nada abandonado en el corazón del mar. Pero la que debe morir es la ballena. Jonás es inmortal. Si no nos acordamos de distinguir entre ellos, y si preferimos la ballena y no sacamos a Jonás del océano, sucederá lo inevitable: la ballena y el profeta se recuperarán enseguida y se encontrarán de nuevo en sus respectivos peregrinajes, y la ballena engullirá una vez más al profeta. La vida se verá de nuevo engullida en la muerte, y su situación final será peor que la primera. Hemos de conseguir que Jonás salga de la ballena, y esta debe morir en el momento en que Jonás esté fuera de todo peligro, ocupado en sus plegarias, vestido y con la mente ordenada, libre, santo y paseando por la orilla del mar. Tal es el significado del deseo de morir que nos asalta en la noche serena, la paz que nos hace saborear un momento de claridad, paseando a la luz de las estrellas, elevados a la orilla connatural de Dios, a pie enjuto en el país celestial, en un raro momento de inteligencia.

4 de julio de 1952. Vigilancia contra el fuego «Vigilante, ¿cómo va la noche?». La noche, oh Dios mío, es un tiempo de libertad. Has visto la mañana y la noche, y la noche fue mejor. En la noche empiezan todas las cosas, y en la noche he sido testigo del fin de todas las cosas. Bautizado en los ríos de la noche, Gethsemani ha recobrado su inocencia. La oscuridad trae consigo una apariencia de orden, antes de que todas las cosas desaparezcan. Con el reloj en bandolera, en el silencio del 4 de julio, es mi turno de vigilancia nocturna en la casa que un día perecerá. La noche que me toca hacer de vigilante contra el fuego, las cosas se desarrollan de la siguiente manera: Antes de las 8 de la noche, los monjes están congregados en el vientre del gran calor, cantando a la Madre de Dios como desterrados que navegan hacia su esclavitud, 94

esperando la gloria. El ángelus vespertino desbloquea el templo y los deja en libertad. El monstruo santo que es La Comunidad se divide en grupos y se dispersa a través de los claustros mal ventilados, cuyas lámparas amarillas no atraen a los bichos. El reloj y las botas del vigilante se guardan en una caja, juntamente con una linterna y las llaves de diversas dependencias, al pie de la escalera de la enfermería. Detrás de mí y encima de mí y alrededor de mí se oyen ruidos que indican que los padres se están dirigiendo por separado a la cama en diferentes dormitorios. En los lugares donde hay agua fría, algunos se detienen para beber utilizando unos vasos de plástico. De esta manera combatimos nosotros el calor. Recojo el pesado reloj y coloco sobre mi hombro la correa de que está provisto para facilitar su transporte. Camino hasta la ventana más cercana sin hacer ruido al andar. Recito el segundo nocturno del sábado sentado fuera, frente a la ventana, en el oscuro jardín, y la casa empieza a estar en silencio. Un padre que se ha quedado atrás, con una muda de ropa seca sobre su hombro, se detiene para mirar por la ventana y aparenta sentirse asustado cuando me ve sentado cerca de la esquina en la oscuridad, con el Breviario en la mano a la luz amarilla de la ventana y recitando los salmos del sábado. Desde hace diez o quince minutos, no se oyen ya ruidos de pasos por los claustros, ni pies que se arrastran al subir las escaleras. (Cuando te retiras tarde a la zona de los dormitorios, tienes que quitarte el calzado y caminar hasta la cama en calcetines, ¡como si los otros estuvieran ya dormidos con semejante temperatura!). A las ocho y cuarto de la noche estoy sentado a oscuras. Estoy sentado envuelto en el silencio humano. A continuación, empiezo a escuchar la elocuencia de la noche, la noche de los árboles húmedos, con la luz de la luna deslizándose por la parte delantera de la iglesia en medio de la neblina originada por la humedad y la disipación del calor. Esta noche el mundo retumba del cielo al infierno con elocuencia animal, con la inocencia salvaje de un millón de criaturas desconocidas. Mientras la tierra descansa y se enfría como un inmenso organismo débilmente animado, la enorme vitalidad de la música de esas criaturas martillea y retumba y vibra y resuena, hasta que se mete de rondón en todas las cosas e inunda el mundo entero con su furia neutral, que nunca se convierte en orgía, porque todas las cosas son inocentes, todas las cosas son puras. No se me habría ocurrido mencionar la posibilidad del mal en este contexto, si no fuera porque recuerdo cómo el calor y la música salvaje de algunos seres vivos vuelven loca a la gente que no vive en monasterios y la incitan a hacer cosas que el mundo ha olvidado cómo lamentar. Por este motivo, algunas personas actúan como si la noche y el bosque y el calor y los animales transmitieran una enfermedad contagiosa, siendo así que el calor es santo, y los animales son hijos de Dios, y la noche no fue hecha para ocultar el pecado, sino únicamente para abrirle infinitos caminos a la caridad y para enviar a nuestras almas a jugar entre las estrellas.

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Ocho y media de la noche. Empiezo mi ronda por la bodega del ala sur del edificio. El lugar está lleno de cables desnudos, de malos olores de las pieles de los terneros sacrificados. Mis pies caminan por un suelo de tierra, bajando por una larga galería subterránea, al final de la cual hay una puerta recién instalada y provista de llave que comunica con el ala de la hospedería, terminada hace apenas unos días. Así pues, pincho el reloj por primera vez en la galería subterránea. Me vuelvo de espaldas al ala nueva. La ronda de vigilancia contra el fuego está en marcha. Cerca de una esquina hay un agujero en la pared con una tinaja donde se puede preparar compota de fruta. Bajo esta tinaja me dijo en cierta ocasión Dom Frederic que quemase todas las cartas que había en los casilleros de la habitación donde él había sido prior. Cerca de otra de las esquinas hay un viejo horno donde yo quemé el resto de los papeles que había encontrado en aquella misma habitación. En este pegajoso silencio, que ya ha dejado olor a vino (porque el lagar está instalado ahora en otro edificio), la luz de la linterna crea una pequeña pelota de tenis que salta de las paredes al suelo. Bajo los pies de gato del vigilante empieza a sentirse ahora el suelo de cemento, y la luz de la luna penetra a través de las ventanas hasta una pieza oscura con tarros de ciruelas pasas y compota de manzana en todas las estanterías. A continuación, una vez dejada atrás la antigua y siniestra galería subterránea, topas de pronto con algo nuevo y que te produce vértigo: la cocina, pintada por los hermanos novicios, con un color diferente en cada pared. Algunos monjes lamentaron esta variedad de colores en las paredes, pero el vigilante no tiene opinión al respecto. Debajo de las brillantes tinajas hay azulejos, y muy cerca del techo una cita de la Escritura: «¡Hijitos, amaos los unos a los otros!». En la zona del fregadero hay bancos azules, y esta habitación es fría. A veces, cuando subes las escaleras sin hacer ruido, puedes encontrarte con un hermano que viene con retraso de los establos por la puerta de la cocina; además de chocar contigo por sorpresa en la oscuridad, la luz de la linterna lo deslumbra y (si es un novicio) probablemente recibe un susto de muerte. Durante un breve trecho, el camino resulta totalmente familiar. Me encuentro en el pequeño claustro que constituye el punto neurálgico del monasterio. Comunica la zona donde viven los monjes con los lugares donde rezan. Pero ahora está vacío y, como todo lo demás, es mucho más agradable cuando no hay nadie por aquí. Los escalones que descienden hacia la sastrería tienen un sonido diferente. Chirrían bajo mis suelas de caucho. Llega hasta mí un olor a pato y a algodón mezclado con el olor a pan. En la panadería hay luz: alguien está trabajando hasta tarde, cerca de la esquina, detrás del horno. En la puerta de la panadería pincho el reloj: es la segunda estación. La tercera estación es la más calurosa de todas: la habitación del horno. Esta vez las escaleras no chirrían, tintinean: son de acero. Me abro paso a través de una jungla de ropa mojada que se está secando con el calor y, dejando a mi lado la caldera, desciendo

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hacia donde se encuentra la tercera estación, que está muy cerca, frente al muro de ladrillos bajo un grabado de la Santa Faz. A continuación, me dirijo a la zona de los novicios de coro. También aquí hace mucho calor. El lugar está barrido y ha sido pintado recientemente, y hay tablones de anuncios en cada recodo de los pequeños y tortuosos pasillos. Las puertas de las habitaciones de esta zona están pintadas de azul, y cada una de ellas muestra el nombre de un santo. Largas listas de novicios que se han apuntado para las confesiones y la dirección espiritual. Frases sacadas de la liturgia. Tiras de información rigurosa y necesaria. Las paredes del edificio tienen un olor propio de lugares mal ventilados, y de pronto me asalta la obsesión de mis primeros días en la vida religiosa: el duro invierno glacial en que recibí por primera vez el hábito y estaba siempre acatarrado; el olor a paja congelada en el dormitorio que queda debajo de la capilla; el profundo e inesperado éxtasis de Navidad. ¡La primera Navidad vivida por alguien que no cuenta en este mundo con nada que no sea Dios! Cuando llegas al noviciado, la ronda de vigilancia contra el fuego empieza a ser algo serio. Recorriendo a solas y en silencio el itinerario establecido de antemano a través de los corredores de un enorme monasterio entregado al sueño, das la vuelta a una esquina y te encuentras frente a frente con tu pasado monástico y con el misterio de tu vocación. La ronda de vigilancia contra el fuego se convierte en un examen de conciencia, en el que tu tarea de vigilante aparece de pronto a su verdadera luz: un pretexto del que Dios se sirve para aislarte y escudriñar tu alma con lámparas y preguntas en el corazón de la oscuridad. ¡Dios, mi Dios, a quien encuentro en la oscuridad, contigo sucede siempre lo mismo! ¡Siempre la misma pregunta que nadie sabe cómo responder! Te he implorado durante las horas del día con pensamientos y razones, y durante las horas nocturnas te has encarado conmigo disipando pensamiento y razón. Por la mañana me he llegado a ti con luz y deseo, y en esta misteriosa noche has descendido sobre mí con gran delicadeza, con el silencio más indulgente, dispersando la luz y derrotando todo deseo. Te he explicado mil veces los motivos que he tenido para entrar en el monasterio, y Tú has escuchado sin decir palabra, y yo me he vuelto y he llorado de vergüenza. ¿Es verdad que todos mis motivos no han significado nada? ¿Es verdad que todos mis deseos fueron una ilusión? Mientras yo te hago preguntas a las que Tú no respondes, Tú me haces una pregunta tan sencilla que yo no puedo contestarla. Ni siquiera la comprendo. Esta noche, y cada noche, la pregunta es siempre la misma. Hay una resonancia especial, viva, en estas empinadas escaleras vacías que llevan a la capilla del noviciado, donde Tú estás solo, las ventanas herméticamente cerradas sobre Ti, recluyéndote con el calor de la tarde desvanecida. 97

Cuando yo era un novicio con sueño atrasado y con el estómago lleno de patatas, en invierno solía venir aquí después de comer y permanecía arrodillado todo el tiempo, porque este era el único momento en que cada uno de nosotros podía hacer lo que quisiera. Nunca sucedió nada, pero eso era lo que a mí me gustaba. Aquí, los domingos por la mañana muchos de nosotros hemos tratado de hacer el viacrucis, empujándonos unos a otros entre los bancos. En verano, durante los días de retiro hemos pasado a veces aquí toda la tarde arrodillados, con el sudor resbalándonos por el torso, mientras alrededor del tabernáculo ardían las velas, y el copón, protegido por un velo, asomaba tímidamente a la puerta del sagrario echándonos una mirada furtiva a través de las cortinas. Ahora, de noche, con este enorme reloj apoyado en mi cadera derecha, con la linterna en la mano y las zapatillas en los pies, tengo la sensación de que todo ha sido irreal. Y de que el pasado no ha existido. Las cosas que yo tenía por importantes –por el esfuerzo que puse en ellas– han resultado a la postre de escaso valor. Y las cosas en las que yo nunca había pensado, las cosas que yo nunca había sido capaz de medir ni de esperar, han resultado ser las cosas que importan. (Solía haber un hombre que hacía su camino de vuelta cantando de buena mañana durante el verano, justamente cuando los novicios estábamos en medio de la acción de gracias después de la comunión. Se trataba de una canción personal, siempre la misma. Era el tipo de canción que uno podía esperar oír al aire libre en el campo, en los promontorios de Kentucky). Pero en esta oscuridad yo no sería capaz de decir, de manera segura, qué era lo que realmente importaba. ¡Tal vez eso forme parte de Tu pregunta incontestable! Lo único que recuerdo es el calor en el campo de alubias el primer mes de junio que yo pasé aquí. Tuve entonces la misma sensación de un misterioso e insospechado valor que se apoderó de mí después del funeral del padre Alberic. Después de pasar por el noviciado, vuelvo sobre mis pasos hacia el pequeño claustro. Enseguida llego a la zona más fresca de mi ronda: los lavabos de los hermanos, cerca de la puerta del estudio de cerámica. A través de los amplios ventanales abiertos penetran vientos frescos procedentes del bosque. Esta es una ciudad diferente, con un conjunto diferente de asociaciones. El estudio de cerámica es algo relativamente nuevo. Detrás de la puerta (donde ellos quemaron un horno y compraron otro nuevo) el pequeño hermano John of God hizo de pronto un precioso crucifijo, hace apenas una semana. Este hermano es uno de mis escolares. Y pienso en el Cristo de arcilla que salió de su corazón. Pienso en la belleza y la simplicidad y el páthos que estaban adormecidos en aquel material, esperando convertirse en imagen. Pienso en este hijo sencillo y misterioso y en todos los demás escolares. ¿Qué es lo que está a punto de nacer en los corazones de todos ellos? ¿Sufrimiento? ¿Decepción? ¿Heroísmo? ¿Fracaso? ¿Paz? ¿Engaño? ¿Santidad? ¿Muerte? ¿Gloria?

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Por todas partes me veo enfrentado a preguntas para las que no tengo respuesta, porque todavía no ha llegado el momento de las respuestas. Entre el silencio de Dios y el silencio de mi propia alma se yergue el silencio de las almas que me han sido encomendadas. Inmerso en estos tres silencios, me doy cuenta de que las preguntas que yo mismo me hago acerca de esas almas, tal vez no sean más que una sospecha. Tal vez la renuncia más urgente y práctica sea la renuncia a todas las preguntas. Lo más conmovedor de la ronda de vigilancia es que se ha de recorrer Gethsemani no solo en su superficie y su estructura visible, sino también en su profundidad, donde te encuentras con extrañas cavernas en la historia del monasterio, con capas que se han ido formando con el paso de los años, con estratos geológicos: te sientes como un arqueólogo que de pronto se pone a de-senterrar antiguas civilizaciones. Y lo más terrible es que tú mismo has vivido a través de esas antiguas civilizaciones. La casa ha cambiado tan profundamente que diez años tienen tantos significados diferentes como diez dinastías egipcias. Estos significados, ocultos en las paredes, susurran en el suelo que pisan los pies de caucho del vigilante. La capa inferior se encuentra al mismo tiempo en la galería subterránea que transcurre bajo el ala meridional y en la torre de la iglesia. Todos los demás niveles históricos se sitúan entre estos dos. La iglesia. A pesar de la quietud, el amplio espacio parece vivo. Alrededor de la pequeña e incierta área de luz que la lámpara del Santísimo difunde por el lado del evangelio del altar, se desplazan innumerables sombras. En la oscuridad hay sonidos casi imperceptibles. En el coro vacío se detienen los crujidos, y algunas tablas ocultas susurran misteriosamente. El silencio de la sacristía tiene su propio sonido. Dirijo el chorro de luz de mi linterna hacia el altar de San Malaquías y las arquetas de las reliquias. Ya están preparados los ornamentos sacerdotales para mi misa de mañana en el altar de Nuestra Señora de las Victorias. Las naves chirrían de nuevo en la puerta, y el eco multiplica este chirrido por todo el templo. En el primer momento de esta ronda de vigilancia pensé que la iglesia estaba llena de gente que rezaba en la oscuridad. Pero no. La noche está llena de indecibles murmullos; de las paredes surgen sonidos que se desplazan continuamente, que parecen despertarse y regresar, horas después de que haya sucedido algo, para farfullar algo en los mismos lugares en que se produjo el acontecimiento. Esta cercanía a Ti en la oscuridad es demasiado sencilla y demasiado próxima para producir emoción. Es un lugar común que todas las cosas viven una vida inesperada durante las horas nocturnas: pero se trata de una vida ilusoria e irreal. La ilusión del sonido no hace más que intensificar la distancia infinita de Tu silencio. Aquí, en este lugar donde yo hice mis votos religiosos, donde mis manos han recibido la unción para el Santo Sacrificio, donde Tu sacerdocio ha puesto su sello en la profundidad y la cima íntima de mi ser, una palabra o un pensamiento profanarían la quietud de Tu inexplicable amor. 99

Tu realidad, oh Dios, le habla a mi vida como a un amigo íntimo, en medio de una masa de ficciones: me refiero a estos muros, este techo, estos arcos y (por encima de mi cabeza) esta torre ridículamente grande e insustancial. Señor Dios, esta noche el mundo entero parece hecho de papel. Las cosas dotadas de más sustancia están listas para desmoronarse o hacerse trizas y para que el viento las disperse. ¡Cuánto más este monasterio, en el que todos creen y que tal vez ha dejado ya de existir...! Oh Dios, mi Dios, la noche posee valores con los que el día nunca ha soñado. Todas las cosas se agitan de noche, despertándose o durmiéndose, conscientes de la cercanía de su ruina. Únicamente el Hombre se atribuye iluminaciones que él concibe como sólidas y eternas. Pero mientras nosotros hacemos nuestras preguntas y tomamos nuestras decisiones, Dios revienta esas mismas decisiones, los techos de nuestras casas se derrumban sobre nuestras cabezas, las torres quedan a merced de las termitas, los muros se agrietan y se vienen abajo, y los edificios más sacrosantos arden y se ven reducidos a cenizas, mientras el vigilante se entretiene en elaborar una teoría de la duración. Ahora es el momento de levantarse e ir a la torre. Ahora es el momento de salir, oh Dios, a tu encuentro allí donde la noche es admirable, donde el techo es algo casi desprovisto de sustancia bajo mis pies, donde toda la misteriosa chatarra que se encuentra en el campanario está pensando en la próxima llegada de tres campanas nuevas, donde el bosque se despliega bajo la luna, y los seres vivos cantan terriblemente que solo el presente es eterno y que todas las cosas que tienen un pasado y un futuro están condenadas a desaparecer. Este es, pues, e! camino que lleva del suelo de la iglesia hacia el estrado situado en la torre. Antes tengo que hacer una ronda completa por el segundo piso de la casa. Después he de ir a los dormitorios del tercer piso. Y a continuación de esto último, la torre. Claustro. Suaves pisadas, oscuridad total. Los hermanos han quitado del jardín del claustro la tienda que hace dos inviernos utilizaron los novicios para dormir y en la que algunos de ellos pillaron una pulmonía. Ayer precisamente pusieron una puerta nueva en la habitación del padre abad, aprovechando que este estaba de viaje con Dom Gabriel visitando las fundaciones. Me encuentro en el pasillo que hay debajo de la antigua hospedería. En medio del alargado vestíbulo hay una larga mesa provista de cuchillos, tenedores, cucharas y tazas para el desayuno de los postulantes y hermanos de la familia. Todos ellos comen en este pasillo tres veces al día. Durante estos dos últimos años, no se ha encontrado otro sitio donde colocarlos.

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La puerta alta y ligera que da acceso a la antigua ala de huéspedes retrocede, y yo me encuentro en las escaleras. Había olvidado que los pisos superiores estaban vacíos. El silencio me sobrecoge. La última vez que hice la ronda de vigilancia contra el fuego, cincuenta personas esperaban en fila a medianoche, en el segundo piso, para escribir su nombre en el registro de huéspedes. Acababan de llegar en autobús de Notre Dame para realizar un retiro. Ahora el lugar está absolutamente vacío. Todos los avisos están desprendidos de las paredes. La estantería de libros ha desaparecido del vestíbulo. El número de estatuas de santos ha disminuido. Todas las ventanas están abiertas de par en par. La luz de la luna cae sobre el fresco suelo de linóleo. Las puertas de algunas habitaciones están abiertas, y puedo comprobar que estas están vacías. Puedo sentir la vaciedad de todo lo demás. Me gustaría detenerme y permanecer aquí una hora, simplemente para experimentar la diferencia. La casa es como una persona enferma que se ha restablecido. Este es el Gethsemani en que yo entré y cuya existencia casi había olvidado. Con este silencio, esta oscuridad, esta vaciedad, fue con lo que yo me topé, juntamente con el hermano Matthew, esta primavera hará once años. Esta es la casa que parecía haber sido edificada para mantenerse alejada de todo, para relegar al olvido todas las ciudades, para quedar inmersa en la eternidad. Pero esta inocencia recuperada no tiene nada de tranquilizadora. El silencio mismo es un reproche. La vaciedad es mi pregunta más terrible. Si yo he roto este silencio y he sido culpable de hablar tanto acerca de este vacío que al final se ha llenado de gente, ¿quién soy yo para volver a ensalzar el silencio? ¿Quién soy yo para hacer publicidad de este vacío? ¿Quién soy yo para hacer un comentario sobre la presencia de tantos visitantes, de tantas personas que vienen a hacer un retiro, de tantos postulantes, de tantos turistas? ¿O es que los hombres de nuestro tiempo gozan por derecho propio del toque mágico de Midas, de manera que, tan pronto como alcanzan el éxito, todo cuanto tocan se ve invadido por la muchedumbre? En esta época de masas, en que yo he decidido ser un solitario, el máximo pecado sería tal vez lamentar la presencia de gente en el umbral de mi soledad. ¿Puedo estar tan ciego como para ignorar que la misma soledad constituye la mayor necesidad de esas gentes? Y, sin embargo, si ellas se lanzan al desierto a millares, ¿cómo lograrán estar solas? ¿Qué es lo que van a ver al desierto? ¿A quién he venido yo a buscar aquí, sino a Ti, oh Cristo, que te compadeces de las muchedumbres? En cualquier caso, Tu compasión singulariza y separa a quien es objeto de tu misericordia y lo aparta de las muchedumbres, aunque lo deje en medio de ellas. Al hacer estas inútiles preguntas, mis pies descansaban sobre el suelo que yo mismo había encerado siendo postulante. Tenía en mi mano la llave de la puerta que da a la tribuna donde por primera oí a los monjes cantar los salmos, y no esperé respuesta, porque he empezado a comprender que Tú nunca respondes cuando yo lo espero.

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La tercera sala de la biblioteca recibe el nombre de «infierno». Está dividida por tabiques de planchas de fibra en cuatro pequeñas secciones repletas de libros condenados. Los tabiques están adornados con banderas americanas y cuadros de Dom Edmond Obrecht. Me abro paso a través de este laberinto increíble hacia la segunda sala de la biblioteca, donde los ejercitantes suelen sentarse para enjugar sus frentes y escuchar los sermones. No necesito mirar hacia la esquina, donde se encuentran los libros sobre los cartujos que en otro tiempo me dirigieron sus cantos de sirena cuando pasaba navegando acompañado del tictac de mi reloj y de la movediza luz de mi linterna y con llaves en la mano para abrir la puerta que da acceso a la primera sala de la biblioteca. Aquí tienen sus mesas de trabajo los escolares. Este es el scriptorium superior. Los libros de teología ocupan las estanterías que hay en todas las paredes. Allí está el reloj de cucú roto, al que el padre Willibrod da cuerda cada mañana con un gesto de desafío, antes de abrir de golpe las ventanas. El dormitorio de los monjes de coro tal vez sea la habitación más larga de Kentucky. Largas filas de cubículos con finas paredes de algo más de dos metros de altura. Sobre las paredes cuelgan camisas y hábitos y escapularios, tratando de que se sequen con el aire de la noche. En los espacios de pared que quedan entre las ventanas se han empotrado algunas celdas suplementarias. En cada una de ellas yace un monje sobre un jergón de paja. En medio de la sala está encendida una tenue bombilla. Los extremos están envueltos en sombras. Yo avanzo cuidadosamente y dejo atrás celda tras celda. Sé en qué celdas duermen los monjes que roncan. Pero nadie parece estar dormido en esta casa de vecinos extraordinaria. Con todo el cuidado de que soy capaz, me dirijo hacia el lejano extremo occidental, donde duerme el hermano Caleb en la esquina reservada al campanero. Encuentro mi nuevo puesto de control a la entrada del desván del órgano, pincho mi reloj y me pongo de nuevo en marcha, sin hacer ruido, por el otro lado del dormitorio. Entre dos celdas se oculta una puerta que da a la dependencia anexa a la enfermería, donde los ronquidos se oyen ya a pleno pulmón. Detrás de dicha dependencia, unas empinadas escaleras conducen al tercer piso. Un apunte más, antes de que yo esté en condiciones de subirlas. La enfermería, con su calurosa capillita cuadrada, la sala que fue testigo de mis retiros antes de cada una de las fechas importantes de mi vida monástica: toma de hábito, profesiones, ordenaciones. No puedo pasar por ella sin que algo indecible brote de lo profundo de mi ser. Es el silencio que me elevará hasta lo alto de la torre. Mientras tanto, pincho el reloj en el próximo control, situado en el consultorio del dentista, donde la próxima semana vendré a que me extraigan otra muela. Ahora la cosa está hecha. Ahora me toca ascender hasta la cima de esta ciudad religiosa, dejando atrás su historia moderna. Estas escaleras nos llevan más allá de la Guerra de Secesión norteamericana. No me detengo en el largo dormitorio de los hermanos legos, donde hay encendida una bombilla azul. Me apresuro hacia el corredor 102

por el ropero. Echo un vistazo afuera por las ventanas bajas y me doy cuenta de que ya me encuentro a mayor altura que los árboles. Al final del corredor está la entrada al ático y a la torre. El candado hace siempre mucho ruido. La puerta gira hacia atrás sobre sus goznes chirriantes, y el viento de la noche, caliente y borrascoso, sale silbando del desván con un olor a vigas antiguas y a cosas viejas, arrinconadas y polvorientas. Has de prestar atención al tercer escalón si no quieres que tus pies se cuelen por los tablones. A partir de aquí, el edificio carece de toda sustancia, aunque has de tener cuidado y agacharte al pasar bajo las vigas, en las que pueden verse las marcas de las hachas utilizadas por los cistercienses franceses para tallarlas hace ahora cien años. El vacío que se extiende ahora bajo mis pies mide unos veinte metros hasta el suelo de la iglesia. Me encuentro sobre el transepto o crucero. Si asciendo por la curva de la cúpula, daré con un agujero abierto hace ya tiempo por los fotógrafos y podré echar un vistazo hacia abajo dentro del abismo e iluminar con la linterna el lugar donde se encuentra mi silla en el coro. Subo la inestable escalera de caracol del campanario. La oscuridad se agita con una conmoción de alas muy por encima de mi cabeza, en la lóbrega ingeniería que mantiene enhiesta la aguja. Más cerca, al alcance de mi mano, el viejo reloj deja oír su tictac en la torre. Enfoco la luz de mi linterna en el engranaje que le hace seguir funcionando y miro fijamente las antiguas campanas. He visto la caja de fusibles. He mirado en los rincones por donde pienso que puede pasar algún cable eléctrico. Me alegro de que no haya fuego en esta torre, que ardería como una gigantesca antorcha y arrastraría consigo toda la abadía en apenas veinte minutos. Ahora todo mi ser respira el viento que sopla a través del campanario, y mi mano se apoya en la puerta a través de la cual veo el firmamento. La puerta se abre sobre un inmenso mar de oscuridad y oración. ¿Se acercará de esta misma manera el momento de mi muerte? ¿Abrirás Tú una puerta que dé al gran bosque y colocarás mis pies en una escalera colgada de la luna y me harás ascender hasta las estrellas? El tejado brilla bajo mis pies. En este alargado tejado de metal que está frente al bosque y las colinas, estoy yo ahora de pie, a una altura superior a la de la copa de los árboles, y la zona por donde camino brilla. Una bruma de calor húmedo se alza sobre los campos que rodean la dormida abadía. Todo el valle aparece envuelto en la luz de la luna, y soy capaz de contar las colinas que quedan hacia el sur, más allá del estanque de agua, y casi numerar los árboles del bosque hacia el norte. Ahora el inmenso coro de los seres vivos se eleva desde el mundo que se extiende bajo mis pies: la vida canta en las corrientes de agua, late en los riachuelos y los campos y los árboles, coros de millones y millones de criaturas que

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saltan, vuelan y se arrastran por el suelo. Y muy por encima de mi cabeza el frío cielo se despliega sobre la helada distancia de las estrellas. Coloco el reloj sobre la repisa del campanario y, cruzando las piernas y apoyando la espalda contra la torre, me pongo a rezar, y me asalta la misma pregunta para la que no obtengo respuesta. ¡Señor Dios de esta gran noche! ¿Ves los bosques? ¿Oyes el rumor de su melancolía? ¿Contemplas su secreto? ¿Recuerdas sus soledades? ¿Ves que mi alma está empezando a disolverse como la cera dentro de mí? «¡Oh Dios mío, te llamo a gritos un día tras otro, pero tú no me respondes! ¡Te invoco de noche, pero no encuentro reposo!». ¿Recuerdas el lugar al lado de la corriente? ¿Recuerdas la cima del promontorio de la viña aquella vez en otoño, cuando el tren se encontraba en el valle? ¿Recuerdas la hondonada de McGinty? ¿Recuerdas la ladera ligeramente arbolada que queda detrás del local de Hanekamp? ¿Recuerdas aquella vez que se produjo fuego en el bosque? ¿Sabes qué ha sido de los pequeños chopos que plantamos en primavera? ¿Puedes ver el valle donde yo marqué los árboles? Ni una sola hoja escapa a Tu cuidado. Ni un solo grito ha dejado de ser escuchado por Ti antes de que haya sido proferido. No hay una sola gota de agua en los esquistos que no haya sido escondida allí por Tu sabiduría. No hay manantial oculto que Tú no hayas encubierto. No hay cañada para una casa solitaria que Tú no hayas dispuesto para una casa solitaria. No hay ningún hombre que Tú no hayas hecho para esa extensión de bosques. Hay mayor placer en la entraña del silencio que en la respuesta a una pregunta. La eternidad está en el presente. La eternidad está en la palma de la mano. La eternidad es una semilla de fuego cuyas bruscas raíces rompen barreras que evitan que mi corazón sea un abismo. Las cosas temporales se han confabulado con la eternidad. Las sombras están a Tu servicio. Las bestias te cantan antes de desaparecer. Las sólidas colinas se desvanecerán como una prenda raída. Todas las cosas cambian y mueren y desaparecen. Se presentan nuevos problemas, que pasan al primer plano de la actualidad, y también desaparecen. En esta hora yo dejaré de planteármelos, y el silencio será mi respuesta. El mundo que tu amor ha creado, que el ardor ha distorsionado y que mi mente interpreta siempre torcidamente, dejará de interferir con nuestras voces. Mentes que están separadas pretenden mezclarse en el lenguaje del uno con el otro. El matrimonio de almas en las ideas es básicamente una ilusión. Pensamientos que viajan al exterior retornan con informes de Ti de las cosas exteriores: pero un diálogo contigo, realizado a través del mundo, termina siempre siendo un diálogo con mi propia reflexión en el fluir del tiempo. Contigo no existe la posibilidad de entablar diálogo, a no ser que escojas una montaña y la envuelvas en una nube y grabes tus palabras a fuego en la 104

mente de Moisés. Lo que Moisés recibió en las tablas de piedra, como fruto del rayo y el trueno, nace ahora de forma más acabada en nuestras mentes tan silenciosamente como el aliento de nuestro propio ser. A Ti, que duermes en mi pecho, no se te encuentra con palabras, sino en la vida que resurge dentro de la vida y en la sabiduría que se manifiesta dentro de la sabiduría. Contigo se cierra toda posibilidad ulterior de diálogo, de crítica y de oposición. ¡A Ti se te encuentra en comunión! Tú en mí y yo en Ti, y Tú en ellos y ellos en mí: desposeimiento sobre desposeimiento, ecuanimidad sobre ecuanimidad, vacío sobre vacío, libertad sobre libertad. Yo estoy solo. Tú estás solo. El Padre y yo somos Uno. La mano descansa abierta. El corazón está mudo. El alma que mantiene cohesionada mi sustancia, como dura gema en el hueco de mi propio poder, se dará un día por vencida. Mientras tanto, yo he contemplado la luz de la luna aprisionada en el corazón de esta gema, pero yo no creo ya que la luna sea de mi propiedad. Aunque veo las estrellas, ya no pretendo conocerlas. Aunque he paseado por estos bosques, ¿cómo puedo atreverme a decir que los amo? Uno tras otro, olvidaré los nombres de cada una de las cosas. La Voz de Dios se oye en el Paraíso: «Lo vil se ha vuelto precioso. Lo que ahora es precioso nunca fue vil. Yo siempre he conocido lo vil como precioso: lo vil no lo conozco en absoluto. »Lo que era cruel se ha vuelto misericordioso. Lo que ahora es misericordioso nunca fue cruel. Yo siempre he eclipsado a Jonás con Mi misericordia, y no conozco en absoluto la crueldad. ¿Me has visto alguna vez, Jonás, hijo mío? Misericordia sobre misericordia sobre misericordia. He perdonado al universo sin medida, porque yo nunca he conocido el pecado. »Lo que era pobre se ha vuelto infinito. Lo que es infinito nunca fue pobre. Para mí, la pobreza siempre ha sido algo infinito: no amo a los ricos. Prisiones sobre prisiones sobre prisiones. No atesoréis para vosotros mismos éxtasis sobre la tierra, donde el tiempo y el espacio corrompen, donde los minutos interrumpen y roban. No sigas aferrándote al tiempo, Jonás, hijo mío, para que los ríos no te arrastren. »Lo que era frágil se ha vuelto poderoso. Yo amé lo que era máximamente quebradizo. Me preocupé de lo que no era nada. Toqué lo que carecía de sustancia y, en el interior de lo que no era, yo soy». Hay gotas de rocío que se presentan como zafiros en la hierba tan pronto como aparece el sol de la mañana y las hojas se agitan tras el vuelo callado de una paloma huidiza.

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TERCERA PARTE: Tras el ideal de la vida monástica: 1952-1960 Te ruego intercedas ante Nuestro Señor por mí, para que, en lugar de limitarme a escribir algo, pueda ser algo y, en concreto, para que pueda ser tan plenamente lo que debo ser que no tenga ya necesidad de escribir, puesto que el simple hecho de ser lo que debo ser resultaría más elocuente que muchos libros. Carta a Étienne Gilson, en The School of Charity La voz del silencio le habla siempre al monje recordándole que él es una cosa perdida que alguien ha buscado y encontrado, una realidad perecedera que alguien ha rescatado y devuelto a casa para que se encuentre seguro, pues existe un mundo que tiene que ser salvado juntamente con él. Silence in Heaven Tengo la inmensa dicha de ser hombre, miembro de una raza en la que Dios mismo se ha encarnado. Como si las tristezas y estupideces de la humana condición pudieran abrumarme ahora que me doy cuenta de lo que somos todos nosotros. ¡Si por lo menos todo el mundo pudiera comprenderlo! Pero es imposible explicarlo. No hay manera de decirles a los humanos que todos ellos caminan brillando como el sol. Conjeturas de un espectador culpable

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3 de septiembre de 1952 Ahora mismo estoy casi absolutamente convencido de que solo soy realmente un monje cuando me encuentro a solas en el viejo cobertizo de las herramientas que el padre abad ha puesto a mi disposición. (Se encuentra en pleno bosque, detrás de la zona de pasto del caballo, adonde el hermano Aelred lo transportó con la excavadora la víspera del domingo de la Trinidad). Es verdad que estoy decidido a ser un monje en una comunidad, pero mi oración es la de un monje en el silencio de los bosques y del cobertizo de las herramientas. Para empezar, el lugar es sencillo y realmente pobre, con la pobreza desnuda que yo necesito más urgentemente que cualquier otra medicina y que, al parecer, nunca me administran. Y silencioso. Y –materialmente– inactivo. Por consiguiente, aquí el Espíritu está ocupado. ¿Hay algo más fácil que dialogar contigo, oh Dios, sobre los tres cuervos que emprendieron el vuelo en pleno día, con la luz del sol resplandeciendo en sus lustrosas alas? ¿O sobre la luz solar que penetra silenciosamente por las rendijas de los tablones? ¿O sobre los grillos en la pradera? Tu nombre es santificado en ellos cuando, más allá de las colinas azules, mi mente se pierde en Tus intenciones con respecto a todos nosotros, que vivimos con esperanza sometidos a la servidumbre de la corrupción. Me has introducido en este silencio en reconocimiento por el silencio que observo y para que lo utilice deseando más.

15 de septiembre de 1952 Fuera, en el bosque, no puedo pensar en nada que no sea Dios. No se trata tanto de que yo piense en Él, sino, sobre todo, de que tengo de Él idéntica conciencia que del sol y de las nubes y del cielo azul y de los esbeltos cedros. Cuando salí aquí por primera vez, estaba soñoliento (porque nos hallamos en la estación invernal y ya no hacemos siesta), pero leí unas cuantas líneas de los Padres del desierto y, como consecuencia de esa lectura, todo mi ser se llenó de serenidad y adoptó una actitud vigilante. De todos modos, ¿para quién escribo todo esto? ¡Es una pérdida de tiempo! Baste decir que mientras estoy aquí, no puedo pensar en la Camáldula: no es cuestión de estar aquí y soñar con otro lugar distinto. Me siento inmerso en la sencilla y lúcida actualidad de esta tarde –me refiero a la tarde de Dios–, este momento sacramental del tiempo en que las sombras se alargan más y más, un pajarillo canta tranquilamente en los cedros, un coche pasa a lo lejos, y el viento mueve las hojas de un roble. Allá arriba, en el cielo del verano que toca a su fin, observo el vuelo silencioso de un buitre, y dedico el final del día a la oración. Esta soledad confirma mi vocación a la soledad. Cuanto más la experimento, tanto más la amo. Algún día me poseerá por entero, y nadie volverá a verme de nuevo.

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26 de septiembre de 1952 Estoy escribiendo esto para mí mismo, porque el papel desempeña una función importante en la formación espiritual de un escritor, incluso en la formación que, con el tiempo, le llevará a dejar de ser escritor y lo transformará en algo diferente. Porque yo creo que esta transformación es necesaria. Durante treinta y siete años he estado escribiendo mi vida, en lugar de vivirla, y el efecto es pernicioso, aunque por la gracia de Dios mi vida no ha sido tan mala como podía haber sido. Pero no puedo permitirme personalmente el lujo de convertirme en un ermitaño simplemente con la excusa de que tal idea parece creíble sobre el papel.

22 de octubre de 1952 Desde que hice el último retiro, he estado sufriendo otra de mis depresiones nerviosas. La vieja dolencia familiar de siempre. Ahora me estoy acostumbrando a ella: desde aquellos lejanos días de 1936, cuando creí que iba a sufrir un colapso nervioso total en el tren de Long Island, y la más reciente a partir de mi ordenación sacerdotal. Y ahora, esta. Pienso que es bueno poner por escrito todo esto sin preguntarse demasiado obsesivamente por qué es bueno. Poner por escrito estas experiencias forma parte de una documentación que me exige –me sigue exigiendo todavía, pienso yo– el Espíritu Santo.

12 de noviembre de 1952 La verdad adquiere forma en el silencio, el trabajo y el sufrimiento, gracias a los cuales nos hacemos verdaderos. Pero a menudo ponemos trabas a la obra de Dios, hablando excesivamente de nosotros mismos –incluso diciéndole a Él qué es lo que tenemos que hacer nosotros–, aconsejándole cómo puede Él hacernos perfectos y prestando oídos a Su voz para respondernos a nosotros con aprobación. Enseguida nos impacientamos y dejamos de lado el silencio que nos perturba (en el silencio es donde mejor lleva Dios a cabo su obra) e inventamos la respuesta y la aprobación, que nunca llegarán. El silencio es, pues, la adoración de Su verdad. El trabajo es la expresión de nuestra humildad. El sufrimiento nace del amor que solo busca una cosa: que se haga la voluntad de Dios.

29 de noviembre de 1952 El retiro anual está a punto de acabar.

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La conferencia del padre Phelan sobre el Sagrado Corazón me ha conmovido enormemente: gran profundidad teológica y un lenguaje claro y sencillo. Me ha mostrado cómo realmente hay un abismo de luz en las cosas que creen y aman los creyentes más sencillos, aunque a veces todo esto les parezca un tanto trivial a los intelectuales. En realidad, tal vez sean las verdades más sencillas y populares las que, después de todo, son también las más profundas. Por lo que a mí se refiere, pienso que en el curso de este retiro he recibido múltiples gracias: en desolación y desamparo y humildad. Consciente de que en cualquier momento puedo venirme abajo, encuentro, no obstante, que, cuando me pongo a rezar, lo hago mejor que nunca. Me refiero a que ya no tengo un grado especial de oración. La simple oración vocal, especialmente el Oficio Divino y los salmos, parecen haber adquirido una sencillez y profundidad que yo nunca había conocido hasta este momento con ninguna oración. No tengo otra cosa que fe en el amor de Dios y confianza en los sencillos medios que Él ha puesto a mi disposición para llegar hasta Él. Pendiente enteramente como estoy de Su misericordia, todo lo que acontece es para mí motivo de satisfacción.

29 de diciembre de 1952. Fiesta de Santo Tomás Beckett La semana pasada leí a los escolares el sermón de Navidad de T. S. Eliot en Asesinato en la catedral. También les leí algunos de los coros. Hoy, considerando lo que se ha producido en mí después de la Navidad, tengo la sensación de haber vivido una experiencia muy parecida a la decisión de santo Tomás en la citada obra. Empiezas deseando algo: un fin, una vocación. Te pones a buscarlo de manera imperfecta y corres el enorme peligro de desear la cosa correcta por una razón equivocada. Y no hay decisión posible. De pronto se produce el «cambio de la mano derecha del Altísimo». Ahora ya no somos nosotros los que cuestionamos y suplicamos y preguntamos y oramos, sino que es Él quien nos impulsa. Sentimos de pronto el poder de Dios sobre nosotros, y nuestro deseo experimenta un cambio total. Objetivamente es lo mismo que nosotros deseamos, pero nosotros lo vemos a una luz completamente distinta cuando sabemos que, por voluntad de Dios, la cosa va a hacerse realidad. Porque, desde el momento mismo en que algo se ha cumplido ya en Su intención, deja de ser un mero deseo, un anhelo con el que podamos jugar. ¡No se puede jugar con la voluntad de Dios! Es fácil comprender por qué resulta tan fácil y tan agradable malgastar nuestras vidas jugando con deseos a los que inconscientemente sabemos que Dios no presta atención. ¡Qué frivolidad! ¡No! Nuestra felicidad consiste en dejarnos conducir por Él hacia lo que Él desea, aunque se trate de algo terrible en algún sentido. Tan pronto como Él desea algo, ese

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algo de ser «nuestra voluntad» y se convierte en un sacrificio que exige la entrega de todo nuestro ser. Así sucedió con el sacerdocio. Y creo que ahora sucederá lo mismo con la soledad. Es algo muy serio. Y muy sencillo. Ayer, entre dos cedros, observando las rodadas del furgón sobre la blanda tierra del suelo, y divisando los bosques a lo lejos, supe que, cualquier cosa que la voluntad de Dios me conceda –por ejemplo, cualquier tipo de soledad–, será verdaderamente para la salvación de mi alma. Entonces vi lo mucho que necesito la soledad por esa razón. No soledad por el gusto de algo especial, de algo exaltado, sino soledad como clima que, simplemente, me permita ser lo que pretendo: vivir en presencia del Dios vivo. Soledad para poder ser un simple cristiano. Como si se tratara de bajar de una montaña o descender de una columna y comenzar una vez más a comportarme como un ser humano, así necesito yo la soledad para poder alcanzar la plenitud que busco: la de ser una persona corriente. La vida en el mundo se había hecho para mí absolutamente anormal. La vida en el monasterio no es algo corriente. Es un tipo un tanto extravagante de vida. Esta extravagancia no debe achacarse a san Benito, sino que tal vez sea algo necesario. En la soledad dejaré finalmente de ser una persona corrompida por estar en boca de todos, dejaré de crearme a mí mismo a imagen de una sociedad ligeramente desequilibrada. Viviendo a imagen del Dios que es mi vida: es decir, viviendo como un desconocido. Porque un cristiano es alguien a quien el mundo realmente no conoce.

9 de febrero de 1953. Fiesta de Santa Escolástica Atardecer en Santa Ana. Me han concedido permiso para permanecer aquí fuera hasta la hora de la cena. Es maravilloso no tener que debatir en mi mente la cuestión de «ser un ermitaño», aunque yo todavía no lo soy. Por lo menos, la soledad es ahora para mí algo concreto – es «Santa Ana»–: la amplia perspectiva de las colinas, los campos de maíz vacíos en los terrenos más bajos, los cuervos en los árboles, y los cedros que se amontonan en la ladera de las colinas. Cuando estoy aquí, me encuentro siempre debajo de un cielo inmenso y lleno de paz; no tengo distracciones, y la serenidad reina por doquier, excepto entre las ratas de la pared. Ellas constituyen mi distracción y en ocasiones son muy ruidosas. Parece como si aquí tuviera cada vez una menor necesidad de libros. ¡Si pudiera estar siempre aquí y solo aquí...! Mañanas frescas, tardes calurosas. El otro día (domingo de Sexagésima) salí afuera cuando todavía había una gruesa capa de hielo en el suelo, pero el sol calentaba ya lo suyo. 110

El Espíritu está aquí a solas con el silencio del mundo. Santa Ana es como una muralla entre dos existencias. A un lado, sé que hay una comunidad a la que he de volver. Y, de hecho, soy capaz de volver a ella con amor. Pero esta vuelta me parece un despilfarro. Es un despilfarro que debe ofrecerse a Dios. Al otro lado se encuentra el gran desierto silencioso, en el que tal vez no voy a volver a hablar, mientras viva, con nadie que no sea Dios. (De vuelta en la cripta, aquí está enterrada una existencia que empieza a resultarme un tanto lejana y extraña, un lugar al borde del camino que he dejado atrás en el desierto, aunque siga tomando esa dirección cada mañana. Las críticas de mi libro El signo de Jonás aparecen amontonadas bajo la mesa de la máquina de escribir, atascadas en la primera edición del libro, que todavía necesita algunas correcciones más. Pero todo eso no tiene nada que ver con el silencio de Santa Ana).

14 de febrero de 1953 Hoy conmemoramos la fiesta del beato Conrado, un ermitaño cisterciense. Por otra parte, reconozco que en el noviciado no me caían muy bien los ermitaños de nuestra orden: beato Conrado, san Galgano, san Firmiano.... Tal vez yo congeniaba mejor con las historias de san Alberto de Sestri y del beato Juan de Caramola. Sin embargo, los ermitaños «no parecían conseguir nada». Sus historias eran poco convincentes. Parecían haber muerto antes de alcanzar el objetivo que se suponía debían alcanzar. Ahora sé en qué radica la verdadera importancia del carácter inacabado que descubrimos en la vida del beato Conrado: ermitaño en Palestina con la autorización de san Bernardo, emprende el camino de vuelta a casa –más concretamente, a Claraval– cuando se entera de que este se encuentra a punto de morir. Llegado a Italia, se entera de que san Bernardo ya ha fallecido. Se instala en una capilla situada al borde de un camino a las afueras de Bari, donde muere. ¡Qué vida tan desordenada y falta de planificación...! Ningún orden, ningún sentido, ningún sistema, ningún punto culminante. Es como un libro sin signos de puntuación que termina bruscamente a mitad de una frase. Sin embargo, ¡reconozco que esos son los libros que realmente me gustan! Probablemente, el beato Conrado no puede objetivarse o anquilosarse en una historia. Tal vez pueda ser captado y retenido en un cuadro, pero él es como la fotografía de un pájaro volando: demasiado preciso para que nuestros ojos logren percibir cómo es un pájaro volando. Nunca habíamos visto las alas en esa posición. Algo así es la vocación del solitario. De entre todos los hombres, el solitario es el que menos sabe hacia dónde va; sin embargo, goza de mayor seguridad, porque hay algo de lo que no puede dudar: de que camina hacia donde Dios lo está conduciendo. Por eso, precisamente, ni él

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mismo conoce el camino. Y por eso, además, el camino es para la mayoría de los hombres algo que puede escandalizarlos.

16 de febrero de 1953 Tengo la sensación de que la ermita de Santa Ana es lo que yo había estado esperando y buscando a lo largo de toda mi vida, y que ahora he tropezado con ella de manera casual. Ahora, por primera vez, soy consciente de lo que le ocurre a un hombre que realmente ha encontrado el lugar que le corresponde en su mundo. He descubierto, con enorme alivio por mi parte, que ya no necesito fingir nada. Porque cuando no has encontrado lo que buscabas, llevado de la ansiedad finges haberlo encontrado. Obras como si lo hubieses encontrado. Pierdes el tiempo diciéndote a ti mismo lo que has encontrado y, sin embargo, no lo deseas. No tengo que comprar Santa Ana. No tengo que venderme a mí mismo aquí. ¡Todo lo que alguna vez fue real en mí ha vuelto a la vida en esta puerta abierta de par en par al firmamento! No necesito ya seguir aplastándome a mí mismo, cortarme por la mitad, arrojar parte de mí por la ventana y mantener apartado el resto de mí mismo. En el silencio de Santa Ana todo ha recobrado la unidad. Y esta unidad no es la mía, sino la Tuya, Padre de la Paz. Reconozco en mí mismo al niño que paseó por todo Sussex. (Yo no sabía que estaba buscando esta chabola o que algún día la encontraría). Todos los países del mundo son uno solo bajo este cielo: ya no necesito viajar. A un kilómetro de aquí se encuentra el monasterio, rodeado del paisaje de colinas que durante once años me obsesionó con la incertidumbre. Ya sabía que había venido para permanecer aquí, pero realmente nunca me lo creí, y las colinas parecían hablarme, a cada instante, de algún otro país. El tranquilo paisaje de Santa Ana no habla de ningún otro país. Si me lo permiten, seguiré aquí, a no ser que se produzca una invasión de tractores y construcciones. (Ahora hay un todoterreno en los campos que quedan enfrente de donde estoy. Desde la cosecha del maíz, es la primera vez que aparece algo por ahí). Y si hay que ir a algún otro lugar, bastará con desplazarse dos o tres kilómetros de aquí. Esta situación es diferente. El silencio que la envuelve me está haciendo bien.

17 de febrero de 1953. Martes de carnaval La Cuaresma, que empieza mañana, es una estación iluminada por el sol.

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Hoy –carnaval–, adiós a la carne. Es como un mal chiste celebrar el dejar de comer carne como si tuviéramos que volver a comerla alguna vez. ¿Qué tendría de positivo la Cuaresma si fuese un compromiso puramente temporal? A pesar de todo, Jesús murió para volver a Su carne, para resucitar su propio cuerpo glorioso de entre los muertos y para resucitar nuestros cuerpos con Él. «Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo». Así pues, nosotros prescindimos de la carne, no porque la despreciemos, sino para sanarla por medio de la penitencia y devolverla al Espíritu, al que pertenece. Y toda la creación espera ansiosamente nuestra victoria y la gloria de nuestros cuerpos. Dios quiere que recuperemos todos los gozos de Su mundo creado en el Espíritu negándonos a nosotros mismos algo que en realidad no es un gozo, porque termina en la carne. «La carne no sirve de nada». Contemplando el crucifijo en la blanca pared de Santa Ana, me sobrecogió el tomar conciencia de que soy sacerdote, un don que se me ha dado para que pueda conocer algo del significado de la Cruz, y de que Santa Ana es una parte especial de mi vocación sacerdotal: el silencio, los bosques, la luz del sol, las sombras, el cuadro que representa a Jesús, Nuestra Señora del Cobre, y los angelotes del paraíso de Fra Angelico. Aquí soy un sacerdote y tengo todo el mundo por parroquia. ¿O es que pensar todo esto constituye una tentación? Tal vez no sea necesario recordar la fecundidad apostólica de este silencio. Lo único que yo necesito es ser nada y esperar la revelación de Cristo: estar en paz, ser pobre y silencioso en un mundo en el que también actúa el misterio de la iniquidad y en el que, por otra parte, no habrá ya ninguna otra revelación. No, en Santa Ana hay una paz tan grande que con toda seguridad representa el corazón de un gran combate espiritual que se está librando en silencio. Y yo, que me siento aquí y oro y pienso y vivo –no soy nada– y no necesito saber qué es lo que me tiene reservado el futuro. Solo necesito esperar en Cristo para oír el profundo sonido de la gran campana que ahora empieza a sonar y me envía sus sagrados repiques a través de los pequeños cedros. Esta es la continuación de mi misa. Esta es todavía mi eucaristía, mi acción de gracias a lo largo de todo el día, mi trabajo, mi liturgia, mi espera de la revelación perfecta de Cristo.

24 de febrero de 1953. San Matías Están ya lejanos los días en que me interesaba por el «misticismo» de una forma ansiosa y especulativa. Ahora, por tratarse de mi vida, me molesta pensar en ese tema: es como la mujer que siente las contracciones previas al parto y está leyendo un ensayo, escrito por un soltero, sobre el amor materno.

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En el coro me siento más feliz que nunca, extremadamente pobre y desamparado, a menudo cansado, apenas capaz de mantenerme en mi sitio. «Esperando que cada momento sea el último». A veces las distracciones suponen un gran alivio. Hay una «presencia» de Dios que es como una cortina de hierro que se extiende entre la mente y Dios. Pero aquí, en Santa Ana, me siento siempre feliz y en paz, independientemente de lo que suceda. Y es que aquí no se necesita a nadie, excepto a Dios; no hay necesidad de «misticismo». ¡Una mosca zumba contra el cristal de la ventana!

3 de marzo de 1953 Hay una cosa segura. Días de retiro y tardes en Santa Ana, misa y Oficio Divino, y el terror de la oscuridad..., todas estas cosas me han sido ofrecidas por un motivo: que pueda encontrar a Cristo y conocerlo como aquel que ha sido «hecho poder y sabiduría de parte de Dios en favor nuestro». No es cuestión de examinarme a mí mismo, y mucho menos de planificar el trabajo o de cómo ser un director espiritual. La vida es algo mucho más serio que eso. También el estudio ocupa aquí un importante lugar. No en el sentido de que Cristo pueda ofrecernos una sabiduría alternativa a otras sabidurías similares. ¡Como si su doctrina fuese una más entre otras muchas! Todavía no hemos «asimilado a Cristo» lo suficiente, y tampoco tenemos suficiente conciencia de lo que significa encontrarlo. Otra cosa: he descubierto los salmos penitenciales. Son algo que no descubres hasta que eres consciente de lo mucho que los necesitas. Y no sabes que los necesitas hasta que no experimentas su necesidad. Y tu pobreza no la experimentas cuando tú te dices a ti mismo que eres pobre, sino cuando Dios te habla de tu pobreza. Y cuando Dios te habla de una enfermedad, es porque al mismo tiempo ha previsto ya su remedio. Es el maligno quien nos dice que estamos enfermos y, encima, nos lo echa en cara; como también es él quien nos recuerda nuestro desamparo, al tiempo que nos sume en un desamparo aún mayor. En los salmos penitenciales, Cristo reconoce mi pobreza en Su pobreza. El simple hecho de verme a mí mismo en los salmos es el comienzo de la curación. Porque yo me veo a mí mismo a través de Su gracia. Su gracia actúa; por consiguiente, estoy ya en vías de ser curado. ¡Cuánto necesitamos esa curación...! Recorro una a una todas las regiones de mi alma y descubro que soy una ciudad bombardeada. Mientras meditaba en el Salmo 6, mi vista se fijó en una parcela, que hasta entonces me había pasado inadvertida, de pradera verde a lo largo del riachuelo en el terreno de nuestro vecino. La hierba verde bajo los árboles sin hojas, los charcos de agua después

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de la tormenta, elevaron mi corazón a Dios. ¡Es tan fácil de encontrar cuando hasta la hierba y el agua dan testimonio de Su misericordia...! «Regaré mi lecho con lágrimas». En ocasiones anteriores he escrito sobre el croar de las ranas. Ahora croan de nuevo. Es otra primavera. Aunque estoy hecho una ruina, nunca me he encontrado mejor en toda mi vida. Mi ruina es mi fortuna.

17 de julio de 1956 O bien ves el universo como una creación tan pobre que nadie puede hacer nada a partir de ella, o bien ves tu propia vida y tu lugar en el universo como algo infinitamente rico, fuente de inagotable interés, que genera infinitas y siempre nuevas posibilidades de estudio, contemplación, disfrute y alabanza. Más allá de todo y en todo está Dios. Tal vez el Libro de la Vida sea, en último término, el libro que uno mismo ha vivido. De manera que, si no ha vivido nada, no figura en el Libro de la Vida. Por lo que a mí respecta, siempre he deseado escribir acerca de todo. No hablo de escribir un libro que lo abarque todo –tarea, por lo demás, imposible–, sino de un libro en el que todo tenga cabida. Un libro con algo de todo aquello que surge por sí mismo de todo. Que tenga vida propia. Un libro digno de fe. De hecho, ya no lo considero un «libro».

Oración a la Virgen del Carmen ¿Qué fue lo que te dije, en el espejo, estando en La Habana? ¿No fuiste tú tal vez lo último que vi cuando el buque zarpó, de pie sobre tu torre, de espaldas al mar, mirando hacia la universidad? Nunca te he olvidado. En este momento, tú eres para mí más importante que entonces, cuando yo paseaba por las calles recitando el Memorare (que acababa de aprender de memoria). He olvidado todas las cosas que te pedía en mi oración. Pienso que las he recibido, pero no me acuerdo. Lo realmente importante es que te he recibido a ti. Te conozco y, sin embargo, no te conozco. Te amo, pero no lo suficiente. La oración te acompaña, porque la oración, más que una exigencia que tú nos planteas, es un regalo que nos haces. ¡Ojalá pudiera yo orar! A pesar de todo, puedo hacerlo, y de hecho lo hago. Enséñame a ir al país que está más allá de las palabras y los nombres propios.

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Enséñame a no rezar en esta parte de la frontera, aquí donde se encuentran los bosques. Necesito que tú me guíes. Necesito que mi corazón se mueva bajo tu impulso. Necesito que mi alma se purifique por medio de tu oración. Necesito que tú refuerces mi voluntad. Necesito que tú salves al mundo y lo cambies. Te necesito para todos aquellos que sufren, para los encarcelados, para quienes están en peligro, para los atribulados. Te necesito para toda la gente que se ha vuelto medio loca. Necesito que tus manos sanadoras actúen siempre en mi vida. Necesito que, a imagen de tu Hijo, hagas de mí un sanador, un consolador, un salvador. Necesito que tú les pongas nombre a los muertos. Necesito que ayudes a los moribundos a cruzar el río particular de cada uno de ellos. Te necesito para mí mismo, tanto si vivo como si muero. Necesito ser tu monje y tu hijo. Es necesario. Amén.

20 de agosto de 1956 Nuestra gloria y nuestra esperanza. Nosotros somos el Cuerpo de Cristo. Cristo nos ama y nos desposa como Su propia carne. ¿No es esto suficiente? Pero realmente no nos lo creemos. ¡No! Estad contentos, estad contentos. Nosotros somos el Cuerpo de Cristo. Nosotros lo hemos encontrado a Él. Él nos ha encontrado a nosotros. Nosotros estamos en Él. Él está en nosotros. No hay nada más que buscar, sino simplemente ahondar en esta vida que ya poseemos. Estad contentos.

29 de agosto de 1956 La gran cuestión, la única cuestión, es adorar y alabar a Dios. Buscarlo es adorarlo y decir que solo Él es Dios y que no hay otro. Hemos de dar nuestra vida por Su Verdad. Hemos de dar testimonio de lo que es y de lo que es la fidelidad de Dios a Sus promesas. Hemos de creer con todo nuestro corazón lo que Dios nuestro Padre nos ha ofrecido y prometido. Hemos de dejar todas las cosas para responder a Su llamada y corresponder a Su gracia. Si hemos hecho esto, podemos hablar de perfección; aunque la verdad es que, si realmente lo hemos hecho, ya no necesitamos seguir hablando de perfección.

31 de agosto de 1956 116

A cierta altura, en una zona del muro parcialmente derruida y cubierta por una madreselva, crece con fuerza arrolladora un diminuto plantón de algarrobo. Más allá, por entre los cedros, el antiguo establo de las ovejas, con su tejado de color ciruela, se tuesta al sol del mediodía. Una destartalada máquina segadora aparece abandonada entre las piedras del camino y, más allá, el viento mueve el masivo, brillante y oscuro follaje de los robles. Aquí, bajo la leñera, un tractor recoge una pieza de maquinaria destinada a remover el suelo, al tiempo que el último postulante pasa al lado mirando inquisitivamente el tractor. Yo fijo de nuevo mi atención en el pequeño algarrobo que, movido por el viento, baila lentamente al estilo de los bailarines japoneses: el viento vuelve hacia arriba sus delicadas ramas, y el envés de sus hojas sonríe al sol.

12 de septiembre de 1956 Respeto por el misterio, sentido del misterio de Dios, veneración del carácter sacrosanto del misterio, temor y humildad al acercarse a la santidad inefable de Aquel que únicamente puede ser conocido en Sí mismo a partir de Su propia revelación de Sí mismo. Todas estas son virtudes esenciales de un alma verdaderamente religiosa. Perder estas características es perder nuestro espíritu religioso. Crecer en ellas es crecer en la verdadera vida interior. La objetividad charlatana de una relación en la que la familiaridad ha destruido todo sentido de realidad del tremendum mysterium de Dios es casi tan mala como el agnosticismo.

25 de abril de 1957 Macarius Bulgakov y Nicolái Berdiáyev son escritores de gran interés. Ambos son grandes personalidades que no admitirán la derrota de Cristo, que ha vencido por medio de Su resurrección. En sus páginas, por encima de los escándalos que uno podría temer encontrar, brilla la luz de la Resurrección, y la suya es una teología triunfal. Me pregunto si, después de todo, nuestra cautela teológica no es señal de una fatal frialdad de corazón, de una terrible esterilidad nacida del temor o la desesperación. Estos dos hombres se atrevieron a equivocarse y corrieron el peligro de ser condenados por todas las Iglesias para poder decir, entre sus afirmaciones erróneas, algo grande y digno de Dios. Estos hombres se atrevieron a aceptar el desafío de los libros sapienciales, el desafío de la imagen de Proverbios, donde la Sabiduría «juega en el mundo» en presencia del 117

Creador. Estas ideas las hace suyas la Iglesia. La Sabiduría –es decir, Sophía– se reveló de alguna manera, misteriosamente, y encontró su cumplimiento en la Madre de Dios y en la Iglesia. Lo más importante de todo: la vocación creadora del hombre para preparar conscientemente el triunfo definitivo de la Sabiduría Divina. El hombre, microcosmos y corazón del universo, está llamado a realizar la fusión del proceso cósmico e histórico en la invocación final de la sabiduría y el amor de Dios. En nombre de Cristo y en virtud de su poder, el hombre debe llevar a cabo una obra: ofrecer el cosmos al Padre, por el poder del Espíritu, en la Gloria de la Palabra. Nuestra vida es un poderoso Pentecostés en el que el Espíritu Santo, siempre activo en nosotros, trata de penetrar, sirviéndose de nuestras manos y lenguas inspiradas, en el corazón mismo del mundo material, creado para ser espiritualizado por la acción de la Iglesia, Cuerpo Místico de la Palabra de Dios encarnada.

28 de abril de 1957 Si soy capaz de unir en mí mismo, en mi propia vida espiritual, el pensamiento de Oriente y el de Occidente, el de los Padres griegos y los latinos, crearé en mí una reunificación de la Iglesia dividida, y de esa unidad en mí podrá derivarse la unidad externa y visible de la Iglesia. Porque, si queremos que Oriente y Occidente recuperen la unidad, no lo conseguiremos haciendo que uno se imponga al otro. Hemos de dar cabida a ambos en nosotros mismos y trascenderlos a ambos en Cristo.

29 de septiembre de 1957 Ayer estuvieron aquí, de paso hacia Illinois, Mark y Dorothy Van Doren. Solo se detuvieron el tiempo justo para pasear hasta el establo de las vacas y volver, y para que yo le enseñase a Mark el noviciado. Me alegró que él, una persona tan sabia, pisase estas habitaciones, apoyase su espalda contra las estanterías del scriptorium y hablase de algunos de los temas que se habían planteado el día antes en su visita al Instituto Hampton. Allí el profesor inglés lamentó que sus estudiantes no estuviesen preparados para leer a Shakespeare, y Mark afirmó que todo el mundo estaba preparado para leer a Shakespeare una vez cumplidos los dieciocho años. Todos ellos han nacido, han tenido padres y madres, han sido amados, temidos, odiados, han sentido celos, etc. En el establo de las vacas nos detuvimos a contemplar los pequeños fuegos que limpiaban de maleza la ladera del campo de San Bernardo, y Mark habló de su amor por el fuego, y yo del mío. Estuvimos de acuerdo en que todo el mundo se siente atraído por

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el fuego y que quienes lo admiten no son unos pirómanos, sino simplemente personas a las que les encanta razonablemente el fuego.

5 de octubre de 1957 Ahora están llegando las currucas. Resulta muy difícil identificar a estos pájaros cantores, incluso con la ayuda de gemelos de campo y de una guía sobre las aves. (Al menos un ejemplar de los que yo he observado no se encuentra en la guía). A otro lo tomé por una curruca de Tennessee. Una cosita hermosa, esbelta, peripuesta: ver este hermoso animal al que la gente no suele prestar atención, investigar este mundo de los pájaros, despreocupado de nosotros y de nuestros problemas. Me sentí muy cerca de Dios o, en todo caso, experimenté un temor religioso. Observar aquellos pájaros sirvió de alimento a mi meditación o de lectura mística. Tal vez mejor. Mark dijo en más de una ocasión: «Los pájaros no saben que tienen nombres». Observándolos, yo pensé: «¿Quién se preocupa de cómo se les llama?». Pero ¿tengo yo el valor de no preocuparme? ¿Por qué no ser como Adán, en un mundo nuevo de mi propia creación y llamarlos por los nombres que yo mismo les imponga? Eso significaría que yo pensaba todavía que los nombres eran importantes. La ausencia de un nombre y de una palabra para identificar la belleza y la realidad de esos pájaros es hoy el regalo que Dios me hace al permitirme contemplarlos. (¡Y ese nombre –Dios– no es ningún nombre! Es como una letra, X o Y. Como nombre, es mejor Yahvé, que en último término viene a significar «El sin nombre»).

2 de noviembre de 1957 Tengo que llegar a conocer algo de la física moderna. Aunque yo sea un monje, no tiene sentido que viva en un universo newtoniano o –lo que todavía sería peor– aristotélico. Después de todo, el hecho de que el cosmos no sea exactamente como santo Tomás y Dante lo imaginaron tiene cierta importancia. Ello no invalida ni a santo Tomás ni a Dante ni la teología católica, pero es un hecho que todo teólogo debe comprender y tener en cuenta. Es absurdo pretender vivir en un universo en expansión el que la fisión atómica es una posibilidad omnipresente y, al mismo tiempo, tratar de pensar y actuar exclusivamente como si el cosmos estuviese anclado en un orden inmutable, centrado en la tierra del hombre. La física moderna tiene sus repercusiones en el monasterio, y para ser monje hay que tenerlas en cuenta, aunque ello no contribuya en modo alguno a hacer ni sencilla ni atractiva la propia espiritualidad. Uno tiene que arreglárselas sin la seguridad de soluciones atractivas y sencillas, ya preparadas de antemano. Hay cosas que cada uno ha de elaborar una y otra vez por sí 119

mismo.

15 de noviembre de 1957. Fiesta de la Dedicación del Templo Una vez más, esta fiesta suscita en mí sentimientos encontrados de angustia y de alegría. Nada podría resultar más hermoso, nada me haría más feliz que el himno Urbs Jerusalem: cantar algunos de los versos de ese himno al atardecer, contemplando las llamas sagradas de las velas sobre el muro en el punto exacto del edificio tocado y bendecido por Cristo para convertirlo en sacramento de Sí mismo. «Ellos se mantendrán firmes para siempre dentro de los muros sagrados». También yo «me mantengo firme para siempre», situado en una postura permanente. Estoy contento. Soy verdaderamente feliz. Estoy realmente agradecido a Dios, porque ello significa salvación eterna. Sin embargo, esta situación plantea de nuevo la pregunta que no admite respuesta: «¿Qué estoy haciendo yo aquí, en la tierra?». He respondido a esta pregunta un millón de veces: «Yo soy de aquí». Pero esa no es una respuesta. En último término, la pregunta no admite respuestas de ese estilo. Toda vocación es un misterio, y los juegos de palabras no contribuyen a aclarar más las cosas. Es una contradicción, y como tal debe permanecer. Pienso que la única esperanza que me queda en este sentido radica en amontonar una sobre otra las contradicciones y, acto seguido, lanzarme yo mismo en medio de todas ellas. De esta manera, me resultará moralmente imposible la actitud de quien simplemente «se conforma» y se instala y acepta la racionalización oficial de lo que está ocurriendo aquí. Por otra parte, yo no saldría en realidad beneficiado si me limitase a reemplazar las declaraciones oficiales con racionalizaciones ligeramente mejoradas de mi propia cosecha. Gran parte de los problemas se deben al hecho de que yo busco una fórmula, y espero que la que encuentre sea buena. Si quieres encontrar una fórmula satisfactoria, has de empezar ocupándote de cosas que puedan ser reducidas a fórmulas exactas. La vocación de buscar a Dios no es una de ellas. Ni la existencia. Ni el espíritu del ser humano. Obviamente, hay algo de verdad en el hecho de que mi psicología es la de un intelectual burgués parcialmente predeterminada por factores económicos. Esta no es la formulación de un problema que lleve implícita (en su mismo enunciado) una solución. Se trata, simplemente, de un desafío: ¿No estoy acaso en condiciones de demostrar con

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mis obras que puedo liberarme de ese supuesto determinismo y elevarme por encima de él? Esto ya arroja nueva luz sobre la lucha que estoy manteniendo aquí: es una lucha contra el determinismo de lo socialmente «dado», el cual condiciona de hecho todo lo demás: las actitudes, las costumbres, los puntos de vista, los conjuntos de valores que, en mayor o menor medida, todos hemos heredado de la clase social en la que nacimos y a los que nos aferramos en general pacíficamente, porque todo ello se esconde bajo una capa de fórmulas religiosas. Es cierto que yo no me peleo en absoluto con las fórmulas, aunque pienso que en general todas ellas admiten una formulación más clara y específica. Mi auténtica lucha es con la psicología, con las actitudes que dichas fórmulas implican y que se pueden leer tan claramente entre líneas. Esta psicología –y no las fórmulas– es la que realmente habla. Sentimiento de culpa y resentimiento contra mí mismo por haber huido a América, un país cuya cultura secretamente desprecio, a pesar de amarlo y necesitarlo. El país del optimismo del abuelo Pop: un optimismo sin fundamentos, simple fachada de la desesperación. De todo esto se reía mi padre, y yo me he identificado personalmente con este mundo, tal vez por cobardía. Sin embargo, al mismo tiempo, mi desprecio es aún mayor con respecto a los valores más decadentes y hueros de la burguesía europea. Así pues, ¿dónde me sitúo yo, de hecho? ¿Tengo el valor de mantenerme sobre mis propios pies o tengo realmente unos pies sobre los que mantenerme? ¿Qué significa en realidad mantenerse de pie? Todos estos problemas alcanzan su punto de ebullición de tiempo en tiempo. Esta ebullición forma parte de mi vida. ¡Gracias sean dadas a Dios por ello! La solución no está en el abandono. Tampoco en el conformismo. ¡Un koan! ¿Qué sonido puede surgir de una mano que golpea contra sí misma? Aquí es donde, en mi opinión, el zen se muestra inteligente: en su ingenuidad psicológica absolutamente fundamental. Esta ingenuidad es inseparable de la pobreza y la sinceridad interiores exigidas por Cristo cuando dice: «¿Podéis creer? Todo es posible para el que cree».

29 de diciembre de 1957 En un mundo con una estructura económica tan compleja como el nuestro, la cuestión de quién es «mi hermano» no puede seguir planteándose en función de los ciudadanos del propio país. Desde el momento en que la economía de otro país está puesta al servicio de los intereses económicos de mi país, yo soy responsable de los ciudadanos de otros países que sufren «necesidad». ¿En qué consiste esta responsabilidad? ¿A qué me obliga,

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de hecho? ¿Tiene razón Marx al afirmar que el mundo capitalista no busca ni puede buscar, en realidad, una respuesta sincera? No tengo más remedio que coincidir con él. De ahí el problema de la cooperación con quienes son objeto de explotación. Un problema aterradoramente difícil. ¿Qué han hecho hasta ahora los teólogos morales para abrir nuevos horizontes? Que yo sepa, nada. De ahí mi obligación de estudiar, en la medida en que me sea posible, cuestiones de historia, de economía, etc. Esta obligación no entra en modo alguno en conflicto con mi vocación «contemplativa». Mientras mi «contemplación» no se vea libre de las artificiales y esterilizantes limitaciones que han condicionado hasta ahora su desarrollo (hasta casi agostarla), yo no puedo ser un «hombre de Dios», porque no puedo vivir en la Verdad, que constituye la primera condición esencial para ser un hombre de Dios. Es absolutamente cierto que aquí, en este monasterio, se nos capacita para eludir sistemáticamente nuestras responsabilidades reales, que en último término son responsabilidades sociales. En todos los tiempos, la responsabilidad social es la piedra de toque de la vida cristiana.

6 de enero de 1958. Epifanía Una hermosa frase cierra el artículo de Paul Evdokimov sobre el icono de la Natividad en Bible et Vie Chrétienne. (Se refiere al ángel que aparece en la parte superior del icono, al lado de la montaña de Dios, y se inclina hacia los hombres). Este es el ángel que nosotros oímos cuando estamos en silencio, y cuando vayamos al cielo su voz nos resultará la más familiar de todas, hasta el punto de parecernos nuestra propia voz. Demasiado bello para comentarlo.

31 de enero de 1958 La otra noche soñé que me encontraba en una tienda en la que se vendía de todo y que de alguna manera estaba vinculada con el monasterio. En la tienda había artículos fabricados en la Unión Soviética; eran objetos lúgubres y cursis que estaban siendo arrojados de la tienda o destruidos; en particular, había lámparas de escritorio muy baratas. Recuerdo cómo recogí algunos de esos objetos para apropiarme de ellos, pensando que, aun cuando sean inútiles, no podía permitirse su destrucción, por ir «contra la pobreza religiosa», especialmente si se tiene en cuenta que tales objetos simbolizaban el trágico sufrimiento de millones de personas anónimas. El encargado de la

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tienda desdeñaba mi selección. Estos artículos habían sido recogidos en «los días en que el padre Placid era ecónomo del monasterio».

4 de febrero de 1958 Belleza de la luz solar cayendo sobre un alto jarrón de claveles rojos y blancos y hojas verdes sobre el altar en la capilla del noviciado. La luz y la sombra de los claveles rojos, especialmente de los oscuros, del mismo color que la sangre, pero sin ser «rojos como sangre», completamente distintos de la sangre. Rojo como un clavel. Esta flor, esta luz, este momento, este silencio = ¡Dominus est, eternidad! Óptimo, porque la flor es ella misma, y la luz es ella misma, y el silencio es él mismo, y yo soy yo mismo. Todo, tal vez, una ilusión, pero eso no importa, puesto que la ilusión es, a pesar de todo, la sombra de una realidad, y realidad es la gracia que subyace a estas luces, estos colores, este silencio. La «simplicidad» que habría mantenido esas flores lejos del altar es, en mi opinión, menos simple que la simplicidad que goza de ellas ahí, pero no necesita, de hecho, que estén ahí.

15 de febrero de 1958. Sábado Esta tarde, de pronto, he visto el significado de mi destino americano. Ha sido uno de esos momentos en que muchas piezas inconexas de la vida y el pensamiento propios adquieren sentido dentro de una unidad mayor por la que uno ha estado suspirando desde hacía tiempo. Mi destino es, sin duda, ser americano. Y no simplemente un americano de los Estados Unidos. Nosotros nos encontramos tan solo en los márgenes de la verdadera América. Yo nunca podré sentirme satisfecho con esta realidad tan parcial que no es casi nada, que es tan pequeña que parece identificarse con unas pocas palabras escritas con tiza en una pizarra y que son tan fáciles de borrar. Yo no he sentido nunca tan intensamente la impermanencia de lo que ahora se considera americano por el hecho de ser norteamericano, o los elementos de estabilidad y permanencia que hay en Sudamérica. Raíces más profundas, raíces indias. Y también las raíces españolas, portuguesas, negras. Las superficiales raíces inglesas no son lo bastante profundas. El árbol acabará cayendo. Ser un americano de Los Andes –conteniendo en mí mismo Kentucky y, al mismo tiempo, Nueva York, aunque Nueva York no es ni será nunca realmente América, que es bastante más grande, profunda y compleja–. América es todavía un continente por descubrir. 123

Waldo Frank ha dicho muchas cosas absurdas y propias de un novato, pero estoy de acuerdo con él en este punto profundo y fundamental: la gran vocación de América, un hemisferio que ha sido llamado y escogido. América tiene su propia vocación, y nadie ajeno a ella puede ayudarla a descubrir esa vocación. Y menos que nadie, Rusia (tal vez Rusia podría introducir en ella una pizca de fermento que hiciera que las cosas empezaran a funcionar; porque, aunque este fermento no sea necesario, ¡actúa poderosamente!). La vocación de América es la vocación de algunos hombres que son llamados y escogidos de entre los pueblos. Depende de ellos. Hombres como Simón Bolívar, que han visto y comprendido algo de esa vocación. En cuanto a propia vocación, habría sido espantoso que hubiera regresado a Europa, concretamente a Italia, a Camaldoli. Habría sido fatal. Mi vocación es americana –ver y comprender y mostrar en mí mismo la vida y las raíces y la fe y el destino y la orientación de todo el hemisferio– como una expresión de algo de Dios, de Cristo, que el mundo todavía no ha averiguado, de algo que solo ahora, después de siglos de historia, está alcanzando la madurez. Los problemas y los peligros (¿a quién le preocupan los peligros?). Ser capaz –en la medida de lo posible– de extender los brazos y abarcar todos los extremos y contenerlos en uno mismo sin confusión: sin eclecticismo, sin diletantismo, sin falso misticismo, sin experimentar divisiones interiores. Ningún fragmento puede empezar siendo suficiente –ni el catolicismo colonial español, ni el republicanismo decimonónico, ni el radicalismo agrario, ni el indigenismo de México–, sino que hay que acogerlo todo ello. Ser uno mismo todo un hemisferio y ayudar a este a tomar conciencia de su propio destino.

28 de febrero de 1958 Ayer resultó ser un día de frustraciones (de escasa importancia, en cualquier caso). Pero, después de todas esas frustraciones, tuve un sueño. Tal vez este último no estuviese relacionado con aquellas. En el porche de la casa de Douglaston, una joven judía me abraza con decidida y virginal pasión. Ella se aferra a mí y no me suelta, y yo, por mi parte, lo acepto gustoso. Veo que se trata de una joven amable y de modales sencillos y sinceros. Reflexiono: «Esta chica pertenece a la misma raza que Santa Ana». Le pregunto cómo se llama, y me dice que su nombre es Proverbio. Le digo que su nombre es hermoso y lleno de significado, pero a ella no parece gustarle mucho. Tal vez los otros se han reído de ella a causa de este nombre. 124

Cuando me despierto, racionalizo mi sueño con verdadera complacencia. «Yo amé la Sabiduría y traté de convertirla en mi esposa». Sabiduría = Sophía (es el sofá en la parte trasera del porche..., etc., etc.). Sin necesidad de explicaciones. Fue un sueño simpático.

4 de marzo de 1958 Querida Proverbio: Durante varios días he estado intentando escribirte esta carta, decirte que no te he olvidado. Tal vez ahora haya transcurrido demasiado tiempo y no sepa ya exactamente qué era lo que deseaba contarte, salvo que, aun cuando entre nosotros hay una gran diferencia de edad y otras muchas diferencias, tú sabes, incluso mejor que yo, que todas esas diferencias no tienen la menor importancia. En realidad, eres tú quien me ha enseñado, para gran sorpresa mía, que es como si esas diferencias no existieran. ¡Qué agradecido te estoy por amar en mí algo que yo consideraba ya desaparecido del todo y a alguien que, según yo pensaba, hacía ya tiempo que había dejado de existir! En ti, querida, aunque no falte quien se sienta tentado a afirmar tu inexistencia, hay una realidad tan real y tan admirable y preciosa como la vida misma. Tengo que cuidar bien mis palabras, porque las palabras no pueden explicar mi amor por ti. No deseo dañar con mis palabras eso que en ti es más real y más puro que en ninguna otra persona del mundo: tu adorable espontaneidad, tu sencillez, la generosidad de tu amor. Pienso que lo que yo deseo decir por encima de todo es que aprecio en ti la revelación de tu soledad virginal. En tu amor maravilloso e inocente estás absolutamente sola: no obstante haberme entregado tu amor, no puedo imaginar por qué. Y con el amor, te has dado a mí tú misma y todo el inocente prodigio de tu soledad. Querida, ¿debería preguntarme a mí mismo seriamente si alguna vez voy a ser digno de semejante regalo? No, no lo soy. Y no porque probablemente yo no pueda ser nunca digno de él, sino en virtud de mi propio amor por ti. Así, pues, te lo doy todo. Queridísima Proverbio, amo tu nombre, su misterio, su sencillez y su secreto, que ni siquiera tú misma pareces apreciar.

19 de marzo de 1958. Fiesta de San José En la ermita de Santa Ana. Hace ya tanto tiempo que estoy aquí... Apenas puedo decir cuánto. La paz y la dulzura peculiares de la tarde del día de San José, la ternura de la misericordia divina, el silencio del aire. ¡Once años desde mi profesión solemne! ¡Catorce años desde mi profesión simple! ¡Qué fantástico! Un halcón con una banda de plumas 125

rojas en el lomo sobrevuela lentamente la granja de Newton, como haciendo su propio y especial silencio en el aire: como si trazase un círculo de silencio en el cielo. ¡Cuántas gracias, aquí en Santa Ana, de las cuales no tuve conocimiento durante los años vividos aquí de forma ininterrumpida, años en los que disfruté de todo lo que deseaba, sin llegar realmente a conocerlo nunca...! Lo que únicamente muestra esa soledad no era exactamente lo que yo deseaba. ¡Qué rico ha sido para mí el silencio de esta casita, que no es otra cosa que un cobertizo para guardar las herramientas, detrás del cual han intentado durante dos años, aunque sin éxito, crear un jardincillo rocoso en la ladera! Ayer, en Louisville, en la esquina de las calles Cuarta y Walnut, comprendí de pronto que yo amaba a todo el mundo y que nadie me era o podía ser totalmente extraño. Fue como si despertase de un sueño: el sueño de mi distanciamiento, de la vocación «especial» de ser diferente. Realmente, mi vocación no me hace diferente del resto de los hombres ni me sitúa en una categoría especial, a no ser de manera artificial, jurídicamente. Yo sigo siendo un miembro de la raza humana, y ningún otro destino es más glorioso para el hombre, si tenemos en cuenta que la Palabra se hizo carne, convirtiéndose también en miembro de la Raza Humana. ¡Gracias, Dios! ¡Gracias, Dios! Yo soy un miembro más de la raza humana, como el resto de los seres humanos. ¡Tengo la inmensa satisfacción de ser un hombre! ¡Como si los sinsabores de nuestra condición pudieran importar realmente cuando empezamos a entender quiénes somos y lo que somos, como si pudiéramos empezar alguna vez a comprender esto en la tierra! No se trata de que yo me demuestre a mí mismo si me gustan o no me gustan las mujeres que veo por la calle. El hecho de haber emitido el voto de castidad no le obliga a uno a razonar sobre este punto: no plantea ninguna cuestión especial. Soy profundamente consciente, no de su belleza (apenas puedo decir que haya visto a una mujer realmente hermosa, de acuerdo con unos criterios especiales), sino de su humanidad, de su feminidad. ¡Pero qué incomprensible belleza se esconde ahí, qué secreta belleza que tal vez habría permanecido inaccesible a mi comprensión si yo no hubiese estado embarcado en otro estilo de vida diferente...! Es como si, en virtud de la castidad, yo hubiera perdido el temor a lo que es más puro en todas las mujeres del mundo y fuese capaz de gustar y sentir la belleza secreta de sus corazones de muchachas caminando a la luz del sol –cada uno de ellos secreto, bueno y hermoso a la vista de Dios–, jamás tocados por nadie, ni por mí ni por otros, tan buenos y tan bellos o más que la vida misma. Porque la feminidad que está presente en cada uno de esos corazones es al mismo tiempo original e inagotablemente fructífera; ella introduce la imagen de Dios en el mundo. En este sentido, cada mujer es Sabiduría y Sophía y Nuestra Señora. (¡Mi delicia es estar con los hijos de los hombres!). Querida Proverbio, he mantenido la promesa y me he abstenido de hablar de ti hasta verte de nuevo. Sabía que, cuando volviese a verte, todo sería muy diferente, en 126

un lugar diferente, de diferente manera, en circunstancias totalmente imprevistas. Nunca olvidaré nuestro encuentro de ayer. El toque de tu mano me convierte en una persona diferente. Estar contigo es descanso y verdad. ¡Solo contigo se encuentran estas cosas, querida niña enviada a mí por Dios! Libros maravillosos por unos cuantos peniques, incluyendo la famosa colección de fotografías The Family of Man por 50 centavos. Todas esas imágenes fabulosas. ¡Sobran las sofisticaciones y las explicaciones! Algunos se escandalizarán, seguramente, si afirmo que todo ese libro es para mí una imagen de Cristo; sin embargo, esa es la verdad. Ahí está Cristo en mi propia especie, en mi propio género: kind, que significa «semejanza» y que significa «amor» y que significa «hijo». Género humano. Especie humana. Semejantes el uno al otro, el querido «género» de los pecadores unidos y abrazados dentro de un solo corazón, una sola bondad, que es el Corazón y la Bondad de Cristo. Yo no busco el pecado en ti, género humano. Tampoco hoy veo pecado en ti (a pesar de que todos somos pecadores). Hay algo demasiado real como para permitir que el pecado continúe pareciendo importante, pareciendo que existe, porque el pecado ha sido eliminado, destruido, ha desaparecido, y únicamente queda el gran secreto compartido por nosotros, a saber, que todos somos un único género. Lo que importa no es lo que fulano o mengano han realizado en su corazón, aislados de los demás, sino el amor que les devuelve de nuevo a todos los otros en un solo Cristo. Este amor no es nuestro amor, sino el amor del esposo divino. Es el poder divino y el gozo divino. Dios es visto y se revela a Sí mismo como hombre, es decir, en nosotros, y no existe otra esperanza de encontrar la sabiduría si no es en la humanidad de Dios: ¡Nuestra propia humanidad transformada en Dios!

20 de abril de 1958 Conclusiones de un día de retiro: 1. Mi destino se funde con el futuro, que es algo que todavía desconozco. El futuro de toda América, la del Norte y la del Sur. 2. Mi tarea es callar y evitar el misticismo político y otras formas de falso misticismo y procurar aprender, abrir los ojos y ver qué es lo que está sucediendo. 3. Aprender a colaborar para que el futuro «siga el camino» emprendido. Evitar unirme a quienes, de una u otra manera, desean que todo se paralice y continúe muerto, o que todo marche de la manera en que ellos piensan que está marchando. 4. Pero ¿puedo yo arrancar una sola hoja de la obra marxista por mantener mi boca cerrada y mis ojos abiertos y atentos a lo que está sucediendo?

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2 de mayo de 1958. San Atanasio En el monasterio o, en todo caso, en el coro, me he estado olvidando de cómo se piensa; y solo desde hace algunos días me he dado plenamente cuenta de lo peligroso que esto puede ser. Me estoy refiriendo a la constante pasividad en que caemos habitualmente. Con independencia de que el ambiente sea franco, y la doctrina creída en ese mismo ambiente limpia, nadie puede permitirse el lujo de mostrarse pasivo y limitar su pensamiento a una simple repetición, en su propia mente, de lo que se dice a su alrededor. No somos tan francos como nosotros pensamos, y nuestra doctrina no es tan pura como esperamos. Por nada del mundo puedo permitirme el lujo de estar pasivo en este lugar. Hemos de preguntarnos constantemente: «¿Qué es lo que en realidad estoy queriendo decir con estas palabras? ¿Digo lo que pienso? ¿He comprendido sus implicaciones? ¿Tengo alguna idea de las consecuencias de lo que estoy diciendo?». En este último tema, soy particularmente malo, pues por lo general pienso sobre el papel; es decir, a menudo no sé en realidad qué pienso hasta que lo tengo expuesto ante mí en blanco y negro: acto seguido, puedo decir si estoy de acuerdo o no con lo escrito.

5 de mayo de 1958 Pienso en el nuevo y necesario combate que se desencadena en mi vida interior. Finalmente, estoy saliendo de la crisálida. Mis años anteriores me parecen extrañamente inertes y negativos, aunque supongo que esa pasividad era necesaria. Ahora experimento el dolor y los contratiempos de luchar, para abrirme paso hacia algo nuevo y mucho más importante. Debo ver y abrazar a Dios en el mundo entero. (Está muy bien decir que he estado viendo a Dios en Sí mismo. Pero no lo he visto. Únicamente lo he estado viendo en un mundo monástico muy pequeño. Y este es demasiado pequeño). He dicho la misa Ad Tollendum Schisma –«Para que se acaben los cismas»–, una de las más hermosas. Esta mañana ha regresado el frío. Muchos pájaros cantando. Las cimas de las colinas aparecen también hoy envueltas en la neblina. A primera hora de la mañana me acuerdo del Doctor Zhivago (que tengo muchas ganas de leer).

22 de junio de 1958

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El convencimiento de que todavía no he empezado a escribir, a pensar, a orar y a vivir, y de que solo ahora empiezo a ser consciente de ello. Gracias a Dios, en última instancia esto es fruto de haber intentando con gran dificultad ser auténticamente libre y estar a solas tan humildemente como pueda, sin aceptar pasivamente todos los patrones y las fórmulas que han sido adoptados por otros. Ahora, por lo menos, practico una selección más amplia entre mis fuentes de inspiración.

25 de julio de 1958 Un pequeño monasterio. 1. Sin un «programa». 2. Sin una tarea especial que realizar. Monjes para vivir, no para ser «monjes» como seres distintos de todos los demás, sino para ser hombres, hijos de Dios. 3. Sin un futuro especial. Sin dinamismo para atraer postulantes. 4. Sin especial reputación o renombre en nada. 5. Un monasterio oculto, no muy conocido tal vez como monasterio. Tal vez incluso sin vestir un hábito especial. Sin edificios claramente identificables. 6. Ciertamente aislado, enclaustrado y desconectado de todo. 7. Con diversos tipos de vida eremítica. Es decir, con la posibilidad de que los monjes vivan en soledad personal durante una parte del año. Especial soledad en épocas señaladas. Adviento, Cuaresma. 8. Integrado por un núcleo de monjes maduros, capaz cada uno de ellos de decidir por sí mismo sobre los ayunos, etc. 9. Interesados por el arte, la música, la literatura, la política... de nuestros días. 10. Trabajo manual, naturalmente. Tal vez algo de enseñanza. Pero sin que su vida se vea excesivamente envuelta en obras y proyectos. Una cosa sensata: Puedo empezar a vivir ahora mismo, en la medida de lo posible, la vida que me gustaría vivir en semejante monasterio y con el mismo espíritu.

3 de agosto de 1958 Romano Guardini apunta magníficas ideas sobre la Providencia, como es habitual en él. Por ejemplo, que la voluntad de Dios no es un «hado» al que tenemos que someternos irremediablemente, sino un acto creativo en nuestra vida que da lugar a algo absolutamente nuevo (o que deja de hacerlo), algo hasta ahora imprevisto por las leyes y 129

pautas establecidas. Nuestra cooperación (buscando en primer lugar el reino de Dios) no consiste únicamente en aceptar las normas, sino en abrir nuestras voluntades a este acto creativo, que debe hacerse realidad en nosotros y por nosotros –por voluntad de Dios. Este es mi gran objetivo: dejar de lado todo lo demás. Yo no deseo limitarme a crear por mí mismo y para mí mismo una vida nueva y un mundo nuevo, sino que deseo que Dios los cree en mí y a través de mí. Esto es decisivo y fundamental. Con este punto de partida, uno no puede ser nunca un mero marxiano comunista. Debo iniciar una nueva vida, y tiene que nacer un mundo nuevo. Pero no gracias a mis planes y a mi agitación.

14 de agosto de 1958. Vigilia de la Asunción He de confesar que echo de menos el trabajo duro. Ayer saboreé lo que es sudar y cansarse cortando con una guadaña las malas hierbas (luchando contra la jungla que crece entre el noviciado y el antiguo molino). Pero me parece que estoy obligado a estudiar y a dedicar al estudio todo el tiempo que razonablemente pueda (en este punto corro el peligro cierto de equivocarme, y en último término, me arriesgo para lo mejor o para lo peor). Soy escritor. Aunque no tengo la intención de escribir tanto en adelante, siento que debo conocer el mundo en el que vivimos y en el que se supone que luchamos en favor del reino de Dios. Hay cosas que no conoceré acerca de mi fe y de mi vocación, si no consigo comprender el comunismo. Y esto he de hacerlo en favor de mí mismo y también de otros. Esto forma parte de mi soledad, que, de hecho, es ahora muy real.

25 de agosto de 1958. Fiesta de San Luis La fuerza que el presente tiene sobre mí. Esta es una de las cosas que han crecido de forma más evidente en mi vida espiritual. ¡Y no son muchas más las cosas que lo han hecho! El resto se difumina, como es normal. Me estoy haciendo mayor. La realidad del ahora – la irrealidad de todo lo demás. La irrealidad de ideas, explicaciones y fórmulas. Yo existo. La irrealidad de todo lo demás. Los cerdos gruñen. Las mariposas bailan juntas –o bailaban juntas hace un momento– contra el cielo azul al final de la leñera. La sierra circular está ahí fuera, medio cubierta con una lona sucia y hecha jirones. Los árboles aparecen frescos y verdes al sol (ayer llovió más). Pequeñas nubes inefablemente bellas, silenciosas y elocuentes sobre los bosques tranquilos. ¡Qué celebración de luz, tranquilidad y gloria...! ¡Esta es mi fiesta, sentado aquí sobre la paja!

27 de septiembre de 1958 130

Es una tarde luminosa: ¿Qué voy a hacer? Me dispongo a trabajar con mi mente y mi pluma, y mientras tanto el cielo es claro y, en fuerte contraste con él, las nubes son pequeñas, blancas y vaporosas. No voy a ensimismarme en mis libros y apuntes. No voy a perderme en esta jungla para salir de aquí borracho y aturdido, sintiendo que el aturdimiento es señal de que he realizado una obra. No voy a escribir como quien lo hace llevado por los instintos, sino libremente, porque soy un escritor, porque para mí escribir es pensar y vivir y, en cierta medida, hasta rezar. Dios me da este tiempo, para que yo pueda vivir en él. No me lo da para hacer algo que no tenga nada que ver con él, sino para que lo ponga a buen recaudo en la eternidad como algo mío. Para que esta tarde sea algo mío en la eternidad, debo hacerla mía ahora, y debo poseerme a mí mismo en ella, no ser poseído por libros, por ideas ajenas, por la obsesión de producir algo que nadie necesita. Simplemente, he de glorificar a Dios aceptando Su don y Su trabajo. Trabajar para Él es trabajar de manera que yo mismo pueda vivir. ¿De qué otra manera he de estudiar a Boris Pasternak, cuya idea central es el carácter sagrado de la vida?

2 de octubre de 1958. Fiesta de los Ángeles Custodios Día espléndido y maravilloso, sol brillante, brisa que hace relucir todas las hojas y las hierbas altas de color bronceado. Ulular del viento en los cedros. Día exultante en el que hasta un charco en la zona de los cerdos brilla como plata auténtica. Finalmente, estoy llegando a la conclusión de que mi ambición suprema es ser lo que ya soy. De que nunca cumpliré mi obligación de superarme a mí mismo si antes no me acepto a mí mismo; y si me acepto plenamente a mí mismo de forma correcta, ya me habré superado a mí mismo. Porque es mi yo rechazado el que se alza en mi camino y continuará haciéndolo hasta que, finalmente, sea aceptado. Una vez aceptado, se convertirá en mi propio escalón para aspirar a lo que está por encima de mí. Porque de esta manera ha hecho Dios al hombre. El pecado original consistió en el esfuerzo del hombre por superarse a sí mismo siendo «semejante a Dios», es decir, desemejante a sí mismo. Pero nuestra semejanza con Dios empieza en uno mismo. Antes de nada, debemos hacernos semejantes a nosotros mismos y dejar de vivir «fuera de nosotros mismos». No me preocupa ya la idea de una fundación –he roto con ella–, a no ser que alguien me la replantee. Si hay una «obra» que pienso que yo debería hacer, he de hacerla aquí. Lo primero de todo es conseguir superar la situación de atasco interior, de manera que me sienta libre para escribir si tengo que hacerlo. He estado viviendo bajo un enorme montón de libros de diversas bibliotecas –de Louisville y de la Universidad de Kentucky–, algunos de ellos útiles, pero la mayoría inútiles. No importa. Había cosas que 131

yo tenía que leer. Ahora es el momento de tomarme tiempo y de digerir todas esas lecturas. Todo se reduce a estos dos puntos: A. Mi tendencia instintiva a considerar como una simplificación excesiva la idea de «perderse uno mismo» al identificarse totalmente con (inmersión en) un grupo como tal: este instinto es bueno. Para ser un hombre de Iglesia he de ser plenamente yo mismo, plenamente responsable y libre ante Dios, y no una «unidad» o un mero «número». B. Mi vocación y mi tarea en este mundo consiste en mantener vivo todo lo que es provechosamente individual y personal para mí, ser un «contemplativo» en el pleno sentido de la palabra y compartir esta vocación con otros, con el fin de dar testimonio de la nobleza de la persona privada y de su primacía sobre el grupo.

12 de octubre de 1958. Domingo El jueves por la tarde, el padre abad me entregó una carta de Pasternak dentro de un sobre de la editorial New Directions: correo aéreo, certificado, pero sin abrir. Yo le expliqué con vehemencia al padre abad que Boris Pasternak era un escritor importante y básicamente religioso. Me di cuenta de que el abad no me creía. O, si lo hizo, hasta cierto punto fue contra su voluntad. La carta era breve, pero muy cordial, y confirmaba mi intuición de la existencia de una comprensión profunda y fundamental entre nosotros. Mi crecimiento personal para poder ver este aspecto es, sin duda, de la mayor importancia: todo depende de la posibilidad de semejante comprensión, que conforma nuestro vínculo interior y es la única base de la verdadera paz y de la auténtica comunidad. Los lazos o vínculos externos, jurídicos, doctrinales, etc., no obtienen nunca ese resultado. Este vínculo me une con incontables personas como Pasternak por todo el mundo (aunque las personas auténticas como Pasternak nunca son «incontables»), y mi vocación está íntimamente ligada a este vínculo y esta comprensión, al servicio de la cual yo también estoy llamado a ser un solitario y a no malgastar mi espíritu en pretensiones que, o bien no se aproximan para nada a la realidad, o bien no tienen nada que ver con ella.

18 de octubre de 1958. Fiesta de San Lucas Han llegado dos cartas de Pasternak. Mi carta y Prometheus han conseguido hacerse entender por él, y al parecer de forma totalmente espontánea. Sobre Prometheus dice que le han gustado especialmente las secciones IV y VII, y que esta última contenía algunos «toques cristosóficos delicadamente individuales». Me gustó mucho este 132

comentario. Le escribiré de nuevo. Pasternak insiste en la idea de que sus primeras obras «carecen de valor». Su corazón está evidentemente con el Doctor Zhivago, al que no cita nunca con el nombre completo. Se refiere a él como Dr. Zh. o «el libro publicado por Pantheon». Hablando con el hermano Lawrence acerca de este tema, he puesto de relieve el hecho extraño y maravilloso de esta comunicación, aparentemente fácil y natural, entre un monje de un monasterio trapense rigurosamente protegido y un poeta sospechoso que vive tras el Telón de Acero. El contacto que mantengo con Pasternak es más estrecho que el que tengo con personas de Louisville o de Bardstown, o incluso que el que me une a monjes de mi propio monasterio. Comparto con él más cosas. Y todo esto mientras nuestros dos países, profundamente hostiles el uno hacia el otro, no tienen nada que comunicarse entre sí..., ¡pero gastan miles de millones tratando de comunicarse con la luna! Este diálogo sencillo y humano con Pasternak y con algunas otras personas de su estilo merece, en mi opinión, miles de sermones y comentarios por la radio. Para mí se trata del verdadero Reino de Dios, que sigue estando tan clara y evidentemente «en medio de nosotros».

25 de noviembre de 1958. Día de retiro Mi zen está en el lento balanceo de las copas de dieciséis pinos. Un palo largo y delgado de un árbol de quince metros de altura se balancea trazando un arco más amplio que todos los demás, y no deja de hacerlo ni siquiera cuando los restantes permanecen quietos. Cientos de pequeños olmos brotando del suelo seco bajo los pinos. Mi reloj entre hojas de roble. Mi camiseta playera sobre la valla de alambre de púas. El viento sopla en el bosque desnudo. El absurdo de cualquier vida que no se viva teniendo presente la muerte. Esta idea me ha impresionado fuertemente leyendo el texto de un escritor y guerrero samurái zen del siglo XVII, citado por D. T. Suzuki. Nuestra gran dignidad se comprueba en la muerte. Quiero decir: nuestra libertad. No hay muerte ordinaria, pero existe una gran diferencia entre evadirse de ella interiormente y hacerle frente con la libertad –es decir, con la aceptación– de un ser humano. Cuando llega el momento de la «separación», el hombre libre pone su pie alegremente en el camino que lo conduce fuera de este mundo. Este es un gran obsequio que nos hacemos a nosotros mismos; no a la muerte, sino a la vida. Y es que quien sabe cómo se ha de morir no solo vive más tiempo en esta vida (¡como si esto importase...!), sino que además vive eternamente en virtud de su libertad. 133

El desamparo del hombre frente a la muerte nunca ha sido más lastimoso que en nuestros días, en que el hombre puede hacerlo todo, menos librarse de dicha muerte. Si fuese incapaz de evitar otras muchas cosas, el hombre estaría mejor preparado para enfrentarse a la muerte. Pero todo nuestro poder no ha hecho sino acrecentar en nosotros la ilusión de que podemos aferrarnos a la vida sin tener que prescindir de nuestro inconsciente temor a la muerte. A la muerte la mantenemos siempre a prudente distancia, tratando inconscientemente de pensar que nosotros mismos estamos fuera de su alcance. Esto genera una tensión insoportable que no tarda en convertirnos a todos en sus víctimas. Quien no teme la muerte está más dispuesto a no huir de ella y, llegado el momento, la afronta debidamente. En este sentido, quien se enfrenta a la muerte puede ser feliz en esta vida y en la otra, mientras que quien no se enfrenta a ella no es feliz ni en esta ni en la otra vida. Esta es una realidad central y básica de la vida, independientemente de que uno sea o deje de ser «creyente». Y es que este acto de «plantar cara» a la muerte implica ya una cierta fe, un cierto grado de rectitud de corazón y la presencia de Cristo, prescindiendo de que uno piense o no en ello. (No me estoy refiriendo aquí a la temeridad de lo que podríamos llamar un «tipo duro», sino tan solo a la sinceridad de una persona honesta, sobria y sensible que se responsabiliza de toda su vida con alegría y libertad).

11 de diciembre de 1958 En la fiesta de la Inmaculada Concepción, cansado y sediento durante la larga misa (el hermano Linus hizo la profesión solemne), me di ánimos preguntándome a mí mismo: «¿Para qué estoy aquí?», desechando todas las respuestas convencionales. La única respuesta satisfactoria es: «¡Para nada!». Estoy aquí gratis, sin un objetivo especial, sin un plan especial. Estoy aquí porque estoy aquí y no en ningún otro lugar. No estoy aquí en virtud de un minucioso ideal monástico, o porque esto sea «lo mejor» (que probablemente no lo es). Simplemente, aquí es donde «Dios me ha puesto». Vivo aquí. Trabajo aquí. La gente que vive en New Haven o más allá de la carretera no necesita disponer de una respuesta especial a la pregunta «¿Para qué estoy yo aquí?». Tengo conciencia de haber respondido de diferente manera en alguno de mis escritos, y lo que he afirmado entonces al respecto sigue siendo válido. Para mí mismo, la única respuesta inteligible es de tipo existencial: estoy aquí gratis, sin motivo especial, sin compromiso alguno, libremente. No tengo razones serias para desear estar en otro sitio, aunque a veces puede que me gustara estar en otro lugar. Lo cierto es que cualquier otro lugar no es donde yo estoy o donde se supone que estoy. El punto decisivo es que este no es un lugar sublimemente maravilloso y especial. De ninguna manera. Tratar de convencerme a mí mismo de ello, después de diecisiete años de vida monástica, sería una locura y una temeridad. Lo decisivo es que no importa 134

demasiado dónde te encuentres, mientras te sientas en paz contigo mismo y vivas tu vida. El lugar no vivirá mi vida por mí, ciertamente, como he podido descubrir, sino que he de vivirlo por mí mismo. Ayer: selección de poemas para una colección de libros de bolsillo que va a publicar la editorial New Directions. He visto que mis mejores poemas son los de la primera época. Pero no puedo volver atrás. El fervor de aquellos días era especial y joven y puede inspirarme en la búsqueda de un fervor nuevo y diferente, más adulto y más profundo. Esto es lo que debo encontrar. Pero no puedo retornar al fervor primitivo ni al ascetismo con que lo acompañaba. El nuevo fervor no estará enraizado en el ascetismo, sino en el humanismo. Lo que ahora ha empezado tiene que crecer, pero no debe nunca buscar la espectacularidad ni preocuparse por llamar la atención –que es lo que inconscientemente hice yo en aquella época, proclamando mi condición de poeta y místico–. Probablemente, ambas cosas eran ciertas, pero no lo bastante profundas, porque entonces eran actitudes excesivamente conscientes en mí. Tengo que escribir y hablar, no como el individuo que se ha distanciado del mundo y desea que el mundo lo sepa, sino como la persona que se ha perdido a sí misma al servicio de la inmensa sabiduría del plan de Dios de revelarse a Sí mismo en el mundo y en el hombre. ¡Cuánto más grande, más profundo, más noble, más auténtico y más escondido resulta este nuevo misticismo, que no se presenta ya como algo trascendente, sino ordinario!

13 de diciembre de 1958. Santa Lucía Mi salida de ayer a la ciudad se convirtió en una especie de «retiro» con motivo de mi decimoséptimo aniversario en el monasterio. Las cosas que escribí el otro día acerca de este tema –lo de estar aquí para nada– pueden pensarse, pero solo con enormes reservas. Realmente, yo estoy aquí para todo. Vivir fuera, «en el mundo», sería realmente una pérdida y un penoso despilfarro. El «despilfarro» de la propia vida en un monasterio es la solución fructífera. Al menos, para mí. La agobiante mezcla de objetos, bienes y actividades sin sentido y la caótica e indiscriminada serie de «cosas» buenas, malas, e indiferentes –libros, revistas ilustradas, comida, bebida, mujeres, tabaco, ropas, juguetes, coches, medicamentos...– reclaman imperiosamente tu atención en cada momento A todo esto añade la «decoración» anónima y despersonalizada de la ciudad durante las Navidades y la gente que corre de allá para acá comprando cosas sin otro motivo aparente que el de que es el momento en que todo el mundo compra cosas. Hacía frío, y paseé arriba y abajo por Bardstown, por las inmediaciones de los almacenes Kroger. Me saludaron un hombre, una mujer y un niño. Pensaba que jamás 135

de los jamases podría yo encontrarle un sentido a la vida fuera del monasterio. Soy un solitario, y con eso está todo dicho. Me gusta la gente, de acuerdo, pero me debo a la soledad. Me encantó estar de nuevo de vuelta y aspirar el dulce aroma de los bosques y escuchar la voz del silencio.

28 de diciembre de 1958. Fiesta de los Santos Inocentes Me siento mejor después de haber dormido durante siete horas seguidas, por variar un poco. Como me había prometido a mí mismo, ayer por la tarde me pasé un buen rato en el bello paraje donde se había elevado la casa Linton. Impresionantes horizontes en los cuatro puntos cardinales, amplio paisaje de extrañas colinas, espacioso cielo abierto con nubes grises por encima de mí y túneles de luz hacia el oeste por detrás de la torre de vigilancia contra incendios. Realmente, el único problema de verdad radica en la aceptación práctica de la soledad que yo mismo he deseado, la soledad del corazón (en comunidad). Toda la dificultad proviene del hecho de que yo no deseo esa soledad con todo mi ser. Una parte de mí pide respeto y consideración: espera que quienes se mueven cerca de mí, al menos en el noviciado, vean las cosas y actúen a mi manera. ¿Hasta qué punto es esto necesario? No tanto como parezco dar yo por sentado. En la casa hace un calor terrible. Me siento fuera cómodamente vestido con ropa de verano y con solo la cogulla de invierno. Dentro de la casa, el calor resulta insoportable. No resisto diez minutos en el coro sin sudar. Lo cual es completamente ridículo: un invernadero para penitentes. ¿Para monjes o para geranios? Esta y otras mil pequeñas experiencias por el estilo me llevan a pensar que la vida aquí se ha vuelto en gran parte absurda. No es que yo sea un asceta terrible, que ciertamente no lo soy. Pero me pregunto una y otra vez en qué medida va a ser posible una genuina y profunda vida espiritual en semejante comunidad. No pongo en tela de juicio, naturalmente, que el individuo pueda llevar ese tipo de vida por su cuenta; pero para conseguirlo tendrá que trazar su propio camino a través de la espesura y no limitarse a seguir a la comunidad. Al menos, este es mi caso. Cada vez voy a verme más obligado a hacer tranquilamente eso tan difícil que ninguna otra persona está en condiciones de hacer ni por mí ni conmigo: vivir realmente mi propia vida interior y buscar a Dios de acuerdo con mi propia vocación, sin combatir ni condenar a otras personas y sin preocuparme por las diferencias que pueda haber entre nosotros en actitudes, ideales, etc. Ahora todos me conocen, y pienso que, en buena medida, están dispuestos a ocuparse de sus asuntos y a dejar que yo me ocupe de los

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míos, excepto, tal vez, en un tema en el que a todos les gusta entrometerse: el tema del noviciado. Ahí no puedo esperar disponer de plena libertad de acción. Si alguna vez tengo la posibilidad de llevar una vida de auténtico solitario, debo desarrollar el sentido y el olfato para no desperdiciarla. Yo no estaba preparado para este tipo de vida en 1955, cuando hice una campaña tan salvaje en favor de esta idea. Y no estoy preparado ahora. En la actualidad, ni estoy preparado para dirigir una comunidad, ni albergo ya el mínimo deseo de empezar una nueva. Espero que cuando llegue mi oportunidad, esté realmente dispuesto a marchar solo. ¡Que Cristo me conceda este gran favor! La noche pasada soñé que el padre Tarcisius, mi vicemaestro, insistía en que los novicios se acercasen a la comunión llevando cada uno de ellos una galleta colgada de una cuerda, a modo de collar.

2 de enero de 1959 Esta mañana he asistido al funeral de Herman Hanekamp, en New Haven. Nos pusimos en camino apenas había amanecido, con toda la escarcha. El cuerpo expuesto en el tanatorio era el de un millonario y gran ejecutivo. Con anterioridad, yo nunca había visto a Herman afeitado, vestido con un terno, y menos aún con cuello y corbata. Parecía uno de los grandes de la tierra. Me ofrecí para llevar el féretro, junto con Andy Boone y Glen Price, un antiguo amigo de Hanekamp (Glen, un hombre alto y fornido, con la cara arrugada como la fachada de un antiguo edificio, pero muy humilde y servicial). También actuaron de portadores del féretro los hermanos Clement y Colman, así como otro hombre con una corbata de lazo. Celebró la misa cantada el padre abad, enfadado conmigo por negarme a hacer de diácono, cuando él me lo pidió en el último momento (porque en el último momento esto se convirtió en un asunto importante, y si yo lo hubiese sabido no habría ido). Cuando salimos del templo al aire libre portando el féretro, la luminosa atmósfera parecía inundada de alegría. En ese momento, un gigantesco tren de mercancías avanzaba veloz por el valle con un ruido potente como el de un ejército. Todo el orgullo del mundo de la industria parecía, en cierta medida, pertenecerle a Herman. ¡Qué curiosa, la obsesión por convencernos de que él era un hombre grande y rico, tremendamente respetado por todo el mundo! Volvimos en coche para enterrarlo en el cementerio que hay fuera de la verja del monasterio. Los bosques desnudos resistían sabios y fuertes al sol, como si se enorgullecieran de algún gran éxito obtenido en secreto con su colaboración y consentimiento. Cuando transportábamos el féretro por el jardincito iluminado por el sol, escuché con exaltación: el canto de las alondras le daban el saludo de bienvenida el segundo día de enero. 137

Lo que ha triunfado aquí no suscita la admiración de nadie. Lo desprecian los mismos monjes, que no pueden por menos de pensar que Herman era un hombre perezoso y poco responsable que no se había tomado en serio el mundo de los negocios, tan importante para todos nosotros. Y ahora, lo que son las cosas..., ¡un magnate de la industria!

15 de marzo de 1959. Domingo de Pasión Una vez más, la noche pasada tuvimos fuertes vientos. Por la mañana, mientras asistíamos al capítulo, estábamos atentos también a los vientos que soplaban fuera. La cruz es una señal de liberación. A esta esperanza me aferro ciegamente. No hay esperanza de libertad que se base únicamente en mí o en el simple acatamiento de lo que aquí se dice y se hace. La libertad implica lucha y fe y oscuridad y una nueva creación a partir de la oscuridad. La oscuridad batallando en medio del viento de marzo. El cielo antes de prima hacia el oeste: nubes oscuras, negras, «a ráfagas», de desplazamiento rápido, tenue acicate de la torre de vigilancia contra incendios contra el negro oeste.

18 de marzo de 1959 Lo viejo y lo nuevo. Para el «hombre viejo» todo es viejo. Él lo ha visto todo, o piensa haberlo visto. Ha perdido la esperanza en todo lo nuevo. Lo que a él le gusta es lo «viejo», a lo que se aferra, temiendo perderlo, aunque, por otra parte, eso no le hace feliz. De este modo, él mismo se mantiene «viejo» y no puede cambiar. No se muestra abierto a ninguna novedad. Su vida está estancada y es vana. Sin embargo, puede moverse mucho de un lado para otro, aunque se trata de cambios que no conducen a ninguna parte. Como dice el refrán francés: Plus ça change, plus c’est la même chose [es decir, «cambiarlo todo, para que todo siga igual»]. Para el «hombre nuevo», todo es nuevo. Incluso lo viejo se transforma en el Espíritu Santo y se conserva siempre nuevo. No hay nada a lo que aferrarse. No hay nada que esperar de aquello que ya forma parte del pasado. No es nada. El hombre nuevo es el que es capaz de encontrar realidad allí donde esta no puede verse con los ojos de la carne –donde no lo es todavía–, donde la realidad se hace presente en el momento en que él la ve. Y donde la realidad no existiría (al menos para él) si él no la viese.

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El hombre nuevo vive en un mundo que siempre está en proceso de creación y renovación. Vive en este ámbito de renovación y creación. Vive en la vida. El hombre viejo vive sin vida. Vive en la muerte y se aferra a algo que ha muerto precisamente porque él se aferra a ello. Sin embargo, está loco por cambiar, como si luchara con los lazos de la muerte. Su lucha es miserable y no puede sustituir a la vida. Después de la comunión, pensaba yo hoy en estas cosas cuando, de repente, comprendí que en lo más hondo de mí –y durante mucho tiempo– había perdido la esperanza en «todo lo nuevo». ¡Qué loco había sido cuando, de hecho, la novedad está ahí a todas horas! Se cumple ahora un año desde que empecé a recoger información sobre Pasternak en una lectura ocasional de la revista Encounter que yo había adquirido en Louisville: la entrevista de Gerd Ruge. (Lo primero que Pasternak le había echado en cara al periodista era que fuese «tan joven y, sin embargo, tan decrépito»).

3 de mayo de 1959. Día de retiro «El poder secreto del mensaje radica en la libertad para hablar de todo, independientemente de cómo se hable, pero siempre al servicio del Único, del Otro. Se ha de trascender lo puramente sociológico, y hay que saber situarse más allá de dicho nivel para proclamar la justicia al servicio de la Verdad Santa» (Paul Evdokimov, «Message aux Églises», en Dieu Vivant, XV). Lo que estoy leyendo ahora fue escrito hace diez años. Aquí está la solución. ¿Soy yo lo bastante sabio para aplicarla? Lax y Reinhardt estuvieron por aquí el último fin de semana. Bob Giroux, ayer. Mientras tanto, yo tuve que ir a Lebanon para que me extrajeran un diente con caries un hermoso día de primavera (el jueves, día 30 de abril). Hoy he tenido que entregar el capítulo del congreso: sobre la voluntad de Dios, José, etc. Es como si fuese verano. O, mejor, es verano, aunque los árboles no han alcanzado aún su pleno desarrollo. La cuestión es que, cuando la gente viene a verme, no se siente realmente edificada. Tengo que afrontar este hecho, realmente perturbador. Significa que realmente yo no soy ni un monje ni un cristiano. Es perfectamente legítimo abandonar formas exteriores inválidas. Pero ¿hay algo dentro? Pienso que tal vez no. Realmente necesito orar con dolor de corazón. Y una idea más humilde de cómo ir por ahí diciendo y haciendo lo que digo y hago. Trato de actuar como si fuera un sabio, y no tengo temor de Dios, sin el cual no es posible iniciarse en la sabiduría. Demando misericordia, pero fríamente. ¿Qué será de mí? Madre de la Misericordia y la Sabiduría, ten piedad de mí, pecador.

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12 de mayo de 1959 ¡Qué lejos he estado cada día de la verdad, malgastando mi tiempo en la búsqueda infructuosa de algo! Lo que yo busco es, simplemente ser, y aquí hay cosas que son. Esto es la paja, esto es la lluvia, esto es el silencio... Oprimido con palabras, con la falsedad y la futilidad de la mayor parte de las cosas que les digo a los demás. ¿Qué espero yo encontrar efectivamente en las palabras que les dirijo? ¿Qué es lo que tomo a mal por no encontrarlo? No tengo nada que decir. ¡Qué feliz sería yo admitiendo esto último en la práctica! Pero creo que todos los seres humanos, en todas las épocas, esperan que alguien les diga algo. ¡Qué loco he sido creyéndome a mí mismo un sabio! Y ahora no me atrevo a guardar silencio, a pesar de que no tengo nada que decir.

28 de mayo de 1959. Corpus Christi Tranquila lectura por la mañana en la leñera (por primera vez en diecisiete años, no tuvo nada que ver con decorados y adornos). Mañana clara y fría. Más tarde llegó el calor. Lectura de El destino del hombre, de Berdiáyev, que en mi opinión es la mejor obra del autor ruso. En un cielo sin nubes, dos lustrosos ejemplares de martín pescador se perseguían mutuamente en un amplio arco sobre el cauce que hace moverse al molino. ¿Qué ha sido de mi petición oficial de dejar Gethsemani para unirme a Dom Gregorio en su monasterio de Cuernavaca, México? Espero con impaciencia noticias de Dom Gregorio y del obispo. Sospecho a veces que la carta ha podido ser retenida, aunque iba marcada con la etiqueta «asunto de conciencia». Y, sin embargo, me siento indiferente al respecto. ¡Qué poco preparado estoy para empezar una nueva vida! Pero eso no importa. Es necesaria más oración. También oración incómoda, no solo sentado bajo un árbol. ¡Cuánto dudo a la hora de creer que esto pueda ocurrir algún día! ¿Significa esto, acaso, que la cosa no me interesa realmente? Me preocupan los efectos que pueda tener mi salida. Será interpretada como un simple abandono y un «retornar al mundo». Como una renuncia a mi vocación. En cierto sentido, es una renuncia al monasterio, porque este tipo de vida ya no me satisface. De ser así las cosas, mi actitud ha de ser naturalmente favorable al abandono de esa vida así interpretada, aunque no es esa mi intención ni mi deseo. Sin embargo, ¿estoy yo realmente tan insatisfecho? La pregunta casi no tiene 140

respuesta posible. A menudo estoy convencido de no tener por mi parte «nada en común» con Dom James y con los ideales de la orden en el momento actual. ¿En qué medida es esto una evasión? Ciertamente, no hay nada malo en el hecho de pasar estas tardes en los bosques (pero ¿qué tienen ellas que ver con los ideales de la orden?). La verdad es que algo inexplicable me aleja de este lugar, algo indefinible hace que me sienta incómodo aquí (no digo que yo sea infeliz). Siempre la vieja historia de que «algo falta». Pero ¿qué? ¿Se trata de algo esencial? ¿No habrá siempre «algo que falta»? En cualquier caso, siempre ese deseo apremiante de «seguir adelante», de abandonar, de largarse hacia un país extraño y comenzar una nueva vida. Tal vez esto sea inevitable, un simple deseo que uno mismo supone tener, sin que se realice nunca. Ese tipo de deseo me trajo a este lugar. Tal vez, en realidad, lo que yo deseo es liberarme de los ideales y de una imagen mental del monaquismo y vivir del mejor modo posible: simplemente, vivir.

14 de junio de 1959. Cuarto domingo después de Pentecostés Mañana hermosa, fresca y clara. Escribo estas líneas después de celebrar la misa. Tengo la sensación de que, durante la misa y la acción de gracias, se me ha resuelto espontáneamente una de las grandes ambigüedades. El hecho es que yo no deseo pura y simplemente «ser un ermitaño», o llevar una vida pura e idealmente contemplativa. Al mismo tiempo, deseo romper con todas las apariencias y las pretensiones, con toda la hipocresía ostentosa y latente de la comunidad monástica en la que vivo. Sin embargo, lo que yo ando buscando es una vida auténticamente solitaria, sencilla y primitiva, sin especiales etiquetas con las que definirla. En ella tiene que haber amor. Pero no un amor abstracto, sino un amor real a personas reales. La conclusión, pues, es que Dios me está llamando a un tipo de soledad misionera: una vida aislada en algún lugar lejano y primitivo, entre gente primitiva y sencilla, de cuyas necesidades espirituales me ocuparía yo de alguna manera. No una simple vida misionera ni o una vida solitaria pura y dura, sino una combinación de ambas. No es ninguna tontería pedir permiso para vivir aquí como ermitaño, dando pábulo a todo tipo de preguntas inútiles y pretextos sobre lo que ello podría implicar, porque me enredaría en una complicada red de mentiras a cambio de una pizca de verdad. 141

No es ninguna tontería presentar este asunto como un «deseo de mayor soledad», o de una soledad más auténtica que la que ya entraña nuestra vida en comunidad. (Me refiero a este monasterio concreto. No estoy condenando la vida monástica, ni mucho menos. Tal vez yo mismo vaya a terminar con una comunidad cuasi monástica a mi alrededor. ¡Pero sin formas rígidas!).

16 de junio de 1959. Fiesta de Santa Lutgarda El gran problema de esta crisis que afecta a mi vocación es evitar pasar de una ficción a otra: de la ficción comunitaria, que nosotros anhelamos como grupo, a la ficción privada, que yo anhelo como individuo. Cuanto más me detengo con mi deseo en una «solución», tanto más envuelto me veo en una nueva ficción de mi propia cosecha. Puedo decir sin rodeos que ello se debe al inmenso hastío que genera el mantenimiento de la falsedad. La verdad es que casi todo lo que yo hago para «solucionar» el problema se convierte en un tipo de acto simbólico sustitutivo de otra cosa, más real y más concreta, que no sé cómo hacer. De ahí el ritual de escribir cartas a obispos y vicarios apostólicos (estas cartas son ya demasiado numerosas). Es imposible decir qué debo hacer. La situación es un tanto difusa, y todo resulta incierto. ¿Hay alguna esperanza de empezar obteniendo una dispensa de Roma? Sería desastroso armar un revuelo oficial para no sacar nada en limpio de todo ello. Cada vez comprendo con mayor claridad que, en realidad, lo que yo estoy buscando es una solución espiritual y mística que, para ser realmente completa, puede requerir un acto exterior, un cambio geográfico. Pero no cabe esperar que un acto legal pueda resolver un problema espiritual. Tal vez para lo único que sirva sea para desbrozar el camino. Cuanto más pensamiento, más silencio y más paciencia ponga de mi parte para solucionar este problema, tanto mejor.

21 de junio de 1959 Solsticio de verano. El asunto de la vocación me está deprimiendo. La pasada noche no pude pegar ojo, tumbado en la cama y pensando en ese tema. Trato de evitar que mi mente se entretenga en valorar las ventajas y las desventajas de cada proyecto. Al final, todo el asunto resulta completamente absurdo. Al proyecto al que dedico menos atención es, justamente, al primero de todos, propuesto por Dom Gregorio: ir con él a Cuernavaca y, una vez allí..., «ver».

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Tal vez lo que me está desconcertando es el miedo a la incertidumbre. Si todo el asunto es realmente serio –es decir, si mi deseo de abandonar esto fuera tan serio–, la incertidumbre no me importaría. Pero el hecho –que sin duda debo afrontar– es que no tengo motivos realmente positivos y fuertes para lanzarme a algo completamente nuevo. Simplemente, no estoy lo bastante interesado en «iniciar algo». Veo cada vez con mayor claridad la inutilidad, el absurdo, de convertirme simplemente en un «sacerdote de parroquia» en algún lugar aislado. (Naturalmente, esa idea no es la de Dom Gregorio, sino la que se me ocurrió a mí más tarde). Yo no deseo especialmente vivir en México, ni como ermitaño ni de otra manera. Adondequiera que vaya como «ermitaño», estaré a merced de todo aquel que escriba, naturalmente, y me moleste. Paradójicamente, aquí puedo organizar mi tiempo. Se plantea la pregunta: ¿Sería más sensato y más auténtico verse uno mismo «molestado» por personas con problemas reales que cumplimentar una serie de actos rutinarios de la comunidad que le ocupan a uno todo el día en un monasterio? En caso de planteárseme, la pregunta acerca de qué es lo que realmente deseo hacer se reduce a la pregunta acerca de qué he hecho las mejores tardes de la última semana. Largas horas de silencio en los bosques, un poco de lectura, mucha meditación, paseos arriba y abajo caminando descalzo por la alfombra de hojas de los pinos. Si lo que ando buscando es más de eso mismo, ¿por qué no pido simplemente «más de eso»? Es la solución más fácil, la petición con más probabilidades de ser atendida y la única que no implica ningún problema, ni para mí ni para los superiores ni para la orden. ¡Ni gloria ni líos! Por otra parte, ¿es eso honesto?; ¿y es vida interior? ¿O es simplemente una forma de huir de la rutina de la comunidad, de la misma manera que un trabajador elude la fábrica durante un fin de semana y se va a nadar a Coney Island? Al aceptar la huida, ¿estoy cediendo y rindiéndome a la rutina? Es esto serio. Y más seria aún es la pregunta acerca de si no me habrá destruido ya la rutina hasta el punto de que, en el momento actual, lo único que puedo hacer es aceptar la situación, aunque con las oportunas evasiones.

28 de junio de 1959 He abierto una nueva versión inglesa del Maestro Eckhart e inmediatamente tropiezo con el texto siguiente: «La obediencia no tiene preocupaciones y no carece de bendiciones. Siendo obediente, si un hombre se purifica a sí mismo, Dios vendrá a él al momento. Porque, 143

donde él no tiene voluntad propia, Dios mandará por él lo que Dios mandaría por Sí mismo. Cuando yo no escojo por mí mismo, Dios escoge por mí». Estoy seguro de que desde el principio ha sido una tentación pensar que mi permanencia aquí, donde a mí me gusta rezar en los bosques, podría interpretarse como una concesión al egoísmo. Sí, me gusta. Pero lo importante es que se trata de lo que Dios ha escogido para mí. Por consiguiente, yo no puedo realmente dejar esto para ir a cualquier otro lugar, a menos que Dios me indique claramente que ese es su deseo para mí. De momento, nada de esto resulta claro. «Un corazón puro es aquel que vive sin trabas, despreocupado, sin compromisos, que no desea seguir su propio camino en nada, sino que más bien, habiéndose negado a sí mismo, vive inmerso en la voluntad amorosa de Dios». No puedo ser fiel a lo que es más profundo y más genuino en mi vida, si no empiezo siendo fiel a este principio.

18 de agosto de 1959 ¿Qué necesito en realidad? Pregunta difícil de responder. Esta mañana no necesito nada. Tal vez lo que tengo ahora es lo que necesito en otras ocasiones: ocio, tiempo para pensar, tiempo para contemplar las colinas, los caballos en la lejana pradera con su hermoso color castaño (llamarlo «dorado» sería ofensivo). Necesito algo que vaya más allá de mi capacidad de conocer. Si lo llamo soledad, lo confundo con otra cosa. Silencio, una vida primitiva. Lo que yo necesito –en la medida en que yo mismo puedo interpretar el deseo de mi corazón– es hacer un viaje a un lugar primitivo, entre gentes primitivas, y allí morir. Se trata, al mismo tiempo, de salir y de «volver». Salir hacia algún lugar donde no haya estado nunca o adonde nunca haya pensado ir: un viaje de ida en el que soy guiado por Dios; un viaje en el que dejo todo cuanto tengo ahora. Siento que, de no hacer esto, mi vida espiritual está en su recta final.

22 de septiembre de 1959 Lo único necesario es una verdadera vida interior y espiritual, un verdadero crecimiento en independencia, en profundidad, en una nueva dirección. En cualquier dirección que Dios me señale. Mi obligación es empujar hacia adelante, crecer interiormente, orar, romper las ataduras y desafiar los temores; crecer en la fe, que tiene su propia soledad; buscar una perspectiva totalmente nueva y una nueva dimensión en mi vida. Explorar

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nuevos horizontes a toda costa; desear esto y dejar que el Espíritu Santo se preocupe de lo demás. Pero desear realmente esto y trabajar por hacerlo realidad.

19 de noviembre de 1959 Tengo un koan sobre el que seguir trabajando: «¿Quién es este que desea ir a México?». ¿Me pregunto qué está sucediendo en Roma? Tener claros los motivos; o, más bien, ponerlos por escrito: 1. Realmente deseo vivir solo, de manera sencilla, y dedicarme al pensamiento y la oración. 2. Nada de máquina de escribir. 3. Libros estrictamente seleccionados. Unos 100. De manera especial, me gustaría trabajar en la Philokalía. 4. Renuncio a toda comodidad, a la fama, a la seguridad, a las amistades americanas, que me atan aquí y me convierten en parte de la falsedad y la injusticia colectivas de esta sociedad. Renuncio a este tipo de cenobitismo.

23 de noviembre de 1959 Después de cenar, estuve contemplando las colinas y los bosques y, con cierto sobresalto, me di cuenta de que quizá dentro de dos semanas los vea por última vez en mi vida. Esta experiencia es como la muerte, pero así ha de ser. Me parece casi imposible: no volver a ver estos bosques. Otros bosques no serán lo mismo. La novedad, el exilio, lo esencial. He de estar totalmente decidido al respecto y no permitir que el suave abrazo de esta «madre» me aprisione emocionalmente: este silencioso y apacible círculo de colinas que me ha alegrado la vida durante dieciocho años y cuyos secretos he llegado a conocer tal vez mejor que nadie aquí (muchos de los monjes apenas saben que hay un bosque alrededor de la abadía). Esto es algo que realmente me hará sufrir. Hacerme a la idea, adaptar mi mente a esto, exige verdadera determinación, especialmente en los salmos. Pero se trata de una «muerte» necesaria, de la ruptura con una de las pocas cosas que de verdad amo profunda y puramente. También he comprendido las muchas y diversas maneras en que he fallado aquí: he fallado en el amor. He sido débil en el amor y, poco a poco, he ido rompiendo con la comunidad, porque no he tenido fuerza para amarla con todos sus defectos y con todos 145

mis defectos: todos mis defectos, que necesariamente salen a relucir en esta situación incómoda y artificial. Sin embargo, preferiría morir de esta manera antes de experimentar la verdadera muerte. No me gustaría morir en este monasterio. Ello significaría que me he rendido por completo a la mediocridad. Pero, naturalmente, importa poco dónde vayas a morir de hecho. En cualquier caso, yo amo realmente a esta comunidad, aunque no consiga expresar mi amor con palabras. Por lo tanto, es mejor para ellos que yo salga de aquí.

2 de diciembre de 1959 Aunque la espera me impacienta, sé que necesito esperar. Cada día que espero es un mejor comienzo de una preparación. Aunque son muchas las cosas que distraen mi atención de lo único importante. Ayer fue el aniversario de la muerte de Charles de Foucauld. Mi misa fue, en parte, por su canonización; en parte, por mi proyecto mexicano, y, en parte, por los novicios. Hoy, visita a los Wasserman y sus amigos. Apenas podía hablar. Sin embargo, hablar es también una preparación. Tendré que encontrarme con personas nuevas, temporalmente, antes de instalarme en la soledad. Las grandes razones en favor de la soledad: las verdaderas perspectivas –abandono del «mundo»– incluso del mundo monástico, con sus negocios, sus vanidades, su superficialidad. Cada vez veo más claramente la necesidad de abandonar mi ridícula «carrera» de periodista religioso. ¡Basta ya de escribir con vistas a la publicación, excepto poemas y meditaciones creativas! Soledad – testimonio en favor de Cristo – vacío.

10 de diciembre de 1959 Finalmente, he encontrado tiempo para leer el admirable librito de Josef Pieper, El ocio y la vida intelectual. Es muy sólido y, con independencia de sus falsos puntos de vista, no deberíamos tachar de «pagana» su visión de la contemplación, como si ella hubiera de excluir la contemplación «cristiana». Una cosa es segura: en este monasterio no tenemos, de hecho, fe alguna en el valor básico del otium sanctum, el «ocio santo». Nosotros únicamente creemos en lo difícil y lo desagradable. Este es el motivo por el que nosotros, en la práctica, odiamos la vida contemplativa y la destruimos con una actividad ininterrumpida.

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Ellos han fomentado la mecanización en el edificio dedicado a la fabricación de quesos. Todo el mundo estaba emocionado con los pedidos. «¡Yo vi uno saliendo para la Sra. Irving Berlin!», dijo un asombrado novicio. Finalmente, hemos justificado nuestra existencia.

17 de diciembre de 1959 Ayer, cuando menos lo esperaba, llegó una carta de Roma. Era un sobre grande. Había llegado por correo marítimo-terrestre. Un sobre excesivamente grande. Lo llevé conmigo al noviciado y leí la carta teniéndola sobre las rodillas ante el Santísimo Sacramento. Decía «No». Era una carta larga, personal, detallada –de hecho, una carta muy sutil–, firmada por el Cardenal Prefecto y refrendada por el Cardenal Larraona. Dos cardenales. ¿Podía haber algo más definitivo y más oficial? ¿Podía haber algo más terminante? Ellos lo sentían muchísimo. Deseaban encontrar las palabras adecuadas para derramar bálsamo sobre ciertas heridas. Pero mi partida iba sin duda a desconcertar a muchas personas, tanto dentro de la orden como fuera de ella. Estaban de acuerdo con mis superiores en que yo no tenía vocación para la vida eremítica. Por consiguiente, me pedían que permaneciese en el monasterio en que Dios me había puesto, y encontraría la soledad interior. Era una carta seria, para ser tomada en serio. No sentí ni ira ni deseos de insumisión. La carta era demasiado obvia. Solo cabía aceptarla. Mi primera reacción fue de alivio, porque finalmente el problema había quedado zanjado. Tuve que dar una conferencia a los novicios, que resultó un tanto confusa. Más tarde tuve que hablar por teléfono con Victor Hammer, que venía a verme el sábado, y me dijo que, por una vía indirecta de Cuernavaca (México), había oído que se me había concedido el indulto. Pero yo sabía que eso era imposible. La carta de Roma llevaba la fecha del 7 de diciembre. Lo que me choca es que el problema haya quedado zanjado. Ha quedado zanjado de una manera más amplia y más profunda que por la simple vía de la negación. No se trata simplemente de que yo deba permanecer aquí. Después de cenar me senté solo afuera. Muy tranquilo. De hecho, es una solución, aunque yo todavía no sé hasta qué punto lo es. Una especie de anestesia. Ciertamente, yo mismo me he sorprendido de no haberme alterado en absoluto y de no sentir el más ligero contratiempo. Más bien he sentido solo 147

alegría y vacío y libertad. Divertido. Salí afuera solo, bajo una ligera lluvia, a recoger árboles de Navidad para las monjas. ¿Quién se preocupa de algo? Aquí o allí. La carta es obviamente una indicación de la voluntad de Dios, y yo la acepto plenamente. Por tanto, ¿qué? Nada. Árboles, colinas, lluvia. Oración mucho más ligera, mucho más libre, más despreocupada. Me han quitado un enorme peso de las espaldas. Una montaña de México que yo mismo había escogido. De hecho, lo que se desprende es que yo tendré sin duda soledad, pero solo en virtud de un milagro y no por mi propio esfuerzo. ¿Dónde? Aquí o allí da lo mismo. En algún lugar, en ningún lugar, más allá de todos los «dóndes». Soledad fuera de la geografía o en ella. No importa. En mi camino de vuelta, di un rodeo por una esquina del bosque, y el monasterio desapareció de mi vista. Me vi libre de él. Recordé la angustia y el resentimiento con que había contemplado esa misma visión en marzo de 1947, antes de mi profesión solemne. Naturalmente, voy a responder a la carta y quiero aprovechar la oportunidad para explicar que mi idea no era simplemente la de «ser un ermitaño». Eso no cambiará mucho las cosas. Me desperté a las 12, justamente cuando estaba a punto de beber un batido de leche en un sueño. No conseguía dormirme de nuevo, por lo que a la una de la madrugada decidí bajar para hacer una hora de oración en medio de una oscuridad muy silenciosa. Vacío, silencioso, libre, apertura a la nada. Un puntito de nada, que es lo único real. ¿Qué preguntas? Nada. ¿Qué deseas? Nada. Muy tranquilo y oscuro. El Padre. El Padre. Nada. Nada. Nada. Nada. El lugar de donde me extrajeron el diente ha empezado a dolerme esta mañana.

20 de diciembre de 1959. Cuarto domingo de Adviento El libro de Lax sobre el circo es un impresionante poema, una profecía al estilo de la de Isaías, dotada de una cualidad que simplemente no encuentras en la poesía actual, una sencillez y pureza de amor absolutamente únicas, que no temen expresarse en palabras. El circo como símbolo y sacramento, cosmos e iglesia: el misterio del mundo primitivo, del paraíso en que los seres humanos gozan de habilidades maravillosas y felices, que ejercitan libremente como jugando. Un sacramento también del éschaton, nuestra Jerusalén celestial. La importancia del amor humano en el circo: para hacer bien las cosas. Es uno de los pocos poemas que tienen mucho que decir. Pienso escribir un artículo sobre él.

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Victor y Carolyn Hammer vinieron ayer de visita. Comimos unos bocadillos en el todoterreno, en un campo soleado en las cercanías del lago de aguas poco profundas, bebimos café, comimos manzanas y jengibre. Yo perdí el empaste de un diente. Él volvió para ver la capilla. Albergo una cierta esperanza de que se decida a hacernos un sagrario y los candelabros. Él observaba la capilla sin inspiración alguna y dijo: «Este es un lugar espantoso». Una afirmación profética, muy distinta de las palabras de Jacob utilizadas como introito en la liturgia de la misa de la fiesta de la Dedicación. Pero se ofreció a dejarnos en préstamo uno de sus crucifijos pintados: uno de los que hizo para Kolbsheim. A mí me dio uno de sus pequeños cuchillos japoneses. En su honor, yo hice limpieza en mi habitación. Salí solo para hacerme con tres árboles grandes y uno pequeño en el erial que hay cerca de la granja de Andy Boone. Al atardecer: entrevista con dos postulantes. Un día soleado y feliz, el de ayer.

26 de diciembre de 1959. Día de San Esteban Me había estado temiendo que esta Navidad fuera tan espantosa como la del año pasado, pero ha sido tranquila y neutral. Interiormente, yo he estado frío y resignado en medio de las muchas cosas absurdas de la comunidad, pero también me he sentido más unido a los hermanos en el plano puramente humano, en el que no cabe el absurdo. En otras palabras, la afectación me mata. Cuando puedo evitar los mitos y los fingimientos oficiales, todo es relativamente sensato. El 22, único día soleado desde hace mucho tiempo, me llegué hasta Lexington para recoger el crucifijo de Victor y volví con dos. Al regresar, decidí repentinamente ir a Shakertown, la ciudad de los shakers. La aproximación se realiza desde el oeste, atravesando la zona de los grandes sicómoros que hay al pie de la colina, después de pasar el largo cercado de piedra que rodea la vieja casa de la comunidad en Pleasant Hill. Solo estaba abierta la casa de huéspedes, y en un primer momento no me encontré con nadie por allí. La maravillosa escalera doble de caracol que lleva hasta la misteriosa claridad de una cúpula que se eleva sobre el tejado. Las habitaciones vacías del tercer piso, con nombres garabateados por todas las paredes, la consabida profanación, apacibles rayos de sol filtrándose en el interior, un enorme cedro del Líbano fuera frente a una de las ventanas. Llegó el Sr. Renfrew y hablamos. Él se lamentaba de la falta de agua. No podía venir nadie, porque no se habían instalado las cañerías. «¿A quién le importa?», dije yo. «A todo el mundo», respondió él. Todas las otras casas están cerradas con llave. 149

Solo en la casa del centro familiar hay mobiliario de los shakers. Intenté entrar, y un anciano de aspecto deprimido que vivía en la parte trasera me dijo secamente «que estaba cerrado con llave». Él llenaba un cubo con agua que sacaba de una bomba que había en el patio. ¡Nada de cañerías, como usted puede ver! El Sr. R. extrajo de un escritorio de tapa corrediza un ejemplar desaliñado del Rollo Sagrado, la Biblia de los shakers, lleno de inspiraciones, que yo recogí y traje conmigo a casa, pero que apenas he podido mirar por encima. Los campos vacíos, los grandes árboles. ¡Cómo me gustaría explorar esas casas y escuchar ese silencio! A pesar del deterioro y la desesperación generales, aquí sigue habiendo alegría y sencillez. Los shakers me fascinan. La madre Ann Lee pensó que ella era Sophía (Sabiduría). El rol de los sexos en su misticismo. El baile puro, embelesado, inmaculado, eliminando el sexo de su vida. Los danzantes. ¡Dios mío, ellos al menos tenían el sentido de la danza! Me propongo estudiarlos. Cuando llegué a casa por la noche y me fui a la cama, pensé que iba a tener sueños proféticos. Solo soñé algo acerca de un chico de color que había venido desde muy lejos para ser mi amigo. Todo lo demás que hubiera podido soñar lo he olvidado.

29 de diciembre de 1959. Fiesta de los Santos Inocentes Ayer por la noche les leí a los novicios parte del texto que dedicó Péguy al «Misterio de los Santos Inocentes». Y el día de San Esteban, estando yo solo en la leñera, leí algo de Emily Dickinson, de mi propia carne y sangre, una rebelde tranquila de un estilo parecido al mío, que combatió en favor de la verdad contra tópicos y formalidades, que luchó por la independencia del espíritu, tal vez equivocadamente –¡qué demonios!–, pero tal vez también con razón. ¿Quién más dijo algo en Amherst en 1859 que merezca ser recordado? ¿Quién más dijo algo que en la actualidad permanezca vivo y natural? Emily Dickinson hizo algo verdaderamente grande: se escondió y se negó en redondo a tratar con nadie que no la apreciara y aceptara tal como era, sin intentar en modo alguno cambiarla. Hubo, sin embargo, quien la «conoció» y la «vio». Ella se dio completamente a personas de otras edades y lugares que nunca la vieron, pero que, en cualquier caso, pudieron recibir su regalo, independientemente del tiempo y del espacio. Es como abrazarse a un ángel.

31 de diciembre de 1959 Última noche del año: un Miserere, la oración para pedir misericordia, y un Te Deum, la oración para dar gracias. 150

No miro hacia atrás rememorando lo que ha sido este año. Tampoco miro hacia adelante, hacia lo que será el año entrante. No me pone nervioso el hecho de detenerme en un umbral imaginario. Hoy me han dado permiso para que asista en varias ocasiones a la consulta del Dr. James Wygal, en Louisville, pues estoy seguro de que el razonamiento del padre abad ante la congregación se basaba en un par de extravagantes observaciones hechas por Gregory Zilboorg: por ejemplo, que era probable que yo me marchase con una mujer y dejase la Iglesia, etc. No me inquietaría en absoluto descubrir que tal vez esté padeciendo algún tipo de inestabilidad neurótica o algo por el estilo. Aunque no creo que sea ese mi caso.

31 de enero de 1960 Nunca pensé que alguna vez iba a celebrar una cosa tan seria como el cuarenta y cinco cumpleaños. Pero así ha sido. ¿Por qué he estado siempre medio convencido de que moriría joven? Tal vez por una especie de superstición: el temor a admitir una esperanza de vida que, una vez admitida, podía verse defraudada. Hasta ahora «he vivido» un importante tramo de vida, y este hecho, sea o no importante, nada puede cambiarlo. Es algo cierto, infalible, aunque también eso sea solo una especie de sueño. Si no llego a cumplir los sesenta y cinco, importa menos. Puedo relajarme. La vida es un don del que me alegro: no maldigo el día en que nací. Al contrario, si no hubiese nacido, nunca habría tenido amigos que amar y que me amasen, nunca habría cometido errores de los que aprender, nunca habría visto nuevos países. Por lo que se refiere a los sufrimientos que yo haya podido padecer, son algo intrascendente y forman parte, en realidad, del gran bien que ha sido –y espero que siga siendo– la vida. Después de todo –de pronto he caído en la cuenta de ello–, a los 45 años uno es todavía joven.

2 de febrero de 1960. Fiesta de la Purificación Al fin, tenemos un poco de sol, lo bastante como para poder sentarnos en los bosques. Que es lo que yo hago. No es difícil estar contento al pie de este pino. Pero no me he esforzado lo suficiente para estar contento en comunidad. De hecho, casi me he negado a permitirme a mí mismo estar satisfecho, como si eso fuese peligroso: como si hubiese algo que perder en ello. Como si por estar satisfecho yo fuese a perder mi libertad, a quedar atrapado. De hecho, en el mundo satisfacción y aquiescencia son dos cosas completamente distintas. La satisfacción es una actitud interior que se relaciona con la libertad. Esta depende de la satisfacción, y quien no es capaz de mostrarse satisfecho en la adversidad no puede ser libre. La satisfacción no 151

tiene nada que ver ni con la derrota ni con el compromiso, sino que es la condición de la victoria. Porque, cuando uno está satisfecho, está reconociendo que no necesita más condiciones ni cambiar de situación para ser libre y feliz. En cierto sentido, esto es trascender todo el asunto. Libertad, relajación y una sensación de paz a partir de la meditación activa – meramente como ejercicio– en los bosques. Vivimos sin utilizar suficientemente la inteligencia, o sin utilizarla adecuadamente. Pensamiento forzado, obsesivo, que no es pensamiento, sino verbalización al servicio de la conformidad. «Tengo que ocuparme en las cosas de mi Padre». El deseo constante de interioridad, de meditación, el deseo de liberación y pureza, de vacío, es algo que debo seguir siempre, sin tratar de ver adónde conduce. Si lo sigo, me conducirá adonde no puedo prever la plenitud que está esperando. Lealtad a esta llamada única. Todo lo demás es absurdo.

3 de febrero de 1960 Una cosa es segura: he conseguido renunciar a la secreta justificación de mi indolencia y pereza, como si semejantes actitudes personales pudiesen ser una espiritualidad. Mi vida está llena de estúpida vanidad. Espero poder empezar a ser sincero en este punto y, con el tiempo, adquirir un cierto grado de auténtica sinceridad intelectual y espiritual, y no contentarme con una ligera apariencia de honestidad, que por otra parte ni siquiera sirve para convencerme a mí mismo. Para empezar, olvidarme de mí mismo, simplemente no prestar atención a todas horas a mis propios sentimientos y deseos. En segundo lugar, reconocer el pensamiento superficial, los clichés personales que me permiten transigir con mi vanidad sin tener que admitirla. Uno de estos clichés es la tendencia innata –de naturaleza pseudoprofética– a condenar a todo el mundo y a anunciar a cada momento la llegada del Juicio Final. La escatología representa, sin duda, una parte de vital importancia de la revelación cristiana, pero es algo que en mí tiende a convertirse en afectación y vicio, si no estoy muy atento. Por el contrario, lo que yo necesito es el estudio, la paciencia, el esfuerzo y la modestia, que me convertirán en algo que verdaderamente necesito ser: un genuino humanista cristiano. Y esto es necesario para que exista verdadera contemplación, como algo opuesto al iluminismo y al quietismo. Cada día veo esto con mayor claridad. Tengo que empezar leyendo a John Henry Newman, a quien sin motivo he descuidado, como si se tratase de Chesterton. Son dos autores completamente distintos. En principio, personalmente soy mucho más afín a la vanidad y al sentido del absurdo de Chesterton que a la solidez y la brillantez de Newman. Brillantez es una mala palabra. ¡Que yo la use es peligroso! 152

8 de marzo de 1960 Ayer recibí una encantadora carta de una anciana shaker de New Hampshire, en respuesta a una pregunta que yo le había hecho por escrito. Un escueto prospecto conmovedor acerca de cómo los shakers se enfrentan hoy tranquilamente a la extinción, convencidos de que su experiencia no ha constituido un fracaso. También yo comparto esta opinión. El shakerismo es, hasta cierto punto, una señal, un misterio, un extraño y equivocado intento de sinceridad total que pretendió ser demasiado puro y que, a pesar de todo, terminó siendo puro y bueno, aunque absurdo desde muchos puntos de vista. Esta absoluta lealtad es lealtad a una visión que no conduce a ninguna parte. Aunque... ¿es cierto que tales visiones no conducen, de hecho, a ninguna parte? Lo que hicieron los shakers está ahí y fue algo impresionante. A veces me obsesionan la atmósfera y el espíritu, la imagen que crearon, el arquetipo.

18 de marzo de 1960 Día fresco y soleado. La nieve se está fundiendo lentamente. Un avión a reacción realizó un vuelo en picado sobre el monasterio con un espectacular fragor y, acto seguido, empezó a elevarse bellamente hacia el norte, a gran velocidad, con un vuelo que personalmente no pude por menos de amar y admirar. En pocos segundos alcanzó suficiente altura para que los gases de su tubo de escape se convirtieran en una larga estela blanca. Estoy leyendo Al-Hallaj en la versión francesa de Louis Massignon, acerca de la cual le he escrito hoy una carta. Hallaj está en lo cierto: nuestra piedad es tan segura que puede resultar impía. ¡Qué diferencia entre los griegos y este musulmán! Me refiero a los griegos clásicos. Sin embargo, ¡en Esquilo encontramos el mismo tipo de fuego! Tal vez yo haya estado debatiéndome con una idea ilusoria de libertad. ¡Como si en gran medida yo no estuviese condicionado por mi propia historia, la historia de esta comunidad, del país del que me he hecho ciudadano, etc.! En este momento, solo están abiertas para mí algunas avenidas muy limitadas y especiales de libertad, y es inútil seguir peleando cuando no hay salida posible. Esto es verdad no solo exteriormente, sino también interior y espiritualmente. Decir que Dios puede abrir nuevos caminos es tal vez, entre otras cosas, admitir simplemente que Él ha dispuesto la existencia de caminos para mí, aunque yo no esté en condiciones de conocerlos, dado que vivo excesivamente pendiente de caminos imaginarios y experimentales.

25 de marzo de 1960. Fiesta de la Anunciación

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¡Qué poco pienso, realmente! Teniendo en cuenta que escribo mucho, me imagino que pienso mucho, pero no es verdad. Tal vez, lo que yo hago es intentar experimentar cosas, más que pensarlas. No basta. Tal vez si veo menos, pueda aprender a pensar y orar más. Cristo dijo: «Quien me ve a mí ve al Padre». Al vaciarse a Sí mismo para venir a este mundo, Dios no ha dejado simplemente Su realidad en reserva, en un lugar seguro, manifestando únicamente una especie de sombra o símbolo de Sí mismo. Dios se ha vaciado a Sí mismo, y todo Él está en Cristo. Cristo no es simplemente la yema del dedo meñique de la divinidad agitándose en el mundo, fácilmente apartado, nunca amenazado, no arriesgando nunca realmente nada. Dios ha obrado y se ha dado a Sí mismo totalmente, sin división, en la encarnación. No solo se ha convertido en uno de nosotros, sino incluso en el propio yo de cada uno de nosotros.

8 de mayo de 1960. Tercer domingo después de Pascua Feliz mañana de domingo en la celda, que representa todo lo que la tradición dice que representa. ¡Qué elocuentes son estas cuatro paredes y los paisajes de colinas y bosques y destartalados establos más allá de mi ventana! Estoy situado a la altura en que podría estar un estilita; la ventana desciende hasta el suelo; mi cabeza casi toca el bajo techo. Por encima de mí pasan volando pájaros. Me siento al borde del cielo. La luz del sol empapa mis pies. Dispongo aquí de una silla, vieja por cierto, de una mesa de trabajo (mi vieja mesa escritorio) al lado de la cama, de tres iconos y un pequeño crucifijo hecho por Ernesto Cardenal. La lectura constituye aquí una experiencia totalmente diferente que en cualquier otro lugar, como si el silencio y las cuatro paredes lo llenasen todo de significado. Uno está solo, no en guardia, absolutamente relajado y en actitud receptiva. El hecho de tener cuatro paredes y silencio a tu alrededor te facilita la escucha, por decirlo de alguna manera, con los poros de tu piel y la asimilación de la verdad a través de cada una de las partes de tu ser. ¡Dudo que yo hubiera podido estar mejor en México! Estoy haciendo planes para la casa de retiro detrás del establo de las ovejas. El hermano Clement ve con buenos ojos la idea y está trabajando para que se construya; está incluso dispuesto a gastar una buena cantidad de dinero para que sean profesionales quienes se encarguen de esta tarea, porque no quiere encomendársela a los chicos del Colegio Bellarmine.

14 de mayo de 1960. Sábado Después de una semana sin sol, dos luminosas mañanas de mayo. Terminado el capítulo, salí y me senté en el tronco de uno de los pinos que hemos talado estos últimos días en la 154

zona donde se levantará la ermita «Monte de los Olivos». Trataba de pensar cuál sería el mejor plano de la misma. Un plano aceptable para el hermano Clement y, en todo caso, algo más digno que una choza, puesto que es para hacer retiros. Una especie de medio claustro, mirando hacia las colinas, que capte el panorama y su sombra. Y una capilla, un santuario bien ventilado. Estoy pensando en una pequeña torre, a modo de jaula, de manera que el espacio en cuestión disponga de mucho aire y, al mismo tiempo, de sombra y de luz indirecta. No me gustaría nada tener que talar pinos de entre quince y veinte metros de altura, delgados como la hierba y que se balancean sobre el cielo.

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CUARTA PARTE: Los años decisivos: 1960-1963 Nosotros no vemos el camino que nos queda por delante. Parece oscuro, pero Dios es el Señor de todos los destinos, y Su voluntad es amor. Dejemos, pues, de lado todo lo demás y confiemos plenamente en Él, entregándonos nosotros mismos a Su amor, pidiéndole que nos ilumine y nos guíe en el camino de la acción positiva, si es que tal acción es viable. Por lo demás, hemos de tener gran paciencia y una fidelidad inquebrantable a Su voluntad y a nuestros ideales. Carta a Evora Arca de Sardinia, en Witness to Freedom Te ruego, Padre, que me mantengas en este silencio para poder aprender de él la palabra de Tu paz, la palabra de Tu misericordia, la palabra de Tu dulzura para con el mundo, de manera que tal vez a través de mi testimonio Tu palabra de paz pueda hacerse oír en lugares donde desde hace tiempo nadie ha podido escucharla. Investigar la verdad y aprender a sufrir por la verdad. La Luz misma y el consuelo del Espíritu: con eso me basta. Amén. Conjeturas de un espectador culpable

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5 de junio de 1960. Pentecostés Con los ojos irritados, recé el Oficio de forma privada en el noviciado, y de esta manera dispuse de casi dos horas para meditar. Es el primer Pentecostés que he podido saborear plenamente aquí. El Oficio fue también más revelador. ¡Esas tranquilas horas antes y después del amanecer! El otro día (jueves): el significado pleno de las laudes rezadas teniendo como trasfondo el despertar de pájaros y la salida del sol. A las dos y media: ningún sonido, excepto a veces el croar de una rana toro. Algunas mañanas dice om. Otros días guarda silencio. Los sonidos no son iguales todos los días. El chotacabras, que empieza su misterioso lamento hacia las 3 de la noche, no siempre se encuentra cerca. A veces, como hoy, se halla muy lejos: en los bosques de Linton o más allá. En otras ocasiones está cerca, en «Monte de los Olivos». Ayer eran dos, pero ambos estaban lejos. Los primeros gorjeos de los pájaros al despertarse: «le point vierge» («el punto virgen») de la aurora, un momento de pavor e inefable inocencia, cuando el Padre abre en silencio sus ojos y ellos le hablan, preguntando si es el momento de «existir». Él les dice: «¡Sí!». Acto seguido, los pájaros, uno a uno, despiertan y empiezan a cantar. Primero los tordos y cardenales y algunos pájaros más que yo no sabría identificar. Más tarde, los gorriones, los reyezuelos, etc. Y al final de todos, las palomas y los cuervos. Con los pelos casi de punta y los ojos de mi alma abiertos de par en par, estoy presente, sin saberlo, en este inefable paraíso y contemplo este secreto, un secreto a voces que está a disposición de todo el mundo, gratis, y al que nadie presta atención. («Uno a su hacienda, otro a su negocio»). Ni siquiera los monjes, recluidos bajo luces fluorescentes, frente a frente con los enormes libros y las negras notas, y todos juntos, tal vez sin ver ni oír ya ninguna otra cosa en el curso de unas laudes festivas. ¡Oh, paraíso de sencillez, de autoconciencia –y de autoolvido–, de libertad y de paz! En esto he comprendido cuán irreales y estúpidas son mi rebeldías y, a la vez, cuán inevitable es la presión y la artificialidad de ciertas situaciones que «tienen que darse» por ser oficialmente sacrosantas. A pesar de todo, no hay necesidad de rebelarse, sino únicamente de pedir misericordia. Confiar en la misericordia, que es lo que yo no he hecho.

6 de junio de 1960. Domingo de Pentecostés Descubrir todas las implicaciones sociales del evangelio, no a base del estudio sino de la práctica, y unirme yo mismo explícitamente a quienes prevén y trabajan por un orden social –una transformación del mundo– acorde con estos principios: primacía de la persona (y, por lo tanto, justicia, libertad, lucha contra la esclavitud, paz, control de la 157

tecnología, etc.). Primacía de la sabiduría y el amor (y, por lo tanto, lucha contra el materialismo, el hedonismo, el pragmatismo, etc.).

2 de julio de 1960. Fiesta de la Visitación. Hospital de St. Anthony A las 5:30 horas, cuando yo estaba soñando en un hospital realmente tranquilo, la suave voz de una enfermera me despertó amablemente de mi sueño. Fue como despertar por primera vez de todos los sueños de mi vida, como si me hubiese despertado la misma Virgen María o la Sabiduría. Nosotros no escuchamos la voz dulce, la voz amable, la voz femenina, la voz de la Madre; sin embargo, ella nos habla por doquier y en todo. La sabiduría deja oír su voz en las plazas públicas: «Si alguien es pequeño, que venga a mí». ¿Quién es más pequeño que el hombre desamparado, dormido en su lecho, que se ha confiado a sí mismo alegremente al sueño y a la noche? A él es a quien despertará la voz amable; todo lo que en la mujer es dulce lo despertará. No para la conquista y el placer, sino para la más profunda sabiduría del amor, el gozo y la comunión. Mi corazón está quebrantado por todos mis pecados y por los pecados de todo el mundo, por la corrupción de nuestro espíritu dominante que deshonra la sabiduría en todos los seres. Robar y desflorar la sabiduría como si únicamente se tratase de un poco de placer a nuestro alcance, de un pequeño gozo, que por otra parte ha tenido que ser robado, tomado por la fuerza y echado a perder. Y, mientras tanto la, dulzura de la «mujer», su calor, su exuberante silencio, su aceptación, son infinitos. ¡Infinitos! Profundo es el océano, ilimitada la dulzura, la amabilidad, la humildad, el silencio de una sabiduría que no es abstracta, desconectada, incorpórea. Despertándonos amablemente cuando, agotados, nos hemos entregado a la noche y al sueño. ¡Oh alba de sabiduría!

4 de julio de 1960 Tal vez no haya una buena razón para desenmarañar los hilos del pensamiento que se han entretejido en mi mente durante estos cuatro o cinco días que he pasado en el Hospital de St. Anthony. Lo que debería haber sido muy sencillo lo han complicado algunos amigos y mis propias reacciones. Las personas que desean llevarte consigo, cuando tú no deberías y, de hecho, no deseas ir. Sin duda, he caído en el error de ceder a sus presiones, y esto me ha hecho deprimirme. Naturalmente, nadie más que yo tiene la culpa de ello. Supongo que de alguna manera yo mismo he alentado implícitamente ese tipo de invitación, sin darme cuenta de ello, hasta que ya no me es posible decir elegantemente «¡No!», o pensar que yo no deseo decir «¡No!». ¿Qué se me ha perdido a mí en la casa de Jim Wygal, en Anchorage, escuchando discos y tratando de hablar de un tema cualquiera? No es ese mi sitio, y menos aún lo es el lugar adonde fui la pasada noche con el padre John Loftus y su amigo para escuchar 158

algo de música de jazz. Por lo menos, he aprendido por experiencia que no es esto precisamente lo que me conviene. He muerto a todo eso. Hace tiempo que eso se ha acabado. Nadie arrastra un cadáver hasta la Cuarta Avenida y lo coloca en una silla, a la mesa, en la buena sociedad. Esto precisamente hizo que la lectura de Chuang Tzu me resultase especialmente estimulante y más significativa. Aquí no estoy muerto, porque esta es mi vida. Estoy despierto y respiro y escucho con todo lo que tengo y me hundo hasta la raíz. Es evidente que estoy completamente entregado a la soledad interior. No importa el lugar donde esto se realice. No es cuestión de «dónde». Ni de «sobornar a mi corazón» o al corazón de otros. Esto es imperativo. «La mente es una amenaza para la sabiduría». Ser alguien que, «aunque camine sobre tierra seca, es como si se encontrase en el fondo de un estanque». El problema es esta condición de «escritor», y una de las cosas más absurdas en las que yo mismo me he metido es este asunto de los diálogos y los retiros. Se ha de hacer frente a esto. No me es posible echarme para atrás completamente, pero sin duda puedo no impulsarlo más. Si los días que he pasado aquí me han enseñado esto, no he perdido el tiempo.

16 de agosto de 1960 Hoy he estado en Louisville y he comido donde las hermanitas de los pobres. La belleza moral del lugar, la auténtica belleza del cristianismo, que no tiene parangón. La belleza de la Iglesia es la caridad de sus hijas. La Buena Madre, a la que no debo olvidar nunca: su transparencia, inmaterialidad, simplicidad, sin edad, un niño, una madre, como la bienaventurada Virgen María. Como si ningún nombre pudiera aplicársele a ella; es decir, ningún nombre conocido por alguien que no sea Dios. Y, sin embargo, ella es más real que todas las irreales personas del resto del mundo. Los ancianos. El anciano que toca el piano y el anciano que baila o, más bien, que da vueltas y patea el suelo con un pie, inconsciente de no ser ya capaz de mover los músculos que intervienen en el zapateado. Y el anciano sentado al piano, tocando después de todo algo mucho más vivo que el rock and roll. Las personas ancianas negras: la dulce y digna anciana que ha trabajado para el padre Greenwelt; la anciana negra molida a golpes y pesada, con mechones de barba blanca, sumida en su sueño y su vacío mental, del que lentamente salía cuando se le hablaba. La señora con las dos piernas cortadas. La señora auxiliar que hizo el discurso en el comedor; la vieja señora con su gorra de visera. Y la pareja de las bodas de oro de matrimonio. 159

Las hermanas, sobre todo, y las muchachas con el uniforme azul y blanco, las «auxiliares»... y la bulla que armaban tocando el piano, la viola y el triángulo. Los ojos negros de la muchacha que el jueves iba a entrar como postulante en Baltimore. Gente dulce, buena. Ahora tengo las oraciones de los pobres. Las poderosas, compasivas e invencibles oraciones de los pobres están detrás de mí y en mí, cambiando toda mi vida y toda mi visión de la vida. No me arrepiento de haber hecho esta visita que ellos han considerado significativa. ¡Nadie será capaz de decir lo significativa que ha sido para mí!

8 de septiembre de 1960. Natividad de la Virgen María Importancia de ser capaz de repensar ideas que han sido fundamentales para hombres de otras épocas, o que son fundamentales para hombres de otros países. Para mí, especialmente: América Latina contemporánea, edad patrística griega, monte Atos, China confuciana, dinastía T’ang, Grecia presocrática. Desesperación por no poder empezar nunca a conocer verdaderamente y a comprender, a entrar en comunicación con estos pasados y estas distancias; y, sin embargo, sentido de la obligación de hacerlo, de vivirlo y combinarlo en mí mismo, de absorberlo, digerirlo, «rememorarlo». Memoria. Todavía no he empezado. ¿Cómo voy a empezar por fin a apreciar sus problemas, a reformular las cuestiones a las que ellos trataron de dar respuesta? ¿Es esto razonable? Para mí constituye una expresión de amor por el hombre y por Dios. Una expresión sin la que mi vida contemplativa carecería de sentido. Compartir esto con mis contemporáneos.

17 de septiembre de 1960 Karl Barth tuvo un sueño acerca de Mozart. (Mozart fue católico, y a Barth le molestaba el hecho de que a Mozart no le hubiese atraído el protestantismo, porque –según el propio Mozart– el protestantismo se encontraba «todo en la cabeza», y los protestantes no habían conocido en realidad el significado del Agnus Dei qui tollis peccata mundi. Pues bien, Barth soñó que tenía que «examinar» a Mozart de teología dogmática. Barth deseaba mostrarse lo más favorable posible, y en su interrogatorio aludió intencionadamente a las «misas» de Mozart. Pero este no le respondió ni palabra. Se me ha ocurrido que tal vez estaría bien escribirle una carta a Barth acerca de este sueño conmovedor, que naturalmente se refiere a su propia salvación. Afirma Barth que durante años interpretó a Mozart al piano cada mañana antes de ponerse a trabajar sobre los dogmas. (¡Figuraos! ¡Todo su trabajo diario gira en torno al dogma!). 160

El Mozart que hay en él es tal vez, de alguna manera, la parte mejor, escondida, sofiánica, que abarca el «centro» de la música cósmica y se salva por medio del amor (¡sí, Eros!). El otro Barth, el teólogo, está aparentemente más ocupado con el amor, pero se trata de un agápē severo y, de hecho, más cerebral. Un amor que no está en nosotros, sino únicamente en Dios. Recuerdo mi propio sueño acerca de los «protestantes». (Ellos son tal vez mi lado agresivo). Barth trata tal vez de ser salvado por el Mozart que hay en él.

25 de septiembre de 1960. Domingo He estado leyendo de nuevo a Lorca. ¡Qué poeta tan maravilloso, tan vivo, tan lleno de fuerza, intensidad y solidez! No puedo pensar en ningún otro poeta moderno que me ofrezca una más genuina satisfacción poética. Totalidad. Primitivo y moderno. Belleza. Tenacidad. Música. Sustancia. Variedad. Originalidad. Carácter. Color. Clima andaluz.

30 de septiembre de 1960 ¿Es una tentación el hecho de que yo desee formarme juicios –y los emita– acerca de la situación del hombre actual? A veces me imagino que esta actitud refleja soberbia y megalomanía. Como si yo fuera una autoridad. ¿Quién soy yo? Lo cierto es que he adquirido el poder suficiente como para ser escuchado. Es evidente que debería usarlo discreta y modestamente, cuando parece que tengo algo que decir. La solución humilde y prudente consiste, pues, en aceptar las responsabilidades que tal poder conlleva, desconfiar de mi propia observación y de mis limitaciones, pero estudiar y pensar y, cuando parezca oportuno o adecuado, hablar. En esto no hay nada de megalomanía, si yo no me engaño a mí mismo teniéndome por un profeta o un doctor de la Iglesia. Este autoengaño no debería ser, objetivamente hablando, demasiado difícil de evitar, puesto que no puede tener ninguna base visible y concreta. ¿Quién soy yo? Un sacerdote y un escritor, alguien que tiene el don de hablar inteligiblemente, espero. Así pues, también debo pensar claramente y orar y meditar y, siempre que las circunstancias lo requieran, hablar. Hablar a quienes quieran escucharme acerca de cosas que afectan a su felicidad y su destino, además del mío propio. En una palabra, acerca de su salvación.

10 de octubre de 1960 Después del Oficio Nocturno. La increíble belleza moral y positiva del Fedón. No hay que estar de acuerdo necesariamente con Platón, pero sí hay que escucharlo. No prestar 161

atención a semejante voz es imperdonable; es como no escuchar a la conciencia o a la naturaleza. Me arrepiento: yo amo este gran poema, esta «música». Es una música purificadora de la que tengo gran necesidad. Y Gandhi. ¡Cómo necesito comprender y practicar la no violencia en todas sus formas! Y es porque mi vida no está basada firmemente en la verdad de que yo me encuentro moralmente confuso y cautivo bajo las verdades a medias y los prejuicios que gobiernan a otros y me gobiernan a mí a través de ellos.

16 de octubre de 1960 La ermita crece, pero compruebo que mi ansiedad crece con ella, porque el padre abad sigue dando a entender que no desea que yo me instale en ella y que, si la uso, ha de ser de forma muy limitada. Me refiero a que el abad ha dejado bien claro que yo no voy a vivir en la ermita, ni a dormir ni a decir misa en ella. Resulta especialmente frustrante disponer de una instalación tan hermosa como esta –oculta en medio de los pinos– y tener que mantenerse alejado de ella. Por otra parte, estoy convencido de que el abad no se preocupa por saber cuáles son mis sentimientos al respecto; él está seguro de que mis deseos son absurdos e incluso le inspiran recelo. Pero, entonces, ¿por qué autorizó algo que, evidentemente, iba a acrecentarlos? Realmente, yo no le pedí tal cosa, sino que más bien le manifesté mis serias dudas acerca del proyecto y le ofrecí cinco o seis oportunidades de dar marcha atrás y de pararlo todo. Todo esto parece haberlo olvidado ahora por completo. Mientras tanto, me cuesta muchísimo aparentar ser amable y sociable. Es verdad que tampoco puedo decir que lo haya intentado muy en serio. Me disgusta profundamente la estúpida mentalidad que cultivamos en nuestros monasterios. Culto deliberado de la frustración y del absurdo. Absurdidad profesional. ¿No es la vida ya lo suficientemente absurda sin necesidad de que le añadamos nuestras propias frustraciones y nuestras fantásticas estupideces? Sin embargo, tan pronto como pongo mis pies en el bosque y asciendo hasta el lugar donde están fabricando la casa, estoy en condiciones de olvidarme de todo esto. Por desgracia, nada más volver, me encuentro en ella peor que nunca.

1 de noviembre de 1960. Todos los Santos Esta tarde, después del Oficio de Difuntos, estuve sentado en el porche de la ermita, observando cómo anochecía en el valle y viendo cómo la luna asomaba por encima de los pequeños arces que plantamos ayer en la ladera oriental.

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Paz y silencio extraordinarios. Si todavía me queda algún deseo sin cumplir en el mundo, es vivir allí y morir allí.

1 de diciembre de 1960 Ayer concluyeron los obreros su obra en la ermita de Santa María. Solo les queda retirar algunos tablones y los andamios. El edificio, que se empezó a construir en la fiesta de Santa Teresa, ha quedado rematado coincidiendo con la fiesta de San Andrés, en la primera semana de Adviento. Esperemos que el Abad General no lo cierre o lo mande derribar en enero.

10 de diciembre de 1960 Perspectivas totalmente nuevas en el tema de la soledad. Tarde en Santa María del Carmelo. Es verdad que los lugares y las situaciones no deberían ser importantes. Este es muy diferente. Silencio real. Soledad real. Paz. Me estoy aclimatando al entorno. Delante de nosotros, el valle. Al oeste, los pinos altos y ralos; al nordeste, el bosque más denso de pinos abundantes y muy juntos; al este, extensión de pastos y la línea de robles pelados; entre el este y el sur, varios bosquecillos de pinos y de chopos; al suroeste, cielo abierto a través de troncos desnudos de fresnos, olmos y robles, donde una loma oculta la abadía. Sobre nuestras cabezas, una gran danza celestial. En el hogar chisporrotea el fuego. La habitación huele ligeramente a humo de pino. Silencio. Después de haber estado acariciando durante diez años la idea de construir una ermita, y haber pensado en diez distintos lugares para su posible instalación, ahora, una vez construida en el mejor lugar, me cuesta creerlo. Sin embargo, es real, si es que a algo se le puede llamar «real». En ella todo se hace irreal. Únicamente silencio, cielo, árboles. No temer los sentimientos de culpa, no tratar de justificarme a mí mismo, no extrañarme de lo que tal o cual persona pueda pensar. Ni tampoco de lo que pueda pensar yo mismo. Lo importante no son los pensamientos, sino las horas de silencio y la preciosa dimensión de la existencia, que de otro modo pasa totalmente desapercibida, ciertamente desapercibida cuando uno piensa o habla mentalmente, o incluso cuando escribe. Sencillamente, es algo que debe verse, y no se ve hasta que uno no se sienta en silencio, a solas en la propia obviedad total de dicha dimensión.

13 de diciembre de 1960. Santa Lucía

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El humo blanco se alza sobre el valle a contraluz, adoptando paulatinamente formas animales, con un trasfondo oscuro de colinas boscosas en la lejanía. Fuegos amenazadores y pacíficos: probablemente haya maleza ardiendo, o tal vez una casa, o quizá no. Mañana fría, tranquila, tictac del reloj sobre el escritorio. Producción cero. Tal vez soy más fuerte de lo que pienso. Tal vez tengo miedo de mi fortaleza y la vuelvo contra mí mismo para hacerme débil. Tal vez temo, por encima de todo, la fuerza de Dios en mí. Trabajo. Ser un solitario y no un individualista. No preocupado simplemente de perfeccionar mi propia vida. En la óptica marxista, esto constituye un lujo indecente (por ocultar una buena dosis de ilusión). Mi soledad pertenece a la sociedad y a Dios. ¿Se trata de meras palabras? Soledad por su acción especial: la profundización del pensamiento y de la toma de conciencia. La lucha contra la alienación. El peligro de una soledad que es la peor de las alienaciones. No es cuestión de tener la comunidad a una prudente distancia. Es importante que de momento yo siga siendo maestro de novicios (en cualquier caso, Dom James así lo desea). Pero, de noche, pienso en Santa María del Carmelo. Me voy a dormir pensando en la tranquilidad de la ermita y deseando que mi lecho estuviese allí (en la ermita no hay camas), en medio de los bosques silenciosos donde canta la lechuza. Ellos dirían «amor propio». Simplemente, es hora de que me sienta obligado a rezar por las necesidades de todo el mundo, sin preocuparme de otras formas de acción aparentemente «más eficaces». Para mí, la oración es lo primero. Las demás formas de acción, si es que tienen cabida, vienen a continuación. Y es evidente que en cierta medida han de tener cabida. Oración (en la misa de ayer) por América Latina, por toda América, por este hemisferio. Siento pena por los bobalicones, por la estúpida civilización que está a punto de hundirse y lo arrastra todo consigo.

26 de diciembre de 1960 Después de una cena de día festivo, mis manos desprenden un suave olor a naranjas. Santa María del Carmelo (después de vísperas) es impresionante: con los altos pinos, el silencio, la luna y las estrellas sobre los pinos como oscuras cataratas, los dibujos de la sombra, el amplio valle y las colinas: todo habla de una soledad más madura, más completa. Los pinos son altos y no bajos. Francamente, hay una casa que está exigiendo responsabilidad y no apego. Un silencio que esté al servicio de la dedicación y que no sea una forma de huida. Al anochecer enciendo algunas velas. «Este es el lugar de mi reposo para siempre». El sentido de un viaje concluido, de una peregrinación en su etapa final. Es la primera vez en toda mi vida que realmente he sentido que tenía un hogar y que mi espera y mi búsqueda habían terminado.

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Un estallido de sol a través de la ventana. Viento en los pinos. Fuego en el hogar. Silencio sobre todo el valle.

19 de enero de 1961 Verse libre de todo compromiso. En todos los niveles. Trabajar en favor de la soledad que uno ha estado predicando: no como un lujo, sino como una necesidad. ¡Cómo han cambiado mis ideas a este respecto con el paso de los años...! En este momento ha dejado de ser un problema de «santificación» para convertirse en un tema de simple supervivencia, supervivencia en la integridad que Dios me ha dado. Saber cuándo, cómo y a quién decir «¡No!». Bastantes líos y dificultades. No desear herir a algunas personas, sin duda, pero sin sentirse excesivamente ansioso por aplacarlas. Algunas personas tratan constantemente de utilizarte para que les ayudes a crear una ilusión de la que viven. En especial, múltiples ilusiones colectivas. Por mi propia culpa me he convertido en parte de demasiadas ilusiones colectivas. Es algo que yo he querido. Una distinción en la esfera del amor. Me he sentido satisfecho porque muchos han tenido hacia mí «pensamientos amables» y porque yo mismo he pensado amablemente de ellos. Una benevolencia difuminada que a todos nos garantiza la seguridad. Debo sacrificar esta difusa aura de benevolencia y preocuparme únicamente de prestar verdadera ayuda a aquellos individuos que Dios ha puesto en mi camino. Esta ayuda implica un compromiso, y un compromiso vital. Pero es bueno y recto, desde el momento en que es específico, personal. No se trata de un «movimiento». No es algo difuso, nebuloso, arrollador, absurdo. La cuestión de la escritura: definitivamente, es algo que debo reducir o modificar. Alguien me ha acusado de ser un «sumo sacerdote» de la creatividad. O, por lo menos, de dejar que la gente me mire de esa manera. Tal vez sea cierto. El pecado de desear ser un pontífice, de desear ser escuchado, de desear conversos, discípulos... Por estar en un claustro, llegué a pensar que yo no deseaba tal cosa. Naturalmente, no era así, y todo el mundo lo sabe. San Guillermo, dice esta noche el Breviario, próxima ya su muerte, se despojó de sus vestiduras sacerdotales (qué hacía con ellas en la cama es algo que personalmente no logro comprender), se tendió por propia iniciativa en el suelo y murió. Así pues, yo, como él, me encuentro en la cama con una mitra en mi cabeza. ¿Qué voy a hacer con ella? Si hay algo de lo que debo liberarme, es de la imagen católica popular existente en este país. No represento en absoluto a ese tipo de católico, ¿y por qué debería yo brindar 165

a todas esas personas la idea de que soy una inspiración para ellas? No lo soy. El clero que se ha opuesto a mí lo comprenderá. Entre nosotros hay una separación abismal. Al mismo tiempo, he de superar la otra tentación más sutil, representada por la vanguardia católica francesa, de desear estar en buenas relaciones con la izquierda proletaria. Desear ser «parte del futuro». Pero este es otro mito. Desde muchos puntos de vista, el peor de todos. Es una tentación pragmática, porque este mito es probablemente el de mayor éxito. He tenido que enfrentarme al hecho de que en mí se esconde el deseo de alcanzar la supervivencia como pontífice, profeta y escritor, y a todo ello he de renunciar antes de conseguir ser finalmente yo mismo.

21 de enero de 1961 Puedes hacer con tu vida lo que quieras. Hay múltiples maneras de ser feliz. ¿Por qué nos embarcamos en exigencias ilusorias? ¿Únicamente vamos a ser felices cuando nos ajustamos a algo que consideramos una felicidad legítima, una felicidad aprobada? Dios nos hace libres para que creemos nuestras propias vidas, de acuerdo con Su voluntad; es decir, en las circunstancias en que Él nos ha colocado. Nosotros nos negamos a darnos por satisfechos hasta que realizamos en nosotros mismos un patrón «universal», una felicidad hipotéticamente prescrita y aprobada para todos los hombres de todos los tiempos. No precisamente nuestra propia felicidad. Esto, al menos, es lo que yo hago. Soy una persona feliz. Dios me ha otorgado la felicidad, pero yo me siento culpable por ello. Como si no estuviera permitido bajo ningún pretexto ser feliz, como si cada uno no tuviera a su alcance la felicidad de una u otra manera. Como si yo tuviera que justificar a Dios mismo mostrándome celoso por algo que ni tengo ni puedo tener, porque yo no soy feliz de la misma manera que pudieron serlo, por ejemplo, Pericles o Jrushchov.

24 de enero de 1961 Mientras me hacían la tonsura esta mañana, observaba a los novicios moviéndose por todas partes mientras se preparaban para el trabajo: de pie con sus remendados trajes de faena y sus divertidas capuchas, algunos se mostraban muy recogidos, otros muy eficientes, y la mayoría de ellos completamente felices. Me impresionó contemplarlos y tomar conciencia de los múltiples obstáculos que todos ponemos en nuestro camino con un inútil bagaje espiritual. ¡Qué difícil resulta tratar de ayudarles añadiendo nuevo peso a ese bagaje, en lugar de aligerárselo...!

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Al menos, puedo amarlos y, de esa manera, crear o mantener vivo un clima que sea favorable a la acción del Espíritu Santo. Los amo, pero ¿qué es lo que ellos obtienen a cambio? Al menos, que sea capaz de no transmitirles ilusiones.

4 de febrero de 1961 Tremendo descubrimiento: ¡El Upanishad Brihad-Aranyaka! ¡Kairós! ¡Desde hace ya mucho tiempo, todo me ha estado llevando lentamente hacia esta meta, y con su lectura he experimentado una repentina convergencia de caminos, tendencias, luces, en la unidad! Una nueva puerta. (Hace nueve meses, estuve estudiándola sin comprenderla). Ayer, sensación de disgusto con las triviales y necedades contemporáneas que siento la tentación de leer. No tengo tiempo para eso. Sagradas Escrituras. Patrología griega. Pensamiento oriental. Esto es suficiente para llenar cada uno de los instantes del día que no están dedicados a la oración, la meditación y otras obligaciones.

14 de febrero de 1961. Beato Conrado Hoy, fiesta del ermitaño cisterciense que no goza de especial afecto entre los miembros de su propia orden. Como mínimo, pienso que al decir esto tengo razón. Es obvio que yo le amo, de hecho, muchísimo y que cada día crece mi devoción hacia él, aunque cuando, siendo yo novicio, escribí esas absurdas vidas de santos de la orden, él era un personaje que me molestaba. Creo que ni siquiera lo incluí entre los biografiados. Parecía un tipo excéntrico y un fracasado. Su vida concluyó en un lugar cualquiera entre el cielo y la tierra, de una manera aparentemente absurda. ¿Fue un ermitaño en su camino de vuelta al hogar, como nos asegura el Breviario, a su monasterio? Como si pretendiera darle a su vida una apariencia de seguridad. Como si al final, vista la luz, se hubiese arrepentido de su locura y hubiera decidido volver a toda prisa al cenobio. Y, sobre todo, porque oyó que Nuestro padre san Bernardo estaba «gravemente enfermo». (¡¡¡San Bernardo estuvo gravemente enfermo desde el momento mismo de la fundación de Claraval, treinta años atrás!!!). Hay una nota de ansiedad: ¡No consiguió, de hecho, volver a Francia! ¿Tal vez recibió el castigo de su locura? Murió en una «gruta dedicada a la Madre de Dios». ¡La magnificencia de mi misa esta mañana! El sol cayendo a raudales sobre el altar, y el esplendor de las luces que, reflejadas en el cáliz de plata bruñida, se derraman sobre los corporales y el entorno de la sagrada forma. Profundo silencio. El evangelio: Nolite timere, «No temas, pequeño rebaño». Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón. Ojalá aprenda yo las lecciones de desprendimiento, incluso de la casita blanca de Santa María del Carmelo. Pero nada de caer en el absurdo de no desear la soledad. Por el contrario, desear que esta sea perfecta y de verdad. Interior y exterior. 167

20 de febrero de 1961. Primer domingo de Cuaresma Este domingo despierta siempre en mí un sentimiento de alegría. La liturgia es fuerte e interpela directamente a los monjes. Yo desearía que mi vida fuese más genuinamente ascética. Estoy envuelto en dudas, que una y otra vez esperan algún tipo de clarificación. Tal vez yo soy el único que me resisto a su clarificación. Sin embargo, en el fondo de mi corazón y en mi conciencia sé que la respuesta no puede consistir simplemente en conformarse a patrones aprobados y bien vistos o, como mínimo, no puede consistir simplemente en adaptarse a los demás (que, en cualquier caso, no se adaptan de ninguna manera el uno al otro). Es verdad que mi vida ha estado siempre marcada por una cierta pereza y falta de generosidad. Mis intentos de hacer algo por modificar esta situación han sido siempre débiles y esporádicos. «¡Mirad, ahora es el tiempo favorable!».

3 de marzo de 1961 Las lluvias de estos días han disminuido. Aunque había aclarado, ahora parece, sin embargo, que la lluvia volverá de nuevo. El miércoles vino a la ermita Dom Gabriel Sortais (era el aniversario del nacimiento de George Washington y el decimonoveno aniversario de mi toma de hábito). Se sentó en la silla al lado de la mesa de secuoya y me habló de una mujer eremita en el Departamento de Var (Francia) y del tipo de vida que llevaba. Todo para convencerme de que no renunciase a ser un ermitaño solo, pero que «esta era ya, hasta cierto punto, una solución», a saber, disponer de una ermita donde pasar el día. Parecía alegrarse de ello, impaciente por que yo dispusiese de ella, pero sin vivir en ella, «puesto que es usted el maestro de novicios». Toda su lógica (a fin de cuentas, él es muy lógico) era que eso me convenía a mí. Fue muy amable. La ermita es oportuna, aunque para algunos pueda resultar inoportuna. Más oportuna y menos oportuna. Es la manera de Dios de ser oportuno en mi vida a pesar de todo: ni a mí ni a nadie nos toca valorarla o discutirla. Él sobrepasa en grandeza toda posible culpa. Una buena soledad, una buena inseguridad. Habitación de piedra, pinos. Su voluntad, Su misericordia. Una imperfección decirlo e insistir: falta de fe. Sin explicaciones.

7 de marzo de 1961. Fiesta de Santo Tomás de Aquino

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Decidido a escribir cada vez menos, a desaparecer paulatinamente. No sé cómo, y no pretendo que sea fácil. Dejar de ser popular para adentrarme en la inseguridad y la angustia por mi propia decisión de estar solo tal vez sea peligroso y arbitrario. Sin embargo, tengo que hacerlo. Debo empezar a hacer lo que he de hacer. No insistiendo en ello como una preferencia que, después de todo, tal vez no lo sea realmente. Mis motivos están enredados y confusos, pero ha llegado el momento de ponerlos en orden, si es que puedo, y de «morir» como autor o, por lo menos, como autor popular y famoso. Ciertamente, si la gente lee –realmente, se entiende– mi obra más reciente, no tendré que preocuparme más de mi popularidad. Como escritor, lo último a lo que renunciaré será este diario, los cuadernos y los poemas. No más libros de piedad.

11 de marzo de 1961 Soy todavía un hombre del siglo XIV: el siglo de Eckhart, Ruysbroeck, Taulero, los reclusos ingleses, el autor de La nube, Langland y Chaucer. Un independiente y un ermitaño, más que un hombre de comunidad; para nada un asceta; interesado por la psicología; amante de la nube oscura, en la que se encuentra a Dios por medio del amor. Esto es lo que soy: no puedo consentirlo y no avergonzarme por no ser algo más apropiado a nuestros tiempos.

16 de marzo de 1961 Entre todos los santos, los del siglo XV son algunos de los que más me conmueven. En medio del colapso de la sociedad medieval, la corrupción del clero y la decadencia de la vida conventual, surgen hombres y mujeres seglares absolutamente obedientes a Dios, especialmente Nicolás de Flue y Juana de Arco. Signos acabados y sencillos de contradicción frente a la vida mundana y al sistema y la convención y los intereses creados. No rebeldes en absoluto, sino instrumentos completamente dóciles y sumisos en manos de Dios. En ellos puedes ver revelado, de manera clara y conmovedora, lo que significa ser, no un simple rebelde, sino una persona obediente a Dios como signo para los hombres, un signo de misericordia, una revelación de verdad y de poder. Me siento arrastrado hacia estos «signos» de Dios con todo el amor de mi corazón, confiando ante todo en su amor e intercesión, ya que ellos viven en la gloria de Dios. Yo no los amaría si Dios no los hubiera hecho «sacramentos» para mí. También a santa Catalina de Génova, de quien Natasha Spender está enamorada. (N. Spender no cesa de presionarme para que escriba sobre Catalina).

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22 de marzo de 1961. Fiesta de San José (trasladada) Lluvia incesante. Ayer, con una tarde parcialmente soleada (aunque yo no me lo esperaba), tuvimos una reunión en Santa María del Carmelo para tratar del noviciado. Muy agradable y tranquila. En conjunto, una nueva atmósfera de luz y de paz (aunque ambas cosas abundan ya en el noviciado). Sensación de no estar inmerso en un medio líquido, sino fuera, en el aire. El padre John of the Cross dijo que yo estaría menos resentido si me centrase más en hacer todo lo que Dios quiere para mí, sin detenerme tanto a considerar los defectos de esta institución. Una cosa muy clara después de la misa: la «vuelta al Padre». Inanidad e insuficiencia de todos los demás asuntos. Una retirada neta de todo lo que es transitorio y no definitivo. El retorno al Inmenso, al Primordial, al Desconocido, al Amante, al Silencioso, al Santo, al Compasivo, a Quien lo es Todo. La desorientación, la locura, la inanidad de todo lo que busca algo que no sea este gran retorno, el sentido pleno y el corazón de toda existencia. La absurdidad de ciertos movimientos, de las metas que no son últimas, de los propósitos que son «finales de línea» y que, por consiguiente, ni siquiera tienen un comienzo. Retornar no es «retroceder» en el tiempo, sino avanzar, ir más allá; volver sobre los propios pasos es perder el tiempo, vanidad de vanidades, una repetición a fondo de la misma absurdidad, en sentido contrario. Trascenderlo todo, dejarlo todo y avanzar hacia el Final y hacia el Principio, hacia el Principio siempre nuevo que no tiene Final. Obedecerle a Él a lo largo del camino, con el fin de alcanzar a Aquel en Quien he comenzado. Él es el Camino y el Final – el Principio.

24 de marzo de 1961. Fiesta de Nuestra Señora de los Dolores He recibido una espléndida carta del Dr. John Wu en respuesta a la que yo le había escrito proponiéndole colaborar en algunas selecciones de textos de Chuang Tzu. Una carta de gran humildad y nobleza, escrita desde el fondo de su gran corazón por alguien que ama profundamente su legado chino y conoce a la perfección los abismos de esa sabiduría. Una vez más, me doy cuenta de que estamos tocando algo real que grita esperando ser escuchado («La Sabiduría grita en la plaza pública»). No encuentro otra 170

manera mejor de ser sincero con Dios que escuchar las premoniciones de Su sabiduría en un autor como Chuang Tzu. El Dr. Wu tenía mucho que decir acerca de las tradiciones confuciana y taoísta, que nos hacían descubrir apasionantes horizontes. Pienso que esta será una obra interesante, aunque tal vez no «consiga nada». (¿Por qué leer a Chuang Tzu y desear conseguir algo? La Sabiduría se cuida de sí misma. El tao sabe de qué va, porque en realidad él es un «logro» de esa misma Sabiduría. He tenido el primer atisbo de un depósito que ya está lleno hasta los bordes. Solo falta que nosotros nos animemos a beber).

28 de marzo de 1961. Martes de la Semana Santa Una vez más, percibo confusamente las enormes proporciones de las ambigüedades que se dan en mí mismo. No puedo esperar resolverlas. Tampoco deberían sorprenderme las ambigüedades de los demás. La gran ambigüedad de todo el monasterio en el tema de la «contemplación». Nos movemos continuamente en dos direcciones opuestas, y lo hacemos con absoluta tranquilidad. Como si bastara con tener un cierto ideal de contemplación en la mente y, a continuación, hacer todo lo que a uno le dicta un activismo latente para aliviar el propio sentido de culpabilidad por ser, tal vez, «improductivo». Es un problema típico de nuestro tiempo, ya que nosotros procedemos de un mundo que es totalmente contrario a nuestro ideal y, de hecho, «no dejamos atrás» ese mundo, sino que lo traemos con nosotros. En una época como la nuestra, la ruptura debería ser más completa: más radical. Pero la respuesta no consiste en ser «drástico». Hay un tipo de violencia que no toma el cielo por asalto, sino que únicamente sirve para justificar nuestras contradicciones internas. Esto es una ilusión.

2 de abril de 1961. Domingo de Pascua Día alegre, soleado, magnífico, y Pascua especialmente hermosa, como no recuerdo desde hace mucho tiempo. La Vigilia fue tremenda para mí, y la gloria de Cristo estuvo presente en ella. Todo ha sido espléndido (incluido el vacío de la mañana del Viernes Santo, cuando llovía torrencialmente y yo permanecí en la ermita). Ayer, lecturas con cuentagotas de Juliana de Norwich, y hoy empiezo las Homilías sobre el Cantar de los Cantares, de Gregorio de Nisa. El padre Sylvanus estuvo en la ciudad para una visita al médico y trajo consigo un periódico con la historia de un hombre en las montañas de Kentucky, un antiguo minero del carbón que durante trece años había estado viviendo como un ermitaño, con un perro, en una pequeña choza desprovista hasta de chimenea, con el asiento de un viejo

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coche como lecho. «Debido a todas estas guerras». Un auténtico padre del desierto, y probablemente sin saber muy bien por qué.

15 de abril de 1961 Tormenta con truenos y relámpagos. Es la primera vez que he aguantado hasta el final un fenómeno de esta naturaleza en la ermita. Aquí puedes realmente observar una tormenta. Relámpagos en forma de serpentinas aparecen y desaparecen repentinamente en el cielo. El valle aparece cubierto de una lluvia tan blanca como la nieve. Todas las colinas se esfuman. El trueno retumba y golpea. La lluvia cae torrencialmente de los aleros del tejado, y la hierba parece dos veces más verde que antes. Para no ser conocido, para no ser visto.

23 de abril de 1961. Tercer domingo después de Pascua Amo este misterioso y gozoso domingo. El salmo responsorial acerca de la Jerusalén celestial y el evangelio acerca de la alegría que «nadie os arrebatará». Me acuerdo de un día como hoy, hace veintiún años, en La Habana: el domingo de la gran alegría en la iglesia de San Francisco. (Aquel año coincidió con el 29 de abril).

7 de mayo de 1961. Quinto domingo después de Pascua En el Oficio Nocturno. San Ambrosio: todos debemos resucitar de entre los muertos. La resurrección es nuestra porción. La vida es nuestro destino, lo queramos o no. Pero ser resucitado y no desearlo, odiar la vida, es la resurrección del juicio. El ser humano no es ni puede ser algo puramente efímero. Si quiere ser fugaz, permanecer en lo que él no es, se convierte en una contradicción viviente. Truenos, relámpagos y lluvia toda la noche. Una lluvia intensísima durante mucho tiempo. Los suelos anegados. El agua se filtra por debajo de los cimientos del edificio hacia la lavandería. La zona noroeste del jardín del noviciado se ha inundado. (Un día, si esto continúa, todo el muro de contención cederá). Sonido de agua en el valle. «Mi amor es / La fragancia de la orquídea / Y el rumor de aguas», dice el haiku de mi precioso calendario zen.

16 de mayo de 1961

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Hoy, como sucede en el verano inglés, ha sido un día frío y nublado, con la hierba de un color verde intenso en toda la zona que rodea la ermita y con los árboles cargados de follaje. De vez en cuando, la delicada luz solar irrumpe pausadamente y pasa de largo sin ser apenas percibida. Chorros de luz y grandes zonas de sombra en la iglesia construida sobre un alto árbol detrás de la cruz de cedro. La senda de arena gruesa pasa por la zona de sombras y, más allá de estas, lleva, a través de campos y de un camino y un inmundo riachuelo, hasta el monasterio, que no se puede ver por quedar detrás de una colina. Cosas como carreteras y alcantarillas están lejos de este lugar. He estado leyendo a Martin Luther King, Jr., y la sencilla y conmovedora historia del boicot del autobús de Montgomery. Me han interesado especialmente no solo las grandes acciones, sino la historia de su propio desarrollo espiritual. Aquí hay, sin duda, algo cristiano en la historia de nuestro tiempo.

20 de mayo de 1961 Oración a mi Padre Dios en la vigilia de Pentecostés Hoy, Padre, este cielo azul te alaba. Las delicadas flores verdes y anaranjadas del tulipán te alaban. Las lejanas colinas azules te alaban, juntamente con el aire, lleno de dulces olores y de una luz refulgente. Te alaban los papamoscas con sus gorjeos, los bueyes con su mugido, y las codornices con su canto. Y yo también, Padre, te alabo uniéndome al coro de estas criaturas, hermanas mías. Tú nos has hecho a todos y me has colocado aquí esta mañana en medio de ellos. Aquí estoy. En el pasado, durante mucho tiempo oraba sin parar y me veía envuelto en oscuridad, tristeza y confusión. Sin duda, yo mismo era el culpable de esa confusión. Sin duda, mi propia voluntad era la raíz de mi tristeza, y lo lamento, Padre misericordioso. Pero, cualquiera que haya sido mi pecado, la oración de tus amigos en mi favor y mis propias oraciones han tenido una respuesta: aquí estoy, en esta ermita, ante Ti. Aquí me ves. Aquí me amas. Aquí pides la respuesta de mi propio amor y de mi confianza. Aquí me pides que yo sea simplemente tu amigo. Ser tu amigo significa, ni más ni menos, aceptar tu amistad por el hecho de ser tuya. Esta amistad es tu vida, el Espíritu de tu Hijo. Me has llamado aquí para ser tu Hijo: para nacer de nuevo, repetidamente, en tu luz, en conocimiento, en consideración, en gratitud, en pobreza y en alabanza. Aquí quiero aprender, de las palabras de tus amigos, a ser tu amigo. Aquí quiero ser amigo de aquellos entre los cuales Tú me enviaste a tu Hijo. Si he de tomar alguna decisión, es la de vivir e incluso morir aquí. Pero, en cualquier caso, he de pronunciar tu nombre con confianza aquí en este lugar, decirlo estando aquí y teniéndote a Ti en mi corazón todo el tiempo que yo pueda estar aquí.

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Padre, te ruego que me enseñes a ser un hombre de paz y a colaborar para que venga la paz al mundo. A estudiar aquí la verdad y la no violencia y la paciencia y el valor de sufrir por la verdad. Envíame tu Santo Espíritu, úneme con tu divino Hijo, y que yo sea uno contigo en Él, para tu mayor gloria. Amén.

30 de mayo de 1961. Fiesta de Santa Juana de Arco El domingo de la Trinidad, después del Oficio Nocturno, comprendí que disponía de tiempo suficiente para ir a la ermita, y cuando salía el sol me dirigí allí. Me pregunto por qué no había tenido antes esta idea. Tal vez estaba excesivamente obsesionado con las lecturas que me traía entre manos durante ese tiempo, y en las cuales, en buena medida, he estado inútilmente perdido. Esta mañana he salido de nuevo, y estoy haciendo cuanto está en mis manos para pasar aquí todo el día, bajando, naturalmente, para los ejercicios, lo cual es posible porque no tengo reunión o dirección. Esta mañana, a las 4. Gran luna llena, pálida y clara, sobre la colina de Nally. Una tenue neblina se extiende sobre la hierba húmeda de los suelos. Cada vez aprecio más la belleza y solemnidad del «camino» que asciende a través de los bosques y, pasado el establo del toro, alcanza la elevación pétrea, penetrando en el bosquecillo de altos y rectos robles y nogales americanos y, girando a través de los pinos, llega a lo alto de la colina donde se encuentra la casa de campo. Salida del sol. Oculto por los pinos y cedros que crecen al este de la casa. Vi la llama roja de un sol deslumbrante a través de los cedros, más parecido a un fuego del bosque que a un amanecer. A continuación, desde la ventana de la habitación delantera, él, el sol (difícilmente puede ser concebido de otra manera que no sea «él»), resplandeció silenciosamente con solemne poder a través de las ramas de los pinos. Ahora, después de la misa solemne, todo el valle se muestra esplendoroso con la luz matinal y el canto de los pájaros. Es esencial experimentar todos los tiempos y estados de ánimo de este lugar. Nadie sabrá o será capaz de decir hasta qué punto es esencial esta experiencia. Casi el primer y más importante elemento de una vida verdaderamente espiritual, perdida en la rutina constante y formal del Oficio Divino bajo las luces fluorescentes del coro: prácticamente no existe diferencia alguna entre la noche y el día.

31 de mayo de 1961

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Hoy, de nuevo, la gran obra de la salida del sol. La terrible solemnidad del acontecimiento. La santidad. Insoportable sin oración y liturgia. ¡Me refiero a que es insoportable si realmente tú lo dejas todo de lado y ves lo que está pasando! Sin duda, muchas personas tienen una vaga conciencia del amanecer, pero la liturgia neutralizadora de su propia sociedad, de su propio mundo, en el que el sol ya no sale ni se pone, las protege de la solemnidad de este fenómeno de la naturaleza. Sensación de importancia, la urgencia de ver, plenamente consciente, de experimentar lo que hay aquí: no lo que nos han dado los hombres, la sociedad, sino lo que nos ha dado Dios y que, sin embargo, la sociedad (incluso la monástica) nos ha ocultado. Clara toma de conciencia de que yo debo estar con estos elementos primeros. Es absurdo investigar cuál puede ser mi función en el mundo, o si yo tengo o no alguna función, siempre que, para empezar, no me sienta vivo y despierto. Si mi tarea es esa y no otra (ciertamente, esa es la tarea de todo hombre), debo naturalmente estar agradecido por ello. La vanidad de toda misión falsa, cuando nadie es enviado. La clamorosa protesta universal de seres humanos a los que nadie les ha dicho que griten, pero que se ven impulsados a armar este estruendo por los temores que albergan, por no tener ante sí un ejemplo de lo que es justo.

6 de junio de 1961. En el calendario ortodoxo: Besarión el Grande, de Egipto Dom Jean-Marie Leclercq llegó el miércoles pasado por la tarde, antes del Corpus Christi. Permaneció aquí tres días y dio algunas conferencias. Mantuve varias conversaciones con él. Me dijo que yo era un pesimista, excesivamente angustiado y demasiado negativo. En realidad, también yo tuve la sensación de que entre nosotros había una disonancia soterrada, una especie de oposición y desconfianza (méfiance) bajo una cordialidad y un acuerdo superficiales. Sin duda, él es una de las muchas, muchísimas personas que solo aceptan cada uno de mis escritos con grandes reservas. Esto puedo ciertamente entenderlo. Como teólogo, yo siempre he sido un simple aficionado, y los profesionales toman a mal que un aficionado haga tanto ruido. Aunque ha mostrado una actitud amistosa hacia un libro como Thoughts in Solitude (Pensamientos de la soledad), sé que no está del todo a gusto, por ejemplo, con El signo de Jonás, que obviamente habrá molestado a la mayor parte de los lectores europeos, a los monjes europeos. Él afirma que no está en contra de diarios de ese estilo. Por lo que se refiere a Ascent to Truth (Ascenso a la verdad), de acuerdo, reconozco que fue un experimento alocado, una salida en falso y un error. Me avergüenzo de él. Tal vez no es tan malo como me quiere hacer ver mi sentido de culpabilidad. Y lo mismo cabe decir de algún que otro necio didactismo en que he incurrido. 175

Las cosas que yo he dicho son básicamente cosas que necesitaba decir: las mantengo. La mayor parte de La montaña de los siete círculos, y Jonás, y todo lo referente a la soledad, especialmente las observaciones recogidas en Disputed Questions (Cuestiones discutidas), una serie de poemas, Semillas de contemplación y New Seeds (Nuevas semillas de contemplación), así como –pienso yo– buena parte de The Silent Life (La vida silenciosa). Tal vez algunas páginas de No Man Is an Island (Los hombres no son islas), una parte importante de El diario secular y la mayor parte de mi obra reciente, especialmente Behavior of Titans. ¿Y las páginas sobre Heráclito y el pensamiento chino? Probablemente. Lo que más me hiere es el hecho de haber quedado atrapado inexorablemente en mi propia estupidez. Deseando demostrarme a mí mismo que era un católico, sin haberlo conseguido del todo, naturalmente. Todos ellos admiten y ponen de relieve mi buena voluntad, pero, francamente, yo no soy uno de la pandilla. ¿O sí lo soy? Para mi consuelo, una ardilla acaba de pasar corriendo por el porche.

16 de junio de 1961 ¡Tarde llena de dulzura! Brisa fresca y un cielo despejado. Este día no se repetirá. Los toros están tumbados debajo del árbol en la esquina de su campo. ¡Tarde tranquila! Las colinas azules, los lirios al viento. Este día no se repetirá.

20 de junio de 1961 Bruno Scott James me ha enviado una copia de la recensión que ha hecho de mis Cuestiones discutidas para la revista Tablet. Por una parte, me trata muy favorablemente, pero, por otra, me reprocha mi actitud amarga y crítica, y concretamente que trate de parecer un profeta en tierras del Sinaí. Pienso que sin duda exagera, y en cualquier caso él se refería al artículo sobre Pasternak. Es indudable que los problemas de nuestro tiempo están exigiendo algunas protestas y declaraciones fuertes. Es, sin embargo, un signo de sensibilidad el hecho de que perciba el elemento de dureza, la impaciencia y la violencia que hay en mí. Mis represiones, mis resentimientos. Realmente, tiene razón. He conseguido dejar de hacer juicios negativos dictados por estos impulsos enfermos, si puedo. Por lo menos, he de intentarlo más a menudo que hasta ahora. Esto ha manchado toda mi obra desde el principio, un defecto básico profundamente arraigado en mi carácter. Uno debe combatir semejante defecto, especialmente en un monasterio. Personalmente, he tendido a no hacerlo e incluso, más bien, a justificarme a mí mismo en este punto.

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No es preciso poner un énfasis excesivo en la importancia de la dirección espiritual, pero es cierto que a mí me ha faltado un director. El padre John of the Cross es capaz de cumplir esa tarea, pero no dice nada.

27 de junio de 1961 Constatación de que necesito dar un giro, mudar de piel. Necesidad de esfuerzo moral en medio de la flojedad, el fastidio (engourdissement) y la confusión. Hay probablemente algo de enfermizo en este entumecimiento y angustia mentales. Resulta difícil ver exactamente qué es lo que debe conservarse y qué lo que habría que arrojar por la borda. Una vez más, aun a riesgo de verme envuelto en confusiones nada esperanzadoras, trato de enfrentarme al incomprensible (para mí) problema de la escritura. Incomprensible, porque estoy personalmente muy implicado y comprometido. Esto es lo malo del asunto. Es tan real que personalmente tengo que seguir siendo un escritor que no sabe dónde empezar a pensar en la posibilidad de no serlo. Dónde hacer las divisiones. Siento que incluso es inútil hacerlas, aunque sé que estas se encuentran dentro de mi propia mente. Ciertamente, yo puedo escribir algo y hacerlo, si es posible, de forma creativa. Pero sin predicar, sin dogmatizar, sin actuar como un falso profeta, no sin explicar mis opiniones. Y, sin embargo, es esencial adoptar una actitud moral en algunos puntos: por ejemplo, la guerra nuclear. ¿He ido ya tan lejos que no puedo hacer esto sin ponerme un brasero sobre la cabeza y correr por ahí como Solomon Eagle en el incendio de Londres?

29 de junio de 1961 Todo se aclaró después de la misa solemne, cuando vi que mi única solución era hacer lo que siempre he deseado hacer, lo que siempre he sabido que debía hacer, lo que siempre me he sentido llamado a hacer: seguir la vía del vaciamiento y del anonadamiento, leer más los libros que hablan de la «nada» que los otros, olvidar mis preocupaciones con diez mil cosas absurdas, conocer sin desear ser una autoridad; de lo contrario, seré el eterno lacayo de piadosos periodistas y editores: el conejo sensato que cada mañana, antes del desayuno, pare camadas de editoriales.

3 de julio de 1961 El «mundo» con sus divertidos calzones, que ni siquiera sé cómo los llaman, con sus sandalias, sus gafas de sol, sus abultados culos, sus vientres, sus nervios (también mis 177

nervios y mi vientre), su cabello, sus dientes. Su charla. No tengo palabras para el mundo. No comprendo el miedo que le tengo, que incluye una cierta fascinación y una sensación de mareo en la boca del estómago, teniendo en cuenta que yo mismo formo también parte de él. El olor de sus lociones está presente ya en el ala de nuestro monasterio correspondiente a la fachada y en nuestros oficios. Los pequeños trozos de papel impreso que nosotros enviamos fuera son respuestas a sus taimadas insinuaciones de complicidad. No me preocupa lo que dice Bruno James, porque yo debo escribir sobre todo esto, aunque no tal vez con el empaque de un predicador o de un profeta. Escribir acerca del mareo que me produce la peste, la muerte bronceada. Para empezar, debo reunir todas las palabras que no conozco: los nombres de plásticos, las drogas, los aceites, los lubricantes que hacen que el mundo huela así y se mueva de este modo. De hecho, personalmente me siento como un niño que vive en un burdel (o en la casa de al lado) e intuye qué es lo que está pasando, siente lo que pasa como si todo el lugar estuviera impregnado de una maliciosa diversión por la que hay que pagar. A fin de cuentas, el sexo es lo que se ha extraviado tal vez en todo, pero también eso es la tentación: que yo condescienda con mi propia manera de ser al elevar un coro de exacerbadas protestas.

9 de julio de 1961 Amanecer en la ermita. Dormí hasta las 3 de la mañana y me he presentado aquí para decir el Oficio, dando un rodeo por la carretera. Final muy tenue de una luna en el cielo del amanecer. Cuervos molestando a un búho. Una vez más, el Oficio es totalmente distinto en un contexto (natural) apropiado, fuera de una habitación iluminada con luces fluorescentes. Allí la hora de laudes es embotamiento y vacío. Aquí está en armonía con todos los pájaros cantores bajo el cielo despejado. Todas las realidades que mencionan tus labios al alabar a Dios están ante ti: colinas, rocío, luz, pájaros, cultivos del campo. En la liturgia de la luz no se pierde nada. En medio del Benedicite percibí la inmensa presencia del sol, que acaba de aparecer detrás de los cedros (en el mismo tiempo y lugar que el domingo de la Trinidad). Ahora el sol ha creado bajo los pinos una inmensa basílica dorada de fuego y agua. Perspectiva: cuervos armando jaleo al este, perros armando jaleo al sur; y, sin embargo, por encima de todo, la paz majestuosa del domingo. ¿Es esa, a fin de cuentas, la auténtica imagen de nuestro mundo? «Dios, cuya Providencia no deja nunca de alcanzar sus metas». Esta es la gran verdad. Cristo ha conquistado en verdad el mundo, y este le pertenece solo a Él en verdad. Esto no puede por menos de reflejarse en la sociedad. La sociedad no puede quedar totalmente a merced de las fuerzas del mal. Pero esto, naturalmente, no significa 178

que nosotros hayamos de esperar ingenuamente el triunfo de la civitas christiana, de la «civilización cristiana», tal como la imaginamos y la planificamos, y menos aún hemos de creer en algún tipo de fascismo clerical.

23 de julio de 1961. Noveno domingo después de Pentecostés Jerusalén y las lágrimas de Cristo. La Ciudad Santa. «No has conocido el tiempo de tu visitación». Voy a dejar de hacer el más mínimo esfuerzo para justificarme a mí mismo ante nadie. Para preparar un lugar para mí mismo donde sea, dentro de un grupo cualquiera. Esto es algo a lo que debo enfrentarme. Esto y la necesidad de suspender toda actividad que pueda dejar la mínima huella (intencionada) sobre la superficie del mundo. Esto y la necesidad de renunciar a todas las formas subrepticias de alcanzar la inmortalidad humana: para ser recordado. La paz es imposible mientras no tome conciencia y acepte plena y totalmente la idea de que ya he sido olvidado. No que yo pueda dejar de desear ser recordado. Pero a diario me veo confrontado con el precio que tendría que pagar por ello. Aunque me repugna, estoy dispuesto a pagarlo. Esto es lo que no debe hacerse. Dar a Dios lo que es de Dios.

31 de julio de 1961 Mucho calor. Durante el Oficio Nocturno y la meditación de la mañana he visto que toda mi vida es una lucha en busca de la verdad (al menos, eso es lo que a mí me gustaría que fuese), que la verdad se encuentra en la realidad de mi propia vida tal como me es ofrecida, que se encuentra por medio del asentimiento y la aceptación plenos. De ninguna manera por medio de la derrota, por simple resignación pasiva, por mera aceptación inactiva del mal y la mentira (que, sin embargo, son inevitables), sino por consentimiento «creativo», en mi más profundo yo, a la voluntad de Dios, que se expresa en mi propio yo y en mi propia vida. A decir verdad, en un determinado sentido mi propio yo más profundo está en Dios e incluso lo expresa a Él como «Palabra». (Tal es el significado profundo de nuestra filiación divina). Poco a poco, cada vez estaré más cerca de trascender las limitaciones del mundo y de la sociedad a la que pertenezco, a la vez que acepto plenamente mi propio instante fugaz en la historia tal como es. Verse separado de todos los sistemas sin rencor hacia ellos, con comprensión y compasión. Ser auténticamente «católico» implica ser capaz de sentir desde dentro los 179

problemas y las alegrías de todo el mundo y ser todas las cosas para todos los hombres.

6 de agosto de 1961. Fiesta de la Transfiguración y día de retiro Hoy he pensado mucho acerca del tono y el valor de mi propio mundo interior. En cierto modo, la cultura ha determinado en gran parte su tonalidad. Cultura cristiana y europea, espiritualidad cristiana, vida monástica, misticismo occidental, además de una cierta apertura a otras culturas y espiritualidades, especialmente –pienso yo– a la china. Todo esto no solo es decisivo para mi vida y mi salvación, sino que tiene una significación crucial en el conjunto de mi vocación. En este sentido, he conocido la ciudad de Cordes, en plena montaña; he caminado de Caylus a Puylagarde y he conocido Caussade y Cahors y la iglesia dedicada a Santiago cerca del puente de Montauban. He estado en los castillos en ruinas de Penne y Najac y he esperado al pie de los altos riscos de Béziers entre toneles de vino, o he paseado junto a las murallas de Carcassonne. Que las voces de los chicos de barrio de Rye siguen resonando en mis oídos, que yo conozco el silencio de los extensos pantanos existentes entre Rye y Winchelsea –y lo escucho permanentemente–, las tierras pantanosas en Ely, los jardines y praderas que quedan «detrás» (y por eso denominados en inglés The Backs) de los colegios Clare, King y Trinity, la campana de la torre del claustro de St. John tal como se oía de noche en Bridge Street, en Cambridge. La torre de la iglesia y el valle de Oakham. Los llanos sureños de Surrey y las ruinas de Waverly, en medio de la pradera, un atardecer de septiembre. Los altos tejados de Estrasburgo, la ciudad de Taulero, calles familiares al Maestro Eckhart. Hoy he leído el admirable sermón sobre la Verdad Divina en el que Eckhart afirma que, cuando una persona está a punto de ser alcanzada por un rayo, se vuelve hacia él, y que cuando todas las hojas de un árbol están a punto de ser golpeadas, se vuelven igualmente hacia el rayo. De la misma manera, aquel en quien se va a producir el Nacimiento Divino se vuelve completamente, sin tener conciencia de ello, hacia dicho nacimiento. La iglesia rural de West Horsley y la de Ripley. El Priorato de Newark, donde Christopher Pierce conoció todo acerca de los sumideros. No debo abandonar la lectura de David Knowles, sino hacerme de nuevo con el libro y continuar.

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Calle Mayor, Guildford. St. Albans, cuando la atravesaba en el autobús escolar. También Limoges. Todo esto es importante: de alguna manera, todo ha sido sacramental. Ahora me encuentro en un mundo que en buena medida carece de este tipo de experiencias y símbolos. Sin embargo, yo he venido a un lugar que tiene, o tuvo en otro tiempo, algo de ese clima espiritual. Personalmente, lo echo de menos, a pesar de recrearlo siempre para mí mismo. Lo importante es que necesito no avergonzarme de este mundo, porque los comunistas desean construir otro. Que construyan todo lo que puedan, puesto que algo se ha de hacer. Por mi parte, mi vocación incluye fidelidad a todo lo que es espiritual y noble y delicado y profundo. Esto lo mantendré vivo en mí mismo y se lo comunicaré a todo aquel que sea capaz de recibirlo.

7 de agosto de 1961 Tanto Newman como Fénelon admiraban a Clemente de Alejandría, lo cual, después de todo, no tiene nada de sorprendente. Para Newman, Clemente era «como música». Esto puede parecer un tópico, pero es una observación muy profunda. En efecto, hay personas con las que te encuentras –en los libros y en la vida– y que en un determinado momento encuentran en ti una profunda resonancia. Durante mucho tiempo, yo no he sentido ninguna «resonancia» («un corazón hablando a otro corazón») con Newman. Me mostraba reacio a dejarlo entrar en mi corazón. Lo mismo me sucedió con Clemente. Ahora estoy deseoso de oír toda la música de Clemente, y solo a duras penas me resisto a sacar de la biblioteca nuevos libros sobre Newman, cuando tengo tantas otras cosas que debo acabar de leer. Resonancias: uno de los «coros». Maritain, Van der Meer de Walcheren, Bloy, Green, Chagall, Satie... ¡Un sexteto de cuerda! Otra música más antigua: Blake, Eckhart, Taulero (también Maritain entra aquí), Coomaraswamy, etc. Música: la maravillosa obertura del Protréptico –el «cántico nuevo»–, la espléndida imagen del grillo volando para sustituir con su canto la cuerda rota de la lira de Eunomo, en Delfos. Aunque Clemente rechaza este mito, lo interpreta maravillosamente. Humanidad: un instrumento musical en las manos de Dios.

8 de agosto de 1961 Sueño que me encontraba perdido en una gran ciudad y caminando «hacia el centro», sin saber apenas dónde estaba y yendo a parar repentinamente al tramo final de una carretera sobre una elevación desde donde se dominaba una gran bahía, un brazo del 181

puerto; yo veía una gran parte de la ciudad extendida ante mí por las colinas, cubiertas de una fina capa de nieve; comprendí que, aun cuando yo tenía que ir lejos, sabía dónde me encontraba, porque en esta ciudad hay dos brazos de mar con los que uno termina siempre encontrándose, y de esa manera se orienta. A continuación, en una biblioteca de la misma ciudad, hablando con extraños, me di cuenta de pronto de que allí había una cartuja y de que yo me había prometido a mí mismo visitar al Prior y hablar con él acerca de «mi vocación». Le pregunto a alguien: «¿Dónde está la cartuja?». Él me dice: «Voy a dirigirme en coche justamente en esa dirección. Iré directamente hasta allí y le llevaré a usted». Acepto el ofrecimiento y comprendo que es providencial. Pienso a menudo que mi muerte puede estar cercana, pero ignoro qué tipo de convencimiento arrastra consigo esta idea. Más bien, que yo puedo morir y que, si es la voluntad de Dios, por mí, encantado. «Sal a Su encuentro». Tomo conciencia de la futilidad de mis apegos, en especial del más importante de todos: mi obra como escritor. No me siento desmesuradamente culpable por ello, pero es una inutilidad y un estorbo y hace que me sienta impedido, no del todo libre. Pero espero que el amor de Dios me libere. Lo realmente importante es volverme sin más hacia Él diariamente y a menudo, prefiriendo su voluntad y su misterio a todo lo que es tangiblemente «mío».

16 de agosto de 1961 Es indudable que el hombre es humano por encima de todo y demuestra su humanidad por la calidad de su relación con la mujer. (Esto, en Marx, me sorprendió). ¡Cuánto más verdadero de lo que yo había comprendido en el pasado! Aquí, en el monasterio, se da por sentado idealmente que nosotros, con nuestra castidad, desarrollamos más aún esta dimensión de humanismo y amor. Esta es una de las claves para comprender nuestros problemas: ¿Cómo puede alguien desarrollar más algo que todavía no ha alcanzado? No pretendo afirmar que la virginidad no puede ser profunda y puramente humana. Pero ha de ser espiritual y positiva. Este carácter espiritual de la castidad y la virginidad no se fundamenta en la alienación. No se fundamenta en el sentimentalismo, en un «pensamiento» de amor puro hacia Jesús. Inexorablemente la vida avanza al encuentro con la crisis y el misterio. Cada uno debe luchar para adaptarse personalmente a ello, para hacer frente a la situación, puesto que «ahora es el juicio de este mundo». En cierta manera, cada uno se juzga a sí mismo simplemente por lo que hace. Por lo que hace, no por lo que dice. Sin embargo, no renunciemos completamente a las palabras. De hecho, estas tienen un significado. Están relacionadas con la acción. Saltan a partir de la acción y preparan para ella, la aclaran, la dirigen. Por sí mismas, las palabras no bastan. Sin embargo, unidas a la acción, constituyen un testimonio y, consiguientemente, una decisión, un juicio. 182

19 de agosto de 1961 A pesar de todo, no debería uno preocuparse con excesivo apresuramiento por declarar definitivamente lo que es verdadero y lo que es falso. No es que la distinción entre lo verdadero y lo falso carezca de importancia. Pero si a cada instante desea uno captar la verdad plena y perfecta de cualquier situación, en especial tratándose de una situación concreta y limitada en la historia o en la política, no hace más que engañarse o cegarse a sí mismo. Tales juicios solo rara y momentáneamente son posibles, y a veces, cuando pensamos ver lo más significativo, resulta que lo percibido apenas tiene sentido. Es posible, pues, que el momento de mi muerte se convierta, desde el punto de vista humano y «económico», en el más insignificante de todos. Mientras tanto, yo no debo detener el flujo de los acontecimientos con el fin de comprenderlos. Al contrario, tengo que moverme con ellos o, de lo contrario, lo que yo creo comprender no será otra cosa que una imagen de mí propia mente. Es el flujo de los acontecimientos: Terry Phillips arrancando con una barra de demolición el emplasto de las paredes de la habitación de la antigua casa de huéspedes donde, hace veinte años, llegué yo por primera vez para hacer un retiro aquella noche de luna en Cuaresma. Él, nuestro postulante más joven, todavía no había nacido.

22 de agosto de 1961 He terminado la lectura de Understanding Europe, de Christopher Dawson. Es un libro admirable. Tiene toda la razón al insistir en la decisiva importancia que ha tenido la cultura cristiana y no ha caído en el peligro del dualismo teológico al estilo de Karl Barth, que sin duda le hace el caldo gordo al secularismo. ¿Quién puede decir si estas reflexiones han llegado demasiado tarde o no? De todos modos, personalmente tengo la obligación inequívoca de participar, mientras pueda y en la medida de mis capacidades, en todos los esfuerzos destinados a contribuir a la renovación espiritual y cultural de nuestro tiempo. Esta es la tarea que a mí se me ha encomendado, aunque hasta ahora no he visto con suficiente claridad los diversos aspectos y dimensiones del problema. Poner de relieve y aclarar el contenido vivo de ciertas tradiciones espirituales, especialmente de la cristiana, pero también de la oriental, penetrando yo mismo profundamente en sus disciplinas y experiencias, no solo por interés personal, sino por todos los contemporáneos que puedan estar interesados y dispuestos a escuchar. Esto último contribuiría al restablecimiento de la cordura y el equilibrio del ser humano y a que este volviese al camino de la libertad y de la paz, si no durante mi vida, sí al menos algún día no muy lejano.

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12 de septiembre de 1961 Esta noche he tenido un sueño que, desde muchos puntos de vista, ha sido hermoso y conmovedor: un sueño hierático. Estoy invitado a una fiesta. Me encuentro con algunas de las mujeres que se dirigen a la misma fiesta, pero hay una separación. Estoy solo en los muelles de una pequeña ciudad. Un hombre me dice que por cinco dólares puedo ir en yate adonde quiera. Tengo cinco dólares, y más de cinco dólares: cientos de dólares, y también francos. Soy consciente de mi vestimenta clerical. El yate es una pequeña goleta, una goleta ordinaria y no un yate. No se separa de la costa. Nosotros hacemos que se desplace un poco, empujando desde dentro. Después me veo nadando mar adentro en el agua hermosa y mágica de las profundidades, de donde surge una vida maravillosa a la que yo no tengo acceso, una vida y un vigor que yo temo. Sé que buceando en el agua en cuestión puedo encontrar algo maravilloso, pero no sería adecuado ni correcto que yo me pusiese a bucear, puesto que me dirijo a la otra orilla, con la fuerza que he recibido del agua, la inmortalidad. Luego, una vez llegado a la casa de verano de la otra orilla, lo primero que hago es jugar con el perro, y el niño me trae dos trozos de pan blanco con mantequilla, que yo devoro nada más llegar.

23 de septiembre de 1961 Los dos o tres últimos días: gran seriedad en la oración, sentido del significado y valor de las vigilias, de la desnudez personal y del caminar en pobreza «hacia el Padre». Orientación a salir de este mundo, sentido de su transitoriedad y carácter provisional. Tarde silenciosa en la ermita. Susurro del viento en los pinos calientes, grillos en la hierba amarilla.

25 de septiembre de 1961 Una de las personas cuyas cartas me llenan de mayor satisfacción es la señora Luisa Coomaraswamy. Me he ido entusiasmando cada día más con ella, y ella ha sido sumamente generosa: me escribe largas cartas llenas de todo tipo de cosas interesantes y me envía separatas de los artículos de Ananda Coomaraswamy. Esta mujer es básicamente una solitaria y, por lo general, se muestra recelosa frente a los sabios y los editores, pero tengo la suerte de que a mí me acepta plenamente. Es una amistad en la que, al parecer, ambos nos reconocemos mutuamente necesidades y potencialidades correlativas y ambos estamos agradecidos. Esto es bueno y consolador y procede de Dios. O, por lo menos, así lo espero yo. ¿Por qué no iba a serlo? A uno le hace feliz el 184

misterio del mutuo reconocimiento en este mar grande, confuso, silencioso y anónimo que es nuestro mundo.

30 de septiembre de 1961 Por lo que a mí se refiere, tengo una tarea encomendada. Orar, meditar, penetrar en la verdad, sentarme ante el abismo, ser educado en la palabra de Cristo y, de este modo, contribuir a la paz en el mundo. No hay mucho más que añadir.

3 de octubre de 1961 Ayer, fiesta de los Ángeles Custodios, tarde despejada y fresca. Un hermoso medio día de meditación en la ermita. En muchos aspectos, el libro de Corbin sobre Ibn al’Arabi es terrible. Los juegos y cambios sobre el tema de la compasión divina, sobre la «simpatía» del espíritu de Dios, sobre Dios tratando de manifestarse a Sí mismo en el espíritu que responde a un «Nombre», que se supone encarna en su vida. Compara a los cistercienses medievales con sus nacimientos de Cristo en nosotros. Necesidad de compasión y ternura con respecto a la infinita fragilidad de la vida divina en nosotros, que es algo real y no una idea o una imagen (como lo es nuestra concepción de Dios como «objeto»). Esto podría y debería conducirme de forma cada vez más decidida a un nuevo giro, una nueva actitud, un cambio interno, una liberación de todas las preocupaciones banales, para permitir que Él emerja en Su misterio y compasión dentro de mí. Sometimiento a la inexplicable exigencia de Su presencia en debilidad. Mostrarse muy cuidadoso y reservado ahora acerca de esas innumerables autoafirmaciones, que tienden a destruir Su debilidad y pequeñez en mí, afortunadamente indestructible. Esta semilla de mostaza, Su reino en mí. La lucha de lo muy pequeño por sobrevivir y cambiar mis autoafirmaciones.

21 de octubre de 1961 Tal vez sea esta la última vez que celebramos la fiesta de Santa Úrsula en nuestro calendario. No es que estos mismos textos no vayan a usarse de nuevo en otras misas de vírgenes. Especial alegría al escuchar la epístola y el evangelio. Volverse atento de la cabeza a los pies, volverse plenamente gozoso al escuchar la Palabra de Dios. Un placer profundo de monjes y, en realidad, de todos los cristianos. Placer del fuego en la chimenea de Santa María del Carmelo. Único ser locuaz, esta criatura, este fuego. El único que habla en la tranquila habitación exterior: día frío, 185

húmedo, brumoso. Apenas veo las colinas al otro lado del valle. No podrías adivinar su presencia a menos que sepas de antemano hacia dónde has de mirar. Carta de Jim Forest en la revista Catholic Worker: que mi artículo sobre la «Locura de la guerra» ha sido publicado y suscitará controversias. Que todo el mundo se ha vuelto loco, construyendo refugios antiatómicos y dispuestos a disparar contra sus vecinos. Ciudades enteras preparándose para defenderse frente a ciudades vecinas. ¿Qué necesidad tienen en absoluto los rusos de las bombas? Simplemente, ¡para que se dispare una falsa alarma y nos acribillemos los unos a los otros a tiros sin más complicaciones! ¡Un hermoso testimonio en favor de la democracia y el individualismo!

23 de octubre de 1961 Estoy viviendo tal vez un momento decisivo en mi vida espiritual: puede que poco a poco esté alcanzando un punto de maduración y la solución de ciertas dudas y el olvido de mis temores. Entrando en una batalla conocida y definitiva. ¡Que Dios me libre de ella! La revista Catholic Worker ha emitido un comunicado de prensa acerca de mi artículo, que tal vez suscite muchas reacciones, o tal vez ninguna. En cualquier caso, parece que soy uno de los pocos sacerdotes católicos del país que se han declarado inequívocamente a favor de una lucha sin cuartel por la abolición de la guerra, por el uso de medios no violentos para la solución de los conflictos internacionales. Y, como consecuencia, no solo contra la bomba, contra las pruebas nucleares, contra los submarinos Polaris, sino también contra toda violencia. Esto, inevitablemente, tendré que explicarlo en su momento. Acción no violenta, no simple pasividad. ¿Cómo voy a poder explicarme y defender a su debido tiempo una determinada postura si, como mínimo, necesito dos meses para que los censores de la orden me permitan publicar un pequeño artículo? Es una pregunta que no puedo intentar responder. De alguna manera, pienso que la postura de la orden es, de hecho, poco realista y bastante absurda. Que en una época como la nuestra nadie en la orden parezca estar preocupado por las realidades de la situación mundial de manera práctica, que los monjes en general, incluso aquellos que –como los benedictinos– pueden manifestarse plenamente, se vean inmersos en pequeñas cuestiones eruditas acerca de escritores y textos medievales de menor importancia, incluso para los sabios, es la mayor crisis moral en la historia del hombre: esto me parece incomprensible. Especialmente cuando la política explícita de la orden cisterciense es impedir y obstaculizar toda expresión de compromiso, toda opinión manifestada por escrito que tenga algo que ver con la crisis. Esto me parece sumamente grave. La inutilidad de abordar la cuestión y tratar de solucionarla es evidente. Hablé sobre ello con el padre Clément de Bourmont, secretario del Abad General, y fue como si hablase con una pared. Total incomprensión y falta de empatía. El Abad General es personalmente más comprensivo, y el mismo Dom James ve hasta cierto punto el problema (ambos, de manera inesperada, dieron luz verde para la 186

publicación del artículo Original Child Bomb (Niña bomba original) después de que los censores lo hubiesen bloqueado definitivamente). El jesuita que toleró –e incluso aparentemente alentó– el hecho de instalarte en tu refugio antiatómico con una ametralladora, para que los demás se mantuvieran lejos: ¡tal es, al parecer, lo mejor que la teología católica ha podido ofrecer en este país! Por lo menos, me siento libre después de haber expuesto lo que constituye la verdadera postura cristiana. No es que la autodefensa no sea legítima, pero hay perspectivas más amplias que esa, y nosotros hemos de verlas. No es posible solucionar nuestros problemas partiendo del principio «cada hombre para sí mismo» y salvando tu propia piel a costa de matar al primero que se pone a tiro. Me alegra haber dado un nuevo giro, tal vez el último, de mi vida. Sensación de desamparo y de gozo de quien vuelve al hogar; amor hacia los novicios, a quienes yo veo como si estuviesen instalados en la luz y la bendición de Dios, mientras avanzamos juntos hacia el hogar. Este pensamiento no es negativo ni destructivo: es una culminación. Todo lo que le sucede al mundo, su baile infinitamente variado de epifanías continúa, o tal vez sea finalmente transfigurado y perfeccionado para siempre.

27 de octubre de 1961 Tom McDonnell estuvo aquí la semana pasada, trabajando en la antología que prepara de mis textos. Fue una distracción. Me devolvió una vez más al reino de la duda y la incertidumbre. Esto parece ser algo necesario y justo, aunque después, por momentos, vislumbro todas las posibilidades de falsedad y autodecepción que ello conlleva. La creación de otra imagen de mí mismo: fijación en la idea de que soy un «escritor que ha llegado». ¿Cuál de ellos soy yo? Aunque ¿qué significa esto? ¿Que ha llegado adónde? Vacío. ¿Ha habido en mi vida algo que no sea la construcción de esta inmensa ilusión? Y el sentido de culpabilidad que esto lleva implícito, ¿qué es? ¿Una justificación de todo esto, una segunda ilusión? Ciertamente, no puedo conseguir la paz a base de este tipo de desatinos. Mi hogar se encuentra en otra parte.

30 de octubre de 1961 El ancla en la ventana de la iglesia Old Zion (Antigua Sión), antes de que en 1924 o 1925 fuese destruida por un incendio: tal es el símbolo más antiguo del cual recuerdo haber sido consciente. Me impresionó cuando yo apenas tenía siete o tal vez ocho años de edad, pero no podía saber por qué estaba aquel ancla en la ventana de una iglesia. Tal vez yo ni siquiera sabía qué era. Sin embargo, yo había visto ese símbolo en algún lugar al cruzar el océano (y yo deseaba ser marino). En cualquier caso, había un ancla en una ventana, y yo era consciente de ello. Me he olvidado de casi todos los demás detalles de 187

la iglesia, excepto tal vez de un águila en cuyas alas extendidas descansaba la Biblia, aunque tampoco de esto estoy completamente seguro. ¿Hubo allí realmente un águila de ese tipo? Existiera o no, lo importante es que el ancla es un símbolo de esperanza. Esperanza es lo que más necesito yo. Y lo que más necesita el mundo.

4 de noviembre de 1961 Tía Kit está aquí, en su camino de vuelta a Nueva Zelanda, encantada de haber sobrevolado Nueva York en un helicóptero. Ayer llovió. Nos sentamos en la portería, preparamos un té y hablamos de la familia. Ella ya me había escrito sobre este tema, pero voy a tratar de resumir los datos esenciales tal como los recuerdo. James Merton: de Stoke, cerca de Nayland, en Suffolk. Administrador de la familia Torlesse. Al parecer, los Merton eran los únicos que sabían escribir en la aldea. ¿Fue Charles, el hijo de James, maestro de escuela allí? En 1856, con los Torlesse, James Merton, su hijo Charles y sus familias respectivas viajaron a Nueva Zelanda para instalarse allí (¿o tal vez permaneció James en Inglaterra?). Charles: chantre en la iglesia de San Juan (¿Christchurch? ¿Rangiora?). Maestro de escuela. Su esposa: melancólica y callada. Alfred, mi abuelo, su hijo, nació en Nueva Zelanda. Maestro de música en el Colegio de Cristo, en Christchurch. Mi abuela, una Grierson, nació en Gales, de padre escocés. La familia de su madre era galesa, los Bird. La fotografía a escala reducida de un teniente de navío Bird en la marina estuvo colocada en otro tiempo sobre el mantel en Burston House. No recuerdo. De la familia Bird hemos heredado nuestro rostro: mi padre y yo, Kit y Dick Trier. La apariencia, la sonrisa, las cejas. Granny vivió en Cardiff y padeció una parálisis infantil. Ellos pensaron que no sobreviviría. Vivió hasta la edad de 101 años. Cuando vino a Flushing con Kit, en 1919, yo tenía cuatro años. La recuerdo muy bien. El motivo: su cariño. Kit decía que Granny y mi madre eran muy distintas. Mi madre decía que Granny estaba siendo demasiado indulgente conmigo y que yo tenía que aprender a obedecer. Recuerdo a mi madre como una mujer severa, estoica, decidida. Granny creía que los niños necesitaban crecer rodeados de amor. La integridad, franqueza y sinceridad de mi madre. Tenía una personalidad con fuertes tendencias «artísticas, pero no era una intelectual». Era una mujer práctica. Granny fue la que compró la casa en Christchurch y lo mantuvo todo unido. En Londres, Granny se encontraba, al parecer, con otras personas «junto a los Mármoles de Elgin, en el Museo Británico». Le interesaban mucho la arquitectura, la historia, etc. Kit fue profesora de historia. Yo le recomendé que leyera la obra de Christopher Dawson.

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5 de noviembre de 1961 Mi padre nació en 1887 en Christchurch. Dejó la escuela a la edad aproximada de 16 años para trabajar en el Banco de Nueva Zelanda, pero hacia 1924 se embarcó para Inglaterra, donde estudió arte. Volvió a Nueva Zelanda, y regresó de nuevo a Inglaterra con el dinero que había obtenido en una exposición en Nueva Zelanda. Viajó en tercera clase, le robaron el abrigo y llegó a Inglaterra después de pasar mucho frío y sin un penique. La tía Maude le concedió una subvención. Estudió en París y trabajó también para Tudor Hart en su estudio. En París se encontró con mi madre, que por entonces estudiaba decoración de interiores. Se casaron, esperando vender cuadros a los turistas que visitaban el sur de Francia, pero la guerra echó a perder estos planes. Se habían casado hacia el mes de marzo de 1914 y, más o menos en abril de 1916, embarcaron para los Estados Unidos. Mi madre era decididamente pacifista y se opuso a que mi padre fuese a la guerra, afirmando que eso sería asesinar. Ella siempre se mostró fuerte en medio de la pobreza y no deseaba tener muchas posesiones. Cualquiera de las expresiones de ascetismo que se manifieste en mí tiene, al parecer, algo que ver con ella, y mis problemas en torno al ascetismo son inseparables de mis problemas con ella. Ciertamente, yo comprendo mi vocación un poco mejor. Me produce tristeza el ver que tía Kit se marcha. Cuarenta y dos años desde que la vi por última vez, y probablemente nunca volveré a verla. Es la única familiar consanguínea a la que he visto durante los últimos veinte años. Cantidad de arrugas en su cara, pero mucha vitalidad. Delgada y enérgica, me recuerda a tía Maude.

27 de noviembre de 1961 La noche pasada me tocó hacer la vigilancia nocturna. (Último domingo después de Pentecostés). Tiempo desaprovechado, cargado de malos presagios. La nube que lo cubre todo es ahora algo más que una disposición de ánimo. Es difícil comprender que el origen de semejante situación haya de situarse simplemente en una especie de fingimiento que ahora, de pronto, aparece provisto de objetividad. Alguien puede decir: «El hombre siempre ha estado a la espera de un cataclismo universal, que por otra parte nunca se ha hecho realidad». Ahora que esto es perfectamente posible y está al alcance del poder del hombre, uno empieza a pensar que el ser humano siempre lo ha esperado porque era el resultado de una profecía que se cumple a sí misma. Pero ahora, desde que es capaz de destruirlo todo y no puede soportar la tensión de la espera o enfrentarse a la labor de una paciente reconciliación... Afortunadamente, a uno le pasa esta idea por la cabeza sin comprenderla, como cuando un niño piensa en la muerte. Durante la ronda de vigilancia nocturna, de manera apresurada, empujé hasta abrir de par en par la puerta del scriptorium de los novicios y enfoqué con mi linterna los 189

pupitres vacíos. Fue como si aquella habitación vacía estuviera completamente llena de sus corazones y de su amor, como si su bondad hubiese hecho totalmente bueno y rico en amor aquel espacio. El encanto de la humanidad, que Dios ha hecho suya por amor, y el milagro de cada una de las personas individuales entre ellos. Esto tiene una importancia definitiva y eterna. Haber sido escogido por Dios para ser el padre de todos ellos, haberlos recibido de Dios como hijos míos, haberlos amado y haber sido amado por ellos con tal sencillez y sinceridad, sin tonterías, adulación o sentimentalismo: esto es admirable desde todos los puntos de vista y es una revelación, una parousía, del Señor de la historia. El que esa historia pueda terminar ahora no es, después de todo, tan relevante. De este tipo de amor nace necesariamente la esperanza, incluso para la acción política, porque aquí, paradójicamente, la esperanza es lo más necesario. La esperanza es siempre sumamente necesaria, en especial allí donde todo, desde un punto de vista espiritual, parece desesperanzado. Es decir, precisamente en la confusión de la política. Esperanza contra toda esperanza de que el hombre sea capaz de desarmarse, y cesar en sus preparativos para la destrucción y aprender, en definitiva, que cada uno debe vivir en paz con su hermano. Nunca hemos estado menos dispuestos a hacer esto. Es algo que debemos aprender, algo que debemos hacer, y todo lo demás es secundario con respecto a esta necesidad ineludible del hombre.

11 de diciembre de 1961 Ayer, día de retiro, comprendí una vez más y por encima de todo mi necesidad de una humildad profunda y total, especialmente en relación con las acciones que yo pueda emprender en favor de la paz. La humildad es más importante que el celo. Anonadamiento y dependencia de Dios. De lo contrario, no hago otra cosa que combatir al mundo con sus propias armas, y en ese terreno el mundo es invencible. A decir verdad, el mundo ni siquiera tendrá que contraatacar: me agotaré a mí mismo, y ese será el final de mis estúpidos esfuerzos. Buscar fuerza en Dios, especialmente en la pasión de Cristo.

27 de diciembre de 1961. San Juan En un primer momento llovió, pero ahora el día se ha vuelto delicadamente soleado después del mediodía. Corre un viento ligero, cortante, y ha salido el sol, aunque su luz es muy tenue. En el monasterio, la mayoría de los monjes están escribiendo sus cartas. Esta mañana le pedí a Dios insistentemente un corazón sabio. Creo que el regalo de esta Navidad ha sido el descubrimiento real de Juliana de Norwich. Me he estado moviendo mucho tiempo a su alrededor y he rondado a su puerta y he sabido que ella era 190

uno de mis mejores amigos, y precisamente porque yo estaba tan seguro de su sabia amistad, no me apresuré a buscar lo que ahora he encontrado. Juliana de Norwich me parece una auténtica teóloga, con mayor claridad, orden y profundidad que la misma santa Teresa de Jesús. Quiero decir que ella realmente elabora el contenido revelado y tan profundamente experimentado. Primero lo experimenta, después lo piensa, y el pensamiento profundiza de nuevo en la vida, de manera que a lo largo de toda su vida el contenido de su visión fue penetrándola más y más. Una de las convicciones básicas es su orientación escatológica hacia el acto secreto, central y dinámico, «en virtud del cual todo será hecho bien» en el último día, nuestra «gran acción», «ordenada por Nuestro Señor desde antes del comienzo». Especialmente la primera paradoja: ella tiene que «creer» y aceptar la doctrina según la cual hay algunos condenados; y, por otra parte, también la «palabra» de Cristo será «salvaguardada en todas las cosas», y «todo tipo de cosa será para bien». El corazón de su teología es esta aparente contradicción a la que ella debe aferrarse tenazmente. Creo que este «corazón sabio», por el que yo he suplicado, lleva precisamente a esto: a mantenerse en esta esperanza y esta contradicción, «apoyado» en la certeza de la «gran acción», que es la única que da a la vida espiritual y cristiana su auténtica y plena dimensión.

25 de enero de 1962 Al concluir este retiro: 1. No puede haber duda ni contemporización alguna en mi decisión de ser completamente fiel a la voluntad de Dios y a la verdad. Por lo tanto, debo procurar siempre y en todo actuar de acuerdo con Su voluntad y en Su verdad, y de esta manera tratar, con su gracia, de ser «un santo». 2. No puede haber duda ni contemporización alguna en mis esfuerzos por evitar la falsificación de esta obra de verdad al conceder excesiva importancia a lo que otros aprueban y miran como «santo». En una palabra, puede suceder (o no) que lo que Dios me exige a mí me haga aparecer menos perfecto a los ojos de otros, me prive de su apoyo, de su cariño, de su respeto. Hacerse santo, por consiguiente, puede entrañar la angustia de parecerse y, en un sentido muy real, «ser» un pecador, un marginado. Puede entrañar conflictos manifiestos con determinadas pautas que yo mismo, o los otros, o todos a la vez podemos haber interpretado erróneamente. 3. Lo importante es abrazarse a la voluntad y la verdad de Dios en toda su pureza y tratar de ser sincero y de actuar en todo, en la medida que esté a nuestro alcance, bajo el impulso de un amor auténtico.

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27 de febrero de 1962 Desde un punto de vista humano y racional, es muy posible que en los próximos tres o cinco años asistamos al estallido de una guerra desastrosa. Aunque resulta casi imposible imaginar que este país sea devastado, eso es, sin embargo, lo que muy probablemente vaya a suceder. Sin una razón seria, sin gentes «que lo deseen», y sin que estas mismas gentes sean capaces de impedirlo, debido a la incapacidad que muestran de utilizar el poder que han almacenado, el poder terminará utilizándolas a ellas. De ahí la absoluta necesidad de tener seriamente en cuenta este hecho y vivir de acuerdo con las perspectivas que el mismo determina, una tarea poco menos que imposible. 1. Preeminencia de la meditación y la oración, del anonadamiento personal, de la purificación interior, desembarazándome del yo que bloquea la visión de la verdad. El yo que afirma que habrá de estar aquí y que después dejará de estarlo. 2. Preeminencia de la compasión para con todos los seres vivientes, para con la vida, para con los seres indefensos y simples, para con el género humano en su ceguera. Para con Cristo, crucificado en Su imagen. Sacrificio eucarístico, en humildad y silencio. 3. Hastío de las palabras, excepto en la amistad, en el tipo más sencillo y directo de comunicación, de viva voz o por carta. 4. Preeminencia de la acción silenciosa y decisiva –si alguna se ofrece por su cuenta– de sufrimiento cargado de sentido, aceptado en completo silencio, sin justificación.

12 de junio de 1962 Mi «Antología» –Merton Reader– está concluida y en manos del editor. Estoy satisfecho de la tarea final de Tom McDonnell y de su persona. Además de buen editor, es amable, sencillo, candoroso y sensible. Los detalles de la guerra entre las editoriales todavía no están muy claros. Farrar, Straus & Cudahy deseaban explotarme comercialmente para Lowell y Eliot, lo cual es excesivo, sin más. ¡Esto no es lisonjero, sino simplemente nauseabundo! Posteriormente, la hermana Thérèse Lentfoehr sugirió una lista extraordinariamente interesante (para mí) de entradas en su «colección».

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Pero ¿puede todo esto tener algún sentido serio para mí? Supongo que a mí me gustaría que lo tuviese, y de hecho creo que lo tiene: como si la imagen fuese real. Como si se tratase de un mosaico genuino de éxito y como si todas las pequeñas piezas se juntaran para formar la cara de una persona real. Esa es la ilusión. Aunque yo no tenga necesidad de repudiarlo todo, lo cierto es que el cuadro en cuestión no es significativo. La ironía de la destrucción total pende sobre él como un espada de Damocles, y ello me mantiene alerta.

21 de julio de 1962 Un sábado espléndido. Cielo despejado y algunas nubes. No demasiado caluroso. Todo lo que veo y experimento en Kentucky está, hasta cierto punto, matizado y determinado por los pensamientos y las emociones que tuve al venir aquí por primera vez. No puede ser de otra manera. En este sentido, el día de hoy es también otro día de aquel entonces, otro eslabón en la cadena que empezó entonces, que empezó mucho antes de aquel momento.

11 de agosto de 1962 En cualquier caso, el pensamiento de ir a algún lugar, especialmente, por supuesto, a algún monasterio situado en una montaña fabulosa, para ser un soñador, es una distracción ávidamente buscada sin demasiado sentido de culpabilidad, casi una oración. Pero el pensamiento de ir a algún lugar se encuentra ahora completamente agotado, es un espasmo desesperanzado del corazón, sin vida, sin energía, sin tono, sin sentido. Ni siquiera hay ya un conflicto real; es algo más allá de la culpa, del asqueado rechazo, del sufrimiento, de la incomprensión que está más allá del sí y del no. India, no. Himalaya (un débil parpadeo, pero realmente no). Grecia: ¿una isla griega? ¿Atos? No. Roma: si fuera llamado a Roma por el papa en persona, me entrarían ganas de rechazar la oferta. ¡Cualquier lugar menos Roma! París, no. Un débil parpadeo por Devon y Cornualles, y casi un salto de alegría, todavía, por Ecuador (Quito, Cuenca). Las Hébridas: sí, tal vez Las Hébridas. Pero, de camino, habría que pasar tal vez por Liverpool. Preferible morir. ¿Dublín? Preferible morir. ¿Rusia? Mejor muerto. Mejor muerto. ¿La Gran Cartuja? No, amigo, ¡déjame tranquilo! ¡No! «Las personas lo harán todo, por absurdo que sea, para evitar enfrentarse a la propia psique. Practicarán el yoga indio y todos sus ejercicios, observarán un estricto régimen alimenticio, aprenderán teosofía de memoria, o repetirán mecánicamente textos místicos tomados de la literatura de todo el mundo. Y todo porque no consiguen reconciliarse consigo mismas y no tienen la más mínima fe en que de la psique pueda 193

surgir un día algo útil» (C. G. Jung, en Spiritual Disciplines, artículos de Eranos Yearbooks 4. BS. XXX, p. 366).

7 de septiembre de 1962. Vigilia de la Natividad de Nuestra Señora Un sueño. Estoy en una aldea «cerca de Bardstown», fuera del monasterio. Es tarde. Los monjes empiezan a retirarse para dormir. ¿Regresaré a tiempo para ir a dormir o me quedaré fuera después de que haya anochecido? Se acerca el crepúsculo, pero todavía hay algo de luz. Con otro hombre (¿Tony Walsh?), vamos al encuentro de dos simpáticas mujeres jóvenes, vestidas de blanco, en el pueblo casi desierto. Digo alegremente: «¡Con vosotras, daremos fácilmente un paseo!». Decidimos hacer autostop para poder estar de vuelta en el monasterio antes de que sea demasiado tarde. Ellas se ríen y no ponen objeciones. Yo formo pareja con la que tiene menos aspecto de monja (la otra lleva una especie de capucha o velo) y, rodeándola con mi brazo por la cintura, nos alejamos por la carretera. Durante todo el sueño yo camino sujetándola con el brazo. Ella se muestra natural, segura y pura; es una persona hermosa y dulce, una extraña, aunque, al mismo tiempo, libremente íntima y cariñosa. Sin embargo, en cierto momento ella me dice seriamente que yo no debo tratar de besarla o seducirla, y yo le aseguro, con la misma seriedad y sinceridad, que no tengo en absoluto semejante intención. Esto no altera en modo alguno la intimidad de nuestra relación y amistad. (A partir de aquí, las otras dos personas desaparecen del sueño. Yo estoy con A. La llamaremos así. La cuestión de conocer su nombre no llega a plantearse. Es totalmente irrelevante). Aunque ha anochecido y la aldea está vacía, nos encontramos ahora en la carretera, en un cruce. Es agradable. Decidimos que, si es posible, tomaremos un autobús para Bardstown, desde donde nos dirigiremos a Gethsemani. Ahora hay una media docena de personas esperando el autobús. Todas ellas conocen a A., porque ella ha predicado en su aldea una nueva doctrina –una especie de teología shaker–, y bromean con ella por este motivo. Uno de los que bromean con ella es un indio americano. Otro le dice alguna inconveniencia, y yo salgo solemne y ardientemente en su defensa. Ella me da a entender que en realidad no es necesario. Llega el autobús. Yo entro por la parte delantera. No hay nadie allí. A. entra por otra puerta. Nos encontramos en el interior del autobús. Ahora estamos fuera del autobús, de nuevo en medio del campo.

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Veo una capilla. Es la de un noviciado de una fundación de Gethsemani, Genesee (Je ne sais pas!). Iremos al monasterio y los despertaremos. Ellos lo entenderán. Alguien nos dará un paseo en coche. Fuera del monasterio, un joven seglar y dos o tres chicas. Están en traje de baño; se han estado bañando en un estanque en el corral. No queremos despertar a los monjes. Este chico nos llevará. Pero tenemos que llegar hasta su coche sin despertar a nadie. Complicación en la concentración. No encontramos el coche. En la carretera. Altas columnas de humo gris plateado se elevan desde la dirección de Bardstown. «Armas tácticas atómicas». Bello, a pesar de todo. Un tipo de prueba. Es aquí, pienso yo, donde A. me dijo que no la besase. Regresamos. Ahora todos los monjes, conducidos por su abad, Dom Eusebius, están fuera en la carretera ¡vestidos de soldados! Él los guía con decisión. Lo más probable es que me atrapen. Mientras pasamos por entre los monjes, A. hace desaparecer con su mano mi coronilla monástica. Pero ¿bastará con eso? ¿Nos persiguen a nosotros? Me encuentro en un establo (sin A.). Prendo fuego a la paja. Si el establo arde, se olvidarán de perseguirme. Pero ¿puedo yo librarme a mí mismo? Después de parecer que me iban a atrapar, ahora me encuentro totalmente fuera de su alcance, en la «otra orilla» en campo abierto. Veo un amplio paisaje, sumamente conmovedor, con una iglesia en el centro, holandesa, con una esbelta aguja. Estoy a punto de pasar al lado de la iglesia en campo abierto, cuando me despierto.

2 de octubre de 1962 Aunque estoy a punto de cumplir 48 años, y sin duda es el momento de sentir algunos cambios de tono en mi ser físico, que empieza a prepararse para su etapa final a lo largo de cualquiera de estos años, es inútil interpretar cada una de las pequeñas señales o sugerencias de cambio como algo muy importante. Esta es una tentación a la que me rindo. Todavía soy mentalmente demasiado joven para estar en el menos paciente de todos los signos de edad. Mi impaciencia es sentida como una sacudida de resentimiento, disgusto, depresión. Sin embargo, soy jovial. Me gusta la vida, soy feliz con ella, no tengo realmente nada de qué quejarme. Pero un poco de frío, un poco de oscuridad, el sentido de vacío en el centro de mí mismo, y le digo a mi cuerpo: «¡De acuerdo, como gustes, muérete, idiota!». Pero, realmente, mi cuerpo no está intentando morir; simplemente, desea ralentizar su marcha. Este miedo a la guerra agrava la situación. Este sentido de muerte y desesperación que recorre nuestra entera sociedad, con todas sus bombas y su dinero y su deseo de muerte. El colosal sentido de fracaso en medio del éxito que es característico de América 195

(pero que América no puede afrontar). Personalmente, tengo un adecuado sentido del éxito, que sé muy bien que es más o menos insensato, aunque ahora deseo hacer mi voluntad: como escritor. ¡Sigue tu camino, loco! ¡Olvídalo! Todavía puedes escribir otros veinte libros, ¿quién sabe? De todos modos, ¿importa mucho eso? ¿Es eso relevante? Por el contrario, ha llegado el momento de que aprenda a dejar de regodearme en lo hecho hasta ahora, o a estar deprimido porque vendrá la noche y mi trabajo deberá detenerse. Ha llegado el momento de dar a otros todo lo que tengo, sin pensar en ello. Desearía haber aprendido la habilidad de dar sin hacer preguntas o sin interés. No la tengo, pero tal vez disponga todavía de tiempo para intentarlo.

9 de diciembre de 1962. Segundo domingo de Adviento Me he herido en la mano al caer sobre una piedra cortante en el jardín (a oscuras) cuando me dirigía a rezar prima. Moraleja: ¡No ir a rezar prima mirando a las estrellas! Hace un hermoso tiempo de Adviento, plomizo y frío, con nubes de nieve ligera desplazándose a través del valle, y veo que realmente es invierno. Pongo fuera algo de pan para los pájaros. ¡Mañana se cumplirán veintiún años de mi llegada a este lugar! Me siento más cercano a mis comienzos que nunca, cuando en realidad tal vez me estoy aproximando a mi final. Los himnos de Adviento resuenan como lo hicieron la primera vez, como si fueran las cosas más próximas que yo haya sentido nunca, como si esos textos hubieran sido decisivos en la formación de mi corazón y mi vida, como si yo hubiera recibido su forma, como si no pudiera haber nunca otras melodías tan profundamente connaturales para mí. Ellos son yo mismo, palabras y melodías y todo. Lo mismo podría decir del Rorate coeli, que me trajo hasta aquí para pedir por la paz. No he pedido por ella lo suficiente, o no he sido lo bastante puro o sabio. Hoy, ante el Santísimo Sacramento, me he sentido avergonzado por las impertinencias y las profundas infidelidades de mi vida, enraizada en la debilidad y la confusión.

11 de diciembre de 1962 Por la tarde. El deber primario: buscar coherencia, claridad, conciencia, en la medida en que tales cosas sean posibles. No solo coherencia y claridad humanas, sino la coherencia y la claridad que nacen del silencio, del vacío y de la gracia. Lo que significa que siempre se ha de buscar el correcto equilibrio entre estudio, trabajo, meditación, responsabilidad hacia otros y soledad. Mucho frío. Algo de nieve. Tarde soleada, silenciosa.

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Me ha impresionado la reseña de un nuevo libro de Rachel Carson sobre lo que les está sucediendo a las aves como resultado del uso indiscriminado de sustancias tóxicas (que no logran matar a los insectos que pretenden eliminar). Alguien dirá: Te lamentas por la suerte que corren algunas aves. ¿Por qué no te lamentas por lo que les sucede a las personas? Yo me lamento por ambos, por las aves y por los seres humanos. Estamos en el mundo y formamos parte de él, y estamos destruyéndolo todo, porque nos estamos destruyendo a nosotros mismos espiritual y moralmente, y desde todos los puntos de vista. Todo ello forma parte de la misma enfermedad, todo está correlacionado.

15 de diciembre de 1962 Encantadora carta de Eleanor Shipley Duckett, quien, al volver al Smith College desde Inglaterra (Cambridge), encontró algunas notas que yo le había enviado y las ha convertido en su «lectura de Adviento». Me siento muy atraído hacia ella. Es una persona muy dulce. Parte de su carta la escribió en latín. Aunque hasta ahora mis contactos con ella han sido más bien escasos –la relación empezó cuando la editorial de la Universidad de Michigan me envió la pruebas de su obra Carolingian Portraits–, siento que podemos ser muy buenos amigos, que esta amistad puede ser realmente preciosa para ambos, con la cualidad otoñal de desprendimiento derivada del hecho de que uno y otra estamos acercándonos al tramo final de nuestras vidas. Ella, que parece algo mayor que yo, debe de estar ya, supongo, en los sesenta. Esta sensación de estar suspendido sobre nada y, sin embargo, vivo, de ser algo frágil, una llama que puede apagarse y que, sin embargo, arde luminosamente, añade un toque de inefable dulzura al don de la vida, puesto que uno la ve entera y puramente como un don. Un don que se ha de guardar con gran fidelidad en un corazón verdaderamente puro.

22 de diciembre de 1962 Joost Meerloo me ha enviado una de sus separatas en francés sobre el ritual de dar y recibir regalos por Navidad. Es realmente muy divertido e interesante. Me ha hecho ver la conexión con mi propia vida, con mi fracaso a la hora de confiar realmente en otra persona lo suficiente como para darme por completo a ella. Mis aventuras sexuales fueron siempre seducciones: yo deseaba que fuesen conquistas en las que, en realidad, yo no daba nada. Me limitaba a «tomar». Creo que tanto mi necesidad como, probablemente, mi capacidad latente de darme a mí mismo fueron en otro tiempo muy profundas. Ahora bien, me siento deprimido. Recuerdo la frecuencia de las depresiones de Navidad durante los últimos años, y he llegado a esperarlas como algo del todo natural. Sin embargo, mi primera Navidad aquí, que sin duda supuso una entrega

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ilimitada de mí mismo a mi vocación, fue fantásticamente pura y feliz. Y esa felicidad no me ha abandonado realmente nunca, en lo profundo de mi alma al menos.

25 de diciembre de 1962. Día de Navidad Atardecer: lluvia, silencio, gozo. Estoy seguro de que, al ver el diminuto punto de pobreza, extenuación y desamparo a que se ve reducido el monje, el hombre solitario y lacrimoso, el Señor se siente obligado a descender y encarnarse en esta angustia, hasta convertirla constantemente en un gozo infinito, en una semilla de paz en el mundo. Esta es –y ha sido siempre– mi misión. Para mí no existen verdad ni sentido en cosa alguna que me encubra esta preciosa pobreza, esta semilla de lágrimas y de gozo auténtico. Por lo tanto, las demostraciones y distracciones que me apartan de ella son locas e inútiles e incluso pueden constituir infidelidades, siempre que representen evasiones de la misma. Yo tengo derecho a hablarles a otros en la medida en que hablo a la misma verdad en ellos, mitigo sus dudas y los fortalezco en esta pequeña chispa de agotamiento en que el Señor se convierte en su sabiduría y su vida perdurable. ¿No dicen acaso esto mismo los salmos? «¡Vigilad! ¡Veréis la ayuda del Señor sobre vosotros!». ¡Qué profunda es esta verdad, qué tremendamente importante! Nosotros no esperamos de este auxilium Domini, esta ayuda de parte del Señor. Algunos anuncian que tal ayuda ya ha llegado, pero nosotros sentimos que no es así. ¡Estad vigilantes!: Constantes estote! También para mí llegará a su debido tiempo, en secreto, cuando Dios, en su absoluta libertad, lo decida, más allá de todo control de horarios, incluso eclesiásticos. Este es un aspecto más profundo y más auténtico del misterio de la Iglesia: la libertad de su vida interior, que puede corresponder –o no– a las indicaciones exteriores del momento ritual.

4 de enero de 1963 El Año Nuevo ha empezado bien, aunque yo he pillado un resfriado espantoso. La fusión de los dos noviciados se está desarrollando bien, principalmente porque todos los novicios son tan buenos. Yo me siento feliz con los novicios legos. Uno se encariña de ellos inmediatamente. Tienen realmente algo, una gracia especial de sencillez, sinceridad y bondad. Constituye una enorme gracia el hecho de tenerlos aquí: tanto los novicios de coro como los novicios legos son felices unos con otros, y todo el mundo parece estar de acuerdo en que el plan marcha bien. De hecho, nos estamos encontrando, en el desarrollo de este proyecto, con todo tipo de sorpresas positivas que no se habían previsto, al parecer. 198

La unificación del noviciado es sin duda importante y saludable. Pienso que va a significar una innovación importante. Y una vez más tengo que admitir que, aun cuando soy yo quien la está llevando adelante, la idea no fue originalmente mía, sino del abad. Sin embargo, yo tomé, de hecho, una cierta iniciativa y él aceptó de buen grado que yo la hiciese realidad. Pienso que la gracia propia de los hermanos legos proviene de su trabajo, que, cuando está bien hecho, tiene tal vez la virtud de no permitirles obsesionarse demasiado consigo mismos y con su espiritualidad. Es admirable cómo aceptan cualquier sugerencia y la hacen realidad, sin perder el tiempo calentándose la cabeza con las dudas de los hermanos de coro, y sin que haya necesidad de que alguien les diga dos veces que se pongan en movimiento.

15 de enero de 1963 El revuelo y la preocupación por el noviciado y por todos cuantos asisten a las clases están teniendo un profundo efecto sobre mí. El trabajo es duro, aunque estoy haciendo más de lo que probablemente debería, en mi obsesión por prepararme debidamente. Por otra parte, comprendo las limitaciones de todo aquello que, como la preparación, se basa tan escasamente en la oración y el desamparo, las limitaciones de mi propia capacidad. De ahí que, en general, yo haya empezado a sentir con más fuerza que nunca la necesidad que tengo de la gracia, mi total dependencia de Dios, mi desamparo sin Su intervención especial, que puedo necesitar en cada momento. Nunca antes había sido esto tan claro para mí. Quizá tampoco había sido nunca tan real como ahora. En consecuencia, mi actitud hacia el monasterio cambia. Ellos me necesitan a mí, y yo los necesito a ellos. Es como si mi vida no tuviese sentido sin esta obediencia y obra de caridad. Es una situación existencial que Dios ha querido para mí y que forma parte de Su Providencia. No es, por lo tanto algo, que haya de ponerse en tela de juicio, por muy difícil que pueda ser. Mi deber es obedecer simplemente a Dios, y esto lo abarca absolutamente todo. Incluso en la ermita, no se trata tanto de buscarlo a Él cuanto de someterse y obedecerle totalmente a Él, a quien yo pertenezco en virtud del amor. Mi actitud hacia el abad está cambiando en esta nueva situación. Naturalmente, ahora resulta evidente que mis quejas y mi descontento han sido absurdos. Aunque tal vez yo podría respaldarlas con argumentos razonables, tales quejas no tienen ningún sentido real, son absurdas. Él es lo que es, tiene buenas intenciones, y de hecho actúa bien. Él es el superior que la Providencia de Dios me ha destinado, y es absurdo que yo me queje. A través de él yo no voy a sufrir nunca ningún perjuicio: es imposible. ¿Cómo pude haber pensado de otra manera?

17 de enero de 1963 199

La gran prueba de fidelidad en la vida cristiana: una prueba que se deriva del hecho de que en la Iglesia Católica identificamos de forma excesivamente rígida fidelidad a Dios y fidelidad a la organización externa de la Iglesia. De ahí que, invariablemente, estemos ante una gran prueba siempre que se plantea un conflicto evidente (y estos conflictos se plantean con mucha facilidad). Hay momentos en los que, según todas las apariencias, la fidelidad a Dios no es compatible con la mera obediencia a una norma externa: la fidelidad a Dios requiere algo distinto. Ciertamente, no la revolución ni la desobediencia, pero sí una presentación de puntos de vista alternativos y más profundos. Una «fidelidad» que siempre exija el sacrificio de lo interior y más perfecto, con el fin de conformarse a una norma externa mediocre, y que lo único que pida de nosotros sea una cierta pasividad e inercia, es en realidad una infidelidad a Dios y a Su Iglesia. Por otra parte, no debemos convertir la autonomía en un fetiche y ser «fieles» únicamente a nuestra propia voluntad, puesto que esta es la otra manera de ser infiel. La respuesta está en considerar a la Iglesia no tanto como una organización cuanto como un cuerpo vivo de libertades interrelacionadas. La fidelidad no pertenece tanto al ámbito de la Ley cuanto al ámbito del Amor. Pero esto presupone obediencia y sacrificio personal.

21 de enero de 1963. Santa Inés Mañana bastante fría, con una máxima de 8 grados. Antes del alba me dirigí a la ermita, después de una charla de día de retiro sobre el pecado. Cielo puro en su oscuridad, únicamente con la luna y los planetas, puesto que las estrellas ya habían desaparecido. La luna y Venus sobre los establos, y Marte allá lejos, al oeste, sobre la carretera y la torre de vigilancia contra el fuego. Salida del sol: acontecimiento evocador de música solemne en las entrañas más profundas de uno mismo, como si todo nuestro ser tuviese que ponerse en armonía con el cosmos y alabar a Dios por el nuevo día, alabarlo en nombre de todas las criaturas que han existido y existirán, como si ahora recayese sobre mí la responsabilidad de ver lo que todos mis antepasados han visto, de reconocerlo y de alabar a Dios de tal manera que, independientemente de que ellos hubieran alabado a Dios en su propio tiempo, ahora lo hacen a través de mí. La salida del sol reclama esta rectitud, este orden, esta verdadera disposición del propio ser en su conjunto.

25 de enero de 1963 Sigue haciendo mucho frío y el cielo está despejado. 200

Lo mejor del día de retiro ha sido el trabajo en la granja de los cerdos y la vuelta al monasterio solo, a lo largo de dos kilómetros y medio, a través de la nieve. Pienso que he terminado viendo con mayor claridad y seriedad el sentido –o la falta de sentido– en mi vida. Sigo siendo en buena medida la misma persona egoísta y caprichosa que en Cambridge lo echó todo a perder. O bien no he cambiado en lo más profundo de mí, o tal vez sí he cambiado radicalmente en algo, pero conservo algunas de las viejas formas vanas, inconstantes y egocéntricas de mirar las cosas. La situación en que ahora me encuentro representa para mí una posibilidad de cambio personal, si es que de verdad quiero rendirme completamente a la realidad tal como Dios me la ha ofrecido y dejo de seguir evadiéndome de ella a toda costa, incluso por medio de las reservas interiores. Hasta ahora, mi reserva interior ha sido siempre la siguiente: «Naturalmente, tiene que haber algo mejor, ¿y quién sabe si eso no es para mí?». Bien, hay sin duda algo mejor; pero tiene que ser el resultado de una transformación interior de mi propio yo en Cristo. Lo mejor para mí es Cristo, es decir, que yo consiga vivir completamente en Él y por Él. De hecho, ya vivo en Él, pero todavía hay una parte importante de mí mismo que no se ha rendido y sigue siendo «propiedad mía».

28 de enero de 1963 Aquí, en la ermita, rodeado de nieve, todo es normal y silencioso. Vuelta a la realidad y a la vida ordinaria, en silencio. Está siempre ahí, si sabes lo suficiente como para volver a ella. Lo que no es ordinario: la tensión de encontrarse con personas, la discusión, las ideas. También esto es bueno y real, pero la ilusión se mete de por medio. Lo no importante se vuelve importante, las palabras y las imágenes adquieren mayor importancia que la vida. Sentado tranquilamente en una habitación, se lanza uno a viajar por espacios ilimitados, pero pronto le invade el cansancio de tanto viaje. William Miller, de la Asociación para la Reconciliación, y Paul Peachey, de la Misión de Paz de la Iglesia, estuvieron aquí. Yo me sentí en ocasiones afectado y tenso a consecuencia de la charla. Esta mañana, con Peachey solo, la cosa ha sido más tranquila. Hemos hablado de mi libro sobre la paz, que todavía no está en la imprenta, y de su versión inglesa de la Historia del zen, de Dumoulin, que acaba de aparecer. Fue una mañana fructífera. Sin embargo, yo necesito imperiosamente este silencio y esta nieve. Solo aquí puedo encontrar mi camino, porque solo aquí se encuentra directamente el camino delante de mi rostro, y es el camino que Dios ha escogido para mí. No hay realmente otro. 201

27 de febrero de 1963. Miércoles de ceniza Nuestras alusiones al tiempo atmosférico –nuestras observaciones superficiales acerca de cómo son los diferentes días– tal vez no sean del todo estúpidas. Tal vez tengamos una profunda y legítima necesidad de conocer con todo nuestro ser cómo se presenta cada día, una necesidad de verlo y de sentirlo, de saber que el cielo es gris, más pálido hacia el sur, con manchas de color azul en el suroeste, con nieve en el suelo, con el termómetro marcando 14 grados bajo cero, y un viento frío que nos produce dolor de oídos. Necesito realmente conocer estas cosas, porque yo mismo formo parte del tiempo atmosférico y soy parte del clima y parte del lugar. El día en que no logro compartir verdaderamente todas estas cosas deja de ser un día normal. Todo ello forma parte, sin duda, de mi vida de oración.

10 de marzo de 1963. Segundo domingo de Cuaresma Hoy, mientras adoraba el Santísimo Sacramento, he pensado que el hecho de no haberme sometido en 1956 al psicoanálisis del Dr. Gregory Zilboorg había sido para mí una bendición inestimable. ¡Qué tragedia y qué barullo habría supuesto para mí! Y tengo que concederle a Z. el mérito de haber percibido por su cuenta el problema. Habría sido absolutamente imposible y absurdo. Pienso que en buena medida su juicio era que yo no podría adaptarme a ese tipo de «teatro». No había ningún papel imaginable para mí en su vida. Al contrario. Es evidente que todo este asunto habría sido increíblemente absurdo. Él era bastante inteligente (más que bastante; y, desde luego, no estaba loco) para ver que ello representaría una paupérrima iniciativa suya, del padre abad (que era quien mostraba mayor interés) y mía. Lamento que en aquel momento estuviese yo deseando marcharme, lo cual demuestra lo loco que debía de estar entonces. En cualquier caso, me estaban reservadas todo tipo de sorpresas agradables. Aunque yo no las he comprendido. En un koan zen se afirma que un hombre iluminado no es alguien que busca a Buda o que encuentra a Buda, sino simplemente un hombre ordinario que no ha dejado nada por hacer. Sin embargo, el simple hecho de detenerse no es lo mismo que llegar. Detenerse es permanecer a un millón de kilómetros de distancia; no hacer nada es echarlo en falta por doquier en el mundo. Sin embargo, ¡qué cercano es todo...! ¡Qué sencillo sería no tener nada más que hacer...! ¡Si yo lo hubiera hecho ya todo...! En cualquier caso, estoy más contento que nunca aquí con esta inmadurez. Sé que un día madurará, y se verá que aquí no ha habido otra cosa que una persona ordinaria que no tiene nada que hacer en primer lugar. La luz del atardecer. Valles púrpura y cavidades de sombra en las faldas de las colinas y el hastial blanco de la mansión de los Newton sonriendo tan pacíficamente entre los árboles en medio del valle. Esta es la paz y la luminosidad que amaba William Blake. 202

Hoy, después de comer, un halcón, volando en círculo alrededor del noviciado y del campanario de la iglesia, trazó un vuelo libre indeciblemente más puro que el patinaje artístico o la música. ¡Cómo descendió volando en picado desde las alturas hasta casi rozar el pináculo del campanario, en el que finalmente se posó...! Después emprendió de nuevo el vuelo y trazó admirables curvas alrededor de los cedros, para, finalmente, desaparecer como una flecha hacia el sur.

31 de marzo de 1963 Ese tristemente famoso ilusionista, el Espíritu Santo. Ahora las colinas de color malva están teñidas de verde. Como si yo escribiera una novela cuya acción se desarrolla en una localidad sureña llamada Colina Malva (Mauve Hill).

7 de abril de 1963. Domingo de Ramos Apacible puesta de sol. Frío. Todavía es de día, y hay otro fuego más allá del Promontorio de Rohan. Paz y silencio coincidiendo con la puesta de sol detrás de la leñera, con un reyezuelo jugando tranquilamente sobre un montón de troncos, con un fragmento desprendido del canalón que cuelga del tejado, con las ramas desnudas de los sicómoros destacándose sobre el cielo azul del atardecer. Paz y soledad. Día a día, envejezco un poco más. Mi salud es buena, pero pequeñas piezas y partes de mí empiezan a funcionar menos y peor. Es algo que no me preocupa especialmente. Estoy gastado, y noto el desgaste.

24 de abril de 1963 El icono de San Elías que me trajo Jack Ford de Saint Meinrad y que ayer colgué en el muro oriental: fabulosamente bello, delicado y fuerte. Una gran esfera roja transparente de luz, con caballos angélicos encabritándose al unísono, y ángeles elevándolo todo hacia la oscuridad del misterio divino; en la zona inferior del cuadro, la silueta y los bajos oscuros de la montaña desde donde Eliseo alcanzó la esfera y logró tocar el manto del profeta, que está de pie en la pequeña carreta, finamente dibujada y muy sencilla, de un campesino ruso (¡dentro de la esfera de fuego!). Abajo, Elías duerme: esto era antes, cuando se encontraba apenado. El ángel se inclina sobre él y le habla del panecillo al profeta dormido. 203

¡Qué cosa para tener cerca de ti! ¡Lo cambia todo! ¡Lo transfigura todo! Delante de la puerta, dos flores sobre un gran lirio violeta sobresaliendo entre los tallos verdes de los efémeros. Sobre la lengua de la flor se mueve una gran abeja de color negro-oro, la mayor abeja de miel que yo haya visto nunca. Ser parte de todo esto es ser infinitamente rico. Esta mañana ha muerto el padre Alphonse. Estuve arrodillado junto a su cama, y recitamos juntos las admirables oraciones invocando a todos los profetas, patriarcas y mártires. ¡Qué oraciones! Descubro que le tenía verdadero cariño a este anciano irritable, sencillo y rudo. Coloco la reliquia de San Beda sobre mi corazón, preparándome para el mes de mayo.

21 de mayo de 1963 Maravillosa visión de las colinas a las 7:45 de la mañana. Las mismas colinas de siempre, como por la tarde, pero que ahora recogen la luz de una manera totalmente nueva, al mismo tiempo muy terrenal y muy etérea, con delicadas hondonadas de sombra y ondas y arrugas oscuras en lugares donde yo nunca las había visto anteriormente; y todo el conjunto ligeramente envuelto en una neblina que le daba la apariencia de costa tropical, de un continente recientemente descubierto. Una voz parecía gritar dentro de mí: «¡Mira! ¡Mira!». Y es que estos son los descubrimientos, y por este motivo me encuentro yo en la alto del mástil de mi nave (siempre lo he estado) y sé que la dirección que llevamos es la correcta, porque nos rodea por todas partes el mar del paraíso.

26 de mayo de 1963 Hoy es el decimocuarto aniversario de mi ordenación sacerdotal. Me gustaría poder afirmar que han sido catorce años de incesante crecimiento, orden e integración. Por desgracia, no ha sido así. Han sido años de relativa felicidad y productividad en la superficie, pero cada día comprendo mejor la profundidad de mi frustración y la aparente resolución de mi derrota. Ciertamente, no he encajado en el molde convencional –incluso tradicional–. Lo cual quizá sea bueno. Yo no soy un personaje de J. F. Powers. Sin embargo, la frustración es la misma. (No sé si soy un personaje de George Bernanos. Desde luego, no soy un personaje de Graham Greene). Lo cierto es que el asunto de la derrota está ahí, y veo que tal vez sea de alguna manera permanente. Como si, hasta cierto punto, mi vida sacerdotal hubiese sido triste e infructuosa: la derrota y el fracaso de mi vida monástica. (Tal vez. Porque, a fin de cuentas, ¿cómo puedo saberlo?). 204

En un sentido muy real, tengo la sensación de que toda mi vida ha sido una mentira, una mascarada. Con todas mis torpes tentativas de ser sincero, en realidad no he hecho nada por cambiar esta situación. Ciertamente, no he sido un modelo de virtudes sacerdotales. Lo cual no significa que haya pecado voluntariamente y a sabiendas –es decir, con plena conciencia de lo que hacía– en alguna materia grave. Pero han menudeado –hasta ser incontables– las caídas, como los agujeros que aparecen por doquier en una prenda de vestir gastada por el uso. No he sabido corregir a tiempo ese desgaste. Las polillas me han comido mientras yo estaba obsesivamente atento a lo que a mí me parecía ser bueno o importante o necesario para sobrevivir. En mis intentos semiconscientes por preservar la propia identidad, he dado a veces muestras inequívocas de aturdimiento y desesperación, mientras que, por otra parte, la siempre renovada pretensión de una existencia medianamente productiva me ha agotado. No siempre he sido una persona comedida. Si voy a la ciudad y alguien me sirve una bebida, no rechazo una segunda copa, o incluso una tercera, y a veces he sobrepasado incluso el trivium perfectum –la «terna perfecta»–. ¿Un monje? Probablemente, mi principal debilidad ha sido la falta de auténtico valor para animarme con la ayuda de la vida monástica y sacerdotal. Lo cierto es que me encuentro fatigado. Me desanimo fácilmente. Las depresiones son más profundas, más frecuentes. Estoy a punto de cumplir los cincuenta. La gente piensa que soy feliz. Sin duda, la misa de cada mañana ha sido para mí una experiencia gozosa, y he prestado a ese acto toda la atención de que he sido capaz. En ocasiones ha estado cargado de un significado grande y sencillo, y siempre he tenido el convencimiento de que la misa era algo mucho más grande de lo que yo podía comprender. Pero también ha habido momentos de inexpresable angustia y tensión. Supongo que, en último término, lo que he hecho ha sido resistirme a que me impusieran una forma sacerdotal perfecta, un patrón monástico impecable. He evitado con terquedad que el sacerdocio me absorbiera por completo, y no sé si ha sido por cobardía o por integridad. Y no creo disponer de ninguna forma concreta de decirlo.

1 de junio de 1963. Vigilia de Pentecostés Hace calor. El papa Juan agoniza, tal vez haya muerto ya. Ayer, a esta misma hora, estaba en coma, en una tienda de oxígeno, con los guardias papales alrededor de sus apartamentos. Dicen que la noche pasada recobró el conocimiento por un momento, y que sonrió y bendijo a quienes lo acompañaban. He estado pensando en él todo el día y he rezado por él, especialmente durante la misa solemne después del rezo de nona. El mundo ha contraído una inmensa deuda con él, en su sencillez. Es duro sentir que tenemos que arreglárnoslas sin él. En tan solo cuatro años y medio, ha hecho lo indecible 205

por recordarle a la gente que la caridad cristiana no es una ensoñación. Pero, a pesar de todo, ¿recobrará la gente una vez más la confianza en el amor? ¿No pensará que todo aquel que ha hablado de amor ha terminado engañándolos?

3 de junio de 1963. Lunes de Pentecostés Retiro en la ermita. Misa a las cuatro de la mañana. Poco después de las cinco, me he puesto en camino, en medio de la niebla y de la humedad de la hierba. «Estad dispuestos a escuchar...» (Eckhart). Aquí el tiempo parece un tipo de medida del todo diferente, y de hecho lo es. Porque el tiempo está constituido por relaciones, y aquí todas las relaciones son diferentes. Estoy convencido de que las tensiones de nuestra vida comunitaria no son otra cosa que desilusiones y obsesiones debidas a la irrealidad de nuestras actividades: la irrealidad básica de nuestras relaciones. Irreales por ser excesivamente artificiales y tan poco naturales. En cualquier caso, aquí se siente uno plenamente relajado y del todo vivo, como si no tuviese nada que hacer o, más bien, deseando tal vez leer y pensar, pero sin decidirse nunca a hacerlo, debido a la dulzura y la plenitud del tiempo, demasiado precioso para perderlo. La inmediatez de las relaciones es un valor demasiado importante como para permitirse perderlo. El sol, el tangará veraniego (finalmente he conseguido relacionar el canto con el pájaro), la luminosidad de la mañana, los árboles, el silencio, la mariposa apenas salida del capullo debajo del banco, etc. Hablando en serio, mis proyectos y relaciones, incluida la correspondencia y gran parte de mi obra, son pura basura. Lo único que podemos decir en su favor es que a veces parecen más reales que lo que se estila en la comunidad, y probablemente lo son. Las relaciones con los novicios son significativas y saludables, aunque yo soy el primero en poner en tela de juicio el valor de mis conferencias. Tal vez estoy contribuyendo a apoyar una falsa ilusión.

4 de junio de 1963 Soledad. Cuando te sientes saturado de silencio y de paisaje, necesitas un trabajo interior, salmos, escritura, meditación. Pero primero tiene que producirse la saturación. ¿Qué parte de todo esto no es más que la recuperación del propio equilibrio personal? Como el despertar, como la convalecencia después de una enfermedad, mi vida aquí es máximamente real, porque es máximamente sencilla. También en el monasterio es real y sencilla, al menos en el noviciado. Cuanto más me asomo al «mundo», tanta menos sencillez y tanta más enfermedad. Nuestra sociedad está gravemente enferma. Esto se ha 206

repetido hasta la saciedad, y yo mismo lo he dicho a menudo; pero el decirlo no parece servir de mucho; el saberlo no parece ser de gran ayuda. Mi compromiso ha sido probablemente sincero, pero en gran parte inútil. No deseo caer en la desesperación y el pesimismo, pero en mi manera de ver el mundo y en mis tentativas por ayudarnos a todos a sobrevivir he de hacer gala de más discreción y prudencia y silencio. Identidad. Ahora puedo ver dónde se llevará a cabo la obra. He estado viniendo aquí, a la soledad, para encontrarme a mí mismo; y, curiosamente, ahora debo perderme a mí mismo: no puedo limitarme a saborear la calma, la paz y la identidad que se ha ido formando en mí a partir de mi relación experimental con la naturaleza en la soledad. Esto es más sano que mi «identidad» como escritor o monje, pero sigue siendo una falsa identidad, aunque solo tiene un sentido y una validez transitorios. Es el capullo que encubre el estadio de transición entre lo que se arrastra por el suelo y lo que vuela.

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QUINTA PARTE: Buscando la paz en la ermita: 1963-1965 Todo lo que dicen los Padres de la Iglesia acerca de la vida solitaria es rigurosamente exacto. Las tentaciones y las alegrías; y, por encima de todo, las lágrimas y una paz y una felicidad inefables. Una felicidad tan pura, simplemente porque no se debe al esfuerzo personal de cada uno, sino porque es misericordia y don absolutos. Felicidad en el sentido de haber alcanzado finalmente el lugar al que Dios me ha destinado, cumpliendo el propósito para el que vine aquí hace veintitrés años. Diario de un ermitaño. Un voto de conversación ¿Quién puede liberarse del éxito y de la fama, descender y perderse entre las masas de los hombres? Fluirá como el tao, sin ser visto, se moverá con la propia vida sin nombre ni hogar. Él es simple, sin distinciones. Según todas las apariencias, es un tonto. Sus pasos no dejan huella. No tiene poder alguno. No logra nada, carece de reputación. Dado que no juzga a nadie, nadie lo juzga. Así es el hombre perfecto: su barca está vacía. Por el camino de Chuang Tzu

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16 de agosto de 1963 Ayer, una tarde deliciosamente fresca, deslumbradoramente brillante. Cielo azul, nubes, silencio... y la inmensa extensión del campo de San Malaquías iluminada por el sol. Encontré un césped musgoso bajo los pinos en esa pequeña isla de bosques, a lo largo de la cual sigue creciendo el seto de plantas leguminosas que plantamos nosotros hace diez o quince años. Ayer estaba en plena floración, con delicadas flores de color púrpura, semejantes a las del brezo, entre las cuales se movían afanosas las abejas. Un momento absolutamente hermoso, transfigurado, de amor a Dios, y la necesidad de confiar plenamente en Él en todo, sin reserva alguna, aunque no pueda entenderse casi nada. Un sentido de la continuidad de la gracia en mi vida e idéntico sentido de la estupidez y bajeza de las infidelidades que han tratado de romper esa continuidad. ¿Cómo puedo ser tan indigno y loco como para jugar con algo tan precioso?

6 de octubre de 1963 La noche pasada soñé con catedrales italianas (naturalmente, no reales, sino de ensueño). En un primer momento, me encuentro con otros de la comunidad en una catedral abarrotada de gente en «Siena». Confusión. Trato de rezar, vuelto hacia un tabernáculo, construido con un material parecido a la piedra, que queda detrás de la multitud. (¿Es el tabernáculo?). Pienso ir al «Santuario de Santa Catalina». Acto seguido me veo en otra catedral espaciosa y bien iluminada, «más cerca de casa», y trato de «recordar» el nombre de la ciudad, que me debería resultar muy familiar (¿Mantua?). Estoy impresionado y apaciguado por la buena ventilación y la espaciosidad de la catedral, cuyas altas y oscuras bóvedas están cuajadas de pinturas. Una monja de Nazaret camina por la catedral. Temo que me vaya a reconocer. Rezo. Apenas puedo recordar el nombre del lugar en que me encuentro. ¿Tal vez una ciudad que empieza por la letra C? ¿O tal vez «Mantua»? Pero no, Mantua está en el «norte de Italia», y yo me encuentro más hacia el centro.

23 de noviembre de 1963 Ayer, al volver del bosque, me encontré en la puerta del noviciado con el hermano Aidan, el cual me dijo que el Presidente de Estados Unidos había recibido varios disparos y había muerto en Texas, hora y media antes. Todo este asunto me deja desconcertado y ligeramente deprimido. Deprimido por la locura, la ferocidad, la estupidez y la crueldad absurda que constituyen la señal distintiva de una gran parte de este país. Esencialmente, la misma destructividad y odio ciegos e idiotas que mataron a Medgar Evers en Jackson y a los niños negros de Birmingham. 209

Desconozco cuál fue el motivo de este absurdo asesinato: si se debió a motivos raciales o no; o si fue por puro fanatismo. El país está lleno de locura, algo de lo que nos enteraremos un poco más cada día.

1 de diciembre de 1963. Primer domingo de Adviento Estrellas brillantes. Sigo sin asistir al Oficio Nocturno. Todavía necesito realizar un cierto esfuerzo muscular para superar las torceduras de cuello y espalda al despertarme. La operación se repite cada noche antes de ir a dormir, razón por la cual mi horario apenas se compagina con el de la comunidad. Pero a mí me gusta esta estación: necesito los himnos. Ayer gocé nuevamente de los salmos responsoriales en medio de la niebla sembrada de copos de nieve. Sin embargo, la misma liturgia antigua retrocede hacia un «pasado» que en sí mismo se ve rechazado, como si no nos estuviese ya permitido aferrarnos a él, como si dicho pasado corriese el peligro de no estar ya ahí mañana. Es mi propio pasado y el pasado de mi civilización, y tengo que prescindir de ambos, teniéndolos como si no los tuviese.

17 de diciembre de 1963 Estrellas frías. El vapor que asciende desde las cocinas en la oscuridad se disipa en la helada noche. El padre Leonard, como de costumbre, en el locutorio principal, apenas iluminado. Crujido de los peldaños de madera de la escalera que conduce al comedor de la enfermería. Flamencos en el calendario de la Standard Oil que hay en la cocina. Té. Hielo al lado del montón de carbón. Pan sucio helado diseminado entre las piedras, helado, para los pájaros.

25 de enero de 1964 Necesidad de revisión personal, crecimiento, abandono y renuncia constantes del ayer, aunque en continuidad con todos los ayeres (aferrarse al pasado es perder la propia continuidad con él, puesto que significa aferrarse a algo que no estaba ahí). Mis ideas cambian siempre, giran siempre en torno a un centro, contemplan siempre el centro desde diferentes perspectivas. Siempre se me tachará de incoherente. No quiero continuar ahí para escuchar semejante acusación.

22 de febrero de 1964

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Hoy es el vigésimo segundo aniversario de mi toma de hábito. Con toda sencillez y sinceridad debo admitir que estos veintidós años no han sido muy bien aprovechados, al menos por lo que a mi aportación personal se refiere, aunque de parte de Dios todo ha sido gracia y misericordia. Más bien han sido veintidós años de relativa confusión, a menudo sembrados de dudas e infidelidades, aspiraciones angustiosas a «algo mejor», actitud crítica hacia lo que tengo, indecible sufrimiento interior (del que en gran parte yo mismo soy responsable), insuficientes esfuerzos para sobreponerme a mí mismo, incapacidad de encontrar mi camino, distrayéndome tal vez culpablemente en cosas que no son de mi incumbencia. En realidad, se refleja aquí mi actitud de permanente desconcierto ante la situación, la ambigüedad en la que me encuentro yo mismo. En el fondo de mi corazón, acepto convencido la Cruz de Cristo, pero temo expresarme con palabras sobre el tema y me pregunto si semejante fallo no responderá a una falta de fe. «¡No lo sé, Señor, ten misericordia de mí!». En cualquier caso, sé que después del primer medio año, o algo así (¡consuelos del principiante!) viví años enteros de falso fervor, ascetismo, intransigencia e intolerancia: esta situación se prolongó, más o menos, hasta el momento de mi ordenación sacerdotal. Ahora estoy tratando de recuperar algo de aquel ascetismo (¡realmente, nada del otro mundo!) sin la intolerancia y la falta de caridad de entonces. Sin embargo, todavía carezco de aquel espíritu tolerante y cálido que cabría esperar de un monje que lleva tanto tiempo en un monasterio. Todo esto, lo sé, es pura palabrería. Es preferible buscar refugio en los salmos, en el Oficio cantado, en la liturgia. Esta es profunda y real, y yo he aprendido a confiar en ella, aunque sigo desconfiando de las cosas absurdas y «proyectos» de que está siempre rodeada.

3 de marzo de 1964 Había estado esperando poder reeditar algunos artículos sobre la guerra nuclear que en su día habían merecido el visto bueno de Dom Gabriel, pensando que con aquel primer permiso era suficiente. Nada de eso. El nuevo General de la orden, Dom Ignace Gillet, investigó en los archivos, tuvo una reunión con los definidores y declaró que los artículos en cuestión no iban a reeditarse. De esta manera, a mí se me sigue prohibiendo decir lo que el papa Juan XXIII dijo en la encíclica Pacem in terris. Razón: «Es una tarea que no corresponde a un monje, sino a los obispos». Ciertamente, este razonamiento se puede apoyar en la tradición monástica. «La tarea del monje consiste en llorar, no en enseñar». Pero si tenemos en cuenta nuestro negocio de los quesos y todas las demás funciones «llorosas» que hemos emprendido, parece extraño que a un monje se le prohíba salir en defensa de la verdad, especialmente cuando (como en este caso) la verdad es arrinconada con descaro. Una mirada inexorable al letargo de la Iglesia, ¡a pesar de los múltiples esfuerzos que se han hecho para despertarla! Todo parece cobrar sentido. El papa Pío XII y los 211

judíos, la Iglesia en Suramérica, el trato dispensado a los negros en los Estados Unidos, los católicos que militan en la derecha francesa en la cuestión de Argelia, los católicos alemanes bajo Hitler...: todo ello forma un gran cuadro, y nuestro propio retiro de contemplativos no resulta demasiado impresionante cuando únicamente es visto como otra piececita más de las muchas que conforman el rompecabezas. Todo este asunto es demasiado triste y demasiado serio como para tomarlo a broma. Mi impresión es que yo mismo estoy dando los primeros pasos –solo y justamente los primeros pasos– en el camino de la educación, y que todavía tengo que aprender muchas cosas terribles antes de llegar a conocer el significado real de la esperanza. La idea de que alguien se sacrifica por una causa no nos transmite un mensaje de consuelo, sino simplemente de inutilidad. Personalmente, no quiero ser mártir al servicio de nada. Lo siento. Yo deseaba actuar como un cristiano razonable, civilizado y responsable de mi tiempo. Pero no se me permite actuar así. Se me dice que he renunciado a ello. ¡Estupendo! ¿A cambio de qué? A cambio de un silencio que mantiene una complicidad profunda y total con las fuerzas sustentadoras de la opresión, la injusticia, la agresión, la explotación y la guerra. En otras palabras, la complicidad silenciosa es presentada como un «bien mayor» que una protesta sincera y concienzuda: se supone que dicha complicidad forma parte de mi vida consagrada, para mayor «gloria de Dios». Por mi parte, rechazo inequívocamente la complicidad. Mi mismo silencio es una protesta. Y quienes me conocen son conscientes de este hecho. Al menos he podido escribir lo suficiente como para dejar claro ese punto. Por otra parte, no puedo abandonar este lugar para hacer efectiva mi protesta, porque el significado de cualquier protesta que yo haga depende de mi permanencia en este lugar. Lo cierto es que en el tema de la guerra nuclear he recibido órdenes categóricas de guardar silencio. La carta parecía indicar también que se interrumpía la publicación de todo el libro (Seeds of Destruction [Semillas de destrucción]), pero debe de tratarse de un malentendido, porque The Black Revolution (La revolución negra) se publica este mes en Francia. Mi cabeza está a punto de estallar de dolor.

7 de marzo de 1964 Estoy empezando a comprender claramente la gran importancia del concepto de «escatología realizada»: la transformación de la vida y de las relaciones humanas por Cristo ahora (frente a una escatología centrada en acontecimientos cósmicos futuros: el lenguaje poético utilizado por los judíos para resaltar la trascendencia del Hijo de Dios). La escatología realizada constituye el núcleo del auténtico humanismo cristiano; de ahí su enorme importancia para el esfuerzo cristiano en favor de la paz, por ejemplo. La presencia del Espíritu Santo, la llamada a ver a Cristo en el hombre, la presencia del poder redentor de la Cruz en los sacramentos...: todos estos aspectos son característicos 212

de los «últimos tiempos», la etapa final de la historia en que ahora nos encontramos. Ahora bien, ninguna de estas dimensiones de la fe nos descubre su importancia sin una misión cristiana al servicio de la paz, sin la predicación del evangelio de la unidad, de la paz y la misericordia, de la reconciliación del hombre con el hombre y, en último término, con Dios. El cumplimiento de esta tarea no significa, sin embargo, que al mismo tiempo no se vayan a producir grandes trastornos cósmicos. La predicación de la paz por parte de un pequeño resto en un tiempo de guerras y de violencia es una de las características escatológicas de la vida de la Iglesia. Por medio de esta actividad de la Iglesia se realiza misteriosamente la obra de Cristo en el mundo.

10 de marzo de 1964 Lluvia intensa e ininterrumpida, con grandes vientos durante los dos últimos días, y mucha más lluvia con anterioridad. El valle del Ohio tiene que estar anegado. Aquí hay agua por todas partes, con corrientes a cada paso, y durante toda la noche se ha oído fuera el rugir del viento y de la lluvia. Maravilloso cielo oscuro sobre los bosques, la primavera se anuncia ya con fuerza en todos los árboles húmedos, negros. Cascada de aguas amarillentas sobre el nuevo dique en la central depuradora. La pasada noche soñé que una distinguida dama latinista venía a dar a los novicios una charla sobre san Bernardo. En lugar de una conferencia, ella cantó en latín, con ritmo, flexes y puncta, algo que debió de haber sido un sermón del santo, aunque yo no pude reconocerlo. Los novicios parecían inquietos y con ganas de reír, cosa que a mí me entristeció. A mitad del acto se presentó Dom Frederic. Nos pusimos en pie. El canto se interrumpió. En voz baja le expliqué al abad que en aquel mismo momento yo acababa de tomar conciencia de haber quebrantado la clausura y que, tan pronto como fuera posible, se resolvería aquel problema. ¿De dónde venía ella? «De Harvard», dije yo con un susurro que ella tuvo que haber oído. Acto seguido, los novicios aparecían (¿cómo?) en un gigantesco montacargas semivacío para bajar desde la parte más alta del edificio; pero, en lugar de que la latinista viniese con nosotros, dejé que los novicios la escoltasen bajando tranquilamente por las escaleras, pero ahora las ropas de la conferenciante aparecían manchadas y desgarradas, ella se mostraba confundida y triste, y no decía palabra, ni en latín ni casi de ningún otro tema. Este sueño mío, ¿trata de la renovación litúrgica y del anglicanismo, etc.? ¿Tal vez pone al descubierto mi propia anima anglicana?

11 de abril de 1964 Probablemente ha llegado el momento de reconsiderar todo lo que he dicho acerca del propio «yo real», etc., etc., y mostrar que, después de todo, no existe ningún «yo real» misterioso escondido distinto –o «que se esconda detrás– del yo que es uno mismo. El 213

«yo real» no es un objeto, pero yo lo he traicionado al prometer –al menos en apariencia– una posibilidad de conocerlo en algún lugar, a veces como recompensa de la astucia, la fidelidad y una aguda capacidad de situarse un paso por delante de la realidad. En cualquier caso, tampoco el yo empírico debe tomarse como plenamente «real». Aquí es donde empieza la ilusión.

23 de abril de 1964 Tiempo auténticamente primaveral: estos son justamente los días en que todo cambia. Los árboles están empezando a cubrirse rápidamente de hojas, y el primer verdor de un nuevo verano se extiende por todas las colinas. ¡Incomparable pureza de estos pocos días escogidos por Dios como señal Suya! Mezcla de sentimientos de excelsitud y angustia. La «excelsitud» la percibo repentinamente, por ejemplo, en el blanco puro de las flores maduras del cornejo florido en medio de las oscuras siemprevivas en el melancólico jardín. «Excelsitud» también del canto del pájaro desconocido que, tal vez de paso hacia otro destino, nos ofrece durante unos días sus trinos agradables, profundos, sencillos. Puro: sonido excelsamente puro, sin páthos, sin pronunciamientos, sin deseos. Me siento embargado por esta «excelsitud» como si fuera un niño: una mente de niño que está en mí, sin que yo haya hecho nada para merecerla, y esta es mi aportación personal a la excelsa primavera. Algo que ni es de este mundo ni es creación mía. Sentimiento nacido en parte de la congoja física (que, sin embargo, no está realmente ahí: desaparece rápidamente). La sensación de que el verdadero ser de las cosas reside en esta «excelsitud», y no en su naturaleza, no «en sí mismas», sino en el hecho de que todas ellas son un don del amor y de la libertad.

28 de abril de 1964 La idea de viajar va a convertirse tal vez, próximamente, en una verdadera tentación, porque puede suceder que pronto los superiores concedan permisos para viajar. (Podrían concederse ya ahora, pero Dom James no es partidario de estas salidas). Por consiguiente, debo decidir, y de hecho ya he decidido, en contra de dicha idea, en lugar de desear frívolamente, por ejemplo, visitar los lugares cistercienses de Gales. Parece que voy a tener problemas con otro disco en la parte inferior de mi columna. A primera hora de la mañana de ayer y durante la mayor parte del día, experimenté un considerable dolor, que disminuyó después de haber estado tumbado de espaldas durante algún tiempo. Me preocupaba la idea de tener que volver al hospital. Hoy, con permiso de Dom James, podré pasar todo el día en soledad.

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Una cosa es cierta: estoy sencillamente harto de palabras y de textos mecanografiados y letras de imprenta; harto hasta sentir náuseas. Harto también de cartas. La cosa es tan grave que muy bien podría convertirse en una enfermedad, como la glotonería obsesiva de la mujer rica de que nos habla Teodoreto, la cual devoraba treinta pollos al día, hasta que un ermitaño la curó. El único ermitaño que puede curarme a mí soy yo mismo, y por eso he de convertirme en ese ser solitario, con el fin de estar en condiciones de ser mi propio médico. Si a finales de año consigo dar los primeros pasos serios en esta dirección, puedo considerarme afortunado. Un buen campo de acción para empezar podría ser el ámbito de las cartas: cada vez que respondo a otro de los muchos que me piden eslóganes publicitarios, me siento como un hombre borracho y lascivo que, a despecho de su propia voluntad, termina en la cama con otra puta. Lo terrible es que yo no puedo parar.

12 de junio de 1964 El miércoles recibí una carta del todo inesperada de Daisetz Teitaro, la secretaria de Suzuki, anunciándome que este iba a estar en Nueva York todo este mes y que, con toda seguridad, no podría venir aquí, pero que realmente deseaba encontrarse conmigo: así pues, ¿podría yo acudir allí? Consideré la idea y, teniendo en cuenta que esta era probablemente la única ocasión que iba a tener para hablar personalmente con él, me atreví a pedir a Dom James permiso para tal viaje. No tenía muchas esperanzas de que me lo concediese, pero, aunque con alguna reticencia, me lo concedió. Tengo reservado un billete de avión para el próximo lunes, día 15. Desde el momento en que se me comunicó semejante decisión, estoy nervioso y distraído. Ciertamente, el pensamiento de ver a Suzuki no me produce una alegría especial. No puedo pensar en ningún otro sitio al que me gustase menos viajar que a Nueva York. Me alojaré en el campus de la Universidad de Columbia o, en todo caso, en alguna zona de las afueras, lejos del centro de la ciudad, donde podría encontrar a algunos amigos. Esto me parece bien. Para poder digerir esta idea únicamente me queda pensar que, en buena fe, fue la voluntad de Dios la que me movió a hacer semejante petición. Por alguna razón, yo tenía que ir, no solo por interés personal. No es necesario que yo comprenda esa razón, pero he de confiar. Aquí hay algo que escapa a mi conocimiento. Veo lo fuertemente apegado que estoy a este lugar, a estos bosques, a este silencio. Es como debería ser. Si he de verme sacudido un poco, sacudido hasta «romper amarras», también eso es bueno.

16 de junio de 1964 Extraordinario salto y elevación del reactor (primera vez que viajo en uno de estos aviones), lanzado directamente hasta penetrar en las nubes como un gigantesco proyectil, girando sobre Louisville y el río, fuera de la sucia niebla que se extiende sobre el valle 215

como una capa de espuma de agua, ola relativamente grande de cúmulos saliendo aquí y allí de entre la espuma, como si de una feria o de un sueño se tratase. Después de Columbus, Ohio (escala prolongada que aproveché para leer una historia de John Cheveer en la revista The New Yorker), terrorífico despegue hasta elevarnos por encima de las tormentas y, a continuación, lo típico de estos vuelos: tan pronto como te encuentras a 11.000 metros, por encima de las masas de nubes blancas en un cielo absolutamente puro, las azafatas comienzan a servirte pequeños platos de comida. Curiosamente, cuando la joven vino a preguntarme cuál era mi destino, al responderle yo como la cosa más obvia y natural del mundo que Nueva York, caí en la cuenta, de pronto, de que yo era un neoyorquino, a fin de cuentas. Cuando en el pasado la gente me había preguntado por mi destino, era siempre a Nueva York adonde regresaba. A decir verdad, yo pensaba que la excursión iba a resultarme odiosa. ¡Pero la estaba deseando! Tan pronto como vi aparecer la zona de Sandy Hook, supe de inmediato que me gustaría. A continuación, la larga cadena de playas en la costa de Jersey, el agua centelleante y plagada de barcos, y allá a lo lejos, en un color marrón oscuro, el cálido Brooklyn y Manhattan. Idlewild, el aeropuerto Kennedy, intenso ruido de camiones y edificios, vasto conglomerado de instalaciones aeroportuarias; a continuación, en el edificio de la American Airlines, seres fantásticos, personas amables, seguras aunque resignadas, algunas extraordinariamente bellas, gente moderna madura y sofisticada, con la que me relacioné con cordialidad y reconocimiento: ¡Esta es mi gente, por el amor de Dios! Yo había olvidado el tono de voz, la conciencia, el agotamiento, la disposición para mantenerme de pie, una existencia maravillosa, la toma de conciencia de la condición falible del hombre, la fantástica complejidad de la vida moderna. Me ha gustado estar aquí, viendo casas y lugares familiares y enormes edificios de apartamentos que me resultaban extraños, aun sabiendo dónde me encontraba (por ejemplo, Forest Hills). Después, con toda seguridad, la Exposición Universal, ridícula, justamente como la antigua, pero más aburrida, sin torre ni globo, pero el mismo lugar, el mismo cementerio judío que yo solía mirar por el rabillo del ojo. Traté de identificar la Avenida Hillside (Elder Avenue), o el lugar donde se encontraba la calle en que yo viví cuarenta años atrás. Mañana del 16 de junio: cielo claro y luminoso y viento sobre Broadway, noble y amplio, con muchos árboles nuevos. Misa en Corpus Christi, de forma absolutamente privada, en el altar de Nuestra Señora, ante su admirable tríptico italiano medieval, del que no diré aquí una sola palabra. Mi habitación en Butler Hall, dentro del campus de la Universidad de Columbia, mira hacia Harlem. De Harlem me llega el ruido del tráfico y los gritos ininterrumpidos de niños que juegan, gritos de vida y alegría, elevándose estrepitosos y recios desde el purgatorio, la voz de un gran organismo viviente. También se oyen disparos. ¡Y no hay campo de tiro! Disparos frecuentes. ¿Contra qué? Más frecuentes que en los bosques de 216

Kentucky situados detrás de la ermita durante la época de caza. Tambores, bongós, canciones, perros que ladran, tráfico, autobuses que me recuerdan los aviones a reacción. Por encima de todo, la luz de la mañana, después la luz del atardecer, los ventanales deslumbrantes de los enormes edificios residenciales de reciente construcción. El campus ha mejorado; la antigua senda del sur ha desaparecido; ahora se levantan allí dormitorios (el reloj de sol ha desaparecido), ostentosos edificios nuevos y cantidad de estudiantes extranjeros. Sobre Suzuki, más adelante. ¡Qué impresionante, cálida y encantadora ha sido la visita de hoy! El té, la alegría.

20 de junio de 1964 Dos charlas prolongadas e interesantes con Suzuki. En la actualidad tiene noventa y cuatro años; está encorvado y sordo y se mueve con lentitud, pero sigue siendo enormemente vital y afectuoso. Importante apoyo de parte de Mihoko Okamura, su secretaria, muy amable y enérgica. Ambos se mostraron sumamente amistosos. Evidentemente, él ha leído varios de mis libros. Al parecer, son muchos los partidarios del zen que han leído Ascenso a la verdad. Resulta consolador; aunque es mi libro más prolijo y en cierto modo más vacío. A él le ha gustado mucho mi ensayo publicado en Continuum, hasta el punto de considerarlo una de las mejores obras sobre el zen escritas en Occidente. Mihoko preparó un té verde y nos lo sirvió en el tazón marrón oscuro, y yo lo bebí de tres sorbos y medio, como manda la costumbre: lo encontré estupendo. (J. Laughlin había dicho que era horrible). Así, pues, me senté con Suzuki en el sofá y charlamos de todos los temas relacionados con el zen y con la vida. Él me leyó un texto chino sobre historias familiares. Yo le traduje algo de Fernando Pessoa, a partir de la versión española de Octavio Paz. Con algunas cosas disfrutó enormemente. (Especialmente, con «¡Alabado sea Dios porque no soy bueno!». «¡Eso es tan importante...!», dijo Suzuki con mucho sentimiento). A él le gusta Eckhart, detalle que yo ya conocía por el libro que, hace varios años, me envió la Universidad de Kentucky. Estas charlas fueron muy agradables y de vital importancia para mí: para ver y experimentar el hecho de que realmente existía una profunda comprensión entre yo y este hombre sencillo, pero extraordinario, cuyas obras había estado yo leyendo por espacio de diez años con gran atención. Sensación de estar «situado» en este mundo. Esta es una consideración legítima, pero no debe malinterpretarse. Por mi parte, traté de explicar algunas cosas que tal vez no necesitaban aclaración. Ambos estuvimos de acuerdo sobre la necesidad de mantenernos apartados de movimientos y evitar hacer propaganda del zen y de cualquier otra cosa. También Mihoko pareció interesarse mucho por este tema y, evidentemente, conoce su zen. Sentí 217

que ella y yo congeniábamos también perfectamente, y de hecho ella me cae muy bien. Desde hacía mucho tiempo, no tenía esta sensación de haber pasado unos momentos en mi propia familia. Solo con otra persona me he sentido como en casa a lo largo de estos últimos años: Victor Hammer. Y Carolyn. En realidad, mi encuentro con Suzuki y Mihoko se ha parecido bastante a una de las visitas de Victor y Carolyn. (Me he enterado de que Victor va a ser operado próximamente de cataratas). Tal vez Suzuki y Mihoko se acerquen a Gethsemani, si el próximo año se encuentran en los Estados Unidos. Suzuki me ha dicho que tengo que viajar a Japón. Pero no puedo. Me lo dijo sinceramente, no simplemente para guardar las apariencias. Sé que me vendría bien ir allí. Dios proveerá, como ha provisto en el caso presente con este encuentro extraordinario. Dije la misa los dos días a primera hora de la mañana, de forma enteramente privada, sin acólitos, profundamente conmovido, en la iglesia del Corpus Christi, en el altar de Nuestra Señora, ante la cual pronuncié mi profesión de fe hace ahora ya veintiséis años. Nadie me reconoció ni descubrió quién era yo. O al menos así lo creo.

2 de julio de 1964. Gethsemani Un pájaro sabanero posado tranquilamente en uno de los postes de la valla a la salida del sol, con su pechera dorada que brilla ante la luz que recibe del este, con su babero negro acicalado, girando la cabeza en todas las direcciones. Es esta una forma zen de reposo que no voy a comentar. Ayer, una diminuta y elegante mariposa, de colores blanco y negro en el muro encalado de la casa.

10 de julio de 1964 El panfleto de Rafael Squirru sobre el «Hombre Nuevo» es muy provocativo. Este tipo de enfoques es necesario. Lo poco que se publica sobre América Latina probablemente no tiene mucho sentido. La cuestión no suscita un excesivo interés y, sin embargo, es uno de los temas más profundos y urgentes. En cuanto a Antonio Cruz, su libro es brillante y violento, pero Cruz sigue representando aún el estereotipo mexicano, espléndidamente recreado. Pero ¿será eternamente el camino de América Latina el que le sea trazado desde los Estados Unidos? Seguramente, habría mucho que añadir a lo aquí dicho. Tengo que leer, leer y leer. Es mi vocación. El peligro no radica en el hecho de buscar y conocer estas cosas, sino en la pretensión de intentar algo que excede mis posibilidades reales. Ellos están buscando un salvador y terminarán aceptando a alguien como tal. Y me supongo que también yo ando en busca de un salvador o de una Madre Tierra. Personalmente, sigo creyendo en la idea de la Virgen morena ecuatoriana que 218

conseguí que el escultor Jaime Andrade tallase en madera para el noviciado. La escultura sigue ahí y, aunque yo no le hablo y nadie le reza, ¡su presencia entre nosotros es significativa! (A Dom Gabriel no le gusta). Algunas conclusiones: literatura, contemplación, soledad, América Latina, Asia, zen, islam, etc. Todas estas cosas se asocian en mi vida. Sería una locura pretender que el «monaquismo» se defina por la simple renuncia a todo ello. Yo sería menos monje. Otros tienen su propio camino. Escribir a Squirru. Seguir a Miguel Grinberg en su desplazamiento a San Francisco y posteriormente a la Argentina, con una carta cuando sea necesario. Pensar con esos hombres nuevos. La apertura hacia el sur no se ha cerrado. ¡Algún día les tocará el turno a los centros monásticos del oeste de Irlanda!

14 de julio de 1964 Esta mañana, antes de la misa solemne, el hermano Simon (Patrick Hart) me ha dicho que se ha recibido una carta de Dom Laurence Bourget, Definidor General de la orden, en la que se nos comunica que la amplia sección sobre la paz, destinada al libro Semillas de destrucción, ¡ha sido aprobada por el Padre General en su integridad, sin necesidad de introducir cambios! De esta manera, el auténtico meollo del libro prohibido, Peace in the Post-Christian Era (Paz en tiempos de oscuridad), va a poder publicarse a pesar de todo. Esto no habría sucedido nunca si Dom Gabriel no se hubiese mostrado tan riguroso con los otros tres artículos que, de no haber intervenido su prohibición de reimprimirlos, habrían formado parte del libro Semillas de destrucción. ¡De esta manera, lo que el General trataba de evitar recurriendo a la censura se ha hecho realidad debido a su propio autoritarismo! Esto es algo que hay que recordar cuando se habla de la obediencia religiosa. La Iglesia no está dirigida exclusivamente por funcionarios! ¡Nada de esto se ha conseguido, en último término, por mi propia iniciativa! No obstante, la intervención de Dom Ignace –exigiendo la reelaboración del artículo que pedía con insistencia el editor– desembocó en este enfoque completamente nuevo. ¡Qué extraños son los caminos de Dios!

12 de agosto de 1964 La pasada noche soñé que, de improviso, Dom James anunciaba que a partir de ahora, juntamente con el Oficio de Difuntos, celebraríamos un funeral y un «desfile por el difunto» de estilo casi militar por cada uno de los muertos. Los monjes, en hileras espaciadas, desfilarían lentamente por el templo durante un buen rato. Fui testigo de cómo se ponía en marcha todo esto y de cómo se obligaba a los monjes enfermos a participar. Incluso los muertos estaban en el desfile, puesto que aparecía también allí el padre Alphonsus, aunque tambaleante. El abad recalcó absolutamente la importancia de esta nueva y absurda práctica como una manifestación clara de su voluntad. Yo traté de 219

razonar con él, aduciendo motivos de «sencillez», e incluso traté de encontrarle, para que lo leyese, un ejemplar de El espíritu de la sencillez; pero no lo encontré por ninguna parte.

13 de octubre de 1964 Un resultado positivo del cambio en la manera de pensar del abad Dom James es lo que se refiere a su deseo de soledad. Me ha dado permiso para dormir en la ermita, sin especiales limitaciones, aunque no necesariamente todo el tiempo. Se entiende que puedo pasar allí la noche de vez en cuando, cuando yo lo desee. La noche pasada lo he hecho por primera vez. (El hermano Colman llevó allí una cama el sábado por la tarde). Me ha sido de gran ayuda. En último término, este detalle ha contribuido a mantener lejos de mí el ruido y el nerviosismo del encuentro con el abad. Aunque ha hecho bastante frío durante varios días, he conseguido que por las tardes penetre el sol las suficientes horas como para que la casa se seque y se caldee. Me levanté al anochecer. En medio de un maravilloso silencio, recitación apacible y pausada de completas, con una vela encendida ante la imagen de Nuestra Señora. Profunda sensación de paz y de verdad. De que las cosas están sucediendo como se supone que tenían que suceder, de que yo estaba mentalmente preparado para el cambio (cerca de la comunidad, solo en contadas ocasiones me encuentro en mis cabales). Ausencia total de preocupaciones y agitación. Dormí maravillosamente, a pesar de que en los bosques los perros ladraban sin descanso, cuando, hacia las 0:20, me levanté y salí afuera para orinar cerca del borde del porche. Pensé que oiría la campana del monasterio para las vigilias, pero no la oí. Sin embargo, me desperté poco después, encendí el fuego y, sentado en el suelo, recé laudes tranquila, lenta y reflexivamente. Me sentí realmente vivo, real, despierto, rodeado de silencio e impregnado de verdad. ¡Maravilloso olor de los bosques y los campos en el momento previo al amanecer tras una fría noche!

20 de octubre de 1964 Estoy empezando a ver que para mí la cuestión de la soledad está dejando de ser en último término una cuestión de deseo y se está convirtiendo en una cuestión de decisión. Todavía desconozco qué alcance va a tener mi decisión, pero estoy convencido de que he de prepararme para enfrentarme a una decisión seria, una decisión sobre la que ya había dejado más o menos de pensar. Parece que realmente va a representar un «encuentro con la Palabra» que yo no debo eludir; y, sin embargo, como sucede siempre en estos casos, no estoy muy seguro precisamente del lugar donde se va a producir dicho encuentro. A pesar de todo, mi corazón me dice que en esta cuestión de la vida solitaria 220

habré de aceptar una verdad que no es susceptible de una explicación plenamente lógica, una explicación que no está basada en mi naturaleza ni en mi biografía, sino que es algo diferente. Dicha decisión puede, por otra parte, cortar de un tajo todo el entramado de mi propia obra reciente –ideas, escritos, experiencias, etc.–, incluso de aquella que en cierta manera se refiere a la vida solitaria, a la renovación monástica, etc. De momento, parece implicar también la ruptura de muchos e importantes contactos con el mundo, e incluso de compromisos legítimos y provechosos con los acontecimientos y las necesidades de nuestro tiempo. No sé ni comprendo hasta dónde será necesario llevar esta ruptura. Lo cierto es que yo me siento atrapado en todo tipo de asuntos que han dejado de interesarme y que en la actualidad pueden ser para mí motivo de grandes distracciones y evasiones. Sin embargo, todavía no veo por dónde empezar. Por otra parte, implicará, con toda certeza, la renuncia a algunas de las seguridades de la comunidad. Dormir aquí ha sido una gracia enorme. La noche pasada, luna llena. A medianoche todo el valle estaba envuelto en silencio y oscura claridad. Esta mañana ha hecho frío. De camino al monasterio, cuando todavía era de noche, pude sentir bajo mis pies el hielo sobre la hierba y las panojas secas del maíz.

31 de octubre de 1964 Impresionante pasaje de Urs von Balthasar en su obra Verbum Caro, un ensayo profundo y vigoroso. Tal vez lo utilice parcialmente en las conferencias a los novicios y profesos simples para hablarles de poesía y experiencia humana. Durante estas noches me ha venido espontáneamente a la memoria el recuerdo de mis primeros días en Gethsemani, hace ahora ya veintitrés años: las estrellas, el frío, el olor de la noche, la admiración, la Verlassenheit (que es algo más que el simple «desvalimiento») y, por encima de todo, la melodía del Rorate coeli. Todo aquel primer Adviento llevaba en sí al completo la impronta del carácter peculiar de mi vocación. La soledad poblada e impregnada por el frío, por el misterio, por los bosques y por la liturgia latina. Es sorprendente lo lejos que, desde aquellos días, nos han llevado el frío, los bosques y las estrellas. Estoy a punto de concluir mi quincuagésimo año de vida. Si todavía no he madurado, no lo haré nunca. Es el momento oportuno: el kairós. Así lo dicen las estrellas, lo dice Orión, lo dice Aldebarán, lo dice la luna en forma de hoz que se alza tras la elevada y oscura cruz de cedro. Recuerdo las palabras que le dije al padre Philotheus, que, aun cuando hasta cierto punto reprodujeran un cliché, eran sinceras, y sé que en aquel momento las sentía realmente. No fueron premeditadas. A saber: que «yo quiero darlo todo a Dios». Pienso que hasta ahora no lo he hecho. O tal vez sea mejor decir que, hasta cierto punto al menos, lo he intentado. ¡Ciertamente, no de forma muy exigente! No puedo decir que mi vida en el monasterio haya sido inútil o un fracaso. 221

Tampoco puedo afirmar dónde y cómo ha tenido un sentido. Como probablemente tampoco sabré decir dónde y cómo tiene un sentido la ermita. Es suficiente con que reaparezca la misma mezcla de angustia y certidumbre, la misma sensación de avanzar sobre el agua que tuve cuando llegué por primera vez al monasterio.

7 de noviembre de 1964 Lectura del capítulo 6 de Ezequiel. Habla de nuestra idolatría, y no solo de la de Israel. La idolatría es el pecado fundamental y, por tanto, lo que está más profundamente arraigado en nosotros, lo más estrechamente relacionado con nuestro pecado final, lo que más a menudo nos engaña bajo la apariencia de verdadero servicio, integridad, sinceridad, lealtad o idealismo. Incluso el cristianismo cae a menudo en la idolatría sin tener conciencia de ello. El pecado de anhelar un Dios que es «distinto» de Él, que no puede ser convertido en ídolo, es decir, en objeto.

19 de noviembre de 1964 Este retiro de la Asociación para la Reconciliación ha resultado notablemente animado y fructífero. Las mayoría de sesiones han tenido lugar en la portería (debido a la lluvia), pero ayer por la tarde estuvimos en la ermita. Ping Ferry ha sido muy estimulante (él y yo hablamos mucho al principio sobre Jacques Ellul); después, John Howard Yoder habló esta misma tarde sobre la protesta desde el punto de vista de los mennonitas, es decir, desde el punto de vista bíblico. Relación de la tecnología con las «potestades y poderes» de san Pablo (en modo alguno afín a la mente de Ellul, a quien, de hecho, citó –una conferencia suya– Yoder). Por su intensidad personal y su sinceridad, a mí me gustaron también especialmente las observaciones de Elbert Jean, un metodista del sur; era pastor en Birmingham y fue despedido por sus ideas en favor de la integración: «La disgregación la puede provocar cualquiera, pero solo el Espíritu Santo está en condiciones de lograr la integración». A. J. Muste me ha impresionado por su auténtica sabiduría, modestia y amabilidad. En la capilla del noviciado, Dan Berrigan dijo una misa ultramoderna, pero también hermosísima. Dos pastores presentes entre nosotros (Nelson y Muste) leyeron la epístola y el evangelio. La celebración de Dan de la liturgia sacrificial fue sencilla e impresionante. ¡Todo en inglés y sin sujetarse a lo que «mandan los cánones», incluso al extremo de dar la comunión bajo las dos especies... y de dársela a protestantes! Supongo que mañana sucederá lo mismo en la capilla del juniorado, donde el presbiterio se adapta mejor para permanecer todos de pie formando un círculo alrededor del altar. La noche pasada: mi sueño de la «princesa» china me ha obsesionado durante todo el día (de nuevo «Proverbio»). Este adorable y familiar personaje femenino arquetípico 222

(por una parte, no se trata de un objeto; por otra, se muestra muy cercana y real, pero, al mismo tiempo, muy escurridiza) reaparece de diversas y misteriosas maneras en mis sueños. Ella estaba con sus «hermanos», y yo sentí de manera sobrecogedora la frescura, la juventud, la maravilla y la verdad de dicho personaje: su plena realidad, más real que la de cualquier otra persona, aunque inalcanzable. Y, sin embargo, ¡qué sensación de que ella me comprende, me «conoce» y me ama, y no meramente en mi individualidad y en mi yo cotidiano, como si ese yo de cada día fuese absolutamente irrelevante para ella...! Ni lo acepta ni lo rechaza. Ahora, noche lluviosa. Estoy sentado, escribiendo estas líneas a la verde luz tecnológica de la lámpara de Coleman en la ermita. Los de la Asociación se marcharán mañana.

1 de diciembre de 1964 No olvidaré fácilmente la fina hoz de la luna menguante saliendo esta mañana antes del alba, cuando me dirigía al monasterio a celebrar la misa. Cielo frío, brillo duro de las estrellas a través de los pinos, hielo y nieve, exaltación a propósito de la brillante oscuridad de la mañana. El frío del Adviento me ayuda a revivir la confusión y el milagro de los primeros días de mi estancia aquí, hace ahora veintitrés años, cuando, habiéndolo dejado todo tras de mí, me entregué sin condiciones a Dios. Durante mucho tiempo no he vuelto a experimentar esto mismo aquí. ¡El monasterio está demasiado caliente, demasiado ocupado, y es demasiado sociable para posibilitar esas vivencias! Pero mi disgregación y el hecho de vivir (en buena medida) en los bosques me ponen frente a la soledad y la pobreza de las frías colinas y del invierno de Kentucky. La realidad de mi propia vida, ¡qué incomparable!

3 de diciembre de 1964 Atardecer: «El corazón es más falaz que todas las cosas, / El corazón es profundo y lleno de repliegues. / Mil envolturas sirven para encubrir al hombre viejo» (Lancelot Andrewes, Pieces). Palabras auténticas y tristes. Tal vez yo no habría sentido su autenticidad tan intensamente de no haber gozado de tan gran soledad estos días, con la lluvia cayendo ininterrumpidamente sobre mi tejado y ocultándome el valle. Lluvia durante la noche, la molestia del agua en cubos. Corte de madera detrás de la casa, un débil olor a humo de nogal procedente de la chimenea, mientras saboreo y percibo que soy falaz y que la mayor parte de mis problemas tienen su origen en mi propio resentimiento. ¿Para esto es para lo que sirve la soledad? Así pues, es buena, ¡aunque yo he de pedir la fuerza

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necesaria para soportarla! (El corazón es falaz y no desea esto, ¡pero Dios es más grande que mi corazón!).

4 de diciembre de 1964 Ha estado lloviendo toda la noche, y sigue lloviendo en este momento. Durante los últimos años he pensado muy a menudo en la muerte. La he tenido muy presente y la he «comprendido», sabiendo que debo morir. Sin embargo, la noche pasada, durante un solo instante y como de paso y, por decirlo de alguna manera, sin horror ni dramatismo, experimenté momentáneamente el hecho de que yo, el mismo que escribe estas palabras, muy pronto dejaré simplemente de existir. Un centelleo fugaz del «no estar ya ahí», inherente al hecho de haber muerto. Sin temor ni aflicción. Simplemente, ya no estás ahí. Supongo que este es uno de los primeros paladeos de los frutos de la soledad. Así pues, el ángel pasó pensando en voz alta para sí mismo, haciendo su oficio, tomando apenas nota de mí, pero en cualquier caso tomando nota de mí. El y yo nos reconocimos mutuamente. Naturalmente, el otro asunto es que este «yo» no soy «yo». Yo no soy este cuerpo, este «sí mismo». Yo no soy simplemente mi naturaleza individual. Sin embargo, es posible igualmente que sea yo, puesto que estoy tan firmemente enraizado en él e identificado con él: con este que cesará absolutamente de existir en su individualidad natural. En la ermita, veo lo rápidamente que puede uno desmoronarse. Hablo conmigo mismo, bailo alrededor de la ermita, canto. Todo esto está muy bien, pero no es serio; es una manifestación de debilidad, de vértigo. Experimento, dentro de este yo individual, la proximidad de la desintegración. (Sin embargo, también comprendo que este yo exterior puede desmoronarse y también ser reintegrado. Es como perder la piel seca, que se desprende rápidamente, al tiempo que por debajo se está formando una piel nueva). Y de pronto me vienen a la memoria cosas absurdas. La canción que papá tenía en un disco hace cuarenta y cinco años: The Whistler and His Dog. ¡Cosa de locos! Salí afuera para ir a los urinarios en medio de la lluvia con esta absurda canción sacudiendo todo mi ser. ¡Su confianza absolutamente necia! ¡Su alegría! A su manera, es una canción gozosa: la alegría de personas que no habían sido testigos de la Segunda Guerra Mundial, ni de Auschwitz, ni de la bomba atómica. A pesar de su indudable estupidez, esa canción tenía vida y jugo. ¡Confianza de gentes que se paseaban arriba y abajo por Broadway luciendo sus bombines en 1910! ¡Reyes de la tierra! ¡Toda la orquesta loca de Sousa interpretando a todo volumen esta canción idiota y confiada! ¡El silbato fuerte y estridente, del Silbador! («O fabulous day, calao, calay!»). ¡Y el ladrido al final (que es lo que a mí me gustaba más)! ¡Bravo por el Silbador! ¡Bravo por el Perro! (Siendo niño, yo había confundido a este Silbador con el que pintaba mi madre).

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5 de diciembre de 1964 En la ermita debe uno rezar o ir a sembrar. Fingir que se ora no basta. Tampoco basta el simple hecho de sentarse. Tiene que ser real. Sin embargo, ¿qué se puede hacer? La soledad le pone a uno de espaldas contra la pared (¡o de cara frente a ella!). Esto es bueno. Uno reza para rezar. La realidad de la muerte. Poemas de Donne y de Lancelot Andrewes. La calidad de las noches de uno depende de la cordura con que haya vivido el día. Yo pongo entonces los pecados del día a la luz y la oscuridad de la verdad, que debe ser adorada sin disfraz. Acto seguido, deseo regresar a los disfraces. ¿Quién demonios dijo que la vida solitaria es una combinación de fingimiento y decepción? ¡¡¡Como si el fingimiento fuese fácil en la soledad!!! Resulta fácil en la comunidad, puesto que uno puede tener el apoyo de una ilusión común o de un acuerdo común en formas que vienen a ocupar el lugar de la verdad. Uno puede fingir en la soledad de un paseo vespertino, pero la noche destruye todas las ficciones. Uno se ve reducido a nada y obligado a iniciar laboriosamente el largo retorno a la verdad.

7 de diciembre de 1964 Hermoso cuarto sermón de Adviento de Guerrico de Igny sobre la consagración del desierto y la gracia que Cristo ha puesto en él, «preparando un nuevo lugar para la nueva vida» y venciendo al mal, no en beneficio propio, «sino en favor de aquellos que un día serían los futuros moradores del yermo». ¡No simplemente al mal, sino al Maligno por excelencia! El desierto se nos ha dado para que logremos desanidar el mal de las grietas de nuestros propios corazones. Tal vez en este punto, como en muchos otros, mi tendencia a situar esta función en la soledad, más que en la comunidad, sea meramente subjetiva. Después de veintitrés años, todos los nidos están bien establecidos. Pero en la soledad y al aire libre quedan al descubierto, y el viento sopla sobre ellos, y sé que esto les obligará a desaparecer.

9 de diciembre de 1964 La pasada noche, después de una vigilia de oración en la capilla del noviciado (de hecho, no estuve a la altura de las circunstancias, sino que anduve un tanto desorganizado y distraído), me fui a la ermita y me acosté. Todo tranquilo. Ninguna luz encendida, ni en la granja de Boone ni en la de Newton. Frío. Estuve tumbado en la cama tomando conciencia de que era feliz. Pronuncié la extraña palabra «felicidad» y comprendí que ella estaba allí no como una cosa u objeto; simplemente, estaba presente. Y yo era eso. Al dirigirme esta mañana al monasterio, contemplando el manto de estrellas que se extendía por encima de las ramas desnudas del bosque, me impactó súbitamente el pleno 225

revestimiento de sentido –si es que se puede hablar así– que muestra cada cosa. Sentía que la inmensa misericordia de Dios me protegía, que el Señor en su infinita bondad había vuelto su rostro hacia mí y me había hecho el don de esta vocación por puro amor, que este había sido siempre su propósito, que mis temores, quebraderos de cabeza y desesperación habían sido desproporcionadamente alocados y pueriles. Independientemente de lo que cualquiera otro pueda hacer o decir, dictar o valorar, todo es irrelevante frente a la realidad de mi vocación a la soledad, aun a pesar de que yo no soy un eremita típico. Tal vez todo lo contrario. No importa cómo se me pueda clasificar. A la luz de este simple hecho del amor de Dios y de la forma que el mismo ha tomado en el misterio de mi vida, las clasificaciones resultan irrisorias. No tengo ya la más mínima necesidad de ocupar mi mente con ellas (si es que alguna vez lo hice), al menos con respecto a este tema. La única respuesta es salir de ti mismo con todo lo que eres, que es nada, y arrojar esa nada en acción de gracias a Dios, que es el que es. Todo discurso es impertinente; destruye la simplicidad de ese no ser nada ante Dios al dar a entender que la nada ha sido «algo».

16 de diciembre de 1964 Por primera vez, ayer fui capaz de vivir el programa completo de un día como «tiene que ser» (al menos en este periodo de transición) en la ermita. Me llegué al monasterio únicamente para celebrar mi propia misa y para la comida. Yo mismo preparé la cena en la ermita, etc. De hecho, me excedí mucho al calcular el arroz que tenía que preparar y me pasé media hora sentado para comerlo, acompañado de té. Pero fue una cena espléndida (mirando hacia las colinas a la clara luz del atardecer). Acto seguido, mientras lavaba los platos –el tazón, la olla, el vaso, el cuchillo (debido al aceite), la cuchara– levanté la vista y vi un reactor que, como un pequeño rubí, se desplazaba rápidamente hacia el norte entre la luna (en ese momento casi en su plenilunio) y la estrella vespertina. A continuación, salí a dar un pequeño paseo hasta mi puerta (apenas noventa metros) y estuve contemplando el panorama que ofrecía el valle. Increíblemente bello y tranquilo. Colinas azules, cielo azul, bosques, campos vacíos, luces encendiéndose en la abadía, situada a la derecha tras una cortina de árboles, invisible desde la ermita. Fuera de allí, luces en tres granjas que puedo ver. Una de ellas es la de Newton, y otras dos en las colinas que quedan detrás de la estación de Gethsemani. Todo lo que dicen los Padres de la Iglesia acerca de la vida solitaria es rigurosamente exacto. Las tentaciones y las alegrías; y, por encima de todo, las lágrimas y una paz y una felicidad inefables. Una felicidad tan pura, simplemente porque no se debe al esfuerzo personal de cada uno, sino porque es misericordia y don absolutos. Felicidad en el sentido de haber alcanzado finalmente el lugar al que Dios me ha destinado, cumpliendo el propósito para el que vine aquí hace veintitrés años. 226

22 de diciembre de 1964 Finalmente, estoy leyendo La vision de Dieu, un admirable libro de Vladimir Lossky que, entre otras cosas, me trae a la memoria que el mejor documento emanado del Concilio es el Decreto sobre el ecumenismo, especialmente la parte dedicada a la teología oriental. Si hubiera que escoger entre «contemplación» y «escatología», no cabe duda de que yo estoy –y estaría siempre– decididamente a favor de la última. Aquí en la ermita, volviendo necesariamente a los principios, sé muy bien dónde tuvo lugar mi comienzo: en la predicación del Nombre y de la Divinidad de Cristo que escuché en la iglesia del Corpus Christi. Escuché y creí. Creo que Él me ha llamado libremente, por pura misericordia, a participar de Su amor y salvación, y que al final (meta hacia la cual Él dirige todas las cosas) lo veré a Él después de que mi cuerpo haya experimentado la muerte y haya resucitado juntamente con Él. Que en el último día «toda carne verá verdaderamente la salvación de Dios». Esto significa que mi fe es escatológica, y no simplemente un medio de penetrar en el misterio de la divina presencia y de descansar ahora en Él. Sin embargo, por ser escatológica, mi fe es también contemplativa, puesto que ya ahora me encuentro en el Reino y ya ahora puedo «ver» algo de la gloria del Reino y alabarlo a Él, que es el Rey. Estaría loco, por tanto, si viviese ciegamente, aplazando todo «ver» hasta tanto no se produzca un cumplimiento imaginado (¡porque mi ver presente es ya el comienzo de un cumplimiento real e inimaginable!). De esta manera, contemplación y escatología son una sola cosa en el contexto de la fe cristiana y en el proceso de autoentrega del hombre a Cristo. Cristología y escatología se completan e intensifican mutuamente. La contemplación y el amor son los mejores medios de que dispongo para prepararme para la visión escatológica, así como la mejor ayuda de que disponen la Iglesia y todos los hombres para recorrer el camino que desemboca en dicha visión. La unión de contemplación y escatología se pone de relieve en el don del Espíritu Santo. Él enciende en nosotros el conocimiento del Padre, porque en Él somos nosotros recreados a imagen y semejanza del Hijo. En virtud de esta semejanza, el Espíritu nos conducirá, en la etapa final del camino, a la clara visión del Padre invisible en la gloria del Hijo, que será también nuestra gloria. Mientras tanto, el Espíritu despierta en nuestros corazones la fe y la esperanza, que ya desde ahora nos hacen anhelar el cumplimiento y la visión escatológicos. En esta esperanza hay ya un comienzo, una «promesa» de cumplimiento. La contemplación, tal como nosotros la entendemos, es esto: la toma de conciencia y la «experiencia» del Espíritu vivificante, en quien el Padre se nos hace presente a través del Hijo, camino, verdad y vida para todos nosotros. La comprensión de que estamos en nuestro camino, de que –precisamente porque hemos encontrado nuestro camino– estamos en esa Verdad, que es el fin, y en virtud de la cual gozamos ya plena y eternamente de la vida. La contemplación es la amorosa sensación de esta vida, de esta presencia y de esta eternidad.

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Por la tarde (este día lo he pasado enteramente en la ermita) los fusiles estuvieron machacando en Fort Knox mientras yo hacía la meditación vespertina. Después de todo –pensé– esto no es una simple «distracción». Yo estoy aquí porque ellos están allí; de manera que, a decir verdad, se supone que los oigo. Ellos forman parte de una «decisión» siempre renovada en favor de la paz. Aunque ¿de qué paz? Una vez más, me veo enfrentado a las más profundas ambigüedades de la acción política y social. Lo que está claro es que existe una voluntad e intención de Dios que pesa sobre mí. (¡Dejar que dicha voluntad de Dios actúe plenamente sobre mí es ser libre!). Mi vida solo tiene sentido como autodedicación consciente y total al cumplimiento de Su voluntad (que, por lo que a sus detalles se refiere, continúa siendo un completo misterio para nosotros). En la medida en que conozco esa voluntad de Dios, debo tratar de ser un hombre totalmente entregado a la oración aquí, en el lugar en que ahora me encuentro, que es el lugar donde Él mismo me ha puesto. Pero disto mucho de ser «totalmente» un hombre de oración. Evidentemente, también la acción de escribir debe atenerse a esta regla. Sin embargo, mi voluntad no puede perderse simplemente a sí misma en esto o en lo otro, en la meditación o en la escritura, o en el estudio, o en el «descanso», o en el trabajo..., sino que simplemente debe someterse en todo a la voluntad misteriosa y dominante del Señor, el Maestro a quien yo he venido a servir aquí. Yo no estoy aquí para ser esto o lo de más allá, sino para obedecerle a Él en todo: Gleichheit (Eckhart). Para aprender lenta y pacientemente el ritmo de esa obediencia. ¡De haber sido un mejor cenobita, seguramente ya estaría más familiarizado con ella! Los hombres de la REA (Rural Electrification Administration) estuvieron aquí por la mañana (fría y brumosa). La ermita quedará conectada con un canal que eventualmente desaguará en una planta depuradora de aguas residuales que habrá de construirse en tierra, al lado del riachuelo.

23 de diciembre de 1964 Para Orígenes, el «adversario» de un hombre es el ángel malo, cuya misión es mantenerlo firmemente sujeto al príncipe angélico de su nación o tribu, con el fin de que el interesado no se libere a sí mismo y pertenezca exclusivamente a Dios en Cristo (el cual está por encima de todas las naciones y ha vencido a todos los poderes).

30 de enero de 1965 En la meditación es muy necesaria la disciplina. La lectura ayuda. Las primeras horas de la mañana son buenas, aunque en la meditación matutina (una hora) el fuego me distrae fácilmente. Una hora no es mucho, pero yo puedo meditar más a gusto en la hora de lectura que sigue (y que se pasa muy rápidamente). Para mí es importante la presencia 228

de Nuestra Señora, que, aun cuando inaprehensible, es una realidad en esta ermita. Su influjo es una exigencia de amor, pero sería inútil explicar esto con palabras. Yo la necesito, y ella está aquí. Tal vez mi pensamiento debería ocuparse de ella más explícitamente y más a menudo. Por la tarde, el trabajo ocupa buena parte de mi tiempo y puede llegar a amontonarse. Simplemente, el mantenimiento de la limpieza supone ya una importante tarea. Luego hay que cortar leña, etc. El fuego es voraz, aunque constituye una compañía placentera. He enviado por correo a la revista Holiday una versión revisada de «La lluvia y el rinoceronte». Víspera de mi quincuagésimo cumpleaños. Tarde luminosa, con mucha nieve, finas nubes azules de la nieve que se desprende de los árboles helados. No he tenido más remedio que limitar mi trabajo en torno a la ermita, para asegurar mi hora de meditación. Más tarde quiero continuar durante algún tiempo la tarea. Me resulta muy necesario. Comprendo que el ritmo y la presión del trabajo que he estado desarrollando en la comunidad son enormes: demasiados asuntos entre manos. Es verdad que en el monasterio he aprendido a romper con todo, a relajar completamente mi atención y a olvidar el trabajo saliendo afuera y contemplando las montañas. Menos mal que el trabajo del noviciado no es excesivamente absorbente. (Ahora mismo, mi principal problema es la cantidad de cartas que tengo que escribir). Así pues, más cosas relacionadas con la víspera de mi cumpleaños: ¿Debería mirar mi pasado como algo que he de analizar o sobre lo cual he de pensar? Más bien, quiero dar gracias a Dios por el presente, no por mí mismo en el presente, sino por el presente que es Él y está en Él. El pasado: en este momento me siento incapaz de hablar de ese tema. Recuerdo momentos irrelevantes de desconcierto. Tal como las veo ahora, mis alegrías parecen haber sido bastante absurdas. Sin embargo, supongo que yo, que ahora estoy sentado en este glacial, solitario y tranquilo lugar, soy la misma persona que con dieciocho años volvía solo a Bournemouth en un autobús que me traía de New Forest, donde había acampado un par de días con sus noches. Supongo que por encima de todo lamento mi falta de amor, mi egoísmo y verborrea (que disimulaba mi timidez y necesidad de cariño) con muchachas que, después de todo, me amaron de hecho –así lo pienso yo– durante algún tiempo. Mi gran defecto fue la incapacidad que demostré para creer realmente en ese amor y mis esfuerzos por alcanzar una seguridad completa y una realización perfecta. Así, una cosa que me viene a la mente es el sexo, como algo que nunca llegué a usar de forma madura y adecuada, algo a lo que renuncié sin haber aclarado plenamente mi posición personal al respecto. No sé si merece la pena volver sobre el tema ahora, veinticinco años aproximadamente después de mi último adulterio en el intenso y desmoralizador calor veraniego de Virginia. El calor, la confusión y el desamparo moral de aquellos días de verano me hicieron conocer algo que se da en el clima del sur: cierto grado de locura e inanidad. Me recuerdo paseando con ella al día siguiente por la playa, 229

sin desear intercambiar una palabra, hablando solo con dificultad, sin ganas de compartir ideas o cosas que yo amaba realmente. Sin embargo, sentía que algo oprimía mi pecho. Supongo que soy la misma persona que durante algún tiempo vivió en el número 71 de Bridge Street, en Cambridge y que tuvo a Sabberton por sastre (fue él quien me hizo aquella extraña chaqueta estilo Alphonse Daudet y los fracs que utilicé tal vez en dos ocasiones, una de ellas para asistir al baile de la competición de regatas, donde me comporté tan egoísta y desconsideradamente con Joan). Mi colegio universitario era el Clare. Yo estaba loco de remate, sentándome en los escalones del cobertizo de las barcas a altas horas de la noche con Sylvia, cuando llegaron los dos mariquitas con la intención de entrar en el cobertizo, nos vieron a nosotros allí y escaparon a toda prisa. Cosas todas de este estilo. Aventuras. Personalmente, considero que lo que más abunda en toda vida es la ilusión. El deseo de ser algo de lo que yo me he hecho una idea. Ahora espero verme libre de ella, porque va a ser un problema. Sin embargo, tengo que ser algo que debo ser: he de responder a cierta exigencia de orden, luz interior y tranquilidad. Es una exigencia de Dios el que yo remueva los obstáculos para que Él me conceda estas cosas. Nieve, silencio, el fuego parlanchín, el reloj sobre la mesa. Tristeza. ¿Merece la pena detenerse en todas estas cosas? Voy a lavarme (tengo sucias las manos). Diré los salmos de mi cumpleaños. Independientemente de los errores y las ilusiones que han dejado su impronta en mi vida, en su mayor parte esta ha sido felicidad y –en la medida en que estoy en condiciones de afirmarlo– verdad. Hubo periodos enteros de inseguridad, especialmente cuando todavía no había cumplido los veintiún años y andaba con un grupo de amigos que no eran de mi estilo. Pero después de mi último año de carrera en Columbia, las cosas se enderezaron. Puedo aún recordar muchos días y periodos enteros de tiempo felices y dichosos. En mi infancia viví algunos periodos de verdadera pesadilla. Pero en Saint Antonin la vida fue una revelación. Y lo mismo posteriormente, en otras muchas ocasiones y lugares, en Sussex (en Rye y en el campo), en Oakham, en Estrasburgo, sobre todo en Roma, en Nueva York, especialmente en Olean y en el Colegio San Buenaventura. Recuerdo una maravillosa mañana de invierno al llegar a Olean para pasar las navidades con Lax. Las llegadas y las despedidas en el Lago Erie eran, por lo general, magníficas. La granja sobre la colina, también. A continuación, Cuba: maravillosos los días pasados allí. Todo esto lo he dicho ya en otras ocasiones, y todo el mundo lo conoce. ¿Aquí? Los periodos más profundos y felices de mi vida los he pasado en y cerca de Gethsemani. ¡Y también algunos de los momentos más terribles! Pero, con mucho, los momentos realmente felices los he vivido en los bosques y los campos, a solas con el cielo y el sol, y aquí, en la ermita. Y con los novicios (tardes en el trabajo). De todos modos, también he pasado buenos momentos con personajes protestantes que han venido por aquí, especialmente con los Hammers, naturalmente (y una o dos visitas a 230

Lexington), provechosas visitas de Laughlin, Ping Ferry –días agradables en Louisville con Jim Wygal– comida en el restaurante Cunningham, etc. Pero la felicidad más profunda la he vivido siempre en soledad, o bien aquí en la ermita (con mucho, mis mejores momentos), o bien en la habitación del maestro de novicios (¡aquel maravilloso verano de las gardenias y Platón!), o simplemente fuera, en los campos. Naturalmente, está también la antigua cripta de los manuscritos, y debo mencionar muchos momentos felices con los estudiantes cuando yo era su padre maestro. También pasé un par de días agradables en el hospital, cuando ya me encontraba con fuerzas suficientes para salir y dar un paseo hasta la gruta. Podría llenar otra página simplemente con los nombres de las personas con las que me he encontrado a gusto y de las que me ha gustado recibir noticias: sobre todo Lax, Mark Van Doren, todos los antiguos amigos, Ad Reinhardt, etc. Naomi y Bob Giroux, todos mis amigos latinoamericanos, como Ernesto Cardenal y Pablo Antonio Cuadra. Muchos estudiantes y novicios, especialmente el grupo que vino entre 1960 y 1961. (Los hermanos Cuthbert, Denis, Basil, etc.). Muchos que ya no están con nosotros. ¡El padre John of the Cross! ¿Para qué continuar? ¡Deo gratias por todos ellos!

31 de enero de 1965 «Entrando en mi casa, descansaré en ella, porque no es amarga su conversación ni dolorosa su convivencia, sino placer y gozo» (Sabiduría 8,16). ¡Si realmente supiese cómo hacerlo, hoy me gustaría transformar estas palabras en la música más dulce! ¡No puedo imaginar motivo mayor de gratitud en mi cincuentenario que el hecho de despertar en una ermita! Frío glacial toda la noche, con temperaturas que sin duda se han mantenido bajo cero (no dispongo de termómetro exterior), y dentro de la casa casi han rondado el punto de congelación, a pesar de que en el hogar se mantenían encendidos los rescoldos bajo la ceniza. En un determinado momento, el frío me despertó, pero ajusté las mantas y me dormí de nuevo. ¿Busco yo acaso algo distinto de este silencio, esta simplicidad, esta «vida en unión con la Sabiduría»? Para mí no hay otra cosa. Es lo sumo: C’est le comble! ¡Pensar que yo he tenido la gracia de saborear en cierta medida aquello a lo que realmente aspiran todos los hombres sin tener conciencia de ello...! De ahí la especial obligación que pesa sobre mí de compadecerlos, amarlos y rogar por ellos. La pasada noche, antes de irme a la cama, comprendí el significado real de la soledad: situación en que se han roto todas las amarras y el pequeño bote, desvinculado ya de tierra, enfila su proa hacia el mar abierto, sin ataduras, sin control. No el mar de la pasión, sino, por el contrario, el mar de la pureza y del amor despreocupado. Que únicamente ama a Dios inmediata y directamente en Sí mismo como el Todo (y la Nada aparente que lo es todo). ¡La 231

indescriptible confusión de quienes piensan que Dios es un objeto mental y que amar a «Dios solo» implica excluir todos los demás objetos para centrarse en ese objeto único! Fatal. Sin embargo, esta es la razón por la que muchas personas comprenden equivocadamente el significado de la contemplación y de la soledad y lo condenan. Por mi parte, no siento ya la más mínima necesidad de discutir con ellas. No tengo nada que justificar o que defender. Únicamente necesito defender este vacío inmensamente sencillo de mi propio yo, y lo demás está claro. (A través del frío y de la oscuridad escucho el toque del Ángelus en el monasterio). Cuajada de piedras preciosas, brilla la luz color de miel de la lámpara. ¡Festival!

2 de febrero de 1965 De nuevo, mucho frío. El día 31 estuvimos a cuatro bajo cero, y esta mañana rondamos los cero grados. Ayer hizo más calor (la temperatura alcanzó los 28 grados) y había más nieve. Gran parte de la leña de que dispongo para el fuego está húmeda o insuficientemente seca para que arda bien, aunque finalmente esta mañana conseguí un hermoso fuego colocando un enorme tronco de cedro sobre la leña que ardía en el hogar. Estos días hemos experimentado algunas de las temperaturas más bajas de los últimos veintitrés años, que es el tiempo que yo llevo aquí. Pero he podido dormir a gusto. No peor que en cualquier otro lugar. De hecho, he estado bien abrigado, con un montón de mantas. Aunque resulta duro, es bueno vivir de acuerdo con la naturaleza utilizando una tecnología primitiva basada en el corte de madera y el fuego, más que de acuerdo con la tecnología desarrollada que ha suplantado a la naturaleza creando su propio clima, etc., etc. Sin embargo, también tiene sus ventajas una casa con calefacción y un horno automático. No es necesario prestar juramento de fidelidad a ninguno de esos sistemas. Caliéntate como puedas, ama a Dios y ora. Cada día veo con mayor claridad que en este momento no debo desear personalmente otra cosa que «ser ofrecido en libación», ofrecer y hacer entrega de todo mi ser sin más preocupaciones. La frialdad de los bosques hace este ofrecimiento más real. Y la soledad, que se presentó la noche pasada, coincidiendo con el instante de una gélida puesta de sol, con dos pajarillos que seguían picoteando las migas de pan que yo les había arrojado en el helado porche. La nieve cubría todo lo demás. Por la mañana, al dirigirme al monasterio, todas las huellas aparecían cubiertas por la nieve que el viento había arrojado sobre el sendero, excepto las huellas del gato que caza alrededor del frío establo de las ovejas. Soledad = ser consciente de que eres un ser humano en medio de esta nieve que no ha sido pisada más que por un gato.

4 de febrero de 1965 232

La pasada noche tuve un sueño curioso y conmovedor acerca de una «madre negra». Yo me encontraba en un lugar. (¿Dónde? Era un lugar en el que había estado de niño, pero que también parecía tener alguna relación con el valle situado por encima de la granja de Edelin). Comprendí que yo había acudido allí para una reunión con una nodriza negra, a quien había amado en mi niñez. En realidad, yo le debía, al parecer, la vida al amor que me había tenido aquella mujer, de manera que realmente había sido ella, y no mi madre natural, la que me había dado la vida. Como si de su mano hubiese recibido yo una nueva vida, y allí estaba ella. Aunque su rostro era feo y duro, observé que de ella se desprendía una gran ternura hacia mi persona, y ambos nos abrazamos con intenso amor (y yo con inmensa gratitud). Lo que yo reconocí de ella no fue su rostro, sino el calor de su abrazo y –por decirlo de alguna manera– de su corazón. Bailamos un poco juntos, yo y mi madre negra, y después me vi obligado a proseguir el viaje que había emprendido. No puedo recordar más detalles de ese viaje ni diversos incidentes relacionados con él. Idas y venidas, y vueltas, etc.

16 de febrero de 1965 Ayer por la mañana, cuando salí a tomar una bocanada de aire fresco antes de mi conferencia a los novicios, divisé a algunos hombres trabajando en la vertiente de la colina que queda detrás de la majada de las ovejas. ¡Finalmente, está a punto de llegar el tendido eléctrico! Estuvieron haciendo hoyos todo el día, excavando y haciendo saltar la roca con pequeñas cargas. Eran chicos jóvenes, con cascos amarillos, buenos, diligentes, obreros que se empleaban a fondo con las máquinas de trabajo. Me alegré por ellos y por la tecnología americana, que han colaborado para traer la luz hasta mi ermita, como lo harían por cualquier granjero del distrito. Fue saludable sentirse parte de este mundo, que no debe despreciarse, sino que representa un progreso admirable. (Lo cual no significa que yo apruebe el abuso de desarrollos inútiles en tecnología). Tarde. Hacia las 2:45 vino el capataz (un hombre realmente sencillo), de rostro colorado, e instaló el contador, y yo accioné el interruptor y tuve luz. En ese momento yo andaba atareado con la traducción de algunos poemas de Pessoa que quería enviarle a Suzuki, a cambio de la caligrafía con que él me había obsequiado. La luz es una gran bendición. Celebré el extraordinario acontecimiento con una buena cena a base de sopa de patatas, preparada en el viejo y maltrecho hornillo eléctrico, que a pesar de todo funciona bien. Así pues, la de hoy ha sido una tarde de alleluia.

24 de febrero de 1965

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Todo lo relacionado con esta ermita me llena, sencillamente, de gozo. Hay cantidad de cosas que, de un modo u otro, podrían haber sido bastante más perfectas: estética o «domésticamente». Pero este es el lugar que Dios me ha concedido tras años de oración y anhelo, aunque sin merecimiento alguno por mi parte. Es una delicia. No puedo imaginar mayor alegría en este mundo que disponer de semejante lugar y sentirme en paz en él, vivir en silencio, pensar y escribir, escuchar el sonido del viento y todas las demás voces del bosque, habitar a la sombra de la gran cruz de cedro, prepararme para la muerte y el éxodo hacia el país celestial, amar a los hermanos y a toda la gente, orar por todo el mundo y por la paz y el buen entendimiento entre los hombres. Así pues, este es «mi lugar» en el esquema de cosas. ¡Es suficiente!

26 de febrero de 1965 Cada día veo con mayor claridad que la soledad no es algo con lo que se pueda jugar. Es terriblemente seria. Por mucho que yo la haya deseado, no he sido lo bastante serio. No basta con que a uno le «guste la soledad», ni siquiera con amarla. Aunque te «guste», la soledad te puede destruir, creo yo, si únicamente la deseas por tu propio bien. En este sentido, sigo adelante (no creo que deba dar marcha atrás: incluso interiormente he alcanzado, al menos con una certeza relativa, un punto de no retorno), pero avanzo con temor y temblor, a menudo con la sensación de andar perdido, y tratando de estar atento a lo que hago, porque empiezo a ver que cada paso en falso que se da se paga caro. De ahí que eche mano de la oración, o trate de hacerlo. A pesar de que en esta vida de silencio y vacío abundan la belleza y la paz, perder el tiempo tontamente con ella provoca una terrible desolación. Cuando no se la toma uno en serio, incluso la belleza de la vida se vuelve de pronto en implacable. La soledad es una madre exigente que no soporta el absurdo. Surge la pregunta: ¿acaso reina en mi vida el absurdo hasta el punto de que la soledad acabará conmigo? Ruego que no sea así, y pienso que esto va a exigir mucha oración.

2 de marzo de 1965. Martes de carnaval La ermita me está haciendo ver una cosa: que el universo es mi hogar y que yo no soy nada si no formo parte del mismo. Destrucción del yo que parece mantenerse fuera del universo únicamente como parte de su estructura y dinamismo. ¿Puedo encontrar una existencia auténtica en Dios, que ha querido que yo existiese en el mundo? Esto lo estoy descubriendo aquí no solo racionalmente, sino en profundidad. Especialmente, por ejemplo, en relación con mi capacidad de dormir. Las ranas me mantenían despierto en el monasterio, pero no aquí, donde son un auténtico consuelo para mí, una extensión de mi propio ser; y ahora el mismo ruido sordo del contador eléctrico cerca de mi cama

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apenas me importa (aunque en el monasterio me habría resultado intolerable). Aceptación de la naturaleza e incluso de la tecnología como mi verdadero hábitat.

4 de abril de 1965. Domingo de Pasión Lluvia ligera toda la noche. La necesidad de seguir trabajando en la meditación: yendo a la raíz. A estas alturas, una actitud meramente pasiva no conducirá a nada. Como tampoco es una solución el activismo. Un tiempo de profundización sin palabras, para comprender la realidad interior de mi «ser nada» en Aquel que es. Hablar de esta experiencia en semejantes términos es absurdo. Nada que ver con la realidad concreta que se ha de entender. Mi oración es paz y lucha en silencio, ser consciente y auténtico, más allá de mí mismo. Franquear la puerta de mi propio yo, no porque yo lo quiera, sino porque he sido llamado y debo responder.

15 de abril de 1965. Jueves Santo No me cabe la menor duda de que mi tarea por excelencia como monje consiste en amar la vida eremítica en contacto directo y sencillo con la naturaleza, primitiva y tranquilamente, dedicándome de vez en cuando a escribir, manteniendo los contactos que responden a la voluntad de Dios, dando testimonio del valor y la bondad de cosas y estilos sencillos y amando a Dios en todo ello. Estoy más convencido de esto que de cualquier otra eventualidad que pueda producirse en mi vida, y estoy seguro de que esto es lo que Él me pide a mí. Sin embargo, mi respuesta no es siempre, de hecho, la más sencilla.

17 de abril de 1965. Sábado Santo El pecado por excelencia, fuente de todos los demás pecados, es la idolatría. Y esta nunca ha sido mayor y más dominante que ahora. Pasa casi totalmente inadvertida, precisamente por ser tan abrumadoramente universal. Está presente en todo. Nada queda fuera de su alcance. Fetichismo del poder, máquinas, posesiones, medicina, deportes, ropa, etc.: todo se mueve por afán de dinero y de poder. La Bomba solo es un aspecto accidental de ese culto. En realidad, la Bomba no es lo peor. Los seres humanos deberíamos estarle agradecidos porque, en cuanto signo, la Bomba es una revelación de la meta última a la que aspira el resto de nuestra civilización: la autoinmolación del hombre en aras de su propia codicia y desesperación. Detrás de todo ello están los principados y potestades, a cuyo servicio se pone el hombre con su idolatría. Los cristianos se encuentran tan profundamente implicados en esto como cualquier otro ser humano. 235

18 de abril de 1965. Domingo de Pascua Paz y belleza de una mañana de Pascua: salida del sol, pradera de color verde oscuro, vientos suaves, los bosques verdean en las colinas a lo largo del valle (y también aquí). Me levanté y recé el antiguo oficio de laudes; y mientras tanto, un zorzal cantaba misterios de tono menor en el bosque de pinos de profundas resonancias (el bosque «inconsciente») situado detrás de la ermita. (El bosque «inconsciente» tiene un prolongado momento de perfecta claridad al amanecer y, de un estado de oscuridad y confusión, ahora iluminado desde el este, es todo claridad, todo diferenciación, listo para ser un lugar de silencio y paz con su propio orden en desorden. ¡Los árboles caídos no importan, ya que también ellos forman parte del bosque!). Me pregunto si no habré dicho algunas inconveniencias sobre la tradición cristiana – cosas que únicamente servirán para aumentar la confusión actual–, movido por cierto oscuro deseo de proteger mi corazón de ciertas heridas infligiéndomelas yo mismo. Por ejemplo, las heridas producto de la pérdida y la separación: como si afirmara que, puesto que la Edad Media ha dejado de ser relevante para nosotros, yo podría igualmente ser el primero en admitirlo y zanjar definitivamente la cuestión. Pero ¿es en realidad irrelevante la Edad Media? Naturalmente que no: y, desde luego, ¡no soy yo quien ha empezado a creerlo así! ¡Apuntar observaciones que sirvan para preservar la continuidad viva con el pasado y con lo bueno que hay en ese pasado es algo que forma parte de mi vocación!

19 de abril de 1965. Lunes de Pascua El estudio de la exégesis medieval es una manera de adentrarse en la experiencia cristiana de esos siglos, experiencia sumamente relevante para nosotros. Si dejamos de lado ese aspecto, olvidamos parte de nuestra propia totalidad (en Henri De Lubac, Hans Urs von Balthasar y otros). Pero no hemos de estudiarla desde fuera. Alguna idea en Kitaro Nishida sobre la cultura japonesa y la visión japonesa de la vida. Durante esta Pascua siento que mi propia vocación me exige un estudio profundo y vivencial, desde dentro (por connaturalidad), de la tradición medieval, así como, hasta cierto punto, de la tradición y las experiencias de Asia, especialmente de las japonesas, y más en particular de las relacionadas con el zen: es decir, una toma de conciencia de una necesidad y aspiración compartidas con estas generaciones del pasado.

23 de mayo de 1965. Quinto domingo después de Pascua Un admirable amanecer después de otro. ¡Qué paz! Meditación con luciérnagas, niebla en el valle, luna en cuarto menguante, lechuzas a una cierta distancia. Despertar interior y concentración graduales en la paz y la armonía de amor y gratitud. Ayer escribí al personaje de la Universidad McGill que afirmó que toda contemplación era una 236

manifestación de regresión narcisista. ¡Eso es precisamente lo que no es! ¡Un despertar completo de la identidad y de la relación! Ello implica una toma de conciencia y la aceptación del lugar que uno mismo ocupa en el todo, primeramente en el todo de la creación, y a continuación en el plan global de la redención: para encontrarse a sí mismo en el gran misterio de plenitud, que es el misterio de Cristo. Consonantia y no confusio: armonía y no confusión.

Un día cualquiera de mayo de 1965. Día de un extraño Las colinas se muestran azules y cálidas. En el fondo del valle hay un campo pardo, polvoriento. Oigo el ruido de una máquina, un pájaro, una campana. Nubes altas y enormes. En este momento las cruza el inevitable avión a reacción: esta vez probablemente lleno de pasajeros que se desplazan de Miami a Chicago. ¿Qué pasajeros? Este punto no es necesario que lo decida yo. Ellos están fuera de mi mundo, allí arriba, sentados animadamente en su pequeña, aislada y arbitraria cabina, que ni siquiera parece moverse: una cabina que, de manera un tanto inexplicable, los recogió de la tierra en Florida para mantenerlos separados durante algún tiempo en combinaciones intemporales y que, finalmente, los devolverá de nuevo a la tierra en Illinois. ¡La suspensión de la vida moderna en la contemplación que te transporta a cualquier lugar! Hay también otros mundos por encima de mí. Otros reactores cruzarán por mi cielo, con otras contemplaciones y otras modalidades de enfrascamiento. He visto el avión del SAC (Strategic Air Command), cargado con la bomba, volando a baja altura sobre mí, y desde los bosques he dirigido mi mirada directamente a la cerrada panza del pájaro de metal con un huevo científico en su seno. ¡Un vientre que se abre fácil y mecánicamente! No considero que esta madre tecnológica sea amiga de nada en lo que yo creo. Sin embargo, como cualquier otro, vivo a la sombra del querubín apocalíptico. Estoy vigilado por él, impersonalmente. Su número reconoce mi número. ¿Se están preparando estos números para coincidir en un determinado momento en la mente benefactora de una calculadora? Esto es algo que no me concierne, puesto que yo vivo en los bosques como una advertencia de que quiero ser libre de no constituir un número. Existe, de hecho, una opción. En una época en la que se habla a menudo de la necesidad de «ser tú mismo», yo me reservo el derecho a olvidarme de ser yo mismo, teniendo en cuenta que, de todos modos, tengo poquísimas posibilidades de ser alguien distinto de mí mismo. Personalmente, creo más bien que quien se muestra excesivamente preocupado por «ser él mismo» corre el riesgo de personificar una sombra. Sin embargo, no puedo gloriarme personalmente de gozar de una libertad especial por el simple hecho de estar viviendo en el bosque. A mí se me acusa de vivir en el 237

bosque, como Thoreau, en lugar de vivir en el desierto, como san Juan Bautista. Todo lo que yo puedo responder es que no estoy viviendo «como cualquiera». O «de manera diferente a como vive cualquiera». Todos vivimos de una u otra manera, y eso es todo. Personalmente, tengo la necesidad perentoria de ser libre para aceptar la necesidad de mi propia naturaleza. Yo existo bajo los árboles. Me paseo por los bosques por pura necesidad. Soy al mismo tiempo un prisionero, y un prisionero huido. No podría deciros por qué, habiendo nacido en Francia, he terminado mi viaje aquí, en Kentucky. He considerado la idea de continuar el viaje, pero no es muy práctica. Eso no cambiaría las cosas. ¿Dispongo en realidad de un «día»? ¿Paso yo mi «día» en un «lugar»? Sé que aquí hay árboles. Sé que aquí hay pájaros. De hecho, conozco muy bien a los pájaros, porque en las inmediaciones de mi cabaña viven parejas concretas de pájaros (dos pájaros de quince o veinte especies diferentes). Yo comparto este lugar concreto con ellos: todos contribuimos al equilibrio ecológico. Esta armonía le da a la idea de «lugar» una nueva configuración. Por lo que a los cuervos se refiere, forman parte de un patrón diferente. Son alborotadores y autoexculpadores, como los seres humanos. No son dos, sino muchos. Se pelean entre sí y con los demás pájaros, en un estado de guerra permanente. Existe también una ecología mental, un equilibrio vivo de los espíritus en este rincón de los bosques. Aquí tienen cabida otros muchos cantos, al lado del de los pájaros. Por ejemplo, el de Vallejo. O los de Rilke, René Char, Montale, Zukofsky, Ungaretti, Edwin Muir, Quasimodo... o el de algunos autores griegos. O la voz seca, desconcertante, de Nicanor Parra, el poeta del estornudo. Aquí está también Chuang Tzu, cuyo tono general se aproxima tal vez especialmente al tono de este rincón silencioso del bosque. Un tono que hace innecesarias las explicaciones. Aquí está la reconfortante compañía de muchos Tzus y Fus silenciosos: Kung Tzu, Lao Tzu, Meng Tzu, Tu Fu. Y Hui Neng. Y ChaoChu, y los dibujos de Sengai. Y un simpático manuscrito de considerables dimensiones de Suzuki. Aquí se encuentra también un eremita sirio llamado Filoxeno. Un cenobita argelino llamado Camus. Aquí se oye la prosa metálica de Tertuliano, con el catarro seco de Sartre. Aquí las volubles disonancias de Auden, con los sonidos dorados de Juan de Salisbury. Aquí se encuentra la profunda vegetación del bosque más antiguo en que cantan los pájaros coléricos Isaías y Jeremías. Aquí deberían estar, y están, voces femeninas que van desde Ángela de Foligno hasta Flannery O’Connor, Teresa de Jesús, Juliana de Norwich y, de forma aún más personal y cálida, Raïssa Maritain. Es bueno poder escoger las voces que se oirán en estos bosques, pero también ellas se escogen a sí mismas y se encargan de venir aquí por su cuenta para estar presentes en medio de este silencio. En cualquier caso, lo que no falta son voces. La vida eremítica es fría. Es una vida de baja definición, en la que hay muy pocas cosas que decidir, en la que se realizan pocas transacciones –o ninguna–, en la que no hay reparto de paquetes postales. En la que yo no lío paquetes ni me los envío a mí 238

mismo. No es una vida intensa. No conoce el toma y daca de preguntas y respuestas, de problemas y soluciones. Los problemas empiezan al bajar de la montaña. Allí, bajo la torre del agua, hay soluciones. Aquí hay bosques, zorros. Aquí no hacen falta las lentes ahumadas. «Aquí» ni siquiera se enardece con referencias al «ahí». Es simplemente un «aquí» para el que no existe el «ahí». La vida eremítica es así de fría. En conjunto, la vida monástica es un medio cálido. Cálido con palabras como deber, tener que y debería. Las comunidades se dedican a proyectos de alta definición: «¡Dejarlo todo perfectamente claro!». Cuanto más claro sea un proyecto, tanto más claramente se ha de realizar. El proyecto en cuestión se ramifica. Tienes que seguir podando ramas. Cuantas más ramas podes, tantas más ramas crecerán. Por cada una que cortes, te nacerán tres más. Al final de cada rama hay un gran signo de interrogación. Los seres humanos van de acá para allá con paquetes de significado. Todos se muestran ansiosos por saber si los demás han recibido los mensajes más recientes. ¿Ha recibido tal vez otro miembro de la comunidad un mensaje que él no ha recibido? ¿Se lo querrán pasar a él? ¿Lo entenderá él cuando se lo pasen? ¿Tendrá que discutir algún aspecto del mismo? ¿Se da por sentado que tendrá que carraspear, ponerse de pie y decir: «Bien, tal como yo veo lo que dice san Benito...»? San Benito vio que lo mejor para la vida monástica era enfriarla; pero hoy todo el mundo se empeña en caldearla. Para enfriarla, tal vez tengas que hacerte ermitaño. Pero entonces ellos seguirán pensando que tú has recibido un mensaje especial. Cuando comprueben que no es así... Bueno, ese es su problema, no el mío. Esta no es una ermita. Es una casa. («¿Quién era ese ermitaño con el que te vi anoche?»). Lo que llevo son pantalones. Lo que yo hago es vivir. Mi forma de orar consiste en respirar. ¿Quién dijo «zen»? Enjuaga tu boca si dijiste «zen». Si ves una meditación que pasa cerca, dispara contra ella. ¿Quién dijo «amor»? El amor está en las películas. La vida espiritual es algo que preocupa a muchos cuando andan tan atareados con otra cosa que ellos mismos piensan que tienen que ser espirituales. La vida espiritual es culpa. Aquí arriba, en los bosques, se ve el Nuevo Testamento: es decir, el viento sopla entre los árboles, y tú lo aspiras. ¿Se da por supuesto que esto es claro? No estoy invitando a nadie a intentarlo. Tampoco estoy sugiriendo que un día vaya a llegar el mensaje que diga: ¡AHORA! Ni una cosa ni la otra son de mi incumbencia. A las dos y cuarto de la mañana, cuando la noche es más oscura y silenciosa, me levanto de la cama. Esto tal vez se deba a una cierta dolencia o a cualquier otra cosa. Me encuentro a mí mismo en el desamparo primordial de la noche, la soledad, la selva, la paz, una mente despierta en la oscuridad, buscando una luz, no plenamente conforme con el hecho de tener que abandonar la cama. Se enciende una luz, y en la luz aparece un icono. Ahora, en medio de la oscuridad general, un pequeño espacio irradia luz, con salmos en su interior. Los salmos crecen silenciosamente por sí mismos, sin esfuerzo, como plantas, bajo esta luz que les es favorable. Las plantas se mantienen erguidas por sí mismas sobre tallos dotados de una consistencia singular: la que proviene de la misericordia o, más exactamente, de una gran misericordia. Magna misericordia. Acto 239

seguido, en medio de la noche y del silencio sin forma, se deja oír una palabra: misericordia. Está flanqueada por otras palabras de menor efecto: «Destruye la iniquidad», «lávame», «purifica», «conozco mi iniquidad». Peccavi: «He pecado». Conceptos sin interés alguno en el mundo de los negocios, la guerra, la política, la cultura, etc. Conceptos que a menudo carecen de interés para los mismos eclesiásticos. Otras palabras: Sangre, astucia. Cólera. El camino que no es bueno. El camino de la sangre, la astucia, la cólera, la guerra. Fuera de la ermita, las colinas se extienden en la oscuridad hacia el sur. El camino que pasa sobre las colinas es sangre, astucia, oscuridad, cólera, muerte: Selma, Birmingham, Mississippi. Más cerca aún que estos lugares queda la ciudad atómica, de la que cada día sale un vagón de mercancías con material nuclear que será almacenado cuidadosamente al lado del oro en la cripta subterránea que se encuentra en el corazón de esta nación. «Su boca es la abertura del sepulcro; sus lenguas se mueven para decir mentiras; su corazón está vacío». Sangre, mentiras, fuego, odio, abertura del sepulcro, vacío. Misericordia, gran misericordia. Empiezan a despertarse los pájaros. Pronto amanecerá. Dentro de una o dos horas, se despertarán las ciudades, y los seres humanos disfrutarán por doquier de las grandes sonrisas luminosas de la productividad y el negocio. – ¿Por qué vives en los bosques? – Bueno, uno tiene que vivir en alguna parte. – ¿Te sientes solo? – Sí, a veces. – ¿Estás enfadado con la gente? – No. – ¿Y con el monasterio? – Tampoco. – ¿Qué futuro crees que le espera al monaquismo? – No lo sé. Es un tema sobre el que no tengo formada una opinión. – ¿Es verdad que tus problemas de espalda se deben al yoga? – No. – ¿Es verdad que practicas en secreto el zen? – Disculpe, pero no comprendo su pregunta. 240

Como es de sobra conocido, todos los monjes son célibes, y los ermitaños lo son aún más que el resto de los monjes. Personalmente, no tengo nada contra las mujeres. No veo por qué un hombre no puede amar a Dios y a una mujer al mismo tiempo. Si Dios sintiese celos de las mujeres, ¿por qué se decidió a hacerlas en primer lugar? Se habla mucho también de sacerdotes casados. Interesante. Hasta el momento, no se ha hablado demasiado acerca de ermitaños casados. Bueno, de todos modos, yo tengo mi ermita llena de iconos de la Virgen María. Se podría decir que yo me he casado con el silencio de la selva. El dulce calor oscuro de todo el mundo tendrá que ser mi esposa. Del interior de ese calor oscuro procede el secreto que solo en el silencio es dado oír, pero que constituye la raíz de todos los secretos que susurran todos los amadores en sus lechos a lo largo y ancho del mundo. Así pues, tal vez yo esté obligado a preservar la quietud, el silencio, la pobreza, el punto virginal de pura nada que se encuentra en el centro de todos los otros amores. Yo trato de cultivar esta planta a medianoche sin decir palabra y la riego en silencio con salmos y profecías. Ella resulta el más extraño de todos los árboles del jardín y, a la vez, el árbol del paraíso primordial, el axis mundi, el árbol cósmico, y la Cruz. «Ninguna selva produjo semejante árbol». Es único. No puede multiplicarse. No es interesante. Tengo necesidad de ver el primer punto de luz que anuncia necesidad de asistir en solitario a la resurrección del Día, cuando silencio virginal. En este instante completamente neutral acojo, bosques orientales, los excelsos robles, la palabra única DÍA, que Nunca es pronunciada en un lenguaje conocido.

el amanecer. Tengo el sol aparece en el proveniente de los nunca es la misma.

Sermón a las aves: «¡Queridas amigas, aves de noble alcurnia! Solo tengo para vosotras este mensaje: ¡Sed lo que sois! ¡Sed aves! ¡De esta manera, vosotras seréis vuestro propio sermón para vosotras mismas!». Respuesta: «¡Incluso este es un sermón excesivamente prolijo!». Rituales. Lavar la cafetera en el balde lleno de agua de lluvia. Acercarme con precaución al cobertizo donde la serpiente real suele enroscarse en alguna de las vigas allí abandonadas. Dirigirme a esa posible serpiente real en el cobertizo e informarle de que no debería estar allí. Hacerle formalmente la pregunta ritual que en este tiempo le hago cada mañana: «¿Estás ahí, bastarda?». Más rituales. Rociar la cama (contra cucarachas y mosquitos). Cerrar todas las ventanas que dan al sur (calor). Dejar abiertas las ventanas que dan al norte y al este (frío). Dejar abiertas las ventanas que dan al oeste, tal vez hasta mediados de junio, cuando el calor se hace sentir por todas las caras del edificio. Bajar las persianas. Hacerme con una botella de agua. Rosario. Reloj. Devolver libro a la biblioteca. Es hora de visitar a la raza humana. Empiezo el recorrido bajo los pinos. El valle ya está caliente. Hay algunas máquinas en los campos, tal vez plantando maíz. Fragancia de los bosques. Viento frío del oeste 241

bajo los robles. Aquí, en este punto concreto del camino, maté una víbora. En aquel otro lugar vi cómo un zorro corría elegante y cautelosamente en busca de refugio con un conejo en la boca. Y allí está la cruz de cemento que, sin motivo aparente, los novicios rescataron de la esquina de un muro que fue destruido y la plantaron en el bosque: la gente se imagina que allí hay alguien enterrado. Es, simplemente, una cruz. ¿Por qué no debería alzarse, en medio del bosque, una cruz de cemento por el valor que tiene en sí misma? Una ardilla corretea por encima de mi cabeza entre el cielo y la tierra. De árbol a árbol. La coquetería de la fuga. Salgo a campo abierto, frente a la tórrida hondonada y el antiguo establo de las ovejas. Más allá se ve el monasterio, escuchando clandestinamente tras las ventanas, bullendo de actividad. La amplia fachada amarilla del monasterio mira al sol sobre una escarpada pendiente con árboles frutales y colmenas. Este es, sin duda, uno de los edificios menos interesantes del mundo. No obstante, a pesar de los más sistemáticos esfuerzos por privarlo de todo carácter y conservarlo falto de atractivo, la mayor parte de los monasterios lo superan en este punto. Resulta tan corriente que, a pesar y en contra de sí mismo, tiende a ser al menos sencillo. Un lamentable fracaso de la arquitectura religiosa: ¡Acercarse tanto al completo anonimato y, sin embargo, no conseguirlo del todo! Trepo sudando hasta el noviciado y deposito en el suelo de cemento mi botella de agua. Suena la campana. Yo tengo deberes, obligaciones, puesto que aquí soy un monje. Cuando haya cumplido mis tareas, volveré a los bosques, donde no soy nadie. En el coro están los monjes jóvenes, pacientes, serenos, de mirada muy limpia; a continuación, pensativos, educados, confundidos. Hoy tal vez les hable del poema de Eliot titulado Little Gidding, analizando su primer movimiento (Midwinter spring is its own season). Me escucharán atentamente, pensando que otra persona les está hablando a ellos de un poema cualquiera. Canto del Alleluia en el segundo modo: fuerza y solidez del latín, seriedad del segundo modo, basado en la nota re, como si de un sacramento o una presencia se tratase. Se vuelve siempre al re como a un centro ineludible: sol-re, fa-re, sol-re, do-re... Se van intercalando muchas otras notas, pero de pronto se oye tan solo la nota en cuestión. Consonantia: todas las notas en su individualidad se funden, sin embargo, en una sola. (Por una curiosa inadvertencia, en este monasterio se ha continuado cantando el gregoriano, aunque no por mucho tiempo). En el refectorio se lee un mensaje en el que el papa denuncia la guerra, el bombardeo de poblaciones civiles, las represalias contra dichas personas, el asesinato de rehenes, la tortura de los prisioneros (todo en Vietnam). ¿Saben las gentes de este pueblo acerca de quién está hablando el papa? En este momento están tan absolutamente convencidas de que el papa únicamente denuncia a los comunistas, que hace tiempo que han dejado de escuchar. Los monjes parecen estar enterados. La voz del lector vacila. 242

Bajo el ardiente sol del mediodía emprendo el camino de vuelta con la botella de agua, recién llenada, a través del campo de maíz; paso al lado del establo bajo los robles, asciendo la colina, me meto bajo los pinos, hasta alcanzar la tórrida cabaña. De la crecida hierba alzan el vuelo algunas alondras cantando. Bajo el ancho y sombreado alero zumba un abejorro. Me siento en la fresca habitación trasera, donde las palabras dejan de resonar, donde todos los significados se fusionan en la consonantia de calor, pino oloroso, viento sereno, canto de pájaros, y una nota tónica central que no se escucha ni se pronuncia. Ya no es tiempo de obligaciones. En el silencio de la tarde todo está presente y todo resulta inescrutable en una única nota central hacia la que asciende y de la que desciende cada uno de los restantes sonidos, a la que aspira cada uno de los sentidos aislados en busca de su verdadera plenitud. Preguntar cuándo va a sonar esa nota es perder la tarde: la nota ya ha sonado, y ahora todas las cosas vibran con el eco de su sonido. Barro la ermita. Tiendo una manta al sol. Corto hierba detrás de la cabaña. Escribo en las horas más tórridas de la tarde. Enseguida recogeré de nuevo la manta y haré la cama. El sol aparece cubierto de nubes. El día declina. Tal vez llueva. En el monasterio suena una campana. En el valle gruñe un devoto tractor cisterciense. Dentro de unos momentos cortaré el pan, cenaré, recitaré salmos, me sentaré en el cuarto trasero al ponerse el sol, cuando los pájaros cantan fuera de la ventana, cuando la noche desciende sobre el valle. Una vez más, me siento rodeado por todos los silenciosos Tzus y Fus (hombres sin oficio y sin obligación). Los pájaros se van acercando cada vez más a sus nidos. Me siento sobre la fresca esterilla de paja tendida en el suelo, pensando en la cama en la que luego dormiré solo bajo el icono de la Natividad. Mientras tanto, el querubín mental apocalíptico atraviesa las nubes por encima de mi cabaña, guardando como un tesoro su huevo y su mensaje.

8 de junio de 1965. Martes de Pentecostés El gran gozo de la vida solitaria no radica simplemente en la tranquilidad, en la belleza y la paz de la naturaleza, en el canto de los pájaros, etc., ni tampoco en la paz del propio corazón, sino en el hecho de que el corazón del solitario se despierta y armoniza con la voz de Dios: con la inexplicable, tranquila y definitiva certeza interior de la llamada que uno siente a obedecerle a Él, escucharle a Él, servirle a Él aquí, ahora, hoy, en silencio y soledad, y de que esta es la única razón de la propia existencia, de que dicha existencia sea fructífera, de que cada una de las acciones (buenas) del solitario den fruto y, finalmente, de que su corazón, que había estado muerto por el pecado, se vea redimido y purificado. No se trata simplemente de «vivir» solo, sino de llevar a cabo, con alegría e inteligencia, «el trabajo de la celda», realizado en silencio y no de acuerdo con la propia 243

elección o la urgencia de la necesidad, sino por obediencia a Dios. Pero la voz de Dios no se «escucha» a cada momento, por lo que una parte de ese «trabajo de la celda» consiste en estar atento para que no se pierda ningún sonido de esa Voz. Cuando vemos lo poco que escuchamos, y lo tercos y groseros que son nuestros corazones, caemos en la cuenta de lo importante que es ese trabajo y de lo mal preparados que estamos para llevarlo a cabo.

12 de junio de 1965. Sábado de Témporas Niebla temprana. Los árboles del bosque de Santa Ana apenas son visibles desde el otro lado del valle. Un papamoscas aparece, en vuelo momentáneo, sobre uno de los postes de la valla, describe un repentino e indescriptible garabato en el vacío de la niebla y desaparece. A ambos lados de la casa, parloteo de tangaras. Las dos lagartijas que viven en el porche huyen a toda prisa cuando me acerco desde fuera, aunque lo haga sin meter ruido. En cambio, cuando lo hago desde dentro de la casa, aunque mis movimientos sean bruscos, no se molestan y siguen donde están. Ser consciente de los dos extremos en mi vida solitaria. Consuelo y desolación; comprensión y oscuridad; obediencia y protesta; libertad y encarcelamiento.

26 de junio de 1965 Ayer, fiesta del Sagrado Corazón, hizo mucho frío, y el cielo estuvo despejado. A primera hora de la mañana, el tiempo parecía ayer (lo mismo que hoy) más de septiembre que de junio. El padre Lawrence, vicemaestro de novicios cuando, hace veintitrés años, comencé yo mi noviciado, ha vuelto del monasterio de Georgia para pasar algún tiempo entre nosotros. No fui capaz de reconocerlo: está mucho más gordo (entonces estaba muy delgado). La fiesta del Sagrado Corazón fue para mí un día de gracia y reflexión. Hace veinte años, la idea representada por esta imagen me resultaba molesta. Ahora veo el significado real de la misma (que no tiene nada que ver con las apariencias). Es el centro, el «corazón» de todo el misterio cristiano. Otra cosa más. Aunque me interese por las religiones orientales, etc., no debe perderse de vista la diferencia esencial: la comunión personal con Cristo en el centro y corazón de toda la realidad como fuente de gracia y de vida. Lo de que «Dios es amor» tal vez pueda aclararse diciendo que «Dios es vacío», si en el vacío encuentra uno absoluta indeterminación y, por consiguiente, absoluta libertad. (Con libertad, el vacío se convierte en plenitud, y 0 = ∞). Todo eso es «interesante», pero no nos dice nada acerca del misterio de la personalidad en Dios, de Su amor personal por mí. Además, yo también estoy vacío y tengo libertad, o soy una forma de libertad sin sentido, a no ser que esté orientado hacia Él.

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El otro día (tal vez en la fiesta de San Juan Bautista), después de celebrar la misa, me acordé de pronto de Ann Winser, la hermana pequeña de Andrew. Tenía doce o trece años cuando yo solía visitarlo en la isla de Wight, en aquella tranquila rectoría de Brooke. Ann era lo más tranquilo que pueda imaginarse, una niña oscura y reservada. Uno no se enamora de una niña de trece años, y yo no recuerdo siquiera haber pensado en ella. Sin embargo, el otro día comprendí que no la había olvidado nunca, con un sentimiento parecido al que experimentaba Burnt Norton por la zona del jardín que nunca visitaba, y que, de haber tomado otro rumbo mi vida, muy bien podría haber terminado casándome con Ann. A decir verdad, pienso que ella es un símbolo de la auténtica mujer (tranquila) con la que realmente yo no llegué nunca a entenderme en el mundo, razón por la cual ha quedado en mí una cierta carencia imposible de remediar. Los años en que anduve con prostitutas, o mientras traté a mis amigas como a prostitutas (no, esto es demasiado fuerte y, además, estúpido, aparte de que yo era demasiado tímido para acostarme con muchas de ellas), no hice el menor esfuerzo por darle un sentido a mi vida. Al contrario. Cuando entré en el monasterio, Jinny Burton era el símbolo de la muchacha de la que yo debí enamorarme; pero no fue así, y Jinny sigue representado la imagen de la mujer a quien amé de hecho con un amor de compañero, no con pasión.

5 de julio de 1965 ¿Encuentra mi soledad su configuración estándar al acercarme a la muerte? No, lo siento, pero no. Esa posibilidad, la más íntima, única y personal, no puede compartirse ni describirse. A mí no se me ocurre esperarla con ilusión como una experiencia que pueda analizar y compartir. No es algo destinado a ser comprendido y poseído. («Comprenderla» y «contemplarla» de antemano es, hasta cierto punto, un engaño). Pero la vida solitaria debería participar de la seriedad y la incomunicabilidad de la muerte. ¿O no debería? ¿Es ese un ideal excesivamente rígido y absoluto? Ambas caminan juntas. La soledad no es muerte, sino vida. No se fija como meta ser una muerte viviente, sino conseguir una cierta plenitud de vida. Pero una plenitud que presupone un enfrentamiento sincero y auténtico con la muerte y una aceptación de la misma sin preocupación, es decir, con fe y confianza en Dios. Esta soledad no necesita una justificación social: no puede depender de un logro o un resultado concreto que sea aprobado –o al menos comprendido– por otros. Por desgracia, incluso en la soledad, y a pesar de mis esfuerzos (y a veces de mis afirmaciones) en contra, yo todavía dependo excesivamente, en el nivel emocional, del hecho de ser aceptado o aprobado. Es verdad que ahora el testimonio de soledad tal vez sea significativo en mi vida. Pero hay en esto un gran peligro. Es uno de los puntos en que yo percibo mi actitud defensiva, mi debilidad, mi capacidad de aparentar lo que no soy, y de serlo en realidad. Enfrentarme a mi mentira en la soledad, como preparación para la terrible experiencia de enfrentarme a ella irrevocablemente en la muerte, sin poner ya mi esperanza en nada terreno, sino solo en Dios (¡totalmente escondido!). Hacer esto sin pretender que otros 245

me aseguren que, después de todo, yo no soy tan inauténtico. ¿Cómo iban a saberlo ellos, ni para bien ni para mal? Sin duda, en este diario hay material suficiente para destruirme definitivamente después de mi muerte. Pero esa es la cuestión: no vivir como alguien que puede ser «destruido» de esa manera. Lo cual no significa que haya de ingeniármelas para descubrir formas infalibles de ser «auténtico» a los ojos de los demás y de la posteridad (¡si es que la hay!), sino que he de aceptar mi inautenticidad en la intransferible angustia que es característica de la muerte y dejar toda «justificación» en manos de Dios. Todo lo demás es cólera, llama, tormento y juicio. El máximo «consuelo» (legítimo, por o demás, y no una simple evasión) se ha de buscar precisamente en los salmos, que se enfrentan a la muerte tal como es, bajo la mirada de Dios, y nos enseñan la manera de hacerle también frente. Al mismo tiempo, los salmos nos ponen en contacto, o más bien en comunión, con todos aquellos que han visto y han aceptado la muerte de esta misma manera. De modo especialísimo, con el Señor, que, estando en la cruz, echó mano del Salmo 21 para su plegaria.

19 de julio de 1965 Cuando, después de la reunión capitular, fui a hablar con el padre abad, este terminó diciéndome que el 20 de agosto, festividad de san Bernardo, cambiaría la dirección del noviciado y que yo quedaría libre para vivir permanentemente en la ermita, sin otra responsabilidad que la de dar una conferencia semanal en el noviciado (los domingos). El padre Baldwin será el nuevo maestro de novicios. Poco después, el padre Timothy partirá para Roma. Fue una sorpresa muy agradable. La noticia me llenó de gozo, me conmovió e hizo que me sintiese profundamente agradecido. Cosas como esta hacen que me avergüence de mis miedos y preocupaciones, a la vez que me dejan en ridículo. Esto, después de todo, es realmente notable y demuestra que el padre abad no es un simple político. Constituye una decisión sumamente rara en nuestra orden, una decisión que probablemente habría sido imposible hace tan solo dos años. Por lo tanto, el padre abad no se ha dejado guiar simplemente por lo que le gusta o le disgusta, por sus preferencias y sus temores. Realmente ha tenido en cuenta, más que otros muchos, ciertas indicaciones objetivas de lo que Dios quiere para Su Iglesia. Esto se dice fácilmente cuando te conceden algo que te gusta. Pero lo mismo sucedió con la nueva liturgia, etc. Aquí ha tenido que vencer fuertes repugnancias que seguramente ha podido tener con respecto al papel de la soledad en la vida cisterciense (por la que él se siente personalmente atraído). La concelebración posterior a este encuentro fue una experiencia conmovedora, humilde y consoladora. Pienso que no volveré a albergar sentimientos tan necios sobre esta cuestión. Gracias a Dios, que me ha iluminado para que vea mi puerilidad. Paso la tarde en la tranquila hondonada que queda detrás de la ermita leyendo algunos dichos (apophthégmata) de los Padres del desierto. He pensado seriamente el 246

tema del cambio que se avecina. Es decisivo para mí. ¡Una de las mayores gracias que me ha concedido Dios en toda mi vida! La respuesta a tantísimas oraciones, aunque uno ve aquí que realmente todo ha estado conduciendo directamente a esto, incluso cuando había pocas esperanzas de conseguirlo. ¡Qué feliz me siento por haber perseverado en la senda seguida durante todo este tiempo, sin conseguir apartarme de ella...! (Aunque, por la gracia de Dios, mis esfuerzos por abandonar dicha senda fueron justamente lo que más contribuyó a mantenerme en ella con fidelidad, y si yo no hubiese intentado ir a otro lugar, ¡ciertamente no estaría ahora en esta ermita! ¡No ofrezco mi caso como una fórmula eficaz válida para cualquiera!). Por la noche he empezado la recitación seguida del Salterio. Una necesidad: no decir un determinado número de salmos en un determinado momento, sino simplemente empezar hoy el Salterio y continuarlo hasta mi muerte (o hasta que no lo pueda tomar en mis manos). Necesidad de la continuidad que ofrece el Salterio: continuidad con mi propio pasado y con el pasado de la tradición eremítica. ¡El Salterio latino está hecho para mí! Es una comunión profunda con el Señor y con los santos de mi Iglesia latina. Estar en comunión con los santos de mi tradición implica, de por sí, estar más auténticamente en comunión con los santos de las tradiciones siríaca, griega, etc., que llegan hasta mí a través de mis propios Padres.

28 de julio de 1965 ¡Cómo temen los hombres la libertad...! ¡Cómo he aprendido yo mismo a temerla...! Sé que, de hecho, sin fe, esta vida solitaria sería otra cuestión. Pero la fe la convierte en un don escatológico. Realmente, antes yo no había visto nunca lo que significa vivir en la nueva creación y en el Reino. Imposible explicarlo. Si lo intentase, traicionaría la gracia inherente a esa situación, puesto que pondría límites a algo que de por sí es ilimitado, indeterminado e indefinido. ¡La nueva creación es lo que tú haces de ella cada día, en respuesta al Espíritu Santo! La libertad es la misma en todas partes. No está limitada a determinados lugares. Sin embargo, la soledad, estos pinos, esta niebla, son los «lugares» escogidos de libertad en mi propia vida.

10 de agosto de 1965. San Lorenzo La vida solitaria, ahora que realmente me enfrento a ella, es aterradora, admirable, y veo que por mí mismo no poseo la fuerza que requiere. Profundo sentido de mi propia pobreza y, sobre todo, conciencia de los pecados a que yo mismo he dado acogida en mí juntamente con este buen deseo. Todo ello es bueno. Me alegro de que la gracia me haya aturdido, y de despertar a tiempo para ver la enorme seriedad de la vida eremítica. Hasta 247

ahora he estado simplemente jugando en este terreno, y la vida solitaria no admite tales juegos. Contrariamente a cuanto se ha dicho de ella, no veo cómo la vida realmente solitaria pueda tolerar la ilusión y la autodecepción. En mi opinión, la vida solitaria arranca de un tirón todas las máscaras y todos los disfraces. No tolera mentiras. Todo lo que no sea afirmación llana y directa es calificado y juzgado por el silencio de la selva. «¡Que vuestra palabra sea: sí, sí!». (Me espanta la terrible claridad del argumento de san Anselmo en De casu diaboli. Una visión de la libertad esencialmente monástica, puesto que aparece enmarcada en la perspectiva de una vocación y una gracia enteramente personales). La necesidad de orar: la necesidad de un sólido alimento teológico, de la Biblia, de la tradición monástica. Ni experimentación ni diletantismo filosófico. La necesidad de que uno mismo resulte enteramente definido por su orientación a Dios y por una relación con Él como Padre; es decir, la necesidad de una vida de filiación, en la cual todo lo que aparta de esa relación es visto como inútil y absurdo. ¡Qué real es esto! Debo estar constantemente a la altura de esta realidad, que nunca puede darse simplemente por sentada. No puede perderse debido a la distracción. La distracción es aquí fatal: le lleva a uno inexorablemente al abismo. Pero no se requiere la concentración, sino simplemente estar presente. Y también realizar seriamente todo aquello que se ha de hacer: ¡El cuidado del jardín del paraíso! Por medio de la lectura, la meditación, el estudio, la salmodia, el trabajo manual, incluyendo también algún ayuno, etc. Por encima de todo, la acción de esperar, no la autocompasión estúpida y relajada del aburrimiento, de la acedia.

13 de agosto de 1965 ¡La alegría de ser hombre! Este hecho, que soy un hombre, constituye una verdad y un misterio teológicos. Dios se hizo hombre en Cristo. Al convertirse en lo que yo soy, Él me unió a Sí mismo e hizo de mí su epifanía, de manera que ahora se supone que yo lo revelo a Él. Mi existencia misma como hombre depende de que, en virtud de mi libertad, yo obedezca Su luz, permitiéndole así revelarse a Sí mismo en mí. Y el primero en ver esta revelación es mi propio yo. Yo soy Su misión para mí mismo y, a través de mí, para todos los hombres. ¿Cómo podré yo verlo o recibirlo a Él, si desprecio o temo lo que soy, un hombre? ¿Cómo puedo yo amar lo que soy –hombre–, si odio al hombre en los demás? El simple hecho de mi humanidad debería ser fuente inagotable de gozo y placer. Al alegrarme por aquello que mi Creador ha hecho de mí, estoy abriendo mi corazón a la salvación que me ofrece mi Redentor. Es una manera de saborear las primicias de la redención y la restauración. El gozo de ser hombre es tan puro que quienes tienen una comprensión cristiana débil pueden incluso llegar a confundirlo con el gozo de ser algo distinto del hombre: por ejemplo, un ángel o algo parecido. Pero Dios no se hizo ángel. Se hizo hombre. 248

17 de agosto de 1965 Ayer terminé finalmente las tareas de limpieza, seleccionando unas cosas, eliminando otras, enviando algunas a la biblioteca, etc., etc. Me pregunto cuántas papeleras he llenado a lo largo de la última semana. Con este absurdo ritual del papel de desecho ha desaparecido el dolor de estómago, la diarrea por la noche, la angustia, etc. La revelación de la inutilidad y de la interminable autocontradicción. ¡Qué pobre cosa soy! Si, por añadidura, trato de concebirme a mí mismo como «siendo un eremita», el absurdo llega al colmo. Y, sin embargo, personalmente estoy convencido de encontrarme en el camino adecuado. Dar marcha atrás es infidelidad y pecado (simplemente, no es posible dar marcha atrás), y eso en esta situación es un gozo oculto. O, mejor dicho, no siempre es oculto, porque yo lo experimento poderosamente, no solo en el silencio de la primera hora de la mañana, sino también en la tarde cálida, bochornosa, que durante estos días es tropical. «El conocimiento del Espíritu como Consolador solo embellece los puntos de suprema aflicción», afirma Norossky. Mi suprema aflicción es ver mi incredulidad, mi desconfianza en el Señor, mi negativa a «echar a andar por mí mismo» con esperanza. Aunque ver esto resulta, a la postre, una alegría. Puedo empezar a esperar que Él me curará y me transformará. Recibí una carta muy delicada de Naomi en repuesta a otra carta mía en la que yo reconocía mi propia confusión y autocontradicción. Llena de comprensión madura y realista y de consuelo femenino: el calor que no puede proceder de un varón y que resulta tan esencial. Desde el punto de vista psicológico, mi duda se basa en una escisión gigantesca y estúpida presente en mi vida: el rechazo de la mujer, que es una carencia en mi castidad (¡y en la castidad de tantos religiosos!). Pero estoy aprendiendo a aceptar este amor (de Naomi, por ejemplo), aunque ello implique admitir una cierta pérdida. (La castidad es, de hecho, mi pobreza más radical. Mi «no pobreza» –afán de acumular «cosas»– es un recurso desesperado e inútil para ocultar esta pérdida irreparable, que yo nunca he aceptado plenamente. Puedo aprender a aceptarla en el Espíritu y a través del amor, y dejará de ser algo «irreparable». La Cruz la repara y la transforma). La castidad trágica, que de pronto toma conciencia de ser simplemente una pérdida y teme que la muerte haya vencido, es en sí misma estéril, inútil, odiosa. Yo no afirmo que este sea mi destino, pero en mi voto de castidad puedo ver esto como una posibilidad siempre presente. Hacer un voto es exponerse uno mismo a esta posibilidad. Es el riesgo que uno ha de correr en la búsqueda de la otra posibilidad: ¡La revelación del Paráclito al corazón puro!

25 de agosto de 1965. Fiesta de San Luis

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Los cinco días que he vivido en auténtica soledad han sido una revelación. Todas las cuestiones que yo hubiera podido plantearme acerca de la misma han encontrado respuesta. Una y otra vez, veo que esta vida es lo que yo siempre había esperado que fuese y lo que siempre busqué. Una vida de paz, de silencio, de propósito, de sentido. No siempre es fácil y exige un sano y saludable esfuerzo. Pero todo en ella resulta gratificante. Mis problemas estomacales han desaparecido (aunque pueden reaparecer cuando bajo al monasterio a decir la misa y a comer, como ayer, por ejemplo). Cada cosa va encontrando con delicadeza su sitio. Uno puede vivir a buen ritmo, tranquila y productivamente: trabajo manual por la mañana, escritura por la tarde. Hay tiempo para la lectura y para la meditación, y observo que el programa de lecturas se simplifica y deseo dedicar más tiempo a una cosa. La dispersión y agitación de «otro tiempo» empiezan a calmarse espontáneamente. El noviciado se está convirtiendo ya en algo increíble (estos últimos meses no han sido muy razonables allí, y se agradece el cambio). (Personalmente, recuerdo el noviciado de hace dos, cinco u ocho años como más «real». El primer año me supuso un esfuerzo excesivo, como si estuviera desempeñando un papel que realmente no deseaba para mí). La semana pasada (el día 20, mi primer día de estancia permanente aquí) expulsé del bosque a algunos cazadores de ardillas. Pensé que probablemente no habría sobrevivido ninguna ardilla. Esta mañana se presentó en el porche una de color rojo, realmente hermosa, con la cola muy poblada, y estuvo moviéndose ágilmente por él antes de desaparecer. ¡Fue un placer contemplarla! ¿Cómo pueden algunos matar a seres vivos tan bellos? La bendición de prima bajo los altos pinos, al fresco de las primeras horas de la mañana, detrás de la ermita. La bendición de serrar madera, cortar hierba, limpiar la casa, lavar los platos. La bendición de una meditación tranquila, vigilante, concentrada, plenamente «presente». La bendición de la presencia y de la guía de Dios. Soy plenamente consciente del significado de la fe y la fidelidad. Este lugar está señalado con la señal bendita de mi alianza con Él, que me ha redimido. ¡Ojalá nunca sea yo infiel a esta bondad y misericordia!

28 de agosto de 1965. San Agustín Pasan los días, y empiezo a experimentar el significado de la soledad real. En este momento, es sin duda lo suficientemente real. Bajo al monasterio a las 10:45 para celebrar la misa, hago los recados necesarios, como y me vuelvo a la ermita. La mayor parte de los días no hablo con nadie, veo a muy pocos miembros de la comunidad y, naturalmente, a nadie más. Estoy empezando, pues, a sentir la levedad, la extrañeza, el desamparo de estar realmente solo. La cosa era muy diferente cuando todavía no se habían cortado todos los lazos y cuando la ermita era solo una parte de mi vida. Ahora 250

que todo está aquí, el trabajo de la soledad realmente empieza, y yo lo percibo. Esto me alegra (por lo que le doy gracias a Dios) y, al mismo tiempo, me da miedo. No es algo que pueda escogerse a la ligera. De no estar yo plenamente convencido de que Dios lo había escogido para mí, personalmente no me mantendría en este camino. Hay una fuerza y una «obesidad» psíquicas internas, una muy confortable complacencia de ser, que se derivan de la presencia y el apoyo de otras personas. Sin este apoyo, uno termina interiormente mermado. Es esta «merma» la que yo siento que está dando sus primeros pasos, de momento apenas perceptibles, y que yo he de soportar. Sin embargo, me siento estrechamente unido a mis hermanos en esto por encima de todo. Es como si yo, por algún misterioso motivo, hubiese cargado con su soledad. Creo tener la certeza de que muchos comprenden esto y se sienten personalmente implicados en esta iniciativa. El padre Prior me dijo ayer en confesión que eran muchos los que estaban rezando por mí. Bueno, yo debo seguir adelante, con prudencia y tranquilidad, ¡sin tonterías! El de anteayer fue un día duro: limpiando unas malezas, fui a caer en un avispero y recibí numerosas picaduras. Muy doloroso, muy «desolador». Corrí hacia la casa rodeado de avispas. Afortunadamente, pude cubrirme la cabeza con la camisa azul de trabajo de tela vaquera, o habría sido mucho peor. ¡El olor punzante de avispas en plan de ataque! Una o dos continuaron rondando cerca de la casa el resto del día. ¡Fue muy aleccionador! Pensé que el incidente se había debido a la engañosa impetuosidad con que trabajo. ¡Esto debe cambiar! Tengo que aprender a ser realmente manso y no violento, aunque sé muy bien que las raíces del mal son profundas. Ayer, cuando bajé a celebrar la misa, toda la comunidad, o buena parte de la misma, estaba fuera haciendo la recogida anual de las patatas bajo un cielo azul de verano tardío. Me acordé de la belleza comunitaria del trabajo en esta estación: ¡El sentido de fraternidad y alegría cuando, hace doce años, yo mismo solía ir con los estudiantes a cortar tabaco! O el corte del maíz en el noviciado, o el trabajo de desvainar ese mismo maíz a lo largo de todo el mes de octubre (o incluso en noviembre) cuando yo era estudiante. Ahora para todas esas labores se utilizan las máquinas, y realmente hay muy poco trabajo común fuera del monasterio. En cualquier caso, sentí nostalgia viéndolos allí fuera.

6 de septiembre de 1965 Niebla de color magenta fuera de las ventanas. Un gallo canta en la granja de Boone. A última hora de la tarde de ayer, cuando estaba saliendo la luna, vi el color rojo suave y cálido de una cierva en el campo. Todavía había suficiente luz, por lo que eché mano de los prismáticos y estuve observándola. De pronto, apareció un ciervo; después vi una segunda cierva e, inmediatamente después, otro ciervo. No mostraban la menor inquietud. De vez en cuando, me miraban. Yo observaba su hermosa manera de correr y 251

de pastar. Todo, cada movimiento, era admirable, pero hay una especie de inseguridad en ellos que los hace aún más admirables. Lo que más me impresionó fue que, al observarlos directamente en movimiento, uno ve precisamente lo que vieron los pintores de las cavernas, algo que yo no he percibido nunca en la obra de un fotógrafo. Es algo que inspira temor y respeto: el mantu o «espíritu» que muestra el venado al correr, la esencia que resume lo mejor de este animal y lo rescata y es maravilloso. ¡Una intuición contemplativa! Y, sin embargo, una visión absolutamente ordinaria, cotidiana. ¡El venado me revela algo que es esencial en mí mismo! Algo que está más allá de las banalidades de mi ser de cada día y de mi individualidad. El ciervo es mucho más oscuro, de un color gris pardusco, o más bien gris castaño cálido, parecido a una ardilla voladora. Yo podía sentir la suavidad de su pelo y suspiraba por tocarlos.

11 de septiembre de 1965 Hasta cierto punto, pero en un sentido muy auténtico y solitario, mi venida a la ermita ha sido una «vuelta al mundo»; no una vuelta a las ciudades, sino al contacto directo y humilde con el mundo de Dios, con su creación, el mundo de la gente pobre que trabaja. Físicamente, Andy Boone es mi vecino con más razón que el monasterio. Lo que yo oigo es su aserradero, no las máquinas del monasterio. El canto de su gallo llega hasta mí por las mañanas, sus vacas mugen al atardecer, y en este mismo momento acabo de escuchar el grito gutural con que él mismo se dirige a algún animal (de nuevo, otro más, al tiempo que en el monasterio suena el primer toque de campanas para prima y un papamoscas lanza sus alegres y estridentes gorjeos desde un álamo). Yo no dispongo del «espacio» oficial –santificado, jurídicamente definido, con sus elaborados usos y costumbres– del monasterio como medio ambiente. Estar apartado de todo eso es una gran bendición. Es un espacio donde abundan los engaños y la tiranía de la falsedad premeditada. Mi espacio es el mundo creado y redimido por Dios. Dios está en este mundo auténtico, no «solo» en el monasterio, donde, por otra parte, parece confinado como un prisionero. Ver esto es de la máxima importancia, y pienso que esto es precisamente lo que a menudo ven quienes dejan la vida monástica. Para la vida religiosa resulta de crucial importancia abandonar el mito del monasterio como espacio puramente sagrado: es un desastre para su «sacralidad» real. Curiosamente, el traslado está llegando a la opinión pública en forma de rumores. Aunque la situación es en parte comprendida y en parte no, se interpreta con cierto sobresalto como mi «salida del monasterio». Esto es verdad. La crítica general es, pues, que yo no sigo prestando mi adhesión –a despecho de la razón, la gracia y todo lo demás– a algo que Dios no quiere ya para mí: ¡Debería prestarle mi adhesión precisamente porque la sociedad espera de mí que lo haga! Mi vida es un escándalo saludable, y esa –creo yo– es otra prueba de la realidad de mi vocación. Mi tarea aquí es desembarazarme de los últimos vestigios de una división farisaica entre lo sagrado y lo secular, para ver que el mundo en su conjunto

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–no precisamente el monasterio, ni solo los conventos, las iglesias y las escuelas católicas decentes– está reconciliado con Dios en Cristo. Últimas horas de la tarde: antes de la cena se desató una impresionante tormenta de agua que continúa ahora, cuando cae la noche. Hace un momento volaba ahí arriba contra el viento un halcón en medio de la oscuridad y de la lluvia, con gigantescas nubes negras desplazándose por encima de él, y los pinos doblegados por la fuerza del viento debajo. Una hermosa tormenta: ha llenado mis cubos de agua para lavar, y de vientos frescos la casa. Es bueno y consolador, durante una tormenta, con todos los vientos desatados en los bosques fuera de la casa y la lluvia cayendo sobre el tejado, sentarse en medio de un pequeño círculo de luz y leer y escuchar el tictac del reloj sobre la mesa. El evangelio de mañana es ese que habla de no servir a dos señores y de dejar que Dios provea. Eso es lo que yo debo hacer.

20 de septiembre de 1965 Por la tarde he estado trabajando en Conjeturas. En ocasiones tiende a parecerse a un manojo de «cantares de rayuela» (Cantares Hopscotch): un itinerario entrecruzado de diversos fragmentos tomados de forma atemporal y encajados entre sí. ¿Para formar qué? Un patrón indefinido, consciente solo a medias de asociaciones y que nunca es coherente, sino más bien puramente fortuito, a menudo fuera de lugar (y, en cualquier caso, algo no buscado). Muchas cosas redactadas de nuevo. Por ejemplo, he vuelto a describir una experiencia del 18 de marzo de 1958 (entrada del día 19 de marzo) a la luz de una excelente meditación del sábado por la tarde, desarrollada y modificada. Muchas cosas ampliadas, etc. En una palabra, transformación de un diario en «meditaciones» o «pensées».

6 de octubre de 1965 Cada día veo más claramente la fecundidad de la vida que llevo aquí, con sus luchas, sus largas horas de silencio, de sol, de bosques, de presencia de una gracia y una ayuda invisibles. Necesariamente tiene que ser una vida creativa y humillante, una vida de búsqueda y obediencia, sencilla, directa, que requiere fortaleza (yo no la tengo, pero me es «dada»). Hay momentos de aterradora confusión, seguidos de recuperación. Estoy simplemente empezando a conocer qué es realmente la vida una vez dejados de lado los velos, los amortiguadores y las evasiones de la vida común. Sin embargo, experimento también una gran necesidad de vida común. Hablando seriamente, ayer por la noche, durante la cena, tuve profunda conciencia de la necesidad que siento de que los ángeles y los santos me acompañen en mi soledad.

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Estoy llamado aquí a crecer. La «muerte» representa un punto crítico del crecimiento, la transición a un nuevo modo de existencia, a una madurez y fecundidad que, de hecho, no conozco (las que se dan en Cristo y su Reino). El hijo en el vientre materno no sabe qué sucederá después del nacimiento. Tiene que nacer si quiere vivir. Yo estoy aquí para aprender a enfrentarme a la muerte como mi nacimiento. Esta soledad: un refugio bajo sus alas, un lugar para esconderme yo mismo en su Nombre; por consiguiente, un santuario donde la gracia del bautismo perdura como realidad consciente, viva y activa, válida no solo para mí, sino para toda la Iglesia. Aquí, plantado como una semilla en el mundo, seré una semilla de Cristo y daré frutos en favor de otros hombres. Muerte y resurrección en Cristo. Necesidad de ser «confirmado» en mi vocación por el Espíritu (hablando a través de la Iglesia, es decir, del abad y la comunidad = el consejo del abad por lo menos). Este me ordena que sea la persona que soy y que ocupe el puesto particular y la función que tengo; que sea yo mismo, en el sentido de escoger tender hacia lo que Dios desea que yo sea; que oriente mi vida entera a ser la persona que Él ama. Demasiado a menudo, he sido simplemente la persona o el individuo que es indiferente a Su amor y que, por lo tanto, en la práctica ignora dicho amor como la gran opción y posibilidad para cada ser humano. (Todos nosotros somos «amados en general», pero hemos de aceptar personalmente un amor especial de Dios por nosotros mismos). Ahora es la ocasión de ver la gran fortaleza que se deriva del silencio, aunque no sin lucha. Obediencia a Dios significa, en primer lugar, espera, tener que esperar, «esperar al Señor». Así pues, lo primero es aceptar el hecho de que hay que esperar. De otro modo, la obediencia se ve socavada por una condición implícita que, en último término, la destruye. Una cosa es cierta: si en la soledad y la «vida eremítica» veo una simple culminación del ideal monástico, únicamente encontraré las desilusiones que son tan frustrantes en cualquier otra situación. Lo último que deseo en el mundo es «ser un ermitaño». La imagen del hombre barbudo, medio ciego a causa de las lágrimas y que vive en una cueva, no me satisface. (¡La gracia del arrepentimiento que, según se supone, refleja esta figura es, una vez más, algo distinto!). Yo vengo a la soledad para escuchar la palabra de Dios, para aguardar una realización más plena de la esperanza cristiana, para comprenderme a mí mismo en relación con una comunidad que duda y se cuestiona a sí misma, y de la cual yo formo parte en un sentido muy profundo. No vengo a la soledad para «escalar las alturas de la contemplación», sino para descubrir dolorosamente, para mí mismo y para mis hermanos, la verdadera dimensión escatológica de nuestra vocación. No hay soluciones fáciles. Es un camino duro y un camino de fe, en el cual debo luchar por establecer la adecuada relación de obediencia a las palabras de Dios constantemente presentes en mi corazón, y descansar en Dios, que actúa en el fundamento de mi ser para hacerme crecer en Él. 254

5 de noviembre de 1965 Es una idea anticuada la de que la vida solitaria, y toda la vida cristiana en realidad, es una lucha contra poderes invisibles. Estos conceptos han sido dejados de lado incluso por los monjes. Sin embargo, ¿se equivoca la Biblia en este punto? Personalmente, creo experimentar cada vez más esa antigua verdad. No sabría decir claramente de qué poderes se trata, pero uno experimenta su fuerza de persuasión, la utilización que hacen de nuestra debilidad para incitarnos a tomar decisiones que, si las ejecutásemos lógicamente, nos hundirían totalmente. En este sentido, se necesita mucho más que «prudencia», e infinitamente más que simple «responsabilidad, autonomía y autenticidad personal», etc. Un existencialismo superficial puede resultar catastrófico. Algo que yo descubro en mis propios escritos, una vez publicados. Justamente mi tono arrogante, y después algunas afirmaciones exageradas que podrían herir a algunos, quizá faltas de perspectiva. ¿Cómo me puedo quejar si luego se me critica? Sin embargo, la crítica que a menudo se dirige contra mí es que no soy lo bastante radical. Evidentemente, yo mismo soy una persona compleja, en parte alienada, y esto puede desconcertar a cualquiera. Mientras tanto, debo seguir elaborando seriamente mis propios problemas, sin buscar la satisfacción pasajera de prescindir de la ley.

7 de noviembre de 1965 Salgo al porche antes del amanecer para pensar en estas cosas... y en unas palabras de Ezequiel (22,30): «También de entre ellos busqué yo quien levantase un muro y se pusiese en la brecha frente a mí en favor de la tierra, para que yo ya no la devastase, y no lo hallé». Mientras yo permanecía allí de pie, empezó a escucharse por todos los campos y en el bosque el silbo de las codornices. No lo había oído durante varias semanas, y pensaba que todas estarían muertas, puesto que había habido cazadores por todos aquellos parajes. Pero no, ¡ahí estaban ellas! ¡Signos de vida, de delicadeza, de desamparo, de providencia, de amor! Simplemente, continúan existiendo y amando y haciendo más codornices y silbando en los matorrales.

11 de noviembre de 1965. San Martín Día triste. Esta mañana, una carta urgente (entregada con un día de retraso) de Jim Douglas me ha informado de que un muchacho del Catholic Worker se había quemado vivo frente al edificio de las Naciones Unidas. Esto es inaudito y horrible. Evidentemente, el muchacho en cuestión había sido seminarista. No puedo comprender lo que está pasando en el Movimiento por la Paz o, de manera más general, en este país. ¿Qué está sucediendo? ¿Está todo el mundo chiflado? El hecho se produjo el lunes pasado. 255

Estoy tan impresionado por los acontecimientos, y especialmente por el suicidio ante la sede de las Naciones Unidas, que he enviado un telegrama a Dorothy Day, y este otro a Jim Forest, de la Asociación Católica por la Paz (Catholic Peace Fellowship): Acaban de informarme del suicidio de Roger Laporte. Aunque no considero responsable de esta tragedia a la Asociación Católica por la Paz, acontecimientos recientes producidos en el seno del Movimiento por la Paz me impiden seguir como patrocinador de la Asociación. Por favor, borren mi nombre de la lista de patrocinadores. Sigue una carta.

Esta idea se me ocurrió cuando estaba pidiéndole al padre abad permiso para enviar los telegramas, y naturalmente él se mostró totalmente a favor, aunque luego me pregunté si no habría sido excesivamente duro con Jim y con la Asociación Católica por la Paz. Pero, en una situación tan enloquecida como la actual, no puedo permitir que mi nombre sea utilizado por una organización tan imprevisible en sus decisiones como esa, con muchachos dispuestos a hacer cualquier cosa en cualquier momento. La Asociación Católica por la Paz está metida de lleno en el asunto de la quema de las cartillas militares, y ahora esto. Cinco miembros del Catholic Worker quemaron sus cartillas. Una persona se quemó a sí misma. Totalmente horrible, al menos el suicidio. Ayer dijo Dan Walsh que un periodista de Louisville estaba tratando de ponerse en contacto conmigo. Tal vez tenga algo que ver con este asunto. A veces deseo que fuera posible simplemente un tipo de ermitaño tan desconectado del mundo que no conociera nada de lo que pasa a su alrededor, aunque tampoco esto es lo correcto.

13 de noviembre de 1965 Esta mañana, cuando rezaba prima bajo los pinos que hay frente a la ermita, vi a un venado herido que cojeaba al andar. Tenía una pata destrozada. Me sentí terriblemente triste al contemplarlo y empecé a llorar amargamente. A continuación, sucedió algo completamente extraordinario. Nunca olvidaré que, mientras yo estaba allí de pie llorando y mirando al venado, este se mantuvo quieto mirándome inquisitivamente durante un buen rato, un minuto o algo así. Acto seguido, el venado se alejó dando brincos sin señales de padecer molestia alguna.

20 de noviembre de 1965 Se han recibido cartas de Dan Berrigan, Jim Forest, Dorothy Day. Cartas positivas. Puedo ver que en la prueba por la que todos ellos han pasado (muerte de Roger Laporte) ha abundado el amor más puro. Dan está siendo ahora expedientado por sus superiores. Tom Cornell ha redactado una lúcida declaración sobre la quema de las cartillas militares. Sin embargo, yo he de aclarar mi propia postura, desde el momento en que hay personas que me identifican con quienes quemaron la cartilla. Aunque yo respeto su conciencia, no creo que este sea el tipo más válido y provechoso de declaración en este momento, y 256

tendré que explicar de alguna manera cuál es mi parecer. Esto, por otra parte, muestra que existe una cierta incompatibilidad entre mi vida solitaria y la implicación activa en un movimiento.

27 de noviembre de 1965 Me desperté a medianoche, y el ruido del viento y de la tormenta era enorme. La lluvia, pesada como un tren de mercancías, retumbaba sobre el techo de la ermita. El porche estaba lleno de agua, y los relámpagos se sucedían continuamente. Ahora, al amanecer, el cielo está claro, y todo está frío de nuevo (ayer hizo calor). Ayer leí algunos artículos sobre experiencias psicodélicas. Hay un auténtico frenesí por el misticismo de las drogas en este país. En cierta manera, estoy horrorizado. El misticismo ha llegado finalmente bajo una modalidad típicamente americana. Uno siente que sin duda esta es su hora. El giro definitivo dado en el camino por la religión americana. Un giro que personalmente no daré (¡no tengo ninguna necesidad!). Esto –así lo espero– deja mi propio camino mucho más tranquilo y sin tantos problemas. Ciertamente, el gran asunto, tal como yo lo veo ahora, es conseguir zafarse de todas las formas de trapicheo: el trapicheo del movimiento por la paz, el trapicheo político, el trapicheo eclesial, el trapicheo de la «modificación de la conciencia», el trapicheo del zen, el trapicheo de la reforma monástica. ¡De todos ellos!

29 de noviembre de 1965 Hoy por la mañana he abierto realmente la puerta de las Elegías de Duino, de Rilke, y me he paseado por ellas (anteriormente solo le había echado alguna que otra mirada a hurtadillas y había leído fragmentos dispersos). En primer lugar, he comprobado que el ritmo del alemán realmente funciona, y he captado el sentimiento de la Primera Elegía como un todo. (En menor medida, esto ya lo había conseguido antes con la Octava Elegía). Pienso que yo necesito esta colina, este silencio, este hielo, para comprender realmente este gran poema, para vivir en él, como también he vivido en Cuatro cuartetos. Estos son los dos poemas modernos, ambos extensos, que realmente significan algo importante para mí. Lo mismo que García Lorca (de quien no he leído nada durante años). Otros autores simplemente me gustan, y estoy de acuerdo con ellos: W. H. Auden, Stephen Spender hasta cierto punto, Dylan Thomas de una manera totalmente distinta. Pero las Elegías de Duino y Cuatro cuartetos hablan acerca de mi propia vida, de mi propio yo, de mi destino, de mi cristianismo, de mi vocación, de mi relación con el mundo contemporáneo, del lugar que yo ocupo en él, etc. Tal vez Residencia en la tierra, de Pablo Neruda, y, naturalmente, Vallejo entrarían en este último grupo; pero, una vez más, a Residencia solo he podido echarle algún que otro vistazo.

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7 de diciembre de 1965 ¿Qué es lo básico? La revelación que Dios me hace de sí mismo en Cristo y mi respuesta a la misma por medio de la fe. Para mí, esto significa concretamente mi actual vida en soledad, la aceptación de sus verdaderas perspectivas y exigencias y el trabajo de lenta reorientación en curso. Cada día me hago un poco más consciente de que mi antigua vida se resquebraja y tal vez termine desmoronándose poco a poco. ¿Qué hacer, pues? Mi soledad no es comparable a la de Rilke, destinada a provocar una explosión poética. Tampoco se propone una simple profundización de la conciencia religiosa. ¿Qué es, pues? Lo que hasta ahora, en gran parte, no ha sido más que una concepción teológica o una imagen debe convertirse en objeto de búsqueda y de amor. «¡Unión con Dios!». Tan misteriosa que, en último término, el hombre tal vez estaría dispuesto a hacer cualquier cosa para evitarla, una vez que ha comprendido que ella significa el final, de una vez por todas, de su propia autorrealización egoísta. ¿Estoy yo dispuesto? Naturalmente que no. Sin embargo, el curso de mi vida apunta en esta dirección.

21 de diciembre de 1965. Santo Tomás Mientras celebraba la misa, concretamente en el momento de la comunión, escuché cómo las campanas anunciaban la agonía de alguien, y supuse que sería el hermano Gerard (¡Las campanas sonaron para ti!), que murió aproximadamente una hora más tarde. El padre Roger me hizo una señal, al llegar tarde a su comida. Otro de los hermanos antiguos, el pasado que agoniza. El hermano Gerard procedía de Europa y había sido durante mucho tiempo jardinero, sastre, etc. Se decía que tenía visiones. Un pariente lejano me ha enviado una fotografía realizada durante la visita que él y su esposa hicieron a Douglaston hace treinta años. En ella aparecen ellos dos, Bonnemaman y yo mismo, y al fondo el porche trasero de la casa, el abedul. Ahí está Bonnemaman tal como yo la recuerdo; moriría antes de que transcurrieran dos años. Y ahí estoy yo: ¡El hecho me impresiona! Yo soy el joven jugador de rugby, el mozalbete de Cambridge, vigoroso, ligero, engreído, vivo, evidentemente haciendo alguna broma. Lo que me impresiona es que puedo ver que aquel era un cuerpo diferente del que tengo ahora; un cuerpo enteramente joven y sano, que no conocía la enfermedad, la debilidad, la angustia, la tensión y la fatiga; un cuerpo totalmente seguro de sí mismo y sin preocupaciones, perfectamente relajado, preparado para disfrutar. ¡Qué cambio desde aquel día...! Si al menos yo fuera más sabio, no me importaría; pero no estoy tan seguro de ser más sabio. He roto muchos lazos. He aguantado un montón de cosas, tal vez infructuosamente. No pienso que sea así, pero es muy posible. Lo que me impresiona es que yo desearía ser ese jugador de rugby engreído, vigoroso, etc., ¡y que pudiera comenzarlo todo de nuevo! ¡Algo absolutamente absurdo! ¿Qué diablos haría yo? La otra cosa es que aquellos años, independientemente de cómo los consideres, ¡fueron

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tiempos mejores! De algunas cosas todavía no habíamos oído hablar: Auschwitz, la Bomba, etc. (Aunque, a decir verdad, todo eso estaba dando los primeros pasos). ¡Y qué cuerpo tengo yo ahora...! Una cadera con artritis; un episodio de dermatitis crónica que durante año y medio me ha afectado a las manos (por lo que ahora me veo obligado a llevar guantes); sinusitis crónica desde que llegué a Kentucky; los pulmones, que siempre presentan alguna que otra mancha al examinarlos por rayos X (aunque no últimamente); diarrea también crónica y un ano sangrante; he perdido la mayor parte de mis dientes; estoy casi calvo; una vértebra de mi cuello está averiada, lo que me provoca entumecimiento de las manos y dolor de espalda, por lo cual a veces necesito hacer ejercicios de tracción. Cuando todas estas cosas las pones por escrito, parecen algo: ¡Soy consciente en todo momento de que hay en mí algo que no funciona y que debo tener cuidado! ¡Qué existencia...! Pero me he acostumbrado a ella, cosa que hace treinta años habría sido sencillamente increíble. Sueños. Noche del sábado al domingo (cuarto domingo de Adviento). Tengo un poco de agua o «café» en un tazón. Removiéndola, quizá sea café bebible. La remuevo, pero tiene toda la apariencia de ser agua tibia, fangosa, y dentro de ella hay insectos, que yo puedo recoger y lanzar fuera. Pero veo que realmente debo buscar agua fresca y hacer otro café. Mi tarea estrictamente personal no se identifica, sin más, con la de poeta o escritor (y menos aún con la de comentador o la de falso profeta). Básicamente, consiste en alabar a Dios a partir de un centro interior de silencio, gratitud y «conciencia». Esto puede hacerse en una vida que aparentemente no tiene un cometido especial. Sin centrarme en la realización o no realización de cometidos, mi tarea no es otra que la de respirar esta gratitud, día a día y con sencillez y, por lo demás, echar una mano a lo que se presente, pues el trabajo forma parte de la oración, ya se trate de partir troncos o de escribir poemas o, mejor aún, sencillas anotaciones. Y continuará siendo necesario escribir de vez en cuando algunas cartas ocasionales. Si todo gira en torno a mi obligación de responder a la llamada de Dios a la soledad, ello no significa que simplemente lo expulse todo de mi mente y viva como si solo existiéramos Dios y yo. En cualquier caso, esto es imposible. Significa, más bien, aprender, a partir de los contactos y conflictos que sigo manteniendo, cuán profunda ha de ser la soledad que se me exige. Esto implica ahora la difícil toma de conciencia de que yo he confiado excesivamente en el apoyo y la aprobación de los demás. Y, sin embargo, de hecho tengo necesidad de ello. Ahora debo rectificar dolorosamente esta conducta. Es decir, en un determinado sentido, algunas de las respuestas de Dios deben llegarme de otros, incluso de personas con las que no estoy de acuerdo o que, de hecho, no comprenden mi estilo de vida. Sin embargo, sería desastroso tratar simplemente de aplacar a estas personas. La mera buena voluntad de hacerlo me haría sordo a cualquier mensaje real que esas mismas personas pudieran tener para mí. Llevar a cabo correctamente esta tarea supera mis posibilidades. La oración es todo lo que me queda, y 259

la obediencia humilde (si es posible) y paciente a la voluntad de Dios. Una cosa es cierta: yo no tengo a mano las respuestas en mí mismo. (Parece casi un axioma que el solitario debería ser alguien que tiene sus propias respuestas...). Pero, además, tampoco puedo limitarme a pedírselas a otros. El problema radica en aprender a caminar durante algún tiempo, tal vez largos periodos, ¡¡sin respuesta!!

30 de diciembre de 1965 Final de un año. ¿Debería uno tener algo que decir acerca de un «año»? Aquí, yo no necesito estar obsesionado con el tiempo, aunque tampoco pretendo vivir perdido en la eternidad. Pasan los días. La luna de Ramadán, que comenzó en la vigilia de Navidad, va aumentando de tamaño, y yo observaré el ayuno hasta después de Año Nuevo: un ayuno testimonial con los musulmanes. Tengo que escribir a Abdul Aziz. El asunto de Jim Forest y la Asociación Católica por la Paz se ha arreglado amistosamente. Dorothy Day me escribió una espléndida postal. Estos son auténticos cristianos, y me considero en deuda con ellos. También veo lo mucho que me debato mental y moralmente frente a la vacuidad. Es interesante y curioso comprobar cómo reacciona el propio ser a la soledad y a la nada. Rutinas automáticas e instintivas que son simplemente estúpidas y que yo no me tomo en serio. Todo el asunto de los cantos, el «hablar en lenguas», etc. Divertido. Veo lo fácilmente que podría volverme loco, y no me preocupa especialmente. Veo los enormes defectos que arrastro yo mismo, y no sé qué hacer con ellos. Morir a consecuencia de ellos tal vez, supongo; ¿qué otra cosa puedo hacer? Vivo una vida imperfecta e inconsecuente, creyendo en el amor de Dios. Pero la fe no puede continuar siendo ingenua y sentimental. No me sirve para dar razones convincentes de las cosas que ocurren. Necesidad de una meditación más profunda. Ciertamente, veo con más claridad adónde necesito ir y cómo. (Resulta sorprendente cómo mi oración en comunidad estuvo metida en un callejón sin salida durante años... y allí se mantuvo. Afortunadamente, pude salir a los bosques, y mi espíritu pudo respirar). A pesar de todo, también Gethsemani ha de ser plenamente aceptado. Mi prolongado rechazo a identificarme plenamente con el lugar es vano (e identificarme con él de una manera melancólica y nostálgica sería aún peor). Es simplemente donde yo estoy. Los monjes son lo que son: no monjes, sino personas. Los más jóvenes son más verdaderamente personas que los mayores, que también son buenos a su manera, signos de un tipo diferente de una excelencia que, en sus manifestaciones accidentales, ha dejado ya de ser deseable. La esencia es la misma. Rechazar acusaciones y excusas. Continúo con Rilke, viendo su grandeza y sus limitaciones. Su soledad poética no es lo que yo busco aquí, aunque también ella me dice algo. Así pues, Rilke no es un místico. Pero es un poeta. ¿Es eso poco?

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SEXTA PARTE: Explorando la soledad y la libertad: 1966-1967 Cuando en el alma del sereno discípulo, sin más padres que imitar, la pobreza es un éxito, es una pequeñez decir que el techo ha desaparecido: ni siquiera tiene casa. Las estrellas, como los amigos, se han airado con la noble ruina. Los santos parten en varias direcciones. Guarda silencio: no hay ya necesidad de comentarios. Un viento afortunado dispersó su halo con sus cuidados, un mar afortunado ahogó su reputación. The Strange Islands Estoy sumido en la contradicción: comprenderlo es misericordia, aceptarlo es amor, ayudar a otros a hacer lo mismo es compasión. Notebook 17

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17 de febrero de 1966 Hoy ha sido el día profético, el primero de la radiante primavera. No quiero decir que durante la semana pasada no hayamos disfrutado de un clima cálido, ni que el frío no se vaya a presentar de nuevo; pero en este día del año la primavera se ha hecho verdaderamente creíble. Noche glacial, pero mañana fría y despejada, y un nuevo y animoso brillo del sol que actúa de despertador por todo el campo, ¡como si la tierra fuera consciente de sus capacidades! He visto cómo la marmota ha abierto su madriguera y ha salido de la misma, después de tres meses, más o menos, de hibernación, y a primeras horas de la mañana seguía helando: pensé que se había vuelto loca. El día demostraría que ella tenía razón y que yo me equivocaba. La mañana se fue haciendo más luminosa por momentos, y yo pude sentir cómo su luminosidad penetraba en mi propia sangre. Al vivir tan cerca del frío, sientes la primavera. ¡Tal es la misión del hombre! La tierra no puede sentir todo esto. Nosotros debemos hacerlo. Al vivir alejados de la tierra y de los árboles, los decepcionamos. Estamos ausentes de la fiesta nupcial. Hay momentos de gran nostalgia y desorientación en la soledad, pero a menudo se presentan otros momentos más profundos de esperanza y comprensión, y me doy cuenta de que estos no serían posibles en su pureza, en sus simples direcciones secretas, en ningún otro lugar que no sea la soledad. ¡Espero ser digno de ellos! Después de comer, al volver a la ermita, la entera ladera de la colina aparecía tan luminosa y nueva que me vinieron ganas de gritar. ¡Mis ojos se llenaron de lágrimas ante semejante visión! Con lo nuevo se reaviva también la memoria, como si aquello que en otro tiempo estuvo tan reciente en el pasado (días de descubrimiento, cuando yo tenía diecinueve o veinte años) volviera a sernos muy cercano; como si uno estuviera empezando a vivir de nuevo desde el principio: se ha de experimentar una primavera como esta. ¡Una posibilidad enteramente nueva! ¡Una renovación completa!

2 de marzo de 1966 Un destello de cordura: la toma de conciencia momentánea de que no hay necesidad alguna de sacar conclusiones acerca de personas, acontecimientos, tendencias (incluso conducentes al mal y al desastre), como si de un día para otro, o incluso de un momento para otro, yo tuviera que saber y declarar (al menos a mí mismo) que esto es así y así, que esto es bueno y esto otro es malo. Caminamos hacia una «nueva era» o hacia la destrucción. ¿Qué significan en realidad tales enjuiciamientos? Poco o nada. Las cosas son como son en un todo inmenso, del que yo soy tan solo una parte y no puedo 263

pretender que comprendo ese todo. Afirmar que lo comprendo equivale a ponerme yo mismo automáticamente en una falsa posición, como si estuviera «fuera» de dicho conjunto. En cambio, estar en él es buscar la verdad en mi propia vida y acción, moviéndome cuando el movimiento es posible y permaneciendo quieto cuando el movimiento es innecesario, entendiendo que las cosas continuarán definiéndose a sí mismas y que los juicios y la misericordia de Dios se aclararán por sí mismos, y a mí me resultarán más claros si me mantengo en silencio y atento, obediente a Su voluntad, sin estar formulando constantemente enunciados en una época como esta, ahogada en las palabras y en la que, no obstante, se mantiene vivo un debate absurdo y poco convincente en el que nadie presta atención a nada que no esté de acuerdo con sus propios prejuicios.

6 de marzo de 1966. Segundo domingo de Cuaresma Frío de nuevo. Doy un largo paseo por los bosques, observando los dibujos del agua en mi riachuelo favorito, todo él en calma. Después camino arriba y abajo por la zona abrigada, donde solemos proveernos de árboles de Navidad, pensando en la vida y en la muerte. ¡Es realmente imposible hacerse a la idea de que uno debe morir y saber lo que ha de hacerse para prepararse a la muerte! Cuando llega el momento de poner en orden mi casa, tengo la sensación de carecer de toda idea al respecto. Al atardecer, estuve de pie en el porche observando con los prismáticos, entre otras cosas, un grupo de venados durante aproximadamente un cuarto de hora. Los venados – cinco en este caso– se encontraban fuera de mi valla, en una zona de monte bajo, a escasos cien metros, o menos quizá, de la ermita. Desde allí los veía perfectamente y pude observar la belleza de todos sus movimientos: de vez en cuando, parecían imaginar mi presencia cercana y desplegaban sus orejas hacia mí y se quedaban quietos, mirando; y allí estaba yo, clavando también mi mirada en aquellos grandes ojos castaños y en aquellas fosas nasales de color negro. Uno de ellos, el más suspicaz, levantó una pata y volvió a posarla tranquilamente en el suelo, como si quisiera pisar fuerte, pero dudando de que realmente existiera motivo para ello. Este mismo venado exhibía un trote estilizado, de larga zancada, que los demás no parecían tener. Pero ¡qué forma...! ¡Su perfección me tuvo embelesado! Belleza y necesidad (para mí) de una vida en soledad: manifiesta en las chispas de verdad, en los pequeños y recurrentes fogonazos de una realidad indudable que se deja ver transitoriamente y me está llevando más lejos por mi camino. Cosas que no necesitan explicación y que quizá ni siquiera la tengan, pero que dicen: «¡Por aquí! ¡Sigue este camino!». ¡Y con una autoridad inapelable! De estas cosas tendré que responder yo. ¡Solo inmensa gratitud! Ellas borran todas mis faltas, debilidades, huidas, falsificaciones.

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Ellas me llevan cada vez más lejos en la dirección que me ha sido mostrada y a la cual estoy llamado.

8 de marzo de 1966 La vida solitaria se reduce a una simple necesidad: elegir aquello que constantemente implica preferencia por la soledad plenamente entendida (mejor, «propiamente» entendida en relación con la capacidad de uno mismo en cada momento). A menudo tengo que hacer frente a este tipo de opciones. Se presentan del modo más inesperado, y lo que añaden a estos días es la cuestión de la dependencia emocional de otras personas, simplemente, colectivamente: la comunidad, amigos, lectores, otros poetas, etc. Una y otra vez me veo obligado a tomar pequeñas decisiones con respecto a uno o a otro. Distracciones y obsesiones se resuelven de esta manera. La resolución equivale, en último término, a abandonar el mundo de lo imaginario y de lo ausente, y volver al presente, a lo real, a lo que tengo delante de mis narices. Cada vez que hago esto, estoy más presente, más solo, más despegado, más claro, mejor dispuesto para orar. No hacerlo significa confusiones, debilidades, dudas, temor y todo lo que desemboca en angustia y pesadillas. Tener «éxito» en cada una de las ocasiones no depende exclusivamente de mí. No puedo calcular la fuerza de una emoción sin identificar que brote de mi inconsciente. Hay días de oscuridad, frustración y crisis, en los cuales nada está en orden. Sin embargo, sé cuál es mi objetivo y, por lo menos, trato de meditar. Descubrir hasta qué punto me he mostrado hostil, desesperado, mezquino e injusto. (Hoy, por ejemplo, una vez más, me viene a la memoria que fui injusto, suspicaz y desagradecido con Doherty, el director del Colegio de Oakham, quien realmente había sido amable conmigo y se había preocupado por salvaguardar mis mejores intereses. Yo no fui capaz de creerle). Así, cuando se trata de «prepararse para la muerte», en mi caso significa simplemente esta decisión reiterada en favor de la soledad como la realidad que Dios ha querido para mí como penitencia y purificación, como manera de saldar mi deuda, como recuperación de mi juicio cabal y como mi lugar de culto y de oración.

10 de marzo de 1966 Iba a terminar de cortar la maleza esta mañana, pero parece que va a llover. Ya veremos... De todos modos, me duele la espalda. El día 23 tengo que ingresar en el hospital, y en principio la operación está programada para el día siguiente. En cierto modo, no me he hecho a la idea y no puedo hacerlo del todo. Desconfío de la manía que hay en este país de intervenir quirúrgicamente, aunque el Dr. Mitchell es sin duda una persona razonable, prudente y nada fanática. Puedo ver que el estado de mi espalda es 265

tal que, de no ser operado ahora, dentro de muy poco difícilmente estaré en condiciones de trabajar con mis brazos y manos. (Mi mano se queda entumecida nada más tomar la pluma y escribir algunas líneas). Tener que someterme a una intervención quirúrgica es, hasta cierto punto, una derrota, el reconocimiento de no haber vivido correctamente, de haberme dejado aprisionar excesivamente por una cultura muy irracional. Sinceramente, pienso que de todos modos es ya demasiado tarde para evitar las consecuencias, aunque espero poder salvar alguna cosa. Mi vida en esta ermita es mucho más sana y equilibrada que en el monasterio, mi salud es mucho mejor, duermo bien, tengo apetito, no sufro resfriados, mi estómago funciona algo mejor. Aunque supongo que mi comida no es la adecuada. Una vez operado, tal vez pueda empezar de nuevo e intentar en serio ponerlo todo en orden. ¡Así lo espero! Mientras tanto, no creo que los médicos y sus condenadas píldoras me sirvan de mucho.

23 de marzo de 1966 La campana repica lentamente en la oscuridad para el Prefacio de la misa conventual. La oigo, junto con el viento que mece los pesados pinos en la noche. El refrigerador ya está desconectado. Cuando baje al monasterio, tengo que devolver un poco de aceite a la cocina de la enfermería. Misa a las nueve y media; a continuación, visita al oculista, e inmediatamente después al hospital para la operación de espalda. Otra cosa: en mi estómago se ha desarrollado algo estas últimas semanas, un pequeño tumor (puede percibirse en la superficie) que debe ser mejor investigado. De manera informal, el padre Eudes piensa que no es maligno. De todos modos, si se me permite ser serio, supongo que esta es una buena ocasión. Sin embargo, no estoy terriblemente alarmado o preocupado. Sé que algún día tengo que morir: ¿no podría ser todo esto el principio del fin? No lo sé; pero, si lo es, lo acepto con absoluta libertad y alegría. Mi vida ha sido ofrecida con la de Cristo, mi hermano. Si ahora ha llegado el momento de iniciar este camino, lo hago alegremente. Curiosamente, la operación quirúrgica coincidirá con la gran protesta contra la guerra de Vietnam. Es mi manera de mostrarme comprometido. ¡En el monasterio suena la campana para la consagración! Hay algo que me hace estar sumamente agradecido: esta ermita. La posibilidad de pasar aquí con frecuencia medio día (la tarde) como mínimo; a veces, desde diciembre de 1960, diariamente. Después, desde octubre de 1964, dormir aquí y disponer también de las horas previas al amanecer. Finalmente, desde agosto de 1965, pasar aquí el día y la noche (excepto el tiempo necesario para celebrar misa y comer a mediodía). Esto último fue lo mejor, y justamente estoy empezando a sentirme encerrado en la soledad (olvidándome del escritor de artículos y libros), de manera que, si mi vida estuviera a 266

punto de terminar ahora, este sería mi único pesar: la pérdida de los años de soledad que todavía habría podido vivir aquí. Nada más. Pero hay dones mayores aún que este, y Dios sabe lo que es mejor para mi bien y para el bien del mundo entero. Lo mejor es lo que Él quiere.

10 de abril de 1966. Domingo de Pascua Vuelta a la ermita antes de lo que yo esperaba (aunque tenga que dormir en la enfermería). La intervención quirúrgica fue mucho más sencilla y efectiva de lo esperado, y fue todo un éxito, por lo visto. Lo pasé mal al dar el primer paseo, y todavía tengo problemas con la pierna de la que extrajeron el injerto óseo; pero, en conjunto, he tenido menos problemas de los que yo sospechaba. Lo peor fue precisamente la tensión inherente a la vida nada normal, mecánica y rutinaria del hospital: toqueteado y empujado e inmovilizado y aislado y alimentado y atiborrado de píldoras, zumos, etc. Volví a casa ayer y, enajenado hasta la exaltación, subí a la ermita tan pronto como me fue posible. Supongo que en realidad todo esto es un poco infantil. Una semana después de la operación, el viernes de la Semana de Pasión, estaba en condiciones de levantarme de la cama y salir a dar un corto paseo por la pradera. Esto significó mucho para mí, lo mismo que el hecho de que una amistosa y abnegada estudiante de enfermería se ocupase de mis curas, etc. Esto facilitó considerablemente las cosas. De hecho, ambos nos estábamos haciendo tal vez excesivamente amigos en el momento en que M. dejó el hospital para disfrutar de sus vacaciones de Pascua. Lo cierto es que su afecto –franco y sin disimulos– fue para mí una enorme ayuda que me devolvió rápidamente las ganas de vivir. En realidad, todas las enfermeras fueron muy atentas, amistosas y cariñosas. ¡Haber estado rodeado de todos estos cuidados y aprecio supuso una gran satisfacción! ¡Un lujo inmenso! Comprendí que, aun cuando soy relativamente indiferente al trato con mis compañeros monjes (puedo vivir sin sentir en absoluto nostalgia alguna de la comunidad, y el hecho de bajar al monasterio y participar en los actos esenciales es más una decisión de la voluntad que una necesidad emocional), experimento una profunda necesidad de la compañía y el amor femeninos. Viendo que he de vivir irrevocablemente sin ellos, esta experiencia terminó afectándome más dolorosamente que la misma operación. Lo mejor de todo fue poder estar tumbado en la cama leyendo al Maestro Eckhart, o incorporado cuando, finalmente, estuve en condiciones de hacerlo, copiando frases de los sermones que podré usar si escribo sobre este autor. Esto me salvó. Cuando, ayer por la tarde, volví a la ermita para rezar los Oficios de Pascua, todo lo demás desapareció como por ensalmo, y solo el Maestro Eckhart continuó siendo real. Fue como si ese resto desaparecido hubiese formado parte de mi mundo imaginario.

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12 de abril de 1966. Martes de Pascua La comunidad ha dejado de utilizar (ayer) el templo y celebrará temporalmente la liturgia y los oficios en una capilla que hay en el tercer piso del monasterio. En el templo se escuchan ya los golpes y martillazos de los obreros, dispuestos a ponerlo todo patas arriba para remodelar el interior. Empiezo a pensar un poco en reanudar el trabajo (me refiero a escribir). Pero siento que todavía no estoy en condiciones de hacerlo a máquina, y no pretendo intentarlo. Por otra parte, tampoco tengo ideas realmente serias que transmitir. Sin embargo, puedo sentir que las ideas están volviendo a mi mente. Soy más yo mismo.

14 de abril de 1966. Jueves de Pascua Ayer escribí un nostálgico poema acerca de mi experiencia en el hospital, y pienso que además es un buen poema. Mejor que los otros que he escrito a lo largo de este año. Hoy he revisado las observaciones sobre la soledad que he escrito como prefacio a la edición japonesa de mis Pensamientos en la soledad. Creo que he profundizado en ellas y las he mejorado. De repente, me ha impresionado comprobar que lo único que cuenta es el amor, y que una soledad que no sea sencillamente apertura total del amor y la libertad no es nada. Amor y soledad son el fundamento de la verdadera madurez y libertad. La soledad que se limita a ser únicamente soledad (es decir, que excluye todo cuanto no sea soledad) no merece la pena. La auténtica soledad lo abarca todo, puesto que es la plenitud de un amor que no rechaza nada ni a nadie, que está abierto a todo en todo. Para mí, el trabajo de escribir puede parecerse mucho a la simple tarea de existir: la reflexión creativa y la toma de conciencia ayudan a la vida misma a vivir en mí, a dar existencia a su ser; o, mejor, contribuyen a que yo encuentre un lugar en el ser por medio de la acción, la inteligencia y el amor. Escribir es amar: es preguntar y ensalzar o confesar o apelar. Este testimonio de amor sigue siendo necesario. No para confirmarme a mí mismo en el hecho de que existo («escribo, luego existo»), sino simplemente para pagar mi deuda con la vida, con el mundo y con los demás seres humanos. Para hablar francamente con el corazón en la mano y decir qué es lo que tiene sentido para mí. Mis peores escritos han sido todos ellos autoritarios: una declaración de deberes y un anuncio de castigos. Son malos porque implican una falta de amor. Son buenos en la medida en que, a pesar de todo, pueden contener algo de amor. Mi mejor aportación han sido la confesión y el testimonio directo.

19 de abril de 1966

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Un viento cálido mece las ramas llenas de hojas del seto de rosales. Ayer se cortó por primera vez la hierba (y olía deliciosamente). Las flores del cornejo están empezando a abrirse estos días. El hermano Benedict terminó ayer de plantar los árboles llamados «pacanas». He recibido una carta de M. Me alegró tener noticias suyas. He de pensar cuál va a ser mi comportamiento en este problema de ternura, aunque, de cualquier modo, haré la única cosa posible y aceptaré el riesgo de amar con el amor de Cristo, cuando la necesidad del mismo resulta tan evidente. ¡Y a no temer!

20 de abril de 1966 Puedo oír los gritos de los obreros que están demoliendo la parte superior de la aguja de la torre. En este momento la están desmantelando. Un cambio decisivo: esta aguja del campanario ha sido en buena medida la señal distintiva del lugar, el objeto que uno busca con la mirada cuando está acercándose al monasterio, la expresión de la identidad de la abadía. ¡La señal de que ella está ahí! A mí me preocupaba el estado de la aguja de la torre. En su interior, el templo está siendo reducido a ruinas. (El domingo concelebré en el tercer piso, y ya hacía calor, aunque me gusta la sencillez de la sala alargada y las vigas).

21 de abril de 1966 Día oscuro y más frío. La sierra circular de Andy Boone está trabajando, y me suena de nuevo a invierno. Pero la pradera es un manto de verdor; las yemas rojas destacan perfectamente sobre el trasfondo de los pinos verdes y del monte bajo, que en este momento es una eclosión de hojas nuevas; hay pequeñas flores rojas silvestres por doquier, y las plantas conocidas popularmente (en América) como «manzanas –o flores– de mayo» abren sus brillantes quitasoles nuevos. Día de San Anselmo. Para mí ha sido un día de lucha y de oración: la necesidad de libertad interior, la urgencia del trabajo constante y la dificultad de volver a la soledad después del hospital. De hecho, en mi mente se plantea ahora una duda real acerca del valor del experimento de la ermita en su conjunto tal como se está llevando a cabo. Ciertamente, para mí tiene más sentido que las artificiosidades de la comunidad, aunque también esto es artificial y arbitrario a su manera. Si pudiera, lo organizaría de otro modo: más apertura, menos rigidez. No tengo posibilidad alguna de hacerlo, y tal vez sea preferible aceptar, como hago yo, las condiciones que fija otro, especialmente si ese otro es un superior cuyos puntos de vista no coinciden con los míos. Pero está la cuestión de la caridad, de estar abierto a los demás. Naturalmente, yo estoy realmente molesto y preocupado. M. desea verme, y yo deseo verla a ella. Me digo a mí mismo que es porque deseo ayudarla. Sin embargo, las molestias provienen de que he de calcular cómo puede hacerse efectiva esa ayuda. Y 269

luego las cartas: ¿Deben cesar, se han de impedir, etc.? Las cosas no deberían plantearse de esta manera. En el hospital, donde yo podía enfrentarme directa y francamente a todo, se evitaban todas estas cuestiones bizantinas de tácticas y justificaciones. Sin embargo, debo admitir que, mientras yo esté emocionalmente vinculado a ella, la ayuda que le pueda prestar será escasa o nula. Debo tratar de ser más libre y estar más seguro de lo que entiendo por amor en Cristo, y de no engañarme a mí mismo.

22 de abril de 1966 Más griterío desde lo alto de la aguja de la torre. Poco a poco, van desapareciendo las planchas de plomo y queda a la vista la vieja estructura de madera de color castaño. Tarde de calor. Durante algunos momentos he permanecido sentado al sol, rodeado de abejorros en actitud de galanteo. El otro día vi las plumas de un cardenal que había caído en las garras de un halcón, y me produjo tristeza, pensando que se había destruido una pareja. Hoy he visto un cardenal macho posado tranquilamente en uno de los postes de la valla y cantando alegremente. Aunque al principio no apareció la hembra, posteriormente la vi volando alrededor de un enorme rosal del seto donde se encuentra el nuevo nido, y eso me hizo feliz.

24 de abril de 1966. Segundo domingo después de Pascua Como ayer, hoy ha sido un día gris y caluroso. Lucha ininterrumpida en mi propio corazón. Estoy perdiendo peso (dos kilos y medio durante la última semana). Me repugna la comida. Tal vez esto tenga algo que ver con el antibiótico que me sentó mal en el hospital. Me sentiré mejor cuando pueda trabajar de nuevo. Ayer estuve todo el día pendiente de una larga conversación telefónica (clandestina) con M. Cuando todos los monjes estaban comiendo, me llegué hasta la dependencia del ecónomo (que, una vez informado de mis intenciones, se marchó y me dejó encerrado con llave). Mi llamada la sorprendió en la cafetería del hospital. (¡Grito de alegría cuando comprobó quién estaba al aparato!). Charlamos un buen rato. Era una iniciativa necesaria desde muchos puntos de vista y sirvió para aclarar en buena medida la confusión en que estaba sumida mi propia mente (debido a la absoluta falta de información y comunicación). Sin embargo, también es verdad que una cosa conduce a otra, y este es un nuevo eslabón en una especie de incómoda cadena kármica. Mi corazón me dice que realmente habría sido preferible que, fiel a mi intuición original, me hubiese contentado con escribirle un par de cartas, y nada más. Pero ambos deseamos vernos, etc., etc. De todos modos, tanto ella como yo sabemos que esta relación no tiene futuro y que es absurdo concederle mucha importancia. Antes o después, terminará todo. Pero ahora temo que se haya desencadenado una serie de acontecimientos que nadie puede detener. En el mejor de los casos, se podrá ralentizar el proceso, dirigirlo, guiarlo. (¡Así lo espero!). 270

Hoy –vuelta a la meditación del Dhammapada– algo sólido que me sirva de apoyo, cuando todo lo demás es arena movediza.

25 de abril de 1966. Fiesta de San Marcos Ayer bajé al monasterio para reanudar mis conferencias. No sin ciertas dudas y vacilaciones, pensaba leerles el poema que había escrito en el hospital, titulado: «Con el mundo en el torrente de mi sangre». Se lo leí, y aunque en realidad estoy seguro de que la mayoría de mis oyentes no comprendieron gran cosa, todos parecían muy atentos y conmovidos, algunos –cosa que yo no me esperaba– de forma muy visible. En primer lugar, pienso que a mis oyentes les gustó, por encima de todo, el hecho de que yo compartiera con ellos un poema (por iniciativa mía, cosa que no hago nunca; tal vez les leyera uno en el escolasticado, hace doce años). Además, ellos se alegraron evidentemente de que las conferencias empezasen de nuevo. En una palabra, a pesar de las ansiedades y dudas que yo pueda albergar acerca de mí mismo y de mis dudas acerca de la comunidad, ellos (al menos quienes asisten a mis conferencias, pero también otros) me aprecian como persona, como alguien a quien acuden en busca de algo que les parece vivo y valioso. Habitualmente me molesta admitir esto, ya que ello supone el desencadenamiento de un conflicto entre el narcisismo, por una parte, y la inseguridad personal, por otra. Mi reacción habitual es la huida. Ahora veo cada día con mayor claridad que solo hay una respuesta realista: Amor. Me he arriesgado a amar, a soportar la ansiedad del autocuestionamiento que el amor suscita en mí, hasta que «el amor perfecto eche fuera el temor». Lo mismo con M. (¡pero sin tonterías!). El hecho básico es que ella me ama efectivamente. Ella necesita que yo le brinde un tipo de amor que la apoye y la ayude a creer en sí misma y consiga liberarla de ciertas pautas y apegos destructivos que probablemente terminarán hundiéndola. Su amor suscita en mí a la vez una abrumadora gratitud y el impulso de echarme en sus brazos con todo mi ser; y también pánico, duda, miedo a ser engañado y herido (¡cuando me paso media noche despierto en la cama, atormentado por la idea de que probablemente ella estará durmiendo con un chico!). Después de soportar durante varios días este conflicto y la ansiedad consiguiente, ayer por la noche tomé una pastilla para dormir, y el hermano Camillus, el enfermero, me ofreció un poco de bourbon añejo que había permanecido oculto en un armario desde la época de Dom Edmund (¡maravilloso también!). Dormí casi nueve horas (empapado de sudor y mudado tres veces) y me desperté con el firme convencimiento de que mi respuesta de amor a M. era la correcta. Tal vez no se atenga a lo que dicen los reglamentos ni a ningún otro sistema; tal vez pueda dar lugar a todo tipo de ilusiones y errores; pero de hecho, y hablando en general, hasta este momento mi actuación ha sido correcta. Me he mantenido en la verdad, no por méritos propios ni en virtud de ninguna intuición superior, sino por haber permitido al amor apoderarse de mí, a pesar de todos 271

mis miedos. He obedecido al amor. He tratado sinceramente de verla tal como es y de amarla exactamente como es, de valorarla como persona individual y compartir con ella esta profunda fe en sí misma. Sé que el resultado ha sido una armonía profunda, clara, fuerte e inequívoca entre nosotros. Nuestros corazones están realmente sintonizados. Lo más hondo de nosotros realmente se comunica. Esto es todo. Aquí están la raíz y el fundamento real de todo, y en este contexto el amor sexual solo puede ser, en el mejor de los casos, un signo. Ciertamente sería maravilloso que pudiéramos establecer una comunicación total por medio de ese signo, pero no veo modo de hacerlo sin apartarme completamente de la verdad. Así pues, yo nunca la tocaré, y quiero asegurarme, sin mojigaterías, de que este punto está perfectamente claro. ¡También ella es muy consciente del problema! Dicho esto, es evidente que yo tengo además que proseguir mi esfuerzo por eliminar de esta relación todo antojo, todo apego apasionado, todo egoísmo. Se trata de un esfuerzo real. La evasión no es ninguna respuesta, pero no estoy seguro de tener una respuesta real o de conocer qué es lo que debo hacer. En definitiva, en estos momentos, como en todas las demás situaciones complicadas de mi vida, lo único que tengo que hacer es confiar en Dios, que me sacará sano y salvo de la prueba.

27 de abril de 1966 No cabe duda de que estoy con el agua al cuello. El martes (ayer), M. fue a mi encuentro en la consulta del médico. Ella, pequeña como es, se presentó en el vestíbulo con actitud arisca, casi desafiante, con su largo cabello negro, sus ojos grises, su gabardina blanca. (Me dijo una y otra vez que estaba asustada). Jim Wygal (de quien yo dependía para el transporte y la comida) me acompañó todo el día. A cada paso, nos obsequiaba con una de sus bromas toscas y hasta groseras, que a mí me molestaban, pero que –supongo– resultaron positivas. Su casa había sido destruida recientemente por un incendio. Él estaba trastornado y bebía demasiado. Nos dejó a M. y a mí solos durante media hora en el reservado de Cunningham’s. Fue una comida maravillosa: ¡Qué bien, haber podido estar con ella...! Más que nunca, vi la intensidad y la inmediatez y la delicadeza de nuestras respuestas mutuas en todos los niveles. Comprendo por qué ella se siente asustada. También yo lo estoy. Hay un sentido de horrible –formidable, más bien– afinidad sexual. Naturalmente, en este terreno no caben dudas acerca de mi postura. He hecho los votos y debo ser fiel a ellos. Me decía a mí mismo que puedo y quiero ser fiel, pero a veces también yo me siento asustado. Aparte de esto, tuvimos una charla muy positiva y, una vez más, pudimos ver con absoluta claridad que ambos estamos terriblemente enamorados, con ese tipo de amor que prácticamente te puede destrozar. Ella temblaba literalmente a causa del amor. Esta situación se refleja también en otros niveles, así es realmente, y yo he intentado aclarar este punto, el significado que tiene; lo he intentado desesperadamente. Yo deseo muchísimo amarla como empezamos, espiritualmente. Y creo que este amor espiritual no solo es posible, sino que, de hecho, se 272

da entre nosotros de una manera profunda, pura y fuerte, y lo demás se puede controlar. Sin embargo, ella tiene razón para estar asustada. Simplemente, podemos destrozarnos el uno al otro. Yo estoy decidido a no ceder en este sentido, a no dejarme vencer por el miedo y la desesperación, a mantener este amor en el plano que le corresponde; pero me doy cuenta de que realmente no sé cómo voy a controlar la situación si algún día este sentimiento se desata. He sido imprudente. Wygal contribuyó después a empeorar la situación con sus advertencias, sus profecías fatalistas y sus insinuaciones catastróficas. El hombre muestra un espantoso deseo de morir, y el sadomasoquismo pesa cada vez más en su amistad, lo cual resulta realmente deprimente. Sin embargo, hubo momentos llenos de paz mientras estuvimos sentados en el aeropuerto, con la lluvia, bebiendo brandy con soda y observando los aviones. Sin embargo, fue algo irreal. Espero que el cariño que tengo por M. no se convierta en una repulsiva y sangrienta conflagración. Sería magnífico estar en condiciones de ayudarla, de ofrecerle una amistad realmente dulce, tierna y buena. Voy a luchar por conseguirlo, a pesar de todos los inconvenientes, porque efectivamente creo en este tipo de amor (no hay nada más que ver a Jacques y Raïssa Maritain), y de hecho muchos de mis amigos lo son de esta manera (por ejemplo, la madre Angela). Lo que sucede es que M. es terriblemente inflamable, bella, y no tiene nada de monja, sino que se muestra trágicamente apasionada y con una actitud de total apertura. Mi respuesta ha sido demasiado total y demasiado directa. Ambos hemos ido demasiado lejos, comunicándonos todo el fuego el uno al otro, y ahora estamos atrapados. Yo no soy tan avispado ni tan estable como imaginaba. Pero hay cosas estupendas: su respuesta a los poemas, sus palabras acerca del amor, sus temores, sus esperanzas.

28 de abril de 1966 ¿Cómo encaja todo esto con las normas de «la celda»? ¿Cómo lo juzga «la celda»? Parece no existir ningún problema. La soledad no se ha convertido en algo odioso para mí ni ha cambiado de significado. ¡Es verdad! No estoy preparado para ir a dormir de nuevo en la ermita: tanto desde el punto de vista médico como, quizá, psicológico. Este es el único lugar donde yo me siento en casa y siento que puedo ser yo mismo. A decir verdad, pienso que lo que yo busco no es «ser un ermitaño», sino simplemente ser yo mismo, la persona que Dios quiso que fuera, y también, incidentalmente, la persona amada por M. (Ella estaba mirando las ilustraciones de Jubilee –cosa que a mí me avergüenza– y dijo que lo hacía simplemente «por tratarse de ti». Se presentó entonces el bibliotecario del hospital y habló de lo miserable que debía de ser mi vida, etc., etc.).

7 de mayo de 1966 273

Durante toda la semana ha continuado el tiempo soleado, y ahora parece el día más soleado de todos ellos. A esta misma hora, M. estaría saliendo de Louis-ville con Jack Ford y su esposa. (A M. la aterroriza el que ellos se escandalicen de nosotros, cosa por lo demás muy posible. ¿Cómo podemos sentarnos nosotros dos educadamente para participar en una comida al aire libre dejando de lado el hecho evidente de que estamos enamorados?). M. y yo tendremos problemas a la hora de participar en una conversación sensata e intrascendente que no descubra todo el pastel, porque el jueves que pasé con J. Laughlin y Nicanor Parra, yo terminé acompañándola a cenar en el aeropuerto. En un primer momento, únicamente iba a hacerle una llamada telefónica desde Bardstown. Después pensé que podíamos ir a Bernheim Forest y llamar desde allí. Pero en este último lugar no había teléfono público. Así pues, nos dirigimos al gran restaurante y motel que hay en la autopista, pasada la barrera de peaje, y al llegar allí yo mismo decidí que, puesto que prácticamente nos encontrábamos en Louisville, podíamos ir hasta el final. Así pues, llamé a M. para decirle que nos esperase, que llegaríamos en veinte minutos, y en seguida nos personamos en el Lourdes Hall. Al presentarse, ella parecía más adorable que nunca. Yo iba vestido con el traje de faena de los trapenses; a pesar de todo, entramos en la Sala Luau del aeropuerto. En aquel momento estaba llegando cantidad de gente rica para el derby (que es hoy), y el lugar se llenó de ostentación y dinero. Allí me senté yo, disfrutando de unos instantes maravillosos, con mi apariencia de presidiario, incapaz de volver la cabeza para observar los impresionantes reactores que aterrizaban a mis espaldas, satisfecho de poder mirar a M. Apenas comí nada, cosa por otro lado bastante habitual desde que me operaron. Después de cenar, M. y yo estuvimos solos un momento, salimos por nuestra cuenta y encontramos un rincón tranquilo; nos sentamos en la pradera, protegidos de las miradas ajenas, y nos amamos el uno al otro hasta el éxtasis. Fue hermoso, increíblemente hermoso, amar y ser amado tanto, ser capaz de decirlo todo sin asomo de temor y sin sentirte observado (esto no quiere decir que consumáramos sexualmente nuestro amor). Volví a casa aturdido, mucho después del anochecer (¡algo claramente contrario a las normas!). Y escribí un poema antes de irme a la cama. Pienso que Nicanor Parra se sintió altamente edificado. Repitió varias veces algo así como que uno debe «seguir el éxtasis» (evidentemente, dando a entender que fuera del monasterio y más allá de la montaña). Esto, naturalmente, no puedo hacerlo.

9 de mayo de 1966 M., los Ford y el padre John Loftus vinieron el sábado. Llegaron tarde (una hora de espera, que me obligó a hacer desesperados actos de paciencia). Los bosques estaban espléndidos. Fue un día despejado, pero frío, parecido al de mi ordenación sacerdotal: delicioso tiempo de mayo. Una buena comida al aire libre, con una botella de Saint 274

Émilion. A continuación, M. y yo nos marchamos y pudimos estar solos un par de horas. (Cuando volvimos, Gladys Ford nos dedicó algunas miradas curiosas, y pienso que el padre John estaba molesto). M. y yo nos sentamos sobre el musgo al lado del pequeño riachuelo, en uno de mis lugares favoritos, y charlamos y nos amamos y mutuamente nos abrimos el corazón. Nunca antes habíamos estado juntos tanto tiempo. Fue, además, el encuentro más decisivo para los dos, no tan extático como el del atardecer en el aeropuerto, pero dulce y profundo. Ambos poseemos una profunda capacidad de amar, especialmente ella. Personalmente, nunca he visto un amor tan sencillo, espontáneo y total. Me doy cuenta de que las capacidades más profundas de amor humano que hay en mí no han sido nunca ni siquiera tanteadas, de que también yo puedo amar con un tremendo sentido de globalidad. El hecho de responder a su amor ha puesto al descubierto las profundidades de mi vida de diversas maneras que no puedo empezar a comprender o analizar ahora. Naturalmente, ahí podrían esconderse todos los «peligros» imaginables. Pero ¿qué peligros? ¿Dónde se esconde realmente el peligro? Me choca el que las reglas sociales al uso para abordar tales situaciones no ofrezcan ninguna estructura real, ninguna auténtica respuesta, ¡Y uno no puede empezar a entrar en razón a partir de una serie de normas!

10 de mayo de 1966 Hielo a primera hora de la mañana. Ahora luce el sol. Los pájaros cantan alborotadamente. Los reyezuelos avanzan a saltitos por la madera del porche. Aunque haga otras cosas, la lectura y la meditación continúan siendo importantes para mantener el adecuado contacto con la realidad, para evitar las divisiones creadas por la añoranza y la especulación. Algo es evidente: de nada me sirve edificar mi vida sobre meras posibilidades, ya sea sobre un yo ideal identificado con el ermitaño absolutamente solitario, ya sea sobre un yo plenamente desarrollado en el nivel humano viviendo con M. en algún rincón de una isla. Yo soy yo mismo. No me hago a mí mismo ni me amoldo a un ideal disparatado. Una de las cosas perfectamente sensatas que trae consigo este amor es el hecho de verme a mí mismo como la persona amada por M. Aunque es verdad que ella me idealiza lo indecible, al mismo tiempo y de manera inevitable me conoce tal como soy. Muchas de las cosas que ella ama en mí yo las encuentro humillantes e imposibles, pero ella las ama concretamente porque son mías. Yo la amo a ella de la misma manera. ¡¡Esto es sin duda magnífico!!

17 de mayo de 1966 Esta noche, a la una y media de la mañana, estábamos despiertos los dos pensando el uno en el otro (a ella le gusta este detalle, y a mí también), pero, después de haber

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dormido un rato, yo me desperté de nuevo a las tres y media en medio de una espléndida y terrible crisis de amor. Yo había estado soñando en un día hermoso, y una voz dijo: «Naturalmente que es hermoso. Es día del derby, y el día del derby siempre es hermoso» (era el 7 de mayo, el día en que ella salió con los Ford). Acto seguido, me desperté con una sensación de realidad y validez eternas de nuestro amor, y de pronto me vi inundado de un amor realmente extático y de lágrimas, pudiendo ver entonces –por así decirlo– su corazón, con todo su encanto ante Dios, con su belleza y amabilidad, con el don inestimable de su amor hacia mí. Lloré por espacio de media hora, sacudido por los sollozos, sin estar todavía plenamente despierto, absorto en la profunda realidad de esta visión y esta esperanza.

20 de mayo de 1966 Ayer, fiesta de la Ascensión, fue otro día hermoso. Una compañera de trabajo en el hospital la trajo en un Ford de color azul claro, y a última hora de la tarde esa misma compañera volvió a recogerla. Nos dirigimos hacia los bosques que se hallan al pie del viñedo Knobs. Íbamos equipados para una merienda campestre. Ella llevaba una bolsa de comida que goteaba a causa del hielo que mantenía fresco el vino dulce bordelés (de Sauternes). Debido al goteo del hielo, no pudimos ir lejos. Concretamente, no llegamos al lugar en que yo había pensado, sino que simplemente nos metimos en la espesura, y probablemente esta solución fue muy buena, porque estuvimos completamente ocultos. El lugar no poseía una belleza especial, y probablemente nadie aparecería por la zona. ¡Fue bueno que estuviésemos ocultos y completamente solos! Comimos arenque y jamón dulce (¡la comida no fue muy abundante!) y bebimos nuestro vino y leímos poemas y charlamos de nosotros mismos y, por encima de todo, nos amamos una y otra vez por espacio de cinco horas. Aunque nos habíamos prometido mutua y repetidamente –y ambos estábamos de acuerdo en ello– que nuestro amor tenía que seguir siendo siempre casto, y este sacrificio era esencial, al final nos pusimos más bien eróticos. Sin embargo, realmente no todo estuvo mal; al contrario, nuestro comportamiento durante aquellas horas pareció eminentemente correcto. Lo cierto es que ahora ambos nos amamos con todo nuestro cuerpo, y, por lo que a mí se refiere, percibo claramente su ser (excepto su sexo) como si fuese yo mismo. A decir verdad, esto me pareció correcto, puesto que nosotros realmente nos pertenecemos el uno al otro en nuestro amor. (¡Mal argumento: podría servir para justificarlo todo!). Lo grave del caso es que esta cosa solemne y hermosa que nosotros hacemos es lo que tal vez solo raramente hacen los amantes de hoy. Nosotros estamos experimentando poco a poco una maduración física completa del amor, una lenta preparación de todo nuestro ser, semejante a la maduración que experimentan las manzanas por la acción del sol. 276

Personalmente, he comprendido de pronto que con anterioridad yo nunca me había permitido tal cosa. En mi juventud siempre había andado con prisas y había pensado en ello excesivamente, intentando precipitarlo todo antes de tiempo. No es extraño que fuese infeliz. Pues bien, ayer experimenté esta nueva etapa, lenta y gradual, de maduración, y el poder de este profundo y cálido amor sexual que me turba y se desborda a través de mí, llenando de estremecimiento todo mi ser desde el corazón (no es simplemente excitación genital). Y esto solo ha sido hasta ahora una pequeña muestra. Pero se trata de algo terriblemente serio, porque, a pesar de lo que nosotros hemos deseado y dicho, la naturaleza, plácida e inexorablemente, dijo algo más profundo y tal vez irreversible. Sin embargo, me niego a dejar que esto me turbe. Personalmente, estoy inundado de paz (mientras que el pasado domingo la simple idea de que esto pudiera suceder me laceraba de angustia y de pánico). De nuevo me he rendido a una especie de sabiduría femenina enemiga presente en M., que instintivamente busca en mí la herida más necesitada de su ternura y vuelca en ella todo su amor. En lugar de sentirme impuro, me siento purificado (de hecho, esto es lo que yo mismo escribí el otro día en las «Siete palabras» [«Seven Words»] dedicadas a Ned O’Gorman). Siento que, de alguna manera, mi sexualidad ha vuelto a ser de nuevo real y decente, después de años de represión más bien frenética (y es que, aun cuando yo pensaba que en este terreno lo tenía todo verdaderamente bajo control, se trataba de una ilusión). Me siento menos enfermo. Me siento humano. Le agradezco su amor, que es tan totalmente mío. Toda la belleza de nuestro amor proviene del hecho de que nosotros no estamos simplemente jugando, sino que cada uno pertenece íntegramente al amor del otro (excepto por lo que se refiere al voto, que impide la rendición completa final). Al final, siempre hace acto de presencia este problema enorme, increíble, de mi voto y mi consagración, que realmente es lo primero y hace que todo este asunto sea absurdamente imposible. Sin embargo, ella insiste en que es totalmente mía y que nunca amará a otro hombre. Yo he dejado ya de intentar persuadirla con este razonamiento. Sé que los dos tendremos que sufrir terriblemente. Pero ahora me limito a no pensar en ello. No puedo. Ahí está toda la realidad y la paz y la belleza de ayer. Desde mi punto de vista, si mi amor por ella es en cierto sentido menos ideal, más encarnado, en otro sentido es también más ideal. Hacer que el cuerpo y la tierra se impliquen en el amor ayuda a tener un mejor control de lo que sostiene el verdadero ideal (como en el poema «Los proverbios se originan a partir de sueños»). En cualquier caso, yo la amo más profundamente que nunca y, simplemente, no puedo pensar en el futuro. El futuro mismo dirá. Dios se cuidará de ello. Tarde. No obstante, como siempre, yo acabo impacientándome con el sexo, dando marcha atrás del dominio que puede ejercer sobre mí, suspicaz de su tiranía, y esta tarde estoy volviendo con todo mi ser hacia la libertad. La amo, pero no deseo pensar en ella. Deseo ponerme a trabajar, a escribir mi conferencia para el domingo, a leer, a meditar, a 277

expulsar de mi mente el peso de la pasión. Una vez más, de nuevo deseo comer. Por primera vez, desde hace dos meses, vuelvo a tener apetito, aunque no creo que la cosa sea para tanto. ¡Más tarde, tal vez intente comer algún arenque de los que sobraron ayer!

2 de junio de 1966 Desde el martes, fecha en que M. volvió de Cincinnati, he recibido varias llamadas de teléfono bastante agradables, la mejor de las cuales ha sido la de hoy. Cada día estamos más enamorados. Ella puso en tela de juicio mi punto de vista sobre el asunto de la «separación» (supongo que debí de decir algo acerca de ese tema, puesto que se sentía tan terriblemente sola al llamar por teléfono el sábado). Y es que, evidentemente, hablar de separación cuando estás enamorado es simplemente absurdo. Sin embargo, esto no ha sido más que un suave choque. Naturalmente, ni yo ni ella estamos separados. Ambos estamos profunda y firmemente unidos el uno al otro. Yo soy más consciente de ello continuamente, porque mi naturaleza se rebela en ocasiones contra el hecho de estar «retenido» como lo estoy ahora. Por este motivo, hoy me he comprometido sinceramente por teléfono. Estoy unido a ella y lo sé, y mi vida ha cambiado profundamente –de una manera muy seria– por este hecho. No es cosa de risa. Este amor nuestro –hoy tan gozoso, tan seguro de sí mismo, capaz de expresarse triunfalmente– es todavía un inmenso depósito de angustia, especialmente para mí. Pero esto es algo que no me preocupa. Ahora puedo aceptar la angustia, el riesgo, la temible inseguridad, incluso la culpa (aunque no estamos haciendo nada radicalmente equivocado; es decir, no pecamos). Espero no estar engañándome a mí mismo. Ciertamente, yo no estoy amando por el simple gozo de amar. Yo amo en virtud de nuestro compromiso mutuo, en virtud de los lazos que nos unen, por lo que significamos el uno para el otro. Nos encontramos ya muy lejos del punto en que yo solía apearme del autobús en todos mis antiguos líos amorosos. Nunca antes me había empeñado tan a fondo como en esta ocasión. (A la luz del amor de M. comprendo por primera vez lo profundamente que me amaron en aquellos tiempos algunas chicas cuyos nombres he olvidado). De todos modos, el sábado voy a ver de nuevo a M. en Louisville.

9 de junio de 1966. Corpus Christi Concelebración a primera hora de la mañana. Aguanté allí con los demás, plenamente consciente de ser un sacerdote que tiene una mujer. Es verdad que no hemos hecho nada radicalmente equivocado, pero a los ojos de muchos nuestra relación amorosa es un error, aunque excluya por completo el sexo. Pienso que ante Dios hemos sido responsables y hemos conservado puro nuestro amor. Sin embargo, ¿es razonable que yo le escriba a ella poemas de amor, o incluso una canción? 278

12 de junio de 1966 Ayer tuve que ir a Louisville para tratarme una bursitis que me molesta en el codo. M. y yo habíamos convenido con Jim Wygal que tomaríamos prestado su despacho y nos reuniríamos allí, cosa que hicimos con una botella de champán. Cuando volví a casa, la llamé por teléfono, y una vez más estuvimos hablando tontamente de posibilidades, de vivir juntos, de mi abandono del monasterio, de «casarme» con ella, etc. Pero todo esto es ridículo. La sociedad no tiene un lugar para nosotros, y yo no tengo las agallas necesarias para luchar contra el mundo entero, especialmente si se tiene en cuenta que en realidad no deseo en modo alguno una vida matrimonial. Deseo vivir la vida que he prometido. Esta mañana (después de una noche de sueño ligero e intermitente) me desperté sin sentimientos de autodesprecio o de excesiva culpabilidad, pero con la convicción de que había que hacer algo. No podemos continuar de esta manera. Yo no puedo dejarla. Tengo que intentar vivir la vida que yo mismo he escogido. Sin embargo, la amo.

14 de junio de 1966 Ayer volvió el abad al monasterio. La noche anterior había bajado yo hasta el edificio Steel para hacer una llamada a M. Estaba allí el hermano Clement y me comentó que el hermano G. había escuchado en la portería una de mis muchas llamadas telefónicas a M. (¿el jueves por la noche?, ¿el domingo por la mañana? –¡¡lo peor!!–) y había informado del asunto a Dom James. No sé cuál es el alcance de la información que ha recibido, pero sé que está furioso y que espera pedirme cuentas del asunto, cosa absolutamente natural, por lo demás. He de hacer frente al hecho de que en todo este asunto he actuado errónea y neciamente. Por mucho que yo ame a M., nunca debí haberme extralimitado adoptando iniciativas absolutamente imprudentes. Pero supongo que yo sabía que mi tiempo era limitado, y ella me amaba tanto que yo deseaba corresponderle con todas mis fuerzas. Bien, ahora el asunto está claramente zanjado. He hablado una vez más con ella por teléfono (estaba desolada, y lo mismo me sucedía a mí). Dijo: «¡Tenía el más horrible presentimiento de que algo no marchaba bien cuando estaba esperando que llamases» ... «¿Nos volveremos a ver tú y yo?» ... «¿Qué haré yo sin ti?» ... «¡Esto es injusto y hasta inhumano!». La verdad es que ambos habíamos previsto este final. Sin embargo, los resultados pueden ser muy malos si esas personas informaron de nuestras conversaciones más espontáneas. ¡Dios sabe qué información ha recibido el abad! Imagino que no voy a tardar en averiguarlo. De todos modos, a partir de lo que yo he vivido desde el sábado, comprendo sin duda el auténtico peligro espiritual en que me he metido. Realmente, las cosas han estado a punto de salir mal, y es providencial que todo haya quedado bloqueado en el momento más oportuno. Tal vez esto me ahorre un hundimiento real. Jim Wygal me dijo el sábado 279

por teléfono: «¡Cuidado, no te destruyas a ti mismo!». Tal vez tenga más razón de lo que yo mismo pensé en su momento. Espero poder verlo para comentárselo. Decidí que lo mejor era confesarlo abiertamente y dar la cara ante Dom James – ¡únicamente sobre el tema de las llamadas telefónicas!– antes de que él me pidiese cuentas a mí. Así lo hice. Él se mostró amable y trató de ser comprensivo hasta cierto punto. Naturalmente, según él, la única solución era «la ruptura total». Él mismo quería escribir a M., algo a lo que yo me negué. Eso habría sido desastroso. Ni él sabe de hecho quién es M., ni pienso que necesite saberlo. Insinuó que en la ermita yo debí de haberme sentido muy solo, y que tenía que bajar a dormir en la enfermería, etc. Pero yo rechacé tales insinuaciones. La única solución concreta a la que llegamos fue que yo debería volver al trabajo ecuménico en la casa de retiros... ¡¡como terapia para mi soledad!! Suponía que el hecho de mantener un diálogo constructivo no estaba nada mal. Obviamente, sin embargo, él pensaba que la ermita había sido demasiado para mí y me había hecho excesivamente vulnerable. Sin embargo, aceptó de buena gana la idea de que yo hablase a los grupos ecuménicos, protestantes, budistas, etc. Tal vez ahora escriba un nuevo libro, en un estilo nuevo, y también con un nuevo lenguaje. ¿Qué he de hacer con todo lo que ha muerto, con todo lo que pertenecía a una vida falsa? El recuerdo que más a menudo me viene a la memoria son los estrechos abrazos en que durante horas nos fundíamos M. y yo, con prolongados besos y diciendo: «¡Gracias a Dios, esto por lo menos es real!».

25 de junio de 1966 Sueño: «otra» chica. Se supone que enseguida voy a salir con ella, pero ahora está en el hospital. Yo estoy hablándole a su madre (una madre pesada, del tipo «hacha de guerra»), que apenas se interesa por algo de lo que le digo. Pero después alguien sugiere que nos vayamos y veamos a esa chica en el hospital, y yo experimento que interiormente se despierta en mí el interés y el amor, y sé que el hecho de verla fugazmente va a despertar en ambos –en ella y en mí– una relación más profunda. A continuación me despierto pensando: «Pero esta es otra, no M.», y volví a pensar conscientemente en M. con un cierto sentido de culpabilidad. ¿Se trata de otra chica? Fantasías posteriores, tras un difícil comienzo. Veo una maraña de rosas silvestres oscuras y rosas de color claro. Mi atención se fija en una hermosa rosa de color rosado que se vuelve luminosa, y me doy cuenta de la textura sedosa de sus pétalos. ¡El rostro de mi madre aparece detrás de las rosas, que se desvanecen! También aparece en algún momento una estudiante de enfermería que vino a hacerme una rápida visita en el hospital un día en que yo me preparaba para salir a dar un paseo. Fui escueto y rudo con ella. 280

Hoy voy a hacerme pruebas de rayos X. Tres meses exactos después de la operación. No está previsto que vea a M., pero es muy probable que ella vaya a encontrarme a la consulta del doctor, en cuyo caso le entregaré «Midsummer Diary» [«Diario de verano para M.»] (prácticamente un libro que he escrito para ella a lo largo de la última semana).

Junio de 1966. Textos escogidos de «A Midsummer Diary for M.» O la narración de cómo, una vez más, me volví intocable. Me resulta imposible ser lo que era antes de conocer a M. La antigua vida es un hábito que ya no existe: un hábito de aislamiento, de inquietud, de decidida preocupación por no recuerdo ya exactamente qué. Una especie de religiosidad poética y la intención de ser interiormente sincero. Por encima de todo, la insistencia en ser diferente de otras personas. Personalmente, ya no sé qué significan estas cosas o qué puedan significar sus opuestos. No estoy pasando de esto a algo distinto que está enfrente. No estoy yendo a ningún lugar. Existo porque he adquirido el hábito de existir. Tal vez a su debido tiempo ponga otros hábitos por encima de este, pero estos han de ser más provechosos que el hecho de sentarse en corro y beber brandy de la marca Christian Brothers de un viejo tarro de mermelada lo bastante grande como para contener algunos cubitos de hielo, pero sin alcanzar el tamaño de un vaso completo. Todo el amor y toda la muerte que hay en mí están expresados en este momento en la canción de Joan Baez «Silver Dagger». No puedo quitarme de la cabeza esa canción, de día o de noche. Estoy obsesionado con ella. Todo mi ser está saturado de ella.

(19 de junio de 1966. Sábado, ya tarde) Como buen monje, me fui a la cama a las ocho, pero no podía dormir. Dolor de brazo, dolor de espalda, el corazón vacío y desolado. Estoy tumbado pensando. Y sigo pensando. Obsesionado con la idea de que tal vez M. logre encontrar su camino para salir de esto, aunque ella nunca ha visto cuál es su lugar, y será imposible que lo encuentre en medio de la oscuridad, etc. ¡Si por lo menos escuchara un golpecito en mi puerta, y abriera, y la encontrara a ella de pie en el porche...! Finalmente, no pude aguantar más: me levanté, me vestí y empecé a deambular por la habitación. Por un momento se apoderó de mí un fuerte deseo de bajar al monasterio y entrar de nuevo a hurtadillas en el despacho y hacer otra llamada telefónica. Pero ni siquiera sé dónde está ella, ¿en Louisville o dónde? Tal vez se ha ido a su casa para pasar el fin de semana. En este momento no tengo la menor idea de lo que está haciendo, y no tengo manera de saberlo.

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Salí al porche. Nada. Silencio. Inmenso silencio de los bosques llenos de luciérnagas. Las estrellas. Hacia el sur, el enorme signo de Escorpión. El ojo rojo de Régulo. Simplemente, estrellas. Ni una sola luz procedente de alguna casa o granja. Solo luciérnagas y estrellas y silencio. Un coche a toda velocidad por la carretera, y de nuevo silencio. Nada. Nada. Cuando un coche pasa a tu lado a toda velocidad, puedes percibir su frenético zumbido. Alguien se dirige alocadamente a algún lugar sin ninguna razón. Bajo estas estrellas, soy un perfecto prisionero. Sin nada. O tal vez con todo. Me siento en el porche y deliberadamente me niego a racionalizar las cosas, a explicar algo o a hacer comentarios sobre algo que no sea lo que hay allí. Yo estoy allí. Luciérnagas, estrellas, oscuridad, las sombras masivas de los bosques, la vaguedad del valle envuelto en la oscuridad. Y nada, nada, nada. ¿Está ella pensando en mí? ¿Me ama? ¿Está su corazón llamando al mío en medio de la oscuridad? No lo sé. No puedo decir sinceramente que lo sé. Lo único que puedo decir sinceramente que sé es que es tarde, que yo no puedo dormir, que hay luciérnagas por todos los rincones del bosque, y no existe ni la más remota posibilidad de hacer un enunciado poético sobre esto. Uno no escribe un poema sobre nada. Y, sin embargo, de alguna manera esta nada parece serlo todo. Miro hacia la parte meridional del firmamento, y por alguna impía razón, para lo cual no hay razón alguna, todo está completo. Pienso volverme tranquilamente a la cama en paz, sin saber por qué; una paz que no tiene justificación alguna, ni razón, ni prueba, ni argumento, ni hipótesis. No quedan hipótesis. Solo luciérnagas. Me arrodillo al lado de la cama y alzo mis ojos hacia el icono de la Navidad. La luz ligeramente sombreada juega sobre las estanterías de los libros budistas en el silencioso dormitorio. Deseo decirte algo, pero no sé por dónde empezar. Temo que, si empiezo a hablar y a escribir, lo confundiré todo. No es necesario decir nada.

(20 de junio de 1966) Finalmente, conseguí dormir cinco horas, más o menos. Al final soñé que algunos jesuitas me estaban gastando una novatada, sometiéndome a una especie de iniciación en una fraternidad en la que yo no tenía deseo alguno de iniciarme. No puedo recordar detalles de este sueño; solo recuerdo que yo parecía formar parte de un abigarrado grupo de personas con las que no tenía nada en común. Estas otras personas se mostraban ofendidas por mi presencia, trataban de ridiculizarme y desacreditarme. Yo pensaba: «¿Cómo es que me he visto involucrado en todo esto?». Soledad como acción: la razón por la cual nadie comprende realmente la soledad, o se molesta en tratar de comprenderla, es que ella –la soledad– parece no ser otra cosa que una condición, algo a lo que uno elige someterse, como quien se pone debajo de una 282

ducha de agua fría. De hecho, la soledad es una realización, una actualización, incluso un tipo de creación, a la vez que una liberación de fuerzas activas dentro de nosotros, fuerzas de las que no podemos apropiarnos en exclusividad y que, sin embargo, son más nuestras que lo que parece ser «nuestro». Como simple condición, la soledad puede ser pasiva, inerte y básicamente irreal: una especie de estado de coma permanente. Hay que actuar para mantenerse fuera de esta condición. Hay que trabajar activamente en la soledad, no solo poniendo vallas alrededor de uno mismo, sino destruyendo todas las vallas y arrojando lejos todos los disfraces, hasta llegar a la raíz desnuda del deseo más íntimo de uno mismo, que es el deseo de libertad-realidad. Liberarse de la ilusión que crea la realidad cuando nuestra relación con ella no es la adecuada, y ser real en la libertad que la realidad nos ofrece cuando nuestra relación con ella es la adecuada. De ahí la necesidad de disciplina, de un cierto tipo de técnica de integración que mantenga unidos cuerpo y alma, armonice los poderes respectivos de uno y otra, los haga marchar en profunda sintonía, oriente al ser en su totalidad hacia sus raíces. La necesidad de un «camino» o «vía». Presencia, invocación, mantram, concentración, vacío: todos estos son aspectos de una soledad realizada. El mero estar solo no es nada. O, como mucho, tan solo es una posibilidad. Antes o después, quien se limita a estar solo, o bien se autodestruye o desaparece. La «vida activa» puede convertirse, de hecho, en la vida más pasiva: simplemente lo llevan a uno, lo arrastran, lo apalean, le hacen ir de un lugar para otro. La ilusión más desesperada y la más común es precisamente la de arrojarse en medio de la masa que está en movimiento y ser arrastrado con ella: ser parte de la corriente del tráfico que no lleva a ninguna parte, pero tiene una meta fingida. Contra esto me rebelo yo. Y porque me rebelo, mi vida debe asumir al principio un aspecto de total carencia de significado: la venganza del superyó social. La percepción del absurdo. La libertad empieza con la plena aceptación del absurdo: la buena disposición a comprender y experimentar la propia vida como totalmente absurda en relación con el significado aparente que la sociedad, la ilusión, le han atribuido a la vida. Pero la experiencia de esta absurdidad es tan solo, de nuevo, una posibilidad, un simple punto de partida para una comprensión más profunda: la comprensión de esa realidad radical en mí mismo y en toda vida, realidad que ni conozco de hecho, ni puedo conocer. Esto implica la capacidad de percibir la diferencia que existe entre comprender y conocer. En la comprensión, la realidad que uno capta, o por la que uno es captado, se actualiza en uno mismo, y uno se convierte en lo que comprende, uno es lo que uno comprende. Conocer es simplemente una manera de certificar que algo es objetivamente verificable, independientemente de que uno se moleste por verificarlo de hecho o no. Así, pues, comprensión no es verificación, sino captación de la «esencia» de algo. La soledad es necesaria para esta percepción de la «esencia» y representa, por otra parte, la plenitud de la comprensión. En la soledad llego a ser plenamente capaz de comprender aquello que no puedo conocer. ¿Qué puede enseñar a los demás el hombre solitario y absurdo? Simplemente, que ser solitario y absurdo no son cosas que haya que temer. Sin embargo, estas son 283

precisamente las dos cosas que todo el mundo teme: todos empleamos nuestro tiempo en tranquilizarnos a nosotros mismos diciéndonos que tenemos razón, que no somos ridículos, que somos aceptables, deseables, valiosos, y que nunca tendremos que vernos como seres realmente solos. En otras palabras, nos zambullimos en la corriente tranquilizadora de ilusiones que crea toda la otra gente que es como nosotros. Un gran trabajo común, una liturgia en la que todo el mundo se pone de acuerdo públicamente para afirmar que en estos términos todo es real y tiene sentido. Tales términos no son, sin embargo, satisfactorios. Secretamente, todo el mundo sigue siendo absurdo y estando solo. Pero lo cierto es que nadie se atreve a enfrentarse a este hecho. Sin embargo, plantarle cara a esta situación es el requisito absolutamente esencial para empezar a vivir libremente. Mi apostolado consiste en comprender que mi vida es absurda y no preocuparme por ello, y enseñar a los demás a no preocuparse. Pero esto no ha estado claro, porque, de hecho, yo he perdido demasiado tiempo y empleado demasiados esfuerzos en convencer a otros y a mí mismo de que todo esto tiene sentido. De hecho, mi obra carece de valor, en la medida en que parece tener sentido y en la medida en que parece afirmar que la soledad es algo deseable. Naturalmente, uno ha de actuar con algún tipo de sentido: personalmente, no niego que deseo escribir coherentemente de acuerdo con una comprensión básica. Pero el simple deletreo de un mensaje lógico o, peor todavía, de un rollo publicitario en favor de algo espiritual, algo religioso, algo «interior» –o, peor aún, «monástico»–, es una pérdida total de tiempo. Más de la mitad de mi vida y de mi obra las he malgastado en este tipo de cosas.

(22 de junio de 1966, miércoles) En diferentes ocasiones he soñado que trataba de comunicarme con M. No puedo recordar esos sueños en concreto; pero en el último de ellos, antes de despertarme, yo enviaba a un niño al hospital para que le dijese a M. que yo la amaba. Me daba cuenta de que esto era del todo insatisfactorio, pero no podía hacer otra cosa. (Sabía que el niño se limitaría a ir y decir con cierto azoramiento: «Él me ha dicho hoy que te ama», para desaparecer enseguida). Casi nunca sueño con M. tal como ella es, sino con alguien que –esto lo sé instintivamente– la representa a ella. Sin embargo, esta chica es «diferente» de M. ¿Cómo explicar esto? Con todo, inmediatamente después de despertarme, la M. arquetípica y la M. real se confunden. La M. que yo amo en lo más hondo de mi corazón no es una M. simbólica, ni tampoco precisamente la M. de la vida de cada día. Es el potencial profundo, misterioso, personal y único que hay en ella: la M. que está tratando de alcanzar la libertad en mi amor y se abraza a mí por amor y porque necesita ayuda. Aunque tampoco esto último lo explica todo, porque lo que hace que nos abracemos tan fuertemente el uno al otro es el yo inseguro e irreal que hay en cada uno 284

de nosotros. Incluso eso ha de valorarse. En líneas generales, es exacto que ella habría deseado que yo la amara plenamente, y es indudable que yo, por mi parte, deseaba en mi corazón hacerlo así. Sin embargo, dado que para mí la situación era, en cierto modo, un completo disparate, tanto desde el punto de vista psicológico como espiritual, eso no importaba de hecho. Nuestro amor (al menos tal como yo lo veo) fue y es un asunto tan importante que los detalles apenas interesan. Ahora bien, precisamente en este punto todo se vio interrumpido, dinamitado, destripado. Lo que naturalmente debería haberse transformado en un amor duradero, cálido, sin prisas en su desarrollo, dulce, expresado en toda su profundidad, ha sido amputado justamente cuando acababa de comenzar. Personalmente, no tengo derecho a lamentarme, porque me había entregado por decisión personal a otro tipo de vida. Por lo que a ella se refiere, yo al menos le dije una y otra vez lo que iba a suceder; pero el desenlace es cruel para ambos. Ahora estoy empezando a descubrir lo enormemente cruel que es. No puedo considerar esto como «una simple anécdota». Es un acontecimiento profundo en mi vida, un acontecimiento que ha penetrado hondamente en mi corazón y ha alterado y transformado el clima global de mi pensamiento y mi experiencia. En ella – lo comprendo ahora– yo había encontrado algo, a alguien, que había estado buscando durante toda mi vida. Sé, además, que ella siente esto mismo con respecto a mi persona. Independientemente de lo que suceda, pienso que ambos tendremos siempre la sensación de que esto fue y es algo demasiado profundo y demasiado real para que las cosas cambien esencialmente. Lo que cada uno de nosotros ha encontrado en el otro no se perderá: aunque tampoco será verdaderamente poseído. De ahí la tremenda soledad, privación, desolación de estar sin el otro, aunque en nuestros corazones sigamos amándonos profundamente el uno al otro. Sin embargo, vamos a tener que enfrentarnos al hecho de que ahora nuestras vidas discurren por distintos caminos, y esto es lo que – pienso yo– ninguno de nosotros está dispuesto a hacer. ¿Podemos nosotros ir realmente por diferentes caminos? En un cierto sentido, no. Ambos hemos de viajar juntos en nuestros corazones durante todo el tiempo que duren nuestras vidas. Ella dice que no podrá amar nunca a ningún otro hombre. Esto me conmueve profundamente y destroza mi corazón, aunque sé que algún día ella tendrá que amar a otro, porque sería inhumano esperar semejante privación en la vida de cualquier ser humano. Por lo que a mí se refiere, se supone que estoy solo y vivo solo y duermo solo, de manera que no tengo ningún problema, ni queja alguna que formular. Es, sencillamente, lo que yo mismo escogí; y esta elección se confirma una y otra vez cada día. Y ello a pesar de que yo recuerde tan intensamente su cuerpo y suspire por su amor. Ayer por la tarde, cuando Joe y John G. se despedían, les dije bromeando: «¿Por qué no me lleváis con vosotros a Louisville?». Realmente, yo no bromeaba. Sin duda, los habría acompañado si ellos se hubiesen tomado en serio mis palabras. Por desgracia, todo este asunto se trivializó y acabó convirtiéndose en algo desesperadamente estúpido. Ahora sé que, aun cuando esto me atraiga, no es lo que debería hacer. Yo he dejado ya de ser el chico desconocido que puede hacer cosas como esa. Tengo una responsabilidad. 285

La vocación es algo más que una simple cuestión de vivir en un determinado lugar y vestir un determinado tipo de ropa. Hay demasiadas personas en el mundo que confían en el hecho de que yo me tomo en serio la profundización de una dimensión interior de la experiencia que ellas desean, pero les está vedada. Es algo que a mí no me está vedado: es un don que yo he recibido, no para mí mismo, sino para todo el mundo, incluida ciertamente M. No puedo permitir que ese don se derroche y se disipe locamente. Hacerlo sería criminal. Al final, la destruiría a ella y me destruiría a mí mismo. Es una mañana fría y despejada. Los pájaros cantan. El valle está ocupado por una neblina a través de la cual se filtra la luz solar. Los altos lirios de día de color rojo se abren al sol de junio. Sé que estoy en el mundo al que pertenezco. Sobre la mesa hay libros y papeles, y me espera el trabajo. Sé cuáles son los poetas que debo leer. (Ayer logré penetrar realmente por primera vez en el mundo poético de Louis Zukofsky, que es sin duda uno de los grandes poetas clásicos de nuestro tiempo. Gran maestría y riqueza y estructura). Sé que tengo que leer y comprender y pensar y captar y experimentar. Esto me resulta fácil y atractivo. Poseo una vida rica, aunque construida al precio decisivo de una cruel privación. Esa crueldad arde a veces dentro de mi corazón como una tea. Pero sé que no está en mis manos escoger otro tipo de riqueza: la de amar a M. y vivir con ella. Su amor lo puedo tener de una forma profunda, duradera y muy fructífera, mientras forme parte de mi soledad. Si intento apoderarme de él en otras condiciones, la pared se derrumbará. Ella se ha negado desesperadamente a creer esta verdad y, a su manera, silenciosa y femeninamente, me ha desafiado en este punto y ha intentado forzar el desenlace. Pero este desenlace no se puede forzar. ¿Qué es lo que yo temo por encima de todo? El olvido, la ignorancia de la verdad más íntima acerca de mi ser, olvidar quién soy, perderme en lo que no soy, faltar a mi propia verdad interior, entusiasmarme con algo que no es verdadero para mí, con algo que está fuera de mí, que se me impone por sí mismo desde fuera. ¿Y qué es eso? Puede presentar múltiples formas. Debo temerlas a todas y desconfiar de ellas. Sin embargo, no puedo evitar verme influenciado en alguna medida por lo que está fuera de mí y, por lo tanto, en alguna medida debo aceptar esa influencia. Aunque siempre de manera que esta sirva para acrecentar, más que para disminuir, mi capacidad de discernimiento, mi memoria, mi comprensión. Temor a la ignorancia en el sentido de avidya: la ignorancia basada en la aceptación de una ilusión acerca de mí mismo. La ignorancia que se deriva de la decisión de considerar mi ego como mi yo mismo pleno, completo y real, y de trabajar por mantener esta ilusión frente a la llamada de la verdad secreta que crece dentro de mí, que es evocada dentro de mí por otras personas, por el amor, por la vocación, por la providencia, por el sufrimiento, por Dios. La ignorancia que endurece la concha, que hace que el núcleo interno del yo se decida a resistirse a la llamada de la verdad que lo disolvería. La ignorancia que se endurece en el deseo y la testarudez, o en la 286

conformidad, o en el odio, o en diversas formas de rechazo de otras personas, en diversas determinaciones de «tener razón a cualquier precio» (la guerra de Vietnam es un claro ejemplo de la insistencia del pueblo norteamericano en negarse a ver una verdad humana). Temor a la ignorancia proveniente del apego a un ideal estúpido. Temor a la ignorancia proveniente de la inmersión en el cuerpo, rindiéndose a la necesidad de comodidad y consuelo. Sin embargo, al mismo tiempo, no se debe temer la posibilidad de una lucidez relativa en todas estas cosas, siempre que se comprendan. Hay cierta lucidez en el amor, cierta lucidez en el alcohol, cierta lucidez en la religión...; aunque también hay que contar con el peligro de quedar sumergido más o menos fácilmente bajo todo ello. El gran temor es el temor de rendirse a la lucidez de la impostura y a la lucidez de la teoría de la «fuente única» –aferrándose a un tipo de información y excluyendo todo lo demás– y hundirse en la ignorancia y la superstición. Una de las peores fuentes de desilusión es, naturalmente, un apego exclusivo a lo que se supone que exigen la «lógica» y la razón. Peor todavía cuando la lógica y la razón giran en torno a algo que pretende ser una verdad religiosa. Esta puede ser una fuente tan profunda de ceguera como cualquiera otra en el mundo, incluido el sexo. Siempre se ha de distinguir e ir más allá: se ha poner en tela de juicio la razón, con el fin de alcanzar la conciencia más profunda de la realidad que está incorporada a la vida misma. Lo que yo temo es vivir de tal manera que la vida resulte opaca y unilateral, centrada en una sola cosa, la ilusión del sí mismo. Todo el resto se define necesariamente en relación con este tipo de ignorancia. Una vez comprendido esto, puedes comprender qué es lo que a mí me hace marchar, no solo en el sentido literal de huir, sino también en el de motivar. Lo que hace marchar y lo que motiva no tiene ya, sin embargo, ninguna importancia. Lo importante es que la vida misma debería ser lúcida en «mí» (quienquiera que yo sea). Yo no soy sino la lucidez que hay «en mí». Ser opaco y duro de mollera, con opinión, con pasión, con necesidad, con odio, con poder... es no estar ahí, es estar ausente, es no existir. La tarea de convencerme a mí mismo de que este no existir es una presencia real: he ahí la fuente de toda falsedad y sufrimiento. Esto es el infierno en la tierra, el infierno en el infierno. Es el infierno del que tengo que mantenerme alejado. Y el precio de mantenerme alejado de él es que, en el momento en que cedo en algo a sus exigencias, experimento la angustia de la falsedad. Pero extirpar el sentimiento de angustia de un modo carente de lucidez inmediata es favorecer la ignorancia y la inexistencia. Este es mi miedo medular, miedo que define mi tarea en la vida.

(23 de junio de 1966) ¿Qué voy a ser sin ella? ¿Qué será ella sin mí? En primer lugar, nosotros no podemos estar ya realmente el uno sin el otro. En nuestras vidas hay algo completamente permanente e irrevocable: el amor mutuo que hemos experimentado, que nos ha cambiado, que permanecerá con nosotros con una 287

presencia oculta y transfigurada –transfiguradora–. «El día del derby siempre es hermoso». El hermoso «día» de nuestro amor, creación del amor en nuestras vidas, permanecerá como el día en que más profundamente vivimos y caminamos juntos. A mí ya nunca me faltará la presencia misteriosa, trascendente, de su sí misma esencial, que empezó a hablarme tan conmovedora y bellamente en las primeras horas de aquellas mañanas de mayo al despertarme en mi cama del hospital. Para mí, ella será siempre su suave voz hablándome claramente desde las profundidades de mi propio corazón, diciendo que la realidad central de todo se encuentra en nuestro amor, que nadie puede tocar ni alterar. Yo he necesitado este amor, y estar privado de él –es decir, no tener posibilidad alguna de verla– es algo que todavía no puedo entender. Francamente, si las cosas se hubieran presentado de otro modo, puedo ver que sería terriblemente razonable e importante para mí cambiarlo todo y pasar el resto de mi vida con ella. Desde un determinado punto de vista, eso es lo que debería haber pasado. Pero fue imposible. De ahí que hayan surgido tantas ambigüedades. Estar sin ella es estar privado de un significado central en mi vida. Es permanecer incompleto y, en cierto sentido, mutilado. Por otra parte, es probable que yo no hubiese podido hacer frente de manera digna a los problemas que se habrían derivado de nuestra situación social. De todos modos, esto es lo que hay.

(24 de junio de 1966. Viernes) La noche no ha sido tan calurosa como yo me temía. Dormí más o menos (me desperté por primera vez a la una). Soñé diversas cosas, todas ellas más o menos relacionadas con la comunidad. Por ejemplo: me encuentro en la ermita, y abajo, en el valle, hay unas personas (monjes) que están tratando de comunicarse conmigo por medio del semáforo, de banderas y cosas por el estilo. No sé cómo interpretar el mensaje. Hago gestos de impotencia acerca de mi desconocimiento de «las reglas». Realmente, esto no me preocupa mucho. Simplemente, deseo mostrar que me gustaría comunicarme con ellos si fuera posible. Más tarde soñé algo acerca del padre abad y del padre Flavian (mi confesor): estamos paseando de acá para allá, más o menos amistosamente y abiertos el uno al otro, charlando tranquilamente acerca de la vida eremítica y sus posibilidades. En último término, lo que yo busco en la soledad no es felicidad o plenitud, sino salvación. No «mi propia» salvación, sino la salvación de todos. Aquí es donde el juego adquiere gravedad. He utilizado la palabra rebelión en relación con la soledad. ¿Rebelión contra qué? Contra una idea de la salvación que desorienta a la gente. Una idea de la salvación que es enteramente legal y extrínseca y puede alcanzarse independientemente de lo falsa, marchita e improductiva que sea realmente la vida interior de uno. Esta es la peor ambigüedad: la impresión de que uno puede ser groseramente infiel a la vida, a la experiencia, al amor, a otras personas, al sí mismo más profundo... y, sin embargo, 288

obtener la «salvación» por un acto de terca conformidad, por la voluntad de ser correcto. Al final, esto se parece fatalmente, en mi opinión, al acto mismo en virtud del cual se desorienta la gente: la determinación de ser «correcto» a toda costa, a fuerza de endurecer la propia alma en torno a la elección arbitraria de una posición fija. Encerrarse en la propia equivocación central, negándose a admitir que se trata de una posición equivocada. Esta es una de las razones por las que es peligrosa la soledad: uno puede utilizarla con ese fin. No creo que yo pueda. No soy tan testarudo. Yo estoy aquí por un motivo: para abrirme, no para «encerrarme dentro» de una opción concreta con exclusión de todas las demás. Estar abierto a la voluntad de Dios y a la libertad, a Su amor, que viene para salvarme de todo lo que en mí mismo se opone a Él y le dice «no». Esto debo hacerlo, no para justificarme a mí mismo, ni para tener razón, ni para ser bueno, sino porque el mundo entero de gente desorientada necesita esta apertura, en virtud de la cual la salvación puede entrar en ese mundo a través de mí.

(Tarde del viernes) Terminar un libro suele ser motivo de alegría. Yo no soy capaz de terminar este, y no voy a hacerlo. De todos modos, ¿quién dice que este sea el final del mismo? Yo no. Si insisto en «terminarlo» –aunque no sea necesario que lo termine–, se parecerá mucho a un adiós. Y yo no deseo que parezca tal cosa. Ni siquiera quiero pensar en ello. Digamos simplemente que nuestra amistad y nuestro amor han entrado en una nueva fase. Personalmente, me encuentro de nuevo en el punto de partida. Han pasado tres meses justos desde mi operación. (Mañana es 25 de junio, y la operación tuvo lugar el 25 de marzo). Nunca olvidaré la mañana del 31 de marzo. Nunca olvidaré el miércoles de la Semana Santa, aquella noche lluviosa en que tú entraste en mi habitación antes de ir a Chicago, y ambos nos mostramos excesivamente tímidos para decirnos lo que ya casi sabíamos. Y la noche siguiente, cuando yo estaba despierto en la cama y me di cuenta de que te amaba. Y aquel Viernes Santo, cuando decidí dejarte una nota pidiéndote que me escribieras. (¡Qué contento estoy de haber hecho eso...!). Y tu primera carta, con su «obertura». Y mi carta, impulsiva e «intensa», que fue el comienzo de todo. ¡Cómo me alegro de que ocurriesen todas esas cosas...! ¡Cómo me alegro de los días maravillosos que con este motivo hemos vivido juntos...! Las hermosas cartas que he recibido de ti. Todas las llamadas telefónicas que finalmente, como yo mismo esperaba, me han complicado las cosas. ¿Qué decir del futuro? ¿Quién lo conoce? A pesar de todo, yo me aferro a una esperanza: la futura mañana en el cielo que está «prefigurada» en la mañana del 31 de marzo. Ese es el hermoso día para el que vivo. Lo demás no es otra cosa que tiempo que debe pasar hasta que llegue la mañana real. Yo estoy impaciente. Y espero que tú también lo estés.

30 de junio de 1966 289

Gehorsamsopfer: ofrecerse uno mismo a Dios como «sacrificio de obediencia» en la fe. Este es el punto crucial. Excesivo énfasis en mi propia verdad, en la auténtica libertad de uno mismo. Uno olvida las limitaciones y restricciones de aquello que «le es propio». Tendencia a considerar mi verdad y mi libertad «propias» como ilimitadas, últimas, «en mi propio caso». Podemos considerar esto como totalmente perdido. Paradoja de que solo la verdad de Dios sea en último término mi verdad (no hay una verdad para mí, otra para mi vecino, otra para Dios), y solo la voluntad de Dios es mi libertad. Cuando ambas parecen oponerse, ¿actúo yo libremente? «¡Bienaventurados los puros de corazón que ahora lo dejan todo en manos de Dios, como hicieron antes de que existieran!» (Eckhart). A esto es a lo que yo tengo que volver. Es como subir de nuevo a la superficie. Si, en el hospital, Eckhart fue mi balsa salvavidas, ahora parece el mejor eslabón para restablecer la continuidad: mi obediencia a Dios engendra Su amor en mí (¡que nunca se ha interrumpido!).

5 de septiembre de 1966. Día del Trabajo ¿Puedo esperar encontrarme ahora en una nueva zona, viajando con mayor seguridad, y que mi entrega a la vida eremítica vaya a ser algo más que un gesto cómico? Todo este asunto, ¿es simplemente una comedia personal fantástica? Me estoy cuestionando muy seriamente a mí mismo y mi vida entera. ¡La auténtica absurdidad de todo ello! ¡La irrealidad de buena parte de mi vida! Estoy pensando especialmente en la irrealidad de unos años que, cuando los evoco –por ejemplo, siendo maestro de estudiantes–, aunque el cargo me daba una apariencia de sustancia y consistencia, en realidad yo flotaba en una especie de vacío. Pienso que, en general, lo pasé bien; pero si hubiese sido más plenamente consciente, probablemente habría sido incapaz de enfrentarme con la situación. En una palabra, lo que yo veo es esto: que mientras yo creía estar funcionando a pleno rendimiento, estaba viviendo un tipo de existencia artificial, estúpida, una serie de improvisaciones más bien desprovistas de esperanza, una vida irreal desde muchos puntos de vista. Siempre sustentada por un cierto silencio y presencia incondicionales, una fe, un abrazarse al Dios Invisible. Este abrazarse (tal vez mejor, esta acción sustentadora de parte de Dios) ha sido la única cosa que al final ha tenido sentido. El resto ha sido absurdo. Y lo que todavía es peor: no hay ningún cambio esencial a la vista. Probablemente continuaré de una manera parecida a esta el resto de mi vida. Aquí estoy «yo»: esta masa confusa, este fardo de cuestiones y dudas y obsesiones, esta criatura que gira atraída por el silencio, por los bosques y por el amor. ¡¡Esta incoherencia!! No existe ya cosa alguna de la que pueda enorgullecerme personalmente, y menos que nada de «ser un monje», o de ser algo: escritor u otra cosa.

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10 de septiembre de 1966 El jueves, día 8, hice mi compromiso: leí la breve fórmula que yo mismo había escrito (la más sencilla posible). Dom James la firmó conmigo, contento de tenerme ahora en el banco como un activo que no corre peligro de escabullirse y perderse en algún juego de dados. (¿Está él seguro? ¡El terrible juego de dados del amor!). Un compromiso de «vivir en soledad el resto de mi vida, siempre que la salud me lo permita». Después de lo cual yo estaba en paz y dije la misa con gran alegría. Por lo que a M. se refiere, le guardo un cariño feliz, amistoso y tierno, profundo y nada obsesivo (espero), y este cariño durará. La amo, pero he dejado de ansiarla. Esto es al menos lo que yo siento en estos momentos. Aunque ¿hasta qué punto me conozco yo, de hecho, a mí mismo? Me conozco lo suficiente como para saber que podría estar haciéndome ilusiones. Durante todo el día de ayer en Louisville no pude quitarme de la cabeza la canción de Bob Dylan «I Want You». Otro día soleado. Fui a la consulta del Dr. Mitchell para hacerme algunas radiografías. La operación ha salido perfectamente. Otra vértebra con problemas por encima de la zona intervenida, aunque todavía no está tan mal. Evitar que empeore. La bursitis, mejor. Finalmente, durante el viaje de vuelta a casa, llamé por teléfono a M. desde una cabina cerca de la estación de Bardstown. (En aquel momento ella había vuelto a casa del trabajo). Fue una llamada feliz. Ella se muestra mucho más optimista desde que logró que su carta pasase, y su duro trabajo en el hospital es una ayuda. «Estoy muy cansada» – «¡Pienso constantemente en ti!». «Especialmente cuando me despierto». Estaba un poco molesta por el asunto de mi compromiso, pero yo le dije que todo iba bien. «Estuve pensando en eso todo el día» (el día 8 de septiembre, seriamente). Se mostró algo resentida por el hecho de que a mí me gustase la canción de Bob Dylan «Just Like a Woman». «¡Bien, es bonita!» (lo dijo con un tono que sonaba distante). Me olvidé de preguntarle la fecha exacta de su nacimiento. (¡Nació justamente unos dos meses antes de que yo pasase por Cincinnati, camino de Gethsemani! Yo había caminado por la estación de Cincinnati con las palabras de Proverbios 8 en mi mente: «¡Y mi delicia era estar con los hijos de los hombres!». Nunca he olvidado este detalle. Me impresionó fuertemente entonces. Extraño acoplamiento en lo más profundo de mi corazón entre M., la figura de la «Sabiduría», María, lo femenino en la Biblia, Eva, etc. Paraíso y sabiduría. ¡Verdaderamente misterioso, obsesionante, profundo, adorable, conmovedor, transformador!). Al empezar a hablar, ella se cambió al otro teléfono (al del dormitorio, supongo), donde podía expresarse más abiertamente. Hablamos de que nuestro amor era profundo e idéntico, de nuestro «radar». Yo dije: «Sí, pero no hay consuelo». A lo que ella contestó: «Esto es un consuelo». Fue una conversación distendida, divertida, amistosa, cariñosa, sin golpes bajos, sin angustia y sin humo. Me dijo que yo tenía que escribir un 291

poema sobre los trenes de mercancías que pasaban (le hizo gracia el extraño lugar desde donde estaba llamándola: siempre desea saber dónde estoy yo exactamente). Le dije que no podía garantizarle nada, pero esa mañana escribí un poema.

21 de septiembre de 1966 Un sueño. Sé que M. está bañándose sola en uno de nuestros lagos. Yo estoy cerca de allí, pero no he querido encontrarme con ella, por miedo a las consecuencias. Ahora, sin embargo, me acerco al lago y la veo bañándose en el agua allí, cerca de la orilla. (Aquí no hay ningún lago reconocible. ¿Qué aspecto tiene?). Ella parece claramente desconsolada y sola, como si hubiese perdido la tarde aquí sin propósito alguno, puesto que yo no he venido. Bajo hacia el lago vestido con mi hábito y le hago señales con la mano para decirle que voy. Ella, incrédula, sigue mostrándose desconsolada. Yo deseo llegarme hasta ella, pienso yo, aunque tenga que nadar desnudo. No parece que haya nadie en las inmediaciones. Pero, cuando me dirijo hacia ella por la orilla, me encuentro con uno de los monjes, que está sentado en la zona por donde yo tengo que pasar. No puedo llegar hasta ella. En este momento me despierto lleno de aflicción.

13 de octubre de 1966 La víspera del 6 de octubre llegaron Jacques Maritain, John Howard Griffin, Penn Jones y Babeth Manual. Una visita maravillosa. El día 7 por la mañana (despejado, frío) vinieron hasta la ermita. Les leí algunos poemas. Por la tarde salimos a pasear por los bosques. A última hora de la tarde, celebración de la misa para todos ellos en la capilla provisional exterior, cosa que a mí me gustó. Fue una misa hermosa. Como curiosidad, por deseo expreso de Jacques Maritain, la dije totalmente en latín y según la antigua liturgia. A él le encantó. A continuación, dio comienzo a la lectura de su libro –uno nuevo–, cuyas pruebas compaginadas me entregó: El campesino del Garona. En él se muestra tal vez un tanto cohibido: tiene plena conciencia de sí mismo como Le vieux Jacques («El viejo Jacques») y es en parte apologético, pero dice –pienso yo– algunas cosas muy atinadas sobre los amantes de la novedad y los defensores superficiales del cambio de carácter ingenuamente progresista («una cosa es buena en la medida en que es nueva»). La mañana en la ermita fue buena, porque encontraron interesantes los trozos de Edifying Cables que les leí. Fue algo alentador. También estuvieron allí Jack Ford y Dan Walsh, que llegaron por la tarde.

14 de octubre de 1966

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Mañana oscura y nubosa de octubre. Al norte, el cielo muestra un color púrpura extraordinario por encima de los pinos. Restos de mosquitos sobre la mesa debajo de la lámpara. El prefacio de Camus a El extranjero, su carta a un editor norteamericano, tiene cosas para hablar sobre la verdad y el silencio con profundas implicaciones monásticas. Yo debo rechazar todas las declaraciones y afirmaciones de lo que no conozco de hecho plenamente y que no experimento ni creo por mí mismo. No haciendo afirmaciones que se esperan de mí, simplemente porque se esperan, ya sea por parte del monasterio (o vida monástica), ya sea por parte del movimiento por la paz o por diversas ortodoxias y heterodoxias literarias. Si rechazo todo eso, no quedará mucho que decir. Pero, sobre todo –y en este punto coincidimos Maritain y yo–, evitar cualquier contacto con las frivolidades «posconciliares» del debate teológico y de la formación de opinión.

1 de noviembre de 1966 El tema del desierto en la Biblia. Estoy leyendo un buen libro de Ulrich Mauser (en una colección protestante) sobre ese tema. ¡De momento, enormemente provechoso! Puedo compararlo con mi propia vida. Ahora resulta evidente que todo el asunto con M. constituyó, de hecho, un intento de rehuir las exigencias de mi vocación. Aunque sin duda inconscientemente, se trató de sustituir una alianza especial con el aislamiento y la soledad, que es el corazón mismo de mi vocación, por un amor humano (y, después de todo, erótico). Yo no resistí la prueba, de hecho, sino que dejé que todo lo esencial se pusiese en tela de juicio y hasta traté de cambiarlo, aunque no fui capaz de ver que estaba haciéndolo. Afortunadamente, la gracia de Dios me protegió de los mayores errores. Mi difícil retorno al verdadero camino es un don de Su gracia. Pienso que me estoy recuperando poco a poco. Cada mañana me despierto sintiéndome un poco más libre (aunque no recuerdo haber soñado sobre este tema), de la misma manera que durante el pasado mes de mayo me despertaba cada mañana siendo un poco más esclavo. Ahora veo la inmensa angustia que soporté, pero no supe reaccionar. Ahora, gracias a Dios, puedo. ¿Qué pasará si ella me escribe otra carta de amor? De alguna manera, no creo que lo haga. Pienso que ambos hemos visto claramente que el asunto está superado y que ha sido un tanto absurdo.

13 de noviembre de 1966 Gelassenheit: sosiego, para que los sistemas, las palabras, los proyectos no se conviertan en un estorbo. Pero, no obstante, ser libre dentro de los sistemas, los proyectos. No tratar de eludir toda acción, todo discurso, sino adoptar una actitud gelassen («sosegada»), libre y desembarazada, en tal o cual acción. Error de contemplativos inseguros: estar obsesionados por un cierto tipo de inactividad, que en realidad es un encarcelamiento, un pasmo, lo contrario de la Gelassenheit. De hecho, el quietismo es 293

incompatible con la auténtica libertad interior. El fardo de este «quietismo» estúpido y forzado: el sí mismo descansando pesadamente sobre su propia cabeza.

10 de diciembre de 1966 Anteayer, fiesta de la Inmaculada Concepción, estuvo aquí Joan Baez: ¡Un día memorable! Ping Ferry había telefoneado al abad y había organizado la visita. (Ira Sandperl había escrito antes y había sido rechazada. Yo le había enviado a Joan un libro y una nota el pasado mes de julio). Un telegrama decía que llegarían en cualquier momento de la mañana. Estuve esperándolas sin hacer nada, y llegaron a eso de las 12:30. Estuvieron aquí toda la tarde. Fuera, sobre la granja de tabaco: cielo gris, viento frío; Joan descendiendo a carrera tendida por el ancho campo, sola, con los pantalones de marinero de color negro y su larga cabellera flotando al viento. Ira y yo hablando de todo y bebiendo cerveza. Quieren que yo deje esto y me decida a ir con ellas. «Alguien tiene que hablarles a los estudiantes, y tú eres la persona indicada», etc. No puedo explicarles exhaustivamente por qué no lo hago. Me refiero a que no puedo darles explicaciones. Esta soledad es la voluntad de Dios para mí. No se trata simplemente, por mi parte, de «obedecer» a las autoridades y las leyes de la Iglesia. Es algo más que eso. Aquí es donde están mis raíces. Volvimos a la ermita y pasamos allí el resto del tiempo. Escuchamos una de las caras de su nuevo disco «Noel». Encendí un fuego. Sentados en el suelo, hablamos. Alfombrillas rústicas extendidas por el suelo. La gente se sentó o se tumbó en desorden. El padre Chrysogonus estuvo con nosotros, totalmente hechizado. Después nos dejó y bajó al monasterio. Joan se sentó en una alfombrilla y comió queso de leche de cabra y miel y bebió té frente al fuego. ¡Encantadora! Joan es una chica indescriptiblemente dulce. Yo la amo. Y sé que ella también me quiere a mí. Me dijo que había descubierto la oración leyendo mis libros. Ella e Ira parecen haber leído la mayor parte de mi obra reciente, y les gusta. Gran apertura, calor, apoyo. Joan es una chica muy pura y sincera, se mantiene alejada de la droga, de todo; es considerada con razón como una especie de santa dentro del movimiento por la paz. Su pureza de corazón es impresionante. Una persona adorable, auténtica, totalmente humana. La cosa que más me impresiona en ella, por alguna razón, es una mezcla de fragilidad e indestructibilidad. Esta chica dulce y vital se encuentra aquí, y está en la tierra para este momento, para su tiempo, con una especie de evanescencia visible en su realidad, solidez y verdad. Una manifestación de la que podemos disfrutar nosotros un instante. Sin embargo, verdaderamente próxima, disponible, abierta, «entregada» en el

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sentido real de la palabra. «Aquí estoy yo». Una especie de epifanía de lo que nosotros más necesitamos. Joan Baez nos habló de su escuela de la no violencia: de las personas que acuden a ella, de lo que piensan y hacen (por ejemplo, es imposible convencerlas de que ella no recurre a la marihuana, etc.). La meditación: los periodos de silencio molestan a los vecinos. Ella misma necesita mucho silencio, es una especie de novia del silencio, una persona que escucha, que cuando habla sale del silencio con mucho amor y preocupación por todo. Amor por todas las criaturas. En íntima unión con la Madre, es la Madre. Hablamos de mi amor por M., y yo leí algunos de mis poemas. Joan se ofreció a llevarme en coche a Cincinnati –145 kilómetros de distancia y una hora de conducción bajo la lluvia– para que yo pudiera ver a M. cuando esta hubiera dejado el hospital (once y media de la noche). Así pues, nos llegamos a Bardstown y llamamos por teléfono a M. Pero después ellas no consiguieron que les cambiasen los billetes para una hora conveniente. ¡¡Menos mal que no me decidí a ir!! Habría terminado completamente agotado. Ya me cansé bastante viajando con ellas hasta el aeropuerto y volviendo al monasterio con Jack Ford, después de contemplar rápidamente la «colección de animales de cristal» en su casa. Sentido de culpabilidad al día siguiente por esta actitud impulsiva, por esta escapada nocturna.

6 de febrero de 1967 He trazado una «gráfica» de mi obra: los mayores altibajos se produjeron al principio. La caída más pronunciada, hasta rozar lo «horrible», fue en 1950 con What Are These Wounds? (¿Qué llagas son esas?). En la década de 1950, mis escritos fueron generalmente mediocres, aunque subieron de nivel al final, y la mayor parte de mis mejores obras son posteriores a 1957. Podría decir que, personalmente, me iría mucho mejor si solo hubiese publicado las siguientes obras: Thirty Poems, La montaña de los siete círculos, Semillas de contemplación, The Tears of the Blind Lions, El signo de Jonás, La vida silenciosa, El hombre nuevo, Pensamientos en la soledad, La sabiduría del desierto, Cuestiones discutidas, Nuevas semillas de contemplación, Semillas de destrucción, Por el camino de Chuang Tzu, Emblems of a Season of Fury, Incursiones en lo indecible, Conjeturas de un espectador culpable. Son quince o dieciséis obras: suficientes. Sin embargo, supongo que también las otras –algunas de ellas– contenían cosas que debían ser eliminadas de mi sistema.

22 de febrero de 1967

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Es el veinticinco aniversario de mi toma de hábito como novicio. Me he estado preguntando si merecía la pena volver sobre el pasado y poner por escrito algunas de las cosas que recuerdo. Ciertamente, los cambios han sido muy importantes. En muchos aspectos, hemos dado un giro de 180 grados con respecto a la actitud que predominaba cuando yo entré. ¿Cambio para bien o para mal? Ambas cosas. Ni para bien ni para ni mal. Los usos antiguos tenían que cambiarse, pero no sé si los nuevos tienen sentido. Es cierto que personalmente no creo en la vida monástica como cuando entré aquí: cuando yo estaba más seguro, sabía de qué iba la cosa. Sin embargo, estoy mucho más convencido de hacer más o menos lo que tengo que hacer, aunque no sepa por qué y no pueda justificarlo plenamente.

5 de marzo de 1967. Domingo «Laetare» Las flores de azafrán se multiplican y siguen ahí después de casi un mes, con un tiempo a veces muy frío. Ayer había abejas libando en ellas. He paseado por los bosques. Bosques que resuenan con voces distantes. El padre Matthew está levantando una tienda en la cima de uno de los promontorios, donde piensa construir una pequeña ermita (no para vivir en ella, sino para los días de retiro). También se va a construir otra ermita comunitaria en el lugar llano y sombreado donde, durante el pasado mes de mayo, tuvimos la comida al aire libre M., los Ford y yo. A mí siempre me ha gustado ir a pasear allí a lo largo del verano, leyendo a Eugenio Montale, a René Char, o simplemente rezando y pensando. Ahora también eso desaparecerá. Encontraré otros lugares. Habré de renunciar igualmente al lugar en la esquina del campo de San Malaquías: la gente irá por allí a causa de las estatuas (monumento a Jon Daniels). El hermano Giles está trabajando ahora por aquella zona, plantando cornejos, etc. De todos modos, sé que esta locura mía debe terminar. Aunque nuestras llamadas telefónicas eran cálidas y afectuosas, y aunque M. estuvo a punto de presentarse aquí el lunes (inesperadamente, el hospital la llamó, y tuvo que ir a trabajar), yo sé que nuestra historia de amor está tocando realmente a su fin, y es inútil tratar de mantenerla viva. Yo la echo de menos, sin duda; pero debo hacer frente a los hechos. Personalmente, me siento humillado y confuso por mi debilidad, mi vulnerabilidad, mi pasión. Después de todos estos años, ¡qué poco sentido y qué escasa disciplina...! No obstante, sé que en esa historia no faltaron en su momento cosas buenas.

31 de marzo de 1967. Viernes. Semana de Pascua Hoy es el aniversario del día en que vi por primera vez a M. en el hospital. El 31 de marzo del año pasado coincidió con el miércoles de la Semana de Pasión. Ese día se le encomendó a M., en su calidad de estudiante de enfermería, la tarea de cuidar especialmente de mí, cambiar las gasas de mi cadera, etc. Entró en la habitación y echó 296

un pequeño discurso sobre cómo yo iba a ser «su paciente», y yo apenas comprendí lo profundamente reales que iban a resultar aquellas palabras. Recuerdo aquellos días en que hablábamos y reíamos y las cosas marchaban tan bien que, en cuestión de una semana, nos habíamos enamorado. No puedo lamentar la parte que yo tuve en ello. Ciertamente cometí errores, y ambos habremos cometido una infinidad de las peores faltas. Pero el hecho es que nos amamos y nos entendemos el uno al otro y que, en cierto sentido, todavía nos necesitamos mutuamente, aunque sin duda todo el asunto está superado.

8 de abril de 1967 La noche pasada soñé con M. Hoy me doy cuenta, una vez más, de la profunda confusión en que he vivido, no simplemente a causa de M., sino, en general, debido a mi flojedad, mi imprudencia, mi incoherencia y frivolidad. Supongo que también ha tenido algo que ver mi pereza. Es cierto, sin duda, que en mi vida son muchas las cosas que han ido por mal camino. Sin embargo, yo no sabría decir exactamente cómo o dónde. Difícilmente puedo echarle la culpa a un solo síntoma. El que yo me enamorase tan perdidamente no fue una causa, sino un efecto. Pienso que en realidad todo ello hunde sus raíces en algo que ha permanecido en estado latente desde que entré en el monasterio. Así, también en mi actividad como escritor, mi persistente deseo de ser alguien, que es realmente tan estúpido. Sé que en realidad no necesito o no deseo eso; sin embargo, continúo persiguiéndolo. Ello no significa que yo deba dejar de escribir o de publicar, pero no tendría que permitir que nadie me halagase o lisonjease por ese motivo, consintiendo que se me utilice, haciendo manifestaciones y declaraciones, «estando ahí», «apareciendo». Aparezco en algunas películas (sin deseo alguno por mi parte, todo hay que decirlo) y estoy avergonzado de mí mismo. En la raíz: una atracción, a pesar de todo, por este tipo de publicidad. O, más bien, me gustaría ser conocido, amado y admirado, aunque no de esta manera chabacana y estúpida. Pero ¿hay tal vez alguna otra manera? En mi caso, si me tomase más en serio lo de permanecer desconocido, no me apresuraría tanto a aceptar aquello de lo que luego tal vez tenga que avergonzarme.

15 de abril de 1967 Un día encantador. Este año todo viene dos o tres semanas adelantado. Las hojas de los árboles casi han brotado. Han desaparecido los botones encarnados, y florecen los cornejos. Sol brillante. Nubecillas brillantes, puras. Cielo azul profundo. Estaba a punto de hacer un trabajo sobre el «Rito para la expulsión de leprosos», pero preferí salir a pasear por el bosque, al mismo lugar, cerca del estanque oculto. Todos mis antiguos deseos, los más profundos y verdaderamente míos, retornan ahora. Deseo de silencio, de 297

paz, de profundidad, de luz. Veo que me he comportado alocadamente al dejar que las corrientes modernas me influyeran tanto, aunque sin duda tengan su peso. Por otra parte, sé dónde se encuentran realmente mis raíces: en la tradición mística, no en el activismo y la ansiedad de la «ciudad secular».

13 de mayo de 1967. Vigilia de Pentecostés Un día más bien feo, lóbrego, húmedo. Estoy haciendo algo así como medio día de retiro para prepararme para la fiesta de mañana. Acaba de llegar otro librito sobre las apariciones marianas en Garabandal. Buena parte de esta historia parece cuestionable en sus detalles, pero la impresión general que deja es conmovedora, y una vez más me he sentido estimulado por ella. Independientemente de la autenticidad de las apariciones (que en su mayor parte parecen genuinas), yo experimento en mí mismo una profunda necesidad de conversión y penitencia: un arrepentimiento profundo, una sensación real de haber errado, de ir por mal camino, de estar perdido, con la consiguiente necesidad de volver a la verdadera senda. Necesidad de suplicar el perdón. Sensación de rebelión contra mi propia locura y frivolidad. Vergüenza y estupefacción por mi forma de jugar con la vida y la gracia. ¿Cómo pude ser tan rematadamente estúpido? Una sensación real de ser imperfecto y de necesitar inmensa ayuda y perdón: para recobrar cierta capacidad de amar a Dios. Sensación de la cercanía y misericordia de María.

14 de mayo de 1967. Pentecostés Relámpagos, truenos y lluvia a intervalos toda la noche; y ahora, al amanecer, más de lo mismo. El encantador valle, entre gris y verde; ahí fuera, hacia el sur, nubes brumosas desplazándose a baja altura por encima de las colinas y los bosques y, por encima de estas, pesadas nubes de color metálico oscuro. La semioscuridad lluviosa poblada de lirios de color amarillo pálido y el blanco nuboso haciendo florecer masas verdes del seto de rosales. Salí hace un momento, y un halcón emprendió su raudo vuelo: había estado esperando posado sobre la cruz o sobre el álamo gigante. La vuelta a la unidad, al fundamento, el espacio sagrado interno paradisíaco donde mora el hombre arquetípico en paz y en Dios. El viaje hacia ese espacio, a través de una esfera de aridez, dualismo, sequedad, muerte. La necesidad de valor y de deseo. Por encima de todo, fe, alabanza, obediencia a la voz interior del Espíritu, rechazo del abandono o compromiso. Lo que hay de «erróneo» en mi vida no es tanto una cuestión de «pecado» (aunque también es pecado), sino de inconsciencia, confusión, flojedad, relajación, desaparición del deseo, falta de valor y decisión, de suerte que me dejo arrastrar por un movimiento extraño y me someto a sus dictados. El curso del «mundo» que yo conozco no es el mío. 298

Continuamente me veo desviado hacia un camino que no es el mío y no conduce hacia donde yo estoy llamado. Solo si voy por el camino que debo seguir puedo ser de alguna utilidad «al mundo». Como mejor puedo servir al mundo es manteniendo la debida distancia y salvaguardando mi libertad.

30 de mayo de 1967 La noche pasada: sueños curiosos. Uno. Me encuentro en un lugar en el que hay unas monjas budistas, separadas de mí por una curiosa tira de papel delgado a modo de iconostasio o tabique impreso, detrás del cual oigo sus blandas risas eróticas, cuando se dan cuenta de que yo estoy allí. Sensación de ser atraído hacia ellas. El otro sueño. En el edificio del monasterio (Gethsemani) se ha declarado un fuego. El fuego arde lentamente en el interior del edificio, pero amenaza con convertirse en violento. Mientras tanto, en el edificio sigue habiendo gente. Pienso: «¿Por qué no salen?». Yo mismo me encuentro allí, moviéndome entre pequeños focos de fuego, pero consigo ponerme a salvo. El edificio se salva, pero todo lo que contenía en su interior queda más o menos destruido.

14 de julio de 1967 El abad: su complicada artimaña de simular que desea retirarse. En realidad, no puede ni quiere dejar el poder. Va por ahí diciendo a todo el mundo que es su «deber» mantenerse en el cargo y vigilar los cambios. Precisamente, lo que nosotros necesitamos, si queremos que la renovación sea real, es que él se retire. Pero se mantendrá en el cargo con el fin de evitar todo cambio real, y esa será su excusa para no abrazar una vida solitaria que realmente no desea. ¡Que Dios lo remedie! Me doy cuenta de que Dom James trata de engañar. ¿Y qué? ¿Qué bien me produce eso a mí? ¿Qué bien puedo procurarle yo a él? La cuestión más importante es que también yo estoy engañando, y tal vez más que los demás. Tal vez monstruosamente. Por ejemplo: la colección depositada en el Colegio Bellarmine, la colección de la hermana Thérèse Lentfoehr, todo el asunto de archivar y catalogar cada uno de los trozos de papel en los que yo haya escrito alguna cosa. ¡Qué comedia! Pero me gusta la idea y coopero con entusiasmo, porque me imagino que es un proyecto serio. Que yo perduraré. Que seré una persona estudiada y comentada. Es un verdadero problema.

2 de agosto de 1967

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Noche. Me quedo de nuevo levantado hasta tarde prestando atención a los grillos y las ranas, porque todavía no puedo ir a la cama. En el capítulo tuve que hacer de nuevo de intérprete, que no es, ni mucho menos, mi oficio. Comprendo que voy a tener que cargar con esto en lo que queda de visita. Volviendo hacia la ermita, me sentía estúpido, como si hubiese cometido un error. Y, de hecho, estas sesiones del capítulo son, en su propio estilo, estúpidas. Dom Ignace Gillet fue muy simpático y sencillo y dio una charla sobre sus impresiones del Japón. Yo hice un buen trabajo como intérprete, y todos quedaron tan contentos. Fue algo pueril. Me avergüenzo de mí mismo. Cumplí mi tarea lo mejor que pude, y fue ridículo. De este modo finjo pertenecer a este lugar (como si yo perteneciese a algún lugar). Los bosques, vale. Pero en el camino de vuelta yo me sentía triste. Me doy cuenta de que esto mismo es lo que pasa por doquier y con todo el mundo, excepto con muy pocas personas. Ir al capítulo es exactamente tan criticable como ir a Thompson Willett’s y jugar con la pequeña Alicia en el estanque. Ya de vuelta, leí un divertido periódico clandestino de Cleveland que suscitó en mí esa misma sensación. Es ridículo. Es una verdadera mierda. A continuación leí algo de poesía en una revista. Lo mismo. ¿He de pensar ahora que realmente pasa algo? Esto no es lógico. Sin duda, tendré que seguir yendo algunos días más al capítulo para ofrecer mi ridícula contribución. Pero no tengo ninguna obligación de leer desenfadados periódicos y revistas de poesía que, a pesar de todo, se toman a sí mismos tan en serio. Ni ninguna otra cosa por el estilo. Tal vez el Surangana Sutra. Eso es diferente, pero también hay un montón de porquería clásica en esa obra. Afortunadamente, en la ermita había algo de bourbon.

2 de octubre de 1967. Fiesta de los Ángeles Custodios Me gusta esta fiesta. Espero que mi ángel no esté furioso conmigo. ¿Lo estás? El énfasis puesto por los indios en el encuentro con la «persona de visión» de uno mismo y en la posterior obediencia a la misma. Hermoso y muy real. Esta mañana he leído un ensayo de Ruth Benedict sobre los indios pueblo como una cultura apolínea rodeada de culturas dionisíacas. Absolutamente cómico, en el sentido de que nos descubre una Ruth Benedict rodeada de violadores imaginarios. Los líos en que se mete, sus esfuerzos por explicar los pretendidos avances de esas culturas dionisíacas, sobre todo en el área favorita de la autora, incluido el asunto de la comida y la bebida rituales respectivamente de las defecaciones y de la orina. Lo siento, pero Ruth Benedict no logra convencer. ¡Lástima de antropóloga...! (Lo mismo sucede con Margaret Mead). Más seriamente: las intuiciones de Gaston Bachelard en La poética del espacio son psicológicamente más provechosas. En su estudio sobre casas, habitaciones, etc. –demeures–, me ha abierto repentinamente todo un abanico de cuestiones.

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La ermita, vale. Pero la Sala Merton... Yo poseo una llave de plata de la misma y nunca voy a visitarla, pero el público sí va. En ella hay y habrá extranjeros. Un puñetero nido de cuclillo. Esta sala se convierte en imagen típica de mi propia estúpida extranjería y falta de raíces a lo largo de toda la vida. Ambigüedades que actúan aquí: las pretendidas «raíces» en Gethsemani, donde yo soy un extraño, como son extraños la mayoría de sus otros moradores. Sin embargo, paradójicamente, para muchas personas yo estoy completamente identificado con este extraño lugar en el que no puedo creer con firmeza. Donde todas estas personas con votos de estabilidad están tan evidentemente a punto de emprender el vuelo (y no lo saben) o simplemente permanecen aquí por la fuerza de la represión. Incluso aquellos que aquí se encuentran como en su propio hogar continúan siendo extraños, aunque ellos no lo comprendan. Dom James. Hermano Clement. Padre Anastasius. Ciertamente, el arraigo personal de estas personas en el lugar es tan profundo que no pueden separarse de él. Y todos los muertos, de quienes nadie se acuerda... Yo estoy aquí, en buena medida, por culpa de las presiones ejercidas por Dom James. Él lo sabe, lo mismo que lo sé yo. Sin embargo, no hay ningún otro lugar al que yo quiera ir. Por otra parte, mi ubicación aquí en los bosques hace que, hasta cierto punto, yo esté separado legal y concretamente del techo y de la mesa comunes. No obstante su ambigüedad, la ermita es una realidad más personal. Pero, ¿qué es la Sala Merton? Un lugar donde yo arrincono papeles sin fin, en el que un yo de papel construye su nido para ser visitado por desconocidos, en un país extraño de irreal intimidad. La Sala Merton es un tipo de huida de Gethsemani, una acción de protesta para que todo aquello en lo que yo he puesto mi corazón no se eche a perder, ni se destruya, ni se desperdicie, ni se disperse, ni se pudra, ni se enlate, ni sirva para alimento de los ratones. La ansiedad que yo he experimentado en estos últimos tiempos se debe probablemente a la conciencia emergente de que todo esto es inútil: una no supervivencia, hasta cierto punto más extraña a mí que el mismo Gethsemani. Un último esfuerzo pueril y desesperado por suscitar el amor de algunas personas desconocidas en un futuro incierto. Pero todo es rilkeano. ¡Diablos, es Peter Pan! Desde luego, nada bueno. Todo en regla, si a ellos les gusta o no lo que yo he escrito, si lo entienden o no; en último término, no es más que una forma de incomunicación. No es esto lo que a mí me desespera (y que se supone he olvidado). De nuevo Sala Merton: ambigüedad de una puerta abierta que está cerrada. De una celda donde no vivo realmente. Donde viven mis papeles. Donde mis papeles son más que yo. Yo mismo estoy abierto y cerrado. Cuando más desvelo es cuando más oculto. Todavía hay algo que no he dicho: pero yo mismo no sé qué es, y tal vez haya de decirlo callándomelo. Un juego de palabras no lo conseguirá. O sí: Geografía de Lograire. Escribir esto es lo más divertido para mí ahora, porque, al hacerlo, he conseguido 301

finalmente salir de la autoconciencia y la introversión. Puede ser mi liberación final de todos los diarios. Tal vez sea esta la única tarea que me queda por realizar.

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SÉPTIMA PARTE: El final del viaje: 1967-1968 En cierto sentido, siempre estamos viajando, como si no supiéramos adónde vamos. En otro sentido, ya hemos llegado. No podemos llegar a la perfecta posesión de Dios en esta vida. Por eso viajamos en la oscuridad. Pero ya lo poseemos por la gracia. Y, por lo tanto, en ese sentido hemos llegado y vivimos en la luz. Pero, ¡qué lejos he de ir para encontrarte a Ti, a quien ya he llegado! La montaña de los siete círculos Al final, el asunto se reduce a la vieja historia de que somos pecadores; pero esa es precisamente nuestra esperanza, porque los pecadores son quienes se hacen acreedores a la infinita compasión de Dios. Ser pecador, desear ser puro, estar pacientemente a la espera de la misericordia divina y, por encima de todo, perdonar y amar a los demás lo mejor que podamos. Esto es lo que nos hace cristianos. La gran tragedia es que sentimos agudamente que, en nosotros, el amor ha sufrido deformaciones y ha sido escatimado y mutilado. Pero Cristo ama en nosotros, y la compasión de Nuestra Señora mantiene ardiendo su oración como una lámpara en las profundidades de nuestro ser. La lámpara no flaquea. Es la luz del Espíritu Santo, invisible, mantenida viva en virtud del amor que ella nos tiene. Carta a Czeslaw Milosz, en The Courage for Truth

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14 de noviembre de 1967 Hoy he viajado a Louisville con Naomi Burton para firmar el acuerdo de cesión, o depósito, en el despacho de O’Callaghan. Me alegro de haber dado este paso. Había que hacerlo, y ahora es un peso que me he quitado de encima. Independientemente de que todo haya quedado perfectamente estipulado, por lo menos he hecho algo que era necesario. Pienso que este acuerdo es tan práctico como pudiera serlo cualquier otra iniciativa. John Ford fue muy eficaz y ha colaborado en el mismo. Una vez puestos todos mis escritos en manos de esta institución, tendré que preocuparme mucho menos de que se haga algo. Y, obviamente, menos aún de que mis obras se publiquen. Me siento mucho más libre y dispuesto a olvidar todo eso y a centrarme más en la soledad.

25 de noviembre de 1967 Durante todo el día he tenido la sensación engañosa de estar en primavera. No solo por la luz y el aire fresco-cálido (cálido con una chispa de viento cortante como el de marzo), sino porque yo ayunaba y me sentía como en Cuaresma. Después, por la noche (comí hacia las 4, en lugar de hacerlo a las 5), se hizo de pronto mucho más claro, como si fuese marzo. A mediodía, en lugar de ir a comer, me llegué hasta las orillas del lago de San Bernardo (que está increíblemente bajo), y el cielo, las colinas, los árboles continuaban presentando un aire de claridad y frescor que me trajo a la memoria las primaveras de hace veinte años, cuando las cuaresmas eran muy rigurosas y yo era nuevo en el monasterio. ¡Extraño sentimiento! Revivir el frescor de aquellos días, cuando mi entera vida monástica estaba todavía ante mí, cuando todo estaba todavía abierto. Ahora toda esa vida queda a mis espaldas, y los años, uno tras otro, no han hecho más que prolongar una historia estúpida y nada satisfactoria. Pero el aire es como de primavera y fresco como siempre, y eso me llenó de asombro. Tuve que dejar de mirar y de preguntarme: los pinos de incienso que nosotros mismos habíamos plantado diez o quince años atrás habían alcanzado ya una altura de siete metros. La torre de vigilancia contra incendios brilla al sol como si fuese nueva, a pesar de haber sido levantada hace diez años (¡con qué esperanzas, por lo que a mí se refiere...!). Agua destellante en la superficie del lago. Un arrendajo azul pasa volando a baja altura tan reluciente como el metal. Me llegué hasta la zona del bosque donde se encuentran actualmente las esculturas de Jonathan Daniels y leí algunos textos escogidos de Orígenes. Permanecí en pie, admirando una vez más la tranquilidad y el brillo del sol y la luz primaveral. El nítido contorno de la dehesa, los oteros, el lustre de los árboles desnudos al sol esperanzador. Sin embargo, no es primavera. Estamos en el umbral de un duro invierno.

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28 de noviembre de 1967 Esta tarde salí y leí algo acerca de la meditación en uno de los libros de Winston King sobre el budismo birmano. Bastante bueno. Después volví e inicié la lectura de un nuevo libro de la editorial Penguin que reúne las notas de viaje de Basho. Quedé completamente abrumado por estas páginas. Es uno de los libros más hermosos que yo haya leído en toda mi vida. Me ofrece una visión completamente nueva (vieja) de mi propia vida. Todo él está redactado en el tono que a mí me gusta. Profundamente conmovedor desde todos los puntos de vista. Rara vez he encontrado un libro con el que me haya sentido tan plenamente identificado.

7 de diciembre de 1967 Los cuatro o cinco últimos días han sido totalmente fantásticos: entre los más insólitos de mi vida. Apenas sé cómo escribir acerca de ellos. Debería haber una clave completamente nueva, una especie de gozo inusitado, en este diario, en el que suelo mostrarme desconfiado y triste. Tengo que cambiar las ideas y los juicios superficiales que he hecho acerca de la vida religiosa contemplativa, de las órdenes contemplativas. Fueron juicios tontos, arbitrarios y desprovistos de fe. El retiro, o encuentro –o como quieras llamarlo– con las quince monjas contemplativas que estuvieron aquí desde el domingo por la tarde (3 de diciembre) ha sido maravilloso. Mucho mejor de lo que yo esperaba. Lo primero que quiero destacar es la evidente calidad de esas monjas. Todas ellas – o casi todas– eran auténticas contemplativas y realmente humanas (todas ellas, sin duda); gente completamente sencilla, sincera y auténtica. Nunca antes había tenido yo esta sensación de comunidad con ningún grupo, ni siquiera cuando la hermana Mary Luke Tobin y la hermana Jane Marie Richardson vinieron de Loretto, y dos monjes de nuestro monasterio –el hermano Maurice y el hermano Wilfrid– se presentaron aquí aquella mañana para la misa. La misa celebrada hoy en la ermita fue indeciblemente hermosa: algo que, simplemente, no puedo describir. Personas que deberían haberse mostrado más bien reacias se sintieron plenamente unidas, hasta el punto de que, por ejemplo, terminamos cantando la canción «We Shall Overcome» («Juntos venceremos») con la sensación de que nuestra propia revolución estaba en marcha. Suena bastante tonto, pero fue algo muy real. Sentarse juntos en silencio después de la comunión, con el sol naciente brillando dentro de la casita, fue algo indescriptiblemente bello. ¡Todo el mundo se mostraba feliz! Yo me sentí cansado únicamente el primer día. Después, todo fue fácil. Me gustaría escribir sobre cada una de las participantes, pero tal vez sería preferible no intentarlo. De

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hecho, me siento muy cerca de todas, de cada una de ellas de una manera particular. Sensación de respeto y privilegio de ser capaz de entenderme con tales personas. Para empezar la misa de hoy escogí una oración de Lancelot Andrewes, en lugar del Confiteor. La hermana Elizabeth leyó la epístola. Tuvimos una homilía dialogada (¡por primera vez en mi vida!). Todos participaron con peticiones en la oración de los fieles, en los mementos, etc. A continuación, otra oración de Lancelot Andrewes y una plegaria de la antigua liturgia siríaca para los eremitas. Después nos sentamos a tomar un café y pasamos unos momentos espléndidos. La ermita está bendecida con su recuerdo. Estos cuatro días han sido muy emocionantes, y me siento completamente renovado por ellos: el mejor retiro que jamás haya hecho en toda mi vida.

23 de diciembre de 1967 Esta noche será bastante fría. Estrellas brillantes, bosques fríos, silencio. Hoy he recibido una tarjeta postal de M. El otro día pensé de pronto en ella, de una forma tan viva que casi llegué a verla. Ese mismo día fue echada al correo la tarjeta. Ciertamente, de alguna manera, yo me siento menos real sin una comunicación constante entre nosotros, sin la sensación de estar en comunión (tan intensa el año pasado). El silencio monótono, inútil, de esta vida artificial, con todas sus tensiones y fingimientos, aunque sé que sería peor en cualquier otro sitio. ¡El matrimonio, para mí, sería terrible! Y, de todos modos, esto es ya agua pasada. Dentro de un mes cumpliré 53 años, y nadie que esté en su sano juicio se casaría por primera vez a esta edad. Sin embargo, esta tarde me preguntaba si, después de todo, no habría dejado pasar la ocasión de mi vida. ¡Un pensamiento espantoso!

26 de diciembre de 1967 La noche de Navidad fue buena. El último sermón de Dom James, sencillo y hasta conmovedor. La misa se simplificó, y todo el mundo parecía mucho más consciente y vivo que el año pasado, aparentemente porque habían celebrado una vigilia en inglés que había sido de su agrado. A esto hay que añadir la iglesia renovada. De vuelta a la ermita, dormí varias horas, con un sueño curioso, ligero y repleto de sueños. No podría recordar ninguno de ellos. Los padres Flavian e Hilarion se llegaron hasta aquí después de comer para celebrar un capítulo general de ermitaños, y entre los tres nos bebimos todo mi vino de misa. Tema general de conversación: Flavian debe ser abad y qué ha de hacerse con este lugar. Más tarde, visité la finca de los Gannon, y luego su perro me acompañó al volver, sin que pudiera deshacerme de él durante toda la noche. No quería dejarlo entrar o darle 306

de comer. Finalmente, cuando me levanté, hacía tanto frío que dejé entrar al perro en casa. Para entonces, el perro estaba muerto de hambre, entró corriendo triunfalmente y saltó sobre mi cama moviendo su enorme cola y diciendo: «¡Te quiero! ¡Dame de comer!». Finalmente, hacia las 8:30 les devolví el perro a los Gannon. Todo el mundo estaba preocupado, y Mamá G. lo buscaba por todas partes. Hoy han llegado más poemas de calidad para la revista Monks Pond. Tuve que escribir algunas cartas, y finalmente salí a dar un corto paseo.

6 de enero de 1968. Epifanía Oscuridad húmeda y plomiza. Nieva (pequeños copos acuosos). Accidentes. Ayer di con mi cuerpo en tierra al resbalar sobre el hielo y me magullé malamente la rodilla: por un momento, el dolor atenazó mis entrañas, sentí náuseas y pensé que iba a desplomarme o a vomitar. Atolondrado, no encuentro un lugar donde sentarme. Pienso que muy bien he podido romper la máquina fotográfica, una Rollerflex; es decir, la golpeé de tal manera que la parte posterior tal vez haya dejado pasar la luz. Veremos qué pasa con este carrete en la cubeta de revelado de Gregory Griffin. Otro accidente más: ayer por la mañana me despertó el ruido que produjo una jarra al estallar por haberse congelado el agua que contenía; el agua que no se había congelado se derramó por el suelo. Y esta mañana dejé caer un huevo al sacarlo de la nevera. Mis manos no sienten ni sujetan convenientemente (terrible torpeza al tratar de cargar la máquina fotográfica). La noche pasada tuve varios sueños curiosos, tal vez acerca de la muerte. Me veo de pronto atrapado por una inundación que me ha cortado todas las posibles vías de huida. No toda huida, pero sí el camino que a mí me gustaría seguir. Puedo volver a un lugar extraño situado más allá. ¿Dónde? Campos, nieve, contracorriente, una carretera, un puente, posiblemente reliquia de otro sueño. (Repentino recogimiento y algo parecido a una voz: «¡No es un puente!», es decir, ¡no hace falta ningún puente!).

15 de enero de 1968. San Pablo el Ermitaño Dos días trascendentales, cargados de nieve y más cargados aún de acontecimientos. El padre Flavian Burns ha sido elegido abad por una amplia mayoría y con inusitada rapidez (a la tercera votación).

21 de enero de 1968. Domingo tercero después de Epifanía 307

Otro día gris. En el suelo sigue habiendo una espesa capa de nieve, ennegrecida ahora por el polvo de carbón alrededor del monasterio. Mientras yo cenaba, alguien llamó ruidosamente a la puerta. Era el hermano Thomas, del monasterio, que venía para comunicarme que Sy Freed-good había muerto. Bajé al monasterio para llamar por teléfono a su mujer, Anne, y me enteré de que su casa en Bridgehampton había ardido la noche pasada y que él no había podido escapar del fuego. Por padecer una bursitis, había estado tomando una cierta cantidad de píldoras, y además bebía, por lo que probablemente se sintió demasiado torpe para escapar. Algo verdaderamente trágico, aunque, a decir verdad, durante la pasada primavera todo en él, algún tipo de disfunción, presagiaba su muerte. (¡Su accidente mientras viajaba hacia aquí ha sido todo un símbolo!). Yo no pude hablar con Anne, que se encontraba de camino entre Bridgehampton y Nueva York, pero sí hablé con uno de sus amigos en el apartamento de Nueva York. ¡Pobre Sy! Envié un telegrama a Lax, que actualmente se encuentra en Olean. Antes de oír estas noticias, yo había estado escuchando algunos quintetos de Mozart en el tocadiscos y había disfrutado con la música. Ahora ya no estoy para escuchar nada. Los ambiciosos planes de Sy durante la primavera para que yo saliera, «como Faulkner», una vez al año, etc. ¡De hecho, disfrutamos juntos de un hermoso día en Lexington! Este ha sido ya un año duro, y no sé que más sorpresas nos depara; pero tengo la sensación de que va a ser duro hasta el final y para todo el mundo.

23 de enero de 1968 ¡Pobre Sy! Ayer (en la capilla de la biblioteca) y hoy (en la ermita) he celebrado la misa por él. Recuerdo muchísimas cosas: Sy y Rice en mi bautismo; la vez que alquilamos la casa en Woodstock para el verano y después no pudimos ir –menos mal– (yo le realquilé a él mi apartamento). Bramachari, Lugar de Sy en Long Beach, los hermanos y los tíos. ¡Aquel estrafalario periódico –The Long Beach Free Press– que empezamos a publicar con Ken Hart! El año pasado, Sy presentaba un aspecto horrible, con su sombrero de piel y su cara vendada, y me di cuenta de que estaba acabado. Sin embargo, estaba lleno de ideas y planes. Juntos grabamos una cinta locuaz y profana. Hablamos de su psicoanálisis y de su psicoanalista, de quien él mostraba una gran dependencia, y de la muerte, que tenía muy metida en su cabeza.

13 de febrero de 1968

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Mañana despejada, glacial, aunque menos fría que los días anteriores, con un cierto sabor a tierra de primavera en el aire fresco. Hermosa salida del sol; los bosques respiran paz y silencio; los viejos frutos secos en el álamo amarillento brillan como preciosos artilugios. He alcanzado un nuevo nivel en mi (elemental) conocimiento de las estrellas. Ahora estoy en condiciones de decir dónde se encuentran aproximadamente las constelaciones durante las horas diurnas cuando son invisibles. No muchas, desde luego. Por ejemplo, el sol está saliendo en Acuario, y de esa manera sé que en el cielo azul, por encima de mi cabeza, el hermoso cisne extiende, invisible, sus amplias alas sobre mí. Un pensamiento hermoso, por alguna razón. Desde la reprimenda que recibí de Hayden Carruth he tenido en mayor aprecio a los cuervos que vuelan por estos entornos, y parece, de hecho, que nuestras relaciones son ahora mucho más pacíficas. Dos de ellos estuvieron posados en lo alto de un roble detrás de mi verja mientras yo paseaba por la cresta de la colina a la salida del sol rezando las horas menores. Escucharon sin inmutarse cuando yo canté las antífonas. Formamos un hogar, una liturgia, una asociación de buenas personas.

22 de febrero de 1968 De nuevo temperaturas bajo cero. Fuerte helada. Noche muy fría. He soñado que el presidente Johnson era asesinado en Louisville. Parecía tratarse de un acontecimiento más bien rutinario, y pocos le prestaron verdadera atención, aunque naturalmente la policía y los militares se pusieron en movimiento para encontrar al asesino. Lo detuvieron de forma casi inmediata. El hecho se hizo público por medio de un prolongado, extraño y sádico toque de corneta. Yo le pregunté a un soldado que pasaba a mi lado que de quién se trataba (tres soldados, siluetas oscuras en un césped en pendiente), y él me dijo: «Algún pastor británico en Israel». Después me desperté y continué tumbado, escuchando cómo se rompía y solidificaba de nuevo el hielo en el tonel de agua que hay fuera de la casa.

14 de marzo de 1968 Mi soledad está cambiando radicalmente. En este momento no doy ya por descontado que las tardes sean simplemente para escribir, porque eso era lo que se estilaba en la comunidad. ¿Por qué no a primera hora de la mañana? Después, por la tarde, estoy libre para salir a pasear por los bosques, alejándome de la ermita durante unas horas en que a muchos les da por «dejarse caer por aquí» sin previo aviso (como hizo el padre Tim Hogan con Malcolm Boyd). Ayer por la tarde, una vez más a pleno sol y con viento frío, me llegué hasta la Granja Oriental (de Linton) y descubrí un estanque que no había visto con anterioridad. 309

Se encuentra en la hondonada que hay en el recodo sureste de la granja, en una zona de cedros bajos. Hacía por lo menos diez años, tal vez incluso doce, que yo no había visitado ese lugar. En cualquier caso, era un rincón cálido, tranquilo, retirado, con muchas rocas, una depresión escarpada, un pequeño estanque artificial medio invadido por los juncos. Probablemente era el estanque en que se bañaba el padre John of the Cross cuando estaba más limpio. Permanecí tranquilamente al sol durante un largo espacio de tiempo. Pequeñas nubes situadas muy por encima de los árboles desnudos. El sol sobre el agua de color verde pálido. Calor. Paz. Una tarde sumamente provechosa. Volví a la ermita envuelto en el frío viento que soplaba sobre las tierras altas, preguntándome por qué malgastaba yo mis tardes escribiendo cartas. Naturalmente, tengo que hacerlo. Ahora mismo tengo que escribir algunas. Continuarán siendo cartas de rechazo. En la actualidad, cada semana rechazo dos o tres invitaciones a encuentros y congresos, algunos importantes; pero pienso que no puedo involucrarme en tales iniciativas o que merezca la pena hacerlo. El padre Flavian probablemente me dejaría ir si yo insistiera, pero no voy a insistir. Sigue pendiente la cuestión de Bangkok. A esta ciudad sí debería ir. Dom Leclercq es un buen juez en estos asuntos. El padre Flavian no tiene todavía la respuesta definitiva. Pero ¿será Bangkok un lugar al que se pueda ir durante el próximo diciembre? ¿No estará para entonces ardiendo toda la zona?

16 de marzo de 1968 Tiempo más cálido. Lluvia durante la noche. De nuevo, ranas. En un principio, había en el abrevadero (metro y medio de largo como mucho) una o dos ranas. Ahora son una pequeña y vocinglera colonia durante la noche. La colonia inocente, que canta felizmente en honor de la lluvia primaveral. A última hora de la tarde de ayer, me dediqué a podar unos cuantos árboles pequeños, incluidas las hayas que yo había plantado. Hoy tengo que bajar al monasterio para ver al padre Vernon Robertson, que evidentemente quiere implicarme en algún asunto. Trataré de que no sea así. Me ha estado pidiendo insistentemente que vaya a Louisville a dar una charla al Colegio Bellarmine. Esto me confirma en mi resolución de mantenerme fuera de todo eso. Casi a diario tengo que escribir una carta a alguien rechazando una invitación para asistir a un congreso o sesión de trabajo, o para dar charlas sobre la vida contemplativa, o sobre poesía, etc. Cada vez veo con mayor claridad que para mí esto sería un puro despilfarro, una diversión pascaliana, la participación en un vulgar engaño. (Para otros, no. Ellos tienen la gracia y la misión de ir por ahí dando charlas). Para mí, lo importante es guardar silencio, meditar y escribir; pero lo de escribir va en tercer lugar. Abandonar esto voluntaria y deliberadamente para salir fuera y charlar sería –¡para mí!– una estupidez. Para otros, retirarse a una vida solitaria como la que yo llevo sería igualmente estúpido. Ellos no podrían hacer lo que yo hago, y yo no podría hacer lo que hacen ellos.

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6 de abril de 1968 El miércoles por la tarde llegó (a última hora) Donald Allchin con un seminarista del Seminario Teológico General, de Nueva York. Habíamos planeado que el jueves viajaríamos a Shakertown, y así pensábamos hacer. Pero cuando yo me levanté el jueves, llovía a cántaros, y siguió haciéndolo todo el día. Al parecer, era el final de un tornado que había golpeado amplias zonas de Arkansas y Tennessee. A pesar de todo, salimos, fuimos a Pleasant Hill y visitamos los diversos edificios en medio de una lluvia torrencial. El restaurante no estaba abierto, y nos fuimos al Imperial House, en Lexington. Después, cuando el seminarista se fue a la Universidad de Kentucky para encontrarse con un sobrino al que no veía desde hacía tiempo, Donald y yo nos sentamos en la tienda de Gene Meatyard. Más tarde, nos detuvimos brevemente en Carolyn Hammer’s y fuimos a cenar a un restaurante llamado Lum’s. Para entonces ya había anochecido. Lum’s era un local curioso y pintoresco en las afueras de un monótono barrio situado cerca de un viaducto del ferrocarril. Sirven todo tipo de cervezas: nosotros bebimos una Carlson (danesa). Estaba encendida la televisión para las noticias. Varios tanques maniobraban en algún lugar de Vietnam; después apareció Martin Luther King hablando la noche anterior en Memphis. Me impresionó su tensión y su fuerza. Una especie de vaga impresión visual y auditiva. Casi en aquel mismo momento, era asesinado. Salimos del local y enseguida escuchamos por la radio del coche la noticia de que había recibido varios disparos y había sido trasladado al hospital en «estado crítico». Más tarde, mucho antes de que llegásemos a Bardstown, se divulgó la noticia de su muerte. Así pues, decidimos ir a Hawk’s, donde permanecimos sentados dos o tres horas hablando en una zona vacía del local (en la otra zona se estaba celebrando una fiesta). Fue una experiencia conmovedora y triste. Volví de nuevo tarde a casa (hacia las 23:30) y de nuevo dormí muy poco: apenas dos horas. El asesinato de Martin Luther King se agazapó en el techo del coche en que viajábamos como un animal, una bestia apocalíptica. Finalmente, ese hecho confirmó todos nuestros temores: el sentimiento de que 1968 es un año horrible, de que por fin las cosas se están aclarando de manera inexorable por sí mismas.

18 de abril de 1968. Jueves de Pascua El problema de la soledad real yo no lo tengo aquí. Realmente, no estoy viviendo como un ermitaño. Veo a demasiada gente, he de realizar demasiado trabajo activo, el lugar resulta demasiado ruidoso, demasiado accesible. Siempre hay personas que pasan por aquí. Me he mostrado excesivamente complaciente a la hora de recibir visitas, conceder entrevistas, etc.; voy demasiado a menudo a la ciudad, alterno con la gente, bebo, todo 311

eso... De lo que yo disfruto es de una cierta privacidad, pero la soledad real es cada día menos posible aquí. Ahora todo el mundo sabe dónde está la ermita, y en mayo voy a viajar al monasterio de Redwoods, en California. Una vez que empiece a viajar de acá para allá, ¿qué esperanza puede haber para mí?

25 de abril de 1968 Un hermoso día de primavera, uno de esos días difícilmente superables en hermosura. Todo aparece verde y fresco (una ligera capa de hielo a primera hora de la mañana). Sol resplandeciente, cielo claro; casi por doquier han brotado ya las hojas, excepto en algunos robles, que todavía presentan un tono más plateado que verde. Pero después bajé hasta donde se encuentra el buzón y recibí la terrible noticia. Un periódico de Nueva Zelanda (no sé quién me lo habrá enviado) habla del naufragio de un «gigantesco ferry» que se hundió a la entrada del puerto de Wellington. Todas las fotos y los titulares, y después, en la última página, en la lista de las personas fallecidas, Agnes Gertrude Merton, 79 años, Christchurch. ¡Pobre tía Kit! El accidente se produjo el día 10 de abril, hace ya dos semanas, el miércoles de la Semana Santa, y nadie me había dicho nada al respecto. Dije una misa por ella: la misa de la Santa Cruz. De vez en cuando me sigo preguntando si el naufragio ha sido real. Tal vez todo sea fruto de un error. Por la tarde estuvieron aquí los obreros. Están terminando de pintar, colocando puertas. Yo realicé los trabajos imprescindibles y salí al bosque a celebrar en silencio el duelo, paseando. La necesidad de lamentarme, de expresar y ofrecer la pena y la pérdida. Finalmente, cuando se marcharon los obreros, me senté cómodamente y leí todo lo que decía el periódico, un suplemento dominical del Dominion-Times, o algo así. Es terrible. Todo tipo de ambigüedades, misterio y confusión totales. Nadie sabe realmente lo que pasó. El buque se vio sorprendido por una tormenta y, aunque estaba equipado con los «últimos» adelantos, no sirvió de nada: muchos de los equipos salvavidas eran inadecuados, aunque a los pasajeros se les aseguró repetidamente que no corrían «ningún peligro». Luego, repentinamente, tuvieron que abandonar el barco, las lanchas salvavidas volcaron o se hicieron pedazos contra las rocas, etc. Una confusión espantosa. Y en medio de todo esto, ¡la pobre y dulce tía Kit, vieja y sin fuerzas para luchar contra un mar frío y embravecido! Contemplo el suéter que ella tejió para protegerme contra «el frío», y todo el asunto me resulta insoportable. ¿Qué se puede decir acerca de este tipo de acontecimientos? Nada que tenga sentido. Lo absurdo no lo tiene. Una terrible sensación de que, de algún modo, lo que tenía que suceder sucedió, y nadie puede decir realmente por qué. «¿Qué hizo ella para merecer esto?». Esta pregunta carece de sentido, y no se le puede «echar la culpa» al 312

Dios en quien yo creo, porque Él sufre esta incomprensibilidad en mí más que yo mismo. Pero llama la atención la ausencia de toda relación entre el valor tranquilo, educado y desprendido de la vida de tía Kit y esta muerte espantosa, violenta. ¿Qué tienen que ver estas olas y corrientes con ella? En último término, a uno le entra la vena poética y se pregunta si, de alguna manera, esas olas se hicieron «dignas» de ella, aunque sigue sin haber proporción: ni la más mínima. Supongo que en realidad la muerte es así para todo el mundo, pero habitualmente se presenta de una manera tan confortable, tan falsa... Cuando aparece al desnudo y en su aspecto terrible, recordamos lo que es realmente la muerte. Tal vez es de esto de lo que se trata: ¡Nada de una muerte fingida para tía Kit! ¡La cosa real con el rostro al descubierto! A pesar de todo, no es fácil para el amor soportar esta experiencia. Ni siquiera posible. Que Dios le dé la paz, la luz y el descanso en Cristo. ¡Mi infortunada tía...! Ahora hace acto de presencia el invierno en su jardincillo en la calle Repton, ¡y este ha sido su final! No va a conocer otra primavera. Yo había esperado que, de ir a Bangkok, podría visitarla en diciembre. No sé si podré visitar a los demás, y ni siquiera sé si acabaré yendo a Bangkok.

30 de abril de 1968. Martes Otra mañana clara y soleada, Mi capilla quedó terminada el viernes (fiesta de Nuestra Señora del Buen Consejo). Trabajé hasta muy tarde limpiándola, colocando en su sitio los iconos. El sábado por la mañana y el domingo (segundo después de Pascua: evangelio del Buen Pastor) dije la misa en ella. John Howard Griffin me hizo una breve visita el viernes y me habló de la horrorosa situación que se vive en las ciudades. Tiene una teoría acerca de los extremistas blancos que provocan actos de violencia. Es indudablemente cierto que la gente que muere en los disturbios es negra en su inmensa mayoría. Fuimos a hacer fotografías de la destilería, y acto seguido se marchó, porque tenía fiebre (se supone que no puede salir mucho de paseo). Mi capilla es sencilla, luminosa, de paredes blancas, con el color rojo cálido y brillante de los iconos; simplicidad, luz, paz.

4 de mayo de 1968. Día del derby Se supone que el lunes salgo para California, hacia el convento de Whitethorn, para una serie de conferencias y seminarios o algo por el estilo: debates, como dicen los franceses, à bâtons rompus, es decir, «sin continuidad». En conjunto, la idea de ir me agrada y me ilusiona mucho. Aunque, en el peor de los casos, ellas no saquen mucho provecho, yo 313

probablemente sí lo sacaré. Uno de los temas de debate será la curiosa cuestión de la «mística contemplativa» y su relación con la mística femenina enclaustrada, las almas que, como víctimas puras, se han apartado del mundo y rezan por él. ¡Cuánta ñoñería encierra esta idea...! Sin embargo, por nuestra parte hemos de ser serios en temas como la soledad, la disciplina, la oración. Esta tarde he hecho algo de limpieza, he quemado un buen montón de broza y hojarasca detrás de la ermita: los embalajes de cartón en que venían envueltas las piezas del cuarto de baño y otra basura, con ramas de pino desgajadas durante la ventisca del final de la Cuaresma. Mañana es ya el tercer domingo después de Pascua. «Un poco de tiempo y me veréis, y otro poco y no me veréis, porque me voy al Padre» (Juan 16,17). Esto me recuerda que el otro día recibí una amable tarjeta postal de Thich Nhat Hanh: el día 15 de junio expira su visado y, por lo tanto, tendrá que abandonar el país. Mientras tanto, la guerra continúa, y el gesto de paz de Johnson ha sido, obviamente, otro gesto para la galería.

13 de mayo de 1968. California. Monasterio de Nuestra Señora de Redwoods Me encuentro en la Costa del Pacífico, a unos ochenta kilómetros al sur de Cabo Mendocino. Ladera totalmente despejada, desierta, frecuentada solo por ovejas y golondrinas, sol y viento. Ni una sola persona en kilómetros a la redonda. Olas rompiendo sobre la negra arena. Vocingleras gaviotas vuelan bajo y se posan pulcramente sobre sus propias sombras. Me encuentro aproximadamente a medio camino entre Needle Rock, donde hay una casa abandonada, y Bear Harbor, donde hay otra casa abandonada. Las separan cinco kilómetros. En toda la línea costera al alcance de la vista en ambas direcciones no se descubre ni un solo asentamiento humano, aunque hay un pequeño rancho de ovejas oculto tras Needle Rock. Hacia el norte, en dirección a Shelter Cove, una fábrica de nubes donde el viento apila humeante humedad a lo largo de los escarpados flancos de las montañas. Sus cimas están completamente cubiertas. Tierra adentro, en el valle del Mattole, cerca del monasterio, probablemente está lloviendo. Hacia el sur, pirámides gemelas desnudas. Abajo, en la costa, un punto rocoso donde se reúnen en asamblea silenciosa e inmóvil pájaros marinos, tal vez pelícanos. Lejos en el mar, un largo y bajo barco parece no dirigirse a ningún lugar. Se mantiene quieto en medio de un remanso aislado de luz, como anclado en la eternidad. Sin embargo, antes que yo ha estado aquí alguien con una pequeña caja de uvas besadas por el sol, sin semilla; yo he traído también una de esas cajas. Así pues, quien 314

me ha precedido ha podido ser una monja del monasterio de Redwoods. Un enorme tiburón se recuesta en las olas en su marcha hacia el sur. Está cerca de la costa y muestra su aleta dorsal. Débil balido de un cordero en la ladera de la montaña, amortiguado por el viento marino. Cuando, hace cuatro o cinco días, vine hasta Needle Rock, le dije al ranchero que pensaba permanecer algunos días en esta ladera de la montaña. Él acabada de trasquilar sus ovejas. Todas ellas permanecían todavía encerradas en el rancho. Ahora están de nuevo en las montañas. Esta mañana me cobijé bajo un pino grueso y chaparro mientras las ovejas resistían impávidas bajo un violento aguacero. Canto de gorriones por doquier en los árboles retorcidos. «Ni aceptar ni rechazar nada» (Astavakra Gita). Bajamar. Amplias olas arrastran tras de sí blancas mangas de espuma que mueren en la arena, como manos que buscan el teclado de un instrumento.

14 de mayo de 1968 El domingo, después de misa, la hermana Katryn bailó con los pies descalzos en el coro. Belleza de estas monjas flamencas y también de las monjas americanas. Más bellas con sus sencillos vestidos azules y grises sin velos que con el amanerado y voluminoso hábito cisterciense: la cogulla y el cuello alto. En el coro visten ligeras cogullas y pueden utilizar los velos que ellas prefieran. Algunas, como la encargada de dirigir el canto del Oficio, llevan una digna mantilla. Otras, una cinta que les recoge el pelo; otras, nada. No saltar de un pensamiento a otro, dice Teófanes el Recluso, sino darle tiempo a cada uno para que se asiente en el corazón. Atención: Concentración del espíritu en el corazón. Vigilancia: Concentración de la voluntad en el corazón. Sobriedad: Concentración del sentimiento en el corazón. Bear Harbor es mejor que Needle Rock desde muchos puntos de vista: más aislado, más resguardado. Una casa más reciente en un abrigo mejor, con un generador. Después de pasar los establos y el increíble bosquecillo de eucaliptos, llegas finalmente a ella. Flores en Bear Harbor. Al lado de lirios silvestres de un metro o metro y medio de altura hay lirios blancos, o calas, que crecen espontáneamente entre los helechos y el extraño terraplén; una profusión de rosas y cantidad de arbustos en flor cuyos nombres ni siquiera conozco.

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Bear Harbor: ensenada rocosa repleta de troncos de madera a la deriva, algunos de los cuales están medio quemados. Buena parte de esta madera serviría como leña para el fuego. Aproximadamente a un kilómetro y medio de Bear Harbor hay una hondonada en la que ahora me encuentro sentado. Se podría instalar aquí confortablemente una pequeña caravana. Un pequeño y ruidoso riachuelo, muchas codornices. El océano en calma: muy azul a través de los árboles. Calas que crecen en estado salvaje. Un papamoscas muy activo. El sol brilla a través de sus alas como a través de un abanico japonés. Es la fiesta de San Pacomio. Muchos helechos. Un pájaro grande y extraño, de la familia de los halcones, sobrevoló la zona hace un momento; tal vez se trate de una cría de águila. Ayer por la noche llamé a Ping Ferry a Santa Bárbara. Él me habló de pájaros, de la costa, de Robinson Jeffers, y me dijo el nombre del gran arrendajo de color azul oscuro, con una cresta negra, que vi ayer. Le llaman el arrendajo de Steller. ¿Sabe el arrendajo en cuestión quién es su dueño? Lo dudo. ¡Maravilloso color azul! Ocho cuervos revolotean en el cielo. Interesante evolución de las sombras sobre la desnuda colina debajo de ellos. A veces los cuervos vuelan lentamente, y su danza se confunde con la de sus propias sombras sobre la pared verde oliva casi perpendicular de la zona de pastos de la montaña. Abajo, las vistas del océano. «¿Cuántas encarnaciones has dedicado a las acciones de cuerpo, mente y lengua? Lo único que ellas te han aportado ha sido dolor. ¿Por qué no acabar con ellas?» (Astavakra Gita). Reencarnación o no, estoy cansado de hablar y de escribir, como si lo hubiese estado haciendo durante siglos. Ahora es el momento de prestar atención, sin prisas, a este océano asiático. Allá lejos, Asia.

16 de mayo de 1968 Estoy volando sobre montañas nevadas hacia Las Vegas y Albuquerque. Leo las veleidades de Han Yu acerca de las montañas en el libro dedicado a los poetas del final de la dinastía T’ang que compré ayer en la librería City Lights de San Francisco. En el sector comercial de San Francisco, mientras las hermanas iban a encontrar a Portia, la postulante con la que tenían que verse, yo anduve un rato dando vueltas. Portia terminaba su turno de trabajo en Penney’s. Hice una llamada a Lawrence Ferlinghetti. Primero me llegué a City Lights, pero él no estaba en la librería. Adquirí algunos libros: los poetas T’ang, Heilo, algo sobre zen, Kora en el infierno, de William Carlos Williams. Nosotros cenamos en el restaurante italiano Polo’s. Ferlinghetti llegó cuando ya habíamos terminado la botella de Chianti. Salí con él en busca de un local de la Gran Avenida que sirviera café expreso, el Trieste, 316

donde un joven músico me habló de algunas visiones que había tenido. Buenas visiones, y no a base de drogas. La noche pasada dormí en las oficinas de la editorial City Lights. Una cama con un colchón en el suelo, una guitarra, un magnetófono y una ventana que daba a una escalera de incendios. Una manzana de la Colina del Telégrafo (Telegraph Hill). Ruido de los coches al subir las empinadas calles durante toda la noche. Finalmente, hacia la una y media, llegó la calma. Pienso que dormí entre dos y cinco horas, además de una hora en algún momento a eso de la medianoche. Mañana. Encantadoras muchachitas chinas dirigiéndose en todas las direcciones a la escuela, una de ellas con un violín. Amplio cráter abierto por un meteorito en el desierto de Arizona, como un dondiego de día castaño y rojo. Soy la absoluta pobreza de Dios. Soy su vacío, pequeñez, nada, fracaso. Una vez entendido esto, mi vida en su libertad, el autovaciamiento de Dios en mí, es la plenitud de la gracia. Un amor a Dios que no conoce ninguna razón, porque Él es la plenitud de la gracia. Un amor a Dios que no conoce ninguna razón, porque Él es Dios, un amor sin medida, un amor a Dios como persona. Amar a todos y no odiar a nadie: tal es el fruto y la manifestación del amor de Dios. Paz y satisfacción. Olvido del placer mundano, renuncia a uno mismo en el amor de Dios, canalizando todas las pasiones y emociones hacia el amor de Dios.

17 de mayo de 1968. Nuevo México Me encuentro en el monasterio de Cristo en el Desierto, Abiquiu (Nuevo México). Al llegar ayer aquí, las impresiones que recibí fueron muy fuertes. La enorme extensión del Valle del Río Grande. Montañas Sangre de Cristo, azules y nevadas. Después de Santa Fe, maravillosa cordillera de montañas sin nieve, áridas, configuraciones alargadas perfectamente definidas que se dilatan a lo largo de kilómetros y kilómetros bajo una luz pura. Mesetas, extensos ríos, álamos de Virginia, artemisas, elevados farallones rojos, pinos piñoneros. Sobre todo, estoy impresionado por los kilómetros y kilómetros de vacío. Este monasterio, al que se llega por una espantosa carretera, está a poco más de veinte kilómetros de la autopista más cercana. En toda esa extensión, solo se encuentra otra casa: el rancho Skull. Alrededor del monasterio, nada. Silencio absoluto. Por la noche, el brillo de las estrellas ilumina débilmente la sala de huéspedes. Único ruido perceptible: el lento parpadeo de la luz piloto del calentador de gas. El edificio de adobes

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está lleno de hermosos Santos (sic), antiguos y recientes, serios como pájaros del desierto pintados.

18 de mayo de 1968 Esta mañana he empezado a examinar la copia que Ferlinghetti me entregó en San Francisco de Mount Analogue, el libro de René Daumal que el mismo Ferlinghetti acaba de publicar. Siguiendo el cañón donde yo estoy sentado ahora, tres kilómetros y pico más abajo del monasterio, nos encontramos con la pesada arquitectura abovedada de una fértil montaña flanqueada de farallones rojos en forma de columnas, pesada como los grandes palacios de Babilonia que popularizó el cine de la década de 1920, pero mucho mayor. Viento fresco, canto de un petirrojo común en los cedros bajos y retorcidos.

19 de mayo de 1968. Domingo quinto después de Pascua Tomado de Mount Analogue: «De cómo se ha demostrado que realmente existió un continente, desconocido hasta el día de hoy, con montañas mucho más altas que el Himalaya..., de cómo sucedió que nadie lo detectase con anterioridad, de cómo llegamos nosotros a él y qué criaturas encontramos allí..., de cómo otra expedición que perseguía objetivos completamente distintos estuvo a punto de ser destruida». La pasada noche, a la hora del crepúsculo, los tres patos blancos domésticos emprendieron una veloz carrera a través de la verde alfalfa hacia el río. Se metieron en sus rápidas aguas, nadaron hacia la orilla opuesta y estuvieron agitando sus blancas alas en los bajíos del río. Después, el cuarto pato descubrió la ausencia de sus camaradas y los siguió a través de otra esquina del campo de alfalfa. Los reclamos de los cuervos aquí en Nuevo México, lo mismo que en California, son más discretos, más melodiosos, más breves, menos insistentes que en el este. Los cuervos parecen volar a una gran altura psíquica, en otra esfera. Una esfera, naturalmente, de elevadas rocas y achaparrados pinos piñoneros. La curvatura del espacio que se encuentra detrás de Mount Analogue permite que la gente viva como si dicho monte no existiera. De ahí que todo el mundo venga de un país desconocido, y casi todo el mundo de un país demasiado conocido.

20 de mayo de 1968

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Atardecer. Puesta de sol sobre el aeropuerto de Memphis. He venido desde Dallas en un lento avión de hélice sobrevolando el área inundada de Arkansas. Entre Albuquerque y Dallas terminé la lectura de Mount Analogue, un libro muy hermoso. Su desenlace se produce en un extraño momento, una señal para la conciencia escatológica. O tal vez no tenga ningún desenlace, puesto que el ascenso no ha hecho más que empezar.

21 de mayo de 1968. De vuelta en Gethsemani El país que no está en ninguna parte es el auténtico hogar, solo que parece que la costa del Pacífico en Needle Rock es más ninguna parte que este, y Bear Harbor es más ninguna parte aún. (Me he sentido tentado de tachar esto, pero en estas notas prefiero dejarlo todo, permitirlo todo). ¿Estáis ahí, amigas mías? Seguís bajo los gigantescos árboles, recorriendo vuestros caminos y ocupándoos de vuestras tareas, desde la escarpada pendiente hasta el espacioso lugar donde se tejen las casullas: la hermana Gerarda pedalea en una bicicleta hacia los alojamientos de los huéspedes, la hermana William se dirige a hornear formas, la efusiva hermana Veronica está en la cocina. La hermana Katryn parece una oscura descendiente de la hermana Katrei del Maestro Eckhart. Las hermanas Katryn y Christofora fueron las que, según todas las apariencias, respondieron con mayor conocimiento de causa siempre que se mencionó al Maestro Eckhart. La hermana Dominique, impulsiva, vestida de azul, llena de melodías, me llevó en coche a comprarme unos pantalones Levis en unos almacenes. La hermana Leslie de Vassar, enorme y amable. La hermana Diane de Arizona, de ojos azules e interesada en los ashrams. Las hermanas Shalom y Cecilia, que llegaron más tarde a la fiesta. La madre Myriam, la abadesa, a quien corresponde el mérito de este admirable lugar. ¿He olvidado a alguien, además de las dos postulantes, la pequeña Carole de tez oscura con el Volkswagen y la gran Portia de San Francisco? Cerca del monasterio, las elevadas y silenciosas secuoyas, la casa de los Look y otra casa, vecinos al lado del río Mattole. La línea del condado: aquí Mendocino, allí Humboldt. La costa despoblada que yo prefiero es Mendocino. Tengo que volver aquí. Finalmente, estuve de vuelta en Kentucky con toda esta lluvia. Los pequeños árboles caducifolios están cubiertos de hojas verdes; pero ¿son árboles reales? La venerable luz fría primaveral en los bancos de arena del río Eel, las inmensas secuoyas silenciosas. ¿Quién puede contemplar estos árboles y soportar el estar lejos de ellos? He de volver. No es justo que yo muera bajo árboles más pequeños. En nuestros monasterios nos hemos dado por satisfechos al encontrar nuestro camino hacia un tipo de paz, una vida sencilla, sin perturbaciones, reflexiva, Esto es bueno, sin duda, pero ¿es suficiente?

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Yo, por de pronto, me doy cuenta de que ahora necesito algo más. No simplemente llevar una vida tranquila, productiva hasta cierto punto, orar, leer, cultivar el tiempo libre: otium sanctum! Uno siente la necesidad del esfuerzo, de la profundización, del cambio y la transformación. No es que yo tenga que poner en marcha un proyecto especial de autotransformación o que deba «trabajar sobre mí mismo». Vistas así las cosas, sería preferible olvidar todo esto. De lo que se trata es, sencillamente, de salir a pasear, vivir en paz, dejar que el cambio se instale silenciosa e invisiblemente en el interior. Pero, de hecho, yo tengo un pasado con el que he de romper, una acumulación de inercias, desperdicios, errores, locuras, corruptelas, trastos viejos, una gran necesidad de amplitud de mente o, más bien, de «superación de la mente»: un retorno a la práctica genuina, al esfuerzo justo, a la necesidad de espolear la gran duda. Necesidad del Espíritu. ¡Dejarse guiar por la luz clara!

24 de mayo de 1968 Nostalgia del Pacífico y de Redwoods: es decir, las secuoyas. Una sensación de que, cuando estaba allí, yo era indeciblemente feliz. Tal vez lo era. Ciertamente, cada uno de los minutos que pasé allí, especialmente al lado del mar, me sentía como en casa, como si hubiese recorrido un largo camino hasta alcanzar el lugar al que realmente pertenecía. Tal vez es absurdo. No lo sé, pero eso es lo que siento. Aquí parezco alienado y desterrado, como si realmente no hubiese absolutamente ninguna razón –excepto las consabidas tenazmente utópicas– para estar aquí. Como si estuviese engañándome a mí mismo permaneciendo aquí, donde no soy más que un extraño y nunca seré otra cosa. Sé lo fácil que resulta dejarse engañar por tales cosas. Así pues, trato de no prestarles atención. En definitiva, pienso que la decisión de salir de aquí fue la más acertada: tratar de obtener permiso para pasar por lo menos la Cuaresma en Bear Harbor, pero conservando mi «estabilidad» aquí. Esta noche todo el asunto parece frívolo, como si semejante solución no fuera realmente sincera, sino un simple compromiso, muy poco real por otra parte. Como si yo debiera abandonar sin más este lugar y dirigirme adonde pueda gozar de una soledad real, sin verme aprisionado en esta pretensión artificial que me ata a este lugar. Tal vez incluso Nicaragua. Naturalmente, el problema se plantea ahora porque yo me he sentido muy unido a estas monjas inteligentes y abiertas, europeas en su mayoría (y dos americanas, también inteligentes). La relación que tengo con ellas es mucho más estrecha que la que me une con algunas personas de Gethsemani (con muchas de las cuales, sin embargo, me entiendo perfectamente: después de todo, la mayoría de los monjes de Gethsemani han sido alumnos o novicios míos en uno u otro momento. Sin embargo, ¡es tan poco lo que tenemos en común...!).

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No debo engañarme a mí mismo al abordar este tema. Pero sería bueno, sin duda, vivir solo en la ensenada de Bear Harbor e ir una vez a la semana al monasterio para dar una charla a las monjas y recoger suministros. Es decir, al menos durante la Cuaresma. Pienso que el padre Flavian me lo permitirá, aunque todavía no ha dicho la última palabra.

6 de junio de 1968 Más desgracias. Bajé al monasterio con mi colada, vi la bandera a media asta y le pregunté a alguien si había muerto Robert Kennedy. Efectivamente, ¡había muerto! La noticia resultó muy deprimente: ¡Eran tantas las esperanzas de que sobreviviría...! Le he enviado un telegrama a Ethel.

7 de junio de 1968 He mantenido una interesante conversación con el padre Flavian. El abad parece abierto a la idea de que yo pueda vivir solo algún tiempo en la costa del Pacífico, e incluso tal vez a que pueda viajar a Asia para visitar algunos centros budistas. Mientras tanto, vaya o no algún día a Asia, me doy cuenta de la importancia que tiene actuar con seriedad en lo referente a la disciplina y la profundización en la práctica de la meditación: la tranquilidad y la privacidad (cosas que, de todos modos, yo no tengo siempre) no son suficientes. Realmente, he alcanzado en mi vida el punto en que una sola cosa es importante: llámenla ustedes «liberación» o como prefieran. Aunque yo puedo escribir o no escribir, no necesito ya hacerlo y estoy decidido a negarme cada vez con más frecuencia a escribir tantos prólogos y artículos. (Los que escribo, es porque realmente me interesan; pero este interés es menor cada día). Sé que este sentimiento me ha embargado ya en otras ocasiones, pero ahora parece ser más decisivo. Pienso que, de hecho, ahora es el final.

14 de junio de 1968 Otro día estupendo. He tenido una charla positiva con el padre Flavian. El abad había recibido una carta del Prior de nuestro monasterio en Indonesia. Este último, dando por sentado que yo iba a asistir a la reunión regional de abades de Asia en Bangkok, preguntaba si yo podría dirigirles un retiro en Rawa Seneng. El padre Flavian dijo que podría dirigirlo, si lo deseaba. Y lo deseo. Es una oportunidad para visitar Asia y realizar una experiencia enormemente necesaria. Sin embargo, todavía falta mucho tiempo. Cinco meses, como mínimo.

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Esto implica que para el próximo invierno debo descartar todo compromiso como escritor; y como espero ir también a Japón a visitar algunos lugares relacionados con el zen, tal vez desde allí pueda ir a visitar San Francisco y la costa norte.

29 de junio de 1968. Sábado. San Pedro y San Pablo Estoy dedicando la tarde a leer Shantideva en el bosque cerca de la ermita, concretamente en el bosquecillo de robles que hay al suroeste: un sitio fresco, abierto a la brisa, en una tarde calurosa. Pienso profundamente en Shantideva y en mi propia necesidad de disciplina. Qué loco he sido, en el sentido literal y bíblico de la palabra: irreflexivo; impulsivo, perezoso, egoísta y, sin embargo, extraño a mí mismo, infiel a mí mismo, obediente a las más estúpidas fantasías, guiado por las emociones y las necesidades más tontas. Sí, lo sé, en parte es algo inevitable. Pero también sé que, a despecho de todas las contradicciones, existe un centro y una fuerza a los que puedo acudir siempre que realmente lo desee. La gracia de desearlo está seguramente ahí. No sería bueno para nadie el que me limitase a ir por ahí dando charlas, aunque fuesen muy elocuentes, en estas condiciones. Todavía hay tantas cosas que aprender, tantos aspectos en los que profundizar, tanto a lo que entregarse... Mi ocupación real no puede identificarse, sin más, con la tarea de lanzar al público palabras e ideas, ni de «hacer cosas», aunque sea para ayudar a otros. El mejor regalo que yo puedo ofrecer a los demás es liberarme yo mismo de los engaños comunes y ser libre, para mí mismo y para ellos. Después, la gracia podrá actuar en mí y, a través de mí, en favor de todos. Leyendo a Shantideva lo que más me impresiona es el énfasis que pone en la soledad, pero también la idea de que la soledad forma parte de la clarificación, que incluye vivir para los demás: disolución del yo «al entregarse uno mismo a todos» y mirar el sufrimiento de cada uno como sufrimiento propio. En realidad, esto es incomprensible, a no ser que se comparta hasta cierto punto el concepto budista existencial del sufrimiento como algo estrechamente vinculado con la formación ilusoria de un ilusorio yo/sí mismo. Ser un «vagabundo» –o un «sin hogar»– significa romper con el apego que uno pueda tener al yo particular y, al mismo tiempo, preocuparse por la propia vida (en el más elevado sentido de la palabra) al servicio de los demás. Una idea profunda y hermosa. «Ten celos de tu propio yo cuando veas que se siente cómodo mientras que tu prójimo está pasando por una situación desgraciada, que goza de una situación favorable mientras que el prójimo anda por los suelos, que descansa mientras que tu prójimo tiene que trabajar. Haz que tu propio yo renuncie a sus placeres y soporte la pena de sus prójimos…», etc. Hay que dar preferencia al ayudar a los demás a alcanzar la iluminación y, por lo tanto, ayudar a quienes están más cerca de uno mismo. 322

3 de julio de 1968 (Anochecer). Por la mañana salí de casa temprano y terminé de cortar y podar los pinos jóvenes que seguían doblados desde las grandes ventiscas del pasado invierno. El límite de arbustos de mi jardincito, en dirección al bosque, está ahora relativamente despejado (¡aunque sigue apareciendo algún que otro zumaque a lo largo de la línea vallada!). Este trabajo ha hecho que mi espalda se haya resentido de nuevo. Así pues, he de tener cuidado. Por la tarde, llegué hasta el límite más lejano del campo de haba de soja en la granja de Linton y, mientras meditaba (Hatha y Yoga Vasishta), me quité la camisa para tomar el sol en cuello y espalda. Una tarde tranquila y provechosa ¡Dios sabe lo mucho que lo necesito! ¡Cuánto tiempo y energía he malgastado en los tres últimos años haciendo cosas que no tienen nada que ver con mis metas reales y que únicamente han servido para frustrarme y confundirme...! Es un verdadero milagro que no haya perdido mi vocación a la soledad con tantas bagatelas y evasiones. Una cosa está perfectamente clara: no todo lo que pasa por aggiornamento es necesariamente bueno y saludable. Hemos de seguir siendo muy críticos e independientes frente a todas las ideas. Sacar las propias conclusiones partiendo de la experiencia personal directa y sincera. En mi opinión, tanto los conservadores como los progresistas abundan en el mismo tipo de intolerancia, arrogancia y actitud casquivana, y unos y otros están dominados por diferentes tipos de conformismo: en ambos casos, el pavor de sentirse excluidos del propio grupo de referencia. Personalmente, tengo que recorrer mi propio camino en términos de necesidades que para mí son fundamentales: necesidad de vivir una vida de oración, necesidad de autoliberarme de mis propios «cuidados» y necesidad «única» de una auténtica soledad (y no solamente privacidad) monástica; y necesidad también de alcanzar una comprensión real y utilizar algunas de las intuiciones asiáticas en materia religiosa.

29 de julio de 1968 Esta noche –fría y despejada– he paseado por la cima de la colina después de cenar. Miré hacia abajo y pude ver el suelo por donde se extiende la tubería para la nueva planta de aguas residuales. Línea verde quebradiza de las colinas a través del valle. Verde oscuro de las copas de los robles. Este verano ha llovido muchísimo. Dentro de ocho semanas dejaré este lugar. ¿Quién sabe?: tal vez no vuelva aquí. No es que yo espere que algo vaya a salir mal, aunque podría suceder; pero probablemente me instalaré en California para comenzar la experiencia eremítica de la que habló el padre Flavian. Depende... Alguien podría regalarle, por ejemplo, un buen lote de tierra. De todos modos, no espero volver aquí hasta pasados varios meses. Realmente, no me preocupa en absoluto el hecho de no volver nunca a este lugar. En tardes como la de hoy, este lugar es sin duda hermoso, pero solo raras veces puedes 323

estar seguro de gozar en él de auténtica tranquilidad (aunque en este momento todo está tranquilo). Tráfico en la carretera. Chicos en el lago. Escopetas. Máquinas. Los ladridos del perro de Boone en el bosque durante la noche. Gente que viene a todas horas. Todo esto es de esperar, y no me quejo de ello. Pero si pudiera encontrar un lugar donde desaparecer, allí me iría. Si tuviera que llevar una vida relativamente itinerante, sin morada fija, también lo aceptaría. Realmente, yo espero poco o nada del futuro. Desde luego, nada de grandes «experiencias» ni muchas novedades interesantes. Tal vez. ¿Y qué? Lo que realmente me fascina es la idea de emprender algo que no sea lo ya conocido, sin exigir ni esperar nada muy especial, esperando únicamente hacer lo que Dios me pide, sea lo que sea.

20 de agosto de 1968. Fiesta de San Bernardo Oficialmente, he estado tres años en esta ermita. Parte de la mañana la he dedicado a limpiar de papeles mi dormitorio, donde están almacenados o archivados la mayor parte de mis trabajos. Archivos demasiado llenos. Estanterías demasiado llenas. Cajas repletas. Está realmente claro que he escrito demasiadas cosas triviales sin apenas utilidad, ya sea sobre política o sobre problemas de la vida monástica. No tengo en cuenta mis primeros libros, que tal vez cumplieron una función. No deploro tanto mi obra poética reciente, especialmente Cables [to the Ace] y Lograire. Me gustaría haber dedicado más tiempo y esfuerzos a la obra creativa y haber escrito menos páginas triviales y mojigatas. Entre otras cosas, hoy he quemado las cartas de M. ¡Increíble estupidez en 1966! Ni siquiera sentí la tentación de echar un vistazo a algunas de ellas. ¡Altas y abrasadoras llamas de las ramas de pino en pleno día! Estos días he rezado mucho más. Cada día es más intensa la sensación de estar perdido sin la oración.

1 de septiembre de 1968. Domingo decimotercero después de Pentecostés En mi mente va calando (muy lentamente) la idea de que pronto abandonaré este lugar, para vivir durante mucho tiempo pendiente de una maleta: todas mis «pertenencias» caben en los veintidós kilos que aproximadamente se permite llevar a quienes viajan en avión. Abandonaré mis libros, la casita, la seguridad, el tiempo para escribir, el tiempo para estar solo, y me encaminaré hacia un destino desconocido, únicamente con algunos planes para el futuro, planes que pueden sufrir amplísimas modificaciones. Tal vez no

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sea fácil. De hecho, puede ser muy difícil. Ciertamente, difícil de hacerlo bien. Todo esto me deja confundido, y la única manera de encontrarle un sentido es la oración. En este momento tengo reservado un vuelo desde Louisville para el día 11 de septiembre. Nueve días para poner mis cosas en orden. En principio, mi primer destino será Nuevo México: el monasterio «Cristo en el Desierto». Tenía pensado visitarlo al final de mi viaje, suponiendo que podría estar aquí de vuelta en febrero o marzo. Ahora ni siquiera sé si volveré. Nuevo México es uno de los lugares en los que, eventualmente, podría instalarme. Dom Aelred me ha invitado a ir cuando lo desee. Podré llevar una vida de ermitaño, si así lo deseo. ¡Antes quiero ver de cerca otros sitios! Pero, ciertamente, las noches son silenciosas en ese cañón deshabitado.

9 de septiembre de 1968 Tiempo lluvioso y cálido, una noche brumosa de campanas e insectos. Apenas puedo creer que esta sea mi última noche en Gethsemani para una larga temporada, por lo menos para varios meses. Como para facilitar mi marcha, los cazadores hicieron de nuevo acto de presencia esta tarde, disparando sus armas en medio de la lluvia y, evidentemente, en el campo de maíz de Boone. ¡No me lo explico! No puede haber tantas palomas. Pero, mientras hace dos semanas se las veía volando en bandadas de cinco o seis, ahora solo ves –y en contadas ocasiones– alguna que otra paloma solitaria. ¡Huye de ti como loca y no se posa hasta estar muy lejos! Me voy con la mente completamente abierta. Espero sin especiales ilusiones. Mi esperanza consiste, simplemente, en gozar de un largo viaje, sacar partido de él, aprender, cambiar, tal vez encontrar algo o a alguien que pueda ayudarme a progresar en mi propia búsqueda espiritual. No marcho con un plan cuidadosamente trazado de no volver nunca, ni decidido absolutamente a volver a toda costa. De hecho, tengo la sensación de que en el momento actual este lugar apenas me dice nada y que necesito estar abierto a toda una serie de nuevas posibilidades. ¡Espero estarlo! Pero sigo siendo un monje de Gethsemani. No sé si terminaré o no mis días aquí. Después de todo, esto no es tal vez tan importante. La gran cuestión es responder perfectamente a la voluntad de Dios en esta oportunidad providencial, cualquiera que sea su final.

13 de septiembre de 1968. Monasterio de Cristo en el Desierto, Nuevo México Un viaje es una mala muerte, si tienes la sagacidad de comprender o eliminar todo lo que eras antes de emprenderlo, de forma que al final no cambias de hecho absolutamente 325

nada. La estimulación te capacita para que trates de captar más descaradamente las mismas ilusiones familiares y distorsionadas. Simplemente vuelves al hogar con tu avaricia acrecentada: con nuevas habilidades (reales o imaginarias) para satisfacerla. Yo no pretendo volver al «hogar». El objetivo de esta muerte es llegar a ser un hombre verdaderamente sin hogar, un vagabundo. Bardo de una pequeña e insana ermita, vacía, tranquila, con olor a habitación cerrada, alguna que otra telaraña, unas cajas de cartón... Muy tranquilo. Hermoso río. Magníficos acantilados. Nubes azules que se alzan después del mediodía. ¡Silencio! El gran perro rojo, orejas húmedas llenas de lóbulos, su estómago ruge con la escasa hierba que ha comido mientras yo me bañaba. ¡Adelante! ¡Adelante! No ha quedado sitio.

19 de septiembre de 1968. Alaska Louisville – Cristo en el Desierto – Reserva apache de Jicarilla – Santa Fe – Chicago – Anchorage – Convento de Eagle River. Estoy ahora aquí en una mañana fría y clara, y la primera nieve en polvo cubre ya las colinas más bajas. El monte McKinley se ve a distancia desde el convento de la Preciosa Sangre, al lado del cual vivo en una caravana (muy confortable). Mi vuelo a Alaska transcurrió casi siempre por encima de las nubes. Silencio. Un soldado en el asiento que da al pasillo; de los tres asientos, el del medio estaba vacío. Apenas hablamos, salvo durante los minutos que precedieron al aterrizaje. (Él dijo que en invierno no hacía más frío en Anchorage que en Syracuse [Estado de Nueva York], pero que sí había mucha nieve). Las nubes se despejaron sobre el monte St. Elias, y a partir de ese momento me sentí abrumado por la inmensidad, los dibujos de los glaciares, el esplendor cobrizo refulgente del sol sobre el brillante mar azul. La línea del litoral. Las desnudas colinas purpúreas. Las altas montañas cubiertas de nieve, las oscuras islas en fuerte contraste, con el brillo del sol sobre el mar que las rodea. Descendimos lentamente hacia Anchorage y, al salir del avión, respiramos un aire frío, límpido, otoñal. Las hojas aparecen marchitas por doquier. Oro de los álamos temblones y los abedules por todas partes. Sin entrar realmente en Anchorage, nosotros (Monseñor Lunney vino a esperarme) nos desviamos por la carretera número 1 hacia el convento, en Eagle River. Es una casa agradable entre abedules, al pie de montes bajos; desde ella, a través de los árboles, se pueden divisar la ensenada de Cook y el monte McKinley. Las monjas podrían 326

trasladarse en los próximos meses a otro lugar, porque, al parecer, este no es del todo apropiado. Experimento un clima de gran calor humano y generosidad en el clero de aquí. El arzobispo se encuentra fuera, en Juneau, pero estará de vuelta la próxima semana. Todos se muestran dispuestos a ayudar, y siento que les gustaría que yo me estableciese aquí. Mientras tanto, estoy ocupado en un seminario con las monjas. Son una buena comunidad, aunque, como todas las comunidades, tiene sus problemas. Esta tarde –al sol al pie de un abedul, entre los matorrales cercanos al monasterio, en un punto en que alcanzas a ver los montes McKinley y Foraker– presencias inmensas, silenciosas y bellas bajo el sol del atardecer.

24 de septiembre de 1968. Valdez Las montañas más impresionantes que yo he visto en Alaska: los montes Drum y Wrangell y un tercer macizo enorme, cuyo nombre he olvidado, elevándose sobre la vasta llanura cubierta de abedules del valle del río Copper. Son montañas sagradas, majestuosas, inquietantes, enormes, nobles, conmovedoras. Deseas observarlas. Yo no pude apartar de ellas mis ojos. Belleza y terror del Chugach. Valles peligrosos. Cimas. Sierras. Agujas nevadas.

30 de septiembre de 1968 Vuelo a Dillingham en un Piper Aztec (dos motores), un avión rápido y que vuela alto. Área de la bahía de Bristol: ¡Como Siberia! Kilómetros cuadrados de tundra. Grandes ríos de curso sinuoso. A veces, los lagos se apiñan unos junto a otros, como si fueran otros tantos trozos de un cristal roto, o bien aparecen en desorden y complicados como las piezas de un rompecabezas. Dos volcanes. Iliamna: elegante, misterioso, femenino, emparentado con los grandes volcanes mexicanos. Un volcán al que uno habla con reverencia, bello a distancia, que se mantiene por encima del mar de nubes. Bello, al alcance de nuestras manos, acompañado de cumbres menos elevadas. Y Redoubt (que seguramente tiene otro nombre secreto, su verdadero nombre): hermoso y noble a distancia, pero feo y siniestro a medida que te acercas a él. Una enorme y sucia montaña que demasiado a menudo ha saltado por los aires. Una montaña como un gigantesco oso o un descomunal perro con el vapor ensortijando su cráter nevado. Cuando el avión se acercó a ella, se produjo una turbulencia, y sentimos que en cualquier momento el aparato podía verse repentinamente apartado de su curso y lanzado contra la montaña, como si el avión no estuviera en condiciones de alejarse por su cuenta. Pero finalmente se alejó. Redoubt. Un volcán al que uno no le dice nada. Fotos desde el avión. 327

8 de octubre de 1968 Desde que escribí la última vez en esta cosa, ha pasado más de una semana. Ahora me encuentro en el monasterio de Redwoods. Amanecer. Frío, hielo duro y un cuervo graznando suavemente fuera. Se está bien aquí. El lunes pasado: vuelo a Dillingham (Alaska) por encima de los volcanes. Un lugar salvaje e imponente, desolado como Siberia. Me gustan los lagos que quedan más al norte. Martes: día de retiro para los sacerdotes que trabajan allí. Muchos capellanes. Les hablé sobre todo de la oración. Al obispo le gustó. El miércoles volé hacia el sur, concretamente a San Francisco.

15 de octubre de 1968 El Pacífico es de un azul intenso. Numerosas nubecillas blancas flotan por encima de él a muchos cientos de metros debajo de nosotros. Son las 7 en Honolulu, hacia donde volamos en este momento. Los viajeros del avión de Pan American: el silencioso soldado hawaiano, las locuaces secretarias, los australianos, el resto de viajeros que, como yo, tuvieron que pagar por el exceso de peso de las maletas. Lección: no viajar con tantos libros. Todavía ayer compré alguno más, incapaz de resistir la tentación en las librerías de San Francisco. Ayer me entregaron el visado de Indonesia en el World Trade Center del Embarcadero. Recé la hora tercia de pie sobre una salida de emergencia para casos de incendio, contemplando la bahía, el Puente de la Bahía, la isla, los barcos. Después me di cuenta de que, al parecer, había perdido la carta con direcciones de las personas con quienes tenía que encontrarme. Sin embargo, logré apuntar una dirección en Yakarta. En San Francisco el despegue del avión se produjo con un cierto retraso: el lento ballet de las gigantescas alas de cola al sol. Ahora aquí. Ahora allí. Una cuadrilla de aviones maniobrando para situarse en la pista de despegue. El momento del despegue fue extático. El ala humedecida se vio de pronto cubierta por ríos de sudor frío desplazándose hacia atrás. La ventana lloró regueros desiguales de lágrimas resplandecientes. Gozo. Abandonamos el suelo: yo con mantras cristianos y con la sensación de estar viviendo un momento decisivo, de estar finalmente en mi verdadero camino después de esperar, plantearme preguntas y perder el tiempo durante años. No me gustaría volver sin haber resuelto el gran asunto. Sin haber encontrado, además, la gran compasión: mahakaruna. El avión giró hacia el este por encima de la resplandeciente ciudad. Esta mañana no había niebla. Todos los enormes edificios quedaron atrás. Los parques verdes. El gran puente rojo sobre el Golden Gate. Muir Woods, Bodega Bay, Point Reyes. A continuación, dos estrechas islas rocosas; después, nada: tan solo el mar azul. 328

Me dirijo al hogar, al hogar donde no he estado nunca con este cuerpo, donde no he estado nunca con este traje lavable (la hermana Gerarda lo lavó el otro día en el monasterio de Redwoods), donde no he estado nunca con estas maletas (¡en Bangkok mis maletas tienen que ser sometidas a una catarsis!), donde no he estado nunca con estos libros concretos: Tibetan Yoga and Secret Doctrines, de Evans-Wentz, y otros. La semana pasada soñé una vez con aviones. Estábamos en Yakutat, en uno de los pequeños paseos aéreos que realizamos estando en Alaska. Hay un techo bajo, y nosotros estarnos esperando para despegar en un pequeño avión. Pero un gran avión, un avión comercial de hélice, está a punto de aterrizar. Toma tierra, y a continuación oigo que se va de nuevo: el camino está expedito. ¿Por qué no despegamos ahora? El otro avión no se ve nunca, a pesar de que aterriza y despega cerca.

17 de octubre de 1968. Bangkok He desayunado en la terraza del hotel junto al río. Viento cálido. Agua agitada y gran actividad de embarcaciones: barcos de motor que esperan recoger turistas para llevarlos a dar una vuelta por las tiendas del canal, botes de remos que actúan como transportes por y a través del río: uno de ellos, de remo largo, conducido por una mujer fuerte que luchó valiente y eficazmente contra la corriente, ¡aunque yo pensé que tanto ella como sus pasajeros iban a ser arrastrados por el río! Luego, a eso de las diez de la mañana, tomé un taxi para Wat Bovoranives. Atravesamos en coche el barrio chino con su laberinto de tiendas y calles desordenadas y sucias. Muchedumbres. Motocicletas. Taxis. Autobuses. Camiones preparados para parecer dragones, con predominio de los colores rojo y cromo. Suciedad. Afectación. Locura, Enormes carteles publicitarios de películas de pesadilla. Gente simpática. Tipos humanos hermosos, amables, excepto aquellos que están aprendiendo demasiado rápidamente de los americanos. Un largo recorrido hasta llegar al wat, aunque finalmente llegamos. Atravieso una puerta que da acceso a un tranquilo laberinto de umbrosas veredas y avenidas, amplias casas, canales, templos, edificios escolares. Le pregunto a un bhikkhu por algunas direcciones y llego al domicilio de Phra Khantipalo. Es una persona sumamente delgada, cuyos huesos asoman en todas las direcciones. Tiene toda la apariencia de ser un «estricto observante». Pero sensible. («Aquí la gente es muy tolerante y carente de sentido crítico»). Khantipalo es autor de dos libros sobre el budismo. Me dice que dentro de cuatro o cinco días se irá a un monasterio construido en medio del bosque en el noreste de Siam. Allí, en la jungla, llevará una vida cuasi eremítica con un buen maestro de meditación. Hablamos de la meditación satipatthana. Por la tarde tuve un encuentro con el abad, el Venerable Chao Khun Sasana Sobhana, que me causó una honda impresión. Estaba cansado –acababa de volver de la cremación de algunos bhikkhu–, pero accedió a hablar sobre los objetivos del budismo Theravada. Habló de conceptos como sila, samadhi, panna (prajna), mukti, y de la 329

conciencia de mukti (libertad), insistiendo en la necesidad de ir paso a paso, ascendiendo gradualmente. Disfruté de la conversación –en ocasiones intervino Khantipalo para traducir las partes más difíciles–. Me pareció que había merecido la pena. ¿Qué es el «conocimiento de libertad»?, le pregunté. «Cuando estás en Bangkok, sabes que estás ahí. Con anterioridad a ello, únicamente sabes algo acerca de Bangkok. Y –dijo él– se han de subir todos los escalones; pero entonces, cuando ya no hay más escalones, se ha de dar el salto. El conocimiento de libertad es el conocimiento, la experiencia, de este salto».

18 de octubre de 1968. Bangkok Ayer por la tarde me llevaron en coche al interior del país para visitar Phra Pathom Chedi, uno de los stupas más antiguos y de mayores dimensiones. Campos de arroz. Palmeras de guirnalda. Búfalos azules, lustrosos. Interminables líneas y más líneas de autobuses y camiones corriendo como locos. Un pequeño wat en medio de los campos. Muchas de las imágenes de Buda han sido recubiertas de pequeñas láminas de oro por los fieles. En otro minúsculo Wat campestre, un benefactor había enmascarado y cubierto de oro el rostro de una imagen de Buda, como si este fuera a morir asfixiado. Tras la entrada y alrededor del stupa había un claustro con pupitres, libros y pequeños bhikkhus que estudiaban pali. Un maestro estaba corrigiendo a un bhikkhu que había cometido un error al escribir en la pizarra. Khantipalo y yo dimos una vuelta completa al stupa con incienso y flores, él con los pies descalzos y todo huesos, yo sudando con mi máquina fotográfica colgada del cuello. Los templos de tejas doradas destacando contra las nubes me hicieron pensar en un cuadro de Borobudnur. Había algunos hombres subidos en la parte lateral del stupa cambiando las tejas viejas, y un muchacho arrancaba allí arriba los hierbajos que habían crecido entre dichas tejas. Después, vagué ininterrumpidamente por el recinto entre los árboles (en su mayoría frangipanes) observando los pequeños – buenos y malos– Budas, stupas, reproducciones, imitaciones, un descuidado jardín de meditación confiado a los chinos. Budas asfixiados con oro, uno enorme, recostado, con una tela metálica por detrás para protegerlo de los grafiti.

19 de octubre de 1968. Calcuta Cuando aterrizamos en Calcuta, la aduana hizo pasar un mal momento a dos chicas indias absolutamente preciosas –y un tanto altivas– ataviadas con saris. Yo conseguí pasar rápidamente, aunque no llevaba conmigo ninguna rupia, y Susan Hyde, una secretaria de Peter Dunne, había venido a esperarme con una guirnalda de flores: «¡Bienvenido a la India!». Trato de V.I.P. Me sentí confundido, tratando de explicarle a Susan de manera inteligible ciertos asuntos religiosos. La noche india estuvo llena de gente y de vacas. Carreteras llenas de baches en las que los coches se lanzaban de frente 330

a toda velocidad el uno hacia el otro. Necesitas algún tiempo para saber por qué lado conduce cada uno: el conductor puede tomar cualquiera de ambos lados: la derecha o la izquierda. Después nos adentramos en la enorme, destartalada, tórrida, atestada e increíble ciudad. ¡Gente! ¡Gente! ¡Gente! Reuniones alrededor de una hoguera en calles y plazas. Carteles de películas: esos carteles asiáticos de películas con las extrañas, enormes caras de dioses occidentales violentos o dementes, los descomunales pistoleros rodeados de escrituras imposibles. Son una deificación crasa y teatral de las más obvias emociones: amor, odio, deseo, avaricia, venganza. ¿Por qué no John Wayne con ocho brazos? Bien, él ya tiene suficientes pistolas. ¿O la Danza de Siva... con Frank Sinatra? La situación del turista resulta absurda e imposible en un lugar como Calcuta. ¿Cómo puede uno tomar fotos de estas calles con los rostros y los ojos de tales personas, mientras las vacas sagradas vagan entre ellas por las aceras, y un gran número de águilas ratoneras sobrevuelan en círculo sobre las principales calles en el «mejor» sector de la ciudad? Sin embargo, la gente es admirable. La abundancia de los mendigos resulta angustiosa. La muchacha que apareció de pronto ante la ventana de mi taxi, la sonrisa absolutamente encantadora con que extendió su mano hacia mí, el posterior apagarse de la luz de esa sonrisa cuando retiró su mano vacía... Yo no disponía todavía en ese momento de moneda india. Se retiró del taxi como si fuera a hundirse en el agua y a ahogarse. Deseé morir. No podía quitármela de la mente. Sin embargo, cuando le das dinero a uno de esos mendigos, otros muchos se exponen a morir, porque se lanzan a toda carrera detrás de tu taxi. Esta mañana, un chiquillo se agarró a la puerta y corrió gimoteando al lado del taxi en medio del tráfico, mientras el taxista se revolvía y le hacía gestos intimidatorios. Sin duda, todo esto constituye una rutina bien ejercitada, un arte, un poco de teatro, una forma absolutamente necesaria, por desgracia, de dramatizar la desesperación y el terrible vacío de estos seres humanos. Después está el caso de la mujer que me siguió a lo largo de tres bloques de viviendas murmurando dulcemente algo así como «¡Padrecito, padrecito, yo soy muy pobre», hasta que finalmente le di una rupia. De acuerdo, también un concurso. Lo cierto es que esa mujer es muy pobre. Y yo, que he llegado de Occidente, soy un Padrecito Rico. Ver claramente la «Ciudad Corporal» le convierte a uno en un lokavidu: «alguien que conoce los mundos», alguien que ha investigado todas las esferas de la existencia. Otro tanto podemos decir del antiturismo de la ciudad externa: la verdadera ciudad, la ciudad fuera de control, ya se trate de Los Ángeles o de Calcuta; ya se trate del rastro de coches nuevos en las grandes autopistas o de coches destartalados en carreteras de mala muerte; ya se trate de sangre, de mucosidades o de excrementos en los conductos del cuerpo. Calcuta, sonriente, fecal, indiferente, cansada, inagotable, joven, vieja, repleta de jóvenes que parecen viejos, es la ciudad desenmascarada. Es la subcultura de la pobreza y la superpoblación. Calcuta es impactante, porque de improviso se nos revela como la plasmación de un tipo completamente distinto de locura, el reverso de esa otra locura, la racionalidad loca de la prosperidad y la superpoblación. América parece tener sentido, pero está 331

suspendida de su locura, ahora realmente en situación explosiva. Calcuta tiene la lucidez de la desesperación, de la confusión absoluta, de la vitalidad imposibilitada para enfrentarse consigo misma. Aunque invencible a pesar de todo, se expande sin razón y más allá de toda razón, pero sin meta hacia la cual dirigirse. Una muchedumbre inmensa de hombres y mujeres acampados por doquier, como si esperasen que alguien los introdujese, a través de un éxodo definitivo, en la sensatez, en un mundo que funciona, aun sabiendo ya, fuera de toda contradicción; que en último término nada funciona realmente, que toda vida es anicca, dukkha, anatta; que cada yo es la negación de los deseos de todos los otros, aunque hasta cierto punto sea para los demás el signo de una esperanza inescrutable. Hay algo que me obsesiona: Gandhi guió a todas estas personas, ejemplificó por un momento el sentido que ellas podían dar a sus vidas. Después, con su muerte, el sentido desapareció de nuevo.

24 de octubre de 1968 Ayer me llegué en coche, con Amiya Chakravarty y su amigo Naresh Guha, hasta la casa del pintor Jamini Roy. Paseamos con los pies descalzos sobre las frías baldosas de una serie de pequeñas y tranquilas habitaciones, repletas de lienzos de indecible belleza: iconos pequeños y sencillos, pero muy logrados, con una maravillosa variedad de personajes de carácter popular y un cierto aire copto, absolutamente vivos y llenos de encanto; muchos temas cristianos tratados de la forma más delicada que yo haya visto jamás, y también, como es natural, temas hindúes inspirados en el Ramayana y el Mahabharata. Amiya compró un Cristo que quería enviar a las monjas de Redwoods. A mí me habría gustado comprar una docena de lienzos. Son muy baratos: 30 o 40 dólares cada uno. Pero el dinero desaparece de mis manos como el agua por un coladero, y tengo que controlar mis gastos. En el hotel, algunas cosas son sumamente caras; otras, no. Jamini Roy, un hombre acogedor y un anciano venerable, dice: «Cada huésped que viene a mi casa trae a Dios consigo». El calor y la realidad de su mano cuando se la estrechas o sostienes. La luminosa hermosura de su barbudo hijo, que por lo visto tiene aproximadamente mi misma edad. Rasgos maravillosos. Todos los rostros rebosan humanidad y paz. Grandes artistas religiosos. Fue una gran experiencia.

28 de octubre de 1968. Nueva Delhi Este mañana, el vuelo de Calcuta a Nueva Delhi resultó magnífico. Al principio, tiempo borrascoso y abundantes nubes. Después, de manera casi repentina, miré hacia fuera, y allí estaba la cordillera del Himalaya, que, a pesar de encontrarse varios cientos de kilómetros alejada de nosotros, aparecía ya como el muro imponente y completamente blanco formado por las montañas más altas que yo había visto jamás. Reconocí algunos 332

de sus picos, como el Annapurna, situados detrás de Pokhara. Alcancé a ver los más altos, aunque no los distinguía individualmente. El Everest y el Kanchenjunga se divisaban a lo lejos. Más tarde, pasó a ocupar el primer plano un macizo enorme, pero no logré saber de cuál de ellos se trataba. Y el río Ganges. Debajo de nosotros, la inmensa llanura, salpicada de diminutos parches que representaban granjas y aldeas y surcada por carreteras y canales. Admirable diseño. Después, la llanura seca en torno a Delhi. Afloramientos rocosos. Aldeas quemadas. Nada más salir del avión, percibí que el aire de Delhi era mucho mejor que el de Calcuta y que yo me sentía feliz de estar allí. Harold Talbott me esperaba en el aeropuerto. El próximo jueves viajaremos por tren a Dharamsala. La India real. Todavía no he visto muchas cosas de Nueva Delhi, excepto la larga avenida que desemboca en una gigantesca cúpula roja achaparrada. El hotel es más limpio, más reciente, menos ruinoso que el Oberoi de Calcuta. Los taxis de Calcuta mugiendo lastimeramente en las calles salvajes como morsas o vacas marinas. Ahora, en Nueva Delhi, más bicicletas, motos y árboles. Un musulmán inclinándose en medio del polvo hacia un árbol. La gran casa de la muerte de Humayun. Humo al atardecer. La luna saliendo en cuarto creciente sobre cúpulas grises. Aquí abundan las armas en los carteles publicitarios de las películas. Más bases militares. Más soldados. «Por eso, no tengas miedo, no te dejes aterrorizar por esa intensa luz azul de deslumbrante, terrible e imponente esplendor, porque esa es la luz del Camino Supremo» (Libro tibetano de los muertos).

1 de noviembre de 1968. Dharamsala La pasada noche subí en tren desde Delhi hasta Pathankot en compañía de Harold Talbott. Después, un guía tibetano nos trasladó en un todoterreno hasta Dharamsala. Dormí bastante bien en una amplia litera interior. Desde que, hace veintisiete años, viajé a Gethsemani para entrar en el monasterio, esta ha sido la primera vez que he pernoctado en un tren. Una vez que hubo amanecido, pude observar los campos, árboles diseminados, cañas altas y bambúes; aldeas de ladrillo y barro; una carretera barrida de noche por la lluvia, y ahora por un viento frío procedente de las montañas; hombres envueltos en mantas caminando por el campo; yuntas de bueyes arando; estanques al lado de la pista llenos de hierbajos de color púrpura en flor; una grulla blanca alza el vuelo entre los juncos verdes. Mucho antes de llegar a Pathankot, divisé las altas cimas cubiertas de nieve detrás de Dalhousie. A nuestra llegada a Pathankot se produjo un auténtico guirigay: mozos de la estación portando sobre sus cabezas varias maletas y paquetes en inestable equilibrio, y todos ellos tratando de enfilar una salida al mismo tiempo que un centenar de pasajeros. A 333

nosotros nos estaba esperando un todoterreno enviado por el cuartel general del Dalai Lama. El viaje en coche hasta Dharamsala fue hermoso: montañas, pequeñas aldeas, desfiladeros, santuarios, fortificaciones en ruinas, magníficos y bien cuidados cotos forestales. Después la ascensión a la misma Dharamsala y la amplia panorámica sobre la llanura desde la aldea. Cuando nosotros llegamos, llovía, y un trueno retumbó estruendoso entre las cumbres envueltas en nubes. Nos dirigimos a la casa de campo donde vive Talbott. Todo muy primitivo. Por la tarde, saboreé por primera vez la auténtica realidad de las montañas del Himalaya. Ascendí por una carretera que, partiendo de la aldea, se adentra en las montañas serpenteando entre pinos, pasa por lugares donde viven y trabajan tibetanos, incluyendo un pequeño centro de publicaciones y una oficina central. Muchos tibetanos en la carretera, y algunos que trabajaban en una casa, entonaban en aquel momento su canto de edificación. Finalmente, me encontré solo en medio de los pinos, observando las nubes, que dejaban ver claramente las cimas intermedias, pero no aquellas otras más altas y cubiertas de nieve. Un silencio de montaña especialmente majestuoso inundó entonces el lugar. En un determinado momento, el sonido de la flauta de un cabrero se dejó oír desde una pradera situada por debajo de donde yo me encontraba. Unos seiscientos metros más abajo, se extendía un inolvidable valle por cuyo centro discurría un riachuelo. Mirando hacia arriba, la mirada se encontraba con cumbres escarpadas y pinos retorcidos, como en las pinturas chinas. Yo tomé una estrecha senda, en la que me encontré por lo menos con cinco tibetanos que, mientras rezaban silenciosamente con su rosario en las manos, levantaban pequeños montones de piedras. Un cabrero hindú deshizo sin motivo aparente uno de esos montones. Gran silencio sobre la montaña, roto únicamente por los golpes de las hachas de dos hombres encaramados a unos pinos. Poco a poco, las nubes se aclararon delante de una de las cimas más altas, aunque esta no quedó en ningún momento completamente despejada. Al bajar, me encontré en la carretera con un hombre. Vestía ropa europea y caminaba en compañía de un lama. Él mismo se presentó como Sonam Kazi y, según nos dijo, trabajaba como traductor para Desjardins. Dejó que el lama siguiese su camino, y nosotros nos dirigimos al hotel Tourist para tomar un té y charlar.

3 de noviembre de 1968 Calma tras la salida del sol. En el aire silencioso, fresco y brumoso de la mañana se oye desde la aldea el canto de alguien que interpreta el ritual hindú llamado puja («adoración» en sánscrito). El estampido de un arma de fuego allá lejos, en el valle, resuena en los repechos de la montaña. También aquí hay quienes disparan. Ayer, cerca del puesto militar de Palampur, se produjo un intercambio de disparos de ametralladora mientras nosotros charlábamos con Khamtul Rinpoche al borde de la carretera. 334

Tuvimos algunas dificultades para localizar a Khamtul Rinpoche. Nos acercamos al lugar donde se alzaba un nuevo monasterio y una colonia laica, pero él no estaba. Un monje nos sirvió el té. Esperamos un momento, pero Khamtul no apareció. Posteriormente, lo encontramos en la carretera, en un delicioso paraje con muchos pinos y una hermosa vista de las montañas. Es un tibetano impresionante, corpulento, que lleva una gorra de lana de color castaño. Nos sentamos en el suelo entre plantas jóvenes de té y pinos y estuvimos charlando, con Sonam Kazi como traductor. Khamtul Rinpoche habló acerca de la necesidad de contar con un guía espiritual y de la experiencia directa, más que del conocimiento basado en los libros, así como acerca de la unión del estudio y la meditación. Discutimos el método de la «comprensión directa». Debatimos la necesidad de un maestro o guía espiritual. «¿Y ha venido usted –me preguntó de pronto Khamtul– para escribir un libro raro sobre nosotros? ¿Cuáles son sus motivos?».

4 de noviembre de 1968. Después del mediodía Esta mañana me recibió en audiencia el Dalai Lama en su nueva residencia. Fue un día luminoso, soleado: el cielo azul; las montañas, absolutamente despejadas. Tenzin Geshe envió un todoterreno a buscarnos. Recorrimos en sentido ascendente el largo camino que pasa por el puesto militar y junto a la iglesia anglicana abandonada de San Juan en el Desierto. Todo en McLeod Ganj está admirablemente situado: elevado sobre el valle, con montañas cubiertas de nieve detrás, abundancia de pinos, en los que viven algunos monos, y al sur una amplia panorámica sobre la llanura. Un oficial indio inspeccionó nuestros pasaportes a la entrada de la residencia del Dalai Lama. Varios monjes merodeaban por allí –como merodean los monjes en cualquier otro lugar–, tal vez esperando ir a algún lugar. Breve espera en un recibidor, todo flamantemente nuevo, con una alegre y luminosa alfombra tibetana y unas estanterías llenas de los volúmenes de las escrituras Kangyur y Tangyur que Suzuki había regalado al Dalai Lama. Como persona, el Dalai Lama es realmente impresionante. Es fuerte y se muestra vigilante, más alto de lo que yo esperaba (por alguna razón, pensaba que sería pequeño). Una persona muy sólida, enérgica, generosa y cálida, perfectamente capaz de enfrentarse a grandes problemas –no mencionó directamente ninguno–. No hablamos ni una sola palabra de política. Toda la conversación giró en torno a la religión, la filosofía y, en especial, las formas de meditación. Afirmó que le alegraba verme, que había oído muchas cosas de mí. Yo hablé básicamente de mis preocupaciones personales, de mi interés por el misticismo tibetano. Algunas de las respuestas que me dio fueron confidenciales y directas. En general, me aconsejó que adquiriese una buena base en filosofía madhyamika (Nagaryuna y otras fuentes auténticamente hindúes) y que consultase a experimentados sabios tibetanos, uniendo el estudio y la práctica. El dzogchen –afirmó el Dalai Lama– era bueno, siempre que se contase con una suficiente fundamentación metafísica o, en cualquier caso, madhyamika, que está más allá de la metafísica. Uno tiene la impresión de que él mismo es muy sensible con respecto a las 335

interpretaciones parciales y desenfocadas que hacen algunos autores occidentales del misticismo tibetano, y especialmente en lo referente a ciertos mitos populares. Él mismo se ofreció para concederme otra audiencia dos días más tarde y dijo que tenía algunas preguntas que hacerme. El Dalai Lama es también muy sensible respecto de los puntos de vista que manifiestan otros budistas acerca del budismo tibetano, especialmente algunos budistas theravada que acusan al budismo tibetano de estar corrompido con elementos no budistas. El Dalai Lama me dijo que Sonam Kazi lo conocía todo acerca del dzogchen y podría ayudarme, cosa que realmente ya hace. Es importante –insistió el Dalai Lama– no malinterpretar la simplicidad del dzogchen o imaginar que es «fácil», o que puede uno sortear las dificultades de la ascensión tomando este «atajo». Por la tarde conseguí centrarme durante un rato en la lectura, tras de lo cual estuve meditando muy a gusto. El hecho de haber hablado con varios rinpoches, especialmente con el Dalai Lama, me ha servido de ayuda, sin duda alguna. El Dalai Lama me inspira gran confianza como la persona realmente carismática que es. Todos los tibetanos son bastante impresionantes, y su solidez contribuye significativamente a contrarrestar una serie de extrañas ideas acerca de algunas de sus prácticas. Todo esto es una magnífica experiencia. Pensar acerca de mi vida y mi futuro sigue siendo una cuestión abierta. Estoy empezando a valorar la ermita de Gethsemani más que durante el verano pasado, cuando en el entorno de la misma parecían multiplicarse el ruido y el trasiego de personas. Incluso aquí, en la montaña, hay pocos lugares donde no se encuentre uno con alguien. Carreteras, senderos y pistas están llenos de gente. ¡Para gozar de verdadera soledad habría que subir montañas muy altas y apartadas! Por lo que a la soledad se refiere, Alaska parece el mejor lugar. Todos aquellos con los que he hablado de este tema me dicen que debo tener en cuenta a los demás y mantenerme en alguna medida abierto a ellos. Todos los rinpoches me alertan contra la soledad absoluta y acentúan la «compasión». Parecen estar de acuerdo en que una buena solución sería vivir en soledad la mayor parte del año y «salir» de la misma durante breves periodos. La idea de instalarme en Alaska y después marchar a Japón o a los Estados Unidos empieza a perecerme una solución bastante aceptable. Y, de alguna manera, prestar algún tipo de ayuda en la misma Alaska. Aprovechando el viaje de vuelta de esta excursión asiática, necesitaría –pienso yo– pasar por Europa para visitar al rinpoche Trungpa en Escocia y el monasterio tibetano en Suiza. Y ver también a Marco Pallis y después a John Driver en Gales. Tengo que escribir a Donald Allchin para que me informe sobre Gales.

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No deja de sorprenderme lo repentinamente que se han allanado todas las dificultades para que yo pudiera hacer el viaje que me ha traído hasta aquí. Los escasos días que he pasado en Dharamsala han sido sumamente provechosos desde todos los puntos de vista: la belleza y tranquilidad de las montañas; mis lecturas y meditaciones personales; los encuentros con lamas; todo... En algún sentido, es maravilloso no recibir cartas. Nadie sabe dónde se me puede encontrar. Tratando de obtener una mejor perspectiva de lo que ha sido la primera parte de este año, hay un montón de cosas que apenas comprendo. Tal vez no necesite comprender. Los últimos meses han sido exigentes y provechosos. He necesitado la experiencia de este viaje. Para comprender lo mucho que ha significado la ermita, he tenido que alejarme de Gethsemani, y todo queda ya muy lejos en mi vida. A última hora de la tarde de hoy estuvimos algún tiempo sin luz en la granja. Yo aproveché para salir y meditar a la luz de la luna, oyendo el sonido de los tambores que subía desde la aldea y observando las estrellas. Las mismas constelaciones que sobre la ermita, y la entrada del porche orientada más o menos en la misma dirección: hacia el sureste, mirando hacia el Águila y el Delfín. Acuario sobre la llanura, el Cisne encima de nosotros. Casiopea sobre las montañas.

5 de noviembre de 1968 Anoche soñé que había vuelto temporalmente a Gethsemani. Aparecía vestido con el hábito de un monje budista en el que predominaban, sin embargo, los tonos negro, rojo y oro: un «hábito zen» de color más tibetano que zen. Le iba a decir al hermano Donald, el cocinero encargado de preparar la comida dietética, que yo cenaría allí. En el pasillo me encontré con varias mujeres, visitantes y estudiosas de la religión asiática, a las cuales estuve explicando que yo era una especie de monje zen y, al mismo tiempo, un gelugpa. En ese momento me desperté. Eran las 6 de la mañana. La hora de levantarse. Otros sueños recientes, recordados confusamente. Ciudades extrañas. Ciudades del sur de Francia. Me abro paso a lo largo de la Riviera. ¿Cómo llegar hasta el «próximo lugar»? Olvido cuál es el problema, o bien es que este se ha resuelto. Otro sueño: me encuentro en una ciudad y juego con un pequeño globo de color plateado, pero lleno de un peligroso gas explosivo. Lo lanzo al aire y espero que se aleje flotando antes de que suceda algo. Se eleva con exasperante lentitud, se aleja demasiado lentamente, pero no sucede nada. El sueño cambia.

6 de noviembre de 1968. Segunda audiencia con el Dalai Lama

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Iniciamos el viaje en coche muy temprano, a las 8:30 de una mañana despejada y clara. Más gente y más transportes en la carretera: camiones del ejército rugiendo en la proximidad de las curvas, búfalos moviéndose sin prisa alguna, estudiantes camino de la escuela, y los dragones plateados de la compañía de autobuses Jubilee. A la entrada de la residencia del Dalai Lama había algunos peregrinos, tal vez sadhakas, con caléndulas en sus sombreros o en el pelo. La mayor parte del tiempo de la audiencia lo dedicamos a hablar de problemas relacionados con la epistemología y, a continuación, hablamos del samadhi. En otras palabras, de la «mente». Al principio, buena parte de lo que se dijo fue más bien de tipo escolástico, empezando con shunyatá y la existencia empírica de cosas conocidas –la existencia empírica práctica de cosas fundamentadas en shunyatá–, potenciadas de alguna manera, más que menguadas. Por mi parte, traté de intercambiar algunas ideas sobre temas como sila, libertad, gracia, don...; pero Tenzin Geshe tuvo cierta dificultad para traducir lo que yo quería decir. Después discutimos varias teorías, tibetanas y tomista-occidentales, acerca del conocimiento. Entre los tibetanos se discute si para conocer una cosa, además de comprender el concepto, se ha de conocer también la palabra que designa esa cosa. Recalamos una vez más en el tema de la meditación y el samadhi. Yo dije que para los monjes era importante ser en el mundo ejemplos vivientes de la libertad y la transformación de la conciencia que puede producir la meditación. El Dalai Lama habló después acerca del samadhi, en el sentido de concentración controlada. El Dalai Lama mostró cuál era la postura sedente para la meditación, que, según él es algo esencial. En la postura de meditación tibetana, la mano derecha (disciplina) se coloca sobre la mano izquierda (sabiduría). En el zen, es justamente lo contrario. Pasamos después al tema de «concentrarse en la mente». Otros objetos de concentración pueden ser un objeto físico, una imagen, un nombre... Pero ¿cómo se concentra uno en la misma mente? Hay división: el yo que concentra..., la mente como objeto de concentración..., observar la concentración...: las tres cosas una sola mente. El Dalai Lama se mostró muy existencial, a mi modo de ver, al hablar de la mente como «aquello en lo que está concentrada». Fue una conversación muy animada y, en mi opinión, todos disfrutamos con ella. Él ciertamente así lo dio a entender. Me gusta la solidez de las ideas del Dalai Lama. Es un pensador muy consecuente y avanza paso a paso. Sus ideas acerca de la vida interior se basan en fundamentos muy sólidos y a partir de una toma de conciencia real de problemas prácticos. Insiste en la idea de desapego, de una «vida no mundana», aunque, por otra parte, ve esta última como un camino para alcanzar la plena comprensión de los problemas de la vida y del mundo y para participar activamente en ellos. Pero la renuncia y el desapego han de ser lo primero. Evidentemente, el Dalai Lama echa de menos la vida monástica plena y desearía disponer de más tiempo para meditar y estudiar. Al final,

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nos invitó a celebrar el viernes un nuevo encuentro para hablar del monacato occidental. «Y, mientras tanto, pensad más sobre la mente», nos dijo al despedirnos de él.

7 de noviembre de 1968 La vida contemplativa tiene que ofrecer un ámbito, un espacio de libertad, de silencio, que permita que ciertas posibilidades afloren a la superficie y que, más allá de la opción rutinaria, se pongan de manifiesto nuevas opciones. Ello daría lugar a una nueva experiencia del tiempo, no como actividad sustitutiva ni como quietud, sino como temps vierge («tiempo virgen»): no un cheque en blanco que se haya de rellenar o un espacio que se tenga que conquistar e invadir, sino un espacio que puede disfrutar de sus propias potencialidades y esperanzas, de su propia presencia a sí mismo. El tiempo propio de uno, pero no dominado por el propio yo y sus exigencias. Y, en este sentido, abierto a los demás: tiempo compasivo, arraigado en el sentido de la ilusión común y, a la vez, crítico con ella. He hecho una interesante visita al rinpoche Chobgye Thicchen, un lama, místico y poeta de la escuela Sakyapa, uno de los mejores hasta la fecha. Sonam dice que Chobgye Thicchen es muy experimentado en tantrismo y un gran místico. Sabe incluso cómo se puede enseñar la técnica de separar el cuerpo y el alma de uno mismo. Se la enseñó a otro lama, que posteriormente sería encarcelado por los comunistas. Cuando era trasladado al campo de reclusión, este lama simplemente separó su alma de su cuerpo... y ¡paf!, fue su final. ¡Liberación! Hablamos acerca del samadhi, empezando por la concentración sobre un objeto, para desembocar después, una vez superado este estadio, en la meditación sin objeto y sin concepto. Le hice un montón de preguntas acerca de conceptos como bodhichitta, maitreya y karuná. «Bodhichitta –dijo Thicchen– es el más básico de esos tres conceptos, y todos ellos se centran en el amor y la compasión». Habló de tres tipos de bodhichitta: 1) «Regia»: cuando uno busca poder espiritual para salvarse a sí mismo y después salvar a los demás. 2) «La propia del barquero»: cuando uno se transporta a sí mismo y a otros hasta alcanzar la orilla de la salvación. 3) «La propia del pastor»: cuando uno va detrás de todos los demás y consigue la salvación en último lugar. Esta última es la más perfecta. Chobgye Thicchen citó unas palabras del fundador de la escuela Sakyapa que, más o menos, venían a decir lo siguiente: Si estás apegado a cosas mundanas, no eres un hombre religioso. Si estás apegado a ciertas apariencias, no puedes meditar. Si estás apegado a tu propia alma, no puedes tener bodhichitta. Si estás apegado a ciertas doctrinas, no puedes alcanzar el logro más alto.

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Por su parte, Chobgye Thicchen me pidió que le explicase los rasgos más sobresalientes de la meditación y el misticismo cristianos. Y así lo hice. Él parecía muy complacido y escribió para mí un poema. También yo escribí otro para él. Habló de la necesidad de tener buenos intérpretes, siendo Sonam Kazi el mejor para él. Al bajar, nos encontramos con el sabio Gadong, un viejo lama, miembro en su día del consejo de ministros del Tíbet. Hombre de edad avanzada, lucía una barba de color castaño y también había formado parte de la delegación encargada de buscar e identificar al actual Dalai Lama cuando todavía era niño. El nombre propio del Dalai Lama es Gejong Tenzin Gyatso.

8 de noviembre de 1968 Mi tercera entrevista con el Dalai Lama fue, en algún sentido, la mejor. Él me hizo una serie de preguntas sobre la vida monástica occidental, especialmente sobre los votos, la regla del silencio, la vía ascética, etc. Pero, por encima de todo, le interesaron las siguientes cuestiones: 1. ¿Tienen los «votos» alguna conexión con algún tipo de transmisión o iniciación espiritual? 2. Una vez hechos los votos, ¿continúan los monjes avanzando por un camino espiritual hacia una eventual iluminación, y cuáles son los grados de ese progreso o avance? ¿Qué pasa cuando un monje muere sin haber alcanzado la perfecta iluminación? ¿Qué medios ascéticos se utilizan para ayudar a purificar la mente de las pasiones? Al Dalai Lama le interesaba más la «vida espiritual» que la mera observancia externa. Algunas preguntas más puntuales: ¿Por qué no comen carne los monjes? ¿Beben los monjes bebidas alcohólicas? ¿Ven películas? Etcétera. Por mi parte, le pregunté por las relaciones entre marxismo y monacato, que es el tema que del voy a hablar en mi conferencia de Bangkok. Él dijo que, desde un determinado punto de vista, los monjes y los comunistas no podían marchar juntos, pero que tal vez eso no sería del todo imposible si por marxismo se entendía únicamente el establecimiento de una estructura económica y social equitativa. Tal vez había un cierto grado de verdad en la crítica de Marx a la religión, teniendo en cuenta que los líderes religiosos se han entendido siempre a las mil maravillas con el poder secular. Por otra parte, está el hecho, también innegable, de que el ateísmo militante se ha esforzado por suprimir la religión en todas sus formas, buenas o malas. Finalmente, nos enzarzamos en una discusión más bien técnica acerca de la mente, ya sea como conciencia, prajna, o como dhyana, y sobre la relación existente entre prajna y shunyatá. En abstracto, prajna y shunyatá pueden considerarse desde un punto 340

de vista dialéctico, pero no cuando prajna se entiende como comprensión. El mayor error de todos es aferrarse al shunyatá como si este fuera un objeto, una «verdad absoluta». Fue una discusión muy entrañable y cordial, y al final tuve la sensación de que nos habíamos hecho buenos amigos y que, de alguna manera, estábamos muy cerca el uno del otro. Personalmente, siento un gran respeto y admiración por él como persona y creo que existe un verdadero vínculo espiritual entre nosotros. Él señaló que yo era un «geshe católico», lo que –según Harold– representaría la máxima alabanza posible de parte de un Gelugpa, ¡algo así como un doctorado honorífico!

12 de noviembre de 1968. Darjeeling Se trata de un lugar mucho más hermoso de lo que yo esperaba, un lugar único, lleno de tibetanos, de estandartes de oración, elevado entre las nubes, con montañas maravillosas, a buen recaudo de las miradas mientras subíamos por una lamentable carretera en la que se habían producido cerca de setenta corrimientos de tierra sumamente peligrosos. En Kurseong nos detuvieron durante una hora, hasta que quedó abierto de nuevo al tráfico el peor tramo de la carretera. Desde el avión que nos llevó de Calcuta a Bagdogra, las cumbres de las montañas más elevadas asomaban por encima de las nubes: la más cercana a nosotros era Kanchenjunga; a cientos de kilómetros de distancia, el Everest, una montaña majestuosa, con una de sus laderas de color negro. Y muy próxima a esta última, otra hermosa montaña puntiaguda. Debajo de nosotros podría haber estado Indiana lo mismo que la India. Sobrevolamos el Ganges. El viaje en coche desde Bagdogra fue largo, a través de espesos bosques, para ascender después ininterrumpidamente hasta alcanzar la zona misma de las nubes. Finalmente, llegamos al hotel Windamere, el lugar más agradable en que yo he pernoctado hasta ahora en la India. Llegamos jadeantes, después de ascender un largo tramo de escalera, cuando ya era de noche. Nos sirvieron un té. Hace frío.

16 de noviembre de 1968 Partimos muy temprano una fría mañana, a eso de las 7:45, en el todoterreno de nuestro amigo, con el rinpoche Jimpa y un pintoresco gigantón tibetano que nos serviría de guía para encontrar a otros rinpoches. Nos acompañaban también el padre Sherburne y Harold Talbott. A medida que ascendíamos por la carretera hacia Ghoom, yo sentía cada vez más frío. Me había dolido la garganta, y ahora parecía que las molestias se agravaban, debido al humo de carbón que contamina el aire. Nuestro primer objetivo era encontrarnos con el rinpoche Chatral en la ermita donde vive, un poco más arriba de Ghoom. Dos chortens, un pequeño templo, algunas cabañas. En el templo hay una 341

estatua de Padma Sambhava, decorada con joyas de Deki Lhalungpa, pero yo no pude verla. El rinpoche Chatral no estaba allí. Nos dijeron que había ido a ani gompa, un monasterio femenino que se encuentra bajando la carretera, para supervisar la realización de un fresco en el oratorio. Así pues, volvimos sobre nuestros pasos en dirección a Bagdogra y, no sin cierta dificultad, encontramos el minúsculo monasterio de monjas: dos o tres casas de campo al bajar, exactamente detrás del parapeto que lo aísla de la carretera. Y allí estaba Chatral, el más importante rinpoche con quien yo me he encontrado hasta la fecha y una persona que impresiona de veras. Chatral parecía un vigoroso campesino a la antigua usanza. Vestía un chaquetón típico de Bután, atado al cuello con correas, y cubría su cabeza con un gorro de lana de color rojo. Tenía una barba de aproximadamente una semana, ojos claros, una voz fuerte, muy articulada, y era mucho más comunicativo de lo que yo había esperado. Mantuvimos una conversación animada, durante la cual Jimpa, el intérprete, se echó a reír y comentó en diversas ocasiones: «¡Cosas de ermitaños...!». Y: «¡De nuevo, cosas de ermitaños...!». Empezamos hablando del dzogchen, de la meditación Nyingmapa y de la «comprensión directa», y enseguida nos dimos cuenta de que ambos congeniábamos muy bien. Debimos de estar hablando unas dos horas o más, y tocamos todos los temas, aunque el asunto al que dedicamos mayor atención fue el concepto de dzogchen. También comparamos algunos puntos de la doctrina cristiana con otras ideas budistas: dharmakaya – Cristo Resucitado, el sufrimiento, la compasión hacia todas las criaturas, motivos para «ayudar a los demás»: ideas todas que nos remiten al concepto de dzogchen, la vacuidad última, la unidad de shunyatá y karuná, que nos lleva «más allá de dharmakaya» y «más allá de Dios», hasta la perfecta vacuidad última. Confesó que había estado meditando en la soledad durante treinta años o más, y que no había alcanzado la vacuidad perfecta. Le dije que tampoco yo la había alcanzado. El mensaje implícito o expresado solo a medias de la charla fue nuestro pleno acuerdo mutuo como personas que en alguna medida estábamos a punto de alcanzar un elevado nivel de comprensión, y lo sabíamos, y de una u otra manera tratábamos de salir de nosotros mismos para perdernos en el otro, porque este encuentro mutuo constituía sin suda una gracia para los dos. Por mi parte, desearía conocer más profundamente a Chatral. En un determinado momento, él no se contuvo y me llamó de pronto rangjung Sangay (que, por lo visto, significa «Buda natural»), añadiendo enseguida que él mismo había sido llamado Sangay dorje. Escribió para mí en tibetano «rangjung Sangay» y dijo que, cuando yo penetrase en el «gran reino» y en «el palacio», América y todo lo que hay en ella me parecerían nada. Me dijo –y hablaba en serio– que tal vez él y yo obtendríamos la iluminación («budeidad») completa en nuestras próximas existencias, o quizás incluso en esta misma vida. La señal de despedida fue una especie de pacto en el sentido de que ambos haríamos cuanto estuviera a nuestro alcance para llegar a la ansiada iluminación en esta vida. Me sentí profundamente conmovido. Chatral es, a todas luces, un gran hombre, un auténtico practicante del dzogchen, el mejor de los lamas Nyingmapa, y parece dotado de una sinceridad y una libertad totales. Se extrañó 342

de entenderse tan bien con un cristiano. En un determinando momento de la conversación, se echó a reír y dijo: «¡Hay aquí algo que no encaja del todo!». Si tuviera que instalarme con un gurú tibetano, pienso que Chatral sería el primero a quien yo escogería. Pero todavía no sé si es eso lo que estoy dispuesto a hacer, o si es necesario que lo haga.

17 de noviembre de 1968 Hoy, durante el largo y silencioso viaje en Land Rover a la plantación de té Mim, me he preguntado varias veces: «¿Por qué voy allí?». En cualquier caso, me alegro de estar aquí, en este chalet absolutamente tranquilo. Los propietarios están fuera y tardarán en volver. Yo ya he dicho que no quería comer y he pedido que únicamente me envíen un té al chalet. En el hogar del chalet arde el fuego. ¡Qué bien se está...! La niebla oculta las montañas y penetra en mi inflamada garganta. No importa. Al cansado penseur le están esperando el fuego, toda una variada gama de remedios y una cama grande, con mantas y sábanas recién lavadas. «Querido padre Merriton (sic)», decía la nota. «Por favor, siéntase como en su casa desde el momento de su llegada y, simplemente, pídale al mozo de las maletas lo que pueda necesitar». Sin tener que pedirlo yo, el generador se puso en marcha, las luces empezaron a funcionar y se me sirvió el té en el confortable estudio de dibujo. Yo me fui enseguida al chalet, situado aparte, alejado, silencioso. El fuego encendido. Los libros sin empaquetar, incluyendo uno sobre Japón escrito por Ruth Benedict y Bajo la campana de cristal, de Anaïs Nin, que espero terminar, juntamente con los libros budistas que he de devolver a Harold Talbott, el cual permanece en el Hotel Windamere, donde lee envuelto en una manta. Me alegro de haber venido aquí. Toda la mañana a solas en la ladera de la montaña, calentándome al sol, ahora oculto tras las nubes. Mucho tiempo para pensar. Valoración global de esta experiencia en la India en términos más críticos. Demasiado movimiento. Demasiada «búsqueda de» algo: una respuesta, una visión, «algo diferente». Esto alimenta la ilusión. La ilusión de que existe algo diferente. Diferenciación: el viejo proceso de compartimentación que conduce a la insensatez, en lugar de procurar verlo todo inmerso en la vacuidad, sin tener que desmenuzarlo en contra de sí mismo. Cuatro piernas buenas; dos piernas malas. No estoy todavía en condiciones de valorar plenamente lo que ha significado este contacto mío con Asia. ¡Ha habido tantas cosas, y al mismo tiempo tan pocas...! Apenas llevo aquí un mes, y tengo la sensación de que desde que llegué a Bangkok, e incluso desde que estuve en Delhi y en Dharamsala, hubiera pasado mucho más tiempo. Los encuentros con el Dalai Lama y con varios personajes tibetanos, lamas o simples laicos «ilustrados», han constituido la experiencia más significativa de mi viaje, especialmente por la manera en que hemos sido capaces de comunicarnos mutuamente y compartir una 343

experiencia esencialmente espiritual del «budismo», experiencia que en alguna medida está también en armonía con el cristianismo. Por otra parte, aunque los jesuitas de Saint Joseph’s University han insinuado en repetidas ocasiones la necesidad de establecer fundaciones católicas contemplativas en la India, personalmente todavía no me siento llamado a venir y establecerme aquí. Y menos aún en esta «sensible» zona fronteriza, donde se plantearían continuos problemas con el gobierno. Si yo tuviera que instalarme como ermitaño en la India, ¡tendría que pensar en algo distinto de este confortable chalet! Algo más parecido a lo que está haciendo Dom Le Saux (Swami Abhishiktananda). Aunque personalmente valoro en gran medida las numerosas ventajas de la ermita en Gethsemani, sigo pensando que la falta de tranquilidad y el barullo general, exterior e interior, que padecí allí el verano pasado son indicios de que tengo que dejar ese lugar. Hasta ahora, los mejores presagios parecen apuntar hacia Alaska o hacia la zona que rodea el monasterio de las Secuoyas, es decir, Redwoods. Otra cuestión: semejante cambio ¿sería temporal o permanente? No pienso que deba distanciarme por completo de Gethsemani y que incluso tendría que mantener allí mi residencia oficial, únicamente a efectos legales. Supongo que, a la larga, voy a terminar mis días allí. A decir verdad, lo echo mucho de menos. Mi simple deseo de «dejar Gethsemani» no entraña, de hecho, ningún problema insoluble. Es mi monasterio, y el hecho de estar lejos de él me ha ayudado a verlo con otros ojos y a amarlo más. Ahora supongamos que se presenta un chalado y me pregunta: «¿Ha encontrado usted el Asia real?». No sé en absoluto a qué podría referirse alguien que hablara del «Asia real». Por lo que he podido ver hasta ahora, toda Asia es real. Aunque, sin duda, buena parte de la misma ha sido corrompida por Occidente. Ni el Darjeeling victoriano ni el hotel Oberoi de la época de Kennedy pueden incluirse dentro de lo que algunos llamarían el Asia ideal. Recuerdo cómo se reía Deki Lhalungpa ante los falsos minaretes americanos del comedor Taj en el hotel Oberoi. Y, sin embargo, también eso es Asia. Darjeeling es un curioso vestigio fraudulento de algo increíble. Los indios, o los nepaleses, los sikkimeses y otros pueblos del entorno siguen tratando de creer en él y de mantenerlo en pie. Sombreros, paños de lana, bastones de paseo, viejas corbatas escolares (de Saint Joseph), todo ello de estilo inglés, al menos para los ricos. Escalofrío en el hotel Windamere a propósito de la dialéctica Madhyamika: ¿forma eso parte del «Asia real»? Tal como yo veo las cosas, no me cabe duda de que todo eso es una pérdida de tiempo, algo que yo no necesitaba hacer. Sin embargo, si he descubierto que no necesitaba hacerlo, no ha sido una pérdida de tiempo. Este profundo valle, la plantación de té Mim, situado por encima de Darjeeling, es hermoso y tranquilo y responde perfectamente a las necesidades de Martin Hall, el gerente y su mujer, que a su manera son auténticos ermitaños y supieron valorar la 344

necesidad que yo tenía de unos días de silencio. Sin embargo, no tiene nada que, esencialmente, no hubiera podido haber encontrado en Needle Rock o en Bear Harbor, nada que yo no hubiese encontrado ya allí el pasado mes de mayo. ¿O tal vez he encontrado una ilusión de Asia que únicamente la experiencia podía disolver? ¿Aquí? ¿Qué tiene en realidad este valle? Desprendimientos de tierra a centenares. Las montañas están terriblemente hendidas, excepto en aquellos lugares en que se espesa el bosque. Hace seis semanas, zonas enteras de plantaciones de té quedaron asoladas. Obviamente, la próxima vez que se produzcan lluvias fuertes será mucho peor. Este lugar es un ejemplo espantoso de anicca («transitoriedad»). Por lo tanto, un buen lugar para corregir las propias perspectivas. Siento que mi mente se rebela contra los corrimientos de tierra. Me distraigo leyendo los proyectos de reforestación, así como el resto de propuestas tendentes a negar dichos proyectos, a prohibirlos. Deseo que todo esto sea permanente. Una permanente tarjeta postal para la meditación y los ensueños. Los corrimientos de tierras son comentarios irónicos y silenciosos sobre la permanencia aparente, las «nieves perpetuas» del macizo Kanchenjunga. Y la inestabilidad política. A lo lejos, apenas unos cientos de kilómetros más allá, en la dirección en que vuela el cuervo, se encuentra la frontera tibetana, a lo largo de la cual están apostados los ejércitos chinos. El sol está en lo alto, en su cenit. Sonido nítido y suave de la campana de un templo allá lejos, en el valle. Voces infantiles cerca de las casas de campo, situadas en la ladera de la montaña, más arriba de donde yo estoy. Calienta el sol. Todo encaja. No hay que decidir nada, y «Asia» no tiene por qué ser etiquetada bajo una categoría u otra. No hay nada que tenga que ser juzgado. ¡Pero, seguramente, los lamas pasan frío durante la noche en sus altos y bien ventilados pequeños gompas!

19 de noviembre de 1968. Plantación de té Mim Anoche tuve un curioso sueño acerca del Kanchenjunga. Observaba yo la montaña de un color blanco puro, en especial los riscos situados al oeste. Veía la hermosa belleza de su forma y su contorno, todo blanco. Y oí una voz que decía –o al menos así lo entendí yo claramente–: «La montaña tiene otra ladera». Me di cuenta de que la montaña dio una vuelta completa sobre sí misma, y todo apareció alineado de otra manera; ahora estaba viendo la parte tibetana. Esta mañana quedó zanjada mi pelea con la montaña. No es que de pronto me haya enamorado de ella, pero ¿por qué volverse loco por una montaña? Es hermosa, castamente blanca a la luz del sol de la mañana, y puedo verla directamente desde la ventana de mi chalet. Como todas las montañas, el Kanchenjunga tiene otra ladera, otra vertiente: la parte que nunca ha sido fotografiada ni plasmada en tarjetas postales. Esa es la única ladera que merece verse.

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Más tarde, tomé tres fotos más de la montaña. ¿Un acto de reconciliación? No, una cámara fotográfica no puede reconciliarle a uno con nada. Además, ¡no puede ver una montaña real! La máquina no sabe qué es lo que capta: recoge materiales con los que tú reconstruyes no tanto lo que has visto cuando lo que has creído ver. Por eso, la mejor fotografía es consciente de la ilusión y la utiliza, tolerándola y reforzándola, especialmente tratándose de ilusiones inconscientes, pero poderosas, a las que en general se les niega el derecho de libre circulación en nuestra sociedad. Las tres puertas (son una sola puerta). 1. La puerta del vacío. De ninguna parte. Sin espacio para un yo, y que ningún yo puede, por tanto, puede traspasar. Por lo cual, resulta inútil para quien se dirija a un determinado lugar. ¿Es en realidad una puerta? La puerta de la no-puerta. 2. La puerta sin señal, sin indicador, sin información. No particularizada. Por lo cual nadie puede decir de ella: «¡Es esta! ¡Esta es la puerta!». No es reconocible como puerta. Tampoco hay otras cosas que apunten a ella: «¡Nosotras no lo somos, pero lo es ella: la puerta!». Ninguna señal que diga: «¡Salida!». Inútil buscar indicaciones. Cualquier puerta que tenga una señal, cualquier puerta que se autoproclame «puerta» no es la puerta. Pero tampoco busquéis una señal que diga: «No hay puerta». O siquiera: «No hay salida». 3. La puerta sin deseo. La indeseada. La puerta no proyectada. La puerta nunca esperada. Nunca querida. No deseable como puerta. No es una broma, ni una puerta trampa. No selecta. No exclusiva. No para unos pocos. No para muchos. No para. Puerta sin propósito. Puerta sin finalidad. No responde a una llave; así pues, que nadie imagine que posee una llave. No hagas depender tus esperanzas de la posesión de una llave. No merece la pena preguntar por ella. De todos modos, debes preguntar. ¿Quién? ¿Con qué objeto? Cuando ya has preguntado por una lista de todas las puertas, esta puerta en concreto no está en la lista. Cuando has preguntado por los números de todas las puertas, esta puerta en concreto carece de número. No te sientas defraudado pensando que esta puerta es simplemente difícil de encontrar y de abrir. Cuando uno la busca, se esfuma. Se desvanece. Mengua, Es nada. No hay umbral. Ni lugar donde poner el pie. No es un espacio vacío. No es ni este mundo ni otro. No se fundamenta en nada. Porque no tiene fundamento, es el final del dolor, de la pena. No queda nada por hacer. Por consiguiente, no hay umbral, ni escalón, ni avance, ni retroceso, ni entrada, ni no entrada. Tal es la puerta que está al final de todas las puertas, la puerta no construida, la puerta imposible, la puerta indestructible, a través de la cual pasan todos los fuegos cuando se «han extinguido». Cristo dijo: «Yo soy la puerta». La puerta claveteada. La cruz: ellos sujetan con clavos la puerta cerrada con la muerte. La resurrección: «Ya veis que no soy una puerta». «¿Por qué miráis hacia el cielo?». «¡Alzad vuestras cabezas, oh puertas!». ¿Para qué? El Rey de la Gloria. Ego sum ostium: «¡Yo soy la puerta!». Yo soy la 346

entrada, la «manifestación», la revelación, la puerta de la luz, la Luz misma. «¡Yo soy la Luz!», y la luz en el mundo desde el principio. (Parecía estar a oscuras). Esta tarde, el Kanchenjunga. Las nubes de la mañana se han fragmentado parcialmente, y la montaña, el macizo y todas sus cumbres, han iniciado un impresionante, lento y silencioso baile dorje de nieve y niebla, luz y sombra, superficie y nervadura, inopinadas torres de nubes alzándose en espiral sobre los ventisqueros, extensiones azules de rocas medio desveladas, picos que aparecen y desaparecen con la cima del Kanchenjunga como presencia visible y constante presidiendo toda esta lenta exhibición. Permanecí así varias horas. Algo realmente majestuoso y bello. Después, al atardecer, se despejaron algo más las nubes, aunque se mantuvo una larga franja de niebla y sombra bajo los principales picos. No faltaron muestras discretas de un color rosa prostibulario, pero predominaron con mucho la figura y la línea, la sombra y la forma. ¡Oh Montaña, Madre Tántrica! ¡Palacio yin-yang de opuestos en unidad! Palacio de anicca, interinidad y paciencia, solidez y no ser, existencia y sabiduría. Un gran acuerdo común para ser y no ser, un pacto para no engañar a nadie que primero no desee ser engañado. La belleza total de la montaña no se ve hasta que también tú das tu consentimiento a la paradoja imposible: la montaña es y no es. Cuando no se necesita decir nada más, el humo de ideas se despeja, y la montaña queda A LA VISTA. Testamento de Kanchenjunga. Testamento del viejo Melquisedec sin padre. Testamento anterior al tiempo de los bueyes y del sacrificio. Testamento sin Ley: NUEVO Testamento. ¡Círculo completo! ¡El sol se pone por el Este!

24 de noviembre de 1968. Domingo vigésimo cuarto después de Pentecostés «¿Qué es una vocación? Una llamada y una respuesta. Esta definición no lo dice todo. Concebir la llamada de Dios como una orden expresa de llevar a cabo una determinada tarea no es siempre falso. Sin embargo, solo es cierto después de una prolongada lucha interior, en la cual se pone de manifiesto que ninguna de tales exigencias es engañosa. Además, la orden en cuestión va tomando cuerpo a medida que madura quien tiene que llevarla a cabo, de suerte que, de alguna manera, esa orden se convierte en el verdadero ser de quien ahora ha alcanzado la plena madurez. Finalmente, el proceso de maduración puede resultar una misteriosa manera de morir, en el supuesto de que con la muerte se ponga en marcha el cumplimiento de la tarea. Se ha de producir una elección de vértigo, una déhiscence (ruptura) en virtud de la cual la certeza adquirida de ser llamado queda hecha pedazos. Lo que consagra –palabra empleada aquí en su estricto sentido– una vocación, y la eleva a la altura del sacrificio que entraña en sí misma, es la ruptura con el orden aparente de la existencia, con su pleno desarrollo formal o su eficacia visible» (Pierre Emmanuel, La Loi d’Exode).

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28 de noviembre de 1968. Madrás Sensación de silencio y de espacio en Mahabalipuram, de panoramas impredecibles, con las palmeras y, muy cerca, el mar. Me habría gustado vagar mucho tiempo entre las rocas, pero me molestaban los chiquillos que venden postales y se ofrecen como guías, por lo que decidí trasladarme a la playa, que también es admirable. Azul claro de la bahía de Bengala. Del mar llega con fuerza un viento fresco. El templo de la costa, más pequeño de lo que yo esperaba, muy deteriorado por la intemperie, pero una verdadera joya. Resulta especialmente interesante cuando se ve en relación con el resto del complejo. Y en relación con Shankara, un contemporáneo de este santuario que vivió en Kancheepuram, lugar que yo no he visitado. Ayer por la noche mantuve una conversación con el Dr. Raghavan sobre el concepto de rasa y la estética india. Él habló de la importancia de la sugestión para comunicar implicaciones estéticas que trascienden el discurso ordinario. La poesía no es habla ordinaria, de la misma manera que la experiencia poética no es una experiencia ordinaria. Por encima de todo, rasa es santa: paz contemplativa. Discutimos la diferencia que existe entre experiencia estética y experiencia religiosa: la estética únicamente perdura mientras el objeto está presente. El conocimiento religioso no requiere la presencia de «un objeto». Cuando una persona ha conocido el brahman, su vida se transforma permanentemente desde dentro. Yo le hablé de William Blake y de su cuádruple visión.

4 de diciembre de 1968. Colombo Polonnaruwa con su vasta zona cubierta de árboles. Vallas. Poca gente. Ningún mendigo. Una carretera asquerosa. Perdidos. Posteriormente encontramos Gal Vihara y otro complejo monástico con sus stupas. Celdas. Montañas lejanas, como en Yucatán. La senda desciende hacia Gil Vihara: una hondonada amplia, tranquila, rodeada de árboles. Un afloramiento profundo de la roca, con una cueva excavada en su interior y, al lado de la cueva, un enorme Buda sentado a la izquierda, un Buda reclinado a la derecha y Ananda, supongo yo, que se mantiene de pie junto a la cabeza del Buda reclinado. Dentro de la cueva, otro Buda sentado. Me descalzo los pies y puedo acercarme a los Budas sin que nadie me moleste. Mis pies pisan la hierba húmeda, la arena húmeda. El silencio de estos rostros extraordinarios. Las grandes sonrisas. Enormes y, a pesar de todo, sutiles. Rebosantes de posibilidades, sin cuestionar nada, conociéndolo todo, no rechazando nada, con la paz no de la resignación emocional, sino de Madhyamika, de shunyatá, que ha considerado cada una de las cuestiones sin tratar de desacreditar nada ni a nadie sin refutación, sin entablar otra disputa. Para el doctrinario, cuya mente tiene necesidad de posiciones perfectamente establecidas, semejante paz, semejante silencio, pueden resultar inquietantes. Sentí que me invadía una ola de alivio y gratitud ante la evidente claridad de las figuras, la claridad y la fluidez de forma y de línea, el diseño de 348

los cuerpos monumentales enmarcados dentro de la forma de la roca y del paisaje, figura, roca y árbol. Y el perfil en declive de las rocas desnudas en la otra parte de la hondonada, adonde puedes retroceder para ver diferentes aspectos de las figuras. Contemplando estas figuras, me vi de pronto –casi forzadamente– arrancado de la visión habitual y cansina de las cosas, y un brillo interior, una claridad como surgida violentamente de las mismas rocas, me resultó evidente y obvia. La absoluta evidencia de la figura reclinada, la sonrisa, la melancólica sonrisa de Ananda en pie y con los brazos cruzados (que, por ser completamente limpia y franca, resulta mucho más «categórica» que la sonrisa de la Mona Lisa de Da Vinci). Y lo curioso es que aquí no existen rompecabezas, ni problema alguno, ni «misterio» que resolver. Todos los problemas están resueltos, y todo está claro, simplemente porque lo que importa también lo está. La roca, toda materia, toda vida, está cargada de dharmakaya: todo es vacío y todo es compasión. No recuerdo haber tenido nunca antes en mi vida una sensación de belleza y vitalidad espiritual que haya desembocado en una iluminación estética. Seguramente, con Mahabalipuram y Polonnaruwa, mi peregrinación asiática se ha purificado y clarificado. Quiero decir que conozco y he visto aquello que oscuramente andaba buscando. No sé qué nuevas sorpresas me esperan, pero ahora he visto y he traspasado la superficie y he logrado ir más allá de la sombra y el disfraz. Esta es Asia en su pureza, no cubierta de basura, asiática o europea o americana. Es luminosa, pura, completa. Lo dice todo. No necesita nada. Y porque no necesita nada, puede permitirse el lujo de permanecer en silencio sin ser noticia, sin que la descubran. No necesita que la descubran. Somos nosotros, incluidos los asiáticos, quienes necesitamos descubrirla a ella.

6 de diciembre de 1968. Singapur Estoy haciendo los preparativos para dejar Singapur, la ciudad de los transistores, los magnetófonos, las máquinas fotográficas, los perfumes, las camisas de seda, los licores refinados. Solo llevo conmigo una provisión de carretes Plus X de 35 mm para la cámara fotográfica. Estoy contento de haber venido aquí. Es una ciudad «mundana» interesante, muy diferente de la India; una nueva ciudad asiática, de estilo cosmopolita, «mundana» también en un sentido chino. Singapur muestra el sentido práctico y realista típico de los chinos, juntamente con los grandes edificios de estilo occidental, que, casualmente, están limpios y bien cuidados. El lugar no da señales de agotamiento, lo cual significa que Calcuta no es necesariamente el único modelo de Asia. Estos datos hay que recordarlos para ofrecer un cuadro completo de aquel continente. Las afueras de Singapur, los suburbios próximos a la universidad, guardan cierto parecido con Santa Bárbara o Sacramento. Al salir hacia el aeropuerto de Katunayake pude ver la otra cara de Colombo. Abundaban las estatuas católicas, expuestas en lugares públicos, en algunos casos 349

protegidas por mamparas de cristal. Después de todo, esta circunstancia hace que los santos católicos se aproximen un poco más a Ganesha y al «amaneramiento» hindú. De pronto, topas con un lugar donde la religión se convierte en algo divertido. Después tú mismo decides si, a pesar de todo, eres religioso. Mi próxima parada será la reunión de Bangkok, que no suscita en mí un especial interés. A continuación, Indonesia, donde se iniciará una etapa completamente nueva de mi viaje. Todavía no estoy seguro de adónde me llevará ni de lo que puedo o debo planear. Aunque estoy cansado de hoteles y aviones, el viaje no ha hecho más que comenzar. A algunos de los lugares que yo deseaba ver desde el principio todavía no les ha tocado su turno. «La mayoría de los seres humanos no nadarán antes de haber aprendido a hacerlo» (Novalis).

8 de diciembre, de 1968. Bangkok Hoy es la fiesta de la Inmaculada Concepción. Dentro de un momento abandonaré el hotel. Voy a celebrar misa en la iglesia de San Luis, comeré en la Delegación Apostólica y, por la tarde, me llegaré hasta el centro de conferencias de la Cruz Roja en Bangkok.

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Índice Portada Créditos Una senda a través de los diarios de Thomas Merton Primera parte: Historia de una vocación: 1939-1941 Segunda parte: Primeros pasos como monje y escritor: 1941-1952 Tercera parte: Tras el ideal de la vida monástica: 1952-1960 Cuarta parte: Los años decisivos: 1960-1963 Quinta parte: Buscando la paz en la ermita: 1963-1965 Sexta parte: Explorando la soledad y la libertad: 1966-1967 Séptima parte: El final del viaje: 1967-1968

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