DESPEDIDAS ELEGANTES

March 7, 2020 | Author: Anonymous | Category: Reencarnación, Karma, Muerte, zen, Alma
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RELATOS DE LA MUERTE DE MAESTROS ZEN, TIBETANOS E HINDÚES

Compilado por Sushila Blackman

La Liebre de Marzo

Título original Graceful exits: how great beings die Primera edición Junio 2003 © 1997 Joseph K. Blackman © 2003 para la edición en castellano La Liebre de Marzo, S.L. © De la traducción Fernando Pardo Diseño gráfico Mauro Bianco Imagen portada Mario R. Barbero Impresión y encuadernación Torres & Associats, S.L. Impreso en España Depósito Legal B-35177-2003 ISBN 84-87403-67-0 La Liebre de Marzo, S.L. Apartado de Correos 2215 E-08080 Barcelona Fax. 93 449 80 70 [email protected] www.liebremarzo.com

Contenido 



Introducción 7

Despedidas elegantes 27

Postfacio 145

Maestros y fuentes 152

Créditos de fotos 161

A Bhagawan Nityananda, Baba Muktananda y Gurumayi Chidvilasananda, la viva encarnación del linaje Siddha.

INTRODUCCIÓN

En el maravilloso poema épico indio, el Mahabharata, se le pregunta al sabio Yudhisthira: «¿De todos los hechos de la vida, cuál es el más sorprendente?» Yudhisthira responde: «Que un hombre, viendo cómo los otros mueren a su alrededor, nunca piense que él va a morir.»





Dos mil años después, las personas siguen eludiendo la realidad de su propia muerte. En un reciente artículo del New York Times, el doctor Jack B. Weissman, especialista en enfermedades contagiosas, señalaba: «Lo que me sorprende de nuestro sistema es que la mayoría de la gente teme más cómo morirá que el hecho mismo de que morirá.» Cuando pensamos en el hecho de morir, a menudo nos preocupamos más por cómo eludir el dolor y el sufrimiento que puedan acompañar nuestra muerte que por hacer frente realmente al significado de la muerte y al modo de acercarnos a ella. Necesitamos modelos, gente que nos enseñe a emprender de un modo elegante el acto de abandonar este mundo, así como a situar la muerte en su propio contexto. Para ello, es natural dirigirse a quienes son los más expertos en afrontar la muerte (y la vida): los maestros espirituales.

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El budismo tibetano, el budismo zen y las tradiciones hindúes o yóguicas que constituyen el núcleo de este libro están profundamente vinculadas entre sí. Uno de sus vínculos es la importancia extraordinaria que dan al acto de morir. Para comprender el porqué, necesitamos ir más allá de los principios del karma y de la reencarnación, que en Oriente han estado intrínsecamente entrelazadas en el tejido de la vida desde la antigüedad. Karma y renacimiento Según la ley del karma, todos los seres experimentan las consecuencias de sus actos, tanto mentales como físicos. La miríada de deseos y miedos de cada vida nos impele a regresar a la vida terrena para experimentar los frutos de nuestros actos anteriores, ya sean dulces o amargos. Del mismo modo que llevamos las impresiones desde nuestra vida despierta a nuestros sueños, las impresiones residuales de nuestros actos en esta vida nos acompañarán en la próxima. El tipo de vida al que regresamos está determinado, en gran parte, por el modo en que vivimos nuestra vida presente. Los maestros orientales mantienen que para vivir rectamente, por no hablar de morir bien, debemos actuar sin ningún apego personal a nuestras acciones. Para liberarnos del miedo a la muerte y de la seguridad del renacimiento, debemos actuar sin deseo, sin un programa personal y sin apego a los resultados. Los hindúes sostienen que hasta que el alma individual (jiva) se una con el Absoluto, el Ser de todas las cosas, continúa renaciendo. Buda también aceptaba el punto de vista tradicional indio según el cual los humanos están atrapados en un ciclo infinito de vidas, conocido como samsara, caracterizado por dukka o sufrimiento. Según dichas enseñanzas, no existe una huida fácil a este

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destino, puesto que nuestro karma –las consecuencias de nuestros actos– sobrevive a la muerte del cuerpo para condicionar una existencia física nueva. Buda no enseñaba que el individuo es el que renace; insistía en que todas las cosas están sujetas a la ley de la mutabilidad o transitoriedad (conocida en el budismo como anicca) y que no existe algo así como una identidad personal o alma. Se trata de una doctrina conocida como anatta o «no-ser.» Sin embargo, el karma –que puede entenderse como un paquete de energía que contiene tanto cargas positivas como negativas– es transferible de una vida a la siguiente. La creencia en la reencarnación y el ciclo del renacimiento no pertenece sólo a los budistas e hinduistas. Por ejemplo, un fragmento de un antiguo texto hermético egipcio afirma que «el alma pasa de forma a forma y las mansiones de sus peregrinaciones son múltiples.» Existe por lo menos un pasaje en la Biblia que sugiere que Jesús podría haber creído en la reencarnación. En Mateo 17:13, Cristo revela su forma divina a sus tres discípulos más cercanos, y luego les dice que su precursor, Juan el Bautista, es en realidad una reencarnación del profeta Elías. Orígenes, un destacado patriarca de la iglesia cristiana temprana, describe el renacimiento en su De Principiis: El alma no tiene ni principio ni fin… Cada alma llega a este mundo reforzada por las victorias o debilitada por las derrotas de su vida anterior. Su lugar en este mundo, a modo de vasija para el honor o la deshonra, está determinado por sus anteriores méritos.

Por lo tanto, los primeros cristianos, al igual que su maestro, parecen haber aceptado la reencarnación, pero el concepto se vio

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suprimido por el Concilio de Constantinopla de Justiniano, en el año 538 d.C. En la tradición mística judía de la Edad Media, la noción de un alma preexistente evolucionó a lo largo del tiempo en la idea de reencarnación. Según David Chidester, en su libro Patterns of Transcendence, el concepto cabalístico de gilgul (metempsicosis) poseía el significado de un proceso en el que el alma renacía constantemente hasta que –mediante la meditación, la oración y la observancia ritual consciente– se purificaba de todo pecado y, finalmente, revivía en Dios. Acontecimientos documentados recientemente también apuntan hacia la autenticidad de la reencarnación: niños que regresan a ciudades en las que vivían en vidas anteriores e identifican a miembros de la familia; la selección de tulkus (lamas reencarnados) a partir de una lista escrita de atributos dejada por la anterior reencarnación; y las experiencias espontáneas de regresión a vidas pasadas de muchos pacientes bajo hipnosis a cargo de médicos, como las que el Dr. Brian Weiss explica en su libro Many Lives, Many Masters. Dichos datos están erosionando las objeciones de los escépticos más contumaces, llevándonos a modificar nuestra comprensión de quiénes somos. Como Stephen Levine expresa de un modo tan maravilloso en su libro Who Dies?, ha llegado el momento de percibirnos «como seres espirituales con experiencias físicas más que como seres físicos con experiencias espirituales.» Éste es el modo en que los grandes seres se perciben a sí mismos y el modo en que, para nuestra gran suerte, nos perciben también a nosotros. La cúspide de la vida humana Si hay algo que prosigue en otra vida ¿cuál es su naturaleza? Los maestros se refieren a este «algo» mediante distintos nombres.

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Los practicantes budistas lo han llamado «substrato psicoespiritual» o «un río de existencia-energía,» mientras que los hindúes o seguidores del yoga lo conocen como atman o alma. Sin embargo, coinciden en un punto crucial: que la meta de la vida de cada mujer y cada hombre es la liberación, sin dejar ningún tipo de impresión residual. La liberación del ciclo del nacimiento y de la muerte puede parecernos un concepto algo abstruso que no nos toca de inmediato. Pero, en realidad, evadirse del nacimiento y de la muerte es el objetivo final de la vida humana. En el zen se le conoce como el problema supremo, el más acuciante de los problemas. La cúspide de la vida humana es morir y no renacer. A este fin tan sublime y notable se le conoce como autorealización, liberación final o nirvana (un termino que sugiere la extinción del fuego de las pasiones). Y, en lo que a veces se conoce como el secreto mejor guardado de Oriente, aprendemos que no tenemos que esperar hasta morir para alcanzar esta meta final. Es posible romper ahora ciclo del nacimiento y de la muerte. El nirvana, o autorealización, puede ser alcanzado en el término de esta vida. Cuando al filósofo taoísta Chuang-tzu se le preguntó por qué el Maestro Wang Tai era tan extraordinario, contestó: «La vida y la muerte son reverenciadas como grandes momentos de cambio, pero para él no son cambios. El cielo y la tierra pueden quebrarse y colapsarse a su alrededor, pero él permanecerá impertérrito. Su mente es pura e intachable, por lo que no comparte el mismo destino que las cosas que le rodean.» Cuando alguien conoce su verdadera naturaleza, la muerte del cuerpo físico se torna algo sin importancia; la muerte deja de ser real. Los maestros nos aseguran que este proceso de auto-realización o nirvana no constituye una aniquilación ni algo a lo que haya que temer.

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Comparan la fase final a la unión de una gota de lluvia con el océano; la existencia permanece, pero nuestras limitaciones y nuestra sensación de separación se disuelven. Una vez que alguien ha llegado a esta fase final, la reencarnación deja de ser necesaria. Ningún factor de continuidad, que vincule una encarnación con otra, permanece. Ello no significa que un ser liberado nunca regrese. Algunos lo hacen, llenos de compasión por la humanidad. La tradición hindú habla de reencarnación voluntaria, llamada vyutthana, por parte de maestros plenamente iluminados que regresan a la vida terrenal incluso cuando maya (la ilusión) y el funcionamiento del karma han cesado de atarlos. De modo semejante, los budistas creen que los bodhisattvas –los «seres iluminados» que constituyen la encarnación de la compasión– retrasan su propia liberación final volviendo para ayudar a todos los seres sensibles en su lucha hacia la realización. Aunque a la mayoría de nosotros se nos ha enseñado a vivir correctamente ahora a causa de las consecuencias –las recompensas del cielo, por ejemplo– los maestros nos enseñan que debemos trascender totalmente esta «zanahoria». Los grandes maestros viven bien no por anticipar logros personales sino por el amor de Dios. Sus vidas están llenas de servicio desinteresado, puesto que comprenden que todos somos uno. Buda declaró que todos los hombres podían probar por sí mismos esta senda del no-apego. Aunque muchos de nosotros actualmente contemplamos esta meta, aspiramos a ella e incluso la perseguimos de un modo activo, en el fondo de nuestros corazones dudamos de que esté a nuestro alcance. Los maestros de este libro nos muestran –con su propio ejemplo– que es así. Algunos de ellos alcanzaron la realización en vida; otros alcanzaron el estado final al morir. Son nuestros modelos, en la vida y en la muerte.

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Extrayendo su sutil presencia de estos relatos y saboreándola, podremos renovar a diario nuestro compromiso con la meta. Sólo necesitaremos detenernos un poco y sumergirnos en el río sin fin de su gracia. Dejar el cuerpo «Todo el mundo desea conocer los detalles del morir, aunque pocos están dispuestos a confesarlo.» Así empieza el reciente bestseller de Sherwin Nuland, How We Die. En los últimos años, he descubierto en mí misma una creciente curiosidad acerca de los detalles de cómo mueren los grandes seres. Dicha curiosidad, sin embargo, tiene más que ver con los aspectos sutiles que con los físicos. Para mí, las preguntas se refieren más a los temas ocultos, los misterios. Por ejemplo, una pregunta que los buscadores se formulan con frecuencia es: ¿por qué los seres autorealizados, que han trascendido el cuerpo, padecen dolor y sufrimiento? Cuando Ramakrishna, uno de los más grandes santos de India, estaba muriendo de cáncer de garganta, alguien le preguntó cómo podía explicarlo. Respondió que donde hay forma, hay dolor, hay sufrimiento. En el caso de estos maestros autorealizados, sin embargo, comprobamos que aunque su ser externo experimente los estragos de una enfermedad, el ser interior –el ser con el que están más profundamente conectados– permanece en completa paz. Para un maestro, la muerte no es muerte sino liberación. Según el Prashna Upanishad y muchas otras escrituras orientales, la apertura a través de la cual el alma deja el cuerpo es la que indica el curso de su viaje después de la muerte. En términos yóguicos, uno de los alientos vitales, el udana prana, se desplaza por el principal canal sutil nervioso y lleva el alma a su salida adecuada. El alma de alguien que se ha unido a la Consciencia suprema en

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esta vida, o que está totalmente enfocada en dicha dirección de modo que alcanzará este estado después de la muerte, pasa por una estrecha apertura situada en la coronilla, conocida como brahmarandhra o vidriti. El Katha Upanishad afirma: «Al ascender por ella, uno se convierte en inmortal.» El salir por dicha apertura se ha comparado a intentar pasar un hilo por una aguja finísima; únicamente que una fibra de deseo sobresalga, el hilo se atasca. Para completar esta tarea, nuestra atención debe sintonizarse mediante una práctica constante a fin de que tenga una sola dirección. El alma de una persona virtuosa puede salir por cualquier otro orificio de la cabeza: los ojos, la nariz o la boca. Entonces, viaja a lo largo de un camino de luz hasta alcanzar un plano sutil de existencia como el cielo o el ámbito de los antepasados, donde se instala para gozar de los frutos de los buenos actos, o karma. Pero las escrituras budistas e hinduistas, junto a algunos escritos griegos y egipcios, nos dicen que se trata de ámbitos temporales en los que somos bienvenidos a quedarnos hasta que se agoten nuestros méritos positivos y llegue el momento de que el alma renazca en la tierra. Aquellos cuyos actos en la tierra han carecido de virtudes, abandonan el cuerpo a través de las aberturas inferiores y viajan por un camino de oscuridad, para experimentar los frutos de los malos actos, hasta que se inicie el nuevo ciclo. Prácticamente todas las religiones describen estos planos sutiles del cielo y del infierno en términos semejantes. En el Brihadaranyaka Upanishad, el sabio Yajnavalkya nos dice que, cuando nos acostamos, llevamos con nosotros el material de este mundo y creamos un estado de sueño que se percibe mediante nuestro propio «brillo». Se trata de la misma luz de la consciencia, nos dice, que está presente en la muerte:

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Cuando este ser se vuelve demasiado débil, demasiado confuso, tal como sucede, entonces el aliento se concentra a su alrededor. Acoge estas partículas de luz y desciende hasta el corazón… El punto de su corazón se ilumina y, a través de esta luz, el ser parte, ya sea por el ojo, a través de la cabeza u otras aberturas del cuerpo.

¿Qué le sucede al aspirante, al buscador, que se ha puesto en camino en la senda de la unión pero que no se ha concentrado en un solo punto en el momento de la muerte? En el Bhagavad Gita, Krishna nos asegura que: «Ni en esta vida ni en la posterior existe destrucción para él, puesto que nadie que haga el bien, querido amigo, circula nunca por el camino de la aflicción.» Nos está diciendo que dicho buscador gozará provisionalmente de los frutos de un plano celestial, luego renacerá en una familia próspera y pura, o en una familia de yoguis. Ahí, el alma recuperará las impresiones mentales que había desarrollado en su vida pasada y, con esto como punto de partida, luchará de nuevo en pos de la perfección. La importancia de escoger una vida en la que conocerá a un maestro constituye un punto en el que están de acuerdo las distintas tradiciones. El libro tibetano de los muertos ofrece las siguientes instrucciones: Si has de renacer en la tierra, sopesa las posibilidades y escoge un buen nacimiento: uno que te asegure la continuidad del progreso espiritual y que te asegure un encuentro con un Guru que constituya un amigo virtuoso, de modo que puedas alcanzar la liberación.

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En la tradición india, se dice que a los aspirantes que tienen fe y sienten devoción por su maestro, éste les asegura la salvación en el momento de la muerte. Al penetrar, en la muerte, en un estado de meditación profunda, mantienen una consciencia de lo que está ocurriendo y se liberan del temor. En el zen, la muerte en posición sentada o de pie es considerada digna de una persona iluminada. Algunos maestros zen abandonan voluntariamente la vida; lo que también es cierto en otras tradiciones. Sin embargo, es el estado mental del moribundo, más que la habilidad para controlar el modo de morir, lo que tiene mayor importancia entre las tres tradiciones que estamos examinando. Pensamientos finales, últimas palabras La dirección que toma el aliento, udana prana, está determinada por los pensamientos finales que tiene una persona en el momento de morir. Nuestros últimos instantes de pensamiento crean el ímpetu y las circunstancias de nuestro renacimiento. Sin embargo, el pensamiento final no puede ser simplemente el resultado de un acto de voluntad controlado, o de un deseo. Como nos dice el poeta santo indio del Siglo XII, Jnaneshwar: Los anhelos que una persona tiene mientras vive, Que moran fijos en su corazón, Vienen a la mente en el momento de morir.

Buda comparaba los últimos instantes de pensamiento a una manada de vacas en un corral. Cuando la puerta del corral se abre, sale primero la voluntad más fuerte. Si ninguna vaca es particularmente fuerte, entonces el líder habitual saldrá el primero. En ausencia de éste, intentarán salir todas de golpe.

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Tal vez, los últimos pensamientos más recordados sean los del gran ser Mahatma Gandhi. Cuando le alcanzó la bala de su asesino, Gandhi invocó de inmediato a su querida deidad con la exclamación: «¡Sri Ram, Sri Ram, Sri Ram!» En el Bhagavad Gita, Krishna le reveló a Arjuna que podíamos liberarnos de renacer concentrándonos completamente, manteniendo unidas la mente y el corazón, entregándonos profundamente al Señor y pronunciando el mantra Om en el momento de morir. Pero, como nos sugieren los relatos de este libro, incluso la primera de las tareas es imposible si no nos comprometemos con alguna clase de práctica espiritual mientras estamos vivos. A menudo, las últimas palabras de los grandes maestros toman la forma de bendiciones, enseñanzas o instrucciones. En la tradición japonesa, los maestros budistas y muchos laicos en el filo de la muerte ofrecen sus últimas palabras en la forma del llamado poema de muerte o jisei. En dichos poemas, se rompen todas las normas convencionales o la educación propias de la vida; ello simboliza la ruptura de las represiones mundanas. Los poemas de muerte constituyen el núcleo del legado espiritual japonés. En éstos, la idea de la transitoriedad se expresa a menudo por medio de imágenes de las cambiantes estaciones, con la caída de los pétalos de las flores, por ejemplo, como símbolo de la muerte. En su fascinante obra Japanese Death Poems, Yoel Hoffmann nos dice que, aunque la noción de salvación individual no ocupa mucho lugar en la visión japonesa de la muerte, para el budismo zen la solución del enigma de la vida debemos hallarla en nuestra propia mente. Hoffmann describe acertadamente la postura zen: debemos purificar nuestra consciencia y ver la realidad tal cual es, en su «talidad.» Y la pura realidad, tal como la ve una mente iluminada, no admite polaridades como «vida» y «muerte». En la

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tradición zen, la iluminación se identifica con un estado de simplicidad natural que se extiende hasta el instante de morir. Como veremos en las historias y poemas de muerte que vienen a continuación, la mayoría de los maestros zen deja este mundo con una indiferencia casual que nosotros, en Occidente, difícilmente podemos imaginar. Quienes siguen el «Camino de en medio» del budismo, creen que la salvación del mundo de la pena y del dolor no se alcanza pasando de un estado inferior del ser a uno superior, sino eliminando todo pensamiento dualista y permaneciendo en este estado de trascendencia de toda dualidad. El que muere anhelando la vida en este mundo o la salvación en el próximo no está iluminado. En la tradición zen, morir no es nada especial. En su prefacio a Zen in America, de Helen Tworkov, Natalie Goldberg nos cuenta una historia maravillosa, que ejemplifica la actitud serena de un gran maestro zen en el momento de afrontar la inminente contingencia de la muerte: Cuando un ejército rebelde ocupó una ciudad coreana, todos abandonaron el templo zen excepto el abad. El general rebelde irrumpió en el templo y se enfureció al descubrir que el maestro se negaba a salir a su encuentro, y menos aún a recibirlo como conquistador. «¿No sabes», gritó el general «que estás mirando a alguien que puede aniquilarte sin pestañear?» «Y tú,» dijo el abad, «estás mirando a alguien que puede ser aniquilado sin pestañear.» La ira del general se transformó en una sonrisa. Se inclinó y abandonó el templo.

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Una docena de poemas de muerte están esparcidos a lo largo del libro para que el lector los contemple y reflexione sobre ellos; pueden encontrarse algunos más en los relatos. La práctica espiritual después de la muerte Como muchas de las personas que trabajan en los hospicios pueden confirmar, la muerte no se produce en un instante temporal preciso: no se trata de un acontecimiento tan definido, sino más bien de un proceso. En el Tíbet, el arte de abandonar el cuerpo se conoce como phowa, y la muerte se considera simplemente como un punto en un continuum que señala la transición de una forma de consciencia a otra. Según la tradición vajrayana del budismo tibetano, es importante que uno prosiga su práctica espiritual en el periodo de la muerte e inmediatamente después de ésta. Mucho antes de que la muerte esté próxima, los seguidores de esta vía estudian el Bardo Thodol, o Libro tibetano de los muertos, bajo la tutela de un maestro, para poder navegar adecuadamente a través de los distintos bardo, o fases de la muerte, a medida que se van manifestando. Cuando la fuerza vital de la persona moribunda se aleja del cuerpo, aparece una intensa luz clara; la luz de la que se informa en tantas experiencias cercanas a la muerte. Los maestros tibetanos enseñan que si podemos reconocerla y unirnos a ella, nos liberaremos de una existencia separada. Sin embargo, como hemos mencionado anteriormente al examinar la tradición hindú, sólo quien haya desarrollado la concentración en un solo punto será capaz de beneficiarse de este momento crucial. Si se pierde este instante, proseguiremos el viaje a través del mundo posterior a la muerte y se nos presentarán otras oportunidades de dirigirnos hacia la liberación, o por lo menos hacia un buen nacimiento.

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El libro tibetano de los muertos traza las experiencias básicas que se tienen en el momento de morir y señala los mojones que conducen a los distintos ámbitos. En el momento de la muerte, como en los sueños, habitamos un mundo compuesto de imágenes mentales. Es importantísimo comprender que dichos ámbitos son creaciones de la mente. Aquellos cuyos espíritus han adquirido la agilidad del desapasionamiento, son capaces de reconocer distintas experiencias del estado de muerte como aspectos de su propia consciencia y, por lo tanto, son capaces de navegar elegantemente a través de las distintas situaciones a medida que se manifiestan. En su obra maestra contemporánea, The Tibetan Book of Living and Dying, Sogyal Rinpoche nos dice que en el momento de la muerte «la mente ordinaria y sus ilusiones mueren, y en el hueco se revela la naturaleza infinita semejante al cielo de nuestras mentes. Esta naturaleza esencial de la mente constituye el trasfondo del conjunto de la vida y de la muerte, como el cielo, que abarca a todo el universo.» Tal como veremos en algunas de las historias que siguen, las muertes de los maestros tibetanos son a menudo acompañadas por señales milagrosas y portentosos augurios, como arco iris, fragancias o música divina, flores que caen del cielo y terremotos. Muerte en vida En la tradición india del yoga, a medida que las impresiones kármicas arden en el «fuego» interior encendido por el guru, finalmente llega un momento en que experimentamos nuestra propia muerte mientras nos hallamos en un estado meditativo. En Does Death Really Exist? Swami Muktananda escribe:

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Una vez que hayamos tenido esta experiencia, dejamos de temer a la muerte. Por lo tanto, cuando llegue el momento de morir en meditación, debemos morir completamente. En este caso, regresaremos a la vida de tal modo que nunca volveremos a morir.

En dicha muerte espiritual –morir al ego mientras estamos vivos– superamos el miedo a la muerte física y nos saturamos de una consciencia del «espíritu eterno» que los hindúes llaman moksha. En Meditation and the Art of Dying, el pandit Arya nos dice que en la tradición hindú un guru a veces transmite a unos poquísimos una diksha-mytyu, o experiencia de la muerte iniciática: Esta muerte iniciática es un proceso consciente del yoga en el que una persona fuerte y valiente puede experimentar la muerte por unos instantes. No todo el mundo puede soportarlo. Pero aquellos pocos que reciben esta clase de iniciación… nunca vuelven a ser los mismos. El significado de la vida y de la muerte cambia totalmente para ellos.

Esta cita nos recuerda las miles de experiencias cercanas a la muerte que han referido investigadores como el Dr. Raymond Moody. De los muchos grupos espirituales de India que practican la muerte con anticipación, tal vez el más conocido sea el de los baules de Bengala. Poetas y místicos, los baules eran bhaktas extáticos (devotos de Vishnu o Krishna) que practicaban la meditación en la propia muerte con el fin de entregarse y renacer en Dios; muertos al sí mismo personal, pero plenamente vivos.

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El budismo también nos enseña que el mejor modo de preparar la propia muerte es anticipar la experiencia de la muerte en vida. Buda apremiaba a sus discípulos a meditar en este misterio sagrado. Según el Mahaparinirvana Sutra, cuando estaba cerca de su propia muerte, Buda dijo: De todas las huellas La del elefante es suprema; De todas las meditaciones atentas La de la muerte es suprema.

Por lo tanto, cuando al maestro zen del S. XVII Suzuki Shosan se le comunicó que su enfermedad era grave, contestó que no tenía importancia puesto que ya había muerto (supuestamente en meditación) hacía más de treinta años. ¿Qué le pasa al alma de un Maestro tras la muerte? Seppo le dijo a Gensha: «El monje Shinso me preguntó a dónde había ido cierto monje muerto, y yo le contesté que era como el hielo que se convierte en agua.» Gensha dijo: «Está bien, pero yo no hubiera respondido de este modo.» «¿Qué hubieras dicho?» preguntó Seppo. Gensha replicó: «Es como agua volviendo al agua.» En su libro Being Nobody, Going Nowhere, Ayya Khema nos presenta otra deliciosa respuesta a esta pregunta: En una ocasión, el peregrino Vacchagotta le preguntó a Buda: «Señor ¿qué le sucederá al Iluminado tras la muerte? ¿A dónde irá? Buda dijo: «Peregrino, haz un

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fuego con las ramas que hay por el suelo.» Así lo hizo, y encendió el fuego. Entonces, Buda dijo: «Ahora, échale más ramas.» Lo hizo, y Buda le preguntó: «¿Qué pasa?» Vacchagotta respondió: «Hay un buen fuego.» Buda dijo. «Ahora deja de echarle ramas.» Pasado un rato, el fuego se extinguió. Buda le preguntó: «¿Qué ha pasado con el fuego?» «El fuego se ha extinguido, Señor» Buda dijo: «Bien, ¿a dónde ha ido? ¿Hacia delante? ¿Atrás? ¿A la derecha? ¿A la izquierda? ¿Abajo o arriba?» El peregrino contestó: «No, simplemente se ha extinguido.» Buda dijo: «Exacto. Esto es lo que pasará con el Iluminado tras la muerte.»

Cuando se deja de echar ramas al fuego del deseo apasionado, del anhelo, del afán, el fuego se extingue. Puesto que no existe karma alguno creado por un maestro de esta clase, nada necesita renacer.





Los maestros espirituales descritos en este libro pertenecen a distintas creencias. Entre los maestros indios, algunos son bhaktas, o amantes de Dios; algunos son jnanis, devotos de la sabiduría; algunos son yoguis karma, habiendo logrado su estatus mediante el servicio altruista; y algunos nacieron como maestros autorealizados. En la tradición japonesa y china del budismo zen, están representados maestros ya sea de la secta Rinzai, la vía que apoya la realización instantánea, que de la secta Soto, la vía de la realización gradual. En el seno de la tradición tibetana, algunos maestros son lamas y rinpoches bien conocidos, mientras que otros son personas aparentemente corrientes cuyo estado elevado fue reconocido por los demás sólo en los últimos instantes finales.

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Como suele suceder casi siempre con las hagiografías, estas historias se han explicado una y otra vez, algunas de ellas durante siglos. Aunque unas cuantas de ellas poseen la cualidad de una leyenda, mi interés ha sido presentar experiencias reales de muerte. La lista de maestros presentados no intenta ser exhaustiva, sino más bien mostrar una sección transversal de estas tres tradiciones. Unos pocos relatos de la muerte de maestros de las tradiciones taoístas, islámicas y budistas tempranas se han abierto camino de un modo irresistible en el texto. Una selección de relatos de muerte de la tradición judeocristiana, así como de otras tradiciones que no están representadas en esta obra, sería una secuela fascinante a este libro. A medida que leamos los relatos, tal vez queramos saborear las sensaciones o actitudes que encarnan estos grandes maestros mientras mueren. Sentémonos y contemplemos una de las cualidades subyacentes –tales como el gozo, el valor, la falta de temor, la humildad o la simplicidad– y reflexionemos en cómo podemos adquirir dicha cualidad en nuestra propia vida. Otra práctica fructífera consiste en mantener a diario la realidad de nuestra propia muerte frente a nosotros. Esto a menudo agrega una perspectiva más clara y aguda, y nuestras prioridades se reorganizan a sí mismas de un modo natural, haciéndonos pasar un tiempo más satisfactorio y rico en este planeta. Todos los grandes maestros nos desean una sola cosa: que seamos capaces de identificarnos con la parte real de nuestro ser –nuestra esencia, nuestro ser interior, nuestra alma– antes de que abandonemos el cuerpo físico. La muerte es algo natural e ineludible. Pero, desde el punto de vista del misticismo oriental, no es real. Únicamente la unión con el Absoluto, la inmersión en el Vacío, es real. Al compilar estos relatos, he penetrado más a fondo

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en mi comprensión de la muerte y borrado muchos miedos asociados a ella. Espero que vosotros, lectores, tengáis una experiencia similar. Este libro está escrito para aquellos que se encuentran, o aspiran a encontrarse, en la vía espiritual. Está escrito para buscadores. Este término, tal como lo uso, es muy amplio. Incluye a todos aquellos que consideran lo que no es visible de la vida como su verdadera fuente de alimento, sostén y gozo. Nota del compilador Para aquellos que no estén familiarizados con las tres tradiciones representadas en esta obra, los nombres en otras lenguas aparecen en itálica y se traducen. Se exceptúan palabras como guru, lama, ashram y nirvana, que se utilizan normalmente en nuestra lengua, así como dos términos sánscritos que aparecen con frecuencia en esta obra y pueden requerir explicaciones: dharma y samadhi. Tanto en el hinduismo como en el budismo, dharma es un concepto básico. En el sentido en que se utiliza aquí, significa «las enseñanzas», la comprensión fundamental de la naturaleza de la realidad encarnada en dichas tradiciones religiosas. Samadhi se refiere originalmente a un estado meditativo profundo en el que la dualidad sujeto-objeto desaparece. En la tradición budista, este sentido de la palabra se ha ido manteniendo. Pero en las tradiciones hindúes o yóguicas, samadhi también significa la salida de este mundo llevada a cabo por un maestro realizado (la palabra mahasamadhi, o «gran samadhi» se utiliza también en este sentido), y, por extensión, incluso se convierte en el término para la tumba o el mausoleo de un gran maestro. El contexto clarificará al lector qué sentido tiene.

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La conversión de los nombres asiáticos es problemática a causa de los muchos sistemas de romanización en uso; este libro sigue las distintas convenciones empleadas en las fuentes originales.

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DESPEDIDAS ELEGANTES

 Cuando un veterano maestro budista preguntó a un grupo de meditadores: «¿Qué sobrevive cuando muere un ser iluminado?» un miembro del grupo respondió: «Cuando muere un ser iluminado, no queda nada.» El maestro sonrió y, para sorpresa de los reunidos, dijo: «No. Queda la verdad.»

 Cuando estuvo claro que estaba a punto de morir, a Matsuo Basho, el mayor de los poetas haiku, sus amigos le pidieron un poema de muerte, pero él se negó. Proclamó que, en cierto sentido, cada poema que había escrito en la década anterior –con mucho, su periodo más productivo y de profundo compromiso con el zen– se había redactado como si fuera un poema de muerte. Pero, a la mañana siguiente, el poeta convocó a sus amigos junto a su lecho de muerte y les comentó que por la noche había tenido un sueño y que, al despertar, se le había ocurrido un poema. Recitó entonces este conocido poema: Enfermo, de viaje, Pero sobre los marchitos campos Deambulan los sueños.

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Viniendo, todo está claro, no hay duda. Marchando, todo está claro, No hay duda. Por lo tanto ¿qué es todo? –Hosshin monje zen del S.XIII

Shunryu Suzuki

Yamaoka Tesshu

   Una fría mañana de noviembre de 1981, Trijan Rinpoche hizo llamar junto a su lecho a su secretario, Palden Tsering, que le había acompañado durante mucho tiempo. «Después de todo, no haré el viaje a Mundgod,» anunció con profunda y ronca voz. Los ojos de Palden Tsering se llenaron de lagrimas, pero intentó ocultarlas. «¿Debo cancelar, entonces, los billetes de tren?» preguntó. El tutor del Dalai Lama, de ochenta y un años, no contestó enseguida; en su lugar, miró una thangka [pintura budista] que colgaba al otro lado de la habitación y pasó los dedos por el rosario. «Consérvalos,» replicó finalmente. «Tengo una cita allí.» Al día siguiente murió. Los tibetanos creen que su próxima encarnación se descubrirá en el campamento de refugiados de Mundgod, en el sur de India.

   Poco antes de morir, Mahatma Gandhi le dijo a Manubehn, un seguidor muy cercano: «Desearía poder enfrentarme a las balas de mis asesinos reclinado en tu regazo y repitiendo el nombre de Rama con una sonrisa en el rostro.» Mientras se desplazaba entre una muchedumbre a la que tenía que hablar, una mañana de enero de 1948, un hombre empujó bruscamente a Manubehn y disparó tres veces al Mahatma. «¡Sri Ram! ¡Sri Ram!» exclamó Gandhi, mientras caía al suelo. Un monje dijo a Tozan: «Un monje ha muerto; ¿a dónde ha ido?» Tozan respondió: «Después del fuego, un brote de hierba.»

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