Diario de la cárcel, CARD. S WYSZYNSKI

February 3, 2018 | Author: escatolico | Category: Religion And Belief
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Descripción: El cardenal Stefan Wyszynski, Primado de Polonia, fue detenido el 25 de septiembre de 1953. «Residió» suce...

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Card. S. Wyszynski

Di ARIO DE LA CARCEL

El cardenal Stefan Wyszynski, Primado de Polonia, fue detenido el 25 de septiembre de 1953. «Residió» sucesivamente en Rywald, Stoczek, Prudnik de Silesia y Komancza. En 1956, por vez primera desde el advenimiento del comunismo y tras diez años de represión, los polacos reivindicaron reformas económicas y una democratización del régimen. Para aplacar las iras del pueblo, el poder se vio obligado a buscar el apoyo de la Iglesia. El 8 de octubre, a instancia expresa de las autoridades, el Primado regresa a Varsovia y recobra el ejercicio de sus funciones. Las Memorias de la Cárcel no fueron publicadas en vida del autor. En mayo de 1981, tres semanas antes de su muerte, el Primado puntualizó que estos apuntes los había redactado para su uso personal, sin intención de hacer un libro; prefería que, en gracia a su autenticidad, quedaran como estaban. Lectura fascinante la de estas páginas. La crónica cotidiana y la expresión ferviente de una profunda vida de oración alternan con reflexiones sobre el futuro de Polonia y el papel de la Iglesia en un sistema comunista. En 1984, su descripción de los mecanismos del poder totalitario, impregnada a veces de un humor sorprendente, tiene sabor profético. El diario del cardenal Wyszynski revela al lector los orígenes de la renovación espiritual de los polacos: sobreponerse al miedo en virtud de la fe que asocia justicia social e independencia nacional. En nuestros días, de Gdansk a Varsovia, * la fe proclamada por el Primado es la que hace que los polacos resistan a los tanques del general Jaruzelski, al chantaje } de la intervención soviética y a la penuria.

DIARIO DE LA CARCEL POR EL

Card. STEFAN WYSZYNSKI PRIMADO DE POLONIA

Título de la edición original: Zapiski Wiezienne. La traducción ha sido realizada por J osé L uis L egaza La cronología y las notas han sido tomadas de la edición francesa de la obra.

Con licencia del Arzobispado de Madrid-Alcalá (9-V-I984) M adrid 1984.

C RO N O LO G IA DEL C A R D E N A L W YSZYNSKI

1901:

El 3 de agosto, en Zuzela, un pueblo del este de Polonia, nacimiento de Stefan Wyszynski, segun­ do hijo de Stanislaw, organista, y de Julianna.

1910-1911:

La madre del futuro primado de Polonia muere a la edad de treinta y tres años. Stanislaw Wyszynski, padre de cinco hijos, contrae segun­ das nupcias. Stefan Wyszynski cursa estudios en el seminario menor de Wloclawek. Ordenado sacerdote el 3 de agosto de 1924, celebra la primera misa en la capilla de la Virgen María, en Jasna Gora. Vicario de la catedral de Wloclawek y redactor de Slowo Kujawskie (La Voz de Kujawy).

1925-1929:

Terminados los estudios de economía social y de derecho canónico en la Universidad católica de Lublin, S. Wyszynski defiende su tesis doctoral sobre «Los derechos de la familia, de la Iglesia y del Estado en la escuela».

1931-1939:

El padre Wyszynski, vicario de Przedrsecze Ku­ jawskie y profesor del seminario mayor de Wlo­ clawek, despliega una gran actividad de carácter social. En particular trabaja con los sindicatos católicos de Wloclawek, dirige la Universidad obrera cristiana y organiza la Unión de la juven­ tud obrera católica. Sus publicaciones se ocupan de problemas sociocristianos. Desde 1937, Stefan Wyszynski forma parte del Consejo social cerca del primado de Polonia

1939-1945:

Como tantos polacos al comienzo de la guerra, Stefan Wyszynski emprende el éxodo hacia el

Este. Vuelve a Wloclawek, pero en seguida ha de abandonar la ciudad, escapando de la Gestapo. Es capellán del Instituto infantil de ciegos de Laski (en las afueras de Varsovia) y toma parte en la resistencia democrática (Ejército del in­ terior). Durante la insurrección de Varsovia (agosto-octubre de 1944), el padre Wyszynski fue capellán del cuartel Zoliborz y del hospital de los insurgentes instalado en Laski. 1945-1946:

S. Wyszynski reorganiza el seminario de Wlo­ clawek, del que es nom brado rector.

1946:

El 4 de marzo, S. Wyszynski es nombrado por el papa Pío X II obispo de Lublin.

1948:

El 2 de noviembre (tras la m uerte del cardenal August Hlond), monseñor Wyszynski es nom­ brado metropolitano de Varsovia y Gniezno, pri­ mado de Polonia.

1952:

El 27 de noviembre, monseñor Wyszynski es ele­ vado al cardenalato. Las autoridades le prohíben acudir a Roma.

1949-1953:

Por iniciativa del primado, el Episcopado trata sistem áticam ente de lograr un modus vivendi con el régimen. Los acuerdos no impiden a las autoridades entorpecer la acción de la Iglesia y luchar contra la religión (detención de eclesiásti­ cos, clausura de seminarios, trabas a la jurisdic­ ción episcopal, etc.). El Episcopado redobla sus protestas contra la violación de los acuerdos. El primado, que sigue manteniendo conversaciones oficiales con los miembros del régimen, defiende valerosamente los derechos de la Iglesia y del pueblo (libertad de trabajo, libertad de religión, libertad de prensa, etc.).

1953-1956:

El 25 de septiembre, detención en plena noche del cardenal Wyszynski, primado de Polonia, metropolitano de Varsovia y Gniezno. Monseñor

Wyszynski es trasladado inmediatamente, en co­ che, a Rywald, su primer lugar de detención. El 2 de octubre le trasladan a Stoczek, de Rywald Warminski, su segunda prisión. El 8 de diciem ­ bre, el primado hace acto de sometimiento a la Madre de Dios y pone su destino en sus manos; en este acto acepta todos los designios de Dios que se refieran a él. El 2 de ju lio de 1954, sintiéndose responsable del futuro de la Iglesia en Polonia, el primado eleva un memorándum al Gobierno en el que recapitula los esfuerzos del Episcopado para llegar a los acuerdos con el régimen. El 6 de octubre es conducido en avión a su tercer lugar de detención, Prudnik de Sile­ sia. De nuevo se dirige al Gobierno, también con motivo de la enfermedad de su padre. Como sus cartas no obtienen respuesta, el cardenal decide no volver nunca más a escribir a las autoridades. El 7 de agosto, el primado rechaza la propuesta oficial de vivir en un convento a cambio de re­ nunciar a sus funciones eclesiásticas. El 27 de octubre, el Gobierno transfiere al primado a su cuarto lugar de detención, a Komancza. Esto supone la mejora de sus condiciones de vida y la disminución de su aislamiento. El 16 de m ayo de 1956, el primado redacta los Juram entos de Jas­ na Gora, que forman parte del programa de preparación moral de la nación a la celebración del milenario del bautismo de Polonia. El 1 de agosto, todavía preso en Komancza, elabora la Novena Mayor, continuación de los Juram entos de Jasna Gora. El 25 de agosto, monseñor Klepacz, secretario de la Conferencia Episcopal, en­ cargado de cubrir el interregno, deposita en Czestochowa los Juram entos de Jasna Gora, re­ dactados por el cardenal Wyszynski. El 28 de octubre, tras haber recibido del régimen la pro­ mesa de devolver sus derechos a la Iglesia y reparar los daños y perjuicios sufridos por ella, el primado regresa a Varsovia y, a instancia de las autoridades, recobra todas y cada una de sus funciones eclesiásticas.

1957-1959:

El 5 de m ayo, renovación de los Ju ra m e n to s de Jasna Gora en todas las parroquias. Durante su viaje a Roma, en 1959, el primado recibe las insignias de cardenal. En Venecia, primer en­ cuentro con el futuro papa Juan XXIII, que sella el comienzo de una amistad. El régimen Gomulka vuelve a sus ataques contra la Iglesia. El 9 de octubre de 1958, muerte de Pío XII. El 28 de octubre, elección de Juan XXIII. En Polonia se acentúa la represión contra la Iglesia: moviliza­ ción de los seminaristas, política fiscal extrava­ gante, obstáculos a la enseñanza religiosa, etc. Disturbios en Nowa Huta (Cracovia) tras prohi­ birse la construcción de un templo. El régimen reemprende sus tentativas de destruir la Iglesia desde dentro con ayuda de los «sacerdotes patrio­ tas*. El 3 de m a yo de 1959 comienza la Novena M ayor. El 3 de junio, muerte de Juan XXIII. El 23 de ju n io , elección de Pablo VI.

1963-1965:

El primado toma parte en las sesiones del Conci­ lio. El 2/ de noviem bre de 1964, por iniciativa del primado y del Episcopado polaco, Pablo VI proclama a la Madre de Dios patrona de la Iglesia universal. En diciem bre de 1965, los obis­ pos polacos dirigen una carta a los obispos ale­ manes: «Os perdonamos e imploramos vuestro perdón».

1966-1970:

El 3 de m ayo, celebración del milenario del bau­ tismo de Polonia, con participación del primado. El régimen se opone a la visita de Pablo VI a Polonia. En m a rzo y m ayo de 1968, el Episcopa­ do hace públicas dos declaraciones «en torno a los dolorosos acontecimientos de marzo». El 4 de noviembre, el primado, tras tres años de inconve­ nientes, puede acudir a Roma. En diciem bre de 1970, conmovido por los trágicos sucesos de Gdansk, el primado trata de aplacar a la pobla­ ción, con el fin de evitar nuevos derramamientos de sangre.

1971-1979:

El cardenal Wyszynski toma parte en la beatifi­ cación del padre Kolbe en Roma el 17 de sep­ tiembre. Pablo VI restablece una administración canónica en las regiones occidentales. Enero de 1974-julio de 1975, el primado .pronuncia los sermones de Swietokryskie, donde muestra su preocupación ante una nueva crisis en Polonia. En feb rero de 1974, durante la visita de monse­ ñor Casaroli, el primado pronuncia un sermón acerca de las relaciones entre la Iglesia, el pueblo y el Estado. El 26 de octubre de 1976, el papa Pablo VI no acepta la dimisión del cardenal Wyszynski, de setenta y cinco años, y le confirma en todas sus funciones. El 29 de octubre de 1977, durante una conversación con Edward Gierek, jefe del PC, el primado le advierte el peligro de una crisis inminente. El 6 de enero de 1978, S. Wyszynski formula en un sermón las principa­ les reivindicaciones de la Iglesia. El 6 de agosto de 1978, muerte de Pablo VI. El 15 de octubre, elección de Juan Pablo II.

1979-1980:

Del 2 al 10 de junio, visita de Juan Pablo II a Polonia. Ascensión de 1979: 38.000 fieles, mu­ chos de ellos extranjeros, toman parte en la pere­ grinación de Varsovia a Jasna Gora. 1979-1980: el Episcopado denuncia una y otra vez la mala situación de Polonia (crisis económica y social, desmoralización, corrupción, alcoholismo, etc.) y recuerda al régimen la necesidad de unas refor­ mas. Durante todo este período, gran número de intervenciones del primado, tanto en sus sermo­ nes como ante el Gobierno, denunciando que las condiciones de vida en Polonia seguían deterio­ rándose. El 26 de agosto de 1980, durante su sermón con motivo de la fiesta de la Virgen de Czcstochowa, el primado hace un llamamiento a la «madurez nacional y cívica, a fin de evitar una intervención extranjera». El 9 de septiem bre, el Episcopado traza un nuevo programa de acción de la Iglesia, que tenga en cuenta los cambios producidos en el país. En este interregno, el pri-

mado, je fe espiritual de ¡a nación, desempeña el p a p e l m ediador entre ¡a población y el régimen.

/M f/s

E //J¿ fem a y o , atentado contra Juan PabJo II. El J J ¿fe m ayo, e l primado habla por última vez con Ju a n Pablo / / por teléfono. El 28 de mayo, muerte del cardenal Stefan W yszynski, prim ado de Polonia, tras larga enfermedad. El 31 de mayo,

fuñeraJes nacionales por el primado.

DIARIO

DE

LA

CARCEL

/.

LA D E T E N C I O N

Viernes 25 de septiembre de 1953 Varsovia. Fiesta del Beato Wladyslaw patrón de la capital. En la capilla del seminario metropolitano celebro la misa de principio de curso; durante la homilía hablo del valor educativo de la verdad. Después del desayuno, la sesión inaugural; me acompañan los sacerdotes profe­ sores. Hizo uso de la palabra el rector, monseñor Pawlowski, y cerré el acto yo con un discurso. A renglón seguido, una segunda reunión, la de delegados de la misión eclesiástica. Oído el informe anual e im partidas las oportunas consignas de trabajo para el año, me despi­ do de la asamblea y vuelvo a casa. Por la tarde dedico dos horas a preparar el panegírico del Beato Wladyslaw, cuya biografía es una lástima que adolezca tanto de falta de elementos históricos. Idea central de mi sermón: la verdad interior de un «hombre divino», con intención de denunciar la religiosidad aparente y ostensiva, tan perju­ dicial para la gloria de Dios y el bien del prójimo y de las almas. El patrón de nuestra capital, ese modesto fraile del que apenas si sabemos algo, no parece atraer demasiado a los versátiles y descuidados varsovianos del Santo y la sirena, y, sin embargo, la vida de nuestro Beato es más real que la leyenda de la sirena 2, porque 1 Ladislas de Gielniow (1440-1505), padre franciscano, poeta y compositor de los primeros cánticos litúrgicos polacos. Sus sermones apasionados y su celo de confesor le granjearon una enorme populari­ dad. Sus reliquias (gran parte fueron robadas) se hallan en la iglesia de Santa Ana. 2 La sirena es el emblema de Varsovia. Según la leyenda, la m ujer que vino del Báltico fundó la ciudad a orillas del Vístula, el río más im portante de Polonia.

sólo es verdad la vida. Al hilo de estas reflexiones predi­ qué en la iglesia de S anta Ana. Por cierto, ¡cuánta gente! Puede decirse que nunca ese tem plo había registrado un lleno tal, ni nunca tam poco había hecho allí tan to calor. Pero los varsovianos son gentes que saben escuchar. T e r­ minada la misa, les di la bendición an te las reliquias del santo patrón. Al pie de la escalera de la rectoral m e co rta el paso un grupo de estudiantes y santas m ujeres. Les anim o a rezar el rosario. «¿Conocéis el Juicio Final, de M iguel Angel? Pues con la ayuda del rosario, el ángel salva del abismo al hombre. Rezad el rosario por mí». Así hablé yo a aquellos valientes. A continuación me quedé con los sacerdotes, reunidos con el rector, Kaminski, para una cena frugal. Dejé la iglesia a las 21,30. Un nutrido grupo me ag u a rd ab a junto al coche. De pronto, un hom bre em pezó a proferir gritos, m ientras otro tra ta b a de calm arle p ara evitar que las cosas degeneraran en provocación. C om o yo he pedido tantas veces a los fieles que no levanten la voz, aquélla parecía una ocasión de no dejarse provocar. La gente no ha olvidado la triste experiencia del padre Padacz a consecuencia de m anifestaciones de este tipo. De vuelta a la calle M iodowa, doy inm ediatam ente a Antoni instrucciones para el día siguiente. N o hay nadie en el vestíbulo. Subo a mis habitaciones para descansar. A proxim adam ente m edia hora después oigo pasos en el corredor. E ntra el padre Godziewic y me dice que unos hombres traen una ca rta del m inistro Bida para monse­ ñor B araniak y piden se les ab ra el portón. M e quedé de una pieza. «Dígales, por favor, que el m inistro Bida envía habitualm ente su correo a m onseñor C horom anski, se­ cretario del Episcopado, y que me resulta muy extraña esta visita, ya que el m inistro sabe muy bien a quién tiene que dirigirse». A saltado por un repentino presentimiento, me levanté y vestí. Efectivam ente, dos hom bres tra ta b a n por todos los medios de forzar la cerradura de la puerta de entrada. El

P. Gozdziewic transmitió mis palabras a aquellos intem­ pestivos visitantes y volvió a mi lado. Adiviné en seguida que venía a visitarnos quien yo me temía, y bajé para que les abrieran. En ese preciso momento entraba monseñor Baraniak, precedido de un grupo de individuos, que irrumpieron bruscamente en el salón de los Papas. «Estos caballeros — dijo el obispo— iban a disparar». «Es una lástima que no lo hayan hecho — respondí— ; así habríamos sabido que se trataba de una agresión, mientras que ahora no sabemos qué calificativo aplicar a esta incursión nocturna». Uno de ellos se explicó, diciendo que, viniendo en misión oficial, les sorprendía mucho que no les hubiera abierto nadie. Respuesta mía: «Nuestro horario de trabajo, y, por tanto, de apertura, corresponde a las horas del día. Ahora no se trabaja». «Muy bien — me contestó— , pero el Estado tiene derecho a dirigirse a sus ciudadanos cuando guste». Entonces me permití puntualizar que también el Estado tiene el deber de comportarse correctamente con ellos, muy especialmente con los que sabe están a su disposi­ ción. Salí al patio en busca de Cabanek, porque no había por allí ningún sacerdote, y entonces nuestro perro saltó sobre uno de los hombres que venían detrás de mí. Hube de regresar al vestíbulo para vendar al herido, mientras sor Maksencja traía tintura de yodo. Le tranquilicé: nuestro perro estaba sano. Luego se hizo venir a monse­ ñor Baraniak, mientras tres hombres más llegaban a la puerta principal. Finalmente, nos dirigimos todos al salón de los Papas. Uno de los visitantes insistía en acusarme de haberle negado al poder del Estado el acceso a la casa. Le respondí que ignoraba si me encontraba ante una representación del poder o si era objeto de una agresión. Situados como estábamos en un lugar apartado, en me­ dio de ruinas, no abríamos a nadie por la noche. En todo caso, además, aquellos hombres habían empezado min­ tiendo. Finalmente, se aclaró todo. Uno de ellos se quitó el

abrigo y extrajo de su ca rtera un sobre; lo abrió y me tendió una hoja, donde pude leer que el G obierno había tomado ayer la siguiente determ inación: que yo debía ser conducido inm ediatam ente fuera de la ciudad, prohibién­ doseme desde ese m om ento ejercer mis funciones de prim ado de Polonia. D eseaba él que yo, rindiéndom e a la evidencia, firm ara, cosa a la que me niego, porque tales disposiciones del G obierno las considero ilegales, así co­ mo su form a de aplicación. Las autoridades, tan to el m inistro M azur como el presidente B ie ru t3, h ab lan fre­ cuentem ente conmigo. Si desaprueban mi conducta, sa ­ ben bien cómo han de decírm elo. Su decisión les va a perjudicar m ucho de cara a la opinión pública polaca, y no ta rd a rá n dem asiado tam poco en g ran jearse los a ta ­ ques de la prensa extranjera. Yo, por mi p arte, jam ás saldré de mi casa de propio grado. El funcionario en to n ­ ces me m anda firm ar la ca rta para que conste mi e n te ra ­ do. M e alarga una plum a, y yo, en vista de todo aquello, m e lim ito a poner al pie un sim ple «Leído», con mis iniciales. Seguido por aquellos hom bres, subo a mis habitacio­ nes. La casa está, de arrib a abajo, llena de gente. Y a en mi vivienda, me aconsejan que coja lo que necesite. Respondo que no pienso llevarm e nada, a lo que un funcionario propone que es m ucho m ejor ac ep tar las cosas como vienen. Yo protesto co n tra tan reiterados intentos de persuasión y, una vez m ás, contra aquella incursión nocturna. El funcionario insiste en que haga mi equipaje. Llega sor M aksencja. «Saldré de esta casa tan pobre como entré. U sted tam bién, h erm ana, ha hecho voto de pobreza». Los hom bres em piezan a perder la 3 Boleslaw B ierut (1892-1956), m ilitante com unista antes y después de la guerra. E n tre 1939 y 1943 tom ó p a rte , prim ero en la U R S S y luego en la Polonia ocupada, en la organización del P artid o Com unista y su ejército. T ra s la re tirad a de los alem anes, B ierut y Gomulka im pusieron su gobierno a los polacos. Presidente de la República popular de Polonia y jefe del P artido, B ierut m urió víctim a de una crisis card íaca en Moscú. Se le considera un servidor incondicional de los soviéticos y uno de los principales responsables de la instalación del com unism o en Polonia.

paciencia, y uno de ellos coge mis maletas y se dirige a mi cuarto. Traen a monseñor Baraniak. «¿Quién manda aquí?», preguntan. «Ignoro — les digo— a quién van a llevarse; de todos modos, quien me sustituye a mí siempre es monse­ ñor Baraniak». En presencia de monseñor Baraniak, in­ sisto en que él es testigo de que se está cometiendo violencia. Hago presente mi deseo de que nadie se encar­ gue de mi defensa, pues, en caso de un proceso, yo asum iría mi propia defensa. Monseñor Baraniak se va, y yo permanezco largam ente en mi despacho poniendo en orden mis libros. Finalmente, un «señor» de aquellos propone que bajemos a recepción. Nos trasladamos, pues, al otro extremo de la casa. He logrado colocar parte de mis papeles en un armario. De paso, tropiezo con documentos por firmar; los firmo y los llevo a otro sitio. No veo ni al padre Gozdziewicz, ni al padre Padacz, ni a ninguno de los que viven en la casa. Me traen mi abrigo y mi sombrero y yo me hago con el breviario y el rosario. Me aconsejan que dé una vuelta por mis habitaciones, y yo nuevamento protesto contra aquella violación de derecho; no, no pienso llevarme nada. Sali­ mos al corredor. ¡Cómo me gustaría entrar en la capilla! El representante del poder accede con una condición: «Padre, si no opone resistencia, ¿por qué nos vamos a pegar?» Entro en la capilla para dirigir mi última m irada al sagrario y a la Virgen del vitral. Bajamos. En el um bral de la puerta me vuelvo para ver, una vez más, la imagen de la Virgen Santísim a de Jasna Gora que hay a la entrada del salón de los Papas. Antes de subir al coche vuelvo a m ostrar mi indignación por la violencia ejercida contra mí. No sé exactam ente qué hora es cuan­ do cruzamos el portón. Debía de ser, aproxim adamente, media noche. El coche enfiló hacia la calle Dugla, donde se nos unieron más vehículos. El convoy, flanqueando el palacio Mostowski, tomó por la calzada este-oeste, el puente Silesia-Dabrowski y la calle Zygmunstowska, en direc­

ción a Jablona. Pasam os por Nowy D ivar y D obrzyn del Drweca. A lo largo del trayecto no he podido leer letrero alguno. D espuntaba el alba cuando llegam os a las afue­ ras de G rudziadz. U na breve parada y dam os media vuelta hacia Jablonow. La gente se dirigía ya a su tra b a ­ jo. Nosotros, por fin, llegamos a Ryw ald, lugar de nues­ tro destino, donde entram os al patio desierto de un con­ vento de capuchinos. Me hacen esperar largo rato dentro del coche. Luego llega un individuo con im perm eable y me invita a pasar a un siniestro edificio. Allí me llevan a una habitación del prim er piso y se me hace saber que «ése era el sitio donde iba a estar» y que no se me ocurriera m irar por la ventana. D entro de unos días vendrían a darm e detalles sobre mi actual situación. De nuevo repruebo cuanto estaba pasando. Por m edio de él, elevo mi protesta contra la form a de tra ta r a un ciudadano con el que el Estado se podría haber com portado de una form a m ás acorde con la C ons­ titución. Protesto, asim ismo, contra la prohibición que se me impone de regir la diócesis de G niezno y Varsovia y contra la violación de la jurisdicción de la S an ta Sede, que yo ejercía con prerrogativas especiales. Insisto en que el procedim iento em pleado por el G obierno se volverá contra él y provocará la acusación de los medios de com unicación extranjeros. Echo un vistazo a mi habitación. Q uedan las huellas de su últim o huésped, un padre capuchino. M e quedo solo. En la pared, encim a de la cam a, un cuadro con esta leyenda: «Santísim a M adre de Rywald, consuela al afligido». Esta prim era voz am iga me llenó de profundo gozo, pues acababa de ocurrirm e aquello con lo que tan tas veces se me había am enazado: pro nomine contum elias pati. En aquellos m om entos me asaltaba el tem or de que se me negara la gracia alcanzada por todos mis com pañeros de sem inario, que fueron víctim as de las cárceles y de los cam pos de concentración. La mayor p arte de ellos dejaron allí sus vidas, otros quedaron inválidos y uno m urió a consecuencia de su estancia en

una prisión polaca. Se cumplía de este modo la profecía del reverendo padre Bogdanski, nuestro profesor de litur­ gia y director del seminario menor de Wloclawek. Aquel personaje inolvidable, en la primavera de 1920, durante una clase, nos dijo: «Llegará un tiempo en que padeceréis torturas inimaginables para los hombres de este siglo. Clavarán clavos en la tonsura de los sacerdotes; muchos de ellos irán a la cárcel...» Fueron muy pocos los que se quedaron con estas palabras. En 1939 visité al padre Bogdanski en su lecho de muerte, y él me recomendó que me preparara para el difícil camino de unas grandes responsabilidades eclesiásticas. Un extraño resplandor pareció iluminar a aquel hombre fogoso, cuyos ojos diría­ se que me escrutaban con mirada abismal. En la primera reunión de confraternidad después de la guerra traje a colación ante mis compañeros las profecías del padre Bogdanski; sin embargo, aquellos supervivientes no se acordaban de nada. Debo ahora rendir homenaje a mis compañeros de ordenación, consagrados por monseñor Stanislas Zdzitowiecki en la catedral de Wloclawek el 29 de junio de 1924. Eramos 17 los promovidos al sacerdocio, si bien no todos estuvimos presentes ese día: dos estudiaban en Lille y yo, enfermo del pulmón, llevaba una semana en el hospital. De aquella promoción murieron en Dachau los padres Stanislaw Michniewski, Julián Konieczny, Jan Mikusinski, Jan Fijalkowski, Zygmunt Lankiewicz, Bronislaw Placek y Stanislaw Oglaza. De los campos de concentración volvieron los padres Jozef Dunaj, nuestro decano; Stefan Kolodziejski, Wojciech Wolski, M arian Sawicki, Antoni Kardynski, Antoni Samulski. Fui yo el único que logró librarse del campo gracias a la orden de monseñor Michal Kozal de que abandonara Wloclawek pocos días antes de la segunda ola de detenciones de eclesiásticos. También antes de la guerra murió tuberculoso el padre Konstanty Janic. Los que pudieron regresar de los campos de concentración lo hicieron casi inválidos. El padre Karolynski, un «cobaya»,

estuvo grave de un flemón provocado. El padre Antoni Samulski, director de C áritas 4 en la diócesis de Wroclaw, volvió de la cárcel polaca tan enfermo, que no hubo manera de salvarlo. Y ésta es la historia de una «promoción» de sacerdotes polacos en pleno siglo xx. Mi herm ano Tadeusz recorrió campos y prisiones alem anas, soviéticas y polacas. Y éste fue el destino de la m ayor parte de los sacerdotes y obispos con los que he trabajado. Por eso, mi m ayoría de edad espiritual se habría visto privada de un requisito de no haber conocido yo idéntica suerte. Y he aquí que el destino se ha cumplido. Por lo tanto, no puedo yo guar­ dar rencor a nadie. Cristo llam aba a Judas «amigo mío»; yo no he de estar resentido con estos hom bres que me rodean, y que, a fin de cuentas, han estado bastante amables conmigo. Ellos me ayudan a llevar a cabo una obra desde hace ya mucho tiem po indispensable. Tengo que darme cuenta de lo que estas personas tienen de positivo para mí. 4 La poderosa organización de caridad, creada y dirigida por la Iglesia, fue brutalm ente intervenida por el E stado en 1951.

II.

T R A SL AD O A RYWAL D DE LI DZB ARK

Sábado 26 de septiembre de 1953 Puede decirse que llegué aquí directamente desde el pulpito de Santa Ana, bajo el signo del Beato Wladys­ law, patrón de la capital. Estamos a sábado, día en que acostumbro a celebrar la misa de la Virgen Santísima de Jasna Gora. Sin embar­ go, y por primera vez después de tantos años, la Madre de Dios se quedará sin su misa. Me fijo en la mesa. Al pie de la reproducción de un célebre cuadro del Cristo de la Misericordia, leo esta frase: «Confío en ti, Jesús». Este texto es para mí la segunda gracia de esta jornada, por lo cual me pongo en manos de Aquel por quien me encuentro donde me en­ cuentro. Sobre la mesa, una imagen de San Francisco de Asís escuchando la música de los ángeles. Me traen de comer. Rezo el breviario. Arreglo la habitación, que da la impresión de haber sido abandona­ da precipitadamente, con la cama sin hacer y cosas por todas partes. En una maleta entreabierta, un número de la revista Kuznica Kaplanska (Fragua Eclesiástica). To­ dos los muebles están cojos; la mesa y mesilla de noche, arrim adas a la pared; en la palangana, agua sucia; en el armario, ropa blanca y prendas de vestir; en el suelo, un rimero de libros envueltos en papel; en los rincones, desperdicios. Ni que decir tiene que se trata de la celda de un religioso que prefería ocuparse de cosas «más dignas». Las dos ventanas dan al corral por donde se pasean pollos, patos y pavos. A través de la rendija de la puerta del establo se divisan unas vacas. Pero, eso sí, ni

un alma viviente. En cambio, en el corredor van y vienen afanosam ente jóvenes de paisano. Por la tarde me entregan la m aleta con objetos míos personales recogidos a mis espaldas.

Domingo 27 de septiembre de 1953 Digo m issa sicca en mi habitación. Le pregunto al «hombre del im perm eable» si puedo ir a la iglesia a celebrar la misa que me corresponde com o vicario de la diócesis, y me dice que no. H oy precisam ente tenía que acudir a la parroquia de la S a n ta C ru z, de Varsovia. Estoy preocupado. ¿H ab rá podido su stitu irm e algún obispo? Esto sí que es una «vera cruz». H a sta ahora no he faltado a ningún com prom iso. M e da pena de los misioneros, que habrán p reparado con todo esm ero mi visita. Todo el día lo paso en «mi» cuarto. U n cúm ulo de im borrables pensam ientos cru za por mi m ente. H ay que aceptarlos serenam ente y analizarlos com o es debido. Lo que está pasando, ¿tenía que p asar? ¿O se tra ta , más bien, de un justo castigo? ¿C onstituye un perjuicio para la Iglesia? Repaso interiorm ente mis cinco años de ejercicio del cargo de prim ado de la Iglesia en Polonia. De entrada, un a priori. Desde el prim er m om ento, todos vieron en mí a una «víctima de las circunstancias». A la puerta de la prim era iglesia de mi diócesis de T orun (Podgorze), camino de mi entronización en G niezno, mis feligreses me entregaron un cuadro que rep resen tab a a Jesucristo con las manos atad a s y sujeto por un soldado, cuadro que colgué en mi despacho de G niezno, y que, sin ser propia­ m ente un program a, se convirtió en un símbolo; símbolo que aparecía en todos los discursos que se me dirigian. H abía pena por lo que iba a ser de mí. Mi padre, concretam ente, estaba m uy im presionado, lo mismo que mis hermanos. Por otro lado, la certeza de mi inminente

detención se había generalizado de tal modo entre los hombres de mi equipo, que incluso el chófer andaba buscando nuevo empleo. Un día, un joven coadjutor me visitó a instancias del padre Korniliwicz, que en paz descanse, quien le había encomendado me relatara el sueño que había tenido cuando fui consagrado obispo, sueño que me anunciaba un destino sem ejante al del arzobispo de Cracovia En un prim er momento, el joven sacerdote, tem iendo mi reacción, se abstuvo de cum plir el encargo, pero aquel día (estábam os en 1949) decidió venir a contárm elo todo. Yo le escuché serenam ente, le di las gracias y le tranquilicé, garantizándole que estaba dispuesto a todo. Y, sin más, nos despedimos. En los medios episcopales se tem ía que yo acabara en la cárcel. Un obispo me regaló un libro del padre Klimkiewicz sobre el cardenal Ledóchow ski2. «Este libro pue­ de serle de gran utilidad», me dijo. Algunos sacerdotes veían aproxim arse una catástrofe de un momento a otro. Incluso la S anta Sede tem ía mi detención como cosa que estaba al caer, y de ello me percaté leyendo los docum entos que establecían mis prerrogativas. Fueron muchos los sacerdotes que, convencidos de lo inevitable de tal desenlace, solicitaron tener en regla su situación o que les confirm ara por escrito decisiones que habían sido tom adas verbalm ente, justificando sus de­ m andas ante el tem or de una próxim a ausencia mía. Esta actitud pude frecuentem ente com probarla en todos los niveles de la jerarq u ía eclesiástica. El pueblo, lo mismo. A algunos parecía como si les chocara el que todavía no hubiera ocurrido nada. ¡C uán­ tos chismes al respecto se prodigaban con una regulari1 San S tanislas (1030-1079), obispo m ártir. M ientras celebraba, fue asesinado por el rey Boleslaw Sm ialy por haber criticado su m ala conducta y defendido los derechos de los pobres. En la tradición popular, representa la integridad m oral y la lucha por la justicia social. 2 C ardenal Miecyslaw Ledóchowski (1822-1902), arzobispo de Paznam y de Gniezno, encarcelado por el gobierno prusiano y condenado al destierro por haber defendido a la Iglesia y a la cultura polacas contra la germ anización de la población de los territorios ocupados por Prusia a consecuencia de los repartos.

dad que yo me atrevería a calificar de periódica! ¿Quién se encargaba de divulgarlos? N o lo sé. Lo que sí puedo decir es que con harta frecuencia, al salir de una iglesia, veía llorar a la gente. Así las cosas, tenía que moverme en un clima de predestinación a la cárcel. ¿M e dejé im presionar? Subje­ tivamente, estaba presto a todo. O bjetivam ente, decidí actuar como si este destino — suponiendo que lo fuera— hubiera de cumplirse lo más tard e posible. En ocasiones, las autoridades me acusaban de preten­ der convertirme en m ártir; eventualidad, por cierto, que yo no descartaba, aunque ésa no fuera mi intención. Desde el prim er mom ento entendí que la Iglesia había ya derram ado tanta sangre en cárceles y cam pos de concen­ tración alemanes, que había que evitar se d erram ara a la ligera la sangre de los supervivientes. El m artirio es una elección altísim a, pero Dios conduce a su Iglesia no sólo por las sendas espectaculares del m artirio, sino también por las del trabajo apostólico. Y yo tenía para mí que en estos momentos no nos hacían falta ya m ás m ártires y sí un trabajo tenaz. T an persuadido estaba de ello, que no cesaba de repetírselo siem pre y en todo mom ento al clero. Y esta idea capital para la Iglesia polaca se la expuse al Padre Santo y a m onseñor T ardini en Rom a. Llegué precisam ente a Varsovia con un esbozo de program a, pensando incluso iniciar mis actividades con una visita al presidente de la R epública. El trato que se me dispensó — los tiquism iquis policiales con ocasión de mi toma de posesión en G niezno y el com portam iento de la prensa— me dio a entender que había que esperar. De todos modos, me preocupé de h ab itu ar a los obispos a mi modo de ver las cosas. E staba decidido a crear una instancia de colaboración entre el Episcopado y el Go­ bierno, proyecto que dio lugar a la comisión mixta, la cual, desde su constitución, form aba parte de mis atribu­ ciones. Se reunía con frecuencia y antes de cada sesión los obispos intercam biaban conmigo sus puntos de vista,

a fin de presentar luego ante la comisión los tem as ya debatidos entre nosotros. Después de cada reunión cele­ brábam os una asam blea recapituladora para redactar un protocolo, cuya voluminosa documentación constituye un precioso m aterial para el historiador. Posteriorm ente, la comisión mixta se encargó de pre­ parar el texto de los acuerdos 3. En ello me empleé sistem áticam ente desde julio de 1949, es decir, desde que entré en funciones. N unca me eché atrás ante nada, pese a que el Gobier­ no, fingiendo ignorar la opinión de sus representantes en la comisión, solucionó una y otra vez los problemas a espaldas de ella, poniéndome inesperadam ente ante el hecho consumado. Protestaba, pero no interrum pí el tra ­ bajo emprendido. La comisión episcopal obedecía las directrices generales y yo estaba siempre abierto al diálo­ go. En cambio, M azur, presidente de la comisión, se olvidaba de convocarla durante meses, siendo entonces imposible en trar en contacto con él. Por eso, si hoy alguien me acusara de torpedear los acuerdos, yo podría contestar que sin mí nunca hubieran existido. Incluso monseñor Klepacz, el sim patizante de esta línea de ac­ tuación más consecuente de todos, se echaba a veces para atrás, como él mismo lo reconoció en el último momento en Cracovia, pocas sem anas antes de la firma. Por eso tam bién si algún día se le acusa al Episcopado de haber concluido tales acuerdos, justo es que se sepa la verdad: fue cosa mía. He insistido en que, durante la ocupación hitleriana, Polonia y la santa m adre Iglesia perdieron dem asiada 3 Los primeros acuerdos entre el Episcopado católico y el Gobierno com unista, concluidos con anuencia del cardenal W yszynski el 14 de mayo de 1950. El régimen garantizaba la libertad de cultos, de ense­ ñanza, de asociación y de prensa, así como la existencia de institutos religiosos. El Episcopado, por su parte, se declaraba presto a respetar el poder del Estado, a protestar contra toda acción dirigida a lesionar el régimen y a aceptar la colectivización (algo inevitable en la época de Stalin). Pese a que el régimen violó tales acuerdos, constituían éstos el único instrum ento legal, tras la ruptura del concordato, para poder defender los derechos de la Iglesia en Polonia.

sangre como para arriesgarse ahora a perder más. Lo que había que hacer era frenar la destrucción espiritual del pueblo y tra ta r de volver a la norm alidad, indispensable para el progreso nacional y la vida de la Iglesia, algo que sigue siendo bien difícil de establecer en Polonia. D es­ pués de haber vivido durante siglo y medio en la esclavi­ tud, la Iglesia polaca no ha conocido m ás que veinte años de libertad. La ocupación hitleriana supuso un trem endo golpe para el trabajo en m archa, cuando, en pleno perio­ do de recuperación, no podíamos sino prepararnos para una actividad futura. Los sem inarios abrían sus puertas a jóvenes profesores, las secciones teológicas com pleta­ ban sus cuadros, las revistas católicas constituían sus equipos y las ediciones se tecnificaban. Se restauraban y reconstruían templos, com enzaban a organizarse nuevas parroquias y a levantarse escuelas católicas. Sin em b ar­ go, el clero, pese a haber elevado su nivel, trab a jab a con métodos viejos o calcados de otras latitudes. N o h ab ía­ mos logrado crear aún una teología pastoral propiam ente polaca. En todos los cam pos aparecíam os como princi­ piantes. Y fue precisam ente en esta etapa de formación a impulsos de un «salto creativo» en la que nos sorprendió la guerra. Todo nuestro esfuerzo preparatorio se vino abajo, y los sem inarios fueron cerrados; en m uchas dióce­ sis no hubo ya ordenaciones, al tiem po que informaciones procedentes de los cam pos de concentración y de las cárceles hablaban a diario del exterm inio del clero. La guerra nos dejó tan m utilados que apenas si éramos capaces de sobrevivir. M uchos sacerdotes que salieron con vida de las prisiones nazis volvieron a ingresar, esta vez en las cárceles... polacas. Teníam os que ser conscien­ tes. N o contábam os con ejem plos exteriores que imitar, porque ninguna nación — ni C hecoslovaquia, ni Hungría, ni siquiera la A lem ania católica— había sido arrasada h asta ese punto. Es cierto que Dios tiene siem pre derecho a pedirnos sacrificios y nuestra Iglesia nunca estará a salvo de nuevos sufrim ientos; pero, a la vista de la «reali­ dad polaca», el Episcopado se creía obligado a conducir

la Iglesia de modo tal que se evitaran pérdidas sobre pérdidas. Incluso temíamos que, tras estos primeros irtitia dolorum, los cambios sociales provocaran conflictos entre cristianos y no-creyentes. A fin de estar prepara­ dos, había que ganar tiempo y recuperar fuerzas para defender las posiciones de Dios. Esta era la óptica de la Iglesia, mientras, por su parte, el Gobierno daba la impresión de querer los acuerdos por razones apenas perceptibles. Y que conste que todo hu­ biera sido más fácil si no hubiera quebrantado el concor­ dato. Por eso, tras un acto tan demagógico, pesaron, sin duda, otros‘"factores tácticos para llevar al Partido a los acuerdos. Era lógico que no nos fiáramos, dada la animo­ sidad del Gobierno hacia la Iglesia. La desconfianza del clero y del pueblo católico comprometían también el futuro de los acuerdos. Sin embargo, la experiencia nos enseñaba que la Iglesia jam ás dice que no cuando hay esperanzas de alcanzar la paz o llegar a un acuerdo. Incluso después de las más encarnizadas persecuciones, en Francia, en la Alemania de Bismarck, en Méjico, en España, siempre se acabó deponiendo las armas. La historia de los concordatos es rica en variantes y ejemplos que imitar. He de aclarar que las continuadas discusiones tenden­ tes al logro de un entendimiento no se referían a acuer­ dos entre el Estado y la Iglesia, sino entre el Estado y el Episcopado polaco, pues para el primer supuesto no éra­ mos competentes. Las causae maiores pertenecen al campo de la Santa Sede. El término «acuerdos» surgió en el último momento, y de lo que se trataba esencialmente era de alcanzar un m odus vivendi entre el Episcopado y el Gobierno, convencido como estaba yo de que era posible y además indispensable el m atizar algunos puntos capitales para evitarle a la Iglesia el riesgo de un nuevo exterminio acelerado. ¿Debían ser los acuerdos una especie de adarga para am ortiguar los impactos de un conflicto creciente? Pues sí y no. Y en este punto hay que traer a colación un

razonam iento en torno a la formación intelectual del hom bre que tiene que asum ir responsabilidades de Igle­ sia. Si se equivoca, deberá un día responder de sus errores y la historia se encargará de juzgarlo. El caso es que, como el Episcopado polaco vacilaba a la hora de tom ar una decisión a todas luces necesaria, yo hice pesar mis propios argum entos, léase mi preparación intelec­ tual, incluidas sus lagunas. Y este razonam iento es el que había de prevalecer en la conferencia episcopal de C raco­ via, en presencia del cardenal S apieha 4. El ad m itir la realidad polaca constituyó el móvil principal de tal deci­ sión, y mi argum entación propició un clim a favorable. No tiene vuelta de hoja: la Iglesia form a a sus hijos en un espíritu de colaboración y paz social. T an to el Evan­ gelio como la filosofía tom ista, el pensam iento social y el derecho público eclesiástico, la ciencia política católica, la sociología general, la ética socio-económ ica y las encí­ clicas, todo ello constituye un conjunto que, estudiado durante años, proporciona a los m iem bros de la Iglesia una formación moral y espiritual anclada en la proble­ mática social. Y esta form ación, que representa, sin lu­ gar a dudas, la labor de mi vida, dom inaba mis esfuerzos para lograr un entendim iento con el régim en. N unca me aproveché de la coyuntura, ni tam poco m e dediqué al juego político o aposté por la «supervivencia». Simple­ mente, creí necesario regular las condiciones de una coexistencia ineludible entre una nación católica y un Estado m arxista. Quedábam os bien advertidos de que las arm as eran desiguales, pues m ientras el Episcopado intentaba el diá­ logo por cuestión de principios, el G obierno, en cambio, ponía todo su em peño — como era frecuente oír en los círculos de la oposición— en «com prom eter a la Iglesia». H asta el punto de que, a pesar de que los representantes del Gobierno en la comisión m ixta declaraban su propósi­ 4 C ardenal A dam Sapieha ( t 1951), arzobispo de C racovia, conduc­ tor de la Iglesia polaca d u ran te la ocupación (en ausencia del primado H lond); se distinguió por su integridad y su intransigencia frente a los nazis.

to de redactar y guardar los acuerdos, sobraban motivos para darle la razón a los desconfiados. Ahora bien, si teníamos en cuenta los principios de la Iglesia, no podía­ mos m arginar esos acuerdos. Menos aún cuando su texto no desviaba hacia los intereses del Gobierno ninguno de los privilegios legales que, según el derecho canónico, solamente puede otorgar la Santa Sede. Los acuerdos garantizaban la coexistencia pacífica entre la Iglesia y el Estado. Algo esencial a lo que el Episcopado no podía negarse. Me pregunto cuál sería hoy la situación de la Iglesia caso de haber rechazado los acuerdos. He aquí el panora­ ma: el Gobierno, que ya había acabado con el concorda­ to, se dedicaba a conculcar el derecho canónico y violar la constitución de la Iglesia, factores estos que podían contribuir perfectam ente a situar en la ilegalidad a la Iglesia polaca. En cambio, la experiencia de estos últimos años me dem uestra cuántas veces, en caso de litigio, he podido invocar los acuerdos, y, aunque este recurso no haya sido siempre eficaz, sí que le ataba las manos al Gobierno, frenando, por consiguiente, el proceso de des­ trucción de la Iglesia. M irando ahora hacia atrás, com­ pruebo cómo el Gobierno también se había com prom eti­ do a los ojos de la Iglesia y de la opinión pública. Desde entonces, los ataques contra las instituciones eclesiales disminuyeron, y cada vez que el Gobierno tenía que relanzar su «programa de destrucción», se veía obligado a no dar la cara, a fin de no ser públicamente acusado de violar los acuerdos. Un análisis del desarrollo histórico de la Revolución de Octubre nos revela la posibilidad de una flexibilización con respecto a la Iglesia. En la Unión Soviética, la brutalidad de los primeros momentos — creación de mu­ seos impíos, clausura de templos, robo de iconos, etc.— cedía el paso al método Dimitrov 5. En los umbrales de 5 Gcorgi Dimitrov (1882-1949), m ilitante comunista internacional, fundador del PC búlgaro. En 1939, acusado por los nazis de haber incendiado el Reichstag, logró defenderse. De 1935 a 1949 fue secreta­ rio general del PC de Bulgaria y posteriorm ente prim er ministro.

la guerra civil, el régimen soviético puso a punto un acuerdo «tácito» con la Iglesia ortodoxa, y este acuerdo, firmado al pie del lecho del moribundo, fue prueba de la presión ejercida por las fuerzas sociales. La evolución experimentada en la URSS dem uestra que cualquier forma de gobierno, incluso la más salvaje, se va m itigan­ do a medida que choca con una serie de problem as que el funcionario no es capaz de resolver sin apoyo de la sociedad. Por eso necesita dar con la forma de «seducir» a esa sociedad. Cabía, en consecuencia, pensar que el régimen polaco, copia más o menos fiel del sistem a sovié­ tico, sufriría una evolución semejante. Las sociedades occidentales ignoran que los «inicios» fueron los mismos. Así es como posteriormente el proceso contra el cardenal M indszenty6 tenía por objeto tom ar la tem peratura a la Europa cristiana. Estudiando los cambios operados en los métodos de lucha contra la religión, vi que en Polonia las cosas podían m archar por derroteros diferentes de aquellos por los que discurrieron en la Unión Soviética, en H ungría o en Checoslovaquia. Además, las C onstituciones de las democracias populares m uestran que el aspecto legal de la cuestión varía a tenor de cada país. Com o es sabido, en la protestante RDA la Iglesia católica goza de una situación más ventajosa que en la católica Polonia. Pese a las posiciones diferentes de la Iglesia y del Estado, no obstante la atávica falsedad que pesa sobre la estrategia de las autoridades y a pesar del carácter inconstante de su actuación y de sus métodos, yo no perdía la esperanza de que el experimento polaco pudiera seguir un camino propio, revestido de una cierta audacia. Antes de firm ar los acuerdos había que desm enuzar el programa del Gobierno, en previsión de los cambios socio-económicos que — como pensábam os— , de produ­ 6 Cardenal M indszenty (1892-1975), encarcelado en 1948 y liberado el mismo día que el cardenal W yszynski, en octubre de 1956. Tras el aplastam iento de la insurrección húngara por los tanques soviéticos, se refugió en la Em bajada de los Estados Unidos en Budapest. En 1971 abandonó Hungría, y cuatro años después m oría en Viena.

cirse decididamente escalonados, podrían llevarse a cabo en parte. Al igual que tantos otros que luchan desde hace mucho tiempo por la justicia social, creo necesario un cambio en la estructura socio-económica de Polonia. Sin que esto signifique un pronunciamiento sobre la clase de régimen que necesita nuestro país, está claro que el anterior sistema no podía resistir, porque la paz social, condición sine qua non de la libertad interior, exige m utaciones económicas. La sociedad ha derrochado ya una extraordinaria energía para transform ar el régimen, y la Iglesia no le ha regateado ni sus consejos ni su aliento. Por lo tanto, los «católicos progresistas», que nos echan en cara el que no lo hagamos, deform an la reali­ dad. Eso sí, entiéndase bien que la Iglesia no ha patroci­ nado la revolución, sino que ha dejado a las conciencias en libertad para luchar por un sistema social más justo. Y ello constituyó, psicológicamente, un inmenso respiro, una bocanada de aire fresco que rompió las am arras hacia un futuro mejor. En Polonia no faltaron, tanto en el clero como en la cristiandad seglar, fuerzas sociales prestas a tom ar parte en la reform a del sistema y, además, próximas al socialis­ mo, si bien el ateísm o del que se ha hecho alarde estos últimos años ha sido un obstáculo para esa colaboración. G racias a su cultura y a su tradición dem ocrática, la sociedad polaca era campo propicio a la instauración de un régimen más sensato, exento de ese ateísm o de vía estrecha que con tanta frecuencia se transform a en gue­ rra de religión. Es evidente que un régimen así habría tenido que renunciar a la demagogia, revelándose pro­ fundam ente social y libre de presiones exteriores, que perjudicarían su popularidad... en una sociedad descon­ fiada a fuerza de haber pasado tanto. Y no me voy a detener a enum erar todas y cada una de las trabas al funcionamiento de un régimen que, a todas luces, habría debido tom ar conciencia de la realidad, escogiendo una forma de actuar más sensata para que su plan de refor­ mas fuera aceptable. Pero, ¡ay!, yo estaba convencido de

que, a falta de una gestión social com petente, el régim en confiaba demasiado en la represión, por lo que condena­ ba de entrada su program a social al fracaso, al tiem po que la nación, resentida, se oponía incluso a las reform as razonables. Si el marxismo hubiera llegado a Polonia — como ocurrió entre 1905 y 1907— directam ente de Occidente sin el interm ediario soviético, la población lo habría visto con mejores ojos. El Gobierno polaco ha cometido graves errores: crítica desm esurada del sistema anterior a 1939, glorificación de las realizaciones soviéticas, inspiración en los clásicos de la literatura soviética, pésimo enfoque de la situación socio-económica, ignorancia del alm a nacional, procesos políticos, destrucción de la vida social, disolución de los partidos, de los sindicatos libres y de otras organizacio­ nes. Y como sem ejantes aberraciones desvirtuaron desde un principio el plan de reform as, las autoridades fueron después incapaces de sacar adelante incluso un program a moderado sin recurrir a la fuerza. Con tantos errores por delante, el G obierno se dio cuenta de que no le quedaba ya m ás que em plear la violencia — medio más que dudoso— allí donde hacía falta el consenso y la colaboración de todos los estam en­ tos sociales. N o retrocedió, por tanto, ante la represión, siendo evidente que ésta sería la única form a de ac tu a r m ientras nuevos errores acom pañaran el cam bio social. Tales erro­ res se m ultiplicaban en los terrenos m oral y religioso: rotura del concordato, ataques a la S an ta Sede, propa­ ganda en favor de la libertad de costum bres para atra er­ se a la juventud, arrebatándosela a la Iglesia. Tales hechos constituían una ofensa a una nación que jamás había luchado contra la religión, e incluso el sector so­ cial, tradicionalm ente indiferente en m ateria religiosa, em pezaba a no fiarse ya de los instigadores de una guerra de religión. La represión y la violencia, en tanto que instrumentos de la reform a socio-económica, am enazaban con conde­

nar toda la acción de la Iglesia. Para desorganizar la vida religiosa bastaba introducir un régimen laboral nuevo que sustituyera la semana por la decena. El nuevo siste­ ma agrícola, esbozado por sus cooperativas agrarias, am enazaba los hábitos religiosos y morales de los cam pe­ sinos. Era de tem er que todos los edificios religiosos fueran incluidos en la propiedad comunal, y, teniendo en cuenta el ejemplo soviético, era fácil saber cuáles serían las consecuencias: pues, sencillamente, que la Iglesia, en el medio rural, dependería íntegram ente de las granjas estatales y de las cooperativas del campo. Es cierto que es largo el camino que separa un progra­ ma de su realización, pero con tiempo y constancia llega a cumplirse. H abía que situarse ante esta perspectiva antes de tom ar una decisión respecto a los acuerdos. Estos descargarían la situación económica de las unida­ des parroquiales, y hay que decir que en este terreno la Iglesia no iba a sufrir pérdidas mayores. Pero no fue ésta la razón esencial para firmarlos. Las motivaciones expuestas en la conferencia episcopal (m arzo de 1950), en presencia del cardenal Sapieha, llevaron a las decisiones siguientes: ir a los acuerdos, redactar su proyecto y, en todo caso, seguir las discusio­ nes preparatorias en el seno de la comisión mixta. Firm a­ dos el 14 de abril de 1950, los acuerdos se convirtieron en argum ento, léase arm a, del Episcopado en su lucha por defender los derechos de la Iglesia. Era éste el único medio de presión de que disponíamos, visto que el Go­ bierno, violando la Constitución, había roto con el con­ cordato y se negaba a reconocer el derecho canónico.

Lunes 28 de septiembre de 1953 Ha vuelto «el hombre del impermeable», alto, bien parecido, joven aún, de facciones inexpresivas, al que reitero mis protestas contra la violencia a la que estoy siendo sometido. Cualquiera que se sitúe en la legalidad,

se llevaría las manos a la cabeza al ver que las autorida­ des, violando la Constitución y los acuerdos, se han atrevido a disponer de un ciudadano, sin contar para nada con él. El Gobierno no se ha tom ado la molestia siquiera de respetar las más elementales norm as de la justicia: audiaíur et altera pars. Si las autoridades tie­ nen algo que reprocharm e, podían habérm elo hecho sa­ ber. Una explicación habría evitado un acto que va a provocar la desaprobación de todo el mundo civilizado. «Ustedes han empapelado los cristales para que nadie pueda ver al primado. Pero ustedes no van a poder ocultar al mundo estas ventanas; mi prisión será conoci­ da*. «Exagera usted», respondió mi interlocutor. «Al con­ trario, estoy comprobando una verdad que usted parece querer ignorar: el prim ado de Polonia cuenta en el m un­ do más que cualquier jerarquía de un Gobierno del Este. Ahí sí que no hay nada que hacer. El m undo entero se interesa por el destino de un cardenal. Y el que conozca un poco Europa sabe que esto no son palabras vacías. Hay que estar ciego de verdad para disparar cañonazos sobre un ciudadano en vez de hablar con él. Sigo espe­ rando una explicación». Mi interlocutor me prom etió una entrevista con los representantes oficiales, que vendrían dentro de cuatro días. Accedí. Después de una m issa sicca, encuentro entre los libros desparramados por el suelo, en medio de sermones y conferencias sin interés, algunas obras valiosas. He comenzado a vivir mis días de prisionero. ¿Tengo derecho a emplear este térm ino? Mis acom pañantes rec­ tifican: «Usted no está en prisión». Pero entonces yo querría saber qué hacen esos vigilantes de paisano mon­ tando guardia día y noche en el corredor, del que me llega continuamente el ruido de sus pasos. Todas las tardes, un joven toma asiento y se pone a leer a la luz vacilante de una lamparilla. Algunos otros jóvenes per­ manecen en el corral, sin quitar los ojos de mis ventanas. Pero, por lo demás, se com portan correctam ente y se mantienen a distancia.

Pido autorización para celebrar la misa. Se me respon­ de que no puedo ir a la iglesia. Entonces que me traigan de la iglesia más próxima los objetos de culto a fin de oficiar en mi celda. Como si nada.

Miércoles 30 de septiembre de 1953 Por fin me llegan los objetos de culto, enviados de la calle Miodowa. Faltan, sin embargo, el ara, el vino, la hostia, las vinajeras y el misal. Me prometen que me traerán velas. Antes de dejar mi domicilio, cuando expresé el deseo de entrar en la capilla, el individuo que me había presentado el «decreto» me tranquilizó con estas palabras: «Allí hay una capilla». Pero me había mentido, lo mismo que habían hecho quienes, a la puerta, decían venir con una carta del ministro Bida «para monseñor Baraniak». Y es seguro que han mentido también a los de la calle Miodowa, que, ignorantes de que carezco de capilla, sólo me han enviado el cáliz y el alba. Por mi parte, me decido a celebrar misa sobre la mesa coja que hasta ahora me ha servido de mesa y buró. Los libros que he recibido también me van a ayudar a em prender la existencia de un hombre que «estudia». El padre Godziewicz es el que ha hecho la lista. Y eso me inquieta. ¿Significa ello un mal augurio con respecto a la suerte de monseñor Baraniak? Este hombre exacto y escrupuloso se hubiera ocupado personalmente de hacer­ lo, de haber estado en casa. Entre los libros traídos de mi biblioteca están: Historia de la Iglesia, de Seppelt; Vida de Pablo de Tarso, del padre Dabrowski; Los Hermanos de la Resurrección y las Hermanas Inmaculadas, del padre Obertynski; La monarquía de Casimiro el Grande, de Z. Kacmarek, y un librito de oraciones, Ave María, que un sacerdote desconocido se dedicó a repartir por las habitaciones de los obispos durante el último retiro en Jasna Gora.

Decido organizar la jornada de form a que quede el m enor tiempo posible para dar vueltas a la cabeza. Des­ pués del oficio (como siempre, una m issa sicca) em pren­ do la lectura de varios libros a la vez, para que la diversidad de tem as no deje que se apodere de mí el aburrim iento. Cuento tam bién con un librito en francés sobre San Francisco de Asís y una colección de textos en italiano; ambos me servirán como ejercicio de lenguas. Interrum po la lectura para conjugar trabajo y oración con el rezo de las horas canónicas menores. El breviario lo leo dando zancadas por la habitación. De ese modo, el movimiento com pensa la falta de aire. Al caer la tard e — no tenemos luz— rezo el rosario, paseando tam bién, y elevo mi plegaria a mi Patrona, la Virgen S antísim a de Jasna Gora, pidiendo por mis dos diócesis, por mis obis­ pos, por mis gentes de la calle Miodowa.

Jueves 1 de octubre de 1953 Hoy por la m añana me han traído dos velas corrientes, dos candelabros y una botella de riesling. Doy gracias a la M adre de Dios por esta sonrisa m aternal. D edicaré las misas a la Virgen de Jasna G ora. En este día, mis manos rebosan de ofrendas al Señor. Un sacerdote, un hijo de la Iglesia, debe po rtar a Cristo en sus manos para presentarse ante el P ad re celestial. Y debe tener tam bién al pueblo en torno suyo. Por eso sufro mi soledad durante el santo sacrificio con el m ismo dolor que tendría si me hubieran am putado la mano. Un sacer­ dote ha sido ordenado pro hom inibus. Yo tengo presen­ tes, en particular, en mi misa solitaria, a aquellos a los que — en todo tiem po y lugar— les he recomendado rezar el rosario en honor de la Virgen de Jasna G ora. Me consta que mi destino constituye para ellos la prueba más dura, y debo ayudarles a fin de que no se les ocurra dudar de Dios. R esulta curioso ver cómo el m iedo roza una «fe inquebrantable». El que cree firm em ente espera

tanto en Dios que la más mínima tardanza le exaspera. No se trata de incredulidad, sino de asombro ante el conflicto entre el poder y la bondad de Dios. Temo, pues, por ellos, no sea que, esperando unos resultados dem asia­ do rápidos de sus plegarias y viendo que la respuesta divina se retrasa, dejen de orar. De golpe, cobro concien­ cia de que mi «causa» requiere tiempo y paciencia; de que va a durar lo suyo. Esta causa le es necesaria a Dios y es menos mía que de la Iglesia. Tales causas necesitan su tiempo.

Domingo 4 de octubre de 1953 Después de la santa misa, «el hombre del im perm ea­ ble» viene a visitarme. La m irada, evasiva; muy calmado; alardeando de objetividad. M e permito recordarle su promesa de procurarm e una entrevista con «algunas per­ sonalidades». Respuesta: «Tenemos que esperar un poco, porque la situación ya no es la misma. N o estoy autoriza­ do a hacer declaraciones». Entendido. Lo que quiere es ganar tiempo. A lo largo de la jornada cae en mis manos por casuali­ dad un recorte de Slow o Powszechne (Voz P o p u la r)7, con un artículo sobre la conferencia episcopal, presidida por el obispo, y la «declaración», que habría de contri­ buir a superar las dificultades actuales para el cum pli­ miento de los acuerdos. Tal declaración insiste en la buena voluntad del Gobierno para dar satisfacción a las aspiraciones del Episcopado. He de apelar a mi larga experiencia en m ateria de interpretación de este tipo de información. He aquí la «nueva situación» que ha endu­ recido a «el hom bre del impermeable». Mis guardianes no leen más que la prensa católica. Por doquier, resúmenes de Slow o Powszechne y de una copia 7 Slow o Powszechne (Voz Popular), órgano del movimiento progubernam ental PAX, servil al régimen, que intentó destruir la unidad de la Iglesia y de los cristianos polacos.

de Tygodnik Powszechny (Sem ana Popular) 8, de Wlo­ clawek. Uno de los vigilantes nocturnos repasa asidua­ mente el Calendario católico, editado por la Zbowid 9. Las páginas de estos periódicos sirven para envolver basura. Por la noche doy con un ejem plar de T rybuna Luda (Tribuna de los Pueblos) del 26 de septiem bre de 1952, que trae un artículo de Ochab denunciando las directri­ ces actuales del Episcopado; en general, se me reprocha el torpedear los acuerdos y entorpecer la estabilización de la región occidental ,0. La lectura de la H istoria de Pablo de Tarso, del padre Edmund Dabrowski, me proporciona m ucho consuelo. Este libro, tan actual, responde a las necesidades de un hombre cargado con los vincula Christi. Vivimos en situación diferente, pero perseguimos un m ismo ideal y la causa por la que se nos ha privado de libertad es idéntica. ¿Analogía? No voy a com pararm e con alguien de la categoría de San Pablo, pero ¡qué reconfortante resulta pensar que la causa de Cristo se m antiene en pie! Por él, después de casi dos mil años, van a prisión los hombres. ¡Causa siempre joven, actual y apetecible! ¡Cuántos guardianes han desfilado, cuántas cárceles se han venido abajo, cuántos cerrojos se han oxidado! La causa de Cristo ha salido siempre victoriosa. Vive. Las cadenas de 8 Tygodnik Powszechny (Sem ana Popular), sem anario católico, próximo al Episcopado, que gracias al valor y la probidad intelectual de sus redactores, logró librarse un tanto de la censura. Desde su fundación en 1945, Tygodnik Powszechny expuso las opiniones y defen­ dió los intereses del pueblo en la m edida de sus posibilidades. 9 ZBO W ID (Zwiázek Bojownikow o W olnosc i D em okracje). La Unión de Com batientes por la L ibertad y la D em ocracia agrupa a los ex com batientes de diferentes orientaciones, pero quienes m andan son los comunistas. El Partido se vale de esta organización cuando necesita «apoyo nacional». 10 Las regiones occidentales: territorios un día polacos que pertene­ cieron a Alemania antes de 1939 y que, con el apoyo de S talin, fueron devueltos a Polonia, es decir, parte de la Prusia oriental, la región de Lubusz, la Baja y A lta Silesia y la Silesia de Opole. La Unión Soviética se apropió los territorios del este de Polonia: U crania occidental y Bielorrusia occidental, con las ciudades de Lwow y de W ilno, centros culturales polacos antes de 1939.

San Pablo suenan a recuerdo del pasado, pero aquella corriente vivificante que le anim ó hace vibrar mi celda. Demos gracias a Dios por este libro. Hoy he «erigido» un viacrucis, m arcando con una crucecita a lápiz las estaciones de la Pasión. En cuanto a lo dem ás, Ecclesia supplet. H e pedido a m onseñor B araniak, por medio de «el hom bre del imperm eable», que me m ande el M isal ro­ mano, el relicario de San Estanislao y S anta Julia, que dejé en mi habitación; cuatro velas de cera para la misa, papel de cartas y objetos de aseo (navaja de afeitar, cepillo de dientes, hilo y agujas). Tam bién le he rogado me haga llegar los libros siguientes: Cartas de N icodemo, de Dobraczynski; Prom esi sposi, de M anzoni; una obra colectiva, en dos volúmenes, M aría; una edición en ruso de Guerra y paz, de Tolstoi; 2.000 ciudades, de G rabski; La vocation ecclésiastique, de Thiels, y la Im i­ tación de Cristo, del venerable Tom ás de Kempis.

Miércoles 7 de octubre de 1953 Fiesta grande en mi celda. Se celebra la «romería de la Santísim a Virgen del Rosario». Hay mucha gente; tengo presentes a todos aquellos a los que he exhortado a rezar el rosario. M e gustaría arm arles de paciencia. Podrían haberse hecho a la idea de que ha llegado ya el tiem po de gracia. Pero Dios nos concede la suya en momentos distintos de los que queremos o más tarde. Al cabo de los días voy comprendiendo que mi prisión es necesaria para la existencia actual de la Iglesia. De tiem po en tiempo, personas atentas a la opinión pública me inform aban que la población no entendía muy bien la política del Episcopado. A principios de mayo últim o había quienes reprochaban a la Iglesia «cubrirse las espaldas», y a los obispos, no defender a sus sacerdotes.

Evidentemente, la falta de medios de comunicación social y de una opinión pública libres no nos permitía inform ar a la gente. La población ignora el núm ero de cartas de protestas y m em orándums elevados a las auto­ ridades por el Secretariado del Episcopado, en particular por monseñor Choromanski y por mí mismo, en defensa de los derechos de la Iglesia El m em orándum de 8 de mayo último no ha sido aún conocido del público. Mi sermón con motivo de la procesión de la Asunción en Varsovia no es más que una gota en medio del penoso m ar de esfuerzos realizados. Pero la población, como no está al corriente, tiene derecho a preocuparse. La opinión pública acogió con desconfianza el proceso de monseñor K aczm arek n . Como de costum bre, los «di­ rectores de escena» exageraban las cosas, presentando al acusado como un «criminal de derecho común». El poder es totalm ente insensible a la receptividad de nuestra nación, que es en realidad dueña de una gran cultura. Dicho proceso me angustió y el pueblo no creyó las acusaciones, m ientras que la intelectualidad se mostró contrariada por la conducta del obispo en el banquillo de los acusados. C ontrariedad que, consecuentem ente, re­ percutió en el pueblo. «Este no es un obispo, sino un confidente», le decía un obrero a un sacerdote con el que iba charlando en el tren. El padre Kaczmarek, sin em bargo, sí era obispo y confe­ só culpas que no había cometido: haber recibido instruc­ ciones políticas de la S anta Sede y haber im puesto su programa político en las conferencias episcopales, pese a la resistencia de los sacerdotes. En la conferencia episco­ pal tuve que refutar sem ejantes infundios. Pero antes de mi detención, en carta dirigida al prim er ministro, insistí en que la Santa Sede jam ás trató de darnos consignas políticas y que en las conferencias episcopales nadie nos había impuesto program a alguno político, siendo la pre­ paración de los acuerdos la única iniciativa política del 11 Mon. Czeslaw Kacm arek, obispo de Kielce, fue detenido el 21 de enero de 1951 y puesto en libertad a finales de 1956.

Episcopado. Es posible que esta carta poniendo en tela de juicio las «pruebas irrefutables» del proceso haya indis­ puesto al Gobierno. La envié al término de la conferencia episcopal de Jasna Gora. La pesadilla de la «cuestión Kaczmarek» no paró de atorm entarm e. Creo que para m antener la autoridad de la Iglesia debería yo haber reaccionado más enérgica­ mente. Y m ira por dónde el Gobierno me lo puso en bandeja. En función de la razón de Estado, el poder no pudo com eter error más craso que hacer coincidir el proceso de monseñor Kaczm arek y mi detención. La coincidencia de ambos acontecimientos tiene honda signi­ ficación.

Sábado 10 de octubre de 1953 G ratiarum actio solemnísima por la victoria de Chocim >2: ante dos bujías, un cuarto de hostia y unas gotas de vino. Pero estoy tan satisfecho del sacrificio que me impone la Iglesia, que agradezco a Dios las gracias otorgadas a la nación... Hizo mis delicias la lectura de la biografía de Aniela Salava, una criada de Cracovia. Pese a lo mal escrito que está, el libro presenta al personaje con precisión. La inteligencia natural de esta sencilla hija de los Cárpatos le ayudaba a vivir en estado de gracia. Y cuanto más la ganaba la idea de Dios, tanto más se sentía dispuesta a sacrificios extraordinarios en servicio del prójimo, incluso aceptando cargar ella con los padecimientos de los de­ más. ¡Esta sí que es una patrona perfecta para la época moderna! Voy a ver si redoblo mis esfuerzos para que suba al altar este salvífico ejemplo de la santidad de nuestro tiempo. «El hombre del impermeable» ha venido a verme. Co­ 12 Ciudad al borde del Dniestr (hoy integrada en la Unión Soviéti­ ca) donde el ejército polaco, al mando del futuro rey Jan III Sobieski, alcanzó la victoria sobre los turcos en 1673.

mo de costumbre, se m uestra «objetivo», cual si su cora­ zón hubiera dejado de latir; lo mismo podría ser un representante de la intelectualidad que un policía sádico. Le puse al corriente de mis preocupaciones; sin saber si monseñor Baraniak sigue en la calle M iodowa, me quita el sueño la construcción del arzobispado. En rni ausencia, el obispo es la única persona autorizada a efectuar un libram iento bancario. Si él no está, los obreros no recibi­ rán su paga. Y este problema me preocupa m ás que mis asuntos personales. «¿Más?», se extraña mi interlocutor. «Sí, señor, porque se trata de los demás. Mis deberes para con los trabajadores me im portan más que mi detención». «El hom bre del impermeable» me contesta: «Hemos dejado a monseñor B araniak en su casa». «¿Pue­ do estar tranquilo?» «Sí; pero, de todos modos, hablaré de ello a mis superiores».

Domingo 11 de octubre de 1953 Fiesta de la Inm aculada Concepción. Oigo los cánticos de la iglesia vecina cada vez que se abre la puerta del convento. Me llena de gozo escuchar la apología de la Virgen. A lo largo de la jornada, siguiendo con mis lecturas, me acaricia el recuerdo de mis relaciones con la Madre de Dios. A muy tem prana edad perdí a mi m adre, tan devota que era de la Virgen de O stra B ram a 13; amiga, por tanto, de peregrinar a Vilno. Por su parte, mi padre acudía regularm ente a Jasna Gora. El culto a María estaba hondam ente arraigado en mi fam ilia, y era fre­ cuente reunim os al anochecer para rezar el rosario. El 31 de octubre de 1910, mi m adre, en Andrzejow, antes de m orir, me dijo: «Stefan, vístete». Salí a ponerm e el abrigo 13 Pórtico de Vilno sobre el que se levanta la capilla que guarda una imagen de la Virgen venerada secularm ente por los polacos, pertene­ ciente a la segunda m itad del siglo XVI. Desde 1945, la ciudad de Vilno, capital de L ituania, form a parte de la U R SS.

y volví. Sólo pasado el tiempo fue cuando mi padre me explicó el sentido de estas últimas palabras. Después de la m uerte de mi m adre, nuestra benemérita sirvienta Ulisia nos hablaba con frecuencia de la M adre del cielo. Yo mismo me sentía muy vinculado a la imagen de la Virgen de nuestro cementerio parroquial. Por si fuera poco, como fui alum no de un liceo de Varsovia, trasladé mi devoción a la imagen de la Virgen Passawska, que se encontraba ante la iglesia Res sacra miser, en Krakowskie-Przedmiescie, donde nos reuníamos para oír la misa escolar. D urante mi época de estudiante en el seminario de Wloclawek sim ultaneaba los oficios del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen Santísim a de Jasna Gora, cuya imagen estaba en el altar lateral. Por eso he celebrado siempre con especial emoción las festividades marianas. Además fui ordenado sacerdote en la capilla de la Virgen de Jasna G ora de la basílica de Wloclawek. Y celebré mi prim era misa precisam ente en Czestochowa, en el altar de la Virgen de Jasna Gora. A partir de entonces, me gustó siem pre el altar de la Virgen para celebrar la misa diaria. D urante la guerra, mi pasión por el oficio de M aría aum entó aún más. Todas las noches pasaba horas y horas ante la imagen de la Virgen y cuando trabajaba con los niños ciegos de Laski acudía especialmente a las plegarias a la M adre de Dios para consolar a la gente, asustada por la proximidad del frente. ¡Curioso! Pese a que nuestro establecim iento atravesaba momentos difici­ lísimos — nos rodeaba el fuego de artillería en las opera­ ciones de pacificación de los bosques de Kampinos— , nunca tuvimos que renunciar al rezo vespertino del ro­ sario. Estuve tentado de entrar en la Orden de los Hermanos Paulinos para consagrarm e al trabajo con los peregrinos, pero mi director espiritual, el padre Kornilowicz, me convenció para que escogiera otro camino. De una u otra forma, mi vida seguirá siempre las huellas de María. Todos los acontecimientos importantes de mi existen2 .— Diario de la cárcel

cia han ocurrido en Tiestas de la Virgen, En la de la Anunciación de 1946, el cardenal Hlond me com unicó mi nom bram iento para la sede de Lublin. Al día siguiente, al presentar mi aceptación canónica, pedía a M aría que guiara mi futura labor. Y escogí precisam ente su mes para mi entronización y consagración en Jasna Gora. Por esta misma razón, siendo obispo de Lublin, redac­ taba todos mis decretos y cartas de im portancia en fiestas de M aría y organizaba continuas peregrinaciones a Jas­ na Gora. En la capital de la Virgen fui destinado a Gniezno por medio de una carta de 16 de noviembre de 1948, fiesta de la Virgen de los Dolores, y mi devoción a la Virgen no cesó de m anifestarse en mi trabajo diario. Escogí la Presentación del Señor como fecha para mi entroniza­ ción en Gniezno, e inm ediatam ente hice dos sem anas de retiro en Jasna Gora. Y de allí, a trabajar. Convertido en prim ado, seguí colocando bajo la protec­ ción de nuestra M adre Santísim a todas mis pastorales, decretos y cartas de im portancia. Con frecuencia, convo­ caba congresos m arianos tanto en Varsovia como en Gniezno. Al culto de la Virgen he dedicado un m illar de conferencias y he organizado retiros en Jasna G ora para los sacerdotes y obispos de mis dos diócesis. Además, escogía preferentem ente este lugar para las conferencias episcopales. Y allí acudía yo cuatro o cinco veces al año. Allí he reunido tam bién a los dirigentes de las congrega­ ciones femeninas y m asculinas y allí he celebrado con frecuencia pontificales, transm itiendo a los peregrinos la palabra de Dios. Allí he enviado gustosam ente a los sacerdotes a que celebraran su prim era misa. Yo perso­ nalmente pedí al padre M arkiewicz que me recibiera como miembro supernum erario de los Paulinos, gracia que recibí con inmenso gozo. Hoy, recordando estos trascendentales momentos del pasado, pongo mi futuro en manos de M aría. ¡Que mi Protectora siga guiándom e y preservándome!

III. E N UN VIEJO C A S E R O N DE S T O C Z E K W A R M I N S K I

Lunes 12 de octubre de 1953 Después de la cena, servida, por cierto, antes que de costumbre, me sumerjo en la Vida de San José, del padre Bernard K. Me interrum pe una llamada a la puer­ ta, hecho insólito a esas horas. Sin esperar a que yo conteste, entra «el hombre del impermeable», sombrero en mano. «Nos vamos», me dice. Aquello no me causó especial sorpresa, pero sí le pregunté: «¿De cuánto tiem­ po dispongo para prepararm e?» «De una media hora, pero le vamos a ayudar a hacer el equipaje». «Gracias; me apaño solo». Mi huésped llama a uno y ambos se ponen a recoger mis cosas. Pregunto qué trayecto nos espera y me contesta dudoso: «Unos cien kilómetros». Me permito recordarle la entrevista prometida al principio de mi estancia en esta casa. No se acuerda. Está visto que su promesa no pasó de ser una maniobra policial. Meto a toda prisa mis cosas en las maletas, traídas por «estos caballeros» de mi domicilio de la calle Miodowa. Por prim era vez después de dos semanas bajamos por la sombría escalera solos, sin ver un alma, ni siquiera a alguno de los que m etían tanto ruido por las noches. Monto en coche y tomo asiento junto a «el hombre del impermeable». Algunos vehículos más permanecen a prudente distancia del nuestro. Arrancamos. ¡Que Dios nos proteja! Me siento tan «objeto» que no hago ninguna pregunta, pero me pongo en las manos de la M adre divina y de San José, de quienes tan brutalm ente me han arrancado.

El trayecto, en medio de la oscuridad, se presta a la oración y reflexión. Nos dirigimos a Jablonowo Pomorskie. Hay especial cuidado en que nadie me vea. Evitamos pasar por O stroda, y he aquí que nos detenem os largo rato ante el palacio provincial de Olsztyn. Ya es tard e y las gentes regresan a casa. Atravesam os Dobre M iasto y Lidzbark. De nuevo nos perdemos en la oscuridad y hacemos un alto. Desde lejos, uno de los hom bres hace señas a un coche para que dé media vuelta y venga hacia nosotros; alguien se acerca. Estam os ante un portón iluminado por muchos proyectores y al que han puesto planchas nuevas. Una som bra nos abre. Entram os en un patio, cosa que me hace pensar que a donde me llevan es a la cárcel. El coche se detiene ante una ancha puerta, abierta a un corredor ilum inado y desierto. Se me invita a bajar. Ya estam os en el corredor. Pero no, nos había­ mos equivocado. Vuelta a subir al coche y, franqueando un arco, atravesam os una galería, para ir a dar de nuevo al corredor que acabábam os de dejar. N o cabe duda de que el arco ese form aba parte del program a de mi insta­ lación. Me llevan al prim er piso. Por doquier, pintura fresca. Estoy en una habitación espaciosa. «El hom bre del im­ permeable» ha desaparecido. M e había prom etido una entrevista oficial, pero no le volveré a ver. U n mocetón con una gorra de visera, que se hace pasar por «director», me explica que el com andante llega en seguida. En efecto, un tipo corpulento, con aspecto de m aitre d ’hótel, hace su aparición. Sin tom arse el trabajo de presentarse, me anuncia que aquí es donde voy a quedarm e. Tendré a mi disposición dos habitaciones, la capilla y el jardín. Un capellán y una religiosa están instalados al lado. En estos momentos duerm en, pero m añana vendrán a verme. No me está permitido saber el nom bre de la localidad. En contrapartida, me indican que el Estado corre con mis gastos de estancia. El director me hace saber luego que el coche que traía mis m aletas ha tenido una avería, por

lo que pone a mi disposición la ropa de la casa. Le doy las gracias, pero declino su ofrecimiento. Se van aquellos hombres y llega mi «capellán». Se trata de Stanislas Skorodecki, quien ha sido trasladado aquí directam ente desde la cárcel. Buen tipo, delgado, de tez pálida, extenuado, tiene, pese a su juventud, las espaldas curvadas. Le preocupa lo que yo vaya a pensar de él. Por eso comienza justificándose; ignora la razón por la que le han traído, pero teme que yo sospeche que ha venido a espiarme. Yo le respondo: «Está claro, padre, que usted se halla en situación delicada. Ya hablaremos de ello. Pero en cualquier caso olvide lo de capellán, pues ese nombram iento no le compete a los servicios de seguridad. Sólo a mí me corresponde designar a mi capellán. Para mí, usted es un hermano, con quien comparto mi destino de prisionero. Lo que sea sonará. Vaya, pues, a dormir, que m añana iniciaremos el día con una misa». Dejó de llorar, se calmó y se fue. Un instante después entra una hermana de la Familia de M aría. Se presenta como M aría Graczyk, traladada de la prisión de Grudziadz. Le han dicho que el primado está enfermo y que ella deberá cuidarle. La monja está todavía más angustiada que el sacerdote. ¿Y si no fuera más que una treta, a guisa de provocación para desenca­ denar un proceso? Trato de calm arla rogándole que no se pierda en el laberinto de las suposiciones. Yo nunca sospecho a priori de nadie. Ya hablaremos de todo m a­ ñana. Aquella monja me pareció más digna de compa­ sión aún que el sacerdote: tan menudita, tan flaca; un ser extenuado, ahogado en un torrente de palabras y lágri­ mas. Finalmente, me dejan solo. El director de la visera vuelve otra vez para insistir en su oferta de la ropa, ya que el coche no ha llegado todavía. Me traen sábanas limpias y me hacen la cama. Hacia las dos de la mañana me quedé dormido. Después de desayunar reconocemos el terreno. Se trata de un alto edificio de dos pisos, abandonado por sus

desconocidos habitantes. Por todas partes, huellas de recientes arreglos. Pasillos blanqueados, suelos a los que se les ha pasado la garlopa, habitaciones mal pintadas. Chapucerías. La pintura se ha preparado en charcos, los pinceles aparecen diseminados y una serie de m anchas en las paredes indican claram ente que se han tirado basuras por las ventanas. Encontram os restos de objetos litúrgi­ cos: candelabros y cálices rotos, trozos de una cruz y estatuillas de la Virgen. En el jardín, los senderos acaban de ser cubiertos de arena am arilla. Los árboles, a lo largo de la tapia y a su altura, están rodeados de alam bres de espino. Al lado, otros árboles, algunos de ellos destinados a ser obras m aestras de la naturaleza, aparecen talados unos y otros a medio aserrar. Todo está sum ido en el mayor abandono. Los frutales, sin fruta, y amplios estan ­ ques — en otro tiempo cargados de peces— , atascados de suciedad. Por la parte de fuera, la tapia está enfocada por proyectores, haces de hilos y cables...; al noreste, una valla, instalada recientem ente, separa el jard ín del patio. Sobre un torreoncillo, un banderín fechado en 1675 (¿no sería 1645 o 1673?). El viejo caserón yo diría que fue una antigua residencia de jesuítas de los tiem pos de Hozjusz '. Las dos plantas del edificio están orientadas al norte y en el interior se abre un claustro. De la parte que da a la calle se ve el cam panario de una iglesia. El conjunto aparece prácticam ente tapado por los árboles. N o obstante, se puede uno dar cuenta de que un sendero flanquea el m uro noreste. Las hileras de setos, aunque estén pudriéndose ya, son bonitos paseos. Al fondo de la alam eda principal despunta el techo de un pabellón; a través de las mirillas del desván, un guardia vigila discre­ tam ente el jardín. Sentado al pie de un árbol, otro se entretiene en hojear un libro. La casa que ocupamos nosotros form a un rectángulo, que se comunica, por la izquierda, con el edificio central > Hozjusz Stanislas (1504-1579), cardenal, obispo de W arm ic y escritor. Fue uno de los principales dirigentes de la C ontrarreform a y trajo a los jesuítas a Polonia.

del convento, y del lado de la carretera, con la iglesia. Las paredes de la planta baja están, por dentro y por fuera, consumidas de humedad. Hace frío. El agua cho­ rrea sobre el piso. En cambio, el primer piso está seco y limpio; solamente el suelo presenta señales de destrozos y podredumbre. Tenemos una capilla. Yo cuento con dos habitaciones, y el padre y la herm ana tienen cada uno la suya. Hay también otras, vacías, con mobiliario y alfombras nuevos. A las once se presenta el sedicente comandante de la institución, cuya función yo sigo ignorando. Por todas partes, hombres yendo y viniendo. Serán como una trein­ tena; eso al menos es lo que abarca nuestro campo visual. El com andante — un tipo orondo, de mediana edad— viste de paisano; el traje, a todas luces prestado. Tiene una m irada gélida, ligeramente inquisitiva. Me confirma el número de habitaciones puestas a mi disposición. Res­ pecto al parque, se puede estar desde por la mañana hasta las ocho de la tarde. Dado que me encuentro en un nuevo lugar de residen­ cia, reitero mi protesta contra el modo de tratársem e. La decisión unilateral del Gobierno constituye una violación: l ) d e los derechos del ciudadano, garantizados por la Constitución; 2) del principio elemental de justicia audiaíur et altera pars; 3) de los derechos de la Iglesia, puesto que yo soy vicario de dos archidiócesis, metropoli­ tano de dos provincias eclesiásticas y primado de Polonia; 4) de los derechos del pueblo, del que soy pastor; 5) de los derechos de la Santa Sede en la persona del Papa, que me ha encomendado una jurisdicción especial, y 6) es una violación de los acuerdos que reconocían la jurisdic­ ción de la Santa Sede. Mi interlocutor quiere conocer mi opinión acerca del proceso de monseñor Kaczmarek y la legitimidad en Polonia. Le respondo que en este punto ya he dicho lo que tenía que decir en carta dirigida, en nombre del Episcopado y justo antes de mi detención, al Gobierno. Monseñor Kaczmarek ha confesado culpas que no ha

cometido: haber recibido instrucciones políticas del V ati­ cano y haber impuesto su program a contra la voluntad del clero. ¿Por qué y cómo ha podido ser declarado culpable? Estos interrogantes me obligan a poner en tela de juicio la legalidad del proceso. Tam bién ha salido a relucir mi entrevista privada con el Santo Padre, de la que no he hablado a nadie. C ontrariam ente a lo que ha dejado caer un testigo, yo nunca he puesto a monseñor K aczm arek al corriente de los asuntos episcopales. El caso es que el juez, tras haber escuchado la confesión del obispo, en lugar de llam ar como testigos a algunos de los participantes en la conferencia episcopal, ha preferido dejar en libertad al fiscal para que atacase a la Iglesia. «¿Que si hay legitim idad en Polonia? Vista la forma de com portarse conmigo, puede usted, señor mío, prescindir de mi respuesta».

Miércoles 14 de octubre de 1953 N uestra vida empieza a «normalizarse». Poco a poco vamos acostum brándonos los unos a los otros. Mis com­ pañeros me plantean la cuestión de confianza: «¿Qué piensa usted de mí, monseñor?» Los tem ores de la monja son los peores por lo fantásticos: «Me han dicho que se valen de las m ujeres para com prom eter a la gente. ¿Lo estarán haciendo conmigo? A ver si lo que quieren es denunciarnos por inmoralidad». «Son suposiciones las suyas — le digo— que carecen de sentido. N osotros, por nuestra parte, sabemos a qué atenernos, aunque ignore­ mos el propósito de ellos. No se preocupe. Tengamos confianza. Somos hijos de Dios, y usted, herm ana, hija de la Familia de M aría. N uestros actos hablarán por noso­ tros. Oremos y trabajem os, esperando de la misericordia de Dios». La herm ana, tan angustiada hasta entonces, sonrió por prim era vez. La han traído de la prisión de Grudziadz, donde desde hace dos años cum plía una pena de siete. Como ha adquirido los m odales de una presa,

habla bajito y con disimulo (incluso cuando no se trata del régimen), mirando a la puerta; está atenta a todo, diríamos que «de puntillas». El padre, que desconoce la razón de su traslado de la prisión de Rawicz — desde hace dos años venía cumpliendo una pena de diez— , también está preocupado. Y aunque, como en el caso de la hermana, se comporta como hombre privado de liber­ tad, cree que todo puede servirle de provecho y que todo es im portante; su psicología de varón le ayuda a sobrepo­ nerse al shock. Se fija en la hermana. Más bien hay que decir que se examinan m utuam ente en silencio. Estamos condenados a una vida a tres. Cosa nada fácil, porque formamos un mundo aparte, cercado por otro que no cesa de vigilarnos. El peso de esas miradas escrutadoras, que detrás de los cristales observan con desconfianza nuestros pasos en el corredor o en el jardín, nos acerca más. «Nosotros»-«Ellos». N uestro «nosotros» se hace cada vez más solidario, a pesar de las dudas que puedan surgir alguna vez. En todo caso, nunca nos sentiremos ajenos los unos a los otros. N uestro destino común, nuestros pasos pisando el mismo suelo, crean unos sólidos lazos, que se anudan al filo de los días. A las once llega el com andante para informarse de mi salud y ver si necesito algo. Ambas cosas forman parte del ritual diario. «Se me había olvidado decirle — agre­ ga— que la localidad se llama Stoczek de Lidzbark. Le ruego me perdone». «¡Qué bien hace usted en decírmelo! Eso tiene un sabor más humano. ¿Puedo hacer uso de ello?» «¡Por supuesto!», accede el comandante.

Jueves 15 de octubre de 1953 El com andante ha venido acompañado de su primer suplente (llamado «director») y de un joven, al que me lo presenta como un segundo suplente. Me llevo las manos a la cabeza: «¿Otro más? ¿Pero cuántos son ustedes los que vienen aquí a perder el tiempo?» El primer suplente

se da aires de grandeza, aunque no es más que un paleto, que no parece muy avezado en eso de vestir de paisano. Un rubiazo con pinta de nazi, que se m aneja y habla con torpeza. T ratando siempre de evitar mi m irada, prefiere m irar al techo. N o sin em barazo, me hace las preguntas de rigor. La impresión es, m ás bien, desagradable. El segundo suplente viene disfrazado de «representante de la intelectualidad». El corte y estilo de su tra je son impecables. Y, si son sus cabellos y su barba, hay que decir que m erecen el escaparate de un peluquero. Sus m aneras son «higiénicas». Se tra ta de un sujeto em p ap a­ do de indiferencia; dicho de otro modo: de un objetivismo funcional. A lo m ejor es que le corresponde encarnar la corriente del Partido. Y a veremos. Pregunto si puedo escribir a mi padre, que no sabe nada de mí. El com andante me dice que consultará a la superioridad. Le presento una lista de libros que me g ustaría me trajeran de mi biblioteca. Sábado 17 de octubre de 1953 O btenida autorización para escribir, he puesto en m a­ nos del com andante una ca rta dirigida a mi padre. Es ésta: «Mi querido padre: Desde que supe que podía escribir, he obedecido a mis sentimientos. Te ruego que no te preocupes por mí, pues lo que tienes que hacer es reservar tus fuerzas para lo que constituye el patrim onio de tu avanzada edad: rezar por tu hijo. El espíritu de fe que llevas dentro me devuelve la serenidad. Lo sé; tu espiritualidad te ayuda a compren­ derlo todo, y tus plegarias ahu y en tarán la tristeza y traerán de nuevo la esperanza al corazón. Sin embargo, un hom bre necesita en todo m om ento que otro hombre le consuele.

Una palabra acerca de mí. Puedo garantizarte, querido padre, que la verdad interior que siempre has visto en mí me ayuda a m antener la calma y confianza. Como en estos momentos no me es dado servir en el santuario a mi patria y a mi Iglesia, las sirvo con mis oraciones. Rezo casi a todo lo largo del día. Cada día tengo la satisfacción de poder decir misa en nuestra capilla y gozo de la compañía de un sacerdote, en funcio­ nes de capellán, y de una religiosa, que se ocupa de los quehaceres diarios. Paso el tiempo rezando, leyendo y paseando por un amplio parque. Dios, como ves, no me priva de su protección ni de sus gozos. Es mi deseo que ninguno de los míos se lamente de mi suerte delante de terceros. Vuestras oraciones y vuestra serenidad me son necesarias. N o perdáis la confianza en la bondad de Dios, en su poder y en su sabiduría. Creed en la misericordia de la Virgen de Jasna Gora. Te abrazo con gratitud, enviando mi bendición a toda nuestra familia y a mis compañeros. t Stefan, cardenal Wyszynski».

Domingo 18 de octubre de 1953 Los objetos litúrgicos que acaban de llegar de la calle Miodowa nos permiten instalar nuestra capilla: candela­ bros, cruz, velas, hostias, manteles, etc. Pero seguimos sin ara. En cambio, el padre Stanislas dispone un sagra­ rio con una caja. Como la mesa de altar resultaba dema­ siado baja, nos proporcionan cuatro soportes para elevar­ la. En conclusión, contamos con un altar, aunque sea pequeño. Recubrimos con un alba el tabernáculo, y el padre trae de la habitación de al lado un crucifijo y cuadros de la Sagrada Familia, el Sagrado Corazón y el Corazón de M aría. Con todo ello, la habitación recuerda una capilla. La monja lamenta que no haya floreros, pero tampoco en el jardín hay flores.

Martes 20 de octubre de 1953 Vuelvo a pedir un ara y un relicario. Me aseguran que mi petición será tram itada en las alturas. Este es nuestro horario: 5 h., levantarse; 5.45 h., oraciones de la m añana y m editación; 6.15 h., la misa del padre Stanislas; 7 h., mi misa; 8.15 h., desayuno y paseo; 9 h., horae m inores y prim era parte del rosario; 9.30 h., trabajo personal; 13 h., alm uerzo y paseo, segunda parte del rosario; 15 h., vísperas y com pletas; 15.30 h., trabajo personal; 18 h., maitines y laudes; 19 h., cena; 20.45 h., lectura particular; 22 h., descanso. Comienzo a esbozar el plan de un libro, aunque de momento dedico la m ayor parte del tiem po a la lectura de las obras que me han traído. El padre S tanislas y yo tratam os de estar solos las horas destinadas al trabajo personal. El padre le enseña el latín a la herm ana y yo voy leyendo libros en italiano y en francés. Nuestros acom pañantes ponen a punto el sistem a de vigilancia. Ese «otro mundo» se caracteriza por una cu­ riosidad sin límites respecto a nosotros. Los cristales esmerilados de la puerta del pasillo perm iten vislumbrar una mesita con una lám para, protegida por una tulipa verde, y un hom bre leyendo. C ada m ovimiento que se produce detrás de la puerta le saca de su lectura. Y así las veinticuatro horas del día. Los hom bres se relevan, pero su misión sigue siendo la misma. De momento, yo no distingo entre mis vigilantes a ningún «intelectual»; si leen, es porque no hay otra m anera de rem ediar el aburrimiento. Abajo, junto a la puerta de en trad a, otro vigilante,

libro en mano. Su cometido, abrir cuando llamen, consti­ tuye su única distracción. El edificio permanece ilumina-1 do toda la noche y a veces durante el día. ¿Pero se puede saber qué hacen todos los demás, tantos como son, dando vueltas por todas partes? Ni idea. Del lado de la carrete­ ra y en el patio, la misma historia; en plena noche, ruido de pasos. El segundo piso no está nunca apagado y sus luces se reflejan sobre el jardín. Domingo 25 de octubre de 1953 C ontestando a mi carta, recibo en seguida otra de mi padre. Viene tal como yo la deseaba. ¡Qué alegría! Es una gracia de Dios tener un padre que posee el don de oración, pues la actitud que ha tomado ante la dura prueba a que estoy sometido no puede ser sino fruto de la oración: «Queridísimo hijo: Doy gracias de todo corazón a Dios por tus noticias, por esas palabras de ánimo y consuelo. Yo te aseguro, en nombre de toda la familia, que nuestro recuerdo y nues­ tras oraciones te acompañan siempre, a fin de que nues­ tra serenidad, nuestra fe y nuestra confianza te puedan ayudar a subsistir en el lugar que Dios ha dispuesto ahora para ti. Creemos firm em ente que Dios desea nuestra felicidad, y así, nos sometemos a El en la medida de nuestras posibilidades. N uestras oraciones te ponen en manos de Dios y de nuestra M adre Santísim a de Jasna Gora, quienes sabemos que no te abandonarán. De este modo, espero verte y abrazarte muy pronto. Yo estoy en plena forma, y todos tus parientes, todos tus seres queridos, tus herm anas, tu hermano, las gentes de tu casa, siguen bien. Querido hijo, lo que te pedimos es que no te preocupes por nosotros; nuestra vida sigue su ritmo y no nos falta nada. Solamente permanecemos a la espera de noticias tuyas, sobre todo de tu salud.

Te ponemos en manos del Sagrado C orazón y de la Santísim a Virgen, rezando siempe para que te m anten­ gas en pie y estés seguro. Ayúdanos tú tam bién a noso­ tros con tu intercesión ante el Señor. Te abrazo cariñosam ente, queridísim o hijo; tus herm a­ nas me encargan que te diga que no perderán los ánimos. Jozio, que ha pasado unas sem anas en K azim ierz, vuelve hoy a casa. Zalesia Done, 21 de octubre de 1953. Tu padre,

. St. W yszynski».

Viernes 30 de octubre de 1953 Me traen un altar sin ara; la piedra no está consagra­ da. Yo me pregunto de dónde la han sacado. De la calle Miodowa, desde luego que no. M is «protectores» se la han agenciado por sus propios medios; lo más seguro, para no revelar que carezco de capilla. Por mi parte, renuncio a aclarar este asunto.

Sábado 31 de octubre de 1953 En respuesta a la carta de mi padre, escribo: «Queridísimo padre: Hoy he celebrado una misa por el 43 aniversario de la m uerte de mi m adre. Estoy plenam ente convencido de que la obra del santo sacrificio reconforta a los demás mucho más que a su alm a, feliz de vivir ju n to a Dios. ¡Qué contento me puso, padre, tu carta del 21 de octubre, que recibí el 25! Al gozo de la fiesta de Cristo Rey hay que añadir otro, tanto más grande cuanto que tu carta, querido padre, venía escrita en ese mismo espí­ ritu que yo esperaba de ti y de la familia. Estaba convencido de que tú, que habías acogido con tan ta preocupación mi elevación al cargo de obispo de

Lublin y luego de primado de Polonia, tenías la humildad suficiente ante los designios de Dios. Tú sabes muy bien que no he hecho nada para acceder a esas funciones. Dios ha obrado solo, siendo El quien ha decidido, enviado y exigido. Lo veo con toda claridad y mi conciencia me ayuda a interpretar mi actual situación. Dios conduce siempre según su natural a sus criaturas, a las que ama infinitamente. En todo cuanto le ocurra a un hombre en su vida hay que descubrir las huellas del amor divino. Entonces es cuando el gozo se apodera de nuestra alma, con una confianza plena en la sabiduría rectora de Dios. Se diría que ese mismo espíritu preside mi existencia en Stoczek. Y eso me alegra. Temía ya verme privado de un privilegio que constituía el lote de casi todos mis compañeros. Ya no le tengo miedo. Tú, padre, compren­ derás ahora el sentido profundo de mi consuelo. La bondad del Padre celestial me es ahora tan palpable como lo fue aquel primer año de la guerra que pasé en la hospitalidad de tu casa. Me resulta difícil explicar lo que siento gracias a mi Patrona, nuestra M adre de Jasna Gora. Cada día me llega su apoyo m aterno y cada sábado se convierte en una fiesta. Es una dicha que Cristo en la cruz nos haya confiado a su Madre, haciéndola Madre de todos. El sábado, Cristo yacía en la tumba, mientras que María velaba ante su hijo como en Belén: acababa de nacer la Iglesia. El sábado, la M adre de Dios se ponía a la cabeza de la Iglesia naciente. Por todo esto, el sábado me recon­ forta indeciblemente. Hoy, doble fiesta, por mi madre desaparecida y por la Madre de todos nosotros, te pongo estas letras para hacerte partícipe de mi consuelo. Rezo por ti y por mis hermanas, y por mi mejor amigo, monseñor Baraniak. No paro de darle gracias a Dios por él, su más preciado don durante estos últimos cinco años pasados en la capital. Ruego confiadamente por mis obispos sufragáneos, por los sacerdotes y mi doble grey. Sólo con la oración es como puedo hoy sostenerlos.

Cuida, querido padre, de m irar por tu salud y, aunque te apasione la lectura, no canses dem asiado tus ojos. Me preocupa mi hermano; dile que no desgaste sus fuerzas, quebrantadas en los campos de concentración y en las prisiones. Que mis herm anas sigan rezando con fe. Y que Dios os ayude a no vacilar ni dudar. Por favor, en la primera ocasión que tengas, saluda a mis colaboradores y a las hermanas elisabetianas. Beso cariñosamente tus manos y os bendigo a todos. t Stefan, cardenal W yszynski». Al entregarle la carta, pregunto al com andante si pue­ do escribir al Gobierno para exponerle mi situación. Creo que es mi deber, pues, si guardo silencio, las autoridades podrían pensar que he renunciado a mis derechos o que me he tomado a la ligera las acusaciones lanzadas por un miembro del P. O. U. P. tan calificado como Edward Ochab, quien en un artículo en T rybuna L u d u el 26 de septiembre de 1953, poco después de mi detención, me echaba en cara haber saboteado los acuerdos y la estabi­ lización de las regiones occidentales. T ras haber reflexio­ nado am pliamente sobre los térm inos de mi réplica, me decido por una simple carta, lim itándom e a enum erar los efectos positivos de mi trabajo en am bos aspectos de la cuestión. Preparo un borrador. El com andante me dice que elevará mi consulta a sus superiores.

Martes 3 de noviembre de 1953 El comandante — a quien he reiterado mi dem ánda­ me comunica que puedo escribir al m inistro Bida. Sin embargo, por razones personales, no me es posible bene­ ficiarme de esta autorización. El m inistro Bida se cuenta entre los principales instigadores de la cam paña de odio

lanzada contra mí, y su Ministerio se empleaba en azu­ zar a cuantos le frecuentaban. El director Simek, por ejemplo, no vacilaba en acusarm e delante de los sacerdo­ tes que acudían en visita oficial de parte de mi Secreta­ riado. Esto quiere decir que no tengo garantía alguna de que la carta vaya a ser seriamente tenida en cuenta. En cambio, podría escribir al presidente Bierut o al vicema­ riscal M azur. Respuesta del comandante: «Hablaré a mis superiores». Agrego que tengo la obligación de poner al corriente de mi situación tanto a monseñor Klepacz como a monseñor Choromanski. Me gustaría poderles enviar unas letras. Idéntica respuesta.

Sábado 14 de noviembre de 1953 D urante estas dos últimas semanas he vuelto varias veces a la carga, y todas las veces he obtenido la misma contestación: «Mis superiores no se han pronunciado aún». Comprendido: las autoridades se niegan a respon­ derme, por lo que he de considerarme como un prisione­ ro, privado de sus derechos ordinarios. En una palabra, se me ha condenado, sin proceso ni sentencia, a una m uerte civil, reduciéndome a la condición de esclavo. Yo creo que, en lugar de aceptar con demasiada transigencia tal situación, debo poner los medios para que se me dé una explicación. He pedido al comandante que informe a sus jefes, cosa que me ha prometido hacer.

Martes 17 de noviembre de 1953 Vuelvo a hablar de los libros que pedí el 15 de octubre, que aún no he recibido. El comandante me aconseja que redacte una nueva lista, ya que la anterior se ha «perdi­ do». Vuelvo a copiar otra vez la lista del 15 de octubre. Hela aquí: 1) Newman, Apología pro vita sua; 2) San Gregorio,

Regla del pastor; 3) C ardenal Ledóchowski, 2 volúme­ nes; 4) Antiguo y Nuevo Testam ento, edición de los PP. Jesuitas; 5) San Bernardino de Siena, Opera omnia, 2 volúmenes; 6) Dobraczynski, Swiety miecz (U na espada sagrada); 7) del mismo autor, Wybrancy gwiazd (Los elegidos de las estrellas); 8) M akarenko, Poema pedagó­ gico; 9) Pontificale episcoporum (el pequeño); 10) Anuario Pontificio 1953; 11 Dabrowski, Jesucristo; 12) Varsovia, nueva edición; 13) Officium parvum, en pola­ co, para la hermana; 14) el breviario (ya que no tengo más que la parte correspondiente al otoño); 15) Codex Iuris Canonici; 16) Rituale maius; 17) Ceremoniale Episcoporum; 18) Verm eersch-Creusen, Epithome CIC; 19) De Herve, Summa theologiae dogm.; 20) Le Corps mystique de Jésus-Christ: VEcclésiologie; 21) Prüm m er, lus Canonicum; 22) Dottrina sociale cattolica (colección de documentos de la Santa Sede); 23) diccionarios italia­ no, francés, inglés y ruso; 24) obras de R. Plus; 25) Uminski, Historia Kosciola (H istoria de la Iglesia); 26) M armion, Le Christ et la vie de l ’áme; 27) del mismo autor, Le Christ dans ses mystéres; 28) N uevo Testa­ mento, edición del reverendo padre Dabrowski; 29) reca­ do de escribir.

Domingo 29 de noviembre de 1953 Dado que las autoridades dan la im presión de ignorar mi requisitoria, renuncio a hacer nada para defenderme.

Iacta cogitatum tuum in Dominum, et ipse te enutriet, et dabit tibi petitiones cordis tui. Asim ismo, dejaré de preocuparme por mi situación. Un sim ple Ave Maris Stella me proporciona más gozo y libertad que cualquier autodefensa razonada. Desde hace mucho tiempo guardo en lo m ás profundo de mi ser una frase del cardenal M ercier, que el padre Kornilowicz repetía asiduam ente: «No me gusta darle vueltas al pasado ni soñar a lo tonto con el futuro, pues

éste sólo pertenece a Dios. N uestra vida está en vivir el presente». In te, Domine, speravi, non confundar in ae-

ternum.

Martes 8 de diciembre de 1953 Hace tres sem anas que me preparo para este día. Siguiendo las indicaciones del Beato Luis-M aría Grignion de M ontfort (La priére parfaite á Sainte Marie), me entrego a Cristo, por mediación de mi mejor M adre, como esclavo. Veo la gracia del día en que el Señor me haya concedido tiem po suficiente para llevar a cabo esta ardiente obra. He decidido consagrar a la sagrada M a­ ternidad la prim era parroquia que haya de erigir.

A c t o de su m isió n a S a n t a M a r í a

(redactado en Stoczek) «Yo, M aría, M adre de Dios, te elijo por patrona, guía, protectora y madre. Es mi firme resolución no abandonarte jam ás, ni nunca decir ni hacer nada que te sea contrario. Nunca dejaré que nadie atente a tu gloria. Tóm am e, te suplico, como hijo y siervo tuyo. Ayúdame en cuerpo y alm a y dam e fuerzas en el ejercicio de mis funciones eclesiásticas para bien del prójimo. Yo, M aría, a ti me entrego; soy tu esclavo y te consa­ gro mi cuerpo, mi alm a, mis bienes exteriores e interio­ res, el valor de mis obras pasadas y futuras, dejándote en total libertad de disponer de cuanto me pertenece según tu voluntad, para m ayor gloria de Dios todopoderoso en el tiempo y en la eternidad. Quisiera, a través de ti, junto a ti, en ti y para ti, hacerm e esclavo de tu Hijo; entrégam e tú a él, así como yo me he entregado a ti.

Ofrezco todos mis esfuerzos futuros, por m edio de tus manos purísimas, dadoras de gracia, para gloria de la Santísima Trinidad. Soli Deo. Y no me abandones en mi trabajo diario, ¡oh M aría de Jasna Gora!; sino m uéstram e, en la hora de mi muerte, tu semblante inmaculado. Amén. Stoczek, 8 de diciembre de 1953».

Jueves 17 de diciembre M e entregan un paquete de N avidad que m e envía mi familia. Todo su contenido lo han sacado fuera y lo han examinado detenidamente, y así un pastel y otros alim en­ tos están hechos pedazos. Las golosinas, que han sacado y vuelto a meter de mala m anera en sus paquetes, están desmigajadas, y así sucesivamente. Le pregunto al co­ m andante si no venía carta. Me contesta; «Si hubiera sido así, se la habría entregado». Lo dudo: «Mi familia sabe que me interesa más recibir noticias de mi padre que un paquete de comida». Con tono indeciso, el com an­ dante insiste en que me la hubiera entregado, dando a entender que no quiere discutir. De hecho, no he tenido contestación a mi carta de 31 de octubre, que estoy seguro no ha recibido mi padre. «Queridísimo padre: Iba yo retrasando esta carta de N avidad, en espera de recibir contestación tuya a la mía de 31 de octubre. No espero más, porque me ha llegado un paquete. Ade­ más, no quiero privarte durante estas fiestas de una señal de mi devoción y respeto hacia ti. En estas pocas letras te envío, querido padre, a ti y a toda la fam ilia, a mis compañeros, a Antoni y Chorom anski y a las hermanas elisabetinas, la expresión de mis m ás profundos senti­ mientos cristianos y los dones de la oración. Q ue la paz divina de N avidad esté con vosotros y que nuestra ora­

ción común sea nuestro lazo bendito que no se debilitará jamás. Te agradezco mucho, padre, el pan ázimo y los demás obsequios, que tanto corazón y tanta bondad encierran, hasta el punto de no poderlos yo aceptar sin conmover­ me. D urante la misa de N avidad tendré presentes a aquellos a los que me unen los lazos del amor familiar, de la gracia y del deber eclesial. Te abrazo con veneración, querido padre, y os bendigo a todos. t Stefan, cardenal Wyszynski».

Martes 22 de diciembre de 1953 El com andante se lleva la carta, diciendo que la trans­ mitirá a sus superiores.

Jueves 24 de diciembre de 1953 Vigilia de Navidad. U na atm ósfera de alegre festivi­ dad reina en nuestra m inúscula familia. Nos apoyamos en la oración y tratam os de que el Padre celestial no nos vea con caras tristes. ¡C uánta alegría en el cielo y en la tierra! ¿A qué viene tu rb ar esta armonía con nuestras penas? N uestros «protectores» tienen un aire grave, muy silenciosos y atentos con nosotros. El comandante viene con sus preguntas de ritual: «¿Desea alguna cosa?» «Na­ da nuevo. Usted ya sabe lo que quiero». En la capilla, el padre Stanislas se ocupa de preparar el nacimiento. Pero ¿cómo, si no tenemos un Niño Jesús? Como siempre, sigo ocupado en mi mesa de trabajo. Hacia el mediodía, el com andante —cosa insólita— vie­ ne otra vez: «Le ruego que me perdone; acaba de llegarle un paquetito; supongo que de parte de la señorita Okonska». Se va, dejando sobre la mesa una caja abierta, cuyo contenido me es familiar. Tenía el misterioso presenti-

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m iento de que el N iño Jesús conseguiría estar con tros antes de N avidad. Y lo consiguió. El N iñ o Jesús nos llegó justam ente p ara la cena N avidad, que nos reunió a los tres a la siete de la ta d ¡Qué alegría reflejaba el semblante del padre Stanislap este joven sacerdote tan íntegro y valiente, encarcela^ por su labor eclesial con los niños! N o he recibido carta alguna de mi padre, si bien me resulta difícil pensar que sólo me haya enviado un paque. te. Perdono a mis protectores su interés en hacer valer ante mí su superioridad. Lo que nunca conseguirán es que los deteste.

Jueves 31 de diciembre de 1953 Ultim o día del año. La Iglesia nos ha preparado a abordar nuestros problemas temporales con la oración de adviento y la fiesta de Navidad. El hombre que está ya en posesión del divino N iño tiene armas suficientes para afrontar la vida cotidiana. Experimento en mí tres sentimientos: con el Te Deum, agradecimiento por el amor, la vida y la gracia; con el Magníficat, gozo por tener una Madre; con el Miserere, pesar de haber subestimado la gracia divina. Con estos sentimientos concluye para mí un año de intenso trabajo, casi superior a mis fuerzas, que se cierra con mi de­ tención. Los días de Navidad organizamos veladas de canto en torno a un abetillo que el padre arrancó del parque. Para unirnos a la Iglesia en fiesta hemos pasado juntos tardes enteras. Nuestras comidas las reforzamos con los obse­ quios de nuestros deudos. Y esta puesta en común de las viandas — no se trata ahora de su valor nutritivo__es símbolo de los lazos humanos. El último día del año sirve para un breve examen de conciencia acerca de la virtud por esencia: el amor. Siento en lo más hondo de mí que soy víctima de una

malquerencia. Me hiere especialmente la conducta de Mazur, quien conoce mis esfuerzos para alcanzar un entendimiento satisfactorio entre el Gobierno y la Iglesia. En cambio, no le reprocho nada al presidente Bierut, pese a que haya faltado a su deber negándose a defender a un ciudadano privado ilegalmente de libertad. No les guardo a ninguno de ellos rencor alguno ni podría hacer­ les el menor daño. Como cristiano, creo caminar por la senda de la verdad. La Iglesia me enseña a am ar a los hombres, a considerar amigos incluso a aquellos que quieren considerarm e a mí enemigo suyo.

Sic volo! Con este sentim iento acaba el año. El hom­ bre sigue viviendo delante de Dios, para quien los años no cuentan nada. Pongo en las manos de la Virgen inmaculada de Jasna Gora cuanto de bueno y razonable haya hecho durante el año, rogándole lo transm ita a la Santísima Trinidad. Solí Deo! In vinculis Christi. Stoczek de Lidzbark W arm inski, 31 de diciembre de 1953, a las ocho de la tarde. t Stefan, cardenal Wyszynski, a rzo b isp o y m e tro p o lita n o de G niezno y Varsovia, p rim a d o de Polonia.

Anno Domini 1954. Sol i Deo! Maria duce!

Viernes 1 de enero de 1954 In vinculis Christi pro Ecclesia. Aunque para mí el año haya com enzado con el prim er domingo de adviento, sujetando a él toda mi vida interior mientras viva sobre la tierra, y, gracias a ella, acercándom e a Dios, es mi deseo sacralizar cuanto tenga que ver conmigo. Por eso empiezo el año nuevo, bendito mil veces, celebrando el

miento de que el Niño Jesús conseguiría estar con noso­ tros antes de Navidad. Y lo consiguió. El Niño Jesús nos llegó justam ente para la cena de N avidad, que nos reunió a los tres a la siete de la tarde. ¡Qué alegría reflejaba el sem blante del padre Stanislas, este joven sacerdote tan íntegro y valiente, encarcelado por su labor eclesial con los niños! N o he recibido carta alguna de mi padre, si bien me resulta difícil pensar que sólo me haya enviado un paque­ te. Perdono a mis protectores su interés en hacer valer ante mí su superioridad. Lo que nunca conseguirán es que los deteste.

Jueves 31 de diciembre de 1953 Ultimo día del año. La Iglesia nos ha preparado a abordar nuestros problem as tem porales con la oración de adviento y la fiesta de Navidad. El hom bre que está ya en posesión del divino N iño tiene arm as suficientes para afrontar la vida cotidiana. Experim ento en mí tres sentim ientos: con el Te Deuni, agradecim iento por el am or, la vida y la gracia; con el Magníficat, gozo por tener una M adre; con el Miserere. pesar de haber subestim ado la gracia divina. Con estos sentim ientos concluye para mí un año de intenso trabajo, casi superior a mis fuerzas, que se cierra con mi de­ tención. Los días de Navidad organizam os veladas de canto en torno a un abetillo que el padre arrancó del parque. Para unirnos a la Iglesia en fiesta hemos pasado juntos tardes enteras. N uestras comidas las reforzam os con los obse­ quios de nuestros deudos. Y esta puesta en com ún de las viandas — no se trata ahora de su valor nutritivo— es símbolo de los lazos humanos. El último día del año sirve para un breve exam en de conciencia acerca de la virtud por esencia: el amor. Siento en lo m ás hondo de mí que soy víctim a de una

malquerencia. Me hiere especialmente la conducta de Mazur, quien conoce mis esfuerzos para alcanzar un entendimiento satisfactorio entre el Gobierno y la Iglesia. En cambio, no le reprocho nada al presidente Bierut, pese a que haya faltado a su deber negándose a defender a un ciudadano privado ilegalmente de libertad. No les guardo a ninguno de ellos rencor alguno ni podría hacer­ les el menor daño. Como cristiano, creo caminar por la senda de la verdad. La Iglesia me enseña a amar a los hombres, a considerar amigos incluso a aquellos que quieren considerarm e a mí enemigo suyo.

Sic volo! Con este sentimiento acaba el año. El hom­ bre sigue viviendo delante de Dios, para quien los años no cuentan nada. Pongo en las manos de la Virgen inmaculada de Jasna Gora cuanto de bueno y razonable haya hecho durante el año, rogándole lo transm ita a la Santísima Trinidad. Sol i Deo! In vinculis Christi. Stoczek de Lidzbark W arminski, 31 de diciembre de 1953, a las ocho de la tarde. t Stefan, cardenal Wyszynski, a rzo b isp o y m etro p o litan o de G niezno y Varsovia, prim ado de Polonia.

Anno Domini 1954. Soli Deo! Maria duce!

Viernes 1 de enero de 1954 In vinculis Christi pro Ecclesia. Aunque para mí el año haya comenzado con el primer domingo de adviento, sujetando a él toda mi vida interior mientras viva sobre la tierra, y, gracias a ella, acercándome a Dios, es mi deseo sacralizar cuanto tenga que ver conmigo. Por eso empiezo el año nuevo, bendito mil veces, celebrando el

nom bre de Dios. En este día de Año Nuevo se le impuso al divino Niño el nombre de Jesús. Esta m añana he consagrado el nuevo año a mi M adre, la Virgen inm aculada de Jasna Gora. Quiero que ella siga guiándome, que su sem blante impreso en mi em ble­ ma de prim ado conserve su luz radiante y que yo pueda dedicarle — como es debido— mis actos, mis sufrim ien­ tos y mis oraciones. Renuevo el acto de sumisión a su Hijo que sostengo en mis brazos. Mi Jesús es todavía un niño. Deseo que él crezca m ientras yo menguo. Ansioso de m antener tregua Del con el m undo entero, ratifico mis compromisos con los hombres: con aquellos que me rodean y con aquellos que, aunque crean ser ellos los que deciden mi destino, dependen de Dios. N o siento odio ni revanchismo, sino que huyo de eso a fuerza de voluntad y con la ayuda de Dios. Sólo con esta disposición de ánim o tengo derecho a vivir, pues sólo así puedo cooperar con mi vida a la construcción del Reino de Dios en la tierra. Hago mis mejores votos por las dos greyes, Gniezno y Varsovia, que Dios me ha confiado. Yo tam bién se las confio a la M adre de Dios, para que les conceda llevar su cruz de huérfanos con más dignidad aún que en mi presencia. ¡Que mi oración las m antenga! A los pies de M aría deposito todas mis plegarias de este año nuevo, con una intención muy especial por mis obispos sufragá­ neos, por las curias archidiocesanas, por los seminarios, por el clero y por todos los fieles. R ezaré diariam ente por ellos. Hoy hemos recibido una «iluminación» especial. Mien­ tras paseábamos bajo los tilos al borde del bosque, escu­ chamos los cánticos de la vecina iglesia. Poco a poco se nos iban haciendo perceptibles las palabras de un cántico navideño: «Tú que has venido a arrancarnos del poder del diablo». Y el eco se perdía en la lontananza. E ra ésta la prim era vez que lo oíamos desde que estábam os aquí. El padre Stanislas y yo, ambos miem bros de la Iglesia, saltábamos de júbilo. En nuestras horas de prisión es

seguramente el servicio divino, la oración con el pueblo, lo que más echamos en falta. Por eso, una señal de oración com unitaria como aquélla era nuestro reconstitu­ yente de Navidad. El año que empieza viene sellado por el aniversario de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concep­ ción. Antes de mi detención inicié ya una serie de traba­ jos preparatorios. Mi deseo más ardiente es poder apres­ tar mis archidiócesis a profundizar en el sentido de estas Fiestas. Tengo la intención de consagrar un nuevo templo a la Inm aculada Concepción en Niepokalanow el 8 de septiembre de 1954. ¡Dios quiera concederme esa gracia!

Miércoles 6

di

ent ro de 1954

Los Herodes modernos, ¡qué destino tan misterioso! Dando rienda suelta a su odio, se convierten al mismo tiempo en mensajeros de la causa que combaten. Hero­ des, el primero que creyó en un «rey judío», fue su propagandista en Jerusalén. De entrada, envía a los ma­ gos a Belén, y luego encarga a los sacerdotes y escribas que estudien los libros de los profetas para saber dónde tenía que nacer Cristo. Ellos le confirmaron la nueva que traían los magos, y el mundo entero se conmovió. Jesús no era entonces más que un recién nacido, y Herodes se echó ya a tem blar. ¿Qué iba a pasar cuando Cristo fuera mayor? A pesar de todo, no debemos maldecir a los apóstoles del odio; le son útiles a Dios. Su odio es señal de su fe, pues reconocen la prepotencia divina y la temen. Un día llegarán quienes desterrarán el odio y comprenderán a Dios. Es paradójico cómo los perseguidores de Cristo trabajan por su gloria. La incredulidad tiene su cosa: no sólo descubre la miseria de los espíritus incapaces de sentir a Dios, sino que incita a un esfuerzo intelectual, a una búsqueda ansiosa de Dios.

Un cuervo se posa en la cima de un abeto. Lanza a su alrededor una mirada dominadora y un graznido de victoria. Este fantasma llamativo se imagina que el abeto se lo debe todo a él: su vida, su belleza, su perenne verdor, su fuerza en la lucha contra vientos y tem pesta­ des. La vanidad del cuervo es asombrosa. Se las da de bienhechor de un pacífico abeto, m ientras éste, sin inm u­ tarse, parece ignorar a su agresivo huésped. N ad a per­ turba su meditación. ¡Cuántas nubes, cuántas aves mi­ gratorias han cruzado por encima de este abeto! Todos pasaron... Tú tampoco, amigo cuervo; tú tam poco estás en tu sitio, tratando de ahogar tu inseguridad y disfrazar tu fealdad con chillidos. Yo, en cambio, el abeto, con mis raíces hincadas en el corazón de la tierra, sigo creciendo, ! mientras tú, vagabundo selvático que aplastas tu sombra sobre mi cima luminosa, no eres más que un ju g u ete del viento. H abrá que tener paciencia contigo. T ú escupirás • un día tu pobre y monótono graznido y desaparecerás, i ¿De qué te sirve chillar? Yo soy el que seguirá durando, meditando y construyendo con paciencia mi porvenir. Yo nunca pararé de crecer. Tú no lograrás nunca desvane­ cerme ni ocultarme el sol; tú no podrás torcer mi camino ascendente. El bosque existía ya antes de que tú llegaras, y seguirá existiendo cuando tú no seas nada. ¿Se tra ta de una fábula? Pues no.

Lunes 18 de enero de 1954 Para que nadie pueda pensar que tú eres un Padre severo, dado fácilmente a condenar; para que nadie tenga prejuicios contra ti, acusándote de haberm e abandonado, declaro que tu decisión ha sido ju sta. ¿Q uién mejor que tú y yo lo sabemos? Es difícil hacer ju sticia a un ser que está siendo probado. ¿C uántas veces estuvo Job expuesto a los reproches de sus amigos? Soy to talm en te consciente

de que todas tus decisiones están hechas de misericordia y de verdad. El dolor se disuelve en el amor. Y el castigo no despierta ya deseos de revancha, sino que aparece como una medicina ofrecida con paternal ternura. La tristeza que roe el alma se parece a la labranza de las tierras incultas destinadas a una nueva cosecha. La soledad nos deja contem plarte más de cerca. La maldad humana es escuela de silencio y de humildad. El aleja­ miento forzoso del puesto de trabajo multiplica por diez su entusiasmo. La celda de una cárcel basta para demos­ trar que nuestra vida terrena es provisional. Que nadie maldiga tu nombre, Padre; que nadie te eche en cara tu severidad. Tú eres bondad; que sea eterna tu miseri­ cordia.

Martes 19 de enero de 1954 Estas últim as sem anas las relaciones con mis carcele­ ros se han reducido a las preguntas de rigor sobre mi salud — sin novedad— y mis deseos, que siguen siendo los mismos. Desde hace tres meses mis dos cartas conti­ núan sin respuesta, careciendo, por tanto, de noticias de mi padre. Se lo hago notar al com andante, quien, como de costumbre, se rem ite a sus superiores: «No me han dicho nada». «Caballero, ya me lo ha dicho usted muchas veces. Ya ve lo que son las cosas; acabo de leer la Chronique de Thieímar, donde el autor cuenta cómo el emperador Otón II, encontrándose con un hombre que había conspirado contra su vida, le perdonó. Y era un señor feudal, uno de esos, ¿verdad?, que ustedes despre­ cian tanto. H an pasado mil años... Yo no he conspirado nunca contra ustedes, que, aunque se burlan del feudalis­ mo, se niegan incluso a contestar a mis preguntas. ¿A esto se le llama progreso? No es tratando mal a las personas como conseguirán ustedes convencerlas y atraerlas a su “dem ocracia” . Además, si ustedes tienen necesidad de mí, aquí me tienen. Pero ¿a qué viene

torturar a mi anciano padre? ¿Qué les ha hecho a uste­ des? ¡Esto es inhumano! ¡Vaya forma de conducirse unas personas que saben lo que es la cárcel! ¡No han aprendi­ do nada de ella! Su experiencia debería haberles llevado a gobernar Polonia de otro modo. Ustedes no inspiran la menor confianza». El com andante inicia la retirada hacia la puerta, repitiendo: «Hablaré de ello a mis superiores». Tomo nota de esta conversación, por si luego hay discu­ siones.

Lunes 25 de enero de 1954 Leyendo las palabras de San Pablo: «Eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios» (1 Cor 1,27), pienso que el Apóstol las contradice con su vida. En contrapartida, y por lo que a mí se refiere, tiene razón. Dios está en su pleno derecho de servirse de instrumen­ tos deleznables para hacer resplandecer el poder de su gracia y su verdad. Estoy de acuerdo con quienes me toman por imbécil al no haber querido renegar de Dios. Juzgándome así, dan la razón al Espíritu Santo, que ha inspirado a San Pablo esas palabras y dan testimonio de la verdad divina. Es esencial que C risto sea anunciado.

Martes 26 de enero de 1954 Quae utilitas... Mi situación actual tiene sus ventajas: un pecado menos. Quienes tenían envidia de mi «carre­ ra», ya no tienen que hacerlo. Una carrera tom a a veces el camino tortuoso de Job. En nuestros días, y aunque no falte el sitio, muy pocos aspiran a sentarse «a mi derecha» y «a mi izquierda». Una carrera eclesiástica exige un sacerdote dispuesto a ir a la cárcel y a ser crucificado. Hay que pasar por esta prueba, aunque no sea del todo, como Pedro. Por lo tanto, el cerco de envidiosos se ha

alejado de mí... No hablo de todos, claro está, pues en la Iglesia habrá siempre hombres dispuestos a sufrir por ella, y su emulación hacia mí no debe ser tenida por pecado. O tra ventaja: mi doble grey de Gniezno y de Varsovia podrá descansar de su pastor tan torpe, que se amaba a sí mismo más que a sus encomendados espirituales. ¡Cuántos trabajos inflige a su Iglesia un hombre que no acaba de aprender a «servir y a gobernar», cuando lo que tenía que hacer era estar dispuesto a asumir su cometido desde hace mucho tiempo! Pero ¿quién conoce los cami­ nos de Dios? ¿Quién puede prever el día en que va a decir: «Mira que yo te envío...»? Cuando llega ese día, nunca se está preparado de verdad. Pero no se le puede decir «no» al Padre Santo, esperando su gracia. ¡Acuér­ dese, al menos, que hay que acudir siempre a Dios con humildad! ¡Ay, qué fácil es que un hombre olvide sus orígenes! Que mis Sponsa Gnesnensis y Sponsa Varsoviensis descansen un poco de su inútil servidor.

Martes 2 de febrero de 1954 Estamos en el quinto aniversario del día en que, «si­ guiendo las huellas de San W ojciech»2, me hice cargo de mis funciones de prim ado de Gniezno. Igual que hoy, hacía frío y nevaba. Pero de repente, un sol radiante despuntó sobre la ciudad. Recordando estos años pasa­ dos, doy gracias a Dios, dador de todo trabajo, de toda misión, del privilegio que me ha concedido. El gran esfuerzo que he tenido que hacer, y seguramente también mi exceso de celo, repercutieron a veces sobre la calidad de mi obra. N o tengo nada que reprocharme en cuanto al interés puesto, aun en el caso que los resultados no hayan estado siem pre a la altura de mi esfuerzo. Pese a 2 S an W ojceich, n o m b re polaco de S an A d alb erto (956-997), arzo­ bispo de P ra g a , p a tro n o d e la c a te d ra l de G niezno y de la Iglesia polaca. A sesinado en P ru sia d u ra n te su m inisterio.

mis remordimientos por haber fallado a veces, yo evoco amablemente mi pasado. La tarea era durísim a. Paradó­ jicamente, es ahora, en mi actual aislamiento, cuando empiezo a respirar. Y espero que el Dios de misericordia considerará estos meses de cárcel como una expiación. Sigo creyendo que el Señor me ayudará a servir a los hombres mejor que antes, una vez que este tiempo de injusticia haya pasado. Yo, por mi parte, he dedicado la jornada a orar por Gniezno, capital de Wojciech y de la gloriosa Madre de Dios. Pongo en manos de M aría todas mis preocupaciones, dignare me laudare te, Virgo sacrata. Concédeme que erija la Iglesia de tu Hijo, que prepa­ re tu diócesis y tu basílica para la gran fiesta nacional, el milenario del bautismo de Polonia.

Domingo 7 de febrero de 1954 Aquel día preguntó Pedro: «Lo hemos dejado todo por seguirte; ¿qué va a ser de nosotros?» Jesús le respondió: «Recibiréis el ciento por uno». Después, Pedro fue encar­ celado y fue crucificado. Eran las prim eras monedas de aquel pago. Miguel Angel pintó en la capilla Sixtina a Pedro redactando su testam ento, dichoso de haber recibi­ do un «anticipo* a cuenta de su redención. Dios me ha concedido ya un anticipo sem ejante, lo que prueba que quiere verme en redención. N o sería capaz de sentirme tan feliz como Pedro crucificado, pero acepto el anticipo, esperando que el resto no se haga dem asiado de esperar.

Lunes 22 de febrero de 1954 El octavo sacramento, en la vida de la Iglesia, es el martirio. Cristo lo instituyó con estas palabras: «Los perseguidos serán benditos». Los teólogos llam an al mar­ tirio de Cristo el «sacramento mayor». ¿No es ésta la primera etapa hacia la redención? ¿Octavo sacramento? No, el primero.

Vuelvo a plantear el problema de los libros, que no he recibido aún. Pregunto a mis guardianes si no tienen mi breviario de primavera, que ya me está haciendo falta. El comandante me asegura que todo lo que recibe me lo pasa: «Puede que alguna cosa se haya perdido», comenta. En seguida, pide al padre Stanislas que le mande la lista de los libros recibidos y de los que he pedido. El padre Stanislas le explica que ya van dos veces que ha sido presentada esa lista. Volvemos a hacerla por tercera vez. Da la impresión de que estos hombres han almacenado mis cosas y no tienen idea de nada. No están especial­ mente dotados para saber bien de «letra impresa», y prefieren tener que buscar títulos «de bulto». El padre Stanislas confía ambas listas al director. Este le trae mi breviario de primavera, encuadernado en rojo y con las estampas que yo había metido. ¡Qué alegría tener el breviario! Prosigo mi vida eclesial en la miseria, debilitado y herido en plena marcha. Más bien un gusano que un hombre. Sin embargo, voy avanzando en el ejercicio de mi misión. Gracias a la misericordia de Dios, mi pobreza no me impide distribuir a los hombres los más preciados bienes. Cristo caminaba despreciado por el populacho. Harapiento, golpeado, manchado de barro y escupitajos, pero salvando al mundo... Y, aunque ese mundo se mofa­ ba de él, él lo salvó. Nuestros caminos se acercan mucho el uno al otro. La gracia del sacramento me ayuda a superar mi ignorancia, así como la divinidad le hizo a Cristo evitar fallos. Que el mundo ría... La obra de la redención se ha cumplido.

Por fortuna, el hom bre no puede sofocar definitiva­ mente el valor esencial de Dios: el amor. ¡No es nada si pudiera encadenar el am or y el perdón del Todopoderoso! En el ejercicio de su m isericordia, Dios no depende más que de sí mismo. Su derecho de gracia es regio y sin apelación. C uando él lo quiere, inspirado por su bondad, Dios perdona.

Jueves 18 de marzo de 1954 He recibido parte de mis libros, así como una sotana, que, por cierto, no había pedido. Hoy hemos rezado la novena de San José, y he notado su protección. Los libros me ayudarán a continuar mi tare a científica, natural­ mente dentro de los límites de mi m odestia.

Viernes 19 de marzo de 1954 Me inspiro en el breviario. El responsorio de la primera lectura de m aitines dice así: Fuit Dominus cum loseph

et dedit ei gratiam in conspectu principis carceris: Q u¡ tradidit in manu illius universos vinctos. La biografía de José el Egipcio constituye un m aravilloso telón de fondo de la vida de San José de N a zare t. El santo carpintero no estuvo nunca encarcelado, sino que salvó a su hijo de Herodes. En Egipto fue su protector, y, al igual que el santo patriarca prisionero, socorría a sus compañeros «Cuanto se hacía en la cárcel, era él quien lo hacía», escribe el autor del Génesis. Estas p alabras, inspiradas por el Espíritu Santo, nos consuelan, com o consolaban a los sacerdotes deportados a D achau, que pedían a San José que les ayudara. Sus voces, elevadas al cielo micn tras celebraban la protección de S an José, fueron atendí das. Después, en agradecim iento a S an José por haberle*

salvado, aquellos sacerdotes, libres ya, fueron en peregri­ nación a la colegiata de Kalisz. Todos los eclesiásticos, los misioneros y los directores de retiros saben bien de la eficacia de rezar a San José para librar al alma de la esclavitud del pecado. El protector de la Iglesia está con todas las almas que esperan el movimiento liberador de las llaves de David (O clavis David... qui aperis et nemo

claudit... veni et educ vinctum de domo carceris).

Miércoles 24 de marzo de 1954 Unos corazones que se encuentran... Este aconteci­ miento decisivo ocurrió en Nazaret. «He aquí la esclava del Señor; cúmplase tu voluntad». Y el corazón eterno reposó sobre el corazón inmaculado; Dios puso su cora­ zón, Dios se hizo corazón. El corazón divino entró dentro del corazón humano, y el hombre abrió el suyo para acoger a Dios. El corazón de corazones tiene, incluso para un corazón lleno de gracia, una profundidad inson­ dable. Coexistencia de dos corazones, el del Creador y el de la criatura. Dios, el tallo; el hombre, la planta. Pero en este caso la relación es muy especial, pues el corazón de Jesús, tomado del corazón de la Palabra, transmite directamente al hombre el amor del Todopoderoso. Sin embargo, el corazón del hombre-Dios se alimentaba de la sangre de M aría, vinculada a su vida. El corazón de M aría late para el corazón de Jesús. El corazón de María, inmensamente rico, lleva al corazón de Jesús todo el amor de la M adre inmaculada por su Hijo. De la misma m anera que las facciones de un niño reflejan las de su madre, Jesús posee los valores espirituales del corazón de María. M aría estaba dispuesta en todo mo­ mento a servir: la iluminada visita a Isabel, Caná, el Calvario, todos estos acontecimientos ilustran la rapidez de sus decisiones para acudir en auxilio de otro. Cristo ha dicho: «Vine a sanar». El adolescente de Naím, Lázaro, Zaqueo, la suegra de Pedro, la hija de Jairo, el ciego de 3 —Diario de la cárcel

Jericó, el hombre de la mano seca, son signos de la entrega de Cristo a los hombres. El corazón de M aría se reflejaba en el corazón de Jesús. Y ambos corazones, unidos, se pondrán al servicio del hombre «que cayó en manos de unos bandidos».

Jueves 25 de marzo de 1954 Benigne fac Domine pro volúntate tua (Sal 50). Co­ nozco tus manos m aternales que me han creado. Siento el contacto de tus dedos, que tanto bien me han hecho. Incluso tocándome con am or, el dedo de Dios me inquie­ ta. Ante él me inclino, temeroso de que «su fuego devorador me abrase*. ¡Hay todavía tanto que quem ar en mí!... ¡Oh, si yo fuera ya solam ente un espíritu! Tu fuego purificador no me devoraría como lo hace con cuanto no es espíritu. M ira qué débil soy, qué incapaz, qué angus­ tiado cuando sobreviene sobre mí la tem pestad. A tu paso «se estremece la tierra». ¿Cómo extrañarse entonces de que mi corazón viva atem orizado? Benigne fa c como un padre que toma ansioso por prim era vez en sus brazos a su recién nacido. ¿Teme entonces la m adre viendo a su hijo en las manos inflexibles del padre? G uarda tú, la mejor de las madres, las manos del P adre celestial cuan­ do «la tome conmigo». ¡Protégeme! Benigne fac: confio. Pero, yo te lo ruego, tiéndem e suavem ente tu mano. O mejor aún, dam e a mi M adre, a la que ya le has dado tu Hijo único. ¡Toda esa bondad de M aría es la tuya!

Jueves 8 de abril de 1954 El comandante empieza la conversación interesándose por mi salud. Le explico que persisten los síntom as apa­ recidos durante el invierno. M e duelen los riñones, por­ que cogí frío en el trayecto de Ryw ald a Stoczek, y aquí también, con este suelo roído por la hum edad. El coman­

dante cree que hay que hacer venir a una comisión médica. Pido saber quiénes la van a formar antes de aceptar, porque no lo haría con una comisión anónima. En la imposibilidad de contestarme sobre la marcha, el comandante elevará la cuestión a sus superiores. Por último, aborda el tema de la responsabilidad de cada uno acerca de su propia salud, en el sentido de que tengo el deber de dejarm e cuidar. Protesto: una vez que se me ha reducido a la esclavitud, es el Gobierno quien debe res­ ponder de mi salud. Declaro que no es mi deseo el que la sociedad les acuse a ustedes de mis males. El coman­ dante no comparte mi opinión; el hombre del siglo xx está en uso de sus derechos. «Siento mucho — le digo— que en nuestro tiempo se dé semejante violencia, con un Gobierno que se comporta conmigo de modo increíble. Se me ha sacado de la cama en plena noche, se me ha despojado de todos mis derechos. Entonces, ¿cuáles son ahora mis derechos?» El com andante replica que yo tengo derecho a que me cuiden. Respecto a lo demás, está dispuesto a hablar, y que, en todo caso, ya me ha informado que puedo expo­ ner mi punto de vista escribiendo al ministro Bida. Le recuerdo que se me ha privado incluso de escribir a mi propio padre y que me gustaría también enviar mis noticias a los obispos Klepacz y Choromanski. No he tenido respuesta de mi padre a mis dos cartas. No me apetece escribir para los archivos. Considero la conducta del poder como una violación de mis derechos civiles. El comandante manifiesa que las autoridades no han en­ vuelto mi situación en el misterio: «El pueblo sabe que usted está en un convento». Deploro, una vez más, el comportamiento de las auto­ ridades. No solamente los obispos, sino también el Go­ bierno, y muy especialmente el ministro Mazur, está al tanto, desde que soy primado de Polonia, de mis esfuer­ zos para llegar a los acuerdos. No merezco, por lo tanto, este trato. El comandante vuelve a darle vueltas a lo de mi res­

ponsabilidad con respecto a la salud: «Usted, un hombre culto, un doctor, padre, debería saber...» «Mi doctorado pertenece a otro campo». Así que acepto la comisión médica: «Presénteme los nombres, por favor, y entonces le diré si quiero también incluir a mi médico particular». En cuanto a mi carta al Gobierno, el señor com andante me dará respuesta una vez consultados sus superiores. Le digo también que antes de escribir a las autoridades necesito copia del decreto de mi detención en septiembre pasado. Por último, está el problema de nuestras relacio­ nes mutuas: «Me veo obligado a ver en usted a un representante de un Gobierno que está contra mí. Nada tiene de extraño que yo no pueda ser am able con usted, y le ruego que no lo entienda como un gesto de animosi­ dad hacia usted; es que tengo que luchar por mis dere­ chos, y usted está en medio, entre el Gobierno y yo». El comandante me da la razón.

Viernes 9 de abril de 1954 Dos palabras sobre las condiciones de nuestra estancia en Stoczek. El invierno ha sido durísim o. La violencia del aire golpeando contra las ventanas nos ha hecho com­ prender la razón de que las hayan hecho tan pequeñas en relación con la am plitud del edificio. Las tormentas amontonaban la nieve a la entrada. Teníam os que barrer la escalera de la galería y el sendero, pero nuestro ejem­ plo no lo seguían mucho, que digam os. U n guardián metió una sola vez la pala en el sendero y otro daba de vez en cuando unos escobazos a la escalera. Es cierto que otro, además, habilitó una pala de m adera, pero tan pesada que no servía para nada. Por nuestra parte, para apartar la nieve, nos contentam os con una pala y un rastrillo viejo. Logramos m antener el jard ín en forma y hacer practicables los senderos. De todas las m aneras, se trataba de un trabajo duro. El padre S tanislas se cansaba

más que yo, tal vez por no estar acostumbrado. Pero nos servía de distracción, excelente para la salud. Nuestro alojamiento era, en verdad, precario. El viejo edificio disponía de un sistema de calefacción caduco. Las chimeneas estaban ruinosas y la calefacción de car­ bón atascaba rápidam ente los tubos, pese a que nuestros guardianes se entretenían con frecuencia en deshollinar­ los. En este punto mostraban un poco más de diligencia. Especialmente un tipo ya mayor, al que le pusimos el remoquete de M. O. (Milicja Obywatelska, milicia popu­ lar), y que, desembarazándose del uniforme, hundía sus manos en las conducciones y sacaba el hollín. Las chime­ neas no paraban de humear. La hermana pasó frío todo el invierno, porque no se lograba calentar su cuarto. En la habitación del padre, lo mismo. En las mías, las chimeneas iban mejor, aunque eran insuficientes. Había que encender dos veces al día. Hacía tanto frío que casi no se podía trabajar. Estábamos ateridos. Arrebujarse en las m antas no servía de nada. Era en extremo difí­ cil encender el calentador, que, tras limpiarlo, seguía humeando. Teníamos que asearnos en un cuarto de baño glacial. Con frecuencia no teníamos agua, porque el viejo motor se averiaba. En fin, desde que las heladas se instalaron definitivamente tuvimos que subir el agua de la planta baja, lo que nos dio ocasión de admirar los bloques de hielo que había que romper, pues vivíamos encima de auténticos glaciares y nunca había calor. Los pasillos estaban completamente congelados. Nuestros po­ bres guardianes llevaban abrigos de piel de cordero y buenos zapatones, pero pasaban más frío que nosotros. Y había que ver sus caras tan tiesas. Así es como empecé a sentirme algo mal. Incluso por la noche no lograba que mis piernas entraran en calor. Las manos aparecían hinchadas, lo mismo que los ojos. Sufría fuertes dolores de vientre y de riñones. Todos los días me daba jaqueca. La monja, pálida y hecha un desastre, estaba siempre constipada. De los tres, el más afectado era el padre. Sufría del hígado y otros trastor­

nos. Los médicos acabaron por diagnosticarle una enfer­ medad del páncreas. Así de enfermo, pasaba algunos días en cama. La hermana, a pesar del trabajo que tenía, resistía mejor. Estaba encargada de encender diariam en­ te las cinco chimeneas y el calentador estropeado. Subía carbón a su cuarto y bajaba las cenizas. Como no nos daban mudas, tenía la pobre que lavar a cada momento, lo que en semejantes condiciones suponía un auténtico castigo. No teníamos secadero. Ella, tan meticulosa, igual que la mayoría de las mujeres, fregaba con mucha frecuencia el corredor, la escalera, etc. H abía veces que le prohibía que me limpiara el suelo, pero ella aprovecha­ ba mis paseos por el parque para hacerlo. M antener en forma aquel piso tan viejo, que levantaba toneladas de polvo, era especialmente antipático, pero ¿quién consigue hacerse escuchar por una mujer? El carácter tozudo de la monja me dio bastante que hacer. Ella podía quedarse sin comer, sin rezar, pero «tenía que» fregar. A lo mejor, esta tarea le servía para no tener que pensar.

Lunes 12 de abril de 1954 Una vez que doy mi visto bueno a la comisión médica, el comandante me anuncia que me verán dos médicos. El enviado por el Gobierno será el doctor Wesolowski. Por lo que a mí respecta, propongo que escojan uno de mis dos médicos personales, los doctores Zero y Wasowicz, de Varsovia. El comandante me prom ete transm itir mi petición a sus superiores.

Martes 13 y miércoles 14 de abril de 1954 Organizamos en nuestra capillita el retiro de Pascua. La meditación, en base a la Imitación, de Tomás de Kempis, gira en torno a la idea central de que, desde el comienzo del cristianismo, la ascética de la prisión es un

medio excelente escogido por la Providencia para la san­ tificación de los hombres. Los cristianos conocieron las prisiones desde los tiempos de la predicación de San Pedro en Jerusalén. La Providencia hizo vivir a la Iglesia tres siglos de prisiones, de catacumbas y de ejecuciones públicas. En nuestros días, este período sirve dé ejemplo a aquellos a los que Dios ha concedido el privilegio de sufrir por él.

Jueves Santo 15 de abril de 1954 Hemos celebrado el Jueves Santo con «pompa de basí­ lica». He cantado por prim era vez la misa con la schola cantorum: la monja y el padre. Dios me habrá perdonado las equivocaciones. Mis pensamientos estaban con el cle­ ro y los fieles reunidos en la catedral. He pedido que el que me sustituya en la consagración de los óleos y en el mandatum lo hiciera mejor que yo; porque, al distribuir a los sacerdotes el cuerpo de Cristo, les inculque la idea de la unión diocesana y para que abrace los pies de los fieles como yo lo hacía, entregado a esta tarea maravillo­ sa y a la vez tan difícil de cumplir con espíritu cristiano, j orque se trata de una manifestación del corazón. He recibido otro lote de libros, como pedía en mi lista del 4 de m arzo pasado. El breviario de invierno sobre todo; me falta todavía el de verano. Sólo el Señor conoce la verdad de los acontecimientos de nuestra vida. Tenemos tendencia a interpretar nues­ tras desdichas hum anas al modo de los amigos de Job, teniéndolas como resultado de la incapacidad o de la torpeza, en justo castigo, necesario para la protección de un orden o un bien social, cuando no para la gloria de Dios. Sin embargo, lo más corriente es que esta interpre­ tación sea errónea. Dios y el hombre al que él confía el papel de Job se entienden perfectamente, hasta el punto

que es precisamente a Job a quien revela Dios la verdad. ¡Qué paradoja! Tarde o temprano, lo que se tiende a considerar como la virtud de Job, él lo percibe y lo confiesa como un pecado a los ojos de Dios. «¿Quién no ha pecado de entre nosotros? ¿Quién será capaz de comprender sus errores?» Job — incluso teniendo que esforzarse en borrar el mal que hubiera causado— se convierte en aliado de Dios. Sus padecimientos nunca quedan reducidos a su persona. Vistos desde fuera, dan testimonio en favor de Dios y sus designios. Ignorando las causas del sufrimiento, se le atribuye generalm ente a la voluntad o a la gloria de Dios. De este modo hay que interpretar los padecimientos de los santos, de los idealis­ tas perseguidos por la justicia, de los héroes y de los mártires de la Iglesia. Evidentemente, toda prueba hum ana com porta un en­ granaje de causas. Dios purifica a sus servidores, les invita a elevarse; se trata también de un aviso para los demás y es, asimismo, una m uestra de la fidelidad de su siervo en medio de las pruebas más duras. Sólo Dios puede hacer diversamente interrogable un solo acto de sufrimiento. Lo que es un error a los ojos de los hombres significa elevación a los suyos. Sólo Dios en su bondad puede castigar de modo que el que sufre la pena alcance la gloria: coram hominibus. Su misericordia es infinita.

Sábado Santo 17 de abril de 1954 Después de la misa m atutina hay am biente de festivi­ dad. El día anterior hemos pasado casi toda la jornada rezando en la capilla. A las seis de la tarde, el comandan­ te viene con dos grandes paquetes procedentes de la calle Miodowa y carta de mi padre. T rae fecha del 3 de abril y ha pasado por tres manos, la han abierto y la han vuelto a cerrar. Le pido explicaciones al com andante, que me dice: «Han suprimido lo que no había que leer». Es como si a un ser humano le hubieran am putado lo que más aprecia. He aquí la carta con lo que me ha llegado:

«Queridísimo hijo:

[El principio de la carta está censurado...] Nuestro pensamiento está contigo y seguimos pidiendo al Señor por ti. Nuestras plegarias nos proporcionan consuelo; pero, a medida que el tiempo pasa, nos preocupamos más, y nos resulta más difícil dominarnos. Sin embargo, tenemos confianza en Dios; que El te proteja y te conce­ da paz y salud. El día de Resurrección deseamos de todo corazón volverte a ver. [ Censurado.] Estamos bien, bien de salud mientras la vida sigue su curso. Te saludamos con cariño, confiándote a la M adre santísima. [Censura­ do.] Fielmente, con mi mayor afecto. Zalesia, 3 de abril de 1954. Tu padre,

S. Wyszynski».

Los medicamentos que venían dentro de los paquetes han sido requisados: tintura de yodo, esparadrapo, aspiri­ nas, comprimidos de penicilina, coramina, vendas, algo­ dón, vaselina... Estos sencillos remedios nos faltan con frecuencia. Las pocas medicinas que me enviaron justo al principio se están agotando. Nuestros guardianes apenas si tienen nada. Además, es extrem adam ente difícil obte­ ner una gota de tintura de yodo y muchas veces hay que esperar días enteros hasta poder conseguir una tableta de aspirina. Y mira por dónde se nos prohíbe disponer de tan modesta farm acia. A lo mejor es que quieren contro­ lar hasta nuestros mínimos malestares. No nos queda otro remedio que callar, tanto más cuanto que a la menor señal de sentirnos indispuestos nos ponen mala cara. Al suplente segundo en particular — sospechamos que ha saludado a la medicina, y por eso le apodamos Escula­ pio— le encanta crear situaciones... divertidas. Este indi­ viduo, perfectam ente indiferente, sabiendo que el padre Stanislas se queja del hígado, no deja nunca de pregun­ tarle: «¿Qué tal?» Da la impresión de que, aparte de su

aspecto, que cuida con esmero, nada más le preocupa. Y cuando este payaso de funcionario, prendido con alfile­ res —afeitado al ras, peinado, perfumado, bien plan­ chado el traje— , se planta delante de un hombre pálido, con las manos heladas, la impresión es deplorable. En cuanto se va respiro, como si algo sucio y asfixiante se hubiera ido con él. ¡Qué curioso! El com andante — este viejo zorro, esta falsa moneda— nos resulta menos des­ agradable que ese «maniquí». El hombre lleva encima cuanto le representa.

Lunes 19 de abril de 1954 Durante uno de nuestros paseos por el parque hemos encontrado, entre un montón de hojas podridas, una carta de la Secretaría de Estado del Vaticano (n. L 172634), dirigida a J. Gfoellner, obispo de Linz (Johanni Gfoellner, Episcopo Licensi), agradeciéndole el envío de un ejemplar de Linzer Prakt. Quartalschrift. ¿Cómo es posible que esta carta, fechada el 25 de noviembre de 1938 y firmada por su eminencia el cardenal Pacelli, haya podido irse a perder entre las basuras de Stoczek? Sólo cabe esta respuesta: monseñor Gfoellner, que estuvo internado aquí probablemente, trajo consigo sus docu­ mentos más importantes. La firma del cardenal Pacelli es perfectamente legible. En su día, me acuerdo muy bien, la prensa francesa informó que la región de W arm ie era el lugar de deportación del clero austríaco después del

Anschluss. El padre y yo arreglamos el parque: barrem os m onta­ ñas de hojas, donde anidan colonias enteras de ratones. Quemamos durante semanas esas hojas a fin de sanear el terreno. Nuestros guardianes se contentan con mirar­ nos. Al cabo de la alameda principal, en medio de ti'os, la mayoría aserrados o rodeados de alam bradas, planta­ mos una cruz, hfccha de dos ram as sujetas con un alam­ bre de espino. Este será nuestro «humilladero», entre

piedras y ladrillos, meta de nuestros paseos. La falta de herram ientas hace pesadísimo nuestro trabajo. Nuestros guardianes ven lo que nos pasa, pero a nadie se le ocurre ofrecernos el menor horcón. En cambio, nos quitan cuan­ to hemos aparejado con lo que pudimos encontrar en el parque. La indiferencia de cuantos nos rodean nos causa risa. R esulta que los m aterialistas somos nosotros, y ellos, que renuncian a cualquier esfuerzo para mantener el orden, los idealistas. Ninguno de nuestros guardianes trabaja a gusto; ni siquiera dejan en su sitio las herra­ mientas que nos retiran y tenemos que andar buscándo­ las por todas partes. Esta pereza, esta indolencia, nos llenan de estupor. El viejo M. O. es el único que trata de estar ocupado: hace juguetes, lee; pero las más de las veces, víctima de la tristeza, permanece de brazos caídos horas enteras en el pasillo. Observando a nuestros guardianes no cuesta predecir el futuro del régimen: si este equipo «pasado por el cedazo», encargado de una misión especial, cuenta con tantos holgazanes, ¿cómo serán los demás? No buscan más que la facilidad y la vida cómoda. ¿Quién de ellos conoce a fondo la doctrina m arxista? ¿Y quién cree en ella? Probablem ente yo soy aquí el único que ha estudia­ do (por tres veces y ya desde el seminario) El Capital. Sin embargo, es imposible, sin conocimientos y sin fe, transformar un régimen. Hay más: la Iglesia nos pide que amemos la obra a la que estamos consagrados. ¿Es posible am ar lo que se cumple por deber y sin dinamis­ mo? Todos nuestros guardianes, por muy oficiales que sean, andan arrastrando los pies, y su palabra favorita es «mierda». En cuanto a nosotros, nos llaman «esos».

Martes 20 de abril de 1954 Hoy no hallo en mí pecado alguno del que acusarme. Y es que el pecado actúa como una ilusión; es antes de cometerlo cuando nos tienta, nunca después. No conside­

ro deseable gloria alguna ilusoria, no siendo ella sino mentira. La repugnancia que sentimos hacia los pecados pasados, ¿no es el mejor aviso para no com eter otros? Nada tiene de extraño que no pueda ni siquiera con­ gratularm e de mis actos tenidos por buenos. ¡Tengo tanto que reprocharme! Si hoy reanudara mis funciones, o bra­ ría de otra manera. En mis actos más perfectos horm i­ guean las imperfecciones. Su valor objetivo me escapa. Sólo Dios es perfecto. Y, si yo tengo tanto que repro­ char a mis acciones, es porque las veo a la luz de los actos divinos. ¡Qué no daría yo para m ejorar mi pasado, perfeccio­ nando lo bueno, inyectándole más amor! N o soy dueño de mi pasado, pero ya estoy avisado: antes de realizar un acto nuevo, recordar mis experiencias. Un acto consumado está ya puesto, sin que se le pueda cambiar en nada. Sin em bargo, la form a de juzgarlo progresa... ¡Y esto es lo terrible! ¡Qué perfección no ha de tener un acto para salir victorioso del juicio de la historia! Esta gigantesca viajera sigue «escalando los siglos», y desde sus cimas rocosas contem pla nuestros actos como escombros. Aunque quieran parecer que se borran, nuestros actos están ahí siem pre. Sin nuestros actos, incluso sin nuestros errores, no tendría cabida la historia.

Lunes 26 de abril de 1954 Un obispo cumple su deber no solam ente en la cátedra y el altar, sino tam bién en la prisión, in vinculis Christi. Testimoniar a Cristo en la cárcel o desde lo alto del pulpito constituye un solo e idéntico deber. E star preso «por el nombre de Cristo» no es una pérdida de tiempo. ¿Es por esta razón por la que Dios ha permitido que tantos servidores de la Iglesia hayan ido a la cárcel

cuando ya los campos se abrían a la mies? San Pedro tuvo que dejar abandonado su trabajo misionero muchas veces por causa de su prisión en Jerusalén, en Cesarea, en Roma. La historia de la Iglesia contiene una im­ portante contribución a la historia de la privación de libertad.

Viernes 30 de abril de 1954 Al señor com andante le preocupa mi salud. Sigo con dolor de riñones; fuera de eso, nada. Espero la visita del médico. El com andante confía en que vendrá después de las fiestas, ya que me he negado a verle en Pascua. Aprovecho la ocasión para volver sobre el problema del correo. Con gusto le entregaría una carta para mi padre, si supiera con seguridad que ha recibido mis dos anterio­ res. El com andante cree que si mi padre me ha escrito es porque ha tenido que recibir mis cartas. Le replico que, careciendo de pruebas, no tengo motivos para compartir ese optimismo. Me resulta difícil escribir en la duda. Pero, en fin, le entrego al comandante una carta para mi padre, en la que le pregunto si ha recibido mi correo (leo en voz alta). Vuelvo a hablar (ya lo hice el pasado 8 de abril) de la copia del decreto que me leyeron los funcionarios de la Seguridad venidos a detenerm e en la calle Miodowa aquella noche del 25 de septiembre de 1953. El coman­ dante asegura que le es imposible hacerse con ese docu­ mento, que, en las actuales circunstancias, despertaría una «polémica». No es mi intención polemizar, pero nece­ sito tener la sentencia que ha cambiado mi situación legal. Todos los presos reciben una copia de su sentencia. ¿Por qué yo no? El com andante insiste en que yo no soy un penado, sino un «confinado temporalmente». Cuando mi período de confinamiento toque a su fin, entonces recibiré copia de ese decreto... Respondo que es costum­ bre que los documentos dirigidos a los ciudadanos obren

en su poder. Tengo derecho a contar con el decreto en cuestión. El comandante rectifica: «No se trata de un decreto, sino de una declaración que le fue leída a usted». «Pues entonces venga ese texto, del que ya no me acuer­ do». «Padre, usted está ya al corriente de los cargos que se le hacen». «No, señor; el decreto no contiene más que uno, referente a mis sermones. O tras acusaciones han aparecido en la prensa, especialmente en boca del gene­ ral Ochab; todo eso de que obstaculizo la realización de los acuerdos y descuido mis deberes en la región occiden­ tal. Como ya me he olvidado de los términos del decreto, me resulta difícil escribir al Gobierno, sin correr el riesgo de ser inexacto». El comandante me promete informar a las autoridades. Pongo fin a la conversación, repitiéndole que sigo queriendo tener la copia del decreto y que espero una explicación sobre lo que está pasando con mi correo. Le entrego una carta para mi padre: «Queridísimo padre: La tarde del Sábado Santo recibí tu carta del pasado^ 3 de abril. ¡Con qué impaciencia, padre querido, esperaba cualquier señal que me hiciera saber cómo estabas! Co­ mo ignoraba si habías recibido mis cartas del 31 de octubre y del 22 de noviembre del año pasado, me vi obligado a privarme de la alegría de escribir a mi familia por Pascua. Hoy, en cambio, tu carta, incluso tan breve, me llena de gozo, pues me abre camino hacia vosotros. Os agradezco a ti, padre, y a todos vosotros vuestras oraciones, que nos ayudan m utuam ente. No hay nada como la oración para ordenar nuestros sentimientos y nuestras ideas. Afortunadam ente, aquí me sobra tiempo para orar, justo al lado, en nuestra modestísima capilla, donde tenemos a Aquel a cuyo servicio estoy desde hace treinta años. Te tengo presente, padre, en la misa, y todos los días rezo una tercera parte del breviario por tus intenciones. Tú también, me consta, tienes necesidad de

mis oraciones para conservar, pase lo que pase, tus senti­ mientos cristianos hacia todos los hombres. No son los actos espectaculares los que deciden el valor de la vida, sino el amor; hemos de salvaguardar este bien, el más preciado tanto para nosotros como para todos aquellos que tienen derecho a nuestro cariño. Te pido, querido padre, que destierres temores y triste­ zas, contrarios a la esperanza, la virtud cristiana más atrayente, capaz de franquearnos todos los caminos. La Iglesia, durante la Sem ana Santa, nos ha expuesto el significado de las virtudes teologales. El Jueves Santo es el día de la eucaristía, de la primera comunión de los apóstoles y de la prim era misa, de la primera ordenación sacerdotal; día en que Cristo, al lavar los pies de los hombres, se puso a su servicio. El Viernes Santo es el día del amor: Dios, dejándose crucificar, cede a los senti­ mientos humanos; es día de tristeza, el único en todo el calendario eclesiástico. Inm ediatam ente después del sa­ crificio de la crucifixión renace la esperanza que va a dominar el Sábado Santo, iluminado por el Lumen Christi. ese optimismo avasallador que se atreve a llamar al pecado de Adán felix culpa, porque el pecado no ha traído al m undo sólo la m uerte, sino también a Aquel que la ha vencido, al Señor de la vida (léase en el Misal el Victimae paschalis laudes). Como es sabido, tenemos la fe, la esperanza y el am or para alimentar nuestra confianza diaria, para no cerrar nuestro corazón a nadie. Querido padre: con frecuencia nos repite la Iglesia: Dios reparte bienes a los que ama. Y éste es mi caso, ya lo sé. Dios no se ha apartado de mí; le siento más que nunca cerca de mí. El Dios de mi vida no es riguroso, sino apacible, suave y de extrem a finura. Desde hace muchísi­ mo tiempo soñaba yo con tener un poco de tiempo para entregarme a la lectura, que tenía tan descuidada, por lo que iba dejando para más tarde libros y libros. Hoy ha llegado la hora de leerlos, lo que es ya un triunfo. Y son ya muchos los que he terminado. Claro que no puedo escribir, porque carezco de los materiales científicos ne­

cesarios; pero no me quejo, como tampoco me quejo de nada de lo que me pasa. Te preocupas por mi salud, padre. Créeme que no siento nada especial. Dejando a un lado mi débil consti­ tución, me he acostumbrado a trabajar duro. Las moles­ tias que ya conocéis no son más agudas que otras veces. Espero seguir así. Lo que sí me parece urgente es un tratam iento para mis riñones. Quisiera recordarte a ti, el mejor de los padres, que el 30 de agosto se cumple el treinta aniversario de mi ordenación en la catedral de Wloclawek, y el 8 de mayo el octavo de mi consagración episcopal en Jasna Gora. Ambas fechas, tan queridas para mí como mi cumplea­ ños, las pongo en manos de tus oraciones paternales. No olvido, querido padre, a tu santo patrón, y al pastor de Cracovia le rezo por ti. Recibe mis más cariñosas felicitaciones con motivo de tu santo; las com pletaré con una misa por tus intenciones. Mis saludos a Stasia, Stacha y el pequeño Stas, lo mismo que a monseñor. No me olvidé del santo de Nascia. Ante el Señor tengo siempre presentes vuestras necesidades y pido para que no os falte ni la fe en El ni el amor al prójimo. Me habéis colmado generosamente de regalos de Pas­ cua. No hacía falta tanto, ya que no carezco de nada. De todos modos, vuestros obsequios me traen vuestro calor, y los recibo como testimonio de vuestro cariño. Beso tus manos, querido padre, con respeto y ternura, y te pido que sigas confiando en cuanto Dios dispone en nuestro caminar por la tierra; en ello se contiene más sabiduría y amor de lo que nos imaginamos. A toda mi familia y a mis compañeros, la expresión de mis sentimientos más fieles y mi bendición. 25 de abril de 1954. t Stefan, cardenal Wyszynski».

Si yo hubiera podido adivinar las consecuencias de un solo pecado por insignificante que fuera, habría vencido la tentación. Si hubiera sabido que mi pecado, incluso después de perdonado, roería mi memoria y mi imagina­ ción, vengaría el lugar que ocupa en el tiempo, el pensa­ miento y la lucha... Si hubiera previsto un «asalto gene­ ral» de todos los pecados que ya me han sido perdonados contra posiciones que parecían perfectamente defendi­ das... Si un solo pecado nos atorm enta tanto, ¿qué decir de toda una vida pecando? Conclusión: no te fíes del pecado; puede desencadenar un asalto general.

Lunes 3 de mayo de 1954 Pesadas piedras, las obras de mi vida cargan sobre mi alma y no puedo con ellas. Las pongo en tus manos, Madre; ayúdam e a encontrar así el camino de tu Hijo. El no quiso convertir las piedras en panes. Es más fácil encontrarle tom ando un camino pedregoso que un cami­ no embaldosado de panes. ¿Podrá, M adre, ser bendito el fruto de mi vida? Recibe mis piedras; es cuanto puedo ofrecerte. El resto es tuyo. Yo tampoco quiero que mis piedras se conviertan en panes. Haz, Madre, que al menos una de estas piedras, una sola, alimente mi alma hambrienta. Petra autem erat Christus (1 Cor 10,4).

Miércoles 5 de mayo de 1954 Unas palabras distraídas son como letreros ilegibles de unas latas. Una oración descuidada es un almacén de latas. ¿Para qué sirve? ¿Quién podrá alimentarse de ella?

Tú has compartido con los apóstoles la vigilia de Pente­ costés, de la misma manera que estuviste presente entre los pastores de Belén. En Pentecostés nació Cristo-Igle­ sia, así como en Belén naciera Cristo-hombre. La Iglesia, en su cuna, ¡qué necesidad tan grande tenía de una Madre! Y tú has estado presente en la vigilia de Pente­ costés, nuevo Belén de la Iglesia de los pueblos. Desde sus comienzos, tu protección ha sido gracia para la Igle­ sia. Dios es tan bueno, que nunca nos deja sin tu m ater­ nal protección.

Miércoles 12 de mayo de 1954 La consulta médica comienza con un incidente de los de siempre. Durante el paseo m atinal por el parque descubrimos a lo lejos la silueta vacilante del director: «Padre, dos caballeros quieren verle». «¿Qué dice usted, dos caballeros?» Ni que estuviéramos haciendo vida nor­ mal. «¿Sabe usted quiénes son?» «Sin duda, los médi­ cos...» «Entonces no se trata de dos caballeros; así, sin más». Y subo a mis habitaciones. Después de esperar media hora entran dos hombres. Uno, de edad, pesado y grueso, tiene pinta de médico de cabecera. El otro, un joven delgado, de baja estatura, con corbata roja, parece, más bien, un agente de Seguridad. Ni se presentan ni dicen una palabra. Les pregunto qué es lo que desean, y me contestan que son los médicos encargados de reconocerme. Yo les aclaro que las au to ri­ dades — tal y como se convino con el c o m a n d a n te debían enviarme al doctor Wesolowski y a uno de mis médicos particulares, el doctor Zero o el doctor Wasowicz. El joven se presenta como doctor Wesolowski. No oculto mi estupor. El Gobierno entonces, en la forma de designar los médicos, ha traicionado nuestro acuerdo. «No les conozco a ustedes, señores míos. Ni tengo prue­ bas de que ustedes sean médicos». El de más edad se siente incómodo, y lo dem uestra llamándome «señor». Le

aclaro que, en mi condición de cardenal, tengo derecho —aunque sea modesto— a que se me dé un tratamiento sacerdotal. A partir de entonces me llamará siempre «padre». El joven evita toda manifestación personal y permanece taciturno y oficialista. Dejo que me reconoz­ can, pero sólo en consideración al anciano doctor, al que ha debido de serle molesto tener que desplazarse hasta aquí. Este último me ausculta a fondo, mientras el otro lo hace a la buena de Dios. Deliberan entre sí y me dan su diagnóstico: gastritis, inflamación del hígado y ciertos síntomas de esclerosis, un poco preocupantes a mi edad. Los médicos, en cambio, no comparten mis temores res­ pecto al estado de mis riñones. Mis jaquecas parece que proceden de alteraciones óseas y musculares. Terminada la consulta, llamo su atención sobre mis condiciones de vida. Les aviso — lo considero mi deber— de su responsabilidad ante el pueblo polaco, preocupado por mí. En mi opinión, sería mejor, para el Gobierno y para ellos, que me viera ahora mi propio médico. Insisto en este punto porque estos hombres son, a la vez, médicos y miembros de la sociedad polaca. Y, ya que han venido a verme «oficialmente», deben estar al tanto no sólo de la versión oficial, sino tam bién de mi opinión personal. Las condiciones psíquicas de mi vida dañan mi salud. La forma en que me tratan no sólo me perjudica, sino que constituye un insulto para la Iglesia. Saber que en Polo­ nia, diez años después de la liberación, hay todavía campos de concentración camuflados me hace sufrir más que un dolor físico. Se me ha privado de todo trato con la población. «Sean ustedes quienes sean, sepan, señores, lo que piensa un polaco cuyos derechos han sido brutal­ mente pisoteados. Lo que a mí me ha ocurrido le puede ocurrir a cada uno de los veinticinco millones de polacos». Ellos me escuchan en silencio. El anciano doctor baja al parque, contempla el edificio, mira el estanque y echa una ojeada a los alrededores. El comandante, con quien puntualicé las condiciones de la consulta, no da señales de vida, lo mismo que

nuestros guardianes. Más aún, durante la visita, dos guardias — el que vigila nuestro pasillo y el de la planta baja— brillaron por su ausencia. Se ha querido dar una impresión de libertad.

Sábado 15 de mayo de 1954 Tras dos semanas de ausencia, reaparece el com andan­ te. Le pregunto con toda franqueza por qué razón mis médicos —el doctor Wasowicz o el doctor Zero— no han venido. El comandante pretende no estar al corriente: «Mis superiores seguramente han cambiado de opinión». «Eso son suposiciones de usted — le digo— ; lo que ha pasado es que usted no ha cumplido las condiciones establecidas de común acuerdo». El com andante no com­ parte mi opinión. «Lo que importa es que los medicamen­ tos sean eficaces». «Para mí, no. Lo que cuenta, ante todo, es que, tratándose de una cosa tan grave, se le deje a un hombre poner su salud en manos de la persona de su confianza. Y ustedes han violado este derecho esen­ cial. Sólo un esclavo puede pensar como ustedes piensan. Yo no tengo mentalidad de esclavo. Por favor, esto que le digo tómelo como protesta por lo ocurrido aquí el 12 de mayo pasado».

Jueves 20 de mayo de 1954 Tú eres, M aría, en virtud de los designios de la Santísi­ ma Trinidad, la obra capital de un orden nuevo. Nuestro Padre te eligió para que fueras M adre de su Hijo único. Y el Hijo escogió habitar en ti. El Espíritu Santo te colmó de su amor. Y la Santísima Trinidad está sobre ti y en ti. Tú, en lo que pertenece a la naturaleza y a la gracia, eres la obra más perfecta de la Trinidad. ¿No es justo, pues, que se reproduzca tu obra en el trabajo de la Iglesia? Tu estás ante todas las almas. Y es a ti a

quien deben volverse los amigos de tu esposo invitados a las bodas. ¿No eres tú, acaso, ejemplo y patrocinio de los sacerdotes? En tu escuela debemos aprender nuestra misión de Iglesia.

Martes 1 de junio de 1954 Lo más desconocido del hombre es su corazón. Un corazón tan maravilloso, que el propio Dios quiere ganár­ selo. Un corazón tan fuerte, que resiste al amor del Todopoderoso. Un corazón tan frágil, que sucumbe a no pocas debilidades. Un corazón tan alocado, que puede subvertir orden y dicha. Un corazón tan fiel, que incluso la infidelidad subrepticia no logra abatirle. Un corazón tan ingenuo, que se entrega a cualquier clase de ternura. Un corazón tan inmenso, que encierra todos los contras­ tes; y esto en cada uno de nosotros y en un guiñar de ojos casi... Sin em bargo, el hombre sabe dominar su corazón. Dios escruta los caminos más secretos del corazón. Por eso, en la cruz, el hom bre abrió el corazón de Dios para conocer sus designios, cogitationes.

Viernes 4 de junio de 1954 Desde que la P alabra tomó cuerpo en el seno de la Virgen para que «el hom bre naciera», el Señor gusta de esta forma de conducirse, y vuelve, en forma de «grano de trigo» en cada comunión, para que todo hombre pueda renacer en Dios. Cristo se esconde en el corazón del hombre para perpetuar allí el nacimiento de Dios. El Dios eucarístico busca continuam ente el pesebre de Be­ lén. Con frecuencia no hay sitio en la posada, pero quien le recibe ve cómo su pesebre se convierte en un templo sagrado. La eucaristía crea una hum anidad nueva, enriquecida por Dios, haciendo que nazca Dios, distribuyendo el

sagrado Corazón por todos los rincones de la vida y haciéndole llegar hasta las tumbas. La eucaristía es una resurrección y otorga a las almas una nueva vida, que hace saltar por los aires las barreras carcomidas de un mundo agonizante. He aquí la belleza de la vida...

Sábado 5 de junio de 1954 Ave verum Corpus, natum de Maria. No sé, Madre, venerar como se merece al Huésped de mi alma. Déjame que me sirva de tus palabras. Sólo tú sabías hablar a tu Hijo... Yo me descubro ante tu humildad inm aculada, tu fe viva, tu amor ardiente, tu ternura, tu colaboración y tu paciencia, tu acercamiento, tu santidad; cada latido de tu corazón, cada pensamiento, cada gesto, cada instante de tu vida excepcional al servicio del Señor... Cuando te sienta, Cristo, presente en mi alm a, haz que pueda olvidarme de que existo. Que deje de pensar en mí, de hablar de mí, un pobre hombre sin interés. Tengo que pensar en ti, hablar de ti, adm irarte a ti. Quiero darte gracias porque eres la Palabra, el Hijo del Señor; darte gracias por haber querido tom ar como habitación el cuerpo de la Virgen, reposar en el pesebre de Belén, mostrarte a los pastores y a los magos, haber querido andar por la tierra y entrar en el templo, haber ido a Tiberíades, a Jericó, a Gerasa y a Betania; haberte presentado ante Pilato antes de subir al Calvario... Quie­ ro m irarte y seguirte. Vela para que no piense más que en ti cuando tú vengas a mí.

Sábado 12 de junio de 1954 Acabo de recibir carta de mi padre con fecha de 8 de junio pasado en la que me confirma que recibió mi carta del 25 de abril. Me traen un paquete de ropa y el

breviario de verano... Cuando dos días antes lo pedí, no estaba... ¡Hoy, sí! Con este motivo vuelvo a hablar de los libros que pedí en octubre. El comandante me dice que haga de nuevo la lista. Por cuarta vez, el padre Stanislas presenta la lista de libros pedidos y recibidos.

«Queridísimo hijo: Querría, aunque fuera brevemente, expresarte nuestra adhesión y nuestro cariño. Mis pensamientos están siem­ pre contigo, mientras sigo confiando en Dios y en la Santísima Virgen; que ellos te protejan y te ayuden a soportar tan dura prueba. Creo en la sabiduría del Señor, que dirige am orosam ente nuestros destinos y hará que el mal momentáneo se convierta en gloria suya y provecho nuestro. Estamos bien, sin cambios. Los niños crecen. Stas disfrutará enseguida de sus primeras vacaciones; Stefcio va en la escuela algo mejor que Zosia; uno y otro son, de todas maneras, buenos alumnos. Respecto a tus herma­ nas, tu hermano Tadeusz y Zenia, no hay novedad. En casa de Nacia, todo en orden. Hania es una niña sana y muy rica. Todos te garantizan que rezan por ti. Quisiera verte lo antes posible o, al menos, recibir noticias tuyas. Sobre todo, nos gustaría — puesto que conocemos tus achaques— saber cómo te encuentras ahora. Hijo, reza por mí, por la familia, por todos los tuyos. Termino estas líneas con la esperanza de que Dios me dejará vivir hata que llegue el día tan dichoso en que pueda abrazarte. Te enviamos nuestros mejores saludos, todo nuestro aprecio y nuestro cariño. Bendícenos. Zalesia, 8 de junio de 1954. Tu padre,

Sí. Wyszynski».

«Vuelve a mí tus ojos misericordiosos...», permite a tu hijo disfrutar de sus derechos, déjale m irarte fijamente a los ojos... Una madre no da la espalda a sus hijos. No te desanimes si hoy no sé servirme más que de mi mirada. Me han cerrado la boca, me han m aniatado y cercado de alambradas. Clausus sum, egredi non possum. Pero eso no es nada, Madre. Tú te haces cargo de mi triste condición. Mi alma se acerca al altar de Dios por la oración en común, aromada de incienso, en el esplendor de las luces; por el canto del pueblo. Mis labios quieren proclamar ante los hombres la fe de tu Hijo... Me es cada vez más difícil retener la Palabra hecha cuerpo. Tú, Madre, conoces bien lo doloroso que es un silencio forza­ do... Tú tienes alma sacerdotal, tú conoces la pobreza de los que evangelizan. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. Que tu corazón de M adre sepa lo fieles que somos a las palabras de Cristo: «Estos son mi madre y mis hermanos» (M t 12,48-50). ¡Deja que hagamos re­ nacer la Palabra!

Miércoles 16 de junio de 1954 Cristo hablaba de sepulcros blanqueados. Es curioso observar cómo se apresura el hombre a borrar la sucie­ dad: una pared blanqueada por encima sigue estando sucia interiormente. ¿Que la gente se m aquilla la cara en cuanto aparecen signos de envejecimiento? ¿Que se per­ fuman si hay algo que les huele mal? ¿Que se arreglan primorosamente para encubrir sus crecientes deterioros? ¿Que quieren de este modo poner la m ercancía usada en embalajes nuevos? Ya los egipcios m aquillaban a las momias, aun a sabiendas de que carecían de vida. ¿La historia se repite? Hay que pedir a gritos: «¡Agua!», pero ¡«agua viva», muy distinta de la que quería sacar la Sam aritana del pozo de Jacob! Tenemos necesidad del

agua que da la vida. Agua que penetre usque ad animan

meam.

Domingo 20 de junio de 1954 El am or es enemigo de las leyes del espacio. Tan sólo el Todopoderoso es capaz de ir más allá de él para convertirse en alimento y penetrar en el corazón humano. Espera tranquilam ente a que el hombre, con ayuda de la gracia, se adentre en el Corazón divino. La última barre­ ra ha caído: «Yo en ellos y ellos en mí». Una am istad fiel es como un muro que une y separa al mismo tiempo. No se preserva la amistad si ambos no saltan constantem ente por encima de ese muro.

Jueves 24 de junio de 1954 El com andante viene, como siempre, a hacerme pre­ guntas sobre mi salud y mis deseos. Mi salud apenas si mejora. «¿Hará falta una nueva visita médica?» «Me temo que no sirva para nada, si es como la anterior. Me ha sorprendido mucho, porque yo esperaba —como ha­ bíamos quedado— que me reconocería mi médico par­ ticular. El señor com andante no estaba entonces, y no tenía yo a quién pedir explicaciones. Caso de tener que celebrarse otra visita médica, exigiré la presencia de mi médico». El com andante sostiene que la ausencia de este último no se debió a m ala voluntad de los organismos oficiales: «Es que se produjeron unos contratiempos que no puedo explicarle...» «Me da la impresión que se está usted burlando de mí. Por ejemplo, en lo que se refiere a mis libros y sobre todo a mi breviario... Ninguno de ustedes reza con él; entonces, ¿a qué viene el que se lo guarden? Estoy esperando mis libros desde octubre pasado». El comandante responde que es muy difícil m anejarse en una gran biblioteca.

«Pero el bibliotecario tiene todo catalogado y además yo dejé sobre mi mesa de trabajo los cuatro o cinco libros que me hacen falta. Y ustedes lo saben. Hubiera preferi­ do que nuestras conversaciones no se parecieran tanto al juego del ratón y el gato. Y como no me apetece convertir­ me en objeto de burlas, de ahora en adelante no volveré a pedir nada». «Pero ¿por qué?» Según el comandante, nadie se burla de mí; lo que pasa es que hay «determina­ das dificultades imposibles de resolver». «Tengo una carta para usted». Y me tiende una carta de mi padre, en respuesta a mi correo del 29 de abril. Le echo una ojeada. El comandante aprovecha entonces para comunicarme que el Gobierno desea que yo le informe con más detalle — en mis próximas c a r t a s sobre el estado exacto de mi salud. Ello se debe a que la última carta a mi padre ha soliviantado infinito y provo­ cado no pocas intervenciones. Entonces le leo un resumen de la carta a mi padre, en la que, como estaba esperando la visita de los médicos, no hay nada concluyente. Lo que tenía que haber hecho el Gobierno es haber incluido a mi médico en esa comisión. Las autoridades desean además que mis cartas no aborden «cuestiones eclesiásticas», so pena de tener que prohibirme el correo. Contesto que tengo por costumbre tratar con mi padre tem as religio­ sos. Tanto más que lo que yo quería era levantarle el ánimo, pues le encontraba angustiado. En todo caso, cuanto yo escribo no representa peligro alguno para el Estado. Sigo, en verdad, creyendo que el Gobierno está jugando conmigo. Y ahí está la prueba: privado del decreto de mi detención, ni siquiera puedo escribir a las autoridades. «Usted me prometió informar a sus superiores que yo había olvidado el contenido del decreto. Estoy plenamen­ te convencido de que usted me oculta la respuesta oficial a mis demandas. Pese a que el decirle a usted la verdad pueda costarme caro, me tomo la libertad de decírselo a las claras. Me gusta la franqueza». El comandante me confirma que hay veces que no me lo dice todo... «Pero

ahora, padre, le comunico oficialmente que puede usted escribir a las autoridades para responder a las acusacio­ nes que le hacen responsable de actividades contra los intereses del Estado». Le replico: «Eso va a ser difícil si no cuento con documentación. He m antenido con el Gobierno innume­ rables conversaciones y le he remitido decenas de cartas y memorándums. N i siquiera me acuerdo ahora de las fechas, cosa que me resulta imprescindible, si quiero responder a las acusaciones. He tratado dos veces con el presidente Bierut, y debo adm itir que aquellas conversa­ ciones se m antuvieron en un interesante nivel. En reali­ dad, aquellos caballeros no tenían nada que reprochar­ me. Ha sido a partir de mi detención, o, si usted prefiere, mi “ retiro a un convento” , cuando han comenzado las acusaciones contra mí. Y así, en Trybuna Ludu, un hombre de uniform e me ha colmado de injurias, sabiendo que no tengo medio alguno con que defenderme. Consi­ dero su com portam iento como un ultraje al honor mili­ tar. En condiciones normales, le habría respondido, de acuerdo con el principio democrático, a través de una carta, como siem pre lo he hecho con aquellos que me han atacado, cual es el caso de mi contestación a Jacek Wolowski, que me acusaba en la prensa de no am ar a la patria. Hoy, privado de documentación, me es difícil replicar, pese a que, desde mi traslado a Rywald, lo considero un deber por mi parte. Dije al funcionario que me condujo aquí que estaba presto a escuchar todos los cargos, y él me prom etió una entrevista con representan­ tes oficiales. C uatro días después me anunció que, no siendo ya la situación la misma, no estaba autorizado a discutir conmigo. Luego, cuando volvió a por mí para traerme a Stoczek, ya no se acordaba de nada. Evidente­ mente, todo esto nada tiene que ver con usted — le ^je—, y en cuanto a mí, sí que me acuerdo de todo perfectamente. Usted sabe muy bien que en todo mo­ mento he creído necesaria una explicación. Pues sigo pensando lo mismo».

Antes de irse, me confiesa que le gustaría hablar con­ migo a propósito de Jacek Wolowski y de algunos libros míos que ha leído. Nos hemos puesto de acuerdo sobre los puntos siguien­ tes: 1) Con respecto a una nueva consulta médica, esperaré hasta que se me agoten las medicinas. 2) Reflexionaré sobre la carta. 3) Aunque las restricciones me sean tan molestas, escribiré a mi padre en los próximos días. 4) Hablaré gustosamente con el comandante. «Muy querido hijo: Gracias por tu carta del 29 de abril, que he leído el pasado 6 de junio. Tus noticias nos han llenado de ale­ gría, aunque esas noticias no fueran tan recientes. Nos preocupa tu salud, cuando nos dices que tus riñones precisan de tratam iento urgente. Tú has estado siempre bien y nunca te hemos oído quejarte, pese a que tu frágil constitución exigía constantemente atenciones médicas. Al mismo tiempo que esta carta, envío a la presidencia del Estado un informe sobre tu salud. M i deseo es que cuentes en seguida con un especialista; a ser posible, un médico que te conozca. Después, nosotros podríamos enviarte los medicamentos que hicieran falta. Quisiéra­ mos ayudarte lo antes posible. Todos los tuyos rezamos por ti. Confío en que el Señor y la M adre de las madres velarán por tu salud y te devolverán pronto a nosotros. No nos olvidamos de los aniversarios; rezaremos con humildad. Gracias por tu calurosa felicitación con motivo de mi fiesta y por tus oraciones. Tu herm ana Stasia, agradeciéndote lo que le dices, quiere que tengas la plena seguridad de que está contigo. Como ya te dije, estamos bien, lo que no obsta para que Tadeusz y Zenia tengan graves motivos de preocupa­ ción. La semana pasada, Hania, la nena, cayó enferma. Le diagnosticaron poliomielitis, y ha habido que ingresar­ la en el hospital, donde tiene para unos cuarenta días. La

pequeña debe permanecer aislada y pueden surgir com­ plicaciones. No obstante, los médicos aseguran que se trata de un caso benigno, que no dejará señales. De todos modos, los padres están angustiados. Te abrazamos con cariño y rezamos a la Virgen de Jasna Gora para que te proteja. Tus herm anas, Tadeusz y Zenia te envían afec­ tuosos saludos.

S. Wyszynski».

Zalesia, 14 de junio de 1954.

Domingo 27 de junio de 1954 Entrego al com andante mi quinta carta para mi padre, contestando a las suyas de 8 y 14 de junio. «Queridísimo padre: Con todo el agradecim iento de mi corazón, acuso reci­ bo de tu carta de 8 de junio. Me congratulo de que Dios cuide de vosotros. Lo mal que lo están pasando Tadeusz y Zenia me llena de angustia. Pido a nuestra santa Madre que proteja a Hania, a la que sé que defenderá. Di a sus padres que no ceso de rezar. Y a ti, perdón por atormentarte con mis enfermedades. Estaba esperando la visita de un médico, y no queriendo retrasar mi carta hice mención de algunos síntomas preocupantes. Los dos mé­ dicos que me reconocieron el 12 de mayo han comproba­ do que mis riñones no m archan demasiado mal. Los dolores deben de ser de origen óseo y muscular, sin mayor importancia. En cambio, hay sospechas de gastri­ tis y de una leve inflamación del hígado. Si te hago saber este diagnóstico es únicam ente para que te tranquilices. Tomo las medicinas que me han recetado, esperando una mejoría, y no te preocupes, que tengo cuanto necesito. El 8 de junio recibí un paquete de ropa y productos alimen­ ticios. No te olvides de darle las gracias a la hermana Maksencja. El día de su santo recé por Janka y Julcia.

Dales recuerdos, padre, a toda la familia y a mis colabo­ radores; a todos los tengo muy presentes. Beso respetuo­ samente tus manos y os bendigo a todos. 26 de junio de 1954. t Stefan, cardenal Wyszynski».

Martes 29 de junio de 1954 Me llenaste, Señor, de amor a tu Iglesia y a tus templos; me diste el deseo de servirte en el altar y dar testimonio de tu gloria. Inculcaste en mí el ardor apostó­ lico y la necesidad de proclamar mi fe delante de los hombres. Pusiste en mí una fuerza interior que, como las abejas que desbordan la colmena, tiende a expandirse. Hoy, esa fuerza que no puede comunicarse ni distribuirse a los demás me estrangula y me tortura. ¡Qué penoso es sujetar a las abejas laboriosas disparadas a la miel de tus altares! Alza, Señor, la barrera y deja a tu siervo recorrer el mundo. No lo quiero por mí, sino por ti... Yo aquí, al frente de una colmena cerrada.

Jueves 1 de julio de 1954 La prueba diaria de la verdad cristiana está en estas palabras: «Si a mí me han perseguido, tam bién a vosotros os perseguirán». Cristo conocía el futuro de la Iglesia. Su profecía cuenta ya con precedentes: la cruz, las cadenas de San Pedro, la arena del circo, hasta nuestros días. Todos o casi todos vemos cómo se cumple la profecía de Jesús. ¿No es consolador dar testimonio de la verdad de las palabras divinas? Esta verdad, pese a llevarnos por un camino doloroso, nos hace libres. Cristo nunca dijo nada sin tener una visión exacta de la historia. Lo prueban veinte siglos de Evangelio.

He escrito a la presidencia del Estado para responder a las acusaciones de que soy víctima.

Viernes 2 de julio de 1954 Non horruisti virginis uterum. Y no sólo eso. Diste pruebas de mayor temple aún. El Señor te hizo nacer de la Virgen inm aculada — Ens purum — a fin de que pudieras preservar tu pureza divina. Tú no has dudado en entrar en mi corazón para que éste pudiera hum ildem ente librarte de la «suciedad del pesebre». Tú escogiste habitar en él, y allí decidiste crear, «en medio del fango», la eucaristía. ¡Qué omnisciente valentía! ¡Oh M aría!, haz que tu Hijo, cada vez que quiera renacer en el pesebre de mi corazón, halle en él tus brazos inm aculados que le protejan de mi alm a grosera. Tú, que has acogido a Dios en Belén, deja que renazca contigo en mi corazón.

Sábado 10 de julio de 1954 Si pecado significa odio a Dios y si el pecador es tu enemigo, ya no quiero esperar que mi «Padre me ponga a sus pies», sino que, de grado, pongo a tus pies mi cabeza enemiga para que tú pueda pisotearla. A fortuna­ damente, sólo el enemigo tiene ocasión de convertirse en esclavo. A ti, Cristo, te toca conquistarm e para tu amor. Es más fácil ser prisionero de la Iglesia por defender mis derechos, que prisionero de Cristo por defender su derecho a mi alma.

Ayer le pedí al suplente primero que me dijera cuándo iba a volver el comandante. Probablemente, a primeros de agosto. Esto dificulta mi situación, pues el com andan­ te me dijo que podía enviar al Gobierno una petición de explicación, demanda que preparé el 2 de julio pasado. Ignoraba que el comandante iba a estar ausente, pero el suplente me responde que puedo entregar mi carta a cualquiera de ellos. Como no estoy al corriente de las responsabilidades de estos señores, pensé que el asunto competía al comandante. El suplente primero me dijo que me he equivocado. Hoy le he presentado mi carta. Me fastidia el desfase de fechas, pero él entiende que eso carece de importan­ cia. En cambio, me hace ver que mi carta está dirigida erróneamente, porque debe ir al ministro Bida. «El señor comandante — le digo— no me ha indicado nada de esto». «Pero, aunque no haya dicho nada, está en ello». «Ya discutimos este punto en su día, y le dije claramente que yo no podía escribir al ministro Bida». «Es que ése es el camino oficial». «Pues para mí — arguyo— el cami­ no oficial lleva al presidente Bierut y al vicemariscal Mazur. Yo ya he tenido ocasión de hablar con ellos, que por eso están al corriente de mis problemas. Por otra parte, el ministro Bida me ha hecho muchísimo daño, hasta el punto de no poderle tener yo como interlocutor válido». «El se encargará de trasladar su carta al Consejo de Ministros». «Pues no lo haré, aunque tenga que per­ manecer encerrado durante un siglo. Y es preciso que el Gobierno, para que no crea que soy capaz de ceder en otros puntos, sepa bien esto: no haré nada que pueda contrariar mi conciencia». «En ese caso — contraatacó el suplente— , no me hago cargo de su carta. El señor comandante le dijo a usted que debía ir dirigida al ministro Bida». «¿Lo han hablado entre ustedes? Porque a mí es cierto que en un principio me señaló al ministro Bida, pero en los últimos días no me lo ha vuelto a

mencionar. Oficialmente me ha comunicado que podía dirigir mi carta explicativa a quien me pareciera mejor». «Consultaré a mis superiores».

Viernes 30 de julio de 1954 He recibido carta de mi padre con fecha 27 de julio confirmando haber recibido la mía de 8 de julio, así como un paquete por mi fiesta. La carta me ha sido transmiti­ da con toda rapidez, pero el paquete presenta un estado deplorable: las tostadas, por ejemplo, las han troceado y metido en bolsas sucias. ¡Qué impresión más desagrada­ ble! La monja describe el paquete como «salido de las fauces de un perro». Ahí tenemos los resultados del registro.

«Queridísimo hijo: Te envío mi más cariñosa felicitación por tu fiesta y el trigésimo aniversario de tu ordenación. Te deseamos to­ das las gracias divinas; que tus deseos sean atendidos y que Dios y la M adre de las madres te concedan muchas fuerzas y salud. Seguimos pidiendo por ti, en la esperanza de ser escu­ chados. N uestros más ardientes deseos coinciden, sin duda alguna, con los tuyos. El día de tu fiesta te enco­ mendamos, más que nunca, a Dios y a la Virgen. Nues­ tro corazón y nuestro recuerdo están siempre contigo, particularmente en los momentos más difíciles. Muchísimas gracias por tu carta, que me leyeron el 8 de julio. Como las noticias de tu salud nos preocupan, quisiéramos tener más detalles en cada ocasión. Los males que padeces exigen no sólo medicinas, sino tam ­ bién unas condiciones de vida aceptables. Estamos pre­ ocupados. Una propensión a la gastritis, según hemos sabido, más que un régimen necesita una forma apropiada de alimenDiario de la cárcel

tarse, pues hay que comer poco y a menudo. Quisiéramos tener más datos de tu vida y tus necesidades. A lo mejor podríamos enviarte lo que te haga falta; por ejemplo, libros. Ya transmití tu recado a la hermana superiora; se ha alegrado mucho y te da las gracias. Hania, la pequeña, ha vuelto del hospital. Su enferme­ dad deja algunas secuelas, que exigen largos cuidados; espero que cure. Tadeusz y Zenia te agradecen de cora­ zón tus consuelos y tus oraciones. Janka y Julcia se suman. Estamos bien. Yo, por mi parte, espero el día feliz en que pueda estrecharte entre mis brazos, hijo. Todos te saludamos; bendícenos. Zalesia, 17 de julio de 1954.

S. Wyszynski».

Domingo 1 de agosto de 1954 Después de un mes de ausencia ha vuelto el comandan­ te. Quiere saber de mí. N ada nuevo le indico, salvo el problema sin resolver de mi carta, de la que el suplente se ha negado a hacerse cargo. Por eso estaba a la espera del regreso del comandante, que me había dado completa libertad en lo que se refiere a la elección de destinatario. Insisto en que mi carta, al tocar determ inados problemas que sólo el presidente Bierut y yo conocemos, plantea un caso de conciencia: ¿debe conocer su contenido un terce­ ro? El comandante accede a hacerse cargo de la carta. Por lo tanto, en este negocio, que viene arrastrándose desde el pasado mes de octubre, se ha dado ya el primer paso. No espero que tenga resultados positivos, pero mi conciencia está ya en paz, pues creo haber puesto a las autoridades al corriente de lo que el bien de la Iglesia y la verdad exigen. De haber guardado silencio, se me podría echar en cara haberm e olvidado de defender la verdad y, tal vez, de haber puesto en peligro a la Iglesia.

Mi necesidad de hablar corresponde, sin duda, a que estoy convencido de la importancia que tiene lo que se dice. No hay que olvidar la mentalidad de la parte contraria: esta gente, cuando quiere conocer la verdad, es, por lo general, para «acabar con su adversario». Los católicos, al declarar ante los tribunales «toda la verdad», esperan frecuentem ente que ella les saque adelante. En condiciones normales esto es lo que ocurre. ¿Por qué no entre nosotros? Es un complicado problema de la «dialéc­ tica sin dialéctica».

Domingo 1 de agosto de 1954 Arma lucis. Somos — pese a nosotros— una generación de héroes. Hemos pasado decenios enteros del siglo xx en medio del fragor de las arm as. Hemos visto trincheras, cañones y bombas... ¡Qué música la nuestra! Hemos visto miles de soldados m uertos, hemos sobrevivido a la muerte de los gigantes, de los déspotas y de los dictadores. Los gobier­ nos caían ante nuestros ojos como hojas de los árboles... ¿Qué podría ya entonces deslum brarnos? Ya no nos dan miedo los cañones. Un hom bre arm ado no despierta en nosotros ni tem or ni respeto. Al contrario. Un hombre indefenso es el que nos parece un héroe de verdad. Un soldado arm ado hace el ridículo, pues a¿juel cuya princi­ pal virtud ha de ser el heroísmo debería entrar en comba­ te, como David, con las manos desnudas. Ahora sólo sentimos aprecio por los titanes del pensa­ miento, del corazón y la virtud. Ellos son los que nos merecen respeto. Sólo ellos son dignos de alinearse en el combate por... lo mejor. Abiciamini opera tenebrarum et

induamini arma lucis.

La misericordia divina se mide, más que por la gloria y la santidad de sus amigos, por la redención de los criminales. Dios, salvando a los malhechores, odiados y condenados por el mundo entero, nos m uestra su infinita misericordia. Revelación ésta que sólo se producirá en el más allá, pues aquí no estamos en condiciones de tenerla. Para comprender por qué Dios no rechaza a los crimina­ les lo primero que tenemos que hacer es reconocer nues­ tra propia miseria.

Jueves 26 de agosto de 1954 «Amo a los que me aman», dice M aría a los que le sirven (Prov 8,17). Lucho con ansias yo por este amor. Estoy convencido de que te amo, y no sería capaz de vivir un solo día sin ti, sin pronunciar tu nombre, sin Ave María, sin rosario ni acto de sumisión. ¿Qué sería de mí si te olvidara? No, no puedo hacerlo. Aunque fuera más débil de lo que soy, aunque mi conciencia reventara de pecados, aunque mi soledad y mis dolores me ensordecie­ ran, del fondo de mi abismo clam aría: Ave... ¡Y es que te amo! Una gozosa constatación me consuela: «Amo a los que me aman». ¡Esta es la respuesta! Yo nunca he dudado de tu amor. En ti resuena el am or del Padre, que fue el primero en am arte. El Padre hace que nazca el amor. Y la M adre le imita. Tú am as porque el Padre ama. Tú amas antes de que te amen. Y yo te amo porque me has traído el amor del Padre.

Miércoles 15 de septiembre de 1954 No me acuerdo exactam ente cuándo llegó el nuevo «director», que, de pronto, apareció en el parque, parán­ dose delante de cada árbol, examinando las ventanas,

observando las tapias y controlando las alambradas. Es­ tos paseos se repitieron a lo largo de algunos días. Y nosotros sin saber cuáles eran sus funciones. Posterior­ mente, preocupado por nuestra alimentación, visitó la cocina. Fue la monja, por lo demás muy discreta, quien nos trajo noticias de la cocina. El padre nos informó que el Nazi nos dejaba y que el «nuevo» había venido a sustituirle. Inm ediatam ente nos dimos cuenta de que el nuevo gustaba moverse por la casa en zapatillas y parar­ se ante nuestra puerta. Incluso llegamos a cogerle in fraganti. El Nazi aconsejó al padre que pidiera su puesta en libertad: «Usted quiere que el primado vuelva a casa, padre, pero no piensa en usted...» «¿Es que merece la pena?» «Evidentemente — respondió el Nazi —; usted tiene a su m adre enferm a, a usted le gustaría estudiar. Escriba, por favor». El padre me puso al tanto de sus dudas. Y yo entendí que debía pedir su libertad, pese a que los ánimos que le daba el Nazi estuvieran destinados a tantear el terreno. El padre remitió al Nazi una carta, y éste pareció echarse para atrás: «¿Pero cómo, ya? Esto no va a ir tan de prisa». Y se fue con la carta. El nuevo director permaneció algunos días en la misma reserva, sin aparecer delante de mí. El médico suplente vino a verme: «¿Alguna indicación? ¿Algún deseo? >«No pierda el tiempo. ¿N o puede esperar hasta mañana?» Comentó mis palabras con una sonrisa. Al día siguiente no volvió. Entonces le llegó su turno al nuevo director. Desde el prim er momento reinó la confusión. Una pre­ gunta me quem aba los labios: «¿Quién es usted?» El visitante no me dio razón de por qué se había metido de rondón en mi cuarto, y nos examinamos en silencio. Llevaba las manos atrás y a mí me recordaba a alguien. ¿No sería aquel al que mordió mi perro la noche en que me detuvieron? Vinieron las preguntas de rutina, y la escena se repitió los días siguientes. Un buen día se interesó por mis condiciones de vida, la calefacción y la lectura: «¿Le hacen falta libros, padre? Estamos a su disposición para procurarle todas las obras

que desee». «¿Dónde piensa usted encontrarlas?» «En las bibliotecas». «Voy a pensarlo». «Por cierto, padre, que ya nos conocemos». «Pues yo no me acuerdo». «Es una lásti­ ma que lo haya olvidado, porque, de todos modos, nos hemos visto a su mesa». «Sigo sin acordarm e, lo que nada tiene de particular, ya que durante años son muchas las personas que se han sentado a diario a mi mesa». «Hemos hablado muchas veces». «Le digo que no me acuerdo». «Es una pena». «Mire, no soy aficionado a las adivinanzas y, además, una buena educación m anda presentarse». Mi interlocutor, como prefería permanecer en el anonimato, eludió hacerlo. Se interrumpió entonces la conversación, pero él la reanudó: «De todos modos, ya nos conocemos». Trataba de comportarse educadam ente y m ostrarse be­ nevolente. Examinó las ventanas, el piso, y se lam entó del frío. Parecía como si estuviera esperando una reacción por mi parte. Me da la impresión de que este director representa «un nuevo estilo del régimen». N unca tiene prisa para irse. Volvió sobre la cuestión de los libros. Como no he recibido las obras que vengo pidiendo desde hace tiempo, no tenía intención alguna de pedirlas. Sin embargo, él quería conocer los títulos. Volví a traer la lista y él alargó el cuello a lo pavo para leer por encim a de mi hombro las notas. Me di cuenta de que era un experto policía. Nos despedimos a toda prisa. Volvía todos los días, a partir de entonces, muy decidi­ do a charlar, atento siempre a mis deseos. T anto el padre como yo estábamos de acuerdo en que valía más descon­ fiar. En cambio, la herm ana estaba encantada de su amabilidad. Era extrem adam ente inquieto. Le veíamos por todas partes, en cualquier momento del día. Recorría el pasillo, la escalera, el jardín; le oía con frecuencia subir al segundo piso, justo encima de mí. Encarnaba el cambio «del funcionarismo a la humanización».

Tras una prolongada ausencia, vuelve a verme el co­ mandante. Vuelvo a plantear el problema de los libros, puesto que el nuevo director prometió hacérmelos llegar. Entonces, el com andante me comunica lo siguiente: «Mis superiores me encargan que le diga que esas obras no se le servirán por razones técnicas». Me permito indicarle que están en mi biblioteca, pero el comandante insiste: «Mis superiores me han autorizado a comunicarle que no le serán remitidos esos libros, pero que usted puede pedir otros». Le contesto que entonces prepararé una nueva lista.

Martes 5 de octubre de 1954 El suplente segundo, ese que apodamos Esculapio, está de vuelta. Intercam bio de preguntas y respuestas de rigor. El fue quien inició la conversación: El médico.— «Hay novedades, padre. Visto que el cli­ ma de la región no le va bien, el Gobierno ha decidido cambiar su lugar de residencia. Le ruego que prepare sus cosas; el capellán le ayudará. Saldremos m añana a las diez de la m añana. El viaje será en avión y durará dos horas. Yo.— Me sorprendo de una decisión de esta naturale­ za. Me gustaría saber si han tenido en cuenta el estado de mis pulmones. El médico. — El lugar se encuentra muy lejos de aquí, en el otro extrem o del país. Tomamos el avión para que no se canse. Las condiciones de habitat y clima son mejores allí. Iré con usted. Yo.—Seré puntual. Pero se trata de una cuestión de principio. Yo esperaba, más bien, que se me pondría en libertad para reanudar mi trabajo tras un año de apartamiento en Stoczek. El médico.— Eso no depende de mí.

Yo.—Ya lo sé, pero como no puedo entenderme con las autoridades, que se niegan a responder a mis demandas, me veo obligado a hablar con la persona a la que veo. De acuerdo con la autorización que se me dio, escribí a la presidencia del Estado y no se me ha facilitado ni acuse de recibo. El médico. —Su carta fue cursada; eso desde luego. Yo.— Muy bien, pero todo ciudadano tiene derecho al acuse de recibo. Y en mi caso más, pues he escrito a petición de las autoridades. Por eso debía creer que el Gobierno examinaría mis declaraciones. Le diré lo que pienso: el Gobierno me ha perjudicado no sólo como obispo de millones de polacos, sino tam bién como ciuda­ dano... Estoy preso sin auto de procesamiento ni posibili­ dad de declarar. Y esto ya desde un año a esta parte. Se me está aplicando el sistema de los campos de concentra­ ción, aunque se trate de algo condenado por la conciencia universal. Y encima me obligan a vivir en un lugar perjudicial para mi salud, aquí precisam ente donde los hitlerianos habían deportado a los obispos austríacos iras el Anschluss. Y esto ocurre ante los ojos de una Europa que se pregunta por el destino de un cardenal cuyas funciones son tan importantes para la cultura y la reli­ gión. ¿Es posible que el Gobierno crea que haciendo de mí un m ártir va a atraerse las sim patías de la sociedad? El primado significa mucho para gran número de pola­ cos. ¿En qué cabeza cabe que un Gobierno actúe en contra de la opinión pública, que se enfrente con la voluntad de los ciudadanos? A fin de cuentas, el Estado existe para los ciudadanos, y esto es así y no a la inversa. El médico.— Es que usted, padre, plantea el problema en un plano demasiado personal. Se trata de una razón de Estado. Yo.— ¿De veras? Estoy defendiendo mi derecho a la libertad. En mi carta del 2 de agosto dirigida al Gobierno apenas si aludo a asuntos personales. Tengo muy clara la idea del Estado. Si usted ve las cosas de otra manera, haga el favor de explicármelo. D urante años he tratado

de establecer una coexistencia entre el Estado y la Iglesia en Polonia. Conozco bien los objetivos del régimen. Si han cam biado, no costaba trabajo alguno dialogar con­ migo. Si hemos tenido ya m uchas conversaciones, ¿por qué no seguir teniéndolas? Esta cuestión de principio es más im p o rtan te que m ejorar las condiciones climáticas. Aunque cam bie de residencia, el problema sigue sin resolverse. Lo esencial en toda razón de Estado consiste en ejercer la ju sticia con los ciudadanos. No es posible gobernar un país sin respetar los derechos del ciudadano. Sea cual fuere la razón de E stado, debe fundarse en la justicia. ¿E ste es un punto de vista dem asiado personal? El médico .— D aré cu en ta de nuestra conversación a mis superiores. Q uedam os entonces para m añana a las diez. ¿D esea algo, padre, respecto al trayecto? Yo.— E staré listo a las diez. ¿M i com pañero está al corriente? El médico .— Lo e sta rá en seguida. Entra el padre. El pobre, que esperaba verse libre y marcharse con sus padres enferm os, está destrozado. Pero se tran q u iliza inm ed iatam en te y acepta cristiana­ mente esta nueva prueba. Después de la cena disponem os nuestra modesta m u­ danza. Los libros y objetos m ás pesados hay que irlos colocando en el pasillo p ara su traslado de noche en camión. Durante n u estro paseo de despedida pasam os revista a la estancia en Stoczek. Un invierno glacial, una casa húmeda, con una p lan ta baja cuya fetidez llegaba hasta nosotros; unas chim eneas vetustas, que no paraban de echar humo, y, en el verano, vientos m arinos sin parar. Ambos, el pad re y yo, pasam os el invierno medio enfer­ mos. La m onja padecía c a ta rro crónico, el padre tenía artrosis y yo reum a. M is piernas estaban siem pre entu­ mecidas, incluso en verano. Este es el balance sanitario de nuestra estancia en Stoczek. El aspecto esp iritu al ya es o tra cosa. Teníam os capilla. Y en ella, C risto. Por n u estra p arte, nos veíamos obliga­

dos a oficiar sin ara, pero pasam os las fiestas de Navidad cantando todas las noches; celebram os frecuentem ente misas cantadas y nos consolamos con las novenas a San José, a la Anunciación, a la Virgen del P erpetuo Socorro, a M aría dispensadora de gracias, a S an Pedro ad Vincu­ la, al Santísimo Sacram ento, a la Asunción, a la Natividad de M aría, al nom bre de M aría, a M aría red en to ra de cautivos. N uestra m udanza nos coge en plena novena a la M aternidad divina. Vivimos en oración. Ella nos ayu­ da a com batir nuestra desolación. Y así, aunque la espe­ ranza de vernos pronto libres se haya desvanecido, cada novena nos ha hecho estar cada vez m ás serenos. Puedo decir que esa serenidad se ha enseñoreado de nuestra vida. N unca tom am os por la trem en d a nu estra prueba y siempre fuimos capaces de desechar los pensamientos sombríos. Por si fuera poco, nuestros carac tere s diferen­ tes, nuestras m editaciones m atu tin as, dirigidas por mí en alta voz siguiendo mi misal benedictino, y el rosario de la tarde estrechaban nuestros lazos. R ezam os siempre, sin tener a nuestros guardianes por enem igos. El com portam iento de éstos fue irreprochable. Eran muy discretos, lim itándose a las cuestiones estrictam ente necesarias y oficiales. P asaban frío igual que nosotros, y lo mismo les ocurría con la hum edad. Lo peor eran esas dichosas chim eneas, que había que e sta r siem pre des­ atascando; un servicio en el que tenía que sacrificarse (ésta es la palabra) el Viejo, que llam ábam os nosotros unas veces abuelo, y otras, M. O. Lo sentíam os por nuestros vigilantes nocturnos, que h ab rían podido irse a acostar tranquilam ente, pues yo le dije al comandante que no saldría de allí sin perm iso, a u n q u e estuvieran abiertas todas las puertas. Por lo tanto, nuestros guardia­ nes destrozaban su salud vigilando a unas personas que no tenían intención alguna de evadirse, razón por la cual las alam bradas y los cables alrededor de las tapias nos divertían y entristecían a un mismo tiem po. A veces me decía: «Bueno, o es que yo soy un crim inal tan peligroso que ni yo mismo me doy cu en ta, o es que el miedo es

libre». El ja rd ín nos ayudaba a vivir. D urante todo el invierno, el padre y yo form ábam os una «brigada» de lucha co n tra la nieve de los senderos. D ábam os de comer a los p ájaros en sus nidos de los cipreses y el tejado de la galería. La prim avera fue una delicia: las cam panillas vencían el hielo; después les llegó el turno a las m argaritas y a las azulinas, que salpicaban el verde, antes, en el otoño, convertido en basurero. Pero, cuando florecieron los árboles frutales y las ginestas, el espectá­ culo fue inolvidable. E stábam os asom brados de los estor­ ninos, m aravillados de sus dotes m aternales y pedagógi­ cas y de su glotonería. Su pico abierto en un intento continuo de aprovisionam iento, ¡qué tem a de reflexión! ¡Qué cosas descubrim os en una parcelilla de tierra cu an ­ do nos vemos obligados a lim itar el alcance de nuestra mirada! De eso me convencí en Stoczek. Y si una cosa así ofrece ta n ta riqueza, ¡qué será el globo terrestre! Por la ta rd e , el segundo suplente viene a preguntarnos si hemos recogido ya n u estras cosas. N uestros guardianes em balan casi todo el m obiliario, los cortinajes, las alfom ­ bras. Con asom bro nuCstro, el segundo suplente hace nada m enos que este com entario: «Es preferible instalar­ se cóm odam ente, au n q u e sea sólo p ara unas cuantas semanas». C om o el co m a n d an te no aparece, se encarga de la m u d an za el segundo suplente, que está en todo. En la capilla dam os gracias a la M ad re san ta y a su Hijo por las gracias que nos han concedido. El peor defecto de un apóstol es el miedo. El miedo incita a d u d a r del M aestro y estran g u la el corazón y la garganta. Los discípulos que d ejaron a su M aestro ya no com partían su fe. El que perm anece en silencio alienta a los enemigos de la cau sa y el tem or de los apóstoles es su prim er aliado. «F orzar al silencio por medio del te­ mor»: ésta es la m eta cap ital en la estrateg ia de los impíos. El te rro r que ejercen los dictadores se apoya en el miedo de los apóstoles. El silencio no es una expresión apostólica m ás que c u an d o yo hago frente a mis adversa­ rios. Este fue el m odo de co m portarse de C risto. El

perm aneció silencioso, pero resistió al terror. F rente al populacho respondió: «Soy yo».

Miércoles 6 de octubre de 1954 De Stoczek W arm inski a Prudnik de Silesia. Ultima misa en honor de la Virgen de Ja sn a G ora. El padre oficia a la Virgen del Perpetuo Socorro. N u estro altarcito quedará ahora sin Sanctissimus. Este tipo de m udanzas son siem pre penosas. U ltim o desayuno, últim o paseo, y hacemos el equipaje, que llevan a las diez al avión. A las 12,15 h. salimos en coche hacia B artoszyce. El avión nos ag uarda en un cam po de las afu eras de Ketrzyn, ju n to a los bosques donde estaba el cu artel de H itler. A las 13 h. despegam os en dirección sudoeste. Reconoce­ mos los lagos M asurianos, el V ístula. D espués, al tener que sobrevolar nubes, ya no vemos nada. Finalm ente, descubrim os el O der. Y a las 15 h. tom am os tie rra en un descam pado de los alrededores de una ciudad. ¿C uál ? De m om ento sé que nos encontram os en la región de Opole. Después se nos dice que el a te rriz aje ha tenido lugar en las riberas del Nysa. A travesam os G lucholazy cam ino de Prudnik (Silesia), pero antes se nos ha hecho esperar en el avión hasta las 18 h. A la caída de la ta rd e dejamos la aeronave para subir a un coche. T res horas de trayecto y finalm ente nos detenem os an te una casa en medio del bosque; será nuestro lugar de destino. Se tra ta del con­ vento franciscano de Prudnik, convertido en «campo de confinamiento».

IV .

C O N F IN A D O E N P R U D N IK D E S IL E S IA

Jueves 7 de octubre de 1954 De nuevo, una m irada a trá s a Stoczek. Lo esencial de cualquier pasado lo constituyen siem pre las relaciones humanas. H em os tra ta d o con unas personas de las que hemos podido creer que eran com unistas, m aterialistas y ateos, pertenecientes a una élite y escogidos no sólo para vigilarnos, sino tam bién p ara educarnos y darnos ejemplo de una form a de vida nueva y progresista. Ahora bien, ¿se tra ta de unos idealistas, que tienen derecho a nuestro aprecio y com prensión, o de gentes sencillas sometidas al régimen por m iedo y conform ism o? R esulta improbable que personas así fueran colocadas en ese puesto. Enton­ ces, ¿son confidentes, provocadores al servicio del poder o por cu en ta de una potencia extranjera, ya que las «desviaciones internas» son m oneda corriente entre los cuadros adm inistrativos del E stado en revolución? Tal vez... tal vez... ¡C u án tas suposiciones, cuántas...! Hay que estar alerta. Pero el caso es que yo no estoy acostum bra­ do a ello, porque el m undo de mis ideas me lo prohíbe. El padre tiene los reflejos de un hom bre quem ado por la cárcel. S ab e observar, no se le escapa nada, cada detalle cuenta. Y esto es algo que sólo se adquiere a fuerza de m uy d u ras pruebas. D escubre bajo qué árbol está apostado X, distingue la ventana que se abre, adivi­ na dónde cru je el piso, dónde se detienen, pese a am orti­ guarlos la alfo m b ra, los pasos de el Gato; hasta deduce por qué han dejado caer en nuestro cuarto de baño un recorte de periódico y qué son esos ruidos que nos llegan

del segundo piso. Al principio me chocaban un poco esas observaciones, pero con el tiem po em pecé yo tam bién a analizar los movimientos de los dem ás. Pero no m e incli­ no por nada. Sigo siendo un hom bre libre. Es difícil alcan zar el estadio de un hom bre encarcelado. N uestro cam po visual era lim itadísim o. Podíam os fi­ jarnos eri aquellos hom bres, cuando nos visitaban, apenas unos instantes. Y endo por el pasillo, distinguíam os la espalda de un vigilante y, al b a ja r al ja rd ín , la espalda del centinela de la planta baja. D u ra n te nuestros paseos, rara vez tropezábam os con alguno; sólo u n a o dos veces por sem ana, según la estación del año. En el verano, nuestros guardianes to m ab an el sol, pero en sesiones cortas. D urante un tiem po, cad a dom ingo por la m añana, el equipo de vigilantes to m ab a asiento en los bancos del parque. A sim ism o, conocim os los períodos, siem pre mis­ teriosos y transitorios, de «poner orden»: segar la hierba, coger la fru ta (esto d u ra b a m ás). D e vez en cuando se presentaba en el ja rd ín un desconocido, m ira b a a derecha e izquierda, veía los nidos de los pájaro s, se e scu rría entre los árboles y... se eclipsaba. H a b ía noches que nuestros guardianes, puestos en estado de a le rta , ten ía n qu e reco­ rrer, todo a lo largo, las tapias. E sto ta m b ién tocó a su fin. Tales eran n uestras posibilidades de conocer al «hom­ bre del progreso*. Instin tiv am en te, nos com parábam os con ellos, preguntándonos qué es lo qu e estos hombres del m añana a p o rtab a n a Polonia y qu é iban a hacer de ella. Com o es n a tu ra l, n u estras observaciones no son suficientes como p ara sac ar conclusiones ni formular juicios. Pero, eso sí, constituyen ya unos puntos de refle­ xión. ¿Q ué decir del equipo? Todos anónim os e indefinibles. ¿D ónde los reclu tan ? ¿Q ué h acían a n te s? ¿Cóm o han aceptado este em pleo ta n poco sa tisfac to rio p ara un ser norm al? Porque p erm an ecer d ía y noche en un pasillo d u ra n te meses, creo, ya m e d irán si no, qu e no es ocupa­

ción p ara un hom bre con aspiraciones. ¿Un servicio a la «causa»? E ste sería el único argum ento. Al com an d an te, al que los iniciados llam an «mi coro­ nel», nunca le he visto de uniform e, a sabiendas de que ése es su tra je ordinario. Se tra ta de un individuo de sem blante beatífico, incapaz de hilvanar dos frases co­ rrectas; de m ediana e sta tu ra , orondo, con tendencia a engordar. E m plea m al algunos slogans propagandísticos y me p regunto si sería capaz de hacer valer, poner en práctica un «proyecto». N o lo creo. En Stoczek, cada vez que h abía que to m ar una decisión se eclipsaba, y era su suplente el que to m ab a las riendas. Al com andante le tenemos por «amable». El rasgo principal de su carácter es m entir cu an d o se refiere a sus superiores. Lacónico, eludía las p reg u n tas, y, cuando se hacía inevitable la discusión, se re tira b a , visiblem ente azarado, hacia la puerta. M e da la im presión de que quería saber lo menos posible; se le veía m olesto de tener que enterarse de «algo que le exigiera un informe». T ra ta b a de m ostrarse bene­ volente y al cabo del tiem po aprendió a sonreír. A lguna vez, digam os qu e estuvo descortés, pero nunca fue víct.ma de su m al hum or. E n algún m om ento, presa de un «impulso de tra b a jo social», a g a rra b a una horca para ayudar en las tare as del ja rd ín . D e todas m aneras, se inclinaba m ás a c o n ten tarse con m irar a su equipo caso de que éste estuviera, cosa ra ra , haciendo algo. Por otro lado, tenía un a ire torpe; al a n d a r, uno se preguntaba si padecía una h ern ia o si se h abía roto alguna vez las piernas. S iem pre a feitad o al ras, «civilizado», bien trajea ­ do, oliendo a placer a a g u a de C olonia, era el tipo del que se dice: «No sabe lo qu e hace»; uno al que se le tiene mucho que a g u a n ta r. El segundo, «el señor director», era un hom bre con aspecto y m an eras de su b altern o , vestido recientem ente de paisano. In te le c tu a lm en te m ediocre, su form a de ex­ presarse y su co m p o rtam ien to eran torpes. Se me hizo saber que «el je fe e ra él». E ra «activo», inquieto, siem pre recorriendo el edificio. A l acercarse, interrum píam os

nuestra conversación. Al equipo de vigilantes les resu lta­ ba igualm ente molesto. El director tenía las insignias de «defensor (le la libertad», según nos dijo. Procedente de la Pequeña Polonia, le gustaba la m ontaña, de la que hablaba con gusto; era, pues, de la m ism a región que el padre. Siem pre preferimos evitar el contacto con él. Por eso, cuando supimos que se m archaba, respiram os. Inm e­ diatam ente, el clim a se distendió, y nuestros guardianes parecieron revivir, m ostrándose m ás am ables y conten­ tos. Aquel director se interesaba por la lim pieza, la cocina, la herm ana y muy p articularm ente por el padre. R ara vez venía a verme y en principio no intentaba en tab lar conversación. C ada vez que acom pañaba al pa­ dre al médico o a casa de su padre en Barczew , aprove­ chaba para ejercer sobre él una especie de chantaje: forzarle a hablar, a expresar su descontento, sus sospe­ chas; volveré sobre ello. Este hom bre no sonreía jam ás, y, cuando entraba en mi habitación, d ab a m uestras de perplejidad, m irando al techo y las m anos atrás. A prin­ cipios de septiem bre, después de su traslad o a otro cargo, con gran satisfacción de sus colegas, el com andante se sintió más a gusto. Nos era fácil adivinar que ya por fin podía d ar su opinión. Le habíam os puesto al director el sobrenom bre de el Nazi, porque ta n to su físico como su actitud recordaban a un subteniente de la G estapo, cosa que le ponía frenético y que no se privaba de reprochárse­ la al padre en nom bre propio y de sus cam arad as. El tercer m iem bro de la adm inistración era el suplente del director, un joven delgado, atildado, bien peinado y afeitado. C uando los dos prim eros me lo presentaron, me llevé las manos a la cabeza: «¿Otro m ás?» Pero él no se inmutó. Por lo dem ás, m antuvo h asta el últim o momento una indiferencia m arm órea. C reo que era el producto m ás cercano al «hombre nuevo». Con aquella mirada inexpresiva y lejana, estaba allí sin estar de verdad. Daba la impresión de que nada era capaz de interesarle ni conmoverle. Era un «representante» im pecable, digno del escaparate de un alm acén de m oda (de los de antes de

la guerra, por supuesto). E sbozaba, eso sí, una ligera sonrisa cuando, al regresar de las vacaciones, le decían: «Se ha puesto bien moreno», cosa que le costaba mucho conseguir, y que era p ara él m ás im portante que las relaciones hum anas. Le llam ábam os Esculapio, pese a que nunca se interesó especialm ente por las enferm edades del padre, au n q u e le viera g u a rd a r cam a, ni diera jam ás muestras de conocim ientos médicos en profundidad. Era un individuo m isterioso. Venía cada seis días, únicamente para las visitas. En un hospital m ilitar se le vio en circunstancias que es preferible pasar en silencio y, con gran vergüenza suya, le he visto de uniforme. No se preocupaba de nadie. Pero parecía m ás inteligente que los demás. U n día, d u ra n te una conversación, abordó la cuestión de las «ideas políticas», y yo entonces corté por lo sano. Enm udeció. Entre los dem ás, el único digno de atención era el Viejo, de rasgos, m odales y acento semitas. Estaban empeñados en que no era judío, sino un ex ferroviario de Skierniewice. El d irecto r le hizo una escena al padre porque le llam ábam os M oisés von Schw inau (en recuer­ do del prior de los C ab alleros T eutones). E ntre nuestros guardianes era el único que tenía realm ente las dotes de un hombre nuevo. A p aren tem en te, se tra ta b a de un co­ munista cultivado; sólo a él le vi con El capital en las manos, volum en que dejó algunos días sobre la mesa de nuestra «pensión». Al principio nos volvía la espalda, lo que nos hacía pensar en un «com batiente contra los enemigos del pueblo». Hoy ya lo entiendo: representaba la línea del P artid o en la época de «antes de la coexisten­ cia». Después fue poco a poco tom ando conciencia de que estábamos allí y term inó por abrirse a nosotros. Era una persona digna de respeto, el único interesado en estar ocupado d u ra n te las horas de guardia: escribía, leía aten­ tamente, cortaba ram as, esculpía, pintaba... En una pala­ bra, no se d ejaba llevar — al revés de sus colegas— por una estúpida pereza. A n daba con la electricidad, en la cocina, en el calen tad o r, lim piaba las chimeneas. Era

cada vez más am able y hum ano. Llegam os a quererle como a un ser normal. La responsable de las cuestiones dom ésticas era del mismo tipo. Ya me acom pañó de V arsovia a Ryw ald; yo la vi entonces tapada por el volante en el coche que nos seguía. Fue la prim era en decirm e el «dicho popular» cuando en Rywald, al trae rm e la com ida, apostillaba: «Padre, hay que comer; es lo esencial». E ra una m ujer de sesenta años, corpulenta y de m ala salud. M e llamaba «Reverendo Padre» y regañaba constan tem en te a todo el equipo de vigilancia, incluida la dirección. ¿Por qué? Probablem ente, por causa de los víveres, que e ran difíci­ les de encontrar en Stoczek. Iba en coche al m ercado, y una vez al mes a Varsovia. La h erm an a la sustituía en la cocina, y en ausencia de la h e rm a n a era la doméstica quien nos subía la com ida, deteniéndose en el um bral de la capilla para m irar con fe al a lta r. L a ten ía a ella tam bién por un ser norm al. ¿Cómo describir al resto del equipo? Todos mantenían el anonim ato y nadie quería tra b a ja r. L a m ayoría de ellos eran jóvenes, frecuentem ente enferm os o en baja form a, simples m uchachos de «paisano» que disimulaban cuidadosam ente su costum bre de llevar un uniform e, que solam ente se ponían (pistola en el bolsillo) p a ra acompa­ ñ ar al padre a Barczew. L levaban una existencia ociosa, arrastrándose por el pasillo, perm aneciendo horas ente­ ras delante de las ventanas, dando ca b ezad as durante la guardia. Su aire ab u rrido y triste nos d ab a risa; nosotros, los presos, estábam os contentos de vivir, m ientras que ellos..., por lo general, se m a n ten ían a distan cia y reac­ cionaban de form as diferentes cu an d o se encontraban con nosotros. Unos se lev an tab an de la m esa y saludaban m ilitarm ente; otros ni se m ovían, m ie n tra s murmuraban algunas palabras. Su co m portam iento fue mejorando, y el que apodábam os el Charlatán su d ab a p ara aparecer educado. De todos modos, su locuacidad ja m á s rebasó los lím ites de la lluvia y el buen tiem po; ja m á s nos hizo pregunta alguna, ja m á s entab lam o s un a conversación.

Rasgo com ún de nuestros guardianes: individualm ente, cada uno de ellos era am able, pero en grupo se volvían rígidos y oficialistas. Todos se perfum aban a placer, pero sus ropas d ejab a n frecuentem ente que desear. Pasaban el tiempo sin hacer n ad a y, si se ponían de repente a trabajar, aquello no d u ra b a m ucho, y, si leían, eran novelas por entregas... Su hazañ a m ás notable — segar el jardín— la llevaban a cabo cóm odam ente, lo que quería decir que perten ecían a la prim era generación que había dejado el cam po. Todos o casi todos decían palabrotas. Las frases sueltas que nos llegaban de su conversación eran siem pre sal gorda. El tra b a jo — excepción hecha del ferroviario de Skierniewice— no les in teresab a lo m ás mínimo. T erm inada la siega, nadie se ocupó del heno. M iraban tranquilam ente pudrirse la hierba y, cuando el hedor se hizo ya insopor­ table, una buena m añ an a llegaron unos cam iones m ilita­ res y se llevaron la hierba podrida. ¡Y, justo a dos pasos, unas cu an tas vacas que p astab a n en un prado agostado necesitaban hierba! El resto del heno lo quem aron en el jardín. D e este m odo, los hom bres del progreso m ostra­ ron al m undo en tero su m étodo revolucionario de secar el heno. Q uedam os an onadados por esta form a de «racio­ nalizar la ag ricultura». ¿C óm o no se había inventado antes? ¡Y esto o c u rría en Stoczek, an te nuestros ojos de atrasados y enem igos del régim en! Podría seguir d u ra n te m uchas horas mis com entarios sobre la educación progresista. Si éstos son sus resultados con los m iem bros de ja élite, ¡qué será con los demás! Esta gente es in cap az de co n stru ir una Polonia próspera. Cuando nos re tira b a n las h e rram ie n tas de jard in ería, nunca las d e jab a n en su sitio. ¡C uántas veces tuvimos nosotros que recogerlas y colocarlas en la tra ste ra , bajo la galería! ¡N osotros, los «idealistas», dem ostrábam os más aprecio por los instrum entos de trab a jo que los «materialistas»! N osotros trab ajáb am o s en el jard ín más eficazmente que ellos, y se tra ta b a , sin em bargo, de una ocupación bien sencilla, pues nosotros solos nos las a rre ­

glábam os p ara ra strillar los senderos y b a rre r la nieve. ¿H ubo tentativas de injerencia en nuestras vidas? Indi­ rectam ente, sí. Y he aquí algunas señas, a la luz de hechos concretos. A nte todo, el problem a de las escuchas, algo tan exten­ dido bajo el actual régim en que es casi im posible ponerlo en duda. N o hem os podido tener p rueba técnica alguna, pero estábam os rodeados de indicios de n a tu ra le z a, diga­ mos, diversa. Las conversaciones del pad re y el director dem ostraron el interés de estos señores por n u estra vida y nuestras relaciones m u tuas. N o se les escapaba el m enor detalle diario. A p a rtir de N av id a d , pasábam os los días de fiesta rezando en com unidad, por la m añ an a en la capilla y por la ta rd e en mi hab itació n , que hacía de com edor y salón. N u e stra s reuniones d esp e rta b a n sospe­ chas, y se nos p re g u n tab a c la ra m e n te de qué hablába­ mos. En realidad, nuestros cen tinelas no ten ían razón p ara inquietarse. M a n ten íam o s coloquios sobre la histo­ ria de la Iglesia, litu rg ia, a rte litúrgico y turism o en países cristianos. A veces, nos lim itáb am o s a un a lectura en a lta voz. Ja m á s nos perm itim os nin g u n a clase de quodlibets S e tra ta b a , pues, de u na vida política total­ m ente inofensiva. Y , sin em b arg o , ten íam o s la impresión de m olestar a nuestros g u a rd ian e s, h a sta el punto de tem er que se nos fu eran a pro h ib ir d ich as reuniones, organizadas sin autorización. P ero no. El d ire cto r escu­ chaba d etrás de mi p u e rta , d ejan d o en el parquet encera­ do las huellas de sus zapatones. N u e stra s c h arlas, por lo general regocijadas, les llegaban d efo rm ad as a través de la p u erta, delgada y a g rie ta d a . C om o no nos preocupába­ mos de h ab la r en voz b a ja , era fácil oírnos. E ste pequeño espionaje d a b a origen a las q u eja s qu e el d ire cto r formu­ ló co n tra el pad re con ocasión de su viaje a Olsztyn, acusándonos de ver con m alos ojos a los qu e estaban con nosotros, poniéndoles rem oquetes ridículos. El director esperaba del p ad re u n a confirm ación «autocrítica». El p adre y yo habíam os e m p ezad o a h a b la r en latín i E n francés en el texto.

para perfeccionarlo. La noticia llegó prontam ente a oídos del director, quien en la prim era ocasión expresó al padre su co n trariedad. T am bién nos reprochó el que ocultába­ mos ciertas cosas en presencia de la monja, que se iba a llorar a la cocina. N o tratam o s de hacer frente a estas acusaciones; nunca tuvim os secretos y creíamos que la herm ana tenía confianza en nosotros. Ella, por su parte, no daba señales de sentirse incóm oda en nuestra com pa­ ñía. D otada de un tem peram ento más bien abierto, le gustaba bro m ear y no se enfadaba nunca. Condenados a vivir ju n to s, teníam os que m antener cierta distancia y, a la vez, c u id a r de llevarnos bien. La distancia entre nos­ otros y la h erm a n a provenía del hecho de no poder hablar con ella de todo, pues había que evitar una excesiva familiaridad. P ero la proxim idad tiene sus derechos, y la hermana e n tra b a en nu estra existencia personal, ocupán­ dose, con la discreción y en treg a de un pariente cercano, de nuestras necesidades diarias. A veces oía a mis com ­ pañeros la m e n ta r su su erte, y tenía que ocuparm e de disipar sus cuidados. La m onja estaba educada y sabía ser reservada; nunca se a p a rtó de su dignidad de religiosa fiel a su vocación; nosotros la tratáb am o s con afecto familiar, y ella c o m p a rtía nu estra vida espiritual, nues­ tras m editaciones y retiros. Pero nuestros guardianes trataban de se m b ra r la desconfianza en tre nosotros, m ul­ tiplicando sus intervenciones a propósito de la herm ana, especialmente por p a rte del director. AI padre le p re g u n ta b a n m uchas veces por mí: «¿Cómo va, qué piensa?» El p ad re co n testab a que era preferible que se lo p re g u n ta ra n d irec tam en te al prim ado. Debo añadir que mis v isitantes, cuan d o se dirigían a mí, me llamaban «padre»; cu an d o h a b lab a n de mí con el padre, decían «el prim ado», y con la h erm an a, «el reverendo padre». Este esq u em a, salvo algunas excepciones, era el mismo para todos. Al ap ro x im arse el aniversario de mi detención, el d irec to r m ostró an te el padre preocupación por mis intenciones: ¿p ensaba pedir yo mi libertad? Igno­ rante de mis propósitos, el p ad re no pudo responder.

Un acontecim iento nos dio que pensar. D espués de una consulta m édica, el padre, acom pañado por el Charla­ tán, esperaba unas m edicinas en un p arque de Olsztyn. El Charlatán se puso a leer ostensiblem ente un periódi­ co, lo que perm itió al padre ver una declaración del Episcopado acerca de la situación internacional. Con ocasión de la siguiente visita m édica, el d irector acusó con dureza al padre de tenerm e al corriente de la prensa. P retendía contar con pruebas. A firm ab a h ab er encontra­ do en las cenizas que había retirado la h e rm a n a de la chim enea recortes de periódicos con pasajes subrayados. El director le recordó al pad re que podía en cualquier m om ento volver a la cárcel y que le estab a prohibido contar al prim ado lo que veía en sus desplazam ientos; le dijo que un capellán así no servía p a ra n ad a y que las autoridades podían en co n trar otro en seguida. Contra estos alegatos furiosos, el padre supo defenderse: era confesor del prim ado, y su conciencia le prohibía hablar de él. El director, bien entendido, sostuvo que no exigía del padre que q u e b ra n ta ra el sigilo de la confesión. Pero no se calm ó tan pronto. Y adem ás nos reveló ciertos detalles que nos ayudaron a co m p ren d er sus tácticas. F arfullaba que él lo sabía todo, que sab ía lo que maqui­ nábam os y que estab a dispuesto a m eter su m ano en las cañerías p ara enco n trar recortes de periódicos prohibi­ dos. Después de sem ejante nublado, el p a d re volvió con los nervios de p unta, pero al día siguiente el director se condujo con norm alidad, haciendo com o si no hubiera pasado nada. Vimos en este incidente un a tentativa de provocación, p ara la que h ab ía sido utilizad o El Charla­ tán. De esto hubo m ás por el estilo. T rasladado a un nuevo puesto, el directo r se sintió obligado a inform ar de ello al padre. M uy afable, le aconsejó que insistiera en su petición de libertad: «Me voy, pero mi su stituto e sta rá al c o rrien te de todo y me inform ará de todo». ¿E ra una a m en a za o un deseo de justificarse? Los últim os días estuvo m uy cortés con el padre y la herm ana. Yo no volví a verle. S u sustituto no

se me presentó antes de que pasara bastante tiempo, aunque lo tuvo p ara inspeccionar la cocina y el parque y escuchar d e trá s de mi puerta. Tenía modales de lacayo y, como iba en zapatillas y de puntillas, le llamábamos

el Gato.

Sábado 9 de octubre de 1954 El segundo suplente volvió con sus preguntas de ritual. Me encuentro bien; m ucho m ejor que en Stoczek. Paso menos frío aquí que en mi «residencia» de W arm ie, pues el clima es m ás benigno p ara mis pulmones. Respecto a lo que necesito, necesito m uchas cosas, pero no sé a qué atenerme; mi estancia en Prudnik, ¿debo considerarla definitiva o provisional? En el prim er caso, pensaré en las obras que m e hacen falta p ara mi trabajo. Todo preso sabe cuánto tiem po lo va a estar. Yo, en cam bio, carezco de esta p rerro g ativ a, au n q u e no se m e considere como detenido. Y ésta no es m ás que una exigencia de hom bre razonable. El médico .— H e inform ado a las autoridades del con­ tenido de n u estra ú ltim a conversación en Stoczek. Lo demás ya es cosa de ellos. Yo.— S e g u ra m e n te, pero yo no tengo contacto con las autoridades. H ay la co stu m b re de m anifestarm e que nuestra conversación ha sido com unicada. Yo, por mi parte, he com en tad o las acusaciones de las que soy obje­ to, a tenor de la auto rizació n concedida por el com andan­ te en Stoczek, pero n ad a hace pensar que exista la intención de d iscu tir conm igo. ¿N o crea este m utism o nuevos obstáculos p ara un diálogo? Estoy ante un m a­ yúsculo dilem a. El médico .— Si m e p erm ite d arle mi opinión, le diría que hay que volver a escribir, padre. Yo.—Se tra ta de un a cuestión de principio. En mi carta de 1 de agosto ab o rd é los problem as que pueden considerarse espinosos. Y, au n q u e haya expuesto mis

argum entos, no tengo pruebas de que las autoridades estén decididas a hablar conmigo. Si el G obierno rechaza mi argum entación, que me lo diga. Yo, desde luego, no he agotado el tem a. U sted, por ejem plo, con el pretexto de tra tarse de una razón de E stado, me acusa de m an te­ ner una óptica dem asiado personal. M e e n ca n ta ría saber en qué consiste esta razón de E stado. E xplíquem elo. El médico .— Eso no depende m ás que de usted, padre. De todos modos, yo he traslad ad o ya al G obierno nuestra últim a conversación, y haré lo m ism o con ésta. ¿Quiere usted algo m ás? Yo .— Lo diría si estuviera al co rrien te de mi situación. ¿C uánto tiem po va a d u ra r aún mi con fin am ien to ? De ello depende el que pida m ás libros. M e g u sta ría tam bién escribir a mi padre, sin noticias m ías desde hace mucho tiempo.

Domingo 10 de octubre de 1954 N u estro traslado de S toczek a P ru d n ik m erece ser relatado como una novela policíaca. D ías a n te s, vimos a un avión localizando un terren o p a ra a te rriz a r. A la hora de m arch ar se llevaron prim ero al p a d re y a la hermana. En cuanto a mí, hube de subir al coche q u e iba detrás. Desde el jard ín le vi estacionado y el ch ófer no me era desconocido. Las ventanillas esta b a n ta p a d a s con unos paños sucios. Se cerró el portón, donde m o n tab a guardia un joven, y se me hizo subir al coche, to m a n d o también asiento conm igo el d irecto r y el suplente. U ltim am ente, el co m andante estaba invisible. Y , si el d ire c to r dispuso nuestra m udanza a toda prisa, fue el su p le n te el que parecía encargarse de todo. Dos palabras acerca del nuevo director. En su primera visita no me dio la razón. Se em p eñ ab a en q ue ya nos conocíamos; que habíam os com ido ju n to s con ocasión de mis invitaciones parroquiales. Yo no m e acuerdo. De lo que sí estoy seguro es de que es él a quien mordió mi

perro la noche de mi detención... En todo caso, he renun­ ciado a recordarle este incidente. El, de todas maneras, insistía: «Tiene usted que acordarse de mí», pero yo eludí ese punto. Se tra ta de un hom bre esbelto, alto, tipo húngaro, de m irada desabrida. Se afanaba mucho cuan­ do nuestro traslado, y quiso traerse los cuadros religiosos, cosa a la que m e opuse, diciéndole que no debíamos hacerlo sin saberlo los propietarios. De mejor o peor grado, se plegó a mi opinión. F ranqueado el portón, salim os a la plaza de la iglesia, donde los niños de la escuela se asom aban a verme. Me di cuenta de que los pequeños sabían algo... El trayecto hasta el aeródrom o d u ró tres cuartos de hora. M is acom ­ pañantes se im p acien tab an . A lo lejos vi un avión en un campo solitario. A la linde del bosque, unos guardias daban señales de nerviosism o. Al subir al avión vi que el padre y la m onja estab an preocupados. ¿Tem ían partir sin mí? D espegam os sin novedad. Iban con nosotros el director y el suplente. L a tripulación no se dejaba ver. Por lo dem ás, el curso del viaje careció de interés. En el aeródromo, al borde del N yse, ni un alm a... Se nos prohibió b a ja r del avión con el pretexto de que había que esperar a que llegara el coche que tra ía nuestras cosas. Tuvimos que esp erar h a sta la caída de la tarde, precau­ ción que se tom ó p a ra p a sa r inadvertidos. De lejos, m e pareció qu e el co m an d an te inspeccionaba en coche m ilitar el aeródrom o. A ntes de a rra n c ar vimos de refilón a los trip u la n te s, que serían unas siete perso­ nas. A grupados b ajo un a hélice, observaban cómo un destacamento de hom bres de paisano conducía a dos sacerdotes y a un a religiosa. M is com pañeros subieron al primer coche y yo al otro. El recorrido lo hicimos en plena oscuridad.

Los argum entos más convincentes que dirigim os a Dios no logran garantizarnos la paz interior. ¿Llevan dem asia­ dos razonam ientos hum anos, m ezquinos e incapaces de descubrir lo esencial, eso que sólo es perceptible por Dios? ¿Se debe a esta falta de paz interior el que sigamos buscando argum entos nuevos? L a verdad es que cuando, agotado por tan vanos esfuerzos, como el niño que des­ pués de llorar esconde la cara entre las faldas de su m adre, el hom bre calla al fin, su ánim o se serena. Como Pedro, no puedo sino decir: «¡Oh, Señor!, tú sabes bien que...» N o puedo sino suspirar hum ildem ente: «Padre mío, Padre mío... M adre m ía, M ad re mía». En cuanto callo, mi cerebro, fatigado, se relaja, vuelve a mí la paz. U na vez barridos mis argum entos orgullosos, que trata­ ban de convencer a Dios, ya no soy m ás que un niño que, no com prendiendo nada de lo que pasa, se vuelve humil­ de y sosegado. La hum ildad restituye la paz y la confian­ za... Dios me ha convencido... A bandona tus cuidados en Dios... Cree en él.

Martes 12 de octubre de 1954 El nuevo director hace su ronda ritual. Q uisiera saber si estoy contento con haber cam biado de residencia. Me apunta que, después de un año de confinam iento, debería reconsiderar mi actitud hacia el G obierno y reflexionar sobre mi trabajo reciente y el de an tes de la guerra. Replico que el G obierno conoce cóm o pienso, ya que mi opinión la he expuesto sin am bages en el curso de nues­ tras m uchas conversaciones, y ú ltim am en te tam bién en mi carta del 2 de julio, entreg ad a al co m an d an te el 1 de agosto. Considero fuera de lugar rep asar mi trabajo de antes de la guerra, del que, por lo dem ás, me siento satisfecho. El director afirm a, im pasible, que el clero y toda la población se alegran de verm e destituido de mi

cargo e in tern ad o y que, adem ás, no le ha llegado al Gobierno c a rta ninguna de protesta. M e rebelo contra este intento de insultarm e. N a d ie está autorizado para dispo­ ner mi cese; por lo tan to , yo no he sido desposeído de mis funciones. T engo mi confinam iento como nocivo no sólo para mí, sino tam bién p ara el régim en, ya que esta form a de vigilarm e estilo cam po de concentración constituye un atentado a los m ás elem entales derechos del prisionero. Mi interlocutor rectifica: «U sted no está en prisión, sino en un convento». C o n traa tac o : «Sí, confinado en un con­ vento, com o se hacía en tiem po de los zares con los sacerdotes católicos». Pero mi situación es aún peor; entonces, los eclesiásticos detenidos tenían libertad para enviar correo, leer la prensa y c ircu lar por la región. A mí se m e ha privado de todo eso. Resum en de n u estra conversación: a) H e pedido copia del decreto por el que se m e ha colocado en la situación actual. b) R eivindico una explicación: ¿por qué las c artas a mi padre se las leen en vez de en treg árselas? c) ¿C u án to tiem po va a seguir esta situación indeter­ minada, m ás penosa qu e la de cu alq u ier preso, que está al corriente de las cau sas y tiem po de su detención? d) Q uiero e n trev istarm e con alquien autorizado a formularme c la ra m e n te los cargos que m e hace el G o­ bierno. Le recuerdo al d irec to r que no he recibido respuesta alguna a mi c a rta d irig id a al G obierno.

Miércoles 13 de octubre de 1954 Hemos logrado o rie n tarn o s respecto a dónde estam os. Nos encontram os en lo alto de un a colina cu bierta de bosques, a 250 m etros de altitu d . Se nos ha instalado en un viejo convento confiscado ap re su ra d a m en te a los fra n ­ ciscanos negros de Silesia. La casa ha sido a d a p ta d a a sus nuevos fines. L a verja, de dos o tres m etros de a ltu ra ,

ha sido pintada de verde y rodeada de alam bres de espino; una hilera de pinos espaciados, recientem ente plantados, corre todo a lo largo. A bajo, un jardincillo; pero pasear por un terreno en cuesta y húm edo se presen­ ta difícil. En los árboles queda ya la últim a fru ta. El edificio tiene dos pisos, planta baja y sótano. Las pare­ des, deterioradas, presentan las señales de la guerra: bom bas y obuses de artillería. El tejado es, en parte, provisional. A un lado, una iglesita en ruinas. L a impre­ sión resulta m acabra. Tenemos a nuestra disposición el prim er piso, cuyas ventanas están orientadas al norte y dan al ja rd ín . Ellos ocupan el segundo piso. La cocina pertenece a la planta baja y p ara bajar al parque hay una escalera común. Herm osos árboles de espeso ram aje nos ta p a n la vista, hasta el punto de dejar libre sólo un poco de cielo. Sobre otra colina, a dos kilóm etros de d istancia, sep arad a de nosotros por prados y estanques pesqueros (los hay tam­ bién en nuestro ja rd ín ), la ciudad de P rudnik. E n la casa y en el jard ín , m uchas instalaciones técnicas de diversas clases. La casa tiene agua corriente (de m om ento, las bom bas están averiadas), electricidad y calefacción cen­ tral, pero todo en mal estado. L as paredes han sido blanqueadas. N uestro piso, separado del rellano de la escalera por un tablero, está p artid o en dos por un largo pasillo. La parte izquierda es la d e stin ad a a nosotros; a la derecha, las habitaciones soleadas están c e rra d as con llave y las cerrad u ras reforzadas con clavos. El conjunto se presenta m ás aislado que n u estra vivienda de Stoczek. N o vemos «alma normal» alguna; los que nos rodean se mueven de puntillas o están de escuchas a lo largo de las tapias. N uestro pasillo es e x tra te rrito ria l y, al revés que en Stoczek, no hay ningún g u ard ia «de cajero». A la derecha según se en tra, el com edor y la capilla; a la izquierda, nuestras habitaciones. Y o cu en to con dos pie­ zas, alcoba y despacho; el pad re vive al lado, y la herma­ na, m ás allá, al fondo del pasillo. N u estra terna está condenada a una soledad m a y o r

que a n tes: n a d ie e n tra , n a d ie c o n tro la el pasillo. Por todas p a rte s, señ a les de un rec ie n te revocado. H ay pince­ les d isem in ad o s, botes de p in tu ra , m ontones de clavos esparcidos y m a rtillo s ab a n d o n a d o s. Todos estos útiles los recogim os y llevam os a la g a le ría , de donde d e sa p a re ­ cieron poco desp u és. A q u í, los paseos hay que hacerlos por un te rre n o en c u e sta y resb alad izo , pero n uestras condiciones d e a lo ja m ie n to son m ejores: n u estro piso es seco y las g ra n d e s v e n ta n a s c u e n ta n con visillos y c o rtin a ­ jes. Se nos h a e n c a rg a d o no aso m arn o s a la ventana y correr las c o rtin a s a n te s de encen d er la luz. N ad ie en torno n u estro , y e n cim a debem os escondernos de los soldados q u e m o n ta n g u a rd ia en el exterior. Todos estos avisos, com o es n a tu ra l, no se m e han dirigido a mí directam ente, sino q u e m e han llegado a través del padre y la h e rm an a.

Martes 26 de octubre de 1954 N uestra vida se estabiliza. M e he puesto con todo mi ánimo al tra b a jo em p ren d id o en Stoczek: las M editacio­ nes sobre el año litúrgico. T odas las m añanas, en nuestra capilla, d irigía la m editacin de «mis fieles», y luego, después de la com ida, tra ta b a de sin tetizar en algunos puntos mis ideas. De este m odo llevé adelante mi em pe­ ño, hoy term in a d o en parte. Y, aunque este trabajo se haya reducido a nuestro pequeño círculo, va destinado a todos los católicos. E scribo a la vez dos ciclos: Proprium de tempore y Proprium sanctorum. M e falta docum enta­ ción: libros litúrgicos, hagiografías, historia de la Iglesia. No tengo m ás que el m isal, el breviario, los evangelios... y mis células grises. Por eso me es difícil avanzar. Pero, por lo menos, escribir ayuda a ahuyentar pensamientos sombríos, siem pre a punto de invadir un cerebro ocioso. Gracias a estas ocupaciones, la jornada pasa con rapidez. Nuestro horario cotidiano no ha cam biado, pero resulta más intenso. Em pezam os ya a andar con «prisas».

El padre escribe esbozos litúrgicos p ara la juventud. Yo le anim o a la m onja a leer a D aniel Rops y los evangelios. Pero le cuesta m ucho, porque su tem pera­ mento, excesivamente tendente a la dispersión, se pierde en los detalles. T rabajam os m ucho por las m añanas. Después de com er, descanso hasta las 15 h. y paseo por el jardín. Subir la cuesta en una distancia corta fatiga a nuestros guardianes tanto como a nosotros. El piso está siem pre reblandecido. Hoy me ha llegado un paquete, una c a rta de mi padre y... una grata sorpresa: la prim era c a rta de mi hermana Stanislaw a Jarosz. ¿Estam os an te una «am pliación de relaciones»? N uestro com andante está ausente. H a n debido de tras­ ladarlo o ha sufrido un accidente. El suplente viene a verme todos los días. C om ienza a h u m anizarse, a sonreír de medio lado, muy dignam ente, conform em ente al «plan». ¿Se convertirá él tam bién en un hom bre normal?

«Queridísimo hijo: H e recibido tu ca rta del 8 de julio, a la que contesté con fecha 22 de julio, enviándote, al m ism o tiem po, un paquete. N o he vuelto a tener contestación. H ace un año ya que nos d ejaste y desconozco tu suerte y dónde estás. Como soy viejo, no com prendo bien estos tiem pos. ¿Por qué mis insistentes peticiones de verte se quedan sin respuesta? T ra ta r de verte es mi deber y un a necesidad de mi corazón; seguiré haciéndolo m ien tras m e queden fuerzas. Me pedías en tu prim era c a rta que los tuyos no se lam entaran de lo que te pasa. Pues bien, respetamos tu deseo como si fuera una orden, pese a lo honda que es nuestra tristeza. Pedimos ayuda al Señor y esperam os que nos escuche; le suplico que me haga com prender y m e haga digno de com partir tus sufrim ientos.

R eza por mí, hijo querido. ¡Deseo tanto sobrevivir hasta que vuelvas! N u estra fam ilia sigue bien y tratam os de no preocu­ parnos dem asiado. Los niños, en la escuela; H ania va mejor y sus padres creen que cu rará. T e piden que reces por ellos. ¡C ontéstam e lo m ás pronto posible! Q uerem os tener nuevas de tu salud. ¿P asaron ya las m olestias de que te quejabas en tu ú ltim a c a rta ? T us condiciones de vida, ¿permiten que te cuides? ¿N ecesitas algo? Con esta c a rta te enviam os un paquete. Yo te pongo, hijo querido, en las m anos de la divina Madre de Ja sn a G ora; los tuyos te envían recuerdos y su cariño, rezan por ti. M e despido de ti abrazándote cari­ ñosamente. R eza, querido hijo, por mí y bendícenos. Zalesia, 18 de o ctubre de 1954.

S. Wyszynski». «Querido herm ano: A djunto estas líneas a la c a rta de nuestro padre espe­ rando que te aleg re el recibirlas. N o te preocupes por mí. Nuestro p a d re se m antiene sorprendentem ente bien y, teniendo en c u e n ta su av an zad a edad, da pruebas de gran resistencia. Mi recuerdo y cariñ o te acom pañan prácticam ente a lo largo de toda la jo rn a d a . T e pongo en las m anos del Señor, convencida de que nuestros sufrim ientos tienen un sentido y nos serán de provecho. E n tre tanto, esperam os impacientes el día que podam os a b ra z a rte , querido h er­ mano. Voy bien y sigo trab aja n d o . Jo zef pinta, como antes, a la orilla del río y cad a vez progresa más. En Szczebrzesyn, un pueblo de los alrededores de L ublin, ha pintado un molino que m e recu erd a el de Z uzela 2. ¡M e acuer­ do muy bien! Jo z e f tiene buen aspecto, pese a que la tensión co ntinúa con sus vaivenes; hace un mes sufrió una fuerte subida que le obligó a ponerse a dieta. Yo 2 Pueblo n a ta l del p rim ado.

tengo mucho miedo; pero él, como de costum bre, se burla de mí. M e preocupa mucho tu salud. Te ruego que economi­ ces fuerzas y, si fuera necesario, te pongas en tratam ien­ to, pues los trastornos artríticos obligan a evitar los enfriam ientos, bagatelas que pueden tra e r complicacio­ nes. Esperam os tus noticias; cuéntanos tu vida. La menor señal de ti nos hace felices. Me despido de ti cariñosam ente, confiándote a la Ma­ dre divina. T ú tam bién reza por mí. Ig u alm ente, Wlodek te lo pide. T rabajó m ucho el año pasado y sigue su camino. Cariñosos saludos de p arte de la m a d re superiora. De veras, con todo el corazón, tu herm ana. 18 de octubre de 1954.

Stanislawa Jarosz».

Viernes 29 de octubre de 1954 «Queridísimo padre: Perdón por no h ab erte dado todavía las g racias por ti últim a carta del 27 de julio y el paquete. P resentí que habría dificultades, y me tem o que mi c a rta haya sido requisada después de leerla. N o he q uerido provocar más complicaciones; de ahí mi retraso. V u estras c a rta s respi­ ran tal preocupación por mi suerte, que m e siento obliga­ do a agradecéroslo calurosam ente; lo m ism o respecto a vuestros sim páticos regalos. Esta carta — y te pido perdón por ello— no responde a todas las preguntas que m e hacéis. M i situación legal no ha cam biado, pese a mis d em an d as de que se aclare. El 1 de agosto dirigí una larga c a rta a la presidencia del Estado, que no ha tenido contestación. Lo lam ento de veras. ¡C uántas penas te han costado, querido padre, tus esfuerzos para verme! T ú consideras todo eso como un derecho paterno, pero a mí m e im porta, m ás que nada.

tu tranquilidad. C uida, por favor, tus nervios y tu salud. Desde hace varias sem anas me encuentro en un nuevo lugar de residencia, donde las condiciones de habitabili­ dad y el clim a son mejores. Sin embargo, persisten las molestias del invierno pasado. Y si te lo digo, padre, es únicamente porque tú quieres estar al corriente. Este es mi estado de salud: gastritis, jaquecas, dolores en el bajo vientre y en las piernas; un hígado resentido y una debilidad general. Los pulm ones no me traen problemas. Gracias por tus consejos, que procuro poner en práctica. Por favor, no te preocupes. N o dejo de confiar en que Dios no me negará su protección y me ayudará a sobrevi­ vir. Ya me he resignado a que acom pañe mi vida una salud p recaria, algo que hoy por hoy constituye un factor positivo. Me dices que estás dispuesto, querido padre, a facili­ tarme libros y o tras cosas que me hagan falta. Te adjun­ to una lista de títulos que me vendrían bien para mi trabajo, en dos ejem plares. A lgunos están en mi casa, bien en mi biblioteca p a rticu lar o sobre la mesa; otros pertenecen a la biblioteca de la casa. Casi todos han sido catalogados, por lo que es fácil d ar con ellos. Me hace mucha fa lta leer en italiano, y así me gustaría que el obispo3 me p re sta ra algunos libros (derecho, literatura, Papini, D ante, F e rra ri) que tenga él a mano. D urante un año entero he celebrado misa en un altar provisional sin reliquia alguna. Y hace tam bién un año que me proporcionaron un a ra sin consagrar. Si un sacer­ dote pudiera hacerse en la curia con algunas reliquias para em p aq u etarlas y unirlas a los libros, me alegraría de verdad. No tengo las rú bricas de la archidiócesis, y me hacen falta, pues debo ap licar el calendario litúrgico de Varso­ via o de G niezno. T e ruego le pidas al obispo que me las envíe. Chucherías que recibiría con gusto: dos pares de gem e­ los, un alzacuellos, un peine y un espejito; para el próxi3 Mons. B aran iak .

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Diario de la cárcel

mo invierno: varios pares de m edias de lana y o tras ropas, que la m adre superiora enco n trará fácilm ente en mi arm ario; me encanta recibir miel, lim ones, café, chocola­ te am argo y galletas caseras, que tan to m e gustan. No me envíes ni té ni cigarrillos. Beso, querido padre, con filial devoción tus manos gastadas por el trabajo, rogándote una cosa tan sólo: que confíes en la sabiduría, am or y bondad de nuestro Padre celestial. Yo le pido que endulce tus penas d án d o te espe­ ranza y ayudándote a en ten d er lo que parece oscuro. La m isa que d iariam ente celebro a las 7,30 horas va, en p arte, por tus intenciones, las de n u e stra fam ilia y todos los míos. Mi prolongada ausencia, m e consta, es una d u ra prueba, pero el Señor está en su d erecho de impo­ nérnosla, y hay que a c e p tarla seren am en te. Nuestros sufrim ientos no deben hacer de nosotros unos amargados, privándonos del am or a nuestro prójim o; sería un a catás­ trofe. Hoy es el santo de T adeusz; dile qu e rezo por él y los suyos, muy especialm ente por H a n ia , la pequeña. Mi afecto fratern al p ara mis h e rm a n a s y su fam ilia; diles que les llevo en mi corazón. G ra cias por tu s oraciones, N o me olvido del aniversario de m am á. R ecuerdos cari­ ñosos a mi equipo; a todos les bendigo. Besando, una vez m ás, tu s m anos, te envío, queridísi­ mo padre, mi bendición. 28 de octubre de 1954.

Stefan Wyszynski. A djunto lista de libros y un a c a rta p a ra mi hermana S tanislaw a Jarosz». «Q uerida herm ana: H e recibido tu ca rta . G ra cia s por tu bon d ad al poner­ m e al corriente de n u e stra fam ilia. L a ú ltim a carta de nuestro padre m e hizo ver qu e e sta b a an o n ad a d o por mi ausencia, to rtu ra d o por no poderm e ver, pese a todos sus esfuerzos. N o puedo o cu ltarle la v erd ad qu e él requiere.

Las nuevas de mi salud, sobre todo, pueden darle pesar. Acudo, S ach a, a tu buen criterio y experiencia para que tranquilices a nuestro padre. Soy plenam ente consciente de esta p ru eb a, dem asiado d u ra p ara su avanzada edad, pero tú puedes a y u d arle devolviéndole la esperanza en la clemencia divina. Siendo como soy un servidor de la Iglesia, mi cau sa está hecha m ás de cam inos y designios de Dios que de intenciones hum anas. N o hay que m irar mal a nadie, sino o ra r con paciencia a Dios para que nos haga cum plir con el deber de cad a día. Mi c a rta a nuestro padre, que espero os llegue, te informará de lo dem ás. Y a estab a yo en ascuas respecto a Janka y sus hijos, por lo que me ha dado ta n ta alegría recibir buenas noticias de W lodeck. Les bendigo; que Dios les proteja. S a lu d a de mi p a rte a N ascia, Jan k a y familia y a Jozef. M uchísim os recuerdos a la herm ana superiora. E stoy contigo de todo corazón y con toda mi alma, q u erida h e rm a n a, y te bendigo con cariño. t Stefan, cardenal».

Sábado 30 de octubre de 1954 «De acuerdo con n u e stra conversación, he preparado una carta p a ra la presidencia del E stado, que me g u sta­ ría entregarle a usted, con el ruego de hacerla llegar a su destino.» M i in terlo cu to r accede a tra sla d a r la-carta, indicándome q ue h ay qu e d eja rle al G obierno las manos libres para decidir. La c a rta lleva fecha de 26 de octubre.

Martes 23 de noviembre de 1954 Como los sín to m as m anifestados en S toczek persisten, pido me visite un a nueva com isión m édica. A cceden rápidamente a ello. D ado que la ú ltim a vez no pude ver a mi médico p a rtic u la r, no toco este punto, negándom e

a ser objeto de argucias y a tener que volver a aguantar todo lo que me hizo pasar el com andante el pasado mes de mayo.

Miércoles 24 de noviembre de 1954 ¿Puedo ser nunca m ás feliz que ah o ra? Y a es p ara mí un consuelo saber que tan ta s personas ruegan por mí. Teniendo, adem ás, en cuenta que el valor de la oración es superior a esos sentim ientos. ¿H a b ría n rezado tanto por mí si estuviera en casa? ¡C uántos sacerdotes, debien­ do o rar pro antistite, no se acu erd an en el canon de la m isa ni siquiera del nom bre de su obispo! H oy, en cam­ bio, nuestra com unión en el sufrim iento nos hace más atentos y nos acerca m ás. C u an d o regrese a casa, sin duda perderé esta disposición de e sta r en vela. N o conoz­ co días tan benditos por la riq u eza esp iritu al de mi oración. ¡Qué m ás puedo q u e rer p a ra ser feliz!

Jueves 25 de noviembre de 1954 Los m édicos llegan en seguida; son los mismos de Stoczek. M ien tras el doctor viejo m e reconoce, el joven m ira por la ventana. M i estado gen eral no ha empeorado desde hace seis meses. S in e m b arg o , d e te c ta n un gran debilitam iento debido al cansancio. «No estam os conten­ tos», dice el de m ás edad. E stos sín to m as alarmantes exigen, lo antes posible, unos análisis. Pido a los médicos que hagan el favor de reconocer al p a d re, m ás enfermo que yo. V acilan, con el p retex to de qu e tienen prisa en to m ar el tren. F in alm en te, le a u sc u lta n m uy por encima. Por lo tan to , soy yo sólo el q u e «form a p a rte del pro­ gram a».

H e recibido una c arta de mi padre con un post-scriptum de mi herm ana Stanislaw a Jarosz, así como un paquete de com ida. Mi padre está bien, y su carta es más tranquila. M is corresponsales van, con lo poco que puedo contarles, em pezando a conocer mejor mi vida. Lo noto por el contenido del paquete.

Martes 30 de noviembre de 1954 ¡El gozo de la justicia! Desde que lo sentimos, desde que nos descubre su fuerza, el Señor nos perm ite experi­ mentar el gozo de su justicia. Mi penitencia me revela la presencia de Dios. M e congratulo, aunque la justicia implique el castigo. El gozo de que resuene la justicia divina a ten ú a la pena. C u an to m ás grande es nuestra pena, ta n to m ás percibim os la justicia. ¿Quién puede argüirle a Dios de falta alguna? Yo soy el que se siente culpable, porque el S eñor om nisciente me ha concedido la gracia de conocer mi pecado. Sólo Dios y yo somos conscientes de su gravedad. Estoy satisfecho de que quie­ nes se dedicnban ayer a criticar mis fallos y limitaciones vean hoy la ju sticia de Dios, que viene a salvar a los hombres de su poquedad. ¡Qué consuelo tan grande para esas gentes h a m b rie n tas de ju sticia, aunque tengan de ella una idea d istin ta a la que tenem os Dios y yo! En fin, el castigo divino que hoy sufro repercutirá en beneficio de todos, incluidos mis acusadores, cuando a ellos les llegue el turno de que el S eñor les haga conocer tam bién su justicia... Dios se com porta con sutileza y con m isericor­ dia en el ejercicio de su m isericordia; es un secreto entre él y yo... M is acusadores, que ven en mí el peso de la justicia divina, ten d rán tam bién que aceptarla cuando caiga sobre ellos.

H e recibido los libros que pedí el 28 de octubre, así como las medicinas. Todas estas cosas han sido sometidas a registro y vueltas a poner cuidadosam ente en su sitio, intentando adem ás no dejar trazas.

Domingo 5 de diciembre de 1954 Quia non iustificabitur apud Te omnis vivens... Poco a poco, las palabras que hemos tenido com o arm as irrefu­ tables se nos escapan y los argum entos se nos van de las m anos cuando la gracia ilum ina n u estra alm a. ¿Qué le puedo reprochar yo a Dios? A los ojos del Señor, el hom bre más puro no es m ás que una brizn a de polvo danzando en un rayo de sol. Y adem ás, ¿puedo yo enojar­ me con Dios porque ejerza su ju sticia? Soy yo quien fuerzo virulentam ente a Dios a que haga ju sticia. El, en cam bio, opone su m isericordia, palpable en el propio castigo. ¿Debo echarles en ca ra a mis herm anos la falta de eficacia de sus oraciones? ¿A caso no es una prueba de la gravedad de mis faltas? ¿N o soy yo el que tiene que pedirles perdón, el que tiene que reconocer que, por mi culpa, Dios no atiende sus súplicas? ¿N o tendría que pedirle al Señor que les a h o rra ra los sufrim ientos a quienes padecen por m í? N o pudiendo e sta r a su servicio, soy responsable de la m ala su erte de mis greyes privadas de pastor. Soy yo el que tiene que pedirles perdón por ser culpable de haberlas «abandonado», quedando como han quedado sin ayuda ni protección. ¿Se re b ela rán contra el instrum ento con que se ha hecho recurso a la justicia? Pero si no es m ás que una h erra m ie n ta sin voluntad m ecánica y estúpida. U n día, Ju d a s — al que Cristo llam aba «amigo mío»— desem peñó idénticas funciones. Tam bién lo hizo Pilato, al que Jesús le advirtió: «Tú no tendrías poder alguno sobre mí si no se te hubiera dado» Hoy el instrum ento funciona, m añ a n a se le desecha. El

m artillo es inferior a una b arra de hierro al rojo vivo. En nuestros días se tra ta de preservar el hierro. Soy yo el que tengo que pedir perdón a los dem ás, que pagan mis faltas, de las que yo me lavo. ¿Q uién puede justificarse en tu presencia, oh Señor?

Lunes 6 de diciembre de 1954 Me quedo sin argum entos, me faltan las palabras. ¿Debo im plorar gracia? ¿N o se contiene ya en la volun­ tad de pedirla? ¿R ogar a Dios que me escuche? N o deja de hacerlo, au n q u e yo esté callado. ¿Invocar su m iseri­ cordia? C a d a segundo de n uestras vidas da testim onio de ella. ¿Pedirle perdón? N os lo da por adelantado. La palabra se in terru m p e, el pensam iento se desvanece, co­ mo ocurría en el alm a de Pedro: «¡Señor, tú sabes bien! Tú sabes todo, tú sabes que...» Mi com pañero cojea. Le pido que no se canse; yo celebraré la m isa solo. Pero él no cede y veo que se agota. ¿Es m ejor em p eñ arse o ceder? Sus torm entos se convier­ ten en los m íos y... m e distraigo. La deferencia ¿está en someterse o en oponerse y servir? ¿Y si la verdadera deferencia estuviera en g u a rd a r silencio, aceptando esa ayuda al precio de ten er que sufrir? En ese caso, mis distracciones m e o b lig arían a lu ch ar por concentrarm e..., y los padecim ientos suyos se elevarían a la categoría de méritos.

Miércoles 8 de diciembre de 1954 ¿Cómo m an ifesta r tu gloria? ¿Con palab ras? Las mías no pasan de ser hojarasca d e lan te de ti, M adre de la Palabra hecha carne. M i p ala b ra carga con el pecado original, es to rp e y peligrosa com o el granizo contra los pétalos de la rosa. M is p alab ras ofenden tu frescor, menoscaban tu p len itu d y son indignas de tu belleza y de

tu perfección. Son una m ancha sobre tu im agen p ura. ¿Y exaltarte a impulsos de mi corazón? El m ínim o im pulso de un corazón m anchado ensom brece a la V irgen vestida de sol. Mis mejores sentim ientos no son m ás que espejis­ mos que huyen al resplandor de tus colores inm aculados. ¿Y a lab arte en mi pensam iento? Ese p ájaro atrevido recorta sus alas y ab ate su vuelo. N o. Yo te glorificaré con mis lágrim as... T al vez sea eso lo m ás pu ro que tengo... N o me atrevo a m irarte, por m iedo a d e fo rm ar tu perfección radiante. Un gran m aestro de la m ística y de los pinceles te eligió p ara hacer de ti su Inmaculada, obra m aestra. M urillo y B ern ad ette S oubirous te vieron con la misma im agen. Yo, en cam bio, prefiero verte en mí sin la ayuda de im agen alguna. C u a n d o te veo, ya no deseo nada más; se hace el silencio. O Purissima, o

Integra!

Jueves 9 de diciembre de 1954 Inm aculada: Immacuiata, Im m acolata, Umbefleckte; todos estos epítetos incluyen una negación y te disminu­ yen, como los parásitos ex term in an las rosas. La nega­ ción contenida en el in, ¿p ara qu é sirve? E stam os tan m anchados, que ya no pronunciam os p a la b ra s puras, reveladoras del acto del P adre celestial. Tenem os que d a r con p ala b ra s ex a cta s y transparentes, puras y radiantes, capaces de a b a rc a r, sin ensombrecerla, tu verdad infinita.

Martes 14 de diciembre de 1954 P ara las fiestas envié a mi p ad re esta c a rta: «¡Queridísimo padre, el m ejor de todos los padres! H e recibido tu últim a c a rta (sin fecha) el 26 de no­ viem bre últim o, así com o el p aq u ete en que iban los

objetos que tú enum erabas. ¡Me doy cuenta de cuánta es mi d euda con vuestro recuerdo y vuestra bondad! En estos m om entos estoy viviendo casi de caridad, que sería hum illante si no estuviera tan llena de cariño. He recibido los siguientes libros: 1) Daniel Rops; A. Briickner, c u atro volúm enes; 2) Potop (El diluvioj (m e­ nos el p rim er volum en) y los Caballeros Teutónicos, de Henryk Sienkiew icz; 3) la obra de Golubiew; 4) Santo Tomás, Sum m a Theologiae (tercero y cuarto volúmenes). ¡No sé cóm o ag radeceros la reproducción de la Virgen de Jasna G ora y la fotografía de mi madre! ¡Sentía tantos deseos de ten e r am bas cosas! El 25 de noviem bre fui reconocido de nuevo por dos médicos, pero un diagnóstico definitivo requiere análisis. Los doctores no han com probado un em peoram iento de mi salud, sino sim plem ente una debilidad general debida al cansancio. P a ra reponer fuerzas me aconsejan que, dentro de los lím ites del régim en, coma más. Me han surtido de m edicam entos, mi m oral es buena, no me dejo llevar por n ada y evito el g u a rd a r cam a. El mejor rem e­ dio: no a fe rra rse al pasado y no inquietarse por el futuio. ¿Quién en tre nosotros es dueño de su pasado o de su porvenir? D ispongo mi tiem po de suerte que lo llene la lectura; ésta — dejan d o a p a rte la oración— es mi ocupa­ ción única. Pese a mi forzada inacción, siem pre estoy haciendo algo e incluso aquí los días pasan rápidam ente. ¡Querido padre! P asa rá s una segunda N avidad sin que podamos co m p a rtir el pan ázim o. Pero no te preocupes. En las plegarias al S a g ra d o C orazón, los dos nos encon­ traremos. M i p ensam iento vuela a ti, y rezo para que, cual es tu deseo, sepas su frir com o cristiano. Al haberm e impuesto Dios unas p ru eb as en consonancia con mi voca­ ción eclesiástica, no podem os sufrirlas juntos. Pero, si tú ves en tu dolor la voluntad de Dios, puedes estar tranqui­ lo respecto a su valor. Mi com pañero y yo rezam os por nuestros padres, para que esta N avidad sea p ara vosotros don de serenidad y confianza. Q uerido p adre, te a b razo con cariño, lo mismo

que a mis herm anas y a mi herm ano y a todos los míos en Cristo, a quien ruego m itigue vuestras penas, las que yo os he causado a pesar mío. En nuestra capilla, d u ran te la misa de N avidad, pediré al P adre celestial y a nuestra M adre santa que os preteja. A unque no pueda com partir el pan ázimo, estaré de todo corazón con vosotros. Te beso las manos a ti, el m ejor de los padres, y a todos os bendigo. 14 de diciem bre de 1954. t St. W.

P. S.

G racias, S tach a, por tus am ables líneas y la foto de m am á. Os pido con todas mis fuerzas, S ta c h a y Julcia, que os ocupéis de nuestro padre».

Miércoles 15 de diciembre de 1954 O ctava de la Inm aculada C oncepción; mis pensam ien­ tos y mis palabras acerca de lo «más puro», ¿no son sino som bras proyectadas sobre el sol? ¿Q ué nos q u ed a, pues? C lam ar con nuestros labios m anchados: ¡Oh R efugio de los pecadores...! L a Iglesia universal de los pecadores nos perm ite proyectar som bras sobre la In m a c u la d a para no zozobrar en la m uerte. A nte el pueblo qu e yace en las tinieblas, se hace la luz. Y yo, en la so m b ra de mis palabras y pensam ientos, m e adu eñ o de los rayos de A quella que viene vestida de sol... E sta desviación no implica restitución. ¿Tal vez es u na occulta compensatio para un ser depuesto que renace?

Sábado 18 de diciembre de 1954 D entro de unos días, Polonia e n tra rá en un año ex­ traordinario, el del tricen te n ario de la d efensa de Jasna

Gora frente a la invasión sueca que sobrevino en 1655 4. En el curso de un consejo de guerra, el padre Augustyn Kordecki se dirigió a la nobleza: «El enemigo, preguntán­ dose dónde están nuestras virtudes de antaño, se burla de nosotros y nos desprecia. Pero yo respondo: nuestras virtudes, todas se han eclipsado, pero nos queda aún la fe y el culto a la Virgen; sobre estos cim ientos podremos reconstruir» ( H e n r y k S i e n k i e w i c z , Potop [El diluvio]). El tricen ten ario se a b re el sábado, día de M aría, pues este año será en sábado cuando dé a luz a su Hijo. Las fiestas se celeb rarán bajo su signo. Recordem os la defensa de Jasn a G ora en 1655. Fue la defensa del alm a, de la fam ilia, de la nación y de la Iglesia frente a un nuevo diluvio de brujerías. Mi Jasna Gora personal está asediado por los terraplenes del sufri­ miento: han lanzado c o n tra la grey los obuses de la superstición y de la reacción. La grey que resitió hace trescientos años sobrevivirá. En nuestros días, la defensa de Jasna G ora está en la defensa del espíritu cristiano, de la cu ltu ra nacional y de nuestras alm as, unidas en el S ag rad o Corazón y en la defensa de la lib ertad del hom bre, ham briento de creer en Dios m ás que en los hom bres, cuando no de creer en los hom bres según la voluntad de Dios.

Martes 21-miércoles 22 de diciembre de 1954 He sido som etido a exám enes m édicos com plem enta­ rios: radiografía de tó rax e intestinos, análisis de sangre y revisión de boca. La consulta tuvo lugar en el edificio del W. U. P. B. 5 de O pole, adonde me llevaron dos días 4 En 1655, el m o n a ste rio de los p ad res paulinos de Ja sn a G o ra en las afueras de C zesto ch o w a logró re c h a z a r el cerco sueco. La tradición atribuye esta in e sp e ra d a victoria al poder del c u ad ro m ilagroso de la Virgen S an tísim a. La d efen sa de Ja sn a G o ra fue la señal p ara el levantamiento c o n tra la opresión sueca. 5 La clínica d e los S ervicios de S eg u rid a d estab a en los locales voievodianos de S e g u rid a d (W U P B ).

seguidos entre las 18 y 21 h. A caban de com unicarm e el resultado: «Con general sorpresa, la sangre, los pulm ones y los intestinos están bien». Diagnóstico: un hom bre de buena salud, que contradice el de los m édicos, que, tras haberm e reconocido en Prudnik, han solicitado análisis clínicos. Un diagnóstico, quizá dem asiado optim ista... N unca me había ocurrido cosa igual. M e hicieron una radiografía de los m axilares y tres em pastes que, según el dentista, deberían d u ra r varios años. Los médicos estuvieron muy atentos, diligentes y eficaces, pero les faltaba lo esencial: la com pasión hacia el paciente. Son funcionarios más que médicos. U n m édico debe ser un am igo de su enferm o. Pero ellos no son m ás que los em pleados de un tercero.

Miércoles 22 de diciembre de 1954 M e he pasado dos días en una «clínica». Insisto: en una clínica y no en la consulta de unos m édicos, pues éstos se han com portado como perfectos a u tó m a ta s. C aren tes de alm a, se niegan a ofrecer al enferm o lo qu e m ás necesita: un rostro hum ano. Se m ueven en plan de funcionarios, p ara quienes la p ro p aganda c u e n ta m ás qu e los cuidados médicos. Su exactitud, su corrección, su eficacia, no van destinadas al paciente, sino a un tercero, cu y a presencia en carna el enferm o, y éste se siente ta n sólo un juguete a la c a rta p ara uso de los b u ró c ra tas. ¡Pobres gentes inconscientes! ¡C olum nas vertebrales taladas! T am bién ellos son eco de la presencia permanen­ te de un tercero, ¡al que ta n to les g u sta complacer! El enferm o no recibe su ayuda p a ra re c u p e ra r su salud, sino p ara obedecer las órdenes de un tercero , a quien le da lo m ismo un m édico o un paciente. ¿Q ueda entonces algo de deontología m édica? El secreto profesional, ¿subiste, por ejem plo? El m édico debe h acer un inform e completo a un tercero sobre el estado de salud del paciente. Y es el tercero el que le com unica al enferm o el diagnóstico y el

que im pone a los médicos esas buenas maneras con fines propagandísticos, pues la propaganda es más importante que la calidad de la medicina. Aquí, a las órdenes de ese tercero, puede uno sanar o morir. Y además todos mien­ ten: el m édico establece el diagnóstico que le interesa al tercero, y el enferm o, no queriendo perjudicar al médico, se calla. El tercero sentencia: «Un hombre en perfecto estado de salud». ¡H om bres, de ahora en adelante, cuida­ do con caer enfermos!

Jueves 23 de diciembre de 1954 Me han llegado tres cartas: una de mi padre, otra de mi herm ana, y la tercera, de mi herm ano, así como un paquete g rande, que, en tre otras cosas, contiene pan ázimo.

Viernes 24 de diciembre de 1954 Dos palab ras a propósito de las consultas médicas, pues en esta ocasión los doctores fueron llamados con una precipitación ex trao rd in aria. Los análisis clínicos demuestran que los que me rodean y el personal médico son ahora m ás am ables. En cam bio, la Seguridad actúa con precisión y desconfianza. Lo prueba, por ejemplo, la forma de tra sla d a rm e a Opole. C ontrariam ente al hora­ rio previsto, nunca salíam os antes de la caída de la tarde. A la entrada de la clínica, en la sede de la Seguridad, todo estaba dispuesto p ara mi llegada: el portón abierto, ni un alm a en el patio, ni siquiera los perros policías, cuyas inm ensas ja u la s vacías podía reconocer. Siempre el mismo escenario. El coche se detuvo ante una puerta lateral, y un hom bre inspeccionó el lugar; luego bajamos del coche y subim os al prim er piso a lo largo de un pasillo y una escalera desiertos. N adie. Parecía una casa encan­ tada. ¿O es que los vivos habían huido de la peste? De

todas m aneras, había trazas de v ü a T ^ ^ H ^ B R s u l t a , ju n to a un ap arato de rayos R oentgen, me atienden un médico y una dentista, ayudándose entre ellos. El médico, lisiado, se mueve con dificultad. La consulta se desarrolla en presencia del director, y el señor viejo se queda en el pasillo. La ayudante que me saca la sangre es torpe y se pone las manos perdidas. En cam bio, la den tista trabaja con rapidez y destreza. Al regreso, las m ism as precaucio­ nes de seguridad que a la ida: bajam os la escalera, reandam os el pasillo y cruzam os el patio desierto. Un silencio absoluto da la im presión de asistir a una cerem o­ nia secreta. H ay que decir que no me ha visto nadie. Yo, por mi parte, no he visto a nadie m ás que a aquellos a los que estaba autorizado a ver. La cerem onia se repitió al día siguiente. T an sólo la declaración del director rom pió el silencio: «N unca vie­ ron los médicos a nadie con ta n buena salud». He recibido ya los libros que me fa lta b a n , de los que pedí el 29 de octubre: las obras de los P ad res de la Iglesia, las de S an Ju a n de la C ru z; K rakus 6, de Norwid, y Potop (El diluvio), volum en tercero; Pan Wolodyjowski (M icer W olodyjow ski) y Quo vadis?, de Sienkiew icz7. La vigilia de N avidad tra n sc u rrió igual que el año pasado. De todas m aneras, nos proporcionaron un abeto, que el padre adornó con m edios im provisados, y la cena se acercó m ás a lo tradicional. En toda la casa reinaba el silencio. Por nuestra p arte, le dim os pan ázim o a la asistenta, pero no quisim os a te n ta r a la ideología de nuestros guardianes. ¿F alta de g enerosidad? T al vez Creo, de todas m aneras, que no sa b ría n v alo rar nuestro gesto. Son serios y m alhum orados. En cam bio, en el 6 C y p rian K am il N orw id (1 8 21-1883), g ra n p o eta, cu y a obra consti­ tuye una reflexión personal sobre la m o ral, el h o m b re y la historia M urió en P arís en el olvido y la m iseria. H oy se re sc a ta su obra lantí en Polonia com o en todo O ccid en te. 7 H enryk S ienkiew icz (1 8 46-1916), g ra n escrito r polaco. En 190 fue prem io N obel por su o b ra Quo Vadis?

prim er piso, donde nosotros, reina una alegría serena 8. Después de las once de la noche com enzam os maitines en nuestra capilla. La herm ana nos sigue libro en mano. A partir de m edianoche celebro la prim era misa cantada, a la que siguen las otras dos. Mis fieles inician los cantos de N avidad. Estam os felices en nuestra capillita sin flo­ res, con velas corrientes, que no paran de hum ear, ante el C risto que eligió estar hoy con nosotros. Hemos acor­ dado pasar ju n to s las fiestas. N adie debe sentirse solo. Nos esforzam os m u tuam ente en com batir la nostalgia, cuyo m enor síntom a es un fallo. Dios, al imponernos nuestra prueba, nos m anda ayudarnos unos a otros. Al mismo tiem po, rezam os por nuestras respectivas fam ilias para que no estén tristes. D ejam os para m ás tarde nues­ tros trabajos; d u ra n te los próxim os dos días no tocarem os ni libros ni plum a; ahora tenem os licencia para decir lo que nos apetezca, sin m iram ientos, aunque sean bobadas. ¡Libertad absoluta para los hijos de Dios! N uestros cánticos se prolongan hasta las dos de la madrugada; rezam os tam bién por la Iglesia, por el papa y los obispos, por nuestras fam ilias eclesiásticas y nues­ tros parientes. N os da la im presión de que la oración nos ha forjado un estado de espíritu satisfactorio a los ojos del Señor. N u e stra últim a oración es por nuestros g u a r­ dianes y los soldados que m ontan guardia fuera, en medio del bosque nevado. Ellos son los m ás desgraciados de todos nosotros, lo sabem os. A las 2,30 h., nuestro piso queda sum ido en la oscuri­ dad. Es un sueño radiante. Estam os llenos de confianza, Dios no está d efrau d ad o de habernos tenido en prisión estas fiestas que le traen al m undo la «llave de David» (Is 22,22). El cam ino m ás corto para hallar la paz interior frente a nuestros perseguidores es la pregunta que le hace 8 Se refiere a las larg as sobrem esas que aco stu m b ran ten er los Polacos.

C risto a Judas: «Amigo, ¿a qué viniste?» ¡Amigo! Cristo em pleaba siem pre térm inos reveladores del fondo del problem a. El traidor se convierte en am igo del R edentor. Y lo más probable, porque la traición de Ju d a s le perm ite a C risto salvar al m undo; Ju d as, convertido en instru­ m ento de los designios de Dios. Ju d as es un colaborador de la redención. Inconscientem ente y a pesar suyo, nues­ tros adversarios colaboran con nosotros, contribuyendo a que entren en juego nuestras fuerzas divinas. C iertam en ­ te, ignoran el servicio que están p restan d o a un hombre que sepa sacarle partido a la gracia con ten id a en el sufrim iento. N a d a im porta que ellos p re te n d a n ser mis enemigos, m ientras yo les tenga com o am igos qu e toman p arte en mi redención. El recuerdo de la sab id u ría, del am o r y de la bondad divinas son el m ejor m edio de d o m in ar n u estro s pesares. Todos los actos del S eñor son perfectos, y, e n tre ellos, los que se refieren a mí. C u alq u ier o b ra de Dios no contiene sino sabiduría, am or y bondad. N o alcanzo, no percibo seguram ente m ás que resplandores de la g ra n luz; pero, si com prendo el sentido del acto divino, ya se ha hecho la luz. M e obsesiona una idea: ¿Q ué h a b ría hecho S an Pablo en mi caso? ¿Le h ab ría ofrecido a su g u a rd iá n pan ázimo y Uamádole «herm ano»? ¿Le h a b ría p re g u n ta d o por su ideología? ¿ H ab ría tem ido q u e b ra n ta r el reglamento? ¡C uánto me g u staría e sta r en lib e rta d de decirle a cada uno: «H erm ano mío»! Y creo qu e eso no sería hacer propaganda ilegal. El S eñor hace que el hom bre nazca de la m ujer para felicidad de la hu m an id ad . Pero el pecado original des­ truyó su obra. Entonces la reconstruye, d an d o n acim ien to a un nuevo A dán. E sta vez el S eñor lo logra. El p rim e r Adán, por culpa de la m ujer, cayó; el segundo, g rac ia s a la mujer, venció...: Eva y M aría...

D e la m añ an a a la noche, gaudium magnum. El padre S tanislas celebra tres misas; cantam os y rezamos por la Iglesia — C uerpo m ístico que nos une— , por aquellos a quienes nos unen lazos de sangre y por aquellos a quienes estam os vinculados por la am istad, el am or y el trabajo. El desayuno, la com ida de m ediodía y la cena los despa­ chamos del m ejor hum or. A fortunadam ente, nuestra ter­ na se en c u en tra bien. Después de com er leemos el relato del últim o día del asedio sueco a Jasna Gora. Seguida­ mente can tam o s canciones de N avidad hasta la noche. El padre S tan islas tiene que luchar contra la tristeza que le trae la en ferm edad de su m adre. T erm inadas las oracio­ nes de la noche, perm anecem os largo tiempo juntos, a fin de que el p ad re no tenga tiem po de pensar «en su madre, asomada a la ventana esperando su regreso». Me da la impresión de que ha logrado conservar la calma. C ontinúa el perfecto silencio. N uestros centinelas ape­ nas si se d ejan ver. N o ap arecer ante los detenidos durante las N avidades, ¿es de buen tono en nuestra prisión? ¿O es que los pobres se im aginan que no pode­ mos m irarlos com o a herm anos? ¿Tal vez consideran las fiestas religiosas com o una elevación de la tensión contra los impíos? R ezam os p a ra que encuentren la serenidad, para que sientan el am o r que ha nacido en un pesebre para todos los hom bres. Q ue se den cuenta que necesitan a Cristo.

Por voluntad del S eñor, no puedo hoy oficiar en el altar la Tiesta de la S an tísim a T rin id ad , Padre, H ijo y Espíritu Santo. Sólo te pido una cosa, M aría: que estés presente, que a quienes m e su stitu y a n les ayudes a servir digna­ mente y m ejor qu e yo a la S an tísim a T rinidad, para que la Iglesia pueda glorificar a Dios como es debido. Recibe, María, la gloria divina que asciende hasta ti desde todos los templos de mi archidiócesis, del corazón de todos los

sacerdotes que ensalzan al P adre y proclam an al H ijo de Dios vivo; purifícanos, M aría, de todos nuestros pecados y ofrécenos a la Santísim a T rinidad.

Lunes 27 de diciembre de 1954 «Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida —porque la vida se ha manifestado, y nosotros hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó— , lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comu­ nión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea colmado» (1 Jn M -4 )

San Juan, discípulo de C risto — bebiendo de su Maes­ tro el espíritu vivificante del Evangelio— , fue testigo directo de los acontecim ientos. ¿Es por esta razón por la que este discípulo asiduo aparece en el ciclo litúrgico tan cerca del portal? N o se contenta con co m p artir la mesa del M aestro, sino que tra ta de co n tra er lazos familiares con él, y C risto le deja que recline la cabeza en su hombro. ¿Escogió C risto el portal de Belén p a ra iniciarnos en el carácter fam iliar de la experiencia religiosa? ¿Acaso no se hizo niño para que pudiéram os cogerle en brazos? ¿No vino al establo p ara que viéram os en él al que nos ha tocado en suerte a todos? ¿N o tom ó cuerpo p ara que Ju an pudiera apoyarse en él si lo necesitaba? Ju a n reve­ la, más que una teoría del Logos, una experiencia de fidelidad y de afecto. E ste am o r revienta todo razona­ m iento filosófico. Belén nos aproxim a a la P alabra, al Niño. C uando esta aproxim ación se produce, el Niño es ya encarnación de la Vida. La Iglesia nos presenta la P ala b ra en carn a d a para que, a ejemplo de Ju an , abandonándonos con confianza de

niños en los brazos de Jesús, podamos recibir la revela­ ción del Evangelio. El sentido de la presencia de Juan —en el portal, en el cenáculo de Pentecostés, en el Calvario, an te el sepulcro, al lado de la M adre de la Palabra hecha carn e— es el de abrirse al Camino.

Martes 28 de diciembre de 1954 Ex ore infantium... El gran m isterio del mundo: los niños y H erodes. Los H erodes siguen organizando el mundo co n tra Dios, quien, por medio de los niños, les da la réplica. El hom bre que se im agine que en un caso u otro puede co m portarse m ás sabiam ente que Dios, vive fuera de la realidad. Los H erodes arm an todo un tingla­ do de arg um entos p ara convencer a Dios. Y Dios les responde al m odo de los niños. C uando los seres hum anos se im aginan, en su vanidad, haber escalado la cima del poder y la sab id u ría, Dios hace venir al m undo a su Hijo Niño. Y es el N iño el que lanza su desafío a Babilonia, a Ciro, a A lejandro, a los faraones, a G recia, a Roma. Cuando el m undo, bajo el yugo de A ugusto, calla, el Niño de Belén habla. C uando el S anedrín rehúsa oírle, los pueri Hebraeorum exclam an: «¡Hosanna al H ijo de David!» Y , si les hubieran cerrado la boca, hubieran clamado las piedras... Y cuando sean destruidas Nínive, Babilonia, la A crópolis y el P alatino, sobre sus ruinas florecerán rosas silvestres; cualquier botón contendrá más esperanza que las frases petrificadas de los sedicen­ tes sabios. El cam po de b atalla es rico en significaciones y la m ano de Dios puede m ás que la técnica. Si in tentara con stru ir in teriorm ente un argum ento des­ tinado a persu ad ir a Dios, correría peligro de quedar atontado, com o les p asaría con una casa de la cu ltura 9 a esos patanes que no han visto m ás que un m illar de rascacielos en la islita de M an h attan . Esta acrobacia 9 Las C asas de la C u ltu ra en Polonia eran en aq u ella época p a rtic u ­ larmente m odestas.

especulativa, ¡qué ingenua debe a p arec er a los ojos de la sabiduría que es el amor! C uando nuestros rascacielos se vienen abajo, una lágrim a me devuelve la esperanza. Si sé llorar, es que soy como un niño. Y está ab ie rto el cam ino que lleva al Reino. Sólo con una lág rim a podré «convencer» a Dios y tran q u ilizarm e a mí m ism o...

Miércoles 29 de diciembre de 1954 Enrique II (1133-1189), rey de In g la te rra , se quejaba de que un sacerdote solo fuera c ap a z de rem over el país entero. Se tra ta b a de S an to T om ás Becket, arzobispo de C anterbury y prim ado de In g la te rra . P ero el rey se abstiene de m anifestar la razón de esas agitaciones, los artículos de C larendon, que h acían fren te a los derechos de la Iglesia. N uestros gu ard ian es se im ag in an a veces que nuestro silencio es el de unos hom bres destrozados por la violencia. O lvidan, sin em b arg o , que incluso sus botas no soportarían m ucho tiem po... la presión. Para gobernar una nación hay que ren u n ciar a la violencia; solam ente así desap arecerán las agitaciones. Es increíble que los hom bres de hoy no sepan sa ca r las conclusiones de la historia. E sta nos enseña que los im perios se vienen abajo tanto m ás ráp id am en te cu a n to m ayor es la violen­ cia que ejercen. H ay m uchos ejem plos. U n E stado mal organizado puede subsistir m ás tiem po qu e un Estado apoyado en la tiran ía y la esclavitud. B asta recordar el totalitarism o hitleriano. El poder, al igual qu e los ciuda­ danos, necesita la calm a. C u a n d o el poder deja que los ciudadanos d uerm an en paz, preserva lo qu e es suyo. El miedo del poder es el trib u to que p ag a por h a b e r recurri­ do a la violencia. U n E stado policía es un E stad o violado. Y entonces ocurre que un sa cerd o te se ve obligado a defender a los ciudadanos, sin qu e esa acción atente contra el poder.

Te dedico, ¡oh Virgen de Jasna Gora!, el año que term ina; ponle tú, con tus manos inmaculadas, a los pies del Señor: S ol i Deo. Yo te confío este año, transcurrido en esta mi cam uflada prisión, sin reproche, sin reservas ni tristeza. Tú que me ves sabes lo que supone para mí estar detenido. Tengo fe en la gracia de Dios y soy plenamente consciente de este don del que me hace disfrutar. N o pregunto el porqué; tengo confianza. La sabiduría, la bondad y el am or de Dios me bastan para conocer mi destino. ¿Por qué he de saberlo todo y enten­ derlo todo? ¿P ara qué serviría entonces la fe? El año que hoy m uere me ha traído tal convencimiento de la perfecta sabiduría del am or divino, que no experi­ mento reacción alguna de rebelión contra mi suerte. La razón se m antiene confiada, y la voluntad, sumisa. Y si me invade la nostalgia del altar, el púlpito y la oración comunitaria con el pueblo, puedo rápidam ente restable­ cer el equilibrio. Es cierto que lo más duro para mí, la pérdida m ayor, es no poder, como Cristo, enseñar a los hombres la fe en Dios, m as tam bién es posible confirmar la fe con el pensam iento y el dolor. ¿No será que Cristo, concediéndome sufrir por él, me confesará delante del Padre?

Sábado 1 de enero de 1955 Solí Deo. Por la noche dam os comienzo, en nombre de María, al año nuevo. P ara los polacos, éste será el tricen­ tenario de la defensa de Jasna G ora (1655-1955), símbo­ lo de la renovación nacional. Entonces plugo al Señor, salvar a Polonia del diluvio por mediación de la Virgen. Dios ensalzó a la M adre de su Hijo por medio de símbo­ los y milagros, y, desde entonces, Jasna Gora es, en los momentos m ás difíciles de nuestra historia, como la mu­ ralla del espíritu nacional. Hoy como ayer, evocando la

capital de la G racia, elevo mis ojos confiados a Jasna Gora. La victoria de ayer no es m ás que un signo p alpa­ ble de la gracia otorgada a la nación. A ctualm ente, llam am os a Dios, a M aría y a las conciencias para proteger el alm a cristiana de la nación, pues estam os ante una batalla que exige m ás heroísm o que si se tra tara de hacer frente a un enem igo exterior. ¡Es tan difícil librar com bate contra sí mismo! H oy m ás que nunca, necesitamos a la M adre victoriosa, dispensadora de gra­ cias; tom ar Jasna G ora es alcan zar una victoria sobre sí mismo. El tricentenario será un año de oración a la R eina de Polonia. La Providencia nos ha proporcionado su sagrada imagen ad defensionem populi Polonici. Q ue el recuerdo del auxilio divino otorgado en el pasado sea argum ento p ara los débiles y desposeídos. D esde el prim ero de año confío mis plegarias y sufrim ientos de prisionero a la M adona de Jasn a G ora. ¡Que el pueblo de C risto viva en la gracia el amor!

Miércoles 5 de enero de 1955 La cólera del P adre es una g racia, es la p ru e b a de su protección y de su voluntad de d o b leg ar a un ser recalci­ trante. El hom bre que, com o Jo b o D avid, a tra e sobre sí la cólera del Señor, es m ucho m ás dichoso qu e aquel que no refleja signo alguno de la presencia divina. Cuando Dios se irrita, doy en el fondo de mi ser con los motivos de su enojo. Por eso, vale m ás qu e un a p a ta d a dé conmi­ go en tierra, porque de la tie rra renace la vida. Yo podría fácilm ente reconocer la ju stic ia de Dios, incluso si fueran m icroscópicas mis faltas. ¡Qué a leg ría sen tirse persegui­ do, si se tra ta de darle lo que es suyo! ¡Q ué generosos son mis opresores, que ignoran cóm o m e e stán ayudando a reconciliarm e con Dios! Y si, g racias a ellos, Dios me d em uestra interés, he de am arlos. El a m o r a los enemigos deja de ser retórica y tom a cuerpo.

N o puedo cum plir con mi obligación: ensalzarte en el altar de mis greyes de Varsovia y de Gniezno. Te pido perdón por haber contribuido a am inorar tu gloria con mi ausencia. ¿M e has dicho tú: «N ada quiero de ti, ni tu ofrenda?» A légrate al menos, te lo ruego, con la presen­ cia de quienes te sirven en la catedral: viejos y jóvenes, clero y pueblo. Ellos son dignos de presentarse delante de ti; acepta su ofrenda. Y, aunque yo esté ausente, déjam e al menos, P adre, acercarm e con el corazón a tus c ate d ra­ les. T e lo suplico, ut Tibi digne et laudabiliter serviatur: que los sacerdotes que consagran la eucaristía en mis diócesis hagan que nazca el am or y la fe y den testim onio de C risto con sus palab ras y con su vida. Tú eres el S anto, tú el Señor; tú el Padre...; yo, un miserable pecador; nada m ás que un esclavo. T u obra es santa, ju sta y m isericordiosa. ¿Q uién puede saber m ejor que yo que tu clem encia es m ás g ran d e que tu justicia? ¿Quién conoce tu ju sticia m ejor que yo? La acepto y me someto.

Viernes 7 de enero de 1955 Primer viernes de mes. El S ag rad o C orazón crucifica­ do. La sangre de la cru z consagra la tierra, hace tem blar las m ontañas. Todo se tran sfo rm a. N o quedo m ás que yo, pecador. Rezo por los sacerdotes de mis diócesis, especialm ente por los de V arsovia. Ellos son los m ás probados por Dios, que ayer perm itió la destrucción de sus iglesias y hoy les obliga a reconstruirlas en m edio de las ruinas. Q ue sepan cuánto honor se les hace. Dios, encom endándoles esta misión, se fía de ellos. Q ue sean capaces de ver en

nuestros días un tiem po de bendición. Sus afanes en la capital devastada pueden p e rtu rb a r a los espíritus más ignorantes. Las ruinas de V arsovia — al igual que las cenizas de Jerusalén hab lab an a Je rem ías— deberían inspirar a nuestros sacerdotes. Dios pide a sus pastores y a sus protegidos que se purifiquen en la verdad, que no se escabullan. De todas m aneras, tem o qu e este tiempo de renovación pase, pues las heridas len ta m e n te se van cicatrizando. ¿N o será p ara disim ular n u e stra s debilida­ des? ¡Es tan difícil confesar que no carecem os de pecado, adm itir que el Señor tiene derecho a castig arn o s por nuestras m ás m ínim as desviaciones! A ceptam os gustosa­ m ente la justicia hum ana, y, en cam bio, consideramos una afrenta el que Dios nos castigue. P a ra en te n d er todo esto hay que rezar. M e da m ás miedo la lib e rtad que la prisión. La liber­ tad me llevaría a desem peñar un tra b a jo privilegiado. ¡A mí, ese bien inútil, instru m en to defectuoso, indigno de mis funciones! Soy p lenam ente consciente de ello. En c o n trap artid a, la prisión es un estad o n a tu ra l, un como tirarnos Dios a la basu ra, expresión de su ju sticia y su verdad. Y ese estado incluye factores sosegantes. Aunque mis guardianes com etan infracciones, p u ed e el Señor tran sform arlas en actos de su ju sticia.

Domingo 16 de enero de 1955 M e acaba de llegar una c a rta de mi h e rm a n a Stanislawa y un paquete de fru ta.

Lunes 17 de enero de 1955 H ace diez años que los últim os soldados alem an es dejab an a trá s las ruinas de V arsovia. «Y ahveh frustrad

plan de las naciones y anula las maquinaciones de los pueblos» (Sal 33,[32]). «C iertam ente, ni de oriente ni de occidente, ni del desierto ni de las m ontañas, pues es Dios quien juzga, y a unos hum illa y a otros ensalza», y en su m ano tiene la copa (S al 75,[74]).

Domingo 23 de enero de 1955 En este tercer dom ingo después de la Epifanía, la Iglesia les lee a sus hijos la c arta de Pablo a los Rom a­ nos: «No volváis m al por m al; procurad el bien a los ojos de todos los hom bres. A ser posible y cuanto de vosotros depende, tened paz con todos. N o os toméis la justicia por vosotros m ism os, am adísim os, antes dar lugar a la ira (de Dios), pues escrito está: ‘A mí la venganza, yo haré justicia, dice el S e ñ o r’. Por el contrario, ‘si tu enemigo tiene ham bre, dale de com er; si tiene sed, dale de beber; que haciendo así am ontonáis carbones encendidos sobre su cabeza’» (R om 12,17-20). Del m ism o m odo que la doctrina de la Santísim a Trinidad es el cénit de la verdad cristiana, así tam bién el amor a los enem igos constituye la cim a de la moral cristiana: «No te dejes vencer del m al, antes vence al mal con el bien» (R o m 12,21). Revive en ti mismo las faculta­ des de un ser d o tad o de razón, y, si careces de ellas, implora la gracia. E ste es el único cam ino para em pren­ der el progreso m oral, espiritual, cu ltu ral y político, y también la p rueba de la g ra n d e za hum ana; un com porta­ miento que responda a una sana n atu raleza hum ana y que dé testim onio de los sentim ientos que experim enta­ mos ante la necesidad de d a r libre curso a la cólera justificada. El h om bre que ejerce el poder, cada vez que reprende o castig a a sus inferiores, ¿se pregunta por casualidad si podría h ab er ju zg ad o las cosas de otro modo o haberse conducido de m an era diferente? La voz de la conciencia siem pre es la voz de la grandeza hum a­

na. P ara sofocarla, el régim en tra ta de cultivar artificial­ m ente un sentim iento de odio. H ace tres años podíamos leer en la prensa la siguiente declaración hecha al térm i­ no de un congreso del Partido: «Hemos de inculcar el odio y odiar cada vez más». El alm a polaca, educada en el Evangelio, tiende al am or. ¿Pueden entonces cam biar­ la unas declaraciones? Los polacos, gracias a Dios y al Evangelio, no serían capaces de odiar.

Martes 1 de febrero de 1955 Frumentum Christi sum: dentibus bestiarum molar, ut pañis mundus inveniar. E stas p ala b ras, atrib u id as a S an Ignacio M ártir, obispo de A n tio q u ía, expresan la n aturaleza heroica de la vocación apostólica y descubren la necesidad espiritual de un sacerdote consciente de las consecuencias irreversibles de su m isión, pues no puede retroceder aunque se en c o n tra ra en las m ism as fauces del dragón. ¡Qué situación tan angustiosa! N u e stro trabajo eclesiástico nos obliga a a fro n ta r con com prensión y con serenidad estas consecuencias ineluctables de la «divina razón de estado». El trigo y el pan son los objetos de la ofrenda eclesial, y, en su defecto, el sa cerd o te — lo mismo que hizo C risto— debe o fren d arse en m a rtirio a sí mis­ mo. Los dragones que se a lim en ta n de Dios pueden elevarse hasta él. M is perseguidores, que transform an mi trigo en pan, pueden convertirse. ¿Les vam os a privar de esta oportunidad? En nuestro siglo xx, el S eñor pide a los sacerdotes que ofrenden sus cuerpos a guisa de hostias; la ofrenda de los sacerdotes se realiza en los cam pos de concentración, auténtica hecatom be de la Iglesia.

Le he rem itido al com andante dos cartas. «Queridísim o padre: Perdona que haya tard ad o tanto en agradecerte tu carta y tus regalos, recibidos el 23 de diciembre. Estoy emocionado, adivinas todos mis deseos. Al leer tus c artas, tra to de hacerm e una idea de cómo estás de ánim os y qué tal te encuentras. Q uiero que procures no coger frío y cuides los ojos, para que puedas conservar la vista el m ás largo tiem po posible. Hemos de ponerle a Dios c ara alegre p ara que no tenga que lam en­ tarse de habernos probado para nada. S ufrir es una gracia, y con esto no estoy expresando una m áxim a de oro, sino mi propio gozo. La m utua oración que nos une el uno al otro debería, querido padre, d a r testim onio de' que somos dignos de El y de su confianza. Y eso todos los días al c eleb rar la m isa, al rezar el breviario, al recitar el rosario. Me p reg u n tas cóm o estoy. A ntes de N avidad fui some­ tido a nuevos análisis y radiografías; los resultados son satisfactorios. H e tom ado diversos reconstituyentes, y, por otro lado, los trasto rn o s del invierno pasado han desaparecido, porque las condiciones clim atológicas son mejores y la casa es seca y bien rescaldada. Respecto a los males antiguos, que tú ya conoces, hace falta, desde luego, un tra ta m ie n to largo. Como he recibido ropas, una so tana y zapatos, no me hace falta n ad a por ah ora. Las zapatillas me vienen bien. No tengo qu e co rrer con los gastos de estancia; por eso, sin d u d a, te han devuelto el dinero que habías enviado. Por lo que hace a mi em pleo del tiem po, no puedo decir gran cosa. M e levanto a las cinco de la m añana y term ino mi jornada a las veintidós horas. A lm uerzo a las 13 h. y ceno a las 19 h. T o d as las m añ a n as celebro misa a las 7,30 h. y, tras d a r un paseo, tra b a jo en mi libro. Por la

tarde, lo mismo. M i horario está tan a p reta d o que no hay lugar para pensam ientos inútiles. M eses y sem anas pasan tan rápidam ente, que ni yo m ism o me doy cu en ta. El 24 de diciem bre me trajeron la segunda serie de los libros que pidiera el 29 de octubre. M e faltan todavía los siguientes títulos: 1) Jo u rn et, L'Eglise du Verbe incarné; 2) M onseñor R adonski, Hagiografía; 3) S a n ta Teresa del N iño Jesús, Vie d'une ame; 4) D obraczynski, Gwaltowincy (Los violentos); 5) M erton, un librito gris, cuyo título he olvidado; 6) la C onstitución de la R. P. p (Konstytucja P. R. L.); 7) obras de N orw id; 8) o bras de C laudel; 9) algunas obras italian as; 10) Maslinska, Moralnosc komunistyczna (M o ral co m u n ista). En mi c a rta del 28 de o ctubre pedía el Ordo del nuevo año eclesiástico. M e hace falta, porque m e re su lta difícil rezar el breviario sin calendario, esp ecialm en te durante el tiem po de C u aresm a y P ascua. Estoy muy contento con mi nueva alb a; d ale, por favor, las gracias a mis herm anas. M e ha g u stad o m ucho tam­ bién esa preciosa bolsa de corporales con la im agen de la Virgen y los corporales. A h o ra m e h a ría feliz recibir, p ara la misa por n u estra m ad re, velas de verd ad , vino y hostias. Q ueridísim o p adre, a p rie to tu s m anos c o n tra mi cora­ zón de niño y las beso con g ra titu d por todo el bien que me han hecho d u ra n te mi vida. T o d as m is alegrías inte­ riores tienen que ver contigo. G ra c ia s, q u erid o padre, por tus oraciones, tu preocupación y tu cariño. L legue a ti la expresión de mi am or filial ju n to con m i bendición. 2 de febrero de 1955. t Síefan, cardenal Wyszynski». Ese mismo día escribí a mi h e rm a n a Stanislaw a Jarosz. «Mi qu erid a herm an a: G racias por tus c a rta s; la ú ltim a de ellas la recibí el 16 de enero. M e aleg ra que mi felicitación os haya llegado

a tiem po de poder estar unidos en la celebración de la Navidad. Tu regalo dem uestra que te han encargado de que te ocupes de enviarm e lo m ejor de lo mejor, pero no quisiera que ello perjudicara tus finanzas; me refiero especial­ mente a esas frutas tan caras que me has enviado. M u­ chas gracias; pero ¡cuidado con tus modestos haberes! Mira, adem ás, que yo en realidad no carezco de nada. He puesto a nuestro padre al corriente de mi estado de salud. N o os preocupéis; llevo una vida razonablem ente ajustada a fin de m an ten er mis fuerzas, y, si Dios quiere, ya haré en su día un tra tam ien to m ás a fondo. Los problem as de Josef me traen de cabeza; supongo que term in ará por d ejarse cu rar. Dile de mi parte que un hombre que ha recibido de Dios tan to talento es para que viva m uchos años. Por fin, ¡qué alegría!; he recibido c arta de Tadeusz, que he leído en tre líneas; dale las gracias de mi parte. N o sé por qué, pero me preocupa su salud, de la que, por cierto, me h abla m uy poco. N o dejo de poner a H ania, la nena, en m anos de n u estra san ta M adre, y confio en que, si sigue un tra ta m ie n to regulado, se desarrollará bien. Saluda con m ucho cariño a los c u atro l0. M e alegra también ten er noticias de S tach. En c u an to a Julcia, que por lo menos ponga su firm a en alguna de las ca rta s de nuestro padre. Abrazos a mis h e rm a n as y sus fam ilias. T ransm ite también mis m ejores saludos a la h erm ana superiora. Rezad por m í y tened confianza. Te abrazo de todo corazón y te bendigo. t Stefan, cardenal».

Miércoles 2 de febrero de 1955 Rubum quem viderat Moisés... Vio M oisés una zarza que ardía sin consum irse. E sta zarza sim boliza tu virgini10 La fam ilia de T a d e u sz W yszynski.

dad inm aculada. M adre de Dios, acude a socorrernos... La Iglesia, con ayuda de la zarza a rd ien te de una eterna pureza, alum bró el fuego que hace hoy resplandecer los templos del m undo cristiano. Es com o un río de fuego que alim enta nuestra llam a con su fu erza y con su luz. D iscurriendo como el agua del tem plo (vidi aquam), este m ar luminoso se extiende a lo largo de los siglos y las sucesivas generaciones se lo van incorporando. Traspasa las tinieblas de un m undo que no sabe ap reciarlo , y esta corriente de claridad a b arc a todo c u an to le pertenece en este m undo, a fin de conducirlo al seno del P a d re, lumen de lumine. ¡Qué alegría! N u e stro P a d re m e ha concedido e n tra r en el río de su luz, y yo puedo ya d u ra n te toda mi vida ensalzar lumen Christi, don de Dios a este mundo gracias a la zarza ardiente.

Jueves 3 de febrero de 1955 El p adre S tanislas ha ido a R aw icz p a ra ver a su padre, que ha venido de T arnow . E stas visitas forman p arte de un plan archisecreto. D u ra n te n u e stra estancia en Stoczek se llevaban al p a d re S ta n isla s a la prisión a Barczew para que viera allí a su pad re. P ero resulta que tenía que p restarse al m o n ta je d e un preso con sotana, cosa que, fran cam en te, d esc o n c e rtab a a su padre... Hoy, el espectáculo tiene lu g ar en la prisión d e R aw icz. Padre e hijo no están sep arad o s por rejas, sino q u e se ven en un despacho. ¡C uánto teatro! En el tra y e c to de Prudnik a R aw icz, el pad re S ta n islas se ve o b lig ad o a esconder la sotana; posteriorm ente, se le m a n d a q u e la muestre os­ tensiblem ente p a ra qu e su p a d re sepa qu e le va bien y que no se tra ta de un d eten id o , pese a q u e las visitas se celebren en prisión. Su p a d re , d e sp ista d o , deberá de p reg u n tarse por qué, cu an d o le v isita b a en Rawicz su hijo, llevaba tra je de prisionero, y a h o ra , en Barczew y en R aw icz, viene vestido con so ta n a . E stos son los enig­ m as im puestos a los c iu d a d a n o s b a jo n u estro régimen.

Una m entira a rra stra otras y em barulla cualquier rela­ ción hum ana. Abyssus abyssum invocat... Paradójica­ m ente, el pad re S tanislas tiem bla ante cada visita de su padre, porque las autoridades aprovechan la ocasión para organizarle entrevistas con algunos señores de Varsovia que le resu ltan poco gratas.

Viernes 4 de febrero de 1955 El p ad re S tan islas regresa con el Directorium para 1955. Sigo sin mi Ordo, pero el Directorium, por lo menos, nos inform a que el papa vive, que continúa exis­ tiendo la K. U. L. 11 y que las im prentas de Lourdes aceptan encargos de la Iglesia. El suplente pone en cono­ cimiento del p ad re S tan islas que gran núm ero de sacer­ dotes han sido despedidos de las escuelas «por falta de titulación». Los m ecanism os d estructores devastan pro­ gresivamente la vida religiosa de Polonia. La juventud se ve obligada a acu d ir a las iglesias, si quiere recibir enseñanza c ristian a. En algunos hospitales sigue habien­ do monjas, pero son las últim as. El «decreto sobre pues­ tos eclesiásticos» hace difícil los nom bram ientos de los sacerdotes por el E piscopado. En una p a la b ra , está visto que mi esperanza de que mi confinamiento co n trib u y a a fre n a r el proceso de destru c­ ción de la Iglesia se desvanece. A cusado de ser el princi­ pal obstáculo de los acuerdos con el Episcopado, me imaginaba que mi detención a te n u a ría las quejas del régimen. Y, efectivam ente, la lucha pareció que de mo­ mento se calm ab a. Pero la lógica b ru tal de la doctrina en vigor exige que la estra te g ia prevalezca sobre los princi­ pios... Después de mi detención se m e anunció que las demandas del E piscopado serían «oídas». Es posible, pero la persecución co n tin ú a. ¿Q ué h acer entonces? ¿Perder la esperanza? ¿P en sar que mi sacrificio es inútil? AI con­ 11 Universidad c a tó lic a d e L ublin.

trario, pongo, más conscientem ente aún si cabe, mis sufrim ientos en manos de la Iglesia, esperando que el Dios de m isericordia conceda un poco de reposo a los hom bres extenuados. Sic volo.

Sábado 5 de febrero de 1955 El com andante, ausente largo tiem po, ha vuelto a Prudnik, trayéndom e — al fin— la C onstitución de la R. P. P. y la M oral comunista, de M aslinska. E stos folle­ tos no proceden ciertam en te de mi biblioteca, pues los míos tienen anotaciones. Insisto en que sigo sin recibir varios títulos. Los folletos esos son, por lo tan to , unos «privilegiados». M e faltan en especial las o bras siguientes: 1) Annuario Pontificio; 2) Ceremoniale episcoporum; 3) Dottrina sociale cattolica, colección de documentos; 4) Ksiega Henrykowska (L ib ro de H en ry k o w ); 5) el

Ordo.

Jueves 17 de febrero de 1955 M e traen una obra de m onseñor R a d o n sk i que había pedido el pasado mes de o ctu b re. E stos señores parece que tienen m uchos de m is libros y m e los van pasando data occasione o según los im p erativ o s d e u n a estrategia secreta. P osteriorm ente, m e llegan las c a rta s d e m is hermanas y de mi herm ano, y por ellas m e e n te ro de qu e mi padre está enferm o. A la vez, m e e n tre g a n un paquete d« com ida y libros. «Q ueridísim o h erm an o : M e he decidido a c o m u n ic a rte q u e n u e stro padre est; enferm o. Al venir hace dos se m a n a s a V arsovia sufrió ui a ta q u e de apoplejía. P erd ió el h a b la , p ero otros órgano

no se han resentido. El médico ha diagnosticado una hem orragia cerebral, y, como el caso no reviste gravedad, ha aconsejado a nuestro padre sim plem ente que guarde cam a en reposo absoluto. Poco a poco fue recuperando el habla, pero está m uy débil. De todas m aneras, tranquilí­ zate, q ue nuestro padre está en las condiciones médicas las m ejores posibles. C reem os que pronto podrá hacer de nuevo vida norm al. La herm ana M axencia se ocupa de él con toda en treg a y afecto, cosa que de veras nos conmueve. En realidad es a nosotros a los que correspon­ de cu id ar a nuestro padre, pero el ataque le sobrevino en la calle M iodowa. Por favor, querido herm ano, estáte tranquilo. Convencido com o estoy de que las cosas van mejor, te he escrito la verdad, pese a que me figuro cuán penosa será p a ra ti. H e elevado al prim er ministro una solicitud p ara que se te conceda un permiso de visita. Espero que, a n te la enferm edad de nuestro padre, la respuesta será favorable. Esperam os noticias tuyas. Como no hemos recibido ninguna de ti desde hace ya dos meses, nos gustaría saber qué haces y cóm o te en cuentras ahora. Te enviam os todos cariñosos recuerdos y seguimos re­ zando por ti p a ra que conserves tus fuerzas. Dios quiera que te veam os pronto. En esta esperanza vivimos. Poniéndote en m anos del Señor y de la M adre Santísi­ ma, te rogam os nos bendigas y reces por nuestras inten­ ciones. N u e stro p ad re te a b ra z a con toda su alma. Tuya siem pre, tu herm ana. 10 de febrero de 1955. 57. Jarosz».

Viernes 18 de febrero de 1955 Tras la noticia de la grave enferm edad de mi padre, he expresado mi deseo de pedir al prim er m inistro me con­ ceda el derecho de visita. M e apoyo en el hecho de que 8.

Diario de la cárcel

mi padre ha solicitado repetidam ente al Consejo de Mi­ nistros autorización para verme. Nunca obtuvo respues­ ta. Ahora que mi padre enfermo desea verme, no puedo ignorar su voluntad. El com andante se entera de mi petición y acepta transmitirla. Yo.— Tengo además otras dos cartas, dirigidas a mi padre y a mi hermana, que se ocupa de él. Quiero que mi carta se la den a mi padre, al revés de lo que se hace habitualmente. Esos son unos métodos inhumanos, sobre todo tratándose de un ser que puede m orir de un momen­ to a otro. Reconozca usted, señor com andante, que un comportamiento así, inadmisible ya para un hombre de buena salud, es especialmente lacerante para un enfer­ mo. Eso de mostrar una carta a su destinatario y llevárse­ la, ¡eso es absolutamente odioso! El comandante me explica que la últim a carta fue leída en presencia de mi herm ana Stanislaw a Jarosz y un caballero. Determinados párrafos fueron releídos a peti­ ción expresa de mi familia. Yo.— Para mi anciano padre enferm o, lo más impor­ tante es leer y guardar una carta escrita por su hijo. Fuera de esto, ignoro cómo se le da a conocer mi correo: qué es lo que se le lee y qué es lo que no. El comandante .— Se le lee lo que se refiere a la fami­ lia. Algunas frases, ciertam ente, se omiten. Yo.— Pues yo no redacto manifiestos ni al clero ni a mis fieles; entonces ¿por qué hay pasajes que no se le leen? ¿A santo de qué se apoderan de mis cartas, que constituyen propiedad personal de mi padre y mía? Esto es una confiscación. Toda carta pertenece a su remitente o a su destinatario. Mis bienes, aunque sólo fueran un simple breviario, no han sido nunca confiscados. ¿Con qué derecho entonces se apropian de mi correo? El comandante .— N o sé nada. Le daré una respuesta de aquí a varios días. Debe de haber algunos decretos, Yo.— Pues usted tendría que saberlo, para eso es un ejecutor de unas órdenes (¿cuáles?) que atentan contra mí. Un decreto, para ser legal, debe conformarse a la

Constitución; de otra manera, nos encontraríamos en plena anarquía y tendrían cabida todos los atropellos. Usted justifica ante mí un comportamiento con un puña­ do de decretos excepcionales; enséñeme, por favor, un artículo de la Constitución que justifique la confiscación de mis cartas. ¡Qué comportamiento más raro el de ustedes! ¿Qué les he hecho yo a ustedes? Por ejemplo, a usted personalmente. El comandante.— Padre, nosotros le tratamos con amabilidad. En cuanto al correo, mire, mejor es que sea leído que no prohibido. Yo.— Me tienen sin cuidado sus buenos modales. Se puede hacer mucho daño con toda amabilidad. Y uste­ des, desde luego, me vienen m altratando desde hace ya año y medio. No com parto su opinión respecto a mi correo. Por eso escribo rara vez a mi padre, para evitarle el mal rato de que le lean mis cartas y se queden con ellas. ¿Cómo me explica usted, vamos a ver, este tipo de intervencionismo, jam ás usado con otros prisioneros? El comandante .— Al inicio de su confinamiento, su familia debió de com eter alguna torpeza, lo que dio lugar a la negativa de rem itirle el correo de usted.

Yo.— No puedo creerlo. Mi familia es demasiado mo­ desta como para em prender cualquier acción. Por si fuera poco, en mi prim era carta de Stoczek les pedí que no se lam entaran de mi suerte ante terceros. Por último, mi padre me ha confirmado que mi familia ha sido siempre fiel a esta consigna. Ustedes son los que han organizado el boicot contra mi correo, hasta tal punto que entre octubre de 1953 y abril de 1954 no he recibido ni una carta de los míos. Ni siquiera la felicitación de Navidad. ¿No se le llama a esto violación de los derechos humanos? Si ustedes tuvieran la m adurez necesaria para gobernar la nación, sabrían que el uso de la fuerza siembra el desastre. Un régimen que aspire a la estima desús gobernados debe em plear con ellos métodos hum a­ nos. Los de ustedes no sirven para nada.

El comandante.— No estamos recurriendo a la fuerza. Este año, padre, ha recibido la felicitación de Navidad. Yo.— Mire, mire, por favor, esta carta, prim era en seis meses, que recibí en abril de 1954: la han abierto de arriba abajo y la han vuelto a cerrar. ¿Esto es serio? De acuerdo, temen ustedes que mi familia haga correr las noticias de mi detención. ¿Y a mí qué me dicen? ¿A quién voy yo a contarle nada? N o me cabe en la cabeza que personas adultas se diviertan de este modo. El comandante.— Me hago cargo de que la enferme­ dad de su padre le está afectando mucho. Al fin y al cabo los padres son el bien más precioso que tenemos. Lo sé bien. He entregado al com andante tres cartas dirigidas a mi padre, a mi hermana Stanislawa y al Consejo de Minis­ tros. «Queridísimo padre: No sé cómo darte las gracias por haber firm ado de tu puño y letra la carta de Stacha. M e enternece tu esfuer­ zo, pensando lo difícil que tiene que ser para ti escribir en la cama. Desde hace una sem ana vengo celebrando diariamente la misa por nuestra familia; mi intuición no me ha engañado. No tengo palabras para pedirte perdón por no estar a tu lado en estos momentos tan duros. Soy yo quien tenía que dem ostrarte todo su afecto y no dejar que te sientas abandonado. Pero Dios lo ha dispuesto de otro modo. No me queda sino rezar por ti m ás que nunca. Y pido a nuestra m adre que desde el cielo implore a la Madre divina, para mí, la gracia de volver a verte. El Padre celestial comprende los sentim ientos familiares que él mismo ha consagrado. P ara que tus deseos se cumplan he elevado una solicitud al Consejo de Minis­ tros. En espera de respuesta, te abrazo con lodo mi corazón. M antén, por favor, toda la confianza cristiana que hace falta para que te restablezcas. Sabes muy bien,

querido padre mío, que estoy siempre a tu lado y le pido incesantemente al Señor tu curación. Tú estás en las manos del Dispensador de las luces; él te ha dado vivir tu vida sirviéndole, y tú lo has hecho con generosidad. Nada tenemos que temer, pues hemos puesto en Dios toda nuestra confianza. No dejaré de rezar a la Madre del Perpetuo Socorro de Jasna Gora que te conforte y nos consuele a todos. Beso devotamente tus queridas manos y te pido que reces por mí y que me bendigas. Recibe tú, el mejor de los padres, la bendición del primado. 17 de febrero de 1955. t Stefan, cardenal Wyszynski».

«Queridísima hermana: Ocurrió lo que me estaba temiendo. Lo estaba viendo venir: la naturaleza tan sensible de nuestro padre no ha podido resistir unos sufrimientos excesivamente duros para su edad. Gracias a Dios, el ataque le sobrevino en Varsovia, donde es muchísimo más fácil atenderle que en vuestra casa. Es cierto que nuestro padre está siempre preparado para comparecer ante Dios, pero hemos de considerar como una prueba de su misericordia el que su enfermedad no sea mortal. Gracias, Stacha, por mante­ nerte ecuánime y ocuparte de nuestro padre, a pesar de lo preocupada que tienes que estar con Jozef. Mis más afectuosas gracias a la hermana superiora por sus aten­ ciones. He escrito a nuestro padre, pero sólo dos letras para no fatigarle. A ti te digo algo más: deseo que esté dispuesto a afrontar con serenidad nuestras actuales difi­ cultades, sin abdicar de su amor hacia todos los huma­ nos. El amor es nuestro bien esencial, lo único que nos llevamos con nosotros al dejar este mundo. Ningún otro mérito cuenta nada en el más allá. Y sería una lástima que problemas pasajeros comprometieran nuestras posi­ bilidades de dicha divina. Yo quisiera que nuestro padre esté siempre convencido que Dios es el único que tiene siempre razón; el hombre, en cambio, sólo en la medida

en que se acerca a Dios. ¡Qué fuente inagotable de esperanza! Sé tú su ángel inspirador. N uestro padre, tan am ante de la familia, debe de sentirse ahora muy solo. En mi carta del 2 de febrero te inform aba acerca de mi salud, que, dejando aparte pequeños descosidos, se man­ tiene en forma. Me ha alegrado mucho tener noticias de nuestra familia. Parece que Jozef necesita de veras tu protección. Uno de estos días diré la misa por él. Me acuerdo mucho de vosotros. Hoy he rezado por Julcia; su carta me dio mucha alegría. Gracias por tus libros de ornitología, que harán más fácil mi convivencia con las gentes aladas que acuden tanto a mi ventana. He recibido siete obras italianas que me hacían mucha falta. Te agradezco las provisiones. No necesito nada. Me preocupa mucho nuestro padre. H aced lo posible por que viva. ¡Quisiera tanto volverle a ver! Dios no puede pasar sin nuestras oraciones; por eso nos mete adrede en situaciones que nos obliguen a rezar. Besa por mí las manos de nuestro padre. Dale las gracias a la herm ana por sus bondades, y a Tadeusz y Julcia por sus cartas. Os pongo a todos en manos de la M adre Santísim a y nunca jam ás os olvido en mi misa de la mañana. Os abrazo de todo corazón y os bendigo. 17 de febrero de 1955. t Stefan, cardenal Wyszynski».

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in is t r o s

Varsovia El 1 de febrero me inform ó mi fam ilia que mi padre, Stanislaw Wyszynski, había sido atacado por una grave enfermedad. Mi padre me había hecho saber ya que en cinco ocasiones se había dirigido a la presidencia del Estado para obtener un permiso de visita. N unca recibió

respuesta a su solicitud. Ahora, enfermo, ha insistido en su deseo de verme. Dada su avanzada edad, una hemo­ rragia cerebral que ha cursado con parálisis parcial del cerebro hace temer por su vida. Yo no querría que mi ausencia acelerara el proceso de deterioro de su salud y provocara su desaparición. Solicito, por tanto, al Consejo de Ministros el permiso oportuno para ver a mi padre, cumpliendo así la satisfacción de mi deseo, una necesidad del corazón y mi deber filial. 18 de febrero de 1955. t Stefan, cardenal Wyszynski».

Viernes 18 de febrero de 1955 ¿Por qué piensas en los que te persiguen, en vez de acudir a mí, tu M adre inmaculada, tu auxilio, tu defensa, tu consuelo? ¿Por qué no le hablas a mi Hijo, que se dejó crucificar por ti? ¿Por qué no te vuelves al Padre de la misericordia, que no ha dudado en sacrificar a su Hijo por ti? ¿Puedes estar sereno acordándote de tus perversos enemigos? ¿No está, acaso, tu refugio en el amor que Cristo ha traído a la tierra? Abandona esas ¡deas vanas, conviértete a las mías. Pon tus cuidados entre mis manos, que han soportado ya el m artirio del Redentor. ¿Por qué pierdes el tiempo atorm entándote por culpa de unos cuantos sin dignidad? Dedícalo a quienes pueden escu­ charte, comprenderte y consolarte. Tú no puedes cam­ biar el mundo. Tu salvador es Dios. Tu oficio no es buscar a los hombres, sino hablarles del Redentor y llevarlos a él. No esperes nada de las sombras ilusorias. Cuando te sea difícil soportar el odio de unos, acuérdate de los que te aman. Y si todos fueran tus enemigos, yo, no; yo soy tu Madre, y el Padre y el Hijo no son sino amor.

Le recuerdo al comandante mi solicitud al Consejo de Ministros. Ya ha pasado una semana: «¿Cuándo obten­ dré respuesta?» Lo ignora. «Puede tom arse algunos días; una decisión de este tipo necesita tiempo». «Será dem a­ siado tarde. Se trata de un problema hum ano grave». «Entiendo que en esta ocasión usted tendrá una respues­ ta». «Sí; pero ¿cuándo?» «No sé nada. Pronto, supongo. De todos modos, daré parte de su preocupación a mis superiores».

Viernes 25 de febrero de 1955 El comandante me declara lo siguiente: «Estoy autori­ zado a decirle a usted que su padre está m ejor y ya sale». Yo.— ¿Basta con eso? Le agradezco estas noticias, que me tranquilizan un tanto; pero ¿eso le servirá a mi padre enfermo? Su solicitud de verme le ha sido siem pre dene­ gada, por lo que vive bajo un continuo sentim iento de frustración. Si se trata ra de una persona de buena salud, podría aceptarlo, pero la curación de mi padre depende estrecham ente de sus condiciones psíquicas. Y encima se me prohíbe cum plir con su deseo m ás caro. M e veo en la obligación, caballero, de llam ar su atención sobre el hecho de que nuestra fam ilia ha pasado ya por una situación semejante: mi herm ano perm aneció dos años y medio en prisión, sin haber sido som etido a juicio, y, al ser puesto en libertad, supo que no había habido acusa­ ción alguna contra él. Su detención acabó con nuestra madre política, que m urió de pena, sin que mi hermano pudiera acudir a su entierro. Estos acontecim ientos han m arcado a mi familia, que se siente constantemente perseguida. Las circunstancias actuales son muy pare­ cidas. El comandante . — N o estoy autorizado a decirle nada más. No puedo sino repetirle que mis superiores me han

encargado que le garantice que no hay motivo de preocu­ pación. Yo.— Muchas gracias; pero ¿quién tranquiliza a mi padre? Si estuviéramos en un Estado totalitario, se po­ dría pasar todo esto en silencio; pero, según parece, vivimos en un país democrático, cuya Constitución insiste en los derechos cívicos y condena la burocracia (art.73). Ahora bien, contrariam ente a nuestra Constitución, no he recibido respuesta a mis tres solicitudes. El comandante .— No estoy autorizado a darle explica­ ciones. [Un poco alterado .] Padre, está usted muy ner­ vioso. Yo. —N ada de nervioso; me limito a decirle con toda franqueza que su comportamiento puede dar lugar a una depresión, Me considero víctima de una saña dirigida a mí, a mi familia y a mis fieles. Ustedes me han condena­ do a una m uerte civil; ustedes han interrumpido mi trabajo y han destruido mi vida privada. Mi calma no probaría nada. Además, ustedes me han privado del derecho de defensa, ignorando todas mis solicitudes. El comandante .— Yo le prometo, padre, que esta vez recibirá una respuesta. No se desmoralice. Yo.—Gracias.

Martes 8 de marzo de 1955 Fue en un «manicomio» donde Juan de Dios descubrió su verdadera vocación. Se entregó totalmente al servicio de sus compañeros, y entonces sus guardianes compren­ dieron que Juan no era un loco. Pese a todo, y a fin de ayudar al prójimo, quiso seguir entre ellos. Puesto en libertad, se ocupó de los más desgraciados, cuyo cruel destino había conocido en prisión. Dios está en lo cierto al llevarnos por caminos que nos descubren las necesida­ des humanas.

En la cruz veías a los obreros de la viña, de los que hablaste a la multitud y a los fariseos (M t 21,33-46). Como estos viñadores no rendían lo suficiente, m iraste a tu Iglesia y le confiaste tu viña. ¿Recoges bastante? Tu Iglesia no cesa de implorarte que nuestra justicia sea cada vez más fecunda. Sin em bargo, flota una pregunta angustiosa. Actualm ente, gentes que no han conocido nunca a Dios me observan. Mi com portam iento, ¿no corre peligro de borrar las huellas divinas en sus corazo­ nes? Yo te suplico: despierta en ellos el sentirte a ti. ¿Es la última ocasión? Persiste el tem or... Si estas gentes conocen mis faltas y mis debilidades, ¿qué pensarán de la Iglesia, que tiene un pastor tan indigno? Los hombres que no saben am ar desdeñan fácilm ente a un servidor del Amor. Tienen tanta ham bre, que no les puede caber en la cabeza que la felicidad consista en com er pan. Que no piensen que un hom bre débil es el Pan de la vida. Que comprendan que eres tú el A m or perfecto. Q ue puedan adivinar el amor, al menos tanto como un niño, que, a la vista de una flor, sabe que hay en alguna parte una planta que la hace crecer. El terro r se apodera de mí... Concede tu últim a gracia de A m or a estas gentes que, encerradas conmigo desde hace dieciocho meses, me ob­ servan a mí, tan torpe representante tuyo. ¡Qué dicha el que todos los fieles recen en común!

Sábado 12 de marzo de 1955 Oremus pro Pontífice Papa nostro Pió... Suplicóte, ¡oh Padre de la Vida!, que concedas a tu apóstol P í o XII largos años de trabajo y gran santidad. Dem uestra a los que quieren a ten ta r contra la vida de tu siervo q u e tú eres Señor del universo. D ale el poder de escribir y de hablar; de bendecir, de prolongar m uchos años t o d a v í a su misión pontificia. Yo, tu hum ilde prisionero, te l o ruego;

yo que, separado de mis fieles, me doy cuenta, mejor que nadie, de lo que es la gracia de poder enseñar la ciencia de Cristo. Concede a tu apóstol Pío XII todos los dones del Espíritu Santo; que quien ha exaltado ante el mundo la Asunción de la M adre de tu Hijo, sea también exal­ tado.

Domingo 13 de marzo de 1955 Leyendo el evangelio, se queda uno de una pieza. ¿Cuántos demonios hay que confiesan su fe en Cristo! (Le 4,33-41). Se les manda callar, y siguen en su obstina­ ción de llam arle «el Santo de Dios». El poder de la fe ensancha el espíritu y hace hablar. Estamos ante una evidencia que no puede negarse ni siquiera represarse; estamos ante una evidencia que fuerza a una declaración pública. Pero los hombres actúan a veces peor que los demonios. Los convencionalismos, los prejucios y el orgu­ llo les impiden confesar su fe. Por otra parte, hay tam ­ bién muchos demonios que despiertan en el hombre el odio a Dios, enseñándoles con ello a creer en él. Las sangrientas persecuciones contra la Iglesia demuestran cada vez su grandeza a los hombres. Los escritores que durante su vida inventaron blasfemias son los primeros que la comprenden. Ahora bien, el caso de estos hombres de uniforme es más grave, pues entre ellos es donde encontramos un mayor número de estúpidos; ni siquiera los demonios son capaces de hacerles razonar. La estupi­ dez es el prim er aliado de la impiedad. En cuanto a Satanás, hay que decir que oye crecer la hierba, sabe muy bien que Jesús es el Hijo de Dios (Le 4,4).

Miércoles 16 de marzo de 1955 El director me entrega cartas de mi padre, de mi hermana y del pequeño Stas, al igual que un paquete de 171

libros (seis volúmenes de Norwid y la Vie d'une ame, de Santa Teresa). Echo una ojeada a las cartas, y me entero de que mi correo, en vez de haber sido remitido a sus destinatarios, les fue leído. Pido al director se me expli­ que el fundamento legal de esta actuación, y le cito el artículo 74 de la Constitución acerca del secreto postal. «Mi queridísimo hijo: Tu última carta me fue leída el 21 de febrero en la calle Miodowa, donde sigo todavía. Gracias, hijo mío, por tus oraciones y todo lo que tan cariñosamente haces para consolarme. T am bién nosotros pedimos al Señor y a la M adre del Perpetuo Socorro de Jasna Gora. Hace ya seis sem anas que no me muevo de aquí, y los médicos me aconsejan que me mueva poco y tenga mucha tranquilidad. He estado muy débil, pero me encuentro mejor y pienso volver muy pronto a casa. Le estoy agradecidísimo a la harm ana M aksencja. Como perdí el uso de la mano, tengo todavía algunas dificulta­ des para escribir; ya pasará. Te agradezco de todo cora­ zón tu bendición pastoral y te deseo que estés fuerte física y espiritualm ente. Esperam os tu vuelta con impa­ ciencia. Recibe, con mis mejores saludos, muchos besos de todos los tuyos y mi bendición paterna. 8 de marzo de 1955.

S. Wyszynski».

«Mi querido tío: Estoy siempre deseando escribirte, pero no sé n i q u é ni cómo. Les he pedido a m am á y a papá que me a y u d e n . Hace mucho tiem po que no te veo, y me g u s t a r í a muchísimo que volvieras con nosotros. Todas las noches y todas las m añanas rezo por ti a la Virgen María. Estoy en segundo y soy muy aplicado. Estoy e s t u d i a n ­ do el catecismo y voy a hacer la prim era c o m u n i ó n en mayo. Si estás, me la d arás tú. A yudo a misa.

A mamá la ayudo en casa y hago recados. Juego con Hania, que es muy buena y alegre, y la quiero mucho. Estuvo enferma, pero ya está bien. Yo ya te he escrito, querido tío; ahora escríbeme tú también, pero una carta muy larga; te contestaré. Te envío mis saludos y besos de mi parte, de parte de Hania y de mis padres. Perdona las faltas. Reza por mí. Yo rezaré muchísimo para que vuelvas, y al señor que me traiga tu carta le diré que me la dé. Mis señas: Varsovia, 43/11, calle Grojecka. Tuyo, Stas.»

Sábado 19 de marzo de 1955 Tengo en las manos el evangelio de San Lucas... «Cuando hagas una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a los parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos, a su vez, te inviten, y tengas ya tu recompensa. Cuando hagas una comida, llama a los pobres, a los tullidos, a los cojos y a los cie­ gos, y tendrás la dicha de que no puedan pagarte» (Le 14,12-13). He aquí un manifiesto de Cristo; mani­ fiesto de un sistema social del futuro, de un futuro tal vez próximo... H asta ahora, a los pobres sólo se les alimenta con las páginas del Evangelio... Solamente los cristianos dan festines, según San Lucas. Los demás no hacen nada sin esperar la recompensa... Las enseñanzas de Cristo sorprenden por su enorme cultura social. Nos dan una maravillosa visión del festín, una visión que parece muy difícil de llevar a cabo. ¡Somos todavía tan poco cristia­ nos! ¡Tenemos un sentido social tan pobre! Muy poca fe en el progreso social, en el verdadero progreso... Nos falta arrojo para las iniciativas sociales esenciales, que ni siquiera nos atrevemos a manifestar... Esa generosidad al servicio de quienes están más necesitados... No te pre­ gunto quién eres; me basta con saber que eres pobre o que estás tullido, cojo o ciego... «Recibirás la recompensa

en la resurrección de los justos» (Le 14,14). Los progra­ mas sociales más radicales son insuficientes en relación con la audacia de la Palabra eterna del Creador... No estamos más que en el um bral de las transform aciones de la humanidad. Vendrá tu Reino sin espada ni corona, sino al servicio del amor. ¿Algo que está aún muy lejos? Tal vez... Pero no podemos retroceder...D e otro modo, el mundo no estará en disposición de com parecer ante el juicio final, en el que, por haber repartido con nuestro prójimo un pedazo de pan, un vaso de agua o un traje, seremos recompensados con el Reino celestial. ¿Somos demasiado niños todavía para llevar a cabo el maravillo­ so programa del Padre con respecto a los «siglos nuevos»?

Martes 22 de marzo de 1955 En este m artes de la cu arta sem ana de cuaresm a, la Sagrada Escritura nos dice cómo Moisés «trató de apla­ car a Yahvé, su Dios... A paga tu cólera y renuncia a derram ar sobre tu pueblo el mal... Y Y ahvé renunció a derram ar sobre su pueblo el mal con que le había amena­ zado» (Ex 32,714). Moisés fue un gran profeta. Sin em­ bargo, ¿se le puede com parar con tu H ijo? En nuestros días, la eterna Realidad encarnada, C risto, estimulado por su M adre, te suplica que tengas piedad de nosotros. Y nosotros confiamos, pues tu Hijo nos ha pedido que perdonemos a nuestros enemigos, «no sea que el sol se ponga sobre nuestra cólera», y como su doctrina procede de ti, tú tam bién nos perdonarás con presteza. Sí, confia­ mos, pese a que desde hace tiem po el sol se ha puesto sobre tu cólera, y la sangre de los hijos de esta tierra ha corrido a torrentes, las chim eneas de los hornos cremato­ rios se apagaron sobre los m uertos, la insurrección de Varsovia se convirtió en cenizas y nuestros brazos ensan­ grentados, tendidos al cielo, han vuelto a caer. Sí, segui­ mos implorando Miserere, Domine, populo tuo: et con-

tinuis tribulationibus laborantem, propitius

respirare

concede (martes de la cuarta semana de Cuaresma). Participamos del sacrificio de tu Hijo: et sustinui, qui simul mecum contristaretur... Sufriendo con los cientos de miles de prisioneros en los campos de concentración, en medio de los gritos de los torturados en los interroga­ torios, el incendio de nuestras ciudades y de nuestros campos, la miseria y el desprecio a que hemos sido sometidos... ¿Qué tienen que ver las hecatombes de un Salomón con el holocausto de una nación entera? Veni,

iam noli tardare...

Viernes 25 de marzo de 1955 He enviado las dos cartas que siguen: «Mi querido padre: Te agradezco con todo el corazón tu última carta, que me entregaron el pasado 16 de marzo. El que hayas sido capaz de hacer ese esfuerzo es prueba de que te vas recuperando. Yo, por mi parte, analizo cada uno de tus trazos como si fuera un espejo. Tu enfermedad nos ha apenado, pero hay que soportarla serenamente, como caprichos pasajeros de niño. No tengas prisa en andar moviéndote; ya sabes que los médicos te aconsejan repo­ so. Aprovecha tus reservas intelectuales para qye no tengas que fatigarte con lecturas. Gracias a Dios, no te han prohibido rezar, y así tienes materia de consuelo y de enriquecimiento espiritual. Yo estoy todos los días contigo al decir la misa y al rezar el breviario. Y como ambos acudimos a la Virgen de Jasna Gora, tú y yo nos encontramos ante su altar. Aquí tienes un medio de superar nuestras contrariedades y la causa más noble a que podemos dedicarnos. Deseo ardientemente, querido padre, que en estos días próximos a la Resurrección te abandones a ese gozo que Dios resucita en cuantos ha salvado con su sacrificio. Cristo ha sufrido para devolver­ nos la felicidad, y quiere que no la perdamos. Yo te deseo

este gozo, padre, y rezo para que te sea otorgado. Invoco las palabras de la paz divina de Pascua sobre ti, sobre mis hermanas y todos los míos. De todo corazón, te bendigo a ti y a cuantos te acom pañan y protegen. A todos os pongo en manos de nuestra M adre de Jasna Gora. 25 de marzo de 1955

St. W.» «Muy querida hermana: Gracias por tu últim a carta, recibida el 16 de marzo. Las noticias sobre la mejoría de la salud de nuestro padre me han dado mucho consuelo. Por su letra he podido comprobar que ha tenido paralizadas las manos. Hoy por hoy, su tem peram ento activo debe soportar de m ala gana el tener que hacer reposo; no obstante, procurad que no se canse. Y, aunque se encuentre bien del todo, esos viajes que hacía solo, y que me han dado ta n ta angustia, tienen que term inarse. C ierto que el clim a de Zalesia le hace bien, pero no tengáis prisa en que vuelva a casa. La hermana superiora que le cuida tiene m ucha experiencia con enfermos. Veo que te esfuerzas en tranquilizarme acerca de su enferm edad; yo, por mi parte, pongo todos mis cuidados en manos de Dios, y eso me hace mucho bien. Gracias por los seis volúm enes de N orw id, un autor del que soy gran entusiasta; pero, ¡ay!, faltan los textos que más me interesan. He recibido tam bién la Vie d'une ame, de S anta Teresa. En cam bio, no tengo aún la obra de M erton, Sem illa de contemplación, que dices tú haber­ me enviado el pasado mes de julio. En adelante, creo que es mejor que las listas de libros se incluyan en vuestras cartas. La carta de nuestro gran S tas m e ha encantado; díselo Me gustaría mucho contestarle, pero lo haré un poco más tarde. Pedí por Zenia y por Jozio con motivo de su fiesta, y me acordaré dentro de nada del de N ascia cuando diga la misa. Q uisiera veros optim istas el día de Resurrección;

valorad la gracia divina y tened confianza en nuestro Padre, que ha dado al mundo a su Hijo para que lo colme de paz y de amor. Transmite a toda la familia el testimo­ nio de mi sincero afecto. No os preocupéis por mí, que no ceso de rezar por vosotros; hacedlo vosotros por mí con resignación y con serenidad, que eso es lo que más puede ayudarme. Dos palabras acerca de los pajarillos que vienen a comer a mi ventana. La picaza, con toda su elegancia, me da que pensar; de todos modos, se comporta educada­ mente, porque, siendo como es el pájaro mayor, espera pacientemente a que la cantina qnede libre. Los trepa­ troncos, muertos de hambre, se atracan de queso fresco con entusiasmo de «pioneros del consumo». Hay también paros, abubillas, devoradoras de carne, así como martines pescadores, devotos del pan, cariñosos, ingenuos y modestos. Los gorriones no quieren comer; pero, en cam­ bio, me espían. Todas estas observaciones, carentes de valor ornitológico, me regocijan. Los estorninos, los más interesantes de todos, ya se fueron. En fin, un día te daré una conferencia sobre ellos. Gracias por tu buen corazón. No tengáis preocupación por mí; ya os lo dije en mi última carta. Dios nos protege, y, cuando nos prueba, nos recompensa con amor. Os bendigo y os pongo en las manos de la santa Madre de Jasna Gora.

S. W.» Viernes 25 de marzo de 1955 ¡Un año y medio ya de mi muerte civil, en este campo de concentración camuflado, vergonzosamente separado del mundo tras muros, alam bradas y cables, rodeado de guardias! Se podría decir que nada de cuanto me perte­ nece escapa a la censura: mi cerebro, mis movimientos, mi vida entera... ¡Qué dolor para un hombre nacido para vivir en libertad!... Sin embargo, el sufrimiento posee un

sentimiento profundo que no aparece sino al hilo del tiempo. Un sentido profundo que no es hum ano, sino divino. El sufrimiento de un sacerdote enviado a d ar testimo­ nio tiene siempre sentido divino... Aunque es difícil darse a sí mismo, por poco que ello sea, si es por ti y por tu Iglesia, yo me daré del todo. Escribo con angustia estas palabras, pues, si aceptas mi ofrenda, ¿seré capaz de agradarte? De todos modos, no te negaré nada a ti, Señor, Amor, Redentor; ni al S anto Padre, ni a las benditas almas, ni a mi grey. ¿No podría ocurrir que el sentido de mi pobre vida consistiera en convertirm e en argumento de la Verdad? ¿Será éste el mejor de mis actos? Si ello puede ensalzarte, dispon del todo de mí.

Benedic, anima mea, Domio, et omnia, quae intra sunt nomini Sancto eius. Soli Deo. Sigam os a María, sierva del Señor.

Martes 29 de marzo de 1955 San Juan Crisóstomo, desde el exilio, escribe a sus sacerdotes y fieles: «¿Que estáis en prisión y encadena­ dos? ¿Qué podría ocurriros m ejor? ¿De qué sirve ceñir una corona de oro, cuando se tiene en la mano una cadena para atar a Dios? ¿Qué tiene que ver la riqueza en comparación con una prisión oscura, sucia y llena de dolor? Alegraos de ceñir una corona de espinas, pues vuestros sufrimientos os traerán la felicidad. Ellos son la semilla de una óptima cosecha y de una gran victoria» (carta 118).

Jueves 31 de marzo de 1955 El padre Stanislas ha vuelto tras dos sem anas de obser­ vación en una clínica de W roclaw, donde permaneció en régimen cerrado con un joven vigilante. El padre está

bien, pero su aislamiento le ha fatigado mucho. Echaba de menos «nuestra casa» y la misa, que no le permitían decir. Su soledad ha sido total, sin ver a nadie, fuera de su guardián, persona, por lo demás, muy educada y siempre dispuesta a charlar, cosa de la que el padre Stanislas, por experiencia, no se fiaba nada. De todos modos, con medias palabras, se le dio a entender que cierto cambio político había despertado una creciente amabilidad en torno nuestro. En prisión todo tiene su importancia. Y así ocurre que el protocolo diplomático de nuestros guardianes les obliga a medir cada detalle con una pedantería digna de los cortesanos de Luis XIV. Sigo sin respuesta a la solicitud de ver a mi padre, pese a las reiteradas promesas del director y el comandante. La ristra de m entiras que me hacen tragar desde que me encarcelaron engorda con otra más, que, por si fuera poco, toca un problema tan delicado. Por lo tanto, he decidido no volver más a entrar en discusión ni a reivindicar nada de nada.

Domingo 3 de abril de 1955 Día de Ramos: — Gloria, laus et honor tibi sit, Rex Christe...; en busca de una gozosa oración en común, mi espíritu y mi corazón vuelan a la catedral de San Juan de Varsovia. Debo dominarme. Mi corazón, mis pensa­ mientos, deben quedarse aquí, donde Dios ha dispuesto encarcelar mi cuerpo. No quiero, Padre, aunque fuera obedeciendo nobles sentimientos, oponerme a tu volun­ tad. Si tú has permitido que me cerquen alambradas, si me impides servirte en la catedral, fía t voluntas tua. Vuelve atrás, corazón, no oses franquear esos muros, y así como este cuerpo está sometido, tú también sé fiel a Dios; que mi m irada sólo se eleve al cielo, ese cielo que no me niega él.

«Y la casa se llenó del olor de aquel perfume» (Jn 12,3). El Lunes Santo, la Iglesia nos recuerda un acto de M aría que tiene un hondo significado histórico. María, llena de gratitud por la resurrección de Lázaro, «toman­ do una libra de perfume de nardo auténtico, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos». Fue un acto salido del alma. La casa de B etania, invadida por el aroma desprendido del gesto de M aría, es imagen de la Iglesia, con el vaivén de los corazones rendidos, que entran en la morada del Señor para ensalzarle. El afecto de los corazones proporciona a Dios la m ayor alegría. Y así como Cristo defendió a M aría de los ataques de Judas, así la Iglesia defenderá a sus servidores de aque­ llos que los menosprecian. Echarse a sus pies, no rega­ tearle nada, ofrendarle nuestra vida entera: he aquí el aroma de nuestra casa, la obra secular de la Iglesia, que deja boquiabiertos a quienes ven cómo ella sigue viva. Su mérito mayor está en despertar a las alm as, creando un clima propicio a la santidad y la gloria de Dios. La humanidad paga a Dios su deuda. A bram os el martirolo­ gio, el misal, el breviario, la historia de la Iglesia, los anales, la hagiografía, la literatura ascética y mística; aspiraremos el perfum e de la casa de B etania. ¿Hay que preguntar entonces para qué sirve el sacrificio?

Jueves 7 de abril de 1955 Jueves Santo, últim a cena, institución de la e u c a r i s t í a , primera comunión y ordenación de los sacerdotes; Ia jornada más eclesial de todo el año; un día que, a d u e ñ á n ­ dose del alm a del sacerdote, le evoca su misión. Cristo deseó ardientem ente celebrar la Pacua con sus discípulo5 Las huellas de este deseo las hallam os en todo sacerdote que bebe su vocación en Cristo... ¡Qué m artirio p a r a un obispo hallarse lejos de sus sacerdotes, de su catedral, d£ su diócesis! C ada año que pasa, el Jueves S a n t o

convierte en el día más penoso de mi detención. ¡Cuánta humildad y sumisión se necesitan para vivir este día en el espíritu que me ha impuesto el Padre! Yo me siento ahora indigno de servirle en el altar, yo que antes me encontraba tan a gusto... Mi Jueves Santo. Me pregunta el comandante: «¿Có­ mo va eso, padre? Veo que usted trabaja mucho en el jardín». «Como ustedes no me dejan confesar ni predicar, tengo que hacer lo que puedo». «Eso está bien, se sentirá usted mejor». «Se siente uno bien cuando se puede seguir la vocación de cada uno». «Desde luego», confirma mi interlocutor. M andatum novum do... Ya que no me es posible cum­ plir con mi deber de im itarte, M aestro mío, arrodillándo­ me y lavando los pies a quienes me has confiado, déjame, al menos, expresar mi más ardiente deseo de hacerlo... En mi interior, beso con devoción los pies de esos hom­ bres por quienes dijiste a tu Padre: «Hágase tu voluntad». Beso devotam ente los pies de aquellos por quienes reco­ rriste la tierra santa... Beso con dovoción los pies de aquellos por quienes no retrocediste ante la flagelación. Beso con devoción los pies de aquellos por quienes te crucificaron. Beso con devoción los pies de aquellos que enviaste a todo el mundo, speciosi pedes evangelizantium pacem. Beso esos pies devotamente: por nuestra redención instituiste la Cabeza visible de la Iglesia; por ella nos permites, a nosotros los obispos, besar tus pies sagrados. Beso devotamente esos pies por los que tú me has hecho pastor, encomendándome servir amorosamen­ te a los hombres. Beso devotamente los pies de todos aquellos que te am an y de los que te odian, de los que están en gracia y de los que están en pecado, de los que siguen tus sendas y de los que se pierden; de todos aquellos que tú me mandas am ar para salvar su alma... Todos, sin excepción. Si quieres, cruzaré de rodillas el barrio de Cracovia l2. 12 A rteria principal de la vieja Varsovia, em bellecida con tesoros de arquitectura religiosa y civil de los siglos x v n y xvm .

Viernes Santo: «Engendrarás hijos con dolor...» Tú, Madre, no sufriste al dar a luz al Inm aculado en Belén. En cambio, en el Calvario, al convertirte en M adre de toda la humanidad pecadora y salvada, fue tu dolor inmenso. Tú de quien nacimos en el dolor, m uéstranos tu amor de M adre que ha sufrido tanto. ¡Oh M adre de los Siete Dolores!, tú eres para nosotros M adre de la alegría. Estarías, M aestro mío, en tu derecho de em plear con­ tra mí a los hombres más perversos, si ello fuera para gloria de Dios. El Padre — el Am or— no dudó en em­ plear contra ti a Judas, a Anás, a C aifás, a Pilato, a Herodes; toda una cohorte de soldados, de criados, de testigos falsos y al populacho, para que se cum plieran las profecías de la Escritura. Tú lo aceptaste con confianza y sumisión. En tu persona pagaste nuestras culpas, tú el Santo, el Inocente, el Inm aculado. ¿Qué puedo decir yo en lo que a mí respecta? Si me entregaras a quienes me abofetearan y escupieran, me golpearan y me calumnia­ ran, te daría la razón: vería en esos signos instrumentos de tu voluntad y los veneraría como se veneran los clavos de tu cruz. Proprio Filio suo non pepercit. El Señor aceptó la fidelidad de A brahán, p atriarca de la fe, y le computó en justicia. Pero no tuvo en cuenta sus propios sentimientos y no escatim ó a su propio Hijo. Dios puede pedirle a un sacerdote la ofrenda extrem a por su pueblo, la ofrenda de su vida. Esta tuvo lugar en el Calvario durante la prim era ofrenda de la N ueva Alianza. Hoy Cristo pide auxilio a los que sirven al a lta r, a los que concedió el privilegio de la ofrenda. Sacerdos, alter Christus, dice señalándonos al Padre. El Señor tiene derecho a im ponernos el mismo sacrificio que le exigió a su Hijo.

D urante la S em ana S an ta hicimos un retiro, y pasamos tres días enteros en nuestra capilla. Yo tuve que predicar para la herm ana, el padre y para mí mismo, lo que se dice un «auditorio» heterogéneo. H abía que seleccionar cuidadosam ente los tem as para no dirigirse únicam ente a uno de en tre nosotros, y, adem ás, un retiro sin contac­ tos personales es inútil. M is oyentes tuvieron m ucha paciencia y m ucha com prensión. Aprovecham os esta se­ mana m ayor para acercarnos a la vida de la Iglesia. El Jueves S anto tuvimos misa con «comunión» de los «fie­ les». D iariam ente cantam os el oficio de tinieblas. El Viernes S anto pusimos nuestro pensam iento en el C alva­ rio, olvidando nuestras penas y uniéndonos a Cristo. Aquél no fue nuestro calvario, sino el suyo. Me perm ití oficiar el S ábado Santo, persuadido de que, en estas circunstancias extraordinarias, la Iglesia me autorizaría. Resultaba difícil adornar nuestra capilla. Cortam os del jardín unas florecillas que apenas despuntaban del suelo. Colocadas en sus floreros, sí que em bellecían el altar. A mediodía, el com andante me trajo el correo y los paquetes de Pascua. Exam ino los regalos, y, por la canti­ dad de cartas — de mi padre, de mis herm anas Stanislawa y Janka y de mi herm ano— , deduzco que se ha producido cierta flexibilidad en el control. Rica lectura.

Domingo 10 de abril de 1955 Valde mane. Celebram os la Resurrección sin proce­ sión, pero, en cambio, cantam os maitines y el Te Deum. Como de costum bre, pasamos las fiestas en comunidad: en la capilla, en la mesa y reuniéndonos por la tarde. Hoy me atreví a decirle al suplente: «Le deseo mucha tranqui­ lidad y mucha alegría». «Gracias», dijo entre dientes. Al tajar al jardín, me dirigí al «señor mayor»: «Dios le guarde». «Gracias», contestó. Luego me detuve ante la

mesa del vigilante para ayudarle a ahuyentar su mal humor, pues los vencedores no deben poner esa cara de entierro. Todo en el mundo renace. Lo que hay que hacer simplemente es preservar las ganas de vivir. El vigilante me sonrió con el recelo digno de un boticario. Mis compañeros están contentísimos. Les oigo. La her­ mana se pasea por el corredor canturreando O filii eí

filiae, Rex caelestis, R ex Gloriae, ex morte resurrexit hodie. Alleluia. El padre, feliz de haber vuelto «a casa», entona también una canción nueva. T ras la resurrección, Cristo nos abre tales posibilidades de dicha, que podemos permanecer indiferentes a nuestra situación actual. Aquel «que todo lo puede en Aquel que le conforta», se olvida de sus males.

Lunes 11 de abril de 1955 Surrexti Dominus eí apparuit Simoni. Alleluia. El gozo de Pedro da testimonio del perdón. Bastó con que Cristo m irara a Pedro y su m irada solam ente fue absolu­ ción de la Cabeza visible de la Iglesia. Este gozo es el nuestro también, porque devuelve la esperanza. Cristo perdonó a Pedro; nosotros esperam os tam bién que nos perdone. El que m anda orar por los enemigos, siendo él el primero en hacerlo, sabe que le seguimos. Podemos confiar en la misericordia de Cristo. Alleluia, gavisi suní discipuli, viso Domino, dice el cántico de Resurrección. «Todo se ha cumplido». La condena que pendía sobre los hom bres ha sido abolida. Una vez condenado a m uerte, C risto no muere. El peli­ gro que am enazaba desde el comienzo al Hijo de Dios se disipa. La cólera del Padre contra su Hijo se apaga. Las visiones de torturas que había tenido el Hijo desde la profecía del paraíso, se borran. Golpes y bofetadas no se abatirán nunca más sobre el hombre-Dios... Alleluia, alleluia...

¡Oh, M adre del Perpetuo Socorro!, confírmaselo tú al Cordero de Dios y al Padre, diles que sus juicios son justos. H asta hace poco me extrañaba sufrir tantas prue­ bas. Ahora ya no me extraño. Dios me ha revelado cuán perjudicial era yo a la Iglesia y a sus miembros. Una sola de mis faltas basta para que la Justicia me prive de su misericordia. Cuanto más pequeños son los sufrimientos y castigos terrenales en comparación con la condenación eterna, tanto mayor es su misericordia conmigo. Yo le dejo a Dios que disponga de mí. ¡Oh, Madre!; sólo una cosa te pido: defendamos los dos al Hijo y al Padre de lo que piensen los hombres; que quienes se acuerden de mí no se rebelen nunca contra el juicio del Señor. Tú les puedes inspirar, tú les puedes hacer ver que mi castigo tiene justificación. ¡Oh, Madre!, muéstrales mis culpas. Que sepan los hombres cuán débil soy y que ensalcen conmigo la voluntad divina. No me libres de los juicios humanos, sino defiende a Dios de los hombres, aunque deba yo pagar el precio. Prefiero que me juzguen los hombres con rigor, con tal de que no emitan un sólo pensamiento contra su justicia. Ayúdame... No voy a pedirte: Ne respicias peccata mea. Te lo ruego, fíjate en mis faltas, ¡oh, Padre!, para que tú mismo te des cuenta de cuán justo es tu juicio.

Lunes 18 de abril de 1955 Pese al miedo que me da y sin saber por qué, deúo escribirlo... Sería incapaz de hacerlo por mí mismo; pero eres tú el que me lo mandas. Te lo digo con toda franque­ za: tú eres el que me obligas a poner por escrito eso que tanto temo... Heme aquí: si tienes que probarme más aún, no dudes; enciérrame, si es necesario, en una maz­ morra, hazme pasar por el tormento de los interrogato­ rios, entrégame al espectáculo de un proceso, al desprecio

del populacho... Haz lo que quieras... Ya lo he escrito por fin... ¡Qué descanso!

Martes 19 de abril de 1955 Nihil proficimus: durante todo el día hemos tenido una tormenta de nieve, entreverada por rayos de sol, remolino sobre remolino. O tra vez las tinieblas envuelven la tierra, y la nieve, azotada por el viento, viste con su sudario la hierba. Pero la tierra, que ya ha templado el sol de abril, derrite la nieve. Es inútil que caiga nieve en abril, cuando el tiempo del frío ya ha pasado y la natura­ leza suspira por el calor, la luz y la vida. H ay tiempo de invierno y tiempo de primavera. ¡Vuestra furia y sañuda tenacidad no valdrán para nada! ¡Si supierais con qué anhelo tiende la tierra al sol y a la paz! N ada puede torcer el curso del tiempo, nada podrá vencer al bien, nada será capaz de hacernos abdicar de nuestro cora­ zón... Desde hace dos mil años, el «Sol de justicia» abraza amorosamente la tierra. Y nosotros estam os en su rega­ zo; nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestros actos han nacido del amor. Todos los hom bres buscan un gesto, una m irada, un consuelo. Es ésta una aspiración anclada en nuestra sangre. Sí, la nieve la derretirán los rayos del sol aun en abril. C aldead el m undo, el sol de abril es tenue, pero no faltará a su cita. Luego el sol se hará más intenso y el am or más fuerte. Nosotros camina­ mos hacia el sol, el calor y la bondad. Basta yá de frío y palabras severas. A bram os las puertas de la patria... «Que ya ha pasado el invierno y han cesado las lluvias, Ya se m uestran en la tierra los brotes floridos» (Cant 2,11-12). No hay que d ar m archa atrás. Corramos a la Luz.

He contestado a algunas de las cartas de Pascua que recibí el 19 de abril. Concretamente, a mi padre y a mi hermana Stanislawa, pero no a mis hermanas Anastazia y Janina. Prefiero ahorrarles el sistema brutal de esa lectura que consiste en enseñarles la carta y volvérsela a meter en el bolsillo. Quiero evitarle este shock sobre todo al pequeño Stas, demasiado joven para tener que sufrir un tan grave atentado a sus derechos civiles.

«Queridísimo padre: Dentro de unos días es la fiesta de tu santo patrón, San Estanislao. Estaré particularm ente unido a ti en mis oraciones y en mi cariño. Diré una misa por tus intencio­ nes el lunes 9 de mayo, ya que el domingo tengo el deber de hacerlo por los feligreses de mis diócesis. No me olvidaré de las fiestas de todos los miembros de la fa­ milia. El día de tu santo, querido padre, daré gracias a Dios por haberte concedido restablecerte, y a mí la gracia de contar con tus oraciones, única ayuda que en estos mo­ mentos te pido. Pediré a Dios que te inspire la fe de Abrahán, que no hace preguntas, sino confía; que no exige, sino ofrece cuanto tiene; que desconoce el miedo, sabiendo que nues­ tras penas terrenales son nada en comparación con la felicidad del paraíso. Consolémonos, persuadidos de que el Padre nos une más allá de la distancia que no separa, pues el Señor del espacio tiene el poder de abolir esas distancias con un solo latido de su corazón. Con ocasión de la Pascua, mi familia y todos los míos me han dado tantas muestras de bondad, que estoy confundido. Os doy las gracias de pensamiento y en mis oraciones, sobre todo durante la misa. Con todo mi agra­ decimiento, trato de ayudaros poniéndoos siempre en manos de la Virgen de Jasna Gora, Madre del Perpetuo

Socorro, Nuestra Señora — Virgo auxiliatrix — , que no se olvida jam ás de los hijos que le han sido confiados. Le estoy muy agradecido a la herm ana superiora que se ocupa de ti y te lleva al hospital para hacerte los reconocimientos. Me tranquiliza saber que estás en ma­ nos tan buenas y experim entadas. ¡Me siento tan obliga­ do con todos los que te atienden! U na cosa te voy a pedir: no vuelvas en seguida a tus ocupaciones; has trabajado mucho durante toda tu vida, y el reposo de ahora te lo tienes plenamente merecido. No te preocupes por mí; llevo una vida muy llena, en el verdadero sentido de la palabra. N o tengo un momento libre, pues trabajo, reloj en mano, de la m añana a la noche. Parece una vida de cartujo. Mi salud no presenta cambios; así que no hace falta hablar de ella. Beso, querido padre, tus manos y te envío mis mejores saludos, con la seguridad de mi afecto y respeto. A todos os bendigo y pongo en manos de la Virgen de Jasna Gora, nuestra M adre del P erpetuo Socorro. 25 de abril de 1955. S. W.» «Queridísima herm ana: Quiero encom endarte una misión de intermediaria, Gracias anticipadas y recibe mi m ejor felicitación con motivo de tu santo, San Estanislao. Ten la amabilidad de transm itir mis saludos al S tas grande y al S tas pequeño. En los próximos días diré las siguientes misas: por nues­ tro padre, el 9 de mayo; por tus intenciones, el 11 de mayo; por Stach y su fam ilia, el 13 de mayo, y por el pequeño Stas y Ania, así como por sus padres, el 18 de mayo. A este respecto, dile a la herm ana superiora que oficiaré por sus intenciones el 20 de mayo. Habrá otra! misas por las intenciones de Julcia el 2 de junio, y por la: de toda nuestra fam ilia, el 13 de junio. Como no sé s podré escribiros antes de esa fecha, te ruego transmita: mis mejores votos a Julcia, Jan k a y Czesio; en los día: de su santo estaré unido a ellos en mis oraciones.

Vuestras cartas de Pascua me han llenado de alegría. Me gustaría contestar a todos, pero prefiero evitarles malos ratos. Dile a Nascia que me gusta la firmeza de carácter de su hijo menor; rezo por que siga así. Dios me concederá algún día poderle contestar. Quisiera saber la fecha de su primera comunión para decir una misa por él. Gracias por el quinto tomo de Chrobry, un libro que tengo como un verdadero acontecimiento de la literatura polaca contemporánea. Goloubiew es un escritor de talen­ to ,3. Como Tadeusz frecuenta a los Romek, que les diga que me acuerdo de mi ahijada y que rezo por ellos. El Sábado Santo me han llegado dos paquetes de Pascua, con todo lo que tú mencionas. Estos regalos despiertan en mí sentimientos diversos: alegría y grati­ tud, pero también el temor de estar viviendo demasiado bien. Todo objeto nuevo, al enriquecer mi horizonte limi­ tado, aum enta el universo de mis reflexiones. Ahora precisamente es cuando distingo el grato frescor de los tomates, una hortaliza que parece tan corriente que pasa desapercibida. Me ha encantado recibir tres huevos de Pascua, dignos de una exposición, tan preciosos como son. No te enfades conmigo si no digo nada acerca de mi salud. Me encuentro mucho mejor que el año pasado. Los síntomas que tú sabes necesitan tratamiento. En cambio, no tengo problema dentario alguno. No dejes, por favor, a nuestro padre reanudar demasiado pronto sus ocupaciones; ya ha trabajado bastante durante toda su vida. ¿Cuáles han sido los resultados de los reconoci­ mientos de Julcia en el hospital? Gracias a los niños por sus bonitos dibujos y su buen corazón. El mío está con la familia y todos los míos. Os bendigo con toda el alma y os pongo en manos de María, auxilio de los fieles de Jasna Gora. 5. W.» 13 A ntoni G oloubiew (nacido en 1907), autor católico de novelas históricas.

Confíteor... Beatae Mariae semper Virgini. La Iglesia, al mandarme confesar delante de M aría, le concede el derecho a entrar dentro de mi alm a y a obligarm e a una autocrítica, a desnudarme... ¡Oh, M aría, refugio de los pecadores! Sé cuán costoso es confesar a nadie. Tú tienes que escucharme; te compadezco. M as ¡qué consuelo para un pecador hallar un confesor como tú! T u misericordia implorará para mí el perdón de Dios y me trae rá la paz. Martes 3 de mayo de 1955 ¡Oh, M aría, com pañera de la Santísim a Trinidad, Rei­ na de Polonia! Hoy quiero, por medio de tus manos maternales, rendir hom enaje a la S antísim a Trinidad, y expresarle mi gratitud por haber hecho de ti nuestra Madre, la Reina de Polonia, por la gracia del Sagrado Corazón. Dándote gracias, te pido me concedas la gracia de ser fiel a la Santísim a T rinidad, al sagrado corazón de tu Hijo y a tu inm aculado corazón; la gracia de ser fiel a la Iglesia. A cuérdate, M adre, que consagré, lleno de confianza, la nación y la Iglesia polacas a tu corazón inmaculado cuando el horror de la ocupación hubo pasa­ do. Inm ediatam ente después, confié, por tu intercesión, nuestro pueblo a tu Hijo. Escucha, ¡oh Madre!, mis súplicas, dem uestra a tus hijos m ártires tu comprensión de madre. Te traigo, M adre, las cargas de mi vida; dejándolas caer de mis hombros, las pongo a tus plantas. Mírame como se mira a un obrero abrum ado por pesada carga. Ahí tienes mi fardo; lo dejo a tus pies y me quedo contemplando tus manos. N o sé hacer otra cosa mejor que llevar mi carga, que es la tuya tam bién y la de tu Hijo. Dejándola ante ti, ya me siento mejor. ¿Recibiré el salario del obrero?

Noveno aniversario de mi consagración episcopal ante el trono de la M adre santa de Jasna Gora; por medio de mi intercesora, elevo mi gratitud a la Santísima Trinidad por haberm e concedido la gracia del orden y la plenitud eclesiástica. Con el Pontifical en la mano, renuevo mis juramentos de obispo y repito interiormente: Volo, credo. Hago examen de conciencia, y, humillándome, confieso no haber cumplido durante estos nueve años mi misión por entero. La pregunta: Vis mores tuos ab omni malo

temperare, et quantum poteris, Domino adiuvante, ad omne bonum commutare?, me recuerda que aún me que­ da un largo camino que recorrer a fin de que no predomi­ ne el mal sobre el bien, pese a que la función episcopal ayuda enormemente a acercarse a la santidad. Si una ayuda divina de esta naturaleza fracasara, ¿qué clase de inútil servidor habría escogido Dios? El preámbulo a la consagración constituye una excusa para el que durante nueve años no fue capaz de realizarse. Me falta aún esa puritas dilectionis. ¿No merezco, acaso, que se me ad­ vierta: ut utatur, non glorietur potestate? ¿Quién es ese fidelis servus et prudens? Pues para que el deseo de la Iglesia se cumpla: Multiplica super eum benedictionem

et gratiam tuam: ut ad exorandum semper misericordiam tuam tuo muñere idoneus et tua gratia possit esse devotus (Pontifical romano). He acudido al preámbulo para trazar mi program a de vida interior... ¡Qué consuelo para mí, miserable, ser un claromontanus elevado a obispo de Jasna Gora! Puedo mirar a mi patria, gobernada por nuestra santa Madre. Ella no negará su auxilio a quien lucha por serle siempre fiel.

Jueves 19 de mayo de 1955 La Ascensión. Las puertas del cielo, de par en par, dejan verlo a todos los peregrinos con la lucidez de la fe

y los ojos del amor. Cuando el C&elo se abre, nuestra existencia se hace transparente como la lágrim a que rueda por las mejillas del recién nacido. El sol de la Vida enjugará sus lágrimas y le envolverá con sus amorosos rayos. El amor es infinito. Purifícame como purificaste a la S am aritana y a Ma­ ría Magdalena, la pecadora: dam e tu mano, como se la diste a Pedro en alta mar; abre mis ojos, como se los abriste al ciego de Jericó; sácam e de la tum ba, como hiciste salir a Lázaro; déjam e que te toque, como le dejaste a Tomás; confirma mi fe y enséñam e a orar, como se lo enseñaste a los apóstoles; dam e el amor que diste a M aría, para que pueda am ar, pues el am or es la virtud maestra de los seres del cielo. Hágase tu voluntad: «Acuérdate de mí y yo me acorda­ ré de ti». Te librarás entonces de tus tem ores y tus ideas vanas. Tendrás tiempo para m editar en mí y en mi Iglesia... ¿Quieres tener más tiem po? Basta con que te acuerdes de mí... H ágase tu voluntad, M aestro mío.

Domingo 29 de mayo de 1955 Los días transcurren en perfecto orden; los pasamos, e! padre y yo, trabajando anim adam ente. Al padre le inte­ resa cada vez más escribir, pero la herm ana le da un poco la lata, ya que, para librarse del estudio, se inventa ocupaciones caseras. Le he dado el últim o toque a mis Reflexiones sobre el año litúrgico; ahora comienzo la Carta a los sacerdotes ordenados por mí. Se trata de un ensayo im portante que va a constar de cuatro partes, cada una sobre un aspecto diferente de los lazos espiri­ tuales entre el sacerdote y la S antísim a Trinidad, la Iglesia, el obispo y la parroquia. Escribo despacio y con esfuerzo. El padre prosigue la puesta a punto de sus meditaciones para la juventud y está esbozando también una guía para monaguillos. D u ran te las comidas y nues­ tros paseos practicam os el italiano. El padre progresa rápidamente.

Nuestras relaciones con la «dirección» han mejorado, de forma que vamos teniendo cosas que decirnos. Cuando bajamos al jardín y vemos al señor mayor, los saludos salen más espontáneamente. Nos limitamos a hablar del tiempo y de los pájaros, pero algo es algo. En cambio, Esculapio parece un autóm ata, ni siquiera se digna mi­ rarnos cuando nos hace las preguntas de ritual de si queremos algo o cómo estamos, y, sin esperar la respues­ ta, se aleja. El comandante parece cada vez más abierto; una vez, incluso llegó a decir: «desde el punto de vista humano». En cuanto al director, ya no hablamos de nada, ni siquiera de los pinzones que han puesto su nido en mi ventana y están incubando. Hoy me han entregado dos cartas: una de mi padre y otra de mi hermana Stanislawa.

«Queridísimo hijo: El 3 de mayo me leyeron tu carta del 25 de abril. Gracias por tus augurios y tu propósito de decir una misa por mí. El 4 de mayo regresé a Zalesia, acompañado de los padres Franciszek y Hieronim. La hermana Maksencja ha caído enferma. Ha ido a Poznan, donde los médicos han decidido operarla. Tras dos semanas de preparativos, la intervención se llevó a cabo con éxito. Los Tadeusz te agradecen la misa; están bien, lo mismo que Ania, la pequeña. Stas hizo la prime­ ra comunión ayer. El padre Padacz está preocupado por saber si te llegó su carta del 3 de agosto del año pasado, que envió con las nuestras. Stasia, en la carta que adjunta, te dice más cosas. Gracias de nuevo por tus oraciones y tu bendición pastoral. Rezamos por ti, confiando en que Dios nos escuchará. Te abrazo, hijo mío, y te deseo mucha salud y fuerzas para sobrevivir. Te pongo en manos de nuestra Madre de Jasna Gora. Zalesia, 23 de mayo de 1955.

S. Wyszynski». 7.—Diario de ia cárcel

«Mi querido hermano: Tus cartas del 25 de abril nos las leyeron el 3 de mayo. Te doy las más efusivas gracias por tu felicitación y por las misas que has dicho por nosotros. El día de nuestro santo estuvimos unidos a ti delante de Dios. Saber de ti constituyó para nosotros el regalo mejor. El 8 de mayo acudí a Jasna Gora, donde hace nueve años fuiste consa­ grado obispo. Ese día se celebraron dos misas por tus intenciones: la primera, a las diez de la m añana, y la segunda, después de vísperas. Encargué tam bién una misa para el 12 de mayo, aniversario de tu ordenación. En el paquete adjunto va el agnusdei y el pan ázimo, recordándote una frase de tu consagración: Volo in cáelo eí in térra. ¿Podrías celebrar con esa hostia la misa del 31 de mayo, día de Santa M aría Virgen Reina? Me haría muy feliz que pudieras confirmármelo». [Extracto.]

Domingo 29 de mayo de 1955 Renuncio al consuelo de las cartas, porque tú tienes derecho a pedírmelo. ¿Acaso esa m ortificación podría yo negártela? Aunque estuviera libre de pecado, Tú estarías autorizado a torturarm e... Por otro lado, Tú sabes cómo consolar... Calm ado ya, me ocupé de mis tristes compa­ ñeros. De pronto, me llegan buenas noticias: el 8 de mayo se han celebrado dos misas por mis intenciones ante la imagen milagrosa de la Virgen de Jasna Gora. La Madre santísima ha aceptado aquello que le pedían para su servidor ante su trono real. Mi herm ana Stanislawa ha tomado parte en esta misa, así como ella había asistido en 1924 a la prim era misa que celebré yo, débil como Lázaro, ante el altar milagroso. Unos regalitos de mis familiares me han puesto m ás contento que un niño. ¡Cómo me consuela saber que puedo confiar! El primado encerrado ignoraba hasta ahora que velaban por él día y noche en Jasna Gora y que se dicen centenares de misas por él en el país entero.

Pienso frecuentemente que Tú podrías detenerte ante ini cárcel y gritar: «¡Lázaro, fuera de esa tumba!» Estoy atado de pies y manos y desde mi ventana veo siempre alambradas. Mis hermanas rezan ellas también por mí. Pero tú tardas ya en darme «mi cuarto día». ¿Y qué? ¡Yo estaré tan contento en mi tumba, si ello puede servir para ensalzarte!

Lunes 30 de mayo de 1955 «Amó Dios tanto al mundo». El segundo día de Pente­ costés, la Iglesia nos llama la atención sobre esta pala­ breja: tanto. Cristo no encontró mejor expresión para definir lo incomparable, lo infinito, que no tiene ni terminus a quo ni terminus ad quem. «Tanto», un signo de capacidad que exige Dios. El Hijo, consciente del amor que le tiene el Padre, tiene que ver en el don del Padre la prueba de su amor al mundo. Este «tanto» será por siempre de una capacidad infinita, que ha de llenar el Hijo, como con las tinajas de Caná. A este «tanto» divino debe corresponder un «otro tanto» humano, que es tam­ bién infinito, con la facultad de penetrarlo todo. Consti­ tuye la labor de una vida entera en colaboración con la Santísima Trinidad. Un esfuerzo creciente, un esfuerzo jamás suficiente. Creo yo que podríamos compararlo a ese unum que es necesario y a ese primum que hay que buscar. Estas tres palabras parecen adaptadas a la diná­ mica de un corazón voluntarioso.

Martes 31 de mayo de 1955 Hoy la Iglesia nos permite pronunciar todos los nom­ bres y proclamar todos los títulos de la Virgen, y durante la misa, que glorifica a María dispensadora de gracias, dar rienda suelta a lo que el corazón amante y fiel desea comunicar. Hoy tenemos libertad absoluta de palabra y

sentimientos. Hoy no nos basta con llam arte por un solo nombre, aunque sea el más hermoso. Hoy recibimos todo y hemos de ofrendar todo. ¿Hay nada tan hermoso en este valle de lágrim as como la Virgen con el hombre-Dios en brazos? El sacerdote transustancia el pan y el vino en cuerpo de Cristo; la Virgen sacrifica su cuerpo al Rey inmaculado; la Madre divina alimenta la obra de su vida. Si tuviera que volver a nacer y me preguntaran qué vocación iba a seguir, respondería sin vacilar, jugándome el cadalso: la vocación de sacerdote, aunque supiera desde el primer momento que iba a acabar encadenado por Cristo. Es preferible un sacerdote perseguido que un César adorado.

Domingo 5 de junio de 1955 La Santísim a Trinidad, el fuego del am or que arde eternam ente, como la zarza de Moisés en el desierto. El Hijo, luz del fuego, lumen de lumine; el Espíritu, llamas cuyas centellas alcanzan los corazones, extendiendo por el mundo el incendio divino. Este fuego devora la paja y purifica el oro. Las alm as irradian luz divina, proyectada por el fuego divino. N uestros resplandores se unen al fuego del amor. De este modo se form a una única hogue­ ra divina, luz de la hum anidad. U n fuego que no se consume nunca. El corazón de la Santísim a Trinidad. C risto vino como fruto del amor del Padre al m undo, nacido de un inmenso amor para dar vida al am or. Vino como reflejo de la perfección paterna. Y abrió su corazón en la cruz; es el corazón del Padre, pues en el corazón del Hijo hallamos el del Padre. El Padre tiene un corazón y le da un corazón a su Hijo. Podemos y debemos hablar de corazón

paterno. ¿Cabe amor sin corazón? El Espíritu es el amor del Padre y del Hijo. El corazón del Espíritu es corazón del Padre y del Hijo. Estos tres corazones forman uno solo, traspasado de amor recíproco. Y este amor nos da la existencia.

Jueves 9 de junio de 1955 El Sagrado Corazón. N uestra Señora es una catedral que simboliza todas las catedrales. Templum Domini donde habita la Palabra eterna. Sacrarium Spiritus Sancti. Tam bién en Polonia casi todas las catedrales antiguas llevan el nombre de la M adre del hombre-Dios. Y así debe ser. La primera ordenación sacerdotal se produjo en la Anunciación, en la catedral de Nuestra Señora. El Padre nos otorgó el don de Cristo, sacerdote según el rito de Melquisedec. Los servidores del altar beben de Cristo la vocación eclesiástica y participan del don del Padre, que consagró a Cristo sacerdote de todos los siglos. Deben, por tanto, adherirse a este Sacrarium Spiritus Sancti y seguir a la M adre del sacerdote eterno. María, que tomó parte en la prim era misa de su Hijo en el Calvario, tendría que estar siempre ante el altar donde procedemos a realizar al sacram ento de la eucaristía. Hay que invitarla a la ofrenda de todas las misas. La Iglesia evoca asiduam ente a M aría durante la misa y manda que nos confesemos Beatae Mariae Virgini. La vocación eclesiástica de Cristo se lleva a cabo en María. El alter Christus no lo debe olvidar.

Viernes 10 de junio de 1955 Para apreciar en toda su grandeza la misión eclesiásti­ ca que tiene confiada, el sacerdote debería, de vez en cuando, tom ar conciencia de su indignidad. Cristo, al que nos dirigimos durante la misa, quoniam tu solus Sanc-

tus, me hace ver quién soy yo, quortiam tu soius peccator. La fe lix culpa nos es necesaria para anular ese sentimiento de impostura que nos produce la ilusión de tener derecho al altar. Este derecho soberano no corres­ ponde más que a Cristo. El hombre-Dios, Sacerdos et Hostia, realzado por su misión de sacerdote eterno. En cuanto a mí, no soy más que un vaso de iniquidad del que el Solus Sanctus alim enta a sus hijos de form a tan singular que les preserva de mi desgraciada mediocridad.

Misericors et miserator Dominus.

Domingo 12 de junio de 1955 Octava del Sagrado Corazón. Etiam passer invenit domum, et hirundo nidum sibi, ubi ponet pullos suos. Altaria tua, Domine exercituum... (Sal 83). Veo el nido que los pinzones han construido en el hueco de mi ventana para albergar su nidada, y empiezo a entender mejor el impacto del altar sobre el alma del sacerdote. Estos cinco pajarillos torpones, anim ados ape­ nas por una chispa de vida, saben ya ab rir espontánea­ mente su pico apenas oyen estrem ecerse las alas de sus padres. Están ojo avizor, siem pre prestos, ávidos e insa­ ciables. ¿Dónde se sentirá mejor un pajarito que en su nido? N ada tiene de extraño que no le apetezca volar. En cuanto a mí, estoy ante el alta r m ás torpe que un pajarillo. No sé abrir la boca, no ofrezco nada, no hago más que repetir las palabras de Cristo: Hoc est enim Corpus meum... Pero el alado serafín me clava en el altar y me da fuerzas: altaría tua, Domine virtutum... ¿Dónde me sentiré mejor que ante el altar? ¿Dónde viviré con mayor plenitud que en este nido de gracia? ¿Qué me queda por hacer? ¿A brir la boca con ansiedad de pájaro? ¿Pegarm e al alta r como la nidada se pega a su nido? Dar mi corazón, confiar, esperar, desear, mi­ rar... Mi misión está en el altar.

Antes de haber contestado a las cartas del 29 de mayo, recibí otras misivas de mi padre y de mi hermana fecha­ das el 7 de julio, así como un paquete de víveres. Mi padre me comunica la muerte de monseñor Jalbrzykowski. Inm ediatam ente me puse a redactar la contestación. Pero me es dificilísimo expresar mi verdad interior y mis sentimientos profundos sabiendo que lo va a leer un policía. ¡Qué tortura! Sin embargo, hay algo que me ayuda a vencer mi resistencia: están esperando mis fami­ liares, que me am an y se preocupan por mi silencio. Esta resistencia a escribir constituye una forma de rebelión contra la violación de los derechos del ciudadano y del secreto postal. Este derecho, pese a mis reiteradas protes­ tas, sigue siendo violado. No sé qué es lo que leen de mis cartas y qué es lo que omiten. ¿Añaden, tal vez, comenta­ rios muy particulares y totalmente falsos a fin de com­ prometerme? ¿Cómo entonces escribir a los míos? ¿Es que mis cartas, en vez de consolarles, les hacen sufrir? Cabe esperar todo de personas que ignoran la diferencia entre la m entira y la verdad. No lo entiendo: el régimen, obligando a sus funcionarios a mentir a los ciudadanos, ¿no teme que la «virtud de la mentira» se vuelva un día contra él? «Queridísimo hijo: En mayo te enviamos cartas y un paquete que has recibido. Estamos en vilo por no tener noticias tuyas desde hace cinco semanas. Poco a poco me voy restableciendo, dejando aparte pequeños trastornos debidos a la edad. Aquí, nada nuevo. Stasia te contará más. Dinos cómo te encuentras. Slowo Powszenchne (La Voz Popular) del 21 de junio nos dio la noticia de la muerte de monseñor Jalbrzykowski el 19 de junio último. Rezamos con todas nuestras fuerzas, poniéndote en manos de la M adre de Jasna Gora y esperando la miseri-

cordia de Dios. Ten la bondad de decir una misa por la difunta Jadwiga; siempre rezaba por ti. Termino esta carta rogándote que reces por nosotros. Te deseo muy buena salud y un pronto regreso entre nosotros. Danos tu bendición pastoral. Zalesia, 30 de junio 1955.

S. Wyszynski». «Queridísimo padre: Contesto a tus cartas del 23 de mayo y 30 de junio. Estoy contentísimo de que después de haber pasado tanto hayas podido al fin regresar a Zalesia. Le doy gracias a Dios y espero que el verano y el aire del bosque contribui­ rán a restablecerte del todo. N o paro de rezar por ti al Señor y a la M adre santísim a. Estoy profundam ente agradecido a cuantos durante tu enferm edad te han brindado su ayuda, su corazón y su protección; en espe­ cial, la herm ana superiora y los padres Franciszek y Hieronim, que han venido a casa a verte. Yo se lo pagaré diciendo una misa por sus intenciones. Las noticias de la enfermedad de la herm ana M aksencja me han apenado, pero me tranquiliza saber que va m ejorando y que está en casa ya. ¡Qué alegría tan grande la prim era com unión de Stas! Al no poder ser yo el que se la diera, he dicho una misa por él el 18 de mayo y le he pedido a Dios que Stas le sea fiel durante toda su vida. Convéncele, querido padre, de que, aunque no he contestado todavía a su carta, me acuerdo mucho de él. Su fotografía con A nia está siem­ pre sobre mi mesa; du ran te mi trab ajo la miro con frecuencia y pongo a estos niños en m anos de la Madre santísima. Que S tas viva cristianam ente en la verdad con corazón puro, siem pre generoso con todos. Le bendigo con cariño. A la pregunta del padre W ladzio P adacz, contesto que no he recibido su ca rta del año pasado felicitándome por mi santo. Le agradezco su buen corazón y le ruego que

pida por mí. Digo con frecuencia misas por sus intencio­ nes. El 4 de julio oficié por ti y toda nuestra familia. Tú, querido padre, estás presente en cada una de mis misas. No desgastes fuerzas, por favor; no te metas en trabajos fatigosos ni te dejes dominar por la tristeza; conserva la calma y m antente confiado y paciente ante el Padre celestial, sabiendo que mis oraciones y mi cariño te acompañan. Más detalles, en mi carta a Stas. La noticia de la desaparición de monseñor Jalbrzykowski me ha afectado mucho. Era un hombre de una sencillez contagiosa y de un corazón de oro. Beso tus manos con respeto y te bendigo. 8 de julio de 1955.

St. W.» «Queridísima hermana: Respondo de una vez a tus dos cartas del 23 de mayo y del 30 de junio. Perdona el retraso; pero si te escribo poco es para ahorrarte el disgusto de que te lean mis cartas. El gozo de saber que has ido a Jasna Gora se mezcla con un poco de envidia, pues me hubiera gustado poder, como tú, rezar ante la imagen de nuestra Madre. Se trata de unos celos moderados, sabiendo como sabía que me iba a aprovechar de tus oraciones. Gracias de todo corazón por las tres misas, especialmente por la del noveno aniversario de consagración. Tu peregrinación me recuerda aquella mi prim era misa en Jasna Gora, hace ya treinta años, cuando estuvimos juntos. Me ha venido muy bien el que hayas enviado una hostia; he cumplido tus deseos el 31 de mayo. Estoy convencido de que nuestra M adre, protectora de los fieles, nos une y nos ayuda a perm anecer fieles al Padre que está en los cielos y a las almas buenas sobre la tierra. Volo in cáelo et in térra, realm ente y sin som bra de dudas, con más fuerza aún que el día de mi consagración. M e hace feliz tener en mi breviario una estam pa de las manos de Cristo, que me recuerda constantem ente cómo se parecen esas m a­

nos divinas a las manos humanas^ es Tfroyfranquiiizauui eso. Debéis de estar en casa muy contentos al tener nueva­ mente entre vosotros a nuestro padre, cuya salud espero sea satisfactoria. D urante el curso debe de sentirse muy solo, pero ahora tú puedes acom pañarle. M e alegra que Jozio esté mejor. En fin, espero que nuestros convalecien­ tes se animen m utuam ente a ser buenos. C uidad de que su amor al trabajo no lleve a nuestro padre a hacer esfuerzos desmesurados. Las noticias de Julcia me han tranquilizado; me acuerdo mucho de ella y la ayudo con misas. Las sucesivas enferm edades de la herm ana Maksencja me han llenado de tristeza; le deseo un restableci­ miento total. Frecuentem ente digo misas por ella, y por todas las monjas, en agradecim iento a sus antiguos des­ velos. Transmite mi felicitación a S tas y a la familia de Tadeusz por la prim era comunión. En mi m isa de Santa Ana confiaré a la pequeña A na a Dios. ¡Qué contento estoy de que los Tadeusz hayan por fin encontrado piso! Dale de mi parte m uchas gracias a W ladzio por su bonito cuadro y sus noticias, que tanto m e han alegrado. El 8 de junio celebré por él una misa dedicada a la M adre divina de Jasna G ora, a quien se lo ofrecí de por vida. Como sobrino del prim ado que es, ha de prepararse para una existencia difícil; no debe m ostrarse superior a los demás, sino que ha de ser hum ilde entre los sacerdo­ tes. En la Iglesia de Cristo nada cabe m edir con la gracia hum ana, sino todo con la gracia divina. Q ue Wladzio aprenda a obedecer este principio. C reo que pensamos igual. De todo corazón le bendigo. Me alegro por todos vosotros, así como por ti y por Janka. Las vacaciones os ayudarán a recuperaros de vuestro duro trabajo durante el año y a ocuparos un poco de vosotros mismos. G racias por haberle dado mi recado a Zosia, cuya onom ástica no olvidé. Voy a decir misas por Czesio el 20 de julio, y por los niños el 16 de agosto. Envío mis mejores saludos a las fam ilias de Janka, de Julcia y de N ascia, a mis colaboradores y a todos los

míos. Consuela a Janka y dile que en nuestra familia ya hay un Stefan 14 que nos trae preocupaciones. Te agradezco mucho las provisiones que me mandas; para ti es un trastorno y, en cambio, yo puedo pasar sin ellas. Pero, de todos modos, no te rechazo nada de cuanto es signo de nuestra comunión. Respecto a mí, mi vida sigue a su aire y sólo persisten los achaques de siempre. Como estamos en tiempo de vacaciones, tengo un moti­ vo para presumir. He criado cinco pinzones que me confiaron sus padres cuando construían su nido en el hueco de mi ventana. Observando durante un mes a estos minúsculos seres, he aprendido una lección práctica de sabiduría divina. Cristo enseñó a los hombres que ellos, mirando el ejemplo de los pájaros, eran los más impor­ tantes. Mis protegidos han abandonado ya su nido, pero les veo a veces en el jardín. H az alarde de paciencia tanto con nuestro padre como contigo misma. Tienes más de la que piensas. De todas maneras, le pediré a Dios que te haga más paciente todavía. He aquí, más o menos, en forma de crónica, lo que os puede interesar: soy todo vuestro en pensamientos y en oraciones. Os bendigo. Sábado 16 de julio de 1955.

St. W.» Sábado, evocación de S anta M aría del Carmen. Des­ pués de la comunión, y para expresar a Jesús y a M aría mi gratitud, tom aré las palabras de una mujer del pue­ blo: «Bendito el vientre que te llevó y los senos que te amamantaron». Aquí, al igual que en la historia de la redención y al igual que en toda alm a hum ana, se unen la vida de Jesús y la vida de M aría. Segunda frase: Ave, verunt corpus, natum de Maria Virgine. Tercera: Beata viscera Mariae Virginis. C uarta, ésta tomada de un 14 Se tr a ía del sobrino del c a rd e n a l, q u e lleva el m ism o nom bre de Pila que él.

canto popular: «Bienvenido, Jesús, Hijo de M aría, Dios verdadero en la hostia santa». ¿Podemos ensalzar mejor al Huésped que entra en nuestra alm a el sábado por la m añana? Hoy hemos adornado nuestro modesto altar con lirios del jardín. Florete, flores, quasi lilium... Cristo alabó los lirios. Los gorriones que los escogen para posarse en ellos, ¿son su parentela evangélica expresada por el Verbo? El lirio manifiesta la gloria del C reador mejor que el propio Salomón. Murillo acertó al tom ar sus colores para pintar a la Inm aculada. Tres colores de una pureza virginal en tres pétalos interiores perfectam ente límpidos, incluso a contra luz. Extraordinaria arquitectura de la flor: tres pétalos blancos trazando un triángulo, rodeado de tres pétalos más delgados, ligeram ente teñidos. Los triángu­ los que se entrecruzan: el exterior — Tres sunt qui testimonium dant in térra: spiritus, et sanguis, et aqua — es la obra del Espíritu Creador, que regenera al mundo con el agua y la sangre; el interior — Tres sunt qui testimo-

nium dant in cáelo: Pater, Verbum et Spiritus Sanctus — (1 Jn 5,7-8), revelando la obra com ún, el Verbo hecho carne. El conjunto simboliza el «palacio del pudor virginal». Un verdadero tem plo del Señor. Visto desde abajo, el cáliz del lirio se asem eja a una catedral gótica que envuelven blancas bóvedas sostenidas por nervaduras rosas. Cristo dijo: «Ved los lirios del campo...» Escuché­ mosle.

Lunes 1 de agosto de 1955 Las manos atadas de Cristo. Los feligreses me regalaron un cuadro cuando, camino de mi entrada en Gniezno, entré en una iglesia de Podgorz (en las afueras de Torun). C risto aparece con las manos atadas, m ientras un soldado le sujeta por el brazo.

Entre las páginas de mi breviario conservo una estampita que representa las manos atadas de Cristo, y que me dieron el día de mi consagración. ¡Cómo me consuela saber que las manos de Cristo se parecen a las manos humanas! Quienes ataron las manos de Cristo hubieran querido verle encadenado para siempre. ¡Cuántos hay que se dedican a atarle las manos a Cristo! Y en nuestros días, y careciendo de poder sobre él, la toman con los hombres destinados a liberar las manos de Dios. Cuanto más se encarnicen los enemigos de Cristo en atar sus manos benditas, tanto mayor debe ser el esfuerzo de la Iglesia en liberarlas. ¡Oh Cristo!, que yo pueda liberar tus manos en las alm as hum anas a fin de que tú puedas obrar a tu gusto, consolar y bendecir. Y, asimismo, ten piedad de quienes te encadenan, para que aprendan a saborear el amor.

Miércoles 3 de agosto de 1955 Un nuevo rito en Prudnik: me entregan las cartas y paquetes de felicitación ese mismo día. El comandante me trae las cartas de mi cumpleaños con cara más amable que de costum bre. Parece tom ar parte en nuestra alegría de recibir correo. Pasamos este día de San Szcepan en una atm ósfera serena y familiar. En este día de gracia, mis com pañeros me dem uestran su afecto todo lo que pueden. El padre Stanislas celebra una misa cantada y la herm ana entona los cantos que ha aprendido en la Familia de M aría. Pasamos juntos la jornada; rezamos en la capilla y nos reunimos a m erendar. Preparamos una «comida a la europea», a base de los artículos proporcio­ nados por nuestras familias. Como el tiempo era malo, no bajamos al jardín. Sin senderos practicables y sin un poco de aire fresco, los paseos nos resultan cada vez más penosos. El aire es asfixiante, aunque nos encontramos en la cima de una colina. A la herm ana no le gustan nues­ tros paseos, y prefiere que nos quedemos en casa. Bien es

verdad que nada nos retiene fuera. A hora se nos espía menos que al principio, pero siempre podemos adivinar un ojo que observa receloso cada uno de nuestros movi­ mientos. Hemos de luchar contra la plaga de las cule­ bras; las hay por todas partes. Gracias a tu voluntad, ¡oh Padre!, esta noche term inan cincuenta y cuatro años de mi existencia terrena y treinta y uno de misión eclesial. Yo te doy gracias por mi vida entera: por la parte sometida a tu gracia y por la que le ofrece resistencia. Mi vida me enseña a reconocer el Amor que me hace vivir. ¿M e señalas tú a mí con estas palabras: Poenitet me fecisse hominem? ¿Por qué haber­ le dado la vida? ¡Padre, mi vida, incluso tan pobre, es ya una dicha! Si no hubiera recibido la gracia de vivir, no tendría tampoco la esperanza del cielo. Lo que nazca de mi debilidad — el pecado, la resistencia— abandonará mi alma como la hoja se desprende del árbol. La vida es el don más preciado de todos y perm ite ab rir un camino hacia ti en medio de la jungla. Estoy cubierto de llagas, mis vestiduras están hechas harapos, com o si regresara de un campo de batalla. Pero tú me sanarás. No te arrepientas, Padre, de haberm e brindado la vida; incluso una vida de prisión vale más que la nada. G racias por la m adre que me has dado. H ace cincuen­ ta y cuatro años me transm itió, en medio del sufrimiento, tu am or paternal. Tú estabas presente cuando sus brazos me protegían. Mi m adre aceptó tu derecho de padre. Y, si en su día sufrió para d ar vida, ahora ábrele tu corazón, llévala a ti, cerca de tu trono de gracia y de dicha. La llamaste, joven aún, para que saliera de esta tierra; le concediste el sufrim iento de ser m adre, pero la privaste de contem plar su obra. Hoy concédele el gozo de tu m irada paternal. G racias, Padre, por mi patrón, S an E steban. ¿Habré m ancillado su nom bre, ensalzado por el m artirio? ¡Me gustaría tanto glorificarle con una vida de bondad y con mis sufrimientos! C oncédem e, ¡oh Padre!, la gracia de ver el cielo abierto y de saber o rar por mis enemigos. ¡Oh

San Esteban Protomártir! ¡Qué poca gloria te he dado! Ruega al Padre para que mi vida sirva sólo para alabar­ te. Que «Stefan» no decepcione a nadie. Gracias, Padre, por haberme concedido la gracia del bautismo, la gracia de ser sacerdote y obispo, la gracia de mi vida en la Iglesia; gracias por la Madre divina que me has dado para ocupar el puesto de la madre de mi cuerpo. Estas gracias son inmensas, y por cada una de ellas, si ése es tu deseo, pagaré el precio más alto, incluso con mi sangre.

Sábado 6 de agosto de 1955 Ayer, el director me ha ofrecido dos periódicos. «¿Cuá­ les?», le pregunto. Y le he pedido Trybuna Ludu (Tribu­ na de los Pueblos). Hoy me trajeron el semanario Stolica (La C apital), prim era revista que tengo entre mis manos desde que comenzó mi confinamiento.

Domingo 7 de agosto de 1955 A la hora de costumbre, el director vino a verme acompañado de un hom bre que se dice representante de la Seguridad, con el encargo de hablar conmigo. Mi inesperado visitante asegura querer tratar conmigo dos peticiones que yo he elevado al Consejo de Ministros. Me trae una respuesta, y quiere comenzar por lo esencial, la propuesta de cambio en mis condiciones de confina­ miento. Me comunica, en resumen, que la decisión del Consejo de Ministros es irrevocable, y que, por tanto, me será imposible volver a casa. Sin embargo, el Gobierno, en su deseo de suavizar las condiciones de mi confinamiento, me propone vivir en un convento elegido de común acuer­ do, sometiéndome a la prohibición de salir y de ejercer

cualquier función pública o eclesiástica y de rechazar toda petición o manifestación en mi favor que pudieran suscitar los eventuales visitantes. «Estas son las propues­ tas oficiales; espero su contestación». Antes de dar una respuesta exijo algunas explicacio­ nes. El primer ministro habla de dos peticiones, cuando yo he redactado tres. Además, me gustaría conocer el decreto y las motivaciones legales de mi detención. Ya he pedido tres veces el decreto en cuestión. «Su confinamiento fue decidido en base a la declara­ ción de la presidencia del Estado y en conform idad con el decreto sobre nom bram ientos a puestos eclesiásticos por el Gobierno y sobre ceses (art.6)». [Le da lectura.] «El artículo 6 no es aplicable en mi caso, tanto menos cuanto que no prevé sanción alguna punitiva de las que se me han aplicado, sin dejarm e defender. Se emplea conmigo un modo arbitrario que no se aplica a los presos comunes. Todo detenido conoce sus derechos; yo, en cambio, los desconozco. El conoce las razones de su condena y la duración de la m ism a — lo que tiene una importancia psíquica capital— ; yo, en cam bio, no sé nada. El tiene la posibilidad de m antener corresponden­ cia con sus allegados, m ientras que mis cartas son confis­ cadas. El recibe visitas de sus fam iliares, a mí se me priva de ellos. Por eso precisam ente, para saber cuál es mi situación, he pedido una entrevista con un represen­ tante oficial. C ada vez se me hacía saber que mis deseos serían elevados al Gobierno, pero yo no he recibido res­ puesta a mis tres peticiones; las de julio y octubre de 1954 y la de febrero de 1955. D ado que usted es el primer delegado del poder con el que hablo, me he visto obligado a exponerle mi postura antes de responder a sus pro­ puestas. •Encuentro la conducta del G obierno incompatible con los m ás elem entales principios de la justicia. He hablado varias veces con el presidente Boleslaw B ierut y el maris­ cal Franciszek M azur. Por eso, en esta ocasión, en vez de perder dos años, una conversación de dos horas hubiera

clarificado el litigio. ¿Por qué ha abandonado el Gobier­ no nuestras costumbres? Tiempo atrás, cuando el poder deseaba despedir de su puesto a un sacerdote, le dejaba siempre la posibilidad de tener conocimiento de los moti­ vos y explicarse. Este procedimiento, que se hizo ya costumbre, se aplicaba en las curias y con los propios interesados. ¡Cuántas veces he tenido que mandar a sacerdotes acusados que respondieran a sus cargos! Este modo de obrar daba resultados positivos. Pues bien, a mí nadie me ha concretado los cargos que me hace el Go­ bierno y nadie se ha preocupado de confrontar sus opinio­ nes con las mías. He sido agredido y sacado de mi casa en plena noche. Y, por si fuera poco, el decreto en i cuestión no dice en ninguna parte que deba yo ser trata­ do de ese modo. ¿Por qué se han violado los derechos más elementales, que se respetan incluso con los criminales? Ellos tienen derecho a un sumario, a la ayuda de un defensor y pueden explicarse ante los jueces, puesto que I conocen los motivos de su condena». Mi interlocutor, habiendo levantado acta de mi decla­ ración, insiste en que sigue esperando mi respuesta a las preguntas que acaba de hacerme. Le pido entonces algunas precisiones complementarias. «¿Podría escoger mi lugar de residencia dentro deí territorio de mis diócesis?» «Desde luego que no, y tam ­ poco en determ inadas ciudades; solamente en el campo, lejos de las grandes aglomeraciones urbanas». En cuanto a la prohibición de viajar, ésta me haría imposible una cura en Zakopane 15 o en Krynica 16. No comprendo cómo, sin contacto alguno con la pobla­ ción, podría yo «negarme a peticiones y manifestaciones». El representante de la Seguridad me hace ver que siem­ pre me es posible disuadir a mis visitantes de emprender esas acciones. Insiste en recibir respuesta mía. Le pido algunas horas 15 Z akopane, estación clim ática y lu g ar de vacaciones en los T atras. 16 Krynica, estación c lim á tic a y lu g ar de vacaciones en los Beskides.

de reflexión. Convenimos en volvernos a ver a las tres de la tarde. Después de rezar, llego a la conclusión de que la propuesta oficial que pretende suavizar mis condiciones de vida significa: que yo apruebo mi situación, creada por el decreto de septiembre de 1953, es decir, la privación de libertad, de hogar y de trabajo; que una esclavitud forzada será reem plazada por una esclavitud voluntaria; que este cambio suscitaría fácilm ente motivos de acusa­ ciones y conflictos con el régimen; que mi aceptación puede acarrear comentarios imprevisibles y decepcionar a la población. Por esta y otras razones, le respondo al representante de la Seguridad que me es imposible aceptar la propuesta del Gobierno, que considero como un nuevo castigo tras dos años de confinamiento, en los que no es posible haya podido cometer yo otros delitos; que se tra ta de una prolongación de mi privación de libertad; que pido que el Gobierno se conduzca con justicia. Mi interlocutor afirm a que su propuesta no significa castigo alguno nuevo, sino una atenuación del anterior. «Si lo acepto — respondo— , habría dado mi aproba­ ción a una sanción aplicada sin constancia de delito». El representante de la Seguridad se puso de pie, diciendo: «Muy bien, nos veremos dentro de dos años». «¿Se trata de una am enaza?» «No se tra ta de una amenaza». Se fue. A lo largo de toda la conversación me estuvo llamando, viniera o no a cuento, «señor cardenal». Puse el asunto en manos de la M adre santísima en el espíritu litúrgico del día (décim o dom ingo después de Pentecostés): lacta cogitatum tuum in Dominum et ipse

te enutriet. De vultu tuo iudicium m eum prodeat: occuli tui videant aequitatem. M e parece que he adoptado una actitud justa. M e resulta difícil convertirm e en colabora­ dor del régimen aceptando nuevas condiciones de prisión. Designado por la S an ta Sede A postólica, mi puesto está junto a la catedral del arzobispado, y yo no puedo «ele­

gir» mi lugar de residencia en contradicción con mis deberes eclesiásticos. He informado al padre de mi decisión, exponiéndole mis motivos. De momento no entendió del todo. Creía que una libertad, aunque limitada, me permitiría traba­ jar algo por la Iglesia. Pero, tras reflexionar un poco, me dio la razón. Poco a poco recobró su serenidad y reanu­ damos nuestra vida normal. Puse también a la hermana al corriente y le aconsejé que no suscitara los «problemas desagradables» que hube de tratar con el representante de la Seguridad. Le pedí que tuviera confianza en su obispo y rezara. El décimo domingo después de Pentecostés, el Gobier­ no me propone que escoja con él mi nuevo lugar de residencia, obligándome a no alejarme nunca de allí, a renunciar a toda declaración y a toda actuación públicas, a negarme a manifestaciones y peticiones en favor mío. No seguí el juego. Mi obligación es residir junto a mis catedrales de Varsovia y Gniezno, único tema del que puedo discutir. Lo que no puedo hacer es tomar parte en decisiones destinadas a privarme de libertad, ni ayudar al régimen a hacer de mí un esclavo voluntario. Una renun­ cia voluntaria a la libertad prueba una decadencia moral del ciudadano. Si renunciara a defender mis derechos a la libertad, no sería capaz — cuando hiciera falta— de defender la libertad de mi patria. Sólo el ciudadano libre puede defender la libertad. Un ciudadano oprimido, no.

Martes 9 de agosto de 1955 Todos están muy impresionados por mi negativa a aceptar las propuestas del departam ento de Seguridad, persuadidos como estaban de que me iba a faltar tiempo para decir que sí. El director le preguntó al padre: «En­ tonces ¿qué? El primado, ¿ha dicho sí?» El padre se hizo

de nuevas: «Si a qué?» «Buefi$")nV]par& ir a un conven­ to». De todo esto deduzco que mi aceptación iba a consti­ tuir un golpe publicitario, destinado, entre otros, a los corresponsales de prensa extranjeros, llegados para el Festival de la Juventud en Varsovia. En nuestro jardín se llevan a cabo im portantes refor­ mas. Se está habilitando un sendero, por orden, supongo, del representante de la Seguridad, vistas mis condiciones de vida. Asimismo están desherbando una ram pa y cu­ briéndola de grava. El sendero se inundará enseguida por las aguas que corren del terraplén a los estanques. Todos toman parte en la tarea, e incluso el com andante ha cogido, simbólicamente, una pala. El señor mayor echa una mano a los trabajadores, vigilándoles atentamente. La prensa que nos están trayendo ahora nos proporcio­ na buena distracción. T ras la visita del representante de la Seguridad, las entregas proceden con menos regulari­ dad, pero recibo Swiat (M undo), Przekroj (Brecha), Problemy (Problem as) y Przeglad Sportow (Gaceta de los Deportes). C ada lectura constituye una revelación. ¡Qué forma tan nueva de escribir! La actitud se presenta extrañam ente crítica con respecto a los tabús de ayer. Se queda uno sorprendido y hasta casi incómodo. Resulta que se pueden denunciar en la prensa las cosas que van mal en la M. O. I7, en las P. G. R. 18 y en la Z. M. P.I9. en plena descomposición. ¡H ace dos años era peligro­ so incluso pensar en ello! Si la opinión pública se expresa así, tan abiertam ente, esto quiere decir que un cambio radical se ha obrado en la táctica del régimen. He leído entre líneas: «No ponerle trab a s a la crítica» Esto significa que hoy cabe ad o p tar ju sto la conducta por causa de la cual me han encerrado. ¿Va a resultar quc yo conozco el espíritu de la revolución mejor que mis guardianes? Si en la actualidad quienes o b s ta c u liz a n la* •7 l.a m ilicia. m L as g ra n ja s del H alado o r g a n iz a d a s en fin c a s nauonaliwda»^ 19 O rg a n iz a c ió n d e la Ju v e n tu d p o la c a , c r e a d a en 194H, tola 1^* d ep en d ien te del P a rtid o . P or h a b e r s e c o m p ro m e tid o d u r u n lc l« ‘P* e s ta lin ista , la Z M P fue d is u e lta en o c tu b r e d e 1956.

críticas son considerados enemigos de la revolución, en­ tonces yo he sido siempre un «amigo», consciente de sus imperativos. Para entender bien lo que pasa en el país, leo de cabo a rabo estas sumarias revistas, sin excluir ni siquiera los anuncios. En cada línea descubro que nuevos vientos soplan sobre Polonia.

Lunes 15 de agosto de 1955 La Asunción, la Mujer vestida de sol; un beso del Apocalipsis al Génesis, beso de la bisnieta a la bisabuela, de la Omega al Alfa. El Señor es plenamente consecuen­ te: inculcó la esperanza a nuestros antepasados en el paraíso. «La mujer aplastará la cabeza de la serpiente». Y ahora parece vestida de sol. El pensamiento de Dios actúa a largo plazo, con una programación perfecta. ¡Emperador de los siglos! En cambio, los hombres, con los días contados, tienen siempre prisa. Dios, no; progra­ ma el universo con miles de años por delante. Ninguna de sus palabras dejará de cumplirse. El Espíritu Santo, el Padre del Génesis y del Apocalipsis, permanecen en vela. El Verbo está atento a que se cumplan las profecías de la Escritura. ¡Cuánto gozo nos trae el poder de Dios sobre los siglos y su fidelidad a las promesas! La unidad incomparable del programa divino constituye el poder de su causa en la tierra. Estamos esperando siempre que nuestra con­ fianza y nuestra fe en Dios se verifiquen. Queremos que Dios se justifique ante nosotros: ut iustificeris in sermo-

nibus tuis...

Jueves 1 de septiembre de 1955 La conversación de hoy entre el director (el Gato) y el padre ha sido increíble. Al revés de lo que acostumbra, el director se llevó al padre y le dijo cosas sorprendentes:

«Padre, yo me voy y va a venir otro a ocupar mi puesto. Yo creía que iba a estar con ustedes hasta el final, pero he de ocupar un nuevo cargo. Dentro de nada van a ser puestos ustedes en libertad; el prim ado volverá a casa y usted irá nuevamente a la cárcel. Como estamos en vacaciones, hay que tener todavía un poco de paciencia. A fin de mes, el Gobierno tom ará una decisión, que deberá ratificar por medio de una declaración oficial. Inmediatamente, el prim ado saldrá en libertad». El padre se puso en guardia. El director se dio cuenta: «¿No se lo cree, padre?» N atu ralm en te que el padre no se había creído una palabra. «Se dicen tantas cosas...», respondió. «Pues ya verá usted, cuando volvamos a vernos, cómo le he dicho la verdad». El director trató de convencer al padre de su buena voluntad y de la veracidad de sus palabras. Inútil, porque ya se habían burlado dem asiadas veces del padre. Esta vez el director no impuso la restricción habitual de no decirle nada al primado. H ay que pensar que lo que quería es que yo me en terara en seguida. El padre, muy dueño de sí, vino a contarm e su conver­ sación con el director. Decidimos com portarnos como si tal cosa. Seguiríam os trab ajan d o con norm alidad, tran­ quilam ente y evitando todo nerviosismo; incluso escribí a mi familia que me enviara unos libros. Si las promesas de el Gato son una provocación, debe saberse que lo habíamos descubierto; cosa norm al, dado que, después de las mentiras diarias, no creem os fácilm ente en las pro­ mesas. I Debo confesar que desde la m em orable visita del re­ presentante de la S eguridad, quienes m e ro d e a n te han vuelto más am ables. El señor com andante se deshace por abordar tem as «humanos» e interesarse, entre otras co­ sas, por mis progresos con los pájaros. Va a ver al padre hecho unas pascuas y sale contentísim o. Ambos nos da­ mos perfecta cuenta de que nuestros guardianes se com­ portan con discreción y apenas si se dejan ver. La mesa de la puerta está vacía; libros, papeles, plumas, han

desaparecido. Incluso el billete de 100 zlotys que estaba expuesto siempre allí... El guardia, en cuanto oye nues­ tros pasos, se eclipsa en el corredor. Si pedimos hostias, vino o bombillas, se nos atiende inmediatamente; en cambio, antes teníamos que esperar semanas enteras. Tal y como le había dicho al padre, el director nos dejó, y la hermana le vio marchar con sus maletas. En su puesto han colocado a un pobre hombre desvaído, sin modales «heroicos». El comandante me viene a ver todos los días.

Viernes 9 de septiembre de 1955 Le entrego al comandante la carta siguiente: «Queridísimo padre: He recibido vuestras cartas con vuestras felicitaciones y el paquete la mañana del 3 de agosto. No puedo, ¡ay!, agradecéroslo como quisiera, es decir, directamente y sin tener que recurrir a papel y pluma. ¡Que es tan poco!... Nada puede suplir la presencia cuando se quieren expre­ sar sentimientos profundos. Por eso os hago llegar todo mi afecto por el medio más eficaz: el Sagrado Corazón. El papel se hace pedazos, la tinta se borra, pero lo que tiene vida eterna conserva su lozanía. Nosotros sólo po­ demos encontrarnos en la oración. Y ella, la oración, es el mejor regalo que me podéis hacer. ¡Cuánto agradezco cada Ave María, cada rosario, cada misa! Lo que más me ayuda, padre, son tus oraciones. Tú me has dado la vida y aspiras a que sea una vida digna. ¿He de decirte que ésa es también mi mayor preocupación? No tengo más que una vida, y hay que evitar que se manche. Reza por mí, padre querido, que tu oración es mi ayuda más preciada, lo único que te pido. Fuera temores y dudas, que yo pido por ti, sobre todo durante la misa y el rezo del rosario.

Me conforta, querido padre, saber que estás cada vez más animado. Acostrumbrado al trabajo, tu organismo ha logrado superar la enferm edad. A hora debes cuidar de mantenerte confiado y sereno. N o te dejes llevar por la tristeza, que roe nuestro subconsciente y nos azota psíquicamente. Vive en espíritu cristiano, que la mano auxiliadora del Señor dirige los pasos hum anos. Vive con sentimientos de gratitud y adoración a Dios. C uanto más se libera el hombre de sus pequeños cuidados, tanto más gana en serenidad para poder dom inar sus grandes sufri­ mientos. Oye su consejo: «A cuérdate de mí y yo me acordaré de ti». No tomes, padre querido, dem asiado a la letra las noticias que a veces le doy a S tasia acerca de mi salud. Lo hago únicamente por afán de verdad y por evitaros temores inútiles. Los m edicam entos no me hacen tanta falta como la vida familiar. M e sorprende a mí mismo lo bien que soporto mis actuales condiciones de vida y mis viejos achaques no me atorm entan dem asiado. Gracias a mi calma no pienso ni en el pasado ni en el futuro. Leo mucho y, en cambio, escribo poco, porque me faltan materiales de trabajo. Pero está así bien. Desde agosto recibo algunos sem anarios (Stolica, Swiat, Przekro, Problemy), y estoy, más o menos, al corriente de lo que pasa. Me alegra, querido padre, que no estés solo. Julcia y Stasia te acom pañan y la capilla con el Santísimo la tienes al lado; puedes ir cuantas veces te apetezca. Afor­ tunadam ente, tus hijos te consuelan com o tú mereces. ¡Tanto mayor motivo para estarle agradecido al Padre celestial! Recuérdalo, diciendo con frecuencia el Te

Deum Mantengámonos unidos en la oración, especialmente durante mi misa de las 7,30 h. Oficié por la difunta Jadwiga, de la que nunca me olvido. T am bién diré una misa el día del aniversario de la m uerte de mamá, pues me ayuda muchísimo. Beso tus manos queridas con afecto y filial sumisión y me confio a tus oraciones. Os agradezco a ti y a Julcia

vuestras cartas. Cariñosos saludos a toda la familia. Os bendigo. 8 de septiembre de 1955.

St. W.» «Querido hijo: El 14 de septiembre me han leído tu carta fechada el 8 del mismo mes. Te la agradezco mucho. Habíamos estado mucho tiempo sin correo tuyo, dos meses enteros. Nos alegramos de que hayas recibido a tiempo nuestra felicitación y nuestros paquetes. El 3 de agosto fue para nosotros gran fiesta de familia y te pusimos en las manos de Dios y de nuestra M adre santísima, pidiéndole que te concediera fuerzas para seguir adelante y reemprender tus deberes. El P. Wladyslaw 2° celebró una misa por ti y fueron muchas las personas que vinieron a rezar con todo fervor. Gracias por tus consejos, tan útiles y since­ ros; merece la pena seguirlos, porque, por ejemplo, hasta ahora me había olvidado del Te Deum\ ahora lo recito a diario. Gracias por el rosario que rezas por mí. Por mi parte, de acuerdo con la dedicatoria de mi misal, ofrezco por mi hijo todas las buenas obras y oraciones del día. Me encuentro bien, pero le temo un poco al invierno, porque, desde hace algún tiempo, siempre se me resiente la salud en esa época. Monseñor M ich al21 me ha renova­ do la invitación a irme con él, cuando venga el frío, a Varsovia. Me gustaría poner en práctica tu hermosa frase acerca del arte de superar el dolor. Yo he sufrido ya mucho, y espero que Dios me ayudará a soportar esta última y especialmente dura prueba. Las buenas noticias de tu salud me reconfortan. Que el Señor te dé ese don precioso en esta tu crítica situación es algo que nos obsesiona, y no cesamos de importunarle a este respecto con nuestras oraciones. En la fiesta de la M adre de los Siete Dolores fui en M El padre W ladislaw Padacz. 11 Mons. M icha! Klepacz.

Rectum iudicium tuum... Obras rectam ente... Alabado seas. Pasaré los próximos días en un clima de gratitud. Todas mis plegarias te las elevo para ensalzar a la Santí­ sima Trinidad. Si adoro tu justicia, he de hacerlo ponien­ do de relieve los signos de esa tu inmensa misericordia que ha enriquecido los dos años de mi vida de encierro. Sólo me pesa una cosa: ¿habré sabido aprovecharla? Déjame seguir viviendo a tu servicio: tacere, adorare, gaudere... A tu lado, m adre del Rosario, comencé mi existencia de prisionero; pocas horas antes de mi deten­ ción aconsejaba yo a los fieles reunidos ante la iglesia de Santa Ana que recitaran el rosario. Protégeme por los fíeles de tu rosario... R efugium peccatorum..., ora...

Sábado 15 de octubre de 1955 En estos últimos días se ha roto mi soledad cartujana. He recibido cartas de mi padre y de mi herm ana Stanislawa, así como cuatro paquetes de víveres y libros; libros, por cierto, que me hacían falta y no me atrevía a pedir. Vengo constatando que entre mi fam ilia y yo media una forma de comunicación que, por fortuna, escapa a la censura. Hay cosas en las que basta pensar para que se cumplan. A consecuencia de un resfriado me ha salido un orzue­ lo, que no puedo cuidar con mis propios medios. He tenido que pedir un médico. La respuesta fue inmediata. Se me avisó que m archaríam os a la clínica de Opole el 13 de noviembre por la noche. La salida fue a las 23,30 horas. Como otras veces, fui atendido en la clínica de la Seguridad de la voievodia. El médico, venido de Varsovia, un tipo vanidoso, pagado de sí mismo, parlanchín, estuvo asistido por una chica joven que hacía de enferme­ ra y sonreía. N uestro com andante, que me acompañaba, mostró mucha fam iliaridad con el doctor. Los imperati­ vos de la «seguridad» se respetaron escrupulosamente. El

trayecto nocturno, las calles, el patio, la escalera y el corredor de la clínica, desiertos —como la otra vez—, garantizaban la discreción. Volví a ver al médico al día siguiente entre las 18 y 20 horas, sin su asistente, pero flanqueado, como siempre, por el comandante y el señor mayor, muy atentos y muy amables ellos. Pude hojear la revista Sw iat (Mundo) en la mesa de la sala de espera. Debían de estar al corriente de que estaba autorizado a ponerme al día de determinadas noticias de determinada prensa. Este médico, venido de fuera, dio muestras de más humanidad en su trato y en la aplicación de los medicamentos. Para poderme curar tengo que pedirle ayuda al régimen. ¡Qué cosa tan sencilla y, a la vez, tan rara! Volvimos ya entrada la noche, sin haber cruzado una palabra. Mis compañeros, que me estaban esperando, se alegraron sinceramente de verme volver. Les regañé por no haberse ido a dormir, y ellos me respondieron que no lo harían nunca en mi ausencia. De vuelta, cuando empe­ zó a emerger de entre las sombras la cerca de alambra­ das, me daba la impresión de ser como un «cajón» que se empuja dentro de un siniestro buró. Debo, pues, perma­ necer en mi confinamiento, sin saber cuándo van a vol­ verse a abrir las puertas. Como de costumbre, el chófer había venido de Varsovia; era, seguramente, el mismo que me llevó de la calle Miodowa. He contestado a mi padre con la carta siguiente:

«Mi querido padre: Quisiera darte las gracias por tu última carta, que me llegó el 9 de octubre, y por todo lo que en ella me dices. No me he olvidado del aniversario de la muerte de mamá. Celebré tres misas por ella: el 23 y el 31 de octubre y el 2 de noviembre. Estoy convencido de que mamá disfruta ya de la felicidad del paraíso. Dios tiene muy en cuenta las dificultades de la vida humana y las oraciones que le elevamos. Gusta de acelerar el don de

Rectum iudicium tuum... Obras rectamente... Alabado seas. Pasaré los próximos días en un clima de gratitud. Todas mis plegarias te las elevo para ensalzar a la Santí­ sima Trinidad. Si adoro tu justicia, he de hacerlo ponien­ do de relieve los signos de esa tu inmensa misericordia que ha enriquecido los dos años de mi vida de encierro, Sólo me pesa una cosa: ¿habré sabido aprovecharla? Déjame seguir viviendo a tu servicio: tacere, adorare, gaudere... A tu lado, m adre del Rosario, comencé mi existencia de prisionero; pocas horas antes de mi deten­ ción aconsejaba yo a los fieles reunidos ante la iglesia de Santa Ana que recitaran el rosario. Protégeme por los fieles de tu rosario... R efugium peccatorum..., ora...

Sábado 15 de octubre de 1955 En estos últimos días se ha roto mi soledad cartujana. He recibido cartas de mi padre y de mi hermana Stanislawa, así como cuatro paquetes de víveres y libros; libros, por cierto, que me hacían falta y no me atrevía a pedir. Vengo constatando que entre mi familia y yo media una forma de comunicación que, por fortuna, escapa a la censura. Hay cosas en las que basta pensar para que se cumplan. A consecuencia de un resfriado me ha salido un orzue­ lo, que no puedo cuidar con mis propios medios. He tenido que pedir un médico. La respuesta fue inmediata. Se me avisó que m archaríam os a la clínica de Opole el 13 de noviembre por la noche. La salida fue a las 23,30 horas. Como otras veces, fui atendido en la clínica de la Seguridad de la voievodia. El médico, venido de Varso­ via, un tipo vanidoso, pagado de sí mismo, parlanchín, estuvo asistido por una chica joven que hacía de enferme­ ra y sonreía. N uestro com andante, que me acompañaba, mostró mucha fam iliaridad con el doctor. Los imperati­ vos de la «seguridad» se respetaron escrupulosamente. El

trayecto nocturno, las calles, el patio, la escalera y el corredor de la clínica, desiertos —como la otra vez—, garantizaban la discreción. Volví a ver al médico al día siguiente entre las 18 y 20 horas, sin su asistente, pero flanqueado, como siempre, por el comandante y el señor mayor, muy atentos y muy amables ellos. Pude hojear la revista Sw iat (Mundo) en la mesa de la sala de espera. Debían de estar al corriente de que estaba autorizado a ponerme al día de determinadas noticias de determinada prensa. Este médico, venido de fuera, dio muestras de más humanidad en su trato y en la aplicación de los medicamentos. Para poderme curar tengo que pedirle ayuda al régimen. ¡Qué cosa tan sencilla y, a la vez, tan rara! Volvimos ya entrada la noche, sin haber cruzado una palabra. Mis compañeros, que me estaban esperando, se alegraron sinceramente de verme volver. Les regañé por no haberse ido a dormir, y ellos me respondieron que no lo harían nunca en mi ausencia. De vuelta, cuando empe­ zó a emerger de entre las sombras la cerca de alambra­ das, me daba la impresión de ser como un «cajón» que se empuja dentro de un siniestro buró. Debo, pues, perma­ necer en mi confinamiento, sin saber cuándo van a vol­ verse a abrir las puertas. Como de costumbre, el chófer había venido de Varsovia; era, seguramente, el mismo que me llevó de la calle Miodowa. He contestado a mi padre con la carta siguiente:

«Mi querido padre: Quisiera darte las gracias por tu última carta, que me llegó el 9 de octubre, y por todo lo que en ella me dices. No me he olvidado del aniversario de la muerte de mamá. Celebré tres misas por ella: el 23 y el 31 de octubre y el 2 de noviembre. Estoy convencido de que mamá disfruta ya de la felicidad del paraíso. Dios tiene muy en cuenta las dificultades de la vida humana y las oraciones que le elevamos. Gusta de acelerar el don de

sus gracias. Tranquilízate, no me olvido de la abuela Katarzyna; cuando la vi por última vez, me animó fer­ vientemente a ser un sacerdote ejemplar; recuerdo con frecuencia ese instante como una gracia divina de prime­ ra clase. Es curioso cómo algunos momentos de nuestra vida quedan anclados en la memoria. He leído que no se debe nunca relegar lo que nos encomienden, pues puede llegar un día en que lo lamentemos, y ésta es una gran verdad, sobre todo en relación con los difuntos, a los que nunca podremos reparar el mal que les hayamos hecho, por lo que no nos queda más que la oración. Una oración no es algo que se aprende, es simplemente un don; se reza y basta. Con ayuda de la oración nos es más fácil solucio­ nar nuestros problemas y cumplir nuestros deberes. Con la oración nos unimos a nuestros prójimos y nos ayuda­ mos a estar serenos con ellos. La oración es el medio más eficaz de recompensar a nuestro prójimo por el bien que nos haya hecho. La oración alivia nuestros sufrimientos, si sabemos poner en las manos paternales de Dios el mal que nos carcome. Muy contento estoy de que tu salud vaya mejorando. Aprovecha, por favor, el consejo de amigo que te da monseñor Michal de pasar en la ciudad el invierno. Aunque mi deber sería ocuparm e de ti, le estoy muy agradecido de hacerlo en mi lugar. Dios no te privará de la protección de amigos bondadosos. Antes de que lo hicieran tus hijos, él velaba por ti. Tengo por costumbre rezar por quienes son buenos contigo. Se acerca la época de las lluvias de otoño y tú lo pasas mal, padre. Cuidado con resfriarse. Déjate de salidas y paseos innecesarios. He visto en el número de Stolica (La C apital) del 23 de septiembre fotos de la fachada de la catedral de San Juan 22. Me alegra que hayan aceptado el proyecto del profesor Zachwatowicz 23. Si hace bueno, vete un día a la catedral para rezar ante la tum ba del ca rd en a l24 y en 22 T o talm en te d estru id a d u ra n te la in su rrecció n de 1944. 23 Ja n Z achw atow icz, g ra n a rq u ite c to polaco. 24 C ard en al A u g u st H lond (1881-1948).

la capilla del Santísimo, y luego, si puedes, me la descri­ bes. Espero que las obras hayan avanzado mucho duran­ te estos dos años. Gracias por haberme hecho la pintura que me haces de mi casa; me temo que haya quedado un poco ostentosa con respecto a su entorno. Mantener el equilibrio constituye una virtud de discreción social, tan­ to más cuanto que la ciudad se levanta a duras penas de sus ruinas. Hay muchas iglesias, San Florián, por ejem­ plo, que habría que reconstruir también. Le pido a Julcia que me informe brevemente de su salud en las cartas de papá. Si me dice también algo sobre Tadzio, le quedaré muy agradecido, porque me sigue teniendo preocupado. Papá, me ha dado mucha alegría que hayas podido rezar en la capilla de la M adre Divina de Jasna Gora». (Esta carta no se envió.) Martes 25 de octubre de 1955 Incluso en lo profundo del infierno, ante Satanás en el apogeo de su imperio inhumano, tú, Cristo, despreciado, flagelado y crucificado, seguirás siendo el Rey de mi corazón. Yo pongo tu Reino despreciado más alto que el esplendor de las tinieblas. Si hoy tuviera que volver a escoger el camino de mi vida, volvería a emprender la senda del sacerdocio, aun­ que al final me esperara la guillotina. Si tuviera que escoger entre la biblioteca entera del British Museum y el misal, preferiría el misal. Creo en la vida eterna, que constantemente se trans­ forma, que nunca se extingue. Puedo esperar paciente­ mente. Miércoles 26 de octubre de 1955 Buscar la distensión interior. G uardar silencio durante las horas de trabajo, que yo hago transcurrir evitando

todo contacto con los que me rodean. Aum entar el rendi­ miento de mi trabajo. Debería repetirle con mayor frecuencia al Padre bueno —para que vea qué sumiso le soy— que sé y aprecio su justicia conmigo. Mi espíritu y mi voluntad aprueban al Dios justiciero, pero quiero que lo acepte también mi corazón, poniéndose contra mí mismo... Te doy, Cristo, pleno derecho sobre mis gozos y mis sufrimientos. Ser sacerdote de la congregación exige unir mis padecimientos a los tuyos, compadecer contigo. Yo sacrificaré mi bien personal al de la Iglesia. Mis dolores protegen a la Iglesia de los adversarios de Dios. Yo soy, en las fauces de los lobos, la presa que les distrae y evita que muerdan a otros. Noto perfectamente cómo mi en­ carcelamiento estorba los movimientos de los enemigos de la Iglesia, esos que me acusaban de todos los males posibles. Tal vez una prudentia carnis hubiera aliviado mi situación, pero me niego a sacarle partido para no perjudicar a la Iglesia. Dame, M aestro, fuerzas suficien­ tes para ser fiel a mis convicciones.

Viernes 28 de octubre de 1955 A las 17,30 h. me viene a visitar el com andante, pidién­ dome excusas por presentarse a una hora tan intempesti­ va. Me anuncia la llegada de un representante del Go­ bierno que quiere verme. Respondo que no hay inconve­ niente en ello. Inm ediatam ente, un hom bre de gran esta­ tura y gestos algo torpes entra diciendo que quiere hablar conmigo. Trae un dossier en la mano. Toma asiento junto a la mesa y, sacando del dossier un papel, me hace saber que el Gobierno ha decidido cam biar mis condicio­ nes de vida. Este es el decreto:

«Negociado de Asuntos Eclesiásticos. Varsovia, 17 de octubre de 1955. DECRETO Le hago saber que el Gobierno de la República Popu­ lar de Polonia ha autorizado a monseñor Stefan Wyszynski a cambiar de lugar de residencia para habitar en el convento de las hermanas nazarenas de Komancza, en las afueras de Sanok, sin que le sea permitido abando­ nar dicha residencia. Cualquier intento de aprovechar la posibilidad de con­ tactos humanos personales para emprender una acción contra el Estado traerá consigo consecuencias para los culpables. La prohibición contenida en la declaración número 700 de la presidencia del Estado de ejercer las funciones eclesiásticas, así como la prohibición de ejercer cualquier actividad pública, siguen en pie. El director del Negociado de Asuntos Eclesiásticos M arian Zygmanowski».

Una vez leído el texto, el funcionario me pide que lo estudie y le conteste. Le pregunto qué quiere decir eso de «lugar de residencia». El funcionario me explica que se trata de la localidad de Komancza, donde podré pasear, pero sin estar autorizado a subir en coche. «Le ruego recoja sus cosas, pues tenemos previsto marchar mañana a las seis de la mañana». Me preocupé por el destino reservado al padre Stanislas y a la hermana Leonia Graczyk, mis compañeros de prisión. Ambos, enfermos, tienen necesidad de cuidados. Al funcionario le llamó la atención el que la hermana tuviera problemas de salud y añadió: «Van a ser puestos en libertad. El padre del padre Skorodecki ha hecho gestiones por él. Además, el Gobierno, aprovechando una amnistía, va a poner próxi­ mamente en libertad a la mayor parte de los sacerdotes, 0. — Diario de la cá rcel

muchos de los cuales están cumpliendo condenas dema­ siado severas. Esta es la línea actual». Pregunté si podía copiar el decreto. El funcionario asintió. Debió de darse cuenta de mis reticencias, porque sacó del dossier otro papel, la carta dirigida por monse­ ñor Michal Klepacz, presidente de la comisión episcopal, al primer ministro, y me dejó leerla. Esta carta, el origi­ nal, me convenció de que se trataba de una iniciativa del Episcopado, deseoso de sacarme del encierro y mejorar mi situación. El funcionario me presentó una copia de las condiciones aceptadas por el Episcopado a cambio de poner fin a mi aislamiento. Los textos incluían también el que yo pudiera ver a mi padre, a mis herm anas, a mi hermano y a monseñor Klepacz y a monseñor Choromanski. Manifesté el deseo de tener detalles acerca de los contactos humanos, pues me había disgustado mucho la insinuación esa de «aprovechar las relaciones para em­ prender acción contra el Estado». Según el funcionario, todos los obispos, si era ése su deseo, podrían venir a verme. Adiviné que eso se refería también a otras personas. Habida cuenta de estas explicaciones, no puse más inconveniente respecto de mis limitaciones de libertad, pero señalé que se habían formulado contra mí diversos cargos que ignoraba si eran considerados una «acción contra el Estado». «El Gobierno ha invitado a los obispos a que escuchen las quejas que haya contra usted, monse­ ñor. Monseñor Klepacz vendrá en seguida a verle para hablar de eso. El le explicará tam bién cuáles van a ser sus futuras condiciones de vida». Dejé entonces de poner en duda los términos del decreto. Prefería entenderme con monseñor Klepacz y no con un funcionario de res­ puestas intervenidas. De todos modos, repliqué: «Usted hará conmigo lo que ustedes hayan dispuesto, como siem­ pre». El funcionario me pidió que escribiera al pie del decreto: «Puesto al corriente». Pero yo escribí: «Leído, cardenal Wyszynski, 28 de octubre de 1955». Me aseguró que los de la casa me ayudarían a recoger mis cosas y se fue.

Di la noticia al padre Stanislas cuando, por cierto, estaba haciendo el viacrucis. Le impresionó mucho, pero supo dominarse. Decidimos preparar la mudanza después de cenar. Nos preguntábamos qué debíamos hacer con la capilla. Yo estaba dispuesto a dejar todo como estaba, a fin de que el padre pudiera seguir celebrando misa hasta que fuera puesto en libertad, pero el segundo suplente le comunicó al padre que iba a estar muy pronto en la calle y que, por tanto, no había que dejar nada. «Tanto más —subrayó el suplente— cuanto que esta casa ya no estará habitada». La hermana recibió la noticia sin sor­ prenderse. Estuvimos largo rato callados. Me acordaba de las palabras del representante de la Seguridad: «Nos veremos dentro de un año». Sin saberlo yo, el Gobierno ha decretado un alivio parcial de las medidas excepcionales aplicadas en mi caso desde hace dos años. No se pide mi aprobación, sino que tengo que aceptar lo que el régimen me impone. Soy consciente de que debo evitar toda discusión acerca de mi lugar de residencia, siendo como es mi deber vivir junto a mi catedral y al lado de mi grey. No me sentiré en libertad más que cuando regrese a la calle Miodowa. Por lo tanto, no puedo ver este decreto como un restableci­ miento de mi derecho al trabajo y una reparación de los daños sufridos. Se ha conculcado el derecho canónico. Después de cenar tenemos un oficio religioso por últi­ ma vez, terminando la novena de Cristo Rey. Hemos comprendido la bondad que el Rey celestial acaba de mostrar con nosotros, precisamente con ocasión de esta novena. Hemos podido comprobar que quien acude a nuestra M adre santísima es atendido. Nunca dejamos de rezar a la Virgen de Jasna Gora, Madre del Perpetuo Socorro. Nada consuela tanto como una plegaria por intercesión de María. ¡Cuántas misas hemos celebrado pidiendo la gracia de poder volver a cumplir nuestra misión! A veces, nos daba la impresión de que nuestras oraciones no eran escuchadas, pero dejaban huella. Nun­ ca perdimos ni la esperanza ni la serenidad. Este último

año de Prudnik, nuestra oración se convertía en acción de gracias. Estábamos convencidos de que una oración de gratitud trae más gozo e inyecta más fuerza que una súplica. Hemos hecho un pacto con nuestra M adre santísima: que nos conceda su gracia un sábado o durante el mes de mayo. Estábamos dispuestos incluso a perm anecer más tiempo en prisión si la misericordia de Dios con nosotros podía manifestarse para gloria de M aría. Dios nos de­ muestra su delicadeza, y nuestro prim er día de libertad coincide con el primer sábado del rosario.

Viernes 28 de octubre de 1955 Con tu rosario en la mano, espero, M aría, la festividad de tu Hijo-Rey. Ayúdam e a preparar mi corazón, mi voluntad, mis pensamientos. Todo cuanto tengo es gra­ cias a ti, y por tu intercesión quiero rendir homenaje a mi Rey. M editando en los suplicios del Gólgota, me admira el sometimiento del poder regio al Padre. Pero un reino sin sometimiento no puede existir. Yo quiero ese someti­ miento para adorar al Rey. Los soberanos visten suntuosos m antos. Tu Hijo, Ma­ ría, cubrió sus espaldas con un m anto de sangre, sangre de tu sangre. Sus brazos flagelados son los más hermo­ sos. Me arrodillo con veneración sobre el suelo del preto­ rio para rendir hom enaje a su m anto de sangre real. Es como si hubiera llevado a mis labios un vaso sagrado. Tu corona es la única que hace correr la sangre de la frente del Rey. Las otras hacen correr la sangre de los súbditos. Sólo tu Hijo le ahorra sufrim iento al pueblo, pero no se los perdona a sí mismo. U na espina de su corona es para mí más preciosa que todo el oro del mundo. Este Rey ha sido escoltado por muchedum bres cargan­ do con su cruz. El pueblo sigue a los soberanos triunfan­

tes. Sólo a ti, Cristo, te siguen multitudes dispuestas a sufrir. Los ejércitos de fieles a la cruz no tienen número. Tú transformaste el poderío de los tronos. Sabemos de tronos realzados en oro y piedras preciosas. Los sobera­ nos, conscientes de su propio valor, tratan de aumentarlo por todos los medios. Sólo tú, ¡oh Cristo!, has renunciado a todo. Tú constituyes el valor supremo extendido sobre tu cruz desnuda. Tu trono es la gloria del mundo.

V. E N E L C O N V E N T O DE LA S H E R M A N A S N A Z A R E N A S DE KO M ANCZA

Sábado 29 de octubre de 1955 Prudnik de Silesia - Komancza. Una misa de acción de gracias a la Madre divina de Jasna Gora y otra a la Madre del Perpetuo Socorro constituyeron los últimos actos de nuestra oración en común. D urante dos años hemos vivido a tres en la oración. Víctimas de la violen­ cia, fuimos capaces de crear una comunidad cristiana al abrigo de toda violencia interior, una existencia tranquila y serena. El horario se respetaba con mayor rigor que en un convento. 5,00 h. Levantarse. 5.30 h. Prima y oraciones de la m añana. 5.45 h. Meditación (habitualm ente, yo daba los puntos, a tenor del año litúrgico). 6.15 h. Angelus Domini. Preparación para la misa. 6.30 h. Primera misa; en ocasiones, cantada en gre­ goriano, especialmente durante el adviento y en las fies­ tas más solemnes. 7.15 h. Segunda misa. Laudes. 8.15 h. Desayuno. 8.45 h. Rezo del breviario y de una parte del rosa­ rio (a veces, en el jardín). 9,15 h. T rabajar en mis escritos. 11,00 h. Visita de la dirección. 13,00 h. Almuerzo. 18,15 h. Maitines y laudes. 19,00 h. Cena.

20,00 h. Rosario en la celda y oraciones de la noche. Cantos litúrgicos. 20,45 h. Trabajo, lectura, descanso. Este programa diario sufría cambios el domingo y durante las fiestas. Entonces nos reuníamos hacia las tres de la tarde para tomar café. Nuestra conversación giraba en torno a diversos temas: mariología, historia del arte litúrgico, lectura (Vie d ’une áme), Ricciotti, Sienkiewicz, Parnicki, Historia de la Iglesia (K. Michalak). En Navi­ dad cantábamos durante horas enteras. Así ejercitába­ mos el gregoriano. En cada Navidad organizamos una fiestecilla con pan ázimo y champiñones. Celebramos la misa de media noche, y durante la Semana Santa también los oficios, si bien acomodados a nuestra falta de material litúrgico. Algunas veces, el padre y yo cantábamos los maitines y los laudes. Nuestro principio básico era no alejarnos de la vida de la Iglesia, manteniendo la relación más estre­ cha posible con la oración pública desde la meditación de la mañana hasta las oraciones de la noche. Esta vigilan­ cia diversificaba nuestra vida y enriquecía nuestra ora­ ción. A las seis de la mañana vinieron a buscarnos dos Varsovia '. Atravesamos Cracovia, Katowice, Jaslo, Tarnow y Sanok. Durante todo el trayecto, un tipo autorita­ rio, al que nunca antes había visto, no paró un momento de regañar al conductor de mi coche. El comandante, que venía conmigo, estuvo cortés. Incluso inició una conversa­ ción acerca de la catedral de Stalinogrod 2, que iba a ser consagrada el domingo siguiente. Hicimos tan sólo un alto en medio del bosque, con toda clase de precauciones y medidas de seguridad. Por fin llegamos a Komancza. Eran ya las tres y media de la tarde. Una señora salió corriendo a recibirnos. Supe más tarde que había llegado esa misma mañana en 1 Una m arca de coches. 2 La ciudad de Katowice. bautizada como Stalinogrod, a la que se le devolvió su autén tico nom bre después de octubre de 1956.

compañía de un hombre para avisar a las monjas que yo llegaba, a fin de que prepararan mi alojamiento. Las monjas daban visibles muestras de sorpresa y despiste. Hubimos de permanecer largo tiempo esperando en el corredor, y yo me imaginaba cómo las buenas religiosas habrían oído hablar de mí, preguntándome si habrían perdido su habitual sencillez para recibir a un obispo. La delegación daba excesiva importancia a los detalles de mi vida futura en Komancza. Por fin hizo su aparición una monja; me saludó sin decir palabra y siguió su camino. Pasaron unos minutos. Mis acompañantes se impacienta­ ban. Salieron dos monjas; una de ellas, la superiora, a la que yo no conocía. Se me hizo subir a la planta alta, donde me dejaron solo en una amplia sala. Ya estoy, pues, en ese «convento» del que la prensa viene hablando desde hace ya dos años. Esta vez sí es un convento de verdad. Un edificio amplio, con unas religiosas que no están presas y que llevan vida monástica normal. Las monjas me comunicaron que aquella misma maña­ na un vehículo procedente de Varsovia se había detenido ante el convento; salieron dos personas del coche y anun­ ciaron que iba a llegar yo. Dichos inesperados visitantes inspeccionaron la morada, eligieron una habitación en el primer piso y pidieron que la prepararan. Mandaron asimismo que se instalara una capilla, porque «el carde­ nal debe disponer de una para él». Se ve que habían comprendido mal el derecho canónico. Como las monjas estaban tan nerviosas, no me fue posible mantener con ellas una conversación serena. Mis acompañantes se ocu­ paron de mi descanso y alimento. M e trajeron también el equipaje y mis cajones de libros. Todos estuvieron muy atentos. El com andante (un coronel), su suplente y un desconocido me acom pañaban desde Prudnik. También pude ver a varios hombres que nos seguían en un camión, pero no logré reconocerlos. A las 17 h., el desconocido entró en mi habitación para decirme: «Desde este momento, monseñor, nosotros ya no tenemos que ocuparnos de usted; lo hará el Episcopado

de Polonia». Al preguntarme si deseaba algo, le pedí que me explicara el sentido de la «localidad de Komancza», a fin de tener idea de cuáles eran las fronteras de mi libertad de movimientos. Por las vacilaciones de mi inter­ locutor deduje que podría pasear sin restricciones por bosques y colinas, pero no montar en coche. Traté de bromear: «¿No han encontrado un sitio más lejos?» «Sí lo hay — respondió— : la región de Przemysl». «Según creo, Przemysl está al norte de Komancza». Pregunté además a quién había de dirigirme en caso de enferme­ dad o de un dolor de muelas. «A monseñor Klepacz». Mi vida iba a depender del Episcopado; así que renuncié a hacer más preguntas. Un adiós rebosante de altivez me dio a entender que mi interlocutor había cumplido su misión. Le di lacónica­ mente mi absolución: «Adiós, caballero». Me sentí libre de todo control policial aparente; pero ¿cuál iba a ser la forma que iba a revestir ahora? El tiempo lo dirá. Estaba y sigo estando inclinado a pensar que siguen existiendo ciertas formas de vigilancia. Y he de armarme de pacien­ cia para descubrirlas. Lo que comienza es algo nuevo e inesperado, pero reconforta esta nueva muestra de la gracia divina. Desde hace dos años, los tres pedíamos a Dios la gracia de reincorporarnos a nuestro trabajo y reemprender nuestra misión. Desde hace un año en particular pedimos que la gracia de la libertad nos fuera concedida o bien en sábado o bien durante el mes de María. Dios misericor­ dioso nos reveló que nuestras plegarias le habían sido gratas, al otorgarnos gracia el día del Officium Sanctae Mariae in sabbato y durante el mes de María. Más aún: Dios Nuestro Señor quiso que nuestra liberación ocurrie­ ra la víspera de la fiesta de Cristo Rey. Imposible pensar de otro modo, sino que el Señor blande su espada en defensa de sus hijos. Estos signos me hacen ver que la obra iniciada habrá de culminar por fuerza de su volun­ tad. Una vez más, declaro que estoy pronto a todo, que sigo confiando plenamente en la sabiduría y bondad de

Dios. ¿De aquí me devolverá a mis catedrales huérfanas o me exigirá nuevas renuncias y sacrificios? Sé bien que todo lo hará para mayor gloria suya y de la Iglesia de su Hijo adorado.

Domingo 30 de octubre de 1955 Fiesta de Cristo Rey. Misa ante un altar de verdad, con su relicario y en medio de fieles cantando libremente. Doy gracias a Dios por mi pasado, presto a aceptar el futuro. Como me están vedadas las manifestaciones públicas, oigo la misa desde el coro de la capilla. Me ensancha el corazón ver que el Pueblo de Dios ha acudido en tan gran número a la función sagrada. Para mí significa una gracia muy gran­ de poder participar, aunque sea de esta forma, en el homenaje rendido en común al Rey de los siglos, invisible y eterno... Voy a m irar hacia atrás, al año pasado en Prudnik. Aunque las condiciones de vida no hayan sido fundamen­ talmente distintas, la atm ósfera de Prudnik era mejor que la de Stoczek. ¿Se trata de la impresión del que se acostumbra a los hombres y a su modo de ser? De todas maneras, las gentes de la Seguridad constituyen una nueva especie, con la que no se tropieza en situaciones normales. Para poderlos aceptar hay que conocerlos y familiarizarse con ellos. Tal adaptación suaviza las reac­ ciones con que estas personas funcionan. De todas mane­ ras, y aun en el caso de habituarnos a su compañía, hay algunos puntos que siguen siendo oscuros. Respecto a su comportamiento conmigo, debo confesar que sólo mi tendencia a decir la verdad y tratar de convencer a los discrepantes provocaba intercambio de puntos de vista. Por lo demás, no eran más que monólo­ gos, que se escuchaban im pasiblemente (el Gato, aparte), evitando entrar en polémica. Si no fuera porque era yo

el que tomaba la iniciativa, hubiera podido permanecer mudo, sin ocuparme de nada, contentándome con las frases de rigor. Estos señores, al haberme condenado a un aislamiento total, prescindieron incluso de las formas más elementales de educación. De ello me convencí el pasado mes de marzo, cuando no obtuve respuesta algu­ na a la solicitud de ver a mi padre. A partir de entonces, silencio; aunque uno de esos señores le dijo al padre: «¡Qué pena que una de las dos partes se obstine!» Pese al mutismo oficial, nuestras relaciones se fueron haciendo más naturales. Los guardias de la planta baja ya no evitaban encontrarse con nosotros; el señor mayor mon­ taba en la mesa de entrada «exposiciones» de sus escultu­ ras y dibujos para llamar nuestra atención y entablar conversación. Nos daba la impresión de que era muy humano y espontáneo. Su semblante se fue haciendo más entrañable. Esculapio, no; ése no cambió nada. Para él, el hombre no era más que un «asunto que despachar», del que le interesaba desembarazarse lo antes posible. En contrapartida, el comandante se mostraba cada vez más amable, especialmente en la primavera. También obser­ vábamos cambios en la mesa de entrada. A partir del mes de mayo no había nadie allí de guardia. Nadie. Y si por casualidad se encontraba en la planta baja alguno de los guardias, retrocedía hasta el fondo del pasillo cuando bajábamos al jardín. La mesa ya no contaba; nada de flores artificiales, ni ceniceros, ni tapete blanco, como en una pensión de señoritas. Estos cambios indica­ ban que el control iba cediendo. También dejamos de ver gente espiando nuestros movimientos desde una ventana. Nuestros guardianes no podían disimular su creciente aburrimiento. Casi todos se permitían cierta familiaridad y una sonrisa. El padre llevó este año una vida más agitada. Frecuen­ temente enfermo, sufría dolores de muelas, estaba mal de los riñones, del páncreas, del hígado y de las articula­ ciones. Se quejaba continuamente de dolores reumáticos. Estuvo en cama varias semanas con mal de lumbago.

Finalmente, justo antes de Pascua, tuvo que pasar dos semanas en una clínica de Wroclaw. Le costaba mucho obtener atención médica, pues parece que nuestra direc­ ción desconfiaba de sus muchas dolencias, que desde luego eran reales, y se le acusaba de exponerse adrede a contraer enfermedades. La monja, a pesar suyo, contri­ buyó a difundir esta opinión. El padre fue tratado cortés, pero expeditivamente, pese a su am abilidad con todos. Sus salidas eran frecuentes para ver a un médico o a su padre, por lo general en la prisión de Rawicz. Durante una temporada dejó de ver a su padre, y suponemos que eso fue a modo de castigo. T rataban de forzarle a dar su punto de vista acerca de mí, pero él se defendía invocan­ do que era mi confesor. El resultado fue inmediato..., e insistían, sin embargo, que no se tratab a de proble­ mas de conciencia. Y no quiero hablar más de este asunto por razones evidentes. La hermana era muy alegre. He llegado a la conclu­ sión de que no tropezaba con las mismas dificultades que en Stoczek. Ya no estaba encerrada como el año ante­ rior, y permanecía largas horas en la cocina, de donde me llegaba el eco de sus parrafadas y sus risas. Se la oía hablar con la asistenta y con la «dirección». Todos estos ruidos llegaban a mi habitación, situada justo encima de la cocina. Le encarecí a la herm ana que no perdiera el tiempo y se instruyera y leyera. Me apenaba mucho verla siempre tras alguna ocupación que le q uitara de leer. El padre trabajaba cada vez con m ás asiduidad; ella cada vez menos. Se entusiasmó con el Antiguo Testamento y la historia de la Iglesia, pero inm ediatam ente prefirió las novelas. Se entregaba con fervor a los trabajos caseros, lavaba mucho (no teníam os ropa), se ponía a ordenar cosas a lo grande y enceraba los suelos de nuestras habitaciones y el del largo corredor. C uando la asistenta se iba a Varsovia, cocinaba la monja. Pero en los últimos meses de nuestra vida en com ún se volvió más seria, viéndosela más frecuentem ente en oración en la capilla. Su tem peram ento vivo la llevaba, a pesar suyo, a hacer

comentarios sobre nuestras deficientes condiciones de vida. Frecuentemente me preguntaba detalles sobre mi salud, y yo evitaba el responderle, por miedo a que se dedicara a divulgar esas noticias. Un día se le desgarró el vestido trabajando, y le trajeron tela para hacerse otro nuevo. De momento no supo cómo reaccionar, luego se puso manos a la obra. Por entonces mandaron de casa otra sotana, cosa que yo no había pedido. ¿Fue el resulta­ do de una iniciativa de la monja, que pensó que mi vieja sotana, con sus mangas desgastadas, contrastaba ostensi­ blemente con su traje nuevo? Algunas veces me pregun­ taba a mí que dónde me encontraría mejor. Yo, por no hablar demasiado, me callaba. Un día me dijo: «Usted, padre, donde desde luego podría encontrarse mejor es al sol de la Costa Azul». Semanas después volvió a la carga. Eso me preocupó: «Hermana —le contesté con firmeza—, le ruego no olvi­ de que, si en mi patria no hay para mí otro lugar, prefiero la prisión polaca a un país extranjero». Ella manifestó su sorpresa, y yo añadí a renglón seguido que el lugar de un obispo polaco está o en la catedral o en la cárcel, pero nunca fuera de Polonia. Ella trató más veces de convencerme de que escribiera al Gobierno pidiendo mi puesta en libertad. Posteriormente, ya renunció. Co­ nociendo la táctica del Departamento de Seguridad, es­ toy convencido de que intentaban utilizarla para espiar­ me. Asimismo, estoy seguro y tengo la certeza de que ella se negó a hacerlo. Sin embargo, en razón de su esponta­ neidad, sí que podía, inconscientemente, facilitar infor­ mación preciosa a los interesados. Pero me parece difícil suponer en ella mala voluntad. ¿Creía ayudarme? De todos modos, ¿qué es lo que podría contarles de mí? Estaban perfectamente al tanto de mi vida, y yo, por mi parte, les he puesto al corriente de mis ideas a cada paso con mis conferencias del Belvedere y del palacio de Wilanow (antigua residencia real, convertida ahora en la del régimen comunista). Las autoridades conocen mis opiniones y saben a qué atenerse.

¿Es que, acaso, el padre y la monja fueron «escogidos» por el Departamento de Seguridad esperando que le iban a ser útiles? Lo dudo. Algunos funcionarios — por ejem­ plo, el N azi— puede que sí, pero el director no daba esa impresión. ¿O es que sus papeles estaban repartidos? El N azi era demasiado primitivo para que sus jefes le enco­ mendaran espiarme. Era un tipo que explotaba en cuanto se creía ofendido. Su sustituto, el Gato, no usaba los mismos métodos, sino que se limitaba a acom pañar al padre a donde tuviera que ir. Estoy convencido de que, aunque el Departam ento de Seguridad hubiera pensado en mis compañeros, se habría llevado un chasco. Insisto en ello para protegerles de las sospechas del pueblo, que podría preguntarse por qué se había designado a estas dos personas para que me acom pañaran. Tuve tiempo más que de sobra para conocerles y estar seguro de su honestidad moral. En este sentido, quiero subrayar que el padre era de un nivel espiritual superior. Era un hombre de una fe y de una piedad ardientes, que había consagrado su vida a la Iglesia. Sus intereses eran exclu­ sivamente religiosos y eclesiásticos; devoraba libros de teología, especialmente la historia de la Iglesia, e iba en pos de su ideal apostólico y misionero. (U n solo fallo: su pasión por el deporte.) Estaba entregado con toda su alma a su vocación sacerdotal. En contrapartida, apenas si se interesaba por la política, de la que sabía poquísimo. Por eso nuestras conversaciones se centraban en temas eclesiásticos. Mi trabajo, iniciado a fondo en Stoczek, se intensificó mucho en Prudnik. C arecía de tiem po para charlar y entregarm e a los ocios sociales. Pese a la modesta biblio­ teca de que disponía, logré em prender estudios sistemáti­ cos. El padre estudiaba la historia de la Iglesia y repasa­ ba la teología. Comenzó a escribir varios ensayos litúrgi­ cos, un breve m anual para m onaguillos y predicación. Además, se entregó con entusiasm o al estudio del italia­ no. D urante las com idas y paseos hablábam os en latín y en italiano. Por la noche la em prendíam os con el alemán

con un viejo manual de geografía e historia de mil pá­ ginas. Continué mis Skice Liturgiczne (Bocetos litúrgicos) y mi List de neoprezbiterow (Carta a los neosacerdotes), que alcanzó las dimensiones de un libro. También acabé la primera redacción de los Esbozos, así como el Proprium de tempore y el Proprium sanctorum. Llené 3.000 cuartillas y compuse unos 800 esbozos. La primera parte de la Carta quedó totalmente redactada, y la segunda y tercera, casi terminadas. Volví de nuevo al tema aborda­ do ya en Wloclawek antes de la segunda guerra mundial: Uswiecenie doczesnosci (Sacralización de la vida tempo­ ral). Este trabajo no superó el estadio de notas y apuntes de mis lecturas. El sábado trabajaba en las meditaciones acerca de la Litania Loreranska (Letanía Lauretana). Terminé muchas homilías y conferencias. También estu­ dié, una vez más, la Sagrada Biblia y no pocas obras francesas (entre ellas, dos Vie de Marie). Lo mismo que en Stoczek, respeté mi horario al pie de la letra, pasando, sin solución de continuidad, de una ocupación o de un libro a otro. Pedí a mis compañeros que no me vinieran a ver de 9 a 13 horas y entre las 15 y las 18 horas. Tan sólo los domingos y las fiestas escapaban a este horario riguroso. No me dejé llevar por los recuerdos ni me abandoné a la tristeza. No experimenté nostalgia alguna. Llegué a habituarme a mi aislamiento. En estas condiciones acogí con sorpresa la llegada del nuevo representante de la Seguridad en Prud­ nik, donde ya nos preparábamos a pasar nuestro tercer invierno en prisión. Comparados con Stoczek, nuestros trabajos de jardinería eran limitados. El pequeño huerto estaba plagado de malas hierbas y carecíamos de herramientas para el invierno. Nuestras tentativas se vinieron abajo porque durante el verano los racimos se secaron devorados por el mildiu. Tampoco podíamos plantar flores, por culpa de la vegetación absorbente y la falta de semillas. Nuestro único solaz eran unos maravillosos lirios. Escardamos los

surcos de la viña, pero incluso allí se hicieron dueñas las malas hierbas. Nos habíamos construido un refu­ gio bajo el granero, pero apenas si pudimos aprovechar­ nos de él por culpa del verano, que fue frío y lluvioso. Teníamos poco sol en nuestras habitaciones y en el ja r­ dín. La vida social era casi inexistente, pero se fue ani­ mando en otoño con la llegada de la fruta. Fue entonces cuando nuestros caballeros bajaron ellos también al huerto para ocuparse de los árboles, que hasta ese mo­ mento se doblaban bajo el peso de la fruta. Nuestro ejemplo empujó a los «marxistas» a ocuparse de los ciruelos. En contra de lo que la monja y la asistenta habían anunciado, nadie se interesó ni por las flores ni por las fresas. Las plantas crecían solas o morían. En Komancza me enteré de que monseñor Antoni Baraniak estaba en la prisión de Mokotow 3. Algunos testigos le habían visto en un estado de enorme agota­ miento y, aparentem ente, se encontraba en el hospital penitenciario desde hacía un año. Me dijeron que estaba muy animado, pese a su enferm edad y su cansancio. Monseñor Baraniak no gozaba de una salud robusta, si bien jam ás se quejaba de nada. Llam aba siempre la atención su palidez. N unca hablaba de sí. mismo, y, cuando se le preguntaba por su salud, eludía el tema y se ponía a hablar de otra cosa. N o es que se desentendie­ ra de las cosas, sino que prefería arreglárselas solo, sin ayuda de sus colaboradores. C abe im aginarse lo que sufriría en el hospital de la prisión. Las personas que fueron las primeras en inform arm e le habían visto de lejos durante un paseo en Mokotow. Llevaba sotana, iba solo, pálido, pero sereno. Me hablaron de él en los térmi­ nos más elogiosos, subrayando que en Mokotow se com­ portaba con valentía y dignidad ante los policías. En el curso de su interrogatorio, muy prolongado y difícil, no implicó a nadie. Se decía que, gracias a su actitud ecleJ B arrio de V arsovia q u e d a n o m b re a la prisión.

siástica y a su optimismo, ejercía mucha influencia sobre sus compañeros de cárcel, a los que animaba a resistir frente a sus perseguidores. «Alcanza la victoria sobre sí mismo», «su fuerza espiritual sorprende a todos», pese a una debilidad física, preocupante para los demás prisio­ neros. En Mokotow se comparaba el proceder de monse­ ñor Baraniak y el de monseñor Kaczmarek. Al principio, los compañeros se comportaban muy cortésmente con él. Los presos que lavaban la ropa de monseñor Kaczmarek se esforzaban por hacer lo mejor posible «su trabajo para monseñor». Esto antes de su proceso. Esos mismos dete­ nidos, tras los acontecimientos del proceso, manifestaron su desacuerdo con un «obispo convertido en un traidor». Sin embargo, quienes no creyeron en la traición de mon­ señor Kaczmarek siguieron rodeándole de cariño. En medio de tanto chismorreo y calumnias, la actitud de monseñor Baraniak era todo un símbolo. Estas fueron las primeras noticias que tuve de él. Ahora ya puedo compararlas con las habladurías de las gentes de la Seguridad, que me mintieron acerca de ¡a suerte de monseñor Baraniak. Antes de dejar la callo Miodowa, cuando se me preguntó: «¿Quién manda aquí?», respondí: «No sé a quién van a llevarse ustedes. Pero el que me sustituye es monseñor Baraniak». Los policías disimularon su propósito de detener también a monseñor Baraniak; pero cuando hice mi declaración sobre la violación de mis derechos civiles, no trataron de convencerme siquiera de que monseñor Baraniak se que­ daría en la calle Miodowa. Días después, el 10 de octubre de 1953, cuando hubo que ocuparse de operaciones ban­ cadas para pagar a los obreros que trabajaban en la reconstrucción de mi casa, pregunté nuevamente cuál era la situación de monseñor Baraniak, única persona autori­ zada a firm ar cheques por mí. El representante de la Seguridad aseguró sin pestañear: «Hemos dejado a mon­ señor Baraniak en la calle Miodowa». ¿Mentía, sin más, o se servía de la litote «hemos dejado», dando a entender que otros podían habérselo llevado?

Por eso seguía preguntándome por la suerte de monse­ ñor Baraniak, y mis dudas aum entaron cuando vi que el padre Gozdziewicz fue el que se ocupó de la primera lista de encargos recibidos en Rywald. Monseñor Baraniak, minucioso y delicado, lo habría hecho él personalmente, de haberse encontrado allí. Durante los dos años de mi confinamiento, el enigma persistía. No veía ni en cartas ni en envíos de mis cosas traza alguna de la presencia de monseñor Antoni Bara­ niak. Los tomos de Guerra y paz, de Tolstoi, tomados de la biblioteca personal de monseñor Antoni Baraniak, llevaban sus iniciales, A. B., pero escritas a mano por el padre Hieronim Gozdziewicz. Nueva señal de que el obispo no estaba en casa, porque, tan meticuloso como era, nunca le hubiera encargado al padre Hieronim que marcara los libros por él. Hoy me entero de que tras mi salida de la calle Mio­ dowa registraron y se llevaron varias cosas mías. Claro que no se me han podido facilitar todos los detalles, pero lo cierto es que el registro duró toda la noche y toda la jornada del sábado, y sólo, ya de noche, varios coches cargados de documentación abandonaron el arzobispado. Esta acción agravó más la «cuenta de violaciones» lleva­ das a cabo en la calle Miodowa. C uando proceden a registrar, los órganos oficiales están obligados a compor­ tarse de acuerdo con la Constitución (art. 71) y el Código penal. A tenor del artículo 131,1, los funcionarios que se presentaron a detenerm e tendrían que haberm e adverti­ do así: «Se informa al interesado del registro que tendrá lugar en su casa y se le encarece que asista». Contraria­ mente a la ley, primero se llevaron al propietario y luego registraron su casa... A la cadena de violaciones de la Constitución, que me obligaba a protestar, se han ido añadiendo otras. Estos hechos califican elocuentemente el comportamiento del régimen. Debo formarm e una imagen exacta de la legalidad en que se mueven los funcionarios del Departamento de Seguridad. Tengo que confrontar con exactitud los ar­

tículos de la Constitución y del Código penal a fin de emitir una opinión justificada acerca del comportamiento del Gobierno, convencido de que actúa dentro de la ley. ¿Pero de qué ley? ¿De la Constitución? ¿Usando unas prerrogativas que desconozco? ¿No será que emplea unos derechos excepcionales que el propio régimen se ha otor­ gado? Cuesta trabajo admitir a priori que el Gobierno desdeñe la Constitución, «obra del pensamiento huma­ no». ¿Es cierto que la respeta tan poco? Trataré de saberlo.

Lunes 31 de octubre de 1955 He recibido el siguiente telegrama de monseñor Kle­ pacz: «Llego, en compañía de Zygm unt4 y del padre de usted, en visita privada, el 2 de noviembre, hacia las tres de la tarde». La víspera escribí a monseñor Barda para darle cuenta de que me encontraba en territorio de su diócesis. Este es el contenido de la carta: «S. E. Mons. Fr. Barda. Przemysl. Curia episcopal. Excelencia reverandísima monseñor Barda: Me siento en la obligación de informarle que el sábado pasado, a las tres y media de la tarde, fui conducido por representantes del Departamento de Seguridad de la República Popular de Polonia, desde el lugar de mi confinamiento forzado en Prudnik de Silesia al convento de las hermanas nazarenas de Komancza. Estándome vedado abandonar mi nuevo lugar de residencia forzosa, me es imposible solicitar personalmente, Excelencia, la gracia de su benevolencia en tanto haya de permanecer yo en Komancza. Pese a tratarse de un huésped inespera4 Mons. C horom anski.

do, las hermanas me han recibido con los brazos abiertos. Me encuentro en su casa muy bien, y me pongo en manos de la bondad de Vuestra Excelencia y la eficacia de sus oraciones. Con veneración y afecto fraternal, in Christo Rege. Komancza de Sanok, 30 de octubre de 1955. t Stefan, cardenal Wyszynski».

Era también mi deber escribir a monseñor Klepacz y a monseñor Choromanski, así como a mis deudos, mi padre y mi hermana Stanislawa, que tantas humillacio­ nes y padecimientos han tenido que soportar durante mi prisión. Incluyo esas cartas, como testimonio de mis sentimientos, en estas memorias. «S. E. Mons. Michal Klepacz. Calle Miodowa, 17. Varsovia. Excelencia reverendísima, querido monseñor: Me apresuro a comunicarle que, a tenor del decreto del Gobierno de la República Popular Polaca de 27 de octu­ bre de 1955, del que se me puso al corriente en Prudnik del Nysse el 28 de octubre a las 17,30 h., fui al día siguiente trasladado, por órganos de la Seguridad, a Komancza de Sanok e instalado en la casa de las herma­ nas nazarenas. El jefe de la expedición me manifestó que, «terminada la misión del D epartam ento de Seguri­ dad», yo pasaba a ponerme bajo la protección del Episco­ pado de Polonia. Me está vedado abandonar este nuevo lugar de residencia y sigue en vigor la prohibición de ejercer las funciones eclesiásticas propias de los puestos que antes ocupaba, así como la prohibición de manifes­ tarm e en público. Leída la carta de V uestra Excelencia al primer ministro, que me ha sido m ostrada, tengo el convencimiento de que debo a las gestiones de Vuestra

Excelencia y del Episcopado polaco la mejora de mis condiciones de vida. Deseo, Excelencia, agradecerlo calu­ rosamente a usted y a todos los miembros del Episcopa­ do. Me confío con toda el alma a sus oraciones. Le ruego acepte el testimonio de mi más profunda estima, reconocimiento y devoción in Christo Rege. Komancza de Sanok, 30 de octubre de 1955. t S. W.»

«S. E. Mons. Z. Choromanski. Varsovia. Excelencia reverendísima, querido monseñor: No dudo que estará usted al corriente de que he sido liberado de la prisión, y no puedo privarme de la alegría de darle las gracias por haberme defendido ante las autoridades y haber intervenido para mejorar mis condi­ ciones de vida. La carta de monseñor Klepacz al Gobier­ no, que me ha sido mostrada por un funcionario de la Seguridad, me dice que los miembros del Episcopado han querido garantizar su derecho a visitarme. Hubiera pre­ ferido evitarle las molestias de un viaje tan fatigoso; espero, sin embargo, verle muy pronto aquí en Komanc­ za. Entre tanto, le ruego tenga la seguridad de mi reco­ nocimiento, mi afecto fraterno y mi veneración in Chris­ to Rege. Komancza, 30 de octubre de 1955. t S. W.» «Sr. D. Stanislaw Wyszynski. Zalesia de Piaseczno. Queridísimo padre: Como ya sabrás, he sido puesto en libertad de mi confinamiento policial y trasladado a la casa de las her­

manas nazarenas de Komancza. Me está vedado abando­ nar dicha localidad y tengo prohibido ejercer funciones propias de mis deberes pastorales. De todos modos, mis condiciones de vida han mejorado, si bien, en lo esencial, la situación sigue siendo la misma. Como hasta ahora no me era factible abrirte mi corazón, ignoro si has podido palpar el sentido auténtico de mis cartas. Ten la seguri­ dad de que he concentrado todas mis fuerzas para repre­ sentar dignamente a la Iglesia, incluso en prisión, y para desempeñar las tareas que Dios impone a los hombres, se encuentren en donde se encuentren. La misión principal de un obispo, desde lo alto de su cátedra o detrás de las rejas, sigue siendo la misma: Tibi sem per et ubique gratias agere. Domine, Sancta Pater, m anifestarle al Se­ ñor su agradecimiento siempre y en todas partes. Quisie­ ra que mi estancia en prisión se haya convertido en expresión de la verdad y de mi gratitud; el primer ele­ mento corría peligro de em peorar mi situación y el se­ gundo no es sino gozo, en la m edida en que el ser más débil es capaz de alabar a Dios como es debido. Estaba y sigo estando convencido de que mi prueba era necesaria para la Iglesia y su gloria. Es propio del sufrimiento conmover las conciencias más que el m ejor sermón. Yo no tenía más remedio que estar callado, pero Dios habla­ ba por mí. Estaba y sigo estando persuadido de que mi situación actual, en lugar de perjudicar a la Iglesia, le hará bien; un bien que sólo el Espíritu Santo, sometién­ dola a pruebas, le puede procurar. El sufrimiento huma­ no, como instrum ento capital de sostenimiento de la Iglesia, no se puede separar de su historia y constituye una especie de «octavo sacram ento», que obtiene su vir­ tud del sacram ento del Calvario. ¿Podría entonces negar­ le yo a Cristo el derecho a llam arm e en su ayuda, si entendía que mis sufrim ientos eran necesarios para el bien de la Iglesia? La esencia de la vocación eclesiástica se expresa en el sacrificio, y sus servidores están llamados no solamente a la ofrenda del C orpus Christi, sino tam­ bién al sacrificio de sí mismos por la Iglesia, como Cristo

se sacrificó por la humanidad. Hemos de estar felices, querido padre, de que se nos haya concedido sufrir des­ precios por el nombre de Cristo. Vamos a vernos muy pronto, según creo; aunque me pesa que tengas que hacer un viaje tan largo, no sería capaz de impedírtelo. Espero que sabremos dominar las lágrimas, pues no hay que mostrar tristeza delante del buen Padre, quien no es sino gloria y dicha. Tú has tomado parte en mis sufrimientos, tú los has vivido hondamente; pero sé bien que, igual que yo, no reniegas de nada, porque las obras divinas no son más que sabiduría y amor. Gracias de todo corazón, querido padre, por haber empleado bien tu fe, por haber preservado el amor y confianza en Dios, sin parar de rezar; todos ellos son buenos frutos de los que podemos aprovecharnos. Debemos a nuestra Madre santa un especial agradeci­ miento. Yo he pedido en la capilla de mi prisión que la gracia de mi libertad me fuera concedida en sábado o durante el mes de María. Y estaba dispuesto a seguir tras las alambradas con tal de obtener esta prueba tangi­ ble del poder de María, Madre de Dios y de los hombres. Pero el Señor tomó en consideración nuestra ingenua plegaria, y he abandonado mi prisión el primer sábado del mes del rosario. Tiempo atrás, había yo pedido a los fieles reunidos en la iglesia de Santa Ana que me ayuda­ ran rezando el rosario. A los jóvenes que me pararon a la entrada de la iglesia les recordé un detalle del Juicio final; el ángel del Señor arranca del abismo a un alma con ayuda del rosario. Se ve que mis hijos queridos de Varsovia tomaron a la letra mi consejo, porque justo hacia finales de octubre, víspera del Rey vencedor de los siglos, me sentí más libre. Ciertamente que esto no es todo: siguen estando huér­ fanos mis catedrales, el clero y el Pueblo de Dios. Pero creo que el Señor culminará la obra emprendida. Confie­ mos, confirmemos nuestra gratitud. Durante mi prisión, la más hermosa de mis plegarias fue el Te Deum; que siga siéndolo.

Recibe, tú el mejor de los padres, estas cuantas líneas de consuelo filial, que yo destino sólo a ti, que eres quien las mereces más que nadie. Besando tus manos paterna­ les con respeto y sumisión, te confío al Sagrado Corazón, a la Madre de Jasna Gora y te bendigo por la gracia de mi poder pastoral. Komancza, fiesta de Cristo Rey. t Stefan, cardenal Wyszynski, prim ado de Polonia». Cuarenta y cinco aniversario de la m uerte de mi ma­ dre. Veo en la foto sus manos queridas, y te doy gracias, Padre, dador de vida. Por medio de sus manos, me has mostrado tu dulce providencia y tu bondad. Con su ayuda protegiste a un niño desmañado. Sus manos me libraban de caerme, sus dedos me alim entaban y enjuga­ ban mis lágrimas; los tenía a mi lado siem pre y en todas partes. ¡Alabados sean tus brazos paternales en las ma­ nos de mi madre! ¡Ojalá hoy ella com parezca ante tu trono para guiarme! ¡C uántas veces, Padre, mi madre me ha puesto en tus manos! Tú conoces bien, pues se lo anunciaste a Eva, cuánto sufren las m adres de esta tierra. Ahora, Señor, recom pensa a mi m adre por haber cumplido tus designios paternales de transm itir la vida. Concédele, una vez más, intervenir en favor de su hijo. Martes 1 de noviembre de 1955 Es maravilloso ver a las gentes orar en la capilla de las hermanas nazarenas. La oración en com ún en el templo tiene un alto valor para el individuo, pues, rezada en común, llega más fácilm ente al P adre de los hombres. Los que rezan con nosotros nos ayudan a orar y allanan nuestro camino hacia Dios. Los seres se vinculan unos a otros; el am or social aum enta. Las cartas de mi herm ana S tanislaw a, la segunda, contribuyeron du rante estos dos años pasados, de modo

eficacísimo, a preservar mi serenidad. Dios le ha concedi­ do un equilibrio espiritual, un coraje inmenso y una fe ardiente, que resplandecen en todas sus cartas. Sólo a cambio de enormes esfuerzos lograba hacerme llegar el correo y los paquetes. ¿Cómo se las arreglaba? No lo sé. No cabe duda que sus gestiones le hacían correr riesgos personales, tal vez humillaciones. Pensándolo bien, doy gracias a Dios por ser tan buenos cuantos él ha unido a mí con vínculos de sangre y de fe. Estas son las líneas que le he puesto a mi hermana para manifestarle mi agrade­ cimiento: «Sra. D.a Stanislawa Jarosz. Zalesia de Piaseczno. Queridísima hermana: Cuando recibas esta carta, ya te habrás consolado con las buenas noticias. Deseo, sin embargo, añadir unas palabras de gratitud fraterna a esta gracia que Dios te concede para recompensar tu ánimo y tu bondad. Mis esperanzas se han colmado en parte, y yo he de confesar­ te que para mí eres la «mujer fuerte» de la familia. Has asumido con valentía tus responsabilidades durante los dos años de confinamiento. Tus cartas irradiaban ánimo, serenidad, confianza y una fe ardiente, que siempre da sus frutos. Gracias por lo que has hecho, comportándote como la hermana de un hombre que está siendo probado y de un primado. Dios me ha pedido mucho, pero estaba plenamente en su derecho. Si él ha probado tanto a su Hijo único, ¿cómo no iba a imponer su voluntad a sus hijos adoptivos? Tanto más cuanto que conmigo se ha conducido con toda la justicia y el amor de un padre. ¡Cuántas gracias he recibido a lo largo de mi vida de parte de la Iglesia y de Dios! A su misericordia y a su gracia debo mi inmerecida elevación. Y hay que pagar por todas estas gracias tan inmensas. Hoy siento que soy mejor delante de Dios, porque me ha pedido que le demuestre mi amor con mis sufrimientos, mi confianza y

mi fidelidad. He dejado las alam bradas más enriquecido. Son los misterios de Dios. Recibe, pues, querida herm a­ na, la expresión de mi gratitud fraterna por tanta bondad como has derrochado conmigo y con nuestro querido padre, a quien has atendido y sacado adelante en mi lugar. Te bendigo de todo corazón, lo mismo que a tu marido, tu casa y tu trabajo. Komancza, 1 de noviembre de 1955. t Stefan, cardenal W yszynski». Doy los primeros pasos en el mundo de mi vida nueva. La jaula de Prudnik se ha transform ado en un espléndido bosque donde me puedo pasear «en libertad». Sin embar­ go, los hábitos de prisión me llevan a exam inar los árboles para estar seguro de que crecen tam bién al otro lado de la tapia; ya no hay alam bradas, ya no descubro orejas a la escucha detrás de la puerta, detrás de las filas de los árboles o detrás de las paredes para saber de qué hablo o, tal vez, grabar cada palabra que pronuncie. Todo esto se acabó. No obstante, me gusta hablar en voz baja, aunque lo que diga no signifique am enaza alguna contra el régimen más débil. Por fin puedo leer los periódicos que quiera. De todas maneras, no entiendo todo lo que dicen, a falta de seguir el desarrollo de los acontecimientos desde que fui deteni­ do. Voy a estudiar los diarios y sem anarios de estos dos años, especialmente Trybuna L udu y S low o Powszechne del martes 29 de noviembre de 1953. En «primera», cuatro documentos anuncian mi detención: el comunica­ do de la presidencia del Estado de la República Popu­ lar de Polonia, la declaración del Episcopado de Polo­ nia, la elección del presidente del Episcopado y la decla­ ración del viceprimer ministro, J o s e f Cyrankiewicz. Hasta ahora no tenía más noticia que un recorte del comunicado, que cayó entre mis manos en los lavabos de Stoczek. Slowo Powszechne informó de una reunión ple-

naria del Episcopado y enumeraba los prelados, con monseñor Choromanski a la cabeza, que habían tomado parte en ella. El periódico publicaba un resumen de esa declaración episcopal. En aquellos días comprendí ya que, oprimidos de angustia por mi detención, los obis­ pos habían decidido, prematuramente, hacer una decla­ ración. Hoy leo ese documento con la calma de un hombre que sabe ya cuáles fueron sus consecuencias. Retroceder dos años nos permite juzgar con objetividad acontecimientos del pasado. Sin embargo, sigo estando convencido de que en aquel entonces los miembros del Episcopado no goza­ ban de esa misma calma, pues no sabían qué iba a pasar con la Iglesia. Para asustarles se acudió, es de suponer, al chantaje habitual; los monseñores Franciszck Mazur y Edward Ochab ya estaban acostumbrados. Descubro esta táctica al recordar tantas informaciones de las reuniones de las comisiones mixtas. Es muy posible que los miembros del Episcopado, obligados a oír toda una serie de invectivas y acusaciones contra mi persona, se vinieran abajo. De este modo se les extorsionó con decisiones inmediatas para que no les diera tiempo a reflexionar sobre la situación y evaluar las bazas de que disponían. Una vez detenido yo, el Gobierno se encontraba en apuros. Como su acción había despertado las iras del pueblo católico, el régimen quería salir lo más rápido posible de situación tan delicada. Esta era una posición sólida para la Iglesia, y de ella se hubiera podido aprovechar. Pero ¿se dieron cuenta de esto los obispos? Las presiones del régimen impidieron al Episcopado recobrar fuerzas y conocer sus bazas. El clima de terror condujo a aquella desafortunada declaración del Episcopa­ do polaco, declaración que iba —contra la voluntad de sus autores— dirigida contra mí y mis actividades. Hoy, al examinar estos cuatro documentos pérfidamente publica­ dos al mismo tiempo, experimento una penosa sensación, la misma que correspondió a los sentimientos de los

polacos dos años antes. Se diría una «impresión que ha entrado en la historia». ¡Qué ofendida debió de sentirse la población católica con el tejemaneje de estos textos! ¡Su contenido choca menos que el que fueran publicados en la misma página! Ya la petición del Episcopado «de autorizar a monseñor Wyszynski a residir en un conven­ to» da testimonio de la brutalidad del régimen, que descarga en la jerarquía eclesiástica la responsabilidad de mi confinamiento. Estando en Stoczek, en junio de 1954 me dijo el comandante: «El Gobierno no ha oculta­ do a la población que usted vive en un convento». En ese momento no alcancé a entender el sentido de esa afirma­ ción. El régimen, efectivamente, no «ocultaba nada» cuando «dio su aprobación a la propuesta del Episcopa­ do» (Slowo Powszechne, 29 de noviembre de 1953). Pero los obispos fueron víctimas de su confianza en las prome­ sas del régimen, que transform ó mi «convento» en un campo de concentración.

20 de noviembre de 1955 Padre, ayúdame a no esperar de mi vida ni satisfaccio­ nes ni contentos, ni a que se cum plan mis anhelos perso­ nales. Enséñame cómo he de hacer para saber renunciar al instante a esos sentimientos tan egoístas, que no ayu­ dan a nadie; ni a ti, ni a tus hijos, ni siquiera... a mí. Ayúdame a no desperdiciar mi tiem po, sino a emplearlo siempre en ti y en lo que se refiere a ti. Despierta en mí el instinto de olvidarme de mí mismo, de dar de lado a cuanto signifique h arta r mi egoísmo, mis sentidos, mi amor propio. ¿Lo lograré? Lo ansio de verdad, consciente de que no merece la pena gastar energías en uno mismo. No se engendra nada si no somos dos, tú y yo, Padre; como una pareja de jóvenes padres; tú y yo, como un solo cuerpo. ¿Qué podría hacer yo sin ti? Sólo deseo vivir contigo, crear para ti solo, para tu gloria. Soli Deo... Repito: nada para mí. ¡Me niego a permanecer estéril!

¡Pero únicamente contigo, pues toda paternidad procede de ti! ¡Líbrame, Padre, de ser un Sísifo en mi propia tierra inculta! Unámonos para siempre tú y yo. Es tu Hijo único, que se sienta a tu lado, el que lo quiere para mí. 30 de noviembre de 1955 Boleslaw Piasecki5, nada más publicar en su Slowo Powszechne diversas invectivas contra el primado, creyó interesante venir a verme la víspera de mi detención para decirme: «El proceso Kaczmarek parece favorecerle, monseñor». Y me aconsejó no hacer de inmediato gestión política alguna y volverle a recibir al sábado siguiente. El 2 de septiembre de 1953, mientras se desarrollaba el proceso de monseñor Kaczmarek, Slowo Powszechne publicó un artículo del reverendo padre Waclaw Radosz, sacerdote de la diócesis de Kielce, bajo el título «Después de seis días ante los tribunales», artículo que demuestra cómo actúa en los hombres la política del terror. El reverendo padre Radosz confesó haber prestado jura­ mento de sumisión no sólo a aquel que le había ordenado sacerdote, sino también a su sustituto, monseñor Kacz­ marek, actualmente en el banquillo de los acusados. Ello no le impidió al reverendo padre Radosz atacar a su indefenso pastor. Ni tampoco le impidió al periódico, que se dice «católico», lanzar ataques contra monseñor Kacz­ marek incluso antes de pronunciarse la sentencia, a ries­ go, por tanto, de influir desfavorablemente en ella. Difí­ cilmente cabe imaginar una conducta más innoble. Se queda uno de piedra viendo cómo Slowo Powszechne llena columnas de artículos escritos o simplemente firma­ dos por sacerdotes. Incluso personas tan razonables como 5 Boleslaw Piasecki (1915-1980), m ilitante de extrem a derecha en los años trein ta, se hizo, a la llegada del com unism o, colaborador del régimen. F un d ad o r de la organización P A X y de la revista S low o Powszechne, se dedicó a d estru ir la unidad de los cristianos en d etri­ mento de la Iglesia y de todos los polacos.

el reverendo padre Eugenius Dabrowski y el reverendo padre Josef Iwanici, rector de la Universidad católica de Lublin, no veían inconveniente en conceder entrevistas a los enviados especiales de prensa, interviús que se publi­ caban a continuación de las crónicas del proceso Kacz­ marek. Pues bien, en este clima de «desinformación» es en el que Slowo Powszechne publicó en «primera» los cuatro documentos a que me he referido: comunicado de la presidencia del Estado de la República Popular de Polonia, la declaración del Episcopado de Polonia, la elección de presidente del Episcopado y la declaración del viceprimer ministro, J o se f Cyrankiewicz (m artes 29 de septiembre de 1953). Otras tomas de posición de Slow o Powszechne queda­ ban camufladas con discursos sobre los derechos y debe­ res de los católicos progresistas para con el Estado. Se hacía un llamamiento a los sacerdotes para que se pro­ nunciaran acerca de las regiones occidentales como si Polonia estuviera bruscam ente am enazada de perderlas. Slowo Powszechne empleó el argum ento de la defensa de las regiones occidentales para lanzar una cortina de hu­ mo a los ojos de todos los que después de mi detención, el 25 de septiembre de 1953, estaban preocupados por la situación de la Iglesia polaca (Declaración del Episcopa­ do y los enemigos de Polonia: Slow o Powszechne, 2 de octubre de 1953). En una palabra, para que pasara en silencio la angustia de la población católica, se acudía a slogans que nadie podía poner en tela de juicio. El artículo del reverendo padre Stanislas H uet «Tras la conferencia episcopal» (Slow o Powszechne, 3 y 4 de octubre de 1953) estaba concebido con idénticos fines. El autor, por primera vez según parece, enum eró todos los obispos que tomaron parte en la conferencia del 28 de septiembre, tratando, sin duda, de calm ar a la población poniéndole delantq el núm ero de obispos que estaban en libertad. El reverendo padre profesór Czuj llevó el problema de

la política interior al plano internacional en su artículo titulado «Ni existen ni pueden existir divergencias entre los imperativos de la fe y los deberes sociales para con la nación» (Slowo Powszechne, 9 de octubre de 1953). Di­ cho entre paréntesis: se le perdonaría semejante título a un defensor de los dogmas del Partido, jamás a un moralista y sociólogo. El reverendo padre Czuj la em­ prendió con la prensa extranjera, denunciando «su male­ dicencia y sus horóscopos funestos». Bien entendido, la «propaganda extranjera» describía solamente los procedi­ mientos del régimen polaco. A mediados de octubre, Slowo Powszechne llevó el peso de sus argumentos al frente nacional. Se convocaron una serie de congresos y de reuniones, que comenzaron con el informe del señor Piasecki sobre la adhesión de los católi­ cos polacos a la construcción de la Polonia popular (Slowo Powszechne, 5 de octubre de 1953). A lo largo de estas reuniones, los «acontecimientos ocurridos en las relaciones entre la Iglesia y el Estado» pasaron a un segundo plano, una simple cuestión más entre todas. Sin embargo, esta cuestión era la que animaba los congresos y la reuniones. En aquellos días se comentaba, sin duda, en algunos pasillos, el confinamiento del primado, mien­ tras que el periódico no trató nunca de esclarecer este punto. Los congresos estaban para examinar a la gente, para «explicarles» lo que ocurría y así calmarlas. El reverendo padre Czuj, rodeado de sus acólitos de la Facultad de Teología católica de la Universidad de Varsovia, era la estrella, junto con algunos miembros de la Facultad de Teología católica de la Universidad jagiellónica de Cracovia 6 y de la Universidad católica de Lublin. El cuerpo docente del seminario de Nysa 7 estaba siempre presente. La mayoría de los participantes eran sacerdotes, así como determinados «católicos activos», por lo general a sueldo de Pax. 6 La universidad polaca m ás antigua. Fundada en 1364, ostenta el nombre de la dinastía Jagiello. 7 Pequeña ciudad de las regiones occidentales.

Leyendo Slow o Powszechne no encontré el más míni­ mo lamento acerca de un suceso tan doloroso para la Iglesia como la desaparición del primado. Da la impre­ sión de que el comité de redacción no juzgaba digno de él adoptar ante eso una «posición católica». Por tanto, los discursos de los sacerdotes estaban concebidos de forma como si el destino del primado les fuera completamente indiferente. En contrapartida, se preocupaban de muchas cosas: se insultaba al mundo entero, se maldecía a Adenauer y a los cardenales alemanes y se ponían por las nubes las fábricas, los tractores y el maíz, mientras que un lector atento de Slow o no veía interés alguno por el representante de la jerarquía eclesiástica, brutalmente quitado de en medio. ¿Es cierto que los sacerdotes no pedían ninguna expli­ cación? Las páginas de Slow o Powszechne no indican nada al respecto. De este modo, el origen del documento más nefasto sobre los «sacerdotes patriotas» 8 tuvo su origen en Slow o Powszechne, dem ostrando que aquéllos eran esclavos del miedo, desprovistos de toda sensibilidad hacia los imperativos de la razón de Estado católica. El profesor reverendo padre Eügenius Dabrowski pu­ blicó un artículo titulado «El catolicismo polaco y el problema de las regiones occidentales» (Slowo Powszech­ ne, 16 de octubre de 1953). Era una transcripción taqui­ gráfica de su conferencia. El autor falsifica la historia de los años 1946-1953, reprochando a la jerarquía eclesiásti­ ca no haber dado ningún paso para la estabilización de las regiones occidentales. Da la casualidad de que en ese período se concluyeron los acuerdos, se reconstruyeron los capítulos de Wroclaw y de Olsztyn y se instauraron las parroquias. El reverendo padre Dabrowski se negaba a admitir la verdad. En octubre de 1953 se organizaron, en torno a los comités del Frente Nacional, comisiones de activistas católicos, eclesiásticos y seglares, que englobaban la Z.B.O.W.I.D. (Zw iazek Bojow nikow O Wolnosc / De8 Así llam an en Polonia a los sa cerd o te s colaboracionistas.

mokracje; Unión de Combatientes por la Libertad y la Democracia) y círculos de intelectuales católicos. Inme­ diatamente estas comisiones dejaron el sitio a otro orga­ nismo. Se publicó una larga lista de su presidencia y de sus miembros. Fueron creados comités regionales; Boles­ law Piasecki pronunció un discurso modelo: «Las decisio­ nes actuales de los católicos polacos en relación con la declaración del Episcopado del 28 de septiembre de este año» (Slowo Powszechne, 24-25 de octubre de 1953), que se convirtió en objeto de «discusiones» en las reuniones regionales. Piasecki acusó a los medios católicos de «falta de madurez social y de visión objetiva de la realidad, condición sine qua non para un comportamiento correc­ to». Y se felicitaba de haber impulsado al «movimiento socio-progresista de Polonia a reaccionar enérgica y va­ lientemente contra la miopía política de la jerarquía». La exposición de Piasecki, que debía de exponer de forma modélica Ja ideas de los católicos progresistas, contenía un ataque contra monseñor Kaczmarek y contra el pri­ mado de Polonia. Piasecki valoraba la declaración epis­ copal de septiembre de 1953, que «había creado las condiciones necesarias para allanar las divergencias de opinión socio-políticas entre nuestro movimiento y la jerarquía eclesiástica». En una palabra, deseaba ver al Episcopado de parte de Pax.

2 de diciembre de 1955 Me sumerjo en la lectura de la prensa oficial a fin de conocer las acusaciones formuladas contra mí. El sábado 26 de septiembre de 1953 apareció en Trybuna Ludu el editorial, firmado por el portavoz del Gobierno, Edward Ochab, secretario del Frente Nacional Polaco: «¿Quién perjudica la normalización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado?» Este artículo, cuyo telón de fondo era el proceso de monseñor Kaczmarek, iba en realidad dirigido contra mí. Si recordamos que fui sacado de mi 9-— D iario de la cárcel

casa la noche del viernes al sábado y que Trybuna Ludu apareció al día siguiente por la m añana, se comprenderá que el dispositivo policial estaba en marcha desde hacía tiempo. Lo tendencioso del artículo se veía a la legua: «Son los elementos reaccionarios y aventureros de la jerarquía quienes dirigen y alientan las actividades emprendidas contra el Estado y el pueblo». De la lectura del artículo se deducen las siguientes acusaciones formuladas contra mí: — El primado ejercía su influencia sobre el Episcopa­ do para quebrantar la unidad nacional, para enredar a creyentes y no creyentes y sabotear la puesta en práctica de los acuerdos. — La firma de los acuerdos por el primado fue una maniobra destinada a engañar al Gobierno y a la opinión pública. — El primado empleaba los acuerdos como pantalla para disimular sus actividades hostiles a la nación polaca y al Estado popular. — Nunca la dirección del Episcopado fue fiel a «su solemne juram ento de oponerse a la acción revisionista de una parte del clero alemán»... — Conforme a los designios de la curia romana, el primado de Polonia m ultiplicaba sus esfuerzos para obs­ taculizar la estabilización de las regiones occidentales. — El primado no se atuvo a «las consecuencias canóni­ cas correspondientes a los sacerdotes que actúan contra el Estado». - En el curso del proceso Kaczm arek, «el primado se abstuvo de pronunciar ni una palabra de condena de los criminales, ni hizo nada para desolidarizarse con la ac­ ción llevada a cabo conjuntam ente por los Estados Uni­ dos y el Vaticano contra Polonia». — El primado Wyszynski es «el principal responsable del sabotaje y de la destrucción de los acuerdos; apoyó a los Caballeros Teutónicos de A lem ania Federal y a núes-

tros enemigos angloamericanos, que se dedicaban a ca­ lumniar y manchar a la Polonia popular». El artículo de Trybuna Ludu debía de ser una nueva advertencia, visto que «las precedentes advertencias», por parte del Gobierno y de la sociedad, no habían sido atendidas por el primado, «discípulo aventurero del Vati­ cano». Ochab avisaba de que tales «sembradores de in­ quietud» no quedarían impunes. El artículo, pues, preparaba a la opinión pública para lo que había acontecido esa misma noche. En Trybuna Ludu del domingo 28 de septiembre de 1953 vi dos artículos publicados en la misma página: «La fiesta conmemorativa del primado Jan Laski9, gran pro­ gresista del Renacimiento» y «El primado, el Vaticano y las regiones occidentales». Se ensalzaba al primado des­ aparecido hace cuatro siglos, «un hombre de progreso, sin miedo a oponerse a la bula papal que le condenó», y se acusaba al primado, que vive de «no representar ante el Vaticano los intereses polacos, sino de representar los intereses del Vaticano en Polonia*. Un autor desconocido afirmaba que la política del Va­ ticano había sido siempre antipolaca. ¿Ejemplos? Ratti, Cortcsi, Kaczmarec e il Papa Tedesco l0... En nues­ tros días, el Vaticano «entorpecía la regularización de cuestiones eclesiásticas en las regiones occidentales» y «trataba de lanzar a la población polaca contra el poder popular». «Los elementos reaccionarios entre los miem­ bros de la jerarquía de la Iglesia, el primado Wyszynski el primero, llevaban a cabo en Polonia la política del Vaticano». El artículo me echaba en cara todo esto: — El primado Wyszynski ha injuriado y calumniado al poder popular. — Nunca ha protestado contra la declaración de Adenauer acerca de las regiones occidentales, presuntamente hecha de acuerdo con el Vaticano. ’ Jan Laski (1456-1531). 10 El papa «alemán»; en italiano en el texto.

■— El primado Wyszynski, cuando tenía que pronun­ ciarse, «tomaba frecuentemente la palabra contra los intereses de la nación». — «Ha torpedeado por todos los medios los intentos de estabilizar los cargos eclesiásticos en las regiones occi­ dentales». — Cuando acudió al Vaticano aparentem ente para «promover la estabilización», adoptó una actitud antipo­ laca. Círculos clericales bien informados de Alemania Federal aportaron las pruebas (Echo der Zeit) n . — El primado molestaba y perseguía a los sacerdotes que «se habían opuesto a la aventura revisionista». — El primado combatía encarnizadam ente el poder popular, a la vez que asistía a sacerdotes criminales, condenados por los tribunales. — El primado trató de engañar a la opinión pública, escamoteándole la verdadera política del Vaticano res­ pecto a las regiones occidentales. — M antuvo asiduam ente una línea de conducta provaticana y proimperialista, por lo que adoptó una actitud hostil al pueblo polaco, opuesta a sus intereses. 4 de diciembre de 1955 He desmenuzado la declaración de una reunión am­ pliada de la directiva de la comisión de sacerdotes en la Unión de Com batientes por la L ibertad y la Democracia, publicada en Trybuna L udu el 1 de octubre de 1953. Esta comisión servil, que se reunió el 29 de septiembre, «agrupaba a unos cuarenta sacerdotes, representando todas las regiones». El doctor reverendo padre Edwars Korkowott pronunció un discurso acerca de los proyectos de la Iglesia católica en Polonia popular. Los participan­ tes adoptaron una resolución que expresaba su satisfac­ ción por la declaración del Episcopado de 28 de septiem­ bre. Por otro lado, atacaban a la S anta Sede, que «dene11 «Eco d e los tiem pos».

gaba» a nuestro país el derecho a unas regiones donde viven siete millones de polacos. Finalmente, la resolución definía la posición de los sacerdotes miembros de la Unión de Combatientes por la Libertad y la Democracia frente al primado: «La respon­ sabilidad de un clima de oposición al poder popular, que ha quedado patente durante el proceso de monseñor Kaczmarek, incumbe a la anterior dirección del Episco­ pado, es decir, al primado Wyszynski».

8 de diciembre de 1955 Un entrefilete en Trybuna Ludu del 2 de octubre de 1953, titulado «¿Por qué se irritan?», debía demostrar que «no tienen razón alguna para ello». Trybuna Ludu emprendió la publicación de artículos ambiguos, destina­ dos a presentarme como un enemigo encarnizado del comunismo. Para ello acudió a publicaciones mías, reti­ radas por cierto desde hacía tiempo de las bibliotecas, incluida la Biblioteca Nacional. El proceso contra el «doctor reverendo padre Wyszynski» se abrió en base a mis trabajos de antes de la guerra. Un autor anónimo que firmaba con las iniciales C. S. citaba las siguientes obras mías: Ksiazka w walce z komunizmen (El libro en la lucha contra el comunismo), Czy katolik byc komunista? (¿Puede un católico ser comunista?), Jak wlaczyc skutecznie z komunizmen? (¿Cómo combatir eficazmen­ te el comunismo?), L ’iníeligencja w strazy przedniej komunizmu (La intelectualidad en vanguardia del co­ munismo), Katolicki program walki z komunizmen (Programa católico de lucha contra el comunismo), Pie X I w walce z komunizmen (Pío XI en la lucha contra el comunismo), Kultura bolszewizmu a inteligencja polska (La cultura bolchevique y la intelectualidad polaca), Katoliczym-kapitalizm-socjalizm (Catolicismo-capitalismo-socialismo). La forma en la que se utilizaron estos materiales fue tan azarosa como las conclusiones sacadas

de ellos. El autor me acusaba de ser un adversario de los movimientos obreros y un sim patizante del hitlerismo. Se le ve venir: este procedimiento se dirige a preparar un elemento acusatorio para un eventual proceso. En aquel entonces volvieron a oírse reproches ya publicados en letra impresa y se me confundía con un aliado de la H akata 12. Conclusión: «Es evidente que el cardenal Wyszynski estaba al servicio de una causa nociva para Polonia» («Tienen la palabra los hechos»: N iech mowia fakty). Por voluntad de Dios, estoy de nuevo entre mujeres. Me acordaré siempre: cada vez que una m ujer entre en la habitación, aunque estés sum ergido en tu trabajo, ponte de pie. N ada im porta que sea la m adre superiora o la herm ana Kleofasa, encargada de encender el fuego; ponte de pie. N o lo olvides: la m ujer ha de recordarte a la Esclava de Dios, a cuyo nom bre la Iglesia se pone de pie. N o lo olvides: debes p agar tu deuda respecto a til propia m adre, que te dio su cuerpo y su sangre... Ponte de pie sin vacilar, dom ina tu orgullo de varón, tu ansia de dom inar... Ponte de pie incluso an te la m ás m ísera de las M agdalenas... Sólo así im itarás a tu m aestro, que se levantó del trono, a la diestra del P ad re, p a ra acoger a la Esclava de Dios. Sólo así im itarás al C reador, que envió a M aría en auxilio de Eva. P onte de pie inm ediata­ m ente por tu bien.

10 de diciembre de 1955 «H ágase tu voluntad» así en K o m an cza como en el cielo. P adre, yo te lo digo: tú sabes m uy bien dónde está K om ancza y sabes que allí estoy yo. T u voluntad es tan 12 O rg a n iz a c ió n n a c io n a lis ta a l e m a n a , c r e a d a e n 1894 p a ra acelerar el p ro ceso d e g e r m a n iz a c ió n d e las re g io n e s p o la c a s o c u p a d a s a conse­ c u e n c ia d e los r e p a r to s .

poderosa que me obliga a someterme. Palpo tu fuerza y a ella me atengo. No me atrevería a oponerme ni con un simple impulso. Y tú lo sabes, porque lo sabes todo... Tu omnipotencia me llena de gozo y tengo pruebas de ello, tan complacido como estoy de contar con un nuevo argu­ mento a tu favor, aunque lo haya ganado con mis penas. Si he podido realizar un solo acto de amor, he dejado de ser un paria. Y aunque mi vida no fuera más que pecado, un acto de amor me devolvería a Dios, y pues he alcanzado la grandeza, ya no soy un desgraciado. El amor es algo que no muere. En medio del desorden de mi vida encuentro un elemento divino. Es Dios el que separa la perla preciosa. Incluso estando escondida en la tierra, enterrada en el fango, ¡merece la pena tomar ese fango para poseer esa perla! ¡Pero también cuántas perlas se convierten en barro! Los hombres dejan todos sus bienes para hacerse con el Iodo que guarda la perla. ¡Yo no soy más que un poco de lodo! Pero Dios separa de él la perla del amor. No me volváis a decir que soy un paria. Ni a mí ni a nadie que sea capaz de amar.

13 de diciembre de 1955 Me gustaría contar las desventuras de la hermana Maksencja camino de Komancza. De acuerdo con mon­ señor Klepacz, se decidió que la hermana viniera a verme antes de Navidad para arreglar la ropa que traje de prisión. Según anunció por correo urgente y un telegra­ ma, la herm ana tenía que llegar a la estación de Sanok y hacer correspondencia para Komancza a las cinco de la tarde. La m adre superiora mandó a sor Malwina que fuera a buscarla. Pero el viaje tuvo otro final: sor M ak­ sencja fue detenida y conducida a la comisaría de Ko­ mancza, y trasladada luego en coche a Sanok para volver al tren de Varsovia. Al salir de Komancza, sor Malwina fue seguida hasta Sanok por un miliciano. Lo que no impidió que las dos

monjas tomaran tranquilam ente el tren. En Rzepedz cuatro milicianos irrumpieron en el com artimiento para pedirles su documento de identidad. Sor Maksencja les mostró además la credencial de monseñor Klepacz, ya que, conforme a las garantías dadas por el primer minis­ tro, Cyrankiewicz, mi familia y mi equipo de la calle Miodowa (por tanto, sor M aksencja) están autorizados a visitarme. Un miliciano le comunicó entonces a sor M ak­ sencja que la iba a conducir al puesto. En Komancza no las dejaron bajar del tren, pero sor Maksencja se las arregló para pasarles dos maletas a las herm anas que esperaban en el andén. Sor M alwina y sor M aksencja se vieron en la comisaría. A las herm anas que habían salido a recibirlas les prometieron devolverlas al convento. Nada de eso. Sor Malwina volvió sola a las nueve de la noche, y nos dijo que sor M aksencja había sido obligada a subir en coche para regresar a Sanok. Tras pedir inútilmente que la dejaran entrar en calor y pasar la noche en Komancza, los milicianos, sin ningún miramiento, le metieron prisa para que no perdiera el tren de Varsovia.

31 de diciembre de 1955 Tu siervo, ¡oh Padre eterno!, te debe un voto de con­ fianza. Todo cuanto has hecho por mí no respira sino misericordia y verdad. Todo cuanto yo he hecho por ti el año pasado no es más que sumisión infantil, credulidad de recién nacido. ¡Tú eres am or, gracia, omnipotencia! Yo, en cambio, egoísmo, pecado, debilidad. Yo he puesto en tus manos santísimas mi aturdim iento y tú has dejado la huella de tu misericordia y de tu comprensión. Eres tú quien me libra de perder la fe con tu sabiduría y tu bondad. Tú sopesas en tus ojos mi voluntad y mis pensa­ mientos. Tú me haces conocer tu justicia. Tú despiertas mi ansia de ofrenda y de m artirio, para gloria de tu Iglesia. Tú serenas mi corazón, que deja de temer por el futuro y lo acepta gozoso. Tú dominas mi miedo a sufrir.

Tú le concedes al hombre sensual, apegado a sí mismo, el deseo de convertirse en su propio enemigo, a fin de ser consciente de tu amistad. Tú haces que, viéndome total­ mente desconocido, te pregunte con sorpresa: unde mihi hoc?... Ahora, cuando suenen las campanadas de la me­ dianoche, a la vuelta del año que pasa y del año que entra, yo, Padre, lo proclamo ante Ti en alta voz: Tú no me has hecho daño..., soy yo el que es tu deudor... Yo era un mal trabajador, pero tú querrás absolverme... ¿Podré ya en­ tonces llevar a cabo el fin de mi vida?

16 de enero de 1956 Si tú, ¡oh excelso Padre!, no me reservaras más que una pedrada lanzada por malévola mano, la aceptaría como una gracia de lo alto; la abrazaría, para que me supiera tan dulce como a San Esteban. Si tú no me dirigieras ya jamás una palabra amable, si sólo me que­ dara el menosprecio de los enemigos de la cruz, yo lo consideraría como una gracia inmerecida. Si ya no hubie­ ra lugar para mí delante de tu altar, ¡oh Padre del Sacerdote eterno!, yo vería en ello los designios de la Santísima Trinidad, la única que conoce el verdadero valor de la función del sacerdote y sabe quién es digno de ella. Y hasta si me prohibieras para siempre procla­ mar a tu Hijo ante los hombres, veneraría en mi corazón tu omnipotencia, capaz de dar vida a las piedras para que exalten tu gloria, incluso a oídos de los sordos. Sí, Padre, cuanto procede de ti y de tu voluntad consti­ tuye para mí la gracia más inmensa, signo de tu amor, que me llena de confianza en ti.

21 de enero de 1956 Santa Inés. Antífona de Laudes: Anulo suo subarrhavit me Dominus meus lesus Christus, et tamquam sponsam

decoravit me corona. El salm o expresa el deseo de unirse a Jesús esposo: «Dios mío, Dios mío, solícito te busco, sedienta de ti está mi alm a, mi carn e languidece en pos de ti...» (S a l6 3 [6 2 ]). E stas p alab ras d eberían hacerm e esperar confiado tus gracias. E stas p alab ras reflejan la verdadera sed de Dios al que m e une mi anillo. T oda mi pertenencia al Señor se m e hace m ás p aten te ah ora, en estos m omentos en que la tentación tra ta de rom per mis lazos con él. M i unión con Dios se m ide por mi resisten­ cia a la tentación. Si los vínculos p erm anecen, mi unión con él será durable. El hom bre, u na vez que ha cruzado por el fuego de la tentación, desea com o nunca hallarte a ti. ¡Oh Esposo mío, tú m e tienes cogido por mi anillo! A d Te levavi animam... Te sitit anima mea.

29 enero de 1956 S eptuagésim a. «El E spíritu de V erd ad os d irá todo, enseñándoos lo que yo os he dicho». El E sp íritu Santo habla continuam ente en la Iglesia o ran te. H oy día, la Iglesia nos p resenta los tesoros de su litu rg ia para que entrem os en el período de la R edención. N os hace pre­ sente el m undo de Dios, cread o por él, In principio creavit Deus... U n m undo m an cillad o por el pecado, un m undo purificado por la san g re de C risto... Circumdederunt me dolores m ortis (In tro ito ), un m u n d o cansado de pecar. Dios, apasionado por el m undo, le ofrece a su Hijo... Su H ijo em p ren d e la o b ra de reconstrucción. Hemos de seguir el ejem plo del P ad re, am a n d o al mun­ do... en profundidad... N o tenem os d erecho a llamar malo al m undo si Dios ve q ue es bueno... El Espíritu de V erdad me h abla y yo le escucho con atención. Le sigo paso a paso; todos los días, la Iglesia m e habla de él. ¡Tiene ta n ta s cosas que d ecir la Iglesia! Es como un árbol fértil que cada año d a fru to nuevo opulento. He de com erlo sin ta rd a n z a , pues la Iglesia m e brindará otro m añana. H e de a lim e n ta rm e suficientem ente; Dios no

quiere hambrientos. Al igual que él, sus hijos deben sobrenadar en las riquezas. Todos los días tomo parte en sus ágapes... Todos los días me someto al Espíritu Santo.

31 de enero de 1956 Líbram e, Padre de la Verdad, de pronunciar ante ti jam ás frases de orgullo. Sólo tú conoces mi verdad. Sólo tú ves el interior del hombre. No permitas que me enva­ nezca... Cuando te confieso que soy el más grande de los pecadores, sabes muy bien que no lo hago para justificar­ me, que no estoy pensando en otros pecadores peores que yo, pero tú no perm itas que haya diferencia entre lo que pienso y lo que digo. Si te digo que te amo, no me dejes m entir. Si te cuento mis penas, haz que sean sinceras. Q ue mis palabras salgan muy de dentro, pero siempre conformes a la verdad. No me dejes hablar demasiado. Penetra en el mundo de mis reflexiones, tríllalas para que no pueda engañarte. No me dejes que «haga literatu­ ra», que cuente historias; que no me emborrache con las palabras... Y que incluso mis pensamientos callen cuando estoy delante de ti, tú que lees los pensamientos y el corazón... Scrutans corda et renes, Deus.

19 de febrero de 1956 En el prim er domingo de Cuaresma reaparece la esce­ na dram ática de la gran tentación del Hombre-Dios. Y esta escena se perpetúa sin cesar en la historia de la hum anidad, en la vida de la Iglesia, en el alma de cada cristiano. Cristo, al sufrir en su carne los astutos manejos de S atanás, nos concede una gracia inmensa. Soy plena­ mente consciente de mi sensibilidad a la tentación del pan, a la tentación de llevar una vida fácil, de estar tranquilo. ¿Es que acaso el demonio del mal no ha sabido blandir mis debilidades? H asta ahora he logrado salvar-

me. Pero resisto únicam ente g racias al S eñor que me ayuda en la lucha. Sim plem ente el pen sar que pueda yo en trar en trato s con S a ta n á s me clasifica desde ese m o­ m ento entre los hom bres que, com o yo, están puestos a prueba. La lucha co n tra el cristianism o tira de aquellos que quieren convertir en pan las p iedras lan zad as contra la Iglesia. En brazos del m al, se ponen de rodillas ante el demonio. He aquí los m odernos católicos «progresis­ tas». ¿Qué es lo que tienen de pro g resistas? S u capacidad de sucum bir a la m ás m ínim a ten tació n es el signo de su progresismo. ¿M e afecta m ucho? N a d a . Lo que he de hacer es tra ta r de ser m ás p ru d e n te y no d e ja rm e ten ta r por el diablo. Por eso, p a ra lib ra rm e de las tentaciones, Dios me ha traído a este desierto. A q u í tam p o co estoy al abrigo, pero me obligo a lu ch ar c o n tra m í m ism o, a luchar para no im ag in ar q ue h ay a m ás cam inos que aquellos en los que me ha m etido el E sp íritu S a n to desde hace ya dos años.

20 de febrero de 1956 U na de mis m ás acu cian tes ten tacio n es m e asalta. Acabo de ex am in ar las nuevas rú b ric a s de los oficios de Sem ana S a n ta , im pregnados p ro fu n d a m e n te de espíritu cristiano. M i corazón se a fe rra a la idea de no poder participar activ am en te en los gozos q u e la Iglesia nos dispone: ex altar al Dios d e la e u c a ristía , acercarse a la cruz, vivir el espíritu de la R esu rrecció n . ¿Q uién revelará a mis hijos abando n ad o s estos m ilagros del pensamiento divino contenidos en la litu rg ia ? ¡T enía q u e ser yo, dota­ do como estoy de la g racia de enseñar! Es una cuestión que atañ e a mi d eber, a mi co m prensión, a mi deseo... ¿H e de serenarm e, he de c a lla r, he d e ah o gar para siem pre la to rm en ta de mi a lm a ? ¡Q ue mis piedras se conviertan en pan! ¡Pero no p a ra m í, P adre! Para mí, «arrojarme al abismo». ¡Ya..., oh Señor impenetrable! No, las piedras seguirán siendo pied ras; yo no estaré en las

nubes y seguiré en ia fosa de Komancza, viendo con la m irada ham brienta, desde el coro, cómo otro sacerdote tiene la dicha de servir a su pueblo... Padre, hazme fuerte para resistir la tentación, la santa tentación de servirte, coram populo... Mi renuncia, mi vida en apariencia inútil, mis esfuerzos en pos de obedecerte fielmente, de contener mis impulsos más nobles, de crucificar mi fervor pastoral, ¿no servirán mejor a tu gloria?... ¿Deberé ca­ llar, tapar la boca a mis anhelos eclesiales más ardien­ tes? Yo te debo la santidad y no el pecado. ¡Por ti, pues, me hago fuerza!

22 de febrero de 1956 Intellige clamorem meum! ¿Quién me conoce mejor que tú? Un resplandor de tu pensamiento divino acerca de mí contiene más saber que todas nuestras reflexiones acerca del universo, la historia y el hombre. Tú sabes de mí más de lo que yo sé sobre el mundo. Tú me revelas acerca de mí mucho más de cuanto yo pueda descubrir en toda la tierra. Tú eres el único que no tiene que interrogarse por el hombre, porque tú le conoces. Yo me pierdo continuamente en mí mismo. Tú, en cambio, te reconoces en mí. Yo no ceso de dudar de mí; tú, que estás en mí, no dudas nunca. Yo me obstino tanto en subesti­ m arme como en darm e importancia. Tú, en cambio, tienes siempre ante tus ojos la verdad. Y cuando yo imagino comprenderte, dejándome llevar por mi orgullo, tú me demuestras mi ignorancia. Cuando desespero en los fracasos, vienes tú a consolarme. «Me basta con tu gracia; en la debilidad la fuerza se acrisola». Busco mi camino, mi verdad y el sentido de mi vida; tú serás siempre mi Camino, mi Verdad y mi Vida. Sólo el pensar en ti me enseña lo que soy. No me reconozco más que en ti y gracias a ti. En ti hallo el sentido de mi existencia. Y aunque pereciera y cayera a los abismos del infierno, me salvaría un solo latido de mi corazón por ti. Sin ti yo

no soy m ás que nada; en ti me convierto en poder... «Yo, polvo, me vuelvo al Señor».

9 de marzo de 1956 Tú me incitas, ¡oh Padre!, a tra n sfo rm a rm e en mi propio adversario, a que te pida que m e hagas sufrir lo que tem o tanto. P ara que mi nación te sea fiel, me impones el sacrificio de mi vida, de mi inm enso deseo de trab ajar. Tú esperas que yo te suplique q ue m e pruebes para que se lo ah o rren tu Iglesia y tu pueblo. E stás en tu derecho. Yo seré mi propio enem igo, p a ra som eterm e a ti. N o tendré com pasión conm igo m ism o, p a ra que tú * protejas a la Iglesia y los obispos. M is pen alidades no ocuparán el lu g ar de las suyas, pero p o d rás decir: «Me basta con tu desgracia, lo d em ás te lo regalo». Sé como los herm anos de José y a c e p ta esos veinte denarios a guisa de rescate por el P ueblo d e Dios. ¡C o n té n ta te con eso! O lvida los defectos de m i o fre n d a , olvida m is resis­ tencias y d eja q ue te confiese. ¡Amo ta n to servirte en el a lta r y p ro c la m a rte delante de los hom bres, am o tu C a sa , d o n d e ten g o ta n ta nostal­ gia de vivir! ¿ H a y un gozo m a y o r? ¿Y he d e renunciar a él? Si mi ren u n ciació n , la m ás a c e rb a p a ra un sacerdo­ te, contrib u y e a e n sa lz a r tu g lo ria, lib rá n d o te de tu indigno servidor, ¡acéptalo! T ú m e h as co ncedido, bené­ volo, tu g racia; puedes re c u p e ra rla . E stá s en tu derecho.

11 de marzo de 1956 L as co nsecuencias del d isc u rso d e K ru schev en el X X C ongreso del P a rtid o — « co n tra el c u lto a la persona­ lidad, in co m p atib le con el e sp íritu del m arxism o-leninis­ mo, tra n sfo rm a n d o a este o a q u e l a c tiv ista en hacedor de m ilagros»— no se h an h ech o e s p e ra r. E ra fácil adivinar q u e K ruschev a lu d ía a S ta lin . H o y T ryb u n a L udu (n.69)

publica un artículo bajo el título «El culto a la personali­ dad y sus consecuencias», artículo que demuestra un cambio de pensamiento ciertam ente increíble. El anóni­ mo autor, tras haber subrayado «el preponderante papel jugado por Stalin tras la muerte de Lenin», concluye: «Al filo de los años treinta, Stalin comenzó a considerarse por encima del Partido, a imponerle sus decisiones persona­ les. Poco a poco, la dirección del Partido fue perdiendo su carácter colegiado, y el comportamiento de Stalin perjudicó gravemente al Partido Comunista de la URSS y al movimiento obrero en todo el mundo». Este editorial constituye un modelo para otros periódicos, que no tar­ darán nada en ser sus relojes de repetición. Ya en Ekspres 13, un periodista explica a Janka, una joven imagina­ ria «educada en el culto a Stalin», los errores y males por él cometidos. H ace falta ser comunista para haber sabido esperar tanto tiempo antes de sacar tales conclusiones. H asta hace poco, los anticomunistas eran los únicos que sabían que el culto a la personalidad era contrario a la democracia. C ada año, el 1 de mayo, Varsovia aparecía tapizada de retratos gigantes de Stalin, a lo Nicolás II, adulación que los sensatos consideraban un pecado con­ tra el ateísmo oficial. Pero en aquel entonces se les reprochaba esta actitud y se íes ponía detrás de las rejas. Y, sin embargo, lo único que hacían era contestar al culto a Stalin en su calidad de ciudadanos amantes de la dignidad y soberanía nacionales. ¿A quién habría ahora que poner a la sombra cuando parece que los no comunis­ tas son los que entienden el espíritu marxista mejor que los militantes del Partido? ¡Qué rápidam ente sobreviene el crepúsculo de los dio­ ses fabricados por los hombres! ¿Y ante estos diosecillos de paso iba a inclinarse el Dios vivo, para el que no hay lugar en un Estado m arxista, pero que permanece «siem­ pre el mismo, ayer, hoy y mañana»? ¿Iba a sucumbir la Iglesia ante los milagros de una doctrina que, de la noche 13 Express, diario vespertino, dirigido al gran público.

a ]a m añana, rechaza y condena aquello cuyas glorias enaltecía ayer?

12 de marzo de 1956 «La púrpura de la Iglesia a la que aspiras es la púrpura de C risto ante Poncio Pilato. T e pesará m ucho llevarla sobre los hombros», le decía el papa H onorio al joven León (G. V O N L e F o r t , E l Papa del gueto). El prim er solideo lo llevó C risto, aquella corona de setenta espinas que m a rtiriz a b an su cab eza sag rad a. Mi solideo es símbolo de la cab eza de C risto in u ndada de sangre. El prim er m anto de p ú rp u ra respondía al m enosprecio del populacho. Y así com o la cru z se ha convertido en gloria de la Iglesia, la p ú rp u ra , gloria de sus hijos, sigue sim bolizando la san g re de C risto. El m in istro Bida ha regalado mi m anto de p ú rp u ra , o fren d a del clero polaco de Rom a, a un te a tro p a ra q ue los acto res p u edan paro­ diar a los cardenales.

13 de marzo de 1956 Eran las cinco m enos veinte de la m a ñ a n a . M e desper­ té sobresaltado por un sueño. P u ed e q u e los sueños no m erezca la pena contarlos... Pero, ex cep cio n alm en te, voy a re la ta r el que he ten id o esta noche. A c a b a b a de aban­ donar un edificio g ra n d e , tra s u na discu sió n am bigua con Boleslaw B ierut. N os se p a ra m o s en el vestíbulo. A la salida, B ierut me alcan zó , d icién d o m e q u e m e quería acom pañar. M e m o lestab a la idea d e q u e la gente nos viera ir ju n to s por la calle. Y o d iría q u e m archábam os calle a rrib a por las av en id as d e R ac la w ic e , cam ino del barrio de C racovia. Ib am o s h a b la n d o ; yo ten ía algunas cosas m ás q ue decirle. E n to n ces nos d etu v im os en un cruce, a la esp era de q u e el paso d e p eato n es estuviera

abierto, pero, de repente, Bierut dio media vuelta a la izquierda y cruzó transversalm ente la calzada. Al que­ darm e solo, pensé que a él le estaba permitido todo, incluso infringir las normas de circulación. Crucé, dere­ cho, angustiado por unos grandes títeres amenazadores plantados en mitad de la calle. Los rebasé con facilidad, buscando con la m irada a Bierut. Quería seguir hablando con él y me llamó la atención haberlo perdido de vista. Un sacerdote que me seguía trató de explicarme que no se debe m irar atrás. Sintiendo mucho que mi conversa­ ción con Bierut no hubiera concluido, me encaminé al barrio de Cracovia. En ese momento me desperté... D urante el día no me acordé para nada de todo esto. Pero le traje a Dios de cabeza como nunca rezando:

super populum: Miserere, Domine, populo tuo: el continuis tribulaiionibus ¡aborantem, propitius respirare concede (m artes de la cuarta semana de Cuaresma). Muy tem prano, después del desayuno, vienen a verme dos sacerdotes: «¿A que no adivina lo que ha ocurrido?». La radio acababa de anunciar que Boleslaw Bierut había muerto la víspera en Moscú. Cui omnia vivuní, qui aufert spiritus principum vuelve a tom ar posesión de la vida humana. Ya nunca más discutiré con Boleslaw Bierut. Bierut, sí, sabe ya que Dios existe y que es amor. Ahora está de nuestra parte. Sin em bargo, el régimen que él dirigía se ha em pleado estas últimas semanas en «prepa­ rar un ataque progresista-científico contra los prejuicios religiosos». El cuerpo docente ha recibido instrucciones secretas para tener ocupados a los jóvenes, de forma que no puedan tom ar parte en los retiros. El Señor ha puesto fin a la vida de un hombre que fue el prim er jefe de Estado polaco que haya declarado una guerra política y adm inistrativa contra la Iglesia. ¡Qué temible audacia! Boleslaw Bierut la tuvo. Desde ahora la historia de nuestra nación asociará su nombre a las indignidades que ha tenido que sufrir la Iglesia. ¿Lo hizo por convicción o por táctica? El tiempo lo dirá. Es muy posible que no pretendiera una persecución tan abierta y

tan encarnizada; pero, dejando que otros ejecu taran un pérfido proyecto de anestesiar al pueblo por m edio de los católicos progresistas, propició la consecuente destru c­ ción de las instituciones eclesiásticas y sociorreligiosas. Su gobierno, a despecho de los acuerdos, suprim ió la m ayor parte de las revistas, lib rerías y ediciones católi­ cas, incluidos los boletines oficiales de las curias diocesa­ nas, y la caridad eclesiástica se paralizó al q uedar destrui­ do el sistem a hospitalario y el Socorro C atólico. Las diferentes instituciones de asistencia social dejaron de existir; se atacó la enseñanza católica; escuelas y otros establecim ientos pedagógicos c erraro n sus puertas; idén­ tica suerte se reservó a m uchos conventos y centros auxiliares, incluida la enseñ an za de orden interno. Los sacerdotes y religiosos detenidos se vieron som etidos a violencias indescriptibles en el curso de los in terrogato­ rios, siendo condenados la m ay o ría de ellos a penas desproporcionadas. Las cárceles se llen ab an de deteni­ dos con hábito o so tan a, com o en los tiem pos de Murawiew 14. Este es el triste b alan ce del régim en de Bierut. En los últim os años, to d a la activ id ad de la Iglesia ha estado torpedeada por el N eg o ciad o de A suntos Religio­ sos y por el decreto sobre nom bram ientos de cargos ecle­ siásticos. Pese a que su inm enso a p a ra to fue desbaratado, la Iglesia — con una d eterm in ació n y u n a perspicacia que llevaron a la firm a de los acuerdos, a u n q u e ello pareciera poco im p o rtan te— resistió, sostenida por la vehemente solidaridad de la población cató lica. Finalm ente, han cam biado los tiem pos, sellados por las nuevas directrices inspiradas por K ruschew . Los recientes sufrim ientos de la Iglesia de Polonia serán por siem p re inseparables del nom bre de B ierut. ¿P o d rá la h isto ria blanquearlo? Hoy por hoy, al p a rtir, d eja tra s sí u n a im presión nefasta. Boleslaw B ierut m urió el d ía del aniversario de la coronación de Pío X II, a quien dejó que la prensa le calu m n iara sin freno, siendo vanos m is esfuerzos en 11a­ 14 G o b ern ad o r z arista de W iln o (1 7 9 0 -1 8 6 6 ), tristem ente célebre por su cru eld ad .

m ar su atención sobre la ultrajante deshonestidad de tal proceder. Gozando como gozaba de gran autoridad en el seno del Partido, Bierut habría podido imponer un tono más correcto a la cam paña contra Pío XII, e incluso prohibirla. Dios acaba de pedirle a Bierut que le rinda cuentas, para preservar el honor de la Cabeza visible de la Iglesia delante de la nación católica, cuyos sentimien­ tos religiosos fueron tan gravemente lesionados. Siempre, el dedo de Dios. Bierut ha muerto en el extranjero. En Moscú, allí donde aceptó entregar a los soviéticos un tercio de Polonia y adonde fue a buscar inspiración para luchar contra la Iglesia. El Señor, ¿que­ ría demostrarnos una vez más que «aquel que saque la espada a espada morirá»? Podemos admitir que se ha tratado de una m uerte natural, pues hace algunos años sufrió una enfermedad cardíaca y su trabajo era agota­ dor. De todos modos, las circunstancias de su falleci­ miento producen una impresión tan extraña que el pue­ blo se hace más de cuatro preguntas. Q ueda clara una cosa. Bierut ha muerto excomulgado, no por haber sido comunista, sino por tom ar parte en la violación de los derechos del cardenal, cuando fue depor­ tado de Varsovia. El 30 de septiembre de 1953, el decreto de la Sagrada Congregación consistorial insiste en este punto. Bierut, que había violado con frecuencia los dere­ chos y decretos de la Iglesia, podía burlarse de ello, pero yo me hallo ante un delicado problema de conciencia: el haber creado involuntariamente un nuevo obstáculo en­ tre el difunto y el más justo de los Jueces. ¡Qué difícil resulta ser un auténtico cristiano en situación semejante! El derecho violado de la Iglesia reivindica un castigo. Me veo obligado a desear que el Dios de Justicia proteja a sus servidores... Pero pido al Señor misericordia para mi perseguidor. M añana diré una misa por él y desde ahora le absuelvo, confiado en que Dios encontrará en la vida del difunto cosas que hablen en su favor. Por la noche me acordé de mi sueño y se lo conté a los sacerdotes que cenaban conmigo. Junto a la Comunión

de los Santos existe tam bién una com unión de los espíri­ tus humanos. ¡C uántas veces d u ra n te mi prisión he rezar do por Boleslaw Bierut! C abe pensar que esta oración nos había vinculado tanto el uno al otro, que él venía a pedirme auxilio. En mi sueño le buscaba... no olvidaré nunca la ayuda de la oración... Sus acólitos renegarán y se olvidarán en seguida de B ierut, com o ha ocurrido con Stalin. Yo, en cam bio, no lo haré. M e lo exige mi deber de cristiano.

16 de marzo de 1956 La novena de la A nunciación en N a z a re t nos invita a m editar en lo que le ocurrió a M aría y a toda la hum ani­ dad. La S antísim a T rin id ad aco m p añ a a su Elegida, escogida en lo infinito del universo. El P ad re, que ha enviado el ángel a M aría, espera su respuesta. El Verbo .eterno le repite al P adre: Ecce venio, ut fa c ia m voluntatem tuam. El E spíritu S a n to envuelve en su am or a la llena de gracia. La h u m an id ad desconoce aú n ese instan­ te decisivo. Sólo M aría se p reg u n ta: Quom odo fie t istud? Su fía t invita a a c tu a r a cad a u n a de las Personas divinas. El P ad re del V erbo etern o se convierte en Padre del H om bre-D ios, el V erbo etern o se une a la naturaleza hum ana y el E spíritu S a n to suelda lo divino y lo humano. M aría se hace M ad re de Dios, T em p lo de Dios, Morada del Espíritu S anto.

17 de marzo de 1956 Según las últim as noticias, el gobierno «hace votos» por que se anule el p ro g ram a del añ o de los juram entos nacionales con m otivo del tric e n te n a rio de los Juram en­ tos de Jan K asim ierz l5. E ste p ro g ra m a , elaborado por 15 El 1 de ab ril de 1656, en la c a te d ra l de Lwow, el rey Jan K asim ierz se co m p ro m etió con ju r a m e n to a re d o b la r sus esfuerzos «para h acer ju sticia al pueblo y lib ra rle d e to d a opresión».

una comisión convocada por el Episcopado, una vez acep­ tado, fue distribuido para su realización. Tiene carácter pastoral y religioso, pero también algunos puntos que interesan al régimen y a la sociedad, tales como la lucha contra el alcoholismo y la corrupción de la juventud, etc. El régimen, dispuesto a torpedear las acciones del Epis­ copado, prefiere renunciar a las ventajas de una sana colaboración entre la Iglesia y la nación. ¿Por qué? ¿Temen acaso que se produzcan manifestaciones popula­ res católicas bajo la égida del Episcopado? ¿Tienen mie­ do de que el Episcopado aparezca como el verdadero conductor de los polacos? ¿O se trata de un modo de impedir que la religión, asunto personal de cada cual, pueda acceder al campo social y nacional? Sea lo que sea, podemos comprobar que la Iglesia no disfruta para nada del deshielo actual. La prensa critica cada vez con mayor atrevimiento determ inadas iniciativas económicas aberrantes. Los llamados periódicos católicos no demues­ tran, en cambio, tanta decisión al tratar cuestiones de orden moral. Las revistas satíricas, sobre todo S zp ilki 16, parecen haber recibido luz verde para burlarse de todos, exceptuados los ministros y los secretarios del Partido. Trybuna Ludu se permite poner en tela de juicio al «diosecillo Stalin». Los chantres del deshielo persisten en denostar a los opresores de la crítica. En cambio, a la Iglesia le está prohibido seguir idéntico camino, como es el de emprender una acción social y religiosa que benefi­ ciaría a la nación.

25 de marzo de 1956 El Domingo de Ramos, la primera fiesta de Cristo Rey, canta la Iglesia: «Tras quitarle sus ropas, le vistie­ ron de púrpura». La Iglesia, celosa de conservar la tradi­ ción, viste de púrpura a 70 de sus servidores. La púrpura 16 Alfileres, sem anario satírico muy popular.

puede ser objeto de deseo o de orgullo... En realidad, simboliza la sangre del H om bre-D ios, el C u erp o m ístico de C risto ensagrentado. Por eso debem os d e se m b a ra za r­ nos del orgullo, au n q u e éste no estuviera vinculado al deseo. Yo no estoy to talm en te libre de él. C on frecuencia, yo «pinchaba» al Señor antes de p onerm e las insignias de la Iglesia. L a anim osa sor M ak sen cja m e decía: «¡Vamos, vamos, que es por la gloria de Dios». Sin em bargo, yo evitaba la p ú rp u ra, y no usab a ni fajín, ni so tan a, ni m edias rojas, y si me ponía la cap a e ra p a ra no en friar­ me. Luego me di cu en ta de que algunos obispos em peza­ ban a im itarm e... Pero esa co n d u cta m ía d e m o strab a un orgullo: pensaba m ás en m í m ism o que en la p ú rp u ra de Cristo. P ara llevarla con d ig n id ad no b a sta con librarse de lo que pueda d eriv ar en p resuntuoso, h ay q ue recono­ cer su im portancia eclesiástica. C risto acep tó la púrpura sin vacilar, ¡y yo, saltán d o m e a la to re ra tiem po y tiempo la voluntad de la Iglesia! T odos saben q u e la púrpura es la S an g re de C risto , ja m á s la v an id ad h u m ana será capaz de o cu ltar esta verd ad . H e d e v en erarla para ensalzar a n te el m undo la sa n g re m ás sa g ra d a del Hom­ bre-D ios y de su Iglesia. P adre, te confieso mi orgullo, un p ecado com etido hace diez años. El p rim ad o H lond m e an u n ció que había sido elegido obispo, y yo tr a té d e o p o n erte resistencia. Y aun q u e era la fiesta de la A n u n ciació n , olvidé las pala­ bras presurosas de M a ría : Fiat mihi. En cam bio, Quomodo fie t istud? d u ró to d a la noche. Al día siguiente, cuando vine a ver al p rim ad o , m e im ag in ab a más digno de g racia que hoy, crey én d o m e e s ta r p rep arad o para ser obispo gracias a mi m o d esta p le g a ria nocturna en la capilla de la m onjas del T ra b a jo C o m ú n . M i orgullo, mi orgullo, e ra mi orgullo... P ero T ú m e conocías muy bien, P ad re mío, m ucho a n te s de p o n erm e a rezar. Desde siem pre p e n e tra b a s mi co razó n , testigo de mis caídas, de mis m alas inclinaciones, de los erro res de mi vida. Pero, a pesar de todo, qu isiste q u e la Iglesia m e cantara: Qui

in diebus suis placuit Deo. Mi vanidad me impidió tener en cuenta el suave reproche del cardenal Hlond: «Al Padre Santo no se le niega nada». Yo remachaba mi poquedad tanto más cuanto que no contaba con la omni­ potencia y la gracia de Dios. Ahora sí que me doy cuenta de todo; tengo la impresión de haber cometido entonces mi sumo pecado de orgullo. Hoy día creo no haber vuelto jam ás a cometerlo; pero estas ¡deas, ¿no constitu­ yen una prueba más de mi vanidad culpable? Gracias te doy, Padre, por haberme anunciado mi elevación al episcopado el día de la Anunciación en N azaret; esta nueva gracia me ha hecho comprender el «He aquí a tu madre».

26 de marzo de 1956 Hace diez años, di mi consensum canonicum al carde­ nal Hlond, primado de Polonia, para ocupar la sede episcopal de Lublin, que acababa de perder a su pastor. En aquellos momentos, el Espíritu Santo quería que yo me incoporara al clero y pueblo lubinés. Hoy, el padre Padacz me informa por carta que, «pese a sus gestiones, explicaciones y puntualizaciones», se ve forzado a quedarse durante las fiestas en Varsovia. Le había invitado a Komancza como capellán y me hubiera hecho feliz pasar la Pascua en compañía de uno de mis amigos sacerdotes. El padre Padacz deseaba ardiente­ mente venir, me consta, y me las prometía muy felices. ¡Es un sacrificio tan terrible para un obispo pasar el Jueves Santo sin clero! Pero los servicios de seguridad, que ven en el padre Padacz a un «viejo agitador político», le han prohibido venir a verme. Ya desde el mes de enero se han dejado de dar permisos para Komancza, viéndose privados del derecho de visita los padres Jersy Modzelewski, Stefan Piotrowski, Jan Sitnik, así como el prelado Kulczycki de Cracovia, el párroco Zieminski de Varso­ via, el padre superior Jersy, de Jasna Gora (incluso le

han retirado el perm iso) y m uchos más. C o ntra estas negativas no cabe apelación. ¿A qué vienen estos tiquism iquis, contrarios a la decla­ ración que se me hizo en Prudnik? El representante de la Seguridad me g arantizó en aquella ocasión que podría recibir a cuantos lo deseasen. Me da la impresión de que yo tengo la culpa de este nuevo cerrojazo. La c a rta que envié, en mi calidad de miembro de la C ongregación, al superior de los padres paulinos, fue a p a ra r a m anos de un «desconocido» que la hizo pública. Dicha c a rta era de c a rá c te r estrictam en ­ te personal y había que ten er m uy poca delicadeza para ponerla en circulación. Pero, ¡ay!, el au to r de esta insensa­ tez (bien conocido por quienes están al co rrien te de los problem as de la Iglesia, y cuyo nom bre no es ajeno a los servicios de seguridad) se niega a reconocer su delito. Entre tanto, su d eshonestidad p erju d ica a inocentes, quienes, injustam ente sospechosos a los ojos de la autori­ dad, tienen que pagar los vidrios rotos. A dem ás, las copias de mi carta que an d an por ah í llevan, por si fu era poco, com entarios confusos. Segunda posible razón del d eterio ro de las relaciones: una carta del P ad re S a n to d irig id a a mi nom bre con ocasión del tricen ten ario de los J u ra m e n to s de Ja n Kasi­ mierz. Yo no he recibido h a sta la fecha el original, pero este m ensaje del Pap a, d ifu n d id o por todo el país, ha podido d esag rad ar a n u estro régim en. Sea cual fuere la c au sa del e n d u re c im ie n to de la línea de K om ancza, me en cu en tro to ta lm e n te aislado de mi clero. M e veo condenado a la co m p añ ía de m ujeres: las religiosas y mis h erm an as, a las q u e estoy esperando. Las señoritas M aria O konska y J a n in a M ich alsk e, tras conse­ guir el perm iso, vinieron a v erm e d esd e Ja s n a G ora el 24 de m arzo pasado. Ellas m e in fo rm aro n so b re los prepara­ tivos del año de los ju ra m e n to s nacionales. Pese a que yo ya le he ofrecido a Dios sa c rific a r el gozo que m e propor­ ciona ver a los míos, sólo lo h a a c e p ta d o en p arte. Me ha privado de los sacerd o tes, p ero m e ha concedido la com-

paflía de las mujeres. Un día hizo él lo mismo con su Hijo en las cima del Calvario: dejó m archar a los apóstoles, pero las mujeres que venían con M aría se quedaron. San M ateo insiste en el hecho: «Había allí, mirándole desde lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle; entre ellas, M aría Magdalena y M aría la m adre de Santiago y José y la madre de los hijos de Zebedeo» (M t 27,55-56). No hay que subestimar este don y sentir la nostalgia de colaborar con «seres más fuertes». No olvidemos que el Señor comenzó la obra de la Redención por medio de la mujer. La primera vez la anunció en el Paraíso, la segunda vez le envió al ángel Gabriel a N azaret. La caída del mundo empezó por la m ujer y su reconstrucción también. Un día me vanaglorié ante el padre Kornilowicz de trab ajar con hombres: daba clases en el seminario, diri­ gía la cofradía de Kujawy, colaboraba con los sindicatos. ¿Vio el padre Kornilowicz cierto reproche en mis pala­ bras? «Cuando no se tiene lo que uno quiere, se quiere lo que uno tiene», me dijo. Estábamos en Dratow, duran­ te un retiro del grupo femenino Bratek, dirigido por la señora H alina Dernalowicz. A hora entiendo la frasecita del padre Kornilowicz. Todos los hombres de mi equipo se callaron y durante mi encierro no han dado señales de vida. En cambio, mi herm ana Stanislawa Jaros es la que me ha aportado la mayor ayuda moral. Al mismo tiempo, las muchachas del grupo Osenki de la señorita Okonska no cesaban de rezar por mí; ellas me enviaron a Stoczek el portal de Belén y, después, huevos de Pascua muy originales, a guisa de «cartas elocuentes», rosarios, signos todos de nuestra comunicación interior que tan sólo yo podía entender. Recientemente he sabido que las estudiantes del grupo Osenki llegadas de Varsovia en peregrinación, en 1955, cruzaron de rodillas la plaza de Jasna Gora. Dios ha debido de apreciar este sacrificio, que sorprendió a los sacerdotes participantes en esa misma peregrina­ ción. ¿No he de estarles agradecido?

N inguno de mis amigos sacerdotes fue capaz de vencer los obstáculos para venir a verm e a K om ancza, m ientras que el devotus fem ineus sexus se ocupa de mí valerosa­ mente. Estoy siendo poco menos que m antenido por las herm anas nazarenas y, encim a, mi presencia las expone a cuantiosas pérdidas m ateriales, ya que en estas circuns­ tancias no pueden acoger huéspedes d u ra n te las vacacio­ nes. El grupo Osenki no para de pedir por m í en la capilla de Jasna G ora. Veam os en todo esto la expresión de la voluntad de Dios. El sem anario ilustrado Sw iat (M u n d o ) celebra a su m anera el tricentenario de la victoriosa defensa de Jasna Gora con la publicación, a p a rtir del 25 de m arzo, de las memorias indiscretas del p rocurador K asim iers Rudnicki, que son E l proceso de Macoch. El a u to r reconoce que viola en ellas la ética profesional «al h a b la r de forma poco halagadora de su cliente». L a c o n d u cta.d e las auto­ ridades al ap robar y propiciar esta publicación resulta más deScorazonadora aún que las confesiones de Rudniki. El régimen relanza un d ra m a reciente p a ra confundir al pueblo católico precisam ente en el m om ento en que Polonia se prepara a m ed itar en los ju ra m e n to s de Jan Kasimierz, una m anifestación cap ital de ju stic ia social. En el mismo núm ero Sw iat rinde hom enaje a Boleslaw Bierut. Esta es la «nueva cultura», q uiero decir la «verda­ dera».

29 de marzo de 1956 Jueves Santo. Desiderio desideravi manducare hanc Pascham vobiscum. ¡Sacerdote eterno!, ¡cuánto deseabas com partir tu pascua con tus discípulos! Son los mismos deseos de todo sacerdote, conform e al espíritu de esta fam ilia, de la que tú eres fuente y origen. Yo, un sacerdo­ te al que le has concedido el don de discípulo, siento tam bién ardientem ente ese deseo. N o puedo satisfacerlo, privado como me veo del consuelo q u e tu P a d re te conce­

dió en la C ena, y del que disfrutaste distribuyendo la Eucaristía a los apóstoles. Mis penas no acabarán en gozo; he de vivir mi prueba eternam ente solo. Diríase que me exiges a mí más de lo que a ti mismo te exiges. Tú calm aste la sed de tu corazón, pero dejas el mío sediento. ¡Y es ya la tercera vez que tengo que vivir un Jueves S anto tan doloroso! Un ser humano puede sopor­ ta r todo, pero los sufrimientos de un sacerdote, como tal sacerdote, son especialm ente crueles. Tú lo sabes. Y si tu poder no viene en ayuda de de mi poquedad... No; no tengas piedad de mí, no me quejo; pero observa mi tortura. A delante con ella. Aunque me resulta tan cruel, Padre, verdaderam ente tan cruel... Probablemente tienes necesidad de ella. N o te confiaré a mis discípulos. Mi catedral está sin su obispo, un obispo elegido por el Espíritu Santo para su Iglesia. Quia peccavimus Tibi. A tu C ena le siguió el Calvario. Por tercera vez... mi Sema­ na S an ta es mi Gólgota. ¡Que los sufrimientos de tu siervo purifiquen a mis discípulos y a mis ovejas!... No me preocupo de mí, no me quejo...

4 de abril de 1956 Voy a contar las peripecias de mis hermanas, resueltas a pasar la Pascua en Komancza. Días atrás supe que mi capellán Padacz no había conseguido autorización para visitarme. En cambio, estaba esperando la llegada de mis herm anas Stanislaw a y Janina para el jueves 29 de marzo. Pese a sus gestiones conjuntas en las oficinas del P. R. N. 17 de Piaseczno, a Janina le negaban sistemáti­ cam ente el permiso. Stanislaw a obtuvo el suyo tras haber insistido siete veces y am enazar con no salir del P. R. N. con las manos vacías. Por fin, el Viernes Santo llegó Janina. Le extendieron el permiso en el último momento y tras acudir al presidente del P. R. N. La recibió su suplente, que parecía extrañado de que se tratara de una 17 Powiatowa Rada Narodowa, Consejo nacional de la región.

herm ana del prim ado, afirm ando no estar al corriente de aquellos trám ites. Ya estaba Jan in a en K om ancza cu an ­ do los órganos oficiales de la zona com probaron que su docum entación era válida del 29 de m arzo... ¡al 10 de marzo! Antes no hubo nadie que cayera en la cuenta de este error de una em pleada... El com an d an te m ilitar de K om ancza nos envió un soldado con orden de que mi herm ana m archara inm ediatam ente. T odas las explica­ ciones resultaron inútiles. Si com param os am bos docu­ mentos expedidos por la m ism a oficina, se ve p erfecta­ mente que el perm iso de Ja n in a fue extendido después. No cabe pensar en una falsificación. T o tal, que mi her­ m ana tuvo que regresar a su casa al día siguiente. O bli­ gada a presentarse en la estación d elan te de soldados llegados con sus fam ilias, Ja n in a subió al tren y dejó atrás la burocrática K om ancza.

14 de abril de 1956 Subiendo la loma que dom ina la vía del tren , fui a dar a un cam po de m argaritas. ¡Qué espectáculo ta n m aravi­ lloso! A quellas encan tad o ras florecillas p arecían abrirse confiadam ente a mí, un intruso, sus corazones inm acula­ dos... M e volví y vi las huellas de mis pasos, m arcadas por m argaritas pisoteadas. ¡Este ha sido mi tra b a jo , ésta ha sido mi vida! N o teniendo valor p a ra seguir, me detuve ante un nogal. Sólo C risto puede c ru z a r por entre los corazones sin herirlos. Qui pergis ínter tilia, / septus choreus Virginum, / sponsus decorus gloria / sponsisque reddens praemia. Sólo C risto no p isotea nada en su camino, sino que protege a los hom brs gracias a su señorío total. ¿Y yo? ¿Y yo? Yo, un «padre» torpe, he tropezado siem pre en esto. Puede que cuan d o trabajaba con el grupo estudiantil Renacim iento lo hiciera lo mejor posible. Pero ¿y hoy? C reo h ab er perdido la capacidad de irradiación; mi corazón se ha em botado. ¿Y eso? Obser­ vo, con ansia, el cam po de m a rg a rita s q u e siguen pisando

mis pies. ¡Qué maravilla! No daría un paso más, no mí movería, no pisotearía más a nadie. Doy media vuelta; he salvado las flores. Mi alma está a salvo. ¿No es una vanidad?

20 de abril de 1956 Hoy m archaron monseñor Michal Choromanski y los padres Hieronim Gozdziewicz y Bronislaw Dabrowski, que han estado conmigo desde el 16 de abril. Monseñor Klepacz no pudo venir, pues ha sido operado de una hernia y sigue hospitalizado. A lo largo de nuestras conversaciones, monseñor Choromanski puso sobre el tapete el «problema esencial de mi regreso a Varsovia». Mi respuesta ha sido que mi problema hay que situarlo en una perspectiva más amplia, cual es el marco del respeto a los derechos de la Iglesia. Plenamente conven­ cido como estoy de que mi solicitud de libertad hay que unirla a otras reivindicaciones, he insistido en que el Episcopado obtenga una reunión de la comisión mixta con el prim er m inistro o con el primer secretario del Partido. El Episcopado debe recordarles que la serie de reivindicaciones presentadas por indicación expresa del Gobierno en septiem bre de 1953 no fueron nunca atendi­ das. Por otro lado, apoyándose ya en los slogans actuales de «vuelta a la legalidad», el Episcopado tiene que recla­ m ar la revisión de los decretos que han privado de sus cargos a monseñor Adam ski y sus sufragáneos; monseñor Basiak, de Cracovia; monseñor Kaczm arek, de Kielce, y a mí con mis sufragáneos. Mi deseo es regresar a Varso­ via a condición de que todos los obispos recuperen sus diócesis. Yo sería el último en regresar, nunca el primero. Y si mi regreso es imposible, entonces, que monseñor Baraniak vuelva a la diócesis de Gniezno. Al término de esa reunión, el Episcopado deberá disponer por escrito de un memorándum.

¡Oh Padre de la vida! ¡He visto la b ra r hoy los cam pos de las colinas! ¡Una im agen desg arra mi corazón! T ú les has concedido a los labradores la gracia de sem b rar tu grano; fiados de la Providencia han vaciado sus graneros para entregarle a la tierra — M ad re sa g ra d a — lo que es suyo. Y Tú les recom pensas ese acto de fe, m ientras que el grano de que has henchido mi alm a queda en la reja del arado. Como no tengo cam po, me quedo sin sem brar. Han cerrado mi granero. ¡Padre, me asfixio! M i alm a llora desconsolada. A hora sí que entiendo las palabras del apóstol: «D esgraciado de mí, si no puedo proclam ar el Evangelio». Este es hoy mi Evangelio: «Rogad por la cosecha». ¡Padre, oh P ad re mío, ¿puedo pedir por mí? ¡Abre de par en par mis graneros! Veo a algunos de entre tus sem bradores que econom izan g ran o y no lo esparcen suficientemente... T ú sabes bien que yo no he sido así... Ahora en cambio he de su jetar mi m ano alzad a para sem brar, pues me lo han prohibido. ¡C u án ta hum ildad necesito para dejar de re p a rtir tu grano!... ¡Padre, qué horror! Pero yo me som eto a ti, m ien tras ard o de celos viendo a los labradores. Conozco bien lo que esto les complace, pero siento con m ás fuerza aú n cóm o tu omni­ potencia hace justicia a mi indignidad.

27 de abril de 1956 Mi miseria y mi indignidad no son «divinas»; no pue­ den, por lo tanto, hacerte som bra. A u n q u e tuviera que hacer frente a todos mi pecados, y aun c a rg a r con el peso de mis pecados y el de las desgracias de la hum ani­ dad, a ejemplo del H om bre-D ios, confiaría plenam ente en el poder de tu m isericordia. T ienes pleno derecho a rechazarm e, pero no vas a hacerlo, porque no es el Mal, sino el Bien el que dom ina el m undo. N o , P ad re, Tú no

eres «todopoderoso»; Tú no puedes obrar contra tu natu­ ral, contra el amor. Yo, a través de mis sufrimientos, veo cómo tu poder com bate con el amor al mal más grande.

2 de mayo de 1956 La carta de monseñor Choromanski me hace saber que, por indicación del Episcopado, y en particular de monseñor Keplacz, acaba de enviar la solicitud de mi puesta en libertad. La petición, desacertadamente redac­ tada, ha sido elevada al presidente de la Dieta, con copias para el Consejo de Estado, la presidencia del gobierno y la del partido. El presidente de la Dieta ha transmitido la solicitud al procurador general y monseñor Choromanski deduce que este trám ite obedece a un afán de legalidad, una legalidad, digo yo, que fue violada con el decreto del Consejo de Ministros en 1953. Monseñor Choromanski piensa que el procurador va a reconsiderar el decreto en cuestión y que va a dar a su petición una respuesta positiva. Yo, desde luego, hubiera preferido que mi asun­ to se hubiera tratado en otros términos.

3 de mayo de 1956 Hoy, víspera del décimo aniversario de mi consagra­ ción episcopal, he comenzado, por mediación de María de Jasna Gora, una novena de acción de gracias a Cristo, Sacerdote eterno. ¡Que mi gratitud por mi consagración esté a la altura de los inmensos gozos que ella me ha procurado: qui in diebus suis placuit Deo! Y ello tanto más cuanto que mi vida pasada contiene muy poco que pueda agradar a Dios. Te doy gracias por haberme concedido la plenitud de la misión eclesiástica y la gracia de la consagración en Jasna Gora. Y te doy gracias con toda mi alegría por haber hecho que me encierren por el nombre de Cristo. ¡Que Dios no se arrepienta de nada.

que no tenga que arrepentirse de haberm e elegido y haberm e consagrado! A hora mismo, aquí, en esta prisión atenuada, separado forzosam ente de mi grey, no quiero defraudarle. ¡Que Dios no vea mis fatigas! C u an to m ayor es nuestro dolor, m ayores gracias hem os de d a r al Señor. Este es mi estado de alm a la víspera del aniversario de mi consagración. Pongo todos estos consuelos en m anos de la P atrona de Josna G ora, que me ha concedido convertirm e en obispo en su capital. Tu gloria, ¡oh, M aría, R eina de Polonia, R eina del mundo!, es mi gozo. S an Pedro D am ián, en las lecturas del breviario correspondientes al com ún, te ha «critica­ do», reprochándote que tengas una n a tu ra le z a sem ejante a la nuestra y un poder y unos m éritos extraordinarios. El quería m eterte en tre nosotros. Y es que los hijos ham brientos, aun a sabiendas de su triu n fo final, no pueden alegrarse del todo viendo a su M ad re en fiestas. Así es, así es, S an Pedro D am ián... Por lo que a mí respecta, S an Pedro D am ián , m e siento feliz de tener una M ad re ad o rad a. M i nación, pasando de una ésclavitud a otra, vive co n tin u am en te e n tre dolores. Pero la gran verdad que ilum ina las tinieblas de la mayor esclavitud perm anece in alterab le. ¡Y ésa eres tú, M aría, Reina de nuestro pueblo encadenado! Reina, yo, tu esclavo, tengo conciencia de q ue estoy al servicio de tu m ayor gloria. Si los sufrim ientos de mi nación te han exaltado, puede q u e mi servidum bre te sea más útil que mi libertad. N o te reprocharé nada, ni siquiera a la m a n e ra de San Pedro D am ián. T e ad o ra ré con a y u d a de todas las gra­ cias que me conceda el P ad re celestial. M is dones no son los de un rey, sino los de un esclavo, ¡perdón! Pero mi servidum bre, a lo m ejor, te a g ra d a m ás q ue la prodigali­ dad de los ricos de este m undo.

Me llaman el «primado de María». Deseo ardiente­ mente que mi vida justifique este título. Cosa que no podré lograr si no te imito, Reina de mi existencia. Tú que eres la esclava del Señor, ayúdame para que yo no sea más que el siervo de tu Hijo. Diste tu inmaculada sangre al Hombre-Dios. Haz que no me resista a derra­ m ar la sangre por Cristo.

12 de mayo de 1956 Desde el otro extremo de Polonia me vuelvo a ti, Patrona mía, Reina de Jasna Gora, para recordarte la gracia que me concediste en tu casa. Sufficit mihi gratia tua. Vivo de este recuerdo mientras te imploro ab extremis terrae. Alrededor de tres mil misas se han celebrado ya en todo el país por el primado de M aría. Todas ellas te las elevo a ti en homenaje a tu tricentenario, Reina de Polonia, añadiendo por mi parte este modesto obsequio: mis diez años de actividad pastoral y mi prisión. ¡Que todo cuanto tengo te adore; que yo, orgulloso de privarme de todo por ti, lo deposito entre tus regias manos! Acépta­ lo. No sé decirte más que esta oración: defiende a tu santa Iglesia, que hace diez años te confié. Cúbrela con tu m anto m aternal, atráela a tu corazón inmaculado. Presiento que vas a necesitar nuevos sacrificios para preservar la integridad de la Iglesia y dar a tus servidores el valor que a veces les falta. Algunos de ellos siguen teniendo miedo, zafándose — incluso dentro de los límites de lo razonable— de su deber de darte gloria. Callan, cuando deberían clamar. Hazlos valientes, para que com­ prendan que la potencia de la Iglesia consiste en procla­ mación delante de los hombres. Yo, tu esclavo, implorán­ dote que concedas el don de la intrepidez a la Iglesia y a sus obispos, pongo en tus manos de M adre, fecundas y generosas manos, las oraciones y los impulsos del corazón 10

D iario de la cárcel

de todas esas gentes que han estado conm igo con ocasión del décimo aniversario de mi consagración. G racias, M adre de Jasn a G ora, por caer este aniversa­ rio en el año de tu tricentenario y adem ás en sábado, con lo que he podido decir m isa votiva en tu gloria.

14 de mayo de 1956 S o lí Deo! Son m uchos los que d u ra n te estos últim os días me han dado testim onio de afecto. Lo hacen gracias a ti y por ti. Es por tu Iglesia. A sí m e gusta. R em ite, pues, esos corazones a C risto. Q ue los hom bres no me dem uestren su afición. R enuncio. Es que, si no es así, se acabó el S o li Deo! Yo no quiero que el ser servidor tuyo suponga provecho alguno personal p a ra mí. R eúne para ti todos esos sentim ientos de las gentes p a ra conmigo. ¡Tómalos! N o quiero nada p ara mí. Q u e n adie se en te r­ nezca conmigo; no, que todos m e odien. ¡Sean para ti todo*y todos cuantos sim p atizan conm igo! ¡A yúdam e a celebrar S o li Deo! M e da m iedo toda efusión p ara con­ migo, incluso tuya. Q ue todo sea en ti y por ti. ¡Ay, protege a los hom bres de mi influencia! Y a m e encargaré yo de decepcionarles, p a ra que desistan de consolarm e, y sepa yo que lo que buscan es a ti. Y o tengo q ue llevarlos a ti. S oli Deo! N o he de pensar ya m ás en mí. B asta con que tú lo hagas. N o volveré a h a b la r de mí. El V erbo de Vida eres tú. Y a no me escucharé. ¡Que sean los dem ás quienes te hablen de mí!

20 de mayo de 1956 Desciende, E spíritu S anto, sobre el V atican o e inflama el corazón del P apa, cólm ale de tu s dones. Ilum ina con tus rayos los corazones de los card en ales p a ra que ardan, llam eantes como sus trajes de p ú rp u ra . Envuelve a todos

los obispos del mundo, para que con su vida den testimo­ nio de tu verdad. En Pentecostés, el Espíritu Santo dotó a los discípulos del poder de hablar en diversas lenguas de los grandes problemas de Dios. Y hablaron, clamaron, gritaron... No contuvieron sus sentimientos; sus pensamientos no los ocultaron. Estaban como embriagados de palabras. ¡Qué grandeza d ar testimonio de la verdad! ¡Qué dicha repar­ tir y consolidar sus actos apostólicos! ¡Qué dram a el del apóstol obligado a sofocar esta fuerza expansiva, que no puede ni expresarla ni propa­ garla a los cuatro vientos, que no puede expansionarse por el Señor!... ¿Soy yo ése? «¡Ay de mí!», que no puedo d ar libre curso a esa tu fuerza que me devora. Loquebantur variis linguis. Este es el espíritu del apóstol... ¿Qué es eso de callar los grandes temas de Dios? Misterio de su poder, im pedir que la dinam ita explote cuando ya está encendida la mecha. Tu gracia silenciosa testifica tu omnipotencia mejor que la gracia de poderte proclamar.

22 de mayo de 1956 Sobre el sem blante del mundo has dejado las huellas perennem ente frescas de la Redención. Yo las contemplo con gratitud, pues mi alma florece al sol que fecundó tu sangre. ¿No es lo más natural que yo siga tus pasos? ¿No dará esto sus frutos? Mis deseos proceden de tus obras. M is esperanzas em anan de tus victorias. Tu sangre re­ dentora vivifica mi sangre. Brindar mi alma a mis her­ manos, a la Iglesia, a tu obra, ésta es mi necesidad vital, como un grito de tu sangre, esperanza de la Iglesia. Todos los polacos aceptan que haya uno que sufra. Y todos temen que pueda decepcionarles si se dobla a mitad de camino. Todos com parten el mismo deseo cristiano de sufrir y entregarse por la Iglesia. Casi todos desean que vuelva a mi trabajo. Pero, al mismo tiempo, adivinan que es necesario que alguien siga sacrificándose para con sus

dolores d a r te stim o n io del p o d e r divino. ¿ P o r q u é b u sc a r a m i a lre d e d o r a q u ie n m e s u s titu y a ? Y o q u ie ro se r tu h u e lla en suelo polaco; ¡oh C risto !, d e s p ie rta en m í tu fe y tu am o r. Si h ay u n h o m b re an sio so d e so m e te rs e a tu v o lu n ta d d e ser h u e lla d e D ios en la tie rra ... M i p ro p ó sito es un propósito divino; lo sé. P a d re , es n ecesario q u e m i d eseo sea u n a p ru eb a. D esde q u e m e sien to lib re, te n g o la im p re sió n d e flo ta r en la niebla; el vacío m e invade. D esd e q u e sie n to el peso de la g rav ed ad , creo h a b e r recib id o u n d o n re a l, un don q u e puedo re te n e r e n tre m is m a n o s y o fre c é rtelo . Q u iero su frir la p ru e b a p a ra te n e r así alg o q u e d a rte .

24 de mayo de 1956 C on frecuencia m e e n c u e n tro a n te el d ile m a de M oisés:

A udite... num quid possum deducere aquam vivam de petra hac? Con frecuencia m e h a b la s por m edio d e h om ­ bres sedientos, q ue m e piden A g u a viva, convencidos de que puedo ap ag arles la sed. ¿Y q u ién si no? Ellos me atrib u y en facu ltad es e x tra o rd in a ria s, q u e m e niego a reconocer. P ero ¿es que, de hecho, se tr a ta de m í? «Sus p alab ras h ab lan a O tro , p a la b ra s de los q u e tien en h am ­ bre dirigidas a un Desconocido que ca m b ia rá la faz del mundo». N o, no es a mí a quien hablan. E spontáneam ente, pues conozco m uy bien mis m iserias, m e opongo a las grandilocuencias. ¡Qué pecado de orgullo m ás grande que­ rer sustituir a Dios! M e asustan las p alab ras exageradas cada vez que van dirigidas a mi persona. Soy dem asiado realista, dem asiado consciente y estoy dem asiado bien in­ formado... M i pecado consiste en tener dem asiado los pies sobre la tierra y no im aginar «esas palab ras imposibles» que El sí que puede pronunciar. ¡M e acuso de ser realista, m ientras que los com unistas — ¡bien que se equivocan!— me echan en cara mi misticismo! ¿M i pecado m ás grave? El realismo, enemigo de la óptica sobrenatural. C reo en la

Omnipotencia del Señor, y dudo que me haya escogido para dar testimonio de ella. Dios, que puede hacer brotar Agua viva del alma de una nación, ¿me habrá designado intermediario? Falto de humildad para reconocerlo, he caído en el pecado de Moisés.

26 de mayo de 1956 Hoy he recibido la gracia de comprender qué servidor tan torpe y tan mediocre he sido yo para tus hijos, Padre. Creía cum plir bien mis funciones y darles todo cuanto tenía que darles. Ahí lo tienes: resulta que era yo, más que tú, por lo visto, el que se ocupaba de ellos. En aquellos días tu voluntad me concedió millones de prote­ gidos; recientemente sólo me dejaste dos. A la luz de su ejemplo he podido renocer mis errores con los polacos. Después de tres años separado de mis ovejas no he logrado todavía desasirme suficientemente de mí mismo, y mi trato con estos dos s e re s 18 me ha demostrado que todavía no he aprendido a servirte en ellos. Mi pecado es mayor, cuanto que mis hijos creen que yo soy su guía, que les acerca a Dios. ¿Confunden, por exceso de bondad, mi torpeza con la gracia que tú les concedes? Son ellos los que me llevan a ti... No yo... En vez de conducirles, los sigo. ¿Puedo esperar tu gracia cuando vuelva a mi grey y a mi trabajo? ¡Qué insolencia creerlo y desearlo! Golpéame más, para que me vea libre de mi egoísmo y no me limite a mí mismo guiando a los hombres a ti. Ne respicias peccata mea, sed fidem Ecclesiae tuae... No dejes que arruine tu gracia en las almas. No me permitas destruir su vocación. H azm e descubrir en las almas hu­ manas tu grandeza y dam e constancia en respetarla. 18 Se trata del sacerdote y la monja, sus compañeros de prisión.

Fiesta de la Santísim a T rinidad. Q uiero apoyarm e en el corazón de tu Ser infinito. A llí m e siento regresar al nido de mi vida, a la C asa del Padre. Ju n to a ti, S an tísi­ ma T rinidad, siento que mi fe se purifica, liberándose de elementos dem asiado hum anos. Siento una inm ensa ne­ cesidad de rendir hom enaje a tu U nidad, en el interior de la vida misteriosa de la Trinidad. C uando contem plo tu profundidad, creo por fin adorarte con am or desinteresado, olvidado de mis pequeñeces. M e encuentro a mis anchas, mis preocupaciones personales no cuentan para nada y sería perder tiempo ocuparse de ellas. Solicitar algo signifi­ ca muy poco; todas mis fuerzas serán para ensalzarte. M irando tu corazón, siento mejor tu presencia en mí; la deseo, la vivo, lleno de hum ildad y transportado de gozo. ¡Seas glorificada, Trinidad S anta, que penetras en mí!

30 de mayo de 1956 En la vigilia de la Ascensión he recibido la gracia de festejarte. H abitualm ente, duran te la misa me despelleja­ ba la mano con el ostensorio; ah o ra no soy digno de ello. Pero en co n trap artid a me he hecho una h erida con la podadera al co rtar unas ram as de ab eto p a ra tu fiesta de m añana. ¿Es éste el m ayor sacrificio que m e exiges ahora por tu gloria? M añ an a me esconderé en el coro de la capilla, a fin de no ser visto por las gentes que vendrán a la procesión. Presiento ya la inm ensa aleg ría que me espera. N o soy, en verdad, digno de servirte en el altar, pero tú me has concedido ser tu ta la d o r y tu jardinero. ¡Gracias, Padre, por ta n ta com prensión!

Catulus Leonae. Quisiera alimentarme de tu mesa, cuyas migajas caen abundantemente sobre la tierra. Lo sé, Madre: tú das la vida no sólo al Cuerpo de tu Hijo, sino también a mí. Lo sé, Madre: no sólo has alimentado a tu Hijo; también, por medio de tu Cuerpo, un Cuerpo que viene a mí, me alimentas a mí. Repito con frecuen­ cia: Ave verum Corpus, natum de María Virgine. Pene­ trado por el Sagrado Corazón, siento en mi interior los latidos de tu sangre, de la sangre de tu Hijo. «Leona madre», transm itiste a tu Hijo cuanto era nece­ sario para alim entar a su mesa eucarística a millares de hombres. Glorificando al Sagrado Corazón, ensalzo a aquella que le engendró. Yo soy tu cachorrillo al pie de la mesa eucarística de tu Hijo. ¡No me rechaces! Acuér­ date de las palabras de la cananea: también los perrillos se alim entan de la mesa del Señor. Hoy no me es posible tomar parte en los gozos de la Iglesia, que rinde homena­ je público a tu Hijo; pero no me has privado de la Eucaristía. Acepta, M adre, mi homenaje personal, este mi nuevo acto de sumisión al Padre, que, por tercera vez ya, me mantiene al margen de su Iglesia en fiesta. ¡Qué gracia más grande poderse aprovechar al menos de las migajas que caen de la mesa de la Iglesia jubilosa de la Eucaristía! ¡Madre, que soy tu hijo; que tú concebiste al Sagrado Corazón para alimento de la humanidad! Hoy, primera fiesta de la Reina del Mundo. El Espíri­ tu Santo quiso enseñárnoslo: la Mujer que engendró el Cuerpo del Hombre-Dios, el Cuerpo-Alimento, pacem ponit fines Ecclesiae, es la Reina del Mundo. Este grane­ ro de Dios que alimenta a la humanidad por medio de su Hijo guarda en su seno esa Vida sin la que moriríamos de hambre. Un reino debe proveer a las necesidades básicas de sus ciudadanos. Nuestra Reina brinda la Vida al mundo.

Tú me concedes, Padre, la gracia de conocer el punto donde se enfrentan dos cam pos adversos: los que están contigo y por ti, y quienes están sin ti y contra ti. A m edida que busco el centro de gravedad de su lucha, me voy dando cuenta que se tra ta de mí. T ú quisiste que yo fuera David frente a G oliat. Debo renu n ciar a la vanidad de este últim o y ser tan hum ilde com o David, sem ejante a un guijarro blanco en medio del torrente... H e de vivir únicam ente para el Señor. C om prendo: me has escogido para que te represente y defienda tu nom bre y tus dere­ chos en mi país; para que proteja el derecho que tiene mi nación y la Iglesia a proclam arte. N o, no he ab andonado la modestia..., sino que acabo de to m ar conciencia de ser ese centro de gravedad en m edio de la lucha en tre la impiedad y la fe. T rágica verdad que exige a un mismo tiempo hum ildad y heroísmo. La situación del E piscopa­ do polaco no depende ni de las intrigas de los p atriotas, ni de los trapícheos inaceptables de Boleslaw Piasecki; depende de mi com portam iento actual. Todos, incluido el Partido y el régim en, tienen los ojos puestos en K om anc­ za. N o, Padre, no es que me haya vuelto orgulloso; es, sim plem ente, que tú me has revelado que tus designios perm anecen ocultos p ara los hum anos. T engo confianza en ti, y sigo siendo en mi interior tan hum ilde com o un guijarro blanco purificado por el to rren te. ¡M i L uz del día!

5 de junio de 1956 En cuanto a alguien le dejan venir a verm e a K om anc­ za, la opinión pública se pone enseguida a le rta con el ¿por qué ése y no otro? ¿Es que se tra ta de u na persona de confianza de nuestros opresores? H ay que ver a qué clase de sospechas tienen que exponerse unos am igos con ganas de visitarme. La susceptibilidad de la población

prueba cómo teme el que yo ceda... Los que han capitula­ do desean que yo resista. Paradójicamente, las gentes que viven bajo un miedo servil al régimen no quieren que las imite. Mis amigos de verdad se debaten entre dos senti­ mientos contrarios: querrían que estuviera libre, pero saben, al mismo tiempo, que necesito sufrir. ¡Qué dilema entre su am istad y el sentimiento del deber cristiano! Y pues los que están dispuestos a sufrir son los menos, elijo el sufrimiento.

7 de junio de 1956 Vere consumpti sumus ira tua (Sal 89). Si miro a mi alrededor, Padre de las naciones, compruebo que tú das a cada una de ellas un poco de respiro después de la tragedia de la últim a guerra. Tú les has dado un sitio bajo el sol incluso a los hijos de ese pueblo cruel que ha logrado exterm inar al nuestro... A nosotros nos has pro­ porcionado un día de respiro... ¡Hemos sufrido ya un m artirio tan grande! Se fueron los perseguidores extran­ jeros y nuestros com patriotas, aherrojando en los campos de concentración y las cárceles a sus propios hermanos, fueron peores aún... La amnistía actual permitirá a mi­ llares de personas volver a sus casas. Pero la opresión sigue su curso. ¡Padre, oh llave de David! Déjanos respi­ rar. ¡Que podamos de nuevo vivir como hijos de Dios, libres! Tú has inculcado a todas las naciones la sed, la necesidad de libertad. Tú nos has dotado de grandes fuerzas, que no se pondrán a contribución de tu gloria más que entre hombres libres. Haz de modo que no seamos unos destruidos, que no perdamos los valores humanos más nobles, que no sigamos viviendo como animales acorralados. Tú creaste al hombre a tu imagen. Por mediación de Cristo concediste a los hombres la libertad. A cuérdate de Polonia.

«Bendito sea el fruto de tu vientre». T u fruto, M adre nutricia, me resulta d u ran te la octava de la Ascensión más dulce que nunca. T ú, el Ciborium inagotable del que se alim entan m illares de sacerdotes, m illares de hom bres del mundo entero. C onvertida en M ad re del Corpus Christi m ultiplicado hasta el infinito, dispensas la vida... ¡Arca de la A lianza, guard as el m aná brindado por el Padre! Tu alim ento aparece siem pre fresco y nutritivo en la mesa de la Iglesia. Tu altar es como Belén, donde alim entas a los servido­ res de tu Hijo. Tu fruto, ¡oh Paz mía!, al ten er su origen en la Virgen Inm aculada, difunde la pureza.

8 de junio de 1956 Sanctissim i Coráis Jesu. Leo en N o n a: Serenum praebe vultum íuum servo tuo... M i corazón de niño im plora tu clemencia. La voluntad de un hom bre m aduro, cons­ ciente de su propia m iseria y de las necesidades de la Iglesia, dom ina la pasión de sus im pulsos. M u e stra Tu m isericordia a la Iglesia y dale la espalda a tu servidor. Q ue la soledad y el abandono purifiquen mi corazón; él siempre está a la espera de tu consuelo. En otro tiem po supliqué tu indulgencia. H oy sé m uy bien que no tengo derecho. Conoceré la revelación decisiva de tu sabiduría cuando me digas: sólo en mí está el G ozo, la Paz y el Descanso. T u servidor no los m erece todavía. H e de sufrir mis penas hasta el lím ite, h a sta una hum illación total, hasta que todos me h ayan abandonado. Incluso quienes insisten en am arm e d eb erán irse de mi lado, deplorando mi desventura. E ntonces mi corazón sanará. T ú me has ayudado ya; en cam bio, m uchos de los que un día me ju ra b a n su am istad m e han decepcionado. Pero hoy tienen que alejarse de mí tam b ién aquellos cuyo am or y am istad hacia mí resisten firm es. Entonces yo me

pareceré a tu Hijo, al que Tú, el más tierno de todos los padres, dejaste abandonado. ¿Puede mi dolor implorar tu indulgencia hacia mi nación y hacia la Iglesia, esta nación cristiana que tú has entregado en manos de los impíos y traidores? No condesciendas conmigo, Padre... Que todos mis amigos se escandalicen.

15 de junio de 1956 In montibus Dominus videt... Llegado a la cima de la m ontaña, tengo la impresión de estar solo en la tierra, solo en su punto más alto, tocando el cielo... Solo, con el Señor, cara a cara con El. ¿Soy yo el único que le observa? Creo ver su mirada posándose sobre mí. La grandeza del hombre está en elevarse cada vez más alto, en ascender sin que nada le detenga... El hombre se dispara hacia las cumbres para estar por encima de todo. A medida que ese «todo» disminuye, se embriaga de sus propios méritos. Pero entonces, frente a frente con su soberbia, se encuentra cara a cara con Dios. Ha tenido la revelación de su propia miseria. Mi bajeza es mi verdad decisiva ante Aquel que ve mi interior. He ascen­ dido a la cumbre para ser traspasado por la mirada de Dios. Sigo subiendo como el niño que trepa sobre las rodillas del Padre para decirle: Tú y yo. Sin estorbos y sin intermediarios. ¡Dios mío! ¡Insolente! ¡Padre! ¡Hijo mío! Al anochecer, el perfume de las orquídeas se eleva al cielo en la colina; esos perfumes embriagadores son los que mereces Tú, Padre de la vida. Si la Naturaleza te brinda tales maravillas, ¿qué debes esperar del hombre? ¡Tú, Señor de bondad y de gracia! Tu sensibilidad es absoluta. Y yo sé ya por qué quieres incienso en los templos. Por ti también las orquídeas embalsaman las

noches. ¿Quién de entre los hom bres vendrá de noche a em briagarse de los deleites de la tie rra ? N os dan miedo los lobos y las som bras. Pero las orquídeas, que no tem en a nada, cum plen su misión de im p reg n ar el aire con su arom a. M ientras duerm e la tie rra , las flores se abren al cielo, como exaltándolo. G lorificado seas por la N a tu ra ­ leza, por sus perfum es y sus colores. ¿Y yo, Padre perfecto? ¿Q ué olor em an a mi alm a? ¿Podrá em briagarte a ti? Pobre soy yo, m ás que la m ás m odesta de las flores. Yo te daré mi alm a, Padre, cuando llegue la noche.

In noctibus extollite m anus vestras in sanctitate et benedicite Domino. ¿Cuándo será que diga: N ardus mea dedit odorem suavitatis? Benedicite, montes. ¡Colina de aro m as, venero de em u ­ lación has d e ser p ara mí cuando de noche em briagues al Señor!

16 de junio de 1956 He com enzado una novena de p legarias y m isas de acción de gracias a la R eina de Polonia, M a d re de Jasn a Gora. Te doy gracias por e sta r con nosotros desde hace tres siglos; te doy gracias por reavivar y p reservar nues­ tra fe en ti y en la T rin id ad S a n ta , porque g racias a ti fuimos en otro tiem po «vanguardia de la cristiandad», te has com padecido de nu estra esclavitud y has encendido en nosotros nuestro am or a ti, un am o r del que no podemos ni querem os abdicar. G racias, Reina de Jasn a G ora, por la confianza que me inspiras. Desde el prim er m om ento mi vida sacerdotal ha discurrido bajo tu guía y tú m e has concedido el que en mi escudo episcopal cam pee tu im agen, im agen que se ha convertido en un program a de trab ajo . G racias en espe­ cial por estos años de cárcel que m e han enseñado a ser tu esclavo y tu rehén. N o m e devuelvas la lib ertad antes

de que la nación esté persuadida de sus deberes de fidelidad para con tu Hijo. Este tricentenario de los Juramentos nacionales yo debería haberlo pasado en medio de mi pueblo, de mi clero y de mis fieles, a los pies de tu imagen milagrosa de Jasna Gora. Es evidente. El primado que gobierna la Iglesia en nom bre de M aría tendría que renovar perso­ nalmente los Juramentos nacionales. Mi forzada ausencia constituye un misterio, un misterio que sólo nos concierne a los dos: a ti, M adre, y a mí. No capto sus razones, pero me basta con obedecerte. Humildemente me someto a este misterio, m ientras, en cambio, me está vedado re­ nunciar a mis derechos de primado. Yo, Madre, repre­ sento a mi nación. H az que mi ausencia no aminore tu gloria a los ojos de los espíritus elementales y de los dé­ biles.

Et ego sicuí herba aresco. Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. Así es como concluyo este sábado el salmo de Tercia. Yo tam bién me siento como una hierba agostada por la gloria de Dios. Vi ayer en la colina un gran abeto azotado por el rayo. No quedaba más que un tronco blanquecino, desgajado, con los desechos de sus ram as esparcidos por allí. El abeto parecía meditar en la descarga que le había fulminado. La madera pelada presentaba un blanco deslumbrador. ¿Era un árbol des­ nudo? ¿Es así como tú desnudas las almas para cegarlas con tu luz, para que estén más blancas que la nieve? Despojado de las vestiduras de una majestad vana, el corazón purificado permanece intacto. El árbol ha dejado de vivir, pero las gentes se detienen con admiración ante su tronco fulminado: Vox ionitrui magni. El abeto muer­ to, testigo de tu omnipotencia, parece exclamar: «Gloria Patri». Yo no soy un abeto, soy más bien una hierbecilla, deseosa, a su vez, de agostarse en exaltación tuya.

Sicuí herba aresco — gloria Patri, et Filio, et Spiritui

Sancto... ¡Q ué b elleza la tu y a , a b e to d e s lu m b ra n te d e b la n c u ra , b ru s c a m e n te ilu m in ad o !... T ú m e haces p e n sa r en la In m a c u la d a en el in s ta n te en q u e el T ru e n o de D ios se e n c a rn a en sus e n tra ñ a s .

20 de junio de 1956 Pienso m u ch as veces en m i e sta d o d e p o b re z a . M ir a n ­ do a m i a lred ed o r, c o m p ru e b o q u e c a re z c o d e to d a se g u ­ rid ad m aterial. M i ex isten cia, cre o yo, se p a re c e a la tu y a en N a z a re t. M e fa lta n los in s tru m e n to s m ás e le m e n ta le s de trab ajo . P ero tu p o b reza, Je sú s de N a z a r e t, e ra m ás rica. T ú eras el V erbo, m ie n tra s q u e a m í m e re su lta difícil vivir se p a ra d o de m i b ib lio teca d e la c alle M iodowa. Pero ¿qué digo yo? Si ésos no son m ás q u e fa c to re s externos, p a la b ra s im p resas, m ie n tra s q u e eres la P a la ­ b ra viva, el V erbo y la V ida. ¿M e h a c e fa lta u n a b ib lio te ­ ca? T ú estás aquí. T ú eres m i libro. U n a sem ana a n tes de m i d eten ció n tu v e la im presión de escucharte estas p a la b ra s: «¿Serás c a p a z de ser po­ bre?» «Creo que sí, C risto», respondí. P o ste rio rm e n te , mi respuesta ha sido co n firm a d a por c a d a uno d e los d ía s de mi vida. T ú sabes que soy c a p a z de vivir en pobreza. Si m e pides que ab a n d o n e lo poco q u e m e q u e d a p a ra seguirte a ti, lo h a ré sin p e sta ñ e a r. Al d ejar mi diócesis de L u b lin , q u e d a ro n en el palacio episcopal mis sotan as violáceas e incluso objetos p erso n a ­ les. M e repug n ab a en riq u ecerm e g racias a m is funciones. Volví a hacer lo m ism o en se p tiem b re de 1953. A c tu a l­ m ente debo cu an to tengo a la com pasión h u m an a. T ú me diste todo. T odo te p ertenece. Q u iero ser tan pobre como lo fuiste tú , siendo rico d e este modo.

Gracias, Maestro, por haber asemejado mi destino al tuyo. Tu Calvario es mi modelo. Tus Apóstoles te deja­ ron, mis obispos me dejaron. Tus discípulos te dejaron, mis sacerdotes hicieron otro tanto. Unos y otros cedieron al terror. Unas cuantas mujeres permanecieron a tu lado, yo también las he visto junto a mí. Te quedaste con un grupo de débiles y pecadores: el centurión, María Mag­ dalena, Nicodemo, Simón Cirineo y José de Arimatea. Actualmente, tan sólo un puñado de católicos seglares — que nunca fueron considerados personas influyentes— tienen la valentía de dar la cara por mí. Comparando mis penillas con tu Calvario, me siento dichoso de poderte imitar. Adorado seas en mis padecimientos.

23 de junio de 1956 Stabat Mater... La palabra doloroso posee una huella histórica, pero yo la he borrado. M aría tomó parte en la Pasión de su Hijo. Y, sin embargo, ningún artista la representa apoyada contra la cruz. Ella estaba en pie. A su alrededor, el mundo se tambaleaba. ¡Pero quien la observara a ella vería que no vacilaba! Virgo Auxiliatrix por siempre, su actitud fue el apoyo de todos los demás. Ella permaneció inconmovible.

24 de junio de 1956 Juan Bautista, sensible a la voz de María, escuchó su salutación y se estremeció en el seno de Isabel. Su sensi­ bilidad edificante nos conmueve. Hazme a mí, María, sensible a tu voz, como el Precursor de tu Hijo lo fue a tu prim er saludo. Dichoso de haberte escuchado en las tinieblas del seno materno, Juan Bautista estaba ya dis­ puesto a cumplir su misión. Despierta, Madre, en mí ese

mismo ardor en proclam ar a tu Hijo. Lo m ism o que Juan, yo tam bién estoy encarcelado. Q ue mi entrega te baste, a falta de esas acciones a las que estoy dispuesto.

1 de julio de 1956 Sanguis Christi, inebria me... Estoy inm erso en tu sangre... Y adm iro tu generosidad ta n to m ás cu an to que una gota de tu sangre b ienam ada es suficiente para purificar la hum anidad. ¡Qué rau d ales se han vertido en los vasos sagrados sobre todos los a lta re s del mundo! ¡Qué ola gigante me has enviado a mí! ¿C u án ta he elevado yo en mis cálices desde hace tan to s años? Todos los días estoy aten to a regen erarm e en la E ucaristía. C ada una de las gotas de tu san g re q ue me ofreces constituye para mí una gracia inm erecida. ¿Podré a p re ­ ciar en su justo valor la so b reab u n d an cia de tu sangre recibida en la m isa? Con ella m e purifico y estoy purifi­ cado. Tu sangre me da vida. En este sexto dom ingo después de P entecostés, el Evangelio es especialm ente elocuente: «Tengo com pasión de estas gentes». T u am o r a los hom bres ab rió tus venas para que bebieran. T u corazón sangró p a ra q ue tu com ­ pasión se convirtiera en realidades.

2 de julio de 1956 Aniversario de la Virgen. Dedico mis plegarias de estas dos últim as sem anas a la R eina de Polonia y del mundo. Gracias, M adre, por existir; g racias por ser a la vez nuestra M adre y nuestra Reina; gracias por rein ar en mi nación desde hace tres siglos; gracias, D ispensadora de las gracias de la T rinidad S a n ta , por p roteger a la Iglesia polaca con tu C orazón Inm aculado; gracias por ser patrona de mis dos diócesis; gracias por concederm e que tu imagen sea broquel de mis arm as episcopales; gracias por

poderte amar; gracias, Virgen, por ese amor que te tienen los míos y que nos mantiene unidos. Pongo en tus manos, M adre y Reina, agradecido, todas mis misas y mis plegarias, mis trabajos, mis dolores y mis gozos. Te ofrezco mis tres años de prisión; que ellos sean una forma especial de adoración. Renuncio con gusto a toda tentativa de liberación; si mi sufrimiento contribuye a enaltecerte, que continúe.

In Te, Domine, speravi, non confundar.

20 de julio de 1956 El primado debería ser el más humilde de todos los sacerdotes de Polonia. La dulce herm ana Stanislawa me ha reprochado el haber transferido a la capilla de Komancza el regalo que me hicieron en Navidad las hermanas nazarenas de Ro­ ma. ¿A quién, si no, se lo podría ceder? Puede que me faltara un poco de tacto, pero me produjo alivio el des­ prenderme en seguida de ello. No soy lo suficientemente perfecto como para no sentir el peso de la propiedad. Me resulta más fácil no tener nada, desembarazarme de mis bienes, que conservarlos. Toda toma de posición exige virtud.

25 de julio de 1956 ¡Patrón mío, San Esteban, primer mártir! Tu misterio repercute en mi vida. Nací, recibí tu nombre y fui orde­ nado sacerdote en el aniversario del descubrimiento de tus reliquias. Me siento estrecham ente unido a ti. Hoy, para prepa­ rar tu fiesta, que signará mi cincuenta y cinco cumplea­ ños y el trigésimo segundo aniversario de mi ordenación, he empezado una novena de acción de gracias. Doy gracias al Padre celestial por haberme concedido

la vida y haber consentido después que fuera sacerdote, servidor suyo eterno, en tu día. Doy gracias al P adre celestial por vivir bajo tu signo, abierto a la oración por nuestros enem igos. G racias le doy por haberm e dado tu nom bre, lo que m e obliga a im itarte. Y le doy gracias tam bién por h ab er iniciado mi misión eclesiástica bajo el signo de tu m artirio por la Verdad. Perdónam e lo mal que te he representado. Puede que algunos de mis actos te hayan ofendido, puede que a causa de mis faltas las gentes hay an frecuentem ente pronunciado tu nom bre con cólera, m ala intención o con despecho. Deseo im plorar al P ad re por h ab er asum ido m al el don de la vida, por haber tal vez ofendido tu nom bre p ara d a r satisfacción a mi bajeza y vanidad. Deseo renovar mi ju ra m e n to en tu siasta y, siguiendo tu ejemplo, ofrecer mi vida por la V erdad. D eseo o rar cada vez con m ás ard o r por quienes se d eclaran enem igos míos. 'E n este estado de espíritu p asaré los días de esta novena antes de la fiesta de la aparición de tus reliquias. ¡Pueda yo tam bién h acerte a p arecer en mi vida!

1 de agosto de 1956 Vigésimo Varsovia 19. bres tienen am an. Esta

segundo aniversario de la insurrección de El am or desconoce la esclavitud. Los hom ­ siem pre ocasión de m orir por aquellos que es la razón profunda del levantam iento de

19 La insurrección de V arsovia (1 de agosto-2 de o ctu b re de 1944). D u ran te sesenta y tres días, los insurgentes, con ay u d a de la población, libraron heroico y desesperado co m b ate c o n tra el ejército alem án. Los soviéticos, que perm an ecían im pasibles al o tro lado del V ístula, vieron m orir a 200.000 polacos sin intervenir. El d ra m a de 1944 dejó en la conciencia polaca una huella p rofunda y un ju sto resen tim ien to contra la U R S S . Por esta razón, el régim en prohibió h a b la r de la insurreción an tes del «deshielo» de 1956.

1944, y la sangre de los insurgentes m uertos por la libertad fecundó el suelo polaco. Rezo por ellos. E ste año, por vez prim era desde el fin de la g uerra, el régim en autoriza a revelar a los polacos los m éritos de los insurgentes. La Iglesia, en cam bio, rezó siem pre por ellos, sin tener en cuenta diferencias políticas e ideológicas, porque todos ellos, tan to los del Ejército del país 20 como los del Ejército popular y los Batallones cam pesinos, com batieron por la patria. T e ofrezco, ¡oh P ad re de la Vida!, la sangre de nuestros herm anos de Varsovia. A céptala, como aceptaste la san­ gre de tu Hijo. A bre tu corazón de Padre a mi nación m ártir.

Suscipe, Sánete Pater...

6 de agosto de 1956 H oy «salgo en peregrinación desde Varsovia» a Jasna G ora. R ezaré con los peregrinos. Diré por ellos la misa de la A sunción. Q ue el esfuerzo de los peregrinos exalte la gloria del P adre, que sea una acción de gracias a M aría R eina de Polonia y que renueve los Juram entos nacionales. Yo acom paño en espíritu a mis hijos, dichosos de ser llam ados a Ja sn a G ora.

26 de agosto de 1956 D ía de los Ju ram en to s de Jasn a G ora. Reina del m un­ do, Reina de Polonia, yo soy tu esclavo. Hoy ya lo sé. Hoy, d u ra n te la fiesta grande de nuestra nación, todos pueden ir a Jasn a G ora. Es tam bién mi derecho, mi 20 A rntia Krajowa (E jército del In terio r), el m ás im portante movi­ m iento de resistencia dem ocrática (360.000). A rm ia Ludowa (E jército popular co m u n ista) (18.000). Bataliony Chtopskie (batallones cam p e­ sinos), in tegrados en 1943 en el E jército del Interior.

deber... ¿Quién desea cum plirlo si no yo? Pero mi Patrona, tan buena, tan poderosa, m e m anda q u edarm e en Kom ancza. ¡Tú lo has querido así! N ad ie puede oponerte resisten­ cia... Toda Polonia reza para que yo vaya a Jasn a G ora. T ú y yo somos los únicos que sabem os que aún no ha llegado mi hora. Seas venerada, M adre, tú que me ayu­ das a com prender que mi sum isión es expresión de am or. ¡He aquí tu ascendencia sobre mí! H e hecho todo lo que he podido por ensalzarte; el 16 de m arzo prep aré el texto de los Ju ram en to s y red acté las plegarias de a d o ra ­ ción para los sacerdotes, la ju v en tu d , los m aridos y las m adres. ¡Mis p alabras ocup arán mi puesto an te el pueblo polaco! Y yo, en medio de mi soledad, intervendré a favor de tus fieles. H e rogado al S eñor por esta exaltación tuya. Y he querido pag ar su precio con mi ausencia. M e llena de gozo que la R eina del C ielo y de Polonia sea hoy engrandecida en Jasn a G ora. Y a estoy calm ado... Se ha cum plido una obra gigantesca... Q ue sirva de sustento a la nación.

29 de agosto de 1956 Inclinándote al Gratias agim us Tibi, ofrece al Padre celestial tu cuello presto a recibir los golpes de la espada, bajo los que un día hizo caer a S an Ju a n B autista. Del mismo modo que salvaste a Ju a n al ir a visitar a tu prim a Isabel, dale, M aría, a los sacerdotes de la diócesis de Varsovia sentir alegría; que sus corazones se regocijen in vocem salutacionis tuae.

3 de septiembre de 1956 Fiesta de San Pío X... S an Pío X consagró a Adam Sapieha, obispo de C racovia; A d am consagró a Teodor Kubina, obispo de Czestochow a; T eodor consagró a su

sufragáneo Stanislaw Czaja y éste participó en la consa­ gración episcopal de Stefan Wyszynski, obispo de Lublin. En la sucesión apostólica soy el tataranieto de San Pío X.

25 de septiembre de 1956 Omnia bene fecisti... Esta es la conclusión definitiva de mi encarcelamiento. Jam ás borraré de mi curriculum vitae estos tres años... Al final, más valió pasarlos en prisión que en la calle Miodowa. Tanto mejor para la gloria de Dios, para la posición de la Iglesia universal en el mundo, guardiana de la verdad y de la libertad de las conciencias; tanto mejor para la Iglesia en Polonia, tanto mejor para mi nación, para mis diócesis y para la moral del clero. T anto mejor, sobre todo, para el bien de mi alma. Hoy, al cum plirse el tercer aniversario de mi de­ tención, concluyo rezando el Te Deum y el Magníficat.

1 de octubre de 1956 U na sola gota de tu sangre adorable basta para borrar los pecados del mundo. Que los ríos de sangre que los polacos han vertido durante la Segunda G uerra Mundial, esa sangre que sigue corriendo de las heridas todavía abiertas, obtengan de tus manos, Padre de las naciones, la gracia de la paz y del descanso que esperamos desde hace tanto tiempo. Reina de Polonia, Reina de la Paz, presenta ante el trono divino las plegarias que mi nación eleva el día de mis juram entos.

2 de octubre de 1956 N ace la Iglesia de la sangre redentora de Cristo cruci­ ficado, como cada hijo de Dios que viene a este mundo.

Para que el niño esté sano es necesario que la sangre circule, y su coagulación constituye un peligro para el cuerpo hum ano. El C uerpo místico de C risto ve idéntico peligro. Su sangre debe co rrer no solam ente en el cáliz, sino tam bién en las alm as. La salud y el vigor de la Iglesia exigen que la sangría vivificante se dé en algún sitio. Esta es la razón por la que la Iglesia no deja de verter su sangre, aquí o allí, a lo largo de continuas persecuciones, indisociables de su historia.

4 de octubre de 1956 Desde el m om ento en que un obispo d e m u e stra fa lta de valor, em pieza su caída. ¿Puede seguir siendo un após­ tol? Lo esencial de la vocación apostólica es d a r testim o ­ nio de la V erdad. Y esto exige valor. «El futuro no pertenece a los m iedosos e indecisos; el porvenir es de aquellos que tienen co n fian za y o b ra n con firmeza», decía Pío X II. El fu tu ro no es de quienes odian, sino de quienes am an. L a m isión de la Iglesia en este m undo está aún lejos de cum plirse, por lo q u e llam a a sus servidores a su frir p ru eb as y a e m p re n d e r nuevas accio­ nes.

10 de octubre de 1956 En el aniversario de la victoria polaca de C hocim (1673), la Iglesia es la única q ue d a g ra c ia s a Dios por habernos defendido. ¿Q uién de e n tre esos n u estro s g ra n ­ des patrio tas actu ales se a c u e rd a to d av ía de este aconte­ cim iento? Y, sin em b arg o , la victoria de C hocim fue decisiva para el fu tu ro d esarro llo de la c u ltu ra en Europa central. C ie rta m e n te incum be al p rim a d o re c o rd a rlo a su nación, que, pese a tra ta rs e de algo vivo, lo ha relegado ya a los archivos. ¡G loria a tu m an o victoriosa, oh Padre! G racias te doy por h ab erles co ncedido a los polacos una fe tan a rd ien te q ue h ace fu erza a la fu erza. G racias

te doy por haberles dotado de un idealismo tan noble que familias enteras se han echado al campo de batalla para, a veces, ofrendar allí a todos sus hijos. Gracias te doy por la fuerza de que has im pregnado nuestras alas de húsa­ res. M e parece escuchar todavía sus cantos, resuena en mí su aire triunfal. ¡Que el mundo entero te ensalce, Padre de las naciones! Hoy te doy gracias por nuestro pasado, rezando; acuérdate de la batalla que libramos ahora y defiende a Polonia del pérfido opresor; haz que mi pueblo no sucum ba a la brutalidad m aterialista, que no se incline an te la vanidad y suficiencia primitivas. El infam e opresor está ganando, logra incluso aterrorizar a gentes honradas y valientes. ¡Tú, Padre y Señor, ven en auxilio de tu pueblo! Concede un poco de descanso a unos hom bres extenuados por la persecución y el combate sin fin. A unque m uriera, M adre, sin lograr que me escuches, tendría como la gracia más grande de mi vida haberte hablado a ti.

26 de octubre de 1956 A las nueve de la m añana llegan a Komancza dos enviados de W ladyslaw Gom ulka: el viceministro de Jus­ ticia, Zenon Kliszo, y el diputado W ladyslaw Bienkowski, quienes solicitan de la superiora de las hermanas nazarenas una entrevista con el primado. Un cuarto de hora después recibo a estos dos señores en el locutorio de la planta baja. M e com unican que desean hablar conmi­ go a petición del cam arad a W ieslaw 21. El nuevo primer 2i W ladyslaw G om ulka (1905-1981), m ilitante com unista desde su ju v en tu d , se convirtió, a p artir de 1943, en el prim er secretario del PPR (P artid o obrero polaco). Después de la g uerra fue viceprim er ministro y m inistro de los territorios recuperados. En 1949 cesó y fue expulsado del P artido, y en tre 1951 y 1954 se le encarceló. Regresó al poder en 1956 y en diciem bre de 1970 volvió a cesar, esta vez como consecuencia de las revueltas de los obreros de la costa del Báltico y su trágico desenlace. En 1980-1981, poco antes de su m uerte, G om ulka insistió en la necesidad de ap lastar el sindicato Solidaridad.

secretario del Partido opina que el prim ado debe regresar a Varsovia y reanudar sus funciones lo m ás ráp idam ente posible. Estos caballeros me exponen la situación social, económica y política actual, tan to en Polonia como en el extranjero, factores todos estos que exigen que la calm a vuelva al país. H ay que a c a b a r con el confinam iento del prim ado que tanto preocupa a la población. T ienen en­ cargo de transm itir a G om ulka mi punto de vista al respecto. Respuesta mía: «Llevo tres años repitiendo que el sitio del prim ado está en Varsovia». El asunto de mi regreso a la calle M iodow a lo conside­ ro en relación con las necesidades m ás u rgentes de la Iglesia. Después, ellos se fueron a co m unicar a G om ulka por un teléfono especial desde K om ancza el resu ltad o de nuestra conversación. Volvieron para el m odesto alm uerzo q ue consum im os en el locutorio. Las h erm an as q u erían servirnos una comida especial, pero yo expresé el deseo de que fuera la de todos los días. Los m ensajeros de G om ulka se despidieron, dejándom e cada uno una im presión diferente. El señor Bienkowski, un hom bre abierto y sereno, es un h u m an ista al que le gustan las soluciones m ás bien rápidas. El señor Kliszko, con su m entalidad de abogado, ve por todos lados restric­ ciones y obstáculos. N u estras relaciones no van a ser muy cómodas. N uestras dos horas de conversación nos llevan a las conclusiones siguientes: 1. El prim ado adopta una a c titu d positiva an te los cambios operados en Polonia y los esfuerzos p ara corre­ gir los errores del pasado. 2. A fin de precisar las com ponentes de esta tom a de posición, teniendo en cuen ta, bien entendido, las diferen­ cias ideológicas, hay que acudir al inform e del cam arada Gomulka en el V III pleno del P artid o y al m anifiesto de Varsovia. 3. Para apaciguar progresivam ente a la opinión pú­ blica, profundam ente afectad a por el com portam iento

autoritario del gobierno precedente, es necesario abolir el decreto que concierne a los nombramientos para cargos eclesiásticos. Según mis dos interlocutores, el señor Go­ mulka desaprueba ese decreto, y por lo que a ellos respecta, y sin tener un conocimiento muy profundo de este asunto, comparten esa opinión. La comisión mixta deberá hallarle a este problema la solución debida. 4. Se considera esencial que los nombramientos para cargos episcopales se produzcan tras consultar al gobier­ no, tal como lo estipula el concordato. En cuanto a los demás nombramientos, bastará un intercambio de puntos de vista. G ran número de cargos eclesiásticos no exigirán consultas. 5. A fin de que los especialistas puedan estudiar el conjunto de problemas planteados por la coexistencia entre el Estado y la Iglesia, la comisión mixta reanudará urgentem ente sus trabajos. El gobierno cambiará de de­ legación. Por parte del Episcopado permanecerán monse­ ñor Choromanski y monseñor Klepacz. Monseñor Zakrewski no tom ará parte por razones de salud. La comi­ sión mixta exam inará las cuestiones que la situación nueva plantea en Polonia. 6. Para satisfacer a la opinión pública, monseñor Adamski y monseñor K aczmarek serán repuestos en sus cargos. En este punto, mis interlocutores aluden a las antiguas restricciones del régimen con respecto a monse­ ñor Adamski. 7. N o pudiendo trab ajar el primado sin estar secun­ dado por sus sufragáneos, éstos deberán sin demora vol­ ver, tras tres años de ausencia, a Gniezno. 8. A fin de calm ar a la población de Silesia y desper­ tar su confianza en la nueva línea del gobierno, se produ­ cirán cambios en los puestos dirigentes de Wroclaw y Katowice. 9. Para m antener el equilibrio ideológico es necesario reconocerle sus derechos a la prensa católica. 10. Según mis interlocutores, es aún demasiado pron­

to p a ra iniciar con la S a n ta S ed e co nversaciones sobre el concordato. El com unicado siguiente fue enviado a la ag en cia p o la ­ ca de prensa: «Tras su e n trev ista con los re p re se n ta n tes del Buró político del P O U P , el c a rd e n a l W yszynski, prim ado de Polonia, ha reg resad o a V arsovia p a ra re a n u ­ d a r sus funciones».

A P E N D I C E (E x tra c to

del

te sta m e n to del Wyszynski)

c a rd en al

Stefan

En el nombre de la Santísim a Trinidad, de nuestro Señor Jesucristo y por mediación de la Santísima Virgen, M adre de Dios, Reina de Polonia y Protectora nuestra victoriosa de Jasna Gora. En el cum plimiento de mi misión en la Iglesia de Cristo en Polonia, yo declaro haber gozado siempre, en situaciones difíciles, de la comprensión de los papas Pío X II y Pablo VI. Jam ás escuché de sus labios críticas ni reproches respecto a mi trabajo. En todo momento fui confortado por el aprecio y el am or que han demostrado los papas hacia la Iglesia polaca, hacia sus obispos y hacia mí mismo. Ellos, lo sé muy bien, tenían plena confianza en mí, si bien les fue imposible acceder a determ inados imperativos. Escribo esto porque sé que en Polonia existe una biblioteca entera de publicaciones que deform an la verdad. He servido a la Iglesia polaca en consonancia con la forma en que sus situaciones y sus necesidades aparecían ante mis ojos. He tratado de defenderla de un ateísmo program ado, del odio social y de la ruina moral. Conside­ ro una gracia el haber podido, con apoyo del Episcopado polaco y ayudado por la Novena Mayor, los Juramentos de Jasna Gora y el Acto de consagración de Polonia a la M adre de Jasna G ora, preparar la nación a ponerse a su servicio y em prender una cruzada de amor de cara al próximo milenario. Deseo ardientem ente que los polacos perm anezcan fieles a sus Juramentos. Yo siento hacia mi patria veneración y amor... Persua­ dido de que eran imprescindibles ciertos cambios socia­ les, he estado generosamente, durante muchos años, al

servicio de la clase obrera, concretam ente con mi trabajo sociocultural dentro del espíritu de las encíclicas papales. Creo que, pese a los cambios que se han producido en Polonia, la obra de transformación social no se ha llevado a cabo todavía... Sigo confiando en que el espíritu del bien ganará este combate librado por la dignidad y la libertad. Creo que gran número de aquellos que están llevando a la práctica el llamado cambio social obran de buena fe, cuando no presionados por poderes que escapan de sus manos. Yo considero una gracia haber podido dar testi­ monio durante tres años y haberm e librado de caer en sentimientos de odio hacia los com patriotas míos que ostentan el poder. A sabiendas de todo el mal que me han causado, les perdono de todo corazón las calumnias de que me han hecho víctima. De hinojos ante mi santa Protectora, M adre de Dios, Señora N uestra de Jasna Gora, a la que he servido como esclavo desde el acto de sumisión que hice en mi prisión de Stoczec el 8 de diciembre de 1953, ruego hum ildemen­ te a M aría, Refugio de los Pecadores, que me lleve ante el trono de la Trinidad Santa. Amén. Jasna Gora, 15 de agosto de 1969. t Cardenal S tefan W yszynski, primado de Polonia, esclavo de M aría.

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