Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana
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Colección «PRESENCIA TEOLÓGICA»
ANDRÉS TORRES QUEIRUGA
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Diálogo de las religiones y autocomprensión cristiana ………………………………………………………
E DITORIAL SAL TERRAE S ANTANDER , 2005
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Índice Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Presentación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. El marco general . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.1. Una mutación radical en la autocomprensión cristiana . . . . . . . . . . . . . 1.2. Un nuevo presupuesto: la revelación como mayéutica . . . . . . . . . . . . . . 2. La nueva situación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.1. La ampliación del mundo . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.2. El contacto real entre las religiones . . . . . . . . . . 3. Los nuevos enfoques desde la teología . . . . . . . . . . . 3.1. Las tres alternativas formales . . . . . . . . . . . . . . . 3.2. Hacia un nuevo enfoque . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3.3. Diálogo situado y sin privilegios . . . . . . . . . . . .
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Í NDICE
CAPÍTULO I La «particularidad» como necesidad histórica . . . . . . 1. La radicalidad actual del problema . . . . . . . . . . . . . . . 1.1. No existe universalidad abstracta . . . . . . . . . . . 1.2. No existe revelación aislada . . . . . . . . . . . . . . . . 1.3. Está en juego el sentido mismo de la revelación 1.4. Orientación general de la respuesta . . . . . . . . . . 2. El (supuesto) silencio de Dios: Cur tam sero? . . . . . . 3. La (supuesta) «elección» de Dios: Cur tam cito? . . . 3.1. No existe un «favoritismo» divino . . . . . . . . . . . 3.2. La misión particular como «estrategia» del amor universal . . . . . . . . 3.3. La prisa del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO II La plenitud y definitividad de la revelación cristiana 1. La autocomprensión cristiana y la cuestión del pluralismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.1. La imposibilidad de un pluralismo indiferenciado 1.2. La cuestión del criterio: «lógica del descubrimiento» . . . . . . . . . . . . . . . . 1.3. Lo «humanum» como criterio constitutivamente abierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1.4. Sentido fundamental de la «culminación» en Cristo 1.5. Transición: necesidad de nuevas categorías . . . . 2. «Universalismo asimétrico» y «plenitud» cristiana . . 2.1. Dificultad y sentido de la categoría . . . . . . . . . . . 2.2. Asimetría no es absolutismo . . . . . . . . . . . . . . . . 3. «Teocentrismo jesuánico» y definitividad cristiana . . 3.1. Importancia constitutiva de lo «jesuánico» . . . . . 3.2. Lo específico del «teocentrismo» jesuánico . . . . 3.3. Una plenitud relativa y abierta . . . . . . . . . . . . . . CAPÍTULO III El encuentro entre las religiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Todas las religiones son verdaderas . . . . . . . . . . . . . . 2. El nuevo clima del diálogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.1. La lógica de la gratuidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2.2. La insuficiencia del lenguaje . . . . . . . . . . . . . . . . 2.3. Una aplicación: el diálogo Oriente-Occidente . . 3. La «inreligionación» como modo del encuentro . . . . . 3.1. Los avances: diálogo interreligioso e inculturación 3.2. De la «inculturación» a la «inreligionación» . . . 3.3. Presencia (implícita) de la «inreligionación» en la teología actual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. Perspectivas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.1. Lo adquirido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4.2. Ecumenismo in fieri: el tesoro en el campo y las huellas del Amado . . 5. Una parábola como final . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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A Ferdinando Sudati, que a su pasión contemplativa, eremítica, une el compromiso libre y abierto por una iglesia renovada, testigo fraternal del Evangelio en el mundo de las religiones y de la cultura.
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Prólogo
sistencia amiga y generosa de Ferdinando Sudati, empeñado en publicar en italiano un trabajo mío sobre el diálogo de las religiones. Tenía ya hecha la traducción cuando me lo comunicó. Pero entones me di cuenta de que ese trabajo había sido publicado en 1992, más de 10 años atrás. Tiempo suficiente para pedir una revisión en un tema intensamente tratado tanto por la teología como por la filosofía de la religión actuales. Se imponía una reelaboración, que de entrada pensaba breve, reducida a simples retoques estilísticos. Como siempre, la realidad se ha mostrado distinta, exigiendo un trabajo más largo y demorado, con una actualización de las informaciones y de la propia reflexión. Pero si la ocasión desencadenó el proceso, fue por un motivo más hondo. Desde mi libro sobre la Revelación (original gallego en 1985), la importancia del problema mismo y un profundo interés por él se han vuelto centrales en mi trabajo filosófico-teológico. De hecho, las ideas principales vienen de esa obra. Sobre todo, porque entonces, bajo el principio de que «todas las religiones son –a su modo y en su específica medida– verdaderas» y desde una concepción «mayéutica» de la revelación, se me ha hecho claro algo fundamental: la radical y fraterna comunidad de todas las tradiciones religiosas. Respuestas humanas al universal amor de Dios, sin elecciones ni privilegios por Su parte, todas deben buscar la máxima co-
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E STE libro no habría visto la luz si no hubiera sido por la in-
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munión posible. Sólo compartiendo lo que creen mejor, en un diálogo lleno de respeto y siempre dispuesto a dar y recibir, pueden ir acercándose a la inagotable riqueza del Misterio. Él es el único centro verdadero que a todas descentra en la justa medida en que lo acogen, y en ese mismo movimiento va produciendo su convergencia posible, uniendo sin imponer y acercando sin abusar. Comprendido así, el diálogo no pide el desdibujamiento de la propia identidad. Lo que exige es únicamente mantenerla abierta, porosa y receptiva: semper reformanda, siempre en trance de reforma. La experiencia muestra que todo avance en la comunión sólo mata las identidades narcisistas, mientras que enriquece la verdadera identidad. Ésta no está nunca en el pasado muerto, sino delante, en el futuro de Dios, que es siempre llamada a la conversión y promesa de una mayor plenitud. A esta dialéctica quiere obedecer el título del libro, que habla de diálogo y de autocomprensión: de diálogo de las religiones, sin privilegios ni imposiciones aprióricas; desde la autocomprensión cristiana, como lugar real desde donde tender, fraternal y abierta, la mano de la oferta y de la acogida frente a la esperanza común. Tal es al menos la intención. *** Nota sobre las referencias bibliográficas: La referencia completa de cada obra se dará en su aparición primera en cada capítulo; después se indicará sólo el título. ANDRÉS TORRES QUEIRUGA
Presentación
1.
Existen hoy importantes monografías que permiten una visión más detallada de las distintas posturas y teorías: R. BERNHARDT, La pretensión de absolutez del cristianismo. Desde la Ilustración hasta la teología pluralista de la religión, Bilbao 2000; J. DUPUIS, Verso una teologia cristiana del pluralismo religioso, Brescia 19982 (trad. cast. del original inglés: Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Sal Terrae, Santander 2000); P. KNITTER, No Other Name? A Critical Survey of Christian Attitudes Toward the World Religions, Maryknoll
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E L problema del diálogo y el encuentro entre las religiones del mundo se ha convertido hoy en uno de los más debatidos no sólo para la teología, sino también para la filosofía de la religión e incluso para el análisis de la cultura. Aquí, sin dejar de echar de vez en cuando una mirada a las otras, la perspectiva será, ante todo, teológica. Y no quiero ocultar, ya de entrada –de ahí el tenor del título– que lo hago situándome en el punto de vista de un cristiano que intenta comprenderse y comprender: comprenderse a sí mismo desde las demás religiones y comprender a las demás religiones desde la vivencia e interpretación de la propia. Ejercicio difícil en lo teórico, por la complejidad del problema, y delicado en lo práctico y vivencial, porque siempre lo es la confrontación de identidades, y de un modo especial cuando esa confrontación afecta a algo tan radical y profundo como lo religioso. Renunciando, pues, a grandes pretensiones, el intento se dirigirá al esclarecimiento teórico de algunos problemas que considero fundamentales1; y respecto de lo vivencial, al menos
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en la intención, quisiera mantenerse siempre dentro de ese cordial equilibrio que consiste en no ocultar la propia identidad al tiempo que se cuida con máximo respeto de la ajena. Que nunca lo es del todo, porque, si «nada humano debe sernos ajeno», menos aún debe serlo cuando nos vemos remitidos al mismo Misterio que a todos nos sustenta, nos llama y nos promueve. 1. El marco general 1.1. Una mutación radical en la autocomprensión cristiana Para empezar, dos textos de alguna manera emblemáticos para entender la situación general en que se encuentra hoy la autocomprensión cristiana a la hora de abordar el diálogo de las religiones: DE L AS RELIGIONES Y A U T OCOMPRE NSIÓN CRIST IANA
«Cree firmemente, confiesa y predica [el concilio] que ninguno de los que existen fuera de la iglesia católica, no sólo los paganos, sino también los judíos o heréticos, así como los cismáticos, pueden llegar a ser partícipes de la vida eterna; sino que irán al fuego eterno, “que está preparado para el diablo y sus ángeles”, a no ser que antes del fin de su vida sean agregados a ella [a la iglesia]»2.
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«La iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones [no cristianas] hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos pun-
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2.
1985 (usaré la trad. italiana: Nessun altro nome?, Brescia 1991) J.C. BASSET, El diálogo interreligioso, Bilbao 1999; M. AEBISCHERCRETTOL, Vers un oecuménisme interreligieux. Jalons pour une théologie chrétienne du pluralisme religieux, Paris 2001. Una presentación documentada y con gran preocupación pedagógica puede verse en J.M. VIGIL, Curso de teología popular sobre el pluralismo religioso, de inmediata aparición, Quito 2005 (accesible en ). Para un encuadramiento global, cf. R. GIBELLINI, La teologia del XX secolo, Brescia 1992, cap. 16 (trad. cast.: La teología del siglo XX, Sal Terrae, Santander 1998, 519-554). DS 1351; cf. también la bula Unam Sanctam, 1302: DS 870.
Ambos textos, aunque a priori pudiera parecer imposible, vienen de la misma autoridad religiosa. El primero pertenece al Concilio de Florencia, y es de 1442; el segundo, al Vaticano II, y es de 1965. Cronológicamente, entre ellos median poco más de quinientos años. Ideológicamente, podrían parecer milenios. Y es preciso reconocer que hoy, pasados tan sólo cuarenta años, incluso el segundo nos resulta extrañamente tímido y restrictivo. Evidentemente, nos hallamos ante un problema hondo, de contextura delicada y trascendentales implicaciones. La presencia de los fundamentalismos, la instrumentalización de los credos religiosos para fines horriblemente bélicos y –en un plano más íntimo, pero acaso no menos importante– la inquietud espiritual que para muchos supone la presencia en paralelo, y aun demasiadas veces hostil, de las religiones en un mundo como el actual, que las pone de manera irremediable en contacto creciente, no permiten cerrar los ojos ante él. Pensarlo de verdad resulta urgente. Aquí vamos a intentarlo con claridad y honestidad (al menos en intentarlo). Lo cual implica el reconocimiento de la ubicación primariamente teológica de la reflexión, si bien con un discurso que busca también exponerse al diálogo con la filosofía4. No podrá cier-
3. 4.
Declaración «Nostra Aetate». Sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, n. 2. Cf. la discusión, epistemológicamente muy matizada, de A. KREINER, «Philosophische Probleme der pluralistischen Religionsphilosophie», en (R. Schwager [ed.]) Der Streit um die pluralistische Religionstheologie, Freiburg/Basel/Wien 1966, 118-131.
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tos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. [...]. Por consiguiente, exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales, que en ellos existen»3.
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tamente elaborar ante ésta todos sus presupuestos, pero al menos supone en principio el acceso a ellos y no se niega a la discusión de la coherencia crítica de sus razonamientos. De ahí, igualmente, una inevitable preocupación de radicalidad. Por eso, aunque nos gustaría, acaso no podamos ahorrarle al lector el esfuerzo de la comprensión; y en algún punto deberemos pedirle también la disponibilidad para romper tópicos y prejuicios. A la postre, seguramente a unos la propuesta les parecerá osada, mientras es seguro que otros la encontrarán demasiado tímida. En todo caso, ahí queda como mano tendida al diálogo, incitación al debate y ánimo para una praxis renovada. Si algo de esto se consiguiese, no sería poco.
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1.2. Un nuevo presupuesto: la revelación como «mayéutica»
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Los textos citados al principio aluden a una clara tensión cronológica. Durante siglos, la teología cristiana pudo pasar al lado de las religiones no cristianas sin advertir la monstruosidad que suponía el excluir a sus fieles de toda revelación y salvación divinas. Y no es que de algún modo no se percibiese la tensión. La convicción, prácticamente ininterrumpida a lo largo de la tradición eclesial, de una voluntad salvífica universal por parte de Dios y las especulaciones en torno al «bautismo de deseo» lo muestran con claridad. Pero su afrontamiento expreso y sistemático sólo en nuestro tiempo se ha hecho ineludible. John Hick, uno de los autores que con más constancia, hondura y sensibilidad se han preocupado de este problema, ha señalado con justeza que, estrictamente hablando, «ha emergido únicamente entre personas todavía vivas»5. Y la verdad es que lo ha hecho con intensidad y viveza; al principio, sobre todo en el mundo anglosajón. Pero no ha tardado en alcanzar a todos, pues en realidad lo que ahí sucede no es más que la punta de un fenómeno de honda trascendencia y alcance universal: el encuentro efectivo de las religiones en un
5.
«Has only emerged during the lifetime of people now living» (J. HICK, God Has Many Names, Philadelphia 19822, p. 7).
6.
Madrid 1987 (que traduce, con algunas mejoras, la edición gallega A revelación de Deus na realización do home, Vigo 1985). El tema está tratado en el cap. VII, 309-399 (hay trad. italiana: La rivelazione di Dio nella realizzazione dell’uomo, Roma 1993; portuguesa: A revelação de Deus na realização humana, Ed. Paulus, São Paulo 1995; y alemana: Die Offenbarung Gottes in der Verwirklichung des Menschen, Frankfurt a.M./Berlin/Bern/New York/Paris/Wien 1996). Citaré: La revelación. Antes me había ocupado ya de ello en «Cristianismo e relixións. ¿Favoritismo divino ou necesidade do amor?»: Encrucillada 19 (1980), 417-443. Posteriormente lo he retomado en «El encuentro actual de las religiones»: Biblia y Fe 16/48 (1990) 125-165, y en el cap. 6 de Del Terror de Isaac al Abbá de Jesús. Hacia una nueva imagen de Dios, Verbo Divino, Estella 2000; trad. portuguesa: Do Terror de Isaac ao Abbá de Xesús. Por uma nova imagem de Deus, Paulinas, São Paulo
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mundo que se unifica aceleradamente. No cabe ignorarlo ni desconocer su importancia para la construcción de la humanidad. En Europa, y de un modo especial en España, con su entraña histórica tan trabajada por la excepcionalmente larga, a veces conflictiva, pero siempre fecunda convivencia de las tres «religiones del libro», la cuestión no puede dejarnos indiferentes, y acaso tengamos nuestra peculiar palabra que decir. En cualquier caso, esa dialéctica entre la perennidad del problema y la novedad de su (re)planteamiento no es algo secundario: marca de modo decisivo la cuestión y puede incluso dificultarla seriamente. La reflexión se encuentra equipada con los conceptos de siempre, pero en un contexto de datos inéditos. Eso debe, ante todo, precavernos contra un planteamiento aislado y abstracto que se entregue al juego de los problemas lógicos del diálogo sin hacerlo nacer de su contexto vivo. De hecho, uno no siempre puede evitar esa sospecha ante buena parte de las discusiones actuales, como si se tratase a veces de una mera quaestio escolástica o de un juego de lógica combinatoria. El tratamiento que aquí intentamos se apoya en un enfrentamiento previo con el significado vital de la religión y con la comprensión global de la revelación, tal como he intentado exponerlo en La revelación de Dios en la realización del hombre6. (Convendrá que el lector lo tenga en cuenta, pues no siempre será posible aclarar suficientemente los presupuestos).
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Al mismo tiempo, exige renovar los moldes conceptuales, de modo que puedan hacer frente a la situación actual. Una concepción de la revelación que intente mantener una lectura fundamentalista de la Biblia, junto a las viejas pautas intelectualistas y precríticas, y que no mire de frente los nuevos datos de la situación cultural y religiosa humana, se incapacita de raíz para una comprensión del problema en lo teórico y para una actitud digna y respetuosa en la práctica. De hecho, el lector acabará, seguramente, advirtiendo que aquí daré por supuestas y seguras cuestiones que no lo son tanto en otros tratamientos. Dos sobre todo:
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1) El carácter realista y verdaderamente humano de la revelación divina. El discurso no se apoya, pues, sobre el presupuesto de que la revelación –y, en consecuencia, la religión– es algo que se acepta solamente porque «alguien nos dice que Dios ha dicho...», sin control ninguno por nuestra parte y, por lo mismo, sin verdadero enganche en nuestra existencia: en definitiva, se nos revelaría a, b, c como podría habérsenos revelado d, e, f, o incluso lo contrario (como ya dijera Kant, ¿qué cambiaría para muchos si en la Trinidad, en vez de tres personas, se revelasen diez? 7). Aquí partiremos de lo que he denominado estructura mayéutica de la revelación. Lo que llamamos «revelación» es una respuesta real y concreta a preguntas humanas, que, por tanto, siempre son nuestras mismas preguntas. De ese modo, la descubrimos porque alguien nos la anuncia; pero la aceptamos porque, despertados por el anuncio, «vemos» por nosotros mismos que ésa es la respuesta justa. Como Sócrates, el profeta o el fundador religioso no «meten» en sus oyentes algo externo o que les sea ajeno, sino que les ayudan a caer en la cuenta, a «dar a luz» –«mayéutica» es el arte de la comadrona– lo que ellos o ellas ya son en su realidad más íntima, desde la presencia viva y actuante de Dios en
7.
2001. Tendré muy en cuenta estos dos últimos trabajos. Der Streit der Fakultäten A 50, ed. W. Weischedel, Bd. XI, Suhrkamp,
«Pero como es enteramente sui generis, no se puede definir en sentido estricto, como ocurre con todo elemento simple, con todo dato primario; sólo cabe dilucidarla. Únicamente puede facilitarse su comprensión de esta manera: probando a guiar al oyente, por medio de sucesivas delimitaciones, hasta el punto de su propio ánimo, donde tiene que despuntar, surgir y hacérsele consciente. Este procedimiento se facilita señalando los análogos y los contrarios más característicos de lo numinoso en otras esferas del sentimiento más conocidas y familiares, y añadiendo: “Nuestra incógnita no es eso mismo, pero es afín a eso y opuesta a aquello. ¿No se te ofrece ahora por sí misma?”. Quiere decirse, en suma, que nuestra incógnita no puede enseñarse en el sentido estricto de la palabra; sólo puede suscitarse, sugerirse, despertarse, como en definitiva ocurre con cuanto procede del espíritu»10.
8. 9.
Frankfurt a.M. 1968, 303-304. Brief an Benno Jacob, 25-5-1921, en F. ROSENZWEIG, Der Mensch und sein Werk, t. 2, Den Haag 1984, 709. Para estas ideas, que aquí no pueden desarrollarse más ampliamente, cf. La revelación, c. IV, 117-160.
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la creación y en la historia (en esto último radica la diferencia con la mayéutica griega). Franz Rosenzweig lo expresó magníficamente: «La Biblia y el corazón dicen lo mismo. Por eso (y sólo por eso) la Biblia es “revelación”»8. Y mucho antes lo había proclamado ya el Cuarto Evangelio: como los samaritanos a su paisana, todo creyente debe acabar diciendo a los anunciadores: «Ya no creemos por lo que tú cuentas; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es realmente el salvador del mundo (Jn 4,42)»9. Resulta significativo que cuando, lejos de la teología al uso, Rudolf Otto intenta hacer la que de algún modo es la primera fenomenología de la religión, expresa esto mismo con palabras vivas y enérgicas. Él habla de lo «numinoso», pero sus observaciones resultan perfectamente aplicables a la revelación, pues, en definitiva, en la captación de lo numinoso está la raíz fundante de todo el proceso revelador:
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2) Íntimamente unida a la primera está la segunda cuestión. Si la revelación consiste en caer en la cuenta del Dios que estaba ya ahí, es porque, desde su amor activo, Él estaba haciendo todo lo posible por manifestarse. Y por manifestarse a todos y a todas en la máxima medida. El límite no viene de una «tacañería» divina, que, pudiendo revelar más o mejor, no quiere hacerlo. Viene de la inevitable limitación humana, infinitamente desproporcionada al misterio que, en generosidad irrestricta, trata de dársele y manifestársele por todos los medios. Por eso, bien mirada, la Biblia puede leerse como la narración de la «lucha amorosa» de Dios contra las incapacidades y resistencias de la recepción humana de su revelación. Estas ideas acaso parezcan, de entrada, algo extrañas. Desde la tradición del Dios bíblico debieran ser obvias: Dios no crea por amor a sí mismo o para que le «sirvan», sino por amor al ser humano, a todo hombre y a toda mujer, con el fin de ofrecerles como don participar en su plenitud y felicidad. Lo único que no puede ni quiere es romper los límites de su finitud: tiene que respetar el crecimiento de la libertad y el trabajo de la historia, sin los cuales la existencia humana no puede ser ni realizarse11.
2. La nueva situación 2.1. La ampliación del mundo Lo primero que salta a la vista es que hoy nos encontramos con una ampliación increíble del mundo religioso. Ampliación temporal, en primer lugar. Hasta comienzos del siglo XIX –para la mayoría, incluso de teólogos, hasta bien entrado el XX– la edad
10. Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios, Madrid 19652, 18. A continuación, al comienzo del cap. III, p. 19, añade todavía: «Quien no logre representárselo o no experimente momentos de esa especie, debe renunciar a la lectura de este libro». 11. Algo más sobre esto se dirá más adelante, a propósito de la «elección». Pero también aquí es preciso remitir para más fundamentación a La re-
estimada de la humanidad era de unos seis mil años. Resultaba un mundo perfectamente abarcable, dominado por la presencia bíblica, apenas con unos bordes ajenos a su irradiación: «Aquí todo resulta fácil. Desde la creación del mundo hasta el advenimiento de Jesucristo han transcurrido cuatro mil cuatro años, o cuatro mil, si se quiere criticar a toda costa. El año 129 empezó la tierra a llenarse, y los crímenes a aumentar; el año 1656 sucedió el Diluvio; en 1757, los hombres intentaron construir la Torre de Babel. La vocación de Abraham se decidió en 2083. La ley escrita fue dada a Moisés cuatrocientos treinta años después del Diluvio y el mismo año en que el pueblo hebreo salió de Egipto. Gracias a estos puntos de referencia firmemente establecidos, Bossuet, al componer su noble Discurso sobre la Historia universal, ve ordenarse una serie de épocas que se recortan por sí mismas en el tiempo; bajo armoniosos y majestuosos pórticos se extiende la vía triunfal que conduce al Mesías»12.
velación, c. V, 161-242. 12. P. HAZARD, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Madrid 1988, p. 45. A. LOISY (Choses passées, Paris 1913, 216-219) hace ver la importancia de esto para la historia de Israel y para la comprensión de la revelación en el tiempo. Véanse también las conclusiones –de ironía demasiado fácil– que de aquí saca B. RUSSELL, Religión y Ciencia, México 19734, 38-39. 13. Todavía san Agustín podía escribir: «Por lo que se dice, son ya poquísimas y muy remotas las gentes a las que [el Evangelio] aún no ha sido predicado» (De Natura et Gratia, II, 2; PL 44, 905; tomo la cita de J.M. VIGIL, Curso de teología popular sobre pluralismo religioso (accesible
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Hoy la paleontología habla de al menos, tirando por lo bajo, un millón de años para la vida de la humanidad en el planeta. Piénsese en lo que significa a esa escala el brevísimo lapso de la revelación bíblica, y sáquese la consecuencia: la inmensa mayoría de los humanos nada tuvieron que ver con ella. Pero la ampliación temporal no es más espectacular que la espacial. San Pablo, cuando hablaba de ir a la Hispania (Rm 15,24.28), pudo todavía abrigar la ilusión de llegar a los últimos confines de la Tierra, sin duda con la esperanza de que el evangelio alcanzase a todos los humanos13. Para nosotros, a
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partir de la época de los descubrimientos, la ecumene clásica aparece como una pequeña mancha en la inmensidad de los continentes habitados. Súmese, encima, la explosión demográfica de la humanidad. ¿Qué significa entonces la revelación bíblica? ¿Cuál puede ser su relación con las demás religiones de la humanidad? Si la revelación se toma en su sentido pleno y real, como otra cara u otro nombre de la salvación, las consecuencias son de una importancia trascendental. Pensemos simplemente en el famoso, y terrible, principio extra ecclesiam nulla salus («fuera de la iglesia no hay salvación»)14. Es evidente que no debemos caer en un ahistoricismo que nos haga ser demasiado injustos con la mentalidad de aquellos hombres que elaboraban su teología en un marco muy estrecho y restringido. Pero no lo es menos que hoy sería literalmente monstruoso seguir dándolo por válido, o simplemente seguir haciendo equilibrios hermenéuticos a su propósito. A pesar de su larga y solemne tradición, la teología católica se ha esforzado por abandonarlo de mil maneras. Y, dejando ya de lado el «exclusivismo kerigmático»15 o la «sublime bigotry»16 de Karl Barth –más sutil, aunque de todos modos inaceptable–, sólo actitudes muy fundamentalistas pueden mantener todavía algo parecido. Nadie puede leer ya sin asombro declaraciones como la que –¡todavía en 1960!– hacía el «Congress on World Mission» celebrado en Chicago: «En los años transcurridos desde la guerra, más de mil millones de almas han pasado a la eternidad, y más de la mi-
en Internet, en el portal de Koinonía) 14. DS 870. 1.351. Cf. una exposición resumida en H. KÜNG, La Iglesia, Barcelona 1969, 373-380; J. RATZINGER, Das neue Volk Gottes. Entwürfe zur Ekklesiologie, Düsseldorf 1969, 339-361; W. KERN, Ausserhalb der Kirche kein Heil?, Freiburg 1979; P. KNITTER, No Other Name? A Critical Survey of Christian Attitudes toward the World Religions, London 1985, 121-123; J. DUPUIS, Verso una teologia cristiana del pluralismo religioso, Brescia 19982, 115-147; cf. 148-172; F.A. SULLIVAN, ¿Hay salvación fuera de la Iglesia?, Bilbao 1999. 15. U. MANN, Das Christentum als absolute Religion, Darmstadt, 1970, p. 8.
tad de las mismas han ido al tormento del fuego infernal, sin siquiera haber oído hablar de Jesucristo: quién fue y por qué murió en la cruz del Calvario»17.
De todos modos, el asombro no basta. Está bien la comprensión histórica: eran otros tiempos y otros horizontes, y no debemos juzgar con la soberbia de una estrecho «actualcentrismo». Pero eso no debe impedir ir más allá. Es preciso sacar con clara y unívoca energía las consecuencias, remodelando el concepto mismo de revelación (nuestro concepto, no su realidad, que humildemente debemos tratar de comprender). Y, de hecho, éste es el primer y principal motivo que ha llevado a la inmensa mayoría de los teólogos a abandonar la concepción exclusivista de la revelación.
Un segundo motivo ha sido –y con esto señalamos otro de los grandes factores del cambio– el mejor conocimiento de las demás religiones. Cuando se examinan de cerca las riquezas del budismo o de la tradición hinduista, cuando se admira la grandeza de Zaratustra y aun, en tantos aspectos, la de Mahoma, ya no se puede seguir creyendo, sin lesionar el sentido común, que fuera de la Biblia todo son tinieblas o que las otras prácticas religiosas tienen su origen en el diablo. Dejando para más tarde la discusión de sus implicaciones sistemáticas, hay que darle globalmente la razón a John Hick cuando afirma que las religiones, todas y cada una de ellas, son totalidades complejas de respuesta a lo divino, con sus diferentes formas de experiencia religiosa, sus propios mitos y símbolos, sus sistemas teológicos, sus liturgias y su arte, sus éticas y estilos de vida, sus escrituras y tradiciones –elementos todos que interactúan entre sí y se refuerzan mutuamente. Y estas totalidades diferentes constituyen diversas respuestas humanas, en el contex-
16. J. HICK, God Has Many Names, 90. 17. J.O. PERCY (ed.), Facing the Unfinished Task: Messages Delivered at the Congress on World Mission, Chicago, Ill.1960, p. 9 (cit. por J. HICK,
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2.2. El contacto real entre las religiones
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to de las diferentes culturas o formas de vida humana, a la misma realidad divina, infinita y trascendente18. Cerrar los ojos ante esta semejanza fenomenológica o negarse a reconocer su eficacia real en la vida de las personas significaría tener «un corazón como el de Jonás y poco entendimiento para la historia de las religiones»19. Lo cual debe, a su vez, constituir una llamada a estudiarlas con cuidado, tratando incluso de interpretarlas a la luz de su misma autocomprensión, según el sabio principio de interpretar al otro de modo que él pueda reconocerse en nuestra interpretación. No ya el respeto, sino la misma justicia, es quien lo exige, pues, como muy acertadamente observa P. Schmidt-Leukel, «también la teología de las religiones está bajo el mandamiento de no pronunciar ningún falso testimonio contra el prójimo»20.
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3. Los nuevos enfoques desde la teología 3.1. Las tres alternativas formales A la luz de estos cambios tan profundos, se comprende que la teología busque hoy nuevos enfoques del problema e intente nuevas salidas para las aporías a las que conduce inevitablemente el mantener hoy las posturas tradicionales. En el mundo anglosajón, que, como hemos dicho, es donde más viva resulta la discusión, se ha impuesto una división tripartita de las posturas: exclusivismo, inclusivismo y pluralismo. Aunque, como veremos, debe ser matizada, y de hecho lo ha sido des-
God Has Many Names, 30). 18. God Has Many Names, 53-54. Analiza en concreto y con más amplitud todo esto en su última obra, An Interpretation of Religion. Human Responses to the Transcendent, London 1989, principalmente en las partes I (21-72) y V (299-376). 19. A.H. GUNNEWEG, «Religion oder Offenbarung. Zum hermeneutischen Problem des Alten Testaments»: Zeitschrift für Theologie und Kirche 74 (1977) 175. 20. P. SCHMIDT-LEUKEL, «Der Immanenzgedanke in der Theologie der Religionen. Zum problem dialogischer Lernfähigkeit auf der Basis einer christologischen Ansatzes»: Münchener Theologischer Zeitschrift
41 (1990) 2 21. G. COMEAU, Grâce à l’autre. Le pluralisme religieux, une chance pour la foi, Éd. de l’Atelier, Paris 2004, 47-64; es el título del capítulo, que ofrece una buena panorámica. Cf. también A. RACE, Christians and Religious Pluralism, London 1983; H. COWARD, Pluralism: Challenge to World Religions, New York 1985; G. D’COSTA, Theology and Religious Pluralism: The Challenge of Other Religions, Oxford 1986. J. DUPUIS, Gesù Cristo incontro alle religioni, Assisi 1989, 139-149; F. TEIXEIRA, Teologia das religiões. Uma visão panorâmica, São Paulo 1995; M. AEBISCHER-CRETTOL, Vers un oecuménisme interreligieux. Jalons pour une théologie chrétienne du pluralisme religieux, Paris 2001, 301-316. 22. Acaso el más representativo sea H. KRAEMER, apoyado en la teología de K. BARTH: cf. Why Christianity of All Religions, London 1962, que continúa las obras anteriores. 23. Cf., sobre todo Theology and Social Theory. Beyond Secular Reason, Oxford 1990. 24. Cf. The Nature of Doctrine. Religion and Theology in a Postliberal Age, Philadelphia 1984. Una buena síntesis de estas posturas puede verse en R. SCHREITER, «La teologia posmoderna e oltre in una Chiesa mondiale», en (R. Gibellini [ed.]) Prospettive teologiche per il XXI secolo, Brescia 2003, 373-388; y K. BLASER, «Variété des théologies postmodernes et crise des “fondationalismes”», en (P. Gisel.– P. Evrard [eds.]) La theólogie en postmodernité, Paris 1996, 190-211, principal-
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de diversas perspectivas, puede servir para una primera aproximación, evitando entrar en los laberintos de lo que alguien llamado «la inflación de las tipologías»21. El exclusivismo ya queda aludido: es la postura que sólo admite revelación real y verdadera –y, por consiguiente, salvación– en la propia iglesia o religión (para nuestra discusión, en el cristianismo). En su forma rígida, hoy apenas es sostenida por nadie, fuera acaso de aquellos teólogos que mantienen la excesiva dicotomía de Karl Barth entre «fe» y «religión», con una cierta tendencia a un (neo)fundamentalismo bíblico22. En la práctica, para la mayoría funge más bien de «contrafigura» para fijar las demás posturas. Puede, de todos modos, presentarse en formas más abiertas, como la «ortodoxia radical» de John Milbank23 o la «postliberal» de George Lindbeck24, que no excluyen todo diálogo y que en algunos aspectos tienden a la segunda postura. El inclusivismo no excluye ni verdad ni salvación en las demás religiones, pero mantiene de tal modo la centralidad
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–carácter definitivo y carácter absoluto– de la propia, que «incluiría» la verdad de las demás. En su nacimiento supuso un gran e impagable avance, y nadie puede negar su buena y generosa intención. La teología conciliar y sus avances posteriores deben mucho a los trabajos en esta dirección de Jean Daniélou, Hans Urs von Balthasar y Henri de Lubac, que hablan de una «teología del cumplimiento» de todas las religiones en Cristo, aunque hoy resulten insuficientes25. Con una visión más abierta, es bien conocida –y de enorme influjo– la postura de Karl Rahner, con su «cristianismo anónimo»26. Tampoco aquí los límites son fijos, con unas posturas que tienden más a la primera, y otras a la tercera. La acusación de incapacitarse tanto para el diálogo –ya tendría toda la verdad– como para una auténtica comprensión de las otras religiones –las interpretaría en función de la propia– constituye su gran dificultad, que toca un punto muy sensible en el actual clima de diálogo y tolerancia; dificultad que, por lo mismo, a muchos les parece insuperable. Aparte de un claro peligro de eurocentrismo27, cabe hablar incluso de falta
mente 200-209. 25. Cf. la exposición, detallada y con la bibliografía pertinente, que hace J. DUPUIS, Verso una teologia cristiana del pluralismo religioso, Brescia 19982, 178-192. 26. Cf. principalmente «Das Christentum und die nichtchristilichen Religionen», en Schriften zur Theologie V, Zürich 1962, 136-158; «Die anonymen Christen», en Ibid. VI, 1965, 545-554. La discusión suscitada ha sido casi inabarcable; para una primera aproximación, cf. también J. DUPUIS, op. cit., 192-200. 27. En este punto insiste con energía J.M. VIGIL, Curso de teología popular sobre pluralismo religioso: «Es fácil ver que las implicaciones perversas que el exclusivismo conllevaba continúan siendo posibles con el inclusivismo: la cultura occidental cristiana puede seguir siendo religiosamente legitimada como superior, y la superioridad del Occidente blanco y cristiano fácilmente se dejará insinuar y conducirá inconscientemente a cualquier tipo de dominación o imperialismo o neocolonialismo». En nota remite a las críticas de los teólogos asiáticos: «Peritos en misiología como Aloysius Pieris, Tissa Balasuriya e Ignace Puthiadam han aludido al imperialismo y el criptocolonialismo ocultos tras la fachada del modelo inclusivista, que, según ellos, proclama la belleza de las otras religiones para después incluirlas y consumirlas» (P. KNITTER, Diálogo inter-religioso e ação missionária, São Paulo, CNBB,
Comina 1994, p. 9). 28. No Other Name? A Critical Survey of Christian Attitudes Toward the World Religions, Maryknoll, NY, 1985 (usaré la trad. italiana: Nessun altro nome?, Brescia 1991). 29. One Christ, Many Religions, New York 1991. 30. Entre nosotros, R. PANIKKAR es el principal representante, con una postura muy matizada y con una abundantísima producción. Véase la síntesis que él mismo hace en Autoconciencia cristiana y religiones («Fe cristiana y sociedad moderna», n. 26), Madrid 1989, 199-267; ahí mismo (p. 264) puede verse una reseña de sus obras principales; cf. en especial: The Unknown Christ of Hinduism, Maryknoll 1981; La Trinidad y la experiencia religiosa, Barcelona 1989; L’Incontro indispensabile. Dialogo delle Religioni, Milano 2001. Cf. también, con desigual radicalidad, A. RACE, Christians and Religious Pluralism, cit.; P.F. KNITTER, No Other Name?, cit.; y, sobre todo, J. HICK, de quien, aparte de las dos obras antes citadas, pueden verse: God and the Universe of Faihts: Essays in the Philosophy of Religion, London 1973; The Second Christianity, London 1983; Problems of Religious Pluralism, London 1985. Son también significativas las obras en colaboración: L. SWIDLER (ed.), Toward a Universal Theology of Religion, New York 1987; J. HICK – P.F. KNITTER (eds.), The Myth of Christian Uniqueness. Toward
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de realismo histórico: las consideraciones de alta teología, en un segundo o tercer grado de abstracción, no pueden ocultar el hecho elemental de que en la historia humana la mayor parte de las religiones nacieron y crecieron sin contacto alguno con el cristianismo. De ahí ha nacido la tercera postura, el pluralismo, representado sobre todo por el ya citado John Hick, pero con una amplia lista de seguidores, como Paul Knitter28 en Norteamérica y Stanley Samartha29 en la India. Para él todas las religiones son, en definitiva, iguales: manifestaciones equivalentes en su valor salvífico y en su verdad, pues la diversidad nace únicamente de los diferentes contextos culturales en que se tematiza y concreta la experiencia de lo divino. Recoge, como se ve, la tradición del liberalismo, pero sin reservas ante el valor «sobrenatural» de lo religioso. Ejerce hoy un indudable atractivo, que llega casi a la fascinación, acaso debido en parte a que se trata de una reacción generosa ante la cerrazón histórica del exclusivismo, con nefastas consecuencias muchas veces30. Enlaza además con la caída del –digámoslo así– «occi-
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dentalcentrismo» y con toda una nueva constelación cultural que tiene como valores centrales la democracia, la tolerancia y el consenso31. Su gran problema estriba en la cuestión de la verdad32, pues muy difícilmente puede evitar el peligro de un relativismo que no beneficiaría a nadie. Y si antes hablábamos de falta de realismo histórico, ahora hay que decir lo mismo respecto del realismo antropológico: en las realizaciones y en los logros humanos, aunque en principio todos merezcan respeto, el grado alcanzado nunca es el mismo o, a lo sumo, lo es rarísimas veces y en casos o aspectos muy concretos.
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3.2. Hacia un nuevo enfoque
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La concepción que aquí intentamos exponer, aunque no se siente cómoda en ninguna de las posturas enunciadas, se mueve en una órbita que no niega cierta afinidad con la segunda postura, pero que, con las importantes matizaciones que trataré de hacer, se inclina más por la tercera. No lo hace por un afán formalista de mediación abstracta, sino porque en ese ambiente o «aire de familia» parece posible responder bien, o al menos no demasiado mal, a las preocupaciones legítimas de respeto y apertura a los demás, sin por ello ceder al vértigo del relativismo ni perder el contacto con el realismo histórico y antropológico. Con todo, insisto en que esta indicación quiere ser únicamente un enmarcamiento formal para orientar la reflexión. Convertirlo en determinante del proceso reflexivo re-
a Pluralistic Theology of Religions, New York 1987. 31. A la importancia de esta constelación es especialmente sensible el tratamiento de C. DUQUOC, El único Cristo. La sinfonía diferida, Sal Terrae, Santander 2005. 32. Tema estudiado agudamente por A. KREINER, «Überlegungen zu theologischen Wahrheitsproblematik und ihrer ökumenischen Relevanz»: Catholica 41 (1987) 108-124; y también por M. DE FRANÇA MIRANDA, O cristianismo em face das religiões, São Paulo 1998, 19-23. Véanse también las críticas que le hacen J.J. LIPNER, «Does Kopernicus Help?», en (R.W. Rousseau [ed.]) Inter-religious Dialogue, Scranto 1981, 154-174; y G. D’COSTA, Theology and Religious Pluralism, cit. J. DUPUIS, Gesù Cristo incontro alle religioni, 144-149,
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sultaría, a mi parecer, perturbador, tanto porque inclina hacia un tratamiento formalista del problema como porque tiende a situarlo en categorías de concurrencia y predominio que no hacen justicia a la gratuidad de la experiencia reveladora. Por eso intentaremos que el problema del diálogo surja desde dentro del proceso vivo de una reflexión que, al buscarse a sí misma para entender la propia religión, se encuentra con otros procesos que la obligan a volver sobre su postura, reconsiderándola a esa nueva luz. Así sucede, por lo demás, el encuentro efectivo entre las religiones en la historia real (y, si se me permite la observación personal, diré que ésa ha sido mi experiencia en el libro sobre la revelación citado al comienzo). Hay todavía otro aspecto importante. Cuando se considera a fondo el problema, se comprende que ni siquiera nace de modo exclusivo del encuentro con las otras religiones. Antes –al menos con anterioridad estructural– de ser un interrogante externo, es ya una aguda pregunta interna para cada religión, sobre todo para cada una de las religiones universales. En el caso del cristianismo lo es de un modo muy expreso: el Dios que aquí se nos revela no aparece jamás como posesión propia ni salvación exclusiva, sino como Aquel que mantiene siempre viva la gratuidad de su trascendencia y su intrínseca destinación a toda la humanidad. Obviamente, el afán posesivo humano tiende a acapararlo, convirtiendo lo que es relación viva, concreta y personalizada en «elección» excluyente. Algo que ya en el Primer Testamento tiende a ser cuestionado por la crítica de los profetas. En el Nuevo supuso una dura lucha –que estuvo a punto de romper la primera comunidad– para que el cristianismo inicial llegase a comprender la implicación universalista del mensaje evangélico. Y no es preciso evocar una vez más la recia historia de intolerancia posterior, que desembocó en el extra ecclesiam nulla salus, con consecuencias, por desgracia, no sólo teóricas. Por fortuna, la experiencia cristiana, que muy pronto anunció la centralidad de Cristo, hasta el punto de afirmar que «no hay salvación en ningún otro» (Hch 4,12), no podía dejar de
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proclamar igualmente la universalidad de la salvación, que brota de la esencia más íntima de su Dios que «es amor» (1 Jn 4,8.16), Abbá sin discriminación, que ama incluso a los «malos» e «injustos» (Mt 5,45; Lc 6,35) y que, por lo mismo, «quiere que todas las personas se salven» (1 Tm 2,4).
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3.3. Diálogo situado y sin privilegios
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Se trata, como se ve, de una tensión interna a la propia fe, que la interroga en sí misma, desapropiándola de todo egocentrismo y obligándola a profundizar su autocomprensión. El encuentro con las religiones se inserta en esa dinámica interna, enmarcado en un régimen de don y gratuidad, dentro del cual la concurrencia o el intento de dominio queda desenmascarado como soberbia y pecado. El absoluto corresponde sólo a Dios. Lo que le toca al hombre es la tarea inacabable de ir asimilando su presencia, tanto en la gloria y la humildad del servicio, ofreciendo a los demás lo que ha descubierto, como en el duro y gozoso aprendizaje de lo que los otros le ofrecen y que él reconoce como perteneciente también a su mismo Dios, que es el de todos. De ahí que el diálogo con las otras religiones no pueda esquivar las exigencias de la nueva sensibilidad, tan lenta y difícilmente adquirida en la historia; antes bien, las tomará como piedra de toque de la propia autenticidad. Pero deberá afrontarlas en un segundo momento, a partir de la resolución interna de las propias tensiones; o, si queremos formularlo mejor, después de dejarse aleccionar por las implicaciones de la propia experiencia reveladora, mucho más grande que nuestras expectativas y mucho más generosa que nuestro afán de dominio. Creo que, de este modo, será posible hacer justicia a las legítimas preocupaciones de la postura pluralista, sin por ello caer en el relativismo. En este sentido, se comprenderá bien que la reflexión se centre fundamentalmente en la autocomprensión cristiana. Eso, lejos de ser soberbia egocéntrica, es, como bien había visto Newman en otro contexto la «verdadera modestia» de quien
ofrece un buen resumen. 33. «...in these provinces of inquiry egotism is true modesty. In religious inquiry each of us can speak only for himself, and for himself he has a right to speak. His own experiences are enough for himself, but he cannot speak for others: he cannot lay down the law; he can only bring his own experiences to the common stock of psychological facts» (An Essay in Aid of a Grammar of Assent, Image Books, New York 1955,
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no quiere imponerse a los demás en estas «provincias» tan honda y delicadamente humanas33. Por lo demás, la hermenéutica actual sabe muy bien que la propia situación es el lugar indispensable de todo verdadero diálogo. Eso hace inevitable contar con los propios pre-juicios y presupuestos; lo único que se pide es ser conscientes de ellos, para mantenerlos abiertos a la confrontación y al diálogo. Hacerlo así pide hoy una atención muy especial a una cuestión fundamental: la de la particularidad histórica del cristianismo, que, al traducirse en concreto, se convierte en la pretensión de definitividad para la revelación acontecida en Cristo. Por eso, antes de abordar las cuestiones concretas, conviene empezar por un planteamiento global que permita ver las líneas fundamentales del problema desde esa autocomprensión cristiana. Esto es muy importante, pues pone al descubierto los supuestos de fondo que, no siempre clarificados, están guiando la argumentación, de suerte que no sólo condicionan todo el discurso, sino que ponen en cuestión la misma posibilidad del diálogo.
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p. 300).
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CAPÍTULO
I
La «particularidad» como necesidad histórica
H ARVEY Cox ha insistido con energía en que «el más espino-
Resulta significativo el hecho, por lo demás muy corriente en todo cambio histórico, de que la situación actual ofrece un carácter polar: si por un lado plantea una nueva dificultad, por otro ofrece también una nueva posibilidad de solución. 1.1. No existe universalidad abstracta Como queda dicho, la sensibilidad actual es alérgica a toda particularidad que tienda a universalizarse, pues nada teme más que la lesión de la igualdad, la libertad y la tolerancia. Cabría simbolizarlo en la sospecha espontánea de etnocentris-
1.
Many Mansions. A Christian’s Encounter with Other Faiths, Boston 19922, 2.
L A « PART ICUL ARIDAD »
1. La radicalidad actual del problema
COMO NECESIDA D HISTÓRIC A
so (nettlesome) dilema que obstaculiza el diálogo interreligioso es el muy antiguo de cómo balancear lo universal y lo particular»1. Dilema arduo, en efecto, que no siempre se estudia en su verdadera profundidad y que, como veremos, si no se afronta en su raíz, puede minar por su base la inteligibilidad misma de la cuestión en la cultura crítica actual.
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mo ingenuo frente a toda pretensión de universalizar lo propio. Pero, por otra parte, el agudo sentido histórico que la caracteriza le hace comprender que todo está irremediablemente situado en el tiempo y en el espacio. No es posible una universalidad abstracta, sino sólo aquella que se media lentamente por los caminos de la historia: la universalidad «racional» de la Ilustración –que quiso realizar los ideales de lo universal humano sin la paciencia de los condicionamientos concretos– se pagó con el terror de la Revolución Francesa2. Por eso la teología actual ha comprendido bien que la verdadera universalidad sólo puede realizarse «a través de la mediación histórico-particular»3. Por paradójico que parezca en un mundo cada vez más universalizado, la conciencia histórica nos ha hecho ver que una religión sólo podrá ser realmente universal si llega a serlo desde dentro de su particularidad4. El problema no está, pues, en que la revelación cristiana aparezca delimitada por una situación concreta, puesto que eso es más bien la condición de posibilidad de su existencia real; la cuestión radica en su pretensión de universalidad, pues de entrada parece que implicaría la exclusión de los demás. Los 2.
3.
4.
HEGEL lo analizó de manera magistral en la Fenomenología del Espíritu, VI B III (Werke 3, [E. Moldenhauer – K.M. Michel (eds.)], Frankfurt a.M. 1986, 431-441). Véanse también las agudas observaciones de R. SCHÄFFLER, Religion und kritisches Bewusstsein, Freiburg/München 1973, 56-83; principalmente, 56-73. E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Madrid 19842, 556560. Un intento densamente especulativo es el de W. LÖSER, «“Universale concretum” als Grundgesetz der oeconomia revelationis», en (W. Kern – H.J. Pottmeyer – M. Seckler [eds.]), Handbuch der Fundamentaltheologie. II: Traktat Offenbarung, Freiburg 1985, 108-121. Obviamente, con esto no se dice que toda tradición particular sea ya, sin más, potencialmente universal: eso tendrá que mostrarlo en su capacidad real para llegar a todos y para ser aceptada, no por la imposición de la fuerza, sino por la validez humana de la oferta. De ahí la importancia del tema de la verificación, que aquí sólo podrá ser aludido. Como se sabe, ésta es una preocupación capital en la reflexión de W. PANNENBERG sobre la revelación, ya desde el escrito programático, dirigido por él, Offenbarung als Geschichte, Göttingen 19704. En diálogo con su pensamiento, hemos prestado también una sostenida atención al problema: cf. La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987, principalmente 343-381. Seguiré citando: La revelación.
planteamientos usuales –que dan por supuesto que la revelación podría ser, sin más, universal, con tal de que Dios así lo quisiera– difícilmente pueden evitar la impresión de una arbitrariedad divina. En cambio, desde lo dicho resulta ya posible intuir que se trata únicamente de algo inevitable en una historia finita; algo, en definitiva, estructuralmente no distinto del hecho de que unos nazcan blancos y otros negros, unos en Europa y otros en Asia o en América... Lo cual no deja, con todo, de suscitar otra pregunta: ¿qué sucede con aquellos a quienes esa mediación histórica no alcanza de hecho? Si la experiencia de la revelación dice de ella misma que es lo más alto y valioso que puede sucederle al ser humano, puesto que significa la comunicación definitiva del mismo Dios, ¿no pide desde su misma esencia que, a pesar de todo, se asegure su presencia a todos? Y también aquí –y con esto entramos en la segunda polaridad– la sensibilidad actual agudiza la dificultad.
L A « PART ICUL ARIDAD »
A partir de la Ilustración, tanto la exégesis crítica como un mejor conocimiento de las demás religiones han hecho ver que la revelación bíblica no constituye ese «caso aparte» que suponía la teología al uso: una palabra puramente divina, «dictada» por Dios a «su pueblo». La comparación de la tradición bíblica con las demás tradiciones religiosas –primero con las de sus vecinas en el Oriente Medio, y luego con las del resto de la humanidad– muestra que ni aquélla es tan «divina» que no deje ver con evidencia el esfuerzo y aun los fallos y heridas de la reflexión humana, ni las demás son tan «humanas» que no dejen apreciar la presencia viva y salvífica de lo Divino. En una palabra, hoy es un hecho obvio que la revelación bíblica no constituye una realidad tan aparte que la distinga totalmente de las demás religiones, ni que éstas deban esperar por ella para experimentar la presencia salvífica de Dios. ¿Donde queda entonces la pretensión de universalidad? Pero es curioso que también ahora sea la misma dificultad la que abre la vía de la solución. Si esta constatación supuso
COMO NECESIDAD HISTÓRIC A
1.2. No existe revelación aislada
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acaso la máxima crisis en la autocomprensión de la revelación bíblica, hasta el punto de que muchos pensaron que la había destruido5, puso al mismo tiempo las bases de una nueva solución. Porque ahora podemos ver mejor cómo la universalidad bíblica no tiene por qué significar el exclusivismo de un dios que para cultivar a un pueblo abandona a todos los demás. Se trata más bien del Dios que, mientras cultiva a uno, sigue cultivando igualmente a los demás: a cada uno según las posibilidades de su propia circunstancia. Y lo que pueda parecer cultivo «especial» no es en modo alguno un favoritismo excluyente, sino el único modo posible de realizarse en concreto esa relación viva y real. Dios no actúa en abstracto o «como si», sino en relación siempre única con un «tú» (individual o colectivo) al que conoce y llama por su nombre. Pero esto sucede siempre y con todos. Por eso cada «tú» puede sentirse –y, de hecho, se siente– elegido: «Te he llamado por tu nombre» (Is 45,4). Pero, justamente porque todos son «elegidos», no hay elección en sentido exclusivo. (De hecho, dado el peligro de no comprender bien esto y el barrido semántico que tal universalización implica, hoy lo mejor es renunciar a la categoría de elección. Tal renuncia puede parecer infidelidad a la letra bíblica, pero en realidad supone la máxima fidelidad a su espíritu). Al mismo tiempo se perfila con claridad una consecuencia, que más tarde habrá que elaborar con más detalle: si todos son llamados, y la llamada se realiza en la inevitable particularidad 5.
Piénsese en los grandes representantes de la Escuela Histórica de las Religiones, para muchos de los cuales la Biblia pasó a ser uno más entre los libros sagrados de las culturas mesopotámicas (cf. J. HEMPEL, «Religionsgeschichtliche Schule»: RGG 3 [1961] 991-994 y H. SCHLIER, «Religionsgeschichtliche Schule»: LfThK 8 [1963] 11841185). Más significativo aún es acaso el hecho contado por Semler en el prólogo a su refutación de Reimarus: el escándalo de la publicación por Lessing de los fragmentos de Acerca del propósito de Jesús y de sus discípulos, 1778, resultó tan grande que muchos estudiantes de teología se sintieron perdidos y buscaron otra profesión (cf. A. SCHWEITZER, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, Siebenstern, München/ Hamburg 1976, p. 67). Sobre todo esto, cf. A. TORRES QUEIRUGA, La revelación, caps. II-III, 57-116.
de cada uno, su acogida es siempre parcial y limitada. De suerte que toda acogida por un individuo o una religión particular está intrínsecamente abierta a ser completada por la aportación de las demás, así como a ofrecerles su propia aportación. La particularidad se revela entonces como un medio más del amor incondicional a todos. Tal es lo que trataremos de mostrar como el sentido profundo de la «elección».
L A « PART ICUL ARIDAD »
Esta panorámica del problema resulta tal vez demasiado amplia, y además, al adelantar el sentido de la solución buscada, va a forzar sin duda enojosas repeticiones. Pero ha parecido necesaria, por la decisiva importancia de lo que está en juego. En estas cuestiones se trata nada menos que de la coherencia misma de la reflexión. Estamos, en efecto, aludiendo a los presupuestos que de ordinario no se afrontan de modo expreso y que, por ello mismo, tienden a condicionar fatalmente todo el proceso. La razón está en que afectan a la cuestión del sentido, que, como muy bien ha visto la filosofía analítica, es previa a la de la verdad. Porque realmente, tanto desde el punto de vista antropológico –dado que se trata de lo más radical, la salvación del ser humano– como del teológico –puesto que están en juego la bondad y la sabiduría de Dios–, esas cuestiones resultan decisivas. Si, como generalmente se da por supuesto, Dios «pudiera» hacerlo todo más fácil, revelándose de modo directo y evidente a todos los hombres y mujeres, pero «no quisiera» hacerlo, difícilmente valdría la pena seguir discutiendo. En ese caso, dígase lo que se diga, la particularidad resultaría un privilegio arbitrario, y la historia de la revelación, con sus enormes costos, dificultades y contradicciones, no podría ya resultar creíble. Y lo mismo vale del otro aspecto: si la plenitud de la revelación bíblica se hubiese comprado al precio de abandonar al resto de la humanidad, su ofrecimiento ulterior estaría ya radicalmente viciado y sería inaceptable. Todas las explicaciones posibles, todas las razones de «conveniencia», llegarían ya de-
COMO NECESIDAD HISTÓRIC A
1.3. Está en juego el sentido mismo de la revelación
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masiado tarde, pues chocarían con la sospecha elemental de un previo e inaceptable desinterés de fondo. Porque donde está en juego lo último –la salvación del hombre y el amor de Dios– no puede haber razones penúltimas que expliquen la falta de un compromiso sin reservas. Insisto en este aspecto porque, incluso en las posturas más avanzadas, aún quedan restos de un voluntarismo divino que convierte la particularidad en algo querido por Dios, dando por supuesto que podría no haberla querido y que, por tanto, la revelación habría podido ser desde el principio clara, plena y para todos. Puede «justificarse» –y a ello tiende de algún modo la teología evangélica– desde una interpretación acaso demasiado actualista de que la fe es obra de Dios: «La tolerancia que debe ser promovida desde la fe cristiana se basa en la idea de que sólo Dios puede crear la fe y que, por lo mismo, la fe del otro (lo mismo que la propia) está sustraída al influjo de la acción humana»6. O simplemente para insistir en la riqueza y, sobre todo, en la indisponibilidad de la revelación7. Seguramente la intención es correcta, pero ese modo de hablar o de razonar induce inevitablemente el peligro indicado. (En el fondo, se trata de otro rostro del problema del mal: si fuese posible evitarlo, y Dios «no quisiera», el dilema de Epicuro resultaría invencible. En varios trabajos he tratado de mostrar que una comprensión coherente no puede pasar por la negación ni de la omnipotencia ni de la bondad divinas. Sólo el carácter intrínsecamente inevitable del mal –para el caso: de 6. 7.
C. SCHWÖBEL, «Pluralismus II»: TRE (Studienausgabe) 26, 732. Este motivo es, por ejemplo, constante en C. DUQUOC: cf., v. gr., «El Espíritu desvela de manera original la dinámica de nuestra historia, asegura que Dios esté presente en ella sin estar a nuestra disposición y mantiene los fragmentos al margen de lazos claros con la totalidad imaginada. El Espíritu desvela, no revela sin ocultamiento. Indica que el presente está habitado por Dios, pero se guarda de poner a Dios a nuestra disposición, como si fuera una posesión que pudiéramos utilizar a nuestro antojo» (El único Cristo. La sinfonía diferida, Sal Terrae, Santander 2005, 220). Cf. otras referencias en M. AEBISCHER-CRETTOL, Vers un oecuménisme interreligieux. Jalons pour une théologie chrétienne du pluralisme religieux, Paris 2001, 645-649: «Le pluralisme religieux, dessein de Dieu?».
9.
Cf., entre otros, A. TORRES QUEIRUGA, «Mal», en Conceptos Fundamentales del Cristianismo, Madrid 1993, 753-761; «Replanteamiento actual de la teodicea: Secularización del mal, “Ponerología”, “Pisteodicea”», en (M. Fraijó – J. Masiá [eds.]) Cristianismo e Ilustración, Madrid 1995, 241-292; Del Terror de Isaac al Abbá de Jesús. Hacia una nueva imagen de Dios, verbo Divino, Estella 2000, 165-246. Cf. C. DUQUOC, «Monoteísmo e ideología unitaria»: Concilium 197 (1985) 79-83; remite a G. MOREL, Questions d’homme, 3 vols., Paris 1977. Personalmente, en La revelación, 316, n. 316, explico mi relación con la obra de Morel y cómo me parece que, desde la concepción que intento exponer, sus mismos presupuestos, lejos de alejar del cristianismo, permiten comprenderlo mucho mejor. Creo que lo mismo podría afirmarse de la postura de J. Hick. En este sentido, aunque estoy de acuerdo con J. GÓMEZ CAFFARENA en que el libro An Interpretation of Religion (London 1989) es «una dignísima culminación de una vida dedicada a la filosofía de la religión» («Filosofía de la Religión. Invitación a una tarea»: Isegoría 1 [1990] 130, n.3), no creo que en punto tan crucial fuese la única posible desde sus mismos presupuestos.
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8.
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la particularidad– en la finitud histórica, y no cualquier tipo de finalidad –pudiendo haberlo evitado, el mal lo manda o lo consiente Dios para...–, permite una salida crítica)8. Se comprende fácilmente que esto no es una sutileza teórica, sino un hecho de trascendencia vital. Por lo demás, consecuencias muy graves lo demuestran. Ya la Ilustración, enfrentada a este problema, había intentado desvincular a Dios de una revelación histórica particular. Y en nuestros días, nada menos que un pensador tan fino como Georges Morel llegó a abandonar por esta cuestión no sólo la Compañía de Jesús, sino el propio cristianismo: creyó que sólo así se podía asegurar la «gratuidad de la relación con Dios», el cual «está cerca de todos y no se implica en la historia, porque implicarse equivale a elegir, y elegir equivale a excluir»; el Dios particularizado en una elección histórica, «para amar a Jacob, tiene que odiar a Esaú» (Mal 1,2-3)9. Y no es difícil observar que la fuerte radicalización de un teólogo tan significativo en este punto como John Hick va dirigida en gran parte a evitar este escollo. Aunque, curiosamente, como todavía analizaré con más detalle, él mismo no acaba de ser consecuente en este punto, pues su concepción del plu-
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ralismo le obliga a considerar como reveladas únicamente las religiones post-axiales. Reintroduce así un particularismo que, contra su intención, amenaza con convertirse en un gigantesco «favoritismo» divino respecto de la historia. 1.4. Orientación general de la respuesta
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Con lo cual quedan enunciados los dos grandes polos sobre los que va a girar nuestra respuesta. Sólo ellos permiten, a mi parecer, una comprensión coherente con la globalidad de la experiencia reveladora:
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1) La particularidad de la revelación cristiana no es una alternativa «escogida» por Dios, sino una necesidad impuesta por el hecho inevitable de que la revelación tiene que hacerse en la historia. Dicho en positivo: Dios se revela sin reservas y a todos, con toda la fuerza de su amor, de su sabiduría y de su poder; los límites de la revelación no son «queridos» por Él, sino «impuestos» por la insuperable finitud de la captación humana. Se trata de una inconmensurabilidad estructural –entre lo infinito y lo finito– que explica las limitaciones concretas, ya sea que nazcan de límites involuntarios (como la etapa histórica o la circunstancia cultural) o de resistencias voluntarias (como la ceguera o la deformación culpables). 2) La culminación histórica del proceso revelador, concebida como plenitud insuperable, no podía darse más que en un punto concreto. Ése es el significado del misterio teándrico de la persona de Cristo y su necesaria unicidad; por eso su captación es ya simultáneamente confesión de fe. Pero esa plenitud está intrínsecamente destinada a todos: por eso el Cristo no es «posesión» de los cristianos, sino oferta a todos como posible culminación de la fe que ellos ya tienen desde su propia historia. Tal es el fondo de razón del «inclusivismo» y constituye la base justa para el encuentro «pluralista» de las religiones, en cuanto visto desde el cristianismo.
10. La pensée européenne au XVIIIe siècle; uso la trad. portuguesa: O pensamento europeu no século XVIII, Lisboa 1983, 55-56 (Todo el capítulo se titula, significativamente, «El Dios de los cristianos sometido a juicio»).
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Paul Hazard cuenta una curiosa anécdota que muestra muy claramente la extrañeza de la racionalidad ilustrada ante la aparente reserva y aun cicatería de Dios en revelársenos con claridad. En una reunión de salón, el geógrafo y matemático francés La Condamine propuso a un grupo de amigos un difícil enigma. Para admiración general, todos adivinaron la solución al momento: él mismo la había escrito con grandes letras en el reverso bien visible de la hoja en la que leía... La moraleja era clara y directa: ¿por qué Dios no había hecho lo mismo con nosotros?10. Ya queda indicado que, aunque sea sin tan confesado racionalismo, ese presupuesto sigue operando con demasiada fuerza en el imaginario colectivo, afectando no sólo a la mentalidad vulgar, sino también a la reflexión teológica. Y, sin embargo, no es difícil comprender su absurdo. Formulémoslo abruptamente: pensar que la revelación divina pudiera darse con perfecta claridad y para todos los hombres desde el comienzo, equivale a pensar –sin advertirlo– un sinsentido. Significa, en efecto, ser víctimas de un espejismo imaginativo que concibe acrítica y abstractamente la omnipotencia del actuar divino, sin tener en cuenta los límites que impone su realización en la cerrada limitación de la creatura. En el fondo, equivale a imaginar el «círculo cuadrado» de la captación perfecta de lo infinito en la estrechez de la subjetividad finita. El falso encanto se deshace en cuanto se examina con atención crítica. Mucho más todavía si se atiende a la racionalidad íntima de la experiencia reveladora de la Biblia. El Dios que en ella se descubre es un Dios de amor, siempre dispuesto a la ayuda total; un Dios que en su manifestación definitiva aparece como no escatimando siquiera la vida de su Hijo (Rm 8,32)
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2. El (supuesto) silencio de Dios: Cur tam sero?
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con tal de salvar al hombre. Es obvio que, en lo que de Él depende, un Dios así también se revelará a todos sin reservas. El límite, si aparece, es porque no puede ser evitado y viene de otro lugar: de la incapacidad de la creatura para captar con más claridad su revelación. Bien mirado, ésa es, por lo demás, la estructura general de toda la experiencia bíblica, que más tarde expresará tan magníficamente san Juan de la Cruz: «porque en darnos como nos dio a su hijo, que es una Palabra suya –que no tiene otra–, todo nos lo habló junto y de una sola vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar»11. No puede extrañar, por tanto, que esta intuición aparezca ya en la teología cristiana más primigenia, y justamente en conexión con nuestro tema, a pesar de que, como sabemos, entonces se presentaba con mucha menos agudeza. El escándalo de la particularidad se manifestaba, lógicamente, no tanto en el espacio abarcable de la ecumene cuanto en la profundidad del tiempo (más perceptible, a pesar de lo corta que era desde nuestra perspectiva actual). La pregunta que se hacía como objeción a los cristianos era: «¿dónde estaban en los siglos anteriores los cuidados de una tan grande providencia?»12. Se trata de la famosa cuestión del cur tam sero? («¿por qué tan tarde?»). Lo curioso es que la reflexión teológica logró ya entonces señalar la causa profunda y verdadera: no era posible de otro modo, dada la imperfección y finitud de la creatura. San Ireneo lo dijo con palabras insuperables: «Si alguno de vosotros pregunta: ¿no podía Dios desde el principio hacer al hombre perfecto?, sepa que Dios ciertamente es todopoderoso, pero que es imposible que la creatura, por el hecho de ser creatura, no sea muy imperfecta. Dios la conducirá por grados a la perfección, como una madre que debe primero amamantar a su hijo recién naci-
11. La subida al Monte Carmelo, l.2, c. 22, n. 3 (Vida y obras de san Juan de la Cruz, Madrid 19604, p. 522). 12. Así razonaban Celso, Porfirio, Símaco y Juliano el Apóstata. Ver las referencias en H. DE LUBAC, «Predestinación de la Iglesia», en Catolicismo. Los aspectos sociales del dogma, Barcelona 1963, 177-178. Este trabajo (177-203) es una excelente síntesis.
«La creación de un ser divinizable implica ciertas condiciones metafísicas que no son cualesquiera. El hombre no puede, inmediatamente, ser creado perfecto y acabado. Debe poder, no sólo ratificar su propia creación, sino también consentir a su propia génesis y al destino que le es propuesto»15.
13. Adv. Haer. 4,38 (PG 7, 1.105-1.109). 14. Loc. cit., 178-195. 15. Así resume C. Tresmontant el sentido de la discusión: M. BLONDEL – L. LABERTHONNIÈRE, Correspondance philosophique, Paris 1961, p. 346; cf. 346-347. 372. 375-376. Cf. también C. TRESMONTANT, La métaphysique du christianisme et la naissance de la philosophie, Paris 1961, pp. 650ss.
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Por otra parte, Ireneo no era en absoluto original: se apoyaba en la idea paulina de la «economía de la gracia de Dios» (Ef 3,1). Y no estuvo solo: hay toda una línea que atraviesa la patrística y que será abundantemente recogida por los grandes teólogos de la Edad Media. Henri de Lubac, que la descubre, la describe así: «todo es posible para Dios, pero la congénita debilidad de la creatura impone un límite a la recepción de sus dones»14. Con todo, es lástima que esta intuición no haya empapado con más eficacia el discurso teológico. Se insinúa, sin embargo, y de modo creciente, sobre todo bajo el prisma de la imposibilidad de la creación de un hombre o ser finito ya perfecto. Resulta significativo que haya reaparecido en el período modernista, con expresa referencia a la tradición patrística, sobre todo en la correspondencia entre Maurice Blondel y Lucien Laberthonnière:
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do y le va dando, a medida que crece, el alimento que necesita... Sólo quien no ha sido producido es también perfecto, y ése es Dios. Fue necesario que el hombre fuese creado, después creciese, se hiciese adulto, se multiplicase, adquiriese fuerzas, y después llegase a la gloria y viese a su Maestro... Más insensatos que los animales, reprochan a Dios que no los hiciese dioses desde el principio»13.
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Cabe afirmar que en la teología actual –apoyada sin duda por una más aguda conciencia filosófica de la historicidad de la existencia humana16– la idea está penetrando cada vez con más intensidad. Hans Urs von Balthasar la subrayó, apoyándose en De Lubac17. Las referencias podrían multiplicarse, tanto respecto de la revelación en general18 como en referencia inmediata al problema del encuentro entre las religiones: la aduce explícitamente el mismo John Hick19. Hay que observar, sin embargo, que casi siempre se conserva todavía un sesgo voluntarístico. En efecto, siguen dando por supuesto que Dios «podría» revelarse plenamente al hombre histórico, pero «no quiere», porque ello anularía la libertad humana. Lo que de ese modo se trata de decir acaso sea justo20, pero pone todas las bazas para seguir alimentando el fan-
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16. Hegel aludía ya a un «argumento de dos mil años»; cf. aclaraciones y referencias en W. JAESCHKE, Die Vernunft in der Religion. Studien zur Grundlegung der Religionsphilosophie Hegels, Stuttgart/Bad Cannstatt 1986, p. 207 y 291. J.P. SARTRE subraya muy bien la necesidad del crecimiento a partir de la radical y constitutiva historicidad de la libertad: cf. L’être et le néant, Paris 1943, principalmente IV Parte, c. I, 508-642. 17. Cf. Theodramatik II/1, Einsiedeln 1976, 195-201. 18. Cf., por ejemplo, J. MONSERRAT, Existencia, mundanidad, cristianismo, Madrid 1974, 452-454; y M. GELABERT BALLESTER, Experiencia humana y comunicación de la fe, Madrid 1983, 113-118. 19. God Has Many Names, Philadelphia 1980, 50. 20. La dificultad se remonta a Kant y ha sido retomada por K. Jaspers: «Yo mismo no puedo pensar de otra manera que Kant: si la revelación fuera “real” [comprobable empíricamente: A.T.Q.], ello sería el infortunio para la libertad concedida a los hombres» (La fe filosófica ante la revelación, Madrid 1968, 23-24). Véase cómo lo expresa hoy J. Hick: «We can imagine [obsérvese el verbo] finite personal beings created in the immediate presence of God, so that in being conscious of that which is other than themselves they are authomatically and unavoidably conscious of God. (...) But how, in that situation, could they have any genuine freedom in relation to their creator?» (God Has Many Names). Cf. en La revelación, 321322, las referencias que hago a otros autores y un razonamiento algo más detallado. Prescindo aquí de analizar el caso distinto de la plenitud en la gloria, puesto que ésta supone necesariamente la historia previa: cf. las consideraciones que hacemos al respecto en Creo en Dios Padre, Santander 1986, 145-149.
tasma imaginativo de que, en definitiva, las cosas son así de difíciles porque Dios así lo quiere. Resulta indispensable tomar en serio la consecuencia, una vez reconocido el principio: se trata de una imposibilidad estricta. Tanto atendiendo a la plenitud de Dios –que quedaría negada en la infinitud de su misterio al poder ser captable de manera perfecta por un ser histórico finito («si lo comprendes, no es Dios», decía san Agustín)21– como mirando al hombre –que quedaría negado en su esencia de libertad finita, la cual, por serlo, necesita realizarse en el trabajo y la maduración del tiempo. En todo caso, lo significativo para nuestro propósito es el consenso de fondo: el reconocimiento de la particularidad de la revelación cristiana como una necesidad histórica. Ahora conviene ya dar un segundo paso: ver su significado en relación con la revelación en las otras religiones.
3.1. No existe un «favoritismo» divino La misma formulación explícita del prejuicio basta para ver su enormidad. De lo anterior y de toda la experiencia bíblica se sigue la evidencia contraria: es claro que, urgido por su amor
21. «Si enim comprehendis, non est Deus» (Sermo 117, 3,5: PL 38, 663):
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También aquí la imaginación puede jugar malas pasadas: en muchos casos, aun cuando en teoría se haya aceptado que Dios está real y salvíficamente presente a todos, sigue operando, de manera subterránea pero eficaz, el prejuicio de que sólo se ha revelado en la tradición bíblica. La «elección» de unos sería abandono de los demás; en el mejor de los casos, a la espera de que los elegidos vayan más tarde a instruir a los otros. Para mayor claridad en punto tan delicado, distinguiré tres pasos en la reflexión.
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3. La (supuesta) «elección» de Dios: Cur tam cito?
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libre y generoso, el Dios que «quiere que todas las personas se salven» busca por todos los medios hacerse sentir lo más rápida e intensamente posible por todos los hombres y mujeres desde la creación del mundo. No descuida a nadie ni hay en él «acepción de personas» (cf. Rm 2,11; Ef 6,9; Col 3,25; 1 Pe 1,17). Lo que sucede es que cada tradición lo recibe a su manera y según la limitada medida de sus capacidades; pero a ninguna descuida, en todas está presente, y de todas se vale para ayudar a las demás. Sintetizando imaginativamente: es como si Dios, el fondo luminoso del ser, estuviese presionando continuamente la conciencia de la humanidad para emerger en ella, haciendo sentir su presencia (su revelación)22. Allí donde se ofrece un resquicio, allí donde una conciencia cede libremente a su presión amorosa, allí concentra su afán, aviva con cuidado la lumbre que empieza a nacer y continúa apoyándolo con todos los medios de su gracia. Y desde ese punto procura extender para los demás el nuevo descubrimiento, conjuntando en ellos la presión interna de siempre y el ofrecimiento externo que les llega desde la historia. Se comprende que la «elección» –y piénsese que todas las religiones se consideran de algún modo «elegidas»– no puede interpretarse fuera de este contexto. Significa el modo concreto en que Dios se relaciona con una tradición determinada. Ese modo no viene dado por un escoger arbitrario, sino por las condiciones reales que lo hacen posible. Y lo que en él se consigue de nuevo y peculiar está destinado a todos. Es, pues, una vivencia real y plenificante, pues Dios no actúa en la pura apariencia de un «como si»; pero no es «favoritismo», pues su destinación es intrínsecamente universal. 22. Es significativo que J. HICK acuda también a esta misma imagen: «Let us then think of the Eternal One as pressing in upon the human spirit, seeking to be known and responded to by man’s free responses to create the human animal into (in our Judeo-Christian language) a child of God, or towards a perfect humanity» (God, p. 48). Dado que la primera edición de esta obra es de 1980, la primacía de la metáfora le corresponde; pero lo que importa es la coincidencia de las preocupaciones a pesar de la posible diferencia en las teorías.
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Resulta indudable que serían necesarias muchas precisiones en un tema tan fundamental. Para no alargarnos, intentemos aclararlo con un ejemplo. Imagínese a un profesor que está intentando hacer comprender a sus alumnos una difícil teoría. Se dirige a todos con el mismo interés e idéntico amor, pues por todos quiere ser comprendido. Pero cuando, en su empeño, ve asomar en los ojos de algún alumno el brillo de la comprensión, es seguro que –sin abandonar la enseñanza de los demás– tratará de apoyarlo e impulsarlo hacia el fondo del problema, en la justa medida de su capacidad. Hay libertad por parte del profesor, pues de nada se enteraría el alumno si el profesor no se decidiese a explicar. Y puede haber apariencia de «elección», pues la comprensión del alumno y, por consiguiente, la relación con el profesor se intensifica y profundiza. Pero si se trata de un buen pedagogo, eso no significará «favoritismo» alguno, sino que, por el contrario, el profesor buscará que con la ayuda de ese alumno la clase entera acceda lo más rápidamente posible a idéntica comprensión. Lejos de perder, la clase ha salido ganando. (Aparte de que, en el intercambio, también ese alumno aprenderá de los demás, pues nadie comprende todo y en todos los aspectos mejor que los demás). (Para insistir todavía en este punto decisivo, permítaseme una anécdota personal. Durante un congreso en Roma, conversando con un ilustre teólogo judío, salió a relucir el tema de la elección, y él mismo puso el ejemplo del alumno. Como justamente en aquellos días había recibo yo la traducción alemana de mi libro sobre la revelación, le dije que precisamente ése era el ejemplo que yo había puesto tal como acabo de reproducirlo. Entonces se lo di a leer. Pero, en cuanto comenzó la lectura, exclamó: «No, no es eso; lo que yo digo es que, al entrar en la clase, el profesor, por propia iniciativa, escoge de antemano a un alumno». Se comprende que en ese momento terminó nuestro diálogo). Continuando con la reflexión, retiremos lo que en un profesor humano pueda haber de parcialidad; advirtamos, sobre todo, que la sensibilidad para lo divino no coincide necesariamente con las dotes de los «sabios y prudentes» del mundo
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(Mt 11,25)23; añadamos que tanto el ser del alumno como la capacidad misma de comprender son en este caso don del Revelador divino, que ama con idéntico amor a todos los demás, y tendremos un «modelo» sugerente para comprender el misterio de esa relación particular que se ha tematizado como «elección» divina. Y tal vez ahora se comprenda mejor lo dicho antes: que, dadas sus connotaciones difícilísimamente evitables, lo mejor es renunciar a esa categoría.
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3.2. La misión particular como «estrategia» del amor universal
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Hagamos la aplicación a la tradición bíblica. La «elección» de Israel responde perfectamente a este esquema. No se trata de que Dios «empiece» su manifestación con la historia bíblica. Sucede, más bien, que en el seno de su manifestación a la humanidad –y más en concreto a la específica humanidad que a partir de la revolución neolítica vivencia esa manifestación en las religiones del Oriente Medio– un grupo determinado va a iniciar un tipo peculiar de experiencia. Una peculiaridad que vino determinada por diversas circunstancias, entre las cuales la experiencia de la salida de Egipto, la ubicación en un lugar de cruce de religiones y culturas y, sobre todo –¿como consecuencia?–, el estilo ético, personal e histórico en que fue configurándose su relación con Dios24 desempeñaron un papel determinante. De ahí nació su modo específico de captar la común «presión» religiosa de Dios sobre la conciencia de la humanidad25. No se trata de que todo haya sido aquí único y exclusivo, ni siempre más pleno y mejor. De hecho, para determinados
23. El no tener en cuenta esta observación y todo el contexto en que se mueve mi reflexión, ha hecho que me sienta mal interpretado por mi amigo M. FRAIJÓ, Fragmentos de esperanza, Verbo Divino, Estella 1992, 224. 24. Tema, obviamente, difícil: véanse las referencias que ofrezco en La revelación, 328-329. 25. Léase la sugerente presentación del proceso bíblico que en este sentido hace A. KOLPING, Fundamentaltheologie. II: Die konkretgeschichtliche Offenbarung Gottes, Münster 1974, 16-210.
26. Véase la sugerente clasificación que hace H. Küng (Christentum und Chinesische Religion, München/Zürich 1988, 11-19) de las tres grandes corrientes religiosas en la humanidad actual: abrahámica, india y china.
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aspectos –como la tolerancia con los demás y la transparencia cósmica de lo Absoluto, en las religiones de la India; o la sabiduría de la vida, en la religión china26– la tradición bíblica no se muestra especialmente receptiva. Pero la autointerpretación cristiana cree que, en conjunto, a través ese grupo se ha abierto un tipo de experiencia en el que –digámoslo a nuestra manera– Dios encontró, de hecho, la posibilidad de ir potenciando un camino hacia la manifestación alcanzada en Cristo. Pero ahora ya comprendemos que ese hecho no ha robado nada a los demás, pues Dios entretanto ha ido apoyando con igual amor y dedicación a las demás religiones, en el modo específico en que lo hacían posible sus respectivas circunstancias históricas, religiosas y culturales. Al mismo tiempo, se ve muy bien que lo así logrado puede ser ofrecido a las demás religiones, igual que éstas –que, como muestra la actual crítica bíblica, ya habían colaborado con ella en temas fundamentales– pueden ofrecerle a ella sus logros específicos. En concreto, para situarnos en nuestro problema y prescindiendo por el momento de su mayor o menor excelencia, se hace inteligible que aquello que la tradición bíblica ha logrado a través de su culminación en Cristo puede ser puesto ahora a disposición de todos. De hecho, históricamente resulta llamativo que lo alcanzado en la tradición del Primer Testamento, hasta entonces muy recluido en un particularismo nacionalista, es entregado entonces a toda la humanidad en el universalismo cristiano. A la iglesia primitiva le costó comprenderlo, pero la dinámica interna era imparable. Un mínimo realismo histórico muestra que, sin mermar en un ápice todo lo en ellas justamente adquirido, ahora las otras religiones pueden además recibir una aportación a la que no habrían llegado por evolución interna. Y, repito, aquí estoy hablando de la autocomprensión cristiana; pero en su aspecto estructural lo que decimos del cristianismo puede ser
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dicho igualmente desde la autocomprensión de cualquier religión. Ése y sólo ése –no cualquier tipo de imposición más o menos imperialista– es el sentido auténtico de la misión. Vista así, la particularidad histórica, a primera vista tan escandalosa, está lejos de significar un favoritismo arbitrario. Y la misión se muestra como el único recurso posible para universalizar la revelación, ofreciendo a todos lo adquirido en un punto concreto. Desde el punto de vista de Dios –si se nos permite hablar así– constituye una auténtica «estrategia del amor» para llegar cuanto antes y del mejor modo al mayor número posible de hombres y mujeres.
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3.3. La prisa del amor
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La idea aludida en el título de este apartado puede ilustrarlo y confirmarlo. Los antiguos pudieron preguntarse «¿por qué tan tarde?». Pero la autocomprensión cristiana –y no me canso de insistir que de ella hablo ahora– puede hacerse, y se ha hecho, también la pregunta contraria: cur tam cito? («¿por qué tan pronto?»). En efecto, mirando el lento proceso de la historia humana y la inmensidad del horizonte que se abría ante ella, ¿cómo fue posible esa inaudita «aceleración del tiempo» –obsérvese: un motivo bíblico– que hizo del punto cero de nuestra era la culminación definitiva que, según creemos, aconteció en la revelación en Cristo? Aún hoy está la humanidad en trance de unificación cultural y humanización verdadera: ¿cómo es posible pensar que los tiempos estuvieran «maduros» –otro motivo bíblico– hace ya más de veinte siglos? Hans Urs von Balthasar detecta, con aprobación, este motivo en W. Solowjew y lo expresa así: «Si los Padres de la Iglesia tuvieron que responder a la pregunta de por qué Cristo llegó tan tarde al final de los tiempos, Solowjew tiene que hacerlo a la pregunta contraria de por qué llegó tan pronto»27.
27. Herrlichkeit. II/2 Laikale Style, Einsiedeln 19692, p. 692; cf, 681-693.
28. Tampoco en este punto me parece correcta la interpretación que de mi pensamiento hace M. FRAIJÓ, op. cit., ibid. 29. Sobre todo, al hablar del tránsito a «la religión consumada» en sus Lecciones sobre Filosofía de la Religión, nueva ed. de W. Jaeschke, trad. cast. de R. Ferrara, vol. II-III, Madrid 1987, principalmente 44-67. 30. Las edades del mundo : textos de 1811 a 1815, Madrid 2002. 31. El fenómeno humano, Madrid 1963, 349-357 32. «Implicaciones de la palabra», en Verbum Caro, Madrid 1984, 88-93. U. MANN (Das Christentum als absolute Religion, principalmente 9-46. 169-88), acudiendo bastante a la noción de «tiempo eje» (muy ampliada en el tiempo respecto de la de Jaspers), hace también sugerentes consideraciones.
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Ciertamente, este tipo de consideraciones corre siempre el riesgo de escapar al sentido controlable. Pero, mirando al fondo de la experiencia y siendo muy conscientes de que se trata de una consideración a posteriori sobre lo de hecho históricamente acontecido, no resulta tan artificial para la reflexión creyente el pensar que la revelación definitiva en Cristo se produjo en un tiempo en que se daba el mínimo de condiciones de posibilidad para su inserción definitiva en la historia universal28. En esa dirección apuntaban ya las consideraciones de Hegel29 y de Schelling30, así como, más tarde, las de Teilhard de Chardin31 y von Balthasar32. En cualquier caso, tómese esta idea en la justa medida de su intención fundante: la de subrayar la infinita generosidad del amor de un Dios que «es amor» y que «está trabajando desde siempre» (Jn 5, 17).
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